Los inmortales
Vaya perspectiva. Pronto toda la gente se habrá ido y me quedaré para siempre solo. Con tanta radiación solar los seres humanos que aún circulan se encuentran en muy mal estado, sin contar los problemas de inmunidad, el régimen a base de ratas y cucarachas y cosas por el estilo. Son los últimos; pero no pueden durar mucho (claro que intenta decírselo a ellos). Aquí están de nuevo; tambaleando, se asoman a mirar el infierno del atardecer. Todos padecen enfermedades y delirios. Todos se creen que son... Pero dejemos en paz a los pobres hijos de perra. Ahora me siento libre para desnudar mi secreto.
Soy el inmortal.
Hace un tiempo increíblemente largo que estoy por aquí. Si el tiempo es dinero, yo soy el último de los grandes derrochadores. Y, sabéis, cuando uno ha estado en circulación tanto tiempo como yo, la escala diurna, ese número de veinticuatro horas, puede empezar a demolerte el ánimo. Yo intenté buscar un esquema más amplio. Y tuve mis éxitos. Una vez me mantuve despierto siete años seguidos. Sin siquiera una siesta. Qué mareo, amigo. Por otro lado, esa vez que estuve enfermo en Mongolia dormí durante toda una década. Sin nada que hacer, de paseo por un oasis del Sahara, me rasqué el ombligo durante dieciocho meses. En una ocasión –cuando no había nadie alrededor– me la estuve meneando un verano entero. Hasta los inalterables cocodrilos me envidiaban los baños en los ríos sin tiempo. Francamente, no había mucho más que hacer. Pero al fin interrumpí estos experimentos y con mansedumbre me uní a la rutina noche-día. Me pareció que necesitaba dormir. Me pareció que necesitaba hacer las cosas que al parecer necesita hacer la gente. Cortarme las uñas. Comparecer ante el vaso y la bacía de afeitar. Ir a la peluquería. Todas esas distracciones. No me extraña que nunca haya terminado nada.
Nací, o aparecí o me materialicé o despunté, cerca de la ciudad de Kampala, Uganda, en Africa. Claro que Kampala todavía no existía, y Uganda tampoco. Africa tampoco, si vamos al caso, porque en aquellos tiempos todas las masas de tierra estaban unidas. (Tuve que esperar hasta el siglo veinte para verificar muchas de estas cosas.) Pienso que debo de haber sido un dios falso o algo así; cabe concebir que llegué de un planeta que se regía por un reloj diferente. De todos modos nunca llegué muy lejos. Aunque larga, mi vida ha sido en todos los sentidos fútil. Tuve que parar el carro durante un buen rato antes de que aparecieran seres humanos con los que tratar. El mundo todavía se estaba enfriando. Me pasé toda la geología sentado, esperando que llegara la biología. Solía canturrear junto a esos estanques tibios donde empezó la vida sembrada desde el espacio. Sí, allí estaba yo, alentándoos desde la línea de banda. Pues tenía instintos gregarios y me sentía terriblemente solo. Y hambriento.
Entonces se manifestaron las plantas, lo cual significó un simpático cambio y ciertos tipos rudimentarios de animales. Pasado un tiempo comprendí y me hice carnívoro. Me convertí en un cazador prodigioso en parte por autodefensa. (No era tanto una cuestión de supervivencia como que a nadie le gusta que lo huelan, lo desgarren y lo mastiquen, todo al mismo tiempo.) No había animal que pudiera soñarse que yo no fuera capaz de matar. También tenía mascotas. Era una forma de vida al aire libre muy saludable, aunque no demasiado estimulante. Yo anhelaba... reciprocidad. Pero si pensé que el período pérmico era lo peor, fue sólo porque aún no me había tocado vivir el triásico. No puedo deciros lo aburrido que era. Y entonces, antes de que pudiera darme cuenta –esto habrá sido alrededor del 6.000.000 a. de C.– vino la primera Edad de Hielo (no oficial) y tuvimos que empezar todos de nuevo, más o menos desde la línea de largada. Las Edades de Hielo, admito, fueron golpes considerables a mi moral. Uno sabía cuándo se acercaban: solía haber una especie de espectáculo cósmico de luces y luego, con demasiada frecuencia, una espantosa borrasca de impactos retardados; luego polvo, y bellos crepúsculos; por fin, la oscuridad. Ocurrían regularmente, cada 70.000 años justos. Guiándose por ellas uno podía poner el reloj en hora. La primera Edad de Hielo acabó con los dinosaurios; eso al menos dice la teoría. Yo sé que no fue así. Podrían haberse salvado si se hubieran apretado el cinturón y hubiesen sido sensatos. Los trópicos eran bastante calurosos y sombríos, cierto, pero perfectamente habitables. No, los dinosaurios se lo buscaron: eran una pandilla lamentable. Son las películas de aventuras sobre el mundo perdido las que dicen la verdad sobre su muerte. Increíblemente estúpidos, increíblemente quisquillosos; e increíblemente grandes. Y siempre buscando camorra. El lugar parecía un patio de peleas. Yo, por supuesto, ya había descubierto el fuego, de modo que comía bien. Hamburguesas todas las noches.
La primera hornada de hombres-mono fue una carga enorme en lo que a mí concernía. En cierto modo me agradó verlos, pero en general era un lío. ¿Tanta evolución para eso? Hubo una época de brutalidad antes de que llegaran a algo, e incluso entonces siguieron siendo ansiosos y paranoicos. Yo, con mi casita, mis trajes de piel, mi cara bien afeitada y mis barbacoas, sobresalía. De vez en cuando me convertía en objeto de odio, o de adoración. Pero ni siquiera los amistosos me servían de algo. Ugh. Ij. Akk ¿Qué nombre se le da a semejante conversación? Y cuando al fin mejoraron, y me hice unos cuantos amigos y empecé a tener relaciones con las mujeres, sobrevino un descubrimiento espantoso. Yo había pensado que iban a ser diferentes, pero no. Todos envejecían y morían, como mis mascotas.
Como están muriendo ahora. Todos muriendo alrededor de mí. Al principio todos aquí nos alegramos cuando el mundo comenzó a entibiarse. Nos alegró que las cosas se iluminaran. El invierno siempre es duro; pero de algún modo el invierno nuclear es especialmente sombrío. Hasta yo llegué a cansarme de una noche que duró tres años (y Nueva Zelanda, me parece a mí, está bastante muerta incluso en las mejores épocas). Por un tiempo la gran fiebre fue tomar el sol. Pero luego la cosa pasó de la raya hacia el otro lado. Empezó a ponerse cada vez más caluroso, o más bien hubo un cambio en la naturaleza del calor. No daba la sensación de ser luz de sol. Más bien parecía un gas o un líquido: parecía lluvia, muy fina, muy caliente. Y los edificios, por lo que se notaba, no la rechazaban de la manera adecuada, ni siquiera aquellos que tenían techo. La gente dejó de adorar al sol y se hizo adoradora de la luna. La vida se volvió nocturna. Ellos están de lo más animados, teniendo en cuenta la situación, y se compadecen más de los otros que de sí mismos. Supongo que es una suerte que no puedan predecir lo que se viene. Pobres mortales, me dan pena. No son capaces de hacer nada en absoluto con esa fiera fundida que hay en medio del cielo. Se enfrentaron con la ira, después se enfrentaron con el frío; y ahora los están nuclearizando de nuevo. Los está renuclearizando, multinuclearizando el lento reactor del sol.
El Apocalipsis sucedió en el año 2045 d. de C. Cuando tuve la certeza de que se acercaba fui directamente al centro de la acción: Tokio. Saldré ahora mismo al paso y diré que me encontraba de lo más dispuesto a marcharme. No es que estuviera especialmente deprimido o algo así. Sin duda no estaba tan deprimido como ahora. De hecho acababa de emerger de una resaca de cinco años y el futuro se me aparecía luminoso. Pero el planeta estaba en un estado desesperante en aquel entonces y yo no quería participar más. Quería irme. Nada se las había arreglado nunca para matarme, y comprendí que la única oportunidad radicaba en el impacto directo de un misil. Yo soy cósmico (en tiempo), pero también lo son las armas nucleares (en poder). Si un misil no consigue borrarme del mapa, me decía, pues bien, nada lo conseguirá. Sólo tenía una seria duda. El despliegue de moda por entonces consistía en detonaciones de tapiz en la escala de los cien kilotones. Personalmente yo hubiese preferido algo mayor, digamos algo así como un megatón. Había perdido el barco. Debería haber aprovechado la oportunidad en los días de las pruebas atmosféricas. Solía morderme los codos pensando en la hija de puta de sesenta megatones que los soviéticos habían probado en Siberia. Sesenta millones de toneladas de TNT: está claro que ni siquiera yo me habría salvado... Alquilé una habitación en el último piso del Century Inn, cerca de la torre de Tokio, bien en el centro de la ciudad. Esta vez quería colocarme en primera fila. Me pareció que en el hotel estaban contentos con el cliente. Los negocios no parecían ir viento en popa. Todo el mundo sabía que el final comenzaría allí, igual que un siglo atrás. Y a esa altura, de cualquier modo, las ciudades estaban muriendo en todas partes... Por la noche hice estallar mi dinero. Soborné al guardia del piso y me franqueó el acceso a la azotea: el sueño final. La ciudad se contorsionaba de pánico. Yo me contorsionaba de esperanza. Si esto suena egoísta, pido excusas ¿Pero a quién? Cuando oí las sirenas gimiendo en el aire me puse de pie de un salto y permanecí inmóvil, desnudo, en puntas de pie, con los brazos extendidos. Y luego ocurrió, como si le abrieran la cremallera al universo.
En primer lugar debo haber absorbido una buena cantidad de radiación inmediata, que más tarde me provocaría tremendas jaquecas. En seguida pensé que Dionisio me estaba haciendo cosquillas hasta matarme. Al mismo tiempo, me apabullaron la onda electromagnética y la embestida térmica. Por las partículas radiactivas no tenéis que preocuparos. Hacedme caso, es la menor de las dificultades. Pero el calor es otra cosa. Son unas temperaturas capaces de convertir a un ser humano en una sombra en la pared. Hasta yo me resequé un poco. Aunque ahora pueda bromear (eso sí que era calor, madre mía; uf, vaya bochorno), en el momento confieso que me alarmé. Yo no podía respirar y se me nubló la vista –otro detalle importante: no me morí, pero al menos me desmayé–. Y por un buen rato, pues cuando me desperté había desaparecido todo. Me había pasado durmiendo todo el estallido, la conflagración, el tifón mortífero. Físicamente me sentía bien. Físicamente me encontraba, como se dice, en forma. Mi resaca había desaparecido por completo. Pero en todos los demás aspectos sentía un desacostumbrado decaimiento. Sí, estaba infinitamente deprimido. Todavía lo estoy. Oh, finjo alegría, pongo cara de ánimo; pero a menudo pienso que esta depresión no acabará nunca, que me durará hasta el fin de los tiempos. No se me ocurre nada que tenga buenas posibilidades de levantarme el ánimo. Pronto la gente desaparecerá y me quedaré solo para siempre.
Son gente de arena, gente de polvo, gente de polvo. Los aprecio, por supuesto, pero no sirven de gran compañía. Están profundamente enfermos y profundamente locos. A medida que menguan, que declinan y se marchitan, parecen ir adoptando grandes ideas sobre sí mismos. Entre nosotros, yo tampoco me siento como una lechuga. Tengo buen aspecto, el mismo que solía tener; pero sin duda hubo tiempos en que me sentí mejor. Mi trato con las enfermedades, dicho sea de paso, es como sigue: las contraigo, me hacen daño y todo eso, y no obstante nunca resultan fatales. Se van, o yo me adapto. Para daros un ejemplo, hace setenta y tres años que tengo sida. Sencillamente no me lo puedo sacudir de encima. Falta una hora para que amanezca y las estrellas todavía brillan con su nuevo afilado esplendor. Los seres humanos ya vuelven a las casas. Algunos caerán en un sueño tembloroso. Otros se reunirán junto a la artesa contaminada y hablarán todo el día de sus patrañas. Yo me demoraré afuera un rato más, solo, bajo el inmortal calendario del cielo.
La antigüedad clásica fue interesante (calculo que acabo de dar un buen salto, pero no es mucho lo que os perdéis). Fue en la Roma de Calígula donde me di cuenta de que tenía un problema de alcoholismo. Empecé a pasar más y más tiempo en Cercano Oriente, donde siempre había animación. Le tomé la medida a las reglas maestras de la economía y florecí como comerciante mediterráneo. Para mí las largas excursiones de ida y vuelta a las Indias no eran nada del otro mundo. Me fue bien pero no fabulosamente y hacia el siglo diez había vuelto a recalar en Europa Central. Juzgándolo ahora, da la impresión de que cometí un error ¿Sabéis cuál fue mi período favorito? Sí: el Renacimiento. Estuvisteis realmente bien. Para ser sincero, me sorprendisteis. Yo me había pasado bostezando quinientos años de plagas, religión y talento nulo. La comida era espantosa. Nadie tenía buen aspecto. El arte y las artesanías apestaban. Entonces: ¡bum! Y encima todo al mismo tiempo. Me encontraba en Oslo cuando me enteré de lo que estaba ocurriendo. Dejé todo y me subí al primer barco que zarpaba para Italia, aterrorizado de perdérmelo. Ah, era el paraíso. Cuando esos tipos pintaban una pared, un techo o lo que fuera, pintado quedaba. Allí vivíamos dentro de una obra maestra. Al mismo tiempo, a mi entender, había algo de ominoso. Yo advertía que, en todo sentido, erais capaces de cualquier cosa. Y después del Renacimiento ¿con qué me encuentro? Con el Racionalismo y la Revolución Industrial. Crecimiento, progreso, la gran estampida petroquímica. Justo cuando pensaba que no podía haber siglo más tonto que el diecinueve, se presenta el veinte. Os juro, el planeta entero parecía estar representando un certamen de estupidez. Yo ya veía entonces cómo iba a acabar la historia humana. Cualquiera podía verlo. No había alternativas.
Mis intentos de suicidio se remontan a la Edad Media. Me lo pasaba tirándome de las montañas y números así. Piedras al cuello, etcétera. Nunca daban resultado. Jesús, he hecho de pararrayos más veces de las que puedo recordar, y he vivido para contarlo. (Una vez me dio un meteorito en plena cara; salir arrastrándome de debajo me costó lo mío, y me sentí descompuesto toda la tarde.) Y todo esto sin contar las innumerables guerras en que luché. A lo largo de milenios la milicia fue mi pasión –ya sabéis cómo anda el mundo–, pero a comienzos del siglo quince empecé a cansarme. Yo, que había luchado con Alejandro, con los grandes Khanes, de pronto me encontraba en medio de una pesadilla de vagos asquerosos enfrentándose a otra pandilla de vagos asquerosos. Eso fue en Agincourt. Para la guerra de Semana Santa ya estaba harto. Parecía que toda la improvisación –todo el saber y la capacidad– había desaparecido. No había más que muerte, pura y simple. Y mis experiencias en el teatro nuclear no han servido para nada para restaurar la aventura perdida... De veras... lentamente yo iba perdiendo el interés por todo. En general me iba volviendo más ermitaño y neurótico. Y estaba la bebida. De hecho, cuando promediaba el siglo veinte mi problema de alcoholismo se me escapó de las manos. Una vez, tuve una borrachera que me duró noventa y cinco años. Desde 1945 hasta 2039 estuve hecho una cuba. Nómada metropolitano, me ganaba la vida vendiendo mi pasado, vendiendo historia: baratijas fenicias, rollos hebreos, botines de guerra –algunas de estas cosas bien valían una bomba–. Me derrumbé. Perdí todo respeto por mí mismo. Era como un pasajero de un avión averiado que, con la bolsa del duty-free colgándole de la boca, procura encontrar ese estado en el que nada importa. Así parecía estar comportándose el mundo entero. Y ese estado es imposible de encontrar. Porque no existe. Porque las cosas importan. Incluso aquí.
La visión de Tokio después del ataque nuclear no era agradable. Un aceitoso pastel negro con pequeños brocados de fuego. Mi vida había estado atiborrada de muerte –la muerte es mi vida–, pero ese surco era nuevo. Había desaparecido todo. No sucedía nada. La única luz, la única actividad, provenía de los haces de plasma y los pequeños cohetes que algún satélite perdido o algún submarino vagabundo seguían disparando. ¿Pero qué hacen?, me pregunté ¿Para qué bombardean este cementerio? No me preguntéis cómo me las arreglé para llegar aquí, a Nueva Zelanda. Es una larga historia. Y fue un largo viaje. En otros tiempos, desde luego, hubiera podido hacerlo a pie. No tenía planes. Me limité a seguir las huellas de la vida.
Fui en balsa hasta el continente y allí tampoco había nada. Todo estaba muerto. (Para ser justo, buena parte ya había muerto antes.) De vez en cuando, mientras me dirigía a tientas hacia el sur, veía una mancha de liquen o un hongo deformado, y más tarde alguna cucaracha con una sola pata, o una rata ciega, cosas así, y eso me levantaba el ánimo por un rato. Pasaron unos buenos dieciocho meses antes de que me cruzara con seres humanos dignos de tal nombre; fue en Thailandia. Era una pequeña comunidad pesquera protegida por un pico de las montañas costeras y por anómalas condiciones de viento (por entonces no había otras condiciones de viento más anómalas). La gente lo pasaba mal, naturalmente, pero aún seguía sacando algo del mar, si bien no se lo podía llamar exactamente pescado. Les supliqué que me dieran una barca y se negaron, lo cual era comprensible. Como no quería discutir, me quedé por allí hasta que se murieron. No fue mucho tiempo. Si no recuerdo mal, tuve que esperar unos cuatro años. Luego cargué mis cosas, me hice a la mar y no me importó adónde demonios me llevaban los vientos. Sencillamente me hice a la mar muerta con la esperanza de encontrar vida.
Y en cierto modo la encontré aquí, entre la gente del polvo. Los últimos. Más me vale aprovecharlos al máximo porque son los últimos seres humanos que me quedan. Lamento que vayan a irse ¿Qué significa necesitar a los demás, necesitar que los demás sean?
Una vez me encontraba en China con mucho dinero y un siglo que perder, compré una elefanta recién nacida y la cuidé hasta que se hizo inválida. La llamaba Babalaya. Vivió ciento treinta años y tuvimos tiempo de llegar a conocernos muy bien. Esa manera juguetona que tenía de sacudir la cabeza. La silueta graciosa: tanto bulto y nada de culo (desde atrás parecía un peón caído sobre el mostrador de un pub de Dublín). Babalaya, la única mujer que me importó de verdad... No, eso no es cierto. No sé por qué lo digo. Pero las relaciones largas siempre me han resultado difíciles y he tendido a poner aire de por medio. Sólo me he casado ochocientas o novecientas veces –no soy de los que llevan la cuenta–, y no creo que el total de mis hijos llegue a las cuatro cifras. También tuve mis épocas de gay. Estoy seguro, no obstante, que os dais cuenta del problema. Yo estoy acostumbrado a ver cómo se abren paso hacia el cielo montañas enteras, cómo se forman deltas. Eso que se dice sobre que el Atlántico o lo que sea se hunde a un ritmo de una pulgada por siglo; bueno, yo lo noto. Heme allí, pues, viviendo con una preciosidad. Un parpadeo... y se ha vuelto una ruina. Mientras que yo permanecía varado en un mediodía impecable, daba la impresión de que el tiempo garabateaba el rostro de todo el mundo: se encogían, se ensanchaban, se desflecaban. No es que a mí me importase tanto, pero las mujeres no sabían cómo manejarlo. Las volvía locas. “Hace veinte años que estamos juntos”, decían. “¿Cómo es que yo parezco una mierda y tú no?”. Además, no era muy astuto quedarse mucho en un solo lugar. Veinte años ya era alargarlo demasiado. Y yo lo alargaba, muchas veces, por los niños. Aparte de eso sólo tenía aventuras sin importancia. ¿Pensáis que los líos de una noche son de lo más insatisfactorios? Pues imaginaos lo que pienso yo. Para mí veinte años son un lío de una noche. No, ni siquiera. Para mí veinte años son un polvo de ascensor... Y había complicaciones desagradables. Por ejemplo, una vez vi a una nieta mía tosiendo y cojeando por el soukh de Jerusalén. La reconocí porque ella me reconoció a mí; dejó escapar un alarido áspero, mientras me señalaba con un dedo que por cierto llevaba un anillo que yo le había regalado de pequeña. Y ahora era pequeña de nuevo. Lamento decir que en los días más tempranos cometí incesto con bastante regularidad. En ese entonces no había manera de evitarlo. No sólo se trataba de mí: todo el mundo andabaen lo mismo. Un millón de veces he visto partir a los míos, y un millón de veces más. Qué dolor he conocido, qué megatones de dolor. A todos los echo de menos; cómo los echo de menos. Echo de menos a mi Babalaya. Pero comprenderéis que cualquier clase de relación ha de resultar bastante tempestuosa (es imposible eliminar las tensiones) cuando uno de los dos es mortal y el otro no.
La única celebridad que llegué a conocer bien fue Ben Jonson, en el Londres de esos tiempos, cuando regresé de Italia. Ben y yo éramos compinches de bebida. Cuando se emborrachaba era estridente, y a veces también sentimental; y por supuesto que todo el asunto de Shakespeare lo deprimía mucho. Ben solía deshacerse en lágrimas leyendo las cosas de ese hombre. A Shakespeare lo vi una o dos veces por la calle. Nunca nos encontramos, aunque sí nuestros ojos. Siempre tuve la sensación de que juntos habríamos llegado lejos. Yo veía el mundo como Shakespeare. Y apuesto a que hubiera podido proporcionarle material interesante.
Pronto habrá desaparecido toda la gente y me quedaré para siempre solo. Hasta Shakespeare habrá desaparecido, aunque no del todo, porque sus versos seguirán viviendo en esta vieja cabeza mía. Me acompañará la memoria. Me acompañarán los sueños. Sólo faltará la gente. Cierto es que ya viví un montón de años vacíos antes de que los seres humanos llegaran, de modo que estoy acostumbrado a la soledad. Pero esta vez será distinto, sin la esperanza de que al final aparezca alguien.
Ahora no hay ningún clima. Los días son apenas una máscara de fuego, y a mí el cielo nocturno me parece siempre un poco igual. Antes, en el vacío temprano, había animales, había plantas, había divagaciones de la naturaleza. Ahora, bueno, no hay mucho sobre lo que divagar. Yo advertí lo que le estabais haciendo al lugar ¿Qué sucedió? ¿Era demasiado bonito, o qué? Jesús, no estuvisteis aquí más de diez minutos. Y mirad lo que habéis hecho.
Reunida alrededor del pozo envenenado, la gente bosteza y masculla. Son los últimos. Han intentado tener hijos –yo he intentado tener hijos– pero no funciona. Los bebés que consiguen nacer no tienen buen aspecto, y parece que no pueden desarrollar ninguna inmunidad. La verdad sea dicha, la inmunidad no abunda. Todo el mundo anda escaso de ella.
Son los últimos y están dementes. Sufren de desengaño en masa. De veras, es de lo más loco. Están todos convencidos de que son... de que son eternos, de que son inmortales. Y no fui yo quien les dio la idea. Yo he mantenido la boca cerrada, como siempre, por hábito adquirido. He sido discreto. No soy de esos pesados que junto al fuego te cuentan cómo conocieron a Tutankamon y sedujeron a la reina de Saba o a María Antonieta. Se creen que vivirán siempre. Pobres hijos de perra, si supieran.
Yo también suelo engañarme. A veces me entra la extraña idea de que sólo soy un insignificante maestro de escuela neocelandés que nunca hizo nada ni fue a ninguna parte y ahora se está muriendo penosa y ruidosamente de radiación solar junto con todo el mundo. Es raro lo palpable que resulta este pasado falso, y qué humano: casi siento que si estiro la mano podré tocarlo. Hubo una mujer, y un hijo. Una mujer. Un hijo... Pero enseguida despierto. Enseguida me rehago. Enseguida me enfrento al hecho trágico de que para mí no habrá fin, ni siquiera después de que muera el sol (lo que al menos debería ser bastante espectacular). Yo soy el Inmortal.
Últimamente he empezado a quedarme afuera durante el día. Bah, qué demonios. Y me he fijado que lo mismo hacen los seres humanos. Aullamos y bailamos y sacudimos la cabeza. Crujimos de cánceres, chisporroteamos de sinergismos bajo el furioso cielo sin pájaros. Con timidez espiamos el vasto círculo blanco del sol. Claro está que yo puedo permitírmelo, pero para los seres humanos es el suicidio. Esperad, me gustaría decirles. Todavía no. Cuidado... os haréis daño. Por favor. Por favor, tratad de durar un poco más. Pronto habréis desaparecido y yo me quedaré solo para siempre.
Yo... Yo soy el Inmortal.
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