George Orwell
1984
Parte primera
I
Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada
en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas de
cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta
se colara con él.
El vestíbulo olía a legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un cartel de colores, demasiado grande
para hallarse en un interior, estaba pegado a la pared. Representaba sólo un enorme rostro de más de un
metro de anchura: la cara de un hombre de unos cuarenta y cinco años con un gran bigote negro y facciones
hermosas y endurecidas. Winston se dirigió hacia las escaleras. Era inútil intentar subir en el ascensor. No
funcionaba con frecuencia y en esta época la corriente se cortaba durante las horas de día. Esto era parte de
las restricciones con que se preparaba la Semana del Odio. Winston tenía que subir a un séptimo piso. Con
sus treinta y nueve años y una úlcera de várices por encima del tobillo derecho, subió lentamente, descansando
varias veces. En cada descansillo, frente a la puerta del ascensor, el cartelón del enorme rostro miraba
desde el muro. Era uno de esos dibujos realizados de tal manera que los ojos le siguen a uno adondequiera
que esté. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las palabras al pie.
Dentro del piso una voz llena leía una lista de números que tenían algo que ver con la producción de lingotes
de hierro. La voz salía de una placa oblonga de metal, una especie de espejo empañado, que formaba
parte de la superficie de la pared situada a la derecha. Winston hizo funcionar su regulador y la voz disminuyó
de volumen aunque las palabras seguían distinguiéndose. El instrumento (llamado telepantalla) podía
ser amortiguado, pero no había manera de cerrarlo del todo. Winston fue hacia la ventana: una figura pequeña
y frágil cuya delgadez resultaba realzada por el «mono» azul, uniforme del Partido. Tenía el cabello
muy rubio, una cara sanguínea y la piel embastecida por un jabón malo, las romas hojas de afeitar y el frío
de un invierno que acababa de terminar.
Afuera, incluso a través de los ventanales cerrados, el mundo parecía frío. Calle abajo se formaban pequeños
torbellinos de viento y polvo; los papeles rotos subían en espirales y, aunque el sol lucía y el cielo
estaba intensamente azul, nada parecía tener color a no ser los carteles pegados por todas partes. La cara de
los bigotes negros miraba desde todas las esquinas que dominaban la circulación. En la casa de enfrente
había uno de estos cartelones. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las grandes letras, mientras los
sombríos ojos miraban fijamente a los de Winston. En la calle, en línea vertical con aquél, había otro cartel
roto por un pico, que flameaba espasmódicamente azotado por el viento, descubriendo y cubriendo alternativamente
una sola palabra: INGSOC. A lo lejos, un autogiro pasaba entre los tejados, se quedaba un instante
colgado en el aire y luego se lanzaba otra vez en un vuelo curvo. Era de la patrulla de policía encargada
de vigilar a la gente a través de los balcones y ventanas. Sin embargo, las patrullas eran lo de menos. Lo
que importaba verdaderamente era la Polilla del Pensamiento.
A la espalda de Winston, la voz de la telepantalla seguía murmurando datos sobre el hierro y el cumplimiento
del noveno Plan Trienal. La telepantalla recibía y transmitía simultáneamente. Cualquier sonido que
hiciera Winston superior a un susurro, era captado por el aparato. Además, mientras permaneciera dentro
del radio de visión de la placa de metal, podía ser visto a la vez que oído. Por supuesto, no había manera de
saber si le contemplaban a uno en un momento dado. Lo único posible era figurarse la frecuencia y el plan
que empleaba la Policía del Pensamiento para controlar un hilo privado. Incluso se concebía que los vigilaran
a todos a la vez. Pero, desde luego, podían intervenir su línea de usted cada vez que se les antojara. Tenía
usted que vivir -y en esto el hábito se convertía en un instinto- con la seguridad de que cualquier sonido
emitido por usted sería registrado y escuchado por alguien y que, excepto en la oscuridad, todos sus movimientos
serían observados.
Winston se mantuvo de espaldas a la telepantalla. Así era más seguro; aunque, como él sabía muy bien,
incluso una espalda podía ser reveladora. A un kilómetro de distancia, el Ministerio de la Verdad, donde
trabajaba Winston; se elevaba inmenso y blanco sobre el sombrío paisaje. «Esto es Londres», pensó con
una sensación vaga de disgusto; Londres, principal ciudad de la Franja aérea 1, que era a su vez la tercera
de las provincias más pobladas de Oceanía. Trató de exprimirse de la memoria algún recuerdo infantil que
le dijera si Londres había sido siempre así. ¿Hubo siempre estas vistas de decrépitas casas decimonónicas,
con los costados revestidos de madera, las ventanas tapadas con cartón, los techos remendados con planchas
de cinc acanalado y trozos sueltos de tapias de antiguos jardines? ¿Y los lugares bombardeados, cuyos
restos de yeso y cemento revoloteaban pulverizados en el aire, y el césped amontonado, y los lugares donde
las bombas habían abierto claros de mayor extensión y habían surgido en ellos sórdidas colonias de chozas
de madera que parecían gallineros? Pero era inútil, no podía recordar: nada le quedaba de su infancia excepto
una serie de cuadros brillantemente iluminados y sin fondo, que en su mayoría le resultaban ininteligibles.
El Ministerio de la Verdad -que en neolengua1 se le llamaba el Miniver- era diferente, hasta un extremo
asombroso, de cualquier otro objeto que se presentara a la vista. Era una enorme estructura piramidal de
cemento armado blanco y reluciente, que se elevaba, terraza tras terraza, a unos trescientos metros de altura.
Desde donde Winston se hallaba, podían leerse, adheridas sobre su blanca fachada en letras de elegante
forma, las tres consignas del Partido:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
Se decía que el Ministerio de la Verdad tenía tres mil habitaciones sobre el nivel del suelo y las correspondientes
ramificaciones en el subsuelo. En Londres sólo había otros tres edificios del mismo aspecto y
tamaño. Éstos aplastaban de tal manera la arquitectura de los alrededores que desde el techo de las Casas de
la Victoria se podían distinguir, a la vez, los cuatro edificios. En ellos estaban instalados los cuatro Ministerios
entre los cuales se dividía todo el sistema gubernamental. El Ministerio de la Verdad, que se dedicaba a
las noticias, a los espectáculos, la educación y las bellas artes. El Ministerio de la Paz, para los asuntos de
guerra. El Ministerio del Amor, encargado de mantener la ley y el orden. Y el Ministerio de la Abundancia,
al que correspondían los asuntos económicos. Sus nombres, en neolengua: Miniser, Minipax, Minimor y
Minindancia.
El Ministerio del Amor era terrorífico. No tenía ventanas en absoluto. Winston nunca había estado dentro
del Minimor, ni siquiera se había acercado a medio kilómetro de él. Era imposible entrar allí a no ser por un
asunto oficial y en ese caso había que pasar por un laberinto de caminos rodeados de alambre espinoso,
puertas de acero y ocultos nidos de ametralladoras. Incluso las calles que conducían a sus salidas extremas,
estaban muy vigiladas por guardias, con caras de gorila y uniformes negros, armados con porras.
Winston se volvió de pronto. Había adquirido su rostro instantáneamente la expresión de tranquilo optimismo
que era prudente llevar al enfrentarse con la telepantalla. Cruzó la habitación hacia la diminuta cocina.
Por haber salido del Ministerio a esta hora tuvo que renunciar a almorzar en la cantina y en seguida
comprobó que no le quedaban víveres en la cocina a no ser un mendrugo de pan muy oscuro que debía
guardar para el desayuno del día siguiente. Tomó de un estante una botella de un líquido incoloro con una
sencilla etiqueta que decía: Ginebra de la Victoria. Aquello olía a medicina, algo así como el espíritu de
arroz chino. Winston se sirvió una tacita, se preparó los nervios para el choque, y se lo tragó de un golpe
como si se lo hubieran recetado.
Al momento, se le volvió roja la cara y los ojos empezaron a llorarle. Este líquido era como ácido nítrico;
además, al tragarlo, se tenía la misma sensación que si le dieran a uno un golpe en la nuca con una porra de
goma. Sin embargo, unos segundos después, desaparecía la incandescencia del vientre y el mundo empezaba
a resultar más alegre. Winston sacó un cigarrillo de una cajetilla sobre la cual se leía: Cigarrillos de la
1 La neoleugua era el idioma oficial de Oceanía.
Victoria, y como lo tenía cogido verticalmente por distracción, se le vació en el suelo. Con el próximo pitillo
tuvo ya cuidado y el tabaco no se salió. Volvió al cuarto de estar y se sentó ante una mesita situada a la
izquierda de la telepantalla. Del cajón sacó un portaplumas, un tintero y un grueso libro en blanco de tamaño
in-quarto, con el lomo rojo y cuyas tapas de cartón imitaban el mármol.
Por alguna razón la telepantalla del cuarto de estar se encontraba en una posición insólita. En vez de
hallarse colocada, como era normal, en la pared del fondo, desde donde podría dominar toda la habitación,
estaba en la pared más larga, frente a la ventana. A un lado de ella había una alcoba que apenas tenía fondo,
en la que se había instalado ahora Winston. Era un hueco que, al ser construido el edificio, habría sido calculado
seguramente para alacena o biblioteca. Sentado en aquel hueco y situándose lo más dentro posible,
Winston podía mantenerse fuera del alcance de la telepantalla en cuanto a la visualidad, ya que no podía
evitar que oyera sus ruidos. En parte, fue la misma distribución insólita del cuarto lo que le indujo a lo que
ahora se disponía a hacer.
Pero también se lo había sugerido el libro que acababa de sacar del cajón. Era un libro excepcionalmente
bello. Su papel, suave y cremoso, un poco amarillento por el paso del tiempo, por lo menos hacía cuarenta
años que no se fabricaba. Sin embargo, Winston suponía que el libro tenía muchos años más. Lo había visto
en el escaparate de un establecimiento de compraventa en un barrio miserable de la ciudad (no recordaba
exactamente en qué barrio había sido) y en el mismísimo instante en que lo vio, sintió un irreprimible deseo
de poseerlo. Los miembros del Partido no deben entrar en las tiendas corrientes (a esto se le llamaba, en
tono de severa censura, «traficar en el mercado libre»), pero no se acataba rigurosamente esta prohibición
porque había varios objetos -como cordones para los zapatos y hojas de afeitar- que era imposible adquirir
de otra manera. Winston, antes de entrar en la tienda, había mirado en ambas direcciones de la calle para
asegurarse de que no venía nadie y, en pocos minutos, adquirió el libro por dos dólares cincuenta. En aquel
momento no sabía exactamente para qué deseaba el libro. Sintiéndose culpable se lo había llevado a su casa,
guardado en su cartera de mano. Aunque estuviera en blanco, era comprometido guardar aquel libro.
Lo que ahora se disponía Winston a hacer era abrir su Diario. Esto no se consideraba ilegal (en realidad,
nada era ilegal, ya que no existían leyes), pero si lo detenían podía es tar seguro de que lo condenarían a
muerte, o por lo menos a veinticinco años de trabajos forzados. Winston puso un plumín en el portaplumas
y lo chupó primero para quitarle la grasa. La pluma era ya un instrumento arcaico. Se usaba rarísimas veces,
ni siquiera para firmar, pero él se había procurado una, furtivamente y con mucha dificultad, simplemente
porque tenía la sensación de que el bello papel cremoso merecía una pluma de verdad en vez de ser
rascado con un lápiz tinta. Pero lo malo era que no estaba acostumbrado a escribir a mano. Aparte de las
notas muy breves, lo corriente era dictárselo todo al hablescribe, totalmente inadecuado para las circunstancias
actuales. Mojó la pluma en la tinta y luego dudó unos instantes. En los intestinos se le había producido
un ruido que podía delatarle. El acto trascendental, decisivo, era marcar el papel. En una letra pequeña
e inhábil escribió:
4 de abril de 1984
Se echó hacia atrás en la silla. Estaba absolutamente desconcertado. Lo primero que no sabía con certeza
era si aquel era, de verdad, el año 1984. Desde luego, la fecha había de ser aquélla muy aproximadamente,
puesto que él había nacido en 1944 o 1945, según creía; pero, «¡cualquiera va a saber hoy en qué año vive!
», se decía Winston.
Y se le ocurrió de pronto preguntarse: ¿Para quiét estaba escribiendo él este diario? Para el futuro, para
los que aún no habían nacido. Su mente se posó durante unos momentos en la fecha que había escrito a la
cabecera y luego se le presentó, sobresaltándose terriblemente, la palabra neolingüística doblepensar. Por
primera vez comprendió la magnitud de lo que se proponía hacer. ¿Cómo iba a comunicar con el futuro?
Esto era imposible por su misma naturaleza. Una de dos: o el futuro se parecía al presente y entonces no le
haría ningún caso, o sería una cosa distinta y, en tal caso, lo que él dijera carecería de todo sentido para ese
futuro.
Durante algún tiempo permaneció contemplando estúpidamente el papel. La telepantalla transmitía ahora
estridente música militar. Es curioso: Winston no sólo parecía haber perdido la facultad de expresarse, sino
haber olvidado de qué iba a ocuparse. Por espacio de varias semanas se había estado preparando para este
momento y no se le había ocurrido pensar que para realizar esa tarea se necesitara algo más que atrevimiento.
El hecho mismo de expresarse por escrito, creía él, le sería muy fácil.-Sólo tenía que trasladar al papel el
interminable e inquieto monólogo que desde hacía muchos años venía corriéndole por la cabeza. Sin embargo,
en este momento hasta el monólogo se le había secado. Además, sus varices habían empezado a escocerle
insoportablemente. No se atrevía a rascarse porque siempre que lo hacía se le inflamaba aquello.
Transcurrían los segundos y él sólo tenía conciencia de la blancura del papel ante sus ojos, el absoluto vacío
de esta blancura, el escozor de la piel sobre el tobillo, el estruendo de la músicä militar, y una leve sensación
de atontamiento producido por la ginebra.
De repente, empezó a escribir con gran rapidez, como si lo impulsara el pánico, dándose apenas cuenta
de lo que escribía. Con su letrita infantil iba trazando líneas torcidas y si primero empezó a «comerse» las
mayúsculas, luego suprimió incluso los puntos:
4 de abril de 1984. Anoche estuve en los flicks. Todas las películas eran de guerra. Había una muy buena
de un barco lleno de refugiados que lo bombardeaban en no sé dónde del Mediterráneo. Al público le
divirtieron mucho dar planos de un hombre muy grande y muy gordo que intentaba escaparse nadando de
un helicóptero que lo perseguía, Primero se le veía en el agua chapoteando como una tortuga, luego lo
veías por lar visores de las ametralladoras del helicóptero, luego se veía cómo lo iban agujereando a tiros
y el agua a su alrededor que se ponía toda roja y el gordo se hundía como si el agua le entrase por los
agujeros que le habían hecho las balas. La gente se moría de risa cuando el gordo se iba hundiendo en el
agua, y también una lancha salvavidas llena de niños con un helicóptero que venga a darle vueltas y más
vueltas había una mujer de edad madura que bien podía ser una judía y estaba sentada en la proa con un
niño en lar brazos que quizás tuviera unos tres años. El niño chillaba con mucho pánico, metía la cabeza
entre los pechos de la mujer y parecía que se quería esconder así y la mujer lo rodeaba con los brazos y lo
consolaba como si ella no estuviese también aterrada y como si por tenerlo así en los brazos fuera a evitar
que le alcanzaran al niño las balas. Entonces va el helicóptero y tira una bomba de veinte kilos sobre el
bote y no queda ni una astilla de él, que fue una explosión pero que magnífica, y luego salía un primer
plano maravilloso del brazo del niño subiendo por el aire yo creo que un helicóptero con su cámara debe
haberlo seguido así por el aire y la gente aplaudió muchísimo pero una mujer que estaba entre los proletarios
empezó a armar un escándalo terrible chillandoo que no debían echar eso no debían echarlo delante
de los críos que no debían hasta que la policía la sacó de allí a rastras no creo que le pasara nada a
nadie le importa lo que dicen los proletarios porque dicen es la reacción típica de las proletarias y nadie
hace caso y nunca...
Winston dejó de escribir, en parte debido a que le daban calambres. No sabía por qué había soltado esta
sarta de incongruencias. Pero lo curioso era que mientras lo hacía se le había aclarado otra faceta de su
memoria hasta el punto de que ya se creía en condiciones de escribir lo que realmente había querido poner
en su libro. Ahora se daba cuenta de que si había querido venir a casa a empezar su diario precisamente hoy
era a causa de este otro incidente.
Había ocurrido aquella misma mañana en el Ministerio, si es que algo de tal vaguedad podía haber ocurrido.
Cerca de las once y ciento en el Departamento de Registro, donde trabajaba Winston, sacaban las sillas
de las cabinas y las agrupaban en el centro del vestíbulo, frente a la gran telepantalla, preparándose para los
Dos Minutos de Odio. Winston acababa de sentarse en su sitio, en una de las filas de en medio, cuando
entraron dos personas a quienes él conocía de vista, pero a las cuales nunca había hablado. Una de estas
personas era una muchacha con la que se había encontrado frecuentemente en los pasillos. No sabía su
nombre, pero sí que trabajaba en el Departamento de Novela. Probablemente -ya que la había visto algunas
veces con las manos grasientas y llevando paquetes de composición de imprenta- tendría alguna labor mecánica
en una de las máquinas de escribir novelas. Era una joven de aspecto audaz, de unos veintisiete años,
con espeso cabello negro, cara pecosa y movimientos rápidos y atléticos. Llevaba el «mono» ceñido por
una estrecha faja roja que le daba varias veces la vuelta a la cintura realzando así la atractiva forma de sus
caderas; y ese cinturón era el emblema de la Liga juvenil AntiSex. A Winston le produjo una sensación
desagradable desde el primer momento en que la vio. Y sabía la razón de este mal efecto: la atmósfera de
los campos de hockey y duchas frías, de excursiones colectivas y el aire general de higiene mental que trascendía
de ella. En realidad, a Winston le molestaban casi todas las mujeres y especialmente las jóvenes y
bonitas porque eran siempre las mujeres, y sobre todo las jóvenes, lo más fanático del Partido, las que se
tragaban todos los slogans de propaganda y abundaban entre ellas las espías aficionadas y las que mostraban
demasiada curiosidad por lo heterodoxo de los demás. Pero esta muchacha determinada le había dado
la impresión de ser más peligrosa que la mayoría. Una vez que se cruzaron en el corredor, la joven le dirigió
una rápida mirada oblicua que por unos momentos dejó aterrado a Winston. Incluso se le había ocurrido
que podía ser una agente de la Policía del Pensamiento. No era, desde luego, muy probable. Sin embargo,
Winston siguió sintiendo una intranquilidad muy especial cada vez que la muchacha se hallaba cerca de él,
una mezcla de miedo y hostilidad. La otra persona era un hombre llamado O'Brien, miembro del Partido
Interior y titular de un cargo tan remoto e importante, que Winston tenía una idea muy confusa de qué se
trataba. Un rápido murmullo pasó por el grupo ya instalado en las sillas cuando vieron acercarse el «mono»
negro de un miembro del Partido Interior. O'Brien era un hombre corpulento con un ancho cuello y un rostro
basto, brutal, y sin embargo rebosante de buen humor. A pesar de su formidable aspecto, sus modales
eran bastante agradables. Solía ajustarse las gafas con un gesto que tranquilizaba a sus interlocutores, un
gesto que tenía algo de civilizado, y esto era sorprendente tratándose de algo tan leve. Ese gesto -si alguien
hubiera sido capaz de pensar así todavía- podía haber recordado a un aristócrata del siglo XVIII ofreciendo
rapé en su cajita. Winston había visto a O’Brien quizás sólo una docena de veces en otros tantos años. Sentíase
fuertemente atraído por él y no sólo porque le intrigaba el contraste entre los delicados modales de
O'Brien y su aspecto de campeón de lucha libre, sino mucho más por una convicción secreta -o quizás ni
siquiera fuera una convicción, sino sólo una esperanza- de que la ortodoxia política de O'Brien no era perfecta.
Algo había en su cara que le impulsaba a uno a sospecharlo irresistiblemente. Y quizás no fuera ni
siquiera heterodoxia lo que estaba escrito en su rostro, sino, sencillamente, inteligencia. Pero de todos modos
su aspecto era el de una persona a la que se le podría hablar si, de algún modo, se pudiera eludir la telepantalla
y llevarlo aparte. Winston no había hecho nunca el menor esfuerzo para comprobar su sospecha y
es que, en verdad, no había manera de hacerlo. En este momento, O'Brien miró su reloj de pulsera y, al ver
que eran las once y ciento, seguramente decidió quedarse en el Departamento de Registro hasta que pasaran
los Dos Minutos de Odio. Tomó asiento en la misma fila que Winston, separado de él por dos sillas., Una
mujer bajita y de cabello color arena, que trabajaba en la cabina vecina a la de Winston, se instaló entre
ellos. La muchacha del cabello negro se sentó detrás de Winston.
Un momento después se oyó un espantoso chirrido, como de una monstruosa máquina sin engrasar, ruido
que procedía de la gran telepantalla situada al fondo de la habitación. Era un ruido que le hacía rechinar a
uno los dientes y que ponía los pelos de punta. Había empezado el Odio.
Como de costumbre, apareció en la pantalla el rostro de Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo.
Del público salieron aquí y allá fuertes silbidos. La mujeruca del pelo arenoso dio un chillido mezcla de
miedo y asco. Goldstein era el renegado que desde hacía mucho tiempo (nadie podía recordar cuánto) había
sido una de las figuras principales del Partido, casi con la-misma importancia que el Gran Hermano, y luego
se había dedicado a actividades contrarrevolucionarias, había sido condenado a muerte y se había escapado
misteriosamente, desapareciendo para siempre. Los programas de los Dos Minutos de Odio variaban
cada día, pero en ninguno de ellos dejaba de ser Goldstein el protagonista. Era el traidor por excelencia, el
que antes y más que nadie había manchado la pureza del Partido. Todos los subsiguientes crímenes contra
el Partido, todos los actos de sabotaje, herejías, desviaciones y traiciones de toda clase procedían- directamente
de sus enseñanzas. En cierto modo, seguía vivo y conspirando. Quizás se encontrara en algún lugar
enemigo, a sueldo de sus amos extranjeros, e incluso era posible que, como se rumoreaba alguna vez, estuviera
escondido en algún sitio de la propia Oceanía.
El diafragma de Winston se encogió. Nunca podía ver la cara de Goldstein sin experimentar una penosa
mezcla de emociones. Era un rostro judío, delgado, con una aureola de pelo blanco y una barbita de chivo:
una cara inteligente que tenía, sin embargo, algo de despreciable y una especie de tontería senil que le prestaba
su larga nariz, a cuyo extremo se sostenían en difícil equilibrio unas gafas. Parecía el rostro de una
oveja y su misma voz tenía algo de ovejuna. Goldstein pronunciaba su habitual discurso en el que atacaba
venenosamente las doctrinas del Partido; un ataque tan exagerado y perverso que hasta un niño podía darse
cuenta de que sus acusaciones no se tenían de pie, y sin embargo, lo bastante plausible para que pudiera
uno alarmarse y no fueran a dejarse influir por insidias algunas personas ignorantes. Insultaba al Gran
Hermano, acusaba al Partido de ejercer una dictadura y pedía que se firmara inmediatamente la paz con
Eurasia. Abogaba por la libertad de palabra, la libertad de Prensa, la libertad de reunión y la libertad de
pensamiento, gritando histéricamente que la revolución había sido traicionada. Y todo esto a una rapidez
asombrosa que era una especie de parodia del estilo habitual de los oradores del Partido e incluso utilizando
palabras de neolengua, quizás con más palabras neolingüísticas de las que solían emplear los miembros del
Partido en la vida corriente. Y mientras gritaba, por detrás de él desfilaban interminables columnas del
ejército de Enrasia, para que nadie interpretase como simple palabrería la oculta maldad de las frases de
Goldstein. Aparecían en la pantalla filas y más filas de forzudos soldados, con impasibles rostros asiáticos;
se acercaban a primer término y desaparecían. El sordo y rítmico clap-clap de las botas militares formaba el
contrapunto de la hiriente voz de Goldstein. .
Antes de que el Odio hubiera durado treinta segundos, la mitad de los espectadores lanzaban incontenibles
exclamaciones de rabia. La satisfecha y ovejuna faz del enemigo y el terrorífico poder del ejército que
desfilaba a sus espaldas, pera demasiado para que nadie pudiera resistirlo indiferente. Además, sólo con ver
a Goldstein o pensar en él surgían el miedo y la ira automáticamente. Era él un objeto de odio más constante
que Eurasia o que Asia Oriental, ya que cuando Oceanía estaba en guerra con alguna de estas potencias,
solía hallarse en paz con la otra. Pero lo extraño era que, a pesar de ser Goldstein el blanco de todos los
odios y de que todos lo despreciaran, a pesar de que apenas pasaba día y cada día ocurría esto mil vecessin
que sus teorías fueran refutadas, aplastadas, ridiculizadas, en la telepantalla, en las tribunas públicas, en
los periódicos y en los libros... a pesar de todo ello, su influencia no parecía disminuir. Siempre había nuevos
incautos dispuestos a dejarse engañar por él. No pasaba ni un solo día sin que espías y saboteadores que
trabajaban siguiendo sus instrucciones fueran atrapados por la Policía del Pensamiento. Era el jefe supremo
de un inmenso ejército que actuaba en la sombra, una subterránea red de conspiradores que se proponían
derribar al Estado. Se suponía que esa organización se llamaba la Hermandad. Y también se rumoreaba que
existía un libro terrible, compendio de todas las herejías, del cual era autor Goldstein y que circulaba clandestinamente.
Era un libro sin título. La gente se refería a él llamándole sencillamente el libro. Pero de estas
cosas sólo era posible enterarse por vagos rumores. Los miembros corrientes del Partido no hablaban jamás
de la Hermandad ni del libro si tenían manera de evitarlo.
En su segundo minuto, el odio llegó al frenesí. Los espectadores saltaban y gritaban enfurecidos tratando
de apagar con sus gritos la perforante voz que salía de la pantalla. La mujer del cabello color arena se había
puesto al rojo vivo y abría y cerraba la boca como un pez al que acaban de dejar en tierra. Incluso O'ßrien
tenía la cara congestionada. Estaba sentado muy rígido y respiraba con su poderoso pecho como si estuviera
resistiendo la presión de una gigantesca ola. La joven sentada exactamente detrás de Winston, aquella
morena, había empezado a gritar: «¡Cerdo! !Cerdo! ¡Cerdo!», y, de pronto, cogiendo un pesado diccionario
de neolengua, lo arrojó a la pantalla. El diccionario le dio a Goldstein en la nariz y rebotó. Pero la voz continuó
inexorable. En un momento de lucidez descubrió Winston que estaba chillando histéricamente como
los demás y dando fuertes patadas con los talones contra los palos de su propia silla. Lo horrible de los Dos
Minutos de Odio no era el que cada uno tuviera que desempeñar allí un papel sino, al contrario, que era
absolutamente imposible evitar la participación porque era uno arrastrado irremisiblemente. A los treinta
segundos no hacía falta fingir. Un éxtasis de miedo y venganza, un deseo de matar, de torturar, de aplastar
rostros con un martillo, parecían recorrer a todos los presentes como una corriente eléctrica convirtiéndole
a uno, incluso contra su voluntad, en un loco gesticulador y vociferante. Y sin embargo, la rabia que se
sentía era una emoción abstracta e indirecta que podía aplicarse a uno u otro objeto como la llama de una
lámpara de soldadura autógena. Así, en un momento determinado, el odio de Winston no se dirigía contra
Goldstein, sino contra el propio Gran Hermano, contra el Partido y contra la Policía del Pensamiento; y
entonces su corazón estaba de parte del solitario e insultado hereje de la pantalla, único guardián de la verdad
y la cordura en un mundo de mentiras. Pero al instante siguiente, se hallaba identificado por completo
con la gente que le rodeaba y le parecía verdad todo lo que decían de Goldstein. Entonces, su odio contra el
Gran Hermano se transformaba en adoración, y el Gran Hermano se elevaba como una invencible torre,
como una valiente roca capaz de resistir los ataques de las hordas asiáticas, y Goldstein, a pesar de su aislamiento,
de su desamparo y de la duda que flotaba sobre su existencia misma, aparecía como un siniestro
brujo capaz de acabar con la civilización entera tan sólo con el poder de su voz.
Incluso era posible, en ciertos momentos, desviar el odio en una u otra dirección mediante un esfuerzo de
voluntad. De pronto, por un esfuerzo semejante al que nos permite se parar de la almohada la cabeza para
huir de una pesadilla, Winston conseguía trasladar su odio a la muchacha que se encontraba detrás de él.
Por su mente pasaban, como ráfagas, bellas y deslumbrantes alucinaciones. Le daría latigazos con una porra
de goma hasta matarla. La ataría desnuda en un piquete y la atravesaría con flechas como a san Sebastián.
La violaría y en el momento del clímax le cortaría la garganta. Sin embargo, se dio cuenta mejor que
antes de por qué la odiaba. La odiaba porque era joven y bonita y asexuada; porque quería irse a la cama
con ella y no lo haría nunca; porque alrededor de su dulce y cimbreante cintura, que parecía pedir que la
rodearan con el brazo, no había más que la odiosa banda roja, agresivo símbolo de castidad.
El odio alcanzó su punto de máxima exaltación. La voz de Goldstein se había convertido en un auténtico
balido ovejuno. Y su rostro, que había llegado a ser el de una oveja, se transformó en la cara de un soldado
de Eurasia, el cual parecía avanzar, enorme y terrible, sobre los espectadores disparando atronadoramente
su fusil ametralladora. Enteramente parecía salirse de la pantalla, hasta tal punto que muchos de los presentes
se echaban hacia atrás en sus asientos. Pero en el mismo instante, produciendo con ello un hondo suspiro
de alivio en todos, la amenazadora figura se fundía para que surgiera en su lugar el rostro del Gran Hermano,
con su negra cabellera y sus grandes bigotes negros, un rostro rebosante de poder y de misteriosa
calma y tan grande que llenaba casi la pantalla. Nadie oía lo que el gran camarada éstaba diciendo. Eran
sólo unas cuantas palabras para animarlos, esas palabras que suelen decirse a las tropas en cualquier batalla,
y que no es preciso entenderlas una por una, sino que infunden confianza por el simple hecho de ser pronunciadas.
Entonces, desapareció a su vez la monumental cara del Gran Hermano y en su lugar aparecieron
los tres slogans del Partido en grandes letras:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
Pero daba la impresión -por un fenómeno óptico psicológico- de que el rostro del Gran Hermano persistía
en la pantalla durante algunos segundos, como si el «impacto» que había producido en las retinas de los
espectadores fuera demasiado intenso para borrarse inmediatamente. La mujeruca del cabello color arena se
lanzó hacia delante, agarrándose a la silla de la fila anterior y luego, con un trémulo murmullo que sonaba
algo así como.«¡Mi salvador!», extendió los brazos hacia la pantalla. Después ocultó la cara entre sus manos.
Sin duda, estaba rezando a su manera.
Entonces, todo el grupo prorrumpió en un canto rítmico, lento y profundo: «!Ge-Hache. Ge-Hache... Ge-
Hache!», dejando una gran pausa entre la G y la H. Era un canto monótono y salvaje en cuyo fondo parecían
oírse pisadas de pies desnudos y el batir de los tan-tam. Este canturreo duró unos treinta segundos. Era
un estribillo que surgía en todas las ocasiones de gran emoción colectiva. En parte, era una especie de himno
a la sabiduría y majestad del Gran Hermano; pero, más aún, constituía aquello un procedimiento de autohipnosis,
un modo deliberado de ahogar la conciencia mediante un ruido rítmico. A Winston parecían enfriársele
las entrañas. En los Dos Minutos de Odio, no podía evitar que la oleada emotiva le arrastrase, pero
este infrahumano canturreo -«¡G-H... G-H... G-H!»- siempre le llenaba de horror. Desde luego, se unía al
coro; esto era obligatorio: Controlar los verdaderos sentimientos y hacer lo mismo que hicieran los demás
era una reacción natural. Pero durante un par de segundos, sus ojos podían haberlo delatado. Y fue precisamente
en esos instantes cuando ocurrió aquello que a él le había parecido significativo... si es que había
ocurrido.
Momentáneamente, sorprendió la mirada de O'Brien. Éste se había levantado; se había quitado las gafas
volviéndoselas a colocar con su delicado y característico gesto. Pero durante una fracción de segundo, se
encontraron sus ojos con los de Winston y éste supo -sí, lo supo- que OBrien pensaba lo mismo que él. Un
inconfundible mensaje se había cruzado entre ellos. Era como si sus dos mentes se hubieran abierto y los
pensamientos hubieran volado de la una a la otra a través de los ojos. «Estoy contigo», parecía estarle diciendo
OBrien. «Sé en qué estás pensando. Conozco tu asco, tu odio, tu disgusto. Pero no te preocupes;
¡estoy contigo!» Y luego la fugacïsima comunicación se había interrumpido y la expresión de OBrien volvió
a ser tan inescrutable como la de todos los demás.
Esto fue todo y ya no estaba seguro de si había sucedido efectivamente. Tales incidentes nunca tenían
consecuencias para Winston. Lo único que hacían era mantener viva en él la creencia o la esperanza de que
otros, además de él, eran enemigos del Partido. Quizás, después de todo, resultaran ciertos los rumores de
extensas conspiraciones subterráneas; quizás existiera de verdad la Hermandad. Era imposible, a pesar de
los continuos arrestos y las constantes confesiones y ejecuciones, estar seguro de que la Hermandad no era
sencillamente un mito. Algunos días lo creía Winston; otros, no. No había pruebas, sólo destellos que podían
significar algo o no significar nada: retazos de conversaciones oídas al pasar, algunas palabras garrapateadas
en las paredes de los lavabos, y, alguna vez, al encontrarse dos desconocidos, ciertos movimientos
de las manos que podían parecer señales de reconocimiento. Pero todo ello eran suposiciones que podían
resultar totalmente falsas. Winston había vuelto a su cubículo sin mirar otra vez a O'Brien. Apenas cruzó
por su mente la idea de continuar este momentáneo contacto. Hubiera sido extremadamente peligroso incluso
si hubiera sabido él cómo entablar esa relación. Durante uno o dos segundos, se había cruzado entre
ellos una mirada equívoca, y eso era todo. Pero incluso así, se trataba de un acontecimiento memorable en
el aislamiento casi hermético en que uno tenía que vivir.
Winston se sacudió de encima estos pensamientos y tomó una posición más erguida en su silla. Se le escapó
un eructo. La ginebra estaba haciendo su efecto.
Volvieron a fijarse sus ojos en la página. Descubrió entonces que durante todo el tiempo en que había estado
recordando, no había dejado de escribir como por una acción automática. Y ya no era la inhábil escritura
retorcida de antes. Su pluma se había deslizado voluptuosamente sobre el suave papel, imprimiendo en
claras y grandes mayúsculas lo siguiente:
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO
Una vez y otra, hasta llenar media página.
No pudo evitar un escalofrío de pánico. Era absurdo, ya que escribir aquellas palabras no era más peligroso
que el acto inicial de abrir un diario; pero, por un instante, estuvo tentado de romper las páginas ya
escritas y abandonar su propósito.
Sin embargo, no lo hizo, porque sabia que era inútil. El hecho de escribir ABAJO EL GRAN
HERMANO o no escribirlo, era completamente igual. Seguir con el diario o renunciar a escribirlo, venía a
ser lo mismo. La Policía del Pensamiento lo descubriría de todas maneras. Winston había cometido -
seguiría habiendo cometido aunque no hubiera llegado a posar la pluma sobre el papel- el crimen esencial
que contenía en sí todos los demás. El crimental (crimen mental), como lo llamaban. El crimental no podía
ocultarse durante mucho tiempo. En ocasiones, se podía llegar a tenerlo oculto años enteros, pero antes o
después lo descubrían a uno.
Las detenciones ocurrían invariablemente por la noche. Se despertaba uno sobresaltado porque una mano
le sacudía a uno el hombro, una linterna le enfocaba los ojos y un círculo de sombríos rostros aparecía en
torno al lecho. En la mayoría de los casos no había proceso alguno ni se daba cuenta oficialmente de la
detención. La gente desaparecía sencillamente y siempre durante la noche. El nombre del individuo en
cuestión desaparecía de los registros, se borraba de todas partes toda referencia a lo que hubiera hecho y su
paso por la vida quedaba totalmente anulado como si jamás hubiera existido. Para esto se empleaba la palabra
vaporizado.
Winston sintió una especie de histeria al pensar en estas cosas. Empezó a escribir rápidamente y con muy
mala letra:
me matarán no me importa me matarán me dispararán en la nuca me da lo mismo abajo el gran hermano
siempre le matan a uno por la nuca no me importa abajo el gran hermano...
Se echó hacia atrás en la silla, un poco avergonzado de sí mismo, y dejó la pluma sobre la mesa. De repente,
se sobresaltó espantosamente. Habían llamado a la puerta.
¡Tan pronto! Siguió sentado inmóvil, como un ratón asustado, con la tonta esperanza de que quien fuese
se marchara al ver que no le abrían. Pero no, la llamada se repitió.
Lo peor que podía hacer Winston era tardar en abrir. Le redoblaba el corazón como un tambor, pero es
muy probable que sus facciones, a fuerza de la costumbre, resultaran inexpresivas. Levantóse y se acercó
pesadamente a la puerta.
II
Al poner la mano en el pestillo recordó Winston que había dejado el Diario abierto sobre la mesa. En
aquella página se podía leer desde lejos el ABAJO EL GRAN HERMANO repetido en toda ella con letras
grandísimas. Pero Winston sabía que incluso en su pánico no había querido estropear el cremoso papel cerrando
el libro mientras la tinta no se hubiera secado.
Contuvo la respiración y abrió la puerta. Instantáneamente, le invadió una sensación de alivio. Una mujer
insignificante, avejentada, con el cabello revuelto y la cara llena de arrugas, estaba a su lado.
-¡Oh, camarada! empezó a decir la mujer en una voz lúgubre y quejumbrosa-; te sentí llegar y he venido
por si puedes echarle un ojo al desagüe del fregadero. Se nos ha atascado...
Era la señora Parsons, esposa de un vecino del mismo piso (señora era una palabra desterrada por el Partido,
ya que había que llamar a todos camaradas, pero con algunas mujeres se usaba todavía instintivamente).
Era una mujer de unos treinta años, pero aparentaba mucha más edad. Se tenía la impresión de que
había polvo reseco en las arrugas de su cara. Winston la siguió por el pasillo. Estas reparaciones de aficionado
constituían un fastidio casi diario. Las Casas de la Victoria eran unos antiguos pisos construidos hacia
1930 aproximadamente y se hallaban en estado ruinoso. Caían constantemente trozos de yeso del techo y
de la pared, las tuberías se estropeaban con cada helada, había innumerables goteras y la calefacción funcionaba
sólo a medias cuando funcionaba, porque casi siempre la cerraban por economía. Las reparaciones,
excepto las que podía hacer uno por sí mismo, tenían que ser autorizadas por remotos comités que solían
retrasar dos años incluso la compostura de un cristal roto.
-Si le he molestado es porque Tom no está en casa -dijo la señora Parsons vagamente.
El piso de los Parsons era mayor que el de Winston y mucho más descuidado. Todo parecía roto y daba
la impresión de que allí acababa de agitarse un enorme y violento animal. Por el suelo estaban tirados diversos
artículos para deportes -bastones de hockey, guantes de boxeo, un balón de reglamento, unos pantalones
vueltos del revés- y sobre la mesa había un montón de platos sucios y cuadernos escolares muy usados.
En las paredes, unos carteles rojos de la Liga juvenil y de los Espías y un gran cartel con el retrato de
tamaño natural del Gran Hermano. Por supuesto, se percibía el habitual olor a verduras cocidas que era el
dominante en todo el edificio, pero en este piso era más fuerte el olor a sudor, que -se notaba desde el primer
momento, aunque no podría uno decir por qué- era el sudor de una persona que no se hallaba presente
entonces. En otra habitación, alguien con un peine y un trozo de papel higiénico trataba de acompañar a la
música militar que brotaba todavía de la telepantalla.
-Son los niños -dijo la señora Parsons, lanzando una mirada aprensiva hacia la puerta-. Hoy no han salido.
Y, desde luego...
Aquella mujer tenía la costumbre de interrumpir sus frases por la mitad. El fregadero de la cocina estaba
lleno casi hasta el borde con agua sucia y verdosa que olía aún peor que la verdura. Winston se arrodilló y
examinó el ángulo de la tubería de desagüe donde estaba el tornillo. Le molestaba emplear sus manos y
también tener que arrodillarse, porque esa postura le hacía toser. La señora Parsons lo miró desanimada:
-Naturalmente, si Tom estuviera en casa lo arreglaría en un momento. Le gustan esas cosas. Es muy hábil
en cosas manuales. Sí, Tom es muy...
Parsons era el compañero de oficina de Winston en el Ministerio de la Verdad. Era un hombre muy grueso,
pero activo y de una estupidez asombrosa, una masa de entusiasmos imbéciles, uno de esos idiotas de
los cuales, todavía más que de la Policía del Pensamiento, dependía la estabilidad del Partido. A sus treinta
y cinco años acababa de salir de la Liga juvenil, y antes de ser admitido en esa organización había conseguido
permanecer en la de los Espías un año más de lo reglamentario. En el Ministerio estaba empleado en
un puesto subordinado para el que no se requería inteligencia alguna, pero, por otra parte, era una figura
sobresaliente del Comité deportivo y de todos los demás comités dedicados a organizar excursiones colectivas,
manifestaciones espontáneas, las campañas pro ahorro y en general todas las actividades «voluntarias
». Informaba a quien quisiera oírle, con tranquilo orgullo y entre chupadas a su pipa, que no había dejado
de acudir ni un solo día al Centro de la Comunidad durante los cuatro años pasados. Un fortísimo olor a
sudor, una especie de testimonio inconsciente de su continua actividad y energía, le seguía a donde quiera
que iba, y quedaba tras él cuando se hallaba lejos.
-¿Tiene usted un destornillador? -dijo Winston tocando el tapón del desagüe.
-Un destornillador --dijo la señora Parsons, inmovilizándose inmediatamente-. Pues, no sé. Es posible
que los niños...
En la habitación de al lado se oran fuertes pisadas y más trompetazos con el peine. La señora Parsons trajo
el destornillador. Winston dejó salir el agua y quitó con asco el pegote de cabello que había atrancado el
tubo. Se limpió los dedos lo mejor que pudo en el agua fría del grifo y volvió a la otra habitación.
-!Arriba las manos! -chilló una voz salvaje.
Un chico, guapo y de aspecto rudo, que parecía tener unos nueve años, había surgido por detrás de la mesa
y amenazaba a Winston con una pistola automática de juguete mientras que su hermanita, de unos dos
años menos, hacia el mismo ademán con un pedazo de madera. Ambos iban vestidos con pantalones cortos
azules, camisas grises y pañuelo rojo al cuello. Éste era el uniforme de los Espías. Winston levantó las manos,
pero a pesar de la broma sentía cierta inquietud por el gesto de maldad que veía en el niño.
-!Eres un traidorl -grito el chico-. ¡Eres un criminal mentall ¡Eres un espía de Eurasial ¡Te mataré, te vaporizaré;
te mandaré a las minas de sal!
De pronto, tanto el niño como la niña empezaron a saltar en torno a él gritando: «¡Traidor!» «¡Criminal
mental!», imitando la niña todos los movimientos de su hermano. Aquello producía un poco de miedo, algo
así como los juegos de los cachorros de los tigres cuando pensamos que pronto se convertirán en devoradores
de hombres. Había una especie de ferocidad calculadora en la mirada del pequeño, un deseo evidente de
darle un buen bolpe a Winston, de hacerle daño de alguna manera, una convicción de ser ya casi lo suficientemente
hombre para hacerlo. «¡Qué suerte que el niño no tenga en la mano más que una pistola de juguete!
», pensó Winston.
La mirada de la señora Parsons iba nerviosamente de los niños a Winston y de éste a los niños. Como en
aquella habitación había mejor luz, pudo notar Winston que en las arrugas de la mujer había efectivamente
polvo.
-Hacen tanto ruido... -dijo ella-. Están disgustados porque no pueden ir a ver ahorcar a esos. Estoy segura
de que por eso revuelven tanto. Yo no puedo llevarlos; tengo demasiado quehacer. Y Tom no volverá de su
trabajo a tiempo.
-¿Por qué no podemos ir a ver cómo los cuelgan -gritó el pequeño con su tremenda voz, impropia de su
edad. -¡Queremos verlos colgar! ¡Queremos verlos colgar! -canturreaba la chiquilla mientras saltaba.
Varios prisioneros eurasiáticos, culpables de crímenes de guerra, serían ahorcados en el parque aquella
tarde, recordó Winston. Esto solía ocurrir una vez al mes y constituía un espectáculo popular. A los niños
siempre les hacía gran ilusión asistir a él. Winston se despidió de la señora Parsons y se dirigió hacia la
puerta. Pero apenas había bajado seis escalones cuando algo le dio en el cuello por detrás produciéndole un
terrible dolor. Era como si le hubieran aplicado un alambre incandescente. Se volvió a tiempo de ver cómo
retiraba la señora Parsons a su hijo del descansillo. El chico se guardaba un tirachinas en el bolsillo.
-¡Goldstein! -gritó el pequeño antes de que la madre cerrara la puerta, pero lo que más asustó a Winston
fue la mirada de terror y desamparo de la señora Parsons.
De nuevo en su piso, cruzó rápidamente por delante de la telepantalla y volvió a sentarse ante la mesita
sin dejar de pasarse la mano por su dolorido cuello. La música de la telepantalla se había detenido. Una voz
militar estaba leyendo, con una especie de brutal complacencia, una descripción de los armamentos de la
nueva fortaleza flotante que acababa de ser anclada entre Islandia y las islas Feroe.
Con aquellos niños, pensó Winston, la desgraciada mujer debía de llevar una vida terrorífica. Dentro de
uno o dos años sus propios hijos podían descubrir en ella algún indicio de herejía. Casi todos los niños de
entonces eran horribles. Lo peor de todo era que esas organizaciones, como la de los Espías, los convertían
sistemáticamente en pequeños salvajes ingobernables, y, sin embargo, este salvajismo no les impulsaba a
rebelarse contra la disciplina del Partido. Por el contrario, adoraban al Partido y a todo lo que se relacionaba
con él. Las canciones, los desfiles, las pancartas, las excursiones colectivas, la instrucción militar infantil
con fusiles de juguete, los slogans gritados por doquier, la adoración del Gran Hermano... todo ello era para
los niños un estupendo juego. Toda su ferocidad revertía hacia fuera, contra los enemigos del Estado, contra
los extranjeros, los traidores, saboteadores y criminales del pensamiento. Era casi normal que personas
de más de treinta años les tuvieran un miedo cerval a sus hijos. Y con razón, pues apenas pasaba una semana
sin que el Times publicara unas líneas describiendo cómo alguna viborilla -la denominación oficial era
«heroico niño»- había denunciado a sus padres a la Policía del Pensamiento contándole a ésta lo que había
oído en casa.
La molestia causada por el proyectil del tirachinas se le había pasado. Winston volvió a coger la pluma
preguntándose si no tendría algo más que escribir. De pronto, empezó a pensar de nuevo en O'Brien.
Años atrás cuánto tiempo hacía, quizás siete años había soñado Winston que paseaba por una habitación
oscura... Alguien sentado a su lado le había dicho al pasar él: «Nos encontraremos en el lugar donde no hay
oscuridad». Se lo había dicho con toda calma, de una manera casual, más como una afirmación cualquiera
que como una orden. Él había seguido andando. Y lo curioso era que al oírlas en el sueño, aquellas palabras
no le habían impresionado. Fue sólo, más tarde y gradualmente cuando empezaron a tomar significado.
Ahora no podía recordar si fue antes o después de tener el sueño cuando había visto a O'Brien por vez primera;
y tampoco podía recordar cuándo había identificado aquella voz como la de OBrien. Pero, de todos
modos, era indudablemente OBrien quien le había hablado en la oscuridad.
Nunca había podido sentirse absolutamente seguro -incluso después del fugaz encuentro de sus miradas
esta mañana- de si OBrien era un amigo o un enemigo. Ni tampoco importaba mucho esto. Lo cierto era
que existía entre ellos un vínculo de comprensión más fuerte y más importante que el afecto o el partidismo.
«Nos encontraremos en el lugar donde no hay oscuridad», le había dicho. Winston no sabía lo que podían
significas estas palabras, pero sí sabía que se convertirían en realidad.
La voz de la telepantalla se interrumpió. Sonó un claro y hermoso toque de trompeta y la voz prosiguió
en tono chirriante:
«Atención. ¡Vuestra atención, por favor! En este momento nos llega un notirrelámpago del frente malabar.
Nuestras fuerzas han logrado una gloriosa victoria en el sur de la India. Estoy autorizado para decir que
la batalla a que me refiero puede aproximarnos bastante al final de la guerra. He aquí el texto del notirrelámpago...
»
Malas noticias, pensó Winston. Ahora seguirá la descripción, con un repugnante realismo, del aniquilamiento
de todo un ejército eurásico, con fantásticas cifras de muertos y prisioneros... para decirnos luego
que, desde la semana próxima, reducirán la ración de chocolate a veinte gramos en vez de los treinta de
ahora.
Winston volvió a eructar. La ginebra perdía ya su fuerza y lo dejaba desanimado. La telepantàlla -no se
sabe si para celebrar la victoria o para quitar el mal sabor del chocolate perdido- lanzó los acordes de
Oceanía, todo para ti. Se suponía que todo el que escuchara el himno, aunque estuviera solo, tenía que escucharlo
de pie. Sin embargo, Winston se aprovechó de que la telepantalla no lo veía y siguió sentado.
Oceanía, todo para ti, terminó y empezó la música ligera. Winston se dirigió hacia la ventana, manteniéndose
de espaldas a la pantalla. El día era todavía frío y claro. Allá lejos estalló una bombacohete con un
sonido sordo y prolongado. Ahora solían caer en Londres unas veinte o treinta bombas a la semana.
Abajo, en la calle, el viento seguía agitando el cartel donde la palabra Ingsoc aparecía y desaparecía. Ingsoc.
Los principios sagrados de Ingsoc. Neolengua, doblepensar, mutabilidad del pasado. A Winston le
parecía estar recorriendo las selvas submarinas, perdido en un mundo monstruoso cuyo monstruo era él
mismo. Estaba solo. El pasado había muerto, el futuro era inimaginable. ¿Qué certidumbre podía tener él de
que ni un solo ser humano estaba de su parte? Y ¿cómo iba a saber si el dominio del Partido no duraría
siempre? Como respuesta, los tres slogans sobre la blanca fachada del Ministerio de la Verdad, le recordaron
que:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
Sacó de su bolsillo una moneda de veinticinco centavos. También en ella, en letras pequeñas, pero muy
claras, aparecían las mismas frases y, en el reverso de la moneda, la cabe za del Gran Hermano. Los ojos de
éste le perseguían a uno hasta desde las monedas. Sí, en las monedas, en los sellos de correo, en pancartas,
en las envolturas de los paquetes de los cigarrillos, en las portadas de los libros, en todas partes. Siempre
los ojos que os contemplaban y la voz que os envolvía. Despiertos o dormidos, trabajando o comiendo, en
casa o en la calle, en el baño o en la cama, no había escape. Nada era del individuo a no ser unos cuantos
centímetros cúbicos dentro de su cráneo.
El sol había seguido su curso y las mil ventanas del Ministerio de la Verdad, en las que ya no reverberaba
la luz, parecían los tétricos huecos de una fortaleza. Winston sintió angustia -ante aquella masa piramidal.
Era demasiado fuerte para ser asaltada. Ni siquiera un millar de bombascohete podrían abatirla. Volvió a
preguntarse para quién escribía el Diario. ¿Para el pasado, para el futuro, para una época imaginaria? Frente
a él no veía la muerte, sino algo peor: el aniquilamiento absoluto. El Diario quedaría reducido a cenizas y a
él lo vaporizarían. Sólo la Policía del Pensamiento leería lo que él hubiera escrito antes de hacer que esas
líneas desaparecieran incluso de la memoria. ¿Cómo iba usted a apelar a la posteridad cuando ni una sola
huella suya, ni siquiera una palabra garrapateada en un papel iba a sobrevivir físicamente?
En la telepantalla sonaron las catorce. Winston tenía que marchar dentro de diez minutos. Debía reanudar
el trabajo a las catorce y treinta. Qué curioso: las campanadas de la hora lo reanimaron. Era como un fantasma
solitario diciendo una verdad que nadie oiría nunca. De todos modos, mientras Winston pronunciara
esa verdad, la continuidad no se rompía. La herencia humana no se continuaba porque uno se hiciera oír
sino por el hecho de permanecer cuerdo. Volvió a la mesa, mojó en tinta su pluma y escribió:
Para el futuro o para el pasado, para la época en que se pueda pensar libremente, en que los hombres
sean distintos unos de otros y no vivan solitarios... Para cuando la verdad exista y lo que se haya hecho no
pueda ser deshecho:
Desde esta época de uniformidad, de este tiempo de soledad, la Edad del Gran Hermano, la época del
doblepensar... ¡muchas felicidades!
Winston comprendía que ya estaba muerto. Le parecía que sólo ahora, en que empezaba a poder formular
sus pensamientos, era cuando había dado el paso definitivo. Las consecuencias de cada acto van incluidas
en el acto mismo. Escribió El crimental (el crimen de la mente) no implica la muerte; el crimental es la
muerte misma. Al reconocerse ya a sí mismo muerto, se le hizo imprescindible vivir lo más posible. Tenía
manchados de tinta dos dedos de la mano derecha. Era exactamente uno de esos detalles que le pueden delatar
a uno. Cualquier entrometido del Ministerio (probablemente, una mujer: alguna como la del cabello
color de arena o la muchacha morena del Departamento de Novela) podía preguntarse por qué habría usado
una pluma anticuada y qué habría escrito... y luego dar el soplo a donde correspondiera. Fue al cuarto de
baño y se frotó cuidadosamente la tinta con el oscuro y rasposo jabón que le limaba la piel como un papel
de lija y resultaba por tanto muy eficaz para su propósito.
Guardó el Diario en el cajón de la mesita. Era inútil pretender esconderlo; pero, por lo menos, podía saber
si lo habían descubierto o no. Un cabello sujeto entre las páginas sería demasiado evidente. Por eso, con
la yema de un dedo recogió una partícula de polvo de posible identificación y la depositó sobre una esquina
de la tapa, de donde tendría que caerse si cogían el libro.
III
Winston estaba soñando con su madre. Él debía de tener unos diez u once asíos cuando su madre murió.
Era una mujer alta, estatuaria y más bien silenciosa, de movimientos pausados y magnífico cabello rubio. A
su padre lo recordaba, más vagamente, como un hombre moreno y delgado, vestido siempre con impecables
trajes oscuros (Winston recordaba sobre todo las suelas extremadamente finas de los zapatos de su
padre) y usaba gafas. Seguramente, tanto el padre como la madre debieron de haber caído en una de las
primeras grandes purgas de los años cincuenta.
En aquel momento -en el sueño- su madre estaba sentada en un sitio profundo junto a él y con su niña en
brazos. De esta hermana sólo recordaba Winston que era una chiquilla débil e insignificante, siempre callada
y con ojos grandes que se fijaban en todo. Se hallaban las dos en algún sitio subterráneo -por ejemplo, el
fondo de un pozo o en una cueva muy honda-, pero era un lugar que, estando ya muy por debajo de él, se
iba hundiendo sin cesar. Sí, era la cámara de un barco que se hundía y la madre y la hermana lo miraban a
él desde la tenebrosidad de las aguas que invadían el buque. Aún había aire en la cámara. Su madre y su
hermanita podían verlo todavía y él a ellas, pero no dejaban de irse hundiendo ni un solo instante, de ir cayendo
en las aguas, de un verde muy oscuro, que de un momento a otro las ocultarían para siempre. Winston,
en cambio, se encontraba al aire libre y a plena luz mientras a ellas se las iba tragando la muerte, y
ellas se hundían porque él estaba allí arriba. Winston lo sabía y también ellas lo sabían y él descubría en las
caras de ellas este conocimiento. Pero la expresión de las dos no le reprochaba nada ni sus corazones tampoco
-él lo sabía- y sólo se transparentaba la convicción de que ellas morían para que él pudiera seguir viviendo
allá arriba y que esto formaba parte del orden inevitable de las cosas.
No podía recordar qué había ocurrido, pero mientras soñaba estaba seguro de que, de un modo u otro, las
vidas de su madre y su hermana fueron sacrificadas para que él viviera. Era uno de esos ensueños que, a
pesar de utilizar toda la escenografía onírica habitual, son una continuación de nuestra vida intelectual y en
los que nos damos cuenta de hechos e ideas que siguen teniendo un valor después del despertar. Pero lo que
de pronto sobresaltó a Winston, al pensar luego en lo que había soñado, fue que la muerte de su madre,
ocurrida treinta años antes, había sido trágica y dolorosa de un modo que ya no era posible. Pensó que la
tragedia pertenecía a los tiempos antiguos y que sólo podía concebirse en una época en que había aún intimidad
-vida privada, amor y amistad- y en que los miembros de una familia permanecían juntos sin necesidad
de tener una razón especial para ello. El recuerdo de su madre le torturaba porque había muerto amándole
cuando él era demasiado joven y egoísta para devolverle ese cariño y porque de alguna manera -no
recordaba cómo- se había sacrificado a un concepto de la lealtad que era privatísimo e inalterable. Bien
comprendía Winston que esas cosas no podían suceder ahora. Lo que ahora había era miedo, odio y dolor
físico, pero no emociones dignas ni penas profundas y complejas. Todo esto lo había visto, soñando, en los
ojos de su madre y su hermanita, que lo miraban a él a través de las aguas verdeoscuras, a una inmensa
profundidad y sin dejar de hundirse.
De pronto, se vio de pie sobre el césped en una tarde de verano en que los rayos oblicuos del sol doraban
la corta hierba. El paisaje que se le aparecía ahora se le presentaba con tanta frecuencia en sueños que nunca
estaba completamente seguro de si lo había visto alguna vez en la vida real. Cuando estaba despierto, lo
llamaba el País Dorado. Lo cubrían pastos mordidos por los conejos con un sendero que serpenteaba por él
y, aquí y allá, unas pequeñísimas elevaciones del terreno. Al fondo, se veían unos olmos que se balanceaban
suavemente con la brisa y sus follajes parecían cabelleras de mujer. Cerca, aunque fuera de la vista,
corría un claro arroyuelo de lento fluir.
La muchacha morena venía hacia él por aquel campo. Con un solo movimiento se despojó de sus ropas y
las arrojó despectivamente a un lado. Su cuerpo era blanco y suave, pero no despertaba deseo en Winston,
que se limitaba a contemplarlo. Lo que le llenaba de entusiasmo en aquel momento era el gesto con que la
joven se había librado de sus ropas. Con la gracia y el descuido de aquel gesto, parecía estar aniquilando
toda su cultura, todo un sistema de pensamiento, como si el Gran Hermano, el Partido y la Policía del Pensamiento
pudieran ser barridos y enviados a la Nada con un simple movimiento del brazo. También aquel
gesto pertenecía a los tiempos antiguos. Winston se despertó con la palabra «Shakespeare» en los labios.
La telepantalla emitía en aquel instante un prolongado silbido que partía el tímpano y que continuaba en
la misma nota treinta segundos. Eran las cero-siete-quince, la hora de levantarse para los oficinistas. Winston
se echó abajo de la cama -desnudo porque los miembros del Partido Exterior recibían sólo tres mil cupones
para vestimenta durante el año y un pijama necesitaba seiscientos cupones- y se puso un sucio singlet
y unos shorts que estaban sobre una silla. Dentro de tres minutos empezarían las Sacudidas Físicas. Inmediatamente
le entró el ataque de tos habitual en él en cuanto se despertaba. Vació tanto sus pulmones
que, para volver a respirar, tuvo que tenderse de espaldas abriendo y cerrando la boca repetidas veces y en
rápida sucesión. Con el esfuerzo de la tos se le hinchaban las venas y sus várices le habían empezado a escocer.
-¡Grupo de treinta a cuarenta! -ladró una penetrante voz de mujer-. ¡Grupo de treinta a cuarenta! Ocupad
vuestros sitios, por favor.
Winston se colocó de un salto a la vista de la telepantalla, en la cual había aparecido ya la imagen de una
mujer más bien joven, musculosa y de facciones duras, vestida con una túnica y calzando sandalias de gimnasia.
-¡Doblad y extended los brazos! -gritó-. ¡Contad a la vez que yo! ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Uno, dos, tres,
cuatro! ¡Vamos, camaradas, un poco de vida en lo que hacéis! ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Uno, dos, tres, cuatro!...
La intensa molestia de su ataque de tos no había logrado desvanecer en Winston la impresión que le
había dejado el ensueño y los movimientos rítmicos de la gimnasia contribuían a conservarle aquel recuerdo.
Mientras doblaba y desplegaba mecánicamente los brazos -sin perder ni por un instante la expresión de
contento que se consideraba apropiada durante las Sacudidas Físicas-, se esforzaba por resucitar el confuso
período de su primera infancia. Pero le resultaba extraordinariamente difícil. Más allá de los años cincuenta
y tantos -al final de la década- todo se desvanecía. Sin datos externos de ninguna clase a que referirse era
imposible reconstruir ni siquiera el esquema de la propia vida. Se recordaban los acontecimientos de enormes
proporciones -que muy bien podían no haber acaecido-, se recordaban también detalles sueltos de
hechos sucedidos en la infancia, de cada uno, pero sin poder captar la atmósfera. Y había extensos períodos
en blanco donde no se podía colocar absolutamente nada. Entonces todo había sido diferente. Incluso los
nombres de los países y sus formas en el mapa. La Franja Aérea número l, por ejemplo, no se llamaba así
en aquellos días: la llamaban Inglaterra o Bretaña, aunque Londres -Winston estaba casi seguro de ello- se
había llamado siempre Londres.
No podía recordar claramente una época en que su país no hubiera estado en guerra, pero era evidente
que había un intervalo de paz bastante largo durante su infancia porque uno de sus primeros recuerdos era
el de un ataque aéreo que parecía haber cogido a todos por sorpresa. Quizá fue cuando la bomba atómica
cayó en Colchester. No se acordaba del ataque propiamente dicho, pero sí de la mano de su padre que le
tenía cogida la suya mientras descendían precipitadamente por algún lugar subterráneo muy profundo, dando
vueltas por una escalera de caracol que finalmente le había cansado tanto las piernas que empezó a sollozar
y su padre tuvo que dejarle descansar un poco. Su madre, lenta y pensativa como siempre, los seguía
a bastante distancia. La madre llevaba a la hermanita de Winston, o quizá sólo llevase un lío de mantas.
Winston no estaba seguro de que su hermanita hubiera nacido por entonces. Por último, desembocaron a un
sitio ruidoso y atestado de gente, una estación de Metro.
Muchas personas se hallaban sentadas en el suelo de piedra y otras, arracimadas, se habían instalado en
diversos objetos que llevaban. Winston y sus padres encontraron un sitio libre en el suelo y junto a ellos un
viejo y una vieja se apretaban el uno contra el otro. El anciano vestía un buen traje oscuro y una. boina de
paño negro bajo la cual le asomaba abundante cabello muy blanco. Tenía la cara enrojecida; los ojos, azules
y lacrimosos. Olía a ginebra. Ésta parecía salírsele por los poros en vez del sudor y podría haberse pensado
que las lágrimas que le brotaban de los ojos eran ginebra pura. Sin embargo, a pesar de su borrachera, sufría
de algún dolor auténtico e insoportable. De un modo infantil, Winston comprendió que algo terrible,
más allá del perdón y que jamás podría tener remedio, acababa de ocurrirle al viejo. También creía saber de
qué se trataba. Alguien a quien el anciano amaba, quizás alguna nietecita, había muerto en el bombardeo.
Cada pocos minutos, repetía el viejo:
-No debíamos habernos fiado de ellos. ¿Verdad que te lo dije, abuelita? Nos ha pasado esto por fiarnos
de ellos. Siempre lo he dicho. Nunca debimos confiar en esos canallas.
Lo que Winston no podía recordar es a quién se refería el viejo y quiénes eran esos de los que no había
que fiarse. Desde entonces, la guerra había sido continua, aunque hablando con exactitud no se trataba
siempre de la misma guerra. Durante algunos meses de su infancia había habido una confusa lucha callejera
en el mismo Londres y él recordaba con toda claridad algunas escenas. Pero hubiera sido imposible reconstruir
la historia de aquel período ni saber quién luchaba contra quién en un momento dado, pues no quedaba
ningún documentó ni pruebas de ninguna clase que permitieran pensar que la disposición de las fuerzas en
lucha hubiera sido en algún momento distinta a la actual. Por ejemplo, en este momento, en 1984 (si es que
efectivamente era 1984), Oceanía estaba en guerra con Eurasia y era aliada de Asia Oriental. En ningún
discurso público ni conversación privada se admitía que estas tres potencias se hubieran hallado alguna vez
en distinta posición cada una respecto a las otras. Winston sabía muy bien que, hacía sólo cuatro años,
Oceanía había estado en guerra contra Asia Oriental y aliada con Eurasia. Pero aquello era sólo un conocimiento
furtivo que él tenía porque su memoria «fallaba» mucho, es decir, no estaba lo suficientemente controlada.
Oficialmente, nunca se había producido un cambio en las alianzas. Oceanía estaba en guerra con
Eurasia; por tanto, Oceanía siempre había luchado contra Eurasia. El enemigo circunstancial representaba
siempre el absoluto mal, y de ahí resultaba que era totalmente imposible cualquier acuerdo pasado o futuro
con él.
Lo horrible, pensó por diezmilésima vez mientras se forzaba los hombros dolorosamente hacia atrás (con
las manos en las caderas, giraban sus cuerpos por la cintura, ejercicio que se suponía conveniente para. los
músculos de la espalda), lo horrible era que todo ello podía ser verdad. Si el Partido podía alargar la mano
hacia el pasado y decir que este o aquel acontecimiento nunca había ocurrido, esto resultaba mucho más
horrible que la tortura y la muerte.
El Partido dijo que Oceanía nunca había sido aliada de Eurasia. Él, Winston Smith, sabía que Oceanía
había estado aliada con Eurasia cuatro años antes. Pero, ¿dónde constaba ese conocimiento? Sólo en su
propia conciencia, la cual, en todo caso, iba a ser aniquilada muy pronto. Y si todos los demás aceptaban la
mentira que impuso el Partido, si todos los testimonios decían lo mismo, entonces la mentira pasaba a la
Historia y se convertía en verdad. «El que controla el pasado -decía el slogan del Partido-, controla también
el futuro. El que controla el presente, controla el pasado.» Y, sin embargo, el pasado, alterable por su misma
naturaleza, nunca había sido alterado. Todo lo que ahora era verdad, había sido verdad eternamente y lo
seguiría siendo. Era muy sencillo. Lo único que se necesitaba era una interminable serie de victorias que
cada persona debía lograr sobre su propia memoria. A esto le llamaban «control de la realidad». Pero en
neolengua había una palabra especial para ello: doblepensar.
-¡Descansen! -ladró la instructora, cuya voz parecía ahora menos malhumorada.
Winston dejó caer los brazos de sus costados y volvió a llenar de aire sus pulmones. Su mente se deslizó
por el laberíntico mundo del doblepensar. Saber y no saber, hallarse consciente de lo que es realmente verdad
mientras se dicen mentiras cuidadosamente elaboradas, sostener simultáneamente dos opiniones sabiendo
que son contradictorias y creer sin embargo en ambas; emplear la lógica contra la lógica, repudiar la
moralidad mientras se recurre a ella, creer que la democracia es imposible y que el Partido es el guardián de
la democracia; olvidar cuanto fuera necesario olvidar y, no obstante, recurrir a ello, volverlo a traer a la
memoria en cuanto se necesitara y luego olvidarlo de nuevo, y, sobre todo, aplicar el mismo proceso al
procedimiento mismo. Esta era la más refinada sutileza del sistema: inducir conscientemente a la inconsciencia,
y luego hacerse inconsciente para no reconocer que se había realizado un acto de autosugestión.
Incluso comprender la palabra doblepensar implicaba el uso del doblepensar.
La instructora había vuelto a llamarles la atención:
-Y ahora, a ver cuáles de vosotros pueden tocarse los dedos de los pies sin doblar las rodillas --gritó la
mujer con gran entusiasmo- ¡Por favor, camaradas! ¡Uno, dos! ¡Uno, dos...!
A Winston le fastidiaba indeciblemente este ejercicio que le hacía doler todo el cuerpo y a veces le causaba
golpes de tos. Ya no disfrutaba con sus meditaciones. El pasado, pensó Winston, no sólo había sido
alterado, sino que estaba siendo destruido. Pues, ¿cómo iba usted a establecer el hecho más evidente si no
existía más prueba que el recuerdo de su propia memoria? Trató de recordar en qué año había oído hablar
por primera vez del Gran Hermano.- Creía que debió de ser hacia el sesenta y tantos, pero era imposible
estar seguro. Por supuesto, en los libros de historia editados por el Partido, el Gran Hermano figuraba como
jefe y guardián de la Revolución desde los primeros días de ésta. Sus hazañas habían ido retrocediendo en
el tiempo cada vez más y ya se extendían hasta el mundo fabuloso de los años cuarenta y treinta cuando los
capitalistas, con sus extraños sombreros cilíndricos, cruzaban todavía por las calles de Londres en relucientes
automóviles o en coches de caballos pues aún quedaban vehículos de éstos-, con lados de cristal.
Desde luego, se ignoraba cuánto había de cierto en esta leyenda y cuánto de inventado. Winston no podía
recordar ni siquiera en qué fecha había empezado el Partido a existir. No creía haber oído la palabra «Ingsoc
» antes de 1960. Pero era posible que en su forma viejolingüística -es decir, «socialismo inglés»- hubiera
existido antes. Todo se había desvanecido en la niebla. Sin embargo, a veces era posible poner el dedo
sobre una mentira concreta. Por ejemplo, no era verdad, como pretendían los libros de historia lanzados por
el Partido, que éste hubiera inventado los aeroplanos. Winston recordaba los aeroplanos desde su más temprana
infancia. Pero tampoco podría probarlo. Nunca se podía probar nada. Sólo una vez en su vida había
tenido en sus manos la innegable prueba documental de la falsificación de un hecho histórico. Y en aquella
ocasión...
-¡Smith! -chilló la voz de la telepantalla-; ¡6079 Smith W! ¡Sí, tú! ¡Inclínate más, por favor! Puedes
hacerlo mejor; es que no te esfuerzas; más doblado, haz el favor.
Ahora está mucho mejor, camarada. Descansad todos y fijaos en mí.
Winston sudaba por todo su cuerpo, pero su cara permanecía completamente inescrutable. ¡Nunca os
manifestéis desanimados! ¡Nunca os mostréis resentidos! Un leve pestañeo podría traicionaros. Por eso,
Winston miraba impávido -a la instructora mientras ésta levantaba los brazos por encima de la cabeza y, si
no con gracia, sí con notable precisión y eficacia, se dobló y se tocó los dedos de los pies sin doblar las
rodillas.
-¡Ya habéis visto, camaradas; así es como quiero que lo hagáis! Miradme otra vez. Tengo treinta y nueve
años y cuatro hijos. Mirad -volvió a doblarse-. Ya veis que mis rodillas no se han doblado. Todos vosotros
podéis hacerlo si queréis -añadió mientras se ponía derecha-. Cualquier persona de menos de cuarenta y
cinco años es perfectamente capaz de tocarse así los dedos de los pies. No todos nosotros tenemos el privilegio
de luchar en el frente, pero por lo menos podemos mantenernos en forma. ¡Recordad a nuestros muchachos
en el frente malabar! !Y a los marineros de las fortalezas flotantes! Pensad en las penalidades que
han de soportar. Ahora, probad otra vez. Eso está mejor, camaradas, mucho mejor -añadió en tono estimulante
dirigiéndose a Winston, el cual, con un violento esfuerzo, había logrado tocarse los dedos de los pies
sin doblar las rodillas. Desde varios años atrás, no lo conseguía.
IV
Con el hondo e inconsciente suspiro que ni siquiera la proximidad de la telepantalla podía ahogarle cuando
empezaba el trabajo del día, Winston se acercó al hablescribe, sopló para sacudir el polvo del micrófono
y se puso las gafas. Luego desenrolló y juntó con un clip cuatro pequeños cilindros de papel que acababan
de caer del tubo neumático sobre el lado derecho de su mesa de despacho.
En las paredes de la cabina había tres orificios. A la derecha del hablescribe, un pequeño tubo neumático
para mensajes escritos, a la izquierda, un tubo más ancho para los periódicos; y en la otra pared, de manera
que Winston lo tenía a mano, una hendidura grande y oblonga protegida por una rejilla de alambre. Esta
última servía para tirar el papel inservible. Había hendiduras semejantes a miles o a docenas de miles por
todo el edificio, no sólo en cada habitación, sino a lo largo de todos los pasillos, a pequeños intervalos. Les
llamaban «agujeros de la memoria». Cuando un empleado sabía que un documento había de ser destruido,
o incluso cuando alguien veía un pedazo de papel por el suelo y por alguna mesa, constituía ya un acto automático
levantar la tapa del más cercano «agujero de la memoria» y tirar el papel en él. Una corriente de
aire caliente se llevaba el papel en seguida hasta los enormes hornos ocultos en algun lugar desconocido de
los sótanos del edificio.
Winston examinó las cuatro franjas de papel que había desenrollado. Cada una de ellas contenía una o
dos líneas escritas en el argot abreviado (no era exactamente neolengua, pero consistía principalmente en
palabras neolingüísticas) que se usaba en el Ministerio para fines internos. Decían así:
times 17.3.84. discurso gh malregistrado áfrica rectificar
times 19.12.83 predicciones plantrienal cuarto trimestre 83 erratas comprobar número corriente
times 14.2.84. Minibundancia malcitado chocolate rectificar
times 3.12.83 referente ordendía gh doblemásnobueno refs nopersonas reescribir completo someter antesarclúvar
Con cierta satisfacción apartó Winston el cuarto mensaje. Era un asunto intrincado y de responsabilidad y
prefería ocuparse de él al final. Los otros tres eran tarea rutinaria, aunque el segundo le iba a costar probablemente
buscar una serie de datos fastidiosos.
Winston pidió por la telepantalla los números necesarios del Times, que le llegaron por el tubo neumático
pocos minutos después. Los mensajes que había recibido se referían a artículos o noticias que por una u
otra razón era necesario cambiar, o, como se decía oficialmente, rectificar. Por ejemplo, en el número del
Times correspondiente al 17 de marzo se decía que el Gran Hermano, en su discurso del día anterior, había
predicho que el frente de la India Meridional seguiría en calma, pero que, en cambio, se desencadenaría una
ofensiva eurasiática muy pronto en África del Norte. Como quiera que el alto mando de Eurasia había iniciado
su ofensiva en la India del Sur y había dejado tranquila al Africa del Norte, era por tanto necesario
escribir un nuevo párrafo del discurso del Gran Hermano, con objeto de hacerle predecir lo que había ocurrido
efectivamente. Y en el Times del 19 de diciembre del año anterior se habían publicado los pronósticos
oficiales sobre el consumo de ciertos productos en el cuarto trimestre de 1983, que era también el sexto
grupo del noveno plan trienal. Pues bien, el número de hoy contenía una referencia al consumo efectivo y
resultaba que los pronósticos se habían equivocado muchísimo. El trabajo de Winston consistía en cambiar
las cifras originales haciéndolas coincidir con las posteriores. En cuanto al tercer mensaje, se refería a un
error muy sencillo que se podía arreglar en un par de minutos. Muy poco tiempo antes, en febrero, el Ministerio
de la Abundancia había lanzado la promesa (oficialmente se le llamaba «compromiso categórico»)
de que no habría reducción de la ración de chocolate durante el año 1984. Pero la verdad era, como Winston
sabía muy bien, que la ración de chocolate sería reducida, de los treinta gramos que daban, a veinte al
final de aquella semana. Como se verá, el error era insignificante y el único cambio necesario era sustituir
la promesa original por la advertencia de que probablemente habría que reducir la ración hacia el mes de
abril.
Cuando Winston tuvo preparadas las correcciones las unió con un clip al ejemplar del Times que le habían
enviado y los mandó por el tubo neumático. Entonces, con un movimiento casi inconsciente, arrugó los
mensajes originales y todas las notas que él había hecho sobre el asunto y los tiró por el «agujero de la memoria
» para que los devoraran las llamas.
Él no sabía con exactitud lo que sucedía en el invisible laberinto adonde iban a parar los tubos neumáticos,
pero tenía una idea general. En cuanto se reunían y ordenaban todas las correcciones que había sido
necesario introducir en un número determinado del Times, ese número volvía a ser impreso, el ejemplar
primitivo se destruía y el ejemplar corregido ocupaba su puesto en el archivo. Este proceso de continua
alteración no se aplicaba sólo a los periódicos, sino a los libros, revistas, folletos, carteles, programas, películas,
bandas sonoras, historietas para niños, fotografías, es decir, a toda clase de documentación o literatura
que pudiera tener algún significado político o ideológico. Diariamente y casi minuto por minuto, el pasado
era puesto al día. De este modo, todas las predicciones hechas por el Partido resultaban acertadas según
prueba documental. Toda la historia se convertía así en un palimpsesto, raspado y vuelto a escribir con toda
la frecuencia necesaria. En ningún caso habría sido posible demostrar la existencia de una falsificación. La
sección más nutrida del Departamento de Registro, mucho mayor que aquella donde trabajaba Winston, se
componía sencillamente de personas cuyo deber era recoger todos los ejemplares de libros, diarios y otros
documentos que se hubieran quedado atrasados y tuvieran que ser destruidos. Un número del Times que -a
causa de cambios en la política exterior o de profecías equivocadas hechas por el Gran Hermano- hubiera
tenido que ser escrito de nuevo una docena de veces, seguía estando en los archivos con su fecha original y
no existía ningún otro ejemplar para contradecirlo. También los libros eran recogidos y reescritos muchas
veces y cuando se volvían a editar no se confesaba que se hubiera introducido modificación alguna. Incluso
las instrucciones escritas que recibía Winston y que él hacía desaparecer invariablemente en cuanto se enteraba
de su contenido, nunca daban a entender ni remotamente que se estuviera cometiendo una falsificación.
Sólo se referían a erratas de imprenta o a citas equivocadas que era necesario poner bien en interés de
la verdad.
Lo más curioso era -pensó Winston mientras arreglaba las cifras del Ministerio de la Abundancia- que ni
siquiera se trataba de una falsificación. Era, sencillamente, la sustitución de un tipo de tonterías por otro. La
mayor parte del material que allí manejaban no tenía relación alguna con el mundo real, ni siquiera en esa
conexión que implica una mentira directa. Las estadísticas eran tan fantásticas en su versión original como
en la rectificada. En la mayor parte de los casos, tenía que sacárselas el funcionario de su cabeza. Por ejemplo,
las predicciones del Ministerio de la Abundancia calculaban la producción de botas para el trimestre
venidero en ciento cuarenta y cinco millones de pares. Pues bien, la cantidad efectiva fue de sesenta y dos
millones de pares. Es decir, la cantidad declarada oficialmente. Sin embargo, Winston, al modificar ahora
la «predicción», rebajó la cantidad a cincuenta y siete millones, para que resultara posible la habitual declaración
de que se había superado la producción. En todo caso, sesenta y dos_ millones no se acercaban a la
verdad más que los cincuenta y siete millones o los ciento cuarenta y cinco. Lo más probable es que no se
hubieran producido botas en absoluto. Nadie sabía en definitiva cuánto se había producido ni le importaba.
Lo único de que se estaba seguro era de que cada trimestre se producían sobre el papel cantidades astronómicas
de botas mientras que media población de Oceanía iba descalza. Y lo mismo ocurría con los demás
datos, importantes o minúsculos, que se registraban. Todo se disolvía en un mundo de sombras en el cual
incluso la fecha del año era insegura.
Winston miró hacia el vestíbulo. En la cabina de enfrente trabajaba un hombre pequeñito, de aire eficaz,
llamado Tillotson, con un periódico doblado sobre sus rodillas y la boca muy cerca de la bocina del hablescribe.
Daba la impresión de que lo que decía era un secreto entre él y la telepantalla. Levantó la vista y los
cristales de sus gafas le lanzaron a Winston unos reflejos hostiles.
Winston no conocía apenas a Tillotson ni tenía idea de la clase de trabajo que le habían encomendado.
Los funcionarios del Departamento del Registro no hablaban de sus ta reas. En el largo vestíbulo, sin ventanas,
con su doble fila de cabinas y su interminable ruido de periódicos y el murmullo de las voces junto a
los hablescribe, había por lo menos una docena de personas a las que Winston no conocía ni siquiera de
nombre, aunque los veía diariamente apresurándose por los pasillos o gesticulando en los Dos Minutos de
Odio. Sabía que en la cabina vecina a la suya la mujercilla del cabello arenoso trabajaba en descubrir y borrar
en los números atrasados de la Prensa los nombres de las personas vaporizadas, las cuales se consideraba
que nunca habían existido. Ella estaba especialmente capacitada para este trabajo, ya que su propio
marido había sido vaporizado dos años antes. Y pocas cabinas más allá, un individuo suave, soñador e ineficaz,
llamado Ampleforth, con orejas muy peludas y un talento sorprendente para rimar y medir los versos,
estaba encargado de producir los textos definitivos de poemas que se habían hecho ideológicamente
ofensivos, pero que, por una u otra razón, continuaban en las antologías. Este vestíbulo, con sus cincuenta
funcionarios, era sólo una subsección, una pequeñísima célula de la enorme complejidad del Departamento
de Registro. Más allá, arriba, abajo, trabajaban otros enjambres de funcionarios en multitud de tareas increíbles.
Allí estaban las grandes imprentas con sus expertos en tipografía y sus bien dotados estudios para
la falsificación de fotografías. Había la sección de teleprogramas con sus ingenieros, sus directores y equipos
de actores escogidos especialmente por su habilidad para imitar voces. Había también un gran número
de empleados cuya labor sólo consistía en redactar listas de libros y periódicos que debían ser «repasados».
Los documentos corregidos se guardaban y los ejemplares originales eran destruidos en hornos ocultos. Por
último, en un lugar desconocido estaban los cerebros directores que coordinaban todos estos esfuerzos y
establecían las líneas políticas según las cuales un fragmento del pasado había de ser conservado, falsificado
otro, y otro borrado de la existencia.
El Departamento de Registro, después de todo, no era más que una simple rama del Ministerio de la Verdad,
cuya principal tarea no era reconstruir el pasado, sino proporcionarles a los ciudadanos de Oceanía
periódicos, películas, libros de texto, programas de telepantalla, comedias, novelas, con toda clase de información,
instrucción o entretenimiento. Fabricaban desde una estatua a un slogan, de un poema lírico a
un tratado de biología y desde la cartilla de los párvulos hasta el diccionario de neolengua..Y el Ministerio
no sólo tenía que atender a las múltiples necesidades del Partido, sino repetir toda la operación en un nivel
más bajo a beneficio del proletariado. Había toda una cadena de secciones separadas que se ocupaban de la
literatura, la música, el teatro y, en general, de todos los entretenimientos para los proletarios. Allí se producían
periódicos que no contenían más que informaciones deportivas, sucesos y astrología, noveluchas
sensacionalistas, películas que rezumaban sexo y canciones sentimentales compuestas por medios exclusivamente
mecánicos en una especie de calidoscopio llamado versificador. Había incluso una sección conocida
en neolengua con el nombre de Pornosec, encargada de producir pornografía de clase ínfima y que era
enviada en paquetes sellados que ningún miembro del Partido, aparte de los que trabajaban en la sección,
podía abrir.
Habían salido tres mensajes por el tubo neumático mientras Winston. trabajaba, pero se trataba de asuntos
corrientes y los había despachado antes de ser interrumpido por los Dos Minutos de Odio. Cuando el
odio terminó, volvió Winston a su cabina, sacó del estante el diccionario de neolengua, apartó a un lado el
hablescribe, se limpió las gafas y se dedicó a su principal cometido de la mañana.
El mayor placer de Winston era su trabajo. La mayor parte de éste consistía en una aburrida rutina, pero
también incluía labores tan difíciles e intrincadas que se perdía uno en ellas como en las profundidades de
un problema de matemáticas: delicadas labores de falsificación en que sólo se podía guiar uno por su conocimiento
de los principios del Ingsoc y el cálculo de lo que el Partido quería que uno dijera. Winston servía
para esto. En una ocasión le encargaron incluso la rectificación de los editoriales del Times, que estaban
escritos totalmente en neolengua. Desenrolló el mensaje que antes había dejado a un lado como más difícil.
Decía:
times 3.12.83 referente ordendía gh doblemásnobueno refs nopersonas reescribir completo someter antesarchivar.
En antiguo idioma (en inglés) quedaba así:
La información sobre la orden del día del Gran Hermano en el Times del 3 de diciembre de 1983 es absolutamente
insatisfactoria y se refiere a las personas inexistentes. Volverlo a escribir por completo y someter
el borrador a la autoridad superior antes de archivar.
Winston leyó el artículo ofensivo. La orden del día del Gran Hermano se dedicaba a alabar el trabajo de
una organización conocida por FFCC, que proporcionaba cigarrillos y otras cosas a los marineros de las
fortalezas flotantes. Cierto camarada Withers, destacado miembro del Partido Interior, había sido agraciado
con una mención especial y le habían concedido una condecoración, la Orden del Mérito Conspicuo, de
segunda clase.
Tres meses después, la FFCC había sido disuelta sin que se supieran los motivos. Podía pensarse que
Withers y sus asociados habían caído en desgracia, pero no había información alguna sobre el asunto en la
Prensa ni en la telepantalla. Era lo corriente, ya que muy raras veces se procesaba ni se denunciaba públicamente
a los delincuentes políticos. Las grandes «purgas» que afectaban a millares de personas, con procesos
públicos de traidores y criminales del pensamiento que confesaban abyectamente sus crímenes para
ser luego ejecutados, constituían espectáculos especiales que se daban sólo una vez cada dos años. Lo habitual
era que las personas caídas en desgracia desapareciesen sencillamente y no se volviera a oír hablar de
ellas. Nunca se tenía la menor noticia de lo que pudiera haberles ocurrido. En algunos casos, ni siquiera
habían muerto. Aparte de sus padres, unas treinta personas conocidas por Winston habían desaparecido en
una u otra ocasión.
Mientras pensaba en todo esto, Winston se daba golpecitos en la nariz con un sujetador de papeles. En la
cabina de enfrente, el camarada Tillotson seguía misteriosamente inclinado sobre su hablescribe. Levantó la
cabeza un momento. Otra vez, los destellos hostiles de las gafas. Winston se preguntó si el camarada Tillotson
estaría encargado del mismo trabajo que él. Era perfectamente posible. Una tarea tan difícil y complicada
no podía estar a cargo de una sola persona. Por otra parte, encargarla a un grupo sería admitir abiertamente
que se estaba realizando una falsificación. Muy probablemente, una docena de personas trabajaban
al mismo tiempo en distintas versiones rivales para inventar lo que el Gran Hermano había dicho «efectivamente
». Y, después, algún cerebro privilegiado del Partido Interior elegiría esta o aquella versión, la redactaría
definitivamente a su manera y pondría en movimiento el complejo proceso de confrontaciones
necesarias. Luego, la mentira elegida pasaría a los registros permanentes y se convertiría en la verdad.
Winston no sabía por qué había caído Withers en desgracia. Quizás fuera por corrupción o incompetencia.
O quizás el Gran Hermano se hubiera librado de un subordinado demasiado popular. También pudiera
ser que Withers o alguno relacionado con él hubiera sido acusado de tendencias heréticas. O quizás y esto
era lo más probable- hubiese ocurrido aquello sencillamente porque las «purgas» y las vaporizaciones eran
parte necesaria de la mecánica gubernamental. El único indicio real era el contenido en las palabras «refs
nopersonas», con lo que se indicaba que Withers estaba ya muerto. Pero no siempre se podía presumir que
un individuo hubiera muerto por el hecho de haber desaparecido. A veces los soltaban y los dejaban en
libertad durante uno o dos años antes de ser ejecutados. De vez en cuando, algún individuo a quien se creía
muerto desde hacía mucho tiempo reaparecía como un fantasma en algún proceso sensacional donde comprometía
a centenares de otras personas con sus testimonios antes de desaparecer, esta vez para siempre.
Sin embargo, en el caso de Withers, estaba claro que lo habían matado. Era ya una nopersona. No existía:
nunca había existido. Winston decidió que no bastaría con cambiar el sentido del discurso del Gran Hermano.
Era mejor hacer que se refiriese a un asunto sin relación alguna con el auténtico.
Podía trasladar el discurso al tema habitual de los traidores y los criminales del pensamiento, pero esto
resultaba demasiado claro; y por otra parte, inventar una victoria en el frente o algún triunfo de superproducción
en el noveno plan trienal, podía complicar demasiado los registros. Lo que se necesitaba era una
fantasía pura. De pronto se le ocurrió inventar que un cierto camarada Ogilvy había muerto recientemente
en la guerra en circunstancias heroicas. En ciertas ocasiones, el Gran Hermano dedicaba su orden del día a
conmemorar a algunos miembros ordinarios del Partido cuya vida y muerte ponía como ejemplo digno de
ser imitado por todos. Hoy conmemoraría al camarada Ogilvy. Desde luego, no existía el tal Ogilvy, pero
unas cuantas líneas de texto y un par de fotografías falsificadas bastarían para darle vida.
Winston reflexionó un momento, se acercó luego al hablescribe y empezó a dictar en el estilo habitual
del Gran Hermano: un estilo militar y pedante a la vez y fácil de imi tar por el truco de hacer preguntas y
contestárselas él mismo en seguida. (Por ejemplo: «¿Qué nos enseña este hecho, camaradas? Nos enseña la
lección -que es también uno de los principios fundamentales de Ingsoc- que», etc., etc.)
A la edad de tres años, el camarada Ogilvy había rechazado todos los juguetes excepto un tambor, una
ametralladora y un autogiro. A los seis años -uno antes de lo reglamenta rio por concesión especial- se
había alistado en los Espías; a los nueve años, era ya jefe de tropa. A los once había denunciado a su tío a la
Policía del Pensamiento después de oírle una conversación donde el adulto se había mostrado con tendencias
criminales. A los diecisiete fue organizador en su distrito de la Liga Juvenil Anti-Sex. A los diecinueve
había inventado una granada de mano que fue adoptada por el Ministerio de la Paz y que, en su primera
prueba, mató a treinta y un prisioneros eurasiáticos. A los veintitrés murió en acción de guerra. Perseguido
por cazas enemigos de propulsión a chorro mientras volaba sobre el Océano indico portador de mensajes
secretos, se había arrojado al mar con las ametralladoras y los documentos... Un final, decía el Gran Hermano,
que necesariamente despertaba la envidia. El Gran Hermano añadía unas consideraciones sobre la
pureza y rectitud de la vida del camarada Ogilvy. Era abstemio y no fumador, no se permitía más diversiones
que una hora diaria en el gimnasio y había hecho voto de soltería por creer que el matrimonio y el cuidado
de una familia imposibilitaban dedicar las veinticuatro horas del día al cumplimiento del deber. No
tenía más tema de conversación que los principios de Ingsoc, ni más finalidad en la vida que la derrota del
enemigo eurasiático y la caza de espías, saboteadores, criminales mentales y traidores en general.
Winston discutió consigo mismo si debía o no concederle al camarada Ogilvy la Orden del Mérito Conspicuo;
al final decidió no concedérsela porque ello acarrearía un excesivo trabajo de confrontaciones para
que el hecho coincidiera con otras referencias.
De nuevo miró a su rival de la cabina de enfrente. Algo parecía decirle que Tillotson se ocupaba en lo
mismo que él. No había manera de saber cuál de las versiones sería adopta da finalmente, pero Winston
tenía la firme convicción de que se elegiría la suya. El camarada Ogilvy, que hace una hora no existía, era
ya un hecho. A Winston le resultaba cu rioso que se pudieran crear hombres muertos y no hombres vivos.
El camarada Ogilvy, que nunca había existido en el presente, era ya una realidad en el pasado, y cuando
quedara olvidado en el acto de la falsificación, seguiría existiendo con la misma autenticidad y con pruebas
de la misma fuerzaque Carlomagno o Julio César.
V
En la cantina, un local de techo bajo en los sótanos, la cola para el almuerzo avanzaba lentamente. La estancia
estaba atestada de gente y llena de un ruido ensordecedor. De la parrilla tras el mostrador emanaba el
olorcillo del asado. Al extremo de la cantina había un pequeño bar, una especie de agujero en el muro, donde
podía comprarse la ginebra a diez centavos el vasito.
-Precisamente el que andaba yo buscando --dijo una voz a espaldas de Winston. Éste se volvió. Era su
amigo Syme, que trabajaba en el Departamento de Investigaciones. Quizás no fuera «amigo» la palabra
adecuada. Ya no había amigos, sino camaradas. Pero persistía una diferencia: unos camaradas eran más
agradables que otros. Syme era filósofo, especializado en neolengua. Desde luego, pertenecía al inmenso
grupo de expertos dedicados a redactar la onceava edición del Diccionario de Neolengua. Era más pequeño
que Winston, con cabello negro y sus ojos saltones, a la vez tristes y burlones, que parecían buscar continuamente
algo dentro de su interlocutor.
-Quería preguntarte si tienes hojas de afeitar -dijo.
-¡Ni una! -dijo Winston con una precipitación culpable-. He tratado de encontrarlas por todas partes, pero
ya no hay.
Todos buscaban hojas de afeitar. La verdad era que Winston guárdaba en su casa dos sin estrenar. Durante
los meses pasados hubo una gran escasez de hojas. Siempre fal taba algún artículo necesario que en las
tiendas del Partido no podían proporcionar; unas veces, botones;. otras, hilo de coser; a veces, cordones
para los zapatos, y ahora faltaban cuchillas de afeitar. Era imposible adquirirlas a no ser que se buscaran
furtivamente en el mercado «libre».
-Llevo seis semanas usando la misma cuchilla -mintió Winston.
La cola avanzó otro poco. Winston se volvió otra vez para observar a Syme. Cada uno de ellos cogió una
bandeja grasienta de metal de una pila que había al borde del mostrador.
Fuiste a ver ahorcar a los prisioneros ayer? -le preguntó Syme.
-Estaba trabajando -respondió Winston en tono indiferente-. Lo veré en el cine, seguramente.
-Un sustitutivo muy inadecuado -comentó Syme.
Sus ojos burlones recorrieron el rostro de Winston. «Te conozco», parecían decir los ojos. «Veo a través
de ti. Sé muy bien por qué no fuiste a ver ahorcar los prisioneros.» Intelectualmente, Syme era de una ortodoxia
venenosa. Por ejemplo, hablaba con una satisfacción repugnante de los bombardeos de los helicópteros
contra los pueblos enemigos, de los procesos y confesiones de los criminales del pensamiento y de las
ejecuciones en los sótanos del Ministerio del Amor. Hablar con él suponía siempre un esfuerzo por apartarle
de esos temas e interesarle en problemas técnicos de neofngüística en los que era una autoridad y sobre
los que podía decir cosas interesantes. Winston volvió un poco la cabeza para evitar el escrutinio de los
grandes ojos negros.
-Fue una buena ejecución -dijo Syme añorante-. Pero me parece que estropean el efecto atándoles los
pies. Me gusta verlos patalear. De todos modos, es estupendo ver cómo sacan la lengua, que se les pone
azul... !de un azul tan brillante! Ese detalle es el que más me gusta.
-¡El siguiente, por favor! -dijo la prale(taria) del delantal blanco que servía tras el mostrador.
Winston y Syme presentaron sus bandejas. A cada uno de ellos les pusieron su ración: guiso con un poquito
de carne, algo de pan, un cubito de queso, un poco de café de la Victoria y una pastilla de sacarina.
-Allí hay una mesa libre, debajo de la telepantalla -dijo Syme-. De camino podemos coger un poco de ginebra.
Les sirvieron la ginebra en unas terrinas. Se abrieron paso entre la multitud y colocaron el contenido de
sus bandejas sobre la mesa de tapa de metal, en una esquina de la cual había dejado alguien un chorreón de
grasa del guiso, un líquido asqueroso. Winston cogió la terrina de ginebra, se detuvo un instante para decidirse,
y se tragó de un golpe aquella bebida que sabía a aceite. Le acudieron lágrimas a los ojos como reacción
y de pronto descubrió que tenía hambre. Empezó a tragar cucharadas del guiso, que contenía unos
trocitos de un material substitutivo de la carne. Ninguno de ellos volvió a hablar hasta que vaciaron los
recipientes. En la mesa situada a la izquierda de Winston, un poco detrás de él, alguien hablaba rápidamente
y sin cesar, una cháchara que recordaba el cua-cua del pato. Esa voz perforaba el jaleo general de la cantina.
—¿Cómo va el diccionario? -dijo Winston elevando la voz para dominar el ruido.
-Despacio -respondió Syme-. Por los adjetivos. Es un trabajo fascinador.
En cuanto oyó que le hablaban de lo suyo, se animó inmediatamente. Apartó el plato de aluminio, tomó
el mendrugo de pan con gesto delicado y el queso con la otra mano. Se inclinó sobre la mesa para hablar
sin tener que gritar.
-La onceava edición es la definitiva erijo-. Le estamos dando al idioma su forma final, la forma que tendrá
cuando nadie hable más que neolengua. Cuando terminemos nuestra labor, tendréis que empezar a
aprenderlo de nuevo. Creerás, seguramente, que nuestro principal trabajo consiste en inventar nuevas palabras.
Nada de eso. Lo que hacemos es destruir palabras, centenares de palabras cada día. Estamos podando
el idioma para dejarlo en los huesos. De las palabras que contenga la onceava edición, ninguna quedará
anticuada antes del año 2050-. Dio un hambriento bocado a su pedazo de pan y se lo tragó sin dejar de
hablar con una especie de apasionamiento pedante. Se le había animado su rostro moreno, y sus ojos, sin
perder el aire soñador, no tenían ya su expresión burlona.
-La destrucción de las palabras es algo de gran hermosura. Por supuesto, las principales víctimas son los
verbos y los adjetivos, pero también hay centenares de nombres de los que puede uno prescindir. No se
trata sólo de los sinónimos. También los antónimos. En realidad ¿qué justificación tiene el empleo de una
palabra sólo porque sea lo contrario de otra? Toda palabra contiene en sí misma su contraria. Por ejemplo,
tenemos «bueno». Si tienes una palabra como «bueno», ¿qué necesidad hay de la contraria, «malo»? Nobueno
sirve exactamente igual, mejor todavía, porque es la palabra exactamente contraria a «bueno» y la
otra no. Por otra parte, si quieres un reforzamiento de la palabra «bueno», ¿qué sentido tienen esas confusas
e inútiles palabras «excelente, espléndido» y otras por el estilo? Plusbueno basta para decir lo que es mejor
que lo simplemente bueno y dobleplusbueno sirve perfectamente para acentuar el grado de bondad. Es el
superlativo perfecto. Ya sé que usamos esas formas, pero en la versión final de la neolengua se suprimirán
las demás palabras que todavía se usan como equivalentes. Al final todo lo relativo a la bondad podrá expresarse
con seis palabras; en realidad una sola. ¿No te das cuenta de la belleza que hay en esto, Winston?
Naturalmente, la idea fue del Gran Hermano -añadió después de reflexionar un poco.
Al oír nombrar al Gran Hermano, el rostro de Winston se animó automáticamente. Sin embargo, Syme
descubrió inmediatamente una cierta falta de entusiasmo.
-Tú no aprecias la neolengua en lo que vale dijo Syme con tristeza-. Incluso cuando escribes sigues pensando
en la antigua lengua. He leído algunas de las cosas que has escrito para el Times. Son bastante buenas,
pero no pasan de traducciones. En el fondo de tu corazón prefieres el viejo idioma con toda su vaguedad
y sus inútiles matices de significado. No sientes la belleza de la destrucción de las palabras. ¿No sabes
que la neolengua es el único idioma del mundo cuyo vocabulario disminuye cada día?
Winston no lo sabía, naturalmente. Sonrió -creía hacerlo agradablemente- porque no se fiaba de hablar.
Syme comió otro bocado del pan negro, lo masticó un poco y siguió:
-- ¿No ves que la finalidad de la neolengua es limitar el alcance del pensamiento, estrechar el radio de
acción de la mente? Al final, acabaremos haciendo imposible todo crimen del pensamiento. En efecto,
¿cómo puede haber crimental si cada concepto se expresa claramente con una sola palabra, una palabra
cuyo significado esté decidido rigurosamente y con todos sus significados secundarios eliminados y olvidados
para siempre? Y en la onceava edición nos acercamos a ese ideal, pero su perfeccionamiento continuará
mucho después de que tú y yo hayamos muerto. Cada año habrá menos palabras y el radio de acción de la
conciencia será cada vez más pequeño. Por supuesto, tampoco ahora hay justificación alguna para cometer
un crimen por el pensamiento. Sólo es cuestión de autodisciplina, de control de la realidad. Pero llegará un
día en que ni esto será preciso. La revolución será completa cuando la lengua sea perfecta. Neolengua es
Ingsoc e Ingsoc es neolengua -añadió con una satisfacción mística-. ¿No se te ha ocurrido pensar, Winston,
que lo más tarde hacia el año 2050, ni un solo ser humano podrá entender una conversación como ésta que
ahora sostenemos?
-Excepto... -empezó a decir Winston, dubitativo, pero se interrumpió alarmado.
Había estado a punto de decir «excepto los proles»; pero no estaba muy seguro de que esta observación
fuera muy ortodoxa. Sin embargo, Syme adivinó lo que iba a decir.
-Los proles no son seres humanos -dijo-. Hacia el 2050, quizá antes, habrá desaparecido todo conocimiento
efectivo del viejo idioma. Toda la literatura del pasado habrá sido destruida. Chaucer, Shakespeare,
Milton, Byron... sólo existirán en versiones neolingüísticas, no sólo transformados en algo muy diferente,
sino convertidos en lo contrario de lo que eran. Incluso la literatura del Partido cambiará; hasta los slogans
serán otros. ¿Cómo vas a tener un slogan como el de «la libertad es la esclavitud» cuando el concepto de
lbertad no exista? Todo el clima del pensamiento será distinto. En realidad, no habrá pensamiento en el
sentido en que ahora lo entendemos. La ortodoxia significa no pensar, no necesitar el pensamiento. Nuestra
ortodoxia es la inconsciencia.
De pronto tuvo Winston la profunda convicción de que uno de aquellos días vaporizarían a Syme. Es
demasiado inteligente. Lo ve todo con demasiada claridad y habla con demasiada sencillez. Al Partido no le
gustan estas gentes. Cualquier día desaparecerá. Lo lleva escrito en la cara.
Winston había terminado el pan y el queso. Se volvió un poco para beber la terrina de café. En la mesa de
la izquierda, el hombre de la voz estridente seguía hablando sin cesar. Una joven, que quizás fuera su secretaria
y que estaba sentada de espaldas a Winston, le escuchaba y asentía continuamente. De vez en cuando,
Winston captaba alguna observación como: «Cuánta razón tienes» o «No sabes hasta qué punto estoy de
acuerdo contigo», en una voz juvenil y algo tonta. Pero la otra voz no se detenía ni siquiera cuando la muchacha
decía algo. Winston conocía de vista a aquel hombre aunque sólo sabía que ocupaba un puesto importante
en el Departamento de Novela. Era un hombre de unos treinta años con un poderoso cuello y una
boca grande y gesticulante.
Estaba un poco echado hacia atrás en su asiento y los cristales de sus gafas reflejaban la luz y le presentaban
a Winston dos discos vacíos en vez de un par de ojos. Lo inquietante era que del torrente de ruido que
salía de su boca resultaba casi imposible distinguir una sola palabra. Sólo un cabo de frase comprendió
Winston -«completa y definitiva eliminación del go1dsteinismo» -, pronunciado con tanta rapidez que parecía
salir en un solo bloque como la línea, fundida en plomo, de una linotipia. Lo demás era sólo ruido, un
cuac-cuac-cuac, y, sin embargo, aunque no se podía oír lo que decía, era seguro que se refería a Goldstein
acusándolo y exigiendo medidas más duras contra los criminales del pensamiento y los saboteadores. Sí,
era indudable que lanzaba diatribas contra las atrocidades del ejército eurasiático y que alababa al Gran
Hermano o a los héroes del frente malabar. Fuera lo que fuese, se podía estar seguro de que todas sus palabras
eran ortodoxia pura. Ingsoc cien por cien. Al contemplar el rostro sin ojos con la mandíbula en rápido
movimiento, tuvo Winston la curiosa sensación de que no era un ser humano, sino una especie de muñeco.
No hablaba el cerebro de aquel hombre, sino su laringe. Lo que salía de ella consistía en palabras, pero no
era un discurso en el verdadero sentido, sino un ruido inconsciente como el cuac-cuac de un pato.
Syme se había quedado silencioso unos momentos y con el mango de la cucharilla trazaba dibujos entre
los restos del guisado. La voz de la otra mesa seguía con su rápido cuac-cuac, fácilmente perceptible a pesar
de la algarabía de la cantina.
Hay una palabra en neolengua -dijo Syme- que no sé si la conoces: pathablar, o sea, hablar de modo que
recuerde el cuac-cuac de un pato. Es una de esas palabras interesantes que tienen dos sentidos contradictorios.
Aplicada a un contrario, es un insulto; aplicada a alguien con quien estés de acuerdo, es un elogio.
No cabía duda, volvió a pensar Winston, a Syme lo vaporizarían. Lo pensó con cierta tristeza aunque sabía
perfectamente que Syme lo despreciaba y era muy capaz de denunciarle como culpable mental. Había
algo de sutilmente malo en Syme. Algo le faltaba: discreción, prudencia, algo así como estupidez salvadora.
No podía decirse que no fuera ortodoxo. Creía en los principios del Ingsoc, veneraba al Gran Hermano,
se alegraba de las victorias y odiaba a los herejes, no sólo sinceramente, sino con inquieto celo hallándose
al día hasta un grado que no solía alcanzar el miembro ordinario del Partido. Sin embargo, se cernía sobre
él un vago aire de sospecha. Decía cosas que debía callar, leía demasiados libros, frecuentaba el Café del
Nogal, guarida de pintores y músicos. No había ley que prohibiera la frecuentación del Café del Nogal. Sin
embargo, era sitio de mal agüero. Los antiguos y desacreditados jefes del Partido se habían reunido allí
antes de ser «purgados» definitivamente. Se decía que al mismo Goldstein lo habían visto allí algunas veces
hacía años o décadas. Por tanto, el destino de Syme no era difícil de predecir. Pero, por otra parte, era indudable
que si aquel hombre olía -sólo por tres segundos- las opiniones secretas de Winston, lo denunciaría
inmediatamente a la Policía del Pensamiento. Por supuesto, cualquier otro lo haría; Syme se daría más prisa.
Pero no bastaba con el celo. La ortodoxia era la inconsciencia.
Syme levantó la vista:
-Aquí viene Parsons -dijo.
Algo en el tono de su voz parecía añadir, «ese idiota». Parsons, vecino de Winston en las Casas de la
Victoria, se abría paso efectivamente por la atestada cantina. Era un in dividuo de mediana estatura con
cabello rubio y cara de rana. A los treinta y cinco años tenía ya una buena cantidad de grasa en el cuello y
en la cintura, pero sus movimientos eran ágiles y juveniles. Todo su aspecto hacía pensar en un muchacho
con excesiva corpulencia, hasta tal punto que, a pesar de vestir el «mono» reglamentario, era casi imposible
no figurárselo con los pantalones cortos y azules, la camisa gris y el pañuelo rojo de los Espías. Al verlo, se
pensaba siempre en escenas de la organización juvenil. Y, en efecto, Parsons se ponía shorts para cada excursión
colectiva o cada vez que cualquier actividad física de la comunidad le daba una disculpa para
hacerlo. Saludó a ambos con un alegre ¡Hola, hola!, y sentóse a la mesa esparciendo un intenso olor a sudor.
Su rojiza cara estaba perlada de gotitas de sudor. Tenía un enorme poder sudorífico. En el Centro de la
Comunidad se podía siempre asegurar si Parsons había jugado al tenis de mesa por la humedad del mango
de la raqueta. Syme sacó una tira de papel en la que había una larga columna de palabras y se dedicó a estudiarla
con un lápiz tinta entre los dedos.
-Mira cómo trabaja hasta en la hora de comer -dijo Parsons, guiñándole un ojo a Winston-. Eso es lo que
se llama aplicación. ¿Qué tienes ahí, chico? Seguro que es algo demasiado intelectual para mí. Oye, Smith,
te diré por qué te andaba buscando, es para la sub. Olvidaste darme el dinero.
-Qué sub es esa? -dijo Winston buscándose el dinero automáticamente. Por lo menos una cuarta parte del
sueldo de cada uno iba a parar a las subscripciones voluntarias. Estas eran tan abundantes que resultaba
muy difícil llevar la cuenta.
-Para la Semana del Odio. Ya sabes que soy el tesorero de nuestra manzana. Estamos haciendo un gran
esfuerzo para que nuestro grupo de casas aporte más que nadie. No será culpa mía si las Casas de la Victoria
no presentan el mayor despliegue de banderas de toda la calle. Me prometiste dos dólares.
Winston, después de rebuscar en sus bolsillos, sacó dos billetes grasientos y muy arrugados que Parsons
metió en una carterita y anotó cuidadosamente.
-A propósito, chico -dijo-; me he enterado de que mi crío te disparó ayer su tirachinas. Ya le he arreglado
las cuentas. Le dije que si lo volvía a hacer le quitaría el tirachinas.
-Me parece que estaba un poco fastidiado por no haber ido a la ejecución -dijo Winston.
-Hombre, no está mal; eso demuestra que el muchacho es de fiar. Son muy traviesos, pero, eso sí, no
piensan más que en los espías; y en la guerra, naturalmente. ¿Sabes lo que hizo mi chiquilla el sábado pasado
cuando su tropa fue de excursión a Berkhamstead? La acompañaban otras dos niñas. Las tres se separaron
de la tropa, dejaron las bicicletas a un lado del camino y se pasaron toda la tarde siguiendo a un desconocido.
No perdieron de vista al hombre durante dos horas, a campo traviesa, por los bosques... En fin, que,
en cuanto llegaron a Amersham, lo entregaron a las patrullas. -
—¿Por qué lo hicieron? -preguntó Winston, sobresaltado a pesar suyo. Parsons prosiguió, triunfante:
-Mi chica se aseguró de que era un agente enemigo... Probablemente, lo dejaron caer con paracaídas. Pero
fíjate en el talento de la criatura: ¿en qué supones que le conoció al hombre que era un enemigo? Pues
notó que llevaba unos zapatos muy raros. Sí, mi niña dijo que no había visto a nadie con unos zapatos así;
de modo que la cosa estaba clara. Era un extranjero. Para una niña de siete años, no está mal, ¿verdad?
-¿Y qué le pasó a ese hombres -se interesó Winston.
-Eso no lo sé, naturalmente. Pero no me sorprendería que... -Parsons hizo el ademán de disparar un fusil
y chasqueó la lengua imitando el disparo.
-Muy bien -dijo Syme abstraído, sin levantar la vista de sus apuntes.
-Claro, no podemos permitirnos correr el riesgo... -asintió Winston, nada convencido.
Por supuesto, no hay que olvidar que estamos en guerra.
Como para confirmar esto, un trompetazo salió de la telepantalla vibrando sobre sus cabezas. Pero esta
vez no se trataba de la proclamación de una victoria militar, sino sólo de un anuncio del Ministerio de la
Abundancia.
-¡Camaradas! -exclamó una voz juvenil y resonante-. ¡Atención, camaradas! !Tenemos gloriosas noticias
que comunicaros! Hemos ganado la batalla de la producción. ¡Tenemos ya todos los datos completos y el
nivel de vida se ha elevado en un veinte por ciento sobre el del año pasado. Esta mañana ha habido en toda
Oceanía incontables manifestaciones espontáneas; los trabajadores salieron de las fábricas y de las oficinas
y desfilaron, con banderas desplegadas, por las calles de cada ciudad proclamando su gratitud al Gran
Hermano por la nueva y feliz vida que su sabia dirección nos permite disfrutar. He aquí las cifras completas.
Ramo de la Alimentación...
La expresión «por la nueva y feliz vida» reaparecía varias veces. Estas eran las palabras favoritas del Ministerio
de la Abundancia. Parsons, pendiente todo él de la llamada de la trompeta, escuchaba, muy rígido,
con la boca abierta y un aire solemne, una especie de aburrimiento sublimado. No podía seguir las cifras,
pero se daba cuenta de que eran un motivo de satisfacción. Fumaba una enorme y mugrienta pipa. Con la
ración de tabaco de cien gramos a la semana era raras veces posible llenar una pipa hasta el borde. Winston
fumaba un cigarrillo de la Victoria cuidando de mantenerlo horizontal para que no se cayera su escaso tabaco.
La nueva ración no la darían hasta mañana y le quedaban sólo cuatro cigarrillos. Había dejado de
prestar atención a todos los ruidos excepto a la pesadez numérica de la pantalla. Por lo visto, había habido
hasta manifestaciones para agradecerle al Gran Hermano el aumento de la ración de chocolate a veinte
gramos cada semana. Ayer mismo, pensó, se había anunciado que la ración se reduciría a veinte gramos
semanales. ¿Cómo era posible que pudieran tragarse aquello, si no habían pasado más que veinticuatro
horas? Sin embargo, se lo tragaron. Parsons lo digería con toda facilidad, con la estupidez de un animal. El
individuo de las gafas con reflejos, en la otra mesa, lo aceptaba fanática y apasionadamente con un furioso
deseo de descubrir, denunciar y vaporizar a todo aquel que insinuase que la semana pasada la ración fue de
treinta gramos. Syme también se lo había tragado aunque el proceso que seguía para ello era algo más
complicado, un proceso de doblepensar. ¿Es que sólo él, Winston, seguía poseyendo memoria?
Las fabulosas estadísticas continuaron brotando dula telepantalla. En comparación con el año anterior,
había más alimentos, más vestidos, más casas, más muebles, más ollas, más comestibles, más barcos, más
autogiros, más libros, más bebés, más de todo, excepto enfermedades, crímenes y locura. Año tras año y
minuto tras minuto, todos y todo subía vertiginosamente. Winston meditaba, resentido, sobre la vida.
¿Siempre había sido así; siempre había sido tan mala la comida? Miró en torno suyo por la cantina; una
habitación de techo bajo, con las paredes sucias por el contacto de tantos trajes grasientos; mesas de metal
abolladas y sillas igualmente estropeadas y tan juntas que la gente se tocaba con los codos. Todo resquebrajado,
lleno de manchas y saturado de un insoportable olor a ginebra mala, a mal café, a sustitutivo de asado,
a trajes sucios. Constantemente se rebelaban el estómago y la piel con la sensación de que se les había
hecho trampa privándoles de algo a lo que tenían derecho. Desde luego, Winston no recordaba nada que
fuera muy diferente. En todo el tiempo a que alcanzaba su memoria, nunca hubo bastante comida, nunca se
podían llevar calcetines ni ropa interior sin agujeros, los muebles habían estado siempre desvencijados, en
las habitaciones había faltado calefacción. Los metros iban horriblemente atestados, las casas se deshacían
a pedazos, el pan era negro, el té imposible de encontrar, el café sabía a cualquier cosa, escaseaban los cigarrillos
y nada había barato y abundante a no ser la ginebra sintética. Y aunque, desde luego, todo empeoraba
a medida que uno envejecía, ello era sólo señal de que éste no era el orden natural de las cosas. Si el
corazón enfermaba con las incomodidades, la suciedad y la escasez, los inviernos interminables, la dureza
de los calcetines, los ascensores que nunca funcionaban, el agua fría, el rasposo jabón, los cigarrillos que se
deshacían, los alimentos de sabor repugnante... ¿cómo iba uno a considerar todo esto intolerable si no fuera
por una especie de recuerdo ancestral de que las cosas habían sido diferentes alguna vez?
Winston volvió a recorrer la cantina con la mirada. Casi todos los que allí estaban eran feos y lo hubieran
seguido siendo aunque no hubieran llevado los «monos» azules uni formes. Al extremo de la habitación,
solo en una mesa, se hallaba un hombrecillo con aspecto de escarabajo. Bebía una taza de café y sus ojillos
lanzaban miradas suspicaces a un lado y a otro. Es muy fácil, pensó Winston, siempre que no mire uno en
torno suyo, creer que el tipo físico fijado por el Partido como ideal -los jóvenes altos y musculosos y las
muchachas de escaso pecho y de cabello rubio, vitales, tostadas por el sol y despreocupadas- existía e incluso
predominaba. Pero en la realidad, la mayoría de los habitantes de la Franja Aérea número 1 eran pequeños,
cetrinos y de facciones desagradables. Es curioso cuánto proliferaba el tipo de escarabajo entre los
funcionarios de los ministerios: hombrecillos que engordaban desde muy jóvenes, con piernas cortas, movimientos
toscos y rostros inescrutables, con ojos muy pequeños. Era el tipo que parecía florecer bajo el
dominio del Partido.
La comunicación del Ministerio de la Abundancia terminó con otro trompetazo y fue seguida por música
ligera. Parsons, lleno de vago entusiasmo por el reciente bombardeo de cifras, se sacó la pipa de la boca:
-El Ministerio de la Abundancia ha hecho una buena labor este año -dijo moviendo la cabeza como persona
bien enterada-. A propósito, Smith, ¿no podrás dejarme alguna hoja de afeitar?
-¡Ni una! -le respondió Winston-. Llevo seis semanas usando la misma hoja.
-Entonces, nada... Es que se me ocurrió, por si tenías.
-Lo siento -dijo Winston.
El cuac-cuac de la próxima mesa, que había permanecido en silencio mientras duró el comunicado del
Ministerio de la Abundancia, comenzó otra vez mucho más fuerte. Por alguna razón, Winston pensó de
pronto en la señora Parsons con su cabello revuelto y el polvo de sus arrugas. Dentro de dos años aquellos
niños la denunciarían a la Policía del Pensamiento. La señora Parsons sería vaporizada. Syme sería vaporizado.
A Winston lo vaporizarían también. O'Brien sería vaporizado. A Parsons, en cambio, nunca lo vaporizarían.
Tampoco el individuo de las gafas y del cuac-cuac sería vaporizado nunca. Ni tampoco la joven
del cabello negro, la del Departamento de Novela. Le parecía a Winston conocer por intuición quién perecería,
aunque no era fácil determinar lo que permitía sobrevivir a una persona.
En aquel momento le sacó de su ensoñación una violenta sacudida. La muchacha de la mesa vecina se
había vuelto y lo estaba mirando. ¡Era la muchacha morena del Departamento de Novela! Miraba a Winston
a hurtadillas, pero con' una curiosa intensidad. En cuanto sus ojos tropezaron con los de Winston, volvió
la cabeza.
Winston empezó a sudar. Le invadió una horrible sensación de terror. Se le pasó casi en seguida, pero le
dejó intranquilo. ¿Por qué lo miraba aquella mujer? ¿Por qué se la encontraba tantas veces? Desgraciadamente,
no podía recordar si la joven estaba ya en aquella mesa cuando él llegó o si había llegado después.
Pero el día anterior, durante los Dos Minutos de Odio, se había sentado inmediatamente detrás de él sin
haber necesidad de ello. Seguramente, se proponía escuchar lo que él dijera y ver si gritaba lo bastante fuerte.
Pensó que probablemente la muchacha no era miembro de la Policía del Pensamiento, pero precisamente
las espías aficionadas constituían el mayor peligro. No sabía Winston cuánto tiempo llevaba mirándolo la
joven, pero quizás fueran cinco minutos. Era muy posible que en este tiempo no hubiera podido controlar
sus gestos a la perfección. Constituía un terrible peligro pensar mientras se estaba en un sitio público o al
alcance de la telepantalla. El detalle más pequeño podía traicionarle a uno. Un tic nervioso, una inconsciente
mirada de inquietud, la costumbre de hablar con uno mismo entre dientes, todo lo que revelase la
necesidad de ocultar algo. En todo caso, llevar en el rostro una expresión impropia (por ejemplo, parecer
incrédulo cuando se anunciaba una victoria) constituía un acto punible. Incluso había una palabra para esto
en neolengua: caracrimen.
La muchacha recuperó su posición anterior. Quizás no estuviese persiguiéndolo; quizás fuera pura coincidencia
que se hubiera sentado tan cerca de él dos días seguidos. Se le había apagado el cigarrillo y lo puso
cuidadosamente en el borde de la mesa. Lo terminaría de fumar después del trabajo si es que el tabaco no se
había acabado de derramar para entonces. Seguramente, el individuo que estaba con la joven sería un agente
de la Policía del Pensamiento y era muy probable, pensó Winston, que a él lo llevaran a los calabozos del
Ministerio del Amor dentro de tres días, pero no era esta una razón para desperdiciar una colilla. Syme dobló
su pedazo de papel y se lo guardó en el bolsillo. Parsons había empezado a hablar otra vez.
-¿Te he contado, chico, lo que hicieron mis críos en el mercado? ¿No? Pues un día le prendieron fuego a
la falda de una vieja vendedora porque la vieron envolver unas salchichas en un cartel con el retrato del
Gran Hermano. Se pusieron detrás de ella y, sin que se diera cuenta, le prendieron fuego a la falda por abajo
con una caja de cerillas. Le causaron graves quemaduras. Son traviesos, ¿eh? Pero eso sí, ¡más finos...!
Esto se lo deben a la buena enseñanza que se da hoy a los niños en los Espías, mucho mejor que en mi
tiempo. Están muy bien organizados. ¿Qué creen ustedes que les han dado a los chicos últimamente? Pues,
unas trompetillas especiales para escuchar por las cerraduras. Mi niña trajo una a casa la otra noche. La
probó en nuestra salita, y dijo que oía con doble fuerza que si aplicaba el oído al agujero. Claro que sólo es
un juguete; sin embargo, así se acostumbran los niños desde pequeños.
En aquel momento, la telepantalla dio un penetrante silbido. Era la señal para volver al trabajo. Los tres
hombres se pusieron automáticamente en pie y se unieron a la multitud en la lucha por entrar en los ascensores,
lo que hizo que el cigarrillo de Winston se vaciara por completo.
VI
Winston escribía en su Diario:
Fue hace tres años. Era una tarde oscura, en una estrecha callejuela cerca de una de las estaciones del
ferrocarril. Ella, de pie, apoyada en la pared cerca de una puerta, recibía la luz mortecina de un farol.
Tenía una cara joven muy pintada. Lo que me atrajo fue la pintura, la blancura de aquella cara que parecía
una máscara y los labios rojos y brillantes. Las mujeres del Partido nunca se pintaba la cara. No había
nadie más en la calle, ni telepantallas. Me dio que dos dólares. Yo...
Le era difícil seguir. Cerró los ojos y apretó las palmas de las manos contra ellos tratando de borrar la visión
interior. Sentía una casi invencible tentación de gritar una sarta de palabras. O de golpearse la cabeza
contra la pared, de arrojar el tintero por la ventana, de hacer, en fin, cualquier acto violento, ruidoso, o doloroso,
que le borrara el recuerdo que le atormentaba.
Nuestro peor enemigo, reflexionó Winston, es nuestro sistema nervioso. En cualquier momento, la tensión
interior puede traducirse en cualquier síntoma visible. Pensó en un hombre con quien se había cruzado
en la calle semanas atrás: un hombre de aspecto muy corriente, un miembro del Partido de treinta y cinco a
cuarenta años, alto y delgado, que llevaba una cartera de mano. Estaban separados por unos cuantos metros
cuando el lado izquierdo de la cara de aquel hombre se contrajo de pronto en una especie de espasmo. Esto
volvió a ocurrir en el momento en que se cruzaban; fue sólo un temblor rapidísimo como el disparo de un
objetivo de cámara fotográfica, pero sin duda se trataba de un tic habitual. Winston recordaba haber pensado
entonces: el pobre hombre está perdido. Y lo aterrador era que el movimiento de los músculos era inconsciente.
El peligro mortal por excelencia era hablar en sueños. Contra eso no había remedio.
Contuvo la respiración y siguió escribiendo:
Entré con ella en el portal y cruzamos un patio para bajar luego a una cocina que estaba en los sótanos.
Había una cama contra la pared, y una lámpara en la mesilla con muy poca luz Ella...
Le rechinaban los dientes. Le hubiera gustado escupir. A la vez que en la mujer del sótano, pensó Winston
en Katharine, su esposa. Winston estaba casado; es decir, había esta do casado. Probablemente seguía
estándolo, pues no sabía que su mujer hubiera muerto. Le pareció volver a aspirar el insoportable olor de la
cocina del sótano, un olor a insectos, ropa sucia y perfume baratísimo; pero, sin embargo, atraía, ya que
ninguna mujer del Partido usaba perfume ni podía uno imaginársela perfumándose. Solamente los proles se
perfumaban, y ese olor evocaba en la mente, de un modo inevitable, la fornicación.
Cuando estuvo con aquella mujer, fue la primera vez que había caído Winston en dos años aproximadamente.
Por supuesto, toda relación con prostitutas estaba prohibida, pero se admitía que alguna vez, mediante
un acto de gran valentía, se permitiera uno infringir la ley. Era peligroso pero no un asunto de vida o
muerte, porque ser sorprendido con una prostituta sólo significaba cinco años de trabajos forzados. Nunca
más de cinco años con tal de que no se hubiera cometido otro delito a la vez. Lo cual resultaba estupendo
ya que había la posibilidad de que no le descubrieran a uno. Los barrios pobres abundaban en mujeres dispuestas
a venderse. El precio de algunas era una botella de ginebra, bebida que se suministraba a los proles.
Tácitamente, el Partido se inclinaba a estimular la prostitución como salida de los instintos que no podían
suprimirse. Esas juergas no importaban políticamente ya que eran furtivas y tristes y sólo implicaban a mujeres
de una clase sumergida y despreciada. El crimen imperdonable era la promiscuidad entre miembros
del Partido. Pero -aunque éste era uno de los crímenes que los acusados confesaban siempre en las purgasera
casi imposible imaginar que tal desafuero pudiera suceder.
La finalidad del Partido en este asunto no era sólo evitar que hombres y mujeres establecieran vínculos
imposibles de controlar. Su objetivo verdadero y no declarado era quitarle todo placer al acto sexual. El
enemigo no era tanto el amor como el erotismo, dentro del matrimonio y fuera de él. Todos los casamientos
entre miembros del Partido tenían que ser aprobados por un Comité nombrado con este fin y -aunque al
principio nunca fue establecido de un modo explícito- siempre se negaba el permiso si la pareja daba la
impresión de hallarse físicamente enamorada. La única finalidad admitida en el matrimonio era engendrar
hijos en beneficio del Partido. La relación sexual se consideraba como una pequeña operación algo molesta,
algo así como soportar un enema. Tampoco esto se decía claramente, pero de un modo indirecto se grababa
desde la infancia en los miembros del Partido. Había incluso organizaciones como la Liga juvenil Anti-Sex,
que defendía la soltería absoluta para ambos sexos. Los niños debían ser engendrados por inseminación artificial
(semart, como se le llamaba en neolengua) y educados en instituciones públicas. Winston sabía que
esta exageración no se defendía en serio, pero que estaba de acuerdo con la ideología general del Partido.
Este trataba de matar el instinto sexual o, si no podía suprimirlo del todo, por lo menos deformarlo y mancharlo.
No sabía Winston por qué se seguía esta táctica, pero parecía natural que fuera así. Y en cuanto a las
mujeres, los esfuerzos del Partido lograban pleno éxito.
Volvió a pensar en Katharine. Debía de hacer nueve o diez años, casi once, que se habían separado. Era
curioso que se acordara tan poco de ella. Olvidaba durante días enteros que habían estado casados. Sólo
permanecieron juntos unos quince meses. El Partido no permitía el divorcio, pero fomentaba las separaciones
cuando no había hijos.
Katharine era una rubia alta, muy derecha y de movimientos majestuosos. Tenía una cara audaz, aquilina,
que podría haber pasado por noble antes de descubrir que no había nada tras aquellas facciones. Al principio
de su vida de casados -aunque quizá fuera sólo que Winston la conocía más íntimamente que a las demás
personas- llegó a la conclusión de que su mujer era la persona más estúpida, vulgar y vacía que había
conocido hasta entonces. No latía en su cabeza ni un solo pensamiento que no fuera un slogan. Se tragaba
cualquier imbecilidad que el Partido le ofreciera. Winston la llamaba en su interior «la banda sonora humana
». Sin embargo, podía haberla soportado de no haber sido por una cosa: el sexo.
Tan pronto como la rozaba parecía tocada por un resorte y se endurecía. Abrazarla era como abrazar una
imagen con juntas de madera. Y lo que era todavía más extraño: incluso cuando ella lo apretaba contra sí
misma, él tenía la sensación de que al mismo tiempo lo rechazaba con toda su fuerza. La rigidez de sus
músculos ayudaba a dar esta impresión. Se quedaba allí echada con los ojos cerrados sin resistir ni cooperar,
pero como sometible. Era de lo más vergonzoso y, a la larga, horrible. Pero incluso así habría podido
soportar vivir con ella si hubieran decidido quedarse célibes. Pero curiosamente fue Katharine quien rehusó.
«Debían -dijo- producir un niño si podían.» Así que la comedia seguía representándose una vez por
semana regularmente, mientras no fuese imposible. Ella incluso se lo recordaba por la mañana como algo
que había que hacer esa noche y que no debía olvidarse. Tenía dos expresiones para ello. Una era «hacer un
bebé», y la otra «nuestro deber al Partido» (sí, había utilizado esta frase). Pronto empezó a tener una sensación
de positivo temor cuando llegaba el día. Pero por suerte no apareció ningún niño y finalmente ella
estuvo de acuerdo en dejar de probar. Y poco después se separaron.
Winston suspiró inaudiblemente. Volvió a coger la pluma y escribió:
Se arrojó sobre la cama y en seguida, sin preliminar alguno, del modo más grosero y horrible que se
puede imaginar, se levantó la falda. Yo...
Se vio a sí mismo de pie en la mortecina luz con el olor a cucarachas y a perfume barato, y en su corazón
brotó un resentimiento que incluso en aquel instante se mezclaba con el recuerdo del blanco cuerpo de
Katharine, frígido para siempre por el hipnótico poder del Partido. ¿Por qué tenía que ser siempre así? ¿No
podía él disponer de una mujer propia en vez de estas furcias a intervalos de varios años? Pero un asunto
amoroso de verdad era una fantasía irrealizable. Las mujeres del Partido eran todas iguales. La castidad estaba
tan arraigada en ellas como la lealtad al Partido. Por la educación que habían recibido en su infancia,
por los juegos y las duchas de agua fría, por todas las estupideces que les metían en la cabeza, las conferencias,
los desfiles, canciones, consignas y música marcial, les arrancaban todo sentimiento natural. La razón
le decía que forzosamente habría excepciones, pero su corazón no lo creía. Todas ellas eran inalcanzables,
como deseaba el Partido. Y lo que él quería, aún más que ser amado, era derruir aquel muro de estupidez
aunque fuera una sola vez en su vida. El acto sexual, bien realizado, era una rebeldía. El deseo era un crimental.
Si hubiera conseguido despertar los sentidos de Katharine, esto habría equivalido á una seducción
aunque se trataba de su mujer.
Pero tenía que contar el resto de la historia. Escribió:
Encendí la luz. Cuando la vi claramente...
Después de la casi inexistente luz de la lamparilla de aceite, la luz eléctrica parecía cegadora. Por primera
vez pudo ver a la mujer tal como era. Avanzó un paso hacia ella
y se detuvo horrorizado. Comprendía el riesgo a que se había expuesto. Era muy posible que las patrullas
lo sorprendieran a la salida. Más aún: quizá lo estuvieran esperando ya a la puerta. Nada iba a ganar con
marcharse sin hacer lo que se había propuesto.
Todo aquello tenía que escribirlo, confesarlo. Vio de pronto a la luz de la bombilla que la mujer. Era vieja.
La pintura se apegotaba en su cara tanto que parecía ir a resquebrajarse como una careta de cartón. Tenía
mechones de cabellos blancos; pero el detalle más horroroso era que la boca, entreabierta, parecía una oscura
caverna. No tenía ningún diente.
Winston escribió a toda prisa:
Cuando la vi a plena luz resultó una verdadera vieja. Por lo menos tenía cincuenta años. Pero, de todos
modos, lo hice.
Volvió a apoyar las palmas de las manos sobre los ojos. Ya lo había escrito, pero de nada servía. Seguía
con la misma necesidad de gritar palabrotas con toda la fuerza de sus pulmones.
VII
Si hay alguna esperanza, escribió Winston, está en los proles.
Si había esperanza, tenia que estar en los proles porque sólo en aquellas masas abandonadas, que constituían
el ochenta y cinco por ciento de la población de Oceanía, podría encontrarse la fuerza suficiente para
destruir al Partido. Éste no podía descomponerse desde dentro. Sus enemigos, si los tenía en su interior, no
podían de ningún modo unirse, ni siquiera identificarse mutuamente. Incluso si existía la legendaria Hermandad
-y era muy posible que existiese- resultaba inconcebible que sus miembros se pudieran reunir en
grupos mayores de dos o tres. La rebeldía no podía pasar de un destello en la mirada o determinada inflexión
en la voz; a lo más, alguna palabra murmurada. Pero los proles, si pudieran darse cuenta de su propia
fuerza, no necesitarían conspirar. Les bastaría con encabritarse como un caballo que se sacude las moscas.
Si quisieran podrían destrozar el Partido mañana por la mañana. Desde luego, antes o después se les
ocurrirá. Y, sin embargo...
Recordó Winston una vez que había dado un paseo por una calle de mucho tráfico cuando oyó un tremendo
grito múltiple. Centenares de voces, voces de mujeres, salían de una calle lateral. Era un formidable
grito de ira y desesperación, un tremendo ¡O-o-o-o-oh! Winston se sobresaltó terriblemente. ¡Ya empezó!
¡Un motín!, pensó. Por fin, los proles se sacudían el yugo; pero cuando llegó al sitio de la aglomeración vio
que una multitud de doscientas o trescientas mujeres se agolpaban sobre los puestos de un mercado callejero
con expresiones tan trágicas como si fueran las pasajeras de un barco en trance de hundirse. En aquel
momento, la desesperación general se quebró en inmumerables peleas individuales. Por lo visto, en uno de
los puestos habían estado vendiendo sartenes de lata. Eran utensilios muy malos, pero los cacharros de cocina
eran siempre de casi imposible adquisición. Por fin, había llegado una provisión inesperadamente. Las
mujeres que lograron adquirir alguna sartén fueron atacadas por las demás y trataban de escaparse con sus
trofeos mientras que las otras las rodeaban y acusaban de favoritismo a la vendedora. Aseguraban que tenía
más en reserva. Aumentaron los chillidos. Dos mujeres, una de ellas con el pelo suelto, se habían apoderado
de la misma sartén y cada una intentaba quitársela a la otra. Tiraron cada una por su lado hasta que se
rompió el mango. Winston las miró con asco. Sin embargó, ¡qué energías tan aterradoras había percibido él
bajo aquella gritería! Y, en total, no eran más que dos o tres centenares de gargantas. ¿Por qué no protestarían
así por cada cosa de verdadera importancia?
Escribió:
Hasta que no tengan conciencia de su fuerza, no se rebelarán, y hasta después de haberse rebelado, no
serán conscientes. Éste es el problema.
Winston pensó que sus palabras parecían sacadas de uno de los libros de texto del Partido. El Partido pretendía,
desde luego, haber liberado a los proles de la esclavitud. Antes de la Revolución, eran explotados y
oprimidos ignominiosamente por los capitalistas. Pasaban hambre. Las mujeres tenían que trabajar a la viva
fuerza en las minas de carbón (por supuesto, las mujeres seguían trabajando en las minas de carbón), los
niños eran vendidos a las fábricas a la edad de seis años. Pero, simultáneamente, fiel a los principios del
doblepensar, el Partido enseñaba que los proles eran inferiores por naturaleza y debían ser mantenidos bien
sujetos, como animales, mediante la aplicación de unas cuantas reglas muy sencillas. En realidad, se sabía
muy poco de los proles. Y no era necesario saber mucho de ellos. Mientras continuaran trabajando y teniendo
hijos, sus demás actividades carecían de importancia. Dejándoles en libertad como ganado suelto en
la pampa de la Argentina, tenían un estilo de vida que parecía serles natural. Se regían por normas ancestrales.
Nacían, crecían en el arroyo, empezaban a trabajar a los doce años, pasaban por un breve período de
belleza y deseo sexual, se casaban a los veinte años, empezaban a envejecer a los treinta y se morían casi
todos ellos hacia los sesenta años. El duro trabajo físico, el cuidado del hogar y de los hijos, las mezquinas
peleas entre vecinos, el cine, el fútbol, la cerveza y sobre todo, el juego, llenaban su horizonte mental. No
era difícil mantenerlos a raya. Unos cuantos agentes de la Policía del Pensamiento circulaban entre ellos,
esparciendo rumores falsos y eliminando a los pocos considerados capaces de convertirse en peligrosos;
pero no se intentaba adoctrinarlos con la ideología del Partido. No era deseable que los proles tuvieran sentimientos
políticos intensos. Todo lo que se les pedía era un patriotismo primitivo al que se recurría en caso
de necesidad para que trabajaran horas extraordinarias o aceptaran raciones más pequeñas. E incluso cuando
cundía entre ellos el descontento, como ocurría a veces, era un descontento que no servía para nada porque,
por carecer de ideas generales, concentraban su instinto de rebeldía en quejas sobre minucias de la
vida corriente. Los grandes males, ni, los olían. La mayoría de los proles ni siquiera era vigilada con telepantallas.
La policía los molestaba muy poco. En Londres había mucha criminalidad, un mundo revuelto de
ladrones, bandidos, prostitutas, traficantes en drogas y maleantes de toda clase; pero como sus actividades
tenían lugar entre los mismos proles, daba igual que existieran o no. En todas las cuestiones de moral se les
permitía a los proles que siguieran su código ancestral. No se les imponía el puritanismo sexual del Partido.
No se castigaba su promiscuidad y se permitía el divorcio. Incluso el culto religioso se les habría permitido
si los proles hubieran manifestado la menor inclinación a él. Como decía el Partido: «los proles y los animales
son libres».
Winston se rascó con precaución sus varices. Habían empezado a picarle otra vez. Siempre volvía a preocuparle
saber qué habría sido la vida anterior a la Revolución. Sacó del cajón un ejemplar del libro de historia
infantil que le había prestado la señora Parsons y empezó a copiar un trozo en su diario:
En los antiguos tiempos (decía el libro de texto) antes de la gloriosa Revolución, no era Londres la hermosa
ciudad que hoy conocemos. Era un lugar tenebroso, sudo y miserable donde casi nadie tenía nada
que comer y donde centenares y millares de desgraciados no tenían zapatos que ponerse ni siquiera un
techo bajo el cual dormir. Niños de la misma edad que vosotros debían trabajar doce horas al día a las
órdenes de crueles amos que los castigaban con látigos si trabajaban con demasiada lentitud y solamente
los alimentaban con pan duro y agua. Pero entre toda esta horrible miseria, había unas cuantas casas
grandes y hermosas donde vivían los ricos, cada uno de los cuales tenía por lo menos treinta criados a su
disposición. Estos ricos se llamaban capitalistas. Eran individuos gordos y feos con caras de malvados
como el que puede apreciarse en la ilustración de la página siguiente. Podréis ver, niños, que va vestido
con fina chaqueta negra larga a la que llamaban «frac» y un sombrero muy raro y brillante que parece. el
tubo de una estufa, al que llamaban «sombrero de copa». Este era el uniforme de los capitalistas, y nadie
más podía llevarlo; los capitalistas eran dueños de todo lo que había en el mundo y todos los que no eran
capitalistas pasaban a ser sus esclavos. Poseían toda la tierra, todas las casas, todas las fábricas y el dinero
todo. Si alguien les desobedecía, era encarcelado inmediatamente y podían dejarlo sin trabajo y hacerlo
morir de hambre. Cuando una persona corriente hablaba con un capitalista tenía que descubrirse, inclinarse
profundamente ante é1 y llamarle señor. El jefe supremo de todos los capitalistas era llamado el Rey
y...
Winston se sabía toda la continuación. Se hablaba allí de los obispos y de sus vestimentas, de los jueces
con sus trajes de armiño, de la horca, del gato de nueve colas, del banquete anual que daba el alcalde y de la
costumbre de besar el anillo del Papa. También había una referencia al jus primae noctis que no convenía
mencionar en un libro de texto para niños. Era la ley según la cual todo capitalista tenía el derecho de dormir
con cualquiera de las mujeres que trabajaban en sus fábricas.
¿Cómo saber qué era verdad y qué era mentira en aquello? Después de todo, podía ser verdad que la
Humanidad estuviera mejor entonces que antes de la Revolución. La única prueba en contrario era la protesta
muda de la carne y los huesos, la instintiva sensación de que las condiciones de vida eran intolerables
y que en otro tiempo tenían que haber sido diferentes. A Winston le sorprendía que lo más característico de
la vida moderna no fuera su crueldad ni su inseguridad, sino sencillamente su vaciedad, su absoluta falta de
contenido. La vida no se parecía, no sólo a las mentiras lanzadas por las telepantallas, sino ni siquiera a los
ideales que el Partido trataba de lograr. Grandes zonas vitales, incluso para un miembro del Partido, nada
tenían que ver con la política: se trataba sólo de pasar el tiempo en inmundas tareas, luchar para poder meterse
en el Metro, remendarse un calcetín como un colador, disolver con resignación una pastilla de sacarina
y emplear toda la habilidad posible para conservar una colilla. El ideal del Partido era inmenso, terrible
y deslumbrante; un mundo de acero y de hormigón armado, de máquinas monstruosas y espantosas armas,
una nación de guerreros y fanáticos que marchaba en bloque siempre hacia adelante en unidad perfecta,
pensando todos los mismos pensamientos y repitiendo a grito unánime la misma consigna, trabajando perpetuamente,
luchando, triunfantes, persiguiendo a los traidores... trescientos millones de personas todas
ellas con las misma cara. La realidad era, en cambio: lúgubres ciudades donde la gente, apenas alimentada,
arrastraba de un lado a otro sus pies calzados con agujereados zapatos y vivía en ruinosas casas del siglo
xix en las que predominaba el olor a verduras cocidas y retretes en malas condiciones. Winston creyó ver
un Londres inmenso y en ruinas, una ciudad de un millón de cubos de la basura y, mezclada con esta visión,
la imagen de la señora Parsons con sus arrugas y su pelo enmarañado tratando de arreglar infructuosamente
una cañería atascada.
Volvió a rascarse el tobillo. Día y noche las telepantallás le herían a uno el tímpano con estadísticas según
las cuales todos tenían más alimento, más trajes, mejores casas, entretenimientos más divertidos, todos
vivían más tiempo, trabajaban menos horas, eran más sanos, fuertes, felices, inteligentes y educados que los
que habían vivido hacía cincuenta años. Ni una palabra de todo ello podía ser probada ni refutada. Por
ejemplo, el Partido sostenía que el cuarenta por ciento de los proles adultos sabía leer y escribir y que antes
de la Revolución todos ellos, menos un quince por ciento, eran analfabetos. También aseguraba el Partido
que la mortalidad infantil era ya sólo del ciento sesenta por mil mientras que antes de la Revolución había
sido del trescientos por mil... y así sucesivamente. Era como una ecuación con dos incógnitas. Bien podía
ocurrir que todos los libros de historia fueran una pura fantasía. Winston sospechaba que nunca había existido
una ley sobre el jus primae noctis ni persona alguna como el tipo de capitalista que pintaban, ni siquiera
un sombrero como aquel que parecía un tubo de estufa.
Todo se desvanecía en la niebla. El pasado estaba borrado. Se había olvidado el acto mismo de borrar, y
la mentira se convertía en verdad. Sólo una vez en su vida había tenido Winston en la mano --después del
hecho y eso es lo que importaba- una prueba concreta y evidente de un acto de falsificación. La había tenido
entre sus dedos nada menos que treinta segundos. Fue en 1973, aproximadamente, pero desde luego por
la época en que Katharine y él se habían separado. La fecha a que se refería el documento era de siete u
ocho años antes.
La historia empezó en el sesenta y tantos, en el período de las grandes purgas, en el cual los primitivos
jefes de la Revolución fueron suprimidos de una sola vez. Hacia 1970 no quedaba ninguno de ellos, excepto
el Gran Hermano. Todos los demás habían sido acusados de traidores y contrarrevolucionarios.
Goldstein huyó y se escondió nadie sabía dónde. De los demás, unos cuantos habían desaparecido mientras
que la mayoría fue ejecutada después de unos procesos públicos de gran espectacularidad en los que confesaron
sus crímenes. Entre los últimos supervivientes había tres individuos llamados Jones, Aaronson y
Rutherford. Hacia 1965 -la fecha no era segura- los tres fueron detenidos. Como ocurría con frecuencia,
desaparecieron durante uno o más años de modo que nadie sabía si estaban vivos o muertos y luego aparecieron
de pronto para acusarse ellos mismos de haber cometido terribles crímenes. Reconocieron haber
estado en relación con el enemigo (por entonces el enemigo era Eurasia, que había de volver a serlo), malversación
de fondos públicos, asesinato de varios miembros del Partido dignos de toda confianza, intrigas
contra el mando del Gran Hermano que ya habían empezado mucho antes de estallar la Revolución y actos
de sabotaje que habían costado la vida a centenares de miles de personas. Después de confesar todo esto,
los perdonaron, les devolvieron sus cargos en el Partido, puestos que eran en realidad inútiles, pero que tenían
nombres sonoros e importantes. Los tres escribieron largos y abyectos artículos en el Times analizando
las razones que habían tenido para desertar y prometiendo enmendarse.
Poco tiempo después de ser puestos en libertad esos tres hombres, Winston los había visto en el Café del
Nogal. Recordaba con qué aterrada fascinación los había observado con el rabillo del ojo. Eran mucho más
viejos que él, reliquias del mundo antiguo, casi las últimas grandes figuras que habían quedado de los primeros
y heroicos días del Partido. Todavía llevaban como una aureola el brillo de su participación clandestina
en las primeras luchas y en la guerra civil. Winston creyó haber oído los nombres de estos tres personajes
mucho antes de saber que existía el Gran Hermano, aunque con el tiempo se le confundían en la mente
las fechas y los hechos. Sin embargo, estaban ya fuera de la ley, eran enemigos intocables, se cernía sobre
ellos la absoluta certeza de un próximo aniquilamiento. Cuestión de uno o dos años. Nadie que hubiera
caído una vez en manos de la Policía del Pensamiento, podía escaparse para siempre. Eran cadáveres que
esperaban la hora de ser enviados otra vez a la tumba.
No había nadie en ninguna de las mesas próximas a ellos. No era prudente que le vieran a uno cerca de
semejantes personas. Los tres, silenciosos, bebían ginebra con clavo; una especialidad de la casa. De los
tres, era Rutherford el que más había impresionado a Winston. En tiempos, Rutherford fue un famoso caricaturista
cuyas brutales sátiras habían ayudado a inflamar la opinión popular antes y durante la Revolución.
Incluso ahora, a largos intervalos, aparecían sus caricaturas y satíricas historietas en el Times. Eran una
imitación de su antiguo estilo y ya no tenían vida ni convencían. Era volver a cocinar los antiguos temas:
niños que morían de hambre, luchas callejeras, capitalistas con sombrero de copa (hasta en las barricadas
seguían los capitalistas con su sombrero de copa), es decir, un esfuerzo desesperado por volver a lo de antes.
Era un hombre monstruoso con una crencha de cabellos gris grasienta, bolsones en la cara y unos labios
negroides muy gruesos. De joven debió de ser muy fuerte; ahora su voluminoso cuerpo se inclinaba y parecía
derrumbarse en todas las direcciones. Daba la impresión de una montaña que se iba a desmoronar de un
momento a otro.
Era la solitaria hora de las quince. Winston no podía recordar ya por qué había entrado en el café a esa
hora. No había casi nadie allí. Una musiquilla brotaba de las telepantallas. Los tres hombres, sentados en un
rincón, casi inmóviles, no hablaban ni una palabra. El camarero, sin que le pidieran nada, volvía a llenar los
vasos de ginebra. Había un tablero de ajedrez sobre la mesa, con todas las piezas colocadas, pero no habían
empezado a jugar. Entonces, quizá sólo durante medio minuto, ocurrió algo en la telepantalla. Cambió la
música que tocaba. Era difícil describir el tono de la nueva música: una nota burlona, cascada, que a veces
parecía un rebuzno. Winston, mentalmente, la llamó «la nota amarilla». Y la voz de la telepantalla cantaba:
Bajo el Nogal de las ramas extendidas
yo te vendí y tú me vendiste.
A11í yacen ellos y aquí yacemos nosotros.
Bajo el Nogal de las ramas extendidas.
Los tres personajes no se movieron, pero cuando Winston volvió a mirar la desvencijada cara de
Rutherford, vio que estaba llorando. Por vez primera observó, con sobresalto, pero sin saber por qué se
impresionaba, que tanto Aaronson como Rutherford tenían partidas las narices.
Un poco después, los tres fueron detenidos de nuevo. Por lo visto, se habían comprometido en nuevas
conspiraciones en el mismo momento de ser puestos en libertad. En el segundo proceso confesaron otra vez
sus antiguos crímenes, con una sarta de nuevos delitos. Fueron ejecutados y su historia fue registrada en los
libros de historia publicados por el Partido como ejemplo para la posteridad. Cinco años después de esto, en
1973, Winston desenrollaba un día unos documentos que le enviaban por el tubo automático cuando descubrió
un pedazo de papel que, evidentemente, se había deslizado entre otros y había sido olvidado. En seguida
vio su importancia. Era media página de un Times de diez años antes -la mitad superior de una página,
de manera que incluía la fecha- y contenía una fotografía de los delegados en una solemnidad del Partido
en Nueva York. Sobresalían en el centro del grupo Jones, Aaronson y Rutherford. Se les veía muy claramente,
pero además sus nombres figuraban al pie.
Lo cierto es que en ambos procesos los tres personajes confesaron que en aquella fecha se hallaban en
suelo eurasiático, que habían ido en avión desde un aeródromo secreto en el Canadá hasta Siberia, donde
tenían una misteriosa cita. Allí se habían puesto en relación con miembros del Estado Mayor eurasiático al
que habían entregado importantes secretos militares. La fecha se le había grabado a Winston en la memoria
porque coincidía con el primer día de estío, pero toda aquella historia estaba ya registrada oficialmente en
innumerables sitios. Sólo había una conclusión posible: las confesiones eran mentira.
Desde luego, esto no constituía en sí mismo un descubrimienfo. Incluso por aquella época no creía Winston
que las víctimas de las purgas hubieran cometido los crímenes de que eran acusados. Pero ese pedazo
de papel era ya una prueba concreta; un fragmento del pasado abolido como un hueso fósil que reaparece
en -un estrato donde no se le esperaba y destruye una teoría geológica. Bastaba con ello para pulverizar al
Partido si pudiera publicarse en el extranjero y explicarse bien su significado.
Winston había seguido trabajando después de su descubrimiento. En cuanto vio lo que era la fotografía y
lo que significaba, la cubrió con otra hoja de papel. Afortunadamente, cuando la desenrolló había quedado
de tal modo que la telepantalla no podía verla.
Se puso la carpeta sobre su rodilla y echó hacia atrás la silla para alejarse de la telepantalla lo más posible.
No era difícil mantener inexpresiva la cara e incluso controlar, con un poco de esfuerzo, la respiración;
pero lo que no podía controlarse eran los latidos del corazón y la telepantalla los recogía con toda exactitud.
Winston dejó pasar diez minutos atormentado por el miedo de que algún accidente -por ejemplo, una súbita
corriente de aire- lo traicionara. Luego, sin exponerla a la vista de la pantalla, tiró la fotografía en el «agujero
de la memoria» mezclándola con otros papeles inservibles. Al cabo de un minuto, el documento sería un
poco de ceniza.
Aquello había pasado hacía diez u once años. «De ocurrir ahora, pensó Winston, me habría guardado la
foto.» Era curioso que el hecho de haber tenido ese documento entre sus dedos le pareciera constituir una
gran diferencia incluso ahora en que la fotografía misma, y no sólo el hecho registrado en ella, era sólo
recuerdo. ¿Se aflojaba el dominio del Partido sobre el pasado -se preguntó Winston- porque una prueba
documental que ya no existía hubiera existido una vez?
Pero hoy, suponiendo que pudiera resucitar de sus cenizas, la foto no podía servir de prueba. Ya en el
tiempo en que él había hecho el descubrimiento, no estaba en guerra Oceanía con Eurasia y los tres personajes
suprimidos tenían que haber traicionado su país con los agentes de Asia oriental y no con los de Eurasia.
Desde entonces hubo otros cambios, dos o tres, ya no podía recordarlo. Probablemente, las confesiones
habían sido nuevamente escritas varias veces hasta que los hechos y las fechas originales perdieran todo
significado. No es sólo que el pasado cambiara, es que cambiaba continuamente. Lo que más le producía a
Winston la sensación de una pesadilla es que nunca había llegado a comprender claramente por qué se emprendía
la inmensa impostura. Desde luego, eran evidentes las ventajas inmediatas de falsificar el pasado,
pero la última razón era misteriosa. Volvió a coger la pluma y escribió:
Comprendo CÓMO: no comprendo POR QUÉ.
Se preguntó, como ya lo había hecho muchas veces, si no estaría él loco. Quizás un loco era sólo una
«minoría de uno». Hubo una época en que fue señal de locura creer que la tierra giraba en torno al sol: ahora,
era locura creer que el pasado es inalterable. Quizá fuera él el único que sostenía esa creencia, y, siendo
el único, estaba loco. Pero la idea de ser un loco no le afectaba mucho. Lo que le horrorizaba era la posibilidad
de estar equivocado.
Cogió el libro de texto infantil y miró el retrato del Gran Hermano que llenaba la portada. Los ojos hipnóticos
se clavaron en los suyos. Era como si una inmensa fuerza empezara a aplastarle a uno, algo que iba
penetrando en el cráneo, golpeaba el cerebro por dentro, le aterrorizaba a uno y llegaba casi a persuadirle
que era de noche cuando era de día. Al final, el Partido anunciaría que dos y dos son cinco y habría que
creerlo. Era inevitable que llegara algún día al dos y dos son cinco. La lógica de su posición lo exigía. Su
filosofía negaba no sólo la validez de la experiencia, sino que existiera la realidad externa. La mayor de las
herejías era el sentido común. Y lo más terrible no era que le mataran a uno por pensar de otro modo, sino
que pudieran tener razón. Porque, después de todo, ¿cómo sabemos que dos y dos son efectivamente cuatro?
O que la fuerza de la gravedad existe. O que el pasado no puede ser alterado. ¿Y si el pasado y el mundo
exterior sólo existen en nuestra mente y, siendo la mente controlarse, también puede controlarse el pasado
y lo que llamamos la realidad?
¡No, no!; a Winston le volvía el valor. El rostro de O'Brien, sin saber por qué, empezó a flotarle en la
memoria; sabía, con más certeza que antes, que O'Brien estaba de su parte. Escribía este Diario para O'-
Brien; era como una carta interminable que nadie leería nunca, pero que se dirigía a una persona determinada
y que dependía de este hecho en su forma y en su tono.
El Partido os decía que negaseis la evidencia de vuestros ojos y oídos. Ésta era su orden esencial. El corazón
de Winston se encogió al pensar en el enorme poder que tenía en frente, la facilidad con que cualquier
intelectual del Partido lo vencería con su dialéctica, los sutiles argumentos que él nunca podría entender
y menos contestar. Y, sin embargo, era él, Winston, quien tenía razón. Los otros estaban equivocados y
él no. Había que defender lo evidente. El mundo sólido existe y sus leyes no cambian. Las piedras son duras,
el agua moja, los objetos faltos de apoyo caen en dirección al centro de la' Tierra... Con la sensación de
que hablaba con O'Brien, y también de que anotaba un importante axioma, escribió:
La libertad es poder decir libremente que dos y dos son cuatro. Si se concede esto, todo lo demás vendrá
por sus pasos contados.
VIII
Del fondo del pasillo llegaba un aroma a café tostado -café de verdad, no café de la Victoria-, un aroma
penetrante. Winston se detuvo involuntariamente. Durante unos segundos volvió al mundo medio olvidado
de su infancia. Entonces se oyó un portazo y el delicioso olor quedó cortado tan de repente como un sonido.
Winston había andado varios kilómetros por las calles y se le habían irritado sus varices. Era la segunda
vez en tres semanas que no había llegado a tiempo a una reunión del Centro Comunal, lo cual era muy peligroso
ya que el número de asistencias al Centro era anotado cuidadosamente. En principio, un miembro del
Partido no tenía tiempo libre y nunca estaba solo a no ser en la cama. Se suponía que, de no hallarse trabajando,
comiendo, o durmiendo, estaría participando en algún recreo colectivo. Hacer algo que implicara
una inclinación a la soledad, aunque sólo fuera dar un paseo, era siempre un poco peligroso. Había una
palabra para ello en neolengua: vidapropia, es decir, individualismo y excentricidad. Pero esa tarde, al salir
del Ministerio, el aromático aire abrileño le había tentado. El cielo tenía un azul más intenso que en todo el
año y de pronto le había resultado intolerable a Winston la perspectiva del aburrimiento, de los juegos agotadores,
de las conferencias, de la falsa camaradería lubricada por la ginebra... Sintió el impulso de marcharse
de la parada del autobús y callejear por el laberinto de Londres, primero hacia el Sur, luego hacia el
Este y otra vez hacia el Norte, perdiéndose por calles desconocidas y sin preocuparse apenas por la dirección
que tomaba.
«Si hay esperanza -habría escrito en el Diario-, está en los proles.» Estas palabras le volvían como afirmación
de una verdad mística y de un absurdo palpable. Penetró por los suburbios del Norte y del Este alrededor
de lo que en tiempos había sido la estación de San Pancracio. Marchaba por una calle empedrada,
cuyas viejas casas sólo tenían dos pisos y cuyas puertas abiertas descubrían los sórdidos interiores. De trecho
en trecho había charcos de agua sucia por entre las piedras. Entraban y salían en las casuchas y llenaban
las callejuelas infinidad de personas: muchachas en la flor de la edad con bocas violentamente pintadas,
muchachos que perseguían a las jóvenes, y mujeres de cuerpos obesos y bamboleantes, vivas pruebas de lo
que serían las muchachas cuando tuvieran diez años más, ancianos que se movían dificultosamente y niños
descalzos que jugaban en los charcos y salían corriendo al oír los irritados chillidos de sus madres. La cuarta
parte de las ventanas de la calle estaban rotas y tapadas con cartones. La mayoría de la gente no prestaba
atención a Winston. Algunos lo miraban con cauta curiosidad. Dos monstruosas mujeres de brazos rojizos
cruzados sobre los delantales, hablaban en una de las puertas. Winston oyó algunos retazos de la conversación.
-Pues, sí, fui y le dije: «Todo eso está muy bien, pero si hubieras estado en mi lugar hubieras hecho lo
mismo que yo. Es muy sencillo eso de criticar -le dije-, pero tú no tienes los mismos problemas que yo».
-Claro -dijo la otra-, ahí está la cosa. Cada uno sabe lo suyo.
Estas voces estridentes se callaron de pronto. Las mujeres observaron a Winston con hostil silencio
cuando pasó ante ellas. Pero no era exactamente hostilidad sino una especie de alerta momentánea como
cuando nos cruzamos con un animal desconocido. El «mono» azul del Partido no se veía con frecuencia en
una calle como ésta. Desde luego, era muy poco prudente que lo vieran a uno en semejantes sitios a no ser
que se tuviera algo muy concretó que hacer allí. Las patrullas le detenían a uno en cuanto lo sorprendían en
una calle de proles y le preguntaban: «¿Quieres enseñarme la documentación camarada? ¿Qué haces por
aquí? ¿A qué hora saliste del trabajo? ¿Tienes la costumbre de tomar este camino para ir a tu casa?», y así
sucesivamente. No es que hubiera una disposición especial prohibiendo regresar a casa por un camino insólito,
mas era lo suficiente para hacerse notar si la Policía del Pensamiento lo descubría.
De pronto, toda la calle empezó a agitarse. Hubo gritos de aviso por todas partes. Hombres, mujeres y niños
se metían veloces en sus casas como conejos. Una joven salió como una flecha por una puerta cerca de
donde estaba Winston, cogió a un niño que jugaba en un charco, lo envolvió con el delantal y entró de nuevo
en su casa; todo ello realizado con increíble rapidez. En el mismo instante, un hombre vestido de negro,
que había salido de una callejuela lateral, corrió hacia Winston señalándole nervioso el cielo.
-¡El vapor! -gritó-. Mire, maestro. !Échese pronto en el suelo!
«El vapor» era el apodo que, no se sabía por qué, le habían puesto los proles a las bombas cohetes. Winston
se tiró al suelo rápidamente. Los proles llevaban casi siempre razón cuando daban una alarma de esta
clase. Parecían poseer una especie de instinto que les prevenía con varios segundos de anticipación de la
llegada de un cohete, aunque se suponía que los cohetes volaban con más rapidez que el sonido. Winston se
protegió la cabeza con los brazos. Se oyó un rugido que hizo temblar el pavimento, una lluvia de pequeños
objetos le cayó sobre la espalda. Cuando se levantó, se encontró cubierto con pedazos de cristal de la ventana
más próxima. Siguió andando. La bomba había destruido un grupo -de casas de aquella calle doscientos
metros más arriba. En el cielo flotaba una negra nube de humo y debajo otra nube, ésta de polvo, envolvía
las ruinas en torno a las cuales se agolpaba ya una multitud. Había un pequeño montón de yeso en el
pavimento delante de él y en medio se podía ver una brillante raya roja. Cuando se levantó y se acercó a ver
qué era vio que se trataba de una mano humana cortada por la muñeca. Aparte del sangriento muñón, la
mano era tan blanca que parecía un molde de yeso. Le dio una patada y la echó a la cloaca, y para evitar la
multitud, torció por una calle lateral a la derecha. A los tres o cuatro minutos estaba fuera de la zona afectada
por la bomba y la sórdida vida del suburbio se había reanudado como si nada hubiera ocurrido. Eran
casi las veinte y los establecimientos de bebida frecuentados por los proles (les llamaban, con una palabra
antiquísima, «tabernas») estaban llenas de clientes. De sus puertas oscilantes, que se abrían y cerraban sin
cesar, salía un olor mezclado de orines, serrín y cerveza.
En un ángulo formado por una casa de fachada saliente estaban reunidos tres hombres. El de en medio
tenía en la mano un periódico doblado que los otros dos miraban por encima de sus hombros. Antes ya de
acercarse lo suficiente para ver la expresión de sus caras, pudo deducir Winston, por la inmovilidad de sus
cuerpos, que estaban absortos. Lo que leían era seguramente algo de mucha importancia. Estaba a pocos
pasos de ellos cuando de pronto se deshizo el grupo y dos de los hombres empezaron a discutir violentamente.
Parecía que estaban a punto de pegarse.
-¿No puedes escuchar lo que te digo? Te aseguro que ningún número terminado en siete ha ganado en estos
catorce meses.
-Te digo que sí.
-No, no ha salido ninguno terminado en siete. En casa los tengo apuntados todos en un papel desde hace
dos años. Nunca dejo de copiar el número. Y te digo que ningún número ha terminado en siete...
-Sí; un siete ganó. Además, sé que terminaba en cuatro, cero, siete. Fue en febrero... En la segunda semana
de febrero.
-Ni en febrero ni nada. Te digo que lo tengo apuntado.
-Bueno, a ver si lo dejáis dijo el tercer hombre. Estaban hablando de la lotería. Winston volvió la cabeza
cuando ya estaba a treinta metros de distancia. Todavía seguían discutiendo apasionadamente. La lotería,
que pagaba cada semana enormes premios, era el único acontecimiento público al que los proles concedían
una seria atención. Probablemente, había millones de proles para quienes la lotería era la principal razón de
su existencia. Era toda su delicia, su locura, su estimulante intelectual. En todo lo referente a la lotería, hasta
la gente que apenas sabía leer y escribir parecía capaz de intrincados cálculos matemáticos y de asombrosas
proezas memorísticas. Toda una tribu de proles se ganaba la vida vendiendo predicciones, amuletos,
sistemas para dominar el azar y otras cosas que servían a los maniáticos. Winston nada tenía que ver con la
organización de la lotería, dependiente del Ministerio de la Abundancia. Pero sabía perfectamente (como
cualquier miembro del Partido) que los premios eran en su mayoría imaginarios. Sólo se pagaban pequeñas
sumas y los ganadores de los grandes premios eran personas inexistentes. Como no había verdadera comunicación
entre una y otra parte de Oceanía, esto resultaba muy fácil.
Si había esperanzas, estaba en los proles. Ésta era la idea esencial. Decirlo, sonaba a cosa razonable, pero
al mirar aquellos pobres seres humanos, se convertía en un acto de fe. La calle por la que descendía Winston,
le despertó la sensación de que: ya antes había estado por allí y que no hacía mucho tiempo 'fue una
calle importante. Al final de ella había una escalinata por donde se bajaba a otra calle en la que estaba un
mercadillo de legumbres. Entonces recordó Winston dónde estaba: en la primera esquina, a unos cinco minutos
de marcha, estaba la tienda de compraventa donde él había adquirido el libro en blanco donde ahora
llevaba su Diario. Y en otra tienda no muy distante, había comprado la pluma y el frasco de tinta.
Se detuvo un momento en lo alto de la escalinata. Al otro lado de la calle había una sórdida taberna cuyas
ventanas parecían cubiertas de escarcha; pero sólo era polvo. Un hombre muy viejo con bigotes blancos,
encorvado, pero bastante activo, empujó la puerta oscilante y entró. Mientras observaba desde allí, se le
ocurrió a Winston que aquel viejo, que por lo menos debía de tener ochenta años, habría sido ya un hombre
maduro cuando ocurrió la Revolución. Él y unos cuantos como él eran los últimos eslabones que unían al
mundo actual con el mundo desaparecido del capitalismo. En el Partido no había mucha gente cuyas ideas
se hubieran formado antes de la Revolución. La generación más vieja había sido barrida casi por completo
en las grandes purgas de los años cincuenta y sesenta y los pocos que sobrevivieron vivían aterrorizados y
en una entrega intelectual absoluta. Si vivía aún alguien que pudiera contar con veracidad las condiciones
de vida en la primera mitad del siglo, tenía que ser un prole. De pronto recordó Winston el trozo del libro
de historia que había copiado en su Diario y le asaltó un impulso loco. Entraría en la taberna, trabaría conocimiento
con aquel viejo y le interrogaría. Le diría: «Cuénteme su vida cuando era usted un muchacho, ese
vivía entonces mejor que ahora o peor?». Precipitadamente, para no tener tiempo de asustarse, bajó la escalinata
y cruzó la calle. Desde luego, era una locura. Como de costumbre, no había ninguna prohibición concreta
de hablar con los proles y frecuentar sus tabernas, pero no podía pasar inadvertido ya que era rarísimo
que alguien lo hiciera. Si aparecía alguna patrulla, Winston podría decir que se había sentido mal, pero no
lo iban a creer. Empujó la puerta y le dio en la cara un repugnante olor a queso y a cerveza agria. Al entrar
él, las voces casi se apagaron. Todos los presentes le miraban su «mono» azul. Unos individuos que jugaban
al blanco con unos dardos se interrumpieron durante medio minuto. El viejo al que él había seguido
estaba acodado en el bar discutiendo con el barman, un joven corpulento de nariz ganchuda y enormes antebrazos.
Otros clientes, con vasos en la mano, contemplaban la escena.
-¿Vas a decirme que no puedes servirme una pinta de cerveza? decía el viejo.
-- ¿Y qué demonios de nombre es ese de «pinta»? -preguntó el tabernero inclinándose sobre el mostrador
con los dedos apoyados en él.
-Escuchad, presume de tabernero y no sabe lo que es una pinta. A éste hay que mandarle a la escuela.
-Nunca he oído hablar de pintas para beber. Aquí se sirve por litros, medios litros... Ahí enfrente tiene usted
los vasos en ese estante para cada cantidad de líquido.
-Cuando yo era joven insistió el viejo- no bebíamos por litros ni por medios litros.
-Cuando usted era joven nosotros vivíamos en las copas de los árboles --dijo el tabernero guiñándoles el
ojo a los otros clientes.
Hubo una carcajada general y la intranquilidad causada por la llegada de Winston parecía haber desaparecido.
El viejo enrojeció, se volvió para marcharse, refunfuñando, y tropezó con Winston. Winston lo cogió
deferentemente por el brazo.
--¿Me permite invitarle a beber algo? -dijo.
-Usted es un caballero -dijo el otro, que parecía no haberse fijado en el «mono» azul de Winston-. ¡Una
pinta, quiera usted o no quiera! añadió agresivo dirigiéndose al tabernero.
Éste llenó dos vasos de medio litro con cerveza negra. La cerveza era la única bebida que se podía conseguir
en los establecimientos de bebidas de los proles. Estos no estaban autorizados a beber cerveza aunque
en la práctica se la proporcionaban con mucha facilidad. El tiro al blanco con dardos estaba otra vez en
plena actividad y los hombres que bebían en el mostrador discutían sobre billetes de lotería. Todos olvidaron
durante unos momentos la presencia de Winston. Había una mesa debajo de una ventana donde el viejo
y él podrían hablar sin miedo a ser oídos. Era terriblemente peligroso, pero no había telepantalla en la habitación.
De esto se había asegurado Winston en cuanto entró.
Debe usted de haber visto grandes cambios desde que era usted un muchacho empezó a explorar Winston.
La pálida mirada azul del viejo recorrió el local como si fuera allí donde los cambios habían ocurrido.
La cerveza era mejor --dijo por último-; y más barata. Cuando yo era un jovencito, la cerveza costaba
cuatro peniques los tres cuartos. Eso era antes de la guerra, naturalmente.
- ¿Qué guerra era ésa? preguntó Winston.
Siempre hay alguna guerra -dijo el anciano con vaguedad. Levantó el vaso y brindó-: ¡A su salud, caballero!
En su delgada garganta la nuez puntiaguda hizo un movimiento de sorprendente rapidez arriba y abajo y
la cerveza desapareció. Winston se acercó al mostrador y volvió con otros dos medios litros.
-Usted es mucho mayor que yo -dijo Winston-. Cuando yo nací sería usted ya un hombre hecho y derecho.
Usted puede recordar lo que pasaba en los tiempos anteriores a la Revolución; en cambio, la gente de
mi edad no sabe nada de esa época. Sólo podemos leerlo en los libros, y lo que dicen los libros puede no ser
verdad. Me gustaría saber su opinión sobre esto. Los libros de historia dicen que la vida anterior a la Revolución
era por completo distinta de la de ahora. Había una opresión terrible, injusticias, pobreza... en fin,
que no puede uno imaginar siquiera lo malo que era aquello. Aquí, en Londres, la gran masa de gente no
tenía qué comer desde que nacían hasta que morían. La mitad de aquellos desgraciados no tenían zapatos
que ponerse. Trabajaban doce horas al día, dejaban de estudiar a los nueve años y en cada habitación dormían
diez personas. Y a la vez había algunos individuos, muy pocos, sólo unos cuantos miles en todo el
mundo, los capitalistas, que eran ricos y poderosos. Eran dueños de todo. Vivían en casas enormes y suntuosas
con treinta criados, sólo se movían en autos y coches de cuatro caballos, bebían champán y llevaban
sombrero de copa.
El viejo se animó de pronto.
-¡Sombreros de copa! -exclamó-. Es curioso que los nombre usted. Ayer mismo pensé en ellos no sé por
qué. Me acordé de cuánto tiempo hace que no se ve un sombrero de copa. Han desaparecido por completo.
La última vez que llevé uno fue en el entierro de mi cuñada. Y aquello fue... pues por lo menos hace cincuenta
años, aunque la fecha exacta no puedo saberla. Claro, ya comprenderá usted que lo alquilé para
aquella ocasión...
-Lo de los sombreros de copa no tiene gran importancia -dijo Winston con paciencia-. Pero estos capitalistas
-ellos, unos cuantos abogados y sacerdotes y los demás au xiliares que vivían de ellos- eran los dueños
de la tierra. Todo lo que existía era para ellos. Ustedes, la gente corriente, los trabajadores, eran sus
esclavos. Los capitalistas podían hacer con ustedes lo que quisieran. Por ejemplo, mandarlos al Canadá
como ganado. Si se les antojaba, se podían acostar con las hijas de ustedes. Y cuando se enfadaban, los
azotaban a ustedes con un látigo llamado el gato de nueve colas. Si se encontraban ustedes a un capitalista
por la calle, tenían que quitarse la gorra. Cada capitalista salía acompañado por una pandilla de lacayos
que...
-¡Lacayos! Ahí tiene usted una palabra que no he oído desde hace muchísimos años. ¡Lacayos! Eso me
recuerda muchas cosas pasadas. Hará medio siglo aproximadamente, solía pasear yo a veces por Hyde Park
los domingos por la tarde para escuchar a unos tipos que pronunciaban discursos: Ejército de salvación,
católicos, judíos, indios... En fin, allí había de todo. Y uno de ellos..., no puedo recordar el nombre, pero era
un orador de primera, no hacía más que gritar: «!Lacayos, lacayos de la burguesía! ¡Esclavos de las clases
dirigentes!». Y también le gustaba mucho llamarlos parásitos y a los otros les llamaba hienas. Sí, una palabra
algo así como hiena. Claro que se refería al Partido laborista, ya se hará usted cargo.
Winston tenía la sensación de que cada uno de ellos estaba hablando por su cuenta. Debía orientar un poco
la conversación:
-Lo que yo quiero saber es si le parece a usted que hoy día tenemos más libertad que en la época de usted.
¿Le tratan a usted más como un ser humano? En el pasado, los ricos, los que estaban en lo alto...
-La Cámara de los Lores -evocó el viejo.
-Bueno, la Cámara de los Lores. Le pregunto a usted si esa gente le trataba como a un inferior por el simple
hecho de que ellos eran ricos y usted pobre. Por ejemplo, ¿es cierto que tenía usted que quitarse la gorra
y llamarles «señor» cuando se los cruzaba usted por la calle?
El hombre reflexionó profundamente. Antes de contestar se bebió un cuarto de litro de cerveza.
-Sí erijo por fin-. Les gustaba que uno se llevara la mano a la gorra. Era una señal de respeto. Yo no estaba
conforme con eso, pero lo hacía muchas veces. No tenía más remedio.
-¿Y era habitual -tenga usted en cuenta que estoy repitiendo lo que he leído en nuestros libros de texto
para las escuelas-, era habitual en aquella gente, en los capitalistas, empujarles a ustedes de la acera para
tener libre el paso?
-Uno me empujó una vez --dijo el anciano-. Lo recuerdo como si fuera ayer. Era un día de regatas nocturnas
y en esas noches había mucha gente grosera, y me tropecé con un tipo joven y jactancioso en la avenida
Shaftesbury. Era un caballero, iba vestido de etiqueta y con sombrero de copa. Venía haciendo zigzags
por la acera y tropezó conmigo. Me dijo: «¿Por qué no mira usted por dónde va?». Yo le dije: «¡A ver si se
ha creído usted que ha comprado la acera!». Y va y me contesta: «Le voy a dar a usted para el pelo si se
descara así conmigo». Entonces yo le solté: «Usted está borracho y, si quiero, acabo con usted en medio
minuto». Sí señor, eso le dije y no sé si me creerá usted, pero fue y me dio un empujón que casi me manda
debajo de las ruedas de un autobús. Pero yo por entonces era joven y me dispuse a darle su merecido; sin
embargo...
Winston perdía la esperanza de que el viejo le dijera algo interesante. La memoria de aquel hombre no
era más que un montón de detalles. Aunque se pasara el día interrogándole, nada sacaría en claro. Según
sus «declaraciones», los libros de Historia publicados por el Partido podían seguir siendo verdad, después
de todo; podían ser incluso completamente verídicos. Hizo un último intento.
-Quizás no me he explicado bien. Lo que trato de decir es esto: usted ha vivido mucho tiempo; la mitad
de su vida ha transcurrido antes de la Revolución. En 1925, por ejemplo, era usted ya un hombre. ¿Podría
usted decir, por lo que recuerda de entonces, que la vida era en 1925 mejor que ahora o peor? Si tuviera
usted que escoger, ¿preferiría usted vivir entonces o ahora?
El anciano contempló meditabundo a los que tiraban al blanco. Terminó su cerveza con mas lentitud que
la vez anterior y por último habló con un tono filosófico y tolerante como si la cerveza lo hubiera dulcificado.
-Ya sé lo que espera usted que le diga. Usted querría que le dijera que prefiero volver a ser joven. Muchos
lo dicen porque en la juventud se tiene salud y fuerza. En cambio, a mis años nunca se está bien del
todo. Tengo muchos achaques. He de levantarme seis y siete veces por la noche cuando me da el dolor. Por
otra parte, esto de ser viejo tiene muchas ventajas. Por ejemplo, las mujeres no le preocupan a uno y eso es
una gran ventaja. Yo hace treinta años que no he estado con una mujer, no sé si me creerá usted. Pero lo
más grande es que no he tenido ganas.
Winston se apoyó en el alféizar de la ventana. Era inútil proseguir. Iba a pedir más cerveza cuando el viejo
se levantó de pronto y se dirigió renqueando hacia el urinario apestoso que estaba al fondo del local.
Winston siguió unos minutos sentado contemplando su vaso vacío y, casi sin darse cuenta, se encontró otra
vez en la calle. Dentro de veinte años, a lo más pensó-, la inmensa y sencilla pregunta «¿Era la vida antes
de la Revolución mejor que ahora?» dejaría de tener sentido por completo. Pero ya ahora era imposible
contestarla, puesto que los escasos supervivientes del mundo antiguo eran incapaces de comparar una época
con otra. Recordaban un millón de cosas insignificantes, una pelea con un compañero de trabajo, la búsqueda
de una bomba de bicicleta que habían perdido, la expresión habitual de una hermana fallecida hacía
muchos años, los torbellinos de polvo que se formaron en una mañana tormentosa hace setenta años... pero
todos los hechos trascendentales quedaban fuera del radio de su atención. Eran como las hormigas, que
pueden ver los objetos pequeños, pero no los grandes. Y cuando la memoria fallaba y los testimonios escritos
eran falsificados, las pretensiones del Partido de haber mejorado las condiciones de la vida humana tenían
que ser aceptadas necesariamente porque no existía ni volvería nunca a existir un nivel de vida con el
cual pudieran ser comparadas.
En aquel momento el fluir de sus pensamientos se interrumpió de repente. Se detuvo y levantó la vista.
Se hallaba en una calle estrecha con unas cuantas tiendecitas oscuras salpicadas entre casas de vecinos.
Exactamente encima de su cabeza pendían unas bolas de metal descoloridas que habían sido doradas. Conocía
este sitio. Era la tienda donde había comprado el Diario. Sintió miedo. Ya había sido bastante arriesgado
comprar el libro y se había jurado a sí mismo no aparecer nunca más por allí. Sin embargo, en cuanto
permitió a sus pensamientos que corrieran en libertad, le habían traído sus pies a aquel mismo sitio. Precisamente,
había iniciado su Diario para librarse de impulsos suicidas como aquél. Al mismo tiempo, notó
que aunque eran las veintiuna seguía abierta la tienda. Creyendo que sería más prudente estar oculto dentro
de la tienda que a la vista de todos en medio de la calle, entró. Si le preguntaban podía decir que andaba
buscando hojas de afeitar.
El dueño acababa de encender una lámpara de aceite que echaba un olor molesto, pero tranquilizador.
Era un hombre de unos sesenta años, de aspecto frágil, y un poco encorva do, con una nariz larga y simpática
y ojos de suave mirar a pesar de las gafas de gruesos cristales. Su cabello era casi blanco, pero las cejas,
muy pobladas, se conservaban negras. Sus gafas, sus movimientos acompasados y el hecho de que llevaba
una vieja chaqueta de terciopelo negro le daban un cierto aire intelectual como si hubiera sido un
hombre de letras o quizás un músico. De voz suave, algo apagada, tenía un acento menos marcado que la
mayoría de los proles.
-Le reconocí a usted cuando estaba ahí fuera parado --dijo inmediatamente-. Usted es el caballero que me
compró aquel álbum para regalárselo, seguramente, a alguna señorita. Era de muy buen papel. «Papel crema
» solían llamarle. Por lo menos hace cincuenta años que no se ha vuelto a fabricar un papel como ése -
miró a Winston por encima de sus gafas-. ¿Puedo servirle en algo especial? ¿O sólo quería usted echar un
vistazo?
-Pasaba por aquí -dijo Winston vagamente-. He entrado a mirar estas cosas. No deseo nada concreto.
-Me alegro elijo el otro- porque no creo que pudiera haberle servido. -Hizo un gesto de disculpa con su
fina mano derecha-. Ya ve usted; la tienda está casi vacía. En tre nosotros, le diré que el negocio de antigüedades
está casi agotado. Ni hay clientes ni disponemos de género. Los muebles, los objetos de porcelana
y de cristal... todo eso ha ido desapareciendo poco a poco, y los hierros artísticos y demás metales han sido
fundidos casi en su totalidad. No he vuelto a ver un candelabro de bronce desde hace muchos años.
En efecto, el interior de la pequeña tienda estaba atestado de objetos, pero casi ninguno de ellos tenía el
más pequeño valor. Había muchos cuadros que cubrían por completo las paredes. En el escaparate se exhibían
portaplumas rotos, cinceles mellados, relojes mohosos que no pretendían funcionar y otras baratijas.
Sólo en una mesita de un rincón había algunas cosas de interés: cajitas de rapé, broches de ágata, etc. Al
acercarse Winston a esta mesa le sorprendió un objeto redondo y brillante que cogió para examinarlo.
Era un trozo de cristal en forma de hemisferio. Tenía una suavidad muy especial, tanto por su color como
por la calidad del cristal. En su centro, aumentado por la superficie curvada, se veía un objeto extraño que
recordaba a una rosa o una anémona.
Qué es esto? -dijo Winston, fascinado.
-Eso es coral -dijo el hombre-. Creo que procede del Océano índico. Solían engarzarlo dentro de una cubierta
de cristal. Por lo menos hace un siglo que lo hicieron. Seguramente más, a juzgar por su aspecto.
-Es de una gran belleza -dijo Wínston.
-De una gran belleza, sí, señor -repitió el otro con tono de entendido-. Pero hoy día no hay muchas personas
que lo sepan reconocer -carraspeó-. Si usted quisiera comprarlo, le costaría cuatro dólares. Recuerdo
el tiempo en que una cosa como ésta costaba ocho libras, y ocho libras representaban... en fin, no sé exactamente
cuánto; desde luego, muchísimo dinero. Pero ¿quién se preocupa hoy por las antigüedades auténticas,
por las pocas que han quedado?
Winston pagó inmediatamente los cuatro dólares y se guardó el codiciado objeto en el bolsillo. Lo que le
atraía de él no era tanto su belleza como el aire que tenía de pertene cer a una época completamente distinta
de la actual. Aquel cristal no se parecía a ninguno de los que él había visto. Era de una suavidad extraordinaria,
con reflejos acuosos. Era el coral doblemente atractivo por su aparente inutilidad, aunque Winston
pensó que en tiempos lo habían utilizado como pisapapeles. Pesaba mucho, pero afortunadamente, no le
abultaba demasiado en el bolsillo. Para un miembro del Partido era comprometedor llevar una cosa como
aquélla. Todo lo antiguo, y mucho más lo que tuviera alguna belleza, resultaba vagamente sospechoso. El
dueño de la tienda pareció alegrarse mucho de cobrar los cuatro dólares. Winston comprendió que se habría
contentado con tres e incluso con dos.
-Arriba tengo otra habitación que quizás le interesara a usted ver -le propuso-. No hay gran cosa en ella,
pero tengo dos o tres piezas... Llevaremos una luz.
Encendió otra lámpara y agachándose subió lentamente por la empinada escalera, de peldaños medio rotos.
Luego entraron por un pasillo estrecho siguiendo hasta una habitación que no daba a la calle, sino á un
patio y a un bosque de chimeneas: Winston notó que los muebles estaban dispuestos como si fuera á vivir
alguien en el cuarto. Había una alfombra en el suelo, un cuadro o dos en las paredes, y un sillón junto a la
chimenea. Un antiguo reloj de cristal, en cuya esfera figuraban las doce horas, estilo antiguo, emitía su tictac
desde la repisa de la chimenea. Bajo la ventana y ocupando casi la cuarta parte de la estancia había una
enorme cama con el colchón descubierto.
-Aquí vivíamos hasta que murió mi mujer -dijo el vendedor disculpándose-. Voy vendiendo los muebles
poco a poco. Ésa es una preciosa cama de caoba. Lo malo son las chinches. Si hubiera manera de acabar
con ellas...
Sostenía la lámpara lo más alto posible para iluminar toda la habitación y a su débil luz resultaba aquel
sitio muy acogedor. A Winston se le ocurrió pensar que sería muy fá cil alquilar este cuarto por unos cuantos
dólares a la semana si se decidiera a correr el riesgo. Era una idea descabellada, desde luego, pero el
dormitorio había despertado en él una especie de nostalgia, un recuerdo ancestral. Le parecía saber exactamente
lo que se experimentaba al reposar en una habitación como aquélla, hundido en un butacón junto al
fuego de la chimenea mientras se calentaba la tetera en las brasas. Allí solo, completamente seguro, sin
nadie más que le vigilara a uno, sin voces que le persiguieran ni más sonido que el murmullo de la tetera y
el amable tic-tac del reloj.
-¡No hay telepantalla! -se le escapó en voz baja.
Ah -dijo el hombre-. Nunca he tenido esas cosas. Son demasiado caras. Además no veo la necesidad... Fíjese
en esa mesita de aquella esquina. Aunque, naturalmente, tendría usted que poner nuevos goznes si quisiera
utilizar las ajas. En otro rincón había una pequeña librería. Winston se apresuró a examinarla. No
había ningún libro interesante en ella. La caza y destrucción de libros se había realizado de un modo tan
completo en los barrios proles como en las casas del Partido y en todas partes. Era casi imposible que existiera
en toda Oceanía un ejemplar de un libro impreso antes de 1960. El vendedor, sin dejar la lámpara, se
había detenido ante un cuadrito enmarcado en palo rosa, colgado al otro lado de la chimenea, frente a la
cama.
-Si le interesan a usted los grabados antiguos... -propuso delicadamente.
Winston se acercó para examinar el cuadro. Era un grabado en acero de un edificio ovalado con ventanas
rectangulares y una pequeña torre en la fachada. En torno al edificio corría una verja y al fondo se veía una
estatua. Winston la contempló unos momentos. Le parecía algo familiar, pero no podía recordar la estatua.
-El marco está clavado en la pared -dijo el otro-, pero podría destornillarlo si usted lo quiere.
-Conozco ese edificio -dijo Winston por fin-. Está ahora en ruinas, cerca del Palacio de justicia.
-Exactamente. Fue bombardeado hace muchos años. En tiempos fue una iglesia. Creo que la llamaban
San Clemente. -Sonrió como disculpándose por haber dicho algo ridículo y añadió-: «Naranjas y limones,
dicen las campanas de San Clementes».
-¿Cómo? -dijo Winston.
-Es de unos versos que yo sabía de pequeño. Empezaban: «Naranjas y limones, dicen las campanas de
Spn Clemente». Ya no recuerdo cómo sigue. Pero sí me acuerdo de la terminación: «Aquí tienes una vela
para alumbrarte cuando te vayas a acostar. Aquí tienes un hacha para cortarte la cabeza». Era una especie
de danza. Unos tendían los brazos y otros pasaban por debajo y cuando llegaban a aquello de «He aquí el
hacha para cortarte la cabeza», bajaban los brazos y je cogían a uno. La canción estaba formada por los
nombres de varias iglesias, de todas las principales que había en Londres.
Winston se preguntó a qué siglo pertenecerían las iglesias. Siempre era difícil determinar la edad de un
edificio de Londres. Cualquier construcción de gran tamaño e impresionante aspecto, con tal de que no se
estuviera derrumbando de puro vieja, se decía automáticamente que había sido construida después de la
Revolución, mientras que todo lo anterior se adscribía a un oscuro período llamado la Edad Media. Los
siglos de capitalismo no habían producido nada de valor. Era imposible aprender historia a través de los
monumentos y de la arquitectura. Las estatuas, inscripciones, lápidas, los nombres de las calles, todo lo que
pudiera arrojar alguna luz sobre el pasado, había sido alterado sistemáticamente.
-No sabía que había sido una iglesia -dijo Winston.
-En realidad, hay todavía muchas de ellas aunque se han dedicado a otros fines -le aclaró el dueño de la
tienda-. Ahora recuerdo otro verso:
Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente, me debes tres peniques, dicen las campanas
de San Martín.
No puedo recordar más versos.
-¿Dónde estaba San Martín? -dijo Winston.
-¿San Martín? Está todavía en pie. Sí, en la Plaza de la Victoria, junto al Museo de Pinturas. Es una especie
de porche triangular con columnas y grandes escalinatas.
Winston conocía bien aquel lugar. El edificio se usaba para propaganda de varias clases: exposiciones de
maquetas de bombas cohete y de fortalezas volantes, grupos de figuras de cera que ilustraban las atrocidades
del enemigo y cosas por el estilo.
-San Martín de los Campos, como le llamaban -aclaró el otro-, aunque no recuerdo que hubiera campos
por esa parte.
Winston no compró el cuadro. Hubiera sido una posesión aún más incongruente que el pisapapeles de
cristal e imposible de llevar a casa a no ser que le hubiera quitado el marco. Pero se quedó unos minutos
más hablando con el dueño, cuyo nombre no era Weeks -como él había supuesto por el rótulo de la tienda-,
sino Charrington. El señor Charrington era viudo, tenía sesenta y tres años y había habitado en la tienda
desde hacía treinta. En todo este tiempo había pensado cambiar el nombre que figuraba en el rótulo, pero
nunca había llegado a convencerse de la necesidad de hacerlo. Durante toda su conversación, la canción
medio recordada le zumbaba a Winston en la cabeza. Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente;
me debes tres peniques, dicen las campanas de San Martín. Era curioso que al repetirse esos versos
tuviera la sensación de estar oyendo campanas, las campanas de un Londres desaparecido o que existía en
alguna parte. Winston, sin embargo, no recordaba haber oído campanas en su vida.
Salió de la tienda del señor Charrington. Se había adelantado a él desde el piso de arriba. No quería que
lo acompañase hasta la puerta para que no se diera cuenta de que reconocía la calle por si había alguien. En
efecto, había decidido volver a visitar la tienda cuando pasara un tiempo prudencial; por ejemplo, un mes.
Después de todo, esto no era más peligroso que faltar una tarde al Centro. Lo más arriesgado había sido
volver después de comprar el Diario sin saber si el dueño de la tienda era de fiar. Sin embargo...
Sí, pensó otra vez, volvería. Compraría más objetos antiguos y bellos. Compraría el grabado de San Clemente
y se lo llevaría a casa sin el marco escondiéndolo debajo del «nono». Le haría recordar al señor Charrington
el resto de aquel poema. Incluso el desatinado proyecto de alquilar la habitación del primer piso, le
tentó de nuevo. Durante unos cinco segundos, su exaltación le hizo imprudente y salió a la calle sin asegurarse
antes por el escaparate de que no pasaba nadie. Incluso empezó a tararear con música improvisada.
Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente. Me debes tres peniques, dicen las...
De pronto pareció helársele el corazón y derretírsele las entrañas. Una figura en «mono» azul avanzaba
hacia él a unos diez metros de distancia. Era la muchacha del Departamento de Novela, la joven del cabello
negro. Anochecía, pero podía reconocerla fácilmente. Ella lo miró directamente a la cara y luego apresuró
el paso y pasó junto a él como si no lo hubiera visto.
Durante unos cuantos segundos, Winston quedó paralizado. Luego torció a la derecha y anduvo sin notar
que iba en dirección equivocada. De todos modos, era evidente que la joven lo espiaba. Tenía que haberlo
seguido hasta allí, pues no podía creerse que por pura casualidad hubiera estado paseando en la misma tarde
por la misma callejuela oscura a varios kilómetros de distancia de todos los barrios habitados por los
miembros del Partido. Era una coincidencia demasiado grande. Que fuera una agente de la Policía del Pensamiento
o sólo una espía aficionada que actuase por oficiosidad, poco importaba. Bastaba con que estuviera
vigilándolo. Probablemente, lo había visto también en la taberna.
Le costaba gran trabajo andar. El pisapapeles de cristal que llevaba en el bolsillo le golpeaba el muslo a
cada paso y estuvo tentado de arrojarlo muy lejos. Lo peor era que le dolía el vientre. Por unos instantes
tuvo la seguridad de que se moriría si no encontraba en seguida un retrete público, Pero en un barrio como
aquél no había tales comodidades. Afortunadamente, se le pasaron esas angustias quedándole sólo un sordo
dolor.
La calle no tenía salida. Winston se detuvo, preguntándose qué haría. Mas hizo lo único que le era posible,
volver a recorrerla hasta la salida. Sólo hacía tres minutos que la joven se había cruzado con él, y si
corría, podría alcanzarla. Podría seguirla hasta algún sitio solitario y romperle allí el cráneo con una piedra.
Le bastaría con el pisapapeles. Pero abandonó en seguida esta idea, ya que le era intolerable realizar un
esfuerzo físico. No podía correr ni dar el golpe. Además, la muchacha era joven y vigorosa y se defendería
bien. Se le ocurrió también acudir al Centro Comunal y estarse allí hasta que cerraran para tener una coartada
de su empleo del tiempo durante la tarde. Pero aparte de que sería sólo una coartada parcial, el proyecto
era imposible de realizar. Le invadió una mortal laxitud. Sólo quería llegar a casa pronto y descansar.
Eran más de las veintidós cuando regresó al piso. Apagarían las luces a las veintitrés treinta. Entró en su
cocina y se tragó casi una taza de ginebra de la Victoria. Luego se dirigió a la mesita, sentóse y sacó el Diario
del cajón. Pero no lo abrió en seguida. En la telepantalla una violenta voz femenina cantaba una canción
patriótica a grito pelado. Observó la tapa del libro intentando inútilmente no prestar atención a la voz.
Las detenciones no eran siempre de noche. Lo mejor era matarse antes de que lo cogieran a uno. Algunos
lo hacían. Muchas de las llamadas desapariciones no eran más que suicidios. Pero hacía falta un valor desesperado
para matarse en un mundo donde las armas de fuego y cualquier veneno rápido y seguro eran imposibles
de encontrar. Pensó con asombro en la inutilidad biológica del dolor y del miedo, en la traición del
cuerpo humano, que siempre se inmoviliza en el momento exacto en que es necesario realizar algún esfuerzo
especial. Podía haber eliminado a la muchacha morena sólo con haber actuado rápida y eficazmente;
pero precisamente por lo extremo del peligro en que se hallaba había perdido la facultad de actuar. Le sorprendió
que en los momentos de crisis no estemos luchando nunca contra un enemigo externo, sino siempre
contra nuestro propio cuerpo. Incluso ahora, a pesar de la ginebra, la sorda molestia de su vientre le impedía
pensar ordenadamente. Y lo mismo ocurre en todas las situaciones aparentemente heroicas o trágicas.
En el campo de batalla, en la cámara de las torturas, en un barco que naufraga, se olvida siempre por qué se
debate uno ya que el cuerpo acaba llenando el universo, e incluso cuando no estamos paralizados por el
miedo o chillando de dolor, la vida es una lucha de cada momento contra el hambre, el frío o el insomnio,
contra un estómago dolorido o un dolor de muelas.
Abrió el Diario. Era importante escribir algo. La mujer de la telepantalla había empezado una nueva canción.
Su voz sé le clavaba a Winston en el cerebro como pedacitos de vidrio. Procuró pensar en O'Brien, a
quien dirigía su Diario, pero en vez de ello, empezó a pensar en las cosas que le sucederían cuando lo detuviera
la Policía del Pensamiento. No importaba que lo matasen a uno en seguida. Esa muerte era la esperada.
Pero antes de morir (nadie hablaba de estas cosas aunque nadie las ignoraba) había que pasar por la
rutina de la confesión: arrastrarse por el suelo, gritar pidiendo misericordia, el chasquido de los huesos rotos,
los dientes partidos y los mechones ensangrentados de pelo. ¿Para qué sufrir todo esto si el fin era el
mismo? ¿Por qué no ahorrarse todo esto? Nadie escapaba a la vigilancia ni dejaba de confesar. El culpable
de crimental estaba completamente seguro de que lo matarían antes o después. ¿Para qué, pues, todo ese
horror que nada alteraba?
Por fin, consiguió evocar la imagen de O'Brien. «Nos encontraremos en el sitio donde no hay oscuridad»,
le había dicho O'Brien en el sueño. Winston sabía lo que esto significaba, o se figuraba saberlo. El lugar
donde no hay oscuridad era el futuro imaginado, que nunca se vería; pero, por adivinación, podría uno participar
en él místicamente. Con la voz de la telepantalla zumbándole en los oídos no podía pensar con ilación.
Se puso un cigarrillo en la boca. La mitad del tabaco se le cayó en la lengua, un polvillo amargo que
luego no se podía escupir. El rostro del Gran Hermano flotaba en su mente desplazando al de O'Brien. Lo
mismo que había hecho unos días antes, se sacó una moneda del bolsillo y la contempló. El rostro le miraba
pesado, tranquilo, protector. Pero, ¿qué clase de sonrisa se escondía bajo el oscuro bigote? Las palabras de
las consignas martilleaban el cerebro de Winston:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA
Parte segunda
I
A media mañana, Winston salió de su cabina para ir a los lavabos.
Una figura solitaria avanzaba hacia él desde el otro extremo del largo pasillo brillantemente iluminado.
Era la muchacha morena. Habían pasado cuatro días desde la tarde en que se la había encontrado cerca de
la tienda. Al acercarse, vio Winston que la joven llevaba en cabestrillo el brazo derecho. De lejos no se
había fijado en ello porque las vendas tenían el mismo color que el «mono». Probablemente, se habría
aplastado la mano para hacer girar uno de los grandes calidoscopios donde se fabricaban los argumentos de
las novelas. Era un accidente que ocurría con frecuencia en el Departamento de Novela.
Estaban separados todavía por cuatro metros cuando la joven dio un traspié y se cayó de cara al suelo exhalando
un grito de dolor. Por lo visto, había caído sobre el brazo heri do. Winston se paró en seco. La muchacha
logró ponerse de rodillas. Tenía la cara muy pálida y los labios, por contraste, más rojos que nunca.
Clavó los ojos en Winston con una expresión desolada que más parecía de miedo que de dolor.
Una curiosa emoción conmovió a Winston. Frente a él tenía a la enemiga que procuraba su muerte. Frente
a él, también, había una criatura humana que sufría y que quizás se hubiera partido el hueso de la nariz.
Se acercó a ella instintivamente, para ayudarla. Winston había sentido el dolor de ella en su propio cuerpo
al verla caer con el brazo vendado.
-¿Estás herida? -le dijo.
-No es nada. El brazo. Estaré bien en seguida.
Hablaba como si le saltara el corazón. Estaba temblando y palidísima.
-¿No te has roto nada?
-No, estoy bien. Me dolió un momento nada más.
Le tendió a Winston su mano libre y él la ayudó a levantarse Le había vuelto algo de color y parecía
hallarse mucho mejor.
-No ha sido nada -repitió poco después-. Lo que me dolió fue la muñeca. ¡Gracias, camarada!
Y sin más, continuó en la dirección que traía con paso tan vivo como si realmente no le hubiera sucedido
nada. El incidente no había durado más de medio minuto. Era un hábito adquirido por instinto ocultar los
sentimientos, y además cuando ocurrió aquello se hallaban exactamente delante de una telepantalla. Sin
embargo, a Winston le había sido muy difícil no traicionarse y manifestar una sorpresa momentánea, pues
en los dos o tres segundos en que ayudó a la joven a levantarse, ésta le había deslizado algo en la mano.
Evidentemente, lo había hecho a propósito. Era un pequeño papel doblado. Al pasar por la puerta de los
lavabos, se lo metió en el bolsillo.
Mientras estuvo en el urinario, se las arregló para desdoblarlo dentro del bolsillo. Desde luego, tenía que
haber algún mensaje en ese papel. Estuvo tentado de entrar en uno de los waters y leerlo allí. Pero eso
habría sido una locura. En ningún sitio vigilaban las telepantallas con más interés que en los retretes.
Volvió a su cabina; sentóse, arrojó el pedazo de papel entre los demás de encima de la mesa, se puso las
gafas y se acercó al hablescribe. «¡Todavía cinco minutos! -se dijo a sí mismo-, ¡por lo menos cinco minutos!
» Le galopaba el corazón en el pecho con aterradora velocidad. Afortunadamente, el trabajo que estaba
realizando era de simple rutina -la rectificación de una larga lista de números- y no necesitaba fijar la atención.
Las palabras contenidas en el papel tendrían con toda seguridad un significado político. Había dos posibilidades,
calculaba Winston. Una, la más probable, era que la chica fuera un agente de la Policía del Pensamiento,
como él temía. No sabía por qué empleaba la Policía del Pensamiento ese procedimiento para entregar
sus mensajes, pero podía tener sus razones para ello. Lo escrito en el papel podía ser una amenaza,
una orden de suicidarse, una trampa... Pero había otra posibilidad, aunque Winston trataba de convencerse
de que era una locura: que este mensaje no viniera de la Policía del Pensamiento, sino de alguna organización
clandestina. ¡Quizás existiera una Hermandad! ¡Quizás fuera aquella muchacha uno de sus miembros!
La idea era absurda, pero se le había ocurrido en el mismo instante en que sintió el roce del papel en su
mano. Hasta unos minutos después no pensó en la otra posibilidad, mucho más sensata. E incluso ahora,
aunque su cabeza le decía que el mensaje significaría probablemente la muerte, no acababa de creerlo y
persistía en él la disparatada esperanza. Le latía el corazón y le costaba un gran esfuerzo conseguir que no
le temblara la voz mientras murmuraba las cantidades en el hablescribe.
Cuando terminó, hizo un rollo con sus papeles y los introdujo en el tubo neumático. Habían pasado ocho
minutos. Se ajustó las gafas sobre la nariz, suspiró y se acercó el otro montón de hojas que había de examinar.
Encima estaba el papelito doblado. Lo desdobló; en él había escritas estas palabras con letra impersonal:
Te quiero.
Winston se quedó tan estupefacto que ni siquiera tiró aquella prueba delictiva en el «agujero de la memoria
». Cuando por fin, reaccionando, se dispuso a hacerlo, aunque sabía muy bien cuánto peligro había en
manifestar demasiado interés por algún papel escrito, volvió a leerlo antes para convencerse de que no
había soñado.
Durante el resto de la mañana, le fue muy difícil trabajar. Peor aún que fijar su mente sobre las tareas
habituales, era la necesidad de ocultarle a la telepantalla su agitación interior. Sintió como si le quemara un
fuego en el estómago. La comida en la atestada y ruidosa cantina le resultó un tormento. Había esperado
hallarse un rato solo durante el almuerzo, pero tuvo la mala suerte de que el imbécil de Parsons se le colocara
a su lado y le soltara una interminable sarta de tonterías sobre los preparativos para la Semana del
Odio. Lo que más le entusiasmaba a aquel simple era un modelo en cartón de la cabeza del Gran Hermano,
de dos metros de anchura, que estaban preparando en el grupo de Espías al que pertenecía la niña de Parsons.
Lo más irritante era que Winston apenas podía oír lo que decía Parsons y tenía que rogarle constantemente
que repitiera las estupideces que acababa de decir. Por un momento, divisó a la chica morena, que
estaba en una mesa con otras dos compañeras al otro extremo de la estancia. Pareció no verle y él no volvió
a mirar en aquella dirección.
La tarde fue más soportable. Después de comer recibió un delicado y difícil trabajo que le había de ocupar
varias horas y acaparar su atención. Consistía en falsificar una serie de informes de producción de dos
años antes con objeto de desacreditar a un prominente miembro del Partido Interior que empezaba a estar
mal visto. Winston servía para estas cosas y durante más de dos horas logró apartar a la joven de su mente.
Entonces le volvió el recuerdo de su cara y sintió un rabioso e intolerable deseo de estar solo. Porque necesitaba
la soledad para pensar a fondo en sus nuevas circunstancias. Aquella noche era una de las elegidas
por el Centro Comunal para sus reuniones. Tomó una cena temprana -otra insípida comida- en la cantina, se
marchó al Centro a toda prisa, participó en las solemnes tonterías de un «grupo de polemistas», jugó dos
veces al tenis de mesa, se tragó varios vasos de ginebra y soportó durante una hora la conferencia titulada
«Los principios de Ingsoc en el juego de ajedrez». Su alma se retorcía de puro aburrimiento, pero por primera
vez no sintió el menor impulso de evitarse una tarde en el Centro. A la vista de las palabras Te quiero,
el deseo de seguir viviendo le dominaba y parecía tonto exponerse a correr unos riesgos que podían evitarse
tan fácilmente. Hasta las veintitrés, cuando ya estaba acostado -en la oscuridad, donde estaba uno libre hasta
de la telepantalla con tal de no hacer ningún ruido- no pudo dejar fluir libremente sus pensamientos.
Se trataba de un problema físico que había de ser resuelto: cómo ponerse en relación con la muchacha y
preparar una cita. No creía ya posible que la joven le estuviera tendiendo una trampa. Estaba seguro de que
no era así por la inconfundible agitación que ella no había podido ocultar al entregarle el papelito. Era evidente
que estaba asustadísima, y con motivo sobrado. A Winston no le pasó siquiera por la cabeza la idea
de rechazar a la muchacha. Sólo hacía cinco noches que se había propuesto romperle el cráneo con una
piedra. Pero lo mismo daba. Ahora se la imaginaba desnuda como la había visto en su ensueño. Se la había
figurado idiota como las demás, con la cabeza llena de mentiras y de odios y el vientre helado. Una angustia
febril se apoderó de él al pensar que pudiera perderla, que aquel cuerpo blanco y juvenil se le escapara.
Lo que más temía era que la muchacha cambiase de idea si no se ponía en relación con ella rápidamente.
Pero la dificultad física de esta aproximación era enorme. Resultaba tan difícil como intentar un movimiento
en el juego de ajedrez cuando ya le han dado a uno el mate. Adondequiera que fuera uno, allí estaba la
telepantalla. Todos los medios posibles para comunicarse con la joven se le ocurrieron a Winston a los cinco
minutos de leer la nota; pero una vez acostado y con tiempo para pensar bien, los fue analizando uno a
uno como si tuviera esparcidas en una mesa una fila de herramientas para probarlas.
Desde luego, la clase de encuentro de aquella mañana no podía repetirse. Si ella hubiera trabajado en el
Departamento de Registro, habría sido muy sencillo, pero Winston tenía una idea muy remota de dónde
estaba el Departamento de Novela en el edificio del Ministerio y no tenía pretexto alguno para ir allí. Si
hubiera sabido dónde vivía y a qué hora salía del trabajo, se las habría arreglado para hacerse el encontradizo;
pero no era prudente seguirla a casa ya que esto suponía esperarla delante del Ministerio a la
salida, lo cual llamaría la atención indefectiblemente. En cuanto a mandar una carta por correo, sería una
locura. Ni siquiera se ocultaba que todas las cartas se abrían, por lo cual casi nadie escribía ya cartas. Para
los mensajes que se necesitaba mandar, había tarjetas impresas con largas listas de frases y se escogía la
más adecuada borrando las demás. En todo caso, no sólo ignoraba la dirección de la muchacha, sino incluso
su nombre. Finalmente, decidió que el.sitio más seguro era la cantina. Si pudiera ocupar una mesa junto a la
de ella hacia la mitad del local, no demasiado cerca de la telepantalla y con el zumbido de las conversaciones
alrededor, le bastaba con treinta segundos para ponerse de acuerdo con ella.
Durante una semana después, la vida fue para Winston como una pesadilla. Al día siguiente, la joven no
apareció por la cantina hasta el momento en que él se marchaba cuando ya había sonado la sirena. Seguramente,
la habían cambiado a otro turno. Se cruzaron sin mirarse. Al día siguiente, estuvo ella en la cantina a
la hora de costumbre, pero con otras tres chicas y debajo de una telepantalla. Pasaron tres días insoportables
para Winston, en que no la vio en la cantina. Tanto su espíritu como su cuerpo habían adquirido una hipersensibilidad
que casi le imposibilitaba para hablar y moverse. Incluso en sueños no podía librarse por completo
de aquella imagen. Durante aquellos días no abrió su Diario. El único alivio lo encontraba en el trabajo;
entonces conseguía olvidarla durante diez minutos seguidos. No tenía ni la menor idea de lo que pudiera
haberle ocurrido y no había que pensar en hacer una investigación. Quizá-la hubieran vaporizado, quizá se
hubiera suicidado o, a lo mejor, la habían trasladado al otro extremo de Oceanía.
La posibilidad a la vez mejor y peor de todas era que la joven, sencillamente, hubiera cambiado de idea y
le rehuyera.
Pero al día siguiente reapareció. Ya no traía el brazo en cabestrillo; sólo una protección de yeso alrededor
de la muñeca. El alivio que sintió al verla de nuevo fue tan grande que no pudo evitar mirarla directamente
durante varios segundos. Al día siguiente, casi logró hablar con ella. Cuando Winston llegó a la cantina, la
encontró sentada a una mesa muy alejada de la pared. Estaba completamente sola. Era temprano y había
poca gente. La cola avanzó hasta que Winston se encontró casi junto al mostrador, pero se detuvo allí unos
dos minutos a causa de que alguien se quejaba de no haber recibido su pastilla de sacarina. Pero la muchacha
seguía sola cuando Winston tuvo ya servida su bandeja y avanzaba hacia ella. Lo hizo como por casualidad
fingiendo que buscaba un sitio más allá de donde se encontraba la joven. Estaban separados todavía
unos tres metros. Bastaban dos segundos para reunirse, pero entonces sonó una voz detrás de él: «¡Smith!».
Winston hizo como que no oía. Entonces la voz repitió más alto: «¡Smith!». Era inútil hacerse el tonto. Se
volvió. Un muchacho llamado Wilsher, a quien apenas conocía Winston, le invitaba sonriente a sentarse en
un sitio vacío junto a él. No era prudente rechazar esta invitación. Después de haber sido reconocido, no
podía ir a sentarse junto a una muchacha sola. Quedaría demasiado en evidencia. Haciendo de tripas corazón,
le sonrió amablemente al muchacho, que le miraba con un rostro beatífico. Winston, como en una alucinación,
se veía a sí mismo partiéndole la cara a aquel estúpido con un hacha. La mesa donde estaba ella
se llenó a los pocos minutos.
Por lo menos, la joven tenía que haberlo visto ir hacia ella y se habría dado cuenta de su intención. Al día
siguiente, tuvo buen cuidado de llegar temprano. Allí estaba ella, exactamente, en la misma mesa y otra vez
sola. La persona que precedía a Winston en la cola era un hombrecillo nervioso con una cara aplastada y
ojos suspicaces. Al alejarse Winston del mostrador, vio que aquel hombre se dirigía hacia la mesa de ella.
Sus esperanzas se vinieron abajo. Había un sitio vacío una mesa más allá, pero algo en el aspecto de aquel
tipejo le convenció a Winston de que éste no se instalaría en la mesa donde no había nadie para evitarse la
molestia de verse obligado a soportar a los desconocidos que luego se quisieran sentar allí. Con verdadera
angustia, lo siguió Winston. De nada le serviría sentarse con ella si alguien más los acompañaba. En aquel
momento, hubo un ruido tremendo. El hombrecillo se había caído de bruces y la bandeja salió volando derramándose
la sopa y el café. Se puso en pie y miró ferozmente a Winston. Evidentemente, sospechaba que
éste le había puesto la zancadilla. Pero daba lo mismo porque poco después, con el corazón galopándole, se
instalaba Winston junto a la muchacha.
No la miró. Colocó en la mesa el contenido de su bandeja y empezó a comer. Era importantísimo hablar
en seguida antes de que alguna otra persona se uniera a ellos. Pero le invadía un miedo terrible. Había pasado
una semana desde ' que la joven se había acercado a él. Podía haber cambiado de idea, es decir, tenía
que haber cambiado de idea. Era imposible que este asunto terminara felizmente; estas cosas no suceden en
la vida real, y probablemente no habría llegado a hablarle si en aquel momento no hubiera visto a Ampleforth,
el poeta de orejas velludas, que andaba de un lado a otro buscando sitio. Era seguro que Àmpleforth,
que conocía bastante a Winston, se sentaría en su mesa en cuanto lo viera. Tenía, pues, un minuto para actuar.
Tanto él como la muchacha comían rápidamente. Era una especie de guiso muy caldoso de habas. En
voz muy baja, empezó Winston a hablar. No se miraban. Se llevaban a la boca la comida y entre cucharada
y cucharada se decían las palabras indispensables en voz bajá e inexpresiva.
-¿A qué hora sales del trabajo?
-Dieciocho treinta.
-¿Dónde podemos vernos?
-En la Plaza de la Victoria, cerca del Monumento.
-Hay muchas telepantallas allí.
-No importa, porque hay mucha circulación.
-¿Alguna señal?
-No. No te acerques hasta que no me veas entre mucha gente. Y no me mires. Sigue andando cerca de mí.
-¿A qué hora?
-A las diecinueve.
-Muy bien.
Ampleforth no vio a Winston y se sentó en otra mesa. No volvieron a hablar y, en lo humanamente posible
entre dos personas sentadas una frente a otra y en la misma mesa, no se miraban. La joven acabó de
comer a toda velocidad y se marchó. Winston se quedó fumando un cigarrillo.
Antes de la hora convenida estaba Winston en la Plaza de la Victoria. Dio vueltas en torno a la enorme
columna en lo alto de la cual la estatua del Gran Hermano miraba hacia el Sur, hacia los cielos donde había
vencido a los aviones eurasiáticos (pocos años antes, los vencidos fueron los aviones de Asia Oriental), en
la batalla de la Primera Franja Aérea. En la calle de enfrente había una estatua ecuestre cuyo jinete representaba,
según decían, a Oliver Cromwell. Cinco minutos después de la hora que fijaron, aún no se había
presentado la muchacha. Otra vez le entró a Winston un gran pánico. ¡No venía! ¡Había cambiado de idea!
Se dirigió lentamente hacia el norte de la plaza y tuvo el placer de identificar la iglesia de San Martín, cuyas
campanas -cuando existían- habían cantado aquello de «me debes tres peniques». Entonces vio a la
chica parada al pie del monumento, leyendo o fingiendo que leía un cartel arrollado a la columna en espiral.
No era prudente acercarse a ella hasta que se hubiera acumulado más gente. Había telepantallas en todo el
contorno del monumento. Pero en aquel mismo momento se produjo una gran gritería y el ruido de unos
vehículos pesados que venían por la izquierda. De pronto, todos cruzaron corriendo la plaza. La joven dio
la vuelta ágilmente junto a los leones que formaban la base del monumento y se unió a la desbandada.
Winston la siguió. Al correr, le oyó decir a alguien que un convoy de prisioneros eurasiáticos pasaba por
allí cerca.
Una densa masa de gente bloqueaba el lado sur de la plaza. Winston, que normalmente era de esas personas
que rehuyen todas las aglomeraciones, se esforzaba esta vez, a codazos y empujones, en abrirse paso
hasta el centro de la multitud. Pronto estuvo a un paso de la joven, pero entre los dos había un corpulento
prole y una mujer casi tan enorme como él, seguramente su esposa. Entre los dos parecían formar un impenetrable
muro de carne. Winston se fue metiendo de lado y, con un violento empujón, logró meter entre la
pareja su hombro. Por un instante creyó que se le deshacían las entrañas aplastadas entre las dos caderas
forzudas. Pero, con un esfuerzo supremo, sudoroso, consiguió hallarse por fin junto a la chica. Estaban
hombro con hombro y ambos miraban fijamente frente a ellos.
Una caravana de camiones, con soldados de cara pétrea armados con fusiles ametralladoras, pasaban calle
abajo. En los camiones, unos hombres pequeños de tez amarilla y harapientos uniformes verdosos formaban
una masa compacta tan apretados como iban. Sus tristes caras mongólicas miraban a la gente sin la
menor curiosidad. De vez en cuando se oían ruidos metálicos al dar un brinco alguno de los camiones. Este
ruido lo producían los grilletes que llevaban los prisioneros en los pies. Pasaron muchos camiones con la
misma carga y los mismos rostros indiferentes. Winston conocía de sobra el contenido, pero sólo podía
verlos intermitentemente. La muchacha apoyaba el hombro y el brazo derecho, hasta el codo, contra el costado
de Winston. Sus mejillas estaban tan próximas que casi se tocaban. Ella se había puesto inmediatamente
a tono con la situación lo mismo que lo había hecho en la cantina. Empezó a hablar con la misma
voz inexpresiva, moviendo apenas los labios. Era un leve murmullo apagado por las voces y el estruendo
del desfile.
-¿Me oyes?
-Sí.
-¿Puedes salir el domingo?
-Sí.
-Entonces escucha bien. No lo olvides. Irás a la estación de Paddington...
Con una precisión casi militar que asombró a Winston, la chica le fue describiendo la ruta que había de
seguir: un viaje de media hora en tren; torcer luego a la izquierda al salir de la estación; después de dos
kilómetros por carretera y, al llegar a un portillo al que le faltaba una barra, entrar por él y seguir por aquel
sendero cruzando hasta una extensión de césped; de allí partía una vereda entre arbustos; por fin, un árbol
derribado y cubierto de musgo. Era como si tuviese un mapa dentro de la cabeza.
-¿Te acordarás? -murmuró al terminar sus indicaciones.
-Sí.
Tuerces a la izquierda, luego a la derecha y otra vez a la izquierda. Y al portillo le falta una barra.
-Sí. ¿A qué hora?
-Hacia las quince. A lo mejor tienes que esperar. Yo llegaré por otro camino. ¿Te acordarás bien de todo?
-Sí.
Entonces, márchate de mi lado lo más pronto que puedas. No necesitaba habérselo dicho. Pero, por lo
pronto, no se podía mover. Los camiones no dejaban de pasar y la gente no se cansaba de expresar su entusiasmo.
Aunque es verdad que solamente lo expresaban abriendo la boca en señal de estupefacción. Al
principio había habido algunos abucheos y silbidos, pero procedían sólo de los miembros del Partido y
pronto cesaron. La emoción dominante era sólo la curiosidad. Los extranjeros, ya fueran de Eurasia o de
Asia Oriental, eran como animales raros. No había manera de verlos, sino como prisioneros; e incluso como
prisioneros no era posible verlos más que unos segundos. Tampoco se sabía qué hacían con ellos aparte
de los ejecutados públicamente como criminales de guerra. Los demás se esfumaban, seguramente en los
campos de trabajos forzados. Los redondos rostros mongólicos habían dejado paso a los de tipo más europeo,
sucios, barbudos y exhaustos. Por encima de los salientes pómulos, los ojos de algunos miraban a los
de Winston con una extraña intensidad y pasaban al instante. El convoy se estaba terminando. En el último
camión vio Winston a un anciano con la cara casi oculta por una masa de cabello, muy erguido y con los
puños cruzados sobre el pecho. Daba la sensación de estar acostumbrado a que lo ataran. Era imprescindible
que Winston y la chica se separaran ya. Pero en el último momento, mientras que la multitud los seguía
apretando el uno contra el otro, ella le cogió la mano y se la estrechó.
No habría durado aquello más de diez segundos y, sin embargo, parecía que sus manos habían estado
unidas durante una eternidad. Por lo menos, tuvo Winston tiempo sobra do para aprenderse de memoria
todos los detalles de aquella mano de mujer. Exploró sus largos dedos, sus uñas bien formadas, la palma
endurecida por el trabajo con varios callos y la suavidad de la carne junto a la muñeca. Sólo con verla la
habría reconocido entre todas las manos. En ese instante se le ocurrió que no sabía de qué color tenía ella
los ojos. Probablemente, castaños, pero también es verdad que mucha gente de cabello negro tienen ojos
azules. Volver la cabeza y mirarla hubiera sido una imperdonable locura. Mientras había durado aquel apretón
de manos invisible entre la presión de tanta gente, miraban ambos impasibles adelante y Winston, en
vez de los ojos de ella, contempló los del anciano prisionero que lo miraban con tristeza por entre sus greñas
de pelo.
II
Winston emprendió la marcha por el campo. El aire parecía besar la piel. Era el segundo día de mayo.
Del corazón del bosque venía el arrullo de las palomas. Era un poco pronto. El viaje no le había presentado
dificultades y la muchacha era tan experimentada que le infundía a Winston una gran seguridad. Confiaba
en que ella sabría escoger un sitio seguro. En general, no podía decirse que se estuviera más seguro en el
campo que en Londres. Desde luego, no había telepantallas, pero siempre quedaba el peligro de los micrófonos
ocultos que recogían vuestra voz y la reconocían. Además, no era fácil viajar individualmente sin
llamar la atención. Para distancias de menos de cien kilómetros no se exigía visar los pasaportes, pero a
veces vigilaban patrullas alrededor de las estaciones de ferrocarril y examinaban los documentos de todo
miembro del Partido al que encontraran y le hacían difíciles preguntas. Sin embargo, Winston tuvo la suerte
de no encontrar patrullas y desde que salió de la estación se aseguró, mirando de vez en cuando cautamente
hacia atrás, de que no lo seguían. El tren iba lleno de proles con aire de vacaciones, quizá porque el tiempo
parecía de verano. El vagón en que viajaba Winston llevaba asientos de madera y su compartimiento estaba
ocupado casi por completo con una única familia, desde la abuela, muy vieja y sin dientes, hasta un niño de
un mes. Iban a pasar la tarde con unos parientes en el campo y, como le explicaron con toda libertad a
Winston, para adquirir un poco de mantequilla en el mercado negro.
Por fin, llegó a la vereda que le había dicho ella y siguió por allí entre los arbustos. No tenía reloj, pero
no podían ser todavía las quince. Había tantas flores silvestres, que le era imposible no pisarlas. Se arrodilló
y empezó a coger algunas, en parte por echar algún tiempo fuera y también con la vaga idea de reunir un
ramillete para ofrecérselo a la muchacha. Pronto formó un gran ramo y estaba oliendo su enfermizo aroma
cuando se quedó helado al oír el inconfundible crujido de unos pasos tras él sobre las ramas secas. Siguió
cogiendo florecillas. Era lo mejor que podía hacer. Quizá fuese la chica, pero también pudieran haberlo
seguido. Mirar para atrás era mostrarse culpable. Todavía le dio tiempo de coger dos flores más. Una mano
se le posó levemente sobre el hombro.
Levantó la cabeza. Era la muchacha. Ésta volvió la cabeza para prevenirle de que siguiera callado, luego
apartó las ramas de los arbustos para abrir paso hacia el bosque. Era evidente que había estado allí antes,
pues sus movimientos eran los de una persona que tiene la costumbre de ir siempre por el mismo sitio.
Winston la siguió sin soltar su ramo de flores. Su primera sensación fue de alivio, pero mientras contemplaba
el cuerpo femenino, esbelto y fuerte a la vez, que se movía ante él, y se fijaba en el ancho cinturón
rojo, lo bastante apretado para hacer resaltar la curva de sus caderas, empezó a sentir su propia inferioridad.
Incluso ahora le parecía muy probable que cuando ella se volviera y lo mirara, lo abandonaría. La dulzura
del aire y el verdor de las hojas lo hechizaban. Ya cuando venía de la estación, el sol de mayo le había
hecho sentirse sucio y gastado, una criatura de puertas adentro que llevaba pegado a la piel el polvo de
Londres. Se le ocurrió pensar que hasta ahora no lo había visto ella de cara a plena luz. Llegaron al árbol
derribado del que la joven había hablado. Ésta saltó por encima del tronco y, separando las grandes matas
que lo rodeaban, pasó a un pequeño claro. Winston, al seguirla, vio que el pequeño espacio estaba rodeado
todo por arbustos y oculto por ellos. La muchacha se detuvo y, volviéndose hacia él, le dijo:
-Ya hemos llegado.
Winston se hallaba a varios pasos de ella. Aún no se atrevía a acercársele más.
-No quise hablar en la vereda prosiguió ella- por si acaso había algún micrófono escondido. No creo que
lo haya, pero no es imposible. Siempre cabe la posibilidad de que uno de esos cerdos te reconozcan la voz.
Aquí estamos bien.
Todavía le faltaba valor a Winston para acercarse a ella. Por eso, se limitó a repetir tontamente:
-¿Estamos bien aquí?
-Sí. Mira los árboles -eran unos arbolillos de ramas finísimas-. No hay nada lo bastante grande para ocultar
un micro. Además, ya he estado aquí antes.
Sólo hablaban. Él se había decidido ya a acercarse más a ella. Sonriente, con cierta ironía en la expresión,
la joven estaba muy derecha ante él como preguntándose por qué tardaba tanto en empezar. El ramo de
flores silvestre se había caído al suelo. Winston le cogió la mano.
-¿Quieres creer -dijo- que hasta este momento no sabía de qué color tienes los ojos? -Eran castaños, bastante
claros, con pestañas negras-. Ahora que me has visto a plena luz y cara a cara, ¿puedes soportar mi
presencia?
-Sí, bastante bien.
-Tengo treinta y nueve años. Estoy casado y no me puedo librar de mi mujer. Tengo varices y cinco dientes
postizos.
Todo eso no me importa en absoluto -dijo la muchacha.
Un instante después, sin saber cómo, se la encontró Winston en sus brazos. Al principio, su única sensación
era de incredulidad. El juvenil cuerpo se apretaba contra el suyo y la masa de cabello negro le daba en
la cara y, aunque le pareciera increíble, le acercaba su boca y él la besaba. Sí, estaba besando aquella boca
grande y roja. Ella le echó los brazos al cuello y empezó a llamarle «querido, amor mío, precioso...». Winston
la tendió en el suelo. Ella no se resistió; podía hacer con ella lo que quisiera. Pero la verdad era que no
sentía ningún impulso físico, ninguna sensación aparte de la del abrazo. Le dominaban la incredulidad y el
orgullo. Se alegraba de que esto ocurriera, pero no tenía deseo físico alguno. Era demasiado pronto. La
juventud y la belleza de aquel cuerpo le habían asustado; estaba demasiado acostumbrado a vivir sin mujeres.
Quizá fuera por alguna de estas razones o quizá por alguna otra desconocida. La joven se levantó y se
sacudió del cabello una florecilla que se le había quedado prendida en él. Sentóse junto a él y le rodeó la
cintura con su brazo.
-No te preocupes, querido, no hay prisa. Tenemos toda la tarde. ¿Verdad que es un escondite magnífico?
Me perdí una vez en una excursión colectiva y descubrí este lugar. Si viniera alguien, lo oiríamos a cien
metros.
-¿Cómo te llamas? -dijo Winston.
-Julia. Tu nombre ya lo conozco. Winston... Winston Smith.
-¿Cómo te enteraste?
-Creo que tengo más habilidad que tú para descubrir cosas, querido. Dime, ¿qué pensaste de mí antes de
darte aquel papelito?
Winston no tuvo ni la menor tentación de mentirle. Era una especie de ofrenda amorosa empezar confesando
lo peor.
-Te odiaba. Quería abusar de ti y luego asesinarte. Hace dos semanas pensé seriamente romperte la cabeza
con una piedra. Si quieres saberlo, te diré que te creía en relación con la Policía del Pensamiento.
La muchacha se reía encantada, tomando aquello como un piropo por lo bien que se había disfrazado.
-¡La Policía del Pensamiento, qué ocurrencia! No es posible que lo creyeras.
Bueno, quizá no fuera exactamente eso. Pero, por tu aspecto... quizá por tu juventud y por lo saludable
que eres; en fin, ya comprendes, creí que probablemente...
-Pensaste que era una excelente afiliada. Pura en palabras y en hechos. Estandartes, desfiles, consignas,
excursiones colectivas y todo eso. Y creíste que a las primeras de cambio te denunciaría como criminal
mental y haría que te mataran.
-Sí, algo .así. Ya sabes que muchas chicas son de ese modo.
-La culpa la tiene esa porquería -dijo Julia quitándose el cinturón rojo de la Liga Anti-Sex y tirándolo a
una rama, donde quedó colgado. Luego, como si el tocarse la cintura le hubiera recordado algo, sacó del
bolsillo de su «mono» una tableta de chocolate. La partió por la mitad y le dio a Winston uno de los pedazos.
Antes de probarlo, ya sabía él por el olor que era un chocolate muy poco frecuente. Era oscuro y brillante,
envuelto en papel de plata. El chocolate, corrientemente, era de un color castaño claro y desmigajaba
con gran facilidad; y en cuanto a su sabor, era algo así como el del humo de la goma quemada. Pero alguna
vez había probado chocolate como el que ella le daba ahora. Su aroma le había despertado recuerdos que
no podía localizar, pero que lo turbaban intensamente.
-¿Dónde encontraste esto? dijo.
En el mercado negro -dijo ella con indiferencia- Yo me las arreglo bastante bien. Fui jefe de sección en
los Espías. Trabajo voluntariamente tres tardes a la semana en la Liga juvenil Anti-Sex. Me he pasado
horas y horas desfilando por Londres. Siempre soy yo la que lleva uno de los estandartes. Pongo muy buena
cara y nunca intento librarme de una lata. Mi lema es «grita siempre con los demás». Es el único modo
de estar seguros.
El primer trocito de chocolate se le había derretido a Winston en la lengua. Su sabor era delicioso. Pero le
seguía rondando aquel recuerdo que no podía fijar, algo así como un objeto visto por el rabillo del ojo. Hizo
por librarse de él quedándole la sensación de que se trataba de algo que él había hecho en tiempos y que
hubiera preferido no haber hecho.
Eres muy joven -dijo-. Debes de ser unos diez o quince años más joven que yo. ¿Qué has podido ver en
un hombre como yo que te haya atraído?
Algo en tu cara. Me decidí a arriesgarme. Conozco en seguida a la gente de la acera de enfrente. En cuanto
te vi supe que estabas contra ellos.
Ellos, por lo visto, quería decir el Partido, y sobre todo el Partido Interior, sobre el cual hablaba Julia con
un odio manifiesto que intranquilizaba a Winston, aunque sabía que aquel sitio en que se hallaban era uno
de los poquísimos lugares donde nada tenían que temer. Le asombraba la rudeza con que hablaba Julia. Se
suponía que los miembros del Partido no decían palabrotas, y el propio Winston apenas las decía como no
fuera entre dientes. Sin embargo, Julia no podía nombrar al Partido, especialmente al Partido Interior, sin
usar palabras de esas que solían aparecer escritas con tiza en los callejones solitarios. A él no le disgustaba
eso, puesto que era un síntoma de la rebelión de la joven contra el Partído y sus métodos. Y semejante actitud
resultaba natural y saludable, como el estornudo de un caballo que huele mala avena. Habían salido del
claro y paseaban por entré los arbustos. Iban cogidos de la cintura siempre que tenían sitio suficiente para
pasar los dos juntos. Notó que la cintura de Julia resultaba mucho más suave ahora que se había quitado el
cinturón. Seguían hablando en voz muy baja. Fuera del claro, dijo Julia, era mejor ir con prudencia. Llegaron
hasta la linde del bosquecillo. Ella lo detuvo.
-No salgas a campo abierto. Podría haber alguien que nos viera. Estaremos mejor detrás de las ramas.
Y permanecieron a la sombra de los arbustos. La luz del sol, filtrándose por las innumerables hojas, les
seguía caldeando el rostro. Winston observó el campo que los rodeaba y experimentó, poco a poco, la curiosa
sensación de reconocer aquel lugar. Era tierra de pastos, con un sendero que la cruzaba y alguna pequeña
elevación de cuando en cuando. En la valla, medio rota, que se veía al otro lado, se divisaban las
ramas de unos olmos que se balanceaban con la brisa, y sus hojas se movían en densas masas como cabelleras
femeninas. Seguramente por allí cerca, pero fuera de su vista, habría un arroyuelo.
-¿No hay por aquí cerca un arroyo? -murmuró.
-Sí lo hay. Está al borde del terreno colindante con éste. Hay peces, muy grandes por cierto. Se puede
verlos en las charcas que se forman bajo los sauces.
-Es el País Dorado... casi -murmuró.
-¿El País Dorado?
No tiene importancia. Es un paisaje que he visto algunas veces en sueños.
-iMira! -susurró Julia.
Un pájaro se había movido en una rama a unos cinco metros de ellos y casi al nivel de sus caras. Quizá
no los hubiera visto. Estaba en el sol y ellos a la sombra. Extendió las alas, volvió a colocárselas cuidadosamente
en su sitio, inclinó la cabecita un momento, como si saludara respetuosamente al sol y empezó a
cantar torrencialmente. En el silencio de la tarde, sobrecogía el volumen de aquel sonido. Winston y Julia
se abrazaron fascinados. La música del ave continuó, minuto tras minuto, con asombrosas variaciones y sin
repetirse nunca, casi como si estuviera demostrando a propósito su virtuosismo. A veces se detenía unos
segundos, extendía y recogía sus alas, luego hinchaba su pecho moteado y empezaba de nuevo su concierto.
Winston lo contemplaba con un vago respeto. ¿Para quién, para qué cantaba aquel pájaro? No tenía pareja
ni rival que lo contemplaran. ¿Qué le impulsaba a estarse allí, al borde del bosque solitario, regalándole su
música al vacío? Se preguntó si no habría algún micrófono escondido allí cerca. Julia y él habían hablado
sólo en murmullo, y ningún aparato podría registrar lo que ellos habían dicho, pero sí el canto del pájaro.
Quizás al otro extremo del instrumento algún hombrecillo mecanizado estuviera escuchando con toda atención;
sí, escuchando aquella. Gradualmente la música del ave fue despertando en él sus pensamientos. Era
como un líquido que saliera de él y se mezclara con la luz del sol, que se filtraba por entre las hojas. Dejó
de pensar y se limitó a sentir. La cintura de la muchacha bajo su brazo era suave y cálida. Le dio la vuelta
hasta quedar abrazados cara a cara. El cuerpo de Julia parecía fundirse con el suyo. Donde quiera que tocaran
sus manos, cedía todo como si fuera agua. Sus bocas se unieron con besos muy distintos de los duros
besos que se habían dado antes. Cuando volvieron a apartar sus rostros, suspiraron ambos profundamente.
El pájaro se asustó y salió volando con un aleteo alarmado.
Rápidamente, sin poder evitar el crujido de las ramas bajo sus pies, regresaron al claro. Cuando estuvieron
ya en su refugio, se volvió Julia hacia él y lo miró fijamente. Los dos respiraban pesadamente, pero la
sonrisa había desaparecido en las comisuras de sus labios. Estaban de pie y ella lo miró por un instante y
luego tanteó la cremallera de su mono con las manos. ¡Si! ¡Fue casi como en un sueño! Casi tan velozmente
como él se lo había imaginado, ella se arrancó la ropa y cuando la tiró a un lado fue con el mismo magnífico
gesto con el cual toda una civilización parecía anihilarse. Su blanco cuerpo brillaba al sol. Por un
momento él no miró su cuerpo. Sus ojos habían buscado ancoraje en el pecoso rostro con su débil y franca
sonrisa. Se arrodilló ante ella y tomó sus manos entre las suyas.
--¿Has hecho esto antes?
-Claro. Cientos de veces. Bueno, muchas veces.
-¿Con miembros del Partido?
-Sí, siempre con miembros del Partido.
-¿Con miembros del Partido del Interior?
-No, con esos cerdos no. Pero muchos lo harían si pudieran. No son tan sagrados como pretenden.
Su corazón dio un salto. Lo había hecho muchas veces. Todo lo que oliera a corrupción le llenaba de una
esperanza salvaje. Quién sabe, tal vez el Partido estaba podrido bajo la superficie, su culto de fuerza y autocontrol
no era más que una trampa tapando la iniquidad. Si hubiera podido contagiarlos a todos con la lepra
o la sífilis, ¡con qué alegría lo hubiera hecho! Cualquier cosa con tal de podrir, de debilitar, de minar.
La atrajo hacia sí, de modo que quedaron de rodillas frente a frente.
—Oye, cuantos más hombres hayas tenido más te quiero yo. ¿Lo comprendes?
-Sí, perfectamente.
-Odio la pureza, odio la bondad. No quiero que exista ninguna virtud en ninguna parte. Quiero que todo
el mundo esté corrompido hasta los huesos.
-Pues bien, debe irte bien, cariño. Estoy corrompida hasta los huesos.
-¿Te gusta hacer esto? No quiero decir simplemente yo, me refiero a la cosa en sí.
-Lo adoro.
Esto era sobre todas las cosas lo que quería oír. No simplemente el amor por una persona sino el instinto
animal, el simple indiferenciado deseo. Esta era la fuerza que destruiría al Partido. La empujó contra la
hierba entre las campanillas azules. Esta vez no hubo dificultad. El movimiento de sus pechos fue bajando
hasta la velocidad normal y con un movimiento de desamparo se fueron separando. El sol parecía haber
intensificado su calor. Los dos estaban adormilados. Él alcanzó su desechado mono y la cubrió parcialmente.
Al poco tiempo se durmieron profundamente. Al cabo de media hora se despertó Winston. Se incorporó
y contempló a Julia, que seguía durmiendo tranquilamente con su cara pecosa en la palma de la mano.
Aparte de la boca, sus facciones no eran hermosas. Si se miraba con atención, se descubrían unas pequeñas
arrugas en torno a los ojos. El cabello negro y corto era extraordinariamente abundante y suave. Pensó entonces
que todavía ignoraba el apellido y el domicilio de ella.
Este cuerpo joven y vigoroso, desamparado ahora en el sueño, despertó en él un compasivo y protector
sentimiento. Pero la ternura que había sentido mientras escuchaba el can to del pájaro había desaparecido
ya. Le apartó el mono a un lado y estudió su cadera. En los viejos tiempos, pensó, un hombre miraba el
cuerpo de una muchacha y veía que era deseable y aquí se acababa la historia. Pero ahora no se podía sentir
amor puro o deseo puro. Ninguna emoción era pura porque todo estaba mezclado con el miedo y el odio.
Su abrazo había sido una batalla, el clímax una victoria. Era un golpe contra el Partido. Era un acto político.
III
Podemos volver a este sitio -propuso Julia-. En general, puede emplearse dos veces el mismo escondite
con tal de que se deje pasar uno o dos meses.
En cuanto se despertó, la conducta de Julia había cambiado. Tenía ya un aire prevenido y frío. Se vistió,
se puso el cinturón rojo y empezó a planear el viaje de regreso. A Winston le parecía natural que ella se
encargara de esto. Evidentemente poseía una habilidad para todo lo práctico que Winston carecía y también
parecía tener un conocimiento completo del campo que rodeaba a Londres. Lo había aprendido a fuerza de
tomar parte en excursiones colectivas. La ruta que le señaló era por completo distinta de la que él había
seguido al venir, y le conducía a otra estación. «Nunca hay que regresar por el mismo camino de ida», sentenció
ella, como si expresara un importante principio general. Ella partiría antes y Winston esperaría media
hora para emprender la marcha a su vez.
Había nombrado Julia un sitio donde podían encontrarse, después de trabajar, cuatro días más tarde. Era
una calle en uno de los barrios más pobres donde había un mercado con mucha gente y ruido. Estaría por
allí, entre los puestos, como si buscara cordones para los zapatos o hilo de coser. Si le parecía que no había
peligro se llevaría el pañuelo a la nariz cuando se acercara Winston. En caso contrario, sacaría el pañuelo.
Él pasaría a su lado sin mirarla. Pero con un poco de suerte, en medio de aquel gentío podrían hablar tranquilos
durante un cuarto de hora y ponerse de acuerdo para otra cita.
Ahora tengo que irme -dijo la muchacha en cuanto vio que él se había enterado bien de sus instrucciones.
Debo estar de vuelta a las diecinueve treinta. Tengo que dedicarme dos horas a la Liga Anti-Sex repartiendo
folletos o algo por el estilo. ¿Verdad que es un asco? Sacúdeme con las manos. ¿Estás seguro de que no
tengo briznas en el cabello? ¡Bueno, adiós, amor mío; adiós!
Se arrojó en sus brazos, lo besó casi violentamente y poco después desaparecía por el bosque sin hacer
apenas ruido. Incluso ahora seguía sin saber cómo se llamaba de apellido ni dónde vivía. Sin embargo, era
igual, pues resultaba inconcebible que pudieran citarse en lugar cerrado ni escribirse. Nunca volvieron al
bosquecillo. Durante el mes de mayo sólo tuvieron una ocasión de estar juntos de aquella manera. Fue en
otro escondite que conocía Julia, el campanario de una ruinosa iglesia en una zona casi desierta donde una
bomba atómica había caído treinta años antes. Era un buen escondite una vez que se llegaba allí, pero era
muy peligroso el viaje. Aparte de eso, se vieron por las calles en un sitio diferente cada tarde y nunca más
de media hora cada vez. En la calle era posible hablarse de cierta manera. Mezclados con la multitud, juntos,
pero dando la impresión de que era el movimiento de la masa lo que les hacía estar tan cerca y teniendo
buen cuidado de no mirarse nunca, podían sostener una curiosa e intermitente conversación que se encendía
y apagaba como los rayos de luz de un faro. En cuanto se aproximaba un uniforme del Partido o caían cerca
de una telepantalla, se callaban inmediatamente. Y reanudaban la conversación minutos después, empezando
a la mitad de una frase que habían dejado sin terminar, y luego volvían a cortar en seco cuando les llegaba
el momento de separarse. Y al día siguiente seguían hablando sin más preliminares. Julia parecía estar
muy acostumbrada a esta clase de conversación, que ella llamaba «hablar por folletones». Tenia además
una sorprendente habilidad para hablar sin mover los labios. Una sola vez en todo un mes de encuentros
nocturnos consiguieron darse urí beso. Pasaban en silencio por una calle (Julia nunca hablaba cuando estaban
lejos de las calles principales) y en ese momento oyeron un ruido ensordecedor, la tierra tembló y se
oscureció la atmosfera. Winston se encontró tendido al lado de Julia, magullado y con un terrible pánico.
Una bomba cohete había estallado muy cerca. De pronto se dio cuenta de que tenía junto a la suya la cara
de Julia. Estaba palidísima, hasta los labios los tenía blancos. No era palidez, sino una blancura de sal.
Winston creyó que estaba muerta. La abrazó en el suelo y se sorprendió de estar besando un rostro vivo y
cálido. Es que se le había llenado la cara del yeso pulverizado por la explosión. Tenía la cara completamente
blanca.
Algunas tardes, a última hora, llegaban al sitio convenido y tenían que andar a cierta distancia uno del
otro sin dar la menor señal de reconocerse porque había aparecido una patrulla por una esquina o volaba
sobre ellos un autogiro. Aunque hubiera sido menos peligroso verse, siempre habrían tenido, la dificultad
del tiempo. Winston trabajaba sesenta horas a la semana y Julia todavía más. Los días libres de ambos variaban
según las necesidades del trabajo y no solían coincidir. Desde luego, Julia tenía muy pocas veces una
tarde libre por completo. Pasaba muchísimo tiempo asistiendo a conferencias y manifestaciones, distribuyendo
propaganda para la Liga juvenil Anti-Sex, preparando banderas y estandartes para la Semana del
Odio, recogiendo dinero para la Campaña del Ahorro y en actividades semejantes. Aseguraba que merecía
la pena darse ese trabajo suplementario; era un camuflaje. Si se observaban las pequeñas reglas se podían
infringir las grandes. Julia indujo a Winston a que dedicara otra de sus tardes como voluntario en la fabricación
de municiones como solían hacer los más entusiastas miembros del Partido. De manera que una tarde
cada semana se pasaba Winston cuatro horas de aburrimiento insoportable atornillando dos pedacitos de
metal que probablemente formaban parte de una bomba. Este trabajo en serie lo realizaban en un taller
donde los martillazos se mezclaban espantosamente con la música de la telepantalla. El taller estaba lleno
de corrientes de aire y muy mal iluminado.
Cuando se reunieron en las ruinas del campanario llenaron todos los huecos de sus conversaciones anteriores.
Era una tarde achicharrante. El aire del pequeño espacio sobre las campanas era ardiente e irrespirable
y olía de un modo insoportable a palomar. Allí permanecieron varias horas, sentados en el polvoriento
suelo, levantándose de cuando en cuando uno de ellos para asomarse cautelosamente y asegurarse de que
no se acercaba nadie.
Julia tenía veintiséis años. Vivía en una especie de hotel con otras treinta muchachas («¡Siempre el hedor
de las mujeres! ¡Cómo las odio!», comentó); y trabajaba, como él había adivinado, en las máquinas que
fabricaban novelas en el departamento dedicado a ello. Le distraía su trabajo, que consistía principalmente
en manejar un motor eléctrico poderoso, pero lleno de resabios. No era una mujer muy lista -según su propio
juicio-, pero manejaba hábilmente las máquinas. Sabía todo el procedimiento para fabricar una novela,
desde las directrices generales del Comité Inventor hasta los toques finales que daba la Brigada de Repaso.
Pero no le interesaba el producto terminado. No le interesaba leer. Consideraba los libros como una mercancía,
algo así como la mermelada o los cordones para los zapatos.
Julia no recordaba nada anterior a los años sesenta y tantos y la única persona que había conocido que le
hablase de los tiempos anteriores a la Revolución era un abuelo que había desaparecido cuando ella tenia
ocho años. En la escuela había sido capitana del equipo de hockey y había ganado durante dos años seguidos
el trofeo de gimnasia. Fue jefe de sección en los Espías y secretaria de una rama de la Liga de la juventud
antes de afiliarse a la Liga juvenil Anti-Sex. Siempre había sido considerada como persona de absoluta
confianza. Incluso (y esto era señal infalible de buena reputación) la habían elegido para trabajar en Pomosec,
la subsección del Departamento de Novela encargada de fabricar pornograffa barata para los proles.
Allí había trabajado un año entero ayudando a la producción de libritos que se enviaban en paquetes sellados
y que llevaban títulos como Historias deliciosas, o Una noche en un colegio de chicas, que compraban
furtivamente los jóvenes proletarios, con lo cual se les daba la impresión de que adquirían una mercancía
ilegal.
-¿Cómo son esos libros? -le preguntó Winston por curiosidad.
-Pues una porquería. Son de lo más aburrido. Hay sólo seis argumentos. Yo trabajaba únicamente en los
calidoscopios. Nunca llegué a formar parte de la Brigada de Repaso.
No tengo disposiciones para la literatura. Sí, querido, ni siquiera sirvo para eso.
Winston se enteró con asombro de que en la Pornosec, excepto el jefe, no había más que chicas. Dominaba
la teoría de que los hombres, por ser menos capaces que las mujeres de dominar su instinto sexual, se
hallaban en mayor peligro de ser corrompidos por las suciedades que pasaban por sus manos.
-Ni siquiera permiten trabajar allí a las mujeres casadas -añadió-. Se supone que las chicas solteras son
siempre muy puras. Aquí tienes por lo pronto una que no lo es.
Julia había tenido su primer asunto amoroso a los dieciséis años con un miembro del Partido de sesenta
años, que después se suicidó para evitar que lo detuvieran. «Fue una gran cosa -dijo Julia-, porque, si no,
mi nombre se habría descubierto al confesar él.» Desde entonces se habían sucedido varios otros. Para ella
la vida era muy sencilla. Una lo quería pasar bien; ellos -es decir, el Partido- trataban de evitarlo por todos
los medios; y una procuraba burlar las prohibiciones de la mejor manera posible. A Julia le parecía muy
natural que ellos le quisieran evitar el placer y que ella por su parte quisiera librarse de que la detuvieran.
Odiaba al Partido y lo decía con las más terribles palabrotas, pero no era capaz de hacer una crítica seria de
lo que el Partido representaba. No atacaba más que la parte de la doctrina del Partido que rozaba con su
vida. Winston notó que Julia no usaba nunca palabras de neolengua excepto las que habían pasado al habla
corriente. Nunca había oído hablar de la Hermandad y se negó a creer en su existencia. Creía estúpido pensar
en una sublevación contra el Partido. Cualquier intento en este sentido tenía que fracasar. Lo inteligente
le parecía burlar las normas y seguir viviendo a pesar de ello. Se preguntaba cuántas habría como ella en la
generación más joven, mujeres educadas en el mundo de la revolución, que no habían oído hablar de nada
más, aceptando al Partido como algo de imposible modificación -algo así como el cielo- y que sin rebelarse
contra la autoridad estatal la eludían lo mismo que un conejo puede escapar de un perro.
Entre Winston y Julia no se planteó la posibilidad de casarse. Había demasiadas dificultades para ello.
No merecía la pena perder tiempo pensando en esto. Ningún comité de Oceanía autorizaría este casamiento,
incluso si Winston hubiera podido librarse de su esposa Katharine.
-¿Cómo era tu mujer?
-Era..., ¿conoces la palabra piensabien, es decir, ortodoxa por naturaleza, incapaz de un mal pensamiento?
-No, no conozco esa palabra, pero sí la clase de persona a que te refieres.
Winston empezó a contarle la historia de su vida conyugal, pero Julia parecía saber ya todo lo esencial de
este asunto. Con Julia no le importaba hablar de esas cosas. Katharine había dejado de ser para él un penoso
recuerdo, convirtiéndose en un recuerdo molesto.
Lo habría soportado si no hubiera sido por una cosa -añadió. Y le contó la pequeña ceremonia frígida que
Katharine le había obligado a celebrar la misma noche cada semana-. Le repugnaba, pero por nada del
mundo lo habría dejado de hacer. No te puedes figurar cómo le llamaba a aquello.
-«Nuestro deber para con el Partido» -dijo Julia inmediatamente.
-¿Cómo lo sabías?
-Querido, también yo he estado en la escuela. A las mayores de dieciséis años les dan conferencias sobre
temas sexuales una vez al mes. Y luego, en el Movimiento juvenil, no dejan de grabarle a una esas estupideces
en la cabeza. En muchísimos casos da resultado. Claro que nunca se tiene la seguridad porque la gente
es tan hipócrita...
Y Julia se extendió sobre este asunto. Ella lo refería todo a su propia sexualidad. A diferencia de Winston,
entendía perfectamente lo que el Partido se proponía con su puritanismo sexual. Lo más importante era
que la represión sexual conducía a la histeria, lo cual era deseable ya que se podía transformar en una fiebre
guerrera y en adoración del líder. Ella lo explicaba así «Cuando haces el amor gastas energías y después te
sientes feliz y no te importa nada. No pueden soportarlo que te sientas así. Quieren que estés a punto de
estallar de energía todo el tiempo. Todas estas marchas arriba y abajo vitoreando y agitando banderas no es
más que sexo agriado. Si eres feliz dentro de ti mismo, ¿por qué te ibas a excitar por el Gran Hermano y el
Plan Trienal y los Dos Minutos de Odio y todo el resto de su porquería?». Esto era cierto, pensó él. Había
una conexión directa entre la castidad y la ortodoxia política. ¿Cómo iban a mantenerse vivos el miedo, y el
odio y la insensata incredulidad que el Partido necesitaba si no se embotellaba algún instinto poderoso para
usarlo después como combustible? El instinto sexual era peligroso para el Partido y éste lo había utilizado
en provecho propio. Habían hecho algo parecido con el instinto familiar. La familia no podía ser abolida; es
más, se animaba a la gente a que amase a sus hijos casi al estilo antiguo. Pero, por otra parte, los hijos eran
enfrentados sistemáticamente contra sus padres y se les enseñaba a espiarlos y a denunciar sus desviaciones.
La familia se había convertido en una ampliación de la Policía del Pensamiento. Era un recurso por
medio del cual todos se hallaban rodeados noche y día por delatores que les conocían íntimamente.
De pronto se puso a pensar otra vez en Katharine. Ésta lo habría denunciado a la P. del P. con toda seguridad
si no hubiera sido demasiado tonta para descubrir lo herético de sus opiniones. Pero lo que se la hacía
recordar en este momento era el agobiante calor de la tarde, que le hacía sudar. Empezó a contarle a Julia
algo que había ocurrido, o mejor dicho, que había dejado de ocurrir en otra tarde tan calurosa como aquélla,
once años antes. Katharine y Winston se habían extraviado durante una de aquellas excursiones colectivas
que organizaba el Partido. Iban retrasados y por equivocación doblaron por un camino que los condujo rápidamente
a un lugar solitario. Estaban al borde de un precipicio. Nadie había allí para preguntarle. En
cuanto se dieron cuenta de que se habían perdido, Katharine empezó a ponerse nerviosa. Hallarse alejada
de la ruidosa multitud de excursionistas, aunque sólo fuese durante un momento, le producía un fuerte sentido
de culpabilidad. Quería volver inmediatamente por el camino que habían tomado por error y empezar a
buscar en la dirección contraria. Pero en aquel momento Winston descubrió unas plantas que le llamaron la
atención. Nunca había visto nada parecido y llamó a Katharine para que las viera.
-¡Mira, Katharine; mira esas flores! Allí, al fondo; ¿ves que son de dos colores diferentes?
Ella había empezado ya a alejarse, pero se acercó un momento, a cada instante más intranquila. Incluso
se inclinó sobre el precipicio para ver donde señalaba Winston. Él es taba un poco más atrás y le puso la
mano en la cintura para sostenerla. No había nadie en toda la extensión que se abarcaba con la vista, no se
movía ni una hoja y ningún pájaro daba señales de presencia. Entonces pensó Winston que estaban completamente
solos y que en un sitio como aquél había muy pocas probabilidades de que tuvieran escondido un
micrófono, e incluso si lo había, sólo podría captar sonidos. Era la hora más cálida y soñolienta de la tarde.
El sol deslumbraba y el sudor perlaba la cara de Winston. Entonces sé le ocurrió que...
-¿Por qué no le diste un buen empujón? dijo Julia-. Yo lo habría hecho.
-Sí, querida; yo también lo habría hecho si hubiera sido la misma persona que ahora soy. Bueno, no estoy
seguro...
-¿Lamentas ahora haber desperdiciado la ocasión?
-Sí. En realidad me arrepiento de ello.
Estaban sentados muy juntos en el suelo. Él la apretó más contra sí. La cabeza de ella descansaba en el
hombro de él y el agradable olor de su cabello dominaba el desagradable hedor a palomar. Pensó Winston
que Julia era muy joven, que esperaba todavía bastante de la vida y por tanto no podía comprender que empujara
una persona molesta por un precipicio no resuelve nada.
-Habría sido lo mismo -dijo.
-Entonces, ¿por qué dices que sientes no haberlo hecho? -Sólo porque prefiero lo positivo a lo negativo.
Pero en este juego que estamos jugando no podemos ganar. Unas clases de fracaso son quizá mejores que
otras, eso es todo.
Notó que los hombros de ella se movían disconformes. Julia siempre lo contradecía cuando él opinaba en
este sentido. No estaba dispuesta a aceptar como ley natural que el individuo está siempre vencido. En cierto
modo comprendía que también ella estaba condenada de antemano y que más pronto o más tarde la Policía
del Pensamiento la detendría y la mataría; pero por otra parte de su cerebro creía firmemente que cabía
la posibilidad de construirse un mundo secreto donde vivir a gusto. Sólo se necesitaba suerte, astucia y audacia.
No comprendía que la felicidad era un mito, que, la única victoria posible estaba en un lejano futuro
mucho después de la muerte, Y que desde el momento en que mentalmente le declaraba una persona la
guerra al Partido, le convenía considerarse como un cadáver ambulante.
-Los muertos somos nosotros -dijo Winston. Todavía no hemos muerto -replicó Julia prosaicamente.
Físicamente, todavía no. Pero es cuestión de seis meses, un año o quizá cinco. Le temo a la muerte. Tú
eres joven y por eso mismo quizá le temas a la muerte más que yo. Naturalmente, haremos todo lo posible
por evitarla lo más que podamos. Pero la diferencia es insignificante. Mientras que los seres humanos sigan
siendo humanos, la muerte y la vida vienen a ser lo mismo.
-Oh, tonterías. ¿Qué preferirías: dormir conmigo o con un esqueleto? ¿No disfrutas de estar vivo? ¿No te
gusta sentir: esto soy yo, ésta es mi mano, esto mi pierna, soy real, sólida, estoy viva?... ¿No te gusta?
Ella se dio la vuelta y apretó su pecho contra él. Podía sentir sus senos, maduros pero firmes, a través de
su mono. Su cuerpo parecía traspasar su juventud y vigor hacia él.
-Sí, me gusta erijo Winston.
-No hablemos más de la muerte. Y ahora escucha, querido; tenemos que fijar la próxima cita. Si te parece
bien, podemos volver a aquel sitio del bosque. Ya hace mucho tiempo que fuimos. Basta con que vayas por
un camino distinto. Lo tengo todo preparado. Tomas el tren... Pero lo mejor será que te lo dibuje aquí.
Y tan práctica como siempre amasó primero un cuadrito de polvo y con una ramita de un nido de palomas
empezó a dibujar un mapa sobre el suelo.
IV
Winston examinó la pequeña habitación en la tienda del señor Charrington. Junto a la ventana, la enorme
cama estaba preparada con viejas mantas y una colcha raquítica. El antiguo reloj, en cuya esfera se marcaban
las doce horas, seguía con su tic-tac sobre la repisa de la chimenea. En un rincón, sobre la mesita, el
pisapapeles de cristal que había comprado en su visita anterior brillaba suavemente en la semioscuridad.
En el hogar de la chimenea había una desvencijada estufa de petróleo, una sartén y dos copas, todo ello
proporcionado por el señor Charrington. Winston puso un poco de agua a hervir. Había traído un sobre
lleno de café de la Victoria y algunas pastillas de sacarina. Las manecillas del reloj marcaban las siete y
veinte; pero en realidad eran las diecinueve veinte.
Julia llegaría a las diecinueve treinta.
El corazón le decía a Winston que todo esto era una locura; sí, una locura consciente y suicida. De todos
los crímenes que un miembro del Partido podía cometer, éste era el de más imposible ocultación. La idea
había flotado en su cabeza en forma de una visión del pisapapeles de cristal reflejado en la brillante superficie
de la mesita. Como él lo había previsto, el señor Charrington no opuso ninguna dificultad para alquilarle
la habitación. Se alegraba, por lo visto, de los dólares que aquello le proporcionaría. Tampoco parecía
ofenderse, ni inclinado a hacer preguntas indiscretas al quedar bien claro que Winston deseaba la habitación
para un asunto amoroso. Al contrario, se mantenía siempre a una discreta distancia y con un aire tan
delicado que daba la impresión de haberse hecho invisible en parte. Decía que la intimidad era una cosa de
valor inapreciable. Que todo el mundo necesitaba un sitio donde poder estar solo de vez en cuando. Y una
vez que lo hubiera logrado, era de elemental cortesía, en cualquier otra persona que conociera este refugio,
no contárselo a nadie. Y para subrayar en la práctica su teoría, casi desaparecía, añadiendo que la casa tenía
dos entradas, una de las cuales daba al patio trasero que tenía una salida a un callejón.
Alguien cantaba bajó la ventana. Winston se asomó por detrás de los visillos. El sol de junio estaba aún
muy alto y en el patio central una monstruosa mujer sólida como una columna normanda, con antebrazos
de un color moreno rojizo, y un delantal atado a la cintura, iba y venía continuamente desde el barreño
donde tenía la ropa lavada hasta el fregadero, colgando cada vez unos pañitos cuadrados que Winston reconoció
como pañales. Cuando la boca de la mujer no estaba impedida por pinzas para tender, cantaba con
poderosa voz de contralto:
Era sólo una ilusión sin esperanza
Que pasó como un día de abril,
pero aquella mirada, aquella palabra
y los ensueños que despertaron
me robaron el corazón.
Esta canción obsesionaba a Londres desde hacía muchas semanas. Era una de las producciones de una
subsección del Departamento de Música con destino a los proles. La letra de estas canciones se componía
sin intervención humana en absoluto, valiéndose de un instrumento llamado «versificador». Pero la mujer
la cantaba con tan buen oído que el horrible sonsonete se había convertido en unos sonidos casi agradables.
Winston oía la voz de la mujer, el ruido de sus zapatos sobre el empedrado del patio, los gritos de los niños
en la calle, y a cierta distancia, muy débilmente, el zumbido del tráfico, y sin embargo su habitación parecía
impresionantemente silenciosa gracias a la ausencia de telepantalla.
«!Qué locura! ¡Qué locura!», pensó Winston. Era inconcebible que Julia y él pudieran frecuentar este sitio
más de unas semanas sin que los cazaran. Pero la tentación de disponer de un escondite verdaderamente
suyo bajo techo y en un sitio bastante cercano al lugar de trabajo, había sido demasiado fuerte para él. Durante
algún tiempo después de su visita al campanario les había sido por completo imposible arreglar ninguna
cita. Las horas de trabajo habían aumentado implacablemente en preparación de la Semana del Odio.
Faltaba todavía más de un mes, pero los enormes y complejos preparativos cargaban de trabajo a todos los
miembros del Partido. Por fin, ambos pudieron tener la misma tarde libre. Estaban ya de acuerdo en volver
a verse en el claro del bosque. La tarde anterior se cruzaron en la calle. Como de costumbre, Winston no
miró directamente a Julia y ambos se sumaron a una masa de gente que empujaba en determinada dirección.
Winston se fue acercando a ella. Mirándola con el rabillo del ojo notó en seguida que estaba más pálida
que de costumbre.
-Lo de mañana es imposible -murmuró Julia en cuanto creyó prudente poder hablar.
-¿Qué?
-Que mañana no podré ir.
La primera reacción de Winston fue de violenta irritación. Durante el mes que la había conocido la naturaleza
de su deseo por ella había cambiado. Al principio había habido muy poca sensualidad real. Su primer
encuentro amoroso había sido un acto de voluntad. Pero después de la segunda vez había sido distinto. El
olor de su pelo, el sabor de su boca, el tacto de su piel parecían habérsele metido dentro o estar en el aire
que lo rodeaba. Se había convertido en una necesidad física, algo que no solamente quería sino sobre lo que
a la vez tenía derecho. Cuando ella dijo que no podía venir, había sentido como si lo estafaran. Pero en
aquel momento la multitud los aplastó el uno contra el otro y sus manos se unieron y ella le acarició los
dedos de un modo que no despertaba su deseo, sino su afecto. Una honda ternura, que no había sentido hasta
entonces por ella, se apoderó súbitamente de él. Le hubiera gustado en aquel momento llevar ya diez
años casado con Julia.. Deseaba intensamente poderse pasear con ella por las calles, pero no como ahora lo
hacía, sino abiertamente, sin miedo alguno, hablando trivialidades y comprando los pequeños objetos necesarios
para la casa. Deseaba sobre todo vivir con ella en un sitio tranquilo sin sentirse obligado a acostarse
cada vez que conseguían reunirse. No fue en aquella ocasión precisamente, sino al día siguiente, cuando se
le ocurrió la idea de alquilar la habitación del señor Charrington. Cuando se lo propuso a Julia, ésta aceptó
inmediatamente. Ambos sabían que era una locura. Era como si avanzaran a propósito hacia sus tumbas.
Mientras la esperaba sentado al borde de la cama volvió a pensar en los sótanos del Ministerio del Amor.
Era notable cómo entraba y salía en la conciencia de todos aquel predestinado horror. Allí estaba, clavado
en el futuro, precediendo a la muerte con tanta inevitabilidad como el 99 precede al 100. No se podía evitar,
pero quizá se pudiera aplazar. Y sin embargo, de cuando en cuando, por un consciente acto de voluntad se
decidía uno a acortar el intervalo, a precipitar la llegada de la tragedia.
En este momento sintió Winston unos pasos rápidos en la escalera. Julia irrumpió en la habitación. Llevaba
una bolsa de lona oscura y basta como la que solía llevar al Ministerio. Winston le tendió los brazos,
pero ella apartóse nerviosa, en parte porque le estorbaba la bolsa llena de herramientas.
-Un momento -dijo-. Deja que te enseñe lo que traigo. ¿Trajiste ese asqueroso café de la Victoria? Ya me
lo figuré. Puedes tirarlo porque no lo necesitaremos. Mira.
Se arrodilló, tiró al suelo la bolsa abierta y de ella salieron varias herramientas, entre ellas un destornillador,
pero debajo venían varios paquetes de papel. El primero que cogió Winston le produjo una sensación
familiar y a la vez extraña. Estaba lleno de algo arenoso, pesado, que cedía donde quiera que se le tocaba.
-No será azúcar, ¿verdad? dijo, asombrado.
-Azúcar de verdad. No sacarina, sino verdadero azúcar. Y aquí tienes un magnífico pan blanco, no esas
porquerías que nos dan, y un bote de mermelada. Y aquí tienes un bote de leche condensada. Pero fíjate en
esto; estoy orgullosísima de haberlo conseguido. Tuve que envolverlo con tela de saco para que no se conociera,
porque...
Pero no necesitaba explicarle por qué lo había envuelto con tanto cuidado. El aroma que despedía aquello
llenaba la habitación, un olor exquisito que parecía emanado de su primera infancia, el olor que sólo se
percibía ya de vez en cuando al pasar por un corredor y antes de que le cerraran a uno la puerta violentamente,
ese olor que se difundía misteriosamente por una calle llena de gente y que desaparecía al instante.
-Es café -murmuró Winston-; café de verdad.
-Es café del Partido Interior. ¡Un kilo! -dijo Julia.
-¿Cómo te las arreglaste para conseguir todo esto?
-Son provisiones del Partido Interior. Esos cerdos no se privan de nada. Pero, claro está, los camareros,
las criadas y la gente que los rodea cogen cosas de vez en cuando. Y... mira: también te traigo un paquetito
de té.
Winston se había sentado junto a ella en el suelo. Abrió un pico del paquete y lo olió.
-Es té auténtico.
-Últimamente ha habido mucho té. Han conquistado la India o algo así -dijo Julia vagamente-. Pero escucha,
querido: quiero que te vuelvas de espalda unos minutos. Siéntate en el lado de allá de la cama. No te
acerques demasiado a la ventana. Y no te vuelvas hasta que te lo diga.
Winston la obedeció y se puso a mirar abstraído por los visillos de muselina. Abajo en el patio la mujer
de los rojos antebrazos seguía yendo y viniendo entre el lavadero y el tendedero. Se quitó dos pinzas más
de la boca y cantó con mucho sentimiento:
Dicen que el tiempo lo cura todo,
dicen que siempre se olvida,
pero las sonrisas y lágrimas
a lo largo de los años
me retuercen el corazón.
Por lo visto se sabía la canción de memoria. Su voz subía a la habitación en el cálido aire estival, bastante
armoniosa y cargada de una especie de feliz melancolía. Se tenía la sensación de que esa mujer habría sido
perfectamente feliz si la tarde de junio no hubiera terminado nunca y la ropa lavada para tender no se
hubiera agotado; le habría gustado estarse allí mil años tendiendo pañales y cantando tonterías. Le parecía
muy curioso a Winston no haber oído nunca a un miembro del Partido cantando espontáneamente y en soledad.
Habría parecido una herejía política, una excentricidad peligrosa, algo así como hablar consigo mismo.
Quizá la gente sólo cantara cuando estuviera a punto de morirse de hambre.
-Ya puedes volverte -dijo Julia.
Se dio la vuelta y por un segundo casi no la reconoció. Había esperado verla desnuda. Pero no lo estaba.
La transformación había sido mucho mayor. Se había pintado la cara. Debía de haber comprado el maquillaje
en alguna tienda de los barrios proletarios. Tenía los labios de un rojo intenso, las mejillas rosadas y la
nariz con polvos. Incluso se había dado un toquecito debajo de los ojos para hacer resaltar su brillantez: No
se había pintado muy bien, pero Winston entendía poco de esto. Nunca había visto ni se había atrevido a
imaginar a una mujer del Partido con cosméticos en la cara. Era sorprendente el cambio tan favorable que
había experimentado el rostro de Julia. Con unos cuantos toques de color en los sitios adecuados, no sólo
estaba mucho más bonita, sino, lo que era más importante, infinitamente más femenina. Su cabello corto y
su «mono» juvenil de chico realzaban aún más este efecto. Al abrazarla sintió Winston un perfume a violetas
sintéticas. Recordó entonces la semioscuridad de una cocina en un sótano y la boca negra cavernosa de
una mujer. Era el mismísimo perfume que aquélla había usado, pero a Winston no le importaba esto por lo
pronto.
-¡También perfume! -dijo.
-Sí, querido; también me he puesto perfume. ¿Y sabes lo que voy a hacer ahora? Voy a buscarme en
donde sea un verdadero vestido de mujer y me lo pondré en vez de estos asquerosos pantalones. ¡Llevaré
medias de seda y zapatos de tacón alto! Estoy dispuesta a ser en esta habitación una mujer y no una camarada
del Partido.
Se sacaron las ropas y se subieron a la gran cama de caoba. Era la primera vez que él se desnudaba por
completo en su presencia. Hasta ahora había tenido demasiada vergüenza de su pálido y delgado cuerpo,
con las varices saliéndole en las pantorrillas y el trozo descolorido justo encima de su tobillo. No había
sábanas pero la manta sobre la que estaban echados estaba gastada y era suave, y el tamaño y lo blando de
la cama los tenía asombrados.
-Seguro que está llena de chinches, pero ¿qué importa? -dijo Julia.
No se veían camas dobles en aquellos tiempos, excepto en las casas de los proles. Winston había dormido
en una ocasionalmente en su niñez. Julia no recordaba haber dormido nunca en una.
Durmieron después un ratito. Cuando Winston se despertó, el reloj marcaba cerca de las nueve de la noche.
No se movieron, porque Julia dormía con la cabeza apoyada en el hueco de su brazo. Casi toda su pintura
había pasado a la cara de Winston o a la almohada, pero todavía le quedaba un poco de colorete en las
mejillas. Un rayo de sol poniente caía sobre el pie de la cama y daba sobre la chimenea donde el agua hervía
a borbotones. Ya no cantaba la mujer en el patio, pero seguían oyéndose los gritos de los niños en la
calle. Julia se despertó, frotándose los ojos, y se incorporó apoyándose en un codo para mirar a la estufa de
petróleo.
-La mitad del agua se ha evaporado -dijo-. Voy a levantarme y a preparar más agua en un momento. Tenemos
una hora. ¿Cuándo cortan las luces en tu casa?
-A las veintitrés treinta.
-Donde yo vivo apagan a las veintitrés en punto. Pero hay que entrar antes porque... ¡Fuera de aquí, asquerosa!
Julia empezó a retorcerse en la cama, logró coger un zapato del suelo y lo tiró a 'un rincón, igual que
Winston la había visto arrojar su diccionario a la cara de Goldstein aquella mañana durante los Dos Minutos
de Odio.
-¿Qué era eso? le preguntó Winston, sorprendido. -Una rata. La vi asomarse por ahí. Se metió por un boquete
que hay en aquella pared. De todos modos le he dado un buen susto.
-¡Ratas! -murmuró Winston-. ¿Hay ratas en esta habitación?
-Todo está lleno de ratas -dijo ella en tono indiferente mientras volvía a tumbarse-. Las tenemos hasta en
la cocina de nuestro hotel. Hay partes de Londres en que se encuentran por todos lados. ¿Sabes que atacan a
los niños? Sí; en algunas calles de los proles las mujeres no se atreven a dejar a sus hijos solos ni dos minutos.
Las más peligrosas son las grandes y oscuras. Y lo más horrible es que siempre...
-¡No sigas, por favor! -dijo Winston, cerrando los ojos con fuerza.
-¡Querido, te has puesto palidísimo! ¿Qué te pasa? ¿Te dan asco?
-¡Una rata! ¡Lo más horrible del mundo!
Ella lo tranquilizó con el calor de su cuerpo. Winston no abrió los ojos durante un buen rato. Le había parecido
volver a hallarse de lleno en una pesadilla que se le presentaba con frecuencia. Siempre era poco
más o menos igual. Se hallaba frente a un muro tenebroso y del otro lado de este muro había algo capaz de
enloquecer al más valiente. Algo infinitamente espantoso. En el sueño sentíase siempre decepcionado porque
sabía perfectamente lo que ocurría detrás del muro de tinieblas. Con un esfuerzo mortal, como si se
arrancara un trozo de su cerebro, conseguía siempre despertarse sin llegar a descubrir de qué se trataba
concretamente, pero él sabía que era algo relacionado con lo que Julia había estado diciendo y sobre todo
con lo que iba a decirle cuando la interrumpió.
-Lo siento dijo-; no es nada. Lo que ocurre es que no puedo soportar las ratas.
-No te preocupes, querido. Aquí no entrarán porque voy a tapar ese agujero con tela de saco antes de que
nos vayamos. Y la próxima vez que vengamos traeré un poco de yeso y lo taparemos definitivamente.
Ya había olvidado Winston aquellos instantes de pánico. Un poco avergonzado de sí mismo sentóse a la
cabecera de la cama. Julia se levantó, se puso el «mono» e hizo el café. El aroma resultaba tan delicioso y
fuerte que tuvieron que cerrar la ventana para no alarmar a la vecindad. Pero mejor aún que el sabor del
café era la calidad que le daba el azúcar, una finura sedosa que Winston casi había olvidado después de
tantos años de sacarina. Con una mano en un bolsillo y un pedazo de pan con mermelada en la otra se paseaba
Julia por la habitación mirando con indiferencia la estantería de libros, pensando en la mejor manera
de arreglar la mesa, dejándose caer en el viejo sillón para ver sí era cómodo y examinando el absurdo reloj
de las doce horas con aire divertido y tolerante. Cogió el pisapapeles de cristal y se lo llevó a la cama, donde
se sentó para examinarlo con tranquilidad. Winston se lo quitó de las manos, fascinado, como siempre,
por el aspecto suave, resbaloso, de agua de lluvia que tenía aquel cristal.
-¿Qué crees tú que será esto? -dijo Julia.
-No creo que sea nada particular... Es decir, no creo que haya servido nunca para nada concreto. Eso es lo
que me gusta precisamente de este objeto. Es un pedacito de historia que se han olvidado de cambiar; un
mensaje que nos llega de hace un siglo y que nos diría muchas cosas si supiéramos leerlo.
-¿Y aquel cuadro -señaló Julia- también tendrá cien años?
-Más, seguramente doscientos. Es imposible saberlo con seguridad. En realidad hoy no se sabe la edad de
nada.
Julia se acercó a la pared de enfrente para examinar con detenimiento el grabado. Dijo:
-¿Qué sitio es éste? Estoy segura de haber estado aquí alguna vez.
-Es una iglesia o, por lo menos, solía serlo. Se llamaba San Clemente. -La incompleta canción que el señor
Charrington le había enseñado volvió a sonar en la cabeza de Winston, que murmuró con nostalgia:
Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente.
Y se quedó estupefacto al oír a Julia continuar:
Me debes tres peniques, dicen las campanas de San Martín. ¿Cuándo me pagarás?, dicen las campanas
de Old Bailey...
-No puedo recordar cómo sigue. Pero sé que termina así. Aquí tienes una vela para alumbrarte cuando te
acuestes. Aquí tienes un hacha para cortarte la cabeza.
Era como las dos mitades de una contraseña. Pero tenía que haber otro verso después de «las campanas
de Old Bailey». Quizá el señor Charrington acabaría acordándose de este final.
-¿Quién te lo enseñó? dijo Winston.
-Mi abuelo. Solía cantármelo cuando yo era niña. Lo vaporizaron teniendo yo unos ocho años... No estoy
segura, pero lo cierto es que desapareció. Lo que no sé, y me lo he preguntado muchas veces, es qué sería
un limón -añadió-. He visto naranjas. Es una especie de fruta redonda y amarillenta con una cáscara muy
fina.
-Yo recuerdo los limones --dijo Winston-. Eran muy frecuentes en los años cincuenta y tantos. Eran unas
frutas tan agrias que rechinaban los dientes sólo de olerlas.
-Estoy segura de que detrás de ese cuadro hay chinches -dijo Julia-. Lo descolgaré cualquier día para
limpiarlo bien. Creo que ya es hora de que nos vayamos. ¡Qué fastidio, ahora tengo que quitarme esta pintura!
Empezaré por mí y luego te limpiaré a ti la cara.
Winston permaneció unos minutos más en la cama. Oscurecía en la habitación. Volvióse hacia la ventana
y fijó la vista en el pisapapeles de cristal. Lo que le interesaba inagotablemente no era el pedacito de coral,
sino el interior del cristal mismo. Tenía tanta profundidad, y sin embargo era transparente, como hecho con
aire. Como si la superficie cristalina hubiera sido la cubierta del cielo que encerrase un diminuto mundo
con toda su atmósfera.
Tenía Winston la sensación de que podría penetrar en ese mundo cerrado, que ya estaba dentro de él con
la cama de caoba y la mesa rota y el reloj y el grabado e incluso con el mismo pisapapeles. Sí, el pisapapeles
era la habitación en que se hallaba Winston, y el coral era la vida de Julia y la suya clavadas eternamente
en el corazón del cristal.
V
Syme había desaparecido. Una mañana no acudió al trabajo: unos cuantos indiferentes comentaron su ausencia,
pero al día siguiente nadie habló de él. Al tercer día entró Winston en el vestíbulo del Departamento
de Registro para mirar el tablón de anuncios. Uno de éstos era una lista impresa con los miembros del Comité
de Ajedrez, al que Syme había pertenecido. La lista era idéntica a la de antes -nada había sido tachado
en ella-, pero contenía un nombre menos. Bastaba con eso. Syme había dejado de existir. Es más, nunca
había existido.
Hacía un calor horrible. En el laberíntico Ministerio las habitaciones sin ventanas y con buena refrigeración
mantenían una temperatura normal, pero en la calle el pavimento echaba humo y el ambiente del metro
a las horas de aglomeración era espantoso. Seguían en pleno hervor los preparativos para la Semana del
Odio y los funcionarios de todos los Ministerios dedicaban a esta tarea horas extraordinarias. Había que
organizar los desfiles, manifestaciones, conferencias, exposiciones de figuras de cera, programas cinematográficos
y de telepantalla, erigir tribunas, construir efigies, inventar consignas, escribir canciones, extender
rumores, falsificar fotografías... La sección de Julia en el Departamento de Novela había interrumpido su
tarea habitual y confeccionaba una serie de panfletos de atrocidades. Winston, aparte de su trabajo corriente,
pasaba mucho tiempo cada día revisando colecciones del Times y alterando o embelleciendo noticias
que iban a ser citadas en los discursos. Hasta última hora de la noche, cuando las multitudes de los incultos
proles paseaban por las calles, la ciudad presentaba un aspecto febril. Las bombas cohete caían con más
frecuencia que nunca y a veces se percibían allá muy lejos enormes explosiones que nadie podía explicar y
sobre las cuales se esparcían insensatos rumores.
La nueva canción que había de ser el tema de la Semana del Odio (se llamaba la Canción del Odio) había
sido ya compuesta y era repetida incansablemente por las telepantallas. Tenía un ritmo salvaje, de ladridos
y no podía llamarse con exactitud música. Más bien era como el redoble de un tambor. Centenares de voces
rugían con aquellos sones que se mezclaban con el chas-chas de sus renqueantes pies. Era aterrador. Los
proles se habían aficionado a la canción, y por las calles, a media noche, competía con la que seguía siendo
popular: «Era una ilusión sin esperanza». Los niños de Parsons la tocaban a todas horas, de un modo alucinante,
en su peine cubierto de papel higiénico. Winston tenía las tardes más ocupadas que nunca. Brigadas
de voluntarios organizadas por Parsons preparaban la calle para la Semana del Odio cosiendo banderas y
estandartes, pintando carteles, clavando palos en los tejados para que sirvieran de astas y tendiendo peligrosamente
alambres a través de la calle para colgar pancartas. Parsons se jactaba de que las casas de la Victoria
era el único grupo que desplegaría cuatrocientos metros de propaganda. Se hallaba en su elemento y era
más feliz que una alondra. El calor y el trabajo manual le habían dado pretexto para ponerse otra vez los
shorts y la camisa abierta. Estaba en todas partes a la vez, empujaba, tiraba, aserraba, daba tremendos martillazos,
improvisaba, aconsejaba a todos y expulsaba pródigamente una inagotable cantidad de sudor.
En todo Londres había aparecido de pronto un nuevo cartel que se repetía infinitamente. No tenía palabras.
Se limitaba a representar, en una altura de tres o cuatro metros, la monstruosa figura de un soldado
eurasiático que parecía avanzar hacia el que lo miraba, una cara mogólica inexpresiva, unas botas enormes
y, apoyado en la cadera, un fusil ametralladora a punto de disparar. Desde cualquier parte que mirase uno el
cartel, la boca del arma, ampliada por la perspectiva, por el escorzo, parecía apuntarle a uno sin remisión.
No había quedado ni un solo hueco en la ciudad sin aprovechar para colocar aquel monstruo. Y lo curioso
era que había más retratos de este enemigo simbólico que del propio Gran Hermano. Los proles, que normalmente
se mostraban apáticos respecto a la guerra, recibían así un trallazo para que entraran en uno de
sus periódicos frenesíes de patriotismo. Como para armonizar con el estado de ánimo general, las bombas
cohetes habían matado a más gente que de costumbre. Una cayó en un local de cine de Stepney, enterrando
en las ruinas a varios centenares de víctimas. Todos los habitantes del barrio asistieron a un imponente entierro
que duró muchas horas y que en realidad constituyó un mitin patriótico. Otra bomba cayó en un solar
inmenso que utilizaban los niños para jugar y varias docenas de éstos fueron despedazados. Hubo muchas
más manifestaciones indignadas, Goldstein fue quemado en efigie, centenares de carteles representando al
soldado eurasiático fueron rasgados y arrojados a las llamas y muchas tiendas fueron asaltadas. Luego se
esparció el rumor de que unos espías dirigían los cohetes mortíferos por medio de la radio y un anciano
matrimonio acusado de extranjería pereció abrasado cuando las turbas incendiaron su casa.
En la habitación encima de la tienda del señor Charrington, cuando podían ir allí, Julia y Winston se quedaban
echados uno junto al otro en la desnuda cama bajo la ventana abierta, desnudos para estar más frescos.
La rata no volvió, pero las chinches se multiplicaban odiosamente con ese calor. No importaba. Sucia o
limpia, la habitación era un paraíso. Al llegar echaban pimienta comprada en el mercado negro sobre todos
los objetos, se sacaban la ropa y hacían el amor con los cuerpos sudorosos, luego se dormían y al despertar
se encontraban con que las chinches se estaban formando para el contraataque. Cuatro, cinco, seis, hasta
siete veces se encontraron allí durante el mes de junio. Winston había dejado de beber ginebra a todas
horas. Le parecía que ya no lo necesitaba. Había engordado. Sus varices ya no le molestaban; en realidad
casi habían desaparecido y por las mañanas ya no tosía al despertarse. La vida había dejado de serle intolerable,
no sentía la necesidad de hacerle muecas a la telepantalla ni el sufrimiento de no poder gritar palabrotas
cada vez que oía un discurso. Ahora que casi tenían un hogar, no les parecía mortificante reunirse tan
pocas veces y sólo un par de horas cada vez. Lo importante es que existiese aquella habitación; saber que
estaba allí era casi lo mismo que hallarse en ella. Aquel dormitorio era un mundo completo, una bolsa del
pasado donde animales de especies extinguidas podían circular. También el señor Charrington, pensó
Winston, pertenecía a una especie extinguida. Solía hablar con él un rato antes de subir. El viejo salía poco,
por lo visto, y apenas tenía clientes. Llevaba una existencia fantasmal entre la minúscula tienda y la cocina,
todavía más pequeña, donde él mismo se guisaba y donde tenía, entre otras cosas raras, un gramófono increíblemente
viejo con una enorme bocina. Parecía alegrarse de poder charlar. Entre sus inútiles mercancías,
con su larga nariz y gruesos lentes, encorvado bajo su chaqueta de terciopelo, tenía más aire de coleccionista
que de mercader. De vez en cuando, con un entusiasmo muy moderado, cogía alguno de los objetos
que tenía a la venta, sin preguntarle nunca a Winston si lo quería comprar, sino enseñándoselo sólo para
que lo admirase. Hablar con él era como escuchar el tintineo de una desvencijada cajita de música. Algunas
veces, se sacaba de los desvanes de su memoria algunos polvorientos retazos de canciones olvidadas. Había
una sobre veinticuatro pájaros negros y otra sobre una vaca con un cuerno torcido y otra que relataba la
muerte del pobre gallo Robín. «He pensado que podría gustarle a usted», decía con una risita tímida cuando
repetía algunos versos sueltos de aquellas canciones. Pero nunca recordaba ninguna canción completa.
Julia y Winston sabían perfectamente -en verdad, ni un solo momento dejaban de tenerlo presente- que
aquello no podía durar. A veces la sensación de que la muerte se cernía sobre ellos les resultaba tan sólida
como el lecho donde estaban echados y se abrazaban con una desesperada sensualidad, como un alma condenada
aferrándose a su último rato de placer cuando faltan cinco minutos para que suene el reloj. Pero
también había veces en que no sólo se sentían seguros, sino que tenían una sensación de permanencia.
Creían entonces que nada podría ocurrirles mientras estuvieran en su habitación. Llegar hasta allí era difícil
y peligroso, pero el refugio era invulnerable. Igualmente, Winston, mirando el corazón del pisapapeles,
había sentido como si fuera posible penetrar en aquel mundo de cristal y que una vez dentro el tiempo se
podría detener. Con frecuencia se entregaban ambos a ensueños de fuga. Se imaginaban que tendrían una
suerte magnífica por tiempo indefinido y que podrían continuar llevando aquella vida clandestina durante
toda su vida natural. O bien Katharine moriría, lo cual les permitiría a Winston y Julia, mediante sutiles
maniobras, llegar a casarse. O se suicidarían juntos. O desaparecerían, disfrazándose de tal modo que nadie
los reconocería, aprendiendo a hablar con acento proletario, logrando trabajo en una fábrica y viviendo
siempre, sin ser descubiertos, en una callejuela como aquélla. Los dos sabían que todo esto eran tonterías.
En realidad no había escapatoria. E incluso el único plan posible, el suicidio, no estaban dispuestos a llevarlo
a efecto. Dejar pasar los días y las semanas, devanando un presente sin futuro, era lo instintivo, lo mismo
que nuestros pulmones ejecutan el movimiento respiratorio siguiente mientras tienen aire disponible.
Además, a veces hablaban de rebelarse contra el Partido de un modo activo, pero no tenían idea de cómo
dar el primer paso. Incluso si la fabulosa Hermandad existía, quedaba la dificultad de entrar en ella. Winston
le contó a Julia la extraña intimidad que había, o parecía haber, entre él y O'Brien, y del impulso que
sentía a veces de salirle al encuentro a O'Brien y decirle que era enemigo del Partido y pedirle ayuda. Era
muy curioso que a Julia no le pareciera una locura semejante proyecto. Estaba acostumbrada a juzgar a las
gentes por su cara y le parecía natural que Winston confiase en O'Brien basándose solamente en un destello
de sus ojos. Además, Julia daba por cierto que todos, o casi todos, odiaban secretamente al Partido e infringirían
sus normas si creían poderlo hacer con impunidad. Pero se negaba a admitir que existiera ni pudiera
existir jamás una oposición amplia y organizada. Los cuentos sobre Goldstein y su ejército subterráneo,
decía, eran sólo un montón de estupideces que el Partido se había inventado para sus propios fines y en los
que todos fingían creer. Innumerables veces, en manifestaciones espontáneas y asambleas del Partido,
había gritado Julia con todas sus fuerzas pidiendo la ejecución de personas cuyos nombres nunca había
oído y en cuyos supuestos crímenes no creía ni mucho menos. Cuando tenían efecto los procesos públicos,
Julia acudía entre las jóvenes de la Liga juvenil que rodeaban el edificio de los tribunales noche y día y
gritaba con ellas: «¡Muerte a los traidores!». Durante los Dos Minutos de Odio siempre insultaba a
Goldstein con más energía que los demás. Sin embargo, no tenía la menor idea de quién era Goldstein ni de
las doctrinas que pudiera representar. Había crecido dentro de la Revolución y era demasiado joven para
recordar las batallas ideológicas de los años cincuenta y sesenta y tantos. No podía imaginar un movimiento
político independiente; y en todo caso el Partido era invencible. Siempre existiría. Y nunca iba a cambiar ni
en lo más mínimo. Lo más que podía hacerse era rebelarse secretamente o, en ciertos casos, por actos, aislados
de violencia como matar a alguien o poner una bomba en cualquier sitio.
En cierto modo, Julia era menos susceptible que Winston a la propaganda del Partido. Una vez se refirió
él a la guerra contra Eurasia y se quedó asombrado cuando ella, sin concederle importancia a la cosa, dio
por cierto que no había tal guerra. Casi con toda seguridad, las bombas cohete que caían diariamente sobre
Londres eran lanzadas por el mismo Gobierno de Oceanía sólo para que la gente estuviera siempre asustada.
A Winston nunca se le había ocurrido esto. También despertó en él Julia una especie de envidia al confesarle
que durante los dos Minutos de Odio lo peor para ella era contenerse y no romper a reír a carcajadas.
Pero Julia nunca discutía las enseñanzas del Partido a no ser que afectaran a su propia vida. Estaba
dispuesta a aceptar la mitología oficial, porque no le parecía importante la diferencia entre verdad y falsedad.
Creía por ejemplo -Porque lo había aprendido en la escuela- que el Partido había inventado los aeroplanos.
(En cuanto a Winston, recordaba que en su época escolar, en los años cincuenta y tantos, el Partido
no pretendía haber inventado, en el campo de la aviación, más que el autogiro; una docena de años después,
cuando Julia iba a la escuela, se trataba ya del aeroplano en general; al cabo de otra generación, asegurarían
haber descubierto la máquina de vapor.) Y cuando Winston le dijo que los aeroplanos existían ya antes de
nacer él y mucho antes de la Revolución, esto le pareció a la joven carecer de todo interés. ¿Qué importaba,
después de todo, quién hubiese inventado los aeroplanos? Mucho más le llamó la atención a Winston que
Julia no recordaba que Oceanía había estado en guerra, hacía cuatro años, con Asia Oriental y en paz con
Eurasia. Desde luego, para ella la guerra era una filfa, pero por lo visto no se había dado cuenta de que el
nombre del enemigo había cambiado. «Yo creía que siempre habíamos estado en guerra con Eurasia», dijo
en tono vago. Esto le impresionó mucho a Winston. El invento de los aeroplanos era muy anterior a cuando
ella nació, pero el cambiazo en la guerra sólo había sucedido cuatro años antes, cuando ya Julia era una
muchacha mayor. Estuvo discutiendo con ella sobre esto durante un cuarto de hora. Al final, logró hacerle
recordar confusamente que hubo una época en que el enemigo había sido Asia Oriental y no Eurasia. Pero
ella seguía sin comprender que esto tuviera importancia. «¿Qué más da?», dijo con impaciencia. «Siempre
ha sido una puñetera guerra tras otra y de sobras sabemos que las noticias de guerra son todas una pura
mentira.»
A veces le hablaba Winston del Departamento de Registro y de las descaradas falsificaciones que él perpetraba
allí por encargo del Partido. Todo esto no la escandalizaba. Él le contó la historia de Jones, Aaronson
y Rutherford, así como el trascendental papelito que había tenido en su mano casualmente. Nada de
esto la impresionaba. Incluso le costaba trabajo comprender el sentido de lo que Winston decía.
-¿Es que eran amigos tuyos? -1e preguntó.
-No, no los conocía personalmente. Eran miembros del Partido Interior. Además, eran mucho mayores
que yo. Conocieron la época anterior a la Revolución. Yo sólo los conocía de vista.
-Entonces ¿por qué te preocupas? Todos los días matan gente; es lo corriente.
Intentó hacerse comprender:
-Ése era un caso excepcional. No se trataba sólo de que mataran a alguien. ¿No te das cuenta de que el
pasado, incluso el de ayer mismo, ha sido suprimido? Si sobrevive, es únicamente en unos cuantos objetos
sólidos, y sin etiquetas que los distingan, como este pedazo de cristal. Y ya apenas conocemos nada de la
Revolución y mucho menos de los años anteriores a ella. Todos los documentos han sido destruidos o falsificados,
todos los libros han sido otra vez escritos, los cuadros vueltos a pintar, las estatuas, las calles y los
edificios tienen nuevos nombres y todas las fechas han sido alteradas. Ese proceso continúa día tras día y
minuto tras minuto. La Historia se ha parado en seco. No existe más que un interminable presente en el cual
el Partido lleva siempre razón. Naturalmente, yo sé que el pasado está falsificado, pero nunca podría probarlo
aunque se trate de falsificaciones realizadas por mí. Una vez que he cometido el hecho, no quedan
pruebas. La única evidencia se halla en mi propia mente y no puedo asegurar con certeza que exista otro ser
humano con la misma convicción que yo. Solamente en ese ejemplo que te he citado llegué a tener en mis
manos una prueba irrefutable de la falsificación del pasado después de haber ocurrido; años después.
Y total, ¿qué interés puede tener eso? ¿De qué te sirve saberlo?
-De nada, porque inmediatamente destruí la prueba. Pero si hoy volviera a tener una ocasión semejante
guardaría el papel.
-¡Pues yo no! -dijo Julia-. Estoy dispuesta a arriesgarme, pero sólo por algo que merezca la pena, no por
unos trozos de papel viejo. ¿Qué habrías hecho con esa fotografía si la hubieras guardado?
-Quizás nada de particular. Pero al fin y al cabo, se trataba de una prueba y habría sembrado algunas dudas
aquí y allá, suponiendo que me hubiese atrevido a enseñársela a alguien. No creo que podamos cambiar
el curso de los acontecimientos mientras vivamos. Pero es posible que se creen algunos centros de resistencia,
grupos de descontentos que vayan aumentando e incluso dejando testimonios tras ellos de modo que la
generación siguiente pueda recoger la antorcha y continuar nuestra obra.
No me interesa la próxima generación, cariño. Me interesa nosotros.
No eres una rebelde más que de cintura para abajo -dijo él.
Ella encontró esto muy divertido y le echó los brazos al cuello, complacida.
Julia no se interesaba en absoluto por las ramificaciones de la doctrina del partido. Cuando Winston
hablaba de los principios de Ingsoc, el doblepensar, la mutabilidad del pasado y la degeneración de la realidad
objetiva y se ponía a emplear palabras de neolengua, la joven se aburría espantosamente, además de
hacerse un lío, y se disculpaba diciendo que nunca se había fijado en esas cosas. Si se sabía que todo ello
era un absoluto camelo, ¿para qué preocuparse? Lo único que a ella le interesaba era saber cuándo tenía que
vitorear y cuándo le correspondía abuchear. Si Winston persistía en hablar de tales temas, Julia se quedaba
dormida del modo más desconcertante. Era una de esas personas que pueden dormirse en cualquier momento
y en las posturas más increíbles. Hablándole, comprendía Winston qué fácil era presentar toda la
apariencia de la ortodoxia sin tener idea de qué significaba realmente lo ortodoxo. En cierto modo la visión
del mundo inventada por el Partido se imponía con excelente éxito a la gente incapaz de comprenderla.
Hacía aceptar las violaciones más flagrantes de la realidad porque nadie comprendía del todo la enormidad
de lo que se les exigía ni se interesaba lo suficiente por los acontecimientos públicos para darse cuenta de lo
que ocurría. Por falta de comprensión, todos eran políticamente sanos y fieles. Sencillamente, se lo tragaban
todo y lo que se tragaban no les sentaba mal porque no les dejaba residuos lo mismo que un grano de
trigo puede pasar, sin ser digerido y sin hacerle daño, por el cuerpecito de un pájaro.
VI
Por fin, había ocurrido. Había llegado el esperado mensaje. Le parecía a Winston que toda su vida había
estado esperando que esto sucediera.
Iba por el largo pasillo del Ministerio y casi había llegado al sitio donde Julia le deslizó aquel día en la
mano su declaración. La persona, quien quiera que fuese, tosió ligera mente sin duda como preludio para
hablar. Winston se detuvo en seco y volvió la cara. Era O'Brien.
Por fin, se hallaban cara a cara y el único impulso que sentía Winston era emprender la huida. El corazón
le latía a toda velocidad.
No habría podido hablar en ese momento. Sin embargo, O'Brien, poniéndole amistosamente una mano en
el hombro, siguió andando junto a él. Empezó a hablar con su característica cortesía, seria y suave, que le
diferenciaba de la mayor parte de los miembros del Partido Interior.
-He estado esperando una oportunidad de hablar contigo -le dijo-, estuve leyendo uno de tus artículos en
neolengua publicados en el Times. Tengo entendido que te interesa, desde un punto de vista erudito, la neolengua.
Winston había recobrado ánimos, aunque sólo en parte. No muy erudito -dijo-. Soy sólo un aficionado.
No es mi especialidad. Nunca he tenido que ocuparme de la estructura interna del idioma.
-Pero lo escribes con mucha elegancia -dijo O'Brien-. Y ésta no es sólo una opinión mía. Estuve hablando
recientemente con un amigo tuyo que es un especia lista en cuestiones idiomáticas. He olvidado su
nombre ahora mismo; que lo tenía en la punta de la lengua. Winston sintió un escalofrío. O'Brien no podía
referirse más que a Syme. Pero Syme no sólo estaba muerto, sino que había sido abolido. Era una nopersona.
Cualquier referencia identificable a aquel vaporizado habría resultado mortalmente peligrosa. De manera
que la alusión que acababa de hacer O'Brien debía de significar una señal secreta. Al compartir con él
este pequeño acto de crimental, se habían convertido los dos en cómplices. Continuaron recorriendo lentamente
el corredor hasta que OBrien se detuvo. Con la tranquilizadora amabilidad que él infundía siempre a
sus gestos, aseguró bien sus gafas sobre la nariz y prosiguió:
Lo que quise decir fue que noté en tu artículo que habías empleado dos palabras ya anticuadas. En realidad,
hace muy poco tiempo que se han quedado anticuadas. ¿Has visto la décima edición del Diccionario
de Neolengua?
-No -dijo Winston-. No creía que estuviese ya publicado. Nosotros seguimos usando la novena edición en
el Departamento de Registro.
Bueno, la décima edición tardará varios meses en aparecer, pero ya han circulado algunos ejemplares en
pruebas. Yo tengo uno. Quizás te interese verlo, ¿no?
-Muchísimo -dijo Winston, comprendiendo inmediatamente la intención del otro.
-Algunas de las modificaciones introducidas son muy ingeniosas. Creo que te sorprenderá la reducción
del número de verbos. Vamos a ver. ¿Será mejor que te mande un mensajero con el diccionario? Pero temo
no acordarme; siempre me pasa igual. Quizás puedas recogerlo en mi piso a una hora que te convenga. Espera.
Voy a darte mi dirección.
Se hallaban frente a una telepantalla. Como distraído, OBrien se buscó maquinalmente en los bolsillos y
por fin sacó una pequeña agenda forrada en cuero y un lápiz tinta morado. Colocándose respecto a la telepantalla
de manera que el observador pudiera leer bien lo que escribía, apuntó la dirección. Arrancó la hoja
y se la dio a Winston.
-Suelo estar en casa por las tardes –dijo-. Si no, mi criado te dará el diccionario.
Ya se había marchado dejando a Winston con el papel en la mano. Esta vez no había necesidad de ocultar
nada. Sin embargo, grabó en la memoria las palabras escritas, y horas después tiró el papel en el «agujero
de la memoria» junto con otros.
No habían hablado más de dos minutos. Aquel breve episodio sólo podía tener un significado. Era una
manera de que Winston pudiera saber la dirección de O'Brien. Aquel recurso era necesario porque a no ser
directamente, nadie podía saber dónde vivía otra persona. No había guías de direcciones. «Si quieres verme,
ya sabes dónde estoy», era en resumen lo que O'Brien le había estado diciendo. Quizás se encontrara en
el diccionario algún mensaje. De todos modos lo cierto era que la conspiración con que él soñaba existía
efectivamente y que había entrado ya en contacto con ella.
Winston sabía que más pronto o más tarde obedecería la indicación de O'Brien. Quizás al día siguiente,
quizás al cabo de mucho tiempo, no estaba seguro. Lo que sucedía era sólo la puesta en marcha de un proceso
que había empezado a incubarse varios años antes. El primer paso consistió en un pensamiento involuntario
y secreto; el segundo fue el acto de abrir el Diario. Aquello había pasado de los pensamientos a las
palabras, y ahora, de las palabras a la acción. El último paso tendría lugar en el Ministerio del Amor. Pero
Winston ya lo había aceptado. El final de aquel asunto estaba implícito en su comienzo. De todos modos,
asustaba un poco; o, con más exactitud, era un pregusto de la muerte, como estar ya menos vivo. Incluso
mientras hablaba O'Brien y penetraba en él el sentido de sus palabras, le había recorrido un escalofrío. Fue
como si avanzara hacia la humedad de una tumba y la impresión no disminuía por el hecho de que él hubiera
sabido siempre que la tumba estaba allí esperándole.
VII
Winston se despertó muy emocionado. Le dijo a Julia: «He soñado que... », y se detuvo porque no podía
explicarlo. Era excesivamente complicado. No sólo se trataba del sueño, sino de unos recuerdos relacionados
con él que habían surgido en su mente segundos después de despertarse. Siguió tendido, con los ojos
cerrados y envuelto aún en la atmósfera del sueño. Era un amplio y luminoso ensueño en el que su vida
entera parecía extenderse ante él como un paisaje en una tarde de verano después de la lluvia. Todo había
ocurrido dentro del pisapapeles de cristal, pero la superficie de éste era la cúpula del cielo y dentro de la
cúpula todo estaba inundado por una luz clara y suave gracias a la cual podían verse interminables distancias.
El ensueño había partido de un gesto hecho por su madre con el brazo y vuelto a hacer, treinta años
más tarde, por la mujer judía del noticiario cinematográfico cuando trataba de proteger a su niño de las balas
antes de que los autogiros los destrozaran a ambos.
-¿Sabes? -dijo Winston-; hasta ahora mismo he creído que había asesinado a mi madre.
-¿Por qué la asesinaste? -le preguntó Julia medio dormida.
-No, no la asesiné. Físicamente, no.
En el ensueño había recordado su última visión de la madre y, pocos instantes después de despertar, le
había vuelto el racimo de pequeños acontecimientos que rodearon aquel hecho. Sin duda, había estado reprimiendo
deliberadamente aquel recuerdo durante muchos años. No estaba seguro de la fecha, pero debió
de ser hacía menos de diez años o, a lo mas, doce.
Su padre había desaparecido poco antes. No podía recordar cuánto tiempo antes, pero sí las revueltas circunstancias
de aquella época, el pánico periódico causado por las incursiones aéreas y las carreras para refugiarse
en las estaciones del Metro, los montones de escombros, las consignas que aparecían por las esquinas
en llamativos carteles, las pandillas de jóvenes con camisas del mismo color, las enormes colas en
las panaderías, el intermitente crepitar de las ametralladoras a lo lejos... y, sobre todo, el hecho de que nunca
había bastante comida. Recordaba las largas tardes pasadas con otros chicos rebuscando en las latas de la
basura y en los montones de desperdicios, encontrando a veces hojas de verdura, mondaduras de patata e
incluso, con mucha suerte, mendrugos de pan, duros como piedra, que los niños sacaban cuidadosamente
de entre la ceniza; y también, la paciente espera de los camiones que llevaban pienso para el ganado y que a
veces dejaban caer, al saltar en un bache, bellotas o avena.
Cuando su padre desapareció, su madre no se mostró sorprendida ni demasiado apenada, pero se operó
en ella un súbito cambio. Parecía haber perdido por completo los ánimos. Era evidente -incluso para un
niño como Winstonque la mujer esperaba algo que ella sabía con toda seguridad que ocurriría. Hacía todo
lo necesario -guisaba, lavaba la ropa y la remendaba, arreglaba las camas, barría el suelo, limpiaba el polvo-,
todo ello muy despacio y evitándose todos los movimientos inútiles. Su majestuoso cuerpo tenía una
tendencia natural a la inmovilidad. Se quedaba las horas muertas casi inmóvil en la cama, con su niñita en
los brazos, una criatura muy silenciosa de dos o tres años con un rostro tal delgado que parecía simiesco.
De vez en cuando, la madre cogía en brazos a Winston y le estrechaba contra ella, sin decir nada. A pesar
de su escasa edad y de su natural egoísmo, Winston sabía que todo esto se relacionaba con lo que había de
ocurrir: aquel acontecimiento implícito en todo y del que nadie hablaba.
Recordaba la habitación donde vivían, una estancia oscura y siempre cerrada casi totalmente ocupada por
la cama. Había un hornillo de gas y un estante donde ponía los alimentos. Recordaba el cuerpo estatuario
de su madre inclinado sobre el hornillo de gas moviendo algo en la sartén. Sobre todo recordaba su continua
hambre y las sórdidas y feroces batallas a las horas de comer. Winston le preguntaba a su madre, con
reproche una y otra vez, por qué no había más comida. Gritaba y la fastidiaba, descompuesto en su afán de
lograr una parte mayor. Daba por descontado que él, el varón, debía tener la ración mayor. Pero por mucho
que la pobre mujer le diera, él pedía invariablemente más. En cada comida la madre le suplicaba que no
fuera tan egoísta y recordase que su hermanita estaba enferma y necesitaba alimentarse; pero era inútil.
Winston cogía pedazos de comida del plato de su hermanita y trataba de apoderarse de la fuente. Sabía que
con su conducta condenaba al hambre a su madre y a su hermana, pero no podía evitarlo. Incluso creía tener
derecho a ello. El hambre que le torturaba parecía justificarlo. Entre comidas, si su madre no tenía mucho
cuidado, se apoderaba de la escasa cantidad de alimento guardado en la alacena.
Un día dieron una ración de chocolate. Hacía mucho tiempo -meses enteros- que no daban chocolate.
Winston recordaba con toda claridad aquel cuadrito oscuro y preciadísimo. Era una tableta de dos onzas
(por entonces se hablaba todavía de onzas) que les correspondía para los tres. Parecía lógico que la tableta
fuera dividida en tres partes iguales. De pronto -en el ensueño-, como si estuviera escuchando a otra persona,
Winston se oyó gritar exigiendo que le dieran todo el chocolate. Su madre le dijo que no fuese ansioso.
Discutieron mucho; hubo llantos, lloros, reprimendas, regateos... su hermanita agarrándose a la madre con
las dos manos -exactamente como una monita- miraba a Winston con ojos muy abiertos y llenos de tristeza.
Al final, la madre le dio al niño las tres cuartas partes de la tableta y a la hermanita la otra cuarta parte. La
pequeña la cogió y se puso a mirarla con indiferencia, sin saber quizás lo que era. Winston se la quedó mirando
un momento. Luego, con un súbito movimiento, le arrancó a la nena el trocito de chocolate y salió
huyendo.
-¡Winston! ¡Winston! -le gritó su madre-. Ven aquí, devuélvele a tu hermana el chocolate.
El niño se detuvo pero no regresó a su sitio. Su madre lo miraba preocupadísima. Incluso en ese momento,
pensaba en aquello, en lo que había de suceder de un momento a otro y que Winston ignoraba. La hermanita,
consciente de que le habían robado algo, rompió a llorar. Su madre la abrazó con fuerza. Algo
había en aquel gesto que le hizo comprender a Winston que su hermana se moría. Salió corriendo escaleras
abajo con el chocolate derretiéndosele entre los dedos.
Nunca volvió a ver a su madre. Después de comerse el chocolate, se sintió algo avergonzado y corrió por
las calles mucho tiempo hasta que el hambre le hizo volver. Pero su madre ya no estaba allí. En aquella
época, estas desapariciones eran normales. Todo seguía igual en la habitación. Sólo faltaban la madre y la
hermanita. Ni siquiera se había llevado el abrigo. Ni siquiera ahora estaba seguro Winston de que su madre
hubiera muerto. Era muy posible que la hubieran mandado a un campo de trabajos forzados. En cuanto a su
hermana, quizás se la hubieran llevado -como hicieron con el mismo Winston- a una de las colonias de
niños huérfanos (les llamaban Centros de Reclamación) que fueron una de las consecuencias de la guerra
civil; o quizás la hubieran enviado con la madre al campo de trabajos forzados o sencillamente la habrían
dejado morir en cualquier rincón.
El ensueño seguía vivo en su mente, sobre todo el gesto protector de la madre, que parecía contener un
profundo significado. Entonces recordó otro ensueño que había tenido dos meses antes, cuando se le había
aparecido hundiéndose sin cesar en aquel barco, pero sin dejar de mirarlo a él a través del agua que se oscurecía
por momentos.
Le contó á Julia la historia de la desaparición de su madre. Sin abrir los ojos, la joven dio una vuelta en la
cama y se colocó en una posición más cómoda.
-Ya me figuro que serías un cerdito en aquel tiempo -dijo indiferente-. Todos los niños son unos cerdos. -
Sí, pero el sentido de esa historia...
Winston comprendió, por la respiración de Julia, que estaba a punto de volverse a dormir. Le habría gustado
seguirle contando cosas de su madre. No suponía, basándose en lo que podía recordar de ella, que
hubiera sido una mujer extraordinaria, ni siquiera inteligente. Sin embargo, estaba seguro de que su madre
poseía una especie de nobleza, de pureza, sólo por el hecho de regirse por normas privadas. Los sentimientos
de ella eran realmente suyos y no los que el Estado le mandaba tener. No se le habría ocurrido pensar
que una acción ineficaz, sin consecuencias prácticas, careciera por ello de sentido. Cuando se amaba a alguien,
se le amaba por él mismo, y si no había nada más que darle, siempre se le podía dar amor. Cuando él
se había apoderado de todo el chocolate, su madre abrazó a la niña con inmensa ternura. Aquel acto no
cambiaba nada, no servía para producir más chocolate, no podía evitar la muerte de la niña ni la de ella,
pero a la madre le parecía natural realizarlo. La mujer refugiada en aquel barco (en el noticiario) también
había protegido al niño con sus brazos, con lo cual podía salvarlo de las balas con la misma eficacia que si
lo hubiera cubierto con un papel. Lo terrible era que el Partido había persuadido a la gente de que los simples
impulsos y sentimientos de nada servían. Cuando se estaba bajo las garras del Partido, nada importaba
lo que se sintiera o se dejara de sentir, lo que se hiciera o se dejara de hacer. Cuanto le sucedía a uno se desvanecía
y ni usted ni sus acciones volvían a figurar para nada. Le apartaban a usted, con toda limpieza, del
curso de la historia. Sin embargo, hacía sólo dos generaciones, se dejaban gobernar por sentimientos privados
que nadie ponía en duda. Lo que importaba eran las relaciones humanas, y un gesto completamente
inútil, un abrazo, una lágrima, una palabra cariñosa dirigida a un moribundo, poseían un valor en sí. De
pronto pensó Winston que los proles seguían con sus sentimientos y emociones. No eran leales a un Partido,
a un país ni a un ideal, sino que se guardaban mutua lealtad unos a otros. Por primera vez en su vida,
Winston no despreció a los proles ni los creyó sólo una fuerza inerte. Algún día muy remoto recobrarían
sus fuerzas y se lanzarían a la regeneración del mundo. Los proles continuaban siendo humanos. No se
habían endurecido por dentro. Se habían atenido a las emociones primitivas que él, Winston, tenía que
aprender de nuevo por un esfuerzo consciente. Y al pensar esto, recordó que unas semanas antes había visto
sobre el pavimento una mano arrancada en un bombardeo y que la había apartado con el pie tirándola a la
alcantarilla como si fuera un inservible troncho de lechuga.
-Los proles son seres humanos dijo en voz alta- Nosotros, en cambio, no somos humanos.
Por qué? dijo Julia, que había vuelto a despertarse. Winston reflexionó un momento.
-¿No se te ha ocurrido pensar dijo- que lo mejor que haríamos sería marcharnos de aquí antes de que sea
demasiado tarde y no volver a vernos jamás?
-Sí, querido, se me ha ocurrido varias veces, pero no estoy dispuesta a hacerlo.
-Hemos tenido suerte dijo Winston-; pero esto no puede durar mucho tiempo. Somos jóvenes. Tú pareces
normal e inocente. Si te alejas de la gente como yo, puedes vivir todavía cincuenta años más.
-No. Ya he pensado en todo eso. Lo que tú hagas, eso haré yo. Y no te desanimes tanto. Yo sé arreglármelas
para seguir viviendo.
-Quizás podamos seguir juntos otros seis meses, un año... no se sabe. Pero al final es seguro que tendremos
que separarnos. ¿Te das cuenta de lo solos que nos encontraremos? Cuando nos hayan cogido, no
habrá nada, lo que se dice nada, que podamos hacer el uno por el otro. Si confieso, te fusilarán, y si me
niego a confesar, te fusilarán también. Nada de lo que yo pueda hacer o decir, o dejar de decir y hacer, serviría
para aplazar tu muerte ni cinco minutos. Ninguno de nosotros dos sabrá siquiera si el otro vive o ha
muerto. Sería inútil intentar nada. Lo único importante es que no nos traicionemos, aunque por ello no iban
a variar las cosas.
-Si quieren que confesemos -replicó Julia- lo haremos. Todos confiesan siempre. Es imposible evitarlo.
Te torturan.
-No me refiero a la confesión. Confesar no es traicionar. No importa lo que digas o hagas, sino los sentimientos.
Si pueden obligarme a dejarte de amar... esa sería la verdadera traición.
Julia reflexionó sobre ello.
-A eso no pueden obligarte -dijo al cabo de un rato-. Es lo único que no pueden hacer. Pueden forzarte a
decir cualquier cosa, pero no hay manera de que te lo hagan creer. Dentro de ti no pueden entrar nunca.
-Eso es verdad elijo Winston con un poco más de esperanza-. No pueden penetrar en nuestra alma. Si podemos
sentir que merece la pena seguir siendo humanos, aun que esto no tenga ningún resultado positivo,
los habremos derrotado.
Y pensó en la telepantalla, que nunca dormía, que nunca se distraía ni dejaba de oír. Podían espiarle a
uno día y noche, pero no perdiendo la cabeza era posible burlarlos. Con toda su habilidad, nunca habían
logrado encontrar el procedimiento de saber lo que pensaba otro ser humano. Quizás esto fuera menos cierto
cuando le tenían a uno en sus manos. No se sabía lo que pasaba dentro del Ministerio del Amor, pero era
fácil figurárselo: torturas, drogas, delicados instrumentos que registraban las reacciones nerviosas, agotamiento
progresivo por la falta de sueño, por la soledad y los interrogatorios implacables y persistentes. Los
hechos no podían ser ocultados, se los exprimían a uno con la tortura o les seguían la pista con los interrogatorios.
Pero si la finalidad que uno se proponía no era salvar la vida sino haber sido humanos hasta el
final, ¿qué importaba todo aquello? Los sentimientos no podían cambiarlos; es más, ni uno mismo podría
suprimirlos.. Sin duda, podrían saber hasta el más pequeño detalle de todo lo que uno hubiera hecho, dicho
o pensado; pero el fondo del corazón, cuyo contenido era un misterio incluso para su dueño, se mantendría
siempre inexpugnable.
VIII
Lo habían hecho, por fin lo habían hecho.
La habitación donde estaban era alargada y de suave iluminación. La telepantalla había sido amortiguada
hasta producir sólo un leve murmullo. La riqueza de la alfombra azul oscuro daba la impresión de andar
sobre el terciopelo. En un extremo de la habitación estaba sentado O'Brien ante una mesa, bajo una lámpara
de pantalla verde, con un montón de papeles a cada lado. No se molestó en levantar la cabeza cuando el
criado hizo pasar a Julia y Winston.
El corazón de Winston latía tan fuerte que dudaba de poder hablar. Lo habían hecho; por fin lo habían
hecho... Esto era lo único que Winston podía pensar. Había sido un acto de inmensa audacia entrar en este
despacho, y una locura inconcebible venir juntos; aunque realmente habían llegado por caminos diferentes
y sólo se reunieron a la puerta de O'Brien. Pero sólo el hecho de traspasar aquel umbral requería un gran
esfuerzo nervioso. En muy raras ocasiones se podía penetrar en las residencias del Partido Interior, ni siquiera
en el barrio donde tenían sus domicilios. La atmósfera del inmenso bloque de casas, la riqueza de
amplitud de todo lo que allí había, los olores -tan poco familiares- a buena comida y a excelente tabaco, los
ascensores silenciosos e increíblemente rápidos, los criados con chaqueta blanca apresurándose de un lado
a otro... todo ello era intimidante. Aunque tenía un buen pretexto para ir allí, temblaba a cada paso por miedo
a que surgiera de algún rincón un guardia uniformado de negro, le pidiera sus documentos y le mandara
salir. Sin embargo, el criado de O'Brien los había hecho entrar a los dos sin demora. Era un hombre sencillo,
de pelo negro y chaqueta blanca con un rostro inexpresivo y achinado. El corredor por el que los había
conducido, estaba muy bien alfombrado y las paredes cubiertas con papel crema de absoluta limpieza.
Winston no recordaba haber visto ningún pasillo cuyas paredes no estuvieran manchadas por el contacto de
cuerpos humanos.
O'Brien tenía un pedazo de papel entre los dedos y parecía estarlo estudiando atentamente. Su pesado
rostro inclinado tenía un aspecto formidable e inteligente a la vez. Se estuvo unos veinte segundos inmóvil.
Luego se acercó el hablescribe y dictó un mensaje en la híbrida jerga de los ministerios.
«Reí 1 coma 5 coma 7 aprobado excelente. Sugerencia contenida doc G doblemás ridículo rozando crimental
destruir. No conviene construir antes conseguir completa información maquinaria puntofinal mensaje.
»
Se levantó de la silla y se acercó a ellos cruzando parte de la silenciosa alfombra. Algo del ambiente oficial
parecía haberse desprendido de él al terminar con las palabras de neolengua, pero su expresión era más
severa que de costumbre, como si no le agradara ser interrumpido. El terror que ya sentía Winston se vio
aumentado por el azoramiento corriente que se experimenta al serle molesto a alguien. Creía haber cometido
una estúpida equivocación. Pues ¿qué prueba tenía él de que OBrien fuera un conspirador político? Sólo
un destello de sus ojos y una observación equívoca. Aparte de eso, todo eran figuraciones suyas fundadas
en un ensueño. Ni siquiera podía fingir que habían venido solamente a recoger el diccionario porque en tal
caso no podría explicar la presencia de Julia. Al pasar O'Brien frente a la telepantalla, 'pareció acordarse de
algo. Se detuvo, volvióse y giró una llave que había en la pared. Se oyó un chasquido. La voz se había callado
de golpe.
Julia lanzó una pequeña exclamación, un apagado grito de sorpresa. En medio de su pánico, a Winston le
causó aquello una impresión tan fuerte que no pudo evitar estas palabras:
--¿Puedes cerrarlo?
-Sí -dijo OBrien-; podemos cerrarlos. Tenemos ese privilegio.
Estaba sentado frente a ellos. Su maciza figura los dominaba y la expresión de su cara continuaba indescifrable.
Esperaba a que Winston hablase; pero ¿sobre qué? Incluso ahora podía concebirse perfectamente
que no fuese más que un hombre ocupado preguntándose con irritación por qué lo habían interrumpido.
Nadie hablaba. Después de cerrar la telepantalla, la habitación parecía mortalmente silenciosa. Los segundos
transcurrían enormes. Winston dificultosamente conseguía mantener su mirada fija en los ojos de
OBrien. Luego, de pronto, el sombrío rostro se iluminó con el inicio de una sonrisa. Con su gesto característico,
O'Brien se aseguró las gafas sobre la nariz.
-¿Lo digo yo o lo dices tú? preguntó O'Brien.
-Lo diré yo -respondió Winston al instante-. ¿Está eso completamente cerrado?
-Sí; no funciona ningún aparato en esta habitación. Estamos solos.
-Pues vinimos aquí porque...
Se interrumpió dándose cuenta por primera vez de la vaguedad de sus propósitos. No sabía exactamente
qué clase de ayuda esperaba de OBrien. Prosiguió, consciente de que sus palabras sonaban vacilantes y
presuntuosas:
-Creemos que existe un movimiento clandestino, una especie de organización secreta que actúa contra el
Partido y que tú estás metido en esto. Queremos formar parte de esta organización y trabajar en lo que podamos.
Somos enemigos del Partido. No creemos en los principios de Ingsoc. Somos criminales del pensamiento.
Además, somos adúlteros. Te digo todo esto porque deseamos ponernos a tu merced. Si quieres
que nos acusemos de cualquier otra cosa, estamos dispuestos a hacerlo.
Winston dejó de hablar al darse cuenta de que la puerta se había abierto. Miró por encima de su hombro.
Era el criado de cara amarillenta, que había entrado sin llamar. Traía una bandeja con una botella y vasos.
-Martín es uno de los nuestros -dijo O'Brien impasible-. Pon aquí las bebidas, Martín. Sí, en la mesa redonda.
¿Tenemos bastantes sillas? Sentémonos para hablar cómodamente. Siéntate tú también, Martín.
Ahora puedes dejar de ser criado durante diez minutos.
El hombrecillo se sentó a sus anchas, pero sin abandonar el aire servil. Parecía un lacayo al que le han
concedido el privilegio de sentarse con sus amos. Winston lo miraba con el rabillo del ojo. Le admiraba que
aquel hombre se pasara la vida representando un papel y que le pareciera peligroso prescindir de su fingida
personalidad aunque fuera por unos momentos. O'Brien tomó la botella por el cuello y llenó los vasos de un
líquido rojo oscuro. A Winston le recordó algo que desde hacía muchos años no bebía, un anuncio luminoso
que representaba una botella que se movía sola y llenaba un vaso incontables veces. Visto desde arriba,
el líquido parecía casi negro, pero la botella, de buen cristal, tenía un color rubí. Su sabor era agridulce. Vio
que Julia cogía su vaso y lo olía con gran curiosidad.
-Se llama vino -dijo O'Brien con una débil sonrisa-. Seguramente, ustedes lo habrán oído citaren los libros.
Creo que a los miembros del Partido Exterior no les llega. -Su cara volvió a ensombrecerse y levantó
el vaso-: Creo que debemos empezar brindando por nuestro jefe: por Emmanuel Goldstein.
Winston cogió su vaso titubeando. Había leído referencias del vino y había soñado con él. Como el pisapapeles
de cristal o las canciones del señor Charrington, pertenecía al romántico y desaparecido pasado, la
época en que él se recreaba en sus secretas meditaciones. No sabía por qué, siempre había creído que el
vino tenía un sabor intensamente dulce, como de mermelada y un efecto intoxicante inmediato. Pero al beberlo
ahora por primera vez, le decepcionó. La verdad era que después de tantos años de beber ginebra
aquello le parecía insípido. Volvió a dejar el vaso vacío sobre la mesa.
-Entonces, ¿existe de verdad ese Goldstein? preguntó.
-Sí, esa persona no es ninguna fantasía, y vive. Dónde, no lo sé.
-Y la conspiración..., la organización, ¿es auténtica? ¿no es sólo un invento de la Policía del Pensamiento?
-No, es una realidad. La llamamos la Hermandad. Nunca se sabe de la Hermandad, sino que existe y que
uno pertenece a ella. En seguida volveré a hablarte de eso. -Miró el reloj de pulsera-. Ni siquiera los miembros
del Partido Interior deben mantener cerrada la telepantalla más de media hora. No debíais haber venido
aquí juntos; tendréis que marcharos por separado. Tú, camarada -le dijo a Julia-, te marcharás primero.
Disponemos de unos veinte minutos. Comprenderéis que debo empezar por haceros algunas preguntas. En
términos generales, ¿qué estáis dispuestos a hacer?
-Todo aquello de que seamos capaces -dijo Winston.
O'Brien había ladeado un poco su silla hacia Winston de manera que casi le volvía la espalda a Julia,
dando por cierto que Winston podía hablar a la vez por sí y por ella. Empezó pestañeando un momento y
luego inició sus preguntas con voz baja e inexpresiva, como si se tratara de una rutina, una especie de catecismo,
la mayoría de cuyas respuestas le fueran ya conocidas.
-¿Estáis dispuestos a dar vuestras vidas?
-Sí.
-¿Estáis dispuestos a cometer asesinatos?
-Sí.
--¿A cometer actos de sabotaje que pueden causar la muerte de centenares de personas inocentes?
-Sí.
-¿A vender a vuestro país a las potencias extranjeras?
-Sí.
-¿Estáis dispuestos a hacer trampas, a falsificar, a hacer chantaje, a corromper a los niños, a distribuir
drogas, a fomentar la prostitución, a extender enfermedades venéreas... a hacer todo lo que pueda causar
desmoralización y debilitar el poder del Partido?
-Sí.
-Si, por ejemplo, sirviera de algún modo a nuestros intereses arrojar ácido sulfúrico a la cara de un niño,
¿estaríais dispuestos a hacerlo?
-Sí.
-¿Estáis dispuestos a perder vuestra identidad y a -vivir el resto de vuestras vidas como camareros, cargadores
de puerto, etc.?
-Sí.
-¿Estáis dispuestos a suicidaros si os lo ordenamos y en el momento en que lo ordenásemos?
-Sí.
-¿Estáis dispuestos, los dos, a separaros y no volveros a ver nunca?
-No -interrumpió Julia.
A Winston le pareció que había pasado muchísimo tiempo antes de contestar. Durante algunos momentos
creyó haber perdido el habla. Se le movía la lengua sin emitir sonidos, formando las primeras sílabas de
una palabra y luego de otra. Hasta que lo dijo, no sabía qué palabra iba a decir:
-No -dijo por fin.
-Hacéis bien en decírmelo -repuso O'Brien-. Es necesario que lo conozcamos todo.
Se volvió hacia Julia y añadió con una voz algo más animada:
-- ¿Te das cuenta de que, aunque él sobreviviera, sería una persona diferente? Podríamos vernos obligados
a darle una nueva identidad. Le cambiaríamos la cara, los movimientos, la forma de sus manos, el color
del pelo... hasta la voz, y tú también podrías convertirte en una persona distinta. Nuestros cirujanos transforman
a las personas de manera que es imposible reconocerlas. A veces, es necesario. En ciertos casos,
amputamos algún miembro.
Winston no pudo evitar otra mirada de soslayo a la cara mongólica de Martín. No se le notaban cicatrices.
Julia estaba algo más pálida y le resaltaban las pecas, pero miró a O'Brien con valentía. Murmuró algo
que parecía conformidad.
-Bueno. Entonces ya está todo arreglado -dijo O'Brien.
Sobre la mesa había una caja de plata con cigarrillos. Con aire distraído, O'Brien la fue acercando a los
otros. Tomó él un cigarrillo, se levantó y empezó a pasear por la habitación como si de este modo pudiera
pensar mejor. Eran cigarrillos muy buenos; no se les caía el tabaco y el papel era sedoso. O'Brien volvió a
mirar su reloj de pulsera.
-Vuelve a tu servicio, Martín -dijo-. Volveré a poner en marcha la telepantalla dentro de un cuarto de
hora. Fíjate bien en las caras de estos camaradas antes de salir. Es posible que los vuelvas a ver. Yo quizá
no.
Exactamente como habían hecho al entrar, los ojos oscuros del hombrecillo recorrieron rápidos los rostros
de Julia y Winston. No había en su actitud la menor afabilidad. Estaba registrando unas facciones, grabándoselas,
pero no sentía el menor interés por ellos o parecía no sentirlo. Se le ocurrió a Winston que quizás
un rostro transformado no fuera capaz de variar de expresión. Sin hablar ni una palabra ni hacer el menor
gesto de despedida, salió Martín, cerrando silenciosamente la puerta tras él. O'Brien seguía paseando
por la estancia con una mano en el bolsillo de su «mono» negro y en la otra el cigarrillo.
-Ya comprenderéis -dijo- que tendréis que luchar a oscuras. Siempre a oscuras. Recibiréis órdenes y las
obedeceréis sin saber por qué. Más adelante os mandaré un libro que os aclarará la verdadera naturaleza de
la sociedad en que vivimos y la estrategia que hemos de emplear para destruirla. Cuando hayáis leído el
libro, seréis plenamente miembros de la Hermandad. Pero entre los fines generales por los que luchamos y
las tareas inmediatas de cada momento habrá un vacío para vosotros sobre el que nada sabréis. Os digo que
la Hermandad existe, pero no puedo deciros si la constituyen un centenar de miembros o diez millones. Por
vosotros mismos no llegaréis a saber nunca si hay una docena de afiliados. Tendréis sólo tres o cuatro personas
en contacto con vosotros que se renovarán de vez en cuando a medida que vayan desapareciendo.
Como yo he sido el primero en entrar en contacto con vosotros, seguiremos manteniendo la comunicación.
Cuando recibáis órdenes, procederán de mí. Si creemos necesario comunicaros algo, lo haremos por medio
de Martín. Cuando, finalmente, os cojan, confesaréis. Esto es inevitable. Pero tendréis muy poco que confesar
aparte de vuestra propia actuación. No podréis traicionar más que a unas cuantas personas sin importancia.
Quizá ni siquiera os sea posible delatarme. Por entonces, quizá yo haya muerto o seré ya una persona
diferente con una cara distinta.
Siguió paseando sobre la suave alfombra. A pesar de su corpulencia, tenía una notable gracia de movimientos.
Gracia que aparecía incluso en el gesto de meterse la mano en el bolsillo o de manejar el cigarrillo.
Más que de fuerza daba una impresión de confianza y de comprensión irónica. Aunque hablara en serio,
nada tenía de la rigidez del fanático. Cuando hablaba de asesinatos, suicidio, enfermedades venéreas,
miembros amputados o caras cambiadas, lo hacía en tono de broma. «Esto es inevitable parecía decir su
voz-; «esto es lo que hemos de hacer queramos o no. Pero ya no tendremos que hacerlo cuando la vida
vuelva a ser digna de ser vivida.» Una oleada de admiración, casi de adoración, iba de Winston a O'Brien.
Casi había olvidado la sombría figura de Goldstein. Contemplando las vigorosas espaldas de OBrien y su
rostro enérgicamente tallado, tan feo y a la vez tan civilizado, era imposible creer en la derrota, en que él
fuera vencido. No se concebía una estratagema, un peligro a que él no pudiera hacer frente. Hasta Julia parecía
impresionada. Había dejado quemarse solo su cigarrillo y escuchaba con intensa atención. OBrien
prosiguió:
-Habréis oído rumores sobre la existencia de la Hermandad. Supongo que la habréis imaginado a vuestra
manera. Seguramente creeréis que se trata de un mundo subterráneo de conspiradores que se reúnen en sótanos,
que escriben mensajes sobre los muros y se reconocen unos a otros por señales secretas, palabras
misteriosas o movimientos especiales de las manos. Nada de eso. Los miembros de la Hermandad no tienen
modo alguno de reconocerse entre ellos y es imposible que ninguno de los miembros llegue a individualizar
sino a muy contados de sus afiliados. El propio Goldstein, si cayera en manos de la Policía del Pensamiento,
no podría dar una lista completa de los afiliados ni información alguna que les sirviera para hacer el
servicio. En realidad, no hay tal lista. La Hermandad no puede ser barrida porque no es una organización en
el sentido corriente de la palabra. Nada mantiene su cohesión a no ser la idea de que es indestructible. No
tendréis nada en que apoyaros aparte de esa idea. No encontraréis camaradería ni estímulo. Cuando finalmente
seáis detenidos por la Policía, nadie os ayudará. Nunca ayudamos a nuestros afiliados. Todo lo más,
cuando es absolutamente necesario que alguien calle, introducimos clandestinamente una hoja de afeitar en
la celda del compañero detenido. Es la única ayuda que a veces prestamos. Debéis acostumbraros a la idea
de vivir sin esperanza. Trabajaréis algún tiempo, os detendrán, confesaréis y luego os matarán. Esos serán
los únicos resultados que podréis ver. No hay posibilidad de que se produzca ningún cambio perceptible
durante vuestras vidas. Nosotros somos los muertos. Nuestra única vida verdadera está en el futuro. Tomaremos
parte en él como puñados de polvo y astillas de hueso. Pero no se sabe si este futuro está más o menos
lejos. Quizá tarde mil años. Por ahora lo único posible es ir extendiendo el área de la cordura poco a
poco. No podemos actuar colectivamente. Sólo podemos difundir nuestro conocimiento de individuo en
individuo, de generación en generación. Ante la Policía del Pensamiento no hay otro medio.
Se detuvo y miró por tercera vez su reloj.
-Ya es casi la hora de que te vayas, camarada -le dijo a Julia-. Espera. La botella está todavía por la mitad.
Llenó los vasos y levantó el suyo.
-¿Por qué brindaremos esta vez? --dijo, sin perder su tono irónico-. ¿Por el despiste de la Policía del Pensamiento?
¿Por la muerte del Gran Hermano? ¿Por la humanidad? ¿Por el futuro?
-Por el pasado -dijo Winston.
-Sí, el pasado es más importante -concedió O'Brien seriamente.
Vaciaron los vasos y un momento después se levantó Julia para marcharse. O'Brien cogió una cajita que
estaba sobre un pequeño armario y le dio a la joven una tableta delgada y blanca para que se la colocara en
la lengua. Era muy importante no salir oliendo a vino; los encargados del ascensor eran muy observadores.
En cuanto Julia cerró la puerta, O'Brien pareció olvidarse de su existencia. Dio unos cuantos pasos más y se
paró.
-Hay que arreglar todavía unos cuantos detalles -dijo-. Supongo que tendrás algún escondite.
Winston le explicó lo ¿le la habitación sobre la tienda del señor Charrington.
-Por ahora, basta con eso. Más tarde te buscaremos otra cosa. Hay que cambiar de escondite con frecuencia.
Mientras tanto, te enviaré una copia del libro. -Winston observó que hasta O'Brien parecía pronunciar
esa palabra en cursiva-. Ya supondrás que me refiero al libro de Goldstein. Te lo mandaré lo más pronto
posible. Quizá tarde algunos días en lograr el ejemplar. Comprenderás_ que circulan muy pocos. La Policía
del Pensamiento los descubre y destruye casi con la misma rapidez que los imprimimos nosotros. Pero da
lo mismo. Ese libro es indestructible. Si el último ejemplar desapareciera, podríamos reproducirlo de memoria.
¿Sueles llevar una cartera a la oficina? -añadió.
-Sí. Casi siempre.
-¿Cómo es?
-Negra, muy usada. Con dos correas.
Negra, dos correas, muy usada... Bien. Algún día de éstos, no puedo darte una fecha exacta, uno de los
mensajes que te lleguen en tu trabajo de la mañana contendrá una errata y tendrás que pedir que te lo repitan.
Al día siguiente irás al trabajo sin la cartera. A cierta hora del día, en la calle, se te acercará un hombre
y te tocará en el brazo, diciéndote: «Creo que se te ha caído esta cartera». La que te dé contendrá un ejemplar
del libro de Goldstein. Tienes que, devolverlo a los catorce días o antes por el mismo procedimiento.
Estuvieron callados un momento.
-Falta un par de minutos para que tengas que irte --dijo O'Brien-. Quizá volvamos a encontrarnos, aunque
es muy poco probable, y entonces nos veremos en...
Winston lo miró fijamente.
-¿... En el sitio donde no hay oscuridad? -dijo vacilando.
O’Brien asintió con la cabeza, sin dar señales de extrañeza:
-En el sitio donde no hay oscuridad -repitió como si hubiera recogido la alusión-. Y mientras tanto, ¿hay
algo que quieras decirme antes de salir de aquí? ¿Alguna pregunta?
Winston pensó unos instantes. No creía tener nada más que preguntar. En vez de cosas relacionadas con
OBrien o la Hermandad, le acudía a la mente una imagen superpuesta de la oscura habitación donde su
madre había pasado los últimos días y el dormitorio en casa del señor Charrington, el pisapapeles de cristal
y el grabado con su marco de palo rosa. Entonces dijo:
-¿Oíste alguna vez una vieja canción que empieza: Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente.
OBrien, muy serio, continuó la canción:
Me debes tres peniques, dicen las campanas de San Martín.
¿Cuándo me pagarás?, dicen las campanas de Old Bailey.
Cuando me haga rico, dicen las campanas de Shoreditch
-¡Sabías el último verso!! dijo Winston.
-Sí, lo sé, y ahora creo que es hora de que te vayas. Pero, espera, toma antes una de estas tabletas.
OBrien, después de darle la tableta, le estrechó la mano con tanta fuerza que los huesos de Winston casi
crujieron. Winston se volvió al llegar a la puerta, pero ya O'Brien empezaba a eliminarlo de sus pensamientos.
Esperaba con la mano puesta en la llave que controlaba la telepantalla. Más allá veía Winston la mesa
despacho con su lámpara de pantalla verde, el hablescribe y las bandejas de alambre cargadas de papeles.
El incidente había terminado. Dentro de treinta segundos pensó Winston- reanudaría O'Brien su interrumpido
e importante trabajo al servicio del Partido.
IX
Winston se encontraba cansadísimo, tan cansado que le parecía estarse convirtiendo en gelatina. Pensó
que su cuerpo no sólo tenía la flojedad de la gelatina, sino su transparencia. Era como si al levantar la mano
fuera a ver la luz a través de ella. Trabajaba tanto que sólo le quedaba una frágil estructura de nervios, huesos
y piel. Todas las sensaciones le parecían ampliadas. Su «mono» le estaba ancho, el suelo le hacía cosquillas
en los pies y hasta el simple movimiento de abrir y cerrar la mano constituía para él un esfuerzo que
le hacía sonar los huesos.
Había trabajado más de noventa horas en cinco días, lo mismo que todos los funcionarios del Ministerio.
Ahora había terminado todo y nada tenía que hacer hasta el día siguiente por la mañana. Podía pasar seis
horas en su refugio y otras nueve en su cama. Bajo el tibio sol de la tarde se dirigió despacio en dirección a
la tienda del señor Charrington, sin perder de vista las patrullas, pero convencido, irracionalmente, de que
aquella tarde no se cernía sobre él ningún peligro. La pesada cartera que llevaba le golpeaba la rodilla a
cada paso. Dentro llevaba el libro, que tenía ya desde seis días antes pero que aún no había abierto. Ni siquiera
lo había mirado.
En el sexto día de la Semana del Odio, después de los ' desfiles, discursos, gritos, cánticos, banderas, películas,
figuras de cera, estruendo de trompetas y tambores, arrastrar de pies cansados, rechinar de tanques,
zumbido de las escuadrillas aéreas, salvas de cañonazos..., después de seis días de todo esto, cuando el gran
orgasmo político llegaba a su punto culminante y el odio general contra Eurasia era ya un delirio tan exacerbado
que si la multitud hubiera podido apoderarse de los dos mil prisioneros de guerra eurasiáticos que
habían sido ahorcados públicamente el último día de los festejos, los habría despedazado..., en ese momento
precisamente se había anunciado que Oceanía no estaba en guerra con Eurasia. Oceanía luchaba ahora
contra Asia Oriental. Eurasia era aliada.
Desde luego, no se reconoció que se hubiera producido ningún engañó. Sencillamente, se hizo saber del
modo más repentino y en todas partes al mismo tiempo que el enemigo no era Eurasia, sino Asia Oriental.
Winston tomaba parte en una manifestación que se celebraba en una de las plazas centrales de Londres en
el momento del cambiazo. Era de noche y todo estaba cegadoramente iluminado con focos. En la plaza
había varios millares de personas, incluyendo mil niños de las escuelas con el uniforme de los Espías. En
una plataforma forrada de trapos rojos, un orador del Partido Interior, un hombre delgaducho y bajito con
unos brazos desproporcionadamente largos y un cráneo grande y calvo con unos cuantos mechones sueltos
atravesados sobre él, arengaba a la multitud. La pequeña figura, retorcida de odio, se agarraba al micrófono
con una mano mientras que con la otra, enorme, al final de un brazo huesudo, daba zarpazos amenazadores
por encima de su cabeza. Su voz, que los altavoces hacían metálica, soltaba una interminable sarta de atrocidades,
matanzas en masa, deportaciones, saqueos, violaciones, torturas de prisioneros, bombardeos de
poblaciones civiles, agresiones injustas, propaganda mentirosa y tratados incumplidos. Era casi imposible
escucharle sin convencerse primero y luego volverse loco. A cada momento, la furia de la multitud hervía
inconteniblemente y la voz del orador era ahogada por una salvaje y bestial gritería que brotaba incontrolablemente
de millares de gargantas. Los chillidos más salvajes eran los de los niños de las escuelas. El
discurso duraba ya unos veinte minutos cuando un mensajero subió apresuradamente a la plataforma y le
entregó a aquel hombre un papelito. Él lo desenrolló y lo leyó sin dejar de hablar. Nada se alteró en su voz
ni en su gesto, ni siquiera en el contenido de lo que decía. Pero, de pronto, los nombres eran diferentes. Sin
necesidad de comunicárselo por palabaras, una oleada de comprensión agitó a la multitud. ¡Oceanía estaba
en guerra con Asia Oriental! Pero, inmediatamente, se produjo una tremenda conmoción. Las banderas, los
carteles que decoraban la plaza estaban todos equivocados. Aquellos no eran los rostros del enemigo. ¡Sabotaje!
¡Los agentes de Goldstein eran los culpables! Hubo una fenomenal algarabía mientras todos se dedicaban
a arrancar carteles y a romper banderas, pisoteando luego los trozos de papel y cartón roto. Los
Espías realizaron prodigios de actividad subiéndose a los tejados para cortar las bandas de tela pintada que
cruzaban la calle. Pero a los dos o tres minutos se había terminado todo. El orador, que no había soltado el
micrófono, seguía vociferando y dando zarpazos al aire. Al minuto siguiente, la masa volvía a gritar su odio
exactamente como antes. Sólo que el objetivo había cambiado.
Lo que más le impresionó a Winston fue que el orador dio el cambiazo exactamente a la mitad de una
frase, no sólo sin detenerse, sino sin cambiar siquiera la construcción de la frase. Pero en aquellos momentos
tenía Winston otras cosas de qué preocuparse. Fue entonces, en medio de la gran algarabía, cuando se le
acercó un desconocido y, dándole un golpecito en un hombro, le dijo: «Perdone, creo que se le ha caído a
usted esta cartera». Winston tomó la cartera sin hablar, como abstraído. Sabía que iban a pasar varios días
sin que pudiera abrirla. En cuanto terminó la manifestación, se fue directamente al Ministerio de la Verdad,
aunque eran ya las veintitrés. Lo mismo hizo todo el personal del Ministerio. En verdad, las órdenes que
repetían continuamente las telepantallas ordenándoles reintegrarse a sus puestos apenas eran necesarias.
Todos sabían lo que les tocaba hacer en tales casos.
Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental; Oceanía había estado siempre en guerra con Asia Oriental.
Una gran parte de la literatura política de aquellos cinco años quedaba anticuada, absolutamente inservible.
Documentos e informes de todas clases, periódicos, libros, folletos de propaganda, películas, bandas sonoras,
fotografías... todo ello tenía que ser rectificado a la velocidad del rayo. Aunque nunca se daban órdenes
en estos casos, se sabía que los jefes de departamento deseaban que dentro de una semana no quedara en
toda Oceanía ni una sola referencia a la guerra con Eurasia ni a la alianza con Asia Oriental. El trabajo que
esto suponía era aplastante. Sobre todo porque las operaciones necesarias para realizarlo no se llamaban por
sus nombres verdaderos. En el Departamento de Registro todos trabajaban dieciocho horas de las veinticuatro
con dos turnos de tres horas cada uno para dormir. Bajaron colchones y los pusieron por los pasillos.
Las comidas se componían de sandwiches y café de la Victoria traído en carritos por los camareros de la
cantina: Cada vez que Winston interrumpía el trabajo para uno de sus dos descansos diarios, procuraba
dejarlo todo terminado y que en su mesa no quedaran papeles. Pero cuando volvía al cabo de tres horas, con
el cuerpo dolorido y los ojos hinchados, se encontraba con que otra lluvia de cilindros de papel le había
cubierto la mesa como una nevada, casi enterrando el hablescribe y esparciéndose por el suelo, de modo
que su primer trabajo consistía en ordenar todo aquello para tener sitio donde moverse. Lo peor de todo era
que no se trataba de un trabajo mecánico. A veces bastaba con sustituir un nombre por otro, pero los informes
detallados de acontecimientos exigían mucho cuidado e imaginación.
Incluso los conocimientos geográficos necesarios para trasladar la guerra de una parte del mundo a otra
eran considerables.
Al tercer día le dolían los ojos insoportablemente y tenía que limpiarse las gafas cada cinco minutos. Era
como luchar contra alguna tarea física aplastante, algo que uno tenía derecho a negarse a realizar y que sin
embargo se hacía por una impaciencia neurótica de verlo terminado. Es curioso que no le preocupara el
hecho de que todas las palabras que iba murmurando en el hablescribe, así como cada línea escrita con su
lápiz-pluma, era una mentira deliberada. Lo único que le angustiaba era el temor de que la falsificación no
fuera perfecta, y esto mismo les ocurría a todos sus compañeros. En la mañana del sexto día el aluvión de
cilindros de papel fue disminuyendo. Pasó media hora sin que saliera ninguno por el tubo; luego salió otro
rollo y después nada absolutamente. Por todas partes ocurría igual. Un hondo y secreto suspiro recorrió el
Ministerio. Se acababa de realizar una hazaña que nadie podría mencionar nunca. Era imposible ya que
ningún ser humano pudiera probar documentalmente que la guerra con Eurasia había sucedido. Inesperadamente,
se anunció que todos los trabajadores del Ministerio estaban libres hasta el día siguiente por la mañana.
Era mediodía. Winston, que llevaba todavía la cartera con el libro, la cual había permanecido entre
sus pies mientras trabajaba y debajo de su cuerpo mientras dormía, se fue a casa, se afeitó y casi se quedó
dormido en el baño, aunque el agua estaba casi fría.
Luego, con una sensación voluptuosa, subió las escaleras de la tienda del señor Charrington. Por supuesto,
estaba cansadísimo, pero se la había pasado el sueño. Abrió la ventana, encendió la pequeña y sucia
estufa y puso a calentar un cazo con agua. Julia llegaría en seguida., Mientras la esperaba, tenía el libro.
Sentóse en la desvencijada butaca y desprendió las correas de la cartera.
Era un pesado volumen negro, encuadernado por algún aficionado y en cuya cubierta no había nombre ni
título alguno. La impresión también era algo irregular. Las páginas estaban muy gastadas por los bordes y
el libro se abría con mucha facilidad, como si hubiera pasado por muchas manos. La inscripción de la portada
decía:
TEORIA Y PRACTICA DEL COLECTIVISMO
OLIGÁRQUICO
por
EMMANUEL GOLDSTEIN
Winston empezó a leer:
CAPÍTULO PRIMERO
La ignorancia es la fuerza
Durante todo el tiempo de que se tiene noticia probablemente desde fines del período neolítico- ha habido
en el mundo tres clases de personas: los Altos, los Medianos y los Bajos. Se han subdividido de muchos
modos, han llevado muy diversos nombres y su número relativo, así como la actitud que han guardado unos
hacia otros, ha variado de época en época; pero la estructura esencial de la sociedad nunca ha cambiado.
Incluso después de enormes conmociones y de cambios que parecían irrevocables, la misma estructura ha
vuelto a imponerse, igual que un giroscopio vuelve siempre a la posición de equilibrio por mucho que lo
empujemos en un sentido o en otro.
Los objetivos de estos tres grupos son por completo inconciliables.
Winston interrumpió la lectura, sobre todo para poder disfrutar bien del hecho asombroso de hallarse leyendo
tranquilo y seguro. Estaba solo, sin telepantalla, sin nadie que escuchara por la cerradura, sin sentir
el impulso nervioso de mirar por encima del hombro o de cubrir la página con la mano. Un airecillo suave
le acariciaba la mejilla. De lejos venían los gritos de los niños que jugaban. En la habitación misma no
había más sonido que el débil tictac del reloj, un ruido como de insecto. Se arrellanó más cómodamente en
la butaca y puso los pies en los hierros de la chimenea. Aquello era una bendición, era la eternidad. De
pronto, como suele hacerse cuando sabemos que un libro será leído y releído por nosotros, sintió el deseo
de «calarlo» primero. Así, lo abrió por un sitio distinto y se encontró en el capítulo III. Siguió leyendo:
CAPITULO III
La guerra es la paz
La desintegración del mundo en tres grandes superestados fue un acontecimiento que pudo haber sido
previsto y que en realidad lo fue- antes de mediar el siglo xx. Al ser absorbida Europa por Rusia y el Imperio
Británico por los Estados Unidos, habían nacido ya en esencia dos de los tres poderes ahora existentes,
Eurasia y Oceanía. El tercero, Asia Oriental, sólo surgió como unidad aparte después de otra década de
confusa lucha. Las fronteras entre los tres superestados son arbitrarias en algunas zonas y en otras fluctúan
según los altibajos de la guerra, pero en general se atienen a líneas geográficas. Eurasia comprende toda la
parte norte de la masa terrestre europea y asiática, desde Portugal hasta el Estrecho de Bering. Oceanía
comprende las Américas, las islas del Atlántico, incluyendo a las Islas Británicas, Australasia y África meridional.
Asia Oriental, potencia más pequeña que las otras y con una frontera occidental menos definida,
abarca China y los países que se hallan al sur de ella, las islas del Japón y una amplia y fluctuante porción
de Manchuria, Mongolia y el Tibet.
Estos tres superestados, en una combinación o en otra, están en guerra permanente y llevan así veinticinco
años. Sin embargo, ya no es la guerra aquella lucha desesperada y aniquiladora que era en las primeras
décadas del siglo XX. Es una lucha por objetivos limitados entre combatientes incapaces de destruirse unos
a otros, sin una causa material para luchar y que no se hallan divididos por diferencias ideológicas claras.
Esto no quiere decir que la conducta en la guerra ni la actitud hacia ella sean menos sangrientas ni más caballerosas.
Por el contrario, el histerismo bélico es continuo y universal, y las violaciones, los saqueos, la
matanza de niños, la esclavización de poblaciones enteras y represalias contra los prisioneros hasta el punto
de quemarlos y enterrarlos vivos, se consideran normales, y cuando esto no lo comete el enemigo sino el
bando propio, se estima meritorio. Pero en un sentido físico, la guerra afecta a muy pocas personas, la mayoría
especialistas muy bien preparados, y causa pocas bajas relativamente. Cuando hay lucha, tiene lugar
en confusas fronteras que el hombre medio apenas puede situar en un mapa o en torno a las fortalezas flotantes
que guardan los lugares estratégicos en el mar. En los centros de civilización la guerra no significa
más que una continua escasez de víveres y alguna que otra bomba cohete que puede causar unas veintenas
de víctimas. En realidad, la guerra ha cambiado de carácter. Con más exactitud, puede decirse que ha variado
el orden de importancia de las razones que determinaban una guerra. Se han convertido en dominantes y
son reconocidos conscientemente motivos que ya estaban latentes en las grandes guerras de la primera mitad
del siglo xx.
Para comprender la naturaleza de la guerra actual -pues, a pesar del reagrupamiento que ocurre cada pocos
años, siempre es la misma guerra- hay que darse cuenta en primer lugar de que esa guerra no puede ser
decisiva. Ninguno de los tres superestados podría ser conquistado definitivamente ni siquiera por los otros
dos en combinación. Sus fuerzas están demasiado bien equilibradas. Y sus defensas son demasiado poderosas.
Eurasia está protegida por sus grandes espacios terrestres, Oceanía por la anchura del Atlántico y del
Pacífico, Asia Oriental por la fecundidad y laboriosidad de sus habitantes. Además, ya no hay nada por qué
luchar. Con. las economías autárquicas, la lucha por los mercados, que era una de las causas principales de
las guerras anteriores, ha dejado de tener, sentido, y la competencia por las materias primas ya no es una
cuestión de vida o muerte. Cada uno de los tres superestados es tan inmenso que puede obtener casi todas
las materias que necesita dentro de sus propias fronteras. Si acaso, se propone la guerra el dominio del trabajo.
Entre las fronteras de los superestados, y sin pertenecer de un modo permanente a ninguno de ellos, se
extiende un cuadrilátero, con sus ángulos en Tánger, Brazzaville, Darwin y Hong-Kong, que contiene casi
una quinta parte de la población de la Tierra. Las tres potencias luchan constantemente por la posesión de
estas regiones densamente pobladas, así como por las zonas polares. En la práctica, ningún poder controla
totalmente esa área disputada. Porciones de ella están cambiando a cada momento de manos, y lo que en
realidad determina los súbitos y múltiples cambios de alianzas es la posibilidad de apoderarse de uno u otro
pedazo de tierra mediante una inesperada traición.
Todos esos territorios disputados contienen valiosos minerales y algunos de ellos producen ciertas cosas,
como la goma, que en los climas fríos es preciso sintetizar por métodos relativamente caros. Pero, sobre
todo, proporcionan una inagotable reserva de mano de obra muy barata. La potencia que controle el África
Ecuatorial, los países del Oriente Medio, la India Meridional o el Archipiélago Indonesio, dispone también
de centenares de millones de trabajadores mal pagados y muy resistentes. Los habitantes de esas regiones,
reducidos más o menos abiertamente a la condición de esclavos, pasan continuamente de un conquistador a
otro y son empleados como carbón o aceite en la carrera de armamento, armas que sirven para capturar más
territorios y ganar así más mano de obra, con lo cual se pueden tener más armas que servirán para conquistar
más territorios, y así indefinidamente. Es interesante observar que la lucha nunca sobrepasa los límites
de las zonas disputadas. Las fronteras de Eurasia avanzan y retroceden entre la cuenca del Congo y la orilla
septentrional del Mediterráneo; las islas del Océano índico y del Pacífico son conquistadas y reconquistadas
constantemente por Oceanía y por Asia Oriental; en Mongolia, la línea divisoria entre Eurasia y Asia
Oriental nunca es estable; en tomo al Polo Norte, las tres potencias reclaman inmensos territorios en su
mayor parte inhabitados e inexplorados; pero el equilibrio de poder no se altera apenas con todo ello y el
territorio que constituye el suelo patrio de cada uno de los tres superestados nunca pierde su independencia.
Además, la mano de obra de los pueblos explotados alrededor del Ecuador no es verdaderamente necesaria
para la economía mundial. Nada atañe a la riqueza del mundo, ya que todo lo que produce se dedica a fines
de guerra, y el objeto de prepararse para una guerra no es más que ponerse en situación de emprender otra
guerra. Las poblaciones esclavizadas permiten, con su trabajo, que se acelere el ritmo de la guerra. Pero si
no existiera ese refuerzo de trabajo, la estructura de la sociedad y el proceso por el cual ésta se mantiene no
variarían en lo esencial.
La finalidad principal de la guerra moderna (de acuerdo con los principios del doblepensar) la reconocen
y, a la vez, no la reconocen, los cerebros dirigentes del Partido Interior. Consiste en usar los productos de
las máquinas sin elevar por eso el nivel general de la vida. Hasta fines del siglo xix había sido un problema
latente de la sociedad industrial qué había de hacerse con el sobrante de los artículos de consumo. Ahora,
aunque son pocos los seres humanos que pueden comer lo suficiente, este problema no es urgente y nunca
podría tener caracteres graves aunque no se emplearan procedimientos artificiales para destruir esos productos.
El mundo de hoy, si lo comparamos con el anterior a 1914, está desnudo, hambriento y lleno de
desolación; y aún más si lo comparamos con el futuro que las gentes de aquella época esperaba. A principios
del siglo XX la visión de una sociedad futura increíblemente rica, ordenada, eficaz y con tiempo para
todo -un reluciente mundo antiséptico de cristal, acero y cemento, un mundo de nívea blancura- era el ideal
de casi todas las personas cultas. La ciencia y la tecnología se desarrollaban a una velocidad prodigiosa y
parecía natural que este desarrollo no se interrumpiera jamás. Sin embargo, no continuó el perfeccionamiento,
en parte por el empobrecimiento causado por una larga serie de guerras y revoluciones, y en parte
porque el progreso científico y técnico se basaba en un hábito empírico de pensamiento que no podía existir
en una sociedad estrictamente reglamentada. En conjunto, el mundo es hoy más primitivo que hace cincuenta
años. Algunas zonas secundarias han progresado y se han realizado algunos perfeccionamientos,
ligados siempre a la guerra y al espionaje policíaco, pero los experimentos científicos y los inventos no han
seguido su curso y los destrozos causados por la guerra atómica de los años cincuenta y tantos nunca llegaron
a ser reparados. No obstante, perduran los peligros del maquinismo. Cuando aparecieron las grandes
máquinas, se pensó, lógicamente, que cada vez haría menos falta la servidumbre del trabajo y que esto contribuiría
en gran medida a suprimir las desigualdades en la condición humana. Si las máquinas eran empleadas
deliberadamente con esa finalidad, entonces el hambre, la suciedad, el analfabetismo, las enfermedades
y el cansancio serían necesariamente eliminados al cabo de unas cuantas generaciones. Y, en
realidad, sin ser empleada con esa finalidad, sino sólo por un proceso automático -produciendo riqueza que
no había más remedio que distribuir-, elevó efectivamente la máquina el nivel de vida de las gentes que
vivían a mediados de siglo. Estas gentes vivían muchísimo mejor que las de fines del siglo xix.
Pero también resultó claro que un aumento de bienestar tan extraordinario amenazaba con la destrucción
-era ya, en sí mismo, la destrucción- de una sociedad jerárquica. En un mundo en que todos trabajaran pocas
horas, tuvieran bastante que comer, vivieran en casas cómodas e higiénicas, con cuarto de baño, calefacción
y refrigeraci6n, y poseyera cada uno un auto o quizás un aeroplano, habría desaparecido la forma
más obvia e hiriente de desigualdad. Si la riqueza llegaba a generalizarse, no serviría para distinguir a nadie.
Sin duda, era posible imaginarse una sociedad en que la riqueza, en el sentido de posesiones y lujos
personales, fuera equitativamente distribuida mientras que el poder siguiera en manos de una minoría, de
una pequeña casta privilegiada. Pero, en la práctica, semejante sociedad no podría conservarse estable, porque
si todos disfrutasen por igual del lujo y del ocio, la gran masa de seres humanos, a quienes la pobreza
suele imbecilizar, aprenderían muchas cosas y empezarían a pensar por sí mismos; y si empezaran a reflexionar,
se darían cuenta más pronto o más tarde que la minoría privilegiada no tenía derecho alguno a
imponerse a los demás y acabarían barriéndoles. A la larga, una sociedad jerárquica sólo sería posible basándose
en la pobreza y en la ignorancia. Regresar al pasado agrícola -como querían algunos pensadores de
principios de este siglo- no era una solución práctica, puesto que estaría en contra de la tendencia a la mecanización,
que se había hecho casi instintiva en el mundo entero, y, además, cualquier país que permaneciera
atrasado industrialmente sería inútil en un sentido militar y caería antes o después bajo el dominio de
un enemigo bien armado.
Tampoco era una buena solución mantener la pobreza de las masas restringiendo la producción. Esto se
practicó en gran medida entre 1920 y 1940. Muchos países dejaron que su economía se anquilosara. No se
renovaba el material indispensable para la buena marcha de las industrias, quedaban sin cultivar las tierras,
y grandes masas de población, sin tener en qué trabajar, vivían de la caridad del Estado. Pero también esto
implicaba una debilidad militar, y como las privaciones que infligía eran innecesarias, despertaba inevitablemente
una gran oposición. El problema era mantener en marcha las ruedas de la industria sin aumentar
la riqueza real del mundo. Los bienes habían de ser producidos, pero no distribuidos. Y, en la práctica, la
única manera de lograr esto era la guerra continua.
El acto esencial de la guerra es la destrucción, no forzosamente de vidas humanas, sino de los productos
del trabajo. La guerra es una manera de pulverizar o de hundir en el fondo del mar los materiales que en la
paz constante podrían emplearse para que las masas gozaran de excesiva comodidad y, con ello, se hicieran
a la larga demasiado inteligentes. Aunque las armas no se destruyeran, su fabricación no deja de ser un método
conveniente de gastar trabajo sin producir nada que pueda ser consumido. En una fortaleza flotante,
por ejemplo, se emplea el trabajo que hubieran dado varios centenares de barcos de carga. Cuando se queda
anticuada, y sin haber producido ningún beneficio material para nadie, se construye una nueva fortaleza
flotante mediante un enorme acopio de mano de obra. En principio, el esfuerzo de guerra se planea para
consumir todo lo que sobre después de haber cubierto unas mínimas necesidades de la población. Este mínimo
se calcula siempre en mucho menos de lo necesario, de manera que hay una escasez crónica de casi
todos los artículos necesarios para la vida, lo cual se considera como una ventaja. Constituye una táctica
deliberada mantener incluso a los grupos favorecidos al borde de la escasez, porque un estado general de
escasez aumenta la importancia de los pequeños privilegios y hace que la distinción entre un grupo y otro
resulte más evidente. En comparación con el nivel de vida de principios del siglo XX, incluso los miembros
del Partido Interior llevan una vida austera y laboriosa. Sin embargo, los pocos lujos que disfrutan -un buen
piso, mejores telas, buena calidad del alimento, bebidas y tabaco, dos o tres criados, un auto o un autogiro
privado- los colocan en un mundo diferente del de los miembros del Partido Exterior, y estos últimos poseen
una ventaja similar en comparación con las masas sumergidas, a las que llamamos «los proles». La
atmósfera social es la de una ciudad sitiada, donde la posesión de un trozo de carne de caballo establece la
diferencia entre la riqueza y la pobreza. Y, al mismo tiempo, la idea de que se está en guerra, y por tanto en
peligro, hace que la entrega de todo el poder a una reducida casta parezca la condición natural e inevitable
para sobrevivir.
Se verá que la guerra no sólo realiza la necesaria distinción, sino que la efectúa de un modo aceptable
psicológicamente. En principio, sería muy sencillo derrochar el trabajo sobrante construyendo templos y
pirámides, abriendo zanjas y volviéndolas a llenar o incluso produciendo inmensas cantidades de bienes y
prendiéndoles fuego. Pero esto sólo daría la base económica y no la emotiva para una sociedad jerarquizada.
Lo que interesa no es la moral de las masas, cuya actitud no importa mientras se hallen absorbidas por
su trabajo, sino la moral del Partido mismo. Se espera que hasta el más humilde de los miembros del Partido
sea competente, laborioso e incluso inteligente -siempre dentro de límites reducidos, claro está-, pero
siempre es preciso que sea un fanático ignorante y crédulo en el que prevalezca el miedo, el odio, la adulación
y una continua sensación orgiástica de triunfo. En otras palabras, es necesario que ese hombre posea la
mentalidad típica de la guerra. No importa que haya o no haya guerra y, ya que no es posible una victoria
decisiva, tampoco importa si la guerra va bien o mal. Lo único preciso es que exista un estado de guerra. La
desintegración de la inteligencia especial que el Partido necesita de sus miembros, y que se logra mucho
mejor en una atmósfera de guerra, es ya casi universal, pero se nota con más relieve a medida que subimos
en la escala jerárquica. Precisamente es en el Partido Interior donde la histeria bélica y el odio al enemigo
son más intensos. Para ejercer bien sus funciones administrativas, se ve obligado con frecuencia el miembro
del Partido Interior a saber que esta o aquella noticia de guerra es falsa y puede saber muchas veces que
una pretendida guerra o no existe o se está realizando con fines completamente distintos a los declarados.
Pero ese conocimiento queda neutralizado fácilmente mediante la técnica del doblepensar. De modo que
ningún miembro del Partido Interior vacila ni un solo instante en su creencia mística de que la guerra es una
realidad y que terminará victoriosamente con el dominio indiscutible de Oceanía sobre el mundo entero.
Todos los miembros del Partido Interior creen -en esta futura victoria total como en un artículo de fe. Se
conseguirá, o bien paulatinamente mediante la adquisición de más territorios sobre los que se basará una
aplastante preponderancia, o bien por el descubrimiento de algún arma secreta. Continúa sin cesar la búsqueda
de nuevas armas, y ésta es una de las poquísimas actividades en que todavía pueden encontrar salida
la inventiva y las investigaciones científicas. En la Oceanía de hoy la ciencia -en su antiguo sentido- ha
dejado casi de existir. En neolengua no hay palabra para ciencia. El método empírico de pensamiento, en el
cual se basaron todos los adelantos científicos del pasado, es opuesto a los principios fundamentales de
Ingsoc. E incluso el progreso técnico sólo existe cuando sus productos pueden ser empleados para disminuir
la libertad humana.
Las dos finalidades del Partido son conquistar toda la superficie de la Tierra y extinguir de una vez para
siempre la posibilidad de toda libertad del pensamiento. Hay, por tanto, dos grandes problemas que ha de
resolver el Partido. Uno es el de descubrir, contra la voluntad del interesado, lo que está pensando determinado
ser humano, y el otro es cómo suprimir, en pocos segundos y sin previo aviso, a varios centenares de
millones de personas. Éste es el principal objetivo de las investigaciones científicas. El hombre de ciencia
actual es una mezcla de psicólogo y policía que estudia con extraordinaria minuciosidad el significado de
las expresiones faciales, gestos y tonos de voz, los efectos de las drogas que obligan a decir la verdad, la
terapéutica del shock, del hipnotismo y de la tortura física; y si es un químico, un físico o un biólogo, sólo
se preocupará por aquellas ramas que dentro de su especialidad sirvan para matar. En los grandes laboratorios
del Ministerio de la Paz, en las estaciones experimentales ocultas en las selvas brasileñas, en el desierto
australiano o en las islas perdidas del Antártico, trabajan incansablemente los equipos técnicos. Unos se
dedican sólo a planear la logística de las guerras futuras; otros, a idear bombas cohete cada vez mayores,
explosivos cada vez más poderosos y corazas cada vez más impenetrables; otros buscan gases más mortíferos
o venenos que puedan ser producidos en cantidades tan inmensas que destruyan la vegetación de todo
un continente, o cultivan gérmenes inmunizados contra todos los posibles antibióticos; otros se esfuerzan
por producir un vehículo que se abra paso por la tierra como un submarino bajo el agua, o un aeroplano tan
independiente de su base como un barco en el mar, otros exploran posibilidades aún más remotas, como la
de concentrar los rayos del sol mediante gigantescas lentes suspendidas en el espacio a miles de kilómetros,
o producir terremotos artificiales utilizando el calor del centro de la Tierra.
Pero ninguno de estos proyectos se aproxima nunca a su realización, y ninguno de los tres superestados
adelanta a los otros dos de un modo definitivo. Lo más notable es que las tres potencias tienen ya, con la
bomba atómica, un arma mucho más poderosa que cualquiera de las que ahora tratan de convertir en realidad.
Aunque el Partido, según su costumbre, quiere atribuirse el invento, las bombas atómicas aparecieron
por primera vez a principios de los años cuarenta y tantos de este siglo y fueron usadas en gran escala unos
diez años después. En aquella época cayeron unos centenares de bombas en los centros industriales, principalmente
de la Rusia Europea, Europa Occidental y Norteamérica. El objeto perseguido era convencer a los
gobernantes de todos los países que unas cuantas bombas más terminarían con la sociedad organizada y por
tanto con su poder. A partir de entonces, y aunque no se llegó a ningún acuerdo formal, no se arrojaron más
bombas atómicas. Las potencias actuales siguen produciendo bombas atómicas y almacenándolas en espera
de la oportunidad decisiva que todos creen llegará algún día. Mientras tanto, el arte de la guerra ha permanecido
estacionado durante treinta o cuarenta años. Los autogiros se usan más que antes, los aviones de
bombardeo han sido sustituidos en gran parte por los proyectiles autoimpulsados y el frágil tipo de barco de
guerra fue reemplazado por las fortalezas flotantes, casi imposibles de hundir. Pero, aparte de ello, apenas
ha habido adelantos bélicos. Se siguen usando el tanque, el submarino, el torpedo, la ametralladora e incluso
el rifle y la granada de mano. Y, a pesar de las interminables matanzas comunicadas por la Prensa y las
telepantallas, las desesperadas batallas de las guerras anteriores -en las cuales morían en pocas semanas
centenares de miles e incluso millones de hombres- no han vuelto a repetirse.
Ninguno de los tres superestados intenta nunca una maniobra que suponga el riesgo de una seria derrota.
Cuando se lleva a cabo una operación de grandes proporciones, suele tratarse de un ataque por sorpresa
contra un aliado. La estrategia que siguen los tres superestados -o que pretenden seguir-- es la misma. Su
plan es adquirir, mediante una combinación, un anillo de bases que rodee completamente a uno de los estados
rivales para firmar luego un pacto de amistad con ese rival y seguir en relaciones pacíficas con él durante
el tiempo que sea preciso para que se confíen. En este tiempo, se almacenan bombas atómicas en los
sitios estratégicos. Esas bombas, cargadas en los cohetes, serán disparadas algún día simultáneamente, con
efectos tan devastadores que no habrá posibilidad de respuesta. Entonces se firmará un pacto de amistad
con la otra potencia, en preparación de un nuevo ataque. No es preciso advertir que este plan es un ensueño
de imposible realización. Nunca hay verdadera lucha a no ser en las zonas disputadas en el Ecuador y en
los Polos: no hay invasiones del territorio enemigo. Lo cual explica que en algunos sitios sean arbitrarias
las fronteras entre los superestados. Por ejemplo, Eurasia podría conquistar fácilmente las Islas Británicas,
que forman parte, geográficamente, de Europa, y también sería posible para Oceanía avanzar sus fronteras
hasta el Rin e incluso hasta el Vístula. Pero esto violaría el principio -seguido por todos los bandos, aunque
nunca formulado- de la integridad cultural. Así, si Oceanía conquistara las áreas que antes se conocían con
los nombres de Francia y Alemania, sería necesario exterminar a todos sus habitantes -tarea de gran dificultad
físicao asimilarse una población de un centenar de millones de personas que, en lo técnico, están a la
misma altura que los oceánicos. El problema es el mismo para todos los superestados, siendo absolutamente
imprescindible que su estructura no entre en contacto con extranjeros, excepto en reducidas proporciones
con prisioneros de guerra y esclavos de color. Incluso el aliado oficial del momento es considerado
con mucha suspicacia. El ciudadano medio de Oceanía nunca ve a un ciudadano de Eurasia ni de Asia
Oriental -aparte de los prisioneros- y se le prohibe que aprenda lenguas extranjeras. Si se le permitiera entrar
en relación con extranjeros, descubriría que son criaturas iguales a él en lo esencial y que casi todo lo
que se le ha dicho sobre ellos es una sarta de mentiras. Se rompería así el mundo cerrado en que vive y quizá
desaparecieran él miedo, el odio y la rigidez fanática en que se basa su moral. Se admite, por tanto, en
los tres Estados que por mucho que cambien de manos Persia, Egipto, Java o Ceilán, las fronteras principales
nunca podrán ser cruzadas más que por las bombas.
Bajo todo esto hallamos un hecho al que nunca se alude, pero admitido tácitamente y sobre el que se basa
toda conducta oficial, a saber: que las condiciones de vida de los tres superestados son casi las mismas. En
Oceanía prevalece la ideología llamada Ingsoc, en Eurasia el neobolchevismo y en Asia Oriental lo que se
conoce por un nombre chino que suele traducirse por «adoración de la muerte», pero que quizá quedaría
mejor expresado como «desaparición del yo». Al ciudadano de Oceanía no se le permite saber nada de las
otras dos ideologías, pero se le enseña a condenarlas como bárbaros insultos contra la moralidad y el sentido
común. La verdad es que apenas pueden distinguirse las tres ideologías, y los sistemas sociales que ellas
soportan son los mismos. En los tres existe la misma estructura piramidal, idéntica adoración a un jefe semidivino,
la misma economía orientada hacia una guerra continua. De ahí que no sólo no puedan conquistarse
mutuamente los tres superestados, sino que no tendrían ventaja alguna si lo consiguieran. Por el contrario,
se ayudan mutuamente manteniéndose en pugna. Y los grupos dirigentes de las tres Potencias saben
y no saben, a la vez, lo que están haciendo. Dedican sus vidas a la conquista del mundo, pero están convencidos
al mismo tiempo de que es absolutamente necesario que la guerra continúe eternamente sin ninguna
victoria definitiva. Mientras tanto, el hecho de que no hay peligro de conquista hace posible la denegación
sistemática de la realidad, que es la característica principal del Ingsoc y de sus sistemas rivales. Y aquí
hemos de repetir que, al hacerse continua, la guerra ha cambiado fundamentalmente de carácter.
En tiempos pasados, una guerra, casi por definición, era algo que más pronto o más tarde tenía un final;
generalmente, una clara victoria o una derrota indiscutible. Además, en el pasado, la guerra era uno de los
principales instrumentos con que se mantenían las sociedades humanas en contacto con la realidad física.
Todos los gobernantes de todas las épocas intentaron imponer un falso concepto del mundo a sus súbditos,
pero no podían fomentar ilusiones que perjudicasen la eficacia militar. Como quiera que la derrota significaba
la pérdida de la independencia o cualquier otro resultado indeseable, habían de tomar serias precauciones
para evitar la derrota. Estos hechos no podían ser ignorados. Aun admitiendo que en filosofía, en
ciencia, en ética o en política dos y dos pudieran ser cinco, cuando se fabricaba un cañón o un aeroplano
tenían que ser cuatro. Las naciones mal preparadas acababan siempre siendo conquistadas, y la lucha por
una mayor eficacia no admitía ilusiones. Además, para ser eficaces había que aprender del pasado, lo cual
suponía estar bien enterado de lo ocurrido en épocas anteriores. Los periódicos y los libros de historia eran
parciales, naturalmente, pero habría sido imposible una falsificación como la que hoy se realiza. La guerra
era una garantía de cordura. Y respecto a las clases gobernantes, era el freno más seguro. Nadie podía ser,
desde el poder, absolutamente irresponsable desde el momento en que una guerra cualquiera podía ser ganada
o perdida.
Pero cuando una guerra se hace continua, deja de ser peligrosa porque desaparece toda necesidad militar.
El progreso técnico puede cesar y los hechos más palpables pueden ser negados o descartados como cosas
sin importancia. Lo único eficaz en Oceanía es la Policía del Pensamiento. Como cada uno de los tres superestados
es inconquistable, cada uno de ellos es, por tanto, un mundo separado dentro del cual puede ser
practicada con toda tranquilidad cualquier perversión mental. La realidad sólo ejerce su presión sobre las
necesidades de la vida cotidiana: la necesidad de comer y de beber, de vestirse y tener un techo, de no beber
venenos ni caerse de las ventanas, etc... Entre la vida y la muerte, y entre el placer físico y el dolor físico,
sigue habiendo una distinción, pero eso es todo. Cortados todos los contactos con el mundo exterior y
con el pasado, el ciudadano de Oceanía es como un hombre en el espacio interestelar, que no tiene manera
de saber por dónde se va hacia arriba y por dónde hacia abajo. Los gobernantes de un Estado como éste son
absolutos como pudieran serlo los faraones o los césares. Se ven obligados a evitar que sus gentes se mueran
de hambre en cantidades excesivas, y han de mantenerse al mismo nivel de baja técnica militar que sus
rivales. Pero, una vez conseguido ese mínimo, pueden retorcer y deformar la realidad dándole la forma que
se les antoje.
Por tanto, la guerra de ahora, comparada con las antiguas, es una impostura. Se podría comparar esto a
las luchas entre ciertos rumiantes cuyos cuernos están colocados de tal manera que no pueden herirse. Pero
aunque es una impostura, no deja de tener sentido. Sirve para consumir el sobrante de bienes y ayuda a
conservarla atmósfera mental imprescindible para una sociedad jerarquizada. Como se ve, la guerra es ya
sólo un asunto de política interna. En el pasado, los grupos dirigentes de todos los países, aunque reconocieran
sus propios intereses e incluso los de sus enemigos y gritaran en lo posible la destructividad de la
guerra, en definitiva luchaban unos contra otros y el vencedor aplastaba al vencido. En nuestros días río
luchan unos contra otros, sino cada grupo dirigente contra sus propios súbditos, y el objeto de la guerra no
es conquistar territorio ni defenderlo, sino mantener intacta la estructura de la sociedad. Por lo tanto, la palabra
guerra se ha hecho equívoca. Quizá sería acertado decir que la guerra, al hacerse continua, ha dejado
de existir. La presión que ejercía sobre los seres humanos entre la Edad neolítica y principios del siglo XX
ha desaparecido, siendo sustituida por algo completamente distinto. El efecto sería muy parecido si los tres
superestados, en vez de pelear cada uno con los otros, llegaran al acuerdo -respetándolo- de vivir en paz
perpetua sin traspasar cada uno las fronteras del otro. En ese caso, cada uno de ellos seguiría siendo un
mundo cerrado libre de la angustiosa influenció del peligro externo. Una paz que fuera de verdad permanente
sería lo mismo que una guerra permanente. Éste es el sentido verdadero (aunque la mayoría de los
miembros del Partido lo entienden sólo de un modo superficial) de la consigna del Partido: la guerra es la
paz.
Winston dejó de leer un momento. A una gran distancia había estallado una bomba. La inefable sensación
de estar leyendo el libro prohibido, en una habitación sin telepantalla, seguía llenándolo de satisfacción.
La soledad y la seguridad eran sensaciones físicas, mezcladas por el cansancio de su cuerpo, la suavidad
de la alfombra, la caricia de la débil brisa que entraba por la ventana... El libro le fascinaba o, más
exactamente, lo tranquilizaba. En cierto sentido, no le enseñaba nada nuevo, pero esto era una parte de su
encanto. Decía lo que el propio Winston podía haber dicho, si le hubiera sido posible ordenar sus propios
pensamientos y darles una clara expresión. Este libro era el producto de una mente semejante a la suya,
pero mucho más poderosa, más sistemática y libre de temores. Pensó Winston que los mejores libros son
los que nos dicen lo que ya sabemos. Había vuelto al capítulo 1 cuando oyó los pasos de Julia en la escalera.
Se levantó del sillón para salirle al encuentro. Julia entró en ese momento, tiró su bolsa al suelo y se
lanzó a los brazos de él. Hacía más de una semana que no se habían visto.
-Tengo el libro -dijo Winston en cuanto se apartaron.
-¿Ah, sí? Muy bien -dijo ella sin gran interés y casi inmediatamente se arrodilló junto a la estufa para
hacer café.
No volvieron a hablar del libro hasta después de media hora de estar en la cama. La tarde era bastante
fresca para que mereciera la pena cerrar la ventana. De abajo llegaban las habituales canciones y el ruido de
botas sobre el empedrado. La mujer de los brazos rojizos parecía no moverse del patio. A todas horas del
día estaba lavando y tendiendo ropa. Julia tenía sueño, Winston volvió a coger el libro, que estaba en el
suelo, y se sentó apoyando la espalda en la cabecera de la cama.
-Tenemos que leerlo elijo-. Y tú también. Todos los miembros de la Hermandad deben leerlo.
-Léelo tú --dijo Julia con los ojos cerrados-. Léelo en voz alta. Así es mejor. Y me puedes explicar los
puntos difíciles.
El viejo reloj marcaba las seis, o sea, las dieciocho. Disponían de tres o cuatro horas más. Winston se puso
el libro abierto sobre las rodillas en ángulo y empezó a leer:
CAPITULO PRIMERO
La ignorancia es la fuerza
»Durante todo el tiempo de que se tiene noticia, probablemente desde fines del período neolítico, ha
habido en el mundo tres clases de personas: los Altos, los Medianos y los Bajos. Se han subdividido de
muchos modos, han llevado muy diversos nombres y su número relativo, así como la actitud que han guardado
unos hacia otros, han variado de época en época; pero la estructura esencial de la sociedad nunca ha
cambiado. Incluso después de enormes conmociones y de cambios que parecían irrevocables, la misma
estructura ha vuelto a imponerse, igual que un giroscopio vuelve siempre a la posición de equilibrio por
mucho que lo empujemos en un sentido o en otro.
-Julia, ¿estás despierta? -dijo Winston.
-Sí, amor mío, te escucho. Sigue. Es maravilloso.
Winston continuó leyendo:
Los fines de estos tres grupos son inconciliables. Los Altos quieren quedarse donde están. Los Medianos
tratan de arrebatarles sus puestos a los Altos. La finalidad de los Bajos, cuando la tienen -porque su principal
característica es hallarse aplastados por las exigencias de la vida cotidiana-, consiste en abolir todas las
distinciones y crear una sociedad en que todos los hombres sean iguales. Así, vuelve a presentarse continuamente
la misma lucha social. Durante largos períodos, parece que los Altos se encuentran muy seguros
en su poder, pero siempre llega un momento en que pierden la confianza en sí mismos o se debilita su capacidad
para gobernar, o ambas cosas a la vez. Entonces son derrotados por los Medianos, que llevan junto
a ellos a los Bajos porque les han asegurado que ellos representan la libertad y la justicia. En cuanto logran
sus objetivos, los Medianos abandonan a los Bajos y los relegan a su antigua posición de servidumbre, convirtiéndose
ellos en los Altos. Entonces, un grupo de los Medianos se separa de los demás y empiezan a
luchar entre ellos. De los tres grupos, solamente los Bajos no logran sus objetivos ni siquiera transitoriamente.
Sería exagerado afirmar que en toda la Historia no ha habido progreso material. Aun hoy, en un
período de decadencia, el ser humano se encuentra mejor que hace unos cuantos siglos. Pero ninguna reforma
ni revolución alguna han conseguido acercarse ni un milímetro a la igualdad humana. Desde el punto
de vista de los Bajos, ningún cambio histórico ha significado mucho más que un cambio en el nombre de
sus amos.
A fines del siglo XIX eran muchos los que habían visto claro este juego. De ahí que surgieran escuelas
del pensamiento que interpretaban la Historia como un proceso cíclico y aseguraban que la desigualdad era
la ley inalterable de la vida humana. Desde luego, esta doctrina ha tenido siempre sus partidarios, pero se
había introducido un cambio significativo. En el pasado, la necesidad de una forma jerárquica de la sociedad
había sido la doctrina privativa de los Altos. Fue defendida por reyes, aristócratas, jurisconsultos, etc.
Los Medianos, mientras luchaban por el poder, utilizaban términos como «libertad», «justicia» y «fraternidad
». Sin embargo, el concepto de la fraternidad humana empezó a ser atacado por individuos que todavía
no estaban en el Poder, pero que esperaban estarlo pronto. En el pasado, los Medianos hicieron revoluciones
bajo la bandera de la igualdad, pero se limitaron a imponer una nueva tiranía apenas desaparecida la
anterior. En cambio, los nuevos grupos de Medianos proclamaron de antemano su tiranía. El socialismo,
teoría que apareció a principios del siglo XIX y que fue el último eslabón de una cadena que se extendía
hasta las rebeliones de esclavos en la Antigüedad, seguía profundamente infestado por las viejas utopías.
Pero a cada variante de socialismo aparecida a partir de 1900 se abandonaba más abiertamente la pretensión
de establecer la libertad y la igualdad. Los nuevos movimientos que surgieron a mediados del siglo,
Ingsoc en Oceanía, neobolchevismo en Eurasia y adoración de la muerte en Asia oriental, tenían como finalidad
consciente la perpetuación de la falta de libertad y de la desigualdad social. Estos nuevos movimientos,
claro está, nacieron de los antiguos y tendieron a conservar sus nombres y aparentaron respetar sus
ideologías. Pero el propósito de todos ellos era sólo detener el progreso e inmovilizar a la Historia en un
momento dado. El movimiento de péndulo iba a ocurrir una vez más y luego a detenerse. Como de costumbre,
los Altos serían desplazados por los Medianos, que entonces se convertirían a su vez en Altos, pero
esta vez, por una estrategia consciente, estos últimos Altos conservarían su posición permanentemente.
Las nuevas doctrinas surgieron en parte a causa de la acumulación de conocimientos históricos y del aumento
del sentido histórico, que apenas había existido antes del siglo XIX. Se entendía ya el movimiento
cíclico de la Historia, o parecía entenderse; y al ser comprendido podía ser también alterado. Pero la causa
principal y subyacente era que ya a principios del siglo xx era técnicamente posible la igualdad humana.
Seguía siendo cierto que los hombres no eran iguales en sus facultades innatas y que las funciones habían
de especializarse de modo que favorecían inevitablemente a unos individuos sobre otros; pero ya no eran
precisas las diferencias de clase ni las grandes diferencias de riqueza. Antiguamente, las diferencias de clase
no sólo habían sido inevitables, sino deseables. La desigualdad era el precio de la civilización. Sin embargo,
el desarrollo del maquinismo iba a cambiar esto. Aunque fuera aún necesario que los seres humanos
realizaran diferentes clases de trabajo, ya no era preciso que vivieran en diferentes niveles sociales o económicos.
Por tanto, desde el punto de vista de los nuevos grupos que estaban a punto de apoderarse del
mando, no era ya la igualdad humana un ideal por el que convenía luchar, sino un peligro que había de ser
evitado. En épocas más antiguas, cuando una sociedad justa y pacífica no era posible, resultaba muy fácil
creer en ella. La idea de un paraíso terrenal en el que los hombres vivirían como hermanos, sin leyes y sin
trabajo agotador, estuvo obsesionando a muchas imaginaciones durante miles de años. Y esta visión tuvo
una cierta importancia incluso entre los grupos que de hecho se aprovecharon de cada cambio histórico.
Los herederos de la Revolución francesa, inglesa y americana habían creído parcialmente en sus frases sobre
los derechos humanos, libertad de expresión, igualdad ante la ley y demás, e incluso se dejaron influir
en su conducta por algunas de ellas hasta cierto punto. Pero hacia la década cuarta del siglo XX todas las
corrientes de pensamiento, político eran autoritarias. Pero ese paraíso terrenal quedó desacreditado precisamente
cuando podía haber sido realizado, y en el segundo cuarto del siglo xx volvieron a ponerse en
práctica procedimientos que ya no se usaban desde hacía siglos: encarcelamiento sin proceso, empleo de
los prisioneros de guerra como esclavos, ejecuciones públicas, tortura para extraer confesiones, uso de rehenes
y deportación de poblaciones en masa. Todo esto se hizo habitual y fue defendido por individuos
considerados como inteligentes y avanzados. Los nuevos sistemas políticos se basaban en la jerarquía y la
regimentación.
Después de una década de guerras nacionales, guerras civiles, revoluciones y contrarrevoluciones en todas
partes del mundo, surgieron el Ingsoc y sus rivales cómo teorías políticas inconmovibles. Pero ya las
habían anunciado los varios sistemas, generalmente llamados totalitarios, que aparecieron durante el segundo
cuarto de siglo y se veía claramente el perfil que había de tener el mundo futuro. La nueva aristocracia
estaba formada en su mayoría por burócratas, hombres de ciencia, técnicos, organizadores sindicales,
especialistas en propaganda, sociólogos, educadores, periodistas y políticos profesionales. Esta gente, cuyo
origen estaba en la clase media asalariada y en la capa superior de la clase obrera, había sido formada y
agrupada por el mundo inhóspito de la industria monopolizada y el gobierno centralizado. Comparados con
los miembros de las clases dirigentes en el pasado, esos hombres eran menos avariciosos, les tentaba menos
el lujo y más el placer de mandar, y, sobre todo, tenían más consciencia de lo que estaban haciendo y se
dedicaban con mayor intensidad a aplastar a la oposición. Esta última diferencia era esencial. Comparadas
con la que hoy existe, todas las tiranías del pasado fueron débiles e ineficaces. Los grupos gobernantes se
hallaban contagiados siempre en cierta medida por las ideas liberales y no les importaba dejar cabos sueltos
por todas partes. Sólo se preocupaban por los actos realizados y no se interesaban por lo que los súbditos
pudieran pensar. En parte, esto se debe a que en el pasado ningún Estado tenía el poder necesario para someter
a todos sus ciudadanos a una vigilancia constante. Sin embargo, el invento de la imprenta facilitó
mucho el manejo de la opinión pública, y el cine y la radio contribuyeron en gran escala a acentuar este
proceso. Con el desarrollo de la televisión y el adelanto técnico que hizo posible recibir y transmitir simultáneamente
en el mismo aparato, terminó la vida privada. Todos los ciudadanos, o por lo menos todos
aquellos ciudadanos que poseían la suficiente importancia para que mereciese la pena vigilarlos, podían ser
tenidos durante las veinticuatro horas del día bajo la constante observación de la policía y rodeados sin cesar
por la propaganda oficial, mientras que se les cortaba toda comunicación con el mundo exterior.
Por primera vez en la Historia existía la posibilidad de forzar a los gobernados, no sólo a una completa
obediencia a la voluntad del Estado, sino a la completa uniformidad de opinión.
Después del período revolucionario entre los años cincuenta y tantos y setenta, la sociedad volvió a agruparse
como siempre, en Altos, Medios y Bajos. Pero el nuevo grupo de Altos, a diferencia de sus predecesores,
no actuaba ya por instinto, sino que sabía lo que necesitaba hacer para salvaguardar su posición. Los
privilegiados se habían dado cuenta desde hacía bastante tiempo de que la base más segura para la oligarquía
es el colectivismo. La riqueza y los privilegios se defienden más fácilmente cuando se poseen conjuntamente.
La llamada «abolición de la propiedad privada», que ocurrió a mediados de esté siglo, quería
decir que la propiedad iba a concentrarse en un número mucho menor de manos que anteriormente, pero
con esta diferencia: que los nuevos dueños constituirían un grupo en vez de una masa de individuos. Individualmente,
ningún miembro del Partido posee nada, excepto insignificantes objetos de uso personal. Colectivamente,
el Partido es el dueño de todo lo que hay en Oceanía, porque lo controla todo y dispone de los
productos como mejor se le antoja. En los años que siguieron a la Revolución pudo ese grupo tomar el
mando sin encontrar apenas oposición porque todo el proceso fue presentado como un acto de colectivización.
Siempre se había dado por cierto que si la clase capitalista era expropiada, el socialismo se impondría,
y era un hecho que los capitalistas habían sido expropiados. Las fábricas, las minas, las tierras, las casas,
los medios de transporte, todo se les había quitado, y como todo ello dejaba de ser propiedad privada, era
evidente que pasaba a ser propiedad pública. El Ingsoc, procedente del antiguo socialismo y que había
heredado su fraseología, realizó los principios fundamentales de ese socialismo, con el resultado, previste y
deseado, de que la desigualdad económica se hizo permanente.
Pero los problemas que plantea la perpetuación de una sociedad jerarquizada son mucho más complicados.
Sólo hay cuatro medios de que un grupo dirigente sea derribado del Poder. O es vencido desde fuera, o
gobierna tan ineficazmente que las masas se le rebelan, o permite la formación de un grupo medio que lo
pueda desplazar, o pierde la confianza en sí mismo y la voluntad de mando. Estas causas no operan sueltas,
y por lo general se presentan las cuatro combinadas en cierta medida. El factor que decide en última instancia
es la actitud mental de la propia clase gobernante.
Después de mediados del siglo XX, el primer peligro había desaparecido. No había posibilidad de una
derrota infligida por una potencia enemiga. Cada uno de los tres superestados en que ahora se divide el
mundo es inconquistable, y sólo podría llegar a ser conquistado por lentos cambios demográficos, que un
Gobierno con amplios poderes puede evitar muy fácilmente. El segundo peligro es sólo teórico. Las masas
nunca se levantan por su propio impulso y nunca lo harán por la sola razón de que están oprimidas. Las crisis
económicas del pasado fueron absolutamente innecesarias y ahora no se tolera que ocurran, pero de todos
modos ninguna razón de descontento podrá tener ahora resultados políticos, ya que no hay modo de
que el descontento se articule. En cuanto al problema de la superproducción, que ha estado latente en nuestra
sociedad desde el desarrollo del maquinismo, queda resuelto por el recurso de la guerra continua (véase
el capítulo III), que es también necesaria para mantener la moral pública a un elevado nivel. Por tanto, desde
el punto de vista de nuestros actuales gobernantes, los únicos peligros auténticos son la aparición de un
nuevo grupo de personas muy capacitadas y ávidas de poder o el crecimiento del espíritu liberal y del escepticismo
en las propias filas gubernamentales. O sea, todo se reduce a un problema de educación, a moldear
continuamente la mentalidad del grupo dirigente y del que se halla: inmediatamente debajo de él. En
cambio, la consciencia de las masas sólo ha de ser influida de un modo negativo.
Con este fondo se puede deducir la estructura general de la sociedad de Oceanía. En el vértice de la pirámide
está el Gran Hermano. Éste es infalible y todopoderoso. Todo triunfo, todo descubrimiento científico,
toda sabiduría, toda felicidad, toda virtud, se considera que procede directamente de su inspiración y de
su poder. Nadie ha visto nunca al Gran Hermano. Es una cara en los carteles, una voz en la telepantalla.
Podemos estar seguros de que nunca morirá y no hay manera de saber cuándo nació. El Gran Hermano es
la concreción con que el Partido se presenta al mundo. Su función es actuar como punto de mira para todo
amor, miedo o respeto, emociones que se sienten con mucha mayor facilidad hacia un individuo que hacia
una organización. Detrás del Gran Hermano se halla el Partido Interior, del cual sólo forman parte seis millones
de personas, o sea, menos del seis por ciento de la población de Oceanía. Después del Partido Interior,
tenemos el Partido Exterior; y si el primero puede ser descrito como «el cerebro del Estado», el segundo
pudiera ser comparado a las manos. Más abajo se encuentra la masa amorfa de los proles, que constituyen
quizá el 85 por ciento de la población. En los términos de nuestra anterior clasificación, los proles son
los Bajos. Y las masas de esclavos procedentes de las tierras ecuatoriales, que pasan constantemente de
vencedor a vencedor (no olvidemos que «vencedor» sólo debe ser tomado de un modo relativo) y no forman
parte de la población propiamente dicha.
En principio, la pertenencia a estos tres grupos no es hereditaria. No se considera que un niño nazca dentro
del Partido Interior porque sus padres pertenezcan a él. La entrada en cada una de las ramas del Partido
se realiza mediante examen a la edad de dieciséis años. Tampoco hay prejuicios raciales ni dominio de una
provincia sobre otra. En los más elevados puestos del Partido encontramos judíos, negros, sudamericanos
de pura sangre india, y los dirigentes de cualquier zona proceden siempre de los habitantes de esa área. En
ninguna parte de Oceanía tienen sus habitantes la sensación de ser una población colonial regida desde una
capital remota. Oceanía no tiene capital y su jefe titular es una persona cuya residencia nadie conoce. No
está centralizada en modo alguno, aparte de que el inglés es su principal lingua franca y que la neolengua
es su idioma oficial. Sus gobernantes no se hallan ligados por lazos de sangre, sino por la adherencia a una
doctrina común. Es verdad que nuestra sociedad se compone de estratos -una división muy rígida en estratos-
ateniéndose a lo que a primera vista parecen normas hereditarias. Hay mucho menos intercambio entre
los diferentes grupos de lo que había en la época capitalista o en las épocas preindustriales. Entre las dos
ramas del Partido se verifica algún intercambio, pero solamente lo necesario para que los débiles sean excluidos
del Partido Interior y qué los miembros ambiciosos del Partido Exterior pasen a ser inofensivos al
subir de categoría. En la práctica, los proletarios no pueden entrar en el Partido. Los más dotados de ellos,
que podían quizá constituir un núcleo de descontentos, son fichados por la Policía del Pensamiento y eliminados.
Pero semejante estado de cosas no es permanente ni de ello se hace cuestión de principio. El Partido
no es una clase en el antiguo sentido de la palabra. No se propone transmitir el poder a sus hijos como tales
descendientes directos, y si no hubiera otra manera de mantener en los puestos de mando a los individuos
más capaces, estaría dispuesto el Partido a reclutar una generación completamente nueva de entre las filas
del proletariado. En los años cruciales, el hecho de que el Partido no fuera un cuerpo hereditario contribuyó
muchísimo a neutralizar la oposición. El socialista de la vieja escuela, acostumbrado a luchar contra algo
que se llamaba «privilegios de clase», daba por cierto que todo lo que no es hereditario no puede ser permanente.
No comprendía que la continuidad de una oligarquía no necesita ser física ni se paraba a pensar
que las aristocracias hereditarias han sido siempre de corta vida, mientras que organizaciones basadas en la
adopción han durado centenares y miles de años. Lo esencial de la regla oligárquica no es la herencia de
padre a hijo, sino la persistencia de una cierta manera de ver el mundo y de un cierto modo de vida impuesto
por los muertos a los vivos. Un grupo dirigente es tal grupo dirigente en tanto pueda nombrarla sus
sucesores. El Partido no se preocupa de perpetuar su sangre, sino de perpetuarse a sí mismo. No importa
quién detenta el Poder con tal de que la estructura jerárquica sea siempre la misma.
Todas las creencias, costumbres, aficiones, emociones y actitudes mentales que caracterizan a nuestro
tiempo sirven para sostener la mística del Partido y evitar que la naturaleza de la sociedad actual sea percibida
por la masa. La rebelión física o cualquier movimiento preliminar hacia la rebelión no es posible en
nuestros días. Nada hay que temer de los proletarios. Dejados aparte, continuarán, de generación en generación
y de siglo en siglo, trabajando, procreando y muriendo, no sólo sin sentir impulsos de rebelarse, sino
sin la facultad de comprender que el mundo podría ser diferente de lo que es. Sólo podrían convertirse en
peligrosos si el progreso de la técnica industrial hiciera necesario educarles mejor; pero como la rivalidad
militar y comercial ha perdido toda importancia, el nivel de la educación popular declina continuamente.
Las opiniones que tenga o no tenga la masa se consideran con absoluta indiferencia. A los proletarios se les
puede conceder la libertad intelectual por la sencilla razón de que no tienen intelecto alguno. En cambio, a
un miembro del Partido no se le puede tolerar ni siquiera la más pequeña desviación ideológica.
Todo miembro del Partido vive, desde su nacimiento hasta su muerte, vigilado por la Policía del Pensamiento.
Incluso cuando está solo no puede tener la seguridad de hallarse efectivamente solo. Dondequiera
que esté, dormido o despierto, trabajando o descansando, en el baño o en la cama, puede ser inspeccionado
sin previo aviso y sin que él sepa que lo inspeccionan. Nada de lo que hace es indiferente para la Policía del
Pensamiento. Sus amistades, sus distracciones, su conducta con su mujer y sus hijos, la expresión de su
rostro cuando se encuentra solo, las palabras que murmura durmiendo, incluso los movimientos característicos
de su cuerpo, son analizados escrupulosamente. No sólo una falta efectiva en su conducta, sino cualquier
pequeña excentricidad, cualquier cambio de costumbres, cualquier gesto nervioso que pueda ser el
síntoma de una lucha interna, será estudiado con todo interés. El miembro del Partido carece de toda libertad
para decidirse por una dirección determinada; no puede elegir en modo alguno. Por otra parte, sus actos
no están regulados por ninguna ley ni por un código de conducta claramente formulado. En Oceanía no
existen leyes. Los pensamientos y actos que, una vez descubiertos, acarrean la muerte segura, no están
prohibidos expresamente y las interminables purgas, torturas, detenciones y vaporizaciones no se le aplican
al individuo como castigo por crímenes que haya cometido, sino que son sencillamente el barrido de personas
que quizás algún día pudieran cometer un crimen político. No sólo se le exige al miembro del Partido
que tenga las opiniones que se consideran buenas, sino también los instintos ortodoxos. Muchas de las
creencias y actitudes que se le piden no llegan a fijarse nunca en normas estrictas y no podrían ser proclamadas
sin incurrir en flagrantes contradicciones con los principios mismos del Ingsoc. Si una persona es
ortodoxa por naturaleza (en neolengua se le llama piensabien) sabrá en cualquier circunstancia, sin detenerse
a pensarlo, cuál es la creencia acertada o la emoción deseable. Pero en todo caso, un enfrentamiento
mental complicado, que comienza en la infancia y se concentra en torno a las palabras neolingüísticas paracrimen,
negroblanco y doblepensar, le convierte en un ser incapaz de pensar demasiado sobre cualquier
tema.
Se espera que todo miembro del Partido carezca de emociones privadas y que su entusiasmo no se enfríe
en ningún momento. Se supone que vive en un continuo frenesí de odio contra los enemigos extranjeros y
los traidores de su propio país, en una exaltación triunfal de las victorias y en absoluta humildad y entrega
ante el poder y la sabiduría del Partido. Los descontentos producidos por esta vida tan seca y poco satisfactoria
son suprimidos de raíz mediante la vibración emocional de los Dos Minutos de Odio, y las especulaciones
que podrían quizá llevar a una actitud escéptica o rebelde son aplastadas en sus comienzos o,
mejor dicho, antes de asomar a la consciencia, mediante la disciplina interna adquirida desde la niñez. La
primera etapa de esta disciplina, que puede ser enseñada incluso a los niños, se llama en neolengua paracrimen.
Paracrimen significa la facultad de parar, de cortar en seco, de un modo casi instintivo, todo pensamiento
peligroso que pretenda salir a la superficie. Incluye esta facultad la de no percibir las analogías, de
no darse cuenta de los errores de lógica, de no comprender los razonamientos más sencillos si son contrarios
a los principios del Ingsoc y de sentirse fastidiado e incluso asqueado por todo pensamiento orientado
en una dirección herética. Paracrimen equivale, pues, a estupidez protectora. Pero no basta con la estupidez.
Por el contrario, la ortodoxia en su más completo sentido exige un control sobre nuestros procesos
mentales, un autodominio tan completo como el de una contorsionista sobre su cuerpo. La sociedad oceánica
se apoya en definitiva sobre la creencia de que el Gran Hermano es omnipotente y que el Partido es infalible.
Pero como en realidad el Gran Hermano no es omnipotente y el Partido no es infalible, se requiere
una incesante flexibilidad para enfrentarse con los hechos. La palabra clave en esto es negroblanco. Como
tantas palabras neolingüísticas, ésta tiene dos significados contradictorios. Aplicada a un contrario, significa
la costumbre de asegurar descaradamente que lo negro es blanco en contradicción con la realidad de los
hechos. Aplicada a un miembro del Partido significa la buena y leal voluntad de afirmar que lo negro es
blanco cuando la disciplina del Partido lo exija. Pero también se designa con esa palabra la facultad de
creer que lo negro es blanco, más aún, de saber que lo negro es blanco y olvidar que alguna vez se creyó lo
contrario. Esto exige una continua alteración del pasado, posible gracias al sistema de pensamiento que
abarca a todo lo demás y que se conoce con el nombre de doblepensar.
La alteración del pasado es necesaria por dos razones, una de las cuales es subsidiaria y, por decirlo así,
de precaución. La razón subsidiaria es que el miembro del Partido, lo mismo que el proletario, tolera las
condiciones de vida actuales, en gran parte porque no tiene con qué compararlas. Hay que cortarle radicalmente
toda relación con el pasado, así como hay que aislarlo de los países extranjeros, porque es necesario
que se crea en mejores condiciones que sus antepasados y que se haga la ilusión de que el nivel de comodidades
materiales crece sin cesar. Pero la razón más importante para «reforman» el pasado es la necesidad
de salvaguardar la infalibilidad del Partido. No solamente es preciso poner al día los discursos, estadísticas
y datos de toda clase para demostrar que las predicciones del Partido nunca fallan, sino que no puede admitirse
en ningún caso que la doctrina política del Partido haya cambiado lo más mínimo porque cualquier
variación de táctica política es una confesión de debilidad. Si, por ejemplo, Eurasia o Asia Oriental es la
enemiga de hoy, es necesario que ese país (el que sea de los dos, según las circunstancias) figure como el
enemigo de siempre. Y si los hechos demuestran otra cosa, habrá que cambiar los hechos. Así, la Historia
ha de ser escrita continuamente. Esta falsificación diaria del pasado, realizada por el Ministerio de la Verdad,
es tan imprescindible para la estabilidad del régimen como la represión y el espionaje efectuados por
el Ministerio del Amor.
La mutabilidad del pasado es el eje del Ingsoc. Los acontecimientos pretéritos no tienen existencia objetiva,
sostiene el Partido, sino que sobreviven sólo en los documentos y en las memorias de los hombres. El
pasado es únicamente lo que digan los testimonios escritos y la memoria humana. Pero como quiera que el
Partido controla por completo todos los documentos y también la mente de todos sus miembros, resulta que
el pasado será lo que el Partido quiera que sea. También resulta que aunque el pasado puede ser cambiarlo,
nunca lo ha sido en ningún caso concreto. En efecto, cada vez que ha habido que darle nueva forma por las
exigencias del momento, esta nueva versión es ya el pasado y no ha existido ningún pasado diferente. Esto
sigue siendo así incluso cuando -como ocurre a menudo- el mismo acontecimiento tenga que ser alterado,
hasta hacerse irreconocible, varias veces en el transcurso de un año. En cualquier momento se halla el Partido
en posesión de la verdad absoluta y,, naturalmente, lo absoluto no puede haber sido diferente de lo que
es ahora. Se verá, pues, que el control del pasado depende por completo del entrenamiento de la memoria.
La seguridad de que todos los escritos están de acuerdo con el punto de vista ortodoxo que exigen las circunstancias,
no es más que una labor mecánica. Pero también es preciso recordar que los acontecimientos
ocurrieron de la manera deseada. Y si es necesario adaptar de nuevo nuestros recuerdos o falsificar los documentos,
también es necesario olvidar que se ha hecho esto. Este truco puede aprenderse como cualquier
otra técnica mental. La mayoría de los miembros del Partido lo aprenden y desde luego lo consiguen muy
bien todos aquellos que son inteligentes además de ortodoxos. En el antiguo idioma se conoce esta operación
con toda franqueza como «control de la realidad». En neolengua se le llama doplepemar, aunque también
es verdad que doblepensar comprende muchas cosas.
Doblepensar significa el poder, la facultad de sostener dos opiniones contradictorias simultáneamente,
dos creencias contrarias albergadas a la vez en la mente. El intelectual del Partido sabe en qué dirección
han de ser alterados sus recuerdos; por tanto, sabe que está trucando la realidad; pero al mismo tiempo se
satisface a sí mismo por medio del ejercicio del doblepensar en el sentido de que la realidad no queda violada.
Este proceso ha de ser consciente, pues, si no, no se verificaría con la suficiente precisión, pero también
tiene que ser inconsciente para que no deje un sentimiento de falsedad y, por tanto, de culpabilidad. El
doblepensar está arraigando en el corazón mismo del Ingsoc, ya que el acto esencial del Partido es el empleo
del engaño consciente, conservando a la vez la firmeza de propósito que caracteriza a la auténtica honradez.
Decir mentiras a la vez que se cree sinceramente en ellas, olvidar todo hecho que no convenga recordar,
y luego, cuando vuelva a ser necesario, sacarlo del olvido sólo por el tiempo que convenga, negar la
existencia de la realidad objetiva sin dejar ni por un momento de saber que existe esa realidad que se niega...,
todo esto es indispensable. Incluso para usar la palabra doblepensar es preciso emplear el doblepensar.
Porque para usar la palabra se admite que se están haciendo trampas con la realidad. Mediante un nuevo
acto de doblepensar se borra este conocimiento; y así indefinidamente, manteniéndose la mentira siempre
unos pasos delante de la verdad. En definitiva, gracias al doblepensar ha sido capaz el Partido y seguirá
siéndolo durante miles de años- de parar el curso de la Historia.
Todas las oligarquías del pasado han perdido el poder porque se anquilosaron o por haberse reblandecido
excesivamente. O bien se hacían estúpidas y arrogantes, incapaces de adaptarse a las nuevas circunstancias,
y eran vencidas, o bien se volvían liberales y corbardes, haciendo concesiones cuando debieron usar la
fuerza, y también fueron derrotadas. Es decir, cayeron por exceso de consciencia o por pura inconsciencia.
El gran éxito del Partido es haber logrado un sistema de pensamiento en que tanto la consciencia como la
inconsciencia pueden existir simultáneamente. Y ninguna otra base intelectual podría servirle al Partido
para asegurar su permanencia. Si uno ha de gobernar, y de seguir gobernando siempre, es imprescindible
que desquicie el sentido de la realidad. Porque el secreto del gobierno infalible consiste en combinar la
creencia en la propia infalibilidad con la facultad de aprender de los pasados errores.
No es preciso decir que los más sutiles cultivadores del doblepensar son aquellos que lo inventaron y que
saben perfectamente que este sistema es la mejor organización del engaño mental. En nuestra sociedad,
aquellos que saben mejor lo que está ocurriendo son a la vez los que están más lejos de ver al mundo como
realmente es. En general, a mayor comprensión, mayor autoengaño: los más inteligentes son en esto los
menos cuerdos. Un claro ejemplo de ello es que la histeria de guerra aumenta en intensidad a medida que
subimos en la escala social. Aquellos cuya actitud hacia la guerra es más racional son los súbditos de los
territorios disputados. Para estas gentes, la guerra es sencillamente una calamidad continua que pasa por
encima de ellos con movimiento de marea. Para ellos es completamente indiferente cuál de los bandos va a
ganar. Saben que un cambio de dueño significa sólo que seguirán haciendo el mismo trabajo que antes,
pero sometidos a nuevos amos que los tratarán lo mismo que los anteriores. Los trabajadores algo más favorecidos,
a los que llamamos proles, sólo se dan cuenta de un modo intermitente de que hay guerra. Cuando
es necesario se les inculca el frenesí de odio y miedo, pero si se les deja tranquilos son capaces de olvidar
durante largos períodos que existe una guerra. Y en las filas del Partido -sobre todo en las del Partido
Interior hallamos el verdadero entusiasmo bélico. Sólo creen en la conquista del mundo los que saben que
es imposible. Esta peculiar trabazón de elementos opuestos -conocimiento con ignorancia, cinismo con
fanatismo- es una de las características distintivas de la sociedad oceánica. La ideología oficial abunda en
contradicciones incluso cuando no hay razón alguna que las justifique. Así, el Partido rechaza y vivifica
todos los principios que defendió en un principio el movimiento socialista, y pronuncia esa condenación
precisamente en nombre del socialismo. Predica el desprecio de las clases trabajadoras. Un desprecio al que
nunca se había llegado, y a la vez viste a sus miembros con un uniforme que fue en tiempos el distintivo de
los obreros manuales y que fue adoptado por esa misma razón. Sistemáticamente socava la solidaridad de la
familia y al mismo tiempo llama a su jefe supremo con un nombre que es una evocación de la lealtad familiar.
Incluso los nombres de los cuatro ministerios que los gobiernan revelan un gran descaro al tergiversar
deliberadamente los hechos. El Ministerio de la Paz se ocupa de la guerra; El Ministerio de la Verdad, de
las mentiras; el Ministerio del Amor, de la tortura, y el Ministerio de la Abundancia, del hambre. Estas contradicciones
no son accidentales, no resultan de la hipocresía corriente. Son ejercicios de doblepensar. Porque
sólo mediante la reconciliación de las contradicciones es posible retener el mando indefinidamente. Si
no, se volvería al antiguo ciclo. Si la igualdad humana ha de ser evitada para siempre, si los Altos, como los
hemos llamado, han de conservar sus puestos de un modo permanente, será imprescindible que el estado
mental predominante sea la locura controlada.
Pero hay una cuestión que hasta ahora hemos dejado a un lado. A saber: ¿por qué debe ser evitada la
igualdad humana? Suponiendo que la mecánica de este proceso haya quedado aquí claramente descrita,
debemos preguntarnos: ¿cuál es el motivo de este enorme y minucioso esfuerzo planeado para congelar la
historia de un determinado momento?
Llegamos con esto al secreto central. Como hemos visto, la mística del Partido, y sobre todo la del Partido
Interior, depende del doblepensar. Pero a más profundidad aún, se halla el motivo original, el instinto
nunca puesto en duda, el instinto que los llevó por primera vez a apoderarse de los mandos y que produjo el
doblepensar, la Policía del Pensamiento, la guerra continua y todos los demás elementos que se han hecho
necesarios para el sostenimiento del Poder. Este motivo consiste realmente en...
Winston se dio cuenta del silencio, lo mismo que se da uno cuenta de un nuevo ruido. Le parecía que Julia
había estado completamente inmóvil desde hacía un rato. Estaba echada de lado, desnuda de la cintura
para arriba, con su mejilla apoyada en la mano y una sombra oscura atravesándole los ojos. Su seno subía y
bajaba poco a poco y con regularidad.
Julia.
No hubo respuesta.
-Julia, ¿estás despierta?
Silencio. Estaba dormida. Cerró el libro y lo depositó cuidadosamente en el suelo, se echó y estiró la colcha
sobre los dos.
Todavía, pensó, no se había enterado de cuál era el último secreto. Entendía el cómo; no entendía el porqué.
El capítulo 1, como el capítulo III, no le habían enseñado nada que él no supiera. Solamente le habían
servido para sistematizar los conocimientos que ya poseía. Pero después de leer aquellas páginas tenía una
mayor seguridad de no estar loco. Encontrarse en minoría, incluso en minoría de uno solo, no significaba
estar loco. Había la verdad y lo que no era verdad, y si uno se aferraba a la verdad incluso contra el mundo
entero, no estaba uno loco. Un rayo amarillento del sol poniente entraba por la ventana y se aplastaba sobre
la almohada. Winston cerró los ojos. El sol en sus ojos y el suave cuerpo de la muchacha tocando al suyo le
daba una sensación de sueño, fuerza y confianza. Todo estaba bien y él se hallaba completamente seguro
allí. Se durmió con el pensamiento «la cordura no depende de las estadísticas», convencido de que esta
observación contenía una sabiduría profunda.
X
Se despertó con la sensación de haber dormido mucho tiempo, pero una mirada al antiguo reloj le dijo
que eran sólo las veinte y treinta. Siguió adormilado un rato; le despertó otra vez la habitual canción del
patio:
Era sólo una ilusión sin esperanza
Que pasó como un día de abril,
pero aquella mirada, aquella palabra
y los ensueños que despertaron
me robaron el corazón.
Esta canción conservaba su popularidad. Se oía por todas partes. Había sobrevivido a la Canción del
Odio. Julia se despertó al oírla, se estiró con lujuria y se levantó.
-Tengo hambre -dijo—. Vamos a hacer un poco de café. ¡Caramba) La estufa se ha apagado y el agua está
fría. -Cogió la estufa y la sacudió-. No tiene ya gasolina.
-Supongo que el viejo Charrington podrá dejarnos alguna -dijo Winston.
-Lo curioso es que me había asegurado de que estuviera llena añadió ella-. Parece que se ha enfriado.
Él también se levantó y se vistió. La incansable voz proseguía:
Dicen que el tiempo lo cura todo,
dicen que siempre se olvida,
pero las sonrisas y lágrimas
a lo largo de los artos
retuercen el corazón.
Mientras se apretaba el cinturón del «mono», Winston se asomó a la ventana. El sol debía de haberse
ocultado detrás de las casas porque ya no daba en el patio. El cielo estaba tan azul, entre las chimeneas, que
parecía recién lavado. Incansablemente, la lavandera seguía yendo del lavadero a las cuerdas, cantando y
callándose y no dejaba de colgar pañales. Se preguntó Winston si aquella mujer lavaría ropa como medio
de vida, o si era la esclava de veinte o treinta nietos. Julia se acercó a él; juntos contemplaron fascinados el
ir y venir de la mujerona. Al mirarla en su actitud característica, alcanzando el tendedero con sus fuertes
brazos, o al agacharse sacando sus poderosas ancas, pensó Winston, sorprendido, que era una hermosa mujer.
Nunca se le había ocurrido que el cuerpo de una mujer de cincuenta años, deformado hasta adquirir
dimensiones monstruosas a causa de los partos y endurecido, embastecido por el trabajo, pudiera ser un
hermoso cuerpo. Pero así era, y después de todo, ¿por qué no? El sólido y deformado cuerpo, como un bloque
de granito, y la basta piel enrojecida guardaba la misma relación con el cuerpo de una muchacha que
un fruto con la flor de su árbol. ¿Y por qué va a ser inferior el fruto a la flor?
-Es hermosa -murmuró.
-Por lo menos tiene un metro de caderas elijo Julia.
-Es su estilo de belleza.
Winston abarcó con su brazo derecho el fino talle de Julia, que se apoyó sobre su costado. Nunca podrían
permitírselo. La mujer de abajo no se preocupaba con sutilezas mentales; tenía fuertes brazos, un corazón
cálido y un vientre fértil. Se preguntó Winston cuántos hijos habría tenido. Seguramente unos quince.
Habría florecido momentáneamente -quizá durante un año- y luego se había hinchado como una fruta fertilizada
y se había hecho dura y basta, y a partir de entonces su vida se había reducido a lavar, fregar, remendar,
guisar, barrer, sacar brillo, primero para sus hijos y luego para sus nietos durante una continuidad de
treinta años. Y al final todavía cantaba. La reverencia mística que Winston sentía hacia ella tenía cierta relación
con el aspecto del pálido y limpio cielo que se extendía por entre las chimeneas y los tejados en una
distancia infinita. Era curioso pensar que el cielo era el mismo para todo el mundo, lo mismo para los habitantes
de Eurasia y de Asia Oriental, que para los de Oceanía. Y en realidad las gentes que vivían bajo ese
mismo cielo eran muy parecidas en todas partes, centenares o millares de millones de personas como aquélla,
personas que ignoraban mutuamente sus existencias, separadas por muros de odio y mentiras, y sin embargo
casi exactamente iguales; gentes que nunca habían aprendido a pensar, pero que almacenaban en sus
corazones, en sus vientres y en sus músculos la energía que en el futuro habría de cambiar al mundo. ¡Si
había alguna esperanza, radicaba en los proles! Sin haber leído el final del libro, sabía Winston que ese
tenía que ser el mensaje final de Goldstein. El futuro pertenecía a los proles. Y, ¿podía él estar seguro de
que cuando llegara el tiempo de los proles, el mundo que éstos construyeran no le resultaría tan extraño a
él, a Winston Smith, como le era ahora el mundo del Partido? Sí, porque por lo menos sería un mundo de
cordura. Donde hay igualdad puede haber sensatez. Antes o después ocurriría esto, la fuerza almacenada se
transmutaría en consciencia. Los proles eran inmortales, no cabía dudarlo cuando se miraba aquella heroica
figura del patio. Al final se despertarían. Y 'hasta que ello ocurriera, aunque tardasen mil años, sobrevivirían
a pesar de todos los obstáculos como los pájaros, pasándose de cuerpo a cuerpo la vitalidad que el Partido
no poseía y que éste nunca podría aniquilar.
-¿Te acuerdas -le dijo a Julia- de aquel pájaro que cantó para nosotros, el primer día en que estuvimos
juntos en el lindero del bosque?
-No cantaba para nosotros -respondió ella-. Cantaba para distraerse, porque le gustaba. Tampoco; sencillamente,
estaba cantando.
Los pájaros cantaban; los proles cantaban también, pero el Partido no cantaba. Por todo el mundo, en
Londres y en Nueva York, en África y en el Brasil, así como en las tierras prohibidas más allá de las fronteras,
en las calles de París y Berlín, en las aldeas de la interminable llanura rusa, en los bazares de China y
del Japón, por todas partes existía la misma figura inconquistable, el mismo cuerpo deformado por el trabajo
y por los partos, en lucha permanente desde el nacer al morir, y que sin embargo cantaba. De esas poderosas
entrañas nacería antes o después una raza de seres conscientes. «Nosotros somos los muertos; el futuro
es de ellos», pensó Winston. Pero era posible participar de ese futuro si se mantenía alerta la mente como
ellos, los proles, mantenían vivos sus cuerpos. Todo el secreto estaba en pasarse de unos a otros la doctrina
secreta de que dos y dos son cuatro.
-Nosotros somos los muertos -dijo Winston. -Nosotros somos los muertos -repitió Julia con obediencia
escolar.
-Vosotros sois los muertos -dijo una voz de hierro tras ellos.
Winston y Julia se separaron con un violento sobresalto. A Winston parecían habérsele helado las entrañas
y, mirando a Julia, observó que se le habían abierto los ojos desmesuradamente y que había empalidecido
hasta adquirir su cara un color amarillo lechoso. La mancha del colorete en las mejillas se destacaba
violentamente como si fueran parches sobre la piel.
-Vosotros sois los muertos -repitió la voz de hierro.
-Ha sido detrás del cuadro -murmuró Julia.
-Ha sido detrás del cuadro -repitió la voz-. Quedaos exactamente donde estáis. No hagáis ningún movimiento
hasta que se os ordene.
¡Por fin, aquello había empezado! Nada podían hacer sino mirarse fijamente. Ni siquiera se les ocurrió
escaparse, salir de la casa antes de que fuera demasiado tarde. Sabían que era inútil. Era absurdo pensar que
la voz de hierro procedente del muro pudiera ser desobedecida. Se oyó un chasquido como si hubiese girado
un resorte, y un ruido de cristal roto. El cuadro había caído al suelo descubriendo la telepantalla que
ocultaba.
-Ahora pueden vernos -dijo Julia.
-Ahora podemos veros -dijo la voz-. Permaneced en el centro de la habitación. Espalda contra espalda.
Poneos las manos enlazadas detrás de la cabeza. No os toquéis el uno al otro.
Por supuesto, no se tocaban, pero a Winston le parecía sentir el temblor del cuerpo de Julia. O quizá no
fuera más que su propio temblor. Podía evitar que los dientes le castañetearan, pero no podía controlar las
rodillas. Se oyeron unos pasos de pesadas botas en el piso bajo dentro y fuera de la casa. El patio parecía
estar lleno de hombres; arrastraban algo sobre las piedras. La mujer dejó de cantar súbitamente. Se produjo
un resonante ruido, como si algo rodara por el patio. Seguramente, era el barreño de lavar la ropa. Luego,
varios gritos de ira que terminaron con un alarido de dolor.
-La casa está rodeada -dijo Winston.
-La casa está rodeada elijo la voz.
Winston oyó que Julia le decía:
-Supongo que podremos decirnos adiós.
-Podéis deciros adiós -dijo la voz. Y luego, otra voz por completo distinta, una voz fina y culta que Winston
creía haber oído alguna vez, dijo:
-Y ya que estamos en esto, aquí tenéis una vela para alumbraras mientras os acostáis, aquí tenéis un
hacha para cortaras la cabeza.
Algo cayó con estrépito sobre la cama a espaldas de Winston. Era el marco de la ventana, que había sido
derribado por la escalera de mano que habían apoyado allí desde abajo. Por la escalera de la casa subía gente.
Pronto se llenó la habitación de hombres corpulentos con uniformes negros, botas fuertes y altas porras
en las manos.
Ya Winston no temblaba. Ni siquiera movía los ojos. Sólo le importaba una cosa: estarse inmóvil y no
darles motivo para que le golpearan. Un individuo con aspecto de campeón de lucha libre, cuya boca era
sólo una raya, se detuvo frente a él, balanceando la porra entre los dedos pulgar e índice mientras parecía
meditar. Winston lo miró a los ojos. Era casi intolerable la sensación de hallarse desnudo, con las manos
detrás de la cabeza. El hombre sacó un poco la lengua, una lengua blanquecina, y se lamió el sitio donde
debía haber tenido los labios. Dejó de prestarle atención a Winston. Hubo otro ruido violento. Alguien
había cogido el pisapapeles de cristal y lo había arrojado contra el hogar de la chimenea, donde se había
hecho trizas.
El fragmento de coral, un pedacito de materia roja como un capullito de los que adornan algunas tartas,
rodó por la estera. «¡Qué pequeño es!», pensó Winston. Detrás de él se produjo un ruido sordo y una exclamación
contenida, a la vez que recibía un violento golpe en el tobillo que casi le hizo caer al suelo. Uno
de los hombres le había dado a Julia un puñetazo en la boca del estómago, haciéndola doblarse como un
metro de bolsillo. La joven se retorcía en el suelo esforzándose por respirar. Winston no se atrevió a volver
la cabeza ni un milímetro, pero a veces entraba en su radio de visión la lívida y angustiada cara de Julia. A
pesar del terror que sentía, era como si el dolor que hacía retorcerse a la joven lo tuviera él dentro de su
cuerpo, aquel dolor espantoso que sin embargo era menos importante que la lucha por volver a respirar.
Winston sabía de qué se trataba: conocía el terrible dolor que ni siquiera puede ser sentido porque antes que
nada es necesario volver a respirar. Entonces, dos de los hombres la levantaron por las rodillas y los hombros
y se la llevaron de la habitación como un saco. Winston pudo verle la cara amarilla, y contorsionada,
con los ojos cerrados y sin haber perdido todavía el colorete de las mejillas.
Siguió inmóvil como una estatua. Aún no le habían pegado. Le acudían a la mente pensamientos de muy
poco interés en aquel momento, pero que no podía evitar. Se preguntó qué habría sido del señor Charrington
y qué le habrían hecho a la mujer del patio. Sintió urgentes deseos de orinar y se sorprendió de ello
porque lo había hecho dos horas antes. Notó que el reloj dé la repisa de la chimenea marcaba las nueve, es
decir, las veintiuna, pero por la luz parecía ser más temprano. ¿No debía estar oscureciendo a las veintiuna
de una tarde de agosto? Pensó que quizás Julia y él se hubieran equivocado de hora. Quizás habían creído
que eran las veinte y treinta cuando fueran en realidad las cero treinta de la mañana siguiente, pero no siguió
pensando en ello. Aquello no tenía interés. Se sintieron otros pasos, más leves éstos, en el pasillo. El
señor Charrington entró en la habitación. Los hombres de los uniformes negros adoptaron en seguida una
actitud más sumisa. También habían cambiado la actitud y el aspecto del señor Charrington. Se fijó en los
fragmentos del pisapapeles de cristal.
-Recoged esos pedazos -dijo con tono severo. Un hombre se agachó para recogerlos.
Charrington no hablaba ya con acento eockney. Winston comprendió en seguida que aquélla era la voz
que él había oído poco antes en la telepantalla. Charrington llevaba toda vía su chaqueta de terciopelo, pero
el cabello, que antes tenía casi blanco, se le había vuelto completamente negro. No llevaba ya gafas. Miró a
Winston de un modo breve y cortante, como si sólo le interesase comprobar su identidad y no le prestó más
atención. Se le reconocía fácilmente, pero ya no era la misma persona. Se le había enderezado el cuerpo y
parecía haber crecido. En el rostro sólo se le notaban cambios muy pequeños, pero que sin embargo lo
transformaban por completo. Las cejas negras eran menos peludas, no tenía arrugas, e incluso las facciones
le habían cambiado algo. Parecía tener ahora la nariz más corta_ Era el rostro alerta y frío de un hombre de
unos treinta y cinco años. Pensó Winston que por primera vez en su vida contemplaba, sabiendo que era
uno de ellos, a un miembro de la Policía del Pensamiento.
Parte tercera
I
No sabía dónde estaba. Seguramente en el Ministerio del Amor; pero no había manera de comprobarlo.
Se encontraba en una celda de alto techo, sin ventanas y con paredes de reluciente porcelana blanca.
Lámparas ocultas inundaban el recinto de fría luz y había un sonido bajo y constante, un zumbido que
Winston suponía relacionado con la ventilación mecánica. Un banco, o mejor dicho, una especie de estante
a lo largo de la pared, le daba la vuelta a la celda, interrumpido sólo por la puerta y, en el extremo opuesto,
por un retrete sin asiento de madera. Había cuatro telepantallas, una en cada pared.
Winston sentía un sordo dolor en el vientre. Le venía doliendo desde que lo encerraron en el camión para
llevarlo allí. Pero también tenía hambre, un hambre roedora, anor mal. Aunque estaba justificada, porque
por lo menos hacía veinticuatro horas que no había comido; quizá treinta y seis. No sabía, quizá nunca lo
sabría, si lo habían detenido de día o de noche. Desde que lo detuvieron no le habían dado nada de comer.
Se estuvo lo más quieto que pudo en el estrecho banco, con las manos cruzadas sobre las rodillas. Había
aprendido ya a estarse quieto. Si se hacían movimientos inesperados, le chillaban a uno desde la telepantalla,
pero la necesidad de comer algo le atenazaba de un modo espantoso. Lo que más le apetecía era un pedazo
de pan. Tenía una vaga idea de que en el bolsillo de su «mono» tenía unas cuantas migas de pan. Incluso
era posible -lo pensó porque de cuando en cuando algo le hacía cosquillas en la pierna que tuviera allí
guardado un buen mendrugo. Finalmente, pudo más la tentación que el miedo; se metió una mano en el
bolsillo.
-¡Smith! -gritó una voz desde la telepantalla-. ¡6079! ¡Smith W! ¡En las celdas, las manos fuera de los
bolsillos!
Volvió a inmovilizarse y a cruzar las manos sobre las rodillas. Antes de llevarlo allí lo habían dejado algunas
horas en otro sitio que debía de ser una cárcel corriente o un calabozo temporal usado por las patrullas.
No sabía exactamente cuánto tiempo le habían tenido allí; desde luego varias horas; pero no había relojes
ni luz natural y resultaba casi imposible calcular el tiempo. Era un sitio ruidoso y maloliente. Lo habían
dejado en una celda parecida a esta en que ahora se hallaba, pero horriblemente sucia y continuamente
llena de gente. Por lo menos había a la vez diez o quince personas, la mayoría de las cuales eran criminales
comunes, pero también se hallaban entre ellos unos cuantos prisioneros políticos. Winston se había sentado
silencioso, apoyado contra la pared, encajado entre unos cuerpos sucios y demasiado preocupado por el
miedo y por el dolor que sentía en el vientre para interesarse por lo que le rodeaba. Sin embargo, notó la
asombrosa diferencia de conducta entre los prisioneros del Partido y los otros. Los prisioneros del Partido
estaban siempre callados y llenos de terror, pero los criminales corrientes parecían no temer a nadie. Insultaban
a los guardias, se resistían a que les quitaran los objetos que llevaban, escribían palabras obscenas en
el suelo, comían descaradamente alimentos robados que sacaban de misteriosos escondrijos de entre sus
ropas e incluso le respondían a gritos a la telepantalla cuando ésta intentaba restablecer el orden. Por otra
parte, algunos de ellos parecían hallarse en buenas relaciones con los guardias, los llamaban con apodos y
trataban de sacarles cigarrillos. También los guardias trataban a los criminales ordinarios con cierta tolerancia,
aunque, naturalmente, tenían-que manejarlos con rudeza. Se hablaba mucho allí de los campos de trabajos
forzados adonde los presos esperaban ser enviados. Por lo visto, se estaba bien en los campos siempre
que se tuvieran ciertos apoyos y se conociera el tejemaneje. Había allí soborno, favoritismo e inmoralidades
de toda clase, abundaba la homosexualidad y la prostitución e incluso se fabricaba clandestinamente alcohol
destilándolo de las patatas. Los cargos de confianza sólo se los daban a los criminales propiamente dichos,
sobre todo a los gangsters y a los asesinos de toda clase, que constituían una especie de aristocracia.
En los campos de trabajos forzados, todas las tareas sucias y viles eran realizadas por los presos políticos.
En aquella celda había presenciado Winston un constante entrar y salir de presos de la más variada condición:
traficantes de drogas, ladrones, bandidos, gente del mercado negro, borrachos y prostitutas. Algunos
de los borrachos eran tan violentos que los demás presos tenían que ponerse de acuerdo para sujetarlos.
Una horrible mujer de unos sesenta años, con grandes pechos caídos y greñas de cabello blanco sobre la
cara, entró empujada por los guardias. Cuatro de éstos la sujetaban mientras ella daba patadas y chillaba.
Tuvieron que quitarle las botas con las que la vieja les castigaba las espinillas y la empujaron haciéndola
caer sentada sobre las piernas de Winston. El golpe fue tan violento que Winston creyó que se le habían
partido los huesos de los muslos. La mujer les gritó a los guardias, que ya se marchaban: «¡Hijos de perra!
». Luego, notando que estaba sentada en las piernas de Winston, se dejó resbalar hasta la madera.
-Perdona, querido -le dijo-. No me hubiera sentado encima de ti, pero esos matones me empujaron. No
saben tratar a una dama. -Se calló unos momentos y, después de darse unos golpecitos en el pecho, eructó
ruidosamente-. Perdona, chico erijo-. Yo ya no soy yo.
Se inclinó hacia delante y vomitó copiosamente sobre el suelo.
Esto va mejor ---dijo, volviendo a apoyar la espalda en la pared y cerrando los ojos-. Es lo que yo digo:
lo mejor es echarlo fuera mientras esté reciente en el estómago.
Reanimada, volvió a fijarse en Winston y pareció tomarle un súbito cariño. Le pasó uno de sus fláccidos
brazos por los hombros y lo atrajo hacia ella, echándole encima un pestilente vaho a cerveza y porquería.
-¿Cómo te llamas, cariño? -le dijo.
-Smith.
-¿Smith? -repitió la mujer-. Tiene gracia. Yo también me llamo Smith. Es que -añadió sentimentalmente
yo podía ser tu madre.
En efecto, podía ser mi madre, pensó Winston. Tenía aproximadamente la misma edad y el mismo aspecto
físico y era probable que la gente cambiara algo después de pasar veinte años en un campo de trabajos
forzados.
Nadie más le había hablado. Era sorprendente hasta qué punto despreciaban los criminales ordinarios a
los presos del Partido. Los llamaban, despectivamente, los polits, y no sentían ningún interés por lo que
hubieran hecho o dejado de hacer. Los presos del Partido parecían tener un miedo atroz a hablar con nadie
y, sobre todo, a hablar unos con otros. Sólo una vez, cuando dos miembros del Partido, ambos mujeres,
fueron sentadas juntas en el banco, oyó Winston entre la algarabía de voces, unas cuantas palabras murmuradas
precipitadamente y, sobre todo, la referencia a algo que llamaban la «habitación uno-cero-uno». No
sabía a qué se podían referir.
Quizá llevara dos o tres horas en este nuevo sitio. El dolor de vientre no se le pasaba, pero se le aliviaba
algo a ratos y entonces sus pensamientos eran un poco menos tétricos. En cambio, cuando aumentaba el
dolor, sólo pensaba en el dolor mismo y en su hambre. Al aliviarse, se apoderaba el pánico de él. Había
momentos en que se figuraba de modo tan gráfico las cosas que iban a hacerle que el corazón le galopaba y
se le cortaba la respiración. Sentía los porrazos que iban a darle en los codos y las patadas que le darían las
pesadas botas claveteadas de hierro. Se veía a sí mismo retorciéndose en el suelo, pidiendo a gritos misericordia
por entre los dientes partidos. Apenas recordaba a Julia. No podía concentrar en ella su mente. La
amaba y no la traicionaría; pero eso era sólo un hecho, conocido por él como conocía las reglas de aritmética.
No sentía amor por ella y ni siquiera se preocupaba por lo que pudiera estarle sucediendo a Julia en ese
momento. En cambio pensaba con más frecuencia en OBrien con cierta esperanza. O'Brien tenía que saber
que lo habían detenido. Había dicho que la Hermandad nunca intentaba salvar a sus miembros. Pero la cuchilla
de afeitar se la proporcionarían si podían. Quizá pasaran cinco segundos antes de que los guardias
pudieran entrar en la celda. La hoja penetraría en su carne con quemadora frialdad e incluso los dedos que
la sostuvieran quedarían cortados hasta el hueso. Todo esto se le representaba a él, que en aquellos momentos
se encogía ante el más pequeño dolor. No estaba seguro de utilizar la hoja de afeitar incluso si se la llegaban
a dar. Lo más natural era seguir existiendo momentáneamente, aceptando otros diez minutos de vida
aunque al final de aquellos largos minutos no hubiera más que una tortura insoportable.
A veces procuraba calcular el número de mosaicos de porcelana que cubrían las paredes de la celda. No
debía de ser difícil, pero siempre perdía la cuenta. Se preguntaba a cada momento dónde estaría y qué hora
sería. Llegó a estar seguro de que afuera hacía sol y poco después estaba igualmente convencido de que era
noche cerrada. Sabía instintivamente que en aquel lugar nunca se apagaban las luces. Era el sitio donde no
había oscuridad: y ahora sabía por qué O'Brien había reconocido la alusión. En el Ministerio del Amor no
había ventanas. Su celda podía hallarse en el centro del edificio o contra la pared trasera, podía estar diez
pisos bajo tierra o treinta sobre el nivel del suelo. Winston se fue trasladando mentalmente de sitio y trataba
de comprender, por la sensación vaga de su cuerpo, si estaba colgado a gran altura o enterrado a gran profundidad.
Afuera se oía ruido de pesados pasos. La puerta de acero se abrió con estrépito. Entró un joven oficial,
con impecable uniforme negro, una figura que parecía brillar por todas partes con reluciente cuero y cuyo
pálido y severo rostro era como una máscara de cera. Avanzó unos pasos dentro de la celda y volvió a salir
para ordenar a los guardias que esperaban afuera que hiciesen entrar al preso que traían. El poeta Ampleforth
entró dando tumbos en la celda. La puerta volvió a cerrarse de golpe.
Ampleforth hizo dos o tres movimientos inseguros como buscando una salida y luego empezó a pasear
arriba y abajo por la celda. Todavía no se había dado cuenta de la presencia de Winston. Sus turbados ojos
miraban la pared un metro por encima del nivel de la cabeza de Winston. No llevaba zapatos; por los agujeros
de los calcetines le salían los dedos gordos. Llevaba varios días sin afeitarse y la incipiente barba le
daba un aire rufianesco que no le iba bien a su aspecto larguirucho y débil ni a sus movimientos nerviosos.
Winston salió un poco de su letargo. Tenía que hablarle a Ampleforth aunque se expusiera al chillido de
la telepantalla. Probablemente, Ampleforth era el que le traía la hoja de afeitar.
-Ampleforth.
La telepantalla no dijo nada. Ampleforth se detuvo, sobresaltado. Su mirada se concentró unos momentos
sobre Winston.
-¡Ah, Smith! -dijo-. ¡También tú!
-¿De qué te acusan?
-Para decirte la verdad... -sentóse embarazosamente en el banco de enfrente a Winston-. Sólo hay un delito,
¿verdad?
-¿Y tú lo has cometido?
-Por lo visto.
Se llevó una mano a la frente y luego las dos apretándose las sienes en un esfuerzo por recordar algo.
-Estas cosas suelen ocurrir -empezó vagamente-. A fuerza de pensar en ello, se me ha ocurrido que pudiera
ser... fue desde luego una indiscreción, lo reconozco. Estábamos preparando una edición definitiva de
los poemas de Kipling. Dejé la palabra Dios al final de un verso. ¡No pude evitarlo! -añadió casi con indignación,
levantando la cara para mirar a Winston-. Era imposible cambiar ese verso. God (Dios) tenía que
rimar con God. ¿Te das cuenta de que sólo hay doce rimas para rod en nuestro idioma? Durante muchos
días me he estado arañando el cerebro. Inútil, no había ninguna otra rima posible.
Cambió la expresión de su cara. Desapareció de ella la angustia y por unos momentos pareció satisfecho.
Era una especie de calor intelectual que lo animaba, la alegría del pedante que ha descubierto algún dato
inútil.
-¿Has pensado alguna vez -dijo- que toda la historia de la poesía inglesa ha sido determinada por el
hecho de que en el idioma inglés escasean las rimas?
No, aquello no se le había ocurrido nunca a Winston ni le parecía que en aquellas circunstancias fuera un
asunto muy interesante.
-¿Sabes si es ahora de día o de noche? -le preguntó. Ampleforth se sobresaltó de nuevo:
-No había pensado en ello. Me detuvieron hace dos días, quizá tres. -Su mirada recorrió las paredes como
si esperase encontrar una ventana-. Aquí no hay diferencia entre el día y la noche. No es posible calcular la
hora.
Hablaron sin mucho sentido durante unos minutos hasta que, sin razón aparente, un alarido de la telepantalla
los mandó callar. Winston se inmovilizó como ya sabía hacerlo. En cambio, Ampleforth, demasiado
grande para acomodarse en el estrecho banco, no sabía cómo ponerse y se movía nervioso. Unos ladridos
de la telepantalla le ordenaron que se estuviera quieto. Pasó el tiempo. Veinte minutos, quizás una hora...
Era imposible saberlo. Una vez más se acercaban pasos de botas. A Winston se le contrajo el vientre. Pronto,
muy pronto, quizá dentro de cinco minutos, quizás ahora mismo, el ruido de pasos significaría que le
había llegado su turno.
Se abrió la puerta. El joven oficial de antes entró en la celda. Con un rápido movimiento de la mano señaló
a Ampleforth.
-Habitación uno-cero-uno -dijo.
Ampleforth salió conducido por los guardias con las facciones alteradas, pero sin comprender.
A Winston le pareció que pasaba mucho tiempo. Había vuelto a dolerle atrozmente el estómago. Su mente
daba vueltas por el mismo camino. Tenía sólo seis pensamientos: el dolor de vientre; un pedazo de pan;
la sangre y los gritos; O'Brien; Julia; la hoja de afeitar. Sintió otra contracción en las entrañas; se acercaban
las pesadas botas. Al abrirse la puerta, la oleada de aire trajo un intenso olor a sudor frío. Parsons entró en
la celda. Vestía sus shorts caquis y una camisa de sport.
Esta vez, el asombro de Winston le hizo olvidarse de sus preocupaciones.
-¡Tú aquí! -exclamó.
Parsons dirigió a Winston una mirada que no era de interés ni de sorpresa, sino sólo de pena. Empezó a
andar de un lado a otro con movimientos mecánicos. Luego empezó a temblar, pero se dominaba apretando
los puños. Tenía los ojos muy abiertos.
-¿De qué te acusan? -le preguntó Winston.
-Crimental -dijo Parsons dando a entender con el tono de su voz que reconocía plenamente su culpa y, a
la vez, un horror incrédulo de que esa palabra pudiera aplicarse a un hombre como él. Se detuvo frente a
Winston y le preguntó con angustia-: ¿No me matarán, verdad, amigo? No le matan a uno cuando no ha
hecho nada concreto y sólo es culpable de haber tenido pensamientos que no pudo evitar. Sé que le juzgan
a uno con todas las garantías. Tengo gran confianza en ellos. Saben perfectamente mi hoja de servicios.
También tú sabes cómo he sido yo siempre. No he sido inteligente, pero siempre he tenido la mejor voluntad.
He procurado servir lo mejor posible al Partido, ¿no crees? Me castigarán a cinco años, ¿verdad? O
quizá diez. Un tipo como yo puede resultar muy útil en un campo de trabajos forzados. Creo que no me
fusilarán por una pequeña y única equivocación.
-¿Eres culpable de algo? --dijo Winston.
-¡Claro que soy culpable! -exclamó Parsons mirando servilmente a la telepantalla-. ¿No creerás que el
Partido puede detener a un hombre inocente? -Se le calmó su rostro de rana e incluso tomó una actitud beatífica-.
El crimen del pensamiento es una cosa horrible dijo sentenciosamente-. Es una insidia que se apodera
de uno sin que se dé cuenta. ¿Sabes cómo me ocurrió a mí? ¡Mientras dormía! Sí, así fue. Me he pasado
la vida trabajando tan contento, cumpliendo con mi deber lo mejor que podía y, ya ves, resulta que tenía un
mal pensamiento oculto en la cabeza. ¡Y yo sin saberlo! Una noche, empecé a hablar dormido, y ¿sabes lo
que me oyeron decir?
Bajó la voz, como alguien que por razones médicas tiene que pronunciar unas palabras obscenas.
-¡Abajo el Gran Hermano! Sí, eso dije. Y parece ser que lo repetí varias veces. Entre nosotros, chico, te
confesaré que me alegró que me detuvieran antes de que la cosa pasara a mayores. ¿Sabes lo que voy a decirles
cuando me lleven ante el tribunal? «Gracias -les diré-, «gracias por haberme salvado antes de que
fuera demasiado tarde». -¿Quién te denunció? -dijo Winston.
-Fue mi niña -dijo Parsons con cierto orgullo dolido-. Estaba escuchando por el agujero de la cerradura.
Me oyó decir aquello y llamó a la patrulla al día siguiente. No se le puede pedir más lealtad política a una
niña de siete años, ¿no te parece? No le guardo ningún rencor. La verdad es que estoy orgulloso de ella,
pues lo que hizo demuestra que la he educado muy bien.
Anduvo un poco más por la celda mirando varias veces, con deseo contenido, a la taza del retrete. Luego,
se bajó a toda prisa los pantalones.
-Perdona, chico -dijo-. No puedo evitarlo. Es por la espera, ¿sabes?
Asentó su amplio trasero sobre la taza. Winston se cubrió la cara con las manos.
-¡Smith! -chilló la voz de la telepantalla-. ¡6079 Smith W! Descúbrete la cara. En las celdas, nada de taparse
la cara.
Winston se descubrió el rostro. Parsons usó el retrete ruidosa y abundantemente. Luego resultó que no
funcionaba el agua y la celda estuvo oliendo espantosamente durante varias horas.
Se llevaron a Parsons. Entraron y salieron más presos, misteriosamente. Una mujer fue enviada a la
«habitación 101» y Winston observó que esas palabras la hicieron cambiar de color. Llegó el momento en
que, si hubiera sido de día cuando le llevaron allí, sería ya la última hora de la tarde; y de haber entrado por
la tarde, sería ya media noche. Había seis presos en la celda entre hombres y mujeres. Todos estaban sentados
muy quietos. Frente a Winston se hallaba un hombre con cara de roedor; apenas tenía barbilla y sus
dientes eran afilados y salientes. Los carrillos le formaban bolsones de tal modo que podía pensarse que
almacenaba allí comida. Sus ojos gris pálido se movían temerosamente de un lado a otro y se desviaba su
mirada en cuanto tropezaba con la de otra persona.
Se abrió la puerta de nuevo y entró otro preso cuyo aspecto le causó un escalofrío a Winston. Era un
hombre de aspecto vulgar, quizás un ingeniero o un técnico. Pero lo sorprendente en él era su figura esquelética.
Su delgadez era tan exagerada que la boca y los ojos parecían de un tamaño desproporcionado y en
sus ojos se almacenaba un intenso y criminal odio contra algo o contra alguien.
El individuo se sentó en el banco a poca distancia de Winston. Éste no volvió a mirarle, pero la cara de
calavera se le había quedado tan grabada como si la tuviera continua mente frente a sus ojos. De pronto
comprendió de qué se trataba. Aquel hombre se moría de hambre. Lo mismo pareció ocurrírseles casi a la
vez a cuantos allí se hallaban. Se produjo un leve movimiento por todo el banco. El hombre de la cara de
ratón miraba de cuando en cuando al esquelético y desviaba en seguida la mirada con aire culpable para
volverse a fijarse en él irresistiblemente atraído. Por fin se levantó, cruzó pesadamente la celda, se rebuscó
en el bolsillo del «mono» y con aire tímido sacó un mugriento mendrugo de pan y se lo tendió al hambriento.
La telepantalla rugió furiosa. El de la cara de ratón volvió a su sitio de un brinco. El esquelético se había
llevado inmediatamente las manos detrás de la espalda como para demostrarle a todo el mundo que se había
negado a aceptar el ofrecimiento.
-¡Bumstead! -gritó la voz de un modo ensordecedor`. ¡2713 Bumstead J! Tira ese pedazo de pan.
El individuo tiró el mendrugo al suelo.
-Ponte de pie de cara a la puerta y sin hacer ningún movimiento.
El hombre obedeció mientras le temblaban los bolsones de sus mejillas. Se abrió la puerta de golpe y entró
el joven oficial, que se apartó para dejar pasar a un guardia achaparrado con enormes brazos y hombros.
Se colocó frente al hombre del mendrugo y, a una orden muda del oficial, le lanzó un terrible puñetazo a la
boca apoyándolo con todo el peso de su cuerpo. La fuerza del golpe empujó al individuo hasta la otra pared
de la celda. Se cayó junto al retrete. Le brotaba una sangre negruzca de la boca y de la nariz. Después, gimiendo
débilmente, consiguió ponerse en pie. Entre un chorro de sangre y saliva, se le cayeron de la boca
las dos mitades de una dentadura postiza.
Los presos estaban muy quietos, todos ellos con las manos cruzadas sobre las rodillas. El hombre ratonil
volvió a su sitio. Se le oscurecía la carne en uno de los lados de la cara. Se le hinchó la boca hasta formar
una masa informe con un agujero negro en medio. Sus ojos grises seguían moviéndose, sintiéndose más
culpable que nunca y como tratando de averiguar cuánto lo despreciaban los otros por aquella humillación.
Se abrió la puerta. Con un pequeño gesto, el oficial señaló al hombre esquelético.
-Habitación 101 dijo.
Winston oyó a su lado una ahogada exclamación de pánico. El hombre se dejó caer al suelo de rodillas y
rogaba con las manos juntas:
-¡Camarada! ¡Oficial! No tienes que llevarme a ese sitio; ¿no te lo he dicho ya todo? ¿Qué más quieres
saber? ¡Todo lo confesaría, todo! Dime de qué se trata y lo confesaré. ¡Escribe lo que quieras y lo firmaré!
Pero no me lleves a la habitación 101.
-Habitación 101 -dijo el oficial.
La cara del hombre, ya palidísima, se volvió de un color increíble. Era -no había lugar a dudas- de un tono
verde.
-¡Haz algo por mí! -chilló-. Me has estado matando de hambre durante varias semanas. Acaba conmigo
de una vez. Dispara contra mí. Ahórcame. Condéname a veinticinco años. ¿Queréis que denuncie a alguien
más? Decidme de quién se trata y yo diré todo lo que os convenga. No me importa quién sea ni lo que vayáis
a hacerle. Tengo mujer y tres hijos. El mayor de ellos no tiene todavía seis años. Podéis coger a los
cuatro y cortarles el cuerpo delante de mí y yo lo contemplaré sin rechistar. Pero no me llevéis a la habitación
101.
-Habitación 101 -dijo el oficial.
El hombre del rostro de calavera miró frenéticamente a los demás presos como si esperara encontrar alguno
que pudiera poner en su lugar. Sus ojos se detuvieron en la aporreada cara del que le había ofrecido el
mendrugo. Lo señaló con su mano huesuda y temblorosa.
-¡A ése es al que debíais llevar, no a mí! -gritó-. ¿No habéis oído lo que dijo cuando le pegaron? Os lo
contaré si queréis oírme. El sí que está contra el Partido y no yo. -Los guardias avanzaron dos pasos. La voz
del hombre se elevó histéricamente-. ¡No lo habéis oído! -repitió-. La telepantalla no funcionaba bien. Ése
es al que debéis llevaros. ¡Sí, él, él; yo no!
Los dos guardias lo sujetaron por el brazo, pero en ese momento el preso se tiró al suelo y se agarró a una
de las patas de hierro que sujetaban el banco. Lanzaba un aullido que parecía de algún animal. Los guardias
tiraban de él. Pero se aferraba con asombrosa fuerza. Estuvieron forcejeando así quizá unos veinte segundos.
Los presos seguían inmóviles con las manos cruzadas sobre las rodillas mirando fijamente frente a
ellos. El aullido se cortó; el hombre sólo tenía ya alientos para sujetarse. Entonces se oyó un grito diferente.
Un guardia le había roto de una patada los dedos de una mano. Lo pusieron de pie alzándolo como un pelele.
-Habitación 101 -dijo el oficial.
Y se lo llevaron al hombre, que apenas podía apoyarse en el suelo y que se sujetaba con la otra la mano
partida. Había perdido por completo los ánimos.
Pasó mucho tiempo. Si había sido media noche cuando se llevaron al hombre de la cara de calavera, era
ya por la mañana; si había sido por la mañana, ahora sería por la tarde. Winston estaba solo desde hacía
varias horas. Le producía tal dolor estarse sentado en el estrecho banco que se atrevió a levantarse de cuando
en cuando y dar unos pasos por la celda sin que la telepantalla se lo prohibiera. El mendrugo de pan seguía
en el suelo, -en el mismo sitio donde lo había tirado el individuo de cara ratonil. Al principio, necesitó
Winston esforzarse mucho para no mirarlo, pero ya no tenía hambre, sino sed. Se le había puesto la boca
pegajosa y de un sabor malísimo. El constante zumbido y la invariable luz blanca le causaban una sensación
de mareo y de tener vacía la cabeza. Cuando no podía resistir más el dolor de los huesos, se levantaba,
pero volvía a sentarse en seguida porque estaba demasiado mareado para permanecer en pie. En cuanto
conseguía dominar sus sensaciones físicas, le volvía el terror. A veces pensaba con leve esperanza en O'-
Brien y en la hoja de afeitar. Bien pudiera llegar la hoja escondida en el alimento que le dieran, si es que
llegaban a darle alguno. En Julia pensaba menos. Estaría sufriendo, quizás más que él. Probablemente estaría
chillando de dolor en este mismo instante. Pensó: «Si pudiera salvar a Julia duplicando mi dolor, ¿lo
haría? Sí, lo haría». Esto era sólo una decisión intelectual, tomada porque sabia que su deber era ese; pero,
en verdad, no lo sentía. En aquel sitio no se podía sentir nada excepto el dolor físico y la anticipación de
venideros dolores. Además, ¿era posible, mientras se estaba sufriendo realmente, desear que por una u otra
razón le aumentara a uno el dolor? Pero a esa pregunta no estaba él todavía en condiciones de responder.
Las botas volvieron a acercarse. Se abrió la puerta. Entró O'Brien.
Winston se puso en pie. El choque emocional de ver a aquel hombre le hizo abandonar toda preocupación.
Por primera vez en muchos años, olvidó la presencia de la telepantalla.
-¡También a ti te han cogido! -exclamó.
-Hace mucho tiempo que me han cogido -repuso O'Brien con una ironía suave y como si lo lamentara. Se
apartó un poco para que pasara un corpulento guardia que tenía una larga porra negra en la mano.
-Ya sabías que ocurriría esto, Winston -dijo O'Brien-. No te engañes a ti mismo. Lo sabías... Siempre lo
has sabido.
Sí, ahora comprendía que siempre lo había sabido. Pero no había tiempo de pensar en ello. Sólo tenía
ojos para la porra que se balanceaba en la mano del guardia. El golpe podía caer en cualquier parte de su
cuerpo: en la coronilla, encima de la oreja, en el antebrazo, en el codo...
¡En el codo! Dio un brinco y se quedó casi paralizado sujetándose con la otra mano el codo golpeado.
Había visto luces amarillas. ¡Era inconcebible que un solo golpe pudiera causar tanto dolor! Cayó al suelo.
Volvió a ver claro. Los otros dos lo miraban desde arriba. El guardia se reía de sus contorsiones. Por lo
menos, ya sabía una cosa. Jamás, por ninguna razón del mundo, puede uno desear un aumento de dolor. Del
dolor físico sólo se puede desear una cosa: que cese. Nada en el mundo es tan malo como el dolor físico.
Ante eso no hay héroes. No hay héroes, pensó una y otra vez mientras se retorcía en el suelo, sujetándose
inútilmente su inutilizado brazo izquierdo.
II
Winston yacía sobre algo que parecía una cama de campaña aunque más elevada sobre el suelo y que estaba
sujeta para que no pudiera moverse. Sobre su rostro caía una luz más fuerte que la normal. O'Brien
estaba de pie a su lado, mirándole fijamente. Al otro lado se hallaba un hombre con chaqueta blanca en una
de cuyas manos tenía preparada una jeringuilla hipodérmica.
Aunque ya hacía un rato que había abierto los ojos, no acababa de darse plena cuenta de lo que le rodeaba.
Tenía la impresión de haber venido nadando hasta esta habitación desde un mundo muy distinto, una
especie de mundo submarino. No sabía cuánto tiempo había estado en aquellas profundidades. Desde el
momento en que lo detuvieron no había visto oscuridad ni luz diurna. Además sus recuerdos no eran continuos.
A veces la conciencia, incluso esa especie de conciencia que tenemos en los sueños, se le había parado
en seco y sólo había vuelto a funcionar después de un rato de absoluto vacío. Pero si esos ratos eran segundos,
horas, días, o semanas, no había manera de saberlo.
La pesadilla comenzó con aquel primer golpe en el codo. Más tarde se daría cuenta de que todo lo ocurrido
entonces había sido sólo una ligera introducción, un interrogatorio rutinario al que eran sometidos casi
todos los presos. Todos tenían que confesar, como cuestión de mero trámite, una larga serie de delitos: espionaje,
sabotaje y cosas por el estilo. Aunque la tortura era real, la confesión era sólo cuestión de trámite.
Winston no podía recordar cuántas veces le habían pegado ni cuánto tiempo habían durado los castigos.
Recordaba, en cambio, que en todo momento había en torno suyo cinco o seis individuos con uniformes
negros. A veces emplearon los puños, otras las porras, también varas de acero y, por supuesto, las botas.
Sabía que había rodado varias veces por el suelo con el impudor de un animal retorciéndose en un inútil
esfuerzo por evitar los golpes, pero con aquellos movimientos sólo conseguía que le propinaran más patadas
en las costillas, en el vientre, en los codos, en las espinillas, en los testículos y en la base de la columna
vertebral. A veces gritaba pidiendo misericordia incluso antes de que empezaran a pegarle y bastaba con
que un puño hiciera el movimiento de retroceso precursor del golpe para que confesara todos los delitos,
verdaderos o imaginarios, de que le acusaban. Otras veces, cuando se decidía a no confesar nada, tenían
que sacarle las palabras entre alaridos de dolor y en otras ocasiones se decía a sí mismo, dispuesto a transigir:
«Confesaré, pero todavía no. Tengo que resistir hasta que el dolor sea insoportable. Tres golpes más,
dos golpes más y les diré lo que quieran». Cuando le golpeaban hasta dejarlo tirado como un saco de patatas
en el suelo de piedra para que recobrara alguna energía, al cabo de varias horas volvían a buscarlo y le
pegaban otra vez. También había períodos más largos de descanso. Los recordaba confusamente porque los
pasaba adormilado o con el conocimiento casi perdido. Se acordaba de que un barbero había ido a afeitarle
la barba al rape y algunos hombres de actitud profesional, con batas blancas, le tomaban el pulso, le observaban
sus movimientos reflejos, le levantaban los párpados y le recorrían el cuerpo con dedos rudos en
busca de huesos rotos o le ponían inyecciones en el brazo para hacerle dormir.
Las palizas se hicieron menos frecuentes y quedaron reducidas casi únicamente a amenazas, a anunciarle
un horror al que le enviarían en cuanto sus respuestas no fueran satisfactorias. Los que le interrogaban no
eran ya rufianes con uniformes negros, sino intelectuales del Partido, hombrecillos regordetes con movimientos
rápidos y gafas brillantes que se relevaban para «trabajarlo» en turnos que duraban -no estaba seguro-
diez o doce horas. Estos otros interrogadores procuraban que se hallase sometido a un dolor leve,
pero constante, aunque ellos no se basaban en el dolor para hacerle confesar. Le daban bofetadas, le retorcían
las orejas, le tiraban del pelo, le hacían sostenerse en una sola pierna, le negaban el permiso para orinar,
le enfocaban la cara con insoportables reflectores hasta que le hacían llorar a lágrima viva... Pero la
finalidad de esto era sólo humillarlo y destruir en él la facultad de razonar, de encontrar argumentos. La
verdadera arma de aquellos hombres era el despiadado interrogatorio que proseguía hora tras hora, lleno de
trampas, deformando todo lo que él había dicho, haciéndole confesar a cada paso mentiras y contradicciones,
hasta que empezaba a llorar no sólo de vergüenza sino de cansancio nervioso. A veces lloraba media
docena de veces en una sola sesión. Casi todo el tiempo lo estaban insultando y lo amenazaban, a cada vacilación,
con volverlo a entregar a los guardias. Pero de pronto cambiaban de tono, lo llamaban camarada,
trataban de despertar sus sentimientos en nombre del Ingsoc y del Gran Hermano, y le preguntaban compungidos
si no le quedaba la suficiente lealtad hacia el Partido para desear no haber hecho todo el mal que
había hecho. Con los nervios destrozados después de tantas horas de interrogatorio, estos amistosos reproches
le hacían llorar con más fuerza. Al final se había convertido en un muñeco: una boca que afirmaba lo
que le pedían y una mano que firmaba todo lo que le ponían delante. Su única preocupación consistía en
descubrir qué deseaban hacerle declarar para confesarlo inmediatamente antes de que empezaran a insultarlo
y a amenazarlo. Confesó haber asesinado a distinguidos miembros del Partido, haber distribuido propaganda
sediciosa, robo de fondos públicos, venta de secretos militares al extranjero, sabotajes de toda clase...
Confesó que había sido espía a sueldo de Asia Oriental ya en 1968. Confesó que tenía creencias religiosas,
que admiraba el capitalismo y que era un pervertido sexual. Confesó haber asesinado a su esposa, aunque
sabía perfectamente y tenían que saberlo también sus verdugos- que su mujer vivía aún. Confesó que durante
muchos años había estado en relación con Goldstein y había sido miembro de una organización clandestina
a la que habían pertenecido casi todas las personas que él había conocido en su vida. Lo más fácil
era confesarlo todo fuera verdad o mentira- y comprometer a todo el mundo. Además, en cierto sentido,
todo ello era verdad. Era cierto que había sido un enemigo del Partido y a los ojos del Partido no había distinción
alguna entre los pensamientos y los actos.
También recordaba otras cosas que surgían en su mente de un modo inconexo, como cuadros aislados rodeados
de oscuridad.
Estaba en una celda que podía haber estado oscura o con luz, no lo sabía, porque lo único que él veía era
un par de ojos. Allí cerca se oía el tic-tac, lento y regular, de un instrumento. Los ojos aumentaron de tamaño
y se hicieron más luminosos. De pronto, Winston salió flotando de su asiento y sumergiéndose en los
ojos, fue tragado por ellos.
Estaba atado a una silla rodeada de esferas graduadas, bajo cegadores focos. Un hombre con bata blanca
leía los discos. Fuera se oía que se acercaban pasos. La puerta se abrió de golpe. El oficial de cara de cera
entró seguido por dos guardias.
-Habitación 101 -dijo el oficial.
El hombre de la bata blanca no se volvió. Ni siquiera, miró a Winston; se limitaba a observar los discos.
Winston rodaba por un interminable corredor de un kilómetro de anchura inundado por una luz dorada y
deslumbrante. Se reía a carcajadas y gritaba confesiones sin cesar. Lo confesaba todo, hasta lo que había
logrado callar bajo las torturas. Le contaba toda la historia de su vida a un público que ya la conocía. Lo
rodeaban los guardias, sus otros verdugos de lentes, los hombres de las batas blancas, OBrien, Julia, el señor
Charrington, y todos rodaban alegremente por el pasillo riéndose a carcajadas. Winston se había escapado
de algo terrorífico con que le amenazaban y que no había llegado a suceder. Todo estaba muy bien, no
había más dolor y hasta los más mínimos detalles de su vida quedaban al descubierto, comprendidos y perdonados.
Intentó levantarse, incorporarse en la cama donde lo habían tendido, pues casi tenía la seguridad de haber
oído la voz de OBrien. Durante todos los interrogatorios anteriores, a pesar de no haberlo llegado a ver,
había tenido la constante sensación de que O'Brien estaba allí cerca, detrás de él. Esa O'Brien quien lo
había dirigido todo. Él había lanzado a los guardias contra Winston y también él había evitado que lo mataran.
Fue él quién decidió cuándo tenía Winston que gritar de dolor, cuándo podía descansar, cuándo lo tenían
que alimentar, cuándo habían de dejarlo dormir y cuándo tenían que reanimarlo con inyecciones. Era él
quien sugería las preguntas y las respuestas. Era su atormentador, su protector, su inquisidor y su amigo. Y
una vez Winston no podía recordar si esto ocurría mientras dormía bajo el efecto de la droga, o durante el
sueño normal o en un momento en que estaba despierto- una voz le había murmurado al oído: «No te preocupes,
Winston; estás bajo mi custodia. Te he vigilado durante siete años. Ahora ha llegado el momento
decisivo. Te salvaré; te haré perfecto». No estaba seguro si era la voz de O'Brien; pero desde luego era la
misma voz que le había dicho en aquel otro sueño, siete años antes: «Nos encontraremos en el sitio donde
no hay oscuridad».
Ahora no podía moverse. Le habían sujetado bien el cuerpo boca arriba. Incluso la cabeza estaba sujeta
por detrás al lecho. O'Brien lo miraba serio, casi triste. Su rostro, visto desde abajo, parecía basto y gastado,
y con bolsas bajo los ojos y arrugas de cansancio de la nariz a la barbilla. Era mayor de lo que Winston
creía. Quizás tuviera cuarenta y ocho o cincuenta años. Apoyaba la mano en una palanca que hacía mover
la aguja de la esfera, en la que se veían unos números.
-Te dije -murmuró O'Brien- que, si nos encontrábamos de nuevo, sería aquí.
-Sí -dijo Winston.
Sin advertencia previa -excepto un leve movimiento de la mano de O'Brien- le inundó una oleada dolorosa.
Era un dolor espantoso porque no sabía de dónde venía y tenía la sensación de que le habían causado un
daño mortal. No sabía si era un dolor interno o el efecto de algún recurso eléctrico, pero sentía como si todo
el cuerpo se le descoyuntara. Aunque el dolor le hacía sudar por la frente, lo único que le preocupaba es
que se le rompiera la columna vertebral. Apretó los dientes y respiró por la nariz tratando de estarse callado
lo más posible.
-Tienes miedo erijo O'Brien observando su cara- de que de un momento a otro se te rompa algo. Sobre
todo, temes que se te parta la espina dorsal. Te imaginas ahora mismo las vértebras soltándose y el líquido
raquídeo saliéndose. ¿Verdad que lo estás pensando, Winston?
Winston no contestó. O'Brien presionó sobre la palanca. La ola de dolor se retiró con tanta rapidez como
había llegado.
-Eso era cuarenta dijo O'Brien-. Ya ves que los números llegan hasta el ciento. Recuerda, por favor, durante
nuestra conversación, que está en mi mano infligirte dolor en el momento y en el grado que yo desee.
Si me dices mentiras o si intentas engañarme de alguna manera, o te dejas caer por debajo de tu nivel normal
de inteligencia, te haré dar un alarido inmediatamente. ¿Entendido?
-Sí -dijo Winston.
O'Brien adoptó una actitud menos severa. Se ajustó pensativo las gafas y anduvo unos pasos por la habitación.
Cuando volvió a hablar, su voz era suave y paciente. Parecía un médico, un maestro, incluso un
sacerdote, deseoso de explicar y de persuadir antes que de castigar.
-Me estoy tomando tantas molestias contigo, Winston, porque tú lo mereces. Sabes perfectamente lo que
te ocurre. Lo has sabido desde hace muchos años aunque te has esforzado en convencerte de que no lo sabías.
Estás trastornado mentalmente. Padeces de una memoria defectuosa. Eres incapaz de recordar los
acontecimientos reales y te convences a ti mismo porque estabas decidido a no curarte. No estabas dispuesto
a hacer el pequeño esfuerzo de voluntad necesario. Incluso ahora, estoy seguro de ello, te aferras a tu
enfermedad por creer que es una virtud. Ahora te pondré un ejemplo y te convencerás de lo que digo. Vamos
a ver, en este momento, ¿con qué potencia está en guerra Oceanía?
-Cuando me detuvieron, Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental.
-Con Asia Oriental. Muy bien. Y Oceanía ha estado siempre en guerra con Asia Oriental, ¿verdad?
Winston contuvo la respiración. Abrió la boca para hablar, pero no pudo. Era incapaz de apartar los ojos
del disco numerado.
-La verdad, por favor, Winston. Tu verdad. Dime lo que creas recordar.
-Recuerdo que hasta una semana antes de haber sido yo detenido, no estábamos en guerra con Asia
Oriental en absoluto. Éramos aliados de ella. La guerra era contra Eurasia. Una guerra que había durado
cuatro años. Y antes de eso...
O'Brien lo hizo callar con un movimiento de la mano.
-Otro ejemplo. Hace algunos años sufriste una obcecación muy seria. Creíste que tres hombres que habían
sido miembros del Partido, llamados Jones, Aaronson y Rutherford -unos individuos que fueron ejecutados
por traición y sabotaje después de haber confesado todos sus delitos-; creíste, repito, que no eran culpables
de los delitos de que se les acusaba. Creíste que habías visto una prueba documental innegable que
demostraba que sus confesiones habían sido forzadas y falsas. Sufriste una alucinación que te hizo ver cierta
fotografía. Llegaste a creer que la habías tenido en tus manos. Era una foto como ésta.
Entre los dedos de OBrien había aparecido un recorte de periódico que pasó ante la vista de Winston durante
unos cinco segundos. Era una foto de periódico y no podía dudarse cuál. Sí, era la fotografía; otro
ejemplar del retrato de Jones, Aaronson y Rutherford en el acto del Partido celebrado en Nueva York, aquella
foto que Winston había descubierto por casualidad once años antes y había destruido en seguida. Y ahora
había vuelto a verla. Sólo unos instantes, pero estaba seguro de haberla visto otra vez. Hizo un desesperado
esfuerzo por incorporarse. Pero era imposible moverse ni siquiera un centímetro. Había olvidado hasta
la existencia de la amenazadora palanca. Sólo quería volver a coger la fotografía, o por lo menos verla más
tiempo.
-¡Existe! -gritó. No erijo O'Brien.
Cruzó la estancia. En la pared de enfrente había un «agujero de la memoria». O’Brien levantó la rejilla.
El pedazo de papel salió dando vueltas en el torbellino de aire caliente y se deshizo en una fugaz llama.
O'Brien volvió junto a Winston.
-Cenizas --,dijo-. Ni siquiera cenizas identificables. Polvo. Nunca ha existido.
-¡Pero existió! ¡Existe! Sí, existe en la memoria. Lo recuerdo. Y tú también lo recuerdas.
-Yo no lo recuerdo -dijo OBrien.
Winston se desanimó. Aquello era doblepensar. Sintió un mortal desamparo. Si hubiera estado seguro de
que O'Brien mentía, se habría quedado tranquilo. Pero era muy posible que O'Brien hubiera olvidado de
verdad la fotografía. Y en ese caso habría olvidado ya su negativa de haberla recordado y también habría
olvidado el acto de olvidarlo. ¿Cómo podía uno estar seguro de que todo esto no era más que un truco?
Quizás aquella demencia dislocación de los pensamientos pudiera tener una realidad efectiva. Eso era lo
que más desanimaba a Winston.
O'Brien lo miraba pensativo. Más que nunca, tenía el aire de un profesor esforzándose por llevar por
buen camino a un chico descarriado, pero prometedor.
-Hay una consigna del Partido sobre el control del pasado. Repítela, Winston, por favor.
-El que controla el pasado controla el futuro; y el que controla el presente controla el pasado -repitió
Winston, obediente.
-El que controla el presente controla el pasado -dijo O'Brien moviendo la cabeza con lenta aprobación-.
¿Y crees tú, Winston, que el pasado existe verdaderamente?
Otra vez invadió a Winston el desamparo. Sus ojos se volvieron hacia el disco. No sólo no sabía si la respuesta
que le evitaría el dolor sería sí o no, sino que ni siquiera sabía cuál de estas respuestas era la que él
tenía por cierta.
OBrien sonrió débilmente:
-No eres metafísico, Winston. Hasta este momento nunca habías pensado en lo que se conoce por existencia.
Te lo explicaré con más precisión. ¿Existe el pasado concretamente, en el espacio? ¿Hay algún sitio
en alguna parte, hay un mundo de objetos sólidos donde el pasado siga acaeciendo?
-No.
-Entonces, ¿dónde existe el pasado?
-En los documentos. Está escrito.
-En los documentos... Y, ¿dónde más?
-En la mente. En la memoria de los hombres.
-En la memoria. Muy bien. Pues nosotros, el Partido, controlamos todos los documentos y controlamos
todas las memorias. De manera que controlamos el pasado, ¿no es así?
-Pero, ¿cómo van ustedes a evitar que la gente recuerde lo que ha pasado? -exclamó Winston olvidando
del nuevo el martirizador eléctrico-. Es un acto involuntario. No puede uno evitarlo. ¿Cómo vais a controlar
la memoria? ¡La mía no la habéis controlado!
O'Brien volvió a ponerse serio. Tocó la palanca con la mano.
Al contrario dijo por fin-, eres tú el que no la ha controlado y por eso estás aquí. Te han traído porque te
han faltado humildad y autodisciplina. No has querido realizar el acto de sumisión que es el precio de la
cordura. Has preferido ser un loco, una minoría de uno solo. Convéncete, Winston; solamente el espíritu
disciplinado puede ver la realidad. Crees que la realidad es algo objetivo, externo, que existe por derecho
propio. Crees también que la naturaleza de la realidad se demuestra por sí misma. Cuando te engañas a ti
mismo pensando que ves algo, das por cierto que todos los demás están viendo lo mismo que tú. Pero te
aseguro, Winston, que la realidad no es externa. La realidad existe en la mente humana y en ningún otro
sitio. No en la mente individual, que puede cometer errores y que, en todo caso, perece pronto. Sólo la
mente del Partido, que es colectiva e inmortal, puede captar la realidad. Lo que el Partido sostiene que es
verdad es efectivamente verdad. Es imposible ver la realidad sino a través de los ojos del Partido. Este es el
hecho que tienes que volver a aprender, Winston. Para ello se necesita un acto de autodestrucción, un esfuerzo
de la voluntad. Tienes que humillarte si quieres volverte cuerdo.
Después de una pausa de unos momentos, prosiguió: Recuerdas haber escrito en tu Diario: «la libertad es
poder decir que dos más dos son cuatro?».
-Sí -dijo Winston.
O'Brien levantó la mano izquierda, con el reverso hacia Winston, y escondiendo el dedo pulgar extendió
los otros cuatro.
-¿Cuántos dedos hay aquí, Winston?
-Cuatro.
-¿Y si el Partido dice que no son cuatro sino cinco? Entonces, ¿cuántos hay?
-Cuatro.
La palabra terminó con un espasmo de dolor. La aguja de la esfera había subido a cincuenta y cinco. A
Winston le sudaba todo el cuerpo. Aunque apretaba los dientes, no podía evitar los roncos gemidos. O'-
Brien lo contemplaba, con los cuatro dedos todavía extendidos. Soltó la palanca y el dolor, aunque no desapareció
del todo, se alivió bastante.
-¿Cuántos dedos, Winston?
-Cuatro.
La aguja subió a sesenta.
-¿Cuántos dedos, Winston?
-¡Cuatro!! !¡Cuatro!! ¿Qué voy a decirte? ¡Cuatro!
La aguja debía de marcar más, pero Winston no la miró. El rostro severo y pesado y los cuatro dedos
ocupaban por completo su visión. Los dedos, ante sus ojos, parecían columnas, enormes, borrosos y vibrantes,
pero seguían siendo cuatro, sin duda alguna.
-¿Cuántos dedos, Winston?
-¡¡Cuatro!! ¡Para eso, para eso! ¡No sigas, es inútil!
-¡Cuántos dedos, Winston!
-¡Cinco! ¡Cinco! ¡Cinco!
-No, Winston; así no vale. Estás mintiendo. Sigues creyendo que son cuatro. Por favor, ¿cuántos dedos?
-¡¡Cuatro!! ¡¡Cinco!! ¡¡Cuatro!! Lo que quieras, pero termina de una vez. Para este dolor.
Ahora estaba sentado en el lecho con el brazo de O'Brien rodeándole los hombros. Quizá hubiera perdido
el conocimiento durante unos segundos. Se habían aflojado las ligaduras que sujetaban su cuerpo. Sentía
mucho frío, temblaba como un azogado, le castañeteaban los dientes y le corrían lágrimas por las mejillas.
Durante unos instantes se apretó contra O'Brien como un niño, confortado por el fuerte brazo que le rodeaba
los hombros. Tenía la sensación de que O'Brien era su protector, que el dolor venía de fuera, de otra
fuente, y que O'Brien le evitaría sufrir.
-Tardas mucho en aprender, Winston -dijo O'Brien con suavidad.
-No puedo evitarlo -balbuceó Winston-. ¿Cómo puedo evitar ver lo que tengo ante los ojos si no los cierro?
Dos y dos son cuatro.
-Algunas veces sí, Winston; pero otras veces son cinco. Y otras, tres. Y en ocasiones son cuatro, cinco y
tres a la vez. Tienes que esforzarte más. No es fácil recobrar la razón.
Volvió a tender a Winston en el lecho. Las ligaduras volvieron a inmovilizarlo, pero ya no sentía dolor y
le había desaparecido el temblor. Estaba débil y frío. O'Brien le hizo una señal con la cabeza al hombre de
la bata blanca, que había permanecido inmóvil durante la escena anterior y ahora, inclinándose sobre Winston,
le examinaba los ojos de cerca, le tomaba el pulso, le acercaba el oído al pecho y le daba golpecitos de
reconocimiento. Luego, mirando a O'Brien, movió la cabeza afirmativamente.
-Otra vez -dijo O'Brien.
El dolor invadió de nuevo el cuerpo de Winston. La aguja debía de marcar ya setenta o setenta y cinco.
Esta vez, había cerrado los ojos. Sabía que los dedos continuaban allí y que seguían siendo cuatro. Lo único
importante era conservar la vida hasta que pasaran las sacudidas dolorosas. Ya no tenía idea de si lloraba o
no. El dolor disminuyó otra vez. Abrió los ojos. O'Brien había vuelto a bajar la palanca.
-¿Cuántos dedos, Winston?
-¡Cuatro!! Supongo que son cuatro. Quisiera ver cinco. Estoy tratando de ver cinco.
-¿Qué deseas? ¿Persuadirme de que ves cinco o verlos de verdad?
-Verlos de verdad.
-Otra vez dijo O'Brien.
Es probable que la aguja marcase de ochenta a noventa. Sólo de un modo intermitente podía recordar
Winston a qué se debía su martirio. Detrás de sus párpados cerrados, un bosque de dedos se movía en una
extraña danza, entretejiéndose, desapareciendo unos tras otros y volviendo a aparecer. Quería contarlos,
pero no recordaba por qué. Sólo sabía que era imposible contarlos y que esto se debía a la misteriosa identidad
entre cuatro y cinco. El dolor desapareció de nuevo. Cuando abrió los ojos, halló que seguía viendo lo
mismo; es decir, innumerables dedos que se movían como árboles locos en todas direcciones cruzándose y
volviéndose a cruzar. Cerró otra vez los ojos.
-¿Cuántos dedos te estoy enseñando, Winston?
-No sé, no sé. Me matarás si aumentas el dolor. Cuatro, cinco, seis... Te aseguro que no lo sé.
-Esto va mejor -dijo O'Brien.
Le pusieron una inyección en el brazo. Casi instantáneamente se le esparció por todo el cuerpo una cálida
y beatífica sensación. Casi no se acordaba de haber sufrido. Abrió los ojos y miró agradecido a O'Brien. Le
conmovió ver a aquel rostro pesado, lleno de arrugas, tan feo y tan inteligente. Si se hubiera podido mover,
le habría tendido una mano. Nunca lo había querido tanto como en este momento y no sólo por haberle
suprimido el dolor. Aquel antiguo sentimiento, aquella idea de que no importaba que O'Brien fuera un amigo
o un enemigo, había vuelto a apoderarse de él. O'Brien era una persona con quien se podía hablar. Quizá
no deseara uno tanto ser amado como ser comprendido. O'Brien lo había torturado casi hasta enloquecerlo
y era seguro que dentro de un rato le haría matar. Pero no importaba. En cierto sentido, más allá de la amistad,
eran íntimos. De uno u otro modo y aunque las palabras que lo explicarían todo no pudieran ser pronunciadas
nunca, había desde luego un lugar donde podrían reunirse y charlar. O’Brien lo miraba con una
expresión reveladora de que el mismo pensamiento se le estaba ocurriendo. Empezó a hablar en un tono de
conversación corriente.
-¿Sabes dónde estás, Winston? -dijo.
-No sé. Me lo figuro. En el Ministerio del Amor.
-¿Sabes cuánto tiempo has estado aquí?
-No sé. Días, semanas, meses... creo que meses.
-¿Y por qué te imaginas que traemos aquí a la gente?
-Para hacerles confesar.
-No, no es ésa la razón. Di otra cosa.
-Para castigarlos.
-¡No! -exclamó O'Brien. Su voz había cambiado extraordinariamente y su rostro se había puesto de pronto
serio y animado a la vez-. ¡No! No te traemos sólo para hacerte confesar y para castigarte. ¿Quieres que
te diga para qué te hemos traído? ¡¡Para curarte!! ¡¡Para volverte cuerdo!! Debes saber, Winston, que ninguno
de los que traemos aquí sale de nuestras manos sin haberse curado. No nos interesan esos estúpidos
delitos que has cometido. Al Partido no le interesan los actos realizados; nos importa sólo el pensamiento.
No sólo destruimos a nuestros enemigos, sino que los cambiamos. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Estaba inclinado sobre Winston. Su cara parecía enorme por su proximidad y horriblemente fea vista
desde abajo. Además, sus facciones se alteraban por aquella exaltación, aquella intensidad de loco. Otra vez
se le encogió el corazón a Winston. Si le hubiera sido posible, habría retrocedido. Estaba seguro de que
OBrien iba a mover la palanca por puro capricho. Sin embargo, en ese momento se apartó de él y paseó un
poco por la habitación. Luego prosiguió con menos vehemencia:
-Lo primero que debes comprender es que éste no es un lugar de martirio. Has leído cosas sobre las persecuciones
religiosas en el pasado. En la Edad Media había la Inquisición. No funcionó. Pretendían erradicar
la herejía y terminaron por perpetuarla. En las persecuciones antiguas por cada hereje quemado han
surgido otros miles de ellos. ¿Por qué? Porque se mataba a los enemigos abiertamente y mientras aún no se
habían arrepentido. Se moría por no abandonar las creencias heréticas. Naturalmente, así toda la gloria pertenecía
a la víctima y la vergüenza al inquisidor que la quemaba. Más tarde, en el siglo xx, han existido los
totalitarios, como los llamaban: los nazis alemanes y los comunistas rusos. Los rusos persiguieron a los
herejes con mucha más crueldad que ninguna otra inquisición. Y se imaginaron que habían aprendido de
los errores del pasado. Por lo menos sabían que no se deben hacer mártires. Antes de llevar a sus víctimas a
un juicio público, se dedicaban a destruirles la dignidad. Los deshacían moralmente y físicamente por medio
de la tortura y el aislamiento hasta convertirlos en seres despreciables, verdaderos peleles capaces de
confesarlo todo, que se insultaban a sí mismos acusándose unos a otros y pedían sollozando un poco de
misericordia. Sin embargo, después de unos cuantos años, ha vuelto a ocurrir lo mismo. Los muertos se han
convertido en mártires y se ha olvidado su degradación. ¿Por qué había vuelto a suceder esto? En primer
lugar, porque las confesiones que habían hecho eran forzadas y falsas. Nosotros no cometemos esta clase
de errores. Todas las confesiones que salen de aquí son verdaderas. Nosotros hacemos que sean verdaderas.
Y, sobre todo, no permitimos que los muertos se levanten contra nosotros. Por tanto, debes perder toda esperanza
de que la posteridad te reivindique, Winston. La posteridad no sabrá nada de ti. Desaparecerás por
completo de la corriente histórica. Te disolveremos en la estratosfera, por decirlo así. De ti no quedará nada:
ni un nombre en un papel, ni tu recuerdo en un ser vivo. Quedarás aniquilado tanto en el pretérito como
en el futuro. No habrás existido.
«Entonces, ¿para qué me torturan?», pensó Winston con una amargura momentánea. O'Brien se detuvo
en seco como si hubiera oído el pensamiento de Winston. Su ancho y feo rostro se le acercó con los ojos un
poco entornados y le dijo: -Estás pensando que si nos proponemos destruirte por completo, ¿para qué nos
tomamos todas estas molestias?; que si nada va a quedar de ti, ¿qué importancia puede tener lo que tú digas
o pienses? ¿Verdad que lo estás pensando?
-Sí -dijo Winston.
O'Brien sonrió levemente y prosiguió:
Te explicaré por qué nos molestamos en curarte. Tú, Winston, eres una mancha en el tejido; una mancha
que debemos borrar. ¿No te dije hace poco que somos diferentes de los martirizadores del pasado? No nos
contentamos con una obediencia negativa, ni siquiera con la sumisión más abyecta. Cuando por fin te rindas
a nosotros, tendrá que impulsarte a ello tu libre voluntad. No destruimos a los herejes porque se nos
resisten; mientras nos resisten no los destruimos. Los convertimos, captamos su mente, los reformamos. Al
hereje político le quitamos todo el mal y todas las ilusiones engañosas que lleva dentro; lo traemos a nuestro
lado, no en apariencia, sino verdaderamente, en cuerpo y alma. Lo hacemos uno de nosotros antes de
matarlo. Nos resulta intolerable que un pensamiento erróneo exista en alguna parte del mundo, por muy
secreto e inocuo que pueda ser. Ni siquiera en el instante de la muerte podemos permitir alguna desviación.
Antiguamente, el hereje subía a la hoguera siendo aún un hereje, proclamando su herejía y hasta disfrutando
con ella. Incluso la víctima de las purgas rusas se llevaba su rebelión encerrada en el cráneo cuando
avanzaba por un pasillo de la prisión en espera del tiro en la nuca. Nosotros, en cambio, hacemos perfecto
el cerebro que vamos a destruir. La consigna de todos los despotismos era: «No harás esto o lo otro». La
voz de mando de los totalitarios era: «Harás esto o aquello». Nuestra orden es: «Eres». Ninguno de los que
traemos aquí puede volverse contra nosotros. Les lavamos el cerebro. Incluso aquellos miserables traidores
en cuya inocencia creíste un día Jones, Aaronson y Rutherford- los conquistamos al final. Yo mismo participé
en su interrogatorio. Los vi ceder paulatinamente, sollozando, llorando a lágrima viva, y al final no los
dominaba el miedo ni el dolor, sino sólo un sentimiento de culpabilidad, un afán de penitencia. Cuando
acabamos con ellos no eran más que cáscaras de hombre. Nada quedaba en ellos sino el arrepentimiento
por lo que habían hecho y amor por el Gran Hermano. Era conmovedor ver cómo lo amaban. Pedían que se
les matase en seguida para poder morir con la mente limpia. Temían que pudiera volver a ensuciárseles.
La voz de O'Brien se había vuelto soñadora y en su rostro permanecía el entusiasmo del loco y la exaltación
del fanático. «No está mintiendo pensó Winston , no es un hipócrita; cree todo lo que dice.» A Winston
le oprimía el convencimiento de su propia inferioridad intelectual. Contemplaba aquella figura pesada y
de movimientos sin embargo agradables que paseaba de un lado a otro entrando y saliendo en su radio de
visión. O'Brien era, en todos sentidos, un ser de mayores proporciones que él. Cualquier idea que Winston
pudiera haber tenido o pudiese tener en lo sucesivo, ya se le había ocurrido a O’Brien, examinándola y rechazándola.
La mente de aquel hombre contenía a la de Winston. Pero, en ese caso, ¿cómo iba a estar loco
OBrien? El loco tenía que ser él, Winston. O'Brien se detuvo y lo miró fijamente. Su voz había vuelto a ser
dura:
No te figures que vas a salvarte, Winston, aunque te rindas a nosotros por completo. Jamás se salva nadie
que se haya desviado alguna vez. Y aunque decidiéramos dejarte vivir el resto de tu vida natural, nunca te
escaparás de nosotros. Lo que está ocurriendo aquí es para siempre. Es preciso que se te grabe de una vez
para siempre. Te aplastaremos hasta tal punto que no podrás recobrar tu antigua forma. Te sucederán cosas
de las que no te recobrarás aunque vivas mil años. Nunca podrás experimentar de nuevo un sentimiento
humano. Todo habrá muerto en tu interior. Nunca más serás capaz de amar, de amistad, de disfrutar de la
vida, de reírte, de sentir curiosidad por algo, de tener valor, de ser un hombre íntegro... Estarás hueco. Te
vaciaremos y te rellenaremos de... nosotros.
Se detuvo y le hizo una señal al hombre de la bata blanca. Winston tuvo la vaga sensación de que por detrás
de él le acercaban un aparato grande. OBrien se había sentado junto a la cama de modo que su rostro
quedaba casi al mismo nivel del de Winston.
-Tres mil -le dijo, por encima de la cabeza de Winston, al hombre de la bata blanca.
Dos compresas algo húmedas fueron aplicadas a las sienes de Winston. Éste sintió una nueva clase de
dolor. Era algo distinto. Quizá no fuese dolor. O'Brien le puso una mano sobre la suya para tranquilizarlo,
casi con amabilidad.
-Esta vez no te dolerá -le dijo-. No apartes tus ojos de los míos.
En aquel momento sintió Winston una explosión devastadora o lo que parecía una explosión, aunque no
era seguro que hubiese habido ningún ruido. Lo que si se produjo fue un cegador fogonazo. Winston no
estaba herido; sólo postrado. Aunque estaba tendido de espaldas cuando aquello ocurrió, tuvo la curiosa
sensación de que le habían empujado hasta quedar en aquella posición. El terrible e indoloro golpe le había
dejado aplastado. Y en el interior de su cabeza también había ocurrido algo. Al recobrar la visión, recordó
quién era y dónde estaba y reconoció el rostro que lo contemplaba; pero tenía la sensación de un gran vacío
interior. Era como si le faltase un pedazo del cerebro.
-Esto no durará mucho -dijo O'Brien-. Mírame a los ojos. ¿Con qué país está en guerra Oceanía?
Winston pensó. Sabía lo que significaba Oceanía y que él era un ciudadano de este país. También recordaba
que existían Eurasia y Asia Oriental; pero no sabía cuál estaba en guerra con cuál. En realidad, no
tenía idea de que hubiera guerra ninguna.
-No recuerdo.
Oceanía está en guerra con Asia Oriental. ¿Lo recuerdas ahora?
-Sí.
-Oceanía ha estado siempre en guerra con Asia Oriental. Desde el principio de tu vida, desde el principio
del Partido, desde el principio de la Historia, la guerra ha continuado sin interrupción, siempre la misma
guerra. ¿Lo recuerdas?
-Sí.
-Hace once años inventaste una leyenda sobre tres hombres que habían sido condenados a muerte por
traición. Pretendías que habías visto un pedazo de papel que probaba su inocencia. Ese recorte de papel
nunca existió. Lo inventaste y acabaste creyendo en él. Ahora recuerdas el momento en que lo inventaste,
¿te acuerdas?
-Sí.
-Hace poco te puse ante los ojos los dedos de mi mano. Viste cinco dedos. ¿Recuerdas?
-Sí.
O'Brien le enseñó los dedos de la mano izquierda con el pulgar oculto.
-Aquí hay cinco dedos. ¿Ves cinco dedos? -Sí.
Y los vio durante un fugaz momento. Llegó a ver cinco dedos, pero pronto volvió a ser todo normal y
sintió de nuevo el antiguo miedo, el odio y el desconcierto. Pero durante unos instantes -quizá no más de
treinta segundos- había tenido una luminosa certidumbre y todas las sugerencias de O'Brien habían venido
a llenar un hueco de su cerebro convirtiéndose en verdad absoluta. En esos instantes dos y dos podían haber
sido lo mismo tres que cinco, según se hubiera necesitado. Pero antes de que O'Brien hubiera dejado caer la
mano, ya se había desvanecido la ilusión. Sin embargo, aunque no podía volver a experimentarla, recordaba
aquello como se recuerda una viva experiencia en algún período remoto de nuestra vida en que hemos sido
una persona distinta.
-Ya has visto que es posible -le dijo O'Brien.
-Sí -dijo Winston.
O'Brien se levantó con aire satisfecho. A su izquierda vio Winston que el hombre de la bata blanca preparaba
una inyección. O'Brien miró a Winston sonriente. Se ajustó las gafas como en los buenos tiempos.
-¿Recuerdas haber escrito en tu diario que no importaba que yo fuera amigo o enemigo, puesto que yo
era por lo menos una persona que te comprendía y con quien podías hablar? Tenías razón. Me gusta hablar
contigo. Tu mentalidad atrae a la mía. Se parece a la mía excepto en que está enferma. Antes de que acabemos
esta sesión puedes hacerme algunas preguntas si quieres.
-¿La pregunta que quiera?
-Sí. Cualquiera. -Vio que los ojos de Winston se fijaban en la esfera graduada-: Ahora no funciona. ¿Cuál
es tu primera pregunta?
-¿Qué habéis hecho con Julia? -dijo Winston.
O'Brien volvió a sonreír.
-Te traicionó, Winston. Inmediatamente y sin reservas. Pocas veces he visto a alguien que se nos haya
entregado tan pronto. Apenas la reconocerías si la vieras. Toda su rebeldía, sus engaños, sus locuras, su
suciedad mental... todo eso ha desaparecido de ella como si lo hubiera quemado. Fue una conversión perfecta,
un caso para ponerlo en los libros de texto.
-¿La habéis torturado?
O'Brien no contestó.
-A ver, la pregunta siguiente.
-¿Existe el Gran Hermano?
-Claro que existe. El Partido existe. El Gran Hermano es la encarnación del Partido.
-¿Existe en el mismo sentido en que yo existo?
-Tú no existes -dijo O'Brien.
A Winston volvió a asaltarle una terrible sensación de desamparo. Comprendía por qué le decían a él que
no existía; pero era un juego de palabras estúpido. ¿No era un gran absurdo la afirmación «tú no existes»?
Pero, ¿de qué servía rechazar esos argumentos disparatados?
-Yo creo que existo -dijo con cansancio-. Tengo plena conciencia de mi propia identidad. He nacido y he
de morir. Tengo brazos y piernas. Ocupo un lugar concreto en el espacio. Ningún otro objeto sólido puede
ocupar a la vez el mismo punto. En este sentido, ¿existe el Gran Hermano?
-Eso no tiene importancia. Existe.
-Morirá el Gran Hermano?
-Claro que no. ¿Cómo va a morir? A ver, la pregunta siguiente.
Existe la Hermandad?
-Eso no lo sabrás nunca, Winston. Si decidimos libertarte cuando acabemos contigo y si llegas a vivir
noventa años, seguirás sin saber si la respuesta a esa pregunta es sí o no. Mientras vivas, será eso para ti un
enigma.
Winston yacía silencioso. Respiraba un poco más rápidamente. Todavía no había hecho la pregunta que
le preocupaba desde un principio. Tenía que preguntarlo, pero su lengua se resistía a pronunciar las palabras.
O'Brien parecía divertido. Hasta sus gafas parecían brillar irónicamente. Winston pensó de pronto:
«Sabe perfectamente lo que le voy a preguntan». Y entonces le fue fácil decir:
-¿Qué hay en la habitación 101?
La expresión del rostro de O'Brien no cambió. Respondió:
-Sabes muy bien lo que hay en la habitación 101, Winston. Todo el mundo sabe lo que hay en la habitación
101. -Levantó un dedo hacia el hombre de la bata blanca. Evidentemente, la sesión había terminado.
Winston sintió en el brazo el pinchazo de una inyección. Casi inmediatamente, se hundió en un profundo
sueño.
III
-Hay tres etapas en tu reintegración erijo O'Brien-; primero aprender, luego comprender y, por último,
aceptar. Ahora tienes que entrar en la segunda etapa.
Como siempre, Winston estaba tendido de espaldas, pero ya no lo ataban tan fuerte. Aunque seguía sujeto
al lecho, podía mover las rodillas un poco y volver la cabeza de uno a otro lado y levantar los antebrazos.
Además, ya no le causaba tanta tortura la palanca. Podía evitarse el dolor con un poco de habilidad, porque
ahora sólo lo castigaba O'Brien por faltas de inteligencia. A veces pasaba una sesión entera sin que se moviera
la aguja del disco. No recordaba cuántas sesiones habían sido. Todo el proceso se extendía por un
tiempo largo, indefinido -quizá varias semanas-, y los intervalos entre las sesiones quizá fueran de varios
días y otras veces sólo de una o dos horas.
-Mientras te hallas ahí tumbado -le dijo O'Brien-, te has preguntado con frecuencia, e incluso me lo has
preguntado a mí, por qué el Ministerio del Amor emplea tanto tiempo y trabajo en tu persona. Y cuando
estabas en libertad te preocupabas por lo mismo. Podías comprender el mecanismo de la sociedad en que
vivías, pero no los motivos subterráneos. ¿Recuerdas haber escrito en tu Diario: «Comprendo el cómo; no
comprendo el porqué»? Cuando pensabas en el porqué es cuando dudabas de tu propia cordura. Has leído
el libro de Goldstein, o partes de él por lo menos. ¿Te enseñó algo que ya no supieras?
-¿Lo has leído tú? dijo Winston.
-Lo escribí. Es decir, colaboré en su redacción. Ya sabes que ningún libro se escribe individualmente.
-¿Es cierto lo que dice?
-Como descripción, sí. Pero el programa que presenta es una tontería. La acumulación secreta de conocimientos,
la extensión paulatina de ilustración y, por último, la rebelión proletaria y el aniquilamiento del
Partido. Ya te figurabas que esto es lo que encontrarías en el libro. Pura tontería. Los proletarios no se sublevarán
ni dentro de mil años ni de mil millones de años. No pueden. Es inútil que te explique la razón por
la que no pueden rebelarse; ya la conoces. Si alguna vez te has permitido soñar en violentas sublevaciones,
debes renunciar a ello. El Partido no puede ser derribado por ningún procedimiento. Las normas del Partido,
su dominio es para siempre. Debes partir de ese punto en todos tus pensamientos.
O'Brien se acercó más al lecho.
-¡Para siempre! -repitió-.Y ahora volvamos a la cuestión del cómo y el porqué. Entiendes perfectamente
cómo se mantiene en el poder el Partido. Ahora dime, ¿por qué nos aferramos al poder? ¿Cuál es nuestro
motivo? ¿Por qué deseamos el poder? H4bla -añadió al ver que Winston no le respondía.
Sin embargo, Winston siguió callado unos instantes. Sentíase aplanado por una enorme sensación de cansancio.
El rostro de O'Brien había vuelto a animarse con su fanático entusiasmo. Sabía Winston de antemano
lo que iba a decirle O'Brien que el Partido no buscaba el poder por el poder mismo, sino sólo para el
bienestar de la mayoría. Que le interesaba tener en las manos las riendas porque los hombres de la masa
eran criaturas débiles y cobardes que no podían soportar la libertad ni encararse con la verdad y debían ser
dominados y engañados sistemáticamente por otros hombres más fuertes que ellos. Que la Humanidad sólo
podía escoger entre la libertad y la felicidad, y para la gran masa de la Humanidad era preferible la felicidad.
Que el Partido era el eterno guardián de los débiles, una secta dedicada a hacer el mal para lograr el
bien sacrificando su propia felicidad a la de los demás. Lo terrible, pensó Winston, lo verdaderamente terrible
era que cuando O'Brien le dijera esto, se lo estaría creyendo. No había más que verle la cara. O'Brien lo
sabía todo. Sabía mil veces mejor que Winston cómo era en realidad el mundo, en qué degradación vivía la
masa humana y por medio de qué mentiras y atrocidades la dominaba el Partido. Lo había entendido y pesado
todo y, sin embargo, no importaba: todo lo justificaba él por los fines. ¿Qué va uno a hacer, pensó
Winston, contra un loco que es más inteligente que uno, que le oye a uno pacientemente y que sin embargo
persiste en su locura?
-Nos gobernáis por nuestro propio bien -dijo débilmente-. Creéis que los seres humanos no están capacitados
para gobernarse, y en vista de ello...
Estuvo a punto de gritar. Una punzada de dolor se le había clavado en el cuerpo. O'Brien había presionado
la palanca y la aguja de la esfera marcaba treinta y cinco.
-Eso fue una estupidez, Winston; has dicho una tontería. Debías tener un poco más de sensatez.
Volvió a soltar la palanca y prosiguió:
-Ahora te diré la respuesta a mi pregunta. Se trata de esto: el Partido quiere tener el poder por amor al
poder mismo. No nos interesa el bienestar de los demás; sólo nos interesa el poder. No la riqueza ni el lujo,
ni la longevidad ni la felicidad; sólo el poder, el poder puro. Ahora comprenderás lo que significa el poder
puro. Somos diferentes de todas las oligarquías del pasado porque sabemos lo que estamos haciendo. Todos
los demás, incluso los que se parecían a nosotros, eran cobardes o hipócritas. Los nazis alemanes y los comunistas
rusos se acercaban mucho a nosotros por sus métodos, pero nunca tuvieron el valor de reconocer
sus propios motivos. Pretendían, y quizá lo creían sinceramente, que se habían apoderado de los mandos
contra su voluntad y para un tiempo limitado y que a la vuelta de la esquina, como quien dice, había un
paraíso donde todos los seres humanos serían libres e iguales. Nosotros no somos así. Sabemos que nadie
se apodera del mando con la intención de dejarlo. El poder no es un medio, sino un fin en sí mismo. No se
establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer una- dictadura.
El objeto de la persecución no es más que la persecución misma. La tortura sólo tiene como finalidad
la misma tortura. Y el objeto del poder no es más que el poder. ¿Empiezas a entenderme?
A. Winston le asombraba el cansancio del rostro de O'Brien. Era fuerte, carnoso y brutal, lleno de inteligencia
y de una especie de pasión controlada ante la cual sentíase uno desarmado; pero, desde luego, estaba
cansado. Tenía bolsones bajo los ojos y la piel floja en las mejillas. O'Brien se inclinó sobre él para acercarle
más la cara, para que pudiera verla mejor.
-Estás pensando -le dijo- que tengo la cara avejentada y cansada. Piensas que estoy hablando del poder y
que ni siquiera puedo evitar la decrepitud de mi propio cuerpo.
¿No comprendes, Winston, que el individuo es sólo una célula? El cansancio de la célula supone el vigor
del organismo. ¿Acaso te mueres al cortarte las uñas?
Se apartó del lecho y empezó a pasear con una mano en el bolsillo.
-Somos los sacerdotes del poder -dijo-. El poder es Dios. Pero ahora el poder es sólo una palabra en lo
que a ti respecta. Y ya es hora de que tengas una idea de lo que el poder significa. Primero debes darte
cuenta de que el poder es colectivo. El individuo sólo detenta poder en tanto deja de ser un individuo. Ya
conoces la consigna del Partido: «La libertad es la esclavitud». ¿Se te ha ocurrido pensar que esta frase es
reversible? Sí, la esclavitud es la libertad. El ser humano es derrotado siempre que está solo, siempre que es
libre. Ha de ser así porque todo ser humano está condenado a morir irremisiblemente y la muerte es el mayor
de todos los fracasos; pero si el hombre logra someterse plenamente, si puede escapar de su propia
identidad, si es capaz de fundirse con el Partido de modo que él es el Partido, entonces será todopoderoso e
inmortal. Lo segundo de que tienes que darte cuenta es que el poder es poder sobre seres humanos. Sobre el
cuerpo, pero especialmente sobre el espíritu. El poder sobre la materia..., la realidad externa, como tú la
llamarías..., carece de importancia. Nuestro control sobre la materia es, desde luego, absoluto.
Durante unos momentos olvidó Winston la palanca. Hizo un violento esfuerzo para incorporarse y sólo
consiguió causarse dolor.
Pero, ¿cómo vais a controlar la materia? -exclamó sin poderse contener-. Ni siquiera conseguís controlar
el clima y la ley de la gravedad. Además, existen la enfermedad, el dolor, la muerte...
O'Brien le hizo callar con un movimiento de la mano:
-Controlamos la materia porque controlamos la mente. La realidad está dentro del cráneo. Irás aprendiéndolo
poco a poco, Winston. No hay nada que no podamos conseguir: la invisibilidad, la levitación...
absolutamente todo. Si quisiera, podría flotar ahora sobre el suelo como una pompa de jabón. No lo deseo
porque el Partido no lo desea. Debes librarte de esas ideas decimonónicas sobre las leyes de la Naturaleza.
Somos nosotros quienes dictamos las leyes de la Naturaleza.
-¡No las dictáis! Ni siquiera sois los dueños de este planeta. ¿Qué me dices de Eurasia y Asia Oriental?
Todavía no las habéis conquistado.
-Eso no tiene importancia. Las conquistaremos cuando nos convenga. Y si no las conquistásemos nunca,
¿en qué puede influir eso? Podemos borrarlas de la existencia. Oceanía es el mundo entero.
-Es que el mismo mundo no es más que una pizca de polvo. Y el hombre es sólo una insignificancia.
¿Cuánto tiempo lleva existiendo? La Tierra estuvo deshabitada durante millones de años.
-¡Qué tontería! La Tierra tiene sólo nuestra edad. ¿Cómo va a ser más vieja? No existe sino lo que admite
la conciencia humana.
-Pero las rocas están llenas de huesos de animales desaparecidos, mastodontes y enormes reptiles que vivieron
en la Tierra muchísimo antes de que apareciera el primer hombre.
-¿Has visto alguna vez esos huesos, Winston? Claro que no. Los inventaron los biólogos del siglo xix.
Nada hubo antes del hombre. Y después del hombre, si éste desapareciera definitivamente de la Tierra,
nada habría tampoco. Fuera del hombre no hay nada.
-Es que el universo entero está fuera de nosotros. ¡Piensa en las estrellas! Puedes verlas cuando quieras.
Algunas de ellas están a un millón de años-luz de distancia. Jamás podremos alcanzarlas.
¿Qué son las estrellas? -dijo O'Brien con indiferencia-. Solamente unas bolas de fuego a unos kilómetros
de distancia. Podríamos llegar a ellas si quisiéramos o hacerlas desaparecer, borrarlas de nuestra conciencia.
La Tierra es el centro del universo. El sol y las estrellas giran en torno a ella.
Winston hizo otro movimiento convulsivo. Esca vez no dijo nada. O'Brien prosiguió, como si contestara
a una objeción que le hubiera hecho Winston:
-Desde luego, para ciertos fines es eso verdad. Cuando navegamos por el océano o cuando predecimos un
eclipse, nos puede resultar conveniente dar por cierto que la Tierra gira alrededor del sol y que las estrellas
se encuentran a millones y millones de kilómetros de nosotros. Pero, ¿qué importa eso? ¿Crees que está
fuera de nuestros medios un sistema dual de astronomía? Las estrellas pueden estar cerca o lejos según las
necesitemos. ¿Crees que ésa es tarea difícil para nuestros matemáticos? ¿Has olvidado el doblepensar?
Winston se encogió en el lecho. Dijera lo que dijese, le venía encima la veloz respuesta como un porrazo,
y, sin embargo, sabía -,cabía- que llevaba razón. Seguramente había alguna manera de demostrar que la
creencia de que nada existe fuera de nuestra mente es una absoluta falsedad. ¿No se había demostrado hace
ya mucho tiempo que era una teoría indefendible? Incluso había un nombre para eso, aunque él lo había
olvidado. Una fina sonrisa recorrió los labios de O'Brien, que lo estaba mirando.
-Te digo, Winston, que la metafísica no es tu fuerte. La palabra que tratas de encontrar es solipsismo. Pero
estás equivocado. En este caso no hay solipsismo. En todo caso, habrá solipsismo colectivo, pero eso es
muy diferente; es precisamente lo contrario. En fin, todo esto es una digresión -añadió con tono distino-. El
verdadero poder, el poder por el que tenemos que luchar día y noche, no es poder sobre las cosas, sino sobre
los hombres. -Después de una pausa, asumió de nuevo su aire de maestro de escuela examinando a un
discípulo prometedor-: Vamos a ver, Winston, ¿cómo afirma un hombre su poder sobre otro?
Winston pensó un poco y respondió:
-Haciéndole sufrir.
-Exactamente. Haciéndole sufrir. No basta con la obediencia. Si no sufre, ¿cómo vas á estar seguro de
que obedece tu voluntad y no la suya propia? El poder radica en infligir dolor y humillación. El poder está
en la facultad de hacer pedazos los espíritus y volverlos a construir dándoles nuevas formas elegidas por ti.
¿Empiezas a ver qué clase de mundo estamos creando? Es lo contrario, exactamente lo contrario de esas
estúpidas utopías hedonistas que imaginaron los antiguos reformadores. Un mundo de miedo, de ración y
de tormento, un mundo de pisotear y ser pisoteado, un mundo que se hará cada día más despiadado. El progreso
de nuestro mundo será la consecución de más dolor. Las antiguas civilizaciones sostenían basarse en
el amor o en la justicia. La nuestra se funda en el odio. En nuestro mundo no habrá más emociones que el
miedo, la rabia, el triunfo y el autorebajamiento. Todo lo demás lo destruiremos, todo. Ya estamos suprimiendo
los hábitos mentales que han sobrevivido de antes de la Revolución. Hemos cortado los vínculos
que unían al hijo con el padre, un hombre con otro y al hombre con la mujer. Nadie se fía ya de su esposa,
de su hijo ni de un amigo. Pero en el futuro no habrá ya esposas ni amigos. Los niños se les quitarán a las
madres al nacer, como se les quitan los huevos a la gallina cuando los pone. El instinto sexual será arrancado
donde persista. La procreación consistirá en una formalidad anual como la renovación de la cartilla de
racionamiento. Suprimiremos el orgasmo. Nuestros neurólogos trabajan en ello. No habrá lealtad; no existirá
más fidelidad que la que se debe al Partido, ni más amor que el amor al Gran Hermano. No habrá risa,
excepto la risa triunfal cuando se derrota a un enemigo. No habrá arte, ni literatura, ni ciencia. No habrá ya
distinción entre la belleza y la fealdad. Todos los placeres serán destruidos. Pero siempre, no lo olvides,
Winston, siempre habrá el afán de poder, la sed de dominio, que aumentará constantemente y se hará cada
vez más sutil. Siempre existirá la emoción de la victoria, la sensación de pisotear a un enemigo indefenso.
Si quieres hacerte una idea de cómo será el futuro, figúrate una bota aplastando un rostro humano... incesantemente.
Se calló, como si esperase a que Winston le hablara. Pero éste se encogía más aún. No se le ocurría nada.
Parecía helársele el corazón. O'Brien prosiguió:
-Recuerda que es para siempre. Siempre estará ahí la cara que ha de ser pisoteada. El hereje, el enemigo
de la sociedad, estarán siempre a mano para que puedan ser derrota dos y humillados una y otra vez. Todo
lo que tú has 'sufrido desde que estás en nuestras manos, todo eso continuará sin cesar. El espionaje, las
traiciones, las detenciones, las torturas, las ejecuciones y las desapariciones se producirán continuamente.
Será un mundo de terror a la vez que un mundo triunfal. Mientras más poderoso sea el Partido, menos tolerante
será. A una oposición más débil corresponderá un despotismo más implacable. Goldstein y sus herejías
vivirán siempre. Cada día, a cada momento, serán derrotados, desacreditados, ridiculizados, les escupiremos
encima, y, sin embargo, sobrevivirán siempre. Este drama que yo he representado contigo durante
siete años volverá a ponerse en escena una y otra vez, generación tras generación, cada vez en forma más
sutil. Siempre tendremos al hereje a nuestro albedrío, chillando de dolor, destrozado, despreciable y, al final,
totalmente arrepentido, salvado de sus errores y arrastrándose a nuestros pies por su propia voluntad.
Ese es el mundo que estamos preparando, Winston. Un mundo de victoria tras victoria, de triunfos sin fin,
una presión constante sobre el nervio del poder. Ya veo que empiezas a darte cuenta de cómo será ese
mundo. Pero acabarás haciendo más que comprenderlo. Lo aceptarás, lo acogerás encantado, te convertirás
en parte de él.
Winston había recobrado suficiente energía para hablar:
-¡No podréis conseguirlo! -dijo débilmente.
-¿Qué has querido decir con esas palabras, Winston?
-No podréis crear un mundo como el que has descrito. Eso es un sueño, un imposible.
-¿Por qué?
-Es imposible fundar una civilización sobre el miedo, el odio y la crueldad. No perduraría.
--¿Por qué no?
-No tendría vitalidad. Se desintegraría, se suicidaría. -No seas tonto. Estás bajo la impresión de que el
odio es más agotador que el amor. ¿Por qué va a serlo? Y si lo fuera, ¿qué diferencia habría? Supón que
preferimos gastarnos más pronto. Supón que aceleramos el tempo de la vida humana de modo que los
hombres sean seniles a los treinta años. ¿Qué importaría? ¿No comprendes que la muerte del individuo no
es la muerte? El Partido es inmortal.
Como de costumbre, la voz había vencido a Winston. Además, temía éste que si persistía su desacuerdo
con O'Brien, se moviera de nuevo la aguja. Sin embargo, no podía estarse callado. Apagadamente, sin argumentos,
sin nada en que apoyarse excepto el inarticulado horror que le producía lo que había dicho O'-
Brien, volvió al ataque.
-No sé, no me importa. De un modo o de otro, fracasaréis. Algo os derrotará. La vida os derrotará.
-Nosotros, Winston, controlamos la vida en todos sus niveles. Te figuras que existe algo llamado la naturaleza
humana, que se irritará por lo que hacemos y se volverá contra nosotros. Pero no olvides que nosotros
creamos la naturaleza humana. Los hombres son infinitamente maleables. O quizás hayas vuelto a tu
antigua idea de que los proletarios o los esclavos se levantarán contra nosotros y nos derribarán. Desecha
esa idea. Están indefensos, como animales. La Humanidad es el Partido. Los otros están fuera, son insignificantes.
-No me importa. Al final, os vencerán. Antes o después os verán como sois, y entonces os despedazarán.
-¿Tienes alguna prueba de que eso esté ocurriendo? ¿O quizás alguna razón de que pudiera ocurrir?
-No. Es lo que creo. Sé que fracasaréis. Hay algo en el universo -no sé lo que es: algún espíritu, algún
principiocontra lo que no podréis.
-Acaso crees en Dios, Winston?
-No.
-Entonces, ¿qué principio es ese que ha de vencernos?
-No sé. El espíritu del Hombre.
-¿Y te consideras tú un hombre?
-Sí.
-Si tú eres un hombre, Winston, es que eres el último. Tu especie se ha extinguido; nosotros somos los
herederos. ¿Te das cuenta de que estás solo, absolutamente solo? Te encuentras fuera de la historia, no
existes. -Cambió de tono y de actitud y dijo con dureza-: ¿Te consideras moralmente superior a nosotros
por nuestras mentiras y nuestra crueldad?
-Sí, me considero superior.
O'Brien guardó silencio. Pero en seguida empezaron a hablar otras dos voces. Después de un momento,
Winston reconoció que una de ellas era la suya propia. Era una cinta magnetofónica de la conversación que
había sostenido con O'Brien la noche en que se había alistado en la Hermandad. Se oyó a sí mismo prometiendo
solemnemente mentir, robar, falsificar, asesinar, fomentar el hábito de las drogas y la prostitución,
propagar las enfermedades venéreas y arrojar vitriolo a la cara de un niño. O'Brien hizo un pequeño gesto
de impaciencia, como dando a entender que la demostración casi no merecía la pena. Luego hizo funcionar
un resorte y las voces se detuvieron.
-Levántate de ahí dijo O'Brien.
Las ataduras se habían soltado por sí mismas. Winston se puso en pie con gran dificultad.
-Eres el último hombre -dijo O'Brien-. Eres el guardián del espíritu humano. Ahora te verás como realmente
eres. Desnúdate.
Winston se soltó el pedazo de cuerda que le sostenía el «mono». Había perdido hacía tiempo la cremallera.
No podía recordar si había llegado a desnudarse del todo desde que lo detuvieron. Debajo del «mono»
tenía unos andrajos amarillentos que apenas podían reconocerse como restos de ropa interior. Al caérsele
todo aquello al suelo, vio que había un espejo de tres lunas en la pared del fondo. Se acercó a él y se detuvo
en seco. Se le había escapado un grito involuntario.
-Anda -dijo O'Brien-. Colócate entre las tres lunas. Así te verás también de lado.
Winston estaba aterrado. Una especie de esqueleto muy encorvado y de un color grisáceo andaba hacia
él. La imagen era horrible. Se acercó más al espejo. La cabeza de aquella criatura tan extraña aparecía deformada,
ya que avanzaba con el cuerpo casi doblado. Era una cabeza de presidiario con una frente abultada
y un cráneo totalmente calvo, una nariz retorcida y los pómulos magullados, con unos ojos feroces y
alertas. Las mejillas tenían varios costurones. Desde luego, era la cara de Winston, pero a éste le pareció
que había cambiado aún más por fuera que por dentro. Se había vuelto casi calvo y en un principio creyó
que tenía el pelo cano, pero era que el color de su cuero cabelludo estaba gris. El cuerpo entero, excepto las
manos y la cara, se había vuelto gris como si lo cubriera una vieja capa de polvo. Aquí y allá, bajo la suciedad,
aparecían las cicatrices rojas de las heridas, y cerca del tobillo sus varices formaban una masa inflamada
de, la que se desprendían escamas de piel. Pero lo verdaderamente espantoso era su delgadez. La
cavidad de sus costillas era tan estrecha como la de un esqueleto. Las piernas se le habían encogido de tal
manera que las rodillas eran más gruesas que los muslos. Esto le hizo comprender por qué O'Brien le había
dicho que se viera de lado. La curvatura de la espina dorsal era asombrosa. Los delgados hombros avanzaban
formando un gran hueco en el pecho y el cuello se doblaba bajo el peso del cráneo. De no haber sabido
que era su propio cuerpo, habría dicho Winston que se trataba de un hombre de más de sesenta años aquejado
de alguna terrible enfermedad.
-Has pensado a veces elijo OBrien- que mi cara, la cara de un miembro del Partido Interior, está avejentada
y revela un gran cansancio. ¿Qué piensas contemplando la tuya?
Cogió a Winston por los hombros y le hizo dar la vuelta hasta tenerlo de frente.
-¡Fíjate en qué estado te encuentras! -dijo-. Mira la suciedad que cubre tu cuerpo. ¿Sabes que hueles como
un macho cabrío? Es probable que ya no lo notes. Fíjate en tu horrible delgadez. ¿Ves? Te rodeo el brazo
con el pulgar y el índice. Y podría doblarte el cuello como una remolacha. ¿Sabes que has perdido veinticinco
kilos desde que estás en nuestras manos? Hasta el pelo se te cae a puñados. ¡Mira! -le arrancó un
mechón dé pelo-. Abre la boca. Te quedan nueve, diez, once dientes. ¿Cuántos tenías cuando te detuvimos?
Y los pocos que te quedan se te están cayendo. ¡¡Mira!!
Agarró uno de los dientes de abajo que le quedaban a Winston. Éste sintió un dolor agudísimo que le corrió
por toda la mandíbula. O'Brien se lo había arrancado de cuajo, tirándolo luego al suelo.
Te estás pudriendo, Winston. Te estás desmoronando. ¿Qué eres ahora? Una bolsa llena de porquería.
Mírate otra vez en el espejo. ¿Ves eso que tienes enfrente? Es el último hombre. Si eres humano, ésa es la
Humanidad.. Anda, vístete otra vez.
Winston empezó a vestirse con movimientos lentos y rígidos. Hasta ahora no había notado lo débil que
estaba. Sólo un pensamiento le ocupaba la mente: que debía de llevar en aquel sitio más tiempo de lo que se
figuraba. Entonces, al mirar los miserables andrajos que se habían caído en torno suyo, sintió una enorme
piedad por su pobre cuerpo. Antes de saber lo que estaba haciendo, se había sentado en un taburete junto al
lecho y había roto a llorar. Se daba plena cuenta de su terrible fealdad, de su inutilidad, de que era un montón
de huesos envueltos en trapos sucios que lloraba iluminado por una deslumbrante luz blanca. Pero no
podía contenerse. O'Brien -le puso una mano en el hombro casi con amabilidad.
-Esto no durará siempre -le dijo-. Puedes evitarte todo esto en cuanto quieras. Todo depende de ti.
-¡Tú tienes la culpa! -sollozó Winston-. Tú me convertiste en este guiñapo. .
-No, Winston, has sido tú mismo. Lo aceptaste cuando te pusiste contra el Partido. Todo ello estaba ya
contenido en aquel primer acto de rebeldía. Nada ha ocurrido que tú no hubieras previsto.
Después de una pausa, prosiguió:
Te hemos pegado, Winston; te hemos destrozado. Ya has visto cómo está tu cuerpo. Pues bien, tu espíritu
está en el mismo estado. Has sido golpeado e insultado, has gritado de dolor, te has arrastrado por el suelo
en tu propia sangre, y en tus vómitos has gemido pidiendo misericordia, has traicionado a todos. ¿Crees que
hay alguna degradación en que no hayas caído?
Winston dejó de llorar, aunque seguía teniendo los ojos llenos de lágrimas. Miró a O'Brien.
-No he traicionado a Julia -dijo.
O'Brien lo miró pensativo.
-No, no. Eso es cierto. No has traicionado a Julia.
El corazón de Winston volvió a llenarse de aquella adoración por O'Brien que nada parecía capaz de destruir.
«¡Qué inteligente pensó-, qué inteligente es este hombre!» Nunca dejaba O'Brien de comprender lo
que se le decía. Cualquiera otra persona habría contestado que había traicionado a Julia. ¿No se lo habían
sacado todo bajo tortura? Les había contado absolutamente todo lo que sabía de ella: su carácter, sus costumbres,
su vida pasada; había confesado, dando los más pequeños detalles, todo lo que había ocurrido
entre ellos, todo lo que él había dicho a ella y ella a él, sus comidas, alimentos comprados en el mercado
negro, sus relaciones sexuales, sus vagas conspiraciones contra el Partido... y, sin embargo, en el sentido
que él le daba a la palabra traicionar, no la había traicionado. Es decir, no había dejado de amarla. Sus sentimientos
hacia ella seguían siendo los mismos. O'Brien había entendido lo que él quería decir sin necesidad
de explicárselo.
-Dime -murmuró Winston-, ¿cuándo me matarán?
-A lo mejor, tardan aún mucho tiempo -respondió O'Brien-. Eres un caso difícil. Pero no pierdas la esperanza.
Todos se curan antes o después. Al final, te mataremos.
IV
Sentíase mucho mejor. Había engordado y cada día estaba más fuerte. Aunque hablar de días no era muy
exacto.
La luz blanca y el zumbido seguían como siempre, pero la nueva celda era un poco más confortable que
las demás en que había estado. La cama tenía una almohada y un colchón y había también un taburete. Lo
habían bañado, permitiéndole lavarse con bastante frecuencia en un barreño de hojalata. Incluso le proporcionaron
agua caliente. Tenía ropa interior nueva y un nuevo «mono». Le curaron las várices vendándoselas
adecuadamente. Le arrancaron el resto de los dientes y le pusieron una dentadura postiza.
Debían de haber pasado varias semanas e incluso meses. Ahora le habría sido posible medir el tiempo si
le hubiera interesado, pues lo alimentaban a intervalos regulares. Calculó que le llevaban tres comidas cada
veinticuatro horas, aunque no estaba seguro si se las llevaban de día o de noche. El alimento era muy bueno,
con carne cada tres comidas. Una vez le dieron también un paquete de cigarrillos. No tenía cerillas,
pero el guardia que le llevaba la comida, y que nunca le hablaba, le daba fuego. La primera vez que intentó
fumar, se mareó, pero perseveró, alargando el paquete mucho tiempo. Fumaba medio cigarrillo después de
cada comida.
Le dejaron una pizarra con un pizarrín atado a un pico. Al principio no lo usó. Se hallaba en un continuo
estado de atontamiento. Con frecuencia se tendía desde una comida hasta la siguiente sin moverse, durmiendo
a ratos y a ratos pensando confusamente. Se había acostumbrado a dormir con una luz muy fuerte
sobre el rostro. La única diferencia que notaba con ello era que sus sueños tenían así más coherencia. Soñaba
mucho y a veces tenía ensueños felices. Se veía en el País Dorado o sentado entre enormes, soleadas y
gloriosas ruinas con su madre, con Julia o con O'Brien, sin hacer nada, sólo tomando el sol y hablando de
temas pacíficos. Al despertarse, pensaba mucho tiempo sobre lo que había soñado. Había perdido la facultad
de esforzarse intelectualmente al desaparecer el estímulo del dolor. No se sentía aburrido ni deseaba
conversar ni distraerse por otro medio. Sólo quería estar aislado, que no le pegaran ni lo interrogaran, tener
bastante comida y estar limpio.
Gradualmente empezó a dormir menos, pero seguía sin desear levantarse de la cama. Su mayor afán era
yacer en calma y sentir cómo se concentraba más energía en su cuerpo. Se tocaba continuamente el cuerpo
para asegurarse de que no era una ilusión suya el que sus músculos se iban redondeando y su piel fortaleciendo.
Por último, vio con alegría que sus muslos eran mucho más gruesos que sus rodillas. Después de
esto, aunque sin muchas ganas al principio, empezó a hacer algún ejercicio con regularidad. Andaba hasta
tres kilómetros seguidos; los medía por los pasos que daba en torno a la celda. La espalda se le iba enderezando.
Intentó realizar ejercicios más complicados, y se asombró, humillado, de la cantidad asombrosa de
cosas que no podía hacer. No podía coger el taburete estirando el brazo ni sostenerse en una sola pierna sin
caerse. Intentó ponerse en cuclillas, pero sintió unos dolores terribles en los muslos y en las pantorrillas. Se
tendió de cara al suelo e intentó levantar el peso del cuerpo con las manos. Fue inútil; no podía elevarse ni
un centímetro. Pero después de unos días más -otras cuantas comidas- incluso eso llegó a realizarlo. Lo
hizo hasta seis veces seguidas. Empezó a enorgullecerse de su cuerpo y a albergar la intermitente ilusión de
que también su cara se le iba normalizando. Pero cuando casualmente se llevaba la mano a su cráneo calvo,
recordaba el rostro cruzado de cicatrices y deformado que había visto aquel día en el espejo. Se le fue activando
el espíritu. Sentado en la cama, con la espalda apoyada en la pared y la pizarra sobre las rodillas, se
dedicó con aplicación a la tarea de reeducarse.
Había capitulado, eso era ya seguro. En realidad -lo comprendía ahora- había estado expuesto a capitular
mucho antes de tomar esa decisión. Desde que le llevaron al Ministerio del Amor -e incluso durante aquellos
minutos en que Julia y él se habían encontrado indefensos espalda contra espalda mientras la voz de
hierro de la telepantalla les ordenaba lo que tenían que hacer- se dio plena cuenta de la superficialidad y
frivolidad de su intento de enfrentarse con el Partido. Sabía ahora que durante siete años lo había vigilado
la Policía del Pensamiento como si fuera un insecto cuyos movimientos se estudian bajo una lupa. Todos
sus actos físicos, todas sus palabras e incluso sus actitudes mentales habían sido registradas o deducidas por
el Partido. Incluso la motita de polvo blanquecino que Winston había dejado sobre la tapa de su diario la
habían vuelto a colocar cuidadosamente en su sitio. Durante los interrogatorios le hicieron oír cintas magnetofónicas
y le mostraron fotografías. Algunas de éstas recogían momentos en que Julia y él habían estado
juntos. Sí, incluso... Ya no podía seguir luchando contra el Partido. Además, el Partido tenía razón. ¿Cómo
iba a equivocarse el cerebro inmortal y colectivo? ¿Con qué normas externas podían comprobarse sus juicios?
La cordura era cuestión de estadística. Sólo había que aprender a pensar como ellos pensaban. ¡¡Claro
que...!
El pizarrín se le hacía extraño entre sus dedos entorpecidos. Empezó a escribir los pensamientos que le
acudían. Primero escribió con grandes mayúsculas:
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
Luego, casi sin detenerse, escribió debajo:
DOS Y DOS SON CINCO
Pero luego sintió cierta dificultad para concentrarse. No recordaba lo que venía después, aunque estaba
seguro de saberlo. Cuando por fin se acordó de ello, fue sólo por un razonamiento. No fue espontáneo. Escribió:
EL PODER ES DIOS
Lo aceptaba todo. El pasado podía ser alterado. El pasado nunca había sido alterado. Oceanía estaba en
guerra con Asia Oriental. Oceanía había estado siempre en guerra con Asia Oriental. Jones, Aaronson y
Rutherford eran culpables de los crímenes de que se les acusó. Nunca había visto la fotografía que probaba
su inocencia. Esta foto no había existido nunca, la había inventado él. Recordó haber pensado lo contrario,
pero estos eran falsos recuerdos, productos de un autoengaño. ¡Qué fácil era todo! Rendirse, y lo demás
venía por sí solo. Era como andar contra una corriente que le echaba a uno hacia atrás por mucho que luchara
contra ella, y luego, de pronto, se decidiera uno a volverse y nadar a favor de la corriente. Nada
habría cambiado sino la propia actitud. Apenas sabía Winston por qué se había revelado. ¡Todo era tan fácil,
excepto...!
Todo podía ser verdad. Las llamadas leyes de la Naturaleza eran tonterías. La ley de la gravedad era una
imbecilidad. «Si yo quisiera -había dicho O'Brien-, podría flotar sobre este suelo como una pompa de jabón.
» Winston desarrolló esta idea: «Si él cree que está flotando sobre el suelo y yo simultáneamente creo
que estoy viéndolo flotar, ocurre efectivamente». De repente, como un madero de un naufragio que se suelta
y emerge en la superficie, le acudió este pensamiento: «No ocurre en realidad. Lo imaginamos. Es una
alucinación». Aplastó en el acto este pensamiento levantisco. Su error era evidente porque presuponía que
en algún sitio existía un mundo real donde ocurrían cosas reales. ¿Cómo podía existir un mundo semejante?
¿Qué conocimiento tenemos de nada si no es a través de nuestro propio espíritu? Todo ocurre en la mente y
sólo lo que allí sucede tiene una realidad.
No tuvo dificultad para eliminar estos engañosos pensamientos; no se vio en verdadero peligro de sucumbir
a ellos. Sin embargo, pensó que nunca debían habérsele ocurrido. Su cerebro debía lanzar una mancha
que tapara cualquier pensamiento peligroso al menor intento de asomarse a la conciencia. Este proceso
había de ser automático, instintivo. En neolengua se le llamaba paracrimen. Era el freno de cualquier acto
delictivo.
Se entrenó en el paracrimen. Se planteaba proposiciones como éstas: «El Partido dice que la tierra no es
redonda», y se ejercitaba en no entender los argumentos que contradecían a esta proposición. No era fácil.
Había que tener una gran facultad para improvisar y razonar. Por ejemplo, los problemas aritméticos derivados
de la afirmación dos y dos son cinco requerían una preparación intelectual de la que él carecía. Además
para ello se necesitaba una mentalidad atlética, por decirlo así. La habilidad de emplear la lógica en un
determinado momento y en el siguiente desconocer los más burdos errores lógicos. Era tan precisa la estupidez
como la inteligencia y tan difícil de conseguir.
Durante todo este tiempo, no dejaba de preguntarse con un rincón de su cerebro cuánto tardarían en matarlo.
«Todo depende de tí>, le había dicho O'Brien, pero Winston sabía muy bien que no podía abreviar
ese plazo con ningún acto consciente. Podría tardar diez minutos o diez años. Podían tenerlo muchos años
aislado, mandarlo a un campo de trabajos forzados o soltarlo durante algún tiempo, como solían hacer. Era
perfectamente posible que antes de matarlo le hicieran representar de nuevo todo el drama de su detención,
interrogatorios, etc. Lo cierto era que la muerte nunca llegaba en un momento esperado. La tradición -no la
tradición oral, sino un conocimiento difuso que le hacía a uno estar seguro de ello aunque no lo hubiera
oído nunca era que le mataban a uno por detrás de un tiro en la nuca. Un tiro que llegaba sin aviso cuando
le llevaban a uno de celda en celda por un pasillo.
Un día cayó en una ensoñación extraña. Se veía a sí mismo andando por un corredor en espera del disparo.
Sabía que dispararían de un momento a otro. Todo estaba ya arreglado, se había reconciliado plenamente
con el Partido. No más dudas ni más discusiones; no más dolor ni miedo. Tenía el cuerpo saludable y
fuerte. Andaba con gusto, contento de moverse él solo. Ya no iba por los estrechos y largos pasillos del
Ministerio del Amor, sino por un pasadizo de enorme anchura iluminado por el sol, un corredor de un kilómetro
de anchura por, el cual había transitado ya en aquel delirio que le produjeron las drogas. Se hallaba
en el País Dorado siguiendo unas huellas en los pastos roídos por los conejos. Sentía el muelle césped bajo
sus pies y la dulce tibieza del sol. Al borde del campo había unos olmos cuyas hojas se movían levemente y
algo más allá corría el arroyo bajo los sauces.
De pronto se despertó horrorizado. Le sudaba todo el cuerpo. Se había oído a sí mismo gritando:
-¡Julia! ¡Julia! !Julia! ¡Amor mío! Julia.
Durante un momento había tenido una impresionante alucinación de su presencia. No sólo parecía que
Julia estaba con él, sino dentro de él. Era como si la joven tuviera su misma piel. En aquel momento la
había querido más que nunca. Además, sabía que se encontraba viva y necesitaba de su ayuda.
Se tumbó en la cama y trató de tranquilizarse. ¿Qué había hecho? ¿Cuántos años de servidumbre se había
echado encima por aquel momento de debilidad?
Al cabo de unos instantes oiría los pasos de las botas. Era imposible que dejaran sin castigar aquel estallido.
Ahora sabrían, si no lo sabían ya antes, que él había roto el convenio tácito que tenía con ellos. Obedecía
al Partido, pero seguía odiándolo. Antes ocultaba un espíritu herético bajo una apariencia conformista.
Ahora había retrocedido otro paso: en su espíritu se había rendido, pero con la esperanza de mantener
inviolable lo esencial de su corazón, Winston sabía que estaba equivocado, pero prefería que su error
hubiera salido a la superficie de un modo tan evidente. O'Brien lo comprendería. Aquellas estúpidas exclamaciones
habían sido una excelente confesión.
Tendría que empezar de nuevo. Aquello iba a durar años y años. Se pasó una mano por la cara procurando
familiarizarse con su nueva forma. Tenía profundas arrugas en las mejillas, los pómulos angulosos y la
nariz aplastada. Además, desde la última vez en que se vio en el espejo tenía una dentadura postiza completa.
No era fácil conservar la inescrutabilidad cuando no se sabía la cara que tenía uno. En todo caso no bastaba
el control de las facciones. Por primera vez se dio cuenta de que la mejor manera de ocultar un secreto
es ante todo ocultárselo a uno mismo. De entonces en adelante no sólo debía pensar rectamente, sino sentir
y hasta soñar con rectitud, y todo el tiempo debería encerrar su odio en su interior como una especie de
pelota que formaba parte de sí mismo y que sin embargo estuviera desconectada del resto de su persona;
algo así como un quiste.
Algún día decidirían matarlo. Era imposible saber cuándo ocurriría, pero unos segundos antes podría adivinarse.
Siempre lo mataban a uno por la espalda mientras andaba por un pasillo. Pero le bastarían diez
segundos. Y entonces, de repente, sin decir una palabra, sin que se notara en los pasos que aún diera, sin
alterar el gesto... podría tirar el camuflaje, y ¡bang!, soltar las baterías de su odio. Sí, en esos segundos anteriores
a su muerte, todo su ser se convertiría en una enorme llamarada de odio. Y casi en el mismo instante
¡bang!, llegaría la bala, demasiado tarde, o quizá demasiado pronto. Le habrían destrozado el cerebro antes
de que pudieran considerarlo de ellos. El pensamiento herético quedaría impune. No se habría arrepentido,
quedaría para siempre fuera del alcance de esa gente. Con el tiro habrían abierto un agujero en esa perfección
de que se vanagloriaban. Morir odiándolos, ésa era la libertad.
Cerró los ojos. Su nueva tarea era más difícil que cualquier disciplina intelectual. Tenía primero que degradarse,
que mutilarse. Tenía que hundirse en lo más sucio. ¿Qué era lo más horrible, lo que a él le causaba
más repugnancia del Partido? Pensó en el Gran Hermano. Su enorme rostro (por verlo constantemente
en los carteles de propaganda se lo imaginaba siempre de un metro de anchura), con sus enormes bigotes
negros y los ojos que le seguían a uno a todas partes, era la imagen que primero se presentaba a su mente.
¿Cuáles eran sus verdaderos sentimientos hacia el Gran Hermano?
En el pasillo sonaron las pesadas botas. La puerta de acero se abrió con estrépito. OBrien entró en la celda.
Detrás de él venían el oficial de cara de cera y los guardias de negros uniformes.
-Levántate elijo OBrien-. Ven aquí.
Winston se acercó a él. O'Brien lo cogió por los hombros con sus enormes manazas y lo miró fijamente:
-Has pensado engañarme -le dijo-. Ha sido una tontería por tu parte. Ponte más derecho y mírame a la cara.
Después de unos minutos de silencio, prosiguió en tono más suave:
-Estás mejorando. Intelectualmente estás ya casi bien del todo. Sólo fallas en lo emocional. Dime, Winston,
y recuerda que no puedes mentirme; sabes muy bien que descubro todas tus mentiras. Dime: ¿cuáles
son los verdaderos sentimientos que te inspira el Gran Hermano?
-Lo odio.
-¿Lo odias? Bien. Entonces ha llegado el momento de aplicarte el último medio. Tienes que amar al Gran
Hermano. No basta que le obedezcas; tienes que amarlo.
Empujó delicadamente a Winston hacia los guardias.
-Habitación 101 -dijo.
V
En cada etapa de su encarcelamiento había sabido Winston -o creyó saber- hacia dónde se hallaba,
aproximadamente, en el enorme edificio sin ventanas. Probablemente, había pequeñas diferencias en la
presión del aire. Las celdas donde los guardias lo habían golpeado estaban bajo el nivel del suelo. La habitación
donde O'Brien lo había interrogado estaba cerca del techo. Este lugar de ahora estaba a muchos metros
bajo tierra. Lo más profundo a que se podía llegar.
Era mayor que casi todas las celdas donde había estado. Pero Winston no se fijó más que en dos mesitas
ante él, cada una de ellas cubierta con gamuza verde. Una de ellas estaba sólo a un metro o dos de él y la
otra más lejos, cerca de la puerta. Winston había sido atado a una silla tan fuerte que no se podía mover en
absoluto, ni siquiera podía mover la cabeza que le tenía sujeta por detrás una especie de almohadilla obligándole
a mirar de frente.
Se quedó sólo un momento. Luego se abrió la puerta y entró O'Brien.
-Me preguntaste una vez qué había en la habitación 101. Te dije que ya lo sabías. Todos lo saben. Lo que
hay en la habitación 101 es lo peor del mundo.
La puerta volvió a abrirse. Entró un guardia que llevaba algo, un objeto hecho de alambres, algo así como
una caja o una cesta. La colocó sobre la mesa próxima a la puerta: a causa de la posición de O'Brien, no
podía Winston ver lo que era aquello.
-Lo peor del mundo -continuó O'Brien- varía de individuo a individuo. Puede ser que le entierren vivo o
morir quemado, o ahogado o de muchas otras maneras. A, veces se trata de una cosa sin importancia, que ni
siquiera es mortal, pero que para el individuo es lo peor del mundo.
Se había apartado un poco de modo que Winston pudo ver mejor lo que había en la mesa. Era una jaula
alargada con un asa arriba para llevarla. En la parte delantera había algo que parecía una careta de esgrima
con la parte cóncava hacia afuera. Aunque estaba a tres o cuatro metros de él pudo ver que la jaula se dividía
a lo largo en dos departamentos y que algo se movía dentro de cada uno de ellos. Eran ratas.
-En tu caso -dijo O'Brien-, lo peor del mundo son las ratas.
Winston, en cuanto entrevió al principio la jaula, sintió un temblor premonitorio, un miedo a no sabía
qué. Pero ahora, al comprender para qué servía aquella careta de alambre, parecían deshacérsele los intestinos.
-No puedes hacer eso! -gritó con voz descompuesta-. !Es imposible! !No puedes hacerme eso!
Recuerdas -dijo O'Brien- el momento de pánico que surgía repetidas veces en tus sueños? Había frente a
ti un muro de negrura y en los oídos te vibraba un fuerte zumbido. Al otro lado del muro había algo terrible.
Sabías que sabías lo que era, pero no te atrevías a sacarlo a tu consciencia. Pues bien, lo que había al otro
lado del muro eran ratas.
-¡O'Brien! dijo Winston, haciendo un esfuerzo para controlar su voz-. Sabes muy bien que esto no es necesario.
¿Qué quieres que diga?
O'Brien no contestó directamente. Había hablado con su característico estilo de maestro de escuela. Miró
pensativo al vacío, como si estuviera dirigiéndose a un público que se encontraba detrás de Winston.
-El dolor no basta siempre. Hay ocasiones en que un ser humano es capaz de resistir el dolor incluso hasta
bordear la muerte. Pero para todos hay algo que no puede soportarse, algo tan inaguantable que ni siquiera
se puede pensar en ello. No se trata de valor ni de cobardía. Si te estás cayendo desde una gran altura, no
es cobardía que te agarres a una cuerda que encuentres a tu caída. Si subes a la superficie desde el fondo de
un río, no es cobardía llenar de aire los pulmones. Es sólo un instinto que no puede ser desobedecido. Lo
mismo te ocurre ahora con las ratas. Para ti son lo más intolerable del mundo, constituyen una presión que
no puedes resistir aunque te esfuerces en ello. Por eso las ratas te harán hacer lo que se te pide.
-Pero, ¿de qué se trata? ¿Cómo puedo hacerlo si no sé lo que es?
O'Brien levantó la jaula y la puso en la mesa más próxima a Winston, colocándola cuidadosamente sobre
la gamuza. Winston podía oírse la sangre zumbándole en los oídos. Se sentía más abandonado que nunca.
Estaba en medio de una gran llanura solitaria, un inmenso desierto quemado por el sol y le llegaban todos
los sonidos desde distancias inconmensurables. Sin embargo, la jaula de las ratas estaba sólo a dos metros
de él. Eran ratas enormes. Tenían esa edad en que el hocico de las ratas se vuelve hiriente y feroz y su piel
es parda en vez de gris.
-La rata -dijo O'Brien, que seguía dirigiéndose a su público invisible-, a pesar de ser un roedor, es carnívora.
Tú lo sabes. Habrás oído lo que suele ocurrir en los barrios pobres de nuestra ciudad. En algunas calles,
las mujeres no se atreven a dejar a sus niños solos en las casas ni siquiera cinco minutos. Las ratas los
atacan, y bastaría muy poco tiempo para que sólo quedaran de ellos los huesos. También atacan a los enfermos
y a los moribundos. Demuestran poseer una asombrosa inteligencia para conocer cuándo está indefenso
un ser humano.
Las ratas chillaban en su jaula. Winston las oía como desde una gran distancia. Las ratas luchaban entre
ellas; querían alcanzarse a través de la división de alambre. Oyó también un profundo y desesperado gemido.
Ese gemido era suyo.
OBrien levantó la jaula y, al hacerlo, apretó algo sobre ella. Era un resorte. Winston hizo un frenético esfuerzo
por desligarse de la silla. Era inútil: todas las partes de su cuerpo, incluso su cabeza, estaban inmovilizadas
perfectamente. O'Brien le acercó más la jaula. La tenía Winston a menos de un metro de su cara.
-He apretado el primer resorte --dijo O'Brien-. Supongo que comprenderás cómo está construida esta jaula.
La careta se adaptará a tu cabeza, sin dejar salida alguna. Cuando yo apriete el otro resorte, se levantará
el cierre de la jaula. Estos bichos, locos de hambre, se lanzarán contra ti como balas. ¿Has visto alguna vez
cómo se lanza una rata por el aire? Así te saltarán a la cara. A veces atacan primero a los ojos. Otras veces
se abren paso a través de las mejillas y devoran la lengua.
La jaula se acercaba; estaba ya junto a él. Winston oyó una serie de chillidos que parecían venir de encima
de su cabeza. Luchó furiosamente contra su propio pánico. Pensar, pensar, aunque sólo fuera medio
segundo..., pensar era la única esperanza. De pronto, el asqueroso olor de las ratas le 3io en el olfato como
si hubiera recibido un tremendo golpe. Sintió violentas náuseas y casi perdió el conocimiento. Todo lo veía
negro. Durante unos instantes se convirtió en un loco, en un animal que chillaba desesperadamente. Sin embargo,
de esas tinieblas fue naciendo una idea. Sólo había una manera de salvarse. Debía interponer a otro
ser humano, el cuero de otro ser humano entre las ratas y él.
El círculo que ajustaba la careta era lo bastante ancho para taparle la visión de todo lo que no fuera la
puertecita de alambre situada a dos palmos de su cara. Las ratas sabían lo que iba a pasar ahora. Una de
ellas saltaba alocada, mientras que la otra, mucho más vieja, se apoyaba con sus patas rosadas y husmeaba
con ferocidad. Winston veía sus patillas y sus dientes amarillos. Otra vez se apoderó de él un negro pánico.
Estaba ciego, desesperado, con el cerebro vacío.
-Era un castigo muy corriente en la China imperial dijo O'Brien, tan didáctico como siempre.
La careta le apretaba la cara. El alambre le arañaba las mejillas. Luego..., no, no fue alivio, sino sólo esperanza,
un diminuto fragmento de esperanza. Demasiado tarde, quizás fuese ya demasiado tarde. Pero
había comprendido de pronto que en todo el mundo sólo había una persona a la que pudiese transferir su
castigo, un cuerpo que podía arrojar entre las ratas y él. Y empezó a gritar una y otra vez, frenéticamente:
-¡Házselo a Julia! ¡Házselo a Julia! ¡A mí, no! ¡A Julia! No me importa lo que le hagas a ella. Desgárrale
la cara, descoyúntale los huesos. ¡Pero a mí, no! ¡A Julia! ¡A mí, no!
Caía hacia atrás hundiéndose en enormes abismos, alejándose de las ratas a vertiginosa velocidad. Estaba
todavía atado a la silla, pero había pasado a través del suelo, de los muros del edificio, de la tierra, de los
océanos, e iba lanzado por la atmósfera en los espacios interestelares, alejándose sin cesar de las ratas... Se
encontraba ya a muchos años-luz de distancia, pero O'Brien estaba aún a su lado. Todavía le apretaba el
alambre en las mejillas. Pero en la oscuridad que lo envolvía oyó otro chasquido metálico y sabía que el
primer resorte había vuelto a funcionar y la jaula no había llegado a abrirse.
VI
El Nogal estaba casi vacío. Un rayo de sol entraba por una ventana y caía, amarillento, sobre las polvorientas
mesas. Era la solitaria hora de las quince. Las telepantallas emitían una musiquilla ligera.
Winston, sentado en su rincón de costumbre, contemplaba un vaso vacío. De vez en cuando levantaba la
mirada a la cara que le miraba fijamente desde la pared de enfrente. EL GRAN HERMANO TE VIGILA,
decía el letrero. Sin que se lo pidiera, un camarero se acercó a llenarle el vaso con ginebra de la Victoria,
echándole también unas cuantas gotas de otra botella que tenía un tubito atravesándole el tapón. Era sacarina
aromatizada con clavo, la especialidad de la casa.
Winston escuchaba la telepantalla. Sólo emitía música, pero había la posibilidad de que de un momento a
otro diera su comunicado el Ministerio de la Paz. Las noticias del frente africano eran muy intranquilizadoras.
Winston había estado muy preocupado todo el día por esto. Un ejército eurasiático (Oceanía estaba en
perra con Eurasia; Oceanía había estado siempre en guerra con Eurasia) avanzaba hacia el sur con aterradora
velocidad. El comunicado de mediodía no se había referido a. ninguna zona concreta, pero probablemente
a aquellas horas se lucharía ya en la desembocadura del Congo. Brazzaville y Leopoldville estaban en
peligro. No había que mirar ningún mapa para saber lo que esto significaba. No era sólo cuestión de perder
el África central. Por primera vez en la guerra, el territorio de Oceanía se veía amenazado.
Una violenta emoción, no exactamente miedo, sino una especie de excitación indiferenciada, se apoderó
de él, para luego desaparecer. Dejó de pensar en la guerra. En aquellos días no podía fijar el pensamiento
en ningún tema más que unos momentos. Se bebió el vaso de un golpe. Como siempre, le hizo estremecerse
e incluso sentir algunas arcadas.
El líquido era horrible. El clavo y la sacarina, ya de por sí repugnantes, no podían suprimir el aceitoso
sabor de la ginebra, y lo peor de todo era que el olor de la ginebra, que le acompañaba día y noche, iba inseparablemente
unido en su mente con el olor de aquellas…
Nunca las nombraba, ni siquiera en sus más recónditos pensamientos. Era algo de que Winston tenía una
confusa conciencia, un olor que llevaba siempre pegado a la nariz. La ginebra le hizo eructar. Había engordado
desde que lo soltaron, recobrando su antiguo buen color, que incluso se le había intensificado. Tenía
las facciones más bastas, la piel de la nariz y de los pómulos era rojiza y rasposa, e incluso su calva tenía un
tono demasiado colorado. Un camarero, también sin que él se lo hubiera pedido, le trajo el tablero de ajedrez
y el número del Times correspondiente a aquel día, doblado de manera que estuviese a la vista el problema
de ajedrez. Luego, viendo que el vaso de Winston estaba vacío, le trajo la botella de ginebra y lo
llenó. No había que pedir nada. Los camareros conocían las costumbres de Winston. El tablero de ajedrez
le esperaba siempre, y siempre le reservaban la mesa del rincón. Aunque el café estuviera lleno, tenía aquella
mesa libre, pues nadie quería que lo vieran sentado demasiado cerca de él. Nunca se preocupaba de contar
sus bebidas. A intervalos irregulares le presentaban un papel sucio que le decían era la cuenta, pero
Winston tenía la impresión de que siempre le cobraban más de lo debido. No le importaba. Ahora siempre
le sobraba dinero. Le habían dado un cargo, una ganga donde cobraba mucho más que en su antigua colocación.
La música de la telepantalla se interrumpió y sonó una voz. Winston levantó la cabeza para escuchar. Pero
no era un comunicado del frente; sólo un breve anuncio del Ministerio de la Abundancia. En el trimestre
pasado, ya en el décimo Plan Trienal, la cantidad de cordones para los zapatos que se pensó producir había
sido sobrepasada en un noventa y ocho por ciento.
Estudió el problema de ajedrez y colocó las piezas. Era un final ingenioso. «Juegan las blancas y mate en
dos jugadas.» Winston miró el retrato del Gran Hermano. Las blancas siempre ganan, pensó con un confuso
misticismo. Siempre, sin excepción; está dispuesto así. En ningún problema de ajedrez, desde el principio
del mundo, han ganado las negras ninguna vez. ¿Acaso no simbolizan las blancas el invariable triunfo del
Bien sobre el Mal? El enorme rostro miraba a Winston con su poderosa calma. Las blancas siempre ganan.
La voz de la telepantalla se interrumpió y añadió en un tono diferente y mucho más grave: «Estad preparados
para escuchar un importante comunicado a las quince treinta. ¡Quince treinta! Son noticias de la mayor
importancia. Cuidado con no perdérselas. ¡Quince treinta!». La musiquilla volvió a sonar.
A Winston le latió el corazón con más rapidez. Sena el comunicado del frente; su instinto le dijo que
habría malas noticias. Durante todo el día había pensado con excitación en la posible derrota aplastante en
África. Le parecía estar viendo al ejército eurasiático cruzando la frontera que nunca había sido violada y
derramándose por aquellos territorios de Oceanía como una columna de hormigas. ¿Cómo no había sido
posible atacarlos por el flanco de algún modo? Recordaba con toda exactitud el dibujo de la costa occidental
africana. Cogió una pieza y la movió en el ajedrez. Aquél era el sitio adecuado. Pero a la vez que veía la
horda negra avanzando hacia el Sur, vio también otra fuerza, misteriosamente reunida, que de repente había
cortado por la retaguardia todas las comunicaciones terrestres y marítimas del enemigo. Sentía Winston
como si por la fuerza de su voluntad estuviera dando vida a esos ejércitos salvadores. Pero había que actuar
con rapidez. Si el enemigo dominaba toda el África, si lograban tener aeródromos y bases de submarinos en
El Cabo, cortarían a Oceanía en dos. Esto podía significarlo todo: la derrota, una nueva división del mundo,
la destrucción del Partido. Winston respiró hondamente. Sentía una extraordinaria mezcla de sentimientos,
pero en realidad no era una mezcla, sino una sucesión de capas o estratos de sentimientos en que no se sabía
cuál era la capa predominante.
Le pasó aquel sobresalto. Volvió a poner la pieza en su sitio, pero por un instante no pudo concentrarse
en el problema de ajedrez. Sus pensamientos volvieron a vagar. Casi conscientemente trazó con su dedo en
el polvo de la mesa:
2+2=
«Dentro de ti no pueden entrar nunca», le había dicho Julia. Pues, sí, podían penetrar en uno. «Lo que te
ocurre aquí es para siempre», le había dicho O'Brien. Eso era verdad. Había cosas, los actos propios, de las
que no era posible rehacerse. Algo moría en el interior de la persona; algo se quemaba, se cauterizaba.
Winston la había visto, incluso había hablado con ella. Ningún peligro había en esto. Winston sabía instintivamente
que ahora casi no se interesaban por lo que él hacía. Podía haberse citado con ella si lo hubiera
deseado. Esa única vez se habían encontrado por casualidad. Fue en el Parque, un día muy desagradable de
marzo en que la tierra parecía hierro y toda la hierba había muerto. Winston andaba rápidamente contra el
viento, con las manos heladas y los ojos acuosos, cuando la vio a menos de diez metros de distancia. En
seguida le sorprendió que había cambiado de un modo indefinible. Se cruzaron sin hacerse la menor señal.
Él se volvió y la siguió, pero sin un interés desmedido. Sabía que ya no había peligro, que nadie se interesaba
por ellos. Julia no le hablaba. Siguió andando en dirección oblicua sobre el césped, como si tratara
de librarse de él, y luego pareció resignarse a llevarlo a su lado. Por fin, llegaron bajo unos arbustos pelados
que no podían servir ni para esconderse ni para protegerse del viento. Allí se detuvieron. Hacía un frío molestísimo.
El viento silbaba entre las ramas. Winston le rodeó la cintura con un brazo.
No había telepantallas, pero debía de haber micrófonos ocultos. Además, podían verlos desde cualquier
parte. No importaba; nada importaba. Podrían haberse echado sobre el suelo y hacer eso si hubieran querido.
Su carne se estremeció de horror tan sólo al pensarlo. Ella no respondió cuando la agarró del brazo, ni
siquiera intentó desasirse. Ya sabía Winston lo que había cambiado en ella. Tenía el rostro más demacrado
y una larga cicatriz, oculta en parte por el cabello, le cruzaba la frente y la sien; pero el verdadero cambio
no radicaba en eso. Era que la cintura se le había ensanchado mucho y toda ella estaba rígida. Recordó
Winston como una vez después de la explosión de una bomba cohete había ayudado a sacar un cadáver de
entre unas ruinas y le había asombrado no sólo su increíble peso, sino su rigidez y lo difícil que resultaba
manejarlo, de modo que más parecía piedra que carne. El cuerpo de Julia le producía ahora la misma sensación.
Se le ocurrió pensar que la piel de esta mujer sería ahora de una contextura diferente.
No intentó besarla ni hablaron. Cuando marchaban juntos-por el césped, lo miró Julia a la cara por primera
vez. Fue sólo una mirada fugaz, llena de desprecio y de repugnancia. Se preguntó Winston si esta adversión
procedía sólo de sus relaciones pasadas, o si se la inspiraba también su desfigurado rostro y el agüilla
que le salía de los ojos. Sentáronse en dos sillas de hierro uno al lado del otro, pero no demasiado juntos.
Winston notó que Julia estaba a punto de hablar. Movió unos cuantos centímetros el basto zapato y aplastó
con él una rama. Su pie parecía ahora más grande, pensó Winston. Julia, por fin, dijo sólo esto:
Te traicioné.
-Yo también te traicioné -dijo él.
Julia lo miró otra vez con disgusto. Y dijo:
-A veces te amenazan con algo..., algo que no puedes soportar, que ni siquiera puedes imaginarte sin
temblar. Y entonces dices: «No me lo hagas a mí, házselo a otra persona, a Fulano de Tal». Y quizá pretendas,
más adelante, que fue sólo un truco y que lo dijiste únicamente para que dejaran de martirizarte y que
no lo pensabas de verdad. Pero, no. Cuando ocurre eso se desea de verdad y se desea que a la otra persona
se lo hicieran. Crees entonces que no hay otra manera de salvarte y estás dispuesto a salvarte así. Deseas de
todo corazón que eso tan terrible le ocurra a la otra persona y no a ti. No te importa en absoluto lo que pueda
sufrir. Sólo te importas entonces tú mismo.
-Sólo te importas entonces tú mismo -repitió Winston como un eco.
Y después de eso no puedes ya sentir por la otra persona lo mismo que antes.
No -dijo él-; no se siente lo mismo.
No parecían tener más que decirse. El viento les pegaba a los cuerpos sus ligeros «monos». A los pocos
instantes les producía una sensación embarazosa seguir allí callados. Además, hacía demasiado frío para
estarse quietos. Julia dijo algo sobre que debía coger el Metro y se levantó para marcharse. Tenemos que
vernos otro día -dijo Winston.
Sí, tenemos que vernos -dijo ella.
Winston, irresoluto, la siguió un poco. Iba a unos pasos detrás de ella. No volvieron a hablar. Aunque Julia
no le dijo que se apartara, andaba muy rápida para evitar que fuese junto a ella. Winston se había decidido
a acompañarla a la estación del Metro, pero de repente se le hizo un mundo tener que andar con tanto
frío. Le parecía que aquello no tenía sentido. No era tanto el deseo de apartarse de Julia como el de regresar
al café lo que le impulsaba, pues nunca le había atraído tanto El Nogal como en este momento. Tenía una
visión nostálgica de su mesa del rincón, con el periódico, el ajedrez y la ginebra que fluía sin cesar. Sobre
todo, allí haría calor. Por eso, poco después y no sólo accidentalmente, se dejó separar de ella por una pequeña
aglomeración de gente. Hizo un desganado intento de volver a seguirla, pero disminuyó el paso y se
volvió, marchando en dirección opuesta. Cinco metros más allá se volvió a mirar. No había demasiada circulación,
pero ya no podía distinguirla. Julia podría haber sido cualquiera de doce figuras borrosas que se
apresuraban en dirección al Metro. Es posible que no pudiera reconocer ya su cuerpo tan deformado.
«Cuando ocurre eso, se desea de verdad», y él lo había pensado en serio. No solamente lo había dicho,
sino que lo había deseado. Había deseado que fuera ella y no él quien tuviera que soportar a las...
Se produjo un sutil cambio en la música que brotaba de la telepantalla. Apareció una nota humorística,
«la nota amarilla». Una voz -quizá no estuviera sucediendo de verdad, sino que fuera sólo un recuerdo que
tomase forma de sonido- cantaba:
Bajo el Nogal de las ramas extendidas
yo te vendí y tú me vendiste.
Winston tenía los ojos más lacrimosos que de costumbre. Un camarero que pasaba junto a él vio que tenía
vacío el vaso y volvió a llenárselo de la botella de ginebra.
Winston olió el líquido. Aquello estaba más repugnante cuanto más lo bebía, pero era el elemento en que
él nadaba. Era su vida, su muerte y su resurrección. La ginebra lo hundía cada noche en un sopor animal, y
también era la ginebra lo que le hacía revivir todas las mañanas. Al despertarse -rara vez antes de las oncecon
los párpados pegajosos, una boca pastosa y la espalda -que parecía habérsele partido- le habría sido
imposible echarse abajo de la cama si no hubiera tenido siempre en la mesa de noche la botella de ginebra y
una taza. Durante la mañana se quedaba escuchando la telepantalla con una expresión pétrea y la botella
siempre a mano. Desde las quince hasta la hora de cerrar, se pasaba todo el tiempo en El Nogal. Nadie se
preocupaba de lo que hiciera, no le despertaba ningún silbato ni le dirigía advertencias la telepantalla. Dos
veces a la semana iba a un despacho polvoriento, que parecía un rincón olvidado, en el Ministerio de la
Verdad, y trabajaba un poco, si a aquello podía llamársele trabajo. Había sido nombrado miembro de un
subcomité de otro subcomité que dependía de uno de los innumerables subcomités que se ocupaban de las
dificultades de menos importancia planteadas por la preparación de la onceava edición del Diccionario de
Neolengua. En aquel despacho se dedicaban a redactar algo que llamaban el informe provisional, pero
Winston nunca había llegado a enterarse de qué tenían que informar. Tenía alguna relación con la cuestión
de si las comas deben ser colocadas dentro o fuera de las comillas. Había otros cuatro en el subcomité, todos
en situación semejante a la de Winston. Algunos días se marchaban apenas se habían reunido después
de reconocer sinceramente que no había nada-que hacer. Pero otros días se ponían a trabajar casi con encarnizamiento
haciendo grandes alardes de aprovechamiento del tiempo redactando largos informes que
nunca terminaban. En esas ocasiones discutían sobre cual era el asunto sobre cuya discusión se les había
encargado y esto les llevaba a complicadas argumentaciones y sutiles distingos con interminables digresiones,
peleas, amenazas e incluso recurrían a las autoridades superiores. Pero de pronto parecía retirárseles la
vida y se quedaban inmóviles en torno a la mesa mirándose unos a otros con ojos apagados como fantasmas
que se esfuman con el canto del gallo.
La telepantalla estuvo un momento silenciosa. Winston levantó la cabeza otra vez. ¡El comunicado! Pero
no, sólo era un cambio de música. Tenía el mapa de África detrás de los párpados, el movimiento de los
ejércitos que él imaginaba era este diagrama; una flecha negra dirigiéndose verticalmente hacia el Sur y una
flecha blanca en dirección horizontal, hacia el Este, cortando la cola de la primera. Como para darse ánimos,
miró el imperturbable rostro del retrato, ¿Podía concebirse que la segunda flecha no existiera?
Volvió a aflojársele el interés. Bebió más ginebra, cogió la pieza blanca e hizo un intento de jugada. Pero
no era aquélla la jugada acertada, porque...
Sin quererlo, le flotó en la memoria un recuerdo. Vio una habitación iluminada por la luz de una vela con
una gran cama de madera clara y él, un chico de nueve o diez años que estaba sentado en el suelo agitando
un cubilete de dados y riéndose excitado. Su madre estaba sentada frente a él y también se reía. Aquello
debió de ocurrir un mes antes de desaparecer ella. Fueron unos momentos de reconciliación en que Winston
no sentía aquel hambre imperiosa y le había vuelto temporalmente el cariño por su madre. Recordaba bien
aquel día, un día húmedo de lluvia continua. El agua chorreaba monótona por los cristales de las ventanas y
la luz del interior era demasiado débil para leer. El aburrimiento de los dos niños en la triste habitación era
insoportable. Winston gimoteaba, pedía inútilmente que le dieran de comer, recorría la habitación revolviéndolo
todo y dando patadas hasta que los vecinos tuvieron que protestar. Mientras, su hermanita lloraba
sin parar. Al final le dijo su madre: «Sé bueno y te compraré un juguete.' Sí, un juguete precioso que te gustará
mucho». Y había salido a pesar de la lluvia para ir a unos almacenes que estaban abiertos a esa hora y
volvió con una caja de cartón conteniendo el juego llamado «De las serpientes y las escaleras». Era muy
modesto. El cartón estaba rasgado y los pequeños dados de madera, tan mal cortados que apenas se sostenían.
Winston recordaba el olor a humedad del cartón. Había mirado el juego de mal humor. No le interesaba
gran cosa. Pero entonces su madre encendió una vela y se sentaron en el suelo a jugar. Jugaron ocho veces
ganando cuatro cada uno. La hermanita, demasiado pequeña para comprender de qué trataba el juego, miraba
y se reía porque los veía reír a ellos dos.. Habían pasado la tarde muy contentos, como cuando él era
más pequeño.
Apartó de su mente estas-imágenes. Era un falso recuerdo. De vez en cuando le asaltaban falsos recuerdos.
Esto no importaba mientras que se supiera lo que era. Winston volvió a fijar la atención en el tablero
de ajedrez, pero casi en el mismo instante dio un salto como si lo hubieran pinchado con un alfiler.
Un agudo trompetazo perforó el aire:' Era el comunicado, ¡victoria!; siempre significaba victoria la llamada
de la trompeta antes de las noticias. Una especie de corriente eléctrica recorrió a todos los que se
hallaban en el café. Hasta los camareros se sobresaltaron y aguzaron el oído.
La trompeta había dado paso a un enorme volumen de ruido. Una voz excitada gritaba en la telepantalla,
pero apenas había empezado fue ahogada por una espantosa algarabía en las calles. La noticia se había difundido
como por arte de magia. Winston había oído lo bastante para saber que todo había sucedido como
él lo había previsto: una inmensa armada, reunida secretamente, un golpe repentino a la retaguardia del
enemigo, la flecha blanca destrozando la cola de la flecha negra. Entre el estruendo se destacaban trozos de
frases triunfales: «Amplia maniobra estratégica... perfecta coordinación... tremenda derrota... medio millón
de prisioneros... completa desmoralización... controlamos el África entera... La guerra se acerca a su final...
victoria... la mayor victoria en la historia de la Humanidad. !Victoria, victoria, victoria!».
Bajo la mesa, los pies de Winston hacían movimientos convulsivos. No se había movido de su asiento,
pero mentalmente estaba corriendo, corriendo a vertiginosa velocidad, se mezclaba con la multitud, gritaba
hasta ensordecer. Volvió a mirar el retrato del Gran Hermano. ¡Aquél era el coloso que dominaba el mundo!
¡La roca contra la cual se estrellaban en vano las hordas asiáticas! Recordó que sólo hada diez minutos
-sí, diez minutos tan sólo- todavía se equivocaba su corazón al dudar si las noticias del frente serían de victoria
o de derrota. ¡Ah, era más que un ejército eurasiático lo que había perecido! Mucho había cambiado
en él desde aquel primer día en el Ministerio del Amor, pero hasta ahora no se había producido la cicatrización
final e indispensable, el cambio salvador. La voz de la telepantalla seguía enumerando el botín, la matanza,
los prisioneros, pero la gritería callejera había amainado un poco. Los camareros volvían a su trabajo.
Uno de ellos acercó la botella de ginebra. Winston, sumergido en su feliz ensueño, no prestó atención
mientras le llenaban el vaso. Ya no se veía corriendo ni gritando, sino de regreso al Ministerio del Amor,
con todo olvidado, con el alma blanca como la nieve. Estaba confesándolo todo en un proceso público,
comprometiendo a todos. Marchaba por un claro pasillo con la sensación de andar al sol y un guardia armado
lo seguía. La bala tan esperada penetraba por fin en su cerebro.
Contempló el enorme rostro. Le había costado cuarenta años saber qué clase de sonrisa era aquella oculta
bajo el bigote negro. !Qué cruel e inútil incomprensión! !Qué tozudez , la suya exilándose a sí mismo de
aquel corazón amante! Dos lágrimas, perfumadas de ginebra, le resbalaron por las mejillas. Pero ya todo
estaba arreglado, todo alcanzaba la perfección, la lucha había terminado. Se había vencido a sí mismo definitivamente.
Amaba al Gran Hermano.
Apéndice
Los principios de neolengua
Neolengua era la lengua oficial de Oceanía y fue creada para solucionar las necesidades ideológicas del
Ingsoc o Socialismo Inglés. En el año 1984 aún no había nadie que utilizara la neolengua como elemento
único de comunicación, ni hablado ni escrito. Los editoriales del Times estaban escritos en neolengua, pero
era un tour de forte que solamente un especialista podía llevar a cabo. Se esperaba que la neolengua reemplazara
a la vieja lengua (o inglés corriente, diríamos nosotros) hacia el año 2050. Entretanto iba ganando
terreno de una manera segura y todos los miembros del Partido tendían, cada vez más, a usar palabras y
construcciones gramaticales de neolengua en el lenguaje ordinario. La versión utilizada en 1984, comprendida
en las ediciones novena y décima del Diccionario de Neolengua, era provisional, y contenía muchas
palabras superfluas y formaciones arcaicas que más tarde se suprimirían. Aquí nos referiremos a la última
versión, la más perfeccionada, tal como aparece en la onceava edición del Diccionario.
La intención de la neolengua no era solamente proveer un medio de expresión a la cosmovisión y hábitos
mentales propios de los devotos del Ingsoc, sino también imposibilitar otras formas de pensamiento. Lo que
se pretendía era que una vez la neolengua fuera adoptada' de una vez por todas y la vieja lengua olvidada,
cualquier pensamiento herético, es decir, un pensamiento divergente de los principios del Ingsoc, fuera
literalmente impensable, o por lo menos en tanto que el pensamiento depende de las palabras. Su vocabulario
estaba construido de tal modo que diera la expresión exacta y a menudo de un modo muy sutil a cada
significado que un miembro del Partido quisiera expresar, excluyendo todos los demás sentidos, así como
la posibilidad de llegar a otros sentidos por métodos indirectos. Esto se conseguía inventando nuevas palabras
y desvistiendo a las palabras restantes de cualquier significado heterodoxo, y a ser posible de cualquier
significado secundario. Por ejemplo: la palabra libre aún existía en neolengua, pero sólo se podía utilizar en
afirmaciones como «este perro está libre de piojos», o «este prado está libre de malas hierbas». No se podía
usar en su viejo sentido de «politicamente libre» o «intelectualmente libre», ya que la libertad política e
intelectual ya no existían como conceptos y por lo tanto necesariamente no tenían nombre. Aparte de la
supresión de palabras definitivamente heréticas, la reducción del vocabulario por sí sola se consideraba
como un objetivo deseable, y no sobrevivía ninguna palabra de la que se pudiera prescindir. La finalidad de
la neolengua no era aumentar, sino disminuir el área del pensamiento, objetivo que podía conseguirse reduciendo
el número de palabras al mínimo indispensable.
La neolengua se basaba en la lengua inglesa tal como ahora la conocemos, aunque muchas frases de neolengua,
incluso sin contener nuevas palabras, serían apenas inteligibles para el que hablara el inglés actual.
Las palabras de neolengua se dividían en tres clases distintas, conocidas por los nombres de vocabulario A,
vocabulario B (también llamado de palabras compuestas) y vocabulario C. Lo más simple sería discutir
cada clase separadamente, pero las peculiaridades gramaticales de la lengua pueden ser tratadas en la sección
dedicada al vocabulario A, ya que las mismas reglas se aplicaban a las tres categorías.
El vocabulario A. El vocabulario A consistía en las palabras de uso cotidiano: cosas como comer, beber,
trabajar, vestirse, subir y bajar escaleras, conducir vehículos, cuidar el jardín, cocinar y cosas por el estilo.
Se componía prácticamente de palabras que ya poseemos -palabras como golpear, correr, perro, árbol, azúcar,
casa, campo-; pero en comparación con el vocabulario inglés de hoy en día, su número era extremadamente
pequeño, al mismo tiempo que sus significados eran más rigurosamente restringidos. Todas las ambigüedades
y distintas variaciones de significado habían sido purgadas. En tanto que fuera posible, una
palabra de neolengua de este tipo quedaba reducida simplemente a un sonido preciso que expresaba un concepto
claramente entendido. Hubiera sido totalmente inconcebible utilizar el vocabulario A para propósitos
literarios o para discusiones políticas o filosóficas. Su intención era la de expresar pensamientos simples y
objetivos, casi siempre relacionados con objetos concretos o acciones físicas.
La gramática de la neolengua tenía dos grandes peculiaridades. La primera era una intercambiabilidad
casi total entre las distintas partes de la oración. Cualquier palabra de la lengua (en principio esto era aplicable
incluso a palabras abstractas como si o cuando) se podía usar como verbo, nombre, adjetivo o adverbio.
Entre la forma del verbo y la del nombre, cuando eran de la misma raíz, no había nunca ninguna variación
y así esta regla por si misma suponía la destrucción de muchas de las formas arcaicas. La palabra pensamiento,
por ejemplo, no existía en neolengua. En su lugar existía pensar, que hacía la función de verbo y
de nombre. Aquí no se seguía ningún principio etimológico. En algunos casos se conservaba el sustantivo
original y en otros casos el verbo. Incluso cuando un nombre y un verbo de significado parecido no tenían
una relación etimológica, con frecuencia se suprimía el uno o el otro. No existía, por ejemplo, una palabra
como cortar, ya que su significado quedaba lo suficientemente cubierto por el nombre-verbo cuchillo. Los
adjetivos se forzaban añadiendo el sufijo lleno al nombre-verbo, y los adverbios añadiendo demudo. Así,
por ejemplo, rapidolleno quería decir rapidez, y rapidodemodo significaba rápidamente. Se conservaron
algunos adjetivos de hoy en día como bueno, fuerte, grande, negro, blando, pero en un número muy reducido.
Por otra parte, su necesidad era mínima, ya que se llegaba a cualquier significado adjetival añadiendo
lleno a un sustantivo-verbo. No se conservaron ninguno de los adverbios hoy existentes exceptuando algunos
que acababan en demodo; la terminación demodo era invariable. La palabra bien, por ejemplo, se sustituyó
por buenmodo. Además, a cualquier palabra -y esto, como principio, se aplicaba a todas las palabras
del idioma-, se le daba sentido de negación añadiendo el prefijo in o se le daba fuerza con el sufijo plus, o
para aumentar el énfasis, dobleplus. Así por ejemplo, hirió significaba «caliente», mientras que plusfrío y
dobleplu frío significaban respectivamente «muy frió» y «extraordinariamente frío». También era posible,
como en el inglés de hoy en día, modificar el significado de casi todas las palabras con preposiciones afijas
como, ante, post, sobre, sub, etc. A base de este método fue posible disminuir enormemente el vocabulario.
Poniendo por caso la palabra bueno, ya no habría necesidad de la palabra malo ya que el significado requerido
se expresaba tan bien o incluso mejor por inbueno. Lo único necesario, en el caso de que dos palabras
formaran una pareja de significación opuesta, era decidir cuál suprimir. Oscuridad, por ejemplo, podía ser
reemplazada por inluz o luz por inascuro, según lo que se prefiera. La segunda característica de la gramática
de la neolengua era su regularidad. Aparte de algunas excepciones abajo mencionadas, todas las inflexiones
seguían las mismas reglas. Así, en todos los verbos el pretérito y el participio pasado eran el
mismo y terminaban en ed (1). El pretérito de pensar, pensé, de robar, robé, y así en toda la lengua; todas
las otras formas: mandó, dio, habló, trajo, cogido, etc. fueron abolidas. Los plurales de hombre, buey, vida
eran hombres, bueys, vidas.
(1) En inglés. En español acabarían en la misma letra o seguirían como los verbos regulares, ejemplo: robé, hace, pensé, comer,
comí. Los ejemplos ingleses robar, pensar en español ya son verbos y no justifican el ejemplo
La única clase de palabras a las que todavía se les permitía inflexiones irregulares eran los pronombres,
los relativos, los adjetivos demostrativos y los verbos auxiliares. Todos estos seguían su uso antiguo excepto
que «quien» había sido suprimido por innecesario y los tiempos condicionales de deber, debería, habían
caído en desuso ya que habían sido cubiertos por «haría, habría hecho». Había también ciertas irregularidades
en la formación de palabras creadas por la necesidad del habla fácil y rápida.
Una palabra que fuese difícil de pronunciar o que podía entenderse incorrectamente, se estimaba ipso
facto una mala palabra; así que ocasionalmente, por la eufonía, se insertaban letras en una palabra o se conservaba
una forma arcaica. Pero esta necesidad tenía más relación sobre todo con el vocabularío B. La razón
de la importancia concedida a la facilidad de la pronunciación, se aclarará más tarde en este ensayo.
El vocabulario B: El vocabulario B consistía en palabras que habían sido construidas deliberadamente
con propósitos políticos. Es decir, palabras que no solamente tenían en todos los casos implicaciones políticas
sino que además poseían la intención de imponer una deseable actitud mental en la persona que las utilizaba.
Sin una compresión total de los principios * del Ingsoc era difícil usar estas palabras correctamente.
En algunos casos se podían traducir a la vieja lengua o incluso a palabras tomadas del vocabulario A, pero
ello exigía una larga parrafada y siempre se perdían ciertos énfasis. Las palabras del vocabulario B eran una
especie de taquigrafía verbal que a menudo englobaban toda una serie de ideas expresadas en unas pocas
sílabas y a la vez con un sentido más exacto y más fuerte que en el lenguaje ordinario. Las palabras B eran
en todos los casos palabras compuestas. * Consistían en dos o más palabras juntadas de un modo fácilmente
pronunciable. El resultado era siempre un verbonombre y se utilizaba según las reglas normales. Pongamos
un único ejemplo: la palabra bimpensar, que significa de un modo general «ortodoxia», o si uno quiere
tomarla como verbo, «pensar de un modo ortodoxo». Su declinación era la siguiente: nombre-verbo, bienpensar;
pretérito y participio pasado, bienpensado participio presente, bienpensante; adjetivo, bienpensadolleno;
adverbio, bienpensadammte; nombre verbal, bienpensado.
*Palabras compuestas como ehablarsubir» también se encontraban, claro está, en el vocabulario A, pero
no eran más que abreviaciones de conveniencia y no tenían ideología de ningún color en especial
Las palabras B no se construían de acuerdo con ningún plan etimológico. Las palabras podían ser de
cualquier parte de la lengua, se podían poner en un orden cualquiera y ser mutiladas de modo que las hiciera
de fácil pronunciación a la vez qué indicaban su derivación. En la palabra crimenpensar (pensamientocrimen),
por ejemplo, el pensar iba detrás mientras que en pensarpol (Policía del Pensamiento) iba primero
y en la última palabra, policía había perdido las tres sílabas finales. Dada la dificultad de asegurar la eufonía,
las formaciones irregulares eran más comunes en el vocabulario B que en el vocabulario A. Por ejemplo,
las formas adjetivadas de Miniver, Minipax y Minimor eran, respectivamante, Miniverlleno, Minipaxlleno
y Minimorlleno, simplemente porque verdadlleno, pazlleno y amorlleno eran algo difíciles de pronunciar.
En principio, de todos modos, todas las palabras B se modulaban del mismo modo.
Algunas de las palabras B tenían significados muy sutiles, apenas inteligibles para quien no dominara la
lengua en su totalidad. Consideremos, por ejemplo, una frase típica del editorial del Times como ésta: «Viejos
pensadores incorazonsentir Ingsoc». El modo más sencillo de entender esto en la Viejalengua sería:
«Como que se formaron con las ideas de antes de la Revolución, no pueden tener una comprensión emocional
de los principios del Socialismo Inglés». Pero ésta no es una traducción adecuada. En primer lugar,
para lograr captar el significado de la frase arriba mencionada, habría que tener una idea clara de lo que se
entiende por Ingsoc. Y además, sólo una persona totalmente educada en el Irigsoc podía apreciar toda la
fuerza de la palabra corazonsentir, que implicaba una ciega y entusiasta aceptación difícil de imaginar hoy;
de la palabra viedopensar, que estaba inextricablemente mezclada con la idea de maldad y decadencia. Pero
la función especial de ciertas palabras de neolengua, de las que vio era una, no era tanto expresar su significado
como destruirlos. Estas palabras, pocas en número, por supuesto, habían extendido su significado hasta
el punto de contener, dentro de ellas mismas, toda una serie de palabras que como quedaban englobadas
por un solo término comprensivo, ahora podían ser relegadas y olvidadas. La mayor dificultad con la que se
encontraban los compiladores del Diccionario de Neolengua no era inventar nuevas palabras, sino la de
precisar, una vez inventadas aquéllas, cuál era su significado. Es decir, precisar qué series de palabras quedaban
invalidadas con su existencia. Tal como ya hemos visto con la palabra liben, las palabras que en su
día hubieran tenido un significado herético, a veces se conservaban por conveniencia, pero limpias de los
significados indeseables. Innombrables palabras como honor, justicia, moralidad, internacionalismo, democracia,
ciencia y religión simplemente habían dejado de existir. Unas cuantas palabras hacían de tapadera y,
al encubrirlas, las abolían. Todas las palabras agrupadas bajo los conceptos de libertad e igualdad, por
ejemplo, se contenían en una sola, crimenpensar, mientras que todas las palabras reunidas bajo los conceptos
de objetividad y racionalismo quedaban comprendidas en la única palabra viejopensar. Mayor precisión
hubiera sido peligrosa. Lo que se requería de un miembro del Partido era un punto de vista similar al de los
antiguos hebreos que sabían, sin saber mucho más, que todas las naciones aparte de la suya adoraban a
«dioses falsos». No necesitaban saber que estos dioses se llamaban Baal, Osiris, Moloch, Ashtaroth, etc.
Probablemente cuanto menos supiesen sobre ellos, mejor para su ortodoxia. Conocían a Jehová y sus mandamientos;
sabían, por lo tanto, que todos los dioses con otros nombres y atributos eran dioses falsos. De
manera parecida, el miembro del Partido sabía lo que constituía la correcta norma de conducta, y de un
modo increíblemente vago y general lo que podía apartarle de ella. Su vida sexual, por ejemplo, estaba totalmente
regulada por las dos palabras de neolengua sexocrimen (inmoralidad sexual) y buensexo (castidad).
El sexocrimm cubría infracciones de todo tipo: fornicación, adulterio, homosexualidad y otras perversiones
y, además, el coito normal practicado por placer. No había necesidad de nombrarlos separadamente,
ya que todos eran igualmente culpables y merecían la muerte. En el vocabulario C, que consistía en palabras
técnicas y científicas, existía la necesidad de dar nombres especializados a ciertas aberraciones sexuales,
pero el ciudadano normal no las necesitaba. Éste sabía lo que se quería decir buensexo, es decir, el coito
normal entre marido y mujer con el solo propósito de engendrar hijos y sin placer físico por parte de la mujer;
todo lo demás era sexocrímen. En neolengua era casi imposible seguir un pensamiento herético más allá
de la percepción de su carácter herético; a partir de este punto faltaban las palabras necesarias. Ninguna
palabra en el vocabulario B era ideológicamente neutral. Muchas eran eufemismos. Palabras como, por
ejemplo, gozocampo (campo de trabajos forzados) o Minipax (Ministerio de la Paz, es decir, Ministerio de
la Guerra) significaban exactamente lo opuesto de lo que parecían indicar. Algunas palabras, por otro lado,
traducían una franca y despreciativa comprensión por la naturaleza real de la sociedad de Oceanía. Por
ejemplo, prolealimento significaba la porquería de entretenimiento y falsas noticias que el Partido daba a
las masas. Otras palabras además eran ambivalentes, teniendo la connotación de «bueno» cuando eran aplicadas
al Partido y de «malo» cuando eran aplicadas al enemigo. Pero además había gran cantidad de palabras
que a primera vista parecían meras abreviaciones y que extraían su color ideológico no de su significado
sino de su estructura. Hasta donde fuera posible todo lo qué pudiera tener un significado político de
cualquier tipo entraba en el vocabulario B. Los nombres de organizaciones, grupos de personas, doctrinas,
países o instituciones o edificios públicos, habían quedado recortados de forma muy sencilla, es decir, una
sola palabra fácilmente pronunciable con el menor número de sílabas y que conservaba la derivación original.
En el Ministerio de la Verdad, por ejemplo, el Departamento de Registro donde trabajaba Winston
Smith se llamaba Regdep, el Departamento de Ficción se llamaba Ficdep, el Departamento de Teleprogramas
se llamaba Teledep, etc. La finalidad no era sólo ganar tiempo. Incluso en las primeras décadas del
siglo veinte, las palabras y frases abreviadas habían sido uno de los rasgos característicos del lenguaje político
y era notorio que la tendencia a usar abreviaturas de este tipo era más marcada en países y organizaciones
totalitarias. Ejemplos de ello son palabras tales como Nazi, Gestap , Comintern, Inprecorr y Agitrop. Al
principio esta práctica se había adoptado instintivamente, pero en neolengua se utilizaba con un propósito
consciente. Habían observado que abreviando un nombre se estrechaba y alteraba sutilmente su significado,
perdiendo la mayoría de asociaciones de ideas que de otra manera habría mantenido. Las palabras Internacional
Comunista, por ejemplo, evocan la imagen polifacética de solidaridad humana, banderas rojas, barricadas,
Karl Marx y la Comuna de París. La palabra Comintern, por otro lado, sólo sugiere una organización
tupida y cerrada, con una doctrina concreta. Se refiere a algo tan fácilmente reconocible y limitado en su
propósito como una silla o una mesa. Comintern es una palabra que se puede pronunciar casi sin pensar,
mientras que Internacional Comunista, es una frase en la que uno tiene que detenerse por lo menos unos
momentos. Del mismo modo. las asociaciones ideológicas que la palabra Miniver evoca son menores y más
controlables que las sugeridas por Ministerio de la Verdad. Esta era la razón del hábito de abreviar siempre
que fuera posible, así como también el casi exagerado cuidado que dedicaban a facilitar la pronunciación de
las palabras. En neolengua, la obsesión de la eufonía pesaba más que cualquier otra consideración, salvo la
exactitud del significado. Si era necesario, siempre se sacrificaba la regularidad de la gramática en aras de
la eufonía. Y con razón, ya que lo que se requería, sobre todo por razones políticas, eran palabras cortas y
de significado inequívoco que pudieran pronunciarse rápidamente y que despertaran el mínimo de sugerencias
en la mente del parlante. Las palabras del vocabulario B incluso ganaban en fuerza por el hecho de ser
tan parecidas. Casi invariablemente estas palabras -bienpensar, Minipax, prolealimento, sexocrimen, gozocampo,
Ingsoc, corazonsentir, pensarol y muchas otras- eran palabras de dos o tres sílabas con el acento
tónico igualmente distribuido entre la primera sílaba y la última. Su uso fomentaba una especie de conversación
similar a un cotorreo, a la vez roto y monótono; era esto precisamente lo que pretendían. La intención
era formar un lenguaje, sobre todo el que versaba sobre materias no neutrales ideológicamente, tan independiente
como fuera posible de la conciencia. En asuntos, de la vida cotidiana, sin duda era necesario, o
algunas veces necesario, reflexionar antes de hablar, pero un miembro del Partido, llamado a emitir un juicio
político o ético, debía ser capaz de disparar las opiniones correctas tan automáticamente como una ametralladora
las balas. Su entrenamiento lo preparaba para ello, el lenguaje le daba un instrumento casi infalible
y la textura de las palabras, con su sonido duro y una especie de fealdad salvaje de acuerdo con el espíritu
del Ingsoc, acababan de completar el proceso. Además contribuía el hecho de tener pocas palabras
donde escoger. En relación con el nuestro, el vocabulario de la neolengua era mínimo, y continuamente
inventaban nuevos modos de reducirlo. Desde luego, la neolengua difería de la mayoría de otros lenguajes
en que su vocabulario se empequeñecía en vez de agrandarse. Cada reducción era una ganancia, ya que
cuanto menor era el área para escoger, más pequeña era la tentación de pensar. En definitiva, -se esperaba
construir un lenguaje articulado que surgiera de la laringe sin involucrar en absoluto a los centros del cerebro.
Este objetivo se explicita francamente en la palabra de neolengua haNapato, que significa «cuacuar
como un pato»; como otras palabras de neolengua, baWpato era de significado ambivalente. Si las opiniones
cuacuadas eran ortodoxas, sólo implicaban alabanza y cuando el Times se refería a uno de los oradores
del Partido como a un dobleplusbum cuacuador estaba emitiendo un caluroso y valioso cumplido.
El vocabulario C. El vocabulario C era complementario de los otros dos y contenía totalmente términos
científicos y técnicos. Éstos se parecían a los términos científicos en uso hoy en día y procedían de las
mismas raíces, pero se tomó el cuidado habitual para definirlos rápidamente, y despojarlos de los significados
indeseables. Se atenían a las mismas reglas gramaticales que las palabras de los otros dos vocabularios.
Muy pocas palabras C tenían uso en las conversaciones cotidianas o en el lenguaje político. Cualquier científico
o técnico podía encontrar todas las palabras necesarias en la lista dedicada a su especialidad, pero
sólo tenía una mínima idea de las palabras de las otras listas. Solamente unas cuantas palabras eran comunes
a todas las listas y no existía un vocabulario que expresase la función de la ciencia como actitud mental
o como método intelectual independiente de sus ramas particulares. No había, de hecho, palabra para designar
la «Ciencia», quedando cualquier significado que pudiera tener suficientemente cubierto por la palabra
Ingsoc.
Por lo que se ha explicado, podrá verse que en neolengua la expresión de opiniones heterodoxas de bajo
nivel era casi imposible. Era factible, claro está, emitir herejías de un tono muy crudo y elemental, como
una especie de blasfemia. Hubiera sido posible, por ejemplo, decir el «Gran Hermano inbueno». Pero esta
aseveración, que a un oído ortodoxo le sonaba como una manifiesta absurdidad, no podría haber sido sostenida
con argumentos racionales, ya que faltaban las palabras necesarias. Sólo podían sostenerse ideas contrarias
al Ingsoc de una manera vaga y sin palabras, y formularlas en unos términos muy genéricos que
mezclaban y condenaban todo tipo de herejías, sin definirlas particularmente. De hecho, sólo podía utilizarse
la neolengua para fines heterodoxos traduciendo de un modo ilegítimo algunas de las palabras a la Viejalengua.
Por ejemplo, «Todos los hombres son iguales» era una afirmación posible en neolengua, pero en el
mismo sentido en que «Todos los hombres tienen el pelo rojo» pudiera serlo en Viejalengua. No contiene
ningún error gramatical, pero expresa una no-verdad palpable como que todos los hombres son de la misma
estatura, peso o fuerza. El concepto de igualdad política ya no existía y por lo tanto esta significación secundaria
había sido limpiada de la palabra igual. En 1984, cuando Viejalengua era todavía el medio normal
de comunicación, teóricamente existía el peligro de que al usar palabras de neolengua uno recordara sus
significados originales. En la práctica no era difícil, para alguien bien versado en el doblepmar, evitar que
esto ocurriera, pero dentro de dos generaciones se evitaría incluso la posibilidad de este peligro. Una persona
creciendo con neolengua como único lenguaje, no sabría nunca que igual había tenido antes la acepción
de «igualdad política», o que «libre» había significado anteriormente «intelectualmente libre», del mismo
modo que, por ejemplo, una persona que no hubiera oído hablar nunca de ajedrez, podría saber los segundos
significados aplicables a la reina y a la torre. Por lo tanto, quedaría descartada la posibilidad de cometer
muchos crímenes y errores simplemente porque no tenían nombre y, en consecuencia, son inimaginables. Y
era de esperar que con el paso del tiempo las características que distinguían a la neolengua, se volverían
más y más acusadas: sus palabras irían disminuyendo, sus significados cada vez más restringidos y más
remoto el peligro de utilizarlos impropiamente. Al desaparecer la Viejalengua se habría roto el último lazo
con el pasado. La historia ya se había reescrito, pero algunos fragmentos de la vieja literatura sobrevivían
aquí y allá, imperfectamente censurados, y mientras persistiera el conocimiento de la Viejalengua era posible
leerlos. En el futuro tales fragmentos, incluso si sobrevivieran, serían inteligibles e intraducibles. Era
imposible traducir un pasaje de Viejalengua a Neolengua, salvo que se refiriera a algún proceso técnico, a
hechos de la vida cotidiana o bien fuese ya de tendencia ortodoxa (bienpensante sería la expresión en neolengua).
En la práctica, esto suponía que ningún libro escrito antes de 1960 podía traducirse por completo.
La literatura anterior a la Revolución sólo podía estar sujeta a una traducción ideológica, o sea, a una alteración
tanto de las palabras como del sentido. Tomemos por ejemplo el tan conocido pasaje de la Declaración
de la Independencia:
Entendemos que son verdades evidentes el que todos los hombres han sido creados iguales, que han sido
dotados por su Creador con ciertos derechos: inalienables, entre los que se encuentran la vida, la libertad y
la búsqueda de la felicidad. Y que, para asegurar estos derechos, se han instituido entre los hombres los
gobiernos, cuyo poder depende del consentimiento de los gobernados. Y que cuando cualquier forma de
gobierno perjudica estos fines, el pueblo tiene derecho a alterarla o abolirla e instituir una nueva...
Hubiera sido imposible traducir este párrafo a neolengua conservando el sentido del original. La traducción
más aproximada consistiría en tragarse todo el pasaje como crimental Una traducción completa sólo
podía ser ideológica, con lo que las palabras de Jefferson se habrían convertido en un panegírico sobre el
gobierno absoluto.
Buena parte de la literatura del pasado ya se había transformado en esto. Consideraciones de prestigio
aconsejaban conservar el recuerdo de algunas figuras históricas, poniendo al mismo tiempo algunas de sus
grandes acciones en relación con la filosofía del Ingsoc. Varios escritores como Shakespeare, Milton,
Swift, Byron, Dickens y otros estaban en proceso de traducción. Una vez terminado este trabajo, sus escritos
originales, junto con el resto que hubiera sobrevivido de la literatura del pasado, sería destruido. Estas
traducciones eran un proceso lento y difícil y no se esperaba que fueran terminadas antes de la primera o
segunda década del siglo veintiuno. Había también gran cantidad de literatura meramente utilitaria manuales
técnicos indispensables y cosas por el estilo que debían ser tratados del mismo modo. Para dar tiempo a
este trabajo preliminar, se fijó una fecha tan lejana como el año 2050 para la adopción definitiva de la neolengua.
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