LAZARUS II
Miriam Allen de Ford
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Hacía esfuerzos para respirar. Podía sentir los latidos de su corazón, de modo que aún estaba vivo.
Se debe producir una distorsión del tiempo en un momento así. Quizá había pasado tan sólo un segundo desde que el huevo de cianuro fuera arrojado en el balde de ácido sulfúrico que estaba debajo de la silla de metal pintada de verde. Parecía que hacía una eternidad que estaba luchando para recuperar el aliento.
Súbitamente se preguntó si Jennie había luchado de esa manera mientras él la estrangulaba. Por primera vez sintió una puntada de remordimiento.
Luego, como una puerta que se cierra, el final. Nada.
En algún lugar, una mujer gritaba al mundo el acontecimiento.
No Jennie: él la había estrangulado. Su madre.
El final de Edwin R. Mahotney, asesino. Sin importancia para nadie, excepto para sí mismo. Y para su madre. Y en alguna oportunidad para una muchacha llamada Jennie.
Estaban preparados, los tres eminentes cirujanos y las enfermeras asistentes. En la jerarquía científica y política tenían un rango suficientemente alto como para haber resuelto infinidad de casos de rutina. Unos pocos —los guardianes entre ellos— que conocían la información habían jurado silencio. Era Top Secret no sólo para los periódicos y los habitantes de América sino para todo el mundo. Y así quedaría en caso de fracasar. Y en caso de tener éxito, sería un libre ofrecimiento de América, la expiación por sus pecados históricos.
Tan pronto como se eliminaron las emanaciones de la cámara de gas, el cadáver se trasladó rápidamente a una habitación próxima transformada en una sala de operaciones. Fue colocado en un pulmotor, se abrió el corazón y se estableció la estimulación eléctrica, se eliminó la sangre envenenada y se infiltró sangre hiperoxigenada. Se inyectaron dosis masivas de azul de metileno, hasta que lágrimas azules rodaron por las mejillas muertas y la orina azul manchó la mesa. Trabajaban aprisa, contra el tiempo, deteniéndose sólo para enjugarse el sudor del rostro con toallas esterilizadas.
Bajo la atenazante preocupación por el trabajo, un pensamiento semiconsciente se abrió paso. "Pobre diablo", pensó el jefe, "no nos agradecerá si tenemos éxito" ¿Prisión perpetua? No podía ser puesto en libertad.
“Detritus humano", pensó el segundo hombre desdeñosamente. "La única contribución al bienestar del mundo que puede hacer en su vida". Pensó en los tres cosmonautas muertos en la nave fatal.
Y el tercero: "Somos Galileos, Copérnicos de una nueva dispensa. O somos los peores chapuceros de la vida".
Una mujer vieja se abrió paso en la oficina del guardián.
—He venido a enterrar a mi hijo —dijo.
—Lo siento, señora —mintió el guardián—, pero ya está enterrado.
—Tuve que conseguir el dinero —lloraba—. No pude hacérselo saber por anticipado. ¿Puedo ver su tumba?
—No están marcadas —respondió, tieso. Y nuevamente—: Lo siento.
—Mi muchacho no pudo evitarlo —sollozaba la anciana—. Esa perra no lo dejaba ir, ella lo arruinó.
—Tenemos que enterrarlos de inmediato, según la ley —dijo el guardián. Era una mentira necesaria; no tenía posibilidad de elegir, pero en sus ojos había preocupación y vergüenza. Acompañó gentilmente a la temblorosa mujer hasta la entrada de la prisión.
El corazón se estremeció, luego comenzó a latir débilmente, recuperando el ritmo. El mecanismo expandía y contraía los pulmones. Sangre nueva, rica en oxígeno, corría por arterias y venas.
Colocaron discos de metal sobre el cráneo rasurado. La aguja comenzó a escribir.
Los hombres se incorporaron, agotados. Las enfermeras los reemplazaron. Todo había sido ensayado muchas veces. El momento crucial era ahora.
El cuerpo fue llevado a una cama de hospital. Respiraba, el corazón latía, podía mover los miembros.
El electroencefalograma dibujó una línea recta, sin ondulaciones.
—Coma —murmuró el jefe—, el final de coma —pero sacudió la cabeza.
¿Era un hombre totalmente vivo? ¿Era el mismo hombre que antes? En la cama del hospital de la prisión había sido este vegetal humano alimentado intravenosamente, bañado, cateterizado, masajeado por practicantes malhumorados, había recibido "crueles e inusuales castigos".
¿Era eso —él— una advertencia en contra de posteriores intentos, o un indicador de peligros que debían evitarse? ¿Las potencialidades de la investigación científica justificaban tal impertinencia?
No sabían. No especulaban. Esas son cuestiones para teóricos, no para científicos empiristas.
La anciana lloraba en su habitación solitaria. "¡Si mi muchacho estuviera aquí, vivo!", se lamentaba. Se estremeció de odio por la perra de Jennie que lo había llevado a la desesperación. "¡Era un muchacho tan bueno hasta que conoció a esa Jennie!", lloraba amargamente, sin importarle que hasta ella misma supiera que no era verdad.
Era otoño cuando los hombres mataron al asesino y otros hombres lo devolvieron a algo que ellos se sentían complacidos en llamar vida. Había sido invierno y ahora era primavera.
¿Él sabía? ¿Alguna sensación o pensamiento cruzaba ese cerebro anulado?
Los tres resurrectores se encontraron nuevamente. Los poderes que habían autorizado el experimento ahora exigían un informe oficial que serviría de base para acciones o inacciones futuras.
Rodeaban la cama donde yacía la criatura. Respiraba, a través del estetoscopio oían los latidos del corazón, podía volver la cabeza sobre la almohada y mover los brazos y piernas incansablemente. No había ni picos ni depresiones en el encefalograma.
Estaban solos, los cuatro: los tres cirujanos y su... ¿paciente? ¿víctima? ¿animal de laboratorio? El médico de la prisión y los residentes habían sido descartados de esta consulta privada. Los tres permanecieron en silencio durante largos minutos.
Entonces el jefe lanzó una mirada penetrante al cadáver viviente y ordenó áspera y perentoriamente:
—¡Míreme!
Los ojos opacos seguían contemplando la nada con mirada vacía.
—¿Puede vernos? ¿Puede oírme? —insistía el cirujano. No había reacción. El jefe lanzó una mirada a sus dos colegas.
—Si yo estuviera solo con él —murmuró uno de ellos.
—¿Eutanasia?
—Ilegal.
—No más ilegal que lo que hemos hecho. Hemos negado la ley que establece pena de muerte para el asesinato. Él estaba condenado a morir. Si deshacemos lo que hemos hecho, simplemente estaremos ejecutando la sentencia.
Se miraron los unos a los otros como conspiradores.
—El juramento hipocrático —musitó el tercer hombre. Los otros lo ignoraron.
—El experimento ha fracasado —dijo el jefe—. Cuando un experimento fracasa, hacemos borrón y cuenta nueva.
—¿Quizás otro sujeto? —aventuró uno de sus colegas.
—¿Intentarían hacer eso por un buen ser humano? —gritó el jefe apasionadamente.
El tercer hombre asintió.
Como siguiendo una orden silenciosa uno de ellos se acercó a la ventana y miró la lluvia que golpeaba el patio de la prisión. El otro se ubicó juntó a la puerta cerrada. Cerró los ojos.
Silenciosamente, el rostro atento, como un médico compasivo dando fin al dolor, el jefe sacó de su maleta una jeringa hipodérmica, la sumergió en agua hirviendo, rompió una ampolla y lleno el émbolo.
A medida que la aguja penetraba inexorablemente, la cosa que estaba en la cama era galvanizada. Los ojos resplandecieron, la cabeza dio un brinco.
—Ya morí una vez —la voz intolerable graznó con terror—. ¡Déjenme vivir!
Entonces la dosis letal llegó al corazón. Se desplomó.
El hombre que estaba junto a la puerta hizo arcadas. El de la ventana se aferró al contrapecho para mantenerse en pie.
El jefe, gris-blancuzco, colocó la jeringa nuevamente en su maleta.
—Voy a fijar una fecha para nuestro primer encuentro para hacer el informe oficial —dijo a través de dientes apretados—. Notifiquen al guardia. Estábamos todos presentes cuando este hombre pasó imperceptiblemente del coma a la muerte.
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