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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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lunes, 1 de julio de 2013

Ray Bradubury - Y la Roca Gritó

Ray Bradubury - Y la Roca Gritó




       Las reses muertas, colgadas al sol, vinieron rápidamente hacia ellos. 
     Vibraron, calientes y rojas, en el aire verde de la selva, y 
     desaparecieron. El hedor entró en ráfagas por las ventanillas del 
     automóvil. Leonora Webb apretó rápidamente el botón que alzó el cristal 
     con un suspiro.
     -Dios santo -dijo -, esas carnicerías al aire libre.
     El olor había quedado en el coche, un olor a guerra y horror.
     -żHas visto las moscas? -preguntó la mujer.
     -En estos mercados, cuando compras carne -dijo John Webb -, tienes que 
     golpearla con las manos. Sólo así puedes mirarla, cuando las moscas se han 
     ido. 
     En el camino verde, húmedo y selvático apareció una curva.
     -żCrees que nos dejarán entrar en Juatala?
     -No sé.
     -ĄCuidado!
     Webb vio demasiado tarde los objetos brillantes que atravesaban parte del 
     camino. No pudo esquivarlos. El neumático de una rueda delantera lanzó un 
     terrible suspiro. El coche dio un salto y se detuvo.
     John Webb salió del coche. La selva se alzaba cálida y silenciosa, y la 
     carretera se extendía desierta, muy desierta y tranquila bajo la luz alta 
     del sol.
     Caminó hasta el frente del coche y se inclinó hacia la rueda, con una mano 
     en el revólver bajo el brazo izquierdo.
     El cristal de Leonora descendió relampagueando.
     -żEstá muy estropeada la cubierta?
     -ĄArruinada, totalmente arruinada!
     Webb alzó el objeto brillante que había abierto y desgarrado el neumático.
     -Trozos de machete roto -dijo - clavados en listones de adobe y apuntados 
     a las ruedas de nuestros autos. Tenemos suerte de que no nos hayan 
     estropeado todas las cubiertas.
     -Pero, żpor qué?
     -Lo sabes tan bien como yo.
     Webb seńaló con un movimiento de cabeza el periódico extendido junto a su 
     mujer, la fecha de los titulares.
     4 DE OCTUBRE DE 1963: ĄESTADOS UNIDOS Y EUROPA EN SILENCIO!
     Las radios de los EE.UU. y Europa han callado. Reina un gran silencio. La 
     guerra se ha devorado a sí misma.
     Se cree que ha muerto la mayor parte de la población de los Estados Un 
     Ądos. Se supone que la población de Europa, Rusia y Siberia ha sido 
     igualmente diezmada. Los días de la raza blanca en la tierra han terminado.
     -Todo fue tan rápido -dijo Webb -. Una semana antes estábamos de 
     vacaciones, descansando de las fatigas del hogar. A la semana siguiente... 
     esto.
     El hombre y la mujer alzaron la vista de los grandes titulares y miraron 
     la selva.
     La selva les devolvió vastamente la mirada, con un silencio de musgos y 
     hojas, con un billón de ojos de insecto, de esmeralda y diamantes.
     -Ten cuidado, Jack.
     John Webb apretó dos botones. Un elevador automático silbó bajo las ruedas 
     delanteras y sostuvo el coche en el aire. Webb metió nerviosamente una 
     llave en la taza de la rueda derecha. La cubierta, junto con un aro 
     metálico, saltó de la rueda con un ruido de succión. Bastaron pocos 
     segundos para instalar la rueda de repuesto y llevar rodando la cubierta 
     desgarrada al compartimento de equipajes. Webb hizo todo esto con el 
     revólver en la mano.
     -No te quedes afuera, por favor, Jack.
     -Así que ya ha empezado. -Webb sintió el ardor del sol en el cuero 
     cabelludo.- Cómo corren las malas noticias.
     -Por Dios -dijo Leonora -. ĄPueden oírte!
     Webb clavó los ojos en la selva.
     -ĄSé que están ahí! -gritó.
     -ĄJack!
     El hombre volvió a gritarle a la selva silenciosa.
     -ĄLos veo!
     Disparó su pistola, cuatro, cinco veces, rápidamente, furiosamente.
     La selva devoró las balas estremeciéndose apenas, con un leve ruido, como 
     si alguien desgarrase una pieza de seda. Las balas se hundieron y 
     desaparecieron en un millón de hectáreas de hojas verdes, árboles, 
     silencio y tierra húmeda. El eco de los tiros murió rápidamente. Sólo se 
     oía el murmullo del tubo de escape. Webb caminó alrededor del coche, entró 
     y cerró la portezuela.
     Ya en su asiento, volvió a cargar el revólver y se alejaron de aquel sitio.
     Viajaban velozmente.
     -żViste a alguien?
     -No. żY tú?
     La mujer sacudió la cabeza.
     -Vamos muy rápido.
     Webb aminoró la marcha justo a tiempo. Al volver una curva, aparecieron 
     otra vez aquellos objetos brillantes, ocupando el lado derecho del camino. 
     Webb desvió el coche hacia la izquierda, y pasaron.
     -ĄHijos de perra!
     -No son hijos de perra. Son sólo gente que nunca tuvo coches como éste, ni 
     ninguna otra cosa.
     Algo golpeó levemente el vidrio delantero.
     Un líquido incoloro rayó el vidrio.
     Leonora alzó los ojos.
     -żVa a llover?
     -No. Fue un insecto.
     Otro golpecito.
     -żEstás seguro que fue un insecto?
     Otro golpe, y otro y otro.
     -ĄCierra la ventanilla! -dijo Webb, acelerando.
     Algo cayó en el regazo de Leonora. Leonora bajó la cabeza y miró. Webb se 
     inclinó para tocarlo.
     -ĄRápido!
     Leonora apretó el botón. La ventanilla se cerró bruscamente.
     Luego Leonora volvió a mirarse el regazo.
     El diminuto dardo de cerbatana brillaba sobre su falda.
     -Que no te toque el líquido -dijo Webb -. Envuelve el dardo en tu pańuelo. 
     Lo tiraremos más tarde.
     El coche corría a cien kilómetros por hora.
     -Si nos encontramos otra vez con esos obstáculos, estamos perdidos.
     -Se trata de algo local -replicó Webb -. Saldremos de esto.
     Seguían los golpes. En el parabrisas se sucedían las descargas.
     -ĄPero ni siquiera nos conocen! -exclamó Leonora Webb.
     -Ojalá nos conociesen. -Las manos de Webb apretaron el volante.- Matar a 
     gente conocida es difícil, pero no a extranjeros.
     -No quiero morir -dijo la mujer, simplemente.
     Webb se metió la mano bajo la chaqueta.
     -Si me pasa algo, el revólver está aquí, úsalo, por amor de Dios, y no 
     pierdas tiempo.
     Leonora se acercó a su marido y corrieron a ciento veinte kilómetros por 
     hora por el camino, ahora recto, que atravesaba la selva, sin decir una 
     palabra.
     Con las ventanillas levantadas, el interior del coche era un horno.
     -Era tan tonto todo eso -dijo Leonora al fin - Poner cuchillos en el 
     camino. Tratar de herirnos con dardos. żCómo pueden saber que el coche que 
     va a pasar lleva gente blanca?
     -No les pidas que sean lógicos -dijo Webb -. Un coche es un coche. Es 
     grande, es lujoso. El dinero de un coche les duraría toda la vida. Y 
     además, si logran detener un coche, pueden sorprender a un turista 
     americano o un rico espańol, cuyos antecesores podrían haberse comportado 
     mejor. Y si detienen a otro indígena, diablos, se le ayuda a salir del 
     apuro y cambiar las ruedas.
     -żQué hora es? -preguntó Leonora.
     Webb se miró por milésima vez la muńeca desnuda. Inexpresivamente, sin 
     mostrarse sorprendido, se puso a pescar con una mano el brillante reloj de 
     oro que llevaba en un bolsillo del chaleco. Un ańo antes un nativo había 
     clavado los ojos en ese reloj, y lo había mirado fijamente, fijamente, 
     casi como con hambre. Luego el nativo lo había examinado a él, sin burla, 
     sin odio, ni triste ni alegre, sólo perplejo.
     Webb se había quitado aquel día el reloj y nunca, desde entonces, había 
     vuelto a usarlo en la muńeca.
     -Mediodía -dijo.
     Mediodía.
     La frontera apareció ante ellos. La vieron y los dos lanzaron un grito, a 
     la vez. Se acercaron, sonriendo, sin saber por qué sonreían...
     John Webb sacó la cabeza por la ventanilla, comenzó a hacerle seńas al 
     guarda del puesto fronterizo, y luego, dominándose, salió del coche. 
     Caminó hacia la estación. Tres hombres jóvenes, muy bajos, vestidos con 
     terrosos uniformes, hablaban de pie. No miraron a Webb, que se detuvo ante 
     ellos. Continuaron conversando en espańol, ignorándolo.
     -Perdón -dijo John Webb al fin -. żPodemos cruzar la frontera hasta 
     Juatala?
     Uno de los hombres se volvió un momento hacia Webb.
     -Lo siento, seńor
     Los tres hombres volvieron a hablar.
     -Usted no entiende -dijo Webb, tocando el codo del primer hombre - Tenemos 
     que pasar.
     El hombre sacudió la cabeza.
     -Los pasaportes ya no sirven. żY por qué van a dejar nuestro país de todos 
     modos?
     -Lo anunciaron por radio. Todos los norteamericanos tienen que dejar el 
     país en seguida.
     -Ah, sí, sí.
     Los tres soldados se miraron de soslayo con los ojos brillantes.
     -0 serán multados o encarcelados, o ambas cosas -dijo Webb.
     -Podemos dejarles cruzar la frontera, pero en Juatala les darán 
     veinticuatro horas para que se vayan también. Si no lo cree, Ąescuche! -El 
     guarda se volvió y llamó a través de la frontera ĄEh! ĄEh!
     En pleno sol, a cuarenta metros de distancia, un hombre que se paseaba 
     lentamente, con el rifle en los brazos, se volvió hacia ellos.
     -Hola, Paco, żquieres a estos dos?
     -No, gracias, gracias, no -replicó el hombre del rifle, sonriendo.
     -żVe usted? -dijo el guarda volviéndose hacia John Webb.
     Los tres soldados se rieron.
     -Tengo dinero -dijo Webb.
     Los tres hombres dejaron de reír.
     El primer guarda se adelantó hacia John, y su cara no era ahora lánguida 
     ni condescendiente. Parecía una piedra oscura.
     -Sí -dijo -. Siempre tienen dinero. Ya lo sé. Vienen aquí y piensan que 
     con ese dinero se consigue todo. żPero qué es el dinero? Es sólo una 
     promesa, seńor. Lo he leído en los libros. Y cuando alguien ya no cree en 
     promesas, żqué pasa entonces?
     -Le daré lo que quiera.
     -żSí? -El guarda miró a sus compańeros.- Me dará lo que yo quiera. -Y 
     ańadió dirigiéndose a Webb:- Es Ąin chiste. Siempre fuimos un chiste para 
     ustedes, żno es cierto?
     -No.
     -Mańana, y se reían (le nosotros. Se reían de nuestras siestas y nuestros 
     mańanas, żno es así?
     -No era yo. Algún otro.
     -Sí, usted.
     -Nunca he estado en este puesto.
     -Yo sin embargo lo conozco. Venga aquí, haga esto, haga aquello. Oh, tome 
     Un peso, cómprese villa casa. Vaya allí, haga esto, haga aquello.
     -No era yo.
     -Se parecía a usted de todos modos.
     Estaban en el -sol, con las oscuras sombras tendidas a sus pies, y la 
     transpiración les coloreaba las axilas. El soldado se acercó todavía más a 
     Webb.
     -Ya no tengo que hacer cosas para usted.
     -Nunca las hizo. Nunca se las pedí.
     -Está usted temblando, seńor.
     -Estoy muy bien. Es el sol.
     -żCuánto dinero tiene? -preguntó el guarda.
     -Mil pesos para que Ąlos dejen pasar, y otros mil para el hombre del otro 
     lado.
     El guarda se volvió otra vez.
     -żMil pesos es bastante?
     -No -dijo el otro guarda -. ĄDile que nos denuncie! -Sí -dijo el guarda, 
     mirando nuevamente a Webb -. Denúncieme. Hágame despedir. Ya me 
     despidieron una vez, hace ańos por culpa suya.
     -Fue algún otro.
     -Anote mi nombre. Carlos Rodríguez Ysotl Ahora déme dos mil pesos.
     John Webb sacó su cartera y entregó el dinero. Carlos Rodríguez Ysotl se 
     mojó el pulgar y contó lentamente el dinero bajo el cielo azul y barnizado 
     mientras el mediodía se ahondaba en todo el país, y el sudor brotaba de 
     fuentes ocultas, y la gente jadeaba y se fatigaba sobre sus sombras.
     -Dos mil pesos. -El guarda dobló el dinero y se lo puso tranquilamente en 
     el bolsillo.- Ahora den vuelta el coche y busquen otra frontera.
     -ĄUn momento, maldita sea! -exclamó John Webb.
     El guarda lo miró.
     -Dé vuelta el coche.
     Se quedaron así un tiempo, con el sol que se reflejaba en el fusil del 
     guarda, sin hablar. Y luego John Webb se volvió y se alejó lentamente 
     hacia el coche, con una mano sobre la cara, y se sentó adelante.
     -żA dónde vamos? -preguntó Leonora.
     -Al diablo, o a Porto Bello.
     -Pero necesitamos gasolina y asegurar la rueda. Y viajar otra vez por esos 
     caminos... Esta vez pondrán troncos, y...
     -Ya sé, ya sé... -John Webb se frotó los ojos y se quedó un momento con la 
     cara entre las manos.- Estamos solos, Dios mío, estamos solos. żRecuerdas 
     qué seguros nos sentíamos antes? żQué seguros? Invocábamos en todas las 
     ciudades grandes al cónsul americano. żRecuerdas la broma? ŤĄA donde 
     quiera que vayas puedes oír el aleteo del águila!ť ż0 era el sonido de los 
     billetes? Me he olvidado. Jesús, Jesús, el mundo se ha vaciado con una 
     rapidez horrible. żA quién recurriré ahora?
     Leonora esperó un momento y luego dijo:
     -Me tienes a mí. Aunque eso no es mucho.
     Webb la abrazó.
     -Has estado encantadora. Nada de histerias. Nada.
     -Quizá esta noche me ponga a chillar, cuando nos metamos en cama, si 
     volvemos a encontrar una cama. Ha pasado más de un millón de kilómetros 
     desde el desayuno.
     Webb la besó, dos veces, en la boca seca. Luego volvió a recostarse, 
     lentamente.
     -Ante todo hay que buscar gasolina. Si la conseguimos, podemos ir a Porto 
     Bello.
     Pusieron en marcha el coche. Los tres soldados hablaban y reían.
     Un minuto después, ya en viaje, Webb comenzó a reírse suavemente.
     -żEn qué piensas? -le preguntó su mujer.
     -Recuerdo un viejo espiritual. Era algo así:
     Fui a esconder la cara en la Roca, y la Roca gritó: No hay escondites. No 
     hay escondites aquí.
     -Recuerdo -dijo Leonora.
     -Es una canción muy apropiada ahora -comentó Webb -. Te la cantaría entera 
     si la recordase. Tengo ganas de cantar.
     Apretó el acelerador.
     Se detuvieron ante una estación de combustible, y un minuto más tarde, 
     como el encargado no apareciese, John Webb hizo sonar la bocina. Luego, 
     aterrado, sacó la mano del botón de la bocina y la miró como si fuese la 
     mano de un leproso.
     -No debí haberlo hecho.
     El encargado apareció en el umbral sombrío de la estación. Otros dos 
     hombres aparecieron detrás.
     Los tres hombres salieron y caminaron junto al coche, mirándolo, 
     tocándolo, sintiéndolo.
     Las caras de los hombres eran como cobre quemado a la luz del sol. Tocaron 
     las elásticas cubiertas, respiraron el olor nuevo del metal y la tapicería.
     -Seńor -dijo al fin el encargado.
     -Quisiéramos comprar un poco de gasolina, por favor.
     -Se nos acabó, seńor.
     -Pero sus tanques indican que están llenos. Puedo ver la gasolina en los 
     tanques de vidrio.
     -Se nos acabó la gasolina -dijo el hombre.
     -ĄLe pagaré diez pesos el litro!
     -Gracias, no.
     -No tenemos bastante gasolina para salir de aquí. -Webb examinó el 
     indicador.- Ni siquiera un litro. Será mejor que dejemos el coche, vayamos 
     a la ciudad y veamos qué se puede hacer.
     -Le cuidaremos el coche, seńor -dijo el encargado. Si me dejan las llaves.
     -ĄNo podemos dejarle las llaves! -dijo Leonora -. żPodemos?
     -No sé qué otra cosa nos queda. Lo abandonamos en el camino, para que se 
     lo lleve el primero que pase, o se lo dejamos a este hombre.
     -Eso es mejor -dijo el hombre.
     Los Webb salieron del coche y se quedaron un rato mirándolo.
     -Era un hermoso coche -dijo John Webb.
     -Muy hermoso -dijo el encargado, con la mano extendida, esperando las 
     llaves -. Lo cuidaré bien, seńor.
     Leonora esperó un momento y luego dijo:
     -Me tienes a mí. Aunque eso no es mucho.
     Webb la abrazó.
     -Has estado encantadora. Nada de histerias. Nada.
     -Quizá esta noche me ponga a chillar, cuando nos metamos en cama, si 
     volvemos a encontrar una cama. Ha pasado más de un millón de kilómetros 
     desde el desayuno.
     Webb la besó, dos veces, en la boca seca. Luego volvió a recostarse, 
     lentamente.
     -Ante todo hay que buscar gasolina. Si la conseguimos, podemos ir a Porto 
     Bello.
     Pusieron en marcha el coche. Los tres soldados hablaban y reían.
     Un minuto después, ya en viaje, Webb comenzó a reírse suavemente.
     -żEn qué piensas? -le preguntó su mujer.
     -Recuerdo un viejo espiritual. Era algo así:
     Fui a esconder la cara en la Roca, y la Roca gritó: No hay escondites. No 
     hay escondites aquí.
     -Recuerdo -dijo Leonora.
     -Es una canción muy apropiada ahora -comentó Webb -. Te la cantaría entera 
     si la recordase. Tengo ganas de cantar.
     Apretó el acelerador.
     Se detuvieron ante una estación de combustible, y un minuto más tarde, 
     como el encargado no apareciese, John Webb hizo sonar la bocina. Luego, 
     aterrado, sacó la mano del botón de la bocina y la miró como si fuese la 
     mano de un leproso.
     -No debí haberlo hecho.
     El encargado apareció en el umbral sombrío de la estación. Otros dos 
     hombres aparecieron detrás.
     Los tres hombres salieron y caminaron junto al coche, mirándolo, 
     tocándolo, sintiéndolo.
     Las caras de los hombres eran como cobre quemado a la luz del sol. Tocaron 
     las elásticas cubiertas, respiraron el olor nuevo del metal y la tapicería.
     -Seńor -dijo al fin el encargado.
     -Quisiéramos comprar un poco de gasolina, por favor.
     -Se nos acabó, seńor.
     -Pero sus tanques indican que están llenos. Puedo ver la gasolina en los 
     tanques de vidrio.
     -Se nos acabó la gasolina -dijo el hombre.
     -ĄLe pagaré diez pesos el litro!
     -Gracias, no.
     -No tenemos bastante gasolina para salir de aquí. -Webb examinó el 
     indicador.- Ni siquiera un litro. Será mejor que dejemos el coche, vayamos 
     a la ciudad y veamos qué se puede hacer.
     -Le cuidaremos el coche, seńor -dijo el encargado -. Si me dejan las 
     llaves.
     -ĄNo podemos dejarle las llaves! -dijo Leonora -. żPodemos?
     -No sé qué otra cosa nos queda. Lo abandonamos en el camino, para que se 
     lo lleve el primero que pase, o se lo dejamos a este hombre.
     -Eso es mejor -dijo el hombre.
     Los Webb salieron del coche y se quedaron un rato mirándolo.
     -Era un hermoso coche -dijo John Webb.
     -Muy hermoso -dijo el encargado, con la mano extendida, esperando las 
     llaves -. Lo cuidaré bien, seńor.
     -Pero Jack...
     Leonora abrió la puerta de atrás y comenzó a sacar el equipaje. Por encima 
     del hombro de su mujer, John veía los brillantes marbetes, la tormenta de 
     color que había cubierto el cuero gastado después de ańos de viajes, 
     después de ańos en los mejores hoteles de dos docenas de países.
     Leonora tironeó de las maletas, sudando, y John la detuvo, y se quedaron 
     allí, jadeando ante la portezuela abierta, mirando aquellos hermosos y 
     lujosos baúles que guardaban los magníficos tejidos de hilo y lana y seda 
     de sus vidas, el perfume de cuarenta dólares, y las pieles frescas y 
     oscuras, y los plateados palos de golf. Veinte ańos estaban empaquetados 
     en aquellas cajas, veinte ańos y cuatro docenas de papeles que habían 
     interpretado en Río, en París, en Roma y Shangai; pero el papel que habían 
     interpretado con mayor frecuencia, y el mejor de todos, era el de los 
     ricos y alegres Webbs, la gente de la sonrisa perenne, asombrosamente 
     feliz, la que podía preparar aquel cóctel de tan raro equilibrio conocido 
     como Sáhara.
     -No podemos llevarnos todo esto a la ciudad -dijo John -. Volveremos a 
     buscarlo más tarde.
     -Pero...
     John la hizo callar tomándola de un brazo y echando a caminar por la 
     carretera.
     -Pero no podemos dejarlo aquí, Ąno podemos dejar aquí el equipaje y el 
     coche! Oh, escucha. Me meteré y cerraré los cristales mientras vas a 
     buscar gasolina, żpor qué no? -dijo Leonora.
     John se detuvo y miró a los tres hombres junto al coche que resplandecía 
     bajo el sol amarillo. Los ojos de los hombres brillaban y miraban a la 
     mujer.
     ---Ahí tienes la respuesta. Vamos.
     -ĄPero nadie deja así un coche de cuatro mil dólares! -lloré) Leonora.
     John la hizo caminar, llevándola firmemente por el codo, con un serena 
     decisión.
     -Los coches son para viajar en ellos. Cuando no viajan, son inútiles. En 
     este momento tenemos que viajar, eso es todo. El coche sin gasolina no 
     vale un centavo. Un par de buenas piernas tiene hoy más valor que cien 
     coches, si puedes usarlas. Hemos empezado a echar cosas por la borda. 
     Seguiremos arrojando lastre hasta que debamos sacarnos el pellejo.
     Webb soltó el brazo de Leonora, que caminaba tranquila junto a él.
     -Es tan raro. Tan raro. Hace ańos que no camino así. -Leonora miró cómo 
     movía sus propios pies, cómo pasaba el camino a su lado, cómo se abría la 
     selva, cómo su marido se desplazaba rápidamente, hasta que aquel ritmo 
     regular pareció hipnotizarla.- Pero quizá es posible volver a aprenderlo 
     todo -dijo al fin.
     El sol recorría el cielo, y el seńor y la seńora Webb recorrieron un rato 
     la ardiente carretera. De pronto el seńor Webb se puso a pensar en voz 
     alta.
     -Sabes, en cierto modo, pienso que es útil volver a lo esencial. Ya no nos 
     preocupamos por una docena de cosas, sino sólo por ti y por mí.
     -Cuidado, viene un coche... será me jor...
     Se volvieron a medias, dieron un grito, y saltaron. Cayeron a un lado de 
     lit carretera y se quedaron allí, tendidos, mientras el automóvil pasaba a 
     cien kilómetros por hora. Voces que cantaban, hombres que reían, hombres 
     que gritaban y saludaban con las manos. El coche se alejó envuelto en un 
     remolino de polvo y se perdió en una curva, haciendo sonar su o e bocina, 
     una y otra vez.
     Webb ayudó a levantarse a Leonora y los dos, de pie, miraron la carretera 
     tranquila.
     -żLo viste?
     Miraron cómo el polvo se depositaba lentamente.
     -Espero que se acuerden de cambiar el aceite y examinar la batería, por lo 
     menos. Espero que se acuerden de echarle agua al radiador -dijo Leonora, y 
     después de una pausa -: Cantaban, żno es cierto?
     Webb asintió. Miraron 'parpadeando la enorme nube de polvo que descendía 
     sobre ellos como polen amarillo. Las pestańas de Leonora, notó Webb, 
     lanzaban unas lucecitas brillantes.
     -No -dijo -. Eso no. Al fin y al cabo, era sólo una máquina.
     -Yo lo quería mucho.
     -Siempre queremos todo demasiado.
     Siguieron caminando y pasaron junto a una botella rota de vino que 
     perfumaba el aire.
     No estaban lejos del pueblo. La mujer caminaba adelante, el marido detrás, 
     mirándose los pies mientras caminaban, cuando un ruido de latas y vapores 
     y agua hirviendo les hizo volver la cabeza y mirar el camino. Un viejo 
     venía despacio por el camino en un Ford 1929. El coche no tenía 
     guardabarros, y el sol había descascarado y quemado la pintura, pero el 
     viejo conducía con una serena dignidad. Su cara era una sombra pensativa 
     bajo el sucio sombrero de paja, y cuando vio a los Webb, detuvo el coche, 
     que comenzó a humear. El motor se sacudía bajo la capota, y el viejo abrió 
     la chillona portezuela diciendo:
     -No es día para caminar.
     -Gracias -dijeron los Webb.
     -No es nada. -El hombre llevaba un traje de verano viejo y amarillento, 
     con una corbata grasienta anudada con descuido al cuello arrugado. Ayudó a 
     la mujer a subir al asiento de atrás con una graciosa inclinación de 
     cabeza.- Los hombres sentémonos adelante -sugirió, y el marido se sentó 
     adelante, y el coche partió entre temblorosos vapores.
     -Bueno. Me llamo García.
     Presentaciones e inclinaciones de cabeza.
     -żSe les rompió el coche? żVan en busca de auxilio? -dijo el seńor García.
     -Sí.
     -Entonces permítanme que los lleve de vuelta junto con un mecánico 
     -ofreció el hombre.
     Los Webb le dieron las gracias y rechazaron amablemente el ofrecimiento, y 
     el viejo lo repitió, pero después de observar que su interés y 
     preocupación parecían turbar a la pareja, habló muy cortésmente de otra 
     cosa.
     El viejo tocó unos cuantos periódicos que llevaba en las rodillas.
     -żLeen periódicos? Por supuesto. żPero los leen como yo? Dudo que hayan 
     descubierto mi sistema. Pero no, no lo descubrí yo. Más bien el sistema se 
     me impuso. Pero luego de un tiempo vi que era un sistema inteligente. 
     Recibo siempre los periódicos con una semana de atraso. Todos nosotros, 
     aquellos que tienen interés, reciben los periódicos con una semana de 
     atraso, de la capital. Y esta circunstancia da a un hombre ideas claras. 
     Uno cuida sus ideas citando lee un periódico viejo.
     El marido y la mujer le pidieron que siguiese.
     -Bueno -di o el viejo -. Recuerdo cuando viví un mes en la capital y 
     compraba el periódico todos los días. El amor, la ira, la irritación, la 
     frustración me dominaban. Hervían en mí todas las pasiones. Yo era joven. 
     Todo me sacaba de quicio. De pronto comprendí. Creía en todo lo que leía. 
     żLo notaron? żNotaron que uno cree en un periódico recién impreso? Esto ha 
     ocurrido hace una hora, piensa uno. Tiene que ser verdad. -El viejo 
     sacudió la cabeza.- Así que aprendí a retroceder y dejar que el periódico 
     envejeciera y madurara. Aquí, en Colonia, observé que los titulares 
     disminuían hasta desaparecer. El periódico de hace una semana... cómo, si 
     hasta uno podría escupir en él, si quisiese. Es como una mujer que se amó 
     una vez, pero uno ve ahora, días más tarde, que no es como uno creía. 
     Tiene una cara bastante común, y es tan profunda como un vaso de agua.
     El viejo guiaba suavemente el coche, con las manos sobre el volante como 
     sobre las cabezas de sus hijos, con carińo y afecto.
     -De modo que aquí voy, de vuelta a mi casa a leer los periódicos viejos, a 
     mirarlos de soslayo, a jugar con ellos.
     Extendió un periódico sobre las rodillas, lanzándole de cuando en cuando 
     una ojeada mientras conducía. -Qué blanco es este periódico, como la mente 
     de un nińo idiota, pobrecito, se puede poner cualquier cosa en un sitio 
     vacío como éste. Aquí, żven ustedes? El periódico dice que todos los 
     blancos del mundo han muerto. Tonterías. En este mismo momento hay 
     probablemente millones de hombres y mujeres blancos dedicados a almorzar o 
     cenar. Tiembla la tierra, se estremece el pueblo, la gente escapa 
     gritando: ĄTodo se ha perdido! En la población siguiente, la gente se 
     pregunta qué pasa, qué son esos gritos, pues han dormido muy bien esa 
     noche. Ah ah, qué mundo complejo es éste. La gente no sabe qué complejo 
     es. Para ellos es día o es noche. Los rumores corren deprisa. Esta misma 
     tarde todas las aldeas que bordean el camino, detrás y delante de 
     nosotros, están de fiesta. El hombre blanco ha muerto, dicen los rumores, 
     y sin embargo aquí voy yo a la ciudad con dos que me parecen bien vivos. 
     Espero que no les moleste este modo de hablar. Si no hablo con ustedes 
     tendré que hablarle a ese motor de enfrente, que hace mucho ruido al 
     responder.
     Estaban en las afueras de la ciudad.
     -Por favor, seńor -dijo John Webb -, no sería prudente para usted que lo 
     viesen con nosotros. Bajaremos aquí.
     El viejo detuvo el coche de mala gana y dijo:
     -Son ustedes muy amables al pensar en mí. -Se volvió a mirar a la 
     encantadora esposa:- Cuando era joven estaba lleno de vida y proyectos. 
     Leí todos los libros de un francés llamado juras Verne. Veo que lo 
     conocen. De noche yo pensaba que me gustaría ser inventor. Todo eso se ha 
     perdido, nunca hice lo que quería hacer. Pero recuerdo claramente que una 
     de las máquinas que yo quería construir era una que haría que un hombre, 
     durante una hora, pudiera ser cualquier otro hombre. En la máquina había 
     colores y olores y películas, como en un teatro, y se parecía a un ataúd. 
     Uno se metía en el ataúd y apretaba un botón. Y durante una hora uno podía 
     ser esos esquimales que viven en el frío, allá arriba, o un seńor árabe a 
     caballo. Todo lo que sentía un hombre de Nueva York, podía sentirlo uno en 
     la máquina. Todo lo que olía un sueco, podía olerlo uno. Todo lo que 
     saboreaba un chino, podía sentirlo uno en la lengua. La máquina era como 
     otro hombre... żComprenden lo que yo buscaba? Y tocando muchos de esos 
     botones cada vez que entraba en mi máquina, usted podía ser un hombre 
     blanco o un hombre amarillo o un negrito. Hasta se podía ser una mujer o 
     un nińo si uno quería divertirse de veras.
     El marido y la mujer descendieron del coche.
     -żTrató de inventar alguna vez la máquina?
     -Fue hace tanto tiempo. No había vuelto a acordarme hasta hoy. Y hoy pensé 
     que podía sernos útil, que la necesitábamos. Qué lástima que nunca haya 
     intentado construirla. Algún día la construirá algún otro.
     -Algún día -dijo John Webb.
     -Ha sido un placer hablar con ustedes -dijo el viejo -. Que Dios los 
     acompańe.
     -Adiós, seńor García -dijeron los Webb.
     El coche se alejó lentamente, humeando. Los Webb lo miraron irse, un 
     minuto entero. Luego, sin hablar, Webb extendió el brazo y tomó la mano de 
     su mujer.
     Entraron a pie en la pequeńa ciudad de Colonia. Pasaron junto a las 
     tiendecitas, la carnicería, la casa del fotógrafo. La gente se detenía y 
     los miraba pasar y no dejaba de mirarlos hasta perderlos de vista. Cada 
     pocos segundos, mientras caminaba, Webb se metía la mano bajo la chaqueta, 
     para tocar el revólver, secreta, tentativamente, como alguien que se toca 
     un granito que crece y crece hora a hora...
     El patio del Hotel Esposa era fresco como una gruta bajo una cascada azul. 
     En él cantaban las aves enjauladas, y los pasos resonaban como tiros de 
     rifle, claros y limpios.
     -żRecuerdas? Paramos aquí hace ańos -dijo Webb ayudando a su mujer a subir 
     los escalones. Se detuvieron en la gruta fresca, disfrutando de la sombra 
     azul.
     -Seńor Esposa -dijo John Webb cuando un hombre grueso salió de detrás de 
     un escritorio mirándolo de soslayo -. żNo me recuerda? John Webb. Hace 
     cinco ańos... jugamos a las cartas una noche.
     -Por supuesto, por supuesto.
     El seńor Esposa se inclinó y estrechó brevemente las manos. Hubo un 
     silencio incómodo. Webb carraspeó.
     -Hemos tenido algunas dificultades, seńor Esposa. żPodemos alquilar una 
     habitación? Por esta noche solamente.
     -Aquí el dinero de usted siempre tendrá valor.
     -żQuiere decir que nos dará una habitación? Pagaremos con gusto por 
     adelantado. Dios, necesitamos ese descanso. Pero más que eso, necesitamos 
     gasolina.
     Leonora tocó el brazo de su marido.
     -żNo recuerdas? Ya no tenemos auto.
     -Oh, es cierto. -Webb permaneció callado unos instantes y al fin suspiró.- 
     Bueno. No se preocupe por la gasolina. żSale algún autobús pronto para la 
     capital?
     -Todo llegará, a su tiempo -dijo el hombre nerviosamente -. Por aquí.
     Mientras subían las escaleras oyeron un ruido. Miraron hacia afuera y 
     vieron el coche, que daba vueltas y vueltas alrededor de la plaza, ocho 
     veces, cargado de hombres que gritaban y cantaban y se colgaban de los 
     guardabarros, riendo. Nińos y perros corrían detrás del coche.
     -Cómo me gustaría tener un coche como ése -dijo el seńor Esposa.
     En el tercer piso del Hotel Esposa, el gerente sirvió un poco de vino 
     fresco para los tres.
     -Por un cambio -dijo el seńor Esposa. -Brindaré por eso.
     Bebieron. El seńor Esposa se pasó la lengua por los labios y se los limpió 
     en la manga de la chaqueta.
     -Sorprende y entristece ver cómo cambia el mundo. Es insensato, nos han 
     dejado atrás, piensa uno. Es increíble. Y ahora, bueno... Están a salvo 
     por esta noche. Pueden tomar una ducha y cenar bien. No pueden quedarse 
     más de una noche. Esto es todo lo que puedo ofrecerles por lo bondadosos 
     que fueron ustedes conmigo hace cinco ańos.
     -żY mańana?
     -żMańana? No tomen el autobús para la capital, por favor. Hay tumultos en 
     las calles, allá. Han matado a alguna gente del norte. No es nada. Pasará 
     en seguida. Pero hasta entonces, hasta que la sangre se enfríe, deberán 
     tener cuidado. Hay muchos malvados que quieren aprovechar la situación, 
     seńor. En las próximas cuarenta y ocho horas, bajo el disfraz del 
     nacionalismo, esa gente intentará ganar el poder. Egoísmo y patriotismo, 
     seńor. Es difícil distinguir uno de otro. Así que... deberán esconderse. 
     Es un problema. Toda la ciudad sabrá que están aquí antes de unas pocas 
     horas. Puede ser peligroso para mi hotel. No sé.
     -Comprendemos. Es usted muy bueno al ayudarnos tanto.
     -Si necesitan algo, llámenme. -El seńor Esposa se bebió el vino que aún 
     quedaba en su vaso.- Terminen la botella -dijo.
     Los fuegos de artificio comenzaron aquella noche a las nueve. Los cohetes, 
     primero uno y luego otro, se elevaron en el cielo oscuro y estallaron por 
     encima de los vientos edificando arquitecturas de llamas. Cada cohete, en 
     la cima de su curso, se abría desplegando una formación de gallardetes de 
     llamas blancas y rojas, algo parecida a la cúpula de una hermosa catedral.
     Leonora y John Webb, junto a la ventana abierta, miraban y escuchaban 
     desde la habitación en sombras. Pasaba el tiempo, y por todos los caminos 
     y senderos venía más gente a la ciudad y comenzaba a pasearse por la plaza 
     tomada del brazo, cantando, aullando como perros, apretándose como 
     gallinas. Y luego se dejaban caer en las aceras, se sentaban allí, y se 
     reían, con las cabezas echadas hacia atrás, mientras los cohetes 
     estallaban en colores sobre las caras levantadas. Una banda comenzó a 
     soplar y resollar.
     -Aquí nos tienes -dijo John Webb - luego de unos cuantos centenares de 
     ańos de buena vida. Esto es lo que queda de la supremacía blanca... tú y 
     yo en una habitación a oscuras en un hotel situado a quinientos kilómetros 
     tierra adentro en un país en fiesta.
     -Tenemos que ponernos en su lugar.
     -Oh, hace tiempo que lo he hecho. En cierto modo, me alegro de que sean 
     felices. Dios sabe que han esperado bastante. Pero me pregunto cuánto 
     durará esa dicha. Ahora que el chivo expiatorio ha desaparecido, żquién 
     será el culpable de la opresión? żQuién estará tan a mano, quién será tan 
     obviamente culpable como tú y yo y el hombre que ocupó antes que nosotros 
     este mismo cuarto?
     -No sé.
     -Somos tan oportunos. El hombre que alquiló este cuarto el mes pasado era 
     tan oportuno. Un modelo. Se reía de las siestas de los nativos. Rehusaba 
     aprender una pizca de espańol. Que aprendan inglés, por Dios, y que hablen 
     como hombres, decía. Y bebía demasiado y perseguía demasiado a las mujeres 
     del pueblo.
     Webb se interrumpió y se alejó de la ventana. Miró el cuarto.
     Los muebles y adornos, pensó. El sofá donde el hombre puso los zapatos 
     sucios, la alfombra que agujereó con colillas de cigarrillo... Y la mancha 
     húmeda en la pared junto a la cama, Dios sabe por qué o cómo hizo eso. Las 
     sillas rayadas y pateadas. No era su hotel o su habitación; era algo 
     prestado. Y sin ningún valor. Así ese hijo de perra se paseó por todo el 
     país durante cien ańos, un hombre de negocios, una cámara de comercio, y 
     aquí estamos nosotros ahora, bastante parecidos a él como para ser sus 
     hermanos, y allá están ellos, en la noche del baile de la servidumbre. No 
     saben, y si lo saben no quieren pensarlo, que mańana serán tan pobres como 
     hoy, que estarán tan oprimidos como siempre, que la máquina apenas se 
     habrá movido hasta el otro diente del engranaje.
     Ahora la banda había dejado de tocar, y un hombre había subido de un 
     salto, gritando, a la plataforma. Hubo un resplandor de machetes en el 
     aire y el brillo oscuro de unos cuerpos semidesnudos.
     El hombre de la plataforma volvió la cara al hotel y miró la habitación 
     oscura donde John y Leonora Webb habían retrocedido, alejándose de las 
     luces intermitentes.
     El hombre gritó.
     -żQué dice? -preguntó Leonora.
     -ŤÉste es un mundo libreť -tradujo John Webb.
     El hombre aulló.
     John Webb volvió a traducir:
     -ŤĄSomos libres!ť
     El hombre se alzó en puntas de pie e hizo el ademán de romper unas esposas.
     -ŤNadie es dueńo de nosotros, nadie en el mundo,> -tradujo Webb.
     La multitud rugió y la banda comenzó a tocar, y, mientras tocaba, el 
     hombre de la plataforma miraba la ventana de la habitación oscura con todo 
     el odio del universo en los ojos.
     Durante la noche hubo peleas y golpes, y voces que se alzaban, y 
     discusiones y tiros. John Webb, acostado, despierto, oyó la voz del seńor 
     Esposa en el piso de abajo que razonaba, hablaba serena, firmemente. Y 
     luego el tumulto fue borrándose, los últimos cohetes subieron al cielo, y 
     las últimas botellas se rompieron en las piedras de la calle.
     A las cinco de la mańana el aire comenzó a calentarse otra vez. Unos 
     golpes muy débiles sonaron en la puerta del cuarto.
     -Soy yo, Esposa -dijo una voz.
     John Webb titubeó, a medio vestir, tambaleándose por la falta de sueńo. Al 
     fin abrió la puerta.
     -ĄQué noche, qué noche! -dijo el seńor Esposa entrando en el cuarto, 
     sacudiendo la cabeza, riendo dulcemente -. żEscucharon el ruido? żSí? 
     Querían subir al cuarto de ustedes. No los dejé.
     -Gracias -dijo Leonora todavía en la cama, con la cara vuelta hacia la 
     pared.
     -Eran todos viejos amigos. Hice un arreglo con ellos. Estaban bastante 
     borrachos y bastante felices, y dijeron que esperarían. Tengo algo que 
     proponerles a ustedes dos. -De pronto el hombre pareció turbado. Se acercó 
     a la ventana.- Todos duermen aún. Sólo unos pocos están levantados. Unos 
     cuantos hombres. żLos ve, del otro lado de la plaza?
     John Webb miró la plaza. Vio a los hombres morenos que hablaban 
     serenamente del tiempo, el inundo, el sol, este pueblo, y el vino quizá.
     -Seńor, żha tenido usted hambre alguna vez en la vida?
     -Sólo un día, una vez.
     -Sólo un día. żHa tenido siempre una casa donde vivir y un coche para 
     viajar?
     -Hasta ayer.
     -żHa estado alguna vez sin trabajo?
     -Nunca.
     -żVivieron todos sus hermanos hasta los veintiún ańos?
     -Todos.
     -Hasta yo -dijo el seńor Esposa -, hasta yo lo odio a usted un poco ahora. 
     Pues yo no tuve hogar durante mucho tiempo. He pasado hambre. Tengo tres 
     hermanos y una hermana enterrados en ese cementerio de la loma, más allá 
     del pueblo, muertos de tuberculosis antes de cumplir los nueve ańos. -El 
     seńor Esposa miró a los hombres en la plaza - Ahora ya no tengo hambre ni 
     soy pobre, tengo coche, estoy vivo. Pero soy uno entre mil. żQué puede 
     decirles en un día como hoy?
     -Trataré de pensarlo.
     -Yo he dejado de tratar hace ya mucho tiempo. Seńor, liemos sido siempre 
     tina minoría, nosotros, los blancos. Soy de raza espańola, pero me he 
     criado aquí, y me toleran.
     -Nosotros no pensamos nunca que éramos una minoría -dijo Webb -, y ahora 
     es difícil admitirlo.
     -Se ha portado usted ni uy bien.
     -żEs eso una virtud?
     -Sí en la plaza de toros, sí en la guerra, sí en cualquier situación 
     parecida. Usted no se queja, no trata de excusarse. No corre y da un 
     espectáculo. Creo que ustedes dos son muy valientes. El gerente del hotel 
     se sentó, lentamente, descorazonado.
     -He venido a ofrecerles la posibilidad de quedarse -dijo.
     -Quisiéramos irnos, si fuese posible.
     El gerente se encogió de hombros.
     -Les han robado el coche, y no querrán devolverlo. No pueden dejar la 
     ciudad. Quédense y acepten un puesto en el hotel.
     -żAsí que no hay modo de viajar?
     -Puede que lo haya dentro de veinte días, seńor, o veinte anos. No pueden 
     seguir viviendo sin dinero, comida, alojamiento. Aquí tienen en cambio mi 
     hotel, y trabajo.
     El gerente se levantó y caminó con aire de desánimo hacia la puerta, y se 
     detuvo junto a una silla y tocó la chaqueta de Webb, que estaba allí 
     colgada.
     -żQué es ese trabajo? -preguntó Webb.
     -En la cocina -le dijo el gerente, y miró para otro lado.
     John Webb se sentó en la cama, en silencio. Su mujer no se movió.
     El seńor Esposa dijo:
     -No puedo ofrecerles nada mejor. żQué más pueden pedir? Anoche, esos que 
     están en la plaza querían venir a buscarlos. żVieron los machetes? Discutí 
     con ellos. Tuvieron ustedes suerte. Les dije que trabajarían en mi hotel 
     en los próximos veinte ańos, que eran mis empleados y yo tenía que 
     protegerlos.
     -ĄUsted dijo eso!
     ---Seńor, seńor, denme las gracias. Piensen un poco. żA dónde irían? żA la 
     selva? Las serpientes los matarían en menos de dos horas. żCaminarían 
     ochocientos kilómetros hasta una capital en la que no serían bienvenidos? 
     No. Deben aceptar la realidad. -El seńor Esposa abrió la puerta. Les 
     ofrezco una ocupación honesta, y les pagaré el salario común de dos pesos 
     por día, más las comidas. żQuieren quedarse conmigo o ir afuera a la plaza 
     con nuestros amigos al mediodía? Piénsenlo.
     La puerta se cerró. El seńor Esposa había desaparecido.
     Webb se quedó mirando la puerta largo rato.
     Luego caminó hasta la silla y tocó el estuche de cuero bajo la doblada 
     camisa blanca. El estuche estaba vacío. Lo tomó en las manos y lo miró 
     parpadeando y miró la puerta por la que acababa de irse el seńor Esposa. 
     Se volvió y se sentó en la cama, junto a su mujer. Se acostó a su lado y 
     la abrazó y la besó, y se quedaron inmóviles, acostados, mirando cómo la 
     habitación se iba aclarando con el nuevo día.
     A las once de la mańana, con las grandes persianas recogidas, comenzaron a 
     vestirse. En el cuarto de bańo había jabón, toallas, equipo de afeitar, y 
     hasta perfumes. Todo facilitado por el seńor Esposa.
     John Webb se afeitó y vistió cuidadosamente.
     A las once y media encendió la radio cerca de la cama. Uno podía 
     sintonizar comúnmente Nueva York o Cleveland o Houston. Pero el aire 
     estaba en silencio. Webb apagó la radio.
     -No hay a donde ir, ni ninguna razón para volver, nada.
     Su mujer se sentó en una silla, cerca de la puerta, mirando la pared.
     -Podemos quedarnos aquí y trabajar -dijo Webb.
     Leonora Webb se movió al fin.
     -No, no podemos hacerlo. No realmente ż0 podemos?
     -No, creo que no.
     -No es posible. Somos consecuentes a pesar de todo. Inútiles, pero 
     consecuentes.
     Webb pensó un momento.
     -Podríamos llegar a la selva.
     -No creo que podamos dejar el hotel sin ser vistos. No podemos escapar y 
     caer en sus manos. Sería peor de ese modo.
     Webb estuvo de acuerdo.
     Siguieron sentados en silencio unos instantes.
     -No sería tan malo trabajar aquí -dijo Webb al fin.
     -żY para qué seguir viviendo? Todos han muerto, tus padres, los míos, tus 
     hermanos, los míos, nuestros amigos; todo ha desaparecido, todo lo que 
     podíamos entender.
     Webb asintió.
     -Y si aceptamos el empleo, un día, pronto, uno de los hombres me tocará, y 
     tú no podrás permitirlo, sabes que no. 0 alguien te hará algo a ti, y yo 
     haré algo.
     Webb volvió a inclinar la cabeza.
     Se quedaron así, sentados, unos quince minutos, hablando serenamente. 
     Luego, Webb tomó el teléfono y golpeó la horquilla con un dedo.
     -Bueno -dijo una voz en el otro extremo de la línea.
     -żSeńor Esposa?
     -Sí.
     -Seńor Esposa. -Webb hizo una pausa y se pasó la lengua por los labios.- 
     Dígales a sus amigos que dejaremos el hotel al mediodía.
     El teléfono no respondió inmediatamente. Luego, suspirando, el seńor 
     Esposa dijo:
     Puedo intentarlo, pensó. żCómo lo haría el viejo del Ford? Trataré de 
     hacerlo de ese modo. Citando acabemos de cruzar la plaza, comenzaré a 
     hablar, en un murmullo si es necesario. Y si pasamos lentamente a través 
     de esos hombres quizá podamos llegar hasta los otros, y nos encontraremos 
     a salvo, en tierra firme.
     Leonora se movió a su lado. Parecía tan lozana, tan bien arreglada a pesar 
     de todo, tan nueva en medio de aquella vejez, tan sorprendente, que la 
     mente de Webb se sacudió y vaciló. Se sorprendió a sí mismo mirándola como 
     si ella lo hubiese traicionado con aquella blancura salina, el pelo 
     maravillosamente cepillado, las manos limpiamente arregladas, y la boca 
     roja y brillante.
     En el último escalón, Webb encendió un cigarrillo, dio dos o tres largas 
     chupadas, lo arrojó al suelo, lo pisoteó, envió de un puntapié la 
     aplastada colilla a la calle, y dijo:
     -Bien, vamos.
     Bajaron el último escalón y comenzaron a caminar alrededor de la plaza, 
     ante las pocas tiendas que aún permanecían abiertas. Caminaban serenamente.
     -Quizá sean decentes con nosotros.
     -Esperémoslo.
     Pasaron ante un taller fotográfico.
     -Es otro día. Puede pasar cualquier cosa. Lo creo. No... realmente no lo 
     creo. Estoy hablando, nada más. Tengo que hablar o no podría seguir 
     caminando -dijo Leonora.
     Pasaron ante una tienda de dulces.
     -Sigue hablando, entonces.
     -Tengo miedo -le dijo Leonora -. ĄEsto no puede pasarnos a nosotros! żSólo 
     quedamos nosotros en el mundo?
     -Unos pocos más quizá.
     Se acercaban a una carnicería al aire libre.
     ĄDios!, pensó Webb. Cómo se estrechan los horizontes, cómo se acercan. 
     Hace un ańo no había para nosotros cuatro direcciones, sino un millón. 
     Ayer se habían reducido a cuatro; podíamos ir a Juatala, Porto Bello, 
     Sanjuan Clementas o Brioconbria. Nos contentábamos con tener nuestro 
     coche. Luego, cuando no pudimos conseguir gasolina, nos contentábamos con 
     conservar nuestra ropa; luego, citando nos sacaron la ropa, nos 
     contentábamos con encontrar un lugar para dormir. Nos sacaban todos los 
     placeres, y encontrábamos rápido consuelo. Dejábamos algo, y nos atábamos 
     rápidamente a otra cosa. Supongo que es humano. Y al fin nos sacaron todo. 
     Nada nos quedó. Excepto nosotros mismos. Sólo quedamos yo y Leonora, en 
     esta plaza, pensando demasiado. Y lo que cuenta al fin es si podrán 
     apartarte de mí, Leonora, o apartarme de ti, y no creo que puedan. Se han 
     llevado todo lo demás, y no los acuso. Pero no pueden hacernos nada nuevo. 
     Cuando quitas las ropas y adornos, quedan dos seres humanos que son 
     felices o desgraciados, juntos, y nada más.
     -Camina despacio -dijo en voz alta.
     -Así lo hago.
     -No demasiado despacio como para parecer desanimada. No demasiado rápido 
     como si quisieras terminar de una vez. No les des esa satisfacción, Leo, 
     no les des nada.
     -No.
     Siguieron caminando.
     -Ni siquiera me toques -dijo Webb serenamente -. Ni siquiera me tomes la 
     mano.
     -ĄOh, por favor!
     -No, ni siquiera eso.
     Webb se apartó unos centímetros y siguió caminando tranquilamente, con 
     paso regular, mirando hacia adelante.
     -Voy a echarme a llorar, Jack.
     -ĄMaldita sea! -dijo Webb entre dientes, sin mirar a Leonora -. ĄPara eso! 
     żQuieres que corra? żEs eso lo que quieres... que te tome en brazos y 
     corra a la selva y que ellos nos cacen? żEs eso lo que quieres, maldita 
     sea, quieres que me tire en la calle, aquí mismo, y me arrastre y grite? 
     Cállate, hagamos esto bien, Ąno les demos nada!
     Caminaron un poco más.
     -Muy bien -dijo Leonora, con los puńos apretados, la cabeza erguida -. Ya 
     no lloro. No quiero llorar.
     -Bien, eso está muy bien.
     Y todavía, curiosamente, no habían dejado atrás la carnicería. La visión 
     horrorosa y roja se alzó a la izquierda de John y Leonora Webb mientras se 
     adelantaban lentamente por la acera que el sol calentaba. Las cosas que 
     colgaban de los ganchos parecían pecados, o actos brutales, malas 
     conciencias, pesadillas, banderas ensangrentadas, y promesas rotas. Las 
     reses rojas, oh, las reses rojas colgantes, húmedas y malolientes, las 
     reses colgadas de los ganchos parecían cosas desconocidas, desconocidas.
     Mientras pasaban junto a la carnicería, algo impulsó a John Webb a alargar 
     una mano y golpear hábilmente un recto y colgado trozo de carne. Un 
     enjambre de moscas azules se alzó de pronto, zumbando agriamente, y 
     describió un cono brillante alrededor de la res.
     -ĄSon todos desconocidos! -dijo Leonora, con los ojos clavados ante ella, 
     caminando -. No conozco a ninguno de ellos. Me gustaría conocer a alguno. 
     ĄMe gustaría que uno por lo menos me conociese!
     Dejaron atrás la carnicería. El trozo de res, de aspecto irritable, 
     rojizo, se balanceaba a la luz cálida del sol.
     Cuando dejó de balancearse, las moscas bajaron a cubrir la carne, como una 
     túnica hambrienta.
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