Poul Anderson
.
Al acercarse a la cabana, supo que alguien le aguardaba. Se detuvo un instante, frunció el ceño, y se concentró en el análisis de aquel destello de conocimiento. Una parte de su cerebro se estremeció ante la presencia de metal, y detectó sugerencias más sutiles de materia orgánica: aceite, caucho, plástico... Lo descartó todo como proveniente de un pequeño y vulgar helicóptero,y se concentró en los tenues y enloquecedoramente fugaces fragmentos de Pensamiento, energía nerviosa, flujos vitales entre células y moléculas. Sólo había una persona, y el bosquejo de sus datos admitía una posibilidad única. Margaret.
Permaneció inmóvil otro instante más. Su emoción primaria fue de tristeza. Se sentía fastidiado, ligeramente desanimado, pensando que tal vez habían localizado por fin su escondite, pero sobre todo apenado. Pobre Peggy, pobre muchacha.
Bien, debía enfrentarse a la situación. Enderezó sus débiles hombros y continuó caminando.
El bosque de Alaska estaba tranquilo a su alrededor. La suave brisa del atardecer susurraba entre los oscuros pinos y rozaba las mejillas de aquel hombre, una fría y solitaria presencia en el sosiego. Los pájaros gorjeaban en alguna parte mientras buscaban abrigo, y los mosquitos producían un zumbido agudo, ligero, dando vueltas en torno al círculo encantado del repelente inodoro que él había elaborado. Y no había más ruidos, sólo el débil crujido de sus pasos sobre el viejo suelo de agujas de pino. Después de dos años de silencio, las vibraciones de la presencia humana parecían un gran alarido que recorría sus nervios.
Cuando llegó a la pequeña pradera, el sol se ocultaba tras las colinas del norte. Alargados rayos áureos se inclinaban bañando la hierba, cubriendo la disimulada cabaña con un resplandor mágico y proyectando enormes sombras ante ellos. El helicóptero era una deslumbrante masa metálica destacando de entre el oscurecido bosque. El hombre se encontraba ya muy cerca cuando sus cegados ojos distinguieron a la muchacha.
Estaba de pie frente a la puerta, esperando, y la puesta de sol daba a su cabello una tonalidad oro resplandeciente. Vestía el suéter rojo y la falda azul marino, la misma ropa que cuando se vieron por última vez. Sus delicadas manos estaban cruzadas ante ella. Silenciosa como una niña buena, le había esperado así muchas veces cuando él estaba en el laboratorio. Nunca había expuesto su alegre jovialidad ante él, después de advertir cómo esa vivacidad recorría su mente incomprensiva y caía como la lluvia cae de un gran pino.
—Hola, Peggy —saludó, sonriendo forzadamente al sentir la estupidez de sus palabras. Pero ¿qué otra cosa podía decir?
—Joel... —susurró ella.
Advirtió sorpresa en la mujer y sintió una conmoción que recorría los nervios de ella. La sonrisa de Joel se desfiguró aún más.
—Si —dijo—. Toda mi vida he sido más calvo que un huevo. Pero estando aquí, solo, no tenía motivo alguno para usar peluca.
Los ojos de Margaret, grandes y castaños, escrutaron a Joel. Iba vestido como correspondía a un hombre apartado de la civilización, con camisa a cuadros, téjanos descoloridos y calzado resistente, y portaba una caña de pescar, una cesta con aparejos y una sarta de percas. Pero no había cambiado en lo más mínimo. Aquel cuerpo pequeño, esbelto; sus facciones delicadas, inalteradas por el transcurso del tiempo, sus luminosos ojos oscuros, la amplia frente...; todo seguía igual. El paso de los años no había dejado huellas en él.
Hasta la misma calvicie parecía complementarle, resaltando la curvatura acusadamente clásica de su cráneo, arrebatándole otro rasgo de vulgaridad con el que se había recubierto.
Joel advirtió que Margaret había adelgazado, y de repente le costó un tremendo esfuerzo esbozar una sonrisa.
—¿Cómo has podido encontrarme, Peggy? —preguntó con toda tranquilidad.
Su mente supo la respuesta en cuanto Margaret pronunció la primera palabra, pero dejó que la mujer hablara.
—Pasaron seis meses desde que te fuiste y eso nos preocupó a todos tus amigos, si es que tenías alguno. Pensamos que podía haberte pasado algo allí, en China. Iniciamos una investigación con la colaboración del Gobierno chino, y no tardamos mucho en saber que tú no habías estado nunca en ese país. Todo aquello de investigar lugares arqueológicos fue únicamente una excusa tuya, una forma de ganar tiempo mientras... desaparecías. Pero yo seguí buscándote, aun cuando todos los demás dejaron de hacerlo, y finalmente pensé en Alaska. En Nome oí rumores sobre un hombre extraño, huraño y extravagante que vivía en los bosques. Y por eso vine aquí.
—¿Por qué no me diste por desaparecido? —preguntó Joel cansinamente.
—No podía. —La voz de Margaret temblaba igual que sus labios—. No hasta que estuviera convencida, Joel. No hasta saber que estabas bien y..., y...
Joel la besó, percibiendo el gusto salado de los labios y la sutil fragancia del cabello. Las oleadas intermitentes de los pensamientos y emociones de Peggy penetraron en él, arremolinándose en su cerebro en una corriente de soledad y desolación.
De repente supo con exactitud lo que sucedería, lo que debería explicar a Margaret, las respuestas de ella... Lo previo todo, casi palabra por palabra, y aquel absurdo le pareció como una losa que oprimía su mente. Pero debía seguir adelante, pronunciar todas y cada una de las palabras por más fútiles que fueran. Así eran los humanos. Andaban a tientas en la oscuridad de la soledad, llamándose unos a otros pese al abismo que los separaba y sin comprenderse nunca. Nunca.
—Un gran detalle el tuyo, Peggy —dijo Joel torpemente—. No debías haberlo hecho, pero lo hiciste...
No pudo seguir hablando y su previsión falló. Todo lo que se le ocurría era vulgar, absurdo...
—No pude evitarlo —susurró la mujer—. Sabes que te quiero.
—Mira, Peggy. Esto no puede seguir así. Tenemos que solucionarlo ahora. Si te dijera quién soy y por qué huí... —Trató de mostrarse alegre—. Pero nada de escenas emotivas con el estómago vacío. Entra en la cabaña y me ocuparé de freír este pescado.
—Lo haré yo —se ofreció Peggy, recuperando parte de su antigua vivacidad—. Soy mejor cocinera que tú.
—Temo que no sabrías usar mi equipo, Peggy —respondió Joel, aun a sabiendas de que la respuesta podría ofender a su compañera.
Señaló la puerta y la abrió. Margaret fue la primera en entrar en la cabaña, y mientras lo hacía, Joel advirtió las picaduras de mosquito que había en el rostro y manos de la mujer. Dedujo que ella debía de haber estado esperándole mucho tiempo.
—Mala suerte que hayas venido precisamente hoy —dijo muy serio—. Lo normal es que esté trabajando aquí.
Ella no respondió. Sus ojos recorrían la cabaña, tratando de encontrar el impresionante orden que por fuerza debía regir aquella confusión material.
Joel había colocado troncos y tablas en la parte exterior para dar un aspecto vulgar a su cabaña. Pero el interior podría haber sido su laboratorio de Cambridge, y Margaret reconoció parte del equipo. Joel había llenado todo un avión antes de marcharse. Vio otras cosas que no identificaba, todo lo que aquel hombre había hecho con sus propias manos durante dos años de soledad: un caos de hilos, tuberías, aparatos de medida y otros objetos de utilidad más incomprensible. Sólo una pequeña parte de todo aquello tenía el aspecto, crudo e inacabado, de una disposición experimental. Había trabajado en algún gran proyecto de su invención que, al parecer, estaba muy cerca del final.
Pero... ¿y qué más?
El gato gris que había sido su único y auténtico compañero, incluso cuando estuvo en Cambridge, se restregó contra las piernas femeninas con un maullido que tal vez indicaba reconocimiento. «Una bienvenida más amistosa que la que él me dio», pensó amargamente Margaret. Y al momento, viendo los graves ojos de Joel posados sobre ella, se ruborizó. No era justo pensar aquello. Ella le había arrancado de una soledad que él mismo había elegido, y él había sido totalmente razonable al respecto.
Razonable, pero no humano. Cualquier varón falto de relaciones con el sexo opuesto y perseguido a través del mundo por una mujer atractiva habría sentido algo más que el pesar y la piedad que él mostraba.
¿O acaso sentía algo más? Ella nunca lo sabría. Nadie sabría jamás lo que sucedía dentro de aquel maravilloso cráneo. El resto de la humanidad tenía poco en común con Joel Weatherfield.
—El resto de la humanidad? —preguntó él suavemente.
Margaret se sobresaltó. Aquel viejo truco de leer el pensamiento había bastado para alejar a mucha gente. Nunca se sabía cuándo Joel iba a emplear esa treta, si se trataba de suposiciones basadas en una lógica trascendente o bien era..., era...
Él asintió.
—Soy en parte telepático —dijo—, y puedo llenar los huecos por mí mismo..., como el Dupin de Poe, pero mejor y con más facilidad. Hay otros detalles, pero los dejaremos por el momento. Más tarde.
Introdujo el pescado en un aparato y ajustó varios mandos que había en la parte exterior.
—La cena está en marcha —anunció.
—Así que has inventado un robot cocinero.
—Me ahorra trabajo.
—Podrías ganar otro millón de dólares si lo comercializaras.
—¿Para qué? Tengo más dinero del que cualquier persona razonable necesita.
—Ahorrarías mucho tiempo a la gente.
Joel se encogió de hombros.
Margaret observó una habitación más pequeña en la que debía de vivir él. Había poco mobiliario, un catre, un escritorio y algunas estanterías con la gran biblioteca microimpresa. En un rincón estaba el instrumento multitono con el que Joel compuso la música que nadie alabó ni entendió nunca. Pero él encontraba la música humana trivial e insustancial. Y no sólo la música, sino también el arte, la literatura y todas las obras y vidas del hombre.
—¿Cómo le va a Langtree con su nuevo encefalógrafo? —preguntó, aunque suponía la respuesta—. Recuerdo que ibas a colaborar con él.
—No lo sé. —Se preguntó si la voz reflejaría su cansancio—. j-{e pasado todo el tiempo buscando, Joel.
Él hizo una mueca de dolor y se volvió hacia la cocina automática. Se abrió una puerta y salió una bandeja con dos platos. Los puso en una mesa y señaló las sillas.
—Podemos empezar, Peggy.
Aún a disgusto, la máquina fascinaba a Margaret.
—Debes tener una unidad de inducción para cocinar tan rápidamente —murmuró—. Y supongo que las patatas y verduras están almacenadas en el interior. Pero las partes mecánicas...
Meneó la cabeza en señal de asombro, sabiendo que un plano revelaría una disposición extremadamente sencilla, producto exclusivo del ingenio.
Latas de cerveza fresca surgieron de otro aparato. Joel hizo una mueca burlona y alzó su bebida.
—El mayor logro del hombre —dijo—. A tu salud.
Margaret no se había dado cuenta del hambre que tenía. Él comió con más lentitud, observando a la muchacha, pensando en la incongruencia de la doctora Margaret Logan, miembro del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), comiendo vorazmente pescado y bebiendo cerveza en una cabaña de la agreste Alaska.
Tal vez debía haberse ido a Marte, o a algún satélite de los planetas exteriores. Aunque bien pensado, eso habría dejado más pistas: resulta imposible despegar en un cohete de modo tan fortuito como emprender un viaje a China. Ya que le habían encontrado, se alegraba de que hubiera sido ella. Cuando se marchara, mantendría el secreto con la lealtad inquebrantable que la caracterizaba.
Siempre le había gustado su compañía, ya desde que la conociera cuando él colaboró con el MIT en sus últimos trabajos sobre cibernética. Doctoras en filosofía de veinticuatro años y con brillantes antecedentes eran casos raros, y extraordinarios si además se trataba de mujeres atractivas. Por supuesto, Langtree había estado desesperadamente enamorado de ella. Pero Margaret emprendió un programa de trabajo doble, ayudando a Weatherfield en su laboratorio privado y cumpliendo con sus obligaciones normales..., y planeaba abandonar las últimas cuando expirara su contrato. Ella le había resultado más que útil, y él no había sido ciego ante sus encantos, pero se trataba de la misma admiración que sentía hacia los paisajes, los gatos de pura raza y el aire libre.
Y por último, Margaret había sido una de las pocas personas con las que pudo conversar.
Había sido. Joel agotó las posibilidades de la muchacha en el transcurso de un año, igual que agotaba las de la mayoría de la gente en un mes. Aprendió a conocer sus reacciones ante cualquier situación, lo que diría frente a una observación que él hiciera... Conocía sus sentimientos con una percepción superior a la del propio conocimiento de ella. Y volvió a la soledad.
Pero no había previsto que Margaret le encontrara, pensó gravemente. Planeó su huida, pero no se preocupó —o no le importó hacerlo— por prever todas las consecuencias lógicas. Bien, ahora lo estaba pagando, igual que ella.
Joel recogió la mesa y puso en ella café y cigarrillos antes de que empezaran a hablar. La oscuridad cubría las ventanas, pero los tubos fluorescentes se encendieron automáticamente. Margaret escuchó el lejano aullido de un lobo en la noche, y pensó que el bosque era menos extraño para ella que aquella habitación llena de máquinas y el hombre que se hallaba sentado contemplándola con una mirada demasiado brillante.
Joel estaba en un cómodo sillón, y el gato gris había saltado a su regazo, ronroneando mientras los delgados dedos de su amo acariciaban su piel. Margaret se acercó y tomó asiento en una pequeña banqueta, poniendo una mano sobre la rodilla del hombre. No tenía sentido controlar los impulsos cuando él los conocía antes de que ella los ejecutara. Joel suspiró.
—Peggy —dijo pausadamente—, estás cometiendo un grave error.
Por un instante, la mujer pensó cuan banales resultaban aquellas palabras. Luego recordó que Joel siempre había sido torpe hablando. Era como si no comprendiera los matices humanos ordinarios y se viera obligado a recurrir a un robot mecánico para encontrar su camino a través de la sociedad. Joel asintió.
—Sí, es cierto —dijo.
—Pero ¿cuál es tu problema? —preguntó Margaret con desesperación—. Sé que todos solían llamarte «insensible», «cabezota» y «tubo de vacío viviente», pero no es así. Sé que tienes más sensibilidad que cualquiera de nosotros, sólo que..., sólo que...
—Sólo que en otra forma —concluyó amablemente.
—Oh, siempre fuiste un tipo extraño —dijo ella aparentando indiferencia—. El niño prodigio, ¿me equivoco? Un triste muchacho campesino que ingresó en Harvard a los trece años y que Se graduó a los quince, recibiendo todos los honores habidos y por haber. Inventor del motor espacial de propulsión iónica, el proceso controlado de desintegración iónica, la cura del resfriado común, la determinación de la edad geológica a través de la estructura cristalina, y sólo el cielo y la oficina de patentes saben cuántas cosas más. Galardonado con el Premio Nóbel de Física por tu mecánica de ondas relativas. Pionero de una rama totalmente nueva en la teoría matemática de las series. Brillante autor de libros sobre arqueología, economía, ecología y semántica. Fundador de escuelas completamente nuevas en la pintura y la poesía. ¿Cuál es tu coeficiente intelectual, Joel?
—¿Cómo puedo saberlo? En torno a 200 o algo así. El coeficiente intelectual es un absurdo en el sentido ordinario. Fui un necio, Peggy. La mayor parte de mi obra publicada era producto de mi inmadurez, de un ansia infantil por la alabanza y el reconocimiento. Y después de eso, no podía detenerme, las condiciones no lo permitían. Y, por supuesto, tenía que aprovechar mi tiempo.
—Y luego, a los treinta años, hiciste las maletas y desapareciste. ¿Porqué?
—Esperaba que me diesen por muerto —murmuró—. Inventé un fingido accidente sobre el desierto de Gobi, pero supongo que nadie encontró lo que quedaba del avión. Los pobres y fieles locos como tú no creyeron en mi muerte. Nunca se te ocurrió buscar mis restos. —Su mano acarició el cabello de Margare!. La mujer suspiró y apoyó su cabeza en las rodillas de Joel—. Debía haberlo previsto.
—¿Por qué demonios tuve que enamorarme de un hombre tan extraño como tú? Nunca lo sabré. La mayoría de las mujeres se asustaban de ti. Ni siquiera tu dinero las atraía. —Margaret respondió su propia pregunta con la exactitud que sólo permite una prolongada meditación—. Supongo que era un problema de calidad total. Todos los demás hombres parecían tan vulgares e insulsos... —Alzó la vista para mirarle y sus ojos reflejaron una súbita y aterrorizada comprensión—. ¿Eso es por lo que no te casaste nunca?
Joel asintió compasivamente.
—Además —añadió suavemente—, el sexo no me interesa todavía. ¿Sabes? Me encuentro aún en la primera fase de la adolescencia.
—No, no lo sé.
Margaret no se movió, pero Joel sintió su rigidez.
—No soy humano —dijo Joel Weatherfield con toda tranquilidad.
—¿Un mutante? No, es imposible.
Joel sintió la inquietud de la muchacha, la súbita oleada de pensamientos incontrolados y la muda corriente nerviosa, la tensión sanguínea tratando de encontrar un equilibrio para compensar aquella situación de peligro extremo. Se trataba del sempiterno e instintivo temor a la confusión, a lo desconocido, a las voraces presencias más allá del indistinto círculo luminoso de un hogar. Margaret estaba inmóvil, como un animal sobrecogido por el pánico.
Joel siguió sentado, acariciando el cabello de Margaret, hasta que se produjo la calma. Ella alzó la vista de nuevo, forzándose a encontrar los ojos del hombre.
—No, no, Peggy —dijo Joel, esbozando la mejor de sus sonrisas—. Todo esto nunca pudo ocurrir en una mutación. Me encontraron en un trigal, en una mañana de verano de hace treinta años. Una... mujer..., que debe de haber sido mi madre, yacía junto a mí. Posteriormente me dijeron que era de mi tipo físico, y esto, junto a la curiosa ropa multicolor que vestía, les hizo pensar que aquella mujer era una rareza circense. Pero estaba muerta, abrasada y destrozada por fuerzas de las que me había protegido con su cuerpo. A nuestro alrededor sólo quedaban algunos fragmentos cristalinos. Los recogieron, y enterraron a la muerta.
»Los Weatherfield eran un matrimonio de la localidad, ya mayores, sin hijos y muy solícitos. Naturalmente, yo sólo era un bebé, y dios me adoptaron. Mi crecimiento físico fue muy lento, pero no así el mental. Pese a mi extraño aspecto, el matrimonio se sintió muy orgulloso de mí. Pronto diseñé una peluca perfecta para ocultar mi calvicie, y con ella y ropas normales siempre he podido pasar por humano. Pero recordarás que nunca he permitido a ningún humano contemplarme sin camisa y pantalones encima.
»No tardé mucho tiempo, claro, en suponer cuál debía ser la verdad. En alguna parte debía existir una raza, humanoide, pero mucho más evolucionada que el hombre, que podía viajar entre las estrellas. Por alguna razón, mi madre y yo fuimos arrojados a este
planeta desierto, y ningún supuesto buscador pudo encontrarnos nunca.
Dejó de hablar. Margaret se apresuró a susurrar:
—¿Cuan... humano... eres, Joel?
—No mucho —contestó con un atisbo de la ingenua sonrisa que ella recordaba. ¡Cuan a menudo le había sorprendido alzando la vista de un trabajo que iba especialmente bien y mirándola así!—. Mira, te lo mostraré.
Joel silbó, y el gato saltó de su regazo. Otro silbido, y el animal cruzó la sala y tocó un interruptor. Aparecieron varias placas y el gato las recogió con la boca.
Margaret respiraba entrecortadamente.
—No sé de nadie que lograra amaestrar un gato para hacer recados.
—Es un gato muy especial —replicó Joel, abstraído, y se inclinó hacia adelante para mostrar las placas a Margaret—. ¿Conoces mi técnica para fotografiar diferentes capas de tejido? La inventé precisamente para estudiar mi propio cuerpo. También para exhumar los huesos de mi madre, te lo confieso, pero se trataba tan sólo de una versión femenina de mí mismo. Sin embargo, una variación del método de la estructura cristalina demostró que ella tenía quinientos años de edad como mínimo.
—¡Quinientos años!
—Sí. Ésa es una de las razones por las que estoy convencido de que soy un miembro muy joven de mi especie. Resultó que los huesos de mi madre no mostraban signos de envejecimiento, correspondiéndose con los de una humana de veinticinco años de edad. No sé si la vida media de la especie es tan elevada o bien poseen medios artificiales para retrasar la senectud, pero si sé que viviré, al menos, quinientos años en la Tierra. Y la Tierra, al parecer, tiene una gravedad más poderosa que la de nuestro planeta nativo. No es un mundo excesivamente saludable para mí.
Margaret estaba demasiado aturdida y no pudo hacer otra cosa más que asentir. Joel fue señalando detalles en las radiografías.
—Las constituciones óseas no presentan grandes diferencias, pero mira esto: el pie, la espina dorsal, los huesos del cráneo..-ofrecen una peculiaridad especial. Y los órganos internos. Tú misma puedes advertir que ningún ser humano ha tenido jamás.
—¿Un corazón doble? —preguntó débilmente.
—Algo así. Es un órgano simple, pero con más funciones que el corazón humano. Pero eso no importa; lo más importante es la estructura nerviosa. Aquí tienes varias radiografías del cerebro. Varias capas vistas desde diversos ángulos.
La mujer contuvo una exclamación. Su trabajo en encefalografía le había exigido conocer a fondo la anatomía del cerebro. «Ningún ser humano lleva esto en la cabeza.»
No era un cerebro mucho mayor que el humano. Más organizado, pensó Margaret; la especie de Joel nunca perdería la cordura. Existían analogías: una corteza altamente circunvolucionada, una médula... y todo lo demás. Pero había otras secciones y desarrollos que no tenían correspondencia en ningún humano.
—¿Qué son? —preguntó Margaret, indicando algo.
—No estoy muy seguro —contestó él lentamente, con cierto desagrado—. Esto es lo que podría denominarse centro telepático. Es sensible a las corrientes nerviosas de otros organismos. Comparando las reacciones y palabras humanas con las emanaciones que puedo detectar, he observado cierto grado de telepatía, muy limitado. Yo puedo emitir, también, pero de poco me sirve hacerlo, puesto que ningún humano recibe mi mensaje. Y eso otro parece ser el control voluntario de las funciones normalmente involuntarias: dolor, secreciones internas, regulación, etc. Pero nunca he sabido emplearlo con efectividad y no me atrevo a experimentar demasiado conmigo mismo. Existen otros centros, pero en la mayoría de los casos ni siquiera conozco su utilidad.
Su sonrisa reflejaba cansancio.
—Peggy —prosiguió—, ¿has oído hablar de niños salvajes, niños que han crecido entre animales? Nunca aprenden a hablar, o a ejercitar cualquiera de sus capacidades específicamente humanas, hasta que son rescatados y enseñados por hombres. En realidad, son muy poco humanos.
»Soy un niño salvaje, Peggy.
Ella empezó a sollozar de forma desgarradora, temblando como si la zarandeara una mano gigantesca. Joel la sostuvo hasta que los sollozos terminaron y ella volvió a sentarse frente a él, mientras las lágrimas se deslizaban lentamente por sus mejillas.
—¡Oh, querido, querido! —Su voz era un susurro tembloroso—. ¡Cuan solitario debes de haber estado!
¿Solitario? Ningún ser humano podría comprenderlo nunca
Al principio, no había resultado demasiado malo. Era un niño y la extensión de sus horizontes intelectuales le preocupó y recreó lo bastante como para no molestarse con los otros niños. Y éstos, a su vez, despreciaban sinceramente a Joel por su rareza y frialdad, aunque ellos lo consideraban «altanería». Sus padres adoptivos advirtieron pronto que no encajaba en los modelos normales, por lo que le sacaron de la escuela y le compraron los libros y material que deseaba. Pudieron hacerlo porque cuando Joel tenía seis años patentó, a nombre de su padre, mejoras en la maquinaria agrícola, y la familia disfrutó de una posición más que acomodada. Él siempre había sido un «buen chico», tanto como podía serlo. No tuvieron motivo alguno para arrepentirse de haberle adoptado, pero aquella situación había sido tan dramática como la de la gallina que ha criado patitos y los ve un día nadar alejándose de ella.
Los años en Harvard habían representado pura felicidad, una orgía de aprendizaje, de conversaciones y amistad con los mayores, quienes veían en aquel niño solemne un ser igual que ellos. Tampoco entonces había gozado de vida social, pero no le había importado: los estudiantes eran torpes y le producían cierto espanto. Pronto aprendió a escaparse de la publicidad. Al fin y al cabo, los genios precoces no eran del todo desconocidos. Su único problema grave se produjo con un psiquiatra que deseaba que Joel fuera más «normal». Se rió burlonamente al recordar las formas algo diabólicas que empleó para lograr asustar al hombre y conseguir que le dejara totalmente solo.
Pero al final encontró limitaciones en la vida. Le resultó de un absurdo extremo el asistir a conferencias sobre temas obvios y encargarse de problemas que ya habían sido resueltos miles de veces con anterioridad. Los profesores empezaron a parecerle aburridos, tanto más cuando podía anticipar las respuestas a preguntas y observaciones que les formulaba. Además, tales respuestas se repetían una y otra vez.
Ya hacía mucho tiempo que era consciente de su verdadera naturaleza, aunque había tenido el buen sentido de no revelarlo. Y empezó a forjarse un sueño: ¡encontrar a los suyos!
¿Qué utilidad tenía todo lo que hacía, si los niños de su especie debían emplear todas aquellas fuerzas como juguetes, y hasta sus descubrimientos más importantes serían tan conocidos para su civilización como el fuego para la del hombre? ¿Cómo podía enorgullecerse de sus logros, si ni uno sólo de los bobos animales que los contemplaban podía exclamar «¡Bien hecho!», tal como correspondía? ¿Qué compañerismo podría disfrutar con criaturas ciegas y estúpidas que enseguida eran tan predecibles como sus máquinas? Con quién podría pensar?
Se sumió salvajemente en el trabajo con el único objetivo de obtener dinero. No le resultó difícil. En cinco años se convirtió en multimillonario, disponiendo de agentes que le descargaban de preocupaciones y responsabilidades, teniendo libertad para hacer lo que quería: preparar su huida.
¡Cuan tediosas, insulsas, anticuadas e inútiles me parecen todas las costumbres de este mundo!
¡Pero no de todos los mundos! En alguna parte, en algún lugar entre la multitud de estrellas...
La interminable noche se iba consumiendo.
—¿Por qué viniste aquí? —preguntó Margaret.
Su voz, enmudecida por la desesperación, había recobrado la
calma.
—Buscaba soledad. Y la sociedad humana iba resultándome
cada vez más insoportable. Margaret dio un respingo.
—¿Has descubierto un modo de construir una astronave más rápida que la luz?
—No. Nada de lo que he descubierto indica que haya forma de vencer la limitación de Einstein. Debe de haber una manera, pero no puedo encontrarla. No es muy sorprendente, en realidad. Nuestro niño salvaje no podría diseñar una nave oceánica, es lo más probable.
—Entonces, ¿cómo esperas salir del sistema solar?
—Pensé en una astronave, tripulada automáticamente, que fuera de estrella en estrella mientras yo aguardaba en animación suspendida. —Hablaba del asunto con toda tranquilidad, como si se tratara de reparar un grifo averiado—. Pero era totalmente impracticable. Es imposible que mi gente viva cerca de aquí, o de lo contrario habríamos tenido más señales de ellos y no un simple siniestro. Quizá no vivan en esta Galaxia, pero dejaré esta idea como último recurso.
—Pero tú y tu madre debisteis utilizar algún tipo de nave. ¿No se encontró nada de ella?
—Sólo los fragmentos cristalinos que te mencioné. Y esto me hace pensar en que mi especie no use naves espaciales. Quizá disponen de algún sistema de transmisión de materia. No, mi esperanza fundamental es que una señal de socorro pueda hacerlos venir en mi ayuda.
—Pero si viven a tantos años luz de distancia...
—He descubierto un extraño tipo de..., bueno, digamos radiación, aunque no tiene ninguna relación con el espectro electromagnético. Campos de energía vibrando de cierta manera producen efectos detectables en un sistema similar muy apartado del primero. Podría compararse, salvando las distancias, con un antiguo radiotransmisor funcionando a base de descargas eléctricas. Lo que importa es que dichos efectos sean transmitidos sin un retraso temporal apreciable y sin menguar con la distancia.
En otro momento, Margaret se habría mostrado entusiasmada, pero ahora...
—Sí, ya comprendo —dijo—. Una especie de ultraonda. Pero si no hay efectos de tiempo o distancia, ¿cómo puede seguirse la señal? Carecerá de dirección, a menos que puedas dirigirla.
—No puedo hacerlo... todavía. Pero he grabado un sistema de pulsaciones que se corresponden con la disposición estelar en esta parte del universo. Cada pulsación corresponde a una estrella; su intensidad, a la magnitud absoluta; y la separación, medida en tiempo, de las otras pulsaciones, a la distancia de las otras estrellas.
—Pero esa representación es unidimensional, y el espacio es tridimensional.
—Lo sé, no es tan sencillo como lo he dicho. El problema de esta representación fue un interesante caso de topología aplicada. Tardé una semana larga en resolverlo. Si te interesan los cálculos, tengo mis notas por ahí... En cualquier caso, si mi especie detecta las pulsaciones les resultará muy fácil deducir lo que pretendo decir. He situado al Sol al principio de cada serie de pulsaciones, por lo que sabrán, incluso, en qué estrella particular me encuentro. El universo no puede contener muchas configuraciones exactamente iguales a ésta, y yo les he proporcionado un punto de referencia. Tengo un aparato que emite automáticamente mi llamada. Ahora sólo me resta esperar.
—¿Cuánto tiempo has esperado ya? Joel arrugó la frente.
—Todo un año..., y sin respuesta alguna. Estoy preocupado. Quizá deba ensayar otra solución.
—Tal vez ellos no empleen tu ultraonda. Podría estar en desuso en su civilización.
—Sí, tal vez. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer?
Margaret guardó silencio. Joel se removió en el sillón y suspiró.
—Ésa es toda la historia, Peggy —dijo. Ella asintió en silencio.
—No te preocupes por mí —prosiguió Joel—. Estoy perfectamente. Mi investigación es interesante, me gusta este sitio y soy más feliz de lo que fui durante muchísimo tiempo.
—Me temo que no es mucha felicidad.
—No, pero... Mira, Peggy, ya sabes quién soy. Un monstruo, más extraño para ti que un mono. No te será difícil olvidarme.
—Más de lo que tú crees, Joel. Te quiero. Siempre te querré.
—Pero, Peggy, eso es absurdo. Supón que viviéramos juntos. Nunca tendríamos hijos..., aunque supongo que eso no importa demasiado. Pero no tendríamos nada en común, nada. No podríamos hablar, compartir cualquiera de los mil detalles que dan forma a un matrimonio... A duras penas podríamos trabajar juntos. Ya no puedo vivir en la sociedad humana y tú perderías pronto a todas tus amistades, te quedarías tan sola como yo. Y al final envejecerías, tus energías decaerían y morirían, mientras yo me aproximaba a la madurez. Peggy, ninguno de los dos lo soportaría.
—Losé.
—Langtree es un hombre excelente. Te será fácil amarle. Y además, no tienes derecho a negar a tu especie una herencia tan magnífica como la tuya.
—Tal vez tengas razón.
Joel puso su mano bajo la barbilla de Margaret y obligó a la muchacha a que le mirara.
—Tengo ciertos poderes sobre la mente —dijo con lentitud—. Si colaboras, podría orientar tus sentimientos hacia lo que te he dicho.
Margaret se apartó de él. Sus ojos, muy abiertos, reflejaban temor.
—No...
—No seas tonta. Tan sólo se trataría de hacer ahora lo que el Paso del tiempo hará de todas formas. —La sonrisa de Joel era cansina, forzada—. En realidad, soy una persona muy fácil de olvidar, Peggy.
Su voluntad era demasiado poderosa. Irradiaba de él, de sus brillantes ojos y de sus facciones delicadamente esculpidas, casi humanas. Emanaba en inmensas oleadas de somnolencia de su cerebro telepático, incluso parecía fluir por sus diminutas manos. Era inútil resistir, ¿para qué? Ceder, ceder y dormir. ¡Se sentía tan cansada!
Por fin, Margaret accedió. Joel sonrió con aquella sonrisa que ella conocía tan bien. Joel empezó a hablar.
Ella nunca recordaría lo que pasó después. Todo se limitó a un confuso estado de semiinconsciencia, una voz dulce que susurraba en su cabeza, un rostro vislumbrado a través de la niebla fluctuante, una máquina que producía chasquidos y zumbidos, lucecitas que fulguraban y se retorcían en la oscuridad... Sus recuerdos estaban agitados, turbios. Cosas que había olvidado durante la mayor parte de su vida emergieron en la superficie del enturbiado estanque que era su memoria. Hasta le dio la impresión de que su madre estaba junto a ella.
Al amanecer, vago y brumoso, Joel la dejó partir. Margaret estaba muy tranquila, inhumanamente sosegada. Contempló a Joel con la mirada fija y vacía de una sonámbula y su voz no reflejó matiz alguno. Todo pasaría, pronto recuperaría la normalidad, aunque Joel Weatherfield sería un mero recuerdo sin tintes emotivos, un fantasma alojado en alguna parte de su mente.
Un fantasma. Joel estaba tremendamente cansado; su fuerza y su voluntad se habían agotado. Él no era de este mundo; era una sombra que debía haber estado revoloteando entre las estrellas. Pero la luz del sol terrestre eliminaba esa sombra.
—Adiós, Peggy —dijo—. Guarda mi secreto. Que nadie sepa dónde estoy. Y que la suerte te acompañe siempre.
—Joel... —Margaret se detuvo en la puerta de la cabaña, con un gesto de preocupación en sus facciones—. Joel, si puedes pensar en mí de ese modo, ¿no podrá tu especie hacer lo mismo?
—Claro que sí. ¿Por qué lo dices? —Por primera vez no conocía la respuesta. Había cambiado mucho la mente de Margaret, no podía predecir sus reacciones.
—Es que... ¿Por qué van a preocuparse de dispositivos como tu ultraonda para hablar entre ellos? Deberían ser capaces de recorrer las estrellas con sus pensamientos.
Joel parpadeó. Había tenido esa idea, pero no la había desarrollado demasiado. La preocupación por su trabajo se lo había impedido.
—Adiós, Joel.
Margaret se alejó entre la húmeda y grisácea bruma. Un temprano rayo de sol se coló por alguna hendidura y fulguró un instante en el cabello de la mujer.
Joel permaneció en la puerta de la cabaña hasta que la perdió de vista. Luego estuvo durmiendo la mayor parte del día. Cuando despertó, empezó a meditar.
¡Por lo más sagrado, Peggy tenía razón! Se había sumergido con demasiada profundidad en los problemas puramente técnicos de la ultraonda, y luego en una investigación matemática que ayudara a soportar la espera. Y así, no había podido considerar la lógica fundamental de la situación. Pero esto..., sí, tenía sentido.
Sólo tenía una vaguísima noción de los poderes potenciales de su mente. La ciencia física le había ofrecido una salida muy fácil. No podía esperar, sin ayuda, ir muy lejos en tales estudios. Un niño salvaje humano podría haber heredado el genio de un matemático, pero a menos que su propia especie lo encontrara e instruyera, nunca comprendería las reglas fundamentales de la aritmética, ni las de la sociedad, ni sabría hablar o realizar cualquiera de las actividades que diferenciaban al hombre de los animales. La herencia del desarrollo prehumano y de la primera época del hombre como tal era una carga impresionante. Un hombre, solo, no podía resumir toda una vida cuando su medio ambiente no contenía indicación alguna del camino particular que sus antepasados habían seguido.
Pero aquellos centros nerviosos y cerebrales, ahora inútiles, debían tener su utilidad. Joel sospechaba que se trataba de medios de control directo sobre la mayor parte de fuerzas elementales existentes en el universo. Telepatía, telequinesia, precognición..., ¿qué herencia divina le había sido negada?
Sea como fuere, parecía que su especie había superado la necesidad de mecanismos físicos. Con una comprensión total de la estructura del continuo espacio-tiempo-energía, controlando a través de 'a voluntad sus procesos básicos, se proyectarían ellos mismos, o sus Pensamientos, de estrella en estrella, crearían lo que necesitaran mediante el simple pensamiento... y no prestarían atención a los absurdos de las especies inferiores.
¡Una perspectiva fantástica, aturdidora! Joel contuvo la respiración ante la deslumbrante visión que se abría a sus ojos.
Volvió a la realidad. El problema inmediato consistía en ponerse en contacto con su especie. Debía estudiar las fuerzas telepáticas que casi había ignorado hasta entonces.
Emprendió un trabajo febril. El tiempo se convirtió en un absurdo para él, en una sucesión de días y noches, luz menguante, nieve amontonándose, el lento retorno de la primavera... El trabajo había sido siempre su única preocupación; ahora devoraba hasta el último de sus pensamientos. Incluso en los períodos de descanso y ejercicio forzó su mente a que no abandonara el problema, mordisqueándolo como un perro haría con un hueso. Y poco a poco, muy lentamente, su comprensión fue engrandeciéndose.
La telepatía no se correspondía directamente con las pulsaciones cerebrales mediante un encefalograma. Tales pulsaciones eran subproductos, débiles y de corto alcance, de la actividad de las células nerviosas. La telepatía, controlada adecuadamente, recorría un espacio intermedio ignorando con insolencia el tiempo. Decidió que se trataba de otra parte de lo que él había denominado espectro de la ultraonda, relacionado con la gravitación como un efecto de la geometría tetradimensional. Pero mientras los efectos gravitacionales eran un producto de la presencia de materia, los efectos de ultraondas cobraban vida cuando vibraban determinados campos de energía. Sin embargo, no aparecían a menos que en alguna parte existiera un receptor convenientemente sintonizado. Los efectos de ultraonda parecían ser «conscientes», en cierto modo, de la existencia de un oyente, incluso antes de que se produjeran. El hallazgo le sugirió fascinantes especulaciones en torno a la naturaleza del tiempo, pero no las tomó en consideración. Su especie sabría más del asunto de lo que él pudiera averiguar trabajando solo.
Pero el concepto de ondas era difícilmente aplicable a algo que viajaba con una «velocidad infinita» (un término semánticamente pobre, pero conveniente). Podía asignar una frecuencia, la de los campos generadores de energía, a una ultraonda, pero entonces la longitud de onda sería infinita. Era mejor pensarlo en términos vectoriales, y dejar de lado todas las analogías a base de imágenes.
Su sistema nervioso no contenía las ultraenergías, siempre omnipresentes, inherentes a la misma estructura del cosmos. Pero sus centros telepáticos, sometidos a un entrenamiento adecuado, estaban en cierta forma acoplados a ese gran flujo fundamental, podían imponer sobre él las vibraciones deseadas. Supuso que sus otros centros podrían controlar, de modo similar, tales fuerzas y crear, destruir o transformar la materia, atravesar el espacio, escudriñar los posibles mundos pasados y futuros...
Era incapaz de hacerlo. Joel no iba a averiguar lo que precisaba, ni siquiera dedicando toda su vida a ello. Aunque fuera literalmente inmortal, existía la posibilidad de que nunca descubriera lo que precisaba saber. Su mente había sido educada según los modelos de pensamiento humanos, y su problema estaba más allá de la capacidad intelectual humana.
«Todo cuanto necesito es enviar una llamada clara...»
Joel pugnó por lograrlo. Durante las eternas noches invernales estuvo en la cabaña luchando para gobernar su cerebro. ¿Cómo enviar un alarido a las estrellas?
«Dime, niño salvaje, ¿cómo resolver una ecuación diferencial parcial?»
Tal vez parte de la respuesta yacía en su propia mente. El cerebro posee dos tipos de memoria, la «permanente» y la «circulante». En apariencia, la primera no se pierde nunca. Se retira al subconsciente, pero sigue allí y puede recuperarse. Siendo un niño, un bebé, habría observado detalles, memorizado imágenes de aparatos y sentimientos de vibración. Su mente madura podía analizarlo todo ahora.
Joel practicó la autohipnosis, empleando una máquina que construyó a tal fin, y volvieron los recuerdos: calor, luz, grandes fuerzas vibrantes... Sí, sí, un motor extraño, podía verlo resonando y fluctuando ante él. Tardó algunos minutos en traducir las extrañas impresiones infantiles a su actual visión sensitiva, pero cuando lo consiguió tuvo una clara imagen de... algo.
Era una ayuda, una pequeña ayuda. Le sugirió ciertos tipos de montajes, modelos empíricos en los que no había pensado nunca. Y POCO a poco, muy lentamente, empezó a progresar.
Una ultraonda no puede existir sin receptor. Y por lo mismo, Joel no podía enviar un pensamiento a su especie a menos que un individuo de ella estuviera escuchando esa «onda» especial: el tipo de frecuencia, modulación y otras características físicas. Y su mente, carente de entrenamiento, no emitía en esa «onda». No podía hacerlo, no podía adivinar la forma de onda del pensamiento normal de su especie. Su problema era similar al de un hombre que, hallándose en un país extranjero, debiera inventar el idioma de aquel país antes de poder comunicarse, estando incapacitado de escucharlo y sabiendo tan sólo que sus formas fonéticas, gramaticales y semánticas eran totalmente distintas de las de su lenguaje nativo.
¿Un problema insoluble? No, tal vez no. Su mente carecía de capacidad para enviar un mensaje a las estrellas, no podía hacerse entender. Pero una máquina no tenía tales limitaciones.
Podía modificar su ultraonda, que ya tenía la potencia. Se trataba únicamente de suministrarle coherencia. Podía introducir en ella un factor variable, un mecanismo que transformara la forma de onda básica en todas y cada una de las combinaciones de características concebibles, emitiendo millones y millones de formas por segundo. Y además, la onda variable podría ser modulada para contener sus propios pensamientos. Cuando la máquina entrara en resonancia con cualquier posible receptor —aunque se encontrara a millones de años luz— generaría una ultraonda y cesaría la emisión del elemento variable. Y entonces, Joel podría permanecer en aquella banda y examinarla a su gusto.
Tarde o temprano, una de las bandas que detectara sería la de la de su especie. Y ello le permitiría conocerla.
Una vez terminado, el aparato ofreció un aspecto tosco y deforme, una confusa mezcla de conductores enmarañados, válvulas resplandecientes y energías cósmicas turbulentas. Una de las salidas conectaba con una cinta metálica que, una vez fijada en la cabeza, permitía a Joel imponer su modelo de ultraonda básico sobre el factor variable, y realimentar su cerebro con todo lo que se recibiera. Joel se acomodó en su camastro, junto al tablero de mandos, y conectó la máquina.
Vagos susurros, sombras deslizándose, extrañeza emergiendo de las turbias profundidades de su mente... Esbozó una tenue sonrisa, conteniendo la fría aprensión que brotaba de sus nervios agotados, y empezó a practicar con el aparato. Ni él mismo estaba seguro de todas sus características, y tardaría algún tiempo antes de dominar enteramente su modelo mental.
Silencio, oscuridad, un instante de ofuscamiento cuando el factor variable entra en resonancia: una onda cobra vida y resuena en el cerebro de Joel. A través de los ojos de Margaret ve una mesa y el rostro de Langtree. Velas, una pequeña orquesta de cuerda actuando en segundo término... Y luego los desiguales contornos de una ciudad que los hombres no habían construido jamás, alzándose hacia un cielo nuboso en tanto que un mar extrañamente apaciguado y denso se arroja contra los muros...
Capta también un pensamiento que recorre velozmente las estrellas. Pero no pertenece a su especie; es una gran llamarada blanca, un sol que explota en su cabeza, y frío, mucho frío...
Joel dio un alarido. Transcurrió una semana antes de que se atreviera a reanudar sus experimentos.
La respuesta se presentó al atardecer de un día de primavera. La primera vez su emoción fue tan inmensa que perdió el contacto. Temblando, luchando por calmarse, trató de reproducir el modelo exacto que su propio cerebro, al igual que la máquina, había estado enviando. ¡Calma, calma! La mente infantil había estado navegando entre sueños nebulosos. Así, pues...
Un niño. Porque su cerebro, inseguro e incontrolable, no podía resonar con ninguna de las mentes adultas, soberbiamente entrenadas, de su especie.
Pero un bebé no se expresa en ningún idioma. Su mente, amorfa, se desliza de un modelo a otro, carece de hábitos, es inconstante; un idioma determinado es tan bueno como cualquier otro, no hay diferencias. Las leyes que rigen el azar habían llevado a Joel a toparse con el modelo mental que emitía en aquel momento un infante de su especie.
Joel restableció el contacto. Sintió aquel calor hormigueante, delicioso, maravilloso, fluyendo por todo su ser. Era como un río en un desierto polvoriento, un sol atenuando el frío de la soledad absoluta en la que los humanos eran desde que nacen hasta que llegan al fin de sus cortas y absurdas vidas. Joel ajustó su mente a la del bebé, dejando que las dos corrientes de conciencia fluyeran a la Par cual un río dirigiéndose al poderoso océano de la raza.
El niño salvaje se arrastró hasta salir de la selva. Los lobos, los Peludos cuadrúpedos que habían sido sus hermanos de cueva, caza y oscuridad, aullaron a su espalda, pero él no los escuchaba. Se inclinó sobre la cuna del bebé y el desordenado cabello cayó sobre su flaco y estúpido rostro. Observó al niño con una excitación producto del temor y el asombro. El bebé alargó su mano, pequeña y delicada estrella de mar, y el niño salvaje extendió hacia ella sus retorcidos dedos, temblando al comprobar que aquella garra era igual que la suya.
Ahora sólo tenía que aguardar a que algún adulto examinara la mente del niño. No transcurriría mucho tiempo, y, mientras tanto, Joel descansó en la paz eterna y adormeciente de la primera infancia.
En alguna parte del espacio exterior, tal vez en un planeta de un sol que ningún terrestre podría contemplar jamás, el bebé reposaba en una cuna de cálidas, vibrantes energías. No estaba encerrado en una habitación, sino en una oscuridad incomprensible para cualquier humano, iluminada por destellos de la energía que producían las estrellas.
El niño sintió la proximidad de algo que significaba calor y suavidad, dulzura en los labios y susurro en la mente. Prorrumpió en balbuceos de gozo y alzó las manos hacia las sombras temblorosas de la habitación. La mente de su madre se apresuró a envolverlo.
¡Un grito!
Frenéticamente, Joel trató de llegar hasta la mente de la madre, emitiendo una y otra vez el modelo de vibraciones posicionales que debían llegar hasta el cerebro de ella a través del bebé. La perdió, su mente fue debilitándose por momentos, y... No, no, alguien más estaba intentando llegar hasta él, alguien que analizaba las características de la máquina y las salvajes vibraciones de Joel, y que se adaptaba suavemente a estas últimas.
Una voz profunda, potente, inconfundiblemente masculina, aunque no sabía el porqué, resonó en su cerebro. Joel se calmó y permitió que la otra mente gobernara la suya, limitándose a emitir sus señales.
Ellos tardarían algún tiempo en analizar el significado de su llamada. Joel permaneció en un estado de semiinconsciencia, sabedor de que una sección de la mente extraña mantenía un contacto íntimo con él y que todas las demás secciones buscaban y convocaban otras mentes a través del universo, solicitando ayuda e información.
Había triunfado. Joel pensó en la Tierra como en sueños, con cierta nostalgia. Le resultó extraño que, precisamente entonces, su mente se solazara en las pequeñas cosas que había dejado tras de sí: una puesta de sol en Arizona, un ruiseñor a la luz de la luna, el ruboroso rostro de Peggy inclinándose sobre un instrumento a su lado, cerveza, música, pinos al viento...
«¡Oh, pero mi especie...! Se acabó la soledad...»
Decisión. Una sensación de caída, de precipitarse hacia el Sol atravesando un torbellino de estrellas. ¡Aproximación!
Aquel ser debía localizarle en la Tierra. Joel trató de representar un mapa, aunque el modelo mental que su cerebro emitiera para visualizar algo en particular carecería de sentido para la mente del otro. Pero tal vez fuera una ayuda, por más difusa que pareciera.
Y quizá ayudó. De repente desapareció la banda telepática, pero se produjo un aluvión de otros impulsos, fuerzas vitales como una llamarada, la proximidad de un dios. Joel, a trompicones y jadeando abrió de un golpe la puerta.
La Luna se elevaba sobre las oscuras colinas, iluminando vagamente los árboles, los montículos de nieve y el humedecido suelo. El aire era helado, húmedo, cortante.
El ser que se encontraba allí, perfilado en la brillantez de sus ropas, era más alto que Joel, un adulto. Sus ojos circunspectos fulguraban tanto que era imposible mirarlos y daba la sensación de que su constitución interna fuera pura incandescencia. Toda la fuerza de su mente se expandió, rodeando a Joel, penetrando en su interior, recorriendo cada una de sus células y nervios...
Joel chilló de dolor y cayó de rodillas. La irresistible fuerza se suavizó y quedó reducida a un zumbido en su cerebro que hacía vibrar cada molécula. Joel estaba siendo estudiado, analizado; ni la más ínfima parte podía ocultarse de aquellos terribles ojos y de la lógica que escrutaba en él mucho más de lo que el mismo Joel pudiera conocer. Su deformado lenguaje telepático era de pronto inteligible para el observador. Joel gruñó su petición.
La respuesta contenía piedad, pero tan remota e inexorable como los truenos sobre el Olimpo.
Muchacho, es demasiado tarde. Tu madre debió de caer en un remolino de energía... y obligada a... sobre la Tierra. Tú has sido educado por animales.
Piensa, muchacho. Piensa en los niños salvajes de esta especie. Cuando fueron rescatados por su propia gente, ¿acaso se convirtieron en humanos? No, fue demasiado tarde. Los rasgos básicos de la Personalidad quedan determinados en los primeros años de la infancia, y sus atributos específicamente humanos se han atrofiado por el desuso.
Es muy tarde, demasiado tarde. Tu mente ha quedado apresada en un modelo rígido y limitado. Tu organismo se ha adaptado de modo distinto al preciso para comprender y gobernar las fuerzas que nosotros utilizamos. Incluso necesitas una máquina para hablar.
Ya no perteneces a nuestra especie.
Joel continuó acurrucado en el suelo, tembloroso, sin querer pensar, sin atreverse a intentarlo.
Los truenos retumbaban en su cabeza.
No podemos permitir que interfieras en la educación mental apropiada de nuestros hijos. Y puesto que tampoco puedes reunirte con tu especie, sino que debes adaptarte lo mejor que puedas a la de este mundo, la decisión más favorable e inteligente que podemos tomar es la de efectuar determinados cambios. Tus recuerdos y los de otros humanos, tu organismo, el trabajo que estás haciendo y el que has hecho...
Otros seres extraños poblaron la noche. Los dioses, seres terribles y fulgurantes, llegaban a la Tierra para examinar todos y cada uno de los fragmentos de experiencia de Joel y emitir sus dictámenes sobre ellos. La oscuridad se abatió sobre él y cayó para siempre en el olvido.
Estaba en el lecho cuando despertó. Le extrañó sentirse tan cansado.
Bien, la investigación del rayo cósmico había constituido un trabajo duro y solitario. ¡Gracias al cielo y a su buena estrella había concluido! Se tomaría unas bien ganadas vacaciones y volvería al hogar. ¡Qué alegría, ver otra vez a sus amigos!... Y a Peggy.
El doctor Joel Weatherfield, joven y eminente físico, se levantó eufórico y empezó a prepararse para el retorno al hogar.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario