Alfonso Álvarez Villar
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Jean Moreau siguió con la mirada el perezoso curso de una nube de oro que se deslizaba como una carabela sobre el océano aéreo del cielo de Guatemala. Tenía la forma de una máscara tolteca que hubiese ascendido, por un extraño fenómeno, a los espacios celestes, dejando un cuerpo mutilado y sangriento en la Tierra. Aquellos altorrelieves monstruosos sólo le inspiraban pensamientos de sangre al arqueólogo francés. Con sus facies convulsas como gorgonas, sus cabezas de serpientes escupiendo veneno por los incisivos y sus extrañas teorías de sacerdotes, con los dedos de los pies cercenados, parecía aquélla una pirámide surgida del humus en el que se fraguan las pesadillas.
Moreau yacía sentado en la vasta plataforma que remataba la gigantesca arquitectura truncada que dos mil años antes había erigido la más remota civilización maya hasta entonces desenterrada del gigantesco vientre de la jungla de Petén. Miró en derredor suyo y por un momento, al chocar sus ojos con el verde turmalina de la floresta, se creyó asomado a una de las barandillas de hierro de la Torre Eiffel, de París. Pero aquello no era el campo de Marte, sino un animal verdoso que crecía a un ritmo veloz, deglutiendo con rabia civilizaciones enteras. Sus miembros habían reptado durante veinte siglos por aquel gigantesco torreón de más de cien metros de altura. Los peones habían tenido que desenroscar con furia las lianas entrelazadas en torno a la obra del hombre. Y allá, hacia el Oeste, lamiendo casi la base posterior del Teocalli, fulgía un lago de aguas de plomo derretido sobre el que planeaban algunas aves y un enjambre de mosquitos.
Moreau era un hombre maduro. Había vivido en la soledad durante toda su existencia, que ahora se acercaba al cenit. Sus compañeros de universidad le habían considerado siempre un individuo raro, aunque brillante. ¡Cuántas veces en medio de los jolgorios o de las reuniones sociales a las que se había visto obligado a asistir le habían sorprendido con la mirada clavada en un punto lejano! Por eso, allá lejos de toda civilización, a muchos kilómetros de la luz de Francia, no sentía la nostalgia de las grandes urbes retumbantes con las voces del gentío y los escapes de los automóviles. No añoraba siquiera la compañía de las mujeres, ahora que sus cabellos habían encanecido. Precisamente hacía unas noches le acongojó un extraño sueño: desde los altos ventanales del Liceo en que cursó su bachillerato veía a un grupo de muchachas y muchachos jugar al baloncesto. Por un instante se había sentido tan joven como ellos, aunque alzado en el pedestal de sus altas calificaciones escolares. Pero se sobresaltó al percatarse que desde entonces habían pasado treinta años. Sollozó en su hamaca, tendida entre dos zapotes bajo un mosquitero de color blanco.
Bajó por los altos escalones que hacía dos mil años habían temblado bajo los pies de los sacerdotes y de los guerreros, cubiertos con plumas multicolores de quetzal y con pieles de puma. Ahora el sol era otro corazón sangrante ofrendado por los Mayas a un dios cuyos miembros eran los bejucos y las lianas que estrangulaban la vida con la vida. Y de cerca y de lejos, desde los cuatro puntos cardinales, comenzaba a surgir como una bandada de cernícalos las voces misteriosas de la selva: los chillidos de los monos aulladores, los graznidos de los pájaros nocturnos y la esgrima de las hojas con las primeras brisas nocturnas.
Moreau se había quedado solo tras dos meses de porfía con las cuadrillas de peones indígenas, descendientes de aquellos hombres que habían erigido los monumentos de Tikal o de Chichén-ltza. Dentro de un par de semanas, todo lo más, comenzaría la estación de las lluvias y el Teocalli se convertiría en una isla apuntando hacia el cielo como un gigantesco dedo surgido de un suelo encharcado. Faltaban sólo dos o tres días para que descendiera sobre el campamento un helicóptero, y Moreau esperaría a que, de nuevo, el cielo se despejara sobre el Yucatán para reanudar sus exploraciones arqueológicas.
Se volvió a tender sobre la hamaca. Había sido un día fructífero. Cientos de docenas de positivas estaban ya preparadas para su transporte a la civilización. Ya todo el mundo sabía que el «Solitario» había descubierto otras ruinas mayas, pero nadie conocía el verdadero objetivo de las exploraciones de aquel hombre excéntrico.
Moreau apartó a un lado el mosquitero para mirar el trozo de cielo que yacía desnudo encima de él. Los cocuyos se confundían a veces con las estrellas errantes. Ambos parecían almas errantes de guerreros muertos en extraños combates o sacrificados en el altar del cruel dios Huitzilopotchli. ¡Muerte y vida, vida y muerte!, pensó Moreau contemplando las estrellas, y algo así como un cuchillo de hielo le penetró el corazón. ¿De cuál de aquellas estrellas procedía aquel mensaje recogido en una vieja leyenda india: «Y entonces, hombres de tez blanca como la plata, llegaron del cielo en pájaros que arrojaban fuego por la cola y dieron leyes a los pueblos de la Tierra. Les enseñaron el arte de la labranza y de la ganadería; les enseñaron también a levantar templos, con los que aquellos hombres habían erigido en su país para adorar al Dios que había creado el Universo. Y mientras ellos reinaron no se conoció entre sus súbditos ni la maldad ni la muerte. Y un día, antes de morir, desaparecieron bajo las aguas de un lago. De sus aguas saldrán en sus pájaros de fuego para volver a enseñar a los hombres lo que habían olvidado»
Moreau había vagado durante más de veinte años por el extremo sur de México, las Honduras británicas y por el norte de Guatemala buscando los vestigios de aquellos visitantes del espacio. Bajo sus órdenes se habían desenterrado tres templos mayas y restos de una ciudad. Había buceado también en la mayor parte de los lagos de aquella vasta región con un contador Geiger en la cintura. Pero todavía con signo infructuoso. ¿No iría detrás de una quimera? ¿No era aquella leyenda más que un fantasma engañoso que lo empujaba al borde de la muerte con una mueca burlona? Quizá su nombre pasaría desde luego a la historia como la de un famoso arqueólogo francés especialista en cultura maya, pero su tumba guardaría el secreto de aquella búsqueda desesperada en pos de algo que nunca existió más que en la imaginación de unos pobres sacerdotes indios embriagados por el peyotl.
Al día siguiente se dirigió Moreau al lago. Los bejucos llegaban hasta la misma orilla. Parecía como si la selva tejiera su encaje de arterias bajo las aguas tranquilas, como el mercurio en una probeta. Allí también la muerte se nutría de la vida, y la vida, a su vez, se vengaba, porque las hojas y los tallos podridos servían de alimento a nuevos seres con un ritmo vertiginoso, como si en aquellas llanuras tropicales el deseo de supervivir fuese más intenso que en otras latitudes. ¿Qué secreto ocultaban sus aguas, que se abrían rientes como una boca redonda? ¿Qué otros seres se habían reflejado en su superficie, aparte de los colibríes, ajorcas voladoras, o las aves de presa que se abatían sobre los manglares? Moreau se revistió de su equipo submarino, que incluía dos botellas de oxígeno. Pronto, un nuevo pez rompió la monotonía de la laguna.
El fondo reflejaba los rayos ardientes del sol del trópico. Durante dos meses había sido dragado meticulosamente por una especie de dinosaurio que ahora yacía inmóvil, en la orilla como acechando un caimán de acero y de caucho. Peces rojos y amarillos cabrilleaban nerviosos al recibir la onda líquida que enviaban las aletas de goma del buceador. Y las plantas submarinas emitían unas extrañas iridiscencias rosadas. Había en aquella atmósfera acuática como una pregunta suspendida desde hacía dos mil años. Parecía un templo en el que aún se siguiese celebrando un rito ancestral.
De repente, el contador Geiger, que Moreau llevaba sujeta la cintura, comenzó a lanzar frenéticas vibraciones que el elemento líquido transmitía como un eco fantasmal. Pisó el fondo y un eco metálico golpeó sus oídos. Palpó frenéticamente entre el suelo de algas y de lodo hasta encontrar una chapa que parecía de acero.
Rebuscó frenéticamente mientras el contador seguía emitiendo su señal de alarma, hasta encontrar una especie de escotilla cerrada a rosca por una manivela que los brazos de Moreau giraron nerviosamente. La escotilla se abrió porque, por razones que desconocía el arqueólogo, el agua había penetrado dentro de «aquello». Por eso la presión entre el interior y la columna de agua de quince metros estaba equilibrada.
Valiéndose de una potente linterna, Moreau permaneció más de una hora explorando la astronave. Encontró extraños mecanismos deliberadamente destruidos, pero que revelaban una civilización superior a la terrestre. Posiblemente, la destrucción había alcanzado un punto situado más allá de las pretensiones de los tripulantes de aquella nave espacial, porque el contador Geiger marcaba con su índice una cifra bastante superior a lo considerado como normal para la integridad del cuerpo humano. Pero a Moreau no le angustiaba ya el saber con certeza que estaba condenado a muerte, de que apenas tendría tiempo para comunicar a los demás hombres lo que había estado buscando desde hacía más de veinte años. ¡Al lado de unos huesos de apariencia humana relampagueó de repente un crucifijo de plata! También Dios se había revelado a los hombres en una planeta situado a muchos años-luz de allí!
Por eso, cuando dos días después el helicóptero llegó a recoger al arqueólogo francés, sus tripulantes lo encontraron de rodillas rezando, sobre la cima del Teocalli, al mismo Dios que bajo nombres distintos habían adorado todos los hombres del planeta Tierra y de aquel otro planeta distante que un día había transmitido allí la doctrina de Cristo.
FIN
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