EXILIO
Pamela Sargent
Diane Lundberg no tenía apetito, pero intentó ter minar la comida que quedaba en su plato. Miró a su madre a través de la mesa, y empezó a esconder los guisantes debajo de los huesos de pollo con el tenedor.
—¿Podemos contar contigo, Diane, este sábado en la tienda? —le preguntó la señora Lundberg.
—Hum..., he de trabajar en ese proyecto de inves tigación botánica —murmuró la joven.
Desvió la mirada, bajándola al mantel. A los dieci séis años, Diane Lundberg era una chica alta y del gada, con el cabello obscuro y los vividos colores de su madre, y los ojos grises de su padre. Habitualmente se inclinaba un poco, sintiéndose torpe con su esta tura.
—Tienes dos meses para ese proyecto —le recordó su madre, mostrando el enfado en sus ojos pardos.
—No quiero dejarlo para el último momento —re plicó Diane, mirando a su padre.
—Está bien, Diane —aprobó el señor Lundberg—. Creo que nos arreglaremos sin ti.
Diane suspiró quedamente, con alivio y culpabili dad. La última vez que fue a ayudar en la tienda, la señora Lundberg la destinó al departamento de ropas juveniles. Era un departamento agradable, con dos dependientas poco mayores que Diane, y otras dos de más edad. Le enseñaron a Diane las existencias y le dijeron que pidiese ayuda si la necesitaba. Diane se puso nerviosa ante el aplomo, la seguridad de la dependencia, y aún más delante de las clientes, casi todas jóvenes o niñas. Diane se sintió torpe al tratar las. Cuando estaba enseñando unos jerseys a tres chi cas, accidentalmente empujó unas cajas de suéters con el brazo. Los suéters se esparcieron sobre el mostrador y algunos cayeron al suelo. Las chicas rieron y a Diane se le encendieron las mejillas mientras recogía los suéters para meterlos en las cajas. Después, estuvo sin hacer nada detrás del mostrador, aguar dando el momento de atender ella, o las otras dependientas, a las posibles clientes.
—Pensé que te vendría bien un poco más de dinero —observó la señora Lundberg, no queriendo, al pare cer, abandonar aquel tema—. Y al menos —añadió, contemplando el plato de su hija—, deberías acabarte la comida. Estás demasiado delgada.
Diane cruzó los brazos sobre su pequeño busto. Sentía el estómago revuelto. Miró el plato, negándose silenciosamente a comer más.
—Esta tarde se comió dos barras de caramelo —la acusó Danny Lundberg.
El hermano de Diane tenía diez años, y era un chiquillo flaco con el pelo rubio. La joven le miró enojada y luego intentó darle un puntapié por debajo de la mesa, pero falló.
—Yo la vi —continuó Danny, devolviéndole la mirada—. Se comió dos barras graneles.
—No me extraña —gruñó la señora Lundberg—. Te pondrás enferma comiendo esas porquerías.
—Si pudierais dejar de discutir... —rezongó el señor Lundberg. Me gustaría tomar el postre en paz.
Se pasó una mano por su cabello ralo y gris.
—Tengo derecho a preocuparme, Eric —puntualizó su esposa—. Diane ha perdido dos Míos este mes. Si se nota con sólo mirarla.
—Por favor... —suplicó Diane.
Descruzó los brazos y los apoyó en la mesa. El derecho chocó con el vaso de vino de su padre; el vaso se tambaleó, cayó y derramó su contenido encima del mantel azul celeste. El señor Lundberg levantó el vaso calmosamente y secó la mancha con la servilleta.
—¿Por qué eres siempre tan torpe? —gruñó la señora Lundberg.
Diane se levantó. Tenía un nudo en la garganta y tuvo que esforzarse por hablar.
—Ah, dejadme tranquila... —murmuró.
Se apartó de la mesa, cruzó el salón y entró en su dormitorio, cerrando la puerta.
Se enroscó en la cama, a obscuras, desdichada y sola.
Diane se sentó al borde de la cama, mirando por la ventana la zona arbolada más allá del patio tra sero de la casa. Los árboles estaban ya perdiendo sus hojas y pronto extenderían sus extremidades óseas hacia el cielo gris del otoño.
Diane odiaba Morriston. Se habían trasladado a Morriston desde Minneapolis en 1978, cuando ella tenía doce años. Se mostró tímida en la nueva escuela y esquiva con los niños que vivían en la comunidad. En Minneapolis todo era distinto. Allí tenía amiguitas. En Morriston, la única amiga era Marya Chung, y aun ésta iba pocas veces a verla a casa.
Diane fue hacia el teléfono y marcó el número de Marya. Se iluminó la pequeña pantalla situada encima del aparato y apareció la cara de su amiga.
—Hola, Di, ¿puedes esperar un momento? —la cara desapareció unos segundos y volvió a aparecer—. Mira lo que compré para Bert. —Marya enseñó un par de pendientes agujereados con diminutas M de oro ba lanceándose por los aros——. Esta tarde fuimos al cen tro, para que le atendieran las orejas, que estarán cicatrizadas el día de su cumpleaños. Y éste es el regalo, excepto que él ya lo sabe. —Marya se acercó más a su pantalla—. El me compró éstos.
Diane apenas logró ver las B de oro que colgaban de las orejas de su amiga.
—Estupendo —exclamó Diane. Sólo quería pre guntarte si deseas que el sábado nos ocupemos del proyecto de botánica.
—No puedo. Bert y yo estaremos muy ocupados; además, tenemos años para lo de la botánica. Llama a Chris Reiner; ella siempre lo hace todo de prisa.
—Sí, claro.
Diane siempre se sentía intimidada ante la fría intelectualidad y los aires de superioridad de Chris Reiner.
—Oye, Di, he de colgar. Bert ha de llamarme.
Los ojos almendrados de Marya expresaban su im paciencia.
—Claro"—repitió Diane.
—Te llamaré mañana.
La pantalla se obscureció.
Diane soltó el teléfono. No pensaba llamar a Chris Reiner, y soportar su actitud condescendiente un día entero. Se puso en pie y fue hacia su escritorio. Se sentó y abrió el libro de historia.
Llamaron a la puerta con suavidad.
—¿Puedo entrar? —preguntó la voz de su padre.
—Sí —asintió Diane.
El señor Lundberg entró y tomó asiento en el borde de la cama, extendiendo las piernas ante sí. Diane frunció el ceño y bajó la vista al suelo.
—Cariño, tu madre no está enfadada —murmuró el señor Lundberg—, sino inquieta, aunque no sepa expresarlo adecuadamente. Supongo que a causa de su temperamento italiano.
Diane no respondió.
—Le he dicho muchas veces que no se inquiete por ti. A tu edad, me llamaban «el hueso», y aquí estoy ahora con esta barriga.
El señor Lundberg se aclaró la garganta. Diane levantó la vista.
—Vamos, ¿por qué no vienes el sábado a la tienda y yo te llevaré a almorzar? Tal vez podré deslizarte un vaso de vino por debajo de la mesa.
Diane intentó sonreír.
—Además —prosiguió su padre—, quiero que ganes el dinero suficiente para un vestido nuevo. Quiero que mi hija sea la más bonita de la fiesta escolar de octubre.
—No iré a la fiesta —declaró Diane—. No tengo a nadie que me acompañe.
—Bueno, eso no importa. Muchas chicas irán solas y allí hallarán compañía. Seguro que los chicos están más nerviosos que las chicas. Recuerdo que...
—No pienso ir para dar vueltas por allí —Diane sintió un color más encendido en sus mejillas—. No quiero estar contemplándome los pies toda la velada y volver a casa llorando. Tengo cosas mejores que hacer y tampoco deseo ir a la tienda y que la gente se ría por mis torpezas.
—Cariño, allí nadie se burla de ti. ¿Por qué lo piensas?
—Se ríen —insistió Diane—. ¿No crees que puedo saberlo?
—Diane —suspiró el señor Lundberg—, has cons truido una muralla a tu alrededor y te ocultas detrás; no permites que nadie salte ese muro y, no obstante, te sientes defraudada cuando, pese a esto, nadie con sigue llegar hasta ti —se puso en pie y agitó ambas piernas—. Oh, se me han dormido los pies —mur muró casi en son de excusa, pataleando. Durante un segundo pareció un muchacho patoso, sólo traicionado por el pelo gris y la abultada barriga—. Bien, supongo que ya eres mayorcita para poder tener ideas pro pias, pero si cambias esta vez, la oferta del almuerzo sigue en pie.
El señor Lundberg se dirigió a la puerta, ligera mente encorvado, y cerró la puerta a sus espaldas.
Diane, asiéndose a su enterrada desdicha, volvió al libro de historia.
Cuando Diane se levantó el sábado, sus padres ya se habían marchado a la tienda de Minneapolis. La mayor parte de la gente de Morriston trabajaba en los comercios que rodeaban la comunidad. Iban a sus empleos a pie o en bicicleta por las calles cur vadas y sinuosas de Morriston, y raras veces utilizaban el coche para ir siquiera a Minneapolis, puesto que el monorraíl les trasladaba allí en menos de una hora.
Diane se tomó una naranjada en la cocina mien tras su hermano Danny miraba unas historietas cómi cas en la sala de juegos. La joven fue hacia allí y se sentó.
—¿Saldrás más tarde? —preguntó.
—Iré a casa de Sam a almorzar y esta tarde juga remos a fútbol.
—¿Tienes tus llaves?
Danny suspiró con exasperación.
—Sí, tengo mis malditas llaves —señaló la cadena de oro colgada de su cuello—. ¿Lo ves?
—Bien, voy a salir, de modo que no te olvides de cerrar las puertas. Comprobaré las ventanas antes de irme.
—No te olvides —dijo Danny haciendo una mueca.
—Lo hiciste la semana pasada; si no volviera pron to, mamá y papá te reñirían.
—No me olvidaré —prometió Danny.
Diane se puso en pie y fue a buscar su chaqueta. Recorrió rápidamente la casa comprobando las venta nas. Recientemente se habían producido varios robos; no era difícil que alguien cogiese el monorraíl en Duluth o Minneapolis y se apease en un lugar como Morriston, robase en unas cuantas casas o aparta mentos y cogiese el próximo tren.
Diane salió de casa y enfiló por la calle que se curvaba ante ella. La casa de los Lundberg estaba situada en una loma con otras dos y un grupo de apartamentos. Cerca de los edificios había grandes siemprevivas, y próximos a la calle crecían unos arbus tos. Diane se detuvo ante el buzón de la calle. Sólo había una carta de la abuela Tortonelli. Diane la cogió y la sostuvo contra la luz para ver si contenía dinero para ella y Danny. La abuela de Diane no creía en las cuentas corrientes ni en las tarjetas de crédito e insistía en enviar dinero por correo. En la carta no había nada. Probablemente, sólo algunas quejas por su vejiga urinaria, como siempre, pensó Diane, por lo que dejó otra vez la carta en el buzón para que Danny la llevara a la casa.
Diane descendió por la calle hasta un sendero que conducía al bosque. Morriston se hallaba rodeado por tres lados por un amplio bosque, y cuando lo construyeron, los diseñadores decidieron dejar en pie la mayor parte de aquella zona boscosa. Un par de años atrás se habló de edificar más casas en el bosque, pero algunos de los residentes más acaudalados de Morriston adquirieron aquella área del bosque. Al menos por ahora, los árboles estaban a salvo.
Diane fue hacia allí, llevando su cuaderno de botá nica. Siguió un poco por el sendero hasta que oyó voces al frente. Del bosque, y en dirección a la joven, surgieron un chico y una chica. Los había visto en la escuela, pero ignoraba sus nombres.
El muchacho saludó a Diane, sonriéndole. Ella res pondió al saludo y se encorvó al observar que la pareja era más baja que ella. Cuando pasaron por su lado y continuaron hacia la calle, Diane creyó oír una risita en labios de la chica.
Diane abandonó el sendero y empezó a hundirse en el bosque. Las hojas crujían bajo sus pies, mientras pasaba por entre los árboles y los matorrales. Anduvo hasta que llegó a una enorme roca, en el centro de un pequeño claro, donde se detuvo a descansar.
Diane había estado muchas veces en el bosque, pero nunca había visto aquel claro, o al menos no lo recordaba. Miró a su alrededor, tratando de orien tarse. Así vio un añoso roble, y quiso calcular su edad: tenía un tronco muy grueso.
«¡Cuántas cosas habrá visto! —pensó Diane—, ¡Cuántas raíces habrá echado bajo esta tierra!»
Al fin, Diane se incorporó y abandonó el claro, en dirección, creía, a la senda que llevaba de nuevo a Morriston.
Cuando llevaba algún tiempo caminando se dio cuenta de que se estaba internando más en el bosque. Miró al cielo gris, calculando la posición del sol. El sendero que iba hacia su casa estaba al sudeste del bosque. Diane no estaba inquieta, puesto que allí era muy difícil extraviarse. Había un riachuelo que atravesaba el lugar por el norte, y cuando uno lo seguía llegaba al final del sendero que conducía a su casa. Yendo al revés, el río llevaba a los apartamentos situados cerca del centro comercial de la comunidad. Era un curso de agua sinuoso, y no podía tardar en encontrarlo.
Diane siguió avanzando hasta que llegó a una colina cubierta de arbustos espinosos. Miró hacia lo alto y pensó que debía trepar hasta allí. Una vez en la cum bre podría ver todo el bosque y saber dónde estaba. Después, se ocuparía de su proyecto.
Se metió la libreta en el bolso, y empezó a ascender. Los espinos le arañaban los téjanos. Diane fue subien do por entre las matas, asiéndose a algunas ramas para no resbalar. Así llegó a un grupo de rocas y se escurrió sobre ellas, perdiendo casi el equilibrio. Por encima de las rocas había más arbustos. Los atravesó y llegó a la cumbre. Allí crecían diversas siempre vivas, rodeando un pequeño claro.
Diane se quedó junto a un árbol y miró a su alre dedor. Divisó un arroyo que se curvaba entre los árboles, calculando que estaba a unos setenta metros del fondo de la colina.
«Puesto que estoy aquí, será mejor que dé un vis tazo», pensó.
Echó a andar por el claro. Por entre las hojas de los arbustos correteaban pequeños animales.
El claro estaba extrañamente silencioso. Diane divi só un objeto grande en el centro de la zona. Sacó su libreta del cinto y fue hacia allí.
El objeto era medio metro más alto que ella. A cier ta distancia, parecía una piedra cubierta de musgo, pero desde más cerca era como madera petrificada. En torno a los lados y encima del musgo había una especie de ramas retorcidas.
Diane se sentó sobre la hierba que rodeaba el objeto. Sintió una gran tristeza que parecía ir deva nándose en su estómago. Contra su voluntad, se sintió tremendamente sola, con un velo como separándola del bosque.
«Estoy solo.»
Sobresaltada, Diane miró a su alrededor. No vio a nadie, pero las palabras habían sonado fuertes en sus oídos.
«Puedo ser el último.—»
No, no cerca de sus oídos, sino dentro de su mente. De repente, el bosque se desvaneció ante sus ojos y estuvo mirando a un vacío negro. Apartó rápida mente la vista.
Vio otra vez el claro y al objeto a su lado. Pero las ramas se había movido ligeramente, y no rodeaban ya el musgo tan apretadamente. Diane experimentó cierta aprensión, mas no estaba asustada. Vio cómo las ramas se extendían, dejando de rodear al musgo, en dirección al cielo.
«¿Qué eres?», preguntó Diane, y antes de poder hablar de nuevo, el bosque volvió a desaparecer. Entonces, Diane contempló unas llanuras verdes, unas pequeñas cúpulas y unas cuantas cuevas a lo lejos. Arriba, el cielo resplandecía de luz, pero no había sol.
«Mi casa. Allí no hay obscuridad, tan cerca del cen tro de la galaxia. Las estrellas están más juntas, millones y millones, unas al lado de otras.»
Diane no distinguía sombras, sólo colores brillan tes, cúpulas rojizas contra la hierba verde, torres azuladas en lontananza apuntando hacia el iluminado cielo. Sintió cómo los bordes de un profundo pesar rozaba contra su mente, y luego una gentil súplica:
«No te asustes.»
«¿Cómo he llegado aquí?», se preguntó Diane.
Vio entonces cómo las torres azuladas abandonaban la superficie verde, una a una, en unos senderos rosados.
La superficie del extraño planeta se desvaneció y ella empezó a flotar, mirando a un sol muy brillante que destelló súbitamente ante sus ojos.
«Nuestro sol tenía que estallar, convertirse en una nova. Algunos se quedaron. Los demás nos disemina mos. Teníamos que reunimos más allá del centro galáctico para decidir...»
«...Adonde ir», finalizó Diane.
Vio cómo grupos de brillantes estrellas se apar taban de su mirada, rojas y azules, enanas blancas, amarillas y anaranjadas, colores brillantes contra la negrura del espacio. Desvió la vista y divisó un grupo de seres semejantes a árboles, sin musgo en el cuerpo. Estaban junto a ella, agitando suavemente las extremidades. La aprensión se apoderó de ella.
«Fue un largo viaje. Yo envejecí y me hice joven varias veces durante el trayecto. No puedo contar cuántas.»
Diane estaba intrigada.
«Dos están juntas las mentes se funden, una es más sabia, otra es un niño, libre para volver a aprender,»
Diane sacudió la cabeza.
«¿Dónde están los otros?», preguntó en un susurro. El dolor la golpeó con su puño. Reapareció el negro vacío, cegándola con sus tinieblas.
«Desaparecieran, desaparecieron antes de llegar al borde de vuestro sistema. También envejecieron y rejuvenecieron varias veces; pero no tuvimos crías y no había nuevas mentes con las que juntarse para revigorizarse, y al final permanecieron callados en nues tra nave.»
Diane los distinguió, a la deriva en una nave sumida en el vacío, con las extremidades rodeando ligeramente sus cuerpos.
Parpadeó y miró en torno al claro. El bosque estaba más frío, más obscuro. Diane se levantó entumecida, con los músculos doloridos. Se le había dormido un pie, y pataleó.
—Debo volver a casa.
Lo dijo en voz alta. El extraño ser enrolló sus miembros en torno a su cuerpo, adoptando la misma postura de cuando lo vio Diane. Esta recogió su libreta y empezó a marcharse del claro.
«Vuelve...»
El tentáculo de pensamiento rozó levemente su mente y calló.
Diane volvió al claro de la colina el sábado siguien te, con el cerebro convertido en un cúmulo de furor y tristeza. Trepó colina arriba con excesiva rapidez y resbaló un par de veces, lastimándose la rodilla.
«Molestándome, trastornándome constantemente —le gritaba con su mente al extraño ser—, mis padres, todo el mundo.»
Una idea estaba fija en su cerebro, y Diane la reconoció con suma dificultad como la amable risa del ser. La atrapó delicadamente, y al final su propia mente también sonrió.
«¿Has visto a muchos de nosotros?», preguntó al ser silenciosamente.
La joven vio el claro, pero junto a ella se hallaba un hombre cubierto de pieles, con una piedra man chada de sangre en su puño.
«Uno, un asesino de una tribu.»
El obscuro y colérico hombre desapareció, y Diane vio a tres niños indios danzando por el claro bajo el cielo de verano.
«Tres cuyas mentes no pude alcanzar.»
Los niños desaparecieron y Diane divisó un pequeño grupo de personas, envueltas en plumas y pieles, acer cándose y soltando bultos de cuentas brillantes y cueros.
«Varios que me adoraban.»
El grupo se esfumó y la joven contempló un hom bre iracundo, de ojos azules y helados, con las ropas raídas, que le arrojaba piedras a la cara.
«Uno que me maldijo y me gritó su locura cuando intenté aproximarme a él.»
De pronto, Diane se vio a sí misma, agachada con tra un árbol, con la barbilla apoyada en las rodillas.
«Una que estaba sola y me llamó amigo.»
La imagen de Diane desapareció.
Miró al extraño ser y vio cómo extendía sus extre midades al cielo. Impulsivamente, alargó las manos y asió aquellos miembros.
«Mi único amigo», pensó.
Una idea la asaltó, regañándola amablemente.
¿Con tantos de tu raza? ¿No puedes alcanzarlos?»
—No —respondió ella en voz alta—. No.
«Yo tampoco podría, sus pensamientos violentas suelen asustarme, burbujeando bajo la superficie, o estallando como un destellante sol. Y tampoco puedo alcanzar esta vida que me rodea, que deja caer sus semillas y da nacimiento a los jóvenes, recordándome los hijos que no tuve. Pero tú eres mi amiga.»
—Sí —dijo Diane.
«Ansío volver a ser joven —pensó el ser—, y aban donar mi pena.»
Diane divisó la muerta nave, cansada y vieja, dete niéndose por fin al borde del sistema solar, con los petrificados cuerpos a bordo. Se vio a sí misma dentro de la pequeña nave, sólo útil para distancias cortas.
«He de encontrar aquí un hogar. Sé mi hija, ayú dame a ser otra vez joven, a sentir la alegría de vivir.»
«Sí», pensó ella, alargando las manos hacia el extraño ser.
De pronto, Diane volvió a distinguir su extraño mundo, y sus colores vividos hirieron su retina.
«¿Vuelvo a enseñarte nuestro mundo, lo que —fue nuestra patria?»
Diane apretó sus manos sobre las extremidades del ser, y su mente se vio inundada de imágenes brillan tes, con las rocas violeta de las cuevas, los edificios rojos, las plantas verdes y amarillas agolpándose a sus pies. Una serie de ideas pasó por su mente, en un complejo código de conducta enraizado en gene rosidad y honradez absolutas, un sistema de matemá ticas, teorías científicas, todo pasó por ella, de modo borroso, combinado en un sistema mayor que los armonizaba todos. Diane asía las extremidades del ser, ardiéndole la cabeza.
Por su mente pasó otra oleada de ideas, y empezó a temblar. Esta vez vio la apasionada juventud del ser, los rápidos tránsitos del delirio a la desesperación, la desidia y la crueldad. Soltó los miembros y tras tabilló hacia atrás, chocando con un árbol. Las imáge nes seguían presentándose a su mente, cambiando con tanta rapidez que apenas las distinguía.
—¡Basta! —gritó, tapándose el rostro con los bra zos—. ¡Basta!
Divisó ante ella una cueva violácea, trató de huir hacia allí...
...Y cayó por la ladera de la colina, rodando, mien tras los espinos la arañaban, hasta que una piedra la detuvo en su caída. Continuó descendiendo de pie, tropezando de cuando en cuando hasta llegar abajo.
Diane echó a correr por el bosque y al final cayó, incapaz de seguir adelante. El cielo giró cuando lo miró.
—¡Basta, basta! —chilló varias veces. Las voces sonaron en su mente:
«¡Basta, basta!»
Divisó dos rostros inclinándose hacia ella, apartó las manos del rostro y empezó a girar en un vacío muy negro.
Diane penetró inciertamente en la cocina y se sentó a la mesita del rincón. Su madre se apartó del fogón.
—Hoy tienes mejor aspecto, querida —comentó—. Debe de ser por el buen desayuno que te di; te lo comiste todo.
—Me siento mejor —asintió Diane—. Tal vez iré a dar un paseo.
—Bueno, no sé... —rezongó su madre—. Sólo hace un par de días que te levantaste, y el amable médico del hospital dijo que deberías estar descansando al menos unos días más —la señora Lundberg hizo una pausa—. Pero quizá te convenga el aire fresco —la señora Lundberg fue hacia su hija y le puso una mano en el hombro—. Escucha, si estás cansada, detente y llámame. Entonces iré a buscarte.
—Claro —asintió Diane.
La señora Lundberg la abrazó.
—Me alegro de que estés mejor, cariño.
Cuando Diane salió de casa, echó a andar por el sendero del bosque. De pronto, divisó a alguien que recogía hierbas más adelante. La figura se enderezó y Diane vio a Chris Reiner.
Chris enrojeció al murmurar el saludo. Diane, al verle la cara, se sorprendió.
«Ignoraba que pudiera ruborizarse», pensó.
—Me alegro de que hayas mejorado —dijo Chris—. Pero estarás un poco atrasada en la escuela. Yo incluso he estudiado horas extraordinarias.
Adelantó orgullosamente la barbilla.
Pero, por una vez, Diane no se sintió intimidada por Chris. La miró fijamente a los ojos azules y distinguió en ellos una gran tristeza detrás de un muro de frialdad. Echó a andar a su lado.
—Seguro que sí —admitió Diane—. Bueno, ¿quieres venir esta noche? Trabajaremos y luego comeremos pizza.
En la cara de Chris se esbozó una sonrisa.
—Sí —su rostro se ruborizó más—. Seguro, iré después de cenar.
—Entonces, hasta luego —se despidió Diane.
Siguió por el sendero, lo abandonó y trepó por la colina, hacia el extraño ser.
Cuando llegó a la cumbre, vio que el ser estaba como la primera vez, con los miembros rodeando su musgoso cuerpo. Se acercó cautelosamente y trató de captar su mente.
Sólo vio curiosidad y una alegría infantil. La mente del ser la rozó suavemente.
«¿También te gusta esto? Creo que te conozco. ¿No habías venido antes?»
El extraño ser volvió a ser joven y exploraba el claro con sus sentidos. Era ya el niño que había deseado ser, y Diane se alegró de haber podido pe netrar en su felicidad, ahuyentando así su soledad.
«Sí —pensó—, volveré, fiero ahora debo irme.»
«¿Volverás?»
«Sí, pronto.»
Intentó bucear más profundamente en la mente del ser, pero éste ya había perdido todo interés por ella.
«Volveré —pensó, contemplando al niño, extraño y solo—. Este será nuestro secreto.»
Se acordaba con tristeza del prudente ser con el que había hablado anteriormente, y que ya no existía en aquel cuerpo raro.
«Tendré que ser una madre para él —pensó Diane—, guiarlo con cuidado.»
Diane dio media vuelta, encaminándose colina abajo.
«Gracias», le agradeció mentalmente al extraño ser.
Al llegar al final de la colina descansó un poco.
Cuando se incorporó, enderezó los hombros, ahora más viejos, y regresó a Morriston.
FIN