Thomas M. Disch
Cuando desapareció el aburrimiento, pasó a ocupar su lugar el pánico. Esta vez llegó a mediodía a través del Volumen 6 de Toynbee. Normalmente, un buen chapuzón y un par de kilómetros recorridos a nado hubieran arreglado las cosas, pero era invierno. Salió a la veranda en camiseta y dejó que el viento del lago azotara su carne. Contempló la ciudad enterrada en nieve y la inmaculada blancura de la escena puso un nudo en su corazón, haciéndole sentir lo que había perdido, y también a causa de su belleza. Se agarró a la barandilla del balcón, y la frialdad del metal atemperó el calor de las palmas de sus manos. Sus músculos reclamaban ser utilizados. Su mente necesitaba comunicarse con otra mente. Tenía que hablar.
No se dio cuenta de la fuerza con que se había agarrado a la barandilla hasta que le dolieron las manos. Se soltó y miró hacia abajo: catorce pisos hasta la calle, cubierta con un sudario de nieve.
El día siguiente fue mejor. Recobró el control de sí mismo. Desde luego, tuvo que renunciar a Toynbee. Hizo ejercicio, transportando pesados cajones de libros y de latas de conserva desde el vestíbulo. Contó mentalmente los peldaños. Desde el vestíbulo hasta el segundo piso había dieciocho peldaños, y quince entre todos los otros pisos. Ciento noventa y ocho, en total. Le desconcertó que la cifra total se interrumpiera precisamente dos números por debajo de doscientos. Cuando hubo alcanzado, jadeante, el último peldaño, su mente siguió contando, independientemente: ciento noventa y nueve, doscientos.
Una vez guardados todos los paquetes, empezó a limpiar. Como de costumbre, había dejado que el apartamento se ensuciara hasta lo indecible. Barrió todas las habitaciones, llevando las barreduras a la veranda y soltándolas al viento. Luego fregó los suelos de madera, apoyándose con ambas manos sobre el duro cepillo, contando las pasadas. Después enceró las tablas hasta sacarles brillo. Quitó el polvo y enceró los muebles, y trató también de limpiar las ventanas, pero el limpiacristales se heló sobre el frío cristal. Cuando estuvo muy cansado trató de leer - una novela de misterio, simplemente -, pero lo único que le interesaba, lo único hacia lo cual volvían siempre sus ojos, era el número que figuraba en la esquina de cada página. El libro tenía 160 páginas, de las cuales iba restando el número de la página en que se encontraba para saber las páginas que le quedaban por leer. A la una soltó el libro y escuchó el viento del lago chocando contra las ventanas y el monótono latido del reloj de pared. Aquella noche soñó que le hacía el amor a su esposa, que estaba muerta.
Oyó el timbre del teléfono, y por unos instantes se limitó a contemplarlo, pero un teléfono que está sonando tiene el mismo aspecto que un teléfono que no está sonando. Finalmente levantó el receptor y lo acercó a su oído.
- ¡Hola! - dijo, y luego: - ¿Hola?
- Hola - respondió ella, con la mayor naturalidad.
- No creí que funcionaran los teléfonos - dijo él.
Era una estupidez decir aquello, pero había evitado la ridiculez de ¡Hábleme, diga algo, cualquier cosa, pero hábleme!
- Es la automación, supongo. Hay montones de cosas que continúan funcionando, si uno paga sus facturas.
- Me gusta su voz - dijo él -, Me gusta el sonido que tiene.
- Es una voz áspera - dijo ella.
- Me recuerda la de mi esposa.
- ¿Era guapa?
- Lidia era muy guapa. Fue Reina del Curso en la U.C.L.A.
- Y usted, ¿qué era?
- Yo iba a otra escuela.
- Eso no contesta a mi pregunta.
Él enrojeció: ella era muy agresiva.
- Fui capitán del equipo de fútbol. ¿Qué más? - Se echó a reír -. Si quiere, le enseñaré mi fotografía en el anuario.
- ¿Por teléfono? - inquirió ella, fríamente.
- ¿Quiere venir aquí?
- Todavía no.
- ¿Por qué no?
Las lágrimas se agolparon en sus ojos. Notó un nudo en el estómago, como si las infinitas pérdidas de aquellos últimos años estuvieran concentradas en aquella sola respuesta.
- No le conozco a usted lo suficiente - explicó ella.
- ¿Cómo supo que tenía que llamarme aquí? ¿Sabe lo que pienso? ¡Ni siquiera creo que exista usted! La estoy imaginando, simplemente.
- Pero está usted hablando conmigo, ¿no es cierto?
Él no contestó.
- Si usted quiere - dijo ella -, yo le hablaré. En realidad, vengo observándole desde hace mucho tiempo. Anteayer le vi en su terraza. Se quedó tanto rato allí, en camiseta, que me hizo sentir frío. Se llama usted Justin Holt. Vi su nombre en su buzón y, desde luego, en seguida supe quién era usted.
- ¿Cuál es su nombre?
- Usted es el astronauta. Lo leí todo acerca de usted en la biblioteca.
- Sí, soy el astronauta, en efecto. Apuesto a que ni siquiera se ha molestado en inventar un nombre para usted. Ni un pasado.
- No voy a decirle mi nombre. No lo creería. Pero crecí en Winnetka, cerca de Chicago, igual que su querida Lidia, y asistí a la escuela en Bennington, aunque a mí no me nombraron Reina del Curso. Me gradué en Economía Doméstica.
- No pudo usted graduarse en Bennington, porque en esa población no hay ninguna Universidad.
Ella se echó a reír.
- Le estaba tomando el pelo, Justin. Porque sé que Lidia estudió Economía Doméstica en la U.C.L.A. Lo leí en el anuncio de la boda en el Tribune. Dios, una persona tiene que ser tonta para hacer eso. No puedo soportar a las personas tontas. ¿Y usted, Justin?
La mano de Holt apretó el receptor con más fuerza.
- ¿Cómo sabe usted...? - empezó a decir.
Pero se interrumpió, dándose cuenta de su dilema: o bien ella era real, y no podía haber sabido aquellas cosas acerca de Lidia, o bien él la estaba imaginando, en cuyo caso todo lo que ella dijera acerca de Lidia, o de él mismo, procedía de su propia mente.
- Yo puedo leer entre líneas - dijo ella, como si captara su duda -. He visto un montón de Lidias.
- ¿Y un montón de los de mi clase, también?
- Oh, no, Justin! Usted es único. Usted es famoso. Y es guapo. ¿Sabía usted que las mujeres opinan que es muy guapo? Y es usted un genio, desde luego. Tiene un cociente de Inteligencia de 198.
Su risa tenía una cruel resonancia animal.
- ¿Por qué dice eso? - preguntó él, convencido de que el fantasma se había traicionado a sí mismo como lo que era.
- ¿Por qué no? Un número es tan bueno como otro.
- Entonces, llame a otro número - dijo él, y colgó.
Bruscamente, había dejado de creer en ella. Siempre había temido que la cosa terminaría así, en locura. Sus ejercicios de estoicismo, su autocontrol, todos sus esfuerzos para mantenerse cuerdo no habían servido para nada.
Bebió, sentado con las piernas cruzadas sobre la espléndida piel de oso polar del salón. Bebió Chivas Regal directamente de la botella y comió bizcochos ingleses directamente de la lata.
Cuando despertó el teléfono estaba sonando de nuevo. Había dos ratones en la lata de bizcochos, comiéndose las migajas. No prestaban ninguna atención al timbre del teléfono, pero cuando él se levantó huyeron apresuradamente. No era de día aún. O quizás ya había anochecido. Cogió el receptor.
- Hola - dijo ella -. Soy Justine.
Él rió, y notó un doloroso pinchazo en la nuca.
- Ya le dije que no me creería, pero, ¿qué quería que hiciera? ¿Mentir? No hubiera sido difícil inventar un nombre más probable. Como Mary. ¿Qué opina usted de Mary? ¿O Lidia? Suena casi tan corriente como el agua de lavar los platos.
- ¿Por qué habla así de ella?
- Tal vez estoy celosa.
- Bueno, no tiene motivos para estarlo.
- Usted no la quería, ¿verdad? Se casó con ella del mismo modo que ingresó en el ejército, del mismo modo que se ofreció para ir a Marte. Eso era lo único que le importaba: ir a Marte. Y se casó con Lidia porque su padre podía ayudarle a conseguirlo. Pero su cariño no era sincero.
- Escuche, Justine - dijo él -, todo esto empieza a fastidiarme. No necesito que me llame y sea mi conciencia culpable. Si es usted una persona real, demuéstrelo. Pero, ahora mismo, no sé nada acerca de usted.
- No es lo único que ignora. Por ejemplo, los millones...
- ¿Los millones? - la interrumpió él.
- ...de muertos - dijo ella -. Todos muertos. Todo el mundo muerto. Por culpa de usted y de los otros como usted. Los capitanes de equipos de fútbol, y los soldados, y todos los otros héroes.
- Yo no lo hice. Ni siquiera estaba aquí cuando ocurrió. No puede reprochármelo.
- Bueno, yo se lo reprocho, nene. Porque si se lo hubiesen ordenado, lo hubiera hecho.
- Usted conoce aquel territorio mejor que yo. Usted creció allí.
- ¿Cree que no existo? Tal vez cree usted que tampoco los otros han existido. Lidia... y todos los otros millones.
- Resulta divertido que diga usted eso.
Ella permaneció ominosamente silenciosa.
El continuó, intrigado por la novedad de la idea:
- Eso es lo que se siente en el espacio. Es más bello que cualquier otra cosa de las que existen. Uno está solo en la nave, y aunque no esté solo no puede ver a los otros. Puede ver los cuadrantes y los millones de estrellas en la pantalla delante de él, y puede oír las voces a través de los auriculares, pero eso es todo. Uno empieza a pensar que los otros no existen.
- ¿Sabe lo que tendría que hacer? - dijo ella.
- ¿Qué?
- Arrojarse al lago.
- Eso no es divertido.
No hubo respuesta. El receptor zumbó en su oído. Esta vez había colgado ella. Se acercó a la ventana para contemplar la ciudad, enterrada bajo las toneladas de nieve que no seria removida, pero los cristales estaban empañados con las gotas heladas de limpiacristales. Las arrancó una a una con las uñas, contándolas. Cuando llegó a ciento noventa y ocho, la rabia hirvió en él y golpeó el cristal con el puño cerrado. Una ráfaga de aire frío azotó su rostro, y de su garganta brotó un profundo sonido, el grito de un animal acorralado.
La calefacción del edificio era automática. El teléfono era automático, mientras él pagara sus facturas, y el banco que pagaba sus facturas era automático mientras recibiera sus cheques, y sus cheques llegaban automáticamente a través de los correos del Gobierno Federal. Toda la ciudad funcionaba a base de autómatas, los cuales, uno a uno, dejaban de funcionar a medida que se quedaban sin combustible o sin instrucciones. Incluso las bombas habían sido automáticas. Y la nave espacial que les había llevado, a él y a sus compañeros, a Marte en viaje de ida y vuelta, también era automática. A veces él se sentía automático, aunque en su calidad de astronauta sólo estaba equipado para soportar su aislamiento, y gracias a ellos había podido evitar hasta ahora los estragos del pánico. Desde luego, le había ayudado mucho el hecho de que los barrenderos automáticos hubieran sacado los cadáveres de las calles, y los vehículos parados de las carreteras. En los primeros momentos había pensado en lo raro que resultaba que, habiendo sido soldado, oficial del Ejército de los Estados Unidos, durante doce años, no hubiera visto nunca un cadáver. Naturalmente, más tarde encontró alguno que no había sido enterrado automáticamente. Lidia, por ejemplo, parecía haber estado durmiendo cuando llegaron las bombas. Al menos estaba acostada. El cuerpo no se había descompuesto, ya que las bombas habían eliminado radicalmente toda clase de vida. Los pequeños bichos sólo habían empezado a reaparecer recientemente, y Dios sabe de dónde procedían.
Ella continuó llamándole por teléfono, pero cuando él contestaba lo único que ella decía era que él debía suicidarse, ya que había asesinado a todos los demás. Él le hizo observar que no la había asesinado a ella, a Justine. «¡Oh, pero yo no existo!» No le servía de nada ser razonable con ella, de modo que terminó por no contestar a sus llamadas. Se sentaba en el sofá del salón, con un libro en el regazo, y contaba los timbrazos. A veces se sucedían interminablemente, y él salía de la casa y buscaba un banco en frente de la helada marina. Había decidido desempolvar sus matemáticas. Había olvidado casi todo lo que había aprendido en la escuela. La necesidad de ignorar el frío hacía más fácil, hasta cierto punto, la concentración. Cuando estaba sumergido en sus estudios, todo lo demás dejaba de tener importancia. O, cuando el viento del lago era demasiado fuerte, podía andar por las calles cubiertas de nieve, pasar por delante de los numerados edificios, ejercitando su memoria, ya que después de todo esta era la ciudad en la que había crecido. Descubrió que no podía recordar muchas de las particularidades de los días de su infancia. Recuerdos que él había creído seguros y que casi habían terminado por borrarse. De modo que, a veces, caminando a través de la nieve, se limitaba a contar sus pasos. Le parecía que, si contaba lo suficiente, daría con el número correcto, y que ello significaría algo. Pero, mientras esperaba que llegara aquel número, sabía lo suficiente de matemáticas para distraerse e incluso instruirse. Tomemos el número 90, por ejemplo. 90 era la suma de dos cuadrados: el cuadrado de 9 y el cuadrado de 3. También era el producto de 9 y 10, en tanto que el producto de 9 y 11 era 99. ¡Y dos veces 99 era 198! Los números anterior y posterior al 198 eran primos, 197 y 199. Las posibilidades latentes en los números eran infinitas: literalmente infinitas.
Pero detrás de aquella creciente pasión por los números había una angustia continua, una inquietud moral, una sensación de haber traicionado algo o a alguien, aunque no sabía exactamente qué o a quién. No era una sensación de culpabilidad, precisamente. Era algo que Justine había despertado en él. Quizás había una especie de justicia en su exigencia de que él debía morir. Al menos, él no tenía ningún motivo para sobrevivir. No había hecho nada para merecer su singularización. Había embarcado con otros dos compañeros en un cohete automático, había dejado su carga en otro planeta, en el cual había permanecido el tiempo suficiente para ser testigo de la muerte accidental de sus compañeros, y luego había regresado al punto de partida. Había sido una pura coincidencia que, en el intervalo, hubiesen sido pulsados los botones que ponían en movimiento los ingenios automatizados de destrucción que a su manera poseían el secreto de vida y muerte: las bombas de neutrones.
La puesta del sol le aterrorizaba de un modo especial. No temía la oscuridad, pero al ponerse el sol tenía que estar en un lugar cerrado. Entraba en la cocina, donde no había ventanas, y cerraba la puerta detrás de él. Después de la puesta del sol, podía ir a cualquier parte del apartamento.
El contar se había convertido para él en una obsesión. Contaba los libros en las estanterías. Contaba los latidos de su pulso. Contaba los segundos de su reloj. Permanecía despierto en la cama horas enteras, contando.
Una noche oyó una voz en sueños cantando la canción de cuna del reloj:
Jíplori-díplori-ploj,
El ratón se subió al reloj.
El reloj la una dio.
El ratón a correr echó.
Jíplori-díplori-ploj.
Sonó el teléfono. Antes de despertarse del todo empuñó el receptor.
- Por favor - dijo ella -, escúcheme. Lamento lo que le dije. Me he portado como una estúpida. No hará usted... no hará lo que le dije, ¿verdad? Dios mío, tenía tanto miedo de que no me contestara...
Él permaneció silencioso.
- ¿Puedo ir a verle? Debí hacerlo desde el primer momento, pero tenía miedo. No le conocía a usted. ¿Puedo ir ahora?
Él no supo qué contestar. ¿Qué podía decirle a alguien que no existía? Se dio cuenta de que el dormitorio estaba bañado por la luz de la luna. Se filtraba a través de los visillos de muselina y caía sobre la cama, tan tangible como suero de mantequilla.
- ¿Qué? - dijo él, abstraídamente.
- Aunque tal vez debiera decidirlo por mí misma. ¿Es eso lo que piensa? Tiene usted razón. Iré. Estaré ahí dentro de... dentro de una hora. De una hora y media, como máximo.
Ella colgó.
Él miró el reloj.
Tengo noventa minutos, pensó. Cinco mil cuatrocientos segundos.
Empezó a contarlos.
Resultaba difícil contar un número por segundo cuando se pasaba de cien, de modo que cuando llamaron a la puerta sólo había llegado a dos mil seiscientos setenta. Trató de ignorar la llamada, cono había ignorado el timbre del teléfono durante tantos días.
- Por favor, Justin. Déjeme entrar.
- No - explicó él cuidadosamente -. Si la dejo entrar, no podré volverme atrás. Tendré que admitir que es usted real.
- Soy real, Justin. Puede usted oírme, puede usted verme. ¡Oh, por, favor, Justin!
- Eso es lo que temo, precisamente. No saber si al fin me he vuelto completamente loco.
- Justin, le amo.
- Lo comprende, ¿verdad? Se da cuenta de que es imposible, ¿no es cierto?
- No me moveré de aquí. Me quedaré pegada a la puerta, y cuando usted salga...
- No voy a salir, Justine. Si hubiera venido usted al principio... en vez de telefonear. Ahora es demasiado tarde. ¿Cómo puedo creer ahora en usted? Sería despreciable ceder ahora, una debilidad. Imperdonable. No podría soportarlo, y usted nunca me respetaría.
No le llegó ninguna respuesta.
- Váyase - dijo él.
Sabía que ella estaba esperando allí, cebando su trampa con silencio. Salió a la veranda y contempló la ciudad cubierta de nieve. Parecía casi más brillante a la luz de la luna que a pleno sol.
Saltaré cuando haya contado diez, se dijo a sí mismo.
Contó hasta diez, pero no saltó. Si volvía a la puerta, sabía que ella estaría allí: o, al menos, que él creería que estaba allí. No tenía elección. Y, ¿no era esto lo que ella había dicho que tenía que hacer?
¿No era esto, casi, justicia?
Contó hasta veinte, hasta cincuenta, hasta cien.
Los números tenían un efecto tranquilizador. Eran lógicos. Cada número era exactamente uno más que el anterior y uno menos que el posterior. Contó hasta ciento noventa y ocho. Súbitamente, la llamada a la puerta se repitió, más fuerte que nunca. Él se inclinó por encima de la barandilla y su cuerpo fue dejando atrás los catorce pisos hasta caer sobre la blanda e inmaculada nieve de la calle.
FIN
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