LOS HOMBRES METÁLICOS
Tomás Salvador
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Adscrita al servicio comercial interplanetario, la nave Gladiador sería
excepcionalmente rápida si no fuera tan meticulosa. O lo que es igual, perdía
fisgando los rincones lo que ganaba corriendo. En realidad, no creemos cometer
indiscreción diciendo que el servicio comercial interplanetario era una pantalla
para actividades muy diferentes. Y la Gladiador aunque parecía un navío
investigador, verdaderamente estaba registrado como crucero de guerra, si bien
este secreto lo sabían muy pocos en la Tierra y Marte, sin contar, claro está, la
tripulación, especialmente escogida. Gladiador, por decirlo así, informaba sobre
las cosas raras que pasaban en los planetas y satélites: explotaciones mineras
ilegales, regiones de confinamiento para indeseables, hallazgos que era necesario
comprobar, depósitos de armas y cosas por el estilo. En fin, léase servicio de
inteligencia en vez de servicio comercial y se habrá comprendido por qué la
Gladiador corría menos de lo que podía y por qué escondía una batería de
excelentes cañones desintegradores.
Más difícil sería explicar por qué Marsuf estaba a bordo de dicha nave sin
pertenecer al servicio, aunque de ello no estamos seguros. ¿Quién podía estar
seguro de algo tratándose de Marsuf? Si alguien podía ser un espía excepcional,
este alguien era Marsuf, el loco Marsuf, el admirado Marsuf, el hombre que podía
estar en todas partes sin necesidad de justificarse, el que podía viajar en todas las
naves sin tomar billete, el que desataba las lenguas con su sola presencia. Todo
parecía favorecer el que Marsuf perteneciera al servicio, salvo una cosa: que
Marsuf era demasiado emotivo, demasiado independiente para obedecer a nadie.
Por unas razones o por otras, nosotros nos guardaremos bien de opinar si Marsuf
hacía esto o si hacía lo otro.
Aeronavegaba la Gladiador por la zona llamada de los asteroides, que está
situada entre el cuarto y quinto planetas de la corte solar, o sea, entre Marte y
Júpiter. Allí en épocas muy remotas, debió de pasar algo gordo. Nada menos que
un planeta mucho mayor que la Tierra haciéndose pedazos, bien a causa de un
choque, bien a causa de una explosión interna. Dos razones hay para creerlo:
una, que existe una relación entre las distancias planetarias, llamada ley de Bode,
que falla totalmente allí; otra, que el espacio está materialmente sembrado de
asteroides en una zona muy ancha, dando vueltas por su cuenta, como si después
de haberse partido el cántaro los pedazos siguieran dando vueltas. Estos
asteroides son de muy diferentes tamaños, grandes como Portugal o pequeños
como un grano de arena.
Marte está situado de la Tierra - en dirección contraria al Sol - entre sesenta
millones de kilómetros cuando están al mismo lado y trescientos cincuenta cuando
el Sol los separa. A continuación de Marte viene Júpiter, pero a una distancia
enorme, setecientos millones de kilómetros que son los que se supone se
reservaba el planeta que hizo explosión, llenando de cascotes, llamados
asteroides, la ancha zona vacía. Dicha zona de asteroides tiene tantos millones de
cascotes - valga la palabra - que explorarla toda es materialmente imposible. Por
eso las patrullas militares y los servicios informativos la vigilaban todo lo posible.
Nada raro era encontrar asteroides lo bastante grandes para ser habitables o con
restos de antigua configuración planetaria, muy buscados por los astrónomos,
pues se presumía que allí debió de haber alguna civilización.
Explorando, pues, la zona de los asteroides, entre Marte y Júpiter, se encontraba
la Gladiador el mes de marzo del año 2058, cuando la pantalla de radar avisó la
existencia, a un millón de kilómetros, de una masa considerable de materia sólida.
Era pronto para medir su volumen y densidad, pero el analizador de a bordo
anticipó que se trataba de «un buen pedazo», como dijo él, del orden de los
doscientos kilómetros de diámetro.
- ¡Buen escondrijo! - dijo el comandante Varsovia.
- Tienes deformada la sesera, comandante - dijo con su habitual forma de hablar
Marsuf, que había escuchado el informe -; sólo piensas en contrabandistas, bases
secretas y refugio de bandidos.
- ¿No pensará encontrar una biblioteca a esta distancia y en ese montón de
rocas?
- ¿Y por qué no?
El comandante Varsovia aclaró lo que era innecesario, porque todos lo sabían:
- Sólo uno entre cada mil de los asteroides que visitamos tiene algo interesante y
ninguno vida humana.
- ¡No me enseñes a leer, jovenzuelo! - gruñó Marsuf -. Anda, dile al piloto que se
acerque a ese asteroide.
- Marsuf, ¿quién manda en esta nave? ¿Tú o yo...?
- Tú, desde luego.
- Bien. Como mando yo, voy a ordenar que... nos acerquemos al asteroide.
Las risas de los oficiales apagaron los gruñidos de Marsuf. A veces le parecía
señal de decadencia el que le respetaran de aquella forma. Echaba de menos los
tiempos en que se peleaba con todo el mundo, cuando debía imponer sus
opiniones a puñetazos. Y estaba muy cerca de la verdad. Aquel hombre ciego,
huraño, mordido por todos los fríos del espacio, era mundialmente famoso y las
nuevas tripulaciones le trataban con un respeto rayano en el asombro. A veces,
por alegrar sus viejos huesos, le contradecían acaloradamente, le amenazaban
con abandonarle en algún lugar desierto. Pero la realidad es que Marsuf era
admirado por todos y que todos hubieran dado un brazo por conservarle a su lado.
Pero el indomable barbudo, incluso al borde de la decadencia física, se obstinaba
en ir siempre de un lugar para otro, ignorando que era discretamente vigilado para
que no hiciera daño. Si en esta historia el tiempo pasa muy rápidamente y no se
refleja de un modo exacto la fama de Marsuf, débese a que la escogemos
libremente entre las muchas que se pueden contar, saltando de un tiempo a otro,
de una nave a otra nave, sin sujetarnos a un rigor cronológico.
El ecólogo entregó los datos al comandante. Este los examinó detenidamente.
Interesante asteroide: gravedad cero ochenta y nueve; densidad tres coma
veintidós; atmósfera fluida, ligeramente superior en oxígeno de lo normal. Sesenta
y cinco grados bajo cero. Y seguían los datos en cuanto a volumen, composición
física, velocidades, triangulaciones, etcétera.
- Y bien - preguntó el capitán -, ¿Qué dice el ecólogo de las reciprocidades?
- Es habitable para el hombre con ciertas limitaciones. Necesita calefacción y
cámara compensada para dormir. Posible estar dos o tres horas sin casco, pero
eso equivale a una ligera borrachera. Tras ese síntoma, puede venir la muerte
azul de no ponerse casco, como mínimo, durante un tiempo similar al pasado sin
él.
El comandante Varsovia interrumpió la exposición:
- Le digo si cree usted que existan habitantes.
El ecólogo vaciló. Y dijo al fin:
- No es de mi departamento, pero el técnico en comunicaciones asegura haber
captado radiaciones intermitentes de poca potencia. No está muy seguro.
- Que venga personalmente.
El técnico en comunicaciones amplió muy poco el informe del ecólogo. Se oían
unos chasquidos intermitentes, que podían ser producto de la energía estática del
espacio o causadas por las perturbaciones solares, pero...
- Acabe, hombre de Dios - ordenó el capitán.
- Aunque casi inaudibles, son demasiado rítmicas y regulares para ser
ocasionales. Es todo lo que puedo decir.
- Bien, ¿qué te parece, Marsuf?
- Cuando la espada es corta se da un paso adelante - dijo el aludido.
- Amigo Marsuf, usas unas expresiones tan anticuadas que no hay manera de
entenderte. Menos mal que yo, en la academia, usaba un ridículo espadín, que,
por cierto, estorbaba más que el hermano pequeño de una novia. Por eso puedo
entenderte.
Después de tan lozana explicación, el comandante de la nave dio órdenes para
que ésta se pusiera en órbita sobre el asteroide, a un centenar de kilómetros, para
que las cámaras fotográficas y la televisión permitieran observar de cerca el
fenómeno.
Después de unas complicadas operaciones para cambiar de rumbo y desacelerar,
el Gladiador estuvo en condiciones de ir dando vueltas al asteroide, fotografiando
su superficie y reflejándola en la pantalla de televisión. Marsuf, junto a los oficiales,
aguardaba pacientemente a que la cosa se aclarara. Estaba acostumbrado a
aquella maniobra, que centenares de veces había hecho él mismo. Sólo que ahora
estaba ciego y necesitaba preguntar:
- ¿Qué se ve?
- Un informe montón de rocas. Rocas oxidadas, erosionadas y mondas de
vegetación.
Y más tarde:
- ¿Qué se ve?
- Ahora, nada; estamos en la zona oscura.
Y al cabo de un rato, habiendo percibido un murmullo de expectación.
- ¿Qué estáis viendo, decidme?
- Algo raro, Marsuf. Una edificación aplastada entre dos montañas. Vamos
demasiado aprisa para la visión simple. La fotografía nos dará más detalles.
- Acerca más la espada, comandante - aconsejó nuevamente Marsuf.
Gladiador redujo velocidades y bajó hasta una decena de kilómetros. Cundía el
interés. El asteroide no estaba registrado en la cartografía espacial y las
edificaciones observadas parecían indicar un tipo de habitantes que no mostraban
mucho interés en comunicarse con la nave. O bien no quedaba vida o no poseían
conocimientos técnicos.
- ¡Ya estamos otra vez! - gritó un oficial.
- ¿Qué se ve, hermanos? - rogó Marsuf.
- La misma edificación; es grande. Parece una fábrica...
- ¡Atención! - dijo una voz -. ¡Mirad esas manchas negras!
- ¿Cómo son esas manchas negras que se ven. - pidió el invidente...
- Son... como hormigas... Aquélla es grande...
- Sí - dijo la voz del comandante -, y ahora se disgrega. Y son muchas, pequeñas;
muchas, como hormigas.
La nave rebasó la zona y había que esperar otra vuelta, tiempo que aprovechó el
comandante para un cambio de impresiones.
- Sean los que fueren - dijo Marsuf - no parecen peligrosos. No estarían apiñados
así de serlo.
- Mi deber es desconfiar de todos los que se esconden. Bombardearemos la zona
y luego veremos.
Marsuf se puso en pie:
- Tú no harás eso - dijo -. Los hombres van siempre con las armas por delante, sin
darse cuenta que eso les predispone a ser cazadores. Además, la historia de la
conquista planetaria nos ha demostrado que nuestros enemigos éramos nosotros
mismos.
- Por eso lo digo... Temo que sean hombres los que estén bajo esos techos
planos.
- ¡Un momento! - interrumpió un observador -. Según esto fotografía ampliada ¡son
robots!
La sorpresa paralizó a todos los presentes durante unos instantes. Luego, todos
se agruparon en tomo al comandante, que examinaba las fotografías.
Efectivamente, la ampliación indicaba un tipo de estructura metálica, con vaga
reminiscencia humana en las extremidades y una cabeza sobre un delgado cuello.
Pero el color, la rigidez de las masas, indicaban el clásico tipo de robot ya
desaparecido de la Tierra. Marsuf, aun sin ver lo que los demás veían, podía
imaginarse fácilmente la escena.
- Ya volvemos a pasar sobre la zona - anunció el piloto.
El comandante, comprensivo, fue detallando a Marsuf lo que veía. Una edificación
chata, de gruesos muros; grandes manchas negras, en movimiento, como las
hormigas, juntándose y disgregándose.
- ¡Increíble! - dijo al fin -. Deben de ser millares. ¿Qué significa esto?
- Sólo hay una forma de saberlo: bajando - dijo Marsuf.
La exclamación de sorpresa del comandante tenía una razón. Los hombres
conocían los robots, articulaciones electrónicas puestas a su servicio. En realidad,
estas máquinas resultaban toscas y duras, pero especializadas en un tipo de
trabajo podían dar un rendimiento superior al de cuatro hombres, Porque eran
incansables. A finales del siglo XX se pusieron de moda. Había máquinas-robots,
calculadoras robots y servidores robots; estos últimos con vaga estructura
humanoide, utilizados para faenas laborales en cuatro tipos: servicios domésticos,
minas, trabajo mecánico en cadena y labores agrícolas.
Pero los sindicatos habían protestado. En un mundo superpoblado no podía
admitirse que las máquinas fueran dejando a los hombres sin trabajo. Bien
estaban aquellas que facilitaban el trabajo posterior de los mismos hombres, pero
no la suplantación que estaba a punto de entronizarse si continuaba la política de
perfeccionamiento robótico. No es que la falta de trabajo que podía suplirse con
subsidios, molestase demasiado; era que los políticos preveían ya la posible
causa de disturbios sociales que implicaría una multitud desocupada y sin los
frenos morales del trabajo. En consecuencia, la fabricación de robots había sido
declarada fuera de la ley. Hacía cincuenta años que no existían robots
humanoides en la Tierra y sus colonias.
Cuando la Gladiador decidió tomar tierra en un claro, no lejos de la extraña
construcción, desde la torre de mando se puso observar claramente -por lo menos
con la claridad posible de la altura de una casa de treinta pisos, altura de la naveque
los robots iban acudiendo, alzando los brazos, sin armas aparentes.
- No tienen armas - comentó el teniente Douglas
- Los robots, ni por acción ni por omisión pueden hacer daño al hombre - comentó
secamente, Marsuf -. Es la ley robótica.
- Ya comprendo por qué estabas tan confiado - bromeó el comandante -. El
adversario no tiene espada.
- Quizá tenga una arma contra la que podemos luchar.
La nave consiguió una vertical perfecta y durante unas horas el comandante
ordenó que se vigilara la actitud de los hombres metálicos desde las escotillas
laterales. Los informes coincidían. Los robots continuaban llegando en enormes
masas. Todos eran iguales, aunque algunos parecían haber perdido el brillo del
metal niquelado. Se detenían a doscientos metros de la nave, formando un círculo.
No se veía humano alguno, ni después de haber tomado tierra se escuchaba el
clip intermitente de la emisora fantasma.
La actitud de los robots desencadenó en seguida numerosos comentarios en la
nave. Marsuf se enteraba por los comentarios. Lentos, diríase que una vez
llegados a un punto desde el cual podían ver la nave, los hombres de metal se
quedaban inmóviles...
- Yo diría que tienen la patética inmovilidad del perro que espera una caricia - dijo
el médico de a bordo, persona muy sensible.
- ¡Eso es! - dijo Marsuf, como si comprendiera -. Comandante: voy a bajar.
- Espera, Marsuf. Son miles.
- Tengo una teoría y la quiero comprobar.
- No; tú tienes alguna noticia más, que te callas.
- Es posible. Quiero bajar.
- De acuerdo. A condición de que no te alejes cien metros de la nave.
- No puedo calcular distancias. Recuerda que soy ciego - dijo Marsuf, con aire de
inocente.
- Lo que tú puedes hacer siendo ciego lo saben de memoria en todo el sistema
solar.
Colocado Marsuf en la plataforma de descenso, dotado de un traje acondicionado
para guardar el calor, se hicieron los preparativos necesarios. El comandante,
mediante gestos, ordenó se tomaran las precauciones necesarias para que una
patrulla vigilara la actitud de los hombres metálicos sin que se enterara Marsuf. Al
fin, la plataforma descendió entre las cuatro enormes estructuras de la nave que
servían para la dirección en vuelo y el aterrizaje, mezcla de alas y patas. Marsuf,
con el cuerpo protegido pero la cara al aire, sintió la fuerza del aire frío en el rostro
y respiró ávidamente. Después de largas semanas dentro del aire acondicionado
de la Gladiador, respirar el aire espacial tenía el encanto de siempre. Por otra
parte, el aire no era tan frío como anunciara el ecólogo. Sin duda, una ligera capa
atmosférica mitigaba el intenso frío de unos kilómetros más arriba.
Marsuf no podía ver, pero tenía un oído muy fino y sabía orientarse perfectamente.
El resto lo supo luego por la tripulación de la nave. Abandonó la plataforma. Bajo
sus pies, el suelo era liso, casi pulimentado. Allá, no lejos, donde los hombres de
metal aguardaban, se produjo un ruido extraño, como un chocar de infinitos
metales. Marsuf caminó en línea recta. Del círculo de robots comenzó a elevarse
un cántico extraño, emocionado. Cuando Marsuf creyó haber recorrido la mitad de
la distancia se detuvo. Los seres aquellos, cuales fueran, debían comprender que
estaba esperando a que ellos hicieran la mitad de camino.
Y así fue. Del compacto pelotón se desprendieron cinco masas metálicas.
Caminaban suavemente, pero se percibían sus pasos, su ruido metálico. Y cuando
estaban muy cerca, cesó todo ruido. Fue como si los miles de testigos metálicos
quisieran escuchar lo que se tenían que decir los adelantados del encuentro. El
silencio, el aire frío sobre su cara, la emoción paralizó la acción de Marsuf, que,
incapaz de otra cosa, aguardó.
- Has venido, señor. Te estábamos esperando - dijo una voz bien timbrada, pero
que se notaba no era humana.
- ¿Quién eres tú? - preguntó Marsuf.
- Soy tu servidor - contestó la voz.
- ¿Quiénes son ellos?
- Son tus servidores. Nos dijiste que aguardásemos y eso hemos hecho.
La voz, impersonal, tenía un tal acento de júbilo que Marsuf sintió una punzada de
dolor. ¿Quién sería el señor de aquellos hombres? Trató, desesperadamente, de
ganar tiempo hasta que se le ocurriese una salida:
- ¿Cuántos son ya los servidores?
- Somos ciento veintitrés mil quinientos doce, señor.
- ¿Tú sabes lo que son los ojos?
- Sí. Sirven a los señores para ver.
- Pues los míos están enfermos. Acércate.
Marsuf sintió unos pasos. Tendió las manos y tocó una estructura metálica.
Recorrió rápidamente la superficie para darse cuenta de lo que tenla delante. En
tamaño y altura, el robot era sensiblemente igual a un hombre. Carecía de
vestidos. En la cabeza era donde más se notaba la diferencia. No tenía boca ni
oídos, reemplazados por una abertura cubierta a su vez por una membrana. Los
ojos eran una célula fotoeléctrica y en ambas sienes tenía una corta antena.
Mientras Marsuf realizaba su inspección, pudo oír un susurro:
- Señor, señor nuestro... ¡Cuánto has tardado! Tus servidores te hemos esperado.
Tú nos dijiste que amásemos y eso hacemos, pero, ¿qué hacemos con nuestro
amor? Nos llamabas hijos, pero ¿dónde está nuestro padre?, - preguntaban los
que no tuvieron la dicha de conocerte -. Señor, señor...
- ¿Cómo se llama tu señor? - preguntó Marsuf.
- ¿Por qué lo preguntas? ¿Acaso no eres tú mi señor?
- Responde - ordenó Marsuf, sabiendo que ningún robot desobedece una orden.
- Mi señor es Luis van der Welt. Se marchó en una nave como esa y nos dijo:
«Esperadme»... Señor, señor... Ya somos muchos, porque hemos trabajado como
nos enseñaste y caminamos siempre, siempre, buscándote...
Marsuf hubiera jurado que el robot estaba llorando. En todo caso, en su voz latía
una desesperación auténtica, terrible por cuanto no tenía los cauces naturales del
ser humano para ser expresada.
- Llévame junto a ellos. Dame tu mano y dime lo que hay en el suelo. Ya te dije
que tengo los ojos enfermos - ordenó Marsuf.
- Gracias, señor, por ordenarme. Te están esperando, señor.
Marsuf colocó al robot de modo que apoyándose él en su antebrazo pudiera ir
ligeramente retrasado.
- Vamos.
El robot, caminando suavemente, guió a Marsuf al grueso del anillo robótico. Antes
de adentrarse, ya escuchó el suave, el constante saludo:
- Señor, señor, señor...
Y durante mucho rato, horas quizá, Marsuf caminó entre aquella ingente multitud,
que se abría ante él, dejando un pasillo. A lo lejos se oían los que iban llegando,
corriendo con poderosa zancada; se escuchaban igualmente gritos de llamada, de
júbilo.
- ¿Quieres ver nuestra casa? - preguntó el robot que primero hablara.
- Sí.
Era una fábrica, desde luego, trabajando a pleno funcionamiento. Una fábrica sin
hombres, toda automática. Se escuchaba el deslizarse de las vagonetas
acarreando material, y el estruendo de los pulverizadores, y el vibrar de la planta
atómica que calentaba los hornos; y sentíase el calor de los fuegos, el zumbar de
las cadenas sinfín, el roce de los metales.
- Aquí nacemos, señor.
Iba a seguir su inspección Marsuf cuando un rumor de pasos y voces humanas
llamó su atención. Eran sin duda, tripulantes de la nave que también habían
desembarcado.
- ¡Marsuf! ¡Marsuf!...
- Estoy aquí.
Poco después una patrulla, compuesta del segundo jefe y cinco soldados llegaba
hasta Marsuf.
- Tardabas tanto que nos intranquilizamos - dijo, a modo de disculpa, el jefe.
- ¿Sois también señores? - preguntó el robot.
- Sí.
- ¿Os podemos servir?
- ¿Eh? Bueno...
El robot se detuvo, como intentando comprender una situación fuera de su
comprensión. Meneó la cabeza y dijo al fin:
- Mi señor es Luis van der Welt y nos dijo: «Esperad». Y se fue en una nave.
Vosotros sois señores... sois ¡hombres!
- Sí. Somos hombres.
- Entonces, ¿dónde está él?
Marsuf, antes que nadie contestaba, dijo a su robot:
- Volvamos a la nave. Nosotros, los señores, podemos caer enfermos...
- Sí. También lo decía él. Podemos hacer una casa.
- Mañana. Ahora vamos a la nave.
- Como ordenes, señor.
Y se reanudó la extraña marcha. Entre millares de seres metálicos, excitados y
silenciosos, los cinco humanos, asombrados por lo que veían, caminaban en
silencio, Marsuf sostenido por su lazarillo. Cerca de la nave, de la cual había
desembarcado un comando de protección poderosamente armado, que vigilaba
atentamente pese a la actitud pacífica de los robots, se detuvo el cortejo.
- Escucha, amigo - dijo Marsuf -, ahora volvemos a la nave. Pero volveremos.
- ¿Volveréis, señor? ¿Está dentro mi creador?
- Es posible. Tened paciencia. Si habéis esperado tanto, ¡qué importa un poco
más! Y gracias, me has servido muy bien. En adelante, cuando yo baje, tú me
ofrecerás tu brazo.
- Yo te ofreceré mi brazo, señor, y tú te apoyarás en él.
- Extraña situación, señores - comentó el capitán, desde la cabina de mando de la
nave, rodeado de Marsuf y los oficiales contemplando la ingente multitud de
robots, que, silenciosos, anhelantes, contemplaban la morada de los señores.
- Parecen perros esperando la salida del amo - comenta el segundo jefe -. Cuando
iba en la patrulla, tenía miedo al principio. Su masa nos hubiera ahogado con sólo
caernos encima. Pero en seguida comprendí que mi miedo era irrazonado.
- Bien, Marsuf, ¿cuál es tu teoría?
Marsuf, que había permanecido silencioso, comenzó a hablar, titubeando.
- Tienes el Who's Who in World? - dijo.
- Creo que sí - comentó, divertido, el comandante -; este cargo mío tiene a veces
mucho de diplomático. Sí, aquí lo tengo...
- Si no me equivoco, Luis van der Welt era hace sesenta y cinco años un famoso
ingeniero electrónico, creador de un tipo de robot.
- Sí, desaparecido en el año 2012 - agregó el comandante.
- Hace mucho tiempo, no recuerdo cuánto - dijo Marsuf -, en Fobos se estrelló una
nave. No se sabía nada de ella. Alguien dijo que era la Zuiderzee, de matrícula
holandesa...
- ¿Y supones...?
- Estoy tratando de enhebrar el hilo. Hace tiempo, también, circulaba una historia
de un planeta de hombres metálicos. Lo tenía olvidado. Mi teoría es la siguiente:
Luis van der Welt, ingeniero e inventor, no se conformó con la prohibición de
construir robots en la Tierra y en una nave huyó al espacio, con parte de su
laboratorio. Encontró un islote en el mar de asteroides, construyó un laboratorio
nuevo, o quizá una fábrica, ayudado por humanos o quizá robots, y se dedicó a
perfeccionar sus inventos. Quizá quería demostrar que había encontrado un
circuito amoroso, un circuito que convertía en seres capaces de emoción a los
robots. Cuando creyó haberlo conseguido, quiso volver a la Tierra para demostrar
el fruto de su trabajo, intentando posiblemente levantar la prohibición de
construirlos. Dejó las cosas dispuestas de modo que la fábrica, completamente
automática, siguiera produciendo hombres metálicos. Pero él no llegó a su
destino. No tengo pruebas, excepto mi viejo recuerdo y, ¡ay Dios!, las palabras del
robot. «¡Has vuelto, señor! ¡Te estábamos esperando!»
Sin querer, las miradas de todos los videntes se dirigieron a los ventanales. A la
luz grisácea del eterno amanecer que reinaba en el asteroide se distinguían las
manchas negras de los hombres de metal, inmóviles, rodeando la nave...
- Sí, están esperando una orden - comentó Marsuf, como si comprendiera los
pensamientos de todos -. Su creador les dijo: «Esperad». Y eso hacen. Y su
creador les dio un circuito amoroso, un circuito de eterna obediencia al hombre, y
quieren obedecer. Es su finalidad, su razón de existir. Lo terrible, lo que me ha
llenado de dolor, incluso tratándose de máquinas son los muchos años, casi
cuarenta, que llevan esperando, vagando por la superficie de esta pequeña roca,
buscando al hombre, llamando al hombre. Les fue dicho: «Obedeceréis y
amaréis». Y no encuentran el objeto de su obediencia. Y llevan muchos años
esperando, esperando...
- ¡Maldita sea! Calla, Marsuf.
- ¿Callar? ¿Y ellos...? Ahí los tenéis, como perros, esperando la voz del hombre
que les ordene, porque sólo obedeciendo pueden ser felices. ¿Puedes tú,
comandante, bajar ahí y decirles: «Vuestra espera ha sido en vano. Luis van der
Welt murió hace mucho tiempo. No volverá más. Y vosotros no podéis servir a los
hombres porque los hombres no os quieren»? ¿Puedes hacerlo? Anda, corre...
- ¡Calla, condenado borrachín!
- ¿Quieres acaso que lo haga yo? Tú no has estado, como yo, cerca de ellos,
escuchando sus murmullos. Son máquinas, cierto, pero están sufriendo. Es un
sufrimiento que nosotros no comprendemos, hecho de paciencia, de
renunciamientos... ¡Y no piden otra cosa que servirnos! Somos sus dioses. No, no
puedo ir a decirles que su larga espera ha sido inútil, no puedo... Y su fábrica,
destinada a seguir funcionando mientras haya mineral, construirá nuevos seres,
igualmente preparados para la obediencia, pero que luego como los otros, estarán
condenados a vagar por las rocas, llamando a su señor. Su fidelidad durará, quizá
centenares de años... Permanecerán con los ojos en el cielo, esperando la vuelta
de la nave que se marchó con su señor a bordo...
- Y hoy, cuando llegamos nosotros, creían que era él.
- Sí. Ahora ya saben que no. Pero saben también que somos hombres y que es su
deber y su alegría obedecernos.
- ¡Puff! ¡Condenada situación! El ingeniero van der Welt pudo haber construido
tornillos. Si pudiera, los destruiría a bombazos. Pero después de tus palabras,
Marsuf, no puedo.
- Quizá por eso las dije.
Quince días después, medidos por los relojes de a bordo, la situación en el
asteroide no había cambiado. Completamente inofensivos, deseosos de servir a
los humanos, los robots aguardaban anhelantes que los hombres abandonaran su
morada. Les seguían por todas partes, les guiaban en sus trabajos de exploración,
explicaban las cosas hasta donde su comprensión lo permitía. Indudablemente, el
ingeniero van der Welt había realizado un trabajo digno de todo elogio. Agradables
a la vista, incansables, sumisos, los robots eran las máquinas que más se
acercaban al hombre. Eran, en cierto modo, capaces de sentir emociones, y ese
fue el gran hallazgo de su creador. Sometidos a una situación contradictoria, la
pugna de emociones podía producir su muerte. Por ejemplo, un tripulante de la
Gladiador cayó por un tajo profundo. No habiendo podido evitar el resbalón, y
testigos de aquello, un centenar de robots murieron al fundirse su circuito.
Murieron de dolor, dijo luego Marsuf.
Marsuf fue quien más profundizó en el conocimiento hacia los hombres de metal.
Estaba siempre rodeado de grandes masas. Les hablaba, les recitaba sus versos,
que luego ellos podían repetir casi perfectamente; les hablaba del hombre y su
aventura en el espacio. Y contaba historias del ingeniero Luis van der Welt, que un
día u otro tenía que volver.
Por fin, el capitán Varsovia, comandante de la nave, dio orden de reintegrarse a
sus puestos. Los sabios habían explorado suficientemente el asteroide, que
resultó tener una atmósfera artificial, creada por el mismo ingeniero, señor de los
robots, y el misterioso asteroide, calculadas sus órbitas, quedaba incorporado a la
cartografía del espacio. Era preciso continuar. No podían permanecer
indefinidamente allí.
Pero, en los preparatorios, Marsuf no apareció. Buscado con afán, fue encontrado
en una casa, construida sobre las ruinas de otra antigua. Marsuf se negó a
embarcar.
- Te llevaré a bordo aunque tenga que dejarte sin sentido de un puñetazo - rugió el
comandante.
- No harás eso. Yo me resistiría. Lucharíamos. Y estos seres, no preparados para
el odio y la lucha, morirían. Ya ves, es curioso; pero una emoción incomprendida
los mata. ¿Quieres hacerlo?
- ¡No me importa! Son máquinas.
- No; en cierto modo no lo son y tú lo sabes. Son criaturas del hombre, lo mismo
que nosotros somos criaturas de Dios; son como perros, como seres inválidos sin
nuestra presencia.
- Marsuf, maldito, ¡no puedo dejarte aquí!
- Yo tampoco puedo marcharme, dejándolos otra vez en la eterna espera.
- No podemos hacer otra cosa. Sé razonable, Marsuf - rogó el comandante.
- Lo estoy siendo - dijo Marsuf -. Más que nunca. Toda mi vida he sido un violento
un egoísta; incluso mi amor, mi hijo, murió por mi egoísmo. Quizá haya hecho
cosas nobles, pero era porque me divertían. Ahora, ante estas criaturas de metal,
menos que perros, quiero redimirme - intentó incluso bromear -. Además, son
unos oyentes ideales. Les parece bien todo lo que improviso...
- No, Marsuf, no...
Los miles de robots eran testigos de la extraña pugna. El terreno entero estaba
cubierto de hombres de metal, sumisos, anhelantes.
- Vete, comandante. He dado a los robots mi palabra de que podrían servir al
hombre. Y yo, aquí, soy su esperanza. Vuelve a la Tierra; llévate algunos de ellos,
explica allí lo que pasa. Han transcurrido ya muchos años y la ley antirrobótica
habrá perdido fuerza. Explica cómo son estos seres. Diles que podemos destruir la
fábrica, los planos, pero que no podemos destruirlos a ellos porque nos aman y el
mundo no está sobrado de amor. Diles que los pongan a cuidar a los niños. Yo les
habré enseñado muchas historias. Diles que... ¡Diles lo que quieras, cabeza de
melón! Pero convénceles y vuelve. Vuelve con otras naves, para ir
transportándolos a la Tierra, u otras colonias. Yo te esperaré. Te doy mi palabra
de viejo cabezota que te esperaré.
- ¡No puedo hacerlo, Marsuf!
- ¿Acaso hay algo imposible para el servicio? Recuerda: «Orgullo y paciencia»...
Cinco horas más tarde, ya en el aire, pero todavía circunvolando el misterioso
satélite, el comandante, con sus oficiales, contemplaba el panorama desde su
puente de mando. En cada vuelta, la masa negra, las hormigas robóticas, se
movían como para demostrar que estaban esperando su vuelta, por encima del
tiempo, el olvido y la muerte.
Los ojos del comandante Varsovia tenían un brillo sospechoso. No estaba bien
que un viejo patrullero llorase, pero, ¿quién hubiera supuesto una situación
semejante?
- ¿Qué hacemos comandante? - preguntó el segundo.
- ¡Qué hacemos, cabeza de chorlito! - estalló el comandante para ocultar su
emoción -. ¡Rumbo a la Tierra a toda máquina! ¡He dicho que a toda máquina! Y
diga a esos incapaces de la sala de máquinas que dejen de hurgarse las narices y
que trabajen.
- Exactamente. Eso les diré, comandante.
Pronto las manchas negras se fueron haciendo diminutas; luego, se perdieron. El
asteroide fue primero una gran pelota luminosa; poco más tarde una naranja
azulada y dos horas después, una simple y pequeña estrella en el negro
firmamento.
FIN