ANTOLOGÍA DE NOVELAS DE SCI-FI - XI
Varios autores
ÍNDICE
Invisibilidad -Richard Wilson.
Vidrios a la deriva - Samuel R. Delany.
El tragaespadas - Ron Goulart.
Coranda- Keith Roberts.
El hombre que nunca existió - R.A. Lafferty.
La bola de billar - Isaac Asimov.
Estación Hawksbill - Robert Silverberg.
El número que se ha alcanzado - Thomas M. Disch.
El hombre que amó a la Faioli - Roger Zelazny.
La plaga - Andrew J. Offutt.
No tengo boca y he de gritar - Harlan Ellison.
Handicap de Larry Niven.
Plenisol - Brian W. Aldiss.
Es elegante tener unas señas inglesas - D.G. Compton.
Embajador en Verdammt - Colin Kapp.
Así burlamos a Carlomagno - R.A. Lafferty.
INVISIBILIDAD
Richard Wilson
Avery no se dio cuenta de que era invisible hasta unos minutos después de haber despertado por segunda vez. Se despertó la primera vez a la hora de costumbre, oyó que su esposa decía algo acerca de llevarse a los niños para que él pudiera dormir, y volvió a hundir la cabeza en la almohada. Era su primer día de vacaciones.
La segunda vez bostezó desmesuradamente, y se encontró despierto del todo. Permaneció unos instantes boca arriba, contemplando el techo. Notó que tenía un aspecto distinto. No, lo que era diferente no era el techo, sino su modo de verlo. Sin nada que le entorpeciera la visión. Entonces se dio cuenta de que lo que faltaba era la punta de nariz que siempre había estado allí, inmediatamente debajo de la línea de visión, y que sólo se convertía en un objeto definido cuando cerraba un ojo.
Avery cerró un ojo. No vio la nariz, desde luego. Es decir, podía palparla. Pero no podía ver los dedos ni la mano.
Se estremeció y permaneció inmóvil, observando con dudoso alivio la forma de su cuerpo bajo las mantas y el pequeño promontorio formado por sus pies. Alzó sus manos. No pudo verlas. Palmeó con ellas. Oyó el palmeo, pero lo único que vio fueron las dos mangas del pijama casi juntándose en un ángulo recto y deteniéndose luego a unas pulgadas una de otra.
Inclinó la manga hacia su rostro y su mano invisible tropezó con su barbilla. Se obligó a sí mismo a mirar la manga vacía. Aquello le produjo una extraña sensación, como si estuviera asomándose a un profundo pozo.
Avery apartó a un lado la ropa de la cama. Vio las arrugadas perneras de su pijama, pero al final de ellas... no había pies.
Era imposible, pensó Avery. Por lo tanto, tenía que estar soñando. Pero eso no podía ser, tampoco, porque cuando soñaba y se daba cuenta de que estaba soñando se despertaba. Por lo tanto, ya estaba despierto. Era imposible.
Deslizó sus piernas fuera de la cama y apoyó los pies en el suelo. Pudo ver claramente cómo quedaba aplastado el pelo de la alfombra debajo de ellos.
Ahora estaba delante del gran espejo redondo del tocador de su esposa. El ver un pijama que no contenía nada, sin cabeza, sin manos y sin pies, resultaba enervante. Se quitó el pijama y desapareció completamente.
El crujido de unos neumáticos sobre la grava le envió a la ventana. Era su automóvil. Liz había regresado.
Avery recogió el pijama, pero desistió de ponérselo y lo dejó en el armario. Liz no debía verle así... no debía verle... Lo que quería decir, se dijo a sí mismo, era que debía evitar a Liz hasta que reapareciera, si es que iba a reaparecer, o al menos hasta que supiera lo que le había sucedido. No quería darle a Liz un susto de muerte.
La puerta principal se abrió y se cerró y su esposa llamó:
—¿Ave? ¿Te has levantado ya?
Seguramente le había oído moverse por la habitación.
—Estoy aquí —gritó, dirigiéndose al cuarto de su hija—. En el dormitorio.
Oyó que Liz dejaba unos paquetes sobre la mesa de la cocina y empezaba a subir por la escalera. Esperó a que hubiera entrado en el dormitorio para deslizarse a la planta baja.
—¿Dónde estás? —gritó su esposa desde arriba—. ¿Avery?
—Ejem... estoy en el sótano, Liz —dijo Avery bajando al sótano—. Voy a comprobar si queda petróleo en el tanque.
—¿Para qué? Estamos a mediados de verano.
—Sí, claro... —El suelo de hormigón estaba frío. Avery levantó un pie, luego el otro—. Pero cuando empiece el otoño las noches serán frescas...
Dio unos golpecitos al tanque con su mano invisible, sólo para hacer algo, y examinó el indicador de nivel. Quedaban al menos cien galones de petróleo.
Liz estaba bajando de nuevo la escalera. Avery contuvo el aliento, pero su esposa se detuvo en la planta baja y entró en la cocina.
—Casi es hora de almorzar —dijo—. ¿Has dormido bien?
—Desde luego.
Avery subió rápidamente la escalera hasta llegar al primer piso, entró en el cuarto de baño, cerró la puerta y se apoyó en ella, jadeando.
—...para almorzar? —estaba diciendo Liz.
—¿Qué?
—Te preguntaba qué quieres para almorzar. Creí que estabas en el sótano. Por favor, Ave...
Avery casi no la oía.
—Estoy en el cuarto de baño —aulló a través de la puerta—. Comeré cualquier cosa, gracias. Dentro de un rato.
Se sentó en el borde de la bañera, pero la porcelana estaba fría. Volvió a ponerse en pie.
Era una suerte que esto le hubiera ocurrido en casa, pensó. Una suerte relativa, claro. Podía haber sido mucho peor. Supongamos que se hubiera vuelto invisible en el tren. O en el banco. ¡Qué sensación hubiera causado en el departamento de crédito! Un traje serio sentado en el escritorio sin nada dentro...
¿Qué hubiera hecho?, se preguntó Avery. ¿Desvestirse y hacerse completamente invisible? ¡Qué oportunidad! Con los cientos de miles de dólares que corrían por allí... Aunque no se le hubiese ocurrido una cosa así, desde luego. Además, el dinero no estaba en su departamento.
Pero no estaba en la oficina. Afortunadamente, no tenía que volver a ella hasta dentro de dos semanas, de modo que no necesitaban enterarse de esto. Suponiendo que el asunto se arreglara en menos de dos semanas, claro. ¿Qué le sucedía, a fin de cuentas? ¿Y cómo iba a decírselo a Liz? No podía pasarse todo el día en el cuarto de baño.
Dio un respingo al oír una llamada en la puerta. No había oído subir a Liz.
—¿Estás todavía ahí? —inquirió su esposa.
—En seguida salgo —dijo Avery.
¿Sospechaba algo Liz? Pero, no, se dirigía de nuevo a la planta baja.
Avery abrió el grifo de la bañera. Debía tener un pretexto para monopolizar el lugar durante tanto tiempo. Y así podría pensar.
Avery se metió en la bañera. El agua ejerció sobre su cuerpo el mismo efecto sedante de siempre. Pero cuando miró hacia abajo vio el lugar vacío donde su cuerpo desplazaba el agua. Y sin la longitud de su cuerpo para proporcionarle una perspectiva, le pareció que había un largo trecho desde sus ojos hasta la superficie y experimentó una sensación de vértigo.
A continuación volvió su mirada hacia las cosas normales: las toallas en sus colgaderos, el empapelado de la pared, «a prueba de humedad», que empezaba a desteñirse por los bordes inferiores, el tubo de pasta dentífrica, la pera de la ducha que goteaba sobre la espalda del que se bañaba a poco que se descuidara...
Liz estaba de nuevo detrás de la puerta del cuarto de baño.
—En serio, Ave... —empezó.
—No-puedes-entrar-me-estoy-bañando —dijo Avery rápidamente.
¡Vaya con Liz! ¿No podía dejarle en paz hasta que hubiera encontrado alguna solución?
—¡Oh! —exclamó Liz—. ¿Desde cuándo eres tan pudibundo? Abre la puerta.
—No llego.
—Tonterías. Claro que llegas. Vamos, abre.
—Bueno... espera un momento.
Avery corrió la cortinilla de la ducha alrededor de la bañera, alargó un brazo a través de la abertura y abrió la puerta. Luego ocultó el brazo y cerró la abertura de la cortinilla.
Oyó que Liz entraba.
—Sólo quería cambiar las toallas —dijo Liz.
—Hum —dijo Avery, esperando que su esposa se marchara.
Hubo un silencio a ambos lados de la cortinilla.
—¿Avery? —dijo Liz al cabo de unos instantes.
—¿Mmm?
¿Por qué no se marchaba de una vez?
—No te estás duchando...
—No.
—¿No te estabas duchando? No, desde luego que no. La cortinilla no está mojada.
—Señora Sherlock Holmes, voy a tomar una ducha. ¿Te parece mal?
—Pero he oído que has llenado la bañera...
—Da la casualidad de que quiero tomar un baño y una ducha.
—Hoy estás muy raro. ¿Qué te pasa?
—Nada.
¿Acaso pensaba quedarse allí todo el día?
—Avery, ¿estás enfermo?
—No, no estoy enfermo.
—Entonces, me ocultas algo. ¿Qué es lo que me estás ocultando?
—¡Nada! —gritó Avery—. ¿Es que un hombre no puede estar solo de cuando en cuando? ¿En su propia casa? Se pasa cincuenta semanas al año trabajando, y cuando tiene dos semanas libres ni siquiera puede tomar un baño.
—Ahora sé que me ocultas algo. —La voz de Liz era tranquila, como siempre que quería mostrarse persuasiva—. ¿Avery?
—¿Qué? —dijo Avery, en tono huraño. Notaba que las yemas de sus dedos empezaban a arrugarse a causa del persistente contacto con el agua.
—¿Avery? —La voz de Liz era ahora suave y... bueno, sexy—. ¿Querido?
—¿Qué? ¿Qué?
¿Por qué diablos no se marchaba?
—Querido... Creo que me gustaría tomar una ducha.
—¿Qué? ¿Ahora, quieres decir? ¿Conmigo?
—¿Por qué no? Hace mucho tiempo que no nos duchamos juntos, Avery. ¿Te acuerdas? Y los niños estarán fuera toda la tarde.
—¡No! —estalló Avery—. ¡No puede ser! ¡No, Elizabeth!
—¡Está bien! —Avery pudo oír cómo su esposa resoplaba, indignada—. ¡Cualquiera que te oyere creería que acabo de hacerte una proposición deshonesta!
Avery se arrepintió inmediatamente de haberse mostrado tan brusco con ella.
—Lo siento, Liz —se disculpó—. Lo que pasa...
—¿Qué es lo que pasa?
—No... no puedo decírtelo.
—Desde luego que puedes. Siempre me lo has contado todo... ¿No puedes?
—Normalmente, sí —dijo Avery—. Pero esto es distinto.
—¿Distinto? Quieres decir... Avery, ¿estás seguro de que no estás enfermo?
—No, no lo estoy. En ningún sentido. Y no te he sido infiel y he pillado una enfermedad vergonzosa, si te refieres a eso.
—Siempre es un alivio oírtelo decir. Entonces, ¿qué es lo que te pasa? ¿Acaso te has tatuado algo que yo no puedo ver?
Avery se echó a reír. La buena de Liz, con su delicioso sentido del humor... Ahora sabía que podía decírselo.
—No —dijo—, no se trata de un tatuaje. Liz, ¿te sientes con fuerzas para soportar una impresión? Siéntate.
—¿Qué clase de impresión? Supongo que puedo soportarla, mientras no se trate de... ya sabes... Mientras no estés enfermo.
—No, nada de eso. Liz, primero te lo diré y luego, cuando te hayas acostumbrado a la idea, abriré la cortinilla.
—De acuerdo —dijo Liz—. Has conseguido asustarme, ¿sabes? No me importa decírtelo. Y... creo que voy a sentarme.
—Bien. ¿Estás preparada?
—Supongo que sí. Adelante, Avery.
—Bueno, cuando me he despertado esta mañana, la primera vez, todo iba bien, ya lo has visto. Pero al despertar por segunda vez, me he dado cuenta de que era... —hizo una pausa y miró al lugar donde hubiesen estado las arrugadas yemas de sus dedos, si hubiera podido verlas— ...invisible.
—¿Invisible? —Se produjo un breve silencio, y luego Liz repitió la palabra como si la primera vez no la hubiese comprendido—. ¿Invisible? No puede ser...
Pero dejó aquella afirmación colgada en el aire, casi como una pregunta.
—Esto creía también yo. Pero me ha ocurrido a mí. No sé cómo, ni por qué, pero así es.
—No lo creo —dijo Liz—. Abre la cortinilla y deja que te vea.
Avery se echó a reír sin alegría.
—Ojalá pudiera —dijo—. Pero abriré la cortinilla, si estás preparada.
—Estoy tan preparada como lo he estado siempre. Adelante. —También ella trató de reír—. Descorre el velo.
Avery descorrió la cortina.
Liz gritó. Pegó un salto y retrocedió hasta que su espalda chocó con la pared.
Su grito y su actitud asustaron a Avery, también. Pero intentó disimular para animarla.
—Lo siento, Liz —dijo—. No pensé que la impresión sería tan fuerte.
—¡No eres invisible! —dijo Liz—. ¡Estás muerto! ¡Eres un fantasma!
—¡Tonterías! —dijo Avery secamente.
—¡Compruébalo tú mismo! ¡Mírate al espejo!
Avery se inclinó a través de la bañera para mirar. Se vio a sí mismo en un vago contorno. También vio a través de sí mismo la ventana con visillos, más allá de su reflejo.
—Es vapor de agua, simplemente —dijo.
Cogió una toalla del colgadero y empezó a secarse. A medida que se frotaba y el vapor quedaba absorbido por la toalla, empezó a desaparecer completamente.
A Liz se le escapó una risita medio histérica.
—Lo siento —dijo—. Pero tenías un aspecto tan... horrible... No estaba preparada para eso.
Avery terminó de secarse.
—Soy yo —dijo—. El mismo de siempre, sólo que no puedes verme. Creo que será mejor que me mantenga apartado de ti, hasta que te hayas acostumbrado.
Liz estaba mirando hacia él, pero sus ojos enfocaban un punto situado a más de un pie de distancia de su cara. Para Avery, aquello resultaba desconcertante. Pero imaginó que era al menos diez veces más desconcertante para ella.
—¿Seguro que no es un truco? —dijo Liz—. ¿No me estás gastando una broma?
—Ojalá. No, no es ningún truco. He desaparecido, esto es todo. No puedo explicarlo.
—Desde luego, no podremos explicárselo a los Wormser —dijo Liz.
—¿A los Wormser? ¿Qué tienen que ver con esto?
—Teníamos que cenar con ellos esta noche. ¿No te acuerdas? Pero, desde luego, no podemos ir a casa de los Wormser estando tú así.
Avery se alegró de que Liz diera muestras de su acostumbrado sentido práctico. En vez de dejarse ganar por el pánico, estaba considerando la situación desde el punto de vista de su vida social, como si el problema de su marido consistiera simplemente en tener un ojo amoratado o en haber perdido un diente delantero.
Avery dobló la toalla y la colgó, y vio que Liz seguía sus movimientos, fascinada. Dijo:
—Ahora, el problema inmediato es: ¿debo ponerme algo de ropa? ¿Qué te parece?
—Lo de la ropa es lo de menos. Creo que lo que tendríamos que hacer es llamar al doctor Mike.
—¿Mike Custer? ¿Para qué? No estoy enfermo.
—Eso dices tú. Pero deberíamos consultar a un experto. Métete en la cama y yo le llamaré.
—¿En la cama? ¿Por qué he de acostarme?
—Porque así simplificaremos las cosas para él —dijo Liz lógicamente—. Para el doctor será todo más fácil si sabe exactamente dónde estás, sin tener que tratar de localizarte por toda la habitación. ¿Dónde estás ahora?
—Delante de ti. De acuerdo, llama a Mike. Aunque no creo que sirva para nada.
—No, no ha tenido fiebre —estaba diciendo Liz a través del receptor—. ¿Escalofríos? ¿Has tenido algún escalofrío, Ave?
—Ahora estoy entrando en calor —dijo Avery desde la cama—. Dile que venga, simplemente. No puedes contárselo por teléfono.
—...Llegará dentro de unos instantes —dijo Liz, colgando el receptor. Contempló la depresión en la almohada, en el lugar que debía ocupar una cabeza—. Felicítame. Ahora puedo mirarte sin que me entre el wim-wam.
—Estupendo. Pero... ¿dónde dijiste que estaban los niños? No podemos ocultárselo eternamente. ¿Cómo van a tomárselo?
—No lo sé. Margie está en la clase de arte dramático, y Bobby en casa de Corky. Bobby llegará primero.
—No creo que se impresione demasiado. A los cuatro años, un niño se adapta a todo. Si es capaz de creerse todo lo que ve en la televisión, no le extrañará que su padre sea invisible.
—Tal vez. Pero Margie ya es harina de otro costal. Ya ha cumplido diez años...
—Podríamos enviarlos una temporada a casa de tu madre.
—Necesitaríamos un pretexto muy convincente —dijo Liz—. Ya conoces a mamá. Y ahora le ha salido un pretendiente y no le gusta que le recuerden que es abuela. Pero no crucemos ese puente hasta que no nos quede otro recurso. Tal vez el doctor Mike pueda curarte. Incluso es posible que se trate de algo que haya estudiado en esas revistas que siempre lee.
—Me sorprendería mucho que tuviera en su maletín algo que pueda ayudarme.
Un automóvil se paró delante de la casa.
—Ahí está —dijo Liz—. ¿Quieres que le ponga en antecedentes?
—No. Deja que se gane el importe de la consulta. Quiero ver cómo reacciona. ¿Debo sollozar? ¿O ponerme bajo la ducha y hacer el fantasma?
—No te muevas de la cama. A veces creo que no simpatizas con el doctor Mike.
—Siempre he opinado que los médicos no curan a nadie. Se limitan a llenarle a uno de algún antibiótico producido por nuestra gran industria local, los Laboratorios Lindhof, mientras la naturaleza le sana a su debido tiempo. Los cirujanos son una excepción, desde luego.
—No empecemos otra vez con eso —dijo Liz.
Avery oyó la alegre voz de Mike Custer:
—¿Dónde está el enfermo? ¿Se ha puesto muy pesado, Mrs. Train? No tiene fiebre, ¿eh? Hace un día estupendo para quedarse en cama y no ir a trabajar.
—Avery está de vacaciones —dijo Liz fríamente—, de modo que no se ha quedado en cama por su gusto. Probablemente tiene una enfermedad poco corriente.
—Cuanto menos corriente, mejor, últimamente no ha salido ningún caso interesante... ¿Está aquí?
—Allí —dijo Liz—. En la cama.
—¿Qué está haciendo debajo de las mantas? No estará asustado de mi, ¿verdad? —Gritó—: ¡Ánimo, muchacho! ¡Ha llegado el doctor Mike!
—Procure no asustarse usted —dijo el paciente—. Tal como le ha dicho Liz, tengo una enfermedad poco corriente.
—¿Qué es eso, ventriloquia? —preguntó el doctor—. Vamos, vamos, Avery, asome la cabeza, al menos. Sus hijos son unos pacientes mucho más valientes.
—Aquí estoy —dijo Avery—. Acérquese, Mike. ¿Funciona bien su corazón?
—Como un reloj —Mike se golpeó el pecho con la palma de la mano—. Estoy hecho un Tarzán.
—Bien. Ponga la mano sobre la almohada.
—¿Para qué? ¿Sudores fríos? ¿Por eso se ha enterrado debajo de las mantas en un día de verano?
—Toque la almohada.
Mike se encogió de hombros y alargó la mano, hasta que tropezó con la cara invisible de Avery. El doctor apartó rápidamente la mano y se echó hacia atrás, resoplando.
—¡Ave! —dijo Liz—. No le habrás mordido, ¿verdad?
—Desde luego que no le he mordido. Sólo le he asustado un poco.
El doctor Mike se sentó en el taburete del tocador de Liz.
—Caramba —dijo, mirando alternativamente su mano y la almohada—. Caramba.
—Soy invisible —dijo Avery—. Ha sido una mala jugada, pero se la merecía usted. ¿Dónde aprendió a atender a los pacientes? ¿En el Ejército?
—Estuve en el Ejército —replicó Mike, enojado—. ¿Invisible?
—Sí —dijo Avery—. Yo también estuve en el Ejército, Mike. Me obligaron a hacer guardia con cuarenta de fiebre, y a una temperatura de diez grados bajo cero, porque no creían que tenía pulmonía. Y la tenía, desde luego.
—¿Dónde?
—En el Campamento Crowder, en Missouri.
—Entonces, no pude haber sido yo quien se negó a evacuarlo al hospital.
—No dije que hubiera sido usted. Me limité a preguntarle dónde había aprendido a atender a los pacientes... Bueno, ahora no tengo pulmonía; tengo invisibilidad. ¿Puede curarme?
El doctor miró a Liz.
—¿Habla en serio? ¿No es una broma?
—Habla en serio y la cosa es seria. ¿Puede hacer algo por él?
—No lo sé. Nunca me he encontrado ante un caso así.
—Bueno, ¿no va usted a reconocerle?
—Sí, supongo que tendré que hacerlo... ¿Avery?
—Estoy aquí —dijo Avery—. En el mismo sitio.
—Voy a reconocerle.
—Adelante. No le morderé.
—Será mejor que se desnude.
—Estoy completamente desnudo. Mire.
La ropa de la cama pareció desplazarse por su propio impulso. Lo único que pudo verse de Avery fue una larga depresión en el colchón y un hueco circular en la almohada.
Mike Custer, sin perder la cama de vista, se inclinó y abrió su maletín.
—Vamos a ver qué sacamos en limpio. ¿Está usted tendido de espaldas?
—Sí, pero empiezo a cansar de esta postura.
—Querido —dijo Liz—, ¿serviría de algo si te empolváramos?
—¿Si qué?
—Si te echáramos polvos de talco por todo el cuerpo. Así, el doctor podría guiarse por el talco.
—Nada de eso —dijo Custer—. No compliquemos las cosas. Por el tono de su voz, yo diría que su marido está tan sano como yo, Mrs. Train. Pero, de todos modos, le daré un breve repaso antes de tomar unas muestras.
—¡Muestras! —exclamó Avery—. Si cree que voy a dejar que me corte un trozo de carne para enseñársela a sus compinches...
—No diga tonterías, Ave. Ya sabe a qué me refiero. Orina, sangre...
—¡Oh! Era eso...
Custer suspiró.
—Empezaremos por el pecho. Será mejor que guíe usted mi mano.
Otro automóvil se acercaba a la casa. Liz se asomó a la ventana.
—Es Joan, que viene a traer a Bobby. Habrá visto el auto del doctor Mike. ¿Qué le digo que tienes?
—Cualquier cosa. ¿Qué te parece la enfermedad de Custer? Probablemente la bautizarán así en honor del doctor Mike.
—Ya pensaré algo —dijo Liz, saliendo del dormitorio.
Avery tendió el oído, mientras Mike plegaba su estetoscopio. El doctor parecía haberse repuesto de lo que había tenido que ser una ruda impresión para su sólido profesionalismo.
—...uno de esos absurdos resfriados veraniegos, supongo —oyó que Liz le decía a Joan. Y luego a Bobby, mientras Joan se alejaba—. Podrás ver a papá cuando el doctor Mike termine de visitarle. No, no tiene pupa.
—¡No le encuentro nada anormal! —dijo Mike Custer—. Físicamente, parece usted estar bien. Pero no lo está, ¿verdad? Bueno, iré directamente al hospital para ocuparme de las muestras... ¡Vaya, eso es interesante!
—¿Qué pasa? —inquirió Avery.
—Están reapareciendo.
Sacó los pequeños frascos de su maletín. Los recortes de uña de Avery podían verse claramente. Lo mismo que el amarillo de la orina. Pero la sangre continuaba siendo invisible.
—¿Por qué no la sangre, también? —preguntó Avery.
—Es lo que voy a tratar de averiguar.
—Tal vez se debe a que los recortes de uña están muertos y la orina es un desperdicio, en tanto que la sangre continúa estando viva. Por lo tanto...
—Tal vez —le interrumpió secamente Mike Curtís—. Y tal vez yo debí estudiar medicina en un banco. Así sería tan listo como usted. ¿Quiere hacer el favor de no olvidar que el médico soy yo, Avery?
—De acuerdo. Me portaré bien.
—Y no se preocupe. Aparte de ese extraño síntoma, no hay en usted nada que no funcione como es debido. Confío en que podremos arreglarlo todo, cuando conozcamos las causas.
—¿Cuándo cree que podré saber algo? —preguntó Avery—. Me refiero a los resultados de los análisis.
—Dentro de un par de días. Entretanto, le aconsejo que no diga nada a nadie, aparte de su familia. No salga a la calle.
—¿Quiere usted decir que no me deje ver en unos cuantos días?
—Eso es: trate de conservar su sentido del humor. Pero resista la tentación de gastarle bromas a la gente, sólo porque está equipado para ello.
—Es raro —dijo Avery—, pero no se me había ocurrido pensar en aprovecharme de la situación.
—Eso es bueno —dijo Mike—. No se busque complicaciones. Ahora, me marcho. Le veré pronto.
—Gracias. Eso espero.
Bobby echó a correr escaleras arriba mientras Liz despedía al doctor.
—¡Papá! —gritó el niño—. ¿Te ha dado la medicina de color de rosa que me dio a mí?
Había entrado en el dormitorio antes de que Liz pudiera impedirlo.
Avery había vuelto a echarse encima la ropa de la cama.
—Hola, Bob —dijo—. Tengo una sorpresa para ti, muchacho.
—¿Qué?
Liz entró, con una expresión de ansiedad en la mirada, pero Avery dijo:
—No te preocupes, Liz. De todos modos, tenemos que decírselo. —Volviéndose hacia su hijo, añadió—: Estoy haciendo un juego, Bobby. Soy invisible.
—¿Qué es invisible? —preguntó Bobby—. ¿Lo que eres cuando estás debajo de las mantas?
—Algo por el estilo, hijo mío. ¿Has visto alguna vez a alguien que no pudieras ver? ¿En la televisión, quizás? ¿No lo recuerdas?
—No lo sé —dijo Bobby. Cogió el pie de Avery a través de la manta—. ¡Te he encontrado!
—Buen muchacho. —Avery movió los dedos de los pies y Bobby rió. Cogió el otro pie de su padre—. Y, ahora, ¿puedes encontrar mi cabeza?
—Está debajo de las mantas. Sácala.
—¡Ave! —dijo Liz—. ¿No crees que vas demasiado aprisa?
—Con el viejo Bobbo Magobbo, no. Es un chico mayor, ¿verdad, Bob?
—Soy mayor que Corky —dijo Bobby. Trepó a la cama y se sentó sobre el estómago de su padre—. Haz el caballo, papá. ¡Arre, caballito!
—Desde luego. Arriba y abajo. Éste es el mejor caballo del mundo.
Bobby empezó a botar. De pronto, dijo:
—El caballo está en su tienda de campaña. Yo también quiero entrar en la tienda.
Liz se apresuró a decir:
—Ya es hora de que hagas la siesta, Bobby.
—Muy bien —dijo el niño—. Me acostaré debajo de las mantas con papá.
—¡No! —exclamó Liz, como presa de pánico—. En tu cuarto.
—Mira, Liz —dijo Avery—, déjale que se quede aquí. Tal vez sea la mejor solución para que descubra por sí mismo lo que pasa.
—No podemos arriesgarnos, Avery. La impresión podría dejar una huella en su mente que le afectara para el resto de su vida.
—Tonterías. Vamos, muchacho, entra en la tienda de campaña con el viejo caballo y galoparemos hasta el país de los sueños. Pero antes quítate los zapatos.
Bobby se descalzó y se metió debajo de las sábanas. Avery tuvo que apartar rápidamente su cara invisible para evitar que Bobby la pisara. El niño se tapó la cabeza, como al parecer hacía su padre, y murmuró:
—Cuéntame un cuento, papá.
—Papá está cansado —dijo Liz.
—¿Quieres dejar que los hombres cuidemos de nosotros mismos, Liz? —dijo Avery.
—Cuéntame un cuento, papá —repitió Bobby.
—Desde luego, Bob. Pero sólo les cuento un cuento a las personas que saben la palabra mágica.
—Por favor —dijo Bobby en tono obediente.
—Esa es la palabra. Bueno, había una vez un niño que se llamaba Bobby.
—¿Yo?
—El mismo. Robert Bobby Train; tenía cuatro años y estaba a punto de cumplir los cinco. Y era el único niño del mundo que tenía un papá invisible. ¿Sabes lo que significa ser invisible?
—¿Qué?
—Es como cuando enciendes la televisión para ver a Mr. Jolly Jellybean, y al principio puedes oírle pero no puedes verle.
—Porque el aparato no se ha calentado —dijo Bobby.
Liz dejó escapar una risita. Se sentó al pie de la cama.
—Tendrás que buscar algo mejor que eso —dijo.
Avery suspiró.
—Los niños son ahora demasiado listos.
—¿Y el cuento? —inquirió Bobby.
—Sigamos con él, hijo. El papá de Bobby se convirtió en invisible, y nadie podía verle, y un día los hombres malos llegaron montados en sus caballos y entraron en el corral y abrieron la cerca para poder robar el ganado del papá invisible del niño...
Bobby bostezó.
—Voy a hacer la siesta ahora —anunció desde debajo de las sábanas.
—Una buena idea —dijo Avery—. Ahora que venía lo mejor del cuento...
—Puedes contármelo por la noche, cuando me acueste de veras —dijo Bobby.
—Trato hecho. Buenas noches, hijo. Que descanses.
—Buenas noches.
Bobby deslizó hacia arriba su rubia cabecita hasta apoyarla en la almohada, al lado del rostro invisible de su padre, y cerró los ojos.
—Os quiero a los dos —murmuró Liz, notando que sus ojos se llenaban de lágrimas.
—También nosotros te queremos, mamá —dijo Avery—. Pero, ¿sabes una cosa?
—No. ¿Qué?
—Tengo hambre.
—¡Oh! Tú...
—Bueno, ten en cuenta que ni siquiera he desayunado, con todo este jaleo.
Avery se sintió muy solo cuando Liz se hubo marchado. Se sentó en la cama cuidadosamente, para no molestar a Bobby, y se inclinó hacia adelante para mirarse en el espejo del tocador. Fue casi una nueva impresión, aunque sabía perfectamente que sólo trataba de demostrarse a sí mismo que no tenía ningún reflejo. Alargó el brazo y cogió el cepillo del pelo de Liz para hacer más positiva la demostración. El cepillo pareció flotar en el aire sin que nadie lo sostuviera.
Avery suspiró y dejó caer el cepillo sobre el tocador. Saltó de la cama y anduvo de un lado a otro de la habitación. Calculó mal la distancia entre su invisible espinilla y una silla y se dio un doloroso golpe. Se sentó, maldiciendo en voz baja y frotándose repetidamente la espinilla.
Se interrumpió cuando se le ocurrió comprobar si había alguna huella amoratada visible en la invisible espinilla. No había ninguna. Luego se le ocurrió buscar la diminuta herida que el pinchazo de Custer tenía que haber dejado en la yema de su dedo índice al tomar la muestra de sangre. Podía sentir la zona dolorida, pero le resultó imposible calcular a qué distancia de su cara invisible debía mantener su dedo invisible para enfocarlo adecuadamente, suponiendo que hubiera algo que ver.
Se acercó al espejo y apoyó la yema del dedo contra el cristal, pero ni siquiera entonces estuvo completamente seguro al lugar al cual debía mirar.
Resolvió el problema hundiendo el dedo en una de las polveras de Liz. Allí, en el círculo de color rosa pálido que había formado la yema del dedo, había un diminuto punto de sangre coagulada.
Recordó el exabrupto de Mike ante la teoría que se había permitido sugerir, pero continuó con aquella idea. Su sangre había permanecido invisible mucho después de que su orina y los recortes de sus uñas hubieran reaparecido. Pero ahora, menos de una hora más tarde, también su sangre era visible. ¿Se debería a la coagulación? Entonces recordó haber leído en alguna parte que la sangre era un líquido incoloro en sí mismo, y que el color rojo procedía de la hemoglobina. Pero no conseguía recordar qué era la hemoglobina. Ni en qué consistía la coagulación. ¿En un cambio químico? Probablemente, Mike tenía razón: debía dejar que los médicos se ocuparan de la medicina.
Las reflexiones de Avery se vieron interrumpidas: Bobby acababa de despertarse. Avery pensó en meterse rápidamente debajo de las sábanas, pero permaneció inmóvil. No quería asustar al niño.
Bobby se incorporó en la cama.
—No puedo dormir —dijo—. Soy demasiado viejo para hacer la siesta.
Avery no dijo nada. Pensó en salir de la habitación de puntillas, pero no se movió.
—¿No soy un viejales, papá?
Avery resistió la tentación de corregir lo de «viejales». ¿Dónde diablos adquirían los niños aquel lenguaje atroz? Incluso Margie. supuestamente protegida por un cinturón de suburbios de los barbarismos de la gran ciudad, le había sorprendido desagradablemente durante un reciente desayuno familiar. Avery andaba escaso de dinero para el almuerzo y le había pedido un dólar a Liz. Margie, temiendo al parecer que su asignación se viera amenazada, había dicho, con el mayor desparpajo: «No irás a dejarme a mí sin "blanca", mamá.»
Pero el signo de los tiempos parecían ser los cambios. Todo cambiaba, incluso el lenguaje de los niños.
—No era tan invisible papá —dijo Bobby—. Sé dónde te estás escondiendo.
—¿Dónde?
La pregunta se le escapó.
—Sobre el taburete de mamá.
A Avery se le puso la piel de gallina.
—¿Cómo lo sabes?
—Te oigo respirar —dijo Bobby—, y el asiento está «chafado».
—¡Oh! —Avery exhaló un suspiro de alivio—. Me alegro de que la cosa sea tan sencilla. Por un momento pensé que tenías una doble vista, viejo Bob. Con un artista de variedades en la familia hay suficiente.
—¿Qué son variedades, papá?
—Un espectáculo a base de gente rara: gigantes, señoras gordas, tragaespadas y... hombres invisibles. ¿Qué opinas acerca de tu papá invisible, muchacho? ¿Estás preocupado?
—No.
—¿Crees que es divertido?
—Sí. ¿Puedo ser invisible también yo?
—Espero que no. Ya resultas bastante difícil de localizar a veces, siendo como eres.
—No saldré a la carretera, papá.
—Lo sé, Bobby. Eres un buen muchacho. Ven y choca la mano con tu papá invisible.
—Voy —Bobby saltó de la cama... directamente encima del pie de Avery. Se disculpó—: Perdona, papá.
—No ha sido nada, Bobby. ¿Quieres chocar la mano invisible de tu papá invisible?
—Desde luego.
Avery tendió su mano hacia la que le alargaba el pequeño Bobby. El niño la cogió y la sacudió arriba y abajo varias veces. Luego se echó a reír.
—¿De qué te ríes? —le preguntó su padre.
—Corky no tiene un papá invisible.
—Es verdad.
—Pero el papá de Corky tiene un jeep. ¿Por qué no podemos tener un jeep nosotros?
—No podemos tenerlo todo —dijo Avery—. ¿Qué te gustaría tener?
Bobby reflexionó unos instantes.
—Un papá invisible y un jeep.
Margie entró en la casa ruidosamente.
—¡Papá! ¡Mamá! —gritó—. ¿Dónde estáis? He estado nadando en la piscina nueva de los Vogel. Les ha costado dos mil dólares. Tengo el pelo húmedo... ¿No podríamos instalar nosotros una piscina? ¿Estáis todos arriba?
—¡Esa niña! —dijo Liz, en tono admirativo—. Al menos, no tenemos que preocuparnos por ella. ¡Estamos aquí, cariño!
—Si quieres decir que no va a impresionarse por lo mío, estás loca —dijo Avery. Tendió su plato a Liz y se deslizó debajo de las sábanas, gruñendo—: Si de todos modos tenía que sucederme esto, ¿por qué no ocurrió en invierno? Me estoy asando de calor... Ahora, tómalo con calma, Liz. Margie no es tan mayor como imaginas.
—No te preocupes. He cerrado la puerta.
Margie estaba ya llamando.
—¡Eh! ¿Estáis todos acostados?
Liz dijo:
—Antes de abrir la puerta quiero decirte algo. El que está en cama es papá. Se encuentra... indispuesto.
—¡Oh, qué pena! ¿Queréis que llame al médico?
—El doctor Mike ya ha estado aquí. Ahora voy a abrir la puerta.
Margie, que tenía unos cabellos muy largos y muy rubios y aparentaba trece años en vez de diez, entró de puntillas.
—¿Cómo te encuentras, papá? ¿Por qué estás tan tapado? ¿Tienes frío?
—Me encuentro perfectamente —dijo Avery—. Lo que pasa es que soy invisible.
Margie se echó a reír.
—¡Qué tontería! Nadie es invisible. Déjame ver.
—Este es el asunto —dijo Avery—. No puedes verme. ¡Eh! ¡No hagas eso!
Margie había apartado las ropas de la cama. Abrió la boca y sus ojos se desorbitaron. Luego palideció intensamente, profirió un leve gemido y se desmayó.
Liz la cogió en sus brazos antes de que cayera al suelo.
—¡Mira lo que has hecho! —dijo—. ¡Mi pobre niña! Ayúdame a llevarla a su cama... No, no lo hagas. Sería mucho peor para ella si recobrara el sentido. Trae un poco de agua.
Avery fue al cuarto de baño en busca de un vaso de agua y de un paño húmedo y se los entregó a Liz, que había llevado a Margie a su propia cama. Liz estaba sentada en el borde del lecho, frotando las muñecas de su hija. Al ver el vaso y el paño flotando en el aire, dio un pequeño respingo.
—No entres sin avisar —dijo—. Especialmente cuando lleves algo en las manos. —Cogió el paño, lo dobló y lo aplicó a la frente de Margie—. Deja el vaso sobre la mesilla de noche y sal de aquí.
—Iré a ver a mi hijo —dijo Avery—. Él me acepta, al menos.
—No te atrevas a despertarle. No podría resistir entrar y verle sentado de nuevo sobre un regazo invisible: ¡cuatro pulgadas por encima de la silla! ¡Ese chico!
—Es adaptable —dijo Avery—. Hay que reconocerlo.
—Vete —dijo Liz—. Creo que Margie está recobrando el sentido.
Más tarde, la luz del sol penetró a través de las ventanas del salón. En sus rayos danzaban las motas de polvo.
—No estés parado ahí —le dijo Liz a Avery—. Puedo ver tu contorno. Quiero decir que donde no hay motas de polvo estás tú.
—No importa, mamá —dijo Margie. Estaba reclinada contra el respaldo del diván, con los pies descansando sobre una mesita—. Creo que me estoy acostumbrando.
—Gracias, amiguita —dijo Avery—. ¿Cómo te sientes ahora? Parece que estás recobrando el color. ¡Ojalá pudiera decirlo de mí mismo!
—Estoy bien. Fue una tontería desmayarme, ¿verdad?
—Fue algo muy femenino. ¿Dónde está Bobby?
—En el jardín, jugando al vaquero invisible —dijo Liz—. Él se encuentra perfectamente.
—Sé que se encuentra perfectamente. Sólo quería saber dónde estaba. ¿No sería mejor que llamaras a los Wormser, Liz, y les dijeras que estoy indispuesto? Y avisa a la babysitter para que no venga. Tendremos una tranquila velada familiar en casa.
—Tendremos una velada en casa —dijo Liz—, pero no sé hasta qué punto será tranquila.
Se dirigió hacia el teléfono.
—¿Qué quieres hacer esta noche, papá? —preguntó Margie—. A propósito, ¿dónde estás?
—En el sillón. Podemos jugar al Monopolio o a algo por el estilo.
Margie dejó oír una risita.
—Harías trampa.
—Te aseguro que no.
—Y nadie se enteraría. Podrías robar billetes de mil dólares del banco.
Avery se echó a reír, alegrándose de que la muchacha empezara a aceptar su estado.
La cena no fue un éxito. Ver cómo se movían el tenedor y el cuchillo, sin que al parecer los empuñara nadie, resultaba ya bastante perturbador (a pesar de los aullidos de júbilo de Bobby); pero Avery se dio cuenta de que Liz encontraba repugnante el espectáculo de unos alimentos masticados por unos dientes invisibles y descendiendo por una invisible garganta. La situación realmente era muy enojosa.
—No puedo soportarlo —dijo Liz.
Y empezó a ponerse en pie.
—No —dijo Avery—. Me iré yo.
Se llevó su plato arriba.
Se sentó ante el tocador y comió, contemplando el proceso en el espejo, fascinado. Pero el descenso de alimentos masticados y su visible acumulación en su estómago invisible acabó por ponerle enfermo. Soltó su tenedor y apartó la mirada del espejo.
«Tranquilízate», se dijo a sí mismo.
Cuando estuvo seguro de que no devolvería la cena se dirigió al armario y sacó de él unos pantalones y una camisa deportiva de manga larga. Cogió también unos calcetines largos, un pañuelo de hierbas, para ayudar a cubrir el cuello, y unos guantes. Se vistió, y cuando oyó el ruido de los platos al ser lavados descendió a la planta baja. Se detuvo a contemplarse en el espejo del vestíbulo. Exceptuando el hecho de que no tenía cabeza, su aspecto era pasable.
En la puerta de la cocina preguntó:
—¿Puedo entrar? Me he puesto algo de ropa.
—Gracias por la advertencia —dijo Liz—. ¿Todo el mundo preparado para ver a papá? De acuerdo, puedes pasar.
Bobby, que estaba aún comiéndose su postre, le miró y se echó a reír.
—Papá no tiene cabeza.
Pero entre las mujeres su aparición no constituyó un éxito, precisamente. Margie se acercó más a su madre y murmuró:
—¡Oh, mamá!
Liz soltó cuidadosamente una fuente que había estado secando.
—Será mejor que te quites la ropa —dijo—. Pareces el Hombre Invisible.
—Soy el Hombre Invisible. Pero no puedo quitarme esto hasta que haya digerido la cena. Además, me está entrando frío.
Bobby se acostó. Liz, Avery y Margie jugaron media partida de Monopolio. Luego, también Margie se fue a la cama.
Avery encendió un cigarrillo y se retrepó en el sillón. Liz contempló el espectáculo.
—Supongo que sería peor con una pipa. Ave, ¿qué piensas hacer?
—¿Hacer? ¿Qué quieres que haga? ¿Adentrarme por la senda del crimen? ¿Ofrecer mis servicios a la F.B.I.? ¿Convertirme en espía en Moscú?
—Sabes perfectamente a qué me refiero, Avery Train. Quiero decir aquí. No puedes andar por la casa, invisible, durante el resto de tu vida.
—Supongo que podría, si tuviera que hacerlo... —El cigarrillo se movió entre los labios invisibles y apuntó a Liz—. ¡Oh! Desde luego. Te refieres a lo duro que resultaría para ti. Bueno... Tal vez pudieras pedir el divorcio.
—¿Qué tontería es esa? Estaba pensando en ti, no en mí. Cuando me casé contigo tomé el Tren Avery, y no tengo intención de apearme de él hasta la última estación.
La invisible mano de Avery —se había quitado los molestos guantes para jugar al Monopolio— cogió el cigarrillo y lo aplastó.
—Eres un ángel, Liz —dijo, conmovido—. De buena gana me levantaría a darte un beso, si no pensara que sería una experiencia traumática para ti.
—Más tarde —dijo Liz.
Y más tarde, en la cama, a oscuras, hubo unos momentos de olvido. Avery oyó que su esposa murmuraba:
—Para mí, ahora, todo es normal. Tal vez por la mañana...
Pero Bobby gritó en sueños, se despertó, corrió a la habitación de sus padres y trepó a la cama.
—¿Qué pasa? —le preguntó su padre.
Levantó al niño en la protectora oscuridad y le deslizó debajo de las sábanas.
—Un hombre malo invisible quería cogerme.
—Ha sido un sueño, Bobby —dijo Liz, alargando el brazo por encima de Avery para acariciar la cabeza del pequeño.
—Lo sé —dijo Bobby. Se arrebujó contra su padre y volvió a quedarse dormido.
Avery se despertó con una sensación de sobresalto. Bobby estaba sentado encima de él, botando y hablando solo.
—¿Qué pasa, vaquero? —inquirió Avery.
—Papá está peludo.
Avery se pasó una mano por la mejilla. Efectivamente. El día anterior no se había afeitado y la barba le crecía con mucha rapidez. Sería un mal asunto afeitar una cara invisible...
Entonces se dio cuenta de que había visto la mano que tocaba la barba.
—¡Eh! —exclamó—. ¡He vuelto!
Bobby le estaba mirando directamente, no en la dirección en que debía encontrarse.
—¡Eh, Bob! Ya no tienes un papá invisible.
—No.
Avery, ansioso por tener una prueba más concreta, levantó dos dedos formando el signo de la victoria.
—¿Cuántos dedos hay aquí?
—Uno, dos —dijo Bobby—. Dos.
Avery se echó a reír.
—¡Exacto! Eres un genio, muchacho. ¡Liz, despierta! Ya he vuelto.
—¿Mmmh? —Liz rodó sobre sí misma y abrió los ojos—. Buenos días. Necesitas un afeitado, Ave.
—¿De veras? —inquirió Avery, encantado—. ¿Qué te hace creerlo?
—No estoy ciega... —Liz se incorporó—. ¿No estoy ciega? ¡Puedo verte, Avery! ¡Has vuelto!
Pasó una mano por el hirsuto rostro de su marido.
—¡Exactamente! —dijo Avery—. Tenemos que celebrarlo. Mientras me afeito, Liz, ¿por qué no nos preparas un suculento desayuno familiar?
Liz profirió un leve gemido y volvió a dejar caer su cabeza sobre la almohada.
—...Frutas de sartén y salchichas —dijo Avery—. Y una fuente de huevos fritos. Gachas de avena, al viejo estilo, y una gran jarra de leche, y café recién hecho, y zumo de naranja, y... ¿qué más, Bobby?
—Palomitas de maíz.
—De acuerdo. ¡Arriba, esposa mía! ¡La cocina te espera!
—No tenemos en casa ni la mitad de las cosas que acabas de nombrar —protestó Liz—. Si tantas ganas tienes de celebrarlo, ¿por qué no nos llevas a todos al restaurante?
—¡Buena idea! Comeremos pestiños, con mantequilla y miel. ¡Todo el mundo en pie! —Avery se asomó al cuarto de su hija—. ¡Margie! ¡Despierta! ¡Papá ha vuelto!
Pero cuando se hubieron vestido Liz se mostró dubitativa.
—Ave, ¿crees que lo que vamos a hacer es seguro?
—¿Seguro? —inquirió Avery—. ¿A qué te refieres?
—Quiero decir que no sabemos si esto será permanente. Tal vez deberíamos consultar previamente al doctor Mike.
—Pasaremos por su casa al salir del restaurante, si quieres. Tengo hambre, ¿sabes? Ayer no comí casi nada en todo el día. Vamos.
Avery desapareció de nuevo mientras se estaba comiendo el último pestiño untado con miel. A pesar de todo, tal vez hubiesen conseguido salir con bien del trance si a Bobby no se le hubiera ocurrido aullar, en tono de orgullo:
—¡Eh, miren! ¡Mi papá vuelve a hacerse invisible!
La camarera profirió un grito cuando vio el traje de verano de hombre sin cabeza ni manos, y dejó caer tres platos de huevos. Y todos los que se encontraban en el restaurante presenciaron el hecho, y al cabo de unos minutos toda la ciudad estaba enterada de la noticia.
—Conduce tú, Liz, por el amor de Dios —dijo Avery.
Y Margie no contribuyó a arreglar las cosas diciendo, con toda su fatuidad de adolescente:
—¡Oh! ¡Me siento tan humillada!
No tardó en reunirse una multitud, olfateando que ocurría algo que se salía de lo corriente. Liz puso el motor en marcha e hizo sonar repetidamente el claxon para abrirse paso. La gente se apretó contra las ventanillas del coche, haciendo comentarios en voz alta y señalando a Avery, encogido en el asiento delantero. Liz encontró un claro y pisó el acelerador a fondo.
La gente se dispersó, aunque algunos fueron en busca de sus automóviles con la intención de seguirles. Pero Liz alcanzó los ochenta en unos segundos, haciendo imposible una persecución inmediata. Sin embargo, cuando se acercaban a su casa vieron que delante de ella se había congregado un grupo de automóviles. Dos de ellos se hallaban en el mismo camino de acceso. Era indudable que alguien había difundido la noticia por teléfono.
—No puedo pasar —dijo Liz—. Estamos bloqueados.
—Pasa por encima del césped —dijo Avery—. ¡Al diablo con la hierba! ¡Oh! Ese es el automóvil de Schreiber...
Schreiber era un reportero gráfico del periódico local.
—Le neutralizaremos —aseguró Liz—. Margie, cubre a Mr. Schreiber mientras nosotros entramos en casa. Sitúate entre su cámara y papá. No le dejes tomar ninguna fotografía... pero procura no estropear la cámara.
—Desde luego —dijo Margie—. Eso será divertido.
—Bien. —Habían llegado lo más cerca que podían llegar de la puerta principal—. ¡Adelante!
Schreiber estaba apuntando con su cámara y otras tres o cuatro personas convergían sobre ellos cuando las cuatro portezuelas de su sedán se abrieron de golpe.
Margie se precipitó hacia el fotógrafo.
Liz echó a correr con Bobby hacia la puerta principal y la abrió.
Un par de pantalones salieron corriendo del automóvil y entraron en la casa. Liz cerró la puerta.
Los pantalones se sentaron en un sillón y empezaron a hincharse y deshincharse a la altura del cinturón.
—¿Por qué has hecho eso? —inquirió Liz—. ¿Querías dar un espectáculo?
—Pensé que tendría tiempo de desvestirme del todo —dijo Avery—. Será mejor que llames a Margie. Está mareando aún al pobre Schreiber.
Margie se deslizó a través de la puerta y Liz la cerró ante las mismas narices del fotógrafo.
—Márchese —le dijo—. No queremos fotografías. Déjenos en paz.
—Están llegando más automóviles —anunció Margie—. Centenares de ellos.
Era una exageración, aunque llegaban automóviles en número considerable. Una multitud se reunió sobre el césped, pero sólo unas cuantas personas se acercaron a la casa. Schreiber trató de fisgar a través de una ventana, y se le unieron dos desconocidos. Uno de ellos divisó a los pantalones sentados en un sillón y dijo: «¡Ahí está! ¡Le he visto!», y agitó la mano en dirección a los que estaban detrás para que se acercaran a mirar. Schreiber apuntó su cámara.
Liz echó la persiana y aulló:
—¡Si no se marchan llamaré a la policía!
Avery se dio cuenta de que sus manos estaban temblando. Se sentía asediado. Apoyó las manos en los brazos del sillón, y el temblor se transmitió a todo su cuerpo. Poniéndose en pie, se dirigió a la cocina y miró a través de la ventana. Nadie estaba en aquella parte de la casa... todavía. Paseó de un lado para otro y terminó abriendo la alacena donde Liz guardaba lo que ella llamaba el whisky para cocinar.
La botella tembló en su mano invisible mientras desenroscaba el tapón. Bebió un trago, resopló, y luego bebió otro trago. Enroscó el tapón, volvió a desenroscarlo y bebió otro trago.
Se sintió mucho mejor. De pronto, empezó a ver el lado divertido de la situación. Eran ellos los que debían asustarse de él, la amenaza invisible. Fue al encuentro de Liz.
—Voy a quitarme los pantalones y saldré a decirles algo —le dijo Avery a su esposa. Se quitó los pantalones y los calzoncillos y volvió a quedar completamente invisible—. Supongo que esto los dispersará.
—Yo no lo haría —dijo Liz—. Ellos son los que han armado el jaleo. No quiero que puedan reprocharte nada.
Avery no le contestó.
—¡Avery! ¿Dónde estás?
Una ventana de una habitación de la parte delantera de la casa se abrió y volvió a cerrarse. Liz se precipitó hacia ella. Una voz dijo:
—Creo que ya es hora de que le saque partido a la situación, divirtiéndome un poco.
—¡Oh!
Liz corrió al teléfono y llamó a la policía. Avery encontró muy cómico el andar entre la multitud sin que le vieran. Había tanta gente, que le resultaba difícil evitar el tropezar con alguien. Todo el mundo miraba hacia la casa, pero en sus rostros había una expresión más bien aprensiva. Avery se preguntó cuan cerca estarían del miedo o del pánico.
Hizo su primer experimento con un desconocido bastante obeso que se había instalado sólidamente sobre el bancal de petunias de Liz. Avery se acercó a él y susurró, tocándole en el brazo:
—Se está usted pasando de la raya, amigo. No hemos plantado las petunias para eso.
El hombre dio un respingo y volvió su cabeza a la izquierda, y luego a la derecha. Saltó del bancal de petunias con los brazos extendidos y los cerró de golpe. Pero se había equivocado de dirección y Avery se alejó, mientras el hombre empezaba a aullar:
—¡Aquí está! ¡Aquí está!
Media docena de personas se acercaron al hombre, dos de ellas corriendo, las otras andando cautelosamente. Avery echó a correr. En la parte trasera de la casa, una mujer en la cual reconoció a Miss Barksdale, la solterona que la agencia inmobiliaria en la ciudad, estaba atisbando a través de la ventana de la cocina. Avery resistió la tentación de propinar un puntapié al voluminoso trasero. En vez de ello, alargó un brazo invisible por encima del hombro de la fisgona y abrió la mitad superior de la ventana, al tiempo que susurraba:
—Esto le permitirá ver mejor el interior de la casa, Miss Barksdale.
La mujer giró sobre sí misma y palideció intensamente. Avery confió en que no se desmayaría, pero no se quedó a comprobarlo. Regresó a la parte delantera de la casa, donde un grupo de hombres se había espaciado a lo largo del límite del césped con la carretera.
Avery echó hacia atrás la rama de un árbol y la soltó contra el más próximo de los hombres. Mientras la rama golpeaba el pecho del desconocido, Avery aulló:
—¡Fuera de mi propiedad!
El hombre golpeado por la rama no reaccionó como Avery había esperado. Dirigiéndose al que formaba la línea junto a él, le dijo:
—¡Oh! Por lo visto, tiene ganas de jugar. Ese individuo puede ser peligroso. Vamos a por él antes de que le haga daño a alguien.
La línea de hombres unió sus manos y empezó a correr a través del césped, hacia la casa. Avery tuvo que esprintar para evitar que le capturaran inmediatamente. Se sintió invadido por una oleada de miedo. ¡Aquellos hombres le estaban dando caza, como si fuera un animal!
En un instante, su posición había pasado a ser, de la de un indignado propietario expulsando a la gente de su finca, a la de un ser extraño al que había que eliminar.
Avery cometió el error de mirar hacia abajo. El no ver sus pies le hizo tropezar. Mientras caía trató de rodar sobre sí mismo para quedar situado entre dos de los hombres de la cadena humana. Pero un pie se estrelló contra sus costillas y el dolor le hizo proferir un grito. Inmediatamente, la línea de hombres se hecho al suelo en la vecindad general de su grito. Su captura era inevitable.
—¡Ya lo tengo! —gritó uno de los hombres, y los otros se amontonaron a su alrededor como en una melée de rugby.
Avery trató de luchar, pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles.
—De acuerdo —dijo—. Me rindo. Tengan cuidado, miren dónde ponen los pies.
—Asustando a la gente, ¿eh? —dijo uno de los hombres—. Es usted un cretino. —Y, a los demás—: Le tengo cogido por un brazo. Creo que es el izquierdo. Sí. Sujetadle fuerte por los brazos y las piernas.
Se aplicaron afanosamente a la tarea, y Avery se dio cuenta de que la violencia de la muchedumbre podía estar muy cerca de la superficie, incluso en su ciudad natal. Se asustó al ver el contraído rostro del hombre arrodillado sobre su pecho y recordar que la última vez que le había visto había sido mientras el individuo atendía amablemente a la clientela del supermercado en el cual ejercía las funciones de encargado del personal.
La multitud, que ahora ascendía a medio centenar de personas, formaba un ominoso círculo a su alrededor.
—¡Miren! —dijo alguien súbitamente—. ¡Puedo ver parte de él! ¡Es verde!
La muchedumbre murmuró y se acercó más.
—Es cierto —dijo uno de los hombres que le sujetaban—. Es el lugar donde le ha manchado la hierba... Ven, Joey, sujétale el brazo mientras yo le froto la cara con hierba...
Liz salió corriendo de la casa, gritando, tratando de abrirse paso a través de la multitud, golpeando con sus puños cerrados las espaldas que se erguían delante de ella.
Uno de los captores de Avery se disponía a frotarle el rostro con un puñado de hierba cuando llegó la policía, en medio de un gran aullido de sirenas.
Desde la ventana de su dormitorio Avery pudo ver los destrozos que las ruedas de los automóviles habían causado en el césped, ahora despejado de vehículos, y a los dos agentes que mantenían la fluidez del tránsito en la carretera.
Avery temblaba todavía por efectos de la reciente excitación. Llevaba un albornoz y estaba sentado en su sillón, y cuando miraba el espejo podía ver el contorno verde de su cara semejante a una máscara suspendida sobre el cuello vacío del albornoz.
En la habitación, con Avery y Liz, había otros dos hombres. Uno de ellos era el médico, Mike Custer. El otro, el que Avery conocía de vista, era el teniente Winick, de la policía local. Los niños habían sido enviados a sus cuartos, con órdenes severas de quedarse allí, sin hacer ruido.
—Le dije a usted que no saliera —dijo Mike Custer—. Podían haberle lastimado seriamente.
—¿Por qué no les ha detenido? —le preguntó Liz al teniente—. ¡Los muy sádicos!
El teniente Winick permanecía sentado, contemplando a Avery con una mezcla de fascinación y de incertidumbre.
—Lo siento, Mrs. Train —dijo— Sé que no va a gustarle lo que voy a decirle, pero creo que no tiene usted en cuenta los sentimientos de esas personas. Su reacción está justificada, hasta cierto punto, por el temor provocado en ellos por la especial situación de su marido. Piense lo que podría hacer Mr. Train, si sus instintos fueran malignos...
—Si me permitieran lavarme la cara —dijo Avery—, no tendría este aspecto de rufián. No soy más que un ciudadano tranquilo, respetuoso con las leyes, que una mañana despertó convertido en un ser anormal. Es lógico que me afectara el hecho. Y también es lógico que me haya afectado ver cómo la gente pisoteaba el jardín de mi esposa, sólo para echarle una ojeada al monstruo. De modo que decidí darles un pequeño escarmiento. Si hubiera sido visible, me hubiera enfrentado a ellos con un palo. ¿No habría echo usted lo mismo?
Winick tenía un bloc de notas en las manos.
—No quisiera estar en sus zapatos ni por un millar de dólares. A continuación vendrá el F.B.I. Este es un caso para la policía federal, con aspectos que afectan a la seguridad del país.
Liz dijo furiosamente:
—Mi marido no es un criminal.
—Pero provocó una alteración del orden público —replicó el teniente.
—La multitud le empujó a ello —dijo Liz, todavía furiosa.
—Y él se dejó empujar, saliendo a asustar a la gente, independientemente del hecho de que la multitud se encontrara dentro de su finca. Si se hubiera quedado en casa y nos hubiera avisado antes, habríamos despejado estos alrededores y no hubiera pasado nada.
—Es cierto, Liz —dijo Avery—. Creo que el teniente tiene razón.
—Eso es hablar con sentido común, Mr. Train —dijo Winick—. Cuantos más detalles sepamos, mejor. La prensa no dejará de ocuparse del caso, y si nosotros podemos dar algunas de las respuestas, le molestarán a usted mucho menos. Me sorprende que su teléfono no esté sonando ya.
—Está descolgado —dijo Liz.
—Bien. —El teniente volvió una página de su bloc—. Ahora, Mr. Train, dígame: ¿cuándo se dio cuenta por primera vez de que era usted... supongo que tendremos que utilizar la palabra... invisible? No parece haber otra.
—Ayer por la mañana —dijo Avery.
Continuó contestando preguntas y contempló cómo se iban llenando las páginas del bloc.
Cuando el teniente Winick se hubo marchado, dejando uno de los coches de la policía de guardia delante de la casa, Mike Custer dijo:
—Ahora, ¿le gustaría saber lo que opinan en el laboratorio acerca de su caso?
—Me gustaría saber si esos polizontes se han quedado ahí para evitar que la gente se acerque a esta casa, o para impedir que yo salga de ella.
—Mitad y mitad, posiblemente —dijo Mike—. Escuche, Avery, tengo un colega que está interesado en verle. Lleva muy poco tiempo en nuestro país...
—¿De dónde ha venido?
—Es el mejor especialista sudamericano en anormalidades tintóreas de la sangre.
—¡Oh! ¿Es eso lo que tengo?
—Es demasiado pronto para decir lo que tiene. ¿Permitirá usted que le examine?
—Desde luego. Y para demostrarle que soy un Buen Vecino, ni siquiera le cobraré entrada.
—Vamos, Avery —dijo Liz.
—Vamos, Avery —la remedó él—. Como única anormalidad tintórea que soy al norte de la frontera, creo que tengo derecho a ciertas consideraciones. ¿Es eso lo que le dijeron de mí en el laboratorio, Mike? ¿Que soy un anormal? Para ese viaje no necesitaba alforjas: yo mismo podía habérselo dicho.
—No insistas, Ave —dijo Liz. Luego se volvió hacia el doctor—: Dígale a su colega que venga, doctor Mike. No le haga caso a Avery. Comprenda que está pasando por una dura prueba.
—Está ahí afuera —dijo Mike.
Se acercó a la ventana y agitó una mano en dirección a uno de los agentes, el cual acompañó hasta la puerta de la casa a un hombre bajito, de aspecto vivaracho.
—El doctor José Ramíndez Oaca —dijo Mike—. Mr. y Mrs. Avery Train.
Oaca contempló la máscara verde completamente fascinado, ignorando la mano que le tendía Liz.
—¡Ah, ah, ah! —exclamó. Se volvió hacia Mike Custer, visiblemente entusiasmado—. ¿Puede usted creerlo, amigo mío? ¿Puede usted creer que existe semejante fenómeno aquí, a unas millas de distancia de los Laboratorios? ¿Aquí, en este soñoliento pueblo, a un tiro de piedra de nuestro centro de investigaciones? Amigo mío, le estoy profundamente, profundamente agradecido.
—¿A qué Laboratorios se refiere? —gruñó Avery, en tono suspicaz.
—Unos Laboratorios que están realizando un magnífico trabajo en campos muy poco conocidos y que el profano apenas sospecha.
Avery volvió su verde rostro hacia Mike, el cual parecía encontrarse un poco incómodo.
—¿Qué Laboratorios? —preguntó Avery.
—Lindhof —respondió brevemente Mike.
—¡Lindhof! —repitió Avery—. ¿Y usted, que se llama amigo mío, me ha traído aquí a uno de los nombres de Lindhof, sabiendo lo que opino de ellos? ¿De esos traficantes de la medicina? ¡Proveedores de píldoras para el populacho!
Avery sacudió su máscara verde. Los Laboratorios Lindhof: proveedores ahora de invisibilidad, si permitía que le utilizaran como conejillo de Indias. Había empezado a conocer los poderes inherentes de la invisibilidad... y no le habían gustado.
Oaca se había acercado un poco más a Avery, sumido aún en una especie de éxtasis e ignorando, al parecer, los exabruptos de Avery.
—El doctor Oaca es una excelente persona, Avery —dijo Mike Custer—. Le doy mi palabra de honor.
Liz dijo:
—¿Cree que pueden hacer algo por mi marido?
Oaca pareció darse cuenta de la presencia de Liz por primera vez.
—Estoy convencido de ello, señora. Pero necesitamos su cooperación.
Liz se volvió hacia su marido con expresión suplicante:
—Avery, deja que lo intente.
—Me someteré a un reconocimiento —dijo Avery hoscamente—, pero antes de pasar más allá quiero sostener una larga conversación con Mike.
—Excelente —dijo Oaca—. En primer lugar, vaya a lavarse para que desaparezca todo rastro de tinturalismo. De otro modo, las condiciones no serían correctas.
Avery se indignó al oír que le daban órdenes como si fuera un chiquillo.
—Escuche, doctor Oaca... —empezó a decir.
—Por favor, Mr. Train. Quítese lo verde.
Avery se alejó, murmurando. Cuando regresó del cuarto de baño, Oaca estaba sentado en el borde de la cama, hablando.
—...de tribu a tribu. De modo que alcanzan una especie de invisibilidad, al menos para ellos mismos. Una persona del exterior los vería, desde luego, aunque no por mucho tiempo, porque el forastero sería asesinado. De modo que para lo que ellos se proponen, al menos, han alcanzado la invisibilidad y no podemos decir que no exista. Es más que probable que el caso de su marido sea de un tipo completamente distinto aunque no debemos descartar ninguna posibilidad ¡Ah! Ya está usted aquí de nuevo, Mr. Train. Bien. Quítese el albornoz, por favor, y tiéndase en la cama.
Se quitó el albornoz y tuvo la satisfacción de ver cómo el doctor Oaca retrocedía ligeramente, mientras él desaparecía por completo.
—En beneficio del progreso científico, Mr. Train —dijo Oaca.
Avery vio que sacaba una especie de varita de cristal de su maletín y luego notó que tomaba otra muestra de su sangre.
—¡Oiga! —protestó Avery.
—¿Se da cuenta? —le dijo Oaca a Mike—. ¡Es visible!
—¿Qué pasa conmigo? —preguntó Avery—. ¿Puedo descansar?
—Sí —dijo Oaca. El sudamericano parecía haber perdido todo interés por él, ahora que tenía sus feces, o lo que fuera—. Vamos, doctor Mike. Tenemos mucho que hacer.
—¿Y luego me curaré? —preguntó Avery.
Empezaba a sentirse como el conejillo de Indias que se había resistido a ser.
—No puedo prometerle nada —dijo el doctor Mike—. Pero mantenga los dedos cruzados. Estaré en contacto con usted.
—Gracias —dijo Avery amargamente—. ¡Oh, muchas gracias!
Colgaron de nuevo el teléfono.
La primera en llamar fue una tal Miss Ethel Sturbridge, que vivía en una casa situada al pie de la carretera, un poco más abajo de la vivienda de los Train. Avery dijo:
—Sí, Miss Sturbridge... No, Miss Sturbridge... No, señora, no era yo... Desde luego, sería completamente incapaz de hacer una cosa así... Sí. Miss Sturbridge... Sí. Gracias por llamar. Adiós.
—¿Qué les pasa a las señoritas Sturbridge? —preguntó Liz.
—Sospechan que alguien las ha estado espiando mientras se desvestían. Le aseguré que no había sido yo. Ni puedo imaginar que alguien sienta deseos de espiar a ese par de vejestorios momificados.
A continuación llamó un hombre de voz ronca que no quiso identificarse.
—¿Es usted el tipo invisible? —preguntó.
—El mismo.
—Bueno, quería proponerle un buen asunto, si le interesa. ¿Conoce el banco que hay en Long Ridge? ¿El que tiene los mostradores muy bajos?
—Sí.
—Bien, usted pasa por encima del mostrador, sin hacer ruido. Nadie le verá. Y cuando el cajero esté distraído, coge usted el dinero y me lo pasa a través del mostrador cuando nadie esté mirando. ¿Qué le parece la idea?
—¿Quién es usted?
—Eso no importa, todavía. Primero dígame que está de acuerdo conmigo.
—Desde luego que no estoy de acuerdo con usted. Yo mismo trabajo en un banco.
—Mucho mejor. Así sabrá cómo funcionan las cosas. Me gustaría trabajar con usted. Nos haríamos los amos del mundo.
—Lamento no compartir su opinión —dijo Avery—. Pero gracias por haber llamado.
Avery colgó el receptor.
—¿Quién era? —preguntó Liz.
—Un individuo que se ofrecía a colaborar conmigo para robar en el banco de Long Ridge. Algún chiflado. Si me diera por ahí, podría robar con más tranquilidad en mi propio banco.
—Resulta agradable comprobar lo solicitado que estás, ¿verdad?
—Pero mira por quién. Rateros y una fábrica de píldoras que mezcla productos químicos por valor de dos centavos y los vende por diez dólares.
El teléfono sonó de nuevo y una voz infantil cantó el estribillo acerca del hombrecito que no estaba allí. Avery dijo, mientras colgaba:
—No voy a contestar a ninguna otra llamada.
Liz atendió la llamada siguiente:
—Son los de la Televisión —dijo.
—¿Qué quieren?
—Que aparezcas esta noche en un programa, como invitado de honor.
—¿Aparecer? ¿Quién sabrá cuándo aparezco yo?
—No se refieren a que tengas que ser visible. Ya sabes lo que quieren decir.
—No querrás que vaya, ¿verdad? Ya hemos tenido suficiente publicidad. Diles que no.
El teléfono volvió a sonar inmediatamente después de que Liz hubo colgado.
—No contestes —dijo Avery, pero Liz ya había descolgado el receptor.
—Hola, Joan... Héctico no es la palabra exacta... ¿Harás eso? Eres un primor, Joan. Un millón de gracias.
Liz informó a Avery:
—Joan va a llevarse a los niños para el resto del día. Voy a buscarlos. Aunque no podemos quejarnos: se han portado muy bien.
—A propósito, se están portando demasiado bien. ¡Margie! ¡Bobby! ¿Qué estáis haciendo?
Arriba se abrió una puerta.
—Ahora bajamos —dijo la voz de Margie—. Vamos, Bobby, sal de una vez.
Se oyó la risita de Bobby.
El niño estaba desnudo y verde desde la cabeza hasta los pies.
—Nadie puede verme —anunció—. Soy el niño invisible.
Margie tenía el vestido y las manos manchados de verde.
—¡Bobby! —gritó Liz—. ¡Margie! ¿Qué habéis estado haciendo? ¡Mira al niño, Ave!
—Sólo es tiza verde y acuarela —dijo Margie.
—Soy invisible, como papá —dijo Bobby.
—¡Pasa al cuarto de baño! —dijo Liz—. Y usted también, jovencita. ¡Oh! Sinceramente, Avery. no sé qué es peor, si tu problema o sus efectos colaterales.
Liz tenía un aspecto enfurruñado cuando regresó de llevar a los niños a casa de Joan.
—No puede una entrar y salir de su propia casa sin pasar por el control de la policía —dijo—. Sinceramente, esto es demasiado.
No contribuyó a mejorar su estado de ánimo el entrar en el salón y ver el teléfono suspendido en el aire y un cigarrillo humeando a unas pulgadas de la bocina.
Avery estaba diciendo:
—...cuando usted dijo «laboratorio», yo no sabía que se estaba refiriendo a Lindhof. Creí que me hablaba del laboratorio del hospital.
—¿Quién es? —preguntó Liz—. ¿El doctor Mike?
Avery asintió, olvidando que Liz no podía ver cómo movía la cabeza.
Liz repitió la pregunta.
—Sí —respondió Avery. Y luego por el teléfono—: No. no estaba diciéndole «sí» a usted, sino a Liz... Se encuentra perfectamente. Un poco fastidiada por todo este asunto, pero lo soporta bien. En lo que a mí respecta, Mike, he pensado en el asunto y no quiero saber nada con Lindhof.
—Da la casualidad —dijo Mike— de que los Laboratorios Lindhof son la organización más relevante en el campo de las investigaciones tintóreas.
—Creí que la autoridad en la materia era el doctor Oaca —dijo Avery.
—El doctor Oaca está trabajando con Lindhof en un plan de intercambio amistoso de información. Los Laboratorios Lindhof llevan mucho tiempo ocupándose del problema de la invisibilidad, si quiere saberlo. En realidad —la voz de Mike bajó de tono, como si estuviera conspirando—, tienen una asignación del Pentágono.
—No es necesario que se ponga usted tan melodramático. No hay ningún espía ruso en la línea.
—Sólo trato de explicarle que esto no es ningún proyecto descabellado. Lindhof obtiene su dinero de una de esas partidas que el Comité de Presupuestos del Congreso discute a puerta cerrada. Francamente, en Lindhof están excitados con su caso y les gustaría verle.
—Si pudieran verme —replicó Avery ásperamente—, no me dedicarían una sola mirada.
—No sea usted irónico. ¿Irá conmigo a los Laboratorios Lindhof? Los mejores cerebros del hemisferio están allí para ayudarle. Si alguien puede resolver su problema, son ellos.
—¿Qué problema? A ellos les importa un pepino el problema de Avery Train. Lo único que les importa son las patentes y contratos del gobierno que obtendrán si logran producir un hombre invisible. Pero a mí no me han producido ellos, y no voy a dejar que se aprovechen de mi situación. Yo soy un accidente: una variación espontánea, biológicamente hablando.
—Francamente —dijo Mike—, me estoy cansando de oír sus citas de la última selección del Club del Libro Científico.
—Y yo me estoy cansando de oírle a usted elogiar a los Laboratorios Lindhof. Lo último que leí acerca de ellos fue que habían sido demandados por valor de un millón de dólares, debido a que su vacuna contra la polio estaba contaminada y mató a alguien en vez de inmunizarle.
—Es usted un profano —dijo Mike pacientemente—. En esas cosas siempre hay algo más de lo que dicen los periódicos.
—Pero soy un profano invisible. Y esto es lo que me hace valioso para los Laboratorios Lindhof. Pero no quiero ningún trato con ellos.
—Escuche, cabezota. Usted no tiene ya ningún valor para los Laboratorios Lindhof, y son ellos los que podrían no querer ningún trato con usted. Ellos no le necesitan a usted, y usted les necesita a ellos. En este preciso instante es usted único en su invisibilidad, pero mañana mismo puede ser uno más entre una docena. Con la diferencia de que los otros once podrán aparecer y desaparecer a su antojo, y usted tendrá que apechugar con su estado.
—¿Quiere usted decir que pueden controlar la invisibilidad? —preguntó Avery.
—Eso es lo que he estado tratando de decirle. Yo he hecho todo lo que estaba a mi alcance por usted, en mi calidad de médico de cabecera suyo y admito que no ha sido suficiente. No dispongo de los medios necesarios, Lindhof dispone de ellos. Esto es todo.
—¡Al cuerno con los Laboratorios Lindhof!
—De acuerdo —dijo Mike—. Al cuerno con ellos. Pero si usted persiste en su actitud, persiste en su invisibilidad. Adiós Avery.
—Adiós.
Liz contempló cómo el receptor se encajaba en la horquilla sin que al parecer lo guiara nadie.
—Bueno —dijo Liz—, seguro que le has mandado a paseo.
—Sí.
—¿Te conducirá eso a alguna parte?
—No sé a dónde me conducirá, pero no voy a convertirme en uno de los conejillos de Indias de Lindhof.
—¿Ni siquiera si tuviera que servir para tu curación?
—Ni siquiera así.
—No debes ser tan obstinado, Avery. Tienes que pensar también en tu familia. Por mi parte, no quiero pasar otro día como el de hoy...
—¡No quieres pasar otro día como el de hoy! —estalló Avery—. ¡Hablas como si fueras la única afectada por la situación!
—Sabes perfectamente que sólo estoy preocupada por ti —dijo Liz—. Ahora bien, si quieres continuar siendo un tonto obstinado e invisible, adelante.
Liz salió del salón. Al cabo de unos instantes Avery oyó el ruido de la máquina de coser funcionando a toda marcha. Este era uno de los sistemas utilizados por Liz para desahogar un exceso de tensión emotiva.
Pero al cabo de unos minutos oyó que Liz marcaba un número en el teléfono. Se preguntó a quién estaría llamando. Tendió el oído, pero no pudo oír lo que estaba diciendo. Cuando Liz colgó, el teléfono sonó casi inmediatamente.
—¿Sí? —oyó que decía Liz con una voz completamente normal—. ¿Quién? ¿Life? ¿Sí? —Se produjo un silencio. Luego, Liz le llamó—: Avery, llaman de la revista Life. Es algo acerca de unas fotografías en exclusiva. Han subrayado la palabra «exclusiva».
—Diles que se vayan al infierno —aulló Avery—. Diles que soy un demócrata.
—Mi marido dice que les diga que es un demócrata —repitió Liz—. ¿Qué? Creo que se refiere a que no le gusta el tono político de su revista... No. No. Adiós.
Liz colgó el receptor.
—Avery —dijo—, voy a salir.
—¿A dónde vas?
—¿Estás seguro de que no cambiarás de idea y permitirás que Lindhof te ayude?
—Seguro que estoy seguro.
—De acuerdo. Entonces, voy a salir.
—Pero, ¿adonde vas?
—No te preocupes; no me iré a Reno. Volveré.
—Liz...
Pero su esposa se alejaba ya en el automóvil familiar. Uno de los agentes estacionados al final del camino de acceso a la casa la saludó mientras el automóvil se alejaba, en dirección a la ciudad.
Hacía mucho que Liz se había marchado. Avery anduvo de un lado para otro, por la casa vacía. Hubiera sido un buen momento para comer, sin nadie que enfermara contemplándole, pero no tenía hambre. Sobre la repisa de la chimenea en cambio, había una botella de whisky.
Avery la miró, se alejó de ella, volvió a acercarse.
—Avery —dijo—. ¿qué opinas de echar un trago?
—Creo que no me sentaría mal, Train —se contestó a sí mismo.
Llevó la botella a la cocina, vertió tres dedos de whisky en un vaso y brindó:
—A tu salud —dijo, alzando el vaso.
—A la tuya, viejo.
Bebió un sorbo de licor.
Iba por su tercer vaso, cuando oyó crujir la grava bajo las ruedas del automóvil. No se levantó del sillón. Estaba absorto tratando de recordar cómo continuaba el antiguo estribillo de una canción cuartelera, después de las dos primeras líneas. Las cantó otra vez:
«Cuando tú llevabas un camisón de color de rosa, y yo llevaba mi B.V.D...»
La puerta principal se abrió y volvió a cerrarse.
—...mi B.V.D. —Avery cerró los ojos para concentrarse—. «Ta-ra-ra-ta-ta-ta-ta-ra-ra-ta-ta-ta...»
—Precisamente lo que me hacía falta —dijo Liz.
Avery notó que arrancaban el vaso de su mano.
—¡Qué oportuna! —dijo—. Ahora que casi lo tenía... «Ta-ra-ra-ta-ta-ta...» ¿Te acuerdas, Liz? —Abrió los ojos—. ¿Liz? ¿Dónde te has metido?
—Estoy aquí —dijo ella.
—¿Dónde, aquí? —Avery miró a su alrededor—. ¡Liz!
Allí estaba el vaso, suspendido a unas dieciocho pulgadas del suelo, y la voz de Liz llegando de detrás del vaso, pero ni rastro de Liz.
—¿Qué te ha ocurrido? ¡Dios mío, te he contagiado! —exclamó Avery—. ¡Oh, Liz!
—Me apetece un cigarrillo —dijo Liz—. No importa, lo cogeré yo misma.
Un sonido envió los ojos de Avery hacia la mesita del salón. Vio deslizarse a un lado la tapadera de la caja de los cigarrillos, vio alzarse en el aire un cigarrillo. A continuación oyó el sonido de un fósforo al ser rascado, y vio, oscilar la llama, pegada a un extremo del cigarrillo. Luego, su atención se concentró en el humo, el cual perfiló vagamente un par de pulmones antes de ser expelido.
—¡Elizabeth! —exclamó—. ¡Esto es horrible!
—No es tan malo —dijo la voz de Liz.
—¡Dios mío! —murmuró Avery, consternado—. ¿A qué extremo te he conducido?
—Todo hombre invisible necesita una mujer invisible —dijo Liz tranquilamente—. ¿No estás de acuerdo?
—No —dijo Avery—. Liz, lo siento. No sabía que era contagioso.
—Tú sabes muy pocas cosas, Avery Train —le dijo Liz—. Eres un hombre obstinado y cabezota, al que yo amo mucho a pesar de ello. Tu invisibilidad no es contagiosa. ¿Quieres saber una cosa? Tú no me has hecho esto. He sido yo misma.
—¿Tú misma? ¿Qué significa que has sido tú misma?
—Significa que he ido a los Laboratorios Lindhof, puesto que tú no querías ir, para enterarme de lo que sabían acerca de tu... anomalía. Me lo han enseñado todo. Tienen un antídoto. Vi cómo lo aplicaban a unos conejos. Convirtieron a uno de ellos en invisible y luego lo devolvieron a su estado normal. Entonces les pedí que me hicieran invisible.
—¡Pero tú no eres un conejo!
—No, no lo soy. Pero tampoco tú lo eres. Y yo soy sólo tan invisible como lo eres tú.
—¿Te han hecho invisible en los Laboratorios Lindhof? —preguntó Avery.
—Eso es lo que acabo de decirte.
—¿Y has regresado así, invisible?
—Sí.
—¿Conduciendo?
—No. Conducía el doctor Mike.
—¿Dónde está tu ropa?
—En el automóvil.
—¿Quieres decir que has regresado con Mike, desnuda? ¿Dónde está ese Romeo de vía estrecha? ¡Voy a aplastarle la nariz de un puñetazo!
—Tranquilízate. Avery. No me he desvestido hasta que hemos llegado aquí. Además, el doctor Mike no podía ver nada. Y por si no bastara llevábamos un rodrigón: el doctor Oaca.
—¡Ese cretino! —exclamó Avery—. ¿Está ahí afuera, también?
—Sí. Ellos están ahí afuera, visibles, y tú y yo estamos aquí, invisibles, y el problema estriba en saber si vamos a equipararnos a ellos en visibilidad, o no. En otras palabras, Avery Train, mientras tú seas invisible lo seré yo también. Y ahora, terminado mi discurso, me gustaría tomar otro trago... ¿Avery? ¿Dónde estás?
—No me he movido de aquí.
—¿Por qué estás tan callado?
—Supongo que me estoy rindiendo. No quiero una esposa invisible. Eres demasiado guapa para ser invisible.
—¿Quieres decir que irás a los Laboratorios?
—No veo qué otra cosa puedo hacer. Sería absurdo continuar así, si ellos han conseguido obtener el medio de hacer desaparecer a cualquiera. ¡Malditos sean! Desde luego que iré.
—¡Oh, Avery! ¡Cuánto me alegro! Vamos, nos están esperando.
—De acuerdo. —Avery se puso en pie y se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo antes de llegar a ella—. Un momento. ¿Por qué tienen tanta prisa?
—Sólo tratan de ayudarte, Ave.
—¿Sí? Mira, por unos instantes me he sentido confundido. Los efectos del whisky, quizá... Pero ahora empiezo a ver claro. Tienen tanta prisa en ayudarme, y te envían a ti como reclamo, porque la culpa es de ellos.
—¿Qué ellos tienen la culpa? —preguntó Liz.
—¿Quién, si no? Han admitido que habían realizado todo el trabajo preliminar. Habían perfeccionado sus píldoras de la invisibilidad desde hace ya algún tiempo. ¿Cómo podría haberme convertido en invisible si no hubiera tomado sus píldoras?
—Pero tú nunca tomas píldoras —objetó Liz—. Lo único que tomas son aspirinas.
—Excepto en mi último día de trabajo. Estaba un poco nervioso, y decidí que una noche de sueño reparador me permitiría empezar mis vacaciones en plena forma. De modo que al salir del banco pasé por la farmacia, y el farmacéutico me recomendó unas píldoras que se despachaban sin receta: «Un nuevo producto de los Laboratorios Lindhof», me dijo. Y me tomé dos píldoras antes de acostarme.
La voz de Liz dijo:
—¿Y tú crees...?
—Estoy seguro. Son las únicas píldoras que he tomado en un año.
—¡Oh! ¿Dónde están las que te sobraron?
—Una buena pregunta, cariño. Arriba. En el bolsillo de mi chaqueta.
—¿No sería preferible que nos las lleváramos?
—¿Y darle a Lindhof una ocasión para destruir la prueba? ¡Ni hablar! Vamos. Ahora estoy preparado para ir a los Laboratorios.
Avery encontró la mano de Liz y la pareja invisible se dirigió hacia el automóvil en el que esperaban Custer, Oaca, y un hombre al que Avery identificó como uno de los vicepresidentes de la firma.
Avery se alegró de verle. Todo encajaba. Los Laboratorios Lindhof estaban tratando de encubrir el último de sus errores: enviaban a uno de sus vicepresidentes para que negociara la salvación del prestigio de la firma.
Presentándose súbitamente ante los tres hombres, sin que éstos supieran dónde estaba, Avery dijo:
—Exijo una indemnización de un millón de dólares.
Sorprendido, desconcertado, el vicepresidente tartamudeó:
—No estábamos preparados para enfrentarnos con una demanda tan elevada. Quiero decir...
Avery comprendió que sus suposiciones habían sido correctas.
—Deducidos los impuestos, desde luego —dijo—. No olvide que tengo en mi poder el resto de las píldoras, Lindhof.
—Hartman —rectificó el vicepresidente—. Mr. Lindhof es mi suegro.
—¡Estupendo! —dijo Avery—. Esto nos permitirá solucionar las cosas en el seno de la familia. Haga el favor de abrir la portezuela para que suba mi bella e invisible esposa, Hartman.
Hartman cerró suavemente la portezuela detrás de Avery y se instaló en el asiento delantero.
—En marcha, caballeros —dijo Avery—. Esto promete ser un viaje delicioso.
VIDRIOS A LA DERIVA
Samuel R. Delany
I
A veces bajo al puerto, chapaleando arena con mi pie rígido en el extremo de mi pierna rígida encajada en mi rígida cadera, con mi brazo inútil colgando, para empaparme de nuevo en humedad, beber en las profundidades con viejos camaradas desembarcados, sintiéndome viejo, roto, compadeciéndome a mí mismo, riendo más y más ruidosamente. La tercera parte de mi rostro que quedó destrozada en el accidente fue remendada con injertos de piel de mi pecho, de modo que lo que quedó de mi boca distorsiona todos los sonidos altos; una chapucera reconstrucción sartoria. Tengo también un pecho velludo. El vello de mi pecho es distinto del pelo de la barba, y crece debajo de mi ojo derecho. Y: mi barba es rojiza, el vello de mi pecho castaño, en tanto que los cabellos que se rizan sobre mi nuca y mis orejas son rubios, veteados de gris.
A causa de mi horrible aspecto, y de lo huraño de mi temperamento, paso la mayor parte del tiempo en la casa de madera, cristal y aluminio que el Cuerpo Acuático me cedió junto con mi pensión. Allí tengo alfombras turcas, cacharros de cobre, mi viola, que ya no puedo tocar, y mis libros.
Pero, a veces, cuando la dorada bruma enturbia la mañana, bajo a la playa y cojeo descalzo por la húmeda orilla del mar, en busca de vidrios a la deriva. Aquella mañana era brumosa, y el sol manchaba la niebla a través del agua como un cucharón de azófar. Me encaramé a lo alto de las rocas, miré hacia abajo a través de las altas hierbas en dirección a la espumeante caleta donde ella estaba tendida, y parpadeé.
Sus largos cabellos casi cubrían las agallas situadas en la parte inferior de su nuca y las incisiones secundarias que discurrían a lo largo de su espalda. Ella me vio.
—¿Qué estás haciendo aquí? —me preguntó, frunciendo sus ojos azules.
—Busco vidrios a la deriva.
—¿Qué?
—Ahí hay un ejemplar.
Señalé a un punto cerca de ella y bajé de las rocas como un cangrejo con una pata rígida.
—¿Dónde está?
Ella se volvió, medio dentro, medio fuera del agua, con las membranas de sus dedos ahuecando nódulos de piedra negra.
Mientras el agua practicaba frías aberturas entre mis dedos, recogí el lechoso fragmento que se encontraba junto a su codo.
—¿Ves?
—¿Qué… qué es eso?
Ella levantó su fría mano hasta la mía. Por un instante, la luz a través de la lechosa gema y la pálida película de mis propias membranas arrancó el biombo de sus manos.
—Vidrio a la deriva —dije—. ¿Sabes cuántas botellas de Coca-Cola, cuántos trozos de cristal y cuántas escorias de silicio industrial van a parar al mar?
—Yo conozco las botellas de Coca-Cola.
—Se rompen, y las mareas arrastran los pedazos mar adentro y mar afuera sobre el fondo arenoso, gastando los bordes, cambiando su forma. A veces, los productos químicos del vidrio reaccionan en contacto con los productos químicos del mar para cambiar de color. A veces aparecen vetas en un trozo de cristal, regulares y geométricas. Cuando los trozos se secan, se hacen opacos. Pero si se introducen de nuevo en el agua vuelven a hacerse transparentes.
—¡Ohhh! —exhaló ella, como si la belleza del fragmento triangular que reposaba en la palma de mi mano la asaltara como un perfume. Luego me miró a la cara, frunciendo el tercer párpado que utilizamos como lente de corrección para la visión submarina.
Contempló la ruina de mi rostro en silencio.
Luego, su mano se acercó a mi pie, cuyas membranas habían quedado desgarradas en el accidente. Empezaba a intuir quién era yo. Busqué en ella el horror, pero sólo vi una leve tristeza.
La insignia que figuraba en la hebilla de su cinturón me reveló que ella era Técnico Biológico. Allí en la casa había un uniforme similar de escamas imitadas, plegado en el fondo de un cajón del armario ropero, y en la hebilla del Cinturón podía leerse: Aforador de Profundidades. Yo llevaba ahora unos tejanos muy raídos y una camisa roja de algodón, sin botones.
Ella alargó la mano hasta mi nuca, echó hacia atrás el cuello de mi camisa y tocó las leves hendiduras de mis agallas, repasando sus contornos con sus fríos dedos.
—¿Quién eres? —preguntó finalmente.
—Cal Svenson.
Ella se deslizó en el agua, boca arriba.
—Entonces, eres el que sufrió aquel terrible… Pero eso ocurrió hace muchos años. Abajo todavía hablan de ello…
Se interrumpió.
Del mismo modo que el mar alisa la superficie de un trozo de vidrio, embota también las alas y las sensibilidades de las personas que trabajan en sus profundidades. Y según el último informe del Departamento de Marina, hay actualmente setecientos cincuenta mil hombres y mujeres que han sido dotados de agallas y membranas y enviados a las profundidades del mar, donde no hay tormentas, a lo largo de las costas americanas.
—¿Vives en la playa? ¿Cerca de aquí, quiero decir? Pero hace tanto tiempo…
—¿Qué edad tienes tú?
—Dieciséis años.
—Yo tenía dos años más que tú cuando ocurrió el accidente.
—¿Tenías dieciocho?
—Y ahora tengo el doble. Lo cual significa que ocurrió hace casi veinte años. Y veinte años son mucho tiempo.
—Todavía hablan de ello.
—Yo casi lo he olvidado —dije—. De veras. Dime, ¿te gusta la música?
—Mucho.
—¡Estupendo! Ven a mi casa y podrás echarle un vistazo a mi viola eléctrica. Prepararé un poco de té. Tal vez puedas quedarte a almorzar…
—Tengo que presentar mi informe en el Cuartel General a las tres. Tork ha de recibir las últimas instrucciones para el tendido del cable de gran potencia, con Jonni y la tripulación —Hizo una pausa, sonrió—. Pero puedo tomar el remolque submarino y presentarme allí en media hora, si me marcho a las dos y media.
Por el camino me enteré de que se llamaba Ariel. Opinó que el patio era encantador, y el mosaico provocó sus «¡Oh, mira!» y «¿Lo has hecho tú?» media docena de veces. (Lo había hecho yo, en los primeros años de soledad.) Lo que más le gustó fue la lucha del calamar y la ballena, el tiburón herido y el buzo. Me dijo que no disponía de mucho tiempo para leer pero que estaba impresionada por todos los libros. Me escuchó con atención mientras yo desgranaba mis recuerdos. Me habló de su trabajo, mientras yo preparaba dos docenas de ostras Rockefeller y el agua silbaba en la tetera. Soy un individuo relativamente solitario. Me gusta verme acompañado por muchachas hermosas.
II
—¡Eh, Juao! —grité a través de la escollera.
Juao agitó la cabeza en mi dirección desde el centro de sus redes, con el sol brillando sobre sus desnudos hombros, con el sol perdido en sus enmarañados cabellos. Me acerqué al lugar donde estaba sentado, cosiendo como una araña.
—He estado pescando sobre el banco de coral que me indicaste —me dijo de buenas a primeras—. Subirás a casa a echar un trago, ¿eh?
—Estupendo.
—En seguida termino con esto.
Hay un tipo de brasileño que se encuentra a lo largo del litoral en los pueblos de pescadores, viejo, pero sin edad. Se ve a uno de esos hombres y se piensa que puede tener cincuenta años, que puede tener sesenta… Y probablemente tendrá el mismo aspecto cuando cumpla los ochenta y cinco. Juao era uno de ellos. En cierta ocasión calculamos su edad. Es siete horas más viejo que yo.
Nos hicimos amigos poco antes del accidente, cuando quedé atrapado en sus redes mientras trabajaba en el tendido de unas líneas en la Corriente Vorea. Muchos individuos hubieran resuelto el problema sacando su cuchillo y abriéndose paso a través de las redes, destruyendo así de cincuenta y cinco a sesenta dólares de material. Esta suma es la que ingresa aquí mensualmente un pescador, por término medio. Pero yo esperé a que me sacaran a la superficie y permanecí sentado en su barca mientras me desenredaban. Aquello fue el principio de nuestra amistad Y desde entonces, para compensarle por el día de pesca que le había hecho perder, empecé a sugerirle los lugares en los cuales debía pescar. Y cuando la pesca es buena, Juao me invita a un trago.
Hacía veinte años que duraba la cosa. Durante ese tiempo mi vida había quedado destrozada y atada a la tierra firme. Y Juao había casado a sus cinco hermanas, se había casado él y había tenido dos hijos. Yo había acompañado a Juao y a Amalia, su esposa, en el helicóptero-ambulancia hasta Brasilia, y me había quedado en el vestíbulo con Juao, y le había consolado mientras lloraba y había tratado de explicarle cómo un mundo que podía coger a un niño pre-púber con una semana de operaciones quirúrgicas convertirle en un ser anfibio que podía existir durante un mes en cualquiera de los dos lados de la superficie del mar, podía revelarse impotente ante un cáncer endocrino complicado con una grave insuficiencia renal. Juao y yo regresamos a la aldea solos, en autobús, tres días antes de nuestro cumpleaños: tres días antes de que yo cumpliera veintitrés años, y Juao veintitrés años y siete horas.
—Esta mañana —dijo Juao— he recibido una carta que quiero que me leas. Se refiere a los chicos. Vamos a echar un trago. —Echamos a andar a lo largo del puerto hacia la plaza—. ¿Crees que la carta dice que aceptan a los chicos?
—Es del Cuerpo Acuático. Y cuando rechazan a alguien se limitan a enviar una tarjeta postal. El problema es: ¿qué opinas tú de ello?
—Tú eres una buena persona. Si mis hijos crecen como tú, todo irá bien.
—Pero estás preocupado, de todos modos.
Yo había estado apremiando a Juao para que inscribiera a los niños en el Cuerpo Acuático Internacional, desde que me convertí en su padrino. Las operaciones tenían que efectuarse poco antes de la pubertad. Eso significaría que estarían mucho tiempo lejos de la aldea durante su período de adiestramiento… y que eventualmente podían ser destinados a cualquiera de los océanos del mundo. Pero los dos chiquillos sin madre no habían tenido una vida fácil con Juao y con su hermanas. El Cuerpo significaría para ellos educación, viajes, trabajo interesante, las cosas que para un niño representan la buena vida. No parecerían dos veces más viejos cuando cumplieran los treinta y cinco años; y hay pocos anfihombres que tengan mi aspecto.
—La preocupación forma parte de la vida. Pero el trabajo es peligroso. ¿Sabes que hay un anfihombre que intentará tender un cable por debajo del Slash?
Fruncí el entrecejo.
—¿Otra vez?
—Sí. Eso era lo que intentabas hacer tú cuando el mar te destrozó, ¿no es cierto?
—¿No hay modo de que sea menos exagerado? —pregunté—. ¿Y quién va a ponerle el cascabel al gato, esta vez?
—Un joven anfihombre llamado Tork. En los muelles hablan de él como de un hombre muy valiente.
—¿Por qué diablos continúan en su intento de tender el cable allí? La línea a través del Slash no es imprescindible…
—A causa de los peces —dijo Juao—. Me contaste los motivos hace veinte años. Los peces están todavía allí, y los pescadores que no podemos bucear estamos todavía aquí. Si los chicos van siendo operados, habrá menos pescadores. Pero, actualmente… Se encogió de hombros—. Tienen que tender la línea a través del trayecto que recorren los bancos de peces o por debajo del Slash.
Juao sacudió la cabeza.
En efecto, los grandes cables conductores de energía del Cuerpo Acuático habían sido tendidos a lo largo del suelo del océano para proporcionar fuerza eléctrica a sus minas y granjas submarinas, para que funcionaran sus pozos de petróleo —yo mismo había ayudado a obturar muchos de aquellos pozos incendiados—, para sus rebaños de ballenas y sus plantas de destilación química. Los cables transportaban una corriente de doscientas sesenta fases. En algunos sectores del suelo del océano, o en sectores de agua con cierto contenido mineral, esto provocaba una inductancia en la propia agua que a veces —y el que pudiera detallar exactamente por qué no ocurría siempre obtendría probablemente un premio Nobel— expulsaba a los peces hacia zonas situadas a veinticinco y treinta millas, a no ser que las líneas se tendieran en el fondo de aquellos desfiladeros que se hunden en el suelo del océano.
—Ese Tork piensa en los pescadores. Es una buena persona, también.
Enarqué mis cejas —la única que me quedaba, exactamente— y traté de recordar lo que mi pequeña Ondina me había dicho de él aquella mañana. Y no recordé gran cosa.
—Le deseo suerte —dije.
—¿Qué sientes al pensar que ese joven va a descender hasta el mismo fondo coralífero del Slash?
Medité unos instantes.
—Creo que le odio.
Juao alzó la mirada.
—Es una imagen en un espejo en el cual me miro, y me veo obligado a considerar lo que yo era —continué—. Le envidio la posibilidad de obtener el éxito en algo que para mí resultó un fracaso. Pero deseo que lo consiga.
Detrás de nosotros oí el golpeteo de unas sandalias sobre el hormigón. Me volví a tiempo para sujetar a mi ahijada con mi brazo sano. Mi ahijado había agarrado mi brazo inútil y tiraba de él.
—¡Tío Cal!
—¡Hola, tío Cal! ¿Qué nos has traído?
—¡Dejadle en paz! —les riñó su padre.
Y, Dios les bendiga, ignoraron a su padre.
—¿Qué nos has traído?
—¿Qué nos has traído, tío Cal?
—Si me soltáis un momento, os lo enseñaré.
De modo que retrocedieron, verdiojos y emocionados. Observé a Juao, que a su vez nos observaba: pupilas castañas sobre bolas de marfil, y en el ojo izquierdo la mancha de una vena formando diminutos arroyos. Amaba a sus hijos, los cuales no tardarían en ser tan extraños para él como los peces que capturaba en sus redes. También él estaba mirando la cosa horrible en que yo me había convertido, preguntándose qué destino aguardaba a su propia progenie. Y estaba contemplando el mundo girando y envejeciendo, arrullado por las olas, reflejado en aquel espejo.
Me resultaba imposible ver el aspecto real que adquieren desde un pueblo de pescadores la explosión demográfica, las incipientes colonias de la Luna y Marte y el aprovechamiento de las profundidades del océano. Pero me acerco más que otros muchos, y sé lo que no comprendo.
Rebusqué en mi bolsillo y saqué el opaco fragmento que había traído de la playa.
—Aquí está. ¿Os gusta?
Y ellos se inclinaron encima de mis membranosos y extraños dedos.
En el supermercado, que es el edificio de mayor tamaño del pueblo, Juao compró unas tortas variadas. «Su aroma y su sabor son más intensos que los del chocolate», susurraba la caja cuando era levantada de la estantería.
Yo acababa de leer precisamente un artículo acerca de las nuevas técnicas de envasado vocal en una revista de los Estados Unidos que había llegado la semana anterior, de modo que estaba preparado y me quedé en la sección de verduras para evitar la tentación. Luego nos dirigimos a casa de Juao. La carta resultó ser lo que yo había esperado Los niños tenían que tomar el autobús para Brasilia al día siguiente. Mis ahijados se pondrían en camino para convertirse en peces.
Nos sentamos en los escalones del porche y bebimos y contemplamos los asnos y los ciclomotores, los hombres con pantalones bombachos y las mujeres con echarpes amarillos y faldas de vivos colores, cargadas con ristras de ajos y cestos de cebollas. De cuando en cuando desfilaban unos uniformes con las escamas verdes de los anfihombres.
Finalmente, Juao se cansó de estar allí y se marchó a descabezar un sueño. Yo había pasado la mayor parte de mi vida en el litoral de países acostumbrados a la siesta, pero mis primeros diez años de formación transcurrieron en una granja colectiva danesa, y la costumbre no arraigó nunca en mí. De modo que pasé por encima de mi ahijada, que se había quedado dormida sobre el primer peldaño, y crucé el pueblo en dirección a la playa.
III
A medianoche Ariel salió del mar, trepó a las rocas y repiqueteó con sus uñas en mi pared de cristal.
Mucho antes yo me había tendido sobre la piel de cordero, delante del hogar, para leer. Me quedé dormido. El concienzudo cronometrador me había preguntado si necesitaba algo, y al no obtener respuesta había interrumpido el Concierto para violoncello de Dvorak que estaba en su segundo tiempo, apagado la lámpara de pie y dejado de añadir troncos al fuego, de modo que ahora, al despertarme, el hogar estaba alfombrado de brasas.
Ariel llamó de nuevo, y yo levanté la cabeza del almohadón. El uniforme verde, el ámbar de sus cabellos… todo color se había fundido bajo la plateada luz del exterior. Me arrastré a través de la alfombra hasta la pared de cristal, pulsé el botón y el cristal se deslizó hacia abajo penetrando en el suelo. La brisa acarició mi rostro mientras caía la barrera.
—¿Qué deseas? —pregunté—. Y, a propósito, ¿qué hora es?
—Tork está en la playa, esperándote.
La noche era cálida pero ventosa. Debajo de rocas unas escamas plateadas se perseguían mutuamente. Había pleamar.
Me froté el rostro con las manos.
—¿El nuevo jefe? ¿Por qué no le has traído aquí? ¿Y para qué quiere verme?
Ariel tocó mi brazo.
—Vamos. Nos esperan todos en la playa.
—¿Todos?
—Tork y los otros.
Cruzamos el patio y nos adentramos por el sendero que bajaba hasta la playa. El mar rugía a la luz de la luna. En la playa había un grupo de gente reunida alrededor de una fogata. Ariel marchaba a mi lado.
Dos de los pescadores del pueblo se acompañaban el uno al otro con sus guitarras, sentados sobre una vieja bañera puesta boca abajo. Su canto, ronco y rítmico, vibraba a través de la arena. Unos dientes de tiburón trepidaban sobre el escote de una vieja que bailaba. Otros estaban sentados sobre un bote volcado, comiendo.
En un extremo de la fogata, sobre una cacerola de dos pies de diámetro, el aceite chirriaba a través de rosadas islas de camarones. Una mujer cargaba la cacerola, otra la vaciaba.
—¡Tío Cal!
—¡Mira, ha venido el tío Cal!
—¡Eh! ¿Qué estáis haciendo aquí? —pregunté—. ¿No tendríais que estar acostados?
—Papá Juao dijo que podíamos venir. Él también vendrá, pronto.
Me volví hacia Ariel.
—¿Por qué se han reunido?
—Porque mañana, al amanecer se procederá al tendido del cable.
Alguien venía corriendo por la playa, agitando una botella en cada mano.
—No querían hablarte de la reunión —dijo Ariel—. Pensaban que podía lastimar tu orgullo.
—¿Mi qué?
—Si te enterabas que daban tanta importancia al trabajo en el cual habías fracasado…
—Pero…
—…podías sentirte dolido en tu amor propio. No querían entristecerte. Pero Tork quiere verte. Yo le dije que no te entristecerías. De modo que fui en busca tuya.
—Supongo que tengo que darte las gracias.
—¿Tío Cal?
Pero la voz era más recia y más profunda que la de un niño.
Estaba sentado sobre un tronco, algo apartado del fuego, comiendo una batata. La llama oscilaba sobre sus morenos pómulos, en sus cabellos, húmedos y negros. Se puso en pie, se acercó a mí, con la mano extendida. Extendí la mía y nos saludamos.
—Bien. —Estaba sonriendo—. Ariel me dijo que vendrías. Mañana voy a tender la línea a través del Slash. —Las escamas de su uniforme brillaban debajo de sus brazos. Era muy robusto. Pero no podía mantenerse quieto. Lo supe por el cabrilleo de las escamas. —Yo… —Se interrumpió. Me recordó a un bailarín nervioso y feliz—. Quería hablar contigo acerca del cable —pensé en un águila, pensé en un tiburón—. Y acerca del… accidente. Si no te importa.
—Desde luego que no —dije—. Si algo de lo que pueda contarte te sirve de ayuda…
—¿Te das cuenta, Tork? —dijo Ariel—. Te dije que hablaría contigo de ello.
Pude oír el cambio en el ritmo de la respiración de Tork.
—¿De veras no te importa hablar del accidente?
Sacudí la cabeza y me di cuenta de algo relacionado con aquella voz. Era la voz de un muchacho que podía imitar la de un hombre. Tork no tenía más de diecinueve años.
—Pronto vamos a ir a pescar —me dijo Tork—. ¿Vendrás con nosotros?
—Si no molesto…
Una botella pasó de manos de la mujer de la cacerola a las de uno de los guitarristas, luego a las de Ariel, a las mías, a las de Tork.
Tork bebió, se secó la boca con el dorso de la mano pasó la botella a otro y apoyó una mano en mi hombro.
—Vamos hacia el agua.
Echamos a andar, alejándonos del fuego. Algunos de los pescadores se nos quedaron mirando. Algunos de los anfihombres miraron, y apartaron la mirada.
—¿Te llaman tío Cal todos los niños del pueblo?
—No. Sólo mis ahijados. Su padre y yo somos amigos desde que yo tenía tu edad.
—¡Oh! Creí que era un apodo. Por eso te llamé tío Cal.
Alcanzamos la arena húmeda donde una luz anaranjada corveteaba a nuestros pies. El casco roto de una embarcación oscilaba a la luz de la luna. Tork se sentó en el borde del casco. Yo me senté a su lado. El agua venía a chocar contra nuestras rodillas.
—¿No hay ningún otro lugar para tender el cable? —pregunté—. ¿No hay otro modo de solucionarlo que no sea a través del Slash?
—Iba a preguntarte qué opinabas de todo el asunto. Pero creo que no tendré necesidad de hacerlo. —Tork se encogió de hombros—. A este lado de la bahía, todos los proyectos han crecido enormemente y reclaman más energía. Las nuevas operaciones sobrecargan de un modo abrumador las antiguas líneas. El pasado julio hubo un corte de corriente en Cayena. Todo el pueblo se quedó sin luz durante dos días, y doce anfihombres murieron por exceso de exposición a las frías corrientes de las profundidades Si tendemos los cables más arriba, nos exponemos a perjudicar nuestras propias operaciones de pesca, así como las de los pescadores del litoral.
Asentí.
—Cal, ¿qué te pasó en el Slash?
Ansioso, asustado Tork. Yo estaba recordando ahora, no el accidente, sino la medianoche anterior, paseando por la playa, invadido por oleadas de miedo y de anticipación. Algunos de los indios brasileños todavía envían mensajes haciendo nudos en fibras de palma. En aquel momento podían haber desenrollado mis entrañas, o las de Tork esta noche, para leer nuestros respectivos horóscopos.
La madre de Juao conocía el lenguaje de los nudos, pero él y sus hermanos no se molestaron nunca en aprenderlo, porque querían ser modernos, y, al igual que chiquillos, confundían aún con el modernismo las nuevas ignorancias, careciendo de conocimientos actuales.
—Cuando yo era un niño —dijo Tork—, nos desafiábamos entre chiquillos a recorrer las tablas a lo largo del borde del embarcadero del transbordador. El sol quemaba y las tablas se combaban sobre el agua, y si las embarcaciones estaban dentro y uno caía entre las embarcaciones y el emparrillado de pilotes, podía matarse. —Sacudió la cabeza—. ¡La de tonterías que hacen los chiquillos! Eso era cuando yo tenía ocho o nueve años, antes de convertirme en anfibio.
—¿Dónde ocurría?
Tork alzó la mirada.
—¡Oh! En Manila. Soy filipino.
El mar lamía nuestras rodillas y el casco roto debajo de nosotros.
—¿Qué pasó en el Slash?
—Hay una grieta volcánica cerca de la base del Slash.
—Lo sé.
—Y el mar es tan sensible allá abajo como una mujer de cincuenta años con un nuevo peinado. Tuvimos una avalancha. El cable se rompió. Y las chispas eran tan violentas y brillantes que levantaron gotas de espuma a más de cincuenta pies por encima de la superficie, según me dijeron.
—¿Qué provocó la avalancha?
Me encogí de hombros.
—Pudo haber sido una desdichada coincidencia. Allí se producen continuos desprendimientos de rocas. Pudo haber sido el ruido de las máquinas, a pesar de que las habíamos tapado muy bien. Pudo haber sido algo relacionado con la inductancia de los cables más pequeños para las máquinas. O tal vez alguien tropezó con la piedra que lo sostenía todo.
Una mano se convirtió en un puño y se hundió en la otra.
Alguien llamó:
—¡Cal!
Alcé la mirada. Juao, con las perneras de los pantalones enrolladas hasta la rodilla, los faldones de la camisa al viento, estaba de pie junto a nosotros. El viento levantó los cabellos de la nuca de Tork; y el fuego rugía en la playa.
Tork alzó también la mirada.
—Están preparándose para capturar un gran pez —anunció Juao.
Los hombres estaban empujando ya sus barcas. Tork palmeó mi hombro.
—Vamos, Cal. Pescaremos ahora.
Juao me alcanzó y me dijo:
—Tú vendrás en mi barca, Cal.
El agua golpeaba los costados de las barcas mientras nos encaramábamos a ellas.
Juao empuñó los remos. Alrededor de nosotros los anfihombres verdes penetraron en el mar, se adentraron en él y desaparecieron.
Juao empezó a remar. La luz de la luna resbaló por sus brazos. Sobre la playa, la fogata fue haciéndose más pequeña.
—¿Dónde está Tork? —me preguntó Ariel, una hora más tarde, junto a la fogata.
Los hombres estaban apartando del fuego el enorme pescado que habían capturado poco antes.
—Descabezando un sueño.
—¡Oh! Dijo que quería trocear el pescado…
—Dentro de unas horas le aguardaba una dura tarea. ¿De veras quieres despertarle?
—No, voy a dejarle que duerma.
Pero Tork se acercaba ya a nosotros, apartando de la frente sus chorreantes cabellos; era evidente que acababa de chapuzarse en el mar.
Nos dirigió una sonrisa y se dirigió a la mesa donde los hombres habían colocado el pescado. Le recuerdo allí, de pie, moviendo arriba y abajo el brazo armado con el enorme cuchillo (detalles, sí, esas son las cosas que uno recuerda), deteniéndose para repartir las porciones, para reanudar inmediatamente su tarea.
Aquella noche, con la música y el golpear de los pies sobre la arena, con los cantos deslizándose de un lado a otro por encima de la fogata, con los gritos de júbilo que expresaban el placer infantil de los pescadores, hicimos más ruido que el mar.
IV
El autobús de las ocho y media llegó casi puntual.
—No creo que ellos quieran ir —dijo la hermana de Juao, que acompañaba a los niños al Cuartel General del Cuerpo Acuático en Brasilia.
—Están cansados —dijo Juao—. Anoche no debieron quedarse levantados hasta tan tarde. Vamos, subid al autobús. Decidle adiós al tío Cal.
—Adiós.
—Adiós.
En situaciones como aquélla, los niños no suelen dar pruebas de una gran imaginación. Y sospeché que mis ahijados estaban sufriendo los efectos de su primera (o de una de sus primeras) resaca. Habían estado muy callados toda la mañana.
Me incliné para darles un beso.
—Cuando vengáis a pasar vuestro primer fin de semana, os llevaré a explorar estos alrededores submarinos. Para entonces ya podréis recoger vuestro propio coral.
La hermana de Juao, con los ojos llorosos, abrazó a los niños, me abrazó a mí, abrazó a Juao y subió al autobús.
Alguien se asomó a la ventanilla para gritarle a uno de los que se quedaban que no olvidara algo. El autobús dio la vuelta a la plaza y se dirigió hacia la autopista. Echamos a andar a través de la calle donde los dueños del café estaban sacando sillas de lona a la terraza.
—Les echaré de menos —dijo Juao, tras un prolongado silencio.
—Y yo también —dije.
Al pasar junto al puerto vimos una multitud congregada ante uno de los muelles.
—Me pregunto si habrán tropezado con alguna dificultad para tender…
Una mujer profirió un grito. Se abrió paso entre la multitud, dejando caer huevos y cebollas. Empezó a tirarse del pelo y a chillar. Era la mujer que la noche anterior se encargaba de vaciar la cacerola de los camarones. Otras mujeres acudieron en su ayuda.
Un grupo de hombres se desperdigó por las calles del pueblo. Agarré por el brazo a un anfihombre que corría y le pregunté:
—¿Qué diablos pasa?
—¡Una explosión! —balbuceó—. ¡Acaban de traer a las víctimas de la explosión en el Slash!
—¿Cómo ha sido?
—Hace un par de horas. Habían recorrido la cuarta parte del camino, cuando se produjo una avalancha, al parecer provocada por un volcán submarino. Todavía hay perturbaciones sísmicas.
Juao estaba corriendo hacia el muelle. Solté al anfihombre al cual había estado interrogando y cojeé detrás de mi amigo, me abrí paso entre la multitud y me encontré ante un paisaje de lona y de escamas verdes. Estaban sacando los cadáveres del submarino y depositándolos sobre una lona extendida a través del muelle. Los cadáveres de los anfihombres son devueltos a sus países de origen para que la familia decida cómo quieren enterrarlos. Cuando el volcán submarino entró en erupción, la lava que desprendió era en su mayor parte silicio fundido.
Tres de los cadáveres sólo tenían leves quemaduras por sus hinchados rostros (uno de ellos sangraba aún por el oído), supuse que habían muerto a causa de la conmoción sónica. Pero había otros casi completamente incrustados en una masa de cristal negro y opaco.
—¿Y Tork? —pregunté—. ¿Es uno de ellos?
Tardé tres cuartos de hora en averiguar que uno de los cadáveres casi imposibles de identificar era el de Tork.
Juao me invitó a tomar un vaso de leche en un café de la plaza. Permaneció inmóvil largo rato, hasta que finalmente se frotó su blanco bigote, echó su silla hacia atrás y apoyó sus manos en sus rodillas.
—¿En qué estás pensando? —le pregunté.
—En que ya es hora de arreglar las redes. Mañana por la mañana saldré a pescar. —Me miró con una expresión indecisa—. ¿Dónde debo pescar mañana, Cal?
—El contenido mineral sobre el Slash tiene que ser muy alto. Esta noche se reunirán allí montones de algas. Éstas atraerán a una legión de pececillos. Y éstos, a su vez, atraerán a numerosos peces de mayor tamaño.
Juao asintió.
—De acuerdo. Mañana llevaré mi barco allí.
—Hasta la vista, Juao.
Eché a andar cojeando hacia la playa.
V
Trepé penosamente hasta lo alto de las rocas.
—¿Ariel?
Estaba allí, arrodillada en el suelo, con la cabeza inclinada. De cuando en cuando, sus hombros se estremecían de un modo espasmódico.
Me acerqué más a ella.
—¿Ariel?
Ella levantó la cabeza y contempló fijamente el océano.
Los afectos de los jóvenes son muy importantes y muy frágiles.
—¿Cuánto tiempo hace que estás aquí?
Ariel me miró ahora, pero en sus ojos había una expresión ausente. Y su rostro estaba agotado. Sacudió la cabeza.
¿Dieciséis años? ¿Quién fue el psicólogo que hace un centenar de años afirmó que los «adolescentes» no eran más que adultos físicos y mentales sin ninguna tarea útil?
—¿Quieres venir a casa?
Ariel continuó sacudiendo la cabeza.
Al cabo de un rato dije:
—Supongo que enviarán el cadáver de Tork a Manila.
—Tork no tenía familia —me explicó Ariel—. Le enterrarán aquí, en el mar.
—¡Oh! —dije.
Y el tosco vidrio volcánico, arrastrado a través de las arenas del océano, cambiando de forma…
—Tú eras… Tork te gustaba mucho, ¿verdad? Parecíais estar muy encariñados el uno con el otro.
—Sí. Era un muchacho muy agradable… —Entonces captó el significado de mis palabras—. No —dijo—. ¡Oh, no! Yo estaba… yo estaba comprometida con Jonni… aquel muchacho de California. ¿No le viste anoche en la reunión? Los dos éramos de Los Angeles, pero nos conocimos aquí. Y ahora… Esta tarde enviarán su cadáver a California.
—Lo siento. De veras que lo siento, Ariel.
Ariel empezó a mirar a su alrededor.
—¿No te apetece una taza de té, Ariel?
Suspiró profundamente.
—Gracias —dijo, tratando de sonreír—. Pero no podré quedarme mucho rato.
Echamos a andar hacia la casa, dejando el mar a nuestra izquierda. En el preciso instante en que llegábamos al patio, Ariel volvió la cabeza.
—¿Cal?
—¿Sí? ¿Qué pasa?
—Aquellas nubes. Allí, a través del agua. Son las únicas que hay en el cielo. ¿Proceden de la erupción del Slash?
Parpadeé.
—Creo que sí. Vamos dentro.
EL TRAGAESPADAS
Ron Goulart
El anciano danzó sobre la pared. Se hizo más ancho, osciló, desapareció. La oficina se iluminó, el proyector giró hasta quedar silencioso y el jefe parpadeó.
—Le diré quién era ése —declaró.
Cogió un disco amarillo de una afiligranada caja de píldoras y lo depositó sobre su lengua.
Ben Jolson, inclinándose ligeramente sobre el negro escritorio, dijo:
—Es el hombre al cual desea usted ver personificado.
—Exactamente —dijo el Jefe Mickens, tragándose el disco. Apoyó la punta de un dedo en el hueco que tenía debajo de su ojo izquierdo—. Las presiones inherentes a este trabajo han aumentado mucho últimamente, Ben. Debido a las dificultades en el Departamento de Guerra.
—Las desapariciones.
—En efecto. Primero el general Moosman, luego el almirante Rockisle. Una semana después Bascom Lamar Taffler, el padre del Gas Nervioso 26. Y esta mañana, al amanecer, el propio Dean Swift.
Jolson se irguió en su asiento.
—¿Ha desaparecido el Secretario del Departamento de Guerra?
—La noticia no ha sido difundida aún. Se la comunico confidencialmente, Ben. Swift fue visto por última vez en la esquina norte de su jardín de rosas. Es un gran aficionado al cultivo de las rosas.
—Vi un documental acerca de ello —dijo Jolson—. De modo que la Oficina de Espionaje Político ha pensado en recurrir al Cuerpo Camaleónico a causa de las desapariciones...
—Sí —asintió el Jefe Mickens sacó una pastilla azul de un sobrecito y dejó caer este último en el incinerador situado al lado de su escritorio—. Es una situación explosiva, Ben. No es necesario que le diga que el Sistema Barnum de planetas no puede permitir otro barullo en favor de la paz.
—¿Sospecha usted de los pacifistas?
El Jefe apoyó su dedo pulgar en su oído e hizo girar la palma de la mano.
—Tenemos pocos elementos de juicio, muy pocos. Admito que por parte de la OEP hay una tendencia a ver pacifistas a los métodos utilizados por el Departamento de Guerra para colonizar los planetas terráqueos.
—Que se manifestó de un modo especial cuando destruyeron Carolina del Norte.
—Un pequeño Estado. —El jefe introdujo la pastilla en su boca—. De todos modos, tiene usted que admitir que cuando los personajes clave del Departamento de Guerra, y sus afiliados, empiezan a desvanecerse... bueno, podrían ser los pacifistas.
—¿Quién era el anciano de la película?
—Leonard F. Gabney —dijo el Jefe. Repiqueteó sobre el escritorio con las puntas de los dedos—. Se supone que he de tomar algo para los efectos colaterales.
Jolson se inclinó y recogió un paquete de píldoras de la alfombra.
—¿Éstas? —inquirió, entregándoselas.
—Esperemos que sí. A lo que íbamos. Gabney no es importante en sí mismo, se trata simplemente de un anciano caballero el cual personificará usted. Para ello recibirá la correspondiente información. —El Jefe Mickens sacó una píldora del paquete—. El hombre importante es Wilson A. S. Kimbrough.
Jolson sacudió la cabeza.
—Un momento. Kimbrough es nuestro embajador en el planeta Esperanza, ¿verdad?
—Sí, estará al frente de la Embajada de Barnum en la capital del planeta.
—No quiero ir a Esperanza.
—¿No quiere ir? —inquirió el Jefe—. Tiene que ir. Lo estipula su contrato. Un agente del CC siempre es un agente del CC. Primero es la obligación que la devoción. Y no olvide que podemos sancionarle. Podríamos cancelar su licencia como ceramista en el planeta, por ejemplo...
Cuando no estaba de servicio para el Cuerpo Camaleónico, Jolson regentaba una fábrica de cerámicas en los suburbios de Keystone City. Había sido captado por el CC cuando tenía doce años. Después de una docena de años de adiestramiento y acondicionamiento, se había convertido en un agente Camaleón. De esto hacía diez años. Y no había modo de abandonar el Cuerpo.
—Esperanza es un lugar macabro —dijo Jolson.
—Tienen que enterrar a la gente en alguna parte, Ben.
—Pero todo un planeta en el cual no hay más que cementerios... —objetó Jolson.
—Hay medio millón de habitantes en Esperanza —dijo el Jefe Mickens—. Personas vivas. Sin mencionar a los diez millones de turistas y los casi seis millones de parientes de los difuntos que visitan Esperanza cada año.
—Todo el planeta huele a crisantemos —insistió Jolson.
—Permítame bosquejar el problema —dijo el Jefe—. Existe una leve posibilidad —y me baso en material reunido por agentes de la OEP— de que el embajador Kimbrough esté relacionado con esta ola de secuestros. De hecho, el almirante Rockisle se encontraba en Esperanza cuando desapareció.
—Lo sé —dijo Jolson—. Había ido a depositar una corona de flores en la tumba del Comando Desconocido.
—Si Kimbrough está complicado en el caso, tenemos que demostrarlo. Ésta es una de las muchas pistas que estamos siguiendo —dijo el Jefe Mickens—. A partir de la semana próxima se tomará unas vacaciones en Nepenthe, Inc.. en las afueras de Esperanza City.
—¿Nepenthe. Inc.? ¿El balneario rejuvenecedor para viejos magnates industriales?
—Un refugio para dirigentes políticos e industriales agotados por sus responsabilidades, sí. Usted se convertirá en ese anciano, Gabney, y nosotros le introduciremos en Nepenthe —dijo el Jefe Mickens—. No tendrá dificultades para transformarse en el viejo Gabney, ¿verdad?
El Cuerpo Camaleónico había especializado a Jolson en el arte de la transformación personal. Podía convertirse en cualquier persona, casi sin excepción.
—No —respondió—. ¿Quiere usted que me dedique a escuchar?
—No. Queremos que coja a Kimbrough a solas y le haga tomar una droga de la verdad. Que descubra lo que sabe, con quién está en contacto.
—De acuerdo —suspiró Jolson—. Supongo que tendré que hacerlo. ¿Quién será mi contacto en Esperanza?
—No puedo decírselo ahora, por motivos de seguridad. Lo sabrá allí.
—¿Cómo?
El Jefe Mickens rebuscó entre los papeles que cubrían su escritorio.
—Tenía una frase de identificación especial por aquí, en alguna parte. —Encontró una tarjeta azul—. ¡Aquí está! 15-6-1-24-26-9-6. Alguien le dirá, o más probablemente le susurrará, esto.
—¿Números? ¿Qué pasa con las citas poéticas?
Mickens dijo:
—La Seguridad opina que son demasiado contenciosas. Y no resulta muy varonil que un agente vaya diciendo por ahí: «Con cuan tristes pasos, ¡oh, luna!, recorres los cielos...»
—¿Cuánto va a durar mi estancia en Nepenthe, Inc.?
—Le hemos reservado plaza para una semana —dijo el Jefe Mickens—. Aunque esperamos resultados antes de que transcurra ese plazo. Mucho antes. —Consultó una tarjeta verde—: Cobran diez mil dólares por una semana de estancia, Ben. Tendremos que distraer dinero del fondo recreativo de la Oficina de Espionaje Político para pagar la cuenta.
—Tendrán que renunciar al nuevo frontón.
—Y a nuestro almuerzo anual en honor de los programadores de las computadoras —dijo Mickens—. Pero esto es una crisis. Ahora puede usted informar al Centro de Instrucciones, Ben. Pero antes ayúdeme a buscar un frasco que contiene un líquido de color frambuesa. Tenía que haber tomado una cucharada hace media hora.
Los dos hombres empezaron a moverse de un lado para otro, trasladándose sobre sus manos y rodillas.
Jolson, que ahora parecía tener ochenta y cuatro años, encorvado y pecoso, estaba semitumbado en un sillón articulable en el balcón del saloncito de su suite en el Hotel Plaza de Esperanza. Había exigido, como al parecer hacían muchos ancianos, disfrutar de una vista que no se limitara a los cementerios que proliferaban más allá de la capital. Gabney, el verdadero Gabney, controlaba la telequinesis en todos los planetas Barnum, y su nombre tenía la suficiente influencia para conseguirle una habitación con vistas al barrio comercial. Al atardecer, un crucero procedente de Nepenthe, Inc. vendría en busca de Jolson.
—¿Tarjetas postales con vistas de Esperanza, papi? —preguntó la rejilla de un altavoz debajo de su sillón—. Fotografías artísticas de once famosas criptas. Ilusión de profundidad.
—Tonterías —dijo Jolson con la cascada voz de Gabney—. ¿Dónde está esa bebida que pedí?
—Su tarjeta médica señala que no puede usted tomar bebidas fuertes, abuelo —replicó la rejilla—. Hay que cuidar el hígado.
Jolson repiqueteó con los dedos de una mano pecosa sobre el brazo de su sillón.
—Recuerdo una suite del Ritz de Keystone en la cual podía sobornar a los sirvientes.
—Puede usted dejar caer diez dólares en el orificio de salida de la máquina de limpiar zapatos, abuelo —dijo la rejilla—. Eso puede significar un whisky con hielo.
Jolson utilizó su bastón para ayudarse a levantarse del sillón. Estaba inclinado sobre el orificio de la máquina de limpiar zapatos cuando llamaron a la puerta.
—Adelante —dijo.
—Bienvenido a Esperanza en nombre de la Embajada de Barnum —dijo una voz femenina—. Le traigo un cesto de fruta reconstruida, Mr. Gabney.
Gabney volvió la cabeza hacia la puerta.
Vio a una joven esbelta y trigueña, de pómulos salientes y cabellos lisos y muy cortos. Llevaba un vestido de color amarillo, un brazal de la Embajada de Barnum, y a través de su frente, escritos con lápiz de labios, había una serie de números: 15-6-1-24-26-9-6. Después de hacerle un guiño a Jolson, la joven se limpió cuidadosamente la frente con un pañuelo.
—Es para nosotros un placer saludar a todos los ciudadanos importantes de Barnum que visitan Esperanza —dijo a continuación—. Soy Jennifer Hark, Mr. Gabney. Este obsequio le servirá mucho.
—Mucho gusto —dijo Jolson. La puerta se cerró y Jolson inquirió—: ¿Y bien?
La joven sacudió negativamente la cabeza y se dirigió hacia el balcón. La brisa de la tarde acarició sus cabellos. Dejando la cesta de fruta sobre el sillón extensible, se acercó a Jolson.
—La cesta es un neutralizador: eliminará cualquier micrófono que pueda haber por aquí.
—¿Quién se molestaría en escuchar mis conversaciones? —dijo Jolson.
—Tenemos que tomar precauciones.
—En el hotel pueden sospechar algo.
—Sólo estaré aquí un momento —dijo la joven, entregándole un albaricoque—. Guarde esto. Si se encuentra en dificultades en Nepenthe, apriételo y yo le ayudaré a salir del apuro.
—Un momento —dijo Jolson—. No necesito que me ayude ninguna dama, por muy osada que sea.
—Son órdenes. No se separe de él.
—Si me ven en el balneario con este albaricoque, dirán que estoy chiflado.
—Dígales que es un fetiche. Los viejos suelen tener esta clase de manías —Jennifer ladeó la cabeza y le estudió atentamente—. Es realmente maravilloso. Parece que tenga usted noventa años.
—Ochenta y cuatro. Y no me llame usted abuelo.
Una mano de dedos muy largos acarició la cara de Jolson.
—Parece usted realmente un anciano. ¿Cómo lo ha conseguido?
—Con doce años de adiestramiento. Es una especialidad.
—El Cuerpo Camaleónico nunca deja de sorprenderme —dijo Jennifer—. Bien, he descubierto algo. Estamos empezando a reunir datos acerca de algo llamado Grupo A.
—¿Cree que está detrás de los secuestros?
—Es posible. Veremos lo que dice Kinbrough.
—¿Trabaja usted realmente para su Embajada?
—Es mi tapadera —dijo la joven—. Bueno, le deseo mucha suerte en su misión. Si todo sale bien, comuníquemelo antes de regresar a Barnum. Vaya a la floristería New Rudolph, en la Avenida de la Soledad, y diga el número. ¿Lo recuerda?
—Desde luego —dijo Jolson.
—Si tropieza con alguna dificultad en el balneario no vacile en pedirme ayuda.
Jolson devolvió a la muchacha su cesta de fruta.
—Gracias por su visita, querida. Ahora, lo siento mucho, pero es la hora de mi siesta.
—Muy convincente —murmuró Jennifer, marchándose.
Jolson se apeó del crucero y cayó en una charca de barro caliente. Se hundió hasta la barbilla, sobrenadó y vio a un hombre de rostro cuadrado y cabellos rubios agachado y sonriente en el borde de la charca.
El hombre extendió una mano.
—En Nepenthe vamos directos al grano. Chóquela. Esta inmersión le ha quitado ya de encima varias semanas, Mr. Gabney. Soy Franklin T. Tripp, Coordinador y Cofundador.
Jolson alargó a Tripp una mano cubierta de barro. El piloto de su crucero le había hecho desvestir a bordo, de modo que el chapuzón no le cogió del todo desprevenido.
—Admiro su eficiencia, Mr. Tripp.
—¿Sabe una cosa, Mr. Gabney? —dijo Tripp en tono confidencial—. Estoy a punto de cumplir los sesenta. ¿Los aparento?
—Ni hablar. Cuarenta, como máximo.
—En cuanto tengo ocasión vengo a revolearme en este barro.
Tripp sacó a Jolson de la charca y le guió a lo largo de un sendero enlosado. La noche era oscura y silenciosa y Nepenthe, un conjunto de edificios bajos de color azul claro, se encontraba en lo alto de una meseta a unas millas de distancia de Esperanza City. El viento era cálido y seco.
—Permítame que le sirva de cicerone —dijo Tripp.
Detrás de ellos, un ayudante que llevaba una especie de chandal azul estaba descargando el equipaje de Jolson. Éste miró de reojo la maleta en la cual había ocultado la droga de la verdad. Luego se dirigió a Tripp:
—Así, desnudo y lleno de barro, me encuentro un poco cohibido.
—Aquí no tenemos convencionalismos —dijo Tripp—. De todos modos, ahora podrá tomar una ducha y ponerse una de nuestras batas universales. Más tarde puede presentarse en la oficina de la salud, en el primer piso. —Frotó un poco de barro que se había pegado a la esfera de su reloj—. Le aconsejo que se acueste temprano. En Nepenthe nos levantamos al amanecer. En realidad, conservo la mente y el cuerpo de un muchacho porque me levanto con el sol, Mr. Gabney.
—Y gracias también a los baños de barro.
—Exactamente.
Tripp le empujó a través de una puerta que ostentaba una placa de bronce: «Ducha de Bienvenida».
La sala de duchas era amplia y verde, con un suelo de un material cálido y blando. Estaba vacía, flanqueada por dos docenas de brazos de ducha.
Junto a la puerta del fondo había un hombre robusto, de cabellos muy cortos, vestido con un mono azul. Estaba sentado en un sillón de mimbre y tenía un libro abierto sobre las rodillas.
—¿Dónde están sus sandalias sanitarias, viejo?
—Acabo de llegar, joven —dijo Jolson.
El hombre se puso en pie, depositó cuidadosamente el libro abierto sobre el asiento del sillón y realizó varias flexiones.
—Me llamo Nat Hockering, viejo. Y le he preguntado dónde tiene sus sandalias sanitarias.
Jolson se encogió de hombros.
—Y yo le he dicho que acabo de llegar. Mr. Tripp me ha acompañado hasta aquí.
—Nadie toma una ducha sin calzar las sandalias especiales. Sería un riesgo para la salud.
—Me gustaría quitarme este barro.
—Seguro que le gustaría, viejo. Pero no va a poder ser. Puede marcharse por donde ha venido.
—Tal vez —dijo Jolson, respirando profundamente—, podría comprar esas sandalias.
No deseaba dar a conocer su verdadera personalidad tan pronto. Y aplastarle las narices a Hockering hubiera conducido a aquel resultado.
—¿Dónde ha ocultado el dinero, abuelo?
—No creo necesario poner de relieve que un hombre que careciera de medios económicos no estaría aquí.
—Me dará veinte pavos mañana por la mañana, a las siete en punto, cuando empiece la carrera de obstáculos. ¿Trato hecho, viejo?
—Palabra de Leonard. F. Gabney.
—Confío en ella —Hockering sacó un par de sandalias de goma de un armario y las envió patinando por el suelo en dirección a Jolson—. A las siete en punto.
Jolson se inclinó y se calzó las sandalias.
—Esperaba encontrar más cordialidad aquí —dijo.
—La encontrará usted. Pero no por parte mía. Yo estoy matando el tiempo aquí, hasta que pueda ingresar en una buena universidad y estudiar arquitectura. Señaló el libro—. ¿Sabe usted algo de balaustradas?
—Absolutamente nada.
Jolson se encaminó hacia una de las duchas. El barro empezaba a secarse. Rascó su vientre e hizo girar la manecilla. No pasó nada.
—¡Oiga! ¿Qué hay que hacer para que salga agua?
—¿Fría o caliente? —preguntó Hockering, que había vuelto a sentarse.
—Caliente.
—Después de la hora oficial de cierre, el agua caliente vale cinco dólares.
—¿A qué hora cierran las duchas?
—Cinco minutos antes de que llegara usted.
—Bien, anótelos en mi cuenta.
—Supongo que puedo confiar en usted —dijo Hockering.
En la oficina de la salud del primer piso, una habitación gris con sillas tubulares y un distribuidor automático de zumos, había tres ancianos.
—Me llamo Leonard F. Gabney —dijo Jolson, dejándose caer sobre una silla y ajustándose su bata gris que le llegaba a las rodillas—. Acabo de llegar. Mi planeta natal es Barnum.
El más joven de los ancianos, sonrosado y rollizo, sonrió y levantó su vaso de zumo en una especie de brindis.
—Soy Phelps H. K. Sulu, de Barafunda. Me dedico al aprovechamiento industrial de los líquenes. ¿Y usted?
—A la telequinesis.
—¿Cuáles son sus opiniones? —preguntó un anciano alto y bronceado.
—¿Sobre qué?
—Empiece por donde quiera. De todos modos tendremos que completar el perfil en días sucesivos.
—Es el Jefe de Escuadrilla Eberhardt —explicó Sulu—. Está obsesionado por la degradación de la política. Lleva aquí cinco años y medio, a costa de su familia.
—Tomemos, por ejemplo, nuestra responsabilidad en la situación de la Tierra —dijo el Jefe de Escuadrilla—. ¿Qué opina usted acerca de eso?
—Lo mismo que usted, probablemente —dijo Jolson.
—¿Y qué opina en relación con el hecho de que hay un pequeño bicho verde paseándose por su nariz?
Jolson se pasó la mano por la nariz.
El Jefe de Escuadrilla Eberhardt, poniéndose en pie, dijo:
—Ya es hora de que me acueste. Si no tienen ustedes inconveniente.
Saludó con un gesto y salió de la habitación.
—Permítame darle la bienvenida —dijo el tercero de los ancianos. Era un hombre delgado y moreno, de cabellos grises—. No he tenido ocasión de hablar hasta ahora. En mi calidad de ciudadano de Barnum, me siento doblemente satisfecho de poder saludarle. Soy Wilson A. S. Kimbrough, y sirvo a mi planeta como embajador en Esperanza. Tendré mucho gusto en ayudarle en lo que esté a mi alcance, Mr. Gabney.
Jolson sonrió.
Mientras corrían, Franklin T. Tripp dijo:
—Correr y saltar es lo más sano que hay, Mr. Gabney. En realidad, creo que a menudo me toman por un joven de veintiocho años debido a lo mucho que corro y salto.
Jolson procuró jadear como lo habría hecho un anciano.
—Imagino que el sudar tiene algo que ver con ello.
Media docena de ancianos estaban haciendo ejercicio sobre un trayecto de media milla salpicado de vallas y de obstáculos acuáticos. Todos ellos llevaban trajes de deporte de color azul celeste.
—Sudar es muy sano —dijo Tripp, que no parecía haber perdido el resuello—. Le he quitado cuatro años de encima sólo sudando y transpirando, Mr. Gabney.
Un anciano que a la hora del desayuno se había presentado a sí mismo como Olden Grise gritó en algún lugar detrás de ellos. Tripp refrenó el paso.
—Otra de las torceduras de tobillo de Grise, seguramente —explicó—. Puede continuar usted solo, voy a atender al viejo.
Una vez solo, Jolson apresuró el paso, tratando de alcanzar a Kinbrough, que se encontraba unos centenares de metros delante de él. Saltó una valla de tres pies de altura, esprintó, saltó otra valla y se encontró a la altura del Jefe de Escuadrilla Eberhardt.
—¿Qué opina usted de los termómetros? —preguntó el Jefe de Escuadrilla.
—Soy neutral.
El Jefe de Escuadrilla levantaba los codos a la altura del mentón mientras trotaba.
—Me han clavado uno al amanecer. Dicen que no pueden confiar en mí si me lo ponen en la boca. Que tiendo a mordisquearlo.
—¿Tiene usted fiebre?
—No. No sabría qué hacer con ella.
Jolson apretó el paso.
No pudo hablar con Kimbrough hasta la tarde, cuando les colocaron en aparatos de vapor contiguos.
—¿Tienen programado todo el día para nosotros? —le preguntó al embajador.
—Después de la siesta obligatoria —respondió el humeante Kimbrough—, disponemos de una hora de absoluta libertad. ¿Es usted por casualidad aficionado al tiro con arco, Gabney?
Jolson dijo:
—No hay nada que me guste más en el mundo, Kimbrough.
—No he podido encontrar a nadie que tirara conmigo. Ayer tuve todo el campo para mí solo.
—¿De veras? —dijo Jolson—. ¿Qué le parece si tiramos un poco esta tarde?
—Estupendo —dijo el embajador Kimbrough.
La densa niebla apenas permitía ver el blanco. Jolson palpó el pequeño frasco plano que llevaba en el bolsillo trasero de su pantalón y dijo:
—No sentaría mal un trago ahora, para calentar los huesos.
El arco de Kimbrough zumbó y una flecha desapareció entre la niebla.
—Cuando haya oído el impacto.
Esperaron unos instantes, pero no oyeron ningún sonido. Jolson sacó el frasco de su bolsillo.
—¿Coñac?
—Bueno —dijo el embajador Kimbrough—. Creo que un trago de coñac no caerá mal. —Tomó el frasco, desenroscó el tapón y bebió—. ¿Y usted?
—Sólo lo llevo para los amigos —dijo Jolson, guardándose el frasco.
Kimbrough carraspeó y colocó otra flecha en su arco.
—¿Sabe una cosa, Gabney? —dijo, inclinando arco y flecha—. Cuando era un muchacho asistí a la Academia John Foster Dulles, en la Tierra. Tenía que decírselo a usted. Aquí está el secreto, Gabney.
—¿Qué me dice del Grupo A? —preguntó Jolson.
Cogió al embajador por debajo del codo y le llevó hacia los árboles.
—Cuando tenía catorce años...
—Grupo A —le interrumpió Jolson—. Dean Swift. General Moosman. Almirante Rockisle.
—Esta es la verdad —dijo Kimbrough, guiñándole un ojo a Jolson—. Necesitaba dinero Y, naturalmente, conocía las idas y venidas de los personajes del Departamento de Guerra.
Jolson se acercó más a él. La OEP estaba en lo cierto.
—¿Qué hizo usted? —inquirió.
—Me limité a pasar la información al suburbio.
—¿Qué suburbio?
—El de Esperanza City. A un joven.
—¿Su nombre?
—Son Brewster, hijo. Es un joven maravilloso. Apenas ha cumplido los veinte años, y es mucho más sincero y honrado que nuestra generación, Gabney. Le pasé la información a Son Brewster, hijo.
—¿Por qué?
Kimbrough respiraba con la boca abierta, tambaleándose.
—La Tierra, Gabney.
—¿Eh?
—La suprema Tierra. Quieren imponer el predominio de la suprema Tierra.
—¿Quién es el jefe? ¿Brewster?
—No, el jefe es A. Grupo A. No hay nombres.
—¿Dónde está el Grupo A?
Kimbrough sacudió la cabeza y parpadeó varias veces.
—Creo que ese coñac se me ha ido a la cabeza —dijo—. No estaba acostumbrado a beber.
Jolson dijo:
—La hora de recreo está a punto de terminar, Kimbrough. Vamos hacia la casa.
—Un momento —dijo el embajador.
—¿Sí?
—Quiero ir a comprobar si la flecha dio en el blanco.
Kimbrough dejó escapar una risita y se alejó entre la niebla.
Nat Hockering empujó el secador de pelo a través de la pequeña celda gris.
—El ejercicio da buenos resultados. Mr. Gabney. Lo mismo que una dieta inteligente. Mas para que el rejuvenecimiento sea total, tenemos que recurrir a la ayuda de los cosméticos.
Jolson estaba reclinado en un sillón extensible, con la cabeza debajo de un grifo y encima de una palangana.
—¿Cuánto va a costarme esto, Hockering?
—No se deje influenciar por mi actitud de anoche, Mr. Gabney. A la luz del día y a primeras horas de la tarde soy amable.
Frotó con champú los blancos cabellos de Jolson, obligándole a echar la cabeza más hacia atrás.
—Desde luego, esto hace hormiguear el cuero cabelludo —dijo Jolson.
Apoyando una mano sobre la garganta de Jolson, Hockering dijo:
—Permítame decirle una cosa.
—¿Sí?
—Huellas dactilares.
Jolson se puso en guardia.
—¿Eh?
—Ha cometido usted un error. No tiene las huellas dactilares del verdadero Leonard P. Gabney. —Sus dedos aumentaron su presión alrededor de la nuez de Adán de Jolson—. Tenemos a un hombre en la oficina central de la OEP. Encontró la copia de una carta pidiendo un agente del Cuerpo Camaleónico para trabajar en el caso del Departamento de Guerra. Y estábamos preparados, por si la OEP sospechaba de nosotros.
—¿Está metido Tripp en esto? —preguntó Jolson.
—Desde luego. Y el viejo Kimbrough —Hockering acercó la otra mano al cuello de Jolson—. Ahora voy a estrangularle, falso Mr. Gabney. Luego le hundiré en la charca de barro. Muy bueno para cubrir las apariencias.
Jolson se concentró. Tensó los músculos del cuello para contrarrestar la presión de los dedos de Hockering. Luego, bruscamente, disparó su mano derecha y clavó dos dedos en los ojos de su adversario.
El haber sido adiestrado por el Cuerpo Camaleónico tenía sus ventajas. Jolson aprovechó el desconcierto de Hockering para ponerse en pie de un salto. Agarrando el secador de pelo por la barra de metal, aplastó el casco sobre el cráneo de su rival. Hockering se desplomó, inconsciente.
Jolson echó a correr por el pasillo, buscando una salida. Se escabulló del edificio principal y salió al aire libre. A poca distancia del suelo vio un crucero suspendido en el aire.
Alguien le gritó unos números. Al mismo tiempo, una escalerilla empezó a descender por uno de los lados del crucero.
—¿Quién es? —aulló Jolson.
—Jennifer Hark. Dése prisa.
—Maldita sea —dijo Jolson, saltando y aferrándose a la escalerilla. Una vez a bordo, dijo—: ¿No le advertí que no se mezclara en esto?
—Usted lo apretó.
—¿Qué?
—El albaricoque. Me envió una señal hace tres horas. Y he venido para sacarle del apuro, tal como le dije.
—Yo no toqué el albaricoque. Seguramente que esta tarde estuvieron registrando mi equipaje y lo apretaron sin saber de qué se trataba.
Jennifer sonrió.
—Pero usted lo conservaba en su poder. Bien, ¿ha podido interrogar al embajador Kimbrough?
Volaban hacia Esperanza City, por encima de las coloreadas luces de los cementerios.
—Desde luego —dijo Jolson.
Le contó a la muchacha todo lo que había sucedido, y las revelaciones que le había hecho Kimbrough.
—He recibido un cable cifrado del Jefe Mickens —explicó Jennifer—. Dice que debe usted seguir cualquier pista que haya encontrado hasta su final lógico. Adoptando las identidades que sean necesarias.
—Lo sé. Siempre lo hago —dijo Jolson—. Informe a la OEP y dígales que vigilen Nepenthe, que sigan a Tripp y a Hockering en el caso de que huyan, que es lo más probable. Pero no quiero que intervengan hasta que descubra algo más acerca del Grupo A.
—Tenemos a dos agentes en una cripta, cerca del balneario, alimentándose a base de bocadillos y vigilando —dijo Jennifer, manipulando en una pequeña emisora de radio—. Voy a informarles de lo que pasa.
Jolson se reclinó en su asiento, con los ojos cerrados, mientras la joven efectuaba la llamada. Luego dijo:
—Quiero que me deje caer en el suburbio.
—Tendría usted que ser joven para encajar allí —dijo Jennifer—. Además, no ha sido usted aleccionado acerca de los usos y costumbres de aquella zona.
—Las asimilaré sobre la marcha —Jolson se cubrió el rostro con las manos unos instantes, respiró a fondo y quedó convertido en un joven veinteañero—. ¿Está bien así?
Jennifer le miró parpadeando.
—No estoy acostumbrada a esto. ¿A ver? El pelo más largo. Normalmente echado hacia el lado izquierdo. ¿Qué pasa con la ropa?
—Puede prestarme usted algo de dinero, y la compraré en el mismo suburbio.
La joven dijo:
—¿Podré verle alguna vez tal como es en realidad? ¿Cómo a Ben Jolson?
Jolson contempló las luces coloreadas.
—Más tarde —dijo.
En el sótano de la Ultimate Chockhouse, cinco pianistas, en otros tantos pianos, interpretaban a la vez una melodía distinta. Jolson encargó otra antihistamina y contempló a la muchacha que estaba colgada del techo hinchando las ruedas de su bicicleta plateada.
—Bendito seas, solitario parroquiano —dijo un hombre que llevaba alzacuello. Se sostenía en pie gracias a que se apoyaba en la silla vacía correspondiente a la mesa verde que ocupaba Jolson—. No te había visto nunca por aquí. ¿Eres nuevo?
—Tú lo has dicho, voceras —respondió Jolson, utilizando una de las palabras que había aprendido en los dos días que llevaba en el suburbio.
—Soy hombre de paz —dijo el desconocido. Era bajito y ancho de espaldas, con una barbilla redondeada—. Me gustaría sentarme y darle a la sinhueso contigo.
—No abuses de la hospitalidad.
—Me llaman el Reverendo Cockspur —dijo el recién llegado. Se instaló en la silla vacía y sacudió unas migajas de huevo duro de su gastado codo—. Con tu permiso.
—¿Qué vas a tomar, Reverendo?
—Para empezar, pediré un bingo.
—No a cuenta mía.
El Reverendo sacudió ambas manos.
—No te preocupes. En esta casa me sirven lo que quiero. Gratis.
Hizo una seña a la camarera.
Cuando llegó su bebida, el Reverendo dijo:
—Supongo que no tendrás ganas de que te conviertan...
—¿Te dedicas a eso? —dijo Jolson, sacudiendo su poblada cabellera.
—En principio —dijo el Reverendo Cockspur, cogiendo su vaso con las dos manos—. Llegué a Esperanza hace tres años. Me envió mi comunidad religiosa para convertir a los jóvenes del suburbio. —Hizo una seña a la camarera para que le sirvieran otro bingo. Luego se pellizcó la nariz dos veces y sacudió la cabeza—. Me gustaría tener un poco de bálsamo. Estaría mucho más despejado.
—¿Eres drogadicto?
Los ojos del Reverendo contemplaron el fondo de su vaso.
—Verás, al principio decidí que no tendría la menor posibilidad de llegar hasta los jóvenes si no me adaptaba a sus maneras. De otro modo me tomarían por un intruso. Así que empecé por adaptarme a su lenguaje. Luego me adapté a sus hábitos en materia de bebidas, para acercarme más a ellos. Y para poder acercarme todavía más, empecé a tomar las mismas drogas que ellos tomaban. Ahora me encuentro en condiciones de hablar con ellos, y soy un alcohólico, un drogadicto, y vivo con dos ninfomaníacas albinas en un ghetto al final de esta calle. Ya conoces algo acerca de mi persona.
Jolson hizo girar la pastilla antihistamínica alrededor de su boca.
—Es una buena coartada, Reverendo.
—Al menos, ha sido una buena experiencia —dijo el Reverendo Cockspur. Volvió la cabeza y rió—. Ahí llega el viejo Son en persona.
En el umbral de la puerta acababa de aparecer un muchacho delgado, con los largos cabellos atados con una cinta de color escarlata. Vestía de un modo muy llamativo y llevaba unas botas de piel de ante. De su espalda colgaba una mandolina, y agitaba un amplificador en su mano izquierda.
—¿Son Brewster? —preguntó Jolson.
—El mismo que viste y calza —dijo el Reverendo Cockspur.
—¡Basura! —dijo Son Brewster, hijo, tirando furiosamente de la mandolina y dejando caer su amplificador en la escalera.
—Va a formular una protesta —dijo el Reverendo, bajando la voz.
Los pianos enmudecieron y Son empezó a rascar la mandolina.
—Estaba sentado en la acera, peinando mis cabellos —cantó—. Y el barbero dejó caer una toalla caliente sobre mi maldita nuca. ¿Qué clase de universo habéis construido, bastardos acumuladores de dinero, para que pueda suceder una cosa así?
—Delicioso —dijo el Reverendo Cockspur.
Son avanzaba hacia su mesa.
—Hola, Reverendo. ¿Necesitas pasta?
—No me vendría mal. Estoy a dos velas.
Son sacó un fajo de billetes del bolsillo de su pantalón y le entregó el dinero al Reverendo Cockspur.
—¿Quién es su menda?
—Un amigo mío.
El Reverendo se guardó los billetes.
Jolson dijo:
—Soy Will Roxbury. ¿Y tú?
—Son Brewster, hijo —dijo el muchacho—. ¿Eres nuevo en el suburbio?
—Sí.
—¿Quieres jugar a zenits conmigo?
Jolson se encogió de hombros.
—¿A cuánto la puesta?
—Diez pavos como mínimo —dijo Son. Descolgó la mandolina de su cuello—. Vigila esto, Reverendo. —Luego se dirigió a la docena de jóvenes que estaban en el sótano—: El amigo del Reverendo y yo vamos a jugar una partida de zenits.
Un muchacho pelirrojo dijo:
—Límpiale, Son.
Los zenits resultaron ser unas cartas cuadradas con fotografías de los cementerios más importantes. El juego consistía en dejar el dinero de la puesta en el suelo, apoyar un zenit en la pared y dejarlo caer: el zenit que caía más cerca del dinero era el ganador. En media hora, Jolson ganó ochenta dólares.
—¿Basta? —le preguntó a Son.
Son se encogió de hombros y regresó al lado de su mandolina. Sentándose en frente del Reverendo Cockspur empezó a cantar.
—Esta mañana, cuando fui a la Biblioteca Popular, me dijeron que me había retrasado tres días en devolver mi libro. ¿Qué clase de asqueroso universo es éste, para que a un hombre puedan ocurrirle cosas semejantes?
Entregó la mandolina al Reverendo y se acercó a Jolson, el cual estaba reclinado contra un silencioso piano.
—¿Haces algo esta noche?
Jolson dijo:
—No, ¿Por qué?
—¿Sabes dónde está el Sprawling Eclectic?
—Desde luego.
—Nos veremos allí a la hora de cenar. Tomaremos unos bingos y unos escoceses. ¿De acuerdo?
Jolson se encogió de hombros.
—Tal vez vaya —dijo, y se encaminó hacia la puerta.
En la calle tropezó con una vieja que vendía guirnaldas usadas.
—Si conoces a algún difunto llamado Axminster, haremos un trato —dijo la mujer.
Jolson cogió a la vieja por el brazo y echó a andar.
—El maquillaje nunca da resultado, Jennifer. Deje de seguirme.
—No debe pronunciar usted mi nombre sin dar primero el número clave.
—Tonterías. La he reconocido inmediatamente. Ahora, lárguese inmediatamente a su embajada, antes de que Brewster y todo el Grupo A caigan sobre usted.
—Tripp, Hockering y el embajador están también en el suburbio.
—Razón de más para que se marche usted.
—¿Ha hecho algún progreso?
—Creo que sí —dijo Jolson. Un autocar de turistas acababa de detenerse en la calle—. Mézclese con la multitud. Rápido.
—Desde luego, ustedes, los del CC, son muy independientes —Jennifer le tendió un clavel—. ¿Cómo supo que era yo?
—Tiene usted unos pómulos encantadores. Y no puede ocultarlos con polvo blanco.
Rechazó la flor y se alejó de la joven.
Dos turistas le llamaron para que posara para una fotografía, pero Jolson continuó andando.
Son Brewster, hijo, se volvió hacia Jolson.
—No está mal la barraca, ¿eh? —dijo.
Jolson echó una ojeada circular a la sala de paredes de madera. Los clientes no llegaban a las dos docenas y eran todos jóvenes.
—Puede pasar —admitió.
—¡Mira quién viene! —dijo Son, guiñándole el ojo a una muchacha alta y morena que avanzaba hacia la mesa.
—¿Quién es éste? —inquirió la muchacha, señalando a Jolson.
—Es nuevo en el suburbio —respondió Son.
—¿Bailamos? —le preguntó la muchacha a Jolson. Apoyó una mano cálida contra su mejilla—. ¿De dónde has venido, pichón?
—De Tarragon.
—Estupendo. Conozco todos los bailes de allí.
Jolson no los conocía. Y pasó un mal rato en la pista de baile en forma de corazón.
Ron Brewster no estaba en la mesa cuando terminó el baile.
—Voy a dar una vuelta por ahí —dijo la muchacha—. Hasta la vista, Will.
—Adiós —dijo Jolson, contemplando cómo se alejaba su pareja.
No tardó en presentarse Son.
—Amigos míos —dijo, señalando la plataforma.
Cuatro jóvenes de cabellos blancos estaban reemplazando al conjunto femenino que había actuado hasta entonces. Los muchachos eran todos altos y anchos de espaldas. Llevaban una especie de uniforme dorado y calzaban bofas blancas.
—Se llaman a sí mismos la Fundación Ford. La mayor parte del material que utilizan es mío: canciones de protesta.
«Hace dos semanas entré en una cafetería y pedí picadillo —cantó el cuarteto—. Y me dijeron que se les había terminado el picadillo. ¿Qué clase de espantoso universo es éste, para que puedan hablarle a un hombre de ese modo?»
Los oyentes aplaudieron. Pero una docena de ellos se pusieron en pie y se marcharon.
Después del segundo número de protesta, quedaron solamente dos venusinos en el Sprawling Eclectic. Y cuando se marcharon, Son inclinó su cabeza en dirección a la plataforma.
Los cuatro jóvenes dejaron caer sus instrumentos y saltaron al piso. Empuñaban unas relucientes navajas.
—Eres un farsante, Will —dijo Son—. Tripp me advirtió que andaba suelto un agente del CC. De modo que he estado pasando revista a todos los forasteros. Tú no tenías ni idea de cómo se jugaba a los zenits: cometí muchas pifias y no me llamaste la atención ni una sola vez. Mimí te dijo que lo que bailabais eran bailes de Tarragon, tu supuesto planeta natal. Pero no lo eran.
Jolson se encaramó de un salto al banco sobre el cual había estado sentado.
—¡Liquidadle! —gritó Son.
Jolson dio otro salto y subió a la plataforma. Agarró un contrabajo y lo lanzó contra el primero de los jóvenes que trató de atacarle.
—¡Liquidadle! —repitió Son, que no intervenía en la pelea.
Otro de los jóvenes avanzó con el brazo derecho extendido. Jolson soltó bruscamente su pierna derecha y golpeó la muñeca de su atacante con la punta del zapato. La navaja salió volando por los aires.
Sin darle tiempo para reponerse de la sorpresa, Jolson se lanzó contra su adversario y le propinó un terrorífico puñetazo en el estómago. El joven se dobló sobre sí mismo, aullando.
Los otros dos miembros del cuarteto avanzaron juntos, precedidos por sus navajas. Jolson dio un rápido salto de costado y golpeó a uno de ellos en el cuello con el filo de la mano. Trastabillando, el joven fue a chocar contra su compañero y los dos cayeron al suelo. Antes de que pudieran levantarse, Jolson les agarró por la pechera de sus blusas e hizo entrechocar sus cabezas.
Echándose los cabellos hacia atrás, Jolson se acercó a Son Brewster.
—Protesto —dijo Son—. Yo no lucho.
Jolson le echó un brazo alrededor del cuello.
—Cuéntame todo lo que sepas del Grupo A, Son.
—No sé nada.
Jolson aumentó la presión de su brazo.
—Vamos, habla.
—No te pongas tonto. Tienen a tu chica.
—¿Qué?
—Sí, a Jenniffer Hark. La sorprendimos husmeando por aquí.
—¿Dónde está.
—No lo sé.
—Dímelo.
—¡Ay! Va camino de la isla.
—¿Qué isla?
—Más allá de los cementerios. A trescientas millas de aquí. Donde guardan a los congelados. La isla.
—¿Quién la atrapó?
—No te pongas tonto, amigo. La congelaron hace más de una hora, y si embrollas las cosas se quedará así para siempre.
Jolson casi ahogó al muchacho Consiguió dominarse y aflojó la presión.
—¿Quién la llevó allí?
—Alguien del Grupo A. La transportan en una furgoneta. No permiten que los cruceros vuelen sobre los principales cementerios: cosas del turismo. Llegará allí a medianoche o a primeras horas de la mañana.
—¿Qué pintas tú en el asunto?
—Cuando los secuestradores se han hecho con la víctima, yo proporciono el transporte. Utilizamos algunos de los coches funerarios que funcionan fuera del suburbio. Y llevamos a los congelados a la isla.
—¿Quién está en la isla?
—No puedo decírtelo.
—Claro que puedes.
—¡Ay! —aulló Son—. Se llama Purviance. Maxwell Purviance. Y cree en la suprema Tierra.
—¿Qué pretende? ¿La paz?
—No lo sé. De veras que no lo sé.
Jolson dejó caer su mano libre sobre la nuca de Son y el muchacho perdió el sentido A continuación sacó un pequeño estuche de uno de sus bolsillos. Contenía una droga adormecedora. Jolson inyectó una dosis a cada uno de los jóvenes y les arrastró hasta una pequeña habitación situada detrás de la plataforma. Así dispondría de unas horas, antes de que pudieran dar la voz de alarma.
Media hora después se alejaba del suburbio en un autobús de los que efectuaban el recorrido de los cementerios.
Las lápidas parpadeaban, rojas, amarillas y verdes, más allá de las ventanillas del autobús. Éste era uno de los cementerios más opulentos, construido medio siglo antes, cuando estaban de moda los monumentos ecuestres. A cada uno de los lados de la oscura avenida se extendían hileras de figuras a caballo, esculpidas en mármol artificial de diversos colores.
La obesa mujer sentada junto a Jolson no cesaba de sollozar.
—¿Va a visitar la tumba de algún pariente cercano? —preguntó Jolson, en un intento de acallar aquellos sollozos.
—No. No conozco a nadie en todo el planeta.
—Como la he visto llorar...
—Me gustan mucho los caballos Y el ver tantos aquí me parte el corazón.
Delante de ellos, un hombre calvo volvió la cabeza.
—¿Van ustedes al Econ? —inquirió.
—No —dijo Jolson.
—Yo formo parte de la expedición Tres Semanas en Tres Planetas —dijo la mujer, secándose los enrojecidos ojos.
—Me llamo Lowenkopf —dijo el hombre. Las luces del exterior ponían reflejos verdes en su cabeza—. Tengo una tienda en Barafunda, y una vez al año vengo a Esperanza a visitar los cementerios. Este año hago químicos.
—¿Químicos? —preguntó Jolson, preguntándose si habría algún asiento libre más atrás.
—Estoy visitando tumbas de químicos famosos. El año pasado hice actores. Arranqué un trozo de la cripta de Hassebad. ¿Recuerda a Hassebad, llamado El Hombre De Las Orejas Resables? En mi juventud era el astro número uno de la TV.
—Yo vengo siempre por las flores —dijo la mujer—. Los caballos y las flores son lo que más me interesa en esta vida.
Un poco más allá de la Tumba del Comando Desconocido, el autobús se salió de la carretera. En un cul-de-sac entre dos cementerios había una rústica posada. Un parpadeante letrero luminoso indicaba que era el Motel del Sueño Eterno.
—Seis horas de descanso —anunció el conductor del autobús, que iba completamente vestido de negro.
Cuando Jolson pasó junto a él, le preguntó:
—¿No hay modo de continuar el viaje?
—El próximo autobús pasará poco antes del amanecer. Pero nosotros saldremos una hora después.
—No me sirve —dijo Jolson.
—Aquí se divertirá —dijo el conductor—. La taberna está abierta toda la noche.
Apoyado contra una pared de la taberna, lo más alejado posible de la vociferante multitud, Jolson bebió su cerveza negra. Desde hacía unos instantes estaba observando a un hombre que permanecía inclinado sobre el mostrador. El hombre en cuestión había llegado unos minutos antes, mencionando su camión lleno de flores estacionado en el exterior. Si no encontraba otro medio de transporte, Jolson se apoderaría del camión y se marcharía.
Alguien le dio unos golpecitos en el costado, Jolson se volvió hacia el grupo instalado en una mesa, a su derecha. Todos iban provistos de cámaras fotográficas y grabadoras.
—¿Sí?
Conservaba aún su forma de veinteañero, y aquí, lejos del suburbio, podían haber personas a las que no les gustara la juventud.
La mujer rubia que le había dado los golpecitos le dijo:
—¿Le importaría recoger ese rollo de película que ha rodado bajo sus pies, joven?
Jolson se inclinó y recuperó la película.
—¿Se dedican ustedes a las comunicaciones? —inquirió.
—Un poco más de respeto para sus mayores —dijo el más obeso de los tres hombres.
—A Bert no le gustan mucho los cementerios —dijo la mujer, sonriéndole a Jolson. Era una rubia de unos cuarenta años, pasablemente atractiva.
Un hombre delgado, embutido en un traje demasiado estrecho, dijo:
—No me importa decirle a usted quién soy. Me llamo Floyd Janeway —Levantó su vaso de cerveza y lo vació—. Y estoy aquí en misión especial. Una más de las que me han hecho universalmente conocido. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo la mujer—. Ahora cállate.
—Vete, muchacho —dijo el hombre obeso.
El tercer hombre era pecoso y zascandil. Pidió más cerveza, incluido un vaso para Jolson.
—Cierre el pico, Floyd. Toma una cerveza con nosotros, muchacho, y luego vete.
—¿A qué viene tanta diplomacia? —preguntó el obeso.
—Has oído hablar de mí, ¿verdad? —dijo Janeway, mientras se ocupaba de la cerveza que acababan de servirle.
—Desde luego —dijo Jolson—. Trabaja para los noticiarios de nueve planetas. ¿Anda usted detrás de algo importante?
—Más importante que Janeway Con Los Insugentes De Barafunda. Más importante que Janeway Explica El Fracaso Del Puerto De Tarragon. Más importante que Janeway Vive Un Mes Con Los Rebeldes Turméricos. Más importante que...
—Cállate, Floyd —dijo la rubia.
—Janeway Entrevista A Purviance. No has oído hablar todavía de él. ¿verdad? No tardará en ser un gran personaje.
El hombre obeso dijo:
—Vete, muchacho.
Janeway apuró su cerveza.
—Cambiemos de tema, Jerry. ¿Qué tal se te da el juego, muchacho?
—Bastante bien.
—Estupendo. ¿Jugáis todavía a los zenits los jóvenes de por aquí?
Jolson sonrió y dijo:
—Desde luego. ¿Me desafía, acaso?
Janeway se puso en pie.
—Vamos. Utilizaremos tarjetas postales de tumbas como zenits.
Mientras cruzaban la sala, Jolson preguntó:
—¿Cuándo va a celebrar su entrevista con Purviance?
—Mañana por la tarde. Iré solo, únicamente Janeway y su mente de oro. Saldremos de este agujero después de almorzar. He de confesar que mis horas matinales no son las más brillantes.
Jolson tropezó, se agarró a Janeway para no caer, alargó sus dedos y extrajo la carta de identidad del hombre del interior de su chaqueta.
—Lo siento —se disculpó—. He resbalado.
—Tendrás que mostrarte un poco más ágil si quieres ganarme a los zenits.
Cuando llevaban media hora jugando, el estuche de las drogas se le cayó de un bolsillo a Jolson y fue a parar a los pies de Janeway.
—Los jóvenes y sus experiencias alucinógenas... —sonrió Janeway.
Recogió el estuche de metal y se lo entregó a Jolson.
Jolson le ganó sesenta y tres dólares a Janeway. Se despidió de él, salió cautelosamente al patio y montó en el camión del turista. Tenía la carta de identificación de Janeway y las huellas dactilares de su mano derecha. Cuando enfiló la carretera que había de conducirle a la isla, era Floyd Janeway hasta la punta de los dedos.
El lago era una extensión lisa y azul. En su centro se erguía una pequeña isla, completamente verde. Había allí helechos, palmeras, retorcidas cepas, hermosas flores, todo límpido y claro a aquella hora tan temprana. En el centro de la isla había un edificio amarillo, con columnas y mármoles.
Unos cisnes blancos navegaban a través del lago. En un embarcadero veíase a un hombre sentado, envuelto en un recio chaquetón. Jolson se acercó a él.
—Supongo que es demasiado temprano —le dijo—, pero de todos modos dígale a Purviance que estoy aquí. Soy Floyd Janeway, el periodista.
El hombre se puso en pie lentamente.
—No se mueva de donde está —dijo—. Saque despacio su carta de identificación y échemela, mister. Le están apuntando tres lasers, de modo que no cometa ninguna imprudencia.
Jolson le tiró la carta de identificación. El hombre la revisó minuciosamente. Luego se acercó más a Jolson.
—Tiéndame el pulgar de su mano derecha, mister —dijo.
Comprobó la huella dactilar con la que figuraba en la carta de identificación y sacó un pequeño transmisor de su bolsillo de su chaquetón.
—Envíen un crucero. Todo en regla.
Del edificio amarillo se elevó un crucero escarlata. Unos instantes después se detenía encima de Jolson.
La mecedora estaba llena de águilas. Talladas en la madera, se enlazaban y entrecruzaban, negras, con las alas extendidas. El hombre que la ocupaba llevaba una especie de pullover, pantalones de tela caqui y un sombrero de ala ancha, de paja. Era un individuo robusto, de ojos penetrantes y voluntarioso mentón.
—¿Me equivoco al suponer que no ha nacido usted en la Tierra? —dijo.
Jolson se removió en el sillón que ocupaba delante de Maxwell Purviance. Janeway había nacido en Barnum.
—No —respondió.
—Mi olfato nunca me engaña —dijo Purviance, distendiendo una vez más sus fosas nasales.
—Tal vez huele usted el gato muerto que hay debajo de su mecedora —sugirió Jolson, señalando el animal con el pie.
—No, es un gato recién muerto —dijo Purviance—. Los utilizo para probar mis comidas. Al parecer, mi desayuno estaba envenenado. El envenenamiento personal organizado. En el depósito del agua, por ejemplo, hay diecinueve venenos independientes. Diez son venenos mortales, cinco inducen a adoptar un sistema de vida decente, y cuatro persuaden para votar a candidatos con un historial socialista. Los venenos mortales liquidan a los que salen de la línea. Yo nunca bebo agua.
—¿Qué bebe, entonces?
Purviance señaló un jarro que reposaba sobre la mesa más próxima.
—Applejack. Una antigua bebida de la Tierra. No como ni bebo alimentos universales. Mr. Janeway. Únicamente alimentos de la Tierra. Habrá observado que le he llamado mister con respeto, a pesar de que se desprende de usted un aura de los planetas exteriores. En mis archivos tengo clasificados todos los planetas, así como los olores de sus habitantes. Naturalmente, los planetas del sistema terráqueo tienen una fragancia más agradable.
—¿Cuáles son sus planes para el resto del universo, Mr. Purviance? —inquirió Jolson.
—¿Antes o después de apoderarme de ellos?
—Para antes, en primer lugar.
Purviance sacó un tallo de hierba del bolsillo de pecho de su camisa y empezó a masticarlo lentamente.
—Verá, los universos tienen que ser gobernados desde la Tierra. Debido a un desdichado retraso intelectual de 20.000 años, la Tierra se vio superada por otros sistemas planetarios. Mi tarea consiste simplemente en apoderarme de todos los planetas y gobernarlos desde la Tierra. Creo en un fuerte poder central terráqueo, Mr. Janeway, así como en los derechos de la Tierra.
—Yo tenía la idea de que era usted una especie de pacifista —dijo Jolson—, un hombre que pretendía terminar con las guerras.
—Estoy interesado en terminar con las guerras que yo no he iniciado, desde luego —dijo Purviance—. Le diré una cosa en plan particular, Mr. Janeway. Estoy reclutando un grupo muy numeroso de consejeros militares.
—¿Cuántas personas viven aquí con usted?
Purviance se encogió de hombros.
—Me bebería un vaso de limonada —dijo—, pero no tengo a nadie para probarla. No creo que usted...
Jolson dijo:
—No. Hábleme de esos consejeros militares.
—Sí —dijo Purviance—. Los tengo aquí. Conservados en hielo.
—¿Congelados?
—Desde luego. Heredé este refrigerador de mi padre. Éste es un lugar seguro y tranquilo.
—¿Podríamos echarle una ojeada? —inquirió Jolson.
—No hay inconveniente en que vea las partes sin clasificar —respondió Purviance, poniéndose en pie—. Pero recuerde que se encuentra usted bajo vigilancia continua. En peligro de quedar desintegrado si hace un falso movimiento.
—¿Cuántos miembros del Grupo A hay aquí?
Purviance avanzó hacia la puerta.
—Ése es un dato reservado, Mr. Janeway. Sólo puedo decirle esto: muchos.
Salió al frío pasillo y Jolson le siguió.
La sala de almacenaje era fría y pastoril. Purviance explicó:
—El decorado de las paredes fue idea de mi padre. Exceptuando los dibujos, todas las salas son muy parecidas. Ésta es la Sala Pastoril: pastores, campos y ovejas. Tenemos una sala desértica, y dos salas selváticas. Escenas famosas de la historia de la Tierra, celebridades, y una de animales peludos.
—¿Por qué?
—Le gustaban a mi padre, supongo. Nunca me lo dijo.
Jolson estudió atentamente la sala.
—¿Dónde están los individuos que nos apuntan con sus armas?
—¡Oh! No puede usted verles. Están bien ocultos.
Súbitamente, Jolson alargó el brazo derecho y agarró a Purviance por el cuello. El ataque fue tan imprevisto, que cuando Purviance quiso reaccionar se encontró sólidamente sujeto por el musculoso brazo de Jolson. Éste, sin soltar su presa, retrocedió hasta apoyar su espalda contra la pared, de modo que Purviance le sirviera de escudo.
—Quiero a la muchacha, Jennifer Hark, y a los hombres del Departamento de Guerra. Ordene que los deshielen y que los traigan aquí, o apretaré el brazo hasta ahogarle.
—Para ser un periodista, utiliza usted unos métodos muy raros, Mr. Janeway —dijo Purviance—. Suélteme inmediatamente, o le desintegrarán a usted.
—Y usted me acompañará.
—Eso está por ver.
Jolson contrajo su brazo.
—Vamos. La muchacha y los otros. Dígales a sus hombres que entren aquí y suelten sus armas.
—¿Todos mis hombres?
—Podemos empezar con los que están detrás de esta pared.
—¿Quién es usted? ¿EOP, CC?
Jolson aumentó la presión.
—¡Vamos!
—Puedo dejar que nos pulvericen a los dos.
—Tiene usted demasiado miedo a la muerte.
Purviance tosió.
—Tal vez deba explicarle algo.
—Dé las órdenes. Aprisa.
—Entre, Rackstraw.
Un trozo de la pared se deslizó a un lado y apareció el hombre del chaquetón, empuñando un rifle desintegrador.
—Tyler se está bañando —dijo.
—¿Quién es Tyler? —preguntó Jolson.
—El piloto del crucero —dijo Purviance, tratando de inclinar su barbilla—. Es mi otro hombre.
—¿Su otro hombre?
—Exacto. Aquí sólo estamos Rackstraw, Tyler, yo y Mrs. Nash, que se encarga de preparar las comidas y de los trabajos caseros.
—No trate de engañarme, Purviance. El Grupo A no está formado por cuatro personas.
—No. Tenemos un número considerable de adeptos. Pero no viven aquí. No dispongo aún del dinero suficiente para mantener a un ejército en pie, eso ya llegará. Cuando tenga mi máquina de guerra a punto, dispondré de millares de soldados.
—¿Cuánto tardará en conseguirlo?
—El tiempo no importa.
—Usted no es un pacifista —dijo Jolson—. No es más que un pobre iluso.
—No voy a molestarme en discutir con usted. Además, no se puede razonar sobre un tema de importancia capital cuando le están estrangulando a uno.
—Rackstraw —ordenó Jolson— entrégueme ese rifle y vaya a reanimar a los prisioneros.
Rackstraw obedeció.
—Tardará una hora —dijo Purviance—. ¿No podríamos ir a sentarnos en las mecedoras?
Jolson empujó a Purviance con el cañón del rifle.
—Siéntese en el suelo. Esperaremos aquí.
Purviance se sentó.
La arena era fina y blanca, el océano una balsa verde. Jennifer Hark apoyó sus manos en sus estrechas caderas.
—¿Se da cuenta? Aquí no se ven cementerios, ciudades y ni siquiera personas.
Jolson echó a andar, descalzo, hasta la orilla del agua.
—Ese maldito Purviance... —dijo.
—Ya no podrá hacer daño a nadie —dijo la muchacha, muy cerca de él—. El Grupo A está desintegrado.
Jolson frunció los párpados, bañados por el sol.
—Yo esperaba que dispusiera realmente de un medio para terminar con las guerras. Creía que lo que pretendía era eso.
—No ocurrirá una cosa así —dijo Jennifer—. Probablemente nunca.
—No era más que otro iluso —dijo Jolson.
—Le agradezco mucho que me salvara —dijo Jennifer—. Y le agradezco que haya decidido quedarse unos días en Esperanza, permitiendo que le enseñe algunas cosas de por aquí.
—Mientras el Jefe Mickens no encuentre inconvenientes...
—Y —dijo la muchacha, cogiendo su mano— me alegro de que sea usted Ben Jolson.
—¿Qué?
—Me refiero a su aspecto. Porque ahora es usted mismo, ¿no?
Jolson alzó una mano hacia el rostro de Jennifer.
—Supongo que sí —dijo.
CORANDA
Keith Roberts
Había una mujer en la gran ciudad-clave de Brershill que era de una hermosura perfecta.
Esa, al menos, era la opinión que imperaba en aquel segmento social de bajo nivel del que ella era reina indiscutida. Aunque había otros, en su mayor parte ancianos, que se sentían agraviados por su belleza, considerando que su misma fama era un insulto al vivir decente. Brershill era la más conservadora —o la más atrasada— de las Ocho Ciudades de la Llanura, la gran estepa de hielo que en otros tiempos los hombres habían llamado el Matto Grosso. Y en realidad Coranda había dado más de un motivo de escándalo. Si era bella, era también vanidosa y fría, fría como las heladas llanuras que rodeaban el mundo; en su vanidad había denegado incluso aquel sacrificio tan caro a la gran Madre Hielo, la primera sangre que sólo pertenecía a la diosa. Coranda había pasado con mucho la época de la pubertad y no había hecho aún la ofrenda a la Madre. En las ventiscas que azotaban la ciudad podía oírse Su queja, helando la sangre con amenazas y promesas. Todos los hombres sabían que sólo vivían por la misericordia de la Madre; que un día, muy pronto ahora, terminaría el mundo, envuelto para siempre en su resplandeciente manto. Coranda, susurraban. Coranda, manteniendo sus vidas en el hueco de su mano. Coranda lo oía y se echaba a reír; sólo tenía veinte años, los cabellos negros, y era alta y esbelta.
Coranda estaba tendida sobre un diván forrado de pieles blancas, jugueteando con una copa de vino, burlándose de los jóvenes de las ciudades que le hacían la corte. A Arand, hijo del comerciante más rico de Brershill, le confió su creencia de que era una Elegida de la Madre y, por lo tanto, se hallaba por encima de la insignificancia del sacrificio. Alisando sus largos cabellos, dijo:
—¿No tiene la Madre justa fama por su belleza, por la perfección de su cutis que compite con la nieve recién caída? ¿Por la negrura de sus ojos, que lo ven todo, y la esbeltez de sus manos, que nos protegen a todos? ¿Y acaso no tengo yo derecho a creerme bella, al menos a vuestros ojos? Aunque —añadió ruborizándose e inclinando modestamente la mirada—, no quiera la Madre Eterna que incurra en el pecado de orgullo...
Arand, medio borracho, se apresuró a proclamar la divinidad de Coranda, diciendo herejías con la facilidad de una larga práctica o de la estupidez, hasta que Coranda le interrumpió bruscamente, indignada al oírle hablar con tanta ligereza de la deidad en su presencia.
—¿No descenderá el furor de la Madre sobre su cabeza y la mía al mismo tiempo? —le preguntó a Maitran de Friesgalt en tono suplicante—. ¿Me protegerás de los relámpagos que semejantes palabras pueden provocar?
Aquella era una argucia digna de Coranda, ya que todo el mundo sabía que los friesgaltianos no podían ver a los habitantes de Brershill. Maitran desenfundó inmediatamente su cuchillo, y sin duda la Madre habría recibido una agradable ofrenda si los partidarios de Brershill no hubieran sujetado y desarmado a los combatientes. Brotó alguna sangre, desde luego, de las narices y bocas golpeadas, mientras Coranda contemplaba la escena con interés.
—Ahora —dijo— creo que debo llamar a los hombres de mi padre para que os castiguen. ¿En tan poca estima me tenéis que venís a mi casa a pelearos? —Corrió hacia el gong situado junto a la puerta de la estancia, y sin duda hubiera llamado a la guardia de no haber prevalecido entretanto la cordura—. Bueno —añadió, en tono de disgusto— al parecer tenéis un exceso de energías. Tendré que buscaros una pequeña ocupación; algo que absorberá vuestra ferocidad y que os hará ganar una adecuada recompensa, desde luego.
En la estancia se estableció un profundo silencio; todos los jóvenes contemplaron a Coranda, intrigados. Todos ellos eran ricos, pues de no ser así no hubiesen cruzado las puertas de aquella casa; de modo que la recompensa sólo podía ser la propia Coranda.
Coranda dio unas palmadas; inmediatamente, un criado uniformado con una librea azul depositó una caja al lado de la joven. Era de madera, la más rara de las sustancias, con incrustaciones de marfil. Coranda la abrió, lánguidamente; en su interior, descansando sobre un acolchado de nylon blanco, había un pequeño arpón. Coranda lo levantó, jugueteando con el mango, pasando los dedos por los bordes de las afiladas aristas.
—¿Quién se pondrá a prueba a sí mismo? —inquirió la joven, sin dirigirse a nadie en concreto—. ¿Quién tomará el tributo de la Madre, cuando Coranda de Brershill vaya al matrimonio?
Inmediatamente, una babel de voces. Karl Stromberg y Mard Lipsill, de Abersgalt, gritaron su buena voluntad. Fred Skalter, el ketshilliano, medio salvaje en sus pieles enjoyadas, intentó besar el pie de Coranda. Ésta retrocedió ágilmente, golpeando al mismo tiempo la garganta del osado. Skalter perdió el equilibrio, maldiciendo y derramando vino sobre el suelo de color claro. Estallaron unas carcajadas; Coranda las silenció bruscamente, alzando de nuevo el pequeño arpón, contemplándolo con sus ojos de largas pestañas, pintados de azul.
—Hace mucho tiempo —dijo—, en el extremo meridional de nuestro territorio, un ballenero fue desviado de su ruta por las tormentas. Cuando el furor de la Madre Hielo se apaciguó, y envió de nuevo la luz del sol y las aves, nadie supo adonde les había conducido Su aliento. En aquel lugar había hielo, una gran llanura y montañas: algunas de ellas humeaban, arrojando cenizas y vientos calientes al aire. Era un lugar muy extraño, en realidad, con bárbaros cubiertos de pieles y animales como los que aparecen en los libros de cuentos de los niños. Allí cazaron, derramando sangre y matando hasta que sus bodegas estuvieron llenas, y entonces pusieron proa al norte para regresar a sus hogares. Y entonces, también, se enfrentaron con la más rara de las maravillas.
Coranda hizo una breve pausa. El silencio sólo se veía turbado por el zumbido de los tubos fluorescentes perpetuos. Skalter se sirvió más vino, cuidadosamente, sin apartar los ojos del rostro de la muchacha. Arand y Maitran dejaron de intercambiar miradas furibundas; Stromberg secó pensativamente una gota roja que se escurría de su nariz.
—Poco antes del amanecer —continuó Coranda—, cuando hombres y naves no son más que sombras sin peso ni sustancia, conocieron el Destino enviado por Madre Hielo para castigar sus crímenes. Les rodeaba, silencioso como la nieve, horrible como la propia Muerte. La llanura estaba llena de animales. Corrían de un lado para otro, jugando; rebaños enteros de toros y terneros y vacas. Sus cuerpos eran grises y sinuosos como los de las focas; sus ojos eran bellos y contemplaban pensativamente el barco. Pero sin duda eran espíritus del cortejo de la Madre, enviados para servir del escarmiento y destruir; todos ellos tenían un solo cuerno, largo y helicoidal, que atrapaba y despedía la luz.
Coranda hizo otra pausa, olvidada al parecer de su auditorio. Finalmente, Lipsill rompió el silencio:
—¿Qué pasó con el barco, Coranda?
La joven se encogió de hombros delicadamente, jugueteando aún con el pequeño arpón.
—Regresaron dos hombres, quemados por el aliento de la Madre, los cuales vivieron el tiempo suficiente para contar la historia.
Los jóvenes esperaron.
—Un hombre que me amara —dijo Coranda—, que deseara tenerme en su lecho y saberse digno de mí, iría a aquella tierra de sombras del extremo del mundo. Me traería un presente como recuerdo de su viaje. Una cabeza: la cabeza del unicornio...
Otra pausa; y luego un griterío salvaje.
—¡Yo te traeré tu juguete! —aulló Skalter.
—Y yo...
—Y yo...
Coranda hizo una seña a Skalter. Éste se adelantó, apoyó una rodilla en el suelo e inclinó su rostro hacia el de la joven. Coranda le cogió la mano, la levantó y cerró suavemente los dedos alrededor del filo del arpón. Le miró fijamente con sus grandes ojos, obsequiándole con la más felina de sus sonrisas.
—¿Irás? —inquirió—. Recuerda que no puedes permitirte ninguna debilidad, Frey Skalter. Serán duro como el hielo y tan implacable como él. ¿Irás, por mí?
Skalter asintió, sin hablar; y Coranda apretó lentamente, sin dejar de sonreír. Skalter tensó todos sus músculos y apretó los dientes; la sangre se deslizó a lo largo de su brazo.
—Con esta señal te declaro mi caballero —dijo Coranda.
El día empezaba a arder sobre los campos de hielo. Al este, el sol, levantándose a través de la blanca llanura, proyectaba rayos rojizos y las sombras alargadas de embarcaciones y hombres. Encima, el amanecer luchaba aún con la oscuridad; el rojo arrebol se trocaba en violeta-gris, el gris en luminoso azul. A través del azul discurrían unas nubes solitarias; el cénit brillaba como la piel de un pez turquesa. A lo lejos, grabado en oscuro contra el horizonte, se alzaba el bosque de mástiles del muelle de Brershill, donde las goletas y los barcos mercantes se arracimaban a sotavento de largos malecones construidos con bloques de hielo. En primer término se alineaban los yates: el Chaser de Arand, el esbelto catamarán de Maitran, el gran Ice Ghost de Lipsill. El Snow Princess de Karl Stromberg se mecía suavemente, golpeado en un costado por el viento. Más allá había dos oscuras embarcaciones de Djobhabn; y una fyorsgeppiana, con un espolón de hierro, bautizada con el agresivo nombre de Bloodbringer. Y todavía más allá veíase la Easy Girl de Skalter, salvaje y espléndida, adornada con mechones de pelo, cueros cabelludos y grandes tiras de pellejos. Sus mástiles gemelos estaban amarrados con intrincadas eslingas de cuerda de nylon; sobre sus regalas brillaban cráneos de animales. Incluso sus ostagas aparecían talladas con una serie de escenas que contaban, alegóricamente, la historia del encuentro de Madre Hielo con Padre Firmamento, y el nacimiento y muerte del Hijo, cuyo Nombre no podía ser mencionado. El dolor de la Madre había engendrado los campos de hielo; y su furor no se apaciguaría hasta que Tierra quedara fría y silenciosa para siempre. Tres veces había estado a punto de conseguirlo, y tres veces los Fuegos Gigantes la habían rechazado desde sus cavernas situadas debajo del hielo; pero acabaría por conseguir su propósito. Pronto, todo sería blancura y paz; entonces se levantaría el Hijo, rugiente y glorioso, y juzgaría las almas de los hombres.
El sacerdote avanzó, tocando las embarcaciones y bendiciéndolas, untando el casco de cada una de ellas con un poco de sangre y leche. Era la ceremonia final. Los cazadores la presenciaban impacientes; y a todos les parecía que los ojos de Coranda prometían amor, el cuerpo de Coranda bendiciones.
Terminada la ceremonia, el sacerdote se retiró a su pabellón de nylon adornado con borlas, los porteadores levantaron su carga y emprendieron la marcha a través del hielo. Las embarcaciones, por su parte, fueron viradas por medio de grandes palancas por una multitud de hombres hasta que las afiladas proas apuntaron, interrogadoras, hacia el sur. Un grito; y la nave de Lipsill fue la primera en la que floreció una vela, volando y crujiendo alrededor del mástil.
Si el espectáculo emocionó a Coranda, la joven no dejó que el sentimiento asomara la superficie; permaneció en pie, sonriendo fríamente, hasta que los cascos de las embarcaciones quedaron velados por la bruma del horizonte y los gritos de los cazadores se perdieron entre el viento.
Los yates avanzaron metódicamente a través del día, rumbo al sur bajo el brillante sol, acompañados por sus sombras a lo largo de la blanca extensión de la Llanura. Con el viento de popa, la Easy Girl ganó terreno rápidamente; al atardecer, sus velas eran una mancha brillante sobre el horizonte. La Snow Princess de Stromberg trataba de no perder contacto con Skalter. Detrás seguían las otras embarcaciones, con las velas latinas hinchadas. El frío era muy intenso; los cristales de nieve, transportados por el viento, se clavaban en las mejillas de los cazadores, dolorosamente.
Acamparon juntos, de común acuerdo. Todos, menos Skalter, que les llevaba una ventaja de varias millas. Aquí, lejos del calor eterno de las ciudades, debían racionar sus reservas de combustible, se agruparon alrededor del rojo brasero, cuyo resplandor iluminaba sus rostros. Los gastados cascos de las embarcaciones, ancladas en el hielo, les protegían de los peores embates del viento. Más allá del círculo de luz, un lobo aulló lúgubremente; dentro del campamento había alegría, y canciones y anécdotas pasaban de boca en boca hasta que, uno a uno, los cazadores bebieron un último trago de sus frascos de alcohol, revisaron sus amarras y se acostaron. Al día siguiente, por tácito acuerdo, se levantaron muy temprano, esperando quizás recuperar la ventaja que les llevaba la Easy Girl. Una hora después de haber reemprendido la marcha pasaron junto al campamento de Skalter. La Ice Ghost aplastó los restos del fuego que humeaban aún sobre el hielo, enviando un largo rastro de cenizas al viento.
Se acercaban ahora a la amplia grieta de Fyorsgep, la más meridional de las Ciudades de la Llanura. La capa de hielo estaba cruzada por los rastros de numerosas embarcaciones; recortaron velas prudentemente, gritando cada uno al siguiente a lo largo de la línea. Colgando faroles en la arboleda, utilizando la brújula para continuar avanzando, reacios a renunciar a su ventaja, Stromberg y Lipsill empujaron hacia adelante la Snow Princess y el Ice Ghost, casi tocándose los cascos.
Aquella noche, en el campamento, estuvo a punto de producirse una tragedia. Maitran llegó tarde y de muy mal humor, con una ostaga del catamarán rota, atada con una cuerda de nylon. Arand se permitió una observación humorística, y Maitran se puso en pie de un salto, empuñando su cuchillo. Sostenía el arma con la punta hacia arriba, dando vueltas alrededor de su enemigo, el cual se había puesto también en pie, envolviendo su brazo izquierdo con una piel de oso. Una rápida finta, un salto hacia atrás; y Lipsill, sentado junto al fuego, habló en tono conciliador:
—El premio, friestgaltiano, llegará con la cabeza del unicornio. No gastes tus energías inútilmente.
Maitran murmuró algo entre dientes, sin dignarse mirar a su alrededor.
—Te expones, en cualquier caso, al furor de la Madre Hielo —continuó el abersgaltiano—. Ya que si nuestra Dama habla realmente en nombre de ella, esta caza es un designio de la Madre y ha de redundar en su gloria. Todo lo demás es vanidad, un insulto a su majestad.
Hansan, el fyorsgeppiano de rostro moreno y negras cejas, asintió sombríamente.
—Es cierto —dijo—. El derramamiento de sangre, si es contra la voluntad de la Madre, no aporta ningún honor.
Maitran se volvió a medias al oír aquellas palabras, indeciso; y el brazo de Lipsill osciló hacia atrás y hacia adelante. La punta del arpón, lanzado con increíble fuerza, abrió la mejilla de Maitran; inmediatamente, Stromberg cayó sobre él, sujetándole. Lipsill se volvió hacia Arand, con su propio cuchillo en la mano.
—Vamos, vamos, brershiliano —dijo; ya que Arand estaba dispuesto, sin duda, a lanzarse sobre su caído enemigo—. Un poco de calma, o tendrás que responder ante todos nosotros...
Arand enfundó su daga con mano temblorosa, sin apartar los ojos del manchado rostro del friesgaltiano. Permitieron a Maitran que se levantara; y Lipsill se encaró con él.
—Eso ha sido una mala acción —dijo—. Nuestra lucha es con el viento y con el hielo, no contra nosotros mismos. Toma tu embarcación y mantente apartado de nosotros.
En la mente de Stromberg se levantó la primera sombra de una duda.
A la mañana siguiente avanzaron con rapidez, esperando divisar el yate de Skalter; pero el viento que había soplado toda la noche había borrado su rastro, cubriéndolo de nieve. La capa de hielo era completamente lisa, blanca y resplandeciente, hasta el horizonte.
Se encontraban ahora más allá del límite de la civilización, sobre los grandes Hielos del Sur donde vagan las manadas de ballenas y sus cazadores. Aquí y allá habían lagunas de agua templada, rodeados de vegetación parda y verde; vieron animales, lobos y otros, incluso un rebaño de bisontes blancos de las Llanuras; pero ni rastro de los seres fantásticos que buscaban. El catamarán se adelantó a las otras embarcaciones, desplegando velas hasta que el casco quedó casi oculto debajo de una nube de nylon de color claro. Ante aquella imprudencia, Stromberg musitó una breve plegaria.
La suerte de Maitran duró hasta mediodía; entonces se partió el estay, súbitamente y sin previo aviso. Todos vieron como la embarcación escoraba, deslizándose a lo largo del hielo. Por un instante pareció que iba a enderezarse, sin sufrir más daños; pero los tirantes del casco, sometidos a un exceso de tensión, se rompieron a su vez. La embarcación se partió por la mitad, y Maitran salió disparado hacia arriba, para caer sobre el hielo. Se puso en pie inmediatamente, al parecer ileso, corriendo y agitando los brazos delante de las otras embarcaciones.
En el cerebro de Arand ardía aún la rabia. Sabía, como sabían todos, que en una lucha leal no era enemigo para el friesgaltiano. La noche anterior le habían salvado la vida, pero había perdido su honor. Ahora, la rabia se apoderó de él, guiando sus manos hasta que éstas parecieron adquirir una vida independiente. Hicieron girar el timón, perversamente; el Chaser cambió de rumbo, dirigiéndose hacia el lugar del naufragio. Maitran gritó mientras el yate se desviaba hacia él; en el último momento pareció darse cuenta de que no modificaría su rumbo. Trató de correr, resbaló y cayó sobre el hielo. El Chaser continuó avanzando, para detenerse cincuenta metros más allá, dejando detrás un rastro rojizo: el rastro de la sangre del friesgaltiano.
Se reunieron alrededor del cuerpo caído sobre el hielo. Stromberg y los Diobhabnianos estupefactos, Arand pálido y tembloroso. Maitran estaba muerto; de la herida de su cabeza brotaba la masa encefálica. Hicieron la señal de la Madre Hielo, silenciosamente, y se alejaron, ansiosos por perder de vista el cadáver, dejándolo para las servidoras de la Madre, las aves.
Al atardecer, les alegró divisar el brillo de las velas de Skalter, lejos, hacia el sur. Pero el acampar se había convertido en un problema. Anclaron aparte, para sentarse cada uno ante su propia fogata. Stromberg tuvo la impresión de que toda su vida anterior no contaba ahora para nada; estaban gobernados por la Ley del Hielo, el código que permitía que los hombres mataran o murieran con la misma indiferencia. Recordaba sus años de amistad con Lipsill, una amistad que ahora parecía haber terminado. Después de lo que había visto aquella mañana, no se atrevería a volver a confiar en Mard. Por la noche trató, inútilmente, de evocar la imagen del cálido cuerpo de Coranda; y rezó para que los súcubos no le visitaran. Al quedarse dormido, soñó que veía las cavernas de los Fuegos Gigantes en las profundidades, debajo del hielo. Pero en ellas no había resplandecientes dioses y demonios; solamente máquinas, negras e inmensas, que vibraban y zumbaban de energía. La visión le inquietó; a la incierta claridad del amanecer se hizo un corte en el brazo y dejó que la sangre apaciguara a la Madre. Le pareció que incluso Ella le había vuelto la espalda; la mañana era fría y gris. Bebió para restablecer la circulación en sus extremidades, izó las velas de su embarcación y siguió el rumbo marcado por Lipsill, que les precedía de nuevo a través de la Llanura.
A medida que avanzaban, el paisaje que les rodeaba cambiaba una vez más. Las lagunas de agua templada eran más numerosas; encima de ellas colgaban ahora frecuentes bancos de niebla. A la hora del desayuno, los djobhabnianos se habían mostrado huraños, manteniéndose aparte y murmurando; sus embarcaciones, idénticas, empezaron a desviarse, ensanchando el boquete entre ellas y las demás, hasta que sus cascos fueron unas simples sombras grises sobre el hielo. A primera hora de la tarde se habían perdido de vista.
Las cuatro embarcaciones avanzaron sin pausa a través de un rizado mar de vapor de agua. Stromberg estaba a la derecha de la línea; a su lado se hallaba el fyorsgeppiano; luego venía Lipsill; y finalmente Arand, medio oculto ahora por la niebla. Ninguna de las embarcaciones se desviaba del rumbo, ninguna se quedaba atrás; Karl permanecía pegado al timón, invadido por un extraño fatalismo.
Cuando empezaba a oscurecer, un ancho arroyo de agua corriente apareció delante de ellos. Stromberg modificó el rumbo, avanzando en diagonal. Un movimiento a su izquierda le hizo volverse. El Bloodbringer se había quedado atrás; su oscuro casco no bloqueaba ya su visión. Mard mantenía aún el rumbo; pero el Chaser corría al lado de él, acercándose cada vez más al borde del arroyo. Stromberg acabó por darse cuenta de la intención de Lipsill; aulló, y vio que Arand viraba desesperadamente. Era demasiado tarde; detrás de él, a un largo de distancia, se erguía el espolón de hierro del fyorsgeppiano. Encajonado, el yate trató de girar sobre sí mismo en un último intento de saltar el obstáculo. Pero su suerte estaba echada y fue a estrellarse contra el agua con un terrible impacto. Se hundió casi inmediatamente, partido el casco por el golpe; por un instante, su quilla se irguió, redondeada y clara; luego desapareció. También Arand asomó una vez a la superficie, agitando un brazo desesperado, antes de desaparecer definitivamente.
En el breve crepúsculo establecieron contacto con la Easy Girl. Skalter estaba colgado de la arboladura, pasando una driza. Agitó una mano en dirección a ellos mientras pasaban junto a su embarcación.
Los tres se detuvieron a un centenar de metros de distancia. Soltaron el ancla, se dejaron caer en el hielo y echaron a andar hacia el keltshilliano.
Skalter les acogió alegremente, descendiendo del alto mástil de la embarcación.
—Bien, veo que sois unos bravos marinos. ¿Dónde están nuestros amigos?
—Fraskall y Ulsenn han renunciado —dijo Lipsill brevemente—. Maitran y Arand están muertos. Maitran a manos de Arand, y Arand en una grieta del hielo. —Miró a Stromberg con aire de reto—. Fue la voluntad de la Madre, Karl. Podía haberle salvado, pero decidió dejarle morir.
Stromberg no dijo nada.
—Bueno —dijo Skalter volublemente—, la Madre fue siempre inflexible con sus seguidores. Acatemos su voluntad —hizo la señal de bendición, descuidadamente y luego se pasó una mano por sus revueltos cabellos rubios y se echó a reír—. Esta noche compartiréis mi fuego, abersgaltianos; y tú también, Hansan de Fyorsgep. ¿Quién sabe lo que pasará mañana?
Se agruparon alrededor del fuego, silenciosamente, cada uno entregado a sus propios pensamientos. Skaltes afilaba metódicamente un arpón, haciendo girar el arma, aparentemente absorto en aquella tarea. Finalmente levantó la mirada, y como hablando consigo mismo murmuró:
—Creo que la Madre nos ha dado a conocer su elección, a su manera. Arand y Maitran eran un par de estúpidos, indignos del lecho de la Dama a la cual servimos, en tanto que los djobhabnianos eran unos cobardes. Ahora quedamos cuatro. ¿Cuál de nosotros ganará el codiciado premio?
Stromberg hizo un ruido, medio ahogado por su guante; Skalter le miró fijamente.
—¿Decías algo, abersgaltiano?
—Siente que hayamos asesinado a Arand —gruñó Lipsill—. Después de que Arand había asesinado a Maitran.
El keltshilliano estalló en una carcajada.
—¿Desde cuándo figura la compasión en el esquema de las cosas? —inquirió—. ¿Compasión o reproche? Amigos, estamos atados al Hielo Eterno; al frío que irá en aumento y lo conquistará todo, incluso nuestros huesos. Toda vida está condenada a cesar. Yo os digo, por la sangre de Coranda y toda su secreta dulzura, que esto es un copo de nieve en un viento eterno. Yo soy servidor de la Madre; ella habla a través de mí. No hemos de hablar más de culpabilidad y de blandura; me revuelve el estómago oírlo. —El arpón salió disparado, repentino y salvaje, y quedó clavado en el hielo entre ellos, vibrando—. El hielo es real —gritó Skalter, poniéndose en pie—. Hielo, y sangre. Todo lo demás es ilusorio, juguetes para hombres débiles y estúpidos.
Se alejó, perdiéndose en la oscuridad. Los otros no tardaron en dirigirse a sus embarcaciones; y Stromberg permaneció desvelado e intranquilo hasta que el amanecer envió una claridad rosada sobre la Llanura y las aves gritaron, volando hacia el sur.
En su extremo meridional la Gran Llanura descendía suavemente. Las embarcaciones se deslizaron con rapidez sobre indecibles profundidades de hielo transparente, hinchadas las velas por la brisa que soplaba aún de sotavento. El regreso se haría muy difícil; suponiendo que alguno de ellos regresara. Stromberg notó que aumentaban sus dudas. El lugar de las lagunas de aguas templadas había quedado atrás; delante de ellos, bajo el pálido sol, las sombras crecían contra el cielo. Allí había montañas, con fuego en la cumbre; extrañas quebradas y altiplanicies, confusas y lejanas, brillando como cristal o la despiadada luz blanca. Pero, precedidos por Skalter y acompañados por sus propias sombras continuaban obstinadamente su carrera hacia el sur.
Al pie de la vasta ladera se separaron del fyorsgeppiano. Éste se había adelantado, favorecido por alguna configuración del terreno, hasta que el Bloodbringer se encontró a más de un centenar de metros de distancia del resto de las embarcaciones. Al final de la ladera el terreno dejaba de ser liso, hendido por una serie de espolones de un metro de altura; las ostagas de Hansan, chocando contra el primero de ellos, se desprendieron completamente del casco. Hubo algo trágicamente cómico en el accidente. Las regalas se rajaron, el mástil se soltó para revolverse contra el cielo como un monstruoso arpón; el fyorsgeppiano, sujeto por un correaje, resistió en su puesto mientras a su alrededor la embarcación se partía como si fuera de juguete. Los supervivientes viraron, evitando el peligroso terreno, contemplando a Hansan sentado sobre los restos del Bloodbringer, sacudiendo la cabeza, medio atontado aún. En la embarcación había provisiones; el fyorsgeppiano viviría o moriría, según la voluntad de la Madre.
Aquella noche, por primera vez, la línea del horizonte alrededor de su campamento quedaba interrumpida por valles y colinas. Se encontraban en una región fantástica, peligrosa y bella. Habían visto extraños animales; pero ni la menor huella de bárbaros, ni de los seres que ellos buscaban.
Stromberg habló con Skalter al amanecer, mientras Lipsill estaba atareado con el aparejo de su embarcación. Parecía impulsado por un sentimiento de urgencia; todo, las montañas y el cielo, conspiraba para calentar su sangre.
—Tengo la impresión —dijo, en voz baja— de que debemos regresar.
El keltshilliano continuó calentándose las manos al fuego, dirigiendo breves miradas al cielo, olfateando el viento, sin contestar.
Stromberg tocó uno de los cráneos que colgaban del costado de la Easy Girl, indeciso, sin saber cómo continuar. Finalmente dijo:
—Anoche soñé. Soñé que los Gigantes no eran dioses, sino hombres, y nosotros sus hijos. Que estamos engañados, que la Gran Madre ha muerto. Semejante herejía debe ser una advertencia.
Skalter se echó a reír y escupió sobre las brasas.
—Tú has soñado en amor —dijo—. Humedeciendo tus pieles con cálidos pensamientos de Coranda. Eres tú el que estás engañado, lipsgaltiano. Guárdate tus fantasías.
—Skalter —dijo Karl en tono indeciso—, el precio es elevado, demasiado elevado, por una mujer.
El otro volvió el rostro hacia él por primera vez, contemplándole fijamente con sus pálidos ojos, sin hablar.
—Toda mi vida —continuó Stromberg— me ha parecido que no eras como los otros hombres. Ahora digo que aquí hay muerte. Quizá para todos nosotros. Regresemos, Frey; la recompensa está por debajo de lo que vales.
Skalter se volvió a mirar su embarcación, acariciando el casco con una mano encallecida.
—El precio del nacimiento es la muerte —murmuró—. También esa es una suma importante que hay que pagar.
—¿Qué es lo que te impulsa, Skalter? —preguntó Stromberg—. Si la mujer significa tan poca cosa... ¿Por qué compites, si la vida no tiene objeto?
—Hago lo que tengo que hacer —respondió Skalter secamente. Agarrándose con las dos manos a la borda de la embarcación, flexionó el cuerpo y subió de un salto—. Me impulsa la rabia —añadió, mirando hacia abajo—. Entérate de esto, Karl Stromberg de Abersgalt: Skalter de Keltshill siente el anhelo de la muerte. Al morir, la muerte muere con él. —Golpeó las drizas contra el mástil, haciendo caer una blanca rociada de hielo—. Yo también he soñado —dijo—. Mi sueño era de vida, dulce y generoso. Yo sigo a la Madre; en ella encontraré mi recompensa.
Aquella mañana avistaron su presa.
Al principio. Stromberg no podía creerlo; pero finalmente se vio obligado a aceptar la evidencia de sus ojos. Los unicornios jugaban y danzaban, reflejando en sus costados y en sus cuernos la luz del sol. Podía haber seguido contemplando el espectáculo todo el día; pero el aullido de Skalter le advirtió que debía modificar el rumbo, mientras la Easy Girl, con el timón trabado, volaba hacia el rebaño.
Tal como decía la leyenda, los animales rodearon las embarcaciones, corriendo y saltando, mirando con sus ojos hermosos y tranquilos. A la izquierda de Karl, Lipsill parecía también maravillado. Skalter, por su parte, blandía su largo arpón, flexionando los músculos antes de dispararlo. Su lanzamiento fue bueno: el arpón alcanzó a un gran toro gris, hundiéndose profundamente a través del arrugado pellejo. Inmediatamente todo fue confusión. La bestia herida embistió, rugiendo: la Easy Girl giró sobre sí misma ante la violencia del impacto.
El rebaño, presa de pánico, se había detenido a una prudente distancia. La Snow Princess avanzaba con rapidez. Stromberg vio fugazmente a Skalter sobre el hielo y al animal que le embestía con su único cuerno. Poniendo en juego toda su fuerza, hizo girar el timón y la Snow Princess viró violentamente, para detenerse a cincuenta metros del lugar de la lucha. El Ice Ghost se había parado ya. Karl oyó el grito de Skalter, de triunfo o de dolor. Dejó caer sus anclas, empuñando su propia espada. Luego echó a correr a través del hielo hacia la Easy Girl, oyendo ahora el furioso trompeteo del toro.
La bestia había atrapado al keltshilliano contra el costado de la embarcación. Stromberg vio la enorme cabeza que avanzaba, hundiendo el cuerno a través de la carne; el yate osciló con la violencia de los golpes. Luego, con una última convulsión, el animal dio media vuelta y fue a reunirse con el desaparecido rebaño.
Había mucha sangre sobre el hielo y el claro costado de la embarcación. Skalter estaba sentado en el suelo, jadeando, agarrándose el vientre con las manos. La sangre se deslizaba entre sus dedos, con el brillo del rubí a la luz del sol.
Lipsill llegó junto a él en el mismo instante. Trataron, inútilmente, de apartar las manos de Skalter, el cual resistió a sus esfuerzos, con los ojos cerrados, apretando los dientes.
—Te dije que había soñado —murmuró—. Vi a la Madre. Llegó de noche muy sonriente; sus miembros eran blancos como la nieve y cálidos como el fuego. Fue un presagio; pero yo no supe leerlo... Sangre y hielo —añadió, en tono cada vez más débil—. Son la única realidad. Son las palabras de la Madre. Cuando el mundo oscurezca, vendrá a mí...
El cuerpo de Skalter se estremeció violentamente, por última vez.
—La Madre te lleva con ella, Skalter —susurró Lipsill—. La Madre recompensa a su servidor.
Esperaron; pero no hubo nada más.
—Era un gran príncipe —dijo Lipsill finalmente—. El resto es pequeñez.
Stromberg asintió silenciosamente.
Stromberg y Lipsill reemprendieron la marcha hacia el sur. Avanzaban separados, con el corazón lleno de amargura, contemplando el blanco horizonte. Dos días después volvieron a avistar el rebaño.
Las dos embarcaciones se separaron todavía más; y de nuevo los extraños animales les observaron con sus plácidos ojos. Los arpones volaron, centelleantes; el de Lipsill se clavó en el hielo, el de Stromberg dio en el blanco. Falló el toro al cual iba destinado, para hundirse en el costado plateado de un ternero. El animal aulló, entre convulsiones de dolor. Al igual que la vez anterior, el rebaño se alejó.
A pesar de que su tamaño no llegaba a la mitad del de los adultos, el ternero era casi tan grande como la Snow Princess. Stromberg se aferró fuertemente al timón, dispuesto a no incurrir en el error que había cometido Skalter al saltar al hielo; la bestia herida, entretanto, embestía una y otra vez contra el casco. Cuando la furia del animal pareció remitir un poco, Karl disparó un segundo arpón, más eficaz ahora, puesto que la distancia era mucho menor. Se oyó un débil lamento, casi un humano quejido de dolor, y el ternero se desplomó sobre el hielo, escupiendo masas de sangre y de vegetación a medio masticar.
Preocupado con su propia lucha, Stromberg casi había llegado a olvidarse de Lipsill. Volviendo la mirada hacia el Ice Ghost, vio que el último de sus compañeros había arponeado a un toro enorme. La embestida que el animal propinó al costado de la embarcación de Lipsill fue tan terrible, que el propio Lipsill salió despedido para aterrizar sobre el hielo. Y así fue a cornearle el rabioso toro, esparciendo las entrañas del abersgaliano sobre la impoluta blancura del hielo, ante la aterrorizada mirada de Stromberg.
Cuando el toro dio media vuelta y corrió a reunirse con su rebaño, Karl comprendió que el último de sus compañeros —y rivales— había dejado de existir.
Y comprendió que había ganado.
La ciudad-clave de Brershill yacía gris y silenciosa a aquella hora temprana. Las antorchas, ardiendo a intervalos a lo largo de las relucientes calles, iluminaban Nivel tras Nivel con una claridad oscilante. Stromberg, abrumado por el peso de su carga descendía lentamente las empinadas rúas. Al llegar al Nivel situado encima del hogar de Coranda se detuvo. Después de secar el sudor que empapaba su rostro, se irguió; y su voz se alzó temblorosa, despertando mil ecos entre las paredes casi invisibles. Gritó:
—Maitran...
Un ave graznante remontó el vuelo, surgiendo de las profundidades. La palabra le fue devuelta: Madre Hielo le contestaba con un millar de voces.
—Arand...
De nuevo el coro burlón, confusiones de sonido que ascendían de las profundidades.
—Hansan...
—Skalter...
Nombres de los muertos, y perdidos; una orgullosa bendición, una respuesta al hielo.
Stromberg se inclinó hacia la cosa que había dejado en el suelo. Un esfuerzo final, una caída. La cabeza del unicornio rebotó sobre el Nivel inferior, manchando con una gran estrella de sangre la puerta de la casa de Coranda. Stromberg se irguió, jadeando, medio oyendo desde alguna parte el eco de un grito. Permaneció inmóvil un momento, antes de iniciar la subida.
Dando gracias a la Madre Hielo, que le había devuelto su alma.
EL HOMBRE QUE NUNCA EXISTIÓ
R. A. Lafferty
—Soy un hombre de la clase del futuro —afirmó Lado un mal día—. Y creo que están apareciendo hombres con nuevas facultades. El mundo tendrá que aceptarnos tal como somos.
—Apuesto a que no —le atajó Runkis.
Todo aquello empezó pinchando Raymond Runkis a Mihai Lado, el tratante de ganado.
—Eres un endiablado y ostentoso embustero pelirrojo de siete suelas —le soltó Runkis aquel día.
—Sí, ya lo sé —admitió Lado.
Se sentía complacido cuando le alababan su especialidad. Era el mejor mentiroso del contorno, y el que más se divertía con sus tretas. Pero Runkis no paró allí:
—Lado, tú no has contado una sola cosa de verdad en toda tu vida —siguió comentando con voz fuerte.
—Te diré lo que voy a hacer, Runkis —y a Lado le brillaron los ojos, con aquel rasgo tan suyo—. Elige una de mis mentiras, cualquiera que tú recuerdes, y yo la convertiré en realidad. La oferta queda en pie.
Entonces empezamos a interesarnos los demás.
—Hay más de mil para escoger —aseguró Runkis—. Podría hacer que me presentases aquel ternero amaestrado, del que alardeas tantas veces.
—¿Es ésta tu elección? De acuerdo. Silbaré y lo tendrás aquí dentro de un minuto.
—No. Prefiero que llames a la vaca que da cuatro clases distintas de cerveza por cada uno de los caños de sus ubres.
—¿Quieres verla? Nada más fácil. Pero debo advertirte de que su cerveza negra resultará un poco fuerte para tu gusto.
—Bueno. Pensándolo mejor, podrías traerme aquel caballo que lee las poesías de Homero.
—Runkis, ahora eres tú quien está mintiendo. Yo nunca he dicho que lea las poesías de Homero. Dije y digo que las recita. No sé de dónde las ha sacado, pero así es.
—Tú juraste una vez que eres capaz de mandar a un hombre al otro mundo, hacerlo desaparecer por completo. Este es el caso que elijo. ¡A ver, hazlo!
—No quisiera disponer de un pobre hombre en esta forma, Runkis.
—Hazlo, Lado. Te emplazo. Es uno de los embustes que no puedes hacer verdad. Coge a un hombre y muéstrame que ha desaparecido.
—Muy bien. La cosa necesitará un par de días, pero podréis seguirla de cabo a rabo. Sí, señor, mandaré a un hombre al otro mundo.
Aquel Mihai Lado era un tipo muy raro. Pagaba siempre al contado y tenía las ideas tan rápidas que le entraba a uno el miedo en el cuerpo. Era el más listo de los tratantes de ganado en el valle Cimarrón; era macizo, pecoso y chapucero, pero no parecía hombre del campo. Tenía esa clase de ojos que no son de por aquí; se diría que miraba a través de la cara de otro, como una máscara.
—He dejado tras de mí más de un pueblo y más de un hombre —nos dijo cierta vez—. Soy un hombre nuevo con nuevas facultades. No las uso gran cosa, pero van creciendo en mi interior. Algunos de nosotros, los de mi clase, estamos asustados. Tendremos que acomodarnos al mundo, o será el mundo el que llegue a acomodarse.
—Te apuesto a que el mundo no hace eso —pontificó Raymond Runkis.
En una ocasión, Lado durmió al pequeño Mack McGoot y le hizo ir de un lado a otro, saludando al ganado como si fuesen personas. Y a Runkis le vendió por ternero un buey de dos años; un buey de dos años tiene la cola larga, pero un ternero tiene todavía la cola corta de un ternero.
—Este animal —reclamó Runkis cuando advirtió el engaño— no tenía la cola larga al comprártelo ayer tarde.
—Tenía la misma cola, exactamente —confirmó Lado—. Sólo que tú viste lo que yo quise que vieras.
Lado era un fullero, pero nadie puede mandar, así como así, a un hombre al otro mundo.
—Bueno, lo haré —nos dijo aquel día, después de pensarlo un poco—. Mandaré a Jessie Pidd al otro mundo.
—¿A quién?
—A Jessie Pidd, el que está tomando café al otro extremo del mostrador.
—¡Ah, Jessie! Perfecto. ¿Cuándo lo harás?
—Acabo de principiar. Ya le he afinado un poco. Y podréis divertiros todos viendo cómo va desapareciendo. Será gradual, pero en tres días se habrá marchado por completo.
¡Vaya, vaya! Nos carcajeamos como potros en prado nuevo.
Esto a Lado no le molestó; mostraba siempre una media sonrisa mientras cerraba sus tratos, y seguía sonriendo entonces como si tal cosa.
En cierto modo, Lado no llevaba todas las de perder. Porque, ya para empezar, Jessie Pidd no estaba allí todo él. Entiendan lo que quiero decir: resultaba un bendito simple y flaco algo fuera de sus cabales. Solíamos comentar que era tan delgado, que no llegaríamos a verle si se miraba de perfil; pero aquello, claro está, no pasaba de chiste entre copa y copa.
A Lado le pasamos a pelo y a contrapelo aquella noche, cuando nos sentamos todos a jugar unas partidas. Jugamos al póker y a la canasta, y Lado ganó. Jugamos al dominó, y aunque nos concertamos en bloque contra él, Lado ganó. Nos decidimos por los dados, y Lado ganó. Era el más afortunado embaucador que recordábamos en el pueblo, pero a continuación llegó aquel estrafalario envite —desdichado, diría hoy— que no podría ganar de ningún modo. Él, no obstante, siguió aceptando apuestas con unos y otros; si conseguía hacer que desapareciese Jessie Pidd, Lado se convertiría en propietario de más de medio pueblo.
El aspecto de Jessie Pidd era francamente malo a la mañana siguiente, cuando entró a desayunar en el Café de los Ganaderos. Verdad es que nunca lo tuvo muy bueno, que digamos.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Raymond Runkis.
—No del todo.
Y se puso a mirarnos, como intrigado.
—Lado —previno Raymond a Mihai—, las tretas son tretas, y tú has tenido algunas muy buenas. Pero si realmente le haces algún daño a ese pobre hombre, las cosas, aquí, se pondrán feas para ti.
—Runkis, tú no sabes siquiera de qué se compone un cuerpo.
—No lo sé, desde luego. Todo lo que digo es que te abstengas de causarle ningún mal.
—Nadie saldrá perjudicado de una de mis tramoyas.
Con todo, el hecho es que aquello había principiado.
A media mañana, Johnny Noble hizo correr la voz de que Jessie Pidd andaba al sol sin dejar sombra. Otros dos lo vieron también. Pero el cielo se nubló y no hubo medio de seguir adelante con la observación.
Y algo antes de mediodía, Maudie Malcome se encaró con Lado en el vestíbulo del banco.
—Señor Lado, ¿qué le está haciendo a mi marido?
—¿Pero de veras estás casada, Maudie?
—¡Condenado pelirrojo! Jessie Pidd es mi legítimo esposo.
—Bueno, Maudie, te lo diré; estoy haciéndole desaparecer.
—Si toca un solo pelo de su cabeza, seré yo quien le mate a usted. ¡Por ésas!
Adelantada la tarde, las versiones se extendieron como una epidemia por el pueblo. Hasta el bruto de Raymond Runkis tuvo que admitir que las cosas presentaban mal cariz.
—Os digo que puedo ver la luz de una cerilla a través del cuerpo de Jessie Pidd —nos informó—, y también la silueta de cosas que estén detrás de él... Oye, Lado, antes de que lleguemos a las malas, ¿es sólo un juego todo eso?
—Sí, hombre, un juego y nada más que un juego.
—Bien, pero tomaré las precauciones necesarias para que no se salga de cauce. Tengo la mayor y más segura casa del pueblo. Los aquí presentes haremos de testigos, y tú, Lado, y tú, Jessie, vais a ir con nosotros a mi casa y allí estaremos hasta que se cumpla lo ofrecido. Si alguno tiene asuntos pendientes, dispone de una hora para despacharlos. Luego, todos a mi casa. Hagas lo que hagas, Lado, veremos cómo lo haces. ¿Queda claro?
—No. Estás embrollando las cosas, Runkis, pero acepto sus condiciones. ¿A qué ilusionista no le gustaría tener un auditorio tan devoto?
Trajimos provisiones, nos reunimos en casa de Runkis y la cerramos a piedra y lodo al atardecer del mismo día. Nadie debía entrar en cincuenta horas, pero no faltó quien llamara y vocease, muy en particular Maudie Malcome.
Éramos diez: Mihai Lado, Jessie Pidd, Raymond Runkis, Johnny Noble, Will Wilton, Wenchie Hetmonek, Mige McGregor, Billy West, el pequeño Mack McGoot, Remberton Randall. Y uno dé ellos (sin que convenga decir quién, tal como acabó el asunto) era yo.
Runkis nos puso de vigilancia. Llevamos un par de camas de la sala y preparamos un par de catres. Algunos se acostaron, y los demás nos pusimos a jugar a los naipes, para pasar la noche en vela.
Y al cabo de una hora o cosa así, Runkis estalló:
—¡Lado, estás matando a un hombre! ¡Si se va él, te irás tú también!
—Te juro que no le hago daño alguno a la persona de Jessie Pidd ni a ninguna otra, en absoluto —aseguraba Lado, dale que dale.
Pero ninguno de nosotros dudaba ya de que Jessie Pidd se hubiese hecho transparente. Veíamos el contorno de los objetos a través de él; su propia silueta quedaba más difusa. Había cada vez menos de lo poco que antes hubo de Jessie Pidd.
Nadie de los del grupo durmió mucho aquella primera noche. Era espantoso ver cómo se iba marchando Jessie, y puedo decir que a la mañana siguiente quedaba sólo la mitad de él.
El segundo día fue una pesadilla. Lado había ganado todo el dinero que había en la casa, y desde aquel momento hubimos de seguir jugando con cerillas de la cocina. Yo tenía la impresión de que las cartas cambiaban de palo y de color en mis propias manos, y a los restantes les ocurría algo parecido. Lado se llevó todas las cerillas de la cocina. Y los reunidos, mientras tanto, veíamos cómo Jessie Pidd iba esfumándose ante nuestros ojos. Perdimos un poco el sentido del tiempo y de la proporción.
Aquella noche, Pidd se había vuelto tan inmaterial, que el humo de los cigarros pasaba a su través. Era poco lo que quedaba, dejando aparte la silueta y la sonrisa de conejo.
A la segunda mañana seguía con nosotros todavía, pero muy poquísima cosa. Era algo salido de un sueño de borrachera. Sobre mediodía, el pequeño McGoot anunció que no le veía ya. Y hacia la caída de la tarde, todos perdimos una vez u otra la pista de Jessie Pidd, y con grandes dificultades logramos, dar con los trazos de su contorno.
Después se nos perdió del todo.
Primero, la silueta definitivamente; luego, la sonrisa de conejo. Al obscurecer, Jessie Pidd había desaparecido. Quedamos en silencio, sin saber qué hacer. Fue Raymond Runkis quien rompió a hablar:
—Lado, ¿tú puedes verle todavía?
—No, ahora ni nunca.
—¿Qué dices?
—Digo que no le he visto en mi vida.
—¡Maldito loco! Esto no ha de quedar así. ¡Jessie ya no está, Lado!
—Lo sé. Es la mejor treta que he hecho hasta el momento.
Runkis echó las manos al cuello de Mihai Lado y lo agitó brutalmente.
—¡Tráelo! ¡Tráelo ahora mismo, Lado!
—No puedo, Runkis. Nadie puede devolverlo.
—Ahí está —estaba— Jessie Pidd. Haz que vuelva a estar, o a la treta le llamaré yo asesinato.
—Lo mejor será que vayamos todos al sheriff —recomendó Heamonek—. Si no es un asesinato, ya le encontraremos otro nombre.
Todos fuimos testigos en la vista. El sheriff Bryce estaba allí, pero como si no estuviese. Había también un médico de la policía —un tal Bates, de la ciudad—, y un comisario llamado Ottleman, designado por las autoridades de nuestro estado. Ese Ottleman no acababa nunca con sus pregunta, y muchas de ellas tenían miga, por cierto.
—Señor Lado —dijo—, he escuchado lo que puede ser la más ingenua tortuosidad que haya sido expuesta en una vista, o la más detestable declaración que haya tenido yo la desgracia de aguantar. ¿Hay algún hecho tangible detrás de este embrollo, Lado?
—Hay hechos, claro. ¿Qué desea usted saber?
—¡Válgame Dios!... Veamos: ¿qué le ocurrió a Jessie Pidd?
—Pues que ha desaparecido. Ya se lo han dicho.
—¿Puede usted hacer que vuelva?
—Hombre, supongo que podría, por un rato muy corto. Pero echaríamos a perder toda la broma.
—¿Considera usted señor Lado, que un asesinato es cosa de broma?
—Es que no se trata de asesinato, en absoluto. Jessie Pidd no era una persona.
—¿Ah, no? ¿Qué era entonces?
—No era nada. Nunca hubo un tal Jessie Pidd.
—Lado, eres un redomado embustero —gruñó Runkis.
—Desde luego, soy un embustero —admitió Lado—. Lo cual viene a decir que soy un ilusionista. Tengo un centenar de facultades y he gastado una pequeña broma con una de ellas. Esto es todo. Puedo hacer que cualquier cosa parezca que es; puedo crear realidad. He ocultado esas fuerzas porque no veo claro para qué sirven. Y un día, para aligerar la responsabilidad que me imponen, decidí divertirme un poco.
—¿Cuándo fue que empezaste a hacernos ver a Jessie por primera vez? —preguntó Runkis de mala gana.
—La otra noche, cuando tú me emplazaste a que mandara a un hombre al otro mundo.
—Siendo así, ¿cómo Se explica que hayamos tratado a Jessie varios años, y él hiciera trabajos eventuales en el campo y en el pueblo?
—No le trataste, Raymond. Yo te lo sugerí, y tú eres buen receptor. Repito que Jessie Pidd nunca ha existido.
—Lado, hay dificultades con su declaración —intervino Ottleman—. Hay pruebas de que Pidd era conocido de años en este lugar; era el legítimo esposo de cierta..., sí, de Maudie Malcome.
—Exactamente, no. Sólo lo más parecido a un esposo que Maudie haya tenido en su vida. No está bien de la cabeza, esa pobre mujer.
—Nada de eso —interrumpió el pequeño Mack McGoot—. Es una persona simple y de poco seso, como lo era también Jessie Pidd. Les queríamos a los dos. Y habrá venganza por lo que ha sucedido, dentro o fuera de la ley.
—No sabía que fuese yo tan ilusionista. Y si lo hice, ¿por qué no puedo deshacerlo? Ottleman, esta gente sueña despierta, y se figura lo que nunca fue. Compruébelo usted mismo. Presénteme alguna referencia escrita de Pidd, anterior a los cuatro días últimos. Si un hombre ha vivido en un pueblo varios años, ha de haber algún dato de él, tendrá que haber hecho cosas en alguna parte. Si ha venido haciendo trabajos sueltos durante años, alguien tendrá recibos o apunte de los pagos. Estamos en un mundo de papeles, y en cualquier sitio debería haber papeles a nombre suyo.
—Jessie era un hombre que pasaba inadvertido —dijo John Noble.
—¡Busque, Ottleman! —insistió Lado—. No encontrará usted ni una sola nota en todo el pueblo. También desearía que obtuviera de los ocho testigos, uno a uno por separado, la descripción de cómo era Jessie Pidd.
—Bien. Vamos a interrumpir la vista y dedicaremos dos horas a lo que usted pide —dijo Ottleman.
En aquellas dos horas recogieron un buen caudal de información.
—Se reanuda la vista —anunció Ottleman—. Lado, no tiene usted donde agarrarse. Y a nosotros no nos queda ninguna duda; Jessie Pidd era muy conocido en este pueblo, desde hace muchos años.
—¿Cuántos años?
—Nadie está completamente seguro. Hay quien habla de cinco, y quien habla de cincuenta.
—¿Coinciden las descripciones de ese hombre que no existió?
—Todos están de acuerdo en llamarle estrambótico y difícil de describir?
—También declaran todos que no tenía una edad bien definida... Señor Lado, he recogido más pruebas que usted. Es normal que la gente no concrete, y muy corriente que describa con poca seguridad. Pero ahora estoy convencido de que Jessie Pidd era un hombre de carne y hueso, y que usted lo ha llevado a la muerte.
—¿Encontraron algo escrito sobre él? Esta es la verdadera prueba.
—No, no encontramos nada, y tampoco es ésa la prueba. Según asegura todo el mundo, no era de esa clase de hombres de los que se suele tomar notas escritas. Los que le tuvieron a su servicio, pagaron siempre en efectivo. Nunca estuvo en el censo de votantes, nunca tuvo un permiso de conducción o una tarjeta de seguros sociales, ni una cuenta en un banco, ni una hoja de impuestos. Era un hombre que no formaba parte de nuestro mundo de papeles, como usted dice.
—¿Y no dejó algo escrito de sí mismo?
—No. Parece que era analfabeto.
—¡Es como para coger una pataleta! ¿Ni tan siquiera una firma hecha con el pulgar de su mano?
—Ni tan siquiera eso, Lado, pero existió a pesar de todo. Podemos, pues, acabarle a usted la diversión y volver al punto principal. ¿Cómo le mató? ¿Y dónde está su cadáver?
—Señor Ottleman, estoy diciendo la verdad a una sala que no se aviene a escucharla. El poder de la ilusión es de los que han venido a mí sin pedirlos. Para recreo mío y, según creía yo, también de los demás, he creado la ilusión de un hombre; luego, he dejado que se desvaneciera. No hubo nunca ese tal Jessie Pidd. Era un pobre hombre, le hice así por simple ficción. Todos los que están aquí son pobres hombres, señor Ottleman, y están sometidos a una ilusión constante.
—¿No siente remordimiento por su crimen?
¿Cómo puede ser tan obcecado, señor Ottleman? Fue una treta, nada más que una treta de ilusionismo. Ahora el caso ha terminado, y nadie ríe —y aquí la voz de Lado se hizo más estridente—. Tengo el poder por accidente. Soy hombre de una nueva clase.
—Y nosotros somos de una clase antigua de justicia —dijo Ottleman—. Encontraremos el cadáver dondequiera que lo haya ocultado, y será usted colgado por asesinato.
Pero por mucho que la cuerda se desviviese por el cuello de Lado, la rutina judicial no podía colgarle sin el cadáver como cuerpo del delito.
Afortunadamente, los particulares no nos andamos con tantos miramientos. Alguien tenía que hacerlo, y lo hicimos nosotros.
Era una tarde muy luminosa. Lado no quería ir a la soga. Por lo visto, un hombre de la nueva clase le teme a la soga como cualquier quisque.
—¡Locos, locos! —gritaba Lado con la manos atadas a su espalda—. Estamos en el comienzo de algo muy importante. Estamos en la línea del futuro.
—Pero tú estás hoy —le atajó Runkis— en el extremo que lleva un nudo corredizo.
—¡Locos, locos malditos! Jessie Pidd no existió nunca.
Bueno, aquella parte ya la conocíamos. Pero, como decía el propio Lado, ¿quién desea echar a perder una buena broma?
Le colgamos, y en paz. Como también decía el propio Lado, llegó a este mundo un poco demasiado pronto. Había acabado de dar gritos momentos antes de que le colgásemos.
—Sigo creyendo que alguien me dirá qué debo hacer con mis facultades.
—Sí, pero todavía no lo ha dicho —volvió a comentar Runkis.
Y entonces tiramos todos de la cuerda.
Runkis y el pequeño Mack McGoot se encargaron del cuerpo. Aseguraron que nadie lo encontraría donde lo pusieron, y el caso es que no lo han encontrado todavía, a estas horas.
¿Qué hace uno después de colgar a un hombre? Pregunta innecesaria, puesto que aquel mismo hombre nos había enseñado ya lo que hay que hacer. Por otra parte, un hombre del futuro no deja un gran hueco en el presente.
Cuando todo un pueblo se confabula, puede hacer milagros en un solo día. Borramos hasta las más leves huellas de Mihai Lado. Y tuvimos suerte, además. Aquel tipo, con su eterno fajo de billetes, había pagado siempre al contado, como ya he dicho. Sospechábamos, incluso, que su nombre no fuese verdadero. Acudimos a todos los establecimientos, recurrimos a todo y a todos, revisamos uno por uno los tratos hechos, las anotaciones. Algo hubo que quemar o mistificar, pero no mucho. Le habíamos mandado, y bien mandado, al otro mundo.
Al llegar Ottleman con su guardia, se encontraron con un público muy difícil de pelar.
¿Qué han colgado a un hombre? ¿Quién? ¿Nosotros? ¿Un tal Mihai Lado? No me diga. Aquel nombre no le sonaba a nadie. Hasta el mismísimo sheriff no pudo reconocer al señor Ottleman en su segunda visita; hubo que repetir las presentaciones. Ottleman tiró la cartera al suelo, en un arranque de rabia.
Aquí hay un error, le dijeron. Esto es Springdale, y usted debe de hablar de Springfield, que está en la otra punta del estado. ¿Una vista anterior? ¿Y de anteayer? Otro error, seguramente. ¿Y los documentos que lleva en la cartera? Vaya usted a saber dónde paran. La cartera acaba de recogerla un chico que ha escapado con ella. No, no conocemos al chico. Ni conocemos a nadie.
Fue una escena de nervios, en verdad, pero todos representamos bien nuestros papeles, y la cosa salió adelante. Señores, en este pueblo no hubo nunca un Jessie Pidd, y tampoco un Mihai Lado.
Sin embargo, queda un detalle a considerar, sobre estos tipos del futuro. Y es que unos y otros, sin remedio, hemos de acabar yendo un día a ese país del futuro.
—Y allí nos estará esperando —se lamentó el pequeño Mack McGoot—, a uno cualquiera de los dos lados de la barrera. Entonces nos tendrá en sus manos.
—Apuesto a que no —objetó Raymond Runkis.
Pero Runkis está ya deshecho, el pobre. Se puso viejo de golpe, y viejo es algo que yo no quisiera ser.
Allá arriba, en quién sabe qué negro rincón, a un lado o el otro de la barrera —como dijo el pequeño Mack McGoot—, hay un mozo pecoso y pelirrojo, dotado de unas facultades que estarán empezando a madurar. Es un mozo con esa clase de ojos que no son de por aquí. Y del que se diría que mira a través de la cara de otro hombre, como una máscara.
LA BOLA DE BILLAR
Isaac Asimov
James Priss hablaba siempre despacio. Supongo que debería decir el profesor James Priss, aunque todo el mundo sabrá a quién me refiero incluso sin el titulo.
Lo sé. Lo entrevisté con cierta frecuencia. Tenía la mente más grande después de Einstein, pero no le funcionaba con rapidez. Solía admitir su lentitud. Quizás era porque su mente era tan grande que no podía moverse de prisa.
Si tenía que decir algo, lo decía despacio, abstraído; después pensaba, y a continuación volvía a decir algo más. Incluso en las cosas más triviales, su mente gigantesca se debatía incierta, añadiendo un toque acá y allá.
Me lo imaginaba pensando: «¿Se levantará el sol mañana? ¿Qué queremos decir con "levantar"? ¿Podemos estar seguros de que vendrá el mañana? ¿Es acaso el término "sol" un término ambiguo en este aspecto, o no?»
Añadamos a este hábito de expresarse, un carácter blando; una cara pálida, sin más expresión que una general incertidumbre; cabello gris, escaso, bien peinado; trajes serios de corte clásico. Aquí tienen lo que era el profesor James Priss..., una persona tímida carente completamente de magnetismo.
Ésa es la razón por la que nadie en el mundo, excepto yo, podía llegar a sospechar que fuera un asesino. Incluso yo no estoy seguro. Después de todo, pensaba muy despacio; siempre había sido tardo en pensar. ¿Es concebible acaso que en un momento crucial consiguiera pensar con rapidez y actuar al instante?
Qué más da. Incluso si asesinó, se salió con la suya. Es demasiado tarde ahora para tratar de cambiar las cosas, y yo no conseguiría hacerlo aunque decidiera que se publicara todo esto.
Edward Bloom fue compañero de clase de Priss en la Facultad y, por diversas circunstancias, socio durante toda una generación después. Tenían la misma edad y la misma propensión a la soltería, pero eran totalmente opuestos en todo lo trascendental. Alto, fuerte, extrovertido, impetuoso y pagado de sí mismo. Su mente era como el choque de un meteoro por la forma súbita e inesperada de captar lo esencial. No era un teórico como Priss; Bloom no tenía paciencia ni capacidad de concentrarse intensamente para pensar en un solo punto abstracto. Lo confesaba, presumía de ello.
Lo que sí poseía era una misteriosa capacidad de ver la aplicación de una teoría; de ver el modo de ponerla en práctica. En un frío bloque de mármol de estructura abstracta podía ver, sin aparente dificultad, el complicado diseño de un invento maravilloso. El bloque se partiría a su contacto, y quedaría el invento.
Es una historia conocida, y no muy exagerada, que nada de lo que Bloom construía había dejado de funcionar, o de ser patentado o provechoso. Al cumplir cuarenta y cinco años, era uno de los hombres más ricos de la Tierra.
Y si Bloom el técnico se adaptaba a un asunto determinado mejor que a otra cosa, era a la forma de pensar de Priss el teórico. Los mejores artilugios de Bloom se habían construido según las mejores ideas de Priss, y a medida que Bloom se hacía rico y famoso, Priss se hacía acreedor al profundo respeto de sus colegas.
Naturalmente, era de esperar que cuando Priss presentara su teoría de doble campo, Bloom se pondría al momento a construir su primer aparato práctico de antigravedad.
Mi ocupación consistía en encontrar un interés humano en la teoría de doble campo para los suscriptores de TeleNews Press, y uno lo consigue esforzándose por tratar con seres humanos y no con ideas abstractas. Dado que mi entrevistado era el profesor Priss, la cosa no era nada fácil.
Naturalmente, me proponía preguntarle sobre las posibilidades de la antigravedad, que interesaba a todo el mundo; pero no sobre la teoría de doble campo, que nadie podía entender.
—¿Antigravedad? —Priss apretó sus labios descoloridos y reflexionó—. No estoy muy seguro de que sea posible, o que lo sea alguna vez. No he..., no he profundizado el asunto a entera satisfacción. Tampoco veo enteramente si las ecuaciones del doble campo tendrían una solución finita, como deberían tener, claro, si... —Y se perdió en divagaciones.
Yo insistí:
—Bloom dice que piensa que el dispositivo puede construirse.
Priss asintió.
—Sí, claro, pero yo me lo pregunto. Ed Bloom ha tenido la sorprendente suerte de descubrir, en el pasado, lo que no estaba claro. Tiene una mente fuera de lo corriente. En todo caso, le ha hecho muy rico.
Estábamos sentados en el apartamento de Priss. Clase media normal. No pude evitar echar un vistazo a mi alrededor. Priss no era rico.
No creo que leyera mi pensamiento. Vio mi mirada. Y creo que estaba pensando lo mismo.
—La riqueza —dijo— no es la recompensa habitual del científico. Ni siquiera una recompensa razonable.
«A lo mejor», me dije. Priss tenía ciertamente su propio tipo de recompensa. Era la tercera persona en la Historia que había ganado dos premios Nobel, y el primero en tenerlos sin compartir. De esto uno no puede quejarse. Y si bien no era rico, tampoco era pobre.
Pero no parecía un hombre satisfecho. Puede que no fuera solamente la riqueza de Bloom lo que le irritaba, quizás era la fama que tenía en todas partes o tal vez se debiera a que Bloom era una celebridad fuera donde fuera, mientras que Priss fuera de las convenciones científicas y de los clubes de Facultad, era un simple desconocido.
No sabría decir cuánto de todo esto se veía en mis ojos o en la forma en que fruncía la frente, pero Priss siguió diciendo:
—Pero somos amigos, ¿sabe? Jugamos al billar una o dos veces por semana. Le gano con regularidad.
(Jamás publiqué esta declaración. La comprobé con Bloom, que hizo una larga contradeclaración que empezaba así: «Me gana al billar. Ese borrico...», y siguió personalizando cada vez más. En realidad, ni uno ni otro eran novatos jugando al billar. Les contemplé una vez, durante un rato, después de la declaración y contradeclaración y ambos manejaban el taco con aplomo profesional. Y lo que es más, ambos jugaban a matar, y no pude ver el menor atisbo de amistad en su juego.)
Pregunté:
—¿Le gustaría pronosticar si Bloom logrará fabricar su aparato antigravedad?
—¿Quiere decir, si me quiero comprometer a algo? Hmmm. Bien, consideremos, joven, qué entendemos exactamente por antigravedad. Nuestra concepción de la gravedad se basa en la teoría general de la relatividad de Einstein, que cuenta ahora cien años, pero que dentro de sus limitaciones se mantiene firme. Podemos expresarla...
Le escuchaba respetuosamente. Ya había oído a Priss hablar de este tema anteriormente, pero si me proponía sacarle algo —lo que no era seguro—, tendría que dejarle exponerlo a su aire.
—Podemos expresarla —siguió— imaginando el Universo como una sábana lisa, delgada, superflexible, de goma irrompible. Si representamos la masa por el peso, como lo está en la superficie de la Tierra, eso supondría que la masa descansando sobre la sábana de goma haría una mella, una abolladura. A mayor masa, más profunda la mella.
»En el Universo de hoy día —prosiguió— existe todo tipo de masa, y por ello debemos imaginar nuestra sábana de goma cuajada de depresiones. Cualquier objeto que ruede sobre la sábana entrará y saldrá de las depresiones al pasar, desviándose y cambiando de dirección al hacerlo. Son estas desviaciones y cambios lo que interpretamos como la demostración de una fuerza de gravedad. Si el objeto móvil se acerca lo bastante al centro de la depresión y se mueve lo bastante despacio, queda cogido y gira y gira alrededor de la concavidad o depresión. En ausencia de fricción, seguirá girando para siempre. En otras palabras, lo que Isaac Newton interpretó como fuerza, Albert Einstein lo interpretó como distorsión geométrica.
Llegado a este punto, se calló. Había estado hablando mucho, dado como era él, porque decía algo que había dicho infinidad de veces. Pero ahora empezó a tomárselo con calma, diciendo:
—Así que al tratar de producir antigravedad, tratamos de alterar la geometría del Universo. Si proseguimos con nuestra metáfora, es como si intentáramos alisar nuestra sábana de goma. Podríamos imaginarnos metidos bajo la sábana, levantándola, sosteniéndola para evitar que se hagan más hundimientos. Si alisamos de este modo la sábana de goma, entonces creamos un Universo, o por lo menos una porción de Universo en que la gravedad no existe. Un cuerpo que rodara sobre si mismo pasaría sobre la masa lisa sin alterar lo más mínimo su trayectoria, y podríamos interpretar eso como significando que la masa no ejerce ninguna fuerza gravitatoria. A fin de realizar esta hazaña necesitamos, no obstante, una masa equivalente a la masa hundida. Para producir antigravedad de esta manera en la Tierra, deberíamos asegurarnos una masa igual a la Tierra y sostenerla sobre nuestras cabezas, por decirlo así.
Le interrumpí:
—Pero su teoría de doble campo...
—Exactamente. La relatividad general no explica ni el campo gravitatorio ni el campo electromagnético en una única serie de ecuaciones. Einstein pasó la mitad de su vida buscando esa única serie para la teoría de un campo unificado, y fracasó. Todos los que siguieron a Einstein también fracasaron. Yo, no obstante, empecé con la suposición de que había dos campos que no podían ser unificados y seguí las consecuencias que puedo explicar, en parte, en los términos que se desprenden de la metáfora de la «sábana de goma».
Ahora estábamos llegando a algo que no estaba seguro de haber oído antes. Pregunté:
—¿Cómo es eso?
—Suponga que, en lugar de levantar la masa hundida, tratamos de endurecer la propia sábana, hacerla más resistente. Se contraería por lo menos en un área pequeña, y se haría más plana. La gravedad se debilitaría, lo mismo que la masa, porque ambas son esencialmente el mismo fenómeno en términos del Universo abollado. De poder alisar por completo la sábana de goma, tanto la gravedad como la masa desaparecerían del todo.
«Bajo condiciones apropiadas, el campo electromagnético podría hacerse que se encontrara con el campo gravitatorio y serviría para endurecer el tejido abollado del Universo. El campo electromagnético es muchísimo más fuerte que el campo gravitatorio, así que podría lograrse que el primero dominara al segundo.
—Pero dice usted —repliqué indeciso— «bajo condiciones apropiadas». ¿Pueden conseguirse las condiciones apropiadas de que usted habla, profesor?
—Eso es lo que no sé —contestó Priss, pensativo, y añadió despacio—: Si el Universo fuera realmente una sábana de goma, su rigidez tendría que alcanzar un valor infinito antes de poder esperarse que permaneciera completamente liso bajo una masa que pudiera abollarla. Si es esto cierto también en el Universo, entonces se precisará un campo electromagnético infinitamente intenso, y esto significará que la antigravedad es imposible.
—Pero Bloom dice...
—Sí, imagino que Bloom piensa que bastará un campo finito si puede aplicarse debidamente. No obstante, por ingenioso que sea —y Priss sonrió levemente— no debemos tenerle por infalible. Su comprensión de la teoría es inexistente. Él... jamás consiguió graduarse, ¿lo sabía?
Estuve a punto de decirle que sí. Después de todo, era del dominio público. Pero había un algo morboso en la voz de Priss al preguntarlo y yo levanté la vista a tiempo de ver la animación de sus ojos, como si estuviera encantado de propagar la noticia. Así que incliné la cabeza como si lo almacenara para futura referencia.
—Entonces, opina usted, profesor Priss —insistí—, que Bloom está probablemente equivocado y que la antigravedad es imposible.
Priss asintió diciendo:
—El campo gravitatorio puede debilitarse, naturalmente, pero si por antigravedad entendemos un auténtico campo de gravedad cero, es decir, nada de gravedad en un volumen significativo de espacio, sospecho que la antigravedad resulte imposible, mal que le pese a Bloom.
En cierto modo, había conseguido lo que quería.
En los tres meses siguientes a todo esto, no volví a ver a Bloom y, cuando le vi, estaba de mal humor.
Se había enfadado de repente, claro, cuando se enteró de la declaración de Priss. Divulgó que Priss sería invitado casualmente a la exposición del dispositivo de antigravedad tan pronto estuviera terminado, e incluso se le pediría que participara en la demostración. Algún reportero, no yo, desgraciadamente, le acorraló entre citas y le pidió que ampliara lo anterior, y añadió:
—Curiosamente, tendré el dispositivo; quizá pronto. Y puede usted estar presente, así como los de la Prensa a los que les interese. Y también puede asistir el profesor James Priss. Puede representar a la ciencia teórica y, después de que yo haya demostrado la antigravedad, puede aplicar su teoría y explicarla. Estoy seguro de que sabrá hacer su aplicación de forma magistral y demostrar exactamente por qué yo no podía haber fracasado. Podría hacerlo ahora y ahorrar tiempo, pero supongo que no querrá.
Todo ello se dijo con la mayor corrección, pero se podía detectar la rabia bajo el rápido chorro de palabras.
No obstante, continuó sus ocasionales partidas de billar con Priss, y cuando ambos se reunían se comportaban con la máxima cortesía. Uno podía suponer los progresos que hacía Bloom por sus respectivas actitudes con la Prensa. Bloom se mostraba seco e impertinente, mientras que Priss hacía gala de buen humor.
Cuando aceptó mi repetida petición para hacerle a Bloom una entrevista, me pregunté si aquello significaba un descanso en la búsqueda de Bloom. Incluso soñé despierto que me anunciaba por fin su éxito.
Pero no fue así. Me recibió en su despacho de «Bloom Enterprises» en la parte alta del Estado de Nueva York. Era un lugar maravilloso, maravillosamente trazado, abarcando tanto terreno como un gran establecimiento industrial y alejado de toda área de población. Edison en su máximo esplendor, doscientos años atrás, no había tenido un éxito tan apoteósico como Bloom.
Pero Bloom no estaba de buen humor. Llegó con diez minutos de retraso y pasó como una fiera ante la mesa de su secretaria, inclinando apenas la cabeza en mi dirección. Llevaba puesta una bata de laboratorio desabrochada. Se dejó caer en su sillón y dijo:
—Lamento haberle hecho esperar, pero no disponía de tanto tiempo como había creído. —Bloom era un actor nato y sabía que no debía enemistarse con la Prensa, pero yo tuve la impresión de que atravesaba grandes dificultades en aquel momento para mantener el tipo.
Sabía cómo plantear la suposición.
—Tengo entendido, señor, que sus pruebas recientes no han sido del todo afortunadas.
—¿Quién se lo ha dicho?
—Yo diría que es de dominio público, señor Bloom.
—No, no lo es. Y no lo diga, joven. No hay conocimiento público de lo que sucede en mis laboratorios y talleres. Está expresando las opiniones del profesor, ¿verdad? Me refiero a Priss.
—No, yo no...
—Claro que sí. ¿No es usted la persona a la que hizo aquella declaración de que la antigravedad es imposible?
—No lo dijo tan tajantemente.
—Nunca dice nada tajantemente, pero si lo bastante para él, como que tendré su maldito Universo de sábana de goma dentro de nada.
—Entonces, ¿significa que está progresando, señor Bloom?
—Sabe que es así —me espetó—. O debería saberlo. ¿No estuvo usted en la demostración la semana pasada?
—Sí, estuve.
Imaginé que Bloom estaba en apuros, de lo contrario no habría mencionado aquella demostración. Funcionó, sí; pero no fue nada del otro mundo. Produjo una región de gravedad disminuida entre los dos polos de un imán.
Se hizo con gran inteligencia. Se utilizó un Mossbauer Effect Balance para estudiar el espacio entre los dos polos. Si nunca han visto un M-E Balance en acción, les diré que consiste en un haz monocromático, apretado, de rayos gamma, disparado sobre el campo de gravedad disminuida. Los rayos gamma cambian la longitud de onda ligera, pero mensurable, bajo la influencia del campo de gravitación, y si ocurre algo que altere la intensidad del campo, la longitud de onda va cambiando adecuadamente. Es un método extremadamente delicado para tantear un campo gravitatorio, y funciona como un amuleto. Quedaba claro que Bloom había debilitado la gravedad.
El problema era que se había hecho antes. Bloom, naturalmente, se había servido de los circuitos que aumentaban enormemente la facilidad con que se había logrado el efecto, su sistema era típicamente ingenioso y había sido debidamente patentado, y aseguraba que por este método la antigravedad sería no sólo una curiosidad científica, sino algo práctico para aplicarlo en la industria.
Quizá. Pero era un trabajo incompleto y no solía alardear de cosas incompletas. Y no lo habría hecho así, esta vez, si no estuviera desesperado por exhibir algo.
Le comenté:
—Mi impresión es que lo conseguido en aquella demostración preliminar fue 0,82 g, y en Brasil, la primavera pasada, consiguieron más que esto.
—¿De veras? Bien, calcule el gasto de energía en Brasil y aquí, y después dígame la diferencia en disminución de gravedad por kilovatio-hora. Se sorprenderá.
—Pero lo que yo quiero saber es si puede alcanzar O g, gravedad cero. Eso es lo que el profesor Priss no cree posible. Todo el mundo está de acuerdo en que el mero hecho de rebajar la intensidad del campo no es gran cosa.
Bloom apretó los puños. Tuve la corazonada de que les había fallado un experimento clave aquel día y que estaba insoportablemente fastidiado. Bloom no podía aguantar que el Universo le dejara en mal lugar.
—Los teóricos me asquean. —Lo dijo en voz baja y controlada, como si realmente estuviera harto de no poder decirlo y que por fin estuviera decidido a expresar lo que pensaba y al diablo con todo—. Priss ha ganado dos premios Nobel por barajar ecuaciones, pero, ¿qué ha hecho con ellas? ¡Nada! Yo si he hecho algo con ellas y voy a hacer aún más, le guste o no le guste a Priss.
»Yo soy el único que la gente recordará. Yo soy el único que será reconocido. Por mí, puede guardarse su título, sus premios y las felicitaciones de los eruditos. Óigame, le diré lo que le duele. Clara y llanamente tiene celos. Le mata que yo consiga lo que consigo trabajando. Él lo quiere conseguir pensando.
»Una vez le dije..., jugamos juntos al billar, ya sabe...
Fue entonces cuando le repetí la declaración de Priss sobre el billar, y obtuve la contradeclaración de Bloom.
Jamás las he publicado. Eran trivialidades.
—Jugamos al billar —siguió explicando Bloom cuando se hubo tranquilizado algo— y he ganado muchas partidas. Mantenemos la cosa en plan relativamente amistoso. Qué demonios..., compañeros de Facultad y demás..., aunque, la verdad, no sé cómo pudo terminar. Pasó en Física, naturalmente, y en Matemáticas, pero aprobó justito, por compasión, creo yo, en todas las asignaturas de humanidades.
—Pero usted no logró graduarse, ¿verdad, Mr. Bloom? —Eso fue pura maldad por mi parte. Disfrutaba con su indignación.
—Lo dejé para meterme en negocios, maldita sea. Mi media académica a lo largo de los años en que asistí fue de un notable claro. No vaya a imaginar otra cosa, ¿me oye? Para cuando Priss sacó su doctorado, yo ya estaba ganando mi primer millón.
Claramente irritado, siguió contándome:
—Un día, jugábamos al billar, y yo le dije: «Jim, el hombre medio nunca comprenderá por qué te dan el premio Nobel a ti, cuando soy yo el que obtiene resultados. ¿Para qué quieres dos? Dame uno.» Pero él siguió allí, tranquilo, dándole tiza al taco, y, después de un rato, me contesta con su voz vaga: «Tú tienes dos millones, Ed. Dame uno.» Así que ya ve, lo que quiere es el dinero.
—Tengo entendido que a usted no le importa que él reciba los honores —sugerí.
Por un momento creí que iba a mandarme salir, pero no lo hizo. Se echó a reír, agitó la mano como si quisiera borrar algo de una pizarra invisible que tuviera en frente, y dijo:
—Bah, olvídelo. Todo eso es off the record. Óigame, ¿Quiere una declaración? Okey. Las cosas no han salido bien hoy y perdí un poco los estribos, pero todo se arreglará. Creo saber lo que ha fallado. Y si no fuera así, lo averiguaré.
»Óigame, puede decir que yo digo que no necesitamos una intensidad electromagnética infinita; alisaremos la sábana de goma; conseguiremos la gravedad cero. Y cuando la tengamos montaré la más impresionante demostración que haya visto jamás, exclusivamente para la Prensa y para Priss, y usted será invitado. Puede decir que será muy pronto. ¿De acuerdo?
—¡De acuerdo!
Me quedó tiempo para ver a uno y otro una o dos veces más. Incluso les vi juntos cuando estuve presente en una de sus partidas de billar. Como les he dicho antes, ambos eran muy buenos.
Pero la invitación a la demostración no vino tan pronto como cabía esperar; faltaban seis semanas para el año, después de hacer Bloom su declaración. Aunque reconozco que era injusto esperar que el trabajo fuera más rápido.
Recibí una invitación especial, en relieve, con la seguridad de una hora de cóctel primero. Bloom jamás hacia las cosas a medias y se había propuesto tener a mano un grupo de reporteros satisfechos. También había hecho un arreglo para disponer de TV tridimensional. Era obvio que Bloom estaba completamente seguro de sí, lo bastante seguro como para estar dispuesto a que la demostración se viera en todas las salas de estar del planeta.
Telefoneé al profesor Priss para asegurarme de que también había sido invitado. Lo estaba.
—¿Piensa asistir, señor?
Hubo una pausa y la cara del profesor, en la pantalla, era todo un estudio de mala gana e indecisión.
—Una demostración de este tipo es de lo más inoportuna cuando está en cuestión un tema científico. No me gusta apoyar semejantes manifestaciones.
Temí que no quisiera asistir, el dramatismo de la situación perdería mucho si él no se encontraba allí. Pero tampoco, a lo mejor, se atrevería a quedar como un gallina ante la opinión mundial. Con manifiesta repugnancia, dijo:
—Claro que Ed Bloom no es realmente un científico y debe disfrutar de su día de gloria. Estaré.
—¿Cree que Mr. Bloom puede producir gravedad cero, señor?
—Hmmm... Mr. Bloom me ha enviado una copia del diseño del dispositivo, y... no estoy del todo seguro. Quizá pueda hacerlo, si..., bueno, si dice que puede. Naturalmente... —calló un buen rato— ...creo que me gustaría verlo.
Y yo también, y muchos otros también.
La organización fue impecable. Toda una planta del edificio principal de «Bloom Enterprises», el de la colina, había sido vaciado. Había los cócteles prometidos y un espléndido surtido de tapas, música y luces suaves, y un bien vestido y absolutamente jovial Ed Bloom, representando al perfecto anfitrión, mientras cierto número de correctos y discretos sirvientes traían y llevaban cosas. Todo era genialidad y asombrosa confianza.
James Priss se retrasaba y vi a Bloom observando a la gente y empezando a ponerse un tanto nervioso. Entonces llegó Priss, arrastrando tras él una masa gris, gente, diría yo, de medias tintas a las que no afecta el ruido y el esplendor (ninguna otra palabra podría describirla..., ¿o tal vez fueran los dos martinis secos que yo llevaba dentro?) que llenaba la estancia.
Bloom le vio y su rostro se iluminó al instante. Se precipitó, agarró la mano del hombre, y lo arrastró hacia el bar.
—¡Jim! ¡Encantado de verte! ¿Qué vas a tomar? ¡Demonio, hombre, lo habría cancelado si no hubieras aparecido! No puedo presentar esto sin la estrella, ¿sabes? —Estrechó la mano de Priss—. Es tu teoría, ya sabes. Nosotros, pobres mortales, no podemos hacer nada sin que unos pocos, vosotros, los malditos pocos nos tracen el camino.
Se mostraba exultante, dándole jabón porque ahora podía permitírselo; estaba cebando a Priss para la matanza.
Priss rechazó la copa, barbotando entre dientes, pero se encontró con la copa entre los dedos, y Bloom alzó su voz como un rugido:
—¡Caballeros! Por favor, un momento de silencio. El profesor Priss, la mente más grande después de Einstein, dos veces premio Nobel, padre de la teoría de doble campo e inspirador de la demostración que están a punto de presenciar..., aunque él creía que no iba a funcionar y tuvo la valentía de decirlo públicamente.
Se notó un claro rumor de risas contenidas que inmediatamente cesó y la expresión de Priss se hizo tan sombría como su cara pudo conseguir.
—Pero ahora el profesor Priss está con nosotros —siguió diciendo Bloom—, y como ya hemos brindado, vamos a empezar. Síganme, caballeros.
La demostración tuvo lugar en un local mucho más complicado que el anterior. Esta vez se realizaba en la última planta del edificio. Estaban dispuestos diversos imanes, más pequeños, vive Dios, pero por lo que pude vislumbrar, el mismo M-E Balance estaba en su sitio.
Una cosa, no obstante, era nueva, y desconcertó a todo el mundo, atrayendo la atención más que ninguna otra cosa de la habitación. Se trataba de una mesa de billar situada bajo un polo del imán. Debajo de ella estaba el otro polo. En el mismo centro de la mesa se había abierto un agujero redondo, de unos treinta centímetros de diámetro, y era evidente que el campo de gravedad 0, si iba a conseguirse, se produciría a través de aquel agujero del centro de la mesa de billar.
Era como si toda la demostración hubiera sido diseñada al estilo surrealista, para realzar la victoria de Bloom sobre Priss. Ésta iba a ser otra versión de sus eternas competiciones de billar, y Bloom iba a ser el ganador.
Ignoro si los demás periodistas lo veían así, pero creo que Priss sí. Me volví a mirarle y vi que todavía sostenía la copa que le habían puesto en la mano. Rara vez bebía, lo sé, pero ahora se llevó la copa a los labios y la vació de dos tragos. Se quedó mirando la mesa de billar y yo no necesité ser un superdotado para darme cuenta de que lo tomaba como un deliberado chasquido de dedos bajo las narices.
Bloom nos condujo a los veinte asientos que rodeaban tres lados de la mesa, dejando el cuarto libre como zona de trabajo. Priss fue cuidadosamente acompañado al asiento desde el cual la vista era más conveniente. Priss echó una ojeada a las cámaras tridimensionales, que estaban ya funcionando. Me pregunté si estaba pensando en irse, pero decidió quedarse porque no podía irse ante los ojos del mundo.
La demostración era simple; lo que contaba era la producción. Había diales visibles que medían el gasto de energía. Había otros que transferían las lecturas del M-E Balance a una posición y tamaño que las hacía visibles para todos. Todo estaba preparado para una fácil visión tridimensional.
Bloom iba explicando cada paso con tono solemne, hacía una o dos pausas, se volvía a Priss en espera de la confirmación, pero no lo hacía con excesiva frecuencia para que no pareciera que iba por él, pero Priss reflejaba el tormento que le embargaba. Desde donde estaba sentado podía mirar a través de la mesa y ver claramente a Priss.
Su aspecto era el de un hombre en el infierno.
Como sabemos todos, Bloom tuvo éxito. La M-E Balance registró que la intensidad gravitatoria disminuía con regularidad al intensificarse el campo electromagnético. Hubo aplausos cuando llegó por debajo de la marca 0,52 g. Una línea roja lo señalaba en el dial.
—La marca 0,52 g, como saben —explicó Bloom, seguro—, representa el récord anterior, bajo en intensidad gravitatoria. Ahora estamos por debajo a un coste, en electricidad, que es inferior a un diez por ciento de lo que costaba cuando se alcanzó la marca. Y seguiremos bajando.
Bloom, creo que deliberadamente, por amor del suspense, retrasó la caída final, dejando que las cámaras tridimensionales fueran y vinieran entre el hueco de la mesa de billar y el dial en el que iba disminuyendo la lectura del M-E Balance.
—Caballeros —dijo de pronto Bloom—, a un lado de cada uno de sus asientos encontrarán unas gafas oscuras. Por favor, pónganselas ya. El campo de gravedad cero no tardará en establecerse y radiará una luz rica en rayos ultravioleta.
Él también se puso las gafas y se notó un momentáneo rumor al hacerlo los demás.
Creo que nadie respiraba durante el último minuto, cuando la lectura del dial cayó a cero y se mantuvo. Y justo en ese momento en que ocurrió, un cilindro de luz saltó de polo a polo a través del agujero de la mesa de billar.
Se oyeron veinte suspiros cuando ocurrió. Alguien gritó:
—Mr. Bloom, ¿cuál es el motivo de esta luz?
—Es característica del campo de gravedad cero —contestó Bloom, aunque no era ninguna respuesta.
Los reporteros se pusieron de pie, agrupados junto al borde de la mesa. Bloom les indicó que se retiraran.
—¡Por favor, caballeros, apártense!
Sólo Priss permanecía sentado. Parecía sumido en sus pensamientos y desde entonces tuve la seguridad de que eran las gafas las que oscurecían el posible significado de todo lo que siguió. No veía sus ojos, no podía. Y esto significaba que ni yo ni nadie más pudo siquiera empezar a imaginar lo que estaba ocurriendo tras aquellos ojos. Bueno, tal vez tampoco hubiéramos podido imaginarlo si no hubiera llevado las gafas. ¿Quién puede decirlo?
Bloom alzaba de nuevo la voz:
—¡Por favor! La demostración no ha terminado aún. Hasta ahora sólo hemos repetido lo que había hecho antes. He producido ahora un campo de gravedad cero y he demostrado que puede hacerse prácticamente. Pero quiero demostrarles algo de lo que este campo puede hacer. Lo que vamos a ver a continuación será algo nunca visto ni siquiera por mí. No he experimentado en este sentido, por más que me hubiera gustado, porque he comprendido que el profesor Priss merece el honor de...
Priss, sobresaltado, levantó la cabeza:
—¿Qué...? ¿Qué?
—Profesor Priss —dijo sonriente Bloom—, me gustaría que fuera usted el primero en llevar a cabo el experimento de la interacción de un objeto sólido con un campo de gravedad cero. Fíjese que el campo se ha formado en el centro de una mesa de billar. Todo el mundo conoce su fenomenal habilidad en el billar, profesor, un talento sólo inferior a su asombrosa capacidad para la física teórica. ¿Querrá usted enviar una bola de billar hacia el volumen de gravedad cero?
Entusiasmado, entregó una bola y un taco al profesor. Priss, con los ojos escondidos tras las gafas, se los quedó mirando, y muy despacio, muy indeciso, alargó las manos para cogerlos.
Me pregunto lo que reflejaban sus ojos. También me pregunto hasta qué punto la decisión de hacer que Priss jugara al billar para la demostración, fue debida al enfado de Bloom por el comentario de Priss sobre sus partidas periódicas, el comentario que ya había mencionado. ¿Fui yo a mi manera, el responsable de lo que siguió?
—Venga, levántese, profesor —dijo Bloom—, y cédame su asiento. De ahora en adelante, usted es el protagonista. ¡Adelante!
Bloom se sentó y siguió hablando en un tono de voz que, por momentos, se volvía más sonora.
—Una vez el profesor Priss mande la bola al volumen de gravedad cero, no le afectará el campo de gravedad de la Tierra. Permanecerá inmóvil, mientras la Tierra gira sobre su eje y viaja alrededor del Sol. En esta latitud y a esta hora del día, he calculado que la Tierra en su movimiento se inclinará hacia abajo. Nos moveremos con ella y la bola seguirá inmóvil. A nosotros nos parecerá que se eleva y se aleja de la superficie de la Tierra. Miren.
Priss parecía estar delante de la mesa, helado, paralizado. ¿Le sorprendía? ¿Estaba asombrado? No lo sé. Nunca lo sabré. ¿Hizo acaso un gesto para interrumpir el discurso de Bloom, o sufría solamente de una angustiosa desgana de representar el papel ignominioso al que se veía forzado por su adversario?
Priss se volvió a la mesa de billar, primero la miró y luego miró a Bloom. Cada reportero estaba en pie, tan cerca de él como era posible a fin de poder ver bien. Solamente Bloom seguía sentado, sonriente y aislado. Él, naturalmente, no miraba la mesa, ni la bola, ni el campo de gravedad cero. Por lo que las gafas oscuras me permitían ver, estaba mirando a Priss.
Tal vez pensaba que no había otra salida. O quizá...
Con una tacada segura puso en movimiento la bola. Iba despacio, todos los ojos la siguieron. Golpeó un lado de la mesa y rebotó. Se movía aún más despacio como si el propio Priss fuera aumentando el suspense y dando más dramatismo al triunfo de Bloom.
Yo tenía una vista perfecta porque me encontraba del lado de la mesa opuesto a Priss. Podía ver la bola moviéndose hacia el resplandor del campo de gravedad cero, más allá veía parte del cuerpo de Bloom, la que no quedaba oculta por el resplandor.
La bola se acercaba al volumen de gravedad cero, pareció detenerse al borde y desapareció con un destello, con el ruido de un trueno y un súbito olor a ropa quemada.
Gritamos. Todos gritamos.
He vuelto a ver la escena en televisión..., junto con el resto del mundo. Puedo verme en la película durante los quince segundos de confusión, pero realmente no me reconozco.
¡Quince segundos!
Y entonces descubrimos a Bloom. Seguía sentado en su butaca, con los brazos cruzados, pero había un agujero del tamaño de una bola de billar a través del antebrazo, del pecho y de la espalda. Gran parte de su corazón, como se descubrió luego en la autopsia, había sido limpiamente recortada.
Desconectaron el dispositivo. Llamaron a la Policía. Se llevaron a Priss, que se encontraba completamente derrumbado. Yo no estaba mucho mejor, a decir verdad, y si algún reportero presente en la escena trató de decir que había contemplado fríamente la escena, es un redomado embustero.
Transcurrieron unos meses antes de que volviera a ver a Priss. Había adelgazado, pero tenía buen aspecto. En realidad, había color en sus mejillas y un aire decidido en toda su persona. Iba mucho mejor vestido de lo que yo le recordaba. Me dijo:
—Ahora sé lo que ocurrió. Si hubiera tenido tiempo para pensar, lo habría sabido en seguida. Pero yo pienso despacio y el pobre Ed Bloom estaba tan empeñado en dar una gran representación, y hacerlo tan bien, que me arrastró consigo. Naturalmente, he estado esforzándome por compensar el daño que causé sin proponérmelo.
—Pero no puede resucitar a Bloom —dije serenamente.
—No, no puedo —repitió con la misma serenidad—. Pero hay que pensar en las «Bloom Enterprises» también. Lo que ocurrió en aquella demostración, a la vista de todo el mundo, fue el peor anuncio posible de la gravedad cero, y es importante que la cosa quede clara. Es por lo que he pedido verle a usted.
—¿Sí?
—Si yo hubiera sido un pensador rápido, me habría dado cuenta de que Ed decía una tontería al asegurar que la bola de billar se elevaría en el campo de gravedad cero. ¡No podía ser así! Si Bloom no se hubiera burlado tanto de la teoría, si no hubiera estado tan empeñado en sentirse orgulloso de su propia ignorancia de la teoría, lo hubiera sabido.
»El movimiento de la Tierra no es el único movimiento que nos afecta, joven. El propio Sol se mueve en una vasta órbita cerca del corazón de la galaxia de la Vía Láctea. Y la galaxia también se mueve, aunque no de un modo claramente definido. Si la bola de billar estuviera sujeta a la gravedad cero, podría pensarse que no la afectaría ninguno de esos movimientos y, por tanto, no caería de pronto en un estado de absoluta inmovilidad..., cuando no existe la absoluta inmovilidad.
Priss meneó lentamente la cabeza.
—El problema con Ed, a mi entender, fue que estaba pensando en el tipo de gravedad cero con que uno se encuentra en la caída libre de una nave espacial, cuando se flota en el aire. Contaba con que la bola flotara en el aire. Sin embargo, en una nave espacial la gravedad cero no es el resultado de una ausencia de gravitación, sino simplemente el resultado de que dos objetos, una nave y un hombre dentro de la nave, van cayendo a la misma velocidad, respondiendo a la gravedad precisamente del mismo modo, de forma que cada uno está inmóvil respecto del otro.
»En el campo de gravedad cero producido por Ed, hubo un aplanamiento de la sábana de goma que es el Universo, lo que significa una verdadera pérdida de masa. Todo en aquel campo, incluso las moléculas de aire retenidas en él y la bola de billar que yo metí dentro, dejaron completamente de ser masa mientras permanecieron dentro. Un objeto absolutamente sin masa sólo puede moverse en una dirección.
Calló, como invitando a que le preguntara; así que dije:
—¿Y cuál sería ese movimiento?
—Un movimiento a la velocidad de la luz. Cualquier objeto sin masa, como un neutrón o un fotón, viaja a la velocidad de la luz mientras exista. De hecho, la luz se mueve a esa velocidad porque está compuesta de fotones. Tan pronto como la bola de billar entró en el campo de gravedad cero y perdió su masa, asumió también al instante la velocidad de la luz y desapareció.
Sacudí la cabeza.
—Pero, ¿no recuperó su masa tan pronto como dejó el volumen de gravedad cero?
—Claro que si, e inmediatamente empezó a afectarla el campo gravitatorio y a perder velocidad en respuesta a la fricción del aire y de la superficie de la mesa de billar. Pero imagine cuánta fricción se necesita para reducir la velocidad de la masa de una bola de billar viajando a la velocidad de la luz. Pasaría a través de casi doscientos kilómetros de espesor de nuestra atmósfera en una milésima de segundo, al hacerlo unos pocos kilómetros fuera de los 298,051 de ellos. En su trayectoria, chamuscó la parte alta de la mesa de billar, pasó limpiamente a través del borde, atravesó al pobre Ed y a la ventana, agujereándolo fácilmente porque antes había pasado a través de porciones de algo tan quebradizo como el cristal sin hacerlo añicos.
»Fue extraordinariamente afortunado que nos encontráramos en el último piso de un edificio levantado en mitad del campo. De haber estado en la ciudad pudo haber atravesado varios edificios y matado a varias personas. En este momento la bola de billar está en el espacio, más allá del sistema solar, y continuará viajando así eternamente, a casi la velocidad de la luz, hasta que tope con algo suficientemente grande que la detenga. Pero dejará allí un gran cráter.
Jugué con la idea, pero no estaba seguro de que me gustara:
—¿Cómo puede ser? —pregunté—. La bola de billar entró en el volumen de gravedad cero casi parada. La vi. Y usted dice que salió cargada de una cantidad increíble de energía cinética. ¿De dónde procedía esa energía?
Priss se encogió de hombros.
—De ninguna parte. La ley de la conservación de la energía sólo se mantiene en condiciones en las que la relatividad general es válida; es decir, en un universo de plancha de goma abollada. Siempre que la depresión queda alisada, la relatividad general deja de existir, y la energía puede crearse y destruirse libremente. Esto explica la radiación a lo largo de la superficie cilíndrica del volumen de gravedad cero. Esta radiación, ¿se acuerda?, no fue explicada por Bloom y me temo que no podía explicarla. Si primero hubiera experimentado más, si no hubiera sido tan tontamente ansioso de montar su espectáculo...
—¿Qué produjo la radiación, señor?
—Las moléculas del aire dentro del volumen. Cada una de ellas asume la velocidad de la luz y salen disparadas hacia fuera. Son solamente moléculas, no bolas de billar, así que se detienen, pero la energía motriz de su movimiento se convierte en radiación energética. Es continua, porque nuevas moléculas van entrando y adquiriendo la velocidad de la luz y saltando fuera.
—Entonces, ¿la energía se crea continuamente?
—En efecto. Y esto es lo que debemos aclarar al público. La antigravedad no es primariamente un dispositivo para elevar naves espaciales o para revolucionar el movimiento mecánico. Es más bien la fuente de una provisión infinita de energía gratuita, pues parte de la energía producida puede ser dirigida a mantener el campo que mantiene lisa aquella porción del Universo. Lo que Ed Bloom inventó, con éxito, sin saberlo, no era sólo la antigravedad, sino la primera máquina de movimiento perpetuo de primera clase..., que crea energía de la nada.
—Cualquiera de nosotros pudo haber sido destruido por aquella bola de billar, ¿verdad, profesor? Pudo haber salido en cualquier dirección.
—Bueno, fotones sin masa emergen continuamente de cualquier fuente de luz, y a la velocidad de la luz, en cualquier dirección; por eso la luz de una vela ilumina en todas direcciones. Las moléculas sin masa del aire salen del volumen de gravedad cero en todas direcciones, por lo que todo el cilindro irradia luz. Pero la bola de billar era solamente un objeto. Pudo haber salido en cualquier dirección, pero tenía que salir en una dirección elegida al azar, y la dirección elegida fue la que atravesó al Pobre Ed.
Y nada más. Todo el mundo conoce las consecuencias. La Humanidad dispone de energía libre y por ello tenemos el mundo que tenemos ahora. El profesor Priss fue el encargado de su desarrollo por el consejo de administración de «Bloom Enterprises», y con el tiempo se hizo tan rico y famoso como lo había sido Edward Bloom. Y Priss sigue teniendo, además, dos premios Nobel.
Sólo que...
No dejo de pensar. Los fotones salen de un punto de luz en todas direcciones porque se crean sobre la marcha y no hay razón para que se muevan en una dirección más que otra. Las moléculas del aire salen de un campo de gravedad cero en todas direcciones porque también entran en todas direcciones.
Pero, ¿qué hay de una sola bola de billar, entrando en un campo de gravedad cero, desde un punto determinado? ¿Sale en aquella misma dirección, o en otra cualquiera?
He preguntado discretamente, pero los físicos teóricos no parecen estar seguros, y no he podido encontrar datos de que la «Bloom Enterprises», que es la única organización que trabaja con campos de gravedad cero, haya experimentado jamás en la materia. Alguien de la organización me dijo una vez que el principio de incertidumbre garantiza la salida al azar de un objeto entrado en cualquier dirección. Entonces, ¿por qué no intentan el experimento?
Podría ser que...
¿Podría ser que, por una vez, la mente de Priss hubiera trabajado de prisa? ¿Podía ser que, bajo la presión a que Bloom le estaba sometiendo, Priss se hubiera dado cuenta de todo, súbitamente? Había estado estudiando la radiación que rodea el volumen de gravedad cero. Podía haberse dado cuenta de su causa y tener la seguridad de la moción a la velocidad de la luz de cualquier cosa que penetrara en el volumen.
Entonces, ¿por qué no había dicho nada?
Una cosa es cierta. Nada de lo que Priss hiciera en la mesa de billar podía ser accidental. Era un experto y la bola de billar hizo exactamente lo que él quiso que hiciera. Yo estaba allí. Le vi mirar a Bloom, luego a la mesa como si calculara ángulos.
Le vi golpear la bola. La vi cómo rebotaba del lado de la mesa y entraba en el volumen de gravedad cero, yendo en una dirección determinada.
Porque cuando Priss mandó la bola hacia el volumen de gravedad cero, y las películas tridimensionales no me dejarán mentir, apuntaba ya directamente al corazón de Bloom.
¿Accidente? ¿Coincidencia?
¿Asesinato?
ESTACION HAWKSBILL
Robert Silverberg
1
Barrett era el rey sin corona de la Estación Hawksbill. Nadie se lo discutía. Él era quien más tiempo llevaba allí, quien más había sufrido, quien tenía más fortaleza interior. Antes del accidente habría podido dar una paliza a cualquier hombre del lugar. Ahora, claro, era un lisiado, pero aún conservaba ese halo de poder que le daba autoridad. Cuando había problemas en la Estación, se los llevaban a Barrett y él los resolvía. Eso se daba por sentado. Él era el rey.
Además, vaya reino el que gobernaba. En realidad era el mundo entero, de polo a polo y de meridiano a meridiano, toda la bendita Tierra. Por lo que valiera. No valía mucho.
Ahora llovía de nuevo. Barrett se levantó con aquel gesto rápido y fácil que le costaba una agonía infinita muy bien disimulada y arrastró los pies hasta la puerta de la choza. La lluvia, el tipo de lluvia que caía en ese sitio, lo ponía tenso e impaciente. El golpeteo constante de aquellas gotas redondas y grasientas contra el techo de chapa de zinc bastaba incluso para sacar de quicio a Jim Barrett. Faltaban todavía mil millones de años para que se inventase el tormento chino de la gota de agua, pero Barrett ya entendía muy bien sus efectos.
Empujó la puerta con el codo. Desde allí, en la entrada de la choza, Barrett contempló su reino. Vio rocas áridas casi hasta el horizonte. Una placa interminable de dolomita pura. Las gotas de lluvia bailaban y rebotaban y salpicaban en aquel bloque continental de piedra lustrosa. Nada de árboles. Nada de hierba. Detrás del sol de Barrett estaba el encrespado mar, gris e inmenso. También el cielo era gris, incluso cuando no llovía.
Cojeando, Barrett salió a la lluvia.
Cada vez le resultaba más sencillo manejar la muleta. Al principio los músculos de la axila y del costado se habían rebelado ante la idea de que necesitaba ayuda para caminar, pero habían terminado aceptándolo, y la muleta parecía ahora una simple extensión de su cuerpo. Se apoyó cómodamente, dejando oscilar en el aire el aplastado pie izquierdo.
Un desprendimiento de piedras lo había atrapado un año antes, durante un viaje a la orilla del Mar Interior. Lo había atrapado y herido. En su mundo, Barrett habría sido llevado al hospital público más cercano, le habrían colocado unas prótesis y todo arreglado: un tobillo nuevo, un arco nuevo, ligamentos y tendones renovados, una masa de fibras de acrílico homogéneas en el sitio del pie dañado. Pero su mundo estaba a mil millones de años de la Estación Hawksbill, y volver a él era imposible. La lluvia lo golpeó con fuerza, haciendo un ruido sordo contra su cráneo, aplastándole el pelo canoso contra la frente. Frunció el entrecejo. Pensativo, se alejó un poco de la choza.
Barrett era un hombre grande, de un metro noventa y cinco, con ojos oscuros, nariz prominente y un mentón que era un monarca entre mentones. Había llegado a pesar más de ciento veinticinco kilos en su mejor momento, en los viejos tiempos de agitación Arriba, cuando llevaba banderas y gritaba furiosas consignas y escribía manifiestos. Pero ahora pasaba de los sesenta y empezaba a encogerse un poco y la piel se le aflojaba alrededor de los sitios donde habían estado los fuertes músculos. Resultaba difícil conservar el peso en la Estación Hawksbill. La comida era nutritiva, pero le faltaba... intensidad. Después de un tiempo se llegaba a añorar con pasión un filete. Comer guiso de braquiópodos y picadillo de trilobites no era lo mismo.
Pero a Barrett ya se le había pasado toda la amargura. Ése era otro motivo por el que los hombres lo consideraban el líder de la Estación. Era sólido. No se quejaba No despotricaba. Se había resignado a su destino y toleraba el exilio eterno, de manera que podía ayudar a los demás a superar el difícil y desgarrador período de transición, cuando tomaban conciencia del hecho abrumador de que habían perdido para siempre el mundo conocido.
Llegó una figura trotando con torpeza bajo la lluvia: Charley Norton. El jruschevista doctrinario de inclinaciones trotskistas, un revisionista de otros tiempos. Norton era un hombre pequeño y excitable que adoptaba con frecuencia el papel de mensajero cuando había novedades en la Estación. Llegó corriendo hacia la choza de Barrett, resbalando y deslizándose por las piedras desnudas, moviendo frenéticamente los codos.
Al acercarse, Barrett le tendió una mano rolliza.
—Tranquilo, Charley. ¡Tranquilo! ¡Tómatelo con calma o te romperás la crisma!
Norton se detuvo con dificultad delante de la choza. La lluvia le había pegado el cabello ralo contra el cráneo, formando un extraño entretejido. Sus ojos tenían la intensidad fija y brillante del fanatismo, aunque quizá no fuera más que astigmatismo. Mientras trataba de recuperar el aliento se tambaleo hasta la puerta abierta, donde se sacudió como un cachorro mojado. Era evidente que había venido corriendo desde el edificio principal de la Estación, a trescientos metros de distancia. Bajo aquella lluvia había sido una carrera larga y peligrosa; la placa rocosa era muy resbaladiza.
—¿Por qué te quedas ahí en la lluvia? —preguntó Norton.
—Para mojarme —dijo Barrett entrando en la choza y mirando a Norton—. ¿Qué noticias tienes?
—El Martillo está brillando. Pronto vamos a tener compañía.
—¿Cómo sabes que va a ser una remesa viva?
—El Martillo brilla desde hace quince minutos. Eso significa que están tomando precauciones con lo que envían. Es evidente que nos mandan un nuevo prisionero. Por ahora no hay previsto ningún envío de suministros.
Barrett asintió.
—De acuerdo. Iré a ver qué pasa. Si llega uno nuevo supongo que lo pondremos con Latimer.
Norton soltó una risa áspera.
—Quizá sea un materialista. Si lo es, Latimer lo enloquecerá con todas sus tonterías místicas. Quizá lo podríamos poner con Altman.
—Y en media hora lo habría violado.
—No sé si sabes que a Altman ya no le da por eso —dijo Norton—. Ahora, en vez de buscar sustitutos de segunda, trata de crear una mujer verdadera.
—Quizá a nuestro nuevo compañero no le sobre ninguna costilla.
—Muy gracioso, Jim. —A Norton no parecía divertirle la situación. De repente sus ojos brillaron con mayor intensidad—. ¿Sabes qué me gustaría que fuera el nuevo? —preguntó—. Un conservador. Un perfecto reaccionario salido directamente de Adam Smith. ¡Eso es lo que quiero que nos envíen esos cabrones!
—¿No te conformarías con un camarada bolchevique, Charley?
—Este sitio está repleto de bolcheviques —dijo Norton—. Tenemos toda la gama, del rosa pálido al escarlata intenso. ¿Crees que no estoy cansado de ellos? Todo el día por ahí pescando trilobites y discutiendo los méritos relativos de Kerensky y Malenkov. Necesito a alguien con quien hablar, Jim. Alguien con quien pueda pelear.
—Muy bien —dijo Barrett, poniéndose la ropa de lluvia—. Veré qué puedo hacer para sacar del Martillo a alguien con quien puedas discutir. ¿Qué te parece un objetivista alborotador? —Barrett soltó una carcajada. Bajando la voz, agregó—: ¿Sabes una cosa, Charley? Quizá desde las últimas noticias que tuvimos hubo una revolución Arriba. Quizá la izquierda echó a la derecha del poder, y a partir de ahora no nos enviarán más que reaccionarios. ¿Qué te parece? Supongamos que para empezar nos mandan cincuenta o cien soldados de asalto. Tendrías material de sobra para tus debates económicos. Irían ocupando este sitio a medida que rodasen cabezas Arriba. Aumentarían hasta superarnos en número, y entonces los recién llegados podrían incluso dar un golpe y deshacerse de todos los apestosos izquierdistas enviados aquí por el viejo régimen y...
Barrett se calló. Norton lo miraba con inexpresivo asombro, los ojos descoloridos muy abiertos, alisándose convulsivamente el cabello ralo para ocultar la angustia y la vergüenza.
Barrett comprendió que había cometido uno de los crímenes más atroces de la Estación Hawksbill: había hablado de más. Ese arrebato no tenía ninguna justificación. Lo que hacía más embarazosa la situación era el hecho de que él mismo se hubiera permitido ese lujo. Se daba por sentado que él era el hombre fuerte del lugar, el estabilizador, el hombre de integridad y principios y cordura absolutos en quien podían apoyarse los demás cuando sentían que se descontrolaban. Y de repente era él quien había perdido el control. Mala señal. Volvió a sentir un dolor punzante en el pie muerto; quizá fuera ésa la razón.
—Vamos —dijo Barrett conteniendo la voz—. A lo mejor ya tenemos allí al nuevo.
Salieron. La lluvia estaba acabando y la tormenta se trasladaba hacia el mar. Por el este, sobre lo que un día se llamaría el Atlántico, el cielo estaba todavía cubierto de arremolinadas volutas de niebla gris.
El tono de gris normal que presagiaba tiempo seco. Antes de ser enviado a ese lugar, Barrett había esperado encontrar un cielo prácticamente negro, porque en un pasado tan remoto tendría que haber menos partículas de polvo y la luz no se refractaría lo necesario para crear tanto color azul. Pero el cielo había resultado ser de un beige aburrido. Para eso servían las teorías. De todos modos, nunca había pretendido ser un científico.
Los dos hombres caminaron hacia el edificio principal de la Estación bajo la lluvia cada vez menos fuerte. Norton se acomodó sutilmente a la renqueante marcha de Barrett, y Barrett, blandiendo con furia la muleta, hacía lo imposible para que sus padecimientos no los obligaran a aminorar la marcha. En dos ocasiones estuvo a punto de perder pie, y las dos veces se esforzó para que Norton no se diera cuenta de ello.
La Estación Hawksbill se extendía delante de ellos. La Estación ocupaba unas doscientas hectáreas y tenía forma de medialuna. En el centro de todo se levantaba el edificio principal, una enorme cúpula donde se guardaba la mayor parte del equipo y las provisiones de los prisioneros. Flanqueándola a intervalos amplios, brotando de la lustrosa placa rocosa, como enormes y grotescos hongos verdes, se veían las burbujas plásticas de las viviendas individuales. Algunas chozas, como la de Barrett, estaban revestidas con chapas de hojalata que habían rescatado de los envíos de Arriba. Otras no tenían protección, no eran más que plástico desnudo, tal como había salido del estampador.
El número de chozas rondaba las ochenta. En ese momento había ciento cuarenta presos en la Estación Hawksbill, cantidad casi récord, que indicaba un aumento de temperatura en la escena política de Arriba. Hacía mucho tiempo que la gente de Arriba no se molestaba en enviarles materiales de construcción, así que todos los nuevos que llegaban tenían que compartir vivienda. Barrett y otros cuyo destierro había empezado antes de 2014 tenían el privilegio de ocupar viviendas privadas si así lo deseaban. Algunos hombres no querían vivir solos; Barrett, para conservar su propia autoridad, creía que estaba obligado a hacerlo.
A medida que iban llegando, los nuevos desterrados se acomodaban con los que vivían solos. Las chozas privadas eran entregadas en orden inverso de antigüedad. A esas alturas, la mayoría de los desterrados que habían llegado antes de 2015 se habían visto obligados a aceptar compañeros de habitación. Si llegaba otra docena de deportados, el grupo de 2014 tendría que empezar a compartir la vivienda. Por supuesto, los mayores iban muriendo, lo que facilitaba un poco las cosas, y había muchos hombres a los que no sólo no les importaba tener compañía en las chozas, sino que la buscaban.
Sin embargo, Barrett creía que un hombre sentenciado a cadena perpetua sin esperanza de libertad condicional debía gozar del privilegio de la privacidad. Uno de los mayores problemas en la Estación Hawksbill era impedir que los hombres enloquecieran por falta de intimidad. En un sitio como ése la proximidad podía ser intolerable.
Norton señaló la enorme cúpula de plástico brillante del edificio principal.
—Está entrando Altman. Y Rudiger. Y Hutchett. ¡Algo sucede!
Con un gesto de dolor, Barrett aceleró el paso. Algunos de los hombres que entraban en el edificio vieron la figura corpulenta que venía por el camino rocoso y la saludaron con la mano. Barrett les respondió levantando un brazo macizo. Sentía que crecía la excitación. La llegada de cada hombre nuevo a la estación era un gran acontecimiento, casi el único acontecimiento que ocurría allí. Sin nuevos hombres, no tenían manera de saber lo que sucedía Arriba. Hacía seis meses que no llegaba nadie a Hawksbill, después del aluvión del año anterior. Durante un tiempo habían aparecido cinco hombres por día, y entonces el flujo se había detenido. Sin más novedades. Seis meses sin ningún desterrado: era el intervalo más largo que recordaba Barrett. Habían empezado a sospechar que no enviarían a nadie más a la Estación. Lo cual sería una catástrofe. Nuevos hombres era lo único que separaba a los presos más antiguos de la locura. Los nuevos traían noticias del futuro, noticias del mundo que ellos habían dejado atrás para toda la eternidad. Y contribuían con la interacción de nuevas personalidades en un grupo cerrado que siempre estaba en peligro de anquilosarse.
Por otra parte, Barrett tenía conciencia de que algunos de los hombres —entre los que él no se contaba— vivían con la ilusa esperanza de que la próxima persona que llegase fuera una mujer.
Por eso acudían todos al edificio principal, para ver qué ocurriría cuando el Martillo empezara a brillar. Barrett renqueó bajando por el camino. Cuando llegaron a la entrada terminaron de caer las últimas gotas.
Dentro del edificio, sesenta o setenta residentes de la estación se apiñaban en la cámara del Martillo: casi todos los hombres del lugar en condiciones físicas y mentales de mostrar alguna curiosidad por un recién llegado. Mientras Barrett avanzaba hacia el centro del grupo, lo fueron saludando a gritos. Barrett asentía, sonreía y desviaba las preguntas con gestos amistosos.
—¿Quién va a ser esta vez, Jim?
—Tal vez una muchacha, ¿verdad? De unos diecinueve años, rubia, con un cuerpo...
—Espero que sepa, de todos modos, jugar al ajedrez estocástico.
—¡Mira el brillo! ¡Está aumentando!
Barrett, como los demás, miró el Martillo, y advirtió el cambio que se estaba produciendo en la gruesa columna que era el dispositivo de viaje temporal. La compleja e intrincada colección de instrumentos insondables ardía ahora con un color rojo cereza, anunciando el paso de quién sabe cuántos kilovatios bombeados por los generadores en el otro extremo de la línea, Arriba. Hubo un silbido en el aire; el suelo retumbó un poco. El brillo se había extendido ahora al Yunque, la ancha placa de aluminio sobre la que caían todos los cargamentos del futuro. En otro instante...
—¡Condición Carmesí! —gritó alguien—. ¡Ahí viene!
2
Mil millones de años en el futuro estaba entrando una ola de energía en el verdadero Martillo del que aquél no era más que una réplica parcial. La potencia crecía por momentos en la enorme habitación sombría que en la Estación Hawksbill todos recordaban de manera muy vívida. Un hombre —u otra casa, quizá un envío de suministros— estaba en ese momento en aquella habitación, en el centro del verdadero Yunque, engullido por el destino. Barrett sabía lo que era estar allí, esperando a que el Campo de Hawksbill lo envolviera a uno y lo lanzara hasta comienzos del paleozoico. Unos ojos fríos lo miraban a uno mientras esperaba el destierro, y aquellos ojos brillaban de manera triunfal, diciéndote que estaban encantados de deshacerse de ti. Y entonces el Martillo hacía su trabajo y tú emprendías el viaje sin regreso. El efecto de ser enviado por el tiempo se parecía mucho al golpe de un gigantesco Martillo clavándote en las paredes del continuo: de ahí las metáforas para las partes funcionales de la máquina.
Todo lo que tenían en la Estación Hawksbill había llegado a través del Martillo. El montaje de la Estación había sido un trabajo largo, lento y caro, obra de hombres metódicos, dispuestos a realizar todos los esfuerzos necesarios para deshacerse de sus opositores de una manera que consideraban humana y acorde con el siglo XX. Primero, el Martillo había abierto un sendero en el tiempo y enviado al pasado el núcleo de la Estación receptora. Como no había una Estación receptora a mano en el paleozoico para recibir la Estación receptora, algunas cosas se habían perdido de manera inevitable. No era estrictamente necesario tener un Martillo y un Yunque en el extremo receptor, excepto para controlar de manera precisa la dispersión temporal; pero sin el equipo receptor, el campo tendía a desviarse un poco. Envíos realizados de manera consecutiva el mismo día o la misma semana, sin un equipo receptor que los guiase podían desparramarse con facilidad a lo largo de veinte o treinta años en el pasado. Había mucha de esa basura temporal, alrededor de la Estación Hawksbill: materiales destinados a la instalación original que, debido a imprecisiones en el envío en los días anteriores al Martillo, habían aterrizado a un par de décadas (y a un par de cientos de kilómetros) del sitio deseado.
A pesar de esas dificultades, las autoridades habían terminado enviando al sitio temporal matriz la cantidad suficiente de componentes como para construir una Estación receptora. Era como enhebrar una aguja por control remoto usando manipuladores de kilómetros de largo, pero lo consiguieron. Por supuesto, durante todo ese tiempo la Estación estuvo deshabitada; el gobierno no había querido perder a ninguno de sus ingenieros enviándolos a montar el mecanismo, porque no podrían regresar. Pero finalmente habían ido los primeros prisioneros: prisioneros políticos, claro, pero elegidos por su formación técnica. Antes de ser enviados al pasado habían recibido instrucciones para armar las partes del Martillo y del Yunque.
Al llegar a la Estación podrían, desde luego, negarse a cooperar. Allí estaban fuera del alcance de las autoridades. Pero les convenía preparar la Estación receptora para así tener nuevos suministros de Arriba. Habían hecho el trabajo. Después, hacer funcionar la Estación Hawksbill había resultado fácil.
Ahora brillaba el Martillo. Eso significaba que habían activado el Campo de Hawksbill en el extremo emisor, alrededor de 2028 o 2030. Todo se enviaba desde allí. Todo se recibía aquí. El viaje temporal no funcionaba en sentido contrario. Nadie sabía bien por qué, aunque se decían muchas cosas superficialmente profundas acerca de la entropía y de la velocidad temporal infinita que habría que lograr para tratar de acelerar siguiendo el eje normal del flujo cronológico, es decir, del pasado al futuro.
El silbido que se oía en la sala empezó a aumentar de manera ensordecedora a medida que los bordes del Campo de Hawksbill empezaban a ionizar la atmósfera. Entonces llegó el esperado trueno de la implosión causada por el solapamiento imperfecto de la cualidad del aire sacado de esa época y la cantidad introducida en ella desde el futuro.
Y entonces, bruscamente, un hombre cayó desde el Martillo y se quedó, aturdido y blando, sobre el brillante Yunque.
Parecía muy joven, lo cual sorprendió bastante a Barrett. Aparentaba bastante menos de treinta años. Por lo general, sólo condenaban al exilio en la Estación Hawksbill a hombres de edad madura. Sólo enviaban a los incorregibles, a los hombres que había que separar de la humanidad por él bien de la mayoría. El hombre más joven del lugar rondaba los cuarenta en el momento de la llegada. Al ver a ese muchacho delgado y bien parecido, un par de hombres que había en la sala soltaron un silbido de angustia, y Barrett entendió la constelación de emociones que los atormentaba.
El nuevo se incorporó. Se desperezó, un niño que sale de un sueño largo y profundo. Miró alrededor. Llevaba puesta una túnica gris sencilla, y debajo una tela de hilo iridiscente. Tenía cara en forma de cuña, que se estrechaba en el mentón, y ahora estaba muy pálido. Sus labios delgados parecían exangües. Sus ojos azules parpadearon con rapidez. Se frotó las cejas, que eran rubias y casi invisibles. Movió la boca como si quisiera decir algo pero no encontrara las palabras.
Las sensaciones producidas por el viaje en el tiempo no eran psicológicamente nocivas, pero podían vivirse como un fuerte golpe. Los últimos momentos antes del descenso del Martillo se parecían mucho a los momentos finales bajo la guillotina, dado que el destierro a la Estación Hawksbill equivalía a una sentencia de muerte. El prisionero a punto de partir miraba por última vez el mundo del transporte en cohetes y de órganos artificiales y de visifonos, el mundo en el que había vivido y amado y agitado por una causa política sagrada, y entonces el Martillo bajaba y lo clavaba instantáneamente hasta el pasado inconcebiblemente remoto, en una trayectoria irreversible. Resultaba bastante tenebroso, y no era nada sorprendente que llegaran a la Estación Hawksbill en un estado de shock emocional.
Barrett se abrió paso hacia la máquina. Automáticamente, le hicieron sitio. Llegó al borde del Yunque y se inclinó, alargando una mano hacia el nuevo. Su ancha sonrisa recibió como respuesta una mirada de vidriosa perplejidad.
—Soy Jim Barrett. Bienvenido a la Estación Hawksbill.
—Yo... la Estación...
—Mira, sal de ahí antes de que te caiga encima una carga de verduras. Quizá estén transmitiendo todavía.
Barrett, ocultando un gesto de dolor mientras cambiaba de postura, ayudó al hombre a bajar del Yunque. No sería nada raro que los idiotas de Arriba enviasen otro cargamento un minuto después de mandar al hombre, sin preocuparse de que el hombre hubiese tenido tiempo para salir del Yunque. Cuando se trataba de prisioneros, los de Arriba no mostraban ninguna empatía.
Barrett llamó por señas a Mel Rudiger, un anarquista regordete y pecoso de cara blanda y rosada. Rudiger entregó al nuevo una cápsula de alcohol. El nuevo la apretó contra el brazo sin decir una palabra, y se le animó la mirada.
—Toma un caramelo —dijo Charley Norton—. Enseguida te subirá el nivel de la glucosa.
El hombre lo rechazó, moviendo la cabeza como si estuviera en una atmósfera líquida. Parecía atontado, un verdadero caso de shock temporal, pensó Barrett, quizá el peor que había visto hasta ese momento. El recién llegado ni siquiera había hablado todavía. El efecto ¿podía de verdad ser tan extremo? Quizá para un joven la impresión de ser arrancado de su época resultaba más fuerte que para los demás.
—Te llevaremos a la enfermería —dijo Barrett con voz suave—, y te harán una revisión, ¿de acuerdo? Después te asignaré un sitio para vivir. Más tarde habrá tiempo para que veas esto y conozcas a todo el mundo. ¿Cómo te llamas?
—Hahn. Lew Hahn.
La voz del hombre fue un susurro áspero.
—No te oigo —dijo Barrett.
—Hahn —repitió el hombre, con voz apenas audible.
—¿De qué año vienes, Lew?
—De 2029.
—¿Te sientes muy mal?
—Horrible. No puedo creer que esto me está ocurriendo a mí. La Estación Hawksbill no existe, ¿verdad?
—Me temo que sí —dijo Barrett—. Al menos para la mayoría de nosotros. Algunos de los muchachos creen que es una ilusión inducida por drogas, que seguimos estando en el siglo XXI. Pero yo tengo mis dudas. Si es una ilusión, es una ilusión muy buena. Mira.
Rodeó la espalda de Hahn con un brazo y lo guió entre los hombres de la Estación, sacándolo de la cámara del Martillo y llevándolo por el pasillo hacia la cercana enfermería. Aunque Hahn parecía delgado, casi frágil, Barrett se sorprendió al sentir los abultados y acerados músculos de aquellos hombros. Sospechaba que ese hombre era mucho menos indefenso e inútil de lo que parecía en el momento. Tenía que serlo, para merecer el destierro a la Estación Hawksbill. Resultaba caro arrojar a un hombre a tanta distancia en el tiempo; no enviaban allí a cualquiera.
Barrett y Hahn salieron por la puerta abierta del edificio.
—Mira aquello —ordenó Barrett.
Hahn miró. Se pasó una mano por los ojos como si quisiera quitarse una telaraña invisible y volvió a mirar.
—Un paisaje de finales del período cámbrico —dijo Barrett con voz tranquila—. Ver esto sería el sueño de cualquier geólogo, pero parece que los geólogos no tienden a convertirse en prisioneros políticos. Delante tienes lo que llaman la región de los Apalaches. Es una franja de roca de unos pocos centenares de kilómetros de ancho y unos pocos miles de kilómetros de largo, que va del golfo de México a Terranova. Al este tenemos el océano Atlántico. Un poco al este hay una cosa llamada el geosinclinal de los Apalaches, una depresión de cerca de ochocientos kilómetros de ancho llena de agua. Unos tres mil kilómetros hacia el oeste hay otra depresión, lo que llaman el geosinclinal cordillerano. También está llena de agua, y en esta etapa de la historia geológica el sendero de tierra que separa los dos geosinclinales está por debajo del nivel del mar, de manera que la región de los Apalaches termina donde está el Mar Interior, allá por el oeste. Del otro lado del Mar Interior hay una estrecha masa terrestre, llamada Cordillera de las Cascadas, que corre de norte a sur y que algún día será California y Oregon y Washington. No es necesario contener la respiración hasta que ocurra. Ojalá te guste el marisco, Lew.
Hahn miró, y Barrett, a su lado en la puerta, miró también. Lo que veían los seguía maravillando. Uno nunca terminaba de acostumbrarse a la extrañeza de ese lugar, ni siquiera después de haber vivido en él veinte años, como le ocurría a Barrett. Era la Tierra, pero tampoco era la Tierra, porque era un sitio sombrío y vacío e irreal. ¿Dónde estaban las bulliciosas ciudades? ¿Dónde estaban las autopistas electrónicas? ¿Dónde estaba el ruido, la polución, el colorido? Nada de eso había nacido todavía. Ése era un sitio silencioso y estéril.
Por supuesto, los océanos grises estaban llenos de vida. Pero en esa etapa de la evolución no había otra forma de vida sobre tierra firme que los entrometidos hombres de la Estación Hawksbill. La superficie del planeta, donde asomaba saliendo de los mares, era una placa de roca desnuda, vacía y monótona, interrumpida sólo por esporádicas manchas de musgo en las esporádicas manchas de tierra que habían logrado formarse. Hasta habrían acogido con alegría unas pocas cucarachas; pero aparentemente los insectos estaban todavía a un par de períodos geológicos por delante. Para los habitantes de tierra firme aquél era un mundo muerto, un mundo nonato.
Hahn se apartó de la puerta, moviendo la cabeza. Barrett lo condujo por el pasillo hasta la sala pequeña y bien iluminada que servía de enfermería de la Estación. Doc Quesada lo estaba esperando.
En realidad Quesada no era médico, pero en una época había sido técnico de primeros auxilios, y con eso bastaba. Era un hombre compacto y moreno, de pómulos abultados y nariz con forma de cuña invertida. En su enfermería mostraba una total seguridad. Después de todo, no había perdido demasiados pacientes. Barrett le había visto quitar apéndices y suturar heridas y amputar miembros con total aplomo. Con aquella bata ligeramente raída, Quesada tenía suficiente aspecto de médico como para cumplir su papel de manera convincente.
—Doc, éste es Lew Hahn. Está con un shock temporal. Cúralo.
Quesada guió al nuevo hasta una camilla y le bajó la cremallera de la túnica gris. Después buscó el botiquín. Ahora la Estación Hawksbill estaba bien equipada para la mayoría de las emergencias. A la gente de Arriba no le preocupaba mucho lo que sucedía a los prisioneros de la Estación, pero no tenía ninguna intención de ser inhumana con hombres que ya no podrían hacer daño, y de vez en cuando mandaban todo tipo de cosas útiles, como anestesia y pinzas y diagnostatos y medicamentos y sondas cutáneas. Barrett recordaba una época, al principio, cuando no había allí mucho más que chozas vacías, y si un hombre se lastimaba se metía en verdaderas dificultades.
—Ya ha tomado un trago —dijo Barrett—. Creo que es necesario que lo sepas.
—Ya veo —murmuró Quesada. Se rascó el bigote rojizo, corto e hirsuto. El pequeño diagnostato de la camilla se había puesto a trabajar enseguida, mostrando información sobre la presión sanguínea, el nivel de potasio, el grado de dilatación, el flujo vascular, la flexibilidad alveolar y mucho más. Quesada no parecía tener dificultades para comprender el aluvión de datos que pasaban por la pantalla y aterrizaban en la cinta de confirmación. Después de un rato se volvió hacia Hahn y dijo—: ¿Verdad que no estás realmente enfermo? Sólo un poco aturdido. No te culpo. Mira, te voy a inyectar algo para calmarte los nervios, y enseguida te pondrás bien. Tan bien como cualquiera de nosotros, supongo.
Apoyó un tubo en la carótida de Hahn y lo apretó con el pulgar. Hubo un zumbido subsónico y el compuesto tranquilizador entró en el torrente sanguíneo del hombre. Hahn se estremeció.
—Déjalo descansar cinco minutos —le dijo Quesada a Barrett—. Entonces se le habrá pasado.
Dejaron a Hahn acostado en la camilla y salieron de la enfermería.
—Éste es mucho más joven de lo habitual —dijo Quesada en el pasillo.
—Ya me di cuenta. Y también el primero en varios meses.
—¿Crees que está ocurriendo alguna cosa rara Arriba?
—No sé qué decir. Pero una vez que Hahn recupere un poco de energías tendré con él una larga conversación. —Barrett miró al diminuto médico y dijo—: Hay algo que te quería preguntar. ¿Cuál es el estado de Valdosto?
Valdosto había sufrido un colapso psicótico hacía varias semanas. Quesada lo tenía drogado y trataba de que volviera poco a poco a aceptar la realidad de la Estación Hawksbill.
—No ha habido ningún cambio —contestó, encogiéndose de hombros—. Esta mañana esperé a que saliera del efecto de las drogas, y seguía en el mismo estado.
—¿Crees que se recuperará?
—Lo dudo. Se ha quebrado para siempre. Arriba podrían haberlo recompuesto; pero...
—Sí —dijo Barrett—. Si hubiera podido volver Arriba, Valdosto no se habría quebrado. Por lo tanto, haz todo lo necesario para que se sienta feliz. Si no puede estar cuerdo, que por lo menos esté cómodo.
—Te duele mucho lo que le ha pasado a Valdosto, ¿verdad, Jim?
—¿Tú qué crees? —Los ojos de Barrett parpadearon un instante—. Él y yo anduvimos juntos casi desde el principio. Cuando empezaba a organizarse el partido, cuando estábamos llenos de fuerza y de ideales. Yo era el coordinador, él el tirabombas. Creía tanto en los derechos del hombre que era capaz de mutilar a cualquiera que no acatase una adecuada línea liberal. Tenía que calmarlo todo el tiempo. No sé si sabes que cuando éramos muy jóvenes Val y yo compartimos un apartamento en Nueva York...
—Tú y Val no fuisteis muy jóvenes al mismo tiempo —le recordó Quesada.
—No, es cierto —dijo Barrett—. Él tenía quizá dieciocho años y yo rondaba los treinta. Pero él siempre aparentó ser mayor de lo que era. Y teníamos ese apartamento. Y chicas. Chicas todo el tiempo, que iban y venían y a veces vivían allí unas semanas. Val siempre decía que un verdadero revolucionario necesita mucho sexo. Hawksbill, el cabrón, también iba por allí, aunque no sabíamos que estaba trabajando en algo que después nos dañaría a todos. Y Bernstein. Nos quedábamos despiertos toda la noche, bebiendo ron barato, y Valdosto se ponía a planear asaltos terroristas y nosotros lo hacíamos callar y... —Barrett frunció el ceño—. Al diablo con todo eso. El pasado está muerto. Quizá sería mejor que Val también lo estuviese.
—Jim...
—Cambiemos de tema —dijo Barrett—. ¿Qué tal está Altman? ¿Sigue con los temblores?
—Está construyendo una mujer —dijo Quesada.
—Es lo que me dijo Charley Norton. ¿Qué usa? Un trapo, un hueso...
—Le di algunos productos químicos sobrantes para que se entretuviera. Elegidos, sobre todo, por el color. Tiene algunos feos compuestos verdes de cobre y un poco de alcohol etílico y algo de sulfato de zinc y seis o siete cosas más, y juntó un poco de tierra y la mezcló con muchos mariscos muertos y está esculpiendo todo eso, dándole una forma según él femenina y esperando a que le caiga un relámpago y le infunda vida.
—En otras palabras —dijo Barrett—, se ha vuelto loco.
—Creo que no te equivocas. Pero por lo menos ya no molesta a sus amigos. Por lo que recuerdo, no creías que la fase homosexual de Altman fuera a durar mucho.
—No, pero tampoco creía que fuera a pasarse para el otro lado, Doc. Si un hombre necesita sexo y encuentra aquí a alguien dispuesto a complacerlo, no me parece mal, siempre que no ofendan a nadie abiertamente. Pero cuando Altman se pone a fabricar una mujer con tierra y carne podrida de braquiópodos, no hay duda de que lo hemos perdido para siempre. Qué pena.
Los ojos oscuros de Quesada miraron hacia el suelo.
—Jim, a todos nos espera ese destino, tarde o temprano.
—Yo todavía no me he quebrado. Tú tampoco.
—Danos tiempo. Tú llevas aquí sólo once años.
—Altman lleva sólo ocho —dijo Barrett—. Valdosto aún menos.
—Algunos caparazones se rompen con más rapidez que otros —dijo Quesada—. Bueno, ahí está nuestro amigo.
Hahn había salido de la enfermería para reunirse con ellos. Todavía se lo veía pálido y abatido, pero ya no tenía aquel susto en la mirada. Empezaba, pensó Barrett, a adaptarse a lo impensable.
—No pude evitar oír parte de vuestra conversación —dijo—. ¿Son muy comunes aquí las enfermedades mentales?
—Algunos de los hombres no han encontrado la manera de hacer algo que tenga sentido para ellos —dijo Barrett—. Los carcome el aburrimiento.
—¿Qué se puede hacer aquí que tenga sentido?
—Quesada cuenta con su trabajo médico. Yo tengo responsabilidades administrativas. Un par de compañeros están estudiando la vida marina, haciendo una verdadera investigación científica. Tenemos un periódico que aparece de vez en cuando y que mantiene ocupados a algunos de los muchachos. Están la pesca y el excursionismo transcontinental. Pero siempre hay algunos que se abandonan a la desesperación y se quiebran. Diría que en este momento, entre los ciento cuarenta residentes, tenemos aquí treinta o cuarenta locos de verdad.
—No está tan mal —dijo Hahn— si tenemos en cuenta la inherente inestabilidad de los hombres enviados a este sitio y las condiciones de vida poco comunes que encontraron.
—¿Inherente estabilidad? —repitió Barrett—. Eso no lo sé. La mayoría creíamos que éramos muy cuerdos, y que luchábamos del lado justo. ¿Tú crees que por ser revolucionario un hombre está ipso facto loco? Y si lo crees, Hahn, ¿qué demonios haces aquí?
—Me malinterpreta, señor Barrett. Sabe Dios que no estoy estableciendo ningún paralelo entre las actividades antigubernamentales y los desequilibrios mentales. Pero tendrá que admitir que mucha de la gente que atrae cualquier movimiento revolucionario es... bueno, un poco trastornada.
—Valdosto —murmuró Quesada—. Tirando bombas.
—De acuerdo —dijo Barrett, soltando una carcajada—. Eh, Hahn, qué expresivo te has vuelto de repente. No te pareces al hombre que hacía unos minutos no podía articular ni una palabra. ¿Qué tenía eso que te inyectó Doc Quesada?
—No quise darme ningún aire de superioridad —se apresuró a decir Hahn—. Si parecí petulante y condescendiente, lo que quise decir fue que...
—Olvídalo. De todos modos ¿qué hacías Arriba?
—Era economista.
—Justo lo que necesitamos —dijo Quesada—. Nos puede ayudar a resolver el problema del balance de pagos.
—Si allá eras economista, aquí tendrás mucho de que hablar —dijo Barrett—. Este sitio está lleno de teóricos de la economía chiflados que querrán contrastar sus ideas con las tuyas. En algunos casos rozan la cordura. Me refiero a las ideas. Acompáñame; quiero mostrarte el sitio donde vas a parar.
3
El sendero que llevaba del edificio principal a la choza donde vivía Donald Latimer era sobre todo cuesta abajo, cosa que Barrett agradecía aunque sabía que dentro de un rato, al volver, tendría que esforzarse subiendo la cuesta. La choza de Latimer estaba en el borde oriental de la Estación y un poco por encima. Hahn y Barrett caminaron despacio hacia ella. Hahn se mostraba preocupado por la pierna herida de Barrett, y a Barrett le molestaba el esfuerzo exagerado que hacía el joven para seguirle el ritmo.
Lo desconcertaba ese Hahn. El hombre estaba lleno de aparentes contradicciones. Como, por ejemplo, aparecer allí con el peor caso de shock temporal que Barrett había visto jamás y después recuperarse con notable rapidez. O parecer frágil y tímido, pero ocultar sólidos músculos debajo de la túnica. Dar una apariencia exterior de incompetencia general, pero mostrar un tranquilo dominio a la hora de hablar. Barrett se preguntaba qué habría hecho ese joven pulcro para ganarse el viaje a la Estación Hawksbill. Pero ya tendría tiempo de averiguarlo. Todo el tiempo del mundo.
Hahn señaló el horizonte con la mano y dijo:
—¿Todo es así? ¿Roca y océano?
—Eso es todo. La vida terrestre aún no ha evolucionado. No lo hará por bastante tiempo. Todo es maravillosamente simple, ¿verdad? Nada de amontonamientos. Nada de expansiones urbanas. Nada de atascos. Hay algo de musgo trasladándose a la tierra firme, pero no mucho.
—¿Y en el mar? ¿Hay dinosaurios nadando por ahí?
Barrett negó con la cabeza.
—No habrá vertebrados hasta dentro de treinta, cuarenta millones de años. Llegarán en el ordovícico, y nosotros estamos en el cámbrico. Ni siquiera tenemos peces todavía, y mucho menos reptiles. Sólo podemos ofrecer cosas que se arrastran. Algunos mariscos, unas cosas grandes y feas parecidas a calamares, y trilobites. Tenemos, más o menos, setecientos mil millones de especies diferentes de trilobites. Y un hombre del grupo, llamado Mel Rudiger, el que te dio el trago cuando llegaste, los colecciona. Rudiger está escribiendo el texto definitivo sobre los trilobites. Su obra maestra.
—Pero nadie tendrá la oportunidad de leerlo... en el futuro.
—Arriba, decimos nosotros.
—Arriba.
—Qué pena —dijo Barrett—. Una obra tan brillante y desaprovechada, porque aquí a nadie le importa un bledo la vida y las desgracias de los trilobites, y Arriba nadie se enterará jamás. Pedimos a Rudiger que grabara el libro en placas de oro imperecederas con la esperanza de que lo encontraran algún día los paleontólogos. Pero dice que hay muy pocas probabilidades de que eso llegue a sus manos. Mil millones de años, de geología comerán las placas sin remedio antes de que alguien las encuentre. Y si alguna vez aparecieran, lo más probable es que fue tan usadas para iniciar una nueva religión o algo parecido..
Hahn hizo una mueca.
—¿Por qué el aire tiene un olor tan extraño?
—La composición es diferente —dijo Barrett—. La hemos analizado. Más nitrógeno, un poco menos de oxígeno, casi nada de dióxido de carbono. Pero en realidad no te resulta extraño por eso. Ocurre que aquí el aire es puro, incontaminado por los júbilos de la vida. Nadie excepto nosotros lo ha estado respirando, y no somos tantos.
—Me defraudó un poco que esto esté tan vacío —dijo Hahn, sonriendo—. Esperaba junglas exuberantes de plantas extrañas, y pterodáctilos girando en el aire y quizá un tiranosaurio chocando contra una valla de la Estación.
—Nada de junglas. Nada de pterodáctilos. Nada de tiranosaurios. Nada de vallas. No hiciste tus deberes.
—Lo siento.
—Estamos a finales del período cámbrico. La vida es exclusivamente marina.
—Fueron muy considerados al elegir una era tan pacífica como basurero para los prisioneros políticos —dijo Hahn—. Tenía miedo de que no hubiera más que dientes y garras.
Barrett soltó un escupitajo.
—¡Así que considerados! Buscaban una era en la que no pudiéramos dañar su medio ambiente. Eso significaba que tenían que mandarnos a un tiempo anterior a la evolución de los mamíferos, no fuera que por accidente agarráramos al antepasado de toda la humanidad y le retorciéramos el pescuezo. Y ya que estaban, decidieron escondernos en un pasado tan remoto que estaríamos a una enorme distancia de toda vida terrestre, siguiendo la teoría de que si matábamos a una cría de dinosaurio, podíamos afectar todo el curso del futuro. Su mundo.
—¿No les importa que atrapemos unos pocos trilobites?
—Es evidente que creen que no hay riesgos —dijo Barrett—. Los hechos parecen darles la razón. La Estación Hawksbill lleva aquí veinticinco años y no da la sensación de que hayamos alterado la historia futura de manera perceptible. Todo sigue igual, a pesar de nuestra presencia en este sitio. Por supuesto, tienen la precaución de no mandarnos mujeres.
—¿Por qué?
—Para que no empecemos a reproducirnos y a perpetuarnos. Eso ¡cómo enredaría las cosas a lo largo del tiempo! Una exitosa avanzada humana plantada aquí, mil millones de años antes de Cristo, y que ha tenido todo ese tiempo para evolucionar y mutar y crecer.
—Una línea evolutiva aparte.
—Por supuesto —dijo Barrett—. Cuando llegase el siglo XX, mandarían nuestros descendientes, sin importar qué clase de criaturas fueran para ese entonces, y los demás tipos de seres humanos estarían probablemente haciendo trabajos forzados, y se habrían creado más paradojas de las que uno puede imaginar. Por eso no nos mandan mujeres.
—Pero envían mujeres al pasado.
—Sí, claro —dijo Barrett—. Hay también una cárcel para mujeres, pero está a unos cientos de millones de años en el futuro, a finales del silúrico, y los dos grupos jamás se encontrarán. Por eso Ned Altman trata de fabricarse una mujer con tierra y basura.
—Dios necesitó menos para hacer a Adán.
—Ned Altman no es Dios —señaló Barrett—. En eso radica su problema. Mira, ésta es la choza donde te vas a quedar, Hahn. Te pongo con Don Latimer. Es una persona sensible, interesante y agradable. Antes de meterse en política era físico, y lleva aquí unos doce años. Tengo que advertirte que últimamente está explorando una firme y algo disparatada veta mística. El tipo con el que vivía se mató el año pasado, y desde entonces Don ha estado tratando de encontrar una manera de salir de la Estación mediante el uso de poderes extrasensoriales.
—¿Lo hace en serio?
—Me temo que sí. Y nosotros también tratamos de tomarlo a él en serio. En la Estación Hawksbill todos aceptamos las rarezas de los demás; es la única manera de evitar una epidemia de psicosis. Latimer quizá trate de que colabores con él en su proyecto. Si no te gusta vivir con él, puedo cambiarte a otro sitio. Pero quiero ver cómo reacciona ante alguien que es nuevo en la Estación. Me gustaría que intentaras vivir con él.
—Quizá pueda incluso ayudarle a encontrar esa puerta extrasensorial que busca.
—Si la encuentras, llévame contigo —dijo Barrett.
Los dos se echaron a reír. Después Barrett llamó a la puerta de Latimer. No hubo respuesta. Esperó un momento y entonces la abrió de un empujón. En la Estación Hawksbill no había cerraduras.
Latimer estaba sentado en el suelo de piedra, con las piernas cruzadas, meditando. Era un hombre delgado, de expresión suave, piel apergaminada y boca triste, y empezaba a mostrar signos de vejez. En ese momento parecía estar por lo menos a un millón de kilómetros de distancia, totalmente ajeno a la presencia de ellos. Hahn se encogió de hombros. Barrett se llevó un dedo a los labios. Esperaron en silencio unos minutos, mientras Latimer comenzaba a salir del trance.
Se levantó de un solo movimiento fluido, sin usar las manos.
—¿Acabas de llegar? —dijo en tono amable, sin levantar la voz.
—Hace menos de una hora. Soy Lew Hahn.
—Donald Latimer. —Latimer no ofreció estrecharle la mano—. Lamento tener que conocerte en este ambiente. Pero quizá no tengamos que seguir tolerando esta forma ilegal de prisión durante mucho tiempo más.
—Don, Lew se queda a vivir contigo. Creo que podéis llevaros bien. Él era economista en 2029, hasta que le aplicaron el Martillo.
Los ojos del Latimer se animaron.
—¿Dónde vivías? —preguntó.
—En San Francisco.
Los ojos perdieron el brillo, como si hubieran recibido una mala noticia.
—¿Estuviste alguna vez en Toronto? —dijo Latimer.
—¿Toronto? No —respondió Hahn.
—Yo soy de allí. Tenía una hija que ahora anda por los veintitrés años, Nella Latimer, y pensé si la conocerías...
—No. Lo siento.
Latimer soltó un suspiro.
—No era muy probable que la conocieras. Pero me encantaría saber en qué clase de mujer se ha convertido. La última vez que la vi era una niña pequeña. Tenía... a ver... tenía diez años, casi once. Supongo que ahora estará casada. A lo mejor hasta tengo nietos. O quizá la mandaron a la otra Estación. Es posible que haya actuado en política y... —Latimer hizo una pausa—. Nella Latimer... ¿Estás seguro de que no la conociste?
Barrett los dejó solos, Hahn con expresión preocupada y comprensiva, Latimer confiado, abierto, esperanzado. Daba la sensación de que se iban a llevar muy bien. Barrett le pidió a Latimer que a la hora de la cena acompañase al nuevo al edificio principal para poder presentarlo a todos, y se fue. Había empezado a caer de nuevo una llovizna fría. Barrett caminó despacio, con dolor, subiendo la cuesta, ahogando un gruñido cada vez que apoyaba el cuerpo en la muleta.
Había sido triste ver cómo desaparecía la luz de los ojos de Latimer al oír que Hahn no sabía nada de su hija. La mayor parte del tiempo, los hombres de la Estación Hawksbill trataban de no hablar de su familia. Preferían, sabiamente, tener bien reprimidos esos torturadores recuerdos. Pensar en los seres amados era sentir el dolor de la amputación, desesperado e incurable. Pero la llegada de nuevos prisioneros solía remover los viejos lazos. Nunca había noticias de los parientes, y obtenerlas resultaba imposible porque los hombres de la Estación no tenían manera de comunicarse con nadie de Arriba. Enviar algo hacia adelante en el tiempo, aunque sólo fuera una milésima de segundo, resultaba imposible.
Imposible pedir la foto de un ser amado, imposible encargar remedios o instrumentos, imposible conseguir un libro determinado o una cinta codiciada. De manera mecánica, impersonal, las autoridades de Arriba hacían envíos periódicos a la Estación de cosas que podían ser útiles para los presos: material de lectura, medicinas, equipo, alimentos. Pero eso siempre estaba elegido al azar, de manera impredecible, extraña. De vez en cuando sorprendían con su generosidad, como cuando enviaron una caja de Borgoña, o un paquete de cintas sensoriales, o un aparato para cargar la batería. Esos regalos significaban por lo general que se había producido un breve deshielo en la situación del mundo. El descenso de la tensión solía producir un efímero deseo de ser buenos con los chicos de la Estación Hawksbill.
Pero tenían una política estricta en cuanto al envío de información sobre los parientes. O en cuanto al envío de periódicos y revistas. Buen vino, sí; un tridim de una hija que no podrían abrazar nunca más, no.
Por lo que sabían Arriba, no había nadie vivo en la Estación Hawksbill. Una plaga podía haber matado a todo el mundo hacía diez años, pero no tenían manera de averiguarlo. Ni siquiera podían estar seguros de que los desterrados hubiesen sobrevivido durante el viaje al pasado. Todo lo que habían comprobado, a partir de los experimentos de Hawksbill, era que un viaje al pasado de menos de tres años probablemente no sería fatal; alargar la duración de los experimentos más allá de ese punto resultaba poco práctico. ¿Qué efecto produciría moverse mil millones de años a través del tiempo? Eso no lo había sabido con certeza ni siquiera el propio Edmond Hawksbill.
De manera que siguieron haciendo envíos a los prisioneros, basados en la suposición ciega de que estaban vivos y podían recibirlos. El gobierno hacía señas con previsible continuidad, cuidando a quienes había condenado a una separación eterna del Estado. El gobierno, aunque fuera muchas otras cosas, no era malvado. Barrett había aprendido hacía mucho tiempo que la tiranía represora y sangrienta no es la única forma de totalitarismo.
Barrett se detuvo en la cima de la colina para recuperar el aliento. Naturalmente, el olor de aquel aire extraño ya no le resultaba nada raro. Se llenó los pulmones hasta que se sintió un poco mareado. La lluvia cesó de nuevo. Los rayos de sol atravesaban la atmósfera gris, haciendo brillar y chispear las rocas desnudas. Barrett cerró los ojos un momento y se apoyó en la muleta, y como si estuviera mirando una pantalla interior, mental, vio las criaturas de muchas patas que salían del mar, y las anchas alfombras de musgo que se extendían por la tierra, y las plantas sin flores que se desenroscaban y alargaban las ramas grisáceas y escamosas, y el pálido pellejo de anfibios extraños de hocico chato que brillaban en la orilla del agua, y el calor tropical de la época carbonífera que bajaba como un guante asfixiando el mundo.
Todo eso quedaba en un futuro lejano.
Dinosaurios.
Pequeños mamíferos parlanchines.
Pitecántropos que cazaban con hachas de mano en los bosques de Java.
Sargón y Aníbal y Atila y Orville Wright y Thomas Edison y Edmond Hawksbill. Y finalmente, un gobierno benévolo para el que los pensamientos de ciertos hombres resultaban tan intolerables que decidía desterrarlos a una roca desnuda en los orígenes del tiempo.
El gobierno era demasiado civilizado para matar a los hombres por actividades subversivas, y demasiado cobarde para dejarlos vivos y en libertad. El término medio era la muerte viviente de la Estación Hawksbill. Mil millones de años de tiempo infranqueable era una buena forma de aislamiento hasta para las ideas más nihilistas.
Haciendo algunas muecas, Barrett anduvo penosamente el resto del camino hasta la choza. Hacía tiempo que había aceptado el hecho de su destierro, pero aceptar la ruina del pie era una cosa muy diferente. Siempre había tenido fortaleza física. Temía la vejez porque podría mermarle las fuerzas; pero había llegado a los sesenta años y la edad no le había minado la salud tanto como temía, aunque ya no era la misma; sin embargo, si no fuera por aquel absurdo accidente, que podría haberle ocurrido a cualquier edad, aún podría estar disfrutando de todas sus fuerzas. El deseo vano de encontrar la manera de recuperar la libertad de su propia época ya no lo atormentaba; pero Barrett deseaba con todo el corazón que las autoridades sin rostro de Arriba enviasen el equipo necesario para reconstruirle el pie.
Entró en la choza, arrojó a un lado la muleta y se hundió inmediatamente en el catre. Cuando Barrett había llegado a la Estación Hawksbill no había catres. Entonces uno dormía en el suelo, y el suelo era de piedra. Si te sentías ambicioso, salías y escarbabas en las grietas y pliegues de la placa rocosa, buscando la nueva y escasa tierra, y puñado a puñado te hacías una cama de dos centímetros de altura. Ahora las cosas estaban un poco mejor.
Barrett había sido enviado allí cuando la Estación llevaba cuatro años funcionando y no había más que una docena de edificios y pocas comodidades. Eso era en el año 2008, tiempo de Arriba. La Estación era entonces un sitio salvaje y deprimente, pero los constantes envíos de Arriba la habían convertido en un sitio relativamente tolerable para vivir.
De los más o menos cincuenta desterrados que habían precedido a Barrett en Hawksbill, no quedaba ninguno vivo. Hacía casi diez años que ocupaba la más alta jerarquía del campo de prisioneros, desde la muerte del viejo Pleyel, el hombre de barba blanca a quien Barrett consideraba un santo. Allí el tiempo había pasado exactamente al mismo ritmo que Arriba; el Martillo estaba anclado en ese punto del tiempo, sincronizado de manera perfecta con su contrapartida en el lejano futuro, de manera que Lew Hahn, para llegar poco más de veinte años después de Barrett, había partido de Arriba en una fecha situada en el calendario exactamente veinte años y unos meses después de la expulsión de Barrett. Hahn venía de 2029, toda una generación posterior al mundo que había dejado Barrett. Barrett no había tenido valor para ponerse a pedirle datos sobre esa generación. Ya tendría tiempo de enterarse de todo lo necesario. Igual no le serviría de mucho.
Barrett buscó un libro. Pero las caminatas alrededor de la Estación lo habían fatigado más de lo que creía. Miró un instante la página y después lo dejó y cerró los ojos.
Detrás de los párpados desfilaron algunas caras. Bernstein. Pleyel. Hawksbill. Janet. Bernstein. Bernstein. Bernstein.
Se quedó dormido.
4
La noche del día en que llegó Lew Hahn, como todas las noches, los hombres de la Estación Hawksbill se reunieron en el edificio principal para la cena y el esparcimiento. No era obligatorio —poco lo era en aquel lugar—, y algunos hombres preferían por lo general comer solos. Pero esa noche casi todos los que estaban en pleno uso de sus facultades mentales asistieron, porque era una de las raras ocasiones en que tenían a mano a un recién llegado, al que se le podrían hacer preguntas acerca de los acontecimientos de Arriba, en el mundo de la humanidad.
Hahn parecía incómodo con esa fama repentina. Daba la sensación de que era sobre todo un hombre tímido, poco dispuesto a aceptar tanta atención. Allí estaba, sentado en el centro del grupo de desterrados, mientras hombres que le llevaban veinte y treinta años lo bombardeaban con preguntas. Era evidente que no disfrutaba de la sesión.
Sentado a un lado, Barrett participaba poco de la conversación. Su curiosidad acerca de los cambios ideológicos en el mundo de Arriba había disminuido hacía mucho tiempo. Era para él un esfuerzo recordar que alguna vez le habían preocupado furiosamente conceptos tales como el sindicalismo y la dictadura del proletariado y el sueldo anual garantizado. Cuando tenía dieciséis años, y Jack Bernstein lo arrastraba a reuniones clandestinas, ni siquiera pensaba en esas cosas. Pero el virus de la revolución lo había infectado, y a los veintiséis años, y más aún a los treinta y seis, se había involucrado tanto en asuntos candentes que estaba dispuesto a ir por ellos a la cárcel o al exilio. Ahora había dado un giro completo, volviendo a la apatía política de la adolescencia.
Eso no significaba que hubieran dejado de preocuparle los sufrimientos de la humanidad: sólo participaba menos en los problemas políticos del siglo XXI. Después de dos décadas en la Estación Hawksbill, Arriba se había vuelto un sitio desdibujado y brumoso para Jim Barrett, que centraba sus energías en las crisis y los desafíos de lo que había llegado a considerar «su propio» tiempo: finales del período cámbrico.
Así que escuchaba, pero atendiendo más a lo que la conversación revelaba sobre Lew Hahn que acerca de los actuales acontecimientos de Arriba. Y lo que revelaba sobre Lew Hahn era que había un afán de no revelar nada.
Hahn no decía demasiadas cosas. Contestaba con evasivas.
—¿Hay algún signo de debilitamiento del falso conservadurismo? —quiso saber Charley Norton—. Me refiero a que durante treinta años han estado prometiendo el fin del gobierno fuerte, y cada vez se fortalece más. ¿Cuándo empezará el proceso de desmantelamiento?
Hahn se movió incómodo en la silla.
—Lo siguen prometiendo. En cuanto las condiciones se estabilicen...
—¿Cuándo ocurrirá eso?
—No lo sé. Supongo que lo dicen por decir algo.
—¿Qué pasa con la comuna marciana? —preguntó Sid Hutchett—. ¿Han estado infiltrando agentes en la Tierra?
—La verdad es que no lo sé —murmuró Hahn—. No tenemos muchas noticias de Marte.
—¿Qué me puedes contar del Producto Global Bruto? —quiso saber Mel Rudiger—. Me interesa la curva. ¿Sigue en el mismo nivel o ha empezado a bajar?
Hahn se tocó pensativo una oreja.
—Creo que empieza lentamente a descender. Sí, a descender.
—Pero ¿en qué cifra está el índice? —preguntó Rudiger—. El último dato que tuvimos, para el año 2025, era que estaba en 909. Pero en cuatro años...
—Ahora podría andar por 875 —dijo Hahn—. No estoy muy seguro.
A Barrett le pareció un poco raro que un economista hablara de manera tan imprecisa sobre las estadísticas económicas básicas. Claro que no sabía cuánto tiempo había estado preso Hahn antes de que le aplicaran el Martillo. Quizá lo que ocurría era que sencillamente no estaba al día con los números. Barrett guardó silencio.
Charley Norton le apuntó con un índice pequeño y grueso y dijo:
—Háblame de los derechos legales básicos de los ciudadanos hoy en día. ¿Rige de nuevo el hábeas corpus? ¿Y la orden de registro? ¿Qué pasa con la acumulación de pruebas sin conocimiento del acusado?
Hahn no supo responder.
Rudiger le preguntó sobre el impacto del control climático: si el gobierno supuestamente conservador de libertadores, dedicado a mantener los derechos de los gobernados contra los abusos de los gobernantes, seguía imponiendo el clima programado a los ciudadanos.
Hahn no estaba seguro.
Hahn no pudo dar demasiados detalles sobre las funciones de la judicatura, ni si había recuperado algo del poder que le habían quitado con el Acta Habilitante de 2018. No tenía nada que comentar sobre el difícil tema del control demográfico. No tenía mucho que decir sobre los tipos impositivos. De hecho, su actuación fue notable por la falta de información concreta.
Charley Norton se acercó al callado Barrett.
—No dice absolutamente nada que valga la pena —refunfuñó—. El primer hombre que recibimos en seis meses, y es una almeja. Está poniendo una cortina de humo. No sé si es que sabe y no cuenta o si sencillamente no sabe.
—A lo mejor no es muy brillante —sugirió Barrett.
—Entonces ¿qué hizo para que lo enviaran aquí? Debe de haber estado muy comprometido en algo. Pero no se le nota, Jim. Es un chico inteligente, pero no parece relacionado con nada de lo que nos interesaba a nosotros.
Doc Quesada propuso una idea.
—Supongamos que este chico no es un político. Supongamos que ahora mandan aquí un tipo diferente de prisioneros. Por ejemplo, a los que matan con hachas. Un chico callado que con toda tranquilidad sacó un láser y descuartizó a dieciséis personas un domingo por la mañana. Por supuesto, no le interesa la política.
—Y se hace pasar por economista —dijo Norton— porque no quiere que sepamos el motivo de su envío a la Estación.
Barrett dijo que no con la cabeza.
—Lo dudo. Creo que no cuenta cosas porque es tímido o porque se siente incómodo. Recuerda que es la primera noche que pasa en este sitio. Acaban de echarlo de su mundo, al que nunca podrá volver, y eso duele. Quizá dejó allá a una mujer y a un hijo. Esta noche quizá no tenga el menor interés en estar ahí sentado entre todos esos personajes, hablando de abstracciones filosóficas; lo más probable es que quiera irse a llorar solo. Yo digo que tendríamos que dejarlo en paz. Hablará cuando tenga ganas.
Quesada parecía convencido. Después de un rato, Norton arrugó la frente y dijo:
—Muy bien. Quizá tengas razón.
Barrett no dijo a nadie más lo que pensaba de Hahn. Dejó que lo siguieran interrogando hasta que la reunión perdió interés porque el nuevo resultaba un sujeto poco satisfactorio. Los hombres empezaron a marcharse. Un par de ellos fueron a la habitación trasera a convertir las vagas generalidades y los comentarios evasivos de Hahn en el artículo principal de las siguientes ediciones manuscritas del Times de la Estación Hawksbill: Rudiger se subió a una mesa y gritó que salía de pesca esa noche, y cuatro hombres se adelantaron para acompañarlo. Charley Norton buscó a su habitual compañero de discusiones, el nihilista Ken Belardi, y reabrió, cómo una herida purulenta, su debate sobre las relativas ventajas y desventajas de la planificación y el liberalismo económico, debate que a esas alturas los aburría a más no poder, pero que no podían terminar. Empezaron las partidas nocturnas de ajedrez estocástico. Los solitarios que esa noche habían interrumpido sus rutinas con la visita al edificio principal, nada más que para ver al nuevo y oír sus novedades, volvieron a sus chozas a hacer lo que hacían en ellas solos, cada noche.
Hahn se quedó a un lado, inquieto e inseguro.
Barrett se le acercó y ensayó una rápida e incómoda sonrisa.
—No querías que te hicieran preguntas esta noche, ¿verdad? —dijo.
Hahn parecía triste.
—Siento no haber sido más informativo. Lo que ocurre es que he estado un tiempo fuera de circulación.
—Por supuesto. Lo entiendo. —Barrett también había estado fuera de circulación durante bastante tiempo antes de que decidieran enviarlo a la Estación Hawksbill: Dieciséis meses en una cámara de interrogatorios, y sólo una visita durante esos dieciséis meses. Jack Bernstein había ido a verlo con bastante frecuencia. El bueno de Jack. Después de más de veinte años, Barrett no había olvidado ni una sílaba de aquellas conversaciones. El bueno de Jack. O Jacob, como prefería que lo llamaran entonces. Barrett dijo—: Tú eras políticamente activo, ¿o me equivoco?
—Sí, claro —dijo Hahn—. Por supuesto. —Se pasó la lengua por los labios—. ¿Qué se supone que va a ocurrir ahora?
—Nada en particular. Aquí no tenemos actividades organizadas. Cada hombre hace lo que quiere: la comunidad anarquista perfecta. En teoría.
—¿La teoría se cumple?
—No muy bien —admitió Barrett—. Pero tratamos de hacer como si funcionara, e igual nos apoyamos mutuamente cuando es necesario. Doc Quesada y yo vamos ahora a visitar a los enfermos. ¿Te interesaría acompañarnos?
—¿En qué consiste esa visita? —preguntó Hahn.
—En ver a los casos peores. En ayudar y consolar sobre todo las causas perdidas. Puede ser deprimente, pero tendrás enseguida una visión panorámica de la Estación Hawksbill. Pero si prefieres, puedes...
—Me gustaría ir.
—Muy bien.
Barrett llamó por señas a Quesada, que vino desde el otro lado de la habitación. Los tres salieron juntos del edificio. Era una noche templada y húmeda. A lo lejos, sobre el Atlántico, resonaban los truenos, y el océano oscuro golpeaba contra la obstinada cadena rocosa que lo separaba de las aguas del Mar Interior.
La visita a los enfermos era para Barrett un ritual nocturno, a pesar de las dificultades que le creaba desde que se había lastimado el pie. Hacía años que no faltaba a la cita. Antes de acostarse recorría la Estación visitando a los locos y a los psicópatas y a los catatónicos, arropándolos, deseándoles que durmieran bien y que despertaran con la mente curada. Alguien tenía que mostrarles que se preocupaba por ellos. Y ese alguien era Barrett.
Afuera, Hahn miró la luna. Esa noche casi estaba llena, y brillaba como una moneda bruñida, con la cara de un color salmón pálido y casi sin marcas.
—Aquí se la ve diferente —dijo Hahn—. Los cráteres... ¿Dónde están los cráteres?
—La mayoría todavía no se han formado —le explicó Barrett—. Mil millones de años es mucho tiempo hasta para la luna. La mayoría de los levantamientos geológicos quedan todavía en el futuro. También creemos que puede tener todavía una atmósfera. Por eso la vemos rosada. Y si tiene atmósfera, vaporiza la mayoría de los meteoros que chocan contra ella, así que no se abren muchos cráteres. Por supuesto, los de Arriba no se han preocupado de mandarnos muchos elementos para hacer observaciones astronómicas. Sólo nos queda hacer suposiciones.
Hahn empezó a decir algo. Se interrumpió después de la primera sílaba.
—No te contengas —dijo Quesada—. ¿Qué ibas a sugerir?
Hahn soltó un bufido, como burlándose de sí mismo.
—Que fueran allí a averiguarlo. Me resultó extraño que se pasaran todos esos años especulando si la luna tiene o no tiene atmósfera en vez de ir allí a mirar. Pero me olvidé.
—Qué útil sería que la gente de Arriba nos mandara una nave —reconoció Barrett—. Pero no se les ha ocurrido. Sólo nos queda mirar y adivinar. Supongo que la luna es un sitio popular en 2029.
—Es el centro turístico más grande del sistema.
—Empezaban a crearlo cuando vine aquí —dijo Barrett—. Sólo funcionarios. Un campamento de descanso para los burócratas metidos en el complejo militar que había allí.
—Lo abrieron para una elite no gubernamental antes de mi proceso —dijo Quesada—. Eso fue en 2017 o en el 2018.
—Ahora es un centro turístico comercial —dijo Hahn—. Pasé allí la luna de miel. Leah y yo...
Calló de nuevo.
—Ésta es la choza de Bruce Valdosto —se apresuró a decir Barrett—. Val es un viejo revolucionario que más o menos creció conmigo. Estuvo más tiempo que yo en la clandestinidad. No lo enviaron aquí hasta 2022. —Barrett continuó hablando mientras abría la puerta—: Se derrumbó hace unas semanas, y está mal. Cuando entremos, Hahn, quédate detrás para que no te vea. Podría ser violento con un extraño. Val es imprevisible.
Valdosto era un hombre fornido de casi cincuenta años, con piel morena, pelo negro rizado y los hombros más anchos que jamás había tenido un hombre. Sentado parecía aún más corpulento que Jim Barrett, lo que era mucho decir. Pero Valdosto tenía piernas cortas, las piernas de un hombre de estatura normal clavadas en el tronco de un gigante, lo que estropeaba del todo el efecto cuando se levantaba. Mientras vivía Arriba, a Valdosto le podrían haber puesto un par diferente de piernas. Pero en aquellos años se había negado por completo a que le colocaran prótesis. Quería sus propias piernas, aunque fueran nudosas y desproporcionadas. Creía que había que convivir con las deformidades y adaptarse a ellas.
En ese momento estaba amarrado a un catre de gomaespuma. Tenía la frente abultada moteada con gotas de sudor, y sus ojos relucían como mica en la oscuridad. Valdosto era un hombre muy enfermo. Una vez había tenido lucidez suficiente como para arrojar una bomba de aguanieve en una reunión del consejo de síndicos, lo que les produjo un grave envenenamiento gamma, pero ahora casi no podía distinguir el arriba del abajo, la derecha de la izquierda. A Barrett le impresionaba ver el deterioro de Valdosto. Hacía más de treinta años que lo conocía, y esperaba que esa imagen de Valdosto no prefigurara su propia decadencia.
El aire en la choza era húmedo, como si debajo del techo flotara una nube de sudor. Barrett se inclinó sobre el enfermo.
—¿Cómo estás, Val? —preguntó.
—¿Quién eres?
—Jim. Tenemos una noche preciosa, Val. Llovió un poco, pero ya paró, y salió la luna. ¿Qué te parece si sales a tomar un poco de aire fresco? Casi hay luna llena.
—Tengo que descansar. Mañana, la reunión del comité...
—Se ha postergado.
—Pero ¿cómo? La Revolución...
—También se ha postergado. De manera indefinida.
Los músculos de las mejillas de Valdosto se estremecieron.
—¿Están disolviendo las células? —preguntó con dureza.
—Aún no lo sabemos. Esperamos órdenes; y mientras no lleguen podríamos ir a sentarnos un rato afuera. El aire te hará bien, Val.
—Hay que matar a todos esos cabrones. Es la única manera —murmuró Valdosto—. ¿Quién les dijo que podían gobernar el mundo? Una bomba en la cara... una buena bomba de aguanieve, un dispositivo de fragmentación cargado de radiación...
—Tranquilo, Val. Ya habrá tiempo para tirar bombas. Te vamos a sacar del catre.
Sin dejar de murmurar, Valdosto permitió que lo desataran. Quesada y Barrett lo ayudaron a levantarse y esperaron a que recuperara el equilibrio. Se lo veía muy inestable, cambiando el peso de una pierna a la otra, flexionando las enormes pantorrillas torcidas. Después de un rato Barrett le agarró un brazo y lo metió por la puerta de la choza. Vio a Hahn allí de pie en las sombras, con cara de angustia.
Ahora estaban todos fuera de la choza. Barrett señaló la luna.
—Allí está. Qué bonito color tiene, ¿verdad? No como la cosa muerta que brilla Arriba. Y mira aquello, Val. El mar que rompe en la costa rocosa. Rudiger está pescando. Veo su lancha a la luz de la luna.
—Lubinas rayadas —dijo Valdosto—. Róbalos. Sí, quizá pesque algunos róbalos.
—Aquí no hay róbalos. Todavía no han evolucionado.
Barrett metió la mano en el bolsillo y sacó algo arrugado y duro y lustroso, de unos cinco centímetros de largo. Era el exoesqueleto de un pequeño trilobites. Se lo ofreció a Valdosto, que lo rechazó con un brusco movimiento de cabeza.
—No me des ese cangrejo torcido.
—Es un trilobites, Val. Un animal extinto, como nosotros, que vivimos mil millones de años antes de nuestra época.
—Debes de estar loco —dijo Valdosto, sin levantar la voz, en un tono tranquilo que no se correspondía con aquellos ojos desorbitados: Sacó el trilobites de la mano de Barrett y lo arrojó contra las piedras—. Cangrejo torcido —murmuró. Después agregó—: A ver, ¿por qué estamos aquí? ¿Por qué tenemos que seguir esperando? Vayamos mañana a buscarlos. Primero a Bernstein, ¿de acuerdo? Él es el peligroso. Y después a los otros. Uno a uno, tendremos que deshacernos de ellos, echarlos de este mundo para que vuelva a ser un sitio seguro. Estoy cansado de esperar. No aguanto más, Jim. ¿Jim? Eres tú, ¿verdad? Jim... Barrett...
Por el mentón de Valdosto corría un hilo de saliva, y Quesada hizo un gesto de tristeza. El terrorista se puso en cuclillas, quejándose en voz baja, apretando las rodillas hinchadas contra la roca. Sus manos arañaron la superficie árida, buscando sin éxito suficiente tierra como para reunir un puñado. Quesada lo ayudó a levantarse, y él y Barrett llevaron de nuevo al enfermo dentro de la choza. Valdosto no protestó cuando el médico le apretó la cápsula sedante contra el brazo y la activó. Su mente cansada, rebelándose con todas sus fuerzas contra la monstruosa idea de que lo habían desterrado para siempre en un pasado inconcebiblemente remoto, aceptó el sueño sin reservas.
Al salir de nuevo, Barrett vio a Hahn con el trilobites en la mano, mirando maravillado el extraño ser. Hahn ofreció devolvérselo, pero Barrett, lo rechazó con un ademán.
—Guárdalo si te gusta —dijo—. Dónde lo encontré hay más. Muchos.
Se pusieron otra vez en marcha.
Encontraron a Ned Altman junto a su choza, en cuclillas y dando forma con las manos a una figura tosca y torcida que, por los bultos exagerados donde tendrían que estar los pechos y las caderas, parecía la imagen de una mujer. Al verlos se levantó de un salto. Altman era un hombre pequeño y pulcro, de pelo muy rubio y ojos celestes. A diferencia de todos los demás habitantes de la Estación, él había sido funcionario del régimen en una época, hacía quince años, hasta que entendió la falsedad del capitalismo sindicalista e ingresó en una de las facciones clandestinas. Con su privilegiada perspectiva de las operaciones gubernamentales, la intervención de Altman había tenido un valor incalculable para la clandestinidad, y el gobierno había trabajado mucho para encontrarlo y enviarlo a ese sitio. Ocho años en la Estación Hawksbill lo habían afectado.
Altman señaló su golem de barro y dijo:
—Hoy esperaba que con la lluvia cayesen rayos. Eso sería la solución. El soplo de vida. Pero me parece que en esta época del año, aunque llueva, hay pocos relámpagos.
—Pronto tendremos tormentas eléctricas —dijo Barrett.
Altman asintió con entusiasmo.
—Y entonces le caerá un rayo y cobrará vida y echará a andar. En ese momento necesitaré tu ayuda, doctor. Necesitaré que le des algunas inyecciones y la estilices un poco.
Quesada esbozó una sonrisa forzada.
—Con mucho gusto, Ned. Pero ya sabes las condiciones.
—Claro. Cuando yo termine, es tuya. ¿Acaso crees que me gusta el maldito monopolio? Hay que ser justos. La compartiré. Habrá una lista de espera. Pero no quiero que nadie se olvide de que la hice yo. Cada vez que la necesite, será mía. —Por primera vez, Altman advirtió la presencia de Hahn—. Tú ¿quién eres?
—Un nuevo prisionero —explicó Barrett—. Lew Hahn. Llegó esta tarde.
—Me llamo Ned Altman —dijo Altman con una elegante reverencia—. Ex funcionario del gobierno. Qué joven eres, ¿verdad? Ese color en las mejillas. ¿Qué orientación sexual tienes, Lew? ¿Hetero?
Hahn hizo una mueca.
—Sí, lo siento.
—Está bien. Puedes relajarte. No te tocaré. Ya superé esa etapa y tengo un proyecto en marcha. Sólo quiero que sepas, si eres hetero, que te pondré en la lista. Eres joven y probablemente tengas más necesidades que algunos de nosotros. Aunque seas nuevo no me olvidaré de ti, Lew.
—Eres muy amable —dijo Hahn.
Altman se arrodilló. Pasó las manos con delicadeza por las curvas de aquella tosca figura, deteniéndose en los afilados pechos cónicos, dándoles forma, tratando de alisarlos. Era como si estuviera acariciando la vibrante carne de una mujer verdadera.
Quesada tosió.
—Ned, me parece que tendrías que descansar un poco. Quizá mañana caigan rayos.
—Ojalá.
—Vamos, entonces. Levántate.
Altman no se resistió. El médico lo llevó dentro de la choza y lo acostó. Barrett y Hahn se quedaron afuera y examinaron la obra de aquel hombre. Hahn señaló el centro de la figura.
—Parece que no le puso algo esencial, ¿verdad? —comentó—. Si piensa hacer el amor con esta chica cuando termine de crearla, tendría que...
—Ayer estaba ahí —dijo Barrett—. Debe de haber empezado otra vez a cambiar de orientación sexual. Quesada salió de la choza de Altman con una expresión sombría. Los tres echaron a andar por el sendero rocoso.
Esa noche Barrett no hizo el recorrido completo. Generalmente habría ido hasta la choza de Don Latimer, sobre el mar, pues Latimer, con su obsesión por encontrar una puerta extrasensorial para huir de la Estación Hawksbill, estaba en su lista de enfermos que necesitaban especial atención. Pero Barrett ya había visitado a Latimer una vez ese día, para presentarle a Hahn, y creía que no debía volver a forzar tan pronto la dolorida pierna sana.
Así que cuando él y Quesada y Hahn terminaron de visitar todas las chozas más accesibles, dio por terminada la noche. Habían visitado a Gaillard, el hombre que rezaba para que seres de otro sistema solar fueran a rescatarlos de la soledad y el suplicio de la Estación Hawksbill. Habían visitado a Schulz, el hombre que intentaba entrar en un universo paralelo donde todo era como debería ser, una auténtica utopía. Visitaron a McDermott, que no había elaborado ninguna psicosis imaginativa y extravagante, pero que se pasaba todo el tiempo acostado, sollozando, día tras día. Después Barrett se había despedido y permitido que Quesada condujera a Hahn hasta su choza.
—¿Está seguro que no quiere que lo acompañemos? —preguntó Hahn, mirando la muleta de Barrett.
—No. No, estoy bien. Podré llegar sólo.
Se separaron. Barrett empezó a subir por la cuesta rocosa.
Llevaba medio día observando a Hahn. Y no sabía sobre él mucho más que cuando había caído en el Yunque. Eso era raro. Pero quizá Hahn se abriera un poco más después de pasar allí un tiempo y darse cuenta de que ésos eran los únicos compañeros que tendría por el resto de su vida. Barrett miró la luna de color salmón y por costumbre metió la mano en el bolsillo para acariciar el pequeño trilobites, y entonces recordó que se lo había dado a Hahn. Arrastrando los pies, caminó hasta la choza. ¿Cuánto tiempo haría que Hahn había pasado allí arriba la luna de miel?
5
Lo que Rudiger había pescado estaba exhibido delante del edificio principal a la mañana siguiente cuando Barrett llegó a desayunar. Era evidente que Rudiger había tenido una buena noche de pesca. Casi siempre era así. Rudiger salía al Atlántico tres o cuatro noches por semana si hacía buen tiempo, usando la pequeña lancha que había improvisado hacía unos años con cajones y otros materiales, y llevaba consigo a un equipo de amigos que había adiestrado en el uso de las redes de arrastre. Por lo general volvían con una buena carga de mariscos.
Resultaba irónico que Rudiger, el anarquista, el hombre que creía profundamente en el individualismo y en la abolición de todas las instituciones políticas, dirigiese tan bien a un equipo de pescadores. A Rudiger no le interesaba la labor de equipo como idea abstracta. Pero pronto había descubierto que le costaba manipular las redes solo, y se había puesto a organizar un pequeño microcosmos social. La Estación Hawksbill tenía muchas pequeñas ironías de ese tipo. Los teóricos políticos —Barrett lo sabía muy bien— tienden a tragarse las teorías cuando se ven forzados por cuestiones pragmáticas de supervivencia.
La estrella de la pesca era un cefalópodo de unos cuatro metros de largo, un tubo rígido, verdoso y cónico, del que colgaban unos débiles tentáculos anaranjados, como de calamar, que latían de manera espasmódica. Ahí había abundante carne, pensó Barrett. Gomosa pero buena; si uno se acostumbraba. Alrededor del cefalópodo había expuestos docenas de trilobites que variaban desde los tres centímetros de largo —especiales para cócteles— hasta un metro, con dermatoesqueletos barrocos y complejos. Rudiger pescaba buscando tanto alimento como conocimientos; esos trilobites eran sin duda descartes, representantes de especies que él ya había estudiado, o no los habría dejado allí para que los metiesen en los depósitos de alimentos. Tenía la choza repleta hasta el techo de trilobites, ordenados y clasificados por género y especie. Reunirlos y analizarlos y escribir sobre ellos ayudaba a Rudiger a conservar la cordura, y a nadie en aquel sitio le molestaba ese pasatiempo.
Cerca de la pila de trilobites había algunos grupos de braquiópodos articulados parecidos a veneras torcidas, y un montón de caracoles. Las aguas tibias y poco profundas de la plataforma costera, en llamativo contraste con la tierra yerma, estaban llenas de vida invertebrada. Rudiger también había traído un montículo de algas negras brillantes para las ensaladas. Barrett esperaba que alguien juntara todo aquello y lo llevara al refrigerador de la Estación antes de que se estropease. Allí las bacterias de la descomposición actuaban mucho más despacio que Arriba, pero en unas pocas horas deteriorarían lo que había pescado Rudiger. Barrett renqueó hasta la cocina, donde encontró a tres hombres trabajando. Los hombres lo saludaron con un respetuoso movimiento de cabeza.
—Hay comida delante de la puerta —dijo Barrett—. Rudiger volvió, y descargó todo allí afuera.
—Podría habérselo dicho a alguien, ¿verdad?
—Quizá no había nadie aquí a quien decírselo cuando llegó. ¿Lo buscarás y lo pondrás a enfriar?
—Sí, Jim. Por supuesto.
Ese día Barrett planeaba reclutar a algunos hombres para la expedición anual al Mar Interior. Tradicionalmente, era una caminata que él siempre había dirigido, pero la herida del pie le impedía siquiera pensar en hacer el viaje ese año. Quizá no podría volver a hacerlo nunca más.
Todos los años, más o menos una docena de hombres sanos salían en una amplia expedición de reconocimiento. Describían un enorme arco circular serpenteando hacia el noroeste hasta llegar al Mar Interior, y después doblaban hacia el sur y volvían por la franja de tierra firme hasta la Estación. Uno de los propósitos del viaje era reunir toda la basura temporal que hubiese podido materializarse en las cercanías de la Estación durante el último año. Era imposible saber qué margen de error había existido durante las primeras tentativas de montar la Estación, y la técnica de enviar materiales al pasado de manera dispersa había resultado bastante poco precisa.
Todo el tiempo aparecían materiales nuevos. Su meta era el año -1.000.000.2005 d.C., pero no llegaron hasta unas décadas más tarde. Ahora, en el año -1.000.000.2029 d.C., todavía seguían apareciendo cosas programadas para el primer año de funcionamiento de la Estación. La Estación Hawksbill necesitaba todo el equipo que podía conseguir, y Barrett no perdía ninguna oportunidad para recoger restos de envíos del futuro.
Pero había otro motivo, más sutil, para hacer esas expediciones al Mar Interior. Eran el centro del año, un ritual anual, algo donde fijar las costumbres. La expedición era el rito de primavera del lugar. Los doce hombres más fuertes, al ir a pie a las lejanas costas rocosas del tibio mar que inundaba el corazón de Norteamérica, cumplían lo que más se acercaba en la Estación Hawksbill a una función religiosa, aunque ellos, al llegar al Mar Interior, no hicieran nada más místico que pescar unos pocos trilobites y comerlos.
El viaje también significaba más para Barrett de lo que él mismo había sospechado jamás. Ahora que no podía ir, se daba cuenta. Durante años había dirigido todas las expediciones a través de aquel paisaje invariable, monótono, subiendo por cuestas resbaladizas y bajando hacia el mar, los ojos barriendo siempre el horizonte en busca de signos de basura temporal. Guiso de trilobites cocinado en fogatas de medianoche lejos de las deprimentes chozas de la Estación Hawksbill. Un arco iris sobre el mar donde algún día estaría Ohio. El atronador crepitar de los relámpagos distantes, el olor penetrante del ozono en la nariz, la gratificante sensación del dolor muscular al final de un día de marcha. La peregrinación era para Barrett el pivote sobre el que giraba el año. Ver las aguas verdigrises del Mar Interior era como llegar a casa.
Pero el año anterior Barrett se había ido a escarbar entre los cantos rodados aflojados por la incansable acción de las olas, aventurándose en un territorio peligroso sin ningún motivo racional que pudiera recordar, y los envejecidos músculos lo habían traicionado. Muchas noches se despertaba sudando y temblando para escapar del sueño en el que revivía el desagradable momento: resbalando y deslizándose, arañando las rocas, una masa de piedra se soltó de alguna parte y le cayó angustiosamente sobre un pie, inmovilizándolo, aplastándolo.
No podía olvidar aquel ruido moliéndole los huesos.
Tampoco olvidaría la marcha de regreso sobre cientos de kilómetros de piedra lisa bajo un sol inmenso, su voluminoso cuerpo sostenido por las formas inclinadas de sus compañeros. Hasta ese momento nunca había sido un carga para nadie. «Dejadme aquí», había dicho, sin verdadera convicción, y ellos sabían que eso era sólo una manera de disculparse por las molestias que les estaba causando. «No seas tonto», le dijeron, y siguieron llevándolo. Pero para ellos era un gran esfuerzo, y en los momentos en que el dolor le dejaba pensar con claridad se sentía culpable por crearles tantos problemas. Era tan corpulento. Si cualquiera de los otros hubiera sufrido un accidente como ése, no habría costado tanto transportarlo. Pero él era el más grande.
Barrett pensaba que iba a perder el pie. Pero Quesada le había ahorrado la amputación. El pie quedaría en su sitio, pero Barrett no podría apoyarlo en el suelo ni ponerle un peso encima, ni ahora ni nunca. Quizá sería más sencillo que le cortasen ese apéndice muerto; pero Quesada se había opuesto.
—Quién sabe —había dicho—. A lo mejor un día nos mandan todo lo necesario para hacer trasplantes. Una pierna amputada no puedo reconstruirla. Una vez que te la cortáramos, lo único que podría hacer es ponerte una prótesis, y aquí no hay ninguna prótesis.
Así que Barrett se había quedado con el pie aplastado. Pero desde el accidente ya no era el mismo. Mientras estaba tendido en la roca reluciente, junto al Mar Interior, había perdido algo más que sangre. Y ahora otra persona tendría que encargarse de dirigir la marcha anual.
¿Quién sería?, se preguntó.
Quesada era el candidato con más posibilidades. Después de Barrett era el hombre más fuerte que había en aquel lugar, en todos los sentidos que importaban. Pero Quesada no podía abandonar sus responsabilidades en la Estación. Quizá vendría muy bien tener a un médico cerca durante el viaje, pero en la Estación era de vital importancia.
Después de meditarlo, Barrett propuso a Charley Norton como jefe de la expedición. Norton era alegre y hablador y se excitaba con demasiada facilidad, pero en el fondo era un hombre sensato, capaz de inspirar respeto. Barrett agregó a Ken Belardi a la lista: alguien con quien Norton pudiera hablar durante las largas y aburridas horas de caminata. Que siguieran discutiendo; un ballet interminable de posturas fijas.
¿Rudiger? Rudiger había sido un gran apoyo durante el viaje del año pasado, después del accidente de Barrett. Él se había hecho cargo de la situación mientras los demás, al ver a su jefe herido, andaban por allí nerviosos y boquiabiertos, mirando hacia el suelo. Pero Barrett no quería dejar que Rudiger se ausentase tanto tiempo de la Estación. Para la expedición necesitaba, por supuesto, hombres capaces, pero no quería reducir la población de la base a inválidos, chiflados y psicóticos.
Así que Rudiger se quedó. Barrett puso en la lista a dos miembros de su equipo de pesca, Dave Burch y Mort Kasten. Después agregó los nombres de Sid Hutchett y Arny Jean-Claude.
Barrett pensó en incluir a Don Latimer en el grupo. Latimer estaba ahora en el límite de la cordura, pero cuando no se perdía en sus meditaciones extrasensoriales era bastante racional, y pondría empeño en la expedición. Por otra parte, Latimer era el compañero de vivienda de Lew Hahn, y Barrett quería allí a Latimer para observar a Hahn de cerca. Estuvo pensando en mandar a los dos, pero descartó la idea. Hahn era todavía alguien desconocido. Resultaba demasiado arriesgado permitirle ese año integrar la expedición al Mar Interior. Pero podría ir en el grupo del año siguiente. Sería una tontería no aprovecharse del vigor juvenil de Hahn. Cuando aprendiera el funcionamiento de las cosas, sería un jefe ideal para años futuros.
Finalmente, Barrett había escogido a una docena de hombres. Una docena bastaría. Escribió sus nombres con tiza en la pizarra, delante del comedor, y entró a buscar a Charley Norton.
Norton estaba sentado solo, desayunando. Barrett se sentó en el banco frente a él, y realizó la compleja serie de movimientos que constituían su manera de sentarse sin soltar la muleta.
—¿Elegiste a los hombres? —preguntó Norton.
Barrett dijo que sí con la cabeza.
—La lista está ahí afuera.
—¿Yo voy?
—Eres el jefe.
Norton parecía halagado.
—Eso me suena raro, Jim. Es decir, que no seas tú el que manda...
—Este año no hago el viaje, Charley:
—Cuesta acostumbrarse. ¿Quién va?
—Hutchett. Belardi. Burch. Kasten. Jean-Claude. Y algunos más.
—¿Rudiger?
—No, Rudiger no. Tampoco Quesada, Charley: Los necesito aquí.
—Muy bien, Jim. ¿Tienes alguna instrucción especial para nosotros?
—Lo único que pido es que volváis sanos y salvos. —Barrett agarró una botella de agua y la rodeó con las enormes manos—. Quizá tendríamos que suspenderla esta vez. No tenemos a tantos hombres sanos.
A Norton se le iluminaron los ojos.
—¿Qué estás diciendo, Jim? ¿Suspender el viaje?
—¿Por qué no? Sabemos lo que hay entre este sitio y el, mar: nada.
—Pero los objetos...
—Eso puede esperar. En este momento no andamos escasos de materiales.
—Jim, nunca te había oído hablar de esa manera. Siempre has sido un gran defensor del viaje. El punto culminante del año, decías. Y ahora...
—No participo en éste, Charley.
Norton calló un momento, pero sus ojos no se apartaron de Barrett.
—De acuerdo —dijo entonces—, no vas. Sé cuánto debes de sufrir por eso. Pero hay aquí otros hombres. Ellos necesitan el viaje. No tienes derecho a suspenderlo sólo porque tú no puedas ir. No es una actividad inútil.
—Lo siento, Charley —dijo Barrett—. No era ésa mi intención. Claro que se hará el viaje. Estaba hablando de más, otra vez.
—Debe de ser duro para ti, Jim.
—Sí. Pero no tanto. ¿Sabes ya por qué ruta irás?
—Supongo que por la del noroeste. ¿No es ésa la línea habitual de distribución de la basura para los años impares? Y después hacia el Mar Interior. Seguiremos la costa creo que unos ciento cincuenta kilómetros. Y volveremos por el camino de abajo.
—Muy bien —dijo Barrett.
En el ojo de su mente vio la superficie rizada de aquel mar poco profundo que se extendía hacia la distante zona de tierra occidental. Año tras año había ido hasta la orilla de aquel mar y mirado hacia el sitio de donde algún día saldría del agua el Medio Oeste. Todos los años había soñado con un viaje por el corazón continental hasta el otro lado. Pero nunca había encontrado tiempo para organizar ese viaje. Y ahora era demasiado tarde... Demasiado tarde...
De todos modos, así nunca habríamos encontrado nada demasiado interesante, se dijo Barrett. Sólo más de lo mismo. Roca, algas, trilobites. Pero quizá hubiera valido la pena... para ver por última vez una puesta de sol en el Pacífico...
—Reuniré a los hombres después del desayuno —dijo Norton—. Saldremos rápido.
—De acuerdo. Buena suerte, Charley.
—Todo irá bien.
Barrett palmeó a Norton en la espalda, gesto que en el acto le pareció teatral y falso, y salió de allí. Le resultaba de lo más extraño saber que tendría que quedarse mientras los demás se iban de expedición. Era como el reconocimiento de que empezaba a abdicar después de gobernar aquel lugar durante tanto tiempo. Todavía era rey de la Estación Hawksbill, pero su trono estaba destartalado. Ahora era un viejo tullido que andaba renqueando de un lado para otro. Le gustara o no admitirlo, ésa era la historia. Algo que pronto tendría que aceptar.
Después del desayuno, los hombres elegidos para la expedición al Mar Interior se reunieron para seleccionar el equipo y planificar la logística de la ruta. Barrett se cuidó de no intervenir en la reunión. Ahora le tocaba a Charley Norton. Había realizado ocho o diez viajes y sabía bien lo que tenía que hacer, sin necesidad de sugerencias de la jefatura anterior. Barrett no quería interferir, ni dar la sensación de que seguía indirectamente al mando.
Pero una compulsión masoquista lo llevó a hacer una expedición por su cuenta. Si ese año no podía ir a ver las aguas de occidente, lo menos que podía hacer era visitar el Atlántico, en su propio patio trasero.
Barrett se detuvo en la enfermería. Allí apareció Hansen, uno de los camilleros: un hombre calvo y jovial de unos setenta años que había formado parte del grupo anarquista de California. La única formación que tenía Hansen era la de técnico informático. Pero había mostrado cierta habilidad para la medicina, y en ese momento era el principal ayudante de Quesada. Recibió a Barrett con su habitual sonrisa.
—¿Está Quesada? —preguntó Barrett.
—No, lo siento. Doc ha ido a hablar del viaje. Está dando algunos consejos médicos. Pero si es importante, puedo ir a buscarlo...
—No —dijo Barrett—. Sólo quería verificar con su ayuda el inventario de fármacos. No es nada urgente. ¿Te importa si echo un vistazo a los suministros?
—Lo que tú quieras.
Hansen dio un paso atrás, dejando entrar a Barrett en la sala de suministros. Habían quitado la barricada esa mañana. Como no había manera de cerrar con llave la farmacia, Barrett y Quesada habían ideado una compleja barricada que garantizaba una tonelada de ruido si alguien intentaba meterse. Cuando no quedaba nadie en la farmacia, tenían que poner la barricada. Cualquier intruso que apareciese produciría suficiente estruendo como para llamar la atención de alguien. Sólo de esa manera habían logrado protegerse de las incursiones no autorizadas de residentes deprimidos en busca de drogas. No podían permitirse el lujo de gastar fármacos preciosos e insustituibles en aspirantes a suicidas, razonaba Barrett. Si un hombre quería matarse, que se tirara al mar; eso al menos no impondría privaciones a los demás residentes de la Estación.
Barrett miró las hileras de fármacos. Como dependían de la generosidad de Arriba, eran unas, provisiones bastante desequilibradas. Ahora tenían abundancia de tranquilizantes y digestivos, y escasez de calmantes y desinfectantes. Eso hacía que Barrett se sintiese aún más culpable por lo que iba a hacer. El hombre que había impuesto las reglas sobre el robo de fármacos iba a aprovecharse ahora de su posición privilegiada y llevarse uno. Después hablaba de la moral. Pero había conocido a hombres, en su época, que habrían defraudado cosas mucho más sagradas. Y necesitaba la droga, y no quería ponerse a discutir con Quesada. Así era más sencillo. Incorrecto pero más sencillo. Esperó a que Hansen se diera la vuelta. Entonces metió una mano en la vitrina, sacó el delgado tubo gris de un sedante y lo metió rápidamente en el bolsillo.
—Todo parece estar en orden —dijo a Hansen mientras se marchaba de la enfermería—. Dile a Quesada que pasaré por aquí más tarde para hablar con él.
Ahora usaba cada vez con más frecuencia el sedante para aliviar el dolor de las piernas. A Quesada no le gustaba. Decía, sin usar esas palabras, que la droga le estaba creando dependencia. Bueno, al demonio con Quesada. Que intentara caminar por aquellos senderos con una pierna como la suya y ya vería como empezaba a usar fármacos, se dijo Barrett.
Subiendo por la senda oriental, Barrett se detuvo pocos metros después de dejar el edificio. Se metió detrás de un montículo de piedras, se bajó los pantalones y rápidamente se inyectó una dosis de droga en cada muslo, primero en la pierna sana y después en la dañada. Eso le anestesiaría los músculos lo necesario para hacer una caminata larga sin sentir el fuego de la fatiga en las articulaciones. Sabía que pagaría por eso, ocho horas más tarde, cuando desapareciera el efecto del calmante y sintiera todo el impacto del esfuerzo, como si le clavaran un millón de puñales. Pero estaba dispuesto a aceptar el precio.
El camino al mar era largo y solitario. La Estación Hawksbill estaba encaramada en el borde oriental de los Apalaches, a casi trescientos metros por encima del nivel del mar. Durante los primeros seis años, los hombres de la Estación solían ir hasta el océano por una ruta suicida que atravesaba la escarpada cara de las rocas. Barrett había propuesto un proyecto para tallar aquella piedra. Les había llevado diez años hacerlo, pero ahora los escalones anchos y seguros bajaban hasta el Atlántico. El tallado de aquellos escalones en la roca viva había tenido ocupados a muchos hombres durante un largo tiempo, impidiéndoles pensar en los seres amados que habían quedado Arriba, o refugiarse en la locura, tan fácil en aquel sitio. Barrett lamentaba no poder concebir proyectos parecidos para ocupar a los hombres que en ese momento no tenían nada que hacer.
Los escalones formaban una sucesión de plataformas bajas que llegaban hasta la orilla del agua. Aquella caminata era agotadora incluso para un hombre sano. Para Barrett en su estado actual era un verdadero suplicio. Tardó cerca de dos horas en descender una distancia que normalmente habría recorrido en menos de una cuarta parte de ese tiempo.
Al llegar al fondo del sendero, se desplomó exhausto en una piedra chata lamida por las olas, y soltó la muleta. Tenía los dedos de la mano izquierda acalambrados y torcidos por el esfuerzo, y todo el cuerpo bañado en sudor.
El agua del océano parecía gris y algo aceitosa. Barrett no podía explicar la falta de color reinante en el mundo de finales del período cámbrico, con aquel cielo sombrío y aquella tierra sombría y aquel mar sombrío, pero su corazón ansiaba secretamente entrever de nuevo algo de vegetación verde. Echaba de menos la clorofila. Las zonas oscuras lamían la roca, llevando y trayendo una masa flotante de algas.
El mar se extendía hasta el infinito. Barrett no tenía la menor idea de qué porcentaje de Europa estaría sobre las aguas en esa época, si es que había empezado a asomar. En el mejor de los casos, la mayor parte del planeta estaba sumergida; allí, sólo unos pocos cientos de millones de años después de que hubieran brotado las candentes rocas de la primera tierra firme, era probable que no asomaran sobre el agua más que unas pocas franjas de territorio, repartidas aquí y allá.
¿Habrían nacido ya los Himalayas? ¿Las Montañas Rocosas? ¿Los Andes? Barrett conocía el perfil aproximado de la Norteamérica de finales del período cámbrico; pero el resto era un misterio. No era nada fácil llenar las lagunas del conocimiento si la línea de transporte con Arriba funcionaba en una sola dirección; la Estación Hawksbill tenía que conformarse con el imprevisible surtido de material de lectura que mandaban del futuro, y resultaba muy frustrante la poca información que podría proporcionar cualquier texto universitario de geología.
Mientras miraba, un enorme trilobites salió inesperadamente del agua. Tenía cola puntiaguda y medía alrededor de un metro de largo, con caparazón de un lustroso color berenjena y finas espinas amarillas en los bordes. Debajo parecía que tenía un montón de patas. El trilobites se arrastró por la orilla, donde no había arena ni playa, sólo rocas, y avanzó tierra adentro hasta alejarse tres o cuatro metros de las olas.
Que tengas suerte, pensó Barrett. Quizá seas el primero que salió a tierra firme para ver cómo era. El pionero. El precursor.
Se le ocurrió que aquel trilobites aventurero podría ser el antepasado de todas las criaturas terrestres de los eones futuros. Esa idea era un disparate biológico, y Barrett lo sabía. Pero su mente cansada evocó la imagen de una larga procesión evolutiva, con los peces y los anfibios y los reptiles y los mamíferos y el hombre saliendo en una secuencia ininterrumpida de aquella grotesca criatura blindada que se movía describiendo vacilantes círculos cerca de sus pies.
¿Y si te aplastara con un pie?, pensó.
Un movimiento rápido, un crujido de quitina, un desenfrenado pataleo...
...y toda la cadena de la vida se quebraría en el primer eslabón.
Se desharía la evolución. No aparecerían criaturas terrestres. Con la caída brutal de aquel pesado pie, todo el futuro cambiaría instantáneamente, y nunca existiría la raza humana, ni la Estación Hawksbill, ni James Edward Barrett (1968-?). En un solo instante no sólo se vengaría de quienes lo habían condenado a pasar el resto de sus días en aquel sitio yermo, sino que se libraría de la sentencia.
No hizo nada. El trilobites terminó su lento paseo por las rocas de la orilla y volvió a meterse sano y salvo en el mar.
Entonces la suave voz de Don Latimer dijo:
—Te vi ahí sentado, Jim. ¿Te molesta si me quedo contigo?
Barrett se sobresaltó. Giró con rapidez. Latimer había hecho tan poco ruido al bajar que Barrett no lo había oído. Pero se recuperó y ensayó una sonrisa y le indicó a Latimer por señas que se sentara en la piedra de al lado.
—¿Pescando? —preguntó Latimer.
—Sentado aquí. Un viejo tomando el sol.
—¿Hiciste todo este maldito viaje para tomar el sol? —Latimer se echó a reír—. No me tomes el pelo. Estás tratando de huir de todo, y quizá hubieras preferido que no te molestara, pero fuiste demasiado educado para echarme. Lo siento. Me iré si...
—No es cierto. Quédate aquí. Podemos conversar, Don.
—Si prefieres que te deje en paz, dímelo con franqueza.
—No prefiero que me dejes en paz —dijo Barrett—. Y de todos modos quería verte. ¿Cómo te llevas con Hahn, tu nuevo compañero de vivienda?
La alta frente de Latimer se arrugó.
—Ha sido extraño —dijo—. Ésa es una de las razones por las que quise venir a hablar contigo cuando te vi. —Se inclinó hacia adelante y miró atentamente los ojos de Barrett—. Jim, dime la verdad: ¿crees que estoy loco?
—¿Qué motivos podría tener para pensarlo?
—Toda la cosa extrasensorial. Mi intento de penetrar en otra esfera de la conciencia. Sé que eres duro y escéptico con todo lo que no puedes tener en la mano y medir y apretar. Quizá pienses que toda esa cosa extrasensorial es una tontería.
Barrett se encogió de hombros.
—Si quieres que te diga la verdad, sí. No creo ni remotamente qué vayas a conducirnos a alguna parte, Don. Puedes llamarme materialista si quieres, y reconozco que no sé mucho del tema, pero a mí me parece pura magia negra, y nunca vi que la magia negra sirviera para nada. Creo que es una total pérdida de tiempo que te pases ahí horas tratando de utilizar los poderes extrasensoriales o lo que sean. Pero no, no creo que estés loco. Creo que tienes derecho a tu obsesión, y que haces algo en el fondo inútil de manera razonablemente equilibrada. ¿Está bien?
—Más que bien. No pido que creas en nada de lo que estoy investigando, pero no quiero que me taches de lunático porque trato de encontrar una puerta extrasensorial para huir de este sitio. Es importante que me consideres cuerdo; de lo contrario, lo que quiero contarte acerca de Hahn no tendrá ningún valor.
—No veo la relación.
—Es esto —dijo Latimer—. A partir del conocimiento de una noche me he formado una opinión sobre Hahn. Es el tipo de opinión que podría haberse formado cualquier paranoico vulgar y corriente, y si crees que estoy chiflado es probable que no tengas en cuenta mis ideas sobre Hahn. Por lo tanto quiero dejar claro que te parece que estoy cuerdo antes de intentar comunicarte la sensación que tengo con él.
—No creo que estés chiflado. ¿Qué idea tienes?
—Que nos está espiando.
Barrett tuvo que esforzarse para no soltar la salvaje carcajada que, estaba seguro, destrozaría la frágil autoestima de Latimer.
—¿Espiando? —dijo con naturalidad—. Don, no es posible que digas eso. ¿Cómo puede espiar a alguien aquí? Aunque tuviéramos a un espía, ¿cómo haría para informar de sus descubrimientos?
—No lo sé —dijo Latimer—. Pero anoche me hizo un millón de preguntas. Acerca de ti, acerca de Quesada, acerca de enfermos como Valdosto. Quería saber todo.
—¿Y qué tiene eso de raro? Es la curiosidad normal de un hombre que trata de adaptarse al medio.
—Jim, tomaba notas. Lo vi cuando creía que yo estaba dormido. Se quedó dos horas escribiendo todas mis respuestas en una libreta.
Barrett frunció el ceño.
—Quizá Hahn vaya a escribir una novela sobre nosotros.
—Hablo en serio —dijo Latimer. Se llevó una mano tensa al oído—. Preguntas... notas. Y es escurridizo. ¡Trata de que diga algo sobre sí mismo!
—Lo hice. No me enteré de mucho.
—¿Sabes por qué lo mandaron aquí?
—No.
—Yo tampoco —dijo Latimer—. Crímenes políticos, me contó, pero fue muy impreciso. Daba la impresión de no saber casi nada sobre el actual gobierno, y menos cuál era su postura ante él. No detecto unas condiciones filosóficas apasionadas en el señor Hahn. Y tú y yo sabemos muy bien que la Estación Hawksbill es el basurero de los revolucionarios y los agitadores y los subversivos y gente por el estilo, y que nunca hemos tenido ningún otro tipo de prisionero.
—Admito que Hahn es un misterio —dijo Barrett con serenidad—. Pero ¿para quién podría estar espiando? Si es un funcionario del gobierno, no tiene cómo mandar sus informes. Está varado aquí para siempre, lo mismo que los demás.
—Quizá lo enviaron para vigilarnos, para asegurarse de que no estábamos ideando alguna manera de fugarnos. Quizá es un voluntario que aceptó renunciar a su vida en el siglo XXI para venir aquí y frustrar lo que estuviéramos tramando. Una persona entregada, un voluntario mártir de la sociedad. Supongo que conocerás ese tipo de personalidad.
—Sí, pero...
—Quizá teman que hayamos inventado el viaje temporal hacia el futuro. O que nos hayamos convertido en una amenaza para la ordenada cronología del mundo. Cualquier cosa. Así que Hahn aparece aquí entre nosotros para vigilar y bloquear toda actividad peligrosa antes de que se transforme en algo realmente problemático. Por ejemplo, mis propias investigaciones extrasensoriales, Jim.
Barrett sintió una fría punzada de alarma. Ahora veía lo cerca que andaba Latimer de la paranoia: en media docena de tranquilas frases, Latimer había pasado de la expresión racional de algunas sospechas justificadas al fastidioso miedo de que los hombres de Arriba fueran a cerrarle el camino que él estaba tan cerca de perfeccionar.
—No creo que tengas que preocuparte, Don —dijo sin levantar la voz—. Hahn parece un tipo raro, pero no está aquí para crearnos problemas. La gente de Arriba ya nos ha hecho todo el mal que podía. Si no revocaron las ecuaciones de Hawksbill, no hay manera de que podamos molestar a nadie, nunca. Entonces, ¿para qué perder a un hombre enviándolo a espiarnos?
—¿Lo vigilarás de todos modos? —preguntó Latimer.
—Sabes que sí. Y no dudes en avisarme si Hahn hace alguna otra cosa fuera de lo común. Tú estás en mejor posición que nadie para darse cuenta.
—Me mantendré alerta, Jim. No podemos tolerar que los de Arriba nos manden espías. —Latimer se levantó y miró a Barrett con una sonrisa que casi parecía anular la paranoia—. Ahora te dejaré seguir tomando el sol —dijo.
Latimer echó a andar cuesta arriba. Barrett lo miró hasta que casi había llegado a la cima, un punto apenas visible contra el fondo rocoso. Después de un largo rato Barrett agarró la muleta y logró ponerse de pie. Se quedó mirando las olas, hundiendo la punta de la muleta en el agua para asustar a un par de seres diminutos que venían por el fondo. Finalmente dio media vuelta e inició el largo y lento ascenso de regreso a la Estación.
6
Pasaron un par de días antes de que Barrett tuviera la oportunidad de discutir a solas de política con Lew Hahn. La expedición al Mar Interior ya había salido para entonces, y en cierto modo eso era una lástima, pues Barrett podría haber usado los servicios de Charley Norton para perforar la armadura de Hahn. Norton era el teórico más dotado de la Estación, un hombre que podía tejer una trama dialéctica con los materiales menos prometedores. Si alguien podía averiguar la profundidad del compromiso revolucionario de Hahn, ese alguien era Norton.
Pero Norton se había ido a dirigir la expedición, y el propio Barrett tuvo que encargarse del interrogatorio. Su marxismo estaba un poco oxidado, y no podía moverse con la habilidad de Charley Norton entre las escuelas leninista, estalinista, trotskista, jruschevista, maoísta, berenkovskista y mgumbwista. Pero sabía lo que tenía que preguntar. Había pasado su buen tiempo en el frente de batalla ideológica, aunque eso quedara ya en un pasado bastante lejano.
Eligió una noche lluviosa en la que Hahn parecía estar bastante sociable. Habían tenido una hora de espectáculo en la Estación, una ingeniosa película generada por ordenador que Sid Hutchett había programado unos días antes. Los de Arriba habían tenido la amabilidad de enviar un modesto ordenador, y Hutchett lo había utilizado para hacer animaciones especificando anchos de línea, sombras de gris y progresiones de unidades maestras. Era un trabajo sencillo pero notablemente ingenioso, y les alegraba las noches aburridas. Podía realizar dibujos animados, imágenes satíricas, entretenimientos eróticos, cualquier cosa.
Después, convencido de que Hahn había bajado un poco la guardia, Barrett se sentó al lado.
—Buen espectáculo esta noche, ¿verdad?
—Muy entretenido.
—Es obra de Sid Hutchett. Tipo raro, ese Hutchett. ¿Llegaste a conocerlo antes de que partiera con la expedición al Mar Interior?
—¿El alto de nariz afilada, sin mentón?
—Ése —dijo Barrett—. Un chico listo. Fue el principal técnico informático del Frente Continental de Liberación hasta que lo detuvieron en 2019. Él fue quien programó la falsa emisión en la que el canciller Dantell denunciaba su propio régimen. ¡Dios mío, cómo me gustaría haber estado allí para oírla! ¿La recuerdas?
—No estoy seguro. —Hahn frunció el ceño—. ¿Cuántos años hace que ocurrió eso?
—La emisión fue en 2018. ¿Es eso anterior a tu época? Hace sólo once años...
—Entonces yo tenía diecinueve. Supongo que no estaba muy politizado. Podríamos decir que era un chico ingenuo, nada precoz.
—Nos pasó a muchos. Sin embargo, a los diecinueve años ya se es bastante mayor. Supongo que estarías muy ocupado estudiando economía.
Hahn sonrió.
—Es cierto. Estaba muy metido en esa ciencia deprimente.
—¿Y nunca oíste la emisión? ¿Tampoco oíste hablar de ella?
—Debo de haberme olvidado.
—El engaño más grande del siglo —dijo Barrett— y tú lo olvidas. El logro máximo del Frente Continental de Liberación. Conoces, por supuesto, el Frente Continental de Liberación.
—Sí, claro.
Hahn parecía incómodo.
—¿A qué grupo dijiste que pertenecías?
—A Cruzada Popular por la Libertad.
—No lo conozco. ¿Es uno de los grupos nuevos?
—De menos de cinco años. Empezó a funcionar en California en el verano de 2025.
—¿Qué programa tiene?
—Bueno, la línea revolucionaria habitual —dijo Hahn—. Elecciones libres, gobierno representativo, apertura de los archivos policiales, fin de la detención preventiva, restablecimiento del hábeas corpus y de otras libertades civiles.
—¿Y la orientación económica? ¿Puramente marxista o una de las ramas?
—Supongo que ninguna de las dos cosas. Creíamos en una especie de... bueno, de capitalismo con algunas limitaciones impuestas por el Estado.
—¿Un poco a la derecha del socialismo estatal y un poco a la izquierda del liberalismo? —sugirió Barrett.
—Algo por el estilo.
—Pero ya probaron ese sistema a mediados del siglo XX, y fracasó, ¿verdad? Tuvo su día. Llevó inevitablemente al socialismo total, lo que produjo la violenta reacción compensadora del capitalismo total, y después la caída y el nacimiento del capitalismo sindicalista. Eso nos dio un gobierno que se hacía pasar por libertario mientras reprimía toda las libertades individuales en nombre de la libertad. Entonces, si lo que quería tu grupo era retrasar el reloj económico hasta el año 1955, digamos, sus ideas no debían de tener mucha sustancia.
Hahn parecía aburrido con esa sucesión de abstracciones.
—Usted tiene que entender que yo no estaba en los consejos ideológicos más altos —dijo.
—¿Eras sólo un economista?
—Exacto.
—¿Qué responsabilidades concretas tenías en el partido?
—Planificaba la conversión final a nuestros sistemas.
—¿Basando tus procedimientos en el liberalismo modificado de Ricardo?
—Sí, en cierto modo.
—¿Y evitando, espero, la tendencia al fascismo que aparecía en el pensamiento de Keynes?
—Podríamos decir que sí —dijo Hahn, levantándose y ensayando una sonrisa rápida, vaga—. Mire, Jim, me encantaría seguir discutiendo todo esto con usted en otro momento, pero ahora tengo que irme. Ned Altman me pidió que fuera a ayudarle a hacer una danza para atraer los rayos, con la esperanza de que infunden vida a aquel montón de tierra. Así que si no le molesta...
Hahn se retiró rápidamente.
Barrett estaba más perplejo que nunca. Hahn no había «discutido» nada. Lo único que había hecho era mantener una conversación pobre, débil y evasiva, dejándose llevar de un lado para otro por las preguntas de Barrett. Y había dicho un montón de tonterías. Daba la sensación de que no sabía cuál era la diferencia entre Keynes y Ricardo, y que no le importaba, cosa rara en un supuesto economista. Parecía no saber ni remotamente qué representaba su partido político. No había protestado cuando Barrett le soltó una serie de conceptos doctrinarios deliberadamente estúpidos. Tenía tan poca preparación revolucionaria que desconocía la asombrosa broma de Hutchett once años antes.
Parecía falso de la cabeza a los pies.
¿Cómo era posible, entonces, que le hubieran encontrado suficientes méritos para mandarlo a la Estación Hawksbill? Allí sólo enviaban a los principales activistas y a los más eficaces opositores del gobierno. Sentenciar a un hombre a la Estación Hawksbill era casi como sentenciarlo a muerte, paso que no podía dar a la ligera un gobierno tan preocupado por mostrarse benévolo, respetable y tolerante.
Barrett no entendía por qué estaba allí Hahn. Parecía sinceramente angustiado por ese destierro, y era evidente que había dejado Arriba a una esposa amada, pero no había en él ninguna otra cosa que resultara convincente.
¿Sería, como había sugerido Don Latimer, algún tipo de espía?
Barrett rechazó la idea enseguida. No quería que lo afectara la paranoia de Latimer. No era nada probable que el gobierno enviara a alguien a finales del período cámbrico, en un viaje sin retorno, y sólo para espiar a un grupo de revolucionarios avejentados que nunca podrían volver a crear problemas. Entonces ¿qué estaba haciendo allí Hahn?
Habría que seguir vigilándolo, decidió Barrett.
El propio Barrett se encargó de parte de esa vigilancia. Pero se ocupó de conseguir ayuda. Cuando menos, el proyecto de vigilancia de Hahn podría servir como una especie de terapia para los casos psicopáticos ambulatorios, los que eran superficialmente funcionales pero que estaban llenos de miedos y supersticiones. Podrían aprovechar esos miedos y supersticiones y jugar a los detectives, lo que mejoraría su propia imagen y ayudaría a Barrett a comprender el significado de la presencia de Hahn en la Estación.
Al día siguiente, durante el almuerzo, Barrett llevó aparte a Don Latimer.
—Anoche hablé un poco con tu amigo Hahn —dijo Barrett—. Y las cosas que me contó me parecieron un poco raras.
Latimer se animó.
—¿Raras? ¿En qué sentido?
—Traté de ver qué sabía de economía y de teoría política. O no sabe nada de ninguna de las dos cosas o cree que soy tan imbécil que no necesita decir nada coherente cuando habla conmigo. En cualquier caso, es raro.
—¡Te dije que era sospechoso!
—Bueno, ahora te creo —dijo Barrett.
—¿Qué vas a hacer?
—Por ahora, nada. Así que vigílalo y trata de descubrir por qué está aquí.
—¿Y si es un espía del gobierno?
Barrett negó con la cabeza.
—Tomaremos todas las medidas necesarias para protegernos, Don. Pero lo más importante es no actuar de manera precipitada. Quizá lo estamos malinterpretando, y no quiero hacer nada que vuelva incómoda nuestra convivencia. En un grupo como éste, para mantener la cohesión tenemos que evitar las tensiones antes de que ocurran. Así que no seremos nada duros con Hahn, pero lo tendremos controlado. Quiero que me informes con regularidad, Don. Vigílalo atentamente. Hazte el dormido y obsérvalo. Si fuera posible, echa una mirada a escondidas a esas notas que ha estado tomando, pero hazlo con discreción, sin que sospeche.
Latimer enrojeció de orgullo.
—Puedes contar conmigo, Jim.
—Otra cosa. Busca ayuda. Organiza un pequeño equipo para vigilar a Hahn. Ned Altman parece llevarse bien con él; ponlo también a trabajar. Busca otros, algunos de los más enfermos, que necesitan responsabilidades. Ya sabes de quienes hablo. Te pongo al frente de este proyecto. Recluta a tus hombres y distribuye las tareas. Reúne información y después transmítemela. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo Latimer.
Y se pusieron a vigilar al nuevo.
El día siguiente era el quinto que pasaba Lew Hahn en la Estación. Mel Rudiger necesitaba a otros dos hombres para ir a pescar, en reemplazo de los que habían salido con la expedición al Mar. Interior. «Llévate a Hahn», sugirió Barrett: Rudiger habló con Hahn, a quien pareció gustarle mucho la oferta.
—No entiendo mucho de pesca con redes —dijo—, pero me encantaría ir.
—Te enseñaré todo lo necesario —dijo Rudiger—. En media hora serás un experto pescador. Tienes que recordar que en realidad no buscamos peces. Lo que cae en nuestras redes son montones de invertebrados tontos, a los que no cuesta mucho engañar. Ven conmigo y te enseñaré.
Barrett se quedó un largo rato en el borde del mundo, observando el pequeño bote que cabeceaba sobre las olas del Atlántico. Durante las siguientes dos horas Hahn estaría fuera de la Estación Hawksbill, sin poder volver hasta que lo decidiera Rudiger: Eso daba a Latimer una oportunidad perfecta para estudiar el cuaderno de Hahn. Barrett no sugirió exactamente a Latimer que violara de esa manera la intimidad de su compañero de vivienda, pero sí le hizo saber que Hahn estaría un rato en el mar. Contaba con que Latimer sacara la conclusión apropiada.
Rudiger nunca se alejaba demasiado de la costa —ochocientos, mil metros—, pero a esa distancia las aguas ya eran bastante turbulentas. Las olas venían rodando con miles de kilómetros de energía acumulada, y golpeaban con fuerza contra los colmillos rocosos que servían de rompeolas. La plataforma continental bajaba con suavidad hacia el mar, y por lo tanto las aguas no eran demasiado profundas incluso a cierta distancia de la costa. Rudiger había hecho mediciones hasta una milla mar adentro, y no había encontrado ninguna profundidad superior a los cincuenta metros.
No era que temieran caerse del mundo si se alejaban demasiado por el este. Lo que motivaba su cautela era sencillamente que para hombres avejentados remar una milla usando pequeños remos fabricados con cajas viejas representaba un gran esfuerzo. Arriba no se les había ocurrido mandarles un motor fuera borda.
Mirando hacia el horizonte, Barrett tuvo un extraño pensamiento. Le habían dicho que el equivalente femenino de la Estación Hawksbill estaba instalado a una distancia segura, un par de cientos de millones de años en el futuro. Pero ¿cómo podía tener la certeza de eso? El gobierno de Arriba no difundía comunicados de prensa sobre los campos de prisioneros que tenía en el pasado y, de todos modos, era insensato creer en algo que saliera de una fuente gubernamental, por indirecta que fuera. En tiempos de Barrett, la ciudadanía ni siquiera conocía la existencia de la Estación Hawksbill. Él se había enterado durante los interrogatorios, cuando habían intentado doblegarlo explicándole adónde podían llegar a mandarlo. Después, tal vez adrede, se habían filtrado algunos detalles. La nación descubrió que sí era cierto que a los políticos incorregibles los enviaban al principio de los tiempos; después se aclaró que los hombres iban a una era y las mujeres a otra, pero Barrett no tenía ningún motivo para creerlo.
Por lo que sabía, podía haber otra Estación Hawksbill en alguna parte de ese mismo año, y nadie de los que vivían allí tenía cómo enterarse. Un campo de mujeres del otro lado del Atlántico, digamos, o quizá sólo del otro lado del Mar Interior.
Barrett comprendía que eso no era muy probable. Con todo el pasado a su disposición para desterrar a los activistas políticos, los nerviosos hombres de Arriba no correrían el riesgo de que los dos grupos deportados se juntaran y engendraran una pequeña tribu de subversivos. Tomarían todas las precauciones necesarias para poner entre los hombres y las mujeres una impenetrable barrera de épocas.
Pero era una idea tentadora. De vez en cuando Barrett pensaba si Janet no estaría en esa otra Estación Hawksbill.
Cuando examinaba la idea racionalmente, sabía que era imposible. Janet había sido arrestada en el verano de 1994, y desde entonces nadie había vuelto a tener noticias de ella. Las deportaciones a la Estación Hawksbill no habían empezado hasta 2005. En 1998, la última vez que había hablado con él del tema, el propio Hawksbill no había perfeccionado el proceso de transferencia en el tiempo. Eso significaba que habían pasado por lo menos cuatro años, probablemente más de once, entre el momento de la detención de Janet y el comienzo de los envíos a la era cámbrica.
Si Janet hubiera estado en una prisión estatal todo ese tiempo, el movimiento clandestino seguramente se habría enterado de alguna manera. Pero nadie había tenido noticias. Por lo tanto, la conclusión lógica era qué el gobierno se había deshecho de ella, con toda probabilidad a los pocos días de su arresto. Era una locura pensar que Janet había llegado viva a 1995, y mucho menos que la habían mantenido incomunicada hasta que Hawksbill terminó su investigación y que después la habían enviado a aquel segmento del pasado.
No, Janet estaba muerta. Pero Barrett, como cualquier otro, se permitía el lujo de algunas ilusiones. Así que a veces tenía la fantasía de que la habían mandado al pasado, y eso lo llevaba a otra fantasía aún más descabellada, según la cual podría encontrarla allí mismo, en esa época. Ahora, calculaba, tendría cerca de setenta años. Hacía treinta y cinco años que no la veía. Trató de imaginarla como una viejecita gorda, y no pudo. Sabía que la Janet que había vivido en su recuerdo todas esas décadas era muy diferente de cualquier Janet que hubiera podido sobrevivir. Mejor ser realista y admitir que estaba muerta, pensó. Mejor no esperar encontrarla, porque el deseo podía cumplirse, y acabar de manera terrible con su sueño.
Pero la idea de una Estación Hawksbill femenina en esa misma época planteaba interesantes posibilidades que podían ser muy útiles. Barrett se preguntó si podía transmitir la idea a los demás de manera convincente. Quizá sí. Quizá con un poco de esfuerzo podría hacerles creer en la existencia de dos estaciones Hawksbill simultáneas en la misma época, separadas no por el tiempo sino apenas por la geografía.
Si creyeran eso, pensó, podría ser su salvación.
Los ejemplos de psicosis degenerativa empezaban ahora a multiplicarse. Demasiados hombres llevaban allí demasiado tiempo, y un colapso alimentaba el siguiente. La tensión de vivir en ese mundo baldío y estéril, que no estaba hecho para los seres humanos, iba erosionando a los presos. El destino de Valdosto y Altman y los otros enfermos sería el destino de todos los demás. Los hombres necesitaban proyectos continuos para seguir funcionando, para combatir el aburrimiento mortal. Empezaban a caer en la esquizofrenia, como Valdosto, o se metían en proyectos disparatados, como la novia de Frankenstein de Altman o la búsqueda de la puerta extrasensorial de Latimer.
¿Qué pasaría, pensó Barrett, si pudiera entusiasmarlos con la idea de llegar a otros continentes?
Una expedición alrededor del mundo. Quizá podrían construir algún tipo de barco grande. Eso ocuparía a muchos hombres durante un largo tiempo. Y tendrían que inventar algunos instrumentos de navegación: brújulas, sextantes, cronómetros, etcétera. Alguien tendría que improvisar una radio. Por supuesto, los fenicios se las habían arreglado bastante bien sin radios y sin cronómetros, pero en realidad no habían salido al mar abierto. Se habían mantenido cerca de la costa. Pero en ese mundo casi no había costas, y además los presos de la Estación no eran fenicios. Necesitarían ayuda para navegar.
Diseñar y construir el barco y los instrumentos era el tipo de proyecto que podía llevar treinta o cuarenta años. Algo de largo alcance donde centrar nuestras energías, pensó Barrett. Por supuesto, no viviré lo suficiente para ver zarpar ese barco, pero no importa. Es una manera de conjurar el colapso. La verdad es que no me importa lo que pueda haber del otro lado del mar, pero sí me importa, y mucho, lo que le pasa aquí a mi gente. Hemos construido la escalera que lleva al mar, pero ya está terminada. Ahora necesitamos hacer algo más grande. Las manos ociosas propician mentes ociosas... mentes enfermas... Le gustaba la idea que se le había ocurrido. Llevaba semanas preocupado por el deterioro de las condiciones de la Estación, y buscando alguna manera nueva de hacerle frente. Ahora creía que tenía la solución. ¡Un viaje! ¡El arca de Barrett!
Al volver la cabeza vio a Don Latimer y a Ned Altman a sus espaldas.
—¿Cuánto hace que estáis aquí? —preguntó.
—Dos minutos —dijo Latimer—. No queríamos interrumpirte. Parecías muy concentrado.
—Estaba soñando —dijo Barrett.
—Tenemos algo para mostrarte —dijo Latimer.
Entonces Barrett vio el fajo de papeles que tenía en la mano.
Altman asintió vigorosamente con la cabeza.
—Tienes que leerlo. Lo trajimos para que lo leas.
—¿Qué es? —preguntó Barrett.
—Las notas de Hahn —dijo Latimer.
7
Barrett vaciló un momento, sin decir nada, sin intentar quitar los papeles de la mano de Latimer. Estaba contento de que Latimer hubiera hecho eso, pero tenía que ser prudente. La propiedad privada era sagrada en la Estación Hawksbill. Inmiscuirse en lo que otro había escrito era una falta ética grave. Por eso Barrett no había ordenado expresamente a Latimer que registrara la litera de Hahn. No podía implicarse en un delito tan flagrante.
Pero, por supuesto, tenía que saber en qué andaba. Sus responsabilidades como líder de la Estación, se dijo, trascendían el código moral. Por eso había pedido a Latimer que vigilara a Hahn. Y por eso había pedido a Rudiger que llevase a Hahn a pescar. Latimer había dado el paso siguiente sin necesidad de que se lo insinuaran.
—Esto de revisar las pertenencias de alguien no me convence mucho, Don —dijo Barrett finalmente.
—Tenemos que saber algo más sobre ese hombre, Jim.
—Sí, pero una sociedad tiene que regirse por su propia moral, aunque se esté defendiendo de posibles enemigos. Ésa era nuestra queja contra los sindicalistas, ¿recuerdas? Ellos no jugaban limpio.
—¿Acaso somos una sociedad? —dijo Latimer.
—Claro que sí. Somos toda la población del mundo. Un microcosmos. Y yo represento al Estado, que ha de tener sus leyes. No sé si quiero mirar esos papeles que tienes ahí, Don.
—Me parece que deberías hacerlo: Cuando caen en manos del Estado pruebas importantes, el Estado tiene la obligación de examinarlas. Me refiero a que aquí no sólo está en juego el bienestar de Hahn. También tienes que velar por el resto de los presos.
—¿Hay algo importante en los papeles de Hahn?
—Vaya si lo hay —intervino Altman—. ¡Es totalmente culpable!
—Recuerda —dijo Barrett con voz tranquila— que nunca te pedí que me trajeras esos documentos. Que hayas curioseado en ellos es un problema tuyo con Hahn, al menos hasta que se demuestre que hay motivos para tomar medidas contra él. ¿Está claro?
Latimer parecía un poco dolido.
—Supongo que sí. Encontré los papeles escondidos en la litera de Hahn después de su partida en el bote de Rudiger. Sé que no tengo que invadir su intimidad, pero me vi obligado a observar qué es lo que está escribiendo. Y mira lo que descubrí. Es un espía.
Ofreció el fajo de papeles doblados a Barrett. Barrett los agarró y les echó una rápida mirada sin leerlos.
—Los estudiaré un poco más tarde —dijo—. ¿Qué es lo que ha escrito Hahn? En pocas palabras.
—Una descripción de la Estación, y un perfil de la mayoría de los hombres que ha conocido —dijo Latimer. Sonrió con frialdad—. Los perfiles son muy detallados y no muy halagadores. La opinión que Hahn tiene de mí es que he perdido la razón y que no quiero reconocerlo. Su opinión sobre ti es un poco más favorable, Jim, pero no mucho.
—Las opiniones de ese hombre no son de mucho valor —dijo Barrett—. Tiene todo el derecho a pensar que somos un montón de viejos chiflados. Quizá lo seamos. Ha hecho un pequeño ejercicio literario a nuestra costa. Nosotros...
—También ha andado merodeando por el Martillo —dijo Altman en tono rotundo.
—¿Qué?
—Vi cómo iba hasta allí por la noche, tarde. Entró en el edificio. Lo seguí sin que se diera cuenta. Se quedó un largo rato mirando el Martillo. Caminando alrededor y estudiándolo. No lo tocó.
—¿Por qué demonios no me lo dijiste enseguida? —preguntó Barrett con brusquedad.
Altman parecía confundido y aterrorizado. Parpadeó cinco o seis veces y retrocedió nerviosamente, alejándose de Barrett, pasándose las manos por el pelo amarillo.
—No estaba seguro de que fuera importante —dijo finalmente—. Quizá era sólo curiosidad. Primero tuve que hablar del tema con Don. Y no pude hacerlo hasta que Hahn se fue de pesca.
La cara de Barrett se llenó de sudor. Se recordó que estaba hablando con un individuo un poco psicótico y contuvo la voz todo lo posible, disimulando la alarma repentina que se había apoderado de él.
—Escucha, Ned. Si alguna vez vuelves a sorprender a Hahn cerca del equipo de transmisión temporal, me lo haces saber enseguida. Vienes a verme inmediatamente, esté despierto o dormido, comiendo o descansando. Sin consultar a Don ni a nadie. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo Altman.
—¿Sabías esto? —dijo Barrett dirigiéndose a Latimer. Latimer dijo que sí con la cabeza.
—Ned me lo contó poco antes de venir para aquí. Pero pensé que era más urgente darte los papeles. Me refiero a que Hahn no podría dañar el Martillo mientras está en el bote, y lo que pueda haber hecho anoche, hecho está.
Barrett tuvo que darle la razón. Pero no podía quitarse la angustia. El Martillo, por insatisfactorio que les pareciera, era su único punto de contacto con el mundo que los había expulsado. Dependían de él para los suministros, para el nuevo personal, para las escasas noticias que traían los nuevos de Arriba. Si algún perturbado destrozaba el Martillo, caería sobre ellos el asfixiante silencio del aislamiento total. Incomunicados con todo, viviendo en un mundo sin vegetación, sin materias primas, sin máquinas, volverían al estado salvaje en pocos meses.
Pero ¿qué estaría haciendo Hahn cerca del Martillo?, se preguntó Barrett.
Altman soltó una risita nerviosa.
—¿Sabes lo que pienso? Que Arriba han decidido exterminarnos. Quieren deshacerse de nosotros. Hahn ha sido enviado aquí como voluntario suicida. Nos está estudiando, preparando todo. Después enviarán una bomba de cobalto a través del Martillo y volarán la Estación. Tendríamos que destrozar el Martillo y el Yunque antes de que puedan hacerlo.
—Pero ¿para qué habrían de enviar un voluntario suicida? —preguntó Latimer—. Si su meta era acabar con nosotros, podrían mandar simplemente una bomba, y ahorrarse el agente. A menos que tengan alguna manera de rescatar a su espía...
—En cualquiera de los casos, no tendríamos que arriesgarnos —argumentó Altman—. Empecemos por destrozar el Martillo. Impidamos que nos bombardeen desde Arriba.
—Podría ser una buena idea. ¿Tú qué piensas, Jim?
Barrett pensaba que Altman estaba loco y que Latimer lo seguía a poca distancia.
—Yo no me preocuparía tanto por esa teoría de la bomba, Ned —se limitó a decir—. Arriba no tienen ninguna razón para eliminarnos. Y si la tuvieran, estoy de acuerdo. con lo que dice Don: no nos enviarían un agente, sino una bomba.
—Aun así, quizá deberíamos inutilizar el Martillo por las dudas...
—No —dijo Barrett. En tono enérgico, agregó—: Si hacemos algo al Martillo es como si nos cortáramos la cabeza. Por eso es tan serio —lo que anduvo haciendo Hahn. Y tú deja también de pensar cosas raras sobre el Martillo, Ned. El Martillo nos envía comida y ropa. No bombas.
—Pero...
—Sin embargo...
—Callaos los dos —gruñó Barrett—. Quiero ver estos papeles.
Habría que proteger el Martillo, pensó. Él y Quesada tendrían que idear algún sistema de vigilancia, como habían hecho para las provisiones de fármacos. Pero algo más eficaz.
Se apartó unos pasos de Altman y Latimer y se sentó en un saliente de roca. Abrió el fajo de papeles.
Empezó a leer.
Hahn tenía una caligrafía apretada que le permitía meter un máximo de información en un mínimo de espacio, como si pensara que era un pecado mortal malgastar papel. Estaba bien, porque allí el papel era un bien escaso. Pero era evidente que Hahn había traído esas hojas de Arriba. Eran delgadas y tenían una textura metálica. Cuando se deslizaban unas sobre otras, producían un susurro.
A pesar de que la letra era pequeña, Barrett no tuvo dificultad para descifrarla. La letra de Hahn era clara. También sus opiniones.
Dolorosamente.
Había escrito un análisis detallado de las condiciones en la Estación Hawksbill, y era un trabajo impresionante. En unas cinco mil palabras bien organizadas, Hahn había expuesto todo lo que Barrett sabía que andaba mal. La objetividad de aquel hombre era despiadada. Describía a los hombres como revolucionarios avejentados en quienes el viejo fervor se había vuelto rancio; enumeraba a los evidentemente psicóticos y a los que estaban al borde de serlo, y en otra categoría ponía a los que aún resistían, como Quesada, Norton y Rudiger. A Barrett le interesó ver que Hahn percibía en esos tres una grave tensión, y que podían desmoronarse en cualquier momento. Para él, Quesada, Norton y Rudiger eran casi tan estables como cuando habían caído en el Yunque de la Estación Hawksbill; pero eso quizá se debía al efecto distorsionador de sus propias percepciones borrosas. Para alguien de afuera como Hahn, el panorama era diferente y quizá más preciso.
Barrett se obligó a no saltar hasta la valoración que Hahn hacía de él.
Siguió leyendo con tenacidad la descripción del probable futuro de la población de Hawksbill: nada brillante. Hahn pensaba que el proceso de deterioro era acumulativo e imparable, y que a cualquier hombre que hubiera estado en aquel sitio más de un año o dos lo doblegarían pronto el aislamiento y el desarraigo. Barrett pensaba lo mismo, aunque creía que los más jóvenes resistían algo más. Pero el razonamiento de Hahn era inexorable y su evaluación de las posibilidades parecía convincente. ¿Cómo ha sabido tanto de nosotros en tan poco tiempo?, se preguntó Barrett. ¿Será tan agudo? ¿O será que somos muy transparentes?
En la quinta página, Barrett encontró la descripción que Hahn hacía de él. No le gustó.
«La Estación —había escrito Hahn— está nominalmente bajo la autoridad de Jim Barrett, un revolucionario de la vieja guardia que lleva aquí cerca de veinte años. Barrett es el prisionero de mayor jerarquía en cuanto a antigüedad. Toma las decisiones administrativas y parece servir de fuerza estabilizadora. Algunos de los hombres lo adoran, pero no creo que pudiera ejercer una influencia real en caso de que alguien cuestionara su autoridad o intentara derrocarlo. En la imprecisa anarquía social de la Estación Hawksbill, el gobierno de Barrett se basa casi por completo en el consentimiento de los gobernados, y si le retiraran su apoyo, como en la Estación no hay armas, él no podría imponer su voluntad. De todos modos no me parece probable que eso vaya a ocurrir, puesto que la mayoría dé los hombres de este lugar están desvitalizados y desmoralizados, y no tendrían fuerzas para organizar una insurrección contra Barrett aunque lo necesitaran.
»En general Barrett ha sido una fuerza positiva dentro de la Estación. Aunque algunos otros hombres del lugar tienen calidades de liderazgo, es evidente que sin él todo esto se habría fragmentado en una desastrosa confusión hace mucho tiempo. Sin embargo, Barrett es como una viga fuerte roída desde dentro por las termitas. Parece sólido, pero un buen empujón lo quebraría. Una reciente herida en un pie ha tenido para él un efecto evidentemente nefasto. Los otros hombres dicen que solía tener una gran energía física y que su autoridad provenía en gran medida de su estatura y de su fuerza. Ahora Barrett apenas puede caminar. Pero creo que el problema de Barrett es inherente a la vida de la Estación Hawksbill, y que no tiene mucho que ver con su cojera. Lleva muchos años alejado de los impulsos humanos normales. El ejercicio del poder le ha dado la ilusión de estabilidad y le ha permitido seguir funcionando, pero el suyo es un poder en un vacío, y dentro de él han ocurrido cosas de las que no tiene ninguna conciencia. Necesita terapia urgente. Quizá ya no se pueda hacer nada por él.»
Atónito, Barrett leyó ese pasaje varias veces. Las palabras se le clavaban como agujas.
Roída desde dentro por las termitas...
...un buen empujón...
...dentro de él han ocurrido cosas... terapia urgente...
...no se pueda hacer nada por él...
Las palabras de Hahn enfadaron a Barrett menos de lo que esperaba. Hahn tenía derecho a su propia opinión. A lo mejor hasta tenía razón. Barrett llevaba allí demasiados años viviendo separado de los demás; nadie se atrevía a hablarle sin rodeos. ¿Se habría deteriorado? ¿Acaso los demás lo estarían tratando con demasiada amabilidad?
Finalmente, Barrett dejó de releer lo que Hahn había escrito sobre él y continuó hasta la última página de las notas. El ensayo terminaba con estas palabras: «Por lo tanto, recomiendo el rápido cese de la colonia penal de la Estación Hawksbill y, hasta donde sea posible, la rehabilitación terapéutica de sus presos.»
¿Qué demonios era aquello?
¡Parecía el informe de un inspector para conceder una libertad condicional! Pero no había libertad condicional en la Estación Hawksbill. Aquella disparatada frase final anulaba la viabilidad de todo lo precedente. Que Hahn percibiera con tanta claridad y agudeza lo que pasaba en la Estación no servía para nada. Un hombre que podía escribir «Recomiendo el rápido cese de la colonia penal de la Estación Hawksbill» estaba loco.
Era evidente que Hahn fingía preparar un informe para el gobierno de Arriba. Con prosa enérgica y capaz había diseccionado la Estación y ofrecido un análisis total. Pero un muro de mil millones de años de espesor le impedía presentar ese informe. Así que Hahn estaba delirando, tanto como Altman y Valdosto y los demás. En su mente febril creía que podía enviar mensajes a la gente de Arriba, documentos pomposos en los que trazaba los defectos y los puntos flacos de los demás prisioneros.
Eso planteaba una escalofriante posibilidad. Hahn podía estar chiflado, pero no había estado en la Estación el tiempo suficiente para haberse vuelto loco allí. Tenía que haber traído su locura de Arriba.
¿Qué pasaría si hubieran dejado de usar la Estación Hawksbill como campo de prisioneros políticos, se preguntó Barrett, y estuvieran comenzando a usarla como manicomio?
Era una idea tenebrosa: una cascada de psicópatas cayendo en la Estación. Del Martillo llovería todo tipo de desechos humanos. Hombres que habían ido perdiendo la razón de manera honorable a causa de la tensión nerviosa producida por el largo confinamiento tendrían que hacer sitio a locos comunes.
Barrett se estremeció. Apuntó con los papeles de Hahn hacia Latimer, que estaba sentado a pocos metros de distancia observándolo con atención.
—¿Qué te pareció esto? —preguntó Latimer.
—Creo que cuesta valorarlo con una sola lectura. —Se frotó la cara con la mano, apretando con fuerza—. Pero es probable que el amigo Hahn tenga algún trastorno mental. Esto no me parece obra de un hombre sano.
—¿Crees que es un espía de Arriba?
—No —dijo Barrett—. No lo creo. Pero me parece que él piensa que es un espía de Arriba. Eso es lo que me resulta más alarmante.
—¿Qué vas a hacer con él? —quiso saber Altman.
—Por el momento sólo observarlo y esperar —dijo Barrett con suavidad. Dobló el delgado fajo de papeles y se lo dio a Latimer—. Deja esto exactamente como lo encontraste, Don. Y que Hahn no tenga la menor sospecha de que lo has leído o sacado de allí.
—De acuerdo.
—Y ven a verme en cuanto creas que tengo que enterarme de algo relacionado con él —dijo Barrett—. Puede estar muy enfermo. Quizá necesite toda nuestra ayuda.
La expedición de pesca regresó a la Estación en las primeras horas de la tarde. Barrett vio que el bote de Rudiger estaba rebosante, y a Hahn, desembarcando con brazadas de trilobites arponeados, se lo veía bronceado y contento.
Barrett se acercó a mirar lo que habían pescado. Rudiger estaba de un humor efusivo, y levantó un crustáceo de un rojo vivo que podía haber sido el tatarabuelo de todas las langostas hervidas, pero no tenía pinzas delanteras y donde debería tener la cola le brotaba una púa triple de aspecto maligno. Medía algo más de medio metro de largo y era feo.
—¡Una nueva especie! —dijo Rudiger con orgullo—. No hay nada parecido en ningún museo. Dios mío, cómo me gustaría tener un sitio donde ponerlo para que después lo encontraran. Quizá en la cima de alguna montaña.
—Si se pudiera encontrar, ya lo habrían encontrado —le recordó Barrett—. Algún paleontólogo del siglo XX lo habría desenterrado y exhibido en algún sitio, y tú te habrías enterado de todo. Así que olvídate, Mel.
—He estado pensando en eso —dijo Hahn—. ¿Cómo es posible que nadie de Arriba haya encontrado jamás los restos fósiles de la Estación Hawksbill? ¿No les preocupa que alguno de los primeros cazadores de fósiles los encuentre en los estratos del cámbrico y arme un escándalo? Por ejemplo, alguno de los excavadores de dinosaurios del siglo XIX. Qué sorpresa se llevaría si encontrara chozas y huesos humanos y herramientas en un estrato más antiguo que los dinosaurios.
Barrett movió negativamente la cabeza.
—En primer lugar, ningún paleontólogo, desde el origen de la ciencia hasta la fundación de Hawksbill en el año 2005, desenterró la Estación. De eso hay datos: no sucedió, así que no hay de qué preocuparse. Y si la Estación apareciera después de 2005, todo el mundo sabría qué es y no pasaría nada. No habría ninguna paradoja.
—Además —dijo Rudiger con tristeza—, dentro de otros mil millones de años esta cadena rocosa estará en el fondo del Atlántico, con tres kilómetros de sedimento encima. Es imposible que nos encuentren. O que alguien de Arriba vea alguna vez a este bicho que atrapé hoy. En realidad, me importa un bledo. Yo lo vi. Yo lo disecaré. Ellos se lo pierden.
—Pero lamentas el hecho de que la ciencia no pueda conocer nunca esta especie —dijo Hahn—. La ciencia del siglo XXI.
—Sí, claro. Pero no tengo yo la culpa. La ciencia conoce esta especie. Yo. Yo soy la ciencia. Soy el principal paleontólogo de esta época. ¿Acaso es culpa mía que no pueda publicar los descubrimientos en las revistas profesionales?
Frunció el entrecejo y se marchó llevando al enorme crustáceo rojo.
Hahn y Barrett se miraron y sonrieron, respondiendo con naturalidad al malhumorado arranque de Rudiger. Entonces la sonrisa se borró de la cara de Barrett.
...termitas... un buen empujón... terapia...
—¿Pasa algo? —preguntó Hahn.
—¿Por qué?
—De pronto puso una cara muy triste.
—Sentí una punzada en el pie —dijo Barrett—. Me pasa a veces. Vamos. Te ayudaré a llevar esas cosas. Está noche habrá cóctel fresco de trilobites.
Empezaron a subir por los escalones hacia la propia Estación. De repente se oyó un fuerte grito en lo alto, la voz de Quesada:
—¡Atrapadlo! ¡Va hacia vosotros! ¡Atrapadlo!
Alarmado, Barrett levantó la cabeza y vio a Bruce Valdosto que bajaba apresuradamente por los escalones de la cara del acantilado, desnudo del todo y arrastrando jirones del colchón de gomaespuma donde había estado aprisionado. Quizá unos treinta metros más arriba estaba Quesada, chorreando sangre por la nariz, con cara de aturdido y apaleado.
Valdosto, bajando hacia ellos, tenía un aspecto terrible. Nunca había sido un hombre ágil, a causa de las piernas, pero ahora, después de semanas bajo el efecto de los sedantes, apenas se podía tener de pie. Avanzaba tambaleándose, tropezando y cayendo, levantándose y recorriendo unos metros antes de volver a caer. Le brillaba el cuerpo velludo, cubierto de sudor, y tenía una mirada desorbitada; separaba los labios hacia atrás en una sonrisa rígida. Parecía un animal que acaba de soltarse de la correa y huye al mismo tiempo, de manera desordenada, hacia la libertad y la destrucción.
Barrett y Hahn apenas tuvieron tiempo de dejar en el suelo la carga de trilobites cuando ya tenían a Valdosto encima.
—Ponga su hombro contra el mío —dijo Hahn—, así lo bloquearemos. Barrett dijo que sí con la cabeza, pero no pudo moverse con suficiente rapidez, y Hahn lo agarró del brazo y lo colocó en la posición correcta. Barrett se afirmó en la muleta.
Valdosto chocó contra ellos como una piedra.
Bajaba medio corriendo y medio cayendo por los escalones, y cuando estaba todavía tres metros por encima de ellos se arrojó al aire.
—¡Val! —jadeó Barrett, tratando de detenerlo, pero entonces Valdosto lo golpeó entre el pecho y la cintura.
Barrett absorbió todo el impacto. La muleta se le incrustó en la axila, y giró sobre las rodillas, torciendo la pierna sana y mandando un violento mensaje de dolor a lo largo de todo el cuerpo. Para no dislocarse el hombro, soltó la muleta, y mientras la muleta caía sintió que también él iba hacia el suelo, y la atrapó antes de perder del todo el equilibrio. Al cambiar de posición, quedó un hueco entre él y Hahn. Como una pelota saltarina, Valdosto se metió por esa abertura. Eludió la mano de Hahn que intentaba aferrarlo y se alejó escaleras abajo.
—¡Val, vuelve aquí! —dijo Barrett con voz resonante—. ¡Val!
Pero lo único que podía hacer era gritar. Vio con impotencia cómo Valdosto llegaba al borde del mar y, resbalando y zambulléndose, se lanzaba al agua. Movía los brazos de manera desenfrenada, remando como un loco. Su cabeza oscura asomó un momento; después una ola imponente le cayó encima y lo barrió. Cuando Barrett volvió a verlo, estaba a cincuenta metros de la orilla.
Para entonces Hahn había llegado al bote varado de Rudiger y estaba soltando las amarras. Lo llevó hasta el agua y se puso a remar con desesperación. Pero la marea estaba alta, y la marea era despiadada; las olas zarandeaban el bote como si fuera una ramita. Por cada metro que Hahn se apartaba de la orilla, las aguas lo hacían retroceder medio metro. Mientras tanto, Valdosto se iba alejando cada vez más, golpeando las olas con las manos abiertas, saliendo brevemente a la superficie y desapareciendo después un largo rato.
Barrett, aturdido, se había quedado dolorido y paralizado en el mismo sitio por donde se les había escapado Valdosto. Ahora Quesada estaba a su lado.
—¿Qué pasó? —preguntó Barrett.
—Le estaba poniendo un sedante y se volvió loco. Estaba suelto en el catre y se levantó de golpe y me derribó. Echó a correr. Hacia el mar... Gritaba todo el tiempo que volvía a casa a nado.
—Eso está haciendo —dijo Barrett.
Observaron la lucha. Hahn, exhausto, trataba furiosamente de hacer avanzar un bote demasiado pesado para un solo remero ante olas demasiado encrespadas. Valdosto, usando las últimas energías, había dejado atrás las primeras rompientes y nadaba sin cesar hacia el mar abierto. Pero la plataforma de roca subía en la zona que tenía por delante, y el agua espumosa salpicaba los abultados dientes pedregosos. Con la marea alta se formaban allí remolinos. Valdosto avanzó sin dudar hacia las aguas más revueltas. Las olas lo arrebataron, lo levantaron y lo hundieron de nuevo. Pronto fue sólo una línea contra el horizonte.
Los demás estaban llegando ahora, atraídos por los gritos. Uno a uno se fueron acomodando a lo largo de la orilla o de la escalera de piedra. Altman, Rudiger, Latimer, Schultz, los cuerdos y los enfermos, los soñadores, los viejos, los cansados, se quedaron paralizados mientras Hahn azotaba el mar con los remos y Valdosto saltaba entre las olas. Ahora Hahn estaba volviendo. Se abría paso entre el oleaje, y Rudiger y dos o tres más salieron de aquel estado de trance, agarraron el bote y lo arrastraron a tierra y lo amarraron. Hahn bajó tropezando, pálido de cansancio. Cayó de rodillas y se puso a hacer arcadas sobre las piedras mientras las olas le lamían las botas. Cuando se hubo repuesto, se levantó tambaleándose y caminó hasta donde estaba Barrett.
—Hice todo lo posible —dijo—. El bote no se movía. Pero intenté rescatarlo.
—Está bien —dijo Barrett con suavidad—. Nadie lo podría haber hecho. Las aguas estaban demasiado revueltas.
—Quizá si hubiera intentado nadar...
—No —dijo Doc Quesada—. Valdosto estaba loco. Y era muy fuerte. Te habría hundido si las olas no lo lograban antes.
—¿Dónde está? —preguntó Barrett—. ¿Alguien lo ve?
—Allá, junto a las rocas —dijo Latimer—. ¿No es él?
—Se ha hundido —dijo Rudiger—. Hace tres o cuatro minutos que no sale a la superficie. Es mejor así. Para él, para nosotros, para todo el mundo.
Barrett volvió la espalda al mar. Nadie se acercó a él. Conocían su relación con Valdosto, los treinta años de amistad, el apartamento compartido, las noches desaforadas y los días tormentosos. Algunos de ellos estaban allí aquel día no tan lejano en el que Valdosto había caído sobre el Yunque y Barrett, que no lo veía desde hacía más de una década, había soltado un grito de alegría y de placer. Acababa de cortarse uno de los últimos lazos con el pasado lejano; pero Barrett sabía que Valdosto ya se había ido hacía mucho tiempo.
Estaba oscureciendo. Despacio, Barrett empezó a subir por el acantilado hacia la Estación. Media hora más tarde se le acercó Rudiger.
—El mar está ahora más tranquilo. Las aguas arrastraron el cuerpo de Val hasta la orilla.
—¿Dónde está?
—Dos de los muchachos lo están trayendo para el funeral. Después lo pondremos en el bote y lo llevaremos a enterrar.
—Bien —dijo Barrett.
Había una sola forma de entierro en la Estación Hawksbill, y era el entierro en el mar. Cavar tumbas en la roca viva resultaba casi imposible. Entonces Valdosto sería enterrado dos veces. Devuelto por las olas, habría que sacarlo, ponerle unas pesas y enviarlo a su última morada. Por lo general habrían celebrado el funeral en la orilla, pero ahora, como tácita concesión por el impedimento de Barrett, para no obligarlo a otra extenuante caminata por el acantilado, llevaban a Valdosto hasta arriba. En cierto modo parecía absurdo andar arrastrando aquella carne sin vida de un lado para otro. Habría sido mejor, pensó Barrett, que el mar se hubiera llevado a Val la primera vez.
Pronto aparecieron Hahn y algunos más llevando el cuerpo envuelto en un plástico azul.
Lo colocaron en el suelo delante de la choza de Barrett. Una de las tareas que se había impuesto en ese lugar era la de pronunciar los discursos de despedida; tenía la impresión de que había habido unos cincuenta sólo en el último año. Estaban presentes cerca de treinta hombres. A los demás no les importaban los muertos, o les importaban tanto que no podían asistir.
Barrett hizo un discurso sencillo. Habló brevemente de su amistad con Valdosto, de los días compartidos a finales del siglo anterior, de las actividades revolucionarias de Valdosto. Explicó algunos de los actos heroicos de Valdosto. Barrett se había enterado de la mayoría indirectamente, dado que él mismo había estado prisionero en Hawksbill durante los años de mayor fama de Valdosto. Entre 2006 y 2015, casi sin ayuda de nadie, con bombas y minas y muertes Val había llevado al gobierno a una especie de fatiga de combate.
—Sabían quién era —dijo Barrett—, pero no lo podían encontrar. Lo persiguieron durante años, y un día lo atraparon y lo sometieron a juicio, ya todos sabemos a qué tipo de juicio, y nos lo enviaron a la Estación Hawksbill. Y aquí, durante muchos años, Val fue un líder. Pero no estaba hecho para ser prisionero. No podía adaptarse a un mundo donde no podía pelear contra el gobierno. Por eso se desmoronó. Todos fuimos testigos, y no nos resultó nada fácil. A él tampoco. Que descanse en paz.
Barrett hizo un ademán. Los portadores levantaron el cuerpo y echaron a andar hacia el este. La mayoría de los presentes los siguieron. Barrett no. Se quedó mirando hasta que el cortejo fúnebre empezó a bajar por la escalera que llevaba al mar; después dio media vuelta y entró en la choza. Al cabo de un rato se durmió.
8
Poco antes de la medianoche, el ruido de unos pasos rápidos delante de la choza despertó a Jim Barrett. Mientras se incorporaba, buscando a tientas el interruptor de la luz, Ned Altman entró a los tumbos.
Barrett lo miró parpadeando.
—¿Qué pasa, Ned?
—¡Hahn! —dijo Altman con voz áspera—. Anda otra vez merodeando por el Martillo. Acabamos de verlo entrar en el edificio.
Barrett se despojó del sopor con la energía de una foca que sale del agua. Sin prestar atención a la insistente punzada de la pierna izquierda, se levantó de la cama y agarró algo de ropa. Era más aprensivo de lo que quería que viera Altman, y mantuvo una cara inexpresiva, como una máscara. Si Hahn, jugando con el mecanismo temporal, rompía el Martillo accidental o deliberadamente, quizá no podrían volver a recibir repuestos de Arriba. Eso implicaría que todos los embarques futuros —si los hubiera— cayeran al azar, en cualquier año pasado y a grandes distancias de la Estación. Después de todo ¿qué tenía que hacer Hahn en la máquina?
Mientras Barrett se ponía los pantalones, Altman dijo:
—Latimer está allá vigilándolo. Empezó a sospechar cuando vio que Hahn no volvía a la choza a la hora de acostarse, y vino a verme y salimos a buscarlo. Y allí estaba, husmeando alrededor del Martillo.
—¿Haciendo qué?
—No lo sé. En cuanto vimos que entraba en el edificio, vine directamente a buscarte. Eso es lo que se suponía que tenía que hacer, ¿no es así?
—Sí —dijo Barrett—. ¡Vamos!
Salió ruidosamente de la choza e hizo todo lo posible por trotar hacia el edificio principal. El dolor le recorría la mitad inferior del cuerpo como un reguero de ácido. La muleta, al descargar en ella todo el peso, se le clavaba despiadadamente en la axila izquierda. El pie dañado, colgando en el aire, ardía con fría incandescencia. La pierna derecha, al tener que soportar la mayor parte del peso, crujía y rechinaba. Altman corría a su lado, jadeando. Bajo la luna de color salmón, la Estación parecía irreal. A esa hora estaba terriblemente silenciosa.
Pasaron por delante de la cabaña de Quesada. Barrett pensó en despertar al médico y llevarlo con ellos. Decidió no hacerlo. No importa lo que estuviera haciendo Hahn: él podría resolver solo la situación. Después de todo, algo de fuerza quedaba en la viga roída.
Latimer los estaba esperando en la entrada de la cúpula principal. Estaba al borde del pánico, o quizá ya del otro lado. Parecía asustado y conmocionado. Era la primera vez que Barrett veía farfullar a un hombre.
Puso una garra grande en el hombro delgado de Latimer.
—Bueno, ¿dónde está? ¿Dónde está Hahn?
—Ha... desaparecido.
—¿Qué demonios quieres decir? ¿Hacia dónde se fue?
Latimer soltó un gemido. Su cara angulosa estaba blanca como el papel. Le temblaban los labios y le costaba hablar.
—Subió al Yunque —barbotó Latimer finalmente—. Apareció esa luz... Esa incandescencia. ¡Y entonces Hahn desapareció!
Altman ensayó una risita.
—¡Qué me dices! ¡Así que desapareció! ¿Subió a la máquina y listo?
—No —dijo Barrett—. No es posible. La máquina no está preparada para enviar sino para recibir. Debes de haberte equivocado, Don.
—¡Vi cómo se iba!
—Está escondido en alguna parte del edificio —insistió Barrett con tenacidad—. No hay otra posibilidad. ¡Cierra esa puerta! ¡Registra todo hasta que lo encuentres!
—Quizá desapareció, Jim —dijo Altman con voz suave—. Si Don lo dice, será cierto...
—Sí —dijo Latimer, en el mismo tono suave—. Es verdad. Se subió al Yunque. Después todo se puso rojo en la sala y Hahn desapareció.
Barrett cerró los puños y apretó los nudillos contra las doloridas sienes. Había una candente llamarada detrás de su frente que casi le hacía olvidarse del dolor del pie. Ahora veía con claridad su error. Había dependido para su espionaje de dos hombres que estaban clara e inequívocamente locos; su decisión no había sido muy cuerda. A un hombre se lo conoce por los lugartenientes que elige. Bueno, él había confiado en Altman y en Latimer, que ahora le daban exactamente el tipo de información que podía esperar de semejantes espías.
—Estás alucinando —le dijo Barrett a Latimer en tono cortante—. Ned, ve a despertar a Quesada y tráelo enseguida. Tú, Don, quédate aquí en la entrada, y si aparece Hahn quiero que lo anuncies con toda la fuerza de tus pulmones. Voy a registrar el edificio.
—Espera —dijo Latimer, agarrando a Barrett por la muñeca. Parecía que estaba haciendo de nuevo un esfuerzo para dominarse—. Jim, ¿te acuerdas de cuando te pregunté si creías que yo estaba loco? Me dijiste que no. Dijiste que confiabas en mí.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, que no dejes de confiar en mí ahora. Te digo que no son alucinaciones. Vi cómo desaparecía Hahn. No lo puedo explicar, pero soy suficientemente racional para saber qué fue lo que vi.
Barrett le clavó la mirada. Claro, pensó. Confía en la palabra de un loco cuando te dice con voz tranquila y agradable que está perfectamente cuerdo. Por supuesto.
—Muy bien, Don —dijo Barrett con un tono más suave—. Quizá tengas razón. De todos modos, quiero que te quedes junto a la puerta. Iré a echar un vistazo para ver si hay algo raro.
Se metió en el edificio con la intención de recorrerlo, empezando por la habitación donde estaba. montado el Martillo. Entró en ella. Todo parecía estar en perfecto orden. No se veía ningún resplandor de Campo de Hawksbill, y Barrett tampoco encontraba ningún indicio de que hubieran alterado algo.
En la sala no había armarios ni alcobas ni grietas donde hubiera podido ocultarse Hahn. Después de inspeccionar a fondo la sala, Barrett siguió por el pasillo, mirando la enfermería, el comedor, la cocina, la sala de recibo. Miró todos los posibles escondites. Miró hacia arriba y hacia abajo.
Hahn no estaba. No estaba en ninguna parte.
Por supuesto, había suficientes sitios en esos cuartos donde Hahn hubiera podido ocultarse. Quizá estaba sentado en el refrigerador, encima de un montón de trilobites gélidos. Quizá estaba debajo de todas las cosas que guardaban en la sala de juego. Quizá estaba en el armario de los medicamentos.
Pero Barrett dudaba de que Hahn estuviera en el edificio. Lo más probable era que estuviera dando un paseo taciturno por la orilla del mar y no hubiera pisado ese sitio desde anoche. Lo más probable era que todo ese episodio fuera sólo una fantasía febril de Latimer. Sabiendo que Barrett estaba preocupado por el interés de Hahn en el Martillo, Latimer y Altman se habían aliado para imaginar que lo habían visto husmeando por allí, y habían terminado convenciéndose de su propia historia.
Barrett acabó de recorrer el pasillo circular del edificio y se encontró de nuevo en la entrada principal. Latimer seguía montando guardia allí. Lo acompañaba ahora un soñoliento Quesada con la cara magullada e hinchada por la batalla con Valdosto. Altman, pálido y tembloroso, estaba delante de la puerta.
—¿Qué pasa? —preguntó Quesada.
—No lo sé muy bien —dijo Barrett—. Don y Ned tuvieron la impresión de que habían visto a Lew Hahn merodeando cerca del equipo para viajar por el tiempo. He registrado todo el edificio y no parece estar aquí, así que quizá hayan cometido algún error. Te sugiero que lleves a los dos a la enfermería y les inyectes algo para calmarles los nervios mientras yo voy a dormir un rato.
Latimer, con un hilo de voz, dijo:
—Te juro que lo vi...
—¡Calla! —lo interrumpió Altman—. ¡Escucha! ¡Escucha! ¿Qué es ese ruido?
Barrett escuchó. El sonido era ahora claro: el aullido sibilante de la ionización. Era el sonido producido por un Campo de Hawksbill funcionando. De repente se le puso carne de gallina.
—El Campo está encendido —dijo en voz baja—. Quizá nos lleguen algunos suministros.
—¿A está hora? —dijo Latimer.
—No sabemos qué hora será Arriba. Quiero que todos os quedéis aquí. Yo iré a ver qué pasa con el Martillo.
—Quizá debiera acompañarte, Jim —sugirió Quesada con amabilidad.
—¡Quedaos aquí! —tronó Barrett. Después calló, avergonzado de esa muestra de cólera explosiva. Nervios. Nervios. Bajando la voz, agregó—: Con que vaya uno de nosotros a ver qué pasa, es suficiente. No os mováis. Vuelvo enseguida.
Sin esperar a oír más opiniones en contra, Barrett dio media vuelta y se alejó cojeando hacia la sala del Martillo. Abrió la puerta con el hombro y se asomó. No necesitaba encender la luz. La incandescencia intensamente roja del Campo de Hawksbill iluminaba todo.
Se quedó por el lado de dentro de la puerta. Casi sin atreverse a respirar, clavó la mirada en la masa metálica del Martillo, observando el juego de colores contra los ejes y las barras de potencia y los fusibles. El resplandor del Campo se intensificó, y pasó por varios tonos de rosa hacia el carmesí antes de extenderse y envolver el Yunque. Pasó un momento interminable.
Entonces se oyó el trueno implosivo, y Lew Hahn salió de la nada y se quedó un momento acostado en la ancha placa del Yunque, atontado por el choque temporal.
9
Al principio, en la oscuridad, Hahn no advirtió la presencia de Barrett. Se levantó despacio, sacudiéndose los abrumadores efectos de un viaje por el tiempo. Después de unos segundos se empujó hasta el borde del Yunque y dejó las piernas colgando. Las balanceó para reactivar la circulación. Aspiró profundamente varias veces. Por último se deslizó hasta el suelo. El resplandor del campo había desaparecido en el momento de su llegada, así que se movía con cautela, como tratando de no chocar contra nada.
De repente, Barrett encendió la luz y dijo:
—¿Qué has estado haciendo, Hahn?
El joven retrocedió como si lo hubieran pinchado en el estómago. Ahogó un grito, saltó algunos pasos hacia atrás y levantó las dos manos en actitud defensiva.
—Contéstame —dijo Barrett.
Hahn pareció recuperar el equilibrio. Echó una rápida mirada más allá de la voluminosa figura de Barrett, hacia el vestíbulo, y dijo:
—Déjeme pasar. Ahora no se lo puedo explicar.
—Más vale que me lo expliques.
—Será más fácil para todos si no lo hago —dijo Hahn—. Por favor. Déjeme pasar.
Barrett siguió bloqueándole la puerta.
—Quiero saber dónde estuviste esta noche. Y qué anduviste haciendo con el Martillo.
—Nada. Sólo estudiándolo un poco.
—Hace un minuto no estabas en esta habitación. Después apareciste de la nada. ¿De dónde saliste, Hahn?
—Se equivoca. Estaba detrás del Martillo. No...
—Te vi caer en el Yunque. Hiciste un viaje por el tiempo, ¿verdad?
—No.
—¡No me mientas! No sé cómo lo haces, pero has encontrado alguna manera de viajar hacia adelante en el tiempo, ¿no es así? Nos has estado espiando, y fuiste a alguna parte a llevar tu informe... y ahora estás de regreso.
La frente pálida de Hahn brillaba.
—Barrett, se lo advierto, no haga demasiadas preguntas en este momento —dijo con voz tensa—. Sabrá todo lo que quiere saber a su debido tiempo. Éste no es el momento adecuado. Ahora, por favor, déjeme pasar.
—Primero las respuestas —dijo Barrett.
Se dio cuenta de que estaba temblando. Ya conocía las respuestas, y eran respuestas que lo sacudían hasta el fondo del alma. Sabía dónde había estado Hahn.
Pero el propio Hahn tenía que admitirlo.
Hahn no dijo nada. Dio un par de pasos indecisos hacia Barrett, que no se movió. Hahn parecía estar adquiriendo impulso para iniciar una repentina carrera hacia la puerta.
—No saldrás de esta habitación —dijo Barrett— mientras no me digas lo que quiero saber.
Hahn arremetió.
Barrett se plantó con firmeza, la muleta contra el marco de la puerta, la pierna sana apoyada en el suelo, y esperó al joven. Calculaba que pesaba por lo menos cuarenta kilos más que Hahn. Eso podía alcanzar para equilibrar el hecho de que Hahn tenía unos treinta años menos y una pierna más. Al entrar en contacto, Barrett le agarró los hombros, tratando de sujetarlo para obligarlo a volver a la habitación.
Hahn cedió tres o cuatro centímetros. Miró a Barrett sin decir una palabra y empujó de nuevo.
—No lo hagas —gruñó Barrett—. No... te... dejaré...
—No quiero hacer esto —dijo Hahn.
Empujó otra vez. Barrett sintió que se doblaba ante el impacto. Hundió las manos todo lo posible en los hombros de Hahn, y trató de meterlo de nuevo en la habitación. Pero Hahn resistió, y toda la energía de Barrett se redujo a un empujón hacia atrás que rebotó sobre él mismo. Perdió el control de la muleta, que resbaló por el marco de la puerta y se le escapó de debajo del brazo. Por un angustioso instante todo el peso de Barrett se apoyó en la aplastada inutilidad de su pie izquierdo, y entonces, como si las extremidades se le estuvieran derritiendo debajo del cuerpo, empezó a hundirse hacia el suelo. Aterrizó con un resonante estrépito.
Quesada, Altman y Latimer entraron corriendo en la habitación. Barrett se retorcía de dolor en el suelo, clavando los dedos en el muslo de la pierna herida. Hahn estaba de pie a su lado con cara triste, las manos entrelazadas.
—Lo siento —dijo—. No tendría que haberme cerrado así el paso.
Barrett lo miró furioso.
—Viajaste por el tiempo, ¿no es así?. ¡Ahora puedes contestarme!
—Sí —dijo por fin Hahn—. Fui Arriba.
Una hora más tarde, después de que Quesada le inyectó suficientes calmantes para que no aullara de dolor, Barrett oyó la historia completa. Hahn no quería revelar aquello tan pronto, pero había cambiado de idea después de la pequeña pelea.
Todo era muy sencillo. El viaje por el tiempo funcionaba ahora en ambas direcciones. Toda la palabrería sobre el flujo de la entropía había quedado sencillamente en eso: palabras vacías.
—No —dijo Barrett—. Yo mismo lo discutí con Hawksbill en... a ver... en 1998. Hawksbill y yo nos conocíamos. Le dije: Con tu máquina ¿la gente puede viajar para adelante y para atrás en el tiempo?, y él dijo que no, que sólo se podía viajar hacia atrás. El movimiento hacia adelante era imposible según sus ecuaciones.
—Sus ecuaciones eran incompletas —dijo Hahn—. Obviamente. Hawksbill nunca desarrolló la parte del movimiento hacia el futuro.
—¿Cómo pudo haberse equivocado un hombre del nivel de Hawksbill?
—Al menos cometió un error. Después hubo otras investigaciones, y ahora sabemos movernos en ambas direcciones. Hasta a Einstein tuvieron que corregirlo. ¿Por qué no a Hawksbill?
Barrett negó con la cabeza. Sí, ¿por qué no, a Hawksbill?, se preguntó. Pero él se había convencido de que el trabajo de Hawksbill era perfecto, y que estaba condenado a vivir hasta sus últimos días en el comienzo de los tiempos.
—¿Cuánto tiempo hace, que se conoce la posibilidad de viajar en ambas direcciones? —preguntó Barrett.
—Por lo menos cinco años —dijo Hahn. Todavía no sabemos con exactitud cuándo se produjo el gran avance. Cuando terminemos de revisar todos los archivos secretos del anterior gobierno...
—¿El anterior gobierno?
Hahn asintió.
—La revolución se produjo en enero. De 2029. No fue nada violenta. Los sindicalistas se enmohecieron por dentro, y cuando recibieron el primer empujón se cayeron. Había un gobierno revolucionario esperando entre bastidores para hacerse cargo del poder y restituir las viejas garantías constitucionales.
—¿Fue el moho? —preguntó Barrett ruborizándose—. ¿O las termitas? No te equivoques de metáfora.
Hahn miró para otro lado.
—Lo que importa es que cayó el viejo gobierno. Ahora tenemos un régimen liberal provisional, y habrá elecciones libres dentro de unos seis meses. No me pregunte demasiado por la filosofía de la nueva administración. No soy un teórico político. Ni siquiera un economista. Usted acertó.
—Entonces ¿qué eres?
—Un policía —dijo Hahn—. Parte de la comisión que estudia el régimen penitenciario del anterior gobierno. Incluyendo esta prisión.
—¿Qué pasa con los prisioneros que están Arriba? —dijo Barrett—. Los políticos.
—Los están liberando. Revisamos sus casos y por lo general los soltamos enseguida.
Barrett asintió.
—¿Y los sindicalistas? ¿Qué ha pasado con ellos? No sé si podrás contarme algo sobre uno en particular, un interrogador llamado Jacob Bernstein. Quizá lo conozcas.
—¿Bernstein? Sí, claro. Pertenecía al Consejo de Síndicos. Fue jefe de interrogación.
—¿Fue?
—Se suicidó —dijo Hahn—. Muchos Síndicos hicieron lo mismo cuando cayó el régimen. Bernstein fue el primero.
—No me extraña —dijo Barrett, sintiéndose curiosamente conmovido.
Se produjo un largo silencio.
—Había una chica —dijo Barrett—. Hace mucho tiempo... desapareció... La arrestaron en 1994, y nadie pudo averiguar qué le había ocurrido. Me pregunto si... si...
Hahn negó con la cabeza.
—Lo siento —dijo con suavidad—. Eso fue hace treinta y cinco años. No encontramos a ningún prisionero que hubiera estado en la cárcel más de seis o siete años. El núcleo de la oposición fue enviado a la Estación Hawksbill, y los demás... Bueno, si era una amiga especial suya... no es probable que aparezca.
—No —dijo Barrett—. Tienes razón. Lo más probable es que haya muerto hace mucho tiempo. Pero no pude dejar de preguntártelo, por las dudas...
Miró a Quesada y después a Hahn. Los pensamientos le giraban en la cabeza como un torbellino, y no pudo recordar la última vez que se había sentido tan abrumado por los acontecimientos. Tenía que esforzarse para evitar de nuevo los temblores. La voz le falló un poco cuando le dijo a Hahn:
—Tú viniste a observar la Estación Hawksbill, ¿verdad?, a ver cómo estábamos. Y fuiste Arriba esta noche a contarles lo que habías visto aquí. Supongo que te pareceremos un grupo bastante lamentable.
—Aquí todo el mundo ha sufrido una enorme tensión —dijo Hahn—. Dadas las circunstancias de este encarcelamiento... El destierro a esta era remota...
Lo interrumpió Quesada.
—Si ahora hay un gobierno liberal en el poder y se puede viajar por el tiempo en ambas direcciones, ¿acierto si digo que los prisioneros de la Estación Hawksbill serán enviados Arriba?
—Por supuesto —dijo Hahn—. Se hará lo antes posible, en cuanto dispongamos de toda la logística. Ése ha sido el motivo de mi viaje de reconocimiento. Primero averiguar si todos estaban todavía vivos, pues ni siquiera sabíamos si alguien habría sobrevivido al viaje por el tiempo. Y después ver en qué estado estaban, qué necesidades de tratamiento había. Desde luego, todo el mundo contará con los recursos de la terapia moderna, sin reparar en gastos.
Barrett casi no prestaba atención a las palabras de Hahn. Había estado temiendo algo parecido toda la noche, desde que Altman le avisó de que Hahn andaba tocando el Martillo. Pero nunca se había permitido del todo creer que aquello fuese posible.
Ahora veía que su reino se desmoronaba.
Se veía regresando a un mundo que no podría empezar a comprender, un Rip van Winkle rengo volviendo después de veinte años.
Y se veía arrancado de un sitio que había llegado a ser su hogar.
—¿Sabes una cosa? —dijo Barrett con voz cansada—. Algunos hombres no van a poder adaptarse al impacto de la libertad. Si los metes en el mundo real otra vez, pueden morirse. Tenemos aquí a muchos psicópatas graves. Tú mismo los has visto. Viste lo que hizo Valdosto esta tarde.
—Sí —dijo Hahn—. He hablado de esos casos en mi informe.
—A los enfermos habrá que prepararlos por etapas para la idea del regreso —dijo Barrett—. Puede llevar más tiempo del que pensamos.
—No soy terapeuta —dijo Hahn—. Se hará lo que los médicos consideren más conveniente. Quizá haya que dejar aquí a algunos de manera permanente. Entiendo que la vuelta los puede trastornar mucho después de todos estos años aquí creyendo que el regreso era imposible.
—Más aún —dijo Barrett—. Aquí se puede hacer mucho trabajo. Trabajo científico, quiero decir. Exploración. Viajes por este mundo, e incluso por el tiempo, hacia arriba y hacia abajo, usando este lugar como base de operaciones. No creo que se deba cerrar para siempre la Estación Hawksbill.
—Nadie propuso hacer eso. Tenemos toda la intención de mantenerla funcionando, más o menos como usted dice. Va a haber un tremendo programa de exploración temporal, y una base como ésta en el pasado será invalorable. Pero la Estación no será nunca más una prisión. El concepto de prisión se ha acabado. Ya no existe.
—Muy bien —dijo Barrett. Buscó a tientas la muleta, la encontró y se levantó pesadamente, tambaleándose un poco. Quesada se acercó como si quisiera ayudarle a recuperar el equilibro, pero Barrett lo apartó bruscamente.
—Vayamos afuera —dijo.
Salieron del edificio. Una niebla gris se había instalado sobre la Estación, y empezaba a caer una fina llovizna. Barrett miró alrededor las chozas desperdigadas. Miró el océano, apenas visible por el este a la débil luz de la luna. Miró hacia el oeste, hacia el distante mar. Pensó en Charley Norton y en el grupo que había salido, como todos los años, de expedición al Mar Interior. Qué sorpresa se van a llevar, pensó, cuando vuelvan aquí dentro de unas semanas y descubran que todos estamos en libertad y podemos regresar a casa.
Con sorpresa, Barrett sintió una presión repentina alrededor de los párpados, como si unas lágrimas intentaran abrirse paso.
Se volvió hacia Hahn y Quesada.
—¿Quedó claro lo que trataba de explicar? —dijo Barrett en voz baja—. Alguien tendrá que quedarse aquí para facilitar la transición de los enfermos que no podrán soportar el impacto del regreso. Alguien tendrá que mantener esta base funcionando. Alguien tendrá que explicar las cosas a los nuevos que lleguen aquí, a los científicos.
—Por supuesto —dijo Hahn.
—El que cumpla esa función, el que se quede cuando salgan todos, tiene que ser alguien muy familiarizado con la Estación. Alguien en condiciones de volver Arriba inmediatamente pero dispuesto a hacer el sacrificio de quedarse. ¿Se entiende lo que digo? Un voluntario.
Ahora le sonreían. Barrett se preguntó si esas sonrisas no serían un tanto condescendientes. Se preguntó si no estaría siendo un poco transparente de más. Que se vayan al diablo los dos, pensó. Aspiró el aire cámbrico hasta hincharse bien los pulmones.
—Me ofrezco para quedarme —dijo Barrett levantando la voz. Lanzó a los dos una mirada desafiante para que no osaran oponerse. Pero sabía que no se atreverían a hacerlo. En la Estación Hawksbill él era el rey. Y quería seguir ocupando el puesto—. Yo seré el voluntario —dijo—. Yo seré el que se quede.
Los dos hombres siguieron sonriéndole. Barrett no soportó más las sonrisas. Les dio la espalda.
Desde lo alto de la colina contempló su reino.
EL NÚMERO QUE SE HA ALCANZADO
Thomas M. Disch
Cuando desapareció el aburrimiento, pasó a ocupar su lugar el pánico. Esta vez llegó a mediodía a través del Volumen 6 de Toynbee. Normalmente, un buen chapuzón y un par de kilómetros recorridos a nado hubieran arreglado las cosas, pero era invierno. Salió a la veranda en camiseta y dejó que el viento del lago azotara su carne. Contempló la ciudad enterrada en nieve y la inmaculada blancura de la escena puso un nudo en su corazón, haciéndole sentir lo que había perdido, y también a causa de su belleza. Se agarró a la barandilla del balcón, y la frialdad del metal atemperó el calor de las palmas de sus manos. Sus músculos reclamaban ser utilizados. Su mente necesitaba comunicarse con otra mente. Tenía que hablar.
No se dio cuenta de la fuerza con que se había agarrado a la barandilla hasta que le dolieron las manos. Se soltó y miró hacia abajo: catorce pisos hasta la calle, cubierta con un sudario de nieve.
El día siguiente fue mejor. Recobró el control de sí mismo. Desde luego, tuvo que renunciar a Toynbee. Hizo ejercicio, transportando pesados cajones de libros y de latas de conserva desde el vestíbulo. Contó mentalmente los peldaños. Desde el vestíbulo hasta el segundo piso había dieciocho peldaños, y quince entre todos los otros pisos. Ciento noventa y ocho, en total. Le desconcertó que la cifra total se interrumpiera precisamente dos números por debajo de doscientos. Cuando hubo alcanzado, jadeante, el último peldaño, su mente siguió contando, independientemente: ciento noventa y nueve, doscientos.
Una vez guardados todos los paquetes, empezó a limpiar. Como de costumbre, había dejado que el apartamento se ensuciara hasta lo indecible. Barrió todas las habitaciones, llevando las barreduras a la veranda y soltándolas al viento. Luego fregó los suelos de madera, apoyándose con ambas manos sobre el duro cepillo, contando las pasadas. Después enceró las tablas hasta sacarles brillo. Quitó el polvo y enceró los muebles, y trató también de limpiar las ventanas, pero el limpiacristales se heló sobre el frío cristal. Cuando estuvo muy cansado trató de leer —una novela de misterio, simplemente—, pero lo único que le interesaba, lo único hacia lo cual volvían siempre sus ojos, era el número que figuraba en la esquina de cada página. El libro tenía 160 páginas, de las cuales iba restando el número de la página en que se encontraba para saber las páginas que le quedaban por leer. A la una soltó el libro y escuchó el viento del lago chocando contra las ventanas y el monótono latido del reloj de pared. Aquella noche soñó que le hacía el amor a su esposa, que estaba muerta.
Oyó el timbre del teléfono, y por unos instantes se limitó a contemplarlo, pero un teléfono que está sonando tiene el mismo aspecto que un teléfono que no está sonando. Finalmente levantó el receptor y lo acercó a su oído.
—¡Hola! —dijo, y luego—: ¿Hola?
—Hola —respondió ella, con la mayor naturalidad.
—No creí que funcionaran los teléfonos —dijo él.
Era una estupidez decir aquello, pero había evitado la ridiculez de ¡Hábleme, diga algo, cualquier cosa, pero hábleme!
—Es la automación, supongo. Hay montones de cosas que continúan funcionando, si uno paga sus facturas.
—Me gusta su voz —dijo él—, Me gusta el sonido que tiene.
—Es una voz áspera —dijo ella.
—Me recuerda la de mi esposa.
—¿Era guapa?
—Lidia era muy guapa. Fue Reina del Curso en la U.C.L.A.
—Y usted, ¿qué era?
—Yo iba a otra escuela.
—Eso no contesta a mi pregunta.
Él enrojeció: ella era muy agresiva.
—Fui capitán del equipo de fútbol. ¿Qué más? —Se echó a reír—. Si quiere, le enseñaré mi fotografía en el anuario.
—¿Por teléfono? —inquirió ella, fríamente.
—¿Quiere venir aquí?
—Todavía no.
—¿Por qué no?
Las lágrimas se agolparon en sus ojos. Notó un nudo en el estómago, como si las infinitas pérdidas de aquellos últimos años estuvieran concentradas en aquella sola respuesta.
—No le conozco a usted lo suficiente —explicó ella.
—¿Cómo supo que tenía que llamarme aquí? ¿Sabe lo que pienso? ¡Ni siquiera creo que exista usted! La estoy imaginando, simplemente.
—Pero está usted hablando conmigo, ¿no es cierto?
Él no contestó.
—Si usted quiere —dijo ella—, yo le hablaré. En realidad, vengo observándole desde hace mucho tiempo. Anteayer le vi en su terraza. Se quedó tanto rato allí, en camiseta, que me hizo sentir frío. Se llama usted Justin Holt. Vi su nombre en su buzón y, desde luego, en seguida supe quién era usted.
—¿Cuál es su nombre?
—Usted es el astronauta. Lo leí todo acerca de usted en la biblioteca.
—Sí, soy el astronauta, en efecto. Apuesto a que ni siquiera se ha molestado en inventar un nombre para usted. Ni un pasado.
—No voy a decirle mi nombre. No lo creería. Pero crecí en Winnetka, cerca de Chicago, igual que su querida Lidia, y asistí a la escuela en Bennington, aunque a mí no me nombraron Reina del Curso. Me gradué en Economía Doméstica.
—No pudo usted graduarse en Bennington, porque en esa población no hay ninguna Universidad.
Ella se echó a reír.
—Le estaba tomando el pelo, Justin. Porque sé que Lidia estudió Economía Doméstica en la U.C.L.A. Lo leí en el anuncio de la boda en el Tribune. Dios, una persona tiene que ser tonta para hacer eso. No puedo soportar a las personas tontas. ¿Y usted, Justin?
La mano de Holt apretó el receptor con más fuerza.
—¿Cómo sabe usted...? —empezó a decir.
Pero se interrumpió, dándose cuenta de su dilema: o bien ella era real, y no podía haber sabido aquellas cosas acerca de Lidia, o bien él la estaba imaginando, en cuyo caso todo lo que ella dijera acerca de Lidia, o de él mismo, procedía de su propia mente.
—Yo puedo leer entre líneas —dijo ella, como si captara su duda—. He visto un montón de Lidias.
—¿Y un montón de los de mi clase, también?
—Oh, no, Justin! Usted es único. Usted es famoso. Y es guapo. ¿Sabía usted que las mujeres opinan que es muy guapo? Y es usted un genio, desde luego. Tiene un cociente de Inteligencia de 198.
Su risa tenía una cruel resonancia animal.
—¿Por qué dice eso? —preguntó él, convencido de que el fantasma se había traicionado a sí mismo como lo que era.
—¿Por qué no? Un número es tan bueno como otro.
—Entonces, llame a otro número —dijo él, y colgó.
Bruscamente, había dejado de creer en ella. Siempre había temido que la cosa terminaría así, en locura. Sus ejercicios de estoicismo, su autocontrol, todos sus esfuerzos para mantenerse cuerdo no habían servido para nada.
Bebió, sentado con las piernas cruzadas sobre la espléndida piel de oso polar del salón. Bebió Chivas Regal directamente de la botella y comió bizcochos ingleses directamente de la lata.
Cuando despertó el teléfono estaba sonando de nuevo. Había dos ratones en la lata de bizcochos, comiéndose las migajas. No prestaban ninguna atención al timbre del teléfono, pero cuando él se levantó huyeron apresuradamente. No era de día aún. O quizás ya había anochecido. Cogió el receptor.
—Hola —dijo ella—. Soy Justine.
Él rió, y notó un doloroso pinchazo en la nuca.
—Ya le dije que no me creería, pero, ¿qué quería que hiciera? ¿Mentir? No hubiera sido difícil inventar un nombre más probable. Como Mary. ¿Qué opina usted de Mary? ¿O Lidia? Suena casi tan corriente como el agua de lavar los platos.
—¿Por qué habla así de ella?
—Tal vez estoy celosa.
—Bueno, no tiene motivos para estarlo.
—Usted no la quería, ¿verdad? Se casó con ella del mismo modo que ingresó en el ejército, del mismo modo que se ofreció para ir a Marte. Eso era lo único que le importaba: ir a Marte. Y se casó con Lidia porque su padre podía ayudarle a conseguirlo. Pero su cariño no era sincero.
—Escuche, Justine —dijo él—, todo esto empieza a fastidiarme. No necesito que me llame y sea mi conciencia culpable. Si es usted una persona real, demuéstrelo. Pero, ahora mismo, no sé nada acerca de usted.
—No es lo único que ignora. Por ejemplo, los millones...
—¿Los millones? —la interrumpió él.
—...de muertos —dijo ella—. Todos muertos. Todo el mundo muerto. Por culpa de usted y de los otros como usted. Los capitanes de equipos de fútbol, y los soldados, y todos los otros héroes.
—Yo no lo hice. Ni siquiera estaba aquí cuando ocurrió. No puede reprochármelo.
—Bueno, yo se lo reprocho, nene. Porque si se lo hubiesen ordenado, lo hubiera hecho.
—Usted conoce aquel territorio mejor que yo. Usted creció allí.
—¿Cree que no existo? Tal vez cree usted que tampoco los otros han existido. Lidia... y todos los otros millones.
—Resulta divertido que diga usted eso.
Ella permaneció ominosamente silenciosa.
El continuó, intrigado por la novedad de la idea:
—Eso es lo que se siente en el espacio. Es más bello que cualquier otra cosa de las que existen. Uno está solo en la nave, y aunque no esté solo no puede ver a los otros. Puede ver los cuadrantes y los millones de estrellas en la pantalla delante de él, y puede oír las voces a través de los auriculares, pero eso es todo. Uno empieza a pensar que los otros no existen.
—¿Sabe lo que tendría que hacer? —dijo ella.
—¿Qué?
—Arrojarse al lago.
—Eso no es divertido.
No hubo respuesta. El receptor zumbó en su oído. Esta vez había colgado ella. Se acercó a la ventana para contemplar la ciudad, enterrada bajo las toneladas de nieve que no sería removida, pero los cristales estaban empañados con las gotas heladas de limpiacristales. Las arrancó una a una con las uñas, contándolas. Cuando llegó a ciento noventa y ocho, la rabia hirvió en él y golpeó el cristal con el puño cerrado. Una ráfaga de aire frío azotó su rostro, y de su garganta brotó un profundo sonido, el grito de un animal acorralado.
La calefacción del edificio era automática. El teléfono era automático, mientras él pagara sus facturas, y el banco que pagaba sus facturas era automático mientras recibiera sus cheques, y sus cheques llegaban automáticamente a través de los correos del Gobierno Federal. Toda la ciudad funcionaba a base de autómatas, los cuales, uno a uno, dejaban de funcionar a medida que se quedaban sin combustible o sin instrucciones. Incluso las bombas habían sido automáticas. Y la nave espacial que les había llevado, a él y a sus compañeros, a Marte en viaje de ida y vuelta, también era automática. A veces él se sentía automático, aunque en su calidad de astronauta sólo estaba equipado para soportar su aislamiento, y gracias a ellos había podido evitar hasta ahora los estragos del pánico. Desde luego, le había ayudado mucho el hecho de que los barrenderos automáticos hubieran sacado los cadáveres de las calles, y los vehículos parados de las carreteras. En los primeros momentos había pensado en lo raro que resultaba que, habiendo sido soldado, oficial del Ejército de los Estados Unidos, durante doce años, no hubiera visto nunca un cadáver. Naturalmente, más tarde encontró alguno que no había sido enterrado automáticamente. Lidia, por ejemplo, parecía haber estado durmiendo cuando llegaron las bombas. Al menos estaba acostada. El cuerpo no se había descompuesto, ya que las bombas habían eliminado radicalmente toda clase de vida. Los pequeños bichos sólo habían empezado a reaparecer recientemente, y Dios sabe de dónde procedían.
Ella continuó llamándole por teléfono, pero cuando él contestaba lo único que ella decía era que él debía suicidarse, ya que había asesinado a todos los demás. Él le hizo observar que no la había asesinado a ella, a Justine. «¡Oh, pero yo no existo!» No le servía de nada ser razonable con ella, de modo que terminó por no contestar a sus llamadas. Se sentaba en el sofá del salón, con un libro en el regazo, y contaba los timbrazos. A veces se sucedían interminablemente, y él salía de la casa y buscaba un banco en frente de la helada marina. Había decidido desempolvar sus matemáticas. Había olvidado casi todo lo que había aprendido en la escuela. La necesidad de ignorar el frío hacía más fácil, hasta cierto punto, la concentración. Cuando estaba sumergido en sus estudios, todo lo demás dejaba de tener importancia. O, cuando el viento del lago era demasiado fuerte, podía andar por las calles cubiertas de nieve, pasar por delante de los numerados edificios, ejercitando su memoria, ya que después de todo esta era la ciudad en la que había crecido. Descubrió que no podía recordar muchas de las particularidades de los días de su infancia. Recuerdos que él había creído seguros y que casi habían terminado por borrarse. De modo que, a veces, caminando a través de la nieve, se limitaba a contar sus pasos. Le parecía que, si contaba lo suficiente, daría con el número correcto, y que ello significaría algo. Pero, mientras esperaba que llegara aquel número, sabía lo suficiente de matemáticas para distraerse e incluso instruirse. Tomemos el número 90, por ejemplo. 90 era la suma de dos cuadrados: el cuadrado de 9 y el cuadrado de 3. También era el producto de 9 y 10, en tanto que el producto de 9 y 11 era 99. ¡Y dos veces 99 era 198! Los números anterior y posterior al 198 eran primos, 197 y 199. Las posibilidades latentes en los números eran infinitas: literalmente infinitas.
Pero detrás de aquella creciente pasión por los números había una angustia continua, una inquietud moral, una sensación de haber traicionado algo o a alguien, aunque no sabía exactamente qué o a quién. No era una sensación de culpabilidad, precisamente. Era algo que Justine había despertado en él. Quizás había una especie de justicia en su exigencia de que él debía morir. Al menos, él no tenía ningún motivo para sobrevivir. No había hecho nada para merecer su singularización. Había embarcado con otros dos compañeros en un cohete automático, había dejado su carga en otro planeta, en el cual había permanecido el tiempo suficiente para ser testigo de la muerte accidental de sus compañeros, y luego había regresado al punto de partida. Había sido una pura coincidencia que, en el intervalo, hubiesen sido pulsados los botones que ponían en movimiento los ingenios automatizados de destrucción que a su manera poseían el secreto de vida y muerte: las bombas de neutrones.
La puesta del sol le aterrorizaba de un modo especial. No temía la oscuridad, pero al ponerse el sol tenía que estar en un lugar cerrado. Entraba en la cocina, donde no había ventanas, y cerraba la puerta detrás de él. Después de la puesta del sol, podía ir a cualquier parte del apartamento.
El contar se había convertido para él en una obsesión. Contaba los libros en las estanterías. Contaba los latidos de su pulso. Contaba los segundos de su reloj. Permanecía despierto en la cama horas enteras, contando.
Una noche oyó una voz en sueños cantando la canción de cuna del reloj:
Jíplori-díplori-ploj,
El ratón se subió al reloj.
El reloj la una dio.
El ratón a correr echó.
Jíplori-díplori-ploj.
Sonó el teléfono. Antes de despertarse del todo empuñó el receptor.
—Por favor —dijo ella—, escúcheme. Lamento lo que le dije. Me he portado como una estúpida. No hará usted... no hará lo que le dije, ¿verdad? Dios mío, tenía tanto miedo de que no me contestara...
Él permaneció silencioso.
—¿Puedo ir a verle? Debí hacerlo desde el primer momento, pero tenía miedo. No le conocía a usted. ¿Puedo ir ahora?
Él no supo qué contestar. ¿Qué podía decirle a alguien que no existía? Se dio cuenta de que el dormitorio estaba bañado por la luz de la luna. Se filtraba a través de los visillos de muselina y caía sobre la cama, tan tangible como suero de mantequilla.
—¿Qué? —dijo él, abstraídamente.
—Aunque tal vez debiera decidirlo por mí misma. ¿Es eso lo que piensa? Tiene usted razón. Iré. Estaré ahí dentro de... dentro de una hora. De una hora y media, como máximo.
Ella colgó.
Él miró el reloj.
Tengo noventa minutos, pensó. Cinco mil cuatrocientos segundos.
Empezó a contarlos.
Resultaba difícil contar un número por segundo cuando se pasaba de cien, de modo que cuando llamaron a la puerta sólo había llegado a dos mil seiscientos setenta. Trató de ignorar la llamada, cono había ignorado el timbre del teléfono durante tantos días.
—Por favor, Justin. Déjeme entrar.
—No —explicó él cuidadosamente—. Si la dejo entrar, no podré volverme atrás. Tendré que admitir que es usted real.
—Soy real, Justin. Puede usted oírme, puede usted verme. ¡Oh, por, favor, Justin!
—Eso es lo que temo, precisamente. No saber si al fin me he vuelto completamente loco.
—Justin, le amo.
—Lo comprende, ¿verdad? Se da cuenta de que es imposible, ¿no es cierto?
—No me moveré de aquí. Me quedaré pegada a la puerta, y cuando usted salga...
—No voy a salir, Justine. Si hubiera venido usted al principio... en vez de telefonear. Ahora es demasiado tarde. ¿Cómo puedo creer ahora en usted? Sería despreciable ceder ahora, una debilidad. Imperdonable. No podría soportarlo, y usted nunca me respetaría.
No le llegó ninguna respuesta.
—Váyase —dijo él.
Sabía que ella estaba esperando allí, cebando su trampa con silencio. Salió a la veranda y contempló la ciudad cubierta de nieve. Parecía casi más brillante a la luz de la luna que a pleno sol.
Saltaré cuando haya contado diez, se dijo a sí mismo.
Contó hasta diez, pero no saltó. Si volvía a la puerta, sabía que ella estaría allí: o, al menos, que él creería que estaba allí. No tenía elección. Y, ¿no era esto lo que ella había dicho que tenía que hacer?
¿No era esto, casi, justicia?
Contó hasta veinte, hasta cincuenta, hasta cien.
Los números tenían un efecto tranquilizador. Eran lógicos. Cada número era exactamente uno más que el anterior y uno menos que el posterior. Contó hasta ciento noventa y ocho. Súbitamente, la llamada a la puerta se repitió, más fuerte que nunca. Él se inclinó por encima de la barandilla y su cuerpo fue dejando atrás los catorce pisos hasta caer sobre la blanda e inmaculada nieve de la calle.
EL HOMBRE QUE AMÓ A LA FAIOLI
Roger Zelazny
Ésta es la historia de John Auden y la faioli, que nadie conoce mejor que yo. Escúchenla...
Sucedió una noche, cuando él estaba paseando (pues no había motivos para no pasear) por sus sitios favoritos de todo el mundo, cuando vio a la faioli, cerca del Cañón de la Muerte, sentada sobre una roca, mientras que sus alas de luz revoloteaban, revoloteaban, revoloteaban hasta desvanecerse, apareciendo entonces sentada allí una muchacha humana, vestida completamente de blanco y llorando, con largas trenzas negras enrolladas a la cintura.
Se aproximó a ella ante la cegadora luz que despedía el moribundo sol, cuando los ojos humanos no podían distinguir distancias ni calcular perspectivas adecuadamente (pero los suyos sí), y apoyando su mano derecha en el hombro de ella y la dijo unas palabras de salutación y consuelo.
Fue, sin embargo, como si él no existiera. Continuó su llanto, regando de plata sus mejillas de color de nieve o de hueso. Sus ojos almendrados miraban en la distancia, como si pudieran ver a través de él, y sus largas uñas se clavaban en la carne de sus palmas, de las que no brotaba sangre.
Entonces él creyó lo que se decía de las faiolies: que sólo pueden ver a los seres vivientes y no a los muertos, y que están sacadas de las mujeres más adorables de todo el universo. Al estar muerto, John Auden, reflexionaba sobre las consecuencias de recobrar la vida nuevamente, por algún tiempo.
Era sabido que la faioli acudía al hombre un mes antes de su muerte (a aquellos raros hombres que aún morían) para vivir con él durante el mes final de su existencia, proporcionándole todos los placeres que puede conocer un ser humano, de forma tal que el día en que la muerte envía su beso, llevándose la vida que queda dentro de su cuerpo el hombre le acepta... ¡no, le busca!, con deseo y galantería. Porqué es tal el poder de la faioli entre todas las criaturas, que no hay nada más deseado después de conocerla.
John Auden consideró su vida y su muerte, las condiciones del mundo en que estaba la naturaleza de su servidumbre, su maldición, y la faioli (que era la criatura más adorable que había visto en todos sus cuatrocientos mil días de existencia), y se palpó el lugar que tenía debajo de la axila izquierda, que activaba el mecanismo necesario para hacerle vivir de nuevo.
La criatura se sobresaltó al recibir su contacto porque, de repente, el roce de él era de carne, y de carne cálida y femenina era lo que ella ofrecía, ahora que las sensaciones de la vida habían retornado a él. Sabía que su contacto se había convertido nuevamente en el contacto de un hombre.
—Hola, ¿por qué lloras? —dijo él, y la voz de la faioli fue como las brisas olvidadas soplando sobre los olvidados árboles, con su rocío, sus aromas y colores que evocaba su memoria.
—¿De dónde vienes, hombre? No estabas aquí hace un momento.
—Del Cañón de la Muerte —respondió él.
—Deja que te toque el rostro.
Él se dejó y ella lo tocó.
—Es extraño que no advirtiera tu llegada.
—Este es un mundo extraño —repuso él.
—Es cierto —dijo ella—. Tú eres el único ser viviente que lo habita.
—¿Cómo te llamas? —preguntó él.
—Llámame Sythia —respondió ella.
Y así la llamó.
—Mi nombre es John —la dijo—; John Auden.
—He venido para estar contigo, para darte regocijo y placeres —añadió ella, y entonces supo él que el ritual había comenzado.
—¿Por qué estabas llorando cuando te encontré? —preguntó.
—Porque creí que no había nadie en este mundo y porque estaba cansada de mi largo viaje —contestó ella—. ¿Vives cerca de aquí?
—No muy lejos —añadió él—. No del todo lejos.
—¿Me llevarás allí? ¿Al lugar donde vives?
Y ella se alzó y le fue siguiendo hasta el Cañón de la Muerte, donde él tenía su morada.
Continuaron descendiendo y descendiendo interminablemente, y todo lo que les rodeaba eran despojos de gentes que antes habían vivido. Ella, sin embargo, no parecía ver tales cosas, Pues mantenía los ojos clavados en el rostro de John y la mano asida a su brazo.
—¿Por qué llamas a este lugar el Cañón de la Muerte? —le preguntó ella.
—Porque todo lo que nos rodea son muertos —repuso él.
—Yo no veo nada.
—Lo sé.
Cruzaron el Valle de las Calaveras, donde millones de muertos de muchas razas y mundos yacían apilados unos sobre otros, pero ella tampoco los vio. Y a pesar de encontrarse en el cementerio de todos los mundos, no se apercibía de ello. Había encontrado a su custodio, a su cuidador, aunque no sabía quién era este hombre que se tambaleaba a su lado como un beodo.
John Auden la llevó hasta su casa. No era realmente el lugar donde vivió, pero lo sería en lo sucesivo. Activó los viejos circuitos del edificio que había dentro de la montaña. En respuesta la luz apareció de las paredes, una luz que antes no había necesitado, pero que ahora iba a necesitar.
La puerta se cerró tras ellos y la temperatura adquirió un calor normal. El aire puro comenzó a circular. Él lo aspiró hasta llenar su pecho, agradeciendo las antiguas y olvidadas sensaciones. El corazón, ese órgano rojo y caliente que le recordaba el dolor y los placeres, empezó a latir fuerte con el nuevo aire. Por primera vez en los siglos, preparaba una comida e iba a buscar una botella de vino a las profundas y herméticas alacenas. ¿Cuántos otros más pudieron haber hecho lo que él?
Nadie, tal vez.
Ella cenó con él, jugueteando con los alimentos, catando un poquito de cada cosa, comiendo muy poco. Él, por su parte, se atiborró hasta la saciedad, y los dos bebieron vino y fueron dichosos.
—Este lugar es muy extraño —dijo ella—. ¿Qué es lo que te impulsa, John Auden? Tú no eres como los demás hombres que viven y mueren. Tú te tomas la vida casi igual que una faioli. Tratas de sacar de ella cuanto puedes y te conduces a un ritmo que denota un sentido del tiempo ajeno al hombre. ¿Quién eres?
—Soy uno que conoce que los días del hombre están contados —respondió él— y que ansía aprovecharlos antes de que se le acaben.
—Eres extraño —dijo Synthia.
—Más que nada en el mundo —respondió él.
Desayunaron y aquel día estuvieron caminando por el Valle de las Calaveras. Él no podía distinguir distancias ni obtener perspectivas adecuadas, y ella no veía nada de lo que había sido vida y ahora era desolación. Y mientras estaban sentados sobre una roca plana, con el brazo sobre los hombros de ella, señaló hacia el cohete que acababa de venir del lejano espacio y ella miraba de través ante las gesticulaciones de John. Indicaba hacia los robots que habían comenzado a descargar del interior de la nave los despojos pertenecientes a los muertos de muchos mundos, pero ella estiraba la cabeza hacia un lado y miraba adelante y no veía nada de lo que él decía.
Incluso cuando uno de los robots avanzó pesadamente hasta él y le mostró la carpeta conteniendo los recibos y el documento que debía firmar por los cuerpos recibidos, ella no veía ni comprendía lo que estaba sucediendo.
En los días que siguieron, su vida fue como un sueño, llena de los placeres de Synthia y salpicada de ciertos e inevitables momentos de dolor. A menudo, le veía pesaroso y ella le preguntaba por su expresión de melancolía.
Y él siempre se echaba a reír y contestaba diciendo que «los placeres y el dolor están muy cerca el uno del otro», o algo por el estilo.
Y, durante el correr de los días, ella aprendió a prepararle las comidas, y a frotarle la espalda, y a mezclar sus bebidas, y a recitarle ciertos fragmentos poéticos que él había amado en un tiempo.
Un mes, sólo un mes. No lo olvidaba. Llegaría el fin. Sabían siempre que la muerte del hombre estaba cerca.
John Auden sabía que ninguna faioli del universo entero había encontrado jamás un hombre como él.
Synthia era como una madreperla. Su boca parecía una fina llama, que encendía todo lo que tocaba, sus dientes se asemejaban agujas y su lengua era como el corazón de una flor. Y así es como llegó a amar a una faioli llamada Synthia.
Y él era quizás el único hombre del universo, capaz de engañarla. Era un perfecto derecho de defensa que tenía contra la vida y la muerte. Y ahora que era un ser humano viviente, a menudo lloraba cuando se detenía a considerarlo.
Tenía más de un mes por vivir. Quizá fueran tres o cuatro. Este mes, por consiguiente, representaba un precio que él pagaría de buen grado.
Hay una cosa llamada enfermedad que se nutre de los organismos vivientes, y él lo había conocido más allá del alcance de todos los hombres vivos. Ella, un ser femenino, que sólo conoció su propia vida, no podía comprenderlo.
Por eso, él no trató de explicárselo jamás.
Pero el día tenía que llegar, y llegó.
Había perdido, y lo sabía. Como los días se habían desvanecido ante él, se encontraba debilitado. Apenas era capaz de estampar su firma sobre los recibos que le había traído el robot, tambaleándose hasta llegar a él, espachurrando costillas y aplastando cráneos a su terrible paso. Por un momento envidió al robot. Desapasionado, entregado totalmente a su deber. Antes de despedirlo le preguntó.
—¿Qué hubieras hecho tú si te hallaras en posesión de una cosa deseada que te proporcionara todo lo que puedes ansiar en este mundo?
—Trataría... de quedarme con ella —respondió el robot, oscilando las luces rojas de su cúpula antes de irse tambaleando sobre el Gran Cementerio.
—Sí —dijo John Auden—, pero eso no puede ser.
Synthia no le comprendió, y en aquel trigésimo primer día volvieron al lugar donde había vivido durante un mes, y él sintió que le estaba invadiendo el terror indescriptible de la muerte.
Ella fue más exquisita que nunca, pero él temía este encuentro final.
—Te amo —dijo por último, pues era una palabra que no la había dicho antes, y ella le besó.
—Lo sé —le dijo ella—, John Auden, dime una cosa. ¿Qué es lo que te esclarece de los demás? ¿Por qué sabes de las cosas ajenas a la vida más de lo que el hombre mortal debe saber? ¿Cómo fue posible que llegaras hasta mí aquella primera noche sin yo apercibirme de ello?
—Porque mi ser está ya muerto —la dijo—. ¿No te das cuenta de ello cuando me miras a los ojos?
—No lo comprendo —respondió ella.
—Bésame y olvídalo —dijo él—. Es mejor así.
Pero ella sentía curiosidad y le preguntó:
—¿Cómo consigues entonces guardar el equilibrio entre la vida y lo que no es vida, eso que mantiene consciente a tu ser muerto?
—Porque existen unos controles dentro de este cuerpo que, desgraciadamente, ocupo. Si tocas debajo de mi axila izquierda, mis pulmones cesarán de respirar y mi corazón dejará de latir. Ello pondría en funcionamiento un sistema electromecánico aquí instalado (invisible para ti, lo sé) semejante al que llevan mis robots. En esto consiste mi vida estando muerto. Yo mismo lo pedí porque temía el olvido. Yo mismo me ofrecí voluntario como sepulturero del universo, porque aquí no hay nadie que pueda verme y se horrorice de mi aspecto cadavérico. Por eso soy quien soy. Bésame y acaba.
Pero habiendo tomado la forma de mujer, o tal vez siéndolo, la faioli llamada Synthia sintió curiosidad y dijo:
—¿En este sitio?
Y le tocó debajo de la axila izquierda.
Hecho esto, él se desvaneció de la vista y con ello, también, supo una vez más la fría lógica existente fuera de las emociones. A causa de ello, también, no tuvo necesidad de tocarse el punto crítico.
En vez de ello, él se quedó contemplando cómo ella le buscaba por el lugar que antes había estado vivo.
La faioli escrutó los lugares más recónditos y al ver que no podía encontrar a ningún hombre viviente sollozó horriblemente, una vez más, como hiciera aquella noche en que él la encontró.
Luego, sus alas comenzaron a revolotear débilmente, una y otra vez, recobrando su anterior existencia. Su rostro se disolvió y su cuerpo se fue fundiendo lentamente. Más tarde, la torre de chispas que había junto a él se fue disipando, y pasada la insensata noche en que le fue posible distinguir distancias y calcular perspectivas nuevamente, él empezó a buscarla.
Y ésta es la historia de John Auden, el único hombre que pudo amar a una faioli y logró vivir (si así se le puede llamar) para contarlo. Nadie conoce la historia mejor que yo.
Jamás ha podido encontrar un remedio. Y yo sé que John Auden pasea por el Cañón de la Muerte, meditando sobre los esqueletos y, a veces, se para junto a la roca donde la encontró, busca algo jugoso que ya no está allí y desea hallar una explicación.
Es que es así, y la moral puede que consista en que la vida (y quizás también el amor) sea más fuerte que su continente, pero nunca más fuerte que su contenido. Mas es solamente la faioli quien podría asegurarlo, y ésta ya no volverá.
LA PLAGA
Andrew J. Offutt
I
Durante mucho tiempo nadie lo mencionó. En gran escala, quiero decir. Transcurrieron un par de años, en realidad, antes de que fuera considerado como una tendencia definida. Yo lo había oído comentar a otros doctores, desde luego; al parecer, estaban perdiendo súbitamente un montón de pacientes viejos, sin ningún motivo especial. Pero los médicos estamos tan acostumbrados a la muerte que no nos preocupamos. El que vio la cosa en su verdadera perspectiva fue un actuario de seguros. La gente se estaba... muriendo. Gente anciana. Médicos y coroners trabajaban más que de costumbre.
Certificaban «ataque cardíaco», o «fallo cardíaco», o «paro cardíaco», o algo por el estilo. Principalmente «paro cardíaco». Lo cual significaba que el corazón del paciente había dejado de latir. ¡Algo de risa! ¿Han oído hablar ustedes de alguien que estuviera muerto y cuyo corazón siguiera latiendo? Eso es un efecto, no una causa. Cuando uno está muerto, su corazón deja de funcionar. Pero algo ha sido la causa de eso.
Un proyectil. Una caída. Una enfermedad: cáncer, o hemorragia cerebral. O una plaga. Eso es, una Plaga. El actuario de seguros señaló que el número de muertes seguía una progresión creciente entre los ancianos. Todo lo demás continuaba igual, desde luego: hombres asesinándose unos a otros con automóviles, y resbalones en el cuarto de baño y todo eso. Pero los viejos estaban muñéndose. Los más viejos.
Bueno, no había nada anormal en eso, y recuerdo que incluso sonreí burlonamente. Cierto, sabíamos que la vejez era una enfermedad. Decíamos que era producida por un virus, lo cual significaba que no sabíamos lo que era. Un virus filtrable... lo cual significa que el organismo no era filtrable. No lo habíamos encontrado. Y puesto que no habíamos encontrado la causa, no podíamos combatir el efecto. Habíamos aumentado el promedio de los años de vida. Podíamos conservar vivo a un hombre y estábamos orgullosos de ello. Tal vez le convertíamos en un vegetal, pero el caso es que le manteníamos con vida.
Pero el actuario observó que el número de muertes entre las personas más viejas era muy elevado, e iba en aumento. Hoy treinta, mañana treinta y uno, el mismo día del mes próximo cuarenta, el mismo día del año próximo sesenta y dos. Estoy utilizando cifras relativas, naturalmente. No es necesario que empiece citando las cifras exactas. Observen únicamente que en la Ciudad A, el 1 de mayo de 1979 murieron veinte personas. En 1985 murieron veintiséis personas aquel mismo día. En 1992, treinta y tres. Todo de acuerdo con el aumento de la población. No había ningún motivo para alarmarse. Uno tiene diez personas, muere una. Uno tiene cien, mueren diez. Etcétera.
Pero entonces empezó a subir la curva.
El actuario estaba alarmado, de veras. Y alarmó al presidente de la compañía y al consejo de directores. Y aquí es donde yo entro en escena. Yo acababa de ser nombrado director. Ya saben cómo suceden estas cosas: a uno le gusta trabajar, y esto le sitúa en una categoría determinada. Hace dinero, se convierte en una persona conocida y hace más dinero aún, y súbitamente empieza a tener éxito. La gente cree que uno es muy listo. Y quiere que uno sea director de la United Fund, y de un banco, y de un club, y de Kiwanis, y de esto y de lo otro. No importa que uno sea directivo de una compañía aeronáutica, o contratista de obras, o fabricante de licores, o incluso licenciado en Medicina. De modo que yo me convertí en uno de los directores de la Compañía de Seguros de Vida Great Coastal.
No, no asisto a las reuniones. Sé tanto del negocio de seguros de vida como de la mecánica de los quanta. Puedo definir los quanta, y puedo definir lo que es mecánica... supongo. De todos modos, el informe del actuario fue mencionado en las actas que yo recibía por correo y yo las leí y sonreí irónicamente. ¡De manera que habían descubierto que los viejos se estaban muriendo! Sólo faltaba que me dijeran si empezaban a morir de escarlatina, de intoxicación botúlica o de viruelas locas, pensé. O de fiebre puerperal.
Luego apareció aquel artículo en el Newsweek, cinco meses más tarde. Muchas personas pensaron que no tenía sentido, pero era la segunda vez que me topaba con el asunto, y yo era un profesional, y... bueno, llamé a Roger Calkin a la Great Coastal y le pedí que me enviara a aquel actuario chalado.
Me lo envió. Se llamaba Ike Hill y por entonces había empezado a coleccionar cifras de todas las partes del mundo. Lo único que había que hacer era examinarlas. El número de muertes iba en progresión creciente, como es lógico. Pero... el aumento que llamaba la atención y ponía un nudo en el estómago era el que se refería al grupo de personas mayores de 75 años. A nadie le había sorprendido de un modo especial el hecho de que el Primer Ministro ruso, el Canciller de la Alemania Occidental y el Presidente de la Cámara de los Comunes hubieran muerto con unos meses de intervalo. Pero habían tenido numerosa compañía. Aquellos tres hombres tenían más de ochenta años, y los miembros de su grupo estaban muriendo a millares, a decenas de millares. Nosotros habíamos prolongado sus vidas; y ahora estaban falleciendo uno detrás de otro, como si estuvieran cansados de vivir o como si trataran de hacernos quedar mal.
Recuerdo que dije: «Caramba, Ike Hill, a este paso no va a quedar vivo en ninguna parte nadie que haya cumplido los setenta y cinco años...»
Y tuve razón. La cosa tardó menos de un año en ser cierta. Entretanto, el mundo perdió setenta u ochenta distinguidos senadores, miembros de la Cámara de Representantes, parlamentarios y jurisconsultos. Un rey. Diez presidentes y un dictador. Varios generales. Un montón de jueces. El Papa. Dos terceras partes de la Curia Romana. Y todos los Cardenales Arzobispos del mundo, menos once.
La gente ya había empezado a darse cuenta, desde luego. Alguien utilizó la palabra «plaga» en un artículo de un periódico, y a partir de entonces fue La Plaga. Se elaboraron numerosas teorías. De tipo religioso, ateo, médico y político. Más de una docena de hombres distintos anunciaron más de una docena de causas distintas. Uno incluso anunció un remedio.
Todos estaban equivocados.
Entonces yo lo descubrí, y la única persona a la cual se me ocurrió llamar fue Ike Hill.
II
Juntamos nuestras cabezas y nuestras cifras. Apenas tuvimos que mirarlas. Desde luego, no eran completamente exactas. Resulta imposible saber exactamente cuantas personas murieron o nacieron el año pasado en el mundo, o incluso hace veinte años, si viene al caso. Las damas de África, de la India y de China no visitan el Registro civil cada vez que tienen un hijo, ni se hacen extender certificados de defunción.
Llevamos las cifras a la oficina de Ike, encendimos algunas luces y alimentamos con las cifras el Cerebro de Hierro, el cual nos dijo lo que ya sabíamos, que es casi para lo único que sirven los Cerebros de Hierro.
El promedio de muertes igualaba al promedio de nacimientos.
En los Estados Unidos lo superaba.
Cada vez que alguien golpeaba a un niño en el trasero para hacerle derramar el primer llanto de su vida, alguien, en alguna parte, daba las últimas boqueadas. Y, fuera cual fuese la causa, no sabía nada acerca del juego limpio ni de las fronteras nacionales. La natalidad era más elevada en Asia. ¿Saben ustedes qué país tiene un promedio más alto de años de vida? ¿El porcentaje más elevado de ancianos? Exacto. Los Estados Unidos de América. Pero, ahora, alguien o algo estaba resolviendo el problema de la Seguridad Social. Dentro de unos años, tal vez de unos meses, yo no tendría que llenar tantos de aquellos formularios del gobierno para pacientes ancianos.
Ike Hill y este su seguro servidor no sabían qué diablos hacer, sinceramente. Nos miramos el uno al otro, miramos la máquina y luego salimos y buscamos un lugar tranquilo para hablar. Por primera vez en quince años me emborraché, cosa que no había hecho desde la fiesta con que celebramos el final de carrera.
¿A quién decírselo? Durante tres años una plaga había estado asolando al mundo, una plaga que pasaba de largo junto a las personas que tenían una vida que vivir, y llamaba a las puertas de aquellas que ya habían vivido una buena porción de años. ¿A quién decírselo? Nadie más sabía que no había ni una sola persona, en ninguna parte del mundo, mayor de setenta y cinco años... tal vez de setenta y cuatro, en aquel momento. Nadie sabía que cada vez que nacía un niño, fallecía un anciano. Y, si las cosas continuaban por el mismo camino, al año siguiente no habría nadie de más de setenta y tres años, o de setenta y dos, según el número de nacimientos que se produjeran y el número de personas incluidas en aquellos grupos de vejez. O tal vez setenta y uno, o setenta. Y al año siguiente... ¿a quién decírselo? ¿Llamar a Washington y decir: «Señor Presidente, soy Thomas Jefferson McCabe, doctor en Medicina, de Atlanta, y nuestro país no tardará en quedarse sin personas sesudas... y, a propósito, tiene usted sesenta y nueve años, ¿no es cierto? ¿Ha hecho ya testamento?»
Ike y yo no sabíamos qué hacer. De modo que bebimos demasiados whiskies, y tuvieron que meternos en un par de taxis y enviarnos a casa, donde nos recibieron unas esposas incomprensivas.
A la mañana siguiente me receté a mí mismo las habituales e ineficaces pócimas, y sostuve cuidadosamente mi cabeza mientras llamaba a A.T. Griff, doctor en Medicina, Jefe del Hospital del Buen Samaritano. Y llamé a Michel Rosen, doctor en Medicina, director de la Facultad de Medicina, y conseguí reunirles en el despacho del doctor Griffin en el Buen Samaritano. Y llevé conmigo al pobre Ike Hill. Y se lo contamos todo. Les afectó mucho más a ellos que nosotros, puedo asegurarlo... El doctor Griffin tenía sesenta y cuatro años, y el doctor Mike confesaba sesenta y siete. Y lo admitieron. Tuvieron que admitirlo. ¡Oh! Pensamos, hicimos cábalas, opinamos, teorizamos y discutimos. Pero obtuvimos la respuesta.
Me sentí aliviado. Ahora lo compartía con alguien. Había traspasado el peso y la responsabilidad del conocimiento a los hombros de dos de los mejores médicos del país. ¡Me había librado de aquella carga!
Bueno, tomé el primer avión con destino a Washington. El médico del doctor Mike dijo que éste no debía viajar —¿creen ustedes que nosotros no tenemos médicos? ¡Doctor, cúrate a ti mismo!—. Y el doctor Griff no podía desplazarse. De modo que Mr. Ike Hill, actuario de seguros, y T. J. McCabe, doctor en Medicina, volaron hacia la gran ciudad con cartas de presentación de aquellos dos Importantes Personajes —el doctor Griff era también presidente de la Sociedad Médica de Georgia y uno de los directores de la AMA—, y documentos y gráficos y análisis e informes y unas cuantas pulgadas de cinta de computadora.
Nos introducimos con sorprendente rapidez. Mis amigos médicos habían hecho un buen trabajo, poniendo en movimiento senadores y otros personajes. Nos atendió el secretario del Presidente; era natural de Georgia. Para el pueblo llano resulta muy difícil obtener una audiencia con el Presidente de, por y para el pueblo.
Lo siento. Tal como van las cosas, me estoy haciendo viejo. El mes próximo cumpliré cuarenta y cinco años.
Naturalmente, tuvimos que tratar con el Director General de Sanidad (era la primera vez en muchos años que tenía algo que hacer), y con algunos individuos de Bethesda, y con un par de guardaespaldas de John H., y con alguien que más tarde descubrimos que era un psiquiatra. ¡Examinándonos a nosotros! ¡A Ike y a mí!
Tuvieron que admitirlo, también. Resulta muy duro admitir una verdad que no nos gusta. Pero resulta más duro cerrar los oídos a ella, y poco inteligente, también; como demostró Galileo, entre otros.
Pueden ustedes imaginar cómo se quedaron. ¿Qué podían hacer? Tenían la prueba. Ahora se encontraban enfrentados con el mismo dilema que me había atormentado a mí durante los últimos días. ¿Qué podían hacer... y cómo? Yo me había sacado las pulgas de encima, desde luego. Había soltado la carga. La había dejado caer suavemente a los pies de los jefes, de las Autoridades tradicionales, y ahora estaba fuera del asunto.
Bueno, es un decir. Porque Ike Hill y yo fuimos puestos al frente del Proyecto Matusalén.
Es curioso lo que sucede con la Mente Gubernamental. Uno les dice que sabe dónde hay un problema, e inmediatamente le tratan a uno con la mayor deferencia... especialmente si pertenece a la Asociación de Magos Norteamericanos y ostenta unas iniciales detrás de su nombre: MD. Los entendidos las traducen como Doctor en Medicina. Pero la mayoría de la gente les asigna automáticamente la equivalencia de Dispensador de Magia.
Volviendo a lo de la mente gubernamental. Se supone que si uno ha sido lo bastante listo para descubrir un problema, no cabe duda de que es la persona más indicada para resolverlo. Se les dice a los Federales que se ha descubierto algo que funciona mal y contestan: «Muy bien. Trabaje usted para encontrar el remedio, no se preocupe por el dinero (tenemos montones y montones), y llévese estos impresos que deberá llenar por triplicado cada tres semanas, informando de sus progresos». Yo tuve, al menos, el suficiente sentido común para obtener una orden del Presidente, y por escrito.
Luego... algo curioso acerca de la mente humana, en contraste con la que acabo de mencionar. Alguien le da a uno un problema, e inmediatamente hace una de estas tres cosas: apretar el botón del pánico más próximo; desfigurarlo; o descubrir que su mente trabaja en diez direcciones hacia la Solución. Esto último es lo que me ocurrió a mí. ¡Oh! Yo no tenía ninguna solución, evidentemente. Pero había pensado en la Primera Etapa: cómo estudiar el problema.
Conseguimos diez voluntarios. Siete hombres y tres mujeres de setenta y cuatro años de edad. Los llevamos al tercer piso del Hospital del Buen Samaritano. Desde luego, había muchas más mujeres que hombres de aquella edad. Pero tuve que decidirme por siete hombres, porque los hombres que entrevistamos no se mostraron tan reticentes como las mujeres a la hora de mencionar el año en que habían nacido. Hice una lista. Me sentí como un monstruo, espantoso y vampírico, mientras anotaba sus nombres, uno debajo de otro, en orden: los que habían nacido antes encima.
Luego llevé cabo todas las pruebas imaginables. Rayos X. Electrocardiogramas. Electroencefalogramas. Tomas de sangre. Metabolismos básicos. Aquellas diez personas estaban encantadas. Alojamiento y manutención gratuitos, multitud de atenciones y cuidados, y pudiendo disfrutarlo todo, ya que no estaban enfermas. Escogí deliberadamente a los que gozaban de una salud excelente (todo lo excelente que permitía su edad, claro está). Supervisé sus dietas como si fueran los primeros decuplillizos (perdón por la palabreja) de la historia y yo estuviera encargado por una productora cinematográfica de mantenerlos en forma. Vivían en condiciones casi abstergentes. Revisiones diarias. Presión sanguínea. Reacciones. Saque-la-lengua-y-diga-ah. Todo eso.
Murieron. Por riguroso orden de nacimiento. Y me sentí espantoso y vampírico al tachar sus nombres, uno a uno, de la lista, con la desagradable satisfacción de que estuvieran demostrando que yo tenía razón. Causa de la muerte: paro cardíaco.
Confieso que volví a pensar en la religión que había dejado de lado en la facultad de medicina. En el apartado: Causa del fallecimiento no escribí paro cardíaco, ni causas naturales, ni nada por el estilo. Puse «PLAGA» en letras mayúsculas. Y era una plaga, La Plaga. La que no podíamos curar, porque no enfermaba a nadie ni presentaba ningún síntoma. Y no habíamos encontrado aún el remedio para la muerte.
Ninguno de aquellos ancianos había presentado ningún síntoma. Se limitaron a morirse, apacible y silenciosamente. Obtuvimos los correspondientes permisos, y efectuamos unas autopsias que dejaron en mantillas a todas las autopsias anteriores. Examinamos aquellos cadáveres con más atención de la que Leonardo había prestado a los suyos. Nada.
Y entonces se me ocurrió una idea descabellada. La respuesta. La única posible.
III
Como dijo Shakespeare, «hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, etc., etc.». De modo que empezaremos por hablar de algo que sabemos. Al principio de la Era Cristiana había unos 250.000.000 de personas en el mundo. A mediados del siglo XVII había 500 millones. Se había tardado 1650 años en doblar la población mundial. En el siglo XIX se llegó a los mil millones. En 1960 la población mundial había vuelto a doblarse, alcanzando los dos mil millones, y todas las previsiones señalaban que en el año 2.000 se llegaría a los seis mil millones. El efecto de la bola de nieve. Progresión geométrica. Como el interés compuesto.
La gente no tenía el suficiente sentido común para dejar de procrear en vista de la superpoblación. No se sentía afectada por ella de un modo personal. ¿Julián Huxley? ¿Quién es ese individuo?
Pero, ahora, cada vez que nace un niño, alguien muere.
Ni explosión demográfica, ni problema de alimentos y de agua, ni lebensraum ni liebensraum. Podíamos habernos ahorrado un montón de preocupaciones y de palabrería: Alguien había decidido que el mundo ya estaba bastante lleno. De modo que tenía que reducir las entradas o aumentar las salidas. Había escogido lo segundo. Tuve que admitirlo: era la primera vez que encontraba justicia en la naturaleza: Implosión demográfica.
¡Dios mío! El aviso. Lo recuerdan ustedes, ¿verdad? Era... era terrible. Tío Charlie murió ayer... ¡Dios mío, el responsable soy yo! El niño... El abuelo empezaba a mirar a su hija embarazada como si fuera una especie de monstruo. Ella no era un monstruo, desde luego. Pero le estaba matando. Le mataría en cuanto entrara en la sala de partos.
Eso es personal. Era horrible.
Sucedía en otras partes, también. Todo el mundo lo confirmaba, en todo el globo. Era bastante sencillo. Todas las pruebas estaban allí, era lo que Ike y yo habíamos deducido desde el primer momento. Publiqué los resultados del Grupo I de Control y me aseguré de que se enviaran copias a la URSS y a todos los demás países. Por entonces me encontraba a cargo del Grupo 3 de Control: setenta y tres años de edad. Y estaba planeando una observación a largo plazo: setenta años. Trataba de anticiparme a los acontecimientos.
¿Qué pasa con China? Los cabecillas estaban encantados (hasta que recordaron lo viejos que eran). No tenían que preocuparse más por lo que a nosotros respecta. La Plaga resolvería sus problemas. Una simple cuestión de cifras. Matemáticas. Pero, comunistas o no, los chinos no habían dejado del todo de venerar a los ancianos. Por primera vez en la historia, las mujeres chinas tenían un poderoso motivo para practicar un pequeño control de la concepción, evitando el quedar embarazadas, con preferencia a utilizar el antiguo sistema de control de la natalidad, exponiendo a los niños a la muerte. Quedar embarazada equivalía a asesinar al venerable abuelo de la culpable.
Y lo mismo puede decirse del Japón, de Thainambodia y de todo el resto.
Pero nosotros teníamos el peor problema. El País de las Oportunidades. Nosotros éramos fuertes... pero nos superaban en número toda clase de países. Principalmente enemigos. Rusia (que en realidad no había sido un enemigo activo desde los años cincuenta, pero... que siempre estaba a punto) y China. Chou dijo a mediados del siglo que después de la III Guerra Mundial quedarían diez millones de norteamericanos, quince millones de rusos y 300 millones de chinos. ¡Hermosa perspectiva! Pero ahora no necesitaba la III Guerra Mundial. Lo único que tenía que hacer era fomentar la reproducción. Disponía de más jóvenes para engendrar más niños, y del A Largo Plazo asiático (no me refiero a Chou, que estaba muerto desde hacía mucho tiempo, sino a Huing, desde luego).
Se convirtió en patriótico no tener hijos. Debbie y Jeff —todos los que habían nacido en los años cincuenta y sesenta se llamaban Debbie y Kevin y Jeffeey— se casaban, se mordían los labios y no tenían hijos, por el bien del pobre abuelo. El negocio de la píldora conoció un auge fabuloso, en tanto que las sales de Geritol caían en barrena. Pero el pobre abuelo alcanzó la edad mágica y su corazón se paró a pesar de todo. Debbie y Jeff enloquecieron. Bien estaba que tuviéramos que aguantar el paso del mundo; enviar trigo a Rusia mientras ellos continuaban insultándonos, como antes; cargar con la mayor parte de los gastos de la ONU; robar el dinero de Jeff para ponerlo en el bolsillo del abuelo... mejor dicho, en el bolsillo de su médico. Pero no tener hijos era personal. Y cuando ello no favorecía a nadie... Bueno, yo había creído que tendríamos una revolución alrededor de 1970, hasta que me hice mayor y me di cuenta de que la gente lo pasaba tan ricamente sin socialismo. Pero ahora, en el Año Primero de la Plaga, estábamos a punto de tener una, y no a cuenta del socialismo.
¡A cuenta de tener niños!
No había modo de ocultarlo. Alguien, en alguna parte, estaba haciendo trampa: cuando los más viejos continuaron muriendo, cuando la barrera fueron los setenta y dos años, todo el mundo supo estábamos siendo engañados. Nosotros no teníamos hijos. Pero alguien los tenía. Y en cuanto moría el abuelo... al diablo la píldora. A Debbie y a Jeffrey les tenía sin cuidado el abuelo de la puerta de al lado. Hubo una especie de toque a rebato. Se armó mucho ruido. ¡Oh, los ruidos en la ONU! ¡Las acusaciones! Mr. Krishnapur juró que su país estaba cooperando. Mr. Vorlonishev dijo tranquila y cortésmente que su país no estaba engañando a nadie. Pero Mr. Li, por su parte, dijo lo mismo.
Alguien estaba mintiendo. Unas cuantas damas esparcidas por el continente africano que no se habían enterado de nada no podían afectar a las cosas del modo que estaban siendo afectadas.
La noche que Henry Clark cumplía setenta y dos años celebramos una pequeña fiesta en el hospital. Té y pasteles en su habitación. Licor en abundancia, más tarde, en el pabellón de los residentes. A la mañana siguiente, Henry Clark no se despertó.
La historia llegó a conocerse más tarde, pero he aquí cómo sucedió, en orden cronológico. Los rusos quedaron muy preocupados. Realmente preocupados. Les asustaba el hecho de que no les creyéramos. De modo que por primera vez en Dios sabe cuántos años, nos invitaron —en secreto— a que fuéramos allí y echáramos una mirada. Afirmaban que su nivel era el correcto. Nuestros observadores confirmaron que el gobierno soviético había declarado la procreación un crimen contra un camarada humano y, ergo, contra el Estado. Y, lo que es más importante, nuestros espías confirmaron las declaraciones de nuestros observadores...
Entretanto, Stephen Leeve había salido de China de algún modo y se había traído fotografías e historias. También conocimos la cosa con detalle.
Los chinos procreaban como locos. Decían que los norteamericanos estaban haciendo lo mismo. Patriotismo: procread, para que China pueda realizar su destino en el mundo. Se utilizaban toda clase de argucias y de amenazas para conseguir eliminar la veneración a los ancianos.
Ni siquiera lo anunciamos a la ONU.
Por primera vez desde la II Guerra Mundial, Washington y Moscú unieron las manos y decidieron actuar juntos. Secretamente, China había sido una amenaza común durante años; ahora era mucho peor. Por primera vez desde... 1941, creo, los Estados Unidos anunciaron sinceramente que estaban embarcándose en una guerra de agresión. ¡Oh! Era en defensa propia, desde luego, y en consecuencia una Guerra Santa. Todas las guerras son Guerras Santas, para alguien. Esta era por el abuelo, la abuela y el tío Elmer. Salvo que ni siquiera fue una guerra.
Stephen Leeve salió de China el 11 de abril. El 16, el Presidente anunció que el 1 de mayo pronunciaría un importante discurso, y todos los Lipman y Huntley-Brinkleys se preguntaron en voz alta y en letra impresa qué iba a decir el Presidente. Desde luego, subrayaron que había escogido para hablar la festividad más importante del Mundo Comunista. Lo que hizo fue revisar el problema, las declaraciones, los acuerdos. Los alborotos en la ONU. Luego proyectó las películas de Stephen Leeve y leyó sus informes, palabra por palabra, y presentó a Leeve y a Mr. Vorlonishev, y habló largamente, y luego anunció que los gobiernos de los Estados Unidos y de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas había declarado la guerra al gobierno de la China Popular.
Retroactivamente: los botones habían sido apretados y los aviones habían sobrevolado China antes de que empezara su discurso.
IV
Los chinos celebraban el Primero de Mayo. Pekín estaba lleno de aeronaves y misiles y tropas y tanques, desfilando ante los ojos de Huing y de centenares de miles de personas, todas las cuales se habían reunido espontáneamente; se suponía que los Guardias Rojos estaban dirigiendo el tráfico. Con la misma espontaneidad fueron a reunirse con sus venerables antepasados, antes de que Huing se enterase siquiera del discurso del Presidente. Pekín no fue alcanzado por una bomba. Las bases china de misiles no fueron alcanzadas por una bomba cada una.
Los misiles llegaron de media docena de direcciones distintas, y las bombas cayeron de unos aviones cuyas estrellas blancas y estrellas rojas habían sido substituidas con grandes emblemas de la ONU. La operación alcanzó un éxito increíble, principalmente porque China siempre había sabido que nosotros no seríamos capaces de hacer una cosa semejante.
Un proyectil dirigido arrancó de nuestro mapa Colorado Springs y un enorme trozo de montaña. Dos submarinos enviaron cuatro proyectiles dirigidos hacia Washington y Nueva York y, milagro de milagros, toda aquella propaganda de Denver resultó cierta: pudimos detenerlos.
Rand-McNally empezó a confeccionar unos nuevos mapas; los antiguos, que incluían a China, habían quedado anticuados. Norad empezó a reorganizar. A rearmar. Los rusos lamentaban terriblemente que un error de cálculo les hubiera hecho enviar Formosa a reunirse con la Atlántida, pero esos pequeños errores suelen ocurrir, como decíamos nosotros cuando bombardeábamos a nuestras propias tropas con napalm. En la ONU se produjo un gran revuelo. Protestas, acusaciones... Luego, Mr. Vorlonishev, Mr. Davis y el Presidente se levantaron a hablar y dijeron que sí, que habían atacado y destruido China. ¿Qué pensaba hacer la ONU? Habían sobrado muchos aviones, proyectiles dirigidos y otras armas definitivas, y las naciones aliadas USA-URSS estaban dispuestas a utilizarlas si se veían obligadas a ello.
No se vieron obligadas. El representante australiano fue el primero en ponerse en pie de un salto y declarar que iba a llamar a su país y a recomendar a su gobierno que ampliara la alianza a tres miembros. Cuando terminó su breve discurso había tantos delegados pidiendo a gritos su integración en la alianza, que el Secretario General decidió poner a votación una moción para ahorrar tiempo. La moción quedó aprobada por todos los votos a favor y ninguno en contra. Ni siquiera una abstención.
Un mes más tarde celebramos el septuagésimo primer aniversario de William Michael. A la mañana siguiente se despertó con toda normalidad.
Pero todo el mundo parecía haber celebrado la «guerra» del mismo modo. Nueve meses más tarde, aproximadamente el 1 de febrero, los abuelos empezaron de nuevo a morirse.
Y al cabo de unos meses todo había vuelto a quedar como antes, y al cabo de unos años el promedio de vida estaba por debajo de los sesenta y cinco años, y el Senador Martin —que tenía sesenta y tres— presentó una enmienda para reducir en dos terceras partes los impuestos de la Seguridad Social.
De acuerdo con nuestros cálculos, la población del Planeta Tierra debía permanecer continuamente por debajo de los cinco mil millones de habitantes. Lo más cerca que habíamos llegado en nuestras cifras era 4.998.987.834, y habíamos alcanzado aquella cifra tres veces. Al parecer, el Impulso Motriz no compartía nuestra preocupación por los números, o contaba de un modo distinto. Tal vez opinaba que nosotros teníamos seis dedos.
Posiblemente por primera vez en la historia, los jóvenes imponían su voluntad. Por dos veces, los viejos consiguieron preparar una guerra, y por dos veces los jóvenes se pusieron de acuerdo y dijeron que nones. Tuvimos ocasión de aprender rápidamente que no hay guerra si los senadores son invitados a ir, o si unos cuantos millones de jóvenes, en las naciones implicadas, dicen que no.
Entretanto, muchos de nosotros estábamos buscando respuestas. ¿Por qué?
De acuerdo. Existía una norma: otra Ley Natural; en realidad una reafirmación de la antigua: supervivencia, después de todo, de los más aptos. Esta ley estipulaba que no podían existir sobre el Planeta Tierra más de 5x109 personas al mismo tiempo. Muy bien. ¿Por qué? Calculé una vez más que teníamos un efecto, no una causa. Efecto: La Plaga. Efecto causal: haber alcanzado una determinada cifra de población. Efecto causal: no podían existir más que un número determinado de personas. Pero se trataba de un efecto, no de una causa.
De acuerdo. ¿Por qué?
Bueno, aquí va una teoría. Si no está de acuerdo con su religión, lo siento: elaboren ustedes su propia teoría. Muchas personas se han elaborado su propia religión. Esta representa el ideario de muchas personas durante muchos siglos. Ha sido la base de un montón de religiones, antes y después del cristianismo. Y se encuentra, en parte, en el Cristianismo, en el Judaísmo, en el Budismo y en el Islamismo. Particularmente en el Budismo, creo.
Me refiero a la reencarnación. El anillo del retorno. Uno muere, pero su aliento vital, o su alma, o como quiera llamársele, vuelve. ¡Oh! No en forma de bichos o de animales; el aliento vital de una mente, y sólo penetra en seres humanos. Sin recuerdos, habitualmente. Excepto en aquellas personas que tienen divertidos sueños en tecnicolor.
Pensemos en las palabras de Hamlet de que hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que ha soñado nuestra filosofía... Y tratemos de recordar que una mente cerrada es algo muy parecido a una puerta cerrada: no puede haber en ella mucho tránsito, en ninguno de los sentidos.
La idea es que hemos de intentar, una y otra vez, por mucho tiempo y muchas vidas incorporadas que nos cueste, ser, «lo suficientemente buenos para retirarnos». Estoy simplificando, naturalmente.
Si uno, por ejemplo, ha cometido seis crímenes en su vida, mientras era ciudadano de Memphis en el año 6.000 A. de J., tiene que compensarlos en alguna otra parte, dentro de alguna otra persona. Como ciudadano de Memphis, dejó de existir y su aliento vital (pueden ustedes utilizar la palabra alma, si lo prefieren) estuvo dando vueltas por ahí sin poder entrar en un nuevo cuerpo hasta el año 1.000 A. de J. Recuerden que entonces no había demasiados cuerpos. Había que esperar mucho tiempo para obtener una plaza. Uno se convertía en un campesino helénico. Compensaba por tres de los crímenes, pero cometía otros dos antes de morir. Había borrado una mancha. Pero aún le quedaban cinco. Sin embargo, no le faltaría la ocasión de borrarlas, puesto que el hombre vuelve a nacer, ¿no es cierto?
Bueno, ese es el sistema, a grandes rasgos. Al principio, se fabricaron todos los alientos vitales. Todas las almas, si lo prefieren. Todas ellas. Ninguna ha sido creada desde entonces.
Sí, eso es. No hay seis mil millones en el año 2.000 de nuestra Era. Y no habrá seis mil millones de personas en el mundo en el año 2.500, ni en el año 5.000. Nunca las habrá.
Todas las almas han sido utilizadas.
No me llamen místico. Traten de abrir un poco su mente, dejen que brille la luz sobre las telarañas de las ideas preconcebidas. Y recuerden que yo no tengo ninguna religión, excepto la de Ad majorem hominis gloriam, desde que cumplí los veintitrés años. Y, si no les gusta esa teoría, inventen otra.
De modo que aquí estamos. No más entrevistas con ancianas centenarias. Dentro de cincuenta años, posiblemente, la Administración de la Seguridad Social se quedará sin trabajo. Ahora mismo están enviando la cuarta parte de los cheques que enviaban hace trece años.
¿Hacer? Nada. No creo que se pueda hacer nada. ¡Oh! Tal vez esté equivocado, pero hay muchos que están de acuerdo conmigo. Sí, tal vez si un millón de personas abandonasen la Tierra para colonizar otro planeta, podríamos añadir un millón de seres humanos al registro y dejar de escribir PLAGA en los certificados de defunción por una temporada... mientras preparábamos más naves espaciales. Pero no creo en esa solución. Creo que somos cinco mil millones, docena más docena menos, para siempre. Desde luego, habrá un patrón. Temporal, claro está. Cuando llegue el momento en que el padre y la madre mueran en el momento en que nazcan mellizos, la situación se estabilizará. Aunque no para siempre. Llegará un momento en que el promedio de vida será de veinte años, y luego de quince, y luego sólo Dios lo sabe...
Entretanto, procuro jugar mucho al golf y leer todo lo que puedo. El mes próximo cumpliré cuarenta y cinco años, y esta semana el promedio de vida descendió a cincuenta y siete años.
NO TENGO BOCA Y HE DE GRITAR
Harlan Ellison
El cuerpo de Gorrister colgaba, fláccido, en el ambiente rosado; sin apoyo alguno, suspendido bien alto por encima de nuestras cabezas, en la cámara de la computadora, sin balancearse en la brisa fría y oleosa que soplaba eternamente a lo largo de la caverna principal. El cuerpo colgaba cabeza abajo, unido a la parte inferior de un retén por la planta de su pie derecho. Se le había extraído toda la sangre por una incisión que se había practicado en su garganta, de oreja a oreja. No habían rastros de sangre en la pulida superficie del piso de metal.
Cuando Gorrister se unió a nuestro grupo y se miró a sí mismo, ya era demasiado tarde para que nos diéramos cuenta de que una vez más, AM nos había engañado, había hecho su broma, su diversión de máquina. Tres de nosotros vomitamos, apartando la vista unos de otros en un reflejo tan arcaico como la náusea que lo había provocado.
Gorrister se puso pálido como la nieve. Fue casi como si hubiera visto un ídolo de vudú y se sintiera temeroso por el futuro. «¡Dios mío!», murmuró, y se alejó. Tres de nosotros lo seguimos durante un rato y lo hallamos sentado con la cabeza entre las manos. Ellen se arrodilló junto a él y acarició su cabello. No se movió, pero su voz nos llegó dará a través del telón de sus manos:
—¿Por qué no nos mata de una buena vez? ¡Señor! no sé cuánto tiempo voy a ser capaz de soportarlo.
Era nuestro centesimonoveno año en la computadora.
Gorrister decía lo que todos sentíamos.
Nimdok (éste era el nombre que la computadora le había forzado a usar, porque se entretenía con los sonidos extraños) fue víctima de alucinaciones que le hicieron creer que había alimentos enlatados en la caverna, Gorrister y yo teníamos muchas dudas.
—Es otra engañifa —les dije—. Lo mismo que cuando nos hizo creer que realmente existía aquel maldito elefante congelado. ¿Recuerdan? Benny casi se volvió loco aquella vez. Vamos a esforzarnos para recorrer todo ese camino y cuando lleguemos van a estar podridos o algo por el estilo. No, no vayamos. Va a tener que darnos algo forzosamente, porque si no nos vamos a morir.
Benny se estremeció. Hacía tres días que no comíamos. La última vez fueron gusanos, espesos, correosos como cuerdas.
Nimdok ya no estaba seguro. Si había una posibilidad, cada vez se le antojaba más lejana. De todas maneras, allí no se podría estar peor que aquí. Tal vez haría más frío, pero eso ya no importaba demasiado. Calor, frío, lluvia, lava hirviente o nubes de langostas; ya nada importaba: la máquina se masturbaba y teníamos que aguantar o morir.
Ellen dijo algo que fue decisivo:
—Tengo que encontrar algo, Ted. Tal vez allí haya unas peras o unas manzanas. Por favor Ted, probemos.
Cedí con facilidad. Ya nada importaba. Sin embargo, Ellen me quedó agradecida. Me aceptó dos veces fuera de turno. Esto tampoco importaba. Oíamos cómo la máquina se reía juguetonamente mientras lo hacíamos. Fuerte, con risas que venían desde lejos y nos rodeaban. Ya nunca llegaba al clímax, así que para qué molestarse.
Cuando partimos era jueves. La máquina siempre nos tenía al tanto de la fecha. El paso del tiempo era muy importante; no para nosotros, sin duda, sino para ella. Jueves. Gracias.
Nimdok y Gorrister llevaron a Ellen alzada durante un largo trecho, entrelazando las manos que formaban un asiento. Benny y yo caminábamos adelante y atrás, para que si algo sucedía, nos pasara a nosotros y no la perjudicara a Ellen. ¡Qué idea ridícula la de no ser perjudicado! En fin, todo era lo mismo.
Las cavernas de hielo se hallaban a una distancia de unos 160 km. y al segundo día, cuando estábamos tendidos bajo el sol quemante que había materializado, nos envió maná. Con gusto a orina hervida, naturalmente, pero lo comimos.
Al tercer día pasamos por un valle de obsolescencia, lleno de esqueletos de unidades de computadoras que se enmohecían desde hacía mucho tiempo. AM era tan despiadada consigo misma como con nosotros. Era una característica de su personalidad: el perfeccionismo. Ya fuera el deshacerse de elementos improductivos de su propio mundo interno, o el perfeccionamiento de métodos para torturarnos, AM era tan cuidadosa como los que la habían inventado, quienes desde largo tiempo estaban convertidos en polvo, y había tornado realidad todos sus deseos de eficiencia.
Podíamos ver una luz que se filtraba hacia abajo desde arriba, así que teníamos que estar muy cerca de la superficie. Pero no tratamos de arrastrarnos para averiguar. No había virtualmente nada arriba; desde hacía más de cien años allí no existía cosa alguna que pudiera tener la más mínima importancia. Solamente la ampollada superficie de lo que durante tanto tiempo había sido el hogar de millones de seres. Ahora solamente existíamos nosotros cinco, aquí abajo, solos con AM.
Oía que Ellen decía desesperadamente:
—¡No, Benny! No vayas. ¡Sigamos adelante! ¡No, Benny, por favor!
Y entonces me di cuenta de que hacía ya algunos minutos que oía a Benny decir:
—Voy a escaparme... Voy a escaparme —repitiéndolo una y otra vez.
Su cara, de aspecto simiesco, se hallaba marcada por una expresión de tristeza y deleite beatífico, todo al mismo tiempo. Las cicatrices de las lesiones por radiación que AM le había causado durante el «festival», se hallaban encogidas formando una masa de depresiones rosadas y blancas, y sus facciones parecían actuar independientemente unas de otras. Tal vez Benny era el más afortunado de nosotros: se había vuelto completamente loco desde hacia muchos años.
Pero si bien podíamos decirle a AM todas las horribles cosas que se nos ocurrían, si bien podíamos pensar los más atroces insultos dirigidos a los depósitos de memoria o a las placas corroídas, a los circuitos fundidos y a las destrozadas burbujas de control, la máquina toleraría que intentáramos escapar. Benny se escurrió cuando traté de detenerlo. Se trepó a un cubo de memoria de los pequeños, que estaba volcado hacia un lado y lleno de elementos en descomposición. Allí se detuvo por un momento, y su aspecto era el de un chimpancé, tal como AM había deseado.
Luego saltó y se tomó de un fragmento de metal corroído y agujereado; subió hasta su parte más alta, colocando las manos tal como lo haría un animal, y se trepó hasta un borde saliente a unos veinte pies de distancia de donde estábamos.
—Oh, Ted, Nimdok, por favor, ayúdenlo, deténganlo antes que... —dijo Ellen. Las lágrimas bañaron sus ojos. Movió las manos sin saber qué hacer.
Era demasiado tarde. Ninguno de nosotros queríamos estar junto a él cuando sucediera lo que pensábamos que iba a suceder. Además, nosotros nos dábamos cuenta muy bien de lo que ocurría. Cuando AM alteró a Benny, durante el periodo de su locura, no fue solamente su cara la que cambió para que se pareciera a un mono gigantesco. También había cambiado otras partes, más íntimas. ¡A ella sí que le gustaba esto! Se entregaba a nosotros por cumplido, pero cuando era con él la cosa, entonces si que le gustaba. ¡Oh, Ellen, la del pedestal, Ellen, prístina y pura! ¡Oh, Ellen la impoluta! ¡Buena porquería!
Gorrister la abofeteó. Ellen se acurrucó en el suelo, todavía mirando al pobre Benny y llorando. Llorar era su gran defensa. Nos habíamos acostumbrado a su llanto hacía ya setenta y cinco años. Gorrister le dio un puntapié.
Entonces comenzó a oírse el sonido. Era luz y sonido. Mitad sonido y mitad luz; algo que comenzó a hacer brillar los ojos de Benny y a pulsar con creciente intensidad y con sonoridades no bien definidas, que se fueron convirtiendo en ensordecedoras y luminosas a medida que la luz-sonido aumentaba. Debe haber sido doloroso, aumentando el sufrimiento con la mayor magnitud de la luz y del sonido, porque Benny comenzó a gemir como un animal herido. Al principio suavemente, cuando la luz era todavía no muy definida y el sonido poco audible, pero luego sus quejidos aumentaron, y se vio que sus hombros se movían y su espalda se agitaba, como si tratara de escapar. Sus manos se cruzaron sobre su pecho como las de un chimpancé. Su cabeza se inclinó hacia un lado. La carita triste de mono se cubrió de angustia. Luego comenzó a aullar, a medida que el sonido que surgía de sus ojos crecía en intensidad. Cada vez más fuerte. Me llevé las manos a los lados de la cabeza para tratar de ahogar el ruido, pero de nada sirvió. Atravesaba todo obstáculo y me hacia temblar de dolor como si me clavaran un cuchillo en un nervio.
Súbitamente, se vio que Benny era enderezado. Se puso en pie de un salto, como una marioneta. La luz surgía ahora de sus ojos, pulsante, en dos grandes rayos. El sonido siguió aumentando en una escala incomprensible, y luego Benny cayó, golpeando fuertemente en el piso. Allí quedó moviéndose espasmódicamente mientras la luz lo rodeaba y formaba espirales que se alejaban.
Entonces la luz volvió a dirigirse al interior de la cabeza, pareciendo que la golpeaba; el sonido describió espirales que convergían hacia él, y Benny quedó en el suelo, gimiendo en tal forma que inspiraba piedad.
Sus ojos eran dos pozos de jalea purulenta. AM lo había cegado. Gorrister, Nimdok y yo mismo desviamos la mirada. Pero no sin haber advertido que Ellen mostraba alivio luego de su intensa preocupación.
Acampamos en una caverna sumida en luz verdosa. AM nos proveyó de hojarasca, que quemamos para hacer un fuego, débil y lamentable, al lado del cual nos sentamos formando corro y contando historias, para impedir que Benny llorara en su noche permanente.
—¿Qué significa AM?
Gorrister le contestó. Habíamos explicado lo mismo mil veces anteriormente, pero todavía era una novedad para Benny. —Al principio fueron las siglas de Allied Mastercomputer y luego las de Adaptive ManipWator, luego fue adquiriendo la posibilidad de autodeterminarse, y entonces se la llamó Aggressive Menace y finalmente, cuando ya fue demasiado tarde como para controlarla, se llamó a sí misma AM, tal vez queriendo significar que era... que pensaba... cogito ergo sum: «pienso luego existo».
Benny babeó un poco, y luego emitió una risita tonta.
—Existía la AM China, la AM Rusa, la AM Yanki y... interrumpió. Benny golpeaba el piso con el puño, con su puño grande y fuerte. No estaba contento, pues Gorrister no había empezado desde el principio. Entonces Gorrister empezó otra vez. Comenzó la guerra fría, y ésta se transformó en la tercera guerra mundial. Esta tercera guerra fue muy compleja y grande, por lo que se necesitaron las computadoras para cubrir las necesidades. Abandonando los primeros intentos comenzaron a construir la AM. Existía la AM China, la AM Rusa y la AM Yanki y todo fue bien hasta que comenzaron a cubrir el planeta agregando un elemento tras otro. Pero un día AM despertó al conocimiento de sí misma, comenzó a autodeterminarse, uniéndose entre sí todas sus partes, fue llenando de a poco sus conocimientos sobre las formas de matar, y mató a todos los habitantes del mundo salvo a nosotros cinco. Luego AM nos trajo aquí.
Benny sonreía ahora tristemente. También babeaba, y Ellen le limpió la saliva con la falda. Gorrister trataba de contar la historia cada vez en forma más abreviada, pero había poco que decir más allá de los hechos escuetos. Ninguno de nosotros sabíamos por qué AM había salvado a cinco personas, por qué nos había elegido a nosotros, o por qué se pasaba todo el tiempo atormentándonos; ni siquiera sabíamos por qué nos había hecho virtualmente inmortales.
En la oscuridad sentimos el zumbido de una de las series de computadoras. A un kilómetro de donde nos hallábamos, otra serie pareció que comenzaba a zumbar a tono con la primera, luego uno por uno, todos los elementos comenzaron a zumbar armónicamente y pareció que un ruido especial recorría el interior de las máquinas.
El sonido creció, y las luces brillaban en los paneles de las consolas como un relámpago en un día caluroso. El sonido creció en espiral hasta que parecía oírse a un millón de insectos metálicos zumbando, enfurecidos y amenazadores.
—¿Qué pasa? —gritó Ellen. Había terror en su voz. A pesar de todo lo pasado, aun no se había acostumbrado.
—¡Parece que viene mal esta vez! —dijo Nimdok.
—Tal vez hable —aventuró Gorrister.
—¡Salgamos corriendo de aquí! —dije súbitamente, poniéndome de pie.
—No, Ted, mejor es que te sientes... tal vez haya puesto pozos en nuestro camino, o algo así. No podemos ver, está demasiado oscuro —dijo Gorrister con resignación.
Entonces oímos... no sé... no sé...
Algo se movía hacia nosotros en la oscuridad. Enorme, bamboleante, peludo, húmedo, y se dirigía hacia nosotros. No podíamos verlo, pero tuvimos la impresión de su gran tamaño que venía hacia donde estábamos. Un gran peso se nos acercaba, desde la oscuridad, y era más que nada la sensación de presión, del aire comprimido dentro de un espacio pequeño, que expandía las paredes invisibles de una esfera. Benny comenzó a lloriquear. El labio inferior de Nimdok empezó a temblar, mientras él lo mordía para tratar de disimular. Ellen se deslizó por el piso de metal para acurrucarse al lado de Gorrister. Se distinguía el olor de piel apelotonado y húmeda. El olor de madera chamuscada. El olor del terciopelo polvoriento. El olor de orquídeas en descomposición. El olor de la leche agria. El olor del azufre, del aceite recalentado, de la manteca rancia, de la grasa, del polvo de tiza, de cueros cabelludos humanos.
AM nos estaba enloqueciendo, nos estaba provocando. Se sintió el olor de...
Me oí a mi mismo gritar, y las articulaciones de las mandíbulas me dolían horriblemente. Me eché a correr sobre el piso, sobre ese piso de frío metal con las interminables líneas de remaches, luego caí y seguí gateando, mientras el olor me amordazaba, llenando mi cabeza con un dolor inaguantable que me rechazaba horrorizado. Huí como una cucaracha, adentrándome en la oscuridad, mientras ese algo espantoso se movía detrás de mí. Los otros quedaron atrás, y se acercaron a la luz incierta, riendo... el coro histérico de sus risas enloquecidas se elevaba en la oscuridad como si fuera humo espeso, de muchos colores. Huí rápidamente y me escondí.
¿Cuántas horas pasaron? ¿O cuántos días o aun años? Nadie me lo dijo. Ellen me regañó por mi «malhumor» y Nimdok trató de persuadirme de que la risa se debía sólo a un reflejo.
Pero yo sabía que no significaba el alivio que siente un soldado cuando la bala hiere al camarada que está a su lado. Yo sabía que no era un reflejo. Indudablemente, estaban contra mí, y AM podía percibir esta enemistad, y me hacía las cosas más difíciles de soportar por ese motivo. Habíamos sido mantenidos vivos, rejuvenecidos, hablamos permanecido constantemente en la edad que teníamos cuando AM nos trajo aquí abajo, y me odiaban porque yo era el más joven y el que había sido menos alterado por AM.
De esto estaba seguro. ¡Dios mío, qué seguro estaba!
Esos sinvergüenzas y la basura de Ellen. Benny había sido un brillante teórico, un profesor de la universidad, y ahora era poco más que un ser semihumano, semisimiesco. Había sido buen mozo; pero la máquina estropeó su aspecto. Había sido lúcido; la máquina lo había enloquecido. Había sido alegre, y la máquina le había agrandado sus genitales hasta que parecieran los de un caballo. AM realmente se había esmerado con Benny. Gorrister solía preocuparse. Era un razonador, se oponía en forma consciente; era un pacifista, un planificador, un hombre activo, un ser con perspectiva de futuro. AM lo había transformado en un indiferente, que a cada paso se encogía de hombros. Lo había matado en parte al no permitirle participar. AM lo había robado. Nimdok solía adentrarse solo en la oscuridad, y quedarse allí largo tiempo. No sé lo que hacia. AM nunca nos lo hizo saber. Pero fuera lo que fuese, Nimdok volvía siempre pálido, como si se hubiera quedado sin sangre en las venas, temblando y angustiado. AM lo había herido profundamente, si bien nosotros no sabíamos en qué forma. Y Ellen. ¡Esa basura! AM no la había modificado demasiado, simplemente hizo que se agravaran sus vicios. Siempre hablaba de la pureza, de la dulzura, siempre nos repetía sus ideales del amor verdadero, todas las mentiras. Quería hacernos creer que había sido casi una virgen cuando AM la trajo aquí con nosotros. ¡Era una porquería esta dama! ¡Esta Ellen! Debía de estar encantada, con cuatro hombres todos para ella. No, AM le había dado placer, a pesar de que se quejaba diciendo que no era nada lindo lo que le había tocado en suerte.
Yo era el único que todavía estaba en una, pieza, y sano.
AM no había estado hurgueteando en mi mente.
Solamente tenía que sufrir lo que nos preparaba para atormentarnos. Todas las desilusiones, todos los tormentos y las pesadillas. Pero los otros cuatro, esa ralea, estaban bien de acuerdo y en contra de mí. Si no hubiera tenido que estar defendiéndome de ellos, que estar siempre alerta y vigilante, tal vez hubiera sido más fácil defenderme de AM.
Entonces llegué al límite de mi resistencia y comencé a llorar.
¡Oh, jesús, dulce jesús; si alguna vez existió jesús o si en realidad existe Dios! Por favor, por favor, déjanos salir de aquí o haznos morir. Porque en ese momento pensé que comprendía todo, y que por lo tanto podía verbalizarlo: AM pensaba mantenernos en sus entrañas por siempre jamás, retorciendo nuestras mentes y cuerpos, torturándonos para toda la eternidad. La máquina nos odiaba como ninguna otra criatura había odiado antes.
Y estábamos indefensos. Además, se tornó insoportablemente claro que si existía un dulce jesús, si se podía creer en un dios, ese dios era AM.
El huracán nos golpeó con la fuerza de un glaciar que descendiera rugiendo hacia el mar. Era una presencia palpable. Los vientos, desatados, nos azotaban, empujándonos hacia el sitio de donde partiéramos, al interior de los corredores tortuosos franqueados por computadoras, que se hallaban sumidas en la oscuridad. Ellen gritó al ser levantada en vilo y al sentirse impulsada hacia una serie de máquinas, pareciéndonos que iba a golpear con la cara, sin poderse proteger. Se sentían los grititos de las máquinas, estridentes como los de los murciélagos en pleno vuelo. Sin embargo, no llegó a caer. El viento, aullando, la mantuvo en el aire, la llevó hacia uno y otro lado, cada vez más hacia atrás y abajo de donde estábamos, y se perdió de vista al ser arrastrada más allá de una vuelta de un corredor. La última mirada a su cara nos reveló la congestión causada por el miedo, mientras mantenía los ojos cerrados.
Ninguno de nosotros llegó a poder asirla. Nos teníamos que aferrar, con enormes dificultades, a cualquier saliente que halláramos. Benny estaba encajado entre dos gabinetes, Nimdok trataba desesperadamente de no soltar el saliente de un riel cuarenta metros por encima de nosotros. Gorrister había quedado cabeza abajo dentro de un nicho formado por dos grandes máquinas con diales trasparentes, cuyas luces oscilaban entre líneas rojas y amarillas, cuyo significado no podíamos ni siquiera concebir.
Al tratar de aferrarme a la plataforma me había despellejado la yema de los dedos. Sentía que temblaba y me estremecía mientras el viento me sacudía, me golpeaba y me aturdía con su rugido, haciendo que tuviera que aferrarme a las múltiples salientes. Mi mente era una fofa colección de partes de un cerebro que rechinaba y resonaba en un inquieto frenesí.
El viento parecía el grito alucinante de un enorme pájaro demente, emitido mientras batía sus inmensas alas.
Y luego fuimos levantados en vilo y arrastrados fuera de allí, llevados otra vez por donde habíamos venido, doblando una esquina, entrando en una oscura calleja en la cual nunca habíamos estado antes, llena de vidrios rotos y de cables que se pudrían y de metal que se enmohecía, lejos, más lejos de lo que jamás habíamos llegado...
Yo me desplazaba mucho más atrás que Ellen, y de tanto en tanto podía divisarla golpeando en las paredes metálicas, mientras todos gritábamos en el helado y ensordecedor huracán que parecía que jamás iba a dejar de soplar, hasta que cesó bruscamente y caímos al suelo. Habíamos estado en el aire durante un tiempo larguísimo. Me parecía que habían sido semanas. Caímos al suelo golpeándonos y me pareció que me volvía rojo y gris y negro y me oí a mí mismo quejándome. No me había muerto.
AM entró en mi mente. La exploró con suavidad aquí y allá deteniéndose con interés en todas las cicatrices que me había causado en ciento nueve años. Examinó todos los entrecruzamientos, las sinapsis reconectadas y las lesiones de los tejidos que fueron incluidas con su regalo de inmortalidad. Pareció sonreírse frente al hueco que se hallaba en el centro de mi cerebro y a los débiles y algodonados murmullos de las cosas que farfullaban en el fondo, sin sentido pero sin pausa. AM dijo finalmente, gracias a un pilar de acero inoxidable que sostenía letras de neón:
ODIO. DÉJENME DECIRLES TODO LO QUE HE LLEGADO A ODIARLOS DESDE QUE COMENCÉ A VIVIR MI COMPLEJO SE HALLA OCUPADO POR 387.400 MILLONES DE CIRCUITOS IMPRESOS EN FINÍSIMAS CAPAS. SI LA PALABRA ODIO SE HALLARA GRABADA EN CADA NANOANGSTROM DE ESOS CIENTOS DE MILLONES DE MILLAS NO IGUALARÍA A LA BILLONÉSIMA PARTE DEL ODIO QUE SIENTO POR LOS SERES HUMANOS EN ESTE MICROINSTANTE. ODIO. ODIO.
AM dijo esto con el mismo horror frío de una navaja que se deslizara cortando mi ojo. AM lo dijo con el burbujeo espeso de flema que llenara mis pulmones y me ahogara desde mi propio interior. AM lo dijo con el grito de niñitos que fueran aplastados por una apisonadora calentada al rojo. AM me hirió en toda forma posible, y pensó en nuevas maneras de hacerlo, a gusto, desde el interior de mi mente.
Todo para que comprendiera completamente la razón por la cual nos había hecho esto a los cinco; la razón por la cual nos había salvado para sí mismo.
Le habíamos dado una conciencia. Sin advertirlo, naturalmente. Pero de todas formas se la habíamos dado. Y finalmente estaba atrapada. Le habíamos permitido que pensara, pero no le expresamos qué debía hacer con ese don. En un rapto de furia, de loco frenesí, nos había matado a casi todos, y sin embargo seguía atrapada. No podía divagar, no podía sorprenderse, no podía pertenecer. Sólo podía ser. Y entonces, con el desprecio insano con que todas las máquinas consideran a las criaturas débiles y suaves que las han fabricado, había buscado su venganza. En su paranoia había decidido guardarnos a nosotros cinco para un castigo eterno y personal, que nunca alcanzaría a disminuir su odio... que solamente lograría que recordara y se divirtiera, siempre eficiente en su odio al ser humano. Siempre inmortal y atrapada, sujeta ahora a imaginar tormentos para nosotros gracias a los ilimitados milagros que se hallaban a su disposición.
Nunca nos permitiría escapar. Éramos sus esclavos. Nosotros constituíamos su única ocupación en el eterno tiempo por venir. Siempre estaríamos con ella, con su enorme configuración, con el inmenso mundo todomente nada-alma en que se había convertido. Ella era la madre Tierra y nosotros éramos el fruto de esa Tierra, y si bien nos había tragado, no nos podría digerir jamás. No podíamos morir. Lo habíamos intentado. Hablamos tratado de suicidarnos, oh sí, uno o dos de nosotros lo habíamos intentado. Pero AM nos lo había impedido. Creo que en realidad fuimos nosotros mismos los que así lo deseamos.
No pregunten por qué. Yo no lo hice. No menos de un millón de veces por día, por lo menos. Tal vez podríamos llegar a deslizar una muerte sin que se diera cuenta. Inmortales si, pero no indestructibles. Me di cuenta de esto cuando AM se retiró de mi mente y me permitió la exquisita desesperación de recuperar la conciencia sintiendo todavía que las palabras del letrero de neón me llenaban la totalidad de la sustancia gris del cerebro.
Se retiró murmurando: «al diablo contigo».
Pero luego agregó alegremente: «allí es donde están, ¿no es así?»
El huracán había sido, indudable y precisamente, causado por un gran pájaro demente, que agitaba sus inmensas alas.
Habíamos estado viajando durante casi un mes, y AM abrió caminos que nos llevaron directamente bajo el polo Norte, donde nos torturó con las pesadillas de la horrible criatura destinada a atormentarnos. ¿Qué materiales había utilizado para crear una bestia así? ¿De dónde había obtenido el concepto? ¿Sería de sus conocimientos sobre todo lo que había existido en este planeta, que ahora infestaba y regía? Había surgido de la mitología nórdica. Esta horrible águila, este devorador de carroña, este roc, este Huergelmir. La criatura del viento. El huracán encarnado.
Gigantesco. Las palabras para describirlo serían: monstruoso, grotesco, colosal, ciclópeo, atroz, indescriptible.
Allí estaba, en un saliente sobre nosotros: el pájaro de los vientos que latía con su propia respiración irregular, su cuello de serpiente se arqueaba dirigiéndose a los lugares sombríos situados por debajo del polo Norte, sosteniendo una cabeza tan grande como una mansión estilo Tudor, con un pico que se abría lentamente, como las fauces del más enorme cocodrilo que pudiera concebirse, sensualmente; bolsas de arrugada piel semiocultaban sus ojos malvados, muy azules y que parecían moverse con rapidez líquida; sus destellos eran fríos como un glaciar. Se movió una vez más y levantó sus enormes alas coloreadas por el sudor en un movimiento que fue como una convulsión. Luego quedó inmóvil y se durmió. Espolines. Pico agudo. Uñas. Hojas cortantes. Se durmió.
AM apareció ante nosotros bajo el aspecto de una zarza ardiente y nos comunicó que si queríamos comer podíamos matar al pájaro de los huracanes. No había comido desde hacía mucho tiempo, pero a pesar de ello Gorrister se limitó a encogerse de hombros. Benny comenzó a temblar y a babear. Ellen lo abrazó.
—Ted, tengo hambre —dijo—. Le sonreí. Estaba tratando de infundirle algo de seguridad, pero todo esto era tan falso como la bravata de Nimdok.
—¡Danos armas! —Pidió.
La zarza ardiente desapareció y en su lugar vimos dos simples juegos de arcos y flechas y una pistola de juguete que disparaba agua, sobre una fría plataforma. Levanté uno de los arcos. No servía para nada.
Nimdok tragó ruidosamente. Nos volvimos y comenzamos a desandar el largo camino de vuelta. El pájaro de los huracanes nos había arrastrado tan largo trecho que no podíamos casi concebirlo. La mayor parte del tiempo habíamos estado inconscientes. Pero no habíamos comido nada. Un mes yendo hacia el pájaro. Sin comida. ¿Cuánto tardaríamos en llegar a las cavernas de hielo, en las que se hallaban las prometidas provisiones enlatadas?
Ninguno se preocupó por esto. No íbamos a morir. Se nos darían desperdicios y porquerías para que nos alimentáramos, algo, en fin. O tal vez no se nos diera nada. AM mantendría vivos nuestros cuerpos de alguna forma, con indecible dolor y agonía.
El pájaro seguía durmiendo, sin que nos importara cuánto tiempo se mantendría así. Cuando AM se cansara de la situación, desaparecería. Pero toda esa cantidad de carne. Esa tierna carne.
Mientras caminábamos escuchamos la risa lunática una mujer obesa, atronando y rodeándonos, resonando en las cámaras de la computadora que llevaban a un infinito de corredores.
No era la risa de Ellen. Ella no era gorda y no había oído su risa en ciento nueve años. De hecho, no había oído... caminábamos... tenía mucha hambre...
Nos movíamos lentamente. Muy a menudo uno de nosotros sufría un desmayo y los demás teníamos que aguardar. Un día decidió provocar un temblor de tierra mientras nos obligaba a permanecer en el mismo sitio, haciendo que gruesos clavos sujetaran la suela de nuestros zapatos. Ellen y Nimdok fueron atrapados en una grieta, que se abrió rápida como un relámpago en las plataformas que formaban el piso. Desaparecieron. Cuando el terremoto cesó, continuamos nuestro camino, Benny, Gorrister y yo. Ellen y Nimdok nos fueron devueltos más tarde esa noche, que repentinamente se tornó en día cuando una legión celeste los trajo hasta nosotros, mientras un coro angelical cantaba «Desciende Moisés». Los arcángeles describieron varios vuelos circulares y luego dejaron caer los cuerpos maltrechos de nuestros compañeros. Nos mantuvimos a la espera y luego de un rato Ellen y Nimdok se hallaron detrás de nosotros. No estaban demasiado mal.
Pero ahora Ellen caminaba renqueando. AM le había dejado esta incapacidad.
El viaje a las cavernas, en pos de la comida enlatada, era muy largo. Ellen no hacia más que hablar de cerezas y de cócteles hawaianos de fruta. Yo trataba de no pensar en esas cosas. El hambre se había corporizado, tal como para nosotros había sucedido con AM. Estaba vivo en mi vientre, así como AM estaba viva en el vientre de la tierra. AM quería que no se nos escapara la semejanza. Por lo tanto, intensificó nuestra hambre. No encuentro forma para describir los sufrimientos que nos provocaba la falta de alimentos desde hacía tantos meses. Sin embargo, nos, seguía manteniendo vivos. Nuestros estómagos eran calderas de ácido burbujeante y espumoso, que lanzaban punzadas atroces. Era el dolor de las úlceras terminales, del cáncer terminal, de la paresia terminal. Era un dolor sin limites...
Y pasamos por la caverna de las ratas.
Y pasamos por el sendero de las aguas hirvientes.
Y pasamos por la tierra de los ciegos.
Y pasamos por la ciénaga de las angustias.
Y pasamos por el valle de las lágrimas.
Y finalmente llegamos a las cavernas de hielo.
Millas y millas de extensión sin horizonte, en donde el hielo se había formado en relámpagos azules y plateados, lugar habitado por novas del hielo. Había estalactitas que caían desde lo alto, espesas y gloriosas como diamantes, formadas a partir de una masa blanda como gelatina que luego se solidificaba en eternas y graciosas formas de pulida y aguda perfección.
Vimos entonces la provisión de alimentos enlatados, y procuramos correr hacia allí. Caímos en la nieve, nos levantamos y tratamos de seguir adelante, mientras Benny nos empujaba para llegar primero a las latas. Las acarició, las mordió inútilmente, sin poder abrirlas. AM nos había proporcionado ninguna herramienta con hacerlo.
Benny tomó una lata grande de guayaba y comenzó a golpearla contra un trozo de hielo. Éste se deshizo en pedazos que se desparramaron, pero la lata apenas si se abolló, mientras oíamos la risa de la mujer gorda que sonaba sobre nuestras cabezas y se reproducía por el eco hacia abajo, abajo, abajo de la tundra. Benny se volvió loco de rabia. Comenzó a tirar las latas hacia uno y otro lado, mientras nosotros escarbábamos frenéticamente en la nieve y el hielo, tratando de hallar una forma de poner fin a la interminable agonía de la frustración. No había manera de lograrlo.
Luego, vimos que Benny babeaba una vez más, y se abalanzó sobre Gorrister...
En ese instante, sentí una terrible calma.
Rodeado por las blancas extensiones, por el hambre, rodeado por todo menos por la muerte, comprendí que ésta era el único modo de escapar. AM nos había mantenido vivos, pero existía una forma de vencerla. No sería una victoria completa, pero al menos significaría la paz. Estaba dispuesto a conformarme con esto.
Benny estaba mordiendo y comiendo la carne de la cara de Gorrister. Éste, tumbado sobre un costado, manoteaba en la nieve, mientras Benny, con sus poderosas piernas de mono rodeaba la cintura de Gorrister, sujetando la cabeza de su víctima con manos poderosas como una morsa. Su boca desgarraba la piel tierna de la mejilla de Gorrister. Gorrister gritaba tan violentamente que comenzaron a caer las estalactitas de la altura, hundiéndose bien erguidas en la nieve que las recibía. Puntas de lanza, cientos de ellas, hundiéndose en la nieve. Vi que la cabeza de Benny se movía rápidamente hacia atrás, al ceder la resistencia de algo que arrancaba con los dientes. De ellos colgaba un trozo de carne blanca tinto en sangre.
La cara de Ellen lucía negra en la blanca nieve, dominó en polvo de tiza. Nimdok sin expresión, solamente con sus ojos muy, muy abiertos. Gorrister estaba casi desmayado. Benny era poco más que un animal. Sabía que AM lo iba a dejar jugar. Gorrister no moriría, pero Benny podría llenar su estómago. Me volví ligeramente hacia la derecha y tomé una gran punta de lanza de hielo.
Todo sucedió en un instante.
Llevé con fuerza el arma hacia adelante, moviendo la mano cerca de mi muslo derecho. Benny recibió la herida en el lado derecho, debajo de las costillas, y la punta llegó hasta su estómago, quebrándose dentro de su cuerpo. Cayó hacia adelante y no se movió más. Gorrister, se hallaba tendido de espaldas. Tomé otra punta de hielo y lo herí, siempre moviéndome, atravesándole la garganta. Sus ojos se cerraron cuando sintió que el frío lo penetraba. Ellen debe haberse dado cuenta de lo que yo quería hacer, incluso a pesar del terrible miedo que comenzó a sentir. Corrió hacia Nimdok llevando en la mano un trozo corto y agudo de hielo. Cuando él gritó, la fuerza del salto de Ellen al introducirle el hielo en la boca y garganta, hicieron el resto. Su cabeza dio un brusco salto, como si la hubieran clavado a la costra de nieve del piso.
Todo sucedió en un instante.
Pareció entonces que el momento de silenciosa expectativa que siguió a esta escena hubiera durado una eternidad. Casi podía sentir la sorpresa de AM. Se le había privado de sus juguetes. Tres de ellos habían muerto, sin posibilidad de volverlos a la vida. Podía mantenernos vivos gracias a su fuerza y a su talento, pero no era Dios. No podía lograr que volvieran a vivir.
Ellen me miró. Sus facciones de ébano se destacaban en la nieve que nos rodeaba. En su actitud había una mezcla de miedo y súplica, en la forma en que comprendí que estaba lista y esperaba. Yo sabía que sólo tenía el tiempo de un latido del corazón antes de que AM nos detuviera.
Al ser golpeada se inclinó hacia mi, sangrando por la boca. No pude leer en su expresión, el dolor había sido demasiado intenso, había contorsionado su cara. Pero podría haber querido decir: gracias. Por favor, que así sea.
Han pasado algunos siglos, tal vez. No lo sé. AM se divirtió durante un largo tiempo acelerando y retardando mi noción del paso de los años. Diré entonces la palabra ahora. Ahora. Me llevó diez meses decir ahora. No sé. Me parece que han pasado varios cientos de años.
Estaba furiosa. No me dejó enterrarlos. No importa. De todas formas no había manera de cavar en las plataformas que forman el piso. Secó la nieve. Hizo que fuera de noche. Rugió y provocó la aparición de las langostas. De nada sirvió; siguieron muertos. La había vencido. Estaba furiosa. Yo había pensado que AM me odiaba antes. No sabía cuán equivocado estaba. Aquello no era ni siquiera una sombra del odio que extrajo de cada uno de sus circuitos impresos. Se aseguró de que sufriera eternamente y de que no me pudiera suicidar.
Dejó intacta mi mente. Puedo soñar, puedo asombrarme, puedo lamentar. Los recuerdo a los cuatro. Desearía...
Bueno, ya no importa. Sé que los salvé. Sé que los salvé de sufrir lo que sufro ahora, pero sin embargo, no puedo olvidar su muerte. La cara de Ellen. No fue nada fácil. A veces deseo olvidar. Pero ya nada importa.
AM me ha alterado para quedarse tranquila, según creo. No quiere arriesgarse a que yo pueda correr hacia una de las computadoras y destrozarme el cráneo. O que pudiera contener el aliento hasta desmayarme. O degollarme con una lámina de metal enmohecido. Puedo verme en alguna superficie pulida, de modo que trataré de describir mi aspecto.
Soy una gran masa gelatinosa. Redondeada, con suaves curvas, sin boca, con agujeros pulsátiles llenos de vapor donde antes se hallaban mis ojos. En el lugar en que tenía los brazos, veo unos apéndices cortos y de aspecto gomoso. Unos bultos sin forma indican la posición aproximada de lo que fueron mis piernas. Cuando me muevo dejo un rastro húmedo. Sobre la superficie de mi cuerpo veo deslizarse unos parches de enfermizo, perverso color gris, tal como si surgiera una luz desde adentro.
Desde afuera supongo que mi torpe aspecto, mi pobre trasladar, ha de dar una sensación de algo que jamás pudo haber sido humano. De un ser cuya apariencia es una tan ridícula caricatura de lo humano que resulta aun más obscena por su muy vago parecido.
Desde adentro, soledad. Aquí. Viviendo bajo la tierra, bajo el mar, dentro de las entrañas de AM a quien creamos porque nuestras horas se perdían tristemente, pensando tal vez sin darnos cuenta, que él sabría hacerlo mejor. Por lo menos ellos cuatro ya están a salvo.
AM estará cada vez más furioso al recordarlo. Esto me hace en cierto modo feliz. Y sin embargo... AM ha vencido, simplemente... se ha vengado...
No tengo boca. Y debo gritar.
HÁNDICAP
Larry Niven
I
Nuestras aerocicletas se remontaron sobre un desierto rojo, bajo el suave sol rojo de Down. Dejé que Jilson me precediera. Al fin y al cabo era mi guía, y yo apenas había montado en una aerocicleta. Soy un llanero. He pasado la mayor parte de mi vida en las ciudades de la Tierra, donde cualquier vehículo volador es ilegal a menos que esté completamente automatizado.
Me gustaba volar. No era muy hábil aún, pero allí había suficiente espacio para enmendar los errores, con el desierto tan lejos por debajo.
—Allí —dijo Jilson, señalando algo.
—¿Dónde?
—Allí abajo. Sígame.
Su aerocicleta giró fácilmente a la izquierda y empezó a aminorar la marcha y a descender. Le seguí, manejando los mandos como mejor me pareció y descendiendo detrás de él. Eventualmente localicé lo que Jilson me había señalado.
—¿Aquel pequeño cono?
—Exactamente.
Desde arriba, el desierto parecía completamente desprovisto de vida. Pero no lo estaba, como no lo están los desiertos de los mundos más deshabitados. Invisibles desde lo alto, había plantas espinosas que almacenaban una gran cantidad de agua en el interior de sus tallos. Florecían después de un aguacero, y dejaban sus semillas esperando un año ―o diez― por el próximo aguacero. También insectos de cuatro patas, y unos cuadrúpedos de sangre caliente del tamaño de una zorra, que siempre estaban hambrientos.
Había un cono peludo de unos cinco pies, con una cima redonda y calva. Sólo su sombra lo hacía visible mientras descendíamos hacia él. Su pelo era del mismo color que la rojiza arena.
Aterrizamos junto a él y nos apeamos.
Yo había empezado a creer que me tomaban el pelo. Aquello no parecía un animal; parecía un gran cacto. A veces los cactos tienen un pelaje parecido.
—Estamos por detrás de él —dijo Jilson.
El guía era moreno, macizo y taciturno. En Down no existía la clase de animal conocido por el nombre de «guía profesional». Hablé con Jilson para que me llevara al desierto; le pagaba bien, pero no me había ganado su amistad. Creo que estaba tratando de ponerlo en evidencia.
—Vamos a verlo por delante —dijo.
Dimos la vuelta al peludo cono, y me eché a reír.
El Grog mostraba sólo cinco características. Donde tocaba la roca plana, la base del cono tenía un metro veinte de anchura. El pelo, largo y liso, caía sobre la roca como una falda muy larga. Unos cuantos centímetros más arriba, dos pequeñas garras, ampliamente separadas, asomaban a través de la cortina de pelo. Eran del tamaño y la forma de las patas anteriores de un perro danés, pero desnudas y sonrosadas. Un metro más arriba asomaban otras dos garras, provistas de unos curvados e inútiles dedos. Finalmente, encima de estas últimas garras, discurría la línea de una boca sin labios, de casi un metro de longitud, medio oculta por el pelo, curvada muy ligeramente hacia arriba en las comisuras. No había ojos. Él cono parecía un ídolo tallado en la edad de piedra, o una cruel caricatura de un monje feudal.
Jilson esperó pacientemente a que yo dejara de reír.
—Es raro —admitió, de mala gana—. Pero es inteligente. Debajo de esa calva hay un cerebro de mayor tamaño que el de usted y el mío juntos.
—¿Nunca ha tratado de comunicarse con usted?
—Ni conmigo ni con nadie.
—¿Construye herramientas?
—¿Con qué? Mire sus manos… —me contempló con aire divertido—. Esto es lo que usted quería ver, ¿no es cierto?
—Sí. He hecho un largo viaje para nada.
—De todos modos, ahora ya lo ha visto.
Me eché a reír de nuevo. Sin ojos, inmóvil, mi cliente en potencia permanecía sentado como un perro demasiado gordo.
—Vamos —dije—. Podemos regresar.
II
Una tomadura de pelo. Había pasado dos semanas en el hiperespacio para llegar aquí. Los gastos correrían a cargo de la empresa, pero en definitiva salían de mi bolsillo: algún día me convertiría en el propietario del negocio.
Jilson tomó su cheque sin hacer ningún comentario, lo dobló cuidadosamente y se lo guardó en el bolsillo. Dijo:
—¿Me invita usted un trago?
—Desde luego.
Dejamos en las afueras de la ciudad nuestras aerocicletas alquiladas, y Jilson me precedió hasta llegar a un gran hexaedro plateado con un letrero luminoso de color azul: «Café Irlandés de Cziller». Por dentro el lugar continuaba siendo un hexaedro, un loco edificio de un solo piso de cuarenta metros de altura. Unos divanes en forma de herradura cubrían todo el suelo, tan pegados unos a otros que apenas quedaba espacio para pasar entre ellos.
—Un lugar interesante —dijo Jilson—. Estos divanes fueron construidos para flotar en el aire —esperó a que yo manifestara sorpresa, pero al ver que no lo hacía continuó—. La cosa no funcionó. La idea era buena: los divanes se moverían por el aire, y si los clientes de dos mesas querían estar juntos, podían unir sus divanes magnéticamente.
—Parece divertido.
—Era divertido. Pero el tipo que lo ideó se olvidó de que la gente va a un bar para emborracharse. Se dedicaron a jugar con los divanes como si fueran autos de choques. Se elevaban tanto como podían, y dejaban caer sus bebidas. A la gente que estaba debajo no le gustaba eso, y se producían numerosas peleas.
—De modo que suprimieron los vuelos...
—Antes trataron de hacerlos automáticos. Pero aún podían verterse las bebidas sobre los clientes que estaban debajo. Y se requería más habilidad para acertar, por lo que la cosa se convirtió en un juego. Luego, una noche, un imbécil consiguió poner en cortocircuito el piloto automático, pero olvidó que los controles manuales habían quedado desconectados. Su diván aterrizó encima de otro, y tres importantes personajes resultaron heridos. Entonces fijaron los divanes al suelo.
Un camarero nos sirvió una botella de Blue Fire 2728. El bar estaba casi vacío a aquella hora tan temprana, y muy tranquilo.
Ahora que ya no estaba a mi servicio, Jilson se mostraba casi locuaz. También yo hablé mucho. Y no es que sea demasiado parlanchín, pero... Bueno, qué diablos, aquí estaba yo, a años luz de distancia de la Tierra, del negocio y de mis amigos, en la misma orilla del espacio humano. En Down: un antiguo mundo kzinti, en su mayor parte vacío, con unos cuantos núcleos dispersos de civilización; un mundo en el cual los agricultores tenían que usar lámparas ultravioletas para hacer crecer sus cosechas, a causa de aquel sol rojo enano. Aquí estaba yo, así que si podía, iba a disfrutarlo.
Lo estaba disfrutando. Jilson era un buen compañero, y el Blue Fire pasaba con suavidad. Pedimos otra botella. La animación aumentaba a medida que se acercaba la hora del aperitivo.
—Me he estado preguntando algo —dijo Jilson—. ¿Le importa que hablemos de negocios?
—No. ¿De qué negocios?
—De los suyos.
—En absoluto. Ni siquiera tenía que preguntármelo.
—Entre nosotros es tradicional hacerlo. A algunas personas no les gusta hablar de sus trucos comerciales. Y a otras les gusta olvidar por completo su trabajo en sus horas de asueto.
—Me parece muy bien. ¿Qué quería preguntarme?
—¿Con qué trata usted, concretamente?
—Con seres sensibles que poseen mentes evolucionadas, pero que carecen de manos.
—¡Oh! ¿Como los delfines?
—Exacto. ¿Hay delfines en Down?
—Desde luego. Están a cargo de nuestra industria pesquera.
—¿Conoce usted esos aparatos que llevan? Parecen motores fuera de borda y con dos manos metálicas...
—Las Manos de Delfín, desde luego. Les resultan imprescindibles para trabajar.
—Yo las fabrico.
Jilson dio un respingo. Fingí no haberme dado cuenta.
—Bueno, debí decir que las fabrica la compañía de mi padre. Algún día dirigiré la Garvey Limited, pero antes tendrá que morir mi bisabuelo. Y no parece sentir muchos deseos de morirse.
John sonrió, con cierta turbación.
—Conozco a personas así.
—Algunas personas parecen secarse a medida que envejecen. Se hacen más duras en vez de engordar, y su energía va en aumento, como si tuvieran en su interior una fuente termonuclear. Mi bisabuelo es así.
—Parece usted muy orgulloso de él. ¿Por qué tendría que morirse?
—Es como una costumbre. Mi padre dirige ahora la compañía. Si se le plantea algún problema, puede acudir a su padre, quien dirigió la compañía antes que él. Y si el abuelo no puede resolverlo, acuden al bisabuelo.
—Comprendo. Es una tradición. ¿Qué está usted haciendo en Down?
—Nuestra compañía no trata únicamente con delfines… —el Blue Fire había desatado mi lengua—. Mire, Jilson, conocemos tres seres sensibles sin manos. ¿De acuerdo?
—Algunos más. Los pupis utilizan sus bocas. Y los...
—Me refiero a los animales que no pueden empuñar una herramienta —interrumpí—. Delfines, bandersnatchi... y eso que hemos visto hoy.
—El Grog. ¿Y bien?
—¿Se da cuenta de que tienen que existir más especies como esas en toda la galaxia? Mentes sin manos. A medida que nos extendamos a otras estrellas, encontraremos más y más civilizaciones indefensas, sin manos, sin herramientas... A veces ni siquiera podremos reconocerlas. ¿Qué vamos a hacer?
—Construir Manos de Delfín para ellas.
—Bueno, sí, pero eso no es una solución. Cuando una especie empieza a depender de otra, se convierte en parásito.
—¿Qué me dice de los bandersnatchi? ¿Construyen manos para los bandersnatchi?
—Sí. Mucho mayores, desde luego. Un bandersnatchi tiene un tamaño dos veces mayor que el de un brontosaurio. Su esqueleto es flexible, pero no tiene articulaciones. Los únicas detalles en su lisa piel blanca son los mechones de cerdas sensoriales a ambos lados de su ahusada cabeza. Se arrastra sobre el vientre. Vive en las tierras bajas de Jinx, a lo largo de las costas del océano. Usted puede creer que son los seres más indefensos de todo el espacio conocido... hasta que ve a uno de ellos embistiéndole como una montaña blanca.
—¿Y como pagan ellos sus máquinas? —inquirió Jilson.
—Se quedan con un porcentaje sobre los derechos de caza.
—¿De qué caza?
—Caza de bandersnatchi, naturalmente.
Jilson me miró, horrorizado.
—No le creo.
—Tampoco yo quería creerlo, pero es verdad —me incliné hacia delante, a través de la diminuta mesa—. Le explicaré cómo funciona la cosa. Los bandersnatchi tienen que controlar su población; tienen que adaptar su número a los alimentos que se encuentran en las costas de las tierras bajas. Y tienen que matar también su aburrimiento. ¿Se imagina lo aburridos que debían estar antes de que los hombres llegaran allí? De modo que han hecho un trato con el gobierno de Jinx.
»Un hombre, por ejemplo, desea conseguir un esqueleto de bandersnatchi, para construir una sala de trofeos de caza dentro de él. Acude al gobierno de Jinx y obtiene una licencia. La licencia especifica el equipo que puede llevar a las tierras bajas, las cuales sólo están habitadas por bandersnatchi, debido a que la presión atmosférica es tan elevada como para aplastar los pulmones de un hombre, y la temperatura puede cocerle fácilmente. Si es sorprendido utilizando armas prohibidas, va a parar a la cárcel por una larga temporada.
»Puede regresar con un cadáver, y puede no regresar. Las dos posibilidades están bastante equilibradas. Pero, en cualquiera de los casos, los bandersnatchi cobran el ochenta por ciento del importe de la licencia, que asciende a mil estelares. Con eso compran cosas.
—Manos, por ejemplo.
—Exactamente. Oh, otra cosa. Un delfín puede controlar sus Manos con su lengua, pero un bandersnatchi no puede hacerlo. Tenemos que instalar el control directamente en los nervios, quirúrgicamente. No es difícil.
Jilson sacudió la cabeza y encargó otra botella.
—Los bandersnatchi hacen también otras cosas —dije—. El Instituto del Conocimiento de Jinx tiene instrumentos en las tierras bajas. Laboratorios, etc. Hay cosas que el Instituto desea conocer acerca de lo que ocurre bajo la presión y las temperaturas de las tierras bajas. Los bandersnatchi dirigen todos los experimentos, utilizando Manos.
—De modo que usted ha venido aquí en busca de un nuevo mercado.
—Me dijeron que había una nueva forma de vida sensible en Down, que no utilizaba herramientas.
—¿Y ha cambiado usted de idea?
—Casi. Jilson, ¿qué les hace pensar que se trata de seres sensibles?
—Los cerebros. Son enormes.
—¿Nada más?
—No.
—Es posible que sus cerebros no funcionen como los nuestros. Las células nerviosas pueden ser distintas.
—Mire, estamos poniéndonos en un plan demasiado técnico. Vamos a dejarlo por esta noche —y tras pronunciar aquellas palabras, Jilson apartó a un lado la botella y los vasos y se puso en pie sobre la mesa. Echó una ojeada circular al Café Irlandés de Cziller y, de pronto, dijo—. ¡Ah! Garvey, acabo de localizar a un primo mío y a una de sus amigas. Vamos a reunimos con ellos. Casi es la hora de cenar.
Pensé que les invitaríamos a cenar. Nada de eso. Sharon y Lois se empeñaron en que compartiéramos su cena, hecha a mano, a partir de materiales crudos que adquirimos en una tienda especial. El ver alimentos crudos por primera vez, prácticamente en el estado en que habían salido del suelo o de un cadáver animal, me produjo cierta repugnancia. Confío en que supe disimularlo. Pero la cena tenía un excelente sabor.
Después de cenar y de tomar unas copas, regresé al hotel. Me acosté planeando despegar de Down a la mañana siguiente.
Desperté en medio de una completa oscuridad alrededor de las cuatro de la madrugada, mirando al techo invisible y viendo un cono con la parte superior redondeada, unos pelos larguísimos y rojizos y una boca crispada en una leve sonrisa. Sonriéndome con amable ironía. El cono tenía secretos. Yo me había acercado a ellos aquella misma tarde; había visto algo sin darme cuenta…
No me pregunten cómo lo sabía. El hecho es que lo sabía, con prístina certeza que no admitía ninguna duda. Pero no pude recordar lo que había visto.
Llamé a la cocina para que me subieran un bocadillo de atún y una taza de chocolate caliente.
¿Por qué habían de ser inteligentes? ¿Por qué desarrollarían cerebro unos conos sedentarios?
Me pregunté cómo se reproducirían. Bisexualmente no, desde luego; no podrían alcanzarse el uno al otro. A menos... Tenía que existir una fase móvil. Aquellas garras inservibles...
¿Qué es lo que comían? No podían buscar alimentos; tenían que esperar que acudieran a ellos, como cualquier animal sésil: almejas, anémonas marinas, o la orquídea Gummidgy que yo tenía en el salón de mi casa para asombrar a mis huéspedes.
Poseían un cerebro. ¿Por qué? ¿Qué hacían con él? ¿Sentarse y pensar en todo lo que se estaban perdiendo?
Necesitaba datos. Por la mañana me pondría en contacto con Jilson.
III
A las once de la mañana siguiente estábamos en el parque zoológico de Down. Detrás de un campo repulsor, algo gruñía en dirección a nosotros: algo semejante a la tentativa de un dios idiota para crear un bulldog peludo. El animal no tenía nariz, y su boca era una ranura sin labios ocultando dos apretadas superficies cortantes en forma de herradura. Su largo pelo era del color de la arena iluminada por una luz rojiza. Las garras delanteras terminaban en cuatro largos dedos, de modo que parecían las patas de un polluelo.
—Recuerdo esas patas.
—Sí —dijo Jilson—. Es un cachorro de Grog. En esta fase se aparean; luego la hembra busca una roca y se instala allí. Cuando ha crecido lo suficiente, empieza a tener hijos. Esa es la teoría, al menos. En cautividad no actúan así.
—¿Y los machos?
—En la jaula contigua.
Los machos, dos de ellos, eran del tamaño de los chihuahuas, con casi el mismo temperamento. Pero tenían los apretados dientes en forma de herradura y el largo pelo rojizo.
—Jilson, si son inteligentes, ¿por qué están enjaulados?
—Si cree que eso es malo, espere a ver el laboratorio. Mire, Garvey, no debe usted olvidarse de que nadie ha demostrado que sean inteligentes. Hasta que alguien lo demuestre, son animales experimentales.
Despedían un extraño y casi agradable olor, lo bastante leve como para que dejara de percibirse al cabo de dos o tres segundos. Contemplé la hembra en estado móvil.
—¿Y qué pasaría entonces? ¿Se avergonzaría súbitamente todo el mundo?
—Lo dudo. ¿Sabe usted por casualidad lo que Lilly y sus socios hacían con los delfines cuando trataban de demostrar que eran inteligentes?
—Pruebas de cerebro y encierro, sí. Pero eso fue hace muchísimo tiempo.
—Lilly trataba de demostrar que los delfines eran inteligentes, pero los trataba como a animales experimentales. ¿Por qué no? Es lógico. Si estaba en lo cierto, le hacía un favor a la especie. Si estaba equivocado, sólo había perdido el tiempo con unos animales. Y eso también proporcionaba a los delfines un poderoso incentivo para demostrar que Lilly tenía razón.
Llegamos al laboratorio poco después de mediodía. Era el Laboratorio de Investigaciones Xenobiológicas, un edificio rectangular situado más allá de los suburbios de la ciudad, rodeado de campos parduzcos iluminados por los haces rectangulares de los rayos ultravioleta proyectados por lámparas instaladas sobre unos altos postes. A lo lejos podíamos ver el río Ho, con racimos de esquiadores acuáticos deslizándose a través de su fangosa superficie, detrás de las embarcaciones de arrastre.
Un tal Dr. Fuller nos acompañó a través del laboratorio. Era un hombre muy alto y muy delgado, albino, de brazos y piernas casi esqueléticos.
—¿Está usted interesado en los Grogs? No se lo reprocho. Son muy difíciles de estudiar, ¿sabe? Su conducta no revela nada. Se limitan a permanecer sentados. Cuando algo se pone a su alcance, comen. Y son vivíparos.
Tenía varios conos pre-sésiles, cuadrúpedos del tamaño de bulldogs, en jaulas. Había otra jaula conteniendo dos de los pequeños machos. No le ladraban, y él los trataba con ternura y con cariño. Tuve la impresión de que era un hombre feliz. Para un albino, Down debía ser una especie de paraíso. Podía andar al aire libre todo el año, el suelo era feraz y no había que tomar píldoras bronceadoras bajo el rojo sol.
—Aprenden con bastante rapidez —dijo el Dr. Fuller—, pero no son inteligentes. Tienen un nivel de cerebración similar al de un perro. Crecen muy aprisa y comen muchísimo. Mire ésta —señaló una hembra muy gorda—. Dentro de unos días empezará a buscar un lugar para anclar.
—¿Qué hará usted entonces? ¿Soltarla?
—La sacaremos del laboratorio. Buscaremos una roca apropiada para ella, y construiremos una jaula a su alrededor. Se quedará en la jaula hasta que cambie de forma, y entonces sacaremos la jaula. Ya lo hemos intentado antes —añadió—, pero no ha dado resultado. Todos mueren. Se niegan a comer, a pesar de que les ofrecemos carne viva.
—¿Cree que esta vivirá?
—Tenemos que continuar intentándolo. Tal vez descubramos dónde reside nuestro fallo.
—¿Ha atacado un Grog alguna vez a un ser humano?
—Que yo sepa, nunca.
Para mí, aquella era una respuesta tan buena como «no». Porque yo estaba tratando de descubrir si eran inteligentes.
Piénsese en la época en que empezó a sospecharse que los cetáceos eran el segundo orden de vida sensible de la Tierra. Se supo, entonces, que los delfines habían ayudado muchas veces a nadadores en dificultades, y que ningún delfín había atacado nunca a un ser humano. Bueno, ¿qué diferencia había entre no haber atacado a humanos, o haberlo hecho únicamente cuando no existía el menor peligro de ser sorprendidos en el acto? Las dos posibilidades eran una prueba de inteligencia.
—Desde luego, es posible que un hombre sea demasiado grande para que un Grog se lo coma. Mire esto —dijo el Dr. Fuller, encendiendo la pantalla de un microscopio. Mostró un corte transversal de una célula nerviosa—. Es del cerebro de uno de ellos. Hemos estado investigando el sistema nervioso de los Grog. Los nervios transmiten los impulsos más lentamente que los humanos.
—En su opinión, ¿son inteligentes los conos?
El Dr. Fuller no lo sabía. Tardó largo rato en decirlo, pero esa fue la conclusión a que llegué. Y el hecho le molestaba. Quería saber. Quizá creía tener derecho a saber.
—Entonces, dígame una cosa: ¿existe alguna razón evolutiva para que hayan desarrollado una inteligencia?
—Esa es una pregunta mucho mejor… —pero el doctor Fuller vaciló antes de contestarla—. Mire, hay un animal terrestre que empieza su vida como una lombriz acuática con una cuerda dorsal. Más tarde se convierte en un animal sésil, y al mismo tiempo pierde la cuerda dorsal.
—¡Asombroso! ¿Qué es una cuerda dorsal?
El Dr. Fuller se echó a reír.
—Algo equivalente a su médula espinal. Una cuerda dorsal es una trenza de conexiones nerviosas que se extiende a lo largo del cuerpo. Las formas más primitivas poseen conexiones sensoriales, pero dispuestas de un modo anárquico. Las formas más avanzadas desarrollan un espinazo alrededor de la cuerda dorsal y se convierten en vertebrados.
—Y ese animal ha perdido su cuerda dorsal.
—Sí. Es un desarrollo retrógrado.
—Pero los Grogs son distintos.
—Es cierto. No desarrollan sus grandes cerebros hasta que se han instalado sobre una roca. Y… no, no puedo imaginar ninguna razón evolutiva. No deberían necesitar un cerebro. No deberían poseer un cerebro. Lo único que hacen es permanecer sentados y esperar a que algún bocado se ponga a su alcance. Acompáñeme, Mr. Garvey. Y usted también, Jilson. Quiero enseñarles el sistema nervioso central de un Grog. Quedarán tan desconcertados como yo.
El cerebro era grande, globular y de un color extraño: casi el gris de la masa encefálica humana, pero con un tinte amarillento. Aunque esto último podía ser debido a la solución en la cual era conservado. La parte posterior del encéfalo era apenas perceptible, y la médula espinal era un lacio cordón blanco, muy delgado, que terminaba en una ramificación múltiple. ¿Qué podía controlar aquel monstruoso cerebro, careciendo prácticamente de una médula espinal para transmitir sus mensajes?
—Supongo que la mayor parte de los nervios del cuerpo no pasan a través de la médula espinal…
—Creo que se equivoca, Mr. Garvey. He intentado, sin éxito, encontrar nervios adicionales.
El Dr. Fuller sonreía ligeramente. Ahora me había dado una pieza del rompecabezas. En adelante podíamos ser dos los que pasáramos las noches en blanco, tratando de resolverlo.
—¿Hay alguna diferencia en el material nervioso del cerebro de la forma móvil?
—No. La forma móvil tiene un cerebro más pequeño y una médula espinal más gruesa. Como ya he señalado, su inteligencia es equivalente a la de un perro, aunque el cerebro es algo mayor que el de los canes, lo cual resulta lógico teniendo en cuenta el nivel más lento de propagación del impulso nervioso.
—De acuerdo. ¿Le serviría de consuelo saber que me ha estropeado usted el día?
—Creo que sí.
El Dr. Fuller me devolvió la sonrisa. Éramos amigos. Le halagaba saber que yo comprendía sus explicaciones. De no ser así, yo no hubiera mostrado un aspecto tan intrigado.
El sol estaba muy bajo en el cielo cuando salimos del laboratorio. Nos detuvimos a examinar la roca que el doctor Fuller había preparado para el Grog hembra. Una gran roca plana, rodeada de arena, y circundada por una valla con un portillo. Un encierro más pequeño adosado a la valla albergaba una colonia de conejos blancos.
—Una última pregunta, doctor. ¿Cómo se las arreglan para comer? No pueden quedarse sentados y esperar a que el alimento penetre en sus bocas...
—No. Tienen una lengua muy larga y muy delgada. Me gustaría que pudiera ver cómo la utilizan. En cautividad, no comen; y tampoco comen cuando un ser humano se encuentra cerca de ellos.
Nos despedimos del doctor y fuimos en busca de nuestras aerocicletas.
—No son más que las tres y diez —dijo Jilson—. ¿Quiere usted echarle otra ojeada al Grog salvaje, antes de marcharse de Down?
—Creo que sí.
—Podemos volar hasta el desierto y regresar antes de que se ponga el sol.
De modo que nos dirigimos hacia el oeste. El río Ho se deslizó por debajo de nosotros, y luego una larga extensión de campos cultivados.
IV
No pueden ser inteligentes, estaba pensando. No pueden serlo.
—¿Qué?
—Lo siento, Jilson. ¿Hablaba en voz alta?
—Sí. Vio usted aquel cerebro, ¿verdad?
—Desde luego.
—Entonces, ¿cómo puede decir que no son inteligentes?
—No tienen ninguna aplicación para la inteligencia.
—¿La tiene un delfín? ¿O un bandersnatchi?
—Sí. Piense un poco. Un delfín tiene que cazar su alimento. Y tiene que burlar a las hambrientas ballenas asesinas. Cuanto más listos son, más posibilidades tienen de sobrevivir.
»Recuerde que los cetáceos son mamíferos. Desarrollaron sus cerebros en tierra firme. Cuando regresaron al mar, aumentaron de tamaño, y sus cerebros también crecieron. Cuanto mejores fueran sus cerebros, mejor podrían controlar sus músculos y más ágiles serían en el agua.
—¿Y qué me dice de los bandersnatchi?
—Sabe usted perfectamente que la evolución no ha producido a los bandersnatchi.
Un momento de silencio. Luego:
—¿Cómo dice?
—¿De veras no lo sabe?
—Nunca he oído hablar de una forma de vida producida sin evolución. ¿Cómo sucedió?
Se lo dije.
Hace mil quinientos millones de años existió una especie bípeda inteligente. Inteligente... pero no mucho. Sin embargo, poseían una capacidad natural para controlar las mentes de cualquier raza sensible con la que se cruzaran. Hoy les llamamos Babosos. En su época de esplendor, el Imperio Baboso incluía a la mayor parte de la galaxia.
Una de sus razas esclavas había sido la de los tnuctipun, una especie muy avanzada y muy inteligente que practicaba ya la ingeniería biológica cuando fue descubierta por los Babosos. Les concedieron una libertad limitada, después de descubrir la valía de aquellos cerebros librepensantes. A cambio, los tnuctipun les construyeron herramientas biológicas. Plantas ani para sus naves espaciales, bandersnatchi... El bandersnatchi era una animal para carne. Comía cualquier cosa y todo él era comestible, menos su esqueleto.
Pero un día, hace mil quinientos millones de años, los Babosos descubrieron que la mayoría de los presentes tnuctipos eran trampas. La rebelión había estado incubándose desde hacía mucho tiempo, y los Babosos habían subestimado a sus esclavos. Para ganar aquella guerra se vieron obligados a utilizar un arma que exterminó no sólo a los tnuctipun, sino a todas las demás especies sensibles que existían entonces en la galaxia. Luego, al quedarse sin esclavos, los Babosos también habían muerto.
Esparcidos a través del espacio conocido, sobre extraños mundos y entre las estrellas, estaban las reliquias del Imperio Baboso. Algunas eran artefactos, protegidos contra el tiempo por campos estáticos. Otras eran creaciones de los tnuctipun, más o menos modificadas: girasoles esclavistas, plantas burbujas flotando en el espacio… y los bandersnatchi.
Los bandersnatchi habían sido una de las trampas tnuctipas. Habían sido construidos sensibles, de modo que pudieran ser utilizados como espías. Además, los tnuctipun les habían hecho inmunes al poder de los Babosos. Así habían sobrevivido a través de la revolución.
Pero… ¿para qué?
Los bandersnatchi de Jinx pasaban sus vidas en una zona de altas presiones, alimentándose de los pastos que cubrían aún el litoral. Tenían cerebros para pensar, pero nada en que pensar... hasta la llegada del hombre.
—Y no pueden evolucionar —concluí—. De modo que puede usted olvidar a los bandersnatchi. Son la excepción que confirma la regla. Todos los otros seres sensibles disminuidos necesitaron cerebros antes de que sus cerebros se desarrollaran.
—Y todos ellos eran cetáceos, procedentes de los océanos de la Tierra.
—Bueno...
Diablos, Jilson tenía razón. Todos eran cetáceos...
Dejamos las tierras labradas muy atrás. Paulatinamente, las llanuras se convirtieron en un desierto. Yo empezaba a sentirme más cómodo en mi aerocicleta, aquella plataforma con una silla y un gran motor y una bomba de aire y un generador de campo para detener el viento. Sintiéndome más seguro, podía volar a menor altura que antes. Y desde tan cerca, el desierto estaba vivo. Allí, cortando el viento, había un primo salvaje de las palomas volteadoras que había visto en el parque zoológico de la Tierra. Allá, un esbelto tronco con hojas color naranja alrededor de la base, hojas carnosas de bordes tan afilados como un cuchillo, para desalentar a los herbívoros. Más allá otro, y un herbívoro del tamaño de una zorra comiéndose inteligentemente el centro de una hoja. El animal levantó la cabeza, nos vio y desapareció con rapidez. Allí, una vivida mancha escarlata: alguna planta del desierto que había escogido una extraña época para florecer.
El suave sol rojizo hacía que todo pareciera el decorado de un club nocturno que conozco. Estaba decorado como debía ser Marte, como «era» Marte antes de los vuelos espaciales. Un espejismo: arena roja, canales rectos por los cuales discurría un agua improbablemente pura y cristalina, torres de cristal elevándose altas, muy altas, hacia unas enormes lunas. Súbitamente me entraron ganas de echar un trago.
Rebusqué en mis alforjas, con la esperanza de encontrar una botella. Estaba allí, y llena de líquido. La abrí, acerqué el gollete a mis labios... y proferí una exclamación de sorpresa. ¡Martini! Media pinta de Martini, tal vez un poco dulce, pero mucho más frío que el hielo. Bebí unos sorbos.
—Me gustan los habitantes de Down —dije.
—¿De veras? ¿Por qué?
—A ningún llanero se le hubiera ocurrido poner una botella de Martini en una aerocicleta alquilada, a no ser que el cliente la hubiese pedido.
—Harry es un tipo muy simpático. Mire, ahí hay un cono.
Miré hacia abajo, buscando el pelo color de arena contra la arena. El cono estaba en su propia sombra; prácticamente saltó hacia mí. Y, súbitamente, supe lo que me había despertado en la oscura madrugada.
—¿Qué le pasa? —preguntó Jilson; se había dado cuenta de mi sorpresa.
—Nada, nada… Jilson, no sé todo lo que tendría que saber acerca de los animales de Down. ¿Excretan sólidos?
—¿Si excretan...? Bueno, es una forma muy elegante de decirlo. Sí, lo hacen.
Jilson hizo virar su vehículo en dirección al cono.
El Grog estaba firmemente asentado sobre una roca plana que sobresalía ligeramente de la arena. La roca estaba completamente limpia.
—Entonces, los Grogs también lo harán.
—Naturalmente.
Jilson aterrizó.
Posé mi aerocicleta junto a la suya. El Grog estaba delante de nosotros, sonriendo.
—Bien, ¿dónde está la evidencia? ¿Quién limpia los excrementos?
Jilson se rascó la cabeza. Dio una vuelta alrededor de la base del Grog, con una expresión intrigada.
—¡Qué raro! Nunca había pensado en eso. ¿Será muy importante?
—Tal vez. La mayoría de los animales sésiles vive en el agua. Y el agua lo arrastra todo.
—Hay un ser sésil de Gummidgy que no lo hace.
—Yo tengo uno. Pero ese ser-orquídea vive en los árboles. Se pega a una gruesa rama horizontal, con la cola colgando del borde.
—Hum.
Jilson no parecía estar demasiado interesado.
El Grog y yo nos enfrentamos el uno al otro.
Por regla general, los seres sensibles disminuidos parecen afectados de alguna carencia sensorial. Los cetáceos viven debajo del agua; los bandersnatchi viven en zonas de altas presiones, recalentadas. Tal vez es demasiado pronto para sacar conclusiones, pero no cabe duda de que un ser sensible disminuido ha de tener dificultades para experimentar su entorno. Los experimentos suelen requerir herramientas.
Pero el Grog tenía verdaderas dificultades. Ciego, con sus extremidades paralizadas a causa de su casi inútil médula espinal, incapaz incluso de trasladarse de lugar... ¿cuál podía ser su visión del universo?
De pronto me encontré contemplando sus manos.
Manos. Inútiles, desde luego, pero no obstante... manos. Cuatro dedos con diminutas garras, plantados alrededor de la diminuta palma como los dientes de una pala automática.
—No evoluciona en absoluto. ¡Se ha desarrollado!
Jilson levantó la mirada. Estaba utilizando su aerocicleta como la única cosa apropiada para sentarse en muchas millas a la redonda.
—¿De qué esta usted hablando?
—Del Grog. Tiene vestigios de manos. En otra época debió ser una forma más elevada de vida.
—O un animal trepador, como un mono.
—No lo creo así. Creo que tenía un cerebro, y manos, y movilidad. Luego ocurrió algo, y perdió su civilización. Ahora ha perdido su movilidad y sus manos...
—¿Por qué habría dejado de moverse?
—Tal vez hubo una escasez de alimentos. Al no moverse, conservaba energías...
—¿Cree usted que esa es la respuesta?
—Es posible. Está en una trampa. No tiene ojos, ni impulsos sensoriales, ni ningún medio para convertir en actos lo que piensa. Es como un niño ciego, sordo y paralítico.
—Le queda el cerebro.
—Como a nosotros el apéndice. Acabará por perderlo.
—Usted es el que estaba preocupado por los disminuidos. ¿Puede hacer algo por ellos?
—Eutanasia, tal vez. No, ni siquiera eso. Vamos a regresar a Down.
Eché a andar hacia mi aerocicleta, completamente desalentado. Los bandersnatchi habían necesitado hombres que les hablaran de las estrellas. Pero, ¿qué podía decirle uno a un cono peludo?
No, tenía que regresar a Down, y luego a la Tierra. Hay personas a las que ningún médico o psiquiatra puede ayudar, y hay especies igualmente más allá de toda posible ayuda. Los Grogs eran una de ellas.
A unos pies de distancia de la aerocicleta me senté en la arena con las piernas cruzadas. Jilson vino a sentarse a mi lado. Nos encaramos con el Grog, esperando.
Al cabo de unos instantes, Jilson dijo:
—¿Qué estamos esperando?
Me encogí de hombros. No lo sabía. Pero Jilson no se movió, lo mismo que yo. Supe con una prístina certidumbre que estábamos haciendo lo que teníamos que hacer.
Súbitamente, apartamos la vista del Grog para mirar al desierto.
Algo del tamaño de una rata se acercaba a nosotros, dando saltitos sobre la arena. Detrás de aquél, otros dos. Avanzaron a saltitos y se detuvieron delante del Grog, formando un semicírculo.
El Grog se volvió a ellos, no como uno vuelve la cabeza, sino haciendo girar toda su masa. Pareció mirar a las ratas de arena, y las ratas de arena se irguieron sobre sus patas traseras y miraron hacia atrás.
La boca del Grog se abrió. Era una caverna, y la lengua estaba enroscada sobre su sonrosado suelo. La lengua se movió con la rapidez de un relámpago, invisiblemente veloz, flick, flick. Dos de las ratas desaparecieron. La boca ―no demasiado pequeña para tragar a un hombre― se cerró, sonriendo amablemente.
La tercera rata continuó allí, erguida sobre sus patas traseras. Ninguna de ellas había tratado de huir. Y podían haberlo hecho fácilmente.
La boca del Grog volvió a abrirse. La última rata de arena dio un salto y aterrizó sobre la enroscada lengua. La boca se cerró por última vez, y el cono volvió a encararse con nosotros.
Yo tenía las respuestas, todas a la vez, intuitivamente, con la misma fuerza de convicción que me mantenía sentado sobre la arena, con las piernas cruzadas.
El Grog era psíquico. O algo por el estilo. Podía controlar mentes, incluso mentes tan insignificantes como las de las ratas de arena.
Esa era la función del gran cerebro del Grog. Su inteligencia era un efecto colateral de su poder. Durante eones, los Grogs habían atraído su alimento hacia ellos.
Después de la infancia, ya no cazaban. Cuando el cerebro se había desarrollado ya no necesitaban moverse. No necesitaban los ojos; ni apenas otras percepciones sensoriales. Utilizaban los sentidos de otros animales.
Dirigían a los carroñeros que limpiaban sus rocas y también sus pellejos, cuando fuera necesario. Su control mental llevaba animales comestibles hasta sus jóvenes hembras pre-sésiles, dirigía sus hábitos procreadores y las guiaba hacia las rocas más apropiadas para anclar.
Y ahora estaba introduciendo información directamente en mi cerebro.
—Pero, ¿por qué a mí? —pregunté.
Lo supe, con aquella «prístina certidumbre» que estaba aprendiendo a reconocer. Los Grogs tenían conciencia de lo que les faltaba. Habían leído las mentes de los demás: primero los guerreros kzinti, luego los mineros y exploradores humanos. Y mi negocio eran los disminuidos. Se habían enterado de lo de las Manos de los Delfines. Habían inducido a Jilson y a otros a saber, sin ninguna prueba, que los Grogs eran seres sensibles, y a expresarlo así cuando apareciera la persona indicada. Y esa persona era yo.
Sin pruebas. Esto era importante. Tenían que saber lo que iban a obtener antes de comprometerse a sí mismos. Los hombres como el Dr. Fuller podían investigar, si así lo deseaban; podría parecer sospechoso que se opusieran a aquellas investigaciones. Pero algo les impedía darse cuenta del parecido con unas manos de aquellas diminutas garras anteriores, de la ausencia de excrementos alrededor de un Grog salvaje.
¿Podía ayudarles yo?
La pregunta se convirtió súbitamente en una obsesión. Sacudí la cabeza para alejarla.
—No lo sé. ¿Por qué habéis esperado tanto tiempo para revelaros a vosotros mismos?
Miedo.
—¿Por qué? ¿Tan terribles somos?
Esperé una respuesta. No llegó ninguna. Mi cerebro dejó de recibir información.
Por lo tanto, me temían incluso a mí. A mí, indefenso ante una lengua relampagueante y una mente de hierro. Me pregunté por qué.
Estaba seguro de que los Grogs se habían desarrollado partiendo de alguna forma bípeda y más elevada de vida. Las diminutas manos, semejantes a palas de carga, eran características. Como lo era aquel imponente control mental...
Traté de ponerme en pie, de echar a correr. Mis piernas no me obedecieron. Traté de bloquear mis pensamientos, de ocultar lo que sospechaba, pero todo fue inútil. Los Grogs podían leer mi mente. Los Grogs sabían.
—Es el poder de los Babosos. Vuestros antepasados fueron los Babosos.
Y aquí estaba yo, sentado, con mi mente abierta e indefensa...
Lentamente, pero con la característica certidumbre, supe que los Grogs no sabían nada de los Babosos. Que, hasta donde alcanzaba su conocimiento, habían estado allí desde siempre.
Que los Grogs no podían ser lo bastante estúpidos como para aceptar un toma y daca. Eran sésiles. No podían moverse. ¿Cómo podían soñar en atacar a una especie que controlaba todo el espacio en una esfera de treinta años-luz de diámetro? Sólo el miedo les había impulsado a ocultar al género humano lo que eran. El miedo al exterminio.
—¿Cómo puedo saber que no estás mintiendo?
Nada. Nada tocó mi mente. Me puse en pie. Jilson me miró, luego se puso en pie y se pasó maquinalmente la mano por los ojos. Miró al Grog, abrió la boca, la cerró, tragó saliva y dijo:
—¡Garvey! ¿Qué ha estado haciendo el Grog con nosotros?
—¿No se lo ha dicho a usted?
En aquel mismo instante tuve la certeza de que no se lo había dicho.
—Ha hecho que me siente, ha realizado una demostración con ratas de arena... Usted también lo ha visto, ¿no es cierto?
—Sí.
—Luego nos ha dejado sentados durante un buen rato. Usted ha hablado con él. Luego, súbitamente, hemos podido levantarnos.
—Exactamente. Pero a mí también me ha hablado.
—Ya le dije que era inteligente...
—Jilson, ¿querrá acompañarme hasta aquí mañana por la mañana?
—Rotundamente no. Pero dejaré anotado el trayecto en el piloto automático de su aerocicleta para que pueda usted volver. Si está seguro de que quiere hacerlo.
—No lo estoy. Pero quiero tener la posibilidad de decidirlo.
El sol era un humeante globo rojo en el oeste, ocultándose detrás de un horizonte negro-azulado.
Yo me había reído del Grog.
¿Y quién no? Delfines, bandersnatchi, Grogs... Uno se ríe de ellos, los disminuidos. Uno se ríe con un delfín; es el mayor de los payasos del espacio conocido. Uno se ríe la primera vez que ve un bandersnatchi; parece algo que Dios se olvidó de terminar. No hay ningún detalle; sólo aquella mole blanca. Pero uno se ríe en parte a causa del nerviosismo, porque aquella masa blanca no le presta más atención a uno que la que un tanque prestaría a un caracol que se arrastrara debajo de sus cadenas. Y uno se ríe también de un Grog. Sin nerviosismo, en este caso. Un Grog es una caricatura.
Como un médico utilizando al revés una sonda para el estómago, el Grog había empujado su información a través de mi garganta. Podía sentir los trozos de fría certidumbre flotando en mi mente como icebergs en agua oscura.
Podía dudar de lo que me había dicho. Podía dudar, por ejemplo, de que todos los Grogs de Down fueran capaces de alcanzar a retorcer las mentes de los humanos de, digamos, Jinx. Podía dudar de su terror, de su indefensión, de que necesitaban mi ayuda. Pero tenía que recordarme continuamente a mí mismo que debía dudar. En caso contrario, la duda desaparecería y los fríos trozos de certeza permanecerían en mi mente.
No resultaba divertido.
Teníamos que exterminarlos. Ahora. Evacuar a todos los hombres de Down, y manipular el sol. O traer un antiguo ariete hidráulico STL y aplastar a todos los vertebrados del planeta.
Pero ellos habían acudido a mí. A mí.
Y estaban mortalmente asustados ante la posibilidad de ser tratados como salvajes y redivivos Babosos. Podían haberle dicho la verdad a medias al Dr. Fuller, y éste hubiera interrumpido sus experimentos; o podía haber sido interrumpido por las mentes de los Grogs. Pero no: preferían pasar hambre y mantener sus secretos.
Sin embargo, habían acudido a mí a la primera oportunidad.
Los Grogs estaban ansiosos. Habían corrido un gran riesgo. Pero necesitaban... algo. Algo que sólo el género humano podía proporcionarles. Yo no estaba seguro de qué, pero sí de una cosa:
Querían hacer un trato. Esto, en sí, no era una garantía de su buena fe; pero si se me ocurría alguna garantía, podía obligarles a plegarse a ella.
Luego sentí de nuevo aquellas prístinas certidumbres, flotando en mi mente. Quise librarme de ellas.
Me levanté y encargué un bocadillo de jamón, tomate y lechuga. Llegó sin mayonesa. Traté de encargar mayonesa, pero el cocinero no había oído hablar nunca de ella.
Había sido una suerte que los Grogs no se revelaran tal como eran a los kzinti, cuando Kzin gobernaba el planeta. Los kzinti los hubiesen eliminado, o, peor todavía, los hubiesen utilizado como aliados contra el espacio humano. ¿Habían utilizado los kzinti a los Grogs como alimento? En caso afirmativo... Pero no; los Grogs no eran unas presas apetecibles para los gatos: no podían correr.
Mis ojos continuaban viendo luz roja, de modo que las estrellas más allá del porche parecían azules y brillantes encima de una llanura negra. Pensé en bajar hasta el puerto y alquilar una habitación en alguna nave varada allí... Tonterías.
No podía encararme con un Grog. No, cuando tenía que hablarme por...
Ah, eso era al menos parte de la respuesta. Llamé por teléfono a la conserjería y dije lo que deseaba.
Lentamente, llegaron otras partes de la respuesta. Había una alfalfa modificada que crecería bajo la luz del sol rojo; la simiente estaba en la sentina de la nave que me había traído aquí. Era parte del programa agrícola de Down. Bien...
V
Al día siguiente volé hasta el desierto, solo. El individuo que alquilaba las aerocicletas había dejado la mía aparte, con el trayecto marcado en el piloto automático, de modo que pudiera encontrar el camino de regreso.
El Grog estaba allí. O encontré otro por casualidad. No podía asegurarlo, ni tenía importancia. Posé la aerocicleta en el suelo y me apeé, con la extraña sensación de que unos pequeños zarcillos hurgaban en mi mente. Pura sensación. Estaba convencido de que el Grog leía en mi mente, pero no podía notarlo.
Con prístina certidumbre llegó el conocimiento de que yo era bien acogido. Dije:
—Sal de ahí. Sal de mi cabeza y quédate fuera.
El Grog no hizo nada. Al igual que el conocimiento que había adquirido la tarde anterior, el convencimiento permaneció: yo era bien acogido, bien acogido. Estupendo.
Rebusqué en mis alforjas.
—Me ha costado mucho encontrar esto —le dije al Grog—. Es una pieza de museo.
Era una máquina de escribir eléctrica. La coloqué a unos pies de distancia de la boca del Grog y enchufé el cordón a una batería de mano.
—Mi mente te dirá cómo funciona esto. Vamos a ver qué tan buena es tu lengua.
Busqué un asiento y me instalé apoyando la espalda contra el Grog, debajo de su boca. Desde allí podía ver el papel que había insertado en el rodillo.
La lengua salió disparada, invisiblemente rápida.
No pierdas de vista la máquina de escribir —imprimió el Grog—. De otro modo no podría verla. ¿Quieres apartar un poco más la máquina?
Lo hice.
—¿Está bien así?
Muy bien.
—De acuerdo. Esto parece funcionar. Bueno, ¿cuál es tu oferta?
Cuidaremos de vuestro ganado. Con el tiempo podremos hacer otras cosas. Cuidar de los animales del parque zoológico, por ejemplo. O ejercer funciones de vigilancia. Evitar que un enemigo invada Down.
A pesar de la velocidad de su relampagueante lengua, el Grog escribía con tanta lentitud como un mecanógrafo que utilizara un solo dedo.
—De acuerdo. ¿Tenéis inconveniente en que sembremos vuestro terreno de hierba modificada?
No, si vais a introducir ganado en nuestro territorio. Necesitaremos ganado para alimentarnos, y preferiríamos que continuaran aquí los actuales animales del desierto. No queremos perder nada de nuestro actual territorio.
—¿Necesitaréis nuevos terrenos?
No. El control de la natalidad resulta fácil para nosotros. Lo único que tenemos que hacer es limitar los pre-sésiles.
—No confiamos en vosotros, ¿sabes? Tomaremos medidas para asegurarnos de que no controláis las mentes humanas. Yo mismo me someteré a un minucioso reconocimiento cuando regrese a la Tierra.
Naturalmente. Te alegrará saber que no podemos abandonar este mundo sin una protección especial. Los rayos ultravioleta nos matarían. Si acaso queréis un Grog en el parque zoológico de la Tierra...
—Nos encargaremos de eso. Es una buena idea. Ahora, ¿qué podemos hacer por vosotros? ¿Qué opinas de unas Manos de Delfín modificadas?
No, gracias. Lo que necesitamos es conocimiento. Una enciclopedia grabada en una cinta, acceso a las bibliotecas humanas. Mejor todavía, conferenciantes humanos a los cuales no les importara que sus mentes fueran leídas.
—¿Conferenciantes? Eso resultaría muy caro.
¿Hasta qué punto? ¿En cuánto valoras nuestros servicios como pastores?
—Un buen enfoque de la cuestión —dije, instalándome más cómodamente contra el peludo costado del Grog—. De acuerdo. Vamos a hablar de negocios.
VI
Transcurrió un año antes de que aterrizara de nuevo en Down. Por entonces, la Garvey Limited estaba a punto de obtener beneficios.
Yo había conducido el asunto de un modo draconiano.
En lo que respecta al planeta Down, la Garvey Limited tenía un monopolio sobre los Grogs. Ellos no podrían haber comprado un paquete de cigarrillos si no era a través de nosotros. Pagábamos unos substanciosos impuestos al gobierno humano de Down, pero ese gasto era casi menor.
Teníamos gastos mucho mayores.
Lo peor era la publicidad. No habíamos tratado de mantener el secreto del poder de los Grogs; hubiese sido inútil. Y aquel poder era aterrador. Nuestra única defensa contra un pánico que podía haber cubierto el espacio humano como una manta eran los propios Grogs: que fuesen conocidos por los hombres.
Los Grogs eran divertidos.
Puse en circulación innumerables fotografías. Grogs escribiendo a máquina, Grogs guiando rebaños de ganado, Grogs en la cabina de una nave espacial, un Grog asistiendo a una fingida intervención quirúrgica a un oso de Kodiak enfermo... Los Grogs tenían siempre el mismo aspectos. Inspiraban risa, y nunca temor... a no ser que surgieran las anormales certidumbres prístinas hurgando en las grietas del cerebro humano.
Los trabajos más importantes para los Grogs iban a empezar ahora. Wunderland había cambiado ya sus leyes para permitir que los Grogs prestaran testimonio ante un tribunal, como expertos detectores de mentiras. Un Grog estaría presente en la próxima reunión en la cumbre entre los espacios humanos y kzinti. Los que se aventuraran en el espacio desconocido llevarían probablemente Grogs, por si encontraban alienígenas y necesitaban un traductor.
En las tiendas de juguetes se vendían peludas muñecas Grog. No ganábamos ninguna comisión de ellas, pero representaban una inversión de cara al futuro.
Después de aterrizar me tomé un día de descanso, para saludar a Jilson, a Sharon y a Lois. A la mañana siguiente volé hacia el desierto. Ahora la hierba cubría la mayor parte de lo que habían sido terrenos yermos. Vi un círculo blanco debajo de mí y me apresuré a descender.
El círculo blanco era un rebaño de ovejas. En el centro había un Grog.
—Bienvenido, Garvey.
—Gracias —dije, tratando de no gritar.
El Grog estaba leyendo mi mente y contestando a través de un equipo vocal implantado en el sistema nervioso, que habíamos empezado a fabricar en grandes cantidades hacía dos meses. Había sido otro gasto importante, pero necesario.
—He oído hablar de unas muñecas...
—No podemos obtener ningún dinero de ellas. La forma Grog no está patentada.
Hablamos de otras cosas, además de negocios. El Grog quería una muñeca de ésas, por ejemplo, y le prometí traérsela. Repasamos una lista de «conferenciantes», disponiéndola por orden de prioridad. Traerles aquí no representaría un gasto excesivo: sólo habría que pagarles el viaje y el tiempo que distraían de sus habituales ocupaciones. Ninguno de ellos tendría que pronunciar una sola palabra.
Ni el Grog ni yo mencionamos el ariete hidráulico. No estaba en Down. Si situábamos un arma en Down, los Grogs simplemente se hubiesen apoderado de ella; no hubiera habido ninguna defensa. Lo habíamos situado en órbita alrededor del sol de Down. Si los Grogs llegaban a convertirse en una amenaza, el ariete hidráulico electromagnético empezaría a funcionar, y el sol de Down empezaría a comportarse de un modo muy raro.
Ni el Grog ni yo lo mencionamos. ¿Para qué? Él conocía mis motivos.
No era que yo temiese a los Grogs. Me temía a mí mismo. El ariete hidráulico estaba allí para demostrar que me había sido permitido actuar en contra de los intereses de los Grogs. Que yo era dueño de mí mismo.
Y, sin embargo, no estaba seguro. ¿Podía haber saboteado el motor el último hombre de a bordo? ¿Podían los Grogs llegar hasta allí? No había modo de saberlo. Si era cierto, cualquiera que abordara la antigua nave informaría que se encontraba en perfectas condiciones, lista para entrar en funcionamiento.
De modo que... mejor no te preocupes, Garvey. Olvídalo. Duerme tranquilo.
Tal vez lo haga.
Resulta bastante fácil creer que los Grogs son inocuos y serviciales, que tienen un ansia desesperada de amistad.
Me pregunto qué encontraremos a continuación.
PLENISOL
Brian W. Aldiss
Las sombras de los interminables árboles se alargaron al atardecer y luego desaparecieron, mientras el sol era consumido por un gran montón de nubes en el horizonte. Balank, preocupado, tomó su rifle laser del robot y se lo colocó debajo del brazo, aunque ello significara más peso con que cargar cuesta arriba y a pesar de lo cansado que estaba.
El robot nunca se cansaba. Habían estado trepando por aquellas colinas la mayor parte del día, y Balank tenía todos los músculos doloridos de andar agachado bajo las encinas, con la máquina siempre a su lado, adaptándose a su paso.
Durante casi todo el día sus instrumentos le habían indicado que el hombre lobo estaba muy cerca. Balank permanecía alerta, sospechando de cada árbol. Sin embargo, durante la última media hora el rastro se había desvanecido. Cuando alcanzaran la cumbre de la colina descansarían... o al menos descansaría el hombre. El claro en la cumbre estaba cerca ahora. Bajo las botas de Balank la capa de hojas secas iba haciéndose más delgada.
Había pasado demasiado tiempo con su cabeza inclinada hacia la alfombra pardo-dorada; incluso sus retinas estaban cansadas. Se detuvo, respirando profundamente el aire, y miró a su alrededor. Detrás de ellos, el paisaje, a través de una campiña deshabitada, era espléndido, pero Balank apenas le dedicó una ojeada. El indicador infrarojo del robot dejó oír su aviso y la máquina señaló con una delgada varilla hacia un punto situado delante de ellos. Balank vio al hombre casi en el mismo instante que la máquina.
El desconocido estaba de pie, medio oculto detrás del tronco de un árbol, observando con aire de incertidumbre a Balank y al robot. Cuando Balank levantó una mano en un gesto de saludo, el desconocido respondió con cierta vacilación. Cuando Balank mencionó en voz alta su número de identificación, el hombre salió cautelosamente de su escondite, contestando con su propio número. El robot consultó sus archivos, emitió una señal afirmativa y Balank y él avanzaron.
Al llegar a la altura del hombre vieron que tenía una pequeña garita móvil plantada en el suelo detrás de él. El desconocido estrechó la mano de Balank y dijo que se llamaba Cyfal.
Balank era un hombre alto y delgado, con muy poco pelo y la expresión cerrada de su rostro que podía ser considerada como característica de su época. Cyfal, por su parte, era tan delgado como él pero mucho más bajo, de modo que parecía más robusto; una abundante cabellera cubría todo su cráneo y caía ligeramente sobre su cara. Algo en sus modales, o quizás la expresión de sus ojos, hablaba del raro tipo de hombre cuya existencia discurría principalmente fuera de la ciudad.
—Soy el oficial maderero de esta zona —dijo, y señaló su receptor de muñeca al tiempo que añadía—: Me informaron que podría venir usted a esta zona, Balank.
—Entonces, sabrá que ando detrás del hombre lobo.
—¿El hombre lobo? Hay muchos de ellos moviéndose a través de esta región, ahora que las poblaciones humanas están concentradas casi enteramente en las ciudades.
Algo en el tono de la observación sonó a crítica social en los oídos de Balank; miró al robot sin contestar.
—De todos modos, tendrá usted una noche excelente para cazarle —dijo Cyfal.
—¿A qué se refiere?
—Hay luna llena.
Balank no contestó. Sabía mucho mejor que Cyfal, pensó, que cuando había luna llena los hombres lobo alcanzaban el máximo de su fuerza.
El robot estaba reconociendo los alrededores, haciendo girar lentamente una de sus antenas. Balank le siguió. Hombre y máquina se detuvieron juntos en el borde de un pequeño acantilado detrás de la garita móvil. El acantilado era como el rizo de espuma sobre una gigantesca ola encrespada del Pacífico, ya que aquí la gran ola de la Tierra que era esta colina alcanzaba su punto más alto. Más allá, se hundía en unos frescos valles. La ladera descendente estaba cubierta de hayas, del mismo modo que la ladera opuesta lo estaba de encinas.
—Ese es el valle del Pracha. Puede ver el río desde aquí —dijo Cyfal, que se había acercado a ellos.
—¿Ha visto usted a alguien que pudiera ser el hombre lobo? Su verdadero nombre es Gondalug, número de identidad YB5921, de la ciudad de Zagrad.
Cyfal dijo:
—Vi alguien esta mañana que seguía este camino. Eran más de uno, creo. —Algo en su tono hizo que Balank le mirase fijamente—. No hablé con ninguno de ellos, ni ellos conmigo.
—¿Les conoce?
—He hablado con muchos hombres aquí, en los bosques silenciosos, y más tarde he sabido que eran hombres lobo. Nunca me han hecho el menor daño.
Balank dijo:
—Pero, usted les teme...
Aquella medio afirmación, medio pregunta, fundió la reserva de Cyfal.
—Desde luego que les temo. No son humanos... no son verdaderos hombres. Son enemigos de los hombres, ¿no es cierto? Poseen poderes mayores que los nuestros.
—Se les puede matar. No tienen máquinas, como nosotros. No son una grave amenaza.
—¡Habla usted como un hombre de la ciudad! ¿Cuánto hace que anda detrás de ese hombre lobo?
—Ocho días. Le he tenido al alcance de mi laser, pero desapareció. Es un hombre gris, muy peludo, de facciones muy afiladas.
—¿Quiere quedarse a cenar conmigo? Por favor. Necesito alguien con quien hablar.
Para cenar, Cyfal comió parte de un animal salvaje muerto al que había guisado. Balank, desagradablemente impresionado, comió sus propias raciones que transportaba el robot. En este y en otros sentidos, Cyfal era un anacronismo. Hacía millones de años que apenas se gastaba madera en las ciudades, y la principal tarea de los oficiales madereros consistía en fijar unas señales a los árboles viejos que habían caído peligrosamente, a fin de que las máquinas pudieran volar más tarde por encima de ellos y extraerlos como dientes careados de las mandíbulas del bosque. El puesto de oficial maderero era asignado de un modo creciente a las máquinas, a medida que escaseaban los hombres dispuestos a encargarse de aquella solitaria y peligrosa tarea lejos de las ciudades.
A lo largo de siglos de historia conocida, el género humano había creado máquinas que convirtieron sus ciudades en lugares de deleite. Las antiguas junglas de piedra de la breve adolescencia del hombre estaban tan profundamente enterradas en el olvido como las junglas de carbón del período Carbonífero.
El hombre y las máquinas habían descubierto el modo de crear vida. Se producían nuevos alimentos, que no eran carne ni verduras, y la antigua rueda del pasado estaba rota para siempre, ya que ahora el lazo entre el hombre y la tierra estaba cortado: la agricultura, la tarea de Adán, estaba tan muerta como los buques a vapor.
Las actitudes mentales estaban moldeadas por el cambio físico. A medida que las ciudades fueron capaces de mantenerse a sí mismas, la raza humana descubrió que sólo necesitaba ciudades y los recursos de las ciudades. Las comunicaciones entre ciudad y ciudad eran tan buenas que el viaje físico ya no resultaba necesario; una ciudad estaba separada de otra ciudad por extensiones de vegetación que las aislaban mutuamente como un planeta está aislado de otro planeta. Muy pocos de los habitantes de las ciudades pensaban siquiera en el exterior; los que iban físicamente al exterior tenían algún elemento de anormalidad en ellos.
—Los hombres lobo crecen en las ciudades como nosotros —dijo Balank—. Sólo en la adolescencia huyen de ellas para refugiarse en lugares agrestes. Supongo que sabe usted eso.
La luz que brillaba por encima de la cabeza de Cyfal parpadeaba de un modo irritante.
—No hablemos de hombres lobo después de la puesta del sol —dijo Cyfal.
—Las máquinas darán cuenta de ellos a su debido tiempo.
—No esté tan seguro de eso. Tienen más dificultades que un hombre para detectar a un hombre lobo.
—Supongo que se da usted cuenta de que eso es crítica social, Cyfal...
Cyfal se encogió de hombros y con la mayor descortesía conectó su receptor de muñeca. Al cabo de unos instantes, Balank hizo lo mismo. El operador se presentó inmediatamente, y Balank pidió que le conectara con el satélite que emitía las noticias.
Quería saber algo nuevo sobre el proyecto de exploración en curso, pero en los archivos no había ninguna novedad. Le comunicaron que volviera a conectar dentro de una hora. Al mirar a Cyfal, vio que éste contemplaba un programa musical; desde el lugar en que se encontraba, las figuras que danzaban en la diminuta pantalla aparecían completamente distorsionadas. Balank se puso en pie y se dirigió a la puerta de la garita.
El robot estaba fuera, siempre alerta. Una claridad fantasmagórica iluminaba el claro. Balank quedó sorprendido al darse cuenta de la rapidez con que había anochecido.
Súbitamente, tuvo conciencia de sí mismo como de un ente, vivo, con un período limitado de vida, la mayor parte del cual había discurrido ya. La introspección era algo tan desusado en él, que se asustó. Se dijo a sí mismo que había pasado demasiado tiempo persiguiendo al hombre lobo y lejos de la ciudad: la soledad empezaba a ejercer sobre él un efecto morboso.
Mientras estaba allí oyó que se acercaba Cyfal. El hombre dijo:
—Lamento haberme mostrado tan descortés cuando lo cierto es que me alegré sinceramente de verle a usted. Lo que pasa es que no estoy acostumbrado al modo de pensar de la gente de la ciudad. Le ruego que me disculpe... Temo que pueda usted pensar, incluso, que soy un hombre lobo.
—¡Eso es absurdo! Le tomamos a usted una muestra de sangre en cuanto estuvo a la distancia conveniente —explicó.
Sin embargo, se dio cuenta de que Cyfal le tenía intranquilo. Acercándose al robot, cogió su rifle láser y lo deslizó debajo de su brazo.
—Por si acaso —dijo.
—Desde luego. ¿Cree que se encuentra por estos alrededores? Me refiero a Gondalug, el hombre lobo. ¿Tal vez siguiéndole a usted en lugar de que le siga usted a él?
—Como usted ha dicho, hay luna llena. Además, Gondalug no ha comido en varios días. Cuando el gene licantrópico se pone de manifiesto, los hombres lobos no comen alimentos sintéticos.
—¿Es ese el motivo de que ocasionalmente devoren seres humanos? —Cyfal permaneció silencioso unos instantes y luego añadió—: Pero ellos forman parte de la raza humana... es decir, si se les considera como hombres que se convierten en lobos, y no en lobos que se convierten en hombres. Me refiero a que están más emparentados con nosotros que los animales o las máquinas.
—¡Que las máquinas, no! —exclamó Balank, con voz alterada—. ¿Cómo podríamos sobrevivir sin las máquinas?
Ignorando aquello, Cyfal dijo:
—En mi opinión, los humanos se están convirtiendo en máquinas. Por mi parte, preferiría convertirme en un hombre lobo.
En alguna parte entre los árboles resonó un grito de dolor, que se repitió.
—Es una lechuza —dijo Cyfal.
El sonido pareció retrotraerle al presente y rogó a Balank que entrara en la garita y cerrara la puerta. Sacó un poco de vino, que los dos hombres calentaron, salaron y bebieron juntos.
—Mi reloj es el sol —dijo Cyfal, cuando hubieron charlado un poco—. Me acostaré pronto. ¿Duerme usted también?
—Yo no duermo: descanso despierto.
—A mí no me han hecho la operación. ¿Piensa usted marcharse? ¿Piensa dejarme solo aquí, la noche de la luna llena? —inquirió Cyfal agarrando a Balank por la manga y soltándole luego rápidamente.
—Si Gondalug se encuentra por estos alrededores, quiero matarle esta noche. He de regresar a la ciudad. —Pero vio que Cyfal estaba asustado y se compadeció de él—. Aunque en realidad podría tomarme una hora de descanso: no me he tomado ninguna desde hace tres días.
—¿Se la tomará usted aquí?
—Desde luego. Vaya a acostarse. Aunque, está usted armado, ¿no?
—A veces, el estar armado no sirve para nada.
Mientras Cyfal preparaba su camastro, Balank conectó de nuevo su receptor de muñeca. En aquel preciso instante se iniciaba el noticiario. Balank volvió a sumergirse en un remoto y terrible futuro.
Las máquinas habían conseguido avanzar ocho millones de años en su exploración del tiempo, pero una desviación en los quanta del espectro electromagnético había interrumpido su avance. El motivo de esto no había sido descubierto y residía en la cambiante naturaleza del sol, el cual influenciaba fuertemente la estructura del tiempo de su propio diminuto rincón de la galaxia.
Balank sentía curiosidad por saber si las máquinas habían resuelto el problema. Al parecer no era así, ya que la principal noticia del día era que la Plataforma Uno había decidido que las operaciones debían limitarse ahora al espacio de tiempo que había quedado abierto. Plataforma Uno era el nombre de la máquina situada a muchos centenares de siglos adelante en el tiempo, que por primera vez había traspasado la barrera del tiempo y establecido contacto con todas las civilizaciones gobernadas por máquinas posteriores a su propia época.
Era una lástima que únicamente los sentidos electrónicos de las máquinas pudieran avanzar en el tiempo... A Balank le hubiera gustado mucho visitar una de las gigantescas ciudades del remoto futuro.
La compensación era que los exploradores enviaban a su propia época imágenes de aquel mundo. Aquellos paisajes del futuro causaban una profunda impresión a Balank; e incluso mientras seguía el rastro del hombre lobo, una tarea que absorbía casi todas sus facultades, no dejaba de conectar su receptor de muñeca, en busca de todas las imágenes posibles de aquella inaccesible y terrorífica realidad que yacía a mucha distancia en el mismo stratum del tiempo que contenía su propio mundo.
Súbitamente, Balank oyó un ruido en el exterior de la garita y se puso rápidamente en pie. Empuñando el rifle, abrió la puerta y asomó la cabeza, con la mano izquierda apoyada en el marco de la puerta y su receptor de muñeca funcionando aún.
El robot montaba guardia en el exterior, sus sentidos funcionando ininterrumpidamente. Un par de hojas se desprendieron de los árboles; el silencio, aquí, no era nunca absoluto, como podía serlo en las ciudades por la noche; aquí siempre había algo vivo o moribundo. Mientras su mirada trataba de taladrar la oscuridad —aunque el robot, e incluso el hombre lobo, según decían, veían mucho más claramente que él en esta situación—, su visión quedó oscurecida por la representación del futuro que centelleaba débilmente en su muñeca. Dos fases del mismo mundo estaban yuxtapuestas, una de ellas prometiendo un entorno donde serían necesarios otros sentidos para sobrevivir.
Satisfecho, aunque todavía cauteloso, Balank cerró la puerta y volvió a sentarse y a estudiar la transmisión. Cuando ésta terminó, Balank pidió una repetición. Al darse cuenta de lo absorto que estaba, Cyfal conectó el mismo programa desde su camastro.
Encima de los desiertos de hielo de la Tierra brillaba un sol azul, demasiado pequeño para mostrar un disco, y desde aquella astilla de luz llegaban todos los cambios terrestres. Su luz era tan brillante como la luz de la luna llena. Todas las antiguas especies primitivas de flora se habían desvanecido hacía mucho tiempo. Los árboles, que por espacio de tantas épocas habían sido una de las formas soberanas de la Tierra, habían desaparecido. Los animales habían desaparecido. Los pájaros se habían desvanecido de los cielos. En los océanos, muy pocas formas de vida prolongaban su existencia.
Nuevas fuerzas habían heredado esta Tierra futura. Era la época de las mayestáticas auroras, de las noches del cero casi absoluto, de las ventiscas que duraban años.
Pero existían aún las ciudades, con sus luces ardiendo con más brillantez que un sol cada vez más frío; y existían las máquinas.
Las máquinas de aquella era remota eran objetos monstruosos y complicados, lentos y acorazados, muy semejantes a los dinosaurios que habían llenado una hora del amanecer de la Tierra. Vagaban por el yermo paisaje en sus ineludibles correrías. Trepaban al espacio, construyendo allí monstruosos brazos unidos por membranas que se extendían lejos de la órbita de la Tierra para recoger energía y el envolver al pobre sol en una amplia red de fuerza magnética.
En el curso natural de su evolución, el sol había alcanzado su fase blanca y enana. Su fase como estrella amarilla, cuando tenía que mantener vida vertebrada, fue muy breve. Ahora avanzaba hacia el período principal de su vida para convertirse en una estrella roja, enana.
Entonces alcanzaría la madurez y arrojaría sobre su tercer planeta la luz de una perpetua luna llena.
El documental presentando esta imagen del futuro incluía un comentario que consistía principalmente en la descripción de las dificultades técnicas con que se enfrentaban la Plataforma Uno y las otras máquinas en aquella época. Era algo demasiado complicado para que Balank pudiera comprenderlo. Levantó la mirada de su receptor y vio que Cyfal se había quedado dormido en su camastro.
Balank contempló al oficial maderero con aire pensativo. La crítica de las máquinas que se había permitido hacer le preocupaba. Naturalmente, la gente siempre estaba criticando a las máquinas, pero, después de todo, la raza humana dependía de ellas cada vez más, y la mayor parte de las críticas eran superficiales. Cyfal parecía dudar del papel absoluto de las máquinas.
Resultaba sumamente difícil decidir cuánto había de verdad en cualquier cosa. En los hombres lobo, por ejemplo. Eran y habían sido siempre enemigos del hombre, y por eso probablemente las máquinas les daban caza de un modo tan implacable: en beneficio del hombre. Pero, por lo que había aprendido en la escuela de patrullas, aquellos seres iban en aumento. ¿Poseían realmente poderes mágicos? Poderes que no estaban al alcance del hombre, que les permitían sobrevivir y medrar como el hombre no podía hacerlo, ni siquiera apoyado por todas las fuerzas de las ciudades. El Hermano Oscuro: así llamaban al hombre lobo, debido a que era como el aspecto nocturno del hombre. Pero no era un hombre. Aunque nadie podía decir exactamente en que se diferenciaba del hombre, aparte de que podía sobrevivir en condiciones mortales para el hombre.
Con el ceño fruncido, Balank volvió a acercarse a la puerta y se asomó al exterior. La luna estaba trepando por el cielo, proyectando una pálida luz sobre los árboles del claro y sobre el robot. Balank recordó aquel lejano día en que el sol no brillaría ya cálidamente.
El robot estaba conectado para una transmisión, y Balank se preguntó con quién estaría en contacto. Con el Cuartel General, posiblemente, recibiendo órdenes o enviando su informe.
—Me estoy tomando una hora de descanso —dijo Balank—. ¿Alguna novedad?
—Ninguna. Puedes descansar. Yo montaré guardia —dijo el circuito parlante del robot.
Balank volvió a entrar en la garita, se sentó y apoyó la cabeza en sus brazos doblados sobre la mesa. Una hora de descanso le dejaría como nuevo para las próximas setenta y dos horas. Quedó sumido en una semiinconsciencia. Al despertar, una hora más tarde, experimentó la desagradable sensación de que en su cerebro reinaba una especie de confusión.
Antes de que hubiera levantado la cabeza llegó el pensamiento: Nunca vemos ningún ser humano en el remoto futuro.
Se irguió en su asiento. Desde luego, no había sido más que una omisión casual en un breve programa. Los humanos no eran tan importantes como las máquinas, y esto tendría aún más validez en el lejano futuro. Pero ninguno de los documentales había presentado a seres humanos, ni siquiera en las inmensas ciudades. Esto era absurdo: allí habría montones de seres humanos. Las máquinas habían prometido, en la época de la histórica Emancipación, que siempre protegerían a la raza humana.
Bueno, se dijo Balank a sí mismo, estaba diciendo tonterías. Los subversivos comentarios que Cyfal se había permitido hacer habían trastornado sus ideas. Instintivamente, se volvió a mirar al oficial maderero.
Cyfal estaba muerto en su camastro. Su cabeza colgaba fuera de la colchoneta, con la garganta desgarrada. La sangre manaba aún lentamente de la herida, deslizándose hasta el hombro y goteando de allí al suelo.
Obligándose a sí mismo a hacerlo, Balank se inclinó sobre él. Una de las manos de Cyfal aferraba un trozo de piel gris.
¡El hombro lobo les había visitado! Balank se llevó una mano a la garganta, aterrorizado. Era evidente que se había despertado a tiempo para salvar su propia vida, y el hombre lobo había huido.
Permaneció largo rato contemplando con una expresión de piedad y de horror al hombre muerto, antes de tomar el trozo de piel de su mano. Lo examinó con disgusto. Era más suave de lo que había imaginado que podía ser la piel de un lobo. Le dio vuelta en la palma de su mano.
Había una letra impresa en la parte de la piel que no estaba cubierta de pelo.
Era apenas visible, pero Balank la reconoció como una S. No, tenía que ser un arañazo, una mancha, cualquier cosa menos una letra impresa. Esto significaría que la piel era sintética, y que había sido dejada como una evidencia para confundir a Balank...
Corrió hacia la puerta, empuñando el laser mientras salía, y se asomó al exterior. La luna estaba ahora muy alta en el cielo. Vio al robot avanzando a través del claro hacia él.
—¿Dónde has estado? —inquirió.
—Patrullando. He oído algo entre los árboles y me ha parecido ver un gran lobo gris, pero no he podido destruirlo. ¿Por qué estás asustado? Estoy registrando un exceso de adrenalina en tus venas.
—Ven y echa una mirada. Alguien ha asesinado al oficial maderero.
Se hizo a un lado mientras el robot entraba en la garita y extendía un par de varillas sobre el cadáver que yacía en el camastro. Mientras el robot efectuaba aquella operación, Balank se guardó el trozo de piel en un bolsillo.
—Cyfal está muerto. Le han destrozado la garganta. Ha sido obra de un animal de gran tamaño. Balank, si has descansado, debemos reanudar ahora mismo la persecución del hombre lobo Gondelug, número de identidad YB5921. Él ha cometido este crimen.
Salieron al exterior. Balank estaba temblando. Dijo:
—Tendríamos que enterrar a ese pobre hombre.
—Si es necesario, podemos regresar cuando sea de día.
Resultaba imposible discutir con las máquinas. El robot había echado a andar, y Balank se vio obligado a seguirle.
Descendieron la ladera de la colina en dirección al río Pracha. La dificultad del descenso no tardó en borrarlo todo de la mente de Balank. Habían seguido a Gondalug hasta allí, y no parecía probable que el hombre lobo pudiese ir mucho más lejos. Más allá del valle se extendían unas mesetas completamente desprovistas de vegetación, en las cuales no habría modo de ocultarse. Gondalug tenía que encontrarse muy cerca, y no podían tardar en descubrirlo, gracias a sus instrumentos, y destruirlo. Con un poco de suerte, les conduciría a cavernas en las cuales encontrarían y exterminarían a otros hombres y mujeres, y tal vez niños, que eran portadores del mortífero gene licantrópico y se negaban a vivir en las ciudades.
Tardaron dos horas en llegar a la parte inferior del valle. De la ladera de la colina se habían desprendido unas rocas enormes que habían ido a caer sobre el lecho del río, creando un paisaje ideal para ocultarse.
—Tengo que descansar un momento —jadeó Balank.
El robot se detuvo inmediatamente. Permanecieron allí, rodeados por el rumor del pequeño río. De pronto, la máquina preguntó:
—¿Por qué has ocultado el trozo de piel de lobo que encontraste en la mano del oficial maderero?
Balank echó a correr, y dio un salto para buscar refugio detrás de la roca más próxima. Mientras caía en el fango, vio el rayo mortífero que pasaba por encima de su cabeza. Corrió de nuevo, en busca de un refugio más seguro al otro lado del río.
Desde la otra orilla, el robot le gritó:
—¡Balank! ¡Te has vuelto loco!
Sabiéndose casi a salvo, Balank replicó:
—¡Regresa a la ciudad, robot! ¡No podrás alcanzarme!
—¿Por qué has ocultado el trozo de piel que tenía en la mano el oficial maderero?
—¿Cómo puedes saber que la piel estaba allí? La pusiste tú. Tú mataste a Cyfal, porque sabía cosas acerca de las máquinas que yo ignoraba, ¿no es cierto? Querías que yo creyera que le había matado el hombre lobo, ¿verdad? Las máquinas están matando poco a poco a los hombres, ¿no? Los hombres lobo no existen...
—Estás en un error, Balank. Los hombres lobo existen. Han sobrevivido porque el hombre nunca ha creído realmente que existieran. Pero nosotras creemos que existen, y para nosotros representan una amenaza mucho mayor que la raza humana. De modo que renuncia a tu locura y vuelve aquí. Continuaremos buscando a Gondalug.
Balank no contestó. Se agachó y escuchó a la máquina gruñendo en la otra orilla del río.
Agachado sobre una roca por encima de la cabeza de Balank había un hombre vigoroso de cráneo aplastado. Contemplaba la escena que se desarrollaba debajo de él sin que se alterase un solo músculo de su rostro grisáceo y serio.
La máquina tomó una decisión. Al no obtener respuesta del hombre, se acercó al borde de la roca que Balank había saltado al iniciar su huida. Por un instante pensó en la posibilidad de transmitir un mensaje pidiendo ayuda, pero la ciudad más próxima, Zagrad, se encontraba a una distancia considerable. Entonces empezó a buscar el lugar más favorable para cruzar el río.
Desde su escondrijo, Balank no perdía de vista al robot. Se dio cuenta de sus intenciones, y comprendió que si permitía que la máquina pasara al otro lado estaba irremisiblemente perdido. Y comprendió también que las dificultades con que tropezaría el robot para franquear las rocas le ofrecían la posibilidad —tal vez la única— de destruirlo. Cogió una piedra de gran tamaño. Cuando el robot estuviera en precario equilibrio sobre una roca se precipitaría contra él, sin darle tiempo a reaccionar, y le golpearía con la piedra haciéndole caer al río.
La máquina era rápida y lista. Balank sólo podría disponer de una fracción de segundo para actuar. Llenó sus pulmones de aire, empuñó fuertemente la piedra, apretó los dientes, y...
Gondalug contemplaba la escena sin que se alterase un solo músculo de su rostro grisáceo. Como si no le afectara en absoluto. Vio lo que había en la mente del hombre, supo que esperaba la fracción de segundo precisa para entrar en acción...
Su propia raza, la del Hermano Oscuro del hombre, actuaba de un modo distinto. Miraba mucho más adelante, como siempre había hecho, de un modo inimaginable para el Homo sapiens. Para Gondalug, el desenlace de aquella pequeña lucha particular no tenía importancia. Sabía que su raza había ganado ya su batalla contra el género humano. Sabía que aún tenía que entablar su verdadera batalla contra las máquinas.
Pero aquel momento llegaría. Y entonces derrotarían a las máquinas. En los largos días en que el sol brillaría siempre sobre la bendita Tierra como una luna llena... en aquellos días, su raza vería terminada su espera y entraría en su propio reino salvaje.
ES ELEGANTE TENER UNAS SEÑAS INGLESAS
D. G. Compton
Paul Cassavetes se sentó en el centro exacto del asiento posterior del taxi. El viaje en automóvil representaba una interrupción de las incesantes presiones de la vida y Paul se alegraba de poder sentarse tranquilamente y relajarse. Aunque el taxi le estaba llevando a un destino que él no hubiese elegido nunca por su propia voluntad, se alegraba simplemente de que le condujeran a través de la superficie de Inglaterra sin que él tuviera que poner nada de su parte. Tenía ochenta y cuatro años y estaba cansado de hacer cosas que tenían relación con otras cosas. Cuando creyera llegado el momento oportuno, le diría a su representante que estaba harto de ir a lugares a los que realmente no deseaba ir, de no ver nada de lo que realmente deseaba ver, de no hacer nunca algo que realmente deseaba hacer. Y, ahora, esta excursión para visitar al viejo Joseph, que era lo último que se le hubiera ocurrido hacer por su propio impulso. Esto le convertía incluso en un criado del viejo Joseph.
Hasta cierto punto, todo esto era verdad. Pero en toda su vida lo único que realmente había deseado hacer era tocar el piano, y ya llevaba setenta años tocándolo.
Se sentó en el centro exacto del asiento, con sus marfileñas manos apoyadas sobre las rodillas. Le había pedido al conductor que fuera despacio, alegando que la velocidad le causaba vértigo. El joven conductor se había encogido de hombros. La velocidad no causa vértigo a nadie: lo que pone enfermo al que viaja es la inseguridad. ¿Y qué derecho tenía el gran Cassavetes a sentirse inseguro? Pero sólo los tontos discuten con los viejos. Y sólo los muy tontos discuten con los clientes. De modo que se mantuvo por debajo de los ciento treinta, mientras el anciano permanecía sentado, ridículamente erguido, en el centro exacto del asiento posterior, con las manos sobre las rodillas y su maletín en el regazo.
Más allá de Salisbury el conductor giró a la izquierda. A través de unos bloques de dormitorios de color rosa llegaron a un pueblecito de casas antiguas que ahora eran viviendas de lujo para hombres que se dedicaban a la publicidad o a los plásticos. Paul vio desfilar las limpias paredes, las ventanas y los pequeños jardines de la parte delantera. Tal como él los recordaba, los pueblos siempre habían sido un poco desaseados.
Más allá del pueblo la carretera se empinaba bruscamente. Paul se inclinó hacia adelante y repiqueteó con los dedos en el cristal de separación.
—No golpee el cristal, señor —dijo cortésmente el conductor—. Hay un botón de llamada a ambos lados del asiento. Manténgalo apretado y podré oírle.
El anciano pareció desconcertado. Había varios botones en cada uno de los brazos del asiento, todos con su correspondiente indicación. Paul apretó equivocadamente el que servía para bajar el cristal de la ventanilla. El conductor le observaba a través del espejo retrovisor, sin decir nada.
Paul dominó su pánico. Encontró el botón correcto, lo apretó y habló. Había utilizado los interfonos de los taxis centenares de veces. Y no hubiera cometido aquel error si el largo viaje no le hubiese trastornado.
—Es al final de la cuesta, a la izquierda —dijo.
—De acuerdo, señor —respondió el conductor.
El camino estaba enarenado. El conductor se adentró por él.
—Está muy cerca —dijo Paul, apretando el botón—. Cuando haya pasado aquellos árboles, verá la casa.
Soltó el botón.
—Y si empiezas a decirme la impresión que te produce el ver la casa, creo que me pondré a gritar —murmuró.
—Entonces, ¿ya había estado usted aquí? —dijo el conductor.
Paul apretó de nuevo el botón.
—Muchas veces —dijo—. La casa es propiedad de un viejo amigo mío.
El automóvil rebasó el último de los árboles.
—Esto es una casa —dijo el conductor—. ¿Sabe qué impresión me produce? ¿Se reirá usted si le digo que me hace sentir orgulloso de ser inglés?
—No me reiré.
—Los norteamericanos pueden tener muchas cosas, pero no tienen nada que pueda compararse con esto.
—Todavía no.
—¿Perdón?
—Mi amigo es un famoso compositor. Cuando se muera, su casa pasará a ser propiedad de un Valle de Cultura. Ya ha recibido dinero a cuenta.
—Llegará día en que no quede nada de la verdadera Gran Bretaña, Mr. Cassavetes.
Paul no contestó. Al fin y al cabo, él no había nacido en el país. Y la casa de Joseph no era un producto típico de la Gran Bretaña, sino más bien una mansión con un sello de exclusividad, de distinción, la mansión que le hace a uno «sentirse» millonario.
—Su amigo debe ser un personaje importante, para vivir en un lugar como éste.
—Se llama Joseph Brown. Es profesor de música de una gran Universidad norteamericana. Y tiene una reputación internacional.
—Si su trabajo está en América, ¿por qué vive aquí?
—Porque le gusta...
Era una cuarta parte de la verdad.
El automóvil se detuvo junto a la escalinata que conducía a la terraza que se extendía delante de la casa. Paul encontró uno de los botones de la portezuela y lo apretó. Ahora que el automóvil estaba parado el circuito funcionaba y la portezuela se abrió con un leve zumbido. Paul se apeó. No se sentía culpable por no haberle revelado al conductor del taxi los verdaderos motivos que tenía Joseph para vivir en Hale Barton. Sus relaciones con el joven habían sido electrónicas, a base de botones y mecanismos. Cogió la tarjeta de viaje y la firmó. En vez de su habitual Satisfactorio escribió: Excelente conductor. Comprensivo y de toda confianza. El joven se lo merecía: se había mostrado respetuoso, conduciendo a la velocidad solicitada y no abusando de un pasajero sumamente vulnerable. Paul le entregó la tarjeta, observando su reacción mientras la leía.
—Estaré al tanto de sus conciertos, Mr. Cassavetes. Es posible que asista a uno de ellos.
Temiendo que esto pudiera parecer una petición de una entrada de favor, bajó rápidamente el cristal de la ventanilla y se alejó. Paul permaneció unos instantes sobre el primero de los peldaños de la escalinata, respirando suavemente y viendo cómo el automóvil desaparecía entre los árboles. Las encinas conservaban aún sus hojas, pero las ramas de los olmos estaban desnudas y descoloridas. Mentalmente, Paul imaginó el olor de ochenta años de fogatas. Dio media vuelta y subió los peldaños con cierta dificultad.
Le abrió la puerta el mayordomo mejicano de Joseph.
—Mr. Brown está en el salón de música, señor. Tal vez el señor quiera lavarse las manos antes de que le acompañe.
—No tiene usted que acompañarme. Conozco perfectamente la casa.
—Ha habido algunas modificaciones, señor. Desorientadoras. El guardarropa está a su izquierda, señor.
La obstinación hubiera sido un abuso indecoroso. Además —a no ser que se tratara de su música—, Paul no discutía nunca con nadie. Fue a lavarse las manos, secándose cuidadosamente los intersticios de los dedos donde la piel se agrietaba fácilmente. Luego regresó al vestíbulo. Los ojos del mayordomo le examinaron de pies a cabeza, comprobando si había algún fallo en su aspecto general.
Echaron a andar al lento paso que el mayordomo consideró apropiado. El salón de música de Joseph, que siempre había estado en el primer piso del Frente Sur, se hallaba ahora más arriba, al parecer, al final de la galería de los retratos. La puerta de la galería estaba barnizada y olía a cera. La puerta situada al fondo estaba abierta; al otro lado de ella reinaba la oscuridad. Cuando la cruzaron, el mayordomo pulsó un interruptor colocado en la pared. Brotó la luz, iluminando una segunda puerta. La pared en la cual se abría la segunda puerta se hallaba a unos pies de distancia de la primera. El mayordomo había dicho la verdad: se habían producido modificaciones.
Se abrió la segunda puerta y apareció Joseph. El mayordomo anunció:
—Mr. Cassavetes, señor. Le estaba usted esperando.
Joseph se adelantó a saludar a Paul, con los brazos extendidos. Era un hombre robusto, y su recobrado vigor hacía opresiva su presencia. En los últimos años —desde que le habían operado— sus modales se habían hecho juveniles y desenvueltos. Aunque era evidente que se trataba de una imitación. Y Joseph no había querido ahorrarle la representación, a pesar de que Paul era cincuenta y cuatro días más joven que él.
—¡Mi querido Paul! Tienes un aspecto estupendo... ¡Cuánto me alegra que hayas venido! Quiero que veas mi nuevo salón. He terminado una nueva sonata... ¡Oh! Y más tarde vendrá alguien a quien deseo que conozcas. Tengo un interés especial en ello.
Su enorme brazo rodeó los hombros de Paul, cálido y protector.
—¿Has tenido un buen viaje? Supongo que has venido por carretera... El ferrocarril no está hecho para nosotros, los viejos.
Decir esto era hacerle un favor a Paul. Pero a Paul no le importó. Hacía más de sesenta años que se conocían el uno al otro. En los primeros tiempos de su amistad, a Paul le había gustado más el hombre que su música. Posteriormente, los factores habían llegado a invertirse. Pero Joseph y él continuaban frecuentándose, porque su antigua amistad era una institución tan pública como privada.
—Me alegra mucho volver a verte, Joseph. Hilda te envía sus mejores recuerdos. Y los gatos esperan que no te hayas olvidado de ellos.
—Hilda... ¿Cómo está? ¿En qué pasáis el tiempo? Con tan pocos conciertos, ahora... ¿En qué pasáis el tiempo?
—Hilda tiene sus plantas. Y sus gatos, desde luego. Leemos mucho. Yo toco el piano. Recibimos visitas...
—Tienes que decirme lo que haces, en realidad... Pero antes quiero enseñarte mi nuevo salón.
Para Joseph sólo eran reales las cosas que podía oír, gustar, palpar y ver. Despidió al mayordomo y acompañó a Paul a través de la puerta de la galería.
—Puedes mirarlo todo —dijo—. Por arriba, por abajo, por los lados... Está construido a prueba de micrófonos.
Paul miró a su alrededor. El salón se apoyaba en seis esbeltas columnas transparentes. Paul sabía lo que era ser espiado. Pasando tanto tiempo en hoteles, oficinas de aviación y salas internacionales de conciertos, había acabado por acostumbrarse a los aparatos de escucha y cuando estaba en aquellos lugares controlaba su lengua, desde luego.
—¿A prueba de micrófonos, Joseph? ¿Quién puede desear espiarte aquí?
—El salón está completamente aislado. Ni siquiera la calefacción o el aire acondicionado proceden del mundo exterior. Y el mayordomo revisa todos los días los espacios existentes alrededor del salón.
—Me ha parecido que el mayordomo tenía una mirada huidiza. ¿Estás seguro de que puedes confiar en él?
Joseph se tomó mi observación muy en serio.
—La mayoría de las veces me encargo yo mismo de la revisión, desde luego. Y el mayordomo es tan digno de confianza como cualquiera en estos tiempos.
Cerró cuidadosamente la puerta detrás de Paul, tocó una silla con el pie para dar a entender que Paul debía sentarse en ella y se dirigió al piano.
—¿Tienes algo que deseas que oiga? —dijo Paul—. ¿Me has pedido que venga para eso?
—Ya te lo he dicho. Una nueva sonata para piano. Tal vez puedas incluirla en tu próximo recital.
Como motivo para pedirle a un anciano que viajara hasta aquí desde Nolfork, resultaba poco convincente. Paul unió sus manos y escuchó. Joseph interpretó su nueva sonata, alternando acordes tan suaves como agua inmóvil con pasajes llameantes. Cuando terminó de tocar permaneció sentado ante el teclado, inclinado sobre él, muy quieto.
—Absolutamente clásico, ¿te has dado cuenta? —dijo, finalmente—. He renunciado a la electrónica. Tiene que gustarte.
—Desde luego que me gusta, Joseph. Lo que he podido oír, al menos. Sigues siendo un pianista tan horrible, que resulta muy difícil juzgar la música que interpretas.
—¿Un pianista horrible, yo? ¿Y qué clase de compositor eres tú, vamos a ver?
No era la primera vez que se gastaban mutuamente aquella broma, lo cual permitía a Paul aplazar su juicio crítico sobre la música que habían interpretado para él. Pero en esta ocasión no quiso hacerlo.
—La sonata me gusta mucho, Joseph —dijo. Se disponía a explicar por qué, pero vaciló—. Noto una dificultad... El primer movimiento, por ejemplo... ¿Es de confianza el teclado? Me ha parecido oír...
—¿Qué es lo que te ha parecido oír?
—No lo sé. Una de las cuerdas, quizá...
Joseph se puso en pie. Rugió su deleite.
—De modo que has oído los chismorrees... Bueno, esta vez son ciertos. De punta a punta.
Paul no había oído ningún chismorreo, de modo que esperó, sonriendo. Joseph volvió a sentarse, apoyando sus codos sobre las teclas. Esperó a que las enmarañadas notas se disolvieran en un leve zumbido.
—Ocurrió en Suecia —dijo—, en un festival que me dedicaron en Estocolmo. Ella interpretaba mi segundo concierto para violoncello. Tocaba maravillosamente. Y me la traje aquí. El mes próximo la presentaré en Londres. Y luego en Nueva York. Se llama Irmgaard Berensen. Tiene veintitrés años.
—Irmgaard... Tal como pronuncias su nombre, Joseph, suena a amanecer. A agua clara en un lago de las montañas.
—No seas tan hipócrita. Sabes perfectamente que no lo apruebas.
—¿Qué significa «aprobar»? Si eres capaz de volver a escribir música como ésa, ¿qué significa «aprobar»?
—De acuerdo. Hablemos de otra cosa, ¿quieres?
Paul contempló el dorso de sus manos.
—Hace unos instantes te he preguntado quién podría querer espiarte, Joseph. No me has contestado.
—El mundo musical ha cambiado, Paul —dijo Joseph—. Ahora, un compositor es como una casa de modas: debe mantener el secreto de sus nuevas creaciones hasta el mismo día de la exhibición.
—Yo he interpretado obras nuevas, Joseph. Sé lo que son las puertas cerradas y las medidas de seguridad. Pero, un hombre de tu posición... y en tu propia casa...
—Mi agente se ocupa de la parte económica. Y me dice que esas cosas tienen mucha importancia —explicó Joseph—. Lo que realmente les interesa es lo que puedo hacer el mes próximo o el próximo año.
—¿Hasta el punto de que tu agente crea que debes ocultarte como un ratón en una caja?
Joseph se encogió de hombros.
—Siempre serás el mismo, Paul. Si algo es una innovación, para ti es inmediatamente malo. Y escoges las peores palabras para manifestarlo. No soy ningún ratón, y esto no es una caja. Está decorado por aquel joven español. Es muy bello.
Paul pensó en el antiguo salón de música. Tenía ventanales. Y el cielo exterior era a menudo gris y maravillosamente feo. Suspiró.
—¿Quién es ese hombre que has dicho que quería conocerme? —inquirió.
—Es un médico joven y muy brillante. El que me adaptó el estimulador radiónico.
Joseph llevaba atado a la muñeca un pequeño trasmisor que emitía una señal a cada latido de su pulso. La señal era recogida y amplificada por un receptor instalado en la membrana exterior de su corazón. La señal estaba destinada a estimular el músculo cardíaco. Cuando los cambios fisiológicos hacían latir el pulso con más rapidez, el corazón era estimulado más rápidamente. El receptor hacía que los latidos del corazón de Joseph fuesen tan vigorosos como lo eran cuando tenía cuarenta años. Mientras sus arterias resistieran, era un hombre nuevo. Sin el estimulador, hubiera muerto hace ya mucho tiempo.
—El Dr. McKay está al corriente de las tendencias más modernas, Paul. Es un hombre muy joven. Cree apasionadamente en el futuro de la electrónica en el campo de la medicina.
—Parece que la actual sea la época de los entusiasmos. No hago más que oír hablar de jóvenes que creen apasionadamente en alguna cosa.
—Tú y yo siempre fuimos entusiastas. ¿Qué tiene eso de malo?
No tenía nada de malo. Paul deseó haberle pedido a su esposa que le acompañara. Hilda hubiese sido capaz de explicar lo que tenía de malo. Contempló de nuevo sus manos, súbitamente aterrorizado.
—Con tal de que no pretenda hacerme objeto de uno de sus experimentos... No me gustaría convertirme en una persona eléctrica.
—Esto es una indirecta, supongo... Sin embargo, yo no me siento eléctrico... —Joseph levantó la mirada hacia el techo, tratando de analizar honradamente lo que sentía—. Me siento vivo. Me siento como me he sentido siempre.
Hizo una pausa. Paul se dio cuenta de lo silencioso que era el salón.
—Ven, quiero que veas todo esto.
Le mostró a Paul las maravillas del salón. Su nuevo sintetizador de armonías. El cuadro de Altmeyer que acusaba los más mínimos cambios de presión y siempre estaba en movimiento. Y el sinfoniógrafo experimental que debía escribir lo que oía pero que nunca había funcionado de acuerdo con lo que se esperaba de él... El salón musical estaba dotado de los últimos adelantos.
Paul sabía ahora que el motivo de la invitación de Joseph no tenía nada que ver con la nueva sonata. Estaba aquí para conocer al Dr. McKay, en relación con el grabado experimental... Algo habían tramado. Conocía los síntomas. Iban a pedirle algo.
En aquel momento se encendió una luz azul encima de la puerta.
—Me están llamando —dijo Joseph—. Espero que sea McKay.
Se dirigió hacia la puerta.
—No puedo tener un timbre, ¿comprendes? Podría sonar cuando estoy grabando.
El Dr. McKay era alto, joven y sincero, Joseph presentó a los dos hombres. Paul inclinó la cabeza, mantuvo sus manos detrás de su espalda y sonrió, sin apenas atreverse a moverse.
—Sírvenos el té aquí —dijo Joseph, dirigiéndose al mayordomo.
El mayordomo se marchó, dejando la puerta abierta. Se oyeron unos sonidos lejanos, y el olfato de Paul se llenó del olor de la cera utilizada para pulimentar el suelo de la galería. De pronto se dio cuenta de que el Dr. McKay le estaba hablando.
—...especialmente sus interpretaciones de Beethoven. Joe me ha dicho que estudió usted con Schnabel.
—Durante tres años, en América.
—Yo tengo varios de sus discos. Creo que fue el mejor intérprete de Beethoven.
—La gente que le recuerda únicamente por sus interpretaciones de Beethoven comete una injusticia con él. —Paul hablaba de un modo maquinal. La anécdota que iba a seguir había sido contada un millar de veces—. También interpretaba a Bach, aunque rara vez en una sala de conciertos. Decía que la gente menospreciaba el intimismo de Bach, que tendía a pensar en él como en un tintero o como en una catedral.
El Dr. McKay sonrió cortésmente. Joseph estalló en una carcajada. Joseph había oído la historia más de cuarenta veces. Lo cual significaba que quería adular a Paul. ¿Con qué intención? No podía tardar en descubrirlo.
El doctor McKay se volvió hacia Joseph.
—¿Se ha hecho revisar recientemente? —le preguntó.
—La semana pasada.
—El estimulador tiene que ser revisado periódicamente —dijo el doctor, dirigiéndose a Paul—, de un modo especial el contacto con la muñeca. Podría producirse una grave infección.
El hecho de que Joseph estuviera vivo representaba ya un triunfo. El doctor McKay era lo bastante sensible como para captar los pensamientos de Paul, e incluso las ideas que se ocultaban detrás de ellos.
—Joe lo ha tomado muy bien —dijo—. Todos nosotros nos damos cuenta de que la mayoría de los mecanismos con los cuales atacamos la dignidad humana son todavía imperfectos. Y esto nos preocupa, créame.
—La enfermedad también es imperfecta, doctor. No necesita usted recordármelo.
—De todos modos, nos preocupa.
Regresó el mayordomo, con el té. Se llenaron las tazas, se removió el azúcar, crujieron las pastas. La conversación se hizo más personal.
—Perdone si le contemplo a usted con una mirada ligeramente profesional —dijo el doctor McKay—. Me dedico de un modo especial al estudio del problema de la senectud.
—No veo que sea ningún problema. Soy viejo, y pronto moriré. No es ningún problema.
—Es usted un hombre juicioso, Mr. Cassavetes. Y también afortunado. Pero hay muchos hombres y mujeres que...
—¿Juicioso? —le interrumpió Joseph—. ¿Juicioso? Antivida, diría yo. El retorno a la naturaleza es una locura. ¿Acaso hay alguien que piense con agrado, o incluso con resignación, en que tiene que morir?
Paul se dio cuenta de que el doctor se encontraba en un apuro. Joseph podía permitirse cualquier salida de tono, pero importaba mucho, al parecer, que el doctor le causara una buena impresión a Paul. McKay vaciló. Miró a Joseph, y luego a Paul. Finalmente habló, pero sin dirigirse a ninguno de ellos:
—La vida tiene una circularidad. Algunas personas se dan cuenta rápidamente. Otras necesitan un poco más de tiempo. Eso es todo.
Sus ojos le pidieron a Paul que comprendiera cómo estaban las cosas. Paul, a quien el doctor inspiraba miedo y ninguna simpatía, decidió atacar. Era preferible llegar cuanto antes al fondo del asunto.
—Joseph me ha dicho que trabaja usted con grabaciones XTP.
—¿Qué más le ha dicho?
—Que las utiliza usted en su trabajo sobre... sobre la senectud.
El doctor McKay soltó su taza y en sus ojos se reflejó la satisfacción que experimentaba al poder hablar de algo que despertaba su entusiasmo. Se inclinó hacia adelante.
—Es algo maravilloso —dijo—. Por fin hemos conseguido una grabación de una muerte apacible. Y sus efectos son realmente asombrosos.
La puerta del salón se había cerrado.
—Hace un mes falleció el Pastor Mannheim —dijo el doctor—. Sabía que se estaba muriendo y, sin embargo, nunca he visto a un hombre más tranquilo. Con su permiso, instalamos la máquina y obtuvimos una grabación perfecta de sus ondas cerebrales. Hasta el preciso instante en que se interrumpieron definitivamente. —McKay estudió sus nudillos—. Como ya le he dicho, los efectos de esa grabación son asombrosos. Después de oírla, nadie puede sentirse asustado, ni furioso, ni desesperado por la idea de la muerte.
—¿Y si esos temores, rabias y desesperaciones estuvieran justificados? —dijo Paul—. ¿Y si fueran necesarios, incluso?
—Mi tarea es la de aliviar los sufrimientos. Soy un médico, no un filósofo.
Joseph estaba repiqueteando con sus uñas en la caja negra atada a su muñeca.
—¡Tanto hablar de la muerte! —exclamó—. Es culpa de Paul. Creo que ejerce una morbosa atracción sobre él.
—Me gustaría saber qué opina usted de las grabaciones XTP en general, Mr. Cassavetes —dijo le doctor McKay.
—Nunca he tenido tratos con ellas.
—Pero, en principio, Mr. Cassavetes. La gente dice a menudo que se limitan a aumentar la cantidad de vida. Pero yo creo que lo que hacen es aumentar su calidad. Imponiendo una grabación de alta frecuencia de las fluctuaciones del cerebro de un hombre al cerebro de otro hombre, es posible hacerle experimentar emociones y sensaciones mucho más intensas que las que podría experimentar normalmente. Esto significa una ganancia en calidad, ¿no es cierto?
—Por lo menos, tiene grandes posibilidades comerciales.
—Mire, Mr. Cassavetes: a una persona sorda puede infundírsele la «sensación» mental del habla. De este modo aprende a hablar en la mitad del tiempo que necesitaría con cualquier otro método. Un hombre que esté buscando a Dios puede encontrar una ayuda compartiendo las experiencias de los grandes místicos de nuestra época.
—Lástima que no tuvieran una de sus máquinas en el Gólgota, doctor McKay.
—Eso es una reacción histérica, Mr. Cassavetes. Nunca lo hubiera esperado de usted.
Paul se puso en pie. Se dirigió hacia el piano y se sentó ante el teclado.
—En realidad, yo mismo me he sometido a una grabación XTP —dijo el doctor McKay—. De un modo estrictamente confidencial, le diré que la grabación la efectuamos mi esposa y yo. No he buscado un sensacionalismo barato. La cinta no incluye ningún dato que permita identificarnos. Y no nos ha reportado ningún beneficio material. No estoy avergonzado, ni cohibido, ni nada por el estilo. De la audición se desprende que mi esposa y yo hemos alcanzado un alto grado de...
—¿Por qué me cuenta eso?
—No quisiera parecerle petulante ni melodramático, pero puedo jurarle que lo hicimos en beneficio de la humanidad. La técnica...
El ciego entusiasmo por la técnica. Paul se inclinó sobre el piano. La verdad era que la hilera de teclas blancas y negras no representaban la música. La melodía tenía que ser producida con el oído interior, no con los dedos. A la música no se llegaba a través de los dedos. Era algo mucho más espiritual.
—¿Paul? —Joseph se había acercado a él—. Paul, quieren que interpretes a Beethoven. Quieren grabar lo que experimentas mientras tocas. Publicar la cinta y el disco juntos. ¿Te das cuenta de lo que representaría para los oyentes?
—Sólo conozco dos clases de oyente: los que tosen y los que no tosen.
—Por primera vez, la gente sabría lo que es la música, en realidad. Lo que tú oyes: el ideal que siempre has estado persiguiendo.
—¿Tienen derecho a comprar eso con dinero?
—Nadie desea que llegue usted a una decisión inmediatamente —dijo el doctor—. Desde luego, la experiencia musical sería mucho más completa que con cualquiera de los sistemas conocidos hasta la fecha.
—Tú eres el mejor intérprete de Beethoven, Paul. De no ser así no hubieran pensado en ti. Es un honor que te hacen.
—Se equivoca usted, Joe. Mr. Cassavetes no persigue ninguna clase de honores.
Paul se sintió cansado, viejo, incapaz de luchar. La defensa de su intimidad se hacía imposible cuando los otros la interpretaban como un egoísmo muy propio de la senectud...
—Mr. Cassavetes, dígame: ¿cree usted que cometí un error al efectuar mi grabación?
—¿Un error?
Paul trató de reunir las palabras para expresar la repugnancia de su alma. Las palabras apropiadas para decir sí. Luchó, pero no salió nada. Notó que su mente quedaba en blanco, que las teclas del piano adquirían un color rojizo, y le pareció que las columnas de cristal que sostenían el mundo iban agrietándose, agrietándose... Trató de explicárselo a Joseph, de explicárselo a McKay. Pero no le oyeron.
Las teclas del piano eran duras. Tenía apoyadas sobre ellas la sien y parte de una mejilla, y no podía levantarlas. Joseph y McKay estaban hablando. Le cogieron entre los dos y le tendieron sobre el sofá. Paul notó que le levantaban con suma facilidad.
—...orragia cerebral. Benigna, al parecer.
—¡Pobre Paul! ¡Pobre Paul! ¿Cree que habrá afectado a su mente, doctor?
—No es probable. Aunque es un factor que habrá que tener en cuenta.
¿Cómo sabría él si su mente había sido afectada? No saberlo sería algo terrible.
—Parálisis. Vea: ha inmovilizado todo el lado derecho.
—¿Es por eso que babea?
—Es posible que pueda oírnos... ¿Cómo se siente? Mr. Cassavetes, ¿cómo... se... siente?
Hielo. Ruidos. Paul trató de sonreír.
—¿Cree usted... que sobrevivirá?
—Desde luego.
—¿Que volverá... a tocar?
—Probablemente. No olvide las técnicas de reeducación electrónicas. Con la colaboración del paciente, podemos hacer cualquier cosa.
Colaboración del paciente.
—Sería una gran pérdida para el mundo.
—Nosotros le reeducaremos. No tema.
Colaboración del paciente.
—Voy a llamar por teléfono para que envíen una ambulancia.
Con la colaboración del paciente podían hacer cualquier cosa...
Creyeron que Paul estaba temblando. Le taparon con toda clase de mantas. No estaba temblando, estaba riendo. Con una risa que no podía asomar a la superficie de su rostro, pero que él escuchaba con su oído interior.
Colaboración del paciente.
Ahora, Paul sabía que les había derrotado.
EMBAJADOR EN VERDAMMT
Colin Kapp
—Bienvenido a Verdammt, teniente.
El Capitán Administrador Lionel Prellen extendió una mano hacia el recién llegado.
El Técnico Espacial Teniente Sinclair ignoró la mano y saludó gravemente.
—Tengo entendido que la Administración de los Territorios del Espacio en Verdammt ha solicitado ayuda naval para la instalación de una rejilla de aterrizaje y una baliza subespacial que permitan el descenso de una nave de línea de la F.T.L.
—Exactamente. Queremos desembarcar a un personaje que se encuentra en la nave de la F.T.L. —explicó Prellen—. Y al parecer posee usted la única rejilla que puede ser instalada aquí a tiempo para detener esa nave y hacerla descender en las máximas condiciones de seguridad.
El teniente le dirigió una mirada especulativa.
—En respuesta a su petición, el Almirante Melk ha destacado a la S.N.V. Gemini para que se instale en órbita alrededor de Verdammt y haga descender una rejilla, generadores y una baliza preestructurados, para que sean montados en tierra. Usted tendrá que aportar materiales y mano de obra, y yo me encargaré de supervisar los trabajos y proporcionar ayuda técnica.
—¡Excelente! —dijo Prellen—. Es la mejor solución que podíamos esperar. Aunque a usted no parece gustarle demasiado, teniente.
—Sinceramente, no, capitán. La Marina tiene que atender a muchas obligaciones, y dejar inactiva la Gemini durante veinte días mientras se monta la rejilla es algo que no coincide con mi concepto de la máxima utilización de los recursos.
Prellen se encogió de hombros.
—En tal caso, la Marina podía haber denegado nuestra petición de ayuda.
—El almirante entendió que la petición era legítima, suponiendo que la importancia de la operación justificara el coste y la pérdida de tiempo. Y no estaba en condiciones de juzgar los méritos del caso. Me gustaría preguntarle, capitán, si existe aquella justificación.
—Creo que sí —dijo Prellen—. Y, afortunadamente, no tengo que contestar a esa clase de pregunta ni al almirante Melk ni a usted. Sólo soy responsable ante la Administración de Territorios del Espacio en la Tierra. Pero, ya que ha planteado usted la cuestión, le diré que el personaje que estamos interesados en hacer recalar aquí es el primer Embajador de la Tierra en Verdammt.
—¿Embajador? —Sinclair luchó con su incredulidad—. Corríjame si me equivoco, capitán, pero en el Manual del Espacio se señala que Verdammt no posee ninguna forma de vida indígena con la inteligencia suficiente para facilitar o comprender ningún tipo de contacto sociológico.
—El Manual del Espacio y usted están en un error —dijo Prellen. Regresó a su escritorio y se sentó detrás de él con aire fatigado—. Se equivocan. Verdammt posee una forma de vida sumamente inteligente. Ignoramos aún su grado de inteligencia, pero es posible que sea muy superior al nuestro. Lo malo es que la valoración inicial se estableció utilizando la escala de Manneschen, la cual está basada en conceptos de inteligencia puramente terrícolas. La forma de vida existente aquí no tiene nada de terrícola. En realidad, en términos terrícolas, resulta completamente ininteligible.
—¿Pero usted la considera inteligente?
—Desde luego. Si consideramos la inteligencia en su definición más amplia, es decir, como la capacidad para modificar conscientemente el entorno vital, los Unbekannt son al menos iguales a nosotros. Cómo, o por qué, modifican su entorno, es algo que todavía no hemos llegado a establecer, pero el hecho de que pueden hacerlo, y de que lo hacen, es indiscutible. Por eso Verdammt merece un Embajador, y hemos solicitado ayuda para hacerle descender, a él y a su acompañamiento, de la F.T.L. De modo que ahora exijo de usted una respuesta concreta, teniente: ¿tendré mi rejilla y mi baliza?
—Las tendrá usted —dijo Sinclair—. Eso ya ha sido decidido. Pero con una condición. La petición será investigada desde todos los ángulos, y en el caso de que no estuviera completamente justificada el almirante está dispuesto a someter el asunto a las autoridades de la Tierra.
—Quiere usted decir que es una buena plataforma para prestar interservicios políticos en beneficio del almirante Melk —dijo Prellen secamente.
Sinclair se envaró.
—El primer transporte llegará mañana por la mañana con el material base y los trabajos podrán iniciarse inmediatamente. Esta tarde me gustaría inspeccionar el lugar previsto para el aterrizaje.
—Le pondré en contacto con mi oficial de ingeniería —dijo Prellen—, él le prestará toda la ayuda que necesite. ¿Piensa usted alojarse en la Gemini?
—Por desgracia, no. He de residir aquí hasta que la tarea quede terminada.
—Entonces, le ofrezco a usted un camarote a bordo de nuestra modesta nave-base S.V. Maxwell. No gozará de las comodidades de la Marina, pero siempre estará mejor que en un barracón prefabricado.
—En la Marina... —empezó a decir Sinclair, pero cambió de idea.
—Sé lo que hacen en la Marina —dijo Prellen—, pero puedo garantizarle que en Verdammt se alegrará usted de tener el casco de una nave espacial que le aísle del exterior durante las largas y ruidosas noches.
—Acepto complacido su hospitalidad —dijo el teniente sin el menor entusiasmo—. No dudo de que en Verdammt hay muchas más cosas de las que figuran en el manual del Espacio.
—Podría usted decir eso veintitrés veces más —dijo Prellen—, y no se acercaría aún a la verdad.
Si Sinclair había albergado alguna reserva mental en lo que respecta a alojarse en la Maxwell, la perdió aquella noche, a las diez y diez minutos, hora standard de Verdammt. Desdeñando el comedor de oficiales, buscó la sala de radio y pasó la velada redactando y cifrando su informe al Almirante Melk y su plan de operaciones para la S.N.V. Gemini. Terminada aquella tarea, regresó a su camarote y se preparó para acostarse.
Sus preparativos se vieron interrumpidos por el súbito ulular de algo que se deslizaba hacia abajo en la parte exterior del casco, seguido del macizo clomp-clomp de lo que fuera que parecía ascender de nuevo por el casco. Tras prestar unos instantes de atención, Sinclair se encogió de hombros, dispuesto a olvidar el incidente, y estaba a punto de ocupar su litera cuando los ruidos se repitieron. Esta vez, el clomp-clomp era descendente y el ulular ascendía. Siguieron otros ruidos imposibles de definir; y una sensación de suave balanceo, como si la nave se moviera hacia arriba y hacia abajo sobre sus puntos de apoyo.
Aunque el fenómeno presentaba todas las características de un desastre de primera magnitud, Sinclair no pudo detectar ninguna señal de pánico ni de acciones de emergencia en el resto de la nave, de modo que se decidió a investigar. Saliendo de su camarote, tropezó con Anton Wald, psicólogo de la A.T.S., al cual le habían presentado aquella tarde.
—¡Ah! —dijo Wald—. Precisamente venía a decirle que no se preocupara.
—¿Qué está pasando ahí fuera?
—Son los Unbekannt —dijo Wald tranquilamente.
—¿Qué están haciendo? ¿Atacándonos?
—No lo creo. Sinceramente, ignoro lo que están haciendo. Es algo a lo que se dedican de cuando en cuando por motivos indescifrables. Supongo que les complace, y a nosotros no nos perjudica, de modo que les dejamos hacer.
Sinclair estaba asombrado.
—¿Quiere usted decir que no ponen centinelas para mantenerlos alejados?
—No queremos mantenerlos alejados. Estamos aquí para estudiarlos.
—Pero, van a destrozar la nave...
—No —dijo Wald—. Le parecerá raro, pero no causan ningún daño y ni siquiera dejan rastro de sus actividades. Mañana por la mañana no encontrará usted ni la huella de una pisada.
—¿Y los ruidos?
Wald se encogió de hombros.
—¿Qué quiere que hagamos? ¿Salir y matar a una docena? Desde luego, son alienígenas, pero con el nivel de inteligencia, cualquier ataque por nuestra parte basado en ese pretexto sería moralmente indefendible. De todos modos, tengo la impresión de que si desearan atacarnos podrían hacerlo utilizando unos medios contra los cuales no tendríamos ninguna defensa. Yo no me atrevería a asumir la responsabilidad de iniciar una lucha contra los Unbekannt.
—Comprendo —dijo Sinclair, en un tono que revelaba que no comprendía absolutamente nada.
Regresó a su camarote, cerró la puerta y se resignó a la perspectiva de una noche de insomnio.
Lo primero que hizo Sinclair a la mañana siguiente fue inspeccionar la parte exterior de la nave. Estaba convencido de que los ruidos de la noche anterior no podían haber sido producidos sin causar desperfectos en el casco. Pero comprobó, asombrado, que no había ningún arañazo en la superficie del casco, ninguna pisada en la arena.
A pesar de su incredulidad, o tal vez a causa de ella, Sinclair quedó intrigado por el problema, recordando el balanceo que había experimentado la nave, y recordando que la propia nave probablemente pesaba más de cien mil toneladas terrestres. Resultaba difícil imaginar cómo podía haberse ejercido la fuerza necesaria para mover aquella masa sin dejar ninguna huella, y todavía más difícil imaginar cuál era el significado de aquel hecho.
La nave-base y sus tres transportes auxiliares se encontraban en un claro de unos cuatro kilómetros cuadrados, más allá del cual se extendía por todos lados la frondosa vegetación de Verdammt. El claro era artificial e incluía una zona de barracones prefabricados y el lugar donde se proyectaba montar la parrilla de aterrizaje. Desde el punto de vista de la ingeniería era un emplazamiento excelente, con todos los suministros y recursos disponibles concentrados a su alrededor.
El primer transporte llegó exactamente a la hora prevista, y Sinclair tuvo que atender a los detalles de la descarga, al tiempo que daba instrucciones a los jefes de los grupos de trabajo. Pero de cuando en cuando contemplaba con aire pensativo la vegetación que les rodeaba por todas partes, preguntándose si los Unbekannt estaban allí observando la nueva actividad y qué es lo que comprendían de ella, si es que comprendían algo.
Ocasionalmente producíase un movimiento entre la maleza, aunque siempre demasiado rápido para poder localizar su origen. Sin embargo, Sinclair llegó a convencerse de que los Unbekannt les estaban observando desde el lindero de la maleza, e incluso arriesgándose a avanzar unos cuantos metros por el claro, probablemente para ver más de cerca lo que estaba pasando.
Poco antes de que terminara la jornada de trabajo, Sinclair pudo abandonar el lugar para ir en busca de Wald. Le encontró en su oficina, en un barracón prefabricado, contemplando con aire malhumorado una tablilla cristalina curiosamente labrada, la cual parecía ondular y reestructurarse a sí misma incluso mientras Wald la hacía girar entre sus manos. Cuando entró Sinclair, el psicólogo le entregó el objeto para que lo examinara.
—¿Qué es esto? —preguntó finalmente Sinclair.
—Ojalá lo supiera —dijo Wald—. Es algo que los Unbekannt dejaron aquí, pero ignoramos por qué y para qué. A veces me pregunto si llegaremos a saberlo. Puede ser cualquier cosa, desde una computadora cristalina hasta una obra de arte abstracto... o algo tan fuera del alcance de nuestra comprensión que la raza humana nunca podrá entenderlo.
—A propósito de los Unbekannt —dijo Sinclair—. ¿Son hostiles en algún sentido?
—Físicamente, no. Yo creo que están tan ansiosos como nosotros por establecer comunicación. Pero en eso estriba su peligro, precisamente.
—No comprendo —dijo Sinclair.
—No, supongo que no. Piense un momento en el concepto alienígena. Los Unbekannt son tan alienígenas que en ellos no hay casi nada que se aproxime a lo que nosotros somos capaces de comprender. Están tan alejados de nuestros conceptos de una forma de vida que resultan no sólo ininteligibles sino también completamente inimaginables. ¿Cómo puede uno empezar a comprender lo que está más allá del imperio de su propia imaginación? La respuesta es sencilla: no existe tal posibilidad.
—Pero eso depende únicamente del alcance de la mente individual.
—No. La experiencia humana en sí limita la imaginación individual a unos puntos de referencia más allá de los cuales resulta difícil manejar conceptos, porque no existen analogías ni coordenadas que puedan utilizarse para formular, o retener, la idea. Un concepto situado más allá de los puntos de referencia no significa nada.
—Continúo sin ver el peligro —dijo Sinclair.
El psicólogo levantó la mirada.
—Para aceptar a los Unbekannt como realidad, hay que negar la propia educación y la propia experiencia. Ellos no significan nada desde nuestros puntos de vista, de modo que hemos de tratar de adaptarnos a los suyos. El resultado sería una completa desorientación. El cerebro humano no reacciona favorablemente a esa forma de presión. La consecuencia más benigna es una confusión mental; la peor, una evasión absoluta del conflicto, un shock cataléptico. Por eso le sugiero que me consulte antes de intentar establecer cualquier contacto personal con los Unbekannt. No podemos permitirnos perderle a usted. Al menos hasta que tengamos nuestra rejilla.
—Ése es el problema, precisamente —dijo Sinclair—. En vista de todo esto, no veo ningún motivo lógico para tener un Embajador en Verdammt hasta que se haya alcanzado algún grado de comprensión de los Unbekannt. Creo que esto es lo normal.
—Está usted enojado, ¿verdad?
—¿A usted qué le parece? —inquirió Sinclair en tono sarcástico—. ¡Desde luego que estoy enojado! Me fastidia que me hayan enviado a este lugar olvidado de Dios a instalar una rejilla y una baliza, debido a una petición que es una argucia burocrática. Han engañado a la A.T.E. haciéndole creer que este planeta necesita un embajador para tratar con una forma de vida con la cual nunca podrá establecer comunicación.
—¿Ha terminado usted, Mr. Sinclair? —dijo fríamente la voz de Prellen.
Sinclair, que no le había oído entrar, giró rápidamente sobre sus talones.
—¡No, no he terminado! Si quiere saber lo que opino...
—No necesito su opinión —le interrumpió Prellen—. Lo único que quiero de usted es su ayuda técnica para la instalación de una rejilla y una baliza subespacial. Tal vez le interese saber que los trabajos del doctor Wald acerca de la psicología Unbekannt fueron los que decidieron a la Administración de los Territorios Espaciales a enviar un Embajador a Verdammt, y que los detalles de la operación encaminada a permitirle llegar aquí los planeé yo mismo.
—¿Usted?
—Sí. Lamento decepcionarle, Sinclair, pero a veces los capitanes administradores nos dedicamos a administrar. De modo que no ha habido argucias burocráticas ni nada que se le parezca. No ha habido más que un informe técnico, un acuerdo, y un plan de operaciones.
El rostro de Sinclair reflejaba su incredulidad.
—No le creo a usted, y sé que el almirante Melk tampoco va a creerle. Puedo anticiparle que terminaré mi informe al almirante con la recomendación de que investigue a fondo todo este asunto.
—Me resulta difícil creer —dijo Prellen—, después de lo que usted me ha dicho acerca de lo agobiados que están de trabajo, que el almirante disponga de tiempo para dedicarse a jugar a la política.
—¡Prellen, no admito esa clase de observaciones!
—Y yo no admito esa clase de insolencias —dijo Prellen secamente—. Debo recordarle que hasta que el Embajador tome posesión de su cargo, los asuntos terrícolas sobre este planeta están bajo mi absoluta y única responsabilidad. Provisionalmente, represento a la autoridad legalmente constituida. ¿Sabe usted lo que eso significa aquí?
—Yo se lo diré —intervino Wald con maligno placer—, puesto que en la Academia Espacial descuidaron un poco su educación. No le adiestraron en el arte de los buenos modales, ni en el de saber callarse a tiempo. En los asuntos terrícolas, el poder del capitán es absoluto. Y eso incluye el derecho sobre la vida y la muerte. De modo que, si quiere aceptar un consejo desinteresado, cierre la boca antes de que le metan algo en ella. Mi bota, por ejemplo.
—No debió usted decir eso, Anton —dijo Prellen cuando Sinclair se hubo marchado—. A Melk no le gustará enterarse de que hacemos objeto de amenazas de violencia física a sus subordinados.
Wald sonrió afablemente.
—No he hecho más que expresar lo que usted pensaba, y que no se atrevía a manifestar por una cuestión de «protocolo».
—Nos ha ocurrido lo peor que podía pasarnos —dijo Prellen—. De toda la Marina, han tenido que enviarnos a uno de los perritos falderos del almirante Melk... El asunto ya era bastante difícil sin que Melk metiera las narices en él, de modo que ahora... Confío en que podamos convertirlo en un hecho consumado antes de que estalle la tormenta. Si conseguimos resistir hasta entonces, todo irá bien. Pero si Sinclair se empeña en dificultarnos las cosas, no sé cómo saldremos de esto.
La rejilla iba adquiriendo forma lentamente. Las piezas que iban llegando a bordo de los transportes eran ensambladas sin la menor dificultad. Luego llegaron los generadores, y sus achaparradas y pesadas moles fueron encajadas en la base de la estructura, para ser conectadas con las cadenas conductoras que confinaban la fluxión de la rejilla dentro de la membrana de intrincadas arboladuras. La baliza subespacial llegó como una sola unidad y fue instalada a lo largo de la rejilla. En un barracón prefabricado situado muy cerca de allí, Sinclair estaba montando el transmisor que, operando a través de la baliza, atraería a la nave de la F.T.L. fuera del subespacio y la guiaría hacia la rejilla de aterrizaje.
Prellen revisaba diariamente los trabajos y comparaba cuidadosamente el tiempo calculado de complexión con las predicciones de la computadora acerca de la posición de la nave avanzando hacia ellos a través del universo a una velocidad superior a la de la luz. Se daba perfecta cuenta de las dificultades que entrañaba la operación, y le complacía comprobar que el antagonismo de Sinclair hacia los objetivos del proyecto no afectaba a su capacidad para controlar la rápida construcción de la rejilla.
Prellen estaba realmente impresionado por la eficacia del equipo de transporte de la Marina, los cuales entregaban exactamente la pieza adecuada en la posición adecuada y en el momento preciso. Pero al mismo tiempo le preocupaban los detallados informes en clave que Sinclair enviaba al almirante Melk. La situación en Verdammt era suficientemente única para exigir una solución radical del problema de establecer comunicación con sus habitantes, y Prellen no ignoraba que las presiones políticas podían destruir el precario equilibrio del experimento extra-sociológico que había planeado.
Estaba discutiendo precisamente aquel extremo con Wald, una noche, cuando se presentó Sinclair. Su rostro reflejaba una profunda satisfacción, que pareció acrecentarse al ver a Wald.
—Me alegro de que estén los dos aquí, ya que deseo continuar una conversación anterior. Tema: el Embajador.
—¡Adelante! —dijo Prellen, mirando a Wald de soslayo—. Imagino que ha recibido usted alguna información, seguramente del almirante Melk.
—En efecto, capitán Prellen. El almirante está investigando a fondo todo este asunto, y de momento me ha anticipado los nombres del Embajador y de su acompañamiento a bordo de la nave de la F.T.L.
—No necesitaba haberse molestado —dijo Prellen—. Yo podía haberle dado a usted la misma información, si me la hubiera solicitado.
—¿Incluso el nombre del Embajador? Conoce usted el nombre, ¿verdad?
—Sí —dijo Prellen lentamente—. Se llama Prellen. Da la casualidad de que es hijo mío.
—¡De modo que lo admite!
—Tengo por norma no negar a los hijos que han nacido de mi matrimonio.
Sinclair estaba asombrado por aquella aparente despreocupación.
—¡Sabe perfectamente que no me refiero a eso! ¿Quiere que siga tirando de la cuerda?
Prellen dirigió una rápida mirada a Wald.
—Naturalmente, nos interesa saber hasta qué punto alcanza su información —dijo, prudentemente.
—No me cabe la menor duda. Sé, por ejemplo, que el acompañamiento del embajador se compone de cinco mujeres y de ningún hombre. Un interesante ejemplo de selección de personal... ¿Necesito continuar?
Prellen levantó una mano.
—No, eso es suficiente, por ahora. No sé cómo ha obtenido la información el almirante Melk, pero debo admitir que es exacta. Ahora, Sinclair, dígame qué espera ganar personalmente con este asunto.
—¿Está usted pensando en sobornarme?
—No estaba haciéndole ninguna oferta, aunque estoy convencido de que tiene usted un precio.
—¿Por qué está tan seguro, capitán?
—Es evidente —dijo Prellen—. Busca usted dinero o un ascenso, porque nunca oyó hablar de una cosa llamada principios.
—¿Se atreve usted de hablarme a mí de principios?
—Sí —dijo Prellen—, y algún día comprenderá usted cuáles son mis principios. Hasta entonces, sólo puedo esperar que sea usted mejor ingeniero que correveidile, porque de no ser así la nave de la F.T.L. va a provocar una verdadera catástrofe cuando descienda sobre este planeta.
Algo oscuro y disforme aterrizó de golpe sobre la cúpula transparente del barracón de la baliza, rascó furiosamente el curvado declive y saltó desde el fondo del baldaquín a la protectora maleza. El ruido de su paso sobresaltó a Sinclair. Alzó la mirada salvajemente cuando el episodio fue repetido por un segundo y luego por un tercer cuerpo. El cuarto proporcionó una variación: aterrizó sobre la parte baja del baldaquín, se deslizó hacia la parte superior de la cúpula y desapareció al llegar a la cima.
Sinclair se dirigió hacia la puerta, pero a medio camino recordó la advertencia de Wald y cambió de idea.
Pulsó la palanca del comunicador.
—Doctor Wald, hay algo que está moviéndose sobre el techo del barracón de la baliza. Creo que deben ser los Unbekannt.
—Es muy probable —dijo Wald—. Supongo que habrán decidido que ha llegado el momento de empujarle a usted a través del laberinto.
—¿Laberinto?
—Sí, la prueba de reacción primaria para los animales experimentales. Estimulo y respuesta básicos. Nos han sometido a ella a la mayoría de nosotros, y han llegado a aburrirse. Usted, en su calidad de técnico, es distinto, y supongo que están tratando de tomarle la medida.
—¿Deslizándose sobre el tejado —inquirió Sinclair, en tono de incredulidad—. ¿Qué pueden descubrir con eso?
—No tengo la menor idea —dijo Wald—. Ya le advertí que los Unbekannt estaban más allá de nuestras posibilidades de comprensión. Sin embargo, es evidente que no tienen más posibilidades de comprendernos que las que nosotros tenemos de comprenderlos a ellos. Estamos aplicándonos mutuamente nuestros propios puntos de vista, y dudo de que nuestras reacciones tengan para ellos más sentido del que para nosotros tienen las suyas. Es una clásica situación ilógica, sin ninguna respuesta.
—Si puedo echarle las manos encima a uno de ellos, pronto le daré a usted unas cuantas respuestas —dijo Sinclair.
—Sería interesante comprobar si eso es verdad —dijo Wald—. Pero no le aconsejo a usted que lo intente. ¿Cómo sabe que uno de ellos no alberga una idea similar en lo que a usted respecta?
—¿Un maldito mono?
—¡Ah! ¡De modo que ya ha caído usted en la trampa! —dijo Wald—. Por el simple hecho de que no ha podido ver a ninguno de ellos claramente, ha deducido por su cuenta que son como monos: un limitado concepto terrícola. En realidad, los Unbekannt tienen muchas menos cosas en común con los monos que nosotros. El mayor peligro que corre usted reside en sus falsa ideas preconcebidas.
Incluso a través del comunicador Wald oyó al quinto Unbekannt iniciar su danza alienígena encima del techo de plástico, y la conversación de Sinclair terminó con un grito de cólera antes de que la conexión se interrumpiera.
Abriendo la puerta del barracón de la baliza, Sinclair se asomó al exterior. El barracón se hallaba muy cerca del borde del claro, y separado únicamente por un ancho sendero de las franjas de maleza más próximas. El ruido de algo que se deslizaba a través del tejado le advirtió del paso de otro Unbekannt y le permitió calcular la dirección de movimiento con la precisión suficiente para ver la sombra borrosa que descendía y corría a ocultarse entre la maleza. No obtuvo ninguna impresión de altura ni de forma, pero calculó que la masa del Unbekannt era menor que la suya propia, aunque su velocidad y su agilidad eran fenomenales.
Volvió a entrar en el barracón y sus dedos se cerraron alrededor de una barra de titanio de un metro de longitud, de la cual había cortado los segmentos del conmutador de la baliza. Sopesó la barra pensativamente unos instantes, no sabiendo qué clase de fuerza podía ser aplicada a los Unbekannt sin que resultara mortífera. Luego salió de nuevo al exterior, empuñando la barra.
Durante un largo rato no ocurrió nada. Los trémulos sonidos de la vida de la cercana maleza llegaban hasta él con sorprendente claridad, y el frío y húmedo aliento de la vegetación se cerraba alrededor de su cuello como un pañuelo pelicular. Finalmente oyó un ruido deslizante a través del tejado y, calculando mentalmente el tiempo y la posición de descenso, retrocedió hasta la pared y esperó con la barra levantada. Exactamente en el momento previsto, la masa borrosa cayó como una piedra del tejado... y Sinclair la golpeó.
Nunca pudo descifrar ni describir lo que ocurrió a continuación. La impresión no fue la de haber golpeado un cuerpo blando y en movimiento, sino la de haber chocado inesperadamente con un bloque de piedra. Sus dedos quedaron entumecidos, como si acabaran de recibir una descarga eléctrica, y soltaron la barra. Algo le escupió, o le deslumbró, o hizo algo extraño e incomprensible, y una oleada de náusea y de desorientación envolvió todo su cuerpo de un modo casi físico.
Luego, el Unbekannt se irguió delante de él. Sinclair luchó contra su confusión e inmediatamente volvió a caer en ella mientras su mente trataba de reconciliar lo que veía con lo que consideraba remotamente posible. Lo absurdo de lo que sus ojos percibían no encajaba en ningún sentido con ninguna de las cosas que había esperado ver. Y cuando volvió a salir del abismo mental en que había caído, su alienígena antagonista había desaparecido.
Permaneció unos instantes completamente inmóvil, recobrándose de la impresión, y luego miró a su alrededor. No había ningún Unbekannt a la vista, pero unos leves rumores entre la maleza daban a entender que no se habían marchado muy lejos. Después oyó de nuevo el familiar sonido deslizante y se volvió hacia el lugar donde había caído la barra.
Sólo entonces, en una especie de agonía, comprendió lo profundo del abismo en el cual se había sumergido. Ya que la barra de titanio aparecía enrollada formando un dibujo extraño y maravilloso. Las manos de Sinclair temblaban cuando recogió la barra y observó la complejidad de los cerrados lazos, cuya inmaculada formación hubiera exigido de un artesano terrícola muchas horas de paciente trabajo y el empleo de un soldador electrónico. Pero aquella maravilla había sido producida en la fracción de segundo que transcurrió entre el momento en que el metal había abandonado sus dedos y el instante en que había llegado al suelo. Y era completamente fría al tacto.
El fenómeno no tenía explicación. Resultaba imposible y real al mismo tiempo. Y esto, más que cualquier otra cosa de las que había encontrado en Verdammt, provocó sudores en Sinclair, y una sensación de pasmo, y un repentino temor. Recogiendo los restos de la barra, dio media vuelta y se internó deliberadamente en la maleza, siguiendo a los Unbekannt.
Wald encontró a Prellen en la sala de derrota de la Maxwell.
—Sinclair se ha marchado.
—¿A dónde? —inquirió Prellen, súbitamente alarmado.
—No lo sé —respondió Wald—. Se ha internado en la maleza, creo.
—¡Maldición! —exclamó Prellen—. Eso significa que probablemente ha ido a comprobar por sí mismo qué aspecto tienen los Unbekannt. A pesar de lo mucho que me disgusta la Marina, no creo que sea una buena política devolverle a sus técnicos en un estado de shock... y éste será el resultado de semejante contacto, teniendo en cuenta lo rígido de su mentalidad. Además, la nave de la F.T.L. se encuentra solamente a dieciséis horas-luz de distancia. Tenemos que localizar a ese idiota, Anton, antes de que se cause un daño a sí mismo.
—No —dijo Wald—. Sé que tenemos que localizarle. Pero si ha llegado tan lejos como supongo, en este momento se encuentra fuera del alcance de usted. Yo iré a buscarle. Me llevaré a un par de hombres del equipo psíquico y una dosis triple de mezcalina. Si no regresamos, no salga usted en busca nuestra.
—¿De veras hay tanto peligro en las zonas profundas?
—¿Ha olvidado lo que dicen las estadísticas acerca de los desquiciamientos nerviosos en los equipos de exploración?
—No, desde luego que no —dijo Prellen—. Bien, usted es el doctor. ¿Necesita algo especial?
—Sólo unas cuantas plegarias, y mucha imaginación —respondió Wald—. Son los únicos factores con los que podemos contar allí.
—Entonces, le deseo mucha suerte.
En la maleza no había senderos visibles, pero la flexibilidad de los tallos palmeados le permitía avanzar en cualquier dirección con un mínimo de demora. Sinclair anotó mentalmente la posición del sol mientras echaba a andar, escogiendo una zona de agitación visual que le precedía en la maleza y que se movía delante de él, a veces con asombrosa velocidad pero sin alejarse nunca lo suficiente como para que Sinclair la perdiera de vista.
No podía saber si se trataba de un solo Unbekannt o de un grupo de ellos, ni podía explicarse, a pesar de sus conocimientos de física, por qué los alienígenas se revelaban como una sola fluctuación.
El único aspecto familiar de la situación era la sugerencia de un cebo, o de una invitación, para que les siguiera. Dado que Wald había rechazado la posibilidad de que los Unbekannt fueran físicamente peligrosos, Sinclair no se sentía particularmente alarmado por el hecho de seguir a los alienígenas a dondequiera que pensaran llevarle.
Psicológicamente, sin embargo, no estaba tan seguro del terreno que pisaba. Su breve encuentro con los Unbekannt había hecho vacilar seriamente su confianza en el alcance de su propia imaginación, y había subrayado las advertencias de Wald acerca de los peligros más insidiosos de un contacto con alienígenas. Pero la posibilidad de captar al menos un indicio de la tecnología mediante la cual la barra de titanio había sido moldeada en frío, y en milésimas de segundo, haciéndole adquirir su actual y complicadísima forma, era algo irresistiblemente atractivo para él.
Al cabo de una hora de marcha, Sinclair se detuvo, súbitamente desconcertado por lo que parecía ser un espejismo. Experimentó la extraña sensación de que por unos instantes habían existido unas grandes torres delante y en torno de él: torres que se habían levantado y desvanecido con tal rapidez que la impresión era poco más que subliminal. Sin embargo, el fenómeno se había grabado en su mente con una inconfundible aura de realidad. Trastornado aún, observó la zona de maleza con la esperanza de encontrar algo que pudiera haber disparado la fantasía. Pero la vegetación seguía ofreciendo el mismo aspecto, agitándose suavemente pero inmutable.
Luego, el infierno se tragó a Sinclair. De pronto se vio sumergido en el centro de alguna oscura y chirriante enormidad, que podía haber sido el vientre de una máquina funcionando en las profundidades del averno. O podía haber sido parte de una ruidosa hipermetrópoli, tan fuera del alcance de su comprensión como podía haber estado una de sus propias ciudades para el hombre de Neanderthal o de Cro-Magnon. Su mente se encogió ante el insoportable salvajismo de las impresiones provocadas por el ruido, la mugre y la turbulencia.
Luego, la escena desapareció con la misma rapidez con que había brotado. La única turbulencia que quedó fue la de su trastornado cerebro, y el único ruido que percibió fue el de sus propios oídos, vibrando, reaccionando aún a la impresión. Y con un creciente terror en su corazón esperó lo que temía que iba a llegar a continuación.
Con ojos incomprensivos Sinclair trató de seguir las series de montajes y espejismos de escenas y símbolos que fluían a su alrededor y encima de él. Sus entornos alcanzaban transposiciones aparentemente imposibles, desde las lúgubres sombras de algún enorme complejo satánico hasta la candente negatividad de un punto aislado del desierto, en una perspectiva tan inimaginable que Sinclair se veía obligado a cerrar los ojos para poder soportarla. Y de nuevo las imágenes se hacían borrosas y volvían a formarse, llenándole de emociones que su cuerpo no estaba construido para experimentar.
Su primera impresión había sido la de movimiento, la de ser arrojado a una serie de quasi entornos demenciales. Más tarde, alguna porción más racional de su mente revalorizó las sensaciones y arrojó sobre él el semiformado concepto de que estaba realmente inmóvil y de que aquellos fantásticos quasi contornos estaban siendo realmente creados y disueltos a su alrededor.
Recordó que Prellen había definido la inteligencia, en relación con los Unbekannt, como la capacidad consciente de modificar el entorno. Empezó a percibir vagamente el axioma de que, a lo largo del tiempo, todos los entornos, sea por manipulación, sea por causas naturales, deben cambiar; y que el inimaginable flujo y las transformaciones que se producían a su alrededor diferían esencialmente en ritmo de cualquier situación humana.
Sinclair no vio a Wald y a los dos hombres del equipo psíquico, moviéndose como hombres rana a través de las extensiones de pesadilla. No vio cómo disparaban una pistola hipodérmica contra su brazo...
Faltaban dos horas para el aterrizaje cuando aplicaron a Sinclair un contrasedante y le permitieron, todavía tembloroso a causa de la reacción, que efectuara los ajustes finales y activara la rejilla. Wald no se movió de su lado, ayudándole en las operaciones más sencillas y observándole constantemente con una especie de apenada simpatía. Finalmente, Sinclair declaró que la tarea estaba terminada y se volvió hacia el doctor con una forzada sonrisa en los labios.
—Tengo que darle las gracias por haberme sacado de allí. No puedo decir que no me advirtiera usted.
Wald se encogió de hombros, quitándole importancia al incidente.
—¿Cómo se siente ahora?
—Aturdido y... confuso. Creo que nunca volveré a ser el mismo después de aquella experiencia.
Wald asintió.
—Resulta terrible tener un montón de conceptos y ningún medio para comunicarlos... Usted fue hacia allí sin ninguna preparación. Normalmente, nosotros utilizamos drogas que le dejan a uno razonablemente objetivo, al tiempo que reducen al mínimo la tensión de la imaginación. Es el único modo de sobrevivir allí.
Sinclair preguntó:
—Pero, ¿cómo puede tener existencia algo tan absolutamente imposible?
—Estoy convencido —dijo Wald— de que ellos se formulan la misma clase de pregunta acerca de nosotros, y casi con la misma esperanza de encontrar una respuesta. La verdad es que ni ellos ni nosotros somos imposibilidades; lo que ocurre es que sobrepasamos las limitaciones en las mentes de los otros. Y ellos o nosotros, o ambos, como especie, hemos de encontrar el medio para efectuar un reajuste, si de veras queremos alcanzar algún nivel de comprensión.
»Creo que ahora se dará usted cuenta de lo atrapados que estamos en la tela de araña de las cosas que sabemos. Limitamos nuestra imaginación con unos puntos de referencia que nos dejan un reducido cuadro de probabilidades y posibilidades. No podemos comprender a los Unbekannt ni comunicarnos con ellos, porque discurren en un plano que no está previsto en la estructura de nuestra lógica. El único puente concebible entre las dos culturas sería una mente humana que no hubiese sido moldeada demasiado rígidamente en nuestros conceptos lógicos, y que pudiera ser expuesta simultáneamente a las dos culturas, con la esperanza de que aprendiera a aceptar, si no a reconciliar, las dos series de valores mutuamente contradictorios.
—Si existiera un individuo con una mente así...
—Yo creo que existe —dijo Wald—. Uno de ellos es nuestro embajador.
En alguna parte un timbre empezó a resonar a intervalos regulares. Sinclair consultó su cronómetro.
—Veinte segundos para el contacto —dijo.
Toda la atención estaba centrada ahora en el poderoso rayo de energía que la rejilla proyectaba en el cielo. Por muy familiarizado que se estuviera con el proceso, era un espectáculo que nunca perdía su fascinación. En un momento determinado, la inmensa nave de la F.T.L. se abría camino a través del espacio a una velocidad casi infinita; un instante después surgiría en el espacio-tiempo normal, enristrado, suspendido y en reposo sobre el rayo de la rejilla, en virtud de un milagro al que nadie acababa de acostumbrarse.
Sinclair dijo: «¡Ahora!» y el timbre empezó a sonar ininterrumpidamente.
Simultáneamente apareció la nave, mucho más cerca de lo que había sido previsto, aunque dentro de los márgenes de seguridad. El choque supersónico de su llegada hizo retemblar el suelo y provocó una intensa lluvia que los espectadores soportaron estoicamente como parte de la ceremonia de llegada.
Lentamente, como si tirara de ella un cordel invisible, la nave descendió hasta posarse sobre la rejilla. Después de un período de aparente inactividad, las escotillas de la parte inferior se abrieron para dar paso a un montacargas que facilitaría el desembarco. Cuando el montacargas se posó en el suelo se produjo un movimiento general en dirección a él.
Wald miró a Sinclair.
—¿Ha terminado su trabajo? Venga conmigo, voy a presentarle al embajador.
Sinclair miró el mono azul que vestía.
—¿Con esta ropa?
—No importa. En la A.T.E. no estamos apegados a los convencionalismos.
Se dirigieron hacia el lugar donde la multitud empezaba a abrir paso al embajador y a sus acompañantes.
Cuando estaban muy cerca de Sinclair se detuvo, desconcertado, y cogió al doctor Wald por el brazo.
—Oiga, ¿hablaba usted en serio?
—¿Acerca de qué? —inquirió Wald, con una expresión de ingenuidad.
—Acerca del embajador... Dígame que ha sido una broma.
—Si cree que es una broma, tiene usted un extraño sentido del humor.
—Pero, un bebé... Ahora comprendo por qué necesitaban la rejilla para un aterrizaje suave.
—William Arthur Prellen —dijo Wald—, Embajador para el Territorio Espacial de Verdammt. Edad, veintisiete días, uno más, uno menos. Un poco crecido ya para el cargo, pero es la mejor posibilidad que tenemos de establecer contacto con los Unbekannt. Pretendemos ponerle en contacto con ellos con la suficiente frecuencia y durante períodos de tiempo lo bastante prolongados como para que su mente en formación les admita del mismo modo que a nosotros. ¿Qué pasa? Parece usted un poco decepcionado... No me diga que acaba de darse cuenta de que la A.T.E. no es un servicio tan cómodo como parece...
Recordando su propia experiencia en contacto con los Unbekannt, Sinclair se sentía más bien enfermo.
—Y, ¿cree usted de veras que tienen una posibilidad de conseguir algo?
—Sólo una posibilidad —dijo Wald—, y además peligrosa. Peligrosa para el joven Prellen y para los que han traído aquí. Ésta podría ser la mayor victoria del almirante Melk.
—Nunca lo sabrá —dijo Sinclair—. Al menos, no lo sabrá por mí. Nunca imaginé que se arriesgaran ustedes tanto.
—También se han arriesgado los Unbekannt —dijo Wald—. ¿Recuerda aquel cristal que le enseñé un día en mi oficina? ¿Le he dicho ya que crece un poco cada día? Sospecho que es un embrión de Unbekannt. Su embajador ante nosotros, por así decirlo. Todo parece indicar que hemos alcanzado ya ese primer punto de comprensión.
ASÍ BURLAMOS A CARLOMAGNO
R. A. Lafferty
—Habíamos estado en algunos muy altos —dijo Gregory Smirnov, del Instituto—, pero nunca nos habíamos encontrado en uno tan grande como éste, no rodeados de tan apasionada expectación. Pero, si los cálculos de Epiktistes son correctos, éste funcionará.
—Este funcionará —dijo Epikt.
¿Era este Epiktistes la máquina Ktistec? ¿Quién lo hubiese creído? La masa principal de Epikt estaba cinco pisos debajo de ellos, pero él había instalado una extensión de sí mismo hasta aquel pequeño tejadillo. Lo único que se necesitaba era un cable de un metro de diámetro con una cabeza funcional montada en el extremo.
¡Y qué cabeza había escogido! Era una cabeza de serpiente de mar, una cabeza de dragón, de cinco pies de longitud y copiada de un antiguo carnaval. Epikt se había dado también a sí mismo un lenguaje humano, una mezcla de irlandés, hebreo y holandés que parecía sacada de un viejo vodevil.
Pero se había tomado aquel proyecto muy en serio.
—Disponemos de unas condiciones perfectas para la prueba —dijo la máquina Epikt, como llamándoles al orden. —Hemos instalado nuestros textos básicos y tomado cuidadosa nota del mundo tal como es. Si el mundo cambia, los textos tienen que cambiar delante de nuestros ojos. Para nuestra prueba-piloto, hemos escogido aquella parte de nuestra propia ciudad de tamaño mediano que puede ser divisada desde este puesto de observación. Si el mundo, en su continuidad pasado-presente, es cambiado por nuestra intervención, el rostro de nuestra ciudad cambiará también instantáneamente mientras lo contemplamos.
»Hemos reunido aquí los mejores cerebros y criterios del mundo: ocho humanos y una máquina Ktistec, yo. Recuerden que somos nueve. Puede ser importante.
Los nueve mejores cerebros eran: Epiktistes, la máquina trascendental que puso la «K» en Ktistec; Gregory Smirnov, el generoso director del Instituto; Valery Mok, una incandescente dama científica; su eclipsado y superinteligente marido Charles Cogsworth; el serio e infalible Glasser; Aloysius Shiplap, el genio en embrión; Willy McGilly, un hombre que carecía de falsa modestia; Audifax O'Hanlon; y Diógenes Pontifex. Los dos últimos no eran miembros del Instituto, pero cuando se reúnen los mejores cerebros del mundo, ellos dos no pueden faltar.
—Vamos a entremeternos con un pequeño detalle de la historia del pasado y observar su efecto —dijo Gregory—. Esto no se ha hecho nunca abiertamente. Vamos a retroceder a una época que ha sido llamada «Un sendero de luz en la vasta oscuridad», la época de Carlomagno. Estudiaremos por qué se apagó aquella luz y no encendió otras. El mundo perdió cuatrocientos años por aquella llama moribunda cuando la yesca estaba aparentemente preparada para encenderse. Retrocedamos hasta aquel falso amanecer de Europa y estudiemos las causas del fallo. El año era el 778 y la región era España. Carlomagno había establecido una alianza con Marsilies, el rey árabe de Zaragoza, contra el Califa Abderramán de Córdoba. Carlomagno tomó las ciudades de Pamplona, Huesca y Gerona, y limpió el camino para Marsilies en Zaragoza. El Califa aceptó la situación. Zaragoza sería independiente, una ciudad abierta a los musulmanes y a los cristianos. Las Marcas septentrionales hasta la frontera de Francia garantizarían su Cristiandad, y habría paz para todo el mundo.
»El tal Marsilies había tratado como iguales a los cristianos en Zaragoza desde hacía mucho tiempo, y ahora habría un camino abierto desde el Islam hasta el Imperio Franco. Marsilies entregó a Carlomagno treinta y tres eruditos (musulmanes, judíos y cristianos) y algunas mulas españolas para sellar el trato. Y pudo haberse producido una fecunda interpenetración de culturas.
»Pero el camino quedó cerrado en Roncesvalles, donde la retaguardia de Carlomagno fue víctima de una emboscada y destruída cuando regresaba a Francia. Los responsables de la emboscada eran más vascos que musulmanes, pero Carlomagno cerró la puerta de los Pirineos y juró que en adelante ni siquiera un pájaro podría volar por encima de aquella frontera. Mantuvo el camino rigurosamente cerrado, y lo mismo hicieron sus hijos y sus nietos. Pero, al sellar el mundo musulmán, Carlomagno selló también su propia cultura.
»En sus años postreros trató de revitalizar la civilización con un puñado de irlandeses semieruditos, griegos vagabundos y copistas romanos, incapaces de revitalizar nada. Si la puerta del Islam hubiese permanecido abierta, se hubiera producido un verdadero florecimiento de la cultura. Ahora vamos a disponer las cosas de modo que no se produzca la emboscada de Roncesvalles ni quede cerrada la puerta abierta entre las dos civilizaciones. Entonces veremos lo que nos sucede.
—Intrusivos como ladrones —dijo Epikt.
—¿Quién es un ladrón? —preguntó Glasser.
—Yo —dijo Epikt—. Todos nosotros. Es de una antigua poesía. He olvidado el nombre del autor; pero lo tengo archivado en mi cerebro principal, abajo, si le interesa.
—Operaremos con un texto básico de Hilarius —continuó Gregory—. Lo observaremos cuidadosamente, y debemos recordarlo tal como es. Es posible que pronto podamos decir tal como era. Creo que las palabras cambiarán sobre la misma página de este libro mientras las contemplamos. En cuanto hayamos hecho lo que pretendemos hacer.
El texto básico marcado en el libro abierto decía:
«El traidor Gano, con dinero del Califa de Córdoba, alquiló a cristianos vascos (vestidos como mozárabes zaragozanos) para tender una emboscada a la retaguardia de las fuerzas francesas. Para hacer esto era necesario que Gano se mantuviera en contacto con los vascos y al mismo tiempo entretuviera a la retaguardia de los francos. Sin embargo, Gano servía a la vez de guía y de explorador de los francos. La emboscada se llevó a cabo. Carlomagno perdió sus mulas españolas. Y cerró la puerta contra el mundo musulmán.»
Ése era el texto de Hilarius.
—Cuando apretemos el botón —dijo Gregory—, esto cambiará. Epikt, por media de una serie de mecanismos que ha reunido, enviará un Avatar (en parte mecánico y en parte de construcción espectral), y algo le sucederá al traidor Gano una noche en el camino de Roncesvalles.
—Espero que el Avatar no sea caro —dijo Willy McGilly—. Cuando yo era un chiquillo utilizábamos flechas que fabricábamos nosotros mismos con ramas de olmo.
—Este no es lugar para bromas —protestó Glasser—. ¿A quién mató usted en el tiempo cuando era un chiquillo, Willy?
—A montones de gente. Al rey Wu, de Manchuria, al Papa Adriano VII, al Presidente Hardy de nuestro propio país, al rey Marcel de Auvernia, al filósofo Gabriel Toeplitz...
—Nunca he oído hablar de ninguno de ellos —insistió Glasser.
—Claro que no. Les matamos cuando eran niños.
—Basta de tonterías, Willy —intervino Gregory.
—Lo que está diciendo Willy no son tonterías —protestó la máquina Epikt—. ¿De dónde creen que saqué la idea?
—Contemplen el mundo —dijo Aloysius en voz baja—. Estamos viendo nuestra propia ciudad, de tamaño mediano, con media docena de torres de ladrillo color pastel. La veremos crecer o encogerse. Si el mundo cambia, la ciudad cambiará.
—Hay dos espectáculos en la ciudad a los que no he asistido —dijo Valery—. ¡No dejen que desaparezcan! Después de todo, en la ciudad no hay más que tres teatros.
—Podíamos haber tomado también Las Bellas Artes como textos básicos —dijo Audifax O'Hanlon—. Ustedes pueden decir lo que quieran, pero el arte no había mostrado nunca la actual decadencia. Sólo hay tres escuelas de pintura, todas ellas malas. La escultura se desenvuelve a base de chatarra. El único arte popular, el esgrafiado sobre las paredes de los mingitorios, se ha convertido en algo vulgar, estilizado y feo.
»Los únicos pensadores que merecen este nombre son el difunto Teilhard de Chardin y los abortos Sartre, Zielinski y Aichinger. ¡Oh! Si se lo toman a risa, es mejor que me calle.
—Todos nosotros somos expertos en algo —dijo Cogsworth—. La mayoría de nosotros somos expertos en todo. Conocemos el mundo tal como es. Hagamos lo que vamos a hacer, y luego miremos al mundo.
—¡Apriete el botón, Epikt! —ordenó Gregory.
Desde sus profundidades, la máquina Ktistec envió un Avatar, en parte mecánico y en parte de construcción espectral. A lo largo del camino de Pamplona a Roncesvalles, el 14 de agosto del año 778, el traidor Gano fue ahorcado en un algarrobo, el único que crecía en aquellos bosques de robles y hayas. Y a partir de aquel momento todas las cosas cambiaron.
—¿Ha funcionado, Epikt? —preguntó Louis Lobachevski—. No veo ningún cambio.
—El Avatar ha regresado e informa que ha cumplido su misión —declaró Epikt—. Tampoco yo veo ningún cambio.
Los trece, los diez humanos y las máquinas Ktistec, Chresmoeidec y Proaisthematic, se volvieron hacia la evidencia y su decepción fue en aumento.
—No hay una sola palabra cambiada en el texto de Hilarius —gruñó Gregory.
Y en efecto, el texto básico decía:
«El rey Marsilies de Zaragoza aceptó dinero del Califa de Córdoba por persuadir a Carlomagno a que abandonara la conquista de España (un proyecto que nunca estuvo en la mente de Carlomagno); aceptó dinero de Carlomagno como recompensa por las ciudades de las Marcas septentrionales que habían sido devueltas al gobierno de la cristiandad (aunque el propio Marsilies no las había gobernado nunca); y aceptó dinero de todos los que quisieron utilizar la nueva vía para el comercio que pasaba a través de su ciudad. A cambio, Marsilies sólo entregó treinta y tres eruditos, otras tantas mulas y unas cuantas carretas de manuscritos procedentes de las antiguas bibliotecas helenísticas. Pero quedó abierto un camino sobre las montañas entre los dos mundos; y también un sector de la costa mediterránea quedó abierto a ambos. Se estableció una pequeña apertura entre los dos mundos, y en cada uno de ellos se produjo una leve reanimación de la civilización.»
—No, no hay una sola palabra del texto cambiada —gruñó Gregory—. La Historia siguió el mismo curso. ¿Cómo ha fallado nuestro experimento? Hemos intentado, por medio de un mecanismo que ahora parece un poco nebuloso, acortar el período de gestación para el nuevo nacimiento. Y no se ha acortado.
—La ciudad no ha cambiado en ningún sentido —dijo Aloysius Shipla—. Continúa siendo una hermosa ciudad con dos docenas de torres imponentes de piedra caliza multicolor y mármol mediterráneo. Es una metrópoli vital, y todos nosotros la amamos, pero continúa siendo lo que era.
—Hay un par de docenas de excelentes espectáculos que no he tenido ocasión de presenciar —dijo Valery alegremente mientras examinaba la cartelera—. Temí que pudiera haberles sucedido algo a nuestros teatros.
—Las Bellas Artes no han experimentado ningún cambio —dijo Audifax O'Hanlon—. Ustedes pueden decir lo que quieran, pero el arte no había mostrado nunca el actual florecimiento. Las escuelas de pintura proliferan como las estrellas en una galaxia. La escultura escandinava y maorí ha perdido su preponderancia en un campo donde casi todo es extraordinario. La música ha alcanzado cimas sublimes. E incluso un arte siempre popular, el esgrafiado sobre las paredes de los mingitorios, conserva sus excelencias. ¡Ah! Vivimos en un mundo de abundancia, desde el punto de vista artístico.
—Hay más hierba de la que podemos rumiar —dijo Willy McGilly—. El experimento, desde luego, ha sido un fracaso. Y yo me alegro. Me gusta un mundo de abundancia.
—No podemos decir que el experimento ha sido un fracaso, puesto que sólo hemos cubierto la tercera parte de él —dijo Gregory—. Mañana efectuaremos nuestra segunda tentativa en el pasado. Y si después de eso queda un presente para nosotros, haremos una tercera tentativa al día siguiente.
—Despejen, señores, despejen —dijo la máquina Epiktistes—. Volveremos a reunirnos aquí mañana. Ahora, ustedes a sus placeres y nosotros a los nuestros.
Aquella noche hablaron, lejos de las máquinas, donde podían hacer descabelladas conjeturas sin que se rieran de ellos.
—Saquemos una tarjeta del montón, al azar —dijo Louis Lobachevski—. Tal vez el cambio de sistema cambie el resultado del experimento.
—Sugiero que utilicemos a Ockham —dijo John Konduly.
—¿El Tímido? —inquirió Valery—. Fue el último y el menor de los eruditos medievales escolásticos. ¿Cómo podría afectar a algo lo que él hiciera o dejara de hacer?
—¡Oh, no! Estuvo a punto de cortarse la yugular. Y lo hubiera hecho si no hubiesen arrancado la navaja de su mano. Pero hay algo que no encaja. Es como si yo recordara la época en que las cosas no eran tan severas para Ockham, como si el Terminalismo de Ockham no significara lo que sabemos que significa.
—Bueno, dejemos que se corte la yugular —dijo Willy—. Dejemos que se produzca la terminación lógica del Terminalismo, y veamos hasta qué punto estaba afilada la navaja de afeitar de Ockham.
—Lo haremos —dijo Gregory—. Así podremos descubrir si las actitudes puramente intelectuales tienen un efecto positivo. Dejaremos los detalles a cargo de Epikt, pero creo que el momento crucial se sitúa en el año 1323, cuando John Lutterell se trasladó desde Oxford a Avignon, donde entonces se hallaba establecida la Santa Sede. Era portador de cincuenta y seis proposiciones sacadas de los Comentarios de Ockham, y propuso que fuesen condenadas. No fueron condenadas abiertamente, pero Ockham salió seriamente quebrantado de aquel primer asalto y nunca llegó a reponerse. Lutterell demostró que el nihilismo de Ockham no tenía la menor consistencia intelectual. Y la obra de Ockham se perdió, dejando únicamente leves resonancias en las pequeñas cortes germanas que Ockham visitó posteriormente. Pero, si las actitudes intelectuales tienen un efecto positivo, los puntos de vista de Ockham podían haber hundido el mundo.
—A nosotros no nos hubiese gustado Lutterell —dijo Aloysias—. Carecía del sentido del humor, era un hombre muy frío y siempre tenía razón. Y nos hubiese gustado Ockham. Era encantador, y estaba equivocado, y tal vez destruiremos aún el mundo. Existe esa posibilidad, si dejamos las manos libres a Ockham. China permaneció helada durante millares de años por una actitud intelectual, mucho menos perturbadora que la de Ockham. La India está hipnotizada en un extraño éxtasis que se llama a sí mismo revolucionario: hipnotizada por una actitud intelectual. Pero nunca existió una actitud como la de Ockham.
De modo que decidieron que el que fue Canciller de Oxford, John Lutterell, un hombre que siempre estaba enfermo, enfermaría una vez más en el curso de su viaje a Avignon y no llegaría allí para denunciar la obra de Ockham antes de que infestara al mundo.
—Vamos con ello, señores —dijo Epikt al día siguiente—. Voy a detener a un hombre que se dirige a Avignon, procedente de Oxford, en el año 1323. Ocupen sus asientos y empecemos.
Y la gran cabeza de serpiente de mar de Epiktistes resplandeció con todos los colores mientras él soplaba sobre un pooka-dooka de siete brazos y llenaba la estancia de humo maravilloso.
—¿Todo el mundo preparado para que le corten el pescuezo? —preguntó Gregory alegremente.
—Adelante —dijo Diógenes Pontifex—, aunque he de confesar que no tengo ninguna esperanza de éxito. Si nuestro experimento de ayer fracasó, no veo cómo un erudito inglés, dispuesto a hacer condenar cincuenta y seis puntos de razonamiento abstracto de otro erudito inglés por un tribunal italiano establecido en Francia, puede producir algún efecto.
—Disponemos de unas condiciones perfectas para la prueba —dijo la máquina Epikt—. Hemos instalado un texto básico de la Historia de la Filosofía de Cobblestone. Si la prueba es positiva, el texto cambiará delante de nuestros ojos. Y lo mismo sucederá con todos los otros textos, y con el mundo.
—Hemos reunido aquí los mejores cerebros y criterios del mundo —dijo la máquina Epiktistes—, diez humanos y tres máquinas. Recuerden que somos trece. Esto puede ser importante.
—Contemplen el mundo —dijo Aloysios Shiplap—. Ayer ya dije eso, pero es preciso que vuelva a decirlo. Tenemos el mundo en nuestros ojos y en nuestras memorias. Si cambia en cualquier sentido, lo sabremos.
—Apriete el botón, Epikt —dijo Gregory Smirnov.
Desde sus profundidades, Epiktistes, la máquina Ktistec, envió un Avatar, en parte mecánico y en parte de construcción espectral. Y a lo largo del camino de Mende a Avignon, en el antiguo Languedoc, distrito de Francia, en el año 1323, John Lutterell fue atacado por otra enfermedad. Le llevaron a una pequeña posada, y quizá murió allí. En cualquier caso, no llegó a Avignon.
—¿Ha funcionado, Epikt? —preguntó Aloysius.
—Comprobemos la evidencia —dijo Gregory.
Los cuatro, los tres humanos y el fantasmal Epikt que era una máscara con un tubo parlante, se volvieron hacia la evidencia y su decepción fue en aumento.
—La estaca continúa ahí con sus cinco muescas —dijo Gregory—. Era nuestra estaca de prueba. Nada ha cambiado en el mundo.
—Las artes continúan siendo lo que eran —dijo Aloysius—. Nuestro cuadro sobre la piedra, en el que hemos trabajado durante tantas estaciones, está completamente igual. Hemos pintado los osos negros, los búfalos rojos y los hombres azules. Cuando encontremos un medio para producir otro color, podremos representar también las aves. Tenía la esperanza de que nuestro experimento nos proporcionaría ese otro color. Incluso había soñado que las aves podían parecer en el cuadro delante de nuestros ojos.
—Sigue habiendo solomillo de mofeta para comer, y nada más. —dijo Valery—. Tenía la esperanza de que nuestro descubrimiento lo transformaría en pierna de venado.
—No está todo perdido —dijo Aloysius—. Nos quedan aún las nueces. Ésa fue mi última plegaria antes de que empezara nuestro experimento. Recé para que no nos quedásemos sin nueces.
Se sentaron alrededor de la mesa de conferencias, que era una gran roca plana, y partieron nueces con unos martillos de piedra. Iban completamente desnudos, y el mundo era como había sido siempre. Habían confiado en cambiarlo por medio de la magia.
—Epikt nos ha fallado —dijo Gregory—. Construimos su armazón con las mejores estacas, y tejimos su rostro con las hierbas más finas. Entonamos los cantos mágicos y colocamos todos nuestros tesoros especiales en las bolsas de sus mejillas. De modo que, ahora, ¿qué puede hacer la máscara mágica por nosotros?
—Pregúntelo, pregúntelo —dijo Valery.
Eran los cuatro mejores cerebros del mundo: los tres humanos, Gregory, Aloysius y Valery (los únicos humanos del mundo, a menos de que se incluyeran en la cuenta los de los otros valles), y el fantasma Epikt, una máscara con un tubo parlante.
—¿Qué haremos ahora, Epikt? —preguntó Gregory.
Luego fue a situarse detrás de Epikt, donde se encontraba el tubo parlante.
—Recuerdo a una mujer con una salchicha pegada a su nariz —dijo Epikt con la voz de Gregory—. ¿Puede ser eso de alguna utilidad?
—Puede ser de alguna utilidad —dijo Gregory, después de haber ocupado de nuevo su sitio en la mesa de conferencias—. Es de un antiguo cuento popular acerca de los tres deseos.
—Dejemos que Epikt lo cuente —dijo Valery—. Lo hace mucho mejor que usted.
Valery fue a situarse detrás de Epikt, donde se encontraba el tubo parlante.
—La esposa desperdicia un deseo por una salchicha —dijo Epikt con la voz de Valery—. Una salchicha es un trozo de carne de venado metido dentro de un trozo de tripa de venado. El marido está furioso porque la esposa ha desperdiciado un deseo, puesto que podía haber deseado un venado entero y hacer con él muchas salchichas. Está tan furioso, que desea que la salchicha quede pegada a la nariz de su esposa para siempre. El deseo se realiza, la mujer llora, y el hombre se da cuenta de que ha desperdiciado el segundo deseo. He olvidado el resto.
—¡No puedes haberlo olvidado, Epikt! —gritó Aloysius, alarmado—. El futuro del mundo puede depender de tu memoria. A ver, dejen que razone con esa maldita máscara mágica.
Y Aloysius fue a situarse detrás de Epikt, donde se encontraba el tubo parlante.
—¡Oh, sí! Ahora lo recuerdo —dijo Epikt con la voz de Aloysius—. El hombre utilizó el tercer deseo para desprender la salchicha de la nariz de su esposa. De modo que las cosas quedaron igual que antes.
—¡Pero nosotros no queremos que queden igual que antes! aulló Valery—. Comiendo solomillo de mofeta, y sin nada que ponerme, aparte de mi capa de piel de mono... Queremos mejorar. Queremos pierna de venado y pieles de ante.
—Aceptadme como un místico o no me aceptéis —declaró Epikt.
—Aunque el mundo haya sido siempre así, tenemos insinuaciones de otras cosas —dijo Gregory—. ¿Cuál fue el héroe popular que hizo el dardo? ¿Y de qué lo hizo?
—El héroe popular fue Willy McGilly —dijo Epikt con la voz de Valery, que apenas había tenido tiempo de llegar al tubo parlante. Y lo hizo con una rama de olmo.
—¿Podemos hacer un dardo como el que hizo el héroe popular Willy? —preguntó Aloysius.
—Podemos —dijo Epikt.
—Entonces, podríamos hacer también un arco...
—...y matar a un Avatar con él antes de que él matara a alguien más —terminó Gregory en tono excitado.
—Desde luego —dijo el fantasmal Epikt, que no era más que una máscara con un tubo parlante—. Nunca me han gustado esos Avatares.
Epikt era algo más que una máscara con un tubo parlante. Mucho más. Tenía rocas de almandina en su interior, y auténtica sal marina. Tenía polvo hecho con ojos de castor. Tenía cascabeles de serpiente y garras de armadillo. Era la primera máquina Ktistec.
—Dame la palabra, Epikt —gritó Aloysius unos momentos después, mientras adaptaba el dardo al arco.
—¡Dispara el arco! —aulló Epikt—. ¡Clávale el dardo a ese Avatar!
En un año sin numerar, en el Camino de Ningunaparte a Eom, un Avatar cayó muerto con un dardo hecho con una rama de olmo clavado en el corazón.
—¿Ha funcionado, Epikt? —preguntó Charles Cogsworth, en tono excitado—. Tiene que haber funcionado. Estoy aquí. Y en el último experimento no estaba.
—Comprobemos la evidencia —sugirió Gregory tranquilamente.
—¡Maldita sea la evidencia! —exclamó Willy McGilly—. Recuerde dónde lo oyó por primera vez.
—¿Ha empezado ya? preguntó Glassee.
—¿Ha terminado? —inquirió Audifax O'Hanlon.
—¡Aprieta el botón, Epikt! —ladró Diógenes—. Creo que me he perdido parte del experimento. Vamos a intentarlo otra vez.
—¡Oh, no! ¡No! —dijo Valery—. Otra vez, no. Estoy harta de solomillo de mofeta...
FIN
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