334
Thomas M. Disch
La muerte de Sócrates
1
Sentía un dolor sordo, una especie de vacío localizado más o menos allí donde estaba su hígado - la sede de la inteligencia según la Psicología de Aristóteles -, la vaga sensación de que había alguien dentro de su pecho y de que estaba hinchando un globo, o de que su cuerpo era ese globo. Estaba atrapado en aquel pupitre, y el globo le mantenía unido a él como si fuera un ancla. Era una encía hinchada que debía tocar una y otra vez con su lengua o con un dedo y, sin embargo, la sensación era distinta a la de estar enfermo. No había ningún nombre para ella.
El profesor Ohrengold les estaba hablando de Dante. Bla, bla, bla, nació en 1265. 1265, escribió en su cuaderno.
Las piernas le dolían porque llevaba una eternidad sentado en aquel banco, eso sí estaba claro.
Y Milly... Milly marcaba el límite máximo de la claridad y la precisión. «Puede que me muera - pensó (aunque no era exactamente pensar) -. Tengo el corazón destrozado, y quizá acabe muriendo de eso.»
El profesor Ohrengold se convirtió en una imagen borrosa. Birdie estiró las piernas sacándolas al pasillo, juntó las rodillas y tensó los músculos. Bostezó. Pocahontas le fulminó con la mirada. Birdie sonrió.
Y el profesor Ohrengold seguía con lo suyo.
- Parloteo y más parloteo Rauschenberg y bla, bla, el infierno que Dante describe es intemporal. Es el infierno que cada uno de nosotros esconde en la parte más secreta de su alma.
«Mierda», pensó Birdie con gran precisión.
Mierda y nada más que mierda, un gigantesco montón de mierda. Escribió la palabra «Mierda» en su cuaderno, resiguió las letras hasta conseguir que parecieran tener tres dimensiones y les fue añadiendo sombras con mucho cuidado. Después de todo llamar educación a eso sería exagerar un poco, ¿no? Ningún estudiante de Barnard se tomaba muy en serio al Anexo de Estudios Generales, o eso había dicho Milly. Azúcar recubriendo la píldora amarga de esto o lo de más allá, mierda envuelta en una capa de chocolate.
Ohrengold les estaba hablando de Florencia, de los papas y de todas esas cosas. Birdie alzó la cabeza justo a tiempo de verle desaparecer.
- De acuerdo, ¿qué es la simonía? - preguntó el encargado de clase.
Nadie alzó la mano para responder. El encargado se encogió de hombros y volvió a activar el aparato. Un par de pies envueltos en llamas se materializaron en el aire.
Estaba escuchando, pero nada de lo que oía parecía tener el más mínimo sentido. No, la verdad es que no estaba escuchando. Estaba intentando dibujar el rostro de Milly en su cuaderno, pero nunca había sido muy buen dibujante. Salvo las calaveras, claro. Era capaz de dibujar calaveras muy convincentes, serpientes, águilas, aviones nazis... Quizá tendría que haberse matriculado en la escuela de bellas artes. Convirtió el rostro de Milly en una calavera adornada con una larga cabellera rubia. No se encontraba muy bien.
Le dolía el estómago. Quizá fuera por culpa de la barra de chocolate en que había consistido su almuerzo. Su dieta no podía ser más desequilibrada, y eso era un error. Había pasado la mitad de su vida comiendo en las cafeterías y durmiendo en los dormitorios comunales. Qué asco de vida... Necesitaba una vida hogareña y un poco de regularidad. Necesitaba un buen polvo de vez en cuando. Cuando se casara con Milly tendrían camas gemelas, un apartamento de dos habitaciones para ellos solos y en una de las dos habitaciones no habría nada, sólo las dos camas. Intentó imaginarse a Milly con su elegante uniforme de azafata. Después cerró los ojos y empezó a desnudarla, primero la chaquetita azul con el monograma de la PanAm encima del seno derecho. Después le abrió el cierre de la cintura y le bajó la cremallera. La falda se deslizó sobre la lisura satinada de las bragas de antrón. Milly llevaba unas bragas de color rosa..., no, llevaba bragas negras con un ribete de encajes. Vestía una blusa de las que ya no se veían mucho, de esas que tenían tantos botones. Intentó imaginarse desabotonándolos uno por uno, pero Ohrengold escogió ese preciso instante para soltar uno de sus estúpidos chistes. Ja, ja. Alzó la cabeza y vio a Liz Taylor tal y como la recordaba del curso de Historia del Cine al que había asistido el año pasado, unas enormes tetas rosadas y una cabellera hecha de cordeles azulados.
- Cleopatra - dijo Ohrengold -, y Francesca da Rímini se encuentran aquí porque cometieron pecados veniales.
Rímini era una ciudad que estaba en algún lugar de Italia y, naturalmente, el mapa de Italia volvió a flotar delante de sus ojos.
Italia, Mierdalia.
¿Cómo podían esperar que se interesara por todas aquellas gilipolleces? ¿A quién le importa dónde nació Dante? Quizá ni tan siquiera había nacido. ¿En qué cambia eso la vida de Birdie Ludd?
En nada.
Debería ponerse en pie ahora mismo, encararse con Ohrengold y hacerle esa pregunta, soltársela a bocajarro para averiguar cómo reaccionaba; pero no puedes hablar con una pantalla de televisión, y Ohrengold no era más que un montón de puntitos parpadeantes. El encargado de la clase les había explicado que ya ni tan siquiera estaba vivo. Otro maldito experto muerto grabado en otra maldita cinta.
Era ridículo. Dante, Florencia, «castigos simbólicos» (eso era lo que la siempre obediente Pocahontas estaba escribiendo ahora mismo en su fiel cuaderno)... No estaban en la jodida Edad Media, estaban en el jodido siglo XXI y él era Birdie Ludd y estaba enamorado y se sentía muy solo y no tenía empleo (y había muchas probabilidades de que nunca consiguiera uno, claro), y no podía hacer nada para remediarlo, no podía hacer absolutamente nada, y en todo el jodido y apestoso país no había ni un solo sitio en el que las cosas pudieran ser distintas.
¿Y si Milly ya no le necesitaba?
El vacío que había dentro de su pecho pareció hacerse más grande. Intentó eliminarlo pensando en los botones de aquella blusa imaginaria y en el calor del cuerpo que había debajo de ella. Su Milly... Cada vez se encontraba peor. Arrancó la hoja en que había dibujado la calavera. La dobló por la mitad y la fue rasgando lentamente a lo largo del pliegue. Repitió el proceso hasta que los trozos fueron tan pequeños que ya no pudo seguir rompiéndolos, y acabó guardándoselos en el bolsillo de la camisa.
Pocahontas le estaba observando con una sonrisita malévola que decía lo mismo que el cartel de la pared. «El papel es valioso. ¡No lo desperdicies!» Pocahontas era una auténtica fanática de la ecología, y Birdie acababa de cometer un grave pecado ecológico. Contaba con sus apuntes para pasar los exámenes finales, por lo que no le quedó más remedio que pedirle disculpas con una sonrisa. La gente no paraba de decirle que tenía una sonrisa muy agradable y sincera. Su único problema era la nariz, que resultaba un poco demasiado corta.
Ohrengold fue sustituido por el logotipo del curso - un hombre desnudo atrapado dentro de un cuadrado y un círculo -, y el encargado les preguntó si querían hacer alguna pregunta, aunque en el fondo le daba absolutamente igual que hablaran o que se quedaran callados. Todos se llevaron la sorpresa de ver cómo Pocahontas se ponía en pie y farfullaba unas cuantas palabras. ¿Qué había dicho? Birdie creyó entender que era algo sobre los judíos. Birdie no aguantaba a los judíos.
- ¿Podrías repetir tu pregunta? - dijo el encargado -. Creo que los que están en la parte de atrás de la clase no te han oído muy bien.
- Bueno, si he comprendido al doctor Ohrengold, el primer círculo estaba reservado a las personas que no habían sido bautizadas. Esas personas no habían hecho nada malo..., sencillamente, nacieron demasiado pronto, ¿verdad?
- Exacto.
- Bueno, pues eso no me parece justo.
- ¿Sí?
- Quiero decir que... Yo no he sido bautizada.
- Ni yo - dijo el encargado.
- Entonces según Dante los dos iremos al infierno, ¿no?
- Sí, así es.
- No me parece justo.
Pocahontas había ido alzando poco a poco la voz hasta que su zumbido monótono habitual acabó convirtiéndose en un graznido estridente.
Algunos alumnos se estaban riendo, otros habían empezado a ponerse en pie. El encargado alzó la mano.
- Habrá una prueba.
Birdie consiguió sacar un instante de ventaja al gemido colectivo.
- Lo que quiero decir - insistió Pocahontas -, es que el único que puede tener la culpa de que unas personas hayan nacido de una forma y no de otra es Dios, ¿verdad?
- Buena pregunta - dijo el encargado -. No estoy muy seguro de que tenga respuesta. Haced el favor de sentaros. Vamos a hacer una breve prueba de comprensión.
Dos bedeles muy viejos empezaron a repartir rotuladores y las hojas donde anotarían las respuestas.
La difusa sensación de malestar de Birdie no tardó en concretarse, quizá porque ahora tenía una razón que podía compartir con todos los demás.
La intensidad de las luces fue disminuyendo y la pantalla mostró el primer conjunto de respuestas entre las que debían escoger: 1. Dante Alighieri nació en (a) 1300 (b) 1265 (c)1625 (d) fecha desconocida.
Pocahontas estaba tapando sus respuestas con la mano. La muy zorra... Bueno, ¿cuándo nació el jodido Dante? Birdie recordaba haber escrito la fecha en su cuaderno, pero no recordaba qué fecha había escrito. Volvió a alzar la cabeza para echar otro vistazo a las cuatro respuestas posibles, pero la segunda pregunta ya había aparecido en la pantalla. Birdie hizo un aspa en el espacio (c), la borró impulsado por una vaga sensación de que se había equivocado, se lo pensó durante unos momentos y acabó optando por el mismo casillero.
La pantalla iba por la cuarta pregunta. Las respuestas de entre las que tenía que escoger eran nombres que no había visto nunca y la pregunta no tenía el más mínimo sentido. Birdie torció el gesto, hizo un aspa en el casillero (c) de cada pregunta y entregó su hoja de respuestas al bedel que estaba montando guardia delante de la puerta aun sabiendo que no le dejaría salir hasta que la prueba hubiese terminado. Birdie se quedó inmóvil junto a la puerta con el ceño fruncido y contempló a los gilipollas que ponían sus aspas en los casilleros equivocados de las hojas.
Cuando sonó el timbre todos dejaron escapar un suspiro de alivio.
334 Este Calle Undécima era una de las veinte unidades - ninguna exactamente igual a las otras, todas vagamente parecidas -, construidas bajo los auspicios del programa federal MODICUM durante la opulencia de los años ochenta que precedió al Apretón. Un poste de aluminio para izar la bandera y un bajorrelieve de cemento en el que se leía la dirección del bloque adornaban la entrada principal que daba a la Primera Avenida. El edificio no tenía ninguna otra clase de adorno o decoración. Una noche de hacía ya muchos años la Comunidad de Inquilinos consiguió arrancar un trocito de aquel «4» casi monolítico en un vago gesto de protesta, pero las fotos y dibujos publicados en el Times cuando se anunció la construcción del bloque seguían siendo bastante parecidos a la realidad (si dabas por sentado que los árboles y todas esas tiendas de aspecto próspero y escaparates elegantes no habían sido más que ficciones dictadas por la cortesía periodística, claro está). Arquitectónicamente hablando el 334 no tenía nada que envidiar a las pirámides: se había quedado muy poco anticuado, y no había envejecido en lo más mínimo.
Dentro de su piel de cristal y ladrillo amarillo había una población de unas tres mil personas (excluyendo a los residentes temporales) que ocupaba los 812 apartamentos (40 por piso, más los 12 al nivel de la calle situados detrás de las tiendas). Ese número de habitantes sólo superaba en un 30 por ciento a la población óptima de 2.250 personas fijada por los cálculos originales de la Agencia, por lo que no era preciso pecar de poco realista para considerar que el 334 también había funcionado bastante bien en ese aspecto. No cabía duda de que había sitios peores y de que la gente estaba dispuesta a vivir en ellos, especialmente si eras un residente temporal..., y Birdie Ludd lo era.
Eran las siete y media de un anochecer de martes, y Birdie estaba en el rellano del piso dieciséis, dos pisos por debajo del apartamento de los Holt. El padre de Milly no estaba en casa, pero de todas formas tampoco le habían invitado a entrar, y Birdie se estaba helando el culo mientras escuchaba cómo alguien discutía a gritos con otro alguien por un asunto de dinero o de sexo. («Dinero o sexo» era una de las frases teóricamente graciosas de una telecomedia que tenía mucho éxito, y Milly aprovechaba cualquier ocasión para soltársela. «Dinero o sexo..., en el fondo todo se reduce a una de esas dos cosas.» Jua, jua.) Alguien más empezó a gritarles que se callaran, una voz lejana que hablaba lo bastante deprisa para que las palabras se confundieran las unas con las otras, como un aeroplano dando vueltas por encima del parque, y alguien estaba torturando a un bebé. Aquí TIENES MI AMOR, cantaba una radio. AQuí TIENES MI AMOR. SI TE LO LLEVAS ME MORIRÉ. MORIRÉ CON EL CORAZÓN DESTROZADO. Número Tres en la lista de éxitos nacional. Las notas de la canción llevaban todo el día - no, toda la semana - dando vueltas y más vueltas dentro de la cabeza de Birdie.
Antes de conocer a Milly nunca había creído que el amor fuera más complicado o más doloroso que conseguir un polvo, e incluso durante los dos primeros meses de su relación con ella todo se había reducido a un polvo más agradable que de costumbre. Pero ahora... Cualquier cancioncilla estúpida que sonara en la radio parecía capaz de desgarrarle por dentro, y a veces hasta los anuncios le deprimían.
La canción se interrumpió de repente, la gente dejó de chillar y Birdie oyó un lento eco de pisadas que iba subiendo hacia él. Tenía que ser Milly - los pies entraban en contacto con cada peldaño produciendo ese chasquido secamente femenino típico de los zapatos de tacones bajos -, y Birdie sintió que se le empezaba a formar un nudo en la garganta. El nudo estaba compuesto de amor, miedo, dolor..., de todo excepto felicidad. Si era Milly... ¿Qué podía decirle? Pero, oh, si no era Milly...
Abrió su libro de texto y fingió leerlo. Se dio cuenta de que había manchado la página con la mugre que se le había pegado a la mano cuando intentó abrir la ventana del pozo central, y se la limpió en los pantalones.
No era Milly. No era más que una vieja que subía lentamente cargada con una bolsa de la compra. La vieja se detuvo medio tramo de escalones por debajo de Birdie, se apoyó en la barandilla y depositó su bolsa en el suelo con un «oof» ahogado. Una barrita de Oralina asomaba por la comisura de sus labios, y el botón de regalo incrustado en la punta parecía un mandala de tres al cuarto que giraba locamente con cada movimiento de su cabeza. Era como ver un reloj averiado. La vieja le miró, y Birdie frunció el ceño y clavó la mirada en la pésima reproducción de la Muerte de Sócrates de David de su libro. Los fláccidos labios de la vieja se movieron lentamente hasta acabar formando una sonrisa.
- ¿Estudiando? - le preguntó.
- Sí, eso es justamente lo que estoy haciendo. Estoy estudiando.
- Así me gusta.
La vieja se quitó la barrita color verde pálido de la boca, y la sostuvo delante de sus ojos como si fuera un termómetro para averiguar cuánta había consumido y qué fracción de los diez minutos de leve euforia cronometrada le quedaba por disfrutar. Su sonrisa se hizo un poco más tensa, y Birdie pensó que parecía estar dando los últimos retoques a un chiste, puliéndolo y elaborándolo para que resultara lo más gracioso posible.
- Un joven tiene que estudiar, ¿eh? - dijo por fin la vieja, y añadió un sonido inarticulado al que le faltaba muy poco para ser una risita.
La radio volvió a hacer oír su voz, ahora con el último anuncio de la Ford. Era uno de los favoritos de Birdie, jovial y alegre pero al mismo tiempo bien pensado y lleno de sustancia. Lo único que deseaba en aquellos momentos era que la vieja bruja se callara para poder escucharlo a gusto.
- Hoy en día no se puede llegar a ninguna parte sin haber estudiado.
Birdie no replicó.
La vieja decidió cambiar de táctica.
- Esta dichosa escalera... - dijo.
Birdie alzó los ojos de su libro y le lanzó una mirada de irritación.
- ¿Qué pasa con la escalera?
- ¡Que qué pasa con la escalera! Los ascensores llevan semanas sin funcionar. Eso es lo que pasa. ¡Semanas!
- ¿Y?
- ¿Y? ¿Por qué no los arreglan? Ah, pero prueba a hablar con la oficina del distrito e intenta que te respondan a una pregunta tan sencilla. Ya verás lo que pasa. Nada, eso es lo que pasa.
Birdie sintió un deseo repentino y casi incontenible de decirle que se lavara el pelo. La vieja hablaba como si se hubiera pasado la vida en un apartamento de lujo, y no en el mugriento suburbio financiado por los subsidios gubernamentales que llevaba tatuado en cada rasgo de la cara. Según Milly los ascensores de todos aquellos edificios llevaban años sin funcionar, no semanas.
Birdie le lanzó una última mirada de disgusto y se pegó a la pared para que la vieja pudiera pasar junto a él. Su cuerpo arrugado olía a cerveza, a chicles de menta y a vejez. Birdie odiaba a los viejos. Odiaba sus caras arrugadas y el contacto de su carne seca y fría. Había demasiados viejos, ése era el problema. Si no hubiera tantos Birdie Ludd ya se habría podido casar con la chica a la que amaba para formar su propia familia. Era una maldita injusticia.
- ¿Qué estás estudiando?
Birdie clavó los ojos en la reproducción del cuadro y leyó el pie de foto que no había leído antes.
- Ése de ahí es Sócrates - dijo, recordando vagamente algo sobre Sócrates que había dicho su profesor de Civilización el año pasado -. Es un cuadro - explicó -. Un cuadro griego.
- ¿Vas a ser artista o algo parecido?
- Algo parecido - replicó secamente Birdie.
- Eres el chico que sale con Milly Holt, ¿verdad? - Birdie no dijo nada -. ¿Estás esperando que venga a casa?
- ¿Hay alguna ley que lo prohíba?
La vieja se le rió en la cara. Fue como si Birdie hubiera metido la nariz en el coño de una muerta. Después reanudó su lento ascenso escalón por escalón hasta llegar al rellano siguiente. Birdie intentó no seguirla con la mirada, pero no lo pudo evitar. Sus ojos se encontraron con los de la vieja y ésta soltó otra carcajada. Birdie acabó hartándose y le preguntó qué demonios le hacía tanta gracia.
- ¿Hay alguna ley que prohíba reírse? - replicó la vieja.
Un instante después su risa se fue desintegrando hasta convertirse en una tos que parecía sacada de uno de esos viejos documentales de Educación Sanitaria que te advertían de los horribles peligros del fumar. Birdie se preguntó si sería una adicta. Parecía lo bastante mayor para serlo. El padre de Birdie tenía por lo menos diez años menos que ella, y fumaba tabaco siempre que se le presentaba la ocasión. Birdie pensaba que era una forma realmente estúpida de tirar el dinero, pero la aversión que le inspiraba aquel vicio no iba más allá de una vaga repugnancia. En cambio, Milly no podía soportar a los que fumaban, especialmente a las mujeres.
Un cristal se rompió en alguna parte haciendo mucho ruido y unos niños empezaron a gritarse en alguna parte - «¡Aka! ¡Atrita! ¡Akiak!» -, y cayeron al suelo lanzando alaridos y enzarzados en un entusiástico combate de guerra - gorila. Birdie inclinó la cabeza y contempló el abismo de la escalera. Una mano se posó sobre la barandilla muy por debajo de él, se quedó inmóvil, se alzó, volvió a tocar la barandilla y fue acercándose a él. Los dedos eran muy delgados (como los de Milly), y las uñas parecían estar pintadas de color dorado. La poca luz y la distancia hacían que no pudiese estar seguro de si era Milly. Una oleada de esperanza teñida de incredulidad inundó todo su ser e hizo que se olvidara de la risa de la vieja, los malos olores y los gritos. La escalera se convirtió en el escenario de una gran historia romántica, una neblina de movimientos a cámara lenta. La mano se alzó, se quedó inmóvil durante una fracción de segundo y volvió a posarse sobre la barandilla.
Birdie recordaba la primera vez que fue al apartamento de Milly. Había subido por aquellos peldaños caminando detrás de ella mientras observaba cómo su esbelto y firme traserito oscilaba primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda, hacia la derecha, hacia la izquierda, y las borlitas que adornaban sus pantalones cortos temblaban y centelleaban emitiendo destellos multicolores como si fuesen los neones de una licorería. Milly había hecho todo el trayecto sin mirar ni una sola vez hacia atrás.
La mano se apartó de la barandilla en el piso once o doce y no volvió a aparecer. Bien, así que no era Milly...
Le había bastado con acordarse de aquella subida para que se le pusiera tiesa. Birdie se bajó la cremallera y metió la mano dentro para administrarse un par de apretones no demasiado entusiastas, pero la erección se esfumó antes de que pudiera empezar a trabajarla en serio.
Echó un vistazo a su reloj Timex garantizado. Eran las ocho en punto. Podía permitirse esperar a Milly durante un par de horas más. Después tendría que caminar cuarenta minutos para volver a su dormitorio comunal, a menos que quisiera pagar la tarifa máxima del metro. Si sus notas fueran lo bastante buenas para poder saltarse el toque de queda se habría pasado toda la noche esperando en la escalera.
Se sentó sobre un peldaño para seguir estudiando el texto de Historia del Arte y clavó los ojos en el cuadro de Sócrates intentando distinguir los detalles en la penumbra. Sócrates sostenía una copa enorme con una mano y le estaba haciendo una higa a alguien con la otra. No tenía el aspecto de una persona que se va a morir, eso estaba claro. El maldito parcial de mañana empezaría a las dos. Tenía que estudiar. Birdie concentró su atención en el cuadro y se preguntó qué razón podía impulsarte a perder el tiempo pintando un cuadro. Siguió observándolo hasta que empezaron a dolerle los ojos.
El bebé reanudó su llantina, un gemido tan estridente e insoportable como el de un avión lanzándose en picado sobre Central Park. Un grupo de guerrilleros birmanos bajó saltando por la escalera lanzando chillidos ininteligibles, y fue seguido un minuto después por otro grupo de chicos con máscaras negras - gorilas del Ejército de los Estados Unidos -, que gritaban obscenidades.
Birdie se echó a llorar. Estaba seguro de que Milly le engañaba, aunque aún no estaba dispuesto a admitirlo ante sí mismo. La quería tanto y era tan hermosa... La última vez que se vieron Milly le había llamado estúpido. «Eres tan increíblemente estúpido, Birdie Ludd... - había dicho -. Me pones enferma, ¿sabes? Pero Milly era tan hermosa... Y él la amaba.
Una lágrima cayó sobre la copa de Sócrates y fue absorbida por el papel barato. Birdie se dio cuenta de que estaba llorando. No había llorado desde que era niño. Tenía el corazón destrozado.
2
Birdie no siempre había sido la nube de melancolía ambulante que era ahora. Oh, no, todo lo contrario... Hubo un tiempo en el que era alegre y encantador, en el que nunca se quejaba por nada y resultaba la compañía más divertida del mundo. No era de los que empezaban a competir con el prójimo apenas lo conocían, y si no había más remedio que competir sabía arreglárselas para perder con elegancia y sin enfadarse. La escuela comunal 141 nunca había puesto mucho énfasis en el factor competitivo, y el centro al que fue trasladado después de que sus padres se divorciaran aún le daba menos importancia. Un chico simpático y agradable que se llevaba bien con todos, ése era Birdie.
Pero el verano siguiente a su graduación en la secundaria - justo cuando su relación con Milly empezaba a moverse hacia el estadio de seriedad total que acabaría alcanzando -, el señor Mack le dijo que fuera a verle a su despacho y la vida de Birdie se desmoronó. Norman Mack era un hombrecillo delgado de mediana edad que estaba empezando a quedarse calvo. Tenía barriga y una nariz aparatosamente judía, aunque Birdie nunca había logrado resolver el enigma de si era realmente judío o no y seguía teniendo que limitarse a hacer conjeturas al respecto. Su razón básica para pensar que fuese judío - aparte de la nariz, claro - era que Birdie siempre salía de sus entrevistas de orientación con la vaga impresión de que el señor Mack había estado jugando con él - algo que le ocurría siempre que trataba con un judío -, de que su apacible y no muy entusiástica afabilidad profesional era una fachada detrás de la que se ocultaba un desprecio ilimitado y de que todos esos consejos tan sólidos y razonables no eran más que una trampa. Lo realmente lamentable era que la naturaleza de Birdie no le dejaba más remedio que caer en ella. El juego había sido creado por el señor Mack, y las partidas debían jugarse según sus reglas.
- Siéntate, Birdie.
La primera regla.
Birdie se había sentado, y el señor Mack le había explicado que acababa de recibir una carta del Departamento de Pruebas Genéticas. Después le entregó un inmenso sobre de color gris del que Birdie extrajo un montón de documentos e impresos oficiales, y le explicó - Birdie volvió a meter las hojas de papel dentro del sobre - que todo aquel papeleo se reducía a algo muy sencillo. Birdie había sido reclasificado.
- ¡Pero yo pasé los exámenes, señor Mack! Ya hace cuatro años de eso. Y aprobé.
- He telefoneado a Albany para asegurarme de que tu reclasificación no era el resultado de que a alguien se le hubieran cruzado los cables, y puedo asegurarte que no hay ningún error. La carta...
- ¡Mire! - Birdie cogió su cartera y sacó la tarjeta -. Mire, aquí lo dice bien claro en blanco sobre negro... Veintisiete.
El señor Mack cogió la maltrecha tarjeta que le ofrecía y se chupó las mejillas en una vaga expresión de simpatía y condolencia.
- Bueno, Birdie, pues siento decirte que en tu nueva tarjeta pone veinticuatro.
- ¿Un punto? Me falta un solo punto, y por eso van a... - Birdie ni tan siquiera se sentía capaz de pensar en lo que iban a hacerle -. ¡Oh, señor Mack!
- Lo sé, Birdie. Créeme, yo lo siento tanto como tú.
- Me sometieron a sus malditos exámenes y los pasé.
- Birdie, ya sabes que hay otros factores que tomar en consideración aparte de las puntuaciones obtenidas en los exámenes, y uno de esos factores ha cambiado. Parece ser que tu padre tiene diabetes.
- Es la primera noticia que tengo de eso.
- Es posible que tu padre todavía no lo sepa. Los hospitales tienen una conexión de datos automática con los ordenadores del departamento de puntuaciones, y el sistema te envió esa carta de una forma igualmente automática.
- Pero... ¿Qué tiene que ver mi padre con todo esto?
El paso de los años había ido desgastando la relación existente entre Birdie y su padre hasta que ésta acabó quedando reducida a una voz que brotaba del auricular del teléfono los domingos y un promedio anual de cuatro visitas al Hogar Federal de la Calle Dieciséis en el que vivía el señor Ludd, visitas que la administración conmemoraba entregándole un abono para que dos personas pudieran comer en algún restaurante de la ciudad. La vida familiar era la fuerza de cohesión más importante que existe en cualquier sociedad, y los funcionarios del programa MODICUM intentaban mantener unida a la familia, incluso cuando se trataba de una familia tan poco sólida como la formada por un padre y un hijo que comen lasagna juntos cada doce semanas en el restaurante Las Vísperas Sicilianas. ¿Su padre? Era tan ridículo que Birdie casi sintió deseos de echarse a reír.
El señor Mack empezó explicándole que no había nada de qué avergonzarse. Un 2,5 por ciento de la población tenía una puntuación inferior al 25, lo que equivalía a más de 12 millones de personas. Que Birdie tuviera una puntuación baja no le convertía en un fenómeno circense, no le despojaba de ninguno de sus derechos civiles y sólo significaba - cosa que Birdie ya sabía, naturalmente -, que no se le permitiría tener descendencia ya fuese directamente a través del matrimonio o indirectamente mediante la inseminación artificial. El señor Mack quería asegurarse de que Birdie entendía todo aquello. ¿Lo había entendido?
Sí. Lo había entendido.
El señor Mack pareció sentirse bastante aliviado y añadió la observación de que seguía siendo perfectamente posible - incluso probable, considerando que Birdie estaba justo en el límite - que se le volviera a reclasificar..., hacia arriba, claro. Después repasó pacientemente punto por punto los componentes de la puntuación que Birdie había obtenido en sus exámenes y le explicó cuáles eran los factores que podían permitirle albergar la esperanza de aumentar su puntuación así como los que no podían alterarla.
La diabetes era una enfermedad hereditaria. El tratamiento resultaba muy costoso, y podía prolongarse durante años. Los legisladores que habían redactado el Acta decidieron incluir la diabetes en el mismo apartado que la hemofilia y el gene XYY. Eso quizá pareciera bastante draconiano, pero el señor Mack estaba seguro de que Birdie podía comprender las razones de que fuera preciso frenar la extensión de cualquier tendencia genética a la diabetes, ¿no?
Naturalmente. Birdie podía comprenderlas.
Después estaba aquel otro desafortunado problema concerniente a su padre, el de que durante la última década su porcentaje de tiempo transcurrido en situación de empleo activo hubiera sido inferior al 50 por ciento. A primera vista podría parecer injusto penalizar a Birdie por algo que estaba tan fuera de su control como el que su padre fuese partidario de tomarse la vida de forma un tanto alegre, pero las estadísticas demostraban que ese rasgo de carácter tendía a ser tan hereditario como..., bueno, como la inteligencia, por ejemplo.
¡La vieja antítesis de la herencia contra el ambiente! Pero antes de que Birdie decidiera protestar de una forma demasiado enérgica quizá convendría que echara un vistazo al siguiente apartado de su expediente. El señor Mack cogió un lápiz y dio unos cuantos golpecitos sobre la hoja de papel. No se podía negar que era una curiosa ilustración práctica de cómo funcionaban los mecanismos históricos, ¿verdad? El Acta de Comprobación Genética Revisada había sido aprobada por el Senado el año 2011 después de que los senadores hubieran alcanzado el acuerdo que pasaría a la historia como «Compromiso Jim Crow», y aquí teníamos nada menos que a ese compromiso jadeando sobre el cuello de Birdie, pues los cinco puntos que había perdido debido al desempleo casi crónico de su padre, ¡le habían sido devueltos gracias a que era negro!
Birdie había obtenido 9 puntos en la escala física, lo cual le colocaba en el punto nodal o ápice de la curva normal. El señor Mack hizo un chiste a sus propias expensas basado en la puntuación que habría obtenido si le hubiesen hecho el examen físico a él en vez de a Birdie. Birdie podía solicitar un nuevo examen físico, pero lo habitual era que la puntuación física bajara, no que subiera. Por ejemplo y dada la diabetes que se le había detectado a su padre, en el caso de Birdie la más mínima tendencia a la hipoglucemia podía hacer que su puntuación cayera de tal forma que su situación sería mucho peor que la actual. Así pues y teniendo en cuenta todo aquello, quizá sería mejor olvidarse del examen físico, ¿no?
Sí, parecía lo mejor.
El señor Mack era más optimista respecto a los otras dos pruebas, el test Stanford-Binet (Formato Abreviado) y la Escala Skinner-Waxman. Birdie había obtenido resultados aceptables en ambos (7 y 6 respectivamente), pero las puntuaciones tampoco eran nada del otro mundo. La gente solía mejorar su puntuación de forma espectacular a la segunda intentona. Un dolor de cabeza, nerviosismo, incluso algo tan sencillo como la indiferencia..., hay muchísimas cosas que pueden impedir que una mente dé el máximo de sí misma, ¿no? Cuatro años era mucho tiempo, desde luego, pero lo importante era averiguar si Birdie tenía alguna razón para creer que no había obtenido la puntuación máxima de la que era capaz.
¡Sí! Birdie recordaba que incluso pensó en protestar, pero había pasado las pruebas y acabó decidiendo que no valía la pena. El día de la prueba un gorrión se metió en el auditorio y estuvo revoloteando incansablemente en todas direcciones yendo de una ventana cerrada a otra. ¿Quién podía concentrarse adecuadamente con todo aquel jaleo?
Decidieron que Birdie solicitaría que se le volviese a someter al Stanford-Binet y al Skinner-Waxman; y suponiendo que por la razón que fuera no se sintiese lo suficientemente seguro de sí mismo cuando llegara el día del examen siempre le quedaba la posibilidad de solicitar un aplazamiento. El señor Mack estaba convencido de que Birdie descubriría que todo el mundo quería prestarle el máximo de ayuda posible.
El problema parecía haber quedado resuelto y Birdie ya se disponía a marcharse, pero las normas eran las normas y el señor Mack aún tenía que ocuparse de un par de detalles más. Dejando aparte los factores hereditarios y los tests, ambos centrados en la potencialidad, había otro apartado que podía ayudarle a mejorar su puntuación. Cualquier servicio excepcional al país o a la economía significaba la concesión automática de veinticinco puntos, pero el señor Mack opinaba que era una probabilidad bastante remota y que Birdie no podía confiar mucho en ella, ¿verdad? Tampoco había que olvidar que una demostración de capacidades físicas, intelectuales o creativas que se encontraran lo bastante por encima de los niveles promedio, etcétera, etcétera.
Birdie le dijo que creía que también podían saltarse ese apartado.
Pero aquí había algo que sí debía ser tomado en consideración - sí, aquí mismo, justo debajo de la goma -, y era nada menos que el componente educativo. Birdie ya había conseguido cinco puntos por el mero hecho de haber terminado los estudios secundarios. Si iba a la universidad...
Ni soñarlo. Birdie no había nacido para ir a la universidad. No es que fuera imbécil, claro, pero tampoco era ningún Isaac Einstein.
En principio y si aquella conversación fuese un mero hablar por hablar el señor Mack habría aplaudido el realismo de que daba muestra Birdie tomando una decisión semejante, pero dadas las circunstancias actuales opinaba que era mejor no quemar las naves. Cualquier persona que residiera en la ciudad de Nueva York tenía derecho a asistir a las clases de cualquiera de las universidades de la ciudad ya fuese en calidad de estudiante regular o, si le faltaban ciertos requisitos previos, inscribiéndose en un Anexo de Estudios Generales. El señor Mack opinaba que Birdie no debía olvidar esa posibilidad.
El señor Mack lamentaba mucho todo aquello, y albergaba la esperanza de que Birdie aprendería a vivir con el convencimiento de que su reclasificación era un mero revés temporal y no una derrota permanente. El fracaso era un punto de vista, nada más.
Birdie dijo que estaba totalmente de acuerdo con él, pero ni tan siquiera esa admisión sirvió para devolverle la libertad. El señor Mack le apremió a que pensara en el tema de la anticoncepción y la genética de la forma más amplia posible. Actualmente ya había demasiadas personas entre las que distribuir los recursos disponibles, y de no existir algún sistema de limitación voluntaria habría cada vez más y más, y su número se iría incrementando de forma catastrófica. El señor Mack albergaba la esperanza de que Birdie acabaría comprendiendo que pese a sus obvios defectos el sistema era tan deseable como necesario.
Birdie le prometió que intentaría verlo de esa forma y obtuvo por fin el anhelado permiso para abandonar el despacho.
Entre los papeles que contenía el sobre gris había un folleto editado por el Consejo de Educación Nacional, «Tu prueba de aptitud genética», el cual afirmaba que la única forma de prepararse para su nuevo examen que le permitiría obtener un buen resultado era desarrollar un marco mental de calma y seguridad en uno mismo. Un mes después Birdie acudió a su cita en la calle Centro con un sólido marco mental de calma y seguridad en sí mismo a buen recaudo dentro de su cabeza. No se percató de que el día era nada menos que el martes 13 de julio hasta después de haber salido del edificio, cuando ya llevaba un buen rato sentado junto a la fuente de la plaza comentando las pruebas con sus compañeros de martirio. ¡Qué catástrofe! No necesitó esperar la llegada del sobre certificado para estar seguro de que la máquina tragaperras del gobierno le había obsequiado con una combinación de cereza, manzana y plátano, la única que no tenía premio. Aun así después de leer la carta se tambaleó cómo si acabaran de darle un puñetazo. Había bajado un punto en el test de coeficiente intelectual, y en cuanto a la Escala de Creatividad Skinner-Waxman se había hundido hasta el 4, lo cual le dejaba en el nivel de los retrasados mentales. ¿Su nuevo y espantoso total? Veintiún puntos.
El 4 del Skinner-Waxman le puso especialmente furioso. La primera parte del test consistía en escoger el chiste que te pareciera más gracioso de entre los cuatro ofrecidos, y luego había que seleccionar aquel de los cuatro finales que el sujeto considerase como el más adecuado a la historia previamente propuesta. Birdie recordaba aquella parte del test de la prueba anterior, pero cuando hubo terminado le llevaron a una habitación vacía que le pareció bastante extraña en la que había dos cuerdas colgando del techo. Después le dieron unas tenazas y le dijeron que anudara las cuerdas, advirtiéndole de que no podía quitarlas de los ganchos que las sostenían.
Era imposible. Si cogías el extremo de una cuerda con una mano no podías agarrar la otra ni aunque te contorsionaras alargando el pie hacia ella. Los centímetros extra que te proporcionaban las tenazas no servían de nada. Cuando los diez minutos que le habían concedido para realizar la prueba llegaron a su fin, Birdie estaba a punto de gritar de pura frustración. Después le plantearon tres problemas imposibles más, y Birdie se limitó a fingir que intentaba resolverlos.
Mientras estaban junto a la fuente un jodido genio les explicó a todos los demás lo que podían haber hecho. Bastaba con atar las tenazas al extremo de una cuerda y hacer que se balanceara como si fuese un péndulo; luego ibas corriendo hasta la otra cuerda y...
- ¿Sabes lo que realmente me gustaría ver atado de una cuerda y balanceándose? - dijo Birdie interrumpiendo al genio -. Venga, capullo, ¿lo sabes? ¡A ti!
Todos sus compañeros de martirio estuvieron de acuerdo en que su chiste era mucho mejor que cualquiera de los propuestos en el test.
No le contó a Milly que había sido reclasificado hasta después de recibir la carta comunicándole su fracaso en las pruebas. Su relación estaba pasando por una fase de enfriamiento que Birdie esperaba fuese tan pasajera como el deslizarse de una nube delante del sol, pero aun así temía la posible reacción de Milly y los insultos que podían llover sobre su cabeza. Milly le sorprendió comportándose de una forma realmente heroica; y fue toda ternura, preocupación y valerosa decisión de seguir adelante ocurriera lo que ocurriese. Milly incluso se echó a llorar, y le dijo que hasta entonces nunca había sido consciente de lo mucho que le quería y le necesitaba. Ahora le quería más que antes, porque... Pero no hacía falta que se lo explicara. Todo era visible en sus rostros y en sus ojos, en las humedecidas pupilas castañas de Birdie y en las color avellana con manchitas doradas de Milly. Le prometió que estaría a su lado durante todo el tiempo que durase la ordalía. ¡Diabetes! ¡Y ni tan siquiera era él quien padecía de esa enfermedad! Cuanto más pensaba en ello más se enfadaba, y más se reforzaba su decisión de no permitir que el Moloch (¿Moloch?) de la burocracia jugara a ser Dios con ella y con Birdie. Si Birdie estaba dispuesto a ir al Anexo General de Estudios de Barnard, Milly estaba dispuesta a esperarle durante todo el tiempo que hiciera falta.
El período de tiempo durante el que debería esperarle acabó resultando ser nada menos que cuatro años. El sistema de puntos había sido concebido de una forma muy ingeniosa, y cada año sólo te proporcionaba medio punto hasta que llegaba la graduación y te tocaban cuatro puntos de golpe. Si Birdie se hubiese conformado con la puntuación que había obtenido en las primeras pruebas podría haber llegado a los 25 puntos en sólo dos años, pero ahora no le quedaba más remedio que conseguir una licenciatura.
Pero amaba a Milly, y quería casarse con Milly y, dijeran lo que dijesen, un matrimonio no es un matrimonio de verdad a menos que puedas tener hijos.
Birdie fue a la universidad de Barnard y se matriculó. ¿Qué otra elección le quedaba?
3
La mañana del día en que iba a tener su examen de Historia del Arte Birdie estaba acostado en su cama del ahora vacío dormitorio del Anexo dormitando y pensando en el amor. No podía volver a conciliar el sueño, pero tampoco quería levantarse. Su cuerpo estaba tan saturado de energía que apenas podía contenerla y ésta amenazaba con desbordarse, pero no era la clase de energía que necesitaba para lavarse los dientes o bajar a desayunar; y de todas formas ya era demasiado tarde para desayunar y Birdie se encontraba a gusto donde estaba.
La luz del sol entraba a chorros por la ventana del sur. Una leve brisa hizo crujir los avisos y anuncios viejos clavados en el tablero de corcho, agitó una camisa colgada del riel de una cortina y acarició el vello que cubría el dorso de la mano de Birdie allí donde el nombre de Milly apenas era un manchón borroso dentro de un corazón dibujado con bolígrafo. Birdie se echó a reír, y se fue dejando invadir por la sensación de estar tan lleno de vida y la promesa de que iba a hacer buen tiempo. Rodó sobre sí mismo hasta quedar acostado encima del flanco izquierdo y dejó que la manta resbalara hasta caer al suelo. La ventana enmarcaba un rectángulo de cielo que no podía estar más azul. ¡Precioso! Estaban en el mes de marzo, pero podía haber sido un día de abril o de mayo. Iba a hacer un día maravilloso, y la primavera sería soberbia. Birdie podía sentirlo en los músculos de su pecho y en los de su estómago cada vez que tragaba una bocanada de aire.
¡La primavera! Y luego el verano, la brisa, el poder quitarse la camisa para ir con el torso desnudo.
El verano pasado en Great Kifis Harbor, la arena caliente, el viento marino enredándose en la cabellera de Milly y su mano que se alzaba una y otra vez para echarlo hacia atrás como si fuese un velo. ¿De qué habían hablado a lo largo de ese día? De todo. Sobre el futuro. Sobre lo insoportable que era el padre de Milly y lo mucho que deseaba alejarse del 334 y vivir su propia vida. El empleo en la compañía aérea le había proporcionado la opción de pasar las noches en un dormitorio, pero no estaba tan acostumbrada a la vida comunal como Birdie y le resultaba bastante difícil. Pero pronto, pronto...
El verano. Caminar junto a Milly, una danza de serpientes a través de los cuerpos tumbados encima de la arena, praderas de carne que cruzar. Extender la loción solar sobre su piel. La Magia del Verano. El lento deslizarse de su mano. No había nada claro o preciso, y de repente todo se volvía tan innegable como la luz del día, como si el mundo entero estuviera haciendo el amor. El mar, el cielo, todos los que estaban allí... Serían cachorritos y serían cerdos. La atmósfera vibraría con el resonar de las canciones, cien canciones distintas entonadas al mismo tiempo. En momentos como aquél Birdie comprendía lo que debía de sentir un compositor o un gran músico y se convertía en un gigante henchido de grandeza, una bomba de relojería que no tardaría en estallar.
El reloj de la pared decía que eran las once y siete minutos. «Hoy es mi día de suerte...» Birdie se repitió mentalmente la frase una y otra vez convirtiéndola en una promesa. Se levantó de un salto e hizo diez flexiones sobre el suelo de baldosas que aún estaban un poco húmedas a causa de la fregona que se había deslizado por ellas aquella mañana. Después hizo diez flexiones más. Cuando hubo terminado la segunda tanda de flexiones se acostó en el suelo y descansó con los labios pegados al frescor húmedo de una baldosa. Tenía una erección.
Deslizó una mano alrededor de su miembro y cerró los ojos. ¡Milly! Tus ojos... Oh, Milly, te amo. Milly, oh, Milly, oh, Milly. ¡Te quiero tanto! Los brazos de Milly. El final de su espalda. Milly echándose hacia atrás. ¡Milly, no me dejes! ¿Milly? ¿Me quieres? ¡Sí, a mí!
Se corrió dejando escapar un chorro de semen que se fue abriendo en una pequeña marea hasta que sus dedos quedaron cubiertos de fluido blanco, y el semen se esparció sobre el dorso de su mano, y sobre el corazón azul, y sobre su nombre.
Las once y treinta y cinco minutos. El examen de Historia del Arte era a las dos. Ya se había perdido la salida del grupo de Consumología de las diez. Mala suerte.
Envolvió su cepillo de dientes, su tubo de Crest, su navaja de afeitar y la espuma en una toalla y fue a lo que había sido el lavabo para ejecutivos del departamento de actuarios que trabajaban en la compañía de seguros New York Life cuando el Anexo era un edificio de oficinas. La música empezó a sonar en cuanto abrió la puerta. ¡Bum, bang! ¿Por qué soy tan feliz?
¡Bum, bang!
¿Por qué soy tan feliz?
Maldición, la verdad es que no lo sé.
Decidió que se pondría el suéter blanco, los Levis blancos y las playeras blancas. Esparció un agente blanqueador sobre su cabellera, que volvía a tener su color natural. Se puso delante del espejo y se contempló. Sonrió. El sistema de sonido empezó a difundir su anuncio favorito, el de la Ford. Birdie bailó consigo mismo y cantó el texto del anuncio mientras se movía grácilmente por el espacio vacío que había delante de los urinarios.
El Anexo estaba a quince minutos de la parada del Transbordador Sur. En el edificio del transbordador había un restaurante de la PanAm donde las camareras llevaban uniformes idénticos al de Milly. Birdie no podía permitirse aquellos lujos, pero decidió almorzar allí. El almuerzo que le trajeron era el mismo que Milly podía estar sirviendo a cuatro mil metros de altura en aquel mismo instante. Birdie dio veinticinco centavos de propina, lo que le dejó con sólo la ficha que le llevaría de vuelta al dormitorio. Estaba arruinado. Libertad Ahora.
Caminó junto a las hileras de bancos en que los viejos venían a sentarse cada día para contemplar el mar mientras esperaban que llegara el momento de morirse. Aquella mañana, Birdie no les odiaba tanto como les había odiado anoche. Los viejos inmóviles que formaban hileras impotentes bañadas por los rayos del sol de primera hora de la tarde parecían extrañamente lejanos, no planteaban ninguna amenaza, no importaban.
La brisa que llegaba del Hudson olía a sal, petróleo y podredumbre. No era un olor desagradable. Resultaba tonificante. Si hubiera vivido unos cuantos siglos antes, Birdie quizá habría sido marino. Momentos de películas sobre barcos desfilaron velozmente por su memoria. Le dio tal patada a una lata de Diversión vacía que la hizo pasar volando por encima de la barandilla. Birdie se detuvo unos instantes a contemplar cómo bailoteaba sobre la superficie verde y negra de las aguas.
El cielo era un rugir de reactores. Los aviones iban en todas direcciones, y Milly podía estar en cualquiera de ellos. ¿Qué le había dicho hacía una semana? «Siempre te querré.» ¿Hacía una semana de eso?
«Siempre te querré.» Si hubiera llevado encima un cuchillo habría podido grabar esas palabras en algún sitio.
Se sentía estupendamente. Sí, no podía sentirse mejor.
Un viejo vestido con un traje viejo iba por la acera caminando muy despacio con una mano sobre la barandilla. Su rostro estaba cubierto por una frondosa y rizada barba blanca, aunque su cabeza estaba tan desnuda y lisa como un casco de policía. Birdie se apartó de la barandilla para dejarle pasar.
El viejo alzó una mano y la puso delante de la cara de Birdie.
- Bueno, amigo, ¿qué me dices?
Birdie arrugó la nariz.
- Lo siento.
- Necesito veinticinco centavos.
Un acento extranjero. ¿Español? No. Birdie pensó que le recordaba a algo o a alguien.
- Yo también.
El hombre barbudo le hizo una higa y Birdie comprendió a quién se parecía. ¡Sócrates!
Bajó la mirada hacia su muñeca, pero se había dejado el reloj en la garita porque no encajaba con su atuendo blanco - total de hoy. Giró sobre sí mismo. El gigantesco reloj publicitario de la fachada del First National Citibank afirmaba que eran las dos y cuarto. No, imposible. Birdie fue hacia los bancos y le preguntó a dos viejos si realmente era esa hora. Sus relojes estaban de acuerdo con el del banco.
Presentarse en el examen ahora no serviría de nada. Birdie sonrió sin saber muy bien por qué. Dejó escapar un suspiro de alivio y se sentó en un banco para contemplar el océano.
En junio hubo la tradicional reunión de familia en Las Vísperas Sicilianas. Birdie vació su bandeja sin prestar mucha atención a la comida o a la historia que su padre le estaba contando, algo sobre alguien de la calle Dieciséis que había pedido que le asignaran la Habitación 7, después de lo cual se descubrió que había sido sacerdote católico. El señor Ludd parecía nervioso o preocupado por algo, Birdie no sabía si por la Habitación 7 o porque temía que la diabetes le obligaría a reducir su consumo de alcohol. Birdie acabó decidiendo que debía darle una oportunidad de engullir sus spaghetti y le contó que el señor Mack se las había arreglado para que le permitieran presentar un trabajo, a pesar de que (tal y como había observado el mismo señor Mack) los problemas y los documentos de Birdie pertenecían al A.E.G. de Barnard, y no a la Escuela Comunal 141. En otras palabras, el trabajo iba a ser la última oportunidad de Birdie, pero si Birdie quería eso también podía convertirse en una fuente de motivación, ¿no? Y Birdie había querido, naturalmente.
- ¿Y vas a escribir un libro?
- Maldita sea, papá, ¿quieres hacer el favor de escucharme?
El señor Ludd se encogió de hombros, enrolló unos cuantos spaghetti en su tenedor y le escuchó.
Lo que Birdie debía hacer si quería conseguir sus 25 puntos era demostrar que su capacidad personal se encontraba claramente por encima de lo que parecía dar a entender su penosa exhibición de aquel fatídico martes 13. El señor Mack había repasado minuciosamente todos los componentes de su perfil. Su puntuación en Habilidades Verbales era la mayor de todas las que había obtenido hasta la fecha, y tanto Birdie como el señor Mack acabaron llegando a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era escribir algo. Cuando Birdie le preguntó sobre qué podía escribir ese algo el señor Mack le regaló un ejemplar de Sin ayuda de nadie.
Birdie metió la mano debajo del banco sobre el que se había sentado en cuanto entraron y alzó el libro para que su padre pudiera verlo. Sin ayuda de nadie, editado por y con una introducción (estimulante, desde luego, pero no muy clara) de Lucille Mortimer Randolph-Clapp. Lucille Mortimer Randolph-Clapp era la creadora del sistema de exámenes genéticos.
Los últimos spaghetti fueron enrollados y engullidos. El señor Ludd acercó su cuchara a los spumoni y los acarició con una reverencia casi religiosa.
- ¿Así que te dan dinero sólo por...? - preguntó mientras retrasaba unos momentos el inmenso placer de saborearlos para hacer que fuera un poco más intenso.
- Quinientos dólares. Increíble, ¿no? Lo llaman «estipendio». Se supone que ese dinero debe durarme tres meses, aunque quizá se me acabe antes. Ese edificio de la calle Mott es viejo y no pago mucho de alquiler, pero hay otras cosas.
- Están locos.
- Es el sistema que han montado. Necesito tiempo para desarrollar mis ideas, ¿entiendes?
- Todo ese sistema suyo es una locura. ¡Escribir! No puedes escribir un libro.
- No he de escribir un libro. No es más que una historia, un ensayo..., algo así. No hace falta que tenga más de un par de páginas. El libro dice que lo mejor siempre es... He olvidado la palabra que usa, pero quiere decir que lo mejor siempre es corto. Tendrías que leer algunas de las basuras que se han tragado. Poesías y ese tipo de cosas en las que una de cada dos palabras es un taco, y cuando digo taco quiero decir que son palabras realmente feas, ¿entiendes? Pero hay algunas cosas que no están nada mal. Un tipo que no terminó el octavo curso escribió una historia sobre sus experiencias cuando trabajaba en una reserva de caimanes. En Florida, ¿sabes? Y también hay filosofía. Recuerdo que había un trabajo sobre una chica que estaba lisiada y que además era ciega... Te lo enseñaré.
Birdie encontró la página donde había interrumpido la lectura de «Mi filosofía», de Delia Hunt, y leyó el primer párrafo en voz alta.
- «Hay momentos en que me gustaría ser una filosofía muy muy grande, y hay momentos en que me gustaría coger un hacha enorme y cortarme en trocitos a mí misma. Si oyera que alguien grita «¡Socorro, socorro!» creo que sería capaz de seguir sentada sobre mi tronco de árbol y pensar «Me parece que alguien tiene problemas, pero no soy yo porque yo estoy aquí viendo cómo los conejos y todos los bichos saltan y corren de un lado a otro. Supongo que intentan alejarse del humo, ¿no?». Pero yo seguiría sentada encima de mi filosofía y pensaría «Bueno, parece que esta vez va en serio y que el bosque realmente se ha incendiado...»
El señor Ludd estaba absorto en sus spumoni y se limitó a asentir afablemente con la cabeza. Se negaba a dejarse asombrar por nada de cuanto pudiera oír, y estaba decidido a no protestar o tratar de entender cuál podía ser la razón de que las cosas no hubieran salido tal y como él había planeado. Si la gente quería que hiciera una cosa la haría. Si querían que hiciera otra cosa distinta también la haría. Sin preguntas. La vida es un sueño, como también había observado Delia Hunt.
- Ya sabes lo que tendrías que hacer, ¿verdad? - le dijo su padre mientras caminaban por la calle Dieciséis.
- ¿Qué tendría que hacer?
- Deberías utilizar un poco de ese dinero que te han dado para conseguir que alguien realmente listo escribiera el trabajo en tu lugar.
- No puedo. Tienen ordenadores que son capaces de detectar si has hecho trampa.
- ¿De veras?
El señor Ludd dejó escapar un suspiro.
Un par de manzanas más adelante le pidió que le prestara unos cuantos dólares para comprar un poco de Olvido. La solicitud de un préstamo monetario era una parte tradicional de sus reuniones y la tradición exigía que Birdie se negara, pero ¿cómo podía hacerlo cuando acababa de alardear del estipendio que le pagaban? No le quedaba más remedio que acceder.
- Espero que sabrás ser mejor padre que yo - dijo el señor Ludd mientras doblaba el billete y lo guardaba dentro de su tarjetero.
- Sí. Bueno, yo también lo espero.
La réplica de Birdie hizo que los dos soltaran una risita.
Ala mañana siguiente Birdie siguió el único consejo que había podido obtener del asesor que había conseguido veinticinco dólares a cambio de esas palabras e hizo su primera visita en solitario (unos cuantos años atrás había recorrido la sucursal norte acompañado por unas cuantas decenas de condiscípulos de cuarto curso) a la Biblioteca Nacional. El edificio era una auténtica colmena repleta de libros de investigación con la única excepción del último piso, el 28, que estaba ocupado por el sistema de cables que unía Nassau con la sucursal norte y luego, a través de relés, con las bibliotecas públicas más importantes de todo el mundo salvo las de Francia, Japón y Sudamérica. Un bedel que no podía llevarle muchos años de ventaja le enseñó cómo manejar el sistema de marque-y-pulse. Cuando el bedel se hubo marchado Birdie clavó los ojos en el vacío de la pantalla y lo contempló con expresión lúgubre. Su mente sólo parecía capaz de pensar en una cosa, lo mucho que le habría gustado atravesar la pantalla con el puño. ¡Marque-y-golpee!
Almorzó en el sótano de la biblioteca y empezó a sentirse un poco mejor. Se acordó de Sócrates gesticulando con los brazos y del ensayo filosófico que había escrito aquella chica ciega. Solicitó los cinco mejores libros sobre Sócrates adaptados al nivel promedio del último curso de la secundaria y empezó a leer pasajes al azar.
Birdie acabó de leer el capítulo de la República de Platón que contiene la famosa parábola de la caverna cuando ya hacía varias horas que había anochecido. Después vagó por entre los destellos multicolores del tercer turno de Wall Street sintiéndose aturdido y deslumbrado. Ya eran más de las doce, pero las calles y las plazas seguían estando llenas de gente. Acabó en un pasillo lleno de máquinas expendedoras de comida y bebida sorbiendo un Kafé caliente y contemplando los rostros que se movían a su alrededor mientras se preguntaba si alguno de ellos - ¿la mujer que parecía pegada a su ejemplar del Times quizá, los viejos mensajeros que no paraban de hablar? - sospechaban que se les había ocultado la verdad o si eran como los pobres prisioneros de la caverna que contemplaban las sombras y la roca sin imaginar ni por un solo instante que fuera había un sol, un cielo, todo un mundo de belleza aplastante que esperaba caer sobre ellos...
Antes nunca había comprendido que la belleza podía ser algo más que la brisa entrando por una ventana o la curva de los pechos de Milly, y que no tenía nada que ver con lo que Birdie Ludd sintiera o lo que deseara. La belleza estaba allí, ardiendo en el interior de las cosas. Estaba en todas partes, incluso en esas estúpidas máquinas de comida y bebida, incluso en los rostros ciegos.
Birdie recordó la votación en que el Senado ateniense había decidido que Sócrates debía morir. Corromper a la juventud... ¡Ja! Odiaba al Senado ateniense, pero ese nuevo odio era muy distinto a la clase de odio que estaba acostumbrado a sentir. Les odiaba por una razón: ¡justicia!
Belleza. Justicia. Verdad. Amor también, probablemente. En algún lugar había una explicación de todo cuanto ocurría, un significado. Todo tenía sentido. El mundo era algo más que un montón de palabras.
Salió del pasillo. Las nuevas emociones seguían invadiéndole tan deprisa que apenas podía comprenderlas, y desfilaban por su interior como nubes inmensas en una película pasada a cámara rápida. Contempló su rostro reflejado en el escaparate a oscuras de una delicatessen y sintió un deseo casi incontenible de reír a carcajadas. Un instante después se acordó de la joven prostituta que ocupaba el cuarto situado debajo del que había alquilado, volvió a verla acostada sobre su catre vestida con un camisón casi inexistente y sintió deseos de llorar. Tuvo la impresión de que podía ver el dolor y la falta de esperanzas de aquella vida tan claramente como si el pasado y el futuro de la prostituta fueran un objeto físico colocado delante de él, como una estatua del parque que se alzaba ante sus ojos.
Estaba junto a la barandilla de Battery Park y contemplaba el mar. Olas oscuras lamían la orilla de cemento. Los faros y las balizas se encendían y se apagaban - rojo y verde, blanco y blanco -, y se iban moviendo por delante de las estrellas avanzando en dirección a Central Park.
¿Belleza? Ahora la idea le parecía demasiado pobre y carente de peso. No, en todo aquello había oculto algo que se encontraba más allá de la belleza, algo que le hacía sentir un miedo y un frío interior que nunca había conocido y que no podía explicar. Y, pese a ello, también sentía un júbilo igualmente extraño. Su alma acababa de despertar y estaba haciendo cuanto podía para impedir que aquellas sensaciones y aquel principio recién descubiertos se le escaparan antes de haber recibido un nombre. Cada vez que creía haberlos capturado descubría que se le habían escurrido entre los dedos. Birdie acabó volviendo a casa cuando faltaba poco para que amaneciera, temporalmente derrotado.
Estaba subiendo el tramo de peldaños que llevaba a su cuarto cuando un gorila - iba sin uniforme, pero seguía siendo fácil de reconocer, y llevaba las barras y las estrellas tatuadas en la frente, salió del cuarto de Frances Schaap. Birdie sintió una fugaz punzada de odio hacia aquel hombre seguida por una oleada de compasión hacia la chica, pero esta noche no disponía del tiempo que se necesitaría para intentar ayudarla aun suponiendo que ella quisiera aceptar su ayuda.
Durmió bastante mal, como un cadáver que se hunde en el agua hasta llegar al fondo y que vuelve lentamente a la superficie atrapado en un continuo subir y bajar. Despertó a mediodía emergiendo de un sueño al que le faltaba muy poco para convertirse en pesadilla. En el sueño estaba dentro de una habitación con el techo cruzado por una hilera de vigas. Había dos cuerdas colgando de las vigas. Birdie estaba de pie entre ellas intentando agarrar la una o la otra, pero cada vez que creía haberlo conseguido la cuerda se alejaba velozmente de su mano oscilando de un lado a otro como un péndulo enloquecido.
Sabía cuál era el significado del sueño. Las cuerdas eran una forma de poner a prueba su creatividad. Ése era el principio que había intentado definir anoche cuando estaba inmóvil junto a la barandilla contemplando las aguas. La creatividad era la clave que podía proporcionarle la solución a todos sus problemas. Si pudiese averiguar más cosas sobre ella, si consiguiera analizarla... Sí, estaba seguro de que sería capaz de resolver sus problemas.
La idea seguía estando muy poco clara, pero Birdie sabía que iba por el buen camino. Desayunó un par de huevos cultivados y una taza de Kafé, y volvió a su cubículo de la biblioteca para seguir estudiando. La inmensa excitación presente en todas las cosas que había captado la noche anterior parecía haberse desvanecido. Los edificios no eran más que edificios. Tenía la impresión de que las personas se movían un poco más deprisa que de costumbre, pero eso era todo. Y, aun así, se sentía estupendamente. Nunca se había sentido tan bien como hoy. Era libre. ¿O se trataba de algo distinto que no tenía nada que ver con la libertad? De una cosa sí estaba seguro: nada de cuanto había en su pasado valía una mierda, pero el futuro... ¡Ah, el futuro estaba lleno de promesas!
4
De:
Problemas de la creatividad
por Berthold Anthony Ludd
Resumen
Desde la antigüedad hasta la época actual hemos visto que existe más de un criterio mediante el que los críticos analizan los productos de la Creatividad. ¿Podemos averiguar cuál de esos criterios de medida debemos utilizar? ¿Nos enfrentaremos directamente al tema básico? O indirectamente.
Hay otra fuente para estudiar la Creatividad en el gran drama del filósofo Wolfgang Goethe titulado «El Fausto». Nadie puede negarle el indiscutido pináculo literario de la «Obra Maestra». Pero ¿qué motivación puede haberle impulsado a describir el Cielo y el Infierno de esta forma tan extraña? Quién es el Fausto si no es nosotros mismos. ¿Acaso esto no muestra una auténtica necesidad de alcanzar la comunicación? Nuestra única respuesta puede ser sí.
Esto nos lleva de nuevo al problema de la Creatividad. Toda la belleza tiene tres condiciones: 1, El tema será de formato literario. 2, Todas las partes están contenidas dentro del todo. Y 3, El significado está radiantemente claro. La Auténtica Creatividad sólo está presente cuando puede ser observada en la obra de arte. Ésta también es la Filosofía de Aristóteles que es válida para hoy.
No, el criterio de la Creatividad no sólo se busca en el área del «lenguaje». ¿Es que el científico, el profeta y el pintor ofrecen sus propios criterios de juicio hacia el mismo propósito general? De ser así, ¿qué camino escogeremos? ¿O acaso no es cierto que «Todos los caminos llevan a Roma»? Ahora más que nunca vivimos en una época cuando es importante definir las responsabilidades de cada ciudadano.
Otro criterio de la Creatividad fue enunciado por Sócrates, tan cruelmente asesinado por su propio pueblo, y le cito: «No saber nada es la primera condición de todo conocimiento». ¿Es que no podemos extraer nuestras propias conclusiones concernientes a estos problemas basándonos en la sabiduría de ese gran filósofo griego? La Creatividad es la capacidad de ver relaciones allí donde no existen.
5
Frances bajó a buscar el correo mientras Birdie se quedaba en la cama limpiándose las uñas de los pies. Birdie había estado tan absorto en la redacción del trabajo que su cuarto había acabado volviéndose prácticamente inhabitable, y ahora podía decirse que vivía con Frances salvo cuando ésta tenía algún cliente. No se trataba de una relación sexual, aunque en un par de ocasiones Frances se había ofrecido a chupársela y Birdie había aceptado, pero ninguno de los dos había disfrutado mucho con ello y todo había quedado reducido a un gesto de buena voluntad, algo así como preparar una taza de Kafé.
Lo que les unía - aparte del compartir un cuarto de baño -, era el hecho tan lamentable como imposible de alterar de que Frances había sacado un 20 en las pruebas. ¿Por qué? Porque estaba enferma, por eso. Dejando aparte a un chico de la Escuela Comunal 141 que era enano y prácticamente retrasado mental, Frances era la primera persona con una puntuación inferior a la suya con la que Birdie había mantenido alguna clase de relación prolongada. Frances no parecía muy afectada por su mísera puntuación o quizá era lo bastante orgullosa para ocultarlo, pero durante los dos meses largos que Birdie pasó trabajando en «Problemas de la Creatividad» escuchó atentamente todas las versiones sucesivas de cada párrafo. Si no hubiera contado con sus constantes elogios, los ánimos que le daba y el tenerla al lado cada vez que se deprimía y perdía la esperanza Birdie jamás habría conseguido terminar el trabajo..Birdie había logrado salir del túnel y el hecho de que ahora fuese a volver con Milly le parecía vagamente injusto, pero Frances decía que eso tampoco le importaba. Birdie nunca había conocido a una persona tan increíblemente altruista, pero Frances decía que no se trataba de eso. Ayudarle había sido una forma de luchar contra el sistema.
- ¿Y bien? - le preguntó cuando Frances volvió a entrar en el cuarto.
- Nada. Sólo esto.
Arrojó una postal sobre la cama. Un crepúsculo con palmeras en alguna parte. La postal era para ella.
- Creía que esos tipos no sabían escribir.
- ¿Jock? Oh, no para de enviarme postales y cosas. Esto, por ejemplo... - Frances curvó los dedos de una mano sobre un pliegue del albornoz de tela gruesa e iridiscente que llevaba puesto -. Me lo envió del Japón.
Birdie dejó escapar un bufido ahogado. Había pensado en comprarle un regalo como muestra de agradecimiento, pero ya no le quedaba dinero. Hasta que llegara su carta tendría que vivir de los préstamos que le hacía Frances.
- No tiene mucho que decir sobre qué tal le van las cosas, ¿eh?
- No, supongo que no.
Frances parecía un poco deprimida. Antes de bajar a recoger el correo estaba tan contenta que habrían podido usarla en un anuncio. La postal debía de haberla afectado bastante más de lo que dejaba traslucir. Quizá estaba enamorada del tal Jock, a pesar de que la noche del mes de junio en que se emborracharon lo suficiente para hacerse confidencias Birdie abrió el fuego contándole que estaba enamorado de Milly, y Frances correspondió diciéndole que aún no había conocido al hombre de su vida.
Birdie acabó decidiendo que fuera lo que fuese no permitiría que se le contagiara, y se concentró en la idea de vestirse. Se pondría el mono azul celeste y un pañuelo de cuello verde, y dejaría que sus impolutos pies descalzos le llevaran paseando hasta el río. Después iría en dirección norte, pero no lo bastante lejos para llegar hasta la Calle Once... No, ni soñarlo. De todas formas era martes, y Milly nunca estaba en casa las noches de los martes. No la volvería a ver hasta que pudiera sumergir su hermosa nariz en la increíble historia de su éxito.
- Llegará mañana. Estoy seguro.
- Supongo.
Frances se había sentado en el suelo y estaba peinando la nube de cabellos castaños que flotaba delante de su rostro.
- Ya han pasado dos semanas. Casi...
- ¿Birdie?
- Así me llamo.
- Ayer estuve en Ciudad Stuyvesant, en el mercado... Ya sabes. - Frances se encontró la raya del pelo y apartó la mitad del velo a un lado -. Compré dos píldoras.
- Estupendo.
- No me refiero a esa clase de píldoras. Son las que tomas para..., ya sabes, para poder volver a tener bebés. Anulan los efectos de lo que echan en el agua. Pensé que si tú tomabas una y yo tomaba la otra.
- Vamos, Frances, ¿crees que basta con tomar una píldora? Por el amor de Dios... Te obligarían a abortar antes de que tuvieras tiempo de decir «Lucille Mortimer Randolph-Clapp» en voz alta.
Frances lo había inventado y había acabado convirtiéndose en el chiste favorito de los dos, pero esta vez ni tan siquiera sonrió al oírlo.
- ¿Y por qué iban a enterarse? Quiero decir... Bueno, ¿por qué iban a enterarse antes de que fuera demasiado tarde?
- Oye, ya sabes lo que hacen con la gente que intenta saltarse las reglas tan descaradamente, ¿verdad? ¿Sabes lo que hacen tanto con el hombre como con la mujer?
- Me da igual lo que hagan.
- Bueno, pues a mí no - dijo Birdie, y decidió poner punto final a la discusión -. Cristo - añadió con voz seca.
Frances se recogió el pelo en la nuca y luchó con un cordoncito amarillo hasta que consiguió hacerle un nudo. Cuando emitió su siguiente sugerencia trató de que sonara lo más espontánea posible.
- Podría ir a México.
- ¡México! Dios santo, pero ¿es que nunca has leído nada aparte de los tebeos? - la indignación de Birdie estaba reforzada por el recuerdo de que no hacía mucho tiempo le había hecho más o menos la misma propuesta a Milly -. ¡México! Oh, chico, chico...
Frances puso cara de sentirse ofendida, fue hacia el espejo y empezó a aplicarse la loción. Birdie sabía que era capaz de pasarse medio día rascando, frotando y acicalándose. Todas esas operaciones siempre daban como resultado el mismo rostro de mujer de mediana edad y piel un poco escamosa. Frunces tenía diecisiete años.
Sus ojos se encontraron durante un segundo en el espejo y Frunces se apresuró a desviar la mirada. Birdie comprendió que su carta ya había llegado. Y que Frunces la había leído. Y que lo sabía todo.
Fue hasta ella y agarró los flacos brazos perdidos dentro de las holgadas mangas del albornoz.
- ¿Dónde está, Frunces?
- ¿Dónde está el qué?
Pero Frunces sabía de qué estaba hablando, oh, sí, lo sabía muy bien.
Birdie le juntó los dos brazos por las muñecas tirando de ellos tan salvajemente como si Frances fuera uno de esos aparatos que servían para ejercitar los bíceps.
- Yo... La... La tiré.
- ¡La tiraste! ¿Tiraste una carta que iba dirigida a mí?
- Lo siento. No tendría que haberlo hecho. Quería que no te... Sólo quería disfrutar de otro día como los dos últimos.
- ¿Qué decía?
- ¡Birdie, para!
- ¿Qué coño decía?
- Tres puntos. Conseguiste tres puntos.
Birdie la soltó.
- ¿Y eso es todo? ¿No decía nada más?
Frances empezó a frotarse las muñecas.
- Decía que debías sentirte muy orgulloso de lo que habías escrito. Tres puntos es un resultado magnífico. El equipo que se encargó de calificar tu trabajo no sabía lo mucho que necesitabas recuperar tu puntuación anterior. Si no me crees léela tú mismo. Está ahí dentro.
Frances abrió un cajón, y Birdie vio el sobre amarillo con el matasellos de Albany y la antorcha de la que brotaban las llamas del conocimiento en la otra esquina.
- ¿No vas a leerla?
- Te creo.
- También dice que si quieres conseguir un punto más puedes alistarte en el ejército.
- Igual que hizo tu Jock, ¿eh?
- Lo siento, Birdie.
- Yo también.
- Ahora quizá quieras cambiar de parecer...
- ¿Sobre qué?
- Sobre tomar las píldoras que compré.
- ¿Quieres dejar de darme la paliza con esas píldoras de una maldita vez?
- Nunca diré quién es el padre. Te lo prometo. Birdie, mírame... Te lo prometo.
Birdie contempló aquel par de pupilas negras un poco veladas, la piel que se desescamaba, los labios pequeños y tensos que nunca llevaban la sonrisa lo bastante lejos para revelar los dientes que había detrás.
- Prefiero hacerme una paja en el lavabo y echar la leche por la tubería a metértela dentro. ¿Sabes lo que eres? Eres una retrasada mental, eso es lo que eres.
- Insúltame todo lo que quieras, Birdie. No me importa.
- Eres una jodida subnormal.
- Te quiero.
Sabía lo que tenía que hacer. Lo había visto la semana pasada cuando inspeccionó sus cajones. No era un látigo, pero no se le ocurría ningún otro nombre más adecuado. Birdie volvió a encontrarlo en el fondo del cajón de la ropa interior.
- ¿Qué has dicho?
Alzó aquella cosa delante del rostro de Frances.
- Te quiero, Birdie. Te quiero, de veras... Y supongo que soy la única persona en todo el mundo que te quiere.
- Bueno, pues voy a dejarte bien claro lo que siento por ti.
Cerró una mano sobre el cuello del albornoz y tiró de él bajándoselo hasta dejarle los hombros al descubierto. Frances nunca había permitido que la viera desnuda, y Birdie enseguida comprendió el porqué. Su cuerpo estaba cubierto de verdugones y morados. Su trasero había recibido tantos golpes que parecía una inmensa herida en carne viva. Los clientes no le daban dinero para joder con ella, sino para esto. Para...
Birdie se la metió embistiéndola con todas sus fuerzas. Siguió moviéndose encima de ella hasta que ya no importó el que se moviera o se quedara quieto, hasta que ya no le quedaron sentimientos o emociones de las que librarse.
Esa misma tarde fue a Times Square - ni tan siquiera se tomó la molestia de emborracharse antes -, y se alistó en el Cuerpo de Marines de los Estados Unidos para ir a defender la democracia en Birmania. El sargento le tomó el juramento al mismo tiempo que a ocho tipos más. Cada uno alzó su brazo derecho, dio un paso hacia adelante y recitó a toda velocidad el Juramento de Fidelidad o lo que fuese. Después el sargento fue hacia él y deslizó la máscara negra del Cuerpo de Marines sobre el rostro ceñudo de Birdie, cogió un rotulador y escribió su nuevo número de identificación sobre la frente con grandes letras blancas - CMEEUU 100-7011-D07 -, eso fue todo, y cuando hubo terminado con el último ya eran gorilas.
Cuerpos
1
- Una fábrica, por ejemplo - dijo Ab -. Es exactamente lo mismo.
Chapel quiso saber de qué clase de fábrica estaba hablando.
Ab echó su silla hacia atrás y se sumergió en la teoría con tanta placidez como si fuera una de las bañeras especiales con chorros de agua caliente para dar masaje que usaban en Hidroterapia. Había engullido los dos almuerzos traídos por Chapel y se sentía tranquilo y afable, seguro de sí mismo y perfectamente dueño de la situación.
- Cualquiera. ¿Has trabajado en alguna fábrica?
Pues claro que no. ¿Chapel ? Chapel empujaba un carrito, y podía considerarse afortunado de haber encontrado ese trabajo, así que Ab siguió hablando.
- Por ejemplo... Sí, una fábrica de aparatos electrónicos. Hace tiempo trabajé de montador en una.
- Y fabricabas algo, ¿verdad?
- ¡Te equivocas! Unía piezas. Si utilizaras las orejas y dejaras quieta esa bocaza tuya durante un minuto te darías cuenta de que hay una gran diferencia entre una cosa y otra. Verás, para empezar había una caja que venía hacia mí y yo le metía dentro una especie de tablero rojo, y luego le daba unas cuantas vueltas a una tuerca, una rosca o un no sé qué que estaba encima del tablero. Y todo el día igual, tan sencillo como decir A-B-C. Hasta tú podrías haberlo hecho, Chapel .
Ab se echó a reír.
Chapel se echó a reír.
- ¿Qué es lo que hacía realmente? Movía cosas. Las llevaba de aquí para allá...
Chapel se lo demostró con una pequeña pantomima. El meñique de su mano izquierda terminaba en el primer nudillo. Chapel se lo había hecho él mismo durante su iniciación en los Caballeros de Colón hacía ya veinte años (veinticinco, de hecho), un solo golpe con el viejo trinchante que nunca falla y ya está, aunque cuando alguien preguntaba qué le había ocurrido decía que fue un accidente industrial y añadía que el maldito sistema siempre se las arreglaba para acabar destruyéndote; pero casi nadie era lo bastante ingenuo para preguntarle qué había sido de su meñique.
- Pero no fabricaba nada de nada, ¿entiendes? Y en cualquier otra fábrica ocurre lo mismo. Mueves cosas de un lado a otro o las vas juntando, tanto da.
Chapel podía darse cuenta de que estaba perdiendo la discusión. Ab hablaba cada vez más deprisa, y en cambio a él las palabras le salían a trompicones. La verdad es que ni tan siquiera había querido empezar la discusión, pero Ab había conseguido enredarle en ella sin que Chapel tuviera ni idea de cómo se las había arreglado para hacerlo.
- Pero algo... No sé, lo que tú dices es que... Pero lo que quiero decir es... También has de tener sentido común y...
- No, estoy hablando de ciencia.
La palabra hizo que los ojos del viejo quedaran iluminados por un brillo de derrota tan abyecto como si Ab acabara de dejar caer una bomba - bum -, justo en el centro de su negra y cada vez más abatida cabeza. ¿Quién podía enfrentarse a la ciencia y salir vencedor? Chapel no, eso estaba clarísimo.
Aun así Chapel intentó emerger de entre los escombros y se dispuso a seguir defendiendo la causa del sentido común.
- Pero las cosas se hacen..., se fabrican. ¿Cómo explicas eso?
- Las cosas se fabrican, las cosas se fabrican... - Ab repitió las palabras de Chapel en un falsete burlón, aunque de los dos Chapel era el que tenía la voz más grave -. A ver, ¿qué cosas?
Chapel recorrió el depósito de cadáveres con la mirada buscando un ejemplo. El sitio le resultaba tan familiar que casi habría podido ser invisible. La losa, las camillas con ruedas, los montones de sábanas, el armario que contenía el surtido de filtros y fluidos, el escritorio... Chapel alargó la mano hacia el montón de objetos que había encima de él y cogió una banda de identificación en blanco.
- El plástico.
- ¿El plástico? - exclamó Ab poniendo cara de disgusto -. Eso sólo demuestra hasta qué extremos llega tu ignorancia, Chapel, El plástico...
Ab meneó la cabeza.
- El plástico - insistió Chapel -. ¿Por qué no?
- Porque hacer plástico se reduce a mezclar productos químicos, so analfabeto.
- Sí, pero... - Chapel cerró un ojo y trató de pensar con claridad -. Pero para hacer el plástico tienen que..., tienen que calentarlo o algo así.
- ¡Exacto! ¿Y qué es el calor? - preguntó Ab cruzando las manos sobre su barriga, victorioso, lleno de comida y seguro de sí mismo -. El calor es energía cinética.
- Mierda - insistió Chapel .
Alzó una mano y empezó a masajear la curva marrón cubierta de pelitos que era su cuero cabelludo. Otra discusión perdida... Nunca entendería cómo demonios se las arreglaba Ab.
- Moléculas en movimiento - resumió Ab -. Todo se reduce a eso. Es física, ¿sabes? Es una ley física.
Dejó escapar una ruidosa ventosidad y apuntó con el dedo a la ingle de Chapel en un movimiento perfectamente sincronizado con el sonido.
Chapel admitió la victoria de Ab con una sonrisa. Sí, claro, todo era cosa de la ciencia. La ciencia siempre acababa saliéndose con la suya y todos tenían que inclinarse ante ella. Era como intentar discutir con la atmósfera de Júpiter, o con los enchufes, o con las tabletas de esteroides que estaba obligado a tomar desde hacía poco tiempo..., cosas que ocurrían cada día y que nunca tenían sentido y que nunca, nunca lo tendrían.
«Negro idiota», pensó Ab, y su afabilidad fue aumentando en proporción directa a la perplejidad de Chapel. Le habría encantado que siguiera discutiendo un ratito más. Aún no habían hablado de la religión, la psicosis, la enseñanza..., quedaban montones de posibilidades por agotar. Ab tenía preparado un montón de argumentos para demostrar que incluso esas cosas que parecían tan mentales y abstractas en la superficie eran otras tantas formas de la energía cinética.
La energía cinética... En cuanto comprendías el significado de la energía cinética todo empezaba a aclararse de repente.
- Tendrías que leer el libro - insistió Ab.
- Mm - dijo Chapel .
- Él lo explica de una forma mucho más detallada.
Ab no había leído todo el libro, sólo algunas partes del resumen, pero había captado lo esencial.
Pero Chapel no tenía tiempo para leer libros. Chapel no era ningún intelectual, y el mismo Chapel lo había dejado claro en más de una ocasión.
¿Y Ab? ¿Era un intelectual? No estaba muy seguro, y tuvo que pensar en ello. Era como si se hubiera puesto encima un traje casi transparente de algún color afrutado y se estuviera contemplando en el espejo del probador sabiendo que jamás lo compraría, que ni tan siquiera se atrevería a salir del probador llevándolo puesto, pero eso no le impedía disfrutar viendo lo bien que le sentaba. Un intelectual... Sí, siempre cabía la posibilidad de que Ab hubiera sido un intelectual en alguna reencarnación anterior, pero aun así la idea resultaba bastante ridícula.
Cirugía «A» les llamó a la una y dos minutos. Un cuerpo.
Ab lo inscribió en el registro. No se había acordado de que debía empezar una nueva página y el mensajero aún no había venido a buscar la de ayer, por lo que puso «11:58» en el casillero para anotar la hora de la muerte y escribió el apellido y el nombre al lado en pulcras letras de imprenta: NEWMAN, BOBBI.
- ¿Cuándo podéis venir a por ella? - preguntó la enfermera, para la que el cuerpo aún tenía sexo.
- Ya estoy ahí - prometió Ab.
Se preguntó qué edad tendría. «Bobbi» era un nombre que ya no estaba muy de moda, pero siempre había excepciones.
Hizo salir a Chapel de una forma bastante brusca, cerró con llave, se colocó detrás de la camilla y empezó a empujarla en dirección a Cirugía «A». Cuando llegó a la curva del corredor que estaba justo delante de la rampa volvió la cabeza hacia el chaval nuevo del control y le pidió que se encargara de contestar sus llamadas. El chaval meneó su flaco trasero y respondió con un chiste muy poco gracioso. Ab se rió. Se sentía en plena forma, y estaba seguro de que aquélla iba a ser una gran noche. No era más que un presentimiento, pero sus presentimientos siempre daban en el blanco.
Chapel era el único que estaba de servicio y la señora Steinberg - que estaba al mando aquella noche, pero que en realidad no era su jefa -, le alargó la tira de papel.
- Chapel, Recuperación «B» - dijo -. Y deprisa - añadió tan distraídamente como otra mujer habría podido decir «Dios te bendiga» o «Ten cuidado».
Pero Chapel sólo sabía funcionar a una velocidad. Las dificultades no le hacían ir más despacio; el nerviosismo o las prisas no ¡e hacían ir más rápido. Si había alguna cámara cuyo objetivo estaba continuamente enfocado hacia él y mirones que estudiaban hasta el más insignificante de sus actos Chapel jamás les proporcionaría un dato que pudiera ayudarles a interpretarlos. Ya estuviera llena o vacía, Chapel empujaba su camilla a lo largo de los pasillos moviéndose al mismo paso que utilizaba para volver a su hotel de la 65 después de haber terminado la jornada laboral. ¿Regularidad? Oh, sí, Chapel era tan regular y tan fiable como un reloj.
Un joven rubio estaba inmóvil junto a la entrada de la Sala «M» - cuarto piso, al lado de los ascensores - con un orinal pegado al cuerpo e intentaba convencer a su vejiga de que debía orinar amenazando al recipiente de acero con gemidos y gruñidos. Su albornoz estaba medio abierto, y Chapel vio que le habían afeitado el vello púbico. Normalmente eso significaba que tenías hemorroides.
- ¿Qué tal va eso? - le preguntó.
El interés que mostraba por las historias de los pacientes no podía ser más sincero, y los que más le interesaban eran los de Cirugía o los de las salas de otorrinolaringología.
El joven rubio torció los rasgos en una mueca de angustia y le preguntó si podía darle algo de dinero.
- Lo siento, no puedo.
- ¿Y un cigarrillo?
- No fumo. Y ya sabes que va contra las reglas, ¿verdad?
El joven iba desplazando el peso de una pierna a otra aferrándose ciegamente a su dolor y su humillación como si fueran algo precioso mientras intentaba eliminar cualquier otra sensación que pudiera impedirle entregarse por completo a esas emociones. Los únicos pacientes que intentaban ocultar el dolor eran los viejos..., durante un tiempo, por lo menos. Los jóvenes se revolcaban en él desde el momento en que entregaban sus primeras muestras al encargado de Admisiones.
Chapel se inclinó sobre la otra unidad ocupada mientras la suplente de Recuperación «B» acababa de rellenar los impresos de la transferencia. La unidad contenía el cuerpo todavía inconsciente del chico al que había sacado de Emergencias hacía ya un buen rato. Cuando le vio su rostro parecía un chuletón de buey no muy pasado; ahora era una pulcra pelota de vendajes. Las ropas del chico y la bronceada musculatura de sus brazos desnudos (en un bíceps dos borrosas manos azules daban testimonio de la amistad imperecedera que le unía a «Larry») le hicieron pensar que antes de entrar en el hospital también habría debido poseer unos rasgos apuestos. ¿Y ahora? No, ahora ya no era apuesto. Si hubiera estado afiliado a uno de los planes de asistencia sanitaria privada quizá habría podido conservarlo, pero Bellevue no contaba con el personal o el equipo necesarios para hacer un trabajo de cirugía plástica reconstructora a tal escala. El chico saldría de allí teniendo ojos, nariz, boca y etcétera de los tamaños correctos colocados más o menos donde tenían que estar, pero el conjunto no sería más que una aproximación a su aspecto anterior.
Tan joven - Chapel alzó su fláccida muñeca izquierda y echó un vistazo a la banda de identificación para averiguar su edad -, y estar condenado a cargar con eso el resto de tu vida... Ah, sí, tenía que haber una lección en todo aquello, aunque no estaba muy seguro de cuál podía ser.
- Pobre tipo - dijo la suplente.
No se refería al chico, sino al que iba a ser transferido. Acabó de rellenar los impresos y se los alargó a Chapel .
- ¿Oh? - dijo Chapel mientras quitaba los seguros de las ruedas.
La suplente caminó alrededor de la camilla y se detuvo junto a la parte frontal.
- Un subtotal - explicó -. Y...
Un canto de la camilla rozó el marco de la puerta. La botella de suero suspendida del extremo del soporte se balanceó de un lado a otro. El anciano intentó levantar las manos, pero se las habían sujetado a los lados con correas. Sus dedos se tensaron espasmódicamente.
- ¿Y?
- Se le ha extendido al hígado - explicó la suplente en un murmullo melodramático.
Chapel asintió con expresión sombría. Su ruta terminaba en el cielo - el piso dieciocho - y ya se había imaginado que se trataba de algo muy drástico. A veces Chapel pensaba que si llevara todos esos pacientes directamente al reino de Ab Holt en vez de al piso dieciocho podría ahorrarle un montón de molestias y esfuerzos innecesarios a Bellevue.
Una vez dentro del ascensor, Chapel se entretuvo hojeando el historial del viejo. WANDTKE, JWRZY. La tira que indicaba el destino del paciente, los impresos de transferencia, los papeles que había dentro de la carpeta, la banda de identificación... Todos estaban de acuerdo en que el pobre tipo se llamaba JWRZY. Chapel quería averiguar qué tal sonaba eso e intentó pronunciarlo muy despacio, letra por letra.
Las puertas del ascensor y los ojos de Wandtke se abrieron en el mismo instante.
- ¿Qué tal está? - le preguntó Chapel -. ¿Se encuentra bien? ¿Hmmm?
Wandtke empezó a soltar unas risitas tan suaves que apenas se podían oír. Sus costillas temblaban bajo la sábana color verde eléctrico.
- Vamos a su nueva sala - le explicó Chapel -. Es mucho más agradable que la de antes, ya lo verá. Todo irá bien..., eh...
Acababa de acordarse de que no había forma humana de pronunciar su nombre, y se preguntó si no se habrían equivocado, aunque en todos los papeles estaba escrito igual.
Y, de todas formas, bastaba con mirarle para darse cuenta de que cualquier intento de comunicarse con aquel pobre viejo estaba condenado al fracaso. Cuando salían del quirófano siempre estaban tan llenos de lo que fuera que les metían en el cuerpo que nada de cuanto decían tenía el más mínimo sentido. Lo único que hacían era soltar risitas estúpidas y poner los ojos en blanco, tal y como estaba haciendo ahora mismo Wandtke. Y dentro de dos semanas, cenizas en el horno... Bueno, por lo menos Wandtke no cantaba. A muchos les daba por cantar.
Chapel sintió un cosquilleo en el hombro. El cosquilleo se convirtió en una molestia, y la molestia fue aumentando de intensidad y floreció hasta transformarse en una nube de dolor. Después la nube se dispersó en una confusión de hilachas y las hilachas se desvanecieron. Todo eso ocurrió a cien metros escasos del ala «K» sin que Chapel pestañeara una sola vez o aflojara el paso aunque sólo fuese durante una fracción de segundo.
No era bursitis, eso parecía estar claro. Iba y venía no en forma de ataques sino como la música, un lento intensificarse del dolor que se iba difuminando de forma igualmente gradual. Los médicos le habían dicho que no tenían ni idea de qué podía ser. El dolor acababa desapareciendo, así que no había razón para quejarse (o eso se decía Chapel ). Las cosas podrían estar mucho peor, y lo que le rodeaba se encargaba de recordárselo a cada momento. El chico de esta noche, por ejemplo, el del falso rostro que le dolería cada vez que hiciera frío, o el pobre Wandtke que se reía como si acabara de salir de una maldita fiesta de cumpleaños mientras su hígado se metamorfoseaba a sí mismo convirtiéndose en un inmenso y horrible tumor dispuesto a seguir creciendo sin parar... Ésas eran las personas por las que había que sentir compasión, y Chapel las compadecía con todas sus fuerzas y con algo que se aproximaba bastante al entusiasmo. Comparado con esas pobres criaturas desgraciadas no se podía negar que Chapel era un hombre bastante afortunado. Cada turno veía a decenas de hombres y mujeres, jóvenes y viejos a los que llevaba en su camilla de aquí para allá, arriba y abajo, y cuando los médicos terminaban de hacer su trabajo no había ni uno solo de ellos que no hubiera estado dispuesto a cambiarse por ese viejo negro delgado, bajito y de aspecto frágil que los transportaba a lo largo de kilómetros y más kilómetros de pasillos por entre paredes que empezaban a perder la pintura..., no, ni uno solo.
La señorita Mackey estaba de guardia en la sala de hombres y le firmó el recibo de la transferencia. Chapel le preguntó cómo se suponía que debías pronunciar un nombre semejante, nada menos que Jwrzy, y la señorita Mackey le dijo que no tenía ni idea, y que de todas formas probablemente era un nombre polaco. Wandtke... Sonaba a polaco, ¿verdad?
Llevaron a Wandtke hasta su unidad empujando la camilla entre los dos. Chapel conectó la camilla, la unidad empezó a emitir un ronroneo casi inaudible y cogió el cuerpo del viejo, lo alzó unos centímetros separándolo de la camilla y se quedó atascada. El mecanismo de seguridad entró en funcionamiento y la desactivó. Chapel y la señorita Mackey necesitaron un par de segundos para comprender que algo iba mal. Después desabrocharon las correas que unían las marchitas muñecas de Wandtke a los barrotes de aluminio de los laterales. La unidad hizo un segundo intento y esta vez no se encontró con ningún obstáculo.
- Bueno - dijo la señorita Mackey -, conozco a dos personas que necesitan un día de reposo.
Las cinco y cuarenta y cinco minutos. Ya faltaba poco para el final de su turno, y Chapel no quería volver a la sala de guardia y correr el riesgo de que le cayera encima un trabajo de última hora.
- ¿Queda alguna cena? - preguntó volviéndose hacia la enfermera.
- Demasiado tarde, ya se las han llevado todas. Prueba en la sala de mujeres.
Chapel fue a la sala de mujeres, habló con Havelock, un celador ya bastante mayor que casi siempre estaba de guardia allí, y se enteró de que tenía disponible una bandeja destinada a una paciente que había causado baja a primera horade la tarde. Chapel consiguió que se la entregara por sólo veinticinco centavos después de haber señalado la pegatina con el código de colores usado para las dietas blandas con pocos residuos que Havelock había estado intentando ocultar debajo del pulgar.
Chapel echó un vistazo a la pegatina y leyó el nombre de la paciente. NEWMAIV, B.
Ab ya la tendría ahí abajo. Chapel intentó recordar en qué unidad había estado. ¿Sería la chica rubia de la esquina que no podía soportar la luz del sol? ¿O la colostomía que siempre estaba contando chistes? No, ésa se apellidaba Harrison.
Chapel cogió una de las sillas para los visitantes y la llevó hasta la ventana. Desprecintó la bandeja y esperó a que la comida se calentara. Fue pasando de un compartimento a otro masticando con el mismo ritmo estólido e implacable que usaba para hacerlo todo, a pesar de que la consistencia de la cena era comparable a la de un cuenco lleno de Gran Desayuno. Primero las patatas; luego unos cubos de carne blanda que echaban humo; después las espinacas... Dejó el pastel, pero se bebió el Kafé porque contenía el ingrediente milagroso que (dejando aparte el hecho de que nadie volvía de allí) daba su nombre al Paraíso. Cuando hubo terminado fue hasta el conducto y echó la bandeja por él.
Havelock estaba hablando por teléfono.
La sala era un laberinto de cortinas azules, capas de pinceladas traslúcidas que se superponían sobre los estratos de sombra. Un triángulo de luz solar se derramaba sobre las baldosas rojas del suelo al final del recinto: el amanecer.
La Unidad 7 estaba abierta. En un momento u otro Chapel debía haber transportado a su ocupante desde la sala hasta prácticamente todos los departamentos del hospital. SCHAAP, FRANCÉS, 3/3/04. Lo cual quería decir que aún no había cumplido los dieciocho años, claro... Su rostro y su cuello estaban tachonados por un número incontable de manchas carmesíes en forma de estrella, pero Chapel aún se acordaba de los días en que ese rostro era hermoso y atraía tu mirada. Lupus.
Una pequeña máquina de color gris situada junto a la cama realizaba de una forma más o menos eficiente las funciones de su hígado inflamado. Una luz roja se encendía a intervalos irregulares, parpadeaba y no tardaba en apagarse, advertencias infinitesimales a las que nadie hacía caso.
Se estaban muriendo, él estaba vivo. Había sobrevivido y ellos eran cuerpos, nada más. Los primeros rayos del sol primaveral añadieron su toque adicional de animación al aquí del paraíso y el ahora de las seis de la mañana.
Dentro de una hora estaría en casa. Descansaría un rato y luego vería la televisión. Chapel pensó que era una perspectiva digna de ser deseada.
Ab bajaba por la Primera en dirección a casa silbando las notas de un anuncio que se le había metido en la cabeza y llevaba cuatro días dando vueltas dentro de ella, una estupidez sobre una píldora nueva llamada Sí que te hacía sentir mejor, y Ab no podía negar que se sentía estupendamente.
Los cincuenta dólares que había conseguido a cambio del cuerpo de la Newman hacían que sus ingresos extra de la semana ascendieran a la hermosa suma de ciento quince dólares. En cuanto vio lo que Ab le ofrecía White ni tan siquiera se tomó la molestia de regatear. La necrofilia no tenía nada que ver con aquello (para Ab un cuerpo no era más que un trabajo que debía hacerse, algo que sacaba de una sala y que era quemado o - si se podía ganar algo de dinero con él -, trasladado a una bóveda frigorífica), pero comprendía la naturaleza del mercado lo suficientemente bien para haberse percatado de que el cuerpo de Bobbi Newman se aproximaba bastante a la expresión ideal de la mortalidad. En su caso el lupus se había lanzado a una expansión fulminante que había ido destruyendo rápidamente un sistema interno detrás de otro sin estropear en lo más mínimo la fina textura de la piel, lo cual era realmente muy raro. Cierto, la enfermedad había hecho que el rostro y los miembros quedaran reducidos a una delgadez casi esquelética, pero... Bueno, el necrófilo buscaba precisamente eso, ¿no? Ab siempre había tenido debilidad por las mujeres opulentas, alegres y de piel suave, y toda aquella obsesión por los cadáveres le resultaba bastante ajena e incomprensible, pero básicamente su lema era Chacun á son goút, aunque si hubiera tenido que expresarlo en voz alta no habría necesitado tantas palabras. Había algunos límites, claro está. Por ejemplo, Ab habría asistido con mucho gusto a la castración de cualquier republicano de la ciudad, y sentía una aversión casi igual de apasionada hacia los extremistas políticos; pero también poseía la típica tolerancia urbana hacia cualquier peculiaridad que pudiera proporcionarle alguna posibilidad de ganar dinero.
Ab estaba convencido de que el dinero que le pagaban sus clientes era un regalo del destino, y opinaba que debía ser gastado con la misma alegría y despreocupación de que había dado muestras la fortuna cuando hizo que cayera dentro de su bolsillo. De hecho si sumabas todas las prestaciones del programa MODICUM que los Holt jamás podrían disfrutar por el simple hecho de que Ab ganaba un salario, sus ingresos reales (dejando aparte esas sumas extra que se embolsaba de vez en cuando) no superaban en mucho a los que el gobierno le habría concedido sólo por estar vivo. Ab casi siempre lograba rehuir la conclusión lógica a la que llevaba ese razonamiento, la de que las sumas extra eran la parte básica de sus ingresos, el dinero que le convertía en un agente libre a los ojos de su propia conciencia, alguien que no tenía nada que envidiar a cualquiera de los ingenieros, expertos o criminales que vivían en la ciudad. Ab era un hombre y dentro de ciertos límites podía comprar lo que le diera la gana, y eso es precisamente lo que define a un hombre.
En ese momento en particular del mes de abril el tráfico que circulaba por la Avenida era tan escaso que podías tragarte el aire a sorbos bebiéndolo como si fuera 7-Up, el sol brillaba, no tenía que estar en ningún sitio determinado hasta las diez de la noche y sus ingresos extra de la semana ascendían a 115 dólares; y Ab se sentía exactamente igual que si fuera una película antigua llena de canciones, violencia y montaje sincopado. Pum, bang, ay... Así se sentía Ab ahora, y cuando las representantes del sexo opuesto que iban en dirección opuesta se le acercaban podía sentir cómo sus ojos se clavaban en él midiendo, calculando, evaluando, admirando, imaginando...
Una chica muy joven y muy negra con unos pantalones cortos plateados realmente llamativos se quedó mirando la mano izquierda de Ab y la devoró con los ojos como si su mano fuera una tarántula que se estaba preparando para trepar por su pierna. (Ab era muy velludo, y tenía montones de pelos por todas partes.) La chica ya podía sentir cómo la mano le hacía cosquillas en la rodilla, en el muslo, quizá en el coño. Cuando era pequeña Milly siempre había reaccionado así ante el dedo que le faltaba a su padre. Temblores, rubores y sudores, no fallaba nunca. Se suponía que las mutilaciones ya no estaban de moda, pero Ab sabía por experiencia propia que eso no era cierto. Las chicas seguían humedeciéndose cuando acariciaban un muñón, pero los hombres de hoy en día no tenían la clase de valor que hace falta para cortarse un dedo. Ahora los tipos que se las daban de machos se conformaban con llevar un pendiente de oro. Un pendiente de oro, por el amor de Dios..., como si el siglo xx jamás hubiera existido.
Ab le guiñó el ojo a la chica y ella desvió la mirada, pero sonrió antes de hacerlo. Bien, bien, ¿qué te parece eso?
Sólo había una cosa que le impedía sentirse totalmente satisfecho de sí mismo, y era que el fajo de su bolsillo (dos billetes de veinte, siete de diez y uno de cinco) era tan delgado que a efectos prácticos casi podía afirmarse que no estaba allí. Antes de la revaluación una semana con tres cuerpos como ésta habría hecho que su bolsillo abultara casi tanto como si hubiera una segunda polla debajo de la tela, y Ab aún recordaba los tiempos en que disfrutaba con esa comparación. De hecho, Ab había llegado a ser millonario. Aquellos cinco días del mes de julio del año 2008 habían sido la racha de suerte continuada más increíble de toda su existencia, pero ya estaban lejos. Hoy en día esa misma racha de suerte sólo le habría reportado cinco o seis mil dólares..., nada. Algunas mesas de faro del barrio seguían admitiendo los dólares antiguos, pero jugar en ellas era como aguantar un matrimonio al que se le ha agotado el romanticismo: sigues diciendo las palabras de siempre, pero ahora ya no tienen ningún significado. Antes, cuando contemplabas la efigie de Benjamín Franklin, pensabas: «Ésta es la efigie de Benjamín Franklin», pero con los nuevos billetes el número 100 y el símbolo del dólar sólo eran una representación abstracta de la belleza, la verdad, el poder y el amor.
Ab giró a la izquierda, se metió por la Dieciocho y encaminó sus pasos hacia Ciudad Stuyvesant como si el fajo de billetes que llevaba dentro del bolsillo fuera un imán que tiraba de él arrastrándole en esa dirección. Las cuatro pistas deportivas que había en el centro del complejo albergaban el mercado negro más importante de toda Nueva York. Los facs y la televisión solían usar eufemismos como «feria callejera» o «mercadillo al aire libre», lo cual resultaba comprensible ya que ser claro y decir que se trataba de un mercado negro equivaldría a afirmar que servía como anexo del departamento de policía y de los tribunales, y ésa era la triste realidad.
El mercado negro era una parte más de Nueva York (o de cualquier otra ciudad), algo tan básico para su existencia como los números que hay entre el uno y el diez. ¿En qué otro sitio podías comprar algo sin que la transacción fuera registrada por los ordenadores federales que controlaban los ingresos y adquisiciones de la gente? La respuesta era que en ningún sitio, lo cual significaba que cuando tenía dinero Ab podía escoger entre tres opciones: los campos deportivos, los clubs y los baños.
Hileras de ropa vieja colgaban fláccidamente o aleteaban impulsadas por la brisa alejándose una detrás de otra hasta llegar a la fuente. Ab nunca podía pasar junto a aquellos puestos callejeros sin tener la sensación de que Leda estaba cerca, escondida entre aquellos estandartes harapientos del gran ejército derrotado de la ganga y lo usado. Leda seguía oponiéndole su silenciosa resistencia de siempre, seguía intentando obligarle a bajar la mirada y continuaba con su eterna cantinela, aunque ahora en voz tan baja que sólo él podía oírla. «Maldita sea, Ab, ¿es que no puedes meterte dentro de esa cabezota tuya que somos pobres? Somos pobres, ¿entiendes? ¡Somos pobres! Había sido la discusión más terrible de toda su vida en común, y resultó decisiva. Ab aún podía recordar el sitio exacto en el que había tenido lugar. Debajo de ese plátano, justo allí, ése era el sitio en el que se habían plantado el uno delante del otro para insultarse a gritos. Leda bufaba y siseaba como una tetera enloquecida, y había perdido el control de sí misma. Ocurrió justo después de que hubieran nacido los gemelos, y Leda lo empezó todo diciéndole que no había forma de evitarlo, que tendrían que vestir lo que sus padres pudieran proporcionarles, y Ab dijo no, no, no, mierda, ningún hijo suyo llevaría los harapos de otras personas, antes se quedarían en casa e irían desnudos. Ab podía gritar más rato y más fuerte y no estaba tan asustado. La discusión terminó con la victoria de Ab, pero Leda se vengó convirtiendo su derrota en un prolongado martirio. Nunca volvió a enfrentarse de forma abierta con él. Lo que hizo fue convertirse en una inválida llorosa que no paraba de quejarse y que necesitaba ser ayudada a cada momento porque no era capaz de hacer nada por sí sola.
Ab oyó que alguien pronunciaba su nombre. Miró a su alrededor, pero era temprano y a esas horas el mercado aún estaba muy poco animado. No vio a ningún conocido; sólo a la gente que vivía en los edificios cercanos, los viejos con la oreja pegada a sus radios, niños que se gritaban los unos a los otros, bebés que lloraban a moco tendido, madres que intentaban hacerlos callar. La mitad de los vendedores ni tan siquiera habían empezado a exponer sus mercancías.
- Ab Holt... ¡Eh, aquí!
Era la vieja señora Galban, y su mano ya estaba golpeando el espacio vacío del banco verde en el que estaba sentada.
Ab no tuvo más remedio que ir hacia ella.
- Eh, Viola, ¿qué tal va todo? ¡Tienes un aspecto magnífico!
La señora Galban le obsequió con su habitual sonrisa dulzona y algo vacilante. Sí, murmuró con expresión complacida, la verdad es que se encontraba bastante bien, y daba gracias a Dios por eso cada día. La señora Galban observó que hacía un tiempo soberbio incluso para ser el mes de abril, ¿verdad? Ab tampoco tenía mal aspecto (quizá estaba un poquito más gordo), aunque, ¿cuántos años habían pasado ya?
- Doce años - dijo Ab, sin tener ni idea de cuántos habían pasado.
- ¿Sólo doce años? Vaya, pues yo habría jurado que eran más... ¿Y qué tal le van las cosas al doctor Mencken de Dermatología? ¿Sigue tan guapo como siempre?
- Está muy bien. Ahora es jefe del departamento, ¿sabe?
- Sí, ya me enteré.
- El otro día me lo encontré delante del hospital y me preguntó por usted. Me preguntó si había visto a la vieja Gabby últimamente.
Era una mentira cortés, claro, pero la señora Galban inclinó la cabeza. Era lo bastante educada para creerle.
- Y Leda... - dijo después, dirigiéndose cautelosamente hacia lo que para ella era el único tema importante de aquella conversación -. ¿Qué tal está la pobrecita?
- Leda está muy bien, Viola.
- Ah. Así que ya sale de casa, ¿verdad?
- Bueno... No, no sale muy a menudo. A veces la llevamos al tejado para que tome un poco el aire. Queda mucho más cerca que la calle, ¿sabe?
- ¡Ah, el dolor! - se apresuró a murmurar la señora Galban con la enérgica y un poco cortante simpatía profesional que ni tan siquiera los años habían sido capaces de embotar. Ab pensó que quizá sabía ejercerla mejor ahora que cuando trabajaba en Bellevue -. No hace falta que me lo expliques... Ya sé lo horrible que puede llegar a ser, ¿verdad? Un dolor así es terrible, y apenas podemos hacer nada para aliviarlo. Pero... - añadió antes de que Ab pudiera desviar la última estocada -. Si podemos debemos hacer cuanto esté en nuestras manos por poco que sea.
- Ha tenido épocas mucho peores - insistió Ab.
La mirada que le lanzó la señora Galban aspiraba a ser considerada como un reproche entre triste e impotente, pero incluso Ab pudo ver los cálculos que se estaban sucediendo detrás de aquellas pupilas marrones veladas por las cataratas. «¿Vale la pena seguir insistiendo? - se preguntaba la señora Galban -. ¿Hay alguna posibilidad de que Ab se trague el anzuelo?»
Durante los primeros años de invalidez de su esposa, Ab había conseguido unas cuantas cajas de supositorios de Dilaudin gracias a la señora Galban, que estaba especializada en analgésicos. Casi todas sus clientes eran ancianas a las que había conocido en la sala de espera de consultas externas del hospital. Ab le compraba los supositorios más por hacerle un favor a la vieja que por serle realmente necesarios, ya que los internos podían proporcionarle toda la morfina que Leda pudiera necesitar y se la vendían a un precio ridículo.
- Es terrible - se lamentó la señora Galban clavando los ojos en los setenta y ocho años que se le habían acumulado sobre el regazo -. Es realmente terrible, sí.
«Qué infiernos - pensó Ab -. Después de todo no estoy en la ruina, ¿verdad?»
- Eh, Gabby, ¿no llevará encima alguna de esas cosas que le compraba cuando Leda estaba tan mal? ¿Cómo se llamaban? Pusorios o algo así, ¿no?
- Bueno, Ab, ya que me lo preguntas...
- Ab compró una caja de supositorios por nueve dólares, lo cual tea el doble de su cotización actual en Bellevue y resultaba caro, incluso para el mercado negro. Estaba claro que la señora Galban creía que Ab era imbécil.
Apenas le hubo dado el dinero se sintió invadido por una agradable sensación de libertad, y supo que cuando se marchara podría maldecirla entusiásticamente sin ninguna clase de remordimientos y que disfrutaría haciéndolo. La vieja perra tendría que vivir muchos años antes de que Ab volviera a comprarle una maldita caja de pusorios o como demonios se llamaran aquellas cosas.
Ab nunca solía establecer una conexión entre Ciudad Stuyvesant y el depósito de cadáveres del Bellevue a pesar de que eran los dos mundos entre los que se repartía su existencia, pero haberse permitido desear que Viola Galban muriera le hizo comprender que había muchas posibilidades de que fuera él quien metiera su cuerpo en el horno. La muerte de cualquier persona (es decir, de cualquier persona a la que Ab hubiera conocido mientras vivía) era una idea deprimente, y Ab se apresuró a expulsarla de su mente con un encogimiento de hombros. El encogimiento de hombros ya casi se había esfumado cuando vio flotar delante de sus ojos el joven y hermoso rostro de Bobbi Newman, pero la visión fue muy fugaz y se desvaneció enseguida.
El vago anhelo de comprar algo se transformó en una necesidad física, como si el rollo de billetes que llevaba en el bolsillo se hubiera convertido en esa polla de sus fantasías y estuviera exigiendo que le permitiera librarse del semen que había ido acumulando durante una semana entera de abstinencia.
Ab compró un helado de limón - su primer helado del año - y se distrajo paseando por entre los puestos tocando las mercancías expuestas con sus dedos gruesos y pegajosos, preguntando precios y bromeando con los vendedores. Cuando le veían aproximarse todos le saludaban llamándole por su nombre. Los rumores afirmaban que si tenías paciencia y un poco de labia podías acabar convenciéndole de que te comprara prácticamente cualquier cosa.
2
Ab estaba en el umbral y contemplaba los ciento diez kilos de esposa con los que compartía su existencia. Las sábanas azules llenas de arrugas se curvaban sobre sus piernas y su estómago, pero Leda tenía los pechos al aire. «Aún podrían ganar el primer premio en cualquier concurso de belleza», pensó Ab con afecto. No estaba muy seguro de cuáles eran sus sentimientos actuales hacia Leda, pero fueran los que fuesen estaban concentrados en sus pechos, de la misma forma que el placer que pudiera experimentar Leda cuando se le ponía encima provenía de sentir la presión de sus manos y la mordedura de sus dientes. La zona cubierta por las sábanas, en cambio... Allí Leda no podía sentir nada salvo, a veces, dolor.
Pasado un rato la presencia silenciosa de Ab y el peso impalpable de su mirada despertaron a Leda igual que una lupa colocada sobre una hoja seca termina haciéndola humear.
Ab arrojó la caja de supositorios encima de la cama.
- Son para ti.
- Oh. - Leda abrió la caja y olisqueó un cilindro cerúleo con expresión suspicaz -. ¿Oh?
- Es Dilaudin. Me encontré con la señora Galban en el mercado, y la única forma de quitármela de encima era comprarle algo.
- Vaya, por un momento temí que los habías comprado pensando en mí... Gracias. ¿Qué hay en la otra bolsa? ¿Un irrigador de enemas para celebrar nuestro aniversario?
Ab le enseñó la peluca que había comprado para Beth. Era una ridícula imitación muy poco conseguida del estilo egipcio que se había vuelto popular gracias a una serie televisiva que había dejado de emitirse hacía ya bastante tiempo. Leda pensó que parecía algo encontrado en el fondo de una caja llena de adornos navideños viejos, y estaba segura de que en cuanto la viese su hija opinaría exactamente lo mismo que ella.
- Dios mío - dijo.
- Bueno, es lo que llevan ahora las chicas - dijo Ab en un tono de voz no muy convencido.
La peluca ya no le gustaba tanto como cuando le echó el ojo en el puesto del mercado. Ab la cogió, la acercó a la cuña de sol que entraba por la ventana abierta del dormitorio y la sacudió intentando hacerla brillar. El entrechocar de las tirillas metálicas le recordó a un coro de gemidos casi inaudibles.
- Dios mío - repitió Leda.
La peluca le parecía tan horrible que había estado a punto de preguntarle cuánto había pagado por ella, lo cual habría sido un grave error. Desde aquella discusión debajo del plátano que había cambiado tan radicalmente su relación nunca había vuelto a hablar de dinero con Ab. No quería saber cómo gastaba su dinero o cómo lo conseguía, y lo que deseaba ignorar de forma más absoluta era todo lo concerniente a ese último punto, quizá porque ya tenía una cierta idea de cuál era la fuente que le proporcionaba aquellos ingresos extra.
Leda decidió contentarse con un insulto.
- Tienes menos clase que un camión de la basura, y si crees que Beth va a dejar que la vean llevando puesto ese horror obsceno y ridículo, bueno entonces...
Apoyó los puños en el colchón e hizo presión hasta que su torso quedó más o menos en posición vertical. Tanto Leda como el colchón emitieron una especie de jadeo ahogado.
- ¿Cómo puedes saber qué lleva la gente fuera de este apartamento? Había centenares de jodidas pelucas como ésa por todo el mercado, ¿entiendes? Es lo que llevan las chicas ahora, qué coño.
- Es horrible. Has ido al mercado y le has comprado una peluca horrible a tu hija. Supongo que tienes todo el derecho del mundo a hacer algo así, claro.
- Horrible... ¿No es lo mismo que solías decir cada vez que veías a Milly con algo nuevo? Todas esas cosas llenas de botones... ¡Y los sombreros! No es más que una fase, y se les acaba pasando. Si tu memoria pudiera llegar tan atrás descubrirías que probablemente tú eras igual que ellas.
- ¡Oh, Milly! ¡Siempre me estás frotando a Milly por las narices como si fuera un ejemplo digno de ser imitado! Milly nunca tuvo ni idea de...
Leda dejó escapar un gemido y torció el gesto. Su dolor. Puso la mano sobre el rollo de carne que había junto a su seno derecho, allí donde creía que estaba su hígado. Cerró los ojos e intentó localizar el origen del dolor, pero éste ya se había esfumado.
Ab esperó en silencio y sin moverse hasta que Leda volvió a prestarle atención, y en cuanto lo hizo fue lentamente hacia la ventana y arrojó la peluca metálica por el hueco con cierto dramatismo. «Treinta dólares a la mierda - pensó -. Así de fácil, como si los hubiera tirado por el retrete...»
La etiqueta del fabricante se desprendió de la peluca y acabó cayendo al suelo después de revolotear durante unos momentos. Era un óvalo de color rosa con letras en cursiva. Creaciones Nefertiti.
Leda lanzó un grito inarticulado y rodó de lado hasta poner los dos pies en el suelo. Se incorporó. Dio dos pasos hacia adelante y se agarró al marco de la ventana para no perder el equilibrio.
La peluca yacía en el centro de la calle dieciocho pisos por debajo de la ventana. El gris del cemento hacía que pareciera mucho más brillante que dentro del dormitorio. Un camión lleno de pan Qué
Bueno puso la marcha atrás y pasó por encima de ella.
Todos los reproches que podía hacerle se reducían a una acusación de haber tirado su dinero, y Leda optó por no decir nada. Las palabras que no había llegado a pronunciar giraron locamente dentro de ella, un viento portador de plagas que hizo temblar los débiles músculos de sus piernas y su espalda como si fueran otras tantas banderas deshilachadas. El viento no tardó en morir, y las banderas volvieron a su estado de flaccidez habitual.
Ab ya se había puesto detrás de ella y estaba preparado. La cogió al vuelo y la depositó encima de la cama sin desperdiciar ni un solo movimiento, tan ágil y veloz como un bailarín de tango. Que sus manos estuvieran debajo de los pechos de Leda casi pareció accidental. Leda abrió la boca, y Ab pegó los labios a los suyos aspirando el aliento y extrayéndolo de sus pulmones.
La ira era su afrodisíaco. Los años habían hecho que el intervalo de tiempo transcurrido entre las discusiones y el joder fuese cada vez más corto, y ahora apenas si se tomaban la molestia de distinguir entre los dos procesos. Ab ya tenía la polla tiesa, Leda ya había empezado a emitir ese rítmico gemido de protesta contra el placer o el dolor, fuera lo que fuese. La mano izquierda de Ab empezó a masajear la cálida masa de sus pechos, y su mano derecha se contorsionó librándole de los pantalones y los zapatos. Los años de invalidez habían hecho que la carne blanda y fláccida de Leda adquiriese una peculiar cualidad virginal, y cada vez que Ab entraba en ella era como si la despertara de un sueño encantado lleno de inocencia. La invalidez también la había envuelto en una peculiar aureola rancia, un olor que brotaba de los poros de Leda sólo en aquellas ocasiones, como si su cuerpo fuera uno de esos arces de las montañas que sólo exudan su savia durante los días más fríos del invierno. Ab había acabado acostumbrándose a ese olor, y ahora incluso le gustaba.
El sudor se fue acumulando entre sus cuerpos y los movimientos de Ab empezaron a producir una salva de sonidos que recordaban los pedos, las bofetadas y las palmadas. Para Leda ésta era la peor parte de aquellos combates sexuales, especialmente cuando sabía que los chicos estaban en casa. Podía imaginarse a Beno - el más joven, y su favorito - inmóvil al otro lado de la puerta tratando inútilmente de no pensar en lo que le estaba ocurriendo pese al horror que debía de causarle. A veces le faltaba muy poco para echarse a llorar, y la única forma de evitarlo era concentrar todas sus energías mentales en la imagen de Beno.
El cuerpo de Ab empezó a moverse más deprisa. Leda cruzó el umbral que separaba el tener control sobre sí misma del automatismo e intentó erguir el cuerpo alejándolo de las embestidas de su polla. Ab le puso las manos sobre las caderas y la agarró con todas sus fuerzas obligándola a recibirle. Las lágrimas inundaron los ojos de Leda, y Ab se tornó.
Rodó sobre sí mismo apartándose de ella y el colchón emitió un último whooosh que parecía un suspiro de agotamiento.
- ¿Papá?
Era Beno, a pesar de que habría tenido que estar en la escuela. La puerta del dormitorio estaba entreabierta. «Nunca he vivido un momento que pueda compararse ni de lejos con éste», pensó Leda sintiendo algo parecido a un éxtasis de humillación. Una cohorte de dolores mucho más agudos que los de antes surgieron de la nada y empezaron a saltar por sus tripas como si fueran rebaños de antílopes.
- Papá... - insistió Beno -. ¿Estás dormido?
- Lo estaría si cerraras el pico y me dejaras dormir.
- Tienes una llamada del hospital en el teléfono de abajo. Es Juan. Dice que es muy urgente, y ha dicho que si estabas durmiendo tenía que despertarte.
- Dile a Martínez que se meta la polla en el culo y que se joda si puede.
- Ha dicho - siguió diciendo Beno en un tono de paciencia martirizada que era una excelente imitación del que solía emplear su madre -, que no hiciera ningún caso de lo que pudieras decir, y que en cuanto te explicara lo que pasa le estarías muy agradecido. Eso es lo que ha dicho, ¿vale?
- ¿Y no te ha contado qué ocurre?
- Creo que están buscando a un tipo. Bob No-sé-qué.
- No tengo ni idea de lo que pueden querer, y de todas formas... - Y entonces la luz empezó a hacerse en su cerebro. Era la posibilidad por fin materializada, el rayo imposible y aterrador que siempre había sabido acabaría cayendo sobre él hiciera lo que hiciese -. Ese tipo al que están buscando... ¿Se llama Bobbi Newman?
- Sí. ¿Puedo entrar?
- Sí, sí. - Ab extendió la mano y colocó la sábana empapada de sudor sobre el cuerpo de Leda, que no se había movido ni un centímetro desde que salió de ella. Después se incorporó y se puso los pantalones -. ¿Quién se puso al teléfono, Beno?
- Williken.
Beno entró en el dormitorio. Había presentido la importancia del mensaje que se le había transmitido, y estaba decidido a exprimirlo sacándole el máximo de suspense posible. Era como si supiera lo que estaba en juego.
- Oye, baja corriendo y dile a Williken que quiero que Juan siga al teléfono hasta que...
Uno de sus zapatos parecía haber desaparecido.
- Ya se ha ido, papá. Le dije que no se te podía molestar. Me pareció que se enfadaba mucho, y me dijo que le gustaría que dejaras de darle su número de teléfono a la gente.
- Bueno, pues entonces mierda para Milliken.
Su zapato estaba debajo de la cama, tan lejos que casi no había forma de alcanzarlo. ¿Cómo demonios había conseguido...?
- ¿Te acuerdas de qué era exactamente lo que te dijo? ¿Sabe quién andaba buscando a Newman?
- Williken lo anotó, pero no le entiendo la letra. Me parece que pone Margy o algo así.
Bien, ya estaba. Era el fin del mundo. Admisiones había metido la pata al decidir que el cuerpo debía ser incinerado de la manera habitual. Bobbi Newman había contratado una póliza con Macy's.
Y si Ab no conseguía recuperar el cuerpo que acababa de vender a White...
- Oh, Cristo - murmuró como si hablara con el polvo que había debajo de la cama.
- Se supone que tienes que llamar al hospital lo más pronto posible, pero Williken dice que no podrás usar su teléfono porque tiene que salir a hacer no sé qué.
Quizá aún hubiera tiempo suficiente. Por los pelos, claro, y eso suponiendo que tuviera toda la suerte del mundo... White se había marchado del depósito de cadáveres poco después de las tres de la madrugada, y aún faltaba un poco para el mediodía. Ab le compraría el cuerpo aunque eso significara pagarle una suma extra en concepto de compensación para que se le pasara el disgusto. Después de todo White le necesitaba tanto como él necesitaba a White, ¿no?
- Adiós, papá - dijo Beno sin levantar la voz.
Pero Ab ya había salido del dormitorio y se encontraba un rellano de escalera más abajo.
Beno fue hasta los pies de la cama. Su madre seguía sin haber movido un músculo. Beno no había dejado de observarla ni un instante desde que entró en el dormitorio, y era como si estuviese muerta. Después de que su padre se la hubiera tirado, su madre siempre se comportaba de esa forma, pero lo normal era que su inmovilidad no durase mucho tiempo. En la escuela decían que el joder era muy sano, pero a su madre no parecía sentarle demasiado bien. Beno extendió una mano y le acarició la planta del pie derecho. La piel era tan suave y rosada como la de un bebé, seguramente porque su madre ya no iba a ninguna parte y apenas caminaba.
Leda apartó el pie y abrió los ojos.
El establecimiento de White quedaba a mucha distancia en dirección sur. Se llegaba a él doblando la esquina de la Convención Nacional Democrática (antes el Muelle 19), que para el mundo del placer contemporáneo era lo que el Radio City Music Hall había sido para el mundo del espectáculo: el más grande, el más tranquilo y el más asombroso. Ab había nacido en Nueva York y jamás había pasado por entre los neones multicolores de la vulva (veinte metros de altura y quince de anchura, un auténtico monumento y punto de orientación) que servía como entrada. Para los que eran como Ab y se negaban a dejarse escandalizar por el exceso calculado de los grandes muelles las calles laterales ofrecían los mismos estilos básicos (la zona era conocida como «Boston») en una amplia gama de colores menos chillones y aquí, justo en el centro de todo lo que estaba permitido, unos cinco o seis negocios ilegales seguían con su existencia tan antinatural como anacrónica.
Una chica le abrió la puerta después de mucho llamar a ella. Ab pensó que probablemente era la misma que había contestado al teléfono, aunque ahora fingía ser muda. No podía ser mucho mayor que Beno - doce años como mucho -, pero se desplazaba con los movimientos apáticos de un ama de casa desesperada que desearía quedarse quieta pero que está obligada a mantenerse continuamente activa.
Ab entró en la penumbra del vestíbulo y cerró la puerta venciendo sin ninguna dificultad la apenas perceptible resistencia de la chica. Nunca había estado en el establecimiento de White, y ni tan siquiera habría sabido la dirección a la que debía acudir de no ser porque en una ocasión se encargó de conducir la camioneta del reparto hasta el local después de que White se hubiera presentado en el depósito de cadáveres tan borracho que no estaba en condiciones de funcionar. Así que éste era el mercado al cual había estado exportando sus artículos... No tenía nada de elegante y, de hecho, parecía un tugurio.
- Quiero ver al señor White - dijo Ab volviéndose hacia la chica.
Se preguntó si White tocaba otros negocios aparte del de los cuerpos, y si la chica estaría disponible para alguna otra clientela.
Hubo un ruido ahogado por encima de sus cabezas y una hoja de fax muy delgada bajó revoloteando por entre las luces y las sombras del pozo de la escalera. La voz de White descendió perezosamente detrás de ella.
- ¿Eres tú, Holt?
- ¡Puedes apostar el culo a que sí!
Ab fue hacia la escalera con la idea de subir por ella, pero White ya estaba bajando, y a juzgar por el ruido que hacía su cabeza tenía ciertos problemas para enviar órdenes comprensibles a sus pies.
White puso una mano sobre el hombro de Ab, con lo que consiguió dejar establecida la presencia del otro hombre y, al mismo tiempo, conservar la posición vertical. White había asentido a las tentadoras proposiciones químicas de Sí demasiadas veces, y en aquel momento su estado no era totalmente corpóreo.
- Necesito recuperarlo - dijo Ab -. Ya se lo dije a la chica cuando hablé con ella por teléfono. No me importa lo mucho que puedas perder. Tengo que llevármelo, ¿entiendes?
White apartó la mano del hombro de Ab moviéndola con gran cautela y la puso sobre la barandilla de la escalera.
- Sí. Bueno. No puede hacerse. No.
- Tengo que llevármelo.
- Melissa - dijo White -. Sería... Si tienes la amabilidad de... Y ya te veré más tarde, querida.
La chica subió los peldaños de mala gana, como si un futuro ineluctable la estuviese aguardando al final de la escalera.
- Es mi hija - explicó White con una sonrisa melancólica cuando Melissa pasó junto a él.
White alargó la mano para acariciarle los cabellos, pero falló por unos cuantos centímetros.
- Discutiremos el asunto en..., en mi despacho, ¿de acuerdo?
Ab le ayudó a llegar hasta el final de la escalera, y White fue hacia la puerta que había al otro extremo del vestíbulo.
- ¿Está cerrada? - preguntó en voz alta.
Ab alargó la mano hacia el picaporte. La puerta no estaba cerrada.
- Estaba meditando - dijo White con expresión pensativa. Se había quedado inmóvil delante de la puerta y se interponía en el camino de Ab -. Cuando llamaste antes, quiero decir... Hay tanta confusión y tanto ajetreo que un hombre tiene que aprovechar cualquier momento libre para...
El despacho de White se parecía al de un abogado en el que Ab había irrumpido al final de unos disturbios callejeros ocurridos hacía ya bastantes años. Ab se sorprendió al descubrir que los procesos ordinarios de la pobreza y el descuido habían conseguido unos resultados mucho más aparatosos de los que provocó su entusiasmo destructor de adolescente.
- Bien, voy a contarte la historia - dijo Ab acercándose a White y hablando en un tono de voz lo suficientemente alto para que no pudiese haber ningún malentendido -. El cuerpo que viniste a buscar anoche tenía una póliza de seguros. Fue cosa de sus padres, ¿entiendes? Viven en Arizona, y nunca se lo dijeron. Los registros del hospital no hacían ninguna mención de la póliza, pero las clínicas tienen un ordenador que repasa las listas de fallecimientos y las compara con los ficheros de las compañías aseguradoras. Se enteraron de que había muerto esta mañana, y llamaron al depósito de cadáveres alrededor del mediodía.
White le escuchaba con expresión absorta mientras daba tirones a un mechón de cabellos opacos que parecían colitas de ratón. No tenía mucho pelo.
- Bueno, diles..., ya sabes, diles que ha ido a parar al horno.
- No puedo. Oficialmente conservamos los cuerpos durante veinticuatro horas en el depósito por si ocurre algo parecido, sólo que nunca ocurre. ¿Quién habría pensado...? Quiero decir que es tan improbable... En fin, que he de recuperar el cuerpo. Tengo que llevármelo ahora mismo.
- No puede ser.
- ¿Alguien ya ha...?
White asintió.
- Pero... ¿No podríamos arreglarlo, disimularlo para que...? Bueno, ¿está muy..., eh..., muy mal?
- No. No, no creo que sea posible. Ni pensarlo.
- Oye, White, si me las cargo por esto no me hundiré solo, ¿comprendes? Habrá montones de preguntas a las que responder.
White asintió distraídamente. Miró a Ab como si se encontrara muy lejos de allí y no estuviera demasiado seguro de si valía la pena volver.
- Bueno, pues entonces échale un vistazo tú mismo.
Le entregó una llave de hierro de un modelo bastante antiguo con una cadenilla que terminaba en un símbolo ying-yang de plástico y señaló el archivador metálico de cuatro cajones que había al otro extremo del despacho.
- Por ahí.
El archivador se negó a dejarse apartar de la entrada hasta que Ab tuvo la idea de inclinarse y buscar el resorte que liberaba las ruedas. La puerta no tenía picaporte, sólo un disco de metal deslustrado sobre el que estaba escrita la palabra «Chicago». La llave no entraba demasiado bien, y Ab tuvo que forcejear unos momentos con la cerradura.
El cuerpo estaba esparcido sobre el suelo de linóleo. Un fuerte olor a rosas disimulaba la pestilencia de los órganos en putrefacción. No, no era algo que se pudiera hacer pasar por el resultado de una operación quirúrgica, desde luego, y además la cabeza parecía haberse esfumado.
Ab había perdido una hora de su precioso tiempo para ver esto.
White se había quedado inmóvil en el umbral, y parecía haber decidido expresar su solidaridad con Ab ignorando la existencia del cuerpo desmembrado y minuciosamente vaciado de sus órganos.
- Cuando fui al hospital se quedó aquí esperando a que volviera, ¿entiendes? No vive en la ciudad, y es uno de mis mejores... Siempre dejo que se lleven lo que les apetezca. Lo siento mucho.
Ab se acordó de cuál era la única cosa que necesitaría aparte del cuerpo un momento antes de que White volviera a cerrar la puerta. Esperaba que no hubiera desaparecido junto con la cabeza.
Encontraron el brazo izquierdo dentro del ataúd de plástico que imitaba la madera de pino, y por suerte la banda de identificación aún estaba allí. Ab intentó convencerse de que mientras tuviera aquella banda seguiría habiendo alguna posibilidad de encontrar un cuerpo al que se le pudiera colgar el apellido.
White captó el nuevo optimismo de Ab. No lo compartía, pero intentó darle ánimos.
- Las cosas podrían estar peor.
Ab frunció el ceño. Sus esperanzas aún eran demasiado frágiles para soportar la prueba que supondría expresarlas en voz alta.
Pero White ya estaba empezando a dejarse llevar por su brisa interior, y no tardaría en volver a su estado de flotación anterior.
- Oye, Ab, ¿has estudiado yoga?
Ab se rió.
- Mierda, no.
- Pues deberías. Te asombraría lo beneficioso que puede llegar a resultar. No soy muy constante y me falta paciencia, y supongo que es culpa mía, claro, pero te pone en contacto con... Bueno, resulta muy difícil de explicar.
White descubrió que se acababa de quedar solo en el despacho.
- ¿Adónde vas? - preguntó.
El 420 Este de la Sesenta y cinco fue diseñado y construido para ser un complejo de apartamentos «de lujo», pero al igual que la mayoría de sus congéneres el final del siglo lo había subdividido en un conjunto de pequeños hoteles, y cada piso albergaba dos o tres. Esos hoteles alquilaban habitaciones o trozos de habitación por semanas a quienes o se habían casado y preferían la vida de un hotel o a los que no podían instalarse en un dormitorio comunal MODICUM por carecer de la nacionalidad estadounidense. Chapel compartía su habitación del Colton (llamado así por la actriz que, según la leyenda, había ocupado en solitario las doce habitaciones del hotel durante los años 80 y 90) con otro ex convicto, pero Lucey abandonaba la habitación a primera hora de la mañana para ir al centro de reciclaje de basuras en el que trabajaba e invertía las horas siguientes a su salida de allí en rondar por los muelles buscando carne gratis, por lo que los dos hombres apenas se veían y los dos se encontraban muy a gusto con ese arreglo. La habitación no era barata, pero valía el dinero que pagaban por ella. ¿En qué otro sitio habrían podido encontrar un alojamiento pequeño, oscuro y austero tan tranquilizadoramente parecido al que ambos conocieron y acabaron amando durante su estancia en Sing-Sing?
La habitación tenía un suelo falso típico del estilo reduccionista de los años 90. Lucey nunca salía de ella sin guardarlo todo meticulosamente debajo del suelo y haberlo vuelto a colocar en su sitio. Cuando Chapel llegaba a casa después de haber terminado su jornada laboral en Bellevue era acogido por una ausencia que rayaba en lo soberbio. Las paredes, una ventana cubierta por una pantalla de papel, el techo con su única luz incrustada en una concavidad, la madera encerada del suelo... El único adorno era la tira de moldura sujeta a las paredes con chinchetas que quedaba al nivel de los ojos siempre que el suelo falso estuviera puesto.
Estaba en casa y aquí, junto a la puerta, encadenada a la pared y esperándole en el maravilloso silencio de la fidelidad estaba su Yamaha de América de veintiocho pulgadas, el mejor modelo de televisor que podías encontrar en el mercado fuera cual fuese la suma de dinero que estuvieras dispuesto a invertir en la compra. (A Lucey no le gustaba ver la televisión, por lo que Chapel pagaba todas las cuotas de alquiler y de los canales por cable de su bolsillo.)
Chapel no era de los que ven cualquier cosa que aparezca en la pantalla. Se reservaba para los programas que realmente le interesaban. El primero no se emitía hasta las diez y media, y Chapel mató el par de horas de espera quitando el polvo, lijando, puliendo y encerando y, en general, mimando el falso suelo de madera con la misma diligencia y concentración como la que había empleado para limpiar el suelo de cemento de su celda cada mañana y cada noche durante diecinueve años. Trabajaba con la dedicación mecánica e impregnada de gratitud del sacerdote que celebra un oficio religioso. Cuando terminaba se sentía mucho más relajado, y podía volver a colocar en su sitio los relucientes tablones de madera y acostarse en la cama listo para recibir y sabiendo que era digno de ello. Su cuerpo parecía esfumarse.
Cuando el televisor estaba encendido, Chapel se transformaba en otra persona. A las diez y media se convertía en Eric Laver, el abogado joven e idealista provisto de esos nítidos conceptos sobre el bien y el mal propios de un joven idealista que ni las experiencias más dolorosas - entre las que destacaban dos matrimonios desastrosos (y la posibilidad de un tercero) - parecían capaces de enturbiar en lo más mínimo. Aunque desde que había aceptado el caso Forrest... La serie se titulaba Toda la verdad.
A las once y media Chapel aprovechaba la pausa de la actualidad, las noticias deportivas y el informe meteorológico para ir al lavabo.
Después llegaba Y el mundo gira, que era bastante más espectacular y ambiciosa y podía permitirse el lujo de ofrecer distintas identidades según los días. Hoy Chapel era Bill Harper y estaba muy preocupado por Moira, su hijastra de catorce años que no paraba de darle problemas. El último de ellos le había caído encima el miércoles pasado durante un enfrentamiento bastante tormentoso producido a la hora del desayuno en el que Moira le había anunciado que era lesbiana. Como si aquello no fuera suficiente, cuando Harper le contó a su esposa lo que le había dicho Moira ésta reaccionó insistiendo en que hacía muchos años ella también había amado a otra mujer; y lo peor de todo era que Harper temía saber quién era esa mujer.
Lo que le atraía de aquella forma tan irresistible no eran las historias sino los rostros de los actores, sus voces, sus gestos y la fluidez de esos movimientos que parecían implicar a todo el cuerpo y que no dejaban nada oculto. Chapel se conformaba con que le convencieran de que sufrían y se agitaban bajo el peso de sus problemas imaginarios. Lo que necesitaba era el espectáculo de las emociones auténticas. Ojos que lloraban, pechos que jadeaban, labios que besaban o se fruncían y se tensaban a causa del nerviosismo, voces preocupadas y temblorosas...
Chapel se sentaba sobre el colchón con un montón de cojines sosteniéndole la espalda, los ojos a metro y medio escaso de la pantalla, y su respiración no tardaba en hacerse rápida y entrecortada y todo su ser se entregaba por completo a los parpadeos y ruidos de la máquina, esos parpadeos y ruidos que - más que cualquiera de sus propias acciones - eran su vida, el hecho central de su conciencia, la única fuente de felicidad que Chapel conocía o era capaz de recordar.
Un aparato de televisión le había enseñado a leer y a reír, un aparato de televisión había adiestrado a los músculos de su rostro dándoles instrucciones sobre cómo debían expresar el dolor, el miedo, la ira y la alegría. El televisor le había explicado qué palabras tenía que utilizar en cada una de las complejas y casi incomprensibles circunstancias de su otra vida, la externa; y aunque Chapel nunca leía, reía, fruncía el ceño, hablaba, caminaba o hacía lo que fuese tan bien como sus avatares de la pantalla no cabía duda de que las instrucciones y los cuidados no habían ido tan desencaminados, pues de lo contrario ahora no estaría aquí renovándose a sí mismo en la fuente de la cual brotaba todo.
Lo que buscaba y lo que encontraba en la pantalla era mucho más que el arte, que había saboreado durante las primeras horas de la programación nocturna y que no le habría servido de mucho. No, era la experiencia de saber que los esfuerzos y penalidades del día habían terminado y de que podía volver una y otra vez a un rostro que era capaz de reconocer o de amar sin importar que fuese el suyo o el de otra persona - ¿amar? Quizá no se tratara de eso, pero no cabía duda de que si era otra emoción no tenía nada que envidiarle en cuanto a intensidad - saber con la máxima certeza posible que volvería a sentir lo mismo mañana y al día siguiente, y al otro. En otras épocas la religión se había encargado de prestar ese servicio, y los sacerdotes habían asumido la tarea de contar la historia de sus vidas a los miembros de la congregación y, pasado un tiempo, de contarla otra vez para que no se les olvidara.
En una ocasión una serie de la CBS que Chapel veía cada tarde había bajado tan desastrosamente en el índice de audiencia durante seis meses seguidos que acabó siendo retirada de la programación. Un pagano obligado a abrazar una nueva religión habría experimentado la misma sensación de pérdida y anhelo desesperado (por lo menos hasta que el nuevo dios hubiera aprendido a habitar las formas abandonadas por el dios que había muerto) que Chapel sintió entonces mientras contemplaba los rostros extraños que habitaban la pantalla de su Yamaha durante una hora cada tarde. Era como si se hubiera puesto delante de un espejo y no hubiera logrado encontrar su imagen. Durante el primer mes el dolor de su hombro había alcanzado unas intensidades tan horrorosamente espléndidas que casi le impedía cumplir con sus deberes en Bellevue. Después, poco a poco, Chapel empezó a redescubrir los elementos de su propia identidad en la persona del joven doctor Landry.
Ab empezó a gritar y golpear la puerta de Chapel a las dos cuarenta y cinco durante un anuncio de Huevitos Multicolores. Maud se disponía a visitar al hijo de su cuñada en el centro de observación donde había sido internado por orden del tribunal. Aún no sabía que el caso había sido adjudicado al doctor Landry.
- ¡Chapel ! - gritó Ab -. ¡Sé que estás ahí dentro, así que abre o tiraré abajo la maldita puerta!
La siguiente escena tenía lugar en el despacho de Landry. El joven médico estaba intentando conseguir que la señora Hanson comprendiera que una gran parte del problema de su hija estaba originado por el egoísmo que había impregnado toda su actitud hacia ella, tal y como se había visto la semana pasada. Pero la señora Hanson era negra y, naturalmente, Chapel tendía a simpatizar con los negros, cuya función dramática era recordar al público la existencia del otro mundo, aquel en el que vivían y donde eran desgraciados.
Maud llamó a la puerta de Landry; un primer plano de sus dedos enguantados golpeando el panel de papel.
Chapel se levantó y dejó entrar a Ab. Faltaban poco para las tres cuando, de bastante mala gana, accedió a ayudarle en su búsqueda de un sustituto para el cuerpo que había extraviado.
3
La llamada de Macy's dando instrucciones de que retuvieran el cuerpo de la Newman hasta que apareciera su conductor llegó durante el turno de Martínez. Martínez sabía que en el depósito sólo había tres números del sexo masculino enviados por geriatría, pero emitió los sonidos de asentimiento adecuados y empezó a rellenar los dos impresos. Dejó un mensaje para Ab en su número de emergencia, y después (guiado por el principio de que si era voluntad divina que la mierda lloviera del cielo la tarea de limpiarla o tragársela debía correr a cargo de Ab) se puso en contacto con su primo, y le encargó que telefoneara en cuanto llegase el momento adecuado diciendo que estaba enfermo y que no podría cubrir el segundo turno (de dos a diez). Cuando Ab llamó la respuesta de Martínez fue tan breve como ominosa.
- Ven enseguida y trae lo que ya sabes, o ya sabes lo que te ocurrirá.
El conductor de Macy's llegó antes que Ab. Martínez estaba tan nervioso que tuvo que contener el impulso de decirle que no tenían en almacenamiento nada que se llamara Newman, Bobbi; pero la naturaleza de Martínez le prohibía ser sincero cuando una mentira podía resultar más útil, especialmente en un caso como este que amenazaba de forma tan seria su empleo y el de su sobrino. Martínez se persignó mentalmente, sacó del depósito una de las entregas de geriatría y el conductor se la llevó a la camioneta dando muestras de una despreocupación por las formalidades y cortesías burocráticas lo bastante robusta para que ni se le ocurriera echar un vistazo debajo de la sábana o comprobar el expediente. De haberlo hecho habría descubierto que en vida su carga se había llamado NORRIS, THOMAS.
Fue un auténtico golpe de genio, una improvisación realmente inspirada. Su conductor era tan culpable como el depósito de cadáveres, por lo que había muy pocas probabilidades de que Macy's armara jaleo quejándose del retraso. La regla básica de la industria criónica era que el cuerpo debía ser congelado lo más deprisa posible después del fallecimiento, y hacer publicidad de las ocasionales excepciones a esa regla que pudieran producirse no estaba muy bien visto.
Ab llegó un poco después de las cuatro, y lo primero que hizo fue echar un vistazo al libro de registro. La página correspondiente al catorce de abril estaba en blanco. Era un auténtico milagro de mala suerte, pero Ab no se sorprendió demasiado.
- ¿Hay algo esperando?
- Nada.
- Eso es increíble - dijo Ab deseando que realmente lo fuera.
El teléfono empezó a sonar.
- Serán los de Macy's - dijo Martínez con voz tranquila mientras se iba desnudando para ponerse la ropa de calle.
- ¿Es que no vas a contestar?
- Ahora te toca a ti, amigo.
Martínez le obsequió con una sonrisa deslumbrante. Los dos habían apostado, pero Ab había perdido, y mientras el teléfono seguía sonando Martínez le explicó cómo se las había arreglado para salvarle el pellejo.
Cuando Ab cogió el teléfono se encontró hablando nada menos que con el director de la Clínica Macy's, y el director había subido tan alto por el cielo de su justa ira que si no hubiera estado al corriente de todo Ab no habría conseguido entender los gritos que brotaban del auricular. Ab reaccionó con la mezcla de humildad abyecta e incredulidad que se esperaba de él, y le explicó que el ayudante que había cometido el error (y le aseguró que seguía sin entender cómo había sido posible que ocurriera) no estaba allí y que no volvería en todo el día. Después le garantizó que pagaría muy caro su error, y le dijo que probablemente sería despedido o quizá algo peor incluso. Por otra parte, no le parecía que hubiera razón alguna para informar de aquel lamentable malentendido a la administración del hospital, sobre todo porque siempre cabía la posibilidad de que ésta intentara hacer recaer una parte de la culpa sobre Macy's y su conductor. El director estaba totalmente de acuerdo con Ab, y también opinaba que eso podía ser contraproducente.
- Y en cuanto su conductor llegue aquí la señorita Newman le estará esperando. Yo seré responsable personalmente de que no haya ningún otro problema, y creo que podemos olvidar todo lo ocurrido, ¿de acuerdo?
- De acuerdo.
Ab salió del despacho, tragó una honda bocanada de aire e irguió los hombros. Después intentó colocarse en el estado anímico yo - puedo - hacerlo que siempre le venía a la mente cuando oía una marcha militar. Tenía un problema. Sólo hay una forma de resolver un problema, y es enfrentarse a él utilizando los medios disponibles en ese momento sean cuales sean.
A esas alturas Ab sólo tenía a su disposición un medio.
Chapel estaba esperando allí donde Ab le había dejado, en el viaducto para peatones que cruzaba la calle Veintinueve.
- Hay que hacerlo - dijo Ab.
Chapel no quería volver a correr el riesgo de enfurecer a Ab (aún recordaba la ocasión en que había faltado poco para que muriese estrangulado), pero se sintió obligado a emitir una última protesta simbólica.
- Lo haré - murmuró -, pero es un asesinato.
- Oh, no - replicó Ab con mucha calma, ya que se sentía totalmente seguro de sí mismo en cuanto a aquello -. Ayudar a palmarla no es ningún asesinato.
El 2 de abril del año 1956 no hubo ni una sola defunción en todo Bellevue, lo cual era algo tan extraordinario que todos los periódicos de la ciudad lo consideraron digno de mención, y por aquel entonces Nueva York contaba con bastantes periódicos. En los sesenta y seis años que han transcurrido desde entonces no ha habido ningún otro día sin muertes, aunque en dos ocasiones pareció que la estadística iba a repetirse.
A las cinco de la tarde del 14 de abril del año 2022 el ordenador de noticias urbanas del Times escupió una tira de papel explicando que hasta el momento el ordenador del Bellevue con el que estaba unido mediante una línea de datos aún no había enviado ni un solo aviso de fallecimiento al registro central. La tira iba acompañada de una copia del artículo del año 1956.
Joel Beck dejó su ejemplar de Tiernos botones encima de la mesa. El libro se estaba volviendo francamente ininteligible, y Beck empezó a pensar en las posibilidades tipo «interés humano» de aquel no-acontecimiento. Llevaba varias horas de guardia en la redacción, y aquélla era la primera noticia mínimanente atractiva que había recibido. Estaba casi segura de que habría algún fallecimiento antes de medianoche - lo cual no le dejaría más remedio que echar su artículo a la papelera -, pero si tenía que escoger entre Gertrude Stein (ilusión) y el depósito de cadáveres del Bellevue (realidad), prefería el depósito.
Avisó a Darling de dónde iba a estar. Darling opinó que era una pérdida de tiempo, pero le deseó que se lo pasara lo mejor posible.
A finales de la primera década del siglo XXI el lupus sistemático eritematósico (LSE) había sustituido al cáncer en el primer puesto en la lista de las causas de mortalidad entre las mujeres de veinte a cincuenta y cinco años. Esta enfermedad ataca todos los órganos importantes del cuerpo, ya sea de forma secuencial o al mismo tiempo. Patológicamente hablando, es una auténtica antología de todas las averías y problemas que puede sufrir el cuerpo humano. La prueba Morgan-Imamura no quedó totalmente perfeccionada hasta el año 2007, y hasta entonces los casos de lupus habían sido diagnosticados como meningitis, epilepsia, brucelosis, nefritis, sífilis, colitis... La lista es prácticamente interminable.
La etiología del lupus es infinitamente compleja y ha sido tema de innumerables discusiones académicas, pero todos los eruditos están de acuerdo con las afirmaciones que Muller e Imamura hacen en el estudio por el que consiguieron su primer premio Nobel, LSE: la enfermedad ecológica. Para Muller e Imamura y sus seguidores el lupus representa la intoxicación de la raza humana en un ambiente que se está volviendo cada vez más hostil a la vida.
Una minoría de especialistas fue más allá, y llegó a afirmar que la causa principal de la proliferación de la enfermedad había que buscarla en el crecimiento colateral de la farmacología moderna. Según esta teoría el lupus era el precio que la humanidad debía pagar por haber encontrado la cura de casi todas las enfermedades que la afligían anteriormente.
Uno de los defensores más eminentes de la que se conocía como «teoría apocalíptica» era el doctor E. Kitaj, director de la unidad de Investigación Metabólica del Hospital Bellevue, y en aquellos momentos (mientras Chapel mataba el tiempo en la sala de televisión) estaba rodeado por el médico residente y los internos del cielo y les explicaba ciertos rasgos únicos de la paciente que ocupaba la Unidad 7. Todos los análisis clínicos confirmaban el diagnóstico de LSE, pero la degeneración de las funciones del hígado había progresado de una forma más típica de la hepatitis lupoide. Las peculiaridades del caso resultaban tan interesantes que el doctor Kitaj había ordenado que trajeran un hígado artificial y que la señorita Schaap fuera conectada a él, aunque lo habitual era que la máquina se utilizara únicamente como recurso temporal antes de proceder a un trasplante. Después de la conexión la vida de la paciente se había convertido en un proceso que tenía tanto de mecánico como de biológico y, de hecho, si estuviera internada en un hospital de Alabama, Nuevo México o Utah cualquier tribunal de esos estados habría considerado que Frances Schaap estaba legalmente muerta.
Chapel había empezado a adormilarse. La película de arte y ensayo que estaba viendo - un drama sobre la vida del circo -, no le ayudaba mucho a mantenerse despierto, quizá porque Chapel nunca había sido capaz de interesarse por un programa si no conocía a los personajes. Lo único que le impedía quedarse dormido del todo; era el recuerdo de las amenazas que había proferido Ab, y si no se hubiera concentrado en la imagen de aquel rostro irritado enrojecido por el aflujo de sangre, Chapel ya estaría dando cabezadas.
Los médicos ya habían pasado a la Unidad 6, y sonreían leve mente mientras escuchaban los chistes que hacía la señora Harrison; sobre su reciente colostomía.
El nuevo anuncio de la Ford invadió la pantalla y Chapel se despabiló como si acabara de oír la voz de un viejo amigo. Una chica conducía un cupé Empire a través de una interminable extensión de trigales. Ab disfrutaba escandalizando a sus oyentes, y Chapel recordaba haberle oído decir más de una vez que los anuncios eran mucho mejores que los programas.
Los médicos fueron desfilando en dirección a la sala de hombres. Las cortinas que rodeaban a la Unidad 7 seguían estando corridas. Frances Schaap dormía. La lucecita roja de la máquina se encendía y se apagaba en un parpadeo tan interminable y lejano como el de las luces de un reactor que sobrevuela una ciudad durante la noche.
Chapel consultó el diagrama que Ab había garabateado al dorso de un impreso de transferencia, logró encontrar el ajuste de presión para la vena porta e hizo girar el dial hacia la izquierda hasta que no pudo seguir moviéndolo. La flecha de la escala que había debajo de la plaquita metálica con las letras P/P fue desplazándose lentamente del número 35 al 40, llegó hasta el 50, lo dejó atrás y llegó al 60.
Y al 65.
Chapel volvió a hacer girar el dial hasta dejarlo en su posición inicial. La flecha tembló. La vena había sufrido una severa hemorragia.
Frances Schaap se despertó y alzó una mano delgadísima y asombrada llevándola hacia sus labios. ¡Estaban sonriendo!
- Doctor - murmuró con expresión complacida -. Oh, me siento...
La mano cayó sobre la sábana.
Chapel apartó la mirada de sus ojos y reajustó el dial que, en esencia, no era muy distinto a los controles de su televisor Llamaba. La flecha se fue moviendo hacia la derecha y subió por la escala. 50.55.60. 65.
- Gracias.
70.
- ...mucho mejor.
- Señor Holt, espero que no estaré impidiendo que haga su trabajo - dijo Joel Beck, ocultando su falta de sinceridad con el tono de voz más ingenuo de que era capaz -. Aunque me temo que ya lo he hecho, ¿verdad?
Ab decidió pensárselo un poco antes de asentir. Al principio había estado convencido de que aquella mujer era una investigadora contratada por Macy's para que encontrara pruebas contra él, pero su historia sobre el ordenador que había dado la alerta ante la ausencia de fallecimientos y la había enviado al hospital no le parecía la clase de mentira que se suele utilizar en esos casos. El que trabajara para el Times ya era bastante malo y, de hecho, su presencia allí quizá acabara resultando más peligrosa que la de una investigadora contratada por Macy's.
- ¿Le estoy estorbando? - insistió la periodista.
Si Ab respondía diciendo que sí y que tenía mucho trabajo le pediría que le dejara acompañarle para ver cómo lo hacía. Si decía que no entonces seguiría con sus malditas preguntas. Ab estaba deseando mandarla a la mierda, pero conocía a esa clase de mujeres y sabía que de hacerlo Beck habría salido corriendo de allí para quejarse a la administración del hospital.
- Oh, no sé... - respondió cautelosamente -. ¿No cree que quizá soy yo quien le está impidiendo hacer su trabajo?
- ¿Qué quiere decir?
- Bueno, ya le he explicado que en el piso 18 hay una mujer que va a morir de un momento a otro. Estoy esperando a que me llamen, ¿comprende?
- Hace media hora me dijo que tardaría unos quince minutos en morir, y aún sigue esperando. Puede que los médicos hayan conseguido salvarla. ¿No le parece que eso sería maravilloso?
- Alguien tiene que morir antes de las doce.
- Por esa misma lógica alguien tendría que haber muerto ya..., y no se ha producido ningún fallecimiento.
Ab decidió que no podía seguir soportando la tensión que le exigía el comportarse diplomáticamente.
- Oiga, señora, está perdiendo su tiempo... Es así de sencillo, ¿entiende?
- No sería la primera vez - replicó Joel Beck sin perder la calma -. De hecho, podría decirse que me pagan para que pierda el tiempo. - Cogió su grabadora -. Bueno, si tiene la bondad de responder a un par de preguntas más y me da unos cuantos detalles sobre lo que hace aquí quizá se me ocurra un enfoque para escribir un artículo algo más amplio. Y suponiendo que le llamen, podría acompañarle y mirar por encima de su hombro.
- ¿A quién le puede interesar leer algo semejante?
El asombro de Ab iba aumentando a cada momento que pasaba, quizá porque estaba a punto de comprender que Joel Beck no oponía ninguna resistencia a sus argumentos, sino que se limitaba a ignorarlos.
Joel Beck empezó a explicarle la fascinación intrínseca que todos los lectores del Times sentían hacia el hecho de la muerte (aclarándole que no se trataba de una fascinación morbosa, sino de la respuesta humana universal a un hecho igualmente humano y universal), pero la llamada de Chapel interrumpió sus explicaciones.
Chapel había hecho lo que Ab le había pedido que hiciera.
- Sí, ¿Y?
Todo había ido bien.
- ¿Es oficial o todavía no?
No lo era. No había nadie en la sala.
- ¿No podrías..., eh..., hablar del asunto con alguien que pueda convertirlo en oficial?
La periodista del Times estaba husmeando por el depósito de cadáveres y acariciaba los objetos con la punta de los dedos mientras fingía no escuchar la conversación. Ab tenía la sensación de que aquella maldita entrometida era muy capaz de abrirse paso a través de la nube de vaguedades con la que pretendía ocultar el auténtico tema que estaba discutiendo con Chapel. Su primera confesión había sido una pesadilla similar a la que vivía ahora, y cuando terminó Ab estaba seguro de que los compañeros de clase que hacían cola delante del confesionario habían oído todos los pecados que el sacerdote le había ido arrancando de los labios. Si la periodista no hubiese estado allí quizá habría podido amenazar a Chapel para que...
Ya había colgado. Bueno, tanto daba.
- ¿Era la llamada que estaba esperando? - preguntó la periodista.
- No. Es..., es un asunto privado.
Volvió a torturarle con más preguntas sobre los hornos, si los parientes venían a presenciar alguna cremación y cuánto tiempo tardaba en llevarse a cabo hasta que el encargado de recepción telefoneó para decirle que un conductor de Macy's estaba intentando dejar un cuerpo en el hospital y preguntarle si debían permitirlo.
- De acuerdo, voy ahora mismo.
- Ésa era la llamada - dijo Joel Beck, y la decepción que había en su voz no era fingida.
- Mmm... Vuelvo enseguida.
El conductor estaba bastante sudoroso. Parecía preocupado, y empezó a contarle una historia para justificar por qué había tardado tanto en volver.
- Eso es problema tuyo, no mío, y de todas maneras olvídalo. Hay una reportera del Times en el depósito y...
- Ya lo sé - dijo el conductor -. No basta con que vayan a despedirme, ¿eh? Además te las has arreglado para que...
- Escúchame, gilipollas. No ha venido por la metedura de pata de la Newman, y si consigues conservar la calma no tiene por qué enterarse de nada, ¿entiendes? - Le explicó que el ordenador había dado el aviso -. No queremos que se le empiecen a ocurrir ideas raras, ¿de acuerdo? Me refiero al tipo de ideas que se le podrían ocurrir si te viera entrar en el depósito con un cuerpo y salir con otro, y supongo que me he explicado con claridad.
- Sí, pero... - El conductor intentaba aferrarse al propósito que le había traído hasta allí como si fuera un sombrero que el viento amenazaba con arrebatarle de la cabeza -. ¡Pero si no vuelvo con el cuerpo de la Newman en Macy's me crucificarán! Ya voy muy retrasado por culpa del maldito...
- Conseguirás el cuerpo. Te irás con los dos cuerpos, ¿entendido? Puedes volver más tarde con el otro, pero ahora lo más importante es...
Sintió la mano de la reportera sobre su hombro, una presencia tan afable y vagamente amenazadora como la de su sonrisa.
- Estaba segura de que no podía haber ido muy lejos. Acaban de llamarle y me temo que tenía razón. La señorita Schaap ha muerto. Es la paciente de la cual me hablaba antes, ¿no?
¡De la cual! - pensó Ab sintiendo una repentina oleada de odio hacia el Times y su pandilla de pseudointelectuales -. ¡Nada menos que «de la cual»!
El conductor de Macy's ya estaba yendo hacia su camilla.
Y el plan que le salvaría surgió de la nada y se instaló en la mente de Ab, tan completo y perfectamente detallado como se presenta la obra maestra a un gran artista cuando la contempla envuelta en el nítido resplandor de la inspiración.
- ¡Bob! - gritó Ab -. Espera un momento.
El conductor se medio volvió hacia él con la cabeza inclinada a un lado y las cejas levemente enarcadas. «¿Quién, yo?»
- Bob, quiero que conozcas a... Eh...
- Joel Beck.
- Exacto. Joel, éste es Bob..., eh..., Bob Newman.
De hecho el conductor se llamaba Samuel Blake. Ab siempre había sido un desastre con los nombres.
Samuel Blake y Joel Beck se estrecharon la mano.
- Bob conduce la camioneta de la Clínica Macy's..., del Centro Conmemorativo Steven Jay Mandell para ser precisos. - Ab puso una mano sobre el hombro de Blake y la otra sobre el de Beck. La reportera pareció percatarse de su muñón por primera vez y se encogió levemente -. ¿Sabe algo acerca de la criónica, señorita..., eh...?
- Beck. No, muy poco.
- Mandell fue el primer neoyorquino que se hizo congelar. Bob podría contárselo todo sobre él..., sería un artículo fantástico, créame.
Ab les fue guiando por el pasillo que llevaba al depósito de cadáveres.
- Bob ha venido a recoger el cuerpo que acaban de... Eh. - Ab acababa de recordar que no se debía utilizar la palabra «cuerpos» delante de extraños, pero ya era demasiado tarde -. Por la señorita Schaap, quiero decir. La cual... - añadió con un cierto énfasis malicioso -, la cual tenía contratada una póliza de seguros con la clínica en la que trabaja Bob.
Ab sustituyó el guiño que le habría gustado poder permitirse por un suave apretón administrado con los dedos que seguían sobre el hombro de Blake.
- Verá, siempre que es posible avisamos a la clínica para que puedan venir a toda velocidad cuando alguno de sus clientes ha fallecido. Así no se pierde ni un minuto más de lo estrictamente necesario, ¿verdad, Bob?
El conductor asintió. Su mente estaba echando humo, y se iba acercando poco - a poco a la idea que Ab había preparado para él.
Ab abrió la puerta de su despacho y esperó a que entraran en él.
- Bien, señorita Beck, ¿por qué no aprovecha el rato que estaré arriba para hablar con Bob? Bob puede contarle docenas de historias realmente increíbles, pero tendrá que darse prisa, porque en cuanto haya traído el cuerpo... - Ab volvió la cabeza hacia el conductor y le lanzó una mirada cargada de sobreentendidos -. Bob tendrá que irse, ¿entiende?
Todo salió a las mil maravillas. Las dos personas cuya curiosidad o impaciencia podrían haber estropeado la sustitución habían quedado tan unidas la una a la otra como las dos mitades de un cepo metálico, diente contra diente contra diente contra diente.
Ab no había pensado que los ascensores podían ser un problema. Durante su turno casi nunca se producían atascos, y cuando los había las camillas destinadas al depósito eran las últimas de la cola. El cuerpo de la Schaap le fue entregado a las seis y cuarto, y a esas horas todos los ascensores que llegaban al piso 18 estaban llenos de personas que habían decidido ir hasta el final del trayecto para asegurarse de que tendrían una plaza durante el descenso. Podía pasar una hora o más antes de que Ab y su camilla consiguieran encontrar un hueco, y Ab estaba seguro de que el conductor de Macy's no tardaría mucho rato en ponerse nervioso.
Esperó a que el pasillo hubiera quedado vacío y sacó el cuerpo de la camilla. Pesaba tan poco como Beno, pero aun así cuando llegó al rellano del piso 12 Ab estaba jadeando. Le faltaban unos peldaños para llegar al 5 cuando le fallaron las rodillas. (Ya le habían avisado de que no podían más, pero Ab se había negado a creer que su ablandamiento general hubiera alcanzado tales extremos.) Ab se derrumbó sin soltar el cuerpo que sostenía en los brazos.
Un joven rubio con un albornoz a rayas que le quedaba varias tallas demasiado grande le ayudó a levantarse. En cuanto Ab se hubo incorporado el joven trató de ayudar a Frances Schaap. Ab logró recobrar el control de sí mismo y le explicó que Frances Schaap estaba muerta.
- Oooh, por un momento pensé que...
El joven intentó reírse de lo que había estado pensando y consiguió soltar una carcajada algo temblorosa.
Ab examinó el cuerpo y le movió los miembros cautelosamente intentando averiguar qué daños había sufrido, pero sin desnudarlo no había forma de estar seguro.
- ¿Qué tal se encuentra? - preguntó el joven, recuperando el cigarrillo que había estado fumando del escalón sobre el que había caído.
- Estupendamente.
Ab alisó los pliegues de la sábana, levantó el cuerpo y reemprendió el descenso. Cuando llegó al rellano del tercer piso se acordó de alzar la cabeza y gritar un «Gracias» al joven que le había ayudado.
- Algunas de las cosas que se ven en este hospital son realmente increíbles - dijo Ray durante la hora de visita de su sala. Estaba hablando con Charlie, un amigo suyo que le había traído unas cuantas cintas de la tienda en la que trabajaba.
- ¿Como cuales?
- Bueno, si te lo contara no me creerías.
Después de haber pronunciado esas palabras Ray echó a perder los planes para contar la historia poco a poco que se había trazado intentando ponerse de lado en la cama. Había olvidado que no podía hacer esa clase de movimientos.
- ¿Qué tal te encuentras? - le preguntó Charlie -. En general - añadió cuando Ray hubo dejado de gemir y de hacer aspavientos.
- El médico dice que estoy mejor, pero aún no puedo mear por mis propios medios.
Ray le explicó cómo funcionaba el catéter y la autocompasión que le invadió hizo que se olvidara de Ab Holt, pero un rato después - cuando se hubo quedado a solas y no conseguía conciliar el sueño porque el ocupante de la cama de al lado no paraba de emitir una especie de burbujeos ahogados -, no pudo impedir que sus pensamientos empezaran a girar alrededor de la muerta, y recordó cómo la había levantado de los escalones, su rostro destrozado y aquellas manos - fláccidas que parecían tan frágiles, y que aquel gordo del depósito de cadáveres había examinado uno por uno sus brazos y sus piernas moviéndolas de un lado a otro para averiguar si había algún hueso roto.
Joel había llegado a la conclusión de que el día se había portado mal con ella. La defunción había anulado el no-acontecimiento, y ya no tenía nada que hacer allí. Telefoneó al periódico, pero ni Darling ni el ordenador pudieron ayudarla.
Se preguntó cuánto tardarían en despedirla. Quizá creían que estaba tan desmoralizada que si la mantenían el tiempo suficiente de guardia en la redacción acabaría abandonando el empleo por voluntad propia sin necesidad de que hubiera un enfrentamiento declarado.
Interés humano... Bueno, los distintos niveles de aquel laberinto tenían que albergar alguna historia de la que ella pudiera dar testimonio, pero mirara donde mirase sus ojos siempre acababan chocando con una superficie tan lisa como hostil e intratable. Seis sillas de ruedas idénticas formando una pulcra hilera. El apellido de un médico escrito con rotulador sobre una puerta. Los olores, la deprimente mezquindad de todo lo que la rodeaba. En los hospitales más caros - aquellos a los que habría acudido su familia -, el feo pero innegable axioma de que los seres humanos son frágiles y están condenados a morir estaba disfrazado con el barniz reluciente del dinero. Cada vez que se veía obligada a enfrentarse con la desagradable realidad sin velos - como ahora -, su primer impulso era el de apartar la mirada, nunca el de reaccionar como una auténtica reportera e inclinarse sobre lo que tenía delante e, incluso, meter un dedo en la herida. Bien, si la despedían sus jefes no estarían cometiendo ninguna injusticia, eso estaba claro.
Unos tubos de hierro asomaban de las paredes a intervalos regulares en un tramo del laberinto. ¿Lámparas de gas? Sí, pues las puntas camufladas por capa tras capa de pintura blanca aún conservaban la forma abombada del original. Joel Beck pensó que debían de ser del siglo XIX, como mínimo, y sintió un cosquilleo mental tan leve que resultaba casi imperceptible.
Pero... No, el hilo era tan delgado que no aguantaría el peso de ninguna historia. Era justamente la clase de detalle exótico en el que te fijas cuando tus ojos se niegan a contemplar lo que tienes delante.
Llegó a una puerta sobre la que alguien había escrito «Voluntarios» con rotulador. La palabra parecía encerrar una vaga promesa de interés humano, y decidió llamar a la puerta. No obtuvo respuesta, y la puerta no estaba cerrada con llave. La abrió y entró en un cuartito con un archivador metálico como única pieza de mobiliario. En su interior había un montón de impresos fotocopiados que ya estaban empezando a volverse de color amarillo y un aparato para preparar Kafé.
Fue hacia la ventana y tiró del cordón de la persiana. Las tablillas cubiertas de polvo obedecieron de mala gana. Los coches desfilaban por el nivel superior de la Autopista East Side a unos doce metros de ella. El ruido que hacían se desprendió del zumbido perpetuo e indiscriminado que había invadido sus oídos cuando entró en el hospital y cobró una existencia independiente. Una rebanada de río aceitoso oscurecido por el progresivo ennegrecimiento del cielo primaveral se deslizaba por debajo de la autopista, y un poco más abajo había una segunda corriente de tráfico que avanzaba en dirección sur.
Subió la persiana, trató de abrir la ventana y descubrió que las bisagras no oponían ninguna resistencia. La ventana se abrió sin un chirrido. Se inclinó hacia adelante y una ráfaga de viento acarició las puntas del pañuelo anudado, alrededor de sus trenzas.
Y allí estaba su artículo, a unos cinco metros por debajo de ella. Bastaba con verlo para darse cuenta de que era la historia perfecta. El triángulo formado por la rampa de entrada a la autopista, el edificio en el que se encontraba y un edificio no tan viejo construido con el estilo huesudo típico de los años setenta albergaba el solar vacío más hermoso que había visto en toda su vida, un jardincillo repleto de maleza y hierbajos que le habrían llegado a la cintura. Era un símbolo, claro. La Vida que lucha por desarrollarse en el erial del mundo moderno, la Esperanza que...
No, demasiado fácil. Pero aquel retazo de hierbajos (se preguntó de qué especies serían, y pensó que la biblioteca del hospital contendría algún libro que le permitiría averiguarlo) encerraba algún significado oculto, y le pareció que podía oír el débil murmullo que brotaba de él e intentaba llegar hasta sus oídos, igual que le había ocurrido en algunos pasajes de Tiernos botones donde el emparejamiento aparentemente fortuito de dos palabras que no tenían nada de particular generaba un parpadeo similar suspendido en el mismísimo umbral de lo inteligible - por ejemplo, Un elegante uso del follaje y de la gracia y un trocito de tela blanca y aceite o, y aquél aún tenía más fuerza, Una ciega agitación es viril y extrema -, lo bastante lejos para no ser capturado y lo bastante cerca para producir un cierto efecto.
4
La nube blanca eternamente suspendida sobre el horizonte del dolor se había oscurecido y espesado hasta convertirse en un nubarrón de tormenta. Estaba acostado dentro de una unidad averiada en el anexo de Emergencias y no podía dormir. Había clavado los ojos en la bombillita roja colocada encima de la puerta e intentaba alejar el dolor a fuerza de voluntad, pero el dolor seguía allí e iba creciendo, no sólo en su hombro sino a veces incluso en sus dedos o en sus rodillas, y no era tanto un dolor como la comprensión de que el dolor era posible, un cosquilleo tan lejano e insistente como el de las llamadas telefónicas que ascendían hasta su cabeza procedentes de un increíble continente perdido, toda una Sudamérica repleta de noticias espantosamente malas.
Contar con alguna explicación le ayudaba un poco, por lo que acabó decidiendo que todo era culpa de la falta de sueño. Si hubiera tenido algo con lo que llenar su cabeza aparte de sus propios pensamientos incluso aquella vigilia implacable habría podido ser tolerada. Un programa, una partida de damas, una charla, el trabajo..., lo que fuera, pero algo.
¿El trabajo? Ya faltaba poco para la hora de fichar. Acababa de fijarse un objetivo, y ahora bastaba con que se obligara a ponerse en movimiento hasta llegar a él. Levantarse. Sí, podía hacerlo. Caminar hasta la puerta, claro, y eso era posible a pesar de que no estaba muy seguro de si sus piernas conseguirían mantener el ritmo necesario. Abrir la puerta. La abrió.
Las luces intensas y brillantes de Emergencia ribetearon todo aquel recinto tan familiar impartiéndole una repentina y horrible nitidez, como si estuviera contemplando el mundo desnudo después de que le hubieran arrancado la piel para mostrar las venas y los músculos. Sintió un deseo casi incontenible de regresar a la oscuridad y volver a cruzar el umbral que daba acceso a esa cotidianeidad hija del promedio y lo habitual que tan bien recordaba.
Había recorrido la mitad de la distancia que le separaba de la próxima puerta cuando tuvo que hacer un rodeo para esquivar a dos tipos que habían ingresado cadáveres, dos bultos anónimos y neutros ocultos debajo de sus sábanas. Emergencias recibía más cuerpos que auténticos pacientes, naturalmente, y todos los horrores de la gran ciudad acababan allí. El recuerdo de los muertos duraba más o menos el mismo tiempo que una camisa de buena calidad, como aquellas que se compraba antes de ir a la cárcel.
Un dolor se formó en la base de su espalda, subió por el ascensor de su columna vertebral y empezó a pasear. Chapel se apoyó en el marco de la puerta (el sudor se fue acumulando sobre su cuero cabelludo hasta formar gotas que bajaron haciendo zigzags a lo largo de su cuello) y esperó a que el dolor volviera, pero ahora ya no había nada salvo aquel cosquilleo lejano, el ding-ding-ding de la llamada que no estaba dispuesto a responder.
Apretó el paso para llegar a la sala de guardia antes de que ocurriera algo más. Después de fichar se sintió un poco más protegido, y llegó hasta el extremo de hacer girar su brazo izquierdo poniendo a prueba la articulación del hombro como si quisiera invocar al demonio de su dolor habitual.
Steinberg alzó la cabeza y dejó de contemplar su crucigrama.
- ¿Te encuentras bien?
Chapel se quedó helado. Steinberg nunca dirigía la palabra a los que se encontraban por debajo de ella salvo para obsequiarles con el repertorio de groserías y rudezas diarias que exige el ocupar una posición de autoridad. Steinberg solía decir que se portaba así porque era muy tímida.
- No tienes buen aspecto.
Chapel observó la parrilla aún desprovista de palabras del crucigrama y repitió su explicación, aunque no en voz alta. No había dormido, eso era todo. Un minúsculo insecto hecho de ira salió de su huevo y empezó a zumbar dentro de su cabeza dirigiendo su odio hacia la mujer que le contemplaba sin tener ningún derecho a hacerlo porque, después de todo, no era su jefa. ¿Seguía mirándole? No pensaba alzar la vista para averiguarlo.
Sus pies estaban encima de las baldosas, tensos y aprisionados por los zapatos de seis dólares, deformados, inertes. Chapel recordó que en una ocasión había ido a la playa con una mujer y que había caminado descalzo sobre aquel polvo iridiscente recalentado por el sol. Los pies de la mujer eran tan feos como los suyos, pero... Juntó las rodillas y se las tapó con las manos intentando borrar el recuerdo de...
Pero el recuerdo volvía una y otra vez emergiendo de sus escondites, rezumando lentamente en un sinfín de gotitas minúsculas que eran otras tantas premoniciones del dolor.
Steinberg le alargó una tira de papel. Alguien de «M» tenía que ser trasladado a Cirugía del 5.
- Y deprisa - añadió contemplando la espalda de Chapel .
Una vez que se había colocado detrás de su camilla ya no era consciente de la velocidad con que avanzaba, y no tenía ni idea de si iba deprisa o despacio. Lo que más le preocupaba era que primero un músculo y luego otro se tensara y le opusiera resistencia, el temblor que se adueñaba primero del muslo derecho y luego del izquierdo, y cómo los pies atrapados en aquellos zapatones de suela tan gruesa se posaban sobre la dureza del suelo con una rigidez y una ausencia de flexiones tan espantosas como si se hubieran convertido en dos cuchillas de patín.
Había sentido el deseo de cortarle la cabeza. Lo había visto hacer muchas veces en la televisión. Se acostaba junto a ella noche tras noche, los dos insomnes pero sin intercambiar ni una sola palabra, y él se dedicaba a pensar en la gigantesca hoja de acero cayendo desde aquella altura magnífica para separar la cabeza del cuerpo hasta que aquel trayecto incesantemente imaginado se confundía con el repetido zom-zim-zom de los coches que desfilaban por la autopista que había debajo, hasta que acababa quedándose dormido.
El chico de la Sala «M» no necesitó ayuda para instalarse sobre la camilla. Tenía la piel de un negro oscurísimo, y parecía ser todo músculos, energía y terror nervioso que le impulsaba a hablar continuamente. Chapel había acabado desarrollando una rutina para tratar con los pacientes de ese tipo.
- Eres muy alto - dijo, aunque no era él quien hablaba sino la rutina.
- No, te equivocas. Lo que pasa es que tu camilla es muy corta.
- Bueno, ¿cuánto mides? ¿Metro noventa?
- Metro noventa y cinco.
Ya faltaba muy poco para el momento del chiste, y Chapel dejó escapar una carcajada.
- ¡Ja, ja! Oye, ¿por qué no me prestas quince centímetros? No me irían nada mal.
Chapel medía metro sesenta y cinco con los zapatos puestos, y lo habitual era que el paciente se riera, pero aquél era un listillo y ya tenía preparada una réplica.
- Bueno, pues díselo a los de arriba y quizá puedan hacer algo al respecto.
- ¿Qué?
- Los cirujanos... Ellos son los únicos que pueden resolver tu problema.
El chico se echó a reír de lo que ahora había pasado a ser su chiste, y Chapel se hundió en un silencio levemente ofendido.
- Arnold Chapel - dijo una voz por el sistema de megafonía -, tenga la bondad de ir por el pasillo «K» hasta los ascensores del nivel «K». Arnold Chapel, tenga la bondad de ir por el pasillo «K» hasta los ascensores del nivel «K».
Chapel hizo girar obedientemente la camilla y fue hacia los ascensores del nivel «K». Su identificación había activado el sistema de control de tráfico. Habían pasado años desde la última ocasión en que el ordenador tuvo que hacerle una advertencia verbal porque iba en una dirección equivocada.
Metió la camilla en el ascensor. Una vez dentro el chico repitió su chiste de los quince centímetros a una estudiante de enfermería.
- Cinco - dijo el ascensor.
Chapel sacó la camilla. Bien, y ahora... ¿Izquierda o derecha? No podía recordarlo.
No podía respirar.
- Eh, ¿qué te ocurre? - preguntó el chico.
- Necesito...
Chapel alzó su mano izquierda y fue moviéndola hacia sus labios. Todo lo que veía parecía estar colocado en ángulo recto con todo lo demás, como si estuviera contemplando las entrañas de una máquina gigantesca. Retrocedió lentamente alejándose de la camilla.
- ¿Te encuentras bien?
El chico ya estaba poniendo los pies en el suelo.
Chapel echó a correr por el pasillo. Iba en dirección a Cirugía - la misma que debía seguir la camilla -, y el sistema de control de tráfico permaneció en silencio. Cada vez que tragaba aire sentía como si centenares de minúsculas agujas hipodérmicas le atravesaran el pecho y le perforaran los pulmones.
- ¡Eh! - gritó un médico -. ¡Eh!
Otro pasillo, y allí - tan providencialmente como si le hubieran programado la trayectoria que acabaría llevándole hasta su puerta -, un lavabo reservado al personal hospitalario. La habitación estaba bañada por una suave y relajante luz azulada.
Entró en un retrete y cerró la vieja puerta de madera oscura detrás de él. Se arrodilló delante de la taza de porcelana blanca y la piel de agua que temblaba dentro de ella trazando nerviosos dibujos eléctricos. Metió la mano en la taza, curvó los dedos formando una copa y se mojó la frente con agua fresca. Todo se fue esfumando. La ira, el dolor, la compasión..., todos los sentimientos y emociones de los que había oído hablar o que había visto fingir en la pantalla desaparecieron. Siempre había creído en una retribución eventual, una revelación que llegaría al final de ese larguísimo pasillo blanco que era el estar vivo presentándose con la brusquedad de un escopetazo, y había estado más o menos preparado para enfrentarse a ella. Saber que se equivocaba hizo que sintiera un inmenso alivio.
El médico - o quizá fuera el chico que debía llevar a cirugía - había entrado en el lavabo y estaba golpeando la puerta de madera con los nudillos. Chapel vomitó nada más oír el primer golpe, como si fuera un actor y hubiera estado esperando aquella señal para empezar a representar su papel. La comida convertida en pulpa salió de sus labios acompañada por hilillos de sangre.
Se irguió, se subió la cremallera y abrió la puerta. Era el chico, no el médico.
- Ya estoy mejor - dijo.
- ¿Seguro?
- Me encuentro estupendamente.
El chico volvió a instalarse en la camilla que había empujado toda aquella distancia sin ayuda de nadie, y Chapel le hizo doblar la esquina y le llevó por el pasillo que terminaba en Cirugía.
Ab lo había sentido en sus manos y en sus brazos. Era el poder de la suerte, y cuando se había inclinado hacia adelante para dar la vuelta a las cartas lo hizo estando totalmente seguro de que sus dedos habían adquirido la capacidad de ver a través del plástico y averiguar lo que ocultaba, como si pudieran saber cuál de ellas era el as que necesitaba para hacer su gran jugada final.
¿Esta? No.
¿Ésta? No.
¿Ésta? No.
Acabó descubriendo que se había equivocado, y Martínez ganó la partida.
Ab había perdido todo el dinero que podía permitirse el lujo de perder, y no le quedó más remedio que convertirse en espectador. Asistió a las siguientes partidas masticando galletitas y charlando con el ornamento más atractivo del local, que también ejercía las funciones de croupier. Los rumores decían que era propietaria de una tercera parte del local, pero Ab siempre había pensado que era demasiado estúpida para que eso fuese cierto. Decía que sí a todo y dijo que sí a todo lo que salió de la boca de Ab, pero tenía unos pechos preciosos, siempre un poco húmedos y pegados a la tela de la blusa.
Martínez se retiró después de que le hubieran dado la tercera carta y se reunió con Ab en el bar.
- ¿Qué tal va todo, hombre afortunado? - le preguntó con voz burlona.
- Anda y que te jodan. Al principio no lo hice tan mal, ¿verdad?
- Creo que esa historia me resulta familiar.
- ¿Qué te preocupa? ¿Piensas que no te voy a devolver el dinero o qué?
- No estoy preocupado, no estoy preocupado.
Martínez dejó caer un billete de cinco sobre la barra y pidió sangría, una para el gran triunfador, una para el gran derrotado y una para la mujer de negocios más hermosa y con más éxito de todo el oeste de Houston, y después volvieron al calor y la pestilencia.
- ¿Un polvo? - propuso Martínez.
Ab quiso saber con qué iba a pagarlo.
- Yo invito - dijo Martínez -. Si hubiera perdido tanto como tú me harías ese pequeño favor, ¿no?
Eso resultaba doblemente irritante, en primer lugar porque Martínez era un jugador muy cauteloso que sufría ataques ocasionales de faroleo enloquecido y sus ganancias siempre acababan siendo prácticamente iguales a sus pérdidas, y en segundo lugar porque Ab no le habría hecho esa clase de favor ni a él ni a nadie. Por otra parte, Ab tenía muchas ganas de catar algo más de lo que encontraría dentro de la nevera si volvía a casa.
- Claro. Por supuesto.
- ¿Vamos a pie?
Las siete de la tarde, el último miércoles del mes de mayo. Martínez tenía el día libre, pero Ab se limitaba a soltar un poco de vapor entre la hora de salida y la hora de entrada con la bondadosa ayuda de unas cuantas pildoritas verdes.
Cada vez que cruzaban una de las calles transversales que cortaban el eje longitudinal de la ciudad (y que por aquella zona tenían nombre en vez de número) el rojizo ojo redondo del sol se había hundido un poquito más en el horizonte y estaba más cerca del manchón borroso que era Jersey. Hicieron una parada en la galería del metro que había debajo del canal para tomarse una cerveza. La molesta irritación de las pérdidas del día se fue desvaneciendo, y la luna de la próxima vez empezó a subir por el cielo. Cuando salieron de la galería el mundo se había vuelto de ese color violeta pálido que precede a la noche, y la auténtica luna estaba allí para saludarles. ¿Cuál era la población actual que había allí arriba? ¿Setenta y cinco?
Un reactor pasó sobre sus cabezas iniciando el descenso hacia Central Park. Su cola y la punta de sus alas emitían un tembloroso ritmo de destellos rojos, rojos, verdes y rojos. Ab se preguntó si Milly iría a bordo del reactor. ¿Estaba de servicio aquella noche?
- Aún estás pagando la suerte del mes pasado, Ab - dijo Martínez -. Si lo enfocas así no te dolerá tanto.
Ab no sabía de qué le estaba hablando. Hizo un considerable esfuerzo mental que no dio ningún resultado, y acabó decidiendo preguntarle a qué se refería.
- ¿Qué es eso de la suerte del mes pasado?
- El cambalache. Jesús, la mierda nos llegó hasta el cuello, ¿no te parece? Las cosas se pusieron tan feas que aún no entiendo cómo conseguimos salir enteros de aquel lío.
- Oh, eso... - Ab se fue aproximando cautelosamente al recuerdo. Aún no estaba muy seguro de que el tejido cicatricial fuera lo bastante sólido para soportar el contacto -. Sí, nos fue por un pelo, no cabe duda. - Dejó escapar una risita no muy convincente, pero la herida ya estaba curada y decidió seguir hablando -. Pero te confieso que al final hubo un momento en el que creí que había metido la pata hasta el fondo. Verás, tenía la banda de identificación del primer cuerpo, la como se llamara. Era lo único que conseguí recuperar cuando fui a ver al gilipollas de White...
- El mierda de White - murmuró Martínez.
- Sí. Pero después del problema que tuve en la escalera estaba tan aterrorizado que se me olvidó cambiar las bandas, y envié el cuerpo de la Schaap tal y como estaba.
- ¡Santa María Madre de Dios, eso sí que habría sido una cagada de primera categoría!
- Me acordé antes de que el conductor se lo llevara. Fui corriendo con la banda de la Newman en la mano y me inventé una historia. Le dije que imprimimos bandas distintas dependiendo de si el cuerpo va a las neveras o al horno.
- ¿Y se lo creyó?
Ab se encogió de hombros.
- Por lo menos no me puso ninguna pega.
- ¿Crees que ha llegado a imaginarse lo que ocurrió aquel día?
- ¿Quién, ese tipo? Vamos, pero si es casi tan idiota como Chapel .
- Ah, sí, no nos olvidemos de Chapel ...
Martínez seguía estando convencido de que ése era el mayor de todos los riesgos que había corrido Ab.
- ¿Qué pasa con Chapel ?
- Me dijiste que pensabas darle algo de dinero para que no se fuera de la lengua. ¿Lo hiciste?
Ab movió la lengua dentro de su boca intentando encontrar un poco de saliva.
- Pues claro. - La saliva parecía haberse esfumado misteriosamente -. Cristo, claro que le pagué...
Martínez esperó a que siguiera hablando.
- Le ofrecí cien dólares. Cien pavos contantes y sonantes, ¿entiendes? ¿Y sabes qué era lo que quería ese bastardo gilipollas?
- ¿Quinientos dólares?
- ¡Nada! Nada en absoluto. Pero si incluso se enfadó conmigo... Supongo que no quería ensuciarse las manos. Mi dinero no era lo bastante bueno para él, ¿comprendes?
- ¿Y qué hiciste?
- Acabamos llegando a un compromiso. Le di cincuenta dólares - dijo Ab haciendo una mueca burlona.
Martínez se echó a reír.
- Bueno, Ab, no sé qué decir aparte de que tuviste muchísima suerte. Sí, fuiste condenadamente afortunado, créeme.
Estaban pasando por delante de la antigua comisaría de policía, y ninguno de los dos dijo nada durante un rato. Las píldoras verdes no podían hacer milagros, y Ab ya estaba empezando a sentir el comienzo del bajón, pero sabía que la euforia se desvanecería muy poco a poco y de forma gradual. Su mente decidió dar un paseo por entre las nubes rosadas de la filosofía.
- Eh, Martínez, ¿has pensado alguna vez en esas cosas? Me refiero a la congelación y todo lo demás...
- Pues claro que he pensado en eso, y creo que no es más que un montón de estupideces.
- Entonces, ¿crees que no hay ninguna posibilidad de que les descongelen y les devuelvan a la vida?
- Claro que no. ¿No viste ese documental de la NBC? Se pusieron tan nerviosos que les llevaron a los tribunales... No, la congelación no detiene lo que les esté ocurriendo. Lo único que consiguen es hacer que vaya mucho más despacio, y al final acabarán convertidos en otros tantos cubitos de hielo. ¿Devolverles a la vida? Es tan imposible como recomponer un cuerpo después de que el horno lo haya convertido en humo.
- Pero si la ciencia consiguiera encontrar una forma de... Oh, no sé. Es terriblemente complicado, ¿no te parece?
- Oye, Ab, ¿estás pensando en tirar el dinero contratando una de esas malditas pólizas? Por el amor de Cristo, no te creía tan idiota. Hace unos días mi esposa... - Martínez retrocedió un paso -. Mi ex esposa intentó convencerme de que contratara una póliza, y la cantidad de dinero que piden es... - Martínez puso los ojos en blanco -. Créeme, eso no está a nuestro alcance.
- No estaba pensando en eso.
- Ah, ¿no? Bueno, ¿en qué pensabas? Te recuerdo que no sé leer la mente.
- Me estaba preguntando si lograrán encontrar alguna forma de devolverles a la vida, y si descubren una forma de curar el lupus entonces... Bueno, ¿y si la devolvieran a la vida?
- ¿Estás hablando de la Schaap?
- Sí. Sería increíble, ¿verdad? Una auténtica locura... ¿Cómo crees que reaccionaría?
- Sí, menuda broma.
- No, hablo en serio.
- Pues no entiendo dónde quieres ir a parar, y yo también hablo en serio.
Ab intentó explicárselo, pero ni él mismo estaba muy seguro de a qué se refería. Podía imaginarse la escena tan claramente como si la tuviera delante de los ojos, eso sí. La chica - su piel volvía a estar intacta -, yacía sobre una losa de piedra blanca y respiraba, pero con tanta lentitud y haciendo tan poco ruido que sólo el médico inclinado encima de ella podía estar seguro de que lo hiciera. La mano del médico le acariciaría la cara, la chica abriría los ojos y el asombro que habría en ellos sería tan inmenso, tan imposible de expresar con palabras...
- En lo que a mí concierne todo eso no es más que otra religión - dijo Martínez.
Estaba un poco irritado. Nunca se había llevado demasiado bien con las personas que creían en algo que a él le resultaba imposible creer.
Ab podía recordar que le había dicho prácticamente lo mismo a Leda, y no le quedó más remedio que asentir. Ya sólo faltaban un par de manzanas para llegar a los baños y su proximidad les sugirió que había usos mucho mejores que dar a su imaginación, pero antes de que la última nube rosada se desvaneciera del todo Ab aún tuvo tiempo de permitirse otro devaneo con la filosofía.
- La vida sigue de una forma o de otra, Martínez. Tú puedes decir lo que te dé la gana, pero la vida sigue.
La vida cotidiana en los últimos tiempos del Imperio Romano
1
Las tres siluetas sentadas en la bahía contemplaban cómo el sol iba descendiendo hacia la tierra húmeda de los campos llenos de melones. El trío estaba compuesto por Alexa, su vecino Arcadio y la hermosa joven hebrea que se había traído de Tebas y con la que estaba prometido. Arcadio acababa de embarcarse en una nueva descripción de la misteriosa experiencia que había tenido recientemente en Egipto. Nada menos que el inmortal Platón se había dirigido al anciano no en latín sino en un dialecto griego, y le había mostrado varios signos no muy convincentes y algunos prodigios de pacotilla que empezaron con un fénix, naturalmente; continuaron con un coro de niños ciegos que profetizaron el holocausto que devastaría la Tierra cantándolo en un contrapunto impecable de estrofas y antistrofas y terminaron (Arcadio sacó aquel milagro de su bolsillo y lo colocó sobre el reloj de sol) con un trozo de madera que se metamorfoseó en piedra.
Alexa lo cogió. Un trozo de madera petrificada similar pero bastante más grande adornaba la mesa de trabajo de G. en el Centro. Las estriaciones rojizas se iban desvaneciendo y se convertían en remolinos nebulosos de color malva, amarillo y cinabrio. El trozo de madera petrificada había sido comprado en una tienda de antigüedades de la calle Este 8, un local diminuto de atmósfera bastante melancólica que había desaparecido hacía ya mucho tiempo. Su primer aniversario...
Alexa dejó caer la piedra en la palma del anciano.
- Es hermosa.
No dijo nada más.
Los dedos de Arcadio se curvaron alrededor de la piedra. Las venas oscuras serpenteaban sobre la blancura de la carne. Alexa desvió la mirada (las nubes más bajas ya habían adquirido el color que debería estar reservado a la carne), pero no antes de que se hubiera imaginado a Arcadio muerto y recubierto de gusanos.
No, la Alexa histórica no se habría imaginado nada tan patentemente medieval. ¿Cenizas? Sí, como mucho.
El anciano arrojó la piedra hacia el campo y la neblina húmeda que brotaba de él.
Merriam se puso en pie extendiendo un brazo en un gesto de protesta. ¿Quién era esta joven tan extraña, esta futura esposa que apenas parecía tener sustancia? Quizá sólo fuese un nuevo reflejo de ella misma, tal y como Alexa habría deseado. ¿O representaba algo más abstracto? Sus ojos se encontraron. En los de Merriam había reproche; en los de Alexa una reacción de culpabilidad que luchaba con el escepticismo de cada día. En el fondo todo se reducía a algo tan sencillo como que Arcadio - y Merriam también, aunque de una forma bastante más sutil -, quería que aceptara aquel trocito de roca como prueba de que en Siria unos cuantos lunáticos habían muerto y habían salido de sus tumbas.
Una situación imposible, evidentemente.
- Está empezando a hacer frío - anunció Alexa, aunque se trataba de una ficción tan clara como cualquiera de las que Arcadio se había traído consigo al volver de Egipto.
El sendero que llevaba a la casa iba bajando hasta casi tocar el estanque inacabado. Un diminuto sapo de color marrón estaba encogido sobre el apuesto luchador que Gargilio había hecho traer en barco desde el sur. El luchador llevaba dos años esperando entre el polvo y el barro a que el estanque estuviera terminado y hubiera un pedestal sobre el que instalarlo. El mármol ya estaba empezando a decolorarse.
- ¡Oh, mirad! - exclamó Merriam.
El sapo se dio a la fuga. («¿He visto un sapo vivo alguna vez, o mi experiencia con los sapos se reduce a las fotos de El mundo de la naturaleza? ¿Había sapos ese verano en Augusta? ¿Y en las Bermudas? ¿Y en España?») Una especie de eructo entrecortado brotó de la hierba. Otra vez.
¿El reloj del horno?
No. Echó un vistazo a su reloj, y descubrió que aún faltaba un cuarto de hora para que pudiese sacar las tartaletas de Willa y meter su estofado.
Merriam fue volviéndose borrosa y acabó convirtiéndose en un hueco de ausencia. Los tablones de madera de arce llenos de arañazos y manchas sustituyeron el complicado tapiz de la hierba mojada, y el sapo...
Era el timbre de la basura. ¿Se había acordado? Se puso en pie, dobló la esquina del pasillo y entró en la cocina con el tiempo justo de ver cómo la plataforma iba bajando por el conducto. Las bolsas del 7 y el 8 se precipitaron ruidosamente hacia el vacío y acabaron en el triturados con un último impacto ahogado que parecía venir de muy lejos. Pero su basura aún no estaba clasificada y seguía dentro del cubo esperando el momento de ser distribuida en bolsas.
«Que se quede donde está», pensó. Cerró los ojos e intentó volver a la villa aferrándose con todas sus fuerzas a la imagen talismánica que la llevaría hasta allí. Una cuña de sol, una ventana, el cielo, la suave ondulación de los pinos...
Alexa estaba reclinada sobre la cama de matrimonio. Timarco estaba arrodillado delante de su señora con la cabeza inclinada (llevaba muy poco a su servicio, había nacido en Sarmacia y era bastante tímido), ofreciéndole una bandeja de porcelana sobre la que había un pastelito cubierto de agujas de pino. (Alexa tenía mucha hambre.) «Pero no voy a tocarlo», se dijo.
- Muchacho - dijo mirando a Timarco -, cuando el intendente pueda prescindir de ti, ve al estanque con un trapo y limpia las manchas de la estatua. Con muchísima delicadeza, ¿entiendes? Frótala con tanta suavidad como si la piedra fuera piel. Tardarás días, pero...
Se dio cuenta de que había algo raro en el muchacho.
Una sonrisa.
- ¿Timarco?
Timarco respondió alzando la cabeza. La piel aceitunada formaba dos pequeños huecos lisos allí donde habrían tenido que estar los ojos.
No saldría bien. A esas alturas ya tendría que saber que cualquier intento de regresar después de haber perdido el contacto estaba condenado al fracaso. El resultado inevitable siempre era el mismo, pesadillas y absurdos.
De todas formas ya faltaba poco para que fuesen las tres, por lo que se puso a trabajar. Colocó una página del Times sobre el mostrador y vació el cubo de la basura encima de ella. Un artículo de la segunda columna atrajo su atención: alguien había robado un avión en la Feria Militar de Highland Falls. Al parecer el avión había despegado, y ahora nadie sabía dónde se encontraba. Pero ¿por qué? Descubrirlo le habría exigido apartar la confusión de cáscaras de huevo, mondas, papeles, pelusas y los excrementos y peladuras que se habían ido acumulando dentro de la jaula de Emily a lo largo de la semana. Su curiosidad no era tan intensa. Fue empaquetando la basura con mucha delicadeza moviendo las manos a los lados y por debajo de ella, la única habilidad que había sobrevivido del breve flirteo con el arte de hacer origamis que tuvo hacía ya veinte años. Su instructor japonés - con el que también había flirteado - tuvo que permitir que le hicieran la vasectomía como condición ineludible para obtener el permiso de entrada en los Estados Unidos. La operación dejó una cicatriz tan diminuta que apenas se podía ver. Se llamaba Sebastian... Sebastian... Ya había olvidado su apellido.
Colocó el paquete de basura encima de la plataforma.
Se detuvo en el umbral para ir desatando hebra por hebra el nudo de músculos que se habían tensado en su frente y que bajaba hasta sus hombros. Después tragó cuatro hondas bocanadas de aire. Los ruidos fueron filtrándose en aquel breve intervalo de silencio. La nevera, el ronroneo estridente del filtro y el chirrido intermitente que nunca había logrado entender... Parecía proceder del apartamento de arriba, pero nunca se acordaba de preguntar qué podía causarlo.
¿Había algún sitio al que se suponía que tenía que ir?
Esta vez no cabía duda. El reloj del horno acababa de sonar. Las tartaletas de Willa tenían un aspecto magnífico. Alexa había utilizado uno de sus huevos (reales) para reforzar las cortezas, una cortesía que probablemente pasaría desapercibida a los ojos de Willa. Willa sólo era capaz de captar las distinciones gastronómicas más aparatosas, como por ejemplo la que separa el buey del helado. El estofado fue colocado junto al pudding de arroz que estaba preparando para Larry y Tom, quienes carecían de horno y pagaban el tiempo de utilización del de Alexa con entradas para la ópera obtenidas mediante su abono. El contrato que les unía era tan informal como inflexible, y ya llevaba muchos años en vigor. Cerró la puerta del horno, programó el reloj y sacó la cinta de instrucciones.
Y, dejando aparte el correo, ya había terminado con las tareas del día.
La llave estaba en el platito de las monedas y el ascensor - bendito fuese - no sólo funcionaba sino que se encontraba a sólo un piso de distancia. Fue leyendo las pintadas durante el trayecto de bajada mientras pensaba que al subir evitaría verlas mediante el recurso de leer su correo. El repertorio incluía muchas obscenidades, nombres de políticos y por todas partes (incluso el techo) la palabra «amor» que algún cínico dotado de inmensa paciencia se tomaba la molestia de convertir en «mamar» estuviera donde estuviese. El superintendente tenía la teoría de que las pintadas eran obra del lumpen proletariado de repartidores que abastecían el edificio. El superintendente opinaba que los residentes eran gente lo suficientemente educada e inteligente para no perder el tiempo ensuciando sus propias paredes, pero Alexa tenía ciertas dudas al respecto, quizá porque cuando volvió de la fiesta navideña de su sección el año pasado estaba un poco borracha y había añadido un «mierda» minúsculo al mural. Allí estaba, justo debajo del plástico cada vez más opaco que protegía el Certificado de Inspección. El paso del tiempo había conseguido que su aportación se volviera tan poco elocuente y desprovista de humor como el resto de las pintadas. Las puertas del ascensor se abrieron, se atascaron y lograron acabar abriéndose del todo.
El cartero estaba empezando a meter la correspondencia en los buzones. Alexa le saludó con un rápido «Hola, señor Phillips» y le hizo un par de preguntas corteses extraídas de su repertorio compuesto por los tres temas básicos de la familia, la televisión y el clima. Después salió a la calle y tragó un poco de aire para averiguar qué tal estaba hoy. La atmósfera parecía limpia y respirable, pero aparte de eso había otra cosa, algo que le hizo sentir la impresión de que todo iba maravillosamente bien.
Un cielo de nubes que parecían volutas de nata, una brisa que hacía aletear el toldo. El espíritu pasa de un espacio pequeño a uno más grande y responde con una repentina expansión. El suelo de cemento ha sido barrido y está muy limpio. ¿Y?
No comprendió la naturaleza del prodigio hasta que éste no le fue arrebatado. Una mujer precedida por un cochecito de niño acababa de salir del tercer edificio de ladrillos marrones de la hilera alineada al otro lado de la calle. Durante unos momentos Alexa había estado sola.
El cochecito se posó sobre el pavimento con una sacudida cuidadosamente controlada y empezó a ser empujado inexorablemente siguiendo un rumbo que lo llevaría hasta Alexa.
La mujer (su sombrero tenía el mismo color marrón feo y vagamente inquietante con que estaban pintadas las paredes del ascensor) abrió la boca.
- Hola, señora Miller.
Alexa sonrió.
Hablaron de bebés. El señor Phillips terminó de repartir la correspondencia, salió a la calle y les contó las últimas precocidades de los dos miembros más jóvenes de su familia.
- Les pregunté qué cuernos era aquello, que si era un cedazo defectuoso o...
Alexa recordó de repente dónde se suponía que había de estar en aquellos momentos. Loretta la había telefoneado anoche cuando estaba medio dormida y no había anotado el recado. (El primer apellido de Loretta era Dickens, y Loretta estaba convencida de que un complejo misterio genealógico la convertía en descendiente más o menos directa del escritor.) La cita había sido fijada para la una y la Escuela Lowen estaba al otro extremo de la ciudad. Alexa sintió una creciente oleada de pánico. «Es imposible», se dijo, y el pánico se fue esfumando poco a poco.
- ¿Y saben qué resultó ser? - preguntó el señor Phillips.
- No. ¿Qué?
- Un planetario.
Alexa intentó extraer algún sentido a la respuesta y, naturalmente, no lo consiguió.
- Es asombroso - dijo, y la mujer que la había llamado por su apellido asintió con la cabeza.
- Eso es justo lo que le dije a mi esposa después... Era asombroso.
- Un planetario - murmuró Alexa mientras iniciaba la lenta retirada que terminaría llevándola hasta los buzones -. Vaya, vaya.
El número de invierno de la Revista de los clásicos - con una estación de retraso, cierto, pero por fin había llegado -; una carta con matasellos de Burley, Idaho (de su hermana Ruth); dos cartas para G., una de la Corporación de Conservación que probablemente sería una apelación a su generosidad (como probablemente haría también Ruth en su carta) y la carta crucial, la de la Escuela Secundaria Stuyvesant.
Tank había sido aceptado. No le habían concedido una beca, pero dados los ingresos de G. eso era de esperar.
Su primera reacción fue de abatimiento y desilusión. Había deseado no tener que cargar con el peso de aquella decisión, y ahora volvía a tenerla delante esperando pacientemente a que la tomara. Un instante después Alexa comprendió que había estado esperando que le rechazaran, y sintió una dolorosa punzada de culpabilidad.
Pudo oír los timbrazos del teléfono cuando aún no había salido del ascensor. Sabía que era Loretta Couplard, y que querría saber por qué no había acudido a la cita. Estaba tan nerviosa que intentó abrir el cerrojo de arriba con una llave que no era. «Mi casa se ha incendiado y mis niños arden», pensó. (Y, como una especie de apéndice a aquel pensamiento, se preguntó si había visto una mariquita viva en todo lo que llevaba de vida, o si sólo había visto dibujos en las cintas de cuentos y canciones infantiles.)
Era alguien que se había equivocado de número.
Cogió la Revista de los clásicos - que, como todas las publicaciones y libros, había tenido que prescindir del papel de calidad y ahora se imprimía en una especie de papel cebolla hecho con basuras recicladas - y se instaló en un sillón. Un artículo sobre la Sibila en el Satiricón; un compendio de las referencias que aparecían en la Poética de Aristóteles; un nuevo método para fechar las cartas de Cicerón... Nada que tuviera una utilidad terapéutica.
Dejó la revista, se preparó para resistir las tortuosas y siempre sutiles exigencias de su hermana con una flexión mental de hombros y empezó a leer su carta.
29 de marzo de 2025
Querida Alexa:
Muchas gracias y bendita seas por el montón de cosas útiles y maravillosas que me has enviado, están prácticamente nuevas, así que supongo que también habría de dar gracias a Tancred por su amabilidad, ¡gracias, Tank! Remus y los otros críos están bien, pero nunca les va mal un poco de ropa, esp. ahora que hemos tenido el peor invierno de todos los que recuerdo, y me han dicho que no habían tenido un invierno tan malo desde 23 años antes de que llegáramos nosotros, pero estamos bastante bien instalados y no nos va mal.
¿Quieres noticias mías? ¡bueno, desde la última vez que te escribí me he aficionado a hacer cestas!, por lo menos eso resuelve el problema de qué hacer durante las largas noches de invierno. Harvey, que es nuestro gran experto en casi todo, tiene 84 años, ¿puedes creerlo?, nos enseñó a mí y a Budget, aunque ella ha decidido volver a la querida Sodoma y Gonorrea (¿chiste?), eso ocurrió justo en el peor momento del Gran Frío, pero ahora la savia ya vuelve a correr y los pájaros cantan y a lo mejor cambia de opinión. todo esto es tan hermoso, Alexa, me gustaría que estuvieras aquí para poder compartirlo conmigo, a veces cuando estoy sentada delante de mi montón de mimbres me pongo muy nerviosa, pero parece que estoy condenada a seguir haciendo cestas porque ya hemos vendido todas las conservas y las cestas son nuestra mayor fuente de ingresos por el momento. (¿recibiste las dos jarras con fruta que te envié por Navidad?) me gustaría escribirte más a menudo, sobre todo por lo bien que te salen las cartas, siempre me alegra tanto saber algo de ti, Alexa, esp. lo que le ha estado ocurriendo a ese otro yo romano tuyo, a veces pienso que me gustaría volver al siglo tercero o cuando sea eso, y si estuviera allí tendría largas conversaciones con tu otro «tú» y trataría de inculcarle algo de sentido común. Ella parece mucho más receptiva y abierta, aunque supongo que todos vivimos dentro de nuestras cabezas, y lo difícil es conseguir que esos sentimientos lleguen al exterior, ¿verdad? pero no permitas que te sermonee, ¿de acuerdo? ése siempre ha sido mi peor defecto, ¡incluso aquí! vuelvo a repetiros que tú y Tank estáis invitados a visitarnos y que podéis quedaros todo lo que os apetezca, también invitaría a Gene si hubiera alguna posibilidad de que viniese, pero ya sé lo que opina de la Aldea...
Intenté leer el libro que me enviaste con el paquete de ropas, el de ese Santo. el título me hizo pensar que sería bastante guarro/interesante, pero no conseguí pasar de la página diez. Se lo dejé al viejo Warren y me ha dicho que te diga que es un libro estupendo, pero la verdad es que no le gustó nada. le gustaría conocerte y conversar de las primeras comunidades cristianas, ahora me siento tan comprometida con nuestra forma de Vida que creo que no regresaré nunca al este, así que si no visitas la Aldea puede que nunca volvamos a vernos, te agradezco la oferta de pagar el billete de avión para que yo y Remus vayamos a veros, pero los ancianos no me permitirían aceptar dinero para un propósito tan frívolo cuando tenemos que prescindir de tantas cosas que son mucho más importantes. te quiero - supongo que ya lo sabes -, y siempre rezo por ti y por Tancred y por Gene también.
Tu hermana, Ruth
PS. por favor, Alexa, ¡Stuyvesant no! me resulta difícil explicar por qué estoy tan en contra de eso sin que te sientas ofendida, pero creo que no hace falta que te lo explique, ¿verdad? ¡deja que mi sobrino tenga alguna posibilidad de llevar una existencia normal!
La depresión cayó sobre ella envolviéndola como una nube de polución del mes de agosto, una espesa masa negra que laceraba la piel y hacía que los ojos se llenaran de lágrimas. Había momentos en los que el entusiasmo utópico de Ruth le parecía ridículo o vagamente siniestro, pero siempre conseguía que Alexa pensara que su vida era fútil, agotadora e indigna de ser vivida. ¿Qué podía mostrar como resultado de todos sus esfuerzos? Había redactado ese inventario mental tan a menudo que ahora hacerlo le resultaba tan fácil como rellenar el formulario semanal D-97 para el departamento de Washington. Tenía un esposo, un hijo, un periquito, un psicoterapeuta, un fondo de pensiones que le aseguraba el 64 por ciento de su salario cuando se jubilara y una exquisita sensación de pérdida.
Expresado así el resumen no resultaba demasiado justo, naturalmente. Alexa amaba a G. con el triste y complejo amor de una mujer que ha cumplido los cuarenta y cuatro años de edad, el amor que sentía hacia Tancred era igualmente fuerte e innegable e incluso amaba a Emily Dickinson, aunque en ese caso el amor casi rozaba el sentimentalismo. No era justo y no era razonable que las cartas de Ruth le produjeran un efecto semejante, pero discutir con sus propios estados de ánimo no serviría de nada.
El consejo que le había dado Bernie cuando le preguntó cómo podía enfrentarse a esos pequeños desastres se había reducido a decirle que siguiera disfrutando de la agonía a toda máquina mientras trataba de mantenerse en un estado de inacción lo más decidido posible. Viajar al pasado era, en el mejor de los casos, puro escapismo y podía acabar provocando un caso de dicronatismo muy desagradable. Alexa se dejó caer sobre la desgastada tapicería del sofá escondido en el recodo del pasillo y empezó a examinar concienzudamente todos los aspectos desagradables y lo que le había salido mal en la vida hasta que Willa se presentó a las cuatro y cuarto para recoger sus tartaletas
El esposo de Willa era ingeniero de recuperación térmica - igual que el de Alexa -, una especialización que seguía siendo lo bastante rara para haber hecho inevitable que entre los dos acabara surgiendo algo parecido a una amistad a pesar de la reluctancia natural a mantener cualquier clase de relaciones más o menos íntimas con alguien de tu mismo edificio que el crecer en la gran ciudad termina inculcando en todos los neoyorquinos. La recuperación térmica - aunque fuese a una escala tan diminuta como la de compartir el horno - también era prácticamente el único cimiento de la relación existente entre Alexa y Willa, pero no les proporcionaba tantos temas de conversación como a sus esposos. Willa afirmaba haber obtenido la prodigiosa cifra de 167 puntos en su prueba de coeficiente intelectual, y era un espécimen puro de la Nueva Mujer Francesa tan ensalzada en las películas de hacía veinte años y, de hecho, en todas las películas francesas de todos los tiempos. No hacía nada, no había nada que le importara o que le preocupase y sabía desplegar los diminutos más de color verde y los igualmente diminutos menos de color rosa ocultos en las píldoras fabricadas por los laboratorios Pfizer con una inmensa destreza y una soberbia comprensión de las matemáticas involucradas en el proceso para que los indicadores de su alma no se alejaran jamás del cero. No cejar en ese ímprobo esfuerzo ni un solo instante le había permitido acabar siendo tan hermosa como un Chevrolet y tan insensible como una coliflor. Cinco minutos de charla con ella bastaron para que Alexa recuperase hasta el último fragmento de su autoestima habitual.
Después de la llegada de Willa la tarde fue rodando cuesta abajo con una relajante y nada amenazadora predecibilidad hasta terminar convirtiéndose en el anochecer, previa una parada en cada estación del trayecto. El estofado emergió del horno con un aspecto tan soberbio y apetecible como el que ofrecía en la última foto de la receta. Loretta telefoneó y fijó una nueva cita para el martes. Tancred llegó a casa con una hora de retraso porque se había estado paseando por el parque. Alexa lo sabía y Tancred sabía que ella lo sabía, pero una parte de su educación moral exigía que Tank se inventara una mentira imposible de detectar que no resultara ofensiva, y que resultó ser una partida de ajedrez con Dicky Myers. Alexa sacó el pudding de arroz del horno a las cinco y media, y descubrió que se había vuelto de color amarronado y que tenía una apariencia francamente extraña. Y entonces, justo antes de que empezaran a dar las noticias, la oficina telefoneó y le robó el sábado, lo cual era una pequeña desilusión tan frecuente como la lluvia o el perder una moneda engullida por la ranura de un teléfono público.
G. llegó con sólo media hora de retraso.
El estofado fue una auténtica experiencia religiosa.
- ¿Es real? - preguntó G. -. No estoy seguro.
- La carne no era carne, pero utilicé auténtica grasa de cerdo.
- Increíble.
- Sí.
- ¿Queda más? - preguntó G.
Alexa le sirvió la última ración (Tank se quedó con la salsa) y observó con la indulgencia inmemorial típica de las mujeres cómo su esposo y su hijo engullían lo que habría debido ser su almuerzo de mañana.
Después de cenar G. se apoderó de la bañera y se dedicó a meditar. Alexa entró en el cuarto de baño cuando ya estaba absorto en sus ritmos alfa, se quedó inmóvil junto al retrete y le observó. (Su esposo no soportaba que le observaran, y en una ocasión estuvo a punto de dar una paliza a un chico que no paraba de mirarle en el parque.) El cuerpo excesivamente velludo, las complejas circunvoluciones de los lóbulos y la estructura de los músculos del cuello, curva y contracurva y los mil colores de la carne teñida por las sombras hicieron que experimentara la misma mezcla de admiración y perplejidad que Eco debió de sentir mientras contemplaba a Narciso. Su esposo le iba resultando más extraño e incomprensible a cada año de matrimonio que transcurría. Había momentos - y eran precisamente aquellos durante los que más le amaba -, en los que apenas si parecía humano. Alexa seguía siendo capaz de percibir sus defectos, claro está (su esposo tenía montones de defectos. ¿Quién no los tiene?), pero a pesar de ellos seguía estando convencida de que el núcleo más secreto de su ser jamás había conocido el miedo, la angustia y la duda..., ni tan siquiera un dolor demasiado intenso. G. poseía una serenidad interior que los hechos de su vida no justificaban y que (aquí estaba la espina en la que nunca podía resistir la tentación de hincar el dedo) casi parecía excluirla, pero justo cuando su autosuficiencia parecía ser más completa y cruel G. giraba sobre sí mismo y hacía algo tan incongruentemente tierno y vulnerable que la obligaba a preguntarse si lo que les mantenía tan lejos el uno del otro durante veinticinco días al mes no sería un producto más de la frialdad y la maligna dureza que Alexa creía llevar prisionera dentro de su seno.
Alexa se dio cuenta de que G. estaba teniendo dificultades para mantener la concentración (¿habría hecho algún ruido, se habría apoyado en. la pileta sin darse cuenta?) y vio cómo ésta acababa desvaneciéndose. Su esposo alzó los ojos hacia ella, sonrió y Eco le devolvió la sonrisa.
- ¿En qué estás pensando, A.?
- Estaba pensando... - Alexa hizo una breve pausa antes de seguir hablando -. Pensaba en lo maravillosos que son los ordenadores.
- Cierto, son maravillosos. ¿Hay alguna razón determinada para que estuvieras pensando en ellos?
- Bueno, contraje mi primer matrimonio fiándome única y exclusivamente en la convicción de que había sabido escoger a la persona adecuada. La segunda vez, en cambio...
G. se echó a reír.
- Venga, confiesa que lo que realmente quieres es expulsarme de la bañera para poder lavar los platos.
- Te equivocas.
(Pero antes de que hubiera terminado de pronunciar aquellas palabras Alexa ya se había dado cuenta de que llevaba la botella de desinfectante en la mano.)
- De todas formas ya he terminado. No, no, olvídate del sifón y de la vajilla. Hemos hecho un trato, ¿recuerdas?
Se acostaron en la cama el uno al lado del otro compartiendo su calor pero sin tocarse, y Alexa no tardó en hallarse perdida dentro de un paisaje que era mitad pesadilla y mitad ensueño controlado. El mobiliario de la villa había desaparecido. El aire estaba impregnado por el olor apremiante del humo y el continuo ching-ching de los címbalos. Los sicofantes esperaban que los llevara hasta la ciudad. Bajaron con paso tambaleante por Broadway dejando atrás los montones de coches convertidos en chatarra y empezaron a entonar el cántico de alabanza a los dioses con sus voces estridentes y aterrorizadas, primero Alexa, luego el portador del dios y el que llevaba el cisto, el pastor y el guardián de la gruta, y luego toda la cohorte de bacantes y mudos. «Woo-woo-woo, ¡a-woo-woo-woo!» La piel de ciervo se le metía entre las piernas a cada paso y amenazaba con hacerla caer. En la calle Noventa y tres primero y en la Ochenta y siete después los bebés que nadie había querido cuidar se pudrían sobre los montones de basura y excrementos. «Otro de los escándalos de la administración actual», pensó Alexa. ¿Cómo eran capaces de permitir que aquellos cadáveres diminutos se fueran descomponiendo allí donde cualquier persona podía verlos?
Acabaron llegando al Metropolitano (con lo que estaba claro que no podían haber bajado por Broadway), y Alexa empezó a subir la escalinata moviéndose con gran dignidad. Una inmensa multitud se había congregado allí esperando asistir al gran acontecimiento, y muchos de sus integrantes eran los mismos cristianos que habían gritado pidiendo la destrucción del templo y de sus ídolos. Una vez dentro el ruido y la pestilencia desaparecieron tan deprisa como si un criado diligente se hubiese apresurado a quitar una capa empapada de lluvia de sus hombros. Alexa avanzó por la semioscuridad de la Gran Sala y acabó sentándose junto a su favorita de siempre, una bombonera romana de la última época encontrada en un sarcófago de Tarso (el primer regalo recibido por el Museo en su ya larga historia). Las guirnaldas de piedra brotaban de las paredes de aquella cabaña minúscula desprovista de puertas, y debajo de los aleros había niños alados - erotes -, que representaban la pantomima de una cacería. La parte de atrás y la tapa no estaban terminadas, y la tablilla para la inscripción era un espacio vacío. (Alexa siempre la había llenado con su nombre y un epitafio que había pedido prestado a Sinesio, quien alabó a la mujer de Aureliano con estas palabras: «La mayor virtud de que puede enorgullecerse una mujer es que ni su cuerpo ni su nombre hayan cruzado jamás el umbral».)
Los otros sacerdotes habían escapado de la ciudad al primer rumor de que los bárbaros estaban cerca, y Alexa se había quedado sola con su pandereta y unas cuantas cintas de seda. Todo se estaba derrumbando - civilizaciones, ciudades, mentes -, y ella tenía que esperar el fin dentro de aquella tumba lúgubre y espantosa (pues la triste verdad es que el Museo Metropolitano recuerda mucho más a un osario que a un templo), sin amigos y sin fe, fingiendo en beneficio de quienes esperaban fuera, dispuesta a realizar el sacrificio que su terror pudiera exigirle...
2
El ayudante de enseñanza - un chico vivaz y musculoso que vestía un mono muy ceñido y llevaba un sombrero de vaquero - la dejó a solas en un despacho no mucho más grande que el segundo dormitorio (por llamarle de alguna forma) de un apartamento MODICUM. Alexa albergaba la sospecha de que Loretta la estaba castigando por no haber asistido a la cita de hacía dos días, por lo que acabó decidiendo que se resignaría a soportar la espera y se distraería viendo los rollos que el ayudante había dejado en el despacho. El primero era Un sombrío y casi hagiográfico panorama de la vida, genio y tribulaciones de Wilhelm Reich, Alexander Lowen y Kate Wilkenson, fundadora y todavía presidente titular de la Escuela Lowen.
El segundo rollo empezaba explicando que había sido rodado por los estudiantes. Los objetos bailoteaban, los rostros tenían color cereza o magenta y los borrosos manchones que eran los niños siempre parecían agudamente conscientes de que había una cámara presente. Todo aquel metraje que pretendía pasar por improvisado y realista había sido astutamente montado para que sugiriera que «Aprender es un efecto colateral del pasarlo bien» (al menos en la Escuela Lowen), fin de la cita tomada de los escritos de Kate Wilkenson. Los niños bailaban, los niños jugaban, los niños hacían el amor o algo parecido (oh, siempre muy delicadamente y con la ausencia de problemas y tensiones más total imaginable), e incluso las matemáticas se convertían quizá no en un éxtasis declarado pero si en una diversión más. ¿Ejemplo? El niño - tendría más o menos la edad de Tank - sentado delante de una máquina de aprendizaje en cuya pantalla había un frenético ratón Mickey prisionero en el hueco de una parábola tan empinada como resbaladiza. «¡Socorro, socorro! - gritaba Mickey -. ¡Oh, estoy atrapado, salvadme!»
El doctor Sardonicus dejó escapar una risita y la parábola empezó a llenarse de agua. El nivel del líquido subió inexorablemente a lo largo de los tobillos de Mickey, por encima de sus rodillas, dejó atrás los dos botones blancos de sus pantalones cortos...
Alexa sintió una especie de cosquilleo bastante molesto en la memoria.
- Así que Y es igual a X al cuadrado más 2, ¿verdad? - el diabólico científico estaba tan enfadado que su escudo de carne empezó a parpadear revelando fugaces atisbos de la horrible calavera que había debajo -. ¡Bien, terrestre, a ver qué tal te sienta esto!
El doctor Sardonicus garabateó a toda velocidad unos cuantos signos sobre la pizarra mágica (que en realidad era un ordenador) usando el hueso de un dedo como tiza.
Y=Xz - 2
La parábola se iba cerrando. El nivel del agua llegó al mentón de Mickey y cuando abrió la boca una última ola convirtió lo que aspiraba a ser un alarido en un ridículo gorgoteo casi inaudible.
(Habían transcurrido treinta años, o quizá fueran más. La pizarra volvía a estar limpia, y Alexa había pulsado las teclas de la última ecuación, primero X al cuadrado y luego 8, y luego había pulsado la tecla de la función de sustraer. Recordaba que cuando el patético ratoncillo murió aplastado por el estrechamiento de la parábola se puso tan contenta que gritó y aplaudió.)
Tal y como era aplastado ahora en la película, tal y como había sido aplastado hasta morir cada día durante décadas en todo el mundo. Aquel libro de texto había tenido un éxito realmente fantástico.
- Hay una lección que sacar de eso - dijo Loretta Dickens Couplard.
Acababa de entrar en el despacho, y ya lo había llenado con su presencia.
- Pero no tiene mucho que ver con las parábolas - replicó Alexa antes de darse la vuelta.
Las dos mujeres se contemplaron en silencio durante unos momentos.
Y el pensamiento que surgió de la nada, inesperado y precisamente por eso un poco confuso y no muy preciso, fue «¡Qué vieja está! ¡Cómo ha cambiado!». Los veinte años que se habían limitado a mordisquear la apariencia de Alexa (veinticuatro, de hecho) habían caído sobre Loretta Couplard como un alud de nieve en una ventisca. En el año 2002 Loretta era una chica pasablemente atractiva, pero ahora no era más que una gallina clueca gorda y vieja. Alexa se puso en pie y se inclinó hacia adelante para depositar un beso en aquella mejilla rosada y blanda (mientras durara el beso ninguna de las dos tendría que contemplar la expresión entre sorprendida y horrorizada de la otra), pero el cordón de los auriculares se fue poniendo tenso y tiró de su cabeza deteniéndola cuando sólo le faltaban unos centímetros para llegar a su objetivo.
Loretta se encargó de completar el gesto.
- Bueno... - dijo después de aquel memento mori -, vamos a mi cuchitril, ¿de acuerdo?
Alexa sonrió y se desconectó del monitor.
- Basta con salir de aquí y doblar la esquina. La escuela ocupa cuatro edificios, y tres de ellos son algo así como monumentos oficiales.
Loretta la precedió por el pasillo sumido en la penumbra hablando sin parar de arquitectura. Cuando abrió la puerta que daba la calle el viento se deslizó bajo su vestido y lo convirtió en una vela. La cantidad de Lanudo Marca Registrada color naranja en que iba envuelta parecía más que suficiente para todo el velamen de un yate mediano.
La calle Setenta y siete Este no había visto mancillada su inocencia por el tráfico, con la excepción de un angosto carril para bicicletas que no parecía muy utilizado. Maceteros con gingkos puntuaban el cemento, y los tallos de hierba (auténtica) se insinuaban voluptuosamente por entre las grietas. La ciudad casi nunca se permitía el placer de conservar unas ruinas, y Alexa intentó absorber cuanto la rodeaba para grabárselo en la memoria.
(En algún sitio había visto una pared construida con inmensos bloques de piedra. Los pájaros descansaban en los huecos de los que se había desprendido el cemento e inclinaban la cabeza para contemplarla. La pared estaba debajo de un puente, un puente que había perdido su río.)
- Hace un tiempo realmente maravilloso - dijo deteniéndose al lado de un banco.
- Sí. Abril, ya se sabe...
El viento seguía divirtiéndose con el vestido de Loretta, y ésta no parecía muy dispuesta a captar la indirecta.
- Es la única época del año en qué Nueva York resulta soportable..., abril y una semana o dos de algunos octubres.
- Mmmm. Bueno, ¿por qué no hablamos aquí fuera? Por lo menos hasta que los niños se apoderen del lugar... - se sentaron en un banco y Loretta siguió hablando -. A veces pienso que me gustaría que recalificaran la calle. Los coches hacen un ruido tan relajante... Por no hablar de los sobornos que he de repartir, claro.
Dejó escapar el aire por la nariz emitiendo una especie de bocinazo impregnado de cinismo.
- ¿Sobornos?
- En el presupuesto los disfrazamos como «mantenimiento».
Contemplaron en silencio el ventoso mes de abril. Los tallos de hierba recién brotada oscilaban de un lado a otro. Mechones de cabello rojizo ondulaban sobre el rostro de Loretta, quien acabó poniéndose una mano sobre la cabeza.
- ¿Cuánto crees que cuesta conseguir que este sitio funcione durante un año escolar? Venga, di alguna cifra.
- Yo no... Nunca he pensado en... No tengo ni idea.
- Millón y medio. No llega al millón y medio, pero le falta muy
- Resulta difícil de creer - dijo Alexa, y se preguntó si podía existir algo que le importara menos.
- Y si no fuera porque la mitad de nosotros, yo incluida, cobramos directamente de Albany aún costaría mucho más.
Loretta le lanzó una mirada de placer ofendido y se embarcó en una descripción de las finanzas escolares lo bastante detallada para haber satisfecho incluso al Ángel del Apocalipsis; y Alexa pensó que ni los detalles más chocantes e inesperados de su vida privada podrían haber hecho que se sintiera más incómoda y, de hecho, un par de confidencias amistosas de una compañera de estudios a otra quizá habrían conseguido reanimar la más bien marchita intimidad que las había unido en el pasado. En los viejos tiempos Alexa había llegado a estar presente en el mismo cuarto mientras Loretta hacía el amor con el ayudante de laboratorio de Geología..., ¿o fue al revés? En cualquier caso, lo que no se podía dudar era que entonces había muy pocos secretos entre ellas, pero sacar a relucir el tema de tus ingresos personales con tan poca delicadeza y entretenerse tan minuciosamente en él... Resultaba casi escandaloso. Alexa no sabía qué cara poner.
El sinuoso curso de las indiscreciones de Loretta fue revelando poco a poco que no era tan caprichoso como parecía, y Alexa acabó comprendiendo que ocultaba un propósito. La escuela sobrevivía gracias a la ayuda de la Fundación Ballanchine, la cual no sólo aportaba cincuenta mil dólares anuales al presupuesto sino que concedía becas a treinta y dos estudiantes. Cada año la escuela tenía que reunir un nuevo rebaño de candidatos cualificados, ya que la beca dependía de que la relación entre estudiantes que pagaban y estudiantes con beca se mantuviera en el sesenta/cuarenta por ciento.
- Supongo que ahora comprenderás por qué tu llamada me pareció un auténtico regalo del cielo - dijo Loretta mientras jugueteaba nerviosamente con la enorme cremallera de su vestido.
- No, la verdad es que no lo comprendo.
¿Estaría pensando en pedirle un donativo? Dios no lo quisiera. Alexa intentó recordar qué podía haber dicho por teléfono para que Loretta se hiciera una idea tan equivocada acerca del paréntesis fiscal en el que quedaban encerrados los ingresos de G. Estaba claro que su dirección no podía haberla inducido a cometer semejante error, ya que Oeste Ochenta y Siete era una zona francamente modesta.
- Me dijiste que trabajabas para el Departamento de Beneficencia y Bienestar Social - le aclaró Loretta en el tono de quien acaba de exponer todas sus cartas.
La cremallera llegó a su afelio y empezó a descender. Alexa la contempló sin intentar ocultar su incomprensión.
- Oh, Alexa, ¿es que no te das cuenta? Puedes encargarte de buscar a nuestros candidatos.
- Pero estoy segura de que con lo grande que es la ciudad de Nueva York no podéis tener ningún problema para encontrar treinta y dos candidatos, ¿verdad? ¡Vaya, pero si me dijiste que incluso teníais una lista de espera!
- De los que pueden pagar sus estudios. La dificultad está en encontrar estudiantes que puedan aspirar a ser becados y que cumplan con los requisitos físicos. Oh, en los suburbios hay muchos chicos inteligentes, especialmente si sabes qué pruebas has de utilizar para dar con ellos, pero cuando han cumplido los diez o los once años como mucho lo habitual es que tengan el organismo destrozado. Supongo que es un resultado de la combinación de una dieta sintética barata con la falta de ejercicio - la cremallera volvió a reanudar el ascenso, pero se enganchó en un hilo de Lanudo Marca Registrada -. La beca es otorgada por la Fundación Ballanchine..., oh, cielos, fíjate en el desastre que acabo de organizar..., y tenemos que mantener las apariencias. Debemos fingir que estamos convencidos de que esos chicos acabarán convirtiéndose en bailarines o, por lo menos, que tienen ese potencial.
La cremallera se negaba a desatascarse. El movimiento de los hombros de Loretta fue separando lentamente los dos lados de la parte superior del vestido y acabó creando un inmenso escote.
- Bueno, te aseguro que mantendré los ojos abiertos - le prometió Alexa.
Loretta hizo un último intento. Algo se rompió en algún lugar del vestido. Loretta se puso en pie y consiguió lanzar una carcajada casi operística.
- Creo que será mejor que haga las reparaciones dentro, ¿te parece?
Durante el trayecto de regreso al despacho, Loretta le hizo todas las preguntas que no había formulado hasta entonces. El interrogatorio abarcó temas como qué deportes practicaba Tancred, qué programas televisivos veía, en qué asignaturas iba mejor y qué ambiciones tenía, suponiendo que tuviera alguna.
- Últimamente habla mucho de la pesca de ballenas, pero en general hemos intentado no forzarle nunca.
- Entonces supongo que lo de venir aquí es idea suya, ¿no?
- Oh, Tank ni tan siquiera sabe que hemos presentado la solicitud. G. y yo..., me refiero a Gene, mi esposo, nos llamamos el uno al otro por la inicial, ¿sabes? Bueno, pensamos que sería mejor que le dejáramos terminar el semestre de la forma más tranquila posible allí donde está matriculado ahora.
- La Escuela Comunal 166 - dijo Loretta, sólo para demostrar que había examinado la solicitud.
- Es un buen sitio para estudiar los primeros cursos, pero después de eso...
- Naturalmente. La democracia siempre puede ser llevada demasiado lejos, ¿no?
- Cierto - admitió Alexa.
Acababan de llegar a un cobertizo que tenía una parte de dormitorio, otra de despacho y otra de restaurante sin que pudiera afirmarse que era claramente alguna de las tres cosas con preferencia a las otras dos. Loretta ocultó la parte superior de su cuerpo dentro de un suéter marrón y escamoteó la todavía menos atractiva parte inferior colocándola detrás de un escritorio de roble. Apenas lo hubo hecho - Alexa se sintió dispuesta a ser más afable con ella.
- Espero que no pensarás que me estoy metiendo allí donde no me llaman.
- En absoluto.
- ¿Y el señor Miller? ¿A qué se dedica?
- Sistemas de recuperación calórica.
- Oh.
(Era el momento en el que G. siempre añadía: «Me gano la vida luchando contra la entropía». Alexa se preguntó si debería imitarle o si sería mejor dejar las cosas como estaban.)
- Bueno... Verás, la mayoría de los padres proceden de humanidades. Como nosotras, claro... Si Tancred acaba convirtiéndose en uno de nuestros estudiantes hay muy pocas probabilidades de que siga el camino tecnológico por el que tomó su padre. ¿Sabes si el señor Miller es consciente de eso?
- Ya hemos hablado del tema. Es curioso, pero... - Alexa demostró lo curioso que era dejando escapar una parca carcajada nasal -, pero la verdad es quien está más a favor de que Tank estudie aquí es G. Confieso que al principio yo pensaba matricularle en Stuyvesant.
- ¿Llegaste a presentar la solicitud?
- Sí. Aún no sé si le han aceptado o no.
- Resultaría más barato, naturalmente.
- Hemos intentado evitar que eso se convierta en una de las consideraciones a examinar. G. fue a Stuyvesant, pero no guarda muy buen recuerdo de esa época. Yo no tengo ninguna queja de la educación que recibí, pero aun así si me comparo con G. no me parece que haya enriquecido mi vida hasta un punto en el que pueda sentirme orgullosa de mi inutilidad.
- ¿Eres inútil?
- Sí, por lo menos en comparación con un ingeniero. ¡Las humanidades! ¿De qué nos han servido a nosotras? Yo soy asistenta social, y tú das clase a los chicos enseñándoles las mismas cosas que aprendimos para que cuando crezcan puedan ser... ¿Qué? En el mejor de los casos acabarán siendo asistentes sociales o se dedicarán a la enseñanza.
Loretta asintió mientras ponía expresión pensativa. Parecía estar intentando hacer un esfuerzo para no sonreír.
- Pero tu esposo no está de acuerdo con eso, ¿eh?
- Oh, él también opina que no ha sabido sacarle todo el partido posible a su vida.
Esta vez su carcajada fue sincera.
Loretta se unió a ella después de unos instantes de silencio cuidadosamente neutral.
Después tomaron café hecho con granos auténticos molidos por Loretta y lo acompañaron con unos pastelillos muy duros cubiertos de piñones. Los pastelillos habían sido importados de Sudamérica.
3
Hacia el final de su campaña contra los marcomanos el emperador Marco Aurelio escribió estas palabras: «Pensemos en el pasado. Qué inmensos han sido los cambios ocurridos en las supremacías políticas... También es posible imaginar lo que ocurrirá en el futuro, pues no cabe duda de que adoptarán la misma forma. Así pues, haber contemplado la vida humana durante cuarenta años es lo mismo que haberla contemplado durante diez mil. ¿Acaso crees que verás más de lo que ya has visto en ella?».
Querida Ruth...
Alexa escribía con bolígrafo (eran más de las once y G. estaba dormido) usando el reverso en blanco de las páginas del trabajo sobre la luna que Tank había redactado cuando estaba en quinto curso. Se acordó de que debía ponerla fecha. 12 de abril de 2025. La página había quedado equilibrada. Dio vueltas dentro de su cabeza a varios comienzos distintos para averiguar qué tal sonaban, pero todos le parecieron demasiado envarados y corteses. Su introibohabitual consistía en pedir disculpas por haber retrasado tanto el momento de contestar a la carta, pero no quería volver a utilizarlo.
(¿Qué habría dicho Bernie? «Limpia un poco la atmósfera - habría dicho -. ¡Escribe lo que realmente sientes!»)
Primero, para limpiar un poco la atmósfera...
El bolígrafo se movía lentamente creando letras grandes y muy rectas.
Debo decir que tu posdata sobre Tank me cabreó considerablemente. ¡Tú y tu tonillo «Hablo en nombre del Espíritu Santo»! Nunca te ha costado mucho pisotear mis valores, ¿verdad?
Era como abrirse paso por un océano de mantequilla de cacahuete, pero ya había empezado y ahora no le quedaba más remedio que seguir adelante.
En cuanto a Tank, su destino sigue en el fiel de la balanza. La solución ideal sería enviarle a algún sitio (barato) donde le alimentaran con migajas de todas las ciencias, artes, oficios y...
Alexa hizo una pausa esperando a que su riente diera con el último elemento de la lista.
El rugido del nuevo anuncio de Monsanto se abrió paso a través de la pared. ¡QUÉ BIEN ESTÁS CON ZAPATOS! HAY QUE VER LO BIEN QUE TE SIENTAN...
- ¡Baja el sonido! - le gritó a su hijo, y siguió escribiendo.
...modas existentes hasta que fuera lo bastante mayor para decidir por sí mismo lo que le «gustaba», pero antes que condenarle a recibir ese tipo de educación prefiero presentar su solicitud a MODICUM ahora mismo. La Escuela Lowen por lo menos tiene algo de bueno, y es que quienes estudian en ella no salen del aula convertidos en petimetres renacentistas que no sirven de nada. Mi profesión me ha permitido conocer a demasiados representantes de esa especie, y los mejores de ellos están barriendo las calles... ¡deforma ilegal!
Puede que Stuyvesant sea tan mala como dices. Sí, quizá sea una especie de Moria institucional, un altar creado especialmente para el sacrificio del único hijo que he engendrado, y hay momentos en que así lo pienso. Pero también creo - la otra mitad del tiempo, por lo menos - que es necesario hacer algún sacrificio. Ya sé que G. no te cae bien, pero G. y las personas como él son las que impiden que nuestro mundo tecnológico se caiga a pedazos. Si su hijo pudiera ser adiestrado para convertirse en actor o en soldado, ¿qué elección crees que habría hecho una matrona romana? Ya sé que quizá exagero un poco, pero supongo que comprendes a qué me refiero.
(Lo comprendes, ¿verdad?)
Alexa se dio cuenta de que lo más probable era que Ruth no comprendiera de qué estaba hablando, y tuvo que confesarse que ni ella misma estaba muy segura de lo que intentaba hacerle entender.
Al comienzo de la primera guerra mundial - los alemanes avanzaban en dirección al Marne y la ofensiva austríaca en el frente norte se dirigía hacia Polonia -, un ex maestro de secundaria de treinta y cinco años de edad que vivía en una pensión de Munich acababa de terminar el primer esbozo de lo que sería el libro más vendido en toda Alemania durante el año 1919. En su introducción escribió el siguiente pasaje:
Somos un pueblo civilizado al que se le han negado tanto los placeres primaverales del siglo xII como las cosechas del XVIII. Debemos enfrentarnos a los fríos hechos de una existencia invernal cuyo paralelo no puede hallarse en la Atenas de Pericles sino en la Roma de Augusto. Para el Occidente la grandeza en la pintura, en la música y en la arquitectura ha dejado de ser una posibilidad. Para un joven que estuviera a punto de entrar en la edad viril durante los últimos tiempos del Imperio Romano o para un estudiante en cuyo interior hirvieran todos los dispersos entusiasmos de la juventud, descubrir que algunas de sus esperanzas nunca llegarían a convertirse en realidad no tenía por qué suponer una desilusión excesivamente brutal. Y si las esperanzas que habían sido condenadas a no florecer eran precisamente las más acariciadas y queridas..., bueno, cualquier muchacho digno de convertirse en hombre sabrá no dejarse abatir y aprenderá a conformarse con lo posible y lo necesario. ¿Hay que construir un puente en Alcántara? Lo construirá, y lo hará con todo el orgullo de un buen romano. Existe una lección a extraer de esto, una lección que creo sería muy beneficiosa para las generaciones venideras porque les enseña lo que puede - y, por lo tanto, lo que debe - ser, así como lo que se encuentra excluido de las posibilidades espirituales de su época. Espero que este libro sirva para hacer que los hombres de la próxima generación se consagren a la ingeniería en vez de a la poesía, al mar en vez de a la pincelada y a la política en vez de a la epistemología. No podrán hacer nada mejor.»
Querida Ruth
Volvió a empezar la carta en el reverso de otra hoja.
Cada vez que te escribo lo hago con el convencimiento de que no entiendes ni una sola palabra. (De hecho, muchas veces ni tan siquiera llego a enviarte la carta después de haberla terminado.) No es sólo porque crea que eres estúpida, aunque supongo que lo creo, sino que has conseguido dominar hasta tal punto esa dificilísima forma de la deshonestidad a la que llamas «fe» que ya no eres capaz de ver el mundo tal y como realmente es.
Y sin embargo... (contigo nunca se puede prescindir de ese «y sin embargo» que te redime)..., sigo invitándote a que me malinterpretes y a que no me comprendas igual que invito a Merriam a la villa. Merriam - ¿todavía no te la he presentado? - es mi última transfiguración de ti, una judía terriblemente sexy y altamente cristiana que sigue a la herejía de la misma forma que otras mujeres siguen los espectáculos del circo. En sus peores momentos puede ser tan sentenciosa como tú en los tuyos, pero hay otros momentos en los que estoy convencida de que realmente experimenta..., bueno, experimenta lo que sea de una forma distinta a la mía. Puedes llamarlo su espiritualidad, aunque esa palabra siempre hace que me pique todo. Por ejemplo, podemos estar en el jardín contemplando a los colibríes o cualquier cosa por el estilo y Merriam se va quedando absorta en sus pensamientos, y éstos parecen brillar en su interior igual que la llama dentro de una lámpara de alabastro.
Pero no puedo evitar el preguntarme si todo esto no es más que una ilusión. Hasta la persona más imbécil acaba aprendiendo más tarde o más temprano a conseguir que sus silencios parezcan cargados de un sentido oculto que no puede expresarse en voz alta. Una sola palabra puede extinguir la llama que arde dentro de la lámpara. ¡Esa espiritualidad vuestra es tan hosca y tiene tan poco sentido del humor! «Me he aficionado a hacer cestos...» ¡Oh, no me extraña!
Y sin embargo... Me encantaría - y esto es una confesión - meter algunas cosas dentro de una bolsa de viaje, coger el avión hasta Idaho y aprender a estarme quieta y hacer cestas o cualquier otra estupidez por el estilo, siempre que eso me permitiera librarme del peso de la vida que llevo aquí. ¡Aprender a respirar! A veces Nueva York me aterra y lo normal es que me dé miedo, y los momentos de Gran Civilización que se supone compensan el peligro y el dolor de vivir aquí van haciéndose menos frecuentes a medida que envejezco. Sí, me encantaría rendirme a tu forma de vida (si dejo volar mi fantasía me imagino que lo encontraría muy parecido a ser violada por un negro inmenso y mudo que al final acabaría revelando ser infinitamente bueno y cariñoso), aunque ya sabes que nunca lo haré. Así pues, el que estés viviendo en plena naturaleza salvaje redimiendo mis pecados urbanos igual que si fueras una estilita de la antigüedad es muy importante para mí.
Mientras tanto seguiré haciendo lo que creo que debo hacer. (¡Después de todo, somos hijas de un almirante!) La ciudad se está hundiendo pero, naturalmente, la ciudad siempre se ha estado hundiendo, ¿no? El milagro es que aún quede algo que siga funcionando, que no se limite a...
La segunda página de la segunda carta ya estaba llena. Alexa la releyó y comprendió que jamás podría enviársela a su hermana. Su relación ya era bastante frágil, y no sería capaz de soportar el peso de tanta sinceridad; pero aun así decidió terminar la frase.
...derrumbarse.
Un cuarto de milenio después de las Meditaciones y quinientos años antes de La decadencia de Occidente, Salviano, un sacerdote de Marsella, describió el proceso mediante el que los ciudadanos libres de Roma estaban siendo gradualmente reducidos a la condición de siervos. Las clases altas habían alterado las leyes que regulaban los impuestos para adaptarlas a sus conveniencias, y no contentas con ello manipularon la administración de justicia para extraer todavía más beneficios de su funcionamiento cotidiano. Todo el peso del mantenimiento del ejército - y el ejército de Roma era muy numeroso, naturalmente, una auténtica nación dentro de la nación recayó sobre las espaldas de los pobres. Los pobres se hicieron aún más pobres. Acabaron reducidos a un estado de miseria tan abyecta que algunos huyeron de sus aldeas para vivir entre los bárbaros, a pesar (tal y como observa Salviano) de que éstos olían muy mal. Otros - los que vivían lejos de las fronteras -, se convirtieron en bagaudae, o vándalos vernáculos; pero la mayoría seguía estando atada a la tierra por los lazos de sus propiedades y sus familias. Estos pobres no tuvieron más remedio que aceptar las condiciones impuestas por los ricos potentiores y les fueron entregando sus casas, sus tierras, sus posesiones y, por último, incluso la libertad de sus hijos. El número de nacimientos fue disminuyendo. Toda Italia se convirtió en un erial. Los emperadores se vieron obligados a invitar una y otra vez a los bárbaros menos salvajes a que cruzaran las fronteras para «colonizar» las granjas abandonadas.
El estado de las ciudades en aquella época era aún peor que el del campo. Incendiadas y saqueadas primero por los bárbaros y luego por las tropas (casi todos los soldados se reclutaban en tierras cercanas al Danubio) que habían sido enviadas para expulsar a esos invasores, las ciudades existían meramente como gigantescas extensiones de ruinas, si es que continuaban existiendo. «No cabe duda de que nadie deseaba morir - escribe Salviano -, pero nadie hizo nada para escapar a la muerte», y el sacerdote termina su exposición dando la bienvenida a los godos que se instalaron en la Galia y en España por considerar que significaban la liberación del despotismo de un gobierno totalmente corrompido.
Mi querido Gargilio, escribió Alexa.
Vivimos uno de esos días espantosos que tan frecuentes son ahora, y ya hace semanas que todo me parece horrible. Lluvia, barro y rumores de que Radiguesis está al norte de la ciudad, al oeste de la ciudad, al este de la ciudad..., en fin, por todas partes a la vez. Los esclavos están muy inquietos y preocupados, pero de momento sólo dos han huido para alistarse en el ejército de quien aspira a conquistarnos. En general puede decirse que no nos ha ido tan mal como a nuestros vecinos. Arcadio se ha quedado solo con ese cocinero suyo que tiene una idea tan equivocada de para qué sirve el ajo (¡es la única persona que debería haberse unido a los bárbaros!), y Ajo única la joven egipcia que trajo consigo al volver de su viaje. La pobrecita no habla ningún lenguaje conocido, y probablemente nadie le ha dicho que el mundo se está aproximando a su fin. En cuanto a los dos esclavos que hemos perdido, Patrobas siempre estaba causando problemas y me alegro de que ya no esté con nosotros. Lamento decirte que el otro era Timarcio, el joven en el que habías puesto tantas esperanzas. El pobre tuvo una de sus crisis de mal genio, rompió el brazo izquierdo del luchador que está junto al estanque y en cuanto comprendió lo que había hecho supongo que no le quedó más remedio que marcharse. O quizá fuese al revés, claro. Quizá destrozó la estatua como gesto de despedida... En fin, Silvano afirma que se la puede reparar, aunque no hay forma de impedir que el daño sea visible.
La confianza que siempre he tenido en el Ejército no ha disminuido en lo más mínimo, querido, pero creo que será más prudente cerrar la villa hasta que los rumores se hayan calmado un poco. Hablaré con Silvano - ¿en qué otra persona puedo confiar ahora? - y le pediré que me ayude a enterrar el plato, las cabeceras de la cama y las tres ánforas de vino de Falernia que quedan en algún lugar lo suficientemente secreto (tal y como acordamos la última vez que nos vimos). En cuanto a los libros, me llevaré conmigo los más importantes y valiosos. Ojalá tuviera aunque sólo fuese una brizna de buenas noticias que comunicarte... Dejando aparte el que estoy sola, me encuentro bien de salud y estoy bastante animada. Desearía que no estuvieras a tantos kilómetros...
Alexa tachó la palabra «kilómetros» y la sustituyó por «estadios».
...de aquí.
Y durante un instante, apenas lo que tardan en moverse los párpados para cubrir el iris, Alexa contempló toda su vida en el espejo del arte y pudo verla del revés. Ya no era un ama de casa moderna que se imaginaba a sí misma adoptando posturas clásicas. El pasado se endureció y se convirtió en presente, y Alexa tuvo la impresión de que podía ver con toda claridad a través del abismo de los años y contempló a la otra Alexa, el lamentable yo contemporáneo que normalmente conseguía rehuir, una mujer de voz estridente vestida con un traje ridículo que no había sabido enfrentarse a las pequeñas exigencias de su familia y de su carrera. La otra Alexa era una fracasada o (y eso quizá fuese todavía peor), una mediocre.
- Y sin embargo... - murmuró para sí misma.
Y sin embargo... ¿Acaso no era cierto que el mundo necesitaba personas como ella para seguir existiendo?
La visión sólo había durado un momento. La pregunta le había devuelto la perspectiva dentro de la que se sentía más cómoda, y Alexa comprendió que terminaría su epístola a Gargilio con algún testimonio de afecto tan conmovedor como sincero. Escribiría que...
Pero su bolígrafo había desaparecido. No estaba encima del escritorio, no estaba encima de la alfombra, no estaba dentro de su bolsillo.
Los ruidos de arriba ya habían empezado.
Faltaban dos minutos para las doce. Podía quejarse sin parecer quisquillosa, cierto, pero no tenía ni idea de quién ocupaba el apartamento de arriba y ni tan siquiera estaba muy segura de que los ruidos vinieran de allí. Cheng-cheng. Y luego, después de unos momentos de silencio, otra vez. Cheng-cheng...
- ¿Alexa?
No consiguió localizar el origen de la voz (¿una mujer?) que acababa de pronunciar su nombre. No había nadie más en el cuarto.
- Alexa.
Tancred estaba inmóvil en el umbral. El viejo chal de seda anudado alrededor de sus caderas - limón sobre chocolate - hacía que pareciese un Cupido.
- Me has asustado.
La mano izquierda de Alexa subió hasta sus labios en un gesto totalmente automático, y allí estaba el bolígrafo devuelto repentinamente a la existencia.
- No podía dormir. ¿Qué hora es?
Tancred fue hacia el escritorio sin hacer ningún ruido y volvió a quedarse inmóvil con una mano sobre el brazo de una silla, los hombros a la misma altura que los suyos y el fulgor de su mirada tan brillante e implacable como el de un rayo láser.
- Es medianoche.
- ¿Podemos jugar un rato a las cartas?
- ¿Y qué pasará mañana?
- Oh, te prometo que me levantaré a la hora de siempre.
G. siempre acompañaba la súplica de algún favor con una gran sonrisa. Tancred, más experto en los misterios de la táctica que él, siempre permanecía lo más solemne posible.
- Bueno, ve a buscar las cartas. Una partida y luego los dos tendremos que ir a la cama, ¿de acuerdo?
Tancred salió del cuarto y Alexa arrancó las páginas de «Lo que la Luna significa para mí» en cuyo reverso había estado escribiendo. Un rostro recortado de una revista se despegó de una página y cayó aleteando lentamente hasta posarse sobre la alfombra. Alexa se inclinó y lo recogió.
- ¿Qué estabas escribiendo? - preguntó Tancred mientras empezaba a barajar las cartas con gran habilidad.
- Nada. Un poema.
- Hace tiempo escribí un poema - admitió Tancred como disculpándola.
Alexa cortó y Tancred empezó a repartir las cartas.
Alexa observó el rostro recortado de la revista. Su obvia edad no impedía que pareciese extrañamente desprovisto de experiencia, como si fuera un actor muy joven maquillado para interpretar a un anciano. Los ojos contemplaban al objetivo con la tranquila impasibilidad típica de una estrella.
- ¿Quién es? - tuvo que acabar preguntando Alexa.
- ¡Ese! ¿No sabes quién es? A ver si lo adivinas.
- ¿Algún cantante?
(¿Sería posible que fuera Don Hershey? ¿Ya?)
- Es el último astronauta. Ya sabes, los tres que llegaron a la Luna... Los otros dos han muerto - Tank cogió la foto recortada y la colocó sobre la página del trabajo en la que había estado pegada -. Supongo que él también llevará algún tiempo muerto. Bueno, empiezas tú.
4
Desde los tiempos de Roma hasta los últimos años del siglo xx una pequeña ensenada que se encuentra al sur de la costa de Bretaña conocida con el nombre de bahía de Morbihan había aprovisionado al mundo con las ostras reproductoras más deliciosas de todo el planeta. A finales de los años 80 los pescadores de ostras de Locmariaquere hicieron el alarmante descubrimiento de que sus ostras se debilitaban y enfermaban al ser trasladadas a otros viveros, y antes de que hubiera transcurrido mucho tiempo incluso aquellas que habían permanecido en sus aguas nativas se volvieron incomestibles. Los investigadores contratados por el departement de Morbihan pusieron manos a la obra y acabaron atribuyendo la culpa de lo ocurrido a los desechos tóxicos arrojados en el estuario del Loira unos noventa kilómetros costa abajo. (Lo más irónico de todo quizá fuese el que la empresa contaminante era una rama subsidiaria de la multinacional farmacéutica que abastecía de productos químicos a los investigadores.) Por desgracia, cuando se hubo descubierto todo aquello la ostra de Morbihan ya se había extinguido, pero la muerte de la especie dejó un último legado a la humanidad, el don inestimable de la perla monomolecular conocida como Morbihanina.
La Morbihanina sintetizada por los laboratorios Pfizer no tardó en ser la droga más popular en todos los países donde no estaba prohibida, y lo normal era tomarla acompañada por alguna otra droga tradicional para formar una combinación que suavizara sus efectos. Combinada con cafeína se convirtió en el Kafé; modificada por agentes narcóticos invadió el mercado como Oralina; los tranquilizantes la convirtieron en el popularísimo Olvido. Su forma pura sin refinar sólo era utilizada por el aproximadamente medio millón de integrantes de la élite intelectual que practicaba el Análisis Histórico.
La Morbihanina sin modificar provoca un estado de «ensoñación» experimentado de una forma muy intensa por el sujeto durante el que las relaciones normales existentes entre la figura y el campo quedan invertidas. Las alucinaciones provocadas por la droga siempre tienen en común que el yo permanece constante e inalterable mientras el ambiente sufre el mismo tipo de transformación que se da en los sueños. Quien toma Morbihanina descubre que una vez transcurrido el período inicial de «ajuste» el paisaje en el que habita no resulta mucho más maleable que el del mundo cotidiano, pero es consciente de que incluso el acto más insignificante que lleve a cabo dentro de ese paisaje es una elección libre y espontánea determinada por su voluntad. La Morbihanina hizo posible soñar de una forma responsable.
Lo que determina los contornos del mundo alternativo es la suma de conocimientos que se posean sobre el período al que el sujeto decida «ajustarse» durante sus primeros viajes con la droga. Si se prescindía de las investigaciones históricas sólo se podía aspirar a una vida de fantasía tan monótona como los pornos de la programación de madrugada; y, lógicamente, la inmensa mayoría de usuarios prefería el suave colocón multidireccional provocado por la Oralina, esa ilusión eufórica de que podías ser libre hicieras lo que hicieras y fueras adonde fueses.
Pero aun así quedaba una élite convencida de que los mucho menos accesibles placeres de la Voluntad Pura justificaban sobradamente el esfuerzo que se necesitaba para gozar de ellos. Un siglo antes las personas que eran de ese parecer se habían cubierto con las cada vez más inútiles licenciaturas en humanidades y habían invadido las facultades de letras hasta dejarlas atestadas. Ahora y gracias a la Morbihanina las ingentes cantidades de historia que los eruditos absorbían y estudiaban incesantemente hasta el final de sus días por fin iban a servir de algo.
Los analizados habían discutido muchas veces entre ellos si el Análisis Histórico era la mejor forma de resolver tus problemas o la mejor forma de escapar a ellos. Los elementos de la psicoterapia y el entretenimiento vicario se unían hasta formar un nudo inextricable. El pasado se convertía en una especie de inmenso gimnasio moral en el que algunos preferían los esfuerzos y sudores de la sala de pesas de la Revolución Francesa o la Conquista del Perú mientras otros se pavoneaban sobre el trampolín de la Venecia de Casanova o el Nueva York de Delmonico.
En cuanto el sujeto se había «ajustado» a un período histórico determinado - normalmente con la ayuda de un experto en esa época -, la libertad de abandonarlo por otro era tan inexistente como la de dar un paseo que te sacara del mes de julio. Alexa, por ejemplo, estaba confinada a un período de menos de ochenta años, desde su nacimiento en el 334 (que, y no por pura casualidad, era el número de uno de los edificios de la calle Este Once que estaban bajo su responsabilidad en las oficinas de MODICUM donde trabajaba) hasta el hermoso anochecer rosado en que la dos veces enviudada Alexa moriría de un infarto después de haber regresado de una vida entera en provincias, falleciendo apaciblemente pocos días antes del Saqueo de Roma que la providencia divina le ahorraría ver y padecer. Si intentaba atravesar la barrera del año 334 o el 410 mientras mantenía el contacto sólo experimentaba un leve y confuso parpadeo pastoral - hojas, nubes, un vaso de contornos borrosos que parecía estar lleno de agua, los sonidos de una respiración dificultosa, el olor de los melones medio podridos -, curiosamente parecido a la carta de ajuste de una cadena televisiva eterna para la que no existiera el tiempo.
El viernes por la mañana hacía mal tiempo, pero Alexa no se dejó intimidar. Recorrió las galerías comerciales del sur de la ciudad y se presentó en el despacho de Bernie con diez minutos de adelanto. El panel de fibra plástica de la puerta de entrada mostraba un agujero de buen tamaño, y el mobiliario se hallaba en un estado de auténtico delirio. El sofá había sido abierto a cuchilladas, y sus entrañas parecían adornar las ruinas.
- Pero - observó Bernie con voz jovial mientras barría las pelusas y el polvillo de yeso -gracias a Dios no llegaron a entrar en el despacho. Allí dentro sí que podrían haber hecho verdaderos estragos.
- Tú siempre viendo el lado bueno de las cosas, ¿eh?
- Bueno, siempre he estado convencido de que éste es el mejor de todos los mundos posibles.
No cabía duda de que Bernie había decidido relajarse un poco aceptando los consuelos de la química, pero Alexa pensó que cualquier persona rodeada por toda aquella destrucción habría hecho lo mismo.
- ¿Sabes quién ha sido?
Cogió un trozo de yeso del banco y lo dejó caer dentro de la papelera de Bernie.
- Oh, creo que sí. Un par de chicas que me envió el Consejo llevaban meses amenazándome con destruirlo todo. Espero que hayan sido ellas, porque en cuanto esté seguro enviaré la factura al Consejo y dejaré que se hagan cargo de los gastos.
A diferencia de la gran mayoría de psicoterapeutas, Bernie Shaw no sobrevivía gracias a los honorarios que le pagaban sus pacientes y, a diferencia de la gran mayoría de sus colegas, no daba clases en alguna institución de enseñanza. Bernie recibía una relativamente sustanciosa remuneración mensual del Consejo de la Juventud del barrio conocido como Cocina del Infierno a cambio de sus servicios ocasionales como Lector y Asesor. Bernie tenía un tío que era miembro de la junta directiva del Consejo.
- Lo que, realmente, es muy parecido al Análisis Histórico - solía explicar en las fiestas (y gracias a ese mismo tío Bernie era invitado a algunas fiestas francamente soberbias) - dejando aparte el que no tiene nada que ver con la historia o el análisis terapéutico.
Bernie terminó de llenar la papelera, se colocó sus modales de profesional como si fueran un par de guantes y fue hacia el despacho interior a prueba de vándalos con Alexa detrás. Los rasgos de Bernie se habían congelado convirtiéndose en una mascara de apostura inmóvil e inanimada. Su voz se enronqueció hasta recordar el ronroneo de un barítono. Sus manos se transformaron en una roca impoluta de contornos pulcros y precisos, una metáfora de la meditación que se apresuró a colocar sobre el centro de su escritorio.
Alexa y Bernie se contemplaron en silencio el uno al otro durante unos momentos con la roca interponiéndose entre ellos y empezaron a comentar la otra vida interior de Alexa. El primer tema examinado fue el dinero, después vino el sexo y, a continuación, los aspectos que no se hallaban incluidos en ninguno de esos dos apartados.
En lo referente al dinero, Alexa pronto tendría que decidir si aceptaba la ya vieja oferta de adquirir sus melonares que le había hecho Arcadio. El precio resultaba tentador, pero reconciliar la venta de la tierra - y de una tierra que era todo su patrimonio, además - con el presumir de virtudes republicanas parecía bastante problemático. Por otra parte, la tierra en cuestión difícilmente podía ser considerada como ancestral, pues había sido adquirida en una de las últimas especulaciones que Popilio hizo antes de su muerte.
(Popilio Flaminio, el padre de Alexa - nacido el año 276, muerto el 354 -, pasó la mayor parte de su existencia como senador romano relativamente empobrecido. Después de años de vacilaciones decidió seguir el mismo camino que el Imperio y se desplazó en dirección este hasta su nueva capital. La consecuencia más inmediata para Alexa, quien por aquel entonces tenía once años, fue que un día muy hermoso se encontró subida a un carro de bueyes mientras se le decía que agitara la mano despidiéndose de la hija del superintendente de la casa de apartamentos en la que habían vivido hasta entonces, una hermosa joven que era retrasada mental. El viaje a Bizancio les llevó doscientos estadios hacia el norte y ni un solo metro hacia el este, pues Popilio Flaminio no tardó en descubrir que la franja púrpura de senador que de tan poco le había servido en Roma era una auténtica ventaja social y financiera en los pueblos esparcidos por las colinas de la Galia Cisalpina. Cuando se casó con Gargilio la reputación local de Alexa ya había ascendido a la de heredera apetecible.)
Bernie sacó a relucir el tema de su posición legal, pero Alexa pudo replicar explicándole que Domiciano había vuelto a poner en vigor las leyes julianas concernientes a los derechos de propiedad de las mujeres casadas. Legalmente los campos eran suyos, y podía venderlos cuando quisiera.
- La pregunta sigue estando ahí. ¿Crees que debería venderlos?
La respuesta seguía siendo el no inflexible de siempre, y no porque hubiera heredado los campos de su padre (quien probablemente le habría aconsejado que se embolsara el dinero y se largara de allí lo más deprisa posible), sino porque tanto su fidelidad como su devoción estaban consagradas a entes situados en una escala muy superior. ¡Roma! ¡La libertad! ¡La civilización! El deber la ataba a aquel navío en llamas. Alexa sabía que el navío no estaba ardiendo, naturalmente. Uno de los problemas más considerables del análisis era conseguir que la Alexa histórica siguiera siendo inocente y que ignorara el hecho de que estaba librando una batalla perdida, al menos a corto plazo. Quizá tuviera sus sospechas - ¿y quién no las tenía por aquel entonces? -, pero incluso en tal caso sus dudas eran más una fuente de firmeza y seguridad en sí misma que de abatimiento y vacilaciones. Una batalla perdida no es lo mismo que una causa perdida, y quien lo pusiera en duda sólo tenía que pensar en las Termópilas.
La transfiguración contemporánea de esa tentación - el si debía conservar su empleo en MODICUM o abandonarlo - parecía ser otra hidra capaz de sobrevivir incluso a sus decisiones más tenaces amenazándola con una nueva floración de cabezas. Alexa casi nunca disfrutaba con su trabajo, y solía sospechar que la inmensa maquinaria del servicio de bienestar y asistencia social quizá estuviera -, haciendo más mal que bien. El sueldo que le pagaban cubría a duras penas los gastos extra en que incurría a causa de su trabajo, y en y esas circunstancias el deber era un artículo de fe tan espinoso como, la resurrección del cuerpo. Aun así sólo esa fe - y una vaga convicción de que una ciudad tendría que ser un sitio en el cual se pudiera, vivir - la ayudaban a resistir el suave pero continuo tirón con que; G. intentaba llevarla a los suburbios.
En cuanto al sexo, tanto Alexa como Bernie se guiaban por el acuerdo tácito de terminar con él lo más deprisa posible, quizá porque los tres o cuatro meses últimos habían estado agradablemente desprovistos de aventuras o emociones. Cuando se permitía una ensoñación con el único objetivo de distraerse y pasarlo bien ésta casi siempre giraba en torno a una barbacoa, no a una orgía. Alexa compensaba sus temporadas de régimen en el presente con rachas de excesos exquisitos en el pasado, fantasías que tomaba prestadas a Petronio, Juvenal o a Plinio el Joven. Ensaladas de lechuga, puerros y menta, el queso de Trébula; bandejas llenas de aceitunas de, Picenumino, pepinillos de España y huevos cortados en rodajitas; un corderito asado - el más tierno de todo su rebaño, en cuya carne aún había más leche que sangre -espárragos cubiertos con el anacronismo voluntario que suponía una espesa capa de salsa holandesa; peras e higos de Quíos, ciruelas de Damasco... Además, cualquier conversación sobre el sexo que no fuera estrictamente; necesaria tendía a hacer que Bernie acabara poniéndose bastante nervioso.
Un pequeño lago de silencio surgió de la nada y se materializó; entre ellos cuando aún faltaban quince minutos para el final de la entrevista. Alexa hurgó en los recuerdos de la semana buscando; una anécdota que poner a flote. ¿La carta a Merriam que había escrito anoche? No, Bernie la acusaría de haber sucumbido al pe cado literario.
El laguito se iba haciendo más grande.
- La noche del lunes... - empezó a decir Alexa -. La noche del lunes tuve un sueño.
- Oh, ¿sí?
- Creo que era un sueño. Quizá jugué un poco con él antes de quedarme dormida del todo.
- Ah.
- Estaba bailando en la calle con un montón de mujeres a mi alrededor. De hecho, me parece que yo era su líder... Bajamos por Broadway, pero recuerdo que yo llevaba puesto un palla.
- Eso es un dicronatismo.
El tono de voz empleado por Bernie no podía ser más severo.
- Sí, pero ya te he dicho que estaba soñando. Después me encontré dentro del Museo Metropolitano. Tenía que hacer un sacrificio, ¿sabes?
- ¿Animal? ¿Humano?
- Una cosa o la otra, no me acuerdo.
- Los sacrificios con derramamiento de sangre fueron prohibidos el año 341.
- Sí, pero cuando había una crisis las autoridades siempre hacían la vista gorda. Durante el asedio de Florencia del año 405, que tuvo lugar bastante tiempo después de la destrucción de los templos...
- Oh, muy bien - Bernie cerró los ojos, lo que equivalía a admitir que Alexa se había anotado un tanto -. Bien, así que los bárbaros vuelven a prepararse para derribar las puertas... - los bárbaros siempre estaban a punto de derribar las puertas de Alexa. Bernie tenía la teoría de que esa obsesión era un resultado de que su esposo llevara un poco de sangre negra en las venas -. ¿Y qué ocurrió después?
- Es todo lo que recuerdo, salvo un detalle de la primera fase del sueño. Broadway estaba lleno de zanjas que parecían letrinas, y había montones de bebés muertos tirados en ellas.
- A comienzos del siglo tercero el infanticidio ya era un crimen castigado con la pena capital - observó Bernie.
- Probablemente porque estaba empezando a resultar excesivamente común.
Bernie cerró los ojos y volvió a abrirlos.
- ¿Te han practicado algún aborto? - preguntó.
- Una vez. Hace siglos, cuando estaba en la secundaria... Pero recuerdo que no me sentí muy culpable.
- ¿Y qué clase de sentimientos te inspiraban los bebés de tus sueños?
- Ira, porque me parecía deplorable que los hubieran tirado allí. Aparte de eso, no eran más que un hecho - Alexa bajó la cabeza, se examinó las manos y pensó que parecían demasiado grandes, sobre todo los nudillos -. Como un rostro en una revista.
Alzó la cabeza y contempló las manos de Bernie, inmóviles sobre el escritorio. Un segundo silencio empezó a formarse entre ellos, pero ahora de una forma elegante y natural, sin la más mínima incomodidad. Alexa recordó el momento en el que se había encontrado sola en la calle. La luz del sol, el placer que había sentido... Era como si el que la gente abandonara a sus bebés para que muriesen fue algo perfectamente lógico y razonable. No había que olvidar lo que Loretta le había dicho ayer - «Ya ni tan siquiera lo intento» -, pero se trataba de algo que iba más allá de eso, como si todo el mundo hubiera acabado convenciéndose de que Roma, la civilización y todo lo que estaba en juego ya no se merecían tantos esfuerzos, ya fueran los de Alexa o los de otra persona. Cada infanticidio era el acto bondadoso de un filósofo.
- Paparruchas - dijo Bernie después de que Alexa intentara explicarle todo aquello de cuatro o cinco formas distintas -. Nadie empieza a ver el declinar de su cultura hasta que cumple los cuarenta años, y a partir de esa edad todo el mundo es consciente de que las cosas van cuesta abajo.
- Pero me parece que las cosas llevan doscientos años yendo cuesta abajo, ¿no?
- O trescientos, o cuatrocientos.
- Los campos se habían convertido en desiertos. Podía verlo con mis propios ojos, ¿entiendes? Fíjate en la escultura o en la arquitectura.
- Resulta muy fácil de percibir si cuentas con la ventaja que te da el verlo desde el futuro. Pero ellos... Ellos podían llegar a ser todo lo ciegos que les exigiera su comodidad presente. Poetastros triviales como Ausonio fueron considerados los iguales de Virgilio e incluso de Homero, y los cristianos... Bueno, el mero hecho de poder abandonar la clandestinidad hizo que enloquecieran de optimismo. Esperaban ver la ciudad de Dios brotando del suelo delante de sus narices tan deprisa como si fuese un proyecto de renovación urbana decretado por el emperador.
- De acuerdo, entonces explícame qué hacían allí todos esos bebés muertos.
- Explícame tú qué hacían allí los vivos. Por cierto, eso me recuerda que la semana pasada aún no habías tomado una decisión respecto al futuro de Tancred.
- Envié la carta esta mañana junto con el cheque.
- ¿Adónde?
- A Stuyvesant.
La roca que reposaba sobre el escritorio se partió convirtiéndose en dos manos.
- Bien... Ahí lo tienes.
- ¿El qué?
- Una interpretación de tu sueño. El sacrificio de sangre que estabas dispuesta a hacer para salvar la ciudad, los bebés en las zanjas... Tu hijo.
Alexa lo negó.
5
Hacia las tres de esa tarde quienes estaban en la calle ya no podían ver la parte superior de los edificios. Alexa salió del trabajo, caminó bajo una llovizna tibia cruzando la ciudad en sentido transversal y acabó tomando el metro para ir a la calle Este Catorce. La discusión mantenida con Bernie había seguido desarrollándose en su interior durante todo el trayecto como si fuera un juguete accionado por pilas, una muñeca provista de una cinta que se queja después de cada golpe repitiendo una y otra vez los mismos lamentos. «¡Oh, no vuelvas a hacer eso! ¡Oh, no, no, por favor, no, no puedo soportarlo!»
Captó el olor de la grasa del Gran San Juan antes de dejar atrás el torniquete, y pensó en una inmensa extensión de cebolla puntuada con ñames. Cuando salió a la calle la boca ya se le hacía agua. Habría comprado una bolsa de cuarto de kilo, pero había tres anillos concéntricos de clientes apelotonados alrededor del mostrador (la temporada de béisbol había empezado..., ¿ya?), y entonces vio a Lottie Hanson delante de la rejilla. Los ñames no merecían que se expusiera al riesgo de soportar una conversación con ella. La sofocante sexualidad de Lottie siempre la afectaba de una forma inexplicable, y estar cerca de ella la hacía sentirse tan deprimida como si acabara de entrar en una habitación llena de flores recién cortadas.
Cruzó la Tercera Avenida por entre la Once y la Doce y un sonido se aproximó velozmente a ella creciendo de intensidad en un segundo desde el zumbido hasta el rugido. Alexa giró sobre sí misma y escrutó la neblina grisácea intentando localizar el camión enloquecido o...
El sonido se alejó tan deprisa como había llegado. La calle estaba vacía. Los semáforos de la manzana siguiente parpadearon y se pusieron en verde. Alexa logró llegar a la acera antes de que el tráfico - un autobús y dos Yamaha muy ruidosas -, hubieran alcanzado la segunda raya del paso cebra. Su estúpido corazón sucumbió al terror varios latidos después de que su mente hubiese comprendido lo que ocurría y empezó a palpitar salvajemente.
Un helicóptero, no cabía duda, pero nunca había oído a uno que volara tan bajo.
Las rodillas le temblaban de tal forma que se vio obligada a apoyarse en una boca de riego. Mucho tiempo después de que el zumbido lejano se hubiera confundido con el estrépito general del mediodía, sus glándulas seguían estando lo suficientemente alteradas para que le costara mantenerse en pie.
Marylou Levin había ocupado el sitio de su madre, y estaba inmóvil en la esquina con la escoba en una mano y el cubo de basura junto a ella. Marylou era una chica algo torpe, no muy guapa y siempre ansiosa de complacer a todo el mundo que acabaría cuidando niños en el turno de día, a menos que - y probablemente eso resultaría más beneficioso tanto para Marylou como para la sociedad -, decidiera continuar la tradición de su madre y renovara su licencia de limpiadora.
Alexa dejó caer un centavo dentro de la lata. La chica apartó la mirada de su comic, alzó la cabeza hacia ella y le dio las gracias.
- ¿Dónde está tu madre, Marylou? Esperaba encontrarla aquí.
- Está en casa.
- Tengo un impreso que debe rellenar. No me acordé de traérselo la última vez, y los del departamento han empezado a ponerse un poco nerviosos.
- Bueno, pues está durmiendo - Marylou volvió a concentrar su atención en el tebeo, una historia muy triste sobre caballos en un circo de Dallas -. Me sustituirá a las cuatro - se acordó de añadir antes de desconectarse del mundo.
Eso significaba esperar o subir hasta el piso diecisiete. Si el impreso M-28 no había salido de la sección de Blake mañana la señora Levin podía perder su apartamento (se sabía que Blake había llegado a hacer cosas mucho peores), y todo por culpa de Alexa.
Normalmente lo único que le molestaba de la escalera era el mal olor general, pero el ejercicio físico del día la había dejado sin fuerzas. Un cansancio parecido al que sentiría si llevase horas cargando con varias bolsas de la compra llenas fue agudizándose y acabó decidiendo centrarse en la parte inferior de su espalda. Cuando llegó al noveno piso hizo una parada en el apartamento del señor Anderson para escuchar cómo aquel pobre viejo capaz de aburrir hasta a los muertos se quejaba de la amplia gama de ingratitudes de que le hacía objeto su hija adoptiva. (Aunque la palabra «inquilina» habría descrito la relación que les unía de una forma mucho más precisa.) Los gatos y los gatitos se dedicaron a trepar por encima de Alexa, se frotaron contra ella y consiguieron arrancarle unas cuantas caricias.
Las piernas volvieron a fallarle dos pisos más arriba. Alexa se sentó sobre el último peldaño del tramo, y descansó un rato mientras escuchaba el híbrido sonoro curiosamente apremiante e imposible de ignorar creado por el noticiario que llegaba de arriba y la canción que atronaba abajo. Sus oídos se distrajeron filtrando meticulosamente las frases en castellano hasta obtener palabras latinas.
«Imagínate lo que sería vivir aquí...», pensó. Se preguntó si el paso del tiempo haría que sus sentidos se fueran embotando, y llegó a la conclusión de que era la única forma de sobrevivir en un lugar semejante.
Lottie Hanson llegó al rellano de abajo y entró en el campo visual de Alexa. Estaba jadeando, y se agarraba a la barandilla. Vio a Alexa sentada en el peldaño, se alisó la peluca que goteaba agua con unas rápidas palmaditas - era consciente de que debía estar lo más guapa posible en su honor - y le sonrió.
- Cielos, es... - tragó aire y movió la mano delante de su rostro en un gesto puramente decorativo -. Es emocionante, ¿verdad?
Alexa le preguntó qué le parecía tan emocionante.
- El bombardeo.
- ¿El bombardeo?
- Oh, ¿aún no se ha enterado? Están bombardeando Nueva York. En la televisión han enseñado el sitio donde cayó. ¡Estos peldaños! - se derrumbó junto a Alexa dejando escapar un resoplido tan ruidoso como prolongado. El olor a comida que le había parecido tan apetitoso cuando estaba delante del puesto del Gran San Juan perdió repentinamente todo su atractivo -. Pero no han podido enseñar... - movió una mano y Alexa tuvo que admitir que Lottie tenía unas manos muy hermosas, y que las movía con mucha gracia - el avión. Por culpa de la niebla, ¿sabe?
- ¿Quién está bombardeando Nueva York?
- Supongo que los radicales. Es una especie de protesta contra alguna cosa.
Lottie Hanson bajó la mirada y contempló el rápido subir y bajar de sus pechos.
La importancia de las noticias de que era portadora hacía que se sintiera muy complacida de sí misma, y esperó la siguiente pregunta con el rostro encendido por el placer.
Pero Alexa ya había empezado a hacer sus cálculos sin esperar la llegada de más datos que unir a aquellos con los que ya contaba. La idea le había parecido inevitable apenas oyó las primeras palabras de Lottie. La ciudad estaba pidiendo a gritos que la bombardearan, y lo realmente asombroso era que a nadie se le hubiese ocurrido hacerlo antes.
Cuando por fin le hizo otra pregunta a Lottie escogió una dirección que ésta no se esperaba.
- ¿Tienes miedo?
- No, justo lo contrario. Siento...
Lottie tuvo que quedarse callada durante unos momentos para definir qué era lo que sentía exactamente.
Un grupo de niños bajó corriendo por la escalera, y Lottie se pegó a los desconchones de la pared mientras murmuraba un «Maldición» casi inaudible. Alexa se pegó a la barandilla. Los niños pasaron corriendo por el desfiladero que habían formado y se alejaron escalera abajo.
- ¡Amparo! - le gritó Lottie al último miembro del grupo.
La niña se detuvo en el centro del rellano, y giró sobre sí misma.
- Oh... Hola, señora Miller.
- Maldita sea, Amparo, ¿no sabes que están bombardeando la ciudad?
- Vamos a la calle a verlo.
«Es preciosa», pensó Alexa. Siempre había tenido cierta debilidad por las orejas perforadas, e incluso había sentido la tentación de agujerear los lóbulos de Tank cuando tenía cuatro años, pero G. se había opuesto.
- ¡Vuelve arriba cagando leches y quédate allí hasta que hayan derribado a ese jodido avión!
- En la tele han dicho que no importa mucho en qué sitio estés.
Lottie se había puesto muy roja.
- Me importa una mierda lo que hayan dicho en la tele. Quiero que...
Pero Amparo ya no estaba allí.
- Juro que uno de estos días voy a matarla.
Alexa dejó escapar una risita indulgente.
- Sí, la mataré. Ya lo verá.
- Espero que no se te ocurra matarla en el escenario.
- ¿Qué?
- Ne pueros coram populo Medea trucidet. No permitas que Medea mate a sus hijos delante del público - le explicó Alexa -. Es de Horacio.
Se puso en pie y volvió la cabeza para averiguar si se había ensuciado el vestido.
Lottie seguía en el peldaño, y no parecía dispuesta a moverse de allí. La depresión cotidiana empezó a difuminar el júbilo de la catástrofe como hilachas de niebla sucia que se dispusieran a manchar un día de abril, la niebla sucia de hoy, el día de abril que estaban viviendo hoy.
Los olores recubrían cada superficie con una película invisible tan grasienta como una loción solar barata. Alexa tenía que salir de la escalera, pero Lottie se las había arreglado para atraparla allí y Alexa empezó a removerse entre las redes de una culpa confusa e imposible de precisar.
- Creo que iré a las murallas para presenciar el asedio - dijo.
- Bueno, espéreme sentada.
- Pero después quiero hablar contigo de un asunto.
- De acuerdo. Luego.
Alexa ya estaba en el rellano de arriba cuando Lottie la llamó.
- ¿Señora Miller?
- ¿Sí?
- La primera bomba cayó sobre el museo.
- Oh. ¿Qué museo?
- El Metropolitano.
- Vaya.
- Pensé que querría saberlo.
- Claro. Gracias.
La niebla había borrado todos los detalles y las distancias, igual que ocurre en un cine antes de que empiece la película cuando la oscuridad lo deja reducido a ser pura geometría. Sonidos vagos y confusos se abrían paso a través de la grisura. Motores, música, voces femeninas... Alexa podía sentir la inminencia del derrumbe esparciéndose lentamente por todo su cuerpo, y el hecho de que por fin lograra captarla hacía ya que no pudiese debilitarla. Echó a correr sobre la gravilla. El tejado se estiraba delante de ella en una extensión infinita que parecía carecer de perspectiva. Llegó a la cornisa, giró hacia la derecha y siguió corriendo.
Oyó el ruido del avión robado moviéndose en la lejanía. No se acercaba, pero tampoco se alejaba, y era como si estuviese describiendo un inmenso círculo, como si la estuviera buscando.
Alexa se quedó inmóvil y alzó los brazos invitándolo a que fuese hacia ella, ofreciéndose a aquellos bárbaros con los dedos extendidos y los párpados tensos sobre los ojos. Estaba ordenándoles que vinieran.
Vio el buey inmovilizado por las cuerdas. El animal estaba debajo de ella, pero la distancia no lo había empequeñecido en lo más mínimo. Alexa contempló su vientre tembloroso y sus ojos desesperados, y sintió la dureza de la obsidiana en sus dedos.
Se dijo que esto era lo que debía hacer, y no por su propio bien, naturalmente. No, nunca por su propio bien..., por el de ellos.
La sangre del buey empapó la grava. Los chorros rojos cayeron al suelo y se esparcieron en todas direcciones manchando la palla que vestía. Alexa se arrodilló sobre la sangre y metió las manos en el vientre abierto para alzar las entrañas goteantes sobre su cabeza, una masa de tubos y cables envuelta en una sustancia viscosa y negra que parecía petróleo. Se envolvió en la blandura de aquellos anillos y soltó una carcajada. Después sacó las antorchas de sus soportes y empezó a destrozar los objetos sagrados mientras se burlaba de los generales.
Nadie intentó acercársele. Nadie le preguntó qué auspicios había encontrado en las haruspicae.
Trepó por la estructura de tubos metálicos puesta allí para que jugaran los niños y contempló aquella atmósfera inmóvil y vacía. Sus piernas se tensaban apoyándose en los delgados cilindros, y su mente sentía el potente éxtasis de la nueva fe que empezaba a brillar en ella.
El avión se iba acercando, y el ruido cada vez resultaba más fácil de oír.
Quería que la vieran. Quería que los muchachos que iban dentro de él comprendieran que lo sabía todo, y que estaba de acuerdo.
El avión apareció de repente muy cerca de ella con la misma brusquedad de Minerva cuando emergió de la frente de Júpiter ya adulta y plenamente consciente. El fuselaje formaba la silueta de una cruz.
- Ven pues - dijo Alexa saboreando la tranquila dignidad que impregnaba su voz -. Siembra la destrucción.
Pero el avión - un Rolls Rapide -, pasó por encima de su cabeza y volvió a esfumarse en la calina de la que se había materializado.
Alexa bajó de la estructura metálica abrumada por una aguda sensación de pérdida. Acababa de ofrecerse a la Historia y la Historia la había rechazado.
Metió la mano en su bolsillo buscando el paquetito de pañuelos de papel y recordó que se le habían terminado antes de salir del trabajo, pero eso no le impidió llorar.
6
Desde que el ejército había empezado a celebrar su victoria la ciudad ya no parecía el santuario que les acogió al llegar, por lo que Merriam y Arcadio emprendieron el trayecto de regreso a primera hora de la mañana. Durante los momentos más oscuros del asedio Arcadio se había dejado dominar por la generosidad de la desesperación y había liberado al cocinero y a la chica de Tebas, con el resultado de que ahora debían volver a la villa solos.
Merriam tenía una resaca temible. El camino se había convertido en una cinta semilíquida, y cuando llegaron a la bifurcación, Arcadio insistió en que tomaran por el sendero aún más embarrado que atravesaba los campos de Alexa; pero incomodidades aparte se sentía tan alegre como una alondra. El sol brillaba y los campos humeaban como si fueran una inmensa cocina repleta ¿le soperas y salseras, como si la mismísima tierra estuviera elevando una oración de gratitud a los cielos.
- Dios - murmuraba de vez en cuando -, Dios...
Tenía la sensación de haberse convertido en una mujer nueva.
- ¿Te has fijado en que no hay ni rastro de ellos por ninguna parte? - observó Arcadio cuando ya habían recorrido una cierta distancia.
- ¿Te refieres a los bárbaros? Sí, llevo un buen rato con los dedos cruzados.
- Es un milagro.
- Oh, sí. No cabe duda de que es obra de Dios.
- ¿Crees que lo sabía?
- ¿Quién? - preguntó ella en un tono de voz que no invitaba demasiado a responder.
La charla siempre conseguía disipar su buen humor.
- Alexa. Quizá recibió una señal. Quizá... Puede que después de todo danzara para expresar su agradecimiento y..., y no lo contrario.
Merriam juntó los labios y no dijo nada. Era una idea francamente blasfema. ¡Dios no enviaba señales a los sirvientes de las abominaciones que aborrecía y conminaba a destruir! Y sin embargo...
- Si piensas en todo lo que ha ocurrido no creo que haya ninguna otra explicación - insistió Arcadio.
(Y, sin embargo, lo cierto es que había parecido sentirse tan inmensamente feliz... Quizá - Merriam se lo había oído decir a un sacerdote en Alejandría - existieran espíritus malignos a los que Dios permitía ver lo que ocurriría en el futuro, aunque siempre en grado limitado y con imperfecciones.)
- Me pareció una exhibición obscena y repugnante - dijo.
Arcadio guardó silencio.
Rodearon la base de la colina de mayor tamaño y llegaron al lugar en que el camino iba subiendo de nivel y el suelo se iba volviendo más seco. Los árboles se fueron alejando a su izquierda y les revelaron todo el panorama que se extendía hacia el este con los melonares de Alexa en primer término. Cientos de cadáveres yacían esparcidos sobre el paisaje pisoteado. Merriam se tapó los ojos con una mano, pero escapar al olor de la podredumbre que se mezclaba de forma casi agradable con el de los melones aplastados que empezaban a fermentar no resultaba tan fácil.
- Oh... - exclamó Arcadio al comprender que el camino que seguían les haría pasar a través de toda aquella carnicería.
- Bueno, tendremos que hacerlo - dijo Merriam -. No hay más remedio, ¿verdad?
Alzó el mentón en un gesto desafiante, le cogió de la mano y los dos cruzaron el campo repleto de bárbaros derrotados caminando lo más deprisa posible.
Merriam juntó los labios y no dijo nada.
Lottie subió a buscarla un rato después. - Me preguntaba si estaría bien. - Gracias. Necesitaba tomar un poco el aire, nada más. - Ya sabrá que el avión se ha estrellado, ¿no? - No. Sólo sé lo que me contaste. - Sí. Cayó sobre un proyecto MODICUM al final de la calle Christopher. El 166, creo. - Oh, eso es horrible. - Pero el edificio aún estaba en construcción. Sólo han muerto un par de electricistas. - Parece un milagro.
- Pensé que quizá le gustaría bajar y ver un rato la televisión con nosotros. Mamá está preparando Kafé.
- Sí, creo que me sentaría bien.
- Estupendo.
Lottie le sostuvo la puerta para que saliera del tejado. La escalera había conseguido una buena imitación del crepúsculo dos horas antes que el día.
Mientras bajaban, Alexa le dijo que quizá pudiera conseguir que Amparo obtuviera una beca para estudiar en la Escuela Lowen.
- ¿Y eso sería bueno para ella? - preguntó Lottie, y enseguida se sintió un poco avergonzada -. Quiero decir que... Es la primera vez que oigo hablar de esa escuela.
- Sí, creo que sería muy bueno para ella. Mi hijo Tancred estudiará allí el año que viene.
Lottie no parecía muy convencida.
La señora Hanson estaba esperándolas delante de la puerta de su apartamento.
- ¡Deprisa, deprisa! - exclamó mientras movía frenéticamente las manos -. Han logrado dar con la madre del chico, y van a entrevistarla.
- Ya hablaremos de eso después - dijo Alexa.
En la pantalla del televisor la madre del chico estaba explicando a la cámara y a los millones de telespectadores que no podía entender cómo era posible que su hijo hubiera hecho algo semejante.
Emancipación - Una historia de amor de los tiempos venideros
1
Las mañanas de verano el balcón quedaba inundado por auténticos rayos de sol, y Boz desplegaba la tumbona y se recostaba en ella tan lánguidamente como un reptil de los trópicos para disfrutar del pequeño estanque de aire privado y radiación ultravioleta que se creaba a quince pisos sobre el nivel de la entrada. Lo único que hacía era dormitar y contemplar las vagas geometrías de las estelas de los reactores que se formaban y desaparecían para volver a formarse y volver a desaparecer en la calina de un tono entre cerúleo y blanquecino. A veces podía oír cómo los pequeños del parvulario entonaban sus cancioncillas con sus voces estridentes un poco enronquecidas por los sedantes.
El Boeing que viene del oeste trae a mi amor y me salva de la muerte, pero el Boeing que viene del este...
Tonterías, claro, pero servían para que aprendieran lo que eran las direcciones y dónde estaban los puntos cardinales. Boz nunca se había llevado demasiado bien con la Ciencia, y siempre confundía el norte con el sur. Uno quedaba arriba de la ciudad, y el otro quedaba abajo, ¿no? Bueno, ¿pues entonces por qué diablos no podían decir «arriba» y «abajo»? De las dos zonas Boz siempre había preferido la de arriba. Después de todo, ¿quién quiere ser un MOD? Aunque no era nada de lo que debieras avergonzarte, claro. Su propia madre, por ejemplo... La dignidad humana es algo más que un número de código, o eso dicen.
Gatota - que adoraba el sol y el poder salir del apartamento tanto o más que Boz - se paseaba por la cornisa de cemento pretensado llegando hasta el potus y volvía sobre sus pasos hasta llegar a los geranios, y ese continuo ir y venir que se prolongaba toda la mañana acababa resultando francamente siniestro. De vez en cuando Boz alargaba la mano para acariciar el suave vello de su garganta - tan brillante, tan sexy -, y en alguna ocasión pensaba en Milly mientras lo hacía. Boz estaba convencido de que las mañanas eran el mejor momento del día.
Pero por la tarde el balcón quedaba sumido en la sombra que proyectaba el edificio contiguo y aunque seguía casi igual de caliente ya no podía hacer nada para mantener su bronceado, así que por la tarde Boz tenía que encontrar otra distracción.
Durante una temporada decidió aprender a cocinar viendo la televisión, pero uno de los resultados fue que la factura de los comestibles casi llegó a doblarse. Aparte de eso, a Milly no parecía importarle demasiado que su tortilla a las finas hierbas hubiera sido preparada por Boz o por Betty Crocker, la Reina de la Haute Cuisine televisiva, y el mismo Boz tuvo que acabar admitiendo que realmente no había tanta diferencia entre lo que comían antes y lo que comían ahora. Aun así no podía negar que el estante para las especias y las dos sartenes con fondo de cobre que se había regalado a sí mismo por Navidad contribuían de una forma bastante poco habitual al efecto decorativo global. Ah, sí, las especias tienen nombres tan bonitos - albahaca, tomillo, jengibre, canela -, que te recuerdan a las hadas en un ballet, esas criaturas que parecen estar hechas de alas de gasa y zapatillas de raso en vez de carne y huesos. Boz casi podía ver a su sobrinita Amparo Martínez en el papel de Reina Orégano de los Duendes, y él sería Romero, un enamorado melancólico y siempre cabizbajo condenado a la infelicidad por un destino cruel y caprichoso. Bien, por lo menos el estante de las especias había servido para algo, ¿no?
Y, naturalmente, siempre le quedaba el recurso de leer un libro. Boz adoraba los libros. Su escritor favorito era Norman Mailer, y después venía Gene Stratton Poner. Había leído todo lo que habían escrito, pero últimamente cuando leía más de unos minutos acababa padeciendo dolores de cabeza de proporciones realmente épicas y se ponía de tan mal humor que cuando Milly llegaba a casa del trabajo - lo que ella llamaba trabajo, claro -, la trataba como un auténtico tirano.
También estaban las películas de arte y ensayo a las cuatro en el Canal 5. A veces usaba el aparato de electromasaje, y a veces se corría sin más ayuda que las manos. Un suplemento dominical le había informado de que si todo el semen de los espectadores del Canal 5 que vivían en el área metropolitana acabara acumulándose en el mismo sitio podría llenar una piscina olímpica. ¿Fantástico? ¡Bueno, pues eso no era nada comparado con imaginarse lo que sentirías al nadar en ella!
Cuando terminaba de masturbarse, Boz se quedaba despatarrado en el sofá que intentaba imitar al modelo gigante de la gama Bolsa mientras su pequeña contribución a la piscina municipal se iba deslizando sobre el plástico. «Algo va mal - pensaba lúgubremente -. Me falta algo, no sé el qué...»
Su matrimonio había perdido toda la pasión y el romanticismo de los primeros tiempos, y eso era lo que iba mal. Las emociones se habían ido disipando tan lentamente como el aire que escapa de un sillón Bolsa si le clavas un alfiler, y cualquier día Milly se encararía con él y lo de pedir el divorcio iría en serio y no sólo para hacerle enfadar como hasta ahora, o Boz se hartaría de aguantar que le mantuviese despierto durante horas y más horas discutiendo e insultándole y la mataría con las manos desnudas o con el aparato de electromasaje, o... Bueno, Boz no estaba muy seguro de en qué podía consistir, pero sabía que si continuaban así acabaría ocurriendo algo horrible.
Algo realmente horrible...
Era de noche y estaban en la cama, y los pechos de Milly colgaban sobre él balanceándose de un lado a otro. Había momentos en los que sólo su olor bastaba para hacerle enloquecer. Boz alzó los muslos y los pegó a la parte posterior de las piernas de Milly sintiendo el contacto de la carne sudada. Las rodillas ejercieron presión sobre las nalgas. Un pecho le rozó la frente seguido rápidamente por su compañero. Boz arqueó el cuello para depositar un beso en cada uno.
- Mmm - dijo Milly -. Sigue.
Boz deslizó obedientemente los brazos por entre sus piernas y tiró de ella obligándola a inclinarse hacia adelante. Se retorció sobre las sábanas empapadas de tal forma que sus piernas dejaron atrás el borde del colchón y los dedos de sus pies rozaron la braga de antrón, un charco de frescor perdido en la alfombra color beige desierto.
El olor del cuerpo de Milly, la mezcla de lo dulzón con lo levemente podrido - como un pastel de carne que lleva demasiado tiempo metido en una nevera y se ha echado a perder -, aquella aura de jungla cálida que la envolvía seguían teniendo el poder de excitarle como nada le había excitado jamás, y allá abajo, a un continente de distancia de todos aquellos acontecimientos, su polla se fue hinchando y empezó a curvarse junto al borde del colchón. «Espera tu turno», le dijo, y empezó a frotar una mejilla ya algo barbuda contra los muslos de Milly mientras ella gemía y dejaba escapar balbuceos incomprensibles. Si las pollas fueran narices. O si las narices...
El olor de su cuerpo, el vello húmedo de su valle africano insinuándose dentro de sus fosas nasales y rozándole los labios y, de repente, la primera punzada de su sabor, y luego la segunda, pero sobre todo el olor, ah, sí, Boz se dejó llevar a la deriva flotando encima del olor y entró en sus oscuridades más maduras y fecundas, el blando e interminable pasillo de coño puro que esperaba recibir su polen, Milly, o África, o Tristán e Isolda en el magnetofón, dos cuerpos revolcándose sobre los rosales.
Sus dientes encontraron un mechón de vello, se engancharon y estuvieron a punto de rechinar, pero su lengua siguió presionando hacia adentro y Milly trató de apartarse no porque no le gustara lo que estaba haciendo sino precisamente porque le gustaba demasiado.
- ¡Oh, Birdie! - exclamó -. ¡No hagas eso!
Y él se quedó muy quieto.
- Oh, mierda - dijo.
La erección se fue deshinchando con una rapidez que no tenía nada que envidiar al veloz alejamiento de la imagen cuando apagas el televisor. Boz se contorsionó saliendo de debajo de ella y se incorporó sobre las sábanas húmedas sin apartar los ojos de aquel trasero sudoroso que se alzaba delante de él.
Milly giró sobre sí misma y se apartó el cabello que le había caído encima de los ojos.
- Oh, Birdie. No quería...
- Y una mierda que no... Jack.
Milly dejó escapar un suave resoplido de diversión.
- Bueno, no seas tan duro conmigo, ¿de acuerdo?
Boz agitó la fláccida masa de su órgano delante de ella como si no supiera muy bien qué hacía allí.
- Me encantaría poder serlo.
- Vamos, Boz, la primera vez fue un... Te aseguro que no quería decirlo. Se me escapó, nada más.
- Desde luego que se te escapó. Pero... ¿se supone que eso debe hacer que me sienta mejor de lo que me siento?
Empezó a vestirse. Sus zapatos estaban del revés.
- Por el amor del cielo, hace años que no pienso en Birdie Ludd. De veras, no exagero. Por lo que sé puede que esté muerto.
- ¿Es la nueva moda para hacer más agradables los trabajos prácticos?
- Veo que tienes ganas de hacerte el amargado, ¿eh?
- Sí, tengo ganas de hacerme el amargado.
- ¡Bueno, pues que te jodan! Me largo.
Milly empezó a examinar la alfombra buscando su túnica.
- Quizá consigas que tu padre te caliente alguno de los fiambres que tiene en el depósito. Quizá tiene bien guardadito a Birdie dentro de un cajón con montones de hielo.
- A veces puedes ser tan terriblemente sarcástico... Y además estás encima de mi túnica. Muchas gracias. ¿Adónde vas ahora?
- Voy al otro lado del separador para echar un vistazo al otro extremo de la habitación.
Boz fue al otro lado del separador, echó un vistazo al otro extremo de la habitación y acabó sentándose junto a la repisa para comer.
- ¿Qué estás escribiendo? - preguntó Milly mientras se ponía las bragas.
- Un poema. No sé en qué pensabas tú todo este rato, pero yo pensaba en mi poema.
- Mierda.
Milly acababa de descubrir que se había abotonado mal la blusa.
- ¿Qué pasa?
Boz dejó el bolígrafo sobre la repisa.
- Nada, un problema con mis botones. Déjame ver tu poema.
- ¿Por qué tienes esa jodida obsesión con los botones? No son nada prácticos.
Boz le alargó el poema.
Narices son las pollas. Los coños son rosas. Mira cómo caen los hermosos pétalos.
- Es bonito - dijo Milly -. Tendrías que enviarlo a la revista Time.
- Time no publica poesía.
- Bueno, pues entonces envíalo a alguna revista que publique poesía. Es bonito. El vocabulario de Milly contaba con tres superlativos básicos: - Estoy cansado. Salúdales de mi parte y dales muchos besitos. Milly se encogió de hombros y se marchó. Boz salió al balcón y vio cómo cruzaba el puente que salvaba el foso eléctrico y se alejaba por la calle Cuarenta y ocho hasta llegar a la esquina de la Nueve. Milly no alzó la cabeza hacia el balcón ni una sola vez.
Y lo peor de todo era que realmente le quería. Y él también la quería. Así pues, ¿por qué acababan siempre así, por qué cada vez que estaban juntos un rato al final siempre había gritos, bufidos, rechinar de dientes y un alejarse cada uno por su lado?
Preguntas, preguntas... Cómo odiaba las preguntas. Fue al cuarto de baño y se tragó tres Oralinas, sólo una de más, y después se echó en el sofá y se distrajo contemplando a todas las cositas redondas con bordes multicolores que se deslizaban por un interminable pasillo de neones, zum zim zam, naves espaciales y satélites que nunca dejaban de moverse. El pasillo olía mitad a hospital y mitad a paraíso, y Boz empezó a llorar.
bonito, gracioso y majo. Boz se preguntó si estaría dispuesta a hacer las paces, o si le estaba tendiendo una trampa.
- ¿Sabes cuánto cuesta una docena de cosas bonitas? Diez centavos, eso es lo que cuesta. Si vas a la tienda te dan doce cosas bonitas por sólo diez centavos.
- Oye, gilipollas, sólo estoy intentando ser agradable, ¿entendido?
- Pues a ver si aprendes. ¿Adónde vas?
- Fuera. - Milly se detuvo delante de la puerta y frunció el ceño -. Te quiero, ¿sabes?
- Claro. Y yo también te quiero.
- Te apetece venir conmigo?
Los Hanson, Boz y Milly, llevaban felizmente infelizmente casados un año y medio. Boz tenía veintiún años y Milly veintiséis. Habían crecido en el mismo edificio del programa MODICUM cada uno a un extremo de un larguísimo pasillo de baldosas verdes y luces indirectas, pero la diferencia de edad que les separaba había hecho que ninguno de los dos se percatara de la existencia del otro hasta hacía tres años. Pero en cuanto se enteraron de que el otro estaba allí... Ah, entonces fue amor a primera vista, pues no cabe duda de que tanto Boz como Milly pertenecían a ese nada frecuente tipo físico que puede enamorar incluso visto con el rabillo del ojo. Carne modelada con esa opulencia clásica ideal e iluminada con esos tonos porcelana entre apastelados y rosáceos que podemos admirar en el divino Guido - y ellos los admiraban, eso está claro -; ojos color avellana tachonados con marchitas doradas; cabellera castaño rojiza que cae rizándose suavemente hasta posarse sobre la redondez de los hombros y, finalmente, la costumbre adquirida por ambos cuando eran tan jóvenes que casi se la podía llamar natural de adoptar posturas elocuentemente superfluas, como por ejemplo cuando Boz se sentaba a cenar y echaba hacia atrás la cabeza, revoloteo de cabellos castaño rojizos con sus labios carnosos ligeramente separados, como un santo (otra vez Guido) en pleno éxtasis - Teresa, Francisco, Ganímedes -, o, y era prácticamente lo mismo, como un cantante cantando
Yo soy tú
y tú eres yo
y somos dos
caras
de la misma moneda.
Ya habían pasado tres años y Boz seguía estando tan loco por Milly como aquella primera mañana (el mes era marzo, pero parecía más bien abril o mayo) en que jodieron, y si eso no era amor entonces Boz no tenía ni la más mínima idea de qué podía ser.
Y, naturalmente, era algo más que sexo porque para Milly el sexo era una parte de su trabajo y eso hacía que no le pareciera tan importante como a Boz. También estaban unidos por una relación espiritual muy intensa. Boz era una persona básicamente espiritual. La puntuación de su perfil C-P en el Skinner-Waxman estaba muy arriba de la escala, una hazaña que Boz había logrado imaginando ciento treinta y una formas distintas de utilizar un ladrillo en sólo diez minutos. Milly no era tan creativa como Boz - si había que creer al test Skinner-Waxman, claro -, pero su coeficiente intelectual no tenía nada que envidiar al suyo (Milly, 136; Boz, 134), y también tenía un gran potencial de liderazgo en tanto que Boz se conformaba con ser un seguidor, al menos mientras los acontecimientos fueran en la dirección que él deseaba. No podrían haber sido más compatibles salvo, quizá, recurriendo a la cirugía cerebral; y todos sus amigos estaban de acuerdo (o lo habían estado hasta hacía muy poco tiempo) en que Boz y Milly, Milly y Boz, formaban una pareja perfecta.
Entonces, ¿qué era? ¿Celos, quizá? Boz no creía que fuera un problema de celos, aunque en esos asuntos nunca se puede estar totalmente seguro. Quizá sentía celos a un nivel subconsciente, pero no puedes estar celoso sólo porque alguien está jodiendo con otra persona siempre que se trate de un acto mecánico y no haya ningún sentimiento amoroso involucrado. Eso sería tan poco razonable como cabrearse porque Milly estaba hablando con otra persona, ¿verdad? Y, de todas formas, él había jodido con otras mujeres y eso nunca había molestado a Milly. No, no era el sexo. Era algo psicológico, lo cual significaba que podía tratarse prácticamente de cualquier cosa. Boz seguía intentando analizarlo y se iba deprimiendo un poquito más a cada día que pasaba. A veces incluso pensaba en el suicidio. Se compró una navaja de barbero y la escondió entre las páginas de Los desnudos y los muertos. Se dejó bigote. Se afeitó el bigote y se hizo cortar el pelo lo más corto posible. Se lo volvió a dejar largo. Estaban en septiembre y de repente ya estaban en marzo. Milly le dijo que quería el divorcio, que su matrimonio no funcionaba y que no podía seguir soportando que le hiciera la vida imposible.
¿Que él le hacía la vida imposible a ella?
- Sí, por la mañana y por la noche porque siempre estás pinchando, pinchando, pinchando.
- Pero si por las mañanas ni tan siquiera estás en casa, y lo normal es que por las noches tampoco estés.
- ¡Ya estás volviendo a empezar! Me estás pinchando, ¿vale? Y cuando no lo haces de una forma abierta lo haces sin abrir la boca. Desde que cenamos te has estado metiendo conmigo sin decir ni una sola palabra.
- He estado leyendo un libro - Boz alzó el libro y lo agitó delante de ella con expresión acusadora -. Ni tan siquiera he estado pensando en ti. A menos que pueda molestarte por el mero hecho de existir, claro.
Boz había tenido la intención de que sus últimas palabras sonaran lo más patéticas posible.
- Puedes, y lo haces.
Los dos estaban demasiado cansados para mantener una discusión que resultara realmente divertida, y la única forma de conseguir que siguiera siendo interesante era ir subiendo el listón poco a poco. La discusión terminó con Milly gritando y Boz hecho un mar de lágrimas y Boz metiendo sus cosas dentro de un armarito que sacó del apartamento e introdujo en un taxi que le llevó a la Este Once. Su madre estuvo encantada de verle llegar. Se había estado peleando con Lottie, y esperaba que Boz se pusiera de su parte. Boz volvió a ocupar su antigua cama de la sala y Amparo tuvo que dormir con su madre. La atmósfera estaba impregnada por el humo de los cigarrillos de la señora Hanson, y Boz se sentía peor a cada momento que pasaba. Tuvo que hacer un terrible esfuerzo de voluntad para no telefonear a Milly. Gamba no volvió a casa, y Lottie había tomado tanta Oralina que acabó sumida en su acostumbrado sopor inquieto. Los seres humanos no habían sido hechos para llevar una vida semejante.
2
La mirada del Sagrado Corazón - barba dorada, mejillas de color rosado, ojos muy muy azules - recorría los cuatro metros de espacio habitable, salía por la ventana y acababa clavándose en las perspectivas de ladrillos amarillentos que se iban alejando hasta perderse en la lejanía. Junto a él había un calendario de la Corporación Conservación que alternaba las imágenes del Gran Cañón ANTES con las del Gran Cañón DESPUÉS. Boz giró sobre sí mismo para no tener que contemplar a Jesucristo, pasar al Gran Cañón y terminar volviendo a Jesucristo. El sofá - cama se inclinaba un poco por el lado de babor. La señora Hanson había estado pensando en buscar alguien que lo arreglase (la pata desprendida llevaba una existencia independiente en el armarito que había debajo del fregadero) desde que los de Asistencia Social se lo cargaron aquel día de hacía ya tantos años en que los Hanson se trasladaron al bloque 334. De vez en cuando sacaba a relucir el tema y hablaba de él con su familia o con la señora Miller, aquella mujer tan agradable que trabajaba en las oficinas de MOD, y repasaba los obstáculos con los que estaba sembrado el camino de tal empresa, pero en cuanto empezaba a examinarlos éstos se ramificaban de tal forma y acababan revelando ser tan formidables que conseguían derrotar incluso a sus ataques de esperanza más enérgicos. Aun así, algún día...
Su sobrino - el más pequeño de los hijos de Lottie - estaba viendo la guerra en la televisión. Boz casi nunca dormía hasta tan tarde. Los gorilas de los Estados Unidos estaban incendiando una aldea de pescadores perdida quién sabía dónde. La cámara fue siguiendo el avance de las llamas a lo largo de la hilera de barcas de pesca, se detuvo y permaneció un buen rato inmóvil como fascinada por el vacío azul del agua. Después un lento zoom hacia atrás acabó abarcando de nuevo a todas las barcas. El horizonte se deformó y pareció parpadear a través de una neblina de fuego. Soberbio. ¿Sería una reposición? Boz creía recordar haber visto aquel mismo plano antes.
- Hola, Mickey.
- Hola, tío Boz. La abuela dice que te vas a divorciar. ¿Volverás a vivir con nosotros?
- Tu abuela necesita una dosis urgente de algún descongestionante cerebral. Sólo me quedaré unos cuantos días. Estoy de visita.
El logotipo en forma de pastel de manzana que anunciaba el final de la guerra - durante aquella mañana de miércoles, al menos - invadió la pantalla del televisor y los decibelios se amontonaron para anunciar la llegada de la campaña Ford del mes de abril, «Ven a por mí, policía».
Ven a por mí, policía,
porque no pienso pararme
delante de tu luz roja.
La cancioncilla no estaba nada mal, pero... ¿cómo podía sentirse feliz cuando sabía que había muchas probabilidades de que Milly también estuviera viendo el anuncio en aquel mismo instante, sabiendo que quizá estaría disfrutando de él en el bar de alguna facultad sin pensar ni un solo instante en Boz, en dónde estaba o en cómo se sentía? Milly se sabía de memoria todos los anuncios, y era capaz de repetírtelos palabra por palabra sin que se le escapara el más mínimo temblor o inflexión de la voz..., y sin añadirles ni un solo miligramo de aportación personal. ¿Creativa? Oh, sí, Milly era tan creativa como un loro.
Bueno, ¿y si se lo soltaba? ¿Y si le decía que jamás conseguiría ser nada más que una monitora de higiene Grado Z que hacía demostraciones prácticas, una más entre los centenares de personas que cobraban un sueldo del Departamento de Educación por hacer ese mismo trabajo? ¿Que eso sería una crueldad? Sí, claro, pero... Milly parecía estar convencida de que Boz era un tipo de lo más cruel, ¿no? Meneó la cabeza acompañando el gesto con un rápido ir y venir de cabellos castaño rojizos.
- Cariño, no tienes ni idea de lo que es la crueldad.
Mickey apagó el televisor.
- Oh, pues si crees que lo de hoy no ha estado mal tendrías que haber visto lo que echaron ayer. Había una escuela, llena de..., creo que eran paquistaníes. Sí, eso, seguro que eran paquistaníes... Tendrías que haberlo visto. Eso sí que fue realmente cruel. Se los cargaron a todos sin dejar ni uno solo.
- ¿Quién se los cargó?
- La Compañía A.
Mickey se colocó en posición de firmes y saludó al aire. Los críos de su edad (seis años) siempre querían ser gorilas o bomberos. A los diez querían ser cantantes pop. A los catorce, si eran listos (y aunque nadie sabía muy bien por qué lo cierto es que todos los Hanson lo eran) querían escribir. Boz aún conservaba un cuaderno con los textos de los anuncios que había escrito cuando estaba en la secundaria. Y luego, a los veinte... ¿qué?
No pienses en ello.
- ¿Y no te importa? - preguntó Boz.
- ¿El qué?
- El que se hayan cargado a los chicos de esa escuela.
- Eran insurgentes - le explicó Mickey -. Ocurrió en Paquistán, ¿sabes?
Incluso Marte era más real que Paquistán, y nadie pierde el sueño por las escuelas llenas de críos que puedan arder en Marte.
Hubo un flop flop flop de zapatillas y la señora Hanson entró con una taza de Kafé en la mano.
- Política... ¿Cómo se te ocurre discutir de política con un mocoso de seis años? Venga, bébete esto.
Boz tomó un sorbo de Kafé espeso y dulce, y de repente fue como si todos los olores rancios del edificio - la basura que se pudría dentro de los cubos, la grasa pegada a las paredes de las cocinas que se iba poniendo de color amarillo, el humo del tabaco, la cerveza pasada y los caramelos Sintamón, todo lo falso, todas las imitaciones baratas a las que creía haber escapado - invadieran el núcleo de su ser en una ola inmensa que había logrado camuflarse en esa pequeña cantidad de Kafé.
- Se ha vuelto tan fino que le damos asco, Mickey. Mírale.
- No estoy acostumbrado a tomarlo tan dulce, pero por lo demás está muy bueno, mamá.
- Siempre lo tomabas así. Tres tabletas, aún me acuerdo. Me lo beberé yo y te prepararé otro. Has venido a quedarte.
- No. Anoche te dije que...
La señora Hanson le hizo callar con un gesto de la mano.
- ¿Adónde vas? - gritó volviendo la cabeza hacia su nieto.
- Abajo, a la calle.
- Antes coge la llave y sube el correo, ¿entendido? Si no...
Mickey ya no estaba allí. La señora Hanson se derrumbó sobre la silla verde aterrizando encima de un montón de ropas y empezó a hablar consigo misma o quizá con Boz - la señora Hanson no tenía muchas manías a la hora de escoger su público -, y Boz no oyó palabras sino el vibrato quebradizo producido por sus flemas, y contempló los dedos manchados de nicotina, el temblequeo de la carne cetrina de la papada, la dentadura MOD. «Es mi madre», pensó.
Boz volvió los ojos hacia la pared escamosa donde el ANTES rosado seguía convirtiéndose implacablemente en un DESPUÉS amarillento y Jesús apretaba un órgano ensangrentado en su mano derecha mientras perdonaba al mundo el que hubiese erigido paredes de ladrillos que se extendían hasta allí donde llegaba la vista.
- Y vuelve a casa cargado con una cantidad de deberes increíble, te juro que hay que verlo para creerlo. Le dije a Lottie que era un crimen, que debería quejarse. ¿Cuántos años tiene? Doce años, sólo doce años. Si se tratara de Gamba o de ti no habría dicho ni una sola palabra, pero esa niña ha sacado la mala salud de su madre. Es muy delicada, ¿sabes? Y los deberes que les ponen, y los ejercicios prácticos... Es una auténtica vergüenza, pobres criaturas. No estoy en contra del sexo, ya lo sabes. Siempre dejé que Milly y tú hicierais lo que os diese la gana. Volvía la cabeza, miraba en otra dirección y se acabó, pero eso es algo de dos y no creo que nadie más deba meter las narices en ello. Lo que ves ahora, y me refiero a la calle, ojo, lo que ves ahora es que ya ni tan siquiera se toman la molestia de meterse en un portal. Intenté que Lottie lo comprendiera, traté de razonar con ella y estuve lo más tranquila posible, no le levanté la voz ni un momento. A Lottie no le hace ninguna gracia, ¿entiendes?, pero la escuela no para de presionarla. ¿Con qué frecuencia podría verla? Los fines de semana y un mes en verano, y todo es obra de Gamba. ¿Sabes qué le dije? Pues le dije que si quería dedicarse al ballet que adelante, pero que dejara en paz a Amparo. El tipo de la escuela era muy educado, oh, sí, y Lottie firmó los papeles. Sentí deseos de llorar, y faltó poco para que me echara a llorar, créeme... Todo estaba arreglado de antemano, naturalmente. Esperaron a que yo saliera de casa, y luego le dije que era su hija y que no me metiera en esto. Si eso es lo que quiere para ella, si es la clase de futuro que cree que se merece... Tendrías que haber oído las historias que contaba al volver. ¡Doce años! Y todo es culpa de Gamba por llevarla a ver esas películas, y al parque. Naturalmente ahora puedes ver todo eso incluso en la televisión, claro, basta con poner el Canal 5, y te aseguro que no entiendo por qué... Pero supongo que no es asunto mío, ¿verdad? A nadie le importa lo que puedan pensar los viejos. Deja que se largue a la Escuela Lowen, te aseguro que eso no me romperá el corazón.
Alzó una mano y se frotó el lado izquierdo del vestido. «Mira, mi corazón sigue tan bien como siempre», decía el gesto.
- Y el espacio extra no nos iría nada mal, desde luego, aunque no me oirás quejarme por eso. La señora Miller dijo que podíamos solicitar un apartamento más grande, somos cinco, y ahora seis contigo, pero si decía que de acuerdo y nos mudábamos y luego Amparo se iba a la escuela tendríamos que volver a trasladarnos aquí, porque las normas dejan bien claro que allí tiene que haber cinco personas, ¿entiendes? Además eso significaría tener que mudarse nada menos que a Queens... Si Lottie tuviera otro crío pero, claro, su salud no lo resistiría, por no hablar de la tensión mental. ¿Y Gamba? Bueno, no hace falta que te hable de eso, ¿verdad?, así que le dije que no, que nos quedábamos. Además, si nos mudábamos y luego teníamos que volver aquí probablemente no tendríamos la suerte de conseguir que nos dieran el mismo apartamento, y no niego que tiene montones de defectos, cierto, pero aun así... Anda, intenta conseguir un poco de agua después de las cuatro. Es como chupar una teta reseca.
Una carcajada gutural, otro cigarrillo. Había interrumpido el discurrir de sus pensamientos y descubrió que estaba perdida en un laberinto. Sus ojos se movieron velozmente recorriendo toda la habitación, dos pequeñas perlas cultivadas que rebotaban en cada esquina.
Boz no había estado escuchando su monólogo, pero aun así fue consciente del pánico que se iba acumulando para llenar aquel repentino y maravilloso silencio. Vivir con Milly le había hecho olvidar aquella faceta de las cosas, todos aquellos terrores incurables precisamente porque carecían de causa. Su madre no era ningún caso especial, claro. Todos los que vivían por debajo de la calle Treinta y cuatro los padecían.
La señora Hanson tomó un sorbo de su Kafé. El sonido (su propio sonido, sí, era ella quien lo había producido) la tranquilizó y la impulsó a seguir hablando y a producir más sonidos propios. El pánico se fue desvaneciendo. Boz cerró los ojos.
- La señora Miller tiene las mejores intenciones del mundo, pero no comprende cuál es mi situación. ¿Qué crees que dijo que debería hacer, eh, qué crees que dijo? ¡Me dijo que debería visitar esa casa de la muerte que hay en la calle Doce! Dijo que sería un ejemplo - no para mí, para ellos - que les animaría. Ver a una persona de mi edad con mis energías y que sigue siendo cabeza de una familia... ¡Mi edad! Cualquiera creería que ya estoy a punto de convertirme en polvo igual que uno de esos como-se-llamen. Nací en 1967, el año en el que el primer hombre pisó la Luna. Mil. Novecientos. Sesenta. Y. Siete. Aún no he cumplido los sesenta, pero suponiendo que llegara a cumplirlos... Bueno, ¿es que hay alguna ley que lo prohíba? Escucha, ¡mientras pueda seguir subiendo esa escalera no tendrán que preocuparse por mí! Esos ascensores... Es un crimen, una auténtica vergüenza. Ya ni me acuerdo de la última vez que... No, espera un momento, sí que me acuerdo. Tú tenías ocho años, y cada vez que te metía en casa empezabas a llorar. Claro que llorabas por todo, pero aun así... Es culpa mía. Te he mimado demasiado, te eché a perder y tus hermanas siguieron el mismo camino. Bueno, pues una vez volví a casa y te encontré vestido con ropa de Lottie, te habías pintado los labios con carmín y todo lo demás, ¡y pensar que ella te había ayudado! ¡Bueno, puedo asegurarte que me encargué de cortar por lo sano! Se acabó, nunca más... Si hubiera sido Gamba habría podido entenderlo. Gamba siempre ha sido así. Cuando vivía la señora Holt yo siempre le decía... la señora Holt tenía ideas muy anticuadas, ya sabes, pues yo le decía que mientras Gamba tuviera lo que quería ni yo ni ella tendríamos que preocupamos por nada. Y, de todas formas, tienes que admitir que era bastante feúcha, mientras que Lottie, oh, mi Lottie era tan hermosa... Cuando estaba en la secundaria ya era una preciosidad. Se pasaba todo el tiempo delante del espejo y la verdad es que no podías culparla por ello, ¿verdad? Igual que una estrella de cine.
Bajó la voz como si quisiera confesar un secreto a la película color verde oliva de aceite extraído de vegetales deshidratados que flotaba dentro de su taza de Kafé.
- Y entonces fue e hizo eso... Cuando le vi no podía creerlo. Si el querer algo mejor para tus hijos es tener prejuicios..., bueno, entonces confieso que soy culpable. Siempre fue guapo, no lo niego 9 y supongo que incluso podría decirse que era inteligente... a su manera, claro, pero inteligente. Le escribía versos. En castellano, para que yo no pudiera leerlos, ¿sabes? Es tu vida, Lottie, le dije yo, adelante, haz lo que te dé la gana con ella, échala al cubo de la basura si te apetece, pero luego no se te ocurra decirme que tengo prejuicios. Nunca me habéis oído utilizar ese tipo de palabras y nunca las oiréis salir de mi boca. De acuerdo, no pude llegar más allá de la secundaria, pero sé reconocer la diferencia que hay entre lo... lo que está bien y lo que está mal, sí, eso es. Cuando se casó llevaba un vestido azul cortísimo, y yo no dije ni una palabra. Estaba tan herniosa... Cuando me acuerdo vuelven a entrarme ganas de llorar - guardó silencio durante unos momentos -. Siempre fue tan educado... - añadió en un tono de voz más enfático, como si aquella frase fuese la conclusión imposible de rebatir implacablemente exigida por la abrumadora cantidad de pruebas que le había ido exponiendo.
Otro silencio más largo.
- Boz, no me estás escuchando.
- Sí, te estoy escuchando. Acabas de decir que siempre fue muy cortés y educado.
- ¿Quién?
Boz examinó su álbum familiar mental buscando el rostro de alguien que pudiera haber tratado a su madre de una forma muy cortés y educada.
- ¿Mi cuñado?
La señora Hanson asintió.
- Exactamente. Juano... Y ella tampoco comprendía por qué no había probado con la religión.
Meneó la cabeza en una pantomima de asombro ante lo increíble que resultaba el que pudieran ocurrir cosas semejantes.
- ¿Ella? ¿Quién?
Los labios marchitos se fruncieron en una mueca de desilusión. La discontinuidad era intencionada y había sido colocada con la intención de que sirviera como trampa, pero Boz había logrado esquivarla. La señora Hanson sabía que no la estaba escuchando, pero no podía probarlo.
- La señora Miller dijo que me iría bien. Yo le dije que ya había más que suficiente con un caso de chifladura religiosa en la familia, y además yo no le llamo religión a eso, ¿entiendes? Oh, soy tan capaz de disfrutar de una barrita de Oralina como cualquiera, desde luego, pero creo que la religión es algo que tiene que salir del corazón.
Volvió a arrugar las llamas color violeta, naranja y oro que cubrían la pechera de su vestido, y lo que estaba oculto debajo de la tela y de la carne se llenó de sangre y la impulsó por las arterias. Su corazón, ahí estaba y ahí seguiría.
- ¿Sigues siendo así? - le preguntó.
- ¿Religioso? No, se me pasó antes de casarme. Milly está en contra de ese tipo de cosas. Dice que es todo química.
- Intenta convencer de eso a tu hermana.
- Oh, pero en el caso de Gamba es una experiencia que tiene un significado. Ya sabe lo de la química, pero mientras haga efecto... Bueno, no le importa.
Boz era lo suficientemente listo para no tomar partido por ningún bando en una disputa de familia. Ya había tenido que escapar de esos nudos en una ocasión, y sabía lo resistentes que eran.
Mickey regresó con el correo, lo puso encima del televisor y volvió a cruzar el umbral antes de que su abuela pudiera inventar otra misión que encargarle.
Un sobre.
- ¿Es para mí? - preguntó la señora Hanson.
Boz no movió ni un músculo. La señora Hanson tragó una sibilante bocanada de aire y se levantó de la silla.
- Es para Lottie - anunció mientras abría el sobre -. Es de la Escuela Alexander Lowen. El sitio al que quiere ir Amparo, ¿sabes?
- ¿Y qué dice?
- Que la aceptan. Le han concedido una beca para un año. Seis mil dólares.
- Cristo. Eso es magnífico.
La señora Hanson se dejó caer sobre el sofá aprisionando los tobillos de Boz y se echó a llorar. Estuvo llorando durante más de cinco minutos. El reloj de la cocina interrumpió su llanto para anunciar la llegada de Y el mundo gira. La señora Hanson llevaba años sin perderse un episodio, al igual que Boz. Dejó de llorar y vieron el episodio del día.
Estar atrapado debajo del peso de su madre notando el calor de su carne era una sensación bastante agradable. Boz podía encogerse hasta alcanzar el tamaño de un sello de correos, una perla, un guisante, una cosita insignificante feliz y desprovista de cerebro, algo que no existía y que se había perdido en el correo.
3
Gamba estaba en contacto con Dios y Dios (oh, sí, podía sentirlo en lo más hondo de su ser) estaba en contacto con ella. ¿Dónde? Aquí, en el tejado del 334, y Él estaba flotando entre las nubes rojizas de contaminación, en los hermosos venenos que impregnaban la atmósfera de Jersey. Dios estaba en todas partes. O... Quizá no fuese Dios, pero era algo que avanzaba en esa dirección y ya no le faltaba mucho para llegar a la meta. En realidad Gamba no estaba muy segura de qué era.
Boz estaba sentado sobre la comisa con los pies colgando en el vacío y contemplaba los dos tapices de iridiscencias que cubrían su piel y su blusa. El dibujo en espiral de la tela desfilaba en el sentido de las agujas del reloj, y las ondulaciones de la carne que había debajo parecían ondular en todas las direcciones a la vez. El viento de marzo agitaba la tela de la blusa, Gamba se balanceaba de un lado a otro y las espirales giraban lentamente, vórtices de color oro y verde, ilusiones líricas.
Un perro ¡legal empezó a ladrar en otro tejado. Guau, guau, guau; te quiero, te quiero, te quiero.
Boz solía intentar quedarse pegado a la superficie de los momentos agradables y no cabía duda de que ahora estaba viviendo uno, pero esta noche parecía distinta a las demás. Era como si le hubieran exilado al interior de sí mismo imponiéndole el castigo de redefinir sus dificultades actuales y enfrentarse a ellas de una forma lo más realista posible, y Boz terminó llegando a la conclusión de que el problema básico estaba en su carácter. Era débil. Había permitido que Milly se saliera con la suya a cada ocasión, y Milly había acabado olvidando que Boz también tenía derecho a plantear sus propias exigencias. Y lo peor era que incluso Boz lo había olvidado, naturalmente. La relación no podía estar más desequilibrada. Era como si se estuviera desvaneciendo, como si se derritiera mezclándose con el aire para ser absorbido por el torbellino color verde y oro. Se sentía fatal. Las píldoras le habían llevado en la dirección equivocada, y lo peor era que Gamba estaba viajando por el país de santa Teresa y no podía ayudarle o consolarle.
Los tonos rojizos se fueron convirtiendo en malva oscuro y un instante después ya era de noche. Dios veló Su gloria y Gamba empezó a bajar de las alturas.
- Pobre Boz - dijo.
- Pobre Boz - murmuró Boz, quien no podía estar más de acuerdo con ella.
- Bueno, por lo menos has logrado escapar de todo esto.
Gamba alzó una mano y la movió en un barrido que abarcó los tejados del East Village detallando toda su fealdad. El segundo barrido fue un poco más impaciente, como si acabara de descubrir que el panorama se le había pegado a la mano y, de hecho, se había convertido en su mano, su brazo, todo el incómodo y torpe artefacto de carne y huesos del que había logrado huir durante tres horas y quince minutos.
- Y pobre Gamba.
- Sí, pobre Gamba - murmuró Boz.
- Porque yo estoy atrapada aquí.
- ¿Quién me decía esta mañana que lo importante no es dónde vivas sino cómo vivas?
Gamba se encogió haciendo bailotear una escápula de contornos tan afilados como un cuchillo. No se había estado refiriendo al edificio sino a su propio cuerpo, pero explicarle esos misterios al Narciso en flor que tenía al lado habría exigido demasiado tiempo. Boz se regodeaba en sus miserias y sus pequeños conflictos internos, y eso la irritaba. Gamba tenía sus propias insatisfacciones - oh, sí, tenía una lista con centenares -, y quería hablar de ellas.
- Tu problema es muy sencillo, Boz. Si te enfrentas a él, claro... Básicamente tu problema se reduce a que eres un republicano.
- ¡Oh, Gamba, vamos...!
- No, hablo en serio. Cuando tú y Milly decidisteis vivir juntos Lottie y yo no podíamos creerlo. Para nosotras siempre había estado tan claro como el agua, ¿entiendes?
- Oye, el que yo tenga una cara bonita no quiere decir que...
- Oh, Boz, no quieres comprenderlo. Ya sabes que eso no tiene nada que ver con el problema, y no estoy diciendo que debas votar a los republicanos sólo porque yo lo hago. Pero puedo ver las señales e interpretarlas. Si te contemplaras a ti mismo ayudado por un poquito de psicoanálisis no te quedaría más remedio que admitir la cantidad de represiones que has ido acumulando en tu interior.
Boz se cabreó. Que te llamaran republicano era una cosa, pero nadie iba a llamarle reprimido.
- Bueno, hermanita, mierda para ti, ¿de acuerdo? ¿Quieres saber cuál es mi partido? Yo te lo diré. Cuando tenía trece años me hacía pajas mientras veía cómo te desnudabas y, créeme, se necesita ser muy demócrata para hacer eso.
- Qué horror - dijo Gamba.
Sí, era horrible, y además era tan falso como horrible. Boz había tenido montones de fantasías sobre Lottie, pero sobre Gamba... Nunca. Ese cuerpo bajito, frágil y delgado le asustaba. Gamba era una catedral gótica erizada de pináculos y gárgolas, un bosque de árboles sin hojas. Boz quería praderas cubiertas de flores y casitas bañadas por el sol. Gamba era un grabado de Durero; Boz era un paisaje pintado por Domenichino. ¿Tirarse a Gamba? No, antes prefería volverse republicano. Nunca, y el que fuese su hermana no cambiaba las cosas.
- No es que esté en contra de los republicanos - añadió diplomáticamente -. No soy ningún puritano. Lo que pasa es que no me gusta follar con tíos, ¿entiendes?
- Nunca lo has probado.
Gamba usó su mejor tonillo me - has - ofendido - gravemente.
- Pues claro que lo he probado. Te aseguro que lo he probado montones de veces.
- Bueno, si lo has probado entonces... ¿Qué le está pasando a tu matrimonio?
Las lágrimas empezaron a fluir. últimamente Boz lloraba con tanta facilidad como un aparato de aire acondicionado. Gota, gota, gota... Gamba era una auténtica experta en las artes de la compasión y se echó a llorar con él después de colocar un brazo largo y flaco sobre la exquisita desnudez de los hombros de Boz.
Boz tragó aire por la nariz y echó la cabeza hacia atrás, flip-flop de cabellos rojo y oro, una esforzada sonrisa en los labios.
- Te apetece ir a la fiesta?
- Esta noche no me encuentro de humor para fiestas. Me siento demasiado religiosa y..., sí, demasiado sagrada. Puede que más tarde.
- Vamos, Gamba..
- No, de veras.
Gamba se acurrucó en sus brazos, sacó el mentón y esperó a que Boz le suplicara que fuese a la fiesta.
El perro empezó a repasar un nuevo repertorio de sonidos.
- Hace mucho tiempo, cuando era pequeño... justo después de que nos trasladáramos aquí, de hecho... - murmuró Boz con voz adormilada.
Los perros habían sido declarados ¡legales y los propietarios de perros tuvieron que recurrir a toda clase de numeritos estilo Anna Frank para proteger a sus chuchos de la Gestapo ciudadana. Dejaron de sacarlos a pasear por la calle, y el tejado del 334 - que la Comisión del Parque había declarado era una zona recreativa (llegaron al extremo de rodearlo con una alambrada para darle una atmósfera de zona recreativa) - no tardó en quedar cubierto por una capa de mierda de perro en la que te hundías hasta los tobillos. Los niños y los perros libraron una guerra para averiguar a quién pertenecía el tejado. Los niños perseguían a los perros sueltos y los arrojaban al vacío. Los pastores alemanes eran los que oponían una resistencia más encarnizada. Boz había visto cómo un pastor alemán arrastraba a un primo de Milly en su vuelo hasta el pavimento.
Todas las cosas que ocurren y que te parecen tan importantes en esos momentos..., y luego las vas olvidando una detrás de otra. Boz sintió una tristeza elegante y controlada, y tuvo la impresión de que si se sentaba delante del escritorio y pasaba la noche en vela conseguiría escribir un precioso conjunto de máximas filosóficas.
- Me largo, ¿de acuerdo?
- Que lo pases bien - dijo Gamba.
Boz le acarició la oreja con los labios, pero no se trataba de un beso - ni tan siquiera en el sentido fraternal -, sino más bien de un indicio, un signo en el que se podía descifrar la distancia que se interponía entre ellos, como esos letreros de las autopistas que te indican cuántos kilómetros te faltan para llegar a Nueva York.
La fiesta no era ninguna forma de locura ni mucho menos, pero Boz decidió disfrutar de ella manteniéndose lo más callado y decorativo posible, y estuvo un buen rato sentado en un banco contemplándose las rodillas hasta que Williken, el fotógrafo del 334, fue hacia él y empezó a hablarle del maticismo - Williken llevaba muchos años siendo maticista -, y le explicó que su muy esperado renacimiento no tardaría en llegar. Williken estaba más viejo de como Boz lo recordaba. Arrugas, falta de carne..., el patetismo de los cuarenta y tres años.
- Los cuarenta y tres son la mejor edad - volvió a decir Williken después de haber dado por concluido el tema de la historia del arte.
- ¿Mejor que los veintiuno?
Los veintiuno eran la edad de Boz, naturalmente.
Williken decidió que Boz acababa de hacer un chiste y tosió. (Williken fumaba tabaco.) Boz desvió la mirada y vio por el rabillo del ojo a un tipo con barba pelirroja que le estaba observando. Un diminuto pendiente de oro centelleaba en su oreja izquierda.
- Es el doble de buena, y un poquito más - dijo Williken.
Era otro chiste, claro, y Williken lo celebró volviendo a toser.
Después de Boz barba - pelirroja - y - pendiente - de - oro era la persona más hermosa de la fiesta. Boz se puso en pie y se despidió de Williken rozando sus viejas manos cubiertas de arrugas con los dedos.
- ¿Y tú cuántos años tienes? - le preguntó al hombre pelirrojo del pendiente de oro.
- Metro ochenta y cinco. ¿Y tú?
- Soy bastante versátil. ¿Dónde vives?
- En el Setenta Este. ¿Y tú?
- He sido evacuado - Boz le obsequió con una pose: Sebastián (el de Guido) abriéndose a sí mismo igual que una flor para recibir las flechas de la admiración de los hombres. ¡Oh, cuando quería Boz era capaz de fascinar incluso a una pared! -. ¿Eres amigo de Enero?
- Soy amigo de un amigo, pero el amigo en cuestión no ha aparecido. ¿Y tú?
- Más o menos lo mismo o algo así.
Danny (se llamaba Danny) alzó una mano y cerró los dedos sobre un mechón de cabellos rojo y oro.
- Me gustan tus rodillas - dijo Boz.
- ¿No te parecen demasiado peludas?
- No, me encantan las rodillas peludas.
Cuando se marcharon, Enero estaba en el cuarto de baño y los dos gritaron su despedida a través del panel de papel, y luego pasaron todo el trayecto de vuelta - bajar la escalera, salir a la calle, en el metro, en el ascensor del edificio de Danny -, besándose, tocándose y frotándose el uno contra el otro, pero aunque todo eso sirvió para que Boz sintiera una considerable excitación psicológica no le proporcionó una erección.
Al parecer no había hada que fuese capaz de ponérsela tiesa.
Danny estaba detrás del biombo removiendo la leche instantánea encima del hornillo eléctrico, y Boz estaba solo en la inmensa cama de matrimonio contemplando a los hamsters prisioneros dentro de su jaula. Los hamsters copulaban de esa forma nerviosa y saltarina típica de los hamsters, y la Señora Hamster no paraba de gruñir: «Shirk, shirk, shirk...». Pobre Boz. Toda la naturaleza le afeaba su conducta.
- ¿Sacarina? - preguntó Danny saliendo de detrás del biombo con una taza en cada mano.
- Gracias de todas formas. No debería estar haciéndote perder el tiempo.
- ¿Quién dice que he estado perdiendo el tiempo? Puede que dentro de media hora...
El bigote se separó de la barba. Una sonrisa.
Boz alisó su vello púbico con expresión melancólica y movió de un lado a otro su polla, obviamente fláccida.
- No, me temo que se encuentra fuera de servicio para el resto de la noche.
- ¡Quizá le apetezca un poco de mano dura! Conozco a tipos que...
Boz meneó la cabeza.
- No serviría de nada.
- Bueno, tómate el Kafé. El sexo no es tan importante, créeme. Hay otras cosas.
«¡Shirk! Shirk, shirk», dijo la Señora Hamster.
- Supongo que no es tan importante como creemos.
- No lo es - insistió Danny -. Oye, ¿siempre eres impotente?
Bien, por fin había pronunciado la palabra que Boz tanto temía oír.
- ¡Dios, no!
(¡Oh, el horror, el horror!)
- Bueno, entonces... Una noche tonta no tiene importancia. No hay que preocuparse por eso. A mí me ocurre continuamente y yo me gano la vida con eso, ¿sabes? Soy monitor de higiene.
- ¿Tú?
- ¿Por qué no? Demócrata de día y republicano en mis ratos libres. Por cierto, ¿en qué partido estás registrado?
Boz se encogió de hombros.
- ¿Qué importa eso cuando no votas?
- Deja de compadecerte de ti mismo.
- Ahora soy demócrata, pero antes de casarme era independiente. Por eso..., esta noche, cuando vine aquí contigo..., nunca pensé que... Quiero decir... Eres endiabladamente guapo, Danny.
Danny corroboró la afirmación de Boz con un suave rubor.
- Vamos, olvida ese tema. Anda, cuéntame, ¿qué le ocurre a tu matrimonio?
- Oh, me temo que no es una historia muy interesante...
Y después le contó la historia completa de Boz y Milly; de cómo habían disfrutado de una relación maravillosa, de cómo esa relación se había ido deteriorando y, finalmente, de cómo Boz no entendía por qué.
- ¿Has ido a ver a un consejero matrimonial? - le preguntó Danny cuando hubo terminado.
- ¿De qué me serviría eso?
Danny había logrado manufacturar una lágrima de auténtica compasión, y alargó la mano hacia el mentón de Boz levantándoselo para asegurarse de que no le pasaría desapercibida.
- Pues deberías. Tu matrimonio sigue significando mucho para ti y si algo anda mal creo que por lo menos deberías saber dónde está el problema, ¿no? Quiero decir que... Bueno, podría ser cualquier estupidez, una falta de sintonía en los ciclos metabólicos o...
- Supongo que tienes razón.
Danny se inclinó sobre él y le apretó suavemente una pantorrilla
- Pues claro que tengo razón. Te diré lo que vamos a hacer, ¿de acuerdo? Conozco a un tipo del que todo el mundo cuenta maravillas. Tiene la consulta en Park Avenue... Te daré su número de teléfono.
Le besó en la nariz. El cronometraje fue tan perfecto que la lágrima de empatía cayó sobre la mejilla de Boz.
Después de un último y decidido esfuerzo que no dio ningún resultado, Danny - con su sinceridad y ausencia de doblez como único atuendo, lo cual decía mucho en su favor - acompañó a Boz hasta el foso, el cual (también) estaba difunto.
- Por cierto, supongo que no habrás hecho ninguna demostración en Erasmus Hall, ¿verdad? - preguntó Boz después de que se dieran el beso de despedida y cuando aún se estaban estrechando la mano.
La pregunta llevaba media hora dando vueltas por su cabeza, pero Boz consiguió formularla en un tono de voz tan despreocupado como si se le acabara de ocurrir.
- No. ¿Por qué? ¿Estudiaste allí? Cuando tu estudiabas yo aún no era monitor.
- No, conozco a alguien que trabaja allí. ¿Y en el Washington Irving?
- Bueno, la verdad es que trabajo en el Bedford-Stuyvesant. - la admisión llegó acompañada por un matiz de pena casi imperceptible -. ¿Cómo se llama ese amigo tuyo? Puede que nos hayamos visto en alguna reunión del sindicato o algo por el estilo.
- Es una amiga... Milly Hanson.
- Lo siento, nunca he oído hablar de ella. Hay montones de monitores, ¿sabes? Nueva York es una ciudad enorme.
El pavimento y los muros que se alzaban a su alrededor asintieron en silencio.
Las manos se separaron. Las sonrisas se desvanecieron, y los propietarios de los labios que las habían esbozado se volvieron invisibles el uno para el otro y se marcharon en direcciones opuestas, como botes que se deslizan sobre las aguas envueltos en una espesa capa de niebla.
4
La consulta de McGonnagall estaba en el 227 de Park Avenue, un edificio del estilo austero y aburrido que había estado de moda en los años sesenta compitiendo con el boom del cristal y el acero; pero las pruebas subterráneas nucleares del noventa y seis y los terremotos que provocaron habían obligado a reforzarlo, y ahora el exterior tenía el mismo aspecto que el chaleco color amarillo sucio de Lanudo Marca Registrada que White se había comprado el año pasado. Eso y el hecho de que McGonnagall fuese un republicano de la vieja escuela (un estilo que seguía inspirando desconfianza en la inmensa mayoría de la gente) hacía que le resultara bastante difícil conseguir aunque sólo fuese el mínimo oficial fijado por el Gremio a cambio de sus servicios. Eso no les importaba demasiado, naturalmente, ya que después de los primeros cincuenta dólares el resto de la factura correría a cargo de la Junta de Educación tal y como ordenaba la cláusula de cordura y salud.
La sala de espera no podía estar amueblada con más sencillez, sólo unos colchones de papel y dos Saroyan con certificado de autenticidad para alegrar un poco la blancura-mediodía de las paredes; un
Alice
y un
o bien
o bien
En lo tocante a la moda de ese día Milly había decidido fingir el pudor propio de una doncella poniéndose su viejo uniforme de la PanAm, que consistía en una chaquetilla muy delgada de color entre azul y gris y un pulcro pijama muy estilo mujer-de-negocios. Boz lucía unos pantalones cortos color crema y un chal de la misma tela de la chaquetilla anudado alrededor de la garganta. Cuando se movía el chal revoloteaba como una sombra que siguiera sus movimientos. Los dos estaban tan guapos que parecían salidos de un cuadro. No hablaron. Se limitaron a esperar en la habitación concebida para ese propósito.
Esperaron durante media maldita hora.
La entrada al despacho de McGonnagall parecía haber surgido de los anales del Museo Metropolitano. La puerta se sublimó convirtiéndose en una llamarada y los dos cruzaron el umbral, una Pamina y un Tamino adecuadamente acompañados por la música de la flauta, el tambor, la sección de cuerda y los clarines. Un hombre bastante gordo que vestía una bata blanca les dio la bienvenida sin abrir la boca acogiéndoles en su templo de la sabiduría adquirida a precio de saldo, y estrechó primero la mano de Pamina y luego la de Tamino. Su conducta dejaba bien claro que el consejero matrimonial pertenecía a la escuela sensibilista.
McGonnagall acercó su rosado y pulcro rostro de hombre de mediana edad al de Boz como si estuviera intentando leer la letra pequeña de un contrato.
- Usted es Boz - dijo en un tono casi reverente -. Y usted es Milly - añadió volviendo la cabeza en su dirección.
- No - dijo Milly con cierta irritación (culpa de la media hora de espera) -. Yo soy Boz y ella es Milly.
- A veces el divorcio es la mejor solución - dijo McGonnagall en lo que parecía un intento de calmarla -. Quiero que los dos comprendan que si ésa acaba siendo mi opinión en su caso no vacilaré en decirlo claramente. Si les ha molestado que les hiciera esperar tanto rato tanto pis, ya que les hice esperar por una buena razón. La espera permite que nos libremos del peso de los modales corteses desde el principio. ¿Y qué es lo primero que me dice cuando entran aquí? ¡Que su esposo es una mujer! Bien, Boz, ¿qué ha sentido al enterarse de que a Milly le gustaría cortarle las pelotas y ponérselas entre las piernas?
Boz se encogió de hombros. Estaba acostumbrado a sufrir, y no pensaba ponerse desagradable por tan poca cosa.
- Me ha hecho gracia.
- Ja - rió McGonnagall -. Le ha parecido gracioso, ¿verdad? Pero... ¿Qué ha sentido? ¿Ha sentido el deseo de golpearla? ¿Se asustó? ¿O... se ha sentido secretamente complacido?
- Más o menos todo eso. Lo ha resumido bastante bien.
El cuerpo de McGonnagall se hundió en un objeto neumático de color azul y quedó flotando allí como un gigantesco calamar blanco que sube y baja sobre la tranquila superficie de un mar calentado por el verano.
- Bien, señora Hanson, hábleme de su vida sexual.
- Nuestra vida sexual es muy agradable... - dijo Milly.
- Y emocionante - dijo Boz tomando el relevo.
- Y bastante ajetreada.
Milly cruzó sus hermosos e impecables brazos delante de sus senos.
- Cuando estamos juntos - añadió Boz.
La átona ironía de la frase estaba adornada por un matiz de auténtica autocompasión. La sesión apenas acababa de empezar, pero Boz ya podía sentir cómo sus entrañas estaban dirigiendo unas cuantas lágrimas hacia las glándulas adecuadas. En cuanto a Milly, unas glándulas muy distintas estaban empezando a manipular las pequeñas afrentas y enfados y se disponían a convertirlas en una soberbia masa de ira amarilla. Era uno de los muchos aspectos en los que Boz y Milly resultaban perfectamente simétricos y que les habían convertido en una pareja perfecta.
- ¿Empleos?
- Todo eso está en nuestros perfiles - dijo Milly -. Ha dispuesto de un mes entero para examinarlos. O de media hora, como mínimo...
- Cierto, señora Hanson, pero en su perfil no hay ninguna referencia a esta notable reluctancia suya, a ese regateo con cada palabra... - McGonnagall alzó dos dedos en un gesto francamente ambiguo que conseguía amalgamar la reprimenda y la bendición en un solo movimiento -. Bien, Boz... ¿A qué se dedica?
- Oh, no soy más que un esposó. Milly es la que pone la comida en la mesa.
Los dos volvieron la cabeza hacia Milly.
- Soy monitora sexual y hago demostraciones prácticas en las secundarias - dijo Milly.
- A veces lo que se cree son dificultades maritales tienen su origen en problemas laborales - dijo McGonnagall derramándose hacia un lado de su globo azul (McGonnagall estaba muy gordo, y todos los gordos saben hacerse el Buda) y puso expresión pensativa.
Milly sonrió, una mueca de porcelana perfecta y segura de sí misma.
- La ciudad nos somete a una prueba semestral para averiguar si estamos satisfechos con nuestro trabajo, señor McGonnagall. En mi última prueba saqué una puntuación levemente superior a la normal en la escala de ambición, pero aun así no superé el promedio del personal que ha sido ascendido a puestos administrativos. Boz y yo estamos aquí porque no podemos pasar dos horas juntos sin empezar a discutir. Ya no soy capaz de dormir en la misma cama que él, y cada vez que comemos juntos Boz acaba teniendo ardor de estómago.
- De acuerdo, por el momento supondremos que le gusta su trabajo y que no hay problemas por ese lado. ¿Y usted, Boz? ¿Es feliz siendo meramente un esposo?
Boz acarició el chal anudado alrededor de su garganta.
- Bueno, no... Supongo que no soy del todo feliz, o de lo contrario no estaríamos aquí. A veces me siento... Oh, no sé cómo expresarlo. Me siento inquieto, me pongo nervioso. A veces... Pero sé que un trabajo no haría que me sintiera más feliz. Los trabajos son como el ir a la iglesia. Cantar a coro, comer algo y todo eso resulta agradable cuando sólo lo haces un par de veces al año, pero si no crees que allí dentro realmente está ocurriendo algo sagrado ir cada semana acaba convirtiéndose en una molestia.
- ¿Ha tenido algún trabajo..., un verdadero empleo?
- Sí, he tenido un par de empleos, y no lo aguantaba. Creo que la inmensa mayoría de personas debe de odiar su trabajo. Quiero decir que... Bueno, si les gustara trabajar... En fin, ¿qué otra razón puede haber para que te paguen?
- Y, aun así, está claro que algo anda mal, Boz. A su vida le falta algo que debería estar allí.
- Algo... Sí, pero no sé qué es.
Boz puso cara de abatimiento.
McGonnagall extendió un brazo para cogerle la mano. El contacto humano era un factor fundamental en la profesión de McGonnagall.
- ¿Niños? - preguntó volviéndose hacia Milly después de haber dado por terminado aquel breve episodio de intimidad y calor humano.
- No podemos permitirnos el lujo de tener niños.
- Pero si creyera que pueden permitírselo... ¿Le gustaría tenerlos?
Milly frunció los labios.
- Oh, sí, mucho.
- ¿Montones de niños?
- ¡Bueno, tanto como montones...!
- Verá, hay personas que quieren tener montones de niños, personas que de no ser por el sistema de pruebas genéticas tendrían todos los niños posibles.
- Mi madre tuvo cuatro críos - dijo Boz -. Todos nacieron antes del Acta de Pruebas Genéticas, naturalmente, salvo yo, y sólo consiguió el permiso porque Jimmy, el mayor, murió en un disturbio callejero o un baile o algo así cuando tenía catorce años.
- ¿Tienen animales domésticos?
El objetivo al que quería llegar McGonnagall cada vez estaba más claro.
- Una gata y una planta - dijo Boz.
- ¿Quién de los dos dirían que se ocupa más de la gata?
- Yo, pero eso es porque me paso casi todo el día en casa. Ahora ya no vivo allí, y Milly tiene que cuidar de Gatota. Supongo que debe de sentirse bastante sola... Pobre Gatota.
- ¿Algún gatito?
Boz meneó la cabeza.
- No - dijo Milly -. Hice que la esterilizaran.
Boz casi pudo oír el «¡Oh, oh!» mental de McGonnagall. Sabía cuál iba a ser el curso que seguiría la sesión a partir de aquel momento, y también sabía que tanto él como Milly ya habían pasado por lo peor. McGonnagall podía tener razón y podía estar equivocado, pero ya había conseguido meterse una idea entre las mandíbulas y no estaba dispuesto a dejarla escapar. Milly necesitaba un bebé (es la única forma de que una mujer se sienta plenamente realizada) y Boz... Bueno, parecía que Boz iba a ser la madre.
Y, naturalmente, al final de la sesión Milly estaba tumbada sobre la suave blandura blanca del suelo con la espalda arqueada gritando a pleno pulmón («¡Sí, un bebé! ¡Quiero un bebé! ¡Sí, un bebé! ¡Un bebé!»), mientras sufría espasmos de parto excelentemente simulados a base de histeria. Era un espectáculo maravilloso. Milly no había tenido un auténtico ataque de nervios desde hacía mucho tiempo, y en cuanto a llorar... ¿Cuánto hacía que no lloraba? Años. Sí, aquello era hermoso al cien por cien, no cabía duda.
Después decidieron bajar por la escalera, que estaba oscura y llena de polvo y resultaba terriblemente erótica. Hicieron el amor en el rellano del piso 28 y volvieron a hacerlo en el del 12 a pesar de que a los dos les temblaban las piernas. El semen salió disparado del miembro de Boz en una asombrosa serie de eructos gigantes - igual que la leche brotando de un cartón de dos litros, pensó Boz -, y la cantidad... Increíble, realmente increíble. Era como un desayuno en la cama servido por el cielo, un milagro que demostraba su existencia y una promesa que los dos estaban decididos a mantener.
No todo fueron rosas y sonrisas, claro está. Tuvieron que rellenar montañas de papeles, más que todos los Impresos 1040 que habían cumplimentado en toda su existencia; y aparte de los papeles hubo que visitar al consejero de embarazos, ir al hospital para conseguir las recetas de los medicamentos que los dos debían empezar a tomar; luego hubo que reservar una botella incubadora en el Monte Sinaí para después del cuarto mes de Milly (la ciudad correría con todos los gastos para que pudiera seguir trabajando), y por fin llegó ese solemne momento en el despacho de Pruebas Genéticas en el que Milly apuró el primer vaso del liquido amargo que anulaba los efectos del anticonceptivo que se añadía al agua potable. (Estuvo mareada el resto del día, pero ¿se quejó? Sí, claro que se quejó.) Durante las dos semanas siguientes Milly no pudo beber el agua del grifo hasta que, oh día feliz, su prueba matinal dio una lectura positiva.
Decidieron que sería una chica y que se llamaría Loretta, por la hermana de Boz. Después cambiaron de parecer y fueron tomando nuevas decisiones. Afra, Murray, Álgebra, Bufidos (los nombres preferidos de Boz), y Pamela, Grace, Lulú y Maureen (los que prefería Milly)...
Boz empezó a tejer una especie de manta.
Los días se fueron haciendo más largos y las noches más cortas, y luego viceversa. Cacahuete (el nombre con el que se referían a la niña cada vez que no lograban ponerse de acuerdo sobre cómo se llamaría) sería trasladada la Nochebuena del año 2025.
Pero aparte de la microquímica involucrada en el misterio del origen de los bebés lo realmente importante era el problema de la adaptación psicológica a la paternidad, y no resultaba nada fácil de resolver.
McGonnagall se lo explicó de la siguiente forma durante su última sesión de asesoramiento.
- Nuestra forma de trabajar, de hablar, de ver la televisión o de caminar por la calle, incluso de joder o quizá sobre todo la forma de joder..., todo eso forma parte del problema de la identidad. No podemos hacer ninguna de esas cosas con sinceridad e involucrándonos en ellas si no hemos averiguado quiénes somos realmente y somos esa persona tanto por dentro como por fuera en vez de ser la persona que los demás quieren que seamos. Lo normal es que si quieren que seamos algo que no somos acaben utilizándonos como laboratorio para resolver sus propios problemas de identidad.
»Bien, Boz, ya hemos visto cómo se espera que seas, una clase de individuo en las relaciones personales y una clase de individuo totalmente distinta en otros momentos, y sabemos que eso ocurre por lo menos un centenar de veces al día. O, por utilizar tus propias palabras, eres «meramente un esposo»... Esa manera de aserrar a una persona convirtiéndola en dos mitades empezó a utilizarse en el siglo pasado con la llegada de la automatización. Los trabajos se volvieron primero más sencillos y luego más escasos..., sobre todo la clase de trabajos que se agrupaban bajo el epígrafe de «trabajos masculinos». Los hombres se encontraron trabajando codo a codo con las mujeres. Para algunos hombres la única forma de proyectar una imagen viril era ponerse tejanos los fines de semana y fumar la marca de cigarrillos que ha de fumar un hombre... Marlboro, habitualmente.»
McGonnagall tensó los labios y flexionó delicadamente los dedos sintiendo cómo el deseo volvía a enzarzarse con la fuerza de voluntad librando la vieja e interminable batalla en su boca y en sus pulmones. Era el mismo tipo de gesto que un estilita habría empleado para hablar de las tentaciones de la carne, un ensayo de los viejos placeres cuyo único objetivo era terminar rechazándolos.
- ¿Qué significaba todo esto en términos psicológicos? Significaba que los hombres ya podían prescindir de la estructura de carácter rígida y agresiva que habían estado utilizando hasta entonces, de la misma forma que ya no necesitaban los corpulentos y aparatosos físicos estilo luchadores de grecorromana que acompañaban a esa clase de carácter. Esa clase de cuerpo dejó de estar de moda, y ya ni tan siquiera resultaba útil como plumaje sexual. Las chicas empezaron a preferir a los ectomorfos más esbeltos y no tan altos. Las parejas ideales eran aquellas en las que cada miembro parecía una imagen reflejada del otro..., como ocurre en la vuestra, por ejemplo. Era una especie de movimiento hacia adentro que se originaba en los polos de la sexualidad.
»Hoy, por primera vez en la historia humana, los hombres son libres de expresar el componente esencialmente femenino de su personalidad. De hecho es algo que casi se les exige, por lo menos desde el punto de vista económico. No estoy hablando de la homosexualidad, naturalmente... Un hombre puede feminizarse mucho más allá del punto marcado por el travestismo sin perder su preferencia por los coños, una preferencia que es una consecuencia ineludible del hecho de poseer una polla.
McGonnagall hizo una breve pausa para apreciar su desgarradora sinceridad. ¡Era algo tan increíble y encomiable como que un republicano se levantara de su silla para alabar al presidente Kennedy al final de una cena conmemorativa!
- Bueno, supongo que esto es más o menos lo que lleváis oyendo desde los tiempos de la secundaria, pero comprender algo de una forma intelectual es una cosa y sentirlo dentro de vuestro propio cuerpo es otra, y muy distinta. Lo que sintió la gran mayoría de los hombres - los que se dejaron llevar por las tendencias feminizadoras de su época - fue sencillamente una culpabilidad aplastante, horrible y total, una culpabilidad - que el paso del tiempo acabó convirtiendo en una carga mucho más insoportable que la represión anterior. La Revolución Sexual de los Sesenta fue seguida por la horrible Contrarrevolución de los Setenta y los Ochenta, la década en la que crecí. Ya os lo habrán dicho muchas veces, pero permitid que vuelva a repetirlo: fue espantoso. Todos los hombres vestían de negro o de gris, y como mucho los que eran muy osados vestían de marrón oscuro. Llevaban el pelo muy corto y caminaban como los primeros modelos de robots..., podéis verlo en las películas de esa época, recordadlo. Habían hecho tal esfuerzo para negar lo que estaba ocurriendo que de la cintura para abajo eran auténticas masas de hielo. La situación llegó a tales extremos que en un momento dado había cuatro series televisivas protagonizadas por zombies.
»No me habría dedicado a repasar la historia antigua si creyera que los jóvenes de vuestra edad comprendéis la suerte que habéis tenido al no vivir todo ese horror. La existencia cotidiana sigue planteándonos muchos problemas - si no fuera así yo no tendría trabajo, ¿verdad? -, pero por lo menos hoy en día la gente tiene una posibilidad de resolverlos.
»Bien, Boz, volvamos a la decisión con la que os enfrentáis ahora. A comienzos de los años ochenta (en Japón, naturalmente, dado que en los Estados Unidos de aquella época seguramente habría sido ilegal) se llevaron a cabo las investigaciones científicas gracias a las que la feminización acabó siendo algo más que un mero proceso cosmético, pero aun así tuvieron que pasar unos cuantos años antes de que las técnicas se difundieran y pudieran emplearse a gran escala y, realmente, eso es algo que sólo ha ocurrido durante las dos últimas décadas. Antes de nuestra época todos los hombres estaban obligados por sencillas razones biológicas a negar esos instintos maternales que se hallan tan profundamente enraizados en su personalidad. La maternidad es un fenómeno básicamente psicosocial, no sexual. Ya sea varón o hembra cada bebé crece aprendiendo a imitar a su madre. Él o ella juega con muñecas y hace pasteles de barro..., si vive en algún sitio donde haya barro con el que hacerlos, claro. Su madre le instala en el carrito del supermercado y lo lleva por los pasillos como si fuese una cría de canguro. Etcétera, etcétera... Es perfectamente natural que al crecer los hombres deseen ser madres si sus circunstancias sociales y económicas lo permiten..., es decir, si disponen del tiempo necesario, ya que ahora hay formas de resolver el resto de problemas que presenta esa situación.
»En resumen, Milly, Boz necesita más que tu amor o el amor de cualquier otra mujer..., o el de cualquier otro hombre, si a eso vamos. Necesita otra clase de satisfacción y plenitud personal, al igual que te ocurre a ti. Necesita un bebé tanto como lo necesitas tú.
Necesita la experiencia de la maternidad, y la necesita todavía más que tú.
5
Boz fue operado el mes de noviembre en el Hospital Monte Sinaí, y Milly también, naturalmente, ya que tenía que ser la donante. Boz ya había pasado por la serie de implantaciones de «muñecos» de plástico cuyo fin era preparar la piel de su pecho para acoger a las nuevas glándulas que vivirían allí, y preparar espiritualmente al mismo Boz para su nuevo estado. Un programa de tratamientos hormonales simultáneos creó un nuevo equilibrio químico en su cuerpo con el objetivo final de que las glándulas mamarias pudieran ser incorporadas a su funcionamiento general y quedaran capacitadas para extraer de éste las sustancias nutritivas que contendría la leche.
McGonnagall les había explicado repetidamente que si se quería que la maternidad fuese una experiencia verdaderamente liberadora y dotada de un significado había que entrar en ella de lleno y aceptándola en su totalidad. La maternidad tenía que convertirse en parte de la estructura de los nervios y los tejidos, y no podía quedar limitada a ser un proceso, una costumbre o un papel social.
Cada hora de ese primer mes trajo consigo una crisis de identidad nueva. Un momento inmóvil delante de un espejo bastaba para que Boz sufriera ataques de risa tan histérica que acababa resultando dolorosa o para precipitarle en un abismo de melancolía del que le costaba horas salir. En dos ocasiones Milly volvió del trabajo, miró a su esposo y se convenció de que por fin había sucumbido a la tensión, pero tanto una vez como la otra la ternura y la paciencia con que le trató durante la noche consiguieron que Boz superase aquel bache emocional. Por la mañana iban al hospital para contemplar a Cacahuete flotando dentro de su botella de cristal marrón, y se decían que era tan hermosa como un nenúfar. Ya estaba completamente formada, y era un ser humano tan completo como su padre o su madre. En aquellos momentos Boz no podía comprender por qué se había estado torturando de aquella forma, y pensaba que si alguien tenía motivos de preocupación seguramente tenía que ser Milly porque allí estaba, en el umbral de la paternidad, con el vientre tan liso como una tabla de planchar y con tubos de silicona líquida por pechos permitiendo que el hospital y su esposo le impidieran pasar por la experiencia de la maternidad; y a pesar de todo eso Milly sólo parecía sentir reverencia hacia esa nueva vida que habían creado entre los dos. Era como si Milly fuera el padre de Cacahuete, como si el nacimiento fuese un misterio que podía admirar desde cierta distancia, pero que nunca podría compartir de una forma total e íntima.
Y por fin - tal y como estaba previsto, a las siete de la tarde del día 24 de diciembre -, Cacahuete (quien tendría que cargar para siempre con aquel nombre ya que sus padres nunca consiguieron ponerse de acuerdo en ningún otro) fue liberada del útero de cristal marrón, colocada cabeza abajo y golpeada suavemente en la espalda. Cacahuete Hanson se unió a la raza humana lanzando un soberbio alarido con el que se la volvería a obsequiar cada cumpleaños hasta el número veintiuno, fecha en la que se rebeló contra la ceremonia y arrojó la cinta al incinerador.
Lo único que no había esperado y lo realmente maravilloso fue lo ocupado que llegó a estar. Hasta entonces su gran preocupación siempre había sido encontrar formas de llenar el vacío de las horas diurnas, pero cuando llegaron los primeros éxtasis de su nueva personalidad Boz descubrió que no tenía tiempo para hacer ni la mitad de todo cuanto debía hacerse. No se trataba únicamente de que debiera satisfacer las necesidades de Cacahuete - aunque éstas fueron prodigiosas desde el principio y siguieron creciendo hasta alcanzar proporciones realmente heroicas -, sino de que el nacimiento de su hija había significado su conversión a una ecléctica y nunca vista variedad del conservadurismo. Boz volvió a cocinar en serio, y esta vez sin que las facturas del colmado se dispararan hacia la estratosfera. Estudió yoga con un yogi muy joven y apuesto del Canal 3. (Su nuevo régimen de vida no le permitía perder el tiempo viendo la película de arte y ensayo de las cuatro, naturalmente.) Redujo su consumo de Kafé a una sola taza apurada durante el desayuno en compañía de Milly.
Lo más increíble quizá fuera que Boz consiguió mantener vivo ese celo entusiasta semana tras semana y mes tras mes. Es posible que no siempre consiguiera aferrarse a la realidad de una pauta de vida mejor, más rica, más plena y mucho más responsable, pero aunque fuese de una forma modesta y modificada no cabe duda de que nunca llegó a abandonarla del todo.
Y mientras tanto Cacahuete iba creciendo. Dobló su peso en dos meses. Sonreía cuando la mirabas, y desarrolló un interesante repertorio de sonidos. Tragaba - al principio sólo una cucharadita o dos - Comida - Plátano, Comida - Pera y cereales, pero antes de que pasara mucho tiempo ya había probado todos los sabores vegetales que Boz consiguió encontrar en las tiendas. Aquello sólo significaba el principio de lo que sería una larga y variada carrera de consumidora.
La primavera había sido fría y lluviosa, pero un día de primeros del mes de mayo la temperatura subió de golpe hasta rozar los veinticinco grados. La brisa marina había limpiado el cielo arrebatándole su habitual color gris deslustrado hasta dejarlo de un azul resplandeciente.
Cacahuete se despertó. Tenía los ojos color avellana salpicados por minúsculas manchitas doradas. Su piel era tan rosada como el caparazón de una gamba recién hervida. Cacahuete estaba de tan buen humor que se mecía de un lado a otro haciendo oscilar la cuna. Boz contempló cómo aquellos deditos se movían tocando escalas en la atmósfera primaveral de la ciudad, se dejó contagiar por su alegría y le cantó una cancioncilla tan extraña como carente de sentido que recordaba haber oído cantar a su hermana Lottie cuando no estaba enfadada con Amparo, la misma cancioncilla que Lottie había oído cantar a su madre cuando quería dormir a Boz.
Pepsi Cola es la mejor.
Dos vasos llenos, sí señor.
He perdido mi casa, mi chica y mi salvador,
así que me iré al oeste, sí señor.
Un soplo de brisa revolvió los mechones de la oscura y sedosa cabellera de Cacahuete y acarició los mucho más abundantes rizos entre rojos y dorados de Boz. La luz del sol y el aire eran igual que en las películas de hacía un siglo, imposiblemente limpios. Boz cerró los ojos e hizo unos cuantos ejercicios de respiración.
Cacahuete empezó a llorar a las dos de la tarde, tan puntual como el noticiario. Boz la sacó de la cuna y le dio el pecho. Boz sólo se molestaba en vestirse cuando salía del apartamento. La boquita se cerró alrededor de su pezón y las manecitas se agarraron a la suave carne de la teta. Boz sintió el habitual cosquilleo de placer, pero con la diferencia de que no se desvaneció cuando Cacahuete consiguió que sus labios encontraran el ritmo regular y tranquilo que le permitía chupar y tragar, chupar y tragar sin interrupción durante varios minutos. Al contrario, la sensación se fue extendiendo por la superficie del pecho y se adentró en sus profundidades; y floreció hacia el interior hasta llegar al núcleo de su tórax. Su polla no llegó a endurecerse, pero fue visitada por temblores del placer más delicado imaginable, y ese placer se acumuló formando olas que viajaron hasta llegar a sus riñones y bajar por los músculos de sus piernas. Durante unos momentos Boz pensó que tendría que dejar de alimentar a Cacahuete. La sensación se había vuelto tan intensa, tan exquisita, tan...
Esa noche intentó explicárselo a Milly, pero su esposa se limitó a mostrar el mínimo de interés exigido por la cortesía. Hacía una semana que la habían elegido para un cargo sindical de bastante importancia, y Milly aún tenía la cabeza saturada por el austero y grisáceo placer de la ambición satisfecha que se siente cuando has conseguido colocar un dedo del pie sobre el primer peldaño de la escalera. Boz decidió no molestarla extendiéndose sobre el tema, y lo reservó para la próxima visita de Gamba. Gamba había dado a luz tres niños (la puntuación que había obtenido en las pruebas genéticas era tan soberbia que el Consejo de Genética Nacional corría con todos los gastos de sus embarazos), pero un vago sentido de autodefensa emocional siempre le había impedido establecer una relación excesivamente empática con los bebés durante el año que duraba su trabajo maternal (después eran enviados a las escuelas de Wyoming y Utah subvencionadas y administradas por el Consejo). Gamba le aseguró que lo que había sentido aquella tarde no tenía nada de extraordinario y que a ella le ocurría continuamente, pero Boz sabía que esas sensaciones eran la mismísima esencia de lo desacostumbrado. Eran, por utilizar las palabras del Señor Krishna, un ápice de experiencia, un fugaz vislumbre de lo que se ocultaba detrás del velo.
Boz acabó comprendiendo que aquel instante era única y exclusivamente suyo, y que compartirlo con alguien era tan imposible como el que volviera a sentir exactamente lo que había sentido entonces.
El momento no se repitió jamás, ni tan siquiera de forma aproximada. El paso del tiempo le permitió olvidar lo que había sentido, y acabó recordando sólo el recuerdo de la experiencia.
Unos años después Boz y Milly estaban sentados en el balcón contemplando el crepúsculo.
Ninguno de los dos había cambiado radicalmente después del nacimiento de Cacahuete. Boz quizá estaba un poquito más gordo que Milly, pero resultaba difícil saber con certeza si porque había ganado peso o porque Milly lo había perdido. Milly trabajaba como supervisora y aparte de eso ocupaba un puesto en tres comités ciudadanos.
- ¿Te acuerdas de nuestro edificio especial? - le preguntó Boz.
- ¿A qué edificio te refieres?
- Ese de ahí, el de las tres ventanas.
Boz señaló hacia la derecha. Dos gigantescas torres de apartamentos enmarcaban la porción oeste del panorama de tejados, cornisas y depósitos de agua. Algunos de los edificios que estaban contemplando probablemente se remontaban al Nueva York casi primigenio del Alcalde Tweed; ninguno era de construcción reciente.
Milly meneó la cabeza.
- Hay montones de edificios.
- El que está detrás de la esquina derecha de esa mole de ladrillos amarillentos con aquel templete tan raro que tapa el depósito de agua. ¿Lo ves?
- Mmmm. ¿Allí?
- Sí. ¿No te acuerdas de él?
- Vagamente... No.
- Acabábamos de mudarnos a este edificio, y el alquiler era tan alto que durante el primer año el apartamento estuvo prácticamente vacío. Yo no paraba de darte la murga pidiéndote que compraras una planta, y tú siempre me repetías que teníamos que esperar un poco. ¿Empiezas a acordarte?
- Un poco.
- Bueno, solíamos subir al tejado para contemplar los edificios e intentábamos adivinar en qué calle estaba cada uno y si podríamos reconocerlos desde la acera.
- ¡Ahora me acuerdo! Te refieres al edificio que siempre tenía las ventanas cerradas... Pero es lo único que recuerdo de él.
- Bueno, el caso es que nos inventamos una historia sobre el edificio. Dijimos que en cuanto hubieran pasado cinco años una de las ventanas se abriría lo suficiente para que pudiéramos verlo desde aquí..., unos cinco centímetros, nada más. Y que al día siguiente volvería a estar cerrada.
- ¿Y luego?
A esas alturas de la historia Milly estaba sincera y agradablemente perpleja.
- Y luego... Bueno, según nuestra historia observaríamos el edificio cada día con mucha atención para ver si la ventana volvía a abrirse. El edificio se convirtió en nuestra planta, ¿entiendes? Era algo que los dos observábamos de la misma forma y con el mismo interés.
- ¿Y tú lo observabas?
- Más o menos. No cada día, claro. De vez en cuando.
- ¿Y ésa es toda la historia?
- No. El final de la historia era que un día, puede que cinco años después de que la ventana se hubiera abierto, estaríamos caminando por una calle que no nos era familiar y reconoceríamos el edificio, subiríamos la escalera, llamaríamos al timbre y el superintendente nos abriría la puerta, y nosotros le preguntaríamos quién había abierto esa ventana hacía cinco años y por qué.
- ¿Y qué nos respondería?
La sonrisa de Milly dejaba bien claro que se acordaba de la respuesta, pero sabía que la historia debía llegar a su final y por eso lo preguntaba.
- Que creía que nadie se habría dado cuenta. Y se echaba a llorar... De pura gratitud, ¿entiendes?
- Es una historia muy bonita. Tendría que sentirme culpable por haberla olvidado. ¿Qué ha hecho que te acordaras de ella hoy?
- El auténtico final de la historia. La ventana estaba abierta, ¿sabes? La ventana del centro.
- ¿De veras? Pues ahora está cerrada.
- Pero esta mañana estaba abierta. Pregúntaselo a Cacahuete. Se la señalé con el dedo porque quería tener un testimonio de que estaba abierta.
- No cabe duda de que es un final feliz.
Milly alzó una mano y la deslizó por la parte de mejilla que Boz estaba utilizando como campo experimental en el que probar distintos modelos de patillas.
- Pero me pregunto por qué estaba abierta ahora después de que llevara tanto tiempo cerrada.
- Bueno, podemos ir al edificio dentro de cinco años y preguntárselo al superintendente.
Boz se volvió hacia ella sonriendo y le acarició la mejilla muy suavemente, y los dos se sintieron muy felices durante un rato. Volvían a estar juntos en el balcón un anochecer de verano, y eran felices.
Boz y Milly, Milly y Boz.
Angulema
Los alejandrinos que participaron en la conspiración del Battery eran siete. Jack era el más joven y había nacido en el Bronx; y aparte de él estaban Celeste DiCecca, Resoplidos y MaryJane, Tancred Miller, Amparo (naturalmente) y, naturalmente, el líder y el gran cerebro, Bill Harper, más conocido como el Señor Morritos, quien sentía un amor tan apasionado como carente de esperanzas hacia Amparo, la cual ya casi tenía trece años (los cumpliría en septiembre de aquel año) y un par de pechos que empezaban a crecer, y... Ah, sí, y una piel muy, muy hermosa que hacía pensar en la transparencia irisada de la lucita. Amparo Martínez, así se llamaba.
Su primera y más bien insignificante operación conjunta tuvo por escenario la Sesenta Este, el despacho de un agente de cambio y bolsa o algo por el estilo, y el botín se redujo a unos gemelos, un reloj, una bolsita de cuero que luego resultó no ser de cuero, unos cuantos botones y el surtido habitual de tarjetas de crédito que no servían de nada. ¿El? Oh, él supo conservar la calma todo el tiempo - incluso cuando Resoplidos se entretuvo cortando en dos los botones con una navaja -, y se encargó de mantener tranquilos a los demás. Todos hicieron conjeturas al respecto, pero ninguno logró reunir el valor necesario para preguntarle cuántas veces había vivido una escena similar antes. Lo que estaban haciendo no era ninguna novedad revolucionaria, claro, y lo que les llevó a urdir el plan era en parte precisamente eso, la necesidad de innovar. La única parte realmente memorable del atraco fue el apellido y el nombre impresos en las tarjetas, que por extraño que pueda parecer eran Lowen, Richard W. Un presagio, cierto (la conexión era que todos estudiaban en la Escuela Alexander Lowen), pero... ¿De qué exactamente?
El Señor Morritos se quedó con los gemelos, entregó los botones a Amparo (quien a su vez se los dio a su tío) y donó el resto (el reloj no valía nada) a la cabina de Conservación que había en la plaza que estaba al lado de su casa.
Su padre era ejecutivo en una cadena de televisión, y solía bromear diciendo que se pasaba la vida «en pantalla». Su padre y su madre se habían casado siendo bastante jóvenes y se divorciaron poco después, pero no antes de haber utilizado su cupo de procreación trayéndole al mundo. Papá, el ejecutivo, volvió a contraer matrimonio; esta vez con un hombre y, al parecer, con resultados un poco más satisfactorios que la anterior. Al menos el matrimonio había durado lo suficiente para que su descendiente, el líder y gran cerebro de los alejandrinos hubiese aprendido a adaptarse a la situación. Mamá se limitó a ir a los Everglades y desapareció para siempre de forma tan irrevocable como si se hubiera hundido en aquellas aguas pantanosas.
En resumen, que gozaba de una buena posición y era eso más que una inteligencia impresionante lo que le había permitido estudiar en la Escuela Lowen. Aparte de eso poseía un cuerpo que no estaba nada mal, y suponiendo que lo hubiese deseado ni toda la ciudad de Nueva York habría conseguido encontrar una razón lo suficientemente sólida para impedir que se convirtiera en bailarín profesional, o incluso en coreógrafo. También contaba con las conexiones necesarias para ello, cosa que papá disfrutaba recordándole a la más mínima ocasión que se le ofreciera.
Pero de momento sus inclinaciones se dirigían más hacia lo intelectual y lo religioso que hacia la danza. Adoraba los foxtrots más abstractos y las piruetas más metafísicas de un Dostoievski, un Gide o un Mailer, ¿y a qué estudiante de séptimo curso no le ha ocurrido igual? Anhelaba la experiencia de sentir un dolor más vívido que ese prosaico vacío cotidiano anudado en el interior de su musculoso y joven estómago, y ninguna sesión de terapia semanal grita - y - patalea compartida con una pandilla de estúpidos mocosos de once años le abriría las puertas de la primera división del sufrimiento, el crimen y la resurrección. No, la única forma de alcanzar ese paraíso era cometer un auténtico crimen, y de todos los crímenes disponibles no cabía duda de que el más prestigioso seguía siendo el asesinato, tal y como estaba dispuesta a jurar una autoridad en la materia tan indiscutible como Loretta Couplard; y no había que olvidar que Loretta Couplard no sólo era la directora y copropietaria de la Escuela Lowen sino que también había escrito dos guiones televisivos que habían sido vistos por toda la nación, ambos sobre crímenes famosos del siglo XX. ¡Pero si incluso habían disfrutado de un seminario de ciencias sociales sobre el tema, Historia del Crimen en la Norteamérica Urbana!
El primer asesinato de Loretta había sido una auténtica comedia protagonizada por Pauline Campbell, enfermera y residente en Ann Arbor, Michigan, cuyo cráneo fue destrozado por tres adolescentes borrachos circa 1951. Los adolescentes sólo querían dejarla inconsciente para poder violarla, lo cual resume perfectamente cómo era el año 1951. Bill Morey y Max Pell tenían dieciocho años y fueron sentenciados a cadena perpetua; Dave Royal (el héroe de Loretta) tenía un año menos y sólo fue condenado a pasar veintidós años en la cárcel.
Su segundo asesinato había sido tratado con un estilo mucho más trágico y había conseguido inspirar mucho más respeto, aunque desgraciadamente no entre los críticos; quizá porque a pesar de que su heroína - otra Pauline (Pauline Wichura) - había poseído una personalidad más interesante y compleja también había sido más famosa en su tiempo y había seguido siéndolo desde aquel entonces, lo cual hacía que la competencia (una novela que tuvo un gran éxito de ventas y una biografía fílmica bastante seria) fuese mucho más difícil de vencer. La señorita Wichura había trabajado como asistenta social en Atlanta, Georgia, durante el período inmediatamente anterior a la instauración de las pruebas genéticas y estaba obsesionada por el medio ambiente y el problema de la superpoblación. Pauline decidió hacer algo al respecto. ¿Qué? Pues reducir la población ella misma y de la forma más justa e imparcial posible. Cuando una de las familias a las que visitaba se saltaba el innegablemente generoso límite de tres niños que ella misma había fijado produciendo otro bebé, Pauline siempre acababa encontrando alguna forma discreta de reducir el número de miembros de la unidad familiar devolviéndola al máximo tamaño permisible. Entre los años 1989 y 1993 los diarios de Pauline (editorial Random House, 1994) describían minuciosamente veintiséis asesinatos más un total de catorce intentos fallidos. Aparte de eso las familias atendidas y asesoradas por Pauline podían enorgullecerse de ostentar el récord absoluto de abortos y esterilizaciones de todo el Departamento de Bienestar Social de los Estados Unidos.
- Lo cual creo demuestra que no hace falta matar a alguien famoso para que el crimen sea una forma más del idealismo - le había explicado un día el Señor Morritos a su amigo Jack después de terminadas las clases.
Pero, naturalmente, el idealismo sólo era la mitad de la historia. La otra mitad era la curiosidad, y más allá del idealismo y la curiosidad es probable que hubiera otra mitad, esa necesidad básica de crecer y matar a alguien que experimentan todos los niños.
Se decidieron por él Battery porque, uno, en circunstancias normales ninguno de ellos habría puesto los pies en aquella zona; dos, era elegante y al mismo tiempo relativamente, tres, poco poblada, por lo menos después de que el turno de noche se hubiera instalado en sus cómodas torres para ocuparse de sus máquinas. El turno de noche rara vez consumía su almuerzo en el parque.
Y, cuatro, porque era un sitio precioso, especialmente ahora que estaba empezando el verano. Las aguas oscuras cromadas por una delgadísima capa de aceite que lamían los pilares de cemento de la orilla; los silencios que llegaban flotando de Upper Bay y que a veces eran lo bastante grandes para que pudieses distinguir los distintos ruidos de la ciudad ocultos detrás de ellos; el ronroneo y la temblorosa vibración de los rascacielos, el vibrato misterioso de las vías rápidas que hacía estremecerse el suelo y, de vez en cuando, esos extraños gritos carentes de un origen determinado que son la melodía del tema musical de la ciudad de Nueva York; el color azul rosado de los crepúsculos en un cielo visible; los rostros de las personas tranquilizadas por el mar y por su propia cercanía a la muerte sentadas en los bancos pintados de verde que se alineaban formando hileras casi rítmicas... Oh, pero si incluso las estatuas eran hermosas, como si hubiera existido una época en la que alguien creía en ellas tal y como la gente debía de haber creído en las estatuas de los Claustros hacía ya tanto, tanto tiempo.
Su estatua favorita era el águila gigante que se posaba entre los monolitos del monumento conmemorativo a los soldados, marineros y aviadores que habían muerto en la segunda guerra mundial. Estaba casi seguro de que era el águila más grande de toda Manhattan, y sus garras estaban despedazando lo que no cabía duda era la alcachofa más inmensa de toda la ciudad.
Amparo compartía algunas de las ideas de la señorita Couplard y prefería las cualidades más humanísticas del monumento conmemorativo (él en la cumbre y un ángel que parecía pinchar delicadamente un libro con la espada que sostenía) a Verrazzano, quien acabó resultando no ser el contratista al que se encargó erigir el puente cuyo derrumbamiento le había hecho tan célebre. Nada de eso, y la placa de bronce se encargaba de dejar bien claro lo que había hecho.
EN ABRIL DEL AÑO 1524
EL NAVEGANTE FLORENTINO VERRAZZANO
GUIÓ LA CARABELA FRANCESA LA DAUPHINE
HASTA LLEVARLA A DESCUBRIR EL PUERTO DE NUEVA YORK,
Y BAUTIZÓ A ESTAS TIERRAS «ANGULEMA»
EN HONOR DE FRANCISCO I REY DE FRANCIA.
Tancred prefería el nombre más breve utilizado por la gente corriente, pero todos los demás estuvieron de acuerdo en que «Angulema» tenía mucha más clase. Tancred recibió una severa reprimenda colectiva y la votación subsiguiente dio un resultado unánime a favor de «Angulema».
El juramento que les obligaba a guardar secreto eterno se realizó junto a la estatua, allí donde la bahía de Angulema terminaba confundiéndose con Jersey. Quien hablara de lo que iban a hacer - a menos que fuese torturado por la policía, naturalmente - estaría invitando formalmente a sus compañeros de conspiración a que asegurasen su silencio por otros medios. ¿La muerte? Sí, la muerte. Todas las organizaciones revolucionarias adoptan precauciones similares, y el seminario de Historia de las Revoluciones Modernas se lo había dejado muy claro.
De cómo consiguió su nombre. Papá tenía la teoría de que la vida moderna estaba pidiendo a gritos que se la endulzara con un poquito de sentimentalismo anticuado. Ergo - aparte de la amplia gama de indignidades menores a que dio. pie esta teoría -, escenas como la que podría titularse «¿Quién es mi Señor Morritos?», pues tal era la frase que papá pronunciaba con voz melosa en pleno Centro Rockefeller (o en un restaurante, o delante de la escuela) y a la que él tenía la obligación de responder con un sonoro «¡Yo!»..., por lo menos hasta que fue lo suficientemente mayor para comprender que estaba haciendo el ridículo, claro está.
Mamá había sido «Capullito de rosa», «Peg de mi corazón» y (pero eso sólo al final) «La reina de las nieves». Mamá era adulta, y eso le permitió esfumarse sin dejar más rastro que la postal con matasellos de Cayo Largo que seguía llegando implacablemente cada Navidad, pero el Señor Morritos estaba atrapado en el cepo del Nuevo Sentimentalismo. Cierto, a los siete años logró convencer a su padre de que la vida doméstica sería mucho más soportable si le llamaba «Bill» (o incluso «Bill A Secas», tal y como prefería su padre), pero eso no resolvía el problema del Plaza y de los ayudantes de papá, sus compañeros de escuela y todas las personas que habían oído su antiguo nombre en alguna ocasión. Hacía un año - ya tenía diez y por fin se hallaba en condiciones de razonar con él - había promulgado una nueva ley según la cual su nombre era Señor Morritos, y dejó bien claro que esas dos horrendas palabras debían ser articuladas con la máxima claridad y sin ninguna clase de abreviatura cada vez que se quisiera invocar su presencia. El razonamiento en que se había basado era que si alguien tenía que hacer el ridículo y cubrirse de mierda debía ser papá, quien se lo tenía más que merecido. Papá no pareció captar la sutileza de la argumentación, o quizá sí la captó y fue más allá de ella, pues el auténtico problema era que nunca podías estar seguro de hasta dónde llegaba su estupidez o su astucia, y ya se sabe que esa clase de personas son los peores enemigos imaginables.
Mientras tanto el Nuevo Sentimentalismo había conseguido un aplastante éxito a nivel nacional. «Los huérfanos», la serie producida por papá - a veces los títulos de crédito incluso le atribuían el eximio honor de escribirla -, había ocupado el primer puesto del índice de audiencia de la noche del martes durante dos años consecutivos, y ya se estaban haciendo preparativos para trasladarla a un hueco de la programación diurna. Nuestras vidas iban a ser mucho más dulces y agradables aunque sólo fuese durante una hora al día, y había muchas probabilidades de que un resultado de ello fuera que papá se convirtiese en millonario o más que millonario. El lado bueno era que eso significaba que sería el hijo de un millonario, naturalmente. Siempre había despreciado al dinero porque corrompía cuanto tocaba, pero aun así tenía que admitir que en ciertos casos el dinero no tenía por qué ser intrínsecamente nocivo. En el fondo todo acababa reduciéndose a una verdad muy simple (de la que siempre había sido consciente): papá era un mal necesario.
Y ésa era la razón de que cada noche papá entrara en la suite gritando «¿Dónde está mi Señor Morritos?», y de que él contestara «¡Aquí, papá!». La cereza que coronaba este pastel era un beso lo más ruidoso y húmedo posible, y luego venía otro beso para su nuevo «Capullito de rosa», Jimmy Ness. (Quien bebía demasiado, y estaba muy claro no iba a durar mucho tiempo más en la familia.) Los tres se sentaban a la mesa para disfrutar de la estupenda cena familiar cocinada por Jimmy, y papá les contaba todas las cosas alegres y positivas que le habían ocurrido aquel día en la CBS, y el Señor Morritos contaba todas las cosas estupendas que le habían ocurrido a él. Jimmy siempre acababa poniendo mala cara. Después papá y Jimmy salían o se limitaban a refugiarse en los Everglades privados del sexo, y el Señor Morritos salía al pasillo (papá era lo suficientemente inteligente para no utilizar métodos tan burdos como la represión horaria), y media hora después ya estaba junto a la estatua de Verrazzano con los otros seis alejandrinos, cinco si Celeste tenía clase particular, para planear el asesinato de la víctima que habían decidido borrar de la faz del planeta.
Nadie había sido capaz de averiguar cómo se llamaba, así que se conformaban con llamarle Aliona Ivanovna, por la vieja prestamista a la que Raskolnikov mata con un hacha.
El espectro de víctimas posibles nunca había sido muy amplio. Los ejecutivos y financieros de la zona iban tan cargados de tarjetas de crédito como Lowen, Richard W., y los jubilados que llenaban los bancos resultaban aún menos tentadores que ellos. Tal y como les había explicado la señorita Couplard, la economía estaba siendo refeudalizada y el dinero en efectivo no tardaría en seguir el camino del avestruz, el pulpo y la paloma migratoria.
Ese tipo de extinciones, pero, sobre todo, la de las gaviotas parecía ser lo que más preocupaba a la primera dama que tomaron en consideración como candidata al estatus de víctima, una tal señorita Kraus, a menos que el apellido garabateado en el extremo inferior de su pancarta escrita a mano (¡¡detened la matanza de los inocentes!!) perteneciera a otra persona. Después de todo si realmente era la señorita Kraus, ¿por qué llevaba lo que parecía ser un anillo de diamantes de un estilo bastante anticuado y el aro de oro propio de una señora? Pero el problema más crucial, y el que no parecía haber forma de resolver, era el que presentaba el diamante. ¿Era auténtico o no?
La Posibilidad Número Dos se inscribía en la honrosa tradición de las primeras Huerfanitas de la Tormenta, las hermanas Gish: una hermosa semiprofesional que dejaba transcurrir las horas de luz fingiendo ser ciega mientras entretenía a los bancos con sus melancólicas serenatas. Su pathos era innegablemente potente, aunque quizá un poquito recargado; su repertorio era arqueológico y la repulsión visual que inspiraba era indudable, sobre todo cuando la lluvia añadía su pequeña aportación de exceso al desaliño original. Pero... Resoplidos (que se había encargado del trabajo de investigación) estaba seguro de que llevaba una pistola oculta debajo de los harapos.
La tercera era la posibilidad menos poética, el concesionario que tenía un puesto callejero de Jolgorio y Sintamón justo detrás del águila gigante. El atractivo comercial resultaba bastante elevado, pero el concesionario había expuesto los peligros de su oficio al ayuntamiento y había conseguido convencerle de que le otorgara licencia para poseer nada menos que un Weimaraner; y aunque siempre hay formas de tratar con un guardián canino de esa especie daba la casualidad de que Amparo adoraba a los Weimaraner.
- No eres más que una tonta romántica - dijo el Señor Morritos -. Dame una buena razón, anda.
- Sus ojos - dijo ella -. Tiene los ojos de color ámbar. Nos perseguirían en nuestros sueños.
Estaban pegados el uno al otro en uno de los profundos nichos tallados en la roca del Castillo Clinton, la cabeza de ella incrustada en su sobaco, los dedos de él deslizándose sobre la loción solar que cubría sus pechos (el verano acababa de empezar). Silencio, brisas cálidas, los rayos del sol rebotando en el agua... Todo era inefable, como si entre ellos y la comprensión de algo (todo esto) realmente impregnado de significado sólo se interpusiera el más delgado e impalpable de los velos. Ambos creían que el velo era su propia inocencia - como si fuese una neblina contaminada que flotaba en la atmósfera de sus almas -, y había momentos (como éste) en el que les parecía hallarse tan cerca de la revelación que el deseo de librarse del velo se intensificaba hasta extremos casi insoportables.
- Bueno, entonces... ¿Porqué no el viejo asqueroso? - preguntó refiriéndose a Abona.
- Porque es un viejo asqueroso, por eso.
- No me parece que sea una razón. Estoy segura de que gana tanto dinero como esa cantante.
- No lo entiendes.
Lo que no entendía resultaba bastante difícil de definir y, naturalmente, no era porque matarle fuera demasiado sencillo. Si hubiera sido un personaje de una serie televisiva te habría bastado con observarle unos minutos para comprender que había sido señalado por la destrucción y que perecería antes de la segunda tanda de anuncios. Era el colono tozudo y desafiante, el miembro más veterano y más antipático del equipo de investigadores que podía descifrar los acertijos de cualquier lenguaje informático y que siempre a sería incapaz de leer los secretos de su propio corazón. Era el senador de Carolina del Sur poseedor de una curiosa e indefinible integridad personal que no le impedía seguir siendo racista hasta la médula. Matar a alguien así resultaría demasiado parecido a interpretar uno de los guiones de papá, y jamás podría constituir un gesto de rebelión verdaderamente satisfactorio.
- Porque se lo merece - dijo malinterpretando las emociones que se agitaban en su interior -, porque le estaríamos haciendo un favor a la sociedad. No me pidas que te dé razones, ¿de acuerdo?
- Bueno, no voy a fingir que te entiendo, pero... ¿Sabes qué creo, Señor Morritos?
Le apartó la mano que había puesto sobre sus pechos.
- Crees que tengo miedo.
- Quizá deberías tenerlo.
- Quizá deberías cerrar el pico y dejar que yo me ocupe de todo. Ya dije que lo haríamos, ¿no? Bueno, pues lo fiaremos.
- Entonces... ¿Será él?
- De acuerdo. Pero... Amparo, por el amor de Cristo, tenemos que pensar en algún nombre para él. ¡No podemos seguir llamándole «el viejo asqueroso»!
Amparo rodó sobre sí misma hasta emerger de su sobaco y le besó. Sus cuerpos estaban cubiertos de gotitas de sudor que los hacían relucir. El verano había empezado a brillar con la iridiscencia y la emoción de la primera noche. Llevaban mucho tiempo esperando aquel momento, y el telón no tardaría en alzarse.
El Día A había sido fijado para el primer fin de semana de julio, una festividad patriótica. Los ordenadores tendrían tiempo de atender sus propias necesidades (que habían sido descritas con palabras tan distintas como «confesión», «soñar» y «vomitar»), y el Battery estaría todo lo vacío que puede llegar a estarlo un sitio semejante.
Y mientras tanto su gran problema era el mismo al que se enfrentan todos los niños del mundo durante las vacaciones veraniegas: cómo matar el tiempo.
Estaban los libros, estaban las marionetas shakesperianas - suponiendo que estuvieras dispuesto a hacer cola durante tanto rato, claro -, estaba la televisión, y cuando ya no podías soportar el seguir sentado ni un segundo más estaban las carreras de obstáculos en Central Park, pero la densidad de población en aquella zona alcanzaba niveles dignos de una colonia de lemmings. El Battery no intentaba satisfacer las necesidades de nadie, y casi nunca estaba tan lleno. Si hubieran contado con más alejandrinos y hubiesen estado dispuestos a luchar para conquistar el espacio necesario habrían podido jugar al fútbol. Bueno, otro verano...
¿Qué más? Ah, sí, las manifestaciones para los interesados en la política y las religiones a varios niveles de energía para los apolíticos; y luego estaba la danza, pero la Escuela Lowen había conseguido arrebatarles la capacidad de disfrutar casi todos los espectáculos o diversiones de aficionados que existían en la ciudad.
Quedaba el sexo, el rey de los pasatiempos, pero para todos ellos - salvo para el Señor Morritos y Amparo (e incluso para ellos si se consideraba que el verdadero disfrute del sexo exigía llegar al orgasmo) - seguía siendo algo que ocurría en una pantalla, una maravillosa hipótesis a la que todavía le faltaban las pruebas empíricas.
Y, de una forma o de otra, todo lo que podían hacer acababa reduciéndose a una simple actividad de consumidor. La pasividad termina aburriendo, y ya estaban hartos de asumir el papel de meros observadores pasivos. Tenían doce años, once o quizá diez, y no podían esperar más tiempo. ¿El qué? Eso era lo que querían saber.
Así pues y salvo cuando se limitaban a matar las horas, los libros, las marionetas, los deportes, las artes, las actividades políticas y las religiones quedaban reducidas a simples recursos putativos, y en lo que respecta a utilidad quedaban incluidas en la categoría de las medallitas al mérito o los fines de semana en Calcuta, un nombre que aún se puede encontrar en algunos viejos mapas de la India. Sus vidas seguían siendo tan aburridas y faltas de esplendor como siempre, y su verano fue transcurriendo poco a poco tal y como han transcurrido los veranos desde tiempos inmemoriales. Hicieron el vago, se tumbaron al sol, dormitaron, se metieron los unos con los otros y se quejaron. Representaron fantasías tan tímidas como vacilantes y se enzarzaron en largas y más bien poco productivas discusiones sobre los hechos más periféricos de la existencia, desde las costumbres de los animales de la jungla hasta la fabricación de los ladrillos pasando por la historia de la segunda guerra mundial.
Un día fueron de un monolito a otro e hicieron una lista con los apellidos de todos los soldados, marineros y aviadores. La sumaron y la cifra final obtenida fue 4.800.
- Uf - dijo Tancred.
- Pero ahí no pueden estar todos - insistió MaryJane hablando en nombre de los demás.
Incluso el «Uf» de Tancred había sonado medio irónico.
- ¿Por qué no? - preguntó Tancred, quien jamás podía resistirse a la tentación de llevar la contraria -. Los monolitos se erigieron para conmemorar a los combatientes de todos los estados y todas las armas. No puede faltar nadie, o los parientes de los que no estuvieran inscritos habrían protestado.
- Pero... ¿Tan pocos? Con ese índice de bajas tan miserable no habrían podido librar ni una batalla.
- Puede que... - empezó a decir Resoplidos en voz baja.
Pero casi nunca le hacían caso.
- Por aquel entonces las guerras eran distintas - explicó Tancred con la autoridad inmutable típica del comentarista que analiza una noticia en el telediario -. En aquellos tiempos moría más gente en accidentes automovilísticos que en las guerras. Es un hecho comprobado.
- ¿Cuatro mil ochocientas bajas?
- ...lo echaran a suertes.
Celeste movió la mano en un gesto que condenó al olvido todo lo que Resoplidos había dicho y todo lo que pudiese decir en el futuro.
- MaryJane tiene razón, Tancred. Es una cifra ridícula. Vaya, pero si en esa misma guerra los alemanes gasearon a siete millones de judíos.
- Gasearon a seis millones de judíos - le corrigió el Señor Morritos -. Bah, tanto da, ¿no? Puede que los de aquí murieran en una campaña determinada.
- Pues entonces lo diría, ¿verdad?
Tancred no dio su brazo a torcer, y al final incluso consiguió hacerles admitir que 4.800 bajas era una cifra impresionante, especialmente cuando cada apellido estaba escrito con letras de piedra.
El parque también conmemoraba otra estadística realmente asombrosa: en treinta y tres años el Castillo Clinton había admitido a 7,7 millones de inmigrantes que querían establecerse en los Estados Unidos.
El Señor Morritos se sentó en el suelo, empezó a hacer cálculos y acabó llegando a la conclusión de que se necesitarían 12.800 lápidas tan grandes como las que contenían la lista de soldados, marineros y aviadores para acoger los apellidos de todos los inmigrantes mencionando su país de origen, y nada menos que trece kilómetros cuadrados para colocar todas esas lápidas, lo cual significaba todo Manhattan desde donde estaban hasta la Veintiocho. Pero... ¿Valía la pena? ¿Cambiaría en algo las cosas?
Abona Ivanovna.
El mar de su calva bronceada contenía un archipiélago de islas marrones a cual más irregular. Las costas de su pelambre eran promontorios de mármol especialmente visibles en su barba, que era blanca, frondosa y rizada. ¿La dentadura? Un modelo MODICUM como tantos otros. ¿La ropa? Todo lo limpia que puede estar una tela de tal antigüedad, y tampoco podía armarse que su propietario oliese mal. Y sin embargo...
Aunque hubiera tenido la costumbre de bañarse cada mañana, quien le mirase habría seguido pensando que estaba sucio, igual que ocurre con ciertos suelos de madera y los viejos edificios de piedra marrón que parecen seguir necesitando una buena limpieza segundos después de haber sido lavados o restaurados. La suciedad había quedado aprisionada en aquella carne marchita y esa ropa llena de arrugas, y la única forma de eliminarla sería mediante la cirugía o el fuego.
Sus costumbres eran tan regulares como los puntitos de un estampado barato. Vivía en el dormitorio para la tercera edad de Chelsea, un descubrimiento que debían agradecer a un chaparrón que le había obligado a coger el metro en vez dé ir caminando como tenía por costumbre. Si la noche era muy calurosa usaba como nido una de las ventanas del Castillo y dormía en el parque. Compraba el almuerzo en Dumas Fils, un colmado de la calle Water lleno de quesos, fruta importada, pescado ahumado y botellas de nata, auténticos alimentos para los dioses. El almuerzo era su única colación del día, a pesar de que el dormitorio debía satisfacer necesidades tan prosaicas como la del desayuno. Todos estaban de acuerdo en que para ser un mendigo gastaba sus monedas de una forma muy extraña, sobre todo teniendo en cuenta que la norma era gastárselas en drogas.
Su método de trabajo se reducía a la agresión pura y simple, y podía variar desde una mano que aparecía delante de tu cara acompañada por un rápido «¿Me das algo?» hasta el «Necesito sesenta centavos para volver a casa» pronunciado con una seguridad y un aplomo impresionantes. Su porcentaje de éxitos resultaba asombroso, pero pensándolo bien no lo era tanto. Tenía carisma, eso era indudable.
Y alguien que confía en su carisma personal nunca va armado.
¿La edad? Bueno, podía tener sesenta, setenta o setenta y cinco años, quizá incluso un poquito más, o ser muchísimo más joven. Todo dependía de la clase de vida que hubiera llevado antes, y de dónde hubiera vivido. Tenía un acento que ninguno de ellos había conseguido identificar. No era inglés, no era francés y no era castellano; y probablemente tampoco era ruso.
Dejando aparte su madriguera en el muro del Castillo había otros dos sitios por los que mostraba una clara preferencia. El primero era la espaciosa calzada para pasear que discurría a lo largo del agua. Era su zona de trabajo, y la recorría continuamente limitándose a subir hasta el Castillo y bajar hasta el puesto callejero. El paso de uno de los gigantescos cruceros de la Marina - el USS Dana o el USS Melville, por ejemplo -, hacía que él y todo el Battery quedaran tan inmóviles como si estuviesen contemplando un desfile blanco y desprovisto de sonidos que se desplazaba con la lentitud de un sueño. Era una parte de la historia, e incluso los alejandrinos se sentían un poco impresionados a pesar de que tres de ellos habían hecho el trayecto de ida y vuelta hasta la Isla Andros; pero a veces se apoyaba en la barandilla y se quedaba allí durante mucho tiempo sin que pareciese existir ninguna razón para ello, sin hacer nada salvo contemplar el cielo y la costa de Jersey. Pasado un rato quizá empezara a hablar consigo mismo en un tono de voz tan bajo que apenas llegaba al murmullo pero, a juzgar por las arrugas que aparecían en su frente, mantenía esa charla privada con un interés y una concentración que rayaban en el apasionamiento. Jamás le habían visto sentarse en un banco.
El otro sitio que le gustaba era el aviario. Los días en que habían sido ignorados contribuía a la causa de la existencia de los pájaros con cacahuetes o migajas de pan. Había palomas, loros, una familia de petirrojos y un enjambre proletario de lo que el letrero afirmaba eran abubillas, aunque Celeste - que había llegado al extremo de ir a la biblioteca para asegurarse - afirmaba no era más que una variedad de gorriones muy poco distinguida. El aviario también era uno de los lugares favoritos de la señorita Kraus, naturalmente, y uno de los que escogía frecuentemente para exhibir la firmeza de sus convicciones. Una de sus peculiaridades (y, probablemente, la razón de que nunca se le hubiese pedido que se marchara de allí) era que jamás se dignaba discutir fueran cuales fuesen las circunstancias, y ni tan siquiera los simpatizantes conseguían arrancarle más que una seca sonrisa y una lacónica inclinación de la cabeza.
Un martes - una semana antes del Día A (aún no había amanecido, y la confrontación sólo fue presenciada por tres alejandrinos) -, Aliona abandonó el refugio de su reticencia e intentó trabar conversación con la señorita Kraus.
Se plantó delante de ella, y empezó la maniobra leyendo en voz alta con aquel acento inquietantemente imposible de localizar el texto de DETENED LA MATANZA. «Obedeciendo instrucciones secretas de la Fundación Sionista Ford el Departamento de Interior del Gobierno de los Estados Unidos está envenenando sistemáticamente los océanos del mundo con las llamadas «granjas de alimentos».
Hemos de suponer que esto es lo que el Gobierno considera «¿una aplicación pacífica de la energía nuclear?» Fin de la cita, New York Times, 2 de agosto del año 2024. «¡Una nueva masacre de búfalos!» El mundo de la naturaleza, enero. «Acaso podemos permitirnos el lujo de seguir más tiempo indiferentes. Cada día 15.000 gaviotas mueren como resultado directo de Genocidios Sistemáticos mientras Funcionarios escogidos por el pueblo falsifican y distorsionan las pruebas. Conozca la verdad. Escriba a los Congresistas. ¡Haga oír su voz!»
El zumbido de la voz de Abona hizo que el rostro de la señorita Kraus se fuese volviendo de un rojo cada vez más oscuro. Tensó los dedos sobre el mango de escoba color azul turquesa al que estaba sujeta la pancarta, y empezó a subirla y bajarla muy deprisa como si aquel hombre que hablaba con acento extranjero fuese un ave de presa que se había posado en ella.
- ¿Es eso lo que cree? - preguntó Aliona en cuanto hubo conseguido leer todo el texto hasta la firma a pesar de las tácticas oscilatorias utilizadas para disuadirle. Después alzó una mano, acarició su frondosa barba blanca y adoptó una expresión filosófica que le llenó la cara de arrugas -. Me gustaría saber más cosas sobre ese asunto. Sí, de veras, me gustaría mucho... Quiero saber qué opina usted al respecto.
El horror se había adueñado de la señorita Kraus y le había paralizado los miembros. Sus párpados decidieron cerrarse de golpe, pero consiguió volver a abrirlos con un gran esfuerzo de voluntad.
- Quizá podríamos charlar sobre el tema - siguió diciendo implacablemente Aliona -. Cuando tenga más ganas de hablar... ¿Qué le parece?
La señorita Kraus respondió con su sonrisa de siempre y un asentimiento de cabeza casi imperceptible. Abona le dio la espalda y se alejó. Estaba a salvo, al menos por el momento, pero aun así esperó hasta que hubiera recorrido la mitad de la distancia que le separaba del otro extremo del paseo antes de permitir que el aire entrara en sus pulmones. Tragó una bocanada de aire y los músculos de sus manos se descongelaron lo suficiente para empezar a temblar.
El Día A era una acuarela del verano, un catálogo de todas las cosas con las que más disfrutan los pintores. Había nubes, banderas, hojas, gente hermosa paseando y, como fondo a todo eso, el vacío azul del cielo. El Señor Morritos fue el primero en llegar, y Tancred, ataviado con una especie de kimono (que ocultaba la Luger robada), fue el último. Celeste no se presentó. (Acababa de saber que le habían concedido la beca de intercambio con Sofía.) Decidieron que podían arreglárselas sin Celeste, pero la otra ausencia era mucho más grave. Su víctima no se había dignado estar disponible el Día A.
Resoplidos - el que tenía la voz más parecida a la de un adulto cuando hablaba por teléfono - fue el encargado de ir al vestíbulo del Citibank y telefonear al dormitorio de la Dieciséis Oeste.
La enfermera que se puso al teléfono era una suplente. Resoplidos, siempre inspirado a la hora de contar mentiras, insistió en que su madre - «la señora Anderson, pues claro que vive ahí, la señora Alma F. Anderson» - debía ser avisada inmediatamente de que la estaban llamando por teléfono. Hablaba con el 248 de la Dieciséis Oeste, ¿no? Bueno, pues si no estaba allí, ¿dónde estaba? La enfermera empezó a ponerse un poco nerviosa, y le explicó que todos los residentes que se hallaban en un estado físico razonablemente bueno habían sido llevados al Lago Hoptacong para celebrar la festividad del 4 de julio con una merienda campestre ofrecida por un gigantesco complejo de apartamentos para personas de la tercera edad que acababa de inaugurarse en Jersey. Si volvía a telefonear mañana a primera hora ya estarían de vuelta y podría hablar con su madre entonces.
Los ritos de iniciación tuvieron que ser pospuestos. ¿Qué otra cosa iban a hacer? Amparo repartió unas cuantas píldoras que había cogido del frasco de su madre, una especie de premio de consolación. Jack se marchó después de excusarse diciendo que estaba al borde de la psicosis, y ningún alejandrino volvió a verle hasta septiembre. El grupo se estaba desintegrando tan deprisa como un terrón de azúcar que va siendo empapado por la saliva y acaba desmoronándose encima de la lengua. Pero aun así... ¡Qué diablos! El mar seguía reflejando el mismo cielo azul, las palomas que acechaban detrás del portillo seguían siendo tan iridiscentes como antes y los árboles continuaban creciendo.
Decidieron hacer el tonto y empezaron a intercambiar chistes sobre el auténtico significado de la A de Día A. Resoplidos abrió el fuego con «Señorita Anémica, Señorita Ataúd y Señorita Atontada». Tancred - cuyo sentido del humor o no existía o era tan personal que rozaba lo intransferible - no fue capaz de ofrecer nada mejor que «Anémona, madre de las Musas». El Señor Morritos contribuyó con «¡Alabado sea el cielo!». MaryJane optó por afirmar que era un homenaje a las dos «a»de su nombre, cosa que nadie entendió muy bien, pero Amparo insistió en que significaba «Aplomo» y se alzó con el triunfo.
Después - lo cual demuestra que cuando navegas el viento siempre te da en la espalda - descubrieron el Orfeo de Terry Riley en el 99.5 del dial de la frecuencia modulada y se enteraron de que la retransmisión iba a durar todo el día. Habían estudiado Orfeo en la clase de mimo y a esas alturas ya se había convertido en una parte de su musculatura y su sistema nervioso. Mientras Orfeo descendía a un infierno que se hinchaba tan deprisa como el hongo de una explosión atómica pasando de tener el tamaño de un guisante al de un planeta, los alejandrinos se metamorfosearon en una tribu de almas atormentadas francamente creíble que no tenía nada que envidiar a ninguna de cuantas habían existido desde los tiempos de Jacopo Peri. Grupitos de mirones se congregaron y se dispersaron a lo largo de toda la tarde e inundaron el pavimento con libaciones de atención adulta. En el aspecto expresivo no cabe duda de que los alejandrinos se sobrepasaron a sí mismos tanto en lo individual como en lo colectivo, y aunque es cierto que jamás habrían conseguido llegar a la apoteosis (es decir, a las nueve y media de la noche) sin el soplo incesante del viento psicoquímico que hinchaba sus velas, su danza fue auténtica y, en gran parte, surgida de lo más profundo de sus personalidades. Cuando salieron del Battery aquella noche se sentían más alegres y satisfechos de lo que habían estado en todo lo que llevaban de verano y, en cierto sentido, puede afirmarse que habían sido exorcizados.
Pero cuando volvió al Plaza el Señor Morritos descubrió que no podía dormir, y en cuanto hubo terminado de vérselas con las cerraduras sus entrañas se tensaron hasta formar un auténtico rompecabezas de nudos. La inquietud y los malos presentimientos no se esfumaron hasta que hubo abierto la ventana y empezó a deslizarse por la cornisa. La ciudad era real, su habitación no. La cornisa de piedra era real y sus nalgas desnudas fueron absorbiendo dosis de realidad de ella. Contempló los movimientos lentísimos que se producían a distancias enormes y fue poniendo algo de orden en sus pensamientos.
No necesitaba hablar con los otros para saber que el asesinato jamás se llevaría a cabo por la sencilla razón de que en su caso la idea nunca había significado lo que significaba para él. Había bastado con una píldora para que todos volviesen a ser actores que se contentaban con la existencia de las imágenes reflejadas en un espejo.
La ciudad se fue desconectando poco a poco mientras la observaba. El amanecer fue dividiendo lentamente el cielo delimitando un este y un oeste. Si algún peatón hubiera pasado por la Cincuenta y ocho y hubiese alzado la mirada habría visto las plantas de los pies de un muchacho que se balanceaban hacia atrás y hacia adelante en un movimiento casi angelical.
Tendría que matar a Aliona Ivanovna sin ayuda de nadie. Era el único curso de acción posible.
Ya hacía un buen rato que el teléfono de su dormitorio había dejado de emitir el discreto y suave pitido del timbre nocturno. Estaba casi seguro de que había sido Tancred (¿o quizá Amparo?), y el motivo de la llamada, evidentemente, era intentar convencerle de que olvidaran todo el asunto. Sus argumentos eran perfectamente previsibles, claro. Ya no podían confiar en Celeste y Jack o, y eso sería bastante más sutil, habían llamado la atención con su Orfeo. Si la policía llevaba a cabo aunque sólo fuese la más desganada investigación rutinaria, los ocupantes de los bancos se acordarían de ellos y recordarían lo bien que habían bailado, y los agentes sabrían dónde buscar.
Pero la auténtica razón - que por lo menos Amparo se habría avergonzado de enunciar en voz alta ahora que los efectos de la píldora ya se estaban desvaneciendo - era que habían empezado a sentir lástima por su víctima. El mes de vigilancia había hecho que la conocieran demasiado bien, y la firmeza inicial de su propósito había ido siendo erosionada por la compasión.
Una luz se encendió detrás de la ventana de papá. Hora de empezar. Se puso en pie - una silueta dorada irguiéndose bajo los rayos de sol de otro día perfecto - y recorrió la cornisa de treinta centímetros de anchura hasta llegar a su ventana. Llevaba tanto rato sentado que sintió un feroz cosquilleo en las piernas.
Esperó hasta que papá estuvo en la ducha y fue de puntillas hasta el viejo secreter de su dormitorio (W. & J. Sloan, 1952). El llavero de papá estaba enroscado sobre la madera barnizada. Dentro del cajón del secreter había una cigarrera mexicana, y dentro de la cigarrera había una bolsita de terciopelo, y dentro de la bolsita de terciopelo reposaba uno de los tesoros de papá, la réplica de una pistola francesa para duelos (circa 1790). Las precauciones que la envolvían no habían sido adoptadas pensando en su hijo sino en Jimmy Ness, quien de vez en cuando se sentía obligado a demostrar que sus periódicas amenazas de suicidarse debían ser tomadas en serio.
Había estudiado concienzudamente el cuadernillo de instrucciones después de que papá comprara la pistola, y consiguió llevar a cabo el procedimiento de carga rápidamente y sin cometer ningún error. La dosis de pólvora ya medida fue apisonada dentro del cañón y la bala de plomo acabó encima de ella.
Echó el percutor hacia atrás hasta oír un suave chasquido metálico.
Cerró el cajón. Volvió a dejar el llavero más o menos donde lo había encontrado. Enterró la pistola entre los almohadones y trastos del rincón turco - por ahora -, dejándola con el cañón hacia arriba para que la bala no se saliera de él. Después utilizó los restos del entusiasmo de ayer para entrar corriendo en el cuarto de baño y besar la mejilla de papá, esa piel aún algo humedecida por el litro de agua de la ración matinal que olía a 4711.
Fueron a la salita del café y compartieron un desayuno idéntico al que se habrían preparado con la única diferencia del ritual que suponía el ser atendidos por una camarera. El Señor Morritos se lanzó a un entusiástico relato de la representación de Orfeo improvisada por los alejandrinos, y papá se esforzó al máximo para no dar la impresión de que le escuchaba con un desinterés condescendiente. Cuando estuvo seguro de que ya no podría seguir fingiendo durante mucho rato el Señor Morritos le pidió otra píldora, y la innegable verdad de que era mucho menos peligroso que obtuviese ese tipo de diversiones de su padre que de un desconocido en la calle hizo que acabara consiguiéndola.
Llegó a la parada Sur del transbordador al mediodía sintiéndose saturado por el presentimiento de su inminente liberación. Hacía un día idéntico al que habría debido ser el Día A original, como si su estancia de medianoche en la cornisa hubiera servido para hacer retroceder el tiempo hasta el punto en el que las cosas habían empezado a torcerse. Se había puesto sus pantalones cortos de aspecto más anónimo y llevaba la pistola colgando del cinturón dentro de un saquito de tela marrón.
Abona Ivanovna estaba sentado en uno de los bancos más cercanos al aviarlo escuchando a la señorita Kraus. La mano de los anillos sujetaba con firmeza la pancarta mientras la derecha cortaba el aire con una torpe elocuencia que le hizo pensar en las primeras palabras de un mudo inmediatamente después de una curación milagrosa.
El Señor Morritos fue por el sendero y se acuclilló a la sombra del monumento conmemorativo. Ayer las estatuas les habían empezado a parecer ridículas, y todo había empezado a perder su magia. Seguían pareciéndole ridículas. Verrazzano iba vestido como un industrial de la era victoriana que había decidido disfrutar de unas vacaciones en los Alpes. El ángel lucía el típico camisón de bronce de los ángeles.
Su euforia estaba esfumándose poco a poco en hilachas impalpables que escapaban de su cabeza como partículas de caliza arrancadas por el viento de los siglos. Pensó en telefonear a Amparo, pero el escaso consuelo que pudiera proporcionarle hablar con ella sería un espejismo que no podría adquirir solidez hasta que el propósito que le había traído hasta allí se convirtiera en realidad.
Echó un vistazo a su muñeca y recordó que se había dejado el reloj en casa. El gigantesco reloj publicitario que adornaba la fachada del First National Citibank le indicó que eran las dos y cuarto. No era posible.
Y la señorita Kraus seguía parloteando.
Tuvo tiempo más que suficiente para contemplar cómo una nube procedente de Jersey cruzaba el cielo, se desplazaba sobre el Hudson y dejaba atrás el sol. Vientos invisibles mordisqueaban sus contornos algodonosos. La nube se convirtió en su vida, algo que desaparecería sin haber podido transformarse en lluvia.
Un rato después, y el viejo estaba caminando por el paseo en dirección al Castillo. Le siguió durante lo que le parecieron kilómetros, y de repente estaban solos, juntos en el otro extremo del parque.
- Hola - le dijo con la sonrisa reservada para los adultos de posición e importancia más bien dudosas.
Aliona clavó los ojos en la bolsita de tela marrón, pero el Señor Morritos no perdió la compostura. Estaría preguntándose si podía sacarle algo de dinero, dónde lo guardaría y, suponiendo que llevara dinero encima, si estaría dentro de la bolsita. La pistola creaba un bulto claramente visible, pero no era la clase de bulto que se asocia con la presencia de un arma de fuego.
- Lo siento - dijo fríamente -. No tengo ni una moneda.
- ¿Acaso te la he pedido?
- Ibas a hacerlo.
El viejo empezó a girar sobre sí mismo como si se dispusiera a volver por donde había venido, y el Señor Morritos tuvo que hablar a toda velocidad para decir algo que le retuviera allí.
- Te he visto charlar con la señorita Kraus.
Funcionó.
- Felicidades... ¡Has conseguido romper el hielo!
El viejo medio sonrió y medio frunció el ceño.
- ¿La conoces?
- Mmm. Supongo que podrías decir que somos conscientes de que está ahí.
El «somos» había sido un riesgo deliberado, un entremés para ir abriendo el apetito antes del plato principal: Deslizó un dedo a cada lado de los cordoncillos que sujetaban la pesada bolsita de tela al cinturón y los movió hasta crear un perezoso movimiento pendular.
- ¿Te importaría que te hiciera una pregunta?
La expresión del rostro de Aliona ya no contenía ni un átomo de indulgencia.
- Probablemente sí.
La sonrisa del Señor Morritos había perdido la dureza helada del cálculo. Era la misma sonrisa que habría utilizado con papá, con Amparo, con la señorita Couplard, con cualquier persona que le cayese bien.
- ¿De dónde eres? De qué país, quiero decir.
- Eso no es asunto tuyo, ¿verdad?
- Bueno, yo sólo quería... Quería saberlo, nada más.
El viejo (que había dejado de ser Aliona Ivanovna) le dio la espalda y fue en línea recta hacia el cilindro de piedra de la vieja fortaleza.
El Señor Morritos recordó que la placa de la entrada - la misma que hablaba de los 7,7 millones - afirmaba que Jenny Lind había cantado allí y que había sido muy aplaudida.
El viejo se abrió la. bragueta, se sacó la polla y empezó a orinar en la pared.
El Señor Morritos luchó con las tirillas de la bolsita. El viejo permaneció inmóvil orinando durante lo que debió de ser un tiempo increíblemente largo, porque a pesar de la tenaz resistencia presentada por aquel nudo que quería seguir atado consiguió sacar la pistola antes de que las últimas gotitas salieran despedidas.
Colocó la cápsula fulminante sobre el punzón metálico, echó el percutor hacia atrás hasta oír dos chasquidos indicadores de que había superado el seguro y tomó puntería.
El viejo se tomó su tiempo para meterse la polla dentro y abotonarse la bragueta, y no volvió la cabeza hacia el Señor Morritos hasta haber terminado. Vio la pistola que le apuntaba. Estaban a menos de seis metros de distancia el uno del otro, así que tuvo que verla por fuerza.
- ¡Ah! - dijo.
E incluso ese sonido no era una exclamación dirigida al chico que le apuntaba con la pistola, sino un mero paréntesis en el monólogo levemente irritado que reanudaba cada día mientras permanecía inmóvil junto a la barandilla. Giró sobre sí mismo, y un instante después ya había vuelto al trabajo y extendía la mano delante de alguien que pasaba por allí solicitando una moneda de veinticinco centavos.
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Primera Parte: Mentiras
1. El televisor (2021)
La señora Hanson siempre disfrutaba más de la televisión cuando había otra persona en la habitación viéndola con ella, aunque en el caso de Gamba si el programa tenía como tema algo que se tomaba en serio - y lo que se tomaba en serio cambiaba de un día para otro -, los incesantes comentarios de su madre acababan irritándola hasta tales extremos que la señora Hanson solía terminar retirándose a la cocina y dejando a Gama delante del televisor para que pudiera ver el programa en paz, o a su dormitorio suponiendo que Boz no lo hubiera requisado para entregarse a sus actividades eróticas, porque Boz estaba comprometido con la chica que vivía al otro extremo del pasillo y como no había ninguna zona M apartamento que el pobrecito pudiera llamar suya - salvo un cajón de la cómoda que se habían llevado de la habitación de la señora Shore -, le parecía que lo menos que podía hacer por él era permitir que se encerrara en el dormitorio cuando ella o Gamba no estaban usando.
Le encantaba ver los seriales acompañada, con Boz si no estaba sufriendo en las garras de l'amour o con Lottie si no se hallaba volando a tales alturas que los puntitos luminosos dejaban de formar una imagen. Y el mundo gira. Clínica terminal. La experiencia de la vida. Se sabía al dedillo todos los recovecos de las tragedias que se desarrollaban en cada uno, pero su experiencia personal seguía insistiendo en que la vida era mucho más sencilla. La vida era un pasatiempo, así de fácil. No un juego, claro, porque eso habría implicado que algunos ganaban y otros perdían, y la señora Hanson rara vez era consciente de estar experimentando sensaciones tan vívidas o amenazadoras. No, la vida era como esas tardes interminables de su infancia en que jugaba al Monopoly con sus hermanos y éstos permitían que siguiera moviendo su diminuto acorazado de plomo por todo el tablero mucho tiempo después de haber pedido sus hoteles, sus casas, sus acciones y su dinero en un circuito que siempre tenía las mismas etapas. Cobrar sus 200 dólares, no caer nunca en las casillas de Suerte o Tesoro de la Comunidad, ir a la Cárcel, salir de ella... Nunca ganaba, pero no podía perder. Todo se reducía a seguir dando vueltas y más vueltas. La vida era así.
Pero había algo aún mejor que ver la televisión con sus hijos, y era verla en compañía de Amparo y Mickey, especialmente con Mickey porque Amparo ya empezaba a sentirse lo bastante mayor para despreciar los programas que más le gustaban a la señora Hanson. Ah, los dibujos animados de primera hora de la mañana y las marionetas de las cinco y cuarto... No habría sabido explicar por qué le gustaban tanto, y no era sólo porque las reacciones de Mickey le produjesen un placer levemente teñido de superioridad, porque no cabía duda de que las reacciones de Mickey rara vez eran visibles. Sólo tenía cinco años, pero ya era capaz de llevar una vida interior tan secreta como la de su madre. Podía pasar horas y más horas escondido dentro de la bañera, y terminar la función de repente dando una voltereta sobre sí mismo y emocionándose hasta tal punto que se meaba en los pantalones. No, estaba claro que se tomaba los programas única y exclusivamente por lo que eran, y que ahí estaba el misterioso origen de su placer. Los depredadores hambrientos y la eterna buena suerte de sus presas, la dinamita jovial, las rocas que rebotaban de un lado a otro, los árboles que caían, los gritos y las cabriolas, la maravillosa obviedad de todo lo que mostraban... No era tonta, pero le encantaba ver cómo alguien cruzaba la pantalla andando de puntillas y de repente lo que había estado fuera del encuadre surgía de la nada - ¡Bum! ¡Patapaf! -, y algo inmenso caía sobre el tablero de Monopoly dispersando todo lo que contenía de tal forma que jamás sería posible devolverlo a sus posiciones originales. «¡Bum!», decía la señora Hanson, y Mickey respondía disparando un veloz «¡Ding-dong!» y se convertía en un flan de risitas temblorosas. Ninguno de los dos sabía muy bien por qué les divertía tanto, pero no cabía duda de que «¡Ding-dong!» era lo más gracioso del mundo.
- ¡Bum!
- ¡Ding - dong!
Y reían a carcajadas hasta que les dolía todo.
2. El supermercado A & P (2021)
Que ella recordara, llevaba mucho tiempo sin pasarlo tan bien, aunque parecía una pena que nada de todo aquello fuese real. Hileras, montones y pirámides de latas, las hermosas cajas de cereales para el desayuno y detergente (¡casi un pasillo entero de cada cosa!), la sección de la leche y los derivados, y toda la carne en todas sus variedades, los caramelos y la repostería de todas clases, y allí donde terminaba la repostería una montaña de cigarrillos de chocolate. El pan. Algunas marcas aún le resultaban familiares, pero pasó de largo ante ellas, alargó la mano para coger una barra de Pan Maravilloso y la metió en el carrito de la compra. Ya estaba medio lleno. Juan empujó el carrito haciéndolo avanzar y siguió moviéndose al compás de las melodías casi inaudibles que flotaban como neblina deslizándose por la atmósfera del museo. Dobló una esquina y avanzó en línea recta hacia la sección de verduras y hortalizas, pero Lottie siguió inmóvil donde estaba fingiendo estudiar el envoltorio de una barra de pan de otra marca. Cerró los ojos e intentó separar aquel momento del lugar que ocupaba en la cadena de todos los momentos para tenerlo siempre con ella, como un puñado de guijarros recogidos en un camino del campo. Fue extirpando lentamente los detalles del contexto - la canción cuyo título ignoraba, la esponjosa blandura del pan que cedía bajo sus dedos (y durante unos segundos incluso se olvidó de que no era pan), el roce del papel encerado, el campanilleo de las cajas registradoras de la salida - y los saboreó uno por uno. También había voces y pisadas, claro, pero siempre había voces y pisadas, y ni las unas ni las otras le servían de nada. La verdadera magia, la que se le escapaba continuamente entre los dedos sin que pudiera capturarla, era algo tan sencillo como el que Juan pareciera tan contento y mostrara interés por lo que le rodeaba, y el que quizá estuviese dispuesto a pasar el día entero con ella.
El problema era que si intentabas detener ese flujo continuo e imparable la corriente se te deslizaba entre los dedos, y al final descubrías que estabas exprimiendo el aire. Si continuaba así se pondría melancólica y terminaría diciendo lo que no debía. Juan se enfadaría y la dejaría plantada delante de un cruce de autopistas situado a kilómetros del lugar civilizado más próximo, tal y como había ocurrido la última vez. Volvió a dejar lo que parecía una barra de pan en su sitio y se abrió por entero al placer del aquí y el ahora - eso que Gamba afirmaba no hacer nunca -, y a la presencia de Juan, quien estaba en la sección de verduras y hortalizas y jugueteaba con una zanahoria.
- Juraría que es una zanahoria - dijo Juan.
- Pero ya sabes que no lo es. Si fuese una zanahoria te la podrías comer, y entonces no sería arte.
(Mientras esperaban que les entregaran el carrito en la entrada una voz les había explicado lo que iban a ver y lo que debían hacer para apreciarlo y entenderlo. La voz recitó una lista de datos sobre las distintas empresas que habían cooperado, datos sobre algunos de los productos más sorprendentes - como el almidón para la ropa - y lo que habría gastado un ciudadano promedio que hiciera la compra de una semana traduciéndolo al valor monetario actual. Después la voz les advirtió de que cuanto iban a ver era falso y de que por muy realistas que pudiesen parecer las latas, las cajas, las botellas y esos bistecs tan maravillosos eran meras imitaciones de la realidad. Finalmente, y por si seguías pensando en llevarte algo para tener un recuerdo de tu visita, la voz les explicó que existía un sistema de alarma química infalible concebido para impedírtelo.)
- Tócala - dijo Juan.
La sensación era exactamente la misma que si estuvieras tocando una zanahoria no muy fresca, pero comestible.
- Es plástico o algo así - insistió ella demostrando su lealtad a la cinta del Museo Metropolitano.
- Te apuesto un dólar a que es una zanahoria. Huele igual que una zanahoria, tiene el tacto de una zanahoria... - Juan volvió a cogerla, la examinó y le dio un mordisco. La zanahoria crujió suavemente -. Es una zanahoria.
Y todas las personas que les habían estado observando sintieron una vaga decepción, ese abatimiento inexplicable que se produce cuando la realidad entra en un sitio donde no debería estar.
Un guardia fue hacia ellos y les dijo que tendrían que marcharse. Ni tan siquiera se les permitiría llevar el carrito con los artículos que ya habían escogido hasta una caja registradora. Juan se enfadó y exigió que les devolvieran el importe de las entradas.
- ¿Dónde está el encargado de este local? - gritó Juan, siempre dispuesto a aprovechar la más mínima ocasión de llamar la atención de los demás -. Quiero hablar con el encargado.
Armó tal jaleo que al final le devolvieron el importe de las entradas para librarse de él.
Lottie lo había pasado fatal durante toda la escenita, pero no se tomó la molestia de contradecir su versión de los acontecimientos ni tan siquiera cuando estaban en el bar que había debajo del aeropuerto. Juan tenía toda la razón. El guardia era un hijo de puta, y el museo merecía ser bombardeado.
Juan metió la mano en un bolsillo de su chaqueta y sacó la zanahoria.
- ¿Es una zanahoria o no es una zanahoria? - quiso saber.
Lottie dejó su cerveza sobre la mesa, cogió la zanahoria y, obediente como siempre, le dio un mordisco. La zanahoria sabía a plástico.
3: El uniforme blanco (2021)
Gamba intentó concentrar su atención en la música - la música era la fuente de significado más importante que había en su vida -, pero sólo podía pensar en Enero - el rostro de Enero y sus manazas, las palmas rosadas cubiertas de callosidades, el cuello de Enero, los músculos tensos que se iban derritiendo poco a poco bajo la presión que ejercían los dedos de Gamba; o, siguiendo la dirección opuesta, los gruesos muslos de Enero oprimiendo el depósito de gasolina de una moto, la desnudez de la carne negra, la desnudez del metal negro, ese sonido casi mareante del motor mientras esperaba a que el semáforo cambiara de color, y luego su rugido una fracción de segundo antes de que se hubiese puesto verde y la veloz huida por la autopista de camino a... ¿Cuál podía ser el destino adecuado? ¿Alabama? ¿Spokane? ¿El sur de San Pablo? -, sí, Enero y solamente Enero.
O también Enero vestida de enfermera, el uniforme limpísimo de un blanco cegador que crujía suavemente cada vez que se movía. Gamba estaría dentro de la ambulancia, claro, y la gorrita blanca del uniforme rozaría el techo del vehículo. Le ofrecería la blanda carne de la parte interior de su antebrazo, los dedos de piel oscura buscarían una vena, un poquito de alcohol, una sensación de frío que sólo duraría unos instantes, la hipodérmica y Enero sonreiría, «Ya sé que duele un poco», y cuando llegaba a ese punto Gamba siempre sentía el deseo de perder el conocimiento y caer al suelo. Un desmayo, no es nada, un mareo, ya estoy mejor.
Se sacó los auriculares y dejó que la música siguiera desenrollándose dentro de la cajita de plástico donde nadie podía oírla porque acababa de ver cómo un coche abandonaba la calle y se detenía delante de la pequeña masa roja de la caja registradora automatizada. Enero salió de la gasolinera caminando muy despacio, cogió la tarjeta que le alargaba el conductor, la metió en la ranura de créditos y la máquina replicó con un suave «Ding». Trabajaba como si fuese una modelo de alta costura y estuviera en un escaparate, siempre en movimiento, siempre con los ojos bajos, perdida en su propio universo aunque Gamba sabía que ella sabía que estaba allí, en el banco, contemplándola, deseándola, languideciendo por ella.
«¡Mírame! - pensó con todas sus fuerzas -. ¡Hazme existir!»
Pero el flujo incesante de coches, camiones, autobuses y motos que se movía velozmente entre ellas dispersó el mensaje mental con tan poca dificultad como si fuese una nubecilla de humo, aunque puede que un conductor alzara los ojos diez metros más allá de la gasolinera sintiendo una fugaz punzada de pánico, o quizá una mujer que había terminado su jornada laboral y volvía a casa en el autobús 17 se preguntó qué le había devuelto a la memoria a ese chico del que creyó estar enamorada hacía ya veinte años.
Tres días.
Y cada día al final de esa vigilancia silenciosa Gamba pasaba por delante de una tienda sobre cuya mugrienta fachada había un letrero pintado a mano, «Myers - Uniformes e insignias», y en el escaparate había un policía bigotudo cubierto de polvo, un agente de las fuerzas del orden de otra ciudad (las insignias de su chaqueta eran distintas a las de los policías de Nueva York) enarbolando displicentemente una porra de madera con un par de esposas y varios rociadores colgando de su cartuchera negra. A su lado, tocándole sin que pareciera darse cuenta de ello, había un bombero vestido con un traje de goma amarillo surcado por rayas negras (otro forastero) que volvía la cabeza hacia el sucio cristal para sonreír a la negra vestida con un blanquísimo uniforme de enfermera inmóvil en el escaparate de enfrente. Gamba pasaba por delante de la tienda caminando muy despacio, seguía avanzando hasta llegar al semáforo y luego se desviaba hacia el escaparate y el uniforme blanco, tan indefensa e impotente como una embarcación cuyo motor se ha averiado dejándola a merced de la corriente.
El tercer día entró en la tienda. Una campanilla tintineó sobre su cabeza y el dependiente le preguntó en qué podía ayudarla.
- Querría... - carraspeó para aclararse la garganta -. Querría un uniforme. Para una enfermera.
El dependiente alargó la mano hacia un montoncito de gorras con visera y cogió una delgada cinta métrica de color amarillo.
- Usted debe de tener la talla...
- No es... Bueno, la verdad es que no es para mí. Es para una amiga. Me dijo que como iba a pasar por aquí...
- ¿En qué hospital trabaja? Cada hospital tiene sus pequeñas manías, ya sabe.
Gamba clavó la mirada en aquel rostro de joven envejecido. Vio una camisa blanca con el cuello demasiado apretado y una corbata negra con un nudo tan pequeño como impecable, y mientras le observaba pensó que el dependiente producía la extraña impresión de llevar un uniforme tan indefinido como el de los maniquíes de los escaparates.
- No es un hospital. Es una clínica. Una clínica privada. Puede llevar..., puede llevar lo que quiera.
- Estupendo, estupendo. ¿Y cuál es la talla de su amiga?
- Una talla grande. ¿Cincuenta? Y es muy alta.
- Bueno, deje que le enseñe lo que tenemos.
Y Gamba, entre fascinada y extática, se dejó guiar hasta la penumbra crepuscular que reinaba en el interior de la tienda.
4. Enero (2021)
Había conocido a Gamba en una de las sesiones abiertas del Asilo. Había ido allí como reclutadora y se encontró reclutada de la forma más vergonzosa imaginable, la que lleva hasta las lágrimas y las deja atrás para terminar en las confesiones; un proceso sobre el que informó concienzudamente en la siguiente reunión de la célula. La célula contaba con cuatro miembros aparte de ella misma, todos de veintipocos años y todos muy serios, aunque estaba muy claro que Jerry y Lee Lighthall, Ada Miller y Graham X no podían ser considerados intelectuales, y ni tan siquiera se les podía calificar de rebeldes que no habían conseguido adaptarse a la vida universitaria. Graham era el eslabón que les unía con el nivel superior de la organización, pero aparte de eso no tenía nada de «líder» pues una de las cosas a las que se oponían con mayor ferocidad eran precisamente las estructuras piramidales.
Lee - que era gordo, muy negro y disfrutaba hablando - dijo en voz alta lo que todos estaban pensando, que el tener emociones y mostrarlas era una dirección perfectamente sana.
- A menos que dijeras algo sobre nosotros.
- No. Básicamente fueron cosas de naturaleza sexual. O personales.
- Entonces no entiendo por qué has sacado a relucir el tema aquí.
- Ene, si nos contaras algo más al respecto quizá... - sugirió Graham con esa suave afabilidad tan típica de él.
- Bueno, lo que hacen en el Asilo...
- Todos hemos estado en el Asilo, cariño.
- Deja de comportarte como si fueras un jodido matón, Lee - dijo su esposa.
- No, me temo que Lee tiene razón. Estoy desperdiciando nuestro tiempo y... En fin, el caso es que llegué un poco temprano porque quería verles entrar para hacerme una idea de cómo eran, y apenas la vi aparecer comprendí que no era una habitual de las reuniones. Ya os he dicho que se llama Gamba Hanson, ¿no? Creo que ella también se fijó en mí nada más verme. El caso es que empezamos en el mismo grupo. Ejercicios de respiración, cogerse de la mano y todo eso, ya sabéis. - Normalmente, Enero habría adornado un relato tan largo con unas cuantas obscenidades, pero en aquellos momentos cualquier intento de hacerse la dura sólo habría servido para que se sintiera aún más ridícula y estúpida de lo que ya se sentía -. Después empezó a darme masaje en el cuello de una forma que... No sé cómo describirlo, pero tenía una forma muy especial de darme masaje. Y me eché a llorar de repente. No sé por qué, pero me eché a llorar.
- ¿Te habías metido algo dentro antes de ir a la reunión? - preguntó Ada.
Enero era mucho más estricta que cualquiera de ellos en esa materia (ni tan siquiera bebía Kafé), y sintió que tenía todo el derecho del mundo a cabrearse.
- ¡Sí, tu vibrador!
- Vamos, vamos, Ene - dijo Graham.
- Pero ella estaba colocada - siguió diciendo Enero -. Estaba colocadísima, y mientras tanto los habituales habían empezado a girar a nuestro alrededor como si fueran un enjambre de vampiros. La mayoría van allí precisamente por eso, ¿sabéis? Por ver sangre y el darse un buen revolcón en ella... Bueno, el caso es que fuimos a un cubículo. Pensé que joderíamos y que ahí acabaría todo, pero en vez de eso empezamos a hablar. Mejor dicho, yo hablé... y ella escuchó. - Aún recordaba el nudo de vergüenza tan parecido al dolor que se siente cuando tragas agua demasiado deprisa que había acompañado a las palabras -. Le hablé de mis padres, del sexo, de que me sentía sola..., de esa clase de cosas.
- De esa clase de cosas - repitió Lee para animarla a seguir hablando.
Enero hizo acopio de valor y tragó una honda bocanada de aire.
- Mis padres... Le expliqué que eran republicanos, lo cual no tiene nada de malo, naturalmente, pero también le dije que nunca había podido establecer una relación entre el amor y la excitación sexual porque los dos eran hombres. Ahora no me parece tan importante, claro. Y lo de que me sentía sola... - Se encogió de hombros, pero también cerró los ojos -. Le dije que me sentía muy sola. Que todo el mundo estaba solo. Después tuve otro ataque de llanto.
- Abarcaste un montón de temas, ¿eh?
Enero abrió los ojos. Lo último que había dicho podía tomarse como una acusación, pero nadie parecía estar enfadado con ella.
- Nos pasamos casi toda la jodida noche metidas dentro de ese cubículo.
- Aún no nos has contado nada sobre ella - observó Ada.
- Se llama Gamba Hanson. Me dijo que tiene treinta años, pero yo diría que tiene treinta y cuatro, o quizá incluso un poquito más. Vive en la Once Este, no recuerdo dónde pero lo tengo apuntado. Con su madre y no recuerdo cuántas personas más... Una familia. - Y, en el fondo, eso era precisamente aquello que la organización más odiaba. Las estructuras políticas autoritarias sólo pueden subsistir porque las personas son condicionadas por estructuras familiares autoritarias -. Y no trabaja, sólo cuenta con su asignación.
- ¿Es blanca? - preguntó Jerry.
Jerry era el único blanco del grupo, y la diplomacia exigía que fuera él quien hiciese esa pregunta.
- Como la jodida nieve.
- ¿Está metida en política?
- Ni pizca. Pero creo que se la podría guiar. Y ahora que lo pienso...
- ¿Qué sientes hacia ella ahora? - preguntó Graham.
Estaba claro que creía que se había enamorado de ella. ¿Se había enamorado de ella? Posiblemente. Pero también era muy posible que no estuviese enamorada de ella. Gamba había conseguido hacerla llorar, y Enero quería pagarle ese favor con la misma moneda y, de todas formas, ¿qué eran los sentimientos? Nada, palabras que flotaban a la deriva dentro de tu cabeza o las hormonas producidas por alguna glándula.
- No sé lo que siento.
- Bueno, entonces... ¿Qué quieres que te digamos? - preguntó Lee -. ¿Que deberías volver a verla? ¿Que estás enamorada? ¿Que deberías estarlo? ¡Dios santo, chica! - La exclamación fue acompañada por un jovial meneo de todas sus grasas -. Adelante, diviértete. Jode hasta que se te salga el cerebro por las orejas o llora hasta que se te rompa el corazón, lo que más te apetezca. No hay ninguna razón para que no lo hagas, pero recuerda que si te enamoras... Bueno, mantenlo en un compartimento separado donde no pueda mezclarse con todo lo demás.
Todos estuvieron de acuerdo en que era el mejor consejo que se le podía dar, y la sensación de paz que se fue adueñando de Enero le indicó que era justo lo que quería oír. Ahora podían pasar a ocuparse de los temas realmente importantes, las cuotas y el descenso del nivel de vida y las razones por las que la Revolución tan largamente pospuesta era el próximo e inevitable paso a dar. Después se levantaron de los bancos y pasaron la hora siguiente divirtiéndose. Viéndoles nadie habría pensado que esas cinco personas eran distintas al resto de patinadores.
5. Richard M. Williken (2024)
Solían pasar mucho rato en el cuarto oscuro, que oficialmente era el dormitorio de su hijo, Richard M. Williken Jr. Richard Jr. existía única y exclusivamente para satisfacer a varios expedientes esparcidos por los departamentos de la administración municipal, aunque si llegaba a ser necesario el primo de su esposa podía prestarles un chico que respondería a ese nombre y ese apellido. Sin su hijo imaginario los Williken jamás habrían podido seguir viviendo en un apartamento de dos dormitorios ahora que sus hijos de carne y hueso se habían marchado de casa.
A veces escuchaban las cintas que estaban copiando, y el hecho de que se hubieran especializado en ellos hacía que casi siempre fuesen temas de Alkan, Gottchalk o Boagni. La música era la razón ostensible de que ella siguiera allí, aunque había otras razones tan ostensibles como la amistad. Él fumaba, hacía garabatos en un bloc o contemplaba cómo el minutero simplificaba otro día. En su caso la razón ostensible era que estaba trabajando, y en el sentido de que copiaba cintas, recibía mensajes y alquilaba de vez en cuando la cama de su hijo ficticio a cambio de una tarifa horaria risible, lo cierto es que estaba trabajando. Pero en el sentido realmente importante de la palabra... No, no estaba trabajando.
El teléfono sonaba. Williken cogía el auricular y decía «Uno cinco cinco seis». Gamba se envolvía en el delgado círculo de sus brazos y le observaba hasta que el lento descender de sus ojos le indicaba que la llamada no era de Seattle.
Cuando la falta de alguna clase de señal indicadora de que cada uno era consciente de la presencia del otro se volvía excesivamente insoportable mantenían agradables discusiones sobre el Arte. El Arte... Gamba adoraba esa palabra (la tenía en un pedestal compartido con «epítasis», «místico» y «Tiffany» ), y el pobre Williken parecía incapaz de quitársela de la boca. Intentaban no descender nunca al nivel de la queja sincera, pero sus infelicidades secretas siempre encontraban alguna forma de introducir la cabeza en los largos silencios o de camuflarse un poquito y convertirse en los auténticos temas de esos pequeños debates académicos, como por ejemplo aquella vez en que Williken estaba demasiado cansado para mentir.
- ¿El arte? - había dicho -. El arte es justo lo contrario, querida. Es un rompecabezas, algo compuesto de fragmentos y trocitos minúsculos. Lo que tú crees es únicamente flujo y fuerza...
- Y diversión - había añadido ella.
- ...no es más que una ilusión. Pero el artista no puede compartirla. Sabe que es imposible.
- Y se supone que las prostitutas nunca tienen orgasmos, ¿no? No voy a dar nombres, pero en una ocasión hablé con una prostituta y me contó que no paraba de tener orgasmos.
- No debía de ser una profesional. Si un artista disfruta haciendo lo que hace su obra se resiente de ello.
- Sí, sí, no cabe duda de que eso es cierto... en tu caso. - Había movido la mano para apartar la idea de su regazo como si fuese una migaja -. Pero creó que para alguien como... - Otro gesto de la mano dirigido hacia la maquinaria, los cuatro mandalas en lenta rotación que formaban «De un mar brillante a otro» -. Como John Herbert MacDowell, por ejemplo. Bueno, para él ha de ser como el estar enamorado, con la única diferencia de que en vez de amar a una sola persona su amor se va difundiendo en todas direcciones.
Williken torció el gesto.
- Estoy de acuerdo en que el arte es como el amor, pero eso no está en contradicción con lo que dije antes. Tanto el arte como el amor son una cuestión de paciencia y de ir juntando fragmentos.
- ¿Y la pasión? ¿Es que no juega ningún papel en eso?
- Sólo para los que son muy jóvenes.
Williken era lo suficientemente caritativo para permitirle decidir por sí sola si ese zapato encajaba en su pie.
Las conversaciones continuaron durante casi todo un mes, y durante todo ese tiempo Williken sólo se permitió una crueldad consciente. Su desaliño personal - la ropa que parecía un montón de vendas sucias, la barba, los olores -, no impedía que Williken fuese un maniático del orden; y el estilo con el que personalizaba esa obsesión (aplicado ahora al cuidado de la casa tan concienzudamente como antes lo había aplicado al arte) le exigía borrar las huellas de su propia e indeseable presencia, eliminar todas las huellas dactilares y dejar perplejos a sus perseguidores. Eso hacía que cada objeto al que se le permitía estar visible en la habitación - el teléfono de color rosa, la maltrecha cama de Richard Jr., los altavoces, el largo cuello de cisne plateado del grifo, el calendario con la pareja de enamorados revolcándose sobre la gruesa capa de nieve de «Enero 2024 acabara acumulando un incremento de significado, como si fuesen otros tantos cráneos en la celda de un monje. Su crueldad fue muy sencilla, y se limitó a no cambiar el mes del calendario.
Y ella nunca dijo «Willy, por el amor de Cristo, estamos a diez de mayo», cosa que podría haber hecho perfectamente. Es posible que hallara alguna extraña satisfacción en el dolor que le causaba aquel recordatorio que le colocaba delante de los ojos, y no cabe duda de que se apoderó de él y se dedicó a roerlo concienzudamente. Williken no poseía ninguna experiencia de primera mano en aquella clase de emociones, y todo el drama de su abandono le parecía ridículo, un claro caso de angustia por el puro placer de angustiarse.
La situación podría haber seguido igual hasta el verano, pero un día el calendario desapareció y fue sustituido por una de sus fotos.
- ¿Es tuya? - preguntó Gamba.
Williken asintió en silencio. La incomodidad que sentía era totalmente sincera.
- Me fijé en ella nada más entrar.
La foto mostraba un vaso medio lleno de agua colocado sobre un estante de cristal mojado. Un segundo vaso vacío que se hallaba fuera del encuadre proyectaba una sombra sobre las baldosas blancas de la pared.
Gamba fue hacia la foto.
- Es triste, ¿verdad?
- No lo sé - dijo Williken. Se sentía confuso, insultado, angustiado -. Normalmente no me gusta estar cerca de mis obras. Es como si se acabaran muriendo y me abandonaran, pero pensé que...
- Me gusta. De veras.
6. Amparo (2024)
Comprendió que odiaba a su madre el 29 de mayo, el día de su cumpleaños. Iba a cumplir once años. Ser consciente de que odias a tu madre es algo terrible, pero los Géminis son incapaces de engañarse a sí mismos y respecto a su madre la triste verdad era que no había nada que admirar y sí mucho que aborrecer. Mamá era implacable tanto consigo misma como con Mickey, pero lo peor llegaba cuando cometía un error a la hora de calcular la dosis de sus estúpidas píldoras y se iba deslizando espectacularmente por la pendiente de la depresión para terminar contándoles folletines con su vida desperdiciada como único tema. No cabía duda de que mamá había desperdiciado su vida, pero Amparo estaba convencida de que nunca había hecho ni el más mínimo esfuerzo para impedirlo. No sabía lo que era tener un trabajo, y en cuanto a la casa dejaba que la pobre Abuela Gruñidos se encargara de todo. Lo único que hacía era estar tumbada como un animal del zoo resoplando y rascándose su apestoso coño. Amparo la odiaba.
Antes de cenar Gamba había dado una nueva muestra de ese extraño talento telepático que parecía poseer y le había dicho que sería mejor que hablaran, y Amparo se inventó una mentira muy poco plausible para sacarla del apartamento. Bajaron por la escalera hasta el quince - una señora china acababa de abrir una tienda -, y Gamba compró aquel champú que la tenía tan obsesionada últimamente.
Después subieron al tejado para el inevitable sermón. El buen tiempo había hecho que la mitad del edificio subiera a disfrutar del sol, pero se las arreglaron para encontrar un rincón donde casi estaban solas. Gamba se quitó la blusa, y Amparo no pudo evitar el pensar lo distinta que era de su madre a pesar de que Gamba fuese un poquito mayor que ella. No había arrugas o bolsas de carne caída, y apenas una leve sospecha de granulación. Lottie, en cambio, tenía todas las ventajas de su lado al principio y había permitido que el tiempo la fuese transformando en un monstruo de obesidad, o por lo menos (usar la palabra «monstruo» quizá fuese una exageración) no cabía duda de que avanzaba a toda velocidad - en esa dirección.
- ¿Y eso es todo? - preguntó Amparo en cuanto Gamba hubo terminado de ofrecer la última excusa al variado repertorio de horrores de que su hija encontraba culpable a Lottie -. Bueno, ya me has reñido y ya estoy muy avergonzada. ¿Podemos bajar?
- Sí, a menos que quieras contarme tu versión de la historia.
- Creía que no estaba en condiciones de tener una versión de la historia.
- Eso es cierto a los diez años. A los once ya se te permite tener tu propio punto de vista.
Amparo respondió con una sonrisa que debía traducirse como «La tía Gamba, siempre tan democrática ella», y se puso seria enseguida.
- Mamá me odia, es así de sencillo.
Le expuso unos cuantos ejemplos.
Gamba no pareció quedar muy impresionada.
- Preferirías ser tú quien la tratara mal a ella en vez de al revés. ¿Es eso lo que intentas decirme?
- No. - Pero tuvo que contener una risita -. Claro que siempre sería un cambio agradable.
- ¿Sabías que ya lo haces? Oh, sí, la tratas fatal. Eres una tirana mucho peor que la señora como - se - llame, la del bocio.
La segunda sonrisa de Amparo fue un poco más vacilante que su predecesora.
- Quién, ¿yo?
- Sí, tú. Incluso Mickey se da cuenta, pero no se atreve a abrir la boca porque teme que cambies de blanco. Todos te tenemos miedo.
- No digas tonterías. No sé de qué estás hablando. ¿Por qué? ¿Porque de vez en cuando me pongo sarcástica?
- De vez en cuando, de vez en cuando... Eres más impredecible que los horarios de una compañía de aviación. Esperas a que la pobre esté bien aplanada y entonces te lanzas directa a la yugular. ¿Qué dijiste esta mañana?
- No recuerdo nada de lo que he dicho esta mañana.
- Lo del hipopótamo en el barro.
- Se lo dije a la abuela. Ella no lo oyó. Estaba en la cama, como de costumbre.
- Lo oyó.
- Bueno, pues entonces lo siento mucho. ¿Qué debo hacer? ¿Pedirle disculpas?
- Deberías dejar de ponerle las cosas todavía más difíciles de lo que ya están.
Amparo se encogió de hombros.
- Y ella debería dejar de hacerme la vida imposible. No creas que me gusta dar la matraca con eso, pero quiero ir a la Escuela Lowen. ¿Y por qué no he de ir? No es como si le estuviera pidiendo permiso para ir a México y cortarme los pechos, ¿verdad?
- Estoy de acuerdo, y probablemente es una buena escuela. Pero ya estudias en una buena escuela.
- Pero yo quiero ir a la Lowen. Si voy allí tendré un futuro, pero naturalmente mamá no puede entender eso.
- No quiere que vivas lejos de casa. ¿Tan cruel te parece eso?
- No quiere que me vaya porque entonces sólo podría maltratar a Mickey. De todas formas oficialmente estaría aquí, y eso es lo único que le importa.
Gamba se quedó callada durante un rato, como si estuviera pensando en algo. Pero no había nada en qué pensar, ¿verdad? Todo era tan obvio... Amparo se retorcía de impaciencia.
- Hagamos un trato - dijo Gamba por fin -. Si prometes que dejarás de ser la Señorita Cabroncita haré cuanto esté en mi mano para convencerla de que te deje ir a la Lowen.
- ¿Lo harás? ¿De veras lo harás?
- ¿Y tú? Te lo estoy preguntando.
- Me arrastraré a sus pies. Haré lo que sea.
- Amparo, si no lo haces, si sigues comportándote tal y como lo has estado haciendo últimamente... Bueno, en ese caso le diré que estoy convencida de que la Escuela Lowen echaría a perder lo poco bueno que hay en ti, y créeme porque hablo muy en serio.
- Lo prometo. Prometo que seré tan buena como... ¿Como qué?
- ¿Como un pastel de cumpleaños?
- ¡Seré tan buena como el mejor pastel de cumpleaños del mundo!
Se estrecharon la mano para sellar el trato, se pusieron la ropa y bajaron por la escalera hasta el lugar donde la esperaba un pastel de cumpleaños de verdad que tenía un aspecto tirando a triste y escuálido. Por mucho que se esforzara, la pobre Gruñidos jamás conseguiría cocinar nada que valiera la pena. Juan había llegado mientras estaban en el tejado, y su presencia era una sorpresa más agradable que cualquiera de sus míseros regalos. Encendieron las velas y todo el mundo - Juan, Abuela Gruñidos, mamá, Gamba, Mickey - se puso a cantar.
Cumpleaños feliz.
Cumpleaños feliz.
Te deseamos, Amparo,
cumpleaños feliz.
- Formula un deseo - dijo Mickey.
Amparo formuló su deseo y apagó las doce velas con un soplido tan potente como decidido.
Gamba le guiñó el ojo.
- Y ahora no le digas a nadie lo que has pedido o tu deseo no se convertirá en realidad.
Amparo no había deseado poder ir a la Escuela Lowen porque eso era un derecho, no algo que dependiera de los caprichos del destino. Había deseado que Lottie muriese.
Los deseos nunca se cumplen tal y como esperabas. Un mes después su padre estaba muerto. Juan, que no había sido infeliz ni un solo día de su vida, se había suicidado.
7. Len Rude (2024)
Semanas después de la debacle Anderson - el último momento en el que había sido capaz de asegurarse a sí mismo que no habría ninguna consecuencia desagradable que lamentar -, la señora Miller le hizo desplazarse hasta la parte norte de la ciudad para «tener una pequeña charla». Contemplada bajo la perspectiva del largo plazo era una don nadie (su posición apenas llegaba al nivel de cuadro medio), pero la señora Miller no tardaría en redactar el resumen de su historial y eso hacía que de momento fuese una don nadie cuya categoría llegaba a lo cuasi divino.
Sucumbió al pánico de la forma más ignominiosa imaginable, y durante toda la mañana no pudo pensar en nada salvo qué se iba a poner para acudir a la cita. Sí, ¿qué se pondría? Acabó decidiéndose por un suéter marrón estilo Perry Como con un pañuelo de color verde asomando por el cuello. La impresión general resultaba discreta y elegante, no sexy pero tampoco descaradamente no-sexy.
Tuvo que esperar veinte minutos delante de la madriguera de la dama. Normalmente esperar era algo que se le daba muy bien. Cafeterías, lavabos, lavanderías automáticas... Su vida había estado repleta de oportunidades de adquirir esa habilidad, pero ahora estaba tan seguro de que se dirigía a su ejecución que al final de los veinte minutos de espera le faltaba muy poco para convertir en realidad su fantasía favorita de los momentos de crisis. «Me levantaré y saldré por esa puerta - pensó -. Saldré por todas las puertas. Sin una palabra de adiós, sin mirar hacia atrás ni una sola vez. ¿Y luego?» Ah, ahí estaba el problema, claro. En cuanto hubiera cruzado el umbral, ¿conseguiría encontrar algún sitio en el que su identidad y el gigantesco expediente de su vida no le persiguieran tan implacablemente como una lata atada a la cola de un perro callejero? Esperó, y la entrevista llegó a su fin, y la señora Miller le estrechó la mano y le contó una anécdota estúpida sobre Brown, el autor del libro que había estado adornando su regazo. Después llegó el «Gracias», y el «Gracias a ti por haber venido». Adiós, señora Miller. Adiós, Len.
¿Por qué había querido verle? No había sacado a relucir el tema Anderson salvo por el plácido comentario de que, naturalmente, el pobre hombre tendría que haber sido internado en el Bellevue y que la ciencia de la estadística dejaba bien claro que tarde o temprano todo el mundo acababa teniendo que enfrentarse a unos cuantos casos como el suyo. Las cosas habían ido bastante mejor de lo que esperaba, y mucho mejor de lo que se merecía.
El hacha del verdugo no se había materializado y, al parecer, la señora Miller le había hecho desplazarse hasta allí sólo para encargarle una nueva misión. Hanson, Nora/Apartamento 1812/334, calle Once Este. La señora Miller le había asegurado que era una anciana muy agradable, «aunque a veces puede ser un poquito difícil de tratar». Pero todos los casos que le había asignado en lo que llevaban de año eran ancianos muy agradables y difíciles de tratar, quizá porque estaba estudiando lo que el programa de asignaturas definía como «Problemas del envejecimiento». Lo único que diferenciaba a la Hanson de sus casos anteriores era que cobijaba a una nidada bastante considerable debajo de sus alas (aunque no era tan numerosa como indicaba el listado; el hijo ya estaba casado) y no parecía estar peligrosamente sola. Aun así si había que creer a la señora Miller el matrimonio de su hijo la había «trastornado un poco» (¡Trastornado! ¡Qué palabra tan ominosa!), y ésa era la razón de que necesitara las cuatro horas a la semana de calor humano y la atención que él se encargaría de proporcionarle. Al parecer la señora Hanson estaba convencida de que aquel trabajo iba a ser coser y cantar.
Cuanto más pensaba en ello más se convencía de que el asunto Hanson terminaría en catástrofe. Sí, probablemente la señora Miller le había llamado para cubrirse las espaldas en la casi segura eventualidad de que los acontecimientos acabaran siguiendo el mismo rumbo desastroso por el que se habían encaminado en el caso Anderson. Eso le permitiría dejar bien claro que toda la culpa de lo ocurrido recaía sobre sus hombros; no sobre los de aquella anciana encantadora y un poquito difícil de tratar y, evidentemente, no sobre los de Alexa Miller. Probablemente ya estaría redactando su memorándum para los archivos, eso suponiendo que no lo hubiese preparado antes de la entrevista.
Y todo esto por dos miserables dólares a la hora... Jesús bendito, si hubiera tenido la más mínima idea de los líos en que se iba a meter jamás habría cambiado la licenciatura en gramática y literatura inglesa por esto. Dar clase a un grupo de gilipollas que querían leer las demandas dé empleo resultaba infinitamente preferible a ser enfermero emocional y cuidar psicópatas seniles.
Ése era el lado feo de la cuestión, pero también había un lado más agradable. A finales del semestre de otoño ya contaría con el número de prácticas exigido. Después vendrían dos años de tranquila singladura académica y por fin, oh día feliz, Leonard Rude obtendría su doctorado en filosofía, lo cual todos sabemos es el estado más cercano a la libertad absoluta que puede concebir un ser humano.
8. La historia de amor (2024)
MODICUM había enviado a un chico bastante desaliñado con un grave caso de acné, una perpetua expresión de estar pidiendo disculpas y un gemebundo acento del medio oeste. No consiguió que le explicara por qué le habían ordenado que fuese a verla. El chico afirmaba que él lo entendía tan poco como ella, que todo era un misterio insondable nacido en el cerebro de algún burócrata que había estado pensando demasiado y que esos proyectos nunca tenían el más mínimo sentido, pero que aun así esperaba que ella se avendría a seguir adelante porque si no él lo iba a pasar francamente mal. Un trabajo es un trabajo y, aparte de eso, este trabajo le serviría para doctorarse.
¿Iba a la universidad?
Sí, pero no había venido para estudiarla, se apresuró a asegurarle el chico. Los estudiantes eran reclutados para que perdieran el tiempo en esos proyectos estúpidos porque no había el trabajo real suficiente en que ocuparlos. El estado del bienestar es así, y el chico tenía la esperanza de que se llevarían muy bien y acabarían haciéndose muy amigos.
La señora Hanson se sintió incapaz de mostrarse claramente hostil con el pobre muchacho, pero aun así le preguntó de una forma bastante brusca en qué se suponía que iba a consistir exactamente esa amistad. Len - no conseguía recordar su nombre, y el chico no paraba de recordarle que se llamaba Len - sugirió que quizá podría leerle un libro.
- ¿En voz alta?
- Sí, ¿por qué no? Me tocó leerlo para hacer un trabajo sobre él. Es un libro soberbio.
- Oh, estoy segura de que lo es - dijo ella volviendo a sentir una leve punzada de alarma -. Estoy segura de que aprendería montones de cosas interesantes, pero... - Ladeó la cabeza y leyó las letras doradas impresas en el lomo del grueso volumen negro que el chico había dejado sobre la mesa de la cocina, una frase bastante larga que terminaba en OLOGÍA -. No creo que sea una buena idea.
Len se echó a reír.
- ¡Vamos, señora Hanson, no me refería a ese libro! Ése no soy capaz de leerlo ni yo.
El libro que le leería en voz alta era una novela que le habían asignado en la clase de literatura inglesa. Len lo sacó de su bolsillo. La tapa mostraba a una mujer embarazada y totalmente desnuda sentada sobre el regazo de un hombre vestido con un traje azul.
- Qué tapa tan rara - dijo la señora Hanson intentando elogiarla y no estando muy segura de haberlo conseguido.
Len interpretó sus palabras como si fuesen otra muestra de reluctancia, e insistió en que una vez hubiese aceptado la premisa básica del autor la historia le parecería de lo más normal. Era una historia de amor, nada más, y estaba seguro de que le encantaría. Aquel libro había gustado muchísimo a todos los que lo habían leído.
- Es un libro soberbio - repitió..
La señora Hanson ya se había dado cuenta de que el chico estaba decidido a leerle el libro y acabó rindiéndose. Le llevó a la sala, se instaló en un extremo del sofá y dejó que Len se instalara en el otro. Metió una mano en su monedero y buscó sus Oralinas. Sólo le quedaban tres, por lo que no le ofreció ninguna. Se metió un bastoncito en la boca, empezó a chuparlo con expresión complacida y, como una especie de broma que se le hubiera ocurrido en el último momento, colocó un botoncito de regalo en. el extremo. ¡No lo creo!, decía el botoncito. Pero Len no se fijó en el botoncito o, si lo hizo, no captó el chiste.
Empezó a leer en voz alta, y todo era sexo y más sexo desde la primera página. Eso no la molestaba, claro. Siempre había creído en el sexo y había disfrutado de él, y el que opinara que el sexo no debía salir de la esfera personal no le impedía abordar el tema de una forma franca y sin prejuicios. Lo embarazoso era que la escena que le estaba leyendo ocurría en un sofá que se inclinaba a un lado porque le faltaba una pata. El sofá en el que estaban sentados también se inclinaba a un lado porque también le faltaba una pata, y la señora Hanson tuvo la impresión de que esa coincidencia hacía que las comparaciones resultaran inevitables.
La escena del sofá parecía no terminar nunca. Después llegaron unas cuantas páginas llenas de charla y descripciones en las que no ocurría nada. La señora Hanson no paraba de preguntarse cuál podía ser la razón de que el gobierno pagara a estudiantes universitarios para que vinieran a tu casa y te leyeran una novela pornográfica. Después de todo se suponía que la universidad servía para mantener ocupada a la máxima cantidad posible de jóvenes y retrasar el momento en el que buscarían su primer trabajo, ¿no?
Pero quizá fuese un experimento. ¡Sí, era un experimento educativo hecho con adultos y estudiantes universitarios! Cuando pensó un poco en ello se dio cuenta de que no había ninguna otra explicación que encajara ni la mitad de bien. Ver el libro bajo esa luz lo convirtió en un desafío y la impulsó a prestarle toda la atención posible. Alguien había muerto, y la protagonista - se llamaba Linda - iba a heredar una fortuna. La señora Hanson había tenido una compañera de escuela que también se llamaba Linda, una chica negra bastante estúpida cuyo padre era propietario de dos colmados, y le había cogido una manía terrible al nombre desde entonces. Len dejó de leer.
- Oh, siga - dijo ella -. Lo estoy pasando en grande.
- Yo también, señora Hanson, pero son las cuatro.
La señora Hanson pensó que estaba obligada a hacer alguna observación inteligente antes de que se marchara, pero no quería revelar que había adivinado cuál era el propósito del experimento.
- Tiene un argumento muy raro.
Len indicó que estaba totalmente de acuerdo con una sonrisa que reveló sus dientes pequeños y no muy limpios.
- Siempre he dicho que no hay nada mejor que una buena historia de amor.
Y antes de que pudiera añadir su chistecito («Salvo quizá un buen revolcón»), Len ya se le había adelantado.
- Tiene toda la razón, señora Hanson. Bueno, entonces hasta el viernes a las dos, ¿eh?
De todas formas el chistecito era de Gamba, no suyo.
La señora Hanson tuvo la impresión de que habría podido hacer un papel más lucido, pero ya era demasiado tarde para remediarlo. Len recogió su paraguas y su libro de tapas negras sin dejar de hablar ni un instante, e incluso se acordó de recuperar la gorra mojada que la señora Hanson había colgado para que se secara. Y se fue.
El corazón se le empezó a hinchar dentro del pecho martilleando como si se le hubieran saltado unos cuantos engranajes, ¡kabum, ka-blam! Volvió al sofá. Los almohadones del extremo ocupado por Len aún estaban aplastados, y de repente la señora Hanson pudo ver la habitación tal y como debía de haberla visto él - ese suelo de linóleo tan sucio que no se podía distinguir el dibujo, los cristales de las ventanas cubiertos de mugre, las persianas rotas, los montones de juguetes y de ropa y la confusión desperdigada de juguetes y ropa que había por todas partes -, y luego, como para completar aquel impacto devastador, Lottie emergió tambaleándose de su dormitorio envuelta. en una sábana sucia y un aura de pestilencia.
- ¿Queda algo de leche?
- ¡Queda algo de leche!
- Oh, mamá... Bueno, ¿y ahora qué pasa?
- ¿Tienes que preguntarlo? Echa un vistazo. Parece como si hubiera caído una bomba.
Los labios de Lottie se curvaron en una débil sonrisa entre perpleja y divertida.
- Estaba durmiendo. ¿Ha caído alguna bomba?
¡Pobre Lotto, pobre tontita! ¿Quién podía enfadarse con ella? Nadie, claro. La señora Hanson dejó escapar una carcajada indulgente y empezó a hablarle de Len y del experimento, pero Lottie ya había vuelto a encerrarse en su pequeño mundo privado. «Qué asco de vida», pensó la señora Hanson, y fue a la cocina para preparar un vaso de leche.
9. El aparato de aire acondicionado (2024)
Lottie podía oír cosas. Si estaba sentada cerca del armario que en tiempos había sido el vestíbulo podía seguir perfectamente el desarrollo de una conversación en el pasillo. Si estaba en su dormitorio se enteraba de cuanto ocurría en el resto del apartamento, desde la turbulencia de las voces que brotaban del televisor hasta los sermones en lo que él imaginaba era castellano con que Mickey castigaba a su muñeca pasando por el continuo refunfuñar de su madre. Esos ruidos tenían la ventaja de pertenecer a una escala humana. Lo que realmente temía eran los ruidos que se ocultaban detrás de ellos, y esos ruidos siempre estaban allí esperando que la primera capa de camuflaje se retirase, listos para saltar sobre ella.
Una noche del quinto mes en que estaba embarazada de Amparo salió de casa cuando ya era muy tarde y fue a dar un paseo. Cruzó la plaza Washington y siguió caminando hasta dejar atrás el complejo de la Universidad de Nueva York y los apartamentos de lujo de Broadway Oeste. Se detuvo delante del escaparate de su tienda favorita, justo allí donde los cristales de una gigantesca araña apagada reflejaban las luces de los coches que pasaban por la calzada liberándolos en forma de destellos fugaces. Eran las cuatro y media, la hora más tranquila de la madrugada. Un camión diesel pasó rugiendo detrás de ella y giró por Prince yendo en dirección oeste. Un silencio absoluto se adueñó de todo después de que se alejara, y fue entonces cuando oyó aquel otro sonido, un gruñido lejano que no parecía tener ningún origen determinado, como la primera y aún débil premonición de la catarata que te espera más adelante cuando has empezado a deslizarte por la tranquila comente de un arroyo. Desde entonces el sonido de aquellas cataratas siempre había estado con ella, a veces muy claro y a veces - igual que las estrellas ocultas detrás de la capa de niebla y contaminación - sólo como una presencia casi impalpable, un artículo de fe.
Siempre era posible oponer cierta resistencia. La televisión era una buena barrera cuando podía concentrarse y cuando los programas no la ponían nerviosa, o la conversación si se le ocurría algo que decir y encontraba a alguien que estuviese dispuesto a escucharla; pero Lottie había aguantado tal cantidad de monólogos maternos que había acabado adquiriendo una considerable sensibilidad a las señales delatoras del aburrimiento y se diferenciaba de su madre en que era incapaz de seguir adelante sin prestarles atención. Los libros exigían demasiado y no servían de nada. Hubo un tiempo en el que le gustaban esas historias tan sencillas como jugar al tres en raya de los comics románticos que Amparo traía a casa, pero Amparo ya había superado esa etapa y Lottie no se atrevía a comprarlos porque le daba vergüenza que pudieran sorprenderla leyendo esas cosas a su edad, y de todas formas costaban demasiado dinero y no podía permitirse el lujo de adquirir esa adicción.
No le había quedado más remedio que arreglárselas con las píldoras, y la mayor parte del tiempo parecían funcionar.
En agosto del año en que Amparo debía empezar sus estudios en la Escuela Lowen la señora Hanson habló con Ab Holt y le entregó el segundo televisor - que llevaba años sin funcionar - a cambio de un aparato de aire acondicionado marca Rey del Frío que también llevaba años sin funcionar salvo como ventilador. Lottie siempre se había quejado del calor que hacía en su dormitorio. La habitación estaba atrapada entre la cocina y el dormitorio principal, y su único medio de ventilación era una ventanita abatible muy poco efectiva colocada sobre la puerta que daba acceso a la sala de estar. Gamba había vuelto a casa, y consiguió que el fotógrafo amigo suyo que vivía en el piso de abajo quitara la ventanita e instalara el aparato de aire acondicionado en el hueco.
El ventilador ronroneaba suavemente durante toda la noche acompañándose de vez en cuando con el contrapunto de un suave eructar que recordaba el murmullo de un corazón amplificado. Lottie podía pasarse horas enteras en la cama mucho rato después de que los niños se hubieran quedado dormidos en sus catres sin hacer nada salvo escuchar aquel maravilloso zumbido sincopado. Resultaba tan relajante como el sonido de las olas y, al igual que ocurre con el sonido de las olas, había momentos en los que el aparato de aire acondicionado parecía estar murmurando palabras o fragmentos de palabras, pero por mucho que aguzara el oído jamás conseguía enterarse de lo que estaba diciendo, y el zumbido nunca dejaba escapar algo inteligible. «Once, once, once - le murmuraba -treinta y seis, tres, once.»
10. Lápiz de labios (2026)
Había dado por sentado que era Amparo quien se dedicaba a hurgar en el cajón donde guardaba sus artículos de maquillaje, y llegó al extremo de sacar a relucir el asunto a la hora de cenar siguiendo su sistema habitual de advertir antes de tomar medidas más serias. Amparo juró que ni tan siquiera había llegado a abrir el cajón, pero después de la advertencia no hubo más montoncitos de polvos faciales sobre la cómoda o más manchas de carmín en el espejo. Fin del problema, ¿no? Pero un martes volvió a casa agotada y deprimida después de haber soportado una de las incomparecencias periódicas del Hermano Cary y sorprendió a Mickey sentado delante del tocador aplicándose una capa de maquillaje base en la cara. La expresión de terror y el desorbitamiento de ojos con que acogió su regreso unidos a ese rostro blanqueado resultaban tan ridículos que no le quedó más remedio que echarse a reír. Mickey acabó imitándola sin abandonar su mueca horrorizada.
- Vaya, vaya... Así que eras tú, ¿eh?
Mickey asintió y alargó una mano hacia el frasco de la crema desmaquilladora, pero Lottie malinterpretó el gesto, le agarró la muñeca y apretó. Intentó recordar cuándo se había dado cuenta por primera vez de que había algo fuera de su sitio, pero era uno de esos detalles triviales - como cuándo fue popular una canción determinada - que su memoria jamás archivaba de forma cronológica. Mickey tenía diez años, casi once. Debía de llevar meses haciendo aquello sin que ella lo supiera.
- Dijiste que tú hacías lo mismo con tío Boz - gimoteó Mickey intentando justificarse -. Cada uno se vestía con la ropa del otro y fingía que era el otro. Lo dijiste.
- ¿Cuando dije yo eso?
- No me lo dijiste a mí. Se lo dijiste a él, y yo lo oí.
Lottie se devanó los sesos intentando decidir cuál era la reacción correcta en una situación semejante.
- He visto hombres maquillados. Montones de veces, ¿sabes?
- Mickey, ¿he dicho yo que tuviera algo en contra de eso?
- No, pero...
- Siéntate.
Lottie decidió tomárselo con calma y con la máxima profesionalidad posible, aunque cada vez que veía el rostro de Mickey reflejado en el espejo tenía que hacer un gran esfuerzo de voluntad para no reír a carcajadas. Seguramente los que trabajaban en los salones de belleza se pasaban la vida luchando con ese mismo problema. Le hizo girar sobre sí mismo hasta dejarle de espaldas al espejo y empezó a limpiarle las mejillas con un pañuelo.
- Para empezar, una persona con un tipo de piel como el tuyo no necesita una base de maquillaje o, si la utiliza, tiene que reducirla al mínimo. Maquillarse no es lo mismo que hacer un pastel, ¿comprendes?
Siguió soltando un torrente de charla erudita mientras le maquillaba - cómo pintarse los labios para que pareciese que siempre había una sonrisita acechando en las comisuras, cómo mezclar las sombras, los problemas de las cejas y la necesidad de estudiar el efecto obtenido tanto contemplándose de perfil como de frente -, y mientras tanto iba contradiciendo todos y cada uno de sus prudentes consejos e iba creando un rostro de muñeca que acumulaba el máximo número de exageraciones posible. Cuando hubo terminado de aplicar la última pincelada enmarcó su obra con unos pendientes y una peluca. El resultado era increíble, y resultaba casi horripilante. Mickey pidió que se le permitiera contemplarse en el espejo. Lottie no podía negarse, ¿verdad?
Y el espejo derritió su rostro por encima del de Mickey y el de Mickey por debajo del suyo convirtiéndolos en una sola cara. No era sólo que Lottie hubiese dibujado sus propios rasgos en aquella pizarra en blanco o que una cara fuese la parodia de la otra. No, había una verdad mucho peor, la de que ésta era la parte de Lottie que Mickey iba a heredar y que sólo contendría esas señales del dolor, el miedo y la derrota inevitable que los acompañaría. La revelación no habría podido estar más clara ni aunque hubiera cogido el lápiz de cejas y hubiera escrito todas esas palabras sobre la frente de Mickey y... Sí, sobre la suya, también sobre la suya. Lottie se acostó en la cama y permitió que el lento torrente sin fondo de las lágrimas subiera y bajara dentro de ella. Mickey la contempló en silencio durante un rato, acabó saliendo del dormitorio y se fue a la calle.
11. Una travesía en el transbordador de Brooklyn (2026)
Toda la familia estaba allí para disfrutar del programa, Gamba y Lottie en el sofá flanqueando a Mickey, la señora Hanson en la mecedora, Milly con la pequeña Cacahuete sobre el regazo ocupando el sillón tapizado con la tela floreada y Boz a su lado estorbando bastante en una de las sillas de la cocina. Amparo estaba en todas partes a la vez, hirviendo de impaciencia y nerviosismo a la espera de su gran momento.
Los patrocinadores eran los laboratorios Pfizer y la Corporación de Conservación. Las gamas de artículos que ofrecían no incluían nada que no estuviesen comprando ya y los anuncios eran pesados y lentos, pero poco después descubrieron que Hojas de hierba no tenía nada que envidiarles en cuanto a languidez y monotonía. Durante la primera media hora Gamba hizo un valeroso esfuerzo por encontrar algo que fuese digno de admiración - los trajes eran ultraauténticos, la banda dominaba a la perfección el arte de hacer ruido vagamente musical y, naturalmente, no había que olvidar esa secuencia tan bonita en la que unos cuantos negros muy musculosos construían una cabaña de madera -, pero cuando casi lo había conseguido Whitman/Don Hershey volvía a aparecer para gritar una nueva tanda de sus horribles poemas, y la pobre Gamba tenía que callar y se iba encogiendo poco a poco sobre sí misma. Gamba había crecido idolatrando a Don Hershey, ¡y verle reducido a esto! Un viejo verde y baboso que perseguía jovencitas... No era justo.
- Ver eso hace que uno se alegre de ser demócrata - dijo Boz cuando el programa fue interrumpido por otra ristra de anuncios.
Gamba le fulminó con la mirada. El programa podía ser lo más horrible que se había emitido en toda la historia de la televisión, pero Amparo estaba allí y eso les obligaba a alabarlo.
- Creo que es maravilloso - dijo Gamba -. Creo que es una auténtica obra de arte. ¡Esos colores!
No se le había ocurrido nada más convincente.
Milly ocupó el resto del tiempo que la emisora consagró a dejar bien clara su identidad en hacer preguntas estilo aula de primer curso sobre Whitman que parecían fruto de una curiosidad auténtica, pero Amparo apenas le prestó atención. Ya había dejado de intentar fingir que el programa tenía un tema aparte de ella misma.
- Creo que salgo en la próxima secuencia. Sí, estoy segura de que dijeron que era en la segunda parte.
Pero la segunda media hora del programa estuvo dedicada a la guerra de secesión y el asesinato de Lincoln.
¡Oh poderosa estrella de occidente caída de los cielos!
¡Oh sombras de la noche! ¡Oh noche lúgubre y llorosa!
¡Oh, gran estrella desaparecida, oh el negro barro viscoso
que oculta a la estrella!
Y así durante media hora.
- Oye, Amparo, no se les habrá ocurrido eliminar tu escena, ¿verdad? - se burló Boz.
El resto de la familia le sometió a un ataque verbal francamente feroz. Estaba claro que todos llevaban un rato pensando en esa posibilidad.
- Puede - dijo Amparo frunciendo el ceño.
- Bueno, habrá que esperar y ver - aconsejó Gamba, como si hubieran podido hacer otra cosa.
El logotipo de los laboratorios Pfizer se desvaneció, y allí estaba otra vez Don Hershey con su barba de Papá Noel disponiéndose a rugir un nuevo e interminable poema.
El sustento impalpable que me dan todas las cosas a todas las horas del día, el plan sencillo, compacto y bien articulado, y yo desintegrado, y todos desintegrados y, aun así, todavía parte del plan, las similitudes del pasado y las del futuro, las maravillas colgando como cuentas de cuanto veo y cuanto oigo, en el paseo por la calle y la travesía del río...
Y etcétera y etcétera mientras la cámara vagabundeaba por las calles y se deslizaba sobre las aguas y enfocaba zapatos y más zapatos, inundaciones de zapatos, siglos enteros de zapatos, y de repente estaban en el año 2026 - tan bruscamente como si hubiesen cambiado de canal -, y una multitud de personas corrientes se aglomeraba en la sala de espera del transbordador.
Amparo se enroscó sobre sí misma hasta formar una tensa bola de atención.
- Era ahí, ya falta poco.
La voz en off de Don Hershey seguía gritando.
No importa el tiempo o el lugar, no importa la distancia, estoy con vosotros, hombres y mujeres de una generación, o de todas las generaciones que hayan transcurrido, sentí lo mismo que sentís cuando contempláis el río y el cielo, fui parte de una multitud igual que cualquiera de vosotros es parte de esa multitud que vive, la alegre animación del río me refrescó igual que a vosotros...
La cámara dejó atrás grupos de personas que sonreían, hablaban y gesticulaban mientras hacían cola para subir al transbordador y siguió avanzando deteniéndose de vez en cuando para captar algún detalle, una mano que tiraba nerviosamente del puño de una camisa, un pañuelo amarillo hinchado por la brisa que subía y bajaba, un rostro.
El de Amparo.
- ¡Ahí estoy! ¡Ahí! - gritó Amparo.
La cámara se quedó inmóvil. Amparo estaba junto a la barandilla sonriendo con una sonrisa entre soñolienta y melancólica que ninguno de los que la observaban pudo reconocer, y Don Hershey bajó un poco la voz para formular su pregunta.
¿Qué hay pues entre nosotros?
¿Cuántas decenas o centenares de años se interponen entre nosotros?
Amparo contemplaba la superficie del agua en continuo movimiento, y la cámara se detuvo a contemplarla con ella.
El corazón de Gamba reventó como una bolsa de basura arrojada a la calle desde un tejado. La envidia corrió por sus venas y se fue extendiendo por todo su cuerpo. Amparo era tan hermosa, tan joven y tan condenadamente hermosa que habría querido morirse allí mismo.
Segunda parte: Charla
12. El dormitorio (2026)
Una sección transversal del edificio habría mostrado una esvástica con los brazos girando en sentido contrario al movimiento de las agujas del reloj, en la dirección azteca. El 1812 - el apartamento de los Hanson - quedaba más o menos en el centro de la parte interior del antebrazo que iniciaba el miembro noroeste de la esvástica, y sus ventanas ofrecían un panorama ininterrumpido de varios grados de extensión que incluía los tejados de los edificios más bajos y las masas megalíticas desprovistas de ventanas del complejo Unión del Cobre. Arriba: cielo azul y nubes vagabundas, las estelas de los reactores y las guirnaldas de humo que brotaban de las chimeneas del 320 y el 328. Sólo había una forma de disfrutar del paisaje, y era estar pegado a la ventana. Desde la cama, Gamba sólo podía ver la uniformidad de los ladrillos amarillos y las ventanas que ofrecían toda una gama de cortinas, persianas y visillos. En mayo había luz directa y precisamente desde las dos hasta casi las seis, justo cuando más necesitaba los rayos del sol. Era la única ventaja de vivir tan cerca del tejado. Los días cálidos la ventana se abría unos centímetros y dejaba entrar una leve brisa que agitaba las cortinas. Las cortinas subían y bajaban ondulando y derrumbándose con un ritmo tan errático como el de la dificultosa respiración de un asmático y, como ocurre con cualquier objeto si es observado con la atención suficiente, acababan convirtiéndose en la historia de su vida. ¿Habría alguna historia más triste que la suya oculta detrás de otra cortina, persiana o visillo? Ah, Gamba lo dudaba.
Pero por triste que pudiera llegar a ser la vida también era irresistiblemente cómica, y las cortinas también capturaban esa faceta de la existencia. Eran como una broma suavemente irónica y terriblemente complicada entre la señora Hanson y su hija. Las cortinas estaban hechas de cretona barata teñida con los colores chillones de un puesto de helados, y el dibujo desplegaba una interminable sucesión de genitales que formaban ramos y guirnaldas, morado, limón y albaricoque, los de él y los de ella. Enero le había regalado la tela hacía siglos. Gamba, siempre leal, había vuelto a casa con ella para que su madre la transformara en un pijama, pero aunque se guardó muy mucho de expresar claramente su desaprobación la señora Hanson jamás había llegado a poner manos a la obra. Cuando Gamba estaba en el hospital la señora Hanson convirtió la tela en un par de cortinas y las colgó en su dormitorio como una sorpresa con la que alegrar su vuelta al hogar o, quizá, como una ofrenda de paz. Gamba tuvo que admitir que la cretona había acabado teniendo el destino que se merecía.
Gamba parecía satisfecha con dejar que cada día transcurriera en un lento flotar a la deriva desprovisto de objetivos o ideales, sin hacer nada que no fuese contemplar los coños y las pollas que flotaban en la brisa y cualquier otro acontecimiento infinitesimal que la habitación vacía pudiera ofrecerle. La televisión la ponía de mal humor, los libros la aburrían y no tenía nada que decir a las visitas. Williken le trajo un rompecabezas y Gamba empezó a trabajar en él usando un cajón puesto del revés como soporte para las piezas, pero en cuanto hubo acabado de montar los cantos descubrió que a pesar de haber sido medido antes de que se lo trajeran el cajón era unos tres centímetros demasiado corto. Gamba se rindió, dejó escapar un suspiro y guardó las piezas dentro de la caja. Todas las facetas de su convalecencia eran tan inexplicables como tranquilas.
Y un día alguien llamó a su puerta.
- Entre - dijo proféticamente ella.
Y Enero entró en el dormitorio calada hasta los huesos y jadeando por culpa de la escalera. Su visita era una sorpresa, naturalmente. La dirección de la Costa Oeste en que vivía Enero siempre había sido un secreto muy bien guardado. Aun así, no era una sorpresa lo bastante grande pero, naturalmente, ¿hay alguna que lo sea?
- ¡Ene!
- Hola. Vine a verte ayer, pero tu madre me dijo que estabas durmiendo. Supongo que tendría que haber esperado a que despertaras, pero no sabía si...
- Quítate el abrigo. Estás empapada.
Enero se adentró en el dormitorio justo lo suficiente para poder cerrar la puerta, pero no se acercó a la cama y no se quitó el abrigo.
- ¿Cómo has conseguido...?
- Tu hermana se lo dijo a Jerry y Jerry me telefoneó, pero no pude venir enseguida. No tenía dinero. Tu madre me ha contado que ahora ya casi estás recuperada.
- Oh, estoy estupendamente. No fue la operación, ¿sabes? Eso fue algo tan rutinario como que te quiten una muela del juicio, pero una servidora siempre ha sido tan impaciente que no podía quedarme quieta en la cama y... - Se rió (sin olvidar ni un solo instante que la vida también es cómica), e intentó hacer un chiste -. Pero ahora he aprendido a quedarme todo lo quieta que haga falta. Me he vuelto muy paciente.
Enero enarcó las cejas. La preocupación y la ternura se habían estado agitando dentro de su cabeza durante todo el día de ayer, todo el trayecto hasta el sur de la ciudad y el lento ascenso por la escalera del día de hoy, pero ahora que estaba cara a cara con Gamba y veía cómo intentaba utilizar sus truquitos de siempre sólo podía sentir resentimiento y el nacimiento de la ira, como si sólo hubiesen pasado horas desde aquella horrenda última comida - patatas y una salchicha Betty Crocker -, que compartieron hacía ya dos años.
- Me alegra mucho que hayas venido a verme - dijo Gamba en un tono de voz no muy convincente.
- ¿De veras?
- Sí.
La ira se esfumó, y la culpabilidad se pegó a la ventanilla de la centrifugadora emitiendo reflejos húmedos.
- ¿Te operaste por...? ¿Fue por aquello de tener niños que te dije?
- No lo sé, Enero. Si pienso en lo que ocurrió mis razones siguen pareciéndome muy confusas. Sí, seguramente me dejé influir un poco por las cosas que dijiste. Moralmente hablando no tenía ningún derecho a dar a luz.
- No, era yo quien no tenía derecho. Imponerte lo que debías hacer y lo que no... ¡Por mis principios! Ahora lo entiendo.
- Bueno. - Gamba tomó un sorbo del vaso de agua y se sintió tan refrescada como si contuviera maná caído del cielo -. Es algo más profundo que la mera política. Después de todo no corría ningún peligro inmediato de contribuir al aumento de la población, ¿verdad? Ya había cumplido. Fue un gesto ridículo y melodramático, y el doctor Mesic fue el primero en...
Enero se quitó el abrigo con un encogimiento de hombros y se acercó un poco más a la cama. Llevaba puesto el uniforme de enfermera que Gamba le había comprado ya no recordaba cuándo. El uniforme le quedaba muy apretado.
- ¿Te acuerdas? - murmuró Enero.
Gamba asintió. No se atrevió a decirle que no se sentía especialmente sexy o avergonzada o... De hecho no sentía nada. La casa de los horrores del Bellevue parecía haberle arrebatado todo lo que llevaba dentro. Sentimientos, la sexualidad..., todo había sido extirpado.
Enero deslizó los dedos de una mano bajo la muñeca de Gamba para tomarle el pulso.
- No es muy rápido - observó.
Gamba apartó la mano.
- No estoy de humor para juegos.
Enero se echó a llorar.
13. Gamba en la cama (2026)
- Me gustaría volverlo a ver funcionando, haciendo aquello para lo que fue concebido. Puede que eso te parezca mucho más mísero y menos importante que la revolución, claro, pero es algo que puedo hacer, algo que creo está a mi alcance. Tengo razón, ¿no? Porque un edificio es como... Es un símbolo de la vida que llevas dentro de él.
»Un ascensor, un ascensor que funcionara, y ni tan siquiera haría falta que estuviera funcionando durante todo el día, puede que sólo una hora por la mañana y una hora por la tarde antes de que se hiciera oscuro, cuando aún hay electricidad de sobras, e imagínate lo mucho que cambiaría eso las cosas para los que vivimos arriba de todo. Anda, piensa en todas las veces que has decidido no subir a verme por culpa de esa maldita escalera, o todas las veces que me he quedado en casa. Ésa no es forma de vivir, ¿sabes? Pero los que más sufren son los viejos. Mi madre... Apuesto a que ahora ya sólo baja a la calle una vez por semana, y no creo que Lottie salga de casa mucho más que ella. Mickey y yo tenemos que encargarnos de la compra, ir a buscar el correo y hacer todo lo demás, y no es justo que nosotros tengamos que cargar con todo. ¿Verdad que no lo es?
»Además, ¿sabías que hay dos personas trabajando a jornada completa haciendo recados para la gente atrapada en sus apartamentos que no dispone de ningún familiar que les ayude? No, no estoy exagerando. ¡Y les llaman auxiliares! Piensa en todo el dinero que ha de costar eso.
»¿Y si hay una emergencia? Prefieren hacer que el médico venga al edificio antes que bajar en brazos a una persona por todos esos tramos de peldaños. Si mi hemorragia hubiera empezado cuando me encontraba aquí arriba en vez de en la Clínica puede que ahora no estuviese viva. Tuve suerte, eso es todo. Piensa en eso... Ahora podría estar muerta, ¡sólo porque en este edificio no hay nadie que se preocupe lo suficiente por las cosas para hacer que esos jodidos ascensores funcionen! Bueno, pues he pensado que ahora eso es responsabilidad mía. Arrima el hombro o cierra el pico, ¿no?
»He redactado una petición y, naturalmente, todo el mundo la firmará. Echar una firma no exige ningún esfuerzo, pero lo realmente importante es que he estado hablando con un par de personas que me pareció podrían ayudarme y están de acuerdo en que el sistema de los auxiliares es una auténtica estupidez y un desperdicio de energías y dinero, pero a pesar de eso creen que mantener en funcionamiento los ascensores saldría aún más caro. Les dije que si el único problema es el dinero la gente estaría dispuesta a pagar por un billete, y ellos dijeron que sí, claro, que desde luego y después... Jódase, señorita Hanson, y gracias por su interés.
»Me acuerdo de uno de ellos, el peor de todos los que me he echado a la cara hasta el momento, una especie de sapo que trabaja en MODICUM llamado R. M. Blake. No paraba de repetirme que tengo un gran sentido de la responsabilidad. Me lo soltaba una y otra vez y se quedaba tan tranquilo, así de fácil, qué valiente es usted, señorita Hanson; tiene usted un gran sentido de la responsabilidad, señorita Hanson, y yo sentí deseos de decirle sí, abuela, y me servirá para aplastarte mejor. Viejo sepulcro blanqueado, maldito fariseo...
»Cada una ha acabado poniéndose en el lugar de la otra, ¿verdad? Tiene gracia. Todo es tan simétrico... Yo era muy religiosa y tú siempre andabas metida en política, y ahora es justo al revés. Es como... ¿Viste Los huérfanos anoche? Es una historia que transcurre en el siglo XIX y hay un matrimonio que es muy feliz y muy pobre, pero cada uno tiene algo de lo que sentirse orgulloso. El hombre tiene un reloj de oro y la mujer, pobrecita, tiene su cabellera. ¿Y qué ocurre? Él empeña su reloj para comprarle un peine y ella vende su cabellera para comprarle una cadena de reloj. Menuda historia. Es todo un caso de ding-dong, ¿verdad?
»Pero si lo piensas bien es justo lo que hemos hecho, ¿no? ¿Enero?
»Enero, ¿estás dormida?
14. Lottie en el Bellevue (2026)
- Hablan del fin del mundo, de las bombas y de todo eso, y si no son las bombas hablan de que los océanos se están muriendo y de que pronto no quedarán peces pero, claro, ¿le has echado un vistazo al océano últimamente? Yo solía preocuparme mucho por esas cosas, de veras, me preocupaban, pero ahora me digo que qué más da. ¿Que el mundo se acaba? ¿Y qué? Pero mi hermana no se parece en nada a mí. Si hay una elección tiene que quedarse levantada para verla. O si ha habido un terremoto, o... Lo que sea. ¿Y de qué sirve eso?
»El fin del mundo. Deja que te hable del fin del mundo. El mundo se acabó hace cincuenta años, puede que cien, y desde entonces todo ha ido maravillosamente. Sí, hablo en serio. Nadie intenta molestarte. Puedes tomarte las cosas con calma. ¿Sabes una cosa? Adoro el fin del mundo.
15. Lottie en el bar Rosa Blanca (2024)
- Y, naturalmente, no hay que olvidarse de eso. Cuando una persona desea algo con todas sus fuerzas, digamos que alguien tiene cáncer o los problemas que yo he tenido con mi espalda, entonces te dices que es el final de todo y, realmente, no es así. Pero cuando la cosa va en serio siempre se nota. Se les nota en la cara, es como si le ocurriera algo a la cara. No es un relajarse como en el sueño, sino algo mucho más repentino. Hay otra cosa, un espíritu que les acaricia y que calma el dolor que les ha estado atormentando. Quizá sea un tumor, quizá sea angustia mental, tanto da, pero el espíritu siempre está allí a pesar de que a veces los más elevados puedan ser difíciles de entender. No siempre hay palabras para explicar lo que experimentan en los planos superiores, pero ésos son los que pueden curar, no los espíritus inferiores que han abandonado nuestro plano de existencia hace muy poco tiempo. No son tan fuertes. No pueden ayudarte tanto como los otros porque aún están muy confusos.
»Tendrías que ir allí, ¿sabes? Oh, no le importa que no creas en esas cosas. Al principio nadie cree en ellas, especialmente los hombres. Después de todo lo que me ha ocurrido incluso yo paso por momentos en los que pienso..., bueno, pienso que nos está engañando, que se lo inventa todo, que todo sale de su cabeza. Los espíritus no existen, te mueres y ahí se acaba todo. Mi hermana fue la que me llevó a verla, y te aseguro que tuvo que llevarme hasta allí prácticamente a rastras y..., en fin, mi hermana dice que ya no puede creer en los espíritus pero, claro, la verdad es que el creer en ellos nunca le ha reportado ningún beneficio palpable, mientras que yo... Sí, gracias.
»Bien, veamos. La primera vez fue en un servicio de curación al que asistí hará cosa de un año, pero no en casa de la mujer de la que te estaba hablando. Los Amigos Universales..., estaban en el Americana, ¿sabes? Primero hubo una charla sobre el Ka y luego, justo al comienzo del servicio, sentí cómo un espíritu me ponía las manos sobre la cabeza. Así... Me apretó la cabeza con mucha fuerza y sentí frío, como cuando te ponen un paño mojado para bajarte la fiebre. Me concentré en el dolor de mi espalda - por aquel entonces me dolía mucho, ¿sabes? -, y traté de captar si había alguna diferencia. ¿Por qué? Porque sabía que iba a experimentar algún tipo de curación. No comprendí lo que había ocurrido hasta después de que terminara el servicio, cuando estaba en la Sexta Avenida. De noche todo está mucho más silencioso, y hay momentos en que puedes ver a lo largo de toda una calle y de repente todos los semáforos pasan del rojo al verde en el mismo instante, ¿te ha ocurrido alguna vez? Bueno, pues yo he padecido de ceguera a los colores durante toda mi vida, pero esa noche podía ver los colores tal y como realmente son. Eran tan brillantes, tan nítidos... Eran... No puedo describirlo. Pasé toda esa noche en vela caminando de un lado para otro a pesar de que era invierno y hacía mucho frío. Y cuando salió el sol... Estaba en el puente, y... ¡Dios! Pero lo fui perdiendo poco a poco durante la semana siguiente. Era un don demasiado grande, no estaba preparada para recibirlo. Pero a veces cuando siento que tengo la cabeza muy despejada y no estoy asustada me parece que ha vuelto. Sólo por un momento, ¿entiendes? Y luego se vuelve a esfumar.
»La segunda vez..., gracias. La segunda vez no fue tan sencillo. Ocurrió en un servicio de recepción de mensajes, hace unas cinco semanas... ¿O fue hace un mes? Parece como si hubiera pasado más tiempo, pero... En fin, tanto da.
»Podías escribir tres preguntas y luego el papel se doblaba, pero antes de que la reverenda Ribera hubiese cogido el mío ya estaba allí y... No sé cómo describirlo. La hacía temblar y tambalearse de un lado a otro. Violentamente, ¿sabes? Muy violentamente, sí.
Hubo una especie de lucha para decidir si conseguía instalarse en su cuerpo y tomar el control. Normalmente a ella le gusta hablar con los espíritus y nada más, pero Juan estaba tan nervioso y tan impaciente, ¿comprendes? Igual que cuando se le había metido algo entre ceja y ceja, exactamente igual... No paraba de repetir mi nombre con esa voz terrible, como si le estuvieran estrangulando, y yo tan pronto pensaba sí, es Juan, está intentando ponerse en contacto conmigo como pensaba no, no puede ser, Juan está muerto. Yo llevaba muchísimo tiempo intentando entrar en contacto con él..., y ahora Juan estaba allí y yo no quería aceptarlo.
»Bien... Al final pareció comprender que necesitaba la cooperación de la reverenda Ribera y se fue calmando. Nos habló de la vida al otro lado y dijo. que no podía adaptarse a ella. Había dejado tantas cosas pendientes aquí... También dijo que en el último momento había querido volverse atrás, pero entonces ya era demasiado tarde y ya había perdido el control. Yo quería creer que todo aquello era cierto y que él estaba allí. Lo deseaba con todas mis fuerzas pero... No podía.
»Y justo antes de que se marchara el rostro de la reverenda Ribera cambió de repente, se volvió mucho más joven, y recitó unos cuantos versos. En castellano..., sí, naturalmente, había estado hablando en castellano desde el principio. No recuerdo las palabras exactas pero lo que dijo, básicamente, era que no podía soportar el haberme perdido aunque éste fuese el último dolor que le causaría..., el último dolor, sí, y aunque éste fuese el último poema que me escribiría. Eso es lo que dijo.
»Verás, hace años Juan me escribía poemas, y cuando volví a casa esa noche rebusqué entre los poemas que guardaba en un cajón y allí estaba, el mismo poema. Lo escribió hace ya muchos años justo después de que rompiéramos por primera vez.
»Y por eso cuando alguien dice que no hay ninguna razón científica para creer en otra vida después de ésta..., bueno, sencillamente no puedo estar de acuerdo.
16. La señora Hanson en el apartamento 1812 (2024)
- Abril. Abril es el peor mes para los resfriados. Ves cómo brilla el sol y crees que ya ha llegado la época de ir con manga corta, y cuando has bajado a la calle ya es demasiado tarde y entonces descubres que te has equivocado. Ah, hablando de mangas cortas... Tú has estudiado psicología, así que me pregunto qué dirías de esto. El chico de Lottie... Mickey, ya le conoces, ¿verdad? Bueno, pues ya tiene ocho años y se niega a llevar manga corta. Incluso dentro de la casa. No quiere que le veas ninguna parte del cuerpo. ¿Crees que eso es morboso o no? Yo creo que sí. O quizá neurótico... ¡Y un niño de ocho años, nada menos!
»Toma, bébete eso. Esta vez me he acordado y no está tan dulce.
»Me pregunto de dónde sacan esas ideas tan raras. Los niños, ¿sabes? Supongo que para ti fue distinto..., creciste sin una familia, sin un hogar. Qué vida tan ordenada y llena de reglas... Creo que ningún niño... Claro que quizá haya otros factores. ¿Ventajas? Bueno, yo no soy quién para hablar de eso, pero un dormitorio donde no hay ninguna clase de intimidad y tú, ¡siempre estudiando y estudiando! Me pregunto cómo te las apañas. ¿Y quién cuida de ti si te pones enfermo?
»¿Está demasiado caliente? Ay, tu pobre garganta... Aunque no me extraña que estés un poquito afónico. Ese libro... Sigue y sigue y sigue y no se acaba nunca, ¿verdad? Oh, no me malinterpretes, me gusta y lo estoy disfrutando. Sí, de veras. La parte en la que conoce a ese chico francés, ¿o no era francés?, el pelirrojo al que conoce en la catedral de Notre Dame. Era muy... ¿Cómo lo dirías tú? ¿Romántica? Y luego, cuando están en lo alto de la torre... Bueno, era realmente increíble, te dejaba sin aliento. Me sorprende que no hayan hecho una película. ¿O la han hecho? Claro que prefiero leerlo, incluso si... Pero no es justo para ti. Tu pobrecita garganta.
»Yo también soy católica, ¿lo sabías? Detrás tuyo está el Sagrado Corazón, sí, ahí mismo. ¡Claro que hoy en día...! Pero me educaron para que fuese católica, y justo cuando se suponía que iban a confirmarme hubo todo ese jaleo sobre la propiedad de las iglesias. Y ahí me tienes, en el centro de la Quinta Avenida con mi primer trajecito de lana, aunque la verdad es que se parecía más a un mono que a un traje de verdad, y mi padre con un paraguas y mi madre con otro paraguas, y ese grupo de sacerdotes prácticamente nos gritaba que no entráramos en la iglesia y el otro grupo de sacerdotes intentaba arrastrarnos aunque tuviéramos que pisotear los cuerpos que había encima de la escalera. Debió de ocurrir en mil novecientos ochenta... ¿Uno? ¿Dos? Bah, ahora puedes leerlo en cualquier libro de historia, pero allí estaba yo atrapada en una auténtica batalla, y lo único que podía pensar en esos momentos era que R. B. iba a romper el paraguas. R. B., mi padre.
»Dios, ¿por qué habré empezado a hablarte de todo eso? Oh, la catedral, claro. Cuando me leías ese pasaje del libro podía imaginármela tan bien que era como si lo estuviese viendo. Ese trozo en el que decía que las columnas de piedra parecían troncos de árbol..., bueno, recuerdo haber pensado exactamente lo mismo cuando estaba en San Patricio.
»Yo intento contarle todas estas cosas a mis hijas, pero no les interesan. El pasado no significa nada para ellas, y no pillarías a una leyendo un libro como ése ni muertas, te lo aseguro. Y mis nietos son demasiado pequeños y no puedo hablar con ellos. Mi hijo... Él sí que me escuchaba, pero ahora ya no viene nunca.
»Cuando creces en un orfanato... Oye, ¿si tus padres están vivos también lo llaman orfanato? Ya... Bueno, ¿crees que se toman la molestia de enseñarte religión y todas esas cosas? No, supongo que el gobierno no pierde el tiempo en esas tonterías.
» Creo que todo el mundo necesita alguna clase de fe, y tanto da que lo llamen religión o luz espiritual o como quieran llamarlo, pero mi Boz dice que hace falta más valor para no creer en nada. Es una idea típicamente masculina, ¿no te parece? Boz te caería muy bien. Tienes su misma edad, sus mismos intereses y...
»Escucha, Lenny, ¿por qué no pasas la noche aquí? Mañana no tienes ninguna clase, ¿verdad? ¿Y por qué has de salir a la calle con este tiempo tan horrible? Gamba se irá. Siempre se va, aunque esto es algo que ha de quedar entre tú y yo. Pondré sábanas limpias en su cama y tendrás todo el dormitorio para ti solo. Y si no esta noche alguna otra... La invitación sigue en pie. Ya verás lo mucho que te gusta disfrutar de un poco de intimidad para variar, y además así tendré alguien con quien hablar y he de aprovechar la ocasión, ¿no?
17. La señora Hanson en el hogar para la tercera edad (2021)
- ¿Soy yo? ¿Sí? No lo creo. ¿Y quién está conmigo? No eres tú, ¿verdad? ¿Ya tenías bigote entonces? ¿Dónde estamos, cómo es que hay tanto verdor? No puede ser Elizabeth. ¿Es el parque? Ahí detrás dice «Cuatro de Julio», pero no dice dónde.
»¿Ya estás más a gusto? ¿Quieres estar un poquito más incorporado? Sé cómo hacerlo. Así. Se está mejor, ¿verdad?
»Y mira... ¡La misma excursión, y ahí está tu padre! Qué cara tan cómica... Todas estas fotos tienen unos colores muy graciosos.
»Y ahí está Bobby. Vaya, vaya.
»Mamá.
»¿Y quién es éste? Aquí dice «Tengo más en el mismo sitio», pero no hay ningún nombre. ¿Quién es? ¿Alguien de la familia Schearl? ¿O alguien con quien trabajabas?
»Aquí vuelve a salir. Creo que nunca...
»Oh, ése es el coche en el que fuimos al lago Hopatcong, y George Washington se mareó, vomitó y puso perdido todo el asiento trasero. ¿Te acuerdas de eso? Te enfadaste mucho.
»Aquí están los gemelos.
»Otra vez los gemelos.
»Aquí está Gary. ¡No, es Boz! Oh, no, sí, es Gary. La verdad es que no se parece en nada a Boz, pero Boz tenía un cubo de plástico igual, con la misma raya roja.
»Mamá. ¿Verdad que está guapa?
»Y aquí estáis juntos, mira. Y riendo... Me pregunto de qué os reiríais. ¿Hm? Qué foto tan bonita, ¿verdad? Oye, te diré lo que voy a hacer, la dejaré aquí, encima de esta carta de... ¿Tony? ¿Es de Tony? Bueno, qué considerado por su parte. Oh, Lottie me dijo que me acordara de darte un beso de su parte.
»Supongo que ya es la hora, ¿no?
»No son las tres. Me parecía que eran las tres, pero aún falta un poco. ¿Quieres ver unas cuantas fotos más? ¿O estás aburrido? No te culparía, ¿sabes? Tener que estar quieto durante tanto rato sin poder mover ni un músculo escuchando cómo yo hablo y hablo... Oh, soy una auténtica charlatana. No me extrañaría nada que te aburrieras.
Tercera Parte: La Señora Hanson
18. La Nueva Biblia Católica Americana (2021)
Años antes del 334, cuando vivían en un sótano horrible de una sola habitación que estaba en la calle Mott, un vendedor a domicilio llamó a su puerta y le vendió no sólo la Nueva Biblia Católica Americana, sino un cursillo por correspondencia que la informaría de todos los cambios que se habían producido en su religión. Cuando el vendedor volvió dispuesto a recuperarlo todo por falta de pago de las cuotas ella ya había llenado las primeras páginas con todas las fechas importantes de la historia familiar.
Nombre Relación Nacimiento Muerte
Nora Ann Hans 15-11-1967
Dwight Frederick Hanson Esposo 10-01-1965 20-12-1997
Robert Benjamín O'Meara Padre 02-02-1940
Shirley Ann O'Meara Madre 28-08-1943 05-07-1978
Roben Benjamín O'Meara, Jr. Hermano 09-10-1962 05-07-1978
Gary William O'Meara » 28-09-1963
Barry Daniel O'Meara » 28-09-1963
Jimmy Tom Hanson Hijo 01-11-1984
Shirley Ann Hanson Hija 09-02-1986
Loretta Hester Hanson » 24-12-1989
El vendedor dejó que se quedara con la Biblia a cambio del depósito original y cinco dólares adicionales, pero se llevó consigo los planes de estudio y la libreta de anillas para irlos coleccionando.
Aquello ocurrió en 1999, y en años posteriores cada vez que la familia aumentaba de tamaño o disminuía ella consignaba el hecho en la Nueva Biblia Católica Americana el mismo día en el que se había producido.
El 30 de junio del año 2001 Jimmy Tom fue aporreado por la policía durante un disturbio callejero mientras protestaba por el toque de queda de las diez de la noche que el Presidente había impuesto durante la Crisis de las Granjas. Jimmy Tom murió esa misma noche.
El 11 de abril del año 2003, seis años después de la muerte de su padre, Boz nació en el Hospital Bellevue. Dwight había sido miembro de los Camioneros, el primer sindicato que incluyó la conservación del semen entre los beneficios de su póliza de seguros.
El 29 de mayo del año 2013 Amparo nació en el 334, y no se dio cuenta de que la Biblia aún no incluía nada sobre su padre hasta haber cometido el error de añadir el apellido Hanson al nombre de Amparo; pero a esas alturas aquel listado oficial ya había adquirido algo así como una sombra compuesta de parientes omitidos. SueEllen, su madrastra; la interminable ristra de cuñados y cuñadas; los dos bebés que Gamba había dado a luz para el programa federal y que habían sido conocidos como Tigre (por el gato al que había sustituido) y Tambor (por el conejo Tambor de Bambi)... El caso de Juan era todavía más delicado que cualquiera de los anteriores, pero acabó decidiendo que aunque el apellido de Amparo fuese Martínez legalmente Lottie seguía siendo una Hanson, y Juan quedó condenado a compartir el margen con los otros casos dudosos. El error fue corregido.
Mickey nació el 6 de julio del año 2016, también en el 334.
El 6 de marzo del año 2011 el hogar para la tercera edad de la calle Elizabeth telefoneó a Williken, quien subió la escalera trayendo consigo la noticia de que R. B. O'Meara había muerto pacífica y voluntariamente a la edad de ochenta y un años. Su padre... ¡Muerto!
Mientras anotaba el nuevo dato la señora Hanson se dio cuenta de que no había echado ni un solo vistazo a la parte religiosa del libro desde que la editorial había dejado de enviarle las lecciones del cursillo por correspondencia. Abrió la Biblia al azar y sus ojos se posaron en una línea de los Proverbios. «El desprecio para quienes desprecian la ley, sí; mas la compasión para los infortunados.»
Algún tiempo después le habló de aquel mensaje a Gamba, quien estaba metida en el misticismo hasta las cejas, quizá con la esperanza de que su hija sería capaz de entenderlo mejor que ella.
Gamba lo leyó en voz alta, volvió a leerlo en voz alta por segunda vez y acabó emitiendo la opinión de que no había que buscarle otro significado que el literal. «El desprecio para quienes desprecian la ley, sí; mas la compasión para los infortunados.»
Estaba claro que se hallaba ante una promesa que no se había cumplido y que jamás llegaría a materializarse. La señora Hanson se sintió traicionada e insultada.
19. Un empleo deseable (2021)
Lottie había abandonado los estudios en el décimo curso después de que el viejo señor Stills, su profesor de humanidades, se hubiera burlado de sus piernas. La señora Hanson nunca la sermoneó intentando convencerla de que los reanudara, probablemente porque estaba convencida de que cuando llegara el próximo año escolar - si es que no antes -, la combinación de aburrimiento y claustrofobia (aquello ocurrió en la época de la calle Mott) ya habrían logrado imponerse al orgullo herido; pero cuando llegó el otoño Lottie seguía en sus trece y su madre accedió a firmar los impresos que le permitirían quedarse en casa. La señora Hanson sólo tenía en su haber dos años de estudios secundarios y aún podía recordar cómo había odiado el estar sentada en el aula teniendo que escuchar el parloteo de los profesores o mantener la mirada clavada en los libros; y aparte de eso no cabía duda de que tener a Lottie en casa para que se ocupara de esas pequeñas molestias domésticas que la señora Hanson se resistía a encarar - lavar, remendar la ropa, controlar a los gatos -, resultaba muy agradable. Y en cuanto a Boz, Lottie era mejor que un kilo de píldoras. Jugaba con él y hablaba con él hora tras hora, año tras año.
Y cuando cumplió los dieciocho años Lottie recibió su tarjeta MODICUM y un ultimátum por el que se le daba un plazo de seis meses para conseguir un empleo. Si seguía sin trabajo cuando expirase el plazo perdería la condición y los beneficios de miembro familiar dependiente, y tendría que trasladarse a uno de los montones de basura para los parados recalcitrantes. Lottie acabaría en algún sitio tan horrible como la Plaza Roebling y, de paso, los Hanson perderían el puesto que ocupaban en la lista de espera para acceder a un apartamento en el 334.
Lottie fue consiguiendo empleos y perdiéndolos con la misma indiferencia hosca y callada que le había permitido pasar tantos años en la escuela y salir de ella prácticamente sin ninguna cicatriz digna de mención. Trabajó como dependienta y camarera. Clasificó cuentas de plástico en una fábrica. Anotó los números recitados por gente que telefoneaba desde Chicago. Montó cajas y las envolvió. Lavó, llenó y precintó jarras de litro en el sótano de Bonwit's. Normalmente se las arreglaba para que la despidieran en mayo o en junio, y eso le permitía disfrutar de lo que la vida pudiera ofrecerle durante un par de meses hasta que llegaba el momento de volver a pasar por la agonía de la muerte laboral.
Y luego conoció a Juan Martínez en un precioso tejado muy poco tiempo después de que los Hanson hubieran conseguido mudarse al 334, y el verano pasó a ser un estado oficial y continuo. ¡Se había convertido en una madre! ¡Y en esposa! ¡Y volvía a ser madre! Juan trabajaba en el depósito de cadáveres del Bellevue con Ab Holt, quien vivía al otro extremo del pasillo, y eso fue lo que les hizo coincidir en el tejado aquella hermosa tarde del mes de julio. Juan llevaba años trabajando en el depósito de cadáveres y todo parecía indicar que seguiría trabajando en él muchos años más, por lo que Lottie podía relajarse y sumergirse en su nueva identidad de esposa - y - madre permitiendo que la vida fuera algo tan maravilloso como un verano con un pase estacional para bañarse en la piscina siempre que te diera la gana. Lottie fue feliz durante mucho tiempo.
Pero no para siempre. Lottie era Capricornio, Juan era Sagitario; y Lottie supo desde el principio que aquello acabaría un día u otro, y también sabía cómo iba a terminar. Los placeres de Juan se convirtieron en deberes. Sus visitas se fueron haciendo menos frecuentes. El dinero - que había llegado con una regularidad tan maravillosa durante tres años, cuatro, no, durante casi cinco - empezó a llegar en forma de chorros ocasionales que se fueron transformando en un goteo casi invisible. La familia tuvo que salir adelante con los cheques mensuales de la señora Hanson, los cupones suplementarios de Amparo y Mickey y la amplia gama de trapicheos y pequeños negocios de Gamba. La situación empeoró hasta casi rozar lo desesperado, y llegó el momento en que el alquiler pasó de ser la insignificante suma de 37,50 dólares a la aplastante cifra de 37,50 dólares, y ése fue el momento en el que surgió la posibilidad de que Lottie consiguiera un empleo increíble, un auténtico regalo del cielo.
Cece Benn vivía en el 1438 y se encargaba de barrer la manzana de la calle Once delimitada por la Primera y la Segunda Avenida, una concesión administrativa que le permitía obtener entre veinte y treinta dólares a la semana en propinas y pequeños favores más un diluvio de regalos cuando llegaba la Navidad; pero lo realmente soberbio de ese trabajo era que como no estabas obligado a declarar tus ingresos a MODICUM no perdías ninguno de los beneficios y subsidios de que gozabas. Cece había estado barriendo la calle once desde comienzos de siglo, pero ya se aproximaba a la edad de la jubilación y había decidido presentar la solicitud de admisión en un hogar para la tercera edad.
Lottie se había parado más de una vez en la esquina para charlar con Cece cuando hacía buen tiempo, pero nunca se le había pasado por la cabeza que la anciana pudiera considerar aquellas atenciones como una señal de auténtica amistad; y cuando Cece le dio a entender que estaba pensando permitir que heredara su licencia de barrendera Lottie se sintió abrumada por la gratitud.
- Si la quieres, claro - añadió Cece con una sonrisita impregnada de timidez.
- ¡Que si la quiero! ¡Que si la quiero! ¡Oh, señora Benn!
Lottie tuvo que seguir anhelando la licencia durante meses porque, naturalmente, Cece no estaba dispuesta a perderse los extras navideños, e intentó impedir que la esperanza de un futuro tan radiante afectara su forma de tratar a Cece; pero descubrió que le resultaba imposible no mostrar una cordialidad más activa y acabó llegando al extremo de hacerle recados que la obligaban a subir hasta el 1438 y volver a la calle. Ver el apartamento de Cece e imaginar lo que debía de haber costado hizo que deseara la licencia más que nunca, y a comienzos de diciembre prácticamente se arrastraba a los pies de Cece cada vez que la veía.
Lottie pasó todo el período de las fiestas navideñas en cama con gripe, y cuando pudo levantarse el 1438 ya tenía nuevos inquilinos y la señora Levin del 1726 ya estaba en la esquina con la escoba y el cubo. Posteriormente Lottie se enteraría gracias a su madre - quien se había enterado gracias a Leda Holt -, de que la señora Levin había conseguido la licencia a cambio de seiscientos dólares.
Nunca consiguió pasar junto a la señora Levin sin sentir una dolorosa punzada de pena y envidia por todo lo que había perdido. Lottie había vivido treinta y tres años manteniéndose altivamente por encima del estado anímico que te impulsa a desear un empleo. Había trabajado cuando tenía que hacerlo, pero nunca se había permitido sentir el deseo de trabajar.
Y había querido conseguir la licencia de Cece Benn, y seguía deseándolo. Siempre lo desearía. Tenía la sensación de que aquello había destrozado su vida.
20. El supermercado A & P, continuación (2021)
Después de haberse tomado las cervezas debajo del aeropuerto Juan llevó a Lottie a la pista de patinaje Wollman y estuvieron patinando sobre el hielo durante una hora. El rugir de los patines era tan ensordecedor que apenas podías oír la música. Lottie salió de la pista con una rodilla despellejada y sintiéndose diez años más joven que cuando había entrado en ella.
- ¿A que es mucho mejor que un museo?
- Ha sido maravilloso.
Le atrajo hacia ella y depositó un beso sobre la peca marrón de su cuello.
- Eh - dijo él.
Y la miró.
- Tengo que ir al hospital - añadió.
- ¿Ya?
- ¿Qué quieres decir con eso de «ya»? Son las once. ¿Quieres que te lleve hasta allí?
El motivo de los desplazamientos de Juan siempre era el mismo: poder conducir hasta donde fuera y volver. Estaba enamorado de su coche, y Lottie fingía compartir su enamoramiento; por lo que le ocultó una verdad tan sencilla como que quería volver al museo sola.
- Me encantaría ir a dar un paseo, pero no si sólo llegamos hasta el hospital - dijo -. Después no tendría ningún sitio al que ir y no me quedaría más remedio que volver a casa. No, creo que me conformaré con descansar un ratito en un banco.
Juan quedó satisfecho con su respuesta y se marchó, y Lottie depositó el trocito de zanahoria en un cubo de la basura. Después fue hacia la puerta que había detrás del templo egipcio (sus profesores de segundo, cuarto, séptimo y noveno grado la habían llevado, allí una y otra vez para que adorase las momias y los dioses de basalto), y entró en el museo.
Miles de personas disfrutaban de las postales. Las sacaban de los expositores, las contemplaban y volvían a ponerlas en su sitio. Lottie se unió a la multitud. Rostros, árboles, gente vestida con trajes raros, el mar, Jesús y María, un cuenco de cristal, una granja, tiras y puntos y ni una sola tarjeta postal del supermercado. Tuvo que acabar preguntando, y una chica que llevaba un corrector dental le enseñó dónde había varias escondidas. Lottie compró una que mostraba una serie de pasillos desapareciendo en el horizonte.
- ¡Espere! - dijo la chica del corrector dental cuando Lottie empezaba a alejarse.
Lottie pensó que ahora sí que lo iba a pasar realmente mal, pero la chica sólo quería darle el ticket de los veinticinco centavos que le había costado la postal.
Fue al parque, se internó en un pequeño anexo bastante alejado de la gran explanada de césped y empezó a rellenar la postal. «Estuve aquí hoy y pensé que esto te devolvería los Viejos Tiempos.» No pensó a quién se la enviaría hasta no haber terminado de escribir el mensaje. Su abuelo estaba muerto, y no se le ocurría ninguna otra persona lo bastante mayor para acordarse de algo que existió hacía tantos años. Acabó dirigiendo la postal a su madre, y añadió «Nunca paso por Elizabeth sin pensar en ti».
Después sacó las postales que había robado del bolso. Un conjunto de agujeros, una cara, un ramo de flores, un santo, una cómoda muy adornada, un vestido antiguo, otra cara, gente trabajando al aire libre, unos cuantos garabatos, un sarcófago de piedra, una mesa cubierta con todavía más caras..., once en total. Valor - Lottie fue anotando las cifras al dorso de la postal del sarcófago -, dos dólares con setenta y cinco centavos. Robar algo siempre le subía la moral.
Acabó decidiendo que la del ramo de flores - «Iris» - era la más bonita y se la envió a Juan.
Juan Martínez
Garaje Abingden
Calle Perry 312
Nueva York, 10014
21. Juan (2021)
La irregularidad en el cumplimiento de sus deberes semanales no obedecía a que Lottie y su descendencia no le gustaran. El problema era que Princesa Cass devoraba el dinero antes de que pudiera emplearlo en pagar su asignación, y Princesa Cass era su sueño sobre ruedas, una copia virginal del último gran coche con verdaderos músculos en el motor, el modelo Vega Fascinación fabricado en el setenta y nueve por Chevrolet. Juan había colgado cinco años de sudor y lágrimas alrededor del cuello de su pequeña belleza y había aumentado su atractivo natural con todos los artículos disponibles en el mercado. Un embrague Weber original del sesenta y nueve con caja de cambios Jaguar y engranajes Jaguar; tapicería interior de cuero; nada menos que siete capas perspectivizadas puestas una encima de la otra que le proporcionaban una profundidad de campo aparente de quince centímetros... Sólo tocarla ya era un acto de amor. Y cuando se movía, brum, brum, ¿qué pasaba entonces? Que te corrías, así de sencillo.
Princesa Cass residía en el tercer piso del garaje Abingdon de la calle Perry, y como el alquiler mensual más impuestos y todavía más impuestos le costaba más dinero de lo que le habría costado alojarse en un hotel, Juan vivía con y dentro de la Princesa. Aparte de los coches aparcados o enterrados en el Abingdon el garaje acogía a otros tres miembros de la fe: un publicitario japonés poseedor del último modelo de Rolls Electric, «Abuelo» Gardiner con su Horrorcoche construido por él mismo que, pobrecito, apenas llegaba a la categoría de cama móvil; y, por sorprendente que pueda parecer, nada menos que un Hillman Minx sin ninguna modificación que se diría surgido del pasado, una auténtica joya propiedad de Liz Kreiner, quien la había heredado de Max, su padre.
Juan amaba a Lottie. Amaba a Lottie, pero lo que sentía hacia Princesa Cass iba más allá del amor. Era lealtad, pero... No, iba más allá de la lealtad. Era una auténtica simbiosis. («Simbiosis» era precisamente la palabra escrita con letritas de oro en el parabrisas del Rolls del joven ejecutivo japonés.) Un coche representaba una forma de vida, pero eso era algo que Lottie jamás comprendería a pesar de todos sus ronroneos amorosos y sus protestas. ¿Por qué? Porque si lo hubiera comprendido jamás habría enviado aquella estúpida tarjeta postal a las señas del Abingdon. ¡Todos esos manchones de colores que intentaban representar un ramo de una estúpida especie de flores que probablemente ya se habían extinguido! Juan no temía las inspecciones, pero los propietarios del Abingdon sufrían auténticos ataques de cagalera cuando alguien utilizaba el garaje como una dirección a la que podían enviarse cartas u objetos, y Juan no quería ver a Princesa Cass durmiendo en la calle.
Princesa Cass era su orgullo, pero también era su vergüenza secreta. El ochenta por ciento de los ingresos de Juan procedía de fuentes no legales. Tenía que satisfacer las necesidades básicas del coche - gasolina, aceite y fibra de vidrio - en el mercado negro, y a pesar de que ahorraba frenéticamente en todo lo demás nunca parecía haber suficiente. Princesa Cass tenía que pasar cinco de cada siete noches entre cuatro paredes; y lo habitual era que Juan se quedara a su lado haciendo pequeños arreglos y mejoras, sacándole brillo, leyendo poemas o ejercitando su intelecto con el ajedrez de Liz Kreiner, cualquier cosa antes que permitir que algún gilipollas se burlara de él haciéndole la temible pregunta. «Eh, Romeo, ¿qué tal va tu dama de sangre real?» No, eso jamás...
Las otras dos noches justificaban con creces cualquier sufrimiento. Los momentos más felices eran aquellos en que se encontraba con alguien capaz de apreciar la elegancia de una época mejor, cuando ponían rumbo al cruce de las autopistas y pasaban allí toda la noche sin parar ni un segundo salvo para volver a llenar el depósito de la gasolina, adelante adelante adelante adelante adelante. Eso era colosal, desde luego, pero era algo que no podía hacer continuamente y, de hecho, ni tan siquiera podía volver a hacerlo con el mismo alguien porque siempre acababan queriendo saber más cosas sobre él y Juan no podía admitir que esto era todo lo que había que contar; la Princesa, él y esos maravillosos destellos blancos que venían hacia ti deslizándose por el centro de la calzada. Eso era todo, y en cuanto lo descubrían los arroyos de la compasión empezaban a fluir y Juan no poseía el tipo de defensas que habrían podido protegerle de la compasión.
Lottie nunca le había compadecido y nunca había sentido celos de Princesa Cass, y ésas eran las dos razones de que pudieran ser, hubieran sido y estuvieran destinados a ser marido y mujer. Ocho jodidos años... Había perdido la flor de la juventud, pero las entrañas aún funcionaban. Cuando estaba con ella y todo iba bien la única forma de expresar lo que sentía era acudir a metáforas con la mantequilla y la tostada. Se derretía. Las aristas y los contornos se desvanecían. Juan olvidaba quién era o si había algo pendiente. Él era la lluvia y ella era un lago, y Juan iba cayendo poco a poco y sin ningún esfuerzo.
¿Quién podía pedir más?
Lottie, quizá. A veces se preguntaba por qué no lo hacía. Sabía que mantener a los críos le costaba más dinero del que él le daba, pero las únicas exigencias que intentaba defender eran las que hacían referencia a su tiempo y su presencia. Quería que viviera en el 334 aunque sólo fuera una parte del día, y Juan estaba convencido de que la única razón existente era que deseaba tenerle lo más cerca posible. No paraba de sugerirle formas de ahorrar dinero y sacarle un poquito más de provecho a la vida, como por ejemplo el tener toda la ropa en un solo sitio en vez de dispersa por cinco barrios.
Amaba a Lottie. Sí, la amaba y aparte de eso la necesitaba, pero no podían vivir juntos. Explicar de forma clara por qué le resultaba muy difícil, y ahí estaba el problema. Juan había crecido en una familia de siete personas que vivían en la misma habitación, y al final eso hacía que los seres humanos acabaran convirtiéndose en bestias. Las personas necesitaban intimidad, pero si Lottie no era capaz de entender eso Juan no sabía qué otra cosa podía decirle. Todas las personas necesitaban un poquito de intimidad, y daba la casualidad de que Juan necesitaba una dosis superior a la de la mayoría.
22. Lelo Holt (2021)
Nora exhibió el huevo de la noticia que estaba claro llevaba tanto tiempo incubando mientras Leda barajaba las cartas.
- Ayer vi a ese chico de color en la escalera.
- ¿Chico de color? - ¿Acaso no era típico de Nora que hubiera encontrado la expresión más insultante prácticamente sin ningún esfuerzo consciente? -. ¿Y se puede saber cuándo has empezado a codearte con chicos de color? Creo que...
Nora la interrumpió.
- El chico de Milly.
Leda se revolvió sobre las almohadas y los cojines, las sábanas y las mantas, y siguió moviéndose hasta quedar casi erguida.
- Oh, sí - dijo con voz burlona -, ese chico de color...
Repartió las cartas con mucho cuidado y colocó la baraja sobre el cajón vacío que les servía de mesa.
- Faltó poco para que... - Nora cogió sus cartas y las desplegó en forma de abanico -. En fin, estuve a punto de perder los estribos. Saber que los dos habían estado en mi cuarto todo ese tiempo y encontrarle luego en la escalera presumiendo de lo que habían hecho... - Extrajo dos cartas del abanico y las colocó sobre el cajón -. ¡Qué cara más dura!
Leda se tomó su tiempo. Tenía un dos, una pareja de treses, un cuatro y una pareja de sietes. Si decidía guardarse las dos parejas tendría que entregarle el siete a Nora, pero si se quedaba las dos parejas y el próximo reparto de cartas no le era propicio... Acabó decidiendo correr el riesgo y se desprendió del siete.
Nora volvió a cortar la baraja. Leda se estrenó obteniendo la reina de pics y disimuló su satisfacción meneando la cabeza y mascullando un «¡Sexo!» decididamente inapelable.
- En fin, Leda... - Nora dejó un siete sobre el cajón -. Si he de serte sincera ya ni tan siquiera me acuerdo de esas cosas.
Leda se desprendió de un cuatro.
- Sé a qué te refieres. Ah, si a Ab le ocurriera lo mismo...
Un seis.
- Diecisiete. Dices eso pero tú eres joven, y tienes a Ab.
Si se desprendía de un tres Nora podía llegar al treinta y uno con una figura. Leda decidió jugar el dos.
- Diecinueve. No soy tan joven.
- Y cinco hacen veinticuatro.
- Y tres. ¿Veintisiete?
- No, no puedo.
Leda depositó su última carta sobre el cajón.
- Y tres que son treinta.
Avanzó un agujero.
- Cinco - Nora ocupó el agujero que acababa de dejar libre, y un instante después llegó la contradicción que Leda había estado esperando desde que empezó a hablar -. Tengo cincuenta y cuatro años y tú tienes... ¿Cuántos? ¿Cuarenta y cinco? Tu situación no se parece en nada a la mía. - Nora desplegó sus cartas junto a la reina -. Y hay otra diferencia crucial... Dwight ya lleva veinte años muerto. No es que no se me haya presentado alguna oportunidad de vez en cuando, claro, pero... Veamos, ¿qué tengo? Cincuenta y dos, cincuenta y cuatro, y una pareja son seis, y dos juegos son seis más, lo cual da doce. - Movió el segundo fósforo hacia adelante -. Pero de vez en cuando no es lo mismo que algo habitual, ¿no te parece?
- ¿Estás alardeando o te estás quejando?
Lelo desplegó sus cartas.
- Oh, estoy alardeando, evidentemente.
- Cincuenta y dos, cincuenta y cuatro y una pareja son cincuenta y seis, y dos juegos abiertos, igualito que tú, mira... Doce.
- El sexo vuelve loca a la gente. Como ese pobre idiota al que me encontré en la escalera... Da demasiados problemas, y lo que obtienes a cambio no te compensa. Creo que estoy mejor sin él.
Leda metió su fósforo en un agujero. Cuatro más y habría ganado.
- Eso es lo mismo que Carney dijo de Portugal, y ya sabes lo que ocurrió entonces.
- Hay cosas más importantes - refunfuñó Nora, decidida a no dejarse convencer tan fácilmente.
«Ya empezamos - pensó Leda -, la misma canción de siempre...»
- Oh, venga, cuenta tus puntos - dijo.
- Sólo tengo la pareja que me diste. Gracias. - Nora avanzó dos agujeros -. La familia..., eso es lo importante. Mantenerla unida ¿sabes?
- Cierto, cierto. Bien, querida, vamos allá.
Pero en vez de coger las cartas y barajar, Nora alargó las manos hacia el tablero de cribbage, lo alzó y lo observó en silencio.
- Creí haberte oído decir que tenías doce puntos.
- ¿Me he equivocado?
Con una inmensa dulzura.
- No, no lo creo. - Nora cogió el fósforo de Leda y lo colocó dos agujeros más atrás -. Has hecho trampa.
23. Len Rude, continuación (2024)
Después del momento de incredulidad inicial cuando comprendió que quería que se fuera a vivir con ella lo primero que pensó fue «¡Aaaarggggh!», e inmediatamente después pensó «Bueno, ¿por qué no?». Ser su inquilino no podía resultar mucho peor que vivir rodeado por una jodida banda militar tal y como estaba haciendo ahora. Podía cambiar su abono de comidas por cupones de alimentos. Tal y como había observado la misma señora Hanson, no había ninguna razón por la que el cambio de vivienda debiera convertirse en un acontecimiento oficial, aunque si jugaba bien sus cartas quizá consiguiera que Fulke lo considerara como un proyecto de ¡investigación individual y eso podía proporcionarle un par de puntos más. Fulke siempre se estaba quejando de que no ponía el entusiasmo suficiente en los casos que le asignaba. Tendría que acceder. En el fondo todo se reducía a encontrar una cinta del color adecuado con la que envolver el paquete y hacérselo tragar. ¿«Problemas del envejecimiento» otra vez? No, a menos que quisiera acabar desapareciendo por el sumidero de una especialización en geriatría. «Estructuras familiares en un entorno MODICUM» resultaría demasiado vasto e impreciso, pero no cabía duda de que era la dirección a seguir. Tenía que asegurarse de hacer referencia a su pasado de niño criado en una institución estatal y explicarle que aquello le ofrecía una oportunidad de comprender la dinámica familiar desde dentro. Era un claro chantaje emocional, claro, pero Fulke no podría negarse.
Nunca se le ocurrió preguntarse por qué le había invitado a mudarse al apartamento. Sabía que era un chico agradable y, naturalmente, no le sorprendía que la gente se encariñase con él y le tratara bien; y aparte de eso la vieja estaba preocupada, ¿no? La señora Miller le había explicado que el matrimonio de su hijo y el que se hubiera marchado de casa la habían afectado mucho. Sustituiría al hijo que había perdido. Era algo natural.
24. La historia de amor, continuación (2024)
- Aquí está la llave - dijo, y se la entregó a Amparo -. No hace falta que subas el correo, pero si hay una carta personal en el buzón... - Pero ¿acaso no entraba dentro de lo posible que le escribiera usando papel y un sobre del trabajo? -. No, si hay algo dentro sea lo que sea basta con que muevas los brazos de esta forma... - La señora Hanson agitó los brazos vigorosamente, y los rollos de grasa bailotearon de un lado a otro -. Yo estaré en la ventana, ¿de acuerdo?
- ¿Qué esperas, abuela? Tiene que ser algo terriblemente importante, ¿no?
La señora Hanson la obsequió con su mejor sonrisa de abuela dulce y cariñosa. El amor la había vuelto increíblemente astuta.
- Una comunicación de MODICUM, querida. Y tienes razón, podría ser muy importante..., para todos nosotros.
«¡Y ahora corre! - pensó -. ¡Baja por esa escalera lo más deprisa que puedas!»
Fue hasta la mesa de la cocina, cogió una silla, la colocó junto a la ventana de la sala y se instaló en ella. Después se puso en pie y pegó las palmas de las manos a los lados de su cuello para recordarse que debía controlar sus emociones.
Había prometido que escribiría tanto si iba a venir esa noche como si no, pero la señora Hanson estaba segura de que si no tenía intención de venir acabaría olvidando su promesa. Si había una carta sólo podía significar una cosa.
Amparo ya tenía que haber llegado a los buzones..., a menos que se hubiera encontrado con algún amigo durante el trayecto, claro. A menos de que... ¿Estaría allí? ¿Estaría? La señora Hanson escrutó la grisura del cielo intentando encontrar un presagio, pero las nubes estaban lo suficientemente bajas para ocultar los aviones. Pegó la frente al frío cristal concentrando todas sus reservas de energía mental en el deseo de ver a Amparo doblando la esquina del edificio.
¡Y allí estaba! Los brazos de Amparo se movieron formando una V y luego una X, una V y una X. La señora Hanson le devolvió la señal. Una alegría tan intensa que casi resultaba mortífera se deslizó sobre su piel y se infiltró en sus huesos convirtiéndose en una oleada de temblores. ¡Había escrito! ¡Vendría!
Cruzó el umbral y llegó al comienzo del tramo de peldaños antes de acordarse de su bolso. Había sacado la tarjeta de crédito de su escondite detrás de la Nueva Biblia Católica Americana hacía ya dos días en previsión de aquel momento. No la había utilizado desde que compró la corona de flores para su padre. ¿Cuánto hacía de eso? ¿Dos años, quizá? No, casi tres... Le costó doscientos veinticinco dólares, y aun así tuvo que conformarse con la más pequeña que había en la tienda. ¡Lo que los gemelos debían de haber pagado por la suya! Tardó casi un año en dejar el saldo a cero, casi un año espantoso durante el que tuvo que aguantar que el ordenador la torturara con las amenazas más horribles que se puedan imaginar. ¿Y si la tarjeta ya no era válida?
Ya tenía el bolso y la lista, y la tarjeta estaba dentro. Un impermeable. ¿Alguna cosa más? Y la puerta... Quizá fuese mejor cerrarla con llave, ¿no? Lottie estaba dentro durmiendo, pero Lottie tenía el sueño tan profundo que habría sido capaz de seguir durmiendo incluso durante una pelea entre pandillas callejeras, pero... Acabó decidiendo cerrar la puerta para no correr riesgos.
«No debo correr - se dijo en el tercer rellano -. No quiero que me pase como al viejo señor... No, no debo correr.» Pero no era el correr lo que hacía que su corazón latiera a tal velocidad, ¡era el amor! Estaba viva y por milagroso que pudiera parecer volvía a estar enamorada, y había algo todavía más milagroso y era el que alguien la amaba. ¡Alguien la amaba! Qué locura...
Tuvo que hacer una parada en el rellano del noveno para recuperar el aliento. Había un temporal con licencia administrativa metido en una bolsa MODICUM durmiendo en el pasillo. Normalmente eso la habría irritado, pero esta mañana verle hizo que experimentara una deliciosa sensación de piedad. Todos formamos parte de la misma comunidad, ¿no? «Dadme a los que están cansados - pensó con un júbilo incontrolable -, dadme a vuestras masas pobres y agobiadas que anhelan respirar el aire de la libertad, dadme a los míseros sobrantes de vuestras costas atestadas.» ¡Ah, sí, todo volvía como en un torrente de imágenes! Detalles de hacía una vida, recuerdos de rostros y sentimientos del pasado... ¡Y ahora incluso la poesía!
Cuando llegó al primer piso las pantorrillas le temblaban de tal forma que apenas podía mantenerse en pie. Allí estaba el buzón y dentro de él la carta de Len, una línea blanca cruzando la rejilla en diagonal. Tenía que ser su carta. Si era alguna otra cosa se moriría del disgusto.
La llave del buzón estaba donde Amparo la dejaba siempre, detrás de la falsa cámara de vigilancia, un espantapájaros más que intentaba protegerles de los peligros de la existencia urbana.
«Querida señora Hanson - decía su carta -. Puede poner un cubierto extra para la cena del jueves. Me alegra decir que puedo aceptar su amable invitación. Traeré conmigo mi maleta. Un beso, Len.»
¡Un beso! Ah, sí, entonces la cosa estaba perfectamente clara, ¿no? ¡Un beso! Lo había presentido desde el principio, pero quién podría haberlo creído... ¡A su edad, a los cincuenta y siete años! (Cierto, si se cuidaba un poquito sus cincuenta y siete años podían parecer más jóvenes que los cuarenta y seis de..., de Leda Holt, por ejemplo. Pero incluso así...) ¡Un beso!
Imposible.
Naturalmente que sí, y a pesar de ello cada vez que se permitía el dar vueltas a esa posibilidad los pensamientos que se agolpaban en su cabeza siempre venían acompañados por las palabras que había debajo del título en la tapa del libro, esas palabras que su dedo había señalado - como por casualidad, como si no se diera cuenta de lo que hacía -, mientras se lo leía. «La historia de un amor imposible», sí, ésas eran las palabras, ni una más ni una menos... Pero para el amor no hay nada imposible, ¿verdad?
Leyó la carta una y otra vez, y pensó que su sencillez resultaba mucho más elegante que cualquier poema. «Me alegra poder decir que acepto su amable invitación.» ¿Quién salvo Len y la señora Hanson habría podido adivinar el significado que ocultaba esa frase, el mensaje secreto que resultaba tan obvio para ellos dos?
Y luego, como si ya se hubiera hartado de los rodeos y las cautelas, «Un beso, Len».
Las once, y todo por hacer. Los comestibles, el vino, un vestido nuevo y si se atrevía... ¿Se atrevería a hacerlo? ¿Acaso había algo a lo que no pudiera atreverse ahora?
«Empezaré yendo allí», decidió.
Y cuando la chica le enseñó la cartulina con las muestras de los colores disponibles actuó de forma igualmente decidida.
- Ése - dijo señalando el más chillón, una mezcla de rojo y naranja digno de una zanahoria.
25. La cena (2024)
- ¡Mamá! - exclamó Lottie después de abrir la puerta que, finalmente, se había olvidado de cerrar con llave.
Mientras subía la escalera había estado pensando qué tono utilizaría y cómo enfocaría el asunto.
- ¿Te gusta?
Dejó caer las llaves dentro de su bolso. Oh, sí, la viva imagen de la despreocupación, sin darle ni la más mínima importancia.
- Tu pelo...
- Sí, me lo he teñido. ¿Te gusta?
Cogió sus bolsas y entró en el apartamento. Arrastrarlas por todos aquellos tramos de peldaños había hecho que su espalda y sus hombros se convirtieran en una masa de dolores. Su cuero cabelludo seguía martirizándola. Le dolían los pies, y era como si le hubieran quitado los ojos y hubieran dejado en su lugar dos bombillas cubiertas de polvo. Pero tenía un aspecto magnífico, ¿no?
Lottie cogió las bolsas, volvió la cabeza hacia una silla que parecía llamarla y la miró, pero no hizo nada más. Si se sentaba no volvería a levantarse nunca.
- Te queda un poco extraño... No sé. Date la vuelta.
- Se supone que debes decir sí, estúpida. Basta con que digas «Sí, mamá, te queda estupendamente».
Pero obedeció y se dio la vuelta.
- Sí, me gusta - dijo Lottie adoptando el tono de voz obligado en una situación semejante -. De veras, me gusta. Y el vestido también es... Oh, mamá, no entres, espera un momento.
La señora Hanson se quedó inmóvil con la mano sobre el picaporte de la puerta que daba acceso a la sala, y esperó a que le hablara de la catástrofe con la que se enfrentaría cuando entrara en ella.
- Gamba está en tu dormitorio. Se encuentra muy, muy mal. Me he ocupado de ella. Los primeros auxilios, ¿sabes? Supongo que ahora estará durmiendo.
- ¿Qué le ocurre?
- Se han separado. Gamba consiguió otro subsidio de natalidad
- Oh, Cristo.
- Es justo lo que pensé.
- ¿Por tercera vez? Creía que no era legal.
- Bueno, su puntuación, ya sabes... Y supongo que los dos primeros ya son lo bastante mayores para haber pasado las pruebas, así que deben de tener una buena puntuación. En fin... Cuando se lo dijo a Enero discutieron. Enero intentó apuñalarla... No es nada grave, sólo un pequeño corte en su hombro.
- ¿Con un cuchillo?
Lottie dejó escapar una risita burlona.
- No, con un tenedor. Enero cree que nadie debería dar a luz bebés para el gobierno. Ya sabes, sus convicciones políticas y todas esas cosas... O quizá fuera por algo que no tiene nada que ver con eso. Gamba no fue muy clara al respecto.
- Pero no ha venido a quedarse, ¿verdad?
- Durante una temporada.
- No puede. Oh, ya conozco a Gamba. Volverá. Esto acabará igual que todas las otras discusiones que han tenido... Pero no tendrías que haberle dado sus píldoras.
- Mamá, tendrá que quedarse aquí. Enero se ha ido a Seattle, y le ha dejado la habitación a unas amistades suyas. Ni tan siquiera han querido permitir que Gamba entrara para hacer el equipaje y llevarse sus cosas. Su maleta, sus discos..., todo estaba esperándola en el pasillo. Creo que eso es lo que más la ha trastornado.
- ¿Y se ha traído todo eso aquí?
Un vistazo a la sala bastó para responder a la pregunta que acababa de hacer. Gamba se había vaciado a sí misma un poco por todas partes dejando estratos de ropa interior, zapatos, recuerdos varios y sábanas sucias.
- Estaba buscando el regalo que me había traído - le explicó Lottie -. Por eso está todo tan desordenado. Mira, una botella de Pepsi. Es muy bonita, ¿verdad?
- Oh, Dios mío.
- Ha traído regalos para todos. Ahora tiene dinero, ¿sabes? Tiene ingresos regulares.
- Entonces no tiene por qué quedarse aquí.
- Mamá, sé razonable.
- No puede quedarse. He alquilado la habitación. Te dije que estaba pensando en alquilarla, ¿no? El inquilino va a venir esta noche, y por eso he comprado todas estas cosas. Voy a preparar una estupenda cena casera para que todo empiece con buen pie.
- Si es cuestión de dinero probablemente Gamba podría...
- No es cuestión de dinero. Le he dicho que la habitación es suya, y va a venir esta noche. ¡Dios mío, mira qué desorden! Esta mañana todo estaba tan limpio como..., como...
- Gamba podría dormir en el sofá - sugirió Lottie cogiendo una de las cajas de cartón que había encima.
- ¿Y dónde dormiré yo?
- Bueno, ¿dónde dormirá ella?
- ¡Donde duermen los temporales!
- ¡Mamá!
- ¿Por qué no? Estoy seguro de que no será una experiencia nueva para ella, ¿verdad? Todas esas noches que no volvía a casa... ¿Crees que estaba durmiendo en la cama de alguien? Los pasillos y las cunetas, allí es donde debe de estar. Ya ha pasado la mitad de su vida en esos sitios. Deja que vuelva a ellos.
- Si Gamba te oye decir esas cosas...
- Espero que me oiga. - La señora Hanson fue en línea recta hacia la puerta del dormitorio -. ¡Pasillos y cunetas! - gritó -. ¡Pasillos y cunetas!
- Mamá, no hay necesidad de... Oye, te diré lo que vamos a hacer, ¿de acuerdo? Esta noche Mickey puede dormir en mi cama. Siempre me lo está pidiendo, ¿no? Gamba puede quedarse con su catre. Dentro de un día o dos quizá haya conseguido encontrar una habitación en un hotel o en algún otro sitio. Pero no le montes una escena ahora. Está muy afectada.
- ¡Yo sí que estoy afectada!
Pero se dejó ablandar con la condición de que Lottie limpiara la sala.
Mientras lo hacía empezó a ocuparse de la cena. El postre tenía que enfriarse un buen rato después de haberlo preparado, así que sería lo primero. La señora Hanson había acabado decidiéndose por la crema de fresas al estilo campesino. Len le había contado que adoraba la crema de fresas, y que cuando era niño en Nebraska - antes de ser enviado al orfanato, claro - nunca se cansaba de comerla. Cuando la masa estuvo burbujeando le añadió un paquete entero de Frutas Jugosas y la echó en dos cuencos de cristal. Lottie lamió la cacerola hasta dejarla limpia.
Después transportaron a Gamba del dormitorio principal hasta el catre de Mickey. Gamba se negó a desprenderse de la almohada limpia que había sacado para Len, y la señora Hanson prefirió dejar que la conservara antes que correr el riesgo de despertarla. El tenedor había producido cuatro pinchazos diminutos que parecían una hilera de granitos reventados.
El estofado venía dentro de un paquete con instrucciones en tres idiomas y su preparación apenas habría exigido un par de minutos, pero la señora Hanson pensaba complementarlo con un poco de carne. Había comprado ocho cubos en Ciudad Stuyvesant y había pagado tres dólares con veinte centavos por ellos, lo cual no era ninguna ganga, pero después de todo el buey nunca había sido barato, ¿verdad? Los cubos que emergieron de los dos envoltorios de plástico estaban un poquito oscuros y resbaladizos a causa de la sangre que los cubría, pero después de pasarlos por la sartén adquirieron una hermosa corteza marrón. Aun así, la señora Hanson decidió no añadirlos al estofado hasta el último momento para no alterar el sabor del plato precocinado.
Una ensalada de zanahorias y chirivías con una cebollita como toque final - todo obtenido gracias a sus cupones - y ya había terminado de preparar la cena.
Eran las siete en punto.
Lottie entró en la cocina y olisqueó los cubos de buey.
- Vaya, no cabe duda de que te has tomado muchas tías, ¿eh?
Lo que, traducido, quería decir que había gastado un montón de dinero.
- Las primeras impresiones son muy importantes.
- ¿Cuánto tiempo va a quedarse aquí?
- Depende de... Oh, adelante, cómete uno.
- Aún quedarán muchos. - Lottie escogió el cubo más pequeño y empezó a mordisquearlo delicadamente -. Mm. ¡Mmmmm!
- ¿Llegarás tarde esta noche? - preguntó la señora Hanson.
Lottie movió la mano de un lado a otro («Ahora no puedo hablar»), y asintió con la cabeza.
- ¿A qué hora crees que volverás?
Lottie cerró los - ojos y tragó.
- Si Juan está ahí supongo que volveré mañana por la mañana. Lee me aseguró que le invitaría, ¿sabes? Gracias. Estaba buenísimo.
Lottie salió del apartamento. Amparo ya había sido alimentada con algunas sobras y enviada al tejado. Mickey estaba conectado a la televisión, y a efectos prácticos se podía considerar que se había convertido en una criatura invisible, lo cual quería decir que hasta que llegara Len la señora Hanson estaba sola. Los sentimientos de amor y ternura que había estado experimentando durante todo el día mientras recorría las calles y las tiendas volvieron como un niño tímido que se esconde en un rincón cuando hay alguna visita, pero que sale de él para atormentarte en cuanto ésta se ha marchado. El bribonzuelo empezó a corretear por el apartamento chillando, sacando la lengua, poniendo chinchetas en las sillas y amenazándola con imágenes tan fugaces como las que te agreden desde el televisor si sintonizas las frecuencias que hay más allá del Canal 5 durante la tarde. Oh, las imágenes... Dedos que subían por una pierna, labios acariciando un pezón, una polla que se endurecía, ¡oh, las imágenes y el nerviosismo que traían consigo! La señora Hanson hurgó en el cajón donde Lottie guardaba sus artículos de maquillaje, pero ya no tenía tiempo para nada más complicado que un toquecito con la borla de los polvos. Volvió al cajón un instante después para aplicarse una gotita de Molly Bloom detrás de cada lóbulo. ¿Lápiz de labios? Una pizca... No, le daba un aspecto más bien macabro, y se apresuró a limpiárselo.
Ya eran las ocho.
No iba a venir.
Y entonces le oyó llamar.
Abrió la puerta y él estaba delante de ella sonriéndole con los ojos. El pecho oculto bajo el peludo jersey marrón subía y bajaba, subía y bajaba. Las abstracciones del amor le habían hecho olvidar la realidad de su carne. Sus fantasías eróticas de hacía tan sólo unos instantes eran imágenes y nada más, pero la criatura que entró en la cocina cargada con una maleta negra y una bolsa de papel llena de libros existía sólidamente en tres dimensiones. La señora Hanson sintió un deseo casi incontenible de caminar a su alrededor observándole como si fuera una estatua de la Plaza Washington.
Él le estrechó la mano y dijo «Hola», nada más.
Su reticencia era contagiosa, y no tardó en afectarla. No podía mirarle a los ojos. Intentó hablarle con silencios y trivialidades tal y como él le estaba hablando. Le llevó a su dormitorio.
Su mano acarició la colcha y la señora Hanson sintió el deseo de entregarse a él allí mismo sin esperar ni un segundo más, pero la forma en que se estaba comportando desde que había entrado en el apartamento no se lo permitió.
Estaba asustado. Al principio los hombres siempre tenían un poco de miedo.
- Soy tan feliz - le dijo -. Ahora sí creo que vas a quedarte aquí, ¿verdad?
- Sí, yo también lo creo.
- Bueno, tendrás que dejar que vaya a la cocina. Para que pueda... Vamos a cenar estofado y ensalada de primavera.
- Eso suena magnífico, señora Hanson.
- Me parece que te gustará.
Metió los cubos de buey en la masa burbujeante del estofado y ajustó la placa para que calentara un poquito más. Después sacó la ensalada y el vino de la nevera. Cuando se dio la vuelta él estaba en el umbral de la cocina observándola, y ella alzó el vino en un gesto de afirmación inmemorial. El cansancio que había estado atormentando su espalda y sus hombros se había desvanecido como si el peso intangible de su mirada fuese un masaje capaz de aliviar la tensión y las molestias musculares. Ah, el amor es un regalo maravilloso...
- Se ha hecho algo en el pelo, ¿verdad?
- Pensé que no te darías cuenta.
- Oh, me di cuenta nada más entrar.
La señora Hanson se echó a reír, pero sofocó la carcajada un instante después de que hubiera brotado de sus labios. El manantial del que brotaba su risa era la felicidad, pero la risa había sonado extrañamente áspera en sus oídos.
- Me gusta - dijo él.
- Gracias.
El vino tinto que brotó del cartón Gallo parecía surgir de las mismas profundidades que alimentaban su risa.
- Sí, de veras, me gusta - insistió Len.
- Creo que el estofado ya debe de estar listo. Siéntate.
Echó el estofado en los platos dándole la espalda para que no pudiera ver que le estaba poniendo toda la carne de verdad, pero al final acabó regalándose un cubito de buey.
Se sentaron a la mesa y la señora Hanson alzó su vaso.
- ¿Por qué brindamos?
- ¿Por...? - Una sonrisa vacilante mientras cogía su vaso -. ¿Por la vida?
Como si estuviera empezando a comprender lo que ocurría.
- ¡Sí! ¡Sí, brindemos por la vida!
Brindaron por la vida, comieron su estofado y su ensalada, bebieron el vino tinto. Apenas hablaron, pero sus ojos se encontraban continuamente y mantenían diálogos tan complejos como gráciles. Cualquier palabra que pudieran haber pronunciado en aquellos momentos habría estado teñida de una leve falsedad, pero sus ojos no podían mentir.
Acabaron de cenar y la señora Hanson estaba colocando los cuencos llenos de crema de fresas fría sobre la mesa cuando oyeron un golpe ahogado y un grito procedentes de la habitación de Lottie. ¡Gamba se había despertado!
Len alzó la cabeza e interrogó a la señora Hanson con la mirada.
- Me había olvidado de decírtelo, Lenny. Mi hija ha vuelto a casa. Pero eso no es algo que deba...
Ya era demasiado tarde. Gamba acababa de entrar tambaleándose en la cocina vestida con uno de los maltrechos camisones transparentes de Lottie ofreciéndose a las miradas de una forma tan ingenua y reveladora como un anuncio del Muelle 19. No captó la presencia de Len hasta haber llegado a la nevera, y necesitó unos momentos más para recordar que debía ocultar sus atractivos físicos con las neblinas amarillas del camisón.
La señora Hanson se encargó de hacer las presentaciones. Len insistió en que Gamba les acompañara a la mesa, y se ocupó de coger una cuchara y echar un poco de crema de fresas en un tercer cuenco.
- ¿Por qué estaba en la cama de Mickey? - preguntó Gamba.
No había forma de evitarlo, así que explicó brevemente a Len quién era Gamba y a Gamba quién era Len. Len cumplió con lo que se esperaba de él expresando un vago y educado interés por lo ocurrido y Gamba se apresuró a explicarle todos los detalles de su sórdida situación, llegando al extremo de destaparse el hombro para enseñarle las heridas.
- Gamba, por favor... - dijo la señora Hanson.
- No me avergüenza, madre - dijo Gamba -. Ya no.
Y siguió hablando y hablando. La señora Hanson clavó los ojos en el tenedor que reposaba sobre la película de grasa de su plato, y pensó en lo que habría disfrutado cogiéndolo y haciendo picadillo a Gamba con él.
Cuando Gamba se llevó a Len a la sala, la señora Hanson se libró de seguir escuchando el recital de infortunios alegando que tenía que ocuparse de los platos.
Len había dejado tres cubitos de buey a un lado de su plato. Ni tan siquiera los había tocado, y en cuanto al cuenco de crema de fresas reservado para él se había limitado a removerlo con la cucharilla. La cena no le había gustado.
Su vaso de vino aún estaba casi lleno, y la señora Hanson pensó si debería echarlo por el fregadero. Quería hacerlo, pero le parecía un desperdicio tan lamentable que acabó bebiéndoselo.
Len volvió a entrar en la cocina pasado un buen rato para darle la noticia de que Gamba había vuelto a acostarse. La señora Hanson se sentía incapaz de mirarle a la cara. Lo único que podía hacer era esperar la caída del hacha, y el hacha no tardó en descender.
- Señora Hanson - dijo Len -, debería resultarle obvio que ahora no puedo quedarme aquí, no si eso significa echar a la calle a su hija, que está embarazada y...
- ¡Mi hija! ¡Ja!
- Estoy muy desilusionado y...
- ¡Estás desilusionado!
- Por supuesto que sí.
- ¡Oh, claro, claro!
Len le dio la espalda. No podía soportarlo, haría cualquier cosa para no perderle.
- ¡Len! - gritó.
Len volvió cuando apenas había pasado un segundo con su maleta y su bolsa de libros moviéndose con la misma velocidad increíblemente acelerada de las marionetas de las cinco y cuarto.
- ¡Len!
La señora Hanson alargó una mano para perdonarle, para rogarle que la perdonara.
¡La rapidez, la horrible rapidez con la que estaba ocurriendo todo aquello!
Le siguió hasta el pasillo llorando, sintiéndose muy desgraciada, terriblemente asustada.
- Len - suplicó -. Len, mírame.
Len siguió caminando sin hacerle caso, pero su bolsa de papel chocó con la barandilla cuando le faltaban unos centímetros para llegar al primer peldaño de la escalera y se rasgó. Los libros se desparramaron por el rellano.
- Te traeré otra bolsa - dijo ella, calculando de forma increíblemente rápida y precisa lo que podía retenerle allí unos momentos más.
Len vaciló.
- Len, no te vayas. Por favor... - Sus dedos se cerraron sobre el jersey marrón agarrando puñados de pelitos -. ¡Len, te quiero!
- ¡Cristo bendito, ya me lo parecía!
Se apartó de ella. La señora Hanson creyó que iba a caer rodando a lo largo del tramo de escalones y gritó.
Y un instante después ya se había ido y no había nada que ver, sólo los libros esparcidos a sus pies. La señora Hanson reconoció el grueso libro de texto de tapas negras y le atizó una patada que lo hizo salir volando por entre los barrotes de la barandilla. Después fue librándose de los demás. Algunos fueron a parar más abajo, otros se precipitaron por el abismo de la escalera. Para siempre.
Al día siguiente Lottie le preguntó qué había sido del inquilino.
- Era vegetariano - respondió ella -. No podía vivir en ningún sitio donde hubiera aunque sólo fuese un trocito de carne.
- Tendría que habértelo dicho antes de venir.
- Sí - murmuró la señora Hanson con amargura -. Eso mismo pensé yo.
Cuarta Parte: Lottie
26. Llegan mensajes (2024)
En lo tocante al aspecto financiero ser una viuda era mucho mejor que ser una esposa. Lottie pudo telefonear a Jerry Lighthall y decirle que ahora ya no necesitaba su empleo ni el que pudiera proporcionarle ninguna otra persona. Disponía de los recursos económicos necesarios para sobrevivir más que holgadamente. Dejando aparte el cheque semanal del Bellevue - el cual había dejado de ser una fuente de ingresos insegura para convertirse en un estipendio totalmente fiable -, Bellevue le había pagado una indemnización de cinco mil dólares; y en cuanto Lottie le dio luz verde para ello el propietario del garaje Abingdon puso un anuncio en Línea de compra y vendió lo que quedaba de Princesa Cass por la hermosa suma de ochocientos sesenta dólares, y se conformó con una comisión perfectamente razonable. Incluso después de pagar una pequeña fortuna por un entierro al que no asistió nadie y de haber saldado todas las deudas pendientes de la familia Lottie tenía en su poder más de cuatro mil dólares con los que podía hacer lo que le diese la gana. Cuatro mil dólares... Su primera reacción fue asustarse. Ingresó el dinero en un banco e intentó olvidarse de que existía.
Pasaron varias semanas antes de que su hija le proporcionara una explicación bastante verosímil de qué había impulsado a Juan a suicidarse. Amparo se había enterado gracias a Beth Holt, quien había logrado recomponer el rompecabezas gracias a las observaciones dispersas de su padre y a lo que ya había ido averiguando por su cuenta. Juan llevaba años tratando con quienes necesitaban cadáveres frescos por una razón u otra, y o Bellevue lo había descubierto, lo cual no parecía probable; o razones desconocidas habían hecho que la administración del hospital se viera presionada y obligada a escoger un chivo expiatorio y hubiese acabado optando por Juan. Al parecer Juan se había dado cuenta de lo que se le venía Un día en que estaba cabalgando sobre la ola más alta de todas las que se habían ido sucediendo desde el suicidio de Juan se le ocurrió entrar en Bonwit's sin ninguna razón especial salvo que estaba en la calle Catorce y quizá resultara un poquito más fresco que el cemento recalentado por el mes de septiembre. Una vez dentro la visión de los mostradores y estantes le produjo el mismo efecto que aspirar una bocanada de nitrato de amilo después de haber tomado un comprimido de morbihanina. Los colores, la inmensidad de aquel espacio, el ruido... Se sintió abrumada, primero con algo parecido al terror y luego con un deleite que se fue haciendo cada vez más irresistible. Había trabajado allí casi todo un año sin prestar atención a lo que la rodeaba y el local apenas había cambiado. ¡Pero ahora! Era como estar caminando por un inmenso pastel de bodas en el que se hubieran encarnado los deseos de toda una vida, y esos deseos le hacían señas rogándole que los tocara, que los saboreara y gozase de ellos. Alzó una mano y la movió hasta que sus dedos entraron en contacto con la suave textura de las telas - negros lustrosos, rojos que raspaban un poquito, grises que acariciaban como una brisa llegada del río -, y le bastó con tocarlas para comprender que las deseaba. Todas, las quería todas.
Empezó a coger cosas de los estantes y los mostradores y las fue metiendo dentro de su bolso. ¡Qué extrañamente adecuado resultaba el que hoy hubiera salido de casa llevando consigo el bolso más grande que tenía! Fue al segundo piso en busca de zapatos, zapatos amarillos, zapatos rojos con tiras gruesas, frágiles zapatitos hechos de malla plateada, y luego al cuarto en busca de un sombrero. ¡Y vestidos! Bonwit's estaba repleto de vestidos de todos los colores, tallas y formas, como una inmensa cohorte de espíritus desencarnados que aguardaran el momento de ser llamados a la tierra para recibir un nombre. Lottie se fue cargando de vestidos.
Se alejó uno o dos peldaños de esas alturas y se dio cuenta de que la gente la estaba mirando y, de hecho, de que estaba siendo seguida y no sólo por los detectives de los grandes almacenes. Había un anillo de rostros contemplándola como desde una gran distancia por debajo de ella, como si estuvieran gritando «¡Salta! ¡Salta! ¿Por qué no saltas?». Fue hasta la caja registradora protegida por una jaula de alambre metálico situada en el centro del piso y vació su bolso sobre una cubeta. El total iba subiendo más y más, y los números se acumulaban formando una cifra impresionante.
- ¿Qué va a ser, dinero o con tarjeta? - preguntó el dependiente con obvio sarcasmo.
- Pagaré con dinero - dijo ella, y blandió su talonario de cheques nuevo delante de la mísera barbita del dependiente.
El dependiente le pidió que se identificara, y Lottie hurgó en el desorden que se había ido acumulando en el fondo de su bolso hasta que logró encontrar su maltrecha Tarjeta de Identificación de Empleada de Bonwit's. Cuando salió de los grandes almacenes inclinó su sombrero nuevo - un sombrero grande, alegre y exuberante adornado con montones de cinta negra (porque después de todo era viuda, ¿no?) - delante del detective de Bonwit's que se había pegado a ella durante todo el trayecto hasta la caja registradora y le obsequió con su mejor sonrisa.
Y cuando llegó a casa descubrió que los vestidos, las blusas y todas las prendas que había comprado distaban años luz de su talla. El único vestido al que la oscuridad del día comente no había arrebatado su poder de alegrar la vida acabó siendo regalado a Gamba, el sombrero fue conservado por su valor sentimental y el resto de las compras volvió a los grandes almacenes al día siguiente; una delicada misión que confió a Amparo porque aunque sólo tenía once años ya poseía el don de conseguir lo que quisiera de cualquier dependiente.
Después de que Lottie firmara los impresos para que Amparo fuese transferida a la Escuela Lowen la forma en que trataba a su madre había sido más o menos tolerable y, de todas formas, el combate que suponía devolver una compra era una agradable experiencia que Amparo no quería perderse. No consiguió que le devolvieran el dinero, pero obtuvo lo que para sus propósitos era mucho mejor, una tarjeta de crédito válida para utilizar en cualquier departamento de los grandes almacenes. Amparo pasó el resto del día escogiendo un guardarropas regreso - a - la - escuela de colores y formas impecables con la esperanza de que después de la explosión inicial su madre acabaría comprendiendo que enviarla al mundo provista de algo que merecía el nombre de vestuario era una buena idea, y que le permitiría conservar la mitad de lo que había pirateado. La explosión de ira de Lottie alcanzó una magnitud considerable e incluyó gritos y un par de golpes asestados con el cinturón, pero cuando terminó el noticiario de la noche todo parecía haber quedado olvidado y su madre se comportaba como si Amparo no hubiese hecho nada más reprochable que contemplar los escaparates de los grandes almacenes. Esa misma noche Lottie vació todo un cajón de la cómoda para hacer sitio al nuevo guardarropas de su hija. «¡Dios - pensó Amparo -, hay que ver lo imbécil que puede llegar a ser esa gorda!»
Poco después de aquella aventura Lottie se percató de que su peso había dejado de mantenerse estable alrededor de los ochenta kilos y, lo que era mucho peor, de que estaba engordando. Había comprado una máquina de Coca - Cola y le encantaba estar tumbada en la cama permitiendo que acariciara su garganta con el cosquilleo espumoso de la bebida, pero por muy no calórico que resultara aquel placer no cabía duda de que estaba acumulando kilos con una velocidad alarmante. La explicación era puramente fisiológica, y se reducía a un hecho tan sencillo como el de que comía demasiado. Gamba no tardaría en tener que abandonar la mentira cortés de que su hermana poseía una silueta rubensiana y se vería obligada a admitir que estaba pura y simplemente gorda; y en cuanto lo hubiera hecho Lottie también tendría que admitirlo. «Estás gorda», se dijo contemplándose en el espejo oscuro que le ofrecía la ventana de la sala. ¡Gorda! Pero eso no la ayudaba en nada, o no la ayudaba lo suficiente. Lottie no podía creer que fuese la persona que estaba viendo reflejada en la ventana. Ella era Lottie Hanson, la belleza escultural; la gorda de la ventana era otra mujer.
Una mañana a comienzos de otoño en que todo el apartamento olía a óxido (habían dado el vapor durante la noche), la explicación de lo que estaba ocurriendo y qué era lo que andaba mal se le ofreció como surgida de la nada y se expresó a sí misma en los términos más sencillos imaginables. «Ya no queda nada», anunció la explicación, y Lottie se repitió la frase como si fuera una plegaria, y cada repetición hacía que la circunferencia de su significado se fuera expandiendo un poquito más. El terror que la acompañaba fue abriéndose paso poco a poco por entre la maraña de sus sentimientos hasta que acabó confundiéndose con su opuesto. «Ya no queda nada» también podía ser un motivo de regocijo. ¿Acaso había poseído alguna vez algo tan maravilloso que perderlo no pudiera considerarse como una liberación? Claro que no, y de hecho aún había muchas cosas que seguían aferrándose a ella. Tendría que transcurrir mucho tiempo antes de que pudiese afirmar que ya no quedaba nada, absoluta y benditamente nada de nada y..., y de repente el resplandor se desvaneció tal y como suele ocurrir con las revelaciones, y sólo dejó en su lugar las cenizas de la frase. Su mente empezó a vagar de un pensamiento a otro y el olor del óxido acabó produciéndole dolor de cabeza.
Otras mañanas trajeron consigo otros despertares. Su rasgo común era que todos parecían colocarla al borde de algún acontecimiento portentoso pero siempre con el rostro vuelto hacia la dirección equivocada, como todos aquellos turistas visibles en la imagen «Antes» del calendario de la sala que mostraba el Gran Cañón, todas aquellas caras sonriendo a la cámara sin que ninguna de ellas fuera consciente de lo que tenía detrás. Lo único de lo que estaba segura era que se le iba a exigir algo, que debería llevar a cabo una acción más importante y difícil que cualquiera de las que se le había encomendado ejecutar hasta entonces, una especie de sacrificio. Pero ¿qué? Pero ¿cuándo?
Mientras tanto su experiencia religiosa se había ido ampliando hasta incluir los servicios de mensajes celebrados en el Hotel AIbert. La médium, la reverenda Inés Ribera de Houston, Texas, era el lado femenino de la moneda de quien había sido la némesis de Lottie durante el décimo curso, el temible señor Sills. Si no estaba en trance hablaba con la misma voz aflautada de su maestro - erres tronantes, vocales lo más abiertas posible, sonidos sibilantes que surcaban el aire -, y sus mensajes menos inspirados parecían estar compuestos por la misma mezcla de amenazas veladas y subrayados teatrales que tanto le gustaba emplear al señor Sills; pero con la diferencia de que allí donde el señor Sills se había complacido en el ejercicio del favoritismo la reverenda Ribera practicaba un desprecio implacable que llovía sobre todos por un igual, lo cual la hacía si no más agradable sí un poco más fácil de soportar.
También estaba el hecho de que Lottie podía comprender la amargura que la impulsaba a lanzar rociadas de veneno en todas direcciones. La reverenda Ribera no fingía ni pretendía ser algo distinto a lo que realmente era. Sólo conseguía establecer auténtico contacto con el más allá en algunas ocasiones, pero cuando lo lograba todos se daban cuenta enseguida. Los espíritus que se adueñaban de su cuerpo rara vez eran amables o delicados, y a pesar de ello cuando habían dejado clara su presencia la ridiculización y las amenazas de aneurismas y terribles catástrofes financieras eran sustituidas por apacibles, larguísimas y un tanto confusas descripciones de lo que había al otro lado del velo. En vez de contener la habitual abundancia de consejos, los mensajes de esos espíritus eran vacilantes, dubitativos y, en ocasiones, incluso algo perplejos o preocupados. Hacían pequeños gestos de amistad y reconciliación y se apresuraban a alejarse como si temieran verse rechazados, y era durante esas visitas espirituales en las que la reverenda Ribera dejaba tan visiblemente de ser ella misma cuando pronunciaba la palabra secreta o hacía referencia al detalle significativo que probaba que sus palabras no eran un mero residuo espiritual llegado de algún vago «otro lugar», sino comunicaciones inconfundibles de personas reales y conocidas por los presentes. Por ejemplo, el primer mensaje de Juan había sido «suyo» más allá de ninguna duda, pues Lottie había podido volver a casa y encontrar las mismas palabras en una de las cartas que él le había escrito hacía ya doce años.
Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero. Es tan corto el amor y es tan largo el olvido. Porque en noches como ésta la tuve en mis brazos, mi alma no se contenta con haberla perdido. Aunque éste sea el último dolor que ella me causa, y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.
El poema no era de Juan en el sentido de que él lo hubiera escrito, aunque Lottie nunca había permitido que se enterase de que ella lo sabía; pero a pesar de que las palabras pertenecieran a otro los sentimientos sí habían sido suyos, y ahora le pertenecían de una forma mucho más absoluta e irrevocable que cuando las había copiado para incluirlas en su carta. Con todos los poemas que se habían escrito en castellano, ¿cómo era posible que la reverenda Ribera hubiese escogido precisamente aquél? A menos que Juan estuviera allí aquella noche, claro; a menos que quisiera encontrar alguna forma de entrar en contacto con ella para que Lottie pudiera creer que Juan estaba allí, tan cerca...
Los siguientes mensajes de Juan habían mostrado cierta tendencia a componer lo que parecía ser una especie de autobiografía espiritual, y habían ido olvidando su cualidad inicial de comunicaciones dirigidas a otra persona. Juan le describió su progreso por un plano de existencia de color verde donde se encontró con su abuelo Rafael y una mujer vestida con un traje de novia, una mujer tan joven que apenas era más que una niña y cuyo nombre a veces era Nita y otras Rita. El espectro de la novia parecía decidido a establecer contacto con Lottie, pues volvió a presentarse en varias ocasiones, pero Lottie nunca logró comprender qué conexión podía existir entre ella y la tal Nita o Rita. El gradual desplazamiento de Juan hacia planos más elevados hizo que fuera resultando cada vez más difícil distinguir sus mensajes de los enviados por los otros espíritus, y el tono de sus comunicaciones empezó a oscilar de la melancolía a un sermoneo casi insoportable. Quería que Lottie perdiera peso. Quería que visitara a los Lighthall. Lottie acabó comprendiendo que la reverenda Ribera había perdido contacto con Juan y se estaba limitando a fingir que recibía mensajes suyos. Dejó de acudir a las reuniones privadas, y poco después de que lo hiciera Rafael y otros parientes lejanos empezaron a profetizarle toda clase de calamidades. Una persona en la que confiaba no tardaría en traicionarla. Perdería grandes sumas de dinero. Había un fuego esperándola en algún momento de su futuro, y era posible que sólo se tratara de un fuego simbólico, pero también era posible que las llamas fueran muy reales.
En lo tocante al dinero no cabía duda de que los espíritus estaban muy bien informados, pues cuando llegó el primer aniversario de la muerte de Juan los cuatro mil dólares se había reducido a poco más de cuatrocientos.
Despedirse de Juan y de los demás le resultó bastante más fácil de lo que habría sido en otras circunstancias, probablemente porque Lottie ya había conseguido crear una línea de comunicación más directa y personal con el otro lado. Nunca había sido muy devota, pero de vez en cuando asistía a las reuniones evangélicas que se celebraban en la Iglesia Pentecostalista del Día del Juicio, una congregación que se reunía en un salón de actos alquilado de la Avenida A. Lottie iba allí para disfrutar de la música y del ambiente saturado de - emociones y nerviosismo, y lo que parecía atraer a la mayoría de asistentes - el drama del pecado y la salvación - nunca le había importado mucho. Lottie creía en el pecado de una forma vaga y no muy intensa, como si fuera una especie de estado físico o un rasgo más del ambiente (como las nubes, por ejemplo), pero siempre que había hurgado en su interior buscando sus pecados terminaba encontrando un vacío. La culpabilidad siempre se le escabullía, y la máxima sensación de proximidad que había logrado establecer con ella se producía cuando pensaba en la amplia gama de errores y torpezas con que había arruinado las vidas de Amparo y Mickey, e incluso entonces lo que experimentaba era mucho más parecido a la incomodidad que a la auténtica angustia del pecador.
Y una horrible noche del mes de agosto del año 2025 (una inversión térmica había estado asfixiando a la ciudad durante días y la atmósfera se había vuelto irrespirable), Lottie se levantó en mitad de la sesión de plegaria en la que se solicitaba la concesión de dones espirituales y empezó a profetizar en lenguas. La primera vez sólo duró un momento y Lottie se preguntó si no sería un simple caso de postración provocada por el calor, pero la siguiente todo fue mucho más claro y fácil de interpretar. Empezó con una sensación de ahogo, de estar encerrada y cubierta por algo que la oprimía, y de repente una fuerza muy distinta luchó con la que intentaba torturarla y acabó emergiendo a través de ella.
- ¿Como un incendio? - le había preguntado el Hermano Cary.
Lottie recordó que los abuelos de Juan la habían advertido de unas llamas que podían ser simbólicas y que podían ser reales.
El fenómeno demostró ser irreprochablemente regular y totalmente digno de confianza. Lottie hablaba en lenguas siempre que acudía a la Iglesia Pentecostalista del Juicio Final y en ningún otro momento o lugar. Cuando sentía que las nubes se acumulaban sobre su cabeza y amenazaban con envolverla se ponía en pie sin importar lo que pudiera estar ocurriendo en la sala - un sermón, un bautismo, lo que fuera -, y la congregación se apelotonaba a su alrededor hasta formar un gran círculo mientras el Hermano Cary la abrazaba y rezaba pidiendo que el fuego cayera del cielo. Cuando notaba que se iba aproximando Lottie empezaba a estremecerse, pero cuando la tocaba se sentía muy fuerte y cuando hablaba las alabanzas del Señor que salían por su boca hacían que su voz se volviera potente y límpida.
- Tralla gudi ala trudi cantarún. Net napias betnapias cayoscopio namallim. Zarbos ha zarbos mier, zarbos roldo tenevista menevent. Daney, daney, daney sigs, daney sigs. ¡Choneri ompolla rop! Dabsa bobi nasa sana dubey. Lo fornival lo fier. Ompolla meni, minimalistés mell. Bu, luba dever semper onna. Bu, molit ule. ¡Nok! ¡Nok! ¡Nok!
Quinta parte: Gamba
27. Tener bebés (2024)
La obsesión y el vicio de Gamba era tener bebés, primero el engendrarlos mediante el semen; luego el feto creciendo dentro de ella y, finalmente, el bebé completo saliendo de su cuerpo. Desde la entrada en vigor del sistema de pruebas genéticas era un síndrome muy extendido - la anticoncepción obligatoria había embestido un gran número de los viejos mitos y vacas sagradas de la cultura con la fuerza de un huracán -, pero en el caso de Gamba había adoptado una forma especial. Gamba sabía lo suficiente sobre el psicoanálisis para comprender su perversión, pero a pesar de ello seguía teniendo bebés.
Cuando su madre fue al hospital para que le inyectaran un nuevo hijo, Gamba tenía trece años de edad y aún era virgen. La operación había poseído una doble cualidad sobrenatural, algo muy explicable teniendo en cuenta que el semen procedía de un hombre que llevaba cinco años muerto, y el que todos fueran conscientes de que el resultado tenía que ser un sustituto para el hijo que la señora Hanson había perdido en el disturbio callejero dio el inevitable resultado de que Boz pudiera ser considerado como Jimmie Tom renacido. Eso hacía que cuando Gamba se permitía aquellas fantasías en las que imaginaba a la jeringuilla entrando en su propio útero se sintiera colmada por un fantasma, y el nombre del fantasma era incesto. El hecho de que no se excitara a menos que fuese una mujer quien manejaba la jeringuilla probablemente lo convertía en un incesto todavía más múltiple.
Tigre y Tambor, los dos primeros, no le habían presentado ningún problema a nivel racional. Gamba podía repetirse a sí misma que millones de mujeres lo hacían, que era la única forma de procreación ética abierta a los homosexuales, que los bebés eran más felices y estarían mucho mejor creciendo en el campo o donde fuese rodeados de atenciones profesionales y etcétera etcétera hasta haber terminado con una lista que incluía una docena más de racionalizaciones varias entre la que estaba presente la mejor de todas, el dinero. La maternidad subsidiada por el estado le proporcionaba unos ingresos mucho más sustanciosos de los que habría obtenido matándose a trabajar para la Con Ed o los destinos aún más horribles que había conocido después de que la despidieran de allí. Si lo mirabas de una forma lógica, ¿qué podía ser mejor que el que te pagaran por hacer justo lo que estabas deseando hacer?
Pero eso no impidió que los dos embarazos y los meses de maternidad impuestos por el contrato trajeran consigo frecuentes ataques de vergüenza tan irracional y de una intensidad tan terrible que mientras los sufría Gamba pensó más de una vez en confiar su cuerpo y el de su bebé a la caridad del río. (Si su obsesión hubiera tenido pies se habría avergonzado de caminar. No puedes discutir con Freud.)
El tercer embarazo fue muy distinto. Enero estaba dispuesta a seguirle la comente mientras las cosas se mantuvieran al nivel del fantaseo, pero se oponía con todas sus fuerzas a que la fantasía se convirtiera en realidad. Claro que después de todo el acto de ir allí y rellenar los impresos no era más que disfrutar de la fantasía a un nivel institucional, ¿verdad? A sus años y habiendo tenido dos bebés no parecía probable que aprobaran su solicitud, y cuando la aprobaron la tentación de acudir a la entrevista demostró ser irresistible. De hecho, a partir de entonces todo fue irresistible y la llevó en volandas hasta el momento en el que se encontró acostada sobre la plataforma blanca con las piernas abiertas y los pies colocados en los estribos cromados. El motor ronroneó, su pelvis fue impulsada hacia adelante para acoger a la jeringuilla y fue como si los cielos se abrieran y una mano bajara de ellos para acariciar suavemente el manantial de todos los placeres oculto en el mismísimo centro de su cerebro. El sexo no podía ofrecerle nada remotamente comparable a todo aquello.
Gamba no pensó en el precio que debería pagar por sus vacaciones hasta haber regresado de su fin de semana en el Caribe de los mil deleites. Cuando se enteró de lo de Tigre y Tambor, Enero la había amenazado con abandonarla, y lo de Tigre y Tambor ya era historia antigua. ¿Qué haría en este caso? La abandonaría, evidentemente.
Gamba se lo confesó todo un martes del mes de abril particularmente hermoso después de un desayuno bastante tardío. Ya estaba en el quinto mes de embarazo, y no podría seguir llamándolo menopausia durante mucho tiempo más.
- ¿Por qué? - le preguntó Enero con lo que parecía auténtico dolor en la voz -. ¿Por qué lo hiciste?
Gamba se había preparado para enfrentarse a la ira, y aquel repentino desvío hacia el melodrama y lo patético la irritó un poco.
- Porque sí. Oh, ya te lo he explicado, ¿no?
- ¿No pudiste contenerte?
- No pude. Fue igual que las otras veces... Como si estuviera en trance.
- Pero ahora ya has salido del trance, ¿no?
Gamba asintió, asombrada ante lo fácil que estaba resultando todo aquello y sin poder creer que fuera a salir tan bien librada.
- Bueno, pues aborta.
Gamba empujó un trocito de patata con la punta de su cuchara e intentó decidir si el fingir que aceptaba la idea durante un día o dos serviría dé algo.
Enero confundió el silencio con la rendición.
- Sabes que es la única solución, ¿verdad? Ya hemos hablado de todo esto en otras ocasiones y dijiste que estabas de acuerdo.
- Lo sé, pero he firmado los contratos.
- Eso quiere decir que no piensas abortar. ¡Quieres otro jodido bebé!
Enero perdió los estribos, y antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba haciendo ya estaba hecho, y las dos se quedaron inmóviles contemplando los cuatro diminutos hemisferios de sangre que fueron aumentando de tamaño poco a poco, se unieron y acabaron fluyendo lentamente hacia la oscuridad del sobaco de Gamba. Enero seguía sosteniendo el tenedor culpable de todo en su mano. Gamba lanzó un alarido un poco tardío y echó a correr hacia el cuarto de baño.
Y una vez estuvo dentro de él se apretó la herida haciendo brotar unas cuantas gotitas más.
Enero empezó a golpear la puerta.
- ¿Ene?
Con la cabeza vuelta hacia la rendija de la puerta cerrada con llave.
- Será mejor que no salgas de ahí. La próxima vez utilizaré un cuchillo.
- Ene, ya sé que estás muy enfadada y tienes todo el derecho del mundo a estar enfadada. Admito que he obrado mal y que no debería haberlo hecho, pero Ene... Espera a verlo antes de decir nada, ¿de acuerdo? Los primeros seis meses son tan maravillosos...
Si quieres incluso puedo conseguir una ampliación para cubrir todo el primer año. Tendremos una familia, tú, yo y...
Una silla se abrió paso a través del papel pretensado que formaba el panel de la puerta. Gamba se calló. Cuando consiguió hacer acopio del valor suficiente para echar un vistazo - cosa que ocurrió poco tiempo después -, descubrió que la habitación estaba hecha un desastre y que se había quedado sola. Enero se había llevado consigo un armario, pero Gamba estaba segura de que volvería aunque sólo fuera para echarla de allí - después de todo la habitación pertenecía a Enero, no a Gamba -, pero cuando volvió a última hora de la tarde después de haberse sometido a la terapia de un programa doble (El conejo negro y Billy McGlory, en el Mundo Subterráneo), la posibilidad de la expulsión ya se había materializado, aunque no gracias a Enero, quien se había marchado al oeste llevándose consigo (para siempre, suponía ella) el amor que había dado sentido a la existencia de Gamba.
Gamba volvió al 334 y la bienvenida no fue tan cordial como habría deseado, pero pasados un par de días la señora Hanson se calmó y estuvo en condiciones de comprender que lo que para Gamba era una desgracia podía ser un regalo del cielo para ella. El regreso oficial del espíritu de la felicidad familiar tuvo lugar el día en que la señora Hanson le preguntó qué nombre pensaba ponerle.
- ¿Te refieres al bebé?
- Sí, claro. Tendrás que ponerle un nombre, ¿verdad? ¿Qué te parece Helado? O quizá Charquito...
La señora Hanson había bautizado a sus hijos con nombres tan clásicos como irreprochables, y nunca había intentado ocultar lo poco que le gustaba que Tigre se llamara Tigre y Tambor Tambor, a pesar de que se trataba de nombres no oficiales que desaparecieron para siempre cuando Gamba dejó de cuidar a los bebés.
- No, Helado sólo queda bien para una niña y Charquito es muy vulgar. Preferiría un nombre con más clase.
- Bueno, entonces... ¿Qué te parece Garabatín?
- ¡Garabatín! - Gamba le siguió la comente. El chiste no tenía mucha gracia, pero en aquellos momentos habría vendido su alma por cualquier cosa que la hiciera reír unos momentos -. ¡Garabatín! ¡Maravilloso! Sí, se llamará Garabatín. Garabatín Hanson...
28. Cincuenta y tres películas (2024)
Garabatín Hanson nació el 29 de agosto del año 2024, pero su fase de vegetal no había sido demasiado esplendorosa y su nueva condición animal no parecía mucho más robusta, por lo que Gamba volvió al 334 sola. Su cheque semanal seguía llegando tan puntualmente como siempre, y el resto se reducía a una cuestión de indiferencia. La idea de tener bebés ya había dejado de emocionarla, y ahora comprendía perfectamente la afirmación tradicional de que las mujeres daban a luz entre el llanto y el crujir de dientes.
El 18 de septiembre Williken saltó - o fue empujado - por la ventana de su apartamento. La teoría de su esposa era que no había pagado al superintendente a cambio del privilegio que suponía contar con un cuarto oscuro para sus pequeños negocios pero, naturalmente, ¿qué esposa está dispuesta a creer que su esposo se suicidará sin ni tan siquiera una discusión teórica previa? El suicidio de Juan había tenido lugar hacía un poco menos de dos meses, y comparado con aquello el de Williken casi parecía justificable.
Gamba no se había dado cuenta de lo mucho que había llegado a depender de Williken después de su regreso al 334, y apenas era consciente de que su presencia la ayudaba a soportar las largas tardes y el transcurrir de las semanas. Lottie siempre estaba fuera absorta en sus espíritus o muy ocupada bebiéndose el dinero de la indemnización hasta quedar inconsciente. Las interminables inanidades que brotaban de los labios de su madre no tenían nada que envidiar al suplicio chino de la gota de agua, y la televisión no podía defenderla de ellas. En cuanto a Charlotte, Kiri y el resto..., bueno, Enero se había asegurado de convertirlas en una parte más del pasado.
Gamba empezó a ver películas y más películas por la única razón de que eso le permitía escapar del apartamento, y se convirtió en una asidua de los minicines especializados en programas dobles esparcidos por la Primera Avenida y por los alrededores de la Universidad de Nueva York. A veces veía el mismo programa doble dos o tres veces, y no era raro que entrara en el cine a las cuatro de la tarde y saliera de él a las diez o las once de la noche. Descubrió que era capaz de ver una película - cualquier película - con la atención más absoluta imaginable, y que luego podía recordar diálogos, detalles, imágenes o canciones con una increíble precisión. Podía estar caminando por la Octava abriéndose paso entre las multitudes para volver a casa, y de repente se veía obligada a detenerse porque un rostro o el movimiento de una mano o un paisaje magnífico desaparecido hacía ya muchos años habían irrumpido en su mente borrando cualquier otro dato; y lo más curioso era que se sentía totalmente aislada de quienes la rodeaban y, al mismo tiempo, apasionadamente involucrada en sus existencias.
Sin contar las repeticiones, del uno de octubre al 16 de noviembre vio un total de cincuenta y tres películas. Vio Una chica de Limberlost y Extraños en un tren; a Don Hershey en Melmoth y Stanford White; El fondo del infierno de Penn; La historia de Irene Castle; Huida dé Cuernavaca y Cantando bajo la lluvia; Thomas l'imposteur y Judex, ambas de Franju; Dumbo, a Jacquelynn Colton en Las confesiones de santa Agustina; las dos partes de Daniel Deronda; Cándido; Blanca Nieves y Julieta; a Brando en La ley del silencio y Aquí abajo; a Robert Mitchum en La noche del cazador; Rey de reyes de Nicholas Ray y Contemplad al hombre de Mai Zetterling; las dos versiones de Los diez mandamientos; a Loren y Mastroianni en Los girasoles y Ojos negros y limonada; Owens y Darwin de Rainer Murray; El loco mundo de Abbott y Costello; Las colinas de Suiza y Sonrisas y lágrimas; a Garbo en Margarita Gautier y Ana Christie; Zarlah el marciano; Walden e Imagen, carne y voz, ambas de Emshwiller; la segunda versión de Equinoccio; Casablanca y El reloj asesino; El templo del pabellón dorado; Estrella y tripa y Valentine Vox; Lo mejor de Judy Canova; Pálido fuego; Felix Culp; Los boinas griegos y Como plaga de langosta; Los tres Cristos de Ipsilanti de Sam Blaze; En el patio; Los miércoles fiesta; las dos partes de Apestillo en la tierra de Poop; las diez horas del serial Les vampires; Las posibilidades de la derrota y la versión abreviada de Cosas en el mundo, y de repente Gamba decidió que las películas habían dejado de interesarle y no vio ninguna más.
29. El uniforme blanco, continuación (2021)
El mensajero que se lo entregó parecía estar a punto de caerse en pedazos. Enero no sabía qué hacer con el uniforme, pero la tarjeta comprada en una tienda de regalos baratos que Gamba había incluido en el paquete consiguió hacerla sonreír. Se la enseñó a los compañeros del trabajo, a los Lighthall - que siempre sabían disfrutar de una buena broma -, y a su hermano Ned; y todos soltaron la carcajada en cuanto la vieron. La tarjeta mostraba a un pobre gorrión de lo más vulgar, y debajo había las notas de la melodía que estaba trinando:
La letra de la canción sólo se veía cuando abrías la tarjeta:
¿Quieres joder? ¿Quieres joder? ¡Yo sí quiero! ¡Yo sí quiero!
Al principio, Enero se sentía bastante incómoda jugando a las enfermeras. Era una chica bastante robusta, y aunque Gamba había conseguido adivinar su talla el uniforme se negaba a seguir los movimientos de su cuerpo. Cuando se lo ponía se sentía avergonzada de su auténtico trabajo, cosa que no le había ocurrido desde hacía mucho tiempo.
Cuando se conocieron un poquito mejor la una a la otra Enero logró encontrar unas cuantas formas de combinar las cualidades abstractas de las fantasías de Gamba con la prosaica mecánica del sexo. Una de las que utilizaba más frecuentemente era empezar con un prolongado «examen». Gamba permanecía inmóvil sobre la cama con el cuerpo fláccido y los ojos cerrados o cubiertos por una venda no muy apretada mientras los dedos de Enero le tomaban el pulso, le palpaban los pechos, le separaban las piernas e iban explorando su sexo. El sondeo a que la sometían los dedos y los «instrumentos» iba haciéndose más y más profundo. Enero acabó consiguiendo encontrar una tienda de suministros médicos cuyo dependiente accedió a venderle una auténtica pipeta que podía ser conectada a una jeringuilla corriente. La pipeta podía producir unos cosquilleos de lo más morboso. Enero fingía que Gamba estaba demasiado tensa o demasiado nerviosa, lo cual no dejaba más solución que abrirla al máximo utilizando algún otro instrumento. En cuanto hubo logrado perfeccionar el guión las diferencias prácticas existentes entre aquella y cualquier otra modalidad de las actividades sexuales quedaron reducidas al mínimo.
Y mientras ocurría todo aquello Gamba oscilaba locamente entre los polos opuestos de un placer insoportable y una culpabilidad no menos insoportable. El placer era sencillo y absoluto, la culpabilidad era muy complicada. ¿Por qué? Porque amaba a Enero y quería tenerla junto a ella para llevar a cabo todos los actos que habrían realizado cualquier pareja de mujeres normales y corrientes, y eso era lo que hacían con regularidad - cunnilingus en esta posición y en aquella otra, consoladores aquí y allá, labios, dedos, lenguas, todos los orificios y artificios -, pero tanto Gamba como Enero sabían que esos actos no eran más que el poner en práctica lo que habías aprendido leyendo un libro de texto titulado Salud y sexo, no el auténtico relámpago surgido de la nada de la fantasía sexual que puede conectar el hueso del tobillo con el hueso de la pantorrilla, el hueso de la pantorrilla con el del muslo, el hueso del muslo con el hueso de la cadera, el hueso de la cadera con la pelvis, la pelvis con la columna vertebral y así sucesivamente cada vez más y más arriba hasta llegar a la cabeza, que es la fuente de todos los deseos y todos los pensamientos. Gamba interpretaba su papel, pero mientras lo hacía su pobre cabeza estaba distraída asistiendo a la enésima proyección de viejos clásicos como Historia de una ambulancia, El uniforme blanco, La dama y la aguja o Bebé de arte y semen. No eran tan emocionantes como los recordaba, pero no había ningún otro programa disponible con el que matar las horas.
30. La bella y la bestia (2021)
Siempre que pensaba en sí misma Gamba se consideraba básicamente una artista. Sus ojos veían los colores de la misma forma que los ojos de un pintor ven los colores, y como espectadora y enjuiciadora de la comedia humana creía estar a la altura de Oscar Stevenson o Deb Potter. Una observación aparentemente casual oída en la calle podía estimular su imaginación hasta el extremo de que ésta acababa produciendo argumento suficiente para rodar todo un largometraje. Era sensible, inteligente (la puntuación que había obtenido en las pruebas lo demostraba) y estaba al día. Que ella supiera sólo le faltaba una cosa, y era una dirección; y en el fondo eso se reducía a alzar un dedo y señalar con él, ¿no?
La familia Hanson era un auténtico linaje de artistas. Jimmie Tom había estado a punto de convertirse en cantante. Boz sufría la misma carencia de objetivos concretos que afligía a Gamba, pero era un verdadero genio verbal. Amparo sólo tenía ocho años, pero ya estaba haciendo dibujos increíblemente detallados de gran profundidad psicológica, y cuando creciese quizá acabaría siendo la primera artista indiscutible de la familia.
Y no se trataba sólo de su familia. Muchas si es que no la gran mayoría de sus amistades más íntimas poseían algún don artístico - Charlotte Blethen había publicado poemas; Kiri Johns se conocía al dedillo todas las grandes óperas; Mona Rosen y Patrick Shawn habían interpretado papeles en varios montajes teatrales, y había otros -, pero la alianza de la que se sentía más orgullosa era la que había forjado con Richard M. Williken, cuyas fotos habían sido vistas en todo el mundo.
El arte era la atmósfera que respiraba, la acera sobre la que caminaba para llegar al jardín secreto de su alma, y vivir con Enero era como tener un perro que no paraba de cagarse en esa acera. Sí, de acuerdo, era un cachorrito inocente y adorable al que nunca te cansabas de mimar y hacer caricias, un animalito al que resultaba imposible no querer, pero aun así... Oh, cielos.
Si el terrible defecto de Enero hubiese consistido sencillamente en una total indiferencia al arte, Gamba habría podido soportarlo sin ninguna clase de problemas y, en cierta forma, incluso le habría gustado; pero, ay, Enero tenía sus propios y horrendos gustos en todo y esperaba que Gamba los compartiera. Traía a casa cintas de la biblioteca que Gamba jamás había sospechado pudieran existir, verdaderos engendros en los que trocitos de canciones pop y fragmentos de sinfonías eran incorporados a efectos de sonido para contar historias tan chirriantes como «Vacaciones en Vermont» o «Cleopatra en el Nilo».
Enero aceptaba los comentarios altivos y las pullas de Gamba con el mismo espíritu de tolerancia y buen humor que creía los originaba. Gamba le tomaba el pelo y bromeaba porque era una Hanson y todos los Hanson tendían a ser sarcásticos; y Enero no podía creer que algo que le gustaba tanto pudiera resultar aborrecible para otra persona. Sí, se daba cuenta de que la música que le gustaba a Gamba pertenecía a un estrato del arte musical superior al de la música que le gustaba a ella y eso no impedía que le gustase escucharla cuando sonaba, pero ¿continuamente y sólo esa clase de música? No, gracias, acabarías volviéndote loca.
Sus ojos eran como sus oídos. Enero le infligía auténticas barbaridades bienintencionadas que cobraban la forma de joyas y prendas de vestir, y Gamba las llevaba como símbolos de su cautiverio y su degradación. Las paredes de su habitación eran un inmenso mural formado por recortes indeciblemente cursis y carteles de propaganda sentenciosos, como esta perla surgida de los labios de un Espartaco negro: «Una Nación de Esclavos siempre está dispuesta a aplaudir la clemencia del Amo que ejercita su Poder Absoluto sin llegar a los últimos extremos de la Injusticia y la Opresión». Uf, bufuf, rebuf. Pero, naturalmente, ¿qué podía hacer? ¿Entrar en la habitación y empezar a arrancarlos de las paredes? Enero valoraba su basura
¿Qué puedes hacer cuando te has enamorado de alguien. que no merece tu amor? Pues justamente lo que hacía ella, tratar de rebajarte hasta su nivel. Gamba chapoteó diligentemente en el cenagal perdiendo a la gran mayoría de sus antiguas amistades durante el proceso, pero compensó más que sobradamente esas pérdidas con las amistades que Enero trajo consigo como dote. Sus nuevas relaciones nunca llegaron a caerle realmente bien, desde luego, pero mirar a través de sus ojos le reveló que su amada no sólo tenía encantos sino también virtudes, problemas además de virtudes y una mente dotada de sus propios pensamientos, recuerdos y proyectos, y una historia personal tan conmovedora como cualquier partitura de Chopin o Liszt. De hecho Enero era un ser humano, y aunque hacía falta un día entero de la atmósfera más límpida y el sol más brillante para que ese rasgo del paisaje de Enero llegara a ser visible, cuando aparecía era un espectáculo tan maravilloso y conmovedor que su presencia compensaba más que de sobras todos los inconvenientes del estar y el permanecer enamorada de ella.
31. Un empleo deseable, continuación (2021)
Después de que la licencia de barrendera se le escurriese entre los dedos Lottie pasó por una de sus malas etapas. Llegó a dormir hasta quince horas al día, no paraba de meterse con Amparo, se burlaba de Mickey, vivió días enteros a base de píldoras y, finalmente, destrozó la nevera durante una rabieta. Su hermana se encargó de sacarla de aquel abismo. Vivir con Enero parecía haber servido para que Gamba se volviera un cien por cien más humana, e incluso Lottie lo admitía.
- El sufrimiento - dijo Gamba -. Ésa ha sido la causa... He sufrido mucho.
Hablaban, jugaban a las cartas e iban a cualquier clase de acontecimientos para los que Gamba pudiera conseguir pases gratis, pero, sobre todo, hablaban - en la Plaza Stuyvesant, en el tejado, en el parque de la Plaza Tompkins -; hablaban sobre el envejecer, el estar enamorada, el no estar enamorada, sobre la vida y sobre la muerte. Las dos estaban de acuerdo en que envejecer era terrible, aunque Gamba creía que tanto en su caso como en el de Lottie aún les quedaba mucho camino por recorrer antes de que la situación llegara a ser realmente terrible. Las dos estaban de acuerdo en que estar enamorada también era terrible, pero que el no estar enamorada era todavía más terrible. Las dos estaban de acuerdo en que la vida era un asco. En cuanto a la muerte, era uno de los pocos temas sobre los que no estaban de acuerdo. Gamba creía en la reencarnación y en los fenómenos psíquicos, aunque no siempre de una forma literal; y para Lottie la muerte era algo que carecía de sentido. Lo que temía no era tanto la muerte como el dolor que acompañaba al morirse.
- Hablar ayuda, ¿verdad? - dijo Gamba durante un crepúsculo soberbio.
Estaban en el tejado viendo cómo las nubes teñidas de rosa desfilaban velozmente sobre sus cabezas.
- No - dijo Lottie con una sonrisa amarga de la variedad ya-estoy-aquí-de-nuevo para demostrar a Gamba que podía sostenerse en pie sin ayuda y que no debía preocuparse por ella -. Hablar no ayuda.
Esa misma noche Gamba se refirió a la posibilidad de ejercer la prostitución.
- ¿Yo? ¡No digas tonterías!
- ¿Por qué no? Antes lo hacías.
- Ya han pasado más de diez años de eso. ¡No, más! E incluso entonces nunca gané el dinero suficiente para que valiera la pena.
- No pusiste el alma en ello.
- ¡Gamba, por el amor de Dios, mírame!
- Muchos hombres se sienten atraídos por las mujeres opulentas..., el tipo Rubens, ya sabes. Bueno, de todas formas sólo era una posibilidad, y te iba a decir que si...
- ¡Sí!
Lottie soltó una risita.
- Si cambias de parecer Enero conoce a una pareja que podría ayudarte. Es más seguro que trabajar por libre, o eso me han asegurado, y también resulta más profesional.
La pareja a la que Enero conocía era los Lighthall, Jerry y Lee. Lee era negro, estaba muy gordo y recordaba un poquito al Tío Tom. Jerry parecía un espectro, y tenía cierta tendencia a sumirse en silencios repentinos que parecían estar cargados de significados ocultos. Lottie nunca logró decidir quién de los dos mandaba. El negocio tenía como sede lo que Lottie creyó durante meses era un falso bufete, una creencia igualmente falsa que se desvaneció en cuanto se enteró de que Jerry era miembro del Colegio de Abogados de Nueva York. Los clientes que acudían al bufete siempre se comportaban de una forma más bien solemne y rígida, como si todos hubieran acudido allí para obtener asesoramiento legal en vez de para pasar un buen rato. La gran mayoría pertenecían a esa clase de individuos con los que Lottie no había tenido ninguna clase de experiencia personal. Eran ingenieros o programadores, lo que Lee definía como «nuestra clientela de la elite tecnológica».
Los Lighthall estaban especializados en lluvias doradas, pero cuando Lottie hizo ese descubrimiento ya había tomado la decisión de seguir adelante ocurriera lo que ocurriese. La primera vez fue realmente horrible. El cliente insistía en que le mirara a la cara mientras repetía una y otra vez «Me estoy meando encima tuyo, Lottie, me estoy meando encima tuyo», ¡como si no se hubiera enterado de que lo estaba haciendo!
Jerry le sugirió que si se tomaba una píldora rosa un par de horas antes de atender al cliente y reforzaba el efecto con una verde al comienzo de la sesión podría aceptar la experiencia a un nivel impersonal y, quizá, considerarla como algo que estuviera ocurriendo en la pantalla de un televisor. Lottie lo intentó, y el resultado no fue tanto el de convertir la sesión en algo impersonal como el de transformarla en algo irreal. En vez de convertir la escena en una pantalla de televisor tenía la sensación de que una pantalla de televisor se le estaba meando encima.
La única gran ventaja del trabajo era que los ingresos no fuesen oficiales. Los Lighthall no creían en el pagar impuestos, y operaban de forma ilegal a pesar de que eso significaba cobrar unas tarifas considerablemente inferiores a las de los burdeles que poseían licencia gubernamental. Lottie no perdió ninguno de los subsidios a que la hacía acreedora estar incluida en el programa MODICUM, y la necesidad de gastar lo que ganaba en el mercado negro significaba que podía comprar todas aquellas cosas interesantes que deseaba en vez de todas las cosas desprovistas de atractivo que habría debido adquirir. Su guardarropa se triplicó. Se acostumbró a comer en los restaurantes. Su habitación se llenó de juguetes y baratijas, y no tardó en quedar impregnada por la pestilencia afrutada del perfume Molly Bloom de Fabergé.
Cuando los Lighthall la conocieron un poco mejor y fueron confiando en ella empezaron a enviarla a casa de los clientes, y no era raro que Lottie se quedara a pasar la noche allí. Eso siempre significaba algo más que lluvias doradas, y Lottie comprendió que había encontrado un trabajo que quizá acabaría gustándole. No por el sexo, claro, ya que el sexo carecía de importancia, pero a veces después de la sesión - sobre todo si estaban lejos de la calle Washington -, los clientes se relajaban lo suficiente para hablar de algo que no fuera sus propias e invariables preferencias sexuales. Ése era el aspecto del trabajo que realmente atraía a Lottie, el contacto humano.
32. Lottie en la Plaza Stuyvesant (2021)
- El paraíso. Estoy en el paraíso.
»Lo que quiero decir es que si la gente mirase a su alrededor y comprendiera realmente lo que estaba viendo... Pero eso no es lo que se supone que debo decir, ¿verdad? El objeto es ser capaz de decir lo que quieres decir, y supongo que lo que estaba diciendo era que más me valdría contentarme con lo que tengo porque no voy a conseguir ninguna otra cosa. Pero si no pido nada más entonces... Es un círculo vicioso.
»El paraíso. ¿Qué es el paraíso? El paraíso es un supermercado, como ese que construyeron junto al museo, un supermercado repleto de todo lo que puedas desear y todo lo que se te pueda pasar por la cabeza; un sitio lleno de carne fresca - oh, no, yo nunca podría vivir en un paraíso vegetariano -, lleno de masas para preparar pasteles y cartones de leche fría y latas de bebidas carbónicas, oh, sí, de todo, y montones de recipientes desechables. Y yo iría recorriendo los pasillos con mi enorme carrito en una especie de trance, tal y como dicen que hacían las amas de casa en aquella época, sin pensar ni por un momento en lo que me iba a costar todo lo que cogiera. Sin pensar. Año del Señor mil novecientos cincuenta y tres..., sí, tienes toda la razón, era el paraíso.
»No. No, supongo que no. Ése es el gran problema del paraíso. Dices algo que suena estupendamente al principio, pero luego piensas si realmente querrías repetir la experiencia una segunda vez. ¿Y una tercera? Es como tu autopista, eso sería maravilloso una vez. ¿Y luego? ¿Qué pasa luego?
»Tiene que venir del interior, ¿comprendes?
»Bueno, así que lo que deseo, lo que realmente deseo... No sé cómo expresarlo. Lo que realmente deseo es desear algo de verdad, de la misma forma en que..., bueno, ya sabes, como un bebé cuando quiere algo. Su manera de alargar las manos hacia ese lo que sea... Me encantaría ver algo y alargar las manos para cogerlo igual que un bebé, sin saber que no podía ser mío o que no era mi turno. A veces Juan se suelta el pelo y actúa de esa forma con el sexo pero, naturalmente, en el paraíso tendría que haber algo más que eso, ¿no?
»¡Ya lo tengo! ¿Te acuerdas de la película japonesa que vimos la otra noche en televisión cuando no había forma de que mamá se callara? ¿Te acuerdas del festival del fuego y de la canción que cantaban? He olvidado la letra, pero la idea era que debías dejar que tu vida se consumiera entre las llamas. Eso es lo que quiero. Quiero que la vida me consuma.
»Bueno, así que el paraíso llega en ese momento... El paraíso es el fuego que te hace sentir eso, una inmensa hoguera rugiente con montones de mujercitas japonesas bailando a su alrededor y de vez en cuando todas lanzan un grito y una de ellas se arroja a las llamas. ¡Buuuf, y ya no está!
33. Gamba en la Plaza Stuyvesant (2021)
- Una de las reglas que te imponía la revista es que no puedes dar nombres, porque de lo contrario podría limitarme a decir que el paraíso sería vivir con Enero, y luego lo describiría; pero si estás describiendo una relación no dejas que tu imaginación trabaje al máximo y al final resulta que no has aprendido nada.
»Bien, ¿dónde me deja eso?
»El artículo te aconsejaba que intentaras verlo con los ojos de la imaginación.
»De acuerdo. Bueno, en el paraíso hay hierba porque puedo verme tumbada sobre la hierba, pero no está en el campo porque no hay vacas ni nada de eso. Y no puede ser un parque porque la hierba de los parques o se está muriendo o está prohibido caminar sobre ella. Está al lado de una autopista. ¡Una autopista en Texas! Digamos que..., sí, en el año mil novecientos cincuenta y tres. Un día muy, muy despejado del año mil novecientos cincuenta y tres, y puedo ver la autopista alejándose de mí hasta que llega al horizonte y se pierde más allá de él.
»Alejándose y alejándose sin terminar nunca.
»¿Y luego qué? Bueno, supongo que luego querría conducir mi coche por la autopista, pero... No, no lo conduciría yo porque eso me pondría tensa y acabaría produciéndome ansiedad, así que voy a quebrantar la regla y dejaré que Enero conduzca. Una moto. Sí, eso. No creo que ir en moto juntas pueda considerarse como una auténtica relación, ¿verdad?
»Bueno, nuestra motocicleta va muy deprisa, va terriblemente deprisa, y hay coches y camiones gigantescos que se mueven casi tan deprisa como nosotras, y todos vamos hacia ese horizonte. Vamos de un lado a otro, nos adelantamos y nos quedamos atrás, y vamos cada vez más deprisa, más deprisa, cada vez más deprisa.
»¿Y luego qué? No lo sé. No consigo ver nada que esté más allá de ese punto.
»Ahora te toca a ti.
34. Gamba en el Asilo (2024)
- ¿Qué siento? Ira. Miedo. Autocompasión. No lo sé. Siento un poco de todo, pero no... Oh, esto es una idiotez. No me apetece malgastar el tiempo de todo el mundo con...
»De acuerdo, lo intentaré. Repetirlo una y otra vez hasta que... ¿Hasta que ocurra qué?
»Te amo. Ya está, no ha sido tan difícil. Te amo. Te amo, Enero. Te amo, Enero. Enero, te amo. Enero, te amo. Si estuviera aquí me resultaría mucho más fácil, ¿sabe? De acuerdo, de acuerdo... Te amo. Te amo. Adoro tus grandes tetas que siempre están calientes. Me encantaría apretarlas. Y adoro tu..., tu jugoso coño negro. ¿Qué le ha parecido eso? Sí, hablo en serio. Te amo, todo lo tuyo me gusta y lo adoro. Ojalá volviéramos a estar juntas. Me gustaría saber dónde estás para que lo supieras. No quiero al bebé, no quiero ningún bebé. Te quiero a ti. Quiero casarme. Quiero estar casada contigo. Para siempre. Te amo.
»¿Que siga?
»Te quiero. Te quiero. Te quiero muchísimo. Y eso es una mentira. Te odio. No te aguanto. Me asombras y me repeles. Tu estupidez, tu vulgaridad, esas ideas tuyas de tercera mano que has sacado de la línea de contactos telefónicos y que... Me aburres. Me aburres tanto que me entran ganas de llorar cada vez que estoy contigo. ¡Estúpida basura negra! Puta negra. ¡Idiota! Y no me importa si...
»No, no puedo. No me sale de dentro. Pronuncio esas palabras porque sé que quieren oírlas. Amor, odio, amor, odio... Palabras.
»No es que me esté resistiendo, pero no siento lo que estoy diciendo y ésa es la verdad. En fin... Lo único que siento es cansancio. Ojalá estuviera en casa viendo la televisión en vez de estar haciéndole perder el tiempo a todo el mundo, por lo cual les pido disculpas
»Bueno, que alguien diga algo y así podré estar callada durante un rato.
35. Richard M. Williken, continuación (2024)
- Tu problema - le dijo mientras se bamboleaban de un lado a otro en el vagón del metro volviendo a casa después del gran momento que se había quedado en nada -, es que no estás dispuesta a aceptar tu propia mediocridad.
- Oh, cállate - dijo ella -. Y no bromeo.
- Es el mismo problema que tengo yo. Puede que en mi caso incluso sea más grave, ¿sabes? ¿Por qué crees que he estado tanto tiempo sin hacer nada? Te aseguro que si pusiera manos a la obra acabaría saliéndome algo, pero sé que cuando terminara contemplaría lo que he hecho y me diría «No, no es suficiente» y, de hecho, eso es justamente lo que estabas diciendo anoche.
- Sé que intentas ayudarme, Willie, pero eso no me sirve de nada. No hay comparación posible entre tu situación y la mía.
- Pues claro que la hay. Yo soy incapaz de creer en mis fotos y tú eres incapaz de creer en tus relaciones amorosas.
- Una relación amorosa no es lo mismo que una jodida obra de arte.
Gamba estaba empezando a dejarse llevar por el calor de la discusión. Williken podía ver cómo se iba liberando de su melancolía y su depresión igual que si fueran algo tan insignificante como un traje de baño mojado. ¡Ah, ya volvía a ser la Gamba de siempre!
- ¿De veras? - preguntó para picarla un poco más.
Gamba se lanzó sobre el cebo sin darse cuenta de lo que hacía.
- Por lo menos tú intentas crear algo. Hay un intento, ¿entiendes? Yo nunca he llegado tan lejos. Supongo que si lo hiciera sería exactamente lo que tú dices, una mediocridad y nada más.
- Tú también lo intentas..., y de una forma muy visible.
- ¿Qué es lo que intento? - preguntó Gamba.
Deseaba que alguien la hiciera pedazos (en el Asilo ni tan siquiera se habían tomado la molestia de soltarle unos cuantos gritos), pero Williken no se dignó ir más allá de la ironía.
- Yo intento crear algo; tú intentas sentir algo. Tú quieres tener una vida interior..., una vida espiritual si prefieres expresarlo así. Y la tienes, sólo que no importa lo que hagas, no importa lo mucho que te agites y te retuerzas intentando alejarte de la verdad..., es mediocre. No es que sea mala, y tampoco es pobre, pero es mediocre.
- Benditos sean los pobres de espíritu, ¿eh?
- Exactamente. Pero tú no crees en eso y yo tampoco. ¿Sabes quiénes somos? Somos los escribas y los fariseos.
- Oh, estupendo.
- Pareces menos triste.
Gamba le hizo una mueca.
- Me río, pero sólo por fuera.
- Las cosas podrían estar mucho peor.
- ¿De veras?
- Sí. Podrías ser una perdedora. Como yo.
- ¿Y crees que soy una ganadora? ¿Cómo puedes decir eso después de lo que acabo de hacer esta noche?
- Espera - le prometió Williken -. Espera y verás.
Sexta Parte:2026
36. Boz
- ¡Bulgaria! - exclamó Milly, y no hacía falta ningún equipo especial para adivinar cuáles iban a ser sus próximas palabras -. He estado en Bulgaria.
- Vale, ¿por qué no sacas las diapositivas y nos las enseñas? - dijo Boz volviendo a colocar suavemente la tapadera sobre el ego de Milly -. ¿A quién le toca el turno ahora? - preguntó después a pesar de que ya lo sabía.
Enero bajó de las nubes y sacudió los dados.
- ¡Siete! - contó siete casillas en voz alta y acabó en Ve a la Cárcel -. Bueno, espero quedarme aquí - dijo con voz jovial -. Si vuelvo a caer en el Gran Paseo la partida ha terminado para mí.
- Estoy intentando recordar cómo era - dijo Milly con el codo apoyado sobre la mesa mientras sostenía los dados delante de su cara suspendiendo el transcurrir del tiempo y de la partida -. Lo único que consigo recordar es que la gente de allí contaba chistes. Tenías que estar sentada durante horas escuchando chistes y más chistes... Chistes sobre pechos, ¿sabéis?
Boz y Milly intercambiaron una rápida mirada, y Enero y Gamba hicieron lo mismo.
A Boz le habría encantado replicar con alguna observación lo más grosera posible, pero resistió la tentación. Se irguió un poco más en la silla y su mano bajó hacia el plato de canapés calientes formando un lánguido contraste con el estiramiento de su espalda. Estaban mucho más buenos fríos.
Milly tiró los dados. Cuatro. Su cañón aterrizó sobre el supermercado B y O y tuvo que pagar doscientos dólares a Gamba. Volvió a tirar los dados. Once, y esta vez la ficha se posó sobre una de sus propiedades.
El tablero de Monopoly era una herencia de la rama O'Meara de la familia. Las casas y los hoteles eran de madera, las fichas eran juguetitos de plomo. Milly tenía el cañón, como siempre, Gamba el cochecito de carreras, Boz el acorazado y Enero la plancha. Milly y Gamba estaban ganando. Boz y Enero estaban perdiendo. C'est la vie.
- Bulgaria - dijo Boz, quizá porque era una palabra muy hermosa que pedía ser pronunciada en voz alta, pero también porque sus deberes de anfitrión le obligaban a guiar la conversación devolviéndola a la invitada interrumpida -. Pero... ¿Por qué?
Gamba les explicó el sistema de intercambio existente entre las dos escuelas sin dejar de estudiar el reverso de sus títulos de propiedad para averiguar cuántas casas más podría comprar hipotecando algunos inmuebles.
- Eso era lo que la tenía tan preocupada la primavera pasada, ¿no? - dijo Milly -. Creo que entonces la beca se la llevó otra chica.
- Celeste diCecca, la que murió al estrellarse el avión.
- ¡Oh! - exclamó Milly mientras la luz se hacía en su cerebro -. Vaya, no había establecido la conexión.
- ¿Qué pasa, pensabas que Gamba se mantiene al corriente de los últimos accidentes de aviación porque eso la divierte? - le preguntó Boz.
- No sé lo que pensaba, queridísimo. Así que ahora va a ir por fin... ¡Para que luego digan que la suerte no existe!
Gamba compró tres casas más. Después el cochecito de carreras pasó a toda velocidad por Aparcamiento, el Gran Paseo, Adelante e Impuestos y acabó deteniéndose en la Avenida Vermont, una de las propiedades sobre las que el banco tenía una hipoteca.
- ¡Eso, para que luego digan que la suerte no existe! - exclamó Enero.
La charla centrada en el tema de la suerte continuó durante varias rondas más - quién tenía suerte y quién no la tenía, y si podía afirmarse que la suerte era una fuerza real poseedora de una existencia independiente fuera del juego del Monopoly -, y Boz acabó preguntando si alguno de los presentes conocía a alguien que hubiera ganado un premio en la lotería de los números. El hermano de Enero había ganado quinientos dólares hacía tres años.
- Pero, naturalmente - añadió Enero poniéndose muy seria -, haciendo un balance global ha perdido mucho más dinero jugando a la lotería del que ganó con ese premio.
- No cabe duda de que para los pasajeros de un avión el estrellarse es algo que depende de la suerte - insistió Milly.
- ¿Pensabas mucho en el estrellarse y los accidentes cuando trabajabas de azafata?
Enero formuló la pregunta con la misma falta de interés que utilizaba para jugar - al Monopoly.
Milly empezó a contar su historia del Gran Desastre Aéreo del año 2021, y Boz se escabulló detrás del biombo para ver qué tal andaban de horchata y añadir un poco de hielo. Gatota estaba observando a las minúsculas siluetas que jugaban al fútbol en la pantalla del televisor y Cacahuete dormía apaciblemente. Cuando volvió con la bandeja la historia del Gran Desastre Aéreo ya había llegado a su conclusión y Gamba estaba exponiendo su filosofía de la vida.
- Puede que superficialmente parezca suerte, pero si profundizas un poco te darás cuenta de que lo normal es que las personas acaben cosechando lo que han sembrado. En el caso de Amparo si no hubiera sido esta beca habría sido alguna otra cosa. Se ha esforzado por conseguirlo.
- ¿Y Mickey? - preguntó Milly.
- Pobre Mickey - murmuró Enero, y su tono de voz indicaba que estaba totalmente de acuerdo con ella.
- Mickey obtuvo exactamente lo que se merecía.
Y, por una vez, Boz no pudo llevarle la contraria a su hermana.
- Cuando las personas hacen ese tipo de cosas es porque suelen estar buscando que la castiguen.
La horchata de Enero escogió aquel preciso instante para escapar del vaso. Milly consiguió salvar el tablero justo a tiempo y sólo se mojó una esquina. Enero tenía tan poco dinero delante de ella que la pérdida tampoco fue muy grave. Boz se sintió bastante más incómodo que Enero, quizá porque sus últimas palabras parecían dar a entender que Enero había volcado el vaso deliberadamente, y bien sabía Dios que tenía todas las razones del mundo para querer hacer algo semejante. No hay nada tan aburrido como dos horas seguidas perdiendo al Monopoly.
Dos rondas después el deseo de Enero se convirtió en realidad. Aterrizó en el Gran Paseo y quedó fuera de la partida. Boz - que estaba siendo hecho picadillo de forma más lenta pero igualmente inapelable - insistió en darse por vencido, y salió al balcón con Enero.
- No tenías por qué abandonar la partida sólo para hacerme compañía, ¿sabes?
- Oh, se lo pasarán mucho mejor sin nosotros. Ahora pueden luchar entre ellas con garras y dientes hasta que una de las dos se alce con la victoria.
- ¿Sabes que nunca he conseguido ganar una partida de Monopoly? ¡Ni una sola vez en toda mi vida! - Enero lanzó un suspiro -. Tenéis una vista preciosa - añadió para no dar la impresión de que era una invitada ingrata que no sabía apreciar los esfuerzos de sus anfitriones.
Disfrutaron del panorama nocturno en silencio durante un rato - luces que se movían, coches y aviones; luces inmóviles, estrellas, ventanas, farolas callejeras -, y Boz empezó a sentirse un poquito incómodo.
- Sí - dijo decidiendo utilizar la bromita habitual que empleaba siempre que tenían visitas y salían al balcón -, tengo el sol por la mañana y las nubes por la tarde.
Es posible que Enero no la comprendiese y, de todas formas, parecía haber entrado en una fase de seriedad.
- Boz, quizá podrías aconsejarme...
- ¿Yo? ¡Desde luego que sí! - Boz adoraba dar consejos -. ¿Sobre qué?
- Sobre lo que estamos haciendo.
- Creía que el problema pertenece a la categoría de lo que ya se ha hecho.
- ¿Qué?
- Quiero decir que por lo que cuenta Gamba creía que era un... - pero no podía decir fait accompli, claro, y optó por una aproximación que Enero pudiese comprender -. Algo que ya está hecho.
- Supongo que sí, por lo menos en lo que respecta al que hayamos sido aceptadas. Todo el mundo se ha portado muy bien con nosotras. Lo que me preocupa no es tanto lo que nos pueda pasar como lo que le pueda ocurrir a su madre.
- ¿Mamá? Oh, ya lo superará.
- Anoche parecía muy afectada.
- Siempre se lo toma todo a la tremenda, pero luego se recupera muy deprisa. Nuestra mamá es así, ¿sabes? Todos los miembros de la familia Hanson tienen unos increíbles poderes de recuperación..., cosa que supongo ya habrás notado.
No era un comentario muy agradable, pero las palabras parecieron pasar silbando junto a los oídos de Enero y se perdieron sin que comprendiera a qué se refería.
- Aún tiene a Lottie. Y a Mickey cuando vuelva.
- Sí, claro - pero el asentimiento estaba teñido por un leve sarcasmo. Enero intentaba quitar importancia a los problemas, pero su torpeza estaba empezando a irritarle -. Y de todas formas aunque le resulte tan doloroso como dice no podéis permitir que eso os detenga, ¿verdad? Incluso suponiendo que mamá no tuviera a nadie más eso no debe haceros cambiar de parecer, ¿no te parece?
- ¿Lo crees de veras?
- Si no lo creyera tendría que volver a vivir con ella, ¿no? Si la situación empeorara hasta el extremo de que fuese a perder el apartamento yo... ¡Oh, mira quién está aquí!
Era Gatota. Boz la cogió en brazos y fue rascando por orden todos los sitios donde más le gustaba que la rascaran.
- Pero tú tienes tu propia... familia - insistió Enero.
- No. Tengo mi propia vida, igual que tú o que Gamba.
- Entonces... ¿Crees que estamos obrando correctamente?
Ah, pero Boz no estaba dispuesto a ponerle las cosas tan fáciles como le habría gustado a Enero.
- ¿Estás haciendo lo que quieres hacer? Sí o no.
- Sí.
- Entonces estás obrando correctamente - y después de haber emitido sentencia concentró toda su atención en Gatota -. ¿Qué está pasando ahí dentro, chiquitina? Anda, dime si ese par de pesadas siguen con su rollo... ¿Quién va a ganar, eh?
Enero no sabía que la gata había estado viendo la televisión, y se apresuró a responder en su lugar.
- Creo que ganará Gamba.
- ¿Oh?
¿Cómo era posible que Gamba hubiese...? Boz nunca había logrado entenderlo.
- Sí. Siempre gana. Es increíble. Tiene suerte.
Y por eso ganaba siempre, claro.
37. Mickey
Iba a ser jugador de pelota. Lo ideal sería llegar a convertirse en recogedor de los Mets, pero a falta de eso se conformaría con jugar en primera división. Si su hermana podía convertirse en bailarina no había ninguna razón por la que él no pudiera ser atleta. Poseía el mismo equipo genético básico, reflejos rápidos y una buena mente. Podía conseguirlo. El doctor Sullivan le había dicho que podía conseguirlo y Greg Lincoln, el director de actividades deportivas, le había dicho que tenía tantas posibilidades como cualquier otro chico, probablemente más. Eso significaba interminables sesiones de práctica, someterse a una disciplina muy rígida y una voluntad de hierro, pero con el doctor Sullivan ayudándole a librarse de sus hábitos mentales nocivos no había ninguna razón por la que no pudiera satisfacer esos requisitos.
Pero, ¿cómo podía explicar todo eso durante media hora en la sala de visitas? ¿Cómo podía explicar esas cosas nada menos que a su madre, que no sabía distinguir a Kike Chalmers de Opal Nash, que era la fuente (ahora podía comprenderlo) de la que habían surgido casi todos sus errores y problemas mentales? Sólo había una forma de hacerlo, y era soltárselo de golpe.
- No quiero volver al 334. Ni esta semana, ni la semana próxima, ni... - logró contenerse cuando estaba a punto de soltar la palabra «nunca» -. No volveré allí durante mucho tiempo.
Las emociones iluminaron el rostro de su madre con una veloz sucesión de destellos estroboscópicos. Mickey desvió la mirada.
- ¿Por qué, Mickey? - le preguntó -. ¿Qué he hecho?
- Nada. No es por eso.
- Bueno, entonces... ¿Por qué? Dame una razón.
- Hablas en sueños. Te pasas toda la noche hablando.
- Eso no es una razón válida. Si te quedas conmigo puedes dormir en la sala, tal y como hacía Boz.
- Bueno, pues entonces estás loca. ¿Qué te parece eso? ¿Es una buena razón? Estás loca, todos estáis locos.
Eso la redujo al silencio durante unos momentos, pero enseguida se recuperó y unos segundos después ya estaba volviendo a la carga.
- Puede que todo el mundo esté un poquito loco. Pero este sitio, Mickey... No puedes querer... Quiero decir que... ¡Bueno, échale un vistazo!
- Me gusta. Y en lo que a mí concierne toda la gente de aquí es como yo, y eso es justamente lo que quiero. No quiero volver a vivir contigo. No volveré nunca. Si me obligas a volver haré lo mismo una y otra vez. Juro que lo haré, y esta vez usaré la cantidad de fluido suficiente y también le mataré a él. Le mataré de verdad en vez de hacerlo ver, ¿entiendes?
- De acuerdo, Mickey, es tu vida.
- Sí, es mi vida.
Esas palabras y las lágrimas que les servían de fronteras equivalieron a un montón de cemento arrojado sobre los cimientos que sostendrían su nueva vida. Mañana por la mañana la masa húmeda de sentimientos y emociones se habría vuelto tan sólida como la roca, y pasado un año allí donde ahora sólo había un agujero bostezante se alzaría un rascacielos.
38. Padre Charmain
La reverenda Cox acababa de coger el Kerygma de Bunyan después de una semana de retraso y se había instalado cómodamente disponiéndose a disfrutar de una reconfortante inmersión en aquella prosa sólida, mesurada y tranquilizadora cuando el timbre hizo «ding-dong», y antes de que hubiera podido volver a desdoblar las piernas volvió a hacer «ding-dong». Alguien tenía problemas.
Era una anciana regordeta con el rostro ajado, la piel color leche agria, el párpado izquierdo caído, el ojo derecho sobresaliendo de su cuenca. En cuanto la puerta se abrió delante de ellos esos ojos que parecían pertenecer a dos personas distintas pasaron por la ya familiar pauta de la sorpresa, la desconfianza y el encogimiento receloso.
- Entre, por favor.
Movió la mano señalando la débil claridad que salía por la puerta del despacho que había al otro extremo del pasillo.
- He venido a ver al padre Cox.
Alzó uno de los impresos que enviaba el departamento: Si alguna vez experimenta la necesidad...
Charmain le ofreció la mano.
- Soy Charmain Cox.
La visitante recordó las exigencias de la buena educación el tiempo suficiente para aceptar la mano que se le ofrecía.
- Yo soy Nora Hanson. ¿Usted es...?
- ¿Su esposa? - sonrió -. No, me temo que soy el sacerdote. ¿Qué opina? ¿Cree que eso le va a facilitar las cosas o hará que le resulten todavía más difíciles? Pero entre, hace un frío horrible. Si le parece que se sentiría más cómoda hablando con un hombre puedo telefonear a San Marcos y hablar con mi colega el reverendo Gogardin. Está al otro lado de la esquina.
La guió hacia su despacho y acabó instalándola en el cómodo confesionario del sillón marrón.
- Hace mucho tiempo que no iba a la iglesia. Leí su carta, pero no se me pasó por la cabeza que...
- Sí, supongo que utilizar sólo mis iniciales equivale a hacer una pequeña trampa.
Y se embarcó en su no muy ingenioso pero siempre útil sermón basado en las historias de la mujer que se había desmayado y el hombre que le había quitado el pectoral de un manotazo. Después renovó su oferta anterior de telefonear a San Marcos, pero a esas alturas la señora Hanson ya se había resignado a la idea de que sus tratos con la iglesia se desarrollarían a través de una mujer.
Su historia era un mosaico de pequeñas culpas, indignidades, debilidades y dolores varios, pero la imagen que acabó emergiendo de ella podía ser identificada sin ninguna dificultad como el retrato de la desintegración de una familia. Charmain empezó a ordenar y exponer todos los argumentos que apoyaban la triste verdad de que no podría ayudarla en su lucha contra el gran pulpo conocido con el temible nombre de Burocracia. El más importante se reducía a que durante la porción nueve-a-cinco de su vida era una esclava cautiva en uno de los santuarios del pulpo (el Departamento de Asistencia Temporal), pero no tardó en comprender que los problemas de la señora Hanson involucraban a la Iglesia e incluso al mismísimo Dios. La hija mayor y su amante iban a abandonar el maltrecho navío familiar para unirse a la Hermandad de Santa Clara, y durante la discusión que había terminado con la tambaleante huida de la pobre anciana y su llegada al despacho de la reverenda Cox la amante había llegado al extremo de utilizar la Biblia de la pobre señora Hanson como munición. La versión de los acontecimientos extremadamente partidista con que la obsequió la señora Hanson también resultaba un poco confusa, y Charmain necesitó algún tiempo para localizar el pasaje que tanto la había trastornado, pero por fin logró seguirle la pista y acabó posando la mirada en el tercer capítulo versículos treinta y tres al treinta y cinco del Evangelio de San Marcos:
Y les respondió diciendo «¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos?».
Y contempló a los que estaban sentados a su alrededor y dijo: «¡Ved, ésta es mi madre y éstos son mis hermanos!».
Pues quien cumpla la voluntad de Dios también es mi hermano, mi hermana y mi madre.
- Bueno, y ahora yo le pregunto...
- Naturalmente - le explicó Charmain -, Jesucristo no está afirmando que nadie tenga licencia para insultar o maltratar a sus parientes.
- ¡Naturalmente que no!
- Pero no se le ha pasado por la cabeza la posibilidad de que... Se llama Enero, ¿no?
- Sí. Un nombre ridículo, ¿verdad?
- ¿No se le ha pasado por la cabeza que Enero y su hija quizá tengan razón?
- ¿Qué quiere decir?
- Intentaré expresarlo de una forma distinta. ¿Cuál es la voluntad de Dios?
La señora Hanson se encogió de hombros.
- Me temo que ahí me ha pillado - y cuando su cerebro hubo tenido tiempo de digerir la pregunta -: Pero si usted cree que Gamba sabe... ¡Ja!
Charmain pensó que el Evangelio de San Marcos ya había hecho bastante daño, y le fue soltando sin mucho convencimiento su repertorio habitual de buenos consejos para situaciones catastróficas sintiéndose tan inútil y ridícula como si fuese la dependienta de una tienda y la estuviera ayudando a escoger un sombrero - o quizá más aún -, porque cada nuevo modelo de comportamiento que le ofrecía daba el invariable resultado de revelar una señora Hanson todavía más grotesca que la anterior.
- En otras palabras - dijo la señora Hanson resumiendo toda su charla -, usted cree que estoy equivocada.
- No, pero por otra parte tampoco estoy muy segura de que sea su hija quien se equivoca. Oiga, ¿ha intentado ver las cosas poniéndose en su lugar? ¿Ha intentando comprender por qué quiere unirse a una Hermandad?
- Sí, lo he intentado. Le gusta cagarse encima mío y llamar pastel a la mierda.
Charmain dejó escapar una carcajada no muy convincente.
- Bueno, señora Hanson, puede que la razón esté de su parte y sea su hija la que se equivoca. Espero que podremos volver a hablar del asunto después de que las dos hayan tenido ocasión de pensarlo un poco.
- Lo que quiere decir es que quiere que me vaya.
- Sí, supongo que eso es lo que quiero decir. Ya es muy tarde, y tengo trabajo que hacer.
- De acuerdo, me voy; pero quiero preguntarle una cosa antes de irme. Ese libro que hay en el suelo...
- ¿Kerygma?
- ¿Qué significa?
- Es una palabra griega y significa mensaje. Se supone que es una de las misiones de la Iglesia: transmitir un mensaje.
- ¿Qué mensaje?
- Resumiéndolo mucho... Cristo ha vuelto de la tumba. Estamos salvados.
- ¿Y usted lo cree?
- No lo sé, señora Hanson. Pero lo que yo crea no importa. No soy más que la mensajera, ¿comprende?
- ¿Me permite que le diga una cosa?
- ¿Qué quiere decirme?
- Creo que usted no vale para el sacerdocio.
- Gracias, señora Hanson. Ya lo sabía.
39. Las marionetas de las cinco y cuarto
La señora Hanson estaba sola en el apartamento con las puertas cerradas y la mente atrancada sin apartar los ojos del televisor, contemplando la pantalla con una intensa concentración que saltaba continuamente de una cosa a otra. Los que llamaban eran ignorados, incluso Ab Holt, quien ya era lo bastante mayorcito para saber que seguirles el juego equivalía a hacer el imbécil. «No ha sido más que una discusión, Nora...» ¡Nora! Nunca la había llamado Nora. Su vozarrón se abría paso a través de la puerta del armario que había sido un vestíbulo. La señora Hanson no podía creer que fuese capaz de llegar al extremo de usar la fuerza física para sacarla de allí. ¡Después de quince años! Había centenares de personas que no cumplían los requisitos de permanencia en el edificio, y si quisiera habría podido recitar sus nombres y sus apellidos, gente que acogía a cualquier temporal del pasillo y lo llamaba «inquilino». «Señora Hanson, me gustaría presentarle a mi nueva hija...» ¡Oh, sí, claro! La corrupción no era una lacra exclusiva de la cima, sino algo que se iba infiltrando por todo el sistema. Y cuando le había preguntado «¿Por qué yo?» aquella zorra había tenido la cara dura de contestar «Me temo que es un caso de Che sera sera». Si al menos hubiera sido la señora Miller... Sí, la señora Miller era algo más que un montón de falsa simpatía y Che sera sera, la señora Miller realmente se preocupaba por lo que pudiera ocurrirte. ¿Y si la telefoneaba? Quizá... Pero el teléfono de Williken había desaparecido con él, y de todas formas no pensaba moverse de allí. Tendrían que sacarla a rastras. ¿Osarían llegar tan lejos? Desconectarían la electricidad, por supuesto, eso siempre era el primer paso, y entonces sólo Dios sabía cómo se las iba a arreglar sin la televisión. Una chica rubia le demostró lo fácil que era hacer algo, uno, dos, tres, así de sencillo, y luego cuatro, y cinco, y seis, ¿y se rompería? Después llegó Clínica terminal. El médico nuevo aún tenía problemas con la enfermera Loughtis. Ah, sí, menudos cabellos de bruja, y además no podías creer ni una palabra de lo que te dijera. Esa mirada maligna suya y de repente «No puede luchar contra el Ayuntamiento, doctor», y se lo había soltado así tan tranquila. Claro, eso era justo lo que querían hacerte creer, que una persona sola no puede hacer nada. Cambió de canal. Jodienda en el 5, clase de cocina en el 4. Volvió a prestar atención a la pantalla. Un par de manos amasaban una enorme bola de harina. ¡Comida! Pero esa señora chicana tan agradable del Comité de Inquilinos - aunque realmente no se podía decir que fuese chicana, era sólo el apellido - le había prometido que no se moriría de hambre, y en cuanto al agua varios días antes ya había llenado todos los recipientes que había en la casa.
Todo era tan injusto... La señora Manuel, si es que se apellidaba así, le había dicho que estaba atada de pies y manos. Alguien debía tenerle echado el ojo al apartamento desde hacía mucho tiempo y había estado esperando aquella oportunidad, pero cada vez que intentaba hablar con el gilipollas de Blake para averiguar quién iba a mudarse allí... oh, no, eso era «confidencial». Un solo vistazo a esos ojillos porcinos suyos y había estado segura de que él sacaría tajada de aquel asunto.
Todo se reducía a seguir aguantando. Lottie volvería a casa dentro de unos días. No era la primera vez que pasaba algún tiempo fuera, y luego siempre acababa regresando. Toda su ropa estaba allí y sólo se había llevado una maletita, un detalle del que no había querido informar a la señorita Reptil. Lottie estaría fuera el tiempo necesario para disfrutar de su pequeño ataque de nervios o lo que fuera, pero volvería a casa y cuando hubiera vuelto el apartamento estaría ocupado por dos personas, y la administración tendría que concederle los seis meses de prórroga fijados por la ley. La señora Manuel se lo había dejado bien claro, ¿no? Seis meses... Y Gamba no aguantaría seis meses en esa especie de convento porque para ella la religión era otro pasatiempo, nada más. Antes de que pasaran seis meses ya habría sustituido la religión por otra manía, y entonces serían tres, y la administración no tendría absolutamente nada en que apoyarse.
Los plazos que te iban dando eran otro farol, ahora lo veía claro. Ya había pasado una semana de la fecha fijada. Bueno, que llamaran a la puerta todo lo que quisieran, aunque le bastaba con pensar en lo que había ocurrido para sentir que empezaba a perder los estribos. Y Ab Holt les estaba ayudando... ¡Maldición!
- Me encantaría fumar un cigarrillo - dijo con voz muy tranquila, como si dijera exactamente eso cada vez que llegaban las cinco y empezaban a dar las noticias.
Fue al dormitorio, abrió el primer cajón de la cómoda y cogió los cigarrillos y las cerillas. Todo se veía tan ordenado... La ropa estaba pulcramente doblada, e incluso había arreglado la persiana rota aunque el resultado de la reparación era que ahora no había forma humana de mover las tablillas. Se sentó al borde de la cama y encendió un cigarrillo. Necesitó dos cerillas y luego. Aj, el sabor. ¿Estaría pasado? Pero su cabeza parecía necesitar los efectos del humo. Sus pensamientos dejaron de moverse en el círculo que los había atrapado y se dirigieron hacia su arma secreta.
Su arma secreta era el mobiliario. A lo largo de los años había ido acumulando una cantidad increíble de muebles - la gran mayoría procedían de los restos que quedaban en los apartamentos cuando sus ocupantes se morían o se mudaban -, y no conseguirían sacarla de allí sin dejarlo todo limpio antes porque eso era lo que decía la ley, y no bastaba con sacarlo al pasillo, oh no, tendrían que bajarlo hasta la calle. Bueno, ¿y qué iban a hacer? ¿Contratar a todo un ejército para que lo bajara por esa escalera? ¿Dieciocho pisos? No, mientras insistiera en que respetaran sus derechos estaba tan segura como si se encontrase dentro de un castillo, y ellos seguirían haciendo justo lo que habían estado haciendo hasta ahora. Ejercerían toda la presión psicológica posible para que firmara sus jodidos impresos, pero nada más.
Volvió la cabeza hacia el televisor y vio que un grupo de bailarines acababa de ir a una fiesta en las oficinas de Greenwich Village de la Unión de Fabricantes Hanover. El noticiario ya había terminado. La señora Hanson volvió a la sala con su segundo cigarrillo de sabor horrible y entró en ella acompañada por las notas de «Conociéndote», lo cual resultaba un tanto irónico.
Y por fin llegaron las marionetas, sus viejas amigas..., no, sus únicas amigas. El cumpleaños de Garabatín... Bowser acababa de aparecer trayendo consigo un regalo metido dentro de una caja gigantesca. «¿Es para mí?», preguntó Garabatín con su vocecita aflautada. «Venga, ábrelo», dijo Bowser, y por el tono de su voz sabías que iba a ocurrir algo bastante horrible. «Para mí... ¡Oh, chico, es para mí!» Dentro de la caja había otra caja y dentro de esa caja había otra, y luego otra, y luego otra más. Bowser se iba poniendo cada vez más impaciente. «Vamos, vamos, sigue, ábrela...» «Oh, ya me he hartado de esto», dijo Garabatín. «Deja que te enseñe cómo se hace», dijo Bowser, y lo hizo, y un martillo maravillosamente colosal salió disparado de la última caja y le golpeó en la cabeza. La señora Hanson rió y rió hasta que no pudo más, y las chispas y las cenizas del cigarrillo se le desparramaron sobre el regazo.
40. La salsa de tomate Hunt
El superintendente les dejó entrar por el armario usando su llave antes de que hubiera amanecido, y los dos auxiliares empezaron a vaciar el apartamento. La señora Hanson les pidió cortésmente que se marcharan y acabó gritándoles que se fueran de allí, pero no le hicieron ningún caso.
Cuando bajaba por la escalera para ir a hablar con la mujer del Comité de Inquilinos se encontró con el superintendente.
- ¿Qué pasa con mi mobiliario? - le preguntó.
- Bueno, ¿qué pasa con su mobiliario?
- No puede echarme del apartamento sin mis pertenencias. Es la ley.
- Vaya a hablar con ellos. Yo no tengo nada que ver con esto.
- Usted les dejó entrar. Ahora están ahí dentro, y tendría que ver el jaleo que están armando. No puede decirme que eso es legal..., son los objetos personales de una ciudadana, y no estoy hablando sólo de mis cosas sino de las de toda una familia, y...
- ¿Y qué? De acuerdo, es ilegal... ¿Le gusta más así?
El superintendente giró sobre sus talones y empezó a bajar por la escalera.
Acordarse del caos que se estaba adueñando del apartamento - la ropa fuera del armario, los cuadros descolgados, los platos metidos a toda prisa en las cajas de cartón -, hizo que tomara una decisión. No valía la pena. No estaba muy segura de si lograría encontrar a la señora Manuel, y aunque lo consiguiera ella no arriesgaría el cuello por la familia Hanson. Cuando volvió al 1812 el auxiliar pelirrojo estaba orinando en el fregadero de la cocina.
- ¡Oh, no se disculpe! - dijo la señora Hanson cuando vio que abría la boca -. Un trabajo es un trabajo, ¿verdad? Tiene que hacer lo que le mandan.
Tenía la sensación de que de un momento a otro chillaría, echaría a correr en círculos o, sencillamente, estallaría; pero había algo que se lo impedía y era el saber que nada de cuanto pudiera hacer tendría el más mínimo efecto sobre lo que le estaba ocurriendo. La televisión le había proporcionado modelos para enfrentarse a casi todas las situaciones de la vida real que se le habían ido presentando a lo largo de su existencia - la felicidad, las desgracias y todos los tramos intermedios -, pero esta mañana la había sorprendido sola y sin un guión en el que apoyarse, sin ni tan siquiera una vaga idea de lo que se suponía que iba a ocurrir después o de lo que debía hacer. ¿Cooperar con esas malditas apisonadoras? Era lo que las apisonadoras parecían estar esperando. Sí, la señorita Reptil y los que se atrincheraban en sus despachos protegiéndose con murallas de impresos y buenos modales esperaban que se portaría bien y que colaboraría en su expulsión, pero la señora Hanson prefería la muerte a hacer algo semejante.
Resistiría, y seguiría resistiendo aunque intentaran hacerle comprender que no le serviría de nada, aunque se lo cantaran a coro todos juntos. Tomar esa decisión le permitió comprender que acababa de encontrar su papel, y que después de todo era un papel familiar insertado en una historia muy conocida: moriría luchando. En ese tipo de situaciones donde todas las probabilidades estaban en tu contra aguantar el tiempo suficiente servía para que la marea se retirase de repente, ¿no? Pues claro que sí, y la señora Hanson lo había visto ocurrir en más de una ocasión.
La señorita Reptil entró en el apartamento a las diez y examinó la labor de destrucción llevada a cabo por los auxiliares. Intentó convencer a la señora Hanson de que debía firmar un documento para que parte de las cajas y el contenido de las alacenas fuera guardado en un almacén a expensas del ayuntamiento - lo cual hacía suponer que el resto sería considerado como basura pura y simple -, y la señora Hanson replicó diciendo que hasta que la hubieran echado del apartamento todo aquello seguía siendo de su propiedad, por lo que si la señorita Reptil tenía la bondad de marcharse llevándose consigo a sus dos meafregaderos le quedaría terriblemente agradecida.
Después se sentó junto a la pantalla sin vida del televisor (por fin habían desconectado la electricidad) y se fumó otro cigarrillo. Salsa de tomate Hunt, proclamaba la caja de fósforos, y dentro había una receta para cocinar Judías a la Waikiki que la señora Hanson siempre había tenido intención de utilizar, pero que por una cosa u otra nunca había llegado a preparar. Mezclibuey o Trocitos de Cerdo, un poquito de piña trinchada, una cucharada sopera de Aceite Wesson y montones de salsa de tomate, calor y sírvase encima de una tostada. La señora Hanson se quedó dormida en el sillón planeando toda una cena al estilo hawaiano que giraría alrededor de las Judías a la Waikiki.
A las cuatro de la tarde oyó golpes y un considerable estrépito al otro lado de la puerta de lo que volvía a ser el vestíbulo. Eran los de la mudanza. Bueno, por lo menos había tenido tiempo de echar un sueñecito antes de que encontraran al superintendente para que les dejara entrar en el apartamento... La señora Hanson observó con expresión lúgubre cómo vaciaban la cocina despojándola del mobiliario, los estantes y las cajas, pero incluso vacía, los dibujos creados por el desgaste del linóleo y las manchas de las paredes seguían proclamando que aquella habitación era la cocina de los Hanson.
El contenido de la cocina fue amontonado en el rellano de la escalera. Ésa era la parte que había estado esperando. ¡Adelante, romperos la espalda bajándolo!
Y entonces oyó el gemido y el temblor de una maquinaria lejana. El ascensor volvía a funcionar. Oh, claro, era obra de Gamba y su ridícula campaña, el último bofetón en la cara, la despedida definitiva. El arma secreta de la señora Hanson había fallado. La cocina fue cargada en el ascensor, los tipos de la mudanza entraron en la cabina con cierta dificultad y apretaron el botón. Las puertas exteriores primero y las interiores después se cerraron con un chirrido. El disco de tenue luz amarilla empezó a moverle y acabó desapareciendo. La señora Hanson fue hacia la sucia ventana y observó el temblor de los cables de acero que vibraban como las cuerdas de un violín gigantesco. Después de mucho, mucho rato, el gigantesco bloque del contrapeso emergió de la oscuridad y subió lentamente hacia ella.
¿El apartamento o el mobiliario? Tenía que decidirse por uno u otro, y acabó optando - debían estar seguros de que tomaría esa decisión - por el mobiliario. Volvió a entrar por última vez en el 1812 y cogió su abrigo marrón, su bolso y su gorra Lanudo Marca Registrada. El apartamento estaba sumido en la penumbra - sin luces, sin persianas que taparan las ventanas, con las paredes desnudas y el suelo lleno de enormes cajas precintadas -, y no había nadie de quien despedirse salvo la mecedora, el televisor, el sofá, y pronto estarían en la calle con ella.
Cerró la puerta con dos vueltas de llave, y se detuvo en el comienzo del tramo de escalones porque acababa de oír el gemido del ascensor que volvía a subir. ¿Por qué matarse bajando dieciocho pisos? Entró en la cabina del ascensor un segundo después de que los encargados de la mudanza hubieran salido de él.
- ¿Alguna objeción? - preguntó.
Las puertas se cerraron y la señora Hanson experimentó los efectos de la caída libre antes de que los de la mudanza descubrieran que no podían entrar.
- Espero que se caiga - dijo, sintiendo una pequeña punzada de temor ante la remota posibilidad de que su deseo se convirtiera en realidad.
Reptil estaba montando guardia junto a la cocina acurrucada bajo la pequeña isla de luz proyectada por un farol callejero. Ya casi había anochecido. Un viento bastante frío cargado de copos de nieve seca de la nevada de ayer soplaba desde el oeste barriendo toda la calle Once con sus ráfagas. La señora Hanson obsequió a Reptil con un feroz fruncimiento de ceño, se dejó caer sobre una silla de la cocina y deseó con todas sus fuerzas que Reptil osara imitarla.
El segundo cargamento no tardó en llegar - sillones, el catre desmontado, alacenas llenas de ropa, el televisor -, y una segunda habitación hipotética empezó a cobrar forma junto a la primera. La señora Hanson se trasladó a su sillón favorito, se metió las manos en los bolsillos del abrigo e intentó calentarse los dedos pegándolos a la ingle.
La señorita Reptil parecía haber decidido que era el momento de aplicar la máxima presión posible. Los impresos emergieron del maletín, pero la señora Hanson se libró de ella con gran elegancia mediante el recurso de encender un cigarrillo. Reptil retrocedió alejándose del humo como si acabaran de ofrecerle una cucharadita de cáncer. ¡Malditos asistentes sociales!
Los objetos más voluminosos llegaron con el tercer cargamento - el sofá, la mecedora, las tres camas, la cómoda a la que le faltaba un cajón -, y los encargados de la mudanza informaron a Reptil de que sólo necesitarían un viaje más para acabar de bajarlo todo. Cuando hubieron vuelto a entrar en el edificio Reptil enarboló los impresos y el bolígrafo disponiéndose a reanudar la ofensiva.
- Comprendo que esté enfadada y no se lo reprocho, señora Hanson, créame, pero alguien tiene que ocuparse de estos asuntos y procurar que todo se lleve a cabo de la forma más justa posible dada la situación, y ahora tenga la bondad de firmar estos impresos para que cuando llegue la camioneta...
La señora Hanson se levantó del sillón, cogió los impresos, los rasgó en dos mitades, volvió a rasgar en dos cada mitad y entregó los trocitos de papel a Reptil, quien no dijo nada.
- ¿Alguna cosa más? - preguntó utilizando su mismo tono de voz.
- Sólo intento ayudarla.
- Si intenta ayudarme aunque sólo sea un segundo más la dejaré esparcida por toda la acera como si..., como si..., ¡como si fuera una lata de salsa de tomate!
- Amenazar con la violencia no resuelve los problemas, señora Hanson.
La señora Hanson cogió la mitad superior del palo de la lámpara, la levantó del regazo de la mecedora y la hizo girar dirigiendo el arma improvisada hacia la parte central del grueso abrigo de Reptil. El impacto produjo un ¡whap! altamente satisfactorio, y la pantalla de plástico que siempre le había parecido tan horrible se rompió. Reptil echó a caminar hacia la Primera Avenida sin decir ni una palabra más.
Las últimas cajas fueron sacadas del vestíbulo del edificio y colocadas junto al resto del mobiliario. Las habitaciones se habían confundido unas con otras formando un gigantesco amasijo irracional. Dos mocosos de color que vivían en el 334 habían empezado a saltar sobre el trampolín formado por las colchonetas del catre y el colchón de la cama de Lottie. La señora Hanson les obligó a huir amenazándoles con el palo de la lámpara, y los mocosos se unieron a la pequeña multitud congregada en la acera que permanecía inmóvil al otro lado de la frontera invisible formada por las paredes imaginarias del apartamento imaginario. Unas cuantas siluetas observaban desde las ventanas de los primeros pisos del edificio.
No podía dejar que hicieran eso. Como si estuviera muerta y pudieran hurgarle impunemente en los bolsillos... Aquellos muebles eran propiedad suya, y lo único que hacían era permanecer inmóviles y contemplarla esperando a que Reptil volviera con refuerzos para llevárselo todo. Eran como buitres.
Bueno, por lo que a ella respectaba podían esperar hasta que se cayeran de cansancio. ¡No iban a quedarse con nada que fuese suyo!
Metió la mano en su cada vez más frío bolso para coger los cigarrillos y las cerillas, y vio que sólo quedaban tres. Bueno, tendrían que bastar, ¿no? Logró encontrar los cajones de la cómoda de madera que había sacado del apartamento de la señorita Shore después de que muriera. La cómoda era el mueble del que se sentía más orgullosa, roble auténtico. Antes de volver a colocarlos en su sitio usó el palo de la lámpara para hacer agujeros en las tablillas de cartón que hacían de fondo. Después abrió las cajas precintadas y empezó a buscar objetos que ardieran bien. Artículos de baño, sábanas y fundas de almohada, sus flores... Echó las flores al suelo y desgarró la caja de cartón hasta convertirla en tiras que fueron a parar al último cajón de la cómoda. Esperó a que no soplara viento, pero aun así necesitó las tres cerillas para que las tiras empezaran a arder.
La multitud había crecido un poco, pero aún estaba compuesta por una considerable mayoría de niños y se mantenía alejada de las paredes. La señora Hanson miró a su alrededor buscando algo para alimentar las llamitas. Páginas de libros, los restos de un calendario y las acuarelas que Mickey había pintado en tercer curso («Prometedor» y «Será bastante independiente») fueron a parar al cajón, y antes de que hubiera pasado mucho tiempo la señora Hanson ya había conseguido crear una hoguera que desprendía un calorcito muy agradable; pero no podía meter más cosas dentro de los cajones, y ahora el gran problema era conseguir que las llamas se transmitieran al resto del mobiliario.
El palo de la lámpara le permitió volcar la cómoda. Un chorro de chispas salió disparado hacia el cielo y fue dispersado por el viento haciendo retroceder a la multitud que se había acercado un poco al fuego. La señora Hanson cogió la mesa de la cocina y las sillas y las arrojó a las llamas. Eran los últimos objetos grandes que conservaba de la época de la calle Mott, y ver cómo se consumían le resultó bastante doloroso.
En cuanto las sillas estuvieron ardiendo las usó como antorchas para prender fuego al resto del mobiliario. Las alacenas estaban hechas de materiales baratos y se convirtieron en manantiales de fuego. La multitud contempló cómo quedaban envueltas en humo negro y saludó cada nuevo estallido llameante con vítores y gritos de alegría. Ah, sí, ¿verdad que no hay nada como un buen fuego?
El sofá, los sillones y los colchones fueron los que ofrecieron más resistencia. La tela se calcinaba y el relleno desprendía una humareda apestosa, pero se negaba a arder. La señora Hanson tuvo que hacer un gran esfuerzo para arrastrarlos hasta la pira central, pero cuando le tocó el turno al último colchón sólo consiguió llevarlo hasta el televisor antes de que se le agotaran las fuerzas.
Una figura emergió de la multitud y fue hacia ella, pero si querían detenerla ya era demasiado tarde. ¿Quién era? Una mujer muy gorda con una maletita en la mano.
- ¿Mamá? - preguntó la silueta.
- ¡Lottie!
- He vuelto a casa, ¿sabes? Oye, ¿qué estás haciendo con...?
Una alacena llena de ropa se desmoronó creando una dispersión de módulos llameantes adaptados a la escala humana.
- Se lo dije. ¡Les dije que volverías!
- Son... Son nuestros muebles, ¿no?
- Quédate aquí - la señora Hanson alargó la mano hacia la maleta, se la quitó de entre los dedos y vio que estaban llenos de arañazos, pobrecita, y dejó la maleta sobre la acera -. Que no se te ocurra irte a ningún sitio, ¿entendido? Voy a buscar a alguien, pero volveré enseguida. Hemos perdido una batalla, pero aún ganaremos la guerra.
- Mamá, ¿te encuentras bien?
- Me encuentro estupendamente. No te muevas de aquí, ¿de acuerdo? Y no hay por qué preocuparse. Ahora ya no hay por qué preocuparse, ¿comprendes? Nadie va a quitarnos nuestros seis meses.
41. En las cataratas
¿Increíble? Había visto a su madre corriendo a través de las llamas como una estrella de la ópera que se dispone a saludar después de que haya bajado el telón. Su maleta había aplastado las flores de plástico. Lottie se inclinó y cogió una flor, un iris que arrojó hacia las llamas más o menos en la misma dirección por la que había visto desaparecer a su madre.
¿Y acaso no había sido una interpretación soberbia? Lottie había permanecido inmóvil en la acera viendo cómo le prendía fuego a..., a todo. La mecedora estaba ardiendo. Los dos segmentos que formaban el catre del niño yacían sobre las cenizas de lo que había sido la mesa de la cocina y también ardían, e incluso el televisor estaba consumiéndose, aunque tener encima el colchón de Lottie impedía que ardiese tan bien como habría podido hacerlo sin ese obstáculo. Todo el apartamento de los Hanson ardía. «¡La fuerza de voluntad! - pensó Lottie -. La fuerza de voluntad que se necesita para hacer algo semejante...»
Pero aun así no estaba segura de que «fuerza de voluntad» fueran las palabras más adecuadas. ¿Por qué? ¿Acaso no era el equivalente a ceder y rendirse? ¿Qué era lo que había dicho Agnes Vargas hacía ya tantos años cuando trabajaban en Importaciones Afra? «Lo más difícil no es hacer el trabajo. Lo más difícil es aprender cómo hacerlo.» Oh, sí, Agnes no se había roto la cabeza, desde luego, pero Lottie quedó tan impresionada que aún le parecía oírla.
¿Y había aprendido a hacerlo?
Lo hermoso era que hubiera sido tan increíble, tan aparatoso.
Verlos muebles esparcidos por la acera ya había sido todo un espectáculo. ¡Pero cuando ardieron...!
El sillón tapizado con la tela de flores sólo había estado echando humo, pero de repente todo él quedó envuelto en llamas y todo su significado quedó expresado en una columna de fuego anaranjado. ¡Magnífico!
¿Podría...?
Bueno, por lo menos podía intentar aproximarse.
Luchó con los cierres de la maleta y logró abrirla. Ya había perdido muchas de las cosas que había traído consigo - todos los huesos y las baratijas del pasado que había exprimido desesperadamente sin que le proporcionaran ni una gota de los sentimientos que se suponía debían almacenar, las postales que nunca había enviado, las ropitas infantiles, el libro de autógrafos (tres celebridades incluidas) que había empezado en octavo curso -, pero estaba dispuesta a desprenderse de cuanto le quedaba.
Un vestido blanco, lo primero que vio al abrir la maleta. Lo arrojó sobre el sillón envuelto en llamas y apenas entraron en contacto con éstas, años de blancura se condensaron en una bola de claridad cegadora que se esfumó un segundo después.
Un par de zapatos y un jersey se encogieron rápidamente rodeados por halos de llamas verdosas.
Trajes estampados, trajes a rayas.
¡Pero si apenas había nada que le cupiera! Acabó perdiendo la paciencia y lo arrojó todo en un confuso montón, todo salvo las fotos y el fajo de cartas porque quería entregarlas al fuego una por una. Las fotos emitieron guiños de fuego que le hicieron pensar en otros tantos destellos de flash, otras tantas bombillitas que abandonan el mundo prácticamente apenas han entrado en él. Las cartas se consumieron todavía más deprisa, un ¡whoooosh! y ya estaban volando hacia arriba arrastradas por el chorro de aire caliente, pájaros negros que no pesaban nada, poema tras poema, mentira sobre mentira..., todo el amor de Juan.
Y ahora, ¿era libre?
La ropa que llevaba carecía de importancia. Después de todo hacía sólo una semana habría pensado que este momento exigía que se quitara la ropa, ¿verdad?
No, la ropa que debía quitarse era ella misma.
Fue hacia la cama que le habían preparado encima del televisor. Ahora todo lo demás estaba envuelto en llamas, y lo único que aún no ardía era el colchón. Se acostó sobre él. La sensación no resultaba más incómoda que la de entrar en una bañera llena de agua muy caliente y, tal como habría ocurrido en ese caso, el calor fue disolviendo los dolores y la tensión de esos últimos días y semanas tan horribles. ¡Ah, sí, esto era mucho más sencillo!
Se relajó y empezó a ser consciente del sonido de las llamas, y el estrépito era como un rugido que la rodeaba por todas partes, como si por fin hubiera llegado a las cataratas que llevaba oyendo desde hacía tanto tiempo, como si su botecito hubiera flotado a la deriva hasta llevarla a ese momento. Pero estas aguas eran llamas y se movían hacia arriba en vez de caer. Echó la cabeza hacia atrás y pudo ver cómo las chispas de cada foco de llamas se unían al subir formando una corriente continua, un chorro de claridad que parecía burlarse de los cuadrados inmóviles de luz mortecina marcados sobre los ladrillos. Los espectadores estaban dentro de esos cuadrados de luz contemplando las llamas, esperando - como Lottie - el momento en el que se apoderarían del colchón.
Las primeras llamitas se enroscaron sobre el borde y vio el círculo de espectadores a través de ellas. La avidez de su mirada y la individualidad de cada rostro parecían insistir en que la acción de Lottie iba dirigida única y exclusivamente a él, y ahora ya no había forma de explicarles que no hacía esto por ellos sino por las llamas, solamente por las llamas.
Los rostros desaparecieron en el mismo instante en que comprendió que no podía seguir adelante, que no tendría la fuerza suficiente para hacerlo. Se irguió, el televisor empezó a desintegrarse y Lottie y su pequeño bote cayeron por el vacío y atravesaron la espuma blanca de su miedo para precipitarse hacia la magnificencia que les aguardaba más abajo.
Pero antes de que pudiera distinguirla a través de la cortina de espuma vio otro rostro. Un hombre. El hombre alzó la manguera contra incendios y apuntó la boquilla hacia ella. Un chorro blanco de espuma plástica brotó de ella y se esparció por encima de Lottie y del colchón, y mientras la iba cubriendo como una manta no le quedó más remedio que ver esa expresión de pérdida insoportable que había invadido sus ojos y sus labios y que estaba por todas partes mirara adonde mirase.
42. Lottie en el Bellevue, continuación
- Y de todas formas el mundo no se acaba. Puede que lo intente, puede que lo estés deseando con todas tus fuerzas, pero... No puede. Siempre hay algún pobre imbécil que cree necesitar algo que no tiene y que lucha durante cinco o diez años para conseguirlo, y cuando lo haya conseguido será otra cosa. Otro día, y tú sigues esperando el fin del mundo.
»Oh, a veces no me queda más remedio que reír, ¿sabe? Cuando pienso... Como cuando te enamoras por primera vez y te dices a ti misma que estás realmente enamorada. Ahora sé lo que es eso, y luego él te deja y no puedes creerlo o, lo que es peor, vas dejando de estar enamorada poco a poco, así, poco a poco, gradualmente. Estás enamorada, sí, pero ya no es una sensación tan maravillosa como al principio, y puede que ni tan siquiera estés enamorada, puede que sencillamente desees estarlo, y puede que ni tan siquiera quieras estar enamorada. Dejas de prestar atención a las canciones de la radio y lo único que quieres es dormir, nada más. ¿Sabe a qué me refiero? Pero hay un límite al tiempo que puedes dormir, y cuando despiertas siempre tienes que enfrentarte al mañana. La nevera está vacía, y empiezas a pensar en si queda alguien a quien no le hayas pedido prestado dinero, y la habitación apesta, y te levantas justo a tiempo de presenciar el crepúsculo más increíble que te puedas imaginar, así que después de todo no era el fin del mundo, sólo era otro día más.
»Verá, cuando vine aquí una parte mía era muy, muy feliz. Como el primer día de escuela aunque quizá fuera aterrador, no lo recuerdo, pero... En fin, era muy feliz porque pensaba que ya había llegado, que este lugar era el fondo de todo, que ya no se podía ir más abajo. ¡Por fin! El fin del mundo, ¿no? Y luego descubrí que no era el fin del mundo, sólo el día siguiente, y yo había salido al balcón y allí estaba de nuevo, un crepúsculo absolutamente increíble con Brooklyn tan grande y misteriosa, y el río; y de repente fue como si pudiera dar un paso atrás alejándome de mí misma, como cuando estás sentado delante de alguien en el vagón del metro y no sabe que le estás observando, y fue como si pudiera verme a mí misma así, y pensé que era una idiota, que sólo llevaba un día aquí y ya estaba volviendo a disfrutar de un jodido crepúsculo.
»Y, naturalmente, lo que estábamos diciendo antes de la gente también es cierto. Todo el mundo es un mierda, aquí dentro igual que allá fuera. Sus caras, y la forma en que cogen las cosas, como si... No sé si ha tenido niños, pero cuando estás comiendo en la misma mesa con un niño es exactamente igual, y al principio incluso puedes disfrutar de ello y te hace gracia. Es como observar a un ratoncito..., mordisco, mordisco, mordisco, ya sabe. Pero luego viene otra comida, y otra, y si no les ves en ningún otro momento del día te acaba pareciendo que los niños sólo son un apetito ilimitado, nada más, y... Bueno, eso es lo que creo que puede llegar a ser tan aterrador, el mirar a alguien y que no puedas ver nada más que una cara hambrienta que te está mirando.
»¿Ha sentido alguna vez algo parecido? Cuando sientes algo con mucha fuerza siempre supones que otras personas deben de haber sentido lo mismo que tú, pero... ¿Sabe una cosa? Tengo treinta y ocho años, mañana tendré treinta y nueve y sigo preguntándome si es así o no, si realmente hay alguien que haya sentido lo mismo que otra persona.
»¡Oh! Oh, lo más extraño es... Tengo que contárselo. Esta mañana estaba en el lavabo y de repente ha entrado la señorita Como-se-llame, la que es tan agradable, y ha entrado como si nada, tan tranquila, como si aquello fuera mi oficina y algo así, y me ha preguntado si quería un pastel de cumpleaños de chocolate o una tarta de nata. Hay que encargarlo hoy, ¿comprende? Dios, cómo me he reído... Me he reído tanto que pensé que me iba a caer de la taza. «Un pastel de chocolate o una tarta de nata. ¿Qué va a ser, Lottie?»
»Le dije que quería un pastel de chocolate, y yo también me tomé la cosa muy en serio, créame, y lo pensé mucho antes de decidirme por una cosa o por otra. Tenía que ser chocolate. O chocolate o nada.
43. La señora Hanson en la Habitación 7
- He estado pensando en ello. Durante años. Nunca hablo de eso porque me parece que no es algo de lo que se pueda hablar. En una ocasión... Recuerdo que en una ocasión me encontré con una señora en el parque, ya hace mucho tiempo de eso, y estuvimos hablando del asunto, pero no creo que ninguna de las dos... No, entonces no. Si te lo tomas en serio es algo de lo que prefieres no hablar nunca.
»Aquí la situación es muy distinta, ¿sabe? No, no me importa hablar de ello con usted. Es su trabajo y tiene que hacerlo, pero con mi familia... Verá, eso es muy distinto. Intentarían convencerme de que no lo hiciera y discutiríamos, pero no lo harían de corazón sino sólo porque se sentirían obligados, y yo lo entiendo, claro. Yo también hice lo mismo. Recuerdo haber visitado a mi padre cuando estaba en el hospital..., en el veintiocho o el veintinueve, sí, aquí mismo, y estuve hablando con él y hablando y hablando sin parar, a mil palabras por segundo. Dios... ¿Pero cree que podía mirarle a los ojos? ¡Ni soñarlo! No paré de enseñarle fotos, como si pensara que... Pero incluso entonces ya sabía lo que debía estar pensando, y lo que no sabía es que todo esto pueda parecerte tan posible, tan fácil de hacer.
»Pero supongo que usted no necesita ninguna razón aparte del impreso que está rellenando. Bueno, sí, ponga cáncer... Debe de tener una copia de mi historial médico, ¿no? Sólo me han operado una vez. Me quitaron el apéndice, y ya tuve suficiente con eso. Los médicos me han explicado lo que puedo esperar y que tengo un poco más del cincuenta por ciento de posibilidades, y les creo. No, lo que me asusta no es el riesgo. Eso sería una estupidez, ¿no le parece?
»Lo que me asusta es acabar convertida en una especie de vegetal arrugado. Allí donde estoy ahora hay tantos que... Y algunos de ellos son totalmente incapaces de... A veces les miro, ¿sabe? Ya sé que no tendría que hacerlo, pero soy incapaz de evitarlo.
»Y ellos no se enteran de nada. Ya no tienen ni idea de lo que les está ocurriendo. Hay uno que... En fin, ha estado así todo el tiempo desde que llegué aquí. Antes se pasaba todo el día fuera, decir que era independiente se habría quedado muy corto y de repente..., una embolia, no sé, y ahora no puede controlarse. Le sacan al porche en una silla de ruedas para que esté más acompañado, y de repente oyes el ruidito que hace al mear dentro de su orinal, una gotita y otra y otra. Oh, le aseguro que acabas riendo como una loca. ¿Qué otra cosa vas a hacer?
»Y luego piensas que podría ocurrirte a ti. No, no estoy intentando afirmar que lo del mear sea tan importante, pero... ¡El cambio mental! El viejo meón era un bastardo de mucho cuidado, ¿sabe? Tenía tanta energía, tantas ganas de vivir... Nadie podía tomarle el pelo. Pero ahora... Mojar la caria no me importa, pero no quiero que se me reblandezcan los sesos.
»Los celadores siempre están haciendo chistes sobre éste o el de más allá. No, no es por malicia, de veras, y a veces hasta yo me tengo que reír cuando les oigo. Y luego pienso que después de mi operación podrían hacer chistes sobre mí, y entonces ya sería demasiado tarde, ¿comprende? A veces se les ve en los ojos. ¿El qué? Pues el hecho de que han permitido que su oportunidad pasara de largo, y lo saben.
»Cuando llevas algún tiempo así te acabas preguntando por qué. ¿Por qué seguir? ¿Para qué molestarse? ¿Por qué razón? Supongo que eso ocurre cuando dejas de disfrutar de las cosas. Las cosas pequeñas de cada día que... Oh, claro, no es que haya mucho que disfrutar. Aquí... ¿La comida? No, para mí el comer se ha vuelto un trabajo, algo que tienes que hacer..., como el ponerte los zapatos. Lo hago, y eso es todo. ¿Las personas? Bueno, hablo con ellas y ellas hablan conmigo, pero no estoy muy segura de que haya alguien que escuche lo que decimos. ¿Usted..., usted me escucha? ¿Eh? Y cuando usted habla, ¿quién le escucha? ¿Y cuánto les pagan para que lo hagan?
»¿De qué estaba hablando? Oh, sí, la amistad. Bueno, ya he expresado lo que opino del tema. Bien... ¿Qué queda? ¿Qué es lo que queda? La televisión. Yo veía muchísima televisión, ¿sabe? Puede que si volviera a tener mi propio aparato y una habitación que fuera exclusivamente mía entonces quizá... No sé, quizá podría irme olvidando poco a poco de todo lo demás, pero estar sentada en esa sala de la Clínica Terminal... Nosotros la llamamos así, ¿no lo sabía? Sí, estar sentada en esa sala con los otros oyendo cómo estornudan y parlotean y no sé qué más, yo... No consigo concentrarme en la pantalla. No consigo perderme en ella.
»Y eso es todo. Ésa es mi vida, y si quiere que le sea sincera me parece que nadie necesita algo así. Oh, me había olvidado de los baños. Dos veces a la semana puedo disfrutar de un baño caliente durante quince minutos, y me encanta. Y cuando duermo... Sí, eso también me gusta mucho. Duermo unas cuatro horas cada noche, y no creo que sea suficiente.
»¿Me he explicado con claridad? ¿He sido lo suficientemente racional? Antes de venir aquí hice una lista con todo lo que quería decirle, y ahora ya se lo he dicho todo. Son buenas razones, ¿no le parece? Las busqué en el librito que nos dan, y creo que no me he dejado ninguna, ¿verdad?
»Oh. Las relaciones familiares, sí. Bueno, ya no me queda ninguna que importe demasiado. Cuando llegas a cierta edad eso es cierto para todo el mundo, y supongo que yo he llegado a esa edad. Tardé un poquito, pero ya estoy aquí.
»Tengo entendido que usted debe aprobar mi solicitud, y si no lo hace le aviso de que presentaré una apelación. Tengo derecho a reclamar, ¿sabe? Y acabaré saliéndome con la mía. Soy muy lista. Sí, cuando no me queda más remedio puedo ser muy lista... En mi familia todos son muy listos, y siempre han obtenido muy buenas puntuaciones. Debo confesar que yo no he sabido sacarle mucho partido a mi inteligencia, pero ahora voy a utilizarla. Conseguiré lo que quiero y aquello a lo que tengo derecho. Y, sinceramente, señorita Latham, le aseguro que es lo que quiero. Quiero morir. Deseo morir con tanto anhelo como algunas personas desean echar un polvo. Sueño con ello, y pienso en ello, y es lo que quiero.»
FIN
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