—Al sur —dijo el capitán. —Pero —dijo la tripulación— no hay direcciones aquí en el espacio. —Cuando uno viaja hacia el sol —replicó el capitán—, y todo se hace amarillo y ardiente y perezoso, entonces uno va en una única dirección. Cerró los ojos y pensó en las tierras lejanas, cálidas y humeantes, y el aliento se le movió suavemente en la boca. —Al sur. —Asintió levemente con un movimiento de cabeza—. Al sur. El cohete era el Copa de Oro, llamado también el Prometeo y el Ícaro, y su destino era el deslumbrante sol del mediodía. Había cargado dos mil limonadas y mil botellas de cerveza para este viaje al vasto Sahara. Y ahora que el sol hervía ante ellos recordaron una serie de citas. —¿Las doradas manzanas del sol? —Yeats. —¿No temas más el calor del sol? —¡Shakespeare, por supuesto! —¿La taza de oro? Steinbeck. ¿La olla de oro? Stephens. ¿Y el pote de oro al pie del arco iris? ¡Un nombre para nuestra trayectoria! ¡Arco iris! —¿Temperatura? —¡Mil grados centígrados! El capitán miró por la ancha y oscura ventanilla, y allí ciertamente estaba el sol, e ir hacia él y tocarlo y robarle una parte para siempre era su única y tranquila idea. La nave combinaba lo frescamente delicado y lo fríamente práctico. En los corredores de hielo y escarcha, soplaban vientos de amoníaco y tormentosos copos de nieve. Cualquier chispa del vasto horno que ardía más allá del duro casco de la nave, cualquier hálito de fuego encontraría el invierno, dormitando aquí, como las más frías horas de febrero. El audio-termómetro murmuró en el silencio ártico: —Temperatura: ¡dos mil grados! «Caemos —pensó el capitán— como un copo de nieve en el regazo de junio, el cálido julio y los sofocantes y secos días de agosto.» —¡Tres mil grados centígrados! Los motores se apresuraron bajo campos de nieve, los refrigerantes corrieron a diez mil kilómetros por hora por las bocas de las serpentinas. —Cuatro mil grados centígrados. Mediodía. Verano. Julio. —¡Cinco mil grados! Y al fin el capitán habló con toda la serenidad del viaje en su voz: —Ahora estamos tocando el sol. Los ojos del capitán eran de oro fundido. —¡Siete mil grados! ¡Cómo un termómetro mecánico podía parecer excitado, aunque sólo tuviera una voz de acero, sin emoción! —¿Qué hora es? —preguntó alguien. Todos tuvieron que reírse. Pues ahora sólo era el sol y el sol y el sol. El sol era todos los horizontes, todas las direcciones. Quemaba los minutos, los segundos, los relojes de arena, los relojes mecánicos; quemaba el tiempo y la eternidad. Quemaba las pestañas y el suero del mundo oscuro detrás de los párpados, la retina, el oculto cerebro, y quemaba el sueño y los dulces recuerdos del sueño y la frescura del anochecer. —¡Cuidado! —¡Capitán! Bretton, el primer piloto, cayó boca abajo en la cubierta. Su traje protector estalló y silbó, y su temperatura, su oxígeno y su vida asomaron abriéndose como un capullo de vapor escarchado. —¡De prisa! En el interior de la careta plástica de Bretton, unos lechosos cristales se habían depositado ya formando ciegas figuras. Se inclinaron a mirar. —Un defecto en el traje, capitán. Muerto. —Helado. Miraron el otro termómetro que mostraba cómo vivía el invierno en aquel barco de nieves. Mil grados bajo cero. El capitán observó la estatua de escarcha y los centelleantes cristales que se formaban sobre el cuerpo. Una ironía de la más fría especie, pensó; un hombre que teme el fuego y que muere por la escarcha. Se volvió. —No hay tiempo. No hay tiempo. Déjenlo ahí. —Sintió que se le movía la lengua—. ¿Temperatura? Las agujas saltaron cuatro mil grados. —Mire. ¿Quiere mirar? Mire. El hielo de la nave se hundía. El capitán torció la cabeza para mirar el cielo raso. Como si una cámara cinematográfica hubiese proyectado en el interior de su cabeza un único y claro recuerdo, descubrió que la mente se le había detenido de un modo ridículo, en una escena arrancada de la infancia. En una mañana de primavera se había asomado a la ventana de su dormitorio, al aire que olía a nieve, para ver el centelleo del sol en el último carámbano del invierno. Una gota de vino blanco, la sangre del fresco pero tibio abril cayó de la clara hoja de cristal. Minuto a minuto, el arma de diciembre era menos peligrosa. Y luego el hielo se precipitó con el sonido de una campanilla en el sendero de grava. —La bomba auxiliar se ha roto, señor. La de refrigeración. ¡Perdemos el hielo! Una lluvia cálida cayó sobre ellos. El capitán torció la cabeza a la derecha y a la izquierda. —¿No pueden descubrir la falla? ¡Cristo, no se queden ahí, no tenemos tiempo! Los hombres se apresuraron. El capitán se inclinó en la lluvia tibia, maldiciendo, sintió que sus manos corrían por la fría máquina, sintió que palpaban y buscaban, y mientras trabajaba vio un futuro que les quitaban con un simple soplo. Vio que la piel se desprendía de la colmena del cohete, y que los hombres así descubiertos, corrían, corrían, las bocas abiertas, chillando, sin sonidos. El espacio era un negro pozo musgoso donde la vida ahogaba sus rugidos y terrores. Uno podía iniciar un gran grito, pero el espacio lo apagaba antes que llegase a la garganta. Los hombres se escabullían, como hormigas en una caja de cerillas en llamas; el barco era lava chorreante, borbotones de vapor, ¡nada! —¿Capitán? La pesadilla se desvaneció. —Aquí. —El capitán trabajaba en la suave lluvia cálida que caía desde las cubiertas superiores. Buscó a tientas la bomba auxiliar—. ¡Maldita sea! —Tiró de la línea de alimentación. Cuando llegara, sería la muerte más rápida en la historia de las agonías. En un momento, un aullido, en seguida, un ardiente resplandor, el billón de billones de toneladas de espacio-fuego suspiraría y nadie lo oiría en el espacio. Caerían como cerezas en un horno. Aun sus pensamientos estarían en el aire calcinado cuando sus cuerpos ya no fuesen más que carbones y gas fluorescente. —¡Maldición! —Golpeó con un destornillador la bomba auxiliar—. ¡Jesús! Se estremeció. Cerró los ojos, apretando los dientes. Dios, pensó, estamos hechos para muertes más lentas, que se miden en minutos y horas. Aun veinte segundos serían algo bastante lento comparado con esta cosa hambrienta e idiota que quiere devorarnos. —Capitán, ¿seguimos navegando o nos detenemos aquí? —Tenga lista la Copa. Ya me encargaré cuando termine con esto. ¡Ahora! Se volvió y extendió la mano hacia los mecanismos de la gran Copa; metió los dedos en el guante robot. Una leve torsión de su mano aquí movía allá una gigantesca mano, con gigantescos dedos metálicos, en las entrañas de la nave. Ahora, ahora, la enorme mano metálica sostenía la vasta Copa de Oro, sin aliento, en el alto horno, el cuerpo incorpóreo y la carne descarnada del sol. Un millón de años atrás, pensó el capitán, rápidamente, rápidamente, mientras movía la mano y la Copa, un millón de años atrás un hombre desnudo en una solitaria senda norteña vio un rayo que hería un árbol. Su clan huyó, pero él con las manos desnudas recogió una rama ardiente, quemándose la carne de los dedos, y la llevó, corriendo, triunfante, amparándola de la lluvia con el cuerpo, hasta su caverna. Allí gritó una carcajada y arrojó la llama a un montón de hojas secas y le dio a su gente el verano. Y la tribu se acercó al fin, arrastrándose, al fuego, y extendió las manos vacilantes y sintió la nueva estación en la caverna, aquella mancha amarilla que cambiaba el clima, y ellos también, al fin, sonrieron nerviosamente. Y recibieron el don del fuego. —¡Capitán! La enorme mano tardó cuatro segundos en llevar la Copa vacía al fuego. Así que aquí estamos otra vez, hoy, en otro camino, pensó el capitán, en busca de una preciosa copa de gas y vacío, un puñado de fuego distinto para llevárnoslo luego a través del espacio frío, un fuego que nos iluminará el camino, un don que entregaremos a la Tierra, donde arderá siempre. ¿Por qué? Supo la respuesta antes de preguntárselo. Porque los átomos que trabajamos con nuestras manos en la Tierra, son lastimosos; la bomba atómica es lastimosa y pequeña, y nuestro conocimiento, lastimoso y pequeño, y sólo el sol sabe realmente lo que queremos saber, y sólo el sol conoce el secreto. Y además, es divertido, es un juego, es excitante venir aquí y jugar a cara o cruz, y tirar y correr. No hay motivo realmente, excepto el orgullo y la vanidad del menudo insecto que es el hombre, que espera picar al león y escapar al zarpazo. ¡Dios mío, diremos, lo hicimos! Y aquí está nuestra copa de energía, fuego, vibración, llámenlo como quieran, que animará nuestras ciudades e impulsará nuestros barcos e iluminará nuestras bibliotecas y tostará a nuestros niños y horneará nuestro pan de todos los días y hará hervir a fuego lento el conocimiento del Universo durante mil años hasta que esté bien cocido. Hombres de la ciencia y la religión, venid, ¡bebed de esta copa! Calentaos contra la noche de la ignorancia, las largas nieves de la superstición, los fríos vientos del escepticismo y el gran temor a la oscuridad que se alberga en el corazón de todo hombre. Extendamos la mano con la copa del mendigo... —Ah. La Copa se hundió en el sol. Recogió un poco de la carne de Dios, la sangre del Universo, el pensamiento deslumbrante, la cegadora filosofía que habría amamantado a una galaxia, que guiaba y llevaba a los planetas por sus campos y emplazaba o acallaba vidas y subsistencias. —Ahora, despacio —murmuró el capitán. —¿Qué pasará cuando la traigamos adentro? Ese calor extra ahora, en este momento, capitán... —Dios sabe. —La bomba auxiliar está reparada, señor. —¡Pónganla en marcha! La bomba dio un salto. —Cierren la tapa de la Copa y tráiganla, despacio, despacio. La hermosa nave fuera de la nave se estremeció, una tremenda imagen del ademán del capitán entró en un silencio aceitado en el cuerpo de la nave. De la Copa, tapada, gotearon flores amarillas y estrellas blancas. El audio-termómetro chilló. El sistema de refrigeración se sacudió; unos fluidos de amoníaco golpearon las paredes como sangre que golpease en la cabeza de un vociferante idiota. El capitán cerró la puerta neumática. —Ahora. Esperaron. El pulso de la nave se apresuró. El corazón de la nave corrió, latió, corrió, con la Copa de Oro adentro. La sangre fría se precipitó alrededor arriba abajo, alrededor arriba abajo. El capitán suspiró lentamente. El hielo dejó de gotear desde el cielo raso. Se endureció otra vez. —Salgamos de aquí. La nave giró y escapó. —¡Escuchad! El corazón de la nave latía más lentamente, más lentamente. Las agujas bajaron, chirriando sobre sus ejes invisibles. La voz del termómetro cantó al cambio de las estaciones. Todos pensaban juntos ahora: Alejémonos más y más del fuego y las llamas, el calor y los metales fundidos, el amarillo y el blanco. Vayamos a la frescura y la oscuridad. Dentro de veinticuatro horas quizás hasta podrían desmantelar algunos refrigeradores, dejar que muriese el invierno. Pronto navegarían en una noche tan fría que sería necesario recurrir al nuevo horno de la nave, sacar calor del fuego abroquelado que llevaban como un niño que aún no ha nacido. Volvían a sus casas. Volvían a sus casas, y el capitán tuvo tiempo entonces, mientras atendía el cuerpo de Bretton, que yacía en una playa de blanca nieve invernal, de recordar un poema que él mismo había escrito muchos años antes:
El capitán se quedó un rato junto al cuerpo, sintiendo muchas cosas distintas. «Me siento triste —pensó— y me siento bien, y me siento como un niño que vuelve de la escuela a su casa con ramo de dientes de león.» —Bueno —dijo, con los ojos cerrados, suspirando—. Bueno, ¿a dónde iremos ahora, eh, a dónde vamos? —Sintió que sus hombres, sentados o de pie, lo rodeaban, el terror muerto en sus rostros, respirando tranquilamente—. Cuando uno ha hecho un largo, largo viaje hasta el sol, y lo ha tocado y se ha demorado, y ha saltado a su alrededor, y se ha alejado rápidamente, ¿a dónde va uno entonces? Cuando uno se aleja del calor y la luz del mediodía y la pereza, ¿a dónde va? Sus hombres esperaron a que lo dijera. Esperaron a que él reuniese en su mente toda la frescura y la blancura y el clima refrescante y bienvenido de la palabra, y vieron cómo movía la palabra en la boca, suavemente, como un trozo de crema helada. —Hay sólo una dirección en el espacio desde aquí —dijo al fin. Los hombres esperaron. Esperaron mientras la nave se hundía rápidamente en la fría oscuridad, alejándose de la luz. —El norte —murmuró el capitán—. El norte. Y todos sonrieron, como si un viento se hubiese alzado de pronto en una tarde calurosa. F I N |
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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058
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viernes, 23 de marzo de 2012
Las Doradas Manzanas del Sol
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