"StarCraft", vol.01
Jeff Grubb
Antebellum
—
El hombre cubierto por el abrigo andrajoso se yergue en el interior de un cuarto lleno de sombras, bañado por la luz. No, falso. La luz no ilumina a la figura, sino que ésta es la luz encarnada, la luz plegada y curvada sobre sí misma a modo de réplica holográfica del modelo original. Le habla a la habitación mal iluminada, sin saber y sin preocuparle que haya nadie presente más allá de los límites de su propia irradiación. Un penacho de humo fantasmagórico, igual de luminoso, repta en el aire procedente del cigarrillo que sostiene en su mano izquierda.
Es una astilla del pasado, un trozo de lo que se fue, congelado en la luz, actor para un público invisible.
—Saben quién soy —dice la resplandeciente figura. La pausa le permite dar una calada al cilindro asesino—. Han visto mi cara en la Red de Noticias Universal, y han leído los artículos bajo mi pie de autor. Algunos de éstos llegaron a ser escritos por mí. Otros, en fin, digamos que mantengo en nómina a varios redactores con talento. —Se encogió de hombros con gesto cansino, se diría que risueño.
La grabación lo presenta como a un pequeño maniquí, pero su aspecto apunta a que, en la vida real, su peso y proporciones serían normales, si bien algo larguirucho. Los hombros algo caídos delatan agotamiento o el peso de la edad. Su cabello, rubio oscuro, se ve pincelado de estrías grises y está recogido en una coleta para camuflar una obvia coronilla despejada. Tiene el rostro enjuto, un poco más adusto de lo permitido para los noticiarios tradicionales, aunque sigue siendo reconocible. Se trata aún de un rostro famoso, familiar, conocido en todo el espacio humano, incluso en estos últimos tiempos sacudidos por la guerra.
Mas son sus ojos los que exigen atención. Están encajados en las cuencas, incluso en la grabación parece que estén a punto de saltar. Son los ojos los que crean la ilusión de que la resplandeciente figura puede ver a su audiencia, hasta el fondo de sus seres. Ése ha sido siempre su talento, conectar con su público aun cuando se encontrara a años luz de distancia.
La figura inhala otra bocanada de humo cancerígeno. Su cabeza queda bañada por un nimbo celestial de volutas efímeras.
—Tal vez hayan escuchado los informes oficiales acerca de la caída de la Confederación del Hombre y del glorioso auge del imperio llamado el Dominio Terráqueo. Quizá hayan escuchado las historias acerca de la venida de los alienígenas, las hordas de Zerg y los inhumanos y etéreos Protoss. De las batallas del sistema de Sara y la caída del mismísimo Tarsonis. Han oído las noticias. Como dije antes, algunas de ellas llevaban mi nombre estampado. En algunas incluso se contaba parte de la verdad.
En las tinieblas al borde de la luz, alguien se revuelve incómodo, invisible. Del proyector holográfico escapan haces de luz extraviados, fotones aventureros, pero los espectadores permanecen en el anonimato, por el momento. Tras el aforo amortajado por las sombras, se escucha el goteo del agua.
—Así pues, han leído mis palabras y se las han creído. Estoy aquí para contarles que la mayoría de esas retransmisiones eran paparruchas sin sentido, modeladas por las potencias vigentes en aquellos momentos para convertirlas en algo más creíble y más fácil de digerir. Se contaron muchas mentiras, grandes y pequeñas, bulos que nos han conducido a nuestra patética situación actual. Una situación que no va a mejorar a menos que empecemos a hablar de lo que ha acontecido en realidad. Lo que sucedió en Chau Mara, Mar Sara, Antiga Prime y el propio Tarsonis. Lo que me sucedió a mí, y a algunos de mis amigos, y también a algunos de mis enemigos.
La figura hace una pausa, durante la que se yergue cuan alto es. Escruta su entorno, sus ojos ciegos recorren la sala en penumbra. Mira en el fondo del alma de su público.
—Me llamo Michael Daniel Liberty. Soy reportero. Consideren éste mi reportaje más importante, tal vez el definitivo. Considérenlo mi manifiesto. Llámenlo como les plazca. Sólo he venido para hablar de lo que ocurrió en realidad. Estoy aquí para dejar constancia de los hechos. Estoy aquí para contarles la verdad.
_____ 1 _____
Leva de enganche
Antes de la guerra, todo era distinto. Demonios, por aquel entonces nos limitábamos a vivir al día, a hacer nuestro trabajo, a cobrar nuestros cheques y a apuñalar a nuestros compañeros y compañeras por la espalda. No teníamos ni idea de cómo iban a empeorar las cosas. Engordábamos y éramos felices, igual que los gusanos en el cadáver de un animal. Se producía la suficiente violencia esporádica (rebeliones y revoluciones y oportunistas gobiernos coloniales) como para que los militares se mantuviesen ocupados, pero no tanta como para constituir una seria amenaza para el estilo de vida al que nos habíamos acostumbrado. En retrospectiva, éramos descarados y complacientes.
Si llegase a estallar una guerra de verdad, en fin, sería asunto del ejército. Asunto de los marines. No nuestro.
—EL MANIFIESTO DE LIBERTY
La ciudad se extendía a los pies de Mike igual que un cubo lleno de cucarachas de jade que se hubiera volcado. Desde la vertiginosa altura del despacho de Handy Anderson, casi acertaba a ver el horizonte entre los edificios más impresionantes. Tal era la extensión de la urbe, que formaba una irregular empalizada de astas a lo largo del borde del mundo.
La ciudad de Tarsonis, en el planeta del mismo nombre. La ciudad más importante del planeta más importante de la Confederación del Hombre. Una ciudad tan enorme que se repetía su nombre al referirse a ella. Una resplandeciente baliza de la civilización, depositaría de los recuerdos de la Tierra olvidados ya por la historia, la leyenda y las generaciones anteriores.
Un dragón dormido. Michael Liberty no podía resistirse a tirarle de la cola.
—Apártate del borde, Mickey —dijo Anderson. El jefe de redacción se encontraba firmemente instalado tras su mesa, tan alejada de la vista panorámica como le era posible.
A Michael Liberty le satisfizo pensar que apreciaba una nota de preocupación en la voz de su jefe.
—No se preocupe. No tengo intención de saltar. —Reprimió una sonrisa.
Mike y el resto de la plantilla del noticiario sabían que el jefe de redacción padecía acrofobia, pero se resistía a desprenderse de la vista de su estratosférica oficina. Así que, en cada una de las escasas ocasiones que Liberty era convocado al despacho de su superior, siempre se quedaba cerca de la ventana. La mayor parte del tiempo, tanto él como los demás galeotes y gacetilleros trabajaban en las profundidades del cuarto piso, o en las cabinas de retransmisión del sótano del edificio.
—No me preocupa que saltes. Si te tiras, podré sobrellevarlo. Lo cierto es que eso me resolvería un montón de problemas y me daría un titular para la edición de mañana. Me preocupa más que pueda alcanzarte algún francotirador desde otro edificio.
Liberty se volvió hacia su jefe.
—¿Tanto cuesta sacar las manchas de sangre de la alfombra?
—Eso, por un lado —repuso Anderson, con una sonrisa—. Lo más fastidioso es reemplazar la ventana.
Liberty echó un último vistazo al tráfico que reptaba allá abajo y regresó a las sillas sobreacolchadas enfrente de la mesa. Anderson procuraba mostrarse impertérrito, pero Mike se dio cuenta de que el editor exhalaba una larga y lenta bocanada cuando se alejó de la ventana.
Se acomodó en una de las sillas de Anderson. Estaban diseñadas para ofrecer el aspecto de muebles corrientes, pero eran tan mullidas que se hundían un palmo de más cada vez que se sentaba alguien en ellas. Aquello conseguía que el director en jefe, calvo, con sus cómicas cejas desmesuradas, pareciera más imponente. Mike conocía el truco y no se sentía impresionado. Apoyó los pies encima de la mesa.
—Y bien, ¿qué se cuece? —preguntó el reportero.
—¿Hace un puro, Mickey? —Anderson señaló con la palma abierta hacia un humectador de madera de teca.
Mike odiaba que lo llamaran Mickey. Tanteó el bolsillo vacío de su camisa, donde solía guardar una cajetilla de tabaco.
—Por fin me he decidido. Me estoy quitando.
—Han escapado al embargo jaandarano —tentó Anderson—. Liados sobre los muslos de doncellas con piel de canela.
Mike levantó ambas manos y esbozó una amplia sonrisa. Todo el mundo sabía que Anderson era demasiado tacaño como para comprar nada que no fuesen los clásicos el ropos manufacturados en cualquier sótano clandestino. No obstante, la sonrisa tenía por objetivo infundirle confianza.
—¿Qué se cuece? —repitió.
—Esta vez lo has conseguido —dijo Anderson, con un suspiro—. Tu serie acerca de los sobornos de las obras del nuevo Salón Municipal.
—Buen material. Esa serie va a dar que hablar.
—Ya lo ha hecho —replicó Anderson, hundiendo la barbilla hasta apoyarla sobre el pecho. Esa postura era conocida como la del portador de malas noticias. Era algo que Anderson había aprendido durante algún cursillo sobre administración, pero que conseguía que pareciese un palomo en celo.
Mierda, pensó Mike. Me va a reventar la serie.
—No te preocupes, vamos a publicar el resto de los artículos —dijo Anderson, como si pudiera leer sus pensamientos—. Es un reportaje sólido, bien documentado y, lo mejor de todo, es cierto. Pero has de saber que has incomodado a unas cuantas personas.
Mike repasó la serie mentalmente. Había sido una las mejores que hubiese escrito, un clásico que incluía a un felón de poca monta que había sido capturado en el lugar equivocado (un parque público) en el momento equivocado (pasada la medianoche) con la carga equivocada (deshechos medianamente radiactivos procedentes de las obras del Salón Municipal). Dicho delincuente se había mostrado más que dispuesto a desvelar la identidad del hombre que le había encargado aquella escapada trasnochada. Ese individuo, a su vez, se mostró dispuesto a compartir con Mike otras noticias jugosas relativas al nuevo edificio, y así hasta que Mike hubo conseguido, en vez de una sola historia, toda una serie acerca de una inmensa red de escándalo y corrupción que la audiencia de la Red de Noticias Universal había devorado a cucharadas.
Pasó recuento a todos los matones a sueldo, sicarios de poca monta y miembros del Consejo de la Ciudad de Tarsonis cuyos nombres hubieran aparecido impresos, descartándolos uno a uno como sospechosos. Cualquiera de aquellos augustos individuos querría pegarle un tiro, pero aquella no era amenaza suficiente para que Handy Anderson se pusiera nervioso.
El editor en jefe se fijó en la expresión ausente de Mike y añadió:
—Has incomodado a unas cuantas personas muy poderosas y venerables.
Mike enarcó la ceja izquierda. Anderson se estaba refiriendo a una de las Familias regentes, el poder oculto tras la Confederación casi desde su misma creación, desde aquellos primeros días en que las primeras naves colonia (demonios, naves prisión) aterrizaran o se estrellaran en varios planetas del sector. En algún punto de su reportaje había dado en el clavo que no debía, puede que atañera a alguien lo bastante próximo a una de las Familias como para inquietar a los antiguos venerables.
Mike decidió repasar sus apuntes y ver qué tipo de conexiones lograba establecer. Tal vez un primo por parte de madre de algún miembro de las Antiguas Familias, o una oveja negra, o quizá incluso un descendiente directo. Sabía Dios que las Antiguas Familias manipulaban los hilos en la sombra desde el año cero. Si pudiera crucificar a uno de sus miembros...
Procuró que no se le cayera la baba ante la perspectiva.
En el ínterin, Handy Anderson se había levantado de su asiento y había rodeado el costado de su mesa, hasta apoyarse en la esquina más próxima a Mike (otro gesto extraído de las clases de administración, observó Mike. Demonios, Anderson hasta le había asignado que cubriera aquellas clases en una ocasión).
—Mike, quiero que sepas que estás pisando un terreno peligroso.
Oh, Dios, me ha llamado Mike, pensó Liberty. Lo próximo será mirar por la ventana con gesto pensativo como si estuviera sumido en sus pensamientos, pugnando por tomar una decisión trascendental.
—Estoy acostumbrado al terreno peligroso, jefe.
—Lo sé, lo sé. Es sólo que me preocupan los que te rodean. Tus amistades. Tus compañeros de trabajo...
—Por no mencionar a mis superiores.
—A todos ellos se les rompería el corazón si te ocurriera alguna desgracia.
—Sobre todo si se encontraran cerca en ese momento —apostilló el reportero.
Anderson se encogió de hombros y miró por la ventana de cuerpo entero con gesto pensativo. Mike se dio cuenta de que, fuese lo que fuera que preocupaba a Anderson, era peor que su miedo a las alturas. Y eso que se trataba de un hombre que, si los rumores que circulaban por la oficina eran ciertos (y lo eran), tenía una cámara sellada bajo el sótano donde guardaba trapos sucios de casi todas las celebridades y vecinos de renombre de la ciudad.
La pausa pasó de durar un momento a ocupar todo un minuto. Mike cedió al fin. Carraspeó educadamente y dijo:
—Entonces, ¿tiene alguna idea sobre cómo sobrellevar este "terreno peligroso"?
Handy Anderson asintió despacio.
—Quiero publicar la serie. Es un buen trabajo.
—Pero no quiere que yo ronde por las inmediaciones cuando la siguiente parte de la historia salga a la calle.
—Me preocupa tu seguridad, Mickey, es...
—Terreno peligroso —concluyó Mike—. Ya lo sé. Aquí hay dragones. ¿Tal vez haya llegado el momento de tomarme unas buenas vacaciones? ¿A lo mejor en una cabaña en las montañas?
—Estaba pensando más bien en un encargo espacial.
Claro, pensó Mike. De ese modo, no tendré la oportunidad de descubrir a quién le he tirado de la cola sin darme cuenta. Y los implicados tendrán tiempo de cubrir sus huellas.
—¿Otra parte del imperio de la Red de Noticias Universal? —inquinó, con una amplia sonrisa, al tiempo que se preguntaba en qué mundo colonia olvidado de la mano de Dios iba a escribir sus reportajes sobre agricultura.
—Más bien como reportero itinerante.
—¿Cómo de itinerante? —La sonrisa de Mike se tornó frágil y quebradiza de repente—. ¿Tendré que disparar el objetivo fuera del planeta?
—Siempre será mejor que ser el objetivo de los disparos en el planeta. Perdona, un chiste malo. La respuesta es sí, lo que tengo en mente es algo alejado del planeta.
—Vamos, desembuche. ¿En qué cloaca infernal quiere que me esconda?
—Yo estaba pensando en los Marines Confederados. Como periodista militar, claro está.
—¡Cómo!
—Sería un puesto temporal, desde luego.
—¿Se ha vuelto loco?
—Algo en plan "nuestros combatientes en el espacio", batallando contra las diversas fuerzas rebeldes que amenazan nuestra gran Confederación. Corren rumores de que Arcturus Mengsk está consiguiendo el apoyo de los Mundos Limítrofes. Eso podría ponerse al rojo vivo en cualquier momento.
—¿Los marines? —balbució Mike—. Los Marines Confederados son la mayor colección de criminales del universo conocido, aparte del Consejo Ciudadano de Tarsonis.
—Mike, por favor. Todo el mundo tiene alguna gota de criminalidad en la sangre. Demonios, todos los planetas de la Confederación fueron colonizados por convictos exiliados.
—Ya, pero a la gente le gusta creer que se han reformado. Para los marines, ése sigue siendo uno de los requisitos básicos a la hora de reclutar nuevos miembros. Demonios, ¿sabe a cuántos de ellos les han freído el cerebro?
—Resocializados neuronalmente —corrigió Anderson—. No más del cincuenta por ciento por unidad en la actualidad, tengo entendido. Menos en algunos sitios. Y la resocialización suele llevarse a cabo mediante procedimientos no agresivos. Seguro que uno ni se entera.
—Eso, y luego los rellenan de estimulantes para que fuesen capaces de asesinar a sus propios abuelos si se lo ordenaran.
—Ése es el tipo de concepto erróneo extendido que tu trabajo podría contrarrestar —dijo Anderson, con las cejas enarcadas en ademán de fingida sinceridad.
—Mire, la mayoría de los políticos que he conocido eran chiflados de nacimiento. Los marines están chiflados y encima les han metido mano en la cabeza. No. Los marines no son una opción.
—Seguro que sacas buenas historias. Establecerás algunos contactos.
—No.
—Los reporteros con experiencia entre los militares reciben ciertos privilegios. Obtendrías una pegatina verde en tu curriculum, y eso es apreciado incluso entre las familias más venerables de Tarsonis. En algunos casos, incluso podría granjearte el perdón.
—Lo siento. No me interesa.
—Te daré tu propia columna.
Pausa.
—¿Cómo de grande? —preguntó Mike, al cabo.
—A toda página, o cinco minutos de retransmisión. Bajo tu pie de nombre, claro está.
—¿Regular?
—Si tienes algo que contar, yo te pongo el espacio.
Otra pausa.
—¿Aumento de sueldo incluido?
Anderson propuso una cifra, y Mike asintió con la cabeza.
—Impresionante.
—No es moco de pavo —convino el editor en jefe.
—Ya soy un poco mayor para andar dando tumbos de planeta en planeta.
—No hay ningún peligro. Si se caldean los ánimos, la paga de combate es automática.
—¿Cincuenta por ciento por un cerebro frito?
—Llegados a eso.
Otra pausa, antes de que Mike añadiera:
—Vaya, es todo un reto.
—Sé que te gustan los retos.
—No puede ser peor que cubrir el Consejo Ciudadano de Tarsonis —musitó Mike. Sentía cómo comenzaba a patinar por la resbaladiza pendiente que desembocaría en su aceptación.
—Justo lo que yo pensaba —convino su editor.
—Si así contribuyo a que la red... —Sí, pensó Mike, se encontraba al borde, a punto de arrojarse al vacío.
—Te convertirías en una estrella para todos nosotros. Una estrella bien pagada. Ondea un poco la bandera, consigue algún testimonio personal, monta en un crucero de combate, juega a las cartas. No te preocupes por nosotros, aquí en la oficina.
—¿Un buen puesto?
—Un chollo. Tengo cierta influencia, ya sabes. Yo mismo obtuve una de esas pegatinas verdes. Tres meses de trabajo, en la cumbre. Toda una vida de recompensas.
Se produjo una última pausa, un abismo tan profundo como el cañón de cemento que bostezaba al otro lado de la ventana.
—De acuerdo. Voy a hacerlo.
—¡Estupendo! —Anderson estiró el brazo en busca del humectador, antes de rectificar y ofrecerle la mano a Mike—. No te arrepentirás.
—¿Por qué será que ya empiezo a hacerlo? —preguntó Michael Liberty con la boca chica cuando la carnosa mano empapada en sudor del editor se cerró en torno a la suya.
_____ 2 _____
Un chollo de puesto
El servicio en el ejército, para todos aquellos que no hayan tenido la suerte de experimentarlo de primera mano, consiste en largos periodos de aburrimiento rotos por amenazas enloquecedoras para la vida y la cordura. Según puedo entresacar de las viejas grabaciones, siempre ha sido igual. Los mejores soldados son aquellos capaces de despertarse de golpe, reaccionar por instinto y apuntar con precisión.
Por desgracia, ninguno de estos rasgos se aprecia en la inteligencia militar que controla a esos soldados.
—EL MANIFIESTO DE LIBERTY
—¿Señor Liberty? —llamó la pizpireta asesina desde la escotilla—. El capitán desearía hablar con usted.
Michael Liberty, reportero de la RNU destacado al Escuadrón Alfa de élite de los Marines Confederados, abrió un ojo y la encontró, toda sonrisa, de pie junto a su litera. Acababa de postergarse una partida de cartas que debería haber durado toda la noche, y estaba seguro de que la joven teniente de los marines había esperado a que él se tumbara en el catre antes de irrumpir sin permiso en sus aposentos.
El reportero exhaló un hondo suspiro.
—¿Espera el coronel Duke que me persone de inmediato?
—No, señor —repuso la asesina, subrayando sus palabras con un zangoloteo de cabeza—. Dijo que acudiera en cuanto le fuese posible.
—Vale. —Mike asomó las piernas por el borde del camastro y apartó la idea de dormir de su cerebro. Para el coronel Duke, "cuando le sea posible" por lo general significaba "en menos de diez minutos, maldita sea". Mike tanteó en busca de cigarrillos. Hasta que no hubo metido los dedos en el bolsillo vacío de su camisa, no se acordó de que lo había dejado—. Es una costumbre asquerosa, de todos modos —masculló para sí. A la teniente de los marines, le dijo—: Tengo que ducharme. Un café tampoco me vendría mal.
La teniente Emily Jameson Swallow, ayudante personal de Liberty, contacto, escolta, y espía para sus superiores militares, esperó el tiempo justo para determinar que Mike en efecto tenía intención de levantarse, antes de encaminarse en dirección a la cocina. Mike bostezó, calculó que debía de haber disfrutado de unos cinco minutos de sueño, se desnudó y se metió en el limpiador sónico.
El limpiador sónico era un modelo militar, claro está. Esto significaba que su diseño era parecido al de esos reactores de alta presión que arrancaban la carne de los huesos en los mataderos. Mike se había acostumbrado a él durante el transcurso de los últimos tres meses.
A lo largo de los últimos tres meses, Michael Liberty se había acostumbrado a un montón de cosas.
Handy Anderson había sido fiel a su palabra. El puesto era lujoso, tanto como podía serlo un destacamento militar. La Norad II era una nave capital, perteneciente a la clase Titán, todo neoacero y torretas láser, como correspondía a la más legendaria de las unidades militares de la Confederación, el Escuadrón Alfa.
La misión principal del Escuadrón Alfa era la caza de rebeldes, en particular de los Hijos de Korhal, un grupo revolucionario a las órdenes del sangriento terrorista Arcturus Mengsk. Por desgracia, los Hijos no aparecían nunca donde se suponía que debían estar, y el Norad II y su galardonada tripulación pasaban mucho tiempo paseando la bandera (una cruz diagonal cuajada de estrellas blancas sobre fondo rojo, recuerdo de una leyenda de la Antigua Tierra) y manteniendo a raya a los gobiernos coloniales locales.
De resultas de aquello, el mayor desafío al que había tenido que enfrentarse Mike hasta la fecha había sido combatir el aburrimiento y encontrar el suficiente material para escribir que justificara su columna. La propaganda patriótica había resultado suficiente para las primeras historias pero, cuando la acción de verdad o los éxitos escaseaban, Mike se veía obligado a improvisar. Un poco de coronel Edmund Duke, para empezar. Algo de carnaza de interés humano cortesía de la bien untada tripulación. Una pizca de las penalidades que padecían los resocializados neuronalmente, que Anderson siempre suavizaba (por decencia, explicaba el propio Handy). Todo ello salpimentado con algo del colorido local de los diversos planetas. Lo suficiente para recordarle a todo el mundo (a Handy Anderson en particular) que seguía con vida y que esperaba que le fuera ingresada la paga en su cuenta con regularidad.
Luego estaba la larga entrega en dos capítulos acerca de las excelencias de los acorazados clase Titán, historia que los censores del ejército habían reducido a unos cuantos párrafos. Secretos militares, le habían explicado.
Como si los hijos de Korhal no supieran lo que tenemos a estas alturas, pensó Mike mientras se ponía los calzoncillos y buscaba una camisa y unos pantalones algo menos arrugados. En su taquilla pendía un flamante abrigo de viaje, regalo de despedida por parte de los muchachos de la oficina. Se trataba de un largo guardapolvo que le confería el aspecto de un ciudadano del Antiguo Oeste; al parecer, los colegas habían decidido que, ya que Mick se iba a los confínes interplanetarios, lo menos que podía hacer era aparentar.
Se puso unos pantalones cualesquiera. Casi al mismo tiempo, Swallow reapareció con una cafetera y una taza, que llenó mientras Mike se abotonaba la camisa.
El brebaje era receta militar cien por cien, recién hecho e hirviendo, ideal para verterlo sobre los aldeanos que atacaran el castillo de la familia. El café era otra de las cosas a las que había tenido que acostumbrarse.
Asimismo, disfrutaba de tres metros cuadrados, de tiempo de sobra para escribir sus columnas y de un grado de intimidad variable. También de un grupo de compañeros de póquer siempre lleno de caras nuevas, todas ellos con el denominador común de ser jóvenes, no tener dónde gastar sus nóminas y ser incapaces de tirarse un farol aunque les fuese la vida en ello.
Incluso había llegado a acostumbrarse a la teniente Swallow, si bien su eterna actitud positiva le había molestado al principio. Se esperaba una especie de escolta, desde luego, un soldado adjunto que mirase por encima de su hombro mientras escribía y se asegurase de que no cometía ninguna estupidez, como tirar el lápiz a los anillos de torsión. Pero la teniente Emily Swallow parecía sacada de un documental sobre academias militares. La típica película particularmente jovial que verían papá y mamá antes de despedir a sus retoños, embarcados en una misión prolongada a cinco sistemas solares de distancia. Demonios, la teniente Emily Swallow parecía capaz de escribir ese tipo de documentales.
Pequeña, delicada, siempre sonriente, se tomaba en serio todas las peticiones de Mike, aun cuando ambos supieran que éstas tenían tantas oportunidades de ser aprobadas como una bola de nieve en el infierno de no derretirse. Carecía de vicios, salvo algún cigarrillo que otro, que aceptaba con una sonrisa y un rictus de culpabilidad. Es más, cuando la animó a que le contara su historia, se mostró reticente. Casi todos los miembros de la tripulación se morían de ganas por hablar acerca de la vida que habían llevado antes de embarcarse, pero la teniente Swallow se había limitado a dejar de sonreír y a acariciarse la mejilla, como si quisiera recoger el mechón rebelde de una melena ya inexistente.
Había sido en ese momento cuando Mike se percató —de los diminutos bultitos que tenía detrás de la oreja, las marcas de la resocialización neuronal no agresiva que mencionara Anderson. Le habían freído el cerebro, sí, y a base de bien. Nadie podía ser así de solícita sin haber pasado antes por una lobotomía electroquímica.
Mike no volvió a mencionar el tema, sino que sobornó a uno de los técnicos informáticos a cambio de pasar un rato con los archivos del personal (eso le había costado las dos cajetillas de tabaco que reservaba para las emergencias, pero ya había superado el peor de los síndromes para ese entonces, y los cilindros asesinos resultaban más útiles como moneda de cambio que como objeto de consumo). Descubrió que, antes de enrolarse en los marines contra su voluntad, la joven Emily Swallow gustaba de practicar el interesante hobby de ligarse a hombres en los bares, llevárselos a casa, maniatarlos y arrancarles la piel y la carne de los huesos con un cuchillo de filetear.
Esa noticia habría desconcertado a cualquiera, pero a Michael Liberty le resultó tranquilizadora. Podía comprender mucho mejor a la asesina de diez hombres en Halcyon que a la risueña y patriotera mujer que parecía sacada de un póster de llamada a filas. Ahora, mientras la seguía por los pasillos del Norad II camino del puente de mando, se preguntó cuál sería la opinión de la teniente Swallow acerca del encarcelamiento médico y la transformación involuntaria. Decidió que la mujer no querría hacer hincapié en ese tema y, dada su naturaleza original, Mike prefirió no insistir.
Para tratarse de una nave tan enorme, los pasadizos del Norad II eran bastante estrechos, como si no se hubiesen acordado de construirlos hasta después de tener ya en su sitio todas las pistas de aterrizaje, cámaras de oficiales, sistemas armamentísticos, cocinas, ordenadores y demás elementos imprescindibles. En los pasillos, el personal tenía que apretujarse contra las paredes para pasar. Mike reparó en unas flechas enormes pintadas en el suelo, y la teniente Swallow le explicó que estaban ahí para los momentos en que la nave se encontrara en alerta y los soldados vistieran la armadura de batalla. Mike supuso que los pasillos serían más estrechos incluso si no se esperara que tuvieran que acomodar a hombres ataviados con trajes de combate propulsados.
Pasaron por varias crujías, donde los técnicos ya estaban tirando de cables y alambres. Circulaba la noticia de que el Norad II estaba a punto de ser sometido a una revisión general, durante la que su arsenal se vería ampliado con un cañón Yamato. Dado el número de baterías láseres, cazas espaciales clase Espectro e incluso las armas nucleares que se rumoreaba que se transportaban a bordo, el enorme cañón montado en la columna de la nave sería la guinda del pastel.
De hecho, eso era lo que Mike esperaba que le dijera el coronel Duke, que el Norad II iba a entrar en el dique seco para ser reparado y que él, Michael Liberty, podía coger el siguiente transbordador de regreso a Tarsonis. Eso conseguiría que hablar con el viejo fósil casi mereciera la pena.
Cambió de opinión en cuanto hubieron entrado en el puente y Duke le dedicó un entrecejo fruncido. No era ningún secreto que Duke nunca se alegraba de ver a un periodista, pero aquel era el ceño más torvo y hostil que Mike hubiese visto en su vida.
—El señor Liberty se presenta a sus órdenes, señor —dijo la teniente Swallow, cuadrándose con la misma vehemencia que podía verse en cualquier vídeo de reclutamiento.
El coronel, de punta en blanco con su uniforme de mando marrón, no dijo nada. Se limitó a señalar su cabina con un dedo achaparrado. La teniente Swallow lo condujo hasta allí, antes de abandonarlo para encargarse de cualesquiera que fuesen las tareas en las que se ocupaba cuando no estaba echándole el ojo. Como desollar cachorros, tal vez, pensó Mike.
Su preocupación inicial aumentó cuando reconoció la forma humanoide que pendía enmarcada en la pared de la cabina. Se trataba de un traje de combate propulsado, no uno de los CMC-300 modelo estándar sino un traje de mando, equipado con su propio sistema de comunicaciones portátil. El traje del coronel Duke, pulido, engrasado y listo para que el gran hombre se metiera dentro.
Cada vez le parecía más remota la posibilidad de que se dispusieran a acoplar el Yamato. Casi todos los marines tenían la armadura a mano, y los ejercicios de instrucciones eran tan comunes como las comidas. Liberty había conseguido librarse de ese deber, dado que era considerado un "blanco fácil" y no estaba entrenado para manejar los pesados trajes. No obstante, resultaba entretenido ver a los novatos dando bandazos por los estrechos pasillos con sus armaduras de combate.
El que el traje del coronel estuviera allí, recién bruñido y puesto a punto, constituía un mal presagio.
El traje en sí era imponente, se doblaba en la percha bajo su propio peso. A Michael Liberty le parecía que, en ese sentido, el traje vacío encajaba con su propietario. El coronel Duke le recordaba a los grandes monos de la Antigua Tierra, los que trepaban a los edificios y derribaban antiguos ingenios aéreos a fuerza de palmetazos. Gorilas. Duke era un viejo lomo plateado, el líder de cabeza ahusada de su tribu. La mera forma en que se inclinaba hacia delante intimidaba a sus subordinados.
Mike sabía que Duke procedía de una de las Antiguas Familias, los líderes originales de las colonias del Sector Koprulu. Debía de haber cometido algún error por el camino: resultaba obvio que Edmund Duke debería exhibir las estrellas de general desde hacía mucho tiempo. Mike se preguntaba qué feo incidente le bloqueaba el camino hacia el ascenso, y sospechaba que debía de tratarse de algún desastre de gran envergadura enterrado a gran profundidad entre los archivos militares de la Confederación. También se preguntaba qué tipo de excavadora haría falta para desenterrar esa información, y si Handy Anderson tendría alguna aparcada en su cripta cuasi secreta.
La puerta se deslizó para abrirse y permitir que el coronel Duke entrara en la estancia igual que un caminante acorazado estilo Goliath que arramblara con las unidades de infantería dispuestas ante él. Su ceño se veía más profundo que antes. Extendió una mano para indicarle a Mike que no se molestara en levantarse (algo de lo que el reportero no tenía intención), rodeó su amplio escritorio y se sentó. Apoyó los codos en la pulida mesa de obsidiana y juntó las yemas de los dedos ante sí.
—Espero, Liberty, que haya disfrutado de su tiempo entre nosotros. —Hacía gala del habla lento y pesado que señalaba a las Familias más antiguas de la Confederación.
Mike, que no había venido preparado para mantener una conversación intrascendente, consiguió tartamudear una respuesta afirmativa.
—Me temo que eso se va a acabar —continuó el coronel—. Nuestras órdenes originales eran pasarle el testigo al Theodore G. Bilbo y atracar para someter la nave a una retrospección dentro de dos semanas. Nos hemos visto abrumados por los acontecimientos.
Mike no dijo nada. Había asistido a las suficientes sesiones informativas a lo largo de los años, incluso como civil, como para saber que no debía intervenir hasta que tuviese que decir algo que mereciera la pena la interrupción.
—Vamos a corregir nuestra ruta hacia el sistema de Sara. Me temo que está en el quinto pino, en medio de ninguna parte. La Confederación tiene dos mundos colonia allí, Mar Sara y Chau Sara. Se trata de una patrulla intensiva muy lejos de nuestros parámetros de misión iniciales.
Mike se limitó a asentir con la cabeza. El coronel estaba dándole vueltas al tema, se comportaba igual que un perro con un hueso de pollo atascado en la garganta... le había costado tragarlo y ahora le estaba costando escupirlo. Esperó.
—Le recordaré que, como miembro de la prensa asignado al Escuadrón Alfa, está usted sujeto al código militar Confederado en lo que respecta a sus obligaciones y a la forma de llevarlas a cabo.
—Sí, señor —convino Mike, con la suficiente brusquedad como para dar la impresión de que le importaba un comino el código militar confederado.
—Y que lo mismo se aplica tanto a su destacamento actual como a futuras referencias a lo que acontezca durante su estancia aquí. —Duke inclinó su puntiaguda cabeza, exigiendo una respuesta.
—Sí, señor. —Mike separó las palabras con claridad para subrayar su comprensión.
Otra pausa, durante la que Mike pudo sentir el latido de la nave a su alrededor. Sí, el Norad II vibraba con una frecuencia distinta, más alta, más intensa, algo más urgente.
Los hombres y las mujeres estaban preparando la nave para la subtorsión. ¿Y para el combate, tal vez?
De repente, se preguntó si habría sido buena idea saltarse los simulacros con el traje de combate.
El coronel Edmund Duke, el perro con el hueso de pollo en la garganta, continuó:
—Ya conoce nuestras historias.
Se trataba de una aseveración, más que de una pregunta. Mike parpadeó, sin saber qué contestar. Optó por un:
—¿Señor?
—Cómo llegamos al sector y nos establecimos en él. Cómo nos apropiamos de él —espetó el coronel.
—A bordo de las naves cama, los supercargueros —dijo Mike, recitando las lecciones de su infancia—. El Nagglfar, el Argo, el Sarengo y el Reagan. Las tripulaciones de prisioneros y parias de la Antigua Tierra, que se toparon con algunos mundos habitables.
—Encontraron tres de esos mundos, sin proponérselo. Y otro puñado de ellos en las proximidades, terrestres o lo bastante similares como para que el ejército entrara en acción. Lo que no encontraron fue vida.
—Le ruego al coronel que me disculpe, pero la vida nativa abundaba en los tres primeros planetas. Además, la mayoría de las colonias y Mundos Limítrofes poseen sus propios ecosistemas. La formación terráquea erradica las formas de vida nativas, a menudo, que no siempre.
El coronel desechó el comentario con un ademán.
—Nada más inteligente que un perro guardián. Domesticaron a algunos insectos gigantes en Umoja, y a un montón de cosas que ardieron cuando el mundo fue colonizado y se pasó el rastrillo. Pero nada inteligente.
Mike asintió con la cabeza.
—La vida inteligente siempre ha sido uno de los misterios del universo. Hemos descubierto mundo tras mundo, pero nada que indique que ahí fuera haya algo igual de inteligente que nosotros.
—Hasta ahora —repuso el coronel—. Y usted va a ser el primer reportero en el lugar de los hechos.
Mike se animó ante el cariz que tomaba la conversación.
—Se alzan numerosas formaciones misteriosas en muchos planetas, lo que nos indica que podría haber habido vida inteligente en su día. Además, los remolcadores espaciales hablan acerca de luces misteriosas y objetos volantes no identificados.
—Aquí no estamos hablando de luces en el cielo ni de ruinas cochambrosas. Se trata de pruebas vivientes de actividad ET. No estamos solos ahí fuera.
Duke dejó que sus palabras calaran hondo, una mueca tironeó de la comisura de su boca, sin contribuir a mejorar su aspecto en absoluto. En algún lugar del interior de la nave se accionó un interruptor, y los monstruosos motores comenzaron a zumbar.
Mike se acarició el mentón y preguntó:
—¿Qué es lo que sabemos hasta ahora? ¿Ha aparecido un enviado, un portavoz? ¿O se trata de un descubrimiento fortuito? ¿Hemos encontrado una colonia, o se trataba de un embajador enviado ex profeso?
El coronel profirió un abrupto gorjeo.
—Señor Liberty, permita que le sea franco. Hemos establecido contacto con otra civilización alienígena. Contacto que se produjo cuando vaporizaron la colonia de Chau Sara. La quemaron hasta los cimientos, y luego quemaron también los cimientos. Nos dirigimos hacia allí, pero no sabemos si los elementos hostiles permanecen aún en la zona. Y usted va a ser el primer reportero en el lugar de los hechos —repitió el coronel—. Enhorabuena, hijo.
A Mike no le daba buena espina ese privilegio.
_____ 3 _____
El Sistema de Sara
El primer contacto con otra raza inteligente, y vuelan por los aires uno de nuestros planetas. Menuda tarjeta de presentación.
Claro que reventar un planeta no es nada nuevo. Los humanos también lo hicimos, y no ha pasado tanto tiempo.
Se había producido una revuelta en el planeta Korhal IV. A sus habitantes se la traía floja todo el vicio y la corrupción que eran el santo y seña de la Confederación. Intentaron rebelarse. Al principio, la Confederación quiso suavizar las tensiones: atraparon a los líderes rebeldes gracias a los asesinos, soldados fantasma equipados con aparatos de camuflaje personalizados. Nadie se sorprendió cuando aquella táctica no consiguió más que el pueblo de Korhal se volviera más furioso y más rebelde. Así que la Confederación adoptó un enfoque más agresivo.
Sacamos a Korhal IV de su órbita con armas nucleares.
Misiles clase Apocalipsis. Como un millar de ellos. Uno de esos idiotas con su pegatina verde apretó un botón en Tarsonis y treinta y cinco millones de personas se convirtieron en nada más que vapor, y sus hogares en nada más que un recuerdo.
Se ofrecieron justificaciones oficiales tras la catástrofe, desde luego, como la naturaleza amenazadora de Korhal, y cómo planeaban hacernos lo mismo a nosotros a las primeras de cambio. Qué pena que las pruebas para demostrar la veracidad de esa acusación estuvieran en un planeta cubierto de cristal ennegrecido.
Creo que eso es lo que asustaba de verdad al ejército cuando Chau Sara fue vaporizado: que ahí fuera hubiese algo igual de loco que nosotros.
Y que se les diera mejor cometer locuras que a nosotros.
—EL MANIFIESTO DE LIBERTY
Mike aprovechó el tiempo que estuvo la nave en subtorsión para examinar los archivos informáticos públicos referentes al sistema de Sara. Se trataba del típico sistema limítrofe, la irregular frontera de la creciente esfera de poder de la Confederación.
El sistema había sido descubierto por un explorador antes de las Guerras de los Gremios, la Confederación le había echado el guante tras eclipsar a su rival en ciernes en el espacio, y era (según los archivos de la nave) el hogar de una boyante pareja de mundos colonia. Lo único que distinguía al sistema de Sara de la otra docena de mundos similares era que albergaba a dos mundos en su banda habitable, en vez de a uno solo.
Chau Sara era el de menor tamaño y el más exterior de esos mundos, y poseía la colonia más poblada. Siguiendo la tradición de la Confederación, había comenzado como colonia penal, y un montón de sus (ya desaparecidos) habitantes seguían cumpliendo condena. Mar Sara alojaba a una mezcla más ecléctica de soldados y exploradores, junto a un par de clases religiosas que no comulgaban con los límites tarsonianos de la tolerancia hacia los demás credos. Ambos planetas poseían un gran potencial para la extracción de minerales pero, claro está, la Confederación tenía los derechos sobre esos recursos. Los habitantes tendrían que trabajar bajo contrato para la Confederación, o huir a nuevos Mundos Limítrofes.
Mike comprobó los últimos informes de la RNU. Se mencionaba algo acerca de una interferencia de señales procedente del sistema de Sara, pero casi todo el reportaje se centraba en el último atentado de los Hijos de Korhal (gas venenoso en una plaza pública de Haji) y en el descarrilamiento de un multitren monorraíl en Moira.
Mike redactó un esbozo de informe, resumiendo su conversación con Duke y apuntando que los futuros reportajes se verían sometidos a estrictas restricciones por parte del ejército. Eso quería decir que su informe sería revisado antes de que abandonara la nave y luego otra vez antes de que saliera a la luz. Handy Anderson se quejaría de la censura militar al tiempo que la primicia le haría dar saltos de alegría por su oficina.
Con un poco de suerte, pensó Mike, a lo mejor salta demasiado cerca de esa condenada ventana de su despacho.
Preparó un segundo informe, en esta ocasión codificado con un software de cifrado, que guardó en un minidisco. Éste no iba a salir de allí pero, si les ocurriese algo y encontraran los cuerpos, alguien sabría lo que estaba ocurriendo en realidad. Era una macabra póliza de seguros.
Acababa de poner el punto y final a su informe cuando una sombra enorme eclipsó la luz.
Mike levantó la cabeza para ver a la teniente Swallow, ahora treinta centímetros más alta y varios cientos de kilos más pesada. Estaba embutida en un traje de combate, aumentada su fuerza natural por medio de servos y mecanismos. La funda vacía que pendía a su costado no tardaría en alojar un rifle gauss C-14 de 8 milímetros, un Empalador, para cuando entrase en acción.
Llevaba el visor abierto, enmarcando una emocionada sonrisa. Parecía una muchacha lista para asistir a su primer baile de graduación.
—¿Señor? Vamos a abandonar la subtorsión en breves momentos. El coronel le quiere en el puente, cuanto antes. —Dicho lo cual, se marchó.
Eso es enseguida, maldita sea, pensó Mike, al tiempo que seguía a Swallow fuera de sus aposentos.
Los pasadizos no se habían ensanchado pero, debido a la preponderancia de los abultados trajes, se habían convertido en carriles de único sentido, con el tráfico indicado por las enormes flechas del suelo. En varios de los cruces, Swallow se detuvo para permitir que otros miembros de la tripulación los adelantaran. Mike se sentía como si se hubiese escapado del parvulario para colarse en la clase de COU.
—Tengo que hacerme con uno de esos trajes —comentó.
—No sabía que estuviese familiarizado con el traje de combate CMC propulsado, señor —dijo Swallow.
—Me he leído los manuales.
—Esos conocimientos serán insuficientes para garantizar su protección en situación de crisis, señor. Sin embargo, si ocurriera algo, es mi responsabilidad personal asegurarme de que se encuentre a salvo.
—Me llena usted de confianza. —Mike esbozó una sonrisa a la espalda de Swallow, por si acaso ésta estuviera apuntándolo con una cámara.
La nave sufrió un estremecimiento transdimensional y los motores salieron de la subtorsión. Estaban en el espacio de Sara.
El puente se encontraba bañado por una luz roja, acentuada por los monitores verdes alineados en la cubierta inferior. El coronel Duke vestía su propio traje de batalla. Parecía un gorila en la corte del rey Arturo. Un gorila de cabeza ahusada cubierto por una cota de malla. Le rodeaba un pequeño racimo de pantallas de seguimiento, todas ellas enmarcando un rostro distinto que no dejaban de proporcionarle información.
—El señor Liberty se persona a sus órdenes, señor —dijo Swallow, consiguiendo volver a cuadrarse a la perfección, pese a la pesada armadura.
—Coronel —saludó Mike.
Duke no dejó de mirar la pantalla principal. Se limitó a comentar:
—Nos acercamos a Chau Sara.
Al principio, Mike pensó que el monitor no funcionaba. Se acercaban a Chau Sara por la cara nocturna. El inmenso disco del mundo sarano exterior era un difuso charco de luz arco iris, como la que podía encontrarse en un charco aceitoso.
Entonces cayó en la cuenta de que lo que estaba mirando era la superficie de Chau Sara. Refulgía con ondulantes bandas de colores, acotadas en algunos lugares por brillantes haces naranjas.
—¿Qué...? —Mike parpadeó—. ¿Qué ha hecho eso?
—Primer contacto, Liberty —repuso el coronel—. Primer contacto, y de los extremos. ¿Qué dicen los detectores?
—No obtengo lecturas de vida —informó uno de los técnicos—. La mayor parte de la superficie ha sido licuada y esterilizada. Esta zona debe de tener entre seis y quince metros de profundidad.
—¿Los edificios? —preguntó Mike.
El técnico prosiguió:
—Las aristas naranjas parecen ser irrupciones de magma a través del manto del planeta. Se encuentran en las localizaciones de los asentamientos conocidos. —Pausa—. Más al menos en otra docena de puntos.
Mike observó el arremolinado arco iris letal de la pantalla. El sol coronaba el horizonte frente a ellos, pero su luz no le confirió mejor aspecto al planeta. Sólo un puñado de nubes oscuras, finas como plumas de cuervo, flotaban sobre la cara iluminada.
—Además, el ochenta por ciento de la atmósfera ha desaparecido tras el ataque —continuó el técnico.
—¿Alguna presencia en la órbita? —preguntó Duke, sobresaliente como un monolito con cota de malla en medio de ellos.
—Comprobando —dijo el operador. Al cabo, vino la respuesta—: Negativo. Nada nuestro. Tampoco nada de origen desconocido. Tal vez aparezcan algunos fragmentos tras un escáner más minucioso.
—Amplía el escáner. Quiero saber si hay algo ahí. Suyo o nuestro.
—Comprobando... Fragmentos definidos. Probablemente nuestros. Haría falta un equipo de rescate para confirmarlo.
—¿Por qué lo han hecho? —Nadie respondió a la pregunta de Mike. Los técnicos, vestidos con trajes de combate más ligeros, accionaban los mandos con manos enguantadas. Las varias cabezas de las pantallas hablaron a la vez al coronel Duke.
Al cabo, Mike dio con una pregunta que supuso que sabrían responder.
—¿Qué ha causado esto? ¿Armas nucleares?
El término distrajo a Duke de su constante flujo de información. Miró al reportero.
—Los sistemas de emulsión atómica dejan cristal ennegrecido y bosques incendiados. Incluso Korhal conservó algunos parches de terreno limpio, al menos durante algún tiempo. Chau Sara ha sido quemado, fundido hasta el núcleo en algunos lugares. Esto es mucho más mortífero que las bombas Apocalipsis. Esto —señaló a la pantalla— es obra de una raza alienígena, los protoss. Según tengo entendido, aparecieron de la nada, más cerca del planeta de lo que nosotros intentaríamos siquiera. Naves enormes, y una gran cantidad de ellas. Cogieron unas cuantas naves de transporte y de recolección de desperdicios y las borraron del cielo. Luego desataron lo que fuese sobre el planeta y lo dejaron tan estéril como un huevo pasado por agua. Hecho lo cual, se marcharon. Mar Sara se encuentra al otro lado del sol en estos momentos, y les aterroriza pensar que puedan ser los siguientes.
—Protoss. —Mike sacudió la cabeza, despacio, digiriendo la información. Había algo que no encajaba. Observó la pantalla del operador, donde aparecían los profundos agujeros del radar que ahondaban en el magma del planeta.
—Ya tiene bastante para su informe, señor Liberty. Permaneceremos en nuestros puestos para prevenir más hostilidades en un futuro inmediato. Tal vez quiera mencionar en el reportaje que vaya a entregar que el Jackson V y el Huey Long se unirán a nosotros en cuestión de días.
El técnico palpó uno de sus auriculares, antes de interrumpir:
—Señor, tenemos lecturas anómalas.
—¿Localización? —saltó el coronel, al tiempo que se apartaba de Liberty.
—Zed dos, cuadrante cinco, un AU fuera. Numerosas anomalías.
—¿Origen?
—Comprobando. —Una pausa, y luego un timbre de abatimiento se adueñó de las palabras del técnico—. Se dirigen a Mar Sara, señor.
Duke asintió.
—Preparados para interceptar lecturas anómalas. Lancen los cazas cuando estén a nuestro alcance.
—¿Se ha vuelto loco? —espetó Mike, sin pensar.
Duke se giró hacia el reportero.
—Espero que ésa fuese una pregunta retórica, hijo.
—Sólo somos una nave.
—Somos la única nave entre ellos y Mar Sara. Los interceptaremos.
Mike estuvo a punto de contestar para ti es fácil decirlo, tienes un traje de combate, pero se contuvo. Lo que fuese capaz de traspasar la corteza de un planeta no se detendría ante unas cuantas capas de armadura de combate.
Inhaló hondo y se aferró a la barandilla, como si esperara que eso podría amortiguar el posible impacto.
—Acercándose al visor —informó el técnico—. Lo paso a la pantalla.
El monitor principal parpadeó para revelar un enjambre de luciérnagas contra el firmamento nocturno. Recortados contra la oscuridad, ofrecían un espectáculo casi hermoso. Mike se percató de que había cientos de ellas, y de que ésas eran tan sólo las naves nodrizas. A su alrededor danzaban mosquitos más pequeños.
—¿Están a la distancia de lanzamiento de los Espectros? —inquirió el coronel.
—Dos minutos —replicó el técnico.
—Que despeguen en cuanto sea posible.
Mike inhaló una honda bocanada y deseó haber participado en los simulacros con los trajes de combate.
Aun a gran distancia, las naves protoss poseían forma y definición. Las mayores eran enormes creaciones cilíndricas, similares en apariencia a dirigibles luminosos. Los rodeaban polillas hambrientas, y Mike se dio cuenta de que ésos debían de ser sus cazas, sus equivalentes a los Espectros A-17 que ocupaban ahora los hangares, a la espera de despegar en cuanto acortaran distancias. Otras naves doradas danzaban entre los cargueros de mayor tamaño, resplandeciendo como pequeñas estrellas.
Ante los ojos de Mike, una de los enormes cargueros comenzó a disolverse. Se produjo un estallido de luz, un débil fulgor, y desapareció. Transcurrido un momento, otro destello, y otra desaparición.
—Señor —intervino el operador—. Las lecturas anómalas desaparecen.
—¿Tecnología de camuflaje? —preguntó el coronel.
—¿A esta escala? —dijo Mike, sin proponérselo.
—Comprobando. —Una enorme pausa, tan profunda como un cañón—. Negativo. Al parecer, están rodeándose a sí mismos con algún tipo de campo de subtorsión. Se están retirando.
Mike vio cómo destellaban y desaparecían más naves. Los grandes cargueros y su cohorte de naves más pequeñas, los buques dorados de menor tamaño, todos se esfumaron igual que las hadas al salir el sol.
Hadas capaces de abrasar un planeta hasta su núcleo fundido, se recordó Mike.
El coronel se permitió esbozar una sonrisa.
—Bien. Nos tienen miedo. Que todos se mantengan en sus puestos, y que permanezcan alertas por si se trata de un ardid.
Mike meneó la cabeza.
—Esto no tiene sentido. Tienen poder para freír un planeta. ¿Por qué iban a temernos?
—Es obvio. Se han quedado sin munición. No les queda la fuerza suficiente para pelear con nosotros.
—Sólo somos una nave. —Mike negó con la cabeza, con fuerza—. Había docenas de ellas ahí fuera.
—Temen posibles refuerzos.
—No, no. Aquí pasa algo. Esto no tiene sentido.
—No nos las vemos con humanos —apuntó Duke, con talante sombrío—. Fíjese en su potencia de fuego.
—Exacto. Esos protoss nos superan en número y armamento, ¿y vamos nosotros y los acobardamos? ¿Para qué han venido?
—Señor Liberty, ya ha cumplido con su cupo de preguntas por hoy. —El ceño se hizo más pronunciado, pero Mike ignoró la advertencia.
—No, esto me huele a chamusquina. Eche un vistazo a la evaluación de los daños. —Señaló al monitor de uno de los técnicos—. Han abrasado un planeta entero, pero en algunos puntos más que en otros. Todas las ciudades humanas importantes, sí, pero mire. —Indicó las columnas de datos—. Se aprecian zonas de impacto en la otra cara del planeta, lejos de cualquier asentamiento humano conocido. Lo sé. Acabo de comprobar los archivos.
—He dicho que ya era suficiente, caballero. Lo efectivos que sean los protoss a la hora de elegir sus objetivos no es nuestra única preocupación.
El rostro de Mike se iluminó al establecer una conexión en lo hondo de su cerebro.
—¿De dónde hemos sacado el nombre de "protoss", coronel? ¿Es nuestro, o suyo?
—¡Señor Liberty! —El rubor ascendía por las mejillas de Duke.
—Si es así como se llaman a sí mismos, ¿cómo es que lo sabemos nosotros? ¿No tendríamos que haberlo sabido con antelación? ¿O es que enviaron un aviso antes de atacar? —El reportero comenzaba a levantar la voz, igual que haría ante un candidato hipócrita en un mitin preelectoral.
—¡Teniente Swallow! —Duke rugió la orden entre dientes.
—¿Sí, señor? —Cuadrada, perfecta.
—¡Escolte al señor Liberty fuera del puente! ¡Ahora!
Mike aferró la barandilla con ambas manos. Un brazo ligado envuelto en metal le rodeó la cintura. Comenzó a gritar:
—Maldita sea, Duke, sabe más de lo que dice. ¡Se huele a la legua!
—¡He dicho ahora, teniente! —siseó Duke.
—Por aquí, señor —dijo Swallow, separando a Mike de su asidero y levantándolo en vilo. Se retiró en busca del ascensor, con su trofeo a cuestas.
Michael Liberty abandonó el puente de mando sin cesar de proferir interrogantes. Lo último que oyó antes de que se cerraran las puertas fue cómo el coronel Duke ordenaba que abrieran una línea de comunicación con el magistrado colonial de Mar Sara.
_____ 4 _____
Aterrizaje en Mar Sara
En toda guerra se produce un período entre el primer golpe y el segundo. Es un momento de calma, casi de tranquilidad, en el que la consciencia de lo que ha ocurrido comienza a cobrar forma y todo el mundo cree que sabe lo que va a pasar a continuación. Algunos se disponen a huir. Otros se preparan para contraatacar. Pero nadie se mueve. Aún no.
Es un momento perfecto, cuando la pelota alcanza el punto álgido de su parábola. Se ha emprendido una acción y, por un momento congelado, todo se mueve y todo está quieto.
Luego tenemos a esos zopencos que no saben dejar las cosas como están. La bola comienza a descender, se produce el segundo golpe, y nos sumimos en el caos.
—EL MANIFIESTO DE LIBERTY
Michael Liberty tuvo prohibido abandonar sus aposentos durante el resto de la acción en el cielo de Mar Sara. La teniente Swallow o alguno de sus camaradas resocializados neuronalmente montaron guardia a la puerta de su camarote durante los dos días siguientes. Transcurrido ese tiempo, vinieron una escolta a la nave ancla y un transbordador hacia el hermoso Mar Sara.
Ahora, transcurrido un día desde aquello, se encontraba en la sala de prensa, despojando a los reporteros locales de los ahorros de toda su vida mientras esperaba algo que se pareciese a una respuesta sin tapujos por parte de los dirigentes en el poder.
No se produjo. Las declaraciones oficiales eran pildoras moldeadas de antemano a partir de trivialidades que hacían hincapié en lo inesperado del ataque sobre Chau Sara, que ensalzaban a Duke y a la tripulación del Norad II como a héroes por haber plantado cara ante el enemigo, y que afirmaban que sólo la omnipresente vigilancia de la Confederación sería capaz de proteger a Mar Sara. Los protoss (todavía ni idea del origen del nombre) eran retratados como cobardes que se replegaban a la primera señal de una pelea seria. La delicada, aunque impresionante, naturaleza de sus naves relampagueantes confirmaba esa teoría: huían porque tenían miedo de ser alcanzadas.
En cualquier caso, ésa era la historia, y los marines se aferraban a ella. De hecho, si alguno de los miembros del gabinete de prensa se alejaba demasiado de la versión oficial, sus informes comenzaban a perderse de repente durante la retransmisión. Eso conseguía mantener a raya a la mayoría de los lugareños. A todos les eran entregados unos pases con códigos de barras que se suponía debían enseñar si se lo pedían. Y, Mike lo sabía, para estar al tanto de su paradero.
El resto de cazanoticias conocía la versión de Liberty de lo acontecido a bordo del Norad II, pero ninguno había intentado utilizar todavía esa información en sus reportajes.
En el mundo exterior comenzaba a imponerse un bloqueo planetario. Según fuentes oficiales, se trataba de una medida de protección civil (por citar el comunicado de prensa oficial), cuando en realidad podía hablarse de un golpe de estado militar que afectaba al gobierno local. La población estaba siendo hacinada en puntos de concentración para, en teoría, facilitar la evacuación. No se mencionaba la procedencia de las naves de evacuación, ni siquiera si existía un calendario para abandonar el planeta. Mientras tanto, había patrullas de marines por cualquier esquina, y los ciudadanos que permanecían en la ciudad parecían muy, pero que muy nerviosos.
A falta de algo que informar, los cazanoticias mataban el tiempo en la enorme cafetería enfrente del Gran Hotel, jugaban a las cartas, esperaban el próximo comunicado oficial y se dedicaban a especular como locos. Mike, embutido en su guardapolvo, haraganeaba junto a los demás, con más pinta de oriundo que cualquiera de ellos.
—Tío, yo no creo que haya alienígenas ni nada —dijo Rourke, entre mano y mano de póquer. Era un pelirrojo grandullón con una cicatriz irregular que le cruzaba la frente—. Me parece que los Hijos de Korhal han encontrado por fin la tecnología suficiente para vengar el holocausto nuclear de su mundo natal.
—Cierra la boca —espetó Maggs, un encallecido perro viejo de uno de los diarios locales—. Te puedes ganar un tiro por hacer chistes sobre los Korhal.
—¿Qué pasa, tú tienes alguna teoría?
—Son humanos, pero no lo que nosotros llamamos humanos. Vienen de la Antigua Tierra. Supongo que mientras nosotros no estábamos se enfrascaron tanto en la pureza genética y tal que ya deben de ser poco menos que clones, y nos andan buscando la pista para limpiar el resto de la raza.
Rourke asintió con la cabeza.
—Eso ya lo había oído. Y Thaddeus el del Post opina que son robots, y que están programados para que no puedan defenderse. Por eso se dieron el piro cuando se les echó el Norad encima.
—Os equivocáis todos —intervino Murray, un corresponsal de uno de los canales religiosos—. Son ángeles, el Día del Juicio ha llegado.
Rourke y Maggs expresaron su desdén con risitas, tras lo que Rourke preguntó:
—¿Y tú, Liberty? ¿Qué crees que son?
—Lo único que sé es lo que vi. Y lo que vi fue que, sea lo que sean, licuaron la superficie del planeta de al lado, y podrían estar aquí antes de que la Confederación tuviese tiempo de reaccionar. Y nosotros aquí, en el centro de la diana, jugando a las cartas.
Un silencio sepulcral se cernió sobre la mesa por un momento. Incluso Murray, el corresponsal de los cielos, mantuvo la boca cerrada. Al cabo, Rourke exhaló un largo suspiro y dijo:
—Los de Tarsonis sí que sabéis cómo reventar una fiesta. ¿Juegas otra ronda o qué?
Mike se sentó de repente, con los ojos clavados en la carretera. Murray y Rourke no pudieron evitar revolverse en sus asientos, pero sólo vieron al habitual puñado de marines en la calle, algunos con armadura de combate, otros con el uniforme reglamentario.
—Rápido, Rourke. Dame tus credenciales periodísticas —dijo Mike.
El grandullón pelirrojo echó mano por instinto a las fichas que colgaba de su cuello, como si de un salvavidas se trataran.
—Ni hablar, tío.
—Vale, entonces te cambio mis credenciales por las tuyas. —Mike le tendió su carné de identidad expedido por los marines.
—¿Y eso? —inquirió Rourke, que ya había comenzado a sacarse la cadena por encima de la cabeza.
—Tú eres miembro de la prensa local. A ti te dejarán salir del cordón.
—Sí, pero todo lo que escriba irá a parar a manos de los censores —protestó el hombretón, mientras le entregaba las fichas—. De aquí no sale nada.
—Ya, pero es que esta espera me va a volver loco. Dame tabaco, también.
—Pensaba que lo estabas dejando, tío.
—Venga, hombre.
En cuanto Mike hubo metido los cigarrillos de Rourke en el bolsillo de la camisa, se levantó y salió de la cafetería antes de que su pase de prensa dejara de rebotar encima de la mesa.
—En Tarsonis están chalados, tío —comentó Rourke.
—¿Juegas o hablas? —preguntó Maggs.
* * *
—¡Teniente Swallow! —gritó Mike. Se colgó las fichas de Rourke al cuello mientras corría, levantando penachos de polvo con las botas en la calle.
La teniente se giró y le sonrió.
—Señor Liberty. Me alegro de volver a verle. —Su sonrisa era afectuosa, aunque Mike no sabía si esa afectuosidad era sincera o el resultado de su reprogramación.
Ya no llevaba puesta la armadura de combate, sino que iba vestida de caqui como ordenaba el reglamento. Eso quería decir que no estaba de patrulla y que no era probable que estuviera vigilándolo de forma activa. Empero, llevaba un pequeño lanzagranadas sobre una de las caderas y un cuchillo de combate de torvo aspecto en la otra.
Mike cogió la cajetilla de tabaco de su bolsillo y extrajo la boquilla de un cigarrillo. Swallow esbozó una sonrisa culpable y lo aceptó.
—Creía que lo estaba dejando.
Mike se encogió de hombros.
—Lo mismo digo.
Se percató de que no llevaba encima ni una cerilla. Swallow sacó un mechero. Un láser diminuto iluminó la punta.
La teniente inhaló una profunda calada.
—Lamento lo que ocurrió en la nave. El deber.
Mike volvió a encogerse de hombros.
—Mi trabajo a veces me obliga a formular preguntas peliagudas. El deber. Ya se me han quitado los cardenales. ¿Está ocupada?
—De momento, no. ¿Ocurre algo, señor?
—Me hace falta un vehículo y un chófer para ir al interior. —Consiguió que sonara como una petición inofensiva. Como encender un cigarrillo.
El rostro de Swallow se ensombreció por un momento.
—¿Van a dejar que salga del cordón? No se lo tome como algo personal, señor, pero yo creía que el coronel iba a mandarlo de vuelta a Tarsonis de una patada después de aquel incidente en el puente.
—El tiempo cura todas las heridas —dijo Mike, sacando las fichas de Rourke—. Me han alargado un poco la cadena. Sólo trabajo de campo... hablar con los refugiados en potencia.
—Evacuados, señor —corrigió Swallow.
—Eso mismo. Tengo que escribir algunas líneas sobre las valientes gentes de Mar Sara enfrentadas a la amenaza del espacio. ¿Le interesa enseñarme los alrededores?
—Bueno, estoy de descanso, señor... —Swallow vaciló. Mike volvió a tantear el paquete de cigarrillos—. No veo qué tiene de malo. ¿Seguro que el coronel está de acuerdo con esto?
Mike irradió una sonrisa ganadora.
—Si no lo está, nos damos la vuelta en el primer puesto de control y le presento a mis compañeros de póquer en la cafetería.
* * *
La teniente Swallow consiguió el transporte, un todo-terreno descapotable de carrocería achatada. Las fichas de Rourke les franquearon el paso por el primer puesto de guardia, donde un patrullero aburrido pasó la tarjeta por el lector y obtuvo luz verde para el "reportero local". A las autoridades no parecía que les preocupara demasiado el hecho de que la gente llegase al interior, y menos si llevaban escolta militar. Les preocupaba más que la gente volviese a entrar.
Mar Sara siempre había sido habitable con reservas, en comparación con las otrora exuberantes selvas de su hermana en la órbita más lejana. Su cielo estaba teñido de un naranja polvoriento, y la mayor parte de su suelo se lo repartían entre el barro cocido y los hierbajos. Los sistemas de regadío habían conseguido que florecieran algunas partes de aquel desierto pero, a medida que se alejaban de la ciudad, Mike reparó en que los campos ya comenzaban a acusar la falta de agua. Los aspersores se erguían igual que espantapájaros solitarios por encima de las plantaciones teñidas de marrón.
Aquellas cosechas necesitaban atención constante, apuntó Mike en su grabadora, y el desplazamiento de la población resultaba tan mortífero para ellas como cualquier asalto procedente del espacio. El abandono de las zonas de cultivo era un claro indicio de que los confederados esperaban el regreso de los protoss.
Se encontraron con el primer punto de concentración para refugiados (evacuados, perdón) hacia la mitad de la tarde. Se trataba de una ciudad de lona erigida en uno de los sembrados, donde un único caminante Goliath supervisaba todo el complejo. Otro patrullero aburrido ni siquiera se molestó en escuchar toda la historia de Mike antes de pasar la ficha de Rourke por el lector y, tras ser informado de que era oriundo, permitirle el paso.
Swallow aparcó el todoterreno a los pies del Goliath.
—Permita que hable a solas con los ref... evacuados.
—Señor, sigo siendo responsable de su seguridad.
—Entonces, vigile desde una distancia prudente. La gente no va a estar dispuesta a sincerarse con un miembro de la Confederación paseándose por aquí con todo el equipo.
El semblante de Swallow se ensombreció, a lo que Mike añadió:
—Claro está, todo lo que consiga pasará por su gente antes de ser retransmitido. —Aquello pareció tranquilizarla lo suficiente como para mantenerla cerca del vehículo mientras Mike salía para visitar el vecindario.
Hacía tan sólo unos días que habían levantado la estación de evacuados, pero su capacidad ya comenzaba a ponerse a prueba. Se diría que había sido construida para alojar a un centenar de familias, cuando en esos momentos albergaba a quinientas. El torrente de población estaba hacinándose en autobuses cuadrados para su traslado a campamentos más alejados. La basura se apilaba en las lindes, y había colas ante los depósitos de agua para conseguir el líquido depurado.
Los evacuados comenzaban a sobreponerse a la impresión que les suponía verse despojados de todo. La mayoría de ellos habían sido sacados de sus hogares y habían conseguido llevarse sólo lo primero que encontraron a mano. De resultas de ello, los objetos innecesarios o dotados de valor sentimental habían sido abandonados o canjeados por comida y una cama caliente. Ahora, descansando por primera vez desde hacía días, los evacuados tenían tiempo para asimilar su situación y designar culpables.
No era de extrañar que la Confederación cargara con la mayor parte de la culpa. Después de todo, eran los únicos a mano, con sus caminantes Goliath y sus marines vestidos de combate constituyendo una presencia bien visible. Los protoss, en cambio, eran un rumor, siendo los informes de la propia Confederación la única prueba de su existencia. Mar Sara había estado al otro lado del sol, por lo que sus habitantes se habían perdido el espectáculo pirotécnico de la destrucción de su planeta hermano.
Mike catalogó las penurias de los evacuados y escuchó sus quejas. Abundaban las historias de separaciones y de posesiones preciadas que se habían quedado atrás, los relatos de granjas y hogares apropiados por las fuerzas confederadas, así como todo tipo de quejas, de mayor o menor importancia, contra las fuerzas militares que habían reemplazado a todas las autoridades civiles. El propio magistrado local se había convertido en un refugiado más, y ahora encabezaba una comitiva que iba a ser trasladada a otro punto de concentración. Nadie estaba dispuesto a plantarle cara a los confederados, pero los refugiados estaban lo bastante furiosos como para exponerle sus quejas a un periodista.
No obstante, bajo los lamentos y las baladronadas subyacía un miedo palpable y definido. Estaba el miedo que inspiraban las fuerzas confederadas, cómo no, pero también el que resultaba de darse cuenta de que la humanidad, de buenas a primeras, había dejado de estar sola. Los marsaranos habían visto las noticias referentes a la destrucción de Chau Sara, y les atemorizaba que pudiera ocurrir lo mismo en su planeta. La ansiedad era una presencia constante en el campamento, así como el deseo incontenible de estar en otra parte... no importaba cuál.
También había algo más, como descubriera Mike mientras se mezclaba con el desarraigado populacho. El repentino conocimiento de los protoss vino seguido de una oleada de misteriosos avistamientos. Se denunciaban luces en el cielo, y criaturas de aspecto extraño en la tierra. Aparecían reses sacrificadas y mutiladas. A eso había que añadirle la admisión generalizada de que la Confederación estaba apartando a la población de ciertas áreas, como si supieran algo que no quisieran compartir con los civiles.
Las historias acerca de alienígenas y xenomorfos ocultos en tierra surgían una y otra vez. Nadie había llegado a verlos, desde luego. Siempre era el amigo de un amigo de un pariente que estaba en otro campamento el que los veía o, al menos, oía hablar de ellos. Las historias giraban más en torno a monstruos con ojos de insecto que a criaturas a bordo de naves relucientes. Claro que, si alguien hubiese visto las naves de los protoss, el ejército habría interceptado el informe en cuestión de minutos.
Transcurridas dos horas (y terminados los últimos cigarros de Rourke), Mike regresó al todoterreno. La teniente Swallow seguía tal y como la había dejado, de pie junto a la puerta del conductor.
—Ya tenemos bastante. Gracias por haberme traído hasta aquí. Podemos marcharnos.
Swallow no se movió, sino que permaneció con la mirada fija en algo.
—¿Teniente Swallow?
—Señor. He observado algo curioso. ¿Le importa si lo comparto con usted?
—¿Qué es eso tan curioso?
—¿Ve a esa mujer de ahí, la pelirroja vestida de oscuro?
Mike miró donde le indicaba. Había una mujer, joven, vestida con lo que parecían unos pantalones negros de camuflaje, camisa oscura y un chaleco lleno de bolsillos. Su cabello, de un rojo brillante, quedaba recogido en una coleta sobre la nuca. Su aspecto era cuasi militar, aunque no pertenecía a ninguna unidad que Mike hubiese visto con anterioridad. Tal vez se tratara de una milicia planetaria o de alguna organización de agentes de la ley y el orden. Alguaciles, así era como llamaban los nativos a los agentes de la ley, aunque ella no tenía pinta de ser una de ellos. De repente, cayó en la cuenta de que no había visto a ninguna de las autoridades locales desde que aterrizaran los marines. Había dado por sentado que se habían sumado a la evacuación general.
—¿Y?
—Parece sospechosa, señor.
—¿Qué está haciendo?
—Lo mismo que ha estado haciendo usted, señor. Hablar con la gente.
—Vaya, eso sí que es sospechoso. ¿Por qué no hablamos nosotros con ella?
La pelirroja se alejó de su último interlocutor, un hombre de avanzada edad, y cruzó el compuesto. Swallow avanzó hacia ella a largas zancadas, con Mike tras sus pasos.
Mientras se acercaban, Mike observó algo sospechoso en la mujer: su aspecto era mucho menos polvoriento que el del resto de los refugiados. Y menos preocupado.
—Disculpe, señora —dijo Swallow.
La pelirroja se detuvo con un pie en el aire y miró alrededor.
—¿Puedo ayudarles? —preguntó. Sus ojos verde jade se entrecerraron apenas el grosor de un cabello. Mike observó que sus labios eran un tanto anchos comparados con el resto de su rostro.
—Querríamos hacerle algunas preguntas —respondió la teniente, con más brusquedad de la que habría deseado Mike.
La mujer frunció sus carnosos labios, antes de inquirir:
—¿Quién quiere formular esas preguntas? —Pareció que soplara un viento helado entre ambas interlocutoras.
Mike se colocó entre ellas.
—Soy reportero de la Red de Noticias Universal. Me llamo Michael...
—Liberty —concluyó la pelirroja—. He visto sus reportajes. Se acercan a la verdad bastante a menudo.
Mike asintió con la cabeza.
—Siempre se acercan a la verdad cuando los termino. Si algo sale mal, es culpa de los editores.
La mujer le dedicó una mirada penetrante. Mike tuvo la certeza de que aquellos ojos verdes podían convertirse en puñales capaces de hundirse en su alma.
—Me llamo Sarah Kerrigan —informó, lacónica, dirigiéndose sólo a Mike, no a la teniente.
Vale, pensó Mike. De agente local, nada de nada.
—Y, ¿de dónde es usted, Kerrigan? —preguntó la teniente Swallow. Seguía sonriendo, pero Mike podía sentir la tensión de aquella sonrisa. Había algo en Kerrigan que conseguía enervar a la teniente.
—Universidad de Chau Sara —respondió Kerrigan, clavando los ojos en la oficial—. Formaba parte de un equipo de sociólogos estacionado aquí cuando se produjo el ataque.
—Qué origen más conveniente, si tenemos en cuenta que nadie puede corroborarlo en estos momentos.
—Lamento lo de su planeta —intervino Mike, presuroso. Sólo pretendía suavizar la acusación tácita de Swallow pero, por primera vez, se dio cuenta de que lamentaba la destrucción que había visto desde la órbita. Le abochornó no haber pensado antes en ello.
La pelirroja volvió a concentrase en el reportero.
—Lo sé. Puedo sentir su pesar.
—Y, ¿qué está haciendo aquí, Kerrigan? —Swallow estaba siendo tan delicada como el abrecartas favorito de Anderson.
—Lo mismo que todos, cabo...
—Teniente, señora —interrumpió Swallow, aún con más inquina.
Kerrigan consiguió esbozar una sonrisa risueña.
—Teniente, pues. Intento descubrir qué está pasando. Intento descubrir si es cierto que existe un plan de evacuación o si los confederados están dedicándose a sembrar neurosis bélica a gran escala.
—¿Qué quiere decir con eso? —saltó Swallow. Mike se apresuró a replantear la pregunta.
—¿Cree que hay algún problema con las evacuaciones que se están llevando a cabo?
Kerrigan soltó una risita desdeñosa.
—¿No es obvio? Tienen a montones de gente alejadas de las ciudades y trasladadas al interior.
—Las ciudades no son defendibles —apuntó Swallow.
—¿Y el interior sí? —espetó Kerrigan—. Se diría que la Confederación confunde actividad con progreso. Se conforman con pasear a los refugiados igual que a fichas sobre un tablero, sin ningún plan real de evacuación.
—Tengo entendido que esos planes están forjándose —dijo Mike, con calma.
—Yo también he leído los informes oficiales, y ambos sabemos cuánto hay de cierto en ellos. No, la Confederación del Hombre no hace más que perseguirse la cola, mareando a la gente con la esperanza de que estén preparados.
—¿Preparados para qué?
—Preparados para cuando se produzca el siguiente ataque —sentenció Kerrigan, lacónica—. Preparados para el siguiente desastre.
—Señora —intervino Swallow—. Debo decirle que la Confederación está haciendo todo lo humanamente posible por ayudar a la población de Mar Sara.
—Están haciendo todo lo humanamente posible por protegerse a sí mismos, soldado —interrumpió Kerrigan, encendida—. A la Confederación nunca le ha importado un pimiento lo que se escape a los límites de su burocracia. Para ser más exactos, nunca le ha importado un pimiento su gente y, sobre todo, nunca le ha importado un pimiento cualquiera que no viva en Tarsonis.
—Señora, debo informarle... —comenzó Swallow. Su sonrisa se había tornado quebradiza como el cristal.
—Yo debo informarle a usted de que la historia de la Confederación la condena con la misma seguridad que sus actuales acciones. Está dispuesta a olvidarse del sistema de Sara, del mismo modo que se olvidó de las colonias durante las Guerras Gremiales y del mismísimo Korhal.
—Señora. Debo advertirle de que nos encontramos en una zona militar, y que los discursos peligrosos serán acallados sin dilación.
Mike vio que la mano de la teniente Swallow se había desplazado hasta la empuñadura de su lanzagranadas.
—No, teniente —repuso Kerrigan, con una expresión furibunda en los ojos—. Yo debo advertirle a usted. La Confederación los está conduciendo al matadero, y no van a darse cuenta hasta que vean afilar los cuchillos.
El rostro de Swallow enrojeció.
—No me obligue a hacer algo que pueda lamentar, señora.
—Yo no le obligo a nada —siseó Kerrigan—. Son los bastardos de la Confederación los que obligan a la gente a hacer cosas. ¡Se apoderan de uno y lo manipulan hasta que se convierte en su juguete! Así que la pregunta es: ¿va a seguir el programa que le han dictado, o no?
Mike retrocedió un paso, consciente de repente de que las mujeres estaban a punto de emprenderla a puñetazos. Miró alrededor, pero parecía que el resto del campamento no les prestaba atención.
Ambas permanecieron rígidas durante un buen rato, mirándose a los ojos. Al cabo, la teniente Swallow parpadeó, dio un paso atrás y apartó la mano de la culata de su arma.
—Debo asegurarle, señora —dijo la teniente Swallow, cetrina— que se equivoca. La Confederación sólo piensa en su pueblo.
—Si debe asegurármelo, cumpla con su deber —repuso Kerrigan, escupiendo las palabras—. ¿Se les ofrece algo más, o soy libre de continuar imaginándome que soy libre?
—No, señora. Puede irse. Disculpe las molestias.
—No ha sido nada. —Los penetrantes ojos verdes de Kerrigan se suavizaron por un momento. Se volvió hacia Mike—. Respondiendo a su siguiente pregunta, encontrará algunas respuestas en la Base Himno. Queda a unos tres clicks de aquí. No vaya solo. —Lanzó una mirada a la teniente.
Dicho lo cual, se marchó, cruzando el complejo a paso largo y perdiéndose enseguida entre las tiendas.
—La mujer estaba bajo presión —dijo Swallow, entre dientes. Sacó una ampolla de estimulantes de su cinturón.
—Sin duda —convino Mike.
—No es nada nuevo que la gente le eche la culpa de sus problemas a sus rescatadores. —Presionó la ampolla contra la carne nudosa de su nuca. El vial emitió un siseo.
—Cierto.
—Éste no era el lugar ni el momento adecuados para que se produjera un incidente. —Muy despacio, el color regresó a su rostro y comenzó a respirar con normalidad.
—No era el lugar, no.
—Lo mejor será no dar parte de esto.
Mike pensó en la antigua afición de Swallow.
—Desde luego.
—Deberíamos irnos ahora —dijo la teniente Emily Jameson Swallow, antes de volverse hacia el jeep.
—Aja. —Mike se rascó la barbilla y miró en dirección al lugar donde había desaparecido Kerrigan. Pensó en seguirla, pero se dio cuenta de que era probable que no la encontrara a menos que ella así lo quisiera. Tenía un montón de preguntas que formularle.
Sobre todo cómo había sabido cuál iba a ser su siguiente pregunta.
Iba a preguntarle acerca de los avistamientos de xenomorfos. Ésa era la siguiente pregunta que pensaba formular. Kerrigan podría haberlo sabido si había hablado con las mismas personas que había entrevistado él.
O tal vez fuese otro el motivo por el que Kerrigan había sabido lo que estaba pensando.
En cualquier caso, cuando avivó el paso para alcanzar a la teniente Swallow, decidió que jamás se sentaría a jugar a las cartas con Sarah Kerrigan.
_____ 5 _____
Base Himno
La naturaleza aborrece el vacío, y la naturaleza humana odia la falta de información. Si no podemos encontrarla, vamos en su busca. En algunos casos, nos limitamos a inventarla.
Ése era el caso del sistema de Sara. Deliberadamente ignorantes, nos adentramos en el interior buscando respuestas... respuestas que no tardamos en descubrir que no queríamos encontrar.
Fuimos unos estúpidos al asumir que estaríamos a salvo. Fuimos unos estúpidos por partir con tanta precipitación. Fuimos unos estúpidos por ir desarmados. Fuimos unos estúpidos por pensar que sabíamos dónde nos estábamos metiendo.
Lo más estúpido de todo fue asumir que los protoss eran la primera raza alienígena que había conocido la humanidad.
—EL MANIFIESTO DE LIBERTY
No fue fácil disuadir a la teniente Swallow para que se desviara hacia la Base Himno. Mike le contó lo que había descubierto en el campamento por boca de los refugiados, expuesto en términos neutrales para no enervarla aún más.
Aún así, Kerrigan había sacado a la soldado de sus casillas, y ahora Swallow conducía sumida en un intenso silencio por las carreteras secundarias al otro lado del campamento. La ampolla de estimulantes le había ayudado a controlar su ira, pero no la había eliminado por completo.
Una cresta de humo se levantaba a su paso. Michael Liberty estaba seguro de que los habitantes de Himno podían ver cómo se acercaban.
Sin embargo, cuando llegaron, la ciudad estaba vacía.
—Parece que han sido evacuados —dijo Mike, mientras se bajaba del vehículo.
La teniente Swallow se limitó a gruñir y se dirigió a la parte trasera del todoterreno. Tras abrir un compartimento, extrajo un rifle gauss.
—¿Quiere uno, señor?
Mike negó con la cabeza.
—¿Una pistola, al menos?
Volvió a sacudir la cabeza y se encaminó hacia el edificio más próximo.
Aquella era una población minera, nada más que cerca de una docena de hogares construidos con la madera autóctona y edificios prefabricados. Se había convertido en una ciudad fantasma. Ni ganado, ni perros, ni siquiera aves.
Entonces, se preguntó Mike, ¿por qué tenía la sensación de que lo observaban?
El primer edificio era una oficina de concesiones. Suelo de madera, viviendas en la parte de atrás. Parecía que sus ocupantes lo hubieran abandonado sin más. Todavía había algunos cristales azules en los platillos de una balanza sobre un mostrador.
Entró. Swallow se quedó en la puerta, con la desproporcionada arma en ristre. En el aire flotaba un olor punzante.
—Se han marchado. Deberíamos seguir su ejemplo.
Mike cogió la jarra de una cafetera. El líquido había hervido hasta convertirse en un limo sólido, y el recipiente todavía desprendía calor.
—Esto está encendido. —Desenchufó el aparato.
—Se fueron apresuradamente, señor —dijo Swallow. Una nota de nerviosismo asomaba a su voz—. Usted mismo dijo que los evacuados se quejaban de que se los hubieran llevado con tanta urgencia.
Mike se colocó detrás del mostrador y abrió uno de los cajones.
—Todavía hay dinero en la caja registradora. Me cuesta creer que un ensayador se dejara atrás su dinero. O que los marines no le dieran la oportunidad de recuperarlo. Qué extraño. —Se metió en la trastienda.
Swallow lo llamó a voces y reapareció.
—Aquí vivía alguien. Parece que hubo una pelea.
—Resistencia a la evacuación —dictaminó Swallow, traspasando a Mike con la mirada—. Probablemente lo sacaron a rastras sin que pudiera ni cerrar la tienda.
Mike asintió con la cabeza.
—Vamos a comprobar los demás edificios. Tú coge una acera. Yo la otra.
La teniente Swallow inspiró con fuerza.
—Como usted desee, señor, pero quédese en el umbral, donde pueda verle.
Mike cruzó la calle para acercarse a la hilera opuesta de edificios. Se levantó una brisa fría y los arbustos rodantes corrieron por la calle principal de Himno. No se veía ni rastro de animales ni de seres humanos.
Entonces, se preguntó Mike, ¿por qué se le erizaba el vello sobre la nuca?
Había un par de residencias al otro lado de la calle, frente a la oficina de concesiones. Al igual que el despacho del ensayador, parecía que las acabaran de abandonar. Una pantalla de vídeo seguía encendida en una de ellas, parpadeando sin sonido mientras retransmitía con problemas un reportaje informativo. Imágenes de archivo de un crucero de batalla, identificado como el Norad II, surcando el espacio sin esfuerzo.
Había una lata de cerveza derramada junto a la butaca enfrente del vídeo. A su pesar, Mike se puso a buscar por si alguien se había dejado atrás algún cigarrillo. No hubo suerte.
El tercer edificio era un supermercado, con todo el aspecto de haber sido saqueado. Habían volcado las cajas y los productos de las baldas estaban desperdigados por el suelo. Detrás de la caja registradora habían roto el panel de cristal de la armería. Las pistolas habían desaparecido.
Michael pensó que tal vez era aquello lo que Sarah Kerrigan quería que descubriera. Los indicios de una lucha armada. ¿Contra la evacuación de la Confederación? ¿O contra los protoss?
Miró por encima del hombro y vio a Swallow que cruzaba hasta una taberna de dos pisos en su lado de la calle. Él entró en el supermercado. Pisó algo que emitió un crujido.
Se arrodilló. El suelo estaba cubierto con algún tipo de moho u hongo. Se trataba de una substancia grisácea, de bordes costrosos aunque ligeramente elásticos al tacto. Contenía un diseño en forma de telaraña trazado con bandas más oscuras, casi como arterias.
Allí se había derramado algo, y alguna especie de moho oriundo no había dejado escapar la oportunidad. Muy rápido, pensó... no podía haber ocurrido hacía más de dos días.
El supermercado tenía algo más que ofrecer. Se escuchaba un sonido procedente de la trastienda, el sonido de algo que se deslizaba sobre las tablas del suelo. Se movió una vez, antes de guardar silencio.
¿Un animal salvaje?, se preguntó Mike. ¿Una serpiente? O quizá un refugiado que se hubiese escapado de la evacuación inicial, o que hubiera regresado más tarde. Se adentró otro paso en la estancia, aplastando el hongo bajo sus botas.
Se dio cuenta de repente de que no llevaba un arma encima.
Swallow le gritó desde la otra acera. Mike echó un vistazo a la puerta de la trastienda, antes de mirar a Swallow. Salió de la tienda principal caminando de espaldas y se dirigió hacia el bar. Swallow estaba pegada a la pared al otro lado de la puerta.
—Creo que hay algo en la tienda...
—He encontrado a los habitantes —siseó Swallow. Las venas martilleaban paralelas a las cicatrices de su cuello y retumbaban en sus sienes. Tenía los ojos abiertos de par en par. Estaba aterrorizada, y el miedo estaba erosionando su programa de resocialización. Era evidente que se había inyectado otra dosis de estimulantes; la ampolla vacía yacía sobre las tablas del porche.
Contra su voluntad, Mike se asomó a la puerta del bar.
Lo habían transformado en un matadero. Formas otrora humanas colgaban de los pies sujetos a gruesas cuerdas fijadas al techo. A muchos les habían quitado la ropa y la carne. A otros les habían arrancado los miembros, tres habían sido decapitados. El trío de calaveras se alineaba sobre el mostrador, abiertas para revelar los cerebros. Algo había estado royendo uno de los sesos.
Ante sus ojos, algo parecido a un ciempiés gigantesco se enroscó a uno de los cadáveres. Era como una lombriz enorme, color orín. Estaba devorando la carne.
Mike se encontró sin aliento y deseó tener una ampolla de estimulantes. Avanzó un paso dentro de la estancia.
Sus pies aplastaron el moho crujiente que cubría la habitación. Se dio cuenta de que no estaba solo.
Sintió su presencia antes de verlo. De nuevo aquella sensación de estar siendo observado.
Comenzó a retroceder, a salir de allí. Comenzó a girarse. Comenzó a decirle algo a Swallow.
Algo surgió de detrás de la barra como una exhalación, abalanzándose sobre el umbral con un único e imposible brinco, imparable.
No golpeó a Mike. Algo de mayor tamaño lo apartó de un empellón.
Mike golpeó las tablas del porche con estrépito y se revolvió para ver a la teniente Swallow, que le había empujado, disparando a un perro de gran tamaño en la calle. No, no era un perro. Tenía cuatro patas, pero ahí terminaban las similitudes. Parches de carne de tonos anaranjados carecían de piel, se veían los músculos. Tenía la cabeza adornada por un par de enormes colmillos colgantes.
Estaba gritando bajo la granizada de dardos metálicos disparada por el rifle gauss. Las ráfagas hipersónicas lo acribillaron en una docena de puntos, y se desplomó sobre el polvo cuando Swallow dejó el dedo pegado al gatillo.
—¡Swallow! —gritó Mike—. ¡Está muerto! ¡Teniente Swallow, alto el fuego!
Swallow apartó el dedo del gatillo como si éste fuese una serpiente. Tenía el rostro surcado de sudor, y las comisuras de los labios aparecían moteadas de espuma. Resollaba con fuerza y, en contra de su voluntad, su mano libre tanteó en busca de su cuchillo.
Mike se dio cuenta de que la resocialización de la mujer había llegado a su límite y estaba a punto de perderla.
—Santa María Purísima —musitó Swallow—. ¡Qué es eso!
A Mike no le importaba.
—¡Regresemos al todoterreno! —gritó—. ¡Enviaremos tropas armadas! ¡Vamos!
Dio dos pasos, antes de percatarse de que Swallow seguía en la puerta, observando al ser perruno tendido en la calle.
—¡Teniente! ¡Es una orden, maldita sea! —aulló Mike.
Aquello surtió efecto. Lo bueno de la resocialización era que el sujeto se volvía susceptible a las órdenes, sobre todo si se encontraba bajo los efectos de estimulantes. Swallow había vuelto a recuperar el control de repente y corrió en dirección al todoterreno, adelantando a Mike. Se produjo movimiento en el supermercado mientras corrían. Más seres perros salían por sus puertas. Mike sabía que podían dar unos saltos prodigiosos y que serían capaces de caer sobre sus espaldas mientras huían.
No lo hicieron. En vez de eso, las criaturas esperaron hasta que hubieron llegado cerca del vehículo, momento en el que algo más surgió detrás del jeep.
Para Mike era una serpiente, una cobra que se erguía para atacar. Una serpiente con una cabeza acorazada coronada por un amplio volante de quitina ósea semejante a la de un lagarto prehistórico. Una serpiente con dos brazos que sobresalían de su cuerpo, brazos rematados en guadañas de torvo aspecto.
Guadañas que hendieron el capó del todoterreno, clavándolo al asfalto. La criatura serpiente profirió un siseo de victoria.
Swallow masculló una maldición.
—¡Nos han rodeado!
Mike la cogió de una manga.
—La oficina de concesiones. ¡Sólo tiene una entrada! ¡A por ella!
Salió corriendo en esa dirección, con la soldado pisándole los talones. Tras él oía el sonido de los disparos y los gritos de los seres perros. Swallow corría de espaldas y disparaba al mismo tiempo, cubriendo la retaguardia mientras huían.
Se detuvo en el vano de la puerta de la oficina y escrutó la estancia. No había cambiado nada desde que estuviera allí hacía unos momentos. Corrió hacia el mostrador y encontró una escopeta primitiva. La abrió y vio que tenía un par de postas en la recámara.
Por cierto, que el despacho tenía todo el aspecto de haber sido abandonado a la carrera. O a rastras.
Swallow estaba en el umbral, disparando ráfagas. Se escucharon más gritos inhumanos, luego el silencio.
Mike se asomó al vano para ver una media docena de cuerpos tirados en la calle, todos ellos seres perros. Los animales parecían incluso menos normales que antes, cuajados de pústulas y músculos nudosos en las porciones heridas de sus cuerpos. La pata de uno de ellos seguía estremeciéndose, espasmódica, en medio de un charco de gelatina que bien pudiera ser su sangre.
No se veía ni rastro del ser serpiente con las guadañas. El todoterreno era un cascarón aplastado al final de la calle, oscureciendo la arena con su combustible.
—¿Eran ésos los seres que acabaron con Chau Sara? —Swallow siseó la pregunta, su voz un susurro estrangulado. Sus ojos eran prácticamente orbes de puro blanco.
Mike zangoloteó la cabeza. Los seres que habían visto en el espacio estaban imbuidos de una belleza sobrecogedora. Eran de oro y plata, y se diría que estaban formados de relámpagos y fuerza elemental. Estos seres no eran más que músculo, sangre y locura. Dolía siquiera mirarlos.
—Ah, Dios, ¿dónde está el grande? —preguntó Swallow.
Mike se tragó el polvo y el miedo.
—Tenemos que salir de aquí antes de que se reagrupen.
Swallow se volvió hacia él, con los ojos desorbitados llenos de pánico.
—¿Salir de aquí? ¡Pero si acabamos de llegar!
—Van a reagruparse y a intentarlo de nuevo.
—Son animales —espetó, y la boca de su rifle gauss se alzó ligeramente hacia Mike—. Si le disparamos a unos cuantos, los demás saldrán corriendo.
—No lo creo. Los animales no cuelgan a sus víctimas. No conservan los trofeos.
Swallow emitió un gritito corto, estrangulado, y retrocedió un paso hacia el interior de la oficina.
—No, no digas eso.
—Swallow. Emily, me...
—No digas eso —repitió. Retrocedió otro paso—. No digas que son inteligentes. Porque si lo son, sabrán que estamos atrapados, y sabrán que pueden cogernos cuando les dé la gana. Maldita sea, estamos jod...
Dio otro paso hacia atrás y las tablas cedieron bajo su peso. Profirió un grito sofocado. Soltó el arma cuando se abrió un pozo a sus pies.
Del interior del foso procedía el sonido de un furioso trinar.
Swallow se retorció en el aire y asió las tablas para detener su caída. Los trinos aumentaron su intensidad.
Mike dio un paso adelante, a punto de soltar su propia arma.
—¡Emily, cógete a mi mano!
—¡Sal de aquí, Liberty! —rugió Swallow, con los ojos casi en blanco a causa del miedo. Con la mano libre, cogió su cuchillo de combate—. ¡Dios, están justo debajo de nosotros!
—¡Emily, cógete a mi mano!
—Alguien tiene que regresar —dijo, al tiempo que desenfundaba su cuchillo y lanzaba una estocada contra algo invisible del interior del pozo—. Van a atacar también desde arriba. ¡Date prisa! Regresa al campamento. ¡Avisa a todo el mundo!
—No puedo...
—¡Corre! ¡Es una orden, maldita sea! —Swallow comenzó a bufar cuando los últimos vestigios de su resocialización se quebraron ante el asalto de las criaturas. Profirió un alarido bestial y comenzó a asestar tajos a diestro y siniestro.
Mike se volvió hacia la puerta, donde lo recibió una sombra. Sin pensar, apretó los dos gatillos de la escopeta y se vio salpicado por el icor resultante de la explosión del ser perro.
Empezó a correr. Sin mirar atrás, corrió, tirando la escopeta descargada mientras huía. Hacia el todoterreno. La teniente Swallow había sacado el rifle de un compartimento de la parte de atrás. Le había ofrecido uno. Tenía que seguir allí. Al igual que otras armas.
Estaba a punto de alcanzar su objetivo cuando el suelo entró en erupción debajo del vehículo.
La serpiente de cabeza blindada con brazos como guadañas. Se había quedado a esperarle.
Mike se apartó del camino de la erupción y comenzó a arrastrarse hacia atrás, lejos de la serpiente. Estaba atrapado en los ojos de la criatura, ojos amarillos y luminosos encajados en su caparazón acorazado.
Había inteligencia en aquellos ojos, y hambre. Mas nada que pudiera confundirse con un alma.
La criatura se irguió sobre su cola, alzándose por encima del todoterreno, dispuesta a saltar hacia delante. Mike se cubrió el rostro con un brazo y gritó.
Sus gritos quedaron ahogados por el sonido de un rifle gauss en modo automático.
Mike levantó la cabeza para ver cómo la enorme bestia serpiente se retorcía y se estremecía bajo una lluvia inexorable de proyectiles. Mientras se debatía, una mortífera metralla de aristas de su cuerpo blindado salpimentó los alrededores.
En ese momento, una ráfaga encontró el combustible restante del todoterreno y todo el vehículo saltó por los aires, llevándose consigo a la serpiente. Aulló algo que podría haber sido una maldición o un grito levado a algún dios desconocido.
La explosión aplastó a Mike de espaldas contra el suelo, y el calor de las llamas se estrelló contra la piel expuesta de sus brazos y rostro. Observó la calle. Ni rastro de los perros. Sólo cadáveres.
Oyó un sonido detrás de él y se giró clavado en el sito, todavía en el suelo. Esperaba más seres perros, pero sabía que se equivocaba incluso antes de completar su giro. Era el sonido de unas botas, no de zarpas.
Una figura fornida y de aspecto humano, lo cual era de agradecer, eclipsó la luz del sol. Sus poderosos hombros le ayudaban a cargar con el peso de un lanzagranadas ajustado a una pistolera que pendía baja sobre su cadera. Aturdido, Mike pensó al principio que la sombra pertenecía a otro miembro de la unidad de Swallow, que la teniente había conseguido llamar a los refuerzos cuando se separaron.
Cuando se despejó su visión, Mike reparó en que el desconocido no vestía el uniforme de los marines. Los pantalones eran de ante, raídos por el uso y resistentes. Llevaba puesta una camisa vaquera, pulcra pero descolorida, con las mangas recogidas. El chaleco ligero de combate lo encasillaba como militar. Así como el rifle gauss que empuñaba. Sus botas eran de buena calidad, aunque tan usadas como el resto de su atuendo.
—¿Te encuentras bien, hijo? —La silueta extendió una mano.
Mike la cogió y se puso en pie. Se sentía como si todo él fuera un enorme cardenal, y la voz de la figura sonaba distante y apagada en sus oídos.
—Bien. Vivo —boqueó—. No eres un marine.
Ahora podía ver el rostro de su rescatador. Una cabeza de cabello rubio como la arena y una barba y bigotes pulcramente recortados.
El desconocido disparó un salivazo contra el suelo.
—¿Que no soy un marine? Me lo tomaré como un cumplido. Soy el representante de la ley por estos andurriales... alguacil Jim Raynor.
—Michael Liberty. RNU, Tarsonis.
—¿Periodista? —preguntó Raynor. Mike asintió con la cabeza—. Un poquito lejos de casa, ¿no?
—Vaya. Estábamos corroborando cierta información... Oh, Dios.
—¿Qué?
—¡Swallow! ¡La teniente! ¡La dejé en la oficina de concesiones! —Mike trastabilló en dirección al despacho del ensayador. El agente de la ley lo siguió de cerca, arma en ristre. Una vez enmudecidos los ecos de la explosión, no se apreciaban más señales de los perros.
Mike encontró a la teniente Swallow boca abajo, con medio cuerpo aún en el pozo, una mano aferrada en torno a su cuchillo de combate, la otra crispada y sujeta a una tabla suelta.
El alguacil estudió la estancia.
—Hijo. —La palabra contenía un tono admonitorio.
—Écheme una mano aquí —dijo Mike, cogiendo a Swallow del brazo que sujetaba el cuchillo—. Podemos levantarla y... Oh, Dios.
La teniente Emily Jameson Swallow había dejado de existir de cintura para abajo. Su torso terminaba en hilachos de carne, y unas cuantas vértebras pendían de una médula espinal desgarrada igual que cuentas de un hilo roto.
—Oh, Dios. —Mike soltó el cuerpo, que resbaló dentro del pozo con un enfermizo sonido reptante. A continuación, un topetazo en blando, y el sonido de algo más que se movía allá abajo.
Mike se desplomó de rodillas, se inclinó y vomitó hasta quedarse sin fuerzas. Una segunda vez, y una tercera, hasta que no quedaron más que secas arcadas. La cabeza le daba vueltas, se sentía como si algo le hubiera sorbido toda la sangre del cerebro.
—No es por interrumpir —dijo Raynor—, pero me parece que deberíamos irnos. Creo que lo que hice fue cargarme a uno de sus oficiales. Me ventilé al capitán, ya me entiende. Se están reagrupando. Será mejor que nos vayamos. Tengo una moto afuera. —Se interrumpió por un momento, antes de añadir:— Lamento lo de su amiga.
Mike asintió en silencio. Sintió cómo su estómago hacía un último intento por vaciarse.
—Ya —boqueó, por fin—. Yo también.
_____ 6 _____
Escalofríos
Es fácil entender la guerra sobre el papel. Parece algo tan lejano y académico en negro sobre blanco... Incluso los reportajes de vídeo poseen una cualidad fría e impersonal que evita que el espectador comprenda lo horrible que es en realidad.
Esto no es más que el tamiz de la cordura, algo que permite que los que absorben la información separen los reportajes y las cifras de la cruda realidad. Ése es el motivo por el que los que comandan ejércitos pueden someter a sus tropas a atrocidades que ningún hombre en su sano juicio podría imaginarse si los mirara a los ojos. Lo cual es una de las razones por las que no lo hacen.
Pero cuando te enfrentas a la muerte, cuando te enfrentas al dilema de matar o morir, cambia todo.
Cae el filtro, y tienes que enfrentarte a la locura cara a cara.
—EL MANIFIESTO DE LIBERTY
—Los llaman los zerg —dijo el alguacil Raynor, mientras se subía a su ciclodeslizador—. Los pequeños se llaman zerglinos. La culebra que nos cargamos es un hidralisco. Se supone que son algo más listos que los pequeños.
Mike sentía la boca como si se la hubiera enjuagado con agua del water, pese a lo que consiguió preguntar:
—¿Quién le ha puesto nombre a esas cosas? ¿Quién los llama zerg?
—Los marines. Se lo he oído decir a ellos.
—Me lo figuraba. ¿Mencionaron esos marines algo acerca de unos protoss?
—Pues sí —repuso Raynor, mientras aseguraba las correas del reportero—. Tienen unas naves muy brillantes y han volado Chau Sara. Según tengo entendido, puede que también se pasen por aquí. Por eso anda todo el mundo dándose con los pies en el culo buscando las salidas.
—¿Cree que son la misma cosa?
—No lo sé. ¿Y usted?
Mike se encogió de hombros.
—He visto sus naves sobre Chau Sara. Me sorprendería descubrir que estos... seres... estaban al volante. ¿Aliados, tal vez? ¿Esclavos?
—Es posible. Suena mejor que la otra alternativa.
—¿Que es?
—Que sean enemigos —dijo el agente de la ley, al tiempo que encendía la planta principal del ciclodeslizador—. Eso sería mucho peor para cualquiera que se interpusiera entre ambos.
Dieron una última vuelta alrededor de la ciudad fantasma de Base Himno. Liberty grabó la devastación en su unidad de comunicación mientras Raynor lanzaba granadas de fragmentación contra las estructuras de madera. Dejaron tras ellos una columna de humo.
Raynor explicó que estaba trabajando de explorador para un grupo de refugiados. Miembros del gobierno local. Se encontraban a unos cuantos clicks de distancia, con un lugar llamado Estación Río Estancado como destino.
—Hay un campo de refugiados a unos tres clicks en esa dirección. —Mike señaló a sus espaldas—. ¿No se dirigen ahí?
—Pues no. Informaron de disturbios en Río Estancado y fuimos a investigar.
—¿Su informe no menciona nada acerca de un campo de refugiados?
—Pues no. Por cierto que parece que la Confederación quisiera que la mayoría de la población del planeta ande por ahí corriendo sin rumbo igual que pollos sin cabeza.
—Eso mismo me dijo alguien antes de que viniéramos aquí.
—Quienquiera que fuese —dijo Raynor, aprobatorio—, tenía dos dedos de frente.
Sobrevolaron el abrupto terreno sin percances. Raynor sólo variaba el rumbo para eludir los obstáculos de mayor tamaño. El ciclodeslizador Buitre era una moto de morro largo dotada de tecnología planeadora gravitacional limitada que la mantenía a treinta centímetros del suelo. El ordenador de a bordo y los sensores del morro mantenían una velocidad constante, ignorando los pedruscos de menor tamaño y los arbustos.
Sujeto a la parte trasera, Mike pensó: Tengo que pillarme una de éstas... y una armadura de batalla decente. Volvió a acordarse de la teniente Swallow y se preguntó cómo le habría ido si hubiese llevado encima su vaina aislante de neoacero.
Alcanzaron al grupo de refugiados de Raynor al cabo de una hora. El alguacil tenía razón: aquella era una reunión de miembros del gobierno local, convenientemente enviados a ninguna parte por orden de los marines. Podía imaginarse el deleite del coronel Duke al retransmitir aquel comunicado en concreto. La comitiva se había detenido, y Raynor entabló conversación con uno de los guardias en la retaguardia.
—Tenemos delante algo con lo que no habíamos contado —dijo el soldado, uno de los miembros de las tropas coloniales vestido con armadura CMC-300—. Parece un viejo puesto de mando.
—¿Uno de los nuestros? —preguntó Raynor.
—Algo así. No aparece en ningún mapa de la zona. Enviamos al resto de la unidad de exploradores para comprobarlo.
Raynor se revolvió en su asiento.
—¿Quiere bajarse? —le preguntó a Mike.
—Del planeta, sí. Pero mientras tenga que quedarme aquí quiero echar un vistazo. Así es el trabajo. Gajes del oficio. —Pensó en Base Himno y en la poca confianza que le inspiraban de repente todos los edificios viejos.
Raynor gruñó su aquiescencia y propulsó la moto hacia delante. Coronaron una colina baja y encontraron el puesto de mando al otro lado.
Michael sabía lo que esperar de los puestos de mando. Estaban por todas partes, incluso en Tarsonis. Medias cúpulas llenas de sensores y ordenadores, poco más que pequeñas fábricas automatizadas que dirigían a los vehículos de la construcción que trabajaban en las minas locales, carentes en su mayoría de personal y defensas. A algún ingeniero avispado se le había ocurrido dotar a las estructuras de unos propulsores en la base para moverlas cuando hiciera falta pero, si alguna vez había que encenderlos, tenías que apagar todo lo demás.
Éste era, en fin, distinto. Parecía un poco abollado en un costado. No se apreciaba daño desde el exterior, sino que más bien se encogía desde dentro, igual que una manzana que se hubiera dejado al sol durante demasiado tiempo. Los laterales estaban recubiertos de zarzas y escaramujos. Las fuerzas coloniales, tropas locales de verde vestidas con raídas armaduras de combate, se aproximaban con precaución describiendo un semicírculo.
—Nunca había visto nada igual —dijo Raynor—. Toda esta maleza. Para ofrecer este aspecto, tendría que haber estado aquí antes de que se asentara la colonia.
Mike estudió el suelo alrededor de la base del puesto de mando.
—¡Mire eso!
—¿Qué?
—El suelo. Está cuajado de esa escalofriante cosa gris. La encontramos en Himno antes de que atacaran los zerg.
—¿Cree que existe alguna conexión?
—Y tanto, seguro que sí. —Mike asintió con la cabeza.
—No me diga más. —El alguacil encendió el micrófono de su moto—. Ese edificio está infestado de zerg, chicos. ¡Que se lo queden!
Mike mantenía abierta su grabadora.
—Dígales que estén atentos, parece que a los zerglinos les gustan las emboscadas.
No tuvo que vocear su advertencia. El suelo enfrente del puesto de mando se abrió y vomitó un puñado de las criaturas con piel de perro. Las fuerzas coloniales estaban preparadas y los achicharraron en cuanto aparecieron. Los zerglinos no tenían ninguna oportunidad y cayeron reducidos a cascarones pulposos tras las primeras andanadas. La milicia local, una vez contenida la amenaza inicial, disparó ráfagas incendiarias contra el propio puesto de mando. El edificio comenzó a arder.
Raynor permaneció en la moto, disparando granadas de fragmentación con una lanzadera achaparrada hasta que el tejado se hubo agrietado igual que una cáscara de huevo. Mike echó un buen vistazo adentro: toda la estructura no era más que un enramado de zarcillos pestilentes, un caos de naranjas, verdes y violetas. Sacos bituminosos de protoalgo pendían alineados a lo largo de una pared. Chillaron cuando les alcanzó el fuego.
—¿Lo has cogido todo? —preguntó Raynor mientras el tejado se derrumbaba, enterrando así las humeantes reliquias del edificio infestado.
—Y tanto. —Mike apagó su unidad de grabación—. Ahora me hace falta un sitio desde el que emitir el reportaje.
Raynor esbozó una sonrisa.
—Ya te lo he dicho, esta banda de refugiados está formada por gente del gobierno. Si alguien tiene un sistema de comunicaciones decente, son ellos.
El alguacil Raynor estaba en lo cierto. Los refugiados disponían de un enlace comunicador más que adecuado y, en circunstancias normales, habría supuesto una conexión perfecta. Mas, cuando se conectó, Mike supo con certeza que las partes del sistema estaban fallando a lo largo y ancho del planeta. Había agujeros obvios en la red, y un alto nivel de ruido de fondo. Al igual que las granjas, la red de comunicaciones estaba siendo ignorada a propósito, lo que tenía consecuencias inmediatas.
Elaboró la historia lo mejor que pudo, preguntándose cuánto recortarían los censores del ejército antes de dársela a la RNU, y cuánto cambiaría Handy Anderson. En cualquier caso, los espectadores tenían que saberlo, así como todos los escalones intermedios.
Resumió casi todo el material del campo de refugiados a modo de columna lateral, omitiendo el altercado entre Swallow y Kerrigan. Entró en detalles acerca de la situación de Base Himno y proporcionó imágenes del tiroteo en el puesto de mando. Concluyó con un apunte en el que mencionaba que dicho puesto de mando no aparecía en ningún mapa colonial, con la certeza de que la censura eliminaría esa línea o no eliminaría nada.
También estaba seguro de que dejarían correr las imágenes de las valientes fuerzas coloniales segando a los zerglinos. Las acciones triunfales como aquella siempre se llevaban bien con los censores militares.
Mientras el reportaje se filtraba por la memoria intermedia camino de la red general, Mike se sacudió el polvo naranja del abrigo. Luego fue en busca de Raynor a la tienda de oficiales. El hombre de cabello rubio arenoso le ofreció una taza de café. Receta militar tipo "B": hiérvase hasta conseguir un grumo espeso y déjese enfriar. Era como beber asfalto blando.
—¿Ha enviado su informe? —preguntó el agente de la ley.
—Aja —repuso Mike—. Incluso me he acordado de deletrear bien su nombre. —Esbozó una frágil sonrisa.
—¿Está bien? —inquirió Raynor. Sonó como "tabien".
Mike se encogió de hombros.
—Resistiré. Escribir me ayuda a sobrellevarlo.
—Ya ha visto muerte antes, ¿no es así?
Otro encogimiento de hombros.
—¿En Tarsonis? Claro. Algún que otro tiroteo. Suicidios. Ajustes entre bandas y accidentes de tráfico. Incluso algunas cosas que rivalizarían con aquellos cuerpos colgados en la taberna. —Inhaló hondo—. Pero tengo que admitir que nunca había visto nada como esto. Como lo que le hicieron a la teniente.
—Sí, es duro cuando has estado hablando con la víctima momentos antes de que ocurra —dijo Raynor, dando otro sorbo de asfalto—. Y cuando ocurre de repente. Y para que lo sepa, la respuesta es no, usted no tuvo la culpa.
—¿Cómo lo sabe? —De golpe, Mike se sintió irritado. Eso era exactamente lo que estaba pensando, que él era el responsable de la muerte de Swallow por haberla llevado a Himno.
—Lo sé porque soy alguacil. Aunque nunca haya visto nada parecido a lo de Base Himno, sí que me he visto en situaciones donde algunos viven y otros mueren. Los vivos sienten remordimientos por seguir con vida. Cuando todo termina.
Mike permaneció sentado por un momento.
—Así pues, ¿qué me recomienda, doctor Raynor?
Raynor se encogió de hombros.
—Siga así. Continúe con su vida. Haga lo que tenga que hacer. No se deje abrumar. Le han dado una tunda, pero está comenzando a librarse del aturdimiento.
Mike asintió con la cabeza.
—Sabe, hablando de continuar con mi vida, hay algo que pensaba hacer.
—¿Que es...?
—Aprender a utilizar esa armadura de combate. Dejé escapar la oportunidad mientras volaba con la flota, y no he dejado de arrepentirme desde entonces. Me parece que es una habilidad necesaria para sobrevivir por estos lares.
—Sí que lo es. —Raynor miró al reportero por encima de su taza—. Va, creo que tenemos algún traje nivel doscientos de sobra. Además, vamos a acampar aquí hasta que sepamos algo de los marines. Podría aprovechar el tiempo para aprender.
Media hora después, Mike se encontraba fuera de la tienda de oficiales, con su nuevo traje. Había tardado diez minutos en encontrar el atuendo entre el resto de las pertenencias que se habían traído consigo los refugiados, y otros veinte en ponérselo como era debido. Sabía que Swallow había sido capaz de embutirse el traje en tres minutos, máximo. Antes de aprender a caminar, hay que gatear, se dijo Mike.
El traje en sí era parecido a los trajes de combate propulsados que empleaba la tripulación del Norad II. Era invulnerable a las pequeñas armas de fuego, poseía un soporte de vida limitado (al contrario que los trajes completos para viajes espaciales de los marines) y se completaba con un escudo básico antinuclear, biológico y químico. Empero, era un modelo anterior al estándar de los marines, casi una antigualla. Al parecer, la ley local sólo recibía prendas usadas del gobierno de la Confederación.
El traje completo aumentaba la altura de Mike en treinta centímetros. Las botas, desproporcionadas, contenían sus propios ordenadores estabilizadores para mantenerlo erguido. También se le clavaba un poco en la entrepierna, hasta que Raynor le enseñó dónde se encontraba la palanca que levantaba los soportes de los pies. Podía sellarse, y era capaz de funcionar durante siete días alimentado por sus propios residuos reciclados. Mike podía pasar sin tantas emociones por el momento.
También los hombros eran desproporcionados, puesto que allí se almacenaban las recargas de munición y los circuitos sensores. La mochila era un aparato de aire acondicionado enorme que evitaba el sobrecalentamiento del cuerpo. Los modelos más avanzados incluían silenciadores para eliminar el sonido y la irradiación de calor, pero ése era un modelo antiguo, zurcido y remendado en numerosas ocasiones.
Algunas partes parecían algo tirantes, fijas a los brazos y piernas en anchas bandas. Otras parecían sueltas y abiertas.
—Las juntas prietas forman parte del sistema de salvamento —informó Raynor, mientras le colocaba los arreos—. Si recibes un fuerte impacto en el brazo o en la pierna, el traje se cierra a modo de torniquete. Se pierde una parte, pero sobrevive el todo.
—Parece que hay un hueco bajo los brazos.
—Sí, bueno, eso son extras de los marines. Ahí es donde deberían ir las ampollas de estimulantes. En las milicias coloniales no las utilizamos. Son demasiados los que se vuelven adictos a las drogas que llevan. —Cerró el último compartimento y dejó a Mike encerrado. El reportero se balanceó adelante y atrás, sintiéndose igual que una tortuga con zancos.
Raynor llevaba puesto su traje, igual de maltrecho y raído. El agente de la ley asintió tras su visor abierto y dijo:
—El traje detendrá a la mayoría de los lanzagranadas, aunque un buen cañón de agujas podría atravesarlo. Por ese motivo, casi todas las tropas de primera línea llevan Empaladores C-14, rifles gauss que disparan dardos de ocho milímetros.
—¿Ahora qué?
—Ahora, camina. —Varios soldados se habían reunido para observarlos. Comenzaba a formarse una pequeña multitud a la entrada de la tienda de oficiales. El agente de la ley asintió de nuevo—. Adelante.
Mike observó los indicadores que bordeaban su visor. Ya se había leído los manuales en una ocasión, a bordo de la nave, y sabía que las lucecitas querían decir que todo iba genial. Dio un paso adelante.
Esperaba que caminar fuese igual que sacar los pies del barro, dado que tenía que levantar el enorme peso de aquellas botas. En lugar de eso, el pie, ligado a sensores y respaldado por una tonelada de cables como tendones, se levantó casi hasta la cintura. En aquella postura, Mike perdió el equilibrio y se inclinó hacia atrás. Los servos chirriaron, se giró y cayó de lado con gran estrépito.
Raynor se cubrió el rostro con una mano, pretendiendo componer un gesto académico, aunque apenas logró ocultar la sonrisa que surgió bajo sus dedos. Mike vio que unos cuantos milicianos habían comenzado a cambiar el dinero de manos. Estupendo, están haciendo apuestas. Los indicadores de su visor parpadearon con una luz amarilla de precaución. Los miró, consultó el manual en su memoria y decidió que querían decir "Oye, bobo, que te has caído".
—¿Nadie va a echarme una mano?
—Será mejor que lo hagas tú solo. —La voz de Raynor delataba una sonrisa.
Genial, pensó Mike, al tiempo que giraba despacio hasta quedar boca abajo. Descubrió que podía impulsarse con una mano, pero mover las piernas desproporcionadas bajo él era una ardua tarea. Por fin consiguió empujarse hasta recuperar una posición casi vertical.
—Bien —celebró Raynor—. Ahora, camina. Adelante.
Mike intentó arrastrar los pies en esta ocasión y la armadura respondió, levantando una nube de polvo naranja. Avanzó así diez pasos, antes de girarse y arrastrar los pies otros diez. En la segunda vuelta se sintió lo bastante seguro para dar pasos de verdad y, cuando vio que no se caía, comenzó a moverse con normalidad. Las luces volvían a brillar de color verde, y se sintió aliviado al comprobar que no había dañado el traje. También se alegró por no haberse reído en voz alta delante de los nuevos reclutas durante los simulacros a bordo del Norad II.
Raynor se acercó a los milicianos y regresó con el rifle gauss. Se lo entregó a Mike, que cerró la mano blindada en torno a la mayor de las dos culatas. La de menor tamaño, la que empleaban los tiradores que no llevaban armadura, exigía que el soldado empleara ambas manos para calibrar el largo cañón. Con la armadura, Raynor podía empuñarla sin problemas.
—Dispare a aquel peñasco —dijo, esforzándose por no sonreír.
Al principio, Mike pensó que el talante risueño del alguacil se debía a su actuación pero, cuando apuntó con el arma, recapacitó. La tortuga con zancos iba a disparar un rifle.
—Un momento. ¿Qué tal se lleva este armatoste con el retroceso?
Raynor se volvió hacia los demás milicianos.
—¿Lo veis? ¡Os dije que era más listo de lo que parecía! —Algunos de los soldados coloniales echaron mano de sus carteras. Dirigiéndose a Mike, continuó:— Te preparas, separas las piernas. El traje conoce la maniobra. Compensa con el brazo del arma como referencia.
Mike se tornó hacia el peñasco, se preparó y disparó una ráfaga. Una andanada de dardos surgió de la boca del rifle y se incrustó en la roca. Las esquirlas de piedra volaron en todas direcciones, y Mike vio que había trazado una cicatriz blanca sobre la pétrea superficie.
—No está mal —celebró Raynor, ya sin ocultar una amplia sonrisa—. Esa piedra se lo pensará dos veces antes de atacar a la buena gente temerosa de Dios.
Mike se sintió como si le hubieran quitado un peso de encima. Swallow estaba muerta, y había extraños xenomorfos sueltos por una extensión de tierra salvaje llena de refugiados. Pero, al menos, estaba haciendo algo al respecto.
Por lo que a él atañía, acababa de dar un importante y blindado primer paso.
* * *
Se suponía que los evacuados de Raynor tenían que permanecer quietos hasta que los marines se pusieran en contacto con ellos. Mike supuso que podría quedarse con la tropa de Raynor durante un día, tal vez dos, antes de que los marines lo llevaran de regreso a la ciudad, o de que encontrara otro medio de transporte. Demonios, cuando la noticia de que los marines coloniales estaban enfrentándose a los zerg llegase a los noticiarios locales, quizá su grupo lograse avanzar puestos en la cola de evacuación.
No se preocupó por el reportaje hasta bien entrado el día siguiente, cuando llegaron los marines de verdad.
Bajaron aullando del cielo naranja igual que furias revestidas de acero. Las naves de salto confederadas se desplegaron por los puntos cardinales alrededor del campamento de refugiados, evitando la huida. En cuanto hubieron aterrizado, surgieron unos marines fuertemente acorazados con modernos trajes de combate completos, acompañados de murciélagos de fuego, tropas de élite armadas con lanzallamas de plasma. Un Goliath salió del vientre de una de las naves de salto y montó guardia en el extremo más alejado del campamento.
Los marines no tardaron en rodear el campamento y avanzaron hacia los refugiados. Cuando se encontraban con las tropas coloniales, los instaban a soltar las armas y a rendirse. Los coloniales, sorprendidos y desconcertados, obedecieron.
Mike, ahora vestido de civil y cubierto por su guardapolvo, corrió hacia la tienda de Raynor. Llegó en el momento que el alguacil discutía a voces con su monitor de vídeo.
—¿Se han vuelto locos? ¡Si no hubiéramos quemado aquella puñetera fábrica, habrían arrasado toda la colonia! A lo mejor si no se hubieran hecho los remolones en llegar hasta aquí...
—Vamos, hijo, la primera vez se lo he preguntado de buenos modos —intervino una voz familiar desde la pantalla que le heló el alma a Mike. No podía ver la cara, pero sabía que el coronel Duke se encontraba al otro lado de la conexión—. No he venido aquí para charlar con usted. ¡Ahora, rindan las armas!
Raynor masculló:
—Supongo que no sería un confederado si no supiese cómo tocar bien las pelotas. —Dicho lo cual, cerró la comunicación. Dirigiéndose a Mike, continuó:— Típica mentalidad confederada. Les hacemos el trabajo y se enojan por tener competidores.
Una pareja de marines equipados por completo apareció en el umbral.
—Alguacil James Raynor, traemos una orden de arresto por traición...
—Ya, ya —suspiró Raynor—. Vuestro coronel ya me ha enviado su carta de amor. —Colocó los antebrazos sobre la mesa. Desaparecieron cuando el marine los sujetó.
—También había un tal Michael Liberty, de la Red de Noticias Universal, presente en el momento del asalto al puesto de mando —dijo el marine, volviéndose hacia Mike.
—Verán, él... —comenzó Raynor.
—Se ha ido —concluyó Mike, al tiempo que exhibía sus tarjetas de identificación—. Me llamo Rourke. Prensa local. Mickey se dio el piro ayer después de rellenar su informe.
El marine pasó la tarjeta agenciada por un lector, soltó un gruñido. Mike rezó para que la precariedad de las comunicaciones globales evitara que apareciera la fotografía de Rourke.
—Señor Rourke, a partir de estos momentos se encuentra en una zona restringida. Tiene que irse de inmediato.
—¿Qué de...? —saltó Raynor.
Mike lo interrumpió.
—Desde luego, señor. Ya me voy.
El marine continuó:
—Debo recordarle que, bajo la ley marcial, cualquier informe que elabore de esta situación será revisado por censores del ejército. Cualquier escrito desleal será denunciado, y el escritor será castigado con todo el peso de la ley.
—Estoy de acuerdo, tío. Digo, señor.
—Oye, "Rourke", será mejor que te lleves mi moto. —Raynor le lanzó las llaves—. Me parece que no me va a hacer falta durante una temporada.
—Eso está hecho, alguacil.
El alguacil endureció la mirada.
—Y si te tropiezas con ese jeta de Liberty —dijo, con voz sepulcral—, dile que espero que haga algo por solucionar este jaleo. ¿Entendido?
—Alto y claro, tío. Alto y claro.
Pese a sus palabras, Mike no se permitió el lujo de relajarse hasta que se hubo alejado cinco clicks largos del campamento de refugiados. Cuando se iba, los hombres de Raynor estaban siendo apiñados en las naves de salto. Si Duke seguía el procedimiento militar estándar de la Confederación, se los llevarían a un satélite prisión en una órbita alejada.
Se consoló pensando que, al menos, en órbita tendrían alguna protección contra los zerg y los protoss.
El plan original de Mike consistía en regresar a la ciudad, coger una nave que lo sacara del planeta y dejar que Handy Anderson solventara los detalles de su estancia no autorizada cuando Mike hubiera regresado a Tarsonis. Pero la idea de permitir que Raynor se pudriera en alguna prisión de los marines le carcomía por dentro. El alguacil era uno de esos chicos buenos templados a la antigua usanza que parecían abundar aquí en los Mundos Limítrofes, y no era mal tipo. Y le había sacado las castañas del fuego en Himno.
Por un instante, el rostro de la teniente Swallow afloró en su recuerdo. Ella le había ayudado, y él le había fallado. Pese a lo que dijera Raynor, se sentía responsable. ¿Iba a fallarle también a Raynor?
—Qué mal suena eso de fallar —musitó, pero sabía que no podía dejar al agente de la ley a merced de Duke. Para cuando hubo alcanzado los límites de la ciudad, sabía que tenía que subirse al Norad II y hablar con el coronel a las claras.
Demonios, a lo mejor nos ponen en celdas contiguas.
La ciudad ya había sido evacuada por completo, ni siquiera se mantenía el cordón en las entradas principales. Las calles se veían anormalmente vacías, ni siquiera se advertía la presencia de otras tropas confederadas. Mientras recorría las carreteras desiertas, Mike se preguntó qué habría sido de los periodistas agolpados en la cafetería de la sala de prensa. ¿Seguirían allí, o también a ellos los habrían evacuado para soltarlos en algún lugar de la pampa?
Se produjo un topetazo y el ciclodeslizador Buitre se balanceó. Al volver la vista atrás, reparó en otro Buitre que se le había echado encima sin hacer ruido para chocar con su parachoques trasero. Al otro lado de la ventana polarizada, Mike vio que la silueta del conductor se señalaba la oreja. El símbolo universal para "Pon la emisora, idiota".
Mike encendió la unidad de comunicación y el rostro de Sarah Kerrigan apareció en la pantalla.
—Sígueme —dijo la mujer.
—¿Qué quieres, matarme?
—Pregunta estúpida, teniendo en cuenta que ya estás muerto.
—¡¿Cómo?!
—Han emitido el reportaje hace una hora. Decía que unos terroristas con armaduras murciélago de fuego robadas habían volado un autobús lleno de periodistas. Identificaron a las víctimas gracias a sus tarjetas. Enhorabuena, tu esquela era la primera.
—Oh, Dios. —Mike sintió que se le revolvía el estómago. Rourke tenía su pase de prensa. Se le pasó por la cabeza la idea de que el escándalo de la construcción por fin había dado con él, pese a la distancia.
Kerrigan soltó la risa.
—En Tarsonis no hay ningún escándalo acerca de ayudas a la construcción, sabueso. Alguien de allí te quiere muerto. Eso ya lo sabes, Liberty.
A Mike le dio un vuelco el estómago.
—¿A qué te refieres?
Se produjo un chasquido de frustración en la línea.
—Me refiero a que tu reportaje de campo le ha echado la casa encima a las fuerzas locales. El hecho de que ellos se enfrenten a los zerg y los marines no es más que evidente, así que Duke ha arrestado a las tropas locales y las ha embarcado fuera del planeta. Quiere este sitio indefenso, ¿no resulta obvio? Si de verdad quieres ayudar a la población, sígueme.
Mike meneó la cabeza.
—¿Y si me niego?
—Te sacaré de la carretera a golpes y te llevaré a rastras —grajeó la conexión—. Vamos, que conduces igual que una vieja.
Dicho lo cual, Kerrigan propulsó su Buitre hacia delante y dio un brusco giro a la izquierda. Liberty la siguió, súbita y dolorosamente consciente de que se abría mucho en las curvas.
Se dirigieron a un distrito lleno de almacenes, algunos de ellos reducidos ahora a poco más que cascarones vacíos. El Buitre de Kerrigan se introdujo por la puerta abierta de uno de los edificios. Mike la imitó, y Kerrigan cerró la puerta tras él.
—Ese golpe que me diste fue muy peligroso —se quejó Mike, mientras bajaba del Buitre—. Te debes de creer que eres una conductora experta.
—Así es. También soy muy buena con los cuchillos. Y con las pistolas. ¿La has robado? —inquirió, mirando a la moto.
—Me la prestó un amigo.
—Tu amigo potrea bien sus posesiones. Estamos en lugar seguro. Sólo una cosa más y nos vamos.
Antes de que Mike pudiera reaccionar, Kerrigan le arrebató los pases de prensa. Con un sólo movimiento los arrojó al aire, desenfundó un láser de mano y frió las tarjetas en la cúspide de su parábola. Los restos fundidos aterrizaron con un chasquido húmedo sobre el suelo de cemento.
—Creemos que pueden localizar los pases de prensa. Eso explicaría por qué le ha ido tan mal al tío que llevaba los tuyos. No tardarán en descubrir que se han dejado a un periodista con vida y vendrán a por ti. Ahora, ven acá. Tengo que preparar el equipo.
Se dio la vuelta, dejando a Mike patidifuso. Comenzó a manipular algunos objetos en la parte trasera.
—Verás, ya sabes que ahora no puedes fiarte de las fuerzas de Duke, así que, ¿vas a escuchar mi versión, por lo menos? —Se inclinó para comprobar unos enchufes.
Mike reconoció el equipo.
—Eso es un proyector holográfico completo.
—A la última —dijo Kerrigan, con una sonrisa—. Mi comandante ha tenido la suerte de disponer de lo mejor.
—Lo mejor, y tanto, si puede permitirse sus propios telépatas.
Kerrigan se quedó helada durante una fracción de segundo, lo suficiente para provocar la sonrisa de Mike.
—Ya, bueno. No se me da bien ocultarlo, ¿verdad?
—Estaba dispuesto a pensar que eras una gran admiradora de mi trabajo pero, verás, eso de toparte conmigo nada más entrar en la ciudad, en fin, cuesta creerlo. Creía que sólo los soldados fantasma de los marines confederados eran telépatas.
—Bueno, ya me dediqué a eso. Hasta que me aburrí y me fui.
—No me hace falta ser telépata para saber que ésa no es la versión completa. —Mike se encogió de hombros, en un gesto apaciguador—. No es un trabajo del que te puedas dar de baja. También creía que los telépatas llevaban encima inhibidores para que la gente normal estuviera segura.
—Al revés —dijo Kerrigan, con un dejo de amargura—. Los inhibidores evitan que vuestras repelentes ideas penetren en mi mente. Es duro saber que nadie de los que te rodean es de fiar. —Clavó sus ojos verdes como centellas en Mike—. El cuarto de baño está en la esquina de atrás.
»No, no tiene ventanas por las que escapar. No quiero pegarte un tiro en las rodillas para retenerte aquí, pero sabes que sería capaz.
—¿Por qué a mí? —musitó Mike mientras se encaminaba al aseo.
—Porque tú, idiota —voceó Kerrigan desde el otro lado de la estancia—, eres importante para nosotros. Va, empólvate la nariz y vuelve.
Cuando Mike hubo regresado, ella había terminado la configuración del aparejo holográfico. Tenía una placa de proyección completa, pero podía guardarse en un par de maletas.
—No lo es, sabes.
—¿Para un reportero no sería una ventaja poder leer las mentes? —Mike empezaba a cogerle el tranquillo a conversar con una telépata.
—No. —Kerrigan meneó la cabeza—. Casi todo lo que capto está por encima de la superficie, e incluso eso suele ser bastante farragoso. Necesidades perentorias y toda esa porquería. Y secretos. Maldita sea, toda mi vida está llena de secretos. Te cansas enseguida.
—Lo siento —se disculpó Mike, sin saber si lo sentía de verdad o no.
—Sí, sí que lo sientes. Lo que pasa es que no sabes que lo sientes. Y no, no tengo tabaco. Vamos allá.
Pulsó un interruptor y habló en voz baja ante un micrófono. La placa inferior del transmisor holográfico emitió un débil ronroneo y un aura humanoide cobró forma a la luz. Parecía esculpida en la propia luz, era un hombre fornido, de hombros anchos, vestido con un uniforme cuasi militar. Su rostro presentaba cejas pobladas, una nariz muy marcada, un enorme bigote y prominente mentón. Tenía el cabello negro jaspeado de canas, aunque el negro seguía predominando sobre el gris.
Mike lo reconoció de inmediato, pues había visto aquel rostro en docenas de carteles de búsqueda repartidos por toda la Confederación.
—Señor Liberty, cuánto me alegro de que haya podido reunirse con nosotros —dijo la figura refulgente—. Me llamo Arcturus Mengsk, y soy el líder de los Hijos de Korhal. Me gustaría pedirle que se una a nosotros.
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Pactos
Arcturus Mengsk. Ahí tenemos un nombre que es sinónimo del terror, la traición y la violencia. El vivo ejemplo de que el fin justifica los medios. El asesino de la Confederación del Hombre. El héroe del mundo arrasado de Korhal IV. Rey del universo. Un bárbaro salvaje que jamás permite que nada ni nadie se interponga en su camino.
Y, sin embargo, también es encantador, erudito e inteligente. Cuando estás en su presencia, sientes que te escucha de veras, que tus opiniones importan, que serás alguien importante si comulgas con él.
Es increíble. A menudo me he preguntado si los hombres como Mengsk no arrastrarán consigo sus propias burbujas moldeadoras de realidad, donde todo aquel que caiga en ellas se verá transportado a otra dimensión donde las atrocidades que diga y haga tengan sentido.
Por lo menos, ése es el efecto que tuvo siempre sobre mi.
—EL MANIFIESTO DE LIBERTY
La figura refulgente guardó silencio por un momento, antes de preguntar:
—¿Hay algún problema con nuestra conexión, teniente?
—Le recibimos alto y claro, señor —respondió Kerrigan.
—Señor Liberty, ¿puede oírme? —inquirió Arcturus.
—Le escucho. Es sólo que no sé si creer lo que oigo. Usted es el hombre más odiado de la Confederación.
Arcturus Mengsk sofocó una risita y recogió las manos sobre su amplio y liso estómago.
—Me halaga, pero he de responder que sólo soy el hombre más odiado entre la élite de la Confederación. Entre esos elitistas que tienen por objetivo mantener a todos los demás bajo la suela de su zapato. Aquellos que eligen diferir son desterrados. Yo he sobrevivido al destierro y, por tanto, soy un peligro para ellos.
Las palabras de Mengsk se vertieron sobre Michael Liberty igual que cálida miel. Los ademanes y la voz de aquel hombre proclamaban "político" a voces. Aquélla era una criatura que se sentiría como en casa en el Consejo Ciudadano de Tarsonis, o entre los confabuladores y separatistas sociales de las Antiguas Familias de la Confederación.
—Conozco a un montón de reporteros a los que les gustaría hablar con usted —dijo Mike.
—Usted entre ellos, espero. Hace muchos años que admiro su trabajo. Debo admitir que me sorprendió ver su ilustre nombre relacionado con meros informes militares.
Mike se encogió de hombros.
—Las circunstancias así lo exigían.
—Desde luego —convino Mengsk. Apareció otra sonrisa bajo su poblado mostacho salpimentado—. Y, del mismo modo, me temo que mi estilo de vida nómada ha evitado que pudiera concertar una entrevista adecuada. La Confederación no tardaba en estropear las pocas que he conseguido organizar. Creo que sabe a qué me refiero.
Mike pensó en Rourke, muerto con los pases de prensa de Mike al cuello, y en la gente de Raynor, encerrados en órbita, y en los refugiados que esperaban a unas naves de salto que nunca llegaban. Asintió con la cabeza.
—Sé que mi reputación me precede, Michael. —Mengsk lo sacó de golpe de su ensueño—. ¿Le importa que le llame Michael?
—Si le apetece.
Otra sonrisa soterrada.
—Debo decirle que su reputación es bien merecida. Yo soy, según la Confederación, un terrorista, un agente del caos contra el viejo orden. Mi padre era Angus Mengsk, el primero en liderar al pueblo de Korhal IV en la rebelión que los enfrentaría a la Confederación.
—Y pagó por ello con la muerte del planeta.
Arcturus Mengsk adoptó una expresión grave.
—Así es, y yo cargo con sus fantasmas cada día de mi vida. Los confederados los etiquetaron de rebeldes y revolucionarios pero, como bien sabes, son los vencedores quienes disfrutan del lujo de escribir la historia.
Hizo una pausa, pero Mike no se apresuró a llenar el silencio, ni a asentir ni a negar nada. Al cabo, Mengsk continuó.
—No pido perdón por las acciones de los Hijos de Korhal. Tengo las manos manchadas de sangre, pero todavía no he alcanzado la cifra de treinta y cinco millones de vidas que se cobró la Confederación en Korhal IV.
—¿Ésa es su meta? —preguntó Mike, tanteando la armadura del político en busca de una mella.
Esperaba un arrebato de ira, o una rápida refutación. En vez de eso, Mengsk soltó una risa contenida.
—No. No se me ocurriría competir con la implacable burocracia de la Confederación del Hombre. Ondean los estandartes de la Antigua Tierra, pero ningún gobierno de la antigüedad habría tolerado la inhumanidad que la Confederación considera habitual. Los que dan la voz de alarma son silenciados a la fuerza o se humillan al convertirse en cómplices por conveniencia.
—Eso me suena a nosotros, los periodistas —opinó Mike, acordándose de la oficina atalaya de Handy Anderson.
Arcturus Mengsk se encogió de hombros.
—Bien pudiera servir como ejemplo, aunque no quiero hurgar en la llaga. Sé que tú, en particular, eres un individuo especial que no se amilana a la hora de perseguir la verdad.
—Así que todo esto —Mike señaló al equipo y a Kerrigan— no es más que para organizar una entrevista.
De nuevo, esa risa franca.
—Ya habrá tiempo después para entrevistas. De momento, hay asuntos más urgentes. ¿Conoces la situación de los refugiados en el interior?
Mike asintió.
—He visitado a algunos. Han vaciado las ciudades, y la gente aguarda en la pampa a que las naves de salto de la Confederación vengan a por ellos.
—¿Y qué pensarías si te dijese que esas naves no van a llegar?
Mike parpadeó, consciente de repente de que Kerrigan estaba observándolo.
—Me resultaría difícil de creer. Tal vez se retrasen, pero no abandonarían aquí a la población.
—Me temo que es cierto. —Mengsk exhaló un suspiro. Mike deseó gozar de poderes telepáticos para ahondar en el manto de buenos modales del hombre—. No hay ninguna en camino. Lo cierto es que el coronel Duke lleva unos cuantos días muy ocupado desmantelando la estructura militar de la Confederación en este lugar, preparándose para retirarse en cuanto aparezcan los protoss, o se produzca el abrumador éxito de los zerg.
—¿Qué sabe usted acerca de los protoss y los zerg?
—Más de lo que quiero admitir —dijo Mengsk, con una torva sonrisa—. Basta con decir que se trata de razas antiguas, y que se odian mutuamente. Y que la humanidad les trae sin cuidado. En eso se parecen bastante a la Confederación.
—He visto en acción tanto a los zerg como a los protoss. Me cuesta creer que sean remotamente humanos.
—¿Aun cuando la Confederación planee abandonar a la población de Mar Sara? ¿Permitir que los zerg los masacren desde abajo, o que los protoss los vaporicen desde arriba? Este sistema no es más que una gigantesca lona para los burócratas de Tarsonis, donde pueden ver cómo se baten ambas razas y planear cómo salvar sus propios pellejos. ¿Puedes tú, como hombre, hacerte a un lado y asistir impasible al espectáculo?
Mike pensó en los mortíferos arco iris radiantes sobre la superficie de Chau Sara.
—Usted tiene la solución —dijo, formulando una aseveración, no una pregunta—. Y esa solución, de algún modo, tiene que ver conmigo.
—Soy un hombre de grandes recursos, que no ilimitados —sentenció Arcturus Mengsk, con la intensidad de una tormenta que se fraguara—. Mis propias naves ya están en camino para evacuar a tanta gente como pueda fuera del sistema. Kerrigan ha localizado al grueso de los campamentos y ha propagado suficientes ideas anticonfederación como para que nos reciban como a héroes. Me he puesto en contacto con los fragmentos del gobierno de este planeta. Pero necesito un rostro amable que los convenza de que venimos en son de paz.
—Ahí es donde entro yo en juego.
—Ahí es donde entras tú en juego —repitió Mengsk—. Tu reputación te precede.
Mike pensó en ello, consciente tanto de los protoss del cielo como de los zerg del suelo.
—No pienso hacerle propaganda —dijo, por fin.
—Eso no es lo que le pido que haga —repuso Mengsk, abriendo los brazos. Dándole la bienvenida.
—Informaré de lo que vea.
—Lo que ya es más de lo que te permite la Confederación en estos momentos, bajo el régimen militar. No esperaría menos de un reportero de tu calibre. —Otra pausa, que Mengsk terminó al añadir—: Si hay algo más que pueda hacer para ayudarte...
Mike pensó en los hombres de Raynor.
—Tengo algunos... socios... bajo custodia de la Confederación.
Mengsk enarcó una ceja en dirección a Kerrigan.
—Milicianos locales y agentes de la ley, señor. Fueron capturados y encerrados en una nave prisión. Puedo encontrar su paradero.
—Hmmm. No pide flacos favores, ¿eh, Michael? —Mengsk se rascó la barbilla pero, incluso a través de la conexión, Mike sabía que el hombre ya había tomado una decisión—. De acuerdo, pero tendrá que echar una mano. Pero antes...
—Ya lo sé —dijo Mike, con un encogimiento de hombros—. Tengo que escribir su maldito comunicado de prensa.
—Exacto —confirmó Mengsk, con ojos brillantes—. Si hemos llegado a un acuerdo, la teniente Kerrigan se ocupará de los pormenores.
Dicho lo cual, la figura envuelta en luz se evaporó.
Mike exhaló un sentido suspiro.
—¿Sigue leyendo mi mente?
—Es difícil evitarlo —repuso Kerrigan, lacónica.
—Entonces sabrá que no me fío de él.
—Lo sé —respondió la teniente de Mengsk—. Pero confía en que mantendrá su parte del trato. Vamos, empecemos.
* * *
La nave prisión Merrimack era una reliquia, un crucero de batalla clase Leviatán al que se había despojado de cualquier componente útil, a excepción del soporte vital, e incluso éste era caprichoso e imprevisible. Incluso se le había quitado la energía después de la torsión, y había tenido que ser remolcada hasta su posición en lo alto del polo norte de Mar Sara. Sus cámaras estaban atestadas de hombres desarmados, prisioneros arrestados por diversos motivos y que eran considerados demasiado peligrosos para permanecer en la superficie. Allí había numerosos milicianos planetarios de cosecha propia, así como alguaciles y no pocos líderes locales sin pelos en la lengua.
Lo que la plétora de prisioneros, hacinados tras compuertas cerradas, no sabía era que estaban siendo supervisados por una tripulación fantasma, una fracción de la plantilla normal para tan colosal presidio. La mayoría de los oficiales de alto rango ya habían sido trasladados, y de las naves de mayor tamaño que visitaran Mar Sara durante el transcurso de los últimos días, sólo el Norad II permanecía en órbita.
El capitán Elias Tudbury, el único oficial de rango aún a bordo del Merrimack, gruñó al estudiar el anillo de monitores de cubierta. El último transbordador llegaba con una hora de retraso y, si el parte radiofónico era correcto, los protoss y sus armas de relámpagos podrían aparecer de un momento a otro.
El capitán Tudbury no había sobrevivido durante el tiempo suficiente para obtener el mando de una nave prisión exponiéndose a peligros de ningún jaez. Ahora, mientras el transbordador se abría paso hacia el muelle, apoyó el peso del cuerpo en un pie y luego en el otro, nervioso. A su lado, el oficial de comunicaciones controlaba las frecuencias.
Cuanto antes llegara el transbordador, pensó Tudbury, antes podrían salir de allí él y los escasos rezagados, abandonando a su suerte a los prisioneros.
El altavoz crepitó sobre su cabeza.
—Transbordador pris... puerto cinco-cuatro... solici... despejen el muelle... para atracar. Contraseña... —El resto se perdió por culpa de la estática.
El oficial de comunicaciones dio unos golpecitos contra su auricular, y dijo:
—Repita la transmisión, cuatro-cinco-seis-siete. Insisto, repita la transmisión.
El altavoz continuó chirriando y rechinando.
—...ador prisión... seis-siete. Solicitamos permiso... tracar. Contra... —Más estática.
—Repita, cinco-cuatro-seis-siete —insistió el oficial de comunicaciones. Tudbury estaba a punto de estallar por culpa de la ansiedad, pero la voz del operador era suave y mecánica—. Por favor, repita.
—Interferen... —fue la respuesta—. Vamos... irnos y lo int... más tarde.
—Ni hablar —saltó Tudbury. Se inclinó sobre su oficial y apretó un interruptor—. Transbordador cinco-cuatro-seis-siete, tienen pista libre para atracar. ¡Entrad de una puñetera vez y sacadnos de esta bañera!
Los sistemas hidráulicos sisearon cuando las dos naves se hubieron acoplado, mientras el oficial de comunicaciones señalaba la violación del protocolo estándar.
—Ésta no es una situación estándar, hijo —dijo Tudbury, a medio camino de los muelles, con su petate ya embalado y oscilando sobre su espalda—. Coge tu equipo y corre la voz. ¡Nos vamos de esta cafetera!
La escotilla de aire se abrió y el capitán Tudbury se encontró de frente con el cañón de un lanzagranadas de gran calibre. Detrás de la culata del arma había un joven pulcro con coleta que a Tudbury le recordaba a alguien que había visto en la RNU.
—Bu —dijo Michael Liberty.
* * *
Tardaron apenas diez minutos en reducir al resto de la tripulación, armada en su mayoría sólo con sus petates y con unas ganas enormes de marcharse, y otros veinte en convencerlos para que manipularan los motores de torsión y sacaran al Merrimack del radio planetario. Raynor y sus hombres se subieron al transbordador con Liberty.
—Tengo que admitir —dijo el otrora alguacil Raynor— que cuando te pedí que hicieras algo, no me esperaba esto.
Mike Liberty se ruborizó.
—Digamos que he hecho un pacto con el diablo, y que ha redundado en nuestro provecho.
Como si aquella fuera la señal que estaba esperando, el amplio rostro de Mengsk llenó el visor del transbordador.
—Enhorabuena, Michael. Debemos informar de que nuestra empresa ha sido un éxito. Hemos sido recibidos con los brazos abiertos por el pueblo de Mar Sara y nuestras naves ya están evacuando a los refugiados. Tengo entendido que incluso el coronel Duke se resiste a derribar naves cargadas de inocentes, y el giro de los acontecimientos ha supuesto una vejación para él.
Raynor se inclinó hacia la pantalla.
—¿Mengsk? Aquí Jim Raynor. Sólo quería agradecerle su ayuda y habernos sacado de esa prisión.
—Ah, alguacil Raynor. Al parecer, Michael les tiene en gran estima a usted y a sus hombres. Me preguntaba si estarían dispuestos a echarme una mano con un asuntillo. —La sonrisa de Mengsk ocupó toda la pantalla.
—Espera un minuto, Mengsk —dijo Mike—. Hicimos un trato, y ambos hemos cumplido con nuestra parte.
—El pacto ha sido cumplido, Michael —continuó el líder terrorista que había salvado a la población de un planeta—. Ahora quiero ofrecerle un acuerdo similar al antiguo alguacil y a sus hombres. Algo que, espero, resultará beneficioso para todos nosotros.
_____ 8 _____
Zerg y Protoss
Resultaría sencillo declarar que Arcturus Mengsk era un manipulador experto, cosa que es cierta, o que era proclive a engañar a los demás, lo que también es verdad. Pero sería un error negar toda responsabilidad personal a la hora de caer en su tela de araña.
Ahora parece el colmo del disparate haber colaborado con ese hombre, pero piensen en la situación cuando murió el sistema de Sara. Teníamos a las bestias descerebradas de los zerg por un lado, y la furia blasfema de los protoss por otro. Y, en medio, la burocracia criminal de la antigua Confederación del Hombre, que estaba dispuesta a erradicar la población de dos planetas con tal de aprender más cosas acerca de sus enemigos.
Con tamaña abundancia de diablos en el universo, ¿qué más daba si había uno más?
—EL MANIFIESTO DE LIBERTY
La Instalación Jacobs estaba construida en la ladera de una montaña, en la cara de Mar Sara más alejada de sus grandes ciudades. Lo que había descubierto Michael Liberty no constaba en ningún archivo planetario, pero Mengsk lo sabía.
En algún lugar de la Instalación Jacobs había un ordenador con datos en su interior. Mengsk afirmaba desconocer cuál era esa información, pero sabía que era importante. Y sabía que la necesitaba. Y sabía que Raynor iría a buscarla por él.
Todo eso conseguía que Mike se preguntara qué más sabía Mengsk. También obligaba al reportero a pensar en otros cráteres profundos de Chau Sara. ¿Habría habido lugares parecidos en el otro planeta, desconocidos para la mayoría de los humanos pero balizas para los protoss? ¿Había sabido Mengsk también de su existencia?
De repente, Liberty se sintió como si estuviese sentado encima de una bomba de relojería y hubiese dado comienzo la cuenta atrás.
El planeta se estaba desmoronando. Podía ver la devastación desde las pantallas de la nave de salto que había traído a Raynor y a sus tropas de combate. Kilómetros de tierras de cultivo plagadas ahora por el escalofrío, un organismo vivo latiente que cubría la tierra y hundía sus tentáculos en la roca del fondo. Extrañas construcciones salpicaban el paisaje igual que setas deformes, y criaturas semejantes a escorpiones pululaban por doquier arrasándolo todo a su paso. Veía manadas de zerglinos como perros desollados, gobernados por bestias serpiente de mayor tamaño, los hidraliscos. En una ocasión, en el horizonte, había observado una bandada de seres que se parecían a cañones orgánicos con alas.
El escalofrío aún no había llegado a la Instalación Jacobs, pero las extrañas torres de los zerg ya despuntaban en el horizonte. Las puertas principales estaban abiertas, y los hombres intentaban huir del complejo. La nave de salto fue atacada mientras desplegaba a Raynor y a sus tropas. Incluso protegido por la relativa seguridad del traje de combate de un técnico de baja graduación, a Liberty le asaltaron las dudas.
No lo hago por Mengsk, se dijo. Lo hago por Raynor.
Los guardias estaban más interesados en huir que en luchar, y las tropas de Raynor los dispersaron sin complicaciones. Michael Liberty siguió a las imponentes siluetas acorazadas hasta el interior de la base.
La resistencia se recrudeció en cuanto hubieron entrado. Había armas defensivas montadas en la pared, y en cada esquina sobresalía una torreta retráctil. Raynor perdió dos hombres antes de decantarse por la cautela.
—Tenemos que encontrar algún ordenador de control —dijo Mike.
—Sí —convino Raynor—. Pero apuesto lo que sea a que están al otro lado de esos cañones.
Dicho lo cual, salió al pasillo, trazando un amplio arco de proyectiles, alcanzando objetivos que habían permanecido invisibles hasta hacía un momento. Mike lo siguió tan de cerca como se atrevió, con su rifle gauss listo para disparar pero, para cuando hubo doblado la esquina, Raynor se erguía en medio de un corredor inundado de humo. Emplazamientos calcinados chamuscaban las paredes y el suelo.
Otros treinta metros y otra intersección. Y otra torreta que brotó del suelo igual que un topo mecánico, barriendo el pasadizo.
Raynor y Liberty esquivaron la ráfaga saltando dentro de una estancia, tres cuartos del escuadrón en otra. Uno de los hombres no fue lo bastante rápido y quedó atrapado en el torrente de balas. Su caída hacia delante se vio atenuada por el continuo impacto de los dardos contra su casco y su coraza fragmentada.
—Está bien, tenemos que eliminar eso —dijo Raynor.
—Espera —intervino Mike—. Me parece que he encontrado algo.
Se asemejaba a un típico centro de comunicaciones, con pantallas que zumbaban a ambos lados y una miríada de botones. Mas los visores mostraban lo que parecía un diagrama de la propia instalación.
—Es un mapa —dijo Raynor.
—Cien puntos. Mejor aún, es un mapa que podemos utilizar.
Varias de las zonas destellaban con una luz roja, señalando los lugares por los que ya había pasado el equipo de asalto. Otras regiones parpadeaban en verde, incluidas la que estaba frente a la puerta. Defensas activas, probablemente.
—Muy bien —dijo Mike—. ¿Sabe algo de ordenadores?
—Tuve que reemplazarle un panel de memoria a mi Buitre en una ocasión —repuso Raynor.
—Genial. —La experiencia de Mike consistía en reparar unidades de comunicación remiradas sobre el terreno, pero no dijo nada. Estudió los diversos botones y conmutadores. Todos ellos estaban numerados, pero no había ninguna lista que describiera su uso.
Tiró de una palanca y se apagó una de las luces verdes. Repitió la operación y se apagó otra. Comenzó a tirar de las palancas y a aporrear los botones como un poseso. Transcurridos quince segundos, el staccato del pasillo se detuvo.
—Buen trabajo —felicitó Raynor.
—Veamos cómo les va a los demás. —Mike cogió un pequeño dial y lo giró. En algún lugar de las profundidades del complejo sonó un claxon y se produjo una vibración bajo sus pies.
—Rayos y centellas, ¿qué ha sido eso?
—Eso era yo, tentando demasiado a la suerte.
—Entonces, ¿por qué lo has hecho?
—En ese momento, me pareció lo correcto.
Raynor exhaló un suspiro de frustración.
—¿Puedes sacar de esta terminal la información que estamos buscando?
Mike negó con la cabeza. Pasó un dedo sobre el croquis de la instalación.
—Aquí. Hay un sistema aislado que no está ligado al ordenador principal.
—¿Crees que es ése?
—Tiene que serlo. La mejor manera de proteger información de los piratas informáticos consiste en separar por completo la máquina que la albergue. Seguridad informática básica uno cero uno.
—Entonces, vamos a machacar bichos. —Raynor hizo una señal a los supervivientes del escuadrón.
—Eso —dijo Mike, con una carcajada—. Aplastemos a esos "bichos".
Salieron de su parapeto, antes de regresar de un salto para esquivar otra andanada de proyectiles que se perdió en el pasillo.
—¡Liberty! —aulló Raynor—. ¡Creía que habías anulado todos los sistemas de defensa!
—Eso no es ningún sistema de defensa, Jim —exclamó Mike, acuclillado en el vano de la puerta—. Son blancos vivos.
Había un par de formas cubiertas por armaduras de color blanco en la intersección. Sus trajes de combate eran similares a las de Mike, salvo por el color. Esgrimían rifles gauss y estaban acribillando el pasillo.
Mike levantó su arma y apuntó para disparar. Un espectro de blanca armadura apareció en su punto de mira.
Descubrió que no podía disparar. Su blanco era un hombre, un humano vivo. No podía disparar.
El objetivo no albergaba tales cuitas y disparó una ráfaga. El quicio de la puerta se astilló y Liberty rodó para entrar en el cuarto.
—¿Qué ha ocurrido? —gritó Raynor—. ¿Están a cubierto?
—Son... —comenzó Mike, antes de sacudir la cabeza—. No puedo disparar contra ellos.
Raynor frunció el ceño.
—Te cargaste a un zerg con una recortada. Yo te vi.
—Eso era distinto. Éstos son humanos.
Mike esperaba que su confesión disgustara al agente de la ley, pero Raynor se limitó a asentir con la cabeza y a decir:
—Es normal. A mucha gente le cuesta disparar a sus semejantes. La buena noticia es que ellos no saben que no quieres dispararles. Apunta un poco por encima de sus cabezas. Eso les dará un buen susto.
Empujó a Mike de nuevo hacia la puerta. Al otro lado del pasillo, los otros dos marines intercambiaban disparos con las figuras de armadura blanca.
Mike salió rodando del vano de la puerta, apuntó al de la derecha, levantó su rifle gauss un milímetro y disparó una ráfaga. La forma blanca se agazapó, mientras su compañero giraba apuntando con el arma al tiempo que hincaba una rodilla en el suelo.
Mike sonrió, contra su voluntad. En ese momento, el torso del soldado al que había disparado entró en erupción proyectando una fuente de sangre. Su compañero giró en redondo, demasiado lento. Su cabeza se vaporizó en una neblina roja cuando estallaron el casco y el visor.
Mike alzó la vista y vio a Raynor de pie encima de él, con medio cuerpo fuera de la puerta. Había derribado a los dos soldados enemigos de sendos disparos.
Raynor miró abajo y dijo:
—Comprendo que te cueste disparar a la gente. Por suerte, a mí no. Ahora, en marcha.
Las armas de los muros y el suelo habían enmudecido, y el equipo avanzaba por los pasillos prácticamente a la carrera. La armadura de Mike, más ligera, le permitía ir en cabeza.
Se le ocurrió que aquella no era la posición más inteligente.
Dobló una esquina y se topó de frente con un zerglino.
Con un patinazo desprovisto de gracia, Mike resbaló y tropezó con el lomo de la bestia lampiña. Sintió cómo pulsaban y se estremecían los músculos de la bestia mientras saltaba por encima de ella. Aterrizó sobre su hombro y el dolor laceró el costado derecho de su cuerpo.
—¡Zerg! —gritó Mike—. ¡Mátenlo! —Ignoró el dolor y apuntó con su rifle, rezando para que no hubiese resultado dañado en la caída.
—¡Fuego cruzado! —aulló Raynor—. ¡Vamos a herirnos unos a otros!
Se produjo un momento de silencio en el pasillo. Las tropas de Raynor a un lado, Mike al otro, el zerg en el centro. A tan corta distancia, Mike podía oler el fétido aliento de la criatura. Era como si su piel exudara inmundicias y putrefacción.
El zerglino se giró hacia el escuadrón, luego hacia el reportero, como si intentara determinar a quién atacar primero. Al cabo, algún circuito orgánico hizo clic en su retorcida mente y tomó una decisión.
Se abalanzó sobre Liberty con un grito estridente, extendidas las garras.
Mike saltó hacia delante, bajo el brinco, y levantó su rifle gauss. Hirió a la criatura en el vientre, ensartándola aprovechando el impulso de la bestia. El monstruo y el cañón trazaron un lento arco encima de él.
En el punto álgido de la parábola, Mike apretó el gatillo y una andanada de dardos trituró al zerglino. Los que le atravesaron el cuerpo se incrustaron en el techo metálico del pasillo.
Mike escupió, bañado en el icor de la bestia. Raynor llegó a la carrera.
—¿Qué están haciendo aquí los zerg?
—Tal vez anden detrás de lo mismo que nosotros —sugirió Mike.
—Encontremos esa información, ahora mismo. —Raynor indicó al resto de su equipo que avanzaran con un gesto.
—Encontremos una ducha —masculló Mike, limpiándose las tripas del zerg de su armadura.
El complejo se guardaba algunas sorpresas más. El pasillo desembocaba en una estancia donde acechaban tres zerglinos más, que fueron abatidos antes de que pudieran reaccionar. Una hilera de jaulas se alineaba contra una de las paredes, abiertas todas ellas. Desprendían el fétido olor de los zerglinos.
—Los guardaban aquí —dijo Raynor—. ¿Mascotas? ¿Conejillos de Indias?
—Y, ¿desde cuándo? —Mike se acercó a la terminal de ordenador aislada y comenzó a pulsar botones—. Jesús. Mira esto.
—¿La información?
—Eso, y más. Mira. Las lecturas referentes a los zerg se remontan a meses atrás.
—Pero, eso es imposible. A menos...
—A menos que los confederados conocieran la existencia de los zerg todo el tiempo. Sabían que estaban aquí. Demonios, tal vez fueron ellos los que los trajeron aquí.
—Samuel J. Houston en bicicleta —dijo Raynor. Mike supuso que aquello era una maldición—. Coge el disco y salgamos de aquí.
—Estoy en ello. —La grabadora resopló durante unos minutos, antes de expulsar una oblea plateada—. Lo tengo. ¡Vámonos!
En cuanto Mike hubo sacado el disco de la máquina, la iluminación se tornó de color rojo. Por encima de sus cabezas, una voz femenina entonó:
—Iniciada secuencia de autodestrucción.
—¡Mierda! —maldijo Mike—. ¡Era una trampa!
—¡En marcha! —exclamó Raynor—. ¡No os equivoquéis al doblar las esquinas!
Mike, con su armadura más ligera, sin miedo ya de toparse con más sorpresas, tomó la delantera. No encontraron más que cadáveres en el camino hacia la salida, mientras la suave voz sobre ellos les advertía:
—Diez segundos para la detonación. —Y luego:— Cinco segundos para la detonación.
Llegaron al exterior, bajo el pútrido cielo color naranja. Mike siguió corriendo, sin intención de detenerse hasta haber alcanzado la nave de salto.
Raynor se puso a la par y lo derribó.
Mike aulló una blasfemia dirigida al alguacil, enmudecida por la explosión.
Toda la ladera de la montaña se estremeció a causa de la detonación, concentrada en una única ráfaga expulsada por la boca de la instalación. Una abrasadora ola de calor se cernió sobre Liberty y los marines tendidos en el suelo, y la cima de la montaña se desmoronó sobre sí misma. Mike se abrazó a la tierra abombada y rezó. Cuando se hubo detenido se dio cuenta de que, de haber permanecido de pie, la onda expansiva lo habría destrozado.
—Gracias —le dijo a Raynor.
—En ese momento, me pareció lo correcto —repuso el antiguo agente de la ley—. Vamos, regresemos antes de que nos encuentren aquí los zerg.
* * *
Mengsk los esperaba en el puente de su nave de mando, el Hyperion. Comparado con el del Norad II, este puente era más pequeño y acogedor, más parecido a una biblioteca y a un refugio que al centro neurálgico de una flota. El perímetro de la estancia estaba poblado por técnicos que hablaban en voz baja a unidades de comunicación. Una gran pantalla dominaba una de las paredes.
Mike observó que no se veía ni rastro de la teniente Kerrigan.
—¡Allí dentro había zerg! —exclamó Raynor, mientras entregaba el disco—. ¡Los confederados llevan meses estudiando a esos malditos alienígenas!
—Años —apostilló Mengsk, impertérrito—. He visto a zerg en salas de contención de la Confederación con mis propios ojos, hace años. Es evidente que los confederados conocen a esas criaturas desde hace tiempo. Por lo que nosotros sabemos, podrían estar criándolos.
Mike no dijo nada. Habían tirado de la alfombra de los secretos bajo los pies de la Confederación. Nada de lo que hicieran podría sorprenderle ya.
A Raynor se le desencajó la mandíbula.
—¿Quiere decir que han estado utilizando mi planeta a modo de laboratorio para esos... seres?
—Tu planeta y su hermano. Y sabe Dios cuántos Mundos Limítrofes. Han sembrado vientos, amigos míos, y ahora están cosechando las tempestades.
Por primera vez, Raynor se había quedado mudo. La enormidad de aquel crimen, pensó Mike, era demasiado para su mentalidad de agente de la ley local. ¿A quién arrestas cuando el delito es el genocidio? ¿Cómo castigas esa infracción?
—Tengo que rellenar un informe. Resume todo lo que hemos encontrado hasta la fecha.
—Tenemos un sistema de comunicación codificada a tu disposición —ofreció Mengsk—. Sabes que jamás publicarán esa historia.
—Tengo que intentarlo —admitió Mike, aunque por dentro estaba de acuerdo con Mengsk. Si las Antiguas Familias de Tarsonis eran lo bastante paranoicas como para amenazar a un alborotador como él por un escándalo de la construcción, ¿qué no harían para negar que estuvieran relacionados con unos alienígenas devoradores de planetas?
Se alegró de que la lectora de mentes no estuviera presente.
Tintineó una campanilla y uno de los técnicos anunció:
—Recibimos lecturas de torsión en el sector cuatro-punto-cinco-punto-siete.
—Retírese a una distancia segura, escáner al máximo. Caballeros, quizá quieran quedarse para asistir al último acto de esta obra, tan bochornosa como apasionada.
Ni Mike ni Raynor hicieron ademán de moverse, y Mengsk se volvió hacia el monitor. La inmensa bola naranja de Mar Sara se cernía sobre ellos, con algunos jirones blancos de nube dispersos sobre su hemisferio norte. No obstante, la mayor parte de la superficie se veía jaspeada, arruinada. Plagada por el escalofrío y los seres que en él habitaban.
La propia superficie de la tierra latía y burbujeaba, resollando como un ser vivo. El escalofrío se había propagado incluso a los océanos en amplias esteras, estremeciéndose igual que un manto de algas.
No quedaban vestigios humanos en el planeta. Vivos, al menos.
Brotó un haz de luz en un lado del disco planetario y Mike supo que habían llegado los protoss. Sus naves relámpago salieron de la torsión y se hicieron visibles. Un destello azul y blanco de electricidad y allí estaban. Los cargueros dorados con su cohorte de polillas, y creaciones metálicas con alas semejantes a las de los murciélagos que pululaban entre las naves de mayor tamaño. Eran sobrecogedoras y letales, fuerzas de la guerra elevadas a una forma de arte.
Mengsk habló en voz baja al micrófono de su garganta. Mike sintió cómo se encendían los motores. El líder terrorista estaba preparado para irse a la primera señal de que los protoss hubiesen reparado en ellos.
No tenía de qué preocuparse. Los protoss se concentraban por completo en el planeta enfermo que tenían a sus pies. Se abrieron las escotillas en los vientres de las naves más grandes y unos asombrosos rayos de energía, tan intensos que carecían de color, se abalanzaron sobre la superficie. Los alienígenas lanzaron una cortina de fuego contra el planeta.
Los haces de energía quemaban lo que tocaban. El mismísimo cielo se cuajó cuando los rayos atravesaron la envoltura de la atmósfera. La fuerza de los impactos dejó al planeta sin aire.
Cuando tocaron la superficie, ésta entró en erupción, el suelo hervía, purgando tanto las tierras infestadas por el escalofrío como aquellas aún libres de la enfermedad. Una mortífera radiación arco iris, más brillante de lo que Mike hubiese visto jamás, se levantaba en espirales de los puntos de impacto, abrasando la tierra y el agua sin piedad, distorsionando la mismísima materia del planeta.
Otras naves comenzaron a disparar rayos más delgados con precisión quirúrgica, sumando su asalto a la lluvia de fuego en lugares concretos. Las ciudades, vio Mike. Las urbes eran su objetivo y querían asegurarse de que allí no sobreviviera nada. Cualquier asentamiento humano era candidato a la destrucción. Incluida, lo sabía, la propia Instalación Jacobs.
Pensó que habían escapado por los pelos. Se le encogió el estómago.
Uno de los rayos latientes hendió el manto y el suelo se sublevó en una erupción volcánica. El magma se abrió paso hasta la superficie, consumiendo todo lo que no hubiese perecido bajo los rayos de energía. La mayor parte de la atmósfera del planeta ardía en aquellos momentos, arrancada del orbe como un velo que flotaba en la órbita. Lo que quedaba de ella se arremolinaba en huracanes y tornados, hasta que también éstos fueron destruidos por los haces de luz.
Fulgores rojos volcánicos cubrían ya el hemisferio norte de Mar Sara, como verdugones. Lo que quedaba de la tierra se arqueó en un arco iris letal. Nada podía sobrevivir a aquel asalto, humano o no.
—Exterminadores —musitó Mike—. Son exterminadores cósmicos.
—En efecto —convino Mengsk—. Incapaces de distinguir entre los zerg y nosotros, o puede que les dé igual la diferencia. Tal vez para ellos seamos lo mismo. Deberíamos prepararnos para partir. Repararán en nosotros en cualquier momento.
Mike miró a Raynor. El semblante del antiguo alguacil era sombrío e inescrutable, sus manos aferraban la barandilla que tenía delante. A la luz de las* pantallas que mostraban el relámpago azul de las naves de los protoss, parecía una estatua. Sólo sus ojos daban señales de vida, llenos de una infinita tristeza.
—¿Raynor? ¿Jim? ¿Estás bien?
—No —repuso Jim Raynor, con voz queda—. ¿Quién podría estar bien después de esto?
Mike no tenía la respuesta. Se sentó mientras moría el planeta y Arcturus Mengsk hablaba al micrófono de su garganta. Transcurrido un momento, el terrorista anunció:
—Estamos listos para partir.
—De acuerdo —dijo Raynor, sin apartar los ojos de la pantalla—. Vámonos.
_____ 9 _____
Alguacil y fantasma
James Raynor era el hombre más honrado que conocí durante la caída de la Confederación. Creo que no me equivoco al afirmar que todos los demás eran víctimas o villanos o, a menudo, ambas cosas a la vez.
A primera vista, Raynor parece un vaquero venido del quinto pino, uno de esos tíos majetes que se ven en los bares intercambiando mentiras acerca de los días que se fueron. Le rodea un aura de presuntuosidad, una confianza en sí mismo que al principio te hace recelar. Sin embargo, con el paso del tiempo te darás cuenta de que es un valioso aliado y, si se me permite decirlo, un amigo.
Es cuestión de fe. Jim Raynor tenía fe en sí, y en los que le rodeaban. De esa fe procedía la fuerza que le permitió, a él y a todos los que le seguían, sobrevivir a todo lo que le echara encima el universo.
Jim Raynor era un hombre sincero y de honor. Supongo que por eso la suya es la mayor tragedia de esta maldita guerra.
—EL MANIFIESTO DE LIBERTY
A Liberty, Mengsk le parecía un político más. Por muchos fantasmas que lo atormentaran, sus motivaciones eran tan evidentes como las del matón de peor estofa de Tarsonis.
Seguía amasando poder, y no estaba dispuesto a pasar por alto a ningún aliado en potencia. Mike se dio cuenta de que aquel era el motivo por el que el hombre mantenía su palabra, porque seguía en una posición en la que resultaría peligroso que se corriese la voz de que incumplía sus promesas.
Mengsk nombró capitán a Raynor por las molestias, y le concedió a Liberty una serie de entrevistas cara a cara. Mike evitó el nivel propagandístico que al parecer deseaba Mengsk, pero eso consiguió que el carismático líder pareciera más receptivo a sus preguntas. La propia reticencia de Mike hacía que el comandante rebelde quisiera ganarse su aprobación.
Poco a poco, Mike comenzó a mostrarse cada vez más de acuerdo con las opiniones de Mengsk acerca de los confederados. Demonios, él mismo había llegado a expresar opiniones parecidas, aunque de forma más solapada, en varios reportajes a lo largo de los años. La Confederación del Hombre era una burocracia criminal, llena a rebosar de políticos oportunistas y estafadores cuyo grito de batalla era "¿Dónde está mi parte?".
Mengsk tenía razón en otro asunto. La RNU nunca llegó a emitir su reportaje acerca de la destrucción de Mar Sara, ni mencionó la parte de culpa de la Confederación en el ataque. Seguían diciéndole a la gente que no había una sino dos amenazas enemigas hostiles en el universo, los subversores zerg y los destructivos protoss. Ambos se presentaban como némesis implacables de la humanidad, y la única solución consistía en agruparse bajo la bandera de la Confederación para repelerlos.
—Tal es la naturaleza de los tiranos —dijo Mengsk un anochecer en la cubierta de observación del Hyperion, con su copa de coñac intacta sobre la mesa que los separaba. Hacía mucho que Liberty había apurado su vaso, que ahora descansaba vacío junto a un tablero de ajedrez donde yacía inerte el rey blanco. Mengsk tenía la costumbre de jugar con las negras, y las blancas de Liberty solían perder. Un cenicero sin usar ocupaba el extremo más alejado de la mesa. Michael había vuelto a dejar de fumar, pese a lo que Mengsk seguía ofreciéndoselo—. Los tiranos sólo pueden sobrevivir si presentan a un tirano mayor como amenaza. La Confederación no se da cuenta del peligro que entrañan los tiranos que ha descargado sobre nosotros.
—Antes de los protoss y los zerg —señaló Mike—, su amenaza favorita era usted.
Mengsk soltó una risita.
—Debo admitir que la mejor forma de gobierno es el despotismo benévolo. No creo que la oligarquía en el poder estuviese de acuerdo con eso.
—¿No utiliza usted a otros tiranos para encubrir sus propios abusos?
—Desde luego, pero ayuda el hecho de que nuestros enemigos sean mayores tiranos que nosotros. O que lo intenten. —Cogió el rey muerto de Mike del tablero—. ¿Otra partida?
Mike no había vuelto a ver a Kerrigan y, cuando preguntó, Mengsk se limitó a responder:
—Mi teniente de confianza trabaja mejor sobre el terreno. —Mike supuso que aquello significaba que la mujer estaba sembrando las semillas de la rebelión en otro planeta.
No se equivocaba. Dos días después, Mengsk llamó a Liberty y a Raynor a su cubierta de observación. Un despliegue gráfico mostraba otro mundo, de un color marrón rojizo. Tras él, un gigante de gas se cernía igual que un padre celoso.
—Antiga Prime —dijo Mengsk, tamborileando sobre el visor—. Colonia fronteriza de la Confederación del Hombre. Sus habitantes están muy, pero que muy cansados del ejército confederado, que se ha vuelto un poco estricto desde que aparecieran los protoss y los zerg. Quiero que el capitán Raynor ayude a los antiganos para que despegue su revolución. Eso implica ocuparse de una unidad del Escuadrón Alfa que vigila la principal vía de acceso por tierra.
—Encantado, señor —dijo Raynor. Mike se percató de que Raynor parecía más calmado, más controlado ahora que antes de abandonar el sistema de Sara. Parecía que haber incorporado su unidad de supervivientes a los Hijos de Korhal le había ayudado a superar la pérdida de Mar Sara, y su naturaleza arrojada y templada había vuelto a aflorar a la superficie. Se moría de ganas de entrar en acción.
Mengsk se dio la vuelta.
—Y, señor Liberty, si quiere acompañar a su unidad...
—No sé si se le habrá pasado por alto, Arcturus, pero todavía no trabajo para usted.
—En estos momentos no trabaja para nadie, al parecer. La RNU se ha visto despojada de su ilustre presencia. Yo sólo pensaba que tal vez sintiera un interés profesional...
—¿Y?
—Y su pico de oro e inestimable bloc de notas quizá animasen a los antiganos a quitarse los grilletes. —Esbozó una sonrisa levemente avergonzada, y Mike supo que iba a bajar al planeta.
Antiga Prime había sido en su día un mundo acuático, pero los océanos habían desaparecido sin decir adonde. Lo único que quedaba eran marismas de barro endurecido y chatas mesetas cubiertas por matojos oriundos de flores púrpuras. En ocasiones, los huesos calcificados de alguna criatura marina fosilizada se abrían paso fuera de los estratos circundantes, constituyendo el único recordatorio de que allí habían vivido seres más grandes que los humanos. A su estilo árido y desprovisto de vida, era bonito.
La nave de salto los depositó sobre un altiplano bajo similar a cualquier otro altiplano bajo de Antiga.
Mengsk había mencionado que su exploradora se pondría en contacto con ellos cuando hubieran aterrizado. A Mike no le cabía duda acerca de la identidad de la exploradora. Mientras los rebeldes establecían un perímetro alrededor de la nave, mantuvo abierta la conexión con Mengsk y los comandantes regionales.
Kerrigan salió de la nada, a pesar de la inexistencia de terreno de cobertura. Iba vestida con una armadura fantasma, un traje utilizado en entornos hostiles, y llevaba un rifle con depósito cruzado sobre la espalda. Se había quitado el casco y su melena roja destellaba bajo el brillante sol de Antiga.
Espetó un rápido saludo.
—Capitán Raynor, he terminado de explorar la zona y... ¡Guarro!
Mike se apresuró a bajar el volumen de su unidad de comunicación. Raynor retrocedió como si le hubieran abofeteado.
—¿Qué? ¡Si todavía no le he dicho nada!
Los carnosos labios de Kerrigan se fruncieron en una mueca feroz.
—Ya, pero lo estaba pensando.
—Ah, ya, es usted una telépata —dijo Raynor, lanzándole una mirada a Mike que incluso el reportero sabía interpretar. ¿Por qué no me avisaste de esto? A la teniente, le dijo:— Mire, vayamos a lo que importa, ¿de acuerdo?
Kerrigan soltó un bufido.
—Vale. El centro de mando se encuentra a un par de clicks hacia el oeste, en lo alto de una de esas mesetas. Escuadrón Alfa, pero nada de Duke. Lo siento, chicos. Si los sacamos, las fuerzas indígenas estarían dispuestas a rebelarse. Tienen que caer algunas torres para que pueda entrar.
—De acuerdo —dijo Raynor, con el ceño fruncido—. No hace falta que le diga que se aparte.
—No, no hace falta —repuso Kerrigan, con demasiado fervor—. Pero hay algo más.
—Siga, teniente. Yo no leo las mentes.
—Han aumentado los informes de xenomorfos en la zona. —Kerrigan casi esbozó una sonrisa al ver el efecto que producían sus palabras.
Raynor arrugó el entrecejo.
Mike estuvo a punto de saltar de su asiento.
—¿Xenomorfos? ¿Zerg? ¿Aquí?
—Ganado mutilado, desapariciones misteriosas, monstruos de ojos abultados —confirmó Kerrigan—. Lo de siempre. No es mucho, pero sí suficiente.
—Mierda —musitó Raynor—. Confederados y zerg. Parece que vayan de la mano. Está bien, en marcha.
Las amplias extensiones de barro seco de Antiga Prime eran ideales para avanzar deprisa y deplorables para esconderse. En dos ocasiones aparecieron exploradores de los marines hacia el sur, lo que provocó que Raynor tuviera que entretenerse con su Buitre para ocuparse de ellos mientras sus tropas, Kerrigan y Mike ascendían lentamente por la meseta. Les faltaban trescientos metros para coronarla cuando el cañón de una de las torres abrió fuego sobre ellos.
El comunicador de Mike crepitó.
—Maldita sea —dijo Kerrigan—. Tienen sensores hasta en el culo de esa cosa. No puedo ni estornudar sin que me localice. ¿No puedes pedir refuerzos por ese teléfono?
—Estoy en ello —replicó Mike, al tiempo que estallaba otro proyectil en la cornisa sobre su cabeza—. ¡Raynor! ¡Aquí Liberty! ¡Estamos atascados! Necesitamos tu potencia de fuego, muy pronto. [Nota del T.: en español en el original]
Mike no estuvo seguro de que el antiguo alguacil hubiera recibido el mensaje hasta que oyó el estridente chirrido de los motores del Buitre de Raynor. El capitán coronó una elevación cercana de un solo salto, acortando distancias mientras la torre intentaba orientar su cañón hacia el nuevo objetivo. Tardó demasiado y, con un estrépito ensordecedor, una andanada de granadas de fragmentación salió disparada de debajo del capó del vehículo. Estallaron bolsas de fuego en la base de la torre.
Kerrigan dio un grito y el resto de las tropas atoradas salieron de sus escondrijos y acribillaron la torre con fuego de dardos. Raynor hizo una pasada para descargar un segundo ataque, pero aquello era ensañarse. Para cuando la segunda tanda de explosiones hubo estremecido la base, la torre ya se estaba inclinando. Cuando Raynor aceleró para alejarse, se desplomó por completo tras su estela.
La línea privada de Mike crepitó.
—¡La próxima vez, a ver si es algo importante, chaval! —exclamó el capitán.
—¿Qué ha dicho? —quiso saber Kerrigan—. Da igual. Es un cerdo, pero por lo menos es un cerdo competente.
Mike zangoloteó la cabeza.
—El capitán Raynor es uno de los hombres más decentes y enteros que he conocido desde que salí de Tarsonis.
—Ya, así es por fuera. Todo bajo estricto control. Es un cerdo por dentro, como casi todo el mundo. Hazme caso.
Mike no supo qué decir. Al cabo, consiguió balbucir:
—Lleva algún tiempo sometido a mucho estrés.
Kerrigan volvió a soltar un bufido.
—Claro, ¿y quién no?
Alcanzaban a avistar el centro de mando, otra media esfera tamaño estándar, un ingenio portátil. No obstante, relucía al sol. Los zerg no la habían corrompido todavía. Aquello hizo que Mike se sintiera mejor y peor al mismo tiempo.
Otra llamada. En esta ocasión, era Raynor el que pedía refuerzos. ¿Podía enviar Kerrigan las tropas que siguieran con ella?
—Dice... —comenzó Mike.
—Envíalas.
—Pero tienes que...
—Tengo que entrar. Y lo haré, con o sin las tropas de apoyo. No son más que dianas extra. Despídelas y sígueme cuando puedas.
Mike transmitió las órdenes, mientras Kerrigan se colocaba la capucha y el casco de su traje fantasma. Mike vio cómo se abrochaba el casco, tocada un aparato de su cinturón y...
Desapareció.
No, no había desaparecido. Había una ondulación a su alrededor. Podías fijarte en ella si sabías qué era lo que estabas buscando y te esforzabas por descubrirlo. Los guardias de la entrada del puesto de mando no sabían qué era lo que buscaban, y no se esforzaban demasiado. Se oyó una ráfaga procedente de un rifle de repetición invisible y los guardias volaron partidos en dos. Luego se produjo una explosión en las puertas principales, que se abrieron de repente. Se apreció una silueta en medio del humo por un momento, una figura femenina con un rifle entre las manos, antes de que se adentrara en las entrañas del centro de mando enemigo.
Mike la siguió despacio, a sabiendas de que carecía de la tecnología de camuflaje y el talento psiónico necesarios para ser un fantasma telepático. Se detuvo por un instante junto a los guardias muertos. Vestían el uniforme del Escuadrón Alfa, pero llevaban las cabezas ensangrentadas cubiertas por cascos polarizados a la luz del sol de Antiga. Decidió no quitarles los yelmos, podría reconocer a los cadáveres. Quizá alguno de ellos aún le debiera dinero de alguna partida de póquer.
Mike penetró en la devastación del centro de mando.
Resultaba sencillo saber por dónde había pasado Kerrigan; se limitó a seguir el reguero de cadáveres ensangrentados y mutilados. Hombres y mujeres por igual, vestidos con arreos de combate, habían sido desperdigados como muñecas de trapo y yacían retorcidos en medio de charcos de sangre.
Michael Liberty se acordó por un instante de la teniente Swallow y se dio cuenta de que comenzaba a acostumbrarse a la proximidad de los cadáveres recientes. Tal vez estuviera desarrollando la coraza emocional necesaria para sobrevivir en un universo en guerra.
Encontró el rifle con depósito de Kerrigan, hundido en el plexiescudo frontal de un caminante Goliath volcado. Más adelante se oía ruido de lucha. A su pesar, empuñó su rifle gauss y siguió adelante.
Recibió la recompensa de disfrutar del privilegio de asistir a un combate de Sarah Kerrigan.
Aquello era la poesía de la sangre, el ballet de la guerra. Había llegado al centro del puesto de mando, armada con su cuchillo y un lanzagranadas. Aparecía, cortaba una garganta, desaparecía. Los marines se abalanzaban sobre esa localización y ella reaparecía a escasos metros de distancia para disparar a bocajarro sobre el casco de su objetivo. Se iba, volvía, en esta ocasión con una patada giratoria que le rompió el cuello a un vociferante oficial.
Mike levantó el arma, pero descubrió que no podía disparar. No era tan sólo reticencia a cobrarse una vida humana. No sabía dónde estaría ella. En medio de todo aquello, Kerrigan se movía con una gracia y determinación felinas, destrozando a todos los adversarios que le salían al encuentro.
Sí que era buena con los cuchillos. Más aún, era igual que los protoss... gloriosa y letal.
Mike permaneció en la entrada durante un minuto, tiempo suficiente para que Kerrigan despachara a todos los enemigos del centro de mando. Los únicos supervivientes eran los que habían elegido huir al comienzo.
Sólo en ese momento se permitió Kerrigan hacerse visible y clavar las rodillas en el suelo, exhausta, de espaldas a Liberty.
Mike avanzó y extendió la mano para apoyarla sobre su hombro.
No llegó a tocarla. Sin dudarlo, la mujer giró en redondo, asió la muñeca con una mano y levantó el cuchillo de combate con la otra.
No se detuvo hasta que la punta del arma estuvo a meros centímetros del rostro de Mike. Su rostro era una máscara de cólera. El miedo embotaba la mente de Mike y, en un instante, supo que ella era consciente de ese pavor.
—No-hagas-eso —dijo, escupiendo cada una de las palabras, antes de soltar el cuchillo y hundir el rostro entre las manos—. Me tienes miedo.
Mike vaciló por un momento, antes de decantarse por un:
—Ya te digo.
—Lo siento. Lamento que tuvieras que ver esto.
Mike inhaló hondo.
—Es la primera vez que vengo a verte al trabajo. Descansa un rato. Tengo que iniciar una revolución.
Apartó un cuerpo acribillado de la consola de comunicaciones, introdujo el disco pregrabado, ajustó los niveles y eligió una señal general en todas las frecuencias.
—Aquí Michael Liberty, retransmitiendo desde Antiga Prime, para informar de que el centro de mando principal de este mundo ha sido reducido por las tropas rebeldes. Repito, el centro de mando principal ha sido reducido. El poder de la Confederación se ha interrumpido, y existe la seria posibilidad de que sea destruido por completo si el pueblo de Antiga se alza para asumir el control de su propio destino. Los marines confederados a cargo del centro de mando han muerto o han huido, mientras que las bajas rebeldes han sido... —Miró a Sarah Kerrigan, extenuada, con las manos empapadas de lágrimas— mínimas. Tenemos un mensaje de Arcturus Mengsk, líder de los Hijos de Korhal. No se vayan, ahora volvemos.
Mike metió el cartucho preprogramado en el reproductor y dejó que los tonos melodiosos y untuosos del líder terrorista enardecieran a la población. Regresó junto a Kerrigan, rodeándola en esta ocasión para que lo viera venir.
Ya se le habían secado los ojos, pero estaba temblando, con los brazos cruzados, respirando a bocanadas entrecortadas.
—No pasa nada —dijo Mike—. Has acabado con todos.
—Lo sé —dijo, levantando los ojos hacia él—. He acabado con todos. Y mientras los iba matando uno a uno, supe en qué estaban pensando. Miedo. Pánico. Odio. Desesperación. Desayuno.
—¿Desayuno?
—Uno de los técnicos se había saltado el desayuno, y lamentaba de veras haberse perdido las rosquillas. —Kerrigan sofocó una risita que en realidad eran sollozos—. Estaba a punto de ser degollado, y sólo se le ocurría pensar en rosquillas. —Se llevó las manos a las sienes y hundió los dedos en su mata de cabello rojo—. Ser telépata es una mierda.
—Me imagino —dijo Mike, consciente de que el temor no le había abandonado. Miedo de que Kerrigan pudiera sacarle las tripas antes de que él tuviera tiempo de reaccionar siquiera. Y de que ella supiera que él lo estaba pensando.
—Sé que estás asustado. Eres capaz de admitirlo. Eso te distingue de la mayoría. Dios, lo que tuve que soportar para llegar a esto, lo que me hicieron los confederados. ¿Lo sabes?
—Sé que la Confederación tiene un montón de fosas donde enterrar sus secretos. Más profundas y más oscuras de lo que jamás me había imaginado. El entrenamiento fantasma quedaba reservado para un grupo de élite de telépatas cuidadosamente controlados...
Kerrigan asentía mientras hablaba.
—Controlados por medio de drogas, extorsiones y brutalidad, hasta que te poseían en cuerpo y alma. No son mejores que estas criaturas zerg, creando guerreros para un imperio mayor. No tenemos más vida que la que nos concede la Confederación, hasta que dejamos de ser útiles. Luego nos descartan, para que no creemos futuros problemas. A no ser que...
—A no ser que consigas escapar —terminó Mike—. O que alguien te ayude a escapar. —Se dio cuenta de por qué esta antigua fantasma trabajaba para Arcturus Mengsk. Le debía la vida.
Kerrigan asintió a modo de respuesta.
—Eso no es todo, pero sí.
Se oyeron unas fuertes pisadas en la entrada y Mike se incorporó con el rifle gauss listo para disparar. La silueta acorazada de Raynor apareció en el umbral.
—¿Estáis bien, niños?
—Aquí ya hemos terminado. Centro capturado, mensaje entregado.
—Me alegro —dijo el capitán Raynor—, porque tenemos un puñado de escuadrones Alfa acercándose desde el sur y vamos a necesitar toda la ayuda que podamos conseguir para ocuparnos de ellos. ¿Se encuentra bien?
—Sí —contestó Kerrigan, poniéndose de pie—. Me lo puede preguntar a mí, ¿sabe?
—Pensaba que bastaba con pensarlo.
—¡Jim! —intervino Mike—. Ya basta.
—¿Cómo? —Raynor parecía sorprendido por el tono empleado por Mike.
—Que ya basta —repitió Mike, menos acalorado, aunque igual de sombrío. La voz que empleaba cuando se ponía serio.
El fornido capitán le miró y asintió despacio.
—Vale, supongo que basta. —Dirigiéndose a Kerrigan, añadió:— Lo siento si la he ofendido, señora.
—Ya estoy acostumbrada, capitán. Dijo que había más confederados que matar. Démonos vida.
Pasó entre los dos hombres de un empujón, tornándose invisible sobre la marcha.
El capitán Raynor sacudió la cabeza.
—Mujeres.
Mike suavizó la voz.
—Lleva algún tiempo sometida a mucho estrés.
Raynor soltó un bufido.
—Pues casi me engaña.
La pareja siguió a Kerrigan fuera del edificio. Sobre el horizonte se distinguían los relámpagos de la batalla donde los antiganos y los confederados entraban en combate.
Sobre sus cabezas, en el cielo que se oscurecía, se veían otros relámpagos, pertenecientes a otra batalla. Danzaban en el firmamento igual que estrellas recién nacidas y no se apagaron hasta que un brillante meteorito surcó el cielo, hendiendo la vociferante atmósfera a su paso.
_____ 10 _____
El naufragio del Morad II
Hay una palabra de la vieja Tierra. Se llama schadenfreude, el sentimiento de júbilo que te invade ante la desgracia de los demás. Como cuando te enteras de que han pillado a un periodista rival profiriendo blasfemias delante de un micro que él creía que estaba apagado, o de que algún concejal particularmente corrupto ha sido atropellado por un camión de la basura. Se trata de un júbilo que viene acompañado por una punzada de culpabilidad por haberte alegrado, y de la silenciosa y ferviente plegaria para que a ti no te ocurra nunca algo parecido.
Con los protoss y los zerg hincándole el diente al territorio confederado, tuvimos schadenfreude para dar y tomar.
—EL MANIFIESTO DE LIBERTY
Otros hombres y mujeres fueron a la guerra. Mike regresó a la base de Mengsk y supervisó el torrente de comunicados. Se produjo el pánico cerval que había aprendido a relacionar con la guerra; unidades aisladas de repente que primero pedían y luego rogaban que les mandaran refuerzos, seguido de alivio y, por último, el rescate. Otros mensajes de unidades que se evaporaban de golpe en medio de una nube de radiación. Y todavía más mensajes, éstos de civiles, que pedían ayuda de cualquiera, a ambos bandos.
Luego estaban los informes anómalos, aquellos en los que los monstruos aparecían de repente en los campos, atribuidos a los confederados, o a los rebeldes, o a los invasores del espacio. Estos informes se hacían más numerosos conforme transcurrían las horas, y convencieron a Mike de que Kerrigan tenía razón: los zerg habían llegado a Antiga.
Sintió ganas de aporrear la consola cuando la idea hubo calado en su mente. La presencia de zerg era tan buena como el diagnóstico de un cáncer, y mucho más letal. Hasta que descubrieran cómo derrotarlos, los zerg se comerían ese mundo crudo. O los protoss (quimioterapia radical) lo esterilizarían para evitar que se propagaran los zerg.
—Pero no es así como funciona, ¿verdad? —le preguntó Mike a la unidad de comunicación—. Siempre hay un puñado de células que se las apaña para escapar y el cáncer sigue creciendo.
La furia que sintió en las entrañas duró sólo un momento, antes de ser reemplazada por el asombro cuando el siguiente mensaje sonó en su auricular.
—¡Al habla el general Duke, llamando desde el Norad II, buque insignia del Escuadrón Alfa! ¡Nos hemos estrellado y estamos siendo atacados por los zerg! ¡Solicito apoyo inmediato de quienquiera que reciba esta señal! Repito, ésta es una llamada de auxilio de prioridad uno. Al habla el general Duke...
La llamada de auxilio comenzó a repetirse. Michael la escuchó tres veces más antes de comprobar los demás canales.
Había un par de llamadas solicitando confirmación, y una plétora de respuestas describiendo ataques de los zerg y rebeldes antiganos y, en una ocasión, un asalto por parte de las fuerzas confederadas. También se informaba ya del avistamiento de naves protoss en el sistema, luchando contra alguien, probablemente zerg similares a los que habían derribado al Norad II, en el límite de los mundos helados. Había incluso algunos informes de fuerzas terrestres protoss. Mucho ruido, pero nada que se pareciese a una oferta de ayuda sólida y sincera.
Está frito, pensó Michael. Van a trinchar a ese viejo pavo de Duke.
Raynor irrumpió unos diez minutos más tarde.
—Mike, te vienes conmigo. Vístete.
—¿Qué ocurre? —preguntó Mike, mientras recogía su traje de combate.
—¿No te has enterado de lo que ocurre ahí afuera? —Parecía que Raynor pudiera comenzar a lanzar chispas por los ojos en cualquier momento.
—Pánico y desesperación, lo normal —dijo Mike, señalando el panel—. Ah, bueno, y que por fin van a ascender a Duke a general. ¿Le enviamos una cesta de frutas?
—Muy gracioso, sabueso. Mengsk quiere que vayamos a rescatarlo. Cree que Duke constituiría un buen aliado.
Mike parpadeó.
—No sé si lo he oído bien.
—Has oído lo que he dicho. —Raynor le ofreció el casco a Mike.
—¡Pero si está chiflado!
—Nadie lo pone en duda —repuso Raynor, lacónico.
—¿Y Mengsk quiere que vaya yo? Podría cubrir la noticia desde aquí.
—Yo quiero que vengas. Ese bastardo nos encerró a mí y a mis muchachos. Me hará falta alguien con el que esté dispuesto a hablar.
—¿Ya te he mencionado que la última vez que nos vimos ordenó que me sacaran a rastras de su puente? —Mike cogió el yelmo.
—Algo había oído, pero al menos estoy seguro de que no vas a pegarle un tiro a las primeras de cambio.
Mike selló el casco y siguió a Raynor fuera de la zona de comunicaciones.
—De repente me muero de ganas de fumar un cigarrillo.
—A lo mejor Duke te da uno de los suyos.
Sólo cuando estuvieron en la carretera se le ocurrió preguntar a Mike:
—¿Lo sabe Kerrigan?
—Aja.
—¿Y le parece buena idea?
—De hecho —dijo el antiguo alguacil—, ella fue la primera que llamó chiflado a Mengsk.
—Así que estáis de acuerdo en algo. Increíble.
—Sí. —Tras una pausa:— Sí, supongo que así es.
Arcturus Mengsk comenzaba a reunir tropas bajo su estandarte. Cuando Raynor y Mike llegaron a la superficie, ya había dado comienzo el asalto para rescatar el crucero de batalla siniestrado.
Las unidades que se apresuraban a cubrir los páramos incluían ahora a rebeldes antiganos, Hijos de Korhal y rezagados confederados que se habían desembarazado de sus lealtades sin renunciar por ello a sus armas. Raynor condujo junto al flanco izquierdo de una bandada de ciclodeslizadores Buitre mientras, sobre sus cabezas, un escuadrón de cazas Espectro A-17 surcaba el cielo. Los enormes Goliath imprimían grandes huellas irregulares en el cieno blando; no tardaron en adelantar a una unidad de tanques de asedio Ardite que removían el barro, con sus armazones de apoyo elevados para facilitar la capacidad de maniobra.
Las fuerzas combinadas encontraron resistencia casi de inmediato. Los zerglinos y los hidraliscos se aplastaban contra ellos por todos los flancos, igual que mosquitos contra un parabrisas. El aire se llenó tanto de cañones orgánicos (lo que Mike y el resto del espacio humano conocía ya como mutaliscos) como de criaturas que se asemejaban a medusas con garras de langosta; planeaban sobre las fuerzas alienígenas igual que nubes de tormenta en el desierto.
Había un racimo de marines a la derecha de Mike, acorralando a lo que parecía un gigantesco zerglino erguido, una criatura titánica con garras frontales semejantes a enormes sables curvados. En el horizonte, algo que parecía un cruce entre un calamar volador y una estrella de mar gigante huía ante el asalto de los cazas Espectro.
Se abrieron paso a través de las fuerzas zerg, esquivando a unos y eliminando a otros. Un grupo de zerglinos brotó del suelo y se cobró a toda una unidad de marines antes de que llegaran los Buitres y los cubrieran con un manto de fuego estremecedor.
Los zerg se replegaron, regresaron aumentado su número, volvieron a retirarse. Mike se sentía como si estuviera combatiendo contra el mar. Estaban repeliendo a las olas, pero estaba seguro de que no era sino una ilusión. La marea estaba bajando, y volvería a subir con energías renovadas.
El instinto de Mike le decía que Antiga Prime estaba condenado, como lo habían estado Chau Sara y Mar Sara. Aquellos seres estaban abriéndose paso hasta el corazón del planeta y, o bien tenían éxito, o los protoss los barrerían del espacio.
El frente zerg se paralizó por un momento, antes de abrirse de nuevo, y los humanos penetraron dirigiéndose hacia las tierras altas donde se había estrellado el Norad II.
Tras un vistazo a la nave estelar, Mike vio que el antiguo coloso jamás volvería a volar. Sus propulsores traseros se habían torcido en un ángulo de cuarenta y cinco grados con el resto de la estructura, y los ejes de aterrizaje, si es que habían llegado a utilizarse, se habían hundido por completo en el barro. El puente delantero de la nave pendía en equilibrio precario sobre el borde de la meseta, convertido en un mirador de la devastación que se extendía a sus pies.
Mike y Raynor aceleraron en busca de una escotilla abierta y subieron sus Buitres a bordo. Sellaron la compuerta tras ellos de forma manual mientras, en el exterior, otra oleada de mutaliscos aparecía en el horizonte.
—¿Por dónde? —preguntó Raynor, quitándose el casco.
—Sígueme. —Mike corrió en dirección al puente. Se movía por los estrechos confines del Norad II sin esfuerzo, pese a su armadura de combate. Ya había reparado en que Mengsk había dotado a su nave de pasadizos más amplios que los que estilaba la Confederación.
Parecía que Duke no había abandonado el puente en ningún momento. El gorila de lomo plateado seguía encorvado sobre su estación envuelto en su piel acorazada. El único cambio lo constituían las pantallas que lo rodeaban, que no mostraban más que estática, y la cascada de cables de fibra óptica que se derramaba sobre un mamparo. Se volvió hacia los recién llegados y frunció el ceño.
—Sois los últimos con los que esperaba encontrarme —gruñó.
—Vale, nosotros también nos alegramos de verle, general —dijo Mike, mientras se abría paso hasta la unidad de comunicación de la nave. Tecleó el código de la frecuencia de Mengsk.
—¿De qué va todo esto? —ladró Duke.
—Unas palabras de nuestro patrocinador. Creo que hacía años que no decía eso. ¿Alguien tiene un pitillo?
Se formó en la pantalla la forma empañada de estática de Arcturus Mengsk. Mengsk, pensó Mike, a salvo en su reducto secreto mientras los demás nos dejamos la piel y la vida.
Aun cuando Mike hubiera creído que era imposible, el entrecejo de Duke se arrugó aún más.
—¿Qué opina de todo esto, Mengsk?
—¿Que qué opina? —bufó Raynor—. Te diré lo que opino yo, baboso confederado pedazo de...
—Tranquilo, Jim —dijo Mike.
—Por si no te has dado cuenta, Duke —habló Mengsk—, la Confederación se está desmoronando. Sus colonias se han rebelado. Los zerg campan a sus anchas. ¿Qué habría ocurrido aquí hoy si no llegamos a aparecer nosotros?
—Quiero tu opinión. —Duke se mantuvo impertérrito.
Mike comprobó las otras pantallas. Otro ataque de los Espectros había dispersado a los mutaliscos, pero la estrella de mar voladora parecía más resistente.
—Te voy a ofrecer una oportunidad. Puedes regresar junto a la Confederación y perder, o puedes unirte a nosotros y salvar a toda nuestra raza de la exterminación a manos de los zerg.
—¿De veras piensas que voy a darte una respuesta?
—No creo que sea una decisión tan complicada. —Una pequeña sonrisa apareció bajo el bigote entrecano de Mengsk.
—Soy un general, por el amor de Dios —explotó Duke.
—Ah, sí —intervino Mike—. Enhorabuena. ¿Quiere que lo grabemos en su lápida?
—Michael, por favor. Duke, eres un general sin ejército. Te ofrezco un puesto a mi servicio, en mi gabinete, no un destino en el quinto pino para que acumules polvo, como hacías antes de la guerra.
—No sé... —dijo Duke. Mike vio cómo el guerrero vacilaba por un momento. Mengsk lo había conseguido. Pobre Duke, había mordido el anzuelo. Sólo que todavía no se había enterado.
—No pongas a prueba mi paciencia, Edmund. —En algún lugar tras los mamparos, algo explotó cerca de la nave. Casi como si quisiera puntuar la advertencia de Mengsk.
Duke mantuvo la tensión durante un decoroso latido, antes de responder:
—Está bien, Mengsk. Trato hecho.
—Has tomado la decisión acertada... general Duke. ¿Capitán Raynor?
—¿Sí, señor? —Era Raynor el que fruncía el ceño ahora.
—Escolte a los partidarios del general y a su equipo a lugar seguro. —Mientras hablaba Mengsk, Duke activó el sistema de autodestrucción de la nave. Dentro de veinte minutos se encontrarían a clicks de distancia, y el Norad II sería una bola de fuego termonuclear.
—Espero que se lleve a muchos zerg consigo —comentó Mike, mientras el puente comenzaba a despejarse muy, pero que muy deprisa.
Momentos después, Mike se encontraba de vuelta en el centro de comunicaciones de Mengsk. Con la explosión del Norad II se había producido un paréntesis en la lucha. Los soldados confederados, incluidos los resocializados neuronalmente, habían cambiado de mando sin problemas con la bendición de los altos cargos. Ahora, los únicos enemigos a combatir eran inhumanos.
El inconveniente era que no había pocos de ellos.
Mike redactó un informe rápido acerca del rescate del Norad II y lo introdujo en la red. Se arrellanó y se pasó una mano por el cabello. Le pareció que empezaba a ralear.
Una cajetilla de cigarrillos algo aplastada aterrizó sobre la consola, seguida de una caja de cerillas.
—Uno de los tripulantes del Norad dice que ya estáis en paz —dijo Raynor.
—Excelente —celebró Mike, al tiempo que cogía un cilindro asesino.
—¿Qué, mandando otro reportaje a ninguna parte?
—Pensaba que la que leía las mentes era Kerrigan. El caso es que sí. Las viejas costumbres no se pierden, aunque sigo soñando con que alguien encuentre estos reportajes dentro de algunos años y sepa apreciar todo el sacrificio de los hombres y mujeres que se están enfrentando a estas cosas. Y toda la estupidez, también.
Raynor se acomodó en una silla frente a Mike mientras éste encendía el cigarro.
—Me extrañaría. Como dice Mengsk, los vencedores escriben la historia. Los recuerdos de los perdedores se borran igual que archivos anticuados.
Mike dio una profunda calada y tosió, con el gesto torcido.
—¿Qué le echan a esto los marines, meados de gato?
Raynor levantó las manos.
—Es lo mejor que pude encontrar, dadas las circunstancias. La historia de siempre.
—Y tanto. Hablando del uber Mengsk, ¿qué tal tu charla con Arcturus?
—Le dije que Duke era una serpiente. —Raynor exhaló un suspiro—. Y me respondió...
—Que era nuestra serpiente, ¿a que sí?
Raynor zangoloteó la cabeza, incrédulo.
—Creo en la causa de Mengsk, en que la Confederación debe desaparecer, y él me ha abierto los ojos pero, tío, hay que ver los pactos que hace. Algunas de las cosas que nos pide que hagamos...
—No sigas ninguna causa —interrumpió Mike, al tiempo que inhalaba una dolorosa calada—. Te romperán el corazón. Cuando el idealismo tropieza con la realidad, ésta rara vez cede. He visto a más políticos honrados convertidos en oportunistas que a zerglinos. Y he visto un montón de zerglinos.
Ambos hombres guardaron silencio. Al fondo, las unidades de comunicación murmuraban acerca de mutaliscos y Espectros, de Goliaths e hidraliscos, y de estrellas de mar, a las que se referían como reinas zerg. Y de la muerte. Hablaban sin cesar de la muerte.
—¿Te he dicho ya que estuve casado?
El abismo de la interacción personal se abrió a los pies de Mike.
—No había surgido el tema —repuso, lacónico, rezando para que Raynor no esperara que correspondiera a su confianza.
—Casado. Con un hijo. Tenía un "don", o eso decían.
—¿A qué viene el retintín? ¿Dotado con poderes de camuflaje? ¿Poderes psiónicos? ¿Telepatía?
—Aja. Lo enviamos a un colegio especial. Beca del gobierno. Meses más tarde, recibimos una carta. Se había producido un "incidente" en la escuela.
Mike había oído hablar de esas cartas. Eran tan comunes como la hierba cuando de telépatas se trataba. Otro de los trapos sucios de la Confederación, rara vez hecho público.
—Lo siento —dijo Mike, porque no se le ocurría qué más decir.
—Ya. Liddy no se recuperó jamás. Se quedó hecha una piltrafa, aquel invierno cogió la gripe. Después de aquello, me volqué en mi trabajo. Descubrí que me gustaba trabajar solo.
—Es fácil caer en esa trampa, refugiarse en el trabajo —dijo Mike, mirando la luz de transmisión de su unidad de comunicación, que le indicaba que su reportaje estaba siendo enviado al vacío.
—En fin, quería que lo supieras. Tal vez pensaras que me estaba pasando con Kerrigan por ser una telépata. Puede ser. Pero tenía mis razones.
—Ella también tiene sus propios problemas, ¿sabes? Como todos, y como nadie que hayas conocido. Tendrías que darle una oportunidad.
—Resulta complicado, si sabe lo que estás pensando en realidad.
—Kerrigan es una buena soldado. —La imagen de la mujer convertida en un instrumento de muerte afloró en su mente con claridad—. Un poco estirada, eso es todo.
—Creo que es peligrosa. Peligrosa para los soldados que la rodean. Peligrosa para Mengsk. Y peligrosa para ella misma.
Mike se encogió de hombros, sin saber cuánto podía confiarle al antiguo alguacil. Al final, se decantó por un:
—Ha tenido una vida complicada.
—¿La nuestra ha sido más sencilla?
—Con más razón deberíamos estar pendientes de ella. Cuidarle las espaldas. Tanto si se entera como si no, aunque probablemente así sea. A todos nos viene bien un ángel de la guarda.
Después de aquello, la conversación se centró en torno a qué planetas se habían rebelado y qué efecto tendría la deserción de Duke sobre otros líderes militares. Al cabo, Raynor se marchó y dejó a Mike en medio del silencioso bullicio de la sala de comunicaciones.
Miró la cajetilla medio vacía. El sabor del primero todavía escocía en su boca.
—Qué demonios. —Cogió el paquete y las cerillas—. Aquí terminas por acostumbrarte a lo que sea.
_____ 11 _____
Ajedrez
Jugaba al ajedrez con Arcturus Mengsk. Solía perder, ya de paso. Algún día me llevarán ante algún tribunal de alta justicia y me dirán que aquello era un crimen contra el estado, pero lo único que podré decir a mi favor será que perdí más veces de las que gané. Por lo general, Mengsk me ponía delante algún cebo durante el transcurso de la partida, y yo me lanzaba a por él, tan sólo para descubrir demasiado tarde que me había distraído para que no reparara en la trampa que estaba tendiendo.
Toda la campaña de la humanidad contra los zerg fue algo parecido, consistente en una serie de derrotas, cada una más amarga que la anterior porque siempre se nos pasaba por alto lo que estaba ocurriendo en realidad. Nuestro primer aviso de que los zerg rondaban el planeta solía llegar demasiado tarde, cuando aparecía el escalofrío ante nuestra puerta o llegaban los protoss con sus sobrecogedoras naves.
Creíamos que podríamos escapar. Algunos de nosotros, incluido el propio Mengsk, pensábamos que podríamos controlarlo. Pero no éramos más que peones en un juego mayor.
No, ni siquiera peones. Fichas de dominó. Todos cayendo uno tras otro, planeta tras planeta, persona tras persona, hasta llegar a la ficha más grande de todas, llamada Tarsonis.
—EL MANIFIESTO DE LIBERTY
—Se han llegado a establecer similitudes entre la guerra y el ajedrez —dijo Arcturus Mengsk, adelantando su caballo para amenazar a la reina y al alfil de Mike.
—Ambas actividades se le dan muy bien —repuso Mike, comiéndose la torre de Mengsk con su reina.
—Lo cierto es que no estoy de acuerdo con la comparación —declaró el terrorista. Su caballo tumbó al alfil—. Por cierto, jaque mate.
Mike miró el tablero y parpadeó. La estrategia de Mengsk resultaba ahora tan obvia como opaca lo había sido segundos antes. El reportero se propinó una bofetada mental y alargó el brazo en busca de su escancia de brandy. Como música de fondo, las melodías perdidas de unos antiguos Miller y Goodman gorgoteaban desde la unidad de comunicación. El cenicero que colindaba con una de las caras del tablero rebosaba de colillas, todas ellas de Mike. Desprendían un tenue olor a orines de gato.
Se encontraban a bordo del Hyperion, que descansaba en un hangar secreto de Antiga Prime. Duke había salido para reorganizar a las tropas rebeldes de modo que su naturaleza adquiriera tintes más confederados. Raynor había salido para evitar que Duke lo pusiera todo patas arriba. Mike no tenía ni idea de cuál era el paradero de Kerrigan, pero eso era propio de la mujer.
—¿El ajedrez no es como la guerra?
—Tal vez lo fuera, en su día. En la Antigua Tierra, allende las brumas del tiempo. Dos oponentes igualados, con fuerzas igualadas, sobre un terreno de juego igualado.
—Y ése no es el caso. Ya no.
—Rara vez —convino el terrorista, recreándose en su razonamiento—. Para empezar, es difícil que los adversarios estén igualados. La Confederación del Hombre disponía de misiles clase Apocalipsis y mi planeta natal, no; la Confederación jugó esa baza hasta que Korhal IV se hubo convertido en una esfera de cristal ennegrecido flotando en el espacio. Mal podría calificarse eso de igualdad. De igual modo, al principio parecía que nuestra pequeña rebelión carecía de partidarios y de presupuesto, pero con cada nueva revuelta la Confederación pierde algo de su espíritu combativo. Es vieja y está podrida, sólo se necesita un buen empujón para que se venga abajo. Eso no se ve en el ajedrez. Luego tenemos el concepto de las fuerzas igualadas. He mencionado los misiles, tan efectivos en tiempos de mi padre, pero meros alfileres comparados con las fuerzas que se ostentan en la actualidad. Fuerzas que continúan evolucionando: bombas nucleares, telépatas, ahora zerg criados por la Confederación.
—Se supone que la guerra fomenta el desarrollo.
—Sí, pero la mayoría de la gente emplea analogías basándose en las armaduras y las pistolas. Un bando tiene la mejor arma, el otro la mejor armadura, lo que inspira la creación de otra arma aún mejor, etcétera. Lo cierto es que lo que inspira la mejor pistola es un antídoto químico, que a su vez origina un golpe telepático, lo que desemboca en la fabricación de una inteligencia artificial para que maneje el arma. La presión de la guerra produce crecimiento, pero nunca el crecimiento pulcro y lineal que se aprende en la escuela.
—O que se lee en los periódicos.
Mengsk esbozó una sonrisa.
—Por último, el concepto de un terreno de juego igualado. El tablero de ajedrez se limita a una plantilla de ocho por ocho. Más allá de este pequeño universo, no hay nada. No existe una novena fila. No hay fichas verdes que invadan el tablero de repente para atacar a blancas y negras por igual. No hay peones que se conviertan en alfiles de buenas a primeras.
—Los peones pueden convertirse en reinas —apuntó Mike.
—Cierto, pero sólo si recorren todas las casillas de su columna, bajo el fuego enemigo en todo momento. No se cubren con el manto de la reina cuando les apetece. No, el ajedrez no tiene nada que ver con la guerra, lo cual es una de las razones por las que me gusta jugar. Es mucho más sencillo que la vida real.
Mike pensó, no por primera vez ni por última, acerca de la habilidad casi sobrenatural de Mengsk para retorcer la realidad a su alrededor.
—¿Cree usted que la Confederación será capaz de crear un arma eficaz contra estos ataques? ¿Contra los protoss y los zerg?
—Me extrañaría, aunque no se detienen ante nada. Ahora mismo se dedican a hacer lo que mejor se les da: propaganda, silenciar a los que alzan la voz. Ésas son sus mejores armas, y jamás han vacilado a la hora de emplearlas. Pero es como si intentaran derribar a elefante toro enfurecido a fuerza de salivazos. Espera, tengo algo que quería enseñarte. —Mengsk pulsó numerosos botones en un control remoto. Se lo quedó mirando, como si intentara recordar un código secreto.
—Tenía entendido que una vez dijo usted que la Confederación estaba criando a los zerg. ¿No convierte eso a los zerg en sus armas?
—Eso pensaba al principio, sí. —Mengsk pulsó unos cuantos botones más, hizo una pausa—. Aunque puede que mi suposición sea incorrecta, por lo que atañe a nuestra campaña sigue siendo cierto, y nos atenemos a la veracidad de la historia. No hay nada que socave la fe en el gobierno más rápido que el darse cuenta de que han estado desarrollando amenazas alienígenas mortíferas en sus ratos libres.
—¿Pero, cuál es la verdad?
—La verdad sigue siendo tan maleable como siempre. —Mengsk sonrió—. Sí, hace años que la Confederación estudia a los zerg, y los del sistema de Sara fueron llevados allí a propósito por agentes Confederados. Sí, aquello fue un gran test armamentístico. Pero no, no crearon a los zerg. No, tenían en mente un plan mucho más mezquino. Estaba en esos discos que trajisteis Raynor y tú de la Instalación Jacobs. Vamos allá. A ver si te gusta.
Presionó un botón y la pantalla cobró vida con un chirrido. Cuando se hubo aclarado la distorsión, Mike pudo ver una hilera de lomas bajas y mesetas bajo un cielo marrón anaranjado. El paisaje podría pertenecer a cualquier región de Antiga Prime. El familiar logotipo de la RNU adornaba uno de los laterales, y un listado del valor de las acciones multiplanetarias discurría de lado a lado por la base del monitor.
En ese momento, una voz escalofriante de puro conocida se sumó a las imágenes.
—Aquí Michael Liberty, informando desde Antiga Prime.
Mike parpadeó. Ésa era su voz, parte de su última retransmisión. Mas él nunca había adjuntado aquellas imágenes. ¿Las habrían recuperado de algún archivo?
La cámara se recreó en el panorama antes de centrarse en el orador. Iba vestido con un pulcro guardapolvo (en mucho mejor estado que el que colgaba en esos momentos en la taquilla de Mike), llevaba el cabello rubio recogido hacia atrás para camuflar una coronilla rala, sus rasgos eran marcados y expertos, profundos y vivaces los ojos.
Era Michael Liberty, que no Mike. Aquel Michael Liberty casi parecía una imagen idealizada del propio Mike.
La figura del monitor continuó:
—Este reportero acaba de huir del cautiverio a manos del infame terrorista Arcturus Mengsk. Los rebeldes me capturaron en Mar Sara poco antes de que los protoss reptiles destruyeran el planeta, y no había conseguido volver a estar a salvo hasta ahora.
—Ése no soy yo.
—Lo sé. Tampoco los protoss son reptiles, que nosotros sepamos. Sigue atento.
—Durante mi cautiverio, me enteré de que Mengsk y los Hijos de Korhal están en posesión de unas poderosas drogas capaces de controlar la mente, que han empleado a su antojo con la población. Son cientos los fallecidos a causa de las rociadas indiscriminadas, algo que sólo cabe calificarse de ataque químico sobre civiles inocentes. Otros han sufrido malformaciones resultantes en extrañas formas mutagénicas de resultas de los efectos secundarios de dichas drogas.
Mengsk soltó un bufido. La figura de la pantalla prosiguió:
—Mengsk envió a un saboteador a bordo del Norad II y expuso a la tripulación a una virulenta toxina. El resultado fue el reciente siniestro de esa nave. Agentes de los Hijos de Korhal capturaron a los afectados por las drogas de control mental y abandonaron al resto para que murieran a manos de sus aliados zerg.
—¿Aliados zerg? ¿Quién escribe esas chorradas? —le espetó Mike a la pantalla.
—Es poco más o menos lo de siempre —repuso Mengsk, con calma—. Un poco recargadas las tintas, eso es todo.
—Creemos que el general Edmund Duke, vástago de la Familia Duke de Tarsonis, ha caído presa de estos ingenios de control mental y ahora ha quedado reducido a un zombi reprogramado mentalmente al servicio de los terroristas. De este modo, Mengsk y sus aliados inhumanos esperan confundir a los aguerridos soldados de la Confederación y obligarles a perder la fe en sus líderes.
—Aguerridos soldados de la... ¡Esa frase la dije en un reportaje de relleno que hice a bordo del Norad II! Y esa parte acerca de las "toxinas virulentas" también me suena.
—Aguas subterráneas contaminadas a las afueras de un instituto —confirmó Mengsk—. Una de las mejores obras de tus comienzos, si no me falla la memoria.
—Sólo mediante la eterna vigilancia podremos erradicar a terroristas como Mengsk y sus secuaces privados de voluntad —continuó la figura de la pantalla—. En estos momentos, la Confederación ha tendido un cerco exhaustivo alrededor de Antiga Prime y el terrorista habrá sido destruido en cuestión de pocos días. Para la RNU, Michael Daniel Liberty.
Mengsk pulsó otro botón. Michael Daniel Liberty enmudeció congelado en el monitor.
—¿¡Ha visto eso!? —gritó Mike, saltando de su asiento—. ¡Ése no era yo!
—Espero que no —dijo Mengsk, con una serena sonrisa—. La mayor parte del tiempo das la impresión de ser un reportero racional y fiel a la verdad.
—¿Cómo lo han hecho?
—¿Nunca te habías prestado a un montaje? —Mengsk enarcó una ceja.
—¡Pues claro! —saltó Mike, antes de apresurarse a añadir:— O sea, por razones de tiempo, o si no se podían confirmar los hechos, o si el departamento legal tenía algún problema, o si alguno de los patrocinadores se tiraba un pedo. Es decir, ya me habían cortado cosas antes, y en ocasiones han colado imágenes que llevaban el hilo de la historia en otra dirección, pero esto es una... una...
—¿Mentira?
—Patraña —dijo Mike, ceñudo.
—Sí que lo es. Compuesta de retales de reportajes anteriores, empleando a otro actor como maniquí, alterando los píxeles. No te creas, en la pantalla plana resulta de lo más sencillo... imposible con un buen holograma. Por eso yo prefiero estos últimos, sabes. Esto servirá para engañar a cualquiera que esté viendo las noticias, para recordarles que sigues vivito y coleando y dejándote la piel por la RNU y la Confederación.
—Pero, mis informes... —balbució Mike.
—Trozos aprovechables que han tamizado y pegado a su antojo.
Mike se repantigó en su asiento.
—Voy a matar a Anderson.
—Me temo que tu Anderson ya podría estar muerto —dijo el terrorista—. Siempre que sea un reportero igual de aplicado que tú.
Mike soltó un bufido.
—O —reconsideró Mengsk—, tal vez le esté siguiendo la corriente a la actual estructura de poder, aunque sepa que es una idea atroz. Quizá por eso haya incluido la línea que menciona los "venenos tóxicos", a modo de sabotaje interno, una desesperada llamada de auxilio. Es decir, no tiene mucho sentido. ¿Por qué iban a ser venenosas unas drogas capaces de controlar la mente? Claro está, eso les permitió incluir una frase literal.
—Sí, ése el tipo de atajo que tomaría Handy Anderson.
—Sólo quería que supieras que tu propia cadena te ha vuelto la espalda. No quería que lo descubrieras en un mal momento. Como, por ejemplo, en el campo de batalla. —Mengsk volvió a llenar la copa de Mike.
—Pero, ¿por qué esto?
—La propaganda es el arma que mejor sabe manejar la Confederación, y la esgrime con fuerza. Es su maza. Cuando lo único que tienes es un martillo, todo te parecerá un clavo.
—Cualquiera hubiera pensado que podían atacarte con algo más letal que un reportero —musitó Mike. Meneó la cabeza mirando a la pantalla—. ¿Qué ha ocurrido con todas sus investigaciones acerca de los zerg, con el material que sacamos de aquella instalación?
—Ah. —Mengsk accionó otra serie de botones—. El disco de Jacobs. Me alegro de que te acuerdes... eso demuestra que mis drogas de control mental todavía no te han afectado del todo. No me mires así, se suponía que era una broma.
—Ahora mismo estoy un poco sensibilizado. Se me pasará.
—Esperaba información relativa a sus armas... algo que los mantenga a la cabeza de la carrera tecnológica. En vez de eso, encontré algo mucho más interesante. Vamos allá. Ya sabes lo que son los fantasmas, desde luego.
Mike se acordó de Kerrigan, la luchadora implacable que sentía la muerte de cada una de sus víctimas.
—Guerreros telepáticos. Especialidad de los confederados, un ejemplo de esa carrera tecnológica que has mencionado.
—Interesante ejemplo, si se me permite la divagación. Los primeros habitantes de las naves colonia eran gente de la Tierra pero, al parecer, la larga travesía alteró de algún modo su código genético, lo suficiente para sacar a la luz más habilidades psiónicas de las que eran comunes entre la población terráquea original. Una casualidad interesante.
—Creo que ambos hemos llegado a ese punto donde se deja de creer en la casualidad. —Mike dio un sorbo de brandy.
Mengsk se encogió de hombros, con gesto afable.
—A propósito o por accidente, los humanos de lo que llegaría a convertirse en la Confederación estaban predispuestos a exhibir habilidades psíquicas. De nuevo, bien fuera a conciencia o por casualidad, lo descubrimos y creamos a los fantasmas, asesinos de élite capaces de leer la mente. Es un proceso horrible, sólo un puñado de niños supera el proceso en estado de ser de alguna utilidad. Hasta hace poco, el control que mantenía la Confederación sobre ellos parecía inquebrantable.
—La teniente Sarah Kerrigan. ¿Cómo anuló usted el control que mantenían sobre ella?
—Ése es uno de esos casos en los que uno de los bandos tiene la mejor armadura y el otro consigue una pistola más grande —dijo Mengsk, con una sonrisa—. Basta decir que se rompió el control sobre ella, se rompió de tal modo que permaneció asombrosamente intacta y, en general, útil.
—Y agradecida.
—Y agradecida —admitió Mengsk—. Ya ha aparecido en suficientes ocasiones como para tener en vilo a los confederados.
—Lo que a usted le viene de perlas. Pero, siga, ¿no estaba ocupado disertando?
—Sí. Ahora llegamos al disco de Jacobs. Resulta que nuestros pestilentes amigos, los zerg, están conectados a emanaciones psíquicas. Al parecer, las longitudes de onda que captan los fantasmas son parecidas a las que utilizan los zerg de alto nivel para controlar a sus subalternos. Así pueden señalar su presencia a corta distancia.
—¿Cómo de corta? —quiso saber Mike, pensando de repente en las actividades de Kerrigan en los sistemas de Sara y Antiga.
—Para un telépata normal, muy, muy corta. Decenas de metros, como mucho. Claro que, así, el hidralisco puede olfatearlos de todos modos. Pero eso forma parte de la tecnología que han empleado los confederados en sus torres de defensa y otros detectores antifantasma.
—Armas y armaduras. Los fantasmas, ¿pueden leer las mentes de los zerg igual que hacen con las de los humanos?
—Les resulta mucho más doloroso. Y sí, los confederados lo han intentado. Se les ocurrió la idea de que los zerg son los depositarios del éxito evolutivo definitivo. Para ellos, todo es material genético para sus creaciones o carne con la que alimentar a sus crías. Operan según una jerarquía de mentes de colmena, cada una mayor que las que quedan por debajo, creciendo hasta alcanzar una consciencia casi planetaria.
—Suena tentador. —Mike dio otro trago largo de brandy. Le abrasó la garganta y le recordó que era humano.
—Es muy grave. Los protoss son igual de malos. Créeme, todo esto es desde el punto de vista de los zerg que está grabado en los discos, pero los protoss son los puristas genéticos definitivos. Se ven a sí mismos como los jueces del universo, se dedican a erradicar cualquier forma de vida que se desmadre y que no satisfaga su estándar de perfección.
—Supervivientes genéticos contra xenófobos genéticos. Un enfrentamiento de mil demonios.
—No le quepa duda. Así que, cuando los confederados descubren a los zerg, descubren también la atracción telepática. Quieren más zerg.
—¿Más? En el nombre de Dios, ¿para qué iban a querer más?
—Ésa es la naturaleza no lineal de la guerra, hijo. Buscaban un arma con todas las ventajas de la energía nuclear y ninguna de sus desventajas, como la radiación o la mala prensa. Los zerg eran perfectos; alienígenas feos y aterradores que la Confederación podría arrojar sobre cualquiera y, después, aparecer y eliminarlos. Una plaga de monstruos de bolsillo.
—Dijo que creía que los estaban criando.
—En eso me equivoqué —dijo Mengsk, sin alterarse—. Su cría implica mucho más que capturar a un puñado de zerglinos y meterlos en la misma jaula. Tenían que ofrecerles cebos más suculentos, y ahí es donde entran en juego los telépatas.
—Pero los telépatas tienen un alcance limitado.
—Sí. Por eso se dedicaron a aumentar ese alcance. Lo que sacaste de la Instalación Jacobs eran los planos de un Emisor de Ondas Psiónicas Transplanar. Bonito nombre, y bastante descriptivo. Con él, podrían aumentar el poder de un telépata y convertirlo en una baliza interplanetaria para los zerg, que los atraería igual que una lámpara a las polillas.
Mike guardó silencio por un momento, antes de decir:
—El sistema de Sara.
—Exacto. A eso me refiero cuando digo que estaban empleando esos planetas como campo de pruebas para sus armas. Llevaron los zerg a Sara, y los protoss aparecieron detrás. Pero se trajeron algo más que un par de zerglinos... pusieron en juego todo el ecosistema y la estructura de poder de los zerg, algo con lo que no contaban, y ahora los zerg se mueven de sistema en sistema a voluntad, dirigidos por su propia inteligencia, con la intención de transformar a la humanidad o consumirla.
—¿Sabe cómo derrotarlos?
—Aparte de reduciéndolos a trizas a todos y cada uno de ellos y quemando después los trozos, no. —Mengsk se inclinó hacia delante—. Pero sí sé cómo conducirlos en la dirección que yo quiera que vayan.
—¿De qué sirve eso? —Mike meneó la cabeza. ¿Le habría vuelto idiota de repente el brandy?
Mengsk volvió a arrellanarse.
—El reportaje de tu imitador incluía una traza de verdad. Están cercando Antiga. Los confederados esperan retenernos aquí hasta que nos destruyan los zerg o los protoss.
—¿Y vamos a quedarnos aquí sentados?
—No. Ya estoy ocupándome de eso. Construimos un emisor, basándonos en los planos que rescataste. Vamos a introducirlo y a activarlo en el seno del territorio confederado. Todos los zerg en un radio de diez años luz van a venir aquí. Se abalanzarán sobre los sitiadores igual que halcones sobre una bandada de palomas. La magnitud de la catástrofe dejará en pañales al siniestro del Norad II.
—Pero el emisor se limita a amplificar. Le hará falta un telépata para... —Se encendió la última luz en el cerebro de Mike—. Kerrigan. Va a utilizar a Kerrigan para atraer a los zerg.
—Muy bien.
—¡No puede hacer eso! ¿Quiere que se infiltre en un campamento confederado? Tendrán detectores. ¡No lo conseguirá!
—Tengo una gran confianza depositada en la teniente.
—¡No puede hacer eso! —repitió Mike.
—Se equivoca de tiempo verbal. Di las órdenes para la operación antes de que nos sentáramos a jugar la primera partida. La buena de la teniente tendría que estar recogiendo el emisor de los almacenes de la bodega en estos precisos instantes. Si se da prisa, a lo mejor la alcanza.
Mike profirió una maldición y salió disparado de su asiento.
—¡Deséele suerte de mi parte! —gritó Mengsk a espaldas de Mike, mientras el reportero abandonaba los aposentos del líder terrorista como una exhalación. Mengsk se arrellanó contra el respaldo, levantó su copa de brandy y brindó en silencio en dirección a la imagen congelada del falso Michael Liberty de la pantalla.
_____ 12 _____
El vientre de la bestia
Los alienígenas estaban ocupando el espacio humano, y los humanos reaccionaban volviéndose los unos contra los otros. Sólo me puedo imaginar lo que pensarían los zerg y los protoss al aterrizar en unos planetas llenos de rebeldes y Confederados moliéndose a palos los unos a los otros. Probablemente pensaran que ése era el patrón de comportamiento normal de nuestra raza. Supongo que no se equivocarían.
Los éxitos de Mengsk, propagados en parte por copias pirata de mis propios reportajes, encendieron la mecha de decenas de guerras. Todo el que tuviera alguna queja se alzó en armas contra el antiguo régimen confederado. A cambio, la Confederación reaccionó como siempre había hecho cuando se enfrentaba a una protesta armada: por medio de un recrudecimiento de la opresión que, a su vez, engendraba más revueltas.
Mientras tanto, los zerg se infiltraban cada vez en más planetas y los protoss seguían convirtiéndolos en terrones calcinados. Los humanos no tenían tantos mundos como para permitirse el lujo de seguir perdiéndolos a aquel ritmo. Si ambos bandos se hubiesen parado a pensar, habrían unido sus fuerzas para enfrentarse a la verdadera amenaza.
Creo que todo el mundo estaba tan ocupado planeando y combatiendo que nadie tuvo tiempo de pensar.
—EL MANIFIESTO DE LIBERTY
—¡Kerrigan! —gritó Mike en el muelle de aterrizaje. La teniente acababa de ponerse el casco. No tenía tiempo para embutirse la armadura, pero había cogido su guardapolvo.
—Liberty —repuso, sombría. Mike vio un voluminoso ingenio sujeto al costado de su Buitre—. Estaba a punto de irme.
—¿Me llevas?
—Mira, por lo general... —comenzó, antes de fijar en Mike sus oscuros ojos verde jade. Al reportero se le erizó el vello del cogote y supo que ella lo sabía.
Aquellos labios carnosos se fruncieron por un momento. Zangoloteó la cabeza y dijo:
—Es tu funeral. De todos modos, me hará falta alguien para cargar con el equipo. Sube.
La pareja salió del hangar con un rugido, en dirección al punto de encuentro.
Antiga Prime había sufrido bajo el implacable asalto. El cielo se había oscurecido a causa del humo de las continuas piras, y la inmensa figura eclipsada del gigante de gas del planeta pendía igual que un dios apesadumbrado tras un velo de luto. A lo lejos atronaba la artillería de un Ardite, aunque resultaba imposible saber quién estaba disparando, y contra quién.
Dejaron atrás búnkers abandonados, abiertos igual que cáscaras de huevo, rodeados por los detritos a medio enterrar de la guerra: armas rotas y hombres destrozados. Los truenos aumentaron de intensidad y Liberty se dio cuenta de que se dirigían al corazón de la tormenta.
—Tenemos tanques de asedio y Goliaths —dijo Kerrigan, por el comunicador—, intentando abrir una brecha en sus líneas. Nos colamos y entramos en territorio confederado. ¿Te arrepientes ahora de haber venido?
—Un poco. —Mike sabía que la fantasma conocía su respuesta incluso antes de que la pronunciara.
—Así que Mengsk te ha contado toda la historia —continuó. Mike frunció el ceño, preocupado porque la telépata pudiera sondear sus pensamientos con tanta facilidad—. Te convenció para que vinieras.
—Vuelve a repasar mis recuerdos, teniente. Mengsk no me ha pedido nada.
—No le hizo falta. Sabe qué teclas apretar con la gente. Probablemente le pareció que si te ordenaba venir a ayudar, lo mandarías a paseo sin pararte a pensar.
—Tal vez tenga razón.
—Suele tenerla. Por eso quizá sea buena idea que estés aquí.
Al frente, una pila de peñascos se vaporizó en medio de una impresionante explosión. Kerrigan detuvo el vehículo en seco.
—Eso no debería estar ocurriendo. Nuestros tanques de asedio saben que venimos por este camino. Habrá cambiado Duke la dirección de su artillería a propósito o...
Mike escuchó el silbido de otra andanada de proyectiles que se aproximaban.
—¡Son sus tanques! —exclamó—. ¡Han atravesado nuestras líneas!
Kerrigan revolucionó el motor en el momento en que Mike hubo terminado de hablar, desviando al Buitre en un brusco ángulo con respecto a su ruta original. La carretera frente a ellos se desvaneció en un crescendo de tierra y roca disparada por los aires cuando otra andanada cayó más cerca. El suelo destrozado era demasiado para las limitadas unidades gravitacionales y la moto se estremeció.
—Es un pelín... —comenzó Mike.
—Perdón por las acrobacias —espetó Kerrigan por el comunicador—. ¡Agárrate!
La próxima vez déjame terminar la frase, pensó Mike. Sintió cómo Kerrigan se encogía de hombros mientras conducía.
Los confederados debían de disponer de un vigía. El fuego de misiles les seguía el rastro, implacable, manteniendo una distancia de unos cien metros a sus espaldas. Kerrigan se adentró en una quebrada que hacía mucho que había dejado de transportar algo que se pareciera al agua.
—Veamos cómo nos siguen por aquí.
Mike oyó el estridente chirrido del metal surcando el aire.
—¡Espectros! —aulló por el comunicador.
El caza espacial bajó en picado, acribillando ambas caras de la quebrada con sus ametralladoras láser de 25 milímetros. El monte bajo ardía al contacto, y los cazas levantaron el vuelo, incapaces de ver a su presa en medio de la humareda que habían provocado.
—Nos están guiando como a ovejas —grajeó la voz de Kerrigan—. Pero, ¿adonde?
La textura del suelo bajo el ciclodeslizador cambió de repente, de arcillas rojizas y esquisto marrón a una alfombra moteada de musgo negro y gris.
—¡Escalofrío! —exclamó Mike, en cuanto lo reconoció—. ¡Nos están conduciendo a territorio zerg!
Kerrigan maldijo entre dientes y accionó los frenos, pero el escalofrío bajo los campos gravitacionales no proporcionaba tracción para los anillos transductores de la moto. El esbelto vehículo comenzó a patinar hasta inclinarse sobre un costado, levantando la gruesa corteza, semejante a la espuma sobre una ola.
Mike gritó y Kerrigan aulló algo. El reportero se aferró al contenedor del emisor psi, medio esperando que pudiera proporcionarle alguna protección. Estaba convencido de que, si había alguien que pudiera sacarlos de aquella, ésa sería la teniente fantasma.
En ese momento, el suelo se abrió bajo ellos y ambos se zambulleron en la oscuridad.
* * *
Algún tiempo después, Mike oyó la voz de Kerrigan, como si estuviera muy lejos.
—¿Liberty?
—Urg —fue todo lo que pudo responder Mike. Demonios, puede leerme la mente, que lea esto.
—¿Está bien el emisor psi?
—Oh, sí. Amortigüé su caída con mi cuerpo.
Abrió los ojos y descubrió que yacía sobre tierra blanda recién calcinada. Aquello debía de ser lo que había detenido su caída cuando se desplomaron dentro del foso.
Miró hacia arriba. Había un agujero de bordes irregulares en el techo, probablemente donde había traspasado el manto de escalofrío. El espeso entramado ya había comenzado a recubrir la apertura.
Mike escupió un poco de sangre. Se había mordido el interior de la boca al caer. El resto de su cuerpo parecía magullado, pero ileso por lo general. Su guardapolvo estaba embadurnado de tierra blanda. Sentiría los cardenales al día siguiente.
Si tengo suerte, pensó.
—Si los dos tenemos suerte —dijo Kerrigan. Ya se había puesto de pie y barría la zona con una linterna acoplada a la muñeca. Se había colgado al hombro su rifle de cartuchos.
Mike se incorporó y se encontró mareado, aunque ileso.
—¿Estás bien?
—Regular —repuso la fantasma—. Aterricé sobre mi orgullo, que quedó bastante malherido. Tuve que rematarlo de un tiro para aliviar su sufrimiento. Somos unos bobos, unos idiotas, unos cretinos, unos pardillos.
—Nadie esperaba que los confederados...
—¿Utilizaran el terreno y la situación en su provecho? Exacto. Por eso digo que hemos sido unos bobos. Salieron al encuentro de nuestro ataque y luego nos tiraron al único lugar donde no queremos estar.
—Verás, es que sería más fácil si...
—Te dejara terminar las frases. Perdona. Es una manía nerviosa. Estás retransmitiendo tu pánico a los cuatro vientos y eso me irrita.
Como si no fuera a asustarse cualquiera en esta situación, pensó Mike, encaminándose hacia los restos del Buitre.
—La moto es chatarra —dijo Kerrigan, sin mirar. Desde luego, tenía razón. La carrocería se había doblado en tres sitios, por lo que el largo y esbelto vehículo se había convertido en un sacacorchos deforme. Algo importante se había agujereado y derramaba líquido en el suelo. La moto, pese a todo su metal y cerámica torneada, había sufrido más que él en la caída.
—Por aquí —indicó Kerrigan, señalando en una dirección del túnel.
—¿Alguna idea del porqué?
—No, pero en la otra dirección hay algo grande y de malos pensamientos. Tú coge el emisor.
Mike levantó el contenedor que guardaba el emisor y la siguió. Pensó en el genio de la teniente. Transcurridos algunos minutos, Kerrigan dijo:
—Es un bucle cerrado.
—Deja de hacer eso.
—Pero es verdad. Tú me envías tu miedo y yo lo descargo sobre ti. Lo que aumenta tu enfado. —Guardó silencio por un momento—. Aquí ocurre algo muy raro. Algo va mal. Por lo general, puedo manejar este tipo de situaciones. Casi siempre.
Mike pensó en la supuesta conexión entre zerg y telépatas, antes de arrepentirse.
Kerrigan frunció sus anchos labios en una torva sonrisa.
—Sí, ya lo sé. Raynor ya me dio el pésame durante la reunión con Arcturus, muchas gracias. Explica el interés que siente la Confederación por los telépatas. Y también ha habido un montón de desaparecidos en combate entre los telépatas confederados. Incluso fuera de las unidades fantasmas, oigo cosas.
—¿Crees que los zerg están recogiendo sus propios telépatas? —preguntó Mike. Se dio cuenta de que Kerrigan le había dejado terminar la frase.
—Aja. Espera, hay algo ahí delante. —Extendió un brazo y apuntó al frente. La otra mano, la que llevaba la linterna, alumbraba sus pasos.
El algo estaba colgado atravesado en el pasadizo igual que una araña gigante. La luz se estrelló contra ella y el ser se apartó del haz. Se trataba de un ojo enorme, de apariencia humana. Su pupila se contrajo a causa de la fuerza de la luz de la muñeca.
Mike sintió una oleada de repulsión y nausea. Al parecer, también Kerrigan la sintió. Sus emociones inundaron la mente de Kerrigan. La teniente profirió una sonora maldición y disparó una ráfaga corta contra el orbe trémulo.
El ojo profirió un chirrido que sonó a cristal y estalló. Las hebras musculares de su red se aplastaron contra la pared igual que bandas de goma rotas.
—¿Qué era...? —comenzó Mike.
—¿Observador? ¿Centinela? —aventuró la teniente. Por primera vez, Mike percibió un dejo de temor en la inquebrantable voz de Sarah Kerrigan. Bucle cerrado, se recordó.
Se obligó a serenarse. De lo contrario, conseguiría que los mataran a ambos.
—¿Qué se siente? —preguntó, mientras sorteaban los jirones de carne del ojo. Se percató de que había escalofrío en el suelo y las paredes del pasadizo.
—¿Cómo? —Kerrigan estaba distraída mirando el icor.
—Dijiste que tenías una sensación extraña. ¿Cómo de extraña?
Kerrigan permaneció en silencio por un momento. A Mike le pareció que intentaba recuperar su fuerza emocional.
—Es difícil describírselo a un cabeza hueca, perdón, a alguien que no es telépata. Es como si estuvieras en el recibidor de un hotel y hubiera una fiesta en una de las habitaciones. Cuando pasas por delante, se oye la algarabía, pero no estás invitada. No distingues nada entre el tumulto de voces. Eso es lo que se siente.
—¿Poder psiónico en otra frecuencia, tal vez? —sugirió Mike.
—Tal vez, pero es más fuerte. Es igual que estar en la calle enfrente del teatro cuando hay un concierto. Lo que oyes es algo organizado, pero a ti te suena a tonterías. Es enloquecedor. —Se calló por un instante—. Oh, Dios mío. Mike, ven aquí.
El pasadizo se abría hacia la derecha, a una caverna, antes de ascender. Mike sintió en el rostro el aire fresco procedente de esa vía. Tenían que estar cerca de la superficie.
La caverna estaba infestada de escalofrío. Bolsas informes pendían de las paredes, y seres que podrían haber sido órganos salpicaban el hongo grisáceo. A lo largo de la pared había un puñado de criaturas parecidas a ciempiés que serpenteaban en medio de un sembrado de setas venenosas.
—Gusanos —dijo Mike—. Los vi en Base Himno, en Mar Sara. —Pensó en una imagen del bar para que Kerrigan la percibiera y sintió cómo se estremecía la mujer—. ¿Será un vertedero para los zerg? ¿Qué están comiendo?
—No están comiendo nada. Son niñeras. Cuidan de los huevos.
Lo que Mike había confundido al principio con setas venenosas eran en realidad huevos, verdes con motas rojizas, asentados en lo alto de escalofrío amontonado. Los huevos latían con ritmo cardíaco propio. Ante los ojos de Mike, el rostro esquelético de un hidralisco apareció bajo la superficie cenagosa del huevo más próximo, igual que una criatura ahogada en un dique de marea. El huevo se estremeció un poco, como si la bestia de su interior se hubiera percatado de su presencia.
Los gusanos se afanaban en la construcción de montones de escalofrío. Luego uno escalaba hasta lo alto, se hacía un ovillo y tejía un espeso capullo sedoso alrededor de sí mismo. La crisálida se endurecía y el gusano se convertía en un huevo.
—Mierda —masculló Mike, cayendo en la cuenta de lo que eran los gusanos.
—Larvas. Son las unidades de construcción básicas de los zerg. De larvas a huevos y de éstos a monstruos. Por eso los confederados nunca llegaron a ninguna parte criando a esos mamones, pese a lo que diga Mengsk. Los zerglinos y los hidraliscos no pueden procrear... todos ellos proceden del mismo material genético, servido a domicilio por algún poder superior.
Mike asintió. El rostro del hidralisco dentro del huevo se volvió hacia él. El huevo comenzó a vibrar violentamente cuando la bestia de su interior intentó abrirse paso hasta el exterior.
—De cabeza hacia el aire fresco —dijo Kerrigan, empuñando su rifle de cartuchos—. Estaré allí dentro de un momento.
Mike continuó recorriendo el pasillo, gruñendo por culpa del peso del emisor. Cuando oyó el chirrido de la recámara del rifle y el chasquido de su retroceso, comenzó a correr. Tras él se levantó el martilleo de las afiladas balas acribillando la cámara de gestación. Después, el silencio.
El aire refrescó, y vio luz natural al frente. Sentía las piernas como si fuesen de plomo, pero se obligó a continuar. Diez metros, cinco, dos. La superficie, el aire del atardecer y...
Cara a cara con su reflejo en la superficie reflectora del visor de combate de un marine confederado. Sin poder evitarlo, Mike soltó un gritito y a punto estuvo de caerse de espaldas. Habían apostado a un centinela de las fuerzas confederadas a la entrada.
El centinela adelantó un pie hacia el reportero y éste observó que había algo extraño en aquel hombre. Tenía las rodillas dobladas en un ángulo imposible, y parecía que sus brazos pertenecieran a entidades distintas. Una mano empuñaba un rifle gauss sin convicción, mientras la otra tocaba algo en la base de su armadura.
El visor reflector se apartó para revelar un rostro salido del infierno. La mitad había sido devorado hasta el cráneo amarillento, que supuraba un espeso escalofrío grisáceo de su inservible cuenca ocular. La otra mitad, de un putrefacto tono verdusco, estaba salpicado de protuberancias semejantes a esquirlas de roca que laceraban la piel igual que pequeños puñales.
Era un centinela, pero no de la Confederación. Antes era humano, pero no ahora. Antes había estado cuerdo, pero no ahora. Ahora sólo vivía para proteger el nido. Levantó su rifle gauss y lanzó un alarido que sonó como si tuviera la garganta llena de monedas. El ojo bueno de la criatura lagrimeaba lo que parecía sangre.
Mike oyó el chirrido del rifle de cartuchos a su espalda y se arrojó al suelo, retorciéndose para proteger al emisor del impacto. Un instante después, el aire que había ocupado se cuajó de proyectiles. Parte de la andanada le royó el dobladillo del abrigo.
El transformado centinela confederado se quedó transfigurado por el fuego del rifle, pero sólo por un momento. Luego su rifle gauss se resbaló entre sus dedos y se desplomó de espaldas, con la armadura reducida a harapos. Lo que ocultaba la coraza ya no era humano, pero reaccionaba al fuego de los cartuchos de la misma forma.
Kerrigan corrió y tiró con fuerza de las solapas de Mike.
—¿Estás bien?
Bailaron motas ante los ojos de Mike, pero se negó a sucumbir a la bilis amarga que le subía por la garganta.
—¿Qué era eso?
—Los zerg son biólogos expertos. Eso, probablemente, es lo que quieren hacer con toda la humanidad, convertirla en otro experimento. En una raza esclava.
Mike inhaló hondo, con los ojos fijos en el lacerado trozo de carne podrida.
—A mí no me parece que les haya salido bien el experimento.
Kerrigan se encogió de hombros, agotada.
—A lo mejor necesitarían mejores materias primas. ¿Te ofreces voluntario? Seguro que les hace falta un reportero. —Consiguió esbozar una sonrisa tensa, reprendida. Mike soltó la risa, sin proponérselo.
Estamos rompiendo el bucle cerrado, pensó. Chistes de trinchera. Humor negro a la cara de la obscenidad de la guerra.
Si Kerrigan leyó esos pensamientos, no lo demostró.
—¿Te apetece correr un rato?
—¿Hasta dónde?
—Hasta donde podamos.
—Empieza tú, yo te sigo. —Mike sujetó el emisor frente a él.
Tuvieron suerte. Estaban en la linde del escalofrío. Empero, incluso desde su posición estratégica Mike podía ver una hilera de torres en la dirección opuesta a su rumbo. Se asemejaban a enormes flores deformes procedentes del jardín de algún gigante. Los mutaliscos, parecidos a cañones, danzaban entre ellas. También había otros monstruos voladores, entre ellos los calamares estrella de mar, las medusas langosta y los colosales cangrejos voladores.
—Están ganando —dijo Mike—. Los zerg. Se vuelven más poderosos con cada condenado planeta que asolan.
—Procura no pensar en ello. —Kerrigan se tocó la muñeca—. Acabo de enviar un breve mensaje pulsátil. Si Arcturus está a la escucha, por lo menos sabrá que seguimos vivos.
El viaje resultaba más sencillo ahora, pues aunque incluso el sol se estuviera poniendo, la luz del gigante de gas estelar seguía reflejándose con fuerza. A su izquierda se percibieron más destellos sobre el horizonte, y el sonido de un trueno a lo lejos.
—Dijiste que habías oído hablar de otros fantasmas que desaparecían en combate. ¿Sabes algo de ellos? —preguntó Mike.
Kerrigan convirtió los labios en una fina línea. Negó con la cabeza.
—Casi todos los telépatas procuran evitarse los unos a los otros. Yo ni siquiera hablo con los que están a las órdenes de Duke. Ya es suficiente con soportar el parloteo continuo de la gente normal. Estar junto a otro telépata es cien veces peor. La gente no puede controlar sus pensamientos, al menos no demasiado bien. Los fantasmas leen también a otros fantasmas, y forman sus propios bucles cerrados. La mayoría necesita silenciadores psiónicos para mantener la cordura. Es como la resocialización neuronal, sólo que mucho, mucho peor.
—Pero tú no utilizas ningún silenciador psiónico.
—Me quedan algunos, pero casi todos han desaparecido. Arcturus... —Guardó silencio por un momento, antes de decir:— No te gusta, sabes.
—Nunca lo habría adivinado. En cambio, tú crees en él a pies juntillas.
—Él... —De nuevo, una pausa—. Él me liberó, supongo que es la mejor manera de describirlo. Me rescató, me liberó, me apartó de los silenciadores, de los guardias y del horror. Le debo la vida. Lo más importante, le debo el alma.
Como si respondiera a su comentario, el comunicador lanzó un pitido. Mike escrutó el horizonte en busca de movimiento. Nada. Kerrigan levantó una pequeña pantalla y Mike pudo ver el sonriente rostro de Mengsk en ella.
—Da gusto saber que seguís con vida —dijo el líder rebelde—. Vuestra posición os sitúa un click al sur de dónde tenéis que ir. No hay cocos entre vosotros y el campamento confederado. Estamos desviando sus reservas.
—Nos han retrasado —informó Kerrigan—. Zerg. Ya hay un montón de ellos aquí.
—Habrá más cuando activéis nuestra pequeña sorpresa. Mantendrán ocupados a nuestros amigos confederados mientras escapáis.
El semblante de Kerrigan se ensombreció.
—Van a aniquilarlos, Arcturus. —La estática se apoderó de la conexión—. ¿Arcturus? ¿Me oyes? Los zerg no hacen prisioneros.
—¡Kerrigan! —exclamó Mengsk. Mike pudo imaginarse el gesto de padre severo del terrorista—. No fuimos nosotros los que inventamos los emisores pero, si no los usamos, moriremos todos, bloqueados por los confederados. Si morimos, la última esperanza de la humanidad morirá con nosotros.
—Sí, señor.
—Recuerda lo mucho que confío en ti. Y saluda al señor Liberty de mi parte, ¿eh?
Kerrigan guardó la pantalla y se volvió hacia el norte. Mike recogió el emisor y la siguió.
Permaneció en silencio durante un rato, antes de decir:
—Me parece que tienen miedo.
—¿Quién? ¿La gente a cargo de los fantasmas?
—Sí. No quieren que puedas compartir tus experiencias con otros telépatas. Que conspires contra ellos. De ahí los silenciadores psiónicos y la formación.
Kerrigan se encogió de hombros.
—Es probable. Creo que también lo hacen para mantener a sus inversiones de una pieza. La tasa de mortandad entre los fantasmas es desorbitada.
—Yo pensaba que os tratarían como a celebridades, después de todo el dinero invertido en vosotros. Igual que los pilotos de Espectros o los capitanes de los destructores.
Kerrigan profirió una carcajada horrible.
—¿Celebridades? Dios, incluso los pederastas que enrolan en los marines son tratados mejor que nosotros. Los criminales de los marines sólo precisan medicación y adoctrinamiento para obedecer a sus líderes. A nosotros nos queda la eterna pesadilla de pugnar con nuestras riendas constantemente, a sabiendas de que, si las rompemos, nos sumiremos en la locura porque no podremos mantener a las demás mentes lejos de las nuestras.
—Tranquila, teniente. No quería...
—Claro que no querías decir nada —repuso Kerrigan, acalorada—. Eso es lo que nos vuelve locos. Vuestras palabras dicen una cosa, pero vuestras mentes transmiten algo completamente distinto. Raynor rebosa optimismo, pero yo puedo sentir su desasosiego, su repulsa. Y sé que me vigila, aun cuando esté de espaldas a él. Es saber lo que aflora a la mente de todo el mundo sin ser capaz de responder.
—Lo siento.
—Lo sé. —Kerrigan se apaciguó un poco—. Ésa es una de las cosas que me gustan de ti, Michael Liberty. Eres todo superficie. No te lo tomes a mal. Se te ocurre una cosa, y la sueltas. Tú única defensa consiste en hacer preguntas, en jugar al reportero metomentodo. Eres más fácil de tolerar que la mayoría de los humanos.
Guardó silencio por un momento mientras coronaban la colina. A lo lejos se alzaban las torres derruidas del perímetro exterior de la Confederación. Nadie disparaba desde ellas; las tropas de Mengsk se los habían llevado.
—¿Sabes cuál es el último examen para acceder a la formación de fantasma? —preguntó Kerrigan, de improviso. Mike negó con la cabeza, para no interrumpirla.
—Tienen a un guardia con una pistola. —Se le empañaron los ojos. Parecía que estuviera en otra parte—. El guardia desenfunda y te coloca la pistola en la frente, o en la frente de alguien que te importe. Tienes que matar al guardia antes de que apriete el gatillo. —Volvió a enfocar la mirada. Clavó los ojos en Mike—. Tenía doce años cuando aprobé mi examen.
Mike palideció y, sin proponérselo, pensó en el hijo de Raynor. El niño "dotado" que había sufrido un "incidente".
Kerrigan reaccionó como si Mike la hubiera abofeteado. Hincó una rodilla en el suelo y se asió la frente con una mano. Al cabo de un rato, musitó:
—Jesús.
—Lo siento —se apresuró a decir Mike—. No quería que lo supieras, se me ha escapado.
—Jesús. Debería habérmelo imaginado. No lo sabía.
Mike meneó la cabeza.
—Eres una telépata. ¿Cómo puede ser que no lo supieras?
Kerrigan alzó el rostro. Las lágrimas habían asomado a las comisuras de sus ojos.
—Los telépatas no escarban en tus recuerdos, al menos si quieren permanecer cuerdos. Oímos toda la palabrería de la superficie, lo que está encima de todo. Lo que piensas en el momento, ideas perdidas. Si esa mujer tiene un buen par de piernas, toda esa mierda. No lo que permanece enterrado. No lo que importa. —Permaneció en silencio durante un momento, antes de preguntar:— ¿Te ha dicho cuándo ocurrió?
Mike negó con la cabeza y apartó la mirada, en parte para vigilar que no hubiera patrullas confederadas cerca, en parte para concederle a la teniente la oportunidad de recomponerse.
Probablemente lo supiera. Cuando Mike se dio la vuelta, ella se incorporó, secos los ojos.
—Vamos a plantar este trasto. La base de una de esas torres debería servir.
Llegaron al cascarón del emplazamiento de artillería sin problemas, y Mike depositó en el suelo la carga que llevaba kilómetros acarreando. Con manos diestras y expertas, Kerrigan comenzó a instalar el emisor psi que manejaba por vez primera. Mike supuso que debía haber captado las instrucciones en una ráfaga telepática cuando cogió el aparato.
Era un arreglo improvisado. La teniente tardó escasos minutos en desplegar todo el envoltorio y en comprobar las guías. Sacó lo que parecía un sombrero con forma de estrella de mar y se lo puso en la cabeza. Una corona de delicada filigrana de cobre se perdió entre sus mechones rojizos.
—El emisor de ondas psiónicas transplanar —explicó Kerrigan— es igual que la caja de resonancia de un violín. Capturará, amplificará y propagará la baliza psíquica con la que se le alimente. Por eso estamos aquí... hace falta un fantasma para activarlo.
Accionó unos cuantos interruptores, tiró de una palanca y se quitó el sombrero. Su rostro parecía demudado.
—Vale. Larguémonos.
—¿Ya está?
—¿Qué querías, clarines y fanfarrias? ¿Una campanada celestial? ¿O un reloj enorme con una cuenta atrás? Lo siento. —El semblante de Kerrigan se había tornado cetrino. Mike cayó en la cuenta de que, aun cuando él no pudiera sentirlo, Kerrigan sí, y aquello no dejaba de aumentar de "volumen" por momentos.
—Venga —insistió Kerrigan—. Vámonos.
Recorrieron la línea de torres abandonadas, monumentos todas ellas de la batalla de Antiga Prime. Kerrigan tuvo que detenerse, con los párpados apretados a causa del ruido inaudible. Era como si pudiera oír el chirriar de uñas sobre una pizarra, un estrépito al que Mike estaba sordo.
Llegaron hasta la cuarta torre, donde el dolor pareció aliviarse. En la sexta, casi había vuelto a la normalidad. Sacó la pequeña pantalla de su muñequera.
—Emisor psi en su sitio.
El rostro invisible de Mengsk respondió:
—Excelente, Sarah, sabía que lo conseguiríais. Tenemos que sacaros antes de que se presenten allí todos los zerg de Antiga. Nave de salto en camino.
—Lo sé —dijo Kerrigan, con la respiración entrecortada. Sus labios formaron una fina línea—. Prométeme... Prométeme que nunca volveremos a hacer algo parecido.
—Sarah. —Mike se imaginó a Mengsk meneando la cabeza—. Haremos lo que sea necesario para salvar a la humanidad. Nuestra responsabilidad es demasiado grande para hacer menos.
Volvió a desaparecer, el grande y sabio líder al otro extremo de la línea electrónica, dirigiendo la guerra desde la seguridad de su brandy y sus partidas de ajedrez.
—¿Por qué confías en él? —preguntó Mike. Se le pasó la idea por la cabeza, y lo dijo:— ¿Por qué le sigues?
Sarah consiguió esbozar una sonrisa cansina.
—Me salvó el alma.
—Y no has dejado de matar por él desde entonces. ¿No se iguala nunca la balanza? ¿No te has ganado ya tu libertad?
—Es... complicado. Mengsk no es como tú. Vale, perdona, lo cierto es que es todo lo contrario que tú. Tú eres todo superficie, igual que una hoja impresa. Él es todo profundidad. Te dice lo que piensa, y está tan convencido de ello, hasta el fondo de su ser, que el efecto es casi el mismo. Me incita a creer.
—Es un político. Si te asomas al fondo lo suficiente, lo descubrirás. El pantano que tiene por alma no carece de fondo.
—¿Cambiaría eso algo? ¿Quiero asomarme?
—En ocasiones, mirar no tiene nada de malo. Si te fijaras, tal vez Raynor no te pareciera tan burro.
Kerrigan abrió la boca para decir algo, pero se mordió la lengua y asintió.
—Sí, quizá tengas razón. En lo referente a Raynor, al menos. Supongo que se lo debo a ese burro.
—Nuestra responsabilidad es demasiado grande para hacer menos —citó Mike.
Kerrigan soltó la risa, una breve carcajada. Inesperada, impremeditada y muy humana.
Mike exhaló un largo aliento y se preguntó qué llegaría primero, los zerg de la colonia cercana o la nave de salto que prometiera Mengsk.
_____ 13 _____
Examen de conciencia
Sí se estudia la guerra a través de las lentes de la historia, parece que funcione con una puntualidad aterradora, igual que una caja de música asesina. Las batallas no son más que mecanismos de relojería de la muerte, un drama de destrucción donde cada acto conduce deforma natural al siguiente, hasta que un bando o el otro son eliminados. En retrospectiva, la caída de la Confederación parece una hipótesis lógica que, una vez formulada, no deja lugar a dudas sobre su resultado.
Para aquellos de nosotros atrapados en medio de la guerra, no había nada más que puro pánico en el que se intercalaban períodos de un agotamiento total. Nadie, ni siquiera los que se suponía que trazaban los planes, tuvo una idea clara de las fuerzas a las que nos enfrentábamos, hasta que fue demasiado tarde para cambiar.
¿Mecanismo de relojería? Tal vez. Pero prefiero imaginármelo como el temporizador de una bomba que estábamos desmontando con fervor, con la esperanza de poder terminar antes de que el condenado trasto estallara en nuestras colectivas narices.
—EL MANIFIESTO DE LIBERTY
La nave de salto iba a reunirse con el Hyperion en la órbita baja de Antiga. Mengsk había dejado la superficie en cuanto se hubo activado el emisor, pero no quería escapar del bloqueo de la Confederación sin recoger antes a todos sus niños descalzos y extraviados. Al menos, eso era lo que le parecía a Mike.
Mientras se elevaban de la superficie, Mike observó los monitores. Todas las cámaras de la nave apuntaban hacia abajo. El emisor ya había comenzado a surtir efecto sobre los zerg. Surgían de sus nidos igual que hormigas furiosas, moviéndose al azar, llegando incluso a atacarse entre sí presa de un frenesí inducido por las ondas psiónicas. No tardaron en abalanzarse sobre la torre en la que habían dejado el emisor Kerrigan y Mike. Un huracán de criaturas se arremolinó alrededor de la baliza igual que polillas ante una llama.
Mientras la nave ganaba altura, sus sensores detectaron otros nidos, otras reacciones mientras la nota inacabable procedente de la mente de Kerrigan despertaba ecos y reverberaba, aumentando de intensidad a cada segundo. Se escucharon alaridos radiados procedente de las tropas terrestres confederadas cuando se vieron abrumadas, y la cara nocturna de Antiga Prime se salpicó de pequeñas explosiones. Los rebeldes estaban sobre aviso, pero los que tardaron demasiado en abandonar el suelo fueron tragados por las oleadas de zerglinos e hidraliscos.
La nave de salto continuó ascendiendo y Mike pudo ver la curva del horizonte. La ribeteaba un intenso haz de luz. Segundos más tarde, el pulso electromagnético sacudió la nave. Las pantallas se quedaron en blanco por un momento antes de que entraran en acción las medidas de seguridad. Uno de los enormes cruceros clase Titán, nave hermana del Norad II, había sucumbido bajo el creciente asalto.
Sobre sus cabezas, el bloqueo confederado comenzaba a desintegrarse. Las naves disponibles con capacidad de aterrizaje estaban siendo desviadas de su ruta, mientras otras intentaban cañonear a los zerg, ya omnipresentes.
Se produjo una tríada de triángulos refulgentes que estalló cerca de ellos y Mike parpadeó para aliviar la momentánea sobrecarga de sus retinas. Los protoss habían hecho su aparición. Aún no atacaban, pero ya habían alcanzado la atmósfera.
Llegaron informes procedentes de las naves emplazadas más al sur. Se estaban abriendo agujeros de torsión en el espacio, de los que brotaban hordas de zerg. Las medusas langosta, las reinas, los mutaliscos y los extraños cangrejos voladores surgían del espacio y descendían sobre Antiga, invocados y atrapados por el canto de sirena del planeta.
La nave de salto se ensambló con el Hyperion y toda su tripulación se apresuró a ser evacuada. El vehículo quedó vacío, fue desprendido de la escotilla y, abandonado, comenzó a describir una espiral que lo acercaba a la superficie. Su presencia sólo conseguiría entorpecer la huida del Hyperion, y no había tiempo para asegurarla.
La nave de Mengsk se elevó igual que una pompa en medio de los aterrorizados confederados y los zerg que descendían. Éstos peleaban sólo cuando se cruzaba algo en su camino, y los confederados no les decepcionaron, colocando sus mejores naves en la trayectoria del asalto. Se produjeron varios destellos más, pero las explosiones eran meros parpadeos de luz para el Hyperion, donde cada breve oscurecimiento señalaba la muerte de otros quinientos humanos confederados en una bola de fuego nuclear.
Kerrigan estaba derrengada y muy pálida. Mike estaba seguro de que la mujer seguía escuchando la llamada psiónica, incluso a aquella altitud. Funcionaba a un nivel que él no acertaba a comprender, y surcaba las profundidades del espacio para atraer al enemigo. La ayudó a salir del muelle de aterrizaje.
Raynor se cruzó con ellos en uno de los pasadizos.
—Felicidades a los dos —dijo, con fervor—. Menuda hoguera habéis encendido debajo de las posaderas de esos zerg. No sé lo que les habrá dicho, teniente, pero han venido todos a la carrera.
Kerrigan levantó la cabeza, con los ojos encendidos de ira, e incluso Raynor pudo ver la rabia y la frustración que ardía tras ellos. El fuego desapareció igual que había aparecido, de repente, sofocado, dejando tras él las cenizas del agotamiento.
Raynor estiró el brazo para tocar el hombro de Kerrigan. Su voz se suavizó, las arrugas de su frente expresaban preocupación.
—¿Teniente, se encuentra usted bien? —Separaba las palabras con pequeñas pausas, según pudo observar Mike.
Kerrigan volvió a mirar a Raynor a los ojos, sin cólera. Mike pensó en el bucle cerrado, el miedo que engendra miedo, la preocupación que engendra preocupación.
—Estoy bien —dijo la mujer, apartándose un mechón rebelde del rostro—. Lo que ocurre es que ha sido agotador.
—¿Mengsk? —preguntó Mike.
—Arriba, en su cúpula de observación —contestó Raynor—. Me parece que quiere presenciar la batalla. Lo dejé solo. No me pierdo nada.
—Ya voy yo a presentarle el informe, si quieres descansar —le dijo Mike a Kerrigan.
La teniente permaneció en silencio por un momento, reprimiendo un escalofrío.
—Ya que eres tan amable. —Seguía mirando a Raynor.
—Está hecha polvo —declaró Raynor, dirigiéndose a la teniente. Su preocupación resultaba tan obvia que incluso Mike podía percatarse de ella—. ¿Le apetece un trago en la cocina? ¿Charlar un rato?
—Un café me vendría bien. —Una pequeña sonrisa tiró de las comisuras de sus labios—. Hablar también. Sí. Hablar sería estupendo.
Mike se despidió con la mano y se dirigió al ascensor, dejando a la pareja en el pasillo. Cuando hubo llegado a las puertas del ascensor, empujó un pensamiento hacia la superficie de su mente, donde Kerrigan pudiera encontrarlo sin problemas.
Acuérdate de dejarle terminar las puñeteras frases, pensó, antes de subir al encuentro del artífice de la destrucción de Antiga Prime.
* * *
Mengsk se encontraba a solas en la cubierta de observación, con las manos detrás de la espalda, de cara al monitor principal. El tablero de ajedrez había sido dispuesto para empezar una nueva partida, y una cajetilla de tabaco sin estrenar descansaba junto al cenicero. Dos copitas de brandy y una botella de coñac aún sin descorchar coronaban la barra.
Todas las pantallas salvo la principal se habían apagado. La única que permanecía encendida mostraba un despliegue en tiempo real de Antiga Prime, flotando en el centro. Pequeños triángulos amarillos representaban a las fuerzas confederadas, triángulos rojos a los zerg, que no dejaban de multiplicarse. Unos cuantos puntos azules y blancos que Mike no había visto antes salpicaban la superficie. También había algunos círculos a los lados del planeta: fuerzas rebeldes que no habían conseguido escapar a tiempo. Ante los ojos de Mike, desaparecieron bajo una oleada de triángulos rojos.
En la órbita se desarrollaba una historia similar. Más triángulos rojos, cada uno representando a docenas o a cientos de aviadores zerg, todos ellos convergiendo sobre Antiga Prime. Las naves que huían escapaban ilesas. Algunas permanecieron y se esforzaron por formar focos de resistencia mientras los zerg se cernían sobre ellos, reduciéndolos a trizas en el espacio.
Mike se acordó de la imagen del Norad II al ser derribado. Aquello era cien veces peor.
—Nos alejamos a máxima velocidad —declaró Mengsk, con aire tranquilizador—. He dado instrucciones para que el ordenador de a bordo compense la escala de modo que ésta se mantenga igual en todo momento.
Mike se acercó al mostrador, sacó el corcho de la botella y se sirvió un dedo de coñac. Dejó vacía la copa de Mengsk.
—Según nuestros cálculos, basándonos en la fuerza de las emisiones, estamos llamando a todos los zerg en un radio de veinticinco años luz. Tal vez más. La teniente Kerrigan está hecha toda una sirena. Esos marineros son atraídos hacia su perdición.
—Lo suyo le ha costado —dijo Mike, apurando su copa de un trago.
—Nada que no pueda manejar. Me alegro de que estuvieras junto a ella. De lo contrario, quizá no lo hubiese conseguido.
Mike sintió que se ruborizaba y, por un momento, se lo achacó al brandy.
—Tampoco es que me dejara usted elección.
—No, la verdad. —Mengsk se encogió de hombros con ademán avergonzado y se volvió hacia Mike. Apenas quedaba rastro de las fuerzas confederadas en la superficie—. De todos modos, me alegro de que estuvieras a su lado.
Mike soltó un bufido y dio otro trago. Mengsk se sirvió una copa. Comenzaban a aparecer triángulos blancos y azules al borde de la pantalla. Los protoss habían llegado en gran número.
Mengsk miró a la pantalla y dijo:
—Han echado un reportaje muy interesante mientras no estabas. —Mike permaneció callado—. Fuerzas terrestres protoss dispuestas a enfrentarse a los zerg con los que nos encontramos. Su líder se llama Tassadar. Según sus propias palabras, Alto Templario y Ejecutor de la flota protoss. Su nave insignia se llama Gantrithor.
—A lo mejor les ha impresionado su trabajo y han decidido echarle una mano. Su relaciones públicas debe de ser un genio.
Mengsk le dedicó a Mike una mirada lánguida.
—Venga, Michael. Esperaba más de ti. Piensa en lo que acabo de decir.
Mike guardó silencio por un momento.
—¿Fuerzas terrestres?
A Mengsk se le iluminó el semblante.
—Exacto. Guerreros con trajes propulsados muy dúctiles. Extraños vehículos semejantes a insectos. Lanzadores de hechizos que, según mis suposiciones, serán psiónicos de algún tipo. Más duros que los zerg, cuerpo a cuerpo, aunque éstos los superan en número. Verlos batallar resulta muy intrigante. A lo mejor te apetece ver las cintas más tarde.
—Espera.
Mengsk ensanchó su sonrisa.
—Yo espero. Tú, discurre. Sé que puedes.
—Si los protoss disponen de fuerzas terrestres...
—Y bastante buenas, como creo que ya he mencionado.
—Eso quiere decir que ya se habrán enfrentado antes a los zerg sobre suelo firme. Y, lo más importante, que habrán ganado esas batallas.
—Si no, ¿para qué mantener dicha fuerza terrestre? ¡Sí! Ahora, el último paso.
Mike abrió los ojos de par en par.
—¡Eso significa que los zerg pueden ser destruidos sin tener que reventar el planeta donde se encuentren!
—¡Justo en el blanco! —Mengsk dio un sorbo de su copa—. Tal vez resulte difícil, y creo que los protoss están en desventaja en este caso, pero sí, se puede expulsar a los zerg de un planeta. —Soltó una risita—. Sabes, a Raynor tuve que explicárselo tres veces.
—Pero... ¡entonces, lo único que hemos conseguido es que los protoss estén a punto de volar Antiga Prime por los aires!
—Y a una buena porción de las fuerzas zerg con él. Eso debería bastar para que se mantengan cautos durante una temporada. Tiempo suficiente para que nosotros ganemos a la Confederación por la mano.
—¡Van a destruir Antiga Prime y a todos los humanos supervivientes!
—Ningún humano sobreviviría al asalto de tantos zerg. Haremos lo que sea necesario para salvar a la humanidad —declaró Mengsk, solemne.
—Aunque tengamos que matar a todos los humanos para conseguirlo —espetó Mike. Mengsk no dijo nada. El silencio se expandió hasta llenar la cúpula. En el monitor principal, los triángulos rojos habían cubierto Antiga casi por completo, y un perímetro de triángulos azules ocupaba su órbita. Ya no quedaba ningún triángulo amarillo.
Al cabo, Mengsk habló.
—Sé lo que estás pensando.
Mike dejó su vaso.
—¿Ahora resulta que también usted es telépata?
—Soy un político, como a ti te gusta llamarme. Eso implica que comprendo a las personas. Sus necesidades, sus deseos, sus motivaciones.
—Entonces, ¿qué estoy pensando? —Mike se sintió de repente igual que un insecto bajo el microscopio.
—Te estás preguntando si sería capaz de sacrificarte por él bien de toda la humanidad. La respuesta es sí, en un suspiro y sin remordimientos, pero lo cierto es que no quiero. Dicen que no es fácil encontrar buena ayuda. Y tú eres muy bueno, no sólo como reportero.
Mike zangoloteó la cabeza.
—¿Cómo lo hace?
—¿Hacer qué?
—Encontrar la tecla que hay que pulsar para cada persona. Es como si fuésemos pianos para usted. Kerrigan estaría dispuesta a saltar a las fauces de un hidralisco por usted, Raynor pasaría a través de aros de fuego por usted, demonios, incluso ha conseguido que ese viejo gorila cerebro de mosquito de Duke coma en la palma de su mano. ¿No le llama la atención?
—No. Es un don. Sé que los demás tienden a tener las ideas desordenadas. Yo procuro proporcionarles un punto de referencia. Raynor, en muchos sentidos, está consumido por la rabia contra los confederados; para él, constituyo el medio de dar rienda suelta a su ira. Duke no busca más que cobertura política para ajustar viejas cuentas y cometer nuevas atrocidades; yo se lo facilito. ¿Sarah? Bueno, la teniente Kerrigan siempre ha buscado la aprobación, pese a sus poderes. También se la doy.
Mike pensó en Sarah Kerrigan, en la cocina, hablando con Jim Raynor mientras tomaban café.
—¿Y yo?
Mengsk esbozó una franca sonrisa y negó con la cabeza.
—Tú quieres salvar almas, mi querido muchacho. Quieres cambiar las cosas. Tanto si estás cubriendo un atasco de tráfico o desenterrando los trapos sucios de algún concejal, intentas mejorar algo. Lo llevas en la sangre. Y crees en ello. Eso te confiere un valor enorme. Te convierte en un aliado increíble. Evitas que Raynor ceda a sus impulsos, que Kerrigan sea demasiado inhumana. Sabes, los dos te respetan. Tachaste al general Duke de caso perdido, creo, poco después de conocerlo, pero creo que aún conservas alguna esperanza puesta en mí. Por eso te has quedado, con la esperanza de que sepa redimirme.
Mike frunció el ceño.
—¿Qué evita que me vaya ahora que sé que la esperanza de su salvación probablemente sea vana?
—Ah. —Mengsk observó la pantalla. Los protoss casi habían completado su cerco—. En parte, por tu preocupación por los demás. Pero ahora puedo serte sincero, porque la Confederación, por medio de su títere la RNU, te ha traicionado. Ha utilizado tu rostro y tus palabras contra ti. Ahora tienes tus propios motivos para enfrentarte a ellos. Tus propias razones para implicarte. Se ha convertido en algo personal. Podrías marcharte... —Dejó las palabras en el aire.
—Pero, ¿adonde iría? —dijo Mike, con voz queda. Era una pregunta retórica.
—Exacto. Te has embarcado en una larga travesía. Hasta la victoria o la derrota. Ah, ya empieza. ¿Quieres verlo conmigo?
Mike miró a la pantalla, al anillo de triángulos blancos y azules que rodeaba el mundo sentenciado. Ya se alzaban puntas de lanza de color rojo desde su superficie, pero eran repelidas mientras los protoss cargaban sus armas para abrasar el mundo, para esterilizar hasta el más profundo de sus túneles.
—Paso —rechazó Mike. Sentía la boca llena de ceniza. Se dio la vuelta y caminó hacia el ascensor, sin mirar atrás. Parecía que Mengsk no se hubiera percatado de la marcha de Mike. Permaneció de pie, con la copa en la mano, viendo cómo los protoss descargaban una lluvia de fuego venenoso sobre Antiga Prime.
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Punto Cero
La utilización del emisor psi en Antiga Prime supuso un antes y un después, fue un rubicán, un punto de no retorno. Fue como la primera aparición de fantasmas en las filas confederadas, o el uso indiscriminado de las bombas Apocalipsis que arrasaron Korhal IV. Lo cambió todo.
Y no cambió nada. Para el ciudadano medio atrapado entre los rebeldes y los confederados, y para los confederados atrapados en medio de los zerg y los protoss, la guerra seguía siendo igual de mortífera que antes. Las armas de los protoss vaporizarían más planetas, y las colmenas de los zerg se tragarían más humanos. Sin embargo, tras la purga de Antiga Prime, los rebeldes sintieron que renacía su esperanza. Al menos, ahora tenían un arma.
Y, como los estúpidos humanos que éramos, no pudimos resistirnos a emplearla.
—EL MANIFIESTO DE LIBERTY
Diez días después, se encontraban en Tarsonis, surcando el más denso de los distritos urbanos del centro.
La ciudad acusaba los estragos del asalto. Los distritos del oeste seguían ardiendo por culpa del crucero de batalla que se había estrellado en su seno, y un penacho de polvo abrasador, cargado de metales pesados de fósforo, avanzaba hacia el sur empujado por el fuerte viento. Las ventanas más altas de casi todos los grandes edificios habían estallado y, en algunos casos, se habían separado fachadas enteras de sus armazones, dejando colinas de cristales rotos a los pies de las titánicas torres.
Las elegantes espiras de Tarsonis habían quedado reducidas a escombros retorcidos, sus bordes fracturados arañaban el cielo ensangrentado. La propia atmósfera se rasgaba con los chillidos y las explosiones de las máquinas bélicas, pincelada con el humo de los cazas derribados.
La mayoría de las calles estaban atestadas por los restos amorfos y calcinados de los coches. El fuego y el calor habían horneado sus relucientes esmaltados hasta conferirles un gris uniforme, y las ventanillas tintadas ya no eran más que agujeros irregulares. Al principio, Mike se asomaba al interior de los vehículos para ver si podía identificar a sus ocupantes pero, transcurrida la primera hora, ignoró a los cadáveres ennegrecidos, con sus miembros abrasados y apergaminados, sus rostros vociferantes.
Los únicos seres con vida sobre las calles eran los guerreros que se esforzaban por matarse entre sí.
Los callejones colapsados por los escombros condujeron a la unidad de Raynor hasta los principales bulevares, amplias calles otrora dominadas por isletas centrales semejantes a parques. Los árboles se veían tumbados y calcinados, y las estatuas de ilustres confederados que seguían en pie habían sido amputadas hasta no ser más que toscos mojones.
La unidad de Raynor se había detenido cerca de una de las fuentes de tres niveles que bordeaban la plaza mayor. Una placa de bronce, doblada y tirada en el suelo, la identificaba como un monumento erigido allí por las Hijas del Gremio de Veteranos de Guerra. La fuente en sí ya no era más que un montículo de escombros empapados. El único atisbo de su anterior encarnación lo constituía un cañón de piedra que sobresalía entre las rocas. Mike deseó que aquel cañón fuese real.
Al otro lado de la plaza, tras una barricada de coches inservibles levantada precipitadamente, un tanque de asedio Ardite se había plantado con firmeza entre dos edificios. Les impedía el paso con obstinación, desplegado por completo, firmemente plantados sobre el asfalto sus pontones laterales. El cañón de choque disparaba ráfagas abrasadoras sobre sus cabezas, y sus 80 mm. gemelas trazaban surcos entre los restos de la fuente. El tanque de asedio se había convertido en un punto de reunión para las fuerzas de seguridad confederadas, en su mayor parte supervivientes de los Escuadrones Delta y Omega. Las unidades recombinadas, a salvo bajo el fuego pesado del Ardite, disparaban un constante fuego de cobertura sobre la posición de Raynor.
Tras el cañón de piedra, Mike mantenía la cabeza gacha y golpeaba desesperado el costado de su unidad de comunicación. Ésta le respondía con frustrantes gorgoteos.
—Tengo que pensar en serio en cambiar de trabajo —musitó. Se agazapó por instinto cuando otra andanada atronó entre los cañones de piedra de la ciudad.
Raynor descendió por la montaña de escombros en dirección a Mike, provocando una pequeña avalancha con sus pesadas botas.
—¿Hay suerte?
Mike negó con la cabeza.
—Lo más probable es que se trate de una unidad anuladora general que tendrán encendida, y no un pulso electromagnético, que pondría fuera de juego a toda la unidad. Eso quiere decir que la radio sigue funcionando, es sólo que no consigo eludir la interferencia. Necesitaría algo más potente.
—Menuda alegría. Así las cosas, estamos apañados. No podemos retroceder, y no podemos pasar por encima del tanque. Tenemos que pedir que nos evacúen, pero mal nos van a sacar de aquí si no conseguimos ponernos en contacto con el Hyperion.
—¿Os hace falta una mano, chicos? —Sarah Kerrigan salió de la torsión junto a ellos. Iba vestida con su traje de camuflaje y llevaba el corpulento rifle de cartuchos a la espalda. Tenía las perneras manchadas de rojo, como si hubiese vadeado un río de sangre.
Tenía los ojos brillantes y muy, muy alerta.
—Me alegro de verla, teniente —dijo Raynor—. Estábamos lamentándonos de nuestro destino.
—Pasaba por aquí y oí tiros. ¿Cuál es el problema?
—Ardite, anclado, entre los edificios —recitó Raynor—, apoyado por todo un escuadrón de marines.
—¿Eso es todo? Pensaba que teníais problemas.
—Cualquier ayuda que pueda ofrecernos será bien recibida, señora —dijo Raynor, sonriendo.
—Pan comido. —Kerrigan echó mano a su espalda y desenfundó el rifle de cartuchos igual que a una espada de su vaina—. Cubridme mientras llego hasta ellos, ¿de acuerdo?
—¿Flanco izquierdo o derecho?
—Izquierdo, creo —dijo Kerrigan. Esbozó otra sonrisa, lo que sólo consiguió acentuar el salvajismo de su mirada—. Tu izquierda, Jimmy.
—Marchando, Sarah.
Kerrigan tocó un artilugio de su cinturón. Su ingenio de camuflaje se activó y desapareció de la vista mientras Raynor aullaba órdenes al resto del escuadrón. Los rifles gauss escupieron una devastadora andanada de proyectiles en respuesta al fuego confederado. Su súbito asalto silenció a los marines, pero el cañón de choque del Ardite continuó descargando su cólera sobre las cabezas de los rebeldes.
—¿Crees que lo conseguirá, "Jimmy"? —preguntó Mike.
James Raynor se ruborizó y se encogió de hombros bajo su armadura.
—Probablemente. Pero eso no significará nada a menos que consigamos pedir un taxi que nos saque de este atolladero.
Una cortina de dardos empaladores voló entre ambos asentamientos. Mike se preguntó durante cuánto tiempo podría bailar Kerrigan en aquel campo de batalla. Una bala perdida la despojaría de su capa, y sangraría acribillada por los proyectiles de los rifles gauss igual que cualquier otro soldado.
En ese momento, el flanco más lejano de los confederados comenzó a desmoronarse, al compás de los gañidos del rifle de cartuchos. Uno detrás de otro, los marines confederados se estremecían y caían víctimas de un francotirador invisible. El flanco se volvió vulnerable cuando los marines comenzaron a disparar al azar contra el lugar donde suponían que se encontraba su asaltante.
Se produjo un parpadeo y Sarah Kerrigan apareció por un breve instante, en lo alto de la barricada de coches desguazados. Volvió a desaparecer y el aire a su alrededor se cuajó de dardos.
Raynor ordenó la carga con un aullido, y el resto del escuadrón abandonó su escondite para cruzar la plaza a la carrera, con sus botas pesadas aplastando el falso granito de las aceras.
El escudo defensivo del tanque de asedio que formaban los marines confederados se sumió en el caos, aunque el Ardite que protegían seguía martilleando la posición de los rebeldes. Los cañones de ochenta milímetros no tardaron en apuntar a los rebeldes que cargaban, mientras el cañón de choque se apresuraba a girar, disparando granadas de 120 mm. sin detenerse.
Kerrigan volvió a aparecer, esta vez encima de la cubierta del tanque de asedio, justo debajo del cañón. Encajó el cañón de su rifle de cartuchos dentro del anillo de la torreta, antes de alejarse con una voltereta cuando el fuego de los rifles confederados se cernió sobre ella.
Mike se imaginó que podía oír cómo la potencia del rifle de cartuchos aumentaba hasta sobrecargarse, y gritó una advertencia. Raynor y sus hombres no necesitaban ningún aviso, y se tiraron al suelo de inmediato.
Una llamarada roja brotó en la base de la torreta del tanque, y la ráfaga dispersó a los confederados restantes. Los cañones más pequeños enmudecieron, pero el de choque continuó girando y disparando ronda tras ronda, atascada su programación.
El cañón de choque se incrustó en la esquina de uno de los dos edificios que lo flanqueaban, y el suelo se estremeció bajo ellos. Siguió disparando, su cañón adquirió un tono rojizo a medida que intentaba forzar la rotación, impedida por la estructura. El edificio se sacudió a causa de los incesantes cañonazos. La compuerta del tanque se abrió de golpe y la tripulación de su interior intentó escapar a rastras, igual que payasos de circo que representaran el número del coche atestado.
No lo consiguieron. Se produjo un estremecimiento que recorrió toda la plaza, y el edificio inclinado se desplomó sobre el tanque a sus pies, toneladas de acero y manipostería derruyéndose sobre sí mismas, levantando una abrasadora nube de polvo. El Ardite no dejó de disparar hasta que el edificio se hubo desmoronado por completo.
Raynor se levantó del suelo agrietado, junto al resto de su escuadrón. Mike se incorporó a su vez y gritó:
—¿Kerrigan? ¿Teniente? —Su voz sonaba pequeña y perdida tras el estrépito de la explosión.
Kerrigan se materializó a su lado, gris como el fantasma que se suponía que era. Mike se dio cuenta de que era el polvo adherido al campo de invisibilidad lo que formaba un velo alrededor de la telépata. Pulsó otro control de su cinturón y volvió a ser tangible. Los surcos trazados en su rostro por el agotamiento eran ahora más profundos, pero sus ojos mantenían el brillo. La capa le pasaba factura, aunque no quisiera admitirlo.
—Objetivo neutralizado, capitán. Aunque me temo que ahora no podremos ir por ese camino.
—Da igual. Los confederados deben de estar reagrupándose a estas alturas. No tardarán en organizar una contraofensiva. No podemos retener esta zona. Lo que necesitamos es una forma de burlar las interferencias.
Raynor asintió con la cabeza.
—A lo mejor ya está hecho trizas, pero merece la pena intentarlo. —Indicó a la patrulla que avanzara. Kerrigan se colocó a la par de Mike.
—Así que pasabas por aquí —le dijo el reportero a la telépata—. Menuda coincidencia.
—Voy allá donde Arcturus Mengsk crea que más me necesitan —repuso Sarah Kerrigan, ocultando apenas la gracia que le hacían los pensamientos de Mike.
—¿Qué trama ahora nuestro legendario líder? Jim tiene razón. Recibo informes fragmentarios que hablan de refuerzos procedentes de los suburbios. Caminantes, tanques y motos. Esto se va a poner al rojo vivo dentro de nada. ¿Tiene algún plan al respecto?
—Me ha dicho que sí.
El edificio de la Red de Noticias Universal había sufrido muchos estragos, pero permanecía en pie. Las ventanas de la fachada este no eran más que agujeros, y una de las enormes letras había caído decenas de metros para clavarse en el amasijo de hormigón retorcido que cubría el suelo.
Raynor levantó la mirada al edificio.
—Espero que el equipo que necesitas no esté en el ático.
—Los niveles superiores son para la directiva —dijo Mike—. Las abejas obreras se afanan en la cuarta planta, y el plato y los generadores están en el sótano.
Pese a su labia, sentía el corazón en un puño. Aquella había sido su base de operaciones durante años, su hogar lejos de casa. Solía comprar perritos calientes y refrescos donde se alzaba ahora la enorme "N", debatía sobre política y ordenanzas locales con los publicistas y los corresponsales locales. Antes había un puesto de galletas saladas cerca de las plazas de aparcamiento reservadas. Ahora sólo quedaban barras de refuerzo retorcidas que sobresalían del cemento, y ni rastro de supervivientes.
La patrulla entró en el edificio. Mike no esperaba encontrar a nadie, pero la inmovilidad fantasmal cubría el vestíbulo igual que un sudario. Incluso los fines de semana, el bullicio solía ser constante en ese lugar. Ahora sólo había trozos de papel y polvo de asbestos desprendidos de los paneles del techo.
El crujido de sus botas era lo único que rompía el silencio. Mike echó un vistazo por las amplias escaleras hacia la pasarela y los niveles recreativos (el acceso más rápido, aun cuando los ascensores estaban en funcionamiento), y pensó en buscar su antiguo despacho. Se preguntaba si sus pertenencias seguirían allí.
Se preguntó si habría algo que necesitara de verdad.
Raynor le vio mirando hacia arriba.
—Creí que habías dicho que el equipo estaba abajo.
—Sí, estaba ocupándome de mis propios fantasmas. —Un dejo sombrío asomó a la voz de Mike. Condujo al escuadrón a través del caos, hacia el sótano principal del edificio.
Pese a la opinión que tuviera Mike de la directiva, estaba formada por antiguos militares poseedores de la tarjeta verde, lo que significaba que pensaban en términos de redundancia triple. Habían cortado la electricidad, pero el estudio de transmisión poseía su propia fuente de energía y, si fuese necesario, estaba dotado de antiguos generadores de gasolina. La conexión con la torre seguía siendo sólida, pese a todo el combate, y la RNU mantenía líneas subterráneas que comunicaban con diversas estaciones repartidas por toda la metrópolis. Muchas de éstas habían sido cortadas, y sus indicadores rojos parpadeaban torvos sobre el tablero de mandos.
Incluso el aire acondicionado seguía en funcionamiento, y sus visores se empañaron ante el súbito cambio de temperatura.
Raynor miró alrededor, incómodo. Cualquier disparo extraviado en el caótico exterior podría derribar el edificio sobre sus cabezas y convertirlo en su tumba.
—¿Vamos a tardar mucho? —le preguntó a Mike.
El reportero negó con la cabeza mientras empalmaba unos cables de la unidad comunicadora portátil al tablero de mando.
—Sólo tengo que amplificar la señal. Coser y cantar. Vamos allá. —Accionó una palanca y dijo:— Guardabosques de Raynor a Nave Nodriza. ¿Nos escuchan? Guardabosques a Nave Nodriza. Hyperion, ¿estáis ahí?
Los altavoces crepitaron y chispearon, y un rostro femenino parcialmente calvo apareció en la pantalla en miniatura.
—Nave Nodriza. Joder, Liberty, casi me revientas los tímpanos. ¿Desde dónde transmites? —La voz le resultaba vagamente familiar.
—Trapos viejos de la RNU. El poder de la prensa. Estamos en las oficinas de la Red. La unidad ha recibido de lo lindo y los malos se están reagrupando. Tenemos que despejar la zona.
—Entendido —dijo la voz al otro lado. Mike la situó. Era la operaría del puente del Norad II. Una de las agentes de Duke—. Hay un parque a cuatro manzanas al sur de vuestra posición. ¿Podéis llegar hasta allí?
Mike miró a Raynor y a Kerrigan. Ambos asintieron al tiempo.
—Afirmativo. Nos vemos allí, tiempo estimado de llegada, treinta minutos.
—De acuerdo. Espera. Te paso con el cuartel general.
Mike frunció el ceño, preocupado por la demora, hasta que el rostro grisáceo de Mengsk se materializó en la pantalla.
—Michael —dijo, con voz sombría. Mike observó las líneas de preocupación que le poblaban las comisuras de los ojos—. ¿Están ahí Kerrigan y Raynor?
—Aquí seguimos —dijo Raynor—. La teniente también.
—Excelente, preséntense ante mí cuando vuelvan. —Algo pitó a la derecha del terrorista, que estiró un brazo. El general Duke apareció en otra pantalla.
—Aquí Duke. —Su aspecto recordaba más que nunca al de un gorila malhumorado—. Los emisores están en su sitio y conectados. Regresamos a la nave de mando.
—¿Emisores? —preguntó Mike—. ¿Emisores psi?
Kerrigan se inclinó sobre la consola, por encima del hombro de Mike, pegando el rostro al monitor.
—¿Quién ha autorizado el uso de emisores psi?
Mengsk compuso un semblante pétreo.
—Yo, teniente.
—¿Va a traer aquí a los zerg? ¿No tuvo bastante con azuzarlos contra los confederados en Antiga? ¡Esto es una locura!
Raynor se metió en la conversación.
—Tiene razón, hombre. Recapacite.
Mengsk exhaló un suspiro de enfado.
—Ya lo he meditado, créanme. —Hizo una pausa y observó al trío a través de las cámaras en red. En otra pantalla, el general Duke parecía el gato que se comió al canario.
—Todos ustedes tienen sus órdenes. Cúmplanlas.
El monitor se apagó.
—Ha perdido un tornillo —dijo Raynor—. Se le ha ido la olla.
Kerrigan sacudió la cabeza.
—No. Seguro que tiene un plan.
—Claro, y menudo plan —repuso Raynor, con firmeza—. Planea dejar que los protoss y los zerg acaben con la Confederación de planeta en planeta, para luego apoderarse de los despojos.
Kerrigan volvió a negar con la cabeza.
—Siempre ha sabido cómo cuidarse. No le teme al sacrificio, pero no es idiota.
—No le teme al sacrificio —repitió Raynor, mordaz—. Confederados. Zerg. Protoss. ¿Cuándo nos llegará el turno?
—Hablaré con él cuando regresemos —dijo Kerrigan.
Mike permanecía sentado, con los ojos clavados en la pantalla vacía.
—Es un político. Sopesa cada decisión para avanzar por su camino personal hacia el poder. Que no se os olvide.
Raynor abrió la boca para decir algo, pero enmudeció ante el sonido de los disparos sobre sus cabezas.
—Visitas —dijo Kerrigan.
—Nos han pillado. Habrán captado alguna señal cuando retransmitimos. Vámonos.
—Vale. Una cosa más —dijo Mike, apartándose de la consola y adentrándose en el sótano.
—¿Liberty? —llamó Raynor—. ¿Qué demonios?
—Quiere encontrar algo —dijo Kerrigan—. Yo iré tras él. Ocúpate de las visitas. Sólo leo a un puñado de marines.
Podrás apañártelas. Ten cuidado, uno es un murciélago de fuego. —Dicho lo cual, se marchó también.
Siguió a Mike hasta otra escalera, que descendía en espiral hacia las tinieblas. Tras amartillar su rifle de cartuchos, se dispuso a bajar con cuidado.
Mike se encontraba enfrente de una puerta de acero, golpeando el candado con la culata de su pistola.
—Deberíamos irnos.
—Será un momento. Éste es el trastero secreto de Handy Anderson. Aquí guarda sus secretos. No me había acordado hasta ahora. Nadie podía bajar hasta aquí. Se supone que son las copias de los archivos, la morgue de las noticias, pero también es donde Anderson escondía los trapos sucios de toda la ciudad.
—Información que podría serte útil —dijo Kerrigan, despacio, leyendo los pensamientos de Mike—. Podrías echarle un vistazo y ver si había algún aviso, algo que se mantuviera en la sombra, acerca de los zerg y los protoss. Material que podría haber supuesto alguna diferencia sólo conque la gente hubiera sabido de su existencia.
—Un diez en retrospectiva.
—Aparta —dijo la fantasma. El rifle de cartuchos chirrió al cargarse, antes de disparar una ráfaga contra la cerradura. Volaron fragmentos de metal en todas direcciones.
El escondrijo, apenas un trastero, estaba recubierto de delgadas baldas. En todas ellas había cajas llenas de discos.
—No podemos llevárnoslas todas.
—Coge tantas como te sea posible. —Mike abrió su mochila y sacó el equipo y la munición de recambio, reemplazándolos por los discos—. Si Mengsk piensa destruir este planeta, quiero que sobrevivan algunos de nuestros informes. Tal vez consigamos averiguar qué es lo que ha ocurrido aquí en realidad.
Kerrigan abrió la mochila a su vez y comenzó a llenarla de discos. Con todo, tendrían que dejar atrás la mayor parte de la colección.
—No te molestes en coger el material más antiguo.
—¿Crees que Mengsk habla en serio acerca de los emisores psi? —Kerrigan captó la respuesta de Mike en cuanto hubo terminado de formular la pregunta.
—Como dije antes, es un político. Si puede obligar a los confederados a retirarse con la amenaza de los emisores, lo hará. Si no lo consigue, bueno, Tarsonis pasará a engrosar la lista de bajas de esta guerra. Puede justificarlo. Fue alguien de Tarsonis el que dio la orden de terminar con su mundo natal.
—Pero éste es el corazón de los mundos humanos. El mayor y el más esplendoroso. El centro de la humanidad.
—Así es Mengsk. Con los emisores psi, está por encima de los mundos.
—No me puedo creer que vaya a hacerlo. He leído sus pensamientos, igual que los de Jim y los tuyos. No sería capaz.
—Tú misma dijiste que, cuando estás con él, cree en cada palabra que dice, de corazón.
—Sí.
—Entonces, la próxima vez que lo tengas delante, mira más hondo. Vale. No podemos cargar con más. ¿Cómo están las cosas por allá arriba?
Kerrigan guardó silencio. Mike se preguntó si estaría pensando en su pregunta o en su anterior sugerencia.
—Están bien. Se acercan más confederados. Vámonos.
Mike cogió su mochila y se dirigió a la salida del cuarto.
—Piensa en lo que te he dicho, ¿vale?
—Pensar —dijo Kerrigan, con una sonrisa desprovista de humor— es lo único que no puede dejar de hacer una telépata.
_____ 15 _____
Todo termina por desmoronarse
(es un hecho científico)
A nadie le gustan las sorpresas. Durante los últimos días de Tarsonis, las sorpresas constituían la naturaleza de la campaña. Aparecían unidades donde nadie había informado de su presencia, se intercambiaban transmisiones secretas entre aliados, se activaban planes de batalla de cuya existencia nadie estaba al tanto. Descubrimos cuánto tiempo hacía que se habían trazado aquellos planes. En una palabra, nos la habían dado con queso.
Pero los que estaban al mando también se llevaron alguna que otra sorpresa. Cuando una operación cualquiera comienza a crecer y a crecer, se escurren fichas entre los dedos, fichas que son ignoradas, hasta que empiezan a ocurrir cosas que no te esperabas. Eso fue lo que le ocurrió a Mengsk al final cuando, de improviso, uno de sus soldados más leales recapacitó y las fichas de ajedrez dejaron de moverse por el tablero como a él le hubiese gustado.
Probablemente ésa sea la razón por la que mandó el tablero a paseo de una patada. Es una estrategia morrocotuda para terminar para la partida, pero funciona.
Se supone que si estás al mando de todo, odiarás las sorpresas. Déjenme que les diga que, cuando no estás al mando, las odias todavía más.
—EL MANIFIESTO DE LIBERTY
La nave de salto los recogió en la Plaza Atkin. Cuando los supervivientes del equipo de Raynor hubieron subido a bordo, desembarcó un grupo de técnicos con armadura ligera. Junto a ellos caminaba uno de los fantasmas de Duke, con el rostro oculto tras un visor opaco.
—Mal lugar para jugar a ser un blanco fácil —dijo Raynor—. Muchachos, ni siquiera lleváis puesta una armadura decente.
—Ya, pero tenemos órdenes —gruñó el capitán al mando. Se abrieron paso entre los hombres de Raynor y se adentraron en la ciudad, en la misma dirección por la que habían venido los guardabosques.
Mike supuso que Mengsk se habría imaginado que había botín que saquear en el edificio de la RNU. Se alegró de cargar con una mochila llena de secretos robados. Podría utilizaría como comodín con el líder rebelde.
Miró a Kerrigan. Ésta tenía la mirada fija en el fantasma de Duke. El color había abandonado su rostro.
—¿Qué ocurre?
Kerrigan se limitó a sacudir la cabeza y a decir:
—Será mejor que regresemos a la nave de mando.
En cuanto hubieron regresado al Hyperion, Raynor fue llamado a la cámara de oficiales del general Duke para sopesar la estrategia, "en cuanto le fuera posible", según rezaba el mensaje. Murmurando una sarta de obscenidades, el otrora alguacil salió disparado, sin molestarse en despojarse de la armadura de combate. Mike se quitó el casco y abrió los sellos para salir del traje. Kerrigan, tras haberse quitado su armadura más ligera con una facilidad fruto de la práctica, ya se dirigía hacia la salida.
—Espera. El Uber-Mengsk quería que nos presentáramos los dos a nuestro regreso. Voy contigo.
—Deja que hable a solas con Arcturus. Se mostrará más franco conmigo. —Recorrió los pasillos del Hyperion a largas zancadas, en dirección al ascensor que la conduciría hasta el puesto de observación.
Mike consideró seguir a Kerrigan, pero ésta tenía razón. El líder rebelde y la fantasma compartían una historia, y Mengsk estaría más dispuesto a sincerarse con ella.
Y tal vez, pensó, ella sería capaz de sacar algo de provecho de la mente del terrorista. Como en qué pensaba al plantar más emisores psi.
Miró alrededor. Casi todo el resto de la unidad se había desnudado e iba hacia las duchas. Raynor estaría en la sala de oficiales con el general. No es que éste fuese la mejor compañía que cabría esperar en esos momentos, pero hablar con él le ayudaría a apaciguar los ánimos hasta que Mengsk lo llamara.
Y no quería estar en la ducha si Kerrigan lo necesitaba. Mientras recorría la nave, pensó en la técnica con la que había hablado por el comunicador. Ahora que se fijaba, casi toda la tripulación del Hyperion estaba compuesta por desconocidos: miembros del Escuadrón Alfa en vez de los rebeldes de Mengsk que solían ocuparse de todo antes del episodio de Antiga Prime. Uno a uno, aquellos revolucionarios originales se habían quedado en la cuneta o habían sido ascendidos a otras naves. ¿Parte del plan de Mengsk para extender sus agentes entre todas las naves de su flota, o parte del plan de Mengsk para que la vieja escuela dejara sitio a soldados profesionales?
En cualquier caso, Mike estaba seguro de que era parte de un plan de Mengsk.
Ya casi había llegado a la sala de oficiales cuando la puerta explotó y dos hombres con armadura de combate salieron a trompicones.
Se trataba de Raynor y Duke, enzarzados en una presa. El antiguo agente de la ley ya había conseguido arrancar la coraza del hombro del traje del general y había resquebrajado su visor de un puñetazo envuelto en acero. No obstante, Duke no era ningún mojigato, y la coraza de Raynor, ya abollada de por sí, presentaba varias mellas nuevas.
—¡Jim! —gritó Mike. Sin proponérselo, Raynor miró al reportero.
El general Duke no desaprovechó la oportunidad y estrelló ambos puños contra la sien del casco de Raynor. El otrora alguacil trastabilló un paso hacia atrás, pero no se cayó.
Libre por fin del abrazo de neoacero de su oponente, Duke esgrimió su arma reglamentaria, una espeluznante pistola de agujas capaz de penetrar paredes. Raynor se recuperó cuando el general levantaba el arma y lo cogió por la muñeca. Con los servos de ambas armaduras chirriando, Raynor golpeó el brazo de Duke contra el mamparo.
Una vez. Otra. A la tercera, algo se rompió dentro del guantelete de Duke y el general profirió un alarido. Soltó el arma y se desplomó sobre la cubierta. La pistola de agujas resbaló por el suelo. Mike se agachó, la recogió y se incorporó, encajándola en su cinturón para mayor seguridad.
Hasta ese momento, no se había percatado de que no estaban solos en el pasadizo. Había marines armados delante y detrás de ellos, sus armas apuntadas hacia Raynor y él.
—¡Acabas de firmar tu sentencia de muerte, muchacho! —rugió Duke. Manaba sangre de la comisura de sus labios. Por el modo en que se sujetaba la mano con la que esgrimiera el arma, se diría que los golpes de Raynor habían roto algo más que metal.
—¡Usted acaba de firmar la sentencia de muerte de su planeta natal, general! —espetó Mike. Dirigiéndose a los marines, continuó:— Acaba de activar los emisores. ¡Ha llamado a los zerg! ¡Maldita sea! ¡Mengsk y él ni siquiera les dieron a los confederados la oportunidad de rendirse!
»¡Los zerg vienen de camino y este bastardo les ha extendido la alfombra roja!
Algunos de los marines bajaron las armas. Parecía que, de repente, se replanteaban la conveniencia del amotinamiento, o tal vez les preocupara el que los zerg estuvieran a punto de plantarse ante sus puertas. Otros mantuvieron una mirada tan torva como neutral, y sus armas permanecieron apuntadas al pecho de Raynor.
Mike supuso que los que vacilaban eran los que no habían sido sometidos a la resocialización neuronal. Los demás aguardaban la orden de matar.
—¡Te llevaré ante un consejo de guerra! —vociferó el general. Mike exhaló una bocanada entrecortada. Duke seguía amenazando, sin ordenar la ejecución de Raynor. Le preocupaba que Mengsk no lo aprobase.
—Si quieres mi puesto, puedes quedártelo —dijo Raynor, con fervor—. Yo no estoy a tus órdenes. Respondo ante Mengsk, igual que tú. No puedes ni ir al baño sin su beneplácito.
—¿Y de quién te crees que eran las órdenes que cumplía cuando activé los emisores, muchacho? —respondió Duke, sonriendo pese al dolor.
—¡Habéis colocado docenas de emisores en Tarsonis! ¡La población se verá abrumada!
—Los hemos metido en fortificaciones confederadas, y hemos evacuado a la mayoría de nuestras tropas regulares. Demonios, muchacho, ¿no te diste cuenta de que íbamos a plantar uno más cuando os recogimos?
Mike se acordó de repente del fantasma y de la tripulación de técnicos, y del modo en que había reaccionado Kerrigan. Para qué se iba a molestar Mengsk en informarles. Perseguía el control de todo el reino del espacio humano.
Raynor escupió.
—Eres un hijo de... —Avanzó dos pasos hacia el general.
Duke, con su traje de combate acorazado, levantó el brazo ileso. No para atacar, sino para defenderse del golpe. El general estaba asustado, no era más que un anciano acurrucado en una concha de neoacero.
Raynor se detuvo por un momento, antes de volver a escupir. Giró en redondo y se encaminó hacia el ascensor que conducía a la cúpula de observación.
Ninguno de los marines del pasillo lo detuvo. A unos les faltaban las agallas necesarias para disparar a uno de los suyos. A otros les faltaban las órdenes. Y a los demás les faltaba saber con certeza quién era el verdadero criminal.
Mike siguió a Raynor. A sus espaldas, el general Duke les aullaba a sus soldados que regresaran a sus puestos.
Mike apoyó una mano en el hombro de Raynor y el hombretón se volvió. Por un momento, Mike se temió que el antiguo alguacil fuera a lanzarle un puñetazo, pero el fuego de los ojos de Raynor había sido reemplazado por una amarga y profunda tristeza.
—Ni siquiera les han dado una oportunidad. Podrían haberlo utilizado como amenaza, pero no, tuvieron que activarlos. Sin previo aviso, nada. Mientras regresábamos a la nave. Los activaron.
—¿Qué es lo que piensas hacer?
—Voy a pedirle explicaciones a Mengsk. Tiene que entrar en razón.
—No vas a subir ahí. En estos momentos, lo más probable es que Duke esté al teléfono para pedirle tu pellejo. Te quedan unos diez minutos antes de que convenza a alguno de sus seguidores para que te arreste. Con el permiso de Mengsk o sin él.
—Ya —convino Raynor, con acritud—. Además, tal y como me siento ahora, lo más probable es que me diera por pegarle un tiro a Mengsk.
—Ves, ahí lo tienes. Y Mengsk te matará si haces eso.
—Así pues, ¿qué me receta, doctor Liberty?
—Encuentra aliados. El resto de la unidad con la que saliste del planeta. Cualquiera de los antiguos milicianos del sistema de Sara, si es que queda alguno de ellos a bordo. Ve y quédate allí hasta que te llame. Toma. —Le entregó la mochila—. Cuida de esto. Esos discos entrañan cotilleos de lo más jugoso.
—¿Adónde vas?
—Voy a subir a la cubierta de observación. Tengo que hablar con el gran hombre en persona. Intentaré no soltarle un puñetazo.
Raynor asintió y se marchó a paso largo, con la bolsa llena de secretos empequeñecida en su manaza. Mike inhaló hondo, cerró los ojos y repitió el mantra.
—No voy a soltarle un puñetazo —dijo, en voz baja—. No voy a soltarle un puñetazo.
Se abrieron las puertas del ascensor y apareció Kerrigan. Su rostro era un nubarrón preñado de cólera y dudas.
Mike dio un respingo, como si en vez de a la mujer hubiese visto al general Duke esgrimiendo un puño blindado.
—Teniente. Sarah, ¿qué ocurre?
—He hablado con Arcturus —dijo Kerrigan. Por primera vez desde que Mike pudiera recordar, la telépata tartamudeó, incapaz de dar forma a sus palabras—. Se... se ha justificado. Su explicación estaba llena de ejemplos, y de palabras grandilocuentes, de citas, de tortillas, de huevos rotos, de la libertad, el deber y todo lo demás. Estuvo a punto de convencerme, Mike. Quería creer de verdad que él poseía información desconocida para nosotros, como que había reinas zerg en el corazón de Tarsonis, dirigiendo el cotarro a través de dirigentes marionetas, sacrificando a la población y devorando bebés en las calles. —Inhaló hondo—. Pero, mientras escuchaba, me fijé en el mapa de Tarsonis sobre el planeta que había a sus espaldas.
—Conozco esa pantalla —dijo Mike—. Es su juguete favorito.
Kerrigan soltó un bufido de desdén.
—Ante mis propios ojos, el monitor se volvió de color rojo. Todo él, rojo por los zerg que llegaban. —Miró a Mike, esperando ver la confirmación en sus ojos—. No había zerg en Tarsonis antes de que él activara los emisores psi —dijo, con un hilo de voz—. Ni uno. No era como en los planetas de Sara, o incluso Antiga Prime, donde ya había algunos y dábamos el mundo por perdido. Aquí no había nada que supusiera una amenaza para los humanos. —Respiró hondo y cerró los ojos—. Ahora llegan zerg de todas partes. Están en el planeta. Arcturus no se ha acordado de las unidades que combaten en estos momentos. Ni siquiera se ha molestado en recoger a los equipos que colocaron los emisores psi fuera del planeta. Los ha dejado ahí. "Los sacrificios son necesarios", me dijo, con esa voz suya tan calmada y satisfecha, como quien pide un café.
Mike pensó en el equipo que había aterrizado en la Plaza Atkin, y esperaba que la turbación de Kerrigan le impidiera captar sus suposiciones.
—De acuerdo. Te ha dicho todo eso. Y luego, ¿qué ha ocurrido?
—Y luego informaron desde el puente acerca de una pelea entre Jim y Duke. —El rostro de Kerrigan volvía a ser una nube de tormenta—. Y me pidió que me marchara. Me dijo que tenía que irme, así de sencillo. Y yo... yo perdí los nervios.
—Nos pasa a todos. Motivos no nos faltan.
—Mike, no tenía excusa para hacer esto. Yo creía que era un farol, o que Tarsonis ya estaba infectado, o que se trataba de un plan maestro. Resulta que es sólo que Arcturus tiene un martillo, y cuando tienes un martillo, todos los problemas te parecen clavos.
Mike recordó cómo había empleado Mengsk la misma analogía. Parecía que hiciese media vida de aquello.
—Tranquila. —Mike se acercó para cogerla por los hombros. Kerrigan no se apartó.
—Y Mike —susurró—, cuando me enfadé tanto con él, miré. Es decir, me asomé a su interior.
Michael esperó a que continuara, pero Kerrigan se limitó a negar con la cabeza. Cuando volvió a hablar, fue con un siseo apenas audible.
—Qué bastardo —escupió.
—Mira, he mandado a Jim a sus aposentos y le he pedido que se rodee de amigos. Creo que tú te cuentas entre ellos.
Kerrigan levantó el rostro hacia Mike y, por un brevísimo instante, pareció vacilar. Hasta que una sonrisa cansada tiró de las comisuras de sus labios.
—No, mejor no. Ahora mismo estoy demasiado alterada... Jim me haría sentir... —Exhaló con fuerza y meneó la cabeza—. Necesito pasar un momento a solas. Tengo que asegurarme de que todavía puedo confiar en mí misma. Asegurarme de que sé que puedo hacer lo que sea necesario. A pesar de esto, sigo siendo una buena soldado, y tengo una misión que cumplir. A lo mejor sale algo bueno de todo esto. ¿De acuerdo?
Mike no estaba de acuerdo, pero dijo:
—Claro.
Kerrigan esbozó una sonrisa.
—Aunque no fuese telépata, sabría que mientes. En eso tiene razón Mengsk. Quieres salvar a todo el mundo de sí mismo. Me gustaría que supieras que es... elogiable.
—Cuídate.
—Sé cuidar de mí misma. —Kerrigan consiguió ofrecer una franca y amplia sonrisa—. No soy ninguna mártir. Demonios, a veces hasta me lo llego a creer. Dile a Jim... —Guardó silencio y volvió a sacudir la cabeza.
—¿El qué? —inquirió Mike, a la expectativa de lo que tuviera que decir.
—Nada. Dile que se cuide él también, ¿vale? De mi parte.
Dicho lo cual, se fue, en dirección a las plataformas de las naves de salto. Mike observó cómo recorría el pasillo a largas zancadas, despojándose de la intranquilidad y la inseguridad igual que deja atrás la crisálida una mariposa.
Deseó que desapareciera aquella sensación en el estómago. Estaba seguro de que pasaría mucho tiempo antes de que volviera a verla en carne y hueso.
Cogió el ascensor hacia la plataforma de observación. Allí estaba Arcturus Mengsk, con las manos detrás de la espalda, viendo cómo se llenaba de triángulos rojos la pantalla de Tarsonis. La ocupaban casi por completo, interrumpidos tan sólo por las brillantes marcas amarillas de las tropas confederadas.
Mike se percató de que el tablero de ajedrez había sido arrojado al otro lado de la estancia, y de que las piezas estaban desperdigadas por todas partes. Sin duda, Kerrigan había perdido los estribos.
Mengsk le dio la espalda al mapa. Su barba jaspeada parecía ahora más blanca que negra.
—Ah, el tercero de mis brillantes rebeldes. Me preguntaba cuándo pensarías aparecer. De hecho, esperaba que fueses el primero en plantarte aquí esgrimiendo exigencias e insultos, y no la buena de la teniente. Debes de haberle causado una fuerte impresión.
—Yo no he hecho nada —dijo Mike—, salvo estar a su lado mientras usted condenaba a muerte a otro planeta.
—Una muerte es una tragedia, un millón de muertes es una estadística.
—¿Tiene una base de datos llena de citas para justificar sus excesos? —preguntó Mike, entornando los ojos.
Mike esbozó una sonrisa desprovista de humor.
—¿Significa eso que ya ha desistido de su empeño por salvar mi alma? Espero que no, porque, cuando tengamos éxito, me harán más falta que nunca hombres como tú para levantar el nuevo orden universal. Para ayudar a formar el orden necesario para repeler la amenaza alienígena.
—¿Amenaza alienígena? —Mike escupió las palabras—. ¿Esa amenaza que usted ha arrojado sobre este mundo? ¿Es ésa la amenaza alienígena a la que se refiere?
Mengsk ladeó la cabeza y frunció el ceño, como si la respuesta de Mike le hubiera decepcionado. Detrás de él, el monitor continuaba latiendo y destellando. Habían aparecido unos triángulos blancos y azules en el borde de la pantalla.
—No me esperaba que Sarah subiese aquí. Tampoco me esperaba que Raynor la emprendiera a puñetazos con un general. Eso ha sido imprudente e inconveniente. Voy a tener que limar algunas asperezas por aquí.
—¿Asperezas? Han estado a punto de matarse.
Mengsk volvió a sacudir la cabeza, y Mike se dio cuenta de que el hombre estaba minimizando los problemas, del mismo modo que minimizaba la gravedad de la situación de Tarsonis. Los minimizaba hasta el punto en que podían ser ignorados, barridos bajo la alfombra, olvidados.
Su propio campo de torsión de la realidad, pensó Mike.
—El general Duke es, en el fondo, un cobarde. Yo le proporciono el coraje para seguir adelante. James, por otra parte, es todo coraje y honor a la espera de estallar. Un arma cargada en busca de blancos. Yo le he dado una dirección. Le he proporcionado sus objetivos. Los dos son muy útiles en sus respectivos campos y, cuando hayamos tomado Tarsonis, todo esto se quedará en agua de borrajas. Ninguno de ellos podría sobrevivir sin mí. Ya se darán cuenta de que, si quieren seguir siendo viables, tendrán que seguir mis directrices.
—¿No son más que fichas de ajedrez para usted?
—Fichas, no. Herramientas. Herramientas útiles y llenas de talento. Y sí. Raynor, Duke, los zerg, los protoss. Sí, incluso la querida teniente Kerrigan y tú no sois más que herramientas para alcanzar un bien mayor, un futuro mejor. Sí, tal vez el panorama no parezca demasiado esperanzador en estos momentos, admito mi parte de culpa, pero piensa en esto: si todo es tan terrible ahora, ¿cuánto mejor será cuando tomemos el relevo, eh?
—No mire —dijo Mike, mirando por encima del hombro de Mengsk, hacia el monitor—, pero me parece que sus herramientas se están atacando entre sí.
—¿Eh? —Mengsk giró en redondo y miró la pantalla. Los primeros triángulos blancos y azules, símbolos de los protoss, estaban cayendo sobre el planeta. Los triángulos rojos de los zerg se dispersaban a su paso formando ondas. Era como si los protoss fuesen piedras arrojadas a un estanque escarlata.
—Qué mal —musitó Mengsk—. Mal, muy mal. No esperaba que llegaran tan pronto. Pero que muy mal.
—Oh, Dios. Así que no se lo esperaba. —La sorpresa hizo parpadear a Mike. Con el nerviosismo de su estómago convertido en gélido temor, añadió:— ¿Por qué será que eso no me supone ningún alivio?
_____ 16 _____
Brumas de guerra
No nos engañemos, los zerg y los protoss tenían nuestras cabezas en bandeja. Sí, no se parecían a nada de lo que hubiésemos visto antes. Sí, su biología era diferente. Sí, su tecnología, o lo que nosotros entendíamos por tal, era más avanzada que la nuestra en una decena de áreas. Y, desde luego, eran beligerantes y agresivos en grado sumo, sabían donde estábamos y la sorpresa jugaba a su favor.
Pero (y éste es un Pero con pe mayúscula), los humanos debemos de ser los tíos más tercos de toda la galaxia. Llevábamos peleándonos entre nosotros desde que aparecimos en el sector, y habíamos mejorado nuestra tecnología bélica hasta un punto en el que nos equiparábamos con ellos en más de un sentido. Teníamos las ventajas de las líneas interiores de abastecimiento (jerga militar para "rodeado ") y el terreno nativo (jerga militar para "vamos a pegarnos con ellos en la sala de estar "). Podríamos haber acabado con ellos si hubiésemos aunado nuestros esfuerzos.
¿Qué es lo que ocurrió? Lo mismo que nos convertía en buenos guerreros (lo mismo que nos impulsaba a pelear entre nosotros), también nos impidió sumar fuerzas en el momento de mayor necesidad. No podíamos unirnos bajo un estandarte, ni siquiera formar una coalición. De hecho, cada vez que se presentaba la oportunidad, una facción o la otra hacía algo para ser la primera en satisfacer sus propios planes políticos. A menudo, a expensas del resto de la humanidad. No me imagino al enjambre de zerg ni a los refulgentes protoss víctimas de impulsos básicos tan humanos como la codicia, la sed de poder y la pura testarudez. Impulsos humanos básicos todos ellos, desde luego, por eso eran no humanos los que nos estaban dando para el pelo.
—EL MANIFIESTO DE LIBERTY
—¿No lo sabías, verdad? —preguntó Mike—. ¿No sabías que los protoss vendrían aquí? ¿Cómo es posible?
—Cachorro insolente —espetó Mengsk. Se acercó a su consola y escrutó una docena de pantallas al mismo tiempo—. Pues claro que sabía que los protoss iban a venir. Persiguen a los zerg como si fueran amas de casa cazando moscas con un periódico enrollado, esperando a que aparezcan para despachurrarlos. Lo que no me esperaba era que aparecieran tan pronto.
Mike sonrió, contra su voluntad. Cualquier cosa capaz de molestar al gran Arcturus Mengsk bastaba para hacerle feliz. Y, bien considerado, si los protoss se habían puesto en contacto con Mengsk, probablemente lo reconocerían como al político falso que era y habrían estado esperando en el espacio de torsión a la espera de que hiciera algo así.
Mengsk se paseó delante de un varias pantallas. Profirió una maldición ahogada. Al cabo, accionó un conmutador y exclamó:
—¡Duke!
El rostro vapuleado del general apareció en el monitor.
—Señor, ¿ha considerado mi propuesta referente al capitán Raynor?
—Ahórrate tus insignificantes altercados —espetó Mengsk—. Reúne a los comandantes de la zona. Los protoss están aquí.
—Sí, señor, lo sabemos —dijo Duke, orgulloso—. Pero eluden nuestras fuerzas y se concentran en las colmenas de los zerg. —Guardó silencio y parpadeó, ajeno al hecho de que aquello pudiera ser una mala señal.
—Si las fuerzas de los protoss llegan hasta los zerg —dijo Mengsk, recalcando cada palabra—, éstos se pelearán con ellos y no con los confederados. Si los protoss llegan hasta los zerg, los confederados podrían escapar. ¡Las Antiguas Familias huirían y, con el ellas, el corazón del poder de la Confederación!
Duke volvió a parpadear. Se le desencajó el rostro.
—Entonces, tenemos que detener a los protoss. Puedo enviar un mensaje pidiéndole a esos moscones relucientes que se retiren.
Mengsk le ignoró y accionó más conmutadores.
—Envíe a la teniente Kerrigan con una fuerza de asalto para interceptar a la avanzadilla de los protoss. El capitán Raynor y el general Duke permanecerán en la nave de mando.
El rostro colérico de Raynor, tan rojo como la superficie de Tarsonis, apareció en otra pantalla.
—¿Primero le vende a los zerg hasta la última persona de este mundo, y ahora nos pide que detengamos a los protoss? Está chiflado. ¿Y va a enviar a Kerrigan allí abajo sin ningún apoyo?
El rostro de Mengsk había pasado de la agitación de la sorpresa a la seguridad de la calma. La burbuja de realidad se había estremecido, que no roto. Mike se preguntó qué haría falta para que se desplomara la fachada de aquel hombre, y qué ocurriría cuándo se le cayera la máscara. ¿Habría siquiera un semblante real que revelar?
Mike se dio cuenta de que podía quedarse, meter cizaña y discutir, y puede que incluso obtuviera alguna respuesta iracunda del terrorista. Mengsk comenzaba a ofrecer el aspecto de quien tiene un pie en el aire al borde del precipicio, pero tenía razón en una cosa: Michael Liberty ya no pensaba intentar salvar el alma de Arcturus Mengsk.
Había otras personas más necesitadas de su ayuda.
Mike partió en busca del ascensor. Tras él, Mengsk dijo, con calma:
—Tengo una confianza absoluta en la habilidad de Kerrigan para mantener a raya a los protoss.
Las puertas del ascensor se cerraron mientras la voz de Raynor espetaba:
—Esto es una mier...
Mike bajó al lugar donde, esperaba, Raynor había reunido a algunos aliados.
Sin proponérselo, rezó para que Kerrigan hubiese cambiado de opinión y estuviese allí también.
* * *
Había cerca de dos docenas de hombres en el barracón de Raynor. Algunos ya se habían embutido sus armaduras de batalla. Otros se apresuraban a imitarlos. Raynor estaba delante del comunicador.
Kerrigan no estaba allí físicamente. Sin embargo, su voz, aflautada en el receptor de pulsera, resonaba en el cuarto.
—¡No le debes tanto! —exclamó Raynor—. Demonios, te he salvado el trasero en infinidad de... Kerrigan lo interrumpió.
—Jimmy, déjate de monsergas en plan cabañero de brillante armadura. A veces te queda bien, pero no... —Una pausa, como si recapacitara— no ahora. —Sonaba cansada y abatida. Casi derrotada—. No me hace falta que me rescaten. Sé lo que me hago. Cuando nos hayamos ocupado de los protoss, podremos centrarnos en los zerg. —Inhaló con fuerza—. Arcturus entrará en razón —dijo, aunque a Mike le pareció que no sonaba demasiado esperanzada—. Sé que lo hará.
Los labios de Raynor eran una fina línea enmarcada por su barba rubia anaranjada.
—Espero que te vaya bien, querida... Buena caza.
Apagó el comunicador y miró a Mike.
—Vamos tras ella —dijo éste, lisa y llanamente.
—Ya te digo que si vamos. Vístete. Trae tu equipo. Tal vez no nos reciban con los brazos abiertos a nuestro regreso.
Mike se deslizó dentro de uno de los trajes de combate vacíos.
—Mengsk la ha cagado de lo lindo. —Sus manos volaban automáticamente de las junturas a los sellos—. Cuando Kerrigan se enfrente a los protoss, nos tratarán como a enemigos. A todos. Y hay un montón de maquinaria protoss flotando por el sistema en estos precisos momentos, en órbita alrededor de Tarsonis.
Raynor gruñó su aquiescencia mientras repasaba los sistemas de su traje. Había remendado casi todo el daño que le infligiera Duke con anterioridad, pero Mike se fijó en que algunos de los chivatos seguían parpadeando con una fea luz amarilla bajo su visor.
—Así que tenemos que esquivar a los pájaros de los protoss además de a los zerg —comentó Raynor—. ¿Es que nunca nos lo van a poner fácil?
—Por eso nos encanta el riesgo —dijo Mike, más para sí que para nadie más. Cogió la mochila llena de información robada y, en el fragor del momento, colocó su viejo abrigo, el regalo de la sala de prensa, en lo alto. Presentaba quemaduras de láser, manchas de sangre y de otros fluidos menos reconocibles, y se había tostado bajo soles extraños. Estaba raído, ajado y desteñido.
Casi como yo, pensó Mike, empujando el abrigo con fuerza dentro de la mochila, de modo que encajara todo. No había nada más que quisiera conservar de la taquilla. Levantó la bolsa, se la echó a la espalda de su armadura y siguió a Raynor al exterior.
La nave había entrado en alerta roja en cuanto aparecieron los protoss. Los hombres de Raynor atravesaban pasillos iluminados de escarlata en dirección a las plataformas de las naves de salto. Mike podía sentir las fuerzas G a través de la coraza; la gran nave de mando estaba abriéndose paso a través de algo, aunque no podía saber si se trataría de escombros o de fuego enemigo.
—¿Crees que conseguiremos salir de la nave? —preguntó, cuando llegaron a la plataforma de aterrizaje.
—Claro —repuso Raynor—. Los pilotos de las naves de combate son buena gente. No temen la ira de Duke, ni a nada, ya puestos. Siempre pueden decir que les amenacé para que nos bajaran.
—Tal vez no teman mi ira, pero tú deberías —intervino el general Duke, desde las sombras.
Las luces cambiaron del rojo al amarillo, y Mike vio a Duke de pie en medio de las naves de salto, junto a dos escuadrones de marines. Sus armas apuntaban a los hombres de Raynor. Duke acunaba su propia arma, un rifle gauss confiscado, con el brazo izquierdo. La mano diestra pendía inútil a un costado.
—¿Ibas a alguna parte, muchacho? —dijo Duke. Una amplia sonrisa apareció por encima del cierre hermético de su casco. Seguía teniendo sangre seca en la comisura de los labios. Tal vez fuera para él como una medalla al honor, pensó Mike, o una afrenta a reparar.
—Vamos en pos de Kerrigan —dijo Raynor—. Necesita apoyo, da igual lo que diga Mengsk.
—Esa cría necesita únicamente lo que Mengsk diga que necesita —roncó Duke—. Pero me alegro de que os hayáis tomado la molestia. Ahora dispongo de una prueba sólida de amotinamiento, y de los traidores para acompañarla.
Mike estudió a los marines. Todos habían sido resocializados neuronalmente y, peor aún, estaban cargados hasta las orejas de estimulantes. Sus pupilas eran prácticamente invisibles. En ese estado, era como si estuvieran conectados al sistema nervioso de Duke. En cuanto el general diera la orden, saltarían de forma automática, o dispararían, o se tirarían al suelo para hacer veinte flexiones, sin pensárselo dos veces.
Por tanto, la solución consistía en evitar que el general diera esa orden.
—Mengsk se sentiría muy decepcionado si nos matara.
Duke estalló en carcajadas.
—Le responderé con una de sus citas favoritas: "Es más fácil buscar perdón que ganarse el permiso". A ver, los muchachos que vais con Raynor, tirad las armas ahora mismo y rendíos. Tal vez así os deje con vida.
Raynor no se movió. Tras él, Mike podía oír cómo algunos de sus guardabosques comenzaban a depositar los rifles sobre la cubierta, despacio.
En ese momento, el Hyperion se escoró violentamente. Algo grande había golpeado contra uno de sus costados. Los marines, gracias a las pesadas suelas de sus botas, se balancearon en el sitio, y la puntería de Duke se desvió por un instante.
Cuando volvió a enderezar el arma, Raynor ya había desenfundado su rifle y le apuntaba con él.
—Esto se pone cada vez mejor —dijo Duke, exhibiendo una sonrisa cuajada de dientes tan grandes como amarillos.
—No creo que tengas agallas —amenazó Raynor.
—Tú guiña un ojo, muchacho, y mis hombres te darán tanto plomo que podrás montar una herrería. Vamos, tira el arma a la de tres. Uno... Dos...
Se dejó oír un chirrido estridente, y el hombro de Duke estalló en una lluvia de metal fundido. Todos los marines dieron un respingo apuntaron con sus armas en todas direcciones, pero no dispararon. Les había ordenado que esperaran hasta que les dieran la orden.
El general se calló de rodillas, muy despacio. Su arma traqueteó en el suelo. Su armadura siseó cuando los anillos de presurización aislaron el hombro herido y las ampollas médicas bombearon narcóticos dentro del torrente sanguíneo del general.
Se levantó una voluta de humo del cañón de la pistola de agujas. Mike amartilló el arma y otra ronda ocupó su lugar con un chasquido.
—Me parece que ya va siendo hora de que cierre la boca —le dijo Mike al general.
—Puedo hacer que te frían en el sitio —dijo Duke. Los medicamentos de la armadura comenzaban a surtir efecto, y su voz sonaba pastosa.
Mike avanzó dos pasos.
—Adelante. Usted irá primero. Dé la orden, general.
Duke vaciló, su visión se tornó borrosa por un momento cuando las drogas alcanzaron su sistema de lleno. Se mantenía despierto por pura tozudez.
—No tienes agallas —consiguió balbucir.
—Póngame a prueba. Ya he aprendido a disparar a blancos humanos.
El silencio imperó en la plataforma de aterrizaje por un momento, hasta que lo rompió Raynor.
—Señores, recojan sus armas. Nos vamos de aquí.
Los hombres de Raynor recuperaron sus rifles y se abrieron paso a través de los marines rebeldes. Sin las órdenes específicas de Duke, no podían abrir fuego sobre blancos posiblemente amistosos. Raynor se detuvo junto a Mike y Duke, de rodillas.
—Ve tú delante —dijo Mike—. Ya os alcanzaré.
El rostro de Duke se había vuelto ceniciento, y las pupilas habían desaparecido de sus ojos lechosos. No quedaba en él ningún pensamiento racional, tan sólo el odio y la cobardía se debatían dentro de su mente.
—Si alguna vez vuelvo a verte —siseó—, te mataré.
—Más le vale que apunte bien a mi espalda —repuso Mike—, porque ésa será la única forma de que pueda disparar usted primero.
Las drogas se apoderaron de Duke, que se desplomó de espaldas.
Mike se volvió hacia los marines con cara de zombis.
—Llévenlo a la enfermería y despejen la pista para el despegue.
Los marines respondieron con un gruñido y, tras recoger a su líder caído, se marcharon.
Mike corrió hacia la nave de salto. Los motores ya habían comenzado a silbar cuando enfiló la plataforma levadiza.
Raynor no se había equivocado con respecto a los pilotos de las naves de salto. El piloto había tecleado las coordenadas y había solicitado los permisos antes de que Mike llegase a bordo. Habían comenzado a evacuar la atmósfera y la nave de salto salió disparada del Hyperion para adentrarse en el caos.
El espacio estaba desmoronándose a su alrededor. El Hyperion volaba a través de un campo de escombros, algunas de las piezas aún ardían mientras el aire se escapaba del casco agujereado, restos de otra nave humana que había sucumbido al paso de los protoss. Los rayos de energía hendían el vacío, abrasando las retinas de los observadores.
Mike entró en la carlinga de comunicación/navegación tras la cabina del piloto.
—Intentaré sacar de ahí a la unidad de Kerrigan.
—Eso no va ha hacerle ninguna gracia —dijo Raynor, sombrío, antes de añadir—: De todos modos, hazlo.
Los inmensos cargueros de los protoss surcaban el espacio como bestias imponentes, con sus bandadas de cazas revoloteando alrededor igual que moscas doradas. Naves en forma de media luna descendían en espiral sobre el planeta, y cazas como agujas y exploradores de plata y piedras preciosas buceaban en el campo de escombros.
A sus espaldas, el Hyperion ardía en media docena de puntos. Nada que revistiera gravedad pero, por el momento, Mengsk tendría que preocuparse de algo más que de un antiguo grupo de partidarios ausentes sin permiso. El cañón Yamato del crucero de batalla perforó el cielo con repetidas andanadas, disgregando unidades de cazas protoss.
—¡Tenemos más compañía! —exclamó el piloto de la nave de salto—. ¡Abróchense los cinturones y agárrense fuerte!
Los zerg comenzaban a despegar de Tarsonis. Los grandes cañones voladores, naranjas con alas púrpuras, se estrellaron a cientos contra los cargueros de los protoss. Los siguieron los cangrejos voladores, de mayor tamaño, que parecían menos afectados por los pequeños cazas que los mutaliscos. Ante los ojos de Mike, uno de los cangrejos se zambulló en la turbina de uno de los cargueros, y toda la nave protoss se convirtió en una bola de fuego blanco y azul.
Un par de mutaliscos alados reparó en la nave de salto y se abalanzaron sobre ella, con las entrañas vomitando glóbulos anillados de materia biliosa.
Los rebeldes disponían de escasos recursos que invertir en las defensas de las naves de salto. El piloto masculló una maldición e intentó alejarse de la ruta de colisión.
Mike se dio cuenta de que no iban a conseguirlo y se sujetó anticipando el impacto con el salivazo ácido de los zerg.
Un trío de relámpagos redujo a los mutaliscos atacantes a harapos orgánicos, destrozando sus alas con ruego de láser. Tres Espectros A-17 atravesaron los restos de los zerg como una exhalación y Mike acertó a atisbar la insignia confederada de los pilones de las naves. Desaparecieron, en busca de nuevos aliados y nuevos objetivos.
—¿Ha habido suerte? —preguntó Raynor, por encima del hombro de Mike.
—El tráfico está imposible. Espera. Tengo algo. Está transmitiendo. Lo pondré en la pantalla.
—Aquí Kerrigan. —En el monitor, su rostro se veía exhausto y macilento. Asustada, pensó Mike, y un escalofrío se apoderó de él—. Hemos neutralizado las unidades terrestres de los protoss, pero hay una oleada de zerg que avanza hacia esta posición. Necesitamos evacuación inmediata.
Otra pantalla cobró vida con un parpadeo y el semblante de Mengsk se hizo visible. Algo chisporroteaba intermitentemente cerca de su cara, consiguiendo que apareciera y desapareciera igual que el gato de Alicia.
—Orden denegada —escupió el líder rebelde—. Nos vamos.
Raynor descargó un puñetazo sobre el botón del micrófono.
—¿Cómo? ¿No irá a abandonarlos?
Si Mengsk había escuchado la pregunta de Raynor, no dio muestras de ello. Debido a la interferencia, era probable que no hubiese oído nada.
—Que todas las naves se preparen para alejarse de Tarsonis cuando yo dé la orden.
Un estallido de estática borró la señal de Kerrigan. Algo gordo había caído cerca de ella. Al cabo, regresó.
—¿Chicos, me oís? ¿Qué pasa con la evacuación?
—Maldito seas, Arcturus —masculló Raynor—. No lo hagas.
Mengsk continuó apareciendo y desapareciendo. Por fin, la señal llegó alta y clara.
—Avisen a la flota y sáquennos de la órbita. ¡De inmediato!
—¿Arcturus? —dijo Kerrigan, comparada con Mengsk nada más que un fantasma en la pantalla—. ¿Jim? ¿Mike? ¿Qué demonios está ocurriendo ahí arriba...?
En ese momento, las brumas de la guerra se la tragaron y las pantallas sólo registraron estática.
Raynor golpeó la consola de navegación/comunicación, presa de la frustración.
—El que lo rompe lo paga —dijo el piloto, al tiempo que lanzaba la nave de salto a una espiral en picado para despegarse de la persecución de un par de cangrejos. Con nervios de acero, zambulló el transbordador bajo un explorador protoss, que pasó a convertirse en el nuevo blanco de los cangrejos.
Mike rastreó la localización de la retransmisión de Kerrigan e introdujo las coordenadas en el timón. La nave osciló y se balanceó para emprender una nueva ruta.
A su alrededor nacían y morían nuevas estrellas en cuestión de instantes. El mayor peligro en esos momentos lo constituían los restos de las naves abatidas. El piloto maldijo en un par de ocasiones cuando tuvo que virar de repente para evitar que algún trozo de fuselaje atravesara el casco.
Por fin entraron en la atmósfera, con las escotillas tintadas de naranja a causa del fuego de la reentrada. El grueso de la batalla quedaba ya sobre sus cabezas. Ya sólo tenían que preocuparse de las unidades de tierra.
Abajo, lo mismo que arriba. Sobrevolaban a baja altura la superficie cuajada de escombros del planeta. Las imponentes ciudades de Tarsonis estaban ardiendo, las amplias plazas estaban llenas de cascotes y las espiras que apuntaran al sol ya no eran más que un conjunto de colmillos erráticos y astillados. El cristal de los grandes edificios había quedado reducido a añicos, dejando al descubierto los deformes esqueletos de acero. Una guadaña gigante había segado tres bloques enteros, desembocando en los restos tullidos de un carguero protoss, del que emanaban radiaciones de otro mundo por cada junta destrozada.
Los edificios se reducían de tamaño a medida que los rebeldes volaban hacia los sembrados y los suburbios, pero la devastación seguía siendo considerable. Mike veía los cráteres allá donde las naves se habían hundido en la superficie. También allí había incendios abrasadores que consumían hogares y campos por igual y, moviéndose entre ellos, guerreros de todos los bandos.
Aparecieron nuevos edificios junto al paisaje arrasado, los de los invasores alienígenas. El escalofrío se había propagado por todas partes, y las letales estructuras con cabeza de amapola se erguían hacia el cielo. Nidos rodeados de huevos latientes salpicaban el panorama.
Entre los escombros se apreciaban otras estructuras. Doradas, con imposibles contrafuertes y majestuosos tejados, de superficies de espejo de cristal irrompible. Los protoss estaban levantando sus defensas en Tarsonis.
Tal vez crean que haya algo que merezca la pena salvar, pensó Mike. Eso significaba que depositaban más fe en la humanidad que Mengsk.
El suelo bullía de zerg y, entre ellos, como relucientes caballeros, avanzaban los guerreros protoss, dejando una estela de cadáveres supurantes. Arañas mecánicas de cuatro patas recorrían las ruinas, y seres enormes que se asemejaban a orugas acorazadas asaltaban las colmenas de los zerg. Cazas finos como lanzas se batían con los colosales zerg con guadañas que segaban a los guerreros protoss igual que el granjero se abre paso en un trigal.
—Ya tendríamos que estar cerca —dijo Mike.
La radio crepitó y chirrió, y se escuchó una voz de hombre, joven y asustado.
—...esperando la evacuación. Tenemos civiles y heridos. Podemos ver su nave. ¿Les queda sitio en esa bañera?
Raynor se abalanzó sobre la radio.
—Teniente Kerrigan, ¿está usted ahí?
—Kerrigan no, señor —fue la respuesta entrecortada—. Pero estamos en serios aprietos. Hay zerg por todas partes, y se preparan para otro asalto. Si nos vamos ahora, no nos iremos nunca. —Se apreciaba un dejo de temor en la voz.
Mike miró a Raynor. El rostro del hombretón era inescrutable, como un molde de barro del original. Al cabo, respondió:
—Vamos a bajar. Díganles que vamos para allá.
Mike asintió y dijo:
—Pero Kerrigan...
—Ya lo sé. —Por encima del siseo de fondo del comunicador, Mike juraría que había oído el sonido de un corazón al romperse. El antiguo agente de la ley inhaló hondo y añadió:— Mengsk abandonaría a esta gente igual que a los demás. Nosotros no. Espero que sea esto lo que nos hace mejores que él.
La nave de salto se posó al borde de un colegio venido a bunker, y los refugiados comenzaron a salir en desbandada incluso antes de que el piloto encendiera los retropropulsores. Los conducía un crío larguirucho que se cubría con los harapos de un traje de combate. Algún voluntario procedente de un Mundo Limítrofe y enrolado en la rebelión de Mengsk. Mike no lo había visto antes.
El muchacho se cuadró ante Raynor.
—No sabe cuánto me alegro de verle. Había escuchado la orden de salir por patas, pero no vino nadie a por nosotros. Hay zerg por todo el flanco norte. Algunos protoss los mantuvieron a raya por un momento y nos dieron un respiro, pero creo que los bichos se acercan de nuevo. El escalofrío ya está a medio camino de aquí, y no hay nada que podamos hacer al respecto.
—¿Qué unidad es ésta? —preguntó Raynor, lacónico.
El joven parpadeó.
—No formamos ninguna unidad, señor. Habrá unas seis unidades, o lo que quede de ellas, aquí encerradas. Confederados y rebeldes, señor. Cuando los zerg comenzaron a apiñarse y los protoss empezaron a fumigar, fue un sálvese quien pueda.
—¿Ha oído algo acerca de una tal teniente Kerrigan? Tenía que enfrentarse a los protoss cerca de aquí.
—No, señor. Uno de los rezagados dijo que había una unidad luchando contra los protoss en lo alto de la cordillera. —Señaló en dirección a los zerg—. Si es así, me temo que los zerg se los habrán cargado.
Raynor inhaló hondo.
—Sube a tu gente a la nave de salto. No te preocupes por la artillería. Déjala aquí. No es probable que la utilicen los zerg ni los protoss. Despegamos dentro de dos minutos.
Mike se acercó a Raynor.
—Todavía podemos ir a buscarla.
Raynor negó con la cabeza.
—Ya has oído al muchacho. Vienen más zerg. Con los rebeldes de Mengsk replegándose, todo el planeta va a estar cubierto de alienígenas en menos de lo que canta un gallo. La nave de salto no tiene defensas, y hay civiles a bordo. Tenemos que salir de aquí ahora mismo y rezar para que alguien nos saque del sistema antes de que todo se vaya al garete.
Mike apoyó una mano sobre el hombro de Raynor.
—Lo siento.
—Ya lo sé. Que dios se apiade de mí, ya lo sé.
_____ 17 _____
Caminos par tomar
La Confederación murió junto a Tarsonis. Allí había acumulado tanto poder y prestigio que arrastró al resto de la Confederación en su caída.
Arcturus Mengsk hizo de médico forense, desde luego, realizó la autopsia y declaró que el paciente había fallecido de una gigantesca indigestión de zerg, agravada por traumatismo protoss. La ironía de que las huellas dactilares de Mengsk estuvieran por toda el arma asesina de la Confederación le importó bien poco a muchos y fue ignorada por la mayoría. Como cabría esperar, no era algo que saliera en las noticias de la RNU por aquel entonces.
Antes de que el último soldado confederado fuese engullido en una colmena zerg, Mengsk declaró el Dominio Terráqueo a fin dé unir a los planetas supervivientes, un reluciente nuevo fénix que se alzaría de las cenizas y hermanaría a toda la humanidad. Sólo si permanecíamos unidos, declaró el líder rebelde, podríamos derrotar a la amenaza alienígena.
El primer dirigente de este flamante gobierno fue el emperador Arcturus Mengsk I, elevado al trono por petición popular.
La ironía de aquel último detalle, de que la petición más sonora fuese la del propio Mengsk, también pasó desapercibida para la mayoría de la población.
—EL MANIFIESTO DE LIBERTY
Aun cuando no les sobrara el tiempo, volaron en círculo durante otros veinte minutos, buscando rezagados que se hubieran quedado en tierra. Lo único que encontraron fueron montones de zerg y tierras devoradas por el escalofrío. Por fin, atendiendo a las repetidas protestas del piloto de la nave de salto, se elevaron. Bajo ellos, el suelo arrasado por los zerg construía nuevas estructuras de carne gótica. Los haces de luz de las armas de los protoss restallaban en el horizonte igual que una tormenta eléctrica de verano.
Mengsk se puso en contacto con la nave de salto mientras ascendía, en una llamada general a todas las naves de la zona. El rostro del terrorista estaba sereno, pero era una serenidad pétrea que no conseguía traspasar los límites del monitor. Sus ojos resplandecían de avaricia.
—Caballeros, lo han hecho muy bien, pero recuerden que aún queda trabajo por hacer. Se han sembrado las simientes de un nuevo imperio, y si esperamos recoger la cose...
Raynor se inclinó hacia la cámara montada en el monitor y accionó un conmutador.
—¡Bah, vete al infierno! —gruñó.
Mengsk lo oyó. Las pobladas cejas se juntaron entre los ojos del líder rebelde.
—Jim, comprendo tu naturaleza impulsiva, pero estás cometiendo un tremendo error. No te interpongas en mi camino, muchacho. Ni se te ocurra cruzarte en mi camino. He sacrificado demasiadas cosas como para permitir que esto se desmorone.
—¿Te refieres a que has sacrificado a Kerrigan? —espetó Raynor.
Mengsk retrocedió como si Raynor hubiese atravesado el espacio y le hubiera abofeteado. Enrojeció.
—Te arrepentirás. Me parece que no te das cuenta de cuál es mi situación. Nadie va a detenerme.
Raynor por fin había resquebrajado la gruesa costra que cubría al líder de la rebelión y había descubierto al hombre que yacía debajo. Mengsk se había enfadado, las venas se abultaban en la base de su cuello.
—Nadie va a detenerme —repitió—. ¡Ni tu, ni los confederados, ni los protoss, ni nadie! Voy a gobernar este sector o veré cómo se convierte en cenizas a mi alrededor. Si alguno de vosotros intenta cruzarse en mi...
Raynor apagó el sonido y vio cómo Mengsk escupía y aullaba en silencio en la pantalla.
—Le has tocado la fibra —dijo Mike—. Por fin.
—Será por algo que he dicho —repuso Raynor, aunque no sonrió cuando lo dijo.
Inmersos en el silencioso zumbido de la nave de salto, Mike añadió:
—Siento lo de Sarah. —No sonaba mejor que antes, en la superficie.
Raynor se sentó junto a Mike y observó la cubierta por un momento.
—Ya, también yo. No tendría que haber permitido que fuera sola.
—Sé por lo que estás pasando.
—¿Qué, ahora también tú eres telépata?
Mike se encogió de hombros.
—Soy humano. Eso es lo que importa. Ha sido una guerra muy larga. Todos hemos sufrido pérdidas. Todos hemos visto cosas que preferiríamos no haber visto. Un hombre muy listo me dijo una vez que los vivos se sienten culpables por seguir vivos. Y no, no es culpa tuya.
—Pues lo parece. —Se produjo el silencio en la cabina de la nave de salto. Al cabo, el otrora agente de la ley meneó la cabeza—. No se ha terminado. A los protoss y a los zerg se la traerá floja que sea Mengsk el que dirija ahora el cotarro. No les importan las guerras humanas ni los líderes humanos. Pelean por todo el espacio humano. No se ha terminado.
—Para mí sí. No soy ningún guerrero. He jugado a serlo, pero soy un reportero. Mi sitio no está en el campo de batalla, sino detrás de un teclado o enfrente de una holocámara.
—El universo ha cambiado, hijo. ¿Qué planes tienes?
Le tocó a Mike tomarse su tiempo antes de responder.
—No lo sé —dijo, al cabo—. Quiero ayudar, supongo. Eso no puedo evitarlo. Pero tendrá que ser distinto a esto.
La nave de salto tenía una autonomía limitada, pero consiguieron un paseo fuera del sistema a bordo del Thunder Child, un crucero clase Leviatán que hacía tan sólo cuatro horas y un motín había estado al servicio de la Confederación. Ahora, como la mayoría de las naves humanas, se retiraba del combate, dejándole Tarsonis a los zerg, los protoss y a aquellos pobres ilusos que creyeran que los búnkers subterráneos constituían un refugio seguro.
El oficial de comunicaciones a bordo del Child se reunió con ellos en la plataforma levadiza.
—Tengo un mensaje para usted de parte de Arcturus Mengsk.
—¡Mengsk! —escupió Raynor—. ¿Es que quiere que le haga un nuevo agujero?
—No es para usted, señor, sino para don Michael Liberty, con énfasis en el don. Puede escucharlo en la sala de comunicaciones, si lo desea.
Raynor alzó una ceja cansada. Mike le indicó que lo acompañara. El antiguo alguacil planetario, antiguo capitán rebelde, antiguo revolucionario, se acomodó en una silla fuera del ángulo de visión de la cámara de la consola de comunicaciones. Mike accionó el conmutador de respuesta y aguardó a que el mensaje traspasara el espacio desde el Hyperion.
Arcturus Mengsk apareció en la pantalla. Hasta el último cabello en su sitio, hasta el último gesto perfecto y estudiado. Era como si el incidente anterior no hubiera ocurrido nunca.
—Michael —saludó, radiante.
—Arcturus —respondió Mike, sin sonreír siquiera.
Mengsk pareció compungido por un momento, como si cavilara con cuidado lo que iba a decir a continuación. Antes habría surtido efecto, pero ahora era un manierismo vacuo y desprovisto de emoción, algo que resultaba evidente que el líder rebelde había ensayado. Michael casi esperaba que saliera de detrás de la mesa y se sentara en el borde.
—Me temo que no tengo palabras para expresar mi pesar por Sarah. No sé qué decir.
—El capitán Raynor tenía una lista de palabras —espetó Mike, expulsando fuego por los ojos.
—Algún día, espero que Jim y yo podamos hablar de ello. —Su sonrisa era forzada y tensa. Había ocurrido algo, y la enorme burbuja que lo rodeaba había estallado—. Pero no te he llamado por eso. Aquí hay alguien que quiere decirte algo.
Mengsk salió del encuadre para pulsar un interruptor y un nuevo rostro reemplazó al del futuro emperador del universo humano. Una cabeza que empezaba a ralear dominada por un par de cejas pobladas.
—¿Handy?
—¡Mickey! —exclamó Handy Anderson—. ¡Cómo me alegro de verte, compañero! ¡Sabía que si había alguien capaz de sobrevivir a todo este lío, ése eras tú! ¡Tienes la suerte de cara!
—Anderson, ¿dónde estás?
—Aquí, en el Hyperion, claro. Arcturus me recogió de una nave de refugiados. Ya me ha contado lo bien que se te ha dado esto. Estás hecho todo un soldado. ¿Por qué te olvidaste de los informes?
—Te envié los informes. Tú los cambiaste, ¿recuerdas? ¿No te suena algo acerca de que Mengsk me había capturado?
—Un montaje de nada. Lo justo para tener contentas a las autoridades, Dios los acoja a todos en su seno. Sabía que lo comprenderías.
—Handy...
—En cualquier caso, he oído que has hecho un trabajo excelente. Quería que supieras que, pese a la presente situación, puedes volver a tu antiguo empleo.
—Mi antiguo...
—Claro. O sea, la gente que te quería muerto ya ha abandonado el negocio, por un motivo o por otro. He estado charlando con Arcturus, aquí presente, y hemos pensado que podríamos nombrarte enlace de prensa oficial con su gobierno. Te tiene en gran estima, ¿sabes? Al parecer, te lo has metido en el bolsillo con tu arrolladura personalidad.
—Anderson, no sé yo si... —Mike se palmeó la frente.
—Escucha. Éste es el trato —dijo el jefe de prensa—. Tendrías tu propio despacho, al lado del de Arcturus. Acceso absoluto, todo el tiempo. Viajas, cubres las cenas, las entregas de premios. Dietas a mogollón. Mogollón de seguridad. Es un chollo. Demonios, podría conseguirte a alguien para que escribiera los informes a máquina por ti. Te digo...
Mike apagó el sonido. Anderson siguió hablando, pero Mike había dejado de mirarle.
Observaba su propio reflejo en la lisa superficie de la pantalla. Estaba más delgado que la última vez que hablara con Anderson, y tenía el cabello más desgreñado. Pero también había algo más, en su mirada.
Sus ojos miraban más allá de la consola, más allá de las paredes de la nave. Era una mirada distante, dura, la mirada que él antes hubiera creído propia de alguien desesperado, pero que ahora comprendía que era de determinación. Veía más de lo que le rodeaba.
Había visto aquella mirada en el rostro de Raynor, cuando murió Mar Sara.
—¿Cuándo se va a dar cuenta de que no estás escuchándole? —gruñó Raynor.
—Eso no le ha pasado nunca todavía —dijo Mike. Se mordisqueó el labio por un instante—. Ya sé lo que quiero hacer. Tengo que empezar a utilizar mi martillo.
Raynor exhaló un suspiro.
—A ver, otra vez, en cristiano.
—Cuando lo único que tienes es un martillo, todo te parecen clavos —citó Mike—. No soy ningún guerrero. Soy un periodista. Debería empezar a utilizar mis armas de periodista por el bien de la humanidad. Sacar la historia a la luz. La verdadera historia.
Mike apuntó a la pantalla con el pulgar. Handy Anderson por fin se había dado cuenta de que no se le oía. El calvo jefe de redacción tocó la pantalla y formuló con los labios una pregunta muda.
—Quiero alejarme todo lo posible de Arcturus Mengsk. Y luego quiero empezar a contar la verdad acerca de todo esto. Si no lo hago, será la gente como él la que determine lo ha ocurrido. —Mike volvió a señalar la pantalla—. Como él y como Arcturus Mengsk. No creo que la humanidad sobreviviera a tantas mentiras.
Raynor esbozó una sonrisa, franca y amplia.
—Me alegro de tenerte de vuelta.
—Me alegro de haber vuelto —dijo Mike, observando al desconocido de mirada perdida reflejado en el monitor. Meneó la cabeza y añadió—: Me vendría de perlas un cigarro.
—A mí también. No creo que haya ninguno en esta bañera. Míralo por el lado bueno: al menos todavía tienes tu abrigo.
Postbellum
—
Inmerso en la luz, el hombre del abrigo harapiento permanece de pie en una habitación llena de sombras. El humo del último cigarrillo de una larga serie repta en el aire a su alrededor, y el suelo a sus luminosos pies aparece sembrado de colillas semejantes a estrellas caídas.
—Así que lo que están viendo —dice Michael Liberty, la figura luminosa que habla desde la penumbra circundante— es mi pequeña guerra privada, librada en mi terreno, y con mis propias armas. Nada de cruceros ni cazas espaciales, sólo palabras. Y la verdad. Ésa es mi especialidad. Ése es mi martillo. Y sé utilizarlo.
La figura da otra honda calada, y el último cilindro asesino se reúne con los demás en el suelo.
—Y ustedes, quienesquiera que sean, tienen que oírlo. Sin manipulaciones. De ahí las holotransmisiones, son más difíciles de adulterar. Estoy propagando mi mensaje tan rápido como me es posible, a través de las frecuencias de onda abiertas, para que todo el mundo conozca a Mengsk, y a los zerg, y a los protoss. Y conozca a los hombres y mujeres como Jim Raynor y Sarah Kerrigan, para que ni ellos ni otros como ellos caigan en el olvido.
Michael Liberty se rasca la nuca y continúa:
—Caí en la mentalidad militar de pensar que se trataba tan sólo de una burocracia más llena de cobardes y estupidez corporativista. Bueno, tenía razón, pero también me equivocaba.
Observa a los espectadores con ojos que no ven.
—Pero también hay gente que intenta ayudar a los demás. Gente que se esfuerza por salvar a los demás. Por salvar sus cuerpos, sus mentes y sus almas.
Frunce el ceño, y añade:
—Necesitamos más gente así, si queremos sobrevivir a los malos tiempos que se avecindan.
Se encoge de hombros.
—Eso es todo. Ésa es la historia de la caída de la Confederación, de las invasiones de los zerg y los protoss, del auge del emperador Mengsk del Dominio Terráqueo. Se siguen librando batallas, los planetas continúan muriendo y, la mayor parte del tiempo, nadie parece saber por qué. Cuando lo descubra, se lo haré saber. Me llamo Michael Daniel Liberty, ya no trabajo para la RNU. Ahora soy un hombre libre. Y esto es todo.
Tras pronunciar esas palabras, el hombre se congela en el sitio, atrapado en su prisión de luz. Hay una sonrisa cansina en su rostro. Una sonrisa satisfecha.
Alrededor del holograma se hace la luz, bombillas instaladas específicamente a tal fin. Las paredes laten y sudan, y un fluido espeso y viscoso gotea de las llagas supurantes de la pared que mantienen el aire húmedo y cálido. El cable del proyector de hologramas se funde con los generadores orgánicos de la estructura principal. La conexión entre ambos mundos solía ser un marine colonial, pero ahora sirve a un propósito más elevado para sus nuevos dueños.
En las pantallas semiorgánicas que rodean el perímetro, las mentes más brillantes de los zerg debaten acerca de lo que han visto. Son creaciones mórficas, criadas tan sólo para pensar y dirigir. También ellos sirven a un propósito más elevado dentro de la colmena zerg.
En la sala de proyección, una mano se estira y toca el botón de rebobinado. La mano antes era humana, pero ahora ha sido transformada, producto de las habilidades mutagénicas de los zerg. La carne es verde, salpicada de protuberancias quitinosas. Bajo la superficie de la piel, extraños icores y órganos nuevos fluyen y se retuercen. Antes era humana, pero ha sido transformada y ahora sirve a un propósito superior. Antes se llamaba Sarah, pero ahora se la conoce como la Reina de Espadas.
Las demás mentes orgánicas, líderes de los zerg, murmuran en un segundo plano. Kerrigan los ignora, puesto que no dicen nada, al menos nada de interés. Se inclina para estudiar el rostro demacrado del holograma, el rostro de los profundos ojos penetrantes. En lo hondo de sí, un corazón reestructurado se agita, el fantasma del recuerdo de un sentimiento hacia aquel hombre. Y hacia otros hombres. Hacia aquellos capaces de sacrificarlo todo por su humanidad.
En lugar de sacrificar sólo su humanidad.
Kerrigan se estremece por un momento cuando la antigua sensación la embarga, ese sentimiento ahora alienígena de su naturaleza otrora humana. Empero, la emoción es suprimida en cuanto aparece, para que ningún otro zerg se percate de ella. Al menos, eso es lo que espera Kerrigan.
Asiente. Culpa a las palabras del reportero de esa desagradable emoción. Tiene que ser el informe, no los recuerdos que evoca, lo que la incomoda. Michael Liberty siempre fue un genio de las palabras. Sería capaz de conseguir que una reina añorara sus días como peón.
Sin embargo, la retransmisión de Michael Liberty habla de cosas que las mentes no humanas que son ahora sus compatriotas son incapaces de percibir. Encierra mucha información de interés, inferida de las palabras de Michael Liberty. De lo que dice y cómo lo dice.
El proyector tintinea, señalando que el rebobinado se ha completado, y la mano inhumana aprieta el botón de avance. Se lleva un dedo a sus labios carnosos.
Kerrigan, la Reina de Espadas, se permite una pequeña sonrisa y se concentra en el hombre envuelto en la luz. Quiere ver qué más puede aprender de sus nuevos enemigos.
FIN
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