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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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miércoles, 16 de mayo de 2012

GUARDIANES DEL TIEMPO




POUL  ANDERSON ***GUARDIANES DEL TIEMPOVALIENTE PARA SER REYEL UNICO JUEGO ENTRE LOS HOMBRES«DELENDA EST...» *** GUARDIANES DEL TIEMPO



1

SE NECESITAN hombres de 21 a 40 años, preferibles solteros, militares o técnicos experimen­tados, buen aspecto, para trabajo muy bien pagado, con viajes al extranjero. Preséntense en la Compañía de Estudios de Ingeniería, 305 E, núm. 45, de 9 a 12 y de 2 a 6.


***


El trabajo es, como usted comprende, un tanto  inusitado - dijo Gordon - y confidencial. ¿Pue­do contar con su discreción?
- Normalmente, si - repuso Manse Everard -. Claro que depende de la clase de secreto.
Gordon sonrió con una curiosa sonrisa, una cur­vatura de labios que no se parecía a ninguna otra que Everard hubiese visto. Hablaba fácil y fluidamente el americano común, y vestía un traje co­rriente, pero había en su porte un aire extranjero, que consistía en algo más que en la tez morena, las mejillas imberbes y la incongruencia de unos ojos mongólicos sobre una nariz caucásica. Era difícil de clasificar.
- No somos espías, si es eso lo que está pen­sando - aclaró.
Everard hizo un guiño.
- Lo siento. Le ruego que no piense que me he vuelto tan histérico como el resto del país. Nunca he tenido acceso a datos confidenciales de ninguna clase. Pero usted ha hablado de trabajos ultra­marinos y, tal como están las cosas, me gustaría conservar mi pasaporte.
Era un hombre grande, de pétreos hombros y cara un tanto estropeada bajo los cabellos cortos y negros. Su documentación estaba extendida ante él: licencia absoluta, informes de su trabajo en varios destinos como ingeniero mecánico... Gor­don los había ojeado a la ligera.
La oficina era corriente: un bufete, un par de sillas, un archivador y una puerta que daba a las habitaciones interiores. Una ventana abierta sobre el estrepitoso tráfico de Nueva York que se per­cibía seis pisos más abajo.
- Espíritu independiente - murmuró -. Me gus­ta eso. ¡Vienen tantos adulando como si estuvie­ran dispuestos a agradecer un puntapié! Natural­mente, con su preparación, usted no está todavía desesperanzado. Puede aún obtener trabajo... Creo que la palabra es... contrato aleatorio.
- Me interesó el anuncio - explicó Everard -. He trabajado en el extranjero, como puede usted ver, y volvería allá con gusto. Pero, francamente, no tengo aún la más leve idea de lo que hace su equipo.
- Hacemos muchísimas cosas - aclaró Gordon -. Pero... veamos; ha estado usted en la guerra. Fran­cia, Alemania...
Everard pestañeó; sus papeles contenían la men­ción de una serie de medallas, mas hubiera jurado que su interlocutor no había tenido tiempo de leerlos. Gordon prosiguió:
-¿Le importaría agarrar los mandos que hay en los brazos de su silla? Gracias. Ahora, ¿cómo reac­ciona usted ante el peligro físico?
Everard se irguió.
- Óigame, eso. - dijo.
- No importa.
Y los ojos de Gordon se fijaron en un instru­mento que tenía sobre la mesa, que no era sino una caja con unas agujas indicadoras y un par de cuadrantes. Preguntó luego:
- ¿Cuál es su criterio en cuestiones de política internacional?
- Pues, teniendo en cuenta...
- Comunismo... Fascismo... Feminismo... ¿Sus ambiciones personales?... No tiene que responder si no quiere.
- ¿Qué diablos es todo esto? - estalló Everard.
- Un amago de prueba psicológica. Olvídelo. No me interesan sus opiniones políticas, salvo en cuan­to reflejen su orientación emocional básica.
Y Gordon se echó atrás, entrelazando los dedos. Luego siguió:
- Hasta el momento, son muy prometedoras. Pues bien: el trabajo que estamos haciendo es totalmente confidencial. Estamos... Bueno..., pla­neando dar una sorpresa a nuestros competidores - y se rió por lo bajo -. Puede, si quiere, denun­ciarme al F.B.I., que, por lo demás, ya ha investi­gado sobre esto. Tenemos una patente inmaculada. Descubrirá usted que realizamos verdaderas ope­raciones universales, financieras y técnicas. Pero hay otro aspecto de la cuestión, que es el que nos hace buscar hombres. Le abonaré cien dólares si va a esa habitación de atrás y se somete a una serie de pruebas. Todo ello durará unas tres horas. Si no las supera, se acabó. Si lo hace, firmaremos con usted, le contaremos los hechos y empezare­mos a adiestrarle. ¿Conformes?
Everard vacilaba. Teñía la sensación de ser en­gañado. En aquella empresa había algo más que una oficina y un extranjero cortés. Se aventuró:
- Firmaré con ustedes después que me cuente los hechos.
- Como quiera - aceptó míster Gordon -. De acuerdo. Las pruebas dirán si le admitimos o no, ya lo sabe. Usamos algunas técnicas muy adelan­tadas (lo cual, por lo menos, resultó enteramente cierto).
Everard ya sabía algo de psicología moderna: encefalógrafos, pruebas de asociación, perfil de Minnesota..., pero no reconoció ninguna de las en­fundadas máquinas que silbaron y parpadearon ante él. Las preguntas que el ayudante técnico le dirigía resultaban completamente anodinas. El ayu­dante era un hombre de piel blanca, completa­mente calvo, de edad indefinible, duro acento y rostro inexpresivo. Pero ¿qué significaba el casco de metal que le cubría la cabeza? ¿Para qué ser­vían los alambres que de él arrancaban?
Echó furtivas ojeadas a los cuadrantes métricos, pero las letras y números de ellos no se parecían a nada de lo que había visto. No eran ingleses, franceses, rusos, griegos, chinos ni nada que co­rrespondiese al año de gracia de 1954. Quizá ya empezaba a darse cuenta de la cosa.
Un curioso autoconocimiento se despertó en él durante el desarrollo de las pruebas. Manson Em­mert Everard, de treinta años de edad, antes lu­garteniente de ingenieros militares del Ejército de los EE. UU., con experiencia de planeamiento y ejecución de obras en América, Suecia, Arabia..., soltero aún, aunque a veces le acometían anhelosos pensamientos acerca del matrimonio; sin no­via actualmente ni lazos estrechos de clase alguna, un poco bibliófilo, empedernido jugador de póquer, aficionado a los botes de vela, caballos y rifles; montañero y pescador en sus vacaciones...
Sabía todo eso de sí mismo, claro está, pero solo fragmentariamente. Era extraña aquella súbita sensación íntima de ser un organismo complejo; esa comprensión de que cada una de sus facetas era solo una parte de su carácter total.
Salió de la prueba agotado y chorreando sudor. Gordon le ofreció un cigarrillo y ojeó unas cuarti­llas escritas en clave. De cuando en cuando mur­muraba una frase:
- Zeth - 20 cortical... Aquí, valoración indiferen­ciada..., reacción psíquica a las antitoxinas..., de­bilidad en la coordinación central.
Se observaba en su acento la satisfacción dela­tada por una pronunciación de las vocales, desco­nocida para Everard, que, no obstante, poseía am­plia experiencia de los diversos modos de estropear el idioma inglés.
Pasó media hora larga antes que Gordon levan­tara la cabeza. Everard estaba intranquilo, leve­mente irritado por aquella conducta altiva, pero el interés le mantenía inmóvil en su asiento.
Gordon exhibió una dentadura blanquísima, al hacer una mueca de amplia satisfacción, y habló:
- ¡Ah, por fin! ¿Sabe usted que he tenido que rechazar a veintidós candidatos? Pero usted sirve. Definitivamente, usted sirve.
- ¿Para qué?
Y Everard, al decir esto, se echó hacia adelante, sintiendo que su pulso se aceleraba.
- Para la Patrulla. Va a ser una especie de po­licía.
- ¿Sí? ¿Dónde?
- Por doquier. Y en todo momento. Prepárese; va a tener peleas. Mire usted: nuestra compañía, aunque bastante legal, es solo un frente de batalla y una fuente de ingresos. Nuestra verdadera ocu­pación es patrullar el tiempo.

2

La Academia estaba en el Oeste americano y en el período Oligoceno; una edad cálida de selvas y herbazales, cuando los reptiles antecesores del hombre habían esquivado la senda de los grandes mamíferos gigantescos. Había sido erigida hacía miles de años v se mantendría durante medio mi­llón más el tiempo suficiente para adiestrar a tantos hombres como necesitara la Patrulla, y luego sería cuidadosamente demolida hasta que no que­dara ni rastro de ella. Más tarde vendría el período glacial, aparecería el hombre, y en el año 19352 después de Jesucristo (7841 del Triunfo Morennia­no) los humanos hallarían el modo de viajar a través del tiempo, volverían al período Oligoceno v reedificarían la Academia.
Esta estaba formada por largos y achaparrados edificios, de curvas suaves y varios colores, dise­minados por el césped, entre enormes árboles. Más allá, colinas y arboledas parecían precipitarse en un gran río de aguas oscuras, en cuyas orillas po­dían oírse, por la noche, los bramidos de los mas­todontes y el lejano maullar del megaterio de dien­tes como sables.
Everard salió de la lanzadera del tiempo - una grande y disforme caja de metal -, y, al hacerlo, notó que se le secaba la garganta. Experimentaba, como el primer día de su entrada en el Ejército, hacía doce años (o quince o veinte millones de años después, a elegir) soledad, desesperanza y deseo de hallar una disculpa honrosa para volverse a casa. Era un pobre consuelo ver a las demás lan­zaderas arrojar un total aproximado de otros cin­cuenta jóvenes, de uno u otro sexo. Los reclutas se movían lentamente juntos, formando un grupo desmañado.
Al principio no hablaron; permanecieron mirán­dose a la cara unos a otros. Everard reconoció, entre las vestiduras que llevaban, un cuello Hoover y una zamarra de punto; los estilos de peinado e indumentaria eran de 1954 en adelante. ¿De dónd­e procedería aquella chica de los ceñidos calzones policromos, los labios pintados de verde y el cabello amarillo, fantásticamente peinado?
Un hombre de unos veinticinco años se detuvo ante él; era evidentemente un inglés, a juzgar por su raído traje de lana y su rostro largo y delgado. Parecía ocultar una cruel amargura bajo su cortés apariencia.
- ¡Hola! - saludó Everard, y luego añadió -: Po­dríamos presentarnos.
Dijo su nombre y procedencia, a lo que el otro replicó, tímidamente:
- Charles Whitcomb. Londres, 1947. Acababan de desmovilizarme de la R.A.F., y esto parecía una buena probabilidad. Ahora me pregunto si...
- Puede serlo - repuso Everard, pensando en el salario -. ¡Mil quinientos al año, para empezar! Pero ¿cómo cuentan los años? Tal vez de acuerdo con el sentido individual de la duración.
Un hombre venía en dirección a ellos. Era un tipo joven y delgado, que vestía un ajustadísimo uniforme gris y una capa azul oscuro que parecía brillar como si llevara cosidas estrellas. Su cara era agradable, sonriente, y les habló con afabi­lidad:
- ¡Hola! ¡Bien venidos a la Academia! Supongo que todos conocen el inglés.
Everard se fijó en un hombre envuelto en los maltratados restos de un uniforme alemán, en otro tipo hindú y en algunos otros que, probablemente, acudirían de diversos países extranjeros.
- Usaremos el inglés hasta que hayan aprendido el Temporal todos ustedes.
El hombre los contemplaba tranquilamente, con las manos en las caderas. Prosiguió:
- Me llamo Dard Kelm. Nací en (déjenme recor­dar) el año 9573 de la Era Cristiana, pero me he especializado en el período de ustedes, que consi­deraremos entre 1850 y 1975, aunque todos ustedes pertenecen a los años intermedios. Soy oficialmen­te, para ustedes, el Muro de las Lamentaciones, si algo marcha mal. Este lugar se gobierna por reglas distintas a las que, probablemente, imaginan: no formamos a nuestros hombres en masa, por lo que la minuciosa disciplina de un aula o un ejército no es necesaria aquí. Cada uno de ustedes recibirá instrucción particular y también general. No cas­tigamos las faltas de aplicación, ya que las pruebas que han sufrido nos dan la seguridad de que no ha de haberlas, y de que es mínima la posibilidad de faltas en el trabajo. Cada uno de ustedes tiene un elevado coeficiente de madurez respecto a su específica formación cultural. Sin embargo, la va­riación que ha de introducirse en sus aptitudes hasta desarrollarlas a satisfacción significa, en su caso, la necesidad de ser guiados personalmente.
Aquí se observan pocas formalidades, salvo la cor­tesía usual. Tendrán oportunidades de diversión y de estudio. No se espera de ustedes más de lo que puedan dar. He de añadir que la caza y la pesca son en estos sitios abundantes, y (si vuelan unos centenares de kilómetros) llegan a ser fantásticas. Ahora, si no tienen preguntas que formular, hagan el favor de seguirme y los instalaré.
Dard Kelm le mostró los muebles de una habi­tación sui generis. Eran de la clase que cabría esperar en el año 2000: no estorbaban y se amol­daban perfectamente a sus fines: refrigeradoras, pantallas de proyección que podían utilizar los materiales de una extensa colección de discos y películas destinados al adiestramiento. Nada de­masiado adelantado, en resumen. Todos los cade­tes tenían su propia estancia en el edificio de «dor­mitorios»; las comidas se hacían en un refectorio común, pero se podía conseguir comer en privado. Everard sintió que su tensión intensa cedía.
Se celebró un banquete de bienvenida. Los man­jares eran los corrientes, pero no así las silencio­sas máquinas rodantes que los servían. Hubo vino, cerveza y un amplio suministro de tabaco. Quizá habían mezclado algo al alimento, porque Everard acabó por sentirse tan eufórico como los demás. Terminó interpretando al piano un boogie-woogie, mientras media docena de personas atronaban el aire intentando cantar.
Solo Charles Whitcomb se mantuvo aparte. Be­bía melancólico en su vaso, aislado en un rincón. Dard Kelm era hombre de tacto y no intentó for­zarle a unírseles.
Everard decidió que aquello iba gustándole. Pero el trabajo, la organización y la finalidad continua­ban siendo un misterio para todos.

* * *

- El viaje a través del tiempo - empezó Kelm en el salón de lectura - se descubrió cuando se iniciaba la Gran Herejía Corita; ya estudiarán des­pués los detalles, pero tienen mi palabra de que aquel fue un período turbulento> en que la rivali­dad comercial y genética se resolvía a zarpazos y dentelladas entre gigantescas camarillas. Entonces algo sucedió, y los Gobiernos se vieron lanzados a una guerra galáctica. El efecto tiempo fue casual producto de una investigación que buscaba medios para el transporte instantáneo, y, como algunos de ustedes comprenderán, requiere, para su demos­tración matemática, una serie infinita de funciones discontinuas, como ocurría en los viajes del pasa­do. No voy a entrar en su teoría (ya se la expli­carán en las clases de Física), sino, simplemente, afirmaré que supone el concepto de unas relacio­nes de valor infinito, en un continuo de 4n dimen­siones, en el que u es el número total de partículas que existen en el Universo.
- Naturalmente, el grupo que descubrió esto, los Nueve, se dio cuenta de las posibilidades que ello encerraba, y que no solo eran comerciales (tráfico, minería y otras empresas, que pueden imaginar fácilmente), sino que procuraban la pro­babilidad de asestar un golpe de muerte a sus ene­migos. Ya comprenden: el tiempo es variable; se puede cambiar el pasado...
- ¿Puedo hacer una observación?  Saltó la mu­chacha de 1972 Elizabeth Gray, que en su época había sido una joven y destacada autoridad en Física.
- Claro - dijo cortésmente Kelm.
- Creo que está usted describiendo una situa­ción lógicamente imposible. Concedo la posibilidad de viajar en el tiempo, puesto que estamos aquí; pero un hecho no puede, a la vez, haber y no haber ocurrido. Eso es contradictorio en sí mismo.
- Solo si usted insiste en una lógica no valo­rada de acuerdo con el Aleph-sub-Aleph - repuso Kelm -. Pero aquí lo que sucede es algo como esto: supongamos que vuelvo atrás el tiempo y evito que su padre de usted conozca a su madre. Entonces, no habría usted nacido. Esa parte de la Historia Universal sería distinta, aunque yo con­servara memoria del estado original del asunto.
- ¿Y si hiciese lo propio con usted mismo? ¿De­jaría de existir?
- No, porque pertenecería va a la sección de la Historia anterior a mi propia intervención. Apli­quémoslo a usted misma. Si usted retrocediera, supongamos, a 1946, y trabajase para evitar el ma­trimonio de sus padres, en 1947, pese a ello usted habría existido en ese año; no podría salir de la existencia, puesto que había influido en los suce­sos. Y lo mismo se aplicaría si usted hubiese exis­tido, en 1946, una milésima de segundo antes de disparar un tiro contra el hombre que, de no pro­ducirse tal hecho, hubiera sido su padre.
- Pero entonces - protestó ella - ¡yo existiría sin origen! ¡Tendría vida y memoria... y todo, aunque nada lo hubiese producido!
- ¿Y por qué no? - opuso Kelm, encogiéndose de hombros -. Insiste usted en que la ley de causa­lidad, o, mejor dicho, la 4e conservación de la energía, supone solo funciones continuas. Hoy día, la discontinuidad es totalmente posible.
Se echó a reír y se apoyó en el atril, añadiendo:
- ¡Claro que hay imposibilidades! Usted no pue­de ser su propia madre, debido a la genética pura. Si retrocediendo en el tiempo se casara con el que había de ser su padre, ninguno de sus hijos sería usted misma, porque todos ellos tendrían solo la mitad de sus cromosomas.
Y aclarándose la garganta, prosiguió:
- No nos salgamos del tema. Aprenderán los de­talles en otras clases. Estoy únicamente dándoles una noción general. Prosigamos: los Nueve vieron la posibilidad de retroceder en el tiempo y evitar que sus enemigos de siempre les tomaran la delan­tera, y aun impedir que naciesen. Mas entonces surgieron los Danelianos.
Por primera vez, su tono intrascendente y semi­humorístico desapareció, quedando absorto, como un hombre que está en presencia de lo incognos­cible. Siguió:
- Los Danelianos son parte del Futuro, nuestro Futuro (más de un millón de años después de mí); época en que el hombre habrá evolucionado, lle­gando a ser algo... indescriptible. Nunca, probable­mente, verán ustedes a un Daneliano, y si lo vie­ran... les... produciría, sin duda, un choque terrible. No son malignos... ni benignos... Están tan lejos de cuanto podemos conocer o sentir como nosotros de los seres insectívoros antepasados nuestros. No es bueno enfrentar cara a cara una cosa como esa. Se ocupan nada más que de defender su propia existencia. El viaje por el tiempo era ya cosa anti­gua cuando aparecieron; había habido incontables oportunidades para que retoñaran la estupidez, la ambición y la locura, y trastornaran la Historia de cabo a rabo. No deseaban impedir los viajes (que, al fin, eran parte del complejo que nos ha­bía llevado hasta ellos), sino regularlos. Se evitó que los Nueve llevaran a cabo sus planes y se creó la Patrulla, para vigilar los callejones extraviados del Tiempo. Trabajará cada uno de ustedes, princi­palmente, en su Era propia, a menos que se gradúe para actuar intertemporalmente. Vivirán ustedes su vida ordinaria con sus familiares, amigos, etcétera, como es corriente. La parte de su vida privada ten­drá las satisfacciones de la buena paga, protección, vacaciones ocasionales en sitios interesantísimos y un trabajo de suma importancia. Pero han de estar siempre alerta. A veces trabajarán ayudando a los viajeros del Tiempo que se vean envueltos en dificultades de este o aquel orden. Otras, se los em­pleará en misiones de aprehensión de los que ha­brían de ser en el futuro conquistadores políticos, militares o económicos. En ciertos casos, la Patru­lla aceptará los hechos consumados y se ocupará en contrarrestar las influencias que, en períodos posteriores, pudieran desviar a la Historia del cau­ce anhelado. ¡Les deseo suene a todos ustedes!

* * *

La primera parte de la instrucción fue física y psicológica. Everard no había comprobado cómo la vida que hasta entonces llevara le había dismi­nuido en cuerpo y espíritu, haciéndole solo la mi­tad del hombre que podía ser. Se le hizo duro, pero al final tuvo la alegría de sentir el poder de sus músculos, totalmente controlados; el aumento de intensidad en las emociones al disciplinarías, la rapidez y precisión de un pensamiento consciente.
Llegó un momento de su formación en que se halló totalmente en condiciones de no revelar nada sobre la Patrulla a nadie no autorizado para sa­berlo, aunque en ello le fuera la vida; le era sim­plemente tan imposible hacerlo como le sería sal­tar a la Luna. También aprendió a conocer los recovecos de su personalidad pública en el siglo XX.
El temporal, idioma artificial con el que los Pa­trulleros de todos los siglos podían comunicarse sin que les entendieran los extraños, era un mila­gro de expresividad lógicamente organizada.
Creía saber algo sobre la lucha, pero tuvo que aprender las estratagemas y el uso de las armas de cincuenta mil años antes; recorrer todo el ca­mino que va desde el arma de la Edad del Bronce hasta el último explosivo cíclico capaz de aniquilar un continente. Mientras actuase en su propia era, su arsenal sería reducido; pero en caso de ser lla­mado a otros períodos, raras veces se le consenti­ría un flagrante anacronismo.
Le hacían estudiar historia, ciencia, arte y filo­sofía de cada país y época; se le adiestraba en minuciosos detalles sobre dialectos y maneras. Esto último solo para el período 1850-1975; si te­nía que actuar en otro cualquiera, recibiría ins­trucción especial por medio de un acondicionador hipnótico. Eran estas máquinas las que hacían posible el adiestramiento en tres meses.
Aprendió también la organización de la Patrulla. Arriba, en cabeza, estaba el misterio, que era la civilización daneliana, pero tenían poco contacto con ella. La Patrulla estaba organizada medio mi­litarmente, con grados, aunque sin formalidades. La Historia se dividía para su estudio en medios sociales, con una oficina principal situada en una ciudad importante (seleccionada por períodos de veinte años), y disfrazadas estas actividades por medio de otras ostensibles-comerciales, por ejem­plo - y con sucursales. En esta época había tres de ellas: el mundo occidental, con su cuartel general, en Londres; Rusia, en Moscú; Asia, en Peiping; todas de la época 1890-1910, ya que la ocultación era más fácil que en décadas posteriores, en las que se montaron pequeñas oficinas, como la de Gordon. Un agente ordinario vivía en su propia época, y a menudo con una verdadera ocupación. Las comunicaciones se efectuaban por medio de diminutas cajas-robots o por correo, mediante con­tactos que, automáticamente, extraían estos men­sajes de un montón de cartas.
La organización total era algo tan vasto que no le resultaba aún posible abarcar el hecho íntegra­mente. Había dado con un hecho tan nuevo y ex­citante que llenaba todos los estratos de su con­ciencia.
Sus instructores eran amigables, dispuestos a la charla. El maduro veterano que le enseñaba a manejar las naves espaciales había luchado en la guerra marciana del año 3890. Decía:
- Muchachos: aprenden ustedes bastante rápi­damente, aunque es un infierno esto de enseñar a gentes de una época preindustrial. A algunos hemos tenido que renunciar a enseñarles hasta los rudimentos. Hubo aquí una vez un romano, de los tiempos de Cesar, al que no le cabía en la cabeza que no podía tratarse a una máquina como a un caballo. Y a los babilonios tuvimos que presentar­les el viaje a través del tiempo como si fuera esa historia de una batalla entre dioses. No entraba de otro modo en su visión del mundo.
- Y a nosotros, ¿qué historia nos está colocando? - preguntó Withcomb.
El hombre del espacio le miró fijamente y re­puso:
- La verdad..., hasta donde ustedes pueden com­prenderla.
- ¿Y cómo asumió usted este cargo?
- ¡Oh!... Me dispararon desde Júpiter. No que­dó mucho de mí. Me recogieron, me hicieron un cuerpo nuevo, y, como nadie de mi mundo que­daba vivo y a mí se me daba por muerto, no tenía objeto el volver a la patria. No es divertido vivir bajo la férula del Cuerpo de Guías; por eso acepté un puesto aquí. Buena gente, vida fácil y licencia por un montón de Eras.
Y el hombre del espacio gruñó:
- ¡Esperen a ver el período decadente del Ter­cer matriarcado! ¡No saben lo divertido que es!
Everard no dijo nada. Estaba demasiado absorto por el espectáculo del giro de la enorme Tierra entre los demás astros.
Hizo amistades entre sus camaradas. Era un grupo que congeniaba, como es natural, por ser del mismo tipo; todos los escogidos para Patru­lleros eran audaces e inteligentes. Hubo, incluso, un par de noviazgos, pues el matrimonio era ente­ramente posible y la pareja podía escoger el año que le conviniera para establecer su hogar. A él mismo le gustaban las chicas, pero no perdió el juicio.
Por extraño que parezca, fue con el silencioso Withcomb con quien trabó más estrecha amistad; había algo atrayente en aquel inglés tan culto, tan verdadero buen camarada y también algo despis­tado. Un día, cabalgaban ambos; Everard llevaba un rifle con la esperanza de cazar uno de aquellos mastodontes que había visto. Los dos vestían el uniforme de la Academia: traje gris claro, fresco y sedoso, bajo el cálido sol amarillo.
- Me admiro de que nos permitan cazar - obser­vó el americano -. Supongamos que mato a un me­gaterio cuyo destino era devorar a un insectívoro prehumano. ¿No cambiaría esto el futuro?
- No - replicó el inglés, más adelantado en el estudio de la teoría del viaje en el tiempo -. Mire: es como si el continuo fuera parecido a una red de bandas de caucho. No es fácil torcerla; su ten­dencia es siempre retornar a su   ¡hum!   pri­mitiva forma. Un insectívoro aislado no cuenta; es el total conjunto genético de la especie el que conduce hasta el hombre. Análogamente, si yo mato una res de la Edad Media, no eliminaré a todos sus ulteriores descendientes, sino que estos permanecerán inmutables, como sus mismos ge­nes, a despecho de proceder de distinto progenitor, ya que, en tan largo período de tiempo, todos los hombres y las reses son descendientes, respectiva­mente, de todos los primitivos hombres y reses. Compensación, ¿comprende? En algún punto de la línea, otro antepasado suministra los genes que usted creyó haber eliminado.
- Razonando así, supongamos que retrocedo en el tiempo para evitar el asesinato de Lincoln. A me­nos que tomase minuciosísimas precauciones, ha­bría probablemente ocurrido que algún otro dis­parase y se culpara a Booth, de todos modos.
- Esa elasticidad del tiempo es la razón de que se permita el viaje a través de él. Si usted quiere cambiar las cosas, tiene que ir derecho a ellas y trabajar con ahínco, generalmente.
Torció el gesto y prosiguió:
- ¡Adoctrinamiento! Se nos dice, una y otra vez, que si interferimos sin que se nos ordene, habrá un castigo para nosotros. No se me permite vol­ver atrás y matar a ese rubiucho bastardo de Hit­ler en la cuna. Debo dejarle crecer, como lo hizo; desencadenar la guerra y matar a mi novia.
Everard cabalgó en silencio durante un rato. Solo oyó el crujido de la silla de cuero y el susurro de la alta hierba.
- Lo siento - dijo al fin -. ¿Quiere usted hablar de ello?
- Sí; aunque no hay mucho que contar. Ella servía en la W.A.A.F.; se llamaba Mary Nelson; íbamos a casarnos después de la guerra. Le cogió en Londres el 17 de noviembre del 44. Nunca olvi­daré esa fecha. La mataron las bombas. Había salido a visitar a una vecina que vivía en Streat­ham, pues se hallaba de permiso, ¿comprende?, viviendo con su madre. La casa aquella fue derrui­da; la suya propia no sufrió ni un arañazo.
Las mejillas de Whitcomb estaban lívidas. Mi­raba ante él vagamente. Pero siguió, hablando para sí mismo:
- Va a resultar extraordinariamente duro... no retroceder unos años para verla por última vez... Solo verla nuevamente... No, no me atrevo...
Everard le puso una mano en el hombro, y am­bos siguieron cabalgando en silencio.

***

En la clase progresaba cada uno a su ritmo, pero a un razonable término medio de marcha; así, pues, se graduaron todos juntos en una breve ce­remonia, seguida de una gran fiesta en la que se concertaron muchas citas sensibleras para ulte­riores reuniones. Después, cada uno regresó al mismo año de que había salido, al mismo día y a la misma hora. Everard aceptó la enhorabuena de Gordon, recibió una lista de agentes de su tiempo (algunos de los cuales desempeñaban puestos en sitios tales como las oficinas de información mili­tar) y regresó a sus habitaciones. Más tarde pudo encontrar trabajo especialmente dispuesto para él, pero que - aunque a efectos del impuesto sobre la renta se denominaba «Consultor especial de la Compañía de Estudios de Ingeniería» - consistía tan solo en leer diariamente una docena de pape­les, descifrando las indicaciones para un viaje en el tiempo (que le habían enseñado a interpretar) y en mantenerse dispuesto para una llamada.
Y entonces le llegó su primera tarea.


3

Despertaba una sensación especial leer los titu­lares de los periódicos y saber, poco más o menos, lo que iba a ocurrir. Aquel sistema, si quitaba cru­deza a las impresiones, las hacía más tristes, por­que se vivía una Era trágica. Everard llegó a compartir el deseo de Withcomb: retroceder y cambiar la Historia. Pero, naturalmente, el hom­bre es harto limitado; no puede mejorarse a si mismo, excepto raras veces; la mayoría de ellos lo echaría todo a perder. Aunque, volviendo atrás, se suprimiese a Hitler y a los jefes japoneses 37 soviéticos, quizá alguien más solapado ocuparía su lugar. Tal vez se renunciase al uso de la ener­gía atómica, y acaso el espléndido Renacimiento en Venus no llegase a ocurrir. ¡El diablo que lo supiera!
Miró por la ventana. Brillaban luces en un cielo pálido; en la calle pululaban los automóviles v una apresurada multitud anónima; no podía dis­tinguir desde allí las torres de Manhattan, aunque sabía que se alzaban, arrogantes, hacia las nubes. Y todo ello le parecía barrido por un torbellino que, procedente del pacífico paisaje prehumano donde había estado él, fluía hacia un inimaginable futuro Daneliano.
¡Cuántos billones de criaturas humanas vivían, reían, lloraban, trabajaban, esperaban y morían en su corriente!
Bueno... Suspiró, llenó la pipa y se volvió de espaldas. Un largo paseo no había calmado su in­quietud; la mente y el cuerpo estaban impacientes por hacer algo. Pero ya era tarde y...
Se dirigió a su biblioteca y tomó un volumen al azar. Era una colección de relatos victorianos y eduardianos. Empezó a leer.
Una frase leída al acaso le llamó la atención. Era algo referente a una tragedia en Addleton y al singular contenido de una antigua tumba bre­tona. Nada más. ¡Hum!
¿Un viaje a través del tiempo? Sonrió para sus adentros.
Aún...
«No - pensó -. Eso es descabellado. »
No haría ningún daño el comprobar. El inciden­te se daba como ocurrido en el año 1894, en Ingla­terra. Podía buscar la noticia en las columnas del Times. No tenía que hacer otra cosa. Probable­mente era por eso por lo que le sorprendió tanto la noticia de aquel libro; por ello, su mente, ner­viosa de aburrimiento, quería husmear en todo rincón admisible.
Cuando se abrió la biblioteca pública, ya estaba él esperando. El relato estaba allí; con fecha de 25 de junio de 1894 y días siguientes. Addleton era un pueblo de Kent, notable tan solo por una finca de estilo gótico perteneciente a lord Wynd­ham y por una tumba bretona de época ignorada.

El aristócrata, arqueólogo entusiasta, había hecho excavaciones en dicha tumba, asociado con cierto James Rotherhithe, un experto del Museo Botá­nico, que resultó ser pariente suyo. Lord Wynd­ham había descubierto una cámara funeraria, más bien mísera; unos pocos utensilios casi mohosos, v carcomidos huesos de hombres y de caballos.
Había también un arca en bastante buen estado, que contenía lingotes de un metal desconocido, que se suponía que era una aleación de plata o plomo. Cayó el lord mortalmente enfermo, con síntomas cíe un envenenamiento fatal; Rotherhithe, que apenas había mirado el arca, no fue afectado, y este indicio circunstancial sugirió la idea de que había suministrado a su noble pariente una dosis de algún misterioso brebaje asiático. Scotland Yard detuvo al hombre cuando, el día 25, murió el lord. La familia Rotherhithe contrató los servicios de un conocido detective privado, quien pudo demos­trar por medio de hábiles razonamientos, seguidos de pruebas con animales, que el acusado era ino­cente y que una «emanación mortal» procedente del arca había sido la que causó la muerte. Arca y con­tenido fueron arrojados al canal. Enhorabuenas por doquier y todo se desvaneció en un final dichoso.
Everard permaneció sentado en la larga y silen­ciosa estancia. El relato no decía más. Pero era altamente sugestivo, por lo menos.
- ¿Por qué, pues, la Patrulla victoriana no había husmeado en el asunto? ¿O acaso lo había hecho?
Claro que no publicarían nunca los resultados. Era mejor enviar un memorándum.
Cuando volvió a su habitación tomó una de las pequeñas cajas mensajeras que le habían dado, escribió un informe y lo colocó dentro de la caja para enviarlo al puesto de control de la oficina de Londres en 25 de junio de 1894. Cuando, por últi­mo, pulsó el botón que hacía el envio, la caja se desvaneció a sus ojos con un leve murmullo del aire a su partida.
A los pocos minutos, regresó. La abrió Everard y sacó de ella una hoja limpiamente mecanogra­fiada (pues por aquel entonces se había inventado ya la máquina de escribir); la deletreó con la ra­pidez que le habían enseñado. Decía:

«Muy señor mío: Respondiendo a la suya de 6 de septiembre de 1954, le acusamos recibo y elogia­mos su diligencia. En efecto, el asunto no ha hecho sino comenzar, pero estamos muy ocupados ac­tualmente en evitar el asesinato de S.M., así como con la cuestión balcánica, el comercio de opio (1890-22.370) con China, etc. Mientras no podamos arreglar estos asuntos y volver- al motivo de esta carta, interesa no despertar curiosidades que sur­girían al estar en dos sitios a la vez, lo que podría ser notado. Por ello, apreciaríamos mucho que usted y otro calificado agente inglés vinieran en nuestra ayuda. Salvo noticia en contrario, los es­peraremos en el 14 B de Oíl Osborne Road, el 26 de junio de 1894, a las doce de la noche. Créame, se­ñor, su más humilde affmo. y obediente servidor.
J. Mainithethering.»

A esto seguía la indicación de las coordenadas espacio-temporales, un poco incoherentes tras tan­ta floritura.
Everard llamó a Gordon, obtuvo su conformidad y pidió un saltatiempos en el almacén de la Com­pañía. Luego envió una nota a Charlie Withcomb, que inmediatamente replicó, «¡Seguro!», y salió a recoger su vehículo.
Este recordaba un poco a las motocicletas, pero sin ruedas ni manillar. Tenía dos asientos y una unidad de propulsión antigravitatoria. Everard puso los cuadrantes para la Era de Withcomb, pulsó el botón principal y se halló en otro alma­cén. Estaba en Londres, en 1947. Permaneció sen­tado un momento recordando que, en aquellas fe­chas, él mismo, siete años más joven, aún estu­diaba en los Estados Unidos. Después, Withcomb ocupó el sitio del conductor y estrechó la mano a Everard.
- ¡Me alegra verte de nuevo, muchacho! exclamó, y en su cara macilenta se encendió la son­risa, curiosamente encantadora, que Everard ha­bía llegado a conocer tan bien -. Conque lo de Victoria ,¿eh?
- ¡Justo y cabal! ¡Anda, arranca! - y Everard se volvió a sentar. Poco después se encontraban de nuevo en otra oficina muy particular.
Miraron parpadeando en torno suyo. Hacía un efecto inesperado e imponente el mobiliario de roble, la gruesa alfombra, los flameantes rever­beros de gas... Ya podía usarse la luz eléctrica, pero la importante casa Dalhousie & Roberts era conservadora y sólida. El propio Maínwethering se levantó de su asiento para saludarles. Era un hombre grande y pomposo, con pobladas patillas y monóculo. Pero tenía aspecto forzudo y un acento de Oxford tan cerrado que Everard ape­nas podía entenderle.
- Bien venidos, caballeros. Han tenido un excelente viaje, ¿no? ¡Oh, sí!... Lo siento. Ustedes, caballeros, son nuevos en el negocio. Un poco desconcertante, al principio. Me acuerdo lo que me chocó una visita que hice al siglo XXI. Aquello no era inglés, en absoluto. Sin embargo, solo es una res naturae, otra faceta del siempre sorpren­dente Universo. Deben excusar mi falta de hos­pitalidad, pero en este instante estamos tremen­damente ocupados. Un fanático alemán que en 1817 aprendió d secreto del viaje en el tiempo de labios de un incauto antropólogo, robó una máquina y ha venido a Londres a asesinar a la reina. Tenemos una labor del demonio para des­cubrirle.
- ¿Y lo lograrán ustedes? - preguntó Whitcomb.
- ¡Oh, sí! Pero es un trabajo del diablo, caba­lleros, y aún más porque debemos operar secre­tamente. Me gustaría contratar a un investigador privado, pero el único disponible ahora es dema­siado listo. Opera sobre la base de que, cuando se ha eliminado lo imposible, cualquiera que sea lo que quede, aunque parezca improbable, debe ser la verdad. Y el viaje por el tiempo no debe de parecerle demasiado improbable.
- Apostaré - replicó Everard - que es el mismo hombre que trabaja en el caso Addleton o que lo hará mañana. No importa; sabemos que pro­bará la inocencia de Rotherhithe. Lo importante es que he estado husmeando en los antiguos tiem­pos bretones.
- Sajones, dirás - corrigió Withcomb, que ha­bía comprobado los datos por su cuenta -. Mu­cha gente confunde a los bretones con los sa­jones.
- Casi tanto como a los sajones con los de Jutlandia - arguyó, suavemente, Mainwethering -.
Kent fue invadido por Jutlandia, creo...  ¡Ah! ¡Hum! Aquí están los papeles. Y fondos y vesti­dos..., todo preparado. A veces pienso que uste­des, los agentes del campo de batalla, no se dan cuenta del trabajo que nos toca hacer en las ofici­nas, hasta para la menor operación. ¡Ah, perdón! ¿Tienes ustedes plan de campaña?
- Sí - repuso Everard, empezando a despojarse de sus ropas del siglo XX -. Eso creo. Ambos co­nocemos bastante la Era Victoriana para salir con nuestro empeño. Yo, desde luego, seguiré como americano; ya veo que lo ha consignado usted en mis papeles.

Mainwethering parecía melancólico. Explicó:
- Si el incidente de la tumba dio lugar a una famosa obra literaria, vamos a tener aquí una lluvia de memorándums. El de ustedes fue el pri­mero. Luego han llegado otros dos: uno de 1920 y otro de 1960. ¡Dios mío, cuánto desearía que me asignaran un robot secretario!
Everard luchaba con el embarazoso vestido. Le estaba bastante bien, pues sus medidas consta­ban en los ficheros de la oficina, pero hasta en­tonces no había apreciado la relativa comodidad de sus propias ropas. ¡Maldito chaleco aquel!
- Creo - dijo - que este asunto puede ser total­mente inofensivo, y, en realidad, así debió de ser, puesto que estamos aquí. ¿Eh?

- Así parece - replicó Mainwethering -. Mas su­pongamos que ustedes dos, caballeros, retornan a los tiempos de los jutlandeses y encuentran al merodeador. Pero fracasan al cogerlo. Quizá dis­para antes que ustedes y quizá acecha a los que enviamos después. Entonces sigue adelante con su plan de hacer la revolución industrial o lo que sea que intente. La Historia cambia. Si ustedes, volviendo aquí antes de producirse tal cambio, vuelven como cadáveres, es como si no hubiése­mos estado nunca juntos; como si esta conversa­ción no se hubiera producido. Como dice Ho­racio..
- ¡No importa! - rió Whitcomb -. Investigare­mos la tumba primero, y luego volveremos acá a ver qué conviene hacer.
Se inclinó para empezar a transferir su equipo de una maleta del siglo XX a un mamotreto glad­stoniano de paño florido. Llevaba un par de pis­tolas, unos cuantos aparatos de Física y Química, no inventados aún en su tiempo, y una diminuta radioemisora para comunicar con la oficina en caso de emergencia.
Mainwethering consultó su guía de ferrocarri­les Bradshau, y propuso.
- Pueden ustedes tomar el tren de las ocho y veintiocho; estarán en Charing-Cross mañana por la mañana. Se tarda cosa de media hora en llegar de aquí a la estación.
- Bien.
Everard y Withcomb volviéronse a su vehículo y desaparecieron. Mainwethering suspiró, bostezó, dejó instrucciones a su dependiente y se fue a casa.
A las siete y cuarenta y cinco ya estaba allí otra vez el dependiente, cuando volvió el saltador.


4

Aquella era la primera vez que Everard perci­bía la realidad del viaje en el tiempo. Ya lo había apreciado mentalmente y su impresión fue honda, pero para los sentidos resultaba nada más que exótica. Ahora, recorriendo un Londres para él desconocido, en un simón (no una trampa anacró­nica para turistas, sino un vehículo polvoriento y maltratado), aspirando un aire que contenía más humo que el de una ciudad del siglo XX (aunque no de gasolina), viendo las multitudes (caballeros de levita y sombrero de copa, mugrientos peones, mujeres con faldas largas, y no simulados, sino personas reales que hablaban, sudaban y reían, atendiendo a sus ocupaciones), se convenció de que verdaderamente estaba allí. En tal momento, su madre aún no había nacido; sus abuelos eran dos jóvenes parejas que acababan de someterse al yugo: Grover Cleveland era presidente de los Estados Unidos, y Victoria, reina de Inglaterra; Kipling escribía sus obras, y las últimas revueltas indias en América aún no habían surgido. Para él, la impresión fue como un golpe en la cabeza. Withcomb lo tomó con más calma; pero sus ojos no se cansaban de contemplar la gloria de Ingla­terra.
- Empiezo a comprender - murmuraba -. Nun­ca ha habido acuerdo sobre si esta época fue un período de innatural y asfixiante aglomeración y brutalidad ligeramente disimulada, o, por el con­trario, la última flor de la civilización occidental antes que empezase a granar. Solo el ver a este pueblo me hace comprender que era todo lo bueno y lo malo que han dicho de él, porque su vida no era la que pudiese ocurrirle a un individuo aisla­do, sino a millones de vidas individuales.
- Seguro - admitió Everard -. Eso debe de ser cierto en todos los siglos.
El tren les fue casi familiar; no difería mucho de los vagones empleados por los ferrocarriles ingleses en 1954, lo que dio pie a Withcomb para una serie de observaciones sardónicas acerca de lo inviolable de las tradiciones. En un par de ho­ras los dejó en una soñolienta estación pueblerina, entre jardines de flores esmeradamente cultivadas.
Allí tomaron una calesa para que los llevara a la hacienda de Wyndham.
Un guardia municipal cortés les admitió tras unas cortas preguntas. Los dos se hacían pasar por arqueólogos; Everard, de América, y With­comb, de Australia, ansiosos de entrevistarse con lord Wyndham e impresionados por su trágico fin. Mainwethering, que parecía tener tentáculos por doquier, les había dado cartas de presentación procedentes de una bien conocida autoridad del Museo Británico. El inspector de Scotland Yard les permitió examinar la sepultura, diciendo: «EI caso está resuelto, caballeros; no hay más pistas, aunque mi colega no está conforme!... ¡Bah, bah!»
El detective particular sonrió agriamente y los vigiló con atención cuando se aproximaron al mon­tón de tierra; era un hombre alto, delgado, de facciones aguileñas y al que acompañaba un indi­viduo fornido, bigotudo y cojo, que parecía ser una especie de amanuense.
La sepultura era larga y profunda, cubierta de hierba, salvo en un lugar en que un profundo sur­co marcaba la entrada de la cámara mortuoria, cuyas paredes habían estado cubiertas de troncos groseramente escuadrados, y que hacía mucho tiempo empezaron a deshacerse; fragmentos de lo que fue madera yacían aún en el polvo.
- Los periódicos mencionaban algo sobre una arquilla de metal. ¿Podríamos echarle una ojeada?
El inspector asintió, complaciente, y los llevó a un anexo del edificio, donde estaban depositados sobre una mesa los hallazgos del comandante.
Excepto la caja, lo demás eran solo fragmentos de metal mohoso y huesos averiados.
- ¡Hum! - dijo Withcomb; y echó una mirada reflexiva a la lisa y desnuda superficie de la redu­cida arca, donde relucía con azulado reflejo algu­na aleación indestructible aún no conocida, y aña­dió -: Muy inusitado. No tiene nada de primitiva. Casi se pensaría que ha sido hecha a máquina.
Everard se aproximó a ella con cautela. Tenía una idea bastante clara de lo que pudiese conte­ner, y toda precaución era natural en un ciuda­dano de la llamada Era Atómica respecto a tales asuntos. Sacó un contador de su maletín y lo aproximó al artefacto; la aguja del cuadrante os­ciló, aunque no mucho, pero...
- ¡Interesante utensilio este! - exclamó el ins­pector -. ¿Puedo preguntar qué es?
- Un electroscopio experimental - mintió Eve­rard, bajando la tapa del arca y poniendo el con­tador sobre ella.
¡Dios! Había allí radiactividad suficiente para matar a un hombre en un día. Una ojeada le mos­tró los pesados lingotes de apagado brillo antes de volver a echar la corredera.
- ¡Tengan cuidado con eso! - advirtió, trému­lo -. Gracias al cielo, quienquiera que trajese tan diabólico cargamento pertenece a una Edad en que sabrán cómo cerrar el paso a las radiaciones.
El detective particular se les había acercado por detrás, silenciosamente.
Una mirada de cazador pareció observarse en sus agudas facciones.
- Así que ¿reconoce el contenido, señor? - pre­guntó con acento tranquilo.
_- Sí, así lo creo - repuso Everard. Y recordó que Becquerel no descubriría la radiactividad has­ta dos años después, y que los mismos rayos X pertenecerían al futuro todavía un año. Prosi­guió -: Sucede que... en territorio indio he oído hablar de un mineral como este y decir que es venenoso.
- ¡Interesantísimo!
Y al hablar así el detective comenzó a llenar una pipa de gran cazoleta, y añadió:
- Como los vapores de mercurio, ¿no?
- Así que Rotherhithe colocó esta arca en la se­pultura, ¿no? - indagó el inspector.
- ¡No sea ridículo! Tengo tres clases de pruebas decisivas de que Rotherhithe es, en absoluto, inocente. Lo que me tiene perplejo ahora es la causa del fallecimiento de su señoría. Pero ¿y si, como dice este caballero, resultara que existía un veneno mortal enterrado en la ....... para escarmentar a los ladrones de tumbas? Me pregunto, sin em­bargo, cómo llegó hasta los viejos sajones un mi­neral americano. Quizá haya algo de cierto en esas teorías sobre viajes de los fenicios primitivos a través del Atlántico. He investigado un poco sobre una idea mía de que existen elementos caldeos en el lenguaje de los galeses, y esto parece con­firmarla.
Everard se sentía culpable de lo que estaba ha­ciendo con la disciplina arqueológica. Bueno; el arca iba a ser echada al canal y olvidada. El y Withcomb darían una excusa para marcharse lo antes posible.
Al regresar a Londres, cuando ya estaban solos en su departamento, el inglés sacó un mohoso pe­dazo de madera y explicó:
- Me eché esto al bolsillo en el túmulo. Nos ayudará a fechar el suceso. Alcánzame ese conta­dor de radiocarbono, ¿quieres?
Metió el pedazo de madera en el aparato, giró unos mandos y leyó, en voz alta, la respuesta:
- Mil cuatrocientos treinta años, diez más o me­nos. El túmulo se hizo..., ¡hum!   en el año 464, cuando los jutlandeses acababan de establecerse en Kent.
- Si estos lingotes resultan así de infernalmente activos después de tanto tiempo, me pregunto cómo serían en su origen - exclamó Everard -. Es difícil creer cómo puede compaginarse tanta acti­vidad con una vida tan larga; pero más tarde, en el futuro, se harán descubrimientos sobre el áto­mo y su empleo que, en este período mío, ni se sueñan.
Cuando volvieron de informar a Mainwethering se entretuvieron haciendo visitas y recorridos, mien­tras aquel enviaba mensajes a través del tiempo y activaba la gran máquina que era la Patrulla.
A Everard le interesaba el Londres victoriano, le atraía a pesar de ser sucio y pobre. Withcomb captó una mirada abstraída en sus ojos y le oyó decir:
- ¡Me gustaría haber vivido aquí!
- ¿Sí? - le preguntó -. ¿Con la medicina y la odontología de estos tiempos?
- Y sin que cayesen bombas...
- Withcomb le miró, desconfiado.
Mainwethering lo tenía ya todo dispuesto cuan­do volvieron a la oficina. Allí, haciendo humear un puro, daba zancadas de uno a otro lado, con las manos a la espalda de su levita. Les leyó el informe:
- «Metal; ha sido identificado con gran probabi­lidad. Combustible isotópico, aproximadamente siglo XXX. Comprobación revela que un mercader del Imperio mg estuvo visitando, el año 2987, para permutar sus materias primas por síntrope, se­creto que se había perdido en el Interregno. Na­turalmente, tomó precauciones: se hizo pasar por un comerciante del Sistema Saturnino, pero des­apareció, no obstante, como así mismo su lanza­dera del tiempo. Cabe suponer que alguien, en el año 2987, descubrió su identidad y lo asesinó para robarle su máquina. La Patrulla fue informada, pero no encontró ni rastro de aquella. Finalmente, fue recobrada, de la Inglaterra del siglo XV, por dos patrulleros llamados..., ¡hum!   Everard y Withcomb. »
- Si ya hemos triunfado, ¿por qué molestarnos más? - gruñó el americano.
Mainwethering pareció disgustado. Protestó:
- Pero ¡querido camarada, no han triunfado aún! La tarea está todavía sin terminar, según su sentido de la duración y el mío. Y, por favor, no tenga el éxito por logrado, simplemente porque la Historia habla de él. El Tiempo no es rígido; el hombre tiene libre albedrío. Si usted fracasa, la Historia cambiará y no registrará nunca su triun­fo, ni yo le habré hablado de él. Eso es indudable­mente lo que sucedió (si puedo decir «sucedió») en los pocos casos en que la Patrulla ha tenido un fallo. Tales cosas se están investigando aún, y si logra el triunfo, la Historia cambiará y siempre habrá habido éxito. Tempus non nascitur, fit, si puedo permitirme una ligera parodia.
- De acuerdo; no hacía más que bromear - se disculpó Everard -. Dejemos eso. Tempus fugit.
Y añadió una de más, con premeditación mali­ciosa. Mainwethering dio un respingo.
Resultó que incluso la Patrulla sabía poco sobre el oscuro período en que los romanos habían aban­donado Inglaterra, la civilización anglorromana se cuarteaba y los ingleses progresaban. Esto nunca había parecido tener importancia. La oficina de Londres para el año 1000 envió cuanto material po­seía, además de una serie de vestidos que pudo recoger. Everard y Withcomb pasaron una hora inconscientes bajo la influencia del instructor hip­nótico, para despertar hablando correcta y fácil­mente el latín y varios dialectos sajones y jutlan­deses, y con un conocimiento muy amplio de las costumbres.
Los vestidos eran engorrosos: pantalones, cami­sas y chaquetas de lana burda; capas de cuero y una interminable colección de encajes y cordones. Grandes pelucas de lino cubrirían sus modernos cortes de pelo; un afeitado minucioso pasaría in­advertido, aun en el siglo V. Withcomb llevaba un hacha, Everard, una espada; pero ambos confia­ban más en las diminutas pistolas paralizadoras del siglo XXVI que llevaban ocultas bajo sus ropas. No les habían dado armaduras, pero el saltatiem­pos llevaba en una alforja un par de sólidos cascos de motorista, que no llamarían mucho la atención en una época de utensilios hechos en casa, y serían mucho más fuertes y cómodos que los verdaderos yelmos.
También los habían provisto de una merienda de viaje y un par de jarros de buena cerveza vic­toriana.
- ¡Excelente! - aprobó Mainwethering; y sacan­do un reloj de bolsillo, lo consultó -. Espero su vuelta a... ¿Les parece bien las cuatro? Tendré a mano unos guardias por si traen ustedes algún prisionero, y luego iremos a tomar el té.
Les estrechó la mano y termino:
- ¡Buena caza!
Everard montó en el saltatiempos y puso los controles en el año 464, en la tumba de Addleton y en una medianoche de verano. Luego dio marcha.



5

Había luna llena. El terreno aparecía enorme y solitario en una oscuridad selvática que ocul­taba el horizonte. En algún lugar aullaba un lobo. El túmulo estaba aún allí; habían llegado tarde.
Elevándose por medio del mecanismo antigravi­tatorio, otearon a través del oscuro bosque. Ha­bía un caserío a algo más de un kilómetro de la tumba; una cerca de troncos rodeaba un puñado de pequeñas edificaciones en torno a un corral.
Bañado por la luz de la luna> aquello estaba muy tranquilo.
- Campos cultivados - observó Withcomb con voz apagada -. Los jutlandeses y sajones eran, principalmente, agricultores, ya lo sabes, y vinie­ron aquí buscando tierras. Puedes imaginar que los ingleses fueron expulsados de este terreno hace algunos años.
- Lo primero que hay que hacer - repuso Eve­rard - es informarnos acerca de esta tumba. ¿Re­trocedemos unos años más para localizar el mo­mento en que fue construida? No; lo más seguro será investigar ahora, un poco más tarde, cuando haya pasado toda excitación. Puede ser mañana por la mañana.
Withcomb asintió y Everard hizo bajar el saltatiempo, escondiéndolo entre la maleza. Luego dur­mieron cinco horas.
Al despertar, el sol brillaba al Nordeste, el rocío relucía en las altas hierbas y los pájaros formaban una estrepitosa baraúnda.
Descendiendo de él, los agentes hicieron remon­tar su vehículo a fantástica velocidad, revolotean­do a quince kilómetros del suelo, y luego lo hicie­ron regresar por medio de un diminuto transmisor de radio oculto en sus cascos.
Se aproximaron abiertamente al caserío, ponien­do en fuga con la hoja de la espada y del hacha a los perros de aspecto salvaje que se les acerca­ban aullando.
Al entrar en el corral, lo encontraron sin pavi­mento, pero enteramente alfombrado de barro y estiércol. Un par de chiquillos pelirrojos y desnu­dos les miraron boquiabiertos, a la puerta de una cabaña de tierra y zarzas. Una muchacha que, sentada fuera, ordeñaba a una mísera vaquilla, lanzó un leve chillido; un labriego, fornido y ce­judo, que alimentaba a sus cerdos, agarró una lanza.
Everard frunció la nariz; le hubiera gustado que algunos de los entusiastas del «Noble Nór­dico» de aquel siglo hubieran podido ver a este ejemplar.
Un hombre de barba gris, con un hacha en la mano, apareció en la entrada del zaguán. Como todos sus contemporáneos, era varios centímetros más bajo que el promedio de los hombres del si­glo XX. Los examinó con atención antes de darles los buenos días.
Everard sonrió cortésmente al decir:
- Me llamo Ufga Hundigsson y este es mi her­mano Knubbi. Ambos somos mercaderes de Jut­landia y venimos aquí para comerciar en Canter­bury (pero le dio su nombre de entonces: Cant­wara-byrig). Vagando desde el sitio en que está fondeado nuestro barco, nos extraviamos, y tras caminar desorientados toda la noche, hallamos su casa.
- Me llamó Wulfnoth, hijo de Aelfred - dijo el labriego -. Entren y desayunen con nosotros.
El zaguán era grande, sombrío y humoso, lleno de una multitud charlatana: los hijos de Wulfnoth, las esposas e hijos de estos; los rústicos que les servían y sus esposas, hijos y nietos. El desayuno consistió en grandes escudillas de madera llenas de carne a medio guisar, acompañadas de vasos de cuerno colmados de amarga cerveza. No era di­fícil entablar conversación allí; aquella gente era tan habladora como en otra época lo fueron los siervos aislados. Lo difícil era inventar relatos ve­rosímiles de lo que ocurría en Jutlandia. Una o dos veces, Wulfnoth, que no era tonto, les pilló en renuncio, pero Everard aseveró con firmeza:
- Ha oído usted noticias falsas. Las noticias to­man extrañas formas cuando cruzan el mar.
Quedó sorprendido viendo cuánta relación había aún entre las viejas comarcas, pero las conversa­ciones acerca del tiempo y las cosechas no diferían mucho de las que él oyera, en el siglo XX, en el Oeste Medio. Solo más tarde pudo deslizar alguna pregunta acerca de la tumba. Wulfnoth enarcó las cejas y su rolliza y desdentada esposa hizo un ade­mán de conjuro hacia un tosco ídolo de madera.
- No es bueno hablar de esas cosas - murmuró el jutlandés -. Quisiera que el brujo no estuviera sepultado en mis tierras. Pero era amigo de mi pa­dre, que murió el año pasado, y nunca quiso con­sentir en otro arreglo.
- ¿Brujo? - y Withcomb abrió bien los oídos -. ¿Qué cuento ese?
- Bueno; también usted puede saberlo - gruñó Wulfnoth -. Era un extranjero, llamado Stane, que apareció en Canterbury hará unos seis años. Debía de proceder de muy lejos, pues no hablaba la len­gua inglesa ni la bretona, pero fue acogido por el rey Hengisto y enseguida las aprendió. Hizo al rey excelentes aunque extraños regalos, y como era hombre hábil, el rey confió en él cada día más. Na­die osaba enojarle, porque poseía una vara que lan­zaba rayos; se le había visto hendir las rocas, y una vez, en una batalla con los bretones, abrasó a los enemigos. Hay quienes le creen Wotan, pero no podía serlo puesto que murió.
10h, claro! - admitió Everard, sintiendo la comezón de la ansiedad -. ¿Y qué hizo mientras vivió?
- Dio al rey sabios consejos. Opinaba que nos­otros, los de Kent, debíamos dejar de combatir a los bretones y considerarlos para siempre parien­tes nuestros, procedentes de la vieja patria; que más bien deberíamos concertar paces con los na­tivos. Su criterio era que con nuestra fuerza y su civilización romana podíamos, juntos, constituir un poderoso reino. Tal vez tenía razón, aunque yo, por mi parte, le veo poco provecho a todos esos libros y baños, para no hablar de ese sobrenatural Dios crucificado que tienen. Bien; como quiera que sea, le asesinaron unos desconocidos hará tres años y lo enterraron aquí, previos sacrificios y con algu­nas cosas de su propiedad que sus enemigos no le habían quitado. Le hacemos una ofrenda dos veces al año, y puedo decir que su espíritu no nos ha hecho ningún mal. No obstante, me siento algo inquieto cerca de él.
- Tres años, ¿eh? - suspiró Withcomb -. Claro.
Les costó una hora larga la despedida y Wulf­noth insistió en darles un muchacho para que les guiara hacia el río.
Everard, a quien no le agradaba andar tanto, gruñó e hizo bajar su vehículo. Al montar en él, junto con Withcomb, dijo gravemente al mucha­cho, que los miraba con ojos desorbitados:
- Sabe que has hospedado a Wotam y a Thor, los cuales velarán en adelante por tu pueblo y lo guardarán de mal.
Luego retrocedió tres años en el tiempo.
- Ahora viene lo más difícil - dijo, oteando el ca­serío, entre la noche. El túmulo aún estaba allí, pero el viejo brujo estaba vivo -. Es bastante fácil inventar un cuento de hadas para un niño, pero hemos de extraer su moraleja respecto a un pue­blo grande y rudo para el cual nuestro hombre es la mano derecha del rey. Y además tiene un rayo destructor.
- Aparentemente, triunfamos o triunfaremos - dijo Withcomb.
- ¡Quia! Si fracasamos, Wulfnoth contará de nosotros otra historia dentro de tres años. Proba­blemente ese extranjero está aquí, y puede matar­nos dos veces, con lo que Inglaterra, llevada de las Edades Oscuras a una civilización neoclásica, no llegará a evolucionar en nada que se parezca a 1894. Me pregunto qué juego es el del extran­jero...
Elevó el aparato y lo lanzó en dirección a Can­terbury. Un viento nocturno le daba en la cara. El caserío relucía cerca, en un soto. La luna blan­queaba sobre los muros romanos medio derruidos del antiguo Durovenum, moteados de negro por las paredes más nuevas de las guaridas jutlande­sas de tierra y madera. Nadie osaría entrar allí tras la puesta del sol. El desayuno de hacía dos horas - tres años en el pasada - parecía no haber­se tomado nunca; y Everard emprendió la ruta hacia la ciudad por una deshecha calzada romana. Por allí se hacía un animado tráfico, principal­mente de granjeros que llevaban al mercado sus chirriantes carretas, tiradas por bueyes. Una pa­reja de guardias, de cruel aspecto, les daban el alto y les preguntaban sus propósitos. Esta vez eran agentes de un comerciante de Thanet, en­viados allí para interrogar a los aldeanos. Los ru­fianes les miraban, impertinentes, hasta que With­comb les alargó un par de monedas romanas; entonces envainaron las espadas y les permitieron pasar.
La ciudad se animaba y alborotaba en torno a ellos, pero de nuevo el olor de una pista impre­sionó a Everard. Entre los bulliciosos jutlandeses distinguía a ciertos anglo-romanos que desdeñosa­mente se abrían camino por la porquería y apar­taban su raída túnica del contacto con aquellos salvajes. Habría sido cómico, si no fuese patético. Una posada, extraordinariamente sucia, ocupaba las ruinas, invadidas por el musgo, de lo que fue el hogar de un hombre rico.
Everard y Withcomb vieron que su dinero al­canzaba un gran valor allí, donde imperaba el cambio. Pagando varias rondas de bebidas consi­guieron la información deseada. La sala de recep­ción del rey Hengisto estaba casi en medio del pueblo, y no era, en realidad, una sala, sino un viejo edificio, deplorablemente acondicionado bajo la dirección de Stane... «No es que nuestro bueno y valiente rey sea una marioneta..., no me inter­prete mal, extranjero... ; pero el mes pasado...»
Stane vivía en la casa próxima a dicha sala. Ex­traño personaje. Algunos decían que era un dios... Ciertamente, tenía un ojo para las muchachas...
Sí, se decía que era quien provocaba toda aquella charla de paz con los bretones. El que llegase tanto y tanto parásito cada día era para dejar a un hombre honrado sin gota de sangre.
- Claro que Stane es muy sabio, y yo no diría nunca nada contra él... Entiéndame: después de todo, puede lanzar el rayo.

* * *

- Así, pues, ¿qué hacemos? - preguntó Withcomb cuando volvían a su alojamiento -. ¿Ir a su casa y arrestarlo?
- No; dudo de que sea posible - confesó Eve­rard, precavido -. He forjado una especie de plan, pero depende de que adivinemos lo que realmente se propone. Veamos de obtener una audiencia.
Mientras hablaba, sacó el jergón de paja que les servía de lecho y husmeó en él, para terminar diciendo:
- ¡Maldición! Lo que este período necesita no es literatura; ¡son polvos insecticidas!
La casa había sido cuidadosamente renovada; su blanco pórtico casi daba lástima, de limpio, entre la porquería que lo rodeaba. Dos guardias haraganeaban en la escalinata, vociferando, al lle­gar los dos agentes. Everard les largó unas mo­nedas y una historia sobre un visitante que traía noticias de interés para el gran hechicero. Añadió:
- Dígale «El hombre de mañana». Es su santo y seña. ¿Entendido?
- No tiene sentido.
- Las contraseñas no necesitan tener sentido - replicó Everard con altivez.
El jutlandés juntó los talones y marchó, mo­viendo la cabeza tristemente. ¡Todas aquellas co­sas nuevas!
- ¿Estás seguro de que eso es lo prudente? - preguntó Withcomb -. Ahora estará sobre aviso, ¿te das cuenta?
- También me la doy de que un V.I.P. no va a perder su tiempo charlando con un extraño. Hasta ahora no ha realizado nada permanente; ni aun se ha convertido en una leyenda durable. Pero si Hengisto hiciera una unión permanente con los bretones...
El guardia volvió, murmuró algo y los condujo escaleras arriba, cruzando el peristilo. Más allá estaba el atrium, habitación amplia, con moder­nas alfombras de piel curtida, solada de pedacitos de mármol y mosaicos descoloridos. Un hombre, en pie, esperaba ante un rudo lecho de madera. Al entrar ellos, levantó la mano, y Everard vio que empuñaba el delgado cañón de un aniquilador radiante del siglo XXX.
- Conserven sus manos a mi vista y no las acer­quen a los costados - ordenó suavemente el hom­bre -. De lo contrario, tal vez tenga que despeda­zarlos con un rayo.

* * *

Withcomb hizo una aguda y aterrada aspira­ción, pero Everard se esperaba ya algo de esto. Aun así, sintió frío en el estómago.
El brujo Stane era un hombre pequeño, vestido con una hermosa túnica bordaba, que debía de proceder de alguna ciudad inglesa. Su cuerpo era delgado, su cabeza grande, y sus facciones de una fealdad más bien atrayente, bajo un mechón de cabellos negros. Un gesto de tensión contraía sus labios.
- ¡Regístrales Eadgard! - ordenó -. Saca todo cuanto lleven en sus vestiduras.
El cacheo del jutlandés fue torpe, pero encon­tró las armas que llevaban ocultas y las arrojó al suelo.
- Puedes marcharte - le mandó Stane.
- ¿No le ofrecen peligro, excelencia? - preguntó el soldado.
-¿Con esto en la mano? - gruñó Stane -. No; vete.
«Por lo menos, nos quedan un hacha y una espada - pensó Everard -, aunque de poco van a ser­virnos cuando "eso" nos apunte.»
- Así, ¿que vienen ustedes del mañana? - mur­muró Stane. Y un repentino y leve sudor brilló en su frente -. Denme noticias de él. ¿Hablan us­tedes el inglés moderno?
Withcomb abrió la boca para responder; pero Everard, jugándose la vida, improvisó la contes­tación.
- ¿De qué lengua habla?
- De esta.
Y Stane rompió a hablar en un inglés con un acento peculiar, pero cuyos giros se reconocían como del siglo XX.
- Yo necesito saber de dónde y de cuándo vie­nen ustedes; qué «intenciones» traen y todo lo demás. Denme esos datos o, de lo contrario, los condenaré a muerte.
Everard movió negativamente la cabeza.
- No - repuso en jutlandés - no le entiendo a usted.
Withcomb le echó una ojeada y luego se calmó, dispuesto a seguir la conducta del americano, cuya mente galopaba con el brío que le prestaba la desesperación, pues sabía que la muerte le ace­chaba al primer yerro que cometiera.
- En nuestros días - prosiguió - hablamos así. farfulló un párrafo en lengua hispanomejica­na, estropeándolo cuanto se atrevió.
- Así que... una lengua romance.
Los ojos del brujo relucieron. El aniquilador tembló en su mano. Preguntó:
- ¿De cuándo son ustedes?
- Del siglo XX de la Era Cristiana, y nuestro país se llama Lyonnese y está situado más allá del océano occidental.
- ¡América! - pronunció  entrecortadamente -. ¿La han llamado, siempre América?
- No; ni sé de qué me habla.
Stane temblaba inconteniblemente. Dominándo­se, preguntó:
- ¿Conocen la lengua romana?
Everard asintió. Stane rió nerviosamente y pro puso:
- ¡Hablémosla! ¡Si supieran ustedes lo cansa­do que estoy de este perruno lenguaje local!
Su latín era algo defectuoso, pero bastante flui­do; evidentemente, lo había aprendido en su si­glo. Balanceó su arma y añadió:
- Perdón por mi descortesía. Pero he de tomar precauciones.
- ¡Naturalmente! - confirmó  Everard -.  ¡Ah! Me llamo Mencius, y mi amigo, Juvenalis. Veni­mos del futuro, como ya ha sospechado usted. Somos historiadores y se acaba de inventar el via­je por el tiempo.
- Hablando con verdad, mi nombre es Rozher Schtein, del año 2987. ¿Han oído ustedes... hablar de mi?
- ¿Y a quién? - replicó Everard -. Nosotros vol­vemos del futuro buscando a ese misterioso Stane, que parece ser una de las figuras señeras de la Historia. Sospechábamos que pudiera ser un via­jero del tiempo, «Peregrinator temporis», esto es. Ahora sabemos...
- ¡Tres años! - Schtein empezó a pasearse febril­mente, balanceando el aniquilador en su mano -. Tres años llevo aquí. Si supieran con cuanta fre­cuencia me he desvelado, preguntándome si triun­faría... Díganme: su mundo, ¿vive unido?
- El mundo y los planetas - contestó Everard -. Ya hace mucho tiempo.
Interiormente, se estremeció. Su vida pendía de su capacidad para adivinar los planes de Schtein. Este preguntó:
- ¿Y son ustedes un pueblo libre?
- Lo somos. Es decir, el emperador preside, pero el Senado hace las leyes y es elegido por el pueblo.
Había en la cara de gnomo de Schtein una ex­presión casi santa, que la transfiguraba. Exclamó:
- ¡Como yo lo he soñado! Gracias.
- Así, pues - aventuró Everard -, ¿volvió usted de su período a crear Historia?
- No - replicó Schtein -. A cambiarla.
Las palabras salían violentamente de sus labios, como si hubiera deseado hablar, sin atreverse a ello, durante muchos años.
- Yo también - prosiguió - era historiador. Por casualidad me encontré con un hombre que se hacía pasar por mercader, procedente de las lunas saturninas. Pero como yo había vivido ya allí, vi en seguida el fraude. Investigando, supe la ver­dad. Se trataba de un viajero del tiempo, proce­dente de un lejanisimo futuro. Deben comprender­me: la Edad en que yo viví fue terrible, y, como historiador psicográfico, comprobé que la guerra, la pobreza y la tiranía que, como maldiciones, nos abrumaban, no se debían a la innata maldad del hombre, sino a una simple relación de causa a efecto. La tecnología mecánica había surgido en un inundo encizañado, y las guerras se hicieron cada vez más destructoras. Habían surgido perío­dos de paz, y aun bastante largos, pero el mal estaba demasiado arraigado; los conflictos eran ya parte de nuestra civilización. Mi familia fue ex­terminada en un ataque venusiano. Yo no tenía nada que perder. Tomé la máquina del tiempo des­pués de... disponer... de su dueño. La gran equi­vocación, a mi juicio, había sido retroceder a las Edades oscuras. Roma había unido un gran impe­rio en paz, y por la paz puede siempre surgir la justicia. Pero Roma se agotó con el esfuerzo y ahora se la apartaba. Los bárbaros invasores po­dían hacer mucho, porque eran fuertes..., pero se corrompieron rápidamente. Mas existe Inglaterra. Ha vivido aislada de la podrida estructura que fue la sociedad romana. Los germanos invasores son sucios y torpes, pero fuertes y deseosos de apren­der. En mi historia se limitaron a exterminar la civilización británica, y luego, estando intelectual­mente desamparados, se los tragó la nueva y de­plorable civilización llamada occidental. Deseo que suceda algo mejor. No ha sido fácil. Les sorpren­dería a ustedes saber cuán duro resulta sobrevivir en una Edad diferente hasta abrirse camino, aun­que se posean modernas armas y se hagan inte­resantes regalos al rey. Pero ahora el rey me respeta y crece la confianza que me otorgan los bretones. Puedo unir a los dos pueblos en guerra contra los pictos. Inglaterra será un reino, con la fuerza sajona y la cultura romana, lo bastante poderoso para rechazar a todos los invasores. El cristianismo es inevitable, pero velaré para que se mantenga en su verdadero sitio: el de educar y civilizar a los hombres sin encadenar sus inte­ligencias. En su momento, Inglaterra ocupará una posición que le permitirá posesionarse del Conti­nente. Por último, creará un mundo. Yo perma­neceré aquí lo bastante para poner en marcha la alianza contra los pictos y luego desapareceré, con promesa de volver. Reapareceré, con intervalos de unos cincuenta años, en los próximos siglos; seré una leyenda, un dios, para asegurar que continúen en el camino recto.
- He leído mucho sobre San Stanius - dijo Eve­rard lentamente.
- ¡Y vencí! - gritó Schtein -. Di la paz al mundo.
había lágrimas en sus mejillas.
Everard se acercó. Schtein le apuntó al vientre con el aniquilador. No se fiaba de él aún por com­pleto; Everard dio un rodeo y Schtein giró sobre sí mismo, para mantenerle cubierto. Pero estaba demasiado agitado por la aparente prueba de su triunfo para recordar a Withcomb. Everard lanzó una mirada a este por encima del hombro.
El inglés alzó su hacha. Everard se tiró al suelo. El aniquilador chirrió y Schtein gritó, porque el hacha le había destrozado un hombro. Withcomb dio un salto y se apoderó de su revólver. Schtein aulló, luchando por asestar su aniquilador sobre ellos. Everard saltó para evitarlo. Hubo un mo­mento de confusión. Luego, el aniquilador funcio­nó de nuevo, y Schtein fue un peso muerto en los brazos de los otros. La sangre les empapaba las ropas al brotar de la horrible herida. Los dos guar­dias llegaron corriendo. Everard levantó su arma y accionó el disparador a toda intensidad. Una lan­za arrojada le rozó el hombro. Hizo fuego dos ve­ces, y dos corpulentas formas se abatieron. Esta­rían sin sentido varias horas.
Agachándose un momento, Everard escuchó. Un grito femenino surgió de las habitaciones interio­res, pero nadie traspasó la puerta.
- Creo que nos lo hemos cargado - susurró.
- Sí - asintió Withcomb, mirando estúpidamente al cadáver tendido ante él. Ahora parecía patéti­camente pequeño.
- Para él nada significa morir. Pero el modo es duro. Estaría escrito, supongo.
- Mejor ha sido así que comparecer ante un Tri­bunal de la Patrulla y ser desterrado del Planeta - dijo Withcomb.
- Técnicamente, al menos, era un ladrón un asesino - comentó Everard -. Pero su sueño era algo grande...
- Y nosotros lo hemos desbaratado - terminó Withcomb.
- La Historia también lo habría hecho, proba­blemente. Un hombre solo nunca es lo bastante poderoso ni lo bastante sabio. Creo que la mayor parte de la miseria humana se debe a estos faná­ticos bien intencionados.
- Y precisamente por eso los demás nos cruza­mos de brazos y aceptamos las cosas como vienen.
- Piensa en todos tus amigos de 1947. No ha­brían existido nunca.
Withcomb se quitó la capa y trató de limpiar la sangre que cubría sus ropas.
- ¡Vámonos! - ordenó Everard dirigiéndose a la puerta trasera.
Una asustada concubina le observó con sus gran­des ojos.
Tuvo que hacer saltar la cerradura de una puerta interior, que daba a una habitación en que había un modelo de lanzadera del tiempo tipo mg, unas pocas cajas con armas y repuestos, algunos libros... Everard lo cargó todo en la máquina, excepto el depósito de combustible. Debía dejarlo allí a fin de volver en el futuro y detener en su carrera al hombre deseoso de ser un dios.
- ¿Por qué no te llevas eso al almacén de 1894, en un par de horas? Yo montaré el saltador. Te espero en la oficina.
Withcomb, impasible, dirigió al otro una larga mirada. Luego, al ver que Everard le observaba, reaccionó:
- Conformes, viejo - sonrió estrechó la mano a Everard -. Hasta luego. ¡Buena suerte!
Everard le contempló cuando entraba en el gran cilindro de acero. Resultaba extraño pensar que dentro de un par de horas estaría tomando el té en 1894.
Acuciado por la preocupación, salió al exterior se mezcló con la gente. Charlie era un singular camarada.
Nadie le estorbó al dejar la ciudad entrar en la espesura que la circundaba. Hizo retroceder y bajar el saltador del tiempo y, a despecho de la prisa por impedir que alguien viniera a investigar qué clase de pájaro había aterrizado, se bebió una jarra de cerveza. Lo necesitaba, en verdad. Luego echó una última ojeada a la vieja Inglaterra y saltó a 1894.
Mainwethering y sus guardias estaban allí, como prometiera aquel. El oficial pareció alarmado al ver a un hombre que llevaba en sus ropas sangre coagulada, pero Everard lo tranquilizó con una explicación. Le costó tiempo el lavarse, cambiar de ropa y entregar un informe completo al secre­tario. Por entonces debía haber llegado Withcomb en un simón, pero no había ni señales de él.
Mainwethering llamó al almacén por radio y se volvió a Everard frunciendo las cejas.
- No ha venido aún - dijo -. ¿Podría haber fa­llado algo?
- No creo. Esas máquinas están hechas a prueba de tontos.
Y  Everard contrajo los labios, añadiendo:
- No sé qué puede ocurrir. Quizá entendió mal y, en vez de volver, se fue a 1947
Un cambio de notas reveló que Withcomb tam­poco estaba allí. Everard y Mainwethering se fue­ron a tomar el té. Cuando volvieron, aún no había señales de Withcomb.
- Mejor será que llamemos a la agencia de ope­raciones. Ellos pueden encontrarlo.
- No. Espere.
Everard quedó un instante pensativo. La idea llevaba algún tiempo germinando en su mente. Era tremendo.
- ¿Se le ocurre algo?
- Sí. Una especie de... - y Everard comenzó a ponerse el traje de la Epoca Victoriana...-. Déme mi traje del siglo XX, ¿quiere? Yo puedo encon­trarle por mí mismo.
- La Patrulla querrá un informe previo de su idea e intenciones - objetó Mainwethering.
- ¡Al diablo con la Patrulla! - barbotó Everard.
Londres, 1944. La noche del temprano invierno había cerrado y un sutil viento frío soplaba por las calles, que estaban sumidas en las tinieblas. Se oía el estallido de una explosión y se veía arder un gran fuego, cuyas llamas, como enormes ban­deras rojas, flameaban sobre los tejados.
Everard dejó su saltador junto a la acera (nadie salía a la calle cuando caían las bombas V), y se orientó en la oscuridad; su ejercitada memoria recordó la fecha del 17 de noviembre; en tal día como aquel había muerto Mary Nelson.
Halló la cabina de un teléfono público en la es­quina y ojeó la guía. Encontró un montón de Nel­son, pero solo una Mary, en Streatham. Aquella seria, seguramente, la madre. Pero la hija podía llevar el mismo nombre. Ni siquiera sabia la fecha del estallido de la bomba, pero existían medios de averiguaría.
El fuego y el trueno rugían cuando salió. Se tiró al suelo, mientras crujían los cristales de la cabina que había ocupado. 17 de noviembre de 1944. El entonces joven Manse Everard, teniente de Inge­nieros del Ejército de los Estados Unidos, estaba aquel día en un lugar, más allá del Paso de Caíais, cerca de los cañones alemanes. No podía recordar exactamente dónde, ni se detuvo en ello. No impor­taba. Sabía que iba a sobrevivir a aquel peligro.
Un nuevo fulgor bailaba ante él cuando corrió hacia su vehículo. Subió a bordo y se lanzó hacia el cielo. Desde arriba, Londres semejaba una vasta oscuridad salpicada de llamas. «Noche de Walpur­gis» y todo el infierno suelto sobre la Tierra. Re­cordaba bien Streatham; triste montón de ladri­llos habitado por dependientes, verduleros y arte­sanos; la auténtica pequeña burguesía que luchara contra la fuerza que conquistaba Europa hasta conseguir detenerla. Allí había vivido una mucha­cha en 1943, que luego se casó con otro.
Deslizándose agachado, trató de encontrar la casa. Surgió un volcán no lejos de allí. Su vehículo se tambaleó en el aire con tal violencia, que casi le despidió del asiento. Al acercarse a la plaza vio un casa derruida, aplastada y llameante, a solo tres manzanas de la que habitaban los Nelson. Había llegado demasiado tarde. No. Comprobó el tiempo; las diez y media, y retrocedió dos horas. Aún era de noche, pero la casa, luego derruida, permanecía en pie en la oscuridad. Por un mo­mento, deseó advertir a los de dentro. Pero no lo hizo. En torno suyo moría la gente y él no era Schtein para tomar la Historia sobre sus hombros. Suspiró amargamente, descendió de su vehículo y traspasó la verja. Tampoco era él un maldito da­neliano. Llamó a la puerta y le abrieron. Una mu­jer de edad mediana le miró en la oscuridad, y él comprobó la extrañeza que le causaba ver allí a un americano sin uniforme militar.
- ¡Perdone! ¿Conoce a la señorita Mary Nelson?
- Pues... sí - repuso ella, dudosa -. Vive cerca de aquí. Volverá pronto. ¿Es usted amigo suyo?
Everard asintió, añadiendo:
- Me envía ella con un recado para usted, se­ñora...
- Señora Enderby.
10h, sí! Señora Enderby. Soy terriblemente olvidadizo. Mire, señora Enderby: la señorita Nel­son me encargó le dijera que lo siente mucho, pero que no puede venir. En cambio, los cita a ustedes y a toda su familia a las diez y media.
-¿A todos, señor? Pero los niños...
- Los niños también. Todos ustedes. Les tiene preparada una sorpresa especial que solo puede mostrar a ustedes. Así que han de estar allí todos.
- Muy bien, señor. Conforme, si ella lo dice.
- Todos ustedes, a las diez y media sin falta. Los veré allí, señora Enderby.
Everard saludó y marchó a la calle.
Había hecho lo que podía. Cerca de allí vivían los Nelson. Llevó su saltador tres manzanas más allá, lo aparcó en la oscuridad de una avenida, y se dirigió a la casa. Ahora era también culpable. Tan culpable como Schtein. Se preguntó a qué se parecería el destierro del planeta.
No vio huellas de la lanzadera mg, y esta era demasiado grande para estar oculta. Así que Char­lie no había llegado aún.
Mientras llamaba a la puerta se preguntó qué consecuencias tendría el haber salvado a la fami­lia Enderby. Aquellos niños crecerían, tendrían hijos; ingleses de clase media, sin duda, pero en algún sitio, en los siglos venideros, un hombre importante nacería o dejaría de nacer. Claro que el tiempo no era demasiado inflexible. Excepto en raros casos, el abolengo no importaba; solo eran decisivos el total conjunto de los genes humanos la sociedad de los hombres. Aunque aquel día podía ser uno de los casos excepcionales.
Una joven le abrió la puerta. Era una linda chica, no llamativa, pero de aspecto agradable; llevaba un ajustado uniforme.
- ¿Señorita Nelson?
- Sí.
- Me llamo Everard. Soy amigo de Charlie With­comb. ¿Puedo entrar? Tengo unas cuantas noti­cias algo sorprendentes para usted.
- Iba a salir - dijo ella, excusándose.
- No, no iba usted a hacerlo.
Aquello fue una equivocación. La chica se irguió indignada.
El rectificó:
- Lo siento. Por favor, ¿puedo explicarle?...
Ella le condujo a una desordenada y oscura sala,            y le invitó:
- ¿Quiere sentarse? Le ruego no hable muy alto. Toda mi familia está durmiendo. Se levantan tem­prano.
Everard se acomodó. Mary se sentó en el borde del sofá, mirándole con sus grandes ojos. El se preguntaba si entre sus ascendientes no estarían Wrnfnoth y Eadgar. Sí; indudablemente lo esta­ban, después de tantos siglos. Quizá estuviese también Schtein.
- ¿Está usted en la aviación? - preguntó ella -. ¿Es ahí donde conoció a Charlie?
- No; estoy en Información. ¿Puedo preguntar cuándo le vio por última vez?
- Hace unas semanas. El está ahora destinado en Francia. Espero que la guerra acabará pronto. ¡Es tan estúpido por parte del enemigo obstinarse, cuando debían reconocer que están vencidos! ¿No es así?
Irguió la cabeza con curiosidad, añadiendo:
- Pero ¿qué noticias son las que usted tiene?
El comenzó a divagar, tanto como se atrevía, hablando de las condiciones de vida más allá del Canal. Era extraño estar allí sentado, charlando con un fantasma. Y sus juramentos le prohibían decirle la verdad. Quería hacerlo, pero cuando lo intentaba la lengua se le helaba en la boca.
.... y lo que cuesta conseguir una botella de tinto corriente...
- ¡Por favor! - le interrumpió ella -. ¿No le im­portaría ir al grano? De veras que tengo un com­promiso esta noche.
- ¡Oh, lo siento! ¡Lo siento mucho! ¡Seguro! Ya ve usted, de este modo...
Una llamada a la puerta le salvó.
- Excúseme - murmuró ella, y salió a abrir más allá de las cortinas de oscurecimiento.
Everard la siguió. Ella retrocedió con un pe­queño grito:
- ¡Charlie!
El la estrechó entre sus brazos, sin reparar en que la sangre del jutlandés le manchaba aún el traje. Everard entró en el vestíbulo. El inglés le miró con cierto horror. Solo dijo:
- ¡Tú!
Y echó mano a las armas. Pero Everard estaba ya alerta. Le dijo:
- ¡No seas tonto! Soy tu amigo. Quiero ayu­darte. ¿Qué loco proyecto traías?
- Pues... impedirle a ella que saliera a la calle.
- ¿Y no crees que ellos tienen medios sobrados de localizarte?
Y Everard empezó a hablar en temporal, la úni­ca lengua posible delante de la asustada Mary.
- Cuando me separé de Mainwethering, este es­taba ya entrando en vivas sospechas. A menos que hagamos esto bien, todas las unidades de la Pa­trulla van a ser avisadas. Tu error se rectificará, probablemente, matándola a ella y mandándote a ti al destierro.
- Yo.. .- Withcomb tragó saliva. Su cara era la estampa del miedo -. ¿Tú te irías, dejando que la mataran?
- No. Pero hay que ir con más cuidado.
- ¡Nos fugaremos..., retrocederemos, si es pre­ciso, a la época del dinosaurio..., a un período ale­jadísimo!
Mary escapó de los brazos de su prometido. Abrió la boca para gritar. Everard le previno:
- ¡Cállese! Corre usted un gran peligro y esta­mos tratando de salvarla. Si no confía en mí, fíese de Charlie.
Y volviéndose hacia Charlie, prosiguió, en tem­poral:
- Mira, camarada: no hay sitio ni época en don­de podáis ocultaros. Mary Nelson murió esta no­che. Esto es historia. No existía en 1947. También es historia. La familia a quien ella iba a visitar estará fuera de su casa cuando caiga la bomba. Si tratas de escapar con ella, te pescarán. Es pura suerte que no haya llegado ya una fracción de la Patrulla.
Withcomb se esforzó en recobrar la serenidad.
- Supongamos que salto a 1948 con ella. ¿Cómo sabes que no ha reaparecido súbitamente? Quizá eso también es historia.
- ¡Hombre, no puedes! Inténtalo. Anda, dile que vas a hacerla saltar cuatro años al futuro.
Withcomb gimió:
- ¡Una indiscreción! Y he prometido bajo juramento...
- Sí; eres libre de abrir esa posibilidad ante ella, pero al proponérselo tendrás que mentir, por­que no puedes evitarlo. Además, ¿cómo se las va a arreglar? Si permanece siendo Mary Nelson, se convierte en desertora de la W.A.A.F. Y si toma otro nombre, ¿dónde están su partida de nacimien­to, registro escolar, libreta de racionamiento..., cualquiera de esos papelitos a que son tan aficio­nados los gobiernos del siglo XX? Eso no tiene arreglo, hijo.
- Entonces, ¿qué hacer?
- Enfrentarse con la Patrulla y desafiarla. Es­pera aquí un minuto.
Everard obraba con fría calma, sin tiempo para temer ni para vacilar. Ya en la calle, localizó su saltador, lo preparó para aparecer cinco años des­pués, a pleno mediodía, en Picadilly Circus. Im­pulsó el mando principal, vio partir la máquina y volvió a la habitación. Mary sollozaba y tembla­ba en brazos de Charlie. ¡Pobres niños perdidos en el bosque!
Everard se los llevó al vestíbulo. Se sentó y pre­paró su arma.
- Bien. Esperemos algo más.
No tardó mucho en aparecer un saltador con dos hombres, que vestían uniforme gris de la Pa­trulla y llevaban las armas en las manos.
Everard los detuvo con el disparo de un débil rayo de su arma.
- ¡Ayúdame a atarlos, Charlie!
Mary temblaba, muda, en un rincón.
Cuando los hombres se despertaron, Everard estaba junto a ellos con una helada sonrisa.
- ¿De qué se nos acusa, muchachos? - preguntó en temporal.
- Creo que ya lo saben - dijo uno de los prisio­neros calmosamente -. La oficina principal nos encargó de descubrirlos. Comprobando la próxi­ma semana, encontramos que usted había salvado una familia destinada a morir. El registro de Withcomb indicó que había venido aquí a cooperar en el salvamento de esta mujer, que también había de fallecer esta noche. Es mejor que nos suelte, o será peor para usted.
- No ha cambiado la Historia. Los danelianos están aún allá arriba, ¿o no?
- Sí, claro; pero...
- ¿Cómo sabían ustedes que la familia Enderby tenía que morir?
- Su casa fue bombardeada y nos dijeron que la habían abandonado, porque...
- ¡Ah, pero el caso es que la abandonaron! Está escrito. Ahora bien: usted quiere cambiar el pa­sado.
- Pero esta mujer aquí...
- ¿Están ustedes seguros de que no es la Mary Nelson que vivió en Londres en 1850 y que murió, ya anciana, en 1900?
- Está usted intentando algo difícil. Pero no le valdrá. No puede usted luchar con toda la Patrulla.
- ¿Creen ustedes eso? Puedo dejarles a ustedes aquí para que los Enderby los encuentren. He pre­parado mi vehículo para surgir, en público, en un momento que solo yo conozco. ¿ Cuál va a ser en­tonces la Historia?
- La Patrulla tomará medidas correctivas..., como ya lo hizo usted en el siglo V.
- ¡Quizá! Pero yo puedo hacérselo mucho más fácil, sin embargo, si quieren escuchar mi apela­ción. Quiero ver a un daneliano.
- ¿Quée?
- Ya me han oído. Si es preciso, montaré ese saltador de ustedes y avanzaré un millón de años. Les haré ver cuánto más sencillo sería para ellos concedernos una tregua.
- No será necesario.
Everard giró sobre sí, ahogando un grito. El ani­quilador se escapó de sus manos. No podía mirar a la forma que resplandecía ante sus ojos.
- Su apelación era ya conocida y estaba juzgada siglos antes que usted naciera. Sin embargo, era usted un eslabón necesario en la cadena del tiem­po. Si usted hubiera fallado esta noche, no habría habido perdón. Para nosotros era cosa decidida que un Charlie y una Mary Wíthcomb vivieran en la época victoriana de Inglaterra. También lo es­taba que esta Mary Nelson muriese con la familia Enderby, a quien visitaba en 1944, y que Charlie Withcomb había de vivir soltero y, por último, ser muerto en servicio activo con la Patrulla. La dis­crepancia fue advertida, y como la más ligera para­doja es una peligrosa debilidad en la textura espa­cio-tiempo, ha de ser rectificada eliminando uno u otro hecho, que no habrán existido jamás. Y ya he decidido cuál ha de ser.
Everard supo, allá en su agitado cerebro, que los patrulleros estaban súbitamente libres. Supo que su saltador había sido..., estaba siendo..., seria... arrebatado invisiblemente fuera de aquel momen­to que ahora se vivía. Supo que la Historia diría ahora: la W.A.A.F. Mary Nelson desapareció, pro­bablemente muerta por una bomba cuando se di­rigía a casa de los Enderby, muertos con ella al ser destruida; que Charlie Withcomb desapareció en 1947, probablemente ahogado. Supo que a Mary le fue revelada la verdad, juramentándola para no descubrirla a nadie, y que se la envió, con Charlie Withcomb, a 1850. Supo que ambos se abrirían paso en la vida, dentro de su propia clase media, pero se sentirían siempre extraños bajo el reinado de Victoria; que Charlie tendría siempre el re­cuerdo nostálgico de haber estado en la Patrulla, pero que, volviéndose a mirar a su mujer y a sus hijos, pensaría que él abandonarla no había sido un sacrificio tan grande, después de todo. Todo eso supo, así como que el daneliano se había ido.
Sin embargo, cuando se desvaneció la vertigino­sa oscuridad de su cabeza v miró con clara per­cepción a los patrulleros, no sabía aún cuál iba a ser su destino.
- Venga - dijo uno de ellos -. Salgamos de aquí, antes que alguien se despierte. Le daremos un impulso hacia su año 1954, ¿no?
- Y luego, ¿qué?
El patrullero se encogió de hombros. Bajo su descuidada actitud se advertía la impresión que le produjo la presencia del daneliano.
- Diríjase al jefe de su sector. Se ha mostrado usted incapaz de una tarea fija.
- Entonces..., ¿estoy despedido?
- No se ponga dramático. ¿Creía usted que su caso era único en un millón de años que lleva tra­bajando la Patrulla? Para casos como el suyo hay un procedimiento habitual. Necesita usted más adiestramiento. Su tipo de personalidad va mejor con el servicio de agente libre; para cualquier siglo y lugar, doquiera y cuando quiera que se le necesite. Creo que le gustará.
Everard subió cansinamente al saltador. Cuando se apeó de nuevo, habían pasado diez años.


FIN

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