MUÑECOS CÓSMICOS
Philip K. Dick
I
Peter Trilling miraba en silencio cómo los demás niños jugaban en la tierra al lado del porche, estaban absortos en su juego. Mary, cuidadosamente, amasaba y moldeaba pedazos pardos de arcilla dándoles vagas formas. Noaks sudaba furiosamente para mantener el ritmo de ella. Dave y Walter ya habían terminado las suyas y descansaban. Bruscamente, Mary acarició su pelo negro, arqueó su esbelto cuerpo y colocó en el suelo una cabra de arcilla.
—¿Veis? —preguntó—. ¿Dónde están los nuestros?
Noaks sacudió la cabeza; sus manos eran demasiado lentas y torpes para competir con los dedos voladores de la muchacha. Mary ya había recogido su cabra de arcilla y rápidamente la reformaba, convirtiéndola en un caballo.
—Mira la mía —murmuró con voz gruesa Noaks. Plantó un aeroplano de forma tosca sobre la cola e hizo un sonido de acompañamiento con sus húmedos labios—. ¿Veis? Muy bueno, ¿verdad?
Dave rezongó.
—Eso es feo. Mira esto —colocó su cordero de arcilla cerca del perro de Walter.
Peter los miraba en silencio. Distanciado de los otros niños, estaba sentado y acurrucado en el escalón inferior del porche, los brazos cruzados, los enormes ojos pardos humedecidos. Su pelo pajizo y alborotado le caía en torno a su amplia frente. Tenía sus dos mejillas profundamente curtidas por el sol cálido agosteño. Era una criatura pequeña, delgada y de miembros largos; tenía el cuello huesudo y una forma extraña en sus orejas. Hablaba poquísimo; prefería sentarse y mirar a los demás.
—¿Qué es eso? —preguntó Noaks.
—Una vaca —Mary dio forma a las patas de su vaca y la colocó en el suelo, junto al avión de Noaks. Noaks lo miró con atención; se hizo hacia atrás infeliz, una mano puesta en su aeroplano. Luego lo levantó y lo miró pesaroso.
El doctor Meade y la señora Trilling bajaron por las escaleras de la pensión juntos. Peter se apartó, quitándose del paso del doctor; cuidadosamente evitó el contacto con la pernera azul rayada del pantalón y los negros zapatos brillantes.
—Está bien —dijo con brusquedad el doctor Meade a su hija, mientras consultaba su reloj de oro de bolsillo— Es hora de ir a ver a Shady House.
Mary se puso de mala gana en pie.
—¿No puede operarme?
El doctor Meade rodeó con el brazo afectuosamente a su hija.
—En marcha, pequeña vagabunda. Al coche —se volvió a la señora Trilling con expresión profesional—, No hay nada de qué preocuparse, probablemente polen de las plantas. Están ahora floreciendo.
—¿Esas cosas amarillas? —la señora Trilling se secó sus chorreantes ojos. Su rostro regordete estaba hinchado y colorado; tenía los ojos semicerrados—. El año pasado no lo hicieron.
—Las alergias son extrañas —contestó con vaguedad el doctor Meade. Masticó la punta de su cigarro—. Mary, dije que entraras en el coche —abrió la portezuela y se deslizó tras el volante—. Llámeme, señora Trilling, si esos comprimidos antihistamínicos no dan resultado, Probablemente pasaré esta noche a la hora de cenar, de todas maneras.
Asintiendo y secándose los ojos, la señora Trilling desapareció en el interior de la pensión, marchando a la cálida cocina y a las pilas de platos que quedaron sucios después del almuerzo. Mary se volvió de mala gana hacia la furgoneta, las manos bien metidas en los bolsillos de sus pantalones.
—Eso estropea el juego —murmuró. Peter saltó de su escalón.
—Yo jugaré —dijo en voz baja. Cogió la arcilla que Mary había abandonado y comenzó a darle forma.
El calcinante sol estival caía a chorro sobre las granjas montañesas, los acres de madejas salvaje y los árboles, los macizos de cedros, laureles y álamos. Y pinos, claro. Estaban saliendo de Patrick Country, acercándose a Carroll y a la proyección sobresaliente de Beanaer Knob. El camino estaba en mal estado. El esbelto Packard amarillo remontaba las escarpadas colinas virginianas.
—Ted, volvamos —gimió Peggy Barton—. Ya tengo más de lo que puedo soportar —se inclinó y buscó una lata de cerveza detrás del asiento. La lata estaba caliente. La dejó caer en la bolsa y se apoyó malhumorada en la portezuela. Corrían chorros de sudor por sus mejillas, y mantenía los brazos cruzados furiosamente.
—Más tarde —murmuró Ted Barton. Había bajado la ventanilla y se asomaba cuanto podía, con una expresión hechizada y excitada en el rostro. La voz de su esposa no le causaba impresión; toda su atención estaba en la carretera por delante y en lo que quedaba más allá de las siguientes colinas. Añadió al poco—: No, mucho más lejos.
—¡Qué éxito, maldito pueblo!
—Me pregunto qué aspecto tendrá. Mira, Peg, han pasado dieciocho años. Yo tenía sólo nueve cuando mi familia se trasladó a Richmond, me pregunto si alguien se acordará de mi... Aquella vieja maestra, la señorita Baines. Y el jardinero negro que se cuidaba de nuestra casa... El doctor Dolan. Toda clase de personas.
—Probablemente muertas —Peg se incorporó y con picardía se abrió todavía más el escote de su blusa. Su pelo negro se le pegaba al cuello; gotas de sudor se deslizaban por los senos hacia abajo, recorriendo su piel pálida. Se había quitado los zapatos y las medias y arremangado las mangas. Tenía la falda arrugada y sucia de polvo. Las moscas zumbaban en torno al coche; una se posó en su brazo brillante y ella la espantó de un manotazo frenético—. ¡Qué manera mas infernal de pasar unas vacaciones! Igual podíamos habernos quedado en New York para sufrir. Por lo menos, allí hay algo que beber.
Delante, las colinas se alzaban bruscas y escarpadas. El Packard empezó a disminuir la marcha, luego la reanudó más fuerte al cambiar Barton de velocidad. Picachos inmensos se recortaban contra el horizonte; se estaban acercando a los Apalaches. Los ojos de Barton estaban casi desorbitados con la visión al acercarse mas a los bosques y montañas, de viejos panoramas, picos y valles familiares y curvas que no había esperado volver a ver jamás.
—Millgate queda en un vallecito —murmuró—. Montañas por todas partes. Sólo llega allí este camino, a menos que hayan construido otro desde que me fui. Tesoro, se trata de un pueblecito. Adormilado y corriente, como otros centenares de pueblos. Dos ferreterías, farmacias, herrería...
—¿Hay bares? ¡Por favor, dime que hay un buen bar!
—No más de unos pocos miles de personas. No hay muchos coches que vengan por aquí. Estas granjas no son muy buenas. El suelo es demasiado rocoso. Nieva en invierno y hace un calor infernal en verano.
—No lo dices de broma —murmuró Peg. Sus acaloradas mejillas se le habían puesto blancas; en torno a los labios tenía un tinte verduzco—. Ted, creo que me voy a marear.
—Llegaremos pronto —respondió con vaguedad Barton. Se asomó más por la ventanilla, retorciendo el cuello y tratando de adivinar el paisaje de delante—. ¡Véalos, ahí está la vieja granja! Me acuerdo. Y aquí está el atajo. —Dobló por el camino principal a otro más pequeño lateral—. Pasado ese promontorio estaremos ya.
El Packard aumentó la velocidad. Corría entre campos secos y cercas en ruinas. La carretera estaba agrietada y cubierta de hierbajos, rota y en malísimo estado. Estrecha y con curvas muy pronunciadas.
Barton metió la cabeza dentro.
—Sabía que encontraría el camino. —Rebuscó en el bolsillo de la americana y sacó su brújula de la suerte—. Ella me condujo para volver, Peg. Mi padre me la regaló cuando yo tenía ocho años. La compró en el Almacén de joyería de Berg, en Central Street. La única joyería de Millgate. Sé que puedo fiarme de ella. He llevado esta brujulita conmigo y...
—Lo sé —gruñó cansina Peg—. Lo he oído centenares de veces.
Barton, con adoración, apartó la pequeña brújula de plata. Apretó con fuerza el volante y viró en el sentido de la marcha, creciendo su excitación mientras el coche se acercaba a Millgate.
—Conozco este camino centímetro a centímetro. Mira, Peg, recuerdo que una vez...
—Sí, te acuerdas. Dios mío, desearía que pudieses olvidar por lo menos algo. Estoy tan cansada de oír todos los detalles de tu infancia, todos los hechos adorables de Millgate, Virginia... ¡a veces me entran ganas de gritar!
El camino describía una profunda curva metiéndose en un espeso banco de niebla. Con el pie en los frenos, Barton giró el morro del Packard hacia abajo y comenzó a descender.
—Ahí está —dijo con suavidad—. Mira.
Debajo de ellos se veía un valle pequeño, perdido en la bruma azul del mediodía. Un arroyo serpenteaba entre el gris verde oscuro; era una especie de cinta de negro. Telarañas de polvorientos senderos. Casas; un macizo en el centro. Millgate en sí... El cuenco impresionante y sombrío de las montañas que rodeaban el valle por todas partes. El corazón de Barton latió con dolorosa emoción. «Su ciudad...», donde había nacido, crecido, pasado su infancia. No había esperado nunca volverla a ver. Mientras él y Peg estaban de vacaciones, marchando en coche hacia Baltimore, se le ocurrió de repente la idea. Un viaje rápido a Richmond, para volverla a ver, para ver los cambios que había sufrido...
Millgate se cernía por delante. Masas de casas polvorientas, pardas y almacenes, bordeaban el camino. Carteles. Una estación de gasolina. Cafés. Un par de tabernas de carretera, coches aparcados en los estacionamientos «Golden Glow Beer». El Packard giró más allá de una farmacia, de una cochambrosa oficina de correos, y bruscamente salió al centro de la ciudad.
Calles laterales. Viejas casas. Coches estacionados. Bares y hoteles baratos. Gente marchando despacio. Granjeros. Camisas blancas de los comerciantes. Una sala de té. Un comercio de muebles. Dos verdulerías. Un gran mercado, frutas y verduras.
Barton paró ante un semáforo. Avanzó por una calle lateral y pasó por delante de un minúsculo colegio. Unos cuantos niños jugaban a pelota base en el polvoriento patio. Más casas, mayores y bien construidas. Una gruesa mujer de mediana edad, con un vestido informe, regando su jardín. Un tiro de caballos.
—¿Bien? —preguntó Peg—. ¡Di algo!
Barton no respondió. Aferró el volante con una mano; estaba asomado por la ventanilla, el rostro inexpresivo. En el siguiente cruce dobló el coche hacia la derecha y salió de nuevo a la carretera. Un momento más tarde, el Packard regresaba despacio por entre las farmacias, bares, cafés y gasolineras. Y aún Barton seguía sin responder.
Peg sintió un escalofrío de intranquilidad. Había algo en el rostro de su marido que la asustaba. Una expresión que jamás había visto.
—¿Qué hay de malo? —preguntó—. ¿Ha cambiado todo? ¿No te parece familiar?
—Debe ser —murmuró con voz espesa—. Tomé la desviación adecuada... recuerdo el paisaje y las colinas.
Peg le cogió del brazo.
—¿Ted, qué hay de malo?
El rostro de Barton estaba pálido como la cera.
—Jamás vi esta ciudad antes —murmuró con voz ronca, casi inaudiblemente—. Es completamente distinta. Esto no es el Millgate que recuerdo. ¡No es la ciudad en que crecí!
II
Barton detuvo el coche. Con manos temblorosas abrió la portezuela y bajó a la calcinada acera.
Nada era familiar. Todo extraño. Esta ciudad no era la Millgate que conociera. Podía advertir la diferencia. No había estado aquí jamás.
La ferretería cerca del bar. Era un antiguo y viejo edificio de madera, inclinado y ruinoso, su pintura amarilla, casi pelada por completo. Podía descubrir el interior, con arneses, equipo agrícola, herramientas, latas de pintura y descoloridos calendarios en las paredes. Más allá del escaparate punteado por las moscas había una exhibición de fertilizantes y productos químicos. Insectos muertos yacían a montones en las esquinas. Telas de araña. Carteles de cartón medio doblados. Era una vieja tienda... vieja como el infierno.
Abrió la enmohecida puerta y entró. Un hombrecillo reseco y viejo estaba sentado tras el mostrador, como una araña acurrucada, sobre un taburete. Gafas con montura de acero, chalecos, tirantes. Un montón de papeles y de colillas de lapicero en su torno. El interior del almacén era frío, lóbrego e increíblemente atiborrado. Barton se abrió paso por entre filas de polvorienta mercancía, hasta el anciano. El corazón le latía frenéticamente.
—¡Oiga! —preguntó nervioso.
El anciano alzó la vista miope.
—¿Desea algo?
—¿Cuánto tiempo llevan ustedes aquí?
El viejo alzó una ceja.
—¿Qué quiere usted decir?
—¡Este almacén! ¡Esta casa! ¿Cuánto tiempo lleva aquí?
El anciano permaneció en silencio durante un momento. Luego alzó su mano, huesuda y tortuosa, y señaló una placa colocada en la antigua registradora de latón. 1927. Así, pues, el almacén inició sus negocios veintiséis años atrás.
Veintiséis años atrás Barton tenía un año de edad. El almacén había estado allí cuando creció. Sus primeros años, de niño, pasados en Millgate. Pero jamás había visto esa tienda, nunca. Ni tampoco había visto este anciano.
—¿Cuánto tiempo hace que vive usted en Millgate? —preguntó Barton.
—Cuarenta años.
—¿Me conoce?
El anciano gruñó furioso.
—No lo he visto en mi vida. —Se sumió en un malhumorado silencio y nerviosamente ignoró a Barton.
—Soy Ted Barton, el hijo de Joe Barton. ¿Se acuerda de Joe Barton? Un tipo corpulento, de amplios hombros, pelo negro. Vivía en Pine Street, teníamos allí una casa. ¿No se acuerda de mi? —Un súbito terror le acuchilló—. El viejo parque, ¿dónde está? Solía jugar yo allí. El antiguo cañón de la Guerra Civil. El Colegio de Douglas Street. ¿Cuándo lo derribaron? La carnicería de Stazy; ¿qué ocurrió a la señora de Stazy? ¿Está muerta? —Hablaba rápido. Los recuerdos asaltaban su mente.
El hombrecillo se había levantado lentamente de su taburete.
—Usted debe tener insolación, joven. No hay ninguna Pine Street por aquí.
Barton quedó abrumado.
—¿Le han cambiado el nombre?
El anciano descansó sus manos amarillentas en el mostrador y se enfrentó retador a Barton.
—Llevó aquí cuarenta años, más de lo que usted ha vivido. Nunca hubo ninguna Pine Street. Tampoco una Douglas Street. Hay un parquecito, pero no importa demasiado. Quizás estuvo con exceso bajo el sol. Será mejor que se vaya a acostar en algún lugar —miró a Barton con recelo y miedo—. Vaya a ver al doctor Meade. Está usted bastante confuso.
Turbado, Barton salió de la tienda. El sol calcinador se derramó sobre él cuando llegó a la acera. Caminó a lo largo, las manos en los bolsillos. La pequeña verdulería a la otra parte de la calle. Trató de recordar. ¿Qué hubo allí? Alguna otra cosa. Desde luego, no una verdulería. ¿Qué era...?
Una zapatería. Botas, sillas, artículos de cuero. Eso era. La Marroquinería de Doyle. Cueros curtidos. Maletas. Allí compré un cinturón, un regalo para mi padre, pensó.
Cruzó la calle y entró en la verdulería. Las moscas zumbaban en torno a las pilas de frutas y verduras. Latas de conservas. Y un trepidante refrigerador en la parte posterior. Un cesto de alambre con huevos.
Una mujer gruesa, de mediana edad, asintió complacida al verle.
—Buenas tardes. ¿En qué puedo servirle?
Su sonrisa era simpática. Barton dijo con voz dudosa:
—Lamento molestarla. Yo vivía aquí, en esta ciudad. Estoy buscando algo. Una casa.
—¿Una casa? ¿Qué casa?
—Un almacén... una tienda —sus labios casi se negaron a pronunciar palabras—. La Marroquinería de Doyle. ¿Significa algo ese nombre para usted?
La perplejidad apareció en el amplio rostro de la mujer.
—¿Había aquí una...? ¿En Jefferson Street?
—No —murmuró Barbón—. Aquí, en Central, donde yo estoy.
El miedo sustituyó a la perplejidad.
—No lo entiendo, caballero. Llevo aquí desde que era niña. Mi familia construyó esta tienda en 1889, estuve aquí toda mi vida.
—Comprendo.
Barton retrocedió hacia la puerta.
—Comprendo.
La mujer fue ansiosa tras él.
—Quizás se equivocó de lugar. Quizás usted busca otra ciudad. ¿Cuánto tiempo hace, según me dijo usted que...?
La voz de ella se desvaneció mientras Barton salía a la calle. Llegó hasta un poste anunciador y leyó sin comprender: «Jefferson»
Esta calle no era el Central. Se había equivocado de calle. Una súbita esperanza nació. Se había equivocado de calle. Doyle estaba en Central... y esta calle se llamaba Jefferson. Miró rápidamente en torno. ¿Hacia dónde quedaba Central? Comenzó a correr, despacio al principio, luego más de prisa. Dobló una esquina y salió a una pequeña calle lateral. Bares pobres, hoteles ajados y tiendas oscurecidas por el humo.
Detuvo a un transeúnte.
—¿Dónde está la calle Central? —preguntó—. Busco Central Street. Debo haberme perdido.
El delgado rostro del hombre se contrajo con recelo.
—Siga —dijo, y se marchó presuroso. Un borracho apoyado contra la maltrecha pared lateral de un bar se rió en voz alta. Barton vaciló aterrorizado. Detuvo a la siguiente persona, una jovencita que iba de prisa con un paquete bajo el brazo.
—¿Central? —jadeó—. ¿Dónde está Central Street?
Con una risita, la chica se fue. A pocos metros se detuvo y se volvió para gritar:
—¡No hay ninguna Central Street!
—No hay ninguna Central Street —murmuró una vieja, sacudiendo la cabeza al pasar Junto a Barton. Otros asintieron, sin detenerse siquiera, sino que acelerando el paso. El borracho soltó una nueva carcajada. Luego bramó:
—No hay un nuevo Central —murmuró—. Todo el día el sol no dura lo mismo, caballero. Cada cual sabe que no hay aquí tal calle.
—Tiene que haberla —respondió Barton, desesperado—. ¡Tiene que haberla!
Se plantó delante de la casa donde nació.
Sólo que no era su casa ya en absoluto. Era un hotel enorme y mugriento en lugar de un chalecito pequeño, blanco y rojo. Y la calle no se llamaba Pine Street. Su nombre era Fairmount.
Se acercó a la oficina del periódico. No era el «Millgate Weekly». Ahora se llamaba el «Millgate Times». Y tampoco se trataba de un edificio cuadrado y gris de cemento. Era una construcción cochambrosa, amarillenta, de dos pisos, de madera y cartón piedra, una casa de apartamentos transformada.
Barton entró.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó el joven detrás del mostrador con placidez—. ¿Quiere usted poner un anuncio? —buscó una libreta—. ¿O es una suscripción?
—Quiero informes —respondió Barton—. Quiero ver algunos viejos periódicos. Junio de 1926.
El joven parpadeó. Era regordete y blando, con una camisa blanca, de cuello abierto. Pantalones bien planchados y uñas cuidadosamente recortadas.
—¿1926? Me temo que lo de antes de un año está almacenado abajo.
—Tráigalo —gruñó Barton. Arrojó sobre el mostrador un billete de diez dólares—. ¡Deprisa!
El joven tragó saliva, dudó, luego se dirigió hacia la puerta como una rata asustada.
Barton se sentó a una mesa y encendió un cigarrillo. Estaba apagando la primera colilla y encendiendo el segundo pitillo cuando el joven reapareció, con el rostro congestionado y jadeando, y llevando un enorme libro encuadernado en cartón.
—Aquí lo tiene. —Lo dejó caer en la mesa con estrépito y se enderezó aliviado—. Si quiere usted alguna otra cosa, no tiene más...
—Está bien —le interrumpió Barton. Con dedos temblorosos, comenzó a pasar las antiguas hojas amarillentas, 16 de Junio, 1926. El día en que nació. Lo encontró, buscó la columna de nacimientos y defunciones y con el dedo la recorrió rápidamente.
Allí estaba. Letra negra en papel amarillo. Sus dedos la acariciaron, sus dedos se abrieron en silencio. Allí ponían el nombre de su padre como Donald, no Joe. La dirección estaba equivocada. 1386 Fairmount en lugar de 1724 Pine. Daban el nombre de su madre como Sarah Barton en lugar de Ruth. Pero lo importante se encontraba allí. Theodore Barton, peso tres kilos treinta y tres gramos, en el hospital del Condado. Pero eso estaba equivocado, también. Estaba retorcido, distorsionado. Todo confundido.
Cerró el libro y lo llevó al mostrador.
—Una cosa más. Deme los periódicos de octubre, 1935.
—Seguro —respondió el joven. Cruzó presuroso la puerta. A los pocos momentos regresó. Octubre, 1935. El mes en que él y su familia vendieron su casa y se fueron. Se trasladaron a Richmond. Barton se sentó a la mesa y volvió las páginas despacio. 9 de octubre. Ahí estaba su nombre. Recorrió la columna rápidamente... Su corazón dejó de latir. Todo se quedó completamente inmóvil. Allí no había tiempo, ni movimiento.
LA ESCARLATINA VUELVE A AQUEJARNOS
Muere un segundo niño. House cerrado por las autoridades sanitarias del Estado. Theodore Barton, nueve años, hijo de Donald y Sarah Barton, domiciliado en el 1386 de Fairmount Street, murió en su casa a las siete de esta madrugada. Con éste son dos los niños fallecidos y la sexta víctima en esta comarca durante un periodo de... Con la mente en blanco, Barton se puso en pie. Ni siquiera se acordó de haber abandonado la oficina del periódico; la siguiente cosa que supo fue que se encontró en la cegadora y cálida calle. La gente pasaba por su lado. Edificios. Caminaba. Volver una esquina, pasó por delante de tiendas no familiares. Se tambaleó, medio tropezó contra un hombre, continuó su marcha a ciegas.
Finalmente se encontró acercándose hacia su Packard amarillo. Peg lo sacó de la bruma atorbellinada que lo rodeaba. Dio un grito de salvaje alivio.
—¡Ted! —corrió excitada hacía él, los senos alzándose y cayendo por debajo de su blusa manchada de sudor—. Gran Dios, ¿qué te proponías al echar a correr y dejarme? ¡Por poco me asustas hasta volverme loca!
Barton entró turbado en el coche y se colocó tras el volante. En silencio, colocó la llave del encendido y puso en marcha el motor. Peg se sentó a su lado.
—¿Ted, qué ocurre? Estás pálido. ¿Te encuentras bien?
Él condujo sin rumbo por la calle. No veía ni a la gente ni a los coches. El Packard adquirió velocidad rápidamente, demasiado rápidamente. Formas vagas se deslizaban a sus costados por ambos lados.
—¿Dónde vamos? —preguntó Peg—. ¿Salimos de este pueblo?
—Sí —asintió Ted—. Salimos de este pueblo.
Peg se relajó con alivio.
—¡Gracias a Dios! Me alegraré de volver a la civilización —acarició su brazo alarmada—. ¿Quieres que conduzca yo? Quizás sería mejor que descansaras. ¿Qué decías Ted, como si algo terrible hubiese ocurrido? ¿No puedes decírmelo?
Barton no respondió. Ni siquiera la había oído. Los titulares parecían pender a pocos pies delante de su cara; la letra negra, el papel amarillo.
LA ESCARLATINA VUELVE A AQUEJARNOS
«Un segundo niño muere...»
La segunda criatura era Ted Barton. No se había trasladado de Millgate en octubre de 1935. El día 9 había muerto de la escarlatina. ¿Pero no era posible? Estaba vivo. Se encontraba sentado en su Packard, junto a su ceñuda y sudorosa esposa.
Quizás él no era Ted Barton.
Falsos recuerdos. Incluso su nombre, su identidad. Todo contenido en su cerebro, todo... todo. Clasificado por alguien o algo. Sus manos se aferraron desesperadas al volante. Pero si él no era Ted Barton... «¿entonces, quién era?»
Trató de sacar su brújula de la suerte. Una pesadilla, todo giraba en su torno. Su brújula; ¿dónde estaba? Incluso eso había desaparecido. «No desaparecido». Había aún alguna otra cosa en el bolsillo.
Su mano sacó un pedacito pequeño de pan seco, duro y florecido. Un mendrugo de pan seco en vez de su brújula de plata.
III
Peter Trilling se puso en cuclillas y cogió la arcilla que había abandonado Mary. Rápidamente transformó a la vaca en una masa informe y empezó a reformarla.
Noaks, Dave y Walter le miraron con airada incredulidad.
—¿Quién te dijo que podías jugar? —preguntó Dave airado.
—Es mi patio —respondió tiernamente Peter. Su forma de arcilla estaba prácticamente lista. La colocó en el suelo junto al cordero de Dave y al tosco perro que Walter había formado. Noaks continuó haciendo volar su avión, ignorando la creación de Peter.
—¿Qué es? —preguntó Walter furioso—. No se parece a nada.
—Es un hombre.
—¡Un hombre! ¿Eso es un hombre?
—Vamos —se burló Dave—. Eres demasiado pequeño para jugar. Entra y que tu madre te dé un caramelo.
Peter no contestó. Había concentrado en el hombre de arcilla sus ojos pardos, grandes e intensos. Su cuerpecito estaba muy rígido; se inclinó hacia adelante, la cara hacia abajo, los labios moviéndose despacio.
Rotundamente no pasó nada. Luego... Dave gritó y se alejó de un salto. Walter maldijo en voz alta, el rostro de súbito blanco. Noaks dejó de hacer volar su aeroplano. Se quedó con la boca abierta y petrificado.
El hombrecillo de arcilla se había movido. Al principio de manera débil, luego, con mayor energía, alzó un pie torpemente y después el otro. Flexionó los brazos, examinó su cuerpo y... entonces, sin previo aviso, echó a correr, alejándose de los niños.
Peter rió con un sonido agudo y puro. Extendió ligeramente la mano y atrapó a la figura de arcilla. El hombrecillo forcejeó y luchó frenéticamente cuando Peter lo acercó a sí mismo.
—Cielos —murmuró Dave.
Peter hizo girar briosamente al hombre de arcilla entre las palmas de sus manos. Unió la blanda arcilla formando un montón informe. Luego lo partió. Rápida, expertamente, formó dos figuritas de arcilla, dos hombrecillos de mitad del tamaño del primero. Los puso en el suelo y se arrellanó tranquilamente a esperar. Primero uno, después el otro, se movieron. Se levantaron, tantearon brazos y piernas, y comenzaron rápidamente a moverse. Uno corrió en una dirección; el otro dudó, empezó a ir tras su compañero y luego tomó un rumbo opuesto, pasando junto a Noaks, hacia la calle.
—¡Cogedle! —ordenó Peter vivamente. Atrapó al primer hombrecillo, se puso rápidamente en pie y corrió tras el otro. El hombrecillo volaba desesperado... derecho hacia la furgoneta del doctor Meade. Cuando el vehículo iniciaba la marchar la diminuta figura de arcilla dio un salto frenético. Sus bracitos manotearon salvajes mientras trataba de encontrar un asidero en el parachoques metálico. Sin preocuparse, la furgoneta penetró en el tráfico y la diminuta figura se quedó atrás, aún agitando los brazos, tratando de trepar y agarrarse a la superficie que ya se había ido.
Peter le alcanzó. Bajó su pie y el hombrecillo de arcilla quedó transformado en un rodal informe de húmeda tierra. Walter, Dave y Noaks se acercaron despacio, describiendo un circulo precavido.
—¿Le cogiste? —preguntó con aspereza Noaks.
—Seguro —contestó Peter. Ya se estaba limpiando de arcilla el zapato—. Pues claro que le cogí. Es mío, ¿no?
Los chicos guardaban silencio. Peter podía advertir que estaban asustados. Eso le turbaba. ¿De qué iban a tener miedo? Comenzó a hablarles, pero en aquel momento el polvoriento Packard amarillo se detuvo con estrépito y Peter le dirigió su atención, olvidando las figuritas de arcilla.
El motor rugió hasta guardar silencio y la portezuela se abrió. Un hombre bajó despacio. Era joven y de buen aspecto. Pelo negro alborotado, cejas gruesas, dientes blancos. Parecía cansado. Su americana gris cruzada, estaba arrugada y manchada; sus zapatos castaños manchados de barro y su corbata retorcida hacia un lado. Tenía el rostro surcado de arrugas, desencajado por la fatiga. Los ojos aparecían hinchados y tristes. Vino despacio hacia los chicos, enfocando su atención en ellos con esfuerzo y dijo:
—¿Es ésta la pensión?
Ninguno de los muchachos respondió. Se daban cuenta de que el hombre era forastero. Todos en la ciudad conocían la pensión de la señora Trilling; este hombre procedía de algún otro pueblo. Su coche tenía matrícula de Nueva York; él era de Nueva York. Ninguno le había visto antes. Y hablaba con un extraño acento, una especie de ladrido rápido y recortado, duro y vagamente desagradable. Peter se agitó.
—¿Qué es lo que desea?
—Una casa. Una habitación —el hombre buscó en su bolsillo y sacó un paquete de cigarrillos y su encendedor, prendió en un cigarrillo tembloroso; el pitillo casi se le escapó. Todo esto lo contemplaron los chicos con cierto interés y débil disgusto.
—Se lo diré a mi madre —dijo por último Peter. Dio la espalda al hombre y caminó tranquilo hacia el porche delantero. Sin mirar atrás entró en la fresca y mal alumbrada casa, dirigiendo sus pasos hacia los sonidos del lavado de platos que venía de la gran cocina.
La señora Trilling se volvió y miró inquieta.
—¿Qué quieres? No te acerques a la nevera. No te daré nada hasta la hora de comer; ya te lo dije.
—Hay un hombre fuera. Quiere un cuarto. Es forastero —añadió Peter.
Mabel Trilling se secó las manos rápidamente, animado de súbito su rostro hinchado.
—¡No te quedes ahí! Ve a decirle que entre. ¿Viene solo?
—Sólo vi a él.
Mabel Trilling pasó de prisa junto a su hijo, saliendo al porche y bajando los vetustos escalones. Él hombre seguía allí, gracias a Dios, murmuró una plegaria silenciosa de alivio. Ya no parecía venir mucha gente a Millgate. La pensión estaba a medio llenar: unos cuantos viejos retirados, el bibliotecario de la ciudad como único empleado y su propio apartamento.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó conteniendo el aliento.
—Quiero un cuarto —contestó Ted Barton cansino—. Sólo un cuarto. No me importa qué aspecto tenga ni lo que cueste.
—¿Quiere usted también pensión completa? Si come con nosotros, se ahorrará el cincuenta por ciento de lo que tendría que pagar en el restaurante, y mis comidas son tan buenas como lo que puedan servirle en el pueblo, especialmente para un caballero de la ciudad. ¿Es usted de Nueva York?
Un retorcimiento de agonía cruzó el rostro del hombre; rápidamente fue reprimido.
—Sí, soy de Nueva York.
—Espero que le guste Millgate —continuó la señora Trilling, secándose las manos en el delantal—. Es una población muy tranquila, no tenemos jaleos de ninguna especie. ¿Está usted en viaje de negocios, señor...?
—Ted Barton.
—¿Está usted en viaje de negocios, señor Barton? Supongo que habrá venido aquí a descansar. Mucha gente de Nueva York deja sus casas en verano, ¿verdad? Aquí se está terriblemente tranquilo. No le importará decirme en qué trabaja, ¿verdad? ¿Viene usted solo? ¿No le acompaña nadie? —le cogió de la manga—. Entre y le mostraré su cuarto. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse?
Barton la siguió, subiendo los escalones y cruzando el porche.
—No lo sé. Quizás una temporada. Puede que no.
—Viene usted solo, ¿verdad?
—Se me unirá mi esposa más tarde, si me quedo lo bastante. La dejé en Martinsville.
—¿Su trabajo? —repitió la señora Trilling, mientras subían las alfombradas escaleras hasta el segundo piso.
—Seguros.
—Este es su cuarto. De cara a las montañas. Tiene usted un estupendo panorama. ¿Verdad que son bonitas las colinas? —apartó las sencillas cortinas blancas, muchas veces lavadas—. ¿Ha visto tan agradables colinas en su vida?
—Sí —admitió Barton—. Son bonitas. —Se volvió sin rumbo en torno a la habitación, tocando la antigua cama de hierro labrado, el alto tocador blanco, el cuadro de la pared—. Esto está bien. ¿Cuánto?
Los ojos de la señora Trilling se contrajeron de codicia.
—Usted comerá con nosotros, claro. Dos comidas al día, almuerzo y cena —se pasó la lengua por los labios—. Cuarenta dólares.
Barton rebuscó su cartera en el bolsillo. No le parecía importar nada. Sacó unos billetes y se los entregó a ella sin decir palabra.
—Gracias —jadeó la señora Trilling. Salió de prisa de la habitación—. Se cena a las siete. Se perdió el almuerzo, pero si quiere...
—No —Barton sacudió la cabeza—. Eso es todo. No quiero nada de almuerzo —le dio la espalda y miró tristemente por la ventana.
Las pisadas de ella se apagaron por el pasillo. Barton encendió un cigarrillo. Se sentía vagamente molesto, como enfermo en su estómago y en la cabeza, que le dolía de tanto tiempo conduciendo. Después de dejar a Peg en el hotel en Martinsville, volvió al pueblo a toda velocidad. Tenía que volver. Tenía que quedarse aquí, incluso cuando eso le tomase años. Necesitaba descubrir quién era él y en aquel lugar es donde estaba la posibilidad de averiguarlo.
Barton sonrió irónico. Incluso aquí, no parecía haber tampoco mucha posibilidad. Un chico había muerto de escarlatina dieciocho años atrás. Nadie lo recordaba. Un incidente de poca monta; centenares de chicos morían, la gente iba y venía. Una muerte, un hombre menos dentro de los muchos...
La puerta de la habitación se abrió.
Barton se volvió con rapidez. Un chavalito estaba allí, pequeño y delgado, con unos ojos pardos inmensos. Sobresaltado, Barton le reconoció como el hijo de la patrona.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó—. ¿Por qué has venido aquí?
El niño cerró la puerta tras de sí. Durante un momento dudó, luego preguntó con brusquedad:
—¿Quién es usted?
Barton se puso rígido.
—Barton. Ted Barton.
El niño pareció satisfecho. Dio la vuelta a Barton examinándole por todos los lados.
—¿Cómo logró pasar? —preguntó—. La mayor parte de la gente no logra pasar. Debe haber un motivo.
—¿Pasar? —Barton estaba turbado—. ¿Pasar por dónde?
—A través de la barrera —de pronto el chico se retiró; sus ojos se hicieron opacos. Barton se dio cuenta de que el muchacho había dejado escapar algo, una cosa que no debía haber dicho.
—¿Qué barrera? ¿Dónde?
El niño se encogió de hombros.
—Las montañas. Es un camino largo. La carretera es mala. ¿Por qué vino aquí? ¿Qué es lo que hace usted?
Podía haber sido simplemente curiosidad infantil. ¿O era algo más? El muchacho tenía un aspecto extraño, delgado y huesudo, con enormes ojos, una mata de pelo castaño sobre su frente extraordinariamente amplia. Una cara inteligente. Sensitiva para un muchacho que vivía en una ciudad apartada del mundo al sureste de Virginia.
—Quizás —dijo Barton despacio—, tenga medios de pasar esa barrera.
La reacción se produjo con rapidez. El cuerpo del muchacho se tensó; sus ojos perdieron la opacidad y comenzaron a brillar nerviosamente. Retrocedió, alejándose de Barton, intranquilo y de súbito tembloroso.
—¿De veras? —murmuró. Pero a su voz le faltaba convicción—. ¿Qué clase de medios? Usted ha debido deslizarse a través de un lugar débil.
—Conduje por la carretera. La autopista principal.
Los enormes ojos pardos destellaron.
—A veces la barrera no está allí. Usted debió pasar cuando no estaba.
Ahora, quien comenzaba a sentirse intranquilo era Barton. Se encontraba fanfarroneando y su fanfarronada había sido aceptada. El chico sabía que la barrera existía, pero Barton no. Un destello de miedo se apoderó de él. Pensándolo bien, «no» había visto otros coches ni yendo ni viniendo de Millgate; la carretera estaba en mal estado, casi intransitable. Los hierbajos la cubrían; la superficie se encontraba seca y rajada. Ningún tráfico en absoluto. Colinas y campos, cercas en ruinas. Quizás pudiese averiguar algo gracias a aquel muchacho.
—¿Hace mucho que sabes lo de la barrera? —preguntó cauteloso.
El chico se encogió de hombros.
—¿Qué quiere usted decir? Siempre lo he sabido.
—¿Todo el mundo del pueblo lo sabe?
El chico se echó a reír.
—Claro que no. Si lo supieran... —Se interrumpió, el velo otra vez cayendo sobre sus enormes ojos pardos. Barton había perdido su momentánea ventaja; el chico estaba otra vez pisando terreno firme, respondiendo a preguntas en lugar de formularlas. Sabía más que Barton y se daba cuenta de esta superioridad de conocimiento.
—Eres un chico listísimo —dijo Barton—. ¿Qué edad tienes?
—Diez.
—¿Cómo te llamas?
—Peter.
—¿Siempre viviste aquí? ¿En Millgate?
—Claro —su pequeño pecho se hinchó—. ¿En dónde, si no?
Barton dudaba.
—¿Has estado alguna vez fuera de la ciudad? ¿En el otro lado de la barrera?
El chico frunció el ceño. Su rostro forcejeó; Barton advirtió que había dado en algo. Peter comenzó a pasear intranquilo en torno al cuarto, las manos en los bolsillos de sus descoloridos pantalones vaqueros.
—Claro. Muchas veces.
—¿Cómo la atravesaste?
—Tengo medios.
—Comparemos los medios —dijo Barton con apremio. Pero no picó en el anzuelo; su gambito fue declinado con presteza.
—Déjeme ver su reloj —pidió el muchacho—. ¿Cuántos rubíes tiene?
Barton se quitó el reloj de pulsera con recelo y se lo entregó.
—Veintiuno.
—Es bonito —Peter le dio varias vueltas. Pasó sus delicados dedos por la superficie, luego lo devolvió—. ¿Todo el mundo en Nueva York tiene relojes como éste?
—Todo el mundo que es alguien.
Al cabo de un momento, Peter dijo:
—Yo puedo detener el tiempo. No mucho rato; sobre unas cuatro horas. Algún día lo haré toda una jornada. ¿Qué le parece eso?
Barton no sabía qué pensar.
—¿Qué otra cosa puedes hacer? —preguntó alerta—. Eso no es mucho.
—Tengo poder sobre «sus» criaturas.
—¿De quién?
Peter se encogió de hombros.
—De ello. Ya lo sabe. Lo de este lado. Con las manos unidas, no el del pelo brillante, como el metal. El otro. ¿Lo ha visto?
Barton se aventuró.
—No, no lo vi.
Peter estaba turbado.
—Usted «debe» haberle visto. Usted debe haberlos visto a los dos. Están siempre. A veces subo por la carretera y me siento en el ribazo que poseo. Desde allí les puedo ver bien.
Al cabo de un momento, Barton logró encontrar palabras.
—Quizás quieras llevarme allí alguna vez.
—Estupendo —las mejillas del niño se encendieron; en su entusiasmo perdió todo recelo—. En un claro día se les puede ver a ambos fácilmente. Especialmente a él... en el extremo lejano —empezó a soltar risitas—. Es divertido. Al principio me daba miedo. Pero me acostumbré.
—¿Sabes sus nombres? —preguntó Barton tentativo, tratando de encontrar algún otro hilo de razón, alguna cordura en las palabras del muchacho—. ¿Quiénes son?
—No lo sé —Peter se ruborizó todavía más—. Pero algún día lo descubriré. Debe haber un modo. Yo sólo he preguntado a unas cuantas de las cosas del primer nivel, pero no lo saben. Incluso hice un golem especial con un cerebro extra grande, pero no pudo decirme nada. Quizás usted pueda ayudarme. ¿Qué tal es usted con la arcilla? ¿Tiene experiencia? —se acercó a Barton y bajó la voz—. Nadie de por aquí sabe «nada». Hay una oposición actual. Tengo que trabajar completamente a solas. Si me ayudaran...
—Sí —logró decir Barton. ¿Santo Dios, en qué se había metido?
—Me gustaría seguir el rastro a uno de los Vagabundos —continuó Peter con una oleada de excitación—. Ver de dónde vienen y cómo lo hacen. Si tuviese ayuda, quizás podría aprender a hacerlo también.
Barton estaba como paralizado. ¿Qué eran los Vagabundos y qué hacían?
—Sí, cuando los dos trabajemos juntos... —empezó débilmente. Pero Peter le interrumpió.
—Déjeme ver su mano —Peter asió la muñeca de Barton y examinó su palma con cuidado. Bruscamente retrocedió. El color desapareció de sus mejillas—. ¡Me mentía! ¡Usted no sabe nada! —el pánico destelló en su cara—. ¡Usted no sabe nada en absoluto!
—Claro que lo sé —afirmó Barton. Pero le faltaba convicción. Y en la cara del muchacho la sorpresa y el miedo se había convertido en hosco disgusto y hostilidad. Peter se volvió y abrió la puerta del pasillo.
—Usted no sabe nada —repitió, medio encolerizado, medio desdeñoso. Hizo una breve pausa—. Pero yo sé algo.
—¿Qué clase de cosa? —preguntó Barton. Iba a recorrer todo el camino; era ya demasiado tarde para retroceder.
—Algo que usted no sabe —una sonrisa velada, secreta, asomó en el suave rostro del jovencito. Una expresión maligna, evasiva.
—¿El qué? —preguntó Barton con aspereza—. ¿Qué sabes tú que yo no sepa?
No se esperaba la respuesta que recibió. Y antes de que pudiera reaccionar, la puerta se había cerrado de golpe y el muchacho corría pasillo abajo. Barton se quedó plantado inmóvil, oyendo el taconear de sus zapatos contra los desgastados escalones.
El niño salió corriendo al porche. Bajó la ventana de Barton, hizo bocina con sus manos y gritó a pleno pulmón. Con dificultad, un débil pero penetrante grito que logró abrirse paso por los oídos de Barton, una abrumadora repetición de las mismas palabras, dichas exactamente de idéntica manera.
—Sé quién es usted —dijeron de nuevo las palabras, abofeteándole con dureza—. ¡Sé quién es usted «realmente»!
IV
Seguro de que el hombre no le seguía y tiernamente satisfecho con el efecto de sus palabras, Peter Trilling caminó por entre los escombros y basuras de detrás de la casa. Pasó las porquerizas, abrió la puerta que daba al huerto trasero, la cerró con cuidado tras sí, y se encaminó hacia el establo.
El establo-granero olía a heno y a estiércol, hacía calor; el aire estaba viciado y muerto. Subió por la escalera con precaución, un ojo puesto en el reluciente umbral; aún había posibilidad de que el hombre le hubiera seguido.
En el altillo se agazapó expertamente y aguardó un rato, reteniendo el aliento y meditando en lo que había pasado.
Cometió un error. Un gran error. El hombre se enteró de mucho y «él» no había aprendido nada. Por lo menos, no había aprendido «mucho». El hombre era un enigma en muchos sentidos. Tendría que tener cuidado, vigilar sus pasos e ir despacio. Pero el hombre podría resultar ser valioso.
Peter se puso en pie y encontró la linterna colgada de un herrumbroso clavo, encima de su cabeza, donde se cruzaban dos enormes vigas. Su luz amarillenta acuchilló las profundidades del altillo.
Allí estaban todavía, exactamente como les dejara. Nadie venía jamás aquí; era su cámara de trabajo. Se sentó en la blanda paja y colocó la luz a su lado. Luego extendió el brazo y con cuidado levantó la primera jaula.
Lo ojos de la rata relucían, rojos y pequeños dentro de su espeso cerco de peluda piel hirsuta. Se inquietó y se apartó cuando el muchacho corrió hacia un lado de la puerta de la jaula y extendió la mano para coger al bicho.
—Vamos —susurró—. No temas. —Sacó la rata y sostuvo su cuerpecito tembloroso entre las manos mientras acariciaba la piel. Los largos bigotes vibraron; los incesantes movimientos de su hocico crecieron, mientras olisqueaba los dedos del muchacho y la manga—. Nada de comer ahora —dijo Peter—. Sólo quería saber lo grande que te estás haciendo. —Volvió a colocar la rata en su jaula y cerró la puerta de alambre. Luego enfocó su luz a la siguiente jaula, en la que las estremecidas formas grises que se apiñaban contra los alambres, ojos rojos, morros moviéndose constantemente, parecían llenas de curiosidad. Estaban todas. Y en buenas condiciones. Gordas y saludables. Al fondo las profundidades, fila tras fila. Amontonadas y apiladas una sobre otra.
Se levantó y examinó los tarros de arañas colocados en filas precisas e igualadas en los estantes altos. Los interiores de los tarros estaban espesos de telarañas, en montones confusos como el pelo de una anciana. Pudo ver cómo las arañas se movían furtivas, atontadas por el calor. Globos gruesos que reflejaron el rayo de la linterna. Hurgó en el bote de las moscas y sacó un puñado de cuerpecitos muertos. Con pericia, proporcionó alimento a cada tarro, cuidando de que ningún bicho escapara.
Todo estaba estupendo. Apagó la linterna, la colgó en su sitio, se detuvo un momento para examinar el luminoso umbral y luego bajó por la escalera.
En el banco de trabajo cogió un par de tenazas y continuó trabajando en la caja de serpientes con ventanas de cristal. Iba saliéndole perfectamente bien, teniendo en cuenta de que era la primera que hacía. Más tarde, cuando tuviese más experiencia, no tardaría tanto.
Midió el marco y comparó el tamaño del cristal que necesitaría. ¿Dónde hallaría una ventana que nadie echase de menos? Quizás en la casa ahumada; estaba abandonada desde que el tejado comenzó a rajarse a primeros de la última primavera. Dejó el lápiz, cogió el metro y salió del granero, entrando en el brillante sol exterior. Cruzó el campo corriendo; el corazón le latía de emoción. Las cosas le estaban resultando muy bien. Despacio, con seguridad, superaba un borde. Claro, este hombre pudo trastornarlo todo. Tendría que asegurarse de que su peso no quedaba puesto en el lado equívoco de la balanza. Lo que importaría aquel peso no había manera de saberlo todavía. Por otra parte dedujo que sería poquísimo.
¿Pero qué hacía un Millgate? Vagos retazos de duda asomaron al cerebro del muchacho. Había venido por un motivo. Ted Barton. Tendría que hacer más preguntas. Si era preciso, el hombre podía ser neutralizado. Pero quizá fuera posible conseguir meterle en...
Algo zumbó. Peter gritó y se lanzó a un lado. Un dolor cegador le apuñaló el cuello, otro le atravesó el brazo, rodó y rodó sobre la caliente hierba, gritando y agitando los brazos. Oleadas de terror le golpearon; trató desesperadamente de enterrarse en el duro suelo.
El zumbido disminuyó. Cesó. Sólo había el sonido del viento. Se encontraba a solas.
Temblando de terror, Peter alzó la cabeza y abrió los ojos. Todo su cuerpo temblaba; ondas de temblor le subían y le bajaban por su organismo. El brazo y el cuello le ardían horriblemente; le habían alcanzado en dos sitios. Se puso en pie inseguro. No había más.
Maldijo frenético. ¡Qué estúpido fue al salir torpemente al descubierto de aquella manera! ¡Podría haberle encontrado todo un rebaño, no sólo dos!
Se olvidó de la ventana y regresó hacia el establo. Había estado muy a punto. Quizás la próxima vez no se libraría con tanta facilidad. Y las dos se habían escapado; no había logrado aplastarles. Darían el aviso; ella lo sabría. Ella tendría algo sobre lo que fanfarronear. Una fácil victoria. Ella extraería placer del incidente.
Y peor... desnivelar las balanzas, un estrépito de fichas de dominó cayendo a lo largo de toda la fila. Estaba aquello tan entrecruzado...
Comenzó a buscar algo de barro que ponerse en las picaduras de las abejas.
—¿Qué ocurre, señor Barton? —preguntó una voz cerca de su oído—. ¿Sinusitis? La mayor parte de la gente que tiene la nariz como la de usted padecen de sinusitis.
Barton se levantó. Casi se había dormido encima del plato de su cena. El café se le había enfriado y se veía más pardo que nunca. Las patatas grasientas se endurecían con rapidez.
—¿Eh? —murmuró.
El hombre sentado a su lado echó atrás la silla y se secó la boca con la servilleta. Era regordete y bien vestido; de mediana edad, con un traje azul oscuro y camisa blanca, corbata atractiva, un grueso anillo en su también grueso y blanco dedo.
—Me llamo Meade. Ernest Meade. La manera que tenía usted de sujetarse la cabeza —sonrió, con una sonrisa reposada y profesional—. Soy médico. Quizás pueda ayudarle.
—Sólo me encuentro cansado —dijo Barton.
—Acaba de llegar, ¿verdad? Éste es un buen lugar. Yo como aquí de vez en cuando, cada vez que me siento demasiado perezoso para preparar mis propias comidas. A la señora Trilling no le importa servirme, ¿verdad, señora Trilling?
En el extremo opuesto de la mesa, la señora Trilling asintió en un vago gesto. Su rostro estaba menos hinchado; al caer la noche el polen no llegaba tan lejos. La mayor parte de los otros pensionistas habían abandonado sus sitios y salido al porche para sentarse al frescor de la noche hasta la hora de irse a la cama.
—¿Qué le trae a Millgate, señor Barton? —preguntó educadamente el doctor. Rebuscó en el bolsillo de la americana y sacó un cigarro oscuro—. No viene mucha gente por aquí. Resulta raro. Nos hemos acostumbrado al tráfico, pero ahora éste ha muerto para reducirse casi a la nada. Pensándolo bien, es usted el primer rostro nuevo que he visto desde hace muchísimo tiempo.
Barton digirió esta información. Un chispazo de interés pareció acalorarle. Meade era médico. Quizás supiera algo. Barton acabó su café y preguntó precavido:
—¿Lleva usted mucho tiempo ejerciendo aquí, doctor?
—Toda mi vida —Meade hizo un gesto desvaído con el pulgar—. En lo alto de aquella colina, tengo una clínica particular. Shady House, se le suele llamar —bajó la voz—. La ciudad no proporciona ninguna clase de atenciones médicas decentes. Traté y trato de ayudar lo mejor que puedo; construí mi propio hospital y lo manejo a mis propias expensas.
Barton escogió sus palabras con cuidado.
—Vivieron aquí algunos parientes míos. Hace muchísimo tiempo.
—¿Barton? —Meade reflexionó—. ¿Cuánto tiempo hace?
—Unos dieciocho o veinte años —mirando el rostro florido y competente del doctor, Barton continuó—. Donald y Sarah Barton. Tuvieron un hijo. Nació en 1926.
—¿Un hijo? —Meade pareció interesado—. Creo recordar algo. ¿En el 26? Probablemente yo le traje a este mundo. Entonces ejercía. Claro, era mucho más joven en aquellos días. Pero todos lo éramos.
—El niño murió —dijo Barton despacio—. Falleció en 1935. De escarlatina, creo que fue un pozo de agua contaminado.
—Dios Santo, me acuerdo de eso. Oh, lo hice cerrar; fue idea mía. Les obligué a cerrarlo. ¿Eran parientes suyos? ¿Estaba emparentado con el niño? —fumó de su cigarro, furioso—. Me acuerdo. Tres o cuatro criaturas murieron en aquel tiempo. ¿El chaval se llamaba Barton? Me parece recordar. ¿Dice usted que era pariente suyo? —se estrujó el cerebro—. Había un niño. Un chico muy mono. Pelo negro, como el suyo. La misma fisonomía en general. Pensándolo bien, me doy cuenta de que usted en cierto modo me lo recuerda.
Barton retuvo el aliento.
—¿Se acuerda de él? —se apoyó en la mesa inclinándose hacia el doctor—. ¿Usted le vio morir?
—Les vi morir a todos. Eso fue antes de construirse Shady House, en el viejo hospital del condado. ¡Cristo, qué pozo más apestoso! No me extraña que murieran. Suciedad; incompetencia; por esa causa construí mi propia clínica —sacudió la cabeza—. Hoy en día podríamos haberlos salvados a todos. Fácilmente. Pero ya es demasiado tarde —tocó brevemente a Barton en el brazo—. Lo siento. Pero usted no podía ser muy viejo por entonces. ¿Qué parentesco tenía con el niño?
Una buena pregunta, pensó Barton para sí. Le hubiera gustado también saber la respuesta.
—Meditándolo bien —dijo despacio el doctor Meade, medio para sí—, me parece que recuerdo el nombre de pila, ¿no se llama Theodore?
Barton asintió.
—Cierto.
La florida frente se arrugó, perpleja.
—El mismo nombre que el suyo. Cuando la señora Trilling me lo dijo, supe que conocía el nombre.
Las manos de Barton se crisparon en el borde de la mesa.
—Doctor, ¿está enterrado aquí en la ciudad? ¿Está su tumba cerca?
Meade asintió despacio.
—Claro. En el cementerio regular de la ciudad —dirigió a Barton una mirada inquisitiva—. ¿Quiere visitarlo? No hay dificultad en hacerlo. ¿Para eso vino aquí? ¿Para visitar su tumba?
—No con exactitud —respondió Barton rígidamente.
Al extremo de la mesa, junto a su madre, se sentaba Peter Trilling. Tenía el cuello hinchado y colorado. Su brazo derecho estaba vendado con una tira de tela sucia. Se le veía malhumorado e infeliz. ¿Un accidente? ¿Le había picado algo? Barton observó cómo los delgados dedos del niño cogían un pedazo de pan. «Sé quién es usted», había gritado el chaval. «Sé quién es usted en realidad.» ¿Lo sabía o era simplemente una fanfarronada infantil, una amenaza engreída, vacía y sin significado?
—Mire —dijo el doctor Meade—. No intento entrometerme en sus asuntos; eso no está bien. Pero hay algo que me preocupa. Usted no vino aquí a descansar.
—Cierto —dijo Barton.
—¿Quiere usted decirme lo que es? Soy mucho más viejo que usted. Y he vivido en esta ciudad larguísimo tiempo. Nací aquí, aquí crecí. Conozco a todo el mundo en los alrededores.
¿Podía hablar con esta persona? ¿Un posible amigo?, se preguntó.
—Doctor —dijo Barton despacio—, ese niño que murió era pariente mío, pero no sé en qué grado —se frotó la frente, cansino—. No lo entiendo. Tengo que descubrir qué es lo que soy de aquel chico.
—¿Por qué?
—No puedo decírselo.
El doctor sacó de una caja pequeña y labrada un mondadientes de plata y comenzó pensativamente a hurgar en sus molares.
—¿Fue usted a la oficina del periódico? Nat Tate le ayudará en cierto modo. Viejos archivos, fotografías, periódicos atrasados. Y en el puesto de policía puede usted repasar una gran cantidad de documentos de la ciudad. Impuestos y declaraciones e informes. Claro, si intenta usted seguir el rastro a una relación familiar, lo mejor es el juzgado del condado.
—Lo que yo quiero está aquí en Millgate. No en el juzgado del condado —al cabo de un momento, Barton añadió—; Tiene que ver con toda la ciudad. No sólo es Ted Barton. He de saber acerca de todo esto —volvió la mano en un cansado círculo—. En cierto modo todo está envuelto. Ligado con Ted Barton. Me refiero al otro Ted Barton.
El doctor Meade pensó. Bruscamente apartó el mondadientes de plata y se puso en pie.
—Salgamos al porche. Usted todavía no conoce a la señorita James, ¿verdad?
Algo se agitó dentro de Barton. Su cansancio desapareció y alzó la vista rápidamente.
—Conozco el nombre. Lo oí antes.
El doctor Meade le miraba de manera rara.
—Con toda probabilidad —asintió—. Estaba sentada frente a nosotros durante la cena —mantuvo abierta la puerta del porche—. Es la bibliotecaria de la Biblioteca Popular. Conoce cuanto hay que saber acerca de Millgate.
El porche estaba a oscuras. Le costó a Barton un par de minutos acostumbrarse. Varias formas se sentaban en torno sobre viejas mecedoras y sillones y en un largo y vetusto diván. Fumando, dormitando, disfrutando del frescor nocturno. El porche estaba protegido por pantallas de alambre; ningún insecto podía entrar para inmolarse a sí mismo en la única bombilla eléctrica que lucía débil en un rincón.
—Señorita James —dijo el doctor Meade—, éste es Ted Barton. Quizás usted pueda ayudarle. Tiene unos cuantos problemas.
La señorita James sonrió a Barton a través de sus gruesas gafas sin montura.
—Me alegro de conocerle —dijo con una voz blanda—. Es usted nuevo aquí, ¿verdad?
Barton se sentó en el brazo del diván.
—Vengo de Nueva York —contestó.
—Es usted la primera persona que viene desde hace años —observó el doctor Meade. Sopló una vasta nube de humo del cigarro en torno al oscuro porche. La luz rojiza del veguero alivió un poco la tenebrosidad—. El camino está prácticamente a punto de desmoronarse. Nadie viene por aquí. Vemos las mismas viejas caras mes tras mes. Pero tenemos nuestro trabajo. Yo tengo el hospital. Me gusta aprender más cosas, experimento, trabajo con mis pacientes. Yo tengo unas diez personas de confianza allá arriba. De vez en cuando nos reunimos unos pocos con las esposas de los ciudadanos para que nos ayuden. Ahora todo está con mucha quietud.
—¿Sabe usted algo acerca de una... barrera? —preguntó Barton bruscamente a la señorita James.
—¿Una barrera? —preguntó el doctor Meade—. ¿Qué clase de barrera?
—¿Nunca han oído hablar de ella?
El doctor Meade sacudió despacio la cabeza.
—No, no que recuerde.
—Yo tampoco —repitió la señorita James como un eco—. ¿Bajo qué respecto?
Nadie más escuchaba. Los otros dormían y murmuraban juntos en el extremo opuesto del porche, la señora Trilling, los demás pensionistas, Peter, Mary, la hija del doctor Meade, algunos vecinos.
—¿Qué saben ustedes acerca del muchacho Trilling? —preguntó Barton.
Meade gruñó.
—Parece que es bastante sano.
—¿Le ha examinado alguna vez?
—Claro —respondió Meade, enojado—. He reconocido a todo el mundo en esta ciudad. El chico posee un alto cociente de inteligencia; parece ser despierto. Juega mucho a solas. —Y añadió—: Francamente, nunca me gustaron los niños precoces.
—Pero no se interesa en los libros —protestó la señorita James—. Jamás viene a la biblioteca.
Barton guardó silencio durante algún tiempo, Luego preguntó:
—¿Qué significaría si alguien dijese: «el que está en el extremo opuesto, el que tiene las manos unidas?» ¿Significa eso algo para ustedes?
La señorita James y el doctor Meade se quedaron turbados.
—Parece un juego —murmuró el doctor Meade.
—No —respondió Barton—. No es un juego. —Y lo creía—. Dejémoslo estar. Olvídense de lo que he dicho.
La señorita James se inclinó hacia él.
—Señor Barton, puede que me equivoque, pero he recibido la clara impresión de que usted cree que hay algo aquí. Algo muy importante en Millgate. ¿Me equivoco?
Los labios de Barton se retorcieron.
—Algo ocurre. Más allá de la conciencia humana.
—¿Aquí? ¿En Millgate?
Las palabras se abrieron paso entre los labios de Barton.
—Tengo que descubrirlo. No puedo seguir así, alguien en esta ciudad debe saberlo. No pueden sentarse y fingir que todo es perfectamente corriente. Alguien de esta ciudad conoce la verdadera historia.
—¿La historia de qué? —murmuró Meade, perplejo.
«De mí».
Ambos estaban agitados.
—¿Qué quiere usted decir? —balbuceó la señorita James—. ¿Hay alguien aquí que le conozca?
—Hay alguien aquí que lo sabe todo. El «porqué» y el «cómo». Algo que yo no entiendo. Algo ominoso y extraño. Y todos ustedes se sientan y se divierten —se puso en pie de manera brusca—. Lo siento. Estoy agotado. Les veré más tarde.
—¿Dónde va? —preguntó Meade.
—A mi cuarto. A dormir un poco.
—Mire, Barton. Le daré unos cuantos comprimidos de Cenobarbital. Le ayudarán a tranquilizarse. Y si quiere, déjese caer mañana por el hospital. Le reconoceré. Me parece que está usted sufriendo una tensión infernal. En un joven como usted, eso tiene en cierto modo...
—Señor Barton —dijo con suavidad la señorita James, pero al mismo tiempo con insistencia, con una sonrisa fija en su rostro—, le aseguro que no hay nada extraño en Millgate. Desearía que lo hubiese. Esta es la ciudad más corriente que se podría encontrar. Si yo creyera que algo sucede aquí, de cierto interés, sería la primera en querer enterarme de más.
Barton abrió la boca para responder. Pero las palabras nunca vinieron a sus labios. Quedaron mordidas, se perdieron para siempre. Lo que vio hizo que el recuerdo de ellas se disolviera en la nada.
Dos formas, débilmente luminosas, salieron de un extremo del porche. Un hombre y una mujer, caminando juntos, cogidos de las manos. Parecían estar hablando, pero no se oía el menor sonido. Se movían en silencio, tranquilos, cruzando el porche, hacia la pared opuesta. Pasaron a un palmo de Barton; pudo ver sus caras con claridad. Eran jóvenes. La mujer tenía un pelo largo y rubio, en dos crenchas pesadamente retorcidas que caían por su cuello y hombros. Una carita delgada y aguda. Piel pálida, lisa y perfecta. Exquisitos labios y dientes. Y el joven a su lado era igualmente hermoso.
Ninguno de ellos se fijó en Barton ni en los pensionistas sentados en sus sillas. Tenían los ojos apretadamente cerrados. Pasaron a través de las mecedoras, los sillones, el diván, a través de los pensionistas reclinados. A través del doctor Meade y la señorita James y luego a través de la pared lejana. Bruscamente desaparecieron. Las dos formas semiluminosas se habían desvanecido tan rápidamente como surgieron. Sin el menor sonido.
—Buen Dios —logró decir por último Barton—. ¿Les vieron?
Nadie se había movido. Algunos de los pensamientos dejaron su conversación momentáneamente, pero ahora habían reanudado sus charlas, sus murmullos, como si nada hubiese pasado.
—¿Les han visto? —preguntó Barton excitadamente.
La señorita James parecía turbada.
—Claro —murmuró—. Todos los vimos. Pasaron por aquí como cada noche a estas horas. Están dando un paseo. Bonita pareja, ¿no lo cree?
—Pero... ¿quién... qué...? —balbuceó Barton.
—¿Es la primera vez que ve usted a los Vagabundos? —preguntó Meade. Su tranquilidad se vio de pronto sorprendida—. ¿Quiere usted decir que allá de donde viene no tienen ustedes Vagabundos?
—No —contestó Barton. Todos le miraban confusos—. ¿Qué son? Caminaron «a través» de las paredes. A través de los muebles. ¡A través de usted!
—Claro —dijo sorprendida la señorita James—. Por eso se les llama los Vagabundos. Pueden ir a cualquier parte. A través de cualquier cosa. ¿Es que no lo sabía?
—¿Cuánto tiempo hace que sucede? —preguntó Barton.
La respuesta realmente no le sorprendió. Pero la tranquilidad en que fue pronunciada, sí.
—Siempre —dijo la señorita James—. Desde soy capaz de recordar —aclaró.
—A mí me parece que eternamente han habido Vagabundos —asintió el doctor Meade, fumando de su cigarro—. Todo es perfectamente natural. ¿Qué hay de extraño en eso?
V
La mañana era cálida y soleada. El rocío todavía no se había evaporado de la hierba. El cielo era suave, de un azul brumoso, aún sin el calor de horno que le convertía en una destellante incandescencia. Eso vendría más tarde, cuando el sol subiera hacia su cenit. Una suave brisa agitaba los cedros que crecían en línea a lo largo de la ladera, detrás del inmenso edificio de piedra. Los cedros arrojaban charcas de sombra; por su causa se había puesto el nombre de Shady House. Shady House daba vistas a la propia ciudad. Un solo camino se retorcía subiendo la elevación hasta la plana superficie en donde se alzaba el edificio. Los jardines estaban cuidadosamente atendidos. Flores y árboles y una larga cerca de madera que formaba un cuadrado protector. Se veían a los pacientes yaciendo por los alrededores, sentados en bancos, sillas, incluso tendidos en el caliente suelo, descansando. Había un aire de paz y quietud en torno al hospital. En algún sitio de su interior, el doctor Meade estaba trabajando. Probablemente en su atestada oficina, con su microscopio y sus diapositivas y sus rayos X y productos químicos.
Mary estaba agazapada en una hondonada oculta, precisamente más allá de la línea de unos imponentes cedros. El duro suelo había sido despejado con palas cuando se construyó Shady House. En donde ella se sentaba no podía ser vista por nadie de la casa. Los cedros y el muro de roca y tierra impedían la visión de manera brusca. Extendido por debajo de ella y en su torno, por tres lados, estaba el valle. Y más allá, el eterno anillo de montañas, azules y verdes, culminadas con un blanco brumoso y débil. Silenciosas e inmóviles.
—Sigue —dijo Mary. Alzó un poco su cuerpecito, colocó las piernas dobladas debajo suyo y se puso más cómoda. Estaba escuchando con atención, tratando de no perderse ni una sola palabra.
—Fue una pura casualidad —continuó la abeja. Su voz era delgada y fina, casi perdida en el agitarse de la brisa matutina que murmuraba a través de los cedros. El insecto estaba posado en la hoja de una flor, cerca del oído de la chica—, ocurrió que estábamos de exploración en aquella zona. Nadie le vio entrar. De pronto salió y nos lanzamos contra él. Hubiera deseado que fuéramos más de nosotras; a menudo lo somos y él raras veces se aleja tanto en aquella dirección. En realidad, se encontraba más allá de la frontera.
Mary estaba sumida en sus pensamientos. El sol relucía en su cabello negro, lustroso y cayendo como una cortina en torno a su cuello. Sus ojos oscuros destellaban cuando preguntó:
—¿Podéis decirme qué es lo que hacía allí?
—No muy bien. Preparó alguna especie de Interferencia en torno a todo el lugar. No pudimos acercarnos. Tenemos que depender de información de segunda mano. De poca confianza, como ya sabes.
—¿Crees que está montando unidades defensivas? ¿O...?
—O peor. Quizás está acercándose alguna especie de etapa abierta. Ha construido una gran cantidad de recipientes. De diversos tamaños. Hay una cierta ironía en esto. Los exploradores que enviamos murieron en la zona de interferencia, ha recogido sus cadáveres cada día y los utiliza para alimento. Eso le divierte.
Automáticamente, Mary extendió su zapatito y aplastó a una negra araña de la hierba que pasaba presurosa.
—Lo sé —dijo despacio—. Después de que dejase el juego ayer, comenzó a modelar la arcilla que yo utilizaba. Eso es mala señal. Debe darse cuenta de que avanza o no lo probaría en mi arcilla. Sabe el riesgo. La arcilla reunida por los demás es inestable. Y yo debo haber dejado alguna especie de impronta.
—Probablemente es verdad que tiene alguna ventaja menor —respondió la abeja—. Es un trabajador incansable. No obstante, demostró miedo abierto cuando le atacamos. Sigue siendo vulnerable. Y lo sabe.
Mary arrancó una hoja de hierba y pensativamente la mordió con sus blancos dientes.
—Sus dos figuras trataron de escapar. Una se acercó muchísimo. Corría directamente hacia mí, que estaba en la furgoneta. Pero no me atreví a parar.
—¿Quién es este hombre? —preguntó la abeja—. Esa persona del exterior. Es único, algo que atraviesa la barrera. ¿Te parece que puede ser imitación? ¿Algo proyectado hacia fuera luego entrado con la apariencia de un factor externo? Hasta ahora, no parece realmente que se diferencie en nada de lo dicho.
Mary alzó sus ojos oscuros.
—No... hasta ahora. Pero creo que lo hará.
—¿De veras?
—Estoy completamente segura. Si...
—¿Si qué? —la abeja mostraba interés.
Mary la ignoró; estaba ensimismada en sus pensamientos.
—Él está en una curiosa situación —murmuró—. Ya se ha enfrentado con el hecho de que sus recuerdos no están de acuerdo con la situación.
—¿No lo están?
—Claro que no. Se ha dado cuenta de discrepancias mayores. En esencia, recuerda una ciudad completamente distinta, con gente completamente diferente —mató a otra arañita que subía precavida. Durante un momento estudió el cuerpo inerte, aplastado—. Y él es de la clase de persona que no se mostrará satisfecha hasta que comprenda la situación.
—Confunde las cosas —se quejó la abeja.
—¿Para quién? ¿Para mí? —Mary se levantó despacio y se limpió la hierba de los pantalones—. Quizás para Peter. Tiene hechos planes muy cuidadosos.
La abeja remontó el vuelo desde su hoja y se posó en el cuello de la muchacha.
—Quizás intente aprender algo de este hombre.
Mary soltó una carcajada.
—Le gustaría hacerlo, claro. Pero el hombre no puede decirle mucho. Está muy confuso e inseguro.
—Peter lo probará. Es incansable, en especial el modo en que explora cada posibilidad de conocimiento. Casi como una abeja.
Mary asintió, mientras regresaba subiendo la ladera hacia los cedros.
—Sí, es incansable, pero demasiado confiado. Quizás termine por hacerse más daño que bien. Al tratar de descubrir cosas, puede revelar más de lo que aprenda, el hombre, creo, es listo. Y «debe» descubrir lo de su persona. Probablemente saldrá adelante; ese ha sido el sistema, hasta ahora.
Barton se aseguró de que no había nadie en torno. Se plantó cerca del anticuado teléfono, se volvió para poder mirar arriba y abajo cerca del pasillo; a todas las puertas y a la escalera del extremo lejano y luego dejó caer una moneda en la ranura.
—Número, por favor —pidió en su oído la diminuta voz.
Demandó que le pusieran con el Hotel Calhoum en Martinsville, tras echar tres monedas más y oír la serie de clicks y de esperas, sonó un hombre adormilado.
—Hotel Calhoum —dijo la voz distante de un hombre adormilado.
—Quiero hablar con la señora Barton. Habitación 204.
Más clicks. Luego...
—¡Ted! —La voz de Peg, frenética de impaciencia y alarma—. ¿Eres tú?
—Soy yo. Supongo que...
—¿Dónde estás? ¡En el nombre del cielo! ¿Vas a dejarme aquí, en este terrible hotel? —su voz se alzó en un chillido de histeria—. Ted, ya tengo bastante. No puedo soportarlo más. Tienes el coche; no puedo hacer nada, ir a ninguna parte... ¡y te comportas como si estuvieses loco!
Barton habló cerca del teléfono, la voz apagada.
—Traté de explicártelo, Esta ciudad no es lo que yo recuerdo. Han manipulado mi cerebro, me parece. Descubrí algo en la oficina del periódico que incluso me ha convencido de que mi identidad no es...
—Buen Dios —le interrumpió Peg—. No tenemos tiempo que perder buscando ilusiones infantiles. ¿Cuánto vas a mantener esta situación?
—No lo sé —respondió Barton desvalido—. Hay tanto que no entiendo. Si supiera más te lo diría.
Se produjo un momento de silencio.
—Ted —dijo Peg, con dura calma—, si no vuelves a por mí dentro de veinticuatro horas, me marcho. Me queda dinero suficiente para volver a Washington. Sabes que tengo amigos allí. No volverás a verme jamás, excepto, quizás, ante el juez.
—¿Lo dices en serio?
—Sí.
Barton se pasó la lengua por los labios.
—Peg, tengo que quedarme. He aprendido unas cuantas cosas, no muchas, pero algo. Lo bastante para decirme que estoy en el buen camino. Si me quedo lo bastante me será posible averiguarlo, Aquí operan fuerzas y poderes que no parecen ligados a...
Se oyó un brusco «click». Peg había colgado.
Barton colocó el receptor en su gancho. Tenía el cerebro en blanco. Se movió sin rumbo, alejándose del teléfono, las manos en los bolsillos. Bueno, eso era. Su mujer sentía cada palabra de las que acababa de pronunciar. Vivía en Martinsville y no la encontraría ya.
Una forma pequeña se destacó desde detrás de una mesa y una maceta con una planta alta.
—Hola —dijo Peter tranquilo. Jugaba con un montoncito de cosas que se agitaban, masas negras que le subían por la muñeca y por las manos.
—¿Qué es eso? —preguntó Barton, con asco.
—¿Éstas? —Peter parpadeó—. Arañas —las capturó y se las metió en el bolsillo—. ¿Va usted a salir en coche? Pensé que quizás podría acompañarle.
El muchacho había estado allí todo el tiempo, oculto tras la maceta. Era raro, no le había visto; pasó por delante de dicha maceta al acercarse al teléfono.
—¿Por qué? —preguntó con torpeza Barton.
El muchacho dudó. Su rostro se contrajo esperanzado.
—He decidido enseñarle mi ribazo.
—¿Oh? —Barton trató de aparentar indiferencia, pero dentro, su pulso cambió bruscamente de ritmo. Quizás se enterase de algo—. Eso puede arreglarse —dijo—. ¿Está muy lejos?
—No mucho —Peter se apresuró a salir por la puerta principal y la mantuvo abierta—. Le mostraré el camino.
Barton le siguió despacio. El porche estaba desierto. Sillas vacías y divanes, viejos y terriblemente ajados. Le produjeron un escalofrío de intranquilidad; los dos Vagabundos cruzaron por allí anoche. Tocó a la pared del porche de manera tentativa. Sólida. Sin embargo, las dos figuras juveniles pasaron tranquilamente a través y a través también de las sillas y de los pensionistas que descansaban.
¿Podrían atravesarle a él también?
—¡Vamos! —gritó Peter. Estaba plantado junto el polvoriento y amarillento Packard, empuñando impaciente la manecilla de la puerta.
Barton se instaló tras el volante y el muchacho se colocó a su lado. Mientras ponía en marcha el motor, vio como el chaval examinaba con atención los rincones del vehículo, alzando los cojines del asiento, agachándose en el suelo y mirando por debajo del puesto del conductor.
—¿Qué buscas? —preguntó Barton.
—Abejas —Peter salió jadeando—. ¿Podemos mantener las ventanillas alzadas? Por el camino tratarán de entrar volando.
Barton soltó el freno de mano y el coche se deslizó saliendo a la calle principal.
—¿Qué hay de malo con las abejas? ¿Les tienes miedo...? Pues no temes a las arañas.
Peter, como respuesta, se tocó el cuello todavía hinchado por las picaduras.
—Gire a la derecha —ordenó. Se arrellanó satisfecho, extendidos los pies, las manos en los bolsillos—. Rodee por completo Jefferson y vuelva por el otro camino.
El ribazo proporcionaba una vasta panorámica del valle y de las colinas que le circundaban por todos lados. Barton se sentó en el suelo rocoso y sacó su paquete de cigarrillos. Aspiró profundamente, llenándose los pulmones del cálido aire del mediodía. El ribazo estaba parcialmente sombreado por arbustos y matorrales. Fresco y tranquilo, con el valle extendiéndose por debajo. El sol brillaba a través de la densa manta de una bruma azul que relumbraba en torno a los distantes picachos. Nada se agitaba, los campos, granjas, caminos y casas, todo estaba profundamente inmóvil.
Peter se puso en cuclillas a su lado.
—Bonito, ¿verdad?
—Eso creo.
—¿De qué hablaban usted y el doctor Meade anoche? No pude oírlo.
—Quizás de algo que no te importa.
El chico se ruborizó y apretó los labios malhumorado.
—No puedo soportarle a él ni a sus malolientes cigarros. Ni tampoco a sus mondadientes de plata —sacó algunas de las arañas de su bolsillo y las dejó que le corrieran por las manos y por las mangas. Barton se apartó un poco y trató de ignorarlo. Al cabo de un momento, Peter preguntó:
—¿Me puede dar un cigarrillo?
—No.
El rostro del muchacho se ensombreció.
—Está bien para usted —pero se alumbró casi de inmediato—. ¿Qué piensa de los Vagabundos de anoche? ¿No eran algo?
—Oh, no sé —respondió con indiferencia Barton—. Tú los ves con mucha más frecuencia.
—Seguro que le gustaría saber cómo lo hacen —dijo Peter tentativo. Casi de inmediato lamentó expresar sus emociones. Recogió sus arañas y las lanzó ladera abajo. Los animalitos corretearon excitados y él pretendió vigilarlos.
Un pensamiento se le ocurrió a Barton.
—¿No tienes miedo a las abejas, aquí arriba? Si una volase tras de ti, no habría ningún lugar en donde esconderte.
Peter rió con recobrado desdén.
—Las abejas no vienen hasta aquí. Queda demasiado lejos dentro.
—«¿Dentro?»
—De hecho —continuó Peter con abrumadora superioridad—, éste es precisamente el lugar mas seguro del mundo.
Barton no pudo sacar nada de las palabras del muchacho. Tras un periodo de silencio, observó precavido:
—La bruma es muy espesa hoy.
—¿La qué?
—La bruma —Barton indicó las charcas de azul silencioso oscureciendo los lejanos picachos—. Es del calor.
El rostro de Peter logró mostrar todavía más desdén.
—Eso no es calor, no es bruma. ¡Eso es «él»!
—¿Eh? —Barton se puso tenso. Quizás finalmente iba a enterarse de algo... si jugaba su mano con cuidado—. ¿Qué quieres decir?
Peter señaló.
—¿Es que no le ve? Seguro que es grande. Casi lo más grande que hay. Y viejo. Es más viejo que todo lo demás reunido. Incluso más viejo que el mundo.
Barton no vio nada. Sólo bruma, montañas, el cielo azul. Peter buscó en su bolsillo y sacó lo que parecía ser una lupa barata. Se la entregó a Barton. Barton la dio vueltas azorado; comenzó a devolverla al muchacho, pero Peter le contuvo.
—¡Mire a través del cristal! ¡A las montañas!
Barton miró. Y lo vio. El vidrio era alguna especie de filtro lente. Cortaba la bruma, la hacía clara y aguda.
Se lo había imaginado de manera equívoca. Había esperado que formase parte de la escena. Él «era» la escena. El era todo el lado lejano del mundo, el borde del valle, las montañas, el firmamento, todo. El distante fin del universo se alzaba en una masiva columna, una torre cósmica formando un ser, que adquiría forma y sustancia cuando lo enfocaba con la lupa.
Era un hombre, sin duda. Tenía los pies plantados en el suelo del valle; el valle se convertía en sus pies en el extremo más lejano. Sus piernas eran las montañas... o las montañas eran sus piernas; Barton no pudo distinguirlo. Dos columnas, extendidas y separadas, amplias y sólidas. Firmemente plantado y equilibrado. Su cuerpo era la masa de bruma gris azulada, o lo que él había pensado que era bruma. Desde las montañas se unían con el firmamento, el torso inmenso del hombre, cobraba ser.
Tenía las manos extendidas por encima del valle. Posadas en la parte alta, encima de la distante mitad. Sus manos se mantenían como si sujetasen una cortina opaca, que Barton había confundido con una capa de polvo y bruma. La impresionante figura se inclinaba un poco hacia delante. Como si se apoyase intencionadamente en esta parte, su mitad del valle. Miraba hacia abajo; su rostro estaba oscurecido. No se movía. Estaba profundamente inmóvil. Inmóvil, pero vivo.
No era una imagen de piedra, una estatua petrificada. Vivía, pero estaba fuera del tiempo, no había cambio, no había movimiento para él. Era eterno. La cabeza doblada formaba la parte más sorprendente suya. Parecía relucir como una orbe claramente radiante, latiendo con vida y brillantez. Su cabeza era el sol.
—¿Cómo se llama? —preguntó Barton, después de un rato. Ahora que veía la figura, no podía perderla. Como uno de esos juegos... En cuanto la forma escondida se hace visible, es imposible dejar de verla.
—Ya le dije que no conozco su nombre —respondió con malicia Peter—. Quizás ella lo sepa. Ella probablemente sabe ambos nombres. Si yo lo supiera, tendría poder sobre él. Me gustaría saberlo. Él es el que no me gusta. Éste no molesta en absoluto. Por eso tengo mi ribazo a este lado.
—¿Éste? —repitió Barton como un eco, turbado. Torció el cuello y miró derecho hacia arriba, a través del círculo del cristal.
Le hizo sentirse en cierto modo extraño al comprobar que formaba parte de éste. Como la otra figura se encontraba en el lado distante del valle, ésta se hallaba de igual manera pero en el lado próximo. Y Barton estaba sentado en ese lado precisamente.
La figura se alzaba en su torno. No podía exactamente verla; la notaba de manera vaga y no más. Fluía ascendiendo por todos sus lados. Desde las rocas, los campos, los montones azarosos de matorrales y parras. Éste, también, se formaba asimismo del valle y de las montañas, del cielo y de la bruma. Pero no relucía. No podía verle la cabeza, sus dimensiones finales. Un escalofrío le recorrió. Tenía de pronto una intuición aguda y clara. Éste no culminaba en el globo brillante del sol. Éste culminaba en alguna otra cosa. ¿En la oscuridad? Se puso en pie inseguro.
—Basta para mí. Me voy —comenzó a bajar por el lado de la colina. Bueno, él se lo había buscado, seguía sujetando como atontado la lupa de Peter; avanzó sobre el ribazo y continuó hacia el suelo del valle.
No importaba dónde estuviera, no importaba dónde se sentara o permaneciese en pie o durmiese o caminase. Mientras se encontrase en el valle, formaba parte de una o de otra figura. Cada cual constituía un lado del valle, un hemisferio. El podía ir de uno a otro, pero siempre se encontraría dentro de uno de ellos. En el centro del valle había una línea, una frontera. En el otro lado de aquella línea, se fundiría con la figura opuesta.
—¿Dónde va? —gritó Peter.
—Fuera.
El rostro de Peter se ensombreció ominosamente.
—No se puede salir. No puede marcharse.
—¿Por qué no?
—Ya descubrirá usted por qué no.
Barton le ignoró y siguió bajando por la colina, hacia el camino y a su coche aparcado.
VI
Dirigió el Packard hacia el camino, alejándose de Millgate. Los cedros y los pinos crecían en profusión masiva por encima y por debajo suyo. La carretera era una cinta estrecha cruzando a través del bosque. Estaba en mal estado, condujo precavido, fijándose en los detalles. La superficie del pavimento estaba rajada, con líneas entrelazadas y hendiduras. Las semillas se habían roto y crecido. Semillas y hierba seca. Nadie iba por allí. Eso resultaba evidente.
Dobló una aguda curva y bruscamente recurrió a los frenos. El coche chirrió hasta detenerse, los neumáticos resbalando.
Allí estaba. Extendido a través del camino por delante suyo. La vista le dejó completamente abrumado. Había recorrido aquella carretera tres veces... una para salir y dos para entrar... y no vio nada. Ahora, allí estaba. Finalmente había aparecido, al igual que él se había decidido a marcharse y olvidarse de todo el asunto, reunirse con Peg y tratar de continuar sus vacaciones como si nada hubiese pasado. Él hubiera esperado algo fantasmal. Algo enorme y macabro, una pared ominosa de alguna especie, misteriosa y cósmica. Una capa extraterrestre ocluyendo el camino.
Pero se equivocaba, era un camión de madera, cargado de leños, atravesado. Un camión antiguo, con ruedas de hierro y sin cambio de marcha. Los faros redondos, anticuadas lámparas de latón. Su carga se había derramado por todo el camino a través de la carretera. Los cables se habían roto; el camión había volcado casi sobre un lado y quedado inmóvil, los troncos esparcidos por todas direcciones.
Barton bajó alerta de su coche. Todo estaba en silencio. En algún lugar, lejos, un cuervo lanzó su grito desalentador. Los cedros murmuraban. No era malo como barrera. Ningún coche podría atravesar aquello. Los troncos estaban por todas partes y eran enormes. Algunos se amontonaban sobre los otros. Una masa peligrosa, insegura de vigas retorcidas, prestas a desparramarse y a rodar en cualquier momento. Y la carretera era empinada.
No había nadie en el camión, claro. Dios sabe cuánto tiempo llevaba allí. Encendió un cigarrillo y se quitó la chaqueta; el sol comenzaba a quemar. ¿Cómo conseguiría pasar todo aquello?
Lo había hecho antes, pero en esta ocasión no iba a encontrar cooperación.
Quizás pudiera rodear el obstáculo. El lado alto quedaba fuera de toda cuestión. Jamás fue capaz de ascender por una ribera casi perpendicular. Si perdía su asidero en la roca, lisa, caería sobre la retorcida masa de troncos. Quizás el lado inferior. Entre el camino y la ladera había una cuneta. Si podía cruzar por debajo de esa cuneta, fácilmente treparía por entre los pinos decantados, pasaría de uno al siguiente, atravesaría el atasco de troncos y volviendo a la cuneta regresaría al camino. Una mirada a la cuneta acabó con la especulación. Barton cerró los ojos y los mantuvo apretados en esa postura.
La cuneta no era muy ancha; él «podía» ser capaz de cruzarla. Pero carecía de fondo. Se encontraba sobre una grieta sin fondo. Retrocedió, alejándose, y permaneció inmóvil, respirando apresuradamente y mordiendo su cigarrillo. Aquello era como mirar hacia el firmamento. No había límite. Un precipicio sin fin, una caída incesante que finalmente se enturbiaba hasta un impreciso y amenazador caos.
Se olvidó de la cuneta y volvió su atención a los troncos. Ningún coche tendría la menor posibilidad de pasar, pero quizás un hombre a pie pudiera abrirse camino hasta el otro lado. Si lograba medio pasar podría detenerse en el camión, y sentarse en la cabina y descansar. Dividir la tarea en dos etapas diferentes era su nuevo plan.
Se acercó animoso a los troncos. El primero no estaba mal, pequeño y bien asentado. Subió encima, se agarró con las manos y saltó al siguiente. Por debajo suyo, la masa se estremeció de manera amenazadora. Barton trepó con rapidez al otro tronco y se agarró fuerte. Hasta entonces iba bien. El que tenía delante era grande, viejo y seco, rajado. Formaba un ángulo escarpado, apilado en otros tres troncos que quedaban debajo. Eran como fósforos de madera sujetos unos contra otros en equilibrio no muy estable.
Dio un salto. El tronco se rajó y frenéticamente saltó otra vez. Desesperado, trató de agarrarse. Sus dedos resbalaron; cayó atrás. Se movió frenético, intentando alzar su cuerpo en una superficie plana. Lo logró.
Jadeando, sin aliento, Barton se quedó tendido sobre el tronco, oleadas de alivio inundándole. Por último, logró sentarse. Si no podía avanzar quizás pudiera agarrarse al propio tronco. Colocarse sobre él. Eso sería medio camino. Tendría ocasión de descansar...
Se encontraba tan lejos como antes. No más cerca. Durante un momento dudó de su cordura; luego le llegó la comprensión. Había dado una vuelta. Los troncos eran una masa. Había saltado en dirección equívoca, dejando de moverse hacia el camión. Había descrito un círculo cerrado.
Al infierno con salir. Todo lo que ahora quería era volver a su coche. Regresar a donde comenzara. Los troncos le rodeaban por todas partes. Pilas y montones y bruscos salientes. Buen Dios, no había penetrado muy adentro, ¿verdad? ¿Era posible que se hubiese internado tan profundamente? Se encontraba a varios metros del borde; seguramente no pudo arrastrarse hasta aquel lugar. Empezó a reptar, volviendo por donde viniera. Los troncos se tambaleaban y oscilaban peligrosamente debajo de él. El miedo le puso nervioso. Perdió su asidero y cayó entre dos de los maderos. Durante un cegador y terrorífico instante se encontró debajo, la luz del sol cortada y encerrado en una caverna de oscuridad. Se incorporó con todas sus fuerzas y uno de los troncos cedió. Frenético, salió a la luz del sol y permaneció tendido, jadeando y tembloroso.
Estuvo así un período indefinido. Había perdido la noción del tiempo. La siguiente cosa que supo era que una voz le hablaba.
—¡Señor Barton! ¡Señor Barton! ¿Me oye?
Consiguió levantar la cabeza. De pie en la carretera, más allá de los troncos, estaba Peter Trilling. Sonreía tranquilo a Barton, las manos en jarras, el rostro reluciente y curtido bajo la brillante luz solar. No parecía en especial preocupado. De hecho, su expresión era complacida.
—Ayúdame —jadeó Barton.
—¿Qué hace usted ahí?
—Traté de cruzar —Barton se incorporó hasta sentarse—. ¿Cómo diablos voy a volver?
Y entonces se dio cuenta de algo. Ya no estaba a mitad del día. Era primera hora de la tarde. El sol. El sol se ponía sobre las lejanas colinas, la figura gigantesca que se cernía en el lado opuesto del valle. Examinó su reloj de pulsera. Eran las seis y media. Había estado sobre los troncos siete horas.
—No debió intentar cruzar —dijo Peter, mientras se acercaba cauteloso—. Si ellos no quieren que salga, no lo intente.
—¡Yo entré en este maldito valle! Debieron querer que entrase.
—Pero no desean que se marche, será mejor que tenga cuidado. Puede verse atascado ahí y morir de hambre —Peter, con toda evidencia, disfrutaba del espectáculo. Pero al cabo de un momento saltó ágilmente sobre el primer tronco y se encaminó hacia Barton.
Barton se puso inseguro en pie. Estaba asustado. Esta era su primera experiencia de los poderes que operaban en el valle. Agradecido, se agarró a la manita de Peter y permitió que el muchacho le condujera de regreso al borde. Cosa rara, le costó sólo unos pocos segundos.
—Gracias a Dios —se secó la frente y cogió su chaqueta de donde la había arrojado. El aire se volvía fresco; hacía frío y era tarde—. Durante una temporada, no lo volveré a intentar.
—Será mejor que no lo intente «jamás» —afirmó Peter tranquilo. Algo en la voz del muchacho hizo que la cabeza de Barton se alzara bruscamente.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que dije. Usted estuvo ahí siete horas —la sonrisa confiada de Peter creció—. Yo fui el que le mantuvo ahí. Yo le retorcí haciéndole ascender por el tiempo.
Barton absorbió despacio la información.
—¿Fuiste tú? Pero finalmente me sacaste.
—Claro —dijo fácilmente Peter—, le metí y le saqué cuando se me antojó. Quería que viese usted quién es el que manda.
Hubo un largo silencio. La sonrisa confiada del muchacho creció. Estaba satisfecho de sí mismo. Realmente había realizado un buen trabajo.
—Le vi a usted desde mi montículo —explicó—. Supe hacia dónde iba. Me imaginé que trataría de marcharse. Soy el único —un velo malicioso pareció caer sobre sus ojos—. Tengo medios.
—Muérete —exclamó Barton. Pasó por delante del muchacho y se encaminó al Packard. Mientras el motor se ponía en marcha y soltaba el freno vio cómo la sonrisa confiada del muchacho vacilaba. Para cuando hubo dado la vuelta hacia Millgate el gesto del chaval se había convertido en una mueca nerviosa.
—¿Es que no va usted a llevarme? —preguntó Peter corriendo hasta la ventanilla. Su rostro tenía una palidez de cera—. ¡Muchísimas de esas mariposas de cabeza de muerte están al pie de la colina! ¡Es casi de noche!
—Lo siento —contestó Barton, y disparó el coche camino abajo.
Un odio mortal destelló en el rostro de Peter. Se quedó atrás perdido, una columna disminuyente de violenta animosidad.
Barton sudaba con profusión. Quizás había cometido un error. Se encontró muy incómodo allí en la masa de troncos, dando vueltas y vueltas como una mosca en un vaso de agua. El chico tenía mucho poder y estaba lo suficientemente loco como para empezar a utilizarlo. Encima de todo aquello estaban sus otros problemas; se encontraba atascado aquí, le gustara o no.
Durante el siguiente día, u otro, aquello iba a ser como estar encerrado en su cuarto.
Millgate se disolvía en la oscuridad cuando Barton entró doblando por Jefferson Street. La mayor parte de las tiendas estaban cerradas. Farmacias, droguerías, ferreterías, verdulerías, infinitos cafés y bares baratos.
Aparcó delante del «Magnolia club», un lugar venido a menos que parecía a punto de derrumbarse en cualquier momento. Unos pocos tipos rudos de patanes vagaban delante de la fachada. Sin afeitar y con ojos inquietos le observaron, con miradas rojas y penetrantes mientras cerraba el Packard y empujaba las puertas batientes del bar para entrar. En el mostrador sólo había un par de hombres. Las mesas se encontraban vacías; las sillas aún colocadas encima, sus patas alzadas hacia el techo de una manera triste y solitaria. Se sentó en el extremo posterior del mostrador, donde nadie le molestaría, y pidió tres «bourbons», uno tras otro.
Estaba en un caos infernal. Había entrado y no podía salir. Se vio pillado dentro del valle por la derramada carga de madera. ¿Cuánto tiempo llevaba esa carga allí? Santo Dios, quizás estuviera desde siempre. Sin mencionar a su enemigo cósmico, el que había manipulado en sus recuerdos, y a Peter, su enemigo terrestre entrometido allí como una dosis extra de humor.
Los «bourbons» le calmaron un poco, Ellos... ello, el poder cósmico... le necesitaba por algún motivo. Quizás «se suponía» descubrir quién era. Quizás todo había estado planeado, su venida aquí, su regreso a Millgate después de tantos años. Quizás cada movimiento suyo, todo lo que hiciera en su vida, su propia y entera existencia...
Pidió una nueva remesa de «bourbons»; tenía mucho que olvidar. Entraron mas hombres. Tipos cargados de espaldas con chaquetas de cuero. Se pusieron a meditar ante sus vasos de cerveza. No hablaban ni se movían. Estaban preparados para pasar la tarde. Barton los ignoró y se concentró en su beber decidido.
Acababa de ingerir el sexto «bourbon», cuando se dio cuenta de que uno de los hombres le miraba, con torpeza, pretendió no darse cuenta. Buen Dios, ¿es que no tenía bastantes apuros?
El hombre se había vuelto en su taburete. Un viejo borracho de rostro serio. Alto y erguido. Con un mugriento y roto abrigo, pantalones hechos una lástima. Restos de zapatos. Sus manos eran grandes y obscuras, los dedos cubiertos de incesantes arrugas y cortes. Sus ojos lacrimosos estaban fijos intensamente en Barton, vigilando cada movimiento que hacía. No apartó la vista, ni siquiera cuando Barton le desvolvió una mirada hostil y fija.
El hombre se levantó y vino inseguro. Barton hizo gesto con las manos. Le iban a conmover por una copa. El hombre se sentó en el taburete próximo con un suspiro y plegó las manos.
—Hola —gruñó, lanzando una nube de alcohólico aliento en torno a Barton. Se apartó de los ojos su húmedo y pálido cabello. Pelo fino, tan húmedo y desmadejado como el pelo de una panoja. Sus ojos eran de un azul nuboso, como los de un niño—. ¿Cómo está usted?
—¿Qué quiere usted? —preguntó Barton con descaro, habiendo llegado al borde de la desesperación de un alcohólico.
—Escocés y agua bastará.
Barton se sintió abatido.
—Mire, hermano... —comenzó, pero el hombre le interrumpió con su voz suave y gentil.
—Creo que usted no me recuerda.
Barton parpadeó.
—¿Recordarle?
—Iba usted calle abajo. Ayer. Buscaba Central Street.
Barton lo situó. Era el borracho que se había reído a carcajadas.
—Oh, sí —dijo despacio.
El hombre pareció radiante.
—¿De veras? Se acuerda de mí —extendió su zarpa llena de cicatrices y arrugas—. Me llamo Christopher. William Christopher —añadió—: Soy un pobre y viejo sueco.
Barton rechazó la mano.
—Puedo prescindir de su compañía.
Christopher sonrió con amplitud.
—Le creo. Pero quizás si yo consigo ese escocés y agua me sentiré de muy buen humor y podré marcharme.
Barton llamó al camarero.
—Escocés y agua —murmuró—. Para él.
—¿Encontró usted el Central? —preguntó Christopher.
—No.
Christopher soltó una risita con una voz alta y aguda.
—No me sorprende. Yo se lo pude haber dicho.
—Ya lo hizo.
Vino la bebida y Christopher la aceptó agradecido.
—Buen género —observó bebiendo un largo trago y luego aspirando una bocanada de aire—. Usted no es de la ciudad, ¿verdad?
No contestó.
—¿Por qué vino a Millgate? Un pueblecito como éste. Nadie viene jamás.
Barton alzó la cabeza malhumorado.
—Vine para encontrarme a mí mismo.
Por algún motivo aquello le pareció gracioso a Christopher. Se rió, alto y agudo, hasta que los demás del bar se volvieron enojados.
—¿Qué es lo que le pasa? —preguntó Barton airado—. ¿Qué diablos hay de gracioso en eso?
Christopher logró calmarse.
—¿Encontrarse a sí mismo? ¿Tiene usted alguna pista? ¿Sabrá usted cuándo se ha encontrado ya? ¿Qué tal aspecto tendrá? —rompió a carcajearse de nuevo, a pesar de sus esfuerzos. Barton se hundió más y se inclinó triste casi parapetándose tras su vaso.
—Basta —murmuró—. Tengo suficientes dificultades ya.
—¿Dificultades? ¿Qué clase de dificultades?
—Todo. Cada maldita cosa de este mundo.
Los «bourbons» empezaban realmente a trabajar encantándole interiormente.
—¡Cristo, igual podría estar muerto! Lo primero que descubrí es que he muerto, que nunca viví para hacerme adulto...
Christopher sacudió la cabeza.
—Eso es malo.
—Luego esas dos malditas y luminosas personas que vinieron caminando a través del porche.
—Los Vagabundos. Sí que sobresalta la primera vez. Pero uno se acostumbra a ellos.
—Luego ese maldito chaval que va buscando abejas. Y que me enseña a un tipo de setenta u ochenta kilómetros de altura, con la cabeza que parece una bombilla eléctrica.
Un cambio se produjo en Christopher. A través de su brumosa ebriedad algo brilló. Un núcleo intenso de conciencia.
—¿Eh? —exclamó—. ¿Qué tipo es ese?
—El tipo más grande y maldito que uno vio jamás —Barton efectuó un gesto de barriga con la mano—. De un millón de kilómetros de altura. Le deja a uno sin sentido. Está hecho de luz diurna.
Christopher sorbió despacio su bebida.
—¿Qué otra cosa le pasó, señor...?
—Barton. Ted Barton. Luego me caí de un tronco.
—¿Usted qué?
—Me dediqué a hacer rodar troncos —Barton se inclinó hacia adelante con aire derrotado—. Me perdí en una masa de troncos siete horas. Una pequeña monstruosidad me sacó de nuevo —se secó los ojos tristes con el dorso de la mano—. Y nunca encontré Central Street. Ni Pine Street —su voz se alzó con frenética desesperación—, ¡Maldición, «nací» en Pine Street! ¡Debe haber tal calle!
Durante un momento Christopher no dijo nada. Acabó su bebida, volvió el vaso cabeza abajo sobre el mostrador, le hizo girar por completo y luego lo apartó.
—No, usted no encontró Pine Street —dijo—. Ni Central. Por lo menos, ya nunca más.
Las palabras penetraron. Barton se sentó rígido; su cerebro, de pronto, se enfrió como el hielo, aún a pesar de su niebla alcohólica.
—¿Qué quiere decir con «nunca más»?
—Ha pasado mucho tiempo. Años y años —el anciano se frotó con la mano su arrugada frente—. No he oído hablar de esa calle durante mucho tiempo —sus ojos azules e infantiles estaban clavados intensamente en Barton; trataba de concentrarse a través de la niebla del whisky y del tiempo—. Tiene gracia, oír otra vez ese viejo nombre. Ya casi lo olvidé. Mire, Barton, ahí debe haber algo equívoco.
—Sí —asintió tenso Barton—. Hay algo equívoco. ¿Qué es?
Christopher volvió a frotarse la surcada frente, tratando de agrupar sus pensamientos.
—No lo sé, algo grande —miró en su torno temeroso—. Quizás estoy loco. Pine Street era una hermosa calle. Mucho más bonita que Fairmount. Eso es lo que tienen allí ahora. No las mismas casas, en absoluto. No la misma calle. Y nadie recuerda —las lágrimas llenaron sus ojos azules y con tristeza se las secó—. Nadie recuerda excepto usted y yo. Nadie en todo el mundo. «¿Qué infiernos vamos a hacer?»
VII
Barton respiraba con rapidez.
—Escúcheme. ¡Deje de sollozar y escúcheme!
Christopher se estremeció.
—Sí. Lo siento, Barton. Todo este asunto me ha...
Barton le cogió por el brazo.
—Entonces realmente «fue» del modo como lo recuerdo. Pine Street... Central... El viejo parque. ¡Mis recuerdos no son falsos!
Christopher se secó los ojos con un deshilachado y sucio pañuelo.
—Sí, el viejo parque. ¿Se acuerda? Santo Dios, ¿qué pasó aquí? —todo el color se había desvanecido de su rostro dejándolo ahora de un amarillo enfermizo—. ¿Qué hay de malo en ellos? ¿Por qué no recuerdan? —El terror le hizo estremecerse—. Y no son la misma gente. Los viejos se fueron. Como los lugares. Todos excepto usted y yo.
—Yo me fui —dijo Barton—. Cuando yo tenía nueve años —bruscamente se puso en pie—. Salgamos de aquí. ¿Dónde podríamos hablar?
Christopher se reanimó.
—En mi casa. Podemos hablar allí —saltó del taburete y se volvió rápidamente hacia la puerta. Barton le siguió desde cerca.
La calle estaba fría y oscura. Las farolas ocasionales aparecían a intervalos irregulares. Unas pocas personas caminaban, la mayor parte hombres que iban de bar en bar.
Christopher recorrió presuroso una calle lateral. Barton tuvo dificultades en no perderlo de vista.
—He esperado dieciocho años para esto —jadeó Christopher—. Creí que estaba loco. No se lo dije a nadie. Tenía miedo. Todos estos años... y era verdad.
—¿Cuándo se produjo el Cambio?
—Hace dieciocho años.
—¿Poco a poco?
—De súbito. En una noche. Desperté y era todo distinto. No supe encontrar mi camino. Me quedé dentro y me escondí. Pensé que me había vuelto loco.
—¿Nadie más recordaba?
—¡Todo el mundo se había ido!
Barton estaba estupefacto.
—¿Quiere decir...?
—¿Cómo podían recordar? Se habían ido, también. Todo había cambiado, incluso la gente. Una ciudad enteramente nueva.
—¿Sabe usted lo de la barrera?
—Sabía que nadie podría entrar ni salir. Hay algo que cruza el camino. Pero no les importa. Hay algo equívoco en ellos.
—¿Quiénes son los Vagabundos? —preguntó Barton.
—No lo sé.
—¿Cuándo aparecieron? ¿Antes del Cambio?
—No. Después del Cambio. Jamás les vi antes de eso. Todo el mundo parece pensar que son perfectamente naturales.
—¿Quiénes son los dos gigantes?
Christopher sacudió la cabeza.
—No lo sé. Una vez creí haber visto algo. Y había subido por el camino, buscando una salida. Tuve que detenerme; había allí un camión de madera averiado.
—Esa es la barrera.
Christopher masculló un juramento.
—¡Santo Dios! ¡Eso fue hace años! Y aún sigue allí...
Habían recorrido varias manzanas. La oscuridad les rodeaba, formas vagas de casas. Luces ocasionales. Las casas estaban avejentadas y sucias. Barton advirtió con creciente sorpresa lo cochambrosas que se las veía; no recordaba que esta parte de la ciudad estuviera tan mal.
—¡Todo es peor! —dijo.
—Cierto. Esto no estaba tan mal antes del Cambio. Parecía muy bien, de hecho. Mi casa era una hermosa cabañita con tres habitaciones; la construí yo mismo. Instalé luz eléctrica, puse cañerías, arreglé estupendamente el tejado. Aquella mañana desperté... ¿y en qué vivía? —el viejo se detuvo y buscaba la llave—. En un viejo almacén. No era nada más que una caja de embalaje. Ni siquiera con cimientos. Yo recuerdo haber hecho los cimientos. Me tomó toda una semana para fabricarlos bien. Y ahora... nada, excepto barro.
Encontró la llave y en la oscuridad localizó el pomo de la puerta. Trasteó un poco, murmurando y maldiciendo. Por último el panel cedió chirriando y Barton y él entraron.
Christopher encendió una lámpara de petróleo.
—No hay electricidad. ¿Qué le parece eso? Después de todo mi trabajo. Le aseguro, Barton, que esto es diabólico. Todo el duro trabajo que efectué. Todas las cosas que tuve, todo lo que construí. Barrido de la noche a la mañana. Ahora no soy nada. Antes no bebía, ¿comprende? Ni una sola gota —añadió.
La casa era una choza, nada más. Una sola habitación; cocina y sumidero a un extremo, la cama en otro. La basura lo cubría todo. Platos sucios, paquetes y latas de alimentos, sacos de huevos y de basura, pan de molde, periódicos, revistas, ropas sucias, botellas vacías, infinidad de viejos muebles apiñados. Y cables.
—Sí —dijo Christopher—. Intenté durante dieciocho años volver a instalar los cables eléctricos en este maldito lugar —había miedo en su rostro, miedo desnudo y desesperado—, solía ser un buen electricista. Reparaba radios, tenía una tiendecita con taller.
—Seguro —recordó Barton—. «Tienda y Talleres Will».
—Se fue. Se fue por completo. Hay una lavandería a mano ahora allí. En Jefferson Street, como se llama actualmente la calle. Hace un trabajo terrible. Le estropea las camisas a uno. No queda nada de mi tienda de radios. Desperté aquella mañana, me dirigí al trabajo. Pensé que había algo raro. Llegué allí y me encontré la maldita lavandería. Planchas de vapor planchando pantalones.
Barton cogió una batería portátil. Pinzas, soldador, estaño, pasta, macarrón de plástico, un generador de señales, lámparas de radio, botellas y frascos, condensadores, resistencias, esquemas... todo.
—¿Y no puede instalar la luz eléctrica en su casa?
—Lo intento —Christopher se examinó las manos con tristeza—. Se fue. Trasteo por aquí. Rompo cosas. Se me caen. Me olvido de lo que hago. Coloco mal el cable. Piso y rompo mis herramientas.
—¿Por qué?
Los ojos de Christopher brillaron de terror.
—No quieren que renueve mi instalación, que la haga como era. Se suponía que yo debí cambiar como los demás. «Cambió», en parte. Yo no estaba tan caído como esto. Era trabajador. Tenía mi tienda y mi habilidad. Llevaba una vida limpia y clara. Barton, ellos me impidieron arreglarlo. Prácticamente me quitaron el soldador de las manos.
Barton apartó a un lado un montón de cables y aisladores y se sentó al borde del banco de trabajo.
—Tienen parte de usted. Entonces es que poseen algún poder sobre su persona.
Christopher rebuscó excitado en una desordenada alacena.
—¡Esa cosa pende sobre Millgate como una niebla negra! ¡Una sucia niebla negra, deslizándose por todas las ventanas y puertas! Ha destruido esta ciudad. Estas gentes son imitación de personas. Las verdaderas se fueron. Barridas de la noche a la mañana —sacó una polvorienta botella de vino y la agitó delante de Barton—. Por Dios, voy a celebrarlo. ¡Acompáñeme, Barton! He guardado esta botella durante años.
Barton examinó la botella de vino. Sopló el polvo de la etiqueta y la acercó a la lámpara de petróleo. Era vieja, muy vieja. Moscatel importado.
—No lo sé —dijo dudoso. Comenzaba a sentirse mareado por los «bourbons»—. No me gusta mezclar la bebida.
—Esto hay que celebrarlo —Christopher tiró al suelo un montón de basuras y encontró un sacacorchos, con la botella entre las rodillas, la destapó y comenzó a servir—. Celebrar que usted y yo nos hayamos conocido.
El vino no era demasiado bueno. Barton sorbió un poquito de su copa y estudió el rostro viejo y lleno de costuras del anciano. Christopher se había derrumbado sobre su silla, pensando. Bebía de manera automática y rápida de su vaso no demasiado limpio.
—No —dijo—. No quieren que esto vuelva a ser lo que era. Nos hicieron una buena faena. Nos quitaron nuestra ciudad, nuestros amigos —su rostro se endureció—. Los bastardos no nos permitirán levantar un dedo para arreglar las cosas de nuevo. Piensan que son demasiado condenadamente grandes.
—Pero yo entré —murmuró Barton. En parte se sentía mareado; los «bourbons» y el vino mezclado—. Logré pasar la barrera de algún modo —añadió.
—No son perfectos —Christopher se puso en pie con dificultad y bajó su vaso—. Se les escapó parte mía y le dejaron entrar. Se durmieron mientras estaban de servicio, como cualquier persona.
Abrió el cajón inferior de un tocador y sacó ropas y paquetes. En el fondo había una caja sellada. Un viejo cofre pequeño de plata. Gruñendo y sudando, Christopher lo sacó y lo dejó sobre la mesa.
—No tengo hambre —murmuró Barton—. Simplemente, me gusta estar sentado aquí y...
—Mire —Christopher sacó una llavecita de la cartera; con extremo cuidado la encajó en la microscópica cerradura y abrió la tapa—. Se lo voy a enseñar, Barton. Es usted mi único amigo. La única persona en el mundo en quien puedo confiar.
No era un joyero. La cosa resultaba intrincada. Cables y bobinas, manómetros y conmutadores complicados. Un cono de metal, cuidadosamente soldado. Christopher lo sacó y lo ajustó a su manera. Pasó los cables hasta la batería y atornilló los terminales en su sitio.
—Las sombras —gruñó—. Las rebaja. No quieren «ver» esto —trasteó nervioso—. Darían mucho por poseerlo. Se creen que son listos, que tienen a todo el mundo bajo su pulgar... Pero no es así.
Dio un conmutador y el cono zumbó de manera armoniosa. El zumbido se convirtió en un chirrido mientras manejaba los controles. Barton se apartó intranquilo.
—¿Qué infiernos es? ¿Una bomba? ¿Va a volarnos a todos?
Una mirada perversa apareció en el rostro del anciano.
—Se lo diré más tarde. Ahora tenga cuidado —corrió en torno a la habitación, bajando las persianas, mirando hacia afuera; cerró la puerta con llave y volvió con cuidado a su zumbante cono. Barton estaba a cuatro patas, mirando como funcionaba. Era una masa de intrincados cables, una telaraña regular de metal reluciente. En su parte delantera estaba escrito:
Q. H. - No tocar - Propiedad de Will Christopher
Christopher asumió unos modales solemnes. Se agazapó junto a Barton, con las piernas dobladas debajo del cuerpo. Animoso, casi con reverencia, levantó el cono, lo sostuvo con ambas manos un momento y luego se lo encajó en la cabeza, Miraba por debajo del instrumento, sus ojos azules, sin parpadear, el rostro curtido, serio ante la importancia en la ocasión. Su expresión se relajó un poco cuando el zumbido del cono se redujo al silencio.
—Maldición —forcejeó y empuñó el soldador—. Una conexión floja.
Barton se apoyó contra la pared y aguardó adormilado, mientras Christopher volvía a soldar la conexión. Al poco, el zumbido sonó de nuevo, un poco rasgado, pero alto. Más que antes.
—Barton —casi gritó Christopher—. ¿Está listo?
—Seguro —murmuró Barton. Abrió un ojo y lo enfocó en lo que sucedía.
Christopher cogió la vieja botella de vino. La colocó con cuidado en el suelo y se sentó a su lado, llevando el cono puesto en la cabeza. Le caía hasta las cejas y era pesado. Lo ajustó un poquito, luego cruzó las brazos y se concentró en la botella de vino.
—¿Qué...? —comenzó Barton, pero el viejo le interrumpió airado.
—No hable. Necesito reunir todas mis facultades —tenía los ojos a medio cerrar. La boca apretada, la frente arrugada. Aspiró profundamente el aire y lo retuvo.
Silencio.
Barton se encontró gradualmente desvaneciéndose en el sueño. Trató de mirar a la botella de vino, pero su esbelta y polvorienta forma se agitó y se emborronó. Reprimió un bostezo y luego eructó. Christopher le disparó una mirada furiosa y rápidamente volvió a su concentración. Barton murmuró una frase de excusa. Entonces realmente bostezó. Alto y largo. La habitación, el viejo y especialmente la botella de vino, retrocedieron y se nublaron. El zumbido le arrulló. Como un enjambre de abejas, constante y penetrante.
Apenas podía ver la botella. Era sólo una forma vaga. Reagrupó su atención, pero rápidamente se le escapó. Maldita sea, no podía ver ahora la botella en absoluto. Forcejeó y se obligó a mantener los ojos abiertos. De nada sirvió, la botella era un mero manchón, sólo la pizca de una sombra en el suelo delante de Christopher.
—Lo siento —murmuró Barton—. Ya no puedo distinguir esa maldita cosa.
Christopher no respondió. Su rostro aparecía oscuro; parecía a punto de estallar. Todo su ser estaba concentrado en el lugar que ocupara antes la botella de vino. Esforzándose y reluciendo, anudando las cejas, respirando con aspereza por entre los dientes, los puños crispados, el cuerpo rígido...
Empezaba a volver. Barton se sintió mejor. Allí estaba, agitándose de nuevo a la vista. La sombra se convirtió en un manchón. Luego en un cubo oscuro. El cubo se solidificó, ganó color y forma, se hizo opaco; ya no podía ver el suelo de más allá. Barton respiró con alivio. Era bueno volver a contemplar esa maldita cosa. Se apoyó la espalda contra la pared y se puso cómodo.
Había sólo un problema. Que pinchaba, le hacía vagamente incómodo. La cosa que se formaba en el suelo delante de Christopher no era la polvorienta botella de moscatel. Era alguna otra cosa.
Una increíblemente antigua cafetera.
Christopher se quitó el cono de la cabeza. Suspiró, emitiendo un largo y ronco silbido de triunfo.
—Lo hice, Barton —dijo—. Ahí está.
Barton sacudió la cabeza.
—No lo entiendo —un escalofrío comenzaba a recorrerle—. ¿Dónde está la botella? ¿Qué le pasó a la botella de vino?
—Ahí nunca hubo una botella de vino —dijo Christopher.
—Pero yo...
—Truco. Distorsión —escupió Christopher con disgusto—. Esa es mi vieja cafetera. Mi madre la trajo de Suecia, ya le dije que yo no bebía antes del cambio.
La comprensión volvió a Barton.
—Esa cafetera se convirtió en una botella de vino cuando se produjo el Cambio. Pero...
—...pero por debajo seguía siendo cafetera —Christopher se puso inseguro en pie; parecía agotado—. ¿Comprende, Barton?
Barton comprendió.
—La vieja ciudad sigue estando aquí.
—Sí. No fue destruida. Fue enterrada. Está bajo la superficie. Hay como una capa por encima. Una niebla oscura, ilusión. Vinieron y colocaron esta nube negra por encima de todo. Pero la verdadera ciudad queda debajo. «Y puede volver a ser descubierta».
—Q.H. Quita Hechizos.
—Eso mismo —Christopher acarició el cono con orgullo—. Este es mi Quita Hechizos. Lo construí yo mismo, nadie sabe que existe, excepto usted y yo.
Barton cogió la cafetera. Era firme y dura. Antigua, con huellas del tiempo. Metálica. Olía a café. Un olor punzante y rancio que impresionó sus narices. Giró la tapa un poco y vio su interior. Aún se veían posos de café.
—Así que sigue aquí —dijo despacio.
—Sí. Sigue aquí.
—¿Cómo lo descubrió?
Christopher sacó la pipa y la llenó despacio, las manos temblorosas de fatiga.
—Al principio estaba muy desanimado. Lo encontraba todo cambiado, todo distinto. No conocía a nadie. No podía hablar con ellos; no me comprendían. Empecé a ir al «Magnolia club» cada noche; no tenía otra cosa que hacer, sin mi tienda de radios, volvía a casa bastante ciego una noche. Me senté, aquí donde estoy ahora. Empecé a recordar los viejos días. Viejas calles y gentes. Cómo solía ser mi casita. Mientras estaba pensando, la cabaña empezó a desvanecerse. Y entró simplemente mi dulce casita de antaño.
Encendió la pipa y fumó de ella solemnemente.
—Corrí como si estuviera loco. Era infernalmente feliz. Pero empezó a marcharse. Se desvaneció de nuevo y esta maldita choza reapareció —dio una patada a la sucia mesa—. Como usted vio. Sucia basura. Cuando pienso en cómo era...
—¿Se acuerda usted de la joyería Berg?
—Sí. Estaba en Central Street. Desapareció, claro. Hay ahora una pobre cacharrería en su lugar. Todo un antro.
Barton sacó el pedazo de pan duro del bolsillo.
—Eso lo explica. Porque mi brújula se convirtió en «esto» cuando entré en el valle. Procedía de la joyería Berg —tiró a un lado el pan—. ¿Y el Quitador de Hechizos?
—Me costó quince años construirlo. Habían hecho ellos mis manos condenadamente torpes. Apenas podía soldar. Tuve que repetir el mismo proceso una y otra vez. Servía para enfocar mi mente. Mis recuerdos, así que puedo dirigir mis pensamientos. Es como una lente. De ese modo puedo recuperar alguna cosa. Las saco de las profundidades a la superficie. La niebla se disipa y vuelve a estar de nuevo, como antaño. Como debía ser.
Barton dejó a un lado su vaso de vino. Estaba medio lleno, pero no había nada dentro. El vino, sin probar, se había desvanecido con la botella. Olisqueó, el vaso olía débilmente a café.
—Lo ha hecho usted muy bien —dijo Barton.
—Eso creo. Fue duro. No soy del todo libre: tienen parte mía. Desearía tener una fotografía de este sitio para enseñárselo. El fregadero de tilo que puse. Era realmente un sueño.
Barton volvió boca abajo su vaso vacío y cayó de él un grado de café.
—Usted va a seguir, claro.
—¿Eh?
—Con esto; ¿qué puede detenerle? Buen Dios, hombre, usted puede recuperar todo.
El rostro de Christopher se distendió.
—Barton, tengo algo que decirle.
Pero no era preciso que lo hiciese. Bruscamente el café caliente se derramó por la manga de Barton y por sus dedos y muñeca. Al mismo tiempo la cafetera desapareció y la botella de moscatel ocupó su sitio. Olorienta y esbelta y medio llena de vino.
—No dura —dijo con tristeza Christopher—. No más de diez minutos. No puedo mantenerla como estaba.
Barton se lavó las manos en la pila.
—¿Siempre pasa así?
—Siempre. Nunca se endurece por entero. No puedo encerrar en su verdadero sitio a la cosa real. Me imagino que no soy lo bastante fuerte. Ellos, quienes quiera que sean, son muy grandes.
Barton se secó las manos en una deshilachada toalla. Estaba ensimismado en sus pensamientos.
—Quizás es sólo este objeto. ¿Probó usted el Quita Hechizos en alguna otra cosa?
Christopher se levantó y cruzó hasta el tocador. Rebuscó por el cajón y sacó una cajita de cartón. Con ella se sentó en el suelo.
—Mire —abrió la caja y sacó algo. Con dedos temblorosos quitó el papel de seda. Barton se inclinó y miró por encima del hombro de su anfitrión.
En el papel de seda había una pelota de cuerda parda, anudada y envuelta, rodeando un pedacito de madera.
El viejo rostro mostraba aprensión, los ojos brillaban, los labios estaban entreabiertos. Christopher pasó los dedos por la pelota de cordel.
—He probado con esto. Muchas veces. Cada semana o así lo intento. Daría cualquier cosa si pudiera volver a ésta su existencia anterior. Pero no puedo conseguir más que un atisbo.
Barton cogió la cuerda de la mano del anciano.
—¿Qué diablos es? Parece un ovillo corriente.
Una mirada significativa se instaló en el cansado rostro de Christopher.
—Barton, esto era la llanta de goma de Aaron Northrup.
Barton alzó los ojos incrédulo.
—¡Santo Dios!
—Sí. Es verdad. Lo robé. Nadie más sabía lo que era. Tuve que buscarlo, recuerde, la llanta de goma estaba sobre la puerta del Banco Comercial de Millgate.
—Sí. El alcalde la colocó allí. Recuerdo el día. Yo era entonces un chavalito.
—Eso fue hace mucho tiempo. El Banco ha desaparecido ahora, claro. En su lugar hay ahora una casa de té de señoras. Y esta pelota de cordel colgaba sobre la puerta. La robé una noche. No significaba nada para nadie. —Christopher se apartó, abrumado por sus emociones—. Nadie más recuerda la llanta de goma de Aaron Northrup.
Los ojos de Barton estaban húmedos.
—Yo tenía sólo siete años cuando sucedió.
—¿Lo vio?
—Lo vi. Bob O'Neill gritó «Central abajo» a pleno pulmón. Yo estaba en la dulcería.
Christopher asintió ansioso.
—Yo estaba arreglando un viejo Atwater Kent. Oí al bastardo. Gritaba como un cerdo herido. Se le podía oír en miles de kilómetros.
El rostro de Barton relució.
—Entonces vi pasar corriendo al granuja. Su coche no se le quiso poner en marcha.
—No, estaba excesivamente nervioso. O'Neill le gritó y el granuja se limitó a correr derecho hasta el centro de la calle.
—Con el dinero en aquella bolsa de papel, en sus brazos. Como si fuesen comestibles.
—Era uno de esos «gangsters».
—Un siciliano. Un «gangster» de los de tomo y lomo. Le vi correr por delante de la confitería. Yo salí también corriendo. Bob O'Neill estaba allí plantado delante del Banco, gritando con todas sus fuerzas.
—Todo el mundo corría y vociferaba. Como un rebaño de monos.
La visión de Barton se hizo más oscura.
—El bandido corrió por junto de Street. Y allí estaba el viejo Northrup, cambiando el neumático de su Ford modelo T.
—Sí, había vuelto a venir de su granja. Para cargar pienso para el ganado. Estaba sentado en el bordillo con las palancas —Christopher tomó la bola de cordón y la sostuvo suavemente en la mano—. El granuja trató de correr pasando junto a él...
—Y el viejo Northrup se puso en píe de un salto y le dio en la cabeza.
—Era un viejo muy alto.
—Casi dos metros. Sin embargo, delgado. Un viejo granjero. Realmente aniquiló muy bien al granuja.
—Tenía buena muñeca. De guiar su viejo Ford. Me imagino que estuvo a punto de matar al individuo.
—Conclusión múltiple. Una llanta de goma es bastante pesada —Barton cogió el ovillo de cordel y lo acarició gentilmente—. Así que esto es. La llanta de Aaron Northrup. El Banco le pagó quinientos dólares por ella. Y el alcalde Clayton la clavó sobre la puerta del establecimiento. Hubo una gran ceremonia. Todo el mundo asistió.
Barton hinchó el pecho.
—Yo sostuve la escalera —temblaba—. Christopher, yo sujeté esa llanta. Mientras Jack Wakeley subía con el martillo y los clavos, me la dieron a mí y yo se la pasé. La toqué.
—Ahora la vuelve a tocar —dijo Christopher con mucho sentimiento—. Es eso.
Durante largo rato Barton estuvo mirando la pelota de cordel.
—Me acuerdo. La sostuve. Pesaba.
—Sí, pesaba mucho.
Barton se puso en pie. Dejó sobre la mesa con cuidado el ovillo de cuerda. Se quitó la americana y la colocó en el respaldo de la silla.
—¿Qué va usted a hacer? —preguntó ansioso Christopher.
Había una extraña mirada en la cara de Barton. Resolución, mezclado con recuerdo de ensueños.
—Se lo diré —dijo—. Voy a quitar el hechizo. Voy a devolver su forma a la llanta, voy a dejarla tal como estaba.
VIII
Christopher rebajó la lámpara de petróleo hasta que la habitación estuvo casi a oscuras. Colocó la lámpara cerca de la pelota de cordel y luego se retiró a un rincón.
Barton se plantó cerca de la mesa, los ojos fijos en la cuerda. Jamás había intentado antes quitar un hechizo; era una nueva experiencia para él. Pero recordaba la llanta. Recordaba qué aspecto tenía, cómo era. El aspecto y los sonidos del propio ladrón. Al viejo Northrup saltando y agitándola sobre su cabeza. La llanta cayendo. El siciliano extendido en el suelo. La ceremonia. Todos aplaudiendo. La llanta brevemente en sus manos.
Se concentró. Reunió juntas todas sus memorias y las enfocó en el desmadejado ovillo de cordel pardo, anonadado y confuso, en la masa junto a la lámpara. Se imaginó que estaba allí la llanta en lugar de la cuerda. Larga y media y metálica. Y pesada. Sólido metal.
Nada se movió. Christopher ni siquiera respiraba. Barton mantuvo su cuerpo rígido, colocó en ello todo su ser. Toda su fuerza mental. Pensó en la vieja ciudad, la verdadera ciudad. No se había ido. Seguía todavía allí; estaba «aquí», en su torno, bajo él, en todas partes, tapada por la manta de la ilusión. La lámina de niebla negra. La ciudad aún vivía.
Dentro del ovillo de cuerda estaba la llanta de Aaron Northrup.
Pasó el tiempo. La habitación se enfrió. En algún lugar lejano sonó un reloj. La pipa de Christopher se aclaró y se apagó convirtiéndose en frías cenizas. Barton se estremeció un poco y prosiguió. Pensó en cada aspecto de ello. Cada sensación, visual, táctil, audible.
Christopher jadeó.
—Osciló.
La pelota de cuerda había dudado. Una cierta insubstancialidad pasó por ella. Barton se esforzó con todo su poder. Cada cosa parpadeó... la habitación entera, las oscuras sombras más allá de la lámpara.
—Otra vez —jadeó Christopher—. Siga. No se detenga.
No se detuvo. Y al poco, silenciosamente, la pelota de cuerda desapareció. La pared se hizo visible más allá de ella; quería ver la mesa de debajo. Durante un momento no hubo nada excepto una sombra brumosa. Una vaga presencia quedaba atrás.
—Jamás llegué tan lejos —susurró Christopher impresionado—. No podría hacerlo.
Barton no respondió. Mantuvo su atención en el lugar. La llanta. Tenía que venir. La sacó, pidió que saliese. Tenía que venir. Estaba allí, por debajo de la ilusión.
Una sombra larga destelló. Más grande que la cuerda. Medio metro como mínimo de longitud. Osciló, luego se hizo más clara.
—¡Ahí está! —jadeó Christopher—. ¡Ya viene!
Venía, es cierto. Barton se concentró hasta que los lugares negros empezaron a bailar ante sus ojos. La llanta estaba de camino. Se volvía negra, opaca. Relucía un poco a la luz de la lámpara de petróleo. Y luego...
Con un sonido metálico y furioso la llanta cayó al suelo y se quedó allí.
Christopher se adelantó y la examinó. Temblaba y se secaba los ojos.
—Barton, ¡lo hizo! Hizo que volviese.
Barton se desmadejó.
—Sí. Eso es. Exactamente como la recordaba.
Christopher pasó sus manos arriba y abajo de la pieza metálica.
—La vieja llanta de Aaron Northrup. Hacia dieciocho años que no la veía, yo no pude conseguir hacerla volver, Barton. Pero usted lo hizo.
—La recordaba —gruñó Barton. Se secó la frente tembloroso; estaba sudando y se sentía débil—. Quizá mejor que usted. Yo la sostuve entonces, y mi memoria siempre fue buena.
—Y usted no estaba aquí.
—No. A mí el Cambio no me rozó: no estoy distorsionado en absoluto.
El viejo rostro de Christopher brilló.
—Ahora podemos seguir adelante, Barton. Nada nos puede detener. Toda la ciudad. Podemos recuperar, pedazo a pedazo, todo cuanto recordemos.
—No lo sé en absoluto —murmuró Barton—. Hay algunos sitios que jamás vi.
—Quizás yo los recuerde. Entre los dos probablemente podremos recordar toda la ciudad.
—Quizás podamos encontrar a alguien más, o conseguir un mapa completo del viejo pueblo. Reconstruirlo.
Christopher bajó la llanta.
—Construiré un Quitador de Hechizos para ambos. Uno para cada uno. Los construiré a centenares, de todas formas y tamaños. Con nosotros dos llevándolos... —su voz se desvaneció y murió. Una expresión enfermiza se instaló despacio en su cara.
—¿Qué pasa? —preguntó Barton, aprensivo de pronto—. ¿Qué hay de malo?
—El Quitador de Hechizos —dijo Christopher mirando al vacío y sentándose torpemente sobre la mesa. Cogió el Quitador de Hechizos—. Usted no lo llevaba puesto.
Christopher aumentó la luz de la lámpara.
—No fue el Quitador de Hechizos —logró decir por último. Parecía viejo y roto; se movía con debilidad—. Todos estos años no conseguí nada bueno.
—No —dijo Barton—. Creo que no.
—¿Pero por qué? —suplicó desesperanzado Christopher—. ¿Cómo lo hizo usted?
Barton no le oyó. Su cerebro estaba corriendo frenético. Bruscamente se puso en pie.
—Tenemos que descubrirlo —dijo.
—Si —asintió Christopher, recuperándose con un esfuerzo violento. Jugó sin propósito con la llanta, luego, de pronto, se la entregó a Barton—. Tome.
—¿Qué?
—Es suya, Barton, no mía. Realmente, nunca me perteneció.
Al cabo de un instante, Barton la aceptó.
—Está bien. La aceptaré... Tenemos un infierno de trabajo por delante —comenzó a pasear intranquilo arriba y abajo, asiendo la llanta como si fuese un hacha de batalla—. Ya hemos estado sentados bastante tiempo. Debemos ponernos en marcha.
—¿En marcha?
—Tenemos que estar seguros de que podemos hacerlo. A lo grande —Barton agitó impaciente la llanta—. Un objeto. Dios mío, esto es sólo el principio. ¡Tenemos que reconstruir toda una ciudad!
Christopher asintió despacio.
—Sí. Eso es mucho.
—Quizá no podamos hacerlo —Barton abrió la puerta; el frío viento nocturno entró bramando—. Vamos.
—¿Dónde vamos?
Barton ya estaba afuera.
—A efectuar un intento verdadero. Algo grande. Algo importante.
Christopher salió presuroso tras él.
—Tiene razón. El Quitador de Hechizos no importa. Lo importante es el «hacerlo». Si usted puede conseguirlo a su manera...
—¿Qué probaremos?
Barton se abrió paso impaciente a lo largo de la calle oscura, aun aferrando con fuerza la llanta de hierro.
—Tenemos que saber lo que era antes del Cambio.
—He tenido tiempo de figurarme cómo era la mayor parte de esta vecindad. Fui capaz de hacer un mapa de la zona. Aquello de allá —Christopher indicó una casa alta—, era un garaje y un taller de reparaciones. Y allí abajo, todos aquellos viejos almacenes abandonados...
—¿Qué eran? —Barton aumentó el paso—. Dios mío, tiene un aspecto terrible. ¿Qué hubo allí? ¿Qué hay por debajo de ellos?
—¿No lo recuerda? —preguntó Christopher con suavidad.
Le costó un momento. Barton tuvo que mirar hacia las oscuras colinas para orientarse.
—No estoy seguro... —comenzó. Y entonces recordó.
Dieciocho años era mucho tiempo. Pero jamás olvidó al viejo parque con su cañón. Había jugado en él muchas veces. Almorzado allí con su padre y su madre. Escondido en la maleza, jugando a vaqueros e indios con los otros chicos de la ciudad.
A la débil luz descubrió una fila de viejos cobertizos ruinosos. Antiguos almacenes, ya sin uso. Faltaban tableros. Ventanas rotas. Unos cuantos deshilachados trapos revoloteaban impulsados por el viento nocturno. Formas mugrientas, podridas, en las que anidaban los pájaros, ratas y ratones.
—Parecen antiguos —dijo Christopher en voz baja—. De cincuenta o sesenta años. Pero no estaban aquí antes del Cambio. Eso era el parque.
Barton cruzó la calle hacia los edificios.
—Comenzaba desde aquí. En esta esquina. ¿Cómo se le llama ahora?
—Dudley Street es el nuevo nombre —Christopher estaba excitado—. El cañón estaba en el centro. ¡Ahí había un montón de proyectiles para el cañón! Era una vieja pieza del tiempo de la Guerra entre los Estados. Lee arrastró este cañón en torno a Richmond.
Los dos se detuvieron, recordando cómo había sido el parque y el cañón, el viejo pueblo, el verdadero pueblo que existió. Durante un rato, no hablaron. Cada cual estaba envuelto en sus propios pensamientos. Entonces Barton se apartó.
—Yo iré hasta este extremo. Empezaba en Milton y Jones.
—Ahora es Dudley y Rutledge —Chritopher se sacudió a sí mismo entrando en actividad—. Yo tomaré este extremo.
Barton llegó a la esquina y se detuvo. A la escasa luz apenas podía distinguir la figura de William Christopher, el anciano agitaba el brazo.
—Dígame cuándo empiezo —gritó Christopher.
—Comience ahora —la impaciencia llenaba a Barton. Bastante tiempo se había perdido... dieciocho años—. Concéntrese en ese extremo. Yo trabajaré por éste.
—¿Piensa que podemos hacerlo? Un parque público es una cosa terriblemente grande.
—Condenadamente grande —dijo Barton entre dientes. Se enfrentó a los antiguos y ruinosos almacenes y convocó todas sus fuerzas. Al otro extremo, Will Chritopher hizo lo mismo.
IX
Mary estaba acurrucada en la cama, leyendo una revista, cuando el Vagabundo apareció.
Salió de la pared y lentamente cruzó la estancia, los ojos apretadamente cerrados, los puños crispados, moviendo los labios. Mary bajó la revista de inmediato y se puso rápidamente en pie. Este era un Vagabundo que ella jamás había visto antes. Una mujer mayor, quizás de cuarenta años. Alta y pesada, con el pelo gris y gruesos senos bajo su áspero sayal de una sola pieza. Su rostro serio estaba retorcido en una expresión mortal; sus labios continuaban moviéndose mientras cruzaba la estancia, atravesaba el gran sillón y luego desaparecía por la pared lejana sin el menor sonido.
El corazón de Mary latió con fuerza. La Vagabundo la buscaba, pero había ido demasiado lejos. Era duro decirlo con exactitud; y no podía abrir los ojos. Contaba, tratando de conseguir el lugar exactamente justo.
Mary salió presurosa de la habitación, fue pasillo abajo y al exterior. Corrió rodeando la casa, hasta el lugar opuesto a su propio cuarto. Mientras aguardaba a que saliera la Vagabundo, no pudo evitar pensar en quién había ido demasiado lejos, pero no lo bastante para salir de la casa. Él abrió los ojos dentro de la pared, en apariencia. En cualquier caso, nunca volvió a salir. Y allí hubo un hedor horrible durante semanas después.
Algo relució. Era una noche oscura; unas cuantas y débiles estrellas lucían. La Vagabundo estaba saliendo, sí. Se movía despacio y con precaución. Se preparaba para abrir los ojos. Ella estaba tensa. Nerviosa. Le dolían los músculos. Se le retorcían los labios. Bruscamente parpadeó... y se encontró mirando en su torno con frenético alivio.
—Aquí estoy —dijo Mary rápidamente, corriendo hasta ella.
La Vagabundo se dejo caer sobre una piedra.
—Gracias a Dios. Tenía miedo... —miró nerviosa a su alrededor—. Fui demasiado lejos, ¿verdad? Estamos fuera.
—Todo va bien. ¿Qué es lo que quiere?
La Vagabundo empezó a relajarse un poco.
—Es ésta una noche muy buena, pero fría. ¿No deberías llevar puesto un chaleco? —al cabo de un momento añadió—. Soy Hilda. Nunca me has visto antes.
—No —asintió Mary—. Pero sé quién es usted —se sentó cerca de la Vagabundo. Ahora que había abierto los ojos, Hilda parecía como cualquier otra persona. Había perdido su débil cualidad luminosa; era substancial. Mary extendió la mano y tocó el brazo de la Vagabundo. Firme y sólido. Y caliente. Sonrió y la Vagabundo le devolvió la sonrisa.
—¿Qué edad tienes, Mary? —preguntó.
—Trece.
La Vagabundo alborotó los espesos rizos negros de la muchacha.
—Eres una criatura adorable. Pensaría que tienes muchos amigos. Aunque quizás sea demasiado joven para eso.
—Quería usted verme, ¿verdad? —preguntó Mary educadamente. Estaba un poquito impaciente; alguien podía venir y, además, estaba segura de que algo importante sucedía—. ¿De qué se trata?
—Necesitamos información.
Mary reprimió un suspiro.
—¿Qué clase de información?
—Como sabes, hemos progresado. Todo ha sido cuidadosamente encartado y sintetizado; hemos preparado un dibujo original detallado, seguro en cada aspecto. Pero...
—Pero no significa nada.
La Vagabundo estuvo en desacuerdo.
—Significa muchísimo. Pero en cierto modo hemos fracasado al no desarrollar suficiente potencial. Nuestro modelo es estático, sin energía. Para formar un puente en la brecha, para cruzarla, necesitamos más poder.
Mary sonrió.
—Sí. Eso creo.
Los ojos de la Vagabundo estaban fijos en ella, hambrientos.
—Tal poder existe. Sé que no lo tienes. Pero alguien lo posee; estamos seguros. Existe aquí y lo necesitamos.
Mary se encogió de hombros.
—¿Y qué espera que haga?
Los ojos grises relucieron.
—Dinos cómo controlar a Peter Trilling.
Mary se sobresaltó sorprendida.
—¿«Peter»? ¡El no servirá de nada bueno!
—Tiene la clase adecuada de poder.
—Cierto. Pero no para los propósitos de ustedes. Si conociesen toda la historia, sabrían por qué no.
—¿De dónde saca su poder?
—Del mismo sitio que yo.
—Eso no es respuesta. ¿De dónde viene vuestro poder?
—Ya me lo han preguntado ustedes antes —respondió Mary.
—¿No puedes decírnoslo?
—No.
Hubo un silencio. La Vagabundo tamborileó con la mano.
—Sería de considerable ayuda para nosotros. Sabes mucho acerca de Peter Trilling. ¿Por qué no nos lo dices?
—No se preocupe —contestó Mary— Yo me cuidaré de Peter cuando llegue el momento, déjelo de mi cuenta. Actualmente, esa parte no es asunto suyo.
La Vagabundo retrocedió.
—¡Cómo te atreves!
Mary soltó una carcajada.
—Lo siento. Pero es la verdad. Dudo que hiciera su programa más fácil el que les dijese a ustedes todo acerca de mí y Peter. Quizás incluso la cosa sería más difícil.
—¿Qué sabes acerca de nuestro programa? Solamente lo que te hemos dicho.
Mary sonrió.
—Quizás.
Había duda en el rostro de la Vagabundo.
—No podría saber más.
Mary se puso en pie.
—¿Quieres preguntarme alguna otra cosa?
Los ojos de la Vagabundo se endurecieron.
—¿Tienes alguna idea de lo que podríamos hacerte?
Mary se alejó impaciente.
—No hay tiempo para tonterías. Cosas de gran importancia están sucediendo en todas partes. En lugar de preguntarme por Peter Trilling, debió preguntar por Ted Barton.
La Vagabundo estaba turbada.
—¿Quién es Ted Barton?
Mary unió sus manitas y se concentró en la figura que formaban sus dedos.
—Theodore Barton es la única persona que cruzó la barrera en dieciocho años. A excepción de Peter, claro. Peter va y viene cuando el espíritu le mueve. Barton es de Nueva York. Un forastero.
—¿De veras? —la Vagabundo parecía indiferente—. Yo no comprendo qué...
Mary esquivó. Se lanzó de un salto, falló y rápidamente se alejó frenética. La Vagabundo cerró con ferocidad los ojos, extendió las manos y desapareció a través de la pared de la casa. Al cabo de un instante se había ido. Un silencio profundo. Y Mary se encontró sola en la oscuridad.
Con la respiración agitada, la chica se salió de entre los arbustos, tratando desesperadamente de coger a la diminuta figura que corría. No podía ir muy de prisa; tenía sólo diez centímetros de altura. Se fijó en ella por casualidad. Un súbito movimiento, un brillo de la luz de las estrellas cuando la cosa cambió de postura...
Ella se quedó petrificada, rígida y alerta, esperando que eso pudiera mostrarse otra vez, estaba en algún lugar cerca, probablemente en el macizo de hojas y de heno podrido apilado contra la pared. Una vez pasase el muro y saliese entre los árboles no tendría posibilidad de capturarlo. Contuvo el aliento y no movió ni un músculo. Eran pequeños y ágiles, pero estúpidos. No mucho más listos que un ratón. Pero tenían muy buena memoria, cosa que les faltaba a los ratones. Eran excelentes observadores, incluso mejor que las abejas. Podían ir casi a cualquier sitio, escuchar y vigilar, y traer informes perfectos, al pie de la letra. Y aún mejor, podían ser conformados de cualquier manera, de cualquier tamaño.
Era una cosa que le envidiaba; ella no tenía poder sobre la arcilla. Ella se limitaba a las abejas, mariposas, gatos y moscas. Los muñequitos de arcilla eran valiosísimos; él los usaba siempre.
Un débil sonido. El muñequito se movía. Estaba dentro de la pila de paja podrida, sin duda. Asomándose, preguntándose dónde estaba. ¡Qué muñequito más estúpido! Y como todas las cosas de arcilla, su cantidad de atención era increíblemente corto, se ponía inquieto con demasiada facilidad. Ya impacientemente se agitaba en torno a la paja.
Mary no se movió. Permaneció agachada en un silencioso montón, las palmas de las manos en el suelo, las rodillas dobladas. Preparada para saltar en cuanto la cosa apareciese. Podía aguardar tanto como el muñequito. Más. La noche era fría, pero no helada. Tarde o temprano el muñequito aparecería... y eso sería todo.
Peter finalmente se había excedido. Envió a un muñequito demasiado lejos, a la otra parte de la línea, dentro de «su» lado. «Peter tenía miedo». El tal Barton le había puesto inseguro. El hombre del exterior había trastornado los planes de Peter; era un elemento nuevo, un factor que Peter no comprendía. Mary sonrió con frialdad. ¡Pobre Peter! Le esperaba una sorpresa. Si ella tenía cuidado...
El muñequito salió. Era macho; a Peter le gustaba formar muñequitos macho. Parpadeó inseguro, empezó a salir por la derecha y entonces ella le capturó.
Se agitó frenético dentro del puño de la muchacha. Pero ella no lo soltó. Se puso en pie y corrió por el sendero, rodeando el lateral de Shady House hasta la puerta.
Nadie la vio. El vestíbulo estaba vacío. Su padre se encontraba con alguno de sus pacientes, efectuando sus eternos estudios, aprendiendo siempre nuevas cosas, dedicando su vida a mantener saludable a Millgate.
Ella entró en su cuarto y cuidadosamente pasó el pestillo a la puerta. El muñequito se debilitaba; la niña relajó los músculos un poco y lo llevó sobre la mesa. Asegurándose de que no podía escaparse, vació un jarrón de flores en la papelera y luego cubrió con el vaso boca abajo el muñequito. Eso era todo. La primera parte había pasado. Ahora el resto. Tenía que hacerse bien. Había esperado largo tiempo esta oportunidad: quizás no se le volviera a presentar.
Lo primero que hizo fue desnudarse por completo, apiló las ropas aseadamente al pie de la cama, como si se encontrase en el cuarto de baño, duchándose. Luego cogió el tarro de aceite bronceador del armarito botiquín y cuidadosamente se frotó con óleo todo su cuerpo desnudo.
Era necesario parecerse lo más posible al muñequito. El aceite bronceador en sí le daría color. Había limitaciones, claro. Era un hombre y ella no. Pero su cuerpo era joven y no formado; sus senos seguían siendo pequeños, sin desarrollar en absoluto; era delgada y ágil, como un muchacho. Serviría.
Con cada centímetro de su piel brillando y reluciendo, se peinó alzándose el pelo en lo alto en un apretado moño que luego bajó para envolverse el cuello y disimularlo mejor. En realidad, debiera habérselo cortado, pero no se atrevía. Le costaría mucho volver a crecer; harían preguntas. Y, de todas maneras, le gustaba llevarlo largo.
¿Y después, qué? Se examinó a sí misma. Sí, sin sus ropas y con el pelo bien apretado a la nuca, era muy parecida al muñequito del jarrón. Hasta ahora bien. Por fortuna que no era mayor; si sus senos fuesen mayores no hubiera tenido oportunidad. Tal y como eran se hubiese producido resistencia; su poder yacía sobre el muñequito, el poder de Peter, incluso a este lado lejano de la línea. Se desvanecería con el tiempo. Pero el muñequito indudablemente debería informar dentro de una hora determinada. Mary tendría que apresurarse; Peter empezaría a recelar.
Desde el botiquín del cuarto de baño sacó tres botellas y un solo paquete que necesitaba. Rápidamente, con destreza, hizo una masa con el polvo y las gomas y líquidos punzantes, amasándola entre los dedos y luego la moldeó en imitación al muñequito.
Dentro del jarrón, el verdadero muñeco de arcilla vigilaba con creciente alarma. Mary rió y rápidamente dio forma a brazos y piernas. Estaba muy cerca; no era preciso tampoco que fuese demasiado exacto. Acabó los pies y las manos, alisó unos cuantos lugares toscos y luego se lo comió.
La masa pareció quemarle la garganta. Se atragantó, las lágrimas le llenaron los ojos. Se le revolvió el estómago y se tuvo que agarrar al borde de la mesa. Toda la habitación daba vueltas y vueltas. Cerró los ojos y se asió con más fuerza, todo giraba y volaba. Se dobló sobre sí misma cuando se le retorcieron los músculos del estómago. Gimió, luego logró enderezarse. Dio unos cuantos pasos inseguros...
Las dos perspectivas la asombraron. Y el doble juego de sensaciones. Pasó largo rato antes de que se atreviese a mover el cuerpo ni siquiera una pizca. A un lado vio la habitación como había sido siempre; esos eran sus propios ojos y su propio cuerpo. La otra vista era profundamente extraña, inmensa y emborronada, distorsionada por la pared de vidrio del vaso o jarrón.
Iba a encontrar dificultades en acostumbrarse a más de un cuerpo. El suyo y el que tenía diez centímetros de altura. Experimentalmente, movió su juego más pequeño de brazos, luego sus piernas en miniatura. Tambaleó y cayó; es decir, el cuerpecito se tambaleó y cayó. Su apariencia regular se quedó plantada locamente en el centro del cuarto, mirando toda la escena.
Tornó a levantarse. La pared del jarrón era resbaladiza y desagradable. Volvió su atención a su yo normal y cruzó el cuarto hasta la mesa. Con cuidado, quitó el jarrón y dejó en libertad a su yo más pequeño.
Por primera vez en su vida, fue capaz de ver su propio cuerpo desde el exterior.
Se plantó inmóvil dentro de la mesa, mientras su diminuta encarnación estudiaba cada centímetro de ella. Quiso reír en voz alta; ¡qué inmensa era! Enorme y atronadora, con un bronceado oscuro y casi reluciente. Brazos grandes, cuello, cara increíble como la luna. Ojos negros y fijos, labios rojos, húmedos dientes blancos.
Encontró menos confuso operar cada cuerpo alternativamente. Primero, se concentró en vestir a su cuerpo normal. Mientras se ponía los pantalones y la camisa, la figurita de diez centímetros permanecía inmóvil. Se colocó la chaqueta y los zapatos, se soltó el pelo y se lavó el aceite de la cara y de las manos. Entonces recogió a la figurita de diez centímetros y la colocó con cuidado en el bolsillo de su camisa.
Era cosa extraña llevarse a sí misma en su propio bolsillo. Mientras salía del cuarto y recorría presurosa el pasillo, se daba cuenta de la áspera tela que casi la sofocaba y del amplio latir de su corazón. Su pecho alzaba y caía contra sí misma mientras respiraba; se veía arrobada de una parte a otra como un corcho en un mar gigantesco.
La noche era fría. Corrió rápida, cruzó la puerta y bajó por el camino. Estaba a ochocientos metros de la ciudad; Peter indudablemente se encontraría en el granero, en su cámara de trabajo. Por debajo de ella, Millgate se extendía; oscuros edificios, calles, luces ocasionales, a los pocos momentos llegó a los alrededores y se apresuró a bajar por una desierta calle lateral. La pensión se encontraba en Jefferson, en el centro de la ciudad. El granero quedaba precisamente detrás.
Llegó a Dudley y al instante se detuvo. Algo estaba ocurriendo por delante de ella. Avanzó con precaución. Enfrente se veía una doble fila de viejos y abandonados almacenes.
Habían estado pudriéndose allí durante años, tanto como ella podía recordar. Ya nadie venía por aquí nunca. La vecindad estaba desierta; por lo menos, «ordinariamente» desierta.
Dos hombres se hallaban plantados en el centro de la calle, separados a una distancia correspondiente a una manzana. Agitaban los brazos y se gritaban con fuerza de uno a otro. Borrachos, de los bares de Jefferson Street. Sus voces sonaban gruesas; se tambaleaban al marchar con torpeza. Ella había visto borrachos errando por las calles muchas veces; pero eso no era lo que le interesaba.
Se acercó alerta para verlo mejor.
No estaban sólo plantados allí. Hacían algo. Ambos gritaban y gesticulaban excitadamente; los ecos de su ruido subían y bajaban por las calles desiertas. Los dos hombres estaban absortos en lo que hacían; no se fijaron en ella cuando se colocó tras ellos. Uno era mayor, un viejo de cabello rubio que no reconoció. El otro era Ted Barton. Al reconocerle se sorprendió. ¿Qué hacía allí, plantado en mitad de la calle oscura, agitando los brazos y gritando a pleno pulmón?
La línea de almacenes ruinosos que estaba delante de ellos parecía extraña. Había una especie de molde fantasmal e insustancial. Un resplandor débil y medio visible se había posado sobre los ruinosos techados y porches; las ventanas rotas estaban iluminadas por una luz interior. La luz parecía excitar el frenesí de los dos hombres. Corrían arriba y abajo, más y más de prisa, saltando y maldiciendo y gritando.
La luz se incrementó. Los viejos almacenes parecieron oscilar. Estaban desvaneciéndose, como un viejo impreso. Haciéndose más y más difusos mientras ella los miraba.
—¡Ahora! —gritó el viejo.
Los ruinosos almacenes se estaban yendo. Desapareciendo de la existencia. Pero algo ocupaba su lugar. Algo más estaba rápidamente formándose. Los contornos de los almacenes dudaban, se alzaron, luego disminuyeron rápidamente. Y ella comenzó a ver la forma nueva que emergía en su sitio.
No eran almacenes. Era una superficie llana, hierba, un pequeño edificio y algo más. Una forma vaga e incierta en el mismísimo centro. Barton y su compañero corrieron hacia la forma locos de frenesí.
—¡Ahí está! —gritó el anciano.
—Se equivocó. El cañón. Es más largo.
—No, no lo es. Venga aquí y concéntrese en la base. Por este sitio.
—¿Qué pasa con el cañón? ¡El cañón no es cierto!
—Claro que sí. Ayúdeme con la base, y además se suponía que había una pila de balas de cañón aquí.
—Es verdad. Cinco o seis.
—Y una placa de latón.
—Sí, una placa. Con el nombre. ¡No podremos volverla a traer a menos que nos acordemos bien!
Mientras los dos hombres se concentraban en el cañón formándose rápidamente, los bordes lejanos del parque comenzaron a desvanecerse y reapareció un confuso recordatorio de los antiguos almacenes. Barton se fijó. Con un grito salvaje se enderezó y se concentró en los bordes del parque. Agitando sus brazos y gritando, logró borrar de la existencia a los almacenes. Oscilaron, se fueron y las extremidades del parque se endurecieron con firmeza.
—¡El sendero! —gritó el anciano—. ¡Acuérdate del sendero!
—¡Y qué hay de los bancos!
—¡Ocúpese de los bancos! Yo aguantaré el cañón.
—¡No se olvide de las balas de cañón! —Barton se alejó breve trecho, para concentrarse en un banco. Corrió arriba y abajo del bloque, formando banco tras banco. A los pocos momentos tenía seis o siete descoloridos bancos verdes ofreciéndose a la débil luz de las estrellas. Gritó—: ¿Qué hay de la bandera?
—¿A qué se refiere?
—¿Dónde estaba? No puedo acordarme.
—Por aquí. Junto al kiosco de la orquesta.
—No, no lo estaba. Se hallaba cerca de la fuente. Es preciso que nos acordemos.
Los dos volvieron su atención a otra parte del parque. Al cabo de un momento una forma vaga circular comenzó a emerger. Una antigua fuente de bronce y cemento. Los dos se estremecieron de delicia. Mary carraspeó; el agua salía tranquila de la fuente.
—¡Ahí está! —gritó Barton feliz, agitando una barra de metal de cualquier clase—. Yo solía chapotear aquí. ¿Recuerda? Los muchachos acostumbramos a quitarnos los zapatos y a chapotear.
—Claro. Me acuerdo, ¿Qué hay de la bandera?
Discutieron con energía. El anciano se concentró en un lugar, pero no pasó nada. Barton se concentró en otro; mientras, la fuente empezó a debilitarse y tuvieron que interrumpirlo todo bruscamente para traerla de nuevo a la existencia.
—¿Qué tenía? —preguntó Barton—. ¿Qué bandera?
—Las dos banderas.
—No, la de barras y estrellas.
—Se equivoca. Las tiras y estrellas.
—Lo sé. ¡Estoy seguro del todo! —Barton había encontrado el lugar, sin duda. Una base pequeña de cemento y un poste oscuro y nebuloso se formaban con rapidez. Gritó alegre—: ¡Ahí está! ¡Ahí está!
—Consiga la bandera. No se olvide de la bandera.
—Es de noche. Han arriado la bandera.
—Es verdad. No había ninguna bandera por la noche. Eso lo explica.
El parque casi estaba completo. En los extremos lejanos aún oscilaba y se desvanecía en la fea línea de los ruinosos y viejos almacenes. Pero en el centro era hermosamente firme y sólido. El cañón, la fuente, el kiosco de la banda, los bancos y los senderos; todo era real y completo.
—¡Lo hicimos! —gritó el anciano. Dio unas palmadas a Barton en la espalda. —¡Lo hicimos!
Se abrazaron, palmeándose uno a otro, luego se metieron en el parque. Corrieron arriba y abajo por los senderos, rodearon la fuente, pasaron junto al cañón. Barton levantó una de las balas de cañón; Mary pudo ver que era terriblemente pesada. La dejó caer con un respingo y retrocedió para sentarse cansado.
Los dos hombres se desplomaron en uno de los verdes bancos que habían recuperado para la existencia. Exhaustos, yacieron tumbados, los pies hacia fuera, los brazos colgando. Disfrutando de la satisfacción de un trabajo bien hecho.
Mary salió de las sombras y se movió lentamente hacia ellos. Había llegado el momento de darse a conocer.
X
Barton la vio primero.
—¿Quién eres? —la miró a través de la oscuridad. Entonces la reconoció—. Eres uno de los niños. Te vi en la pensión —rebuscó en su memoria—. Eres la hija del doctor Meade —añadió.
—Cierto —dijo Mary. Se sentó animosa en un banco enfrente de ellos—. ¿Puedo sentarme en uno de sus bancos?
—No son nuestros —respondió Barton. Comenzaba a serenarse. La comprensión de lo que habían hecho empezaba a filtrarse a través de su turbado cerebro, frías gotas de hielo congelando el calor de la intoxicación—. No nos pertenecen.
—Ustedes los crearon, ¿verdad? Interesante. Nadie aquí puede hacerlo. ¿Cómo lo lograron?
—No los creamos —Barton sacó un cigarrillo y lo encendió. Él y Christopher se miraron de reojo uno a otro con aprensión y turbada incredulidad. ¿En realidad lo habían hecho?
¿En realidad habían recuperado el viejo parque, parte de la antigua ciudad?
Barton extendió la mano y tocó el banco de debajo suyo. Era del todo real. Estaba sentado en él lo mismo que Bill Christopher. Y la chica, que nada tenía que ver. No era una alucinación. Los tres estaban en bancos; esa era la prueba.
—¿Bien? —murmuró Christopher—. ¿Qué le parece eso?
Barton sonrió tembloroso.
—No esperaba tan buenos resultados.
Los ojos del anciano estaban desorbitados, las aletas de su nariz se agitaban.
—Ahí hubo verdadera habilidad —miró a Barton con creciente respeto—. Usted, realmente, sabe hacerlo. Se fue al grano, derecho a la verdadera ciudad.
—Fuimos necesarios los dos —murmuró Barton. Ahora estaba del todo sereno. Y exhausto. Tenía el cuerpo profundamente reseco de energías; apenas podía levantar las manos. Le dolía la cabeza y un gusto nauseabundo aparecía en su boca, un sabor enfermantemente metálico.
Pero lo habían hecho.
Mary estaba fascinada.
—¿Cómo lo hicieron? Jamás vi crear nada de la nada. Sólo Él puede hacerlo e incluso Él ya no lo hace más.
Barton sacudió la cabeza cansado. Estaba demasiado agotado para querer hablar.
—No de la nada. Estaba aquí. Solamente lo sacamos.
—¡Sacarlo! —los ojos negros de la niña centellearon—. ¿Quiere decir que esos viejos almacenes no eran nada excepto distorsiones?
—En realidad no estaban ahí —Barton dio una palmada al banco—. Eso es lo verdadero. La ciudad verdadera. La otra era falsa.
—¿Qué es esa varilla de metal que usted sujeta con tanta fuerza?
—¿Esto? —Barton examinó la llanta metálica—. La recuperé. Era antes un ovillo de cuerda.
Mary le estudió con fijeza.
—¿Por eso vino usted aquí? ¿Para volver a traer todas las cosas?
Era una buena pregunta. Barton se alzó inseguro.
—Me voy. Ya tengo bastante para esta noche.
—¿Adonde va? —preguntó Christopher.
—A mi cuarto. Necesito descansar. Quiero tiempo para pensar. —Se dirigió inseguro hacia la acera—. Estoy agotado. Descansar y algo que comer.
Mary se puso al instante alerta.
—Usted no puede acercarse a la pensión.
Barton parpadeó.
—¿Por qué diablos no?
—Peter está allí —se puso en pie y corrió tras él—. No, ese lugar es el más malo. Usted debe estar lo más lejos posible que pueda de él.
Barton frunció el caño.
—No me da miedo ese chiquillo raro. Ya no me da miedo —agitó la llanta amenazador.
Mary posó su mano firmemente en el brazo de Barton.
—No, sería un gran error volver. Usted tiene que ir a algún otro sitio. Algún sitio donde esperar hasta que yo haya solucionado esto. Tengo que comprenderlo todo con exactitud —frunció el ceño, ensimismada en sus pensamientos—, vaya a Shady House. Allí estará a salvo. Mi padre le dejará entrar. Vaya a él; no se detenga ni hable con nadie más. Peter no entrará en esa zona. Queda más allá de la línea.
—¿La línea? ¿Quieres decir...?
—Está en el lado de él. Usted se encontrará a salvo hasta que yo descubra esto y decida qué hacer. Hay factores que no entiendo —se volvió a Barton e impaciente le empujó en la otra dirección—. ¡En marcha!
Vigiló hasta estar segura de que estaban a salvo en la otra parte de la línea, en su camino hacia la ladera de Shady House. Luego volvió presurosa al centro de la ciudad.
Tenía que moverse rápida. El tiempo volaba. Peter, indudablemente, estaría receloso, buscando su muñequito y preguntándose por qué no había vuelto.
Se palmeó gentilmente el bolsillo y, al mismo tiempo, noto la gran masa de áspero tejido oprimiéndola. Aún no se había acostumbrado a estar en dos lugares a la vez; en cuanto al muñequito hubiese hecho su trabajo, lo dejaría tal como lo encontró.
Bajó rápidamente por Jefferson Street, su pelo negro ondeando a sus espaldas, el pecho agitado. Con una mano se sujetaba el bolsillo; sería mala cosa dejar que su ser más pequeño cayese y se rompiera.
Allí estaba la pensión. Unas pocas personas se encontraban en el porche, disfrutando de la frescura y de la oscuridad. Tomó por el sendero y rodeó hacia la parte trasera, cruzando el huerto, hacia el granero. Allí estaba, la forma vasta y ominosa recortándose contra el cielo nocturno. Se agazapó en las sombras, tras un matorral. Recobró el aliento y midió la situación.
Peter estaría sumido en la oscuridad. Arriba, en su cámara de trabajo, con sus jaulas, tarros y urnas de arcilla húmeda. Miró esperanzada a su alrededor; ¿habría allí alguna mariposa a quien enviar dentro? No vio ninguna y de todas maneras tampoco hubieran tenido posibilidad.
Con cuidado, con dedos gentiles, abrió el bolsillo y sacó su yo de diez centímetros. Una súbita visión ocupó el lugar del infinito y áspero tejido. Cerró sus ojos normales y se puso cuanto pudo dentro del muñequito. Ahora notaba su propia e impresionante mano, sus dedos gigantescos tocándola... también con demasiada rudeza.
El apartar su atención de un cuerpo a otro le permitió manipular el muñequito hasta colocarlo en el suelo a varios metros en la dirección del establo. Casi de inmediato se encontró en la zona de interferencias.
Hizo que su cuerpo normal se sentase en las sombras, acurrucado en un montón, las rodillas altas, la cabeza baja, los brazos ligados en torno a los tobillos. De ese modo podía concentrar toda su atención en el muñequito.
El muñeco pasó a través de la zona de interferencias sin ser advertido. Alerta, se acercó al establo. Allí estaba la pequeña escalerita artificial que Peter había arreglado. Atisbó en su torno, tratando de encontrarla. El costado del granero se cernía, inmenso con sus toscos tableros, ascendiendo hasta pederse en el negro firmamento. Un edificio tan grande que le impedía a ella calcular sus dimensiones externas.
Encontró la escalera. Varias arañas pasaron a su lado, mientras con torpeza trepaba. Estaban descendiendo apresuradamente hasta el nivel del suelo. De repente, un enjambre de ratas grises pasó por su lado en una carrera excitada. Ascendió con precaución. Abajo, entre los arbustos y enredaderas, las serpientes se movían. Peter tenía fuera todas sus cosas esta noche. La excitación debía haberle conturbado totalmente. Encontró los escalones de la entrada y alzó la escalera. Un agujero, un negro túnel, apareció por delante, y más allá, una luz. Él estaba allí. Las mariposas nocturnas jamás penetraron hasta tan lejos. Esta era la cámara de trabajo de Peter.
Durante un momento el muñequito se detuvo. Mary lo dejó plantado a la entrada del agujero mientras volvía su atención brevemente a su cuerpo normal. Ya su cuerpo normal empezaba a envararse y entumecerse. Era una noche fría; no podía estar sentada en el suelo, envuelta por la oscuridad.
Extendió brazos y piernas, abrió y cerró los músculos. El muñequito podría estar dentro del granero mucho tiempo. Ella necesitaría un lugar donde quedarse. Quizás uno de los cafés de Jefferson Street, abiertos toda la noche. Quizás podría sentarse y beber un café bien caliente hasta que el muñequito hubiese realizado su misión. Quizás tendrían pastelitos y jarabe, leería algún periódico viejo y escucharía los discos.
Se volvió con precaución entre los arbustos, hacia el campo. El frío la hizo estremecer y subirse la chaqueta. Tener dos cuerpos era divertido, pero ocasionaba demasiadas molestias y no valía la pena...
Algo cayó sobre ella. Rápidamente lo apartó. Una araña, desde el árbol superior.
Cayeron más arañas. Un agudo dolor le cruzó la mejilla. Saltó frenética y dio un manotazo. Un torrente gris surgió por entre los arbustos y sus pies, subiéndole por los pantalones y recorriéndola el cuerpo.
Ratas. Las arañas caían en su cuello y hombros a grandes montones, se metían en el pelo, se introducían por la pechera de la camisa. Gritó y forcejeó frenética. Más ratas; hundían silenciosas sus amarillos dientes en ella. Comenzó a correr, a ciegas, con un pánico sin rumbo. Las ratas le siguieron; dos colgadas de ella. Más saltaron para aferrarse. Las arañas la recorrieron la cara, se le metieron entre los pechos, por los sobacos.
Tambaleó y cayó. Los zarzales la apresaron. Más ratas se arrojaron sobre su persona. Manadas de ellas. Las arañas cayeron sin ruido por todas partes. Se agitó y luchó; su cuerpo entero encendido de dolor. Pegajosas telas de araña le apantanaban el rostro y los ojos, sofocándola y cegándola.
Luchó por ponerse de rodillas, se arrastró unos pocos palmos, luego se hundió bajo la carga de mordientes y punzantes criaturas. Penetraron dentro de ella, buscaron sus huesos, atravesaron su piel y su carne. Se le estaban comiendo todo el cuerpo. Gritó y gritó, pero la telaraña le sofocó la voz. Las arañas se le metieron en la boca, en la nariz, por todas partes.
Rumores desde los negros arbustos. Notó, más que vio, los retorcidos y relucientes cuerpos salir en forma de espiral hacia ella. Para aquel tiempo ya no tenía ojos, nada con que ver y nada con que gritar. Era el fin y lo sabía.
Ya estaba muerta cuando las serpientes se deslizaron viscosas sobre su cuerpo inclinado y hundieron sus colmillos en la carne que ya no podía resistirse.
XI
—¡Alto! ¡No se muevan! —ordenó con viveza el doctor Meade—. Y no hagan ruido.
Salió de las sombras, tras ellos, una figura áspera con su largo abrigo y sombrero. Barton y Christopher se detuvieron cansados cuando se colocó tras ellos, con un impresionante calibre 45 en su mano. Barton dejó que la llanta colgase suelta, preparado para cualquier cosa.
Shady House se alzaba delante. La puerta principal estaba abierta. Muchas ventanas eran rectángulos amarillos; los pacientes seguían despiertos. El gran patio cercado estaba oscuro y sombrío. Los cedros del borde de la colina se agitaban y murmuraban bajo la fresca brisa nocturna.
—Yo estaba en mi furgoneta —dijo el doctor Meade—. Les vi venir por la ladera —enfocó la linterna al rostro de Barton—, me acuerdo de usted. Es el que vino de Nueva York. ¿Qué hacen aquí?
Barton encontró su voz.
—Su hija nos dijo que viniéramos.
Meade al instante se puso rígido.
—¿Mary? ¿Dónde está? Salí a buscarla. Se fue hace media hora. Algo ocurre —dudó y luego decidió—: Entren —ordenó, apartando el arma.
Le siguieron por el corredor iluminado de amarillo, bajando el tramo de escaleras hasta su despacho. Meade cerró la puerta y bajó las persianas. Apartó un microscopio y un montón de diagramas y papeles y luego se sentó en una esquina de su escritorio de roble manchado de café.
—Conducía mi coche en busca de Mary. Pasé por Dudley —los penetrantes ojos de Meade se clavaron en Barton—. Vi un parque en Dudley. No estaba allí antes. No estaba esta mañana. ¿De dónde vino? ¿Qué les ocurrió a los viejos almacenes?
—Se equivoca —dijo Barton—, el parque estaba allí antes. Hace dieciocho años.
El doctor Meade se pasó la lengua por los labios.
—Interesante. ¿Saben dónde está mi hija?
—Ahora no. Nos mandó aquí y siguió adelante.
Hubo silencio. El doctor Meade se quitó el abrigo y el sombrero y los arrojó sobre una silla.
—De modo que ustedes volvieron a recuperar el parque, ¿verdad? —dijo por último—. Uno de ustedes debe tener muy buena memoria. Los Vagabundos lo han tratado repetidamente y fracasaron.
—¿Quiere decir...?
—Saben que hay algo malo. Tienen hecho un mapa de toda la ciudad. Salen cada noche, con los ojos cerrados. Arriba y abajo. Captando cada detalle de los subestratos. Pero sin suerte; les falta algo vital.
—¿Salen con los ojos cerrados? ¿Por qué?
—Para que la distorsión no les afecte. Así pasan por alto la distorsión, de acuerdo. Pero en cuanto abren los ojos, todo vuelve. La ciudad falsa. Saben que es sólo una ilusión, una capa sobrepuesta. Pero no pueden desembarazarse de ella.
—¿Por qué no?
Meade sonrió.
—Porque ellos mismos están distorsionados. Ellos estaban todos aquí cuando se produjo el Cambio.
—¿Quiénes son los Vagabundos? —preguntó Barton.
—Gente de la vieja ciudad.
—Eso pensé.
—Gente que no fue del todo alterada por el Cambio. Eché de menos a muchos de ellos. El Cambio vino y les dejó más o menos sin afectar. Eso varía.
—Como yo —murmuró Christopher.
Meade le miró.
—Sí, usted es un Vagabundo. Con un poco de práctica podría aprender a sobrepasar la distorsión y caminar de noche, como los demás. Pero eso sería todo. Usted no podría recuperar la vieja ciudad. Usted está distorsionado hasta cierto grado, como cada uno de nosotros —sus ojos se fijaron en Barton mientras continuaba despacio—. Ninguno de ustedes tiene una memoria perfecta.
—Yo sí —dijo Barton, comprendiendo su mirada—. Yo no estaba aquí. Me fui antes del Cambio.
El doctor Meade no contestó. Pero bastaba su expresión.
—¿Dónde puedo encontrar a los Vagabundos? —preguntó tenso Barton.
—Están por todas partes —respondió Meade de manera evasiva—. ¿No les ha visto?
—Deben salir de algún lugar. Deben haberse reorganizado en alguna ubicación particular.
El rostro pesado del doctor se retorció de indecisión. Un forcejeo interno tenía lugar.
—¿Qué pasará cuando usted los encuentre? —preguntó.
—Entonces reconstruiremos la vieja ciudad. Como era, como sigue siendo... por debajo.
—¿Arrancará la distorsión?
—Si podemos.
Meade asintió despacio.
—Usted puede, Barton. Su recuerdo es singular. Una vez tenga en su poder los mapas de los Vagabundos le será posible corregir... —se interrumpió—. Permítame preguntarle algo: ¿por qué quiere recuperar la vieja ciudad?
Barton quedó abrumado.
—¡Porque es la verdadera ciudad! Toda esta gente, casas, almacenes, son ilusiones. La verdadera ciudad está enterrada debajo.
—¿Y no se le ha ocurrido a usted jamás que quizás algunas de estas personas prefieran la Ilusión?
Durante un momento Barton no comprendió. Luego captó la idea.
—Santo Dios —murmuró por lo bajo.
El doctor Meade se volvió.
—Está bien. Yo soy una de las distorsiones, no un Vagabundo, yo no existía antes del Cambio; no como ahora soy. Y no quiero volver.
La cosa rápidamente se aclaraba para Barton.
—Y no sólo usted. Su hija, Mary. Ella nació después del Cambio. Y Peter. Su madre. La señorita James. El hombre de la ferretería. Todos. Son sólo distorsiones.
—Usted y yo —dijo Christopher—, somos los únicos verdaderos.
—Y los Vagabundos —Barton exhaló el aliento precipitadamente—. Ya veo su punto de vista. Pero usted existió en «alguna forma» antes del Cambio. Ahí había algo; usted no salió de la nada.
Los duros rasgos de Meade estaban grises de dolor.
—Claro. ¿Pero qué? Mire, Barton. Hace años que conozco esto. Conozco esta ciudad, esta ciudad, estas personas, se que son todo imitaciones. Falsedades. Pero, maldición, yo formo parte de la distorsión. Tengo miedo. Me gusta así. Poseo mi trabajo. Mi hospital, mi hija. Me llevo bien con la gente.
—La gente de imitación.
Los labios de Meade se retorcieron con tristeza.
—Como dice en la Biblia: «lo vemos como a través de un cristal oscuro». ¿Pero cuánto me duele? Quizás yo fuese peor antes. ¡No lo sé!
—¿No sabe usted nada de su vida antes del Cambio? —Barton estaba perplejo—. ¿Acaso los Vagabundos no pueden decirle nada?
—No lo saben. Hay muchas cosas que no recuerdan —Meade alzó los ojos suplicante—. He tratado de encontrar alguna pista, pero no hay nada. Ni rastro.
—Habrá otros como él —dijo Christopher—. Muchos no querrán volver.
—¿Quién lo hizo? —preguntó Barton—. ¿Por qué vino el Cambio?
—Yo no entiendo mucho de eso —respondió Meade—. Un desafío, un forcejeo de alguna clase. Con reglas. Una mano atada a la espalda. Y «algo se consiguió». Se abrió paso a este valle, Hace dieciocho años encontró el punto débil. Una resquebrajadura por la que pudo penetrar. Siempre, eternamente, lo había intentado. Ellos dos, conflicto eterno. «Él» construyó todo esto... este mundo. Y luego se aprovechó de las reglas. Penetró y lo cambió todo. Tengo una buena idea —Meade cruzó hasta la ventana y alzó la persiana—. Si usted mira fuera los verá. Están siempre ahí. Nunca se mueven. Uno a cada extremo. El hacia esta parte. Y en la otra... «ellos».
Barton miró hacia fuera. Las formas estaban todavía allí, como Meade dijera. Exactamente como las vio desde el ribazo de Peter.
—Él viene del sol —dijo Meade.
—Sí. Le vi a mediodía. Su cabeza era una enorme bola de luz brillante.
—«Ello» viene del frío y la oscuridad. Siempre ha existido. Yo he estado uniendo las piezas, aquí y allá. Pero hay mucho que no conozco, este forcejeo es sólo una pequeña parte de todo. Una sección microscópica. Luchan por todas partes. Por el universo entero. Para eso es el universo. Así tienen un lugar en qué pelear.
—Un campo de batalla— murmuró Barton. La ventana daba frente al lado de la oscuridad. «Su» lado triste y frígido. Puedo verlo allí plantado, inmenso, sin límites. La cabeza de la cosa le perdió en el espacio, donde no había vida, no ser, no existencia. Sólo silencio y eternidad sin límite.
Y Él... de los soles hirvientes. Las cálidas masas flameantes de gas que burbujeaban, lanzaban chorros inflamaban la oscuridad. Fieros troncos que penetraban en el vacío, llegando, tentando, empujando hacia atrás al frío. Llenando la vaciedad con cálido sonido y movimiento. Una lucha eterna. Oscuridad estéril, silencio, frío, inmovilidad, muerte por una parte. Y en la otra, el flameante calor de la vida. Soles cegadores, nacimiento y generación, conciencia y ser.
Las polaridades cósmicas.
—Él es Ormazd —dijo el doctor Meade.
—¿Y ello?
—Salió de la oscuridad, de las tinieblas y de la muerte. Caos y mal. Busca la destrucción. Esa es su ley. Su orden y verdad. Su antiguo nombre es Ahriman.
Barton guardó silencio un instante.
—Supongo que al fin y al cabo Ormazd ganará.
—Según la leyenda, Él triunfará y absorberá a Ahriman. El forcejeo se prolonga ya billones de años. Ciertamente seguirá durante varios billones más.
—Ormazd el constructor —dijo Barton—. Ahriman el destructor.
—Sí —afirmó Meade.
—La vieja ciudad es de Ormazd. Arriman puso esta capa de niebla negra, esta distorsión e ilusión.
Meade dudaba.
—Sí.
Barton se puso tenso; era ahora o nunca.
—¿Dónde puedo entrar en contacto con los Vagabundos?
Meade luchó con violencia.
—Yo... —empezó a responder, luego cambió de idea. Su rostro se sombreó—. No puedo decírselo, Barton. Si hubiese algún modo de que yo quedase como soy, de conservar a mi hija como está...
Hubo un brioso golpe en la puerta.
—¡Doctor, déjeme entrar! —una voz de mujer se oyó aguda—. Noticias importantes.
Meade frunció el ceño furioso.
—Uno de mis enfermos —descorrió el cerrojo de la puerta impaciente y la abrió una rendija—. ¿Qué diablos quiere?
Una joven penetró rápidamente en la estancia. Cabello rubio, rostro delgado, pálidas mejillas enrojecidas.
—Doctor, su hija ha muerto. Nos ha informado una mariposa cabeza de muerte nocturna. Fue pillada y destruida al otro lado de la línea. Justo más allá de la zona neutral, cerca de la cámara de trabajo de él.
Meade se estremeció; ambos, Barton y Christopher, reaccionaron con violencia. Barton notó cómo su corazón se detenía por entero. La chica estaba muerta. Peter la había asesinado. Pero había algo más que le hizo moverse rápidamente hacia la puerta y cerrarla de golpe. La última pieza había encajado en su lugar y no quería perder tiempo.
La joven paciente del doctor Meade, era una de la pareja de los Vagabundos que cruzó el porche de la pensión Trilling. Finalmente los había encontrado y ya era el momento adecuado.
Peter Trilling dio una patada a los restos. Las ratas comían sin ruido. Se peleaban y luchaban y se arañaban una a otra con codicia. Dudó, un poco turbado por lo imprevisto del caso. Al cabo de un momento caminó sin rumbo, alejándose, los brazos cruzados, ensimismado en sus pensamientos.
Los muñequitos estaban excitados. Y las arañas no querían volver a sus tarros. Zumbaban y se escurrían por todas partes a su alrededor, reuniéndose en su cara y manos, corriendo tras él. Incontenibles chirridos débiles atravesaron sus oídos, un creciente parloteo de muñequitos y de ratas inquietas. Advirtieron que una victoria mayor había sucedido; estaban ansiosos de más.
Cogió una culebra y automáticamente acarició sus esbeltos costados. «Ella estaba muerta».
De un sólo rápido golpe todo el equilibrio del poder había cambiado. Dejó caer al reptil y aumentó su paso. Se acercaba a Jefferson Street y a la parte principal de la ciudad. Su cerebro corría en un frenético torbellino; los pensamientos le venían más y más de prisa. ¿Era éste realmente el tiempo? ¿Había llegado por último el momento?
Se volvió para enfrentarse a la parte lejana del valle, al imponente anillo de montañas que se recortaban contra el negro cielo. Allí estaba. De pie, los brazos extendidos, los pies separados, la cabeza una lámina infinita de espesa negrura que se extendía eterna, un universo de silencio y de quietud.
El verlo despejó de sí los últimos rastros de duda. Se volvió y empezó a dirigirse hacia su cámara de trabajo, de pronto ansioso e impaciente.
Un grupo de muñequitos excitados salieron a su encuentro, todos reclamando su atención. Más se deslizaron hacia él desde el centro de la ciudad. Estaban terriblemente trastornados; sus voces penetrantes despertaban ecos mientras pululaban subiendo por sus ropas.
Querían que viese algo. Tenían miedo. Estaban furiosos... Les siguió de regreso a la ciudad. Calle abajo, en la oscuridad, pasando filas de casas silenciosas. ¿Qué querían? ¿Qué trataban de enseñarle?
En Dudley Street se detuvieron. Delante, algo brillaba y relucía. Durante un instante no pudo ver lo que era. Algo estaba sucediendo, ¿pero qué? Una llama agitada, baja e intensa, jugueteaba por encima de los edificios y almacenes, los postes de teléfono, el propio pavimento. Curioso, se adelantó.
Una masa informe yacía en el pavimento. Se inclinó intranquilo. Arcilla. Un montón inmóvil de arcilla. Habían otros, todos muertos, fríos. Cogió uno con las manos.
Era un muñequito. O lo que antes fue un muñequito. Ya no vivía. Increíblemente, había regresado a su estado primordial de no existencia. Volvía a ser arcilla nueva y muerta, la arcilla de la que se formó. Seca e informe y totalmente inerte. Le habían arrebatado la existencia.
Tal cosa jamás ocurrió antes. Sus muñequitos todavía vivientes se retiraron horrorizados; estaban espantados por la vista de sus hermanos inertes. Esto era lo que querían que viese.
Peter avanzó, perplejo. La luz jugueteaba por delante. El fuego retozón que restaba y ascendía de edificio en edificio, extendiéndose en silencio. Un círculo creciente que se ampliaba cada instante. Había en él una extraña intensidad, una cualidad determinada. No faltaba nada. Como aguardiente avanzaba y lo absorbía todo.
En el centro había un parque. Senderos, bancos y un cañón antiguo. Una asta de bandera. Un edificio.
Jamás lo había visto antes. ¡Allí no había ningún parque! ¿Qué significaba? ¿Qué ocurrió a las filas de abandonados almacenes?
Subió recorriendo a todos los muñequitos vivientes y acarició su forcejeo, sus cuerpos retorcidos unidos en una masa común. La pelota de arcilla viva se movió cuando, rápidamente, le volvió a dar forma. De la masa modeló una cabeza, sin cuerpo. Ojos, nariz, luego boca, lengua, dientes, paladar y labios. La puso en el suelo le oprimió los bordes del cuello hasta que se mantuvo en pie.
—¿Cuándo empezó esto? —preguntó.
Los labios se movieron, mientras varios cerebros reunían sus recuerdos.
—Hace una hora —graznó finalmente.
—¡Esos que han sido desvitalizados! ¿Cómo sucedió? ¿Quién lo hizo?
—Entraron en el parque. Trataron de cruzarlo.
—¿Y entonces perdieron su vida?
—Pasó despacio. Se debilitaron. Luego se cayeron y murieron. Tuvimos miedo de acercarnos.
Era verdad, entonces. El círculo que se extendía lo había hecho. Volvió los rasgos de la cabeza a su estado informe, luego se metió la arcilla en los bolsillos. La arcilla se agitó contra las piernas, cada pedacito de ella viva. Peter se puso precavido en pie. El círculo de fuego se había extendido; se movía constantemente, devorando mas y más edificios. Aumentando sin ruido, era altamente inestable. Una amenaza para todo lo que estuviese cerca.
Y entonces comprendió.
No destruía. Cambiaba las cosas. Mientras los edificios y las casas se hundían en el fuego, otras formas, alzándose del agitado resplandor. Objetos que jamás había visto antes. Formas infamiliares, extrañas a él.
Durante largo rato permaneció mirando, mientras sus muñequitos parpadeaban a su alrededor nerviosamente, impulsándole y tratando de hacer que se fuera. El fuego se acercaba; Peter retrocedió unos pasos.
Estaba excitado. Alegría y frenética hilaridad se soltaron en su interior. Había llegado el momento. La muerte de ella... y ahora esto. El equilibrio había oscilado. La línea ya no significaba nada.
Esto, el restaurador. Formas primordiales, alzándose desde debajo. Saltando al ser desde las profundidades. El último elemento, la pieza final necesaria.
Tomó su decisión, con rapidez vació los bolsillos de la agitada arcilla, aspiró profunda y estremecedoramente y se agachó. Por última vez se volvió a mirar hacia arriba, a las formas imponentes de la oscuridad recortándose contra el cielo. La vista le llenó de fuerzas... las fuerzas que iba a necesitar.
Corrió derecho hacia las inquietas lenguas de fuego.
XII
Los Vagabundos miraban atentos cómo Barton corregía el último de los mapas.
—Esto está equivocado —murmuró. Trazó con el lápiz toda una calle—. Aquí estaba Lawton Avenue. Y la mayor parte de las casas las tenéis equivocadas —se concentró—. Aquí había una panadería pequeña, con un letrero verde. Era de un hombre llamado Oliver —puso encima el nombre y pasó el dedo—. Aquí también os olvidasteis.
Christopher estaba plantado tras él, mirando por encima del hombro.
—¿No trabajaba una jovencita ahí? Me parece recordar que era una chica gruesa. Gafas, las piernas gorditas. Nieta o algo por el estilo: Julia Oliver.
—Es verdad —Barton terminó la corrección—, por lo menos el veinte por ciento de vuestros esquemas de reconstrucción son inseguros. Nuestro trabajo con el parque nos demostró que tenía que ser todo perfecto, al pie de la letra.
—No se olvide de la vieja casa parda —intervino Christopher excitado—. Había un perro allí, un terrier de pelo corto. Me mordió en el tobillo —extendió el brazo y se tanteó—. La cicatriz desapareció el día del Cambio —una extraña mirada le cruzó el rostro—. Estoy seguro que me mordió allí. Quizás...
—Probablemente, sí —dijo Barton—. Recuerdo a un perrito de pelo corto en esa calle. Lo pondré.
El doctor Meade estaba plantado a un rincón de la habitación, apenado y turbado. Los Vagabundos se arremolinaban en torno a la gran mesa de dibujo, llevando diseños y mapas y hojas de datos arriba y abajo. Todo el edificio zumbaba de actividad. Todos los Vagabundos estaban presentes, con sus batines y zapatillas, los pijamas grises de dos piezas. Excitados y alerta, ahora que había llegado por último el momento.
Barton se levantó y se acercó al doctor Meade.
—Todo el tiempo lo supo. Por eso los reunía a todos aquí.
Meade asintió.
—A cuantos pude localizar. Se me pasó por alto Christopher.
—¿Por qué lo hizo?
Los rasgos agonizantes de Meade se desencajaron.
—No pertenecían allá abajo. Y...
—¿Y qué?
—Yo sabía cuáles eran los adecuados. Les encontré vagando sin rumbo en torno a Millgate, al azar, sin propósito, pensando que estaban locos. Les traje todos juntos aquí arriba.
—Pero eso es todo. Usted no hizo nada más.
Meade sutilmente crispó y abrió los puños.
—Debería haber actuado. Debería haber decantado mi peso contra el cuerpo. Va a sufrir, Barton. Le haré sufrir de un modo que no pueden imaginárselo.
Barton regresó a la mesa de dibujo. Hilda, la jefe de los Vagabundos, le llamó urgente a su escritorio.
—Ya lo tenemos todo estupendamente corregido. ¿Está seguro de todas estas alteraciones? ¿No tiene ninguna duda?
—Estoy seguro.
—Debe comprender. Nuestros jóvenes recuerdos son vagos, desparejados. No tan agudos como los suyos. Lo mejor que recordamos son sólo retazos diminutos de la ciudad antes del Cambio.
—Usted tuvo suerte de salir —dijo una joven, mirando con atención a Barton.
—Vimos el parque —dijo otro, un hombre de pelo gris de gruesas gafas—. Nunca hubiéramos sido capaces de hacerlo.
Otro sacudió su cigarrillo pensativo.
—Ninguno de nosotros tenía realmente una memoria clara. Sólo usted, Barton. Ha sido usted el único.
Había tensión en la habitación. Todos los Vagabundos dejaron de trabajar. Se reunieron en torno a Barton formando un anillo tenso. Hombres y mujeres, serios y mortalmente graves.
Todo un costado de la habitación estaba ocupado por archivos, montones de mapas e informes, filas sin fin de datos y registros. Máquinas de escribir, lápices, mazos de papel, tarjetas, fotos de referencia clavadas en las paredes. Gráficos, estudios detallados, legajos bien atados. Mesas con materiales de cerámica. El modelo actual tridimensional. Pinturas, brochas, pigmentos, gomas y equipo de dibujar. Reglas de cálculo, cintas métricas, cortapapeles, serruchos...
Los Vagabundos llevaban trabajando mucho tiempo. No eran muchos; fuera de toda la ciudad constituía un grupito. Pero sus rostros mostraban la decisión; habían puesto gran empeño en su trabajo. No iban a dejar que se les malbaratara.
—Voy a pedirle algo —dijo Hilda con cuidado. Entre sus competentes dedos su cigarrillo ardía olvidado—. Usted dijo que se fue de Millgate en 1935. Cuando era niño. ¿Es cierto?
Barton asintió.
—Cierto.
—¿Y estuvo usted fuera todo este tiempo?
—Sí.
Un bajo murmullo recorrió la habitación.
Barton se sintió intranquilo. Apretó con más fuerza la llanta y aguardó.
—Usted sabe —continuó Hilda, escogiendo sus palabras con cuidado—, que la barrera ha sido colocada a través de la carretera, a unos tres kilómetros fuera de la ciudad.
—Lo sé —dijo Barton. Todos los ojos estaban fijos en Barton mientras Hilda continuaba tranquila.
—¿Entonces cómo consiguió volver al valle? La barrera sella herméticamente a todo lo de aquí. Impide que salga nadie.
—Es verdad —admitió Barton.
—Usted debió ser ayudado a entrar —bruscamente Hilda apagó su cigarrillo—. Alguien con poder superior. ¿Quién era?
—No lo sé.
Un Vagabundo se puso en pie.
—Echémosle. O mejor todavía...
—Espera —Hilda levantó la mano amenazadora—. Barton, hemos trabajado durante años para construir esto. No podemos correr riesgos. Quizá a usted le enviaron para ayudarnos, y quizás no. Sabemos una cosa con seguridad. Usted no es de los nuestros. Usted tuvo ayuda, asistencia de alguien. Y sigue bajo superior control.
—Sí —asintió Barton alerta—. Tuve ayuda, me trajeron aquí, me dejaron pasar la barrera. Y probablemente sigo siendo manipulado. Pero no sé nada más que eso.
—¡Matadle! —exclamó un Vagabundo delgado de pelo castaño. Le miró con desconfianza—. Es la única manera de estar seguros. Si no puede decirnos de quién es agente...
—¡No digáis tonterías! —repuso un hombre regordete de mediana edad—. Volvió a traernos el parque, ¿no? Y corrigió nuestros mapas.
—¿Corrigió? —los ojos de Hilda estaban siniestros—. Quizás los cambió. ¿Cómo vamos a saber si fueron corregidos?
Barton se humedeció sus secos labios.
—Miren —empezó—. ¿Qué quieren que les diga? ¿Si no sé quién me trajo aquí, cómo diablos se lo voy a poder decir?
El doctor Meade se interpuso entre Barton y Hilda.
—¡Cállense y escúchenme! —rugió—. Ambos. —Su voz era dura y urgente—. Barton no puede decir nada a nadie. Quizás lo hayan enviado para confundirles. Es posible. Quizás sea una oración, un supermuñeco de arcilla. No hay modo de averiguarlo por ahora. Más tarde, cuando comience la reconstrucción, será posible. Si funciona realmente, lo sabrán. Pero no ahora.
—Entonces —observó la chica delgada de pelo castaño—, será demasiado tarde.
Meade asintió ceñudo.
—Sí, demasiado tarde, una vez pongan ustedes la grasa en el fuego, no será posible retirarla. Si Barton es un agente, estarán acabados —sonrió sin humor—. Incluso Barton ni siquiera sabe lo que va a hacer, cuando llegue el momento.
—¿Adonde quiere usted ir a parar? —preguntó un Vagabundo delgado, de rostro enjuto.
La respuesta de Meade fue directa al grano.
—Tendrán que correr el riesgo con él, les guste o no. No les queda otro remedio. Él es el único que ha sido capaz de reconstruir. Él trajo todo el parque en media hora. Ustedes no han sido capaces de hacer ni una maldita cosa en dieciocho años.
Hubo un silencio embarazoso.
—Son impotentes —continuó Meade—. Todos. Ustedes estaban aquí, yo les simpatizaba, yo, un distorsionado. Pero él no lo es. Deberán confiar en Barton. O correr el riesgo de sentarse aquí con sus mapas inútiles hasta que se mueran de viejos.
Durante algún tiempo nadie dijo nada. Los Vagabundos permanecieron sentados, rígidos, los rostros impresionados.
—Sí —dijo finalmente la chica delgada del pelo castaño. Apartó a un lado su taza de café y se arrellanó en la silla—. Tiene razón. No nos queda otra posibilidad.
Hilda miró de uno a otro, recorriendo el circulo de hombres y mujeres vestidos de gris.
Vio la misma expresión en todos los rostros: resignación desesperanzada.
—Está bien —dijo—. Entonces, en marcha. Cuanto antes mejor. Dudo que tengamos mucho tiempo.
Las cercas de tableros fueron rápidamente derribadas. La superficie de la elevación limpia; los cedros talados, los arbustos arrancados. Se quitaron todas las obstrucciones. Al cabo de una hora había allí una clara vista del valle y de la ciudad de Millgate abajo.
Barton se movía intranquilo por los alrededores, agitando su llanta de hierro. Mapas y cartas fueron dispuestas cuidadosamente. Esquemas detallados y perfectos de la vieja ciudad; cada factor había sido colocado en su lugar adecuado. Los Vagabundos se organizaron en un círculo en torno a los mapas, formando un anillo cerrado mirando hacia dentro. Arriba y abajo de la ladera revoloteaban mariposas nocturnas, enormes volátiles grises trayendo noticias del valle y llevando mensajes a un sitio y otro.
—Estamos limitados a la noche —dijo Hilda a Barton—. Las abejas no son buenas y las moscas son demasiado torpes y lerdas.
—¿Quiere decir que ustedes no pueden estar seguros de lo que ocurre allá abajo?
—Francamente, no. Las moscas no son de confianza. En cuanto salga el sol tendremos a las abejas. Es mucho mejor obtener resultados...
—¿Qué dicen acerca de Peter?
—Nada. No hay informes de él en absoluto. Le han perdido —parecía preocupada—. Dicen que ha desaparecido. De pronto, sin aviso. No se vio más señal.
—¿Sabrían si ha cruzado hacia este lado?
—Si vino, estaría protegido. Arañas de jardín para manipular a las mariposas nocturnas se hubieran extendido por anticipado. Ellas tienen miedo a las arañas. Y él ha criado centenares de ellas en su cámara de trabajo, frascos llenos, sólo para esto.
—¿Y en qué otra cosa podemos contar?
—Pueden aparecer algunos gatos. Pero ahí no hay ninguna absoluta organización. Hacen lo que les da la gana... no más. Si quieren, vendrán. De otro modo no se les puede obligar. Sólo se puede contar con las abejas en realidad. Y no remontarán el vuelo hasta dentro de otro par de horas.
Abajo, las luces de Millgate parpadeaban en la oscuridad de las primeras horas de la madrugada. Barton consultó su reloj de pulsera. Eran las tres y media. Frío y oscuro, el cielo cubierto de una capa de humedad, de ominosa humedad. No le gustaba el aspecto de las cosas. Las mariposas nocturnas habían perdido a Peter; él estaba en movimiento. Ya había matado a la chica. Era condenadamente listo para sacudirse de las mariposas en un tiempo como éste. E iba tras la piel de Barton.
—¿Cómo encaja en todo esto? —preguntó Barton.
—¿Peter? —Hilda sacudió la cabeza—. No lo sabemos. Tiene un poder tremendo, pero nunca se nos ha permitido acercarnos a él. Mary le manejaba. Ella también tenía poder. Nunca les comprendimos. A ninguno de los dos. Nosotros, los Vagabundos, somos gente corriente, hacemos cuanto podemos para recobrar nuestra ciudad.
El círculo ya estaba preparado para empezar su primer intento de alzar la capa distorsionadora. Barton ocupó su lugar y rápidamente se enlazó con los otros. Todos los rostros estaban vueltos hacia los mapas extendidos en el suelo, débilmente húmedos por el rocío nocturno. La luz de las estrellas se filtraba sobre ellos, difusa a causa de la creciente bruma.
—Estos mapas —dijo Hilda—, han de ser considerados símbolos adecuados del territorio inferior. Por este intento debemos utilizar el principio básico de la magia finética: «la representación simbólica es idéntica con el objeto representado». Si el símbolo es seguro puede ser considerado como el propio objeto. Cualquier diferencia entre ellos es puramente lógica. La magia finética, el término correcto para designar los procesos arcaicos y eternos de la magia. La manipulación de objetos reales a través de representaciones simbólicas o verbales.
Las cartas de Millgate estaban emparentadas con la ciudad propia; porque estaban perfectamente dibujadas, cualquier fuerza que afectase a las cartas y mapas afectaría a la ciudad. Como una muñeca de cera moldeada para parecerse a una persona, los mapas habían sido construidos para parecerse a la ciudad. Si el parecido fuese perfecto, el fracaso resultaría imposible.
—Agarramos —dijo Hilda tranquila. Hizo un movimiento y el equipo modelo entró en la primera sección tridimensional del mapa esquemático.
Barton se sentaba serio en su sitio, jugueteando con la llanta contra el suelo y viendo cómo los equipos construían los esquemas en una perfecta miniatura de la vieja ciudad. Rápidamente, casa tras casa, fue construida, pintada y terminada, luego colocada en su lugar. Pero su corazón no estaba en ello. Y se preguntaba con creciente intranquilidad lo que preparaba Peter Trilling.
Los primeros informes de las mariposas comenzaron a llegar. Mientras Hilda escuchaba al anillo de insectos bailoteando en su torno, las ásperas líneas de su boca se endurecieron.
—No es nada bueno —dijo a Barton.
—¿Qué ocurre?
—No conseguimos los resultados que debiéramos.
Un murmullo intranquilo recorrió el círculo de Vagabundos. Más y más edificios, calles, almacenes, casas, diminutos hombres y mujeres, iban siendo colocados en su lugar, en un programa acelerado de nerviosa actividad.
—Hemos pasado la zona de Dudley Street —ordenó Hilda—. La recreación de Barton se ha extendido sobre tres o cuatro manzanas ahora. La mayor parte de la región ya se ha restaurado.
Barton parpadeó.
—¿Cómo?
—Cuando la gente ve el viejo parque recuerda conscientemente la antigua ciudad. Rajando la capa de distorsión en un único sitio usted empezó una reacción en cadena que eventualmente debería extenderse a través de toda la imitación de la ciudad.
—Quizás con eso bastará.
—Normalmente así sería. Pero algo hay malo —Hilda volvió la cabeza para escuchar otra serie de informes que eran traídos ladera arriba por nuevas mariposas. Su expresión de interés se profundizó. Murmuró—: Esto es malo.
—¿Qué es? —preguntó Barton.
—Según la última información, su círculo de recreación ha cesado de crecer. Está siendo neutralizado.
Barton se quedó anonadado.
—¿Quiere decir que nos están deteniendo? ¿Que algo trabaja contra nosotros?
Hilda no contestó. Un enjambre de excitadas polillas nocturnas revoloteaban en torno a su cabeza. Ella se apartó de Barton para captar lo que le decían.
—La cosa se pone más seria —dijo, cuando los volátiles se hubieron alejado.
Barton no tuvo que oír. Podía comprender por el rostro de ella lo que era.
—Entonces igual podremos renunciar —dijo con voz gruesa—. Si las noticias son tan malas...
Christopher vino corriendo.
—¿Qué ocurre? ¿Es que no funciona?
—Encontramos oposición —respondió Barton—. Antes necesito neutralizar nuestra zona de reconstrucción.
—Peor —dijo Hilda tranquila—. Algo ha absorbido nuestra energía mágica. La zona ha empezado a debilitarse —una fina sonrisa irónica e implacable asomó brevemente a sus labios—. Corrimos un riesgo. Jugamos sobre usted, Barton. Y hemos perdido. Su adorable parque ya no contiene al nuestro. Es bonito, pero no permanente. Nos están arrollando.
XIII
Barton se levantó inseguro y se alejó del círculo. Las mariposas revoloteaban a su alrededor, buscando su camino a través de la semioscuridad, a lo largo de la ladera.
Estaban perdiendo. El intento de reconstrucción había fracasado, pensó Barton.
Lejos, al otro extremo del valle, podía distinguir la gran figura siniestra de Ahriman. La forma gigante contra el firmamento nocturno, los brazos extendidos sobre todos ellos, el destructor cósmico. ¿Dónde diablos estaba Ormazd? Barton dobló el cuello y trató de mirar recto hacia arriba. Se suponía que Ormazd estaba «aquí»; este ribazo estaba incluso a nivel de su rótula. ¿Por qué no hacía él algo? ¿Qué le retenía?
Abajo, las luces de la ciudad parpadeaban. La falsa ciudad, la distorsión que Ahriman había arrojado, dieciocho años atrás, el día del Cambio. El día en que el gran plan original de Ormazd fue burlado, mientras que él no hizo nada. ¿Por qué dejaba él que Ahriman se saliese con la suya? ¿No le importaba lo que ocurría a su designio? ¿No le interesaba?
—Es un viejo problema —dijo el doctor Meade desde las sombras—. Si Dios hizo el mundo, ¿de dónde viene el Mal...?
—Simplemente se plantó allí —dijo futilmente Barton—. Como una gran roca esculpida. Mientras nosotros tratamos condenadamente de arreglar las rosas tal y como Él las había puesto. Uno pensaría que Él nos echaría una mano.
—Sus modales son extraños.
—A usted no parece preocuparle particularmente.
—Me importa, me importa mucho, tanto que no puedo hablar.
—Quizás su posibilidad venga.
—Eso espero —al cabo de un momento Meade dijo—: esto no va bien.
—No. Estamos liquidados. Creo que no resultó de mucha utilidad. La crisis ha venido y nada puedo hacer.
—¿Por qué no?
—No tengo bastante poder. Alguien se mueve entre nuestro modelo y el objeto, dejándonos cortados, arrollando hacia atrás la zona reconstruida.
—¿Quién?
—Usted lo sabe —Barton indicó la ladera y la ciudad que quedaba abajo—. Él está allá, en alguna parte. Con sus ratas y arañas y serpientes.
Las manos de Meade se retorcieron.
—Sí pudiera echarle las zarpas encima...
—Usted tuvo su oportunidad, usted era feliz con las cosas tal y como estaban.
—Barton, tenía miedo. No quería volver a mi vieja forma —los ojos de Meade suplicaban—. Sigo asustado. Sé que todo esto está mal; ¿no cree que lo entiendo? Pero no puedo hacerlo. No puedo enfrentarme al volver. No sé por qué. Ni siquiera conozco lo que era. Barton, actualmente me alegro de que fracase. ¿Comprende? Me alegro de que la cosa vaya a estar como está. Dios, desearía haber muerto —concluyó.
Barton no escuchaba. Estaba contemplando algo a mitad de camino de descenso del lado de la colina.
En la semioscuridad, una nube gris se movía lentamente hacia arriba. Ascendía y oscilaba una masa creciente que aumentaba de tamaño a cada momento. ¿Qué era? No podía averiguarlo a la media luz de la madrugada. La nube se aproximó más y más. Algunos de los Vagabundos se habían alejado del círculo y corrían intranquilos por el borde de la ladera. De la nube procedía un bajo murmullo, un distante tamborilear.
Polillas.
Unas cuantas formas grises revolotearon salvajemente mas allá de Barton, hacia Hilda. Una sólida masa enorme de polillas, mariposas cabeza de la muerte, subiendo presas del pánico por la ladera hacia los Vagabundos. Millares de ellas. Todas estaban allí, el rebaño entero del suelo del valle, regresando en masa. ¿Pero por qué?
Y entonces lo vio. Al mismo tiempo, el resto de los Vagabundos rompió el círculo y huyó al borde de la ladera, Hilda gritó rápidas y frenéticas órdenes. Se olvidó la reconstrucción. Todos se agruparon juntos, pálidos y aterrorizados. Las polillas rompieron sobre ellos en oleadas de pánico, inútiles remanentes sin orden o dirección.
Un retazo de tela de araña voló en torno a Barton. La apartó. Una masa gruesa de la misma tela le cayó contra la cara; se la arrancó rápidamente. Ahora las propias arañas eran visibles. Saltando y apresurándose a través de la maleza, subiendo por el lado de la pendiente. Como una creciente agua gris, una marea peluda, saltando de roca en roca, adquiriendo mayor velocidad mientras venían.
Y tras ellas, las ratas. Formas escurridizas que se agitaban secamente, incontables rojos ojos relucientes, colmillos retorcidos amarillos. No pudo ver más allá de ellas. Pero en algún lugar estaban las serpientes. O quizás las serpientes llegarían dando la vuelta por el otro camino, probablemente estaban deslizándose y reptando desde atrás. Eso tenía sentido.
Un Vagabundo gritó, se tambaleó y se desplomó. Alguna diminuta cosa llena de energía saltó de él hacia la siguiente figura. El Vagabundo se la sacudió y luego retrocedió con viveza. Un muñequito. Algo destelló perversamente blanco al resplandor nocturno. Él había armado a sus muñequitos. La cosa iba a ser fea. Barton se retiró con los otros Vagabundos, lejos del borde. Los muñequitos habían venido por los flancos; nadie les había visto. Las polillas se preocupaban de las arañas y de nada más; ni siquiera se habían fijado en las figuras corredizas y saltantes de arcilla animada. Todo un rebaño de muñequitos se lanzó hacia Hilda. Ella luchó frenética, pisó algunas, destrozó con las manos a otras, aplastó a una mientras el muñequito trataba de trepar hacia su cara.
Barton se acercó y aplastó a toda una masa de muñequitos con su llanta de hierro. El resto escapó. Hilda se estremeció y estuvo a punto de caer; la sujetó. Las agujas asomaban de sus brazos y piernas, lanzas microscópicas que habían dejado los muñequitos.
—Están por todas partes —gruñó Barton—. No tenemos posibilidad.
—¿Dónde iremos? ¿Bajaremos al suelo?
Barton miró rápidamente en su torno. La marea de arañas ya había cubierto el borde del ribazo, en un momento las ratas estarían allí. Algo crujió bajo su pie. Retrocedió. El frío cuerpo de una serpiente moviéndose hacia Hilda. Barton retrocedió con disgusto y siguió moviéndose.
Tenían que continuar el movimiento, volviendo hacia la casa. Los Vagabundos luchaban por todas partes, pateando, pisando y estrangulando con anillos cada vez más cerrados de sombras de dientes amarillos y de figuritas de diez centímetros que saltaban con relucientes espadas. Las arañas no eran realmente muy buenas; habían asustado a las polillas y eso era todo. Pero las serpientes...
Un Vagabundo se derrumbó bajo una pila de cosas grises y agitadas. Ratas y muñequitos juntos. Cosas de polvo y de viejo pelo y de seca podredumbre. Podía ver mejor; el firmamento se había vuelto desde profundo violeta hasta blanco sucio. Al cabo de un momento el sol saldría.
Algo apuñaló la pierna de Barton. Partió por medio al muñequito con la llanta y retrocedió. Estaban por todas partes. Las ratas trepaban por las perneras de sus pantalones. Arriba y abajo, por sus brazos, peludas arañas corrían tratando de enredarle en sus telas. Se apartó y se retiró.
Una sombra apareció delante, al principio pensó que era uno de los Vagabundos. No. Había subido por la ladera con la horda. Desapareció y torpemente, siguiendo a los animales. Era quien mandaba. Pero no estaba acostumbrado a trepar.
Momentáneamente se olvidó de las ratas y de los muñequitos que le mordían. Nada de lo visto hasta ahora le preparaba para esto. Le costó un momento comprender y luego casi pierde la razón.
Esperaba que viniese Peter, claro. Se preguntaba cuándo aparecería. Pero Peter había estado en el valle y se había visto impresionado por la reconstrucción, por la zona creciente del parque.
Peter se formó después del Cambio. Lo que Barton conocía era sólo la forma distorsionada. La cosa que se excitaba y se estremecía ante él había sido Peter. Esa fue su falsa forma y su falsa forma había desaparecido. Esta era su forma real. Había sido reconstruido.
Era Ahriman.
Todo el mundo se esparcía. Todos los Vagabundos huían hacia Shady House en loco pánico. Hilda desapareció de la vista, apantallada por una alfombra agitada de gris. Christopher luchaba por libertarse, con un grupo de Vagabundos, cerca de la puerta de la casa. El doctor Meade se había abierto paso hasta el coche y trataba de abrir la portezuela. Algunos de los demás habían entrado en Shady House y se parapetaban en sus habitaciones. Inútiles peleas de última instancia, cada uno de ellos aislado, cortado de los demás, para ser anulado, aniquilado uno a uno.
Barton aplastó muñequitos y ratas con los pies mientras se retiraba, su llanta giraba furiosamente. Ahriman era enorme, en la forma de un cuerpo humano había sido pequeño, reducido de tamaño. Ahora nada le retenía. Incluso mientras le miraba creció. Una masa hinchándose y burbujeando de legatina gris amarillenta. Partículas de inmundicia incrustadas. Una telaraña confusa de pelo espeso, de ropas y goteos como si la cosa se arrastrase a sí misma hacia adelante. El pelo temblaba y se retorcía, se extendía y giraba sobre sí en todas direcciones. Pedazos de la cosa se quedaban depositadas ladera abajo, por el camino que seguía. Como una masa cósmica, dejaba un reguero de basura y de materia mientras marchaba.
Se alimentaba constantemente. Se hinchaba y atiborraba de las cosas que pescaba. Sus tentáculos barrían Vagabundos, muñequitos, ratas y serpientes sin discriminación. Podía haber un montón de basuras de cadáveres sembrando toda su gelatina, en todos los estados posibles de descomposición, barría y lo absorbía todo. Convertía a la vida en un sendero yermo de podredumbre, ruina y muerte.
Ahriman tomaba en vida y respiraba el frío del espacio profundo, escalofriante e inerte. Un viento mordiente y frígido. El áurea de la muerte y del vacío. Un hedor enfermante, una peste a rancio. Su olor natural. Destrucción, corrupción y muerte. Y seguía creciendo. Pronto sería demasiado grande para el valle. Pronto sería demasiado grande para el mundo.
Barton corrió. Saltó por encima de una doble fila de muñequitos y corrió entre los árboles, cedros gigantes creciendo al lado de Shady House.
Las arañas cayeron sobre él en torrentes. Las barrió y siguió corriendo a ciegas. Sin rumbo. Tras él la forma creciente de Ahriman aumentaba de tamaño. No se movía con exactitud. Se había detenido al borde de la ladera y se ancló a sí mismo. Retorciéndose y girando, lanzaba su gelatina más y más alta, en una montaña de burbujas y babosidades. Y mientras crecía, su frío escalofriante se posaba sobre todo.
Barton se detuvo, jadeando por respirar y recobrando su sentido. Se encontraba en un espacio cóncavo más allá de los cedros, por encima de la carretera. Todo el valle, en esta belleza de la mañana, salía de la oscuridad por debajo suyo. Por encima de los campos y granjas y de las casas caía una vasta sombra, más intensa que la que se alzaba. La sombra de Ahriman, mientras el dios destructor se extendía en sus proporciones regulares, y esta sombra jamás se alzaría.
Algo se deslizó. Un cuerpo brillante y recocido azotó a Barton. Se retorció frenético para libertarse. La serpiente falló, se echó hacia atrás para volver a atacar. Barton lanzó su llanta de hierro. Pilló al reptil en el centro y redujo su lomo a una masa, a una pulpa.
Cogió la barra precisamente a tiempo. Había víboras por cada parte. Había cruzado todo un nido, reptando laboriosamente por subir este lado de la colina. Caminaba sobre ellas, tropezando y cayendo en la masa sibilante, ondulante, furiosa de debajo suyo.
Giró. Ladera abajo, a través de las húmedas hierbas y zarzas. Entonces forcejeó por levantarse; las arañas saltaban y brincaban, le picaban en lugares incontables. Luchó contra ellas, arrancó sus telas, logró ponerse de rodillas.
Palpó en busca de su llanta de hierro. ¿Dónde estaba? ¿La había perdido? Su dedos tocaron algo blando. Cuerda. Un ovillo de cuerda. Con nauseabunda tristeza sacó puñados de cuerda. La llanta de hierro se había desvanecido. El último golpe. El símbolo final de su fracaso. Dejó que la cuerda cayese torpemente de sus dedos vacíos.
Un muñequito saltó a su hombro. Lo vio en un destello, captó el brillo de la aguja, que se posó delante de su ojo a un centímetro, la punta preparada para hundirse profundamente en su cerebro. Alzó los brazos débilmente, luego se vio mezclado en un lío absurdo de telas de araña. Cerró los ojos desesperado. No quedaba nada. Había fracasado. La batalla terminaba. Se dejó caer esperando el golpe...
XIV
—¡Barton! —gritó el muñequito.
Abrió los ojos. El muñequito estaba atareado desgarrando con su aguja las telas de araña. Atravesó a un par de insectos, hizo que los demás se retirasen, luego saltó a su hombro, cerca de su oído.
—Maldito seas —gritó—. Ya te dije que no hablases con nadie. Te equivocaste de momento. Demasiada oposición.
Barton parpadeó alocado. Abrió y cerró la boca.
—¿Quién...?
—Estate quieto. Sólo quedan pocos segundos. Tu reconstrucción fue prematura, has podido estropearlo todo —el muñequito volvió a acuchillar a una rata gris que trataba de llegar a la arteria de detrás del oído de Barton. El cadáver se deslizó lentamente, aún cálido y latiendo, las patas retorcidas—. ¡Ahora ponte en pie! —gritó.
—Pero no...
—¡De prisa! Con Ahriman libre ahí no se pueden mantener condiciones. Nada le contendrá a partir de ahora. EÉl accedió a sujetarse a sí mismo hasta el Cambio, pero eso pasó.
Incrédulo, Barton identificó la voz. Era aguda, chillona, pero familiar.
—¡Mary! —estaba estupefacto—. ¿Pero cómo diablos...?
La punta de su aguja le pinchó la mejilla.
—Barton, puedes decir lo que es preciso que se haga. Tienes el trabajo por delante.
—¿Por delante?
—Él trata de escapar en su furgoneta. No quiere recobrar su verdadero ser. Pero debe. ¡Es el único modo! Es la única manera porque tiene el poder suficiente.
—No —dijo en voz baja Barton—. ¡Meade! ¡Él no!
La espada del muñequito se alzó hasta su ojo y se detuvo allí.
—Mi padre debe ser libertado. Tú tienes la capacidad.
—No —repitió Barton—. No puedo... —sacudió la cabeza atontado—. Meade. Con sus cigarros, sus mondadientes y su traje listado. ¡Ahí es donde Él ha estado!
—Es cosa tuya. Tú has visto su forma verdadera —las palabras finales de ella penetraron profundamente en Barton—. Por eso te traje aquí. ¡No para una reconstrucción urbana!
Una serpiente reptó por el pie de Barton. El muñequito saltó de su hombro y corrió tras el reptil. Barton hizo un esfuerzo por levantarse. Las telarañas que le sujetaban habían sido cortadas. Apareció un completo enjambre de abejas. El día venía. Vinieron mas y mas abejas. Esas se ocuparían de los muñequitos y de las ratas.
En una ciega turbación, Barton se deslizó y se tambaleó bajando la escarpada ladera hasta el camino. Miró estúpidamente en su torno. El doctor Meade había logrado entrar en su furgoneta y ponerla en marcha; una masa de ratas y arañas y muñequitos y serpientes la cubría en una especie de agitada cortina. Meade estaba buscando su camino centímetro a centímetro a lo largo de la carretera. Dobló la primera curva, dudó con una rueda sobre el abismo, luego enderezó el coche y continuó.
Tras él, por encima, la masa que era Ahriman continuó creciendo. Sus tentáculos se abrían paso en el círculo cada vez más amplio, palpando, aferrando, incorporando cosas a la masa de gelatina. El hedor era abrumador; Barton se convulsionó con náuseas y se retiró. Había alcanzado proporciones inmensas.
Llegó a la carretera. El coche adquirió velocidad. Hacía eses de una manera salvaje, falló en una curva y se estrelló contra la señalización. Ratas y muñequitos volaron en todas direcciones. El coche se estremeció, luego siguió hasta delante con un crujido.
Barton eludió un peñasco. No había otro camino. Jamás podría atravesar la capa de cosas grises y agitadas... y el coche desaparecería en cuestión de segundos. Mientras marchaba en su dirección, se agachó, empujó una peña y lanzó la gran roca con todas sus fuerzas. El peñasco hizo su trabajo. Chocó contra la capota del coche, rebotó y resbaló hacia un lado, penetrando por el parabrisas en su parte izquierda. Los vidrios volaron por el aire. El coche giró locamente... y se detuvo, con un rechinar de frenos, en la base de la ladera. Agua y gasolina manaron del rajado motor. Ratas y arañas se metieron ansiosas a través del irregular agujero del parabrisas, contentas de su oportunidad de entrar.
Meade salió dando tumbos. Barton apenas le reconoció. Su rostro era una mascara rota de terror. Corría frenético, alejándose de la furgoneta, loco de miedo, derecho por el centro del camino. Sus ropas estaban rotas; la piel enrojecida y llena de cortes por causa de incontables mordeduras. No vio a Barton hasta que tropezó con él.
—Meade —gruñó Barton. Cogió el tambaleante hombre por el cuello y le hizo incorporarse—. ¡Míreme! —le ordenó.
Los ojos vacíos de Meade relucieron hacia él mientras Barton le detenía por completo. Jadeaba como un animal mudo. Sin estertores. Sin razón. Había perdido el juicio a causa del terror. Barton no se lo podía censurar. Un océano de formas grises se vertía por la carretera, ansiosas de muerte. Y por encima de todo, la sombra vengativa de Ahriman crecía más y más.
—Barton —gimió Meade—. ¡Por Dios, suélteme! —forcejeó por liberarse—. Nos matarán. Nosotros...
—Escuche —los ojos de Barton estaban fijos en el rostro tembloroso de Meade, a pocos centímetros de él—. Sé quién es usted. Sé quién es realmente.
El efecto fue instantáneo. El cuerpo de Meade se puso rígido. Abrió la boca.
—¡Quien soy... yo!
Barton se concentró con todas sus fuerzas. Se mantuvo agarrando fuerte el cuello de Meade y reunió y evocó cada detalle de la gran figura, como la había visto por primera vez, desde el ribazo, aquella mañana. El gigante majestuoso, cósmico en su silencio, los brazos extendidos, la cabeza perdida en la órbita destellante del sol pleno.
—Sí —dijo el doctor Meade de pronto, con una voz extrañamente tranquila.
—Meade —jadeó Barton—. ¿Comprende? ¿Sabe usted quién es? ¿Se da cuenta...?
Meade se apartó violentamente. Volvióse con torpeza y osciló, camino abajo, agazapado como un animal. Luego se puso tieso. Extendió los brazos, su cuerpo cobró impulso, bailó como una marioneta en sus cables de alambre. Su rostro temblaba. Pareció fundirse y caer hacia dentro, como si fuera una informe masa de cera.
Barton se apresuró tras él. Meade se colapsó. Giró en agonía, pero se puso en pie de un salto. Las convulsiones le barrieron; vibraciones frenéticas descoyuntaron sus miembros, con la cabeza atrás, oscilando y cayendo a ciegas.
—¡Meade! —gritó Barton. La chaqueta estaba hecha pavesas; humos acres le dieron en la nariz y la prenda se desgajó. Barton giró en redondo y lo cogió por el cuello. No era Meade.
No era nadie que viera jamás. O «algo» que hubiera visto. No era un ser humano. El rostro del doctor Meade había desaparecido. Lo que se había endurecido y reformado era fuerte y duro. Lo vio sólo un segundo. Un súbito vistazo, el pico de halcón, labios delgados, ojos salvajes grises, aletas de la nariz dilatadas, largos y agudos dientes.
Un estrépito abrumador. Una fuerza cataclísmica que la destrozó de plano. Quedó cegado. Ensordecido. Todo el mundo estalló ante sí. Giró hacia atrás, aplanado, rodó sobre sí mismo y quedó más atrás, aniquilado por un puño destellante que le penetró y desapareció en el vacío, más allá.
El vacío estaba por todas partes. Caía. Cayó largo trecho, profundamente, sin peso. Las cosas vagaban pasándole. Globos. Bolas luminosas. Se agarró a ellas locamente; le ignoraron y siguieron vagando.
Oleadas enteras de bolas relucientes danzaron a su alrededor. Durante un tiempo le pareció que eran mariposas nocturnas, polillas grises que se habían inflamado. Manoteó, sólo vagamente alarmado, más sorprendido que nada.
Entonces se dio cuenta de que estaba solo. Y que había un completo silencio. Pero eso no era extraño. No había nada que hiciese ruido, nada, absolutamente nada. No había tierra. No había cielo. Sólo él mismo y el vacío vaporoso. El agua le caía en su torno. Enormes gotas calientes que silbaban y quemaban por todas partes. Pudo notar el trueno; no estaba muy lejos para oír. Y de todas maneras, él no tenía ya oídos. Ni ojos. Tampoco podía tocar. Las pelotas luminosas continuaron vagando a través de la lluvia quemante; ahora, pasaban a través de lo que había sido su cuerpo y salían tranquilamente por el otro lado.
Un grupo de pelotas luminosas le pareció familiar. Después de un tiempo inmensurable y de mucho pensar, logró localizarlas. Las Pléyades.
Eran soles vagando en torno y a través suyo. Se sintió inoperantemente alarmado; trató de recobrarse. Pero era inútil. Se extendía demasiado lejos, sobre trillones de kilómetros. Gaseoso y vago. Y también ligeramente luminoso. Como una nebulosa extragaláctica, expeliendo numerosas masas de estrellas, infinitos sistemas. ¿Pero cómo? ¿Quién le mantenía de...?
Estaba colgando. Por un pie. Cabeza abajo, retorciéndose y girando en un mar bullente de partículas luminosas, oleadas de soles creciendo y haciéndose más pequeños a cada instante.
Más y más soles pasaron rápidos por él en su salida de la existencia. Como un globo deshinchado, la esfera que era el universo se estremeció y danzó brevemente y se cerró a su alrededor. Sus últimos momentos eran demasiado breves para contarse; de inmediato saltó frenético y se desvaneció. Los soles flotantes, las nubes luminosas, todo se había ido. Él estaba fuera del universo. Colgado por su pie derecho. ¿Y qué había ahora allí? Se retorció y trató de mirar hacia arriba. Oscuridad. Una forma. Una presencia sujetándole.
Ormazd.
Su terror era tan grande que no podía hablar. Fue un largo descenso; no tenía final. Y no había tiempo; nunca dejaría de caer, si Ormazd le soltaba. Sin embargo, en el mismo instante, supo también que no habría caída. Si no había sitio dónde caer, ¿cómo podría caerse?
Algo cedió. Se agarró frenético y trató de asirse. Intentó trepar. Como un mono asustado oscilando en una cuerda. Extendió las manos, palpó, suplicó piedad, compasión, Y ni siquiera podía ver a quien suplicaba. Sólo una vasta presencia. Un sentido del ser. Ormazd estaba allí. Él estaba «en» Ormazd. Suplicando compasivamente no ser despedido, no ser proyectado.
No pasó tiempo. Pero costó un rato. Su terror empezó a cambiar. Se transformó en sí mismo sutilmente. Recordó quién era. Ted Barton. Dónde estaba. Colgaba de su pie derecho, más allá del universo. ¿Quién le sujetaba? Ormazd, el dios que él había liberado.
Una torpe cólera se agitó en él. Había libertado a Ormazd. Y de algún modo había sido barrido en la parábola de Ormazd. Mientras el dios ascendía él se vio arrastrado consigo.
El dios era inexpresivo. Barton no podía leer sentimiento, compasión. Pero él no quería compasión. Él estaba claramente loco. Toda la cosa ardía suelta en su interior, un simple pensamiento hirviendo y subiendo furioso. Sonó sobre él alto y claro.
—¡Ormazd! —su pensamiento tronó en el vacío. Las reverberaciones volvieron hacia él como eco, le hicieron vibrar—. ¡Ormazd! —su pensamiento se vio reforzado, consiguiendo cuerpo y peso; creció el valor y se inflamó su cólera—. ¡Ormazd, vuélveme a mi sitio!
No tuvo efecto.
—¡Ormazd! —gritó—. «¡Recuerda Millgate!»
Silencio.
Luego la presencia se disolvió. Volvió a caer, abajo y abajo. Una vez más, puntos luminosos vagaron a través suyo. Su ser recuperó en sí mismo y cayó como lluvia cálida.
Y entonces chocó.
El impacto fue terrible. Rebotó, gritó de dolor y se vio atrapado. Se formaron formas. Calor. Una llama blanca, cegadora. El firmamento. Árboles, oscuridad y penumbra en el crepúsculo matutino, extrañamente iluminado todo por fuego danzante, el polvoriento camino bajo suyo.
Se extendió en su espalda, cayó plano. La horda de Ahriman de ratas y muñequitos ondulaba hacia él; pudo oír sus zarpas escarbando más fuerte, el ruido creciendo en un estrépito ansioso. Todo el mundo, la tierra, sus sonidos y olores.
No había pasado tiempo. El cuerpo vacío del doctor Meade aún se tambaleaba ante él, todavía en pie. Se fraccionó y cayó hacia atrás, retorcido, descartado y olvidado. Luego, lentamente, se derrumbó; un montoncito de calcinadas cenizas, partículas desperdiciadas, como todo lo demás, a su alrededor. Estaba completamente seco, como el tronco ardiente de pura energía libre por si misma.
—Gracias a Dios —murmuró Barton con aspereza. Logró tambalearse y se dejó caer plano. Los agitados tentáculos de podredumbre, las extensiones de Ahriman, se deslizaban y palpaban la colina, a pocos metros de él. Tocaron los calcinados cadáveres de ratas, muñequitos y víboras que Ormazd había dejado tras sí y luego siguieron. Recorrieron poco a poco el camino codiciosos hacia Barton, pero era demasiado tarde.
Barton se arrastró hasta lugar seguro, se agazapó y contuvo el aliento. En el cielo, el dios Ormazd corría para dar batalla. Ahriman recuperó sus extensiones haciéndola retroceder como cintas de goma, dándose cuenta de súbito del peligro. En un instante se cerraron distancias sumamente enormes para la comprensión humana.
El fragmento, visto de rechazo por los ojos mortales de Barton, indicaba que iba a ser todo un combate.
Los contornos de los dos dioses eran todavía apenas visibles, mientras el sol dejaba las montañas y comenzaba a iluminar el mundo. Habían crecido de prisa. En un breve destello, como un billón de soles estallando, los dos dioses se habían extendido más allá de los límites de la Tierra. Una pausa momentánea y luego el impacto. Todo el universo estremeciéndose. Se enfrentaron cuerpo a cuerpo, con las cabezas gachas. Una situación directa e ineludible, uno contra el otro. El ser destellante que era Ormazd. El vacío gélido que era «ello», el destructor cósmico, tratando de tragarse a su hermano y absorberle.
Sería o pasaría largo tiempo antes de que terminara la batalla. Como Meade había dicho, probablemente unos cuantos billones de años más.
Las abejas llegaban en vastas oleadas. Pero ya no importaba. El valle —toda la Tierra —había sido sobrepasado. El campo de batalla se extendió. Lo ocupaba todo, cada partícula de materia del universo y quizás más allá del universo. Las ratas se escurrieron salvajes, cubiertas de fieras y picantes abejas. Los muñequitos trataron de cobijarse, esgrimiendo frenéticamente sus espadas. Por cada aguja empuñada por un puño diminuto había cincuenta furiosas abejas. Era una batalla perdida.
Y, cosa interesante, algunos de los muñequitos volvían a convertirse en informes montoncitos de arcilla.
Las serpientes eran lo peor. Aquí y allá unos cuantos Vagabundos que permanecían las apedrearon y las aplastaron con los pies. Le pareció bien ver a una chica rubia, delgada y de ojos azules aplastar a una serpiente bajo el agudo tacón de su zapatito. El mundo volvía a su adecuada órbita, ¡por fin!
—¡Barton! —una voz penetrante gritó cerca de su pie—. Veo que tuviste éxito. Aquí, detrás de la piedra. No quiero salir hasta que la cosa esté segura.
—Estás segura —dijo Barton. Se agachó y la cogió la mano—. Sube.
El muñequito salió rápidamente. Había habido un cambio, incluso en el breve espacio de tiempo desde que la viera por última vez. La alzó donde la pudiera mirar mejor. El sol de la mañana brillaba en sus miembros desnudos. Humedad y rocío. Un cuerpo ligero y esbelto que le dejó sin aliento.
—Es duro creer que tengas sólo trece años —dijo despacio.
—No los tengo —fue la urgente respuesta. Giró hacia un lado y otro su maravilloso cuerpo para que pudiera verla mejor—. Carezco de edad, Teddy querido. Pero voy a necesitar un poco de ayuda exterior. Todavía hay una fuerte impresión dejada por «ello» en este material. Claro que rápidamente se desvanece.
Barton llamó a Christopher. El anciano cojeó penoso hasta acercarse.
—Barton —jadeó—. ¿Está usted bien?
—Estoy perfectamente. Pero aquí tenemos un problemita.
Ella estaba emergiendo, reformando la arcilla que construía su cuerpo actual. Pero le iba a costar tiempo, la forma era definitivamente la de una mujer. No de una niña, como la recordaba. Pero aquello fue una distorsión, no lo verdadero.
—Eres la hija de Ormazd —dijo de pronto.
—Soy Armaiti —respondió la figurita—. Su única hija —bostezó, arqueó su esbelto torso, extendió sus lánguidos brazos. Luego, bruscamente, saltó de la mano de Barton a su hombro—. Ahora, si los dos queréis ayudarme, trataré de recuperar mi forma normal.
—¿Como Él? —Barton estaba abrumado—. ¿Tan grande como eso?
Ella rió, un sonido puro y tintineante.
—No. Él vive en el universo. Yo vivo aquí. ¿No lo sabes? El mandó a su única hija a vivir en la Tierra, esta es mi casa.
—¿Así que fuiste quien me trajo aquí? ¿A través de la barrera?
—Oh, mucho más que eso.
—¿Qué quieres decir?
—Te envié aquí antes del Cambio. Soy responsable de tus vacaciones. De cada curva que diese tu coche. Del pinchazo que tuviste cuando trataste de mantenerte en la autopista a Raleigh.
Barton hizo una mueca.
—Me costó dos horas arreglar el pinchazo. Fue entre dos estaciones de servicio y había algo malo en el gato. Luego fue demasiado tarde para proseguir. Tuvimos que volver a Richmond y pasar la noche.
La risa cantarina de Armaiti volvió a sonar.
—Fue lo mejor que pude pensar en aquel momento. Te manipulé aquí, todo el camino hasta el valle. Retiré la barrera para que pudieras entrar.
—Y cuando intenté salir...
—Había vuelto a su sitio, claro. Siempre está allí, a menos que uno u otro desee quitarla. Peter tenía para poder entrar y salir. Lo mismo que yo, pero Peter nunca lo supo.
—Tú sabías que los Vagabundos no tendrían éxito. Sabías que la reconstrucción funcionaría pero que los mapas y modelos y diseños fracasarían.
—Sí. Lo supe incluso antes del Cambio —la voz de Armaiti era suave—. Lo siento, Teddy. Trabajaron años, construyeron planearon y se mataron. Pero había sólo un camino. Mientras Ahriman estuviese aquí, mientras se mantuviera el acuerdo y Ormazd se sujetase a sí mismo a las condiciones...
—En todo esto la ciudad era una minucia —interrumpió Barton—. A ti no te interesaba particularmente, ¿verdad?
—No opines eso —dijo con suavidad Armaiti—. Era pequeña comparada con el gran cuadro. Pero es «parte» de la imagen mayor. El forcejeo es vasto; mucho mayor de lo que tú puedas experimentar. Yo misma nunca he visto su real extensión, las regiones finales a las que ha entrado. Sólo ellos dos lo ven como es en realidad. Tu humildad es importante. Nunca quedó olvidada. Sólo que...
—Sólo que tenía que esperar su turno —Barton guardó silencio durante un instante. Por último dijo—: De todas maneras, ahora sé por qué me trajiste aquí —sonrió un poco— Es una maldita cosa pensar que Peter era capaz de hacerme doblar la cabeza. De otro modo yo hubiese tenido un recuerdo en el que trabajar.
—Hiciste muy bien tu trabajo —dijo Armaiti.
—¿Y ahora qué? Ormazd ha vuelto. Ahí están ambos, en algún lugar. La capa de distorsión comienza a debilitarse. ¿Y tú qué?
—No puedo quedarme —dijo Armaiti—. Si piensas eso y sé perfectamente lo que pasa por tu cabeza.
Barton se aclaró la garganta, embarazado.
—Tuviste forma humana una vez. ¿No podrías añadir unos cuantos años a...?
—Me temo que no. Lo siento, Teddy.
—¡No me llames Teddy!
Armaiti soltó una carcajada.
—Está bien, señor Barton —durante un momento acarició su muñeca con sus deditos. De pronto dijo—: ¡Bueno! ¿Estás preparado?
—Creo que sí —Barton de mala gana la depositó en el suelo. Christopher y él se sentaron a ambos lados—. ¿Qué se supone que debemos hacer? No conocemos tu forma verdadera.
Había un débil rastro de tristeza, casi de cansancio en la cantarina voz de Armaiti cuando respondió.
—Yo pasé por muchas formas en mi tiempo. Cada tamaño y forma posible. Cualquiera que tú pensases sería la más apropiada.
—Estoy preparado —murmuró Christopher.
—Está bien —asintió Barton. Comenzaron su concentración, las caras intensas, los cuerpos rígidos. Los ojos del anciano parecían salirse de sus órbitas; sus mejillas se volvieron violeta. Barton le ignoró y enfocó su propia mente con todas las fuerzas que le quedaban. Durante un tiempo no pasó nada. Barton jadeó en busca de aire, aspiró otra bocanada y recomenzó. La escena ante sí, Christopher, el muñequito de diez centímetros, oscilaron y se enturbiaron.
Luego, despacio, imperceptiblemente, empezó.
Quizás la imaginación de Christopher era superior a la suya. Era mucho mayor; probablemente tenía más experiencia y tiempo en que pensar, en cualquier caso, lo que emergió entre ellos profundamente abrumó a Barton. Ella era exquisita. Increíblemente bella. Se detuvo en su concentración y se quedó boquiabierto.
Durante un momento ella permaneció entre ellos, las manos en las caderas, la barbilla alta, cascadas de pelo negro cayendo sobre sus desnudos y blancos hombros. Un cuerpo destellante y esbelto, reluciendo bajo el sol de la mañana. Inmensos ojos oscuros. Una piel atrayente. Senos que crecían, firmes y orgullosos, como fruta madura.
Barton cerró los ojos débilmente. Ella era la esencia de la generación. El estallante poder de la mujer, de toda la vida. Él miraba a la fuerza, a la energía detrás de todas las cosas que crecen, de toda creatividad. Una «viveza» increíblemente potente y equilibrada latía en radiantes ondas.
Eso fue lo último que vio de ella. Ya se marchaba. Una vez, oyó su risa, rica y melodiosa. Reverberó, pero ella se disolvía con rapidez. Se fundía con el suelo, los árboles, las brillantes arbustos y zarzas. Ella manaba rápidamente hacia ellos, un río líquido de vida pura, absorbiéndose a sí misma en el húmedo suelo. Parpadeó, se frotó los ojos y por un momento apartó la cara.
Cuando volvió a mirar ella se había ido.
XV
Era la tarde. Barton, lentamente, maniobró su polvoriento y amarillo Packard a través de las calles de Millgate. Aún llevaba su arrugado traje gris, pero se había afeitado, bañado y descansado después del extraordinario esfuerzo de la noche. Considerando todas las cosas, se sentía perfectamente bien.
Mientras pasaba por el parque disminuyó hasta casi detenerse. Una oleada cálida de satisfacción se alzó en su interior: una especie de orgullo personal. Ahí estaba. Precisamente como debía haber sido. Parte del plan original. De nuevo de vuelta, después de todos los años. Como él lo había arreglado.
Los niños corrían arriba y abajo por los senderos. Uno estaba sentado al borde de la fuente, quitándose con cuidado los zapatos. Había un par de cochecitos infantiles. Ancianos, las piernas extendidas, leyendo periódicos.
Eran verdaderas personas. La zona de reconstrucción, después de que Ahriman se fuera, reanudó su expansión. Más y más personas, lugares, edificios, calles, estaban siendo recuperadas. En pocos días esto ocuparía todo la calle.
Marchó por la calle principal. A un extremo el cartel aún decía Jefferson Street. Pero al otro el primer y antiguo letrero del Central Street había comenzado ya aparecer en su sitio.
Allí estaba el banco. El viejo Banco Comercial de Millgate de ladrillo y cemento. Como siempre estuvo. La casa de té de señoras había desaparecido... para siempre si las cosas iban bien, allá afuera en el profundo espacio. Ya los hombres entraban y salían por el amplio portal. Y sobre la puerta, reluciendo bajo el sol de la tarde, estaba la llanta de hierro de Aaron Northrup.
Barton continuó por Central. Ocasionalmente, la transición había producido extraños resultados. La verdulería estaba sólo a medias; el lado derecho era la marroquinería de Doyle. Unas cuantas turbadas personas estaban plantadas alrededor, perdidos en su extrañeza. El Cambio retrocedía de prisa, probablemente resultaría raro caminar en una tienda que pertenecía a dos mundos separados, uno a cada extremo.
—¡Barton! —gritó una voz familiar. Barton detuvo el coche. Will Christopher salió del «Magnolia club», con un jarro de cerveza en una mano, una sonrisa animosa en su curtido rostro—. ¡Espere! —gritó excitado—. Mi tienda volverá en cualquier momento. ¡Mantenga los dedos cruzados!
Tenía razón. La lavandería comenzaba a enturbiarse. Las lenguas agitadas estaban llegando casi a ella. En la puerta inmediata, el antiguo y envejecido «Magnolia Club» ya había comenzado a desaparecer. Dentro de su moribundo contorno, una forma distinta, más limpia, se alzaba. Christopher miraba esto con sentimientos mezclados.
—Voy a echar de menos ese lugar —dijo—. Después de que uno ha estado acudiendo a un sitio durante dieciocho años...
Su jarro de cerveza desapareció. Al mismo tiempo los últimos tableros envejecidos del «Magnolia club» dejaron de ser, gradualmente, una zapatería de aspecto respetable osciló y comenzó a endurecer sus formas, allá donde el bar de mala muerte estuviera.
Christopher maldijo con desaliento. Bruscamente se encontró sujetando un zapato de mujer de tacón alto por el empeine.
—Usted es el siguiente —dijo Barton divertido—. Allá va la lavandería. Ahora no tardará mucho.
Ya podía ver la débil estructura del taller de Will, emergiendo del interior, Y a su lado, el anciano también cambiaba. Christopher estaba fijo en su tienda; no pareció darse cuenta de sus propias alteraciones. Su cuerpo se enderezó, perdió su cualidad desmadejada. Su piel se aclaró y adquirió un lustro reluciente que Barton jamás había visto antes. Su ojos brillaron. Sus manos se hicieron mas tranquilas. Su sucia americana y pantalones fueron substituidos por una camisa azul de trabajo, pantalones también de la misma tela y un delantal de cuero.
Los últimos rastros de lavandería desaparecieron. Se había ido... y llegó el taller de reparaciones de Will.
Aparatos de televisión destellaron en los limpios y modernos escaparates. Era una tienda estupenda y a la moda, con letrero luminoso. Los transeúntes se detenían ya para mirar felices los géneros del escaparate; un par de ellos entraron en la tienda. Hasta ahora, era la tienda más bonita a lo largo del Central Street.
Christopher se puso impaciente. Estaba ansioso de entrar a su trabajo. Intranquilo, jugueteó con un destornillador, una de las pocas herramientas que llevaba en el cinturón de trabajo.
—Estoy montando un televisor —explicó a Barton—. Aguardo a que me venga el tubo de imagen para colocarlo.
—Está bien —dijo Barton sonriendo—. Entre. Yo no quiero entretenerle.
Christopher miró a Barton con amistosa sonrisa, pero había una débil sombra de duda comenzando a retorcerse a través de sus rasgos bonachones.
—Está bien —bramó cordial—. Le veré, señor...
—¡Señor! —repitió Barton estupefacto.
—Le conozco —murmuró pensativo Christopher—, pero no puedo localizar su cara.
La tristeza se apoderó de Barton.
—Que me condene...
—Me imagino que he hecho algún trabajito para usted. Conozco su cara, pero no sitúo las circunstancias...
—Yo vivía aquí.
—Se trasladó, ¿verdad?
—Sí, mi familia se trasladó a Richmond. Eso fue hace mucho tiempo. Cuando era niño. Nací en este pueblo.
—¡Claro! Solía verle a usted. Veamos, ¿cómo diablos se llama? —Christopher frunció el ceño—. Ted no sé cuántos. Ha crecido. En aquellos días era un chavalillo. Ted...
—Barton.
—Claro —Christopher le estrechó la mano—. Me alegro de que haya vuelto, Barton. ¿Va a quedarse mucho tiempo?
—No —dijo Barton—. He de marcharme.
—¿Vino de vacaciones?
—Eso mismo.
—Mucha gente suele venir —indicó Christopher la carretera; ya se veían coches aparecer por ella—. Millgate es una comunidad en plena expansión.
—Sí, muy viva —admitió Barton.
—Fíjese, tengo la tienda preparada para atraer a los automovilistas de paso. Me imagino que ahora hay más tráfico saliendo y entrando a la ciudad a cada momento que pase.
—Yo opino lo mismo —admitió Barton. Estaba pensando en el estropeado camino, las hierbas, el camión de madera derrumbado. Habría más tráfico, de acuerdo, Millgate había estado cortado del mundo dieciocho años; era necesario que recuperara el tiempo.
—Tiene gracia —dijo Christopher despacio—. Mire, estoy seguro de que pasó algo. No hace mucho. Algo en que usted y yo estuvimos mezclados.
—¿Eh? —exclamó Barton esperanzado.
—Tenía que ver con mucha gente. Y con un doctor. El doctor. El doctor Morris. O Meade. Pero no hay ningún doctor Meade en Millgate. Sólo el viejo doctor Dolan. ¡Y había animales!
—No se preocupe por eso —dijo Barton, sonriendo un poquito. Puso en marcha el Packard—. Hasta la vista, Christopher.
—Déjese caer cuando vuelva usted por aquí otra vez.
—Lo haré —respondió Barton, adquiriendo velocidad. Tras él Christopher agitó la mano. Barton respondió al gesto. Al cabo de un momento Christopher se volvió y entró apresurado en su tienda de radios, alegre de volver a su trabajo. El fuego inflamatorio había acabado con él; estaba del todo restaurado.
Barton condujo despacio. El almacén y su quisquilloso y viejo propietario habían desaparecido. Eso le alegró. Millgate estaba mejor sin ambas cosas.
Su Packard se detuvo junto a la pensión de la señora Trilling. O mejor, de lo que antaño fue pensión de la señora Trilling, Ahora era una tienda de venta de automóviles. Fords nuevos, brillantes, tras un enorme escaparte. Estupendo. Lo adecuado.
Este era Millgate como sería, como lo hubiese si Ahriman no interviene. La lucha aún continuaría a través del universo, pero en este lugar, el Dios de la luz había triunfado. No absolutamente, quizás, pero casi.
Aumentó la velocidad y comenzó la larga ascensión por el lado de la colina, hacia el paso y la autopista de más allá. La carretera está bien rasgada y cubierta de hierbajos. Un pensamiento súbito le asaltó; ¿qué había de la barrera? ¿Estaba aún todavía?
No. El camión de madera y su cargamento derramado de troncos había desaparecido. Sólo unas cuantas hierbas dobladas para mostrar su antiguo emplazamiento. Eso lo provocó la curiosidad. ¿Qué clase de leyes ataban a los dioses? Jamás había pensado en eso antes, pero evidentemente había ciertas cosas que las divinidades tenían que hacer, una vez aceptaran realizarlas.
Mientras conducía cubriendo las curvas y giros a un lado de las montañas, se le ocurrió que el plazo de veinticuatro horas fijado por Peg había transcurrido. Probablemente estaría de regreso a Richmond por ahora. Conocía a Peg; sabía que hacía cuanto decía. La próxima vez que se reuniera sería ante el tribunal de Nueva York.
Barton se acomodó girándose contra el cálido asiento. Posiblemente no volvería a su vida tal y como fue. Él queda afuera. Todo «eso» había terminado. Tenía que enfrentarse a la verdad.
Y, de todas maneras, Ted pareció un poco torpe, considerándolo todo.
Recordaba a un cuerpo esbelto y reluciente. Una forma ágil difundiéndose a sí misma en el suelo húmedo de las primeras horas de la mañana. Un destello de pelo negro y ojos mientras se le escapaba, perdiéndose en la Tierra, que era su hogar. Labios rojos, dientes blancos. Un brillar de miembros desnudos... y luego desapareció.
¿Desapareció? Armaiti no se había ido. Estaba en todas partes. En todos los árboles, en los campos verdes y lagos y bosques. En los valles fértiles y en las montañas que le rodeaban. Ella estaba por debajo y en su torno. Ella llenaba el mundo entero. Ella vivía allí. Pertenecía allí.
Dos pronunciadas montañas se separaban delante, cortadas por el camino. Barton pasó despacio entre ellas. Firmes colinas, ricas y llenas, picos idénticos luciendo cálidos bajo el sol de la tarde.
Barton suspiró. Tendría recuerdos de ella por todas partes.
FIN