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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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miércoles, 22 de febrero de 2012

VALIENTE PARA SER REY POUL ANDERSON






VALIENTE PARA SER REY

POUL ANDERSON


1


Una noche de mediados del siglo XX, en Nueva York, Manse Everard se había puesto un raído traje de casa y estaba preparando unas bebidas. El timbre de la puerta le interrumpió. Lanzó un juramento. Lo que él quería ahora - después de varios días de fatigoso trabajo - no era compañía, sino seguir leyendo las antiguas narraciones del doctor Watson.
Bueno; quizá pudiera dominar aquel mal hu­mor. Cruzó la estancia y abrió la puerta con ex­presión hosca.
- ¡Hola! - saludó fríamente.
Pero en el acto se sintió como si estuviera a bor­do de una primitiva nave espacial que acabara de entrar en caída libre; ingrávido y desesperanzado bajo el brillo de las estrellas.
- ¡Oh! - exclamó -. No sabía... Entre.
Cynthia Denison se detuvo un momento, miran­do al bar, por encima del hombro varonil. Había colgadas dos lanzas cruzadas y un yelmo con cri­nes de caballo, pertenecientes a la Edad Aquea del Bronce. Eran oscuros y brillantes; increíblemente bellos. Trató de hablar con firmeza, pero no pudo.
- ¿Me puede dar un trago? ¿En seguida?
- ¡Claro que sí! - repuso él.
Apretó fuertemente los labios y le ayudó a qui­tarse el abrigo. Ella cerró la puerta y se sentó sobre una cama sueca, tan limpia y funcional como las armas homéricas. Sus manos revolvieron en el bolso, buscando cigarrillos. Durante unos minu­tos no cruzaron sus miradas.
- ¿Bebe aún whisky irlandés con hielo? - inte­rrogó él.
Sus palabras parecieron venir de lejos y su cuerpo se movió, desmañado, entre vasos y bote­llas, olvidando cómo lo había adiestrado la Patru­lla del Tiempo.
Sí - respondió ella -. Veo que recuerda.
Y su encendedor sonó; inesperadamente ruidoso en la estancia.
- Solo falto de aquí unos pocos meses - comen­tó él, a falta de otro tema -. Un tiempo entrópico, intangible; justamente veinticuatro horas por día.
Ella espiró una nube de humo de su cigarrillo y le miró.
- Para mí no ha sido mucho más. Yo he estado ausente casi de continuo desde mi boda. Ocho meses y medio de mi vida personal y biológica desde que Keith y yo... Pero ¿y tú, Everard? ¿Cuánto has estado viajando, en cuántas épocas y lugares diferentes, desde que fuiste nuestro pa­drino?
La voz de ella siempre fue alta y aguda. Era el solo defecto que Everard encontraba en ella, a menos de considerar como tal su exigua estatura - poco más de metro y medio -. Nunca solía po­ner mucha expresión en sus palabras. Pero se po­día comprender que ahora estaba conteniendo el llanto. Le acercó la bebida.
- ¡Fuera preocupaciones!... ¡Todas! - le intimó. Ella obedeció con voz un tanto estrangulada.
Everard le volvió a llenar el vaso y completó el suyo propio. Luego, acercando una silla, sacó una pipa y tabaco de las profundidades de su apoli­llada chaqueta. Las manos le temblaron, pero tan levemente, que ella no pudo notarlo.
Había sido prudente, por parte de Cynthia, no decir en seguida las noticias que llevase; Ambos necesitaban tiempo para recobrar su propio con­trol.
Se atrevió a mirarla a la cara. No había cam­biado. Su cuerpo era casi perfecto, de una deli­cadeza que el vestido negro hacía resaltar. Los cabellos, dorados como el sol, caían sobre sus hombros; 105 ojos eran azules e inmensos, bajo las arqueadas cejas; los labios, como siempre, es­taban un poco entreabiertos. No llevaba bastante pintura para que él estuviera seguro de sí había llorado o no: pero en aquel momento parecía próxima a ello.
Everard se abstrajo en la tarea de llenar la pipa. Por fin habló:
- Bueno, Cyn. ¿Me lo cuentas todo?...
Ella se estremeció y, luego, dijo:
- Keith... ha desaparecido.
- ¿Eh?.. .- y Everard se sentó de golpe -. ¿En una misión?
- Si. ¿Cómo, si no? Ha sido en el antiguo Irán. Fue allá y nunca volvió. Ocurrió hace una semana.
Dejó el vaso en la cama y se retorció los dedos. Luego añadió:
- La Patrulla lo buscó, desde luego. Hoy supe los resultados. No pueden encontrarlo. Ni siquiera aciertan a descubrir lo que le ha ocurrido.
- Judas... - murmuró Everard.
- Keith siempre, siempre le creyó a usted su mejor amigo. No puede figurarse cuán a menudo hablaba de usted. Sinceramente, sé que le hemos tenido abandonado, pero usted nunca parecía es­tar en casa, y...
- ¡Claro! - le animó él -. ¿Cree que soy tan pueril? Estuve ocupado. Y, además, ustedes acaba­ban de casarse...

*  *  *

«Después de haberlos yo presentado mutuamen­te, aquella noche, junto al Mauna Loa, bajo la luna. La Patrulla del Tiempo no se puede meter en esas cosas. Una jovencita como Cynthia Cunningbam, un simple peón recién salido de la academia y des­tinado en su propio siglo, es libre de tratar a un veterano, como yo, por ejemplo, tan a menudo como ambos deseen, fuera del tiempo de servicio. No hay razón que le impida usar sus aptitudes para disfrazarse y llevar a una chica a bailar en la Viena de Strauss, o al teatro en el Londres de Shakespeare, o a visitar pequeños bares como el de Tom Lebrer, en Nueva York, o a jugar al tejo, o a esquiar sobre las aguas, en Hawai, mil años antes que llegaran allá las primeras canoas. Y un miembro de la Patrulla es, así mismo, libre de re­unirse con ambos. Y de casarse después con la muchacha. »
Everard hizo humear su pipa. Luego, con la cara oculta por el humo, sugirió:
- Empecemos por el principio. He perdido el contacto con ustedes durante dos o tres años. Por eso no estoy muy enterado del trabajo actual de Keith.
- ¡Si nunca pasó usted sus vacaciones en esta época! Nosotros queríamos que viniera a visi­tamos.
- ¡Perdón! Yo podía haberlo hecho si hubiera querido.
La ingenua cara de Cynthia palideció como si hubiera recibido una bofetada. El rectificó, arre­pentido:
- Lo siento; yo quería ir, desde luego; pero nosotros, agentes libres, estamos siempre extre­madamente ocupados, saltando de acá para allá como mosquitos en una parrilla. ¡Diablos! Usted me conoce, Cyntbia; carezco de tacto, pero eso no significa nada. Soy responsable de la leyenda grie­ga sobre una quimera, en la Grecia clásica. Me llamaban el «dilaiépodo», curioso monstruo con dos pies izquierdos, ambos en la boca.
Ella hizo un mohín con los labios y recogió el cigarrillo del cenicero.
- Aunque aún soy una estudiante de Ingeniería, estoy en estrecho contacto con todas las otras pro­fesiones, incluso con el Cuartel general. Por ello sé exactamente lo que han hecho por Keitb..., y no es bastante. Se disponen a abandonarlo. ¡Manse, si usted no quiere ayudarle, Keith puede darse por muerto!
Se detuvo, anhelante. Everard no respondió inmediatamente; ambos tenían necesidad de reco­brar la calma, en un instante cruzó por su mente la carrera de Keith Dennison.
Nació en Cambridge (Massachusetts) en 1927, de una familia acomodada. Se doctoró en Filosofía y Arqueología, con una notable tesis; había conse­guido 4 campeonato escolar de boxeo y cruzado el Atlántico en una embarcación de treinta pies. Combatiente en Corea, en 1950, se batió con tal bravura que habría conquistado la fama si se hu­biera tratado de otra guerra más popular. Y había que conocerle íntimamente de larga para conseguir que contara todo aquello. Hablaba con humoris­mo de temas generales mientras no tenía trabajo que hacer, y cuando se lo daban, lo hacía sin alar­des innecesarios.
«De seguro - pensó Everard - que el mejor de los dos conquisté a la chica. Keith también podría haberse hecho agente libre, de haberlo querido. Pero tenía aquí raíces, y yo no. Era más estable, supongo. »
Licenciado al fin, en 1952, lo contrató y adiestró la Patrulla. Había aceptado la realidad de los viajes intertemporales antes que otros muchos, pues su mente era ágil y, al fin y al cabo, era arqueólogo. Una vez adiestrado, descubrió que, por fortuna, sus propios fines coincidían con los de la Patrulla, y se especializó en Oriente y Protohistoria Indo­europea, llegando a ser, en todo, un hombre más importante que Everard.
El agente libre podía corretear tiempo arriba o tiempo abajo, por los recovecos del destino, soco­rriendo a los desventurados, arrestando a los de­lincuentes y guardando el orden en la combina­ción de los destinos del Universo; pero ¿cómo podía saber lo que estaba haciendo en realidad sin una referencia? En Edades anteriores a los primeros jeroglíficos había habido guerras y ex­pediciones, descubrimientos y hazañas, cuyas con­secuencias afectaban a la totalidad del continuo espacio-tiempo. La Patrulla tenía que conocer todo aquello. Y esta era la tarea del especialista.
«Por encima de todo, Keith era amigo mío», pen­só Everard. Y apartando la pipa de los labios, dijo:
- Bien, Cynthia; cuénteme lo sucedido.

2

La vocecilla sonaba ahora casi secamente; tanto era lo que la muchacha se dominaba.
- Había estado siguiendo la pista de las migra­ciones de los diversos clanes arios. Ya sabe que son muy oscuras. Hay que partir de un punto co­nocido de la Historia y trabajar hacia atrás. Para seguir esta última tarea, Keith tenía que ir al Irán en el año 558 antes de Jesucristo. Era cerca del fin del período medo, según me confié. Tenía que in­vestigar entre la gente, conocer sus peculiares tra­diciones, comprobarlas luego con las de otro más primitivo, etcétera. Pero usted debe de saber ya esto, Manse. Usted le ayudó una vez antes que nos conociéramos. El me lo contó.
- ¡Ah, sí! Solo le acompañaba en caso de dificul­tad - aclaró, en tono indiferente, Everard -. Estaba estudiando la emigración prehistórica de cierto grupo, desde el Don a las montañas del Hindu­Kusch. Dijimos a sus jefes que éramos cazadores nómadas, les pedimos hospitalidad y acompaña­mos a la expedición varias semanas. Fue divertido. Recordaba estepas, inmensos firmamentos, un ver­tiginoso galopar tras los antílopes, una fiesta ante las hogueras del campamento y a una muchacha cuyo cabello tenía el olor dulciamargo del humo de leña. Durante un tiempo deseé haber vivido y muerto como uno de los hombres de aquella tribu.
Keith volvió solo aquella vez. Hay siempre muy poca gente de su especialidad en la Patrulla. ¡Son tantos miles de años a vigilar y tan pocas las vidas humanas dedicadas a ello! Ya había ido solo antes.
Yo siempre tuve miedo a dejarlo ir, pero él decía que... vestido como un pastor errante, sin nada que mereciera la pena de exponerse a un robo, estaría aún más seguro en las colinas iranianas que cruzando por Broadway. Pero ¡esta vez no lo es­tuvo!
- Ya comprendo - dijo rápidamente Everard -. El partió - ¿hace una semana, dice usted? - cre­yendo que lograría su informe, lo remitiría a su oficina de control y estaría aquí de vuelta el mismo día. Porque solo un tonto rematado dejaría con­sumirse su vida sin volver al lado de usted.
- Yo me apuré en seguida - comentó ella en­cendiendo otro pitillo en la colilla del anterior -. Me dirigí al jefe para preguntar por él. Le estoy agradecida porque se ocupé personalmente del asunto durante una semana, hasta hoy. La respues­ta fue que Keith no había vuelto. La casa que centraliza los informes dice que nunca les llegó e1 de Keith. Comprobamos los registros de los cuar­teles generales intermedios. Respondieron que... Keith no volvió jamás y que nunca se hallaron sus huellas.
Everard asintió, preocupado.
- Entonces - opinó - se ordenaría una búsqueda y el Cuartel General Principal tendría el informe.
Tiempo mudable aquel, hecho de un montón de paradojas, reflexionó por milésima vez. En el caso de un hombre perdido, no se obligaba a otro a buscarle si, en algún registro cualquiera, había un informe en que se afirmaba haberlo hecho ya. Pero ¿cómo, sino insistiendo en la búsqueda, se tenían probabilidades de hallarlo? Era posible re­troceder, y así cambiar los hechos de tal modo que acabasen por encontrarle; pero, en ese caso, el informe que se archivaba recogía «siempre» solo el éxito, y únicamente los interesados conocían la primitiva verdad.
Todo podía resultar tan confuso, que no era sor­prendente el que la Patrulla fuese minuciosa hasta en los pequeños detalles que no influían en la estructura general del hecho.
- Nuestra oficina notificó a sus agentes en el mundo del Antiguo Irán, y ellos enviaron una ex­pedición investigadora - supuso Everard -. Como no conocían el sitio preciso en que desapareció Keith ni en el que ocultó su vehículo, no pudieron dar las coordenadas precisas.
Cynthia asintió.
- Pero lo que no puedo entender - prosiguió Eve­rard - es por qué no encontraron la máquina des­pués. Sea lo que quiera que aconteciese a Keith, al aparato debió de quedar por aquellos contor­nos, en alguna cueva o cosa así. La Patrulla tiene aparatos detectores que debían haber podido lo­calizar el saltador, por lo menos, y entonces tra­bajar partiendo de allí hacia atrás y hallar a Keith.
Ella chupó el cigarrillo con tal violencia que se le contrajeron las mejillas, y replicó:
- Ya lo intentaron. Pero dicen que es una co­marca salvaje, montañosa, difícil de explorar. Nada dio resultado. No encontraron sus huellas. Pudie­ron haberlo conseguido buscando de muy cerca, haciendo la labor kilómetro a kilómetro y hora por hora. Pero no se atrevieron. Aquel ambiente es peligroso. Gordon me enseñó el análisis. No pude comprender todos aquellos símbolos, pero me dijo que era un siglo muy peligroso para husmear en él.
Everard cerró su ancha mano sobre la cazoleta de la pipa. Su calor era reconfortante. A él, las eras peligrosas le inspiraban pavor.
- Ya entiendo - explicó -. No pueden buscar tan completamente como debieran porque ello debili­taría a los jefes locales y determinaría que obra­sen desacordes cuando llegara la gran crisis. Pero, y si se hacen investigaciones locales, disfrazados entre la gente?
Varios expertos patrulleros lo han hecho; lo hicieron durante semanas. Pero los indígenas no les facilitaron nunca el menor indicio. Aquellas tri­bus son muy salvajes y desconfiadas; quizá temie­ron que nuestros agentes fuesen espías del rey de Media; y comprendo que no quisieran aquel régi­men. No; la Patrulla no pudo hallar ni una huella. Y, de todos modos, no hay razón para pensar que aquello afectase en nada al registro. Creen que Keith fue asesinado y que su lanzadora se perdió. ¿Y qué diferencia - y, al decirlo, Cynthia se puso en pie de un salto -, qué diferencia marca un ca­dáver más en un sumidero como ese?
Everard se levantó también; ella se echó en sus brazos y él permitió que se desahogara. Por su parte, nunca creyó que hubiera mal en ello. Apenas había conseguido olvidarla algo, pero ahora vino a sus brazos y tendría que empezar a olvi­darla de nuevo.
- ¿No pueden volver a registrar localmente? ¿No podrán retroceder una semana y advertirle que no vaya por allí? ¿Es eso mucho pedir? ¿Qué clase de monstruos produce su ley?
- Los hombres normales la hicieron. Si uno de nosotros - respondió Everard - volviera la espalda a su pasado, pronto estaríamos todos tan confun­didos que ninguno de nosotros tendría una exis­tencia real.
- Pero en un millón de años debe existir alguna excepción.
Everard no respondió. Sabia que existían, pero también que el caso de Keith Dennison no sería una de ellas. La Patrulla no estaba compuesta por santos, pero su gente no se atrevería a violar sus propias leyes para fines particulares. Soportaban sus pérdidas como cualquier agrupación, alzaban los vasos en honor a sus muertos y nadie retroce­día en el tiempo para estudiar cómo habían vivido.
Cynthia se separó de él, volvió a su bebida y la alejó de sí. Los rubios rizos revoloteaban en su cabeza cuando dijo, sacando un pañuelo que se llevó a los ojos:
- Lo siento, no quería criticar.
- Bien - repuso él.
Ella, mirando al suelo, sugirió:
- Podría usted intentar ayudarle, Everard. Los agentes regulares lo han dejado, pero usted podría probar.
Aquella era una apelación sin escape.
- Sí, podría - repuso -. Pero tal vez no triunfe. Los informes que se tienen demuestran que, de intentarlo, fracasaría. Y cualquier alteración del espacio-tiempo es censurada; aun siendo tan tri­vial como esta.
- Para Keith no ha sido trivial.
- Cynthia, es usted una de las pocas mujeres que se expresan así. La mayoría hubieran dicho: «No ha sido trivial para mí.»
Los ojos de ella captaron la mirada de él, y por un instante Cynthia quedó inmóvil. Luego susurré:
- Lo siento, Manse; no me daba cuenta. Creía que todo habría pasado, para ti, con el tiempo; que me habrías...
- ¿De qué estás hablando?.. - se defendió él.
- ¿No podrían hacer algo por ti los psicólogos de la Patrulla? - preguntó -. Quiero decir que así como nos acondicionan para no revelar a persona no autorizada lo de los viajes a través del tiempo, podrían, así mismo..., transformar a un individuo para...
- ¡Deja eso! - cortó rudamente Everard.
Por un rato mordisqueó la pipa. Al fin, exclamó:
- Bien. Tengo una o dos ideas propias, que no se han ensayado. Si de algún modo se puede res­catar a Keith, le tendrás aquí antes de mañana a mediodía.
- ¿Podrías transportarme ahora en tu saltador a ese momento, Manse?
Ella empezaba a temblar.
- Si - repuso él -, pero no quiero. Suceda lo que suceda, necesitarás estar descansada mañana. Te llevaré ahora a tu casa y te haré tomar un sopo­rífero. Luego, volveré aquí a reflexionar sobre la situación. Vaya, no tiembles. Ya te dije que tenía que pensar.
- ¡Manse! - exclamó ella estrechándole la mano. Y él concibió una súbita esperanza, por la que se maldijo.


3



A fines del año 542 antes de Jesucristo, un hom­bre solitario bajaba de las montañas y entraba en el valle del Kur. Cabalgaba sobre un hermoso ca­ballo castaño, aún más grande que la mayor parte de los de las tropas de caballería y que en cual­quier lugar hubiera incitado al robo; pero el Gran Rey había impuesto el orden de tal manera en sus dominios, que podía afirmarse que una don­cella cargada con un saco de oro podía viajar a salvo por toda la Persia. Tal era la razón de que Manse Everard hubiera escogido tal época para su salto en el tiempo; dieciséis años después que Dennison fuera destinado allí.
Otro motivo era el llegar mucho después de ha­berse calmado cualquier perturbación que el via­jero en el tiempo hubiera, hipotéticamente, produ­cido y por cuya causa hubiera muerto. Fuese cual­quiera la verdad sobre el destino de Keith, era mejor aproximarse a ella indirectamente, ya que los métodos directos habían fallado.
Por último, según los informes de la Oficina del Medio Ambiente Aqueménide, parecía que el otoño del año 542 era la: primera época relativamente tranquila después de la desaparición. Los años de 558 a 553 habían sido aquellos turbulentos en que el rey persa de Anshan, Kuru-sh (aquel a quien el futuro llamaría Kaikhosru y Ciro), estuvo re­ñido con su señor Astiajes, rey de Media. Luego vinieron tres años en que la rebelión de Ciro y la guerra civil asolaron el Imperio, y los persas, por último, sometieron a sus vecinos del Norte. Pero Ciro, apenas victorioso, hubo de hacer frente a las contrarrevueltas y a las incursiones de los tura­nios tardó cuatro años en eliminar aquellos trastornos y extender sus dominios hacia el Este. Ello alarmó a los monarcas, sus colegas; y Egipto, Ba­bilonia, Lidia y Esparta se coligaron para destruir­le con el rey Creso, de Lidia, realizando una inva­sión en el 546. Lidia fue derrotada y anexionada, pero volvió a rebelarse y hubo de ser derrotada de nuevo; las turbulentas colonias griegas de Jo­nia, Caria y Licia tuvieron que ser pacificadas, y mientras sus generales hacían todo esto en el Oeste, el propio Ciro hubo de combatir en el Este para rechazar a los salvajes jinetes, que de otro modo habrían incendiado sus ciudades.
Ahora había un período de calma. Cilicia se ren­diría sin lucha, viendo que las otras conquistas persas eran gobernadas con tal humanidad y tole­rancia para las costumbres locales como el mundo no había visto jamás. Ciro dejó a sus nobles el cui­dado de las fronteras y se dedicó a consolidar lo conquistado.
Hasta el año 539 no se reanudó la guerra con Babilonia ni se adquirió Mesopotamia, y, luego, Ciro tuvo otra época de paz, hasta que los salvajes de más allá del Aral se fortalecieron y el rey hubo de luchar contra ellos para destruirlos.
Manse Everard entró en Pasargadae con un flo­recimiento de esperanza. Y no porque la época en que entonces voluntariamente vivía indujese a tan floridas metáforas. Cabalgaba despacio, atravesan­do kilómetros y kilómetros, viendo a los campe­sinos armados de guadañas inclinarse cargando viejas carretas tiradas por bueyes, mientras el es­tiércol humeaba en los barbechos. Harapientos chiquillos se chupaban los dedos a la puerta de chozas de barro sin ventanas, y lo miraban pasar.
Un pollo escarbaba acá y allá, en la carretera, hasta que el veloz mensajero real, que le había alarmado, pasaba y lo mataba. Un escuadrón de lanceros pintorescamente ataviados con pantalones bombachos, armaduras escamosas, yelmos apunta­dos o empenachados y capas rayadas de alegres colores, galopaban junto a él, también polvorien­tos, sudorosos y cambiando entre sí sucios chistes. Los aristócratas poseían grandes casas con muros de adobe y hermosísimos jardines, pero eran po­cas las que una economía como aquella podía sos­tener. Pasargadae era, casi en su totalidad, una ciudad oriental, con calles retorcidas y fangosas, formadas por cabañas a cuya puerta se veían gra­sientas tocas y manchados trajes; chillones merca­deres en los bazares, mendigos exhibiendo sus lla­gas, comerciantes que conducían filas de astrosos camellos y sobrecargados burros, perros husmean­do en montones de basura, música tabernaria que recordaba los maullidos de un gato en una lava­dora, hombres que remolineaban los brazos y vo­mitaban maldiciones... ¿Qué había empujado a toda aquella chusma hacia el inescrutable Oriente?
- ¡Limosna, señor! ¡Limosna por el amor de la Luz! ¡Limosna, y Mithra le sonreirá!
- ¡Fíjese, señor! ¡Juro por la barba de mi padre que nunca hubo labor más hermosa, producto de una mano más hábil, que esta brida que le ofrezco a usted, el más afortunado de los hombres, por la ridícula suma de...
- ¡Por aquí, mi amo; por aquí, solo cuatro casas más abajo, el más hermoso mesón de toda Persia, digo poco, de todo el mundo. Nuestros jergones están rellenos de pluma de cisne; mi padre sirve un vino que gustaría a un Devi, mi madre guisa un pilau cuya fama se extiende hasta los confines de la Tierra y mis hermanas son tres lunas de delicia, que usted puede obtener solamente por una simple...
Everard ignoró los infantiles corredores que cla­moreaban a su lado. Uno de ellos le agarró de un tobillo; él, jurando, le asestó un golpe, y el chi­quillo gimió sin reparo. Everard esperaba eludir la permanencia en una posada; los persas eran más limpios que la mayoría de la gente en esa época, pero aún habría allí bastantes insectos.
Trató de sobreponerse.
De ordinario, un patrullero siempre tenía un as en la manga, en forma de una pistola tronadora del siglo XXX, bajo la chaqueta, y una diminuta radioemisora para llamar a su lado al saltador anti­gravitatorio que tripulaba. Everard vestía un traje griego: túnica, sandalias y larga capa de lana; es­pada al cinto, casco y escudo, este colgado de la grupa del caballo..., y eso era todo; únicamente el acero resultaba anacrónico.
No podía recurrir a ninguna oficina local de los suyos, en caso de dificultad, pues aquella época de transición, relativamente pobre y turbulenta, no atraía la atención de los temporales; la unidad patrullera más próxima, el Cuartel General de aquel medio ambiente, estaba en Persépolis, a un siglo de distancia en el futuro.
Las calles se iban ensanchando según avanzaba; los bazares iban escaseando y las casas aumentan­do de tamaño. Se podían ver ciruelos, cuyas ramas asomaban sobre las tapias. Por fin, entró en una plaza cuadrada formada por cuatro casas. Había allí unos guardias, ligeramente armados y en cu­clillas, pues aún no se había discurrido la posición «en su lugar, descanso». Pero se levantaron y em­puñaron cautamente sus armas cuando Everard se aproximé. Este podía simplemente haber cruzado la plaza, pero cambió su rumbo y llamó a uno que parecía el capitán.
- ¡Saludos - señor! ¡Que te ilumine un sol bri­llante!
La lengua persa, que había aprendido en una hora, bajo la hipnosis, fluía sin dificultad de sus labios.
- Busco hospitalidad en casa de algún grande hombre que guste de escuchar mis pobres relatos de viajero por tierras extrañas.
- ¡Ojalá vivas mil años! - repuso el guardia.
Everard recordó que no debía darle propina; aquellos persas, del mismo clan de Ciro, eran gente orgullosa y brava: cazadores, pastores y guerreros. Todos hablaban con la digna cortesía que fue co­mún a su tipo a través de la Historia.
- Yo sirvo a Creso, el lidio, servidor del Gran Rey. El no rehusará su techo a un...
- Peregrino de Atenas - aclaró Everard.
Aquella procedencia podía explicar su ancha con­textura, ágil complexión y corto cabello.
Se había visto forzado a dar a su barbilla una apariencia vandickiana. Herodoto no era el primer griego trotamundos, y, por ello, un ateniense no tenía por qué ser excesivamente exagerado. Al mismo tiempo, medio siglo antes de Maratón, los europeos eran aún lo bastante raros aquí para ex­citar el interés.
Se llamó a un esclavo para que avisara al ma­yordomo, quien, a su vez, envió a otro esclavo. Este invitó al extranjero a trasponer la verja. El jardín al que daba acceso era todo lo fresco y verde que cabía desear; no había miedo de que robasen nin­guna de sus pertenencias bajo aquel techo. La co­mida y bebida serían buenas y, en fin, el propio Creso recibiría al huésped. «Estamos de suerte», se dijo Everard, y aceptó un baño caliente, aceites fragantes, vestidos frescos, dátiles y vino que tra­jeron a su habitación, amueblada austeramente: un jergón y un grato panorama. Solo echó de me­nos un cigarrillo...
Seguro que si Keith había, irremediablemente, muerto...
- ¡ Diablos y ranas purpúreas! - musitó Eve­rard -. Es peor pensar en ello.

4

Después del crepúsculo, hizo frío. Se encendie­ron las lámparas con mucha ceremonia (el fuego era sagrado) y se avivaron los braseros. Un esclavo se postró para anunciar que el señor estaba ser­vido. Everard le acompañéóa través de un largo corredor donde vigorosas pinturas murales repro­ducían el Sol y el Toro de Mithra, y pasando al lado de dos lanceros entraron en un pequeño cuar­to, brillantemente iluminado, con olor a incienso y profusión de alfombras. Había preparados dos lechos a la manera helénica junto a una mesa, cubierta de manjares nada griegos, en platos de metales preciosos; esclavos camareros aguarda­ban al fondo y armoniosa música china salía a través de una puerta interior.
Creso, de Lidia, hizo un gracioso movimiento de cabeza. Antaño había sido hermoso; sus rasgos eran regulares, pero parecía haber envejecido mu­cho desde pocos años antes, cuando su poder y riqueza eran proverbiales. Tenía grises la barba y el largo cabello; llevaba una clámide griega, pero sus vestiduras eran rojas, al modo persa.
- ¡Alégrate, peregrino de Atenas! - dijo en grie­go, y levantó la cara.
Everard le besó en la mejilla, como estaba indi­cado. Era un gesto simpático del anfitrión mostrar así que su huésped apenas le era inferior en cate­goría, aunque Creso hubiera estado comiendo ajo. Everard respondió:
- Alégrate, señor. Mil gracias por tu bondad.
- Esta solitaria comida no es por despreciarte - aclaró el ex rey -. Solo pensé.. - y al decirlo, dudaba -. Siempre me he considerado próximo pariente de los griegos y podíamos hablar de co­sas serias.
- Mi señor me honra más de lo que merezco - respondió Everard.
Se cumplieron varios rituales y, finalmente, llegó la comida. Everard se explayó en la narración que traía preparada sobre sus viajes; de cuando en cuando, Creso hacia una pregunta, sorprendente­mente aguda; pero el patrullero pronto aprendió a evadirías.
- En efecto, los tiempos cambian; eres afortu­nado al vivir en el alba de una nueva Edad - decía Creso.
- Nunca he conocido el mundo con un rey más glorioso..., etcétera, etcétera - respondía Everard para los oídos de los espías reales que, sin duda, figuraban entre los servidores. Lo que resultó ser verdad.
- Los mismos dioses han favorecido a nuestro rey - proseguía Creso -. Si yo hubiera sabido cómo le protegían (porque, en verdad, lo creí una sim­ple fábula), no habría osado oponerme a él. Por­que, sin duda alguna, es el Elegido.
Everard sostenía su papel de griego, aguando el vino y deseando haber escogido una nacionalidad menos temperante.
- ¿Qué me cuentas, señor? - preguntó - Sabía solamente que el Gran Rey era hijo de Cambises, el cual gobernó esta provincia como vasallo del medo Astíages. ¿Hay algo más?
Creso se inclinó hacia delante. A la incierta luz, sus ojos tenían una curiosa y brillante mirada, una mezcla dionisíaca de terror y entusiasmo, que el siglo de Everard había olvidado hacía tiempo.
- Óyeme, y da de ello cuenta a tus compatrio­tas - dijo -: Astiages casó a su hija Mandana con Cambises porque sabia que los persas estaban in­quietos bajo su pesado yugo y quería que los jefes estuvieran ligados a su casa. Pero Cambises se debilitó y enfermó. Si llegaba a fallecer y su hijo Ciro, aún niño, le sucedía, pudiera originarse una turbulenta regencia de nobles persas no afectos a Astiages. Además, los sueños le advertían que Ciro había de poner fin a su dominación. Por todo ello, Astiages ordenó a su pariente Ojo Aurvagaush (Creso traducía el nombre de Harpago lo mismo que helenizaba todos los nombres locales) hacer desaparecer al príncipe. Harpago se llevó al niño pese a las protestas de la reina Mandana, pues Cambises estaba demasiado enfermo para evitarlo, y la misma Persia no podía rebelarse sin prepa­ración. Pero Harpago no se decidía a terminar con el niño. Lo cambió por el aborto de la mujer de un pastor de las montañas a quien le hizo jurar el secreto. El niño muerto fue envuelto en regios pañales y abandonado en la falda de una colina; de allí a poco, unos oficiales de la corte de Medio fueron requeridos para dar testimonio de que había sido expuesto, y lo enterraron. Ciro, nuestro señor, se crió como un zagal de una majada. Cam­bises vivió aún veinte años sin engendrar otros hijos ni ser bastante fuerte para vengar a su pri­mogénito. Por último, murió sin sucesión a la que los persas pudieran sentirse obligados a obedecer, y Astiages temió trastornos. Por esta época apa­reció Ciro, y, acreditada su identidad por varias señales, Astiages, arrepentido de lo hecho, le dio la bienvenida y le reconoció para heredero de Cambises. Ciro permaneció en vasallaje cinco años, aunque hallando cada vez más odiosa la tiranía de los medos. Harpago, en Ecbatana, también te­nía una cosa horrible que vengar: Astiages (en cas­tigo de su desobediencia en el asunto de Ciro) le había hecho comerse a su propio hijo. Por ello, Harpago conspiraba en unión de algunos nobles medos, y eligieron por jefe a Ciro. Persia se rebeló, y, después de tres años de guerra, Ciro se adueñó de ambas naciones. Desde entonces, claro es, se ha adueñado de otras. ¿Cuándo han mostrado los dioses su voluntad más claramente?
Everard siguió por un momento tranquilamente en su lecho, oyendo el ruido de las hojas en el jardín, bajo el frío viento. Y preguntó:
- ¿Es eso verdad o murmuración infundada?
- La he confirmado a menudo desde que fre­cuento la corte persa. El mismo rey me lo aseguró, así como Harpago y otros directamente relacio­nados con ello.

El lidio no podía mentir cuando citaba en su apoyo el testimonio de su gobernante; los persas d e alta cuna eran fanáticos adoradores de la verdad. Y, sin embargo, Everard no había oído nada más increíble en toda su carrera de patrullero, pues aquella era la narración recogida por Heró­doto que, con pocas variantes, podía leerse en el Shah Nameh y que cualquiera calificaría de mito heroico. Era el mismo cuento inverosímil que se había relatado con referencia a Rómulo, Sigfrido y otros cien grandes hombres. No había razones para creer lo sostenido por los hechos ni para du­dar de que Ciro se había criado normalmente en su casa paterna, sucedido a su padre por pleno derecho de nacimiento y que su rebelión obedecía a las razones usuales. Pero la tal fábula se conta­ba, con juramento, por testigos de vista! Allí había misterio. Ello devolvía a Everard su primer propó­sito. Después de proferir apropiadas expresiones de estupor, derivó la conversación hasta que pudo insinuar:
- He oído rumores de que hace dieciséis años llegó a Pargadae un extranjero el cual, aunque disfrazado de pobre pastor, era realmente un po­deroso mago, que hacía milagros, puede haber muerto aquí. ¿Sabe algo de esto mi generoso an­fitrión?
Y esperó, tenso, porque tenía la firme sospecha de que Keith Dennison no había sido asesinado por ningún bandido montañés, ni se había roto la cabeza al caer de una roca, ni recibido daño análogo a estos, ya que, en tal caso, su saltatiempo habría estado aún sobre las colinas cuando lo bus­có la patrulla. Y esta podía haber registrado la comarca demasiado a la ligera para encontrar al propio Dennison, pero ¿cómo podían los aparatos detectores perder la pista del saltador?
Por ello, Everard pensaba que lo sucedido fue más complicado. Pues si, al fin, Keith hubiera so­brevivido, habría vuelto a la civilización.
- ¿Hace dieciséis años? - Creso se mesó la bar­ba -. No estaba yo aquí entonces. Y, además, en esa época la tierra estaba llena de portentos - pues fue cuando Ciro abandonó las montañas y ciñó su hereditaria corona del Anshan. No, peregrino; nada sé de ello.
- He estado ansioso de hallar a esta persona - porque un oráculo...
- Puedes preguntar a mis servidores y a la gente del pueblo - sugirió Creso -. Yo preguntaré en la corte para ayudarte. Te quedarás aquí unos días, ¿no? Quizá el rey mismo desee verte; le interesan los extranjeros
La conversación no duró mucho más. Creso explicó con sonrisa un tanto apagada que los persas creían en la bondad de irse a dormir temprano y levantarse con el alba, y que por ello tenían que estar en palacio a la hora del alba.
Un esclavo condujo a Everard a su habitación, donde hallé, esperándole sonriente, a una agracia­da muchacha. Dudó un instante, recordando otra ocasión hacía veinticuatro años; pero... al diablo con ello! Un hombre tenía que tomar cuanto los dioses le ofrecieran, y estos solían ser algo ta­caños.

5

No mucho después de salir el sol, una tropa de jinetes se detuvo ante el palacio y reclamó a gritos al peregrino de Atenas. Everard salió, interrum­piendo su desayuno, y contempló un garañón gris junto a la dura y pilosa cara de halcón de un capi­tán de aquella guardia a la que llamaban los «In­mortales». Los hombres formaban un fondo con inquietos caballos, capas, plumas que revoloteaban, metales tintineantes y crujientes cueros, y el sol jugueteaba destellando sobre las pulidas mallas.
- Le requiere el ciliarca - profirió el oficial, usan­do el título persa equivalente a comandante de la Guardia y gran visir del Imperio.
Everard permaneció silencioso un instante, con­siderando la situación.
Sus músculos se envararon. La invitación no era muy cordial, pero aquí no cabía excusarse alegan­do un compromiso previo.
- Escucho y obedezco - repuso -. Pero déjenme recoger un pequeño regalo, en correspondencia al honor que se me hace.
- El ciliarca dijo que acudiese en el acto. Aquí tiene un caballo.
Un arquero centinela le ofreció las manos enla­zadas, pero Everard se alzó por si solo sobre la silla, habilidad útil antes de haberse inventado los estribos. El capitán gruñó una áspera aprobación, giró su montura y emprendió el galope por una amplia avenida flanqueada por esfinges y por las casas de los grandes.
Su tráfico no era tan movido como el de las calles comerciales, pero había bastantes jinetes, carretas, literas y peatones, que dificultaban el ca­mino. Pero los «Inmortales» no se detenían ante nadie, trasponiendo veloces las verjas del palacio, abiertas para darles paso. Esparcieron la arena con los cascos de sus monturas, atravesaron un prado donde el agua centelleaba en las fuentes e hicieron un alto en el ala oeste. El palacio, de la­drillo chillonamente pintado, destacaba sobre una ancha plataforma entre varios edificios más bajos. El propio capitán descabalgó ante él, hizo un cor­tés gesto y subió por una escalera de mármol. Eve­rard lo siguió, rodeado de guerreros que empuña­ban ligeras hachas de guerra que habían cogido de los arzones para su defensa. El grupo caminó entre esclavos domésticos, de caras chatas, entur­bantados, atravesando una columnata roja y ama­rilla, que precedía a un vestíbulo cuya belleza no estaba Everard en condiciones de apreciar, y así pasó, ante una fila de guardias, a una habitación en que esbeltas columnas sostenían una cúpula de pavo real y en la que la fragancia de las rosas tardías entraba por artísticos ajimeces.
Allí, los «Inmortales» hicieron homenaje, lo que imitó Everard, pensando: «Lo que es bueno para ellos ha de serlo para ti», mientras besaba la al­fombra persa. Un hombre que ocupaba un lecho ordenó:
- Levantaos y esperad. Traed un cojín para el griego.
Los soldados montaron la guardia en torno a él. Un nubio trajo un almohadón, que dejó en el suelo, ante el asiento de su amo.
Everard se sentó allí, con las piernas cruzadas y la boca seca.
El ciliarca, en quien Everard reconoció a Har­pago, recordando lo dicho por Creso, se incorporó.
Destacando su delgada armazón de la piel de tigre de su lecho y la chillona túnica roja, el medo presentaba un aspecto envejecido; los largos ca­bellos color de hierro le llegaban hasta los hom­bros, y una fea nariz destacaba en su rostro, cu­bierto de arrugas. Sus ojos penetrantes escudriña­ban al recién llegado.
- Bien - exclamó en persa, con un acento que revelaba al iraniano del Norte -. Así que tú eres el hombre de Atenas; el noble Creso habló de tu llegada esta mañana y mencionó las averiguacio­nes que estás haciendo. Como ello puede afectar a la seguridad del Estado, quisiera conocer exacta­mente qué es lo que buscas.
Se acarició la barba con enjoyada mano y sonrió heladamente, añadiendo.
- Y puede suceder que si tu búsqueda es inofen­siva, te preste mi ayuda en ella.
Tuvo cuidado de no emplear las fórmulas de cos­tumbre para el saludo, de no ofrecer refrescos ni dar, de cualquier otro modo, al peregrino el casi sagrado status de huésped. Aquello era un interro­gatorio.
- ¿Qué deseáis saber, mi señor? - preguntó Eve­rard, imaginando ya la respuesta.
- Buscas a un mago extranjero, capaz de hacer milagros, que llegó aquí hace dieciséis veranos. ¿Por qué y qué más sabes del asunto? No te pon­gas a inventar mentiras; habla.
- Mi señor - repuso Everard -, el oráculo de Delfos me dijo que mejoraría de fortuna si des­cubría el paradero de un pastor que entró en Per­sia el..., ¡hum!, el tercer año de la primera tiranía de Pisístrato. Nunca he sabido más, mi señor; vos sabéis cuán oscuras son las palabras del oráculo.
- ¡Hum, hum!
El miedo se manifestaba en la mezquina esta­tura, y Harpago hizo la señal de la cruz, que era un símbolo mitraico. Dijo ásperamente.
- ¿Qué has descubierto, además?
- Nada, gran señor. Nadie pudo decirme...
- ¡Mientes! - aulló Harpago -. ¡Todos los grie­gos son embusteros! Ten cuidado; hablas con lige­reza de las cosas santas. ¿A quién más le has men­cionado esto?
Everard observó un ligero tic nervioso en la boca de Harpago. El, por su parte, sintió como una bola fría en el estómago. Había dado con alguna cosa que el ciliarca creía completamente sepultada; algo ante lo cual el riesgo de chocar con Creso, que tenía el deber de proteger a su huésped, era des­deñable. Y la más sencilla defensa contra tal riesgo eran la risa y la mofa... después que las tenazas y el potro le hubieran sacado al extranjero todo lo que sabía.
«Pero ¿qué demonios coronados sabia?»
El peregrino seguía protestando:
- A nadie, mi señor. Nadie, sino el oráculo y el dios Sol, cuya voz es, y que me ha enviado aquí, ha sabido esto antes de esta noche.
Harpago respiró hondamente, contenido por la invocación. Pero luego añadió, irguiendo visible­mente los hombros:
- Solo tenemos tu palabra; la palabra de un griego, sobre que el oráculo te habló; sobre que no vienes a espiar secretos de Estado. Pero, aun admitiéndolo, el dios puede muy bien haberte hecho llegar aquí para destruirte por tus pecados. Consultaremos sobre esto.
E hizo un signo al capitán.
- ¡Llévalo abajo! ¡En nombre del rey!
¡El rey!
La palabra deslumbró a Everard. Saltó sobre sus pies y gritó:
- ¡Sí, el rey! El oráculo me dijo... que habría una señal y que luego debería llevar su palabra al rey de los persas.
- ¡Agarradle! - vociferó Harpago.
Los guardias se precipitaron a obedecerle. Eve­rard se echó atrás, clamando por el rey Ciro tan alto como pudo. Que le arrestaran... Sus palabras llegarían hasta el trono, y... Dos hombres le arrin­conaron contra la pared, levantando sus hachas. Más hombres se apretujaban tras ellos. Por encima de sus yelmos se veía a Harpago, incorporado en su lecho.
- ¡Lleváoslo y degolladle! - ordenó.
- Mi señor - protestó el capitán -, ha invocado al rey.
- ¡Para hechizarlo! Ahora lo reconozco: es el hijo de Zohak y agente de Ahriman. ¡Matadle!
- No; esperad. ¿No comprendéis que este trai­dor quiere impedirme decir al rey...? ¡Fuera, puercos!
Una mano se cerró sobre su brazo derecho. Ha­bía estado dispuesto a permanecer en prisión varias horas, hasta que el gran jefe supiera del asunto y le libertara; pero después de aquello las cosas se precipitaban excesivamente. Lanzó un gancho de izquierda, que terminó aplastando una nariz. El guardia retrocedió. Everard le quitó el hacha de las manos, miró en torno suyo y paró el golpe de otro guerrero, a su izquierda.
Los «Inmortales» atacaron. El hacha que Eve­rard empuñaba sonó contra metal, lo hendió y aplastó un nudillo. En la lucha sobrepasaba a la mayoría. Pero no tenía en aquel combate más probabilidades que una pelota de celofán. Un golpe silbó sobre su cabeza; lo esquivó tras una columna, de la que saltaron astillas. Se abrió un claro y él se abalanzó sobre un guerrero vestido de malla, al que hizo caer, y luego escaló un espa­cio abierto bajo la cúpula. Harpago echó a correr, escondiendo su sable bajo sus ropas; el viejo mi­serable era aún bastante valiente. Everard giró sobre sí mismo para enfrentarlo, de modo que el ciliarca quedaba entre él y las tropas. Sable y ha­cha chocaron. Everard trató de estrechar distan­cias; un forcejeo entre ambos evitaría que los persas le arrojaran sus lanzas, pero quedaban a retaguardia para cerrarle el paso. ¡Por Judas, aquel podía ser el fin de otro patrullero!
- ¡Alto!  ¡Esconded vuestros rostros!  ¡El rey llega!
Por tres veces sonó una trompeta. Los guardia­nes se cuadraron en sus puestos, contemplando al gigante que, vestido de escarlata, aparecía indig­nado a la puerta, golpeando el tapiz. Harpago bajó su arma. Everard casi lo descabezó; más luego, recordando y oyendo los apresurados pasos de los guerreros en la antesala, dejó caer también el ha­cha. Por un momento el ciliarca y él se echaron mutuamente el aliento a la cara.
- Así que... oyó mis palabras... y vino... en se­guida - resolló Everard.
- Ten cuidado - le susurró el medo, acurrucado como un gato -. Te estoy observando. Si envene­nas su mente, también tú probarás el veneno... o el puñal.
- ¡El rey! ¡El rey! - vociferaba el heraldo.
Everard se echó al suelo cerca de Harpago
Un piquete de «Inmortales» entró en la estancia y formó a los lados del lecho.
Luego, el propio Ciro entró ondeando los plie­gues de su túnica al movimiento de su ágil andar. Le seguían algunos cortesanos, de piel atezada, que tenían el privilegio de llevar armas ante el rey. Más atrás, un esclavo retorcía sus manos, teme­roso por no haber tenido tiempo de extender una alfombra o llamar a los músicos.
La voz del rey resonó en el silencio, pregun­tando:
- ¿Qué es esto? ¿Dónde está el extranjero que preguntaba por mí?
Everard aventuró una ojeada. Ciro era alto, an­cho de hombros y esbelto de cuerpo, y parecía ser mayor de lo que Creso decía, pues aparentaba unos cuarenta y siete años. Tenía la cara estrecha y morena, ojos castaños, una cicatriz de arma blanca en la mejilla izquierda, nariz recta y labios gruesos. Llevaba cepillado hacia atrás su cabello, ya algo gris, y la barba más recortada de lo que era costumbre en Persia. Vestía lo más sencilla­mente posible, dada su posición.
- ¿Dónde está el extranjero del que el esclavo corrió a hablarme?
- Soy yo, Gran Rey.
Levántate y dime tu nombre.
Everard se puso en pie y dijo en inglés:
- ¡Hola, Keith!


6

Las parras desbordaban en torno a una pérgola de mármol, tanto que casi ocultaban a los arque­ros que los rodeaban, guardándolos. Keith Den­nison, tendido en un banco, contemplaba la som­bra de las hojas en el suelo y decía amargamente:
- Por fin podemos hablar a solas. El idioma in­glés no se ha inventado todavía.
Calló un momento y luego prosiguió con voz ronca:
- A veces he pensado que lo más difícil de so­portar en mi situación era el no tener nunca un minuto para mí solo. Lo más que puedo hacer es echar a todo el mundo de la habitación en que estoy; pero se clavan en los alrededores, al paso de la puerta, bajo las ventanas, vigilando, escu­chando... Espero que se achicharren sus queridas y leales almas.
- El aislamiento tampoco se ha inventado aún - le recordó Everard -. Y, de todos modos, los hombres como tú nunca gozaron mucho de él en el curso de la Historia.
Dennison alzó su rostro fatigado.
- Tengo ganas de preguntarte qué ha sido de Cynthia - manifestó -; pero de seguro que para ella esto ha sido... Quizá no se le haya hecho muy largo..., una semana o dos, tal vez... ¿Has traído, por casualidad, cigarrillos?
- Los dejé en el saltatiempo - repuso Everard -. Me figuré que ya tendría bastantes dificultades sin tener que explicar su uso. Nunca imaginé encon­trarte metido en esta aventura.
- Ni yo tampoco - se encogió de hombros Keith -. Ha sido la cosa más rematadamente fan­tástica. Las paradojas del tiempo...
- Pero ¿qué sucedió?
Dennison se frotó los ojos y lanzó un suspiro.
- Me encontré cogido en el engranaje de los inte­reses locales. ¿Sabes que, a veces, todo lo suce­dido antes de ahora se me antoja irreal, como un sueño? ¿Existieron alguna vez cosas como la cris­tiandad, la música de contrapunto o la Declaración de los Derechos del Hombre? Y no quiero men­cionar a toda la gente que he conocido. Tú mismo, Manse, me pareces no estar aquí, y temo que he de despertar... Bien; déjame que recuerde.
- ¿Sabes cuál era la situación? Los medos y los persas son parientes, bastante próximos por su raza y cultura, pero aquellos iban entonces a la cabeza, y adquirieron una porción de costumbres asirias que no cuadraban al punto de vista persa. Nosotros somos rancheros y granjeros libres y, claro, no es justo que se nos avasalle - Dennison pestañeó -. ¡Vaya! ¡Otra vez! ¿Por qué diré «nos­otros»? El caso es que Persia se agitaba. El rey Astiages, de Media, había hecho asesinar, veinte años antes, al joven Ciro, pero ahora lo lamentaba porque el padre de este se moría y su sucesión pudiera desencadenar la guerra civil. Entonces apa­recí yo en las montañas. Había explorado un poco el tiempo y el espacio, saltando a través de varios días y algunos kilómetros, en busca de un buen refugio para mi vehículo, y esto explica, en parte, que la Patrulla no me localizara después. Finalmente, lo encerré en una cueva, seguí mi camino a pie, y de ahí vienen mis desventuras. Había un ejército medo acantonado en la región para des­alentar las tentativas persas de provocar distur­bios. Uno de sus exploradores me vio salir de la cueva, me siguió las huellas, y la primera noti­cia que tuve de ello fue verme ante un oficial que me asaba a preguntas sobre el trasto que tenía en la cueva. Sus hombres me tomaron por una especie de mago y les infundí miedo, pero estaban más temerosos de mostrarlo que de mí. Natural­mente, la noticia corrió como un reguero de pól­vora, primero entre los soldados y luego por el país. Pronto, todo este supo que había aparecido un extranjero en circunstancias notables. Su gene­ral era el mismo Harpago, el diablo más caviloso y cruel que haya visto nunca el mundo. Pensé que podía utilizarme. Me ordenó hacer funcionar mi caballo de bronce, como él lo llamaba, aunque sin permitirme subir a él. Tuve entonces ocasión de ponerlo en el camino del tiempo. Eso también in­fluyó para que no lo encontrara la Patrulla. Lo puse en este mismo siglo, a pocas horas de dis­tancia, pero luego, sin duda, retrocedió hasta el principio.
- ¡Buen trabajo! - comentó Everard.
- Yo conocía las órdenes que prohiben tal grado de anacronismo - y Dennison torció la boca -. Pero también esperaba que la Patrulla me rescatase. Si hubiera sabido que no iban a hacerlo, no estoy muy seguro de mi capacidad para seguir siendo un abnegado patrullero. Hubiera suspendido mi saltador y habría secundado los planes de Har­pago hasta que se me presentara una ocasión de escapar.
Everard le miró un momento con aire sombrío.
«Keith ha cambiado - pensó - no solo en edad; los años pasados entre aquella gente le han influido más de lo que él mismo cree.» Exclamó:
- Si hubieses alterado el futuro, habrías arries­gado la vida de Cynthia.
- Sí, sí; es verdad. Recuerdo que así lo pensé en aquella ocasión. Cuán lejana parece!
Dennison se inclinó hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas, y contempló la verde pan­talla que cubría la pérgola. Luego siguió hablando monótonamente:
- Harpago echó venablos. Por un momento, pen­sé que me iba a matar. Me hizo salir de su pre­sencia y atar como un pedazo de carne mechada. Pero, como te dije, corrían ya rumores respecto a mí, rumores que no perdían nada con la repe­tición. Harpago vio en ellos una oportunidad, y me dio a elegir: o me aliaba con él o me cortaba la cabeza. ¿Qué podía yo hacer? Ni tan siquiera alterar nada, pronto vi que estaba desempeñando un papel que la Historia había ya escrito. Ya ves:
Harpago sobornó a un pastor para afirmar su cuento y me presentó como Ciro, hijo de Cam­bises.
Everard asintió sin sorpresa y preguntó:
- ¿Qué le iba a él en ello?
- Por lo pronto, necesitaba apoyar al gobierno de Media. Un rey del Anshan a quien él tuviera en sus manos tendría que ser leal a Astiages, y por ello, mantener a los persas en la obediencia. Yo me vi arrastrado por él, demasiado atónito para hacer más que seguir sus órdenes, esperando aún, de un minuto a otro, la aparición de una patrulla que me sacara del lío. El culto que a la verdad  que tributan estos aristócratas iranianos nos ayudó mucho. Pocos sospecharon que perjuraba al decir que yo era Ciro, aunque imagino que al mismo Astiages le traerían sin cuidado estas sospechas. Además, puso en su sitio a Harpago, castigándole de un modo especialmente horrible por no haber cumplido sus órdenes respecto a Ciro - aunque este resultase útil ahora -. Y la doble ironía era que Harpago las había cumplido, era realidad, aunque dos décadas antes. En cuanto a mí, durante cinco años, cada vez me sentía más y más disgustado de Astiages. Ahora, mirando hacia atrás, compren­do que no era él realmente un perro del infierno, sino solo un soberano oriental típico; pero esto es una cosa difícil de apreciar cuando se juzga al que nos oprime. Por eso Harpago, deseando ven­garse, preparó una rebelión cuya jefatura me ofre­ció y yo la acepté - y Dennison sonrió equívoca­mente -. Después de todo, yo era Ciro el Grande y tenía un destino que desempeñar. Al principio tuvimos momentos difíciles. Los medos nos derro­taban una y otra vez, pero, ¿sabes, Manse?, yo dis­frutaba con todo eso. Esta no era como esas mal­ditas guerras del siglo XX: estar en una madrigue­ra preguntándote si el cerco enemigo se levantará alguna vez. Sí, la guerra es harto miserable aquí, especialmente si solo eres un Juan Lanas, sobre todo cuando estalla la epidemia, como siempre ocurre. Pero cuando luchas, ¡vive Dios!, luchas con tus propias manos. Y yo siempre tuve aptitud para esa clase de cosas. Hemos luchado gallarda­mente.
Everard veía animarse más y más a Keith, que se sentó, erguido, y riendo, prosiguió:
- Como aquella vez que la caballería lidia nos sobrepasaba en número. Enviamos a nuestros ca­mellos, con la impedimenta, en vanguardia; la in­fantería, detrás, y la caballería, a lo último. En cuanto los jacos de Creso olieron a camello, salie­ron de estampía. Creo que aún están corriendo. ¡Los atontamos!
Calló, miró un momento a los ojos de Everard, y se mordió los labios al decir:
- Lo siento. Me dejé llevar. De cuando en cuan­do, recuerdo que en nuestro mundo no fui un lu­chador. Después de una batalla, cuando veo los muertos esparcidos en torno mío y, lo que es aún peor, los heridos... Pero no pude evitarlo, Manse, he tenido que luchar. Primero fue la rebelión. Si Harpago no hubiese estado conmigo, ¿cuánto crees que habría durado yo? Y después, el mismo reino. Yo no pedí a los lidios ni a los bárbaros de Oriente que nos invadieran. ¿Has visto alguna vez una ciu­dad saqueada por los turanios, Manse? Entonces se trata de ellos o nosotros; y cuando nosotros con­quistamos, no les encadenamos y conservan sus tierras, sus costumbres... ¡Por amor de Mithra! Manse, ¿podía yo obrar de otra forma?
Everard callaba, escuchando el rumor del jardín bajo la brisa. Por último, declaró:
- No. Comprendo, y espero que no te hayas sen­tido demasiado solitario.
- Me acostumbré a ello - repuso cuidadosamen­te Dennison -. Harpago es ya un gusto adquirido, pero interesante; Creso me resultó un camarada excelente; Kobad, el mago, tiene algunas ideas ori­ginales y es la única persona que se atreve a ga­narme al ajedrez. Y, además, las fiestas, la caza, las mujeres.. - y mirando desafiador al otro -: Sí; ¿qué otra cosa querías que hiciera?
- Nada - contestó Everard -. Dieciséis años es mucho tiempo.
- Cassandane, mi mujer favorita, merece de ve­ras cualquier cosa. Pero ¡Cynthia!... ¡Dios del cie­lo, Manse!.. - y Dennison se levantó y puso las manos en los hombros de Everard. Los dedos se cerraron con aplastante fuerza; que no en vano había manejado durante década y media el arco, el hacha y las bridas. El rey de Persia gritó con voz sonora:
- ¿Cómo piensas sacarme de aquí?

7

Everard se levantó también; anduvo hasta el lí­mite del pavimento y miró a través de la piedra calada del muro, con los pulgares agarrados al cin­turón y la cabeza baja. Al fin, repuso:
- No veo cómo.
Dennison se golpeó la palma de una mano con el puño de la otra, y dijo:
- Lo temía. Cada año temía más que si la Pa­trulla me encontraba alguna vez... Pero ¡tú tienes que ayudarme!
- ¡Te digo que no puedo! - y la voz de Everard se quebraba. Sin volverse, siguió -: Piénsalo. Ya debías haberlo hecho. No eres un mísero jefecillo bárbaro, cuyo destino importara un bledo dentro de cien años: eres Ciro, el fundador del Imperio persa, una figura clave en un ambiente clave. Si Ciro se va, con él desaparecerá todo el futuro y no habrá habido siglo XX, ni Cynthia en él.
- ¿Estás seguro? - arguyó Keith a su espalda.
- Me enteré bien de los hechos antes de saltar aquí - respondió Everard con las mandíbulas apre­tadas -. ¡Deja de engañarte a ti mismo! Tenemos prejuicios contra los persas porque fueron alguna vez enemigos de los griegos, y ocurrió que obtu­vimos de estos los rasgos más notables de nuestra cultura. Pero los persas son, por lo menos, tan im­portantes como ellos.
- Has visto que es así. Claro que son bastante brutales, según tus ideas; toda esta época lo fue, incluso los griegos. Y no son demócratas, pero no se les puede reprochar por no haber hecho una invención europea que cae enteramente fuera de sus horizontes mentales. Lo importante es esto:
Persia fue el primer país conquistador que hizo un esfuerzo para respetar y atraerse a los pueblos que dominaba; el primero que obedeció sus pro­pias leyes; que pacificó el suficiente territorio para abrir contactos con el lejano Oriente; que creó una religión mundialmente viable (el mazdeísmo), no limitada a una cierta raza o localidad. Quizá no sepas que gran parte de la creencia y rito cris­tianos es de origen mitraico, pero así es. Eso sin hablar del judaísmo, que tú, Ciro, estás llamado a salvar, ¿recuerdas? Conquistarás Babilonia y per­mitirás a aquellos judíos que hayan conservado su identidad el regreso a la patria; sin ti, habrían sido absorbidos y hubieran desaparecido, como ya ocurrió con las otras diez tribus. Aun cuando aho­ra sea decadente, el Imperio persa será una ma­triz de la civilización. ¿De dónde procedieron la mayor parte de las conquistas alejandrinas, sino del territorio persa? Y habrá otros Estados que sucederán a Persia, el Ponto, la Parthia, la misma Persia de Firdusi, Omar y Hofiz, el Irán que hoy conocemos y el Irán del futuro, más allá del si­glo XX.
Y Everard se volvió a Keith:
- Si los abandonas, me imagino que seguirán construyendo ziggurats, leyendo en las entrañas de los cadáveres y recorriendo los bosques de Eu­ropa, mientras América queda sin descubrir.. a tres mil años de este momento.
Dennison cedió.
- Sí - repuso -; ya lo pensé.
Paseó un momento con las manos a la espalda. Su oscura faz pareció envejecer por minutos.
- Trece años más - murmuró, casi para sí mis­mo -. Dentro de trece años moriré en una batalla contra los nómadas, no sé exactamente cómo. Por un camino o por otro, las circunstancias me obli­garán a ello. ¿Y por qué no? Ya me han forzado a realizar, quieras o no, cuanto hice... Pese a todo lo que yo pueda enseñarle, sé que mi hijo Cambi­ses resultará un incompetente y le tocará a Darío salvar el Imperio. ¡Dios! - y se cubrió el rostro con una de las mangas flotantes de su túnica.
- Perdóname - siguió -. Desprecio la autocom­pasión, pero no pude remediarlo.
Everard se sentó, evitando mirarle. Oyó el ron­quido del aire en los pulmones de Dennison.
Por último, el rey sirvió vino en dos copas, se acercó a Everard en el banco y dijo en tono seco:
- Siento lo de antes. Ya me he recuperado. Y aún no me di por vencido.
- Puedo exponer tu problema al Cuartel general - dijo Everard con un dejo sarcástico. Dennison contestó en el mismo tono:
- Gracias, camarada. Recuerdo bastante bien su actitud. Prohibirán a todos el acceso a la época de Ciro, para que no me tienten, y me enviarán un lindo mensaje, en que se haga resaltar que soy el monarca absoluto de un pueblo civilizado; que tengo palacios, esclavos, viñedos, cocineros, servi­dumbre, concubinas y terrenos de caza a mi entera disposición en cantidades ilimitadas..., y siendo así, ¿de qué me quejo? No, Manse; esto tenemos que resolverlo entre tú y yo.
Everard apretó las manos hasta clavarse las uñas.
- Me estás atormentando, Keith - declaró.
- Solo te estoy pidiendo que pienses en el pro­blema. Y lo harás, ¡qué diablo!
De nuevo los puños se cerraron hasta sentir las uñas en la carne al oír el imperioso mandato del conquistador de Oriente. «El antiguo Keith jamás habría usado ese tono», pensó Everard, casi colé­rico. Luego, siguiendo en sus meditaciones, se dijo:
«Si tú no vuelves a casa; a Cynthia le digo que nunca lo harás, capaz será de venir aquí. Una chica extranjera más en el harén del rey no afectará a la Historia. Pero si antes de verla informo en el Cuar­tel general que el problema es insoluble (como lo es), entonces prohibirán el acceso al reino de Ciro y ella no podrá reunírsete.»
- Yo también he pensado en ello - murmuró Den­nison, más calmado -. Conozco las consecuencias igual que tú. Pero mira; puedo enseñarte la cueva donde quedó mi máquina durante aquellas horas. Tú volverías a esos momentos, y cuando yo apa­reciese me prevendrías.
- No - replicó Everard -. No puede ser eso, por dos razones. Primera, y poderosa: que está prohi­bido por nuestras reglas. Cabría hacer una excep­ción, en diferentes circunstancias, pero hay una segunda razón: eres Ciro. No van a suprimir com­pletamente el futuro por complacer a un hombre.
«¿Y a una mujer? - siguió pensando -. ¿Lo ha­ría yo? No estoy seguro. Creo que no. Sería más fácil que Cynthia ignorase los verdaderos hechos. Yo podría, usando mi autoridad de agente libre, mantener la verdad en secreto para los agentes in­feriores, y solo decir a Cynthia que Keith había muerto irrevocablemente en circunstancias tales que nos obligaban a prohibir el acceso a esta épo­ca. Ella se afligiría cierto tiempo, pero es dema­siado joven y sana para guardarle luto perpetuo. Desde luego, es una mala partida, pero... ¿sería más caballeroso a la larga dejar que viniese para permanecer en condición humillante y compartir a su Keith con lo menos media docena de prince­sas que se ve él obligado a desposar por razones políticas? ¿No resultaría preferible para ella una franca renuncia y una posibilidad de empezar nuevamente?»
- ¡Bien! - dijo Dennison, interrumpiendo las me­ditaciones -. Solo indiqué la idea para saber si era factible. Pero debe de haber otro camino. Mira, Manse: hace dieciséis años existió una situación de la que ha derivado todo lo que ha seguido, no por capricho, sino por la pura lógica de los hechos. Supongamos que yo no me hubiese dejado ver aquel día. ¿No podía Harpago haber encontrado otro supuesto Ciro? La identidad del rey no im­porta nada. Otro Ciro habría obrado de modo di­ferente al mío en mil detalles. Pero si no era tonto rematado o loco, y, por el contrario, fuera razo­nablemente capaz y honesto - concédeme al menos que yo lo sea -, entonces su carrera hubiera sido igual a la mía en todos los detalles importantes, los que llegan a reflejarse en los libros de Historia. Eso lo sabes tan bien como yo. Excepto en los puntos fundamentales, el tiempo siempre vuelve a su propia forma. Las pequeñas diferencias se borran con los días o los años. Solo puede resta­blecerse la huella de los momentos claves y su efecto se perpetúa en lugar de desvanecerse. ¡Tú lo sabes!
Permite que me asesore un tanto. Si descubrimos algo, volveré... esta misma noche.
- ¿Dónde está tu saltatiempos?
Everard hizo un vago ademán.
- Colinas arriba.
Dennison se mesó la barba.
- No vas a decirme más, ¿eh? Bueno; es pru­dente. No estoy seguro de poder contenerme si supiese donde hallar una máquina saltatiempos.
- ¡Yo no he dicho...! - Exclamó Everard.
- No importa. No discutamos por eso - y Den­nison suspiró -. Ve; vuelve a la época y mira lo que se puede hacer. ¿Quieres una escolta?
- No. No la creo necesaria. ¿Y tú?
- Tampoco. Hemos dado a este espacio más se­guridad que tiene el Central Park.
- Eso no es decir mucho - y Everard le tendió la mano -. Ahora devuélveme mi caballo. Me dis­gustaría perderlo, es un animal excelentemente adiestrado - Su mirada se encontró con la de Keith y añadió:
- Volveré. En persona. Sea cual fuere la deci­sión.
- Estoy seguro, Manse.
Salieron juntos, y juntos cumplieron las forma­lidades de informar a guardias y porteros. Denni­son indicó la alcoba de palacio a cuya ventana - dijo - esperaría, noche tras noche, la realización de la cita. Y, por fin, Everard besó los pies al rey; cuando se separó, montó a caballo, y al trote corto salió lentamente del palacio.
Sentía vacío por dentro. En realidad, nada que­daba por hacer; pero había prometido regresar y comunicar la sentencia al soberano.

8

Mas tarde, aquel mismo día, estaba entre las colinas donde se alzaban los oscuros cedros; la carretera que hasta entonces había seguido, ori­llada por encrespados arroyos, se convirtió en una empinada vereda. Aunque árido, el Irán tenía en aquella época algunas selvas así. El caballo, fati­gado, se abatió de cansancio, y Everard pensó en buscar alguna choza de pastor donde pedir alo­jamiento, para no dejarlo morir. Pero como había luna llena podía caminar hasta encontrar su sal­tador, antes del alba. Ni pensó en dormir. Sin embargo, una pradera de altas hierbas secas y madu­ras bayas le invitó a hacerlo. Tenía provisiones en las alforjas, vino en un odre y su estómago vacío desde el amanecer. Rió entre dientes, animó al caballo y se apeó.
Allá abajo, a lo lejos, en la carretera, algo relucía al sol naciente, entre una nube de polvo. Conforme lo observaba, aquello crecía. Eran varios jinetes acercándose con endiablada prisa. ¿Mensajeros del rey? Pero ¿por qué por allí? La inquietud sacudió sus nervios. Se puso la cofia fruncida, se ajustó el casco sobre ella, embrazó el escudo y probó si su corta espada salía bien de la vaina. Sin duda la partida le vitorearía a su paso... Pero...
Ahora pudo ver que eran ocho hombres, monta­dos en buenos caballos y cuya retaguardia condu­cía una remonta. Sin embargo, las bestias iban casi jadeantes, el sudor trazaba surcos en sus polvo­rientos flancos y las crines se pegaban a sus cue­llos. Debían de haber corrido a rienda suelta. Los jinetes iban decentemente vestidos, con los usuales pantalones blancos, camisa, botas, capa y sombre­ro de alta copa y sin alas; no eran cortesanos ni soldados profesionales, sino tal vez bandidos. Sus armas eran sables, arcos y hondas.
Súbitamente, Everard reconoció al hombre de la barba gris que iba a la cabeza. ¡Harpago! Y, en­tre una cegadora niebla, pudo ver también que, aun para ser antiguos iranianos, sus perseguidores eran gente de muy rudo aspecto.
- ¡Vaya! - dijo a media voz -. ¡Bribones!
Puso atención en ello. No era ocasión aquella para temer, sino para pensar. Harpago no tenía para subir a aquellas alturas más motivos que cap­turar al peregrino griego. Seguramente en el plazo de una hora, valiéndose de espías y de chismosos, Harpago había sabido que el rey habló al descono­cido en una lengua extraña, que le trató como a su igual y le permitió marchar hacia el Norte. Se­guramente tardó el ciliarca más de una hora en forjar un pretexto para dejar el palacio, reunir a los rufianes adictos y salir a perseguirle. ¿Por qué? Porque Ciro había aparecido en aquellas tierras al­tas montando un aparato que Harpago codiciaba. No era tonto y nunca quedó satisfecho con la eva­siva que oyera de labios de Keith. Parecía razona­ble que en alguna ocasión apareciera otro mago de la tierra de que procedía el rey, y esta vez Har­pago no dejaría que la máquina aquella se le esca­para tan fácilmente como la primera. Everard no esperó más. Solo distaban ya de él unos cien me­tros. Ya podía ver centellear los ojos del ciliarca bajo sus peludas cejas. Espoleó su caballo, hacién­dole dejar el camino y lanzándolo a través del prado.
- ¡Alto! - aulló a su espalda una voz que él re­cordaba -. ¡Alto, griego!
Everard logró de su montura un cansado trote. Los cedros lanzaban amplias sombras en torno suyo.
- ¡Alto o disparamos! ¡Alto!  Tirad, pero no lo matéis!  ¡Derribad el caballo!
En la linde del bosque, Everard se deslizó de la silla al suelo. Oyó un colérico zumbido y unos vein­te impactos. El caballo relinchó. Everard echó una ojeada en torno suyo, el pobre animal estaba to­cado. ¡Vive Dios, que alguien pagaría por aquello! Pero, ahora, él era uno y ellos eran ocho. Se apre­suró a meterse entre los árboles. Una flecha se clavó en un tronco, sobre su hombro izquierdo, y se enterró en la madera.
Corrió, agachado y en zigzag, y entró en una fría y olorosa penumbra. De cuando en cuando, una rama colgante le azotaba la cara. Podía haber uti­lizado más la maleza, empleando algunos trucos de los algonquinos pero, por lo menos, la suave tierra era silenciosa bajo sus pies. Los persas le habían perdido de vista. Casi por instinto habían tratado de cabalgar en la misma dirección. Chas­quidos, crujidos y groseras interjecciones demostraban su acierto.
A pie le alcanzarían en un minuto. Se estrujó los sesos; percibió el débil rumor de una corriente de agua, y se dirigió a ella, trepando por una em­pinada cuesta sembrada de cantos, si bien pensé que sus perseguidores no eran inexpertas gentes de ciudad. Algunos de ellos eran, de seguro, mon­tañeses, cuyos ojos podían leer las más oscuras señales de su paso. Había que cortar la pista; en­tonces podría ocultarse hasta que Harpago se fue­ra, reclamado por sus obligaciones en la corte.
Sintió enronquecérsele la respiración en la gar­ganta. Tras de él sonaban voces en cuyos tonos pudo advertir la decisión, aunque no comprendía lo que decían. Y su sangre parecía latir en sus oídos...
Si Harpago había disparado contra el huésped del rey era porque en sus cálculos entraba que este no lo supiera nunca. Su propósito era captu­rarle, martírízarle hasta que revelase dónde dejó la máquina y cómo manejarla, y, por último, otor­garle una merced de acero.
« ¡Judas! - se dijo a sí mismo Everard -. He es­tropeado esta operación hasta convertirla en com­pendio de lo que no debe hacer un patrullero. Y lo primero que ha de hacer es no pensar tanto en cierta chica (que no le pertenece) como para des­cuidar las precauciones más elementales»
Había llegado al borde de la alta y húmeda ori­lla de un arroyo, que corría a sus pies valle abajo. Sus perseguidores le habían visto de lejos, pero sería un puro azar descubrir en el agua su ruta, que..., ¿cuál sería? Notaba el barro resbaladizo y frío cuando se arrastró por él. Mejor sería ir co­rriente arriba, pues así, además de acercarse a su aparato, haría creer a Harpago que trataba de vol­ver hacia el rey.
Las piedras le lastimaban los pies y el agua los entumecía. Los altos árboles formaban un muro en la otra orilla y el cielo parecía una franja de techo azul que se oscurecía en ciertos momentos. Allá en lo alto se cernía un águila. El aire era cada vez más frío. Pero él tenía alguna suerte; el arroyo se retorcía como una culebra delirante, por lo que pronto habría borrado su pista.
«Marchará cosa de un kilómetro - pensó -, y quizá encuentre una rama colgante a que agarrarme para no dejar señal de mi paso en la orilla. Luego recogerá el saltador, subirá y pedirá ayuda a mis jefes. Sé perfectamente que no me la darán. ¿Por qué no sacrificar a un hombre para asegurar su propia existencia y todo cuanto les importa? Por tanto, Keith quedará preso aquí, con trece años por delante hasta que lo maten los bárbaros. Pero Cynthia aún será joven dentro de trece años, y tras tan larga pesadilla de destierro y sabiendo de ante­mano la hora en que su marido ha de morir, se sentirá aislada, extraña en una era prohibida, sola en la atemorizada corte del loco Cambises II. No; he de ocultarle la verdad; retenerla en casa cre­yendo muerto a Keith. El mismo aprobaría esto. Y dentro de un año o dos volverá a ser feliz. Yo podría enseñarle a serlo.»
Se había detenido, observando cómo se desmoronaban las rocas a su paso, cómo su cuerpo se encorvaba y erguía alternativamente, cuán ruidosa era el agua. Luego llegó a un recodo y vio a los persas.
Dos de ellos vadeaban río abajo. Evidentemente, la captura significaba para ellos algo lo bastante importante para sobreponerse a sus creencias reli­giosas, que les vedaban profanar un río. Otros dos andaban por la orilla opuesta, ocultándose entre los árboles; uno era Harpago. Sus largas espadas silbaban en sus manos.
- ¡Alto! - clamaba el ciliarca -. ¡Alto, griego! ¡Ríndete!
Everard permaneció quieto y callado, como un muerto. El agua bañaba sus tobillos. La pareja que se echó al río para enfrentársele parecía irreal, como metida en un pozo de sombras, con las os­curas caras como borrones; de forma que él solo veía las blancas vestiduras y el brillo de los sables.
Le dio un golpe el corazón; los perseguidores ha­bían visto su huella en el arroyo. Se separaron, uno en cada dirección, corriendo, más rápidos so­bre tierra firme que él podía hacerlo en el río.
Habiendo llegado más allá de su posible alcance, empezaron a retroceder más despacio, sin apar­tarse de la orilla, pero seguros de alcanzarle.
- ¡Cogedle vivo! - repitió Harpago -. ¡Si es pre­ciso, rompedle las piernas, pero cogedle vivo!
- ¡Muy bien, avutarda, tú te lo has buscado! - exclamó Everard en inglés.
Los dos hombres que estaban en el agua echa­ron a correr, aullando. Uno de ellos tropezó y cayó de boca. El otro se dejó deslizar por la rampa que tenía a su espalda.
El barro era resbaladizo. Everard clavó allí el borde inferior de su escudo y se sujetó a este. Harpago se aproximaba con frialdad. Cuando lo tuvo a su alcance, la espada del viejo noble zum­bó, golpeando de arriba abajo. Everard hurtó la cabeza y recibió el golpe en el casco, que retumbó. El filo del arma resbaló unos centímetros por el borde del escudo y le hirió levemente el hombro derecho. Sintió solo un arañazo, que desdeñó, por­que le absorbía entonces la idea de vender cara su vida.
Se movió entre la hierba, alzando el borde del escudo para protegerse los ojos. Harpago se lanzó contra sus rodillas. Everard lo rechazó con su corta espada. El arma del medo silbó. A poca distancia, un asiático ligeramente armado no tenía probabi­lidad contra el hoplita, como la Historia iba a pro­barlo dentro de dos generaciones.
«¡Vive Dios! - pensó Everard -. Solo con que tuviese coraza y grebas podría apoderarme de los cuatro.»
Usó con habilidad su gran escudo, parando con él todo golpe y amago y procurando quedar cada vez más cerca del indefenso vientre de Harpago, como a cubierto de su larga espada. El ciliarca reía sardonicamente entre sus grises patillas y brinca­ba fuera del alcance de Everard. Cuestión de ganar tiempo, desde luego. Y le salió bien.
Los otros tres hombres treparon a la orilla y gritando corrieron hacia ellos. Fue aquel un ata­que desordenado. Soberbios luchadores, individual­mente, los persas desconocían la táctica del ataque en masas disciplinadas - que les destrozaría en Maratón y Gaugamela. Pero la lucha de cuatro contra uno, y este sin armadura, era insostenible. Everard se resguardó la espalda contra el tronco de un ár­bol. El primero de sus atacantes se le acercó im­prudentemente y su espada chocó en el escudo del griego. La de este alcanzó al otro por encima del oblongo bronce, hallando solo una suave y pesada resistencia que le causó a Everard una sensación ya bien conocida. Retiró su arma y se hizo a un lado rápidamente. El persa cayó al suelo, desan­grándose; Everard lo miró, y al verlo exánime le­vantó los ojos al cielo.
Los persas rodearon al griego por ambos lados; las ramas colgantes les imposibilitaban el uso de los lazos; tenían que combatir. El patrullero em­pujó con su escudo al adversario que se hallaba a la izquierda, lo que significaba exponer el cos­tado derecho; pero como sus enemigos tenían or­den de cogerle vivo, podía arriesgarse. El de la derecha le tiró un tajo a los tobillos. Saltó él en el aire y el arma silbó bajo sus pies. El atacante de la izquierda le amagó bajo. Everard sintió un sordo choque y el acero mordió en su pantorrilla, pero se libró de él. Un rayo de sol cayó sobre la sangre, haciendo resaltar su rojo brillante. Eve­rard sintió que la pierna se le doblaba.
- ¡Así, así! - aplaudió Harpago -. ¡Hacedle pe­dazos!
Everard gruñó tras de su escudo.
- ¡Una tarea que el chacal de vuestro jefe no tiene el valor de hacer por sí mismo, después que le he hecho morder el polvo!
Aquello era una argucia. El ataque contra él cesó un momento.
Tambaleándose, avanzó:
- Sí; vosotros, persas, sois los canes de un medo. ¿No pudisteis escoger otro que fuera más hombre que esa criatura, que traicionó a su rey y ahora os lanza contra un solo griego?
Aun en aquella lejana comarca y remota época, un oriental no podía quedar humillado de seme­jante modo. Harpago no había sido nunca cobarde. Everard sabía cuán injustos eran sus ataques. El ciliarca escupió una maldición y se lanzó contra él. Everard tuvo la momentánea visión de unos sal­vajes ojos hundidos en una faz aquilina. El medo avanzó con sordo e inseguro paso. Los dos persas vacilaron un segundo, lo que bastó para que cho­caran Everard y Harpago. El sable de este se alzó y volvió a chocar con el casco de su enemigo; hen­dió el escudo y trató de herir la otra pierna. Una túnica suelta y blanca ondeó a los ojos de Everard, que inclinó los hombros y clavó la espada en su adversario. Luego la retiró con aquel giro, profe­sional y cruel, que hace mortales las heridas, y se volvió a tiempo de parar un golpe con su escudo. Por un instante, él y el persa compitieron en furia. De reojo vio que el otro adversario daba vueltas a su alrededor para cogerle por la espalda.
«Bueno - pensó de un modo vago - he matado al hombre peligroso para Cynthia.»
- ¡Teneos! ¡Alto!
La voz era una débil vibración en el aire, menos sonora que las corrientes de la montaña. Pero los guerreros retrocedieron y bajaron las espadas.
Harpago luchaba por incorporarse en el charco de su propia sangre. Su piel aparecía gris.
- ¡No, teneos! ¡Esperad! Hay un designio aquí. Mithra no me habría fulminado a menos que...
Hizo a sus enemigos una señal con la cabeza. Eve­rard bajó la espada, avanzó cojeando y se arrodilló junto a Harpago, el cual se dejó caer en sus brazos.
- Tú eres compatriota del rey - dijo con voz ronca que salía de sus sangrientos labios -. No me lo niegues. Pero sábelo... Harpago, hijo de Khshava­varsha, no es un traidor.
El delgado cuerpo se irguió, imperioso, como or­denando a la muerte que esperara.
- Yo sabia la existencia de fuerzas celestes... o infernales... (no lo sé bien aún), que favorecían la llegada del rey. Las empleé, y también a este, no en mi provecho, sino en beneficio de la lealtad jurada a mi propio soberano, Astiages, el cual ne­cesitaba un Ciro, a menos de consentir que el reino se despedazara. Después, por su crueldad, Astiages perdió el derecho a mi juramento. Pero yo aún era un medo. Vi en Ciro la única esperanza, la mejor esperanza del país de Media, porque ha sido un buen rey para nosotros también, honrándonos en sus dominios casi igual que a los persas. ¿Lo com­prendes, paisano del rey?
Unos sombríos ojos buscaron a Everard con vaga mirada.
- Yo quería capturarte, coger tu aparato, apren­der su uso y luego matarte, sí; pero no por mi bien, sino por el del reino. Temía que te llevaras al rey a vuestra patria, adonde sé que él anhela ir. Y entonces, ¿qué sería de nosotros? Sé piadoso, puesto que tú también has de esperar merced.
- Lo seré - prometió Everard -; el rey se que­dará.
- Está bien - suspiró Harpago -. Creo que dices verdad. No me atrevo a pensar de otro modo. Así, pues, ¿me he redimido - preguntó ansioso - del asesinato que cometí por orden de mi rey, dejando en la montaña a un niño indefenso y viéndole mo­rir? ¿Me he redimido, paisano del rey? Porque fue la muerte de aquel príncipe lo que casi nos llevó a la ruina... pero encontré otro Ciro, y nos sal­vamos. ¿Me he redimido?
- Te has redimido - contestó Everard, pregun­tándose hasta qué punto podía él absolver. Har­pago cerró los ojos.
- Entonces, déjame - dijo como el débil eco de una orden.
Everard le dejó en tierra y se hizo atrás cojean­do. Los dos persas se arrodillaron junto a su jefe, realizando ciertos ritos. El tercer hombre volvió a su contemplación. Everard se sentó bajo un ár­bol, desgarró una tira de la capa y vendó sus heri­das. La de la pierna necesitaría cuidados. Tenía que encontrar su saltatiempos. No sería divertido, pero ya se lo arreglaría, y pronto un médico de la Patrulla podría curarle en pocas horas con una ciencia médica ignorada en su época de origen.
Se dirigiría a cualquier oficina sucursal, de am­biente oscuro, porque en la del siglo XX le harían demasiadas preguntas a las que no podría contes­tar, pues si los superiores averiguaban sus propó­sitos, se los prohibirían, casi de seguro.
La solución se le había ocurrido, no como un cegador relámpago, sino como la fatigada concien­cia de un conocimiento que, de fijo, estaba ya en su subconsciente hacía tiempo. Se echó hacia atrás conteniendo la respiración. Los otros cuatro per­sas llegaron y se les contó lo acaecido. Ninguno hizo caso a Everard, salvo en ocasionales miradas, en que luchaban el terror y la dignidad, e hicieron furtivos signos contra el mal. Levantaron a su di­funto jefe, así como a los que le habían acompa­ñado en la muerte, y los transportaron a la selva. Cerró la noche. Se oía el graznido de un búho.


9

El Gran Rey se sentó en la cama. Había escu­chado un ruido tras las cortinas. Cassandane, la reina, se estremeció entre sueños. Una delgada mano le había rozado la cara. Pregunto:
- ¿Qué pasa, sol de mi cielo?
- No sé - contestó él.
Su mano buscó el arma que siempre ponía bajo la almohada.
La mano de ella se le posó a él en el pecho y murmuré, súbitamente alarmada:
- No, es mucho. Tu corazón bate como un tam­bor de guerra.
- Quédate ahí - le ordenó él, saltando del lecho. La luz de la luna resplandecía sobre un cielo de púrpura intenso, visible a través de la ventana, rasgada hasta el suelo. Lanzó una confusa mirada a un espejo de bronce pulido, sintiendo el frío aire sobre la piel desnuda.
Un objeto metálico y oscuro, cuyo ocupante aga­rraba dos manivelas y, ocasionalmente, oprimía los diminutos controles de un cuadro de mandos, se deslizó por la ventana como una sombra. Aterri­zó en la alfombra sin un sonido, y su ocupante salió de él. Era un hombre corpulento, que vestía una túnica griega y un casco.
- ¡Manse! ¿Has vuelto?
- ¡Habla más alto! - le reprendió Everard, sar­cástico -. ¿Crees que nadie puede oírnos? Espero que no se fijasen en mí. Me posé directamente en el tejado y me dejé deslizar suavemente por anti­gravitación.
- Hay guardias junto a la puerta - explicó Den­nison -, pero no entrarán mientras yo no grite o toque este batintín.
- Bueno. Vístete.
Dennison soltó su espada y quedó inmóvil un instante. Luego preguntó:
- ¿Has encontrado salida?
- Quizá, quizá.
Everard apartó su mirada de Keith y sus dedos tabalearon sobre el cuadro de mandos de la má­quina. Por fin dijo:
- Mira, Keith. Tengo una idea que puede resul­tar o no. Necesitaré tu ayuda para ponerla en prác­tica. Si resulta, puedes volver a casa. La oficina central de la Patrulla aceptará el hecho consuma­do y pasará por alto el quebrantamiento de algu­nas normas. Pero si falla, tendrás que volver a esta misma noche y seguir siendo Ciro toda tu vida. ¿Podrás hacerlo?
Dennison tembló de algo más que de frío. Res­pondió muy bajo:
- Creo que sí.
- Soy más fuerte que tú - explicó Everard ruda­mente -, y solo yo llevaré armas. Te volveré aquí por la fuerza. ¿Me obligarás a hacerlo? No; por favor.
- No lo haré - afirmó Dennison con un gran suspiro.
- Entonces, esperemos que las normas nos ayu­den. Vamos, vístete. Te explicaré mi plan mientras viajamos. Di adiós a este año y confía en que no haya de ser «Hasta luego», porque si mi plan re­sulta, ni tú, ni yo, ni nadie volverá a verlo jamás.
Dennison, que se dirigía hacia un montón de ro­pas arrinconadas, para que un esclavo las retirase por la mañana, se detuvo y preguntó:
- ¿Qué?
- Vamos a volver a escribir la Historia - explicó Everard -. O quizá a restaurarla tal como habría sido antes. No lo sé. Ven; salta a bordo.
- Pero...
- ¡Rápido, hombre, rápido! Comprende que re­trocedo al mismo día en que nos separamos, que en este momento me estoy arrastrando por las mon­tañas con una pierna herida, con objeto de ayu­darte. ¡Vamos, muévete!
La decisión se pintó en los ojos de Dennison. Sus facciones no eran visibles en la oscuridad, pero se le ovó decir, muy bajo y claro:
- Tengo que dar un adiós personalísimo.
- ¿A quién?
- A Cassandane. Ha sido mi mujer aquí durante, ¡Dios mío!, catorce años, me ha dado tres hijos, me ha cuidado durante dos enfermedades y en un montón de accesos de desesperación, y una vez, con los medos a nuestras puertas, sacó a las mu­jeres de Pasargadae en nuestro apoyo, ¡y los ven­cimos! Dame cinco minutos, Manse.
- ¡Conforme, conforme! Aunque temo que se tarde más en enviar a un eunuco a un cuarto y...
- Está aquí.
Everard quedó un momento como fulminado, pensando:
«Me esperabas esta noche y creías que podría llevarte junto a Cynthia. ¡Y ahora piensas en Cas­sandane!»
Y luego, cuando las yemas de sus dedos empe­zaron a lastimarse por lo fuertemente que asía el puño de su espada, rectificó.
«¡Oh, cállate, Everard! No seas tan moralista.» Ya volvía Dennison. Sin decir palabra, se vistió y trepó al asiento trasero del vehículo. Everard arrancó; instantáneamente, la habitación se des­vaneció a sus ojos, y la luz de la luna les inundó ya sobre las lejanas colinas. Una ráfaga de aire frío los envolvía.
- ¡Y ahora, a Ecbatana!
- Everard encendió el proyector y ajustó los mandos según los rumbos marcados en su mapa.
Dennison preguntó:
- Ec... ¡Ah!, ¿quieres decir Hagmatan, la anti­gua capital de la Media?
En su voz se advertía el asombro.
- Pero ¡si aquel palacio es sólo una residencia de verano ahora!
- Me refiero a la Ecbatana de hace treinta y seis años.
- ¡Eh!
- Mira; todos los historiadores científicos esta­rán, en lo futuro, convencidos de que la historia de Ciro, tal como la relatan Herodoto y los persas, es pura fábula. Bien; quizá estén completamente en lo cierto. Quizá tus experiencias en el espacio-tiempo solo hayan sido ligeras desviaciones de aquellas que la Patrulla trata de corregir.
- Comprendo.. - contestó Dennison lentamente.
- Tú has estado bastantes veces en la corte de Astiages, mientras fuiste su vasallo, supongo. Muy bien; guiame. Buscamos al viejo mamarracho, con preferencia solo y de noche.
- Dieciséis años es mucho tiempo - dijo Keith.
- ¿Cómo?
- Si vas, de todos modos, a cambiar el curso de la Historia, ¿por qué utilizarme ahora? Ven a bus­carme siendo Ciro el Grande un año, lo bastante para que me sea familiar Ecbatana, pero...
- Lo siento; no. No me atrevo. Así y todo, nos ceñimos demasiado al viento, tal como vamos. Dios sabe a qué secundario recoveco de la historia universal puede afectarle esto. Aunque nos saliera bien lo que tú dices, la Patrulla nos enviaría des­terrados a otro planeta por correr tal riesgo.
- Bien; comprendo.
- Y tú - prosiguió Everard - no eres tampoco un tipo suicida. ¿Desearías que tu yo actual no hu­biera existido nunca? Piensa un minuto en lo que eso significa.
Accionó sus mandos. Keith se estremeció al ex­clamar:
- ¡Mithra! ¡Tienes razón! ¡No hablemos más de ello!
- Ya llegamos - afirmó Everard, girando el con­mutador principal.
Se hallaban sobre una ciudad amurallada, de extraña disposición. Aunque alumbrada por la luna, la ciudad era a sus ojos un negro montón de edi­ficaciones. Everard buscó en las bolsas. Dijo:
- Aquí están. Ponte éstas ropas. Me las dieron los muchachos de la oficina del Medio Mohenjo­daro al conocer mi intento. Su situación es tal que necesitan a menudo este tipo de disfraces.
El aire silbaba apagadamente cuando pusieron proa a tierra.
Dennison pasó una mano sobre los hombros de Everard y señaló:
- Aquello es el palacio. El dormitorio regio está en el ala este.
El edificio era más pesado y menos esbelto que el suyo en Pasargadae. Everard contempló un par de blancos toros alados, en un jardín otoñal, del tiem­po de los asirios. Al ver que las ventanas que tenía delante eran harto estrechas para entrar por ellas, lanzó un juramento y se dirigió a la puerta más pró­xima. Un par de centinelas a caballo vieron lo que se les venía encima y dieron un grito. Las bestias se encabritaron y los jinetes cayeron. La máquina de Everard enfiló la puerta. Un nuevo milagro no iba a modificar la Historia, especialmente porque en­tonces se creía en ellos tan firmemente como hoy se cree en las píldoras de vitaminas, y, posible­mente, con más razón. Unas lámparas guiaron su paso por un corredor, donde esclavos y guardias chillaron aterrados. A la puerta del regio dormi­torio sacó la espada y llamó con el pomo.
- Empieza a hablar, Keith - ordenó -. Tú cono­ces la versión meda del ario.
- Abre, Astiages - rugió Dennison -. Abre al men­sajero de Ahuramazda.
Con cierta sorpresa por parte de Everard, el hombre que estaba dentro obedeció. Astiages era tan valeroso como la mayoría de su pueblo. Pero cuando el rey (de cara gruesa y tosca, como de persona de mediana edad) vio a dos seres vistosa­mente vestidos, con halos en torno a sus cabezas y alas luminosas, sentados en un trono de hierro que flotaba en el aire, cayó de rodillas.
Everard oyó a Keith tronar en el mejor estilo castrense, usando un dialecto que no pudo seguir, diciendo:
- ¡Oh vasallo inicuo; la cólera del cielo está sobre ti! ¿Crees que tu menor pensamiento, aun­que se oculte en la oscuridad que lo engendró, está siempre oculto al Ojo del Día? ¿Piensas que el om­nipotente Ahuramazda permitirá un hecho tan vil como el que meditas?...
Everard no escuchaba, absorto en sus propios pensamientos. Harpago estaba, probablemente, en esta misma ciudad, aún no manchado por la culpa y lleno de juventud. Ahora no sufriría jamás el peso de tal crimen; jamás abandonaría a un niño en la montaña ni se apoyaría en su lanza mientras el niño lloraba y temblaba, para acabar inmóvil. Ahora se rebelaría por su propia cuenta, sería el ciliarca de Ciro, pero no moriría en brazos de su enemigo en una selva encantada; y cierto persa, cuyo nombre ignoraba Everard, no caería bajo la espada de un griego ni entraría lentamente en el no ser.
«Aún está impresa en mis células cerebrales la memoria de los dos hombres que maté; hay una cicatriz en mi pierna; Keith Dennison tiene toda­vía cuarenta y siete años y ha aprendido a pensar como rey.»
- Sabe, Astiages - proseguía Keith - que ese niño, Ciro, es el favorito del cielo. Y el cielo es miseri­cordioso; estás advertido de que si manchas tu alma con su inocente sangre, tu pecado jamás se borrará. ¡Deja que Ciro crezca en el Anshan, o andarás eternamente con Ahriman. ¡Mithra ha hablado!
Astiages se arrastraba con la cara pegada al suelo.
- ¡Vámonos! - concluyó Dennison en inglés.
Everard saltó a las colinas persas en dirección a un futuro treinta y seis años posterior. La luz de la luna caía sobre los cedros, cerca de una carre­tera y de una corriente de agua. Hacía frío y aulla­ba un lobo.
Hizo aterrizar al vehículo, saltó de él y empezó a despojarse de sus vestidos. La barbuda faz de Dennison salió de la máscara con gesto de ex­trañeza.
- Me pregunto.. .- dijo, y su voz casi se perdía en el silencio de la montaña - si no habremos pues­to demasiado terror en el alma de Astíages. La Historia dice que, cuando la rebelión persa, él hizo la guerra a Ciro durante tres años.
- Siempre podemos llegar al principio de las hostilidades y darle una visión que le infunda con­fianza - arguyó Everard tratando de ser realista -. Pero no creo que sea necesario. Apartará sus ma­nos del príncipe; pero cuando un vasallo se rebela, ¡bueno!, será... bastante loco para despreciar lo que entonces parecerá solo un sueño. Además, los intereses de los propios nobles medos, arraigados allí, apenas le permitirían ceder. Pero dejemos eso... ¿No tiene el rey que presidir una procesión en las fiestas del equinoccio de otoño?
- Sí. Vamos de prisa.
- La luz del sol brillaba ardiente sobre Pasar­gadae. Dejaron su vehículo oculto y anduvieron a pie, como dos viajeros entre muchos que forma­ban una corriente, celebrando el cumpleaños de Mithra. Por el camino preguntaron qué había ocu­rrido, pretextando una ausencia de varios años. Las respuestas les satisficieron, concordando con detalles que la memoria de Dennison recordaba, pero que la Historia no ha recogido.
Al fin se detuvieron, bajo un helado cielo azul, rodeados de miles de personas, e hicieron acata­miento a Ciro el Grande cuando pasó a su altura cabalgando entre sus cortesanos Kobad, Creso y Harpago, y seguido del orgullo y la pompa de Persia.
- Es más joven que yo murmuró Dennison -. Ya sospeché que lo sería. Y un poco más bajo... Una cara enteramente distinta, ¿no? Pero servirá.
- ¿Quieres quedarte a la fiesta? - propuso Eve­rard.
- No - respondió Dennison, arrebujándose en la capa, pues el aire era frío y crudo -. Regresemos. Ha pasado mucho tiempo. Como si nunca hubiera sucedido.
- ¡Eso! - pero Everard parecía más sombrío de lo que correspondía a un rescatador.
«Como si nunca hubiera sucedido...»

10

Keith Dennison salió del ascensor de un edificio neoyorquino. Estaba vagamente sorprendido de no haber recordado el aspecto. Ni siquiera hacía me­moria del número correspondiente al cuarto, y tuvo que consultar su agenda. Detalles, detalles... Trataba de dominar su temblor.
Cynthia en persona abrió la puerta al acercar­se él.
- ¡Keith! - exclamó, casi interrogando.
El no pudo decir sino esto:
- Ya te advirtió Manse que volvería, ¿no? Me dijo que iba a hacerlo.
- Sí. No importa. No creía que tu aspecto pudiese haber cambiado tanto. Pero no importa. ¡Oh, amor mío!
Le hizo pasar, cerró la puerta y cayó en sus brazos.
El miró en torno suyo. Había olvidado el estilo recargado del cuarto. Aunque nunca coincidió con el gusto de su esposa, se había rendido a él.
El hábito de ceder a una mujer, e incluso el de pedirle opinión, era cosa que tenía que reaprender. Y no sería fácil.
Ella levantó su húmeda faz al encuentro del beso. ¿Era aquella como él la imaginaba? No podía recordar, no podía. En todo el tiempo de su separación solo había recordado que era pequeña y rubia. Había vivido con ella pocos meses. Cas­sandane le había llamado aquella misma mañana su estrella matutina, le había dado tres hijos y había hecho siempre cuanto él quiso durante ca­torce años.
- ¡Oh, Keith! ¡Bien venido a casa! - dijo la voz aguda y breve de ella.
«¡A casa! - pensó él -. ¡Dios!»


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