VIERNES 13
Isaac Asimov
Mario Gonzalo se quitó una bufanda carmesí y la colgó al lado de su abrigo con aire de descontento.
—Viernes y trece no es buen día para el banquete, y tengo frío —rezongó.
Emmanuel Rubin, que había llegado antes al ban quete mensual de los Viudos Negros y que ya había tenido oportunidad de calentarse interna y externa mente, replicó:
—Esto no es frío. En Minnesota, de niño, a los ocho años, salía a ordeñar la vaca...
—Y cuando volvías a casa la leche se había helado en el cubo. Ya hemos oído ese cuento —le atajó Thomas Trumbull—. Pero ¡qué diablos!, éste era el único viernes que teníamos libre este mes, considerando que el Milano cerrará durante dos semanas el próximo miércoles y que...
Pero Geoffrey Avalon, mirándoles desde su estatura de metro ochenta con cierta austeridad, murmuró con su voz profunda:
—No te excuses, Tom. Si alguien es tan idiota como para pensar que el viernes es un día más des graciado que los otros de la semana, o que el trece es peor que los demás números, y que esta combina ción ha de ejercer un mal influjo sobre nosotros..., propongo que a ese tal se le deje en las tinieblas exteriores, rechinando los dientes.
En esta ocasión era el anfitrión del banquete e indudablemente experimentaba el interés del propie tario.
Gonzalo echó hacia atrás su cabello largo y pare ció más contento con la mayor parte de su martini seco en el estómago.
—Esta tontería respecto al viernes y trece es muy común. Si eres tan ignorante como para no saberlo, Jeff, no es culpa mía.
Avalon juntó las cejas antes de hablar.
—Oír hablar de ignorancia al ignorante siempre es divertido. Vamos, Mario, si te esfuerzas por ser humano por un momento, te presentaré a mi invitado. Tú eres el único al que aún no conoce.
Charlando con James Drake y Roger Halsted al otro extremo de la mesa se hallaba un caballero esbelto, con una pipa de cazoleta grande; tenía un bigote amarillento y cabello ralo, casi descolorido, con unos ojos de color azul desleído, muy hundidos en su rostro. Llevaba una chaqueta de lanilla y unos pantalones que parecían haber estado cómodamente libres de las atenciones de la plancha por algún tiempo.
—Evan —le llamó imperiosamente Avalon—, quie ro presentarte a nuestro artista residente Mario Gonzalo. Hará tu caricatura dentro de poco —durante la comida. Mario, te presento al doctor Evan Fletcher, economista de la Universidad de Pennsylvania. Bien, Evan, ya nos conoces a todos.
Y como si esto fuese una señal, Henry, el cama rero perenne de todos los banquetes de los Viudos Negros, murmuró:
—Caballeros...
Todos tomaron asiento.
—En realidad ——empezó Rubin atacando el repollo relleno al gusto—, todo este asunto del viernes y trece es muy moderno e indudablemente se remonta al tema de la Crucifixión. Esta tuvo lugar en viernes, y la Ultima Cena, claro, fue un caso de trece a la mesa, es decir, los doce apóstoles y...
Evan Fletcher trataba de detener aquel flujo de palabras, con muy poca eficacia.
—Un momento, Manny —intervino Avalon—. Creo que el doctor Fletcher desea decir algo.
—Me preguntaba —murmuró Fletcher, con una sonrisa de excusa— cómo se originó la discusión del viernes y trece.
—Hoy es viernes y trece —precisó Avalon.
—Sí, lo sé. Cuando me invitaste al banquete de esta noche, el hecho de que fuese viernes y trece me impulsó a acudir. Yo mismo habría sacado el asunto a colación y me sorprende que el mismo haya surgido independientemente.
—No hay de qué extrañarse —repuso Avalon—. Mario inició el tema. Es un triskaidecáfobo.
—¿Un qué? —inquirió Gonzalo, con tono resentido.
—Sientes un miedo morboso por el número trece.
—Oh, no —negó Gonzalo—. Sólo me gusta ser pre cavido.
—¿A qué se refiere, doctor Fletcher —quiso saber Trumbull sirviéndose otro panecillo—, con eso de que usted hubiera sacado el asunto a colación? ¿Es tam bién un triskai... lo que sea?
—No, no —sacudió la cabeza el doctor Fletcher—, pero tengo un interés personal en el hecho. Un interés personal.
—En realidad —intervino Halsted con su voz sua ve y vacilante—, existe un buen motivo para consi derar de mala suerte al trece, y ello no tiene nada que ver con la Ultima Cena. Esta explicación se inventó después de aquel hecho.
Consideremos que la gente antigua, carente de sofisticación, encontraba el número doce muy mane jable porque podía dividirse por dos, por tres, por cuatro y por seis con facilidad. Si se vendían objetos por docenas, era posible vender media docena, un tercio, un cuarto o un sexto de docena. Hoy en día todavía se vende por docenas y por gruesas por esta razón. Imaginemos ahora al pobre tipo que cuenta sus existencias y encuentra que posee trece artículos de algún producto. No es posible dividir trece por nada. Esto confunde su aritmética y exclama: "¡Mal dito trece! ¡Qué mala suerte!... y ahí lo tenéis.
—Oh —masculló Rubin, pareciendo atiesársele la barba—, eso es muy retorcido, Roger, Esa clase de razonamiento convierte al trece en un número de la suerte. Cualquier comerciante ofrecería dar trece ar tículos con tal de cerrar el trato. Henry, este filete es excelente.
—La docena del panadero —proclamó James Drake, con su ronca voz de fumador.
—El panadero —aclaró Avalon coció una decimo tercera hogaza para completar la docena del panadero con el fin de eludir los duros castigos por la falta de peso. Añadiendo la hogaza número trece estaba seguro de llegar al peso requerido, aunque algunos de los doce panes fuesen menos pesados. Podía con siderar, por tanto, que el trece daba mala suerte.
—Pero el cliente debía considerarlo de buena suerte —objetó Rubin.
—En cuanto al viernes —Halsted hizo una transi ción—, se llama así por el nombre de la diosa del amor, Freia en los mitos noruegos. En las lenguas romances, el nombre se deriva de Venus, que, por ejemplo, en francés es vendredi1), en español viernes. Por este motivo, debería considerarse como un día afortunado. Ahora, consideremos el sábado, nombre derivado del dios Saturno...
Gonzalo había terminado la caricatura y la exhibió en torno a la mesa para obtener la aprobación gene ral antes de ofrecérsela al propio Fletcher. Gonzalo aprovechó aquella oportunidad para terminar su ración de patatas soufflées.
—Todos vosotros —comentó— tratáis de razonar algo que se halla fuera de toda razón. Lo cierto es que a la gente le asusta el viernes y le asusta el trece, y aún más la combinación de ambas calamidades. El miedo en sí puede hacer que ocurran desgracias. Por ejemplo, yo podría temer tanto que este local se incendiase por ser hoy viernes y trece que, sin pensar, me clavase el tenedor en la mejilla.
—Si eso te hacía callar, no sería mala idea —ex clamó Avalon.
—Pero yo no tengo miedo —continuó Gonzalo—, y no ocurrirá tal cosa porque vigilo mi tenedor y sé que Henry nos sacaría de aquí si se declarase un fuego, aunque ello significase quedarse él y morir entre las llamas... ¿No es cierto, Henry?
—Espero que no se presente esa contingencia, señor —sonrió el camarero colocando diestramente los platos de postre delante de cada comensal—. ¿Querrá usted café, señor? —le preguntó a Fletcher.
—¿No tienen cacao? —inquirió a su vez el econo mista—. ¿Es posible?
—Ciertamente que sí —intervino Avalon—. Henry, habla con el chef.
Poco después, con el café (o cacao en el caso de Fletcher) humeando felizmente ante ellos, Avalon gol peó su vaso de agua con la cucharilla.
—Caballeros, ya es hora de centrar la atención en nuestro invitado. Tom, ¿quieres iniciar la discusión?
Trumbull dejó su taza de café y compuso su ros tro en un laberinto de arrugas.
—Corrientemente, doctor Fletcher, le preguntaría que justificase su existencia, pero habiendo tocado el tema de la superstición, prefiero preguntarle si tiene que añadir algo al asunto. Usted indicó antes de cenar que habría hablado del viernes y trece por propia iniciativa.
—Sí —asintió Fletcher, sosteniendo su gran taza de cerámica llena de cacao dentro del paréntesis de sus dos manos—, aunque no se trate de una superstición. Más bien es un enigma histórico, muy serio, que me preocupa y que gira en torno al viernes y trece. Jeff dijo, que a los Viudos Negros les encantan los enig mas, y éste es el único que puedo ofrecerles..., aunque temo que no tenga solución.
—Como todos saben —explicó Avalon resignadamente—, no me gusta que este club se convierta en una organización dedicada a la resolución de enig mas, pero creo que en este momento soy sólo una minoría. Por consiguiente, estoy de acuerdo en dis cutir el enigma.
Aceptó la copa de coñac servida por Henry con una mezcla de virtud y martirio en su expresión.
—¿Podemos enterarnos del enigma? —se interesó Halsted.
—Naturalmente. Por un momento, cuando Jeff me invitó a esta cena, pensé que se celebraba en viernes y trece en honor mío, pero eso fue una ráfaga de megalomanía. Tengo entendido que ustedes siempre cenan en viernes y, naturalmente, nadie sabe nada de mi obra, aparte de mí mismo y mi familia.
Hizo una pausa para encender la pipa, se echó hacia atrás y aspiró el humo lentamente.
—La historia se refiere a Joseph Hennesey, que fue ejecutado en 1925 por atentado contra la vida del presidente Coolidge1). Fue procesado, declarado cul pable y colgado.
»Hasta el final, Hennesey proclamó su inocencia y ofreció una buena defensa, con gran cantidad de testigos afirmando que estaba ausente del lugar de autos. Sin embargo, la corriente emocional contra él era muy fuerte. Hennesey era un líder sindicalista y socialista, en una época en que el miedo al socia lismo era terrible. Además, había nacido en el extran jero, lo cual tampoco le ayudó. Y quienes declararon en su favor eran, asimismo, de origen extranjero. El proceso fue un tinglado, y una vez colgado el reo y aplacadas las pasiones, muchos así lo enten dieron.
«Después de la ejecución, no obstante, mucho des pués, salió a la luz una carta escrita de puño y letra por Hennesey que parecía convertirle, sin la menor duda, en una figura móvil detrás del complot de asesinato. Quienes habían querido verle colgado se asieron a dicha carta para justificar el veredicto. Sin dicha misiva, el veredicto todavía se consideraría un error de la justicia.
—¿Era una carta falsificada? —preguntó Drake, parpadeando detrás del humo de su cigarrillo.
—No. Naturalmente, quienes creían que Hennesey era inocente pensaron eso al principio. Sin embargo, un atento examen demostró que la escritura era suya, y otros detalles que apuntaban claramente ha cia él. Era un hombre grandiosamente supersticioso y la carta estaba fechada un viernes trece, y nada más.
—¿Por qué grandiosamente supersticioso? —inqui rió Trumbull—. Es un calificativo raro.
—Era un hombre grandioso —explicó Fletcher—, que a todo le prestaba su estilo grandilocuente. Investigaba sus supersticiones. En efecto, esta discusión respecto al significado del viernes trece, me recordó la clase de hombre que era. Probablemente sabía más sobre este asunto que todos ustedes.
—Yo diría —reflexionó Avakm—, que el investigar las supersticiones le libraba de su influjo.
—No necesariamente —objetó Fletcher—. Tengo un buen amigo que conduce con frecuencia un coche, pero jamás cogería un avión; los teme. Está enterado de todas las estadísticas que demuestran que, sobre la base hombre por kilómetro, viajar en avión es más seguro que en automóvil. Pero cuando le recuerdo este dato, replica: «Ni la ley ni la psicología me ordenan en absoluto que sea racional en este punto.» Y, no obstante, en todo lo demás es el hombre más racional que conozco.
»En cuanto a Hennesey, estaba muy lejos de ser un hombre racional, y ninguno de sus estudios sobre las supersticiones le impidió ser víctima de las mis mas. En cuanto al miedo al viernes trece, era la mayor de todas sus supersticiones.
—¿Qué decía la nota? —quiso saber Halsted—. ¿La recuerda?
—Traje una copia. No es el original, claro. El ori ginal está en los archivos del Servicio Secreto, aunque en esta época de Xeroxing, esto apenas importa.
Sacó un papel de su cartera y se lo dio a Halsted, que estaba sentado a su derecha. El papel dio la vuelta a la mesa, y Avalon, que lo recibió en último lugar, lo pasó automáticamente a Henry, que estaba de pie junto al bufete. Henry lo leyó con rostro impasible y se lo devolvió a Fletcher, que pareció ligeramente asombrado de que el camarero tomara parte en la discusión, si bien no dijo nada.
La nota, con una escritura atrevida y legible, decía:
«Viernes, 13.
»Querido Paddy:
»Soy un tonto al escribirte este día, cuando debería estar en cama y a obscuras, por derecho. Debo comu nicarte, sin embargo, que los planes ya están listos y que no me atrevo a esperar un solo día para poner los en marcha. El dedo de Dios ha señalado a ese malvado y seguramente solucionaremos el asunto el mes próximo. Ya sabes qué has de hacer, y hay que hacerlo aun a costa de la última gota de sangre de nuestras venas. Le agradezco a Dios su misericordia por el milagro de los cuarenta años, que hace que el próximo mes no tenga ningún viernes trece.
JOE
—Realmente, no dice nada —observó Avalon.
—AL contrario —Fletcher sacudió la cabeza—, dice demasiado. Si éste era el preludio de un intento de asesinato, ¿lo habría escrito? Y en ese caso, ¿no ha brían sido las referencias demasiado obscuras y esó picas?
—¿Qué significaba la carta, según la acusación?
Fletcher se guardó la nota en su cartera.
—Como dije, la carta no llegó a manos de la acusa ción. La nota se descubrió diez años más tarde de la ejecución, cuando Patrick Reilly, a quien iba diri gida la nota, falleció y la dejó entre sus efectos. Reilly no estuvo acusado en el intento de asesinato, aunque de haber salido antes a la luz la nota, lo habrían implicado.
»Los que mantienen que Hennesey fue ejecutado con toda justicia, afirman que la nota fue escrita el viernes 13 de junio de 1924. El intento de asesinato se llevó a cabo el viernes, 11 de julio de 1924. Hen nesey debía de estar nervioso al tener que realizar el intento un viernes, pero por diversos motivos relacionados con el programa presidencial, era el úni co día posible durante algún tiempo, y Hennesey tuvo que darse por satisfecho de que no se tratase de un 13.
»La observación referente al dedo de Dios seña lando al malvado es una referencia, según dicen, al presidente Warren G. Harding, que falleció de impro viso el 2 de agosto de 1923, menos de un año antes de que el intento de asesinato tratase de eliminar al vicepresidente que había accedido a la presidencia.
—Parece una interpretación razonable —concedió Drake, con la cabeza inclinada a un lado—. Encaja.
—No, no encaja —replicó Fletcher—, Esta inter pretación sólo se acepta porque de lo contrario la justicia saldría malparada. Pero para mí... —hizo una pausa y prosiguió—: Caballeros, no pretenderé estar libre de prejuicios. Mi esposa es la nieta de Joseph Hennesey. Pero si esta relación me expone a ciertas simpatías, también me concedió una con siderable información personal respecto a Hennesey, a través de mi suegro, ya fallecido.
»Hennesey no albergaba un gran odio en contra de Harding o Coolidge. Naturalmente, no los amaba porque era un socialista furibundo, que apoyó siempre a Eugene Debs, cosa que no le ayudó en el proceso. De ninguna manera podía creer que el asesinato de Coolidge le beneficiaría en modo alguno. Tampoco podía creer que Harding fuese un "malvado", puesto que las pruebas referentes a la vasta corrupción que tuvo lugar durante la administración de Harding sólo se descubrieron gradualmente, y mucho después de haber sido escrita la nota.
»En realidad, si Hennesey odiaba a un presidente furiosamente, era a Woodrow Wilson. Hennesey nació en Irlanda y salió de allí muy poco antes de la entrada de las bayonetas inglesas. Por tanto, era un conven cido antibritánico, y en el curso de la Primera Guerra Mundial se convirtió en un gran pacifista, oponiéndose a la entrada de América al lado de Gran Bretaña..., lo cual tampoco le ayudó en el proceso.
—Debs también se oponía a la entrada en la gue rra, ¿verdad? —intercaló Rubin.
—Exacto —asintió Fletcher—, y en 1918 encarce laron a Debs por su oposición. Hennesey se libró de la cárcel, pero nunca se refirió a Wilson después de la entrada norteamericana en la guerra más que como el «malvado». Votó por Wilson en 1916, como resultado de la propaganda de la campaña «El nos preserva de la guerra», y se sintió traicionado cuando Estados Unidos entró en la contienda al año siguiente. —Entonces —observó Trumbull—, usted cree que en la nota se refería a Wilson.
—Estoy seguro. La referencia al dedo de Dios no me suena a muerte, sino a algo menos importante..., sólo un toque del dedo. Como probablemente sabrán, Wilson sufrió un ataque el 2 de octubre de 1919, quedando incapacitado durante el resto de su mandato. Esto fue el dedo de Dios.
—¿Quiere decir —preguntó Gonzalo— que Henne sey pensaba solucionar el asunto asesinando a Wilson? —No, no, no hubo ningún intento de asesinato con tra Wilson.
—Entonces, ¿qué quiso decir con «solucionar el asunto» y con «aun a costa de la última gota de sangre de nuestras venas»?
Avalon se retrepó en su silla e hizo girar su copa de coñac entre sus dedos.
—No te censuro, Evan, por querer absolver a tu abuelo político, pero tendrás que darnos una expli cación mejor. Si puedes hallar otro viernes trece en que se escribiera la carta, si pudieras demostrar que la fecha no fue el 13 de junio de 1924...
—Lo sé —asintió tristemente Fletcher—, y por eso estudié toda su existencia. He examinado su correspondencia, los archivos de la prensa y refresqué la memoria de mi suegro hasta llegar a saber, según creo, dónde estaba y lo que hizo en cada uno de los días de su vida. Intenté descubrir sucesos que pudie sen estar relacionados con algún cercano viernes trece, y hasta creo haber hallado algunos... Pero ¿cómo demostrar que uno de ellos fue el viernes trece que me interesa? De haber estado Hennesey menos obse sionado por la combinación del viernes y el trece, habría fechado la carta normalmente.
—Lo cual no le habría salvado la vida —observó Gonzalo.
—La carta, no obstante, no habría servido para manchar su memoria, otorgándole justicia al proceso. Bien, ni siquiera sé si he investigado todos los viernes trece. El calendario es tan irregular que no hay modo de saber cuándo surge una fecha...
—Oh, no —le interrumpió Halsted como una súbita explosión—. El calendario es irregular, pero no tanto. Es posible encontrar todos los viernes trece sin difi cultad, tan atrás o adelante como uno quiera.
—¿De veras? —se asombró Fletcher.
—No lo creo— exclamó Gonzalo, casi simultánea mente.
—Es muy fácil —aseguró Halsted, sacando un bolígrafo del bolsillo y desdoblando una servilleta de la mesa.
—Oh, oh... —murmuró Rubin, con terror burlón—. Roger enseña matemáticas en un instituto, doctor Fletcher, por lo que es mejor que se disponga a ver unas complicadas ecuaciones.
—Nada de ecuaciones —replicó Halsted rápida mente—. Lo explicaré a tu nivel, Manny. Miren, el año tiene 365 días, lo que constituye 52 semanas y un día. Si el año tuviera sólo 364, se compondría exac tamente de 52 semanas, y el calendario se repetiría incesantemente. Si el 1 de enero cayese un año en domingo, pasaría lo mismo al año siguiente y al otro y así hasta el infinito.
»Ese día extra, no obstante, significa que cada año, el día de la semana en que cae una fecha par ticular se adelanta un día al año siguiente. Si el 1 de enero de un año es domingo, al siguiente será lunes, y martes al otro.
»La única complicación es que cada cuatro años tenemos uno bisiesto, con un 29 de febrero, sumando entonces 366 días. Esto forma 52 semanas y dos días, de modo que un día particular se adelanta dos al siguiente. Esto significa que si el 1 de enero cae en miércoles, por ejemplo, el siguiente 1 de enero caerá en viernes, saltando sobre el jueves. Y esto es igual para todos los días del año y no sólo para el 1 de enero.
»Naturalmente, el 29 de febrero tiene lugar cuando ya han transcurrido dos meses de un año, por lo que las fechas de enero y febrero saltan al año después del bisiesto, mientras que en los meses restantes sal tan dentro del mismo año bisiesto. A fin de evitar esta complicación, supondremos que el año empieza el 1 de marzo del año anterior y que termina el 28 de febrero... o el 29 de febrero si el año es bisiesto. En esta forma, podemos disponerlo para que cada fecha salte un día a la semana en el año posterior al que llamamos bisiesto.
»Bien, imaginemos que el 13 de un mes cae en viernes..., no importa el mes, y que esto sucede un año bisiesto. Salta la fecha y al año siguiente cae en domingo. El año siguiente es normal con 365 días, lo mismo que los dos posteriores. De modo que el 13 avanza hacia el lunes, martes y miércoles, pero el año en que el 13 cae en miércoles también es bisiesto, por lo que al año siguiente cae en viernes. Dicho de otro modo, si el 13 de un mes cualquiera cae en vier nes de un año bisiesto, según nuestra definición, cinco años más tarde volverá a caer en viernes...
—No lo entiendo en absoluto —le interrumpió Gon zalo.
—Está bien, haré una tabla —concedió Halsted—. Podemos enumerar los años como B, 1, 2, 3, B, 1, 2, 3 y así sucesivamente, siendo B el año bisiesto que ocurre cada cuatro años. Nombraremos a los días de la semana desde A a G, para domingo, B para lunes... hasta G para sábado. Al menos, esto nos dará una pauta. Aquí está.
Trazó números febrilmente y pasó en torno la ser villeta. En la misma había escrito:
B 1 2 3 B 1 2 3 B 1 2 3 B 1 2 3
A C D E F A B C D F G A B D E F
B 1 2 3 B 1 2 3 B 1 2 3 B
G B C D E G A B C E F G A
—Como ven —continuó Halsted— en el año vigésimo noveno después del principio, A cae otra vez en bisiesto, y se inicia de nuevo todo el ciclo. Esto signi fica que el calendario de este año puede utilizarse otra vez al cabo de veintiocho años, y tras otros veintiocho más, y así hasta el infinito.
«Observen que cada letra figura cuatro veces en el ciclo de veintiocho años, lo que significa que cual quier fecha puede caer en cualquier día de la semana con las mismas probabilidades. Y esto también signi fica que el viernes trece sobreviene cada siete meses por término medio. En realidad, esto no es así porque los meses son de longitud diferente, irregularmente espaciados, de modo que en un año puede haber entre uno y tres viernes trece. Es imposible que un año carezca por completo de viernes trece, e igual mente imposible que haya más de tres al año.
—¿Por qué un ciclo de veintiocho años? —quiso saber Gonzalo.
—La semana tiene siete días y cada cuatro años hay el bisiesto, por lo que siete veces cuatro da veintiocho.
—O sea, que si cada dos años hubiera uno bisiesto, el ciclo sería de catorce años.
—Exacto, y en caso de que fuera cada tres años, el ciclo sería de veintiuno. Habiendo siete días a la semana y un año bisiesto cada X años, y siendo X y siete primos entre sí...
—Esto no importa Roger —le atajó Avalon—. Ya tienes tu pauta. ¿Cómo la utilizas?
—Digamos que el trece cae en viernes de un año bisiesto, que, como recordarás que hemos convenido, empezaba el 1 de marzo en lugar del 1 de enero. Entonces, represéntalo por A, y verás que el 13 del mismo mes caerá donde esté la A cinco años después, y otros seis años más tarde, y al final once años más tarde aún.
«Estamos a 13 de diciembre de 1974, y según nues tra convención de los años bisiestos, éste es el año anterior al bisiesto. Esto significa que puede repre sentarse por la letra E, cuya primera aparición es debajo del 3, el año anterior a la B. Bien, siguiendo la E vemos que habrá otro viernes 13 en diciembre de once años más tarde, luego de seis y después de cinco. O sea, que habrá un viernes trece en diciembre de 1985 en diciembre de 1991, y en diciembre de 1996.
»Esto cuenta para cada fecha de cualquier mes, utilizando la pequeña serie que he trazado, lo cual constituye un calendario perpetuo para un ciclo de veintiocho años, que se repite una y otra vez. Es posible así consultarlo atrás y adelante y calcular los viernes trece en ambas direcciones, o al menos hasta 1752. En realidad, es posible encontrar calen darios perpetuos en obras de referencia como el Alma naque Mundial.
—¿Por qué 1752? —inquirió Gonzalo.
—Se trata de un año especial, al menos para Gran Bretaña y lo que entonces eran las colonias americanas. El antiguo calendario juliano usado desde la época de Julio César se había adelantado en las esta ciones a causa de los escasos años bisiestos que figu raban en el mismo. El calendario gregoriano, así llamado en honor del papa Gregorio XIII, fue adop tado en 1582, en casi toda Europa; y, por entonces, el calendario estaba retrasado diez días respecto a las estaciones, de modo que aquel calendario se adelantó suprimiendo diez días; durante algún tiempo, de cuan do en cuando, se omitía un año bisiesto para impedir que ocurriera otra vez lo mismo. Gran Bretaña y las colonias no lo adoptaron hasta 1752, época en la que se había añadido ya un día entero más, de modo que ellos tuvieron que suprimir once días.
—Exacto —asintió Rubin—. Y por algún tiempo usaron ambos calendarios, refiriéndose a una fecha particular como VE o NE, es decir, Viejo Estilo o Nuevo Estilo. George Washington nació el 11 de febre ro de 1732, del VE, pero en lugar de conservar esa fecha, como hizo mucha gente, la cambió al 22 de febrero de 1732, NE. Yo he ganado bastante dinero apostando que George Washington no había nacido el día de su cumpleaños.
—El motivo de vacilar tanto Gran Bretaña en adoptarlo —continuó Halsted—, fue que el nuevo calendario era obra del papado, y como los ingleses eran protestantes, preferían ir contra el sol que a favor del Papa. Rusia no lo adoptó hasta 1923, y la iglesia ortodoxa griega todavía se aferra al calendario julia no, por cuyo motivo la Navidad ortodoxa se celebra el 7 de enero, puesto que el número de días acumula dos es ya de trece.
»Gran Bretaña lo adoptó el 2 de setiembre de 1752, pasando directamente al 14 de setiembre, renunciando a los días intermedios. Contra esto hubo revueltas, gri tando la gente: "¡Devolvednos esos once días!"
—Lo cual no es tan estúpido como parece —ex clamó Rubin, indignado—. Los propietarios cobraban toda la renta, sin rebajar dichos once días. Yo tam bién me habría rebelado.
—De todos modos —prosiguió Halsted—, por esto el calendario perpetuo sólo sirve hasta 1752. Aquellos once días lo fastidiaron todo, y hay que calcular una disposición diferente para los días antes del 14 de se tiembre de 1752.
—Ignoraba todo esto, señor Halsted —confesó Flet cher, que lo había escuchado todo con creciente interés—. No fingiré haberlo comprendido perfecta mente, o que podría copiar lo que usted ha hecho, pero no sabía que hubiera un calendario perpetuo en el Almanaque Mundial. Esto me habría ahorrado muchas molestias... aunque, claro, saber dónde están todos los viernes y trece no me ayuda a aclarar qué viernes trece podría ser mi viernes trece.
—No estoy tan seguro —intervino la suave y cortés voz de Henry de modo imprevisto—. Señor Fletcher. ¿Podría formularle unas preguntas?
Fletcher le miró sobresaltado y calló por un mo mento.
—Evan, Henry es miembro del club —aclaró AvaIon rápidamente—. Supongo que no te importa...
—Claro que no —asintió el economista al instan te—. Adelante, Henry.
—Gracias, señor. Lo que quiero saber es si el señor Hennesey conocía esta variación de fechas que el señor Halsted nos acaba de exponer.
—No lo sé con seguridad —Fletcher pareció reflexionar—. Si estaba enterado, nadie me lo dijo. Sin embargo, es probable que sí. Se enorgullecía, por ejemplo, de poder hacer un horóscopo, y a pesar de lo necia que es la astrología, hacer un horóscopo significa saber algo de matemáticas. Ya entiendo. Hen nesey no poseía una gran educación, pero era muy inteligente y le interesaban los números. En realidad, pensándolo bien, estoy seguro de que no pudo inte resarse tanto por los viernes trece sin conocer esa pauta.
—En cuyo caso, señor —reanudó Henry—, si le preguntase qué hizo el señor Hennesey en un día dado, usted comprobaría sus notas y lo sabría.
—No estoy muy seguro —repuso Fletcher con in certidumbre—. Mi mujer está en casa, pero no sabría dónde buscar, y no me es posible darle indicaciones precisas. Aunque puedo probarlo. —Entonces, supongamos que me dice lo que hizo el señor Hennesey el viernes, 12 de marzo de 1920.
Fletcher echó atrás su silla, y durante unos se gundos quedóse con la boca abierta»
—¿Por qué lo pregunta?
—Es lógico, señor.
—Claro que sé qué hizo aquel día. Fue uno de los más importantes de su existencia. Logró que la organización sindical, de la que era uno de los jefes» apoyara a Debs para la presidencia. Debs se presen tó aquel año por el partido socialista, aunque todavía estaba en la cárcel, y obtuvo 900.000 votos... que era el máximo que los socialistas podían conseguir en Estados Unidos.
—¿No podía la organización sindical —inquirió Henry—, haber apoyado ordinariamente al candidato demócrata de aquel año?
—Fue James M. Cox, sí. Lo apoyaba Wilson.
—De modo que quitarle votos al candidato amigo de Wilson, de acuerdo con el estilo grandilocuente del señor Hennesey, podía ser la solución del asunto, el dedo de Dios.
—Sí, lo habría pensado de esta forma.
—En cuyo caso, la carta habría sido escrita el vier nes, 13 de febrero de 1920.
—Es una posibilidad —admitió Fletcher—; pero ¿cómo puede demostrarse?
—Doctor Fletcher —prosiguió Henry—, en la nota del señor Hennesey da gracias a Dios porque no haya un viernes trece al mes siguiente, y hasta lo consi dera un milagro. De conocer la pauta del calendario perpetuo, ciertamente no lo habría juzgado un mi lagro. Hay siete meses con treinta y un días, o sea que tienen cuatro semanas y tres días más. Si una fe cha particular cae en un día particular de la semana de uno de esos meses, caerá tres días más allá en el mes siguiente. O sea que si el trece cae en un viernes de julio, caerá en un lunes de agosto. ¿No es así, se ñor Halsted?
—Está en lo cierto, Henry. Y si el mes tiene trein ta días, el día, cualquier día, sólo avanza dos pues tos, o sea que si el trece cae en un viernes de junio, caerá en domingo el mes de julio.
—Y así, en cualquier mes con treinta o treinta y un días no es posible que un viernes trece de un mes, caiga también en viernes trece al siguiente, cosa que sabría el señor Hennesey sin considerarlo un milagro.
Se produjo una leve pausa.
—Pero, señor Fletcher —continuó Henry—, hay un mes que sólo tiene veintiocho días, el mes de febrero. Tiene exactamente cuatro semanas justas, de forma que marzo empieza en el mismo día de la semana que febrero, y repite todos los días las mis mas fechas, al menos hasta el día 28. Si en febrero hay un viernes trece, tiene que haber otro en mar zo... al menos hasta el año bisiesto. En dicho año, febrero tiene veintinueve días, lo que hace cuatro semanas y un día. Esto quiere decir que cada día de marzo cae un día más adelantado que en febrero. Si en febrero el día 13 es viernes, en marzo caerá en sábado, o sea que si en febrero el viernes es 13, en marzo será el día 12. Mi nueva agenda presenta ca lendarios para 1975 y 1976. El último es un año bi siesto, y veo que el día 13 de febrero cae en viernes, y el 12 de marzo también, naturalmente. El señor Halsted ha señalado que el calendario se repite cada veintiocho años. Lo cual significa que el calendario de 1976 es el mismo de 1948 y de 1920. Está claro que una vez cada veintiocho años el 13 de febrero cae en viernes, siendo distinto en marzo; por lo que el señor Hennesey, sabiendo que la asamblea de su grupo sindical estaba programada para el segundo viernes de marzo, algo que tal vez habría manejado la oposición para hacerle quedarse en casa, se alegró y se sintió aliviado ante el hecho de que al menos no se trataba de un segundo viernes y trece.
Todos los reunidos callaron unos segundos.
—Muy bien planteado —comentó Avalon—. Me ha convencido.
—Bien planteado —sacudió Fletcher la cabeza—, lo admito, pero no estoy seguro de que...
—Posiblemente haya algo más —le interrumpió Henry—. Me intriga que el señor Hennesey hablase del «milagro de cuarenta años».
—Oh, bueno... —exclamó Fletcher con indulgen cia—, no es ningún misterio. El cuarenta es un nú mero místico que surge constantemente en la Bi blia. Por ejemplo, el Diluvio duró cuarenta días y cuarenta noches...
—Sí —asintió Rubin—, y Moisés estuvo cuarenta días en el monte Sinaí, Elias fue alimentado por los cuervos durante cuarenta días, y Jesús ayunó en el desierto cuarenta días, y hay otras citas semejantes. Hablar de la misericordia de Dios debió grabarle en la mente el número cuarenta.
—Es posible —intervino Henry nuevamente—, pero yo tengo otra idea. El señor Halsted, al referirse a la conversión del calendario juliano en gregoriano, dijo que el nuevo calendario omitió casualmente un año bisiesto.
Halsted golpeó la mesa con el puño.
—¡Dios mío, lo había olvidado! Manny, de no ha ber sido por tu estúpida broma sobre las ecuaciones, no me habría sentido tan ansioso por simplificar la cuestión y no lo habría olvidado... El calendario ju liano tenía un año bisiesto cada cuatro años sin fal ta, lo cual habría sido correcto si el año tuviese una longitud temporal de 365 1/4, pero en realidad es ligeramente más corto. Para equilibrar esta diferen cia, cada cuatro siglos hay que omitir tres años bi siestos, y en el calendario gregoriano toles omisiones tienen lugar en los años que acaban en 00 y no sean divisibles por 400, aunque tal año sea bisiesto en el calendario juliano. Y esto significa —volvió a aporrear la mesa—, que 1900 no fue año bisiesto. Que no hubo, en consecuencia, ningún año bisiesto entre 1896 y 1904. O sea que hubo siete años consecutivos de 365 días, en vez de tres.
—¿No trastorna esto —se interesó Henry—, el calen dario perpetuo que ha descrito?
—Naturalmente. El calendario perpetuo de los 1800 parte a los del 1900 por en medio, hablando en plata.
—¿Cuál fue el último año antes de 1920 en que el viernes 13 de febrero cayó en año bisiesto?
—He de calcularlo —se ofreció Halsted, haciendo correr el bolígrafo sobre otra servilleta—. Ah, ah... —murmuró, dejando el bolígrafo sobre la mesa—. Dios mío, en 1880.
—Cuarenta años antes de 1920 —dijo Henry—, o sea que el día en que el señor Hennesey redactó su desdichada nota era un viernes trece de febrero que, por primera vez en cuarenta años, no sería seguido por otro viernes trece, en marzo, por lo que es co rrecto aceptar que, a causa de su estilo grandilocuen te, escribiese «el milagro de los cuarenta años». Por tanto, opino que el 13 de febrero de 1920 es el único día de toda su vida en que pudo redactar la nota.
—Pienso lo mismo —asintió Halsted.
También yo —reconoció Fletcher. Gracias, caballeros. Y especialmente a usted, Henry. Si ahora logro presentar esto en la forma correcta...
—Estoy seguro —murmuró Henry—, que al señor Halsted le encantará aclarárselo por completo.
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