ALGUNAS CLASES DE VIDA
PHILIP K. DICK
—¡Joan, por el amor de Dios!
Joan Clarke captó la irritación en la voz de su marido, aun a través del altavoz mural. Saltó de la silla en
la que estaba sentada junto a la videopantalla y corrió hacia el dormitorio. Bob hurgaba furiosamente en el
armario ropero, sacando chaquetas y trajes y arrojándolos sobre la cama. Su cara estaba roja de
exasperación.
—¿Qué buscas?
—Mi uniforme. ¿Dónde está? ¿No está aquí?
—Claro que sí. Déjame mirar.
Bob se apartó con semblante hosco. Joan pasó a su lado y conectó el distribuidor automático. Los
trajes aparecieron en rápida sucesión, desfilando para que los inspeccionara.
Eran las nueve de la mañana. El cielo lucía un azul radiante. No se veía ni una nube. Un cálido día
primaveral de finales de abril. Las lluvias del día anterior habían humedecido y ennegrecido la tierra que se
extendía frente a la casa. Brotes verdes empezaban a asomar en el suelo ablandado. La humedad oscurecía
la acera. Amplias parcelas de césped centelleaban a la luz del sol.
—Aquí está.
Joan desconectó el distribuidor. El uniforme cayó en sus brazos y se lo pasó a su marido.
—La próxima vez no te enfades tanto.
—Gracias —sonrió Bob, violento. Dio unas palmadas a la chaqueta—. Fíjate, está arrugada. Creía que
me lo tendrías todo a punto.
—Te quedará muy bien.
Joan conectó el hacecamas. Éste alisó las sábanas y las mantas, luego las dobló. El cobertor se
acomodó cuidadosamente sobre las almohadas.
—Cuando la hayas llevado un rato te sentará de maravilla. Bob, eres el hombre más quisquilloso que
conozco.
—Lo siento, cariño —murmuró Bob.
—¿Qué te pasa? —Joan se acercó a él y apoyó la mano sobre su ancha espalda—. ¿Estás preocupado
por algo?
—No.
—Cuéntamelo.
Bob empezó a desabrocharse el uniforme.
—Nada importante. No quería preocuparte. Erickson me llamó ayer al trabajo para decirme que mi
grupo va a partir de nuevo. Por lo visto, ahora llaman a los grupos de dos en dos. Pensaba que descansaría
durante otros seis meses.
—¡Oh, Bob! ¿Por qué no me lo dijiste?
—Erickson y yo hablamos mucho rato. «¡Por el amor de Dios!», le dije, «acabo de llegar». «Lo sé,
Bob», me contestó, «Lo siento muchísimo, pero no puedo hacer nada. Navegamos en el mismo barco. En
cualquier caso, no durará mucho. Es posible que terminemos de una vez. Se trata de la situación en Marte.
A todo el mundo le está molestando». Eso es lo que me dijo. Fue muy amable. Para ser un organizador
sectorial, Erickson es un buen tipo.
—¿Cuándo..., cuándo has de marcharte?
Bob consultó su reloj.
—Debo estar en la pista a mediodía. Me quedan tres horas.
—¿Cuándo volverás?
—Oh, dentro de un par de días..., si todo va bien. Ya sabes cómo están las cosas. Varían de un día a
otro. ¿Te acuerdas cuando en octubre estuve ausente toda una semana? Claro que no ocurre a menudo.
Los grupos se turnan ahora con tal rapidez que prácticamente estás de vuelta antes de empezar.
Tommy entró como una tromba en la cocina.
—¿Qué pasa, papá? —Reparó en el uniforme—. Caray, ¿le toca a tu grupo de nuevo?
—Exacto.
Tommy sonrió de oreja a oreja: era una complacida sonrisa de adolescente.
—¿Van a poner en vereda a los marcianos? Estaba viendo las noticias. Esos marcianos parecen un
montón de hierbas secas atadas en un manojo. ¿Están seguros que podrán liquidarles?
Bob rió y palmeó la espalda de su hijo.
—Pregúntaselo a ellos, Tommy.
—Tenía muchas ganas de ir contigo.
La expresión de Bob cambió. Sus ojos se endurecieron como el pedernal.
—No, muchacho, ni hablar. No digas eso. Se produjo un silencio incómodo.
—Era una broma —murmuró Tommy.
—Olvídalo —rió Bob—. Ahora, lárguense. Quiero cambiarme.
Joan y Tommy salieron de la habitación. La puerta se cerró. Bob se vistió a toda prisa, tiró la bata y el
pijama sobre la cama y se ciñó el uniforme de color verde oscuro. Se ató las botas y abrió la puerta.
Joan había sacado su maleta del armario del vestíbulo.
—Te la vas a llevar, ¿verdad? —preguntó.
—Gracias. —Bob tomó la maleta—. Vamos al coche.
Tommy ya estaba absorto en la videopantalla, empezando los deberes de aquel día. Una lección de
biología desfilaba lentamente por la pantalla.
Bob y Joan bajaron los peldaños delanteros y se encaminaron por el sendero hacia el vehículo de
superficie, estacionado al borde de la carretera. La puerta se abrió cuando se acercaron. Bob arrojó la
maleta dentro y se sentó al volante.
—¿Por qué hemos de luchar contra los marcianos? —preguntó Joan de repente—. Dímelo, Bob. Dime
por qué.
Bob encendió un cigarrillo. Dejó que el humo gris se esparciera por la cabina del coche.
—¿Por qué? Lo sabes tan bien como yo. —Alargó su enorme mano y golpeó el bello cuadro de
mandos del coche—. Por esto.
—¿Qué quieres decir?
—El mecanismo de control necesita rexeroide. Y los únicos depósitos de rexeroide de todo el sistema
se encuentran en Marte. Si perdemos Marte, perdemos esto. —Recorrió con la mano el brillante cuadro
de mandos—. Y si perdemos esto, ¿cómo vamos a ir de un lado a otro? Contéstame.
—¿No podemos volver a la conducción manual?
—Hace diez años sí, pero hace diez años conducíamos a menos de ciento cincuenta kilómetros por
hora. Hoy en día, ningún ser humano podría conducir a aquellas velocidades. Es imposible volver a la
conducción manual sin reducir la velocidad.
—¿Por qué no?
—Cariño —rió Bob—, vivimos a ciento cuarenta kilómetros de la ciudad. ¿De verdad crees que podría
conservar mi trabajo si corriera todo el rato a sesenta kilómetros por hora? Me pasaría la vida en la
carretera.
Joan calló.
—Por tanto, hemos de conseguir ese maldito material, el rexeroide. Nuestros aparatos de control
dependen de él. Nosotros dependemos de él. Lo necesitamos. Las minas de Marte deben seguir en
funcionamiento. No podemos permitir que los marcianos se apoderen de los depósitos de rexeroide.
¿Entiendes?
—Entiendo. Y el año pasado fue el kryon de Venus. Era imprescindible, así que fuiste a luchar a Venus.
—Querida, las paredes de nuestras casas no mantendrían una temperatura constante sin el kryon. El
kryon es la única sustancia muerta del sistema que se adapta a los cambios de temperatura. Bueno,
tendríamos..., tendríamos que volver a los radiadores, como en los tiempos de mi abuelo.
—Y el año anterior fue el lonolite de Plutón.
—El lonolite es la única sustancia conocida que puede utilizarse para fabricar los bancos de memoria de
las calculadoras. Es el único metal con auténtica capacidad memorística. Sin lonolite perderíamos todas
nuestras computadoras. Y ya sabes adónde iríamos a parar sin ellas.
—Muy bien.
—Cariño, tú ya sabes que no quiero ir, pero debo hacerlo. Todos hemos de hacerlo. —Bob indicó la
casa con un ademán—. ¿Quieres quedarte sin todo eso? ¿Quieres volver al pasado?
—No. —Joan se apartó del coche—. De acuerdo, Bob. Hasta dentro de uno o dos días.
—Eso espero. Este problema se acabará pronto. Han llamado a casi todos los grupos de Nueva York.
Los de Berlín y Oslo ya están allí. Será breve.
—Buena suerte.
—Gracias. —Bob cerró la puerta. El motor se puso en marcha automáticamente—. Despídeme de
Tommy.
El coche se alejó mientras aceleraba. El cuadro de mandos automático lo introdujo con pericia en el
grueso del tráfico que circulaba por la autopista. Joan se quedó mirando hasta que el coche desapareció en
la interminable oleada de destellantes cascos metálicos que atravesaban el campo y formaban una cinta
brillante que se extendía hasta la lejana ciudad. Después, regresó poco a poco hacia la casa.
Bob nunca regresó de Marte, por así decirlo. Tommy pasó a ser el hombre de la casa. Joan consiguió
que le eximieran de acudir a la escuela, y el muchacho empezó a trabajar, pasado un tiempo, en el
Proyecto de Investigaciones Gubernamentales, situado a unos cuantos kilómetros de su casa.
Bryan Erickson, el Organizador Sectorial, les visitó una noche para saber cómo les iba.
—Tienen una casa muy bonita —dijo Erickson, paseando la vista a su alrededor.
Tommy se sintió lleno de orgullo.
—¿En serio? Siéntese y póngase cómodo.
—Gracias. —Erickson echó un vistazo a la cocina. Estaban preparando la cena—. Excelente cocina.
Tommy se puso a su lado.
—¿Ve esa máquina que hay sobre la encimera?
—¿Para qué sirve?
—Es el selector de la cocina. Cada día nos proporciona un menú diferente. No tenemos que pensar en
la comida.
—Sorprendente. —Erickson miró a Tommy—. Parece que les va muy bien.
Joan levantó la vista de la videopantalla.
—Tan bien como se podría esperar.
Habló con voz apagada, inexpresiva. Erickson gruñó y volvió a la sala de estar.
—Bien, creo que voy a marcharme.
—¿Para qué ha venido? —preguntó Joan.
—Para nada en particular, señora Clarke.
Erickson vaciló al llegar a la puerta. Era un hombre grande, de cara rojiza, entrado en la treintena.
—Bien, sí, hay un problema.
—¿Cuál es? —preguntó Joan con frialdad.
—Tom, ¿te has sacado ya el carnet de la Unidad Sectorial?
—¡Mi carnet de la Unidad Sectorial!
—Según la ley, estás registrado como miembro de este sector..., mi sector. —Rebuscó en su bolsillo—
. Llevo encima unos cuantos carnets en blanco.
—¡Caray! —exclamó Tommy, algo asustado—. ¿Tan pronto? Creí que no me lo daban hasta cumplir
los dieciocho años.
—Han cambiado la legislación. Nos dieron una buena paliza en Marte. Algunos sectores no pueden
llegar al cupo. A partir de ahora se irá rebajando el límite de edad. —Erickson sonrió complacido—. Este
sector es muy bueno. Nos divertimos mucho haciendo instrucción y probando los nuevos equipos. He
conseguido por fin que Washington nos envíe todo un escuadrón de los pequeños cazas de doble reactor
nuevos. A cada hombre de mi sector se le asigna un caza.
—¿De veras? —Los ojos de Tommy se iluminaron.
—De hecho, el piloto puede llevarse a casa el aparato durante el fin de semana. Se puede estacionar en
el jardín.
—¿Va en serio?
Tommy se sentó ante el escritorio y rellenó el carnet de la Unidad muy contento.
—Sí, nos lo pasamos muy bien —murmuró Erickson.
—Entre guerra y guerra —dijo Joan en voz baja.
—¿Qué ha dicho, señora Clarke?
—Nada.
Erickson tomó el carnet y lo guardó en su cartera.
—A propósito... —empezó.
Tommy y Joan se volvieron hacia él.
—Supongo que habrán visto imágenes de la guerra del gleco por la videopantalla. Supongo que estarán
enterados de todo.
—¿La guerra del gleco?
—Extraemos todo nuestro gleco de Calixto. Se obtiene de las pieles de ciertos animales. Bien, los
nativos nos están dando algunos problemas. Afirman...
—¿Qué es el gleco? —preguntó Joan con severidad.
—El material gracias al cual su puerta principal se abre sólo para usted. Es sensible a la presión
específica de su mano. El gleco se obtiene de esos animales.
El silencio que siguió podía cortarse con un cuchillo.
—Me marcho. —Erickson avanzó hacia la puerta—. Nos veremos en la próxima sesión de instrucción,
Tom. ¿De acuerdo? —Abrió la puerta.
—De acuerdo —murmuró Tommy.
—Buenas noches.
Erickson salió y cerró la puerta a su espalda.
—¡Pero debo ir! —exclamó Tommy.
—¿Por qué?
—Todo el sector va. Es obligatorio.
—Eso no es cierto —replicó Joan, mirando por la ventana.
—Pero si no vamos perderemos Calixto, y si perdemos Calixto...
—Lo sé. Tendremos que volver a utilizar llaves para abrir las puertas. Como en los tiempos de nuestros
abuelos.
—Exacto. —Tommy sacó pecho, volviéndose de un lado y del otro—. ¿Qué tal estoy?
Joan no respondió.
—¿Qué tal estoy? ¿Tengo buen aspecto?
Tommy tenía buen aspecto con su uniforme de color verde oscuro. Era delgado, caminaba con la
espalda recta y tenía mucho mejor aspecto que Bob. Bob había engordado. Se estaba quedando calvo. El
cabello de Tommy era espeso y negro. Sus mejillas estaban rojas de excitación, sus ojos relampagueaban.
Se puso el casco y se ajustó la correa.
—¿Bien? —preguntó.
—Estupendo —asintió Joan.
—Dame un beso de despedida. Me voy a Calixto. Volveré dentro de un par de días.
—Adiós.
—No pareces muy contenta.
—No lo estoy. No estoy nada contenta.
Tommy volvió de Calixto sin un rasguño, pero durante la guerra del trektón que se desarrolló en Europa
algo falló en su pequeño caza de doble reactor y la Unidad Sectorial regresó sin él.
—El trektón se usa en los tubos de las videopantallas —explicó Bryan Erickson—. Es muy importante,
Joan.
—Ya veo.
—Sabe bien lo que significan las videopantallas. Toda nuestra educación e información dependen de
ellas. Los niños aprenden gracias a ellas, igual que si fueran a la escuela. Y por la noche nos entretenemos
con los canales de diversión. No querrá que volvamos a...
—No, no... Por supuesto que no. Lo siento. —Joan movió la mano y la mesita de café entró en la sala
de estar; traía una cafetera humeante—. ¿Crema, azúcar?
—Sólo azúcar, gracias.
Erickson tomó su taza y siguió sentado en el sofá sin pronunciar palabra, bebiendo y removiendo el café
con la cucharilla. La casa estaba en silencio. Eran cerca de las once de la noche. Las persianas estaban
bajadas. La videopantalla funcionaba a bajo volumen en el rincón. En el exterior, todo estaba oscuro e
inmóvil, a excepción de un débil viento que soplaba entre los cedros que se alzaban al final de los jardines.
—¿Alguna novedad en los diversos frentes? —preguntó Joan al cabo de un rato, reclinándose en el sofá
y alisándose la falda.
—¿Los frentes? —Erickson reflexionó—. Bien, algunos avances en la guerra del iderium.
—¿Donde ocurre?
—En Neptuno. Sacamos nuestro iderium de Neptuno.
—¿Para que se usa el iderium?
La voz de Joan era tenue y lejana, como si llegara desde un lugar remoto. Su rostro, teñido de una
intensa blancura, reflejaba aflicción, como si una máscara lo recubriera, una máscara a través de la cual ella
miraba desde una distancia enorme.
—Todos los periódicos automáticos requieren iderium —explicó Erickson—. El revestimiento de
iderium hace posible que detecten los acontecimientos mientras ocurren y los despachen de inmediato a las
videopantallas. Sin el iderium volveríamos a los reportajes escritos a mano, con la consiguiente parcialidad
del periodista. Noticias contaminadas por los prejuicios personales. Los periódicos automáticos que
funcionan con iderium son imparciales.
Joan asintió con la cabeza.
—¿Alguna otra novedad?
—Poco más. Se dice que pueden producirse disturbios en Mercurio.
—¿Qué obtenemos de Mercurio?
—Ambrolina. Utilizamos la ambrolina en toda clase de unidades selectivas. El selector de su cocina, por
ejemplo. El selector de comida que le proporciona los menús. Es una unidad de ambrolina.
Joan miró con aire ausente su taza de café.
—Los nativos de Mercurio..., ¿nos van a atacar?
—Se han producido desórdenes, alborotos, esa clase de cosas. Algunas unidades sectoriales ya han
entrado en acción. Las de París y Moscú. Grandes unidades, según creo.
—Bryan, estoy segura que ha venido a verme por algo concreto —dijo Joan, al cabo de un rato.
—Oh, no. ¿Por qué lo dice?
—Lo presiento. ¿De qué se trata?
El rostro bondadoso de Erickson enrojeció.
—Es muy sagaz, Joan. Sí, he venido por algo concreto.
—¿Qué es?
Erickson introdujo la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y extrajo un papel mimeografiado
doblado. Se lo pasó a Joan.
—Le aseguro que no ha sido idea mía. No soy más que una pieza de una gigantesca maquinaria. —Se
mordió el labio, nervioso—. Es por culpa de las enormes pérdidas sufridas durante la guerra del trektón.
Necesitan cerrar filas. Según he oído, se han opuesto a la medida.
—¿Qué significa todo esto? —Joan le devolvió el papel—. No entiendo nada de esta jerga legal.
—Bien, significa que las mujeres van a ser admitidas en las unidades sectoriales en..., en ausencia de los
miembros varones de la familia.
—Oh. Ya entiendo.
Erickson se levantó rápidamente, aliviado que su misión hubiera concluido.
—Tengo que irme. Sólo quería enseñarle esto. Lo están repartiendo por todas partes.
Guardó el papel en el bolsillo. Parecía muy cansado.
—Ya no queda mucha gente, ¿verdad?
—¿Qué quiere decir?
—Primero los hombres. Después, los niños. Ahora, las mujeres. Cualquiera vale.
—Como sucede entre los animales, supongo. Bien, tiene que haber un motivo. Hemos de mantener
estos frentes. No podemos quedarnos sin estas materias. Hay que lograrlo.
—Supongo que sí. —Joan se levantó lentamente—. Hasta pronto, Bryan.
—Volveré a finales de semana. Hasta pronto, Joan.
Bryan Erickson llegó justo cuando acababa de estallar la guerra de la ninfita en Saturno. Dedicó una
sonrisa de disculpa a la señora Clarke cuando ésta le abrió la puerta.
—Siento molestarla tan temprano —dijo Erickson—. Tengo mucha prisa. He de recorrer todo el
sector.
—¿Qué pasa?
Joan cerró la puerta. El hombre llevaba su uniforme de organizador, verde pálido con franjas plateadas
sobre los hombros. Joan aún no se había cambiado la bata.
—Qué bien y caliente se está aquí —dijo Erickson, calentándose las manos en la pared.
Era un día claro y frío de noviembre. La nieve, como una fría manta blanca, lo cubría todo. Algunos
árboles desnudos brotaban de la tierra; sus ramas estaban yermas y heladas. La brillante cinta de coches
que antes ocupaba la autopista se había reducido a un ínfimo hilo. Muy poca gente iba ya a la ciudad. Casi
todos los vehículos de superficie estaban en el depósito.
—Supongo que se habrá enterado de lo que pasa en Saturno —murmuró Erickson.
—He visto algunas imágenes en la videopantalla.
—Una auténtica rebelión. Esos nativos de Saturno son muy grandes. Dios mío, deben medir quince
metros de alto.
Joan movió la cabeza con aire ausente y se frotó los ojos.
—Es una pena que necesitemos algo de Saturno. ¿Ha desayunado, Bryan?
—Oh, sí, gracias... Ya he desayunado. —Erickson se puso de espaldas junto a la pared—. Es
estupendo refugiarse del frío. Tiene su casa muy limpia y aseada. Ojalá mi esposa hiciera lo mismo.
Joan se acercó a las ventanas y subió las persianas.
—¿Qué sacamos de Saturno?
—Entre tantas cosas, tenía que ser la ninfita. Renunciaríamos a cualquier otra, pero no a la ninfita.
—¿Para qué se utiliza la ninfita?
—Para todos los aparatos de pruebas de aptitud. Sin ninfita seríamos incapaces de saber cuál es la
persona más idónea para una ocupación, incluyendo al presidente del Consejo Mundial.
—Entiendo.
—Con los analizadores de ninfita determinamos para qué sirve cada persona y qué trabajo debe hacer.
La ninfita es la herramienta básica de la sociedad moderna. Gracias a ella se nos adjudica una clasificación
y un grado. Si algo le ocurriera a los suministros...
—¿Y toda proviene de Saturno?
—Me temo que sí. Los nativos se han sublevado e intentan apoderarse de las minas de ninfita. La lucha
será encarnizada. Son muy grandes. El gobierno se verá obligado a reclutar a toda la gente disponible.
Joan tragó saliva.
—¿A todo el mundo? —Se llevó la mano a la boca—. ¿Incluidas las mujeres?
—Me temo que sí. Lo siento, Joan. Ya sabe que no ha sido idea mía. Nadie quiere hacerlo, pero si
hemos de salvar todo cuanto poseemos...
—Pero, ¿quién va a quedar?
Erickson no respondió. Se sentó ante el escritorio y rellenó un carnet. Se lo pasó a Joan, que lo tomó
automáticamente.
—Su carnet de unidad.
—¿Quién va a quedar? —repitió Joan—. Dígamelo. ¿Quién va a quedar?
La nave procedente de Orión aterrizó con un gran estruendo. Las exhaustas válvulas arrojaron nubes de
materiales de desecho cuando los compresores de reacción se enfriaron en silencio.
No se oyó el menor sonido durante un rato. Después, la escotilla se abrió con cautela hacia dentro.
N’tgari-3 salió con grandes precauciones, moviendo un cono atmosférico frente a él.
—¿Resultados? —preguntó su compañero, comunicando sus pensamientos a N’tgari-3.
—Demasiado tenue para que nosotros la respiremos, pero suficiente para otras formas de vida. —
N’tgari-3 miró a su alrededor, examinando las colinas y llanuras lejanas—. Muy tranquilo, desde luego.
—Ni un sonido o signo de vida. —Su compañero salió—. ¿Qué es eso?
—¿Dónde? —preguntó N’tgari-3.
—En esa dirección. —Luci’n-6 se lo indicó con su antena polar—. ¿Lo ves?
—Parecen unidades de construcción. Como estructuras de gran tamaño.
Los dos orionianos alzaron la lancha al nivel de la escotilla y la depositaron en tierra. N’tgari-3 se puso
al volante y cruzaron la llanura en dirección al punto visible en el horizonte. Crecían plantas por todas
partes, algunas altas y robustas, otras frágiles, pequeñas y provistas de flores de muy diversos colores.
—Lleno de formas inmóviles —observó Luci’n-6. Atravesaron un campo de plantas anaranjadas y
grises, miles de tallos que crecían uniformemente, infinitas plantas idénticas.
—Parece que las han sembrado de forma artificial —murmuró N’tgari-3.
—Aminora la velocidad. Estamos llegando a una especie de edificio.
N’tgari-3 redujo la velocidad al mínimo. Los dos orionianos miraron por la ventanilla, muy interesados.
Una encantadora estructura se erguía entre plantas de todas clases, plantas altas, alfombras de plantas
pequeñas, lechos de plantas provistas de flores asombrosas. La estructura era esbelta y atractiva, sin duda
producto de una civilización avanzada.
N’tgari-3 saltó de la lancha.
—Quizá estemos a punto de tropezar con los legendarios seres de la Tierra.
Atravesó corriendo la alfombra de plantas, larga y uniforme, hasta llegar al porche delantero del edificio.
Luci’n-6 le siguió. Ambos examinaron la puerta.
—¿Cómo se abre? —preguntó Luci’n-6.
Practicaron un limpio agujero en la cerradura y la puerta se abrió. Las luces se encendieron
automáticamente. Las paredes caldearon la casa.
—¡Qué..., qué desarrollo tan increíble! ¡Qué gran adelanto!
Fueron de habitación en habitación, examinando la videopantalla, la complicada cocina, los muebles del
dormitorio, las cortinas, las sillas, la cama.
—Pero, ¿dónde están los terrícolas? —preguntó por fin N’tgari-3.
—Volverán en seguida.
N’tgari-3 paseaba arriba y abajo.
—Todo esto me produce una extraña sensación. Mi antena no lo capta. Una especie de incomodidad.
—Vaciló—. No es posible que no vuelvan, ¿verdad?
—¿Por qué no?
Luci’n-6 se puso a juguetear con la videopantalla.
—Muy improbable. Les esperaremos. Volverán.
N’tgari-3 miró por la ventana, nervioso.
—No los veo, pero tienen que andar por aquí cerca. No me cabe en la cabeza que se marcharan,
dejando todo esto. ¿Adónde habrán ido, y por qué?
—Volverán. —Luci’n-6 captó un poco de estática en la pantalla—. Esto no es muy impresionante.
—Tengo la sensación que no volverán.
—Si los terrícolas no regresan —dijo pensativamente Luci’n-6, manipulando los mandos de la
pantalla—, se convertirán en uno de los más grandes enigmas de la arqueología.
—Seguiré esperándolos —dijo N’tgari-3, imperturbable.
F I N
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