El mundo de Satán
Poul Anderson
A DanayGrace Warren
1
Elfland es parte nueva de Lunogrado. Así lo escriben, y por tanto lo creen, los computadores de las autoridades administrativas. Los seres vivos saben más. Ven maravillas, bellezas, diversiones, un lugar para el placer y la animación. Experimentan una magia única.
Pero en los subterráneos de la vieja ciudad las máquinas siempre están en funcionamiento.
David Falkayn se detuvo cerca de un poste en la frontera entre aquellos dos mundos.
—Este es un agradable lugar para decirse adiós, amor mío —dijo.
La muchacha, que decía llamarse Verónica, se llevó una mano a los labios.
—¿Lo dices en serio? —preguntó con voz temblorosa.
Un poco sorprendido, Falkayn la examinó atentamente. En todo caso era un examen agradable: rasgos picantes, ondulante cabello negro entre el que brillaban como estrellas los diamantes sintéticos, una figura espectacular con sólo unas bandas de tejido iridiscente.
—Espero que no sea para siempre —sonrió—. Lo único que ocurre es que haría mejor en volver a trabajar. ¿Te veré esta noche?
La boca de la muchacha tembló.
—Qué alivio. Me asustaste. Pensé que estábamos dando una vuelta y de repente, sin previo aviso, tú... No sabía qué pensar. ¿Quenas librarte de mí o algo así?
—Por la galaxia, ¿por qué iba a hacer yo algo tan ridículo? Te he conocido, veamos, hace sólo tres días estándar, ¿no es cierto? ¿Desde la fiesta de Theriault?
Ella se sonrojó y esquivó su mirada.
—Pero pensé que quizá quisieses variar de mujeres, es una de las cosas que habrás echado de menos en el espacio —dijo en voz baja—. Seguramente te das cuenta de que puedes escoger. Eres un hombre encantador, un cosmopolita, en el sentido literal de la palabra. Aquí seguimos las últimas modas y nos enteramos de todos los cotilleos, pero ninguna de las chicas de aquí ha viajado más allá de Júpiter. Y casi ninguno de los hombres que conocemos ha ido tampoco. Ni uno solo de ellos puede compararse contigo. He sido muy feliz, muy envidiada y he tenido miedo de que todo terminase bruscamente.
La sangre de Falkayn latió más fuerte por un momento. La presunción le tentó. Indudablemente, pocos habían ganado sus diplomas de doctor en Comercio tan jóvenes como él, por no hablar de haberse convertido en un socio de confianza de un príncipe sin corona como Nicholas van Rijn, o del hecho de haber servido como instrumento del destino para planetas enteros. También se consideraba a sí mismo bastante guapo: un rostro algo chato, pero de altos pómulos y mandíbula dura, los ojos azules resaltando sobre la bronceada piel, cabello rubio y rizado blanqueado por extraños soles. Puesto en pie alcanzaba la atlética medida de un metro y noventa centímetros, y aunque recién llegado del límite más lejano del espacio conocido, el mejor sastre de la Luna había diseñado su túnica gris perla y sus calzones dorados.
Cuidado, chico. Una precaución animal, desarrollada en países para los que el hombre nunca estuvo destinado, se avivó en su interior. Recuerda que ella no está representando gratis. La razón por la que no le he dicho hasta ahora que hoy vuelvo a trabajar continúa siendo válida, preferiría no tener que preocuparme por disgustos prefabricados.
—Me halagas descaradamente —le dijo—, especialmente al concederme tu compañía. A cambio me encantaría continuar abusando de ti —su mueca se había vuelto picara—. Pero primero cenaremos. Quizá tengamos tiempo también para el ballet. Para la cena seguro. Después de mi larga estancia fuera del Sistema Solar explorando nuevos y salvajes planetas, estoy muy ansioso por continuar con la exploración de nuevos y salvajes restaurantes —saludó con la cabeza—, con una guía tan encantadora.
Verónica hizo revolotear sus pestañas.
—Guía nativa encantada servir gran capitán de Liga Polesotécnica.
—Me reuniré contigo tan pronto como pueda, después de la hora 1800.
—Sí, por favor —ella enlazó un brazo con el suyo—. Pero ¿por qué separarnos ahora? Si yo me he declarado a mí misma de vacaciones... para tí, puedo ir contigo a cualquier sitio.
El animal dentro de él enseñó los dientes. Tuvo que recordarse a sí mismo que debía permanecer relajado.
—Lo siento, no es posible. Secreto.
—¿Por qué? —ella arqueó las cejas—. ¿De veras necesitas ser tan teatral?
Su tono se burlaba y medio desafiaba su amor propio masculino.
—Me han dicho que ocupas un alto puesto en la Compañía Solar de Especias y Licores, la cual es muy importante dentro de la Liga Polesotécnica, que está por encima de la ley planetaria..., hasta de las leyes de la Comunidad ¿De qué tienes miedo? S/ está intentando provocarme, cruzó como un relámpago la mente de Falkayn, podría valer la pena devolverle ahora mismo la provocación.
—La Liga no es una unidad —le dijo, hablándole como si fuera una niña—, es una asociación de comerciantes interestelares. Si es más poderosa que cualquier gobierno, sencillamente se debe a la escala en que operan por fuerza los que comercian entre las estrellas. Eso no quiere decir que la Liga sea también un gobierno. Organiza actividades en cooperación para el beneficio mutuo y actúa de mediadora en una competencia que podría de otra forma convertirse literalmente en una guerra a muerte. Pero, créeme, los miembros rivales no usan la violencia directamente contra los agentes de unos y otros, aunque las trampas se dan por supuestas.
—¿Y bien?
Aunque una conferencia sobre una cosa tan obvia resultaba quizá algo insultante, él pensó que el resentimiento que pasó un instante por la cara de la chica fue demasiado rápido para ser espontáneo. Se encogió de hombros.
—Y bien, hablando con una total falta de modestia, yo soy un blanco perfecto para algunos: la mano derecha y el que resuelve todos los entuertos del viejo Nick. Cualquier pista de lo que pueda hacer a partir de ahora podrían valerle megacréditos a alguien. Tengo que estar en guardia, contra, cómo los llamaríamos, coleccionistas de secretos comerciales.
Verónica le soltó y dio un paso atrás. Había cerrado los puños.
—¿Estás insinuando que yo soy una espía? —exclamó.
Pues bien, sí, pensó Falkayn.
No estaba disfrutando con aquello. Buscando algo de paz interior, dejó que su mirada viajase, por un segundo, detrás de la muchacha. El lugar era tan encantador y no del todo real como ella.
Elfland no era la primera comunidad al aire libre construida sobre la superficie lunar; pero, por eso mismo, sus diseñadores pudieron tener la ventaja de las experiencias de ingeniería previas. La idea básica era sencilla: las naves espaciales emplean pantallas electromagnéticas para eliminar las partículas radiactivas; emplean campos de gravedad positivos y negativos generados de forma artificial, no sólo para la propulsión o para que dentro del casco haya un peso constante con cada aceleración, sino también para los rayos tractores y prensiles. Sellemos estos sistemas hasta que mantengan una burbuja de aire gigante sobre una superficie por lo demás vacía.
En la práctica la tarea fue monumental. Pensad en problemas como filtraciones, regulación de la temperatura y control del estrato de ozono. Pero se resolvieron y su solución dio al Sistema Solar uno de sus lugares de esparcimiento más populares.
Falkayn vio el parque que les rodeaba a él y a la chica: verde, árboles, parterres que formaban un entresijo de arco iris. Debido a la gravedad lunar, los árboles se erguían hasta grandes alturas y formaban arcadas tan fantásticas como las de las sonoras fuentes, y la gente caminaba con la misma maravillosa y saltarina ligereza. Las torres y las columnatas se elevaban por detrás de la muchedumbre en fantásticas filigranas de multitud de matices. Entre ellos volaban los pájaros y las calles elevadas. El tibio aire estaba tejido con perfumes, risas, un acorde musical y un penetrante murmullo de motores.
Pero más allá, y por encima, estaba la Luna. Los relojes funcionaban con GMT; un millar de pequeños soles colgando de vides de bronce creaban la mañana. Pero la verdadera hora se acercaba a la medianoche. La oscuridad golpeaba espléndida y terrible. En el cénit, el cielo era negro, las estrellas claramente visibles. Al sur, el hinchado escudo de la Tierra, cubierto por las nubes, brillante y azul. Un observador atento podía ver destellos en la zona no iluminada, las megalópolis, empequeñecidas hasta ser convertidas en meras chispas luminosas por aquella mínima distancia astronómica. La avenida de las Esfinges permitía una despejada vista hacia el oeste, sobre el límite del aire: un suelo de cráter ceniciento, la muralla circular de Plutón elevando su brutal masa sobre el cercano horizonte.
La atención de Falkayn volvió a Verónica.
—Lo siento —dijo—; por supuesto, no es nada personal.
Claro que lo es. Puedo clasificarme entre los galácticos más remotos, pero eso no quiere decir que sea un alma especialmente sencilla o confiada. Todo lo contrario. Cuando una dama tan deseable y sofisticada me cae encima tan sólo unas horas después de llegar al lugar... y me hace agradable la vida en todas las formas posibles, excepto contándome cosas sobre sí misma..., y cuando un pequeño sondeo secreto de Chee Lan demuestra que las imprecisas cosas que sí cuenta no se corresponden exactamente con la verdad..., ¿qué se supone que tengo que pensar yo?
—¡Eso espero! —soltó Verónica.
—He jurado lealtad al señor Van Rijn —dijo Falkayn—, y sus órdenes son de mantenerlo todo muy en secreto. No quiere que la competencia le alcance. Lo hago también por ti, corazoncito —añadió suavemente, cogiéndola de las manos.
Ella dejó que su rabia se desvaneciera. Las lágrimas acudieron y temblaron en sus pestañas con una precisión que él consideró admirable.
—Yo quería... compartir contigo... algo más que el placer de unos cuantos días, David —susurraba—. Y ahora tú me llamas espía en el peor de los casos, y una charlatana en... —tragó saliva—, en el mejor. Eso duele.
—Yo no hice nada de eso. Pero lo que no sepas no puede acarrearte problemas, y eso precisamente es lo que yo deseo.
—Pero dijiste que... que no había violencia...
—No, no, por supuesto que no. Asesinatos, secuestros, lavados de cerebro... Los miembros de la Liga Polesotécnica no recurren a tales antiguallas. Lo hacen mejor. Pero eso no quiere decir que sean santos de hojalata. Ellos, o algunos de sus subordinados, han empleado, y se sabe, algunos medios bastante desagradables para conseguir lo que quieren. Unos sobornos de los que te reirías, Verónica.
¡Ya, ya!, pensaba Falkayn. Te lanzarías sobre ellos, sospecho que ésa es la frase correcta. ¿Cuánto te han adelantado y cuánto te habrán ofrecido por alguna información importante sobre mí?
—Y hay peores formas de hacerlo. No gustan demasiado, pero a veces se utilizan. Todo tipo de espionaje; por ejemplo, ¿no te importa tu intimidad? Hay cien maneras de hacer presión, directas e indirectas, sutiles o toscas. Los chantajes... que a menudo atrapan a los inocentes. Tú le haces un favor a alguien y una cosa lleva a la otra, y repentinamente ese alguien empieza a apretarte las tuercas y comienza a hacerte daño.
Que es lo que probablemente piensas hacer tú conmigo, añadió su mente. Irónicamente: ¿Por qué no te dejo que lo intentes? Tú eres el peligro conocido. Mantendrás alejados los peligros que no conozco y mientras tanto me proporcionarás un buen rato. Quizá sea un sucio truco que un paleto astuto y sin escrúpulos como yo le haga esto a una ingenua que como tú opera en la ciudad; pero creo que te divierte sinceramente mi compañía. Y cuando me marche, te daré un brazalete de piedra de fuego con una inscripción o algo así.
Ella se soltó de su apretón. Su tono se volvió tenso otra vez:
—Nunca te pedí que violaras tu juramento —dijo—. Lo que sí te pido es que no me trates como un juguete sin nervios y sin cerebro.
Bien. Otra vez hemos puesto hielo en la voz, ¿eh? Escarcha para ser exactos. Pero yo no puedo pasar el resto de la semana discutiendo. Si no invierte los vectores, olvídala, chico.
Falkayn adoptó bruscamente lo que constituía una posición de firmes. Sus talones resonaron. Una máquina podría haber hecho uso de su garganta.
—Señora, mis disculpas por ofreceros mi compañía bajo condiciones que parecéis encontrar intolerables. No os molestaré más. Buenos días.
Saludó con la cabeza, dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas.
Durante un minuto pensó que no había dado resultado. Entonces ella dejó escapar algo que era casi un alarido y corrió tras él pasando un lacrimoso rato explicando que ella no le había entendido bien y que lo sentía, y que nunca, nunca, volvería a hacer una escena, únicamente con que él...
Hasta puede que fuese parcialmente sincera. ¿Un veinte por ciento, quizá?
Servía de algo ser un vástago de una casa señorial en el Gran Ducado de Hermes, pensó Falkayn. Por supuesto, él era el hijo menor y se había marchado a edad muy temprana, después de patalear con demasiada fuerza contra las riendas que los aristócratas se suponía que debían soportar, y desde entonces no había visitado su planeta nativo. Pero algo de aquel duro entrenamiento se aleó con el metal que había en él. Sabía cómo actuar en momentos de insolencia; o cómo continuar un trabajo cuando lo que en realidad le gustaría sería prolongar las vacaciones. Se libró de Verónica tan rápido como era posible en una escena de reconciliación, y siguió su camino.
2
Primero cruzó un gran almacén de artículos deportivos al otro lado del parque. Entre las mercancías en exposición debería ser capaz de sacudirse cualquier posible seguidor. Los trajes y vehículos al vacío eran menos voluminosos de lo que él había creído. Pero, por supuesto, una excursión a las montañas lunares, con vehículos de rescate disponibles a los pocos minutos de una llamada de radio, no era lo mismo que caminar sobre un mundo sin cartografiar donde uno era el único ser humano en varios años luz. Los botes inflables, con sus chillonas velas, le fueron más útiles. Se preguntó si serían muy populares. El lago Leshy era pequeño, y navegar con poca gravedad resultaba arriesgado hasta que uno le cogía el tranquillo..., como él había aprendido más allá del Sistema Solar.
Saliendo por una puerta trasera, encontró un quiosco y entró en el conducto de bajada. Las pocas personas que como él flotaban descendiendo por el rayo G parecían ciudadanos ordinarios.
Quizá estoy siendo superprudente, pensó. ¿Es que importa que nuestros competidores se enteren de que he hecho una visita a Serendipity Incorporated? ¿No debería intentar acordarme de que no estoy en un nido de bárbaros inhumanos? ¡Esto es la luna de la mismísima Tierra, en el corazón de la Comunidad! Los agentes de las compañías no luchan por la pura supervivencia, nadie les impide agarrarse para no caer; especialmente juegan a esto por dinero y los perdedores no pierden nada que sea vital para ellos. Relájate y diviértete. Pero el hábito era demasiado fuerte y le recordó el contexto en que le habían dado por primera vez aquel tipo de consejo.
Salió en el subnivel ocho y reemprendió la marcha por los corredores. Eran amplios y altos, pero no obstante se hallaban abarrotados de tráfico: vías para el transporte de mercancías, máquinas robóticas, peatones vestidos con monos de trabajo. Sus exteriores eran de sencillos tonos pastel, recubiertos por una inevitable y fina película de suciedad y grasa. Las puertas se abrían a fábricas, almacenes, puestos de exportación, oficinas. Crujidos y chasquidos llenaban el aire, olores a humanidad apiñada, olores químicos, descargas eléctricas. Vaharadas calientes salían de unas superficies enrejadas rodeadas por vallas. Una vibración profunda que llega casi a formar parte del subconsciente hacía temblar la roca, el suelo y los huesos de las espinillas: eran los grandes motores trabajando. Elfland era una bonita máscara, y aquí, en la zona industrial de la antigua Lunogrado, estaban las vísceras.
El corredor Gagarin terminaba, como muchos otros, en Titov Circus. El estrecho cilindro de espacio que se extendía desde una altísima cúpula donde brillaban la Tierra y las estrellas hasta las profundidades de la excavación no era tan grande como había sido la impresión de Falkayn fiado de su fama. Pero, reflexionó, había sido construido en los primeros tiempos; y ciertamente, las terrazas que lo rodeaban en todos los pisos estaban bastante llenas. Tuvo que abrirse camino esquivando a unos y otros entre la multitud. La mayoría eran gente nativa: trabajadores, hombres de negocios, funcionarios, monitores, técnicos, amas de casa, mostrando más en su acento y maneras que en sus cuerpos los efectos de generaciones sobre la Luna. Pero había también muchos extranjeros: comerciantes, cosmonautas, estudiantes, turistas, incluyendo una asombrosa variedad de no humanos.
Advirtió que las tiendas prestigiosas, como Gemas Ivarsen, ocupaban cubículos comparadas con los establecimientos más modernos. El dinero en grandes cantidades no tiene necesidad de anunciarse. Los sonidos bulliciosos que procedían de La casa de las chuletas de Marte le tentaron a detenerse y entrar para probar una jarra de su cerveza, de la que había oído hablar en un sitio tan alejado como Betelgeuse. Pero no..., quizá después...; el deber le llamaba «con voz estridente y desagradable», como decía Van Rijn a menudo. Falkayn siguió su camino alrededor de la terraza.
La puerta que alcanzó al fin era amplia, de impresionante bronce y decorada con un complicado diagrama de circuitos en bajo relieve. Unos cuantos centímetros por delante, en una estereo-proyección, se leía serendipity, inc. Pero el efecto total resultaba discreto. Se podía pensar que aquella firma había estado operando durante los últimos doscientos años. Y en cambio... ¿era en quince años, no? Había subido como un cohete hasta el mismísimo firmamento de la Liga Polesotécnica.
Bueno, pensó Falkayn, en una economía con un sistema de libre mercado si uno ve una necesidad general por algo y puede satisfacerla se hace rico en seguida. En realidad, cuando el viejo Nick organizó sus equipos comerciales pioneros como el mío, quería que hiciesen de una forma física lo que Serendipity ya estaba haciendo en sus computadores.
Hay en esto una cierta ironía. Adzel, Chee Lan y yo tenemos que comprobar, se supone, cualquier informe interesante que los sondeos de nuestros robots traigan de unos planetas hasta entonces des conocidos. Si vemos recursos o mercados potencialmente valiosos le pasamos el informe a Van Rijn con mucho secreto, para que pueda explorarlos antes de que el resto de la Liga se entere de que existen. Pero sin embargo, yo, el explorador profesional, he venido a Serendipity, Inc., como cualquier gordinflón ejecutivo terrestre.
Se encogió de hombros. Hacía largo tiempo que su equipo había ido aplazando una visita al Sistema Solar. Ya que estaban aquí no perdían nada probando si las máquinas de procesamiento de datos podían asociarles con algún asunto que apuntase en una dirección provechosa. Van Rijn había accedido a pagar el coste sin demasiados alaridos de protesta.
La puerta se abrió. En lugar de en un vestíbulo, Falkayn entró en una habitación en miniatura, lujosamente tapizada, de la que salían varias puertas. Una voz envuelta en el sonido de una lira cantó: «Buenos días, señor. Por favor, utilice la puerta número cuatro». Esta le condujo a un pasillo corto y estrecho que terminaba ante otra puerta y, detrás y finalmente, a una oficina. Al contrario que la mayoría de las cámaras de Lunogrado, aquélla no compensaba la falta de ventanas con alguna película paisajística proyectada sobre una pantalla en la pared. De hecho, aunque las alfombras eran gruesas y de un rico azul, las paredes azulinas, el techo de color madreperla, el aire aromatizado con flores y los muebles cómodos, el efecto total era ligeramente lúgubre. En un extremo de la cámara estaba sentada una mujer, detrás de un enorme pupitre. La batería de aparatos propios de una secretaria a su alrededor sugería más bien una barricada.
—Bienvenido —dijo ella.
—Gracias —replicó él, intentando sonreír—. Me sentía como si estuviera invadiendo una fortaleza.
—En cierta forma, así es, señor.
Su voz podría haber sido agradablemente bronca, acentuada por el hecho de que hablaba ánglico con un acento gutural que ni siquiera su oído, acostumbrado a muy diferentes acentos, podía identificar. Pero era demasiado tersa, demasiado asexuada; su sonrisa también daba la impresión de haber sido aprendida.
—La protección de la intimidad es uno de los principales elementos de nuestro servicio. Hay muchas personas que no desean que se sepa que nos han consultado en determinada ocasión. Nosotros, los socios, recibimos personalmente a cada cliente, y en general no necesitamos llamar a nuestro personal para que nos ayuden.
Mejor así, pensó Falkayn, en vista de la monstruosa suma que cobráis simplemente por una cita.
Ella le tendió la mano, sin levantarse.
—Yo soy Thea Beldaniel. Siéntese, por favor, señor Kubichek.
El apretón fue de trámite por ambas partes.
El se dejó caer sobre un sofá que extendió un brazo ofreciéndole unos puros excelentes. Cogió uno.
—Gracias —dijo—. Ahora que estoy aquí puedo abandonar el nombre telefónico. Estoy seguro de que la mayor parte de los visitantes lo harán.
—En realidad no. Pocas veces es necesario, hasta que están solos con las máquinas. Por supuesto, nosotros no podemos evitar reconocer a muchos porque son gente importante —y se detuvo antes de añadir con un tacto que parecía igualmente estudiado—: Importantes, por supuesto, en las proximidades de esta galaxia. Por muy importantes que puedan ser algunos seres, no hay cerebro viviente capaz de reconocerlos a todos, cuando la civilización se extiende a través de veintenas de años luz. Usted, señor, por ejemplo, proviene obviamente de un planeta colonizado. Sus modales sugieren que la estructura social allí es aristocrática y usted ha nacido dentro de la nobleza. En la Comunidad no existen distinciones hereditarias; por tanto, su mundo nativo debe ser autónomo. Pero eso todavía permite bastantes posibilidades.
Puesto que hacía tiempo que sentía curiosidad por aquella organización, intenté lanzar una conversación genuina.
—Correcto, señora. Aunque no me dedico a asuntos políticos. Trabajo para una compañía con base en la Tierra, Solar de Especias y Licores. Mi verdadero nombre es David Falkayn. De Hermes, para ser exactos.
—Todo el mundo ha oído hablar de Nicholas van Rijn —asintió ella—. Yo le he visto personalmente unas cuantas veces.
Tengo que confesar que es el principal motivo por el que yo he sido agasajado, pensó Falkayn. Gloria reflejada. La alta sociedad está ya zumbando a mi alrededor. Llueven invitaciones de los emperadores industriales, de sus mujeres, hijas, parásitos, invitaciones para el atrevido explorador espacial y sus socios, invitaciones en honor de nuestras —en gran parte desconocidas— hazañas en las más lejanas estrellas. Pero eso no es porque seamos simplemente unos valientes exploradores cualquiera, sino porque somos los valientes exploradores espaciales del viejo Nick.
Sigue siendo una paradoja. Las hermanas Beldaniel, Kim Yoon-Kun, Anastasia Herrera, el señor y la señora Latimer —los fundadores y dueños de Serendipity, Inc., que pretende computar toda la información sobre el espacio conocido— no saben nada de nosotros. Ellos no frecuentan la sociedad. Viven entre ellos, en estas oficinas y en ese castillo donde nunca hay visitas de extraños... La verdad es que me gustaría conseguir que esta mujer pareciera viva.
Ella no era fea, rasgo a rasgo lo fue comprendiendo. En realidad, podría catalogársela de guapa: alta, esbelta, bien hecha, por mucho que el severo traje pantalón que llevaba puesto intentase ocultar el hecho. Su cabello era muy corto, lo que únicamente servía para hacer resaltar la bonita forma de su cabeza; su rostro era prácticamente clásico, con la excepción de que uno pensaría que Atenea mostraría un poquito más de calor. Resultaba difícil adivinar su edad. Debía estar por los cuarenta. Pero por haber cuidado su cuerpo y, sin duda, por haberse beneficiado de los mejores tratamientos existentes contra la vejez, dentro de una década mostraría sólo los mismos hilos grises entre los mechones castaños, una ligera sequedad en la pálida piel, unas patas de gallo alrededor de los ojos. Falkayn decidió que aquellos ojos eran su mejor rasgo: muy separados, grandes, de un verde luminoso.
Comenzó a fumar el puro y dejó rodar el humo sobre su lengua.
—Podríamos quizá regatear —dijo—. ¿No compra la firma información, bien por dinero o haciendo una rebaja en su precio?
—Ciertamente que sí. Cuanta más mejor. Debo prevenirle que nosotros fijamos los precios, y a veces nos negamos a pagar nada, aun después de que la información nos haya sido facilitada. Verá, su valor depende de lo que está almacenado en los bancos de memoria. Y no podemos dejar que otra gente los vea. Nos arriesgaríamos a traicionar secretos que nos han sido confiados. Si desea vendernos algo, señor Falkayn, debe confiar en nuestra reputación de juego limpio.
—Bien, yo he visitado muchos planetas, especies, culturas...
—Material anecdótico es aceptable, pero no muy bien pagado. Lo que deseamos principalmente son hechos cuantitativos, seguros, precisos, documentados. No necesariamente sobre los nuevos descubrimientos en el espacio. Lo que está sucediendo en los principales mundos civilizados es a menudo de mayor interés.
—Mire —dijo él bruscamente—, no quiero ofenderla, pero yo trabajo para el señor Van Rijn, y en un puesto importante. Suponga que yo le ofreciera detalles sobre sus operaciones que él no quisiera sacar a la luz pública aún. ¿Los comprarían ustedes?
—Probablemente. Pero después no se los dejaríamos conocer a nadie. Toda nuestra posición en la Liga Polesotécnica depende de que se tenga confianza en nosotros. Esta es la única razón por la que tenemos tan pocos empleados: un personal mínimo de expertos y técnicos, todos no humanos..., y, por otra parte, nuestras máquinas. Es, en parte, una buena razón para que seamos tan notoriamente antisociales. Si el señor Van Rijn sabe que no he estado de fiesta con el señor Harleman de Té y Café Venusianos, tiene menos motivos para sospechar que estamos de acuerdo con este último.
—¿Realmente? —murmuró Falkayn. Thea Beldaniel cruzó las manos sobre su regazo, se echó hacia atrás en la silla, y dijo:
—Quizá, y viniendo de la frontera como usted viene, señor Falkayn, no entienda bien el principio sobre el que Serendipity, Inc., desarrolla toda su actividad. Se lo explicaré con un lenguaje muy sencillo.
»E1 problema de la recuperación de la información fue resuelto hace tiempo por medio del almacenamiento de datos, sondeos, codificaciones y reaplicaciones electrónicas; pero el problema de la utilización de esa información continúa siendo agudo. El universo perceptivo del hombre y de otras especies que viajan por el espacio se expande aún con más rapidez que el universo que exploran. Suponga que fuese usted un científico o un artista con algo que piensa es una idea nueva. ¿Hasta qué punto puede el pensamiento de billones incontables de seres, en los miles de mundos conocidos, haber duplicado el suyo? ¿Qué podría usted aprender de ellos? ¿Con qué contribuiría que fuese realmente nuevo? Bien, usted podría saquear las librerías y los centros de datos y obtener más información sobre cualquier tema de lo que generalmente se sabe. ¡Demasiado, demasiado! No sólo no podría leerlo todo en toda su vida, tampoco podría separar lo que era realmente importante. Todavía peor es el dilema de una compañía que planea una aventura comercial. ¿Qué progresos en otros puntos del espacio chocarán, competirán, incluso quizá, anularán sus esfuerzos?; ¿o qué oportunidades positivas están siendo desdeñadas, simplemente porque nadie puede abarcar todo el cuadro?»
—He oído esas preguntas otras veces —dijo Falkayn.
Habló lentamente, más asombrado que resentido por ser considerado un niño. ¿Es que aquella mujer era tan insensible a los sentimientos humanos —bueno, al vulgar sentido, común humano— que tenía que dar una conferencia a un cliente como si fuese algún inocente de seis patas recién salido de la Edad de Piedra de su planeta?
—Resulta obvio, por supuesto —dijo ella imperturbablemente—. Y, en principio, la respuesta es igualmente obvia. Los computadores no debieran simplemente rastrear, sino mezclar los datos. Deben identificar las correlaciones posibles y probarlas, a velocidad electrónica y con la capacidad de los canales paralelos. Incluso podría decirse que debieran hacer sugerencias. En la práctica esto fue difícil. Tecnológicamente, se requería un avance
fundamental de la cibernética. Además... los miembros de la Liga guardaban celosamente el conocimiento que adquirían a precios muy altos. ¿Por qué decir a un rival algo que tú sabes?; ¿o a una tercera parte que no es tu competidor, pero que podría hacer un trato con él... o decidir diversificar sus intereses y convertirse en tu rival?
«Adquirir cualquier dato siempre había costado algo, pudieras o no hacer uso de él después. Si se regalasen gratis todas las cosas, las firmas pronto irían a la bancarrota. Y aunque se negociaba con los secretos de este tipo, las negociaciones resultaban lentas y difíciles.
»Serendipity, Inc., resolvió el problema con unos sistemas mejores...; no sólo mejores máquinas, sino una idea mejor para el intercambio de conocimiento.
Falkayn se echó hacia atrás con su puro. Se sentía estupefacto, fascinado y hasta un poco asustado. Aquella hembra resultaba todavía más extraña de lo que le habían dicho que eran los socios. Darle una charla de ventas de lo más básico a un hombre que ya había comprado una cita...; en el nombre de Dios, ¿por qué? Los cuentos sobre los orígenes de aquella gente eran diversos. Pero ¿qué historia podría explicar la conducta que estaba observando?
La intensidad se marcó detrás de las rápidas y monótonas palabras de la mujer.
—Cuanto más grande sea el material informativo, mayor será la probabilidad de hacer una correlación que le resulte útil a un individuo determinado. Por tanto, la creación de un mate rial semejante redundaba en beneficio de todos, suponiendo que ninguno obtendría una ventaja especial. Este es el servicio que nosotros hemos ofrecido. Por supuesto, los orígenes de nuestra información son los normales; y eso es algo valioso en sí mismo, habiendo tantas bibliotecas y bancos de memoria esparcidos por tantísimos planetas. Pero además compramos cualquier cosa que alguien nos ofrezca, si vale la pena; y también le vendemos cualquier dato que pueda serle de interés. El punto más importante de todo esto es que se hace de manera anónima. Nosotros, los fundadores del negocio, no sabemos, ni queremos saber, las preguntas que usted haga, las contestaciones que consiga, lo que usted cuente, la valoración que haga de ello el computador, las conclusiones adicionales que infieran sus circuitos lógicos. Todas esas cosas se quedan en las máquinas. Nosotros, o nuestro personal, únicamente nos preocupamos de un problema determinado si se nos pide que lo hagamos. Por lo demás, a lo único que prestamos atención es a las estadísticas, a la media de entrada y salida. Nuestra firma ha crecido según creció la confianza depositada en nosotros. Innumerables investigaciones conducidas privadamente han demostrado que no favorecemos a nadie, que no filtramos nada y que no podemos ser corrompidos. También ha aumentado la acumulación de experiencias de hacer negocios con nosotros —se inclinó hacia delante y posó su mirada fijamente sobre él—: Por ejemplo —siguió—, imagínese que usted desease vendernos información confidencial sobre su compañía. Cualquier afirmación con la única prueba de su palabra sería archivada, puesto que un rumor o una mentira también constituyen datos, aunque probablemente no sería creída. Las precauciones de costumbre contra el espionaje comercial debieran salvaguardar las evidencias documentales. Pero si esto hubiera fallado...; bien, sí, nosotros lo compraríamos. Una comprobación demostraría rápidamente que hemos comprado algo robado, y eso se anota también. Si su patrón era el único que poseía la información, no será pasada a nadie hasta que otra persona no haya registrado lo mismo con nosotros. Pero será tomada en consideración por los circuitos lógicos al preparar sus recomendaciones...; es algo que hacen de forma impersonal con todos los clientes. Es decir, podrían aconsejar al competidor de su rival contra un cierto tipo de actuación, porque saben a causa de la información robada que será inútil. Pero no le dirán por qué le ofrecen ese consejo.
Falkayn consiguió meter baza cuando ella se detuvo para tomar aliento.
—Eso hace que todo el mundo se beneficie de consultarles sobre una base regular. Y cuantas más cosas se le cuenten a las máquinas durante las consultas, mejor consejo podrán dar. Aja. Así es como han crecido.
—Es uno de los mecanismos de nuestra expansión —dijo Thea Beldaniel—. En realidad, sin embargo, los robos de información son muy escasos. ¿Por qué no iba el señor a vendernos el hecho, por ejemplo, de que una de sus naves comerciales dio por casualidad con un planeta donde hay una civilización que crea unas esculturas maravillosas? El no está metido de forma significativa en la comercialización del arte. A cambio, paga un precio muy reducido por enterarse de que una tripulación de exploradores que respiran hidrógeno encontraron un planeta de atmósfera de oxígeno que produce un nuevo tipo de vida.
—Hay una cosa que no tengo clara —dijo Fal-kayn—. Siento la impresión de que tendría que venir él en persona para que se dijese algo realmente importante. ¿Es asi?
—No es ese caso concreto —contestó ella—. Sus necesidades serían obvias. Pero nosotros debemos salvaguardar el secreto. Usted, por ejemplo... —se detuvo. La lejanía se borró de sus ojos, y dijo astutamente—: Supongo que usted está pensando en sentarse delante de la máquina y decir: «Me llamo David Falkayn. Dígame cualquier cosa que pueda ser de interés para mí». Sin duda tendrá usted buenos motivos para suponer que los bancos de memoria almacenarán algo sobre usted. ¿No comprende, señor, que, por su propia protección, no podemos dejar a nadie hacer esto? Tenemos que pedir identificaciones positivas. Falkayn rebuscó en su bolsillo. Ella levantó la mano, y dijo: —No, no —dijo—, a mí no. Yo no necesito saber si usted es realmente quien pretende ser. Pero a la máquina: espectro reticular, huellas dactilares, los procedimientos de costumbre si está usted registrado dentro de la Comunidad. Si no, la máquina establecerá otras formas de identificarse igualmente satisfactorias.
Se levantó.
—Venga, le llevaré y le demostraré cómo funciona.
Observándola mientras la seguía, Falkayn no pudo decidir si caminaba o no como una mujer frígida.
No importaba. Se le había ocurrido una idea mucho más interesante. Creía poder decir por qué ella se comportaba como lo hacía, por qué se extendía sobre detalles tan elementales, aunque debía comprender que él ya sabía casi todo aquello. Había observado en otras partes aquella forma de comportamiento. Usualmente se le llamaba fanatismo.
3
Sentado solo —aunque no completamente solo, porque el enorme pseudocerebro estaba allí y ya le había hablado—, Falkayn se tomó un instante para considerar lo que le rodeaba. Aunque había pasado toda su vida en compañía de robots, incluyendo su bienamado Atontado, se sentía incómodo ante aquél. Trató de comprender el motivo.
Estaba sentado en una vulgar silla autoajustante, delante de un escritorio normal con los aparatos secretariales normales. A su alrededor unas grises paredes desnudas, una blanca luz fluorescente, el aire inodoro y reciclado, un vago zumbido que atravesaba el silencio. Frente a él, un panel de control básico y una enorme pantalla tridimensional, en blanco en aquel momento. ¿Qué es lo que era extraño?
Decidió que su propia reacción ante el misterio que envolvía aquella organización debía ser subjetiva. Los detectives de una cautelosa Liga habían comprobado que los fundadores y propietarios de Serendipity, Inc., no tenían ningún tipo de lazo con ningún grupo en especial..., o, si vamos a eso, con nada ni con nadie, humanos o no, a todo lo largo y ancho del espacio conocido. Pero su origen seguía siendo oscuro. Sus glaciales y torpes personalidades (y en esto Thea Beldaniel era evidentemente una muestra típica de la otra media docena) y su alejamiento de la sociedad de sus semejantes reforzaban aquel aislamiento básico.
Su secreto no había podido ser descubierto. Dejando aparte el valor inherente en el individualismo de los tiempos, que atribuían a la salvaguardia de su intimidad, no era posible. El universo es demasiado grande. Este diminuto segmento del límite de uno de los brazos espirales de una única galaxia que hemos en cierta forma explorado y explotado... es ya demasiado grande. Cuando viajamos hacia los miles de soles que nos intrigaban, hemos pasado de largo literalmente ante millones de otros. Necesitaremos siglos para visitarlos, sin hablar de comenzar a comprenderlos un poquito. Y mientras tanto, y para siempre, la inmensa mayoría de los soles que existen quedan fuera del radio en el cual nos es posible viajar. Los asociados habían llegado al Sistema Solar en una nave de carga abarrotada de metales pesados. Vendiéndolos por un buen precio consiguieron establecer su empresa de información. Aunque habían pedido muchas de las partes a la Tierra, las principales unidades de memoria y lógicas las habían traído de Algún Otro Lugar. Una vez, por pura curiosidad, Nicholas van Rijn había sobornado a un inspector de aduanas de la Comunidad, pero aquel hombre había dicho sencillamente: «Mire, señor, yo compruebo que las importaciones no sean peligrosas. Me aseguro de que no porten enfermedades y de que no vayan a explotar; ese tipo de cosas. ¿Qué otra cosa podemos detener, bajo una ley de libre comercio? Lo que Serendipity trajo fue un cargamento de piezas de computadores. Estoy seguro de que no habían sido fabricadas por humanos. Después de unos cuantos años en mi trabajo, uno desarrolla intuición para, hum, llamémosle estilo. Y, si como usted me dice, nadie puede igualar exactamente el tipo de trabajo que están haciendo desde que fueron instalados... Bien, señor, aleluya, ¿no está la respuesta muy clara? Esta gente encontró un planeta que puede hacer trucos que todavía nosotros no conocemos, nadie que nosotros conozcamos tampoco. Hicieron un trato. Lo mantienen en secreto. ¿No lo haría usted? ¿No lo hace usted, señor?»
Falkayn se despertó de su sueño. La máquina había vuelto a hablar.
—¿Perdón? —dijo.
Instantáneamente: ¿Qué demonios estoy haden do, disculpándome ante un aparato? Recogió su cigarrillo de la barrita sobre el cenicero y le dio una nerviosa bocanada.
—«David Falkayn de Hermes y de la Compañía Solar de Especias y Licores, su identidad ha sido verificada.»
La voz no tenía el bajo barítono de la mayoría de los robots construidos por el hombre; era alta, con una curiosa calidad sibilante, y tanto el tono como la velocidad variaban en una forma difícil de describir.
—«Su nombre está asociado con un cierto número de relatos en los datos de este banco, muy notablemente los episodios relativos a Beta Centauro, Ikrananka y Merseia.»
¡Por Judas!, pensó Falkayn, ¿cómo se habrá enterado de lo de Ikrananka?
—«Hay muchas materias conectadas lógicamente con cada uno de estos datos y a su vez relacionadas con otros hechos. Usted debe comprender que las ramificaciones totales son virtual-mente infinitas. Por tanto, es necesario seleccionar un asunto e investigar las cadenas asociativas que irradian de él en un número limitado de direcciones. Si ninguna de ellas resultase productiva, se intentan otras líneas y después otro punto de partida, hasta que se obtenga un resultado satisfactorio. O hasta que se me acabe el dinero. ¿Qué tipo de investigación desea usted emprender?»
—Bien..., yo... —Falkayn llamó en su ayuda a todas sus conmocionadas facultades—. ¿Algo sobre nuevos mercados o planetas extrasolares?
—«Puesto que información confidencial no es entregada aquí, no está usted solicitando ningún servicio que no le puedan ofrecer los centros de datos normales.»
—Ahora bien, espera. Quiero que hagas aquello para lo que fuiste construida. Toma los puntos Yo y Dinero y mira qué cadenas asociativas existen entre ellos.
—«Comenzado.»
¿El silencio se hizo más alto o el silencio más profundo? Falkayn se echó hacia atrás y luchó para relajarse. Detrás de aquel panel, de aquellas murallas, los electrones y los quantum danzaban en el vacío: las cargas y la ausencia de cargas se desplazaban a través de celosías cristalinas; moléculas distorsionadas reaccionaban internamente con campos nucleares, gravitacionales, eléctricos, magnéticos; la máquina pensaba.
La máquina soñaba.
Se preguntó si estaría en continuo funcionamiento, construyendo inmensas redes de correlaciones e inferencias, hubiese o no un cliente sentado allí ante ella. Era bastante probable que así fuera, y, de esta forma, se acercaba más que ninguna otra entidad a la comprensión de nuestra esquina del universo. Y sin embargo, debe haber demasiados hechos, las interconexiones posibles entre ellos deben ser incontables. Los pocos datos productivos estaban enterrados en aquella majestuosa masa. Todos los descubrimientos importantes habían supuesto el reconocimiento de aquellas raras asociaciones que tenían un sentido. (Entre el nivel del agua en un baño y el peso del oro, entre el pesimismo de un pequeño párroco de provincias y el mecanismo de una evolución orgánica, entre el Gusano Ouroboros que se mordía su propia cola y la molécula de benceno...) Las criaturas vivientes como Falkayn, que venían desde el cosmos vivo a la caverna donde habitaba aquel ingenio, debían ser lo que motivaba su verdadero funcionamiento, lo que le hacía percibir el significado de lo que hasta entonces había parecido otro hecho aislado.
—«¿David Falkayn de Hermes?»
—¿Sí? —se sentó rígido y tenso.
—«Hay una posibilidad. Recordarás que hace unos años demostraste que la estrella Beta Centauro tiene planetas a su alrededor.»
Falkayn no pudo evitar vanagloriarse de ello, aunque no tenía ningún sentido hacerlo, excepto reafirmar su importancia en contraste con el gigantesco cerebro ciego.
—¿Cómo iba a olvidarlo? Eso fue lo que realmente atrajo la atención de los peces gordos y me llevó en mi carrera al puesto que ahora ocupo. Los soles azules gigantes no tienen planetas, o eso se supone generalmente; pero éste sí los tiene.
—«Eso es lo archivado, como la mayoría de las novedades —dijo la máquina muy poco impresionada—. Más tarde fue verificado tu intento de explicación del fenómeno. Mientras la estrella estaba condensándose, todavía era un núcleo rodeado por una extensa cubierta nebular, un grupo de planetas erráticos pasó cerca por casualidad. Al perder energía por fricción con la nebulosa fueron capturados.
»Los planetas sin sol son corrientes. Se calcula que hay miles de veces más que estrellas; es decir, se cree que cuerpos no luminosos, que varían en tamaño desde las más grandes que Júpiter a los asteroides, ocupan una cantidad de espacio interestelar mayor en tres órdenes de magnitud que el ocupado por los cuerpos con luminosidad propia y reacciones nucleares que llamamos estrellas. No obstante, las distancias astronómicas son tales que la probabilidad de que un objeto de ese tipo pase cerca de una estrella es casi inexistente. De hecho, ni siquiera los exploradores han encontrado muchos planetas erráticos aun en el espacio medio. En la realidad, una captura deber ser tan rara que el caso que encontraste puede ser el único de toda la galaxia.
»Sin embargo, tu descubrimiento excitó el suficiente interés para que, no mucho después, fuese enviada una expedición al planeta por la Colectividad de la Sabiduría del país de Kothgar, sobre el planeta Lemminkainen. Esos, por supuesto, son los nombres transcritos al ánglico. Aquí está una transcripción del informe completo.
Una hendidura expendió un microcarrete en una bobina que Falkayn se guardó automáticamente en un bolsillo.
—He oído hablar de ellos —dijo—. Civilización no humana, pero tienen relaciones con nosotros de cuando en cuando. Y yo seguí el desarrollo de los hechos. Recuerda que tenía cierto interés personal. Examinaron todos los gigantes dentro de un radio de cientos de años luz que no hubiese sido visitado ya. Resultados negativos, como era de esperar..., y ése es el motivo por el que nadie más se molestó en intentarlo.
—«En aquel tiempo tú estabas en la Tierra para conseguir tu título de doctor —dijo la máquina—. De otro modo, quizá nunca te hubieses enterado. Y aunque el procesamiento de datos en la Tierra y los medios de comunicación no son mejorados por nadie dentro del espacio conocido, están sin embargo tan sobrecargados que los detalles que parecen de escasa importancia no son archivados. Entre estos hechos se encontraba el que estamos considerando en la actualidad.
»Varios años más tarde, Serendipity, Inc., obtuvo por casualidad un informe completo. Un capitán lemminkainenita que había tomado parte en aquel viaje proporcionó los datos a cambio de una reducción del precio de sus propias investigaciones. En realidad, nos trajo información y dossieres sobre numerosas exploraciones en las que él había participado. Esta era una de ellas. Ninguna importancia le ha sido atribuida hasta el momento presente, en que tu presencia ha estimulado un estudio detallado del hecho en cuestión —el pulso del hombre se aceleró. Sus manos se crisparon sobre los brazos del asiento—. Antes de que leas la transcripción, se ofrece un resumen verbal —silbó el oráculo—. Se descubrió que un planeta errático está aproximándose a Beta Crucis. No será capturado, pero la hipérbole de su órbita es estrecha y llegarán a formar una unidad astronómica.»
La pantalla se oscureció. El espacio y las estrellas aparecieron sobre ella. Entre ellas, una brillaba con un constante azul acerado. Se hizo más grande según se acercaba la nave que había tomado las fotografías.
—«Beta Crucis se encuentra aproximadamente al sur del Sol, a una distancia más o menos de doscientos cuatro años luz.»
La seca letanía, desgranándose como de un carrete, parecía crear frío procedente de la emocionante vista.
—«Es del tipo B, con una masa de aproximadamente seis, radio cuatro, y joven, y el total de su tiempo de permanencia en la fase mayor será del orden de los cien millones de años estándar.»
La escena cambió. Un chorro de luz cruzó el invernal fondo estelar. Falkayn reconoció la técnica. Si se navega con rapidez a lo largo de dos o tres ejes octogonales, ampliadores fotográficos con grabadores recogerán objetos comparativamente cercanos como planetas por su movimiento aparente y su localización puede ser triangulada.
—«A esta distancia sólo fue detectado un objeto, y bastante lejos además —dijo la máquina—. Puesto que representaba el único caso encontrado por la expedición, se realizaron estudios más detenidos.»
La imagen cambió a una banda tomada desde órbita. Un globo se hallaba suspendido sobre un fondo de estrellas. Uno de sus lados estaba oscuro, las constelaciones se formaban sobre su horizonte sin aire según la nave avanzaba. La otra cara brillaba con un difuso blanco azulado. Algunas señales irregulares eran visibles allí donde las partes altas más prominentes se alzaban desnudas.
Pero la mayor parte de la superficie no presentaba absolutamente ningún rasgo.
Falkayn se estremeció. Criosfera, pensó.
Este mundo se había condensado, sin sol, a partir de un núcleo menor de una nebulosa primordial. El polvo, la grava, las piedras, los meteoritos habían llovido conjuntamente durante múltiples megaaños hasta que, al final, un planeta solitario se desplazaba entre las estrellas. La contracción había liberado energía; ahora era la radiactividad quien lo hacia, y la compresión de la materia en alótropos más densos debido a la gravitación. Los terremotos sacudían la recién nacida esfera; los volcanes escupían gas, vapor de agua, dióxido de carbono, metano, amoniaco, cianuro, sulfato de hidrógeno...
Pero aquí no había ningún sol para calentar, irradiar, comenzar la cocina química que podría producir al final la vida. Aquí sólo había oscuridad y abismo y un frío cercano al cero absoluto.
Cuando el planeta perdió calor, sus océanos se congelaron. Después, uno a uno, los gases del aire se depositaron en estado sólido sobre aquellos inmensos glaciares, un ventisquero fimbul que podía haber durado siglos. Envuelto en un sudario de hielo —hielo quizá más antiguo que la propia Tierra—, el planeta vagaba estéril, vacío, sin nombre, sin sentido, a través del tiempo y sin otro destino que el fin de los tiempos. Hasta que...
—«La masa y el diámetro son algo mayores que los terrestres, la densidad algo mayor —dijo el cerebro, que pensaba sin darse cuenta—. Los detalles pueden buscarse en la transcripción, hasta el punto en que pudieron ser comprobados. Indican que el cuerpo es bastante antiguo. No quedaban átomos inestables en cantidades apreciables, excepto por unos pocos de los que tienen una media vida más larga. Un grupo tomó superficie para una breve visita.»
La vista volvió a saltar. A través de la escotilla de la cámara de un bote, Falkayn vio cómo la frialdad se acercaba a él a gran velocidad. Beta Crucis se irguió. Aun en la película, brillaba con demasiada fuerza como para poder mirar hacia ella; pero era no obstante un simple punto... lejano, muy lejano; a pesar de todo su sacrílego resplandor daba menos luz que el Sol sobre la Tierra.
Era suficiente, sin embargo, para reflejar un aire solidificado y unos mares rígidos. Falkayn tuvo que guiñar los ojos para estudiar una escena a nivel de superficie.
El suelo era una llanura que se extendía plana hasta el horizonte, excepto en el punto donde la navecilla espacial y su tripulación la interrumpían. Una cadena montañosa surgía sobre el borde de aquel mundo, oscura piedra desnuda veteada de blanco. La pequeña nave proyectaba una sombra azul sobre una nieve destellante como diamantes, bajo un cielo negro lleno de estrellas. Algunos lemmikainenitas se movían por allí, haciendo sondeos y recogiendo muestras. Sus formas de nutria eran menos graciosas que de costumbre, obstaculizados por las gruesas cubiertas aislantes que los protegían a ellos y a los materiales de sus trajes de la cubeta calorífera que forma siempre un ambiente de aquel tipo, Falkayn podía imaginarse el silencio que les rodeaba, apenas penetrado por las voces en las radios o por los silbidos de las interferencias cósmicas.
—«No descubrieron nada considerado valioso —dijo el computador—. Aunque el planeta indudablemente contiene riquezas minerales, están demasiado profundos bajo la criosfera para que resulte rentable extraerlos. Al acercarse a Beta Crucis el material solidificado comenzaría a desaparecer, derretirse o vaporizarse. Pero tienen que pasar años hasta que el planeta se acercase lo bastante para que este efecto pudiera advertirse.»
Falkayn asintió inconscientemente. Pensad en el aire y los océanos de todo un mundo helados en equilibrio con el espacio interestelar. ¡Se necesitaría que cayese sobre él la energía de un infierno de Dante antes de que pudiese observarse ni siquiera un hilo de vapor desprendiéndose de la corteza! La máquina continuaba:
—«Aunque el paso del periastrio sería acompañado de transformaciones geológicas importantísimas, no había ningún motivo para suponer que sería revelado algún nuevo tipo de fenómenos naturales. El curso de los sucesos podía predecirse a partir de las propiedades conocidas de la materia. La criosfera se convertiría en atmósfera e hidrosfera. Aunque esto debe causar violentos reajustes, el proceso sería espectacular antes que fundamentalmente interesante... o provechoso, y los miembros de la cultura dominante en Lemminkainen no se divierten observando catástrofes. Después el planeta recedería. La criosfera volvería a formarse con el tiempo. Nada básico habría sucedido.
»Según esto, la expedición informó de lo que había encontrado como un descubrimiento bastante interesante en un viaje por lo demás decepcionante. No se le dio mucha importancia y los datos fueron archivados y olvidados. El informe negativo que llegó hasta la Tierra no incluía lo que parecía ser incidental.»
Falkayn golpeó el escritorio. Aquello hacía mucho ruido en su interior. Dios mío, pensó, los lemminkainenitas no nos comprenden a los humanos en absoluto. ¡No dejaremos que el derretimiento de un mundo de hielo pase sin observación!
La fantasía jugueteó brevemente en su cabeza. Supón que tuvieras una esfera así, que repentinamente adquiriese una temperatura donde fuera posible vivir. El aire sería venenoso, la tierra roca desnuda...; pero eso podía cambiarse. Podrías levantar tu propio reino...
No. Dejando completamente a un lado el aspecto económico de la cuestión (era muchísimo más barato encontrar planetas inhabitados con vida ya sobre ellos), estaban las monótonas verdades de la realidad física. Los hombres tienen capacidad para alterar un mundo o arruinar otro, pero no pueden moverlo un centímetro fuera de su rumbo prefijado, ya que eso requiere energía de una magnitud literalmente cósmica.
Por tanto, no era posible colocar a este planeta en una órbita favorable alrededor de Beta Crucis.
Debía continuar sus vagabundeos sin fin. No volvería a helarse en un momento. El paso cerca de un gigante azul atraería cantidades de calor increíbles que sólo la radiación puede desprender lentamente. Pero la penumbra sobrevendría en unos años, la oscuridad en décadas, el frío y el fin en unos siglos.
La pantalla mostró una última visión de la esfera sin nombre, empequeñeciéndose al alejarse la nave. Se quedó en blanco. Falkayn permaneció agitado por el horror.
Se oyó a sí mismo decir, como si fuese otra persona, con una petulancia autodefensiva:
—¿Me estás proponiendo que organice excursiones para observar cómo este objeto se columpia junto a la estrella? Estoy seguro de que será una vista pirotécnica. Pero ¿cómo consigo yo un permiso en exclusiva?
La máquina dijo:
—«Será preciso un estudio más detallado. Por ejemplo, será necesario conocer si toda la criosfera va a convertirse en líquido. Indudablemente, deberá fijarse con más precisión de la que hay ahora la propia órbita que va a seguir el planeta. Sin embargo, parece que este planeta puede proporcionar un emplazamiento industrial de un valor sin precedentes. Eso no se les ocurrió a los lemminkainenitas, cuya altura adolece de falta de expansionismo dinámico. Pero aquí acaba de establecerse una correlación entre el hecho de que, aunque existe una gran demanda de isótopos pesados, su producción ha sido severamente limitada a
causa de la energía calorífera y mortíferos desechos que engendra. Seguramente, éste es un buen lugar donde construir tales instalaciones.»
La idea golpeó el estómago de Falkayn y después subió hasta su cabeza como si fueran burbujas de champán. No era el dinero que aquello significaba lo que le hizo ponerse en pie, gritando. Siempre resultaba agradable tener dinero, pero él podía conseguir el suficiente para sus necesidades y avaricias con menos esfuerzo. Era puro instinto lo que le excitaba. Repentinamente, volvió a ser un cazador del Pleistoceno sobre el rastro de un mamut.
—¡Judas! —gritó—. ¡Sí!
—«A causa de sus posibilidades comerciales, en esta fase del asunto sería muy necesaria la discreción —dijo la voz que no conocía glorias—. Se sugiere que tu patrón pague la suma establecida para colocar este asunto bajo secreto temporal. Cuando te marches ahora puedes discutir eso con la señora Beldaniel, después de lo cual se te urge a que te pongas en contacto con el señor Van Rijn.»
Se detuvo durante un billón de nanosegundos; ¿qué nuevos datos, advertidos de repente, estaba considerando?
—«Por razones que no pueden ser declaradas, se te recomienda insistentemente que no cuentes esto a nadie en absoluto antes de salir de la Luna. De momento, y puesto que estás aquí, se sugiere que el asunto sea explorado más profundamente de forma verbal, con la esperanza de que se abran líneas de asociación con más datos que puedan resultar importantes.»
Al salir de la oficina, dos horas más tarde, Falkayn se detuvo ante el escritorio de la mujer.
—¡Uf! —exclamó con tono triunfal y agotado. Ella le devolvió una sonrisa placentera.
—Confío en que haya tenido éxito en lo que intentaba.
—Sí, un poco. Uf, tengo que hablar con usted de una cosa o dos.
—Siéntese, por favor.
Thea Beldaniel se inclinó hacia delante. Su mirada era muy fija y brillante.
—Mientras se encontraba usted ahí dentro, capitán Falkayn, yo utilicé otro enclave para obtener del banco de datos la información disponible sobre usted. Sólo lo que está en los dossieres hechos públicos, por supuesto, y únicamente con la esperanza de poder servirle mejor. Lo que usted ha conseguido es algo realmente asombroso.
—Claro que lo es, concedió Falkayn.
—Gracias —dijo.
—Los computadores no hacen todo el trabajo de cálculo aquí.
¡Por los cielos, ella tenía un poco de sentido del humor!
—Se me ha ocurrido la idea de que usted y yo podríamos cooperar de algún modo, con gran beneficio mutuo. Me pregunto si también podríamos hablar de eso.
4
El hotel Universo desafía desde Lunogrado a toda una galaxia: «No existe ningún ser que respire oxígeno al que no podamos conseguir una acomodación apropiada. A menos que todas las habitaciones estén ya ocupadas, proporcionaremos a cualquier visitante todo lo que sea necesario para su salud, seguridad y satisfacción. Si el equipo y los suministros disponibles son insuficientes, los obtendremos, si se nos da un plazo anticipado razonable y mediante el pago de un razonable extra. Si no conseguimos cumplir los términos de esta garantía, regalaremos al desilusionado huésped la suma de un millón de megacréditos de la Comunidad Solar».
Viajeros espaciales de acuerdo con los seres más remotos que pudieron encontrar, han hecho muchos intentos para embolsarse esa suma. Por dos veces el coste de cumplir la promesa ha sobrepasado el megacrédito. (En un caso, se necesitaron investigaciones y procesos para la síntesis molecular de ciertos elementos de una dieta; en el otro, la dirección tuvo que traerse un organismo simbiótico desde el planeta nativo del visitante.) Pero la publicidad bien vale la pena. Los turistas humanos, especialmente, pagarán diez veces el precio con tal de estar aquí y sentirse cosmopolitas.
Chee Lan no presentaba problemas. Las rutas comerciales más avanzadas de su mundo —«ruta comercial» se acerca mejor a una traducción del concepto que la palabra «nación»— han estado en estrecho contacto con el hombre desde que la primera expedición a O2 Eridani A II los descubrió. Un número en aumento de cynthianos llegan al Sistema Solar en calidad de viajeros, comerciantes, delegados, especialistas, estudiantes. Algunos se dedican a vagar por el espacio en capacidad profesional. A Chee le fue adjudicada una suite estándar.
—No estoy cómoda, no —estalló cuando Falkayn llamó para preguntar si lo estaba—. Pero no debiera haber esperado que me proporcionaran un ambiente decente, cuando ni siquiera pueden escribir bien el nombre de mi planeta.
—Bueno, es cierto, tú le llamas Hogar de la Vida bajo el Cielo —contestó suavemente Falkayn—, pero en el continente de al lado le llaman...
—¡Lo sé! ¡Lo sé! Ese es justamente el problema. Esos klongs se olvidan de que Tah-chih-chien-pi es un mundo completo, con geografía y estaciones. ¡Me han colocado en el continente de al lado y hace un frío de muerte!
—Pues llámales y dales la lata —dijo Falkayn—. Eso se te da muy bien.
Chee rezongó; pero, más tarde, siguió su consejo.
Un terrestre probablemente no hubiese advertido los ajustes que se hicieron. Hubiese continuado advirtiendo simplemente la gravedad estándar de 0,8; una iluminación rojo-anaranjada que variaba durante un período nocturno-diurno de cincuenta
y cinco horas; un aire húmedo y cálido lleno de olor a almizcle; macetas con flores gigantes esparcidas por el suelo; un árbol cubierto por vides, un juego de barras entrecruzadas utilizadas no sólo para hacer ejercicio, sino también para ir de un sitio a otro por la habitación. (La impresión popular de que los cynthianos son arbóreos en el sentido en que lo son los monos es incorrecta; pero se han adaptado y ajustado a las entrelazadas ramas de sus interminables bosques y a menudo las prefieren al suelo.) El terrestre hubiese observado que la película animada que daba la ilusión de ser una ventana mostraba una jungla terminando en una sabana donde se alzaban los delicados edificios de un caravanserallo. Hubiese prestado atención a los libros esparcidos y a la escultura de yeso a medio terminar con la que Chee se había estado divirtiendo mientras esperaba que Falkayn terminase el asunto que había llevado allí al equipo.
En este momento, el terrestre la habría visto alejándose del teléfono donde la imagen del hombre acababa de desvanecerse y agazaparse en tensión que se marcaba en la curva de su espalda.
Rai Tu, con quien ella había estado también divirtiéndose, intentó romper el silencio, que se hacía cada vez más denso.
—¿Uno de tus asociados, supongo? El hablaba hispánico, no ánglico.
—Sí, suponlo —cortó Chee—. Suponlo lejos de aquí.
—¿Podrías repetir tu gracioso pensamiento?
—Fuera —dijo Chee—. Tengo que pensar.
Tai Tu abrió la boca y la miró con los ojos fuera de las órbitas.
El hipotético observador procedente de la Tierra la hubiese llamado atractiva, o incluso hermosa, muchos de sus especies lo hacían. Para Tai Tu ella era deseable, fascinante y un poco aterradora.
Cuando se ponía de pie medía unos noventa centímetros de alto y su frondosa cola se enroscaba hacia arriba hasta más de la mitad de esa longitud. Una lustrosa piel blanca de angora recubría sus formas, por lo demás desnudas. Un bípedo de largas piernas, tenía sin embargo cinco dedos prensibles en cada pie y caminaba con un digitígrado. Los brazos, apenas menos largos que musculosos, terminaban en manos que poseían cinco dedos de cuatro articulaciones y rosadas uñas y un pulgar cada una. La cabeza, redonda y de orejas puntiagudas, soportaba un rostro de hocico pequeño, cuya chata nariz y deliciosa boca estaban bordeadas por bigotes como los de un gato. Encima, los enormes ojos color verde esmeralda eran realzados por una máscara del mismo matiz azul grisáceo que se veía en los pies, manos y orejas. Aunque hirsuta, vivípara y homeotérmica, no era un mamífero. Los pequeñuelos de su raza comían carne desde que nacían, utilizando sus labios para chupar la sangre.
Tai Tu era un carnívoro más pequeño y menos agresivo. Durante su evolución, los machos cynthianos nunca necesitaron llevar los cachorros entre los árboles y luchar por ellos. Se había sentido halagado cuando Chee Lan le había dicho —a él, un humilde profesor invitado en la universidad de Lomonosov, mientras que ella era una xenologista al servicio de Nicholas van Rijn— que fuese a vivir con ella.
Pero, tenía su orgullo.
—No puedo aceptar este trato —dijo.
Chee mostró las uñas. Eran blancas y muy afiladas. Hizo un movimiento con su cola, señalando hacia la puerta.
—Fuera —dijo—. Y no vuelvas.
Tai Tu suspiró, empaquetó sus pertenencias y regresó a sus anteriores alojamientos.
Chee se quedó sola durante algún tiempo, embarcándose cada vez en un humor más negro. Finalmente, marcó un número en el teléfono. No hubo respuesta.
—¡ Maldición, sé que estás ahí! —gritó. La pantalla permaneció en blanco. Al rato ella estaba saltando de un lado a otro, presa de la ira.
—¡Tú y tus estúpidas meditaciones budistas!
Después de algo así como un centenar de llamadas, cerró el interruptor y salió por la compuerta neumática.
Los pasillos estaban condicionados para terrestres. Se ajustó al cambio sin esfuerzo. Por pura necesidad, los miembros del mismo equipo espacial tienen necesidades biológicas muy similares. Las pasarelas móviles eran demasiado lentas para ella, y fue dando saltos sobre ellas. En el camino se estrelló contra su excelencia, el embajador del Imperio Epopoiano, que graznó indignado. Ella le lanzó una palabra sin siquiera volver la mirada atrás que su excelencia se quedó con el pico abierto y permaneció silencioso donde había caído durante tres minutos por el reloj.
Entretanto, Chee llegó a la entrada de la habitación sencilla que ocupaba Adzel. Se apoyó en el botón de la puerta, lo que produjo resultados. Realmente debía estar fuera de este mundo. Oprimió puntos y ranuras, el código de señales de emergencia. SOS. Socorro. Fallo en el motor. Choque. Naufragio. Motín. Radiación. Hambre. Peste. Guerra. Supernova. Aquello le sacó de su trance. Activó las válvulas y entró a través de la compuerta. El rápido cambio de presión hizo que los oídos le doliesen.
—Dios mío —dijo él con su suave y profunda voz de bajo—. Vaya un lenguaje. Me temo que estés mucho más lejos de obtener la iluminación de lo que yo había calculado.
Chee levantó la vista hacia Adzel y la siguió levantando hacia arriba. El peso de dos gravedades y media terrestres, el infernal resplandor blanco de un sol simulado del tipo F. El ruido de todos los sonidos en aquella atmósfera densa, chamuscada, que olía a truenos, la golpeó y la aplanó. Trepó bajo una mesa en busca de refugio. La austeridad de la habitación no era aliviada por una película de ventosas llanuras sin límite en aquel planeta que los hombres llamaban Woden, ni por el mándala que Adzel había colgado del techo o por el pergamino con textos mahayanas que había colocado sobre la pared.
—Confío en que tus noticias sean lo suficientemente importantes como para justificar el haber interrumpido mis ejercicios —continuó tan severamente como le era posible.
Chee se detuvo, dominada.
—No lo sé —confesó—. Pero tienen que ver con nosotros.
Adzel se preparó para escuchar.
Ella le estudió durante un momento, intentando adivinar su respuesta a lo que le iba a decir. Sin duda le parecería que ella estaba exagerando su reacción. Y quizá tuviese razón. ¡Pero que la desollasen y la destripasen si iba a admitirlo!
Su masa la dominaba por completo. Contando la poderosa cola, su cuerpo centauroide tenía una longitud de cuatro metros y medio y un peso que pasaba de la tonelada. Un torso tan ancho como la puerta de un establo llevaba un par de brazos y manos tetradigitales en proporción, y levantaba la cabeza a más de dos metros sobre los cuatro cascos hendidos, al final de un largo cuello. La cabeza era casi como la de un cocodrilo, teniendo en el exterior unas prominentes fosas nasales y un alarmante despliegue de dientes. Los oídos externos eran de sólido material óseo, al igual que la hilera de placas dorsales triangulares que formaban una sierra desde la parte superior de su cabeza hasta el final de su cola. El cráneo se extendía hacia atrás lo suficiente para alojar un cerebro considerable, y bajo unos arcos ciliares muy salientes, los ojos eran grandes, pardos y bastante expresivos. Unas placas servían de armadura a su garganta y a su vientre, el resto estaba cubierto por escamas; pero eran de un precioso y brillante verde oscuro por arriba y de color dorado por debajo. Era muy res petado en su campo de Planetologia, o lo había sido antes de dejar la universidad para aceptar un sórdido empleo comercial. Y en cierta forma, estaba biológicamente más cerca de los humanos que Chee. Además de ser de sangre caliente y omnívoro, provenía de una especie cuyas hembras parecían cachorros vivos y amamantaban a sus retoños.
—Dave me telefoneó —dijo Chee. Sintiéndose un poco más dueña de sí misma, añadió con un resoplido:
—Por fin se ha separado durante unas horas de esa busconcilla con la que ha estado malgastando nuestro tiempo.
—¿Y fue a Serendipity, Inc., según lo planeado? Excelente, excelente. Espero que le hayan revelado material de interés.
Los labios gomosos de Adzel formaban el latín de la Liga en lugar del ánglico empleado por Chee para estar en forma.
—Ciertamente, parecía excitadísimo por eso —replicó Chee—; pero no quiso mencionar detalles.
—Me parece bien, no en un circuito cualquiera —el tono de Adzel reflejaba desaprobación—. Me han dicho que en esta ciudad, de cada diez seres uno es un espía.
—Quiero decir que tampoco quiso venir aquí o que nosotros fuésemos a su hotel para hablar —dijo Chee—. El computador le previno contra eso, sin darle ninguna explicación. El wodenita se frotó la mandíbula.
—Bien, eso es curioso. ¿No se supone que estos alojamientos son a prueba de ingenios de escucha?
—Debieran serlo, si pensamos en lo que nos cuestan. Pero quizá haya aparecido un nuevo tipo de aparato y la máquina se ha enterado de ello confidencialmente. Conoces la práctica de SI en estos casos, ¿no? Dave quiere que llamemos a la central para pedir más dinero y comprar una etiqueta de «restringido» para lo que le han dicho hoy. Dice que en cuanto volvamos a la Tierra podremos charlar con tranquilidad.
—¿Por qué no antes? Si él no puede marcharse ahora mismo de la Luna, por lo menos podríamos dar una vuelta en nuestra nave con él. Ahí no pueden espiarnos, no mientras Atontado esté activo.
—Escucha, presuntuoso toricocodrilo. Soy capaz de ver las cosas obvias más rápido que tú, incluyendo el evidente hecho de que por supuesto yo le sugerí la nave. Pero él dijo que no, por lo menos no inmediatamente. Resulta que uno de los socios de SI le ha invitado a pasar unos días en ese castillo que tienen.
—Extraño. He oído que nunca reciben visitas.
—Por una vez, escuchaste algo cierto. Pero dice que quieren hablar de negocios con él; no le dijeron nada, pero hablaron de enormes beneficios. Parecía una oportunidad demasiado buena para perdérsela. Únicamente que la invitación era para ahora mismo. Sólo tuvo tiempo de volver a su hotel y coger una camisa limpia y un cepillo de dientes.
—¿El negocio del señor Van Rijn esperará? —preguntó Adzel.
—Seguramente —dijo Chee—. De cualquier forma, Dave no estaba seguro de que la sociabilidad de los socios durase si les hacía esperar. Según todos los relatos, sus almas consisten en circuitos impresos. Aunque no saliera otra cosa de una visita a su hogar, le pareció una oportunidad única para echar un vistazo al interior de su organización.
—Claro —asintió Adzel—, claro. Dave actuó con toda corrección, cuando la oportunidad se refiere a una organización tan poderosa y enigmática como ésa. No entiendo qué es lo que te hace sentir tan nervioso. Sencillamente tendremos que esperar aquí unos días más.
Chee se erizó.
—Yo no tengo tu calma, cerebro de piedra. El computador puso a Dave sobre la pista de algo grande. Quiero decir astronómico: planetas de dinero. Se podía ver eso por su humor. Supón que sus anfitriones quieren acabar con él, para hacer eso mismo ellos.
—Vamos, vamos, amiguita —riñó Adzel—. Serendipity, Inc., no se mezcla en los negocios de sus clientes. No revela sus secretos. Como norma general, los socios ni siquiera saben cuáles son esos secretos. No tienen lazos con otras organizaciones. Esto ha sido confirmado no sólo por numerosas investigaciones privadas, sino por la experiencia de los años. Si alguna vez hubiesen violado la ética que ellos mismos anuncian, si hubiesen hecho favores especiales o mostrado prejuicios, las repercusiones de ello pronto lo habrían dejado al descubierto. Ningún otro miembro de la Liga Polesotécnica —ningún grupo a través de todo el espacio conocido— ha probado ser más digno de confianza.
—Siempre hay una primera vez, hijito.
—Bien, pero piensa, si es que el esfuerzo no te resulta excesivo —dijo Adzel con una brusquedad rara en él—. Para poder discutir, supongamos que hacemos la ridícula suposición de que Serendipity realmente espió la conferencia de David con el computador y realmente ha decidido romper su palabra de que nunca buscará su beneficio particular.
»Aun así, sigue ligado al pacto de la Liga, pacto que fue establecido y es hecho respetar por motivos válidos y pragmáticos. Prisión, asesinato, tortura, drogas, lavados de cerebro, cualquier clase de ataque directo contra la integridad psicobiológica del individuo, están prohibidos. Las consecuencias de una transgresión son terriblemente severas. Según dice un proverbio de la Tierra, el riesgo no compensa el premio. Y los recursos del espionaje, la tentación y la coacción son limitados. David es inmune al soborno y al chantaje. No revelará nada a una hipotética vigilancia ni caerá en trampas en la conversación. Si un cebo femenino es balanceado ante él, lo aceptará delicadamente sin tocar el anzuelo. ¿Acaso no lo ha...?
En aquel momento, y por una coincidencia demasiado increíble en otro contexto que no fuese la misma realidad, el teléfono zumbó. Adzel oprimió el botón de «aceptada». Apareció la imagen de la última amiga de Falkayn. Sus compañeros la reconocieron; los dos la habían conocido durante unos momentos y tenían demasiada experiencia para creer en el viejo cliché de que todos los humanos son iguales.
—Buenas noches, señora —dijo Adzel—. ¿Puedo ayudarla? Su expresión era desgraciada y su tono débil.
—Pido disculpas por molestarle —dijo—; pero estoy intentando hablar con Da..., con el capitán Falkayn. No ha vuelto. ¿Sabe si...?
—Siento decir que tampoco está aquí.
—Prometió que se reuniría conmigo... antes... y no lo ha hecho y... —Verónica tragó saliva— estoy preocupada.
—Ha surgido un asunto bastante urgente. No tuvo tiempo para ponerse en contacto con usted
—Adzel mentía galantemente—. Me pidió que le hiciera llegar sus sinceras disculpas. La sonrisa de ella era desesperada.
—¿Ese asunto urgente era rubio o moreno?
—Nada de eso, señora. Le aseguro que se refiere a su trabajo. Quizá esté fuera durante unos días estándar. ¿Quiere que le recuerde que la llame cuando regrese?
—Estaría muy agradecida si lo hiciese, señor —ella entrelazó los dedos—. Gracias. Adzel desconectó la pantalla.
—Siento afirmar esto de un amigo —dijo—, pero a veces David me da la impresión de que en algunos aspectos es un ser un poco despiadado.
—¡Ya! —dijo Chee—. Lo único que teme esa criatura es que él se marche sin haberle sacado ninguna información.
—Lo dudo. Bueno, te concedo que un motivo así ha existido y probablemente en cierto grado
aún continúe. Pero su angustia parece genuina, por lo menos hasta el punto en que yo puedo leer en la conducta de los humanos. Parece haber conseguido un cariño personal por él. Adzel emitió un ruido compasivo.
—Una estación de celo fija como la mía es mucho más conductiva a la serenidad.
La interrupción había calmado a Chee. Además, su deseo de salir de aquel horno de asar pesado como el plomo que Adzel llamaba su hogar se hacía más fuerte a cada minuto que pasaba.
—Según los estándares de Dave, ése es un ejemplar precioso —dijo—. No me extraña que haya retrasado la vuelta al trabajo. Y no creo que se haga el remolón para volver a ella hasta que esté listo para sacudirse el polvo de la Luna definitivamente. Quizá no necesitemos realmente preocuparnos por él.
—Confío en que no —dijo Adzel.
5
Yendo en una nave, el castillo en los Alpes no estaba a muchos minutos de vuelo de Lunogrado; pero los kilómetros que separaban la ciudad del castillo eran terribles, pues los grupos de montañeros nunca llegaban tan lejos. Alrededor del emplazamiento, una amplia zona de tierra y aire estaba prohibida —patrullada por hombres armados y vigilada por puestos con armas robot—, con ese absolutismo señorial que los grandes pueden hacer suyo en una civilización que exalta los derechos de la intimidad y de la propiedad.
Lo había construido una mano de obra no humana, importada para aquel propósito desde una docena de remotos planetas y repatriada después en total dispersión. Durante un tiempo, el resentimiento local se había combinado con la curiosidad para alimentar fantásticos rumores. Se tomaron películas telescópicas desde la órbita que fueron publicadas hasta que media Comunidad conocía las siniestras torres negras, las enhiestas murallas, las idas y venidas de naves en un puerto espacial privado entre las montañas lunares.
Pero cuando el cotilleo cesó, también se desvaneció el interés, pues las grandes propiedades eran bastante corrientes entre los señores de la Liga Polesotécnica..., y la mayor parte de ellos las sostenían de un modo mucho más extravagante que aquellos reclusos. El sigilo y el secreto eran parte frecuente de una práctica financiera normal. Durante años, Serendipity, Inc., había sido aceptada sin vacilaciones.
Dios mío, pensaba Falkayn, si los ecos de sociedad se enteran de que he sido traído hasta aquí, de que he penetrado en el interior...
Una amarga mueca se formó en su boca: ¿No sería cruel decirles la verdad a esos pobres tontos?
Desde la habitación en el piso superior donde se encontraba, el panorama era espectacular. Un amplio ventanal mostraba el descenso en picado de rocas, barrancos, acantilados, pendientes en talud hacia una negra herida. Enfrente de aquel valle, y al otro lado de la meseta del castillo, unos picos desnudos se alzaban hacia las constelaciones. Al sur colgaba baja la Tierra, casi llena, y con un brillo casi cegador, unas interminables sombras rodeaban el azulado punto luminoso que proyectaba.
Pero había un buen número de terrazas desde donde se podía admirar aquello mismo o más; donde habría alegría, música, decoración, comida decente y conversación interesante. La comida, que acababa de terminar poco después de llegar él, había sido tan lúgubremente funcional como lo que había visto de las grandes salas. La conversación con los cuatro socios que habían estado presentes consistió en banalidades salpicadas de silencios. En cuanto pudo se excusó. Obviamente, fue antes de lo que sus anfitriones hubieran deseado, pero él conocía las frases adecuadas y ellos no.
Sólo en la oficina le habían ofrecido un puro, y decidió que tal gesto se debió a que así estaba programado el tipo de sofá que había comprado. Buscó una pipa y tabaco en el interior de su túnica. Kim Yoon-Kun, un pulcro hombrecillo inexpresivo vestido con un kimono que conseguía parecer un uniforme, le había seguido.
—No nos importa que fume usted en la mesa, capitán Falkayn —dijo—, aunque ninguno de nosotros practique... tal diversión.
—Ah, pero a mí me importa —contestó Falkayn—. Me educaron de forma muy estricta en la creencia de que las pipas no están permitidas en los comedores, aunque al mismo tiempo, me muero por una calada. Por favor, tengan paciencia conmigo.
—Por supuesto —dijo aquella voz con acento—; es nuestro invitado. Lo que más sentimos es que el señor Latimer y la señora Beldaniel no se hallen presentes.
Extraño, pensó Falkayn, no por primera vez. Hugh Latimer deja aquí a su mujer y se marcha con la hermana de Thea. Mentalmente se encogió de hombros. Los intercambios de aquellas parejas no eran asunto suyo. Si es que existía alguno. Por todas las señales, Latimer era un palo tan seco como Kim, a pesar de ser un consumado piloto espacial. Su mujer, como Anastasia Herrera y sin duda la hermana de Thea, conseguía todavía parecer más solterona que esta última. Sus intentos de llevar una conversación intrascendente con el visitante habrían resultado patéticos si hubiesen sido menos testarudos.
Lo que importa, pensó Falkayn, es salir de aquí, volver a la ciudad y divertirse un poco; por ejemplo, con Verónica.
—Aunque ésta no es una habitación ideal para usted —dijo Kim con una almidonada sonrisa—, si observa lo escasamente amueblada que está. Nosotros somos seis y unos cuantos servidores no humanos. Construimos un lugar tan grande con vistas a una posible expansión, trayendo más asociados, quizá esposas y niños con el tiempo, si eso resultase factible. Pero como estamos, eh, charlando, creo que debiéramos ir a hablar a un lugar más agradable. Los otros ya se encuentran allí. Si lo desea podemos servirle café y brandy. ¿Puedo conducirle hasta donde están?
—Gracias —dijo Falkayn.
Aquel discurso, sin duda ensayado, no apagó sus esperanzas de poder marcharse pronto de lo que había demostrado ser una ciudadela del aburrimiento.
—¿No podemos comenzar a hablar de negocios?
—Pero... —sobresaltado, Kim buscaba las palabras—. No fue planeado para esta noche. ¿La costumbre no es que la actividad social venga primero... que la gente se conozca? Suponemos que usted se quedará con nosotros por lo menos unos días. Desde aquí se pueden hacer algunas interesantes excursiones a los alrededores, por ejemplo. Y disfrutaremos con los relatos de sus aventuras en partes lejanas del espacio.
—Es usted muy amable —dijo Falkayn—, pero me temo que no tengo tiempo.
—¿No dijo usted a la más joven de las hermanas Beldaniel...?
—Estaba equivocado. Lo consulté con mis compañeros y me dijeron que mi jefe ya había comenzado a sudar sangre. ¿Por qué no esbozan ahora mismo su proposición para ayudarme a decidir "cuánto tiempo podría tomarme en relación con este asunto?
—Una discusión adecuada requiere material que no guardamos en nuestra morada —impaciencia y un poco de puro nerviosismo agrietaron ligeramente la máscara que era Kim Yoon-Kun—. Pero venga, podemos exponer su sugerencia a los demás.
Está terriblemente ansioso por llevarme fuera de esta habitación. El conocimiento golpeó a Falkayn.
—¿Quiere decir que discutiremos el comienzo de las discusiones? —se asombró Falkayn—. Eso es gracioso. No he pedido documentación. ¿No puede explicar sencillamente de forma general lo que quieren?
—Sígame —chilló el tono de Kim—. Tenemos problemas de seguridad, la preservación de confidencias, que deben ser tratados por adelantado.
Falkayn empezaba a divertirse. Normalmente era un joven alegre y cortés, pero los que empujan a un comerciante aventurero, hijo de un militar aristócrata, deben esperar que los empujones les sean devueltos, con dureza. Emitió una falsa nobleza.
—Si usted no confía en mí, señor, su invitación ha sido un error. No deseo malgastar su valioso tiempo con unas negociaciones condenadas de antemano a la esterilidad.
—Nada de eso —Kim cogió a Falkayn del brazo—. Venga, por favor, y todo se aclarará.
Falkayn se quedó donde estaba. Era más fuerte y más pesado y el campo de gravedad estaba dispuesto en el estándar de la Tierra, práctica habitual en las residencias en mundos enanos, donde, de otra forma, llegarían a atrofiarse. Su resistencia ante el tirón no se notó bajo la túnica.
—Dentro de un rato, señor —dijo—. No ahora mismo, se lo suplico. Vine aquí a meditar.
Kim le soltó y dio un paso atrás. Sus negros ojos se estrecharon todavía más.
—Su dossier no habla de ninguna afiliación religiosa —dijo —lentamente.
—¿Dossier? ¿Falkayn enarcó las cejas con ostentación.
—El conjunto de las fichas con el material que nuestro computador tiene sobre usted... Únicamente aquello que es de dominio público —se apresuró Kim—. Sólo para que nuestra compañía pueda servirle mejor.
—Entiendo. Lo que pasa es que uno de mis camaradas es budista —convertido hace años cuando estaba estudiando en la Tierra— y ha conseguido interesarme. Además —dijo Falkayn, que se iba calentando—, es todo un acertijo semántico que las sectas más puras del budismo sean religiones, entendido en un sentido normal. Ciertamente, son agnósticos con respecto a dioses o a otros hipotéticos elementos animistas en el complejo de la realidad; su doctrina del karma no requiere una reencarnación según el uso más generalmente extendido del término y, de hecho, el nirvana no es una aniquilación, sino más bien un estado que puede ser adquirido en esta vida, y que consiste en...
Pero entonces fue demasiado tarde para Kim.
La nave espacial cruzó angularmente el panorama, un esbelto cilindro que relucía bajo la luz de la Tierra y brillaba dentro de los campos de gravedad conductores. Se colocó en posición de ascenso vertical y fue desapareciendo de la vista hasta perderse en el frío de la Vía Láctea.
—Bien —murmuró Falkayn—, bien, bien... Echó un vistazo a Kim.
—Supongo que Latimer y Beldaniel serán los tripulantes —dijo.
—Un viaje de rutina —contestó Kim con los puños cerrados a los costados.
—Francamente, señor, lo dudo —Falkayn se acordó de su pipa y comenzó a llenarla—. Reconozco la hiperconducción cuando la veo. No se usa para la navegación interplanetaria. ¿Por qué inmovilizar tanto capital cuando una nave más barata serviría? Por esa misma razón, se emplean cargueros normales en viajes interestelares cuando son prácticos. Y socios de pleno derecho de una gran compañía no hacen viajes largos por rutina. Es claro ver que este viaje es más bien urgente.
Y no querías que me enterase, añadió sin palabras. Sus músculos se tensaron. ¿Por qué no?
La rabia le mordía. Dejó escapar un? risita.
—Si estaba preocupado por mi causa, no era necesario —dijo—. No espiaría sus secretos. Kim se relajó un poco.
—Su misión es importante, pero no tiene nada que ver con nuestros negocios con usted.
—¿Sí?, pensó Falkayn. ¿Por qué no me lo dijiste al principio entonces, en lugar de permitir que sospechara...? Creo conocer el porqué. Estáis tan aislados de la corriente de los humanos, tan poco conocedores de los matices con que la gente piensa y actúa, que dudabas de tu propia habilidad para convencerme de que este despegue era inofensivo en lo que a mí respecta... ¡Cuando probablemente no lo es!
De nuevo Kim intentó sonreír.
—Pero, perdóneme, capitán Falkayn. No tenemos deseos de molestarle en sus prácticas religiosas. Por favor, quédese aquí cómodamente tanto tiempo como desee. Cuando quiera compañía puede emplear el intercomunicador de allí y uno de nosotros vendrá a conducirle a la otra sala.
Inclinó la cabeza.
—Que su experiencia espiritual sea agradable.
¡Touché?, pensó Falkayn mientras se quedaba mirando la espalda del hombrecillo. Puesto que el daño ya ha sido hecho, me envuelve en mi propia cuerda... Puesto que lo que quieren es mantenerme aquí durante algún tiempo y mi función de observación de mi barriga les regala una hora extra... ¿Pero cuál es el propósito de todo esto?
Encendió su pipa y lanzó bocanadas propias de un volcán, dio zancadas de un lado para otro, miró ciegamente por la ventana, se dejó caer sobre los asientos para volverse a levantar de un salto. ¿Estaba alimentando una desconfianza automática y vacía simplemente porque eran extraños, o sentía realmente en sus huesos que algo andaba mal?
No era la primera vez que se le ocurría la idea de que la información que se facilitaba a los computadores de Serendipity no se quedaba allí. Los socios nunca habían permitido que aquellos circuitos fueran examinados por un investigador independiente. Podían fácilmente haber instalado medios de grabar una materia o escuchar una conversación. Podían instruir una máquina para progresar según ellos deseaban. Y —por el cosmos— una vez conseguida confianza, en cuanto los señores de la Liga comenzaron a hacer pleno uso de sus servicios, ¡qué espías podían ser! ¡Qué saboteadores!
No obstante el hecho seguía siendo que ninguno de aquellos cautelosos y astutos empresarios habían encontrado nunca las más mínimas pruebas para creer que Serendipity estuviese colaborando ocultamente con alguno de sus rivales, ni intentando espiar las operaciones de nadie, ni siquiera colocando inversiones gracias al conocimiento que podía conseguir antes que los demás.
Podría ser que hubieran decidido cambiar su política. Ese planeta mío podría tentar aun al más virtuoso a dar un salto y reclamarlo... Pero eso tampoco me suena bien. Seis personalidades tan rígidas como ésas no pasan de mercaderes de la información a piratas en una hora. No, no, no lo hacen.
Falkayn comprobó su reloj. Habían pasado treinta minutos, tiempo suficiente para lo que se suponía que estaba haciendo. (De todas formas, no se lo creían.) Se acercó a grandes zancadas al intercomunicador, y encontrándolo dispuesto en el número 14, oprimió el botón y dijo:
—Ya he terminado.
Apenas había dado media vuelta, cuando Thea Beldaniel estaba en el umbral.
—¡Qué rapidez! —exclamó él.
—Casualmente me encontraba cerca. Me pasaron el mensaje a mí. ¿O ha estado esperando ahí fuera todo el tiempo? —pensó.
Ella se acercó, deteniéndose cuando los dos estaban junto a la ventana. Su caminar era más gracioso, vestida con traje de manga larga y cuello alto; su sonrisa desprendía un calor más convincente que antes, aunque todavía mostraba una cierta torpeza, y se detuvo en tensión cuando estuvo al alcance de su brazo. Sin embargo, y por alguna extraña razón, él se sintió atraído por ella. Quizá era una especie de desafío o simplemente que la mujer era un animal bien formado. Dio unos golpecitos a su pipa.
—Espero no haberles ofendido —dijo.
—Ni lo más mínimo. Estoy completamente de acuerdo. La visita inspira a uno, ¿no es cierto?
Ella hizo un gesto en un panel de control. Las luces se hicieron más tenues y el fantasmagórico paisaje lunar resaltó ante su vista.
Ahora, sin presiones, pensó Falkayn cínicamente. Al contrario. Cuanto más tarde en informar al viejo Nick, más contentos se pondrán. Bueno, de momento no tengo objeciones. Esto se ha puesto interesante de repente. Tengo que satisfacer una buena cantidad de discreta curiosidad.
Ahí fuera está la gloria —susurró ella.
El la miró. La luz terrestre sacaba su perfil de las sombras y se derramaba suavemente hacia abajo. Las estrellas relucían en sus ojos. Ella contemplaba aquellas invernales miríadas con una especie de hambre, de necesidad.
Dave estalló dominado por una repentina compasión que le sorprendía a él mismo:
—Se siente a gusto en el espacio, ¿no es cierto?
—No puedo estar segura de ello —pero continuó mirando hacia el cielo—. Confieso que aquí no lo estoy. Aquí nunca. Debe perdonarnos si no somos una compañía demasiado divertida. Esto proviene de timidez, ignorancia..., supongo que miedo. Nosotros vivimos solos y trabajamos con datos —símbolos abstractos— porque no servimos para ninguna otra cosa.
Falkayn no comprendía por qué ella debía sincerarse con él; pero en la cena habían servido vino. El libro de etiqueta les habría dicho que esto era lo que debía hacerse y la bebida podría habérsele subido a su poco experimentada cabeza.
—Yo diría que lo han hecho maravillosamente, habiendo empezado como unos completos desconocidos —le respondió—. Es así, ¿no es cierto? Ustedes empezaron como unos extraños a toda su especie.
—Sí —suspiró ella—. Creo que se lo puedo contar. En el principio no quisimos hablar de nuestra historia porque, hum, no podíamos predecir cuáles serían las reacciones. Más adelante, cuando ya nos habíamos familiarizado más con esta cultura, no había motivos para contarla; la gente ya había dejado de preguntarnos cosas y estamos acostumbrados a nuestra antisocial manera. Además, no queríamos ninguna publicidad personal. Ni ahora tampoco.
Ella le miró. En aquella azulada y fantástica luz, la tensa y madura mujer de negocios había vuelto a ser una muchacha pidiendo ayuda.
—No se lo contará a los noticieros... ¿verdad?
—Palabra de honor —dijo él, sin mentir.
—En realidad la historia es muy sencilla —dijo con voz que había cambiado—. Una nave salió de uno de los planetas colonizados, en busca de otro mundo. Creo que los que estaban a bordo se marcharon a causa de alguna disidencia de tipo político, aunque todavía no lo entiendo. Todo el asunto parece totalmente desprovisto de sentido. ¿Por qué unos seres racionales tienen que pelearse a causa de...? No importa. Unas familias vendieron todo lo que tenían, juntaron el dinero, compraron y equiparon una gran nave con los más modernos y completos equipamientos robóticos disponibles. Y partieron.
—¿Hacia algo totalmente desconocido? —preguntó Falkayn incrédulamente—. ¿Sin una expedición exploratoria previa?
—Hay muchos planetas donde el hombre puede vivir. Estaban seguros de encontrar alguno. No querían dejar huellas para que sus enemigos no supiesen dónde encontrarlos.
—Pero... lo que quiero decir es que debían saber las trampas que puede jugar un mundo nuevo: problemas de bioquímica, enfermedades, el clima, un millón de trampas imprevistas y la mitad de ellas mortíferas si no se está en guardia...
—Dije que aquella nave era grande, totalmente equipada y llena de provisiones de todo tipo —replicó ella vivamente. Continuó sin rastro de enfado—: Estaban preparados para esperar en órbita mientras se hacían todos los sondeos. Menos mal para nosotros. Durante el camino, las pantallas radiactivas se rompieron en un mal sector del espacio. Excepto la guardería, donde íbamos los niños, que disponía de un generador auxiliar, todas las zonas de la nave fueron afectadas por una dosis fatal. La gente podría haber sido salvada en un hospital, pero nunca pudieron llegar a uno a tiempo, sobre todo teniendo en cuenta que los sistemas autopilotos también estaban averiados. Un tratamiento los mantuvo con vida escasamente el tiempo suficiente para arreglar las pantallas y programar algunos robots. Después murieron. Las máquinas nos cuidaron a los niños, nos criaron de una forma mecánica y sin amor. Educaron a los que sobrevivieron..., a tontas y a locas, una miscelánea de información, en su mayor parte técnica, apretujada en nuestros cerebros; aunque eso no nos importó demasiado. En la nave se vivía en un ambiente tan estéril que cualquier distracción era bienvenida. No teníamos nada, excepto los unos a los otros.
»Cuando nos encontraron, nuestras edades variaban de doce a diecisiete. La nave había continuado su rumbo a una hiperconducción baja, con la esperanza de que tarde o temprano caería dentro del radio de detección de alguien, y ese alguien resultó ser no humano. Pero eran amables e hicieron por nosotros lo que pudieron. Por supuesto, era demasiado tarde para la formación de personalidades normales. Nos quedamos en el planeta de nuestros salvadores durante varios años.
»No importa dónde está —añadió rápidamente—. Conocen la Liga —ha habido encuentros de cuando en cuando—, pero sus gobernantes no quieren que su antigua civilización sea corrompida por vuestro capitalismo caníbal. Se ocupan de sus propias vidas y evitan atraer la atención sobre ellos.
«Pero el ambiente físico que nos rodeaba no era bueno para nosotros. Además, el sentimiento de que deberíamos intentar reunimos con nuestra raza creció. Lo que aprendieron de nuestra nave hizo progresar tecnológicamente a nuestros anfitriones en varios campos del saber. Como un intercambio justo —tienen un inquebrantable código ético—, nos ayudaron a montar un negocio, primero con un valioso cargamento de metales y después con las unidades como computador que decidimos que podíamos utilizar. Están encantados también de tener amigos que puedan ser influyentes en la Liga: tarde o temprano, el contacto será creciente e inevitable. Y ésa —terminó Thea Beldaniel— es la historia detrás de Serendipity, Inc.
Su sonrisa no pasaba de sus dientes. Su voz tenía el tinte de fanatismo que él había observado en la oficina.
¿Únicamente un tinte? ¡Pero si lo que acababa de contar no era ningún procedimiento operacional, era su vida!
¿O no lo era? Algunas partes del relato le sonaban a falso. Como mínimo necesitaba más detalles antes de conceder que aquello fuese la pura verdad. Sin duda algún hecho había sido intercalado. Pero ¿cuántos y qué importancia tenían en el total?
—Único —fue todo lo que se le ocurrió decir.
—Yo no pido piedad —dijo ella con una firmeza que él admiró—. Obviamente, nuestra existencia podría haber sido mucho peor. Me preguntaba, sin embargo, si quizá... —su voz y sus ojos bajaron, llenos de confusión—, si usted, que ha hecho tanto, que ha visto tantas cosas, lo entendería.
—Me gustaría intentarlo —dijo Falkayn dulcemente.
—¿Lo haría? ¿Puede hacerlo? Quiero decir... Suponga que se queda usted un rato... y podemos charlar así y hacer, oh, las pequeñas cosas... las grandes cosas..., cualquier cosa que sea humana..., quizá podría usted enseñarme a ser humana...
—¿Para eso es para lo que me querían? Me temo que yo...
—No. No, yo comprendo que... usted tiene que poner antes su trabajo. Creo... que con lo que nosotros, los asociados, conocemos, podríamos desarrollar algo realmente atractivo. No hay ningún daño en explorar durante un tiempo las ideas de unos y otros, ¿verdad? ¿Qué puede usted perder? Y al mismo tiempo, tú y yo...
Ella casi se volvió. Una de sus manos rozó la suya.
Durante un instante, Falkayn casi dijo que sí. Una de las tentaciones mayores entre las que asaltan a la especie humana es la de Pigmalión. Ella era toda una mujer en potencia. El planeta vagabundo podía esperar.
¡El planeta! La comprensión restalló en su interior. Quieren retenerme aquí como sea. Es su único propósito. No tienen propuestas definidas que hacerme. Únicamente vaguedades con las que esperan retrasarme. No debo dejar que lo consigan.
Thea Beldaniel se echó hacia atrás. —¿Qué pasa? —gritó en voz baja—. ¿Estás enfadado?
—¿Qué?
Falkayn hizo un esfuerzo con toda su voluntad, se rió y se tranquilizó. Recogió su pipa del cenicero del ventanal y sacó su bolsa de trabajo. Las cenizas no se habían enfriado, pero necesitaba hacer algo.
—No, claro que no, señora. A menos que esté enfadado con las circunstancias. Verá, me gustaría quedarme, pero no puedo escoger. Tengo que volver mañana por la mañana, a lo mejor pateando y llorando, pero tengo que estar de vuelta.
—Usted dijo que podía pasar varios días aquí.
—Como le dije al señor Kim, eso fue antes de enterarme de que el viejo Van Rijn se estaba comiendo sus patillas.
—¿Ha pensado en buscar trabajo en algún otro sitio? Serendipity puede hacerle una buena oferta.
—El tiene mi contrato y mi lealtad —dijo Falkayn—. Lo siento. Me gustaría conferenciar con ustedes toda la noche, si lo desean. Pero después me marcharé.
Se encogió de hombros, aunque la piel le picaba.
—¿Y qué prisa tiene? Puede volver en otro momento, cuando tenga permiso. Su mirada era de desolación.
—¿No puede ser persuadido?
—Me temo que no.
—Bien... Sígame a la sala de reuniones, por favor.
Oprimió el comunicador y dijo unas cuantas palabras que él no reconoció. Bajaron por un pasillo de alto techo y losas de piedra. La mujer arrastraba los pies y caminaba con la cabeza baja.
Kim les salió al paso. Apareció por un vestíbulo lateral, con una pistola embotante en la mano.
—Arriba las manos, capitán —dijo sin ninguna emoción—. No se marchará usted pronto.
6
Después de recalar en Yakarta, Delfinburg pasó por el estrecho de Makassar y las Célebes a las aguas del Pacífico. En aquel punto, un aerocoche depositó a Nicholas van Rijn. El hombre no era el dueño de la ciudad; para ser exactos, sus derechos en ella consistían en una casa, un muelle para un queche bastante grande y el setenta y tres por ciento de la industria. Pero el patrón y el mareante estuvieron de acuerdo con su sugerencia de cambiar el rumbo y pasar más cerca de las islas Marianas de lo que era corriente en su rumbo normal.
—Es bueno para los pobres marineros visitar esas preciosas islas, ¿no es cierto? —tronaba él, frotándose las peludas manos—. ¿No podría suceder que también les apeteciese una pequeña vacación y viniesen a animar a su anciano tío honorífico cuando participe en la regata para la Copa de Micronesia el veinticuatro de este mes? Es decir, si por casualidad estuviésemos en el lugar apropiado no más tarde del veintidós y quisiesen quedarse unos días allí. No quiero causar ni la más mínima molestia.
El mareante hizo unos rápidos cálculos.
—Sí, señor —informó—; casualmente llegaremos allí el veintiuno.
Hizo una señal para que la embarcación hiciese tres nudos más.
—Y, sabe, usted, tiene usted razón. Sería una buena idea pararnos un rato y limpiar los tanques de catalización o algo así.
¡Bien, bien! Hacéis muy feliz a un pobre anciano solitario. Cuánto necesito un poco de descanso y diversión y, quizá ahora mismo, un poco de ginebra con tónica para arreglar mi estómago. Tenemos que hacer unos cuantos arreglos, ¿eh?
Van Rijn se golpeó la panza.
Pasó la semana siguiente entrenando a su tripulación hasta un punto que hubiera asombrado al mismo capitán Bligh. A los hombres en realidad no les importaba eso —velas resplandecientes recortándose sobre un azul infinito, vivo, orlado de espuma, sobre el que el sol lanzaba polvo de diamantes; oleajes, cabeceos, restallidos, silbidos en la proa y sal en los labios, mientras el viento llenaba los pulmones de pureza—, excepto cuando se hacía el disgustado si ellos se negaban a emborracharse todas las noches con él. Al fin, les dejó descansar. Los quería en una forma determinada para la carrera, no exhaustos. Además, un negocio que operaba a doscientos años luz de distancia había inevitablemente acumulado problemas que requerían su personal atención. Gimió, maldijo, y eructó miserablemente, pero el trabajo no desapareció.
—¡Bah! ¡La viruela y la peste negra! ¡Trabajo! ¡Taco anglosajón! ¿Por qué tengo yo que debería estar descansando, que a mi edad debería estar tranquilo y derramando mi sabiduría sobre las jóvenes generaciones, por qué tengo que poner mi nariz contra una lima? ¿Es que no tengo ni un solo delegado con el cerebro lleno de algo que no sea serrín?
—Podría usted vender el negocio por más dinero del que se gastaría en diez vidas —contestó su secretario, que pertenecía a una casta de guerreros en una especie de tigres y por tanto no sentía miedo—. O podría terminar con todo el trabajo en la mitad del tiempo si dejase de quejarse.
—¿Dejar mi compañía, que he construido a trocitos y que tiene a millones de seres supuestamente pensantes dependiendo de ella, dejar que eso se hunda?; ¿o sentarme humildemente como si mi boca no pudiese morder ni la mantequilla y no decir ni pío sobre competidores de conciencia al vacío, subordinados con la barriga al revés, gremios, hermandades, sindicatos, chinches y... —Van Rijn reunió el aliento antes de disparar la última obscenidad—, burócratas? No, no, estoy viejo y cansado, soy débil y estoy solo, pero esgrimiré mi espada hasta la última bala. ¿Empezamos a trabajar?
En el solarium del último piso de su mansión había sido establecida la oficina. Detrás de las filas de teléfonos, computadores, archivadores, buscadores de datos y demás equipamiento financiero portátil, se veía una amplia panorámica de aquella flotilla que era Delfinburg, compuesta por unidades de muchas filas. No había muchas señales de productividad externamente. Uno podría observar remolinos alrededor de las válvulas de una planta de extracción de mineral, o trazar las sombras de los submarinos que apacentaban pescado, o los apetitosos aromas de una fábrica que transformaba algas marinas en condimentos. Pero la mayor parte del trabajo se hacía en el interior, camuflado por jardines colgantes, tiendas, parques, escuelas, centros de recreo. Habían salido pocas embarcaciones de recreo; hoy el océano estaba alborotado, aunque con los ojos vendados, sobre una de aquellas estabilizadas superbarcazas no hubiese sido posible decirlo.
Van Rijn acomodó su gigantesco cuerpo en un sofá. Sólo estaba vestido con un sarong y un lei; ¿por qué no ir cómodo mientras sufría?
—¡Comienza! —aulló.
Las máquinas charlatanearon, regurgitando hechos, cálculos, afirmaciones, resúmenes y propuestas. La principal pantalla telefónica se iluminó con la imagen de un hombre en harapos que acababa de escapar de una guerra a diez parsecs de distancia. Entretanto, un equipo de sonido emitía la Octava Sinfonía de Mozart; una muchacha escasamente vestida traía cerveza; otra encendía el puro de su amo, marca «Trichinopoly», y una tercera entraba con una bandeja llena de sandwiches daneses frescos por si sentía hambre. Imprudente, se acercó demasiado y él la barrió hacia sí con uno de sus brazos de gorila. Ella se rió nerviosamente y pasó sus dedos a través de los grasientos rizos negros que le caían sobre los hombros.
—¿Qué son todas estas bobadas que me cuentas? —ladraba Van Rijn a la imagen—. ¿Qué cerdito de rey está quemando nuestras plantaciones? Le proporcionaremos a sus enemigos soldados que le venzan y hacemos una paz que nos permita, a nosotros, pobres y explotados con metros y metros de nóminas infladas, un minúsculo beneficio, suficiente para vivir, ¿vale?
El hombre hizo alguna objeción. Los saltones ojos de Van Rijn se salieron de sus órbitas. Se acarició la perilla. Sus crecidos bigotes temblaban como si fueran cuernos.
—¿Qué quiere decir eso de que ninguna tropa local puede hacer frente a la suya? ¿Qué has estado haciendo durante estos años, venderles quizá matasuegras en lugar de armas eficientes?... Okey, okey, te autorizo a llevar una división de mercenarios extraplanetarios. Prueba con Diómedes, Gran Almirante Delp hyr Orikan, en la Flora de Drak'ho. Se acordará de mí y quizá pueda desprenderse de unos cuantos jovenzuelos inquietos a los que les gusten las aventuras y el botín. Dentro de seis meses me enteraré de que todo va como la seda o buscarás un puesto de trabajo limpiando las letrinas de oro. ¡Tot weerziens!
Hizo una seña con la mano y un ayudante del secretario pasó al próximo comunicante. Mientras tanto, enterró el enorme gancho de su nariz en su jarra de cerveza, salió resoplando y lanzando espuma y lo tendió para que le echasen otro litro.
En la pantalla apareció una cabeza no humana.
Van Rijn replicó mediante el mismo extraño conjunto de silbidos y gorjeos del alienígena. Después de pensar:
—Odio admitirlo tanto como odio los impuestos, pero ese factor es casi competente. Va a solucionar el problema que se le ha presentado. Creo que podemos ascenderlo a jefe de sector, ¿no?
—No pude seguir la discusión —contestó el secretario-jefe—. ¿Cuántos idiomas habla usted, señor?
—De veinte a treinta mal. De diez a quince bien. El que mejor, el ánglico.
Van Rijn despidió a la muchacha que había estado jugueteando con su cabello; su palmada en el más obvio de los blancos posibles, aunque fue dada en plan amistoso, cuando ella se marchaba, produjo un estallido semejante al de una granada y un alarido.
—Oh, oh, lo siento, pollita. Vete a comprarte ese brillante traje del que me has estado hablando y quizá esta noche demos una vuelta para que te luzcas... Luces un montón de prendas con la desvergonzada forma en que cortan esas cosas ahora. ¡Oh, lo que cobran esos bandidos por unos cuantos centímetros de tela!
Ella gorjeó y se marchó corriendo antes de que él cambiase de opinión. El se volvió hacia los otros miembros de su harén del momento.
—No me molestéis ahora. Esperad vuestro turno para sangrar a un pobre viejo tonto de todo lo que le separa de la miseria... Bien, ¿quién es el siguiente?
El secretario había cruzado la sala para estudiar el teléfono en persona. Se volvió.
—La agenda ha sido modificada, señor. Llamada directa, prioridad dos.
—Hum, hum, hum —Van Rijn se rascó la pelusa que alfombraba su pecho, dejó a un lado su cerveza, cogió un sándwich y lo engulló—. ¿Quién tenemos ahora por ahí autorizado para usar la prioridad dos?
Tragó, se atragantó y se aclaró la garganta con otro trago de medio litro. Pero después se sentó completamente inmóvil, con el puro en los labios, bizqueando a través del humo, y dijo sin ningún tipo de alboroto:
—Ponlos.
La pantalla se encendió. Cuando un rayo condensado tiene que salir de una nave en movimiento, perforar la atmósfera y permanecer inmovilizado en la solitaria estación que puede activarlo y transmitirlo, la transmisión dista mucho de ser perfecta. Van Rijn identificó la cabina de control de su nave pionera Muddlin Through. En primer plano Chee Lan, y detrás Adzel.
—¿Algún problema? —preguntó amablemente.
La pausa, mientras la radiación electromagnética atravesaba la distancia intermedia, fue corta, pero se notaba.
—Creo que sí —dijo Adzel. Sus palabras llegaban envueltas en silbidos de interferencias—. Y no podemos iniciar medidas correctivas. Hubiese dado mucho para que esas máquinas y chalados que le rodean nos hubiesen permitido un contacto directo antes.
—Hablaré yo —dijo Chee Lan—. Estarías una hora quejándote a Van Rijn: Señor, recordará que cuando informamos en la Tierra, le dijimos que seguiríamos viaje a la Luna para hacer una visita a Serendipity, Inc. —describió la visita de Falkayn a la oficina y la ulterior al castillo—. Eso fue hace dos semanas. Todavía no ha vuelto. Después de tres días estándar llegó una llamada. No fue una verdadera conversación... Un mensaje enviado cuando sabía que estaríamos durmiendo. Por supuesto, hemos conservado la grabación. Dijo que no nos preocupásemos: estaba siguiendo la pista de lo que podría ser lo más importante de su carrera y podría necesitar algún tiempo para arreglar el asunto. No teníamos por qué quedarnos en la Luna, ya que él podía coger un vuelo regular a la Tierra —su piel se erizó y una aureola de ferocidad se desprendía de toda su apariencia—. No era su estilo. Hicimos que una agencia de detectives hiciese un análisis de voz y somático, utilizando varias imágenes suyas de distintas fuentes. No hay dudas razonables para sospechar que no era él. Pero no su estilo.
—Pon la grabación de su llamada —ordenó Van Rijn—. Ahora. Antes de continuar.
Observó sin parpadear cómo el rubio joven recitaba su parte y se despedía.
—Maldición, tienes razón, Chee Lan. Por lo menos debiera haber sonreído y enviaros recuerdos para tres o cuatro chicas.
—Por cierto que hay una que nos ha estado dando mucho la lata —declaró la cinthiana—. Una espía que le enviaron y que se encontró con que no puede resistir su técnica, o lo que demonios tenga. En la última llamada, de hecho ha llegado a admitir que ése era su trabajo, y balbució que lo sentía y que nunca, nunca, nunca... Puede usted reconstruir la escena.
—Pásala de todos modos.
Verónica sollozó en la pantalla.
Ja, una moza bien dotada. Quizá la entrevistaré en persona, ¡ja, ja! Alguien debería hacerlo. ¡Una oportunidad así de enterarse de quién la alquiló! —Van Rijn se puso serio—. ¿Qué pasó después?
—Nos enfadamos —dijo Chee—. Al final hasta esta mantecosa estatua de santo que ve aquí decidió que era demasiado. Entramos en la propia oficina de Serendipity y dijimos que si el propio Dave no nos ofrecía una explicación más satisfactoria comenzaríamos a desarmar su computadora con una llave para tuberías. Ellos graznaron cosas sobre el pacto, y mencionaron a la policía civil, pero al final nos prometieron que telefonearía —y lúgubremente, añadió—: Lo hizo, aquí está la grabación.
La conversación había sido larga. Chee aullaba, Adzel razonaba, Falkayn permaneció inexpresivo e inamovible.
—«Lo siento, nunca podréis saber cuánto lo siento, amigos míos, pero nadie puede escoger el momento en que vea la luz. Thea es mi mujer y no hay más que hablar.
«Probablemente después de casarnos iremos al espacio. Trabajaré para SI, pero en un sentido puramente técnico. Porque lo que realmente buscamos, lo que me está reteniendo aquí, es algo mayor, más importante para el futuro que... No, no puedo decir más. Todavía no. Pero pensad en establecer relaciones con una raza genuinamente superior. La raza con la que se ha estado soñando durante siglos y que nunca fue encontrada: los Mayores, los Sabios, el paso revolucionario más allá de nosotros...
»... ¡Sí! —un destello de indignación—. Naturalmente, SI devolverá los malditos pagos de especias y licores. Quizá SI duplique la suma. Porque un dato que yo suministré es lo que disparó toda nuestra cadena de descubrimientos. ¿Aunque qué recompensa podría premiar un servicio semejante?
»Adiós. Buen viaje.»
El silencio dominaba sobre el rumor de las olas y el susurro de las estrellas, hasta que Van Rijn se sacudió en un estilo animal, y dijo:
—Salisteis al espacio y me llamasteis hoy cuando yo estaba disponible.
—¿Qué otra cosa podíamos hacer? —gimió Adzel—. David puede estar bajo control psíquico. Chee y yo lo sospechamos; pero no tenemos pruebas. Para alguien que no lo conozca personalmente, el peso de la credibilidad está fuertemente del lado opuesto, de forma tal que yo mismo no puedo llegar a ninguna conclusión firme sobre lo que en realidad ha sucedido. Hay algo más que la sólida reputación de Serendipity. Se trata del pacto. Los miembros de la Liga no secuestran ni drogan a los agentes de los competidores. ¡Ni una vez lo han hecho!
—Pedimos a la policía lunar una orden de registro —dijo Chee, torciendo su cola para señalar al wodenita—. Tin Pan Buddha insistió. Literalmente, se rieron de nosotros. No podemos proponer una acción de la Liga —primero ataca y después vendrá la ley—. Nosotros no podemos. No estamos en el Consejo; pero usted sí.
—Yo puedo proponerlo —dijo Van Rijn cautelosamente—. Después de un mes de forcejeos la votación dirá no. Ellos tampoco creerán que SI haga algo así por una razón puramente comercial.
—De todas formas, dudo de que dispongamos de un mes. Piense —dijo Chee—. Supongamos que Dave ha sufrido un lavado de cerebro. Lo habrán hecho para impedirle que le informe de lo que se haya enterado en esa maldita máquina. Le sacarán toda la información y consejo posibles. Yo lo haría. Pero él es una prueba contra ellos. Cualquier médico podría diagnosticar su estado y curarle. Así que tan pronto como sea posible —o necesario— se desharán de las pruebas. Quizá lo envíen fuera en una nave con su nueva prometida para controlarle. Quizá lo maten y desintegren el cuerpo. No veo que Adzel y yo tuviésemos otra alternativa que investigar como lo hicimos. Sin embargo, nuestras investigaciones probablemente serán la causa de que SI acelere cualquier plan que tenga programado para el capitán Falkayn.
Van Rijn estuvo fumando durante todo un minuto.
—Vuestra nave está equipada con armas contra osos, elefantes y morsas. Podríais quizá abriros camino allí dentro y rescatarle.
—Quizá —dijo Adzel—. Las defensas no son conocidas. Sería un acto de piratería.
—A menos que estuviese prisionero. En cuyo caso, podríamos preparar al curry, piel chamuscada después. Apuesto a que sabe horriblemente. Pero os convertiríais en héroes.
—¿Qué pasa si está allí voluntariamente?
—Os convertiríais en calabazas.
—Si atacamos ponemos en peligro su vida —dijo Adzel—. Si no está prisionero, es bastante probable que destruyamos varias vidas inocentes. Nos preocupa menos nuestra situación legal que nuestro camarada. Pero aunque nuestro cariño hacia él sea muy grande, pertenece a otra civilización, otra especie, sí, una evolución totalmente diferente a la nuestra. No sabemos decir si está normal cuando nos llamó. Actuaba en una forma extraña, eso es verdad. Pero ¿podría eso ser debido a la emoción llamada amor, acompañada quizá por un sentimiento de culpabilidad por romper su contrato? Usted es humano, nosotros no. Apelamos a su juicio.
—Y me metéis —viejo, cansado, molesto, pesaroso, que no quiero otra cosa que paz y un pequeño, pequeñísimo, beneficio—, me mezcláis justo en todo el jaleo —protestó Van Rijn.
Adzel le miró fijamente.
—Sí, señor. Si nos da permiso para atacar, se expone usted, y todo lo que posee, para ayudar a un hombre que es posible que ni siquiera necesite ayuda. Lo comprendemos.
Van Rijn chupó su puro hasta que la punta parecía un volcán. Lo tiró a un lado.
—De acuerdo —gruñó—. El jefe que no ayuda a su gente es un piojoso. Planearemos un raid, ¿de acuerdo?
Se bebió la cerveza que le quedaba y tiró el jarro.
— ¡Maldita sea —aulló—, me gustaría ir también!
7
Adzel se detuvo en la compuerta.
—Ten cuidado, ¿eh? —pidió. Chee rezongó.
—Tú eres quien tiene que tener cuidado, yendo por ahí sin nadie que te cuide. Ten cuidado, cabezota de chorlito —parpadeó—. ¡Ratas y cucarachas! ¡Se me ha metido algo en el ojo! Vete ya... fuera de aquí.
Adzel cerró la placa facial. Encajado dentro de una armadura especial, apenas podía pasar por la compuerta. Tuvo que esperar a estar fuera para poder sujetarse el equipo a la espalda. Aquello incluía un pequeño cañón automático montado sobre un trípode.
Muddlin Through se separó de él, deslizándose a baja altura sobre una extensa y escarpada desolación. Una pintura de camuflaje hacía que fuera difícil distinguirla contra aquella mezcla de mediodía cegador y sombra negra como la tinta. Cuando estuvo detrás del horizonte, ascendió.
Adzel esperó pacientemente donde estaba hasta que el zumbido de sus auriculares fue reemplazado por la voz de la cynthiana, diciendo:
—Hola, ¿me coges?
—Estupendamente —dijo él.
El casco se llenó con el eco. Fue consciente de la masa protectora, pero pesada, que llevaba encima, de los olores mecánicos y orgánicos que se acumulaban ya, de la temperatura que comenzaba a subir y a escocerle debajo de las escalas.
—Bien. Entonces este rayo queda inmovilizado sobre ti. Me he fijado en una posición a unos ciento cincuenta kilómetros hacia arriba. Todavía ningún radar me ha localizado, quizá ninguno me advierta. ¿Ha comprobado todo, señor?
—Ja —las palabras de Van Rijn, transmitidas desde una casa alquilada en Lunogrado, llegaban con menos claridad—. He hablado aquí con el jefe de policía y no sospecha nada. He dispuesto que algunos de mis muchachos empiecen una pelea que distraerá la atención. He conseguido un juez listo para darme un mandamiento si se lo pido. Pero, aunque es tan caro como el caviar de Beluga, no es juez de mucha categoría, así que tampoco podrá hacer demasiado. Si la policía federal lunar se mezcla en el asunto tendremos problemas. Ed Garver vendería el alma que no tiene para meternos en la cárcel. Será mejor que todo sea tan rápido como el beso a una víbora. Ahora, amigos míos, me voy a mi nave y encenderé velas por vosotros en el santuario de allí a San Dimas, San Nicolás, y especialmente a San Jorge, claro. Adzel no pudo evitar un comentario.
—En mis estudios sobre culturas terrestres he encontrado referencias a ese último personaje. Pero ¿no decidió la propia Iglesia, allá por el siglo veinte, que era un personaje mítico?
—Bah —dijo Van Rijn altaneramente—. No tienen fe. Necesito un buen santo guerrero. ¿Quién dice que Dios no puede mejorar el pasado y proporcionarme uno?
Después no hubo tiempo, ni alientos, ni pensamiento para nada más que para correr.
Adzel habría ido mucho más rápido y cómodo en un deslizador o en algún otro vehículo; pero las radiaciones hubiesen traicionado su presencia. A pie, le sería posible acercarse mucho más antes de que lo detectaran. Subió las pendientes alpinas, escaló promontorios agudos como hojas de afeitar, descendió hasta el fondo de las quebradas para reaparecer al otro lado, rodeó las paredes de los cráteres y los barrancos. Su corazón se afanaba en un ritmo fuerte y constante, y sus pulmones se fatigaban. Utilizaba la tendencia hacia delante de su masa —una gran inercia con la baja gravedad— y los períodos pendulares naturales de sus patas para avanzar. Algunas veces saltaba los obstáculos describiendo un arco y al aterrizar el impacto resonaba en sus huesos. Siempre que le fue posible se mantuvo en la sombra. Pero con cada exposición a la luz del sol, el calor aumentaba despiadadamente en el interior de su armadura camuflada, con más rapidez que su mínimo sistema refrigerador podía expulsarlo. Los filtros luminosos no protegían bien sus ojos de la desnuda claridad solar. Ningún humano hubiera podido hacer lo que él hizo...; en realidad, apenas nadie de ninguna de las razas, excepto los hijos de una estrella más feroz que el propio Sol y un planeta más extenso que la Tierra.
Por dos veces se acurrucó donde pudo y dejó pasar una nave-patrulla por encima de su cabeza. Después de una hora fue abriéndose camino de una sombra a otra, esquivando un puesto de vigía, cuyas armas y radar se alzaban esqueléticamente contra el cielo. Llegó a la cumbre final sin ser visto.
El castillo se alzaba al final de una carretera ascendente, unas torres negras coronadas por las brujas y unas murallas fortificadas. Adzel echó a andar abiertamente por el camino, pues ya no tenía más posibilidades de ocultar su presencia allí. Por un momento, la presión del silencio espacial fue tan gigantesca que suprimió casi completamente el pulso, la respiración, el bombeo del aire, el sonido de sus cascos. Después:
—¿Quién va ahí? ¡Alto! —en la onda estándar.
—Un visitante —respondió Adzel sin siquiera retrasar su equilibrado trote—. Tengo que hablar de un asunto urgente y solicito ansiosamente ser admitido.
—¿Quién es usted? ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
La voz era de hembra humana, con un extraño acento, estridente por la agitación.
—¡Le digo que se detenga! Esto es propiedad privada. No se puede entrar.
—Pido perdón humildemente, pero realmente me veo en la necesidad de insistir en ser recibido.
—Vuelva. Encontrará una cancela al final de la carretera. Puede usted resguardarse allí y decirme lo que desee.
—Gracias por su amable oferta —Adzel continuaba su avance—, señora... Beldaniel..., ¿no? Tengo entendido que en este momento sus asociados están en la oficina. Por favor, corríjame si me equivoco.
—¡He dicho que retroceda o comenzaré a disparar! —gritó ella—. Tengo derecho a ello. Ha sido usted prevenido.
—En realidad, mi asunto se refiere al capitán Falkayn —continuó Adzel.
Se encontraba bastante cerca de la entrada principal. Su parte exterior sobresalía enorme sobre la muralla de piedra fundida.
—Si es usted tan amable como para informarle de que deseo hablar con él de viva voz, podemos ciertamente celebrar nuestra discusión aquí fuera. Permítame que me presente. Soy uno de sus camaradas de vuelos; por tanto, mi pretensión de hablar con él tiene preferencia sobre su retiro en su mansión. Pero no tengo realmente deseos de molestar, señora.
—Usted no es su compañero. Ya no. El dimitió. El mismo se lo dijo. El no quiere verle.
—Con el más profundo pesar y las disculpas más sinceras por cualquier molestia que pueda causar, me veo obligado a pedir una confrontación directa.
—El..., él no se encuentra aquí. Haré que le llame después.
—Puesto que es posible que esté usted en un error en cuanto a su localización actual, señora, ¿quizá sea usted tan amable como para permitirme registrar su casa?
—¡No! ¡Este es el último aviso! ¡Deténgase ahora mismo o morirá!
Adzel obedeció, pero dentro de la armadura sus músculos se tensaron. Su mano izquierda estaba en el control del cañón. En su palma sostenía una diminuta pantalla televisiva cuya cruz central se fijó sobre el mismo punto que la boca del cañón. Con la mano derecha, desabrochó la cartuchera de la pistola.
—Señora —dijo—, la violencia y la coacción son deplorables. ¿Comprende usted todos los méritos que está perdiendo? Le suplico...
—¡Márchese! —la voz se rompió, medio histérica—. Le daré diez segundos para dar media vuelta y emprender el descenso de la colina. Uno. Dos.
—Me temía esto —suspiró Adzel.
Y echó a correr..., pero hacia adelante. El cañón disparó tres veces contra la entrada principal. El fuego llameó, el humo humeó y los proyectiles volaron, completamente inaudibles, aparte de una vibración a través del suelo.
Desde las torretas que flanqueaban la poterna de la entrada dos rayos energéticos fueron disparados contra él. Ya había saltado hacia un lado. Su cañón martilleó. Una de las torretas se desmoronó en un montón de piedras. El humo y el polvo se arremolinaron, ocultándole la otra. Cuando se disiparon, estaba fuera de allí, lejos del alcance del arma.
La puerta exterior, una lámina de metal retorcido, se balanceaba.
—Entro —le dijo a Chee Lan, y disparó contra el otro lado de la cámara.
Una sola granada desgarró la segunda y menos impresionante barrera. El aire borboteó a su encuentro, blanco por un momento cuando la mezcla se congelaba, desvaneciéndose al disiparse la niebla bajo el cruel sol.
En el interior, una iluminación que ya no era difusa formaba goterones sobre una cámara destartalada. A través de las sombras advirtió unos cuantos cuadros y una estatua brutalmente maciza. Las convenciones artísticas eran extrañas a todo lo que había visto en sus viajes. Les prestó poca atención. ¿Por dónde se llegaría hasta David, en aquel maldito calabozo? Como un enorme sabueso de acero, empezó a buscar pistas. Dos corredores salían en direcciones opuestas; pero una terminaba en habitaciones vacías; las cámaras que daban al otro estaban amuebladas, aunque con parquedad. Hum, los constructores planean aumentar algún día la población del castillo; pero ¿con quién, o para qué? Galopó por el pasillo desierto. Al poco rato se encontró ante una puerta metálica que se había cerrado automáticamente al descender la presión.
Los servidores de Beldaniel estarían probablemente al otro lado, vestidos con trajes espaciales, esperando desintegrarle por completo cuando entrase. Ella estaría sin duda informando por teléfono a sus socios en Lunogrado sobre aquella invasión. Con suerte y audacia, Van Rijn podría retener a la policía durante algún tiempo. Debía ser mantenida al margen, porque se verían forzados a actuar contra el agresor, Adzel. Hiciese las alegaciones que hiciese, no registrarían el castillo si no llevaba un mandamiento judicial. Para entonces, si es que alguna vez se conseguía uno, la pandilla de Serendipity podía haber cubierto los rastros que guiaban hasta Falkayn en cualquiera de las numerosas formas posibles.
Pero si Adzel no se daba prisa, la propia Beldaniel podría intentarlo. El wodenita se retiró a la antecámara y descolgó de su espalda su equipo de trabajo. No había duda de que otra cámara, en el lado adyacente cerrado herméticamente, se encontraría al lado de ésta. Aunque ni los gases hubieran podido filtrarse, la construcción del interior del edificio no era en absoluto tan maciza como la obra exterior. Tenía que conseguir entrar sin ser visto. Extendió una lámina de material plástico inflable, se colocó sobre ella y pegó sus bordes a la pared. Puso en marcha la cortadora. Pronto hizo un agujero y esperó hasta que el aire filtrándose infló por completo la burbuja de plástico que ahora le rodeaba. Terminando la incisión, retiró el panel que había quemado y pasó al apartamento.
Estaba amueblado con una austeridad deprimente. Se detuvo un momento para abrir la puerta de un armario —sí, trajes de mujer— e inspeccionar una librería. Muchos de los volúmenes estaban en un formato y una simbología que no reconoció; otros, en ánglico, eran textos que describían las instituciones humanas en beneficio de los visitantes de otras especies. ¡Boddhisatva!
¿Cuál era el pasado de aquella gente entonces? Abrió su máscara facial, retiró de sus oídos uno de los auriculares y, cautelosamente, lo asomó al vestíbulo. Desde el otro lado de una esquina donde debía encontrarse la puerta llegaban chasquidos y tintineos; después, unas broncas palabras. Los servidores aún no habían cerrado los cascos... Provenían de varios planetas escasamente civilizados y seguramente, incluso los que no fuesen mercenarios profesionales, estarían entrenados en el empleo de las armas modernas y de la maquinaria necesaria en una casa. Adzel echó a andar en dirección opuesta, caminando tan silencioso como un gato en el interior de su armadura.
Esta habitación, esa habitación, nada. Maldita sea..., sí, he llegado hasta maldecir... David tiene que encontrarse en algún lugar próximo... ¡Calla! Su oído, entrenado en las soledades, había recogido un sonido casi inaudible. Entró en un tocador y activó su rastreador exterior.
Pasó una mujer, alta, vestida con pantalones, de aspecto vigoroso a pesar de su esbeltez. Su rostro era pálido y tenso, su respiración agitada. Adzel la reconoció por las descripción que de ella había hecho Van Rijn. Era Thea Beldaniel. Pasó de largo. De haber mirado a sus espaldas, habría visto cuatro metros y medio de dragón siguiéndola de puntillas.
Se acercó a una puerta y la abrió de par en par. Adzel espió desde las jambas. Falkayn estaba sentado en la cámara, acurrucado en un sofá. La mujer se acercó a él corriendo y lo sacudió.
—¡Despierta! —gritó ella—. ¡Oh, date prisa!
—¿Eh? Uf. ¿Quién eres? —Falkayn se movió un poco.
Su voz era monótona y su expresión adormecida.
—Ven, querido. Tenemos que salir de aquí.
—Ohhh... —Falkayn consiguió ponerse en pie.
—¡Te digo que vengas! —ella le tiró del brazo. El obedeció como si fuera un sonámbulo.
—Hay un túnel al puerto espacial. Vamos a hacer un pequeño viaje, querido. ¡Pero corre!
Adzel identificó los síntomas. Drogas para lavar el cerebro, sí, en todo su completo horror. La víctima quedaba sumergida en un grisáceo sueño, donde era nada excepto lo que se le decía que fuese. Un rayo encefaloconductor podía ser enfocado en su cabeza y ondas portadoras subsónicas en su oído medio. Su sometida personalidad no podía resistir las vibraciones generadas de aquel modo; haría cualquier cosa que se le dijese, con un aspecto y una conducta casi normales si se le manejaba con habilidad, pero en realidad era una marioneta. Por lo demás se quedaría siempre donde le llevasen.
Con el tiempo, su personalidad podía ser completamente remodelada.
Adzel entró en la estancia.
—Bien, ¡eso es demasiado! —tronó.
Thea Beldaniel dio un salto hacia atrás. Empezó a dar un largo grito. Falkayn permaneció acurrucado donde estaba.
A través de los corredores llegó un grito de respuesta. Un error, comprendió Adzel. Quizá no era posible evitarlo. Pero los guardianes han sido avisados y tienen más armamento que yo. Lo mejor será que escapemos ahora que podemos.
Sin embargo, las órdenes de Van Rijn habían sido claras y contundentes: «Lo primero de todo, saca películas de nuestro hombre, y muestras de su sangre y su saliva, antes que ninguna otra cosa. ¡O te las sacaré yo a ti y no de una forma tan educada! ¿Me oyes?»
Al wodenita aquello le parecía una locura, teniendo en cuenta que en uno o dos minutos podía llegar la muerte, pero era tan extraño que el anciano diese unas instrucciones tan inflexibles que decidió que lo mejor sería obedecerle. —Perdone, por favor.
Su cola echó a un lado a la histérica mujer y la sujetó suave, pero irresistiblemente, contra la pared. Colocó su cámara sobre un trípode, enfocó a Falkayn, la puso en «automático» mientras empleaba una aguja y una probeta sobre la carne que había sido antes un camarada suyo. (Y volvería a serlo, por los cielos, si no tenían una muerte honorable.) El proceso sólo le llevó unos segundos, gracias a su calma. Almacenó los tubos con las muestras en una bolsa, guardó la cámara y recogió a Falkayn en sus brazos.
Cuando salió por la puerta, llegaron media docena de guardianes. El no podía disparar, puesto que debía proteger al humano con su propio cuerpo. Sin embargo, dio un salto, esparciendo una onda metálica. Su cola dejó a dos de sus oponentes fuera de combate, y volando. Las balas y las descargas mordían. El caos resplandecía a su alrededor. Algunos disparos fueron deflectados, otros perforaron la armadura, pero no con demasiada profundidad. La armadura se reparaba automáticamente y él era fuerte.
Nadie pudo igualar su velocidad descendiendo por el corredor y subiendo por la primera rampa. Pero le seguirían. No podía resistir mucho tiempo contra las granadas y la artillería portátiles. Falkayn, sin protección, sería destrozado mucho antes. Era necesario salir como fuese de aquel agujero infernal.
¡Siempre subiendo, subiendo, subiendo! La rampa terminó en la cámara de una torre de paredes desnudas y resonantes con los ecos, y desde sus ventanales se podía escudriñar el salvaje paisaje lunar. Beldaniel, o alguien, debía haber recobrado su inteligencia y avisado a las patrullas porque varias naves se acercaban, a gran velocidad, por encima del pedregoso paisaje. A cierta distancia, sus armas parecían tan finas como los lápices, pero era desagradable hacerles frente. Adzel colocó a Falkayn en una esquina. Con cuidado, taladró un pequeño agujero en una de las ventanas, a través del cual pudo pasar la antena transmisora de su casco.
Puesto que la unidad de Chee Lan no seguía conectada con la suya, amplió el rayo y aumentó la energía.
—Hola, hola; Adzel a nave. ¿Estás ahí?
—No —su réplica era mitad despectiva, mitad sollozante—. Estoy en Marte actuando en beneficio de la Sociedad de las Dulces Viejecitas que Calcetan y Miran la Guillotina. ¿Qué has chapuceado ahora?
Adzel ya había localizado su posición, gracias a las fotografías publicadas del exterior del castillo y a la arbitraria nomenclatura de Van Rijn.
—David y yo estamos en lo alto de la torre de La Bella Roncadora. Estoy completamente seguro que ha sufrido un lavado de cerebro. Creo que seremos atacados desde la rampa dentro de cinco minutos; o, si deciden sacrificar esta parte de la estructura, sus patrulleras pueden demolerla en unos tres minutos. ¿Puedes rescatarnos antes?
—Me encuentro a mitad de camino hacia ahí, idiota. ¡Resiste!
—Tú no subas a bordo, Adzel —intervino Van Rijn—. Quédate fuera y que te dejen en el punto convenido, ¿de acuerdo?
—Si es posible —intervino Chee—, cierra la boca.
—Me callo la boca ante ti —dijo Van Rijn tranquilamente.
Adzel retiró su antena y de una manotada colocó un parche sobre el agujero. Muy poco aire se había escapado. Miró a Falkayn:
—Aquí tengo un traje espacial para ti —dijo—. ¿Puedes meterte dentro?
Los nublados ojos se encontraron con los suyos sin dar muestras de reconocimiento. Suspiró. No tenía tiempo para vestir un cuerpo inerte. Unos alaridos bárbaros llegaron hasta sus oídos procedentes de la rampa en espiral. No podía emplear su cañón: en un espacio tan estrecho el choque sería demasiado peligroso para el desguarnecido Falkayn. El enemigo no tenía aquel tipo de restricciones. Y las patrulleras convergían como moscardones.
Muddlin Through salió disparada desde el cielo. La nave espacial había sido diseñada para hacer frente a los problemas..., a la guerra si fuera necesario. Chee Lan no se sentía embarazada por ninguna ternura. Brillaron unos relámpagos, ocultando brevemente e! sol. Las patrulleras llovieron derretidas sobre la montaña. La nave se detuvo sobre campos de gravedad al lado de la to-rreta. Podía haberla dividido en dos, pero eso hubiera expuesto a los que estaban en su interior a una fuerte dosis de radiación. En su lugar, desprendió las paredes con rayos tractores y prensiles.
El aire explotó al entrar en contacto con el exterior. Adzel había cerrado su placa facial. Disparó con su pistola hacia la rampa para desanimar a los guardianes y cogió en brazos a Falkayn. El humano seguía sin protección y había perdido el sentido. La sangre salía en hilillos por su nariz. Pero la exposición momentánea al vacío no es demasiado dañina; los submarinistas que bajan a grandes profundidades suelen soportar descompresiones mayores y los fluidos no comienzan a hervir instantáneamente. Adzel lanzó a Falkayn hacia una compuerta abierta. Un rayo lo apresó y lo arrastró hacia dentro. Tras él, la válvula se cerró de golpe. Adzel se lanzó hacia delante. Fue atrapado de la misma forma y quedó pegado al casco.
Muddlin Through adoptó una posición vertical y ganó alguna altura.
Sacudido, luchando contra el mareo, el castillo y las montañas girando debajo de él, Adzel recibió todavía las órdenes de Van Rijn a Chee Lan.
—... le dejas donde te dije. Mi yate le recoge dentro de cinco minutos y nos lleva a Lunogrado. Pero tú márchate ahora mismo con Falkayn. Quizá esté muy atontado pero pueda decirte en qué dirección marchar.
—¡Eh, espere! —protestó la cynthiana—. Nunca me avisó de esto.
—No había tiempo para hacer planes fantásticos, minuciosamente detallados para todos los posibles desenlaces. ¿Cómo podía estar yo seguro de cuáles iban a ser, las circunstancias? Me parecía probable que el resultado fuese éste, pero podría haber sido mejor o incluso peor. Okey. Márchate ahora.
—Un momento, pirata gordinflón, ¡mi cama-rada está drogado, enfermo, herido! Si durante una molécula de segundo ha pensado usted que él va a ir a algún sitio que no sea un hospital, le sugiero que cambie su cabeza de posición. Hasta ahora yo hubiera jurado que eso era anatómicamente imposible y...
—Baja, baja, mi peluda amiguita, tómatelo con calma. Por lo que me cuentas, su estado no es tal que no puedas curarle tú misma por el camino. Te proporcionaremos un manual completo y todo lo necesario para ensuciar las mentes y deslavarlas, ¿no es cierto? ¡Y lo que todo eso costó haría que se te pusiesen los pelos de punta hasta que saliesen volando fuera de sus folículos! Escucha ahora. Esto es importante. Serendipity arriesga su existencia por esto, sea lo que sea. Nosotros tenemos que hacer lo mismo.
—Me gusta el dinero tanto como a usted —dijo
Chee con involuntaria lentitud—; pero hay otras cosas importantes en la vida.
—Ja, ja.
Adzel se mareaba ante los giros del terreno que se alejaba allá abajo. Cerró los ojos y visualizó a Van Rijn en la habitación transmisora: un capillero en un puño, las papadas bamboleándosele mientras desgranaba las palabras, pero algo restallante.
—Como, por ejemplo, lo que Serendipity está intentando conseguir. Tiene que ser algo más que dinero —añadió Chee.
—Piensa un poco, Chee Lan. ¿Sabes lo que yo deduje de los hechos? Davy Falkayn tenía que estar drogado, un prisionero con cadenas peores que las de hierro. ¿Por qué? Por un montón de cosas, como que él no me dejaría así de repente; pero principalmente porque él es un humano, y yo soy humano, y yo digo que un joven saludable y sensual que cambiase a Verónica —aunque él sólo piense que Verónica es buena únicamente para divertirse un poco con ella—, que cambie a una moza como ésa por un Polo Norte como Thea Beldaniel, maldición, tiene que tener algo mal en su piso superior, y probablemente en su piso inferior también. Por tanto, parecía muy probable que le estuviesen barriendo la cabeza.
»Pero ¿qué se concluye a partir de aquí? Vaya, Serendipity estaba rompiendo el pacto de la Liga Polesotécnica, y eso quería decir que algo grande estaba en juego, algo que valía la pena soportar las posibles consecuencias. Quizá valía la pena terminar también con Serendipity, ¡cosa que ahora es segura!
»¿Y qué sigue después, pequeña bola de piel? ¿Qué otra cosa, excepto que el propósito no podría ser simplemente comercial? Por dinero, se juega siguiendo las reglas, porque el premio no compensa romperlas, eso si se tiene el buen sentido para ser un buen jugador. Pero se puede jugar por otros motivos, como guerra, conquista, poder, y esos juegos no son agradables, ¿no es verdad? La Liga se aseguró de que Serendipity no estaba haciendo espionaje industrial; pero hay otras clases de espionaje. Por ejemplo, unos extraños —alguien fuera del conjunto de las civilizaciones conocidas ahora—, alguien oculto y, por tanto, muy, muy probablemente, que se considera nuestro enemigo. ¿No?
Adzel retuvo el aliento entre sus dientes. —No tenemos tiempo para adivinanzas —continuó Van Rijn—. Hace dos semanas enviaron una nave con un mensaje. Por lo menos, Control de Tráfico la tiene registrada con dos de los socios en persona a bordo. Quizá todavía puedas llegar antes que sus dueños dondequiera que sea. En cualquier caso, tú y Falkayn sois ahora mismo lo mejor que tenemos en el Sistema Solar para ir a echar un vistazo. Pero si esperáis una hora, que os coman las termitas, la policía entrará en acción y seréis detenidos como testigos materiales.
»¿No es mejor que os marchéis mientras os sea posible? Repara a nuestro hombre por el camino; enteraos de lo que podáis allá lejos y mandad un informe, vosotros mismos o por robot-correo; o por correo normal, o por una paloma mensajera. El riesgo es grande, pero quizá el provecho esté en la misma proporción; o quizá el beneficio consista en conservar nuestras vidas o nuestra libertad. ¿Tengo razón?
—Sí —dijo Chee Lan débilmente, después de una larga pausa.
La nave había cruzado las montañas y estaba descendiendo sobre el punto de la cita. El mar Frigoris se extendía oscureciéndose bajo un sol que bajaba por el sur.
—Pero somos un equipo. Quiero decir que Adzel...
—El no puede ir —dijo Van Rijn—. Ahora mismo, nosotros también estamos haciendo migas con el pacto y el derecho civil. Ya es bastante malo que tú y Falkayn tengáis que marcharos. Tiene que irse él, no Adzel, porque él es quien está entrenado especialmente para trabajar con los alienígenas, con las nuevas culturas, adivinar y contraadivinar. Serendipity es inteligente y peleará a la desesperada aquí en la Luna. Tengo que tener evidencia de lo que han hecho, pruebas, testigos. Adzel estuvo allí. Puede enseñar documentos impresionantes.
—Bien... —el wodenita nunca había oído a Chee Lan hablar con tanta tristeza—. Supongo que no me esperaba esto.
—Estar con vida —dijo Van Rijn—, ¿no es sorprenderse una y otra vez?
La nave se posó sobre el suelo. El rayo tractor liberó a Adzel. Trastabilló sobre la lava.
—Buena suerte —dijo Chee.
Estaba demasiado conmocionado para una res puesta articulada. La nave se elevó de nuevo. Se la quedó mirando hasta que se desvaneció en las estrellas.
La nave del comerciante llegó al poco rato; pero para entonces Adzel había reaccionado. Como en un sueño, subió a bordo y dejó que la tripulación le despojase de su impedimenta y que Van Rijn cogiese las muestras que había obtenido en el castillo. Cuando llegaron al puerto de Lunogrado, se encontraba semiconsciente y casi no oyeron los ultrajados aullidos de su patrón —no parecía consciente de nada que no fuera una infinita necesidad de dormir, dormir y dormir—, cuando fue arrestado y le llevaron a la cárcel.
8
El teléfono anunció:
—Señor, el principal sujeto de la investigación ha llamado a la oficina de Méndez y está pidiendo una conferencia inmediata con él.
—Exactamente como yo había esperado —dijo Edward Garver, con satisfacción—, y justo también en el momento que yo esperaba —cuadró su mandíbula—. Adelante, pásemelo a mí.
Era un hombre pequeño con escaso cabello sobre un rostro de perro faldero, pero en el interior de una severa túnica gris sus hombros tenían una anchura poco corriente. Las máquinas secretariales no se limitaban a rodearle, como lo hubieran hecho con un ejecutivo o burócrata normal; de alguna manera, daban la impresión de estar en posición de firmes. En su escritorio no se veían objetos personales —nunca se había casado—, pero en las paredes podían verse numerosas imágenes, que a menudo animaba, de sí mismo apretando las manos de sucesivos primeros ministros de la Comunidad Solar, presidentes de la Federación Lunar y otros dignatarios.
Sus palabras llegaron por el cable hasta un computador, que oyó y obedeció. Una señal relampagueó a través de estadios electrónicos, se convirtió en un rayo, y saltó desde un transmisor colocado sobre Selenópolis, en la muralla circular de Copérnico. Llegó hasta un satélite del satélite natural de la Tierra y fue retransmitido hacia el norte, por encima de dentadas extensiones estériles mordidas por el sol, hasta que llegó a un receptor de Plutón. Codificada para su destino, fue pasada a otro computador que cerró las conexiones apropiadas. Todo el proceso consumió varios milisegundos, porque esta luna es un lugar ocupado con una gran sobrecarga en sus líneas de comunicación.
Una amplia aparición, con bigote y perilla, enmarcada por la ensortijada melena que había estado de moda en la generación anterior, apareció en la pantalla del teléfono de Garver. Unos pequeños ojos de azabache, colocados muy próximos de un enorme acantilado de nariz, se dilataron.
—¡Viruela y peste negra! —exclamó Nicholas van Rijn—. No quiero hablar con Hernando Méndez, jefe de la policía de Lunogrado. ¿Qué está haciendo usted aquí? ¿No hay bastante jaleo en la capital para mantenerle contento?
—Estoy en la capital..., por ahora —dijo Garver—. Ordené que cualquier llamada suya para él se me pasase directamente a mí.
Van Rijn se mostró enfadado.
—¿Usted es el cabeza de globo que les dijo que Adzel tenía que ser arrestado?
—Ningún oficial de policía honrado dejaría suelto a un criminal de esa especie.
—¿Quién es usted para llamar a alguien criminal? —soltó Van Rijn—. ¡Adzel tiene más amabilidad humana que ese pestilente humor suyo, maldita sea!
El director del Centro Federal de Seguridad y Ejecución de la Ley contuvo su respuesta.
—Tenga cuidado con su lengua —dijo—. Usted mismo se halla comprometido en esto.
—Nosotros estábamos resolviendo nuestros problemas. Autodefensa. Y, además, fue una discusión local, no era asunto suyo —Van Rijn hizo un esfuerzo para aparecer piadoso—. Volvíamos, atracamos el yate, Adzel y yo, después de terminar, íbamos directos como flechas con plumas de cuervo a buscar al jefe Méndez y rellenar unas quejas. Pero ¿qué pasó? ¡Lo encerraron! ¡Con escolta armada! ¿Por mandato de quién?
—Los míos —dijo Garver—. Y, francamente, hubiera dado mucho por incluirle a usted también, señor —se detuvo, antes de añadir tan tranquilamente como le era posible—: También puedo conseguir lo que necesito para eso en seguida. Voy a ir a Lunogrado y a encargarme personalmente de investigar este asunto. Considérese avisado. No abandone el territorio de la Federación. Si lo hace, mi oficina lo considerará como evidencia de primera clase, suficiente para arrestarle. Quizá no podamos conseguir una extradición de la Tierra, o de dondequiera que vaya, con un mandamiento de la Comunidad, aunque lo intentaremos. Pero retendremos todo lo que la Compañía Solar de Especias y Licores posee aquí, hasta el último litro de vodka. Y Adzel pasará una buena temporada en un correccional, haga usted lo que haga, señor. Igual que sus cómplices, si se atreven a ponerse a nuestro alcance.
Su voz fue adquiriendo velocidad al hablar, al igual que sus sentimientos. Sabía que estaba cometiendo una indiscreción, portándose incluso como un tonto, pero ahora, cuando por lo menos tenía a la vista una pequeña victoria, la ira de tantos y tantos años se apoderó de él. Casi incapaz de hacer cualquier otra cosa, se inclinó hacia delante y habló rápida y entrecortadamente:
—He estado esperando esta oportunidad; la esperé durante años. He visto cómo usted y sus plutócratas colegas dé la Liga Polesotécnica se burlaban del gobierno: intrigas, sobornos, coacción, corrupción, ignorar todas las leyes incómodas, hacer convenios privados, establecer sistemas económicos particulares, librar sus propias guerras, actuar como señores en un imperio que no tiene existencia legal pero que se vanagloria de hacer tratos con otras civilizaciones, avasallar a mundos enteros..., ¡renovando los más crudos tipos de feudalismo y capitalismo! Esta «libertad» de la que presumís, que vuestra influencia ha conseguido escribir en nuestra propia Constitución, no es otra cosa que libertinaje. Licencia para pecar, jugar, caer en el vicio... ¡Y la Liga suministra los medios para ello con unos beneficios fabulosos!
»No puedo hacer gran cosa acerca de sus negocios fuera de la Comunidad; ni tampoco, tengo que admitirlo, en cualquier otro sitio que no sea la Luna. Pero esto es un principio. Moriré feliz si puedo someter a la Liga aquí, dentro de la Federación. Habré puesto los cimientos para una sociedad más decente en todas partes. Y usted, Van Rijn, es el principio del fin. Al final ha llegado demasiado lejos. ¡Creo que le he atrapado!
Se volvió a sentar, respirando agitadamente.
El financiero tenía un aspecto impasible. Se tomó un tiempo para abrir una caja de rapé, inhalarlo, estornudar y jugar un poco con los encajes de la pechera de su camisa. Finalmente, musitó, tan suavemente como la formación de un tsunami en el centro del océano:
—Okey. Dígame usted lo que cree que he hecho mal. La Biblia dice que el hombre pecador es propenso al error. Quizá podamos averiguar de quién fue el error.
Garver había conseguido recobrar la calma.
—De acuerdo —dijo—. No hay razones para que me prive del placer de decirle en persona algo que de todas formas va usted a conocer pronto.
»Siempre he vigilado las actividades de la Liga; por supuesto, con órdenes de que se me informase de cualquier cosa fuera de lo corriente. Hace algo menos de una semana, Adzel y la otra alienígena que forman equipo con él —sí, Chee Lan de Cynthia— solicitaron una orden judicial, contra la agencia de información de Serendipity, Inc. Dijeron que su capitán, David Falkayn, estaba siendo retenido gracias al empleo de drogas de lavado de cerebro en ese castillo en los Alpes Lunares donde los socios de SI tienen su residencia. Naturalmente, la orden fue denegada. Es cierto que la gente de SI es bastante misteriosa; pero, qué demonios, vosotros los capitalistas sois los primeros que habéis hecho un fetiche de la intimidad y del derecho a que los detalles de vuestros negocios sean confidenciales. Y SI es el único miembro de la Liga contra el que nada se puede decir. Todo lo que hace, pacíficamente y dentro de la ley, es actuar como un almacén de datos y una fuente de consejos.
»Pero el intento me puso sobre aviso. Sabiendo cómo sois vosotros, pensé que era muy probable que a continuación hiciese su aparición la violencia. Avisé a los socios y les sugerí que me llamasen directamente a la primera señal de problemas. Les ofrecí guardias, pero dijeron que sus propias defensas eran suficientes —la boca de Garver se tensó—. Ese es otro de los males que habéis traído los miembros de la Liga. ¡Le llamáis autodefensa! Pero puesto que la ley dice que un hombre puede defender y tener armas en su propiedad... —sus piró—, debo admitir que SI nunca ha abusado de ese privilegio.
—¿Le han contado ellos su versión del caso Falkayn? —preguntó Van Rijn.
—Sí, de hecho, yo mismo hablé con él por teléfono. Explicó que quería casarse con la señora Beldaniel y participar en la empresa. Oh, claro que sí, podía haber estado drogado. Yo no conozco su comportamiento normal. Ni me importa no conocerlo. Porque era infinitamente más plausible que usted simplemente lo que quería era sacarle de allí antes de que él les contase a sus nuevos amigos sus secretos más sucios.
»Y así —Garver entrelazó los dedos y sonrió—, hoy, hace unas tres horas recibí una llamada del señor Kim, en las oficinas de SI. La señora Beldaniel le acababa de llamar. Un wodenita, con armadura espacial, obviamente Adzel, había aparecido ante el castillo y exigido que le dejaran ver a Falkayn. Cuando esto le fue denegado, se abrió paso a cañonazos, y empezó a campar por sus respetos en libertad.
»Di instrucciones al jefe Méndez para que enviase un destacamento antidisturbios. Me dijo que ya estaban ocupados con un disturbio —por lo menos una pelea— con uno de sus hombres, Van Rijn, en uno de sus almacenes. ¡No me diga que eso fue una coincidencia!
—Sí lo fue —dijo Van Rijn—. Pregúnteselo a ellos. Fueron malos chicos. Les reñiré.
—Y les deslizará usted unos cuantos billetes en cuanto salgan de la cárcel.
—Bueno, quizá sí, para consolarlos —dijo Van Rijn—. Treinta días bajo acusación de quebrantamiento de la paz les entristecerá tanto que mi pobre y gris corazón esté conmovido... Pero siga, director, ¿qué hizo usted?
Garver se puso lívido.
—A continuación tuve que conseguir la invalidación de un mandamiento completamente sin fundamento. ¿Uno de los jueces a sueldo? Ahora no importa; otra cosa que investigaré. Los procedimientos me costaron toda una hora. Después, ya pude enviar algunos hombres de mi división de Lunogrado. Llegaron demasiado tarde; Adzel ya había conseguido llegar hasta Falkayn y el daño ya estaba hecho —controló de nuevo su ira, y dijo con un amargo control—: ¿Debo hacer una lista con los diferentes daños? Las patrulleras de SI, privadas pero legales, se acercaban a la torre donde estaba Adzel. Entonces descendió una nave espacial. Tiene que haber sido una nave muy bien armada actuando en estrecha y planeada coordinación con él. Destruyó a las patrulleras, deshizo la torre y huyó. Falkayn ha desaparecido; al igual que su compañera de otros tiempos, Chee Lan; al igual que la nave que habitualmente utilizaban..., salida del puerto de Lunogrado hace unos cuantos días estándar. Las conclusiones son obvias, ¿no está usted de acuerdo? Pero, fuese como fuese, Adzel no escapó. Debe haberse comunicado con usted para que le recogieran, porque usted lo hizo y lo trajo aquí. Por tanto, esto indica que usted también tuvo participación directa en los hechos, Van Rijn. Sé que tiene usted un enjambre de abogados; por tanto, necesito poseer más pruebas antes de arrestarle. Pero lo conseguiré. Lo haré.
—¿Bajo qué acusaciones? —preguntó Van Rijn sin ninguna entonación.
—Para empezar, las formuladas por los socios de Serendipity con testigos presenciales, corroboración de la señora Beldaniel y del personal del castillo. Amenazas. Mutilaciones criminales. Invasión de la intimidad. Intencionalidad. Extensas destrucciones en la propiedad. Secuestro. Asesinato.
—¡Eh, un momento! Adzel me dijo que quizá había golpeado a los servidores y guardianes un poco, pero él es un budista y tuvo cuidado de no matar a nadie. La torreta armada que destrozó al entrar era del tipo estándar, a control remoto.
—Las patrulleras no eran a control remoto. Media docena de monoplazas destruidas por los rayos energéticos. Okey, los pilotos, al igual que el resto del personal del castillo, eran no-humanos, mercenarios sin ciudadanía; pero eran seres vivos. Matarlos durante el curso de una invasión ilegal se considera asesinato. Los ayudantes son igualmente culpables. Esto saca a relucir los cargos de conspiración y...
—No importa —dijo Van Rijn—. Tengo la idea de que en cierta forma no le caemos muy bien. ¿Cuándo va a venir?
—Salgo en cuanto deje los asuntos de aquí en orden. En unas horas —Garver dejó otra vez sus dientes al descubierto—. A menos que quiera grabar una contestación ahora mismo. Nos ahorraría trabajo y quizá la sentencia fuese más leve.
—No, no. No tengo nada que confesar. Este es un terrible error. Usted ha entendido todas las cosas al revés. Adzel es amable como un bebé, con la excepción de algunos bebés que conozco que son bastante feroces. Y yo soy un pobre y solitario viejo gordo que sólo quiere un diminuto beneficio para no terminar siendo una carga para la beneficencia.
—Ahórreme esto —dijo Garver—, disponiéndose a romper la conexión.
— ¡Espere! —gritó Van Rijn—. Le digo que todo está al revés. Tengo que desenredar las cosas, ya veo, porque siempre intento ser un buen cristiano que ama a su prójimo y no le deja darse un golpe en su fea cara chata y que se rían de él como se merece. Tengo que hablar también con Adzel y con Serendipity antes de que usted venga, y quizá podamos arreglar este caldo que ha cocido usted de forma tan estúpida.
Un músculo dio unos saltitos en la comisura de la boca de Garver.
—Se lo advierto —dijo—, si intenta usted cualquier amenaza, soborno, chantaje...
—Llámeme lo que quiera —resopló Van Rijn—; está usted implicando mi código ético. No tengo por qué escuchar su lenguaje, tan indigno de un caballero. Buenos días, cerebro de Gorgonzola.
La pantalla se desconectó.
Puesto que la Luna era un centro importante del tráfico entre los sistemas, las cárceles de las ciudades miembros de la Federación eran ajustables a las necesidades de una amplia variedad de especies.
El meticuloso sentido de la justicia de Adzel le llevaba a admitir que con respecto a la iluminación, la temperatura, la humedad, la presión y el peso estaba más a gusto en la celda que bajo condiciones terrestres. Pero no le importaba todo esto. Lo que sí le importaba era la comida aquí, una papilla jaleosa compuesta según lo que cualquier basura de manual decía era biológicamente correcto para los wodenitas. Sufría todavía más por estar demasiado apretado hasta para estirar la cola, por no hablar de hacer ejercicio.
El problema estribaba en que los individuos de su raza pocas veces eran encontrados fuera de su planeta natal, ya que la mayor parte eran cazadores primitivos. Cuando fue escoltado hasta la cárcel, por un escuadrón de policías, comprensiblemente nerviosos, el guardián se había atragantado.
—¡Ullah akhbarl ¿Tenemos que alojar esta especie de cruce entre un centauro y un cocodrilo? Y todas las unidades de tamaño de elefante llenas a causa de esa maldita convención de la ciencia ficción...
Así pues, Adzel recibió con alivio, horas más tarde, al sargento, que le decía por la pantalla del teléfono:
—Su, hum, representante legal se encuentra aquí. Quiere una conferencia. ¿Está usted dispuesto?
—Ciertamente. ¡Ya era hora! No es un reproche, oficial —se apresuró a añadir el prisionero—. Su organización me ha tratado con corrección y comprendo que está usted tan ligado a su deber como a la rueda del Karma.
El sargento, a su vez, se apresuró a pasar la conexión.
La imagen de Van Rijn bizqueó sobre un resplandor reproducido con demasiada fidelidad. Adzel se sintió sorprendido.
—Pero..., pero yo esperaba un abogado —dijo Adzel.
—No hay tiempo para los mercaderes de la lógica —replicó su jefe—. Nosotros tenemos nuestra propia lógica, la cortamos y la aplicamos. Tengo que decirte principalmente que mantengas tu escotilla cerrada herméticamente. No digas ni una palabra. No pretendas siquiera ser inocente. Legalmente no tienes necesidad de decir nada a nadie. Ellos quieren ganar tiempo, dejemos que envíen a sus pies planos a investigar.
—Pero ¿qué estoy haciendo yo en esta perrera? —protestó Adzel.
—Sentarte. Haraganear. Sacarme una buena paga, mientras yo corro de un lado a otro haciendo que mis viejas y cansadas piernas suden hasta las rodillas. ¿Sabe —dijo Van Rijn patéticamente— que durante más de una hora no he bebido nada en absoluto? Y me da la impresión de que voy a quedarme sin el almuerzo, que hoy iba a ser de ostras Lindford y cangrejo del Pacífico a la...
— ¡Pero yo no tengo que estar aquí! —gritó Adzel—. Mi evidencia... —sus escamas chasquearon contra las fuertes murallas.
Van Rijn consiguió gritar más que él, lo que para un humano era algo asombroso.
—¡Calla! ¡Dije que te callaras! ¡Silencio! —bajó de tono—. Sé que se supone que éste es un circuito cerrado, pero no me extrañaría que Garver pudiese haber colocado micrófonos. Guardaremos nuestros triunfos un rato más; como Gabriel, los jugaremos al final. El triunfo final... Gabriel... ¿Me entendiste? ¡Ja, ja!
—Ja —dijo Adzel huecamente—. Ja.
—Tienes intimidad para meditar, muchísimas oportunidades de practicar el ascetismo. Te envidio. Me gustaría poder encontrar una oportunidad de ganar la santidad como la que tú tienes ahí. Siéntate con paciencia. Voy a hablar con la gente de Serendipity. Hasta luego.
Los rasgos de Van Rijn se desvanecieron.
Adzel se acurrucó inmóvil durante largo rato.
¡Pero yo tenía las pruebas! —pensó asombrado—. Saqué esas fotografías, esas muestras de los fluidos corporales a David en el castillo... Exactamente como me había dicho..., la prueba de que él estaba, indudablemente, bajo lavado de cerebro. Le pasó el material al viejo Nick cuando me lo pidió antes de atracar. Supuse que él sabría mejor que yo cómo utilizarlo. Porque, ciertamente, eso justificaría mi irrupción. Esta civilización siente horror por las violaciones de la personalidad. Pero él..., el jefe en quien confié..., ¡no lo ha mencionado!
Cuando Chee Lan y Falkayn, ya curado, volviesen, podrían aclararlo todo, por supuesto. Sin la evidencia física que había obtenido Adzel, su testimonio podía ser descalificado. Había demasiadas formas de mentir bajo aquellas drogas y electropulsaciones que podían usar los interrogadores con los voluntarios: inmunización o condicionamiento verbal, por ejemplo.
En el mejor de los casos, la situación seguiría siendo difícil. ¿Cómo podría oscurecerse el hecho de que seres inteligentes habían sido muertos por unos asaltantes ilegales? (Aunque Adzel tenía más dudas acerca de la lucha que el habitante medio de las turbulentas fronteras de hoy, en principio no lamentaba demasiado este particular incidente. Una guerra privada seguía siendo una guerra, un tipo de conflicto que ocasionalmente era justificable. Rescatar a un camarada de un destino especialmente siniestro tenía prioridad sobre las vidas de endurecidos guerreros profesionales que defendían a los raptores de su colega.) El problema, sin embargo, consistía en que las leyes de la Comunidad no reconocían las guerras privadas. Pero había una buena oportunidad de que las autoridades se convencerían lo suficiente para liberar, o condenar y perdonar, a los asaltantes.
Si las pruebas del lavado de cerebro les eran reveladas. Y si Chee y Falkayn regresaban a contar su historia. Podrían no volver. Los desconocidos para los que Serendipity había sido un aparato de espionaje podían encontrarlos y matarlos antes de que pudiesen enterarse de la verdad. ¿Por qué Van Rijn no me dejó ir a mi también?, caviló Adzel. ¿Por qué, por qué; por qué?
Si no volvían, las pruebas podían por lo menos sacarle bajo fianza; porque demostrarían que su ataque, aunque continuase siendo ilegal, no había sido un descarado acto de bandidaje. También destruirían a Serendipity, al destruir la confianza de la que la organización dependía... de la noche a la mañana.
En lugar de eso, Van Rijn estaba reteniendo las pruebas. De hecho, había dicho que iba a regatear con los secuestradores de Falkayn.
Las paredes parecían acercarse cada vez más. Adzel pertenecía a una raza de exploradores. Quizá una nave espacial fuese un espacio pequeño y lleno de cosas, pero en su exterior ardían las estrellas. Aquí no había otra cosa que murallas.
Oh, las amplias praderas de Zatlakh, ¡los ruidos de los cascos resonando como un terremoto, el viento barriendo las montañas azules como los espíritus sobre el gran horizonte! Cuando oscurece, las hogueras bajo una conmocionada aurora, las viejas canciones, las antiguas danzas, ¡a vieja hermandad que es más fuerte que los mismos lazos de la sangre. El hogar es la libertad. Naves, viajes, planetas y risas. La libertad es mi hogar. ¿ Voy a ser yo el vendido como esclavo en sus tratos?
¿Debo dejar que me venda?
9
Resoplando como una antigua locomotora de vapor, Nicholas van Rijn entró en la oficina central. Había tenido tratos anteriormente con Serendipity, en persona y a través de subordinados; pero nunca había estado antes en aquella particular habitación, ni sabía de nadie que lo hubiera hecho, además de sus dueños.
No es que se diferenciara mucho de los cubículos de consulta, excepto que era un poco mayor. Estaba amueblada con los mismos caros materiales, en el mismo desangelado estilo funcional, y los paneles fluorescentes derramaban la misma luz blanca y fuerte. En lugar de un escritorio había una mesa grande alrededor de la cual podían sentarse varios seres, pero estaba equipada con una batería completa de máquinas secretariales. El peso era el estándar de la Tierra y la atmósfera un poco más cálida.
Los socios que habían permanecido en la Luna le esperaban en fila detrás de la mesa. Kim Yoon-Kun estaba en el centro, pequeño, rígido e impasible. La misma cautelosa inexpresividad marcaba a Anastasia Herrera y a Eve Latimer, que le flanqueaban. Thea Beldaniel mostraba un toque humano de cansancio y conmoción —las sombras negras bajo los ojos, las finas líneas que se le marcaban sobre su rostro, las manos no del todo seguras—, pero menos de lo que sería normal en una mujer que había visto su castillo arrasado por un dragón.
Van Rijn se detuvo. Su mirada pasó a la pareja de grandes bípedos con cola, cuatro brazos y cubiertos de piel gris, vestidos con armaduras idénticas y armados con idénticas pistolas que estaban de pie apoyados en la pared posterior. Sus ojos amarillos, colocados bajo prominencias óseas que recordaban cuernos, relucían en sus toscos rostros.
—No necesitabais traer a vuestros servidores de Gorzuni —dijo.
Su mano giró mientras mostraba sus manos vacías y después las golpeó contra sus apretados calzones color ciruela.
—No llevo ningún arsenal y vengo solo, dulce e inocente como una paloma de paz. Ya saben cómo se comportan las palomas.
—El coronel Melkarsh manda las patrullas y puestos de vigilancia de nuestro dominio —afirmó Kim—. El capitán Urugu es el jefe de los guardianes interiores y, por tanto, de todos los sirvientes de la casa. Tienen derecho a representar a su gente, a la que sus agentes han causado terribles bajas.
Van Rijn asintió. La única forma de preservar secretos es alquilando a no-humanos de culturas bárbaras, pues pueden ser entrenados en sus trabajos, pero en ningún otro aspecto de la civilización de la técnica. Por tanto, se mantendrán aislados, no se mezclarán socialmente con otros seres, no dirán nada y al fin de sus contratos volverán a casa y se desvanecerán en el anonimato de sus pocas veces visitados planetas. Pero si se hace esto, hay que aceptar también sus códigos. Los siturushi de Gorzun eran magníficos mercenarios —quizá un poco demasiado feroces—, y una de las razones es el lazo de lealtad mutua entre los comandantes y los soldados.
—Okey —dijo el comerciante—. Quizá sea mejor. Ahora será seguro que todo el mundo está incluido en el acuerdo a que lleguemos.
Se sentó, sacó un puro y mordió la punta.
—No le hemos invitado a fumar —dijo frígidamente Anastasia Herrera.
—Oh, es igual, no se disculpe. Sé que tienen un montón de cosas en la cabeza —Van Rijn encendió el puro, se recostó, cruzó las piernas y exhaló una nube azul—. Me alegro de que hayan accedido a encontrarse privadamente conmigo. De haberlo querido, hubiera ido a vuestra mansión. Pero aquí es mejor, ¿no? Oh, y la policía invadiendo el castillo con aspecto de ser eficientes. Este es quizá el único lugar de Lunogrado donde es seguro que nadie nos espiará.
Melkarsh gruñó profundamente en el fondo de su garganta. Probablemente sabía algo de ánglico.
—Nos inclinamos más bien en favor de un trato, señor Van Rijn —dijo Kim—, pero no abuse de nuestra paciencia. Sea lo que sea lo que convengamos, debe ser en nuestros propios términos y contar con su colaboración. Y, por supuesto, no podemos garantizarle que sus agentes queden sin ser castigados por la ley.
Las cejas del visitante se arquearon, como gusanos negros, hasta llegar a la mitad de su inclinada frente.
—¿Os he oído bien? —se colocó una mano sobre la oreja—. ¿Puede ser posible que a pesar de los extravagantes precios que pago por mi tratamiento antisenectud al final me estoy volviendo sordo en mi vejez? Espero que no estéis locos. Espero que sepáis que esta reunión es en beneficio vuestro, no mío, porque no quiero dejaros por el suelo. No demos más rodeos al asunto.
Sacó un abultado sobre del bolsillo de su chaqueta y lo lanzó sobre la mesa.
—Mirad esas preciosas fotos. Son duplicados, naturalmente. Los originales los tengo en otro lugar, dirigidos a la policía, y serán enviados si no regreso en un par de horas. También hay especímenes biológicos... que pueden ser identificados con certeza como pertenecientes a Falkayn porque en la Tierra hay historias clínicas suyas que incluyen la disposición de sus cromosomas. Las pruebas con isótopos demostrarán que las muestras fueron obtenidas no hace mucho.
Los socios se pasaron las fotografías de uno a otro, mientras el silencio se hacía más profundo y más frío. En una ocasión, Melkarsh enseñó los dientes y dio un paso adelante, pero Urugu le retuvo y ambos se quedaron con la mirada fija y vidriosa.
—Hicisteis un lavado de cerebro con Falkayn —dijo Van Rijn. Agitó un dedo—. Eso estuvo muy mal. No importa lo que hiciese Solar de Especias y Licores, ni de lo que fuese culpable; la policía empezaría a investigaros a vosotros de la cabeza a los pies, y tampoco importaría lo que os hiciesen después. Serendipity está acabado. La sola sospecha de que no actuasteis muy agradablemente alejará de vosotros a vuestros clientes y su dinero.
Ellos le devolvieron la mirada. Sus rostros eran tan inexpresivos como el metal, excepto el de Thea Beldaniel, donde brillaba algo parecido a la angustia.
—No lo hicimos —casi sollozó; y después, dejándose caer en un asiento—: Sí. Pero yo..., nosotros... no queríamos hacerle daño. No nos quedaba otra alternativa.
Kim le hizo señas de que se callara.
—Debe haber algún motivo para no haber sacado este material a relucir oficialmente desde el principio —dijo sílaba a sílaba.
—¡Ja, ja! —contestó Van Rijn—. No parece que mi muchacho hubiese sufrido daños de consideración. Y Serendipity hace un buen servicio a la Liga Polesotécnica. No tengo grandes reproches que hacer. Intento lo que puedo para evitaros lo peor. Por supuesto, no puedo dejar que escapéis sin ninguna pérdida. No es posible. Pero fuisteis vosotros quienes metisteis en esto a la policía, no yo.
—No admito culpabilidad —dijo Kim con ojos ardientes—. Nosotros servimos otra causa que vuestro innoble culto al dinero.
—Lo sé. Tenéis jefes en algún lugar del espacio a quienes no les gustamos; por tanto, no podemos dejar que vuestra empresa continúe haciendo de espía, y quizá algún día de saboteadora. Pero, por espíritu de caridad, quiero ayudaros a escapar de los resultados de vuestra propia locura. Empezaremos por echar a los perros de la ley. En cuanto retiren sus largos y pegajosos dientes de nuestro negocio...
—¿Es posible que se retiren... ahora? —susurró Thea Beldaniel.
—Creo que quizá sí, si cooperáis bien conmigo. Después de todo, vuestros servidores en el castillo no sufrieron mucho más por parte de Adzel que unas cuantas contusiones, quizá un hueso o dos rotos, ¿no es cierto? Arreglamos las compensaciones para ellos fuera de los tribunales; un asunto civil y no criminal —Van Rijn exhaló un pensativo anillo de humo—. Vosotros les pagaréis. En cuanto a esas patrulleras que desaparecieron, ¿queda alguien que viese a alguna nave espacial atacarlas? Si nosotros...
Melkarsh se soltó del apretón de su compañero, dio un salto adelante, levantó sus cuatro puños y gritó en el corrompido latín que había derivado del idioma común de la Liga:
—¡Por el más pestilente de los demonios! ¿Es que las cabezas de mi gente quedarán sin venganza?
—Oh, conseguirás algo tangible que llevarle a sus familiares —dijo Van Rijn—. Quizá añadamos una buena suma para ti personalmente, ¿eh?
—Tú crees que todo se puede comprar —raspeó Melkarsh—; pero el honor no se vende. Entérate de que yo mismo vi la nave venir desde muy lejos. Atacó y desapareció antes de que yo pudiese llegar; pero sé que esas naves son las que utiliza tu compañía y lo declararé así ante los hombres de leyes de la Federación.
—Vamos, vamos —Van Rijn sonreía—. Nadie te está pidiendo que cometas perjurio. Tienes la boca cerrada, no te ofreces voluntariamente a informar, no viste nada y nadie te preguntará nada; especialmente ahora que tus patrones van a enviarte a casa pronto, en la próxima nave disponible, o quizá yo mismo proporcionaré una, con la paga de todo tu contrato y una gorda gratificación —asintió graciosamente hacia Urugu—: Claro, amigo mío, tú también. ¿Veis qué patronos más generosos tenéis?
—Si esperas que acepte tu sucio soborno... —dijo Melkarsh—. Cuando podría vengar a mi gente hablando...
—¿Podrías? —contestó Van Rijn—. ¿Estás seguro de poder destruirme? Yo no me hundo fácilmente, con mis grandes y pesados cimientos. Lo que es seguro es que destruirías a tus patronos, a quienes diste tu palabra de servir con lealtad. Además, tú y los tuyos seréis detenidos como cómplices de secuestro y otros malos tratos. Cómo ayudarás a tu gente, o a tu propio honor, ¿en una celda de la Luna? ¿Eh? Mucho mejor que les lleves dinero a sus familias y les cuentes que cayeron noblemente en combate, como deben morir los guerreros.
Melkarsh quiso tomar aire, pero no pudo hablar más. Thea Beldaniel se levantó, se acercó a él, le acarició la melena y murmuró:
—¿Sabes? Tiene razón, querido amigo mío. Es un demonio, pero tiene razón.
Los gorzuni asintieron bruscamente y dieron un paso atrás.
—¡Bien, bien! —tronó Van Rijn, frotándose las manos—. ¡Cómo me encanta el sentido común y la amistad! Os diré los planes que haremos juntos —miró a su alrededor—: Lo único que pasa es que estoy terriblemente sediento. ¿Qué tal si mandáis a buscar unas cuantas botellas de cerveza?
10
Al llegar a Lunogrado, Edward Garver se dirigió directamente al complejo de la policía.
—Lleven ese prisionero wodenita a una sala de interrogatorios —ordenó. Después, y señalando con la cabeza a los tres hombres de duro aspecto que le acompañaban, añadió—: Mis ayudantes y yo queremos interrogarle. Hagan que su ambiente esté lo más incómodo que permita la ley..., y si por casualidad la ley fuera ligeramente transgredida, este caso es demasiado importante para registrar detalles sin importancia.
La perspectiva no le gustaba demasiado. No era un hombre cruel, y, desde un punto de vista intelectual, despreciaba su plan de ataque. La culpabilidad debiera determinarse mediante un razonamiento lógico, a partir de pruebas reunidas de forma científica. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía hacerse, cuando la Liga pagaba salarios más altos de los que podía pagar él, y conseguía por tanto los mejores técnicos y los razonadores más elocuentes?
Había estudiado las apologéticas de los filósofos modernos: «Un gobierno es aquella organización que reclama el derecho de ordenar a todos los individuos hacer sus deseos y de castigar la desobediencia con la pérdida de la propiedad, de la libertad y, en último caso, de la vida. No es nada más que eso. El hecho no es cambiado por su beneficencia ocasional. Poseyendo poderes iguales o mayores, pero sin pretender un derecho semejante para obligar a todos, la Liga Polesotécnica funciona como el más efectivo dique al poder del gobierno que ha aparecido hasta el momento en la historia moderna». El no se creía ni una sola palabra de aquello.
En consecuencia, Adzel se encontró rodeado por una atmósfera tan fina y húmeda, que se ahogaba; era lo bastante fría como para que sus escamas se congelasen y bajo una gravedad doble que la de su planeta nativo. Bajo la simulada luz de un distante y rojo sol enano, estaba casi ciego; no era capaz de ver al otro lado del panel de vitrilo, donde al otro lado se encontraba el equipo de Garver, bajo condiciones terrestres. El tiempo pasaba y nadie le ofrecía alimento ni bebida. Las incesantes preguntas eran proyectadas estridentemente en una banda de frecuencia penosas para unos oídos adaptados a los tonos bajos.
Las ignoró.
Pasada media hora, Garver comprendió que esto podía seguir indefinidamente. Se preparó mentalmente para la siguiente fase. No sería agradable para nadie, pero toda la culpa era de aquel monstruo.
Inflando sus pulmones, rugió:
—¡Contéstanos, maldito! ¿O quieres que te acusemos de obstrucción a la justicia, además de todo el resto?
Adzel replicó por primera vez:
—De hecho —dijo—, sí. Como estoy sencillamente manteniendo mi derecho a guardar silencio, una acusación semejante coronaria el ridículo de todos estos procedimientos.
Garver apretó un botón. Adzel hizo una mueca.
—¿Ocurre algo? —preguntó el miembro del equipo que había sido destinado al papel de hombre amable.
—He sufrido una descarga eléctrica bastante fuerte a través del suelo.
—Dios mío. Quizá un defecto en algún cable; salvo que fuese su imaginación. Comprendo que esté cansado. ¿Por qué no terminamos con esta entrevista y nos vamos a descansar.
—Están ustedes cometiendo un terrible error, ¿saben? —dijo amablemente Adzel—. Admito que estuve algo irritado con mi patrón. Ahora me encuentro mucho más irritado con ustedes. No cooperaré bajo ninguna circunstancia. Afortunadamente, mis viajes por el espacio me han acostumbrado a vivir en ambientes exóticos, y considero esto como una oportunidad para adquirir méritos trascendiendo la incomodidad física.
Dicho esto, asumió la posición equivalente en un cuadrúpedo a la postura del loto, lo cual es toda una visión.
—Excúsenme mientras rezo mis oraciones.
—¿Dónde estuvo usted la tarde del...
—Om manipadmehum.
Uno de los interrogadores cerró el equipo de altavoces.
—No sé si vale la pena todo este trabajo, jefe —dijo.
—Es un organismo vivo —dijo Garver—. Resistente, sí, pero tiene sus límites. Por Dios que le tendremos aquí hasta que cante.
No mucho después, el teléfono zumbaba en la cámara y la imagen de Méndez decía respetuosamente:
—Señor, lamento la interrupción, pero hemos recibido una llamada de la gente de Serendipity —tragó saliva—. Van a... van a retirar su denuncia.
—¿Qué? —Garver se levantó de un salto—. ¡No! ¡No pueden hacer eso! ¡Yo mismo haré la denuncia!
Se detuvo. El color rojo desapareció de sus mejillas.
—Póngame con ellos —dijo fríamente.
En la pantalla apareció Kim Yoon-Kun. ¿Estaba acaso un poco menos seguro de sí mismo que antes? Detrás de él se erguía Van Rijn. Al ver a aquel hombre, Garver suprimió la mayor parte de su automática rabia.
—¿Y bien? —dijo—. ¿Qué es toda esa tontería?
—Mis socios y yo hemos conferenciado con el caballero aquí presente —dijo Kim—, cuyas palabras parecían saberle mal una a una; las escupía rápidamente—. Nos hemos dado cuenta de que ha habido un deplorable error. Debe ser corregido inmediatamente.
—¿Eso incluye el devolver la vida a los muertos?
—rezongó Garver—. No me importa cuáles sean los sobornos ofrecidos. Tengo pruebas de que se cometió un crimen federal. Y, se lo advierto, señor, intentar ocultar cualquier hecho relacionado con eso le convertirá en un cómplice.
—Pero no fue un crimen —dijo Kim—. Fue un accidente.
Garver se le quedó mirando, y detrás de él a Van Rijn. ¡Si aquel viejo bastardo intentaba burlarse de él!... Pero Van Rijn se limitó a sonreír y a chupar un enorme puro.
—Permítame empezar desde el principio —dijo Kim—. A mis socios y a mí nos gustaría retirarnos. Puesto que Serendipity, Inc., satisface una necesidad genuina, su venta moverá sumas considerables y muy diferentes intereses. Por tanto, las negociaciones son muy delicadas. Esto es especialmente cierto si se tiene en cuenta que todo el valor de nuestra compañía reside en el hecho de que presta sus servicios sin miedos ni favores. Si su nombre se tiñese con la más ligera sospecha de que existe alguna influencia del exterior, se arruinará. Ahora bien, como todo el mundo sabe, nosotros somos extranjeros, estamos alejados de la sociedad. Generosamente, el señor Van Rijn —Kim tuvo que hacer esfuerzos para logar decir el adverbio— nos ofreció sus consejos. Pero estos consejos deben llevarse a cabo con total discreción para que sus rivales no piensen que quiere convertir a Serendipity en una criatura propia.
—Usted... ustedes... —Garver se oyó a sí mismo chillar como si todavía estuviera intentando hacer confesar a Adzel—, ¿van a vender? ¿A quién?
—Ese es el problema, director —dijo Kim—. Tiene que ser alguien no solamente capaz de pagarlo, sino también capaz de manejarlo, y por encima de toda sospecha. ¿Un consorcio de no-humanos, quizá? En cualquier caso, y en secreto, el señor Van Rijn será nuestro representante.
—Por una gruesa comisión —gimió Garver. Kim no pudo evitar el devolver el gemido.
—Muy gruesa —se serenó y prosiguió.
—El capitán Falkayn fue como representante suyo a discutir el negocio con nosotros. Para preservar un secreto tan esencial por fuerza tuvo que engañar a todo el mundo, incluidos sus camaradas de hace tanto tiempo; de ahí esa historia sobre su matrimonio con la señora Beldaniel. Ahora veo que era una estratagema muy pobre. Excitó sus sospechas hasta el punto de que recurrieron a medidas desesperadas. Como sabe, Adzel entró violentamente, pero no causó daños de importancia, y cuando el capitán Falkayn le explicó la situación, nos alegró recibir sus disculpas. Las reclamaciones y compensaciones serán arregladas en privado. Puesto que el capitán Falkayn de todas formas ya había terminado el trabajo con nosotros, partió con Chee Lan con la misión de encontrarnos un comprador. No hubo nada ilegal en esta partida, puesto que ninguna ley había sido vulnerada. Mientras tanto, el señor Van Rijn fue tan amable como para recoger a Adzel en su embarcación personal.
—¿Ninguna ley rota? ¿Y qué me dice de las leyes contra el asesinato? —aulló Garver. Sus dedos se movían como si se cerrasen sobre una garganta—. ¡Los tengo... a ustedes... por eso!
—Pero no, director —dijo Kim—. Concedo que las circunstancias tenían mal aspecto, y por esa razón nos precipitamos demasiado y pusimos la denuncia. Lo hicimos aquellos de nosotros que no estábamos presentes en ese momento; pero, ahora, una discusión con la señora Beldaniel y una comprobación en los planos originales del castillo han demostrado lo que realmente sucedió.
»Ya sabe que el lugar tiene defensas automáticas, además de la guarnición. La violenta entrada de Adzel alertó a los robots de una torre que reaccionaron exageradamente disparando contra nuestras propias patrulleras que volvían para ayudarnos. Chee Lan en su nave espacial destruyo la torre en un valiente esfuerzo para salvar a nuestra gente, pero llegó demasiado tarde.
»Un trágico accidente. Si hay que culpar a alguien es al constructor que instaló esas máquinas con unos circuitos discriminantes inadecuados. Desgraciadamente, el constructor no es humano, y vive más allá de los límites de la jurisdicción de la Comunidad. Garver se sentó.
—Será mejor que libere a Adzel inmediatamente —dijo Kim—. El señor Van Rijn dice que quizá pueda usted inducirle a no armar un gran escándalo sobre un falso arresto, siempre que le presente sus excusas en público y personalmente delante de un reportero.
—Han hecho ustedes un pacto particular... ¿con Van Rijn? —susurró Garver.
—Sí —dijo Kim con el tono de alguien a quien le acaban de clavar una bayoneta.
Garver reunió todos los fragmentos de su hombría.
—De acuerdo —consiguió decir—. Así sea.
Van Rijn se asomó por detrás del hombro de Kim.
—Puede usted estar orgulloso —dijo, y cortó la transmisión.
El yate espacial se elevó y se columpió hacia la Tierra. En todos los ventanales brillaban las estrellas. Van Rijn se recostó en su sofá, apuró un jarro lleno de espuma, y dijo:
—Maldita sea, será mejor que lo celebremos rápidamente. En cuanto lleguemos estaremos ocupadísimos tú y yo.
Adzel bebía de un jarro similar, que sin embargo estaba lleno con el mejor whisky. El ser grande tiene sus ventajas. Su felicidad era relativa.
—¿Dejará usted que la gente de Serendipity se vaya libre? —preguntó—. Son malvados.
—Quizá no sean malvados. Quizá sólo sean enemigos, que no es necesariamente lo mismo —dijo Van Rijn—. Lo averiguaremos. Para empezar, no salen sin castigo, tan seguro como que eso que te estás tragando a mi costa no es cerveza, sino whisky escocés gratis. Verás, han perdido su compañía, su centro de espionaje, que era toda su razón de ser. Además de esa pérdida, yo obtengo un beneficio, puesto que yo llevo la venta.
— ¡Pero debe usted tener algún otro fin que el dinero! —exclamó Adzel.
—Oh, claro, claro, seguro. Mira, yo no sabía lo que pasaría después de que tú rescataras a Davy. Tenía que jugar a ciegas. Lo que pasó fue que Serendipity intentó devolvernos el golpe a través de la ley. Esto tenía peligros especiales, y también oportunidades especiales. Encontré cuatro cosas en mi cabeza.
Van Rijn fue contando los puntos con los dedos.
—Uno —dijo—. Tenía que sacarte a ti, y a mis otros leales amigos, de los calabozos. Esto en sí mismo era más importante que la venganza. Pero también había otras cosas más importantes.
»Como, dos, que yo tenía que mantener al gobierno fuera de todo este asunto, al menos de momento. Quizá más tarde tengamos que llamarle, pero por ahora hay estas razones para mantenerlo al margen. Alfa, el gobierno es demasiado grande y torpe para manejar un problema con tantos interrogantes como el que nos ocupa. Beta, si la gente de la Comunidad se enterase de que tienen un poderoso enemigo en algún lugar que no conocemos, se volverían histéricos y esto sería malo para una política de tipo razonable, además de los negocios. Gamma, cuanto más tiempo trabajemos en forma privada, más oportunidades tendremos de cortarnos una ración de cualquier pastel que pueda andar flotando por el espacio, en recompensa por nuestras molestias.
Se detuvo para respirar y tragar. Adzel contemplaba las estrellas por los ventanales de aquel cómodo salón, las estrellas, que eran espléndidas, pero no daban más comodidad que la que la vida podía proporcionar, y ninguna vida era larga comparada con el tiempo más pequeño que cualquiera de aquellos soles podía resistir.
—¿Qué otros propósitos tiene usted? —preguntó emocionado.
—Tres —dijo Van Rijn—, ¿no he dejado claro que Serendipity es en sí misma una buena idea, útil para todos? No debería ser destruida, solamente pasar a manos honradas, o a tentáculos, aletas, o cualquier otra cosa. Por tanto, no queremos ningún escándalo en relación con la misma. Por esa razón, tuve que negociar con los socios. No quería que se sintiesen como Sansón, no había ningún motivo para terminar con todo el invento.
»Cuatro —su tono se volvió involuntariamente grave—. ¿Quiénes son esos seres equis? ¿Qué es lo que quieren? ¿Por qué son tan misteriosos? ¿Podemos quizá llegar a un acuerdo con ellos? Ningún hombre en su sano juicio quiere la guerra. Tenemos que enterarnos de más cosas para saber lo que nos conviene hacer. Y Serendipity es nuestro único y solitario hilo hasta sus dueños.
—Entiendo —asintió Adzel—. ¿Consiguió alguna información?
—No, en realidad no. No pude conseguir nada de ellos. Antes morirían. Les dije que debían regresar e informar a sus jefes, aunque sólo sea para asegurarse de que los socios que ya se han marchado no sean detenidos al volver a la Tierra, y quizá interrogados. Así que, okey, se van. Tengo una nave siguiéndoles, permaneciendo todo el tiempo fuera del radio de detección. Quizá puedan tenderle una trampa, quizá no. No parece que valga la pena, les dije, cuando ninguno de los bandos puede estar seguro de ser más listo que el otro. Los más encarnizados enemigos tienen algunos intereses mutuos. Y aun suponiendo que pienses matar a alguien, ¿por qué no hablar con ellos primero? En el peor de los casos, se malgasta un poco de tiempo; en el mejor, te enteras de que no hay motivo para matarlo. Van Rijn vació su jarro.
—¡Ahhhh! Bien —dijo—, llegamos a un compromiso. Todos menos uno se marchan en una nave que no es seguida. Sus propios detectores pueden decirles que esto es cierto. El que se queda aquí arregla los detalles legales para la venta de la firma. Es Thea Beldaniel. No le molestó demasiado y me figuro que es más humana que sus amigos. Más adelante, ella conduce una nave nuestra a una cita, supongo que en algún punto neutral donde quizá podamos reunimos con sus jefes. Debe valer la pena conocerlos, cuando ellos han ideado un plan tan brillante como Serendipity para enterarse de cosas sobre nosotros, ¿no? Adzel levantó la cabeza de un salto:
—¿Qué ha dicho? —exclamó—. ¿Quiere decir que usted personalmente... y yo...?
—¿Quién si no? —dijo Van Rijn—. Una de las razones por la cual quise que te quedaras es porque quería estar seguro de que se quedaría por aquí alguien en quien pudiera confiar. Ese viaje va a ser frío. Como solían decir en la vieja Noruega y en sitios así: «Desnuda está la espalda que no tiene compañía» —dio unos golpes sobre la mesa—: ¡Muchacho! —tronó—. ¿Dónde demonios hay más cerveza?
11
En la década o más que había transcurrido desde que los lemmikainenitas lo habían encontrado, el planeta errante se había desplazado bastante. Observando a Beta Crucis por la escotilla, Falkayn dejó escapar un bajo y respetuoso silbido.
—¿Podemos acercarnos tan siquiera? —preguntó.
Sentado entre los paneles de control, entre los instrumentos que centelleaban, se apagaban y tintineaban, entre las suaves pulsaciones y trepidaciones del puente del Muddlin Through, no veía directamente a la estrella, ni a un simulacro verdadero. A muchas unidades astronómicas de distancia como estaban, hubiese incluso quemado sus ojos. La pantalla reducía la brillantez y magnificaba el tamaño para él. Lo que veía era un círculo azulina, moteado como un leopardo, rodeado por una exquisita filigrana de rubíes, oro y ópalos, un encaje que se extendía a partir del círculo en un área varias veces su diámetro. Y el espacio detrás no era oscuro, sino que relucía con una luz perlada a través de un cuadrante del cielo, además de desvanecerse en la noche.
Las manos de Falkayn se crisparon sobre los brazos de su silla. El corazón le retumbaba. Buscando alivio a un naciente y primitivo temor, apartó la vista de la pantalla, de todas las pantallas, y la llevó a los conocidos rastros de sí mismos que su equipo había puesto aquí y allá. Aquí había colgado Chee Lan una de aquellas intrincadas reticulaciones que su pueblo estimaba como obras de arte; allí él mismo había pegado una foto femenina: más allá, Adzel tenía un bonsai sobre una estantería... Adzel, amigo, ahora cuando necesitamos tu fuerza, la fuerza de tu sola voz, estás a doscientos años luz de nosotros.
¡Déjate de idioteces!, se dijo Falkayn a sí mismo. Te estás volviendo un blandengue. Es comprensible, ya que Chee ha tenido que pasarse la mayor parte de nuestro viaje cuidándome para sacarme de esa semivida.
Su mente se detuvo. Jadeó para inhalar aire. El horror de lo que le habían hecho regresó con toda su fuerza. Todas las estrellas volvieron a un radio infinito. Se acurrucó solo, entre la negrura y el hielo.
Y sin embargo, no podía recordar claramente cómo había sido aquella esclavitud de su mente. Era como intentar reconstruir un sueño febril. Todo era vago y grotesco; el tiempo se retorcía como el humo a su alrededor, se disolvía y tomaba nuevas formas evanescentes; había sido atrapado en otro universo y otra persona, y no eran suyas, y no podían atreverse a hacerles frente de nuevo en la memoria, suponiendo que hubiese sido capaz. Había deseado a Thea Beldaniel como no había deseado a ninguna otra mujer desde los tiempos de su adolescencia; había adorado a aquella indefinida Raza Superior como no había adorado a ningún dios en su vida; había mostrado una apariencia fría y una mente lógica y clara cuando le fue necesario, y después había vuelto a aquel oscuro y tibio abismo. Sin embargo, en cierta forma no era él quien hacía estas cosas, sino otros. Ellos le utilizaron, penetraron en él y le usaron... ¿Cómo podría encontrar venganza para una violación tan profunda?
Esta última idea nació como un destello solitario en su noche. La tomó, la apretó contra sí, sopló su espíritu sobre ella y la cuidó hasta que ardió. Después vino la furia, tan segadora como un lejano y enorme sol, y volvió a sentirse limpio. Quizá estuviese reviviendo antiguas encarnaciones cuando blandió un hacha vikinga, galopó antorcha en mano, sobre un pony tártaro, activó las armas que convierten a las ciudades en montones de piedras. Aquello le daba fuerza, lo que, a su vez, le proporcionaba cordura.
Unos minutos después del ataque ya estaba otra vez tranquilo. Sus músculos aflojaron los doloridos nudos, el pulso y la respiración se hicieron más lentos, el sudor se secó, aunque pudo percibir la acritud que dejaban atrás.
Pensó duramente: Empecemos con el trabajo que nos ha traído aquí. Y para empezar no hay por qué estar tan reverentes. He visto estrellas mares y , brillantes como ésta.
Por supuesto que sólo unas pocas. Los gigantes azules eran monstruos también por su rareza, y resulta terrorífico contemplar hasta el más pequeño de ellos. Aquellas manchas de la fotosfera eran remolinos que podían tragar cada uno un planeta como Júpiter. Aquel arabesco de filamentos comprendía las protuberancias —masas equivalentes a la de toda la Tierra, vaporizadas, ionizadas, convertidas en plasma incandescente, lanzadas a millones de kilómetros en el espacio, algunas perdidas para siempre, algunas lloviendo sobre la estrella de nuevo—; pero sus etéreas formas le eran dadas por campos magnéticos lo suficientemente grandes para luchar con él. La corona fluorescía a través de distancias orbitales porque su gas era perforado por las partículas, átomos, quanta duros y blandos de una estrella cuyo brillo provenía de una tormenta en proceso, ochocientas cincuenta veces la medida de la del Sol, una tormenta tan grande que no podía durar más que un centenar de megaaños antes de terminar en el estallido de una supernova. Falkayn contempló su violencia y se estremeció.
Se dio cuenta de que el computador de la nave había hablado.
—Perdón, ¿qué decías? —dijo automáticamente.
—No estoy programado para ofenderme, por lo tanto disculparse ante mí es superfluo —dijo la voz plana y artificial—. Pero he sido instruido para que te trate con tanto cuidado como lo permiten mis bancos de datos y mis circuitos de ideas, hasta que hayas recobrado por completo tu equilibrio nervioso. En consecuencia, se sugiere que consideres que la indulgencia que has solicitado te ha sido concedida.
Falkayn se relajó. Su risa se convirtió en una risotada.
—Gracias, Atontado —dijo—. Necesitaba oír eso.
Apresuradamente, añadió:
—No lo estropees diciéndome que dedujiste la necesidad y calculaste la respuesta. Simplemente repite otra vez lo que habías dicho.
—En respuesta a tu pregunta sobre si podemos acercarnos más, la respuesta depende de lo que quieras decir con «acercarnos». El contexto deja claro que deseas saber si podemos llegar a nuestro planeta de destino con una probabilidad de seguridad aceptable. Afirmativo.
Falkayn se volvió hacia Chee Lan, que estaba en su propio asiento —parecido más bien a una tela de araña—, a su derecha. Ella también debía haber percibido cuándo el horror había hecho presa en él, pero, característicamente, decidió no intervenir. Como todavía necesita distracción, dijo:
—Recuerdo claramente haberle dicho a Atontado que abandonase esas estúpidas contestaciones como «afirmativo» o «negativo», puesto que un sencillo «sí» o «no» era suficiente para Churchill. ¿Por qué diste contraorden?
—No la di —contestó la cynthiana—. A mí me da igual cómo conteste. ¿Qué significan para mí los matices del ánglico, si es que los tiene? —añadió despreciativamente—. No, la culpa fue de Adzel.
—¿Por qué él?
—Recordarás que la nave salió directamente de la fábrica para nosotros, así que el vocabulario del computador era el que los ingenieros le habían dado. Ha sido modificado durante el curso del trabajo con nosotros; pero quizá recuerdes también que mientras nos encontrábamos en la Luna pedimos una inspección completa. Tú por entonces estabas como un loco detrás de esa criatura, Verónica, lo que nos dejó a Adzel y a mí para arreglarlo todo. El viejo corazón de mantequilla tenía miedo de que los sentimientos de los ingenieros fueran heridos si advertían el poco uso que hacíamos de su dialecto. Así que dio instrucciones a Atontado.
—No importa —dijo Falkayn. Ahora ya tenía distracción suficiente para que le durase un rato, y le dijo a la nave:
—Regresa al esquema lingüístico anterior y danos algunos detalles sobre nuestro próximo movimiento.
—La observación instrumental parece confirmar lo que te contaron sobre el planeta —dijo la máquina.
Falkayn asintió. Aunque sólo hacía unos días que había recobrado el pleno control de su voluntad, Chee pudo obtener contestaciones completas desde los principios del viaje con los recuerdos de lo que le habían dicho los computadores sobre el planeta.
—Sin embargo, el nivel del ruido es demasiado alto para la exactitud a la distancia actual a que nos encontramos. Por otra parte, he determinado la órbita con la suficiente precisión. Es, indudablemente, una hipérbole de pequeña excentricidad. En el momento actual el planeta está cerca del periastrio; el radio del vector tiene una longitud de 1,75 unidades astronómicas, aproximadamente. Se acercará lo más posible, aproximadamente 0,93 unidades astronómicas dentro de 27,37 días,
después de lo cual volverá de forma natural al espacio exterior a lo largo del otro brazo de la hipérbole. No hay evidencia de ningún otro cuerpo que le acompañe de tamaño parecido; por tanto, la dinámica de la situación es sencilla y la órbita casi perfectamente simétrica.
Chee colocó un cigarrillo sobre una interminable boquilla de marfil y chupó ligeramente. Sus orejas se pusieron rígidas, sus bigotes se erizaron.
—¡Vaya un momento de llegar! —rezongó—. No podía ser cuando el planeta estuviese decentemente alejado de ese hinchado balón de fuego. ¡Oh no! Eso sería demasiado fácil. Pondría a los dioses en el problema de encontrar a otra gente sobre la que soltar sus basuras. Tenemos que ir ahí cuando la radiación es más fuerte.
—Bueno —dijo Falkayn—, no veo por qué el objeto podría haber sido encontrado de no haberse dado la casualidad de que estaba acercándose lo bastante cerca para reflejar una cantidad apreciable de luz en su criosfera. Y, después, hay que tener en cuenta el retraso en las comunicaciones galácticas. Fue una pura suerte que yo me enterase del descubrimiento.
—Podías haberte enterado unos años antes, ¿no?
—En ese caso —dijo Atontado— hubiera seguido siendo necesario realizar observaciones posteriores a corta distancia para asegurarse de que, en efecto, las condiciones de la superficie van a ser apropiadas para una base industrial. La cantidad y la composición de material helado no podría haber sido medida con precisión, ni su conducía computarizada antes con el detalle suficiente. El problema es muy complejo, con demasiados puntos desconocidos. Por ejemplo, una vez haya comenzado a formarse una atmósfera gaseosa, otras sustancias volátiles tenderán a re-condensarse en altitudes superiores formando nubes que desaparecerán con el tiempo, pero que, durante su existencia, pueden reflejar una cantidad de radiación tal que la mayor parte de la superficie permanezca comparativamente fría.
—Oh, cierra el pico —dijo Chee.
—No estoy programado ni equipado para...
—Y desaparece de aquí.
Chee se volvió hacia el humano.
—Entiendo lo que dices, Dave, y también lo que dice Atontado. Y por supuesto, el planeta al acercarse está acelerando su velocidad. Hice un cálculo preliminar orbital hace unas cuantas noches, mientras tú dormías, que dice que el radio del vector pasa de tres unidades astronómicas a una en unas diez semanas estándar. ¡En tan poco tiempo la radiación se hace nueve veces mayor!... Pero, de todas formas, sigo deseando que hubiésemos llegado después, cuando la cosa vaya hacia fuera y esté enfriándose.
—Aunque no estoy preparado para cálculos meteorológicos detallados —dijo Atontado—, puedo predecir que el máximo de inestabilidad atmosférica ocurrirá después del paso del periastrio. En el momento presente, la mayor parte de la energía estelar recibida es absorbida por los calores de fusión, vaporización, etcétera. En cuanto este proceso termine, la recepción de energía continuará siendo grande. Por ejemplo, a treinta unidades astronómicas, el planeta continuará recibiendo aproximadamente tanta irradiación como la Tierra; y no se alejará tanto hasta dentro de un buen número de años. Por tanto, puede decirse que las temperaturas subirán enormemente y que se generarán tormentas de tal magnitud que ninguna nave deberá aventurarse a bajar a su superficie. La observación sobre el terreno puede ser todavía factible para nosotros, con las debidas precauciones.
Falkayn sonrió. Cada vez se encontraba mejor; si todavía no se sentía capaz de dominar el cosmos, por lo menos si lo era de entablar una lucha contra él.
—Quizá lleguemos en el mejor de los momentos —dijo.
—No me sorprendería en lo más mínimo —añadió Chee ácidamente—. Bueno, Atontado, ¿cómo concertamos la cita?
—Las pantallas pueden, por supuesto, alejar más partículas radiactivas de las que recibiremos, aun en caso de una tormenta estelar —dijo el computador—. La carga electromagnética es el principal problema. Nuestro material protector resulta insuficiente para impedir una dosis indeseablemente grande de rayos equis en el período requerido para un estudio adecuado. Asimismo, las ondas más largas podrían sobrecargar nuestras capacidades termostáticas. Por tanto, propongo que continuemos en hiperconducción.
Falkayn sacó su pipa del bolsillo de su mono gris.
—Eso significa una pasada bastante peligrosa; tan pocas unidades astronómicas a una velocidad mayor que la de la luz —advirtió.
Dejó sin mencionar las diversas posibilidades: una imperfecta penetración en el campo gravitacional de la estrella desgarraría la nave, un roce con un cuerpo sólido o un gas moderadamente denso produciría una explosión nuclear al intentar ocupar los átomos el mismo volumen.
—Eso entra dentro del uno por ciento de riesgo de esta nave y de mí mismo —declaró Atontado—. Además de realizar el tránsito más de prisa, durante el mismo no habrá reacciones significativas con fotones ambientales o partículas materiales.
—Bien —dijo Chee—. No me apetece ver a esas diminutas cositas zumbando a través de mis células personales. Pero ¿qué pasará cuando lleguemos al planeta? Podemos estacionarnos sobre la parte en sombra y dejar que su masa nos proteja —eso es obvio—; pero ¿qué podemos observar entonces de la superficie?
—Hay disponibles instrumentos adecuados. Adzel haría un uso más efectivo de ellos, por ser un planetólogo especializado; pero no dudo que vosotros dos, con mi ayuda, podáis manejarlos. Además, sería posible hacer breves visitas al lado que está a la luz.
—Estupendo —dijo Falkayn—. Cogeremos la merienda y una servilleta y nos pondremos en camino.
—Puedes llenar tu barriga después —dijo Chee—. Iremos ahora.
—¿Eh? ¿Por qué?
—¿Has olvidado que tenemos competidores? ¿Que hace semanas que unos mensajeros partieron para informarles? No sé cuánto tiempo habrán tardado en llegar allí, o lo rápido que pueden enviar una expedición aquí, pero no espero que tarden mucho, ni que sean demasiado educados cuando nos encuentren.
Chee levantó la cola y extendió las manos en un gesto que equivalía a encogerse de hombros.
—Podríamos o no derrotarles, pero prefiero delegar el trabajo en una flota de batalla de la Liga. Obtengamos nuestros datos y partamos.
—Mmmmm..., sí. Entiendo. Adelante, Atontado; pero mantén todos los sensores alerta por si existieran peligros locales. Tiene que haber algunos difíciles de predecir —Falkayn cargó su pipa—. No estoy seguro de que Van Rijn desee una acción de la flota, ya que podría poner en peligro sus pretensiones sobre el planeta. Tendría que compartir los beneficios con alguien.
—Por supuesto, sacará de allí todos los millones que pueda —dijo ella—. Pero por una vez ha visto algo mayor que el dinero. Y le asusta. Piensa que la Comunidad —quizá toda la civilización de la técnica— está en guerra y no comprende este hecho. Y si este planeta es lo bastante importante para el enemigo para que arriesgase, y perdiese, una organización de espionaje que tardaron quince años en desarrollar, es igual de importante para nosotros. Avisará a la Liga; incluso a los diferentes gobiernos y a sus flotas si tiene que hacerlo. Yo hablé con él después de sacarte del castillo.
Falkayn perdió su humor. Su boca se endureció. ¡Sé qué tipo de conflicto es éste!
Ahogó la melancolía casi a destiempo. M una tristeza más. Conseguí librarme de aquello. Conseguiré vengarme. Pensemos en lo que hay que hacer ahora.
Se esforzó para que la ligereza volviera a su voz y a su cerebro.
—¡Si el viejo Nick tuviese realmente que terminar conformándose con una porción de la riqueza! Se oirían sus gritos en las Nubes Magallánicas. Pero quizá podamos salvar su tocino —y tostadas francesas y huevos revueltos y café real y, eh, sí, era pastel de coco la última vez que desayuné con él—. ¿Listo, Atontado?
—Preparados para la hiperconducción —anunció el computador.
El zumbido de la energía se hizo más profundo. El cielo detrás de las pantallas se volvió brevemente un manchón. Después el sistema se ajustó para compensar los billones de saltos por segundo. Detrás, las estrellas recobraron sus colores y configuraciones de costumbre. Hacia adelante, donde Beta Crucis las ahogaba, su disco se hinchó hasta que pareció saltar en llamas hacia la nave. Falkayn se acurrucó en su asiento y Chee Lan mostró sus garras.
Aquel momento pasó. La nave recobró su estado normal. Tenía que alcanzar rápidamente la posición y velocidad cinética apropiada antes de que el creciente calor del sol traspasase sus defensas. Pero sus campos de gravedad internos fueron manipulados con tal habilidad por el computador que los dos seres a bordo no sintieron ningún cambio de peso. En unos minutos se estableció una condición estable. La nave se inmovilizó a dos radios del nivel del suelo del planeta errante, balanceando las fuerzas gravitatorias y centrífugas con su propio empuje. Sus navegantes escudriñaron el paisaje.
La amplia pantalla angular mostraba un inmenso circulo negro, bordeado por un blanco cárdeno en los puntos donde los rayos de la estrella eran refractados a través de la atmósfera. Detrás, a su vez, brillaba la corona y bandas de luz zodiacal, por turnos. La medianoche del planeta no estaba sumida en total oscuridad. Auroras boreales lanzaban banderines multicolores; una difusa luz azulada brillaba en otro lado, donde los átomos e iones de moléculas divididas por el sol se recombinaban en formas extrañas; relámpagos, reflejados por unos inmensos bancos de nubes más hacia abajo, creaban la apariencia de fuegos fatuos; aquí y allá relucía una chispa roja, la boca de un volcán en erupción.
En las pantallas de aproximación aparecieron meras fracciones del globo, apoyadas contra el cielo. Pero allí se veían, próximos y claros, los tipos de clima, la cadena de nacientes montañas y los océanos recién nacidos. Falkayn casi podía imaginar que oía el alarido del viento, el rugido de la lluvia, los cañonazos del trueno, que podía sentir cómo la tierra temblaba y se abría bajo sus pies, las galernas levantar a las rocas en torbellinos hacia un cielo ardiente. Pasó mucho tiempo antes de que pudiese apartar la vista de aquella escena.
Pero había trabajo que hacer, y en los días que siguieron perdió inevitablemente parte de su respeto ante los instrumentos. Se desvaneció así la debilidad que le había dejado su cautiverio. El furor básico, el impulso de limpiar su humillación con sangre, no desapareció, pero lo enterró profundamente mientras estudiaba y calculaba. Lo que estaba presenciando debía ser único en la galaxia, quizá en el cosmos, y le fascinaba por completo.
Como habían pensado los lemmikainenitas, éste era un mundo antiguo. La mayor parte de su radiactividad natural había desaparecido hacía tiempo y el frío penetrado hasta las proximidades de su corazón. Pero, a juzgar por el magnetismo, parte del núcleo debía seguir fundido. Una cantidad tan enorme de calor, aislada por el manto, la corteza, los océanos helados y una lámina de atmósfera congelada de diez a veinte metros de espesor medio, no se disipó muy rápidamente. Sin embargo, durante siglos la temperatura se encuentra no muy por encima del cero absoluto.
Ahora la criosfera se estaba disolviendo. Los glaciares se habían convertido en torrentes, que al poco tiempo se vaporizaron al hervir, convirtiéndose en torbellinos aéreos. Los lagos y los mares, al derretirse, redistribuían masas increíbles. Las presiones variaron dentro del globo, el balance isostático se perdió, los reajustes de los estratos, los cambios en la estructura alotrópica, liberaron energías catastróficas, capaces de derretir las rocas. Los temblores dividieron la tierra y conmocionaron las aguas. Los volcanes despertaron a millares. Los géiseres se alzaron por encima del casquete de hielo que todavía quedaba. La ventisca, el granizo y la lluvia azotaban el mundo, llevados por tempestades cuya furia aumentaba día a día hasta que palabras como «huracanes» ya no servían para denominarlas. Suspendidos en el espacio, Falkayn y Chee Lan tomaron medidas de Ragnarók.
Y sin embargo, sin embargo..., ¡qué premio no era aquél! ¡Qué infinito e increíble almacén de tesoros!
12
—Francamente —dijo Chee Lan—, hablando entre amigos y sin querer ofender a nadie, estáis completamente locos. ¿Cómo puede un trozo de infierno derretido inhabitable tener tanta importancia para alguien?
—Seguramente ya te lo expliqué, aunque estuviera medio drogado —dijo Falkayn—: una base industrial para la transmutación de los elementos.
—Pero eso lo pueden hacer vuestros planetas.
—Es una escala frustrantemente pequeña, comparada con el mercado en potencia que existe.
Falkayn se sirvió un vaso de whisky y se echó hacia atrás para disfrutar con la digestión de la cena. Le parecía que se había ganado unas cuantas horas de tranquilidad en el salón. Habiendo terminado su investigación desde la órbita, «mañana» iban a tomar contacto con la superficie y las cosas podrían andar movidas.
—¿Te apetece una partida de póquer? La cynthiana, colgada sobre la mesa, negó con la cabeza.
—¡No, gracias! Acabo escasamente de recobrar el gusto por los juegos de cuatro manos, después de que Atontado se hizo lo suficientemente rico para apostar por todo lo alto. Sin Adzel el ambiente aquí puede volverse demasiado extraño. Esa maldita máquina nos sacará hasta el pellejo.
Comenzó a cepillar su sedosa piel.
—Vayamos a los negocios. Yo soy xenóloga. Nunca presté más atención que la estrictamente necesaria a vuestras feas fábricas. Me gustaría una explicación completa del motivo por el cual se supone que voy a arriesgar mis huesos allá abajo.
Falkayn suspiró y sorbió un traguito. El había dado por supuesto que ella hubiese visto lo obvio tan claramente como él. Pero para ella, con su herencia biológica, su fondo cultural y sus intereses especiales, no era obvio. Me pregunto qué es lo que ella ve que yo no veo. ¿Cómo podría averiguarlo?
—No tengo las estadísticas en mi cabeza —admitió—. Pero sólo necesitas un conocimiento general de la situación. Mira, no hay ningún elemento en la tabla periódica, ni siquiera un solo isótopo que no tenga alguna aplicación en la tecnología moderna. Y cuando esa tecnología opera en centenares de planetas; bueno, no importa que el consumo de un material Q sea un porcentaje muy bajo en total. La cantidad total de Q que se necesite anualmente será toneladas como mínimo..., seguramente megatoneladas.
»Ahora bien, algunos elementos no se encuentran en grandes cantidades en la naturaleza. Incluso en las estrellas peculiares, los procesos de transmutación proporcionan una baja cantidad de núcleos como rhenium y escandium —de esos dos metales yo casualmente sé que existe gran demanda para ciertas aleaciones y semiconductores—. ¿No has oído hablar nunca de la huelga de las minas de rhenium, en Maui, hace unos veinte años? El hallazgo más fabuloso de la historia, un tremendo boom, y en tres años los filones quedaron exprimidos, las ciudades desiertas y el precio volvió a dispararse a los espacios galácticos. Después están los elementos pesados inestables, o los isótopos de corta vida de algunos de los elementos ligeros. Todos ellos son escasos, por mucho que se explore la galaxia. Cuando se encuentra alguno, hay que extraerlo bajo condiciones difíciles, llevarlo hasta el lugar de venta..., y todo eso también encarece el precio.
Falkayn bebió otro trago. Últimamente había sido muy sobrio, así que aquel whisky encima de unos cócteles antes de cenar y del vino de la cena le volvía locuaz.
—No se trata únicamente de que la escasez haga que algunas cosas sean caras —añadió—. Hay varios proyectos que nos es imposible acometer porque no tenemos la cantidad necesaria de materiales. Por ejemplo, podíamos progresar mucho más rápidamente en la exploración interestelar —con todo lo que eso significa— si dispusiésemos del suficiente hafnium para fabricar las unidades poliérgicas necesarias para hacer computadores suficientes para pilotar muchísimas más naves espaciales grandes de las que podemos construir en el momento actual. ¿Quieres más ejemplos?
—No... Yo sola puedo pensar en varios más
—dijo Chee—. Pero actualmente cualquier clase de núcleo puede ser fabricado ya. Y se fabrican. Yo misma he visto las plantas de transmutación con mis enrojecidos ojos.
—¿Qué habías estado haciendo la noche anterior para que tus ojos se hubiesen enrojecido? —replicó Falkayn—. Claro, tienes razón en lo que has dicho. Pero las instalaciones que viste eran pequeñas. No pueden siquiera satisfacer la demanda actual. Si se construyesen lo bastante grandes, sólo sus residuos radiactivos esterilizarían cualquier planeta donde se asentasen...; por no mencionar los residuos caloríferos. Una reacción exotérmica desprende calor directamente; pero también lo hacen las reacciones endotérmicas... indirectamente, por medio de la fuente de energía que proporciona la energía necesaria para que la reacción se produzca. Recuerda que estamos hablando de procesos nucleares. Un gramo de diferencia entre la materia prima y el producto final significa nueve por diez a la treceava potencia en joules. Una planta que produjese unas cuantas toneladas de elementos por día cogería probablemente el río Amazonas en un extremo de su sistema de refrigeración y expediría un chorro de vapor por el otro extremo. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que la Tierra se calentase lo suficiente para que la vida sobre ella fuese imposible? ¿Diez años quizá? ¿O en cualquier mundo dotado de vida? Por tanto, no podemos utilizar uno, tenga o no tenga seres vivos nativos sobre él. Un planeta es demasiado valioso por otros conceptos..., por no hablar de las leyes interplanetarias, la opinión pública y una mínima decencia.
—Todo eso lo comprendo —dijo Chee—. Por supuesto, ésta es la razón por la que la mayor parte de las plantas de transmutación existentes se encuentran sobre cuerpos menores, esencialmente sin aire. Por supuesto.
—Lo que quiere decir que se tienen que instalar conductores de calor, alimentándose de la masa fría del planetoide —asintió Falkayn—, lo cual es muy caro. Y lo que es peor, impone limitaciones por causas técnicas relacionadas con la ingeniería sobre el tamaño de una planta y prohibe algunas operaciones que los productores darían cualquier cosa por poder hacer.
—No había pensado nunca antes en este tema —dijo Chee—. Pero ¿por qué no usar mundos estériles —mundos nuevos, por ejemplo, donde la vida no ha empezado a evolucionar—, que posean atmósferas e hidrosferas razonables capaces de absorber el calor?
—Porque planetas de ese tipo están en el sistema de algún sol y en una órbita bastante cercana a ellos —contestó Falkayn—. De otra forma, su aire estaría congelado, ¿no es cierto? Si sus órbitas son alejadas, podrían retener hidrógeno o helio en estado gaseoso. Pero el hidrógeno es peligroso, ya que se filtra entre las moléculas de cualquier estructura material que se edifique e impide las reacciones nucleares. Por tanto, necesitas un mundo como la Tierra o como Cynthia, con un aire razonablemente denso que no incluya hidrógeno en libertad y con un montón de agua líquida. Bien, como dije, cuando existe un sol cerca penetrando la atmósfera con su propia energía, una industria de transmutación de cualquier tamaño abrasaría el planeta. ¿Cómo puedes usar un río si el río se ha convertido en vapor? Oh, ha habido planes para poner una nube de polvo en órbita alrededor de un mundo semejante, elevando así el albedo a cerca de cien. Pero eso tendería a atrapar el calor generado en el planeta. Los estudios comparando el coste y la efectividad mostraron que aquello nunca amortizaría los gastos. Y aún más, los sistemas formados recientemente tienen un montón de basura flotando a su alrededor. Había bastantes probabilidades de que un asteroide grande cayese sobre el planeta escogido y arruinase todo.
Falkayn refrescó su garganta.
—Naturalmente —continuó—, una vez descubiertos unos cuantos planetas vagabundos, la gente pensó en usarlos. ¡Pero estaban demasiado fríos! Las temperaturas cerca del cero absoluto hacen cosas extrañas con las propiedades de la materia. Sería necesario desarrollar una tecnología completamente nueva antes de que una fábrica pudiese ser instalada sobre el planeta errante típico. Y después, no se conseguiría nada. Recuerda que necesitas agua líquida y una atmósfera gaseosa para los refrigerantes. Y que no se puede fluidificar toda una criosfera. No dentro del tiempo histórico.
No importa lo grande que sea la operación que se monte. La energía que se necesitaría es sencillamente demasiada. Alguna vez, figúratelo por ti mismo. Resulta ser tanta como toda la Tierra recibe del Sol en unos cuantos siglos.
Falkayn apoyó sus pies sobre la mesa y levantó el vaso.
—Que casualmente será aproximadamente lo que este planeta de aquí habrá recibido al acercarse a Beta Crucis desde el espacio profundo y retroceder otra vez.
Terminó su vaso y se sirvió otro.
—No suenes tan presuntuoso —gruñó Chee—. No fuiste tú la causa de esto. No eres el Todopoderoso; un hecho que a menudo me reconcilia con el Universo.
Falkayn sonrió.
—¿Preferirías quizá a Adzel? ¿O al Atontado? ¿O al viejo Nick? ¡Qué idea, una creación para sacar beneficio!... Pero, en cualquier caso, puedes ver ahora la oportunidad que tenemos, si los diferentes factores se resuelven en la forma que esperamos y cada vez parece más y más que así lo harán. Dentro de unos diez años, o algo así, este planeta se habrá calmado un poco; no recibirá más iluminación que tu planeta nativo o el mío; las frías rocas de la superficie habrán desprendido el exceso de calor que no haya sido radiado; la temperatura será razonable, descendiendo constantemente pero no con demasiada rapidez. La industria de transmutación puede comenzar a ser construida, según investigaciones y planos que ya están hechos. El calor desprendido puede ser compensado con el calor perdido; cuanto más avance en el espacio el planeta, más facilidades habrá para trabajar sobre él. Puesto que el aire de todas formas será venenoso y casi todo el trabajo será automatizado, los residuos radiactivos tampoco presentarán problemas.
»Al cabo se llegará a algún tipo de equilibrio. Tendremos una superficie caliente, iluminada por estrellas, lámparas de cuando en cuando, rayos guiando hacia abajo las transportadoras, unidades de conversión nuclear en todos los lugares apropiados, toneladas de materias primas entrando cada día y saliendo cada día también transformadas para dar un poco de fuerza a nuestra industria... —la excitación se apoderó de él. Seguía siendo un muchacho. Se golpeó la palma con el otro puño—: ¡Y nosotros lo hicimos posible!
—Por una buena recompensa —dijo Chee—. Será mejor que sea buena.
—Oh, lo será, lo será —barbotó Falkayn—. Dinero en grandes, hermosos, y goteantes chorros. Piensa solamente en lo que valdrá una licencia para construir aquí. Especialmente si Solar de Especias y Licores puede mantener sus derechos de primer reconocimiento y ocupante efectivo.
—¿Contra los competidores comerciales? —preguntó Chee—. ¿O contra los desconocidos rivales de nuestra civilización? Creo que ellos nos darán más problemas. ¿Sabes? El tipo de industria del que hablas tiene aplicaciones bélicas.
El planeta completaba su rotación en algo más de trece horas. Su eje estaba once grados separado de lo normal al plano de su órbita hiperbólica. La Muddlin Through se dirigió hacia la zona general del círculo ártico, donde el mortífero día sería corto, aunque proporcionando iluminación periódica, y las condiciones eran, aparentemente, menos extremas que en otras partes.
Cuando la nave estuvo a la altitud de un satélite sobre el globo y se lanzó oblicuamente hacia abajo, Falkayn contuvo el aliento. Había visto anteriormente el lado iluminado, pero unas breves imágenes, cuando estaba preocupado con tomar medidas exactas. Y Beta Crucis no había estado tan cerca. A una velocidad salvaje y cada vez más rápida, el planeta errante pronto daría la vuelta al gigante azul. Ahora no se encontraban a mucho más distancia que el Sol y la Tierra.
Con cuatro veces el diámetro angular, aquel sol ardía en ira sobre el horizonte, en un cielo que se había vuelto incandescente. Bajo él rodaban las nubes, bien blancas como el vapor, grises y cruzadas de relámpagos, bien negras, permitiendo ver entre sus vedijas el humo de los volcanes. Por otras partes podían verse llanuras pedregosas, azotadas por terribles vientos, lluvias, terremotos y riadas, bajo cadenas montañosas por cuyos flancos descendían en cascadas los glaciares derretidos. Los vapores ocultaban la mitad de un continente, formando una niebla a causa de lo frío del aire, hasta que un tornado los dividió en dos y varios temporales se llevaron los fragmentos que quedaban. Sobre un océano que parecía de metal, se estrellaban unos con otros glaciares del tamaño de islas, pero la espuma y la bruma provocada por olas monstruosas ocultaba la mayor parte de aquella destrucción. Cuando la nave espacial atravesó la atmósfera superior se balanceó con su turbulencia, a pesar de lo fina que era, y el primer clamor resonó a través de las placas de su casco. Delante se acumulaban tormentas repletas de truenos.
—Me he preguntado cómo podríamos llamar a este planeta; ahora lo sé —dijo Falkayn entre dientes.
Pero estaban ya a ciegas y moviéndose de un lado a otro. No tuvo oportunidad de decir más.
Los campos de gravedad internos mantuvieron el peso constante, pero no impedían ni las repetidas sacudidas ni el ruido creciente y enloquecedor. Atontado hizo lo más esencial en el pilotaje —la integración de todo aquel intrincado sistema que era la nave— mientras el equipo esperaba para tomar las decisiones importantes. Forzando la vista en las pantallas y los medidores, intentando sacar algo en limpio del caos que rugía a su alrededor, Falkayn oyó al computador entre alaridos, rugidos, silbidos y chasquidos.
—Los cielos claros sobre el punto subestelar y en los mediodías tropicales prevalecen, como de costumbre. Pero esto aún es seguido por un tiempo violento, con la velocidad del viento por encima de los quinientos kilómetros por hora y en ascensión diaria. Entre paréntesis, advierto que resultaría peligroso penetrar ya en un territorio meteorológico semejante y que, en cualquier momento, podría hacerse imposible incluso para la nave mejor equipada. Las condiciones en las regiones polares son más o menos las observadas previamente. El antártico está cubierto por fuertes lluvias, con frecuentes superborrascas. El continente polar norte continúa comparativamente frío; por tanto, un frente frío que se mueve hacia el sur preserva un grado de tranquilidad atmosférica a sus espaldas. Sugiero que hagamos contacto con la superficie ligeramente por debajo del círculo ártico, unos cuantos minutos antes de la línea de la aurora, sobre una zona del mayor de los continentes del norte que parece libre de inundaciones y, a juzgar por los datos tectónicos, es probable que permanezca estable.
—De acuerdo —dijo Chee Lan—. Escógelo tú. Sólo que no dejes que los instrumentos sobrecarguen tus circuitos lógicos. Supongo que te están pasando información a una velocidad fantástica. No te molestes en procesarla y evaluarla ahora mismo. ¡Archívala en tu memoria y concéntrate en descendernos en forma segura!
—Una interpretación continuada es necesaria, sí tengo que descender a un ambiente desconocido como éste y conducirnos a través de él —contestó Atontado—. No obstante, ya estoy retrasando la consideración de hechos que no parecen tener un significado inmediato, tales como los espectros reflejados por diversos tipos de campos de hielo. Es digno de tener en cuenta que...
Falkayn no oyó el resto. Un bombardeo de truenos le dejó medio sordo durante unos minutos.
Y atravesaron una salvaje blancura, nieve de algún tipo empujada por un viento que hacía balancearse a la nave. Después se encontraron en algo que por contraste parecía ser una completa paz. Era de noche y estaba muy oscuro. Unos rayos rastreadores permitieron ver la imagen de una tierra abrupta mientras la nave volaba con sus propios e inorgánicos sentidos. Y aterrizaron.
Falkayn se balanceó un momento en su asiento, simplemente respirando.
—Corta los campos —dijo, y se desabrochó. El cambio al peso planetario no fue brusco, pues estaba dentro del cinco por ciento del de la Tierra y se hallaba acostumbrado a diferencias mayores. Pero el silencio le vibraba en los oídos. Se puso en pie, relajando la tensión de sus músculos antes de mirar de nuevo las pantallas.
Alrededor de la nave se extendía un terreno rudo y cubierto de cráteres, de roca oscura. Al norte y al este se alzaban enhiestas unas montañas. Las primeras comenzaban a no más de cuatro kilómetros de distancia, como una altura coronada de riscos y veteada con el blanco de los glaciares. El paisaje era iluminado por las estrellas, puesto que los viajeros habían pasado bajo las nubes que se veían, negras, hacia el sur. Unas constelaciones extrañas brillaban claramente, sin moverse a través del aire invernal. A menudo los meteoros marcaban su paso entre ellas; como otros soles gigantes y estériles, Beta Crucis estaba rodeada por desechos cósmicos. La aurora bailaba gloriosamente sobre los acantilados, y el primer resplandor de la mañana subía hacia los cielos por el sur. Falkayn examinó los medidores exteriores. La atmósfera no era respirable: CO, CO2, CH4, NH4, H2S, y cosas así. Había un poco de oxígeno, desprendido de las moléculas de agua debido a la irradiación solar, retenido y sin haberse vuelto a combinar todavía con los otros elementos, mientras que el hidrógeno más ligero había escapado hacia el espacio. Pero era demasiado poco para él y extremadamente frío para respirar, ni siquiera a menos setenta y cinco grados Celsius. El suelo era todavía peor, estaba a menos doscientos. Los trópicos se habían calentado un poco más. Pero todo un mundo no podía pasar de la temperatura de la muerte a una temperatura cómoda en pocos años —ni siquiera gracias a un gigante azul— y las condiciones sobre él siempre variarían de sitio en sitio. No era extraño que su clima se hubiese vuelto loco.
—Será mejor que salga —dijo. Su voz en la helada quietud descendió hasta hacerse un susurro.
—O salgo yo —dijo Chee, igualmente subyugada. Falkayn negó con la cabeza.
—Pensé que ya habíamos dejado eso en claro. Yo puedo llevar más equipamiento, conseguir más cosas en el tiempo disponible. Y alguien tiene que estar aquí por si surgen problemas. Tú saldrás la próxima vez, cuando nos llevemos un deslizador para echar un vistazo más amplio a los alrededores.
—Sólo quería establecer mi pretensión de una misión en el exterior antes de sufrir un ataque de claustrofobia —replicó ella.
Eso se parece más a la forma en que debiéramos estar hablando. Animado, Falkayn se dirigió hacia la ventanilla. Su traje y su equipo estaban listos para él. Chee le ayudó a meterse en la armadura. Pasó por la compuerta y se encontró sobre un mundo nuevo.
Sobre un mundo viejo más bien, pero uno que estaba pasando por un renacimiento tal como no había sido visto nunca antes.
Respiró profundamente el aire reciclado que olía a química y comenzó su avance. Sus movimientos eran un poco pesados, de cuando en cuando tropezaba a causa de las gruesas suelas adheridas a sus botas. Pero, sin ellas, probablemente no hubiera podido hacer nada. Muddlin Through podía bombear calor desde su planeta de energía nuclear a sus extremidades de aterrizaje para mantenerlos a una temperatura que el metal resistiese. Pero el frío de aquellas rocas absorbería directamente el calor a través de cualquier calzado espacial ordinario. Sus pies podrían congelarse incluso antes de que él lo advirtiera. Incluso con un aislamiento extra, su estancia en el exterior estaba fuertemente limitada.
El sol, sin embargo, la limitaría todavía más. El día estaba avanzando visiblemente, fuego y largas sombras sobre aquella desolación. La protección de su armadura le permitiría una media hora expuesto a todo el fulgor de Beta Crucis.
—¿Cómo va todo? —la voz de Chee resonó débil en sus auriculares, a través de un zumbido estático en aumento.
—Normal —Falkayn descolgó un contador de su mochila y lo pasó sobre el suelo.
La lectura mostró escasa radiactividad. Mucha de la existente había sido probablemente inducida por los vientos solares en la pasada década antes de que la atmósfera se hiciese más espesa. (Aunque su insignificante estrato de ozono no era una gran protección en el momento actual.) No importaba, los hombres y sus amigos fabricarían aquí sus propios átomos. Falkayn clavó en el terreno un pico para el análisis de los neutrones y continuó su marcha.
Allí había algo que parecía un afloramiento interesante. Desprendió una muestra.
El sol apareció ante su vista. La placa facial que se oscurecía automáticamente se volvió negra casi por completo. Unas ráfagas gimieron desde las montañas y los vapores comenzaron a arremolinarse sobre las masas glaciares.
Falkayn escogió un lugar para un sondeo sónico y comenzó a montar el necesario trípode.
—Será mejor que te des prisa —dijo el distorsionado tono de Chee—. El fondo radiactivo se está volviendo loco.
—Lo sé, lo sé —dijo el Hermético—. Pero necesitamos alguna idea sobre los estratos inferiores; ¿no es cierto?
La combinación del resplandor y de la protección contra él molestaban sus ojos, haciendo que los delicados ajustes fueran difíciles de realizar. Juró pintorescamente, se pasó la lengua por los labios y continuó con el trabajo. Cuando, por fin, tuvo la sonda en acción, transmitiendo datos a la nave, su margen de seguridad se vería rebajado. Comenzó el retorno. La nave parecía inesperadamente pequeña, allí entre aquellos picos que le rodeaban también por la derecha. Beta Crucis lanzaba sobre su espalda una ola de calor tras otra, maltratándole a pesar de la pintura reflectante y la unidad de refrigeración. El sudor empapó sus prendas interiores y ofendía sus narices. Simultáneamente, el frío subió por sus botas, hasta que los dedos de los pies le dolieron. Se armó de valor bajo el peso de la armadura y del equipo, y emprendió un semitrote.
Un alarido le hizo volverse. Vio una explosión en lo alto del acantilado como una fuente blanca. Un momento después, el estruendo resonaba en su casco y el temblor de la tierra le hizo caer de rodillas. Se puso en pie e intentó correr. El torrente —en parte una riada líquida y en parte una avalancha sólida— rugió y saltó detrás de él. Le cogió a medio camino de la nave.
13
Los reflejos le hicieron lanzarse al suelo y rodar como una pelota un instante antes de que llegase la riada. Después se encontró rodeado por la oscuridad y un ruido sordo, lanzado de un lado para otro, un objeto más entre las rocas y los fragmentos de hielo que chocaban contra su armadura.
Los golpes le alcanzaban a través del metal y la protección acolchada. La cabeza le giraba dentro del casco. Un golpe tras otro le hicieron perder el conocimiento.
La catarata se detuvo. Falkayn comprendió vagamente que estaba enterrado en ella. Tenía sus rodillas cerca del vientre y sus brazos cruzados sobre su placa facial. Murmuró por el dolor que vibraba en todo su cuerpo e intentó estirarse. Era imposible. El terror se apoderó de él. Gritó y se esforzó, pero no sirvió de nada. El puro peso de lo que le rodeaba le encerraba en aquella postura embriónica.
La congelación comenzaba. La radiación no es un proceso eficiente; la conducción sí, especialmente cuando la materia que está en contacto con uno se bebe todas las calorías que una temperatura mucho más alta le proporcione. No podía moverse para mantenerse caliente por el esfuerzo. Intentó llamar por la radio, pero parecía estar estropeada; el silencio llenó su cráneo, su visión; el frío, su cuerpo.
Se le infiltró un pensamiento: Estoy indefenso. No hay nada que pueda hacer para salvarme. Es un sentimiento horroroso.
Desafío: Por lo menos mi mente es mía. Puedo morir pensando, reviviendo los recuerdos, como un hombre libre. Pero nada vino a su mente, excepto negrura, silencio y frío.
Apretó las mandíbulas para que los dientes no le castañeteasen y se aferró como un bulldog a la resolución de que no volvería a ser presa del pánico.
Estaba yaciendo así, con sólo un destello de vida en su cerebro, cuando la masa glaciar hirvió y le dejó en libertad. Quedó tendido entre la niebla y el líquido que se evaporaba. Beta Crucis disipó las nieblas y mordía su armadura. Por todas partes, la avalancha hervía y desaparecía más gradualmente del suelo del valle. Pero Muddlin Through navegaba por encima de su cabeza, lentamente, lanzando un rayo de energía en abanico a corta distancia de las nieves. Cuando sus detectores localizaron a Falkayn, extendió un rayo tractor. El hombre fue levantado, lanzado por una compuerta y depositado sobre una mesa, listo para los profanos cuidados de Chee Lan.
Un par de horas más tarde estaba sentado sobre su catre, acariciando un cuenco con sopa, que miraba con ojos límpidos.
—Claro, estoy estupendamente ahora —dijo—. Dame el sueño de una noche y volveré a ser el de siempre.
—¿Es eso deseable? —reprendió la cynthiana—. Si yo fuera tan cabeza-de-tubo para salir a un terreno peligroso sin un cinturón gravitatorio que me levantara en caso de peligro, me cambiaría a mí misma por un modelo nuevo.
Falkayn se echó a reír.
—Tú tampoco lo sugeriste —dijo—. Hubiese significado que yo llevase menos aparatos. ¿Qué pasó?
— Ying-ng-ng... según la reconstrucción que hicimos Atontado y yo, ese glaciar no era agua. En su mayor parte era hielo sólido —dióxido de carbono sólido—, con algunos otros gases mezclados. La temperatura local ha alcanzado finalmente el punto de sublimación, o un poco más. Pero el calor de vaporización debe ser suministrado. Este área se enfría rápidamente después del atardecer y el día sólo dura unas cuantas horas. Sospecho también que los componentes más volátiles estaban absorbiendo más calor que la masa principal congelada. El resultado fue un equilibrio inestable. Se desmoronó precisamente cuando tú estabas ahí fuera por casualidad. ¡Qué propio del destino! Una parte importante del casquete de hielo se sublimó explosivamente y desalojó al resto de lo alto del acantilado. Si nos hubiéramos molestado en tomar espectros de los reflejos y lecturas termoacopladas...
—Pero no lo hicimos —dijo Falkayn—, y yo por lo menos no me siento demasiado culpable. No podemos pensar en todo. Nadie puede hacerlo. Estamos condenados a adquirir la mayor parte de nuestro conocimiento por medio de la dificultad y el error.
—Preferiblemente, con alguien al lado para rescatarnos cuando las cosas se ponen realmente feas.
—Sss... sí. Deberíamos formar parte de una flota regular de exploración. Pero, bajo las circunstancias actuales, no lo somos, eso es todo —Falkayn dejó escapar una risita—. Por lo menos ya tengo una opinión más clara sobre el nombre que debemos darle a este planeta: Satán.
—¿Qué quieres decir?
—El enemigo de lo divino, la fuente de todo mal, en una de las religiones de la Tierra.
—Pero cualquier ser razonable puede comprender que lo divino en sí mismo es... Oh, bueno, no tiene importancia. Pensaba que vosotros los humanos habíais agotado los nombres mitológicos para los planetas. Seguramente ya hay alguno al que le hayáis puesto de nombre Satán.
—Hummmm. No recuerdo. Por supuesto, está Lucifer, y Ahrimán, y Loki, y, en cualquier caso, el Satán tradicional opera en un mundo subterráneo de fuego, excepto en las partes en donde es de hielo y se divierte pensando en castigos para las almas malvadas. Es apropiado, ¿no?
—Si es como otros antidioses que yo he conocido —dijo Chee—, puede volverte rico, pero, al final, descubres que no fue una buena idea hacer tratos con él.
Falkayn se encogió de hombros.
—Veremos. ¿Dónde estamos ahora?
—Navegando sobre el lado nocturno, tomando medidas e imágenes. No veo ningún motivo para quedarnos. Todas las indicaciones que tenemos, todas las extrapolaciones que podamos hacer nos indican que el rumbo de los acontecimientos encantarán a Van Rijn hasta las arrugas de ladrillo de su avaricioso corazón. Es decir, toda la criosfera se volverá fluida, y dentro de una década o dos las condiciones serán apropiadas para la industria. Sin embargo, mientras tanto las cosas se ponen más peligrosas a cada hora.
Como subrayando las palabras de Chee, la nave se inclinó a un lado, y las placas de su casco, mordidas por el viento, rechinaron. En un minuto o dos habían atravesado la tormenta. Pero Falkayn reflexionó sobre cómo debía ser aquella tormenta para afectar así a una nave movida por energía termonuclear, controladora de la gravedad, con pantallas antirradiación, guiada por sensores y pilotada por computador, capaz de atravesar el espacio interestelar y de librar combate con otras naves.
—De acuerdo —dijo—. Recojamos tantos datos como podamos con seguridad en... las próximas veinticuatro horas y regresemos después a casa. Que alguien haga más tarde los estudios detallados. Necesitaremos un grupo de combate aquí de todas formas para hacer frente a cualquier posible aspirante.
—Cuanto antes se entere el viejo Nick de que vale la pena enviar ese grupo, mejor —Chee movió su cola—. Si hay piquetes enemigos apostados cuando llegue, todos tendremos problemas.
—No te preocupes —dijo Falkayn—. Nuestros distinguidos oponentes deben vivir bastante lejos, puesto que ni siquiera han enviado a un explorador aquí.
—¿Estás seguro de que una expedición anterior no vino y se marchó mientras estábamos en camino? —preguntó Chee, muy despacio.
—Aún estaría por aquí. Hemos tardado un par de semanas en el viaje y un poco más trabajando. Nos marchamos tan pronto únicamente porque dos seres en una nave sólo pueden hacer determinadas cosas —no porque nos hayamos enterado de todo lo que nos gustaría conocer— y porque tenemos prisa. Los otros, no teniendo ninguna razón para sospechar que conocemos su juego, deberían haber planeado, lógicamente, una investigación más concienzuda y relajada. „
Falkayn se rascó el mentón. La picazón le recordó que se había olvidado de tomar una dosis de enzima antibarba.
—Por supuesto —dijo—, sus investigadores pueden haber estado por aquí, detectarnos cuando nos acercábamos y correr a buscar a papá, quien podría estar en camino ahora, trayendo un bastón más bien grande —levantó la voz jovialmente—: No detectas ninguna nave, ¿no es cierto, Atontado?
—No —contestó el computador.
—Bien —Falkayn se recostó en su almohada. La nave estaba equipada para detectar el «despertar» casi instantáneo del turbulento espacio que rodea un hipermotor en marcha, hasta el límite teorético de casi un año luz—. La verdad, no lo esperaba...
—Mis detectores están desactivados —explicó Atontado.
Falkayn se puso en pie de un salto. La sopa se derramó del cuenco sobre Chee Lan, que dio un salto en el aire y emitió un chillido.
—¿ Qué? —gritó el hombre.
—Inmediatamente antes de nuestra carrera para ponernos en órbita me diste instrucciones para alertar todos los detectores en previsión de posibles peligros locales —le recordó Atontado—. De ahí se sigue que la capacidad del computador no debe ser distraída por los instrumentos detectores dirigidos al espacio interestelar.
—Judas en un reactor —gimió Falkayn—. Pensaba que habías adquirido más iniciativa que todo eso. ¿Qué te enseñaron esos ingenieros de cocina de la Luna cuando te repararon?
Chee se sacudió estilo perro, salpicando la sopa sobre él.
— Ya-t'in-chai-ourh —gritó, lo que es intraducible—. ¡Volando a esos detectores!
Por un momento el silencio zumbó entre los chillidos del exterior. Las posesiones que abarrotaban el camarote de Falkayn —fotos, libros, magnetófono, carretes y visor, un armario medio abierto lleno de elegantes prendas, unos cuantos recuerdos y armas favoritas, un escritorio donde se amontonaban las cartas sin contestar— se volvió pequeño, frágil y limpio. El humano y la cynthiana se acurrucaron juntos, sin advertir que lo hacían, con las- uñas de ella reluciendo dentro del círculo del brazo derecho de él.
Las palabras de la máquina cayeron.
—Veintitrés fuentes distintas de pulsaciones son observables en dirección de Circinus.
Falkayn se sentó rígidamente. Inmediatamente, pensó: Nadie que conozcamos vive por ese lado. Tienen que dirigirse hacia aquí. No estaremos seguros de su rumbo ni de su distancia a menos que formemos una línea de base y la triangulemos, o esperemos y veamos lo que hacen. ¿Pero qué duda cabe de que es el enemigo?
Oyó a Chee susurrar como por encima de un abismo:
—Veinte... Muerte... Tres de ellas. ¡Eso es una fuerza de combate! A menos... ¿Puedes hacer algunos cálculos aproximados?
—La proporción entre la señal y el ruido sugiere que se encuentran a medio año luz de distancia —dijo el computador, sin ninguna alteración en el tono de voz—. El ritmo del tiempo de cambio indica que avanzan a una velocidad mayor de lo que cualquier piloto técnico consideraría prudente aproximándose a una estrella como Beta Crucis, que se encuentra rodeada por una densidad de gas y materia sólida poco usual. La relación de las amplitudes de las diferentes señales parecería cuadrar con la hipótesis de una flota organizada alrededor de una nave bastante grande, equivalente aproximadamente a una nave de guerra de la Liga, tres cruceros o unidades similares más pequeñas y diecinueve unidades más pequeñas y rápidas. Pero, por supuesto, estas conclusiones son provisionales, partiendo del hecho de que efectivamente sea una fuerza armada y se dirija hacia nosotros. Incluso asumiendo esa hipótesis, el error probable de los datos es demasiado grande en el momento actual para permitir cálculos de confianza.
—Si esperamos a tener eso —gruñó Chee, dentro de su garganta—, estaremos confiadamente muertos. Me creeré que no es una flota de guerra enviada por nuestros espontáneos enemigos con órdenes de aniquilar a todo el que encuentre cuando el comandante nos invite a tomar el té —se separó de Falkayn, se acurrucó delante de él sobre la alfombra, con la cola enroscada y los ojos como lámparas de jade—: ¿Cuál es ahora nuestro próximo movimiento?
El hombre exhaló un suspiro. Sintió que el húmedo frío abandonaba sus palmas, los latidos del corazón en su interior descendían constantemente su velocidad y un oficial militar se adueñó de su alma.
—No podemos quedarnos en Satán o sus alrededores —declaró—. Captarían nuestros motores con detectores de neutrino, aunque no dispongan de otros, y nos destruirían. Podríamos escapar bajo gravedades ordinarias, ponernos en una órbita cercana al Sol y esperar que su emisión nos proteja de ellos hasta que se vayan. Pero tampoco parece una buena solución. Por muy pronto que se marchen, nosotros habríamos adquirido una dosis radiactiva mortal, por acumulación..., si es que se van. Alternativamente, también podríamos colocarnos en una órbita muy grande alrededor de Beta. Nuestra emisión mínima sería detectable contra el bajo fondo, pero podríamos rezar para que nadie apuntase casualmente un instrumento en nuestra dirección. Tampoco me gusta esa idea. Estaríamos atrapados durante un tiempo indefinido, sin forma de enviar un mensaje a casa.
—Enviaríamos un mensaje en una cápsula, ¿no? Tenemos cuatro a bordo —reflexionó Chee—. No, en realidad sólo dos, ya que nos veríamos obligados a las otras dos de sus capacitadores para que las otras dos tengan energía suficiente para llegar al Sol... o a cualquier lugar desde donde el mensaje pudiera llegar al Sol. Pero, aun así, tenemos un par de ellas.
Falkayn negó con la cabeza.
—Demasiado lentas. Serían observadas...
—No emiten demasiado. No es como si tuviesen generadores nucleares.
—¡Un detector de tipo naval puede sin embargo localizar una cápsula a hipermotor desde un radio más alejado del que disponemos nosotros, Chee. Y la cosa es sólo un tubo, por el amor de Judas, con un motor muy primitivo, un robot-piloto apenas capaz de dirigirse hacia donde está programado y gritar: «Aquí estoy, venid a buscarme» por radio al final del viaje. No, cualquier perseguidor puede igualar su fase y, o bien volar la cápsula, o cogerla a bordo de su nave.
La cynthiana se relajó un poco. Habiendo asimilado ya el hecho de la crisis, se estaba volviendo tan fríamente racional como el Hermético.
—Supongo que piensas que nosotros mismos deberíamos echar a correr hacia el hogar —dijo—. No es mala idea, si ninguna de esas unidades puede alcanzarnos.
—Somos bastante rápidos —dijo él.
—Algunos tipos de naves lo son más. Llenan el espacio que nosotros reservamos para equipamiento con plantas de energía y osciladoras.
—Lo sé. El resultado de una carrera no es seguro. Pero mira —Falkayn se echó hacia adelante, con los puños cerrados sobre las rodillas—. Tengamos las piernas más largas que ellos o viceversa, una salida medio año luz por delante no hará ganar mucha diferencia a lo largo de doscientos. No acrecentemos el riesgo demasiado saliendo a su encuentro. Y podríamos enterarnos de algo, o ser capaces de hacer algo, o... no lo sé. Tendremos que jugar esta mano como nos la sirven. Pero sobre todo piensa en esto: si nos ponemos en híper con una poderosa onda de «despertar», cubriremos la salida de una diminuta cápsula mensajera. Estará fuera del radio de detección antes de que alguien pueda separar su emisión de la nuestra..., especialmente si nos dirigimos hacia él. Así, nos pase lo que nos pase, mandaremos la información. ¡Por lo menos le habremos hecho ese daño al enemigo!
Chee le contempló durante un rato, que continuó en silencio, hasta que murmuró:
—Supongo que son tus emociones las que están hablando. Pero hoy tienen sentido.
—Comienza a prepararte para la acción —bramó Falkayn.
Llevó sus pies hasta el suelo y se puso de pie. Una ola de mareo pasó por su cuerpo. Descansó contra la pared hasta que pasó. El cansancio era un lujo que no podía permitirse. Tomaría una pastilla de estimulante y pagaría más adelante el precio metabólico, si es que sobrevivía.
Las palabras de Chee permanecían en el fondo de su mente.
Sin duda ella tiene razón. Estoy siendo espoleado por la rabia ante lo que me hicieron. Quiero vengarme de ellos. Un estremecimiento recorrió sus nervios. ¿O es miedo... de que vuelvan a hacerme lo mismo?
Moriré antes de que eso suceda. Y me llevaré algunos de ellos conmigo... ¡a Satán!
14
Cuando la nave de la Liga entró en contacto con los extraños, las estrellas hacían resplandecer sus colores prismáticos y sus múltiples millares, Beta Crucis un poco más que la más brillante de entre ellas; la Vía Láctea esparcía una oscuridad cristalina; las lejanas y frías espirales de unas cuantas galaxias hermanas se percibían.
Falkayn se sentaba en el puente, rodeado por vistas del exterior y los murmullos del motor. Chee Lan se encontraba detrás, en el centro de control de las armas. Cualquiera de los dos podía haber estado en cualquier otro lugar de la nave, para recibir información del computador y dar las órdenes. Su distanciamiento era sólo una precaución en caso de ataque, pero no mayor que un casco envuelto en hilos electrónicos que se movían a la velocidad de la luz. Mas la soledad acechaba a Falkayn. El uniforme que llevaba bajo su armadura espacial, en lugar de la vestimenta acostumbrada, era más un desafío que una formalidad diplomática.
A través de su casco, que llevaba todavía abierto, contempló las pantallas y después los instrumentos. Su simple organismo de carne y sangre no podía comprender la totalidad de los datos presentados como podía hacerlo el computador. Pero un ojo experimentado adquiría una idea general.
Muddlin Through estaba describiendo una curva que pronto interceptaría una de las naves en vanguardia de la flota. Desde el momento en que entró en hiperconducción tenía que haber sido detectada. Pero ninguna de aquellas naves había alterado su curso ni su atrevida pseudovelocidad. En lugar de eso, habían seguido como hasta entonces, en una formación más densa de la que hubiera adoptado cualquier almirante de la civilización técnica.
Parecía como si el comandante alienígena no permitiese a sus subordinados la menor libertad de acción. Todo su grupo se movía en una unidad, como un martillo lanzado contra el blanco.
Falkayn se humedeció los labios. El sudor corría a lo largo de sus costillas.
—Maldición —dijo—. ¿Es que no quieren parlamentar? ¿Enterarse de quiénes somos, aunque sólo sea eso?
Por supuesto, no tenían que hacerlo. Podían simplemente dejar que Muddlin Through pasase ante ellos, o simplemente planear un acercamiento y asalto rápidos en el momento en que la nave estuviera a su alcance..., un asalto tan rápido que sus probabilidades de variar la fase de sus propias oscilaciones quánticas —lo que haría que la nave fuese transparente a cualquier cosa que lanzasen contra ella— serían muy escasas.
—Quizá no reconozcan nuestra señal como lo que es —sugirió Chee Lan.
Su voz por el intercomunicador hizo que Falkayn la visualizara, pequeña peluda y mortífera... Sí, había insistido en manejar una de las armas con sus propias manos si tuviera lugar una batalla...
—Saben lo bastante sobre nosotros para establecer espías en nuestro territorio nativo —contestó vivamente Falkayn—. Por tanto, también conocen nuestros códigos de comunicación estándar. Llámales otra vez, Atontado.
Las pantallas centellearon con la ligera alteración de la hipervelocidad impuesta por el comunicador exterior al modular vibraciones portadoras de puntos y guiones. Aquel sistema era todavía rudo y primitivo (Falkayn podía recordar cómo al principio de su carrera se había visto forzado a apagar y encender los mismos motores para transmitir un mensaje), pero la llamada era simple: Urgente. Asuman un estado normal y prepárense para comunicación radiofónica en banda estándar.
—No hay respuesta —dijo el computador después de un minuto.
—Corta la transmisión —ordenó Falkayn—. Chee, ¿puedes pensar en algún motivo para esta conducta?
—Puedo imaginar una buena cantidad de explicaciones distintas —dijo la cynthiana—. Ese precisamente es el problema.
—Oh, sí. Especialmente cuando ninguna de ellas será probablemente correcta. La racionalidad de una cultura no tiene nada que ver con la de otra. Aunque yo pensaba que cualquier civilizado capaz de volar por el espacio debía necesariamente... No importa. Obviamente no van a desprenderse de una nave para charlar. Así que no me propongo dirigirme directamente a una posible trampa.
Cambia el rumbo, Atontado. Corre paralelamente a ellos.
Los motores gruñeron. Las estrellas se balancearon en las pantallas. La situación se estabilizó. Falkayn miró hacia los desconocidos extranjeros. Estaban cruzando la gloria de Sagitario cubierta por las nubes...
—Podemos enterarnos de algo analizando sus turbulencias, ahora que estamos lo bastante cerca para obtener lecturas precisas —dijo Falkayn—, pero apenas me atrevo a seguirles a Satán.
—A mí no me gusta acompañarles a ninguna distancia —le respondió Chee—. Viajan demasiado de prisa para esta clase de alrededores.
Falkayn estiró la mano desprovista de guantelete para coger la pipa que había dejado sobre la mesa. Se había quedado fría. Hizo todo un espectáculo para volver a avivarla. El humo le daba a la lengua y a las narices un reconfortante y cariñoso contacto.
—Estamos más seguros que ellos —dijo—. Conocemos mejor la región, después de haber estado allí durante un rato. Por ejemplo, hemos cartografiado la órbita de varios asteroides, ¿no te acuerdas?
—¿No crees entonces que enviaron un explorador como nosotros, que hizo una visita antes de que llegásemos?
—No. Eso implicaría que el sol de su sistema —o por lo menos una gran avanzadilla de sus dominios— está cerca, según van las distancias cósmicas. Ahora bien, la región de Beta Crucis no se puede decir que esté concienzudamente explorada, pero han venido algunas expediciones, como la de Lemminkainen. Y los exploradores siempre mantienen un ojo alerta en busca de signos de alguna civilización con energía atómica. Estoy seguro de que alguien, alguna vez, habría identificado las emisiones de neutrino de cualquier planeta semejante en un radio de cincuenta años luz de aquí. Es cierto que puede ser que esos generadores nucleares no estuviesen construidos hace cincuenta años y que los neutrinos no hubiesen hecho aparición todavía; pero, por otra parte, se han hecho viajes más allá de esta estrella. En conjunto, todas las probabilidades son de que estos personajes han venido desde una distancia considerable. La nave mensajera de la Luna apenas debe haber tenido tiempo para notificarles la existencia del planeta errante-.
—E inmediatamente ellos envían toda una flota —sin investigación preliminar— que se lanza rugiendo sobre la meta como si estuviésemos en un espacio limpio, con un átomo de hidrógeno por centímetro cúbico... ¿y ni siquiera intentan descubrir quiénes somos? ¡Ki-yao!
La sonrisa de Falkayn fue tensa y breve.
—Si una cynthiana dice que una acción es demasiado impulsiva, entonces, por mi baqueteado escudo, que sí lo es.
—Pero estos mismos seres —seguramente los mismos— organizaron Serendipity..., una de las operaciones a más largo plazo y más exigentes de paciencia de las que he oído hablar en mi vida.
—En la historia humana se encuentran paralelos a esto, si en la vuestra no los hay. Y, hummmm, humanos —más o menos humanos— tenían mucho que ver en este caso...
El computador dijo: Entrada de hipercódigo. La pantalla de lectura parpadeó con una serie que Falkayn reconoció: Petición de conversaciones reconocida. Aceptada. Proponemos encuentro a diez unidades astronómicas de aquí, a quinientos kilómetros de separación.
No se detuvo a informar a Chee —eso lo haría la nave—, ni a gritar su propio asombro, casi ni a sentirlo excepto por un instante. Había demasiado trabajo que hacer. Las órdenes saltaban de él: Enviar acuerdo. Trazar el rumbo apropiado. Mantenerse alerta en caso de alguna traición, bien de la nave que se detendría a parlamentar separada del resto de la flotilla, o de ésta que podría atacarles por la espalda a hipervelocidad.
—Todo el grupo permanece unido —le interrumpió Atontado—. Evidentemente, se reunirán con nosotros en bloque.
—¿Qué? —se atragantó él—. Pero eso es ridículo.
—No —la voz de Chee sonaba lúgubre—. Si los veintitrés disparan al mismo tiempo sobre nosotros, estaremos perdidos.
—Quizá no —Falkayn apretó la pipa con más fuerza entre sus mandíbulas—. O pueden ser honrados. Lo sabremos dentro de treinta segundos.
Las naves cortaron sus osciladores quánticos y relampaguearon al pasar al relativo estado de la materia-energía. Después siguió el período habitual de empuje apresuradamente calculado y aplicado, hasta que las velocidades cinéticas fueron igualadas. Falkayn dejó que Atontado se cuidase de eso y Chee de las defensas. Se concentró en observar lo que pudiese acerca de los extraños.
No era mucho. Un rastreador podía localizar una nave y ampliar la imagen, pero los detalles se perdían a través de aquellas distancias, débilmente iluminadas. Y eran los detalles lo que importaba; las leyes de la naturaleza no permiten diferencias fundamentales entre distintos tipos de naves espaciales.
Averiguó que los diecinueve destructores o escoltas, o lo que se les quisiera llamar, tenían formas aerodinámicas para descender a la atmósfera, pero tan radicales que eran tres veces de la longitud de su nave sin tener, apreciablemente, más manga. Parecían anguilas rígidas. Los cruceros se parecían más a los tiburones, con tétricas estructuras parecidas a agallas que debían ser instrumentos o tórrelas de control. La nave insignia era básicamente una enorme esfera, pero esto aparecía oscurecido por las torres de acero, las protuberancias parecidas a miles de ametralladoras, cabrias, y oirás que cubrían su casco.
Podían emplearse tranquilamente términos navales para describir las naves alienígenas, aunque ninguna de ellas se correspondía exactamente con los tipos semejantes de la Liga. Aquéllas rebosaban armas, lanzadores de misiles, proyectores de energía. Rebosaban armas en sentido literal. Falkayn nunca había encontrado naves tan profusamente armadas. Con la maquinaria y talleres que aquello llevaba consigo..., ¿dónde demonios quedaba sitio para la tripulación?
Los instrumentos decían que empleaban pantallas radiactivas, radares, energía de fusión. Aquello no era ninguna sorpresa. La apretada y poco ortodoxa formación sí lo era. Si temían que hubiera problemas, ¿por qué no dispersarse? Una cabeza de cincuenta megatones que explotase en el centro de la formación destruiría directamente dos o tres de ellas y cubriría el resto con radiaciones. Quizá aquello no inutilizase sus computadores y demás apáralos electrónicos —dependía de que empleasen cosas semejantes a los transistores—, pero proporcionaría una dosis mortal a una buena parte de las tripulaciones y mandaría el resto al hospital.
A menos que a los alienígenas no les dañaran los rayos X y los neutrones. Pero entonces no serían protoplasmáticos. Con o sin drogas, las moléculas orgánicas sólo pueden tolerar un cierto bombardeo sin sufrir alteraciones. A menos que hubiesen desarrollado alguna pantalla desconocida para él para deflectar las panículas sin carga. A menos que..., a menos que..., a menos que...
—¿Estás en contacto con alguno de sus mecanismos? —preguntó Falkayn.
—No —contestó Alomado—. Están simplemente decelerando, como hubiesen tenido que hacerlo antes o después, si deseaban ponerse en órbita alrededor de Satán. La tarea de igualar las velocidades nos la dejan a nosotros.
—Son unos bastardos arrogantes, ¿no es cierto? —dijo Chee.
—Con un arsenal así, la arrogancia es fácil —Falkayn se acomodó en su silla—. Podemos jugar al mismo juego. Desactiva los comunicado-res. Deja que nos llamen ellos.
Se preguntó si su pipa parecería tonta, emergiendo por la boca de un casco espacial abierto. Le importaba un comino. Quería fumar. Una cerveza todavía le hubiese sentado mejor. La tensión de preguntarse si aquellas armas iban a disparar contra ellos estaba resecándole la boca.
Un rayo de energía les alcanzaría antes de que pudiese ser detectado. Quizá no penetrase en la armadura con la rapidez suficiente para que Muddlin Through adquiriese hipervelocidad y escapase, pero eso sería determinado por varias cosas impredecibles, como la energía del rayo y el lugar exacto donde golpease. Pero si los alienígenas quieren matarnos, ¿por qué iban a molestarse en revertir las velocidades? Pueden alcanzarnos, quizá no sus naves más grandes, pero esos destructores deben ser más rápidos que nosotros. Y no podemos estar fuera de fase con diecinueve enemigos distintos, cada uno intentando alcanzarnos, durante mucho tiempo.
Pero si quieren hablar, ¿por qué no contestaron nuestras llamadas antes?
Como si hubiera leído la mente de su compañero, Chee Lan dijo:
—Tengo una idea que puede explicar parte de su conducta, Dave. Supón que sean salvajemente impulsivos. Cuando se enteran de la existencia de Satán, mandan una fuerza de combate para adueñarse de él. Puede ser para adelantarse a miembros de su propia raza. No sabemos lo unificados que están. Y no pueden haberse enterado que Serendipity ha sido descubierta. Ni pueden estar seguros de que no ha sido así.
»Bajo esas circunstancias, la mayoría de los seres sensibles serían prudentes. Enviarían una avanzadilla para investigar y volver a informar antes de decidirse por completo. Pero estas criaturas no. Se lanzan a la carga inmediatamente, dispuestos a destruir cualquier oposición o a morir en el intento.
»Y se encuentran a alguien esperándoles: nosotros, una pequeña nave, corriendo alegremente hacia ellos para concertar un encuentro. Tú y yo nos preguntaríamos si no habrá más naves, mayores, escondidas cerca de Satán. Nuestra primera idea sería hablar con los otros. Pero ellos no reaccionan de la misma forma. Siguen adelante, y piensan: o bien estamos solos y podemos aniquilarlos fácilmente, o tienen amigos y entonces habrá una batalla. La posibilidad de retirarse o de negociar no es considerada. Ni alteran sus vectores por nuestra causa. Después de todo nos dirigimos directamente hacia ellos. Nosotros mismos nos pondremos al alcance de sus armas.
»Bien, les decepcionamos, tomamos un curso paralelo. Ellos deciden que será mejor que lo que tengamos que decir, o, por lo menos, que lo mismo les da hacerlo. Quizá se les ocurra que podríamos alejarnos, y, a pesar de todo, contar lo que pasa en la Tierra. Se ve que tendrían que desprenderse de uno o dos destructores para perseguirnos. Y su formación sugiere, que, por alguna razón, no les gusta hacer eso.
«Resumiendo, otra relampagueante decisión ha sido tomada, sin tener en cuenta lo que tiene de riesgo.
—Suena como una locura —objetó Falkayn.
—Para ti, no para mí. Los cynthianos son menos calmosos que los humanos. Te concedo que mi gente, mi propia sociedad, es prudente; pero conozco otras culturas en mi planeta donde las acciones fulgurantes son cosas normales.
—Pero son tecnológicamente primitivas, Chee. ¿No es cierto? No se puede operar en una civilización con energía atómica de esa forma. Las cosas se te vendrían abajo. Ni siquiera el viejo Nick tiene autoridad absoluta sobre su propia empresa. Debe trabajar con consejeros, ejecutivos, gente de todo tipo y categoría. La curva de distribución normal garantiza bastantes tipos naturalmente cautelosos como para poner un freno a un aventurero ocasional...
Falkayn se interrumpió. El receptor central había adquirido vida.
—Nos están llamando —dijo. Los músculos de su vientre se tensaron—. ¿Quieres una pantalla auxiliar para mirar?
—No —contestó Chee Lan, seria—. Escucharé, pero quiero concentrar mi atención en nuestras armas y en las suyas.
Los rayos entraron en contacto. Falkayn escuchó el informe: «Están transmitiendo desde la nave insignia», con medio oído; el resto de su atención se centró en la imagen que apareció ante él.
¡Un hombre! Falkayn casi dejó caer su pipa. Un hombre, delgado, con el cabello veteado de gris, de ojos apagados y cuerpo cubierto por un oscuro mono... Debiera haberlo adivinado. Debiera haber estado preparado. En el fondo no se veía demasiado: una consola de instrumentos, obviamente no procedente de ninguna manufactura técnica, brillando bajo una fuerte luz blanca.
Falkayn tragó saliva.
—Hola, Hugh Latimer —dijo suavísimamente.
—No nos hemos conocido —replicó en un ánglico con un fuerte acento y desprovisto de emociones.
—No. Pero ¿qué otro podía ser?
—¿Quién eres tú?
La mente de Falkayn se embarulló. Su nombre era una carta agujereada en una partida salvaje. No iba a ponerla boca arriba para que el enemigo sacase deducciones de ello.
—Sebastián Tombs —replicó.
El apodo no era muy original, pero Latimer difícilmente podía conocer el origen. La pura casualidad había llevado aquellos libros a la biblioteca del duque Roberto para que un muchacho curioso los encontrase y descubriese, así que los idiomas antiguos no eran sólo clásicos y composiciones, sino también divertidos a veces...
—Doctor en Comercio y capitán de la Liga Polesotécnica —aclarar su rango no causaría ningún daño y quizá sirviese de algo—. ¿Está usted al frente de su grupo?
—No.
—Entonces me gustaría hablar con quienquiera que esté al mando.
—Lo hará —le respondió Hugh Latimer—. El lo ha ordenado. Falkayn se estremeció.
—Bien, conécteme con él.
—No lo entiende usted —dijo el otro, pero su voz continuaba sin inflexiones y sus ojos miraban directamente desde su rostro de altos pómulos y fuertemente bronceado, cuando añadió—: Gahood quiere que venga usted aquí.
La pipa chocó con los dientes de Falkayn. La echó a un lado y exclamó:
—¿Estás viviendo en el mismo universo que yo? Esperas que yo... —se reprimió—. Tengo unas cuantas sugerencias que hacerle a su comandante —dijo—, pero me las reservaré porque su anatomía puede que no esté adaptada a lo que pienso. Pregúntele sencillamente si considera razonable que yo, o cualquiera de mi tripulación, nos pongamos a merced suya de esa forma.
¿Cruzó un débil signo de miedo los rígidos rasgos de Latimer?
—Mis órdenes han sido recibidas. ¿Qué valor tendría para usted el que yo volviera, discutiera y fuese castigado? —vaciló—. Creo que tiene usted dos alternativas. Puede negarse a venir aquí, en cuyo caso imagino que Gahood comenzará a disparar. Puede que escape usted o no; no parece importarle demasiado. Por otra parte, puede usted venir. Está intrigado ante la idea de conocer un... humano en estado salvaje. Puede qué consiga usted algo, no lo sé. Quizá usted y yo podamos
fijar unas condiciones antes que le den la seguridad de volver. Pero no debemos tardar mucho o se impacientará. O se enfadará —su miedo era ahora inconfundible—. Y entonces podría suceder cualquier cosa.
15
El peligro de acercarse al enemigo era obvio. No sólo los rayos energéticos, también un misil material podía alcanzarles antes de que pudieran reaccionar. Sin embargo, el peligro era mutuo. Muddlin Through podía ser una cabra comparada con aquel convoy bélico, pero era igualmente mortífera. A Falkayn no le apetecía dejar sólo quinientos kilómetros entre ellos y él. Se sintió desfallecer cuando Latimer insistió.
—No olvide que el trabajo de toda mi vida ha consistido en estudiar cuanto pudiese sobre la civilización técnica —dijo aquel hombre lúgubre—. Conozco la capacidad de una nave como la suya. Además de un surtido de armas pequeñas, y varias armas ligeras para escaramuzas, lleva cuatro pesados cañones y cuatro torpedos nucleares. A corta distancia un armamento semejante nos coloca más o menos en un plano de igualdad. Si surgiese una discusión, podremos matarle sin duda, pero algunas de nuestras naves también perecerán.
—Si mi tripulación está demasiado lejos para protestar de una manera efectiva, ¿qué os impedirá el hacerme prisionero? —protestó Falkayn.
—Nada —dijo Latimer—, excepto sencillamente la falta de motivos para hacerlo. Creo que Gahood quiere solamente interrogarle y, quizá, darle algún mensaje para que llegue a sus amos. Pero si se retrasa, perderá la paciencia y ordenará su destrucción.
—¡De acuerdo! —dijo bruscamente Falkayn—. Iré lo más rápido que pueda. Si no informo pasada una hora de haber entrado en su nave, mi tripulación dará por supuesto que ha existido traición por vuestra parte y actuará en consecuencia. En ese caso, podríais llevaros una sorpresa desagradable.
Chee Lan entró, se acurrucó a sus pies y miró hacia arriba.
—No quieres ir —dijo con una dulzura poco corriente en ella—. Tienes miedo de que te droguen otra vez.
Falkayn asintió con una sacudida de su cabeza.
—No puedes imaginarte lo que es eso —dijo a través de una garganta rígida.
—Puedo ir yo.
—No. Yo soy el patrón —Falkayn se levantó—. Tengo que hacer los preparativos.
—Aunque no sea más que eso —dijo Chee—, podemos garantizarte que no serás capturado.
—¿Qué? ¿Cómo?
—Por supuesto, el precio podría ser la muerte. Pero ése es un temor que te han enseñado a controlar.
—Ohhhh —Falkayn suspiró—. Ya entiendo lo que quieres decir —chasqueó los dedos y sus ojos centellearon—. ¿Por qué no habré pensado yo en eso?
Y así partió al poco rato.
Llevaba un propulsor sobre su armadura espacial, pero eso era de reserva. En realidad se movía mediante un deslizador gravitatorio. Conservó la capota cerrada para que la cabina estuviera llena de aire como otra reserva, por si acaso su casco se rompía o cualquier otra cosa sucedía; así no necesitaría perder tiempo preparando aquel mínimo y esquelético vehículo para la partida. Pero atmósfera o no, navegó en un silencio espectral; sólo un vago zumbido provocado por la aceleración hacía que aquel vuelo en la escoba mágica pareciera real. Las estrellas se habían difuminado y retirado de su vista. Aquello se debía prosaicamente a las luces del panel cuyo resplandor verdoso hacía que su retina perdiese sensibilidad. Sin embargo, echaba de menos las estrellas. Sujetó los controles con más fuerza de la necesaria y silbó una melodía para hacerse compañía:
Oh, un calderero venía paseando,
paseando por el Strand...
No parecía demasiado inapropiado para lo que podría ser la última melodía pasando por sus labios. La solemnidad no tenía atractivo. Sus alrededores, aquella montaña de nave que cada vez se engrandecería más y más ante él, proporcionaban toda la seriedad que cualquiera pudiera desear.
La voz de Latimer en la radio cortó su pequeña y alegre balada.
—Será usted conducido hasta una escotilla por un rayo a 158,6 megahercios. Aparque su deslizador en la cámara y espéreme.
—¿Qué? —Falkayn protestó—. ¿No piensa usted conducirme a bordo?
—No entiendo.
—No me extraña. Olvídelo. De todas formas, no tengo la ambición de convertirme en morcilla.
Falkayn conectó con la señal y dispuso el deslizador para que se dejara conducir por ella. Al acercarse se ocupó de fotografiar la nave espacial, estudiando por sí mismo las superestructuras semejantes a fortalezas, almacenando en su memoria todos los datos posibles. Pero una parte de su mente funcionaba aparte, preguntándose cosas.
Por los cielos, que ese Latimer es un individuo pluriempleado. Actúa como una especie de agente ejecutivo para quienquiera que sea ese tal Gahood. Pero también ejerce las funciones de oficial de comunicaciones, timonel..., ¡todo!
Bueno, con una automatización suficiente no se necesita mucha tripulación. En estos tiempos ha vuelto a aparecer el hombre completo del Renacimiento, rodeado de una batería de computadores que se especializan por él. Pero todavía hay algunos trabajos que las máquinas no hacen bien. No tienen las motivaciones, la iniciativa, el carácter organianímico de los verdaderos seres sensibles. Nosotros —todas las especies civilizadas que el hombre se ha encontrado hasta ahora— no hemos conseguido todavía construir una nave cien por cien automatizada para algo más que sean ¡os trabajos manuales más sencillos. Y cuando se está explorando, comerciando, guerreando, cualquier cosa donde se produzcan situaciones impredecibles de antemano aumenta la cantidad de tripulantes necesarios. Por supuesto que en parte es para satisfacer necesidades psicológicas, pero también para cumplir la propia misión, con toda su variante complejidad.
¡Lo limitados que nos hemos visto Chee y yo por ser dos solamente! Eso fue a causa de una emergencia que no tiene nada que ver con Gahood. ¿Por qué es Latimer la única criatura con la que he hablado en esta armada de lejano origen?
Su curva de aproximación llevó a Falkayn cerca de un crucero. Se sintió más impresionado que nunca por la densidad de su armamento. Aquellas tórrelas de forma de aletas eran más delgadas de lo que había imaginado. Eran muy apropiadas para instrumentos, con toda aquella área de superficie, e indudablemente parecían estar salpicadas con aparatos. Pero era difícil ver cómo un animal de cualquier tamaño o forma plausibles podía moverse en su interior; o, por la misma razón, dentro del casco, con lo falto de espacio libre que tenía que estar.
La idea no sacudió a Falkayn. Había estado surgiendo en su interior durante un rato y nació tranquilamente. Conectó el transmisor de su casco con la unidad principal conectada con el Muddlin Through.
—¿Me oyes, Chee Lan? —preguntó.
—Sí. ¿Qué informe?
Falkayn pasó a emplear el crian que había aprendido en Merseia. Si Latimer podía escuchar aquello, difícilmente podría entenderlo. El Hermético describió lo que había visto.
—Estoy bastante seguro que todo, a excepción de la nave insignia, es completamente robótico —terminó—. Eso explicaría un montón de cosas, como su formación. Gahood tiene que mantener un control más estrecho sobre ellas que sobre capitanes vivientes, y no le preocupan demasiado las pérdidas en batalla. Son simplemente máquinas. Probablemente, además, están hechas a prueba de radiaciones, y si sólo cuenta con una nave tripulada sería fácil, hasta natural, que haya cargado en la forma en que lo hizo. Por supuesto, y no importa la forma en que esta raza haya organizado su economía, una flota así es muy cara; pero es más fácil de reemplazar que varios centenares o miles de tripulantes altamente especializados. Por una presa como Satán uno bien puede arriesgarse un poco.
—I-yirh, tu idea suena plausible, David; especialmente si Gahood es algo así como un señor de la guerra, con unos seguidores personales dispuestos a ir a cualquier lugar y en cualquier momento. Entonces no habría tenido por qué consultar con otros... Siento un toque de esperanza. El enemigo no es todo lo formidable que parecía.
—Es lo suficientemente formidable. Si no te llamo de nuevo dentro de una hora, o tienes alguna otra razón para sospechar que algo va mal, no juegues a ser el leal camarada. Sal zumbando de aquí.
Ella comenzó a protestar. El cortó sus palabras con el recordatorio:
—Estaré muerto. Tú no puedes hacer nada por mí, excepto la venganza que pueda derivarse de llevar nuestra información a casa.
Ella se calló.
—Comprendido —dijo finalmente.
—Tienes un cincuenta por ciento de posibilidades de eludir la persecución, diría yo, si es que existe alguna —le dijo—. Diecinueve destructores pueden alcanzarte aunque sólo sea intentándolo al azar. Pero si son robots, puedes engañarlos desde el principio, o por lo menos enviar otra cápsula sin que ellos lo adviertan... Bien, cierro la conexión ahora. Dejaremos de estar en contacto. Buen viaje, Chee.
No pudo seguir su respuesta. Era una versión arcaica de su lenguaje nativo; pero captó unas cuantas palabras, como «bendición», y la voz no era demasiado segura.
La nave insignia se alzaba enhiesta ante él. Desactivó el autopiloto y siguió conduciendo manualmente. Al salir de la sombra de una tórrela, una luz se derramó cegadoramente sobre él; provenía de un círculo grande como una trampilla para cargar mercancías, cuya compuerta se suponía que debía utilizar. Maniobró con cuidado a través de las gruesas placas y la parte exterior de la compuerta. La válvula interior estaba cerrada. La gravedad de la nave hizo que fuese un poco dificultoso posarse sobre el suelo. Habiéndolo hecho así, salió por la minicompuerta de su cabina lo más rápido que pudo.
Después, y con rapidez, desabrochó la cosa que llevaba en el cinturón y la preparó. Llevarla en su mano izquierda le proporcionaba un helado coraje. Esperando a Latimer, examinó el panel de instrumentos del deslizador a través de la capota. El empuje de la gravedad era mayor que el estándar en la Tierra y la escala lo confirmaba dándole un valor de 1,07. La iluminación era un tercio más fuerte de la que él estaba acostumbrado. La distribución de los espectros indicaba una estrella nativa de tipo F, aunque nunca podía uno fiarse demasiado de los fluorescentes...
La válvula interna se abrió y salió un poco de aire. La compuerta era doble con otra cámara detrás de aquélla. Entró una figura humana vestida con traje espacial. Los austeros rasgos de Latimer brillaban detrás de las placas faciales, ensombrecidos por destellos y sombras. Llevaba una pistola. Era una pistola de tipo ordinario, sin duda adquirida en la Luna. Pero detrás de él se movía una forma de metal, alta y compleja, una multitud de extremidades especializadas sobresaliendo de un cuerpo cilíndrico terminando en sensores y tractores: un robot.
—Qué forma tan ruda de recibir a un embajador —dijo Falkayn sin levantar las manos. Latimer no le pidió que lo hiciera.
—Precaución —explicó tranquilamente—. No puede entrar armado. Y buscaremos primero bombas u otros objetos que pueda haber traído.
—Adelante —contestó Falkayn—. Mi vehículo está limpio y, como convenimos, he dejado mis... armas. Pero tengo esto, sin embargo.
Levantó el puño izquierdo mostrando el objeto que sujetaba.
Latimer retrocedió:
—¡Jagnath hamman! ¿Qué es eso?
—Una granada. No nuclear, solamente para uso de la infantería. Pero está rellena de tordenita, condimentada con fósforo en estado coloidal. En un radio de uno o dos metros podría ponerlo todo en un estado bastante desagrable. Por supuesto, mucho peor en una atmósfera de oxígeno. He tirado del seguro y contado casi los cinco segundos antes de volver a ponerlo. Nada, excepto mi pulgar, la impide explotar. Oh, sí, también escupe un montón de metralla.
—Pero..., usted..., ¡no!
—No se altere, camarada. No es demasiado fuerte para que no lo aguante durante una hora. No quiero volar en pedazos. Sólo se trata de que me gustaría todavía menos que me hicieran prisionero, o me matasen, o algo así. Si se comportan ustedes según las normas de la cortesía diplomática no habrá ningún problema.
—Debo informar —dijo Latimer sordamente.
Se lanzó a lo que evidentemente era un intercomunicador. Sin mostrar ninguna emoción, el robot comprobó el deslizador según le había sido ordenado y esperó.
—Le verá. Venga —dijo Latimer.
Latimer encabezaba la marcha; sus movimientos aún eran nerviosos a causa de la rabia. El robot iba en retaguardia.
Entre ellos, Falkayn se sentía atrapado. Su granada no era defensa contra otra cosa que contra la captura. Si los otros lo deseaban podrían impulsarle a la destrucción, sin sufrir demasiado daño; o, si le disparaban cuando regresase, después de que se hubiese alejado un poco, la nave no sufriría ningún daño.
Olvídalo. Viniste aquí para enterarte de todo lo que pudieses. No eres un héroe. Preferirías mucho más estar bastante lejos de aquí, con una bebida en la mano y una chica sentada en las rodillas, vanagloriándote de tus hazañas. Pero aquí podría estar cociéndose una guerra. Planetas enteros podrían ser atacados. Una niña, como por ejemplo tu propia sobrina, podría yacer en una casa devastada por la energía atómica, con la cara hecha una brasa y los ojos derretidos, llorando porque su padre ha muerto en una nave espacial y su madre ha sido aplastada contra la acera. Quizá las cosas no sean realmente tan feas; pero quizá sí. ¿Cómo puedes dejar pasar una oportunidad de hacer algo? Tienes que compartir tu piel contigo mismo.
Me pica y no me puedo rascar. Una sonrisa torció una de las comisuras de su boca. La compuerta de la segunda se cerró, se restableció la presión y la compuerta interior empezaba a abrirse. La cruzó.
No había mucho que ver. Un pasillo, metales desnudos, una luz cegadora. Sobre el suelo resonaban los pasos de Falkayn. Por lo demás, un temblor de motores, un ronco murmullo de los ventiladores eran el único alivio en el silencio. Ninguna puerta, solamente rejillas, hendiduras, de cuando en cuando hileras enigmáticas de instrumentos o controles. Otro robot cruzó un hall transversal a varios metros por delante; un modelo diferente como un disco de calamar con tentáculos y sensores, sin duda destinado a algún tipo en particular de trabajo de mantenimiento; pero la masa de funcionamiento de la nave debía ser integrada, incluso más que en una nave construida por los humanos; la nave misma era una inmensa máquina.
A pesar de la soledad, Falkayn tuvo un sentimiento de cruda y poderosa vitalidad. Quizá proveyese de la enorme escala de todo, o del incesante latido, o por algo más sutil como las proporciones de todo lo que veía, la sensación de masas gigantescas y pesadas, pero preparadas para saltar.
—La atmósfera es respirable —dijo la voz de Latimer por la radio—. La densidad es ligeramente superior al nivel del mar, en la Tierra.
Falkayn le imitó y con su mano libre abrió la válvula para dejar que las presiones se igualaran gradualmente antes de bajar de nuevo la placa oficial y llenar los pulmones.
Excepto por la nueva información, deseó no haberlo hecho. El aire estaba caliente como en el desierto, seco como el desierto, con el suficiente ozono que olía a trueno como para que picase. Otros olores flotaban en aquellas fuertes corrientes, aromas como a especias, sangre y cuero, que se hacían más fuertes al acercarse el grupo a algo que debían ser los alojamientos. A Latimer no parecían importarle ni el clima ni el resplandor; pero estaba acostumbrado a aquello. ¿No era así?
—¿Cuántos seres componen su tripulación? —preguntó Falkayn.
—Gahood hará las preguntas —Latimer continuaba mirando al frente, y en una de sus mejillas temblaba un músculo—. Le aconsejo encarecidamente que le dé respuestas completas y corteses. Ya es bastante malo lo que ha hecho trayendo esa granada. Tiene usted suerte de que su deseo de conocerle sea fuerte y su irritación ante su insolencia poca. Tenga mucho cuidado o su castigo puede perseguirle incluso después de la muerte.
—Vaya un jefe que tiene usted —Falkayn se acercó más para observar la expresión de su guía—. Si yo fuese usted lo hubiese dejado hace tiempo. Espectacularmente, además.
—¿Abandonaría usted su mundo, su raza y todo lo que eso significa, sólo porque servirlo se había vuelto un poco difícil? —contestó Latimer despectivamente. Su mirada cambió y su voz descendió—: ¡Cállese! Ya llegamos.
El trazado no era demasiado extraño y Falkayn pudo reconocer un ascensor gravitatorio que se elevaba verticalmente. Los hombres y el robot fueron elevados unos quince metros antes de ser depositados en la cubierta superior.
¿Una antecámara? ¡Un jardín! ¿Una gruta? Falkayn miró asombrado a su alrededor. Todo un camarote, grande como un salón de baile, estaba lleno de plantas. Las cosas que crecían allí variaban desde diminutas flores de dulces olores a árboles completos con hojas puntiagudas, dentadas o con complicadas ondulaciones, pasando por altas plantas grandes de muchas ramas. El tono dominante era un dorado pardo, en la misma forma en que el verde es el color dominante en la Tierra. Cerca del centro chapoteaba una fuente. Su contorno de piedra debía haber estado expuesta al exterior durante siglos, a juzgar por lo erosionada que estaba. A pesar de las convenciones artísticas, totalmente desconocidas para él, Falkayn pudo ver que la forma y lo que quedaba de los relieves eran exquisitos. Las mamparas formaban un asombroso contraste. Estaban decoradas por enormes y crudas manchas de color, enervantes y sin ningún gusto casi por cualquier estándar.
Latimer le condujo hasta una puerta bajo un arco al fondo. Detrás se encontraba la primera sala de una suite. Estaba amueblada —recargada— con una opulencia bárbara. La cubierta aparecía alfombrada por pieles que debían haber pertenecido por lo menos a tigres de angora. Una de las mamparas estaba recubierta por láminas de oro, toscamente trabajado, y otra pintada como las del compartimento anterior; otra estaba tapizada con una piel escamosa, y la otra era una pantalla donde formas abstractas dentadas relampagueaban en una danza fulgurante al sonido de los tambores y el bramido de los cuernos. El cráneo de un animal del tamaño de un dinosaurio abría la boca sobre la entrada. De varios soportes de cuatro patas se desprendía un olor amargo. Dos de los «incensarios» eran antiguos, mostrando las señales del tiempo, delicados, tan hermosos como la fuente. El resto eran poco más que trozos de hierro. Los asientos consistían en un par de plataformas a rayas, cada una con espacio suficiente para tres humanos y unos cojines desparramados sobre la cubierta. Había un montón de objetos descuidadamente amontonados en sitios extraños o en estantes, la mayoría de los cuales Falkayn no intentó siquiera identificar. Pensó que algunos podrían ser recipientes, instrumentos musicales y juguetes, pero necesitaría conocer al dueño de aquello antes de hacer otra cosa que adivinanzas a ciegas. ¡Aquí estamos!
Una gruesa lámina de material transparente, posiblemente vitrilo, había sido superpuesta sobre la puerta interior. Aquello protegería a quien estuviese detrás, en caso de que la granada explotase. Este alguien habría estado más seguro, aun si hubiese hablado con él por un telecomunicador. Pero no, Gahood no tenía ese tipo de mentalidad. Apareció ante su vista. Falkayn había visto una buena cantidad de no-humanos, pero tuvo que reprimir un juramento. Ante él se alzaba el Minotauro.
16
No..., no exactamente..., de la misma forma que Adzel no era exactamente un dragón. La impresión respondía a arquetipos, más que a la realidad. Pero aun así era sobrecogedora.
La criatura era un bípedo, no distinto de un hombre. Por supuesto, todas las proporciones eran divergentes, bien ligeramente, como en la comparativa pequeñez de las patas, o grotescamente, como en la comparativa largura de los brazos. Pocos humanos, si es que existía alguno, tenían una complexión tan robusta y los músculos marcaban diferentes arrugas sobre las extremidades y bandas sobre el abdomen. Los pies tenían tres dedos y estaban acolchados; las manos cuatro dígitos rechonchos, con uñas verdosas. La piel mostraba aquel mismo tono y de ella nacían cabellos color bronce tan espesos como el más peludo de los hombres, aunque no lo bastante como para poder decir que tenía el cuerpo cubierto de piel. Puesto que la boca, llena de chatos dientes amarillos, era flexible, pero no se veía ni el menor vestigio de pezones, no podía decirse de antemano si el tipo básico era mamífero o no. Sin embargo, el ser era con toda seguridad macho y de sangre caliente.
La cabeza... —las comparaciones entre especies de planetas diferentes siempre son pobres—. Pero aquella impresionante cabeza con su corto y ancho morro, la papada de la garganta, los ojos muy separados y de un negro apagado dispuestos bajo unos salientes arcos superciliares y la casi total ausencia de frente, las largas orejas móviles —todo aquello, por lo menos, era más tauroide que antropoide—. Naturalmente, las diferencias eran más numerosas que las semejanzas. No tenía cuernos. El rostro estaba circundado por una soberbia melena que caía sobre los hombros y llegaba hasta media espalda. Aquellos cabellos eran blancos, pero debían tener una estructura con miniestrías, porque arcos iris iridiscentes bailaban entre sus ondas.
Falkayn y Latimer eran altos, pero Gahood sobresalía entre ellos; calculó unos 230 centímetros. Una altura semejante unida a aquella anchura y grosor incongruente y a la dura musculatura debían hacer que aquella masa se acercase bastante a los doscientos kilos.
No llevaba nada, excepto un collar lleno de piedras preciosas, varios anillos y pesadas pulseras de oro, un cinturón del que colgaban a un lado una pequeña bolsa y un cuchillo, o pequeño machete, al otro. Su respiración hacía tanto ruido como los ventiladores. Un olor a moho le rodeaba. Cuando habló, fue como si retumbara el trueno.
Latimer se llevó el arma a los labios —¿un saludo?—, la bajó de nuevo y se dirigió a Falkayn:
—Le presento a Gahood de Neshketh —sus órganos vocales no eran del todo adecuados para la pronunciación de los nombres—. El le hará las preguntas. Ya le he dicho que se llama Sebastián Tombs. ¿Es usted de la Tierra?
Falkayn reunió todo su coraje. El ser detrás de la pantalla protectora era intimidante, sí, pero, vaya, ¡mortal!
—Me encantará intercambiar información si el intercambio es mutuo—dijo—. ¿Neshketh es su planeta?
Latimer pareció nervioso.
—No haga eso —murmuró—. En su propio beneficio, conteste como se le ha dicho.
Falkayn les enseñó los dientes.
—Pobre tonto asustado —dijo—. Podría ser duro para ti, ¿no? No tengo nada muy terrible que perder. Tú eres el que harías mejor en cooperar conmigo.
Un bluff, pensó interiormente, tensamente. No quiero provocar un ataque que termine volando yo en pedazos. No quiero hacer eso, no quiero, no quiero. Y es obvio que Gahood tiene un temperamento fácil de estallar. Pero si puedo andar sobre la cuerda de aquí allí... Algo burlón dentro de él comentó: Qué majestuoso lote de metáforas. Estás jugando al póquer mientras caminas sobre el alambre por encima de un revólver cargado.
—Después de todo —continuó, mirando el desmayado rostro y la boca de la pistola—, más tarde o más temprano tendréis que entrar en contacto con la Liga, aunque sea mediante una guerra. ¿Por qué no empezar conmigo? Soy más barato que una flota de guerra.
Gahood gruñó algo. Latimer le contestó. El sudor brillaba sobre su rostro. El amo llevó la mano al mango del cuchillo, resopló y dijo unas cuantas sílabas.
—Usted no comprende, Tombs —dijo Latimer—. Por lo que a Gahood le concierne, está usted invadiendo su territorio. Está mostrando un extraño control al no destruirle a usted y a su nave ahora mismo. Debe creerme. No muchos de su especie serían tan tolerantes. El no lo será durante mucho tiempo.
«Su» territorio, pensó Falkayn. Admito que actúa como si estuviera loco, pero no puede estarlo tanto como para suponer que una flotilla puede mantener a la Liga Polesotécnica lejos de Satán. Es bastante posible que el haber llegado aquí el primero le confiera algún derecho especial ante los ojos de su propia gente. Pero su grupo tiene que ser únicamente la vanguardia, la primera cosa apresuradamente organizada que pudo ser enviada. Me imagino que la mujer —como se llama, la hermana de Thea Beldaniel— fue a avisar a otros. O quizá se haya reunido con un Minotauro distinto. La actitud de Latimer sugiere que Gahood es su dueño personal... Sospecho que están intentando engañarme. Es probable que el impulso natural de Gahood sea el de aplastarme, lo que pone nervioso a Latimer, que no tiene protección contra lo que tengo apretado en mi puño. Pero, en realidad, Gahood está controlando sus instintos con la esperanza de asustarme a mí también y obtener información.
—Bien —dijo—, siendo tú el intérprete no veo por qué no puedes pasarme unas cuantas respuestas. No te lo prohíben directamente, ¿verdad?
—Nnnno. Yo... —Latimer respiró profundamente—. Te diré que el, hum, nombre del lugar mencionado anteriormente se refiere a... algo así como un dominio.
Gahood tronó.
—¡Contésteme ahora! ¿Ha venido directamente desde la Tierra?
—Sí. Fuimos enviados aquí para investigar el planeta errante.
Pretender que el Muddlin Through lo había encontrado accidentalmente era demasiado increíble y no implicaría que la Liga estaba lista para vengar una posible pérdida de la nave. Gahood habló a través de Latimer:
—¿Cómo os enterasteis de su existencia?
—Ah —dijo Falkayn, ahogando una mueca—, debe haber sido un susto para vosotros, el encontrarnos aquí cuando llegasteis. Creíais que tendríais años para construir unas defensas impenetrables. Bien, amigos, no creo que haya nada en la galaxia que no podamos conocer nosotros, los de la Liga Polesotécnica. ¿Cómo se llama vuestro planeta nativo?
—Tu respuesta es evasiva —dijo Gahood—. ¿Cómo os enterasteis? ¿Cuántos estáis aquí? ¿Qué pensáis hacer?
Falkayn no contestó y se quedó con la mirada en blanco.
—Oh... —intervino Latimer, tragando saliva—, no puedo ver ningún daño en... El planeta se llama Dathyna y la raza los shenna. En fonética general D-A-Thorn-Y-N-A y Sha-E-N-N-A. El singular es shenn. Las palabras quieren decir más o menos «mundo» y «gente».
Falkayn dijo que la mayor parte de esos nombres generalmente quieren decir eso.
Advirtió que los shenna parecían confinados a su planeta nativo o como mucho a unas cuantas colonias. No se sintió sorprendido. Era claro que no vivían a una distancia tal que pudiesen operar en gran escala sin que los exploradores técnicos encontrasen pronto rastros de ellos y les siguiesen la pista.
Esto no quería decir que no fuesen, posiblemente, mortalmente peligrosos. La información que Serendipity les había pasado a través de los años —por no mencionar la capacidad que habían demostrado al crear una empresa semejante en primer lugar— sugería que sí lo eran. Un solo planeta, fuertemente armado y astutamente conducido podía batir a toda la Liga mediante su habilidad para infligir unos daños inaceptables; o, si al fin eran derrotados, podrían destruir antes mundos enteros con sus civilizaciones y seres sensibles.
Y si Gahood es un ejemplar típico, eso podría ser precisamente lo que estuviesen planeando, pensó Falkayn. El cuero cabelludo se le erizó.
Pero hay demasiados misterios y contradicciones todavía. Los robots no explican toda la velocidad con que este grupo reaccionó ante las noticias. Y eso. a su vez, no encaja con la interminable paciencia que construyó Serendipity..., paciencia que se desvaneció repentinamente, que arriesgó toda la operación al secuestrarme (y al final la arruinó).
—¡Hable! —gritó Latimer—. Conteste sus preguntas.
—¿Eh? Ah, sí, aquellas... —dijo lentamente Falkayn—. Me temo que no puedo hacerlo. Todo lo que sé es que nuestras naves recibieron órdenes de venir aquí, examinar la situación y volver a informar. Nos avisaron de que alguien más podría aparecer por aquí con la intención de reclamar el planeta. Pero no nos dijeron nada más.
Se llevó un dedo al lado de la nariz y guiñó un ojo.
—¿Por qué iban los espías de la Liga a arriesgarse a que vosotros averiguarais cuanto han descubierto sobre vosotros... y dónde y cómo?
Latimer abrió la boca, dio media vuelta bruscamente y habló con rápidos y carrasposos sonidos guturales. La sugerencia de que la sociedad de Dathyna había sido también descubierta debía ser asombrosa hasta para el mismo Gahood. No se atrevía a suponer que no era cierto. ¿O sí? Pero lo que sí parecía impredecible era lo que haría. Falkayn se balanceó con las rodillas flexionadas, con todos sus sentidos en estado de alerta.
Su entrenamiento se mostró útil. Gahood eructó una orden. El robot se deslizó silenciosamente hacia un lado. Falkayn captó el movimiento con el rabillo del ojo. No necesitaba saltar con su posición de karate. Relajó la tensión de una de sus piernas y se encontró en otro lugar. Unos tentáculos de acero azotaron el lugar donde había estado su mano izquierda.
Saltó hacia la esquina más próxima.
—¡Mal educado! —gritó. La máquina se dirigió hacia él.
—Latimer, puedo dejar que esto explote antes de que esa cosa me acaricie los dedos que la rodean. Detén a tu perro de hierro o los dos moriremos.
El otro pronunció algo que detuvo al robot. Evidentemente, Gahood repitió la orden porque, a unas palabras suyas, la máquina se retiró hasta que dejó a Falkayn un cierto espacio donde moverse. A través de la habitación vio a Minotauro dar patadas al suelo, flexionar sus manos airadamente y resoplar por sus distendidas fosas nasales..., furioso detrás de su escudo.
La pistola de Latimer apuntó al Hermético. No estaba muy firme y el que la empuñaba parecía enfermo. Aunque su vida había estado dedicada a la causa de Dathyna, fuera aquello lo que fuese, y aunque estaba sin duda preparado para ofrecerla si fuera necesario, debía haberse sentido asombrado cuando su dueño la arriesgó tan impulsivamente.
—Ríndase, Tombs —casi suplicó—. No puede luchar contra toda una nave.
—No lo estoy haciendo tan mal —dijo Falkayn. El esfuerzo que hizo para mantener firme su propia voz y su respiración tranquila era cruel.
—Y no estoy solo, ¿sabes? —continuó.
—Una insignificante nave exploradora... No. Mencionaste otras. ¿Cuántas? ¿De qué tipo? ¿Dónde?
—¿Esperas en serio los detalles? Escucha bien ahora y traduce con cuidado. Cuando os detectamos mi nave vino a parlamentar porque a la Liga no le gusta la lucha, pues reduce los beneficios. Pero cuando las peleas resultan ser necesarias nos aseguramos condenadamente bien de que la oposición no volverá a plagar nuestros libros de cuentas. Usted ha pasado suficiente tiempo en la Comunidad, Latimer, y quizá en algún otro lugar del territorio perteneciente a la civilización técnica, para certificar lo que le digo. El mensaje que traigo es éste: Nuestros superiores están dispuestos a llegar a un acuerdo con los vuestros. El momento y el lugar pueden arreglarse por cualquier enviado al secretariado de la Liga. Pero, de momento, os aconsejo que permanezcáis alejados de Beta Crucis. Estábamos aquí antes, nos pertenece, y nuestra flota destruirá a cualquier intruso. Sugiero que me dejéis regresar a mi nave, que volváis a casa vosotros también y lo penséis.
Latimer pareció sorprenderse aún más.
—Yo no puedo... dirigirme a él... de esa forma...
—Entonces no te dirijas a él —Falkayn se encogió de hombros.
Gahood bajó su poderosa cabeza, golpeó la cubierta con los pies y tronó algo.
—Pero, si quieres saber mi opinión, se está impacientando.
Latimer comenzó a hablar con el dathyno a trompicones.
Sospecho que estará matizando su traducción, pensó Falkayn. Pobre diablo. En la Luna actuó atrevidamente. Pero ha vuelto a donde sólo es una propiedad, propiedad física, mental, espiritual. Está peor de lo que estuve yo; ni siquiera necesita estar encadenado por las drogas. No sé si habré visto alguna vez algo más triste. Pero una idea formaba un fondo como un torrente sin voz: ¿No se arriesgarán y me dejarán marchar?, ¿o tengo que morir?
Gahood aulló. No fue una palabra, fue un ruido a secas que dolió en los tímpanos de Falkayn. Los ecos resonaron. La criatura se lanzó contra la especie de barricada que le protegía. Pesaba una tonelada, o más, con aquella gravedad, pero la inclinó hacia delante. Apoyándose sobre ella, lanzó una orden atronadora. Latimer se lanzó, torpe a causa de su traje espacial, hacia él.
Falkayn comprendió: Dejará que entre su esclavo, colocará la losa en su lugar y, cuando los dos estén a salvo, le dirá al robot que me destroce. Matar al que le ha insultado vale la pérdida del robot y de todos los tesoros de esta habitación...
El cuerpo de Falkayn reaccionaba ya. Estaba más lejos del arco y tenía que ser más rápido que la máquina. Pero era joven, estaba en buenas condiciones físicas, acostumbrado a llevar armadura espacial... y empujado por un fuerte amor a la vida. Llegó a la losa al mismo tiempo que Latimer desde el otro extremo. Esta estaba en posición casi vertical, con una abertura de aproximadamente un metro que comunicaba con la cámara posterior. La airada bestia que la sostenía no se dio cuenta al momento de lo que había sucedido. Falkayn se coló al mismo tiempo que el otro hombre.
Se echó a un lado. Gahood dejó que la losa cayese de nuevo en su posición inclinada y se volvió para agarrarla.
—¡Oh, no! —gritó—. ¡Detenle, Latimer, o será la tercera hamburguesa aquí dentro!
El esclavo se lanzó sobre su amo e intentó forcejear para detenerle. El dathyno se deshizo de él y le lanzó contra la cubierta. La armadura espacial resonó con un chasquido; pero después la razón pareció volver a la desmelenada cabeza. Gahood se detuvo en seco.
Durante un minuto aquello fue una composición. Latimer extendido sobre el suelo, bajo las torcidas columnas de las patas de Gahood, con
la nariz cubierta de sangre y semiinconsciente. Después el Minotauro con los brazos colgando, el pecho jadeante, el aliento tormentoso y mirando a Falkayn. El cosmonauta colocado a unos cuantos metros, entre otra jungla de adornos bárbaros. El sudor pegaba su rubio cabello a su frente, pero le sonreía a sus enemigos y agitaba la granada en lo alto.
—Eso es mejor —dijo—. Eso es mucho mejor. Poneos en pie vosotros dos. Latimer, aceptaré su arma.
En forma semiinconsciente, el esclavo cogió el arma que había dejado caer cerca de él. Gahood puso uno de sus anchos pies sobre ella y rezongó una negativa.
—Bien..., quédatela entonces —concedió Falkayn.
El dathyno era rudo pero no idiota. Si Falkayn hubiese conseguido el arma, podría haber matado a los dos sin condenarse a sí mismo. De esta forma tenían que llegar a un compromiso.
—Quiero que me escoltéis, los dos, hasta mi deslizador. Si llamáis a vuestros robots, o a vuestros amiguitos, o a cualquier cosa que haga posible mi captura, esta pina irá directamente hacia arriba.
Latimer se levantó, penosamente.
—¿Nuestros amiguitos...? —dijo confuso. Su mirada se aclaró—. Oh, el resto de la tripulación y oficiales. No, no les llamaremos.
Tradujo esto a su amo.
Falkayn permaneció impasible; pero una excitación nueva hervía en su interior. La reacción inicial de Latimer confirmaba lo que ya había comenzado a parecer probable, después de que nadie oyera todo el alboroto y hubiese venido a investigar, o por lo menos llamado por el comunicador interior.
Gahood y Latimer estaban solos. No sólo las otras naves; la nave insignia también estaba automatizada.
¡Pero aquello era imposible!
Quizá no. Supongamos que Dathyna —o por lo menos el señorío de Neshketh de Gahood— sufriese un agudo problema de «mano de obra». Ahora bien, los shenna no esperaban que alguien procedente de la Liga estuviese en Beta Crucis. No tenían razones para pensar que Serendipity había sido descubierta. Suponiendo que una expedición rival apareciese, sería tan pequeña que unos robots podrían deshacerse de ella sin problemas. (Serendipity debía haber informado de este rasgo de la sociedad técnica, su escasa predisposición a gastar grandes sumas sin una exploración previa. Y, por supuesto, así era. Ninguna nave de la Liga, excepto Muddlin Through, estaba en absoluto cerca de la estrella azul.) Antes que soportar el tedioso asunto de reunir un séquito apropiado —sólo para retrasarse innecesariamente, según todas las probabilidades—, Gahood había tomado consigo todos los robots a sus órdenes. Se había marchado sin otra compañía viviente que el hombre-perro que le había llevado la noticia.
¿Qué tipo de civilización era ésta tan pobre en personal especializado, tan descuidada en cuanto a lo necesario para un estudio científico del nuevo planeta y, sin embargo, tan rica y manirrota en máquinas?
Gahood derribó la barrera. Probablemente había sido levantada por los robots, no por él, pero nadie vino en respuesta al terremoto de su caída, y el que estaba en la cámara permaneció inmóvil. Falkayn siguió a sus prisioneros en el mismo silencio fantasmagórico a través de la antecámara, descendiendo en el ascensor y por el pasillo hasta la compuerta.
Allí los otros se detuvieron, reluciendo con desafío. El Hermético había tenido tiempo para forjar un plan.
—Ahora —dijo— me gustaría llevaros a los dos de rehenes, pero mi vehículo es demasiado pequeño y no me arriesgaré a todas las oportunidades que tendría Gahood si viniese él. Vendrá usted, Latimer.
—¡No! —el hombre estaba asustado.
—Sí. Quiero tener la seguridad de no ser atacado en el camino de vuelta a mi flota.
—¿No lo entiende? Mi información..., lo que yo sé..., lo que usted podría saber por medio mío... Tendrá que sacrificarme...
—Ya he pensado en eso. No creo que esté ansioso por vaporizarle. Usted es valioso para él, y no sólo como intérprete. En otro caso, no estaría usted aquí. Y tenías fama en el Sistema Solar de ser un cosmonauta extraordinariamente bueno, Hugh Latimer. Y en este momento, aunque espero que él no sepa que y o lo sé, eres justamente la mitad de su grupo. Sin ti, por muy buenos que sean sus robots, tendría grandes problemas. Podría volver a casa, de acuerdo; pero ¿se atrevería a hacer algo más, mientras exista la posibilidad de que yo no haya mentido sobre la existencia de una armada guardándome las espaldas? Además —¿quién sabe?— puede que haya cierto tipo de afecto entre vosotros dos. No atacará una nave con usted a bordo si puede evitarlo, ¿correcto? Bien, ya está usted con el traje espacial. Venga conmigo hasta mi nave. Le dejaré allí. Su radar le confirmará que así lo hago y podrá recogerle en el espacio. Si no le localiza a usted separándose de mi deslizador, un poco antes de llegar a mi nave, entonces puede abrir fuego.
Latimer vaciló.
—¡Rápido! —ladró Falkayn—. Traduzca y deme su decisión. Mi dedo se está cansando.
La verdad era que quería mantener a los dos en constante inquietud y no dejarles tiempo para pensar. El intercambio fue breve, bajo su incesante apresuramiento.
—Muy bien —cedió hoscamente Latimer—. Pero yo conservaré mi pistola.
—Y yo nuestro pacto de suicidio mutuo. Es bastante justo. Salgamos.
Latimer dio instrucciones a la compuerta vocalmente. La última vez que Falkayn vio a Gahood mientras la compuerta interna se cerraba, la gigantesca forma cargaba de un lado a otro del pasillo, golpeando las mamparas con los puños hasta que se tambaleaban, y aullando.
El deslizador aguardaba. Falkayn hizo que Latimer entrara el primero por la minicompuerta, para que él, entrando detrás, presentase la amenaza de la granada. Comprimir un traje espacial contra otro en la diminuta cabina fue difícil y conducir el deslizador con solamente una mano fue peor. Realizó un despegue desastroso. Una vez en movimiento, dejó que el vehículo hiciese lo que quisiese mientras él hacía una llamada.
—¡Dave! —la voz de Chee Lan tembló en sus oídos—. Estás libre... Yan-tai-i-lirh-ju.
—Quizá tengamos que echar a correr tú y yo —dijo en ánglico para que lo oyera Latimer—. Dale un rayo a mi autopiloto. Prepárate a atraerme y acelera en cuanto puedas. Pero no te extrañes cuando descargue antes a un pasajero.
—¿Un rehén, eh? Entiendo. ¡Atontado, sal de tu gorda basura electrónica y conecta con él!
Un minuto después, Falkayn pudo soltar el control principal. El deslizador volaba suavemente y la amenazadora sombra de la nave insignia se iba quedando pequeña atrás. Miró a Latimer, agazapado como podía a su lado. En el difuso resplandor de las estrellas y del panel de instrumentos veía una sombra y un resplandor en la placa facial. La boca de la pistola se le clavaba casi en la barriga.
—No creo que Gahood nos dispare ahora —dijo en voz baja.
—Creo que ahora no —dijo Latimer en un tono igualmente cansado.
—Humm. ¿Qué tal si nos relajamos? Tenemos por delante un viaje aburrido.
—¿Cómo puede usted relajarse con eso en la mano?
—Claro, claro. Conservamos nuestros disuasores personales. Pero, por lo demás, ¿no podemos tomárnoslo con calma? Abrir nuestros cascos, encendernos un cigarrillo el uno al otro...
—Yo no fumo —dijo Latimer—. Pero... Se relajó y echó hacia atrás su placa facial al mismo tiempo que lo hacía Falkayn.
—Sí. Es bueno... relajarse.
—No tengo nada contra usted personalmente —dijo Falkayn no del todo sinceramente—. Me gustaría ver esta disputa arreglada por medios pacíficos.
—A mí también. Debo admirar su coraje. Es casi como el de un sheen.
—Si pudiera usted darme una idea del porqué de esta pelea...
—No —suspiró Latimer—, será mejor que no diga nada. Sólo... ¿cómo están los de la Luna? Mis amigos de Serendipity.
—Bueno, ahora...
Latimer cambió de postura y Falkayn vio su oportunidad. Había estado preparado para esperar aquello todo el tiempo necesario y para no hacer nada si la ocasión no se presentaba. Pero el deslizador se había alejado tanto ya de la nave insignia que ningún rayo rastreador podía dar una idea de lo que sucedía en el interior de su cabina. No había contacto en ninguna dirección, excepto por el rayo de Atontado y el radar de Gahood. Con el bajo peso provocado por la aceleración, el fatigado cuerpo de Latimer se había recostado en el asiento. La pistola descansaba flojamente sobre una rodilla y la cara descansaba, enmarcada por el casco, cerca del hombro de Falkayn.
—... se trata de lo siguiente... —continuó Hermético ¿A híva... a lo que salga!
Su puño izquierdo, al que la granada añadía masa, describió un arco, echó el arma a un lado y la sujetó contra la pared de la cabina. Su mano derecha voló por la abertura de la placa facial y se cerró sobre la garganta de Latimer.
17
La pistola disparó una vez, mientras el hombre intentaba resistirse. Después, ambos se quedaron inmóviles.
Jadeando, Falkayn aflojó la llave de judo.
—Tengo que moverme de prisa —murmuró en voz alta, como para acallar el silbido del aire al escaparse.
Pero aquel agujero se estaba cerrando solo, mientras que los tanques de reserva volvían a restablecer la presión. Metió la pistola en su cinturón de herramientas y forzó la vista hacia atrás. Nada se movía en la flota de los shenn. Bueno, siempre había parecido poco probable que un pequeño relámpago y un breve estallido de vapor de agua pudiesen ser vistos.
Librarse de la granada era más complicado. Falkayn apagó el motor principal y viró el deslizador transversalmente a su trayectoria, de forma que la minicompuerta no mirase a la nave insignia. En este modelo las válvulas habían sido simplificadas hasta convertirse en una serie de diafragmas esfintéricos a ambos lados de un cilindro rígido. Quería decir que siempre había una pérdida de gas que era bastante alta cada vez que se entraba o se salía. Pero aquello era compensado por la velocidad y la flexibilidad de su empleo y, de todas formas, el deslizador no estaba destinado a dar largos saltos por el espacio. Con el casco cerrado, Falkayn apoyó los pies contra la pared opuesta de la cabina y sacó la cabeza y los hombros al vacío. Lanzó la granada, con fuerza y hacia abajo. Explotó a una distancia razonablemente segura. Unos pocos fragmentos de metralla hicieron tambalearse al vehículo, pero no produjeron un daño serio.
Le dolía la mano izquierda. Flexionó los dedos, intentando desprenderse de parte de la tensión, mientras se retiraba al interior. Latimer estaba recobrando la consciencia. Con cierta reluctancia —era una forma muy ruda de tratar a un hombre—, Falkayn le volvió a ahogar. Así el Hermético ganaba los pocos segundos que necesitaba para, sin molestias, poner otra vez su deslizador en aceleración, antes de que Gahood advirtiese algo y engendrase alguna sospecha.
Se colocó cuidadosamente frente a Latimer, empuñó el láser, abrió el casco y esperó. El cautivo se movió, miró a su alrededor, se estremeció y se preparó para dar un salto.
—No lo haga —le aconsejó Falkayn—, o le mataré. Desabróchese, váyase a la parte de atrás, quítese el traje.
—¿Qué? ¡Logra doadam! Cerdo...
—Muy bien —dijo Falkayn—. Escuche, no quiero disparar contra usted. Además de la moral y cosas semejantes, su valor como rehén es grande; pero es completamente seguro que no va a regresar a ayudar a Gahood. Tengo que preocuparme por mi especie. Si me causa algún problema, le mataré y dormiré muy bien, gracias. Muévase.
El otro hombre obedeció, todavía medio atontado tanto físicamente como por aquel contundente discurso. Falkayn le ordenó que cerrara el traje espacial.
—Lo arrojaremos en el momento oportuno y su jefe pensará que es usted —explicó—. El tiempo que él pierda recogiéndolo es tiempo que gano yo.
Un rugido y un resplandor entre las sombras.
—Es cierto lo que me habían dicho sobre vuestra especie, lo que yo mismo observé. Malvados, traidores...
—Cállese, Latimer. No firmé ningún contrato ni juré nada. Antes de eso, su gente no estaba siguiendo exactamente las reglas del juego. Yo tampoco disfruté de la hospitalidad de vuestro castillo lunar.
Latimer dio un salto hacia atrás.
—¿Falkayn? —susurró.
—Exacto, capitán David Falkayn, doctor en Comercio de la Liga Polesotécnica, con un rencor personal hidrociánico y todos los motivos para creer que vuestra banda busca sangre. ¿Puedes probar que estamos en una guerra con almohadones? Si es así, entonces habéis puesto ladrillos dentro de vuestras almohadas, que es lo que me ha llevado a poner clavos dentro de la mía. ¡Estese quieto ahora, antes de que me ponga tan furioso que le fría!
La última frase fue un rugido. Latimer se agazapó y no mostró señales de terror, pero ciertamente parecía impresionado. El propio Falkayn estaba asombrado. He dicho eso de verdad, ¿no? La idea era mantenerle en tensión, de forma que no pensará más allá de este momento, no adivine mis intenciones y se desespere. Pero, Judas, ¡la furia que sentí! Temblaba a causa de ella.
Pasó el tiempo. El enemigo había quedado muy atrás. Muddlin Through se acercaba. Cuando estuvieron bastante cerca, Falkayn ordenó a Latimer que arrojara el traje espacial vacío por la minicompuerta; una tarea difícil y que podía hacer estallar los tímpanos si uno no llevaba armadura, pero que el hombre llevó a cabo en silencio y con los labios muy juntos.
—Haznos entrar, Chee —dijo Falkayn.
Un rayo tractor los enganchó. El motor fue desconectado. Una escotilla de mercancías estaba abierta en una de las bodegas posteriores. En cuanto el deslizador estuvo a bordo, protegido por el campo de gravedad de la nave de las presiones de la aceleración, Chee puso la nave en movimiento a toda marcha. Se podía oír el zumbido, y las vibraciones llegaban hasta los huesos.
Fue corriendo abajo para reunirse con los humanos. Acababan de salir y permanecían mirándose el uno al otro en la caverna fríamente iluminada.
Chee balanceó la pistola que llevaba en la mano.
—Ahhhhh, muy bien —murmuró, agitando su cola—. Esperaba que hubieras hecho algo así, Dave. ¿Dónde encerramos a este klong?
—En la enfermería —le dijo Falkayn—. Cuanto antes empecemos con él mejor. Puede que estemos condenados, pero si podemos enviar otra cápsula con algo dentro...
No debiera haber hablado en ánglico. Latimer adivinó sus intenciones, chilló, y se lanzó directamente contra la pistola. Imposibilitado por su armadura, Falkayn no pudo evitar la carga, y no compartía el deseo del prisionero de que disparase. Cayeron sobre la cubierta, rodando una vez y otra en su forcejeo. Chee Lan se colocó entre los dos y administró a Latimer una prudente descarga con la pistola atontadora que llevaba.
Se quedó inerte. Falkayn se levantó, respirando agitadamente y temblando.
—¿Cuánto tiempo estará inconsciente?
—Una hora, quizá dos —contestó la cynthiana—. Pero, de todas formas, necesitaré un rato para prepararme —hizo una pausa—. Comprenderás que no soy un psicotécnico y que no tenemos una batería completa de drogas, inductores electroencefálicos y toda esa basura que utilizan. No sé cuánto podré sacarle.
—Estoy seguro de que puedes conseguir que balbucee algo —dijo Falkayn—. Con todo ese material que sobró después de curarme a mí y lo que aprendiste entonces. Sólo las coordenadas de Dathyna —del sistema nativo del enemigo— serían de un valor incalculable.
—Arrástralo hasta la parte superior y asegúralo para cuando yo llegue; después, si no tienes los nervios demasiado destrozados, será mejor que lleves tú el puente.
Falkayn asintió. El cansancio, la reacción, indudablemente comenzaban a hacer mella en él. El cuerpo de Latimer sobre sus hombros era un peso monstruoso. Incluso en sueños, aquel delgado rostro parecía atormentado. Y lo que le esperaba era una semiinconsciencia sin voluntad... Qué pena, pensó Falkayn sarcásticamente.
Café, un sándwich y una ducha rápida, a toda prisa mientras relataba por el comunicador interior lo que había sucedido, le hicieron sentirse mejor. Entró en el puente con su pipa en un alegre ángulo.
—¿Cuál es la situación, Atontado? —preguntó.
—En cuanto a nosotros, volvemos hacia el planeta errante a la velocidad máxima —contestó el computador. Era la única forma de hacer verídico el engaño de que tenían apoyo armado—. Nuestro sistema funciona satisfactoriamente, aunque una fluctuación en el cable de voltaje del circuito cuarenta y dos es sintomático de mal funcionamiento en un regulador que deberá ser reemplazado en cuanto lleguemos a puerto.
—Reparado —corrigió automáticamente Falkayn.
—Reemplazado —mantuvo Atontado—. Mientras los datos indican que el señor Van Rijn podría ser descrito, empleando términos del vocabulario que se me ha dicho que utilice, como un cicalero bastardo, es ilógico que mis operaciones deban ser obstaculizadas, por ligeramente que ello sea, por...
—¡Por el gran Willy! ¡Podemos estar convertidos en gas radiactivo dentro de una hora y estás regateando un nuevo regulador de voltaje! ¿Te gustaría recubierto de oro?
—No había considerado esa posibilidad. Obviamente, sólo podría ser de oro el estuche. Produciría una apariencia agradable, siempre, por supuesto, que todas las unidades similares estuviesen terminadas de la misma forma.
—Arriba tu rectificador —dijo Falkayn. Sus dientes mordieron con fuerza el mango de la pipa—. ¿Qué lecturas hay del enemigo?
—Un destructor ha puesto un rayo tractor en el traje y lo está acercando a la nave insignia.
—Que lo llevará a bordo —predijo Falkayn sin grandes dificultades.
Hasta ahora las cosas iban como él había supuesto... Las naves dathynas eran retrasadas en su operación de rescate por su necesidad de recibir instrucciones muy detalladas de Gahood.
Tenían velocidad y precisión electrónicas, sí, pero no una capacidad completa para tomar decisiones. Ningún robot construido en una civilización conocida la tiene. Esto no es por falta de unas místicas fuerzas vitales. Lo que ocurre es que la criatura biológica dispone de una organización física muy superior. Además de sistemas sensores-computadores-efectores comparables con los de las máquinas, tiene datos provenientes de glándulas, fluidos, una química que llega hasta el nivel molecular —la integrada ultracomplejidad, toda la batería de instintos— producidas por billones de años de una despiadada selección evolutiva. Percibe y piensa con una totalidad desprovista de cualquier posible simbolismo, sus propósitos surgen del interior y, por lo tanto, son infinitamente flexibles. El robot puede hacer sólo aquello para lo que estaba diseñado. La autoprogramación ha extendido estos límites hasta el punto en el que una conciencia real puede surgir, si se desea; pero sigue moviéndose dentro de unos límites más estrechos que los de los que hicieron las máquinas.
Ciertamente, el robot es superior al organismo si se le confía una misión específica del tipo para la que ha sido construido. Si Gahood ordenase a su flota aniquilar al Muddlin Through sería únicamente una competición entre armas, naves y computadores.
¿O no?
Falkayn se sentó, hizo tamborilear los dedos sobre los brazos del asiento y exhaló nubes acres mientras las imágenes de las estrellas le rodeaban.
La voz de Chee le sacó repentinamente de su melancólico estudio.
—Tengo al muchacho con las inserciones intravenosas hechas, los nervios del cerebro dirigidos, los aparatos de soporte vital preparados, todo lo que puedo hacer con lo que hay a mano. ¿Le despierto con una inyección?
—Hum, no, espera un rato. Sería duro para su cuerpo. No queremos hacerle daño si podemos evitarlo.
—¿Por qué no? Falkayn suspiró.
—Te lo explicaré alguna otra vez. Pero, hablando en términos prácticos, podremos sacarle más cosas si le tratamos con cuidado.
—Todavía lo harían mejor en un laboratorio bien equipado.
—Sí, pero es ilegal; tan ilegal que sería una cuestión para apostar el que alguien hiciera este trabajo por nosotros allá en la Tierra. Hagamos lo que podamos nosotros. También estamos violando la ley, pero eso puede pasar desapercibido puesto que nos encontramos muy lejos de la civilización... Por supuesto, no podemos saber si Gahood nos dará los días que se necesitarían para un interrogatorio considerado y concienzudo.
—Tú le conociste. ¿Qué crees?
—No le conocí demasiado íntimamente; y aunque conociese su psicología interna, que no la conozco, a excepción de su tendencia a atacar jugándoselo todo al menor signo de oposición, incluso entonces no sabría qué consideraciones prácticas tendría él que tener en cuenta. Por un lado, tenemos a su hombre de confianza de rehén y le sobran motivos para creer que podemos tener unos enfurecidos amigos esperándonos en Satán. Debería evitar pérdidas, volver, e informar. Por otra parte, puede ser tan atrevido, o estar tan furioso, o tener tanto miedo de que Latimer nos diga algo vital, como para atacarnos.
—¿Y si lo hiciese?
—Supongo que tendremos que correr como el demonio. Será una larga caza. Podemos intentar que pierda el rastro, como en la nebulosa de Pryor, o alejarnos de sus naves pesadas, pues él no dejará que los destructores solos vayan a... ¡Ehhh! ¡Espera!
Atontado dijo en alto lo que se veía brillando sobre los «rostros» del telescopio:
—Están lanzándose en nuestra persecución.
—¿Punto de cita? —preguntó Chee.
—Los datos no pueden ser evaluados con precisión, considerando sobre todo la velocidad que ya hemos alcanzado. Pero —estuvo zumbando durante un instante—, sí, los destructores se están alineando en cursos efectivamente paralelos al nuestro, con una aceleración un poco mayor. Bajo tales condiciones nos darán alcance en algo menos de una unidad astronómica.
—Sus disparos pueden alcanzarnos antes —afirmó Chee—. Voy a dedicarme a Latimer.
—Supongo que tienes que hacerlo —dijo Fal-kayn reluctantemente, casi deseando no haber capturado al hombre.
—Comienza la hiperconducción —ordenó Chee desde la enfermería.
—No —dijo Falkayn—. Ahora mismo no.
—¿Chi'in-pao?
—Durante un cierto tiempo estaremos seguros. Sigue conduciendo hacia Satán, Atontado. Podrían estar únicamente poniendo a prueba nuestro «farol».
—¿Te crees eso realmente? —preguntó la cynthiana.
—No —dijo Falkayn. Pero ¿qué podemos perder?
«No mucho —se contestó a sí mismo—. Sabía que las probabilidades de que saliésemos con vida de este embrollo no eran buenas. Pero en este momento no puedo hacer otra cosa que sentarme y sentir el hecho.»
Le había sido inculcado el coraje físico, pero había nacido con el sentido de la dulzura de la vida. Pasó un rato catalogando unas cuantas de las miríadas de sensaciones que formaban su ser consciente. Las estrellas ardían espléndidamente sobre la noche. La nave le rodeaba de un mundo más pequeño, un mundo de zumbidos de energía, alientos del ventilador, limpios olores químicos, música si lo deseaba, los baqueteados tesoros que había ido reuniendo en sus vagabundeos. El humo formaba un pequeño otoño sobre su lengua. Cuando su pecho se expandía, el aire subía por sus fosas nasales, descendiéndole a los pulmones. La silla hacía presión contra el peso de su cuerpo, y tenía textura y, sentado, operaba no obstante una conexión de músculos, una danza interminable en la que el universo era su pareja. Una de las mangas del mono limpio que se había puesto parecía crujir y acariciaba el vello de uno de sus brazos. Su corazón latía más rápido que de costumbre, pero fuertemente, lo que le complacía.
Llamó a los más profundos de sus recuerdos: madre, padre, hermanas, hermanos, servidores, viejos soldados y vasallos curtidos por la intemperie, en los ventosos salones del castillo de Hermes. Cabalgatas a través de los bosques, nadar entre las olas, caballos, barcos, aviones, naves espaciales. Cenas de gourmet. Una loncha de pan negro y queso, una botella de vino barato compartida una noche con la más deliciosa mozuela... ¿Había habido realmente tantas mujeres? Sí. Qué encantadoras. Aunque últimamente había comenzado a sentirse melancólico por no encontrar alguna chica que..., bueno, con la que tuviese el mismo tipo de amistad que con Chee o con Adzel..., que fuese algo más que una compañera en una juerga... Pero ¿no habían él y sus camaradas disfrutado de sus propias juergas en un mundo salvaje tras otro? Incluyendo esta última, quizá la última, misión en Satán. Si el planeta errante iba a serles arrebatado, esperaba que por lo menos los conquistadores obtuviesen algún placer de ello.
¿Cómo pueden decir si lo tendrían? Ninguno de ellos ha estado allí todavía. En cierta forma, no puedo culpar a Gahood por lanzarse a la carga. Creo que también debe estar impaciente por ver cómo es el lugar. El hecho de que yo lo conozca, de que ya haya aterrizado allí, debe colmar su paciencia. ..
¡Espera! Considera esa idea despacio. Habías comenzado a jugar con ella antes, cuando Chee te interrumpió...
Falkayn se sentó rígido, olvidado de todo, hasta que la cynthiana se puso nerviosa y gritó por el comunicador:
—¿Qué te pasa?
—Oh —el hombre se estremeció—. Sí. Eso. ¿Qué tal vas?
—Latimer me está respondiendo, pero en delirio. Se encuentra en peor forma de lo que yo pensaba.
—Cansancio psíquico —diagnosticó Falkayn sin prestar demasiada atención—. Está siendo forzado a traicionar a su dueño —su amo, quizá su dios— contra toda una vida de condicionamientos.
—Creo que puedo volverle a la conciencia durante un tiempo suficiente para que me conteste una o dos preguntas cada vez. ¿Qué hay del enemigo, Atontado?
—Los destructores están cerrando el cerco —informó el robot—. El tiempo que tardarán en disparar sobre nosotros depende de su armamento, pero yo creo que será pronto.
—Intenta conectar con la nave insignia por radio —ordenó Falkayn—. Quizá ellos —él— hable. Mientras tanto, prepárate a activar el hipermotor a la menor señal de una acción hostil. Hacia Satán.
Evidentemente, Chee no le había oído o estaba demasiado concentrada para hacer comentarios. El murmullo de su voz, las incoherencias de Latimer, las máquinas médicas, se oían desagradablemente por el comunicador interior.
—¿Volveré a conducción normal cuando lleguemos al plano? —preguntó Atontado.
—Sí. Comienza ahora mismo, cambia nuestra aceleración. Quiero casi una velocidad del cero cinético cuando lleguemos a la meta —ordenó Falkayn.
—Eso, de hecho, requiere una deceleración
—advirtió Atontado—. Consecuentemente, el enemigo nos tendrá antes al alcance de sus disparos.
—No importa. ¿Crees que puedes encontrar un lugar donde aterrizar una vez estemos allí? —No es seguro. La violencia meteorológica y el diastrofismo parecían estar aumentando casi exponencialmente cuando nos marchamos.
Sin embargo, tienes todo un mundo donde escoger. Y sabes algo sobre él. No puedo ni siquiera adivinar cuántos billones de fragmentos de información sobre Satán tienes almacenados ya. Prepárate a dedicarles la mayor parte de la capacidad de tu computador, además de a la observación del mismo punto. Te daré instrucciones generalizadas —tomaré las decisiones básicas por ti— mientras avanzamos. ¿Está claro?
—Supongo que deseas saber si tu programa ha sido comprendido sin ambigüedades. Sí.
—Bien —Falkayn dio unas palmaditas sobre la consola más cercana y sonrió a pesar de la tensión creciente y casi gozosa que sentía—. Si salimos de ésta podrás tener tus reguladores recubiertos de oro. Si fuese necesario, yo mismo los pagaría.
Dentro de la nave no hubo ningún cambio significativo de fuerzas, ni en la configuración de las estrellas separadas por años luz, ni en el resplandor de Beta Crucis. Pero los velocímetros decían que la nave estaba frenando. Las pantallas ampliadoras mostraron los destellos que eran las naves de Gahood convirtiéndose en rayitas, en juguetes, en naves de guerra.
—¡Lo tengo! —gritó Chee.
—¿Eh? —dijo Falkayn.
—Las coordenadas. En valores estándar. Pero está cayendo en un profundo coma. Será mejor que me concentre en salvarle la vida.
—Hazlo, y ponte el cinturón de seguridad. Quizá nos zambullamos directamente en la atmósfera de Satán. Los compensadores pueden sobrecargarse.
Chee estuvo en silencio durante un momento antes de decir:
—Ya veo tu plan. No es malo.
Falkayn masticó su pipa. La peor parte era esto de ahora, aquella espera. Gahood debía haber detectado el cambio de vector, debía ver que aquello era como un intento de contactar, debía saber que por lo menos había varios rayos de comunicación en distintas bandas intentando conectar con su nave. Pero su flota siguió avanzando y nada contestó a Falkayn excepto un seco silbido cósmico.
Si intentase hablar..., si mostrase alguna señal de buena voluntad... Judas, no queremos una batalla. ..
Una blancura relampagueó en las pantallas, ahogando momentáneamente las estrellas. Sonaron los timbres de alarma.
—Hemos sido alcanzados por una descarga energética —anunció Atontado—. A esta distancia la dispersión fue suficiente para que el daño sea mínimo. Empiezo a tomar acciones evasivas. Están siendo disparados desde la flota un buen número de misiles. Se comportan como rastreadores del blanco.
Las dudas, los terrores, las angustias, abandonaron a Falkayn. Se convirtió enteramente en un animal guerrero.
—Dirígete en híper a Satán según las instrucciones —dijo sin ninguna entonación—. Conducción de un décimo.
El cielo agitándose, los ruidos agudos, las fuerzas en movimiento; después, otra vez la estabilidad y un bajo ronquido. Beta Crucis se hinchaba perceptiblemente al dirigirse la nave hacia ella más veloz que la luz.
—¿Tan lento? —preguntó la voz de Chee Lan.
—De momento —dijo Falkayn—. Quiero observar exactamente lo que hacen.
Sólo los instrumentos podían decir eso, la flota se había perdido ya a millones de kilómetros de distancia.
—No se han pasado inmediatamente a híper —dijo Falkayn—. Supongo que primero tienen que igualar más o menos nuestra velocidad cinética; lo que sugiere que piensan disparar otra vez a la primera oportunidad.
—¿Tengamos o no refuerzos en Satán?
—Los tengamos o no. Imagino que la nave insignia se quedará en retaguardia, aunque a una buena distancia, y esperará a ver cómo se desarrollan las cosas antes de arriesgarse —Falkayn puso su pipa a un lado—. Por muy temperamental que sea, dudo de que Gahood se lance contra un peligro desconocido junto a sus robots, pues ellos son más baratos que él. Bajo las actuales condiciones, este hecho trabaja en nuestro favor.
—Detectados impulsos en hiperconducción —dijo el computador unos minutos después. Falkayn silbó.
—¿Pueden decelerar tan rápidamente? Muy bien, velocidad al máximo. No queremos que nos alcancen antes de llegar a Satán.
El latido del motor se convirtió en un tambor, una corriente, una catarata. Las llamas de Beta Crucis parecieron extenderse y lanzarse hacia adelante.
Todas las naves menos una —dijo el computador—, supongo que la mayor, nos persiguen. Los cruceros se están rezagando, pero los destructores ganan terreno. Sin embargo, llegaremos a la meta minutos antes que ellos.
¿Cuánto tiempo necesitas para examinar el planeta y escoger un curso hacia abajo?
Clíck. Clíck. Clíck.
—Cien segundos serán suficientes.
—Reduce la velocidad de forma que lleguemos, veamos, tres minutos antes que el primer destructor. Comienza a descender cien segundos después de que estemos otra vez en estado normal. Hazlo tan rápido como sea posible.
La canción de la energía descendió un poco.
—¿Estás en tu cinturón, Dave? —preguntó Chee.
—Oh..., oh, no —comprendió Falkayn repentinamente.
—¡Bueno, póntelo! ¿Crees que quiero limpiar la cubierta de esos copos de avena que llamáis cerebro? ¡Cuídate!
Falkayn sonrió durante medio segundo.
—Lo mismo te digo, especie peluda.
—¡Especie peluda!...
El aire se llenó de juramentos y obscenidades. Falkayn se sentó y se abrochó el dispositivo de seguridad. Chee necesitaba algo para apartar su mente del hecho de que en aquel momento no podía hacer nada sobre su propio destino. Era una condición más dura de soportar para una cynthiana que para un humano.
Después se vieron encima del planeta errante. Brillaron al pasar al estado relativo. Los motores rugieron, la estructura del casco gimió y se estremeció mientras se hacían los últimos ajustes de velocidad en cuestión de segundos.
No estaban lejos, justo lo suficiente para que la mayor parte del hemisferio iluminado por el día pudiese ser observado. Satán se erguía aterrador, llenando las pantallas con nubes de tormenta, relámpagos, vientos enloquecidos, volcanes, avalanchas, riadas, olas como montañas que se elevaban en los océanos y se convertían en fragmentos de espuma, aire casi sólido a causa de la lluvia, el granizo y las piedras que transportaba, todo era una inmensa convulsión bajo el demoníaco disco de la estrella. Por un momento, Falkayn no creyó que hubiera algún lugar en el globo donde una nave pudiera descender, y se preparó para morir.
Pero la nave de la Liga se lanzó hacia adelante. Siguiendo una trayectoria semejante a la de un cometa, describió un arco hacia el polo norte. Antes de llegar, estuvo en la atmósfera superior. Podría ser delgada, pero la golpeó con tanta fuerza que su casco resonó.
Debajo la oscuridad, iluminada por las explosiones de los relámpagos. Falkayn miró detrás. ¿Eran de verdad las oscuras formas de los destructores de Gahood lo que le revelaban las pantallas, o era una ilusión? Unas nubes desgarradas azotaban el sol y las estrellas. Los truenos, los aullidos, los gritos del metal llenaban su nave, su cráneo, su ser. Los reguladores de los campos de gravedad interiores no podían acomodarse a cada conmoción, mientras Muddlin Through descendía tambaleándose. La cubierta cabeceaba, guiñaba, se balanceaba, volvía a caer y se elevaba de nuevo salvajemente. Algo se estrelló contra alguna cosa y se rompió. Las luces parpadearon.
Intentó comprender los instrumentos. Unos puntos nucleares acercándose por detrás..., ¡sí, los diecinueve sin faltar uno continuaban la persecución!
Habían sido diseñados para trabajos aerodinámicos. Tenían órdenes de alcanzar y destruir una determinada nave. Eran robots.
No poseían la capacidad de juicio de los seres sensibles, ni ningún dato que les permitiese calcular lo aterradoras que eran aquellas condiciones sin precedentes, ni ninguna orden de esperar más instrucciones si las cosas parecían dudosas. Además, observaron cómo una nave más pequeña y menos poderosa maniobraba en el aire. Llegaron a plena velocidad atmosférica. Atontado había identificado un huracán y trazado su extensión y su rumbo. Sólo era un huracán —vientos a doscientos o trescientos kilómetros por hora—, una especie de remanso posterior o punto muerto de la tormenta que asolaba aquel continente con tal fuerza que se llevaba por delante a medio océano. Ninguna nave podía tener esperanzas de permanecer durante mucho tiempo en aquella región comparativamente segura, por muy concienzudamente que estuviera programada sobre la base de no importa cuántos datos, pacientemente recogidos.
Los destructores cayeron en tromba dentro del remolino principal. Este los cogió como una galerna en noviembre coge a las hojas muertas en las regiones septentrionales de la Tierra. Algunas fueron rebotando juguetonamente con las nubes como suelo y el viento como techo, durante unos minutos, antes de ser lanzadas a un lado; otras fueron desarmadas o rotas por los fragmentos meteoroidales de materia sólida que transportaba el huracán, o sepultadas en el aire lleno de espuma, más abajo. Al cabo de unas semanas, la mayor parte fueron lanzados desde el primer instante contra las laderas montañosas. Las piezas se desparramaron, fueron dispersadas por el viento, enterradas, reducidas a polvo, barro, átomos aprisionados en estratos de rocas en formación. Ni un rastro de las diecinueve naves de combate sería hallado nunca.
—¡Retrocede! —había gritado Falkayn—. Localiza esos cruceros. Utiliza la cubierta de las nubes. Con esta clase de ruidos eléctricos como fondo no es probable que nos detecten en seguida.
Un balanceo y una sacudida le hicieron entrechocar los dientes. Muddlin Through se elevó despacio, luchando por cada centímetro. Encontró una corriente estratosférica en la que podía volar durante un rato, por encima de la tormenta; aunque por debajo de un estrato donde los vapores recocidos estaban volviendo a condensarse en vastas y turbulentas masas que, vistas desde abajo, hacían que el cielo fuese tan negro como la laguna Estigia. Sus radares podían atravesar este estrato y sus detectores recoger las indicaciones que les llegaran. Los tres cruceros no tenían orden de descender hacia el planeta. Era evidente que iban a proporcionar protección contra cualquier posible ataque proveniente del espacio. Su atención debía estar casi completamente dirigida hacia el exterior. Estaban en una órbita cercana de una manera imprudente, y en una formación demasiado compacta, no muy aconsejable. Pero también eran robots, cuyos constructores creían más en la fuerza que en la estrategia.
Falkayn lanzó tres de sus torpedos nucleares. Dos dieron en el blanco. El tercero fue interceptado a tiempo por un contramisil. No de muy buena gana, envió el último y cuarto disparo. A juzgar por lo que recogieron los contadores, debía haber alcanzado el blanco a medias infligiendo graves daños.
Y... el crucero se retiraba. La nave insignia, cuya masa parpadeaba amenazadoramente en media docena de pantallas diferentes, se estaba reuniendo con él. Ambas naves se hallaban en hipermotor —se retiraban— y se iban haciendo más pequeñas en la dirección de la región de Circinus, de donde habían venido.
Falkayn las insultó a gritos.
Pasado un rato, recobró la inteligencia necesaria para dar una orden:
—Llévanos otra vez al espacio abierto, Atontado. Justo al lado de la atmósfera. Ponte en órbita, con los sistemas al mínimo. No queremos que Gahood se acuerde de nosotros. Podría cambiar de idea y volver, antes de estar demasiado lejos para cazarnos.
—¿Cómo creerá él que ha sucedido todo? —preguntó Chee, tan débilmente que apenas podía ser oída.
—No lo sé. ¿Cómo funciona su psicología? Quizá piense que tenemos un arma secreta; o quizá que atrajimos a sus destructores mediante un descenso suicida y que tenemos amigos que dispararon esos torpedos; o quizá haya adivinado la verdad; y pensó que con la parte esencial de su nota perdida y la posibilidad de una fuerza de la Liga llegando haría mejor en volver a casa e informar.
—A menos que le engañemos otra vez, ¿no?
Exhausta y llena de golpes como estaba, la voz de Chee empezaba, no obstante, a mostrar un tono de orgullo.
La de Falkayn también:
—¿Qué quiere decir con eso de que «nosotros» le engañamos, bola blanca? —se burló.
—Yo obtuve esas coordenadas para ti, ¿no lo recuerdas? Es lo más importante que hemos conseguido en todo el maldito viaje.
—Tienes razón —dijo Falkayn—, y te pido disculpas. ¿Cómo está Latimer?
—Muerto.
Falkayn se enderezó en el asiento.
—¿Qué? ¿Cómo?
—Con todas las sacudidas que soportamos, el aparato de soporte vital se desprendió de las agarraderas. Y como estaba en un estado de gran debilidad, con su organismo luchando contra sí mismo... Ahora ha pasado demasiado tiempo para que haya posibilidad de resucitarlo...
Falkayn podía imaginarse los indiferentes gestos de Chee Lan. Sus pensamientos más probables: Es una pena para nosotros. Oh, bueno, le hemos sacado algo y estamos vivos.
Los suyos se dirigían, sorprendentemente, a sí mismo: Pobre diablo. Yo conseguí vengarme, me he purgado de mi vergüenza y ahora veo que en realidad no importaba lanío.
El silencio se hizo a su alrededor, las estrellas aparecieron y la nave volvió a entrar en el espacio abierto. Falkayn no pudo sentirse culpable. Sabía que debería hacerlo, pero el sentimiento de liberación era demasiado fuerte. Darían a su enemigo una sepultura honorable, una órbita hacia aquel terrible, lejano y glorioso sol. Y se dirigían hacia la Tierra.
No. Comprender aquello le golpeó con la fuerza de un puño. Eso no. No podemos volver a casa todavía.
La tarea de sobrevivir apenas había comenzado.
18
Las bien establecidas leyes de la naturaleza pocas veces son contradichas por los nuevos descubrimientos científicos. Normalmente, resultan ser aproximaciones, o casos especiales, o sólo necesitan expresarse de otra forma. Así, por ejemplo, aunque un conocimiento más amplio de la física nos permite hacer cosas que han sido consideradas imposibles, como atravesar un año luz en menos de dos horas, las restricciones de Einstein en el concepto de la simultaneidad continúa siendo válido en sus puntos esenciales. Por muy alta que sea la pseudovelocidad que alcancemos, continúa siendo finita.
Esto era lo que Adzel argumentaba.
—No es correcto que pregunte lo que estarán haciendo «ahora» nuestros amigos, separados como estamos de ellos por distancias interestelares. Es cierto que cuando nos hayamos reunido con ellos podremos comparar sus relojes con los nuestros y ver que ha transcurrido el mismo lapso de tiempo. Pero identificar cualquier momento de nuestro intervalo con alguno del suyo es ir más allá de la evidencia, e incluso perpetrar una afirmación sin sentido.
—¡Okey! —tronó Nicholas van Rijn, agitando sus trazos como aspas de molino en la silla—. ¡Okey! ¡Entonces dame una respuesta sin sentido! Ya hace casi cuatro malditas semanas que se marcharon. Para llegar a Beta Crucis no pudieron necesitar mucho más de dos, ¿no es así? Quizá hayan encontrado glaciares derretidos de cerveza y akva-vit y por eso no hemos sabido nada de ellos.
—Comprendo su preocupación —dijo Adzel tranquilamente—. Es posible que yo lo sienta un poco más que usted todavía. Pero el hecho es que una cápsula mensajera es más lenta que una nave como Muddlin Through. Si hubieran enviado una inmediatamente después de llegar, apenas habría tenido tiempo de alcanzar el Sistema Solar hoy. Y no sería lógico que hicieran una cosa así. Seguramente, David, después de recobrarse, supuso que tendría usted la habilidad suficiente para sacarle al computador de SI lo mismo que él. ¿Por qué entonces iba a malgastar una cápsula simplemente para confirmar la existencia del planeta errante? No, él y Chee Lan hubieran reunido antes bastantes
datos. Con un poco de suerte, no tienen por qué haberse tomado las molestias y el riesgo de interceptación que entraña enviar un informe escrito. Deberían volver a casa... bastante pronto..., espero.
Su gigantesca forma escamosa se levantó de la cubierta donde reposaba. Su cuello debía encorvarse bajo la cabeza; su cola se enroscaba al otro lado de una esquina. Los cascos repiqueteaban sobre el acero. Dio varias vueltas por el puente de mando antes de detenerse y contemplar el simulacro de cielo que formaba alrededor de aquel compartimento, un cinturón negro y cubierto de piedras brillantes.
La nave, conducida gravitatoriamente, aceleraba hacia fuera. La Tierra y la Luna se habían encogido hasta convertirse en una doble estrella, azul y otro, y el sol se había empequeñecido visiblemente. Hacia delante resplandecían las estrellas meridionales. Una X se bosquejaba hacia la sección de proa de la pantalla continua centrada sobre una región cerca de la constelación de Circinus. Pero la mirada de Adzel iba continuamente hacia otro punto brillante, el segundo más brillante de la Cruz.
—Podemos volver y esperar —sugirió—. Quizá, y a pesar de todo, la señora Beldaniel pueda ser inducida a retirar su amenaza de cancelar la reunión; o quizá la amenaza fueran sólo palabras.
—No —dijo Van Rijn desde la silla en la que reposaba—, creo que no. Es dura. Lo averigüé mientras regateábamos. Ja, apuesto a que pone salsa de espagueti sobre alambres espinosos. Y será mejor que la creamos cuando dice que sus jefes no están terriblemente ansiosos por hablar con nosotros, y que no puede garantizar que acudan a la cita, y que si hacemos algo que a ellos no les guste... o que no le guste a ella, y por tanto no se mostrará muy entusiasta al decirles que deben negociar...; bueno, entonces se irán a casa en un abrir y cerrar de ojos.
Dio una chupada a su larga pipa de barro, añadiendo más humo azul a la humareda que ya llenaba el aire.
—Nosotros no sabemos prácticamente nada sobre ellos —continuó—, y ellos saben un montón de cosas sobre nosotros. Lo que quise decir, cuando se trata de reuniones y de intercambiar ideas, que nosotros somos los compradores en el mercado de un vendedor y no podemos hacer mucho más que preguntar muy cortésmente si no les importaria utilizar una lanceta menos grande. Q. E. D. —terminó lúgubremente.
—Si te preocupan David y Chee —dijo Adzel—, podría conectar la radio antes de que pasemos a hi-pervelocidad y enviar una nave o dos más para que les refuercen.
—No tiene ningún sentido, a menos que recibamos un mensaje suyo pidiendo ayuda o pase mucho tiempo sin tener noticias de ellos. Ambos son pioneros buenos y experimentados que deben poder arreglárselas solos en cualquier planeta. Y si algo les ha pasado, me temo que sería ya demasiado tarde.
—Estaba pensando en ayudarles contra una acción hostil. Quizá se encuentren con fuerzas ar-
madas, alertadas por los dos socios de Serendipity que se marcharon antes, hace varias semanas.
—¿Cuántas fuerzas tendríamos que enviar para pelear?; ni se sabe. Sólo es seguro que tendrían que ser muchas —Van Rijn negó con la cabeza—. En los combates no hay segundo premio, dragoncito. Si enviamos menos fuerzas que el enmigo, lo más probable es que no regresasen. Y no podemos malgastar ninguna nave de guerra para estar seguros de la victoria sobre esos desconocidos villanos que están intentando desplazarnos de nuestros duramente conseguidos beneficios.
—¡Beneficios! —la punta de la cola de Adzel golpeó la cubierta con estruendo y un seco tamborileo, al tiempo que una involuntaria indignación enronquecía su voz de bajo—. Si lo hubiera usted notificado a la Comunidad tendríamos una buena fuerza disponible, pues las fuerzas armadas regulares podrían ser movilizadas. Cuanto más pienso en su silencio, más comprendo con horror que está usted deliberadamente dejando a planetas enteros, civilizaciones completas, billones y billones de seres sensibles permanecer desprevenidos sin sospechar nada... ¡Todo para no perder la oportunidad de un monopolio!
—Vamos, vamos, caballito —Van Rijn levantó la palma de una mano—; no soy tan malo. Verás, yo no ganaré ningún dinero si toda mi sociedad se va derechita hasta el fondo, ¿verdad? Y, además, tengo una conciencia. Torcida y manchada de tabaco, quizá, pero una conciencia. Algún día tendré que responder ante Dios.
Señaló la pequeña estatuilla de arenisca marciana de San Dimas que siempre viajaba con él. Se erguia sobre una balda, las velas habían sido olvidadas con las prisas de la partida, pero numerosos vales en promesa de futuras ofrendas estaban metidos bajo el pedestal. Se santiguó.
—No —dijo—. Tengo que decidir aquello que logre que todos tengamos la mejor oportunidad posible. No con seguridad —no hay tal cosa—, pero sí su mejor oportunidad. Tengo que decidir nuestra acción con este cansado y viejo cerebro, que está empapado y es difícil de iluminar. Hasta si decido que tú seas quien decida, eso es una decisión mía y yo tendré la responsabilidad por ello. Además no creo que quisieras esa responsabilidad.
—Bueno, no —admitió Adzel—; es aterradora. Pero muestra usted un orgullo peligroso asumiéndola unilateralmente.
—¿Quién sería mejor? Tú eres demasiado ingenuo, demasiado confiado..., por poner un ejemplo. La mayoría de los demás son estúpidos, o histéricos, o acarician alguna teoría política que les haría cortar el universo en pedazos para acomodarlo a ella, o son avariciosos, o crueles, o... Bueno, yo, yo puedo pedir a mi amigo de ahí que interceda ante el cielo por mí. Y también tengo contactos en esta vida, como comprenderás. No estoy jugando todas las cartas solo, no, no. Tengo un montón de buena gente guardada en la manga, a quienes se está informando de todo cuanto necesitan saber —Van Rijn se recostó hacia atrás—. Adzel —dijo—, bajando por el pasillo encontrarás un refrigerador con cerveza. Tráeme una como un buen chico y revisaré contigo todo este asunto. Durante todas las charlas que he mantenido has esperado pacientemente y no has estado presente. Así entenderás qué cubos de gusanos debo mantener en equilibrio...
Los que no temen a la muerte, ni siquiera por su propia mano, pueden obtener más poder que el que les daría solamente su fuerza. Porque en ese caso su cooperación tiene que ser obtenida mediante un acuerdo.
Los socios de Serendipity no habían sufrido una derrota total. Conservaban varios triunfos. En primer lugar estaba el aparato que habían montado, la organización, los computadores y los bancos de memoria. Sería difícil, quizá imposible, impedirles que destruyeran esto antes de consumar la venta, si así lo querían. Y había algo más aquí que el dinero de alguien. Demasiadas empresas importantes dependían abundantemente del servicio, muchas otras lo harían con el tiempo; aunque la pérdida sería principalmente económica, sacudiría severamente a la Liga, la Comunidad y a los pueblos aliados. En efecto, aunque incontables años humanos no serían perdidos como vidas, su productividad sí.
Por supuesto, el sistema no contenía información sobre sus verdaderos dueños. Quizá podrían deducirse algunas cosas; por ejemplo, estudiando los circuitos, pero serían aproximadas y poco importantes, caso de ser correctas. Sin embargo, una apreciación de los datos acumulados tendría algún valor como un indicativo de la cantidad mínima de conocimiento que poseían aquellos dueños sobre la civilización técnica.
Debido a esto, los socios pudieron exigir un precio por el perdón de sus máquinas. El precio incluía su marcha en libertad, nadie les seguiría, lo que podían verificar por sí mismos.
Van Rijn, a su vez, había podido exigir algunas compensaciones por ayudarles a arreglar esta marcha. Estaba naturalmente ansioso por enterarse de algo, cualquier cosa con relación a los shenna (pronto consiguió sonsacarles que se llamaban así, por lo menos en uno de sus lenguajes). Quería un encuentro entre su raza y aquélla. Antes de que Kim Yoon-Kun, Anastasia Herrera y Eve Latimer abandonasen el Sistema Solar, obtuvo su promesa de que apremiarían a sus señores para que enviaran una delegación. No especificaron dónde sería enviada. Thea Beldaniel, que se quedaba, revelaría este secreto en el momento adecuado, si lo creía conveniente.
Otro interés mutuo era conservar la discreción. Ni Serendipity ni Van Rijn querían que los gobiernos de la técnica se mezclasen directamente en el asunto..., al menos de momento. Pero si alguna de las partes se cansaba de aquellos escarceos privados, podía detenerlos haciendo una declaración pública de lo que estaba pasando. Puesto que Van Rijn, probablemente, tenía menos que perder en dicha eventualidad, esto era una pieza de ajedrez más poderosa en su mano que en la de Thea; o, aparentemente, de eso la había convencido. Al principio ella compró su silencio ayudándole a conseguir de los computadores la información sobre Beta Crucis y el planeta errante que Falkayn había conseguido anteriormente.
Sin embargo, las negociaciones entre él y ella se alargaron. Esto era en parte debido a las formalidades legales relacionadas con la venta de la compañía y de los roces con las agencias de noticias que querían saber más. Se debía también en parte a su propio interés. Necesitaba tiempo; tiempo para que Muddlin Through informase; tiempo para decidir qué debería decírsele sigilosamente a quién y qué debería hacerse entonces como preparación contra un peligro tan indefinido; tiempo para comenzar esos preparativos, pero manteniéndolos en secreto, aunque no muy escondidos...
En contraste, la ventaja de Thea —o la de sus amos— consistía en proponer una fecha temprana para un encuentro. No debería ser demasiado pronto para que los shenna pudiesen ser avisados ampliamente por el grupo de Kim; pero tampoco debería concedérsele a Van Rijn más tiempo para organizar sus fuerzas de lo que fuese inevitable.
Le dijo que los shenna no tenían ningún motivo importante para regatear con nadie. Habiendo sido destruido su sistema de espionaje, podrían desear reunirse con alguien bien informado, como Van Rijn, comprender los cambios de la situación, incluso negociar para llegar a un acuerdo sobre las esferas de influencia. Pero también podrían no hacerlo. Siendo tan poderosos como eran, ¿por qué iban a hacer concesiones a una raza inferior como la humana? Propuso que el mercader fuese solo a una cita, en una nave escogida por ella con las ventanas cerradas. El se negó.
Ella interrumpió las conversaciones abruptamente e insistió en marcharse en menos de una semana. Van Rijn aulló hasta quedar ronco. Aquél era el límite en que ella y sus socios se habían puesto de acuerdo, cuando decidieron también el lugar donde sugerirían a sus amos que se celebrase el encuentro. Si no aceptaba, no sería conducido allí, sencillamente.
El amenazó con no aceptar. Dijo que tenía otras maneras de rastrear a los shenna. El forcejeo continuó durante un tiempo. Thea tenía algún motivo para desear que la expedición se llevase a cabo. Creía que serviría los fines de sus amos; como mínimo les ofrecería una opción más. Y también, una consideración menor, pero lo suficientemente real, la devolvería a su patria, cuando de otra forma estaba condenada al suicidio o al exilio de por vida. Cedió en algunos puntos.
Lo que al final acordaron fue que ella viajaría sola y Van Rijn sin otra compañía que Adzel. (Habían conseguido llevar un compañero en compensación por el hecho de que su ausencia, pretendía él, incapacitaba gravemente a la Liga.) Iban a marcharse en el momento que ella quisiese; pero no viajarían a ciegas. En cuanto alcanzasen la hipervelocidad, ella daría instrucciones al piloto-robot y él podría escuchar cómo especificaba las coordenadas. De todas formas, la meta no iba a ser un planeta shenna.
Pero ella no quería arriesgarse a alguna trampa, ingenio rastreador, mensaje clandestino, o cualquier otra cosa que él pudiese colocar en el interior de una nave preparada de antemano. Ni se atrevía él a correr ese riesgo. Acordaron pedir juntos una nave recién construida en una fábrica no humana con una provisión completa de equipamiento. Casualmente había una que acababa de terminar sus pruebas de navegación y de la que estaban haciendo publicidad. Subieron a bordo inmediatamente después de que fuese entregada en el Sistema Solar, habiéndose inspeccionado mutuamente el equipaje de mano, y partieron en el instante en que se les dio permiso para hacerlo.
Esto era todo lo que Adzel conocía. No había tomado parte en las restantes actividades de Van Rijn. No le sorprendió demasiado enterarse de que correos confidenciales habían sido despachados de un extremo a otro del territorio donde comerciaba Solar de Especias y Licores, con órdenes para sus empleados de más confianza, jefes de distrito, «capitanes policía» y empleados de índole y funciones más oscuras. Pero no comprendió hasta qué grado habían sido alertados otros príncipes de la Liga; en realidad, no se les contó todo. Pero la razón de ello no fue tanto mantener en secreto la existencia del planeta errante como evitar que una avaricia a corto alcance o las buenas intenciones obstaculizaran el esfuerzo para la defensa. Los magnates fueron advertidos de que existía una civilización poderosa, probablemente hostil, detrás de los límites conocidos. A algunos se les confió con más detalle el papel que había jugado en aquello Serendipity. Debían reunir las fuerzas con que contasen.
¡Y esto era suficiente para que los gobiernos se diesen cuenta de que ocurría algo! Un movimiento de las unidades de guerra de la Polesotécnica no podía pasar inadvertido. Las preguntas serían rechazadas, con más o menos cortesía. Pero, con algo claramente flotando en el ambiente, los servicios oficiales militares y navales serian puestos en estado de alerta. El hecho de que las naves de la Liga se concentraran cerca de los planetas importantes haría que los encargados de su defensa reuniesen también sus propias fuerzas.
En una guerra abierta esto no serviría. Los señores del comercio debían trabajar tan conjuntamente como fuese posible con los poderes espirituales y temporales que la teoría legal (que difería a menudo extraordinariamente según las diversas razas y culturas) decía que estaban por encima de ellos en cualquiera de las innumerables jurisdicciones distintas. Pero en un futuro inmediato —cuando ni siquiera estaba probada la verdadera existencia de un enemigo peligroso— una alianza semejante resultaba imposible. Las rivalidades eran demasiado fuertes. Van Rijn podía conseguir una acción más rápida mediante un complicado trapicheo que por medio de una llamada al idealismo o al sentido común.
Aun así, la acción era demasiado lenta. Bajo perfectas condiciones, es decir, con todos los implicados convertidos en unos ángeles militantes, seguiría siendo demasiado lenta. Las distancias eran tan grandes, las líneas de comunicación tan escasas, los planetas tantos y tan separados. Nadie había intentado nunca coligar a todos aquellos mundos. No se trataba sólo de que no pareciera necesario, sino de que no parecía factible hacerlo.
—Hice lo que pude —dijo Van 'Rijn—, sin siquiera saber qué debiera haber hecho. Quizá dentro de tres o cuatro meses —o tres o cuatro años, no sé— la bola de nieve que he echado a rodar dará frutos. Quizá para entonces todo el mundo esté listo para soportar cualquier golpe que pueda caer sobre ellos; o quizá no, no lo sé.
»He dejado la información que no he comunicado a nadie en lugar seguro. Si no regreso, será publicada dentro de un cierto tiempo. Después de eso, no puedo adivinar qué sucederá. Entonces muchos jugadores entrarán en el juego, ¿comprendes?, mientras que ahora sólo hay unos pocos. Hace muchos siglos que se demostró, en los primeros siglos de teoría, que cuantos más jugadores haya menos estable es un juego.
»Tú y yo saldremos ahora mismo y veremos lo que podemos hacer. Si no hacemos otra cosa que estrellarnos, bueno, creo que hemos puesto tantos huevos como ha sido posible. Quizá sean suficientes; quizá no. Vervloekt, ¡cómo me gustaría que esa bruja, Beldaniel, no nos hubiese hecho marchar tan pronto!
19
La nave cruzaba la noche a hipervelocidad. Le llevaría casi tres semanas llegar a su destino.
Al principio Thea se mantuvo distante, permanecía casi todo el tiempo en su camarote y decía pocas cosas, aparte de las fórmulas de cortesía comunes a la hora de las comidas y en los encuentros casuales. Van Rijn no la presionó. Pero charlaba en la mesa, primero mientras comían, después acompañado de enormes botellas de vino y brandy. Aparentaba ser una charla ociosa, recuerdos, asociaciones libres, en su mayor parte humorísticas, aunque de cuando en cuando serias. A menudo aquellos monólogos eran provocados por observaciones de Adzel; sin embargo, Van Rijn parecía dar por supuesto que se estaba dirigiendo a la esbelta y nerviosa mujer que nunca sonreía, además de al dragón centauroide de suaves modales.
Después de las primeras comidas, ella inmediatamente se excusaba y desaparecía. Pero pronto se quedó, escuchando durante horas. En realidad, no había mucho más que hacer, y muchos billones de años luz de soledad rodeaban aquella concha de vibrante metal, y la lengua de Van Rijn dejaba escapar muchas cosas que nunca habían sido de dominio público, tanto en el campo de la ciencia como en el de la saga.
—... no pudimos acercarnos a aquella blanca estrella enana, de tal forma era mala su radiación...; fuertes quanta de rayos equis saltando de ella, como las pulgas de un perro que se ahoga...; pero teníamos que recobrar de alguna forma la nave abandonada o nuestra pobre y pequeña nueva compañía caería en la bancarrota. Bueno, pensé yo, el destino me ha clavado un arpón al final. Pero, maldita sea, el pensar sobre un arpón me hizo pensar que quizá...
Lo que no sabía es que, antes de cada ocasión, Adzel había recibido sus instrucciones. Lo que tenía que preguntar, decir, oponerse a, y confirmar estaba en una lista. Así, Van Rijn llevó a cabo una serie de conversaciones cuidadosamente programadas para probar a Thea Beldaniel.
Pronto desarrolló una idea general bastante buena de los temas que le interesaban y complacían y de los que la aburrían o disgustaban. Sin duda, ella estaba almacenando en su memoria todo lo que pudiera concebiblemente ser de utilidad para los shenna. Pero tenía que reconocer que la utilidad era marginal, especialmente cuando no tenía forma de decir cuánto había de cierto en cada anécdota. De ahí se seguía que su reacción ante cualquier cosa que él dijese provenía principalmente de su propia personalidad, de sus propias emociones. Más claras aún eran sus reacciones ante los diversos estilos que él empleaba. Una historia podía ser relatada de una manera calculadora, fría e impersonal, o con una fruición bárbara, o humorísticamente, o filosóficamente, o tiernamente, o poéticamente, cuando ponía palabras en boca de otras personas, o de muchas formas más. Por supuesto, no pasaba directamente de un método a otro. Probó diferentes proporciones.
Cuando él se percató del rostro que debía adoptar ante ella, el viaje no había llegado aún a la mitad; por tanto, se concentró en él. Ya no necesitaba más a Adzel, pues ella le respondía directamente y con ansiedad.
Continuaban siendo enemigos; pero se había convertido en un oponente respetado —o más que respetado—, y era patético ver cómo crecía en ella la esperanza de que pudiese hacerse la paz entre él y sus señores.
—Naturalmente, yo también quiero la paz —aclaraba él benevolentemente—. ¿Para qué tenemos que pelear? Dos o trescientos billones de estrellas en nuestra galaxia. Es mucho sitio, ¿no?
Hizo un gesto a Adzel, que, bien entrenado, se dirigió al trote a buscar más brandy. Cuando llegó, el hombre montó un espectáculo:
—¡Puaaaaff! Esto no vale ni para echarlo en sensores químicos viejos, y menos para nuestra amiga, que no bebe demasiado y tiene un fino paladar. ¡Llévatelo y tráeme otra que sea decente! ¡No, tampoco lo tires! ¿Es que tienes escamas en tu cerebro, además de las de tu mole! ¡Lo llevaremos a casa, se lo enseñaremos al comerciante y se lo haremos tragar de la forma más inverosímil!
Todo esto cuando era una botella perfectamente buena que él y Adzel consumirían más tarde en privado. La escena era parte de la atmósfera que estaba creando. Jove debía soltar de cuando en cuando algunos truenos y relámpagos.
—¿Por Qué están tus shenna asustados de nosotros? —preguntó en una ocasión. Thea se erizó.
—¡No lo están! ¡No hay nada que los asuste!
(Sí, ellos debían ser Jove y ella su adoradora. Por lo menos como una primera aproximación. Había señales de que la relación era en realidad más sutil, y existía una figura del amo que era aún más primitiva.)
Ellos estaban siendo cuidadosos..., discretos..., sabios..., estudiándoos de antemano.
—Vamos, vamos, vamos. No se enfade, por favor. ¿Cómo puedo decir cosas correctas sobre ellos cuando no me cuenta usted nada?
—No puedo —ella tragó saliva y se retorció las manos—. No debo.
Huyó a su camarote.
Al poco rato, Van Rijn la siguió. Podía deslizarse como el humo cuando quería. Su puerta era impresionante y estaba cerrada, pero, cuando embarcaron, él había conservado un botón en su oreja, oculto por los rizos. Era un amplificador de sonido transistorizado, construido a la manera de los sonotones del período anterior al del desarrollo de las técnicas regenerativas del oído. Durante un rato escuchó sus sollozos, ni conmiserativo ni cínico. Aquello confirmaba que ella se estaba rindiendo psicológicamente. No se rendiría, no en los pocos días de viaje que quedaban. Pero cedería terreno, si él avanzaba con cuidado.
Al día siguiente se dedicó a ponerla alegre, y en la siguiente cena consiguió emborracharla ligeramente a los postres. Adzel se marchó tranquilamente y se pasó media hora en el panel central de control, ajustando el color y la intensidad de las luces del salón. Estas se fueron convirtiendo en una romántica penumbra muy lentamente, de forma que Thea no lo advirtiese. Van Rijn había traído un tocadiscos, para que pudiera disfrutar con la música mientras cenaban. «El programa de esta noche» recorría un calculado conjunto de piezas como La última Primavera, La, Ci Darem La Mano, ¡saldes Liebestod, Londonderry Air, Evenstar Blues. No le dijo a ella los nombres. La pobre criatura estaba tan alejada de su propia especie que no significarían nada para ella. Pero debieron tener su influencia.
No tenía intenciones físicas con respecto a la mujer. (No es que le hubiera importado. Era, aunque no bella, aunque no tan rellenita como a él le gustaban, bastante atractiva —a pesar de su severo traje blanco— ahora que se había relajado. El interés resaltaba sus rasgos de finos huesos y encendía aquellos ojos verdes, realmente hermosos. Cuando hablaba sin otro propósito que el simple placer de hablar con un humano, su voz se enronquecía.) Cualquier intento de aquel tipo hubiera despertado sus defensas. Estaba intentando una clase de seducción más sofisticada y vital.
—... ellos nos criaron —decía ella ensoñadoramente—. Oh, ya sé el argot terrestre. Sé que nos dieron personalidades anormales. Pero, Nicholas, honradamente, ¿cuál es la norma? Es cierto que somos distintos de los demás humanos. Pero la naturaleza humana es plástica. No creo que puedas llamarnos a nosotros más condicionados que tú lo estás por haber sido educado en una determinada tradición. Estamos sanos y somos felices. Van Rijn elevó una ceja.
—¡Lo somos! —dijo ella con más fuerza, enderezándose en el asiento de nuevo—. Estamos felices y orgullosos de servir a nuestros..., nuestros salvadores.
—La dama protesta demasiado, pienso yo —murmuró él.
—¿Qué?
—Un verso en antiguo ánglico. No lo reconocerías. La pronunciación ha cambiado. Quiero decir que me siento muy interesado. Nunca habías hablado con nadie anteriormente de tu historia, la avería de la nave y todo eso.
—Bueno, se lo dije a Dave Falkayn cuando..., cuando estuvo con nosotros.
Las lágrimas brillaron repentinamente sobre sus pestañas. Se frotó los párpados, sacudió la cabeza y vació otra vez el vaso. Van Rijn lo volvió a llenar.
—Es un muchacho muy agradable —dijo ella con rapidez—. Nunca quise hacerle daño. Ninguno de nosotros quería. No fue culpa nuestra que fuese, fuese, fuese enviado al peligro. ¡Usted lo envió! Espero que tenga suerte.
Van Rijn no siguió en la dirección que ella, inadvertidamente, había confirmado: que Latimer y su hermana habían llevado las noticias a los shenna, que rápidamente habrían organizado su propia expedición a Beta Crucis. Era un punto bastante evidente. En vez de eso, el comerciante dijo lentamente:
—Si era un amigo, como dices, debes haberle herido cuando le mentiste.
—No sé qué quieres decir —ella parecía muy asombrada.
—Tú le envolviste en una fina cuerda, tú —el suave tono de Van Rijn quitaba dureza a sus palabras—. Ese accidente radiactivo y el haber sido encontrados después es una coincidencia demasiado grande para que yo me la trague. Además, si los shenna simplemente querían enviaros de vuelta al hogar con un buen regalo, no os hubieran enviado de espías. Además estás demasiado bien entrenada, eres demasiado leal para haber sido criada por unos completos extraños desde la adolescencia. Podríais sentiros agradecidos por su ayuda, pero no seríais sus agentes contra vuestra propia raza, que nunca os hizo ningún mal..., a menos que os criaran desde que erais bebés. No, ellos os cogieron antes de lo que dices, ¿no?
—Bien...
—No te enfades —Van Rijn levantó su propio vaso y contempló los colores de su interior—. No voy con segundas intenciones, tengo buen corazón y estoy intentando comprender algunas cosas para ver de imaginar cómo podemos arreglar este problema y no tener ninguna pelea. No te pido que me pases ningún verdadero secreto sobre los shenna; pero cosas como, oh, cómo llaman ellos a su planeta...
—Dathyna —susurró ella.
—Ah. ¿Lo ves? Decir eso no te ha hecho ningún daño ni a ti ni a ellos, ¿no? Y hace que podamos hablar con más facilidad, no necesitamos dar rodeos. Okey, fuisteis criados desde pequeños, para un determinado propósito como podría ser el que los shenna necesitasen embajadores especiales. ¿Por qué no admitirlo? Cómo te educaron, cómo era el ambiente que te rodeaba, cualquier pequeño detalle amistoso me ayuda a comprenderos a ti y a tu gente, Thea.
—No puedo decirte nada importante.
—Lo sé. Como el tipo de sol que tiene Dathyna, porque quizá es una pista demasiado valiosa. Pero ¿qué me dices de la forma de vida? ¿Fuiste feliz en la infancia?
—Sí, sí. Mi primer recuerdo es... Isthayan, uno de los hijos de mi amo, me llevó de exploración... Quería alguien para que llevase sus armas; incluso sus niños tienen armas... Salimos de la casa, hacia la parte en ruinas del gigantesco edificio antiguo... encontramos algunas máquinas en la habitación de una alta torre, no se había oxidado demasiado, la luz del sol entraba por un agujero en el techo, parecía encender un fuego blanco sobre el metal y yo me reía al verlo brillar... Podíamos mirar, contemplar el desierto, como siempre... —sus ojos se agrandaron y se llevó una mano a los labios—. No, estoy hablando con demasiada libertad. Será mejor que me despida hasta mañana.
— Verweile doch, du bist so schón —dijo Van Rijn—, que es otro viejo proverbio terrestre que quiere decir que te sientes un rato y tomes otro vasito de Madeira, querida. Hablaremos de cosas triviales. Por ejemplo, si vosotros, los bebés, no salisteis de ninguna nave colonizadora, entonces, ¿de dónde?
El color abandonó sus mejillas.
—¡Buenas noches! —dijo con la boca abierta y, una vez más, echó a correr.
A esas alturas, él podría ya haber gritado una orden para que se quedara y ella le hubiese obedecido, porque el reflejo de la obediencia a aquel tipo de estímulo se veía claramente en la mujer.
Pero se refrenó. Un interrogatorio sólo la llevaría a la histeria.
En vez de ello, cuando él y el wodenita se encontraban a solas en la habitación de Adzel —que había sido preparada arrancando la mampara de separación entre dos habitaciones adyacentes—, musitó mientras se tomaba una última copa:
—He obtenido unos fragmentos de información. Pistas sobre qué tipo de mundo y cultura tenemos enfrente. Más hechos psicológicos que exteriores. Pero eso también puede ser útil —sus bigotes se elevaron con la violencia de su mueca—. Porque nos encontramos ante algo no solamente molesto, sino desagradable. Horrible.
—¿De qué se ha enterado, pues? —preguntó el otro calmosamente.
—Obviamente, los shenna convirtieron en esclavos —no, en perros— a humanos que consiguieron cuando eran bebés para este propósito. Quizá también a otros seres, pero de cualquier forma a humanos.
—¿Dónde consiguieron los niños?
—No tengo pruebas, pero aquí va una suposición mejor de la que Beldaniel y sus asociados pensaron que yo podría hacer. Mira, podemos suponer con bastante seguridad que el planeta donde vamos a encontrarnos está bastante próximo a Dathyna, para que ellos tengan la ventaja de una comunicación fácil, mientras que nosotros nos encontraremos lejos de casa y de nuestros amiguitos armados. ¿De acuerdo?
Adzel se frotó la cabeza, lo que produjo un sonido como si los huesos se entrechocaran.
—Cerca es un término relativo. Dentro de una esfera de cincuenta o cien años luz por radio hay tantas estrellas que no tenemos probabilidades razonables de localizar el centro de nuestros oponentes antes de que ellos hayan montado cualquier operación que tengan en la cabeza.
—Ja, ja, ja. Lo que quiero decir es que en algún punto alrededor de nuestro destino se halla el territorio donde los shenna han estado activos durante bastante tiempo. ¿Okey? Bueno, sucede que recuerdo que hace unos cincuenta años hubo un intento de implantar una colonia humana en esta dirección. Por aquellas fechas era corriente un pequeño grupo utópico como ése. Una estrella tardía del tipo G, que tenía un planeta no del todo mal, que ellos llamaron, hum, ja, Leandra. Querían alejarse de cualquiera que se inmiscuyera en su paraíso. Y tuvieron éxito. No había beneficios en viajar tan lejos para comerciar. Tenían una nave que visitaba Ifri o Llynathawr quizá una vez al año para comprar cosas que necesitaban con dinero que tenían. Al fin, pasó un largo tiempo sin que viniera ninguna nave. Alguien se preocupó y fue a ver. Leandra estaba abandonada. El único pueblo se hallaba completamente quemado —había habido un fuego en el bosque en kilómetros alrededor—, pero la nave había desaparecido. Durante un tiempo fue un gran misterio. Me enteré de ello, porque, casualmente, unos años después estuve viajando por Ifri. Por supuesto, no causó ninguna impresión, ni en la Tierra ni en ningún otro planeta importante.
—¿Nadie pensó en piratas? —preguntó Adzel.
—Oh, probablemente. Pero ¿por qué iban a saquear los piratas un lugar tan diminuto como aquél? Además, no hubo ningún ataque más. ¿Quién ha oído hablar de piratas por sólo una vez? La teoría lógica era que el fuego había arrasado las cosechas, los almacenes, todo lo que los leandrios necesitaban para vivir. Se fueron todos en la nave a buscar ayuda, tuvieron problemas en el espacio y nunca llegaron a puerto. El asunto está completamente olvidado ya. No creo que nadie se haya molestado con Leandra desde entonces. Hay demasiados sitios mejores y más cerca de casa —Van Rijn contempló su vaso como si fuera otro enemigo—. Hoy pienso distinto. Podría haber sido obra de los shenna. Podrían haber aterrizado en un principio, como exploradores amistosos de un mundo que acababa de comenzar sus viajes por el espacio. Podían enterarse de detalles e imaginarse qué hacer. Después pudieron encender el fuego y secuestrar a todo el mundo para no dejar huellas.
—Creo adivinar lo que sigue —dijo suavemente Adzel—. Algún intento, posiblemente, de domesticar a los cautivos humanos adultos. Seguramente un fallo que terminó con su asesinato, porque los más jóvenes no recuerdan a sus padres naturales... Sin duda muchos niños también murieron, o fueron asesinados por ser material poco prometedor. Es bastante probable que la media docena de Serendipity sean los únicos supervivientes. Me hace dudar de que algunos no humanos hayan sido esclavizados de forma parecida. Leandra debe haber sido una oportunidad única.
—Lo que demuestra es bastante malo —dijo
Van Rijn—. No le puedo preguntar a Beldaniel sobre sus padres. Por lo menos, debe sentir sospechas, pero no se atreve a pensar en ellos, porque toda su alma se basa en ser una criatura de los shenna. De hecho, tengo la impresión de que es propiedad especial de uno de ellos..., como si fuera un perro —su mano se cerró sobre el vaso con una fuerza que hubiera roto cualquier otra cosa menos fuerte que el vitrilo—. ¿Es que quizá quieren hacer lo mismo con nosotros? —rezongó—. ¡No, por mi eterna condenación! —vació el último whisky—. Eso quiere decir que antes les veré en el infierno... ¡Aunque los tenga que arrastrar tras de mí!
El vaso se estrelló belicosamente contra la cubierta.
20
El lugar de la cita aparecía en los catálogos técnicos. Escudriñando sus unidades de memoria estándar, el computador de la nave informó a Van Rijn de que este sistema había sido visitado una vez, hacía casi un siglo. Una investigación de rutina no reveló nada de interés y no constaba que nadie hubiese vuelto nunca allí. (No había nada, excepto siete planetas, siete mundos con sus satélites y misterios, con vida sobre tres de ellos y una especie en uno que había comenzado a cortar unas cuantas piedras para que resultase más fácil agarrarlas, y a levantar la vista hacia el cielo nocturno haciéndose preguntas a tientas.) Había tantísimos e incontables sistemas...
—Yo podía haberte dicho todo eso —dijo Thea.
—¿Eh? —Van Rijn se volvió, tan poderoso él mismo como un planeta, cuando ella entró en el puente.
Su sonrisa era tímida, y sus intentos de mostrarse amistosa, torpes, por falta de práctica.
—Obviamente, no podíamos darte prisas sobre algo que no conocieses ya. Escogimos un sol arbitrariamente, entre los que permanecen desiertos, dentro de lo que supusimos que sería un volumen de espacio conveniente para los shenna.
—Hum —Van Rijn se retorció el bigote—. No quiero resultar desagradable, pero ¿nunca has tenido miedo de que yo pudiera cogerte y sacarte el emplazamiento de Dathyna?
—No. La información sobre eso nunca me ha sido revelada. Sólo dos hombres, Latimer y Kim, la conocen y recibieron condicionamientos muy profundos para no revelarla.
Su mirada viajó por las estrellas que, en aquella nave construida por no humanos, aparecían como una cinta circundando el compartimento.
—Puedo decirte lo que ya debes haber adivinado, que algunas de las constelaciones están comenzando a parecerme familiares —su voz descendió. Estiró ambos brazos hacia adelante en un inconsciente gesto de anhelo—. Ellos, los shenna, me llevarán a casa. El mismo Moath puede estar esperándome. Eyar, wathiya grazzan tolya... Van Rijn dijo tranquilamente, interrumpiendo su creciente éxtasis:
—¿Y si no vienen? Dijiste que quizá no viniesen. ¿Qué harás?
Ella respiró profundamente, apretó los puños y, durante un instante, se irguió, la figura más solitaria que él recordara haber visto nunca, antes de volverse hacia él. Sus manos se cerraron sobre las de él, frías y con rapidez.
—Entonces, ¿me ayudarás tú? —suplicó. El fuego prendió en su expresión y retiró las manos—. ¡Pero Moath no me abandonará!
Dio media vuelta y se marchó de prisa.
Van Rijn contempló la estrella que brillaba débilmente allá delante y sacó su caja de rapé, en busca del consuelo que aquello le pudiera proporcionar.
Pero su presentimiento de que Thea no tenía verdadero motivo de preocupación era correcto. Al adentrarse en el sistema, la nave detectó emanaciones de una flotilla de gran tamaño, a una distancia inicial que indicaba que aquellas naves habían llegado hacía dos o tres días. (Lo que quería decir que habían partido de un punto a no mucho más de cien años luz de distancia —a menos que las naves shenna pudiesen viajar mucho más rápidamente que las técnicas, y esto no era probable, porque, si los shenna fuesen unos relativos recién llegados al espacio seguramente ya habrían encontrado exploradores—, por no mencionar el hecho de que las frecuencias de los osciladores de hipervelocidad de hoy estaban rozando el máximo permitido por la teoría de los quanta.) Casi en el instante en que Van Rijn entró en su radio de detección, aceleraron. Algunos se dispersaron en abanico, sin duda para asegurarse de que no habían sido seguidos. El resto se lanzó sobre él. Una señal en código que los shenna debían haber aprendido de los esclavos humanos, relampagueó. Van Rijn obedeció, pasó a estado normal, asumió una órbita alrededor del sol y dejó que los alienígenas se estacionasen donde mejor les pareciese.
Reunidos de nuevo en el puente, ante el comunicador principal, los tres esperaron. Thea se estremecía, su rostro pasando del rojo al blanco, mirando fijamente las naves, que cada vez se acercaban más. Van Rijn le dio la espalda.
—No sé por qué —murmuró a Adzel en uno de los lenguajes que estaba seguro de no compartir con ella—, pero al verla así siento algo que no sé cómo dominar.
—Probablemente, vergüenza —sugirió el wodenita.
—Oh, ¿eso es lo que sientes?
—Por supuesto que ella es distinta a mí, tanto por sus instintos naturales como por su educación —dijo Adzel—; pero, sin embargo, yo tampoco me encuentro a gusto al observar a un ser desnudarse de esa forma.
Concentró su atención en la más próxima de las naves shenna. Su lúgubre forma de finas aletas se silueteaba parte en negro contra la Vía Láctea y en parte cenicienta por el lejano sol anaranjado.
—Un diseño curioso —dijo él—. No parece muy funcional.
Van Rijn pasó al ánglico:
—Ese diseño podría ser el apropiado para máquinas —observó—. ¿Y por qué hay tantas —quince me parece— grandes y rebosantes de armas que necesitarían centenares de tripulantes... para reunirse con una pequeña y desarmada nave como la nuestra, a menos que sean en su mayor parte robots? Creo que esos shenna son unos verdaderos magos en cuanto a robots se refiere. Mucho mejores que nosotros. El sistema de los computadores de SI apunta a la misma dirección. En su alegría, Thea reaccionó como él había esperado. No pudo evitar vanagloriarse, en una rapsodia, de los poderosos y complejos autómatas, cuyas multitudes eran el esqueleto y el músculo de toda la civilización dathyna. Probablemente, en este grupo no había más de tres o cuatro amos vivientes, dijo. No hacía falta ninguno más.
—¿Ni siquiera para parlamentar con nosotros? —preguntó Van Rijn.
—Ellos sólo hablan por sí mismos —contestó Puma—. Tampoco tú tienes poderes plenipotenciarios. Pero después de hablar contigo conferenciarán con sus colegas.
Mientras hablaba, su tono se hizo más y más pensativo, hasta que se desvaneció en una especie de canturreo en el gutural lenguaje de los shenna. Nunca había dejado de mirar hacia fuera.
—Conferenciarán con sus colegas —comentó Adzel lentamente en su lenguaje particular—. Su frase sugiere que la autoridad para tomar decisiones la posee un grupo extraordinariamente pequeño. Pero de ahí no se sigue que la cultura sea una oligarquía extrema. Unos oligarcas preferirían tripulaciones vivientes para la mayor parte de las tareas, como nosotros y por las mismas razones. Por muy efectivo que construyas un robot, sigue siendo una máquina —esencialmente un auxiliar de un cerebro vivo—, porque si se hubiese desarrollado tanto como para ser equivalente a un organismo biológico no tendría ningún sentido construirlo.
—Ja, conozco esa clase de argumentos —dijo Van Rijn—. La naturaleza ya nos ha proporcionado los medios para hacer nuevos organismos biológicos, mucho más baratos y más divertidos de hacer que el construir robots. Pero ¿qué me dices del computador sobre el que tanto se ha especulado, completamente motivado pero superior, en todos los sentidos, a cualquier ser producto de la carne?
—Una posibilidad puramente teórica en todas las civilizaciones conocidas hasta ahora, y, francamente, yo soy escéptico con respecto a esa teoría. Pero suponiendo que un robot semejante existiese, gobernaría, no sería un servidor; y es evidente que los shenna no son subordinados. Por tanto, ellos poseen..., bueno, en total, robots algo mejores que los nuestros quizá no; ciertamente, más por cabeza. Pero no obstante, sólo robots, con las limitaciones inherentes de costumbre. Los emplean generosamente para compensar lo más que pueden esas limitaciones. Pero ¿por qué?
—¿Una pequeña población? Eso explicaría el porqué de que no haya muchos para tomar decisiones.
—Zanh-h-h..., quizá. Aunque no puedo ver de antemano cómo una sociedad formada por tan pocos pudo construir —incluso diseñar— las vastas y sofisticadas plantas de producción que Dathyna evidentemente posee.
Habían estado hablando en gran parte para aliviar la tensión, bastante conscientes de lo incierto de su lógica. Cuando la nave dijo «Señal recibida», ambos se sintieron sobresaltados. Thea ahogó un gritito.
—Conéctalos, quienquiera que sea —ordenó Van Rijn.
Se limpió el sudor de los carrillos con el empapado encaje de uno de sus puños.
La pantalla parpadeó. Una imagen apareció bruscamente. Era en parte semejante a la de un hombre, pero los sobresalientes músculos, la gran cabeza de toro, la melena iridiscente, el trueno que salía de la boca abierta; todo era la encarnación de un poder volcánico tal que Adzel retrocedió silbando.
— ¡Moath! —gritó Thea.
Cayó de rodillas con las manos tendidas hacia los shenna. Las lágrimas resbalaban por su rostro.
La vida es un negocio mal organizado, donde los problemas y los triunfos se presentan en lotes demasiado grandes para poder asimilarlos, mientras que entremedias se extienden períodos áridos de rutina y tiempo perdido. A menudo, Van Rijn hablaba airadamente a San Dimas sobre aquello. Nunca consiguió una respuesta satisfactoria.
Su misión actual siguió el esquema. Después de que Thea dijese que su señor, Moath, ordenaba su presencia a bordo de la nave donde se encontraba él —el mayor de la flotilla, una especie de acorazado por su tamaño, fantásticamente armado— y entrase en un transbordador despachado para recogerla, no sucedió nada durante cuarenta y. siete horas y veintiún minutos por el reloj. Los shenna no dijeron nada más ni contestaron ninguna otra llamada que les fue dirigida. Van Rijn gimió, maldijo, ululó, pateó los pasillos de un lado para otro, comió siete comidas completas al día, se hacía trampas en los solitarios, sobrecargó los purificadores de aire con humo y la bandeja de la basura con botellas vacías y no podía ser ni siquiera calmado por sus sinfonías de Mozart. Finalmente, terminó con la paciencia de Adzel. El wodenita se encerró en su habitación con comida y buenos libros y no salió de allí hasta que su compañero gritó delante de la puerta que aquella maldita estalactita hembra de cerebro derretido estaba lista para hacer de intérprete y quizá ahora pudiera hacerse algo para recompensarle a él, Nicholas van Rijn, por su paciencia, semejante a la de Griselda.
A pesar de esto, el mercader estaba mostrando una cierta cortesía deferencial a la imagen de la mujer, cuando Adzel entró al galope...
—... me preguntaba por qué nos dejabas aquí tirados cuando todo el mundo había venido hasta tan lejos para una reunión.
Sentada ante un receptor transmisor en la nave de guerra, ella había cambiado. Sus vestiduras eran una suelta túnica blanca y un turbante, y sus
ojos llevaban lentes de contacto oscuras, como protección contra la fuerte luz del camarote. Volvía a tener un perfecto dominio de sí misma, pues sus necesidades emocionales habían sido satisfechas. Su respuesta llegó vibrante:
—Mis señores, los shenna, me interrogaron detalladamente como preparación para nuestras discusiones. Compréndelo, no hay aquí nadie más de Serendipity.
Bajo el campo visual de su propio transmisor, Van Rijn tenía una maquinita sobre su regazo. Sus dedos se movieron sobre la silenciosa consola como veloces salchichas peludas: Eso fue una tontería. ¿ Cómo sabían ellos que no le había sucedido nada a ella, su enlace con nosotros? Una prueba más de que se lanzan a las cosas sin detenerse a pensar.
Thea continuaba:
—Además, antes de que yo pudiera hablar racionalmente, tenía que pasar por el haaderu. Había estado demasiado tiempo lejos de mi señor, Moath. Tú no comprenderías haaderu —se ruborizó un poco, pero su voz podría estar describiendo algún ajuste hecho a una máquina—. Considéralo una ceremonia en la que reconoce mi lealtad hacia él. Necesita tiempo. Mientras tanto, las naves de exploración verificaron que nadie más nos había acompañado a traición a cierta distancia.
Van Rijn escribió: No es Jove, es el Minotauro. Pura fuerza y masculinidad.
—No identifico esa referencia —susurró Adzel a su oído.
Lo que esa bestia shenna es realmente para ella. Ella es en cierta forma una esclava. He conocido a muchas mujeres así en oficinas, solteronas fanáticamente devotas a un jefe masculino. No me extraña que en la banda de SI hubiera cuatro mujeres y sólo dos hombres. Los hombres pocas veces llegan a pensar así. A menos que, primero, sean condicionados, 'rotos. Dudo que esa gente haya tenido ninguna relación sexual. El matrimonio de Latimer fue para prevenir los cotilleas. Su sexualidad ha sido encauzada al servicio de los shenna. Por supuesto, ellos no lo comprenden así.
—Mis señores te oirán ahora —dijo Thea Belda-niel, por un instante mostró humanidad. Se inclinó hacia delante y dijo, con voz rápida y urgente—: Nicholas, ten cuidado. Conozco tus modales y traduciré lo que quieres decir, no lo que dices. Pero ten cuidado también con lo que quieras decir. No les mentiré. Y se enfadan con más facilidad de lo que puedas imaginarte, y yo... —se detuvo durante un segundo— quiero que vuelvas sin sufrir ningún daño. Eres el único hombre que ha sido amable conmigo.
Bah, escribió él. Yo mismo jugué a ser el Minotauro, cuando comprendí que eso era lo que ella deseaba, aunque en ese momento creí que era Jove. Ella respondió, sin darse cuenta de lo que la conmovía. No es que ella no merezca que se la devuelva a su propia especie. Es asqueroso lo que le hicieron.
Thea hizo un gesto. Un robot respondió. La visión retrocedió, revelando una gran sala de conferencias donde cuatro shenna se sentaban sobre cojines. Van Rijn parpadeó y musitó un juramento cuando vio la decoración.
—¡Ningún gusto por los estándares de ningún sitio en el universo ni en el infierno! Han pasado por encima de la civilización y han ido directamente de la barbarie a la decadencia.
Fue Adzel el que, según se iba desarrollando la conferencia y el foco de visión se movía, observó unos cuantos objetos en la recargada habitación que parecían antiguos y eran encantadores.
Una voz tronó desde un peludo pecho. Empequeñecida y con aspecto de estar perdida, pero con la mirada constantemente volviéndose a adorar al shenna llamado Moath, Thea tradujo:
—Has venido a hablar de paz entre tu especie y la mía. ¿Cuál es la disputa?
—Oh, nada en realidad —dijo Van Rijn—, excepto quizá unos cuantos trozos de basura que podríamos dividirnos como amigos, en lugar de hacer saltar nuestro beneficio en pedacitos. Y quizá tengamos cosas que podemos intercambiar, o enseñar los unos a los otros; por ejemplo, ¿y si uno de nosotros tuviésemos un maravilloso vicio desconocido?
La traducción de Thea fue interrumpida por la mitad. Un shenna preguntó algo bastante largo que ella tradujo como:
—¿Cuál es la queja que tienes contra nosotros?
Ella seguramente también había matizado la traducción, pero Van Rijn y Adzel estaban demasiado sorprendidos para que les importara eso.
—¿Queja? —casi chilló el wodenita—. Ni se sabe por dónde empezar.
—Yo sí, maldita sea —dijo Van Rijn, y comenzó.
Surgió una discusión. Thea se puso de pronto pálida y temblorosa a causa de los nervios. El sudor pegaba su cabello a la frente. No tendría sentido detallar los regateos. Fueron tan confusos y sin sentido como los peores de la historia de los humanos. Pero, pieza a pieza, mediante una tozudez incomparable y la negativa a dejarse gritar, Van Rijn se hizo una composición total.
Tema: Serendipity había sido organizado para espiar a la Liga Polesotécnica y a toda la civilización técnica.
Respuesta: Los shenna habían proporcionado a la Liga un servicio que eran demasiado torpes para inventar ellos solos. La venta forzada de Serendipity era un acto de piratería por el que los shenna demandaban una compensación.
Tema: David Falkayn había sido secuestrado y drogado por agentes de los shenna.
Respuesta: No valía la pena discutir por culpa de un organismo inferior
Tema: Unos humanos habían sido esclavizados y probablemente otros asesinados por los shenna.
Respuesta: A los humanos se les había dado una vida más noble dedicada a una causa superior de la que habrían tenido de otra forma. Pregúntales a ellos si esto no era así.
Tema: Los shenna habían intentado ocultar el conocimiento de un nuevo planeta a aquellos que tenían derecho a ello.
Respuesta: Los únicos con derecho eran los shenna. Que los que se acercasen tuviesen cuidado.
Tema: A pesar de su espionaje, los shenna no parecían apreciar la fuerza de los mundos de la técnica, y especialmente el poder de la Liga, que no estaba acostumbrada a recibir amenazas.
Respuesta: Tampoco los shenna lo están.
Más o menos en ese momento, Thea se desplomó. El ser que se llamaba Moath abandonó su sitio y fue a inclinarse sobre ella. Miró brevemente hacia la pantalla. Sus fosas nasales estaban dilatadas y su melena erecta. Resopló una orden. La transmisión terminó.
Probablemente, era lo mejor.
Van Rijn se despertó tan rápidamente que oyó su propio ronquido final. Se sentó en la cama. Su habitación estaba oscura, susurrante con el ruido de los ventiladores, con un ligero olor azucarado en el aire porque nadie había ajustado el sistema químico. La voz mecánica repitió: «Una señal ha sido recibida».
— ¡Peste y pestilencia! Te he oído, te he oído, deja que arrastre mi pobre y cansado viejo cuerpo hacia arriba, maldita sea.
La cubierta sin ninguna alfombra estaba fría bajo sus pies. En la reluciente esfera de un reloj vio que había estado durmiendo menos de seis horas, lo que sumaban unas veinte horas desde que la conferencia había sido interrumpida, si es que podía uno dar a aquel combate de gritos semejante categoría. ¿Qué les dolería ahora a aquellos toros gritones? Una cultura altamente tecnológica como la necesaria para construir robots y naves espaciales debería implicar ciertas cualidades —un nivel mínimo de diplomacia y precaución y un racional interés propio—, porque de otra forma se habría arruinado a sí misma antes de llegar tan lejos... Bueno, quizá las comunicaciones hubieran sido interrumpidas hasta ahora porque los shenna estaban recobrando el sentido... Van Rijn se apresuró por el pasillo. Su camisón le golpeaba en los tobillos...
El puente era otro vacío lleno de zumbidos. Aceptando literalmente sus órdenes, el computador dejó de anunciar que había tenido respuesta. En aquel corto tiempo, Adzel, cuyos oídos estaban acostumbrados a un aire más denso, no se había despertado. La máquina continuó informando:
—Hace dos horas ha sido detectada la llegada de otra nave acercándose desde la región de Circinus. Está todavía colocándose en órbita, pero, evidentemente, ya está en contacto con aquellos ya presentes...
—Cierra la boca y conéctame —dijo Van Rijn.
Su mirada sondeó las estrellas. Un destructor semejante a una anguila, un crucero más alejado, un punto de luz que podía ser la nave insignia de los shenna pasaron ante su vista. No había ninguna señal del recién llegado. Pero no dudaba de que fuera esto lo que hubiera provocado aquella llamada.
La pantalla se iluminó. Thea Beldaniel estaba sola en la caverna que había sido sala de conferencias, iluminada por una fuerte luz entre los murmullos de las máquinas. Nunca la había visto tan frenética. Sus ojos estaban bordeados de blanco, su boca tenía una forma irreconocible.
—¡Iros! —tampoco su voz era reconocible—. ¡Escapad! Están hablando con Gahood. No han pensado en ordenar a los robots que os vigilen. Podéis marcharos silenciosamente..., quizá... conseguir alguna ventaja, o esquivarlos en el espacio... ¡Pero si os quedáis os matarán!
El se mantuvo completamente inconmovible. Su profundo tono resonó a su alrededor.
—Por favor, explícame algo más.
—Gahood. Vino... solo... Hugh Latimer está muerto o... Yo duermo en el camarote de mi señor, Moath, junto a la puerta. Una llamada por el intercomunicador. Thellam le pidió que fuera al puente, él y todos los demás. Dijo que Gahood había llegado desde Dathyna. Gahood fue a la estrella gigante donde está el planeta errante y algo sucedió, y Gahood perdió a Latimer. Se reunirán, escucharán toda la historia, decidirán... —sus dedos parecían garras en el aire—; no sé nada más, Nicholas. Moath no me dio ninguna orden. Yo n-n-no les traicionaré... a ellos.... nunca...; pero ¿qué daño hay en que sigas vivo? Pude oír cómo se acumulaba la furia, sentiríamos conozco, sea lo que sea lo que haya pasado, se enfurecerán. Harán que las armas abran fuego sobre vosotros. ¡Marchaos!
Pero Van Rijn seguía sin moverse. Se mantuvo en silencio hasta que ella pudo controlarse un poco. Temblaba y su respiración era desigual, pero le miró con bastante cordura. Entonces preguntó:
—¿Es seguro que me matarían a Adzel y a mí? De acuerdo, están furiosos y ahora mismo no tienen ganas de más conversaciones. Pero ¿no tendría más sentido para ellos que nos llevasen prisioneros? Tenemos información. Somos de gran valor como rehenes.
—No lo comprendes. Nunca seríais liberados. Podríais ser torturados por lo que sabéis, seguramente drogados. Y yo tendría que ayudarles. Y, al final, cuando ya no sirvieseis de nada...
—Me dan un golpe en la cabeza. Ja, ja, eso está claro. Pero la tengo muy dura —Van Rijn se inclinó hacia delante, descansando las yemas de los dedos ligeramente sobre el respaldo de un asiento y su peso sobre ellos, mirándola a los ojos sin dejar que se retirara—. Thea, si escapamos, quizá lo consigamos, puede que no. Apuesto a que por lo menos esos destructores pueden correr más que nosotros. Pero si vamos a Dathyna, bueno, quizá podamos hablar después de que tus jefes se hayan serenado otra vez. Quizá todavía podamos hacer un pacto. ¿Qué pueden perder de todas formas con llevarnos con ellos? ¿Puedes hacer que no nos maten, que sólo nos capturen?
—Yo..., bueno, yo...
—Fue un gran gesto por tu parte avisarme, Thea. Creo que sé lo que te ha costado hacer eso; pero no debes tener problemas tú también, y los tendrías si ellos viesen que nos hemos escapado y adivinaran que era por culpa tuya. ¿Por qué no hablas de eso con tu Moath? Le recuerdas que estamos aquí, y si quiere apuntar las armas contra nosotros, dile que es mejor que nos lleve prisioneros a Dathyna. ¿Crees que lo hará? —ella no pudo hablar más. Consiguió asentir espasmódica-mente—. Okey, echa a correr.
Le lanzó un beso. El efecto hubiese resultado más gracioso de no haber sido tan ruidoso. La pantalla se oscureció. Salió para encontrar una botella, y Adzel, por ese orden; pero antes pasó unos minutos con San Dimas. Si la rabia entre los shenna era mayor que la prudencia, a pesar de las súplicas y argumentos de la mujer no estaría vivo durante mucho tiempo.
21
El viaje a plena pseudovelocidad desde la estrella sin nombre hasta el sol de Dathyna consumió algo menos de una semana. La nave prisionera tuvo que esforzarse un poco para seguir a las naves de guerra que la rodeaban; pero lo consiguió, lo que aclaró algo al terrestre y al wodenita sobre las capacidades de los shenna en el espacio.
Durante el camino se enteraron de bastantes más cosas. Esto no incluía el contenido del mensaje de Gahood, ni la razón por la que el grupo había salido inmediatamente disparado hacia el hogar. Pero sus carceleros le interrogaron a intervalos irregulares por el comunicador. Los interrogatorios eran poco sistemáticos y repetitivos, y aparentemente se producían siempre que a algún shenna en particular le daba ese impulso, degenerando pronto en fanfarronadas y amenazas. Van Rijn dio muchas contestaciones sinceras, porque los alienígenas podrían haberlas obtenido directamente de Trica —población, productividad, etc., de los principales mundos de la técnica, naturales y actividades de la Liga Polesotécnica, detalles pintorescos sobre tal o cual forma de vida o cultura—. Era claro que ella estaba disgustada por la conducta de sus señores e intentaba transformar sus palabras en algo mejor organizado. Van Rijn podía sacarle algunas cosas metiéndose con ella. Por ejemplo:
—Mi señor Nimran quiere saber más sobre los principios de la historia de la Tierra —dijo ella al mercader—. En ambas naves los computadores efectuaban la transmisión de puntos y rayas en voz. Está especialmente interesado en los casos en que una civilización heredó a otra.
—¿Como los griegos de los cretenses, la cristiandad occidental del imperio romano o los turcos del bizantino? —preguntó Van Rijn—. Los casos no son comparables. Y fue hace mucho tiempo. ¿Por qué tiene que importarle?
El podía imaginar cómo ella se sonrojaba.
—Es suficiente que a él le importe.
—Oh, no me importa darle conferencias. No tengo otra cosa que hacer, excepto servirme otra cerveza. Y hablando de eso...
Van Rijn se inclinó y revolvió en el congelador que Adzel le había llevado al puente.
—Ah, estás aquí, pececito... El computador convertía esto en hiperimpulsos. El computador que lo recibía no estaba equipado
para traducirlos, pero su banco de memoria incluía ahora un vocabulario ánglico. Thea debía haber dicho a Nimran que él no había realmente contestado. ¿Había gruñido el Minotauro y llevado la mano al arma? Su súplica fue intensa, a pesar de lo monótono de la voz artificial.
—No le provoques. Es terrible cuando se enfada.
Van Rijn abrió la botella y se sirvió en un vaso.
—Ja, claro. Solamente intento servir de algo. Pero dile que tengo que saber si quiere que amplíe sus conocimientos antes de meterme esto en el saco. Y porque siento la impresión de que la cultura shenna no produce científicos que quieren saber cosas por pura curiosidad.
—Los humanos sobrevaloran la curiosidad. Es un rasgo propio de los monos.
—Oh, oh, oh. Todas las razas tienen sus propios instintos, a veces similares a los de otras razas, pero no necesariamente. Estoy intentando ahora enterarme de los instintos básicos de tus... tus dueños..., porque de otra forma lo que les diga podría no ser lo que ellos quieren, o no tener ningún sentido para ellos. Okey, dime que en Dathyna no hay verdadera ciencia. Ningún interés en lo que no es comestible, bebible, o práctico, o vendible, o útil de otra forma que no debo mencionar a una dama.
—Estás simplificando demasiado.
—Lo sé. No puedo describir a un ser individual con unas cuantas palabras, y menos a toda una raza inteligente. Seguro. Pero, hablando francamente, ¿no tengo razón? ¿No dirías que esta sociedad no es una donde la ciencia abstracta y los pequeños hechos que no tienen relevancia inmediata importen?
—Muy bien, concedido.
Después hubo una pausa, durante la cual Thea probablemente estuvo calmando otra vez a Nimram.
Van Rijn se limpió la espuma de la nariz, y dijo:
—Supongo que sólo hay una civilización shenna.
—Sí, sí. Tengo que terminar de hablar con él —después de un par de minutos, dijo—: Si no comienzas a contestar, las consecuencias pueden ser graves.
—Pero ya te lo he dicho, preciosidad, no tengo claro qué es lo que pregunta. El no tiene curiosidad científica, así que pregunta sobre las sucesiones de culturas sobre la Tierra porque podrían ser de utilidad para su propio y reciente caso en Dathyna. ¿Correcto?
—Sí —Respondió Fhen después de una vacilación.
—Muy bien, averigüemos en qué tipo de sucesión está interesado. ¿Se refiere a una cultura suplantadora como la hindú, o un híbrido de dos culturas como la arábiga o la técnica, o la degeneración de una cultura para convertirse en otra como la clásica y la bizantina?
—Yo no conozco nada sobre la historia de la Tierra —indudablemente, una sombra de desamparo había cruzado por sus ojos.
—Pregúntaselo. O mejor, yo se lo preguntaré a través de ti.
De esta forma, Van Rijn vio confirmado lo que ya sospechaba. Los shenna no eran los creadores de la magnífica estructura cibernética que utilizaban. La habían tomado, junto con muchas más cosas, de una raza anterior. Todavía mucho más parecía haberse perdido, porque los shenna eran conquistadores, exterminadores, salvajes, viviendo en una casa que había sido erigida por unos seres más civilizados que los eliminados por ellos. ¿Cómo había sido posible?
No es que por esto resultaran menos peligrosos, ni por el hecho de que fueran herbívoros. ¿Qué tipo de evolución eran capaces de producir herbívoros tan belicosos?
Tenían inteligencia suficiente para hacer caso de las recomendaciones del computador de SI en lo que concernía al planeta de Beta Crucis. Podían ver su potencial industrial; pero estaban más ocupados por quitárselo a los demás que en hacer uso intensivo de él para su propio provecho. Porque no eran comerciantes, ni fabricantes a gran escala. Sus robots les construían los artículos y servicios básicos que necesitaban, incluyendo la construcción y el mantenimiento de la propia maquinaria. No tenían deseos de entablar relaciones comerciales ni intelectuales con las sociedades técnicas. Más bien parecían pensar que la coexistencia era imposible. ¿Por qué?
La operación de Serendipity era típica. La primera vez que encontraban otras razas que viajaban y colonizaban por el espacio, en la frontera de la esfera de la técnica, procedían a estudiarlas. Sus métodos no estaban claros, y, sin duda, habían variado según los lugares y el momento, pero no siempre tenían que haber sido violentos. Un shenna podía ser astuto. Puesto que nadie es capaz de recordar todos los planetas cuyos nativos pueden andar por ahí, no necesitaba admitir que provenía del Exterior y podía hacer muchas preguntas que sonasen de modo natural.
Sin embargo, no podían conseguir en secreto una información tan detallada como la que querían de aquella forma. Un brillante macho concibió la idea de establecer espías en el corazón del territorio enemigo, espías que podrían contar con la entusiasta cooperación de sus víctimas. Sus camaradas le ayudaron a lanzar la empresa. Ningún shenna tenía paciencia para dirigir la oficina de Lunogrado. Pero los computadores y los perros humanos sí la tenían.
Aun así, el programa básico para las máquinas y el adoctrinamiento de la gente fue esbozado por los shenna. Y aquí se reveló de nuevo la naturaleza de la bestia. Cuando surja algo importante y urgente, reacciona agresivamente..., ¡con rapidez! La mayor parte de las especies hubiesen dado a una agencia más prudencia, más flexibilidad. Los shenna no podían soportarlo. Su instinto les decía que en cualquier crisis la acción siempre era preferible a esperar ver acontecimientos. Los fragmentos resultantes podían ser recogidos después.
Los shenna tenían un motivo racional para su desconfianza con respecto a las otras razas que viajaban por el espacio. (Desconfianza que automáticamente ellos convertían en un odio asesino.) Ellos no eran muchos. Sus colonias en otros planetas eran pocas, pequeñas y ninguna de ellas demasiado exitosa. Las cuatro quintas partes de sus adultos debían ser descartados como capaces de prestar ayuda..., porque las hembras sobrepasaban a los polígamos machos en esa proporción y eran criaturas serviles de cerebro embotado. Su estructura política era tan cruda que parecía ridicula. Patriarcas señoriales, dominando en gigantescos dominios como reinos independientes, podían reunirse para cooperar si era necesario, de forma completamente voluntaria, y esto era lo que llamaban el estado. Su economía era igualmente primitiva. (¿Cómo había salido del Paleolítico una raza como ésta y además destruido a otro pueblo que había cubierto el planeta de máquinas y estaba lanzado a las estrellas?)
Las compañías de la Liga podían comprarles y venderles a cambio de cacahuetes. La onda exterior de la colonización técnica no tenía por qué destruirlos necesariamente cuando llegase hasta allí —¿por qué iban a molestarse?—, pero indudablemente se apoderaría de cualquier otro mundo deseable en las cercanías de Dathyna. En el mejor de los casos, y con enormes esfuerzos, los shenna podían convertirse en una raza espacial más, entre otras cuentas. Para una naturaleza como la suya, aquella perspectiva resultaba intolerable.
Sin embargo, aunque su sociedad fuera así, ellos no eran ridículos. Al contrario, eran tan amenazadores como el bacilo de la peste, la primera vez que atacó a Europa; o quizá más: Europa había sobrevivido.
22
A Adzel el sol de Dathyne le pareció conocido —una estrella F de tipo medio, cuatro o cinco veces tan luminosa como el sol, más blanca que dorada— hasta que lo estudió con los instrumentos que tenía disponibles. Asombrado, repitió el trabajo y obtuvo los mismos resultados.
—Esa estrella no es normal —dijo.
—¿Está a punto de convertirse en nova? —preguntó Van Rijn esperanzado.
—No, nada tan anormal.
Adzel amplificó la vista, graduando la brillantez hasta que en la pantalla apareció un disco. La corona relucía, inmensa, con un sereno y hermoso tono nacarado, pero era un fondo para el hervor de llamaradas y protuberancias la densa profusión de manchas.
—Observa el nivel de producción. Observa también lo intrincado de los dibujos. Muestran un campo magnético poderoso pero inconstante... ¡Ah!...
Una mota de luz tan fuerte que hacía daño a los ojos estalló y murió sobre la superficie.
—Una explosión nuclear dentro de la fotosfera. Imagínate las corrientes de convección y los efectivos de plasma que eso requiere. El espectroscopio concuerda con los datos visuales, así como la medida de la radiación. El viento solar es poderoso, incluso a nuestra distancia actual, y según nos adentramos en él su conducta es muy variable —contempló la escena, mientras sus labios, que parecían de goma, formaban una sonrisa desconcertante—. Había oído hablar de casos como éste, pero son raros y nunca pensé que tendría la buena suerte de encontrar uno.
—Me alegro de que eso te divierta ahora —gruñó Van Rijn—. Quiero que me acompañes al próximo funeral que vaya para que hagas unos pases mientras silbas «Hey nonny nonny». Así pues, ¿qué es eso?
—No solamente un sol enorme, sino de una composición poco corriente, extraordinariamente rico en metales. Probablemente se ha condensa-do en las proximidades de una reciente superno-va. Además de la fase principal de la evolución normal, otras varias cadenas de fusión, algunas de las cuales terminan en fisión, tienen lugar durante su vida. Esto naturalmente influencia los fenómenos interiores que a su vez determinan la producción. Considérala una estrella variable en forma irregular. En realidad no lo es, pero la evolución completa es tan compleja que no se repite en épocas. Si interpreto correctamente mis hallazgos, en el momento actual está en recesión después de un período de alta actividad que ocurrió... zanh-h-h, hace varios millones de años, creo yo.
—¿Que no acabó con la vida en Dathyna?
—Es evidente que no. La luminosidad nunca será tan grande hasta que la estrella termine completamente la fase mayor. Sin embargo, debe haber habido considerables efectos biológicos, especialmente desde que la emisión de partículas cargadas alcanzó un extremo.
Van Rijn gruñó, se acomodó profundamente en la silla y cogió su larga pipa de arcilla. Generalmente fumaba en ella cuando quería concentrarse. La flotilla se acercaba a Dathyna. El computador de la nave cautiva mantenía abiertos todos los sensores, según se le habia ordenado, e informaba acerca de una gran actividad en el espacio que les rodeaba: naves en órbita, naves yendo y viniendo, naves en construcción. Adzel hacía las lecturas sobre el propio globo.
Era el cuarto planeta en rotación alrededor de su sol, completando ésta en un período de 2,14 años estándar a una distancia media de dos unidades astronómicas. Su masa era también parecida a la de Marte: 0,433 la terrestre; el diámetro, sólo de 7.950 kilómetros en el ecuador. A pesar de esto, y de recibir un tercio de la luz y el calor que recibe la Tierra, Dathyna tenia una extensa atmósfera de oxígeno y nitrógeno. La presión descendía rápidamente con la altitud, pero al nivel del mar era ligeramente mayor que la terrestre. Una cantidad semejante de gas se debía seguramente a la composición planetaria, una abundancia de elementos pesados que provocaban una gravedad específica de 9,4 y por tanto una aceleración de superficie de 1.057 centímetros por segundo al cuadrado. Durante la juventud de aquel mundo, el núcleo rico en metales debía haber producido una enorme salida de gases a través de los volcanes. Hoy, en combinación con la rotación, que era bastante rápida —una en diecisiete horas y cuarto—, el núcleo generaba un fuerte campo magnético que alejaba la mayor parte de las partículas solares que, de otra forma, podrían haber dejado en libertad las moléculas de aire. También era un hecho útil que Dathyna no tuviese lunas.
Visualmente, cada vez mayor, entre la oscuridad y las estrellas, el planeta seguía siendo extraño. Tenía una hidrosfera mucho más pequeña que la terrestre; los quanta procedentes de aquel sol, pródigo en ultravioleta, habían separado más de una molécula de agua. Pero debido a que las montañas y las masas continentales estaban menos bien definidas y la superficie por término medio era más llana, el agua cubría casi la mitad del planeta. Aquellos mares poco profundos y virtualmente sin mareas estaban cubiertos por una capa de organismos semejantes a las algas, una alfombra roja, marrón y amarilla que a veces se desgarraba para dar paso a las olas, y otras veces se amontonaba formando islas flotantes.
Con una ligera inclinación axial y un efecto de achatamiento relativamente pequeño, las regiones polares no se diferenciaban espectacularmente de las ecuatoriales. Pero debido al fuerte desnivel de la presión del aire, las tierras altas eran completamente distintas a los valles que estaban a baja altura: eran glaciares y rocas desnudas. Algunas tierras bajas, especialmente en los bordes de los océanos, parecían ser fértiles. La vegetación nativa, de un color pardo-dorado, les daba color, y en la pantalla ampliadora aparecieron bosques, valles, campos cultivados. Pero había regiones enormes desiertas donde las tormentas de polvo arañaban las rocas rojas. Y aquella esterilidad era nueva en términos geológicos —históricamente es probable que no fuera muy antigua—, porque las torres y murallas medio enterradas de muchas grandes ciudades muertas podían ser identificadas aún, y también los restos de autopistas y torres de energía que en un tiempo había necesitado una población grande.
—¿Ha sido la fase alta del sol la que ha quemado la tierra? —por una vez Van Rijn casi susurraba una pregunta.
—No —dijo Adzel—. Creo que no fue nada tan sencillo.
—¿Por qué no?
—Bien, el aumento de temperatura provocaría mayor evaporación, más nubes, un albedo más alto, y así tendería a controlarse a sí misma. Además, aunque podría dañar a unas zonas beneficiaría a otras. La vida emigraría hacia el polo y hacia arriba. Pero puede verse que las latitudes y altitudes altas han sufrido tanto como el resto... Y además, una cultura próspera y enérgica basada en las máquinas debiera haber encontrado medios de habérselas con un simple cambio en el clima, cambio que no sucedió de la noche a la mañana, recuérdalo.
—¿Tendrían quizá alguna guerra que se resolvió de mala manera?
—No veo señales de mala utilización de energías nucleares en gran escala. Y dudo que cualquier posible agente químico o biológico destruyese toda la ecología de un planeta entero, incluido el más humilde equivalente de la hierba. Creo —dijo Adzel lúgubremente— que la catástrofe se debió a una causa mucho mayor y efectos más profundos.
No tuvo oportunidad de describirlas, porque se ordenó que la nave entrara en la atmósfera. Un par de destructores les acompañaban. Moath y Thea dirigían los robots desde un vehículo. El grupo aterrizó cerca del castillo ancestral del shenna. Un enjambre armado salió corriendo a su encuentro.
Durante los tres días que siguieron, Thea condujo a Van Rijn y Adzel para que echaran un vistazo a los alrededores.
—Mi señor lo permite gracias a mis recomendaciones mientras él se encuentra tomando parte en el Gran Consejo que ha sido convocado —dijo—. Cuanto más comprendáis nuestra sociedad, mejor podréis ayudarnos —suplicante y sin querer sostenerles la mirada, añadió—: Nos ayudaréis, ¿verdad? No podéis hacer otra cosa que eso o morir. Mi señor os tratará excelentemente si le servís bien.
—Veamos, pues, cómo es el sitio donde tenemos que pasar el resto de nuestras vidas —dijo Van Rijn.
El grupo iba fuertemente custodiado por jóvenes machos —hijos, sobrinos y servidores, que formaban las mesnadas de Moath— y armas robots que flotaban sobre plataformas gravitatorias. El tamaño de Adzel inspiraba precaución, aunque él se comportaba con bastante amabilidad. Jovenzuelos y sirvientes ociosos les seguían. Las mujeres y los trabajadores miraban con ojos muy abiertos a los alienígenas. La raza de los shenna no estaba totalmente desprovista de curiosidad, como cualquier otro vertebrado de ningún planeta conocido. Simplemente, no la sentían con la intensidad que caracteriza a especies como el Homo o el Dracocentaurus sapiens. Pero su amor por las novedades era completamente análogo.
«Castillo» era una palabra confusa para denominar aquello. En un tiempo había sido un conjunto de edificios intercomunicados, un bloque enorme, de cinco o seis kilómetros por un lado y la décima parte de alto..., y sin embargo, y a pesar de toda aquella masa, gracioso, policromo, con columnas de cristal que no eran funcionales sino una alegría para la vista, con torres que ascendían tan sobre las murallas que sus agujas de forma de pétalos casi se desvanecían en el cielo. Había sido un lugar donde millones de seres vivieron y trabajaron, una comunidad que era una unidad de ingeniería, automatizada, con energía nuclear e integrada a través del comercio y las comunicaciones con el resto del planeta.
Ahora la mitad estaba en ruinas. Los pilares se habían desplomado, los techos mostraban sus bocas abiertas al cielo, las máquinas se habían corroído, criaturas semejantes a los pájaros anidaban en las torres, y criaturas como las ratas correteaban por las habitaciones. Aunque la destrucción no había afectado al resto y los pacientes robots automantenedores lo conservaban en reparación, el resonante vacío de demasiados pasillos, la saqueada desnudez de demasiadas salas, plazas y terrazas eran más deprimentes que las partes en ruinas. Thea se negó a relatar lo sucedido hacía siglos.
—¿Te han prohibido que nos lo digas? —preguntó Adzel. Ella se mordió los labios.
—No —dijo con una vocecita triste—; no exactamente. Pero no quiero. No lo entenderíais. Lo entenderíais mal. Más adelante, cuando conozcáis mejor a nuestros señores, los shenna...
En aquel momento estaba habitada la mitad de la mitad funcional del complejo. Los moradores no tenían respeto al pasado. Parecían considerar aquella impresionante concha como parte de su paisaje. Las ruinas se empleaban como canteras —era una de las razones por las que estaban en tan mal estado— y el resto sería ocupado cuando la población creciese. Entre las paredes y a través del campo surgía una vida atareada, lozana, bulliciosa. Aunque los robots hacían la mayor parte del trabajo esencial, la gente de Moath tenía un montón de tareas que hacer: desde la supervisión técnica hasta sus rudas artesanías y oficios; de la agricultura y los bosques a la prospección y la caza; de la educación para ocupar la posición correspondiente en una sociedad jerárquica al entrenamiento para la guerra. Los aviones traían pasajeros y mercancías de otros dominios. Naves movidas por la gravitación viajaban entre los planetas del sistema, naves con hipervelocidad traficaban con las colonias implantadas recientemente en las estrellas más próximas, o se alejaban más exploradoras e imperialistas. Incluso las actividades rutinarias y pacíficas en Dathyna tenían ese vigor semejante al trueno que es característico del Minotauro.
Sin embargo, aquél era un planeta donde la vida se había vuelto escasa. Era rico en metales, pero pobre en vida. Las cosechas crecían ralas sobre los campos polvorientos. Un vago hedor flotaba perpetuamente en el aire procedente del cercano océano, donde la enorme capa de plantas marinas moría y se pudría con más rapidez de lo que se regeneraba. Hacia el este, las colinas estaban cuida-tas de árboles, pero éstos eran escuálidos y crecían entre los restos de gigantes caídos. Por la noche, la trompeta de un cazador resonaba desde allí más solitaria de lo que hubiese sido el aullido del último lobo con vida.
Adzel se asombró al saber que los shenna cazaban, y que, de hecho, tuvieran rebaños de ganado.
—Pero dijiste que eran herbívoros —protestó.
—Sí, lo son —replicó Thea—. Este tipo de luz solar hace que las plantas formen compuestos de alto contenido calórico que nutren animales más activos, y por tanto más inteligentes, que en un mundo con una estrella del tipo del sol.
—Lo sé —dijo Adzel—. Yo mismo soy originario de un sistema de tipo F5...; aunque en Zatlakh, Woden, los animales gastan generalmente la energía extra en hacerse más grandes y los seres sensibles somos omnívoros. Supongo que los shenna tienen que procesar la carne antes de digerirla, ¿no?
—Correcto. Por supuesto, estoy segura de que conoces aún mejor que yo lo vaga que es la línea que separa a un «carnívoro» de un «herbívoro». Por ejemplo, he leído que en la Tierra los ungulados comen habitualmente sus propias placentas, después de parir a sus cachorros, mientras que los gatos y los perros comen muy a menudo hierbas. Aquí en Dathyna existe otra posibilidad. Los jugos de ciertas frutas hacen que la carne sea nutritiva para una criatura normalmente vegetariana, a través de la acción de las enzimas. El proceso del tratamiento es sencillo. Fue descubierto en... en los antiguos tiempos por los antecesores primitivos de los shenna actuales; o quizá antes.
—Y en un planeta que ha sufrido un desastre ecológico como éste, todas las fuentes de alimentación deben ser utilizadas, ya veo —Adzel estaba satisfecho.
Hasta que Van Rijn dijo:
—Pero los shenna cazan por diversión. Estoy seguro de que lo hacen. Vi a ese joven macho volver ayer llevando los cuernos de alguna presa. Además había usado un arco, cuando tiene una pistola en perfecto estado. Eso era deporte.
Thea arqueó las cejas.
—¿Y por qué no? —desafió—. Me han dicho que la mayor parte de las especies inteligentes se divierten cazando. Y luchando. Incluyendo la tuya.
—Ja, ja. No digo que sea malo, mientras no empiecen a cazarme a mí. Pero ¿de dónde nos viene el instinto que nos hace ser felices después de atrapar y matar? Aunque hay mucha gente que nunca mataría un ciervo, sí se sentirían contentos aplastando una mosca. ¿Cómo ha sucedido eso? —Van Rijn agitó un dedo—. Yo te lo diré. Tú y yo descendemos de cazadores. El primer hombre en África fue un gorila asesino. Los que no mataban siguiendo sus instintos naturales no vivieron para perpetuar sus escrúpulos. ¡Pero los antepasados de los shenna eran rumiantes y comedores de hierbas! Quizá tuvieran peleas durante la época del celo, pero no cazaban otros animales. ¿Cómo eso llegó a suceder?
Thea cambió de tema. Era fácil hacerlo con tantas cosas de que hablar, las infinitas facetas de un planeta y una civilización. Había que admitir que los shenna eran civilizados en el sentido técnico de la palabra. Tenían máquinas, literatura, una cultura extendida por todo el planeta que se expandía fuera de él. Aunque resultaba evidente que eran herederos de lo que había creado la cultura anterior, ellos habían vuelto a empezar a partir de su destrucción, restaurado parte de lo que había sido antes, añadido unas pocas innovaciones.
Y sus patriarcas pretendían ir más allá. En algún lugar de Dathyna estaban reunidos en un tormentoso debate para decidir... ¿qué? Van Rijn se estremeció mientras el anochecer se aproximaba. Las noches eran frías en aquel semidesierto. Estaría bien entrar en el calor y la suave luz de su nave.
Había conseguido aquella concesión después de la primera noche que él y Adzel pasaron encerrados en una habitación del castillo. A la mañana siguiente había estado en plena forma, maldiciendo, tosiendo, resoplando, sollozando, jurando por todos los humanos y no humanos dentro y fuera de catálogo que una noche más sin descansar de las temperaturas, la radiación, el polvo, el polen, los metales pesados, cuya otnnipresencia no sólo forzaba a los no nativos a tomar pildoras para no terminar envenenados, sino que hacía que el mismo aire supiese mal, los ruidos, los olores, todo en este planeta cuya existencia era un poderoso argumento en favor de la herejía de los maniqueos, porque él no podía imaginar por qué un Dios benevolente querría desear su existencia en el universo: otra noche causaría con certeza que sacasen su pobre y viejo cadáver rígido y lamentable... Finalmente, Thea se alarmó y se encargó de cambiar sus alojamientos. Un par de oficiales ingenieros, con ayuda de robots, desconectaron las unidades motoras de la nave de la Liga. Fue un trabajo concienzudo. Sin piezas de recambio y sin herramientas, los cautivos no tenían posibilidad de elevar de nuevo el casco. No importaba que durmieran a bordo. Un guardia o dos podían vigilarlos desde fuera con un cañón explosivo.
Moath regresó al final del tercer día.
Van Rijn y Adzel observaron el alboroto desde cierta distancia, mientras los leales se arremolinaban alrededor de su señor. Este se dirigió a ellos desde la cámara de una compuerta superior de su vehículo personal. Su voz resonaba como las olas y los terremotos. Desde el suelo fue contestado por un huracán. Los jóvenes shenna rugieron, dieron cabriolas, bailaron en círculos, golpearon los costados de la nave hasta que ésta tembló, elevaron sus arcaicas espadas y dispararon al aire las armas modernas. Desde la torre más alta que quedaba, se alzó una bandera del color de la sangre fresca.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Van Rijn.
Thea permaneció inmóvil, con los ojos desvariados, atontada como si la hubieran golpeado en la cabeza. La cogió del brazo y la sacudió.
—¡Dime qué ha dicho!
Un guardia intentó intervenir. Adzel interpuso su masa el tiempo suficiente para que Van Rijn gritase tan alto como si fuese el propio Moath:
—¡Dime qué está pasando! ¡Te lo ordeno!
Automáticamente, y en medio de su conmoción, ella obedeció al Minotauro.
Poco tiempo después los prisioneros fueron conducidos escoltados hasta su nave. Las válvulas de la compuerta silbaron al cerrarse detrás de ellos. Los ventanales mostraban unas estrellas heladas sobre una tierra gris y llena de sombras, mientras el castillo resplandecía con luces e inmensas hogueras que saltaban al exterior. Los receptores de sonidos recogían el distante gemido del viento, los cercanos mugidos, trompeteos, chasquidos y tambores de los shenna.
—Durante una hora haz lo que quieras —le dijo Van Rijn a Adzel—. Tengo que confesarme con San Dimas. Tengo que confesarme con alguien —no pudo reprimirse, y añadió—: ¡Jo, jo, apuesto a que será la confesión más caliente que haya oído nunca!
—Yo reviviré ciertos recuerdos y meditaré sobre ciertos principios —dijo Adzel—; y dentro de una hora me reuniré contigo en el puente de mando.
Fue entonces cuando Van Rijn explicó por qué se había rendido al enemigo, allá en el sistema del sol sin nombre.
—Pero quizá podríamos darles esquinazo —protestó Adzel—. De acuerdo, no tenemos muchas probabilidades de hacerlo. En el peor de los casos nos alcanzarán y nos destruirán. Será una muerte rápida y limpia, en libertad, casi una muerte envidiable. ¿Prefieres realmente ser un esclavo en Dathyna?
—Mira —contestó Van Rijn con una extraña seriedad—, es absolutamente necesario que nuestra gente se entere de lo que traman estos personajes y sepan lo más posible sobre cómo son. Tengo el presentimiento, que huele como ese maldito Limburger, de que pueden decidirse por la guerra. Pueden ganarla o perderla; pero sólo un ataque por sorpresa sobre un planeta fuertemente poblado, con armas nucleares... ¿Millones de muertos? ¿Billones? Y quemados, ciegos, mutilados, mutaciones... Soy un pecador, pero no tanto que no haré lo que pueda para detener esto.
—Claro, claro —dijo Adzel, involuntariamente impaciente—; pero si escapamos podemos llevar un aviso más, para dar más fuerza a lo que será leído cuando tus documentos de la Tierra sean conocidos. Pero si vamos a Dathyna... Oh, por supuesto, probablemente reuniremos información muy interesante. Pero ¿de qué le servirá a los nuestros? Seguramente no tendremos acceso a nuestra nave. El gran problema de los servicios de inteligencia militares nunca ha sido reunir la información, sino pasarla al otro lado del enemigo. Este es un ejemplo clásico.
—Ah —dijo Van Rijn—. Ordinariamente tendrías razón. Pero, ves, seguramente no estaremos solos allí.
—¡Yarru! —exclamó Adzel.
Aquello le alivió lo suficiente para sentarse, enroscar su cola alrededor de sus flancos y esperar una explicación.
—Verás —dijo Van Rijn con un vaso de ginebra y un puro—, este individuo, Gahood, era el dueño de Latimer. De eso estamos enterados por Thea. También que ha perdido a Latimer. Y sabemos que ha traído noticias que han revuelto las tripas de todos los que están aquí. Eso es todo ¡o que sabemos con seguridad. Pero te digo que de eso podemos deducir muchísimo.
»Por ejemplo, la distancia. Dathyna tiene que estar a una semana de esta estrella más o menos. Podemos presuponer una línea recta sol-aqui-allí y no equivocarnos demasiado. Beta Crucis está a unas dos semanas del sol. Haz un poco de trigonometría, un ángulo entre la Cruz del Sur y el Compás..., una aproximación por supuesto, pero los tiempos concuerdan tan bien que lo que sigue tiene sentido.
»Latimer informaría directamente a su jefe Gahood en Dathyna. Gahood iría directamente a Beta Crucis para echar un vistazo —hemos visto cómo esos shenna son toros dentro de una tienda de porcelana y la vida es la porcelana—, y Latimer iría con él. Necesitarían quizá dos semanas y media. Por tanto, llegarían cuando Davy Falkayn y Chee Lan estaban todavía allí. Nuestros amigos no pudieron conseguir datos decentes sobre el planeta en menos tiempo que ése, solamente dos en una sola nave. Pero, inmediatamente, Gahood regresa a Dathyna. Cuando llega allí se entera de esta reunión con nosotros. Corre hasta aquí y les cuenta algo a sus camaradas. La cronología concuerda con ese tipo de cosa y se ajusta con todo lo demás.
—Sssssí —respiró Adzel mientras la punta de su cola se movía—. Gahood llega muy agitado y sin Latimer, que ha desaparecido.
—Desaparecido... ¿Dónde sino en Beta Crucis? —dijo Van Rijn—. Si se hubiese perdido en cualquier otro lugar a nadie le importaría, excepto posiblemente a Gahood. Da la impresión de que éste tuvo problemas con nuestros amigos allá abajo. Y el que salió perdiendo fue él. Porque de haberles vencido no hubiera venido aquí a vanagloriarse de ello..., es seguro que los otros shenna no hubieran reaccionado con ira y precipitación.
»Además, no tendría importancia que Latimer hubiera muerto en la lucha. Sólo es otro esclavo, ¿no es cierto? Pero, ahora bien, si le han capturado..., ¡Jo, jo! Eso lo cambia todo. Podemos sacarle informaciones preciosas, empezando por dónde está Dathyna. ¡No me extraña que Gahood galopase directamente hasta aquí! Estos shenna tienen que ser avisados de que la situación cambió antes de que lleguen a un acuerdo con nosotros, ¿no?
Van Rijn respiró profundamente.
—Entonces parece plausible que Muddlin Through vaya rumbo al hogar con su trofeo —asintió Adzel—. ¿Crees por tanto que podríamos ser liberados por fuerzas amigas?
—No contaría con ello —dijo Van Rijn—, especialmente teniendo en cuenta la forma de ser de esta gente, que probablemente desfogaría contra nosotros su irritación por haber sido derrotados. Además, no estamos seguros de que se esté fraguando una guerra. Y queremos impedirla si podemos. Pero tampoco creo que Muddlin Through se dirija hacia casa. Espero que los shenna lo supongan igual que tú.
—¿Qué otra cosa podrían hacer? —preguntó Adzel, otra vez confuso.
—Tú no eres humano y no siempre sigues los procesos mentales de los humanos, al igual que los shenna. ¿Has olvidado que Falkayn puede enviar una cápsula con un mensaje y los datos? Mientras tanto, ve que Gahood se escapa. Sabe que Gahood alertará a Dathyna. Pronto será muy difícil explorar ese planeta. Pero si se dirige allí directamente, con rapidez, hacia un mundo que ha descansado en el supuesto de que su emplazamiento no es conocido y por tanto tendrá pocas patrullas o sistemas detectores, podría colarse.
—¿Y estará allí todavía?
—Lo supongo. Lleva tiempo estudiar un mundo. Por supuesto, tendrá también planeada una forma de escapar.
Van Rijn levantó la cabeza, enderezó la espalda, cuadró los hombros y lanzó hacia delante su barriga, mientras añadía:
—Quizá pueda ayudarnos a escapar; o no. Pero, con la ayuda de Dios, podría llevar a casa información extra o urgente que podamos proporcionarle. Ya sé que en mi razonamiento hay montones de pequeños y feos «síes». Las probabilidades son pocas. Pero no creo que tengamos otra alternativa que correr el riesgo.
—No —dijo Adzel lentamente—, no la tenemos.
Cuando el wodenita se reunió con el humano en el puente, la fiesta del castillo se estaba terminando. Al apagarse las hogueras las estrellas relucieron con más frialdad.
—Es una suerte que no hayan desmantelado nuestros comunicadores —dijo Adzel.
No había motivos para hablar de forma que no fuera impersonal, pues lo que iban a hacer podría causar su muerte inmediatamente. Pero se consideraban a sí mismos condenados ya; cada uno había hecho su paz por separado y ninguno de los dos era propenso al sentimentalismo. Aunque cuando Van Rijn se sentó, el dragón le puso sobre el hombro una gran mano escamosa y el hombre le dio unas palmaditas durante unos instantes.
—No tenían razones para hacerlo —dijo Van Rijn—. Ellos no piensan que Davy y Chee puedan estar por aquí cerca. Además, le dije a Beldaniel que si pudiese sintonizar sus programas eso me ayudaría a comprender a los shenna —escupió—. Sus programas son terriblemente malos.
—¿Qué frecuencia emplearás?
—Creo que la estándar Número Tres. He estado haciendo pruebas y no parece que los shenna la usen a menudo. Muddlin Through tendrá un receptor conectado automáticamente.
—Cierto, si es que está libre, funcionando y a nuestro alcance..., y si la transmisión no es interceptada por casualidad.
—Hay que dar algunas cosas por supuestas, chico. De cualquier forma, un operador de radio shenna que por casualidad oiga nuestro código creerá que es una charla normal. Fue diseñado con esa idea. ¿Quieres abrirme una cerveza y llenarme la pipa que está allí? Voy a empezar a enviar el mensaje. Su mano se movió hábilmente sobre el tablero.
«Nicholas van Rijn, comerciante de la Liga Polesotécnica, llamando...
»Nos hemos enterado de lo siguiente sobre Dathyna y sus habitantes...
»Preparados ahora para lo primordial de mi mensaje.
»Al comprender que, según todas las probabilidades, la localización de su planeta ya no es secreta, los shenna no han reaccionado como harían la mayor parte de los seres sensibles, fortaleciendo sus defensas al tiempo que buscan una forma y los medios para llegar a un trato con nosotros. En vez de esto, su Gran Consejo ha decidido arriesgarlo todo en una ofensiva lanzada antes de que la diseminada civilización técnica, mal organizada, pueda reunir sus fuerzas.
»Desde un punto de vista militar, y por lo poco que hemos podido saber, la idea no es mala. Las naves de guerra shenna son numerosas, aunque poco eficaces, y todas tienen más armamento que las equivalentes nuestras. A partir de la operación de Serendipity su servicio de inteligencia tiene una cantidad enorme de información precisa sobre las razas y sociedades que nosotros agrupamos bajo el nombre de Civilización Técnica. Entre otras cosas, los shenna saben que la Comunidad es el corazón de ese complejo y que ha estado en paz desde hace mucho tiempo y no sueña con que nadie se atreva a atacarla. Las tropas hostiles pueden pasar a través de su territorio sin problemas y cuando fuesen detectadas sería demasiado tarde para un mundo que no está muy defendido.
»El plan de los shenna consiste en una serie de ataques en masa sobre los principales planetas de la Comunidad y algunos más. Esto creará un caos general del cual Dathyna puede esperar emerger como la primera potencia, si es que no resultase absolutamente suprema. Tengan éxito o no, es obvio que civilizaciones enteras serán destruidas, quizá especies inteligentes desaparecerán, y es seguro que morirán incontables billones de seres.
»El enemigo necesitará sin duda algún tiempo para reunir todas sus fuerzas, planear la operación y organizar su apoyo logístico. Este tiempo será algo más del mínimo debido a la arrogancia de los señores shenna y al carácter semianárquico de su sociedad. Por otra parte, su agresividad innata les hará recortar las esquinas y aceptar deficiencias con tal de proceder al ataque.
»Si es avisada con la suficiente antelación, la Liga debiera ser capaz de tomar medidas apropiadas sin pedir ayuda a los gobiernos. Ese aviso debe ser enviado ahora mismo. A David Falkayn, Chee Lan y/o cualquier otro ser que puedan estar presentes: no gastéis ni un minuto en ninguna otra cosa. Regresad inmediatamente e informad a los líderes de la Liga.»
23
En el lugar donde se agazapaba la cynthiana la noche era más joven. Pero el desierto estaba irradiando rápidamente el calor del día hacia las estrellas. La gran cantidad de éstas y el resplandor de una gran aurora brillaban lo bastante para que los acantilados y las dunas se irguiesen grises como los espíritus, para que las murallas que contemplaba proyectasen sombras. Esponjó su piel en el frío. Durante unos minutos después de aterrizar esperó detrás del espinoso arbusto que había escogido desde arriba. Excepto su propio olor acre, ningún aroma llegaba hasta ella, ningún sonido excepto el del viento, no se veía otra cosa que un velo de polvo en el aire.
Su precaución era debida sólo en parte al hecho de que hubiese animales que tuvieran sus guaridas en lugares abandonados. Con las armas que llevaba —las pistolas, un dardo arrojadizo y una jeringuilla— podía entendérselas con cualquier animal de presa; contra cualquier animal venenoso tenía sus sentidos y reflejos. Pero la mayor parte de las ruinas que había visto hasta entonces estaban habitadas por dathynos y, por tanto, eran peligrosas. Aunque aquellos pequeños grupos parecían ser cazadores y pastores semibárbaros —ella y Falkayn ignoraban todavía demasiadas cosas para intentar espiar a las comunidades mayores y más avanzadas— tenían armas de fuego. Y lo que es peor, Atontado había informado de la de-
lección de transmisores electrónicos en el interior de sus guaridas, sin duda suministrados por mercaderes de los «dominios».
Para la nave no había sido difícil descender en secreto, ni ir de un lado a otro en la oscuridad y ocultarse en el desierto durante el día. Los dueños de este mundo no habían esperado que su situación llegara a ser conocida y por tanto no se habían tomado la molestia de colocar centinelas en órbita; ni habían instalado nada parecido a un supervisor del tráfico atmosférico. Pero en cuanto algún sheik relatase un encuentro con un alienígena, las cosas cambiarían rápidamente.
Falkayn no se atrevía a visitar ningún emplazamiento. Era demasiado grande y pesado. Chee Lan podía volar cerca del suelo con un propulsor gravitatorio y colocarse después en una posición desde la que poder observar lo que pasaba.
Sin embargo, aquel lugar estaba vacío. Ella así lo había esperado. Aquel conjunto de edificios se erguía en el centro de una región tan desgastada por la erosión que, probablemente, no podía mantener nada más que a unos cuantos nómadas. Vio sus rastros: montones de piedras, cenizas, basura esparcida. Pero nada de aquello era reciente. La tribu —no, el clan patriarcal era más correcto— debía estar en algún otro lugar durante su ronda anual. Estupendo; Falkayn podría llevar allí la nave y trabajar. Aquel lugar era aparentemente más rico que el que estaba estudiando ahora. Les parecía cada vez más que la clave del presente y el futuro de Dathyna se encontraba en el pasado próximo, en la caída de una poderosa civilización.
La desaparición de toda una especie. Chee estaba llegando a convencerse de ello.
Abandonó su refugio y se acercó a las ruinas. Montones de escombros, columnas rotas, máquinas comidas por la herrumbre arrojadas en la arena como si fueran tumbas. Las murallas se alzaban ante ella, pero estaban erosionadas, destruidas, con agujeros en algunos sitios, con las ventanas ciegas y las puertas abiertas. Había pocas comunidades en Dathyna que hubieran sido simplemente abandonadas cuando el entorno se les volvió hostil, si es que había alguna. No, habían sido arrasadas, saqueadas y vandalizadas. Sus habitantes fueron asesinados.
Algo se agitó en las sombras. Chee arqueó la espalda, enroscó la cola, llevó la mano al cinturón. Pero era sólo una bestia con varios pares de patas que se alejó de ella corriendo.
La entrada, salón o como se quisiera llamar a la sección que se encontraba detrás de la entrada principal había sido soberbia, un panorama de pilares, fuentes y esculturas, de un mármol y malaquitas exquisitamente veteados que subían hasta los cien metros de altura. Ahora era una negra caverna donde el eco resonaba. El suelo estaba cubierto por arena y basuras de los nómadas, los trabajos de piedra estaban destrozados, los grandes mosaicos ocultos bajo la porquería de siglos de hogueras. Pero cuando Chee utilizó su lámpara para enviar un rayo hacia arriba, el color volvió a brillar. Activó su propulsor y se elevó para mirar de cerca. Unas cosas aladas huyeron, con agudos chillidos.
Las paredes estaban grabadas hasta el mismo techo. Por muy extrañas que fuesen las convenciones artísticas, Chee no pudo evitar responder a la nobleza intrínseca en todo aquello. Los tronos eran ricos y moderados a un tiempo, las imágenes heroicas y amables a la vez. Ella no conocía los hechos, mitos o alegorías representados, supo que nunca los conocería y el saberlo le produjo un extraño y pequeño dolor. En parte para distraerse, dedicó toda su atención al contenido, a los hechos.
La excitación se apoderó de ella. Este era el retrato más claro que habían encontrado de los antiguos dathynos. En el lugar donde descansaba la nave Falkayn estaba desenterrando sus huesos, fijándose en los cráneos machacados y en las puntas de flechas alojadas entre las costillas. Pero aquí, gracias al único rayo de luz de la lámpara, rodeados por la noche sin límites, el frío, el viento, unas alas batiéndose y la muerte, aquí eran ello? mismos los que miraban. Un escalofrío recorrió los nervios de Chee Lan.
Los constructores no eran distintos de los shenna. A partir de sus restos, Falkayn no podía probar que fuesen más diferentes que un mongoloide de un negroide en la Tierra. Aquellas pinturas decían algo distinto, con su lenguaje sin palabras.
No se trataba simplemente de una diferencia tipológica. Se podía obtener una escala a partir de objetos que estaban dibujados, como plantas que habían sobrevivido y animales. Aquello indicaba que los antiguos eran más bajos que la raza actual, ninguno por encima de los 180 centímetros de altura, más esbeltos y peludos, aunque les faltaba la melena del macho. Sin embargo, dentro de esos límites aparecían muchas variantes. De hecho, la sección que Chee estaba mirando parecía poner empeño en describir a todos los tipos de autóctonos, todos llevando trajes típicos y portando en la mano algo que lo más probable es que fuese característico de su país o región. Había un macho corpulento de cabeza larga y cubierta de piel dorada con una hoz en la mano y una planta arrancada en la otra; había una diminuta hembra oscura vestida con una túnica bordada con un pliegue epicántico en sus párpados y tocando el arpa; más allá uno, calvo y vestido con una falda corta, con un hocico largo y curvo, levantaba su bastón, como en señal de protección, sobre otro que llevaba unas frutas maduras y cuyo rostro era casi solar debido a su redondez. El cariñoso espíritu y la mano experta que compusieron aquella escena habían sido conducidos por un ojo entrenado científicamente.
Hoy sólo existía una raza en solitario. Esto era tan poco común, tan inquietante, que Chee y Falkayn estaban prestando una importancia especial a verificar aquel punto en sus vagabundeos por el planeta.
Pero, sin embargo, los shenna, completamente distintos en apariencia y en cultura, no aparecían por ninguna parte en un mosaico que se había propuesto representar a todo el mundo. ¡En ninguna parte!
¿Un tabú, odio, persecución? Chee escupió para expresar su desprecio por la idea. Todas las señales indicaban que la civilización perdida había sido
unificada y racionalista. En aquella pared podía verse una serie particular de pinturas que sin duda simbolizaban el progreso desde el salvajismo. Se mostraba vividamente cómo un macho desnudo defendía a su hembra de una enorme bestia..., con una rama rota. Más tarde aparecían utensilios cortantes de metal, pero siempre herramientas, nunca armas. Se veía a masas de dathynos trabajando juntos, nunca peleando. Pero esto no podía ser porque el tema excluyese las luchas. Aparecían dos escenas con combates individuales: debían ser incidentes importantes en una historia o leyenda desaparecida para siempre. En la primera un macho sujetaba una especie de cuchillo, mientras que el otro blandía una inconfundible hacha de madera. En la segunda, los enemigos aparecían armados con pistolas primitivas que seguramente estaban destinadas a servir de ayuda contra animales peligrosos..., puesto que en el fondo se veían vehículos a vapor y cables de conducción eléctrica.
Las ocupaciones a través de los siglos también estaban recreadas, algunas reconocibles, como la agricultura y la carpintería; otras sólo podían ser adivinadas. (¿Ceremoniales? ¿Científicas? Los muertos no pueden hablar.) Pero ni la caza ni la ganadería estaban entre ellas, excepto el pastoreo de una especie que obviamente proporcionaba lana, ni tampoco las trampas, la pesca o la carnicería.
Todo encajaba con la pista más básica de todo aquello: la dieta. En Dathyna la inteligencia había evolucionado entre los herbívoros. Aunque no es corriente, esto ocurre a veces y se conocen ya ciertos principios generales. Los seres sensibles vegetarianos no tienen almas más puras que los carnívoros o los omnívoros; pero sus pecados son distintos. Entre otras cosas, mientras algunas veces pueden institucionalizar el duelo o aceptar una alta proporción de crímenes pasionales, no inventan la guerra independientemente y encuentran repugnante todo el concepto de la caza. Como norma general son gregarios, y sus unidades sociales —familias, clanes, tribus nacionales o grupos de más difícil nomenclatura— se funden fácilmente en grupos mayores al aumentar las comunicaciones y los transportes.
Los shenna violaban todas esas reglas. Mataban por diversión, dividieron su planeta en patriar-quías, construyeron armas y naves de guerra y amenazaban una civilización vecina que nunca les había ofendido... En resumen, pensaba Chee Lan, actúan como los humanos. Si podemos comprender lo que les hizo aparecer en este mundo en un tiempo floreciente, quizá entendamos lo que debemos hacer con ellos.
O, por lo menos, lo que ellos quieren hacer con respecto a nosotros:
Sus pensamientos fueron interrumpidos por el comunicador. Era un artificio incrustado en los huesos para no ser interceptado, los clics del código resonaban en su cráneo con más fuerza de lo normal.
—Vuelve ahora mismo.
Ni ella ni Falkayn hubieran transmitido en caso de emergencia. Chee conectó su propulsor y se deslizó por la puerta.
Las estrellas relucían frígidas, la aurora bailaba en extrañas figuras, el desierto rodaba lúgubremente debajo de ella. Sin ninguna señal de hostilidad a su alrededor y ningún aviso de que hubiera enemigos cerca de la nave, bajó la máscara facial y voló al máximo de velocidad. El viento la balanceaba y la mordía. Eran unos largos centenares de kilómetros.
Muddlin Through yacía en el fondo de un cañón seco donde los arbustos la escondían. Chee pasó oblicuamente al lado de los restos de la pequeña comunidad sobre su borde, donde Falkayn estaba realizando excavaciones. Al descender a las sombras encendió su lámpara y sus anteojos de rayos infrarrojos. Aún no había observado nada que obligara a tomar precauciones, pero para un carnívoro como ella eso era algo instintivo. Las ramas se le clavaban, las hojas crujían, apartó las ramas y revoloteó delante de una compuerta. Los sensores de Atontado la identificaron y las válvulas se abrieron. Se lanzó al interior.
—¡Dave! —gritó—. ¿Qué es lo que sucede, por el llameante nombre de Tsucha?
—Muchas cosas —su voz por el intercomunicador nunca había sido más lúgubre—. Estoy en el puente.
Podía volar por el vestíbulo y el corredor, pero era casi igual de rápido y más gratificante utilizar sus músculos. De nuevo un cuadrúpedo, con la cola erguida, las garras brillantes y los ojos convertidos en una brasa verde, recorrió la nave a gran velocidad y se dejó caer en su asiento.
—¡Nigor!—gritó.
Falkayn la contempló. Puesto que mientras ella estaba fuera con él no dormía, llevaba puestos los polvorientos atuendos de un día de trabajo que también había ennegrecido sus uñas y acartonado su piel. Un rizo de cabello blanqueado por el sol le colgaba sobre una sien.
—Se ha recibido un mensaje —le dijo.
—¿Qué? —ella se puso tensa hasta temblar—. ¿De quién?
—Del viejo Nick en persona. Está en este planeta... con Adzel —Falkayn volvió el rostro hacia el panel de control principal, como si la propia nave viviera allí, y ordenó—: Vuelve a leer el mensaje con claridad.
Siguieron las frases, bruscas y precisas.
Fueron seguidas por un silencio que se prolongaba y prolongaba.
Por último, Chee se agitó.
—¿Qué te propones hacer? —preguntó tranquilamente.
—Obedecer, por supuesto —dijo Falkayn, con un tono tan desnudo como el de un computador—. Nunca será demasiado pronto para llevar ese mensaje. Pero será mejor que antes discutamos la forma de salir de aquí. Atontado continúa recibiendo informaciones sobre la presencia de naves en patrullas en número cada vez mayor. Supongo que al fin los shenna están empezando a preocuparse por los espías como nosotros. La pregunta es ésta: ¿debiéramos deslizamos con todos los motores al mínimo y esperar que no se den cuenta?, ¿o saldremos a toda velocidad confiando en
la sorpresa, la ventaja de salida y una posible acción evasiva en el espacio abierto?
—Lo último —dijo Chee—. Nuestra operación de rescate ya habrá alertado al enemigo. Si lo preparamos con cuidado podemos saltar entre sus patrullas y...
—¿Eh? —Falkayn se enderezó—. ¿Qué operación de rescate?
—Adzel —dijo Chee con modales pacientes, pero con un temblor en sus bigotes—. Y Van Rijn, claro. Tenemos que recoger a Adzel.
—No, claro que no. Escucha, cabeza de...
—Nos hemos peleado mucho él y yo —dijo Chee—, pero sigue siendo mi compañero de navegación y el tuyo.
Inclinó la cabeza y miró al hombre.
—Siempre te tomé por una persona moral, Dave.
—Bueno, pero..., pero lo soy, ¡maldita sea! —aulló Falkayn—. ¿No lo escuchaste? ¡Nuestras órdenes son dirigirnos inmediatamente a casa!
—¿Qué tiene eso que ver con el precio de los huevos? ¿Es que no quieres rescatar a Adzel?
—¡Claro que quiero! Aunque me costase la vida. Pero...
—¿Dejarás que unas cuantas palabras de ese charlatán de Van Rijn te detengan? Falkayn respiró profunda y agitadamente.
—Escucha, Chee —dijo—, te lo explicaré despacio. Van Rijn también quiere que le abandonemos. Ni siquiera nos ha dicho dónde está. Puesto que necesariamente utilizó una frecuencia que rebotara por todo el planeta, podría estar en cualquier lugar.
—Atontado —preguntó Chee—, ¿puedes averiguar el origen de su transmisión?
—Sí, con bastante aproximación, teniendo en cuenta la forma en que se reflejó en la ionosfera —contestó el computador—. Corresponde a una de las comunidades mayores, no muy lejos de aquí, una de las que identificamos durante nuestra entrada en la atmósfera.
Chee se volvió hacia Falkayn.
—¿Lo ves? —dijo.
—¡Tú eres quien no ve! —protestó—. Adzel y Van Rijn no son importantes comparados con lo que está en juego. Ni tampoco nosotros dos. Lo único que sucede es que ellos no pueden avisar a la Liga y nosotros sí.
—Y lo haremos, después de recoger a Adzel.
—¿Y arriesgarnos a que nos maten, o nos capturen, o...? —Falkayn hizo una pausa—. Te conozco, Chee. Desciendes de bestias de presa que trabajan solas o en grupos mínimos. Tus instintos provienen de ahí. En tu mundo nunca se ha conocido algo semejante a una nación. La idea de un altruismo universal te resulta desconocida. Tu sentido del deber es tan fuerte como el mío, o quizá más, pero se detiene con tu gente y tus amigos. Muy bien, eso lo comprendo. Supón ahora que ejerces tu imaginación y comprendes lo que quiero decir. ¡Por el infierno, limítate a usar la aritmética! ¡Una vida no es lo mismo que billones de vidas!
—Claro que no —dijo Chee—. Sin embargo, eso no nos excusa de nuestra obligación.
—Te estoy diciendo...
Falkayn no continuó. Ella había sacado su pistola atontadora y le apuntaba justo entre los ojos. Si hubiera sido humana podría haber intentado tirarla de un manotazo, pero sabía que era más rápida que él. Se quedó sentado, rígido, y oyó cómo ella decía:
—Preferiría no tener que dejarte sin sentido y atarte. Sin tu ayuda, es posible que no consiga liberar a nuestra gente. Pero lo intentaré de todas formas. Y realmente, Dave, sé honrado. Admite que tenemos una probabilidad razonable de conseguirlo.
—Si no lo conseguimos, contra esos bestias shenna, reconoce que deberíamos presentarnos en el establecimiento más próximo para atender a débiles mentales —prosiguió.
—¿Qué es lo que quieres de mí? —susurró él.
—Tu promesa de que haremos todo lo que podamos para sacar a Adzel de aquí.
—¿Confiarás en mí?
—Si no, uno de los dos tendrá que matar al otro —su arma permaneció firme, pero bajó la cabeza—. Odiaría hacer eso, Dave.
Durante todo un minuto se sentó inmóvil. Después golpeó con el puño cerrado el brazo del asiento, mientras su risa salía como una tormenta.
—¡Muy bien, pequeño demonio! Tú ganas. Es puro chantaje..., pero, Judas, ¡me alegro!
Su pistola volvió a la cartuchera. Ella saltó a su regazo. El le frotó la espalda y le hizo cosquillas debajo de las mandíbulas. Ella le acarició la mejilla con la cola. Mientras tanto, dijo:
—También necesitamos su ayuda, comenzando por una descripción completa del lugar donde se encuentran. Supongo que al principio se negarán. Diles en tu mensaje que no tienen otra alternativa que cooperar con nosotros. Si no vamos a casa juntos, ninguno de nosotros lo hará.
24
Otra vez, Chee Lan trabajaba sola. Muddlin Through había descendido por detrás del horizonte. Había otras naves a la vista: un par de destructores, un transbordador, la nave inutilizada donde estaban encerrados los prisioneros. Sus cascos relucían en la moribunda noche. A sus espaldas, se elevaba como una montaña la fortaleza de Moath. Todo estaba ahora muy tranquilo.
Chee se aproximó saltando como un espíritu de una roca a un arbusto y después a una protuberancia del terreno. Le habían dicho que había una pareja de guardianes. Podía distinguir a uno, una sombra de melena desgreñada, paseando inquieto cerca del emplazamiento del cañón móvil. Su aliento humeaba y el metal que llevaba encima tintineaba. Ella esforzó los ojos, paladeó el viento del amanecer, escuchó, sintió con todos sus cabellos y bigotes. No le llegó nada. O bien Van Rijn y Adzel se habían equivocado en lo que le dijeron, o el
compañero del guardián había terminado su guardia sin que llegara su sustituto..., o, en un ambiente para el que ella no estaba evolucionada, perdía las pistas sensoriales importantes.
—¡No hay más tiempo! En el castillo se levantarán dentro de poco. Ahí voy.
Se lanzó por encima de la faja arenosa del final. Hubiese sido mejor atacar desde arriba. Pero su propulsor, al igual que cualquier conversación a corta distancia con los que estaban en la nave, podría alarmar a algún maldito detector. No importaba. El centinela no era consciente de la forma blanca que flotaba hacia él. En el momento en que estuvo a su alcance se pegó a tierra, sacó su pistola y disparó. Ella hubiese preferido matarlo, pero aquello podría causar ruidos. La descarga supersónica hizo que el shenna cayese después de girar un momento. Se derrumbó con el estrépito del día del Juicio. ¿O no? Por lo menos a ella así le pareció. Chee envió tres cortas señales luminosas a la nave con su lámpara. ¡Aquellos dos harían bien en estar vigilando sus pantallas!
Y así era. Se abrió una compuerta, salió una escalerilla. Adzel apareció enorme y gris por el acero que llevaba encima. Sobre su espalda había sido retirada una de las placas y cabalgaba Nicholas van Rijn. Chee dio un salto y salió a su encuentro. La esperanza revoloteó en su interior. Si pudiesen realmente escapar sin ser vistos...
Un rugido salió de la oscuridad cerca de las naves. Un instante después se oyó el chisporroteo de un rayo energético.
—¡Salid... por ahí! —gritó Chee.
Señaló con la lámpara hacia el invisible Falkayn. Saltando hacia arriba con el propulsor, activó su comunicador:
—Nos han visto, Dave. Ese maldito guardián debía haberse marchado a hacer pis.
Describió una curva, descendiendo otra vez para hacer frente al que disparaba.
—¿Quieres que vaya a recogerte? —sonó la voz de Falkayn.
—Espera un minuto. Quizá...
Un disparo pasó cerca de ella. También había sido vista. Lo esquivó, sintiendo el calor, oliendo el ozono y los iones, medio cegada por su brillantez. El shenna podía haberse escondido e intentar acertarle, pero ésa no era su forma de actuar. Se lanzó hacia delante. Chee condujo a toda velocidad, y a unos cuantos centímetros por encima de su .cabeza le soltó una descarga. El se derrumbó. Ella apenas tuvo tiempo para evitar aplastarse contra la nave ante ella.
Las alarmas resonaban en el castillo y su negra masa se despertó con un centenar de luces. Los shennas salían en torrente por la puerta. La mayoría iban armados; debían dormir junto con aquellas malditas armas. Cuatro de ellos se estaban poniendo trajes de vuelo. Chee se lanzó detrás de la galopante forma de Adzel. El no podía correr más que aquellos perseguidores. Ella le protegía desde el aire...
—¿Qué pasa? —ladró Falkayn—. ¿Tengo que ir?
—No, todavía no. Te reservaremos para una sorpresa. Chee desenfundó su pistola energética. Ya
estaba harta de aquellas estúpidas pistolas alentadoras. Los enemigos iban detrás del wodenita y del humano. No la habían advertido. Ella alcanzó cierta altura sobre ellos, apuntó y disparó dos veces. Uno se estrelló entre una nube de polvo; el otro continuó volando, pero no se volvió a mover, excepto cuando el viento le movía las extremidades.
El tercero se desvió hacia ella. Era un buen luchador. Comenzaron una pelea cuerpo a cuerpo. Ella no pudo hacer nada con relación al cuarto, que se abatió sobre los que huían.
Adzel se detuvo de golpe, con tanta brusquedad que Van Rijn cayó y rodó gritando entre los arbustos espinosos. El wodenita cogió una roca y la tiró. Se oyó un ruido metálico y el shenna revoloteó hasta el suelo, con su propulsor inutilizado.
Sus compañeros, que corrían con una velocidad increíble, no estaban demasiado alejados. Empezaron a disparar. Adzel cargó contra ellos, saltando de un lado a otro, recibiendo una bala o descarga de vez en cuando entre sus escamas, pero sin sufrir ninguna herida seria. Por supuesto, era mortal. Una descarga lo bastante potente, o bien colocada, lo mataría. Pero llegó antes a los shenna. Cascos, manos, colas, uñas entraron en acción.
El shenna derribado tampoco había sufrido heridas graves. Vio su arma donde la había dejado caer y corrió a recuperarla. Van Rijn le salió al paso.
—Oh no, ni hablar, compañero —jadeó el comerciante—. La llevaré a casa y veré si hay algo nuevo, alguna idea que pueda patentar.
Señaló con la lámpara hacia el invisible Falkayn. Saltando hacia arriba con el propulsor, activó su comunicador:
—Nos han visto, Dave. Ese maldito guardián debía haberse marchado a hacer pis.
Describió una curva, descendiendo otra vez para hacer frente al que disparaba.
—¿Quieres que vaya a recogerte? —sonó la voz de Falkayn.
—Espera un minuto. Quizá...
Un disparo pasó cerca de ella. También había sido vista. Lo esquivó, sintiendo el calor, oliendo el ozono y los iones, medio cegada por su brillantez. El shenna podía haberse escondido e intentar acertarle, pero ésa no era su forma de actuar. Se lanzó hacia delante. Chee condujo a toda velocidad, y a unos cuantos centímetros por encima de su .cabeza le soltó una descarga. El se derrumbó. Ella apenas tuvo tiempo para evitar aplastarse contra la nave ante ella.
Las alarmas resonaban en el castillo y su negra masa se despertó con un centenar de luces. Los shennas salían en torrente por la puerta. La mayoría iban armados; debían dormir junto con aquellas malditas armas. Cuatro de ellos se estaban poniendo trajes de vuelo. Chee se lanzó detrás de la galopante forma de Adzel. El no podía correr más que aquellos perseguidores. Ella le protegía desde el aire...
—¿Qué pasa? —ladró Falkayn—. ¿Tengo que ir?
—No, todavía no. Te reservaremos para una sorpresa. Chee desenfundó su pistola energética. Ya estaba harta de aquellas estúpidas pistolas atontadoras. Los enemigos iban detrás del wodenita y del humano. No la habían advertido. Ella alcanzó cierta altura sobre ellos, apuntó y disparó dos veces. Uno se estrelló entre una nube de polvo; el otro continuó volando, pero no se volvió a mover, excepto cuando el viento le movía las extremidades.
El tercero se desvió hacia ella. Era un buen luchador. Comenzaron una pelea cuerpo a cuerpo. Ella no pudo hacer nada con relación al cuarto, que se abatió sobre los que huían.
Adzel se detuvo de golpe, con tanta brusquedad que Van Rijn cayó y rodó gritando entre los arbustos espinosos. El wodenita cogió una roca y la tiró. Se oyó un ruido metálico y el shenna revoloteó hasta el suelo, con su propulsor inutilizado.
Sus compañeros, que corrían con una velocidad increíble, no estaban demasiado alejados. Empezaron a disparar. Adzel cargó contra ellos, saltando de un lado a otro, recibiendo una bala o descarga de vez en cuando entre sus escamas, pero sin sufrir ninguna herida seria. Por supuesto, era mortal. Una descarga lo bastante potente, o bien colocada, lo mataría. Pero llegó antes a los shenna. Cascos, manos, colas, uñas entraron en acción.
El shenna derribado tampoco había sufrido heridas graves. Vio su arma donde la había dejado caer y corrió a recuperarla. Van Rijn le salió al paso.
—Oh no, ni hablar, compañero —jadeó el comerciante—. La llevaré a casa y veré si hay algo nuevo, alguna idea que pueda patentar.
Más alto, más ancho y con músculos como cables, el Minotauro se lanzó contra el gordo anciano. Van Rijn ya no estaba allí. De alguna forma, se había echado a un lado. Le dio una patada de kárate. El shenna aulló.
—¿Así que ése es un punto doloroso para vosotros también, ¿eh? —dijo Van Rijn.
El dathyno describió un círculo a su alrededor. Se miraban el uno al otro y el arma que brillaba sobre la arena entre los dos. El shenna bajó la cabeza y cargó. Sabiendo que hacía frente a un oponente con cierta habilidad, mantuvo las manos en una posición defensiva. Pero ningún terrestre podría sobrevivir si se dejaba coger. Van Rijn salió a su encuentro a gran velocidad. En el último instante antes del choque, se echó a un lado otra vez, giró y se encontró detrás del gigantesco guerrero que corría hacia delante.
—¡Que Dios me ayude! —gritó Van Rijn. Buscó en su túnica, sacó a San Dimas y golpeó a su enemigo. El shenna se desplomó.
—¡Oooooh! —exclamó Van Rijn, inflando sus mejillas por encima del asombrado coloso—. No soy tan joven como antes.
Devolvió la estatuilla a su lugar de descanso, recogió el arma, la estudió hasta que se hubo figurado cómo se manejaba y miró a su alrededor, en busca de blancos.
No aparecía ninguno inmediatamente a la vista. Chee Lan había vencido a su adversario. Adzel regresaba al trote. En su huida hacia el castillo la multitud de los shenna se había diseminado.
—Esperaba ese resultado —observó el wodenita—. Concuerda con su psicología. El instinto de atacar bruscamente debe ser compensado por igual tendencia a salir de estampida. De otra forma la especie ancestral no hubiera sobrevivido mucho tiempo.
Chee descendió y dijo:
—Vayámonos antes de que se les ocurra alguna idea inteligente.
—Sí, no son del todo estúpidos, me temo —aclaró Van Rijn—. Cuando les digan a sus robots que dejen de hacer el vago...
Un profundo zumbido se oyó en la noche. Uno de los destructores temblaba sobre sus extremidades de aterrizaje.
—Acaban de hacerlo —dijo Chee, y por el comunicador, añadió—: Venid a coméroslos, chicos.
Muddlin Through apareció por encima del horizonte.
—¡Abajo! —gritó Adzel.
Protegió a los otros dos con su cuerpo, que podía soportar mejor el calor y la radiación.
Los rayos relampaguearon. Si alguna de las naves hubiese despegado, Falkayn y Atontado hubiesen tenido problemas. Su suministro de municiones se encontraba vacío después de la batalla de Satán. Pero estaban sobre aviso, excitados, listos y dispuestos a aprovechar despiadadamente la ventaja de la sorpresa. El primer destructor no soltó más que un único disparo a ciegas antes de ser alcanzado. Al caer chocó contra la nave de al lado y ambas volcaron con un estruendo metálico semejante al de un terremoto. La nave de la Liga inutilizó el transbordador de Moath —se necesitaron tres descargas para que la arena corriese derretida por debajo— y aterrizó.
—¡Donderop!—gritó Van Rijn. Adzel lo cogió por debajo de un brazo.
—¿Wat drommel? —protestó.
El wodenita agarró a Chee por la cola y corrió hacia la compuerta.
Mientras la nave bombardeaba el castillo, tuvo que bizquear en aquella cegadora claridad, tambalearse por las explosiones, respirar el humo y los vapores. En el puente, Falkayn protestaba:
—No queremos herir a los no combatientes.
—En conformidad con tus instrucciones generales —replicó Atontado—, estoy tomando la precaución de demoler las instalaciones cuyas resonancias por radio sugieren que contienen armas pesadas y misiles.
—¿Puedes conectarme con alguien en el interior? —preguntó Falkayn.
—Conectaré lo que hemos considerado la banda de comunicación más frecuente en Dathyna... Sí. Están haciendo intentos para comunicar con nosotros.
La pantalla se iluminó. La imagen de Thea Beldaniel apareció, distorsionada, con rayas, enloquecida por la estática. Su rostro era una máscara de horror. A sus espaldas la habitación en que se encontraba temblaba y se agrietaba bajo los ataques de la nave. Falkayn ya no podía distinguir la fachada del castillo. Sólo se veía polvo, atravesado de vez en cuando por las llamas nucleares y las granadas explosivas. Su cráneo temblaba; él mismo estaba medio sordo a causa de la violencia que había desencadenado. La oyó débilmente:
—Davy, Davy, ¿tú nos estás haciendo esto? El se agarró a los brazos del asiento y dijo a través de las mandíbulas fuertemente apretadas:
—No quería hacerlo. Vosotros me forzasteis. Pero escucha. Esto es una muestra de la guerra para ti y para los tuyos. La más pequeña, suave y cuidadosamente dirigida dosis del veneno que podemos soltar. Nos marcharemos pronto. Esperaba estar lejos cuando comprendieseis lo sucedido. Pero quizá esto sea mejor. Porque no creo que podáis pedir ayuda a tiempo de alcanzarnos y ahora sabéis lo que podéis esperar.
—Davy..., mi señor Moath... está muerto... Vi cómo le alcanzaba una descarga; se convirtió en una llamarada... —no pudo seguir.
—Estás mucho mejor sin un dueño —dijo Falkayn—. Todos los seres humanos lo estamos. Pero díselo a los otros. Diles que la Liga Polesotécnica no os guarda rencor y no quiere pelear. Pero si tenemos que luchar haremos el trabajo de una vez por todas. Tus shenna no serán exterminados; tendremos más piedad de la que ellos tuvieron con los antiguos dathynos. Pero si intentan resistirse les quitaremos todas las máquinas y los convertiremos en nómadas del desierto. Te sugiero que les metas prisa para que piensen en el tratado que podrían hacer en lugar de eso. ¡Enséñales lo que ha pasado aquí y diles que fueron unos locos al cruzarse en el camino de unos hombres libres!
Ella le dedicó una mirada conmocionada. El habría dicho algo más, pues sentía piedad por ella.
Pero Adzel, Chee Lan y Nicholas van Rijn se encontraban a bordo. La fortaleza estaba destruida, esperaba que con pocas pérdidas; pero, no obstante, era una lección terrible. Cortó la transmisión. —Detén el bombardeo —ordenó—. Elévate y dirígete hacia la Tierra.
25
—No ha habido ningún signo de otro hipermotor durante veinticuatro horas seguidas —informó Atontado.
Falkayn exhaló un suspiro. Su largo cuerpo se acomodó en una posición más cómoda, medio sentado sobre la columna vertebral, con los pies sobre la mesa del salón.
—Creo que eso lo dice todo —sonrió—. Llegaremos a casa sanos y salvos. Porque, ¿cómo podría ser encontrada una pequeña mota en la ilimitada soledad que se extiende entre las estrellas, una vez que se ha perdido, y con ella las vidas que transporta? El sol de Dathyna no era nada más que el resplandor más brillante entre las hordas que llenaban los ventanales de la cabina. Los motores murmuraban, los ventiladores lanzaban olores que sugerían valles en flor, el tabaco era fragante, podría encontrarse paz en el mes de vuelo que les quedaba por delante.
¡Y, por Judas, que necesitaban un descanso! Primero había que deshacerse de un resto de ansiedad.
—¿Estáis seguros de que no os expusisteis a una radiación inapropiada cuando os encontrabais ahí fuera? —preguntó Falkayn.
—Ya te dije que he examinado a cada uno de vosotros hasta los cromosomas —contestó vivamente Chee—. Ya sabes que soy una xenobiologista; lo sabes, ¿no?..., y esta nave está bien equipada para ese tipo de estudios. Adzel fue el que recibió la dosis mayor porque nos protegió a nosotros, pero incluso en su caso, no se causó ningún daño que no sea reparable gracias a los productos disponibles.
Ella dio media vuelta desde su enroscado emplazamiento sobre un banco, señaló con la boquilla al lugar donde el wodenita estaba tumbado sobre cubierta, y añadió:
—Por supuesto, tendré que darte un tratamiento por el camino, cuando podría estar pintando o esculpiendo... Tú, enorme alma de cántaro, ¿por qué no te trajiste un trozo de plomo para ponértelo debajo?
Adzel hizo un gesto de desprecio.
—Todo el plomo que había era tuyo —dijo—. Adivina dónde.
Chee espurreó. Van Rijn palmoteo sobre la mesa —haciendo saltar su vaso de cerveza—, y tronó:
—¡Touché! No creí que fueras tan agudo.
—¿Eso es ser agudo? —gruñó la cynthiana—. Bueno, supongo que lo es, tratándose de él.
—Oh, tiene que aprender —concedió Van Rijn—; pero lo que importa es que ha empezado. Todavía le veremos representando comedias de salón. ¿Qué tal estaría en La importancia de llamarse Ernesto, de Osear Wilde? ¡Ja!
La diferencia a los clásicos del comerciante pasó desapercibida para los demás.
—Yo sugeriría que diésemos una fiesta —dijo Falkayn—. Desgraciadamente...
—De acuerdo —aprobó Van Rijn—. El negocio antes del placer, si no está todo machacado ya. Deberíamos reunir nuestras diversas informaciones, mientras aún están frescas en nuestras mentes, porque si las dejamos empezar a pudrirse y oler mal, podríamos perder parte de lo que implican.
—¿Eh? —Falkayn parpadeó—. ¿Qué quiere decir, señor?
Van Rijn se inclinó hacia delante, acunando su mentón con una de sus enormes zarpas.
—Necesitamos claves para entender el carácter de los shenna y así saber cómo manejarlos.
—Pero ¿no es ése un trabajo para profesionales? —preguntó Adzel—. Después de que la Liga ha sido alertada de la existencia de una verdadera amenaza, encontrará formas de llevar a cabo un detallado estudio científico de Dathyna y deducir conclusiones mucho más seguras y completas de lo que podamos hacer nosotros sobre la base de nuestros imprecisos datos.
—¡Ja, ja, ja! —exclamó Van Rijn con irritación—; pero nuestro tiempo se acaba. No sabemos con seguridad lo que los shenna harán ahora. Es posible que decidan atacarnos e intentar sorprendernos, a pesar de lo que les enseñaste, Atontado.
—No estaba programado para una instrucción formal —admitió el computador. Van Rijn lo ignoró.
—Quizá no sean tan suicidas —prosiguió—. De todas formas, tenemos que tener alguna teoría sobre ellos para empezar. Quizá sea equivocada, pero aun así eso es mejor que nada, porque lanzará a los equipos de xenólogos en la pista de algo definitivo. Cuando sepamos lo que los shenna quieren en el fondo, entonces podremos hablarles con sentido y quizá hacer las paces.
—No me corresponde a mí corregir el uso que hace un terrestre del lenguaje de los terrestres —dijo Adzel—; pero ¿no deseas discutir lo que quieren básicamente?
Van Rijn enrojeció.
—¡Muy bien, muy bien, maldito pedagogo! ¿Cuáles son los deseos básicos de los shenna? ¿Qué es lo que les impulsa en realidad? Nosotros tenemos una opinión —oh, no científica, Chee Lan, no en fórmulas—, pero tenemos una impresión, y ya no son monstruos insensatos, sino seres con los que podemos razonar. Los especialistas de la Liga pueden llevar a cabo después sus estudios. Pero el tiempo es precioso. Podemos evitar males mayores, y así quizá ahorrar muchas vidas si llevamos a la Tierra con nosotros un tente... ¡un tentáculo... dood ook ondergang este ánglico!..., un programa preliminar de investigación, y quizá de acción —apuró su cerveza. Ya apaciguado, encendió su pipa, se recostó y murmuró—: Tenemos nuestra experiencia e información. También pueden ayudarnos las analogías. No creo que haya ningún ser completamente único en este universo tan grande. Así que podemos valemos de nuestros conocimientos sobre las demás razas.
»Como la tuya, Chee Lan, por ejemplo; sabemos que tú eres un carnívoro, aunque de pequeño tamaño, y esto quiere decir que tienes instintos para ser duro y agresivo dentro de un límite. Tú, Adzel, eres un enorme omnívoro, tan grande que tus antepasados no necesitaron llevar piedras sobre sus hombros, ni tampoco pescar; tu raza tiende más a ser pacífica, pero endemoniadamente independiente, de una forma tranquila; si alguien intentase dictarte cómo tienes que vivir tú no le matarías como haría Chee, no, sencillamente no le harías caso. Y nosotros, los humanos, somos omnívoros también, pero nuestros antecesores los primates cazaban en bandas y se reproducían mediante un apetito sexual que duraba todo el año; de esas dos cosas sale todo lo que caracteriza al hombre como un ser humano. ¿De acuerdo? Admito que esto es demasiado general, pero si pudiésemos encajar todo lo que sabemos sobre los shenna en un gran esquema...
En realidad, la misma idea había estado germinando en todos ellos. Al hablar desarrollaron varias facetas. Como eran concordantes unas con otras, llegaron a creer que el resultado final, aunque muy esquemático, era cierto en esencia, y los estudios xenológicos posteriores lo confirmaron.
Incluso un mundo como la Tierra, bendecido con un sol constante, ha conocido periodos de extinción masiva. Las condiciones se cambiaron en un día geológico y organismos que habían florecido durante megaaños se desvanecieron. Así, al final del Cretáceo, tanto las ammonitas como los dinosaurios cerraron sus largas carreras; al final del Plioceno, la mayor parte de los gigantescos mamíferos —aquellos cuyos nombres terminan generalmente en -therium, según la nomenclatura que les ha sido asignada después— dejaron de bambolearse por el paisaje. Hasta ahora las razones permanecen oscuras. Queda el crudo hecho de que la existencia es algo precario.
En Dathyna el problema fue peor. El bombardeo solar era siempre mayor que el que recibe la Tierra, y en las cumbres de actividad irregular era mucho mayor. El campo magnético y la atmósfera no podían rechazarlo todo. Seguramente, mutaciones acaecidas durante una cumbre anterior llevaron al improbable resultado de herbívoros que hablaban, soñaban y construían herramientas. De haber sido así, una cruel selección natural había tenido lugar al mismo tiempo, porque la historia de un planeta semejante tenía que haber sido una de catástrofes ecológicas.
La siguiente inactividad de la radiación duró lo bastante para que la raza alcanzase una inteligencia completa: desarrollar su tecnología, descubrir el método científico, crear una sociedad mundial que estaba a punto de embarcarse hacia las estrellas, que quizá ya lo habían hecho una vez o dos. Después el sol volvió a arder con fuerza.
Las nieves se derritieron, los océanos se elevaron, las costas y los valles bajos se vieron inundados. Las regiones tropicales fueron quemadas hasta convertirse en sabanas o desiertos. Sobrevivió cuanto pudo hacerlo. Indudablemente, era bastante probable que su duro estímulo fuera lo que produjese la última creatividad tecnológica, la unión planetaria, la carrera hacia el espacio.
Pero el asalto se intensificó otra vez. Esta segunda fase no fue tanto un aumento de la energía electromagnética, el calor y la luz como toda una serie de nuevos procesos, que se dispararon cuando en el interior de la alocada estrella se cruzó un cierto umbral. Arrojaba protones, electrones, mesones, quantum. La magnetosfera brillaba a causa de la radiación, la atmósfera superior con las segundarias. Muchas formas de vida deben haber muerto en un año o dos. Otras las siguieron, pues dependían de ellas. La pirámide ecológica se derrumbó. La mutación pasó por el mundo como una guadaña y todo se desplomó.
Por mucho que hubiera progresado, la civilización no era autónoma. No podía sintetizar todas sus necesidades. Las tierras de cultivo se convirtieron en hondonadas polvorientas. Los bosques se secaron y ardieron, surgieron nuevas enfermedades. Poco a poco, la población disminuyó, se abandonaron proyectos por falta de recursos y de personal, el conocimiento fue olvidado, el área de lo posible se hundió. Una especie con una naturaleza más feroz podría haber hecho un mayor esfuerzo para vencer los problemas —o no—, pero, en cualquier caso, los dathynos no estaban capacitados para hacer frente a semejante tarea. Los que quedaban se hundieron gradualmente en la barbarie.
Y después, entre los bárbaros, apareció una mutación.
Una mutación favorable.
Los herbívoros no pueden convertirse en carnívoros pronto, ni siquiera cuando son capaces de procesar la carne para que sea comestible; pero pueden desechar los instintos que les hace agruparse en rebaños demasiado grandes para mantenerse sobre una región devastada. Pueden adquirir el instinto de cazar los animales que complementen su dieta, de defender, con un fanatismo absoluto, un territorio que les mantendrá vivos a ellos y a los suyos, de marcharse si esa región ya no es habitable y apoderarse del próximo trozo de terreno, de perfeccionar las armas, organizaciones, instituciones, mitos, religiones y símbolos necesarios...
... de convertirse en herbívoros cazadores.
Y, en esa línea, llegarán más lejos que los carnívoros, cuyos antepasados dotados de garras y uñas desarrollaron límites a su agresividad, para que la especie no se redujese peligrosamente. Podían incluso ir más lejos que los omnívoros, que, aunque no tienen un cuerpo tan formidable, y, por tanto, tienen menos motivos originariamente para refrenar su belicosidad, han portado algún tipo de armas desde que la primera protointeligencia se desarrolló en ellos y por tanto habían eliminado las peores tendencias de los berserker([1]) en sus especies.
Se da por descontado que ésta es una afirmación muy imperfecta y con muchas excepciones. Pero quizá la idea quede más clara si se compara al pacífico león con el jabalí salvaje que puede o no buscar pelea y a éste a su vez con el rinoceronte o el búfalo de El Cabo.
La raza originaria de Dathyna no tenía ninguna probabilidad de salir vencedora de la confrontación. Podía luchar valientemente, pero no colectivamente, y por tanto era poco efectiva. Si triunfaba en una determinada batalla, pocas veces pensaba en perseguir a los vencidos; si era derrotada, se dispersaba. Su civilización estaba ya en pedazos, su gente desmoralizada, su estructura político-económica reducida a una especie de feudalismo. Si algunos grupos escaparon al espacio, nunca volvieron a buscar venganza.
Una banda de shenna invadía una zona, se apoderaba de los edificios, mataban y se comían a aquellos antiguos dathyno, a los que no castraban y sometían a la esclavitud. Sin duda, después los conquistadores hacían tratados con los dominios circundantes, patéticamente dispuestos a creer que los extraños estaban ya satisfechos. Pero no pasaban muchos años antes de que una nueva generación de shenna, hambrientos de terreno, discutiesen con sus padres y marchasen a probar fortuna.
La conquista no fue resultado de un plan extendido. Los shenna, más bien, tomaron Dathyna en el transcurso de varios siglos, porque ellos eran los más preparados para el nuevo ambiente. En una ceremonia de escasez, donde un individuo necesitaba hectáreas para poder vivir, la agresividad resultaba remunerativa; en primer lugar, era la forma de adquirir esas hectáreas y de conservarlas después. Sin duda, la diferencia sexual, que era muy extraña entre los seres sensibles, era otra mutación que, al llegar a ser útil, quedó fijada. Dada la alta proporción de bajas entre los shenna machos, los guerreros, la reproducción se aseguraba al máximo proveyendo a cada uno varias hembras. Cazar y luchar eran las principales tareas; las hembras, que debían conservar a los jóvenes, no podían tomar parte en ellos, por tanto, perdieron una cierta cantidad de inteligencia e iniciativa. (Hay que recordar que la población shenna original era muy pequeña y no creció con rapidez durante mucho tiempo. Este cambio genético operó poderosamente. Algunas características de poca importancia —como, por ejemplo, la melena de los machos— quedaron establecidas de esa forma, más algunos otros rasgos, que podrían ser desfavorables, aunque no incapacitadores.)
Por fin, la raza parricida se había apoderado del planeta. Al debilitarse la radiación, las condiciones comenzaron a mejorar: se desarrollaron nuevas formas de vida y otras antiguas se propagaron a partir de los enclaves donde habían sobrevivido. Pasaría mucho tiempo antes de que Dathyna recobrase su fertilidad original; pero de nuevo podía mantener una cultura maquinista. A partir de libros, de restos, de tradiciones, seguramente de unos pocos y últimos esclavos de la raza anterior, los shenna empezaron a reconstruir lo que habían ayudado a destruir.
Pero entonces, el peculiar conjunto de impulsos que les habían sido de utilidad durante los milenios del desastre les jugó una mala pasada. ¿Cómo podía existir la comunidad por una tecnología superior, si cada macho viviría solo con su harén, desafiando a cualquiera que se atreviera a penetrar en sus dominios?
La respuesta es que los hechos nunca fueron tan sencillos. Entre los shenna había tantas diferencias como las existentes entre los humanos. Los que habían tenido poco éxito tuvieron siempre la tendencia de agruparse alrededor de los grandes, en lugar de escoger el exilio. A partir de esto, se desarrolló la extensa comunidad —cierto número de familias polígamas unidas por una jerarquía estricta y bajo un patriarca dueño de una autoridad absoluta—, ésa era la unidad «fundamental» de la sociedad shenna, como la tribu de los humanos, los clanes matrilineales de los cynthianos, o las bandas migratorias de la sociedad wodenita.
La creación de grupos grandes a partir del básico resulta difícil en cualquier planeta. Los resultados son con demasiada frecuencia organizaciones patológicas, preservadas según va pasando el tiempo por ninguna otra cosa que no sea la fuerza bruta, hasta que, al fin, se desintegran. Pensad, por ejemplo, en las naciones, imperios y asociaciones mundiales en la Tierra. Pero no hay razón para que esto sea siempre así.
Los shenna eran criaturas que razonaban. Podían comprender intelectualmente la necesidad de la cooperación, como la mayoría de las especies. Si, debido a sus emociones, no eran capaces de acatar un gobierno sobre todo el planeta, sí lo eran de formar una confederación entre los dominios.
¡Especialmente cuando vieron el camino libre para un ataque —la carga del Minotauro— sobre las estrellas!
— ¡Ja! —asintió Van Rijn—; si son así, podemos manejarlos sin dificultad.
—Devolviéndoles de una patada a la Edad de Piedra y sentándonos encima —gruñó Chee. Adzel levantó la cabeza.
—¿Qué obscenidad acabas de decir? ¡No lo permitiré!
—Preferirías dejarlos sueltos con armas nucleares! —replicó ella.
—Vamos, vamos —intervino Van Rijn—. Vamos, vamos, vamos. No digamos cosas tan malas sobre toda una raza. Estoy seguro de que pueden hacer muchas cosas buenas si se les aborda de la forma apropiada.
Se frotó las manos, reluciendo de satisfacción.
—Claro, muy buen dinerito podrá hacerse con ellos, con los shenna —su sonrisa se fue haciendo más amplia y presuntuosa—. Bueno, amigos, creo que por hoy terminamos con el trabajo. Nos hemos estrujado los sesos, hemos sacado conclusiones y nos merecemos una pequeña fiesta. Davy, chico, supón que empiezas por traer una botella de ginebra y unas cuantas cajas de cerveza...
Falkayn se armó de valor.
—Intenté decírselo antes, señor —dijo—. Esa botella que se acaba de beber era la última.
Los ojos de crustáceo de Van Rijn amenazaron con salirse de sus órbitas.
—Esta nave dejó la Luna sin llevar provisiones extra —dijo Falkayn—. Sólo había a bordo las raciones estándar. Que incluían, por supuesto, algunas bebidas; pero bueno, ¿cómo iba a saber yo que usted vendría aquí y... ?
Su voz se apagó ante el huracán que se estaba formando.
—¿Quéeeeee? —el grito de Van Rijn provocó un vuelo de ecos—. Quieres decir..., quieres decir..., un mes en el espacio... y nada de beber, excepto... ¿Ni siquiera una cerveza?
La media hora siguiente fue indescriptible.
26
Pero medio año terrestre después...
Chandra Mahasvany, ministro adjunto de Relaciones Exteriores de la Comunidad terrestre, miraba una vez y otra el globo ocre y dorado que la nave espacial estaba rodeando, y decía indignada:
—¡No pueden hacerlo! Vosotros, simplemente una alianza de... de capitalistas buscando el beneficio mutuo... esclavizar a toda una especie, todo un mundo!
Wiaho, el jefe de la Flota de la Liga Polesotécnica, le dedicó una helada mirada.
—¿Qué piensa usted que los shenna estaban planeando hacer con nosotros?
Había nacido en Perra y unos colmillos semejantes a sables le impedían hablar correctamente los lenguajes humanos. Pero era evidente su desprecio.
—Ni siquiera han tenido la decencia de avisarnos. Si las investigaciones del señor Garver no hubiesen puesto al descubierto las pruebas suficientes como para que yo en persona viniera aquí...
—¿Por qué tiene la Liga que consultar a la Comunidad o a sus gobiernos? —Wiaho señaló con una de sus garras el lugar donde Dathyna giraba sobre sí misma en la pantalla—. Estamos completamente fuera de sus jurisdicciones. Deberían estar contentos de que nos las estemos entendiendo con una amenaza y sin cobrarles por el servicio.
—¿Entendiéndose? —protestó Mahasvany—. Traéis aquí una armada impresionante —sin ningún tipo de provocación—, forzando a esos pobres, eh, shenna, a rendir todo lo que han trabajado tan duramente para construir sus flotas espaciales, sus fábricas clave —trampeando con su soberanía... reduciéndolos a la esclavitud económica—. ¿Llamáis a eso entenderse con la situación? Oh no, señor, yo le doy otro nombre: no es nada más que la creación de un odio que pronto estallará en un grave conflicto. El gobierno de la Comunidad debe insistir en una política de reconciliación. No se olvide que cualquier fallo puede implicarnos también a nosotros.
—No habrá fallos —dijo Wiaho—, ni tampoco «esclavitud». Le digo, zuga-ya, que les hemos arrebatado la posibilidad de hacer la guerra: supervisamos su industria, entrelazamos su economía con la nuestra de forma que no pueda funcionar independientemente. Pero la razón precisamente para hacer esto es impedir que el revanchismo tenga la menor posibilidad de éxito. No es que esperemos que surja. Los shenna no se sienten demasiado molestos de que les mande... alguien que ya ha demostrado ser más fuerte que ellos.
Una hembra humana pasó junto a la puerta, con una memocinta en una mano. Wiaho la saludó.
—¿Por favor, acérquese usted un momento?... La señora Beldaniel, el señor Mahasvany, de la Tierra... La señora Beldaniel es nuestro contacto más valioso con los shenna. ¿Sabía usted que ellos la criaron? ¿No está usted de acuerdo en que la Liga hace lo mejor para la raza?
La delgada mujer, de edad ya madura, frunció el ceño, no con rabia sino por la concentración.
—No sé nada de eso, señor —contestó francamente—; pero tampoco sé qué otra cosa se podría hacer mejor que convertirlos en miembros de la civilización técnica. La alternativa sería destruirlos.
Ella soltó una risita. En conjunto debía estar disfrutando con su trabajo.
—Puesto que el resto de vosotros insiste en sobrevivir también.
—¿Qué hay de la economía? —protestó Mahasvany.
—Bien; naturalmente, no podemos trabajar a cambio de nada —dijo Wiaho—. Pero no somos piratas. Hacemos inversiones y esperamos un beneficio. Recuerde además que los negocios no son una cosa que se pueda resumir en sumas. Mejorando este mundo beneficiamos a sus habitantes.
Mahasvany enrojeció.
—¿Quiere usted decir... que su maldita Liga, señor, tiene la eterna desfachatez de arrogarse la función de un cogobierno?
—No exactamente —dijo suavemente Wiaho—. El gobierno no podría conseguir tanto. Desenroscó su longitud del asiento que ocupaba.
—Ahora, si quiere excusarme, la señora Beldaniel y yo tenemos trabajo que hacer.
En la Tierra, en un jardín, con palmeras por encima, y el agua azul y las olas blancas por debajo, con unas muchachas sirviéndole bebidas y tabaco, Nicholas van Rijn se alejó de la pantalla en la que estaba proyectando una película traída por la última expedición a Satán. La gran estrella se había empequeñecido, las tierras altas comenzaban a permanecer en calma, por encima de las tormentas que todavía azotaban los océanos y llanuras. Sonrió untuosamente a una hilera de pantallas más pequeñas, donde se veían rostros humanos y alienígenas, los industriales más poderosos de la galaxia conocida.
—De acuerdo, amigos —dijo—, habéis visto que tengo una absoluta y exclusiva preferencia. Sin embargo, soy un anciano cansado que simplemente quiere sentarse al sol rascándose los recuerdos y quizá tomando otro combinado más antes de cenar... ¿Quieres darte prisa en traérmelo, querida? Y, de todas formas, soy un tratante en azúcar y especias y todo lo que sea agradable, no en negras fábricas de Satán. No quiero nada para mí en ese espléndido planeta donde a cada segundo se puede hacer dinero a naves llenas. No, me encantará vender licencias, naturalmente; hacemos también un pequeño trato en cuanto a compartir los beneficios, nada extraordinario, un símbolo, como el treinta o cuarenta por ciento netos. Soy muy razonable. ¿Quieren comenzar a pujar?
Más allá de la Luna, el Muddlin Through aceleraba hacia fuera. Falkayn miró largo rato por el ventanal posterior.
—Qué mujer —murmuró.
—¿Quién? ¿Verónica? —preguntó Chee.
—Bueno, sí. Entre otras —Falkayn encendió la pipa—. No sé por qué estamos empezándolo todo de nuevo, cuando somos ya ricos para toda la vida. Honradamente, no lo sé.
—Yo sí sé por qué —dijo Chee—. De continuar un poco más con el tipo de existencia que has estado llevando, explotarías. Su cola se agitó.
—Y yo me aburriría mucho. Estará muy bien verse bajo cielos limpios otra vez.
—Y hallar nuevas aventuras —añadió Adzel.
—Sí, por supuesto —dijo Falkayn—. Estaba bromeando. Pero sonaba demasiado pretencioso declamar que la frontera es nuestro hogar.
Atontado golpeó una baraja y unas fichas de póquer sobre la mesa con los brazos mecánicos que habían sido instalados para tales propósitos.
—En ese caso, capitán —dijo—, y siguiendo el programa que esbozaste para las próximas horas, se sugiere que te calles y juegues.
FIN
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