VALIENTE PARA
SER REY
2ª parte
de Guardianes del tiempo
POUL ANDERSON
1
Una
noche de mediados del siglo XX, en Nueva York, Manse Everard se había puesto un
raído traje de casa y estaba preparando unas bebidas. El timbre de la puerta le
interrumpió. Lanzó un juramento. Lo que él quería ahora - después de varios
días de fatigoso trabajo - no era compañía, sino seguir leyendo las antiguas
narraciones del doctor Watson.
Bueno;
quizá pudiera dominar aquel mal humor. Cruzó la estancia y abrió la puerta con
expresión hosca.
-
¡Hola! - saludó fríamente.
Pero
en el acto se sintió como si estuviera a bordo de una primitiva nave espacial
que acabara de entrar en caída libre; ingrávido y desesperanzado bajo el brillo
de las estrellas.
-
¡Oh! - exclamó -. No sabía... Entre.
Cynthia
Denison se detuvo un momento, mirando al bar, por encima del hombro varonil.
Había colgadas dos lanzas cruzadas y un yelmo con crines de caballo,
pertenecientes a la Edad Aquea del Bronce. Eran oscuros y brillantes;
increíblemente bellos. Trató de hablar con firmeza, pero no pudo.
-
¿Me puede dar un trago? ¿En seguida?
-
¡Claro que sí! - repuso él.
Apretó
fuertemente los labios y le ayudó a quitarse el abrigo. Ella cerró la puerta y
se sentó sobre una cama sueca, tan limpia y funcional como las armas homéricas.
Sus manos revolvieron en el bolso, buscando cigarrillos. Durante unos minutos
no cruzaron sus miradas.
-
¿Bebe aún whisky irlandés con hielo?
- interrogó él.
Sus
palabras parecieron venir de lejos y su cuerpo se movió, desmañado, entre vasos
y botellas, olvidando cómo lo había adiestrado la Patrulla del Tiempo.
Sí -
respondió ella -. Veo que recuerda.
Y su
encendedor sonó; inesperadamente ruidoso en la estancia.
-
Solo falto de aquí unos pocos meses - comentó él, a falta de otro tema -. Un
tiempo entrópico, intangible; justamente veinticuatro horas por día.
Ella
espiró una nube de humo de su cigarrillo y le miró.
-
Para mí no ha sido mucho más. Yo he estado ausente casi de continuo desde mi
boda. Ocho meses y medio de mi vida personal y biológica desde que Keith y
yo... Pero ¿y tú, Everard? ¿Cuánto has estado viajando, en cuántas épocas y
lugares diferentes, desde que fuiste nuestro padrino?
La
voz de ella siempre fue alta y aguda. Era el solo defecto que Everard encontraba
en ella, a menos de considerar como tal su exigua estatura - poco más de metro
y medio -. Nunca solía poner mucha expresión en sus palabras. Pero se podía
comprender que ahora estaba conteniendo el llanto. Le acercó la bebida.
-
¡Fuera preocupaciones!... ¡Todas! - le intimó. Ella obedeció con voz un tanto
estrangulada.
Everard
le volvió a llenar el vaso y completó el suyo propio. Luego, acercando una
silla, sacó una pipa y tabaco de las profundidades de su apolillada chaqueta.
Las manos le temblaron, pero tan levemente, que ella no pudo notarlo.
Había
sido prudente, por parte de Cynthia, no decir en seguida las noticias que
llevase; Ambos necesitaban tiempo para recobrar su propio control.
Se
atrevió a mirarla a la cara. No había cambiado. Su cuerpo era casi perfecto,
de una delicadeza que el vestido negro hacía resaltar. Los cabellos, dorados
como el sol, caían sobre sus hombros; 105 ojos eran azules e inmensos, bajo las
arqueadas cejas; los labios, como siempre, estaban un poco entreabiertos. No llevaba
bastante pintura para que él estuviera seguro de sí había llorado o no: pero en
aquel momento parecía próxima a ello.
Everard
se abstrajo en la tarea de llenar la pipa. Por fin habló:
-
Bueno, Cyn. ¿Me lo cuentas todo?...
Ella
se estremeció y, luego, dijo:
-
Keith... ha desaparecido.
-
¿Eh?.. .- y Everard se sentó de golpe -. ¿En una misión?
-
Si. ¿Cómo, si no? Ha sido en el antiguo Irán. Fue allá y nunca volvió. Ocurrió
hace una semana.
Dejó
el vaso en la cama y se retorció los dedos. Luego añadió:
- La
Patrulla lo buscó, desde luego. Hoy supe los resultados. No pueden encontrarlo.
Ni siquiera aciertan a descubrir lo que le ha ocurrido.
-
Judas... - murmuró Everard.
-
Keith siempre, siempre le creyó a usted su mejor amigo. No puede figurarse cuán
a menudo hablaba de usted. Sinceramente, sé que le hemos tenido abandonado,
pero usted nunca parecía estar en casa, y...
-
¡Claro! - le animó él -. ¿Cree que soy tan pueril? Estuve ocupado. Y, además,
ustedes acababan de casarse...
* * *
«Después
de haberlos yo presentado mutuamente, aquella noche, junto al Mauna Loa, bajo
la luna. La Patrulla del Tiempo no se puede meter en esas cosas. Una jovencita
como Cynthia Cunningbam, un simple peón recién salido de la academia y destinado
en su propio siglo, es libre de tratar a un veterano, como yo, por ejemplo, tan
a menudo como ambos deseen, fuera del tiempo de servicio. No hay razón que le
impida usar sus aptitudes para disfrazarse y llevar a una chica a bailar en la
Viena de Strauss, o al teatro en el Londres de Shakespeare, o a visitar
pequeños bares como el de Tom Lebrer, en Nueva York, o a jugar al tejo, o a
esquiar sobre las aguas, en Hawai, mil años antes que llegaran allá las
primeras canoas. Y un miembro de la Patrulla es, así mismo, libre de reunirse
con ambos. Y de casarse después con la muchacha. »
Everard
hizo humear su pipa. Luego, con la cara oculta por el humo, sugirió:
-
Empecemos por el principio. He perdido el contacto con ustedes durante dos o
tres años. Por eso no estoy muy enterado del trabajo actual de Keith.
-
¡Si nunca pasó usted sus vacaciones en esta época! Nosotros queríamos que
viniera a visitamos.
-
¡Perdón! Yo podía haberlo hecho si hubiera querido.
La
ingenua cara de Cynthia palideció como si hubiera recibido una bofetada. El rectificó,
arrepentido:
- Lo
siento; yo quería ir, desde luego; pero nosotros, agentes libres, estamos
siempre extremadamente ocupados, saltando de acá para allá como mosquitos en
una parrilla. ¡Diablos! Usted me conoce, Cyntbia; carezco de tacto, pero eso no
significa nada. Soy responsable de la leyenda griega sobre una quimera, en la
Grecia clásica. Me llamaban el «dilaiépodo», curioso monstruo con dos pies
izquierdos, ambos en la boca.
Ella
hizo un mohín con los labios y recogió el cigarrillo del cenicero.
-
Aunque aún soy una estudiante de Ingeniería, estoy en estrecho contacto con
todas las otras profesiones, incluso con el Cuartel general. Por ello sé
exactamente lo que han hecho por Keitb..., y no es bastante. Se disponen a
abandonarlo. ¡Manse, si usted no quiere ayudarle, Keith puede darse por muerto!
Se
detuvo, anhelante. Everard no respondió inmediatamente; ambos tenían necesidad
de recobrar la calma, en un instante cruzó por su mente la carrera de Keith
Dennison.
Nació
en Cambridge (Massachusetts) en 1927, de una familia acomodada. Se doctoró en
Filosofía y Arqueología, con una notable tesis; había conseguido 4 campeonato
escolar de boxeo y cruzado el Atlántico en una embarcación de treinta pies.
Combatiente en Corea, en 1950, se batió con tal bravura que habría conquistado
la fama si se hubiera tratado de otra guerra más popular. Y había que
conocerle íntimamente de larga para conseguir que contara todo aquello. Hablaba
con humorismo de temas generales mientras no tenía trabajo que hacer, y cuando
se lo daban, lo hacía sin alardes innecesarios.
«De
seguro - pensó Everard - que el mejor de los dos conquisté a la chica. Keith
también podría haberse hecho agente libre, de haberlo querido. Pero tenía aquí
raíces, y yo no. Era más estable, supongo. »
Licenciado
al fin, en 1952, lo contrató y adiestró la Patrulla. Había aceptado la realidad
de los viajes intertemporales antes que otros muchos, pues su mente era ágil y,
al fin y al cabo, era arqueólogo. Una vez adiestrado, descubrió que, por
fortuna, sus propios fines coincidían con los de la Patrulla, y se especializó
en Oriente y Protohistoria Indoeuropea, llegando a ser, en todo, un hombre más
importante que Everard.
El
agente libre podía corretear tiempo arriba o tiempo abajo, por los recovecos del
destino, socorriendo a los desventurados, arrestando a los delincuentes y
guardando el orden en la combinación de los destinos del Universo; pero ¿cómo
podía saber lo que estaba haciendo en realidad sin una referencia? En Edades
anteriores a los primeros jeroglíficos había habido guerras y expediciones,
descubrimientos y hazañas, cuyas consecuencias afectaban a la totalidad del
continuo espacio-tiempo. La Patrulla tenía que conocer todo aquello. Y esta era
la tarea del especialista.
«Por
encima de todo, Keith era amigo mío», pensó Everard. Y apartando la pipa de
los labios, dijo:
-
Bien, Cynthia; cuénteme lo sucedido.
2
La
vocecilla sonaba ahora casi secamente; tanto era lo que la muchacha se
dominaba.
-
Había estado siguiendo la pista de las migraciones de los diversos clanes
arios. Ya sabe que son muy oscuras. Hay que partir de un punto conocido de la
Historia y trabajar hacia atrás. Para seguir esta última tarea, Keith tenía que
ir al Irán en el año 558 antes de Jesucristo. Era cerca del fin del período
medo, según me confié. Tenía que investigar entre la gente, conocer sus
peculiares tradiciones, comprobarlas luego con las de otro más primitivo,
etcétera. Pero usted debe de saber ya esto, Manse. Usted le ayudó una vez antes
que nos conociéramos. El me lo contó.
-
¡Ah, sí! Solo le acompañaba en caso de dificultad - aclaró, en tono
indiferente, Everard -. Estaba estudiando la emigración prehistórica de cierto
grupo, desde el Don a las montañas del HinduKusch. Dijimos a sus jefes que
éramos cazadores nómadas, les pedimos hospitalidad y acompañamos a la
expedición varias semanas. Fue divertido. Recordaba estepas, inmensos
firmamentos, un vertiginoso galopar tras los antílopes, una fiesta ante las
hogueras del campamento y a una muchacha cuyo cabello tenía el olor dulciamargo
del humo de leña. Durante un tiempo deseé haber vivido y muerto como uno de los
hombres de aquella tribu.
Keith
volvió solo aquella vez. Hay siempre muy poca gente de su especialidad en la
Patrulla. ¡Son tantos miles de años a vigilar y tan pocas las vidas humanas
dedicadas a ello! Ya había ido solo antes.
Yo
siempre tuve miedo a dejarlo ir, pero él decía que... vestido como un pastor
errante, sin nada que mereciera la pena de exponerse a un robo, estaría aún más
seguro en las colinas iranianas que cruzando por Broadway. Pero ¡esta vez no lo
estuvo!
- Ya
comprendo - dijo rápidamente Everard -. El partió - ¿hace una semana, dice
usted? - creyendo que lograría su informe, lo remitiría a su oficina de
control y estaría aquí de vuelta el mismo día. Porque solo un tonto rematado dejaría consumirse su vida sin volver al
lado de usted.
- Yo
me apuré en seguida - comentó ella encendiendo otro pitillo en la colilla del
anterior -. Me dirigí al jefe para preguntar por él. Le estoy agradecida porque
se ocupé personalmente del asunto durante una semana, hasta hoy. La respuesta
fue que Keith no había vuelto. La casa que centraliza los informes dice que
nunca les llegó e1 de Keith. Comprobamos los registros de los cuarteles
generales intermedios. Respondieron que... Keith no volvió jamás y que nunca se
hallaron sus huellas.
Everard
asintió, preocupado.
-
Entonces - opinó - se ordenaría una búsqueda y el Cuartel General Principal
tendría el informe.
Tiempo
mudable aquel, hecho de un montón de paradojas, reflexionó por milésima vez. En
el caso de un hombre perdido, no se obligaba a otro a buscarle si, en algún
registro cualquiera, había un informe en que se afirmaba haberlo hecho ya. Pero
¿cómo, sino insistiendo en la búsqueda, se tenían probabilidades de hallarlo?
Era posible retroceder, y así cambiar los hechos de tal modo que acabasen por
encontrarle; pero, en ese caso, el informe que se archivaba recogía «siempre»
solo el éxito, y únicamente los interesados conocían la primitiva verdad.
Todo
podía resultar tan confuso, que no era sorprendente el que la Patrulla fuese
minuciosa hasta en los pequeños detalles que no influían en la estructura
general del hecho.
-
Nuestra oficina notificó a sus agentes en el mundo del Antiguo Irán, y ellos enviaron
una expedición investigadora - supuso Everard -. Como no conocían el sitio
preciso en que desapareció Keith ni en el que ocultó su vehículo, no pudieron
dar las coordenadas precisas.
Cynthia
asintió.
-
Pero lo que no puedo entender - prosiguió Everard - es por qué no encontraron
la máquina después. Sea lo que quiera que aconteciese a Keith, al aparato
debió de quedar por aquellos contornos, en alguna cueva o cosa así. La
Patrulla tiene aparatos detectores que debían haber podido localizar el saltador,
por lo menos, y entonces trabajar partiendo de allí hacia atrás y hallar a
Keith.
Ella
chupó el cigarrillo con tal violencia que se le contrajeron las mejillas, y
replicó:
- Ya
lo intentaron. Pero dicen que es una comarca salvaje, montañosa, difícil de
explorar. Nada dio resultado. No encontraron sus huellas. Pudieron haberlo
conseguido buscando de muy cerca, haciendo la labor kilómetro a kilómetro y
hora por hora. Pero no se atrevieron. Aquel ambiente es peligroso. Gordon me
enseñó el análisis. No pude comprender todos aquellos símbolos, pero me dijo
que era un siglo muy peligroso para husmear en él.
Everard
cerró su ancha mano sobre la cazoleta de la pipa. Su calor era reconfortante. A
él, las eras peligrosas le inspiraban pavor.
- Ya
entiendo - explicó -. No pueden buscar tan completamente como debieran porque
ello debilitaría a los jefes locales y determinaría que obrasen desacordes
cuando llegara la gran crisis. Pero, y si se hacen investigaciones locales,
disfrazados entre la gente?
Varios
expertos patrulleros lo han hecho; lo hicieron durante semanas. Pero los
indígenas no les facilitaron nunca el menor indicio. Aquellas tribus son muy
salvajes y desconfiadas; quizá temieron que nuestros agentes fuesen espías del
rey de Media; y comprendo que no quisieran aquel régimen. No; la Patrulla no
pudo hallar ni una huella. Y, de todos modos, no hay razón para pensar que
aquello afectase en nada al registro. Creen que Keith fue asesinado y que su
lanzadora se perdió. ¿Y qué diferencia - y, al decirlo, Cynthia se puso en pie
de un salto -, qué diferencia marca un cadáver más en un sumidero como ese?
Everard
se levantó también; ella se echó en sus brazos y él permitió que se desahogara.
Por su parte, nunca creyó que hubiera mal en ello. Apenas había conseguido
olvidarla algo, pero ahora vino a sus brazos y tendría que empezar a olvidarla
de nuevo.
-
¿No pueden volver a registrar localmente? ¿No podrán retroceder una semana y
advertirle que no vaya por allí? ¿Es eso mucho pedir? ¿Qué clase de monstruos
produce su ley?
-
Los hombres normales la hicieron. Si uno de nosotros - respondió Everard -
volviera la espalda a su pasado, pronto estaríamos todos tan confundidos que
ninguno de nosotros tendría una existencia real.
-
Pero en un millón de años debe existir alguna excepción.
Everard
no respondió. Sabia que existían, pero también que el caso de Keith Dennison no
sería una de ellas. La Patrulla no estaba compuesta por santos, pero su gente
no se atrevería a violar sus propias leyes para fines particulares. Soportaban
sus pérdidas como cualquier agrupación, alzaban los vasos en honor a sus
muertos y nadie retrocedía en el tiempo para estudiar cómo habían vivido.
Cynthia
se separó de él, volvió a su bebida y la alejó de sí. Los rubios rizos
revoloteaban en su cabeza cuando dijo, sacando un pañuelo que se llevó a los
ojos:
- Lo
siento, no quería criticar.
-
Bien - repuso él.
Ella,
mirando al suelo, sugirió:
-
Podría usted intentar ayudarle, Everard. Los agentes regulares lo han dejado,
pero usted podría probar.
Aquella
era una apelación sin escape.
-
Sí, podría - repuso -. Pero tal vez no triunfe. Los informes que se tienen
demuestran que, de intentarlo, fracasaría. Y cualquier alteración del
espacio-tiempo es censurada; aun siendo tan trivial como esta.
-
Para Keith no ha sido trivial.
-
Cynthia, es usted una de las pocas mujeres que se expresan así. La mayoría
hubieran dicho: «No ha sido trivial para
mí.»
Los
ojos de ella captaron la mirada de él, y por un instante Cynthia quedó inmóvil.
Luego susurré:
- Lo
siento, Manse; no me daba cuenta. Creía que todo habría pasado, para ti, con el
tiempo; que me habrías...
-
¿De qué estás hablando?.. - se defendió él.
-
¿No podrían hacer algo por ti los psicólogos de la Patrulla? - preguntó -.
Quiero decir que así como nos acondicionan para no revelar a persona no
autorizada lo de los viajes a través del tiempo, podrían, así mismo...,
transformar a un individuo para...
-
¡Deja eso! - cortó rudamente Everard.
Por
un rato mordisqueó la pipa. Al fin, exclamó:
-
Bien. Tengo una o dos ideas propias, que no se han ensayado. Si de algún modo
se puede rescatar a Keith, le tendrás aquí antes de mañana a mediodía.
-
¿Podrías transportarme ahora en tu saltador a ese momento, Manse?
Ella
empezaba a temblar.
- Si
- repuso él -, pero no quiero. Suceda lo que suceda, necesitarás estar
descansada mañana. Te llevaré ahora a tu casa y te haré tomar un soporífero.
Luego, volveré aquí a reflexionar sobre la situación. Vaya, no tiembles. Ya te
dije que tenía que pensar.
-
¡Manse! - exclamó ella estrechándole la mano. Y él concibió una súbita
esperanza, por la que se maldijo.
3
A
fines del año 542 antes de Jesucristo, un hombre solitario bajaba de las
montañas y entraba en el valle del Kur. Cabalgaba sobre un hermoso caballo
castaño, aún más grande que la mayor parte de los de las tropas de caballería y
que en cualquier lugar hubiera incitado al robo; pero el Gran Rey había
impuesto el orden de tal manera en sus dominios, que podía afirmarse que una
doncella cargada con un saco de oro podía viajar a salvo por toda la Persia.
Tal era la razón de que Manse Everard hubiera escogido tal época para su salto
en el tiempo; dieciséis años después que Dennison fuera destinado allí.
Otro
motivo era el llegar mucho después de haberse calmado cualquier perturbación
que el viajero en el tiempo hubiera, hipotéticamente, producido y por cuya
causa hubiera muerto. Fuese cualquiera la verdad sobre el destino de Keith,
era mejor aproximarse a ella indirectamente, ya que los métodos directos habían
fallado.
Por
último, según los informes de la Oficina del Medio Ambiente Aqueménide, parecía
que el otoño del año 542 era la: primera época relativamente tranquila después
de la desaparición. Los años de 558 a 553 habían sido aquellos turbulentos en
que el rey persa de Anshan, Kuru-sh (aquel a quien el futuro llamaría Kaikhosru
y Ciro), estuvo reñido con su señor Astiajes, rey de Media. Luego vinieron
tres años en que la rebelión de Ciro y la guerra civil asolaron el Imperio, y
los persas, por último, sometieron a sus vecinos del Norte. Pero Ciro, apenas
victorioso, hubo de hacer frente a las contrarrevueltas y a las incursiones de
los turanios tardó cuatro años en eliminar aquellos trastornos y extender sus
dominios hacia el Este. Ello alarmó a los monarcas, sus colegas; y Egipto, Babilonia,
Lidia y Esparta se coligaron para destruirle con el rey Creso, de Lidia,
realizando una invasión en el 546. Lidia fue derrotada y anexionada, pero
volvió a rebelarse y hubo de ser derrotada de nuevo; las turbulentas colonias
griegas de Jonia, Caria y Licia tuvieron que ser pacificadas, y mientras sus
generales hacían todo esto en el Oeste, el propio Ciro hubo de combatir en el
Este para rechazar a los salvajes jinetes, que de otro modo habrían incendiado
sus ciudades.
Ahora
había un período de calma. Cilicia se rendiría sin lucha, viendo que las otras
conquistas persas eran gobernadas con tal humanidad y tolerancia para las
costumbres locales como el mundo no había visto jamás. Ciro dejó a sus nobles
el cuidado de las fronteras y se dedicó a consolidar lo conquistado.
Hasta
el año 539 no se reanudó la guerra con Babilonia ni se adquirió Mesopotamia, y,
luego, Ciro tuvo otra época de paz, hasta que los salvajes de más allá del Aral
se fortalecieron y el rey hubo de luchar contra ellos para destruirlos.
Manse
Everard entró en Pasargadae con un florecimiento de esperanza. Y no porque la
época en que entonces voluntariamente vivía indujese a tan floridas metáforas.
Cabalgaba despacio, atravesando kilómetros y kilómetros, viendo a los campesinos
armados de guadañas inclinarse cargando viejas carretas tiradas por bueyes,
mientras el estiércol humeaba en los barbechos. Harapientos chiquillos se
chupaban los dedos a la puerta de chozas de barro sin ventanas, y lo miraban
pasar.
Un
pollo escarbaba acá y allá, en la carretera, hasta que el veloz mensajero real,
que le había alarmado, pasaba y lo mataba. Un escuadrón de lanceros
pintorescamente ataviados con pantalones bombachos, armaduras escamosas, yelmos
apuntados o empenachados y capas rayadas de alegres colores, galopaban junto a
él, también polvorientos, sudorosos y cambiando entre sí sucios chistes. Los
aristócratas poseían grandes casas con muros de adobe y hermosísimos jardines,
pero eran pocas las que una economía como aquella podía sostener. Pasargadae
era, casi en su totalidad, una ciudad oriental, con calles retorcidas y
fangosas, formadas por cabañas a cuya puerta se veían grasientas tocas y
manchados trajes; chillones mercaderes en los bazares, mendigos exhibiendo sus
llagas, comerciantes que conducían filas de astrosos camellos y sobrecargados
burros, perros husmeando en montones de basura, música tabernaria que
recordaba los maullidos de un gato en una lavadora, hombres que remolineaban
los brazos y vomitaban maldiciones... ¿Qué había empujado a toda aquella
chusma hacia el inescrutable Oriente?
-
¡Limosna, señor! ¡Limosna por el amor de la Luz! ¡Limosna, y Mithra le
sonreirá!
-
¡Fíjese, señor! ¡Juro por la barba de mi padre que nunca hubo labor más hermosa,
producto de una mano más hábil, que esta brida que le ofrezco a usted, el más
afortunado de los hombres, por la ridícula suma de...
-
¡Por aquí, mi amo; por aquí, solo cuatro casas más abajo, el más hermoso mesón
de toda Persia, digo poco, de todo el mundo. Nuestros jergones están rellenos
de pluma de cisne; mi padre sirve un vino que gustaría a un Devi, mi madre
guisa un pilau cuya fama se extiende
hasta los confines de la Tierra y mis hermanas son tres lunas de delicia, que
usted puede obtener solamente por una simple...
Everard
ignoró los infantiles corredores que clamoreaban a su lado. Uno de ellos le
agarró de un tobillo; él, jurando, le asestó un golpe, y el chiquillo gimió
sin reparo. Everard esperaba eludir la permanencia en una posada; los persas
eran más limpios que la mayoría de la gente en esa época, pero aún habría allí
bastantes insectos.
Trató
de sobreponerse.
De
ordinario, un patrullero siempre tenía un as en la manga, en forma de una
pistola tronadora del siglo XXX, bajo la chaqueta, y una diminuta radioemisora
para llamar a su lado al saltador antigravitatorio que tripulaba. Everard
vestía un traje griego: túnica, sandalias y larga capa de lana; espada al
cinto, casco y escudo, este colgado de la grupa del caballo..., y eso era todo;
únicamente el acero resultaba anacrónico.
No
podía recurrir a ninguna oficina local de los suyos, en caso de dificultad,
pues aquella época de transición, relativamente pobre y turbulenta, no atraía
la atención de los temporales; la unidad patrullera más próxima, el Cuartel
General de aquel medio ambiente, estaba en Persépolis, a un siglo de distancia
en el futuro.
Las
calles se iban ensanchando según avanzaba; los bazares iban escaseando y las
casas aumentando de tamaño. Se podían ver ciruelos, cuyas ramas asomaban sobre
las tapias. Por fin, entró en una plaza cuadrada formada por cuatro casas.
Había allí unos guardias, ligeramente armados y en cuclillas, pues aún no se
había discurrido la posición «en su lugar, descanso». Pero se levantaron y empuñaron
cautamente sus armas cuando Everard se aproximé. Este podía simplemente haber
cruzado la plaza, pero cambió su rumbo y llamó a uno que parecía el capitán.
-
¡Saludos - señor! ¡Que te ilumine un sol brillante!
La
lengua persa, que había aprendido en una hora, bajo la hipnosis, fluía sin
dificultad de sus labios.
-
Busco hospitalidad en casa de algún grande hombre que guste de escuchar mis
pobres relatos de viajero por tierras extrañas.
-
¡Ojalá vivas mil años! - repuso el guardia.
Everard
recordó que no debía darle propina; aquellos persas, del mismo clan de Ciro,
eran gente orgullosa y brava: cazadores, pastores y guerreros. Todos hablaban
con la digna cortesía que fue común a su tipo a través de la Historia.
- Yo
sirvo a Creso, el lidio, servidor del Gran Rey. El no rehusará su techo a un...
-
Peregrino de Atenas - aclaró Everard.
Aquella
procedencia podía explicar su ancha contextura, ágil complexión y corto
cabello.
Se
había visto forzado a dar a su barbilla una apariencia vandickiana. Herodoto no
era el primer griego trotamundos, y, por ello, un ateniense no tenía por qué
ser excesivamente exagerado. Al mismo tiempo, medio siglo antes de Maratón, los
europeos eran aún lo bastante raros aquí para excitar el interés.
Se
llamó a un esclavo para que avisara al mayordomo, quien, a su vez, envió a
otro esclavo. Este invitó al extranjero a trasponer la verja. El jardín al que
daba acceso era todo lo fresco y verde que cabía desear; no había miedo de que
robasen ninguna de sus pertenencias bajo aquel techo. La comida y bebida
serían buenas y, en fin, el propio Creso recibiría al huésped. «Estamos de
suerte», se dijo Everard, y aceptó un baño caliente, aceites fragantes,
vestidos frescos, dátiles y vino que trajeron a su habitación, amueblada
austeramente: un jergón y un grato panorama. Solo echó de menos un
cigarrillo...
Seguro
que si Keith había, irremediablemente, muerto...
- ¡
Diablos y ranas purpúreas! - musitó Everard -. Es peor pensar en ello.
4
Después
del crepúsculo, hizo frío. Se encendieron las lámparas con mucha ceremonia (el
fuego era sagrado) y se avivaron los braseros. Un esclavo se postró para
anunciar que el señor estaba servido. Everard le acompañéóa través de un largo
corredor donde vigorosas pinturas murales reproducían el Sol y el Toro de
Mithra, y pasando al lado de dos lanceros entraron en un pequeño cuarto,
brillantemente iluminado, con olor a incienso y profusión de alfombras. Había
preparados dos lechos a la manera helénica junto a una mesa, cubierta de
manjares nada griegos, en platos de metales preciosos; esclavos camareros
aguardaban al fondo y armoniosa música china salía a través de una puerta
interior.
Creso,
de Lidia, hizo un gracioso movimiento de cabeza. Antaño había sido hermoso; sus
rasgos eran regulares, pero parecía haber envejecido mucho desde pocos años
antes, cuando su poder y riqueza eran proverbiales. Tenía grises la barba y el
largo cabello; llevaba una clámide griega, pero sus vestiduras eran rojas, al
modo persa.
-
¡Alégrate, peregrino de Atenas! - dijo en griego, y levantó la cara.
Everard
le besó en la mejilla, como estaba indicado. Era un gesto simpático del
anfitrión mostrar así que su huésped apenas le era inferior en categoría,
aunque Creso hubiera estado comiendo ajo. Everard respondió:
-
Alégrate, señor. Mil gracias por tu bondad.
-
Esta solitaria comida no es por despreciarte - aclaró el ex rey -. Solo pensé..
- y al decirlo, dudaba -. Siempre me he considerado próximo pariente de los
griegos y podíamos hablar de cosas serias.
- Mi
señor me honra más de lo que merezco - respondió Everard.
Se
cumplieron varios rituales y, finalmente, llegó la comida. Everard se explayó
en la narración que traía preparada sobre sus viajes; de cuando en cuando,
Creso hacia una pregunta, sorprendentemente aguda; pero el patrullero pronto
aprendió a evadirías.
- En
efecto, los tiempos cambian; eres afortunado al vivir en el alba de una nueva
Edad - decía Creso.
-
Nunca he conocido el mundo con un rey más glorioso..., etcétera, etcétera -
respondía Everard para los oídos de los espías reales que, sin duda, figuraban
entre los servidores. Lo que resultó ser verdad.
-
Los mismos dioses han favorecido a nuestro rey - proseguía Creso -. Si yo
hubiera sabido cómo le protegían (porque, en verdad, lo creí una simple
fábula), no habría osado oponerme a él. Porque, sin duda alguna, es el
Elegido.
Everard
sostenía su papel de griego, aguando el vino y deseando haber escogido una
nacionalidad menos temperante.
-
¿Qué me cuentas, señor? - preguntó - Sabía solamente que el Gran Rey era hijo
de Cambises, el cual gobernó esta provincia como vasallo del medo Astíages.
¿Hay algo más?
Creso
se inclinó hacia delante. A la incierta luz, sus ojos tenían una curiosa y
brillante mirada, una mezcla dionisíaca de terror y entusiasmo, que el siglo de
Everard había olvidado hacía tiempo.
-
Óyeme, y da de ello cuenta a tus compatriotas - dijo -: Astiages casó a su
hija Mandana con Cambises porque sabia que los persas estaban inquietos bajo
su pesado yugo y quería que los jefes estuvieran ligados a su casa. Pero
Cambises se debilitó y enfermó. Si llegaba a fallecer y su hijo Ciro, aún niño,
le sucedía, pudiera originarse una turbulenta regencia de nobles persas no
afectos a Astiages. Además, los sueños le advertían que Ciro había de poner fin
a su dominación. Por todo ello, Astiages ordenó a su pariente Ojo Aurvagaush
(Creso traducía el nombre de Harpago lo mismo que helenizaba todos los nombres
locales) hacer desaparecer al príncipe. Harpago se llevó al niño pese a las
protestas de la reina Mandana, pues Cambises estaba demasiado enfermo para
evitarlo, y la misma Persia no podía rebelarse sin preparación. Pero Harpago
no se decidía a terminar con el niño. Lo cambió por el aborto de la mujer de un
pastor de las montañas a quien le hizo jurar el secreto. El niño muerto fue
envuelto en regios pañales y abandonado en la falda de una colina; de allí a
poco, unos oficiales de la corte de Medio fueron requeridos para dar testimonio
de que había sido expuesto, y lo enterraron. Ciro, nuestro señor, se crió como
un zagal de una majada. Cambises vivió aún veinte años sin engendrar otros
hijos ni ser bastante fuerte para vengar a su primogénito. Por último, murió
sin sucesión a la que los persas pudieran sentirse obligados a obedecer, y
Astiages temió trastornos. Por esta época apareció Ciro, y, acreditada su
identidad por varias señales, Astiages, arrepentido de lo hecho, le dio la
bienvenida y le reconoció para heredero de Cambises. Ciro permaneció en
vasallaje cinco años, aunque hallando cada vez más odiosa la tiranía de los
medos. Harpago, en Ecbatana, también tenía una cosa horrible que vengar:
Astiages (en castigo de su desobediencia en el asunto de Ciro) le había hecho
comerse a su propio hijo. Por ello, Harpago conspiraba en unión de algunos
nobles medos, y eligieron por jefe a Ciro. Persia se rebeló, y, después de tres
años de guerra, Ciro se adueñó de ambas naciones. Desde entonces, claro es, se
ha adueñado de otras. ¿Cuándo han mostrado los dioses su voluntad más
claramente?
Everard
siguió por un momento tranquilamente en su lecho, oyendo el ruido de las hojas
en el jardín, bajo el frío viento. Y preguntó:
-
¿Es eso verdad o murmuración infundada?
- La
he confirmado a menudo desde que frecuento la corte persa. El mismo rey me lo
aseguró, así como Harpago y otros directamente relacionados con ello.
El
lidio no podía mentir cuando citaba en su apoyo el testimonio de su gobernante;
los persas d e alta cuna eran fanáticos adoradores de la verdad. Y, sin
embargo, Everard no había oído nada más increíble en toda su carrera de
patrullero, pues aquella era la narración recogida por Heródoto que, con pocas
variantes, podía leerse en el Shah Nameh y
que cualquiera calificaría de mito heroico. Era el mismo cuento inverosímil que
se había relatado con referencia a Rómulo, Sigfrido y otros cien grandes
hombres. No había razones para creer lo sostenido por los hechos ni para dudar
de que Ciro se había criado normalmente en su casa paterna, sucedido a su padre
por pleno derecho de nacimiento y que su rebelión obedecía a las razones
usuales. Pero la tal fábula se contaba, con juramento, por testigos de vista!
Allí había misterio. Ello devolvía a Everard su primer propósito. Después de
proferir apropiadas expresiones de estupor, derivó la conversación hasta que pudo
insinuar:
- He
oído rumores de que hace dieciséis años llegó a Pargadae un extranjero el cual,
aunque disfrazado de pobre pastor, era realmente un poderoso mago, que hacía
milagros, puede haber muerto aquí. ¿Sabe algo de esto mi generoso anfitrión?
Y
esperó, tenso, porque tenía la firme sospecha de que Keith Dennison no había
sido asesinado por ningún bandido montañés, ni se había roto la cabeza al caer
de una roca, ni recibido daño análogo a estos, ya que, en tal caso, su
saltatiempo habría estado aún sobre las colinas cuando lo buscó la patrulla. Y
esta podía haber registrado la comarca demasiado a la ligera para encontrar al
propio Dennison, pero ¿cómo podían los aparatos detectores perder la pista del
saltador?
Por
ello, Everard pensaba que lo sucedido fue más complicado. Pues si, al fin,
Keith hubiera sobrevivido, habría vuelto a la civilización.
-
¿Hace dieciséis años? - Creso se mesó la barba -. No estaba yo aquí entonces.
Y, además, en esa época la tierra estaba llena de portentos - pues fue cuando
Ciro abandonó las montañas y ciñó su hereditaria corona del Anshan. No,
peregrino; nada sé de ello.
- He
estado ansioso de hallar a esta persona - porque un oráculo...
-
Puedes preguntar a mis servidores y a la gente del pueblo - sugirió Creso -. Yo
preguntaré en la corte para ayudarte. Te quedarás aquí unos días, ¿no? Quizá el
rey mismo desee verte; le interesan los extranjeros
La
conversación no duró mucho más. Creso explicó con sonrisa un tanto apagada que
los persas creían en la bondad de irse a dormir temprano y levantarse con el
alba, y que por ello tenían que estar en palacio a la hora del alba.
Un
esclavo condujo a Everard a su habitación, donde hallé, esperándole sonriente,
a una agraciada muchacha. Dudó un instante, recordando otra ocasión hacía
veinticuatro años; pero... al diablo con ello! Un hombre tenía que tomar cuanto
los dioses le ofrecieran, y estos solían ser algo tacaños.
5
No
mucho después de salir el sol, una tropa de jinetes se detuvo ante el palacio y
reclamó a gritos al peregrino de Atenas. Everard salió, interrumpiendo su
desayuno, y contempló un garañón gris junto a la dura y pilosa cara de halcón
de un capitán de aquella guardia a la que llamaban los «Inmortales». Los
hombres formaban un fondo con inquietos caballos, capas, plumas que
revoloteaban, metales tintineantes y crujientes cueros, y el sol jugueteaba
destellando sobre las pulidas mallas.
- Le
requiere el ciliarca - profirió el oficial, usando el título persa equivalente
a comandante de la Guardia y gran visir del Imperio.
Everard
permaneció silencioso un instante, considerando la situación.
Sus
músculos se envararon. La invitación no era muy cordial, pero aquí no cabía
excusarse alegando un compromiso previo.
-
Escucho y obedezco - repuso -. Pero déjenme recoger un pequeño regalo, en
correspondencia al honor que se me hace.
- El
ciliarca dijo que acudiese en el acto. Aquí tiene un caballo.
Un
arquero centinela le ofreció las manos enlazadas, pero Everard se alzó por si
solo sobre la silla, habilidad útil antes de haberse inventado los estribos. El
capitán gruñó una áspera aprobación, giró su montura y emprendió el galope por
una amplia avenida flanqueada por esfinges y por las casas de los grandes.
Su
tráfico no era tan movido como el de las calles comerciales, pero había
bastantes jinetes, carretas, literas y peatones, que dificultaban el camino.
Pero los «Inmortales» no se detenían ante nadie, trasponiendo veloces las
verjas del palacio, abiertas para darles paso. Esparcieron la arena con los
cascos de sus monturas, atravesaron un prado donde el agua centelleaba en las
fuentes e hicieron un alto en el ala oeste. El palacio, de ladrillo
chillonamente pintado, destacaba sobre una ancha plataforma entre varios
edificios más bajos. El propio capitán descabalgó ante él, hizo un cortés
gesto y subió por una escalera de mármol. Everard lo siguió, rodeado de
guerreros que empuñaban ligeras hachas de guerra que habían cogido de los
arzones para su defensa. El grupo caminó entre esclavos domésticos, de caras
chatas, enturbantados, atravesando una columnata roja y amarilla, que
precedía a un vestíbulo cuya belleza no estaba Everard en condiciones de
apreciar, y así pasó, ante una fila de guardias, a una habitación en que
esbeltas columnas sostenían una cúpula de pavo real y en la que la fragancia de
las rosas tardías entraba por artísticos ajimeces.
Allí,
los «Inmortales» hicieron homenaje, lo que imitó Everard, pensando: «Lo que es
bueno para ellos ha de serlo para ti», mientras besaba la alfombra persa. Un
hombre que ocupaba un lecho ordenó:
-
Levantaos y esperad. Traed un cojín para el griego.
Los
soldados montaron la guardia en torno a él. Un nubio trajo un almohadón, que
dejó en el suelo, ante el asiento de su amo.
Everard
se sentó allí, con las piernas cruzadas y la boca seca.
El
ciliarca, en quien Everard reconoció a Harpago, recordando lo dicho por Creso,
se incorporó.
Destacando
su delgada armazón de la piel de tigre de su lecho y la chillona túnica roja,
el medo presentaba un aspecto envejecido; los largos cabellos color de hierro
le llegaban hasta los hombros, y una fea nariz destacaba en su rostro, cubierto
de arrugas. Sus ojos penetrantes escudriñaban al recién llegado.
-
Bien - exclamó en persa, con un acento que revelaba al iraniano del Norte -. Así
que tú eres el hombre de Atenas; el noble Creso habló de tu llegada esta mañana
y mencionó las averiguaciones que estás haciendo. Como ello puede afectar a la
seguridad del Estado, quisiera conocer exactamente qué es lo que buscas.
Se
acarició la barba con enjoyada mano y sonrió heladamente, añadiendo.
- Y
puede suceder que si tu búsqueda es inofensiva, te preste mi ayuda en ella.
Tuvo
cuidado de no emplear las fórmulas de costumbre para el saludo, de no ofrecer
refrescos ni dar, de cualquier otro modo, al peregrino el casi sagrado status de huésped. Aquello era un
interrogatorio.
-
¿Qué deseáis saber, mi señor? - preguntó Everard, imaginando ya la respuesta.
-
Buscas a un mago extranjero, capaz de hacer milagros, que llegó aquí hace
dieciséis veranos. ¿Por qué y qué más sabes del asunto? No te pongas a
inventar mentiras; habla.
- Mi
señor - repuso Everard -, el oráculo de Delfos me dijo que mejoraría de fortuna
si descubría el paradero de un pastor que entró en Persia el..., ¡hum!, el
tercer año de la primera tiranía de Pisístrato. Nunca he sabido más, mi señor;
vos sabéis cuán oscuras son las palabras del oráculo.
-
¡Hum, hum!
El
miedo se manifestaba en la mezquina estatura, y Harpago hizo la señal de la
cruz, que era un símbolo mitraico. Dijo ásperamente.
-
¿Qué has descubierto, además?
-
Nada, gran señor. Nadie pudo decirme...
-
¡Mientes! - aulló Harpago -. ¡Todos los griegos son embusteros! Ten cuidado;
hablas con ligereza de las cosas santas. ¿A quién más le has mencionado esto?
Everard
observó un ligero tic nervioso en la boca de Harpago. El, por su parte, sintió
como una bola fría en el estómago. Había dado con alguna cosa que el ciliarca
creía completamente sepultada; algo ante lo cual el riesgo de chocar con Creso,
que tenía el deber de proteger a su huésped, era desdeñable. Y la más sencilla
defensa contra tal riesgo eran la risa y la mofa... después que las tenazas y
el potro le hubieran sacado al extranjero todo lo que sabía.
«Pero
¿qué demonios coronados sabia?»
El
peregrino seguía protestando:
- A
nadie, mi señor. Nadie, sino el oráculo y el dios Sol, cuya voz es, y que me ha
enviado aquí, ha sabido esto antes de esta noche.
Harpago
respiró hondamente, contenido por la invocación. Pero luego añadió, irguiendo
visiblemente los hombros:
-
Solo tenemos tu palabra; la palabra de un griego, sobre que el oráculo te
habló; sobre que no vienes a espiar secretos de Estado. Pero, aun admitiéndolo,
el dios puede muy bien haberte hecho llegar aquí para destruirte por tus
pecados. Consultaremos sobre esto.
E
hizo un signo al capitán.
-
¡Llévalo abajo! ¡En nombre del rey!
¡El
rey!
La
palabra deslumbró a Everard. Saltó sobre sus pies y gritó:
-
¡Sí, el rey! El oráculo me dijo... que habría una señal y que luego debería
llevar su palabra al rey de los persas.
-
¡Agarradle! - vociferó Harpago.
Los
guardias se precipitaron a obedecerle. Everard se echó atrás, clamando por el
rey Ciro tan alto como pudo. Que le arrestaran... Sus palabras llegarían hasta
el trono, y... Dos hombres le arrinconaron contra la pared, levantando sus
hachas. Más hombres se apretujaban tras ellos. Por encima de sus yelmos se veía
a Harpago, incorporado en su lecho.
-
¡Lleváoslo y degolladle! - ordenó.
- Mi
señor - protestó el capitán -, ha invocado al rey.
-
¡Para hechizarlo! Ahora lo reconozco: es el hijo de Zohak y agente de Ahriman.
¡Matadle!
-
No; esperad. ¿No comprendéis que este traidor quiere impedirme decir al
rey...? ¡Fuera, puercos!
Una
mano se cerró sobre su brazo derecho. Había estado dispuesto a permanecer en
prisión varias horas, hasta que el gran jefe supiera del asunto y le libertara;
pero después de aquello las cosas se precipitaban
excesivamente. Lanzó un gancho de izquierda, que terminó aplastando una nariz.
El guardia retrocedió. Everard le quitó el hacha de las manos, miró en torno
suyo y paró el golpe de otro guerrero, a su izquierda.
Los
«Inmortales» atacaron. El hacha que Everard empuñaba sonó contra metal, lo
hendió y aplastó un nudillo. En la lucha sobrepasaba a la mayoría. Pero no
tenía en aquel combate más probabilidades que una pelota de celofán. Un golpe
silbó sobre su cabeza; lo esquivó tras una columna, de la que saltaron
astillas. Se abrió un claro y él se abalanzó sobre un guerrero vestido de
malla, al que hizo caer, y luego escaló un espacio abierto bajo la cúpula.
Harpago echó a correr, escondiendo su sable bajo sus ropas; el viejo miserable
era aún bastante valiente. Everard giró sobre sí mismo para enfrentarlo, de
modo que el ciliarca quedaba entre él y las tropas. Sable y hacha chocaron. Everard
trató de estrechar distancias; un forcejeo entre ambos evitaría que los persas
le arrojaran sus lanzas, pero quedaban a retaguardia para cerrarle el paso.
¡Por Judas, aquel podía ser el fin de otro patrullero!
-
¡Alto! ¡Esconded vuestros rostros! ¡El rey llega!
Por
tres veces sonó una trompeta. Los guardianes se cuadraron en sus puestos,
contemplando al gigante que, vestido de escarlata, aparecía indignado a la
puerta, golpeando el tapiz. Harpago bajó su arma. Everard casi lo descabezó;
más luego, recordando y oyendo los apresurados pasos de los guerreros en la
antesala, dejó caer también el hacha. Por un momento el ciliarca y él se
echaron mutuamente el aliento a la cara.
-
Así que... oyó mis palabras... y vino... en seguida - resolló Everard.
-
Ten cuidado - le susurró el medo, acurrucado como un gato -. Te estoy
observando. Si envenenas su mente, también tú probarás el veneno... o el
puñal.
-
¡El rey! ¡El rey! - vociferaba el heraldo.
Everard
se echó al suelo cerca de Harpago
Un
piquete de «Inmortales» entró en la estancia y formó a los lados del lecho.
Luego,
el propio Ciro entró ondeando los pliegues de su túnica al movimiento de su
ágil andar. Le seguían algunos cortesanos, de piel atezada, que tenían el
privilegio de llevar armas ante el rey. Más atrás, un esclavo retorcía sus
manos, temeroso por no haber tenido tiempo de extender una alfombra o llamar a
los músicos.
La
voz del rey resonó en el silencio, preguntando:
-
¿Qué es esto? ¿Dónde está el extranjero que preguntaba por mí?
Everard
aventuró una ojeada. Ciro era alto, ancho de hombros y esbelto de cuerpo, y
parecía ser mayor de lo que Creso decía, pues aparentaba unos cuarenta y siete
años. Tenía la cara estrecha y morena, ojos castaños, una cicatriz de arma
blanca en la mejilla izquierda, nariz recta y labios gruesos. Llevaba cepillado
hacia atrás su cabello, ya algo gris, y la barba más recortada de lo que era
costumbre en Persia. Vestía lo más sencillamente posible, dada su posición.
-
¿Dónde está el extranjero del que el esclavo corrió a hablarme?
-
Soy yo, Gran Rey.
Levántate
y dime tu nombre.
Everard
se puso en pie y dijo en inglés:
-
¡Hola, Keith!
6
Las
parras desbordaban en torno a una pérgola de mármol, tanto que casi ocultaban a
los arqueros que los rodeaban, guardándolos. Keith Dennison, tendido en un
banco, contemplaba la sombra de las hojas en el suelo y decía amargamente:
-
Por fin podemos hablar a solas. El idioma inglés no se ha inventado todavía.
Calló
un momento y luego prosiguió con voz ronca:
- A
veces he pensado que lo más difícil de soportar en mi situación era el no
tener nunca un minuto para mí solo. Lo más que puedo hacer es echar a todo el
mundo de la habitación en que estoy; pero se clavan en los alrededores, al paso
de la puerta, bajo las ventanas, vigilando, escuchando... Espero que se
achicharren sus queridas y leales almas.
- El
aislamiento tampoco se ha inventado aún - le recordó Everard -. Y, de todos
modos, los hombres como tú nunca gozaron mucho de él en el curso de la
Historia.
Dennison
alzó su rostro fatigado.
-
Tengo ganas de preguntarte qué ha sido de Cynthia - manifestó -; pero de seguro
que para ella esto ha sido... Quizá no se le haya hecho muy largo..., una
semana o dos, tal vez... ¿Has traído, por casualidad, cigarrillos?
-
Los dejé en el saltatiempo - repuso Everard -. Me figuré que ya tendría
bastantes dificultades sin tener que explicar su uso. Nunca imaginé encontrarte
metido en esta aventura.
- Ni
yo tampoco - se encogió de hombros Keith -. Ha sido la cosa más rematadamente
fantástica. Las paradojas del tiempo...
-
Pero ¿qué sucedió?
Dennison
se frotó los ojos y lanzó un suspiro.
- Me
encontré cogido en el engranaje de los intereses locales. ¿Sabes que, a veces,
todo lo sucedido antes de ahora se me antoja irreal, como un sueño?
¿Existieron alguna vez cosas como la cristiandad, la música de contrapunto o
la Declaración de los Derechos del Hombre? Y no quiero mencionar a toda la
gente que he conocido. Tú mismo, Manse, me pareces no estar aquí, y temo que he
de despertar... Bien; déjame que recuerde.
-
¿Sabes cuál era la situación? Los medos y los persas son parientes, bastante
próximos por su raza y cultura, pero aquellos iban entonces a la cabeza, y
adquirieron una porción de costumbres asirias que no cuadraban al punto de vista
persa. Nosotros somos rancheros y granjeros libres y, claro, no es justo que se
nos avasalle - Dennison pestañeó -. ¡Vaya! ¡Otra vez! ¿Por qué diré «nosotros»?
El caso es que Persia se agitaba. El rey Astiages, de Media, había hecho
asesinar, veinte años antes, al joven Ciro, pero ahora lo lamentaba porque el
padre de este se moría y su sucesión pudiera desencadenar la guerra civil.
Entonces aparecí yo en las montañas. Había explorado un poco el tiempo y el
espacio, saltando a través de varios días y algunos kilómetros, en busca de un
buen refugio para mi vehículo, y esto explica, en parte, que la Patrulla no me
localizara después. Finalmente, lo encerré en una cueva, seguí mi camino a pie,
y de ahí vienen mis desventuras. Había un ejército medo acantonado en la región
para desalentar las tentativas persas de provocar disturbios. Uno de sus
exploradores me vio salir de la cueva, me siguió las huellas, y la primera noticia
que tuve de ello fue verme ante un oficial que me asaba a preguntas sobre el trasto
que tenía en la cueva. Sus hombres me tomaron por una especie de mago y les
infundí miedo, pero estaban más temerosos de mostrarlo que de mí. Naturalmente,
la noticia corrió como un reguero de pólvora, primero entre los soldados y
luego por el país. Pronto, todo este supo que había aparecido un extranjero en
circunstancias notables. Su general era el mismo Harpago, el diablo más
caviloso y cruel que haya visto nunca el mundo. Pensé que podía utilizarme. Me
ordenó hacer funcionar mi caballo de
bronce, como él lo llamaba, aunque sin permitirme subir a él. Tuve entonces
ocasión de ponerlo en el camino del tiempo. Eso también influyó para que no lo
encontrara la Patrulla. Lo puse en este mismo siglo, a pocas horas de distancia,
pero luego, sin duda, retrocedió hasta el principio.
-
¡Buen trabajo! - comentó Everard.
- Yo conocía las órdenes que prohiben tal grado de
anacronismo - y Dennison torció la boca -. Pero también esperaba que la
Patrulla me rescatase. Si hubiera sabido que no iban a hacerlo, no estoy muy
seguro de mi capacidad para seguir siendo un abnegado patrullero. Hubiera
suspendido mi saltador y habría secundado los planes de Harpago hasta que se
me presentara una ocasión de escapar.
Everard
le miró un momento con aire sombrío.
«Keith
ha cambiado - pensó - no solo en edad; los años pasados entre aquella gente le
han influido más de lo que él mismo cree.» Exclamó:
- Si
hubieses alterado el futuro, habrías arriesgado la vida de Cynthia.
-
Sí, sí; es verdad. Recuerdo que así lo pensé en aquella ocasión. Cuán lejana
parece!
Dennison
se inclinó hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas, y contempló
la verde pantalla que cubría la pérgola. Luego siguió hablando monótonamente:
-
Harpago echó venablos. Por un momento, pensé que me iba a matar. Me hizo salir de su presencia y atar como un pedazo
de carne mechada. Pero, como te dije, corrían ya rumores respecto a mí, rumores
que no perdían nada con la repetición. Harpago vio en ellos una oportunidad, y
me dio a elegir: o me aliaba con él o me cortaba la cabeza. ¿Qué podía yo
hacer? Ni tan siquiera alterar nada, pronto vi que estaba desempeñando un papel
que la Historia había ya escrito. Ya ves:
Harpago
sobornó a un pastor para afirmar su cuento y me presentó como Ciro, hijo de Cambises.
Everard
asintió sin sorpresa y preguntó:
-
¿Qué le iba a él en ello?
-
Por lo pronto, necesitaba apoyar al gobierno de Media. Un rey del Anshan a
quien él tuviera en sus manos tendría que ser leal a Astiages, y por ello,
mantener a los persas en la obediencia. Yo me vi arrastrado por él, demasiado
atónito para hacer más que seguir sus órdenes, esperando aún, de un minuto a
otro, la aparición de una patrulla que me sacara del lío. El culto que a la
verdad que tributan estos aristócratas
iranianos nos ayudó mucho. Pocos sospecharon que perjuraba al decir que yo era
Ciro, aunque imagino que al mismo Astiages le traerían sin cuidado estas
sospechas. Además, puso en su sitio a Harpago, castigándole de un modo
especialmente horrible por no haber cumplido sus órdenes respecto a Ciro -
aunque este resultase útil ahora -. Y la doble ironía era que Harpago las había
cumplido, era realidad, aunque dos décadas antes. En cuanto a mí, durante cinco
años, cada vez me sentía más y más disgustado de Astiages. Ahora, mirando hacia
atrás, comprendo que no era él realmente un perro del infierno, sino solo un
soberano oriental típico; pero esto es una cosa difícil de apreciar cuando se
juzga al que nos oprime. Por eso Harpago, deseando vengarse, preparó una
rebelión cuya jefatura me ofreció y yo la acepté - y Dennison sonrió equívocamente
-. Después de todo, yo era Ciro el Grande y tenía un destino que desempeñar. Al
principio tuvimos momentos difíciles. Los medos nos derrotaban una y otra vez,
pero, ¿sabes, Manse?, yo disfrutaba con todo eso. Esta no era como esas malditas
guerras del siglo XX: estar en una madriguera preguntándote si el cerco
enemigo se levantará alguna vez. Sí, la guerra es harto miserable aquí,
especialmente si solo eres un Juan Lanas, sobre todo cuando estalla la
epidemia, como siempre ocurre. Pero cuando luchas, ¡vive Dios!, luchas con tus
propias manos. Y yo siempre tuve aptitud
para esa clase de cosas. Hemos luchado gallardamente.
Everard
veía animarse más y más a Keith, que se sentó, erguido, y riendo, prosiguió:
-
Como aquella vez que la caballería lidia nos sobrepasaba en número. Enviamos a
nuestros camellos, con la impedimenta, en vanguardia; la infantería, detrás,
y la caballería, a lo último. En cuanto los jacos de Creso olieron a camello, salieron
de estampía. Creo que aún están corriendo. ¡Los atontamos!
Calló,
miró un momento a los ojos de Everard, y se mordió los labios al decir:
- Lo
siento. Me dejé llevar. De cuando en cuando, recuerdo que en nuestro mundo no
fui un luchador. Después de una batalla, cuando veo los muertos esparcidos en
torno mío y, lo que es aún peor, los heridos... Pero no pude evitarlo, Manse,
he tenido que luchar. Primero fue la rebelión. Si Harpago no hubiese estado
conmigo, ¿cuánto crees que habría durado yo? Y después, el mismo reino. Yo no
pedí a los lidios ni a los bárbaros de Oriente que nos invadieran. ¿Has visto
alguna vez una ciudad saqueada por los turanios, Manse? Entonces se trata de
ellos o nosotros; y cuando nosotros conquistamos,
no les encadenamos y conservan sus tierras, sus costumbres... ¡Por amor de
Mithra! Manse, ¿podía yo obrar de otra forma?
Everard
callaba, escuchando el rumor del jardín bajo la brisa. Por último, declaró:
-
No. Comprendo, y espero que no te hayas sentido demasiado solitario.
- Me
acostumbré a ello - repuso cuidadosamente Dennison -. Harpago es ya un gusto adquirido, pero interesante; Creso me
resultó un camarada excelente; Kobad, el mago, tiene algunas ideas originales
y es la única persona que se atreve a ganarme al ajedrez. Y, además, las
fiestas, la caza, las mujeres.. - y mirando desafiador al otro -: Sí; ¿qué otra
cosa querías que hiciera?
-
Nada - contestó Everard -. Dieciséis años es mucho tiempo.
-
Cassandane, mi mujer favorita, merece de veras cualquier cosa. Pero
¡Cynthia!... ¡Dios del cielo, Manse!.. - y Dennison se levantó y puso las
manos en los hombros de Everard. Los dedos se cerraron con aplastante fuerza;
que no en vano había manejado durante década y media el arco, el hacha y las
bridas. El rey de Persia gritó con voz sonora:
-
¿Cómo piensas sacarme de aquí?
7
Everard
se levantó también; anduvo hasta el límite del pavimento y miró a través de la
piedra calada del muro, con los pulgares agarrados al cinturón y la cabeza
baja. Al fin, repuso:
- No
veo cómo.
Dennison
se golpeó la palma de una mano con el puño de la otra, y dijo:
- Lo
temía. Cada año temía más que si la Patrulla me encontraba alguna vez... Pero
¡tú tienes que ayudarme!
-
¡Te digo que no puedo! - y la voz de Everard se quebraba. Sin volverse, siguió
-: Piénsalo. Ya debías haberlo hecho. No eres un mísero jefecillo bárbaro, cuyo
destino importara un bledo dentro de cien años: eres Ciro, el fundador del
Imperio persa, una figura clave en un ambiente clave. Si Ciro se va, con él
desaparecerá todo el futuro y no habrá habido siglo XX, ni Cynthia en él.
-
¿Estás seguro? - arguyó Keith a su espalda.
- Me
enteré bien de los hechos antes de saltar aquí - respondió Everard con las
mandíbulas apretadas -. ¡Deja de engañarte a ti mismo! Tenemos prejuicios
contra los persas porque fueron alguna vez enemigos de los griegos, y ocurrió
que obtuvimos de estos los rasgos más notables de nuestra cultura. Pero los
persas son, por lo menos, tan importantes como ellos.
-
Has visto que es así. Claro que son bastante brutales, según tus ideas; toda
esta época lo fue, incluso los griegos. Y no son demócratas, pero no se les
puede reprochar por no haber hecho una invención europea que cae enteramente
fuera de sus horizontes mentales. Lo importante es esto:
Persia
fue el primer país conquistador que hizo un esfuerzo para respetar y atraerse a
los pueblos que dominaba; el primero que obedeció sus propias leyes; que
pacificó el suficiente territorio para abrir contactos con el lejano Oriente;
que creó una religión mundialmente viable (el mazdeísmo), no limitada a una
cierta raza o localidad. Quizá no sepas que gran parte de la creencia y rito
cristianos es de origen mitraico, pero así es. Eso sin hablar del judaísmo,
que tú, Ciro, estás llamado a salvar, ¿recuerdas? Conquistarás Babilonia y permitirás
a aquellos judíos que hayan conservado su identidad el regreso a la patria; sin
ti, habrían sido absorbidos y hubieran desaparecido, como ya ocurrió con las
otras diez tribus. Aun cuando ahora sea decadente, el Imperio persa será una
matriz de la civilización. ¿De dónde procedieron la mayor parte de las
conquistas alejandrinas, sino del territorio persa? Y habrá otros Estados que
sucederán a Persia, el Ponto, la Parthia, la misma Persia de Firdusi, Omar y
Hofiz, el Irán que hoy conocemos y el Irán del futuro, más allá del siglo XX.
Y
Everard se volvió a Keith:
- Si
los abandonas, me imagino que seguirán construyendo ziggurats, leyendo en las entrañas de los cadáveres y recorriendo
los bosques de Europa, mientras América queda sin descubrir.. a tres mil años de este momento.
Dennison
cedió.
- Sí
- repuso -; ya lo pensé.
Paseó
un momento con las manos a la espalda. Su oscura faz pareció envejecer por
minutos.
-
Trece años más - murmuró, casi para sí mismo -. Dentro de trece años moriré en
una batalla contra los nómadas, no sé exactamente cómo. Por un camino o por
otro, las circunstancias me obligarán a ello. ¿Y por qué no? Ya me han forzado
a realizar, quieras o no, cuanto hice... Pese a todo lo que yo pueda enseñarle,
sé que mi hijo Cambises resultará un incompetente y le tocará a Darío salvar
el Imperio. ¡Dios! - y se cubrió el rostro con una de las mangas flotantes de
su túnica.
-
Perdóname - siguió -. Desprecio la autocompasión, pero no pude remediarlo.
Everard
se sentó, evitando mirarle. Oyó el ronquido del aire en los pulmones de
Dennison.
Por
último, el rey sirvió vino en dos copas, se acercó a Everard en el banco y dijo
en tono seco:
-
Siento lo de antes. Ya me he recuperado. Y aún no me di por vencido.
-
Puedo exponer tu problema al Cuartel general - dijo Everard con un dejo
sarcástico. Dennison contestó en el mismo tono:
-
Gracias, camarada. Recuerdo bastante bien su actitud. Prohibirán a todos el
acceso a la época de Ciro, para que no me tienten, y me enviarán un lindo
mensaje, en que se haga resaltar que soy el monarca absoluto de un pueblo
civilizado; que tengo palacios, esclavos, viñedos, cocineros, servidumbre,
concubinas y terrenos de caza a mi entera disposición en cantidades
ilimitadas..., y siendo así, ¿de qué me quejo? No, Manse; esto tenemos que
resolverlo entre tú y yo.
Everard
apretó las manos hasta clavarse las uñas.
- Me
estás atormentando, Keith - declaró.
-
Solo te estoy pidiendo que pienses en el problema. Y lo harás, ¡qué diablo!
De
nuevo los puños se cerraron hasta sentir las uñas en la carne al oír el
imperioso mandato del conquistador de Oriente. «El antiguo Keith jamás habría
usado ese tono», pensó Everard, casi colérico. Luego, siguiendo en sus
meditaciones, se dijo:
«Si
tú no vuelves a casa; a Cynthia le digo que nunca lo harás, capaz será de venir
aquí. Una chica extranjera más en el harén del rey no afectará a la Historia.
Pero si antes de verla informo en el Cuartel general que el problema es
insoluble (como lo es), entonces prohibirán el acceso al reino de Ciro y ella
no podrá reunírsete.»
- Yo
también he pensado en ello - murmuró Dennison, más calmado -. Conozco las
consecuencias igual que tú. Pero mira; puedo enseñarte la cueva donde quedó mi
máquina durante aquellas horas. Tú volverías a esos momentos, y cuando yo apareciese
me prevendrías.
- No
- replicó Everard -. No puede ser eso, por dos razones. Primera, y poderosa:
que está prohibido por nuestras reglas. Cabría hacer una excepción, en
diferentes circunstancias, pero hay una segunda razón: eres Ciro. No van a
suprimir completamente el futuro por complacer a un hombre.
«¿Y
a una mujer? - siguió pensando -. ¿Lo haría yo? No estoy seguro. Creo que no.
Sería más fácil que Cynthia ignorase los verdaderos hechos. Yo podría, usando
mi autoridad de agente libre, mantener la verdad en secreto para los agentes inferiores,
y solo decir a Cynthia que Keith había muerto irrevocablemente en
circunstancias tales que nos obligaban a prohibir el acceso a esta época. Ella
se afligiría cierto tiempo, pero es demasiado joven y sana para guardarle luto
perpetuo. Desde luego, es una mala partida, pero... ¿sería más caballeroso a la
larga dejar que viniese para permanecer en condición humillante y compartir a
su Keith con lo menos media docena de princesas que se ve él obligado a
desposar por razones políticas? ¿No resultaría preferible para ella una franca
renuncia y una posibilidad de empezar nuevamente?»
-
¡Bien! - dijo Dennison, interrumpiendo las meditaciones -. Solo indiqué la
idea para saber si era factible. Pero debe de haber otro camino. Mira, Manse:
hace dieciséis años existió una situación de la que ha derivado todo lo que ha
seguido, no por capricho, sino por la pura lógica de los hechos. Supongamos que
yo no me hubiese dejado ver aquel día. ¿No podía Harpago haber encontrado otro
supuesto Ciro? La identidad del rey no importa nada. Otro Ciro habría obrado
de modo diferente al mío en mil detalles. Pero si no era tonto rematado o
loco, y, por el contrario, fuera razonablemente capaz y honesto - concédeme al
menos que yo lo sea -, entonces su carrera hubiera sido igual a la mía en todos
los detalles importantes, los que llegan a reflejarse en los libros de
Historia. Eso lo sabes tan bien como yo. Excepto en los puntos fundamentales,
el tiempo siempre vuelve a su propia forma. Las pequeñas diferencias se borran
con los días o los años. Solo puede restablecerse la huella de los momentos
claves y su efecto se perpetúa en lugar de desvanecerse. ¡Tú lo sabes!
Permite
que me asesore un tanto. Si descubrimos algo, volveré... esta misma noche.
-
¿Dónde está tu saltatiempos?
Everard
hizo un vago ademán.
-
Colinas arriba.
Dennison
se mesó la barba.
- No
vas a decirme más, ¿eh? Bueno; es prudente. No estoy seguro de poder
contenerme si supiese donde hallar una máquina saltatiempos.
-
¡Yo no he dicho...! - Exclamó Everard.
- No
importa. No discutamos por eso - y Dennison suspiró -. Ve; vuelve a la época y
mira lo que se puede hacer. ¿Quieres
una escolta?
-
No. No la creo necesaria. ¿Y tú?
-
Tampoco. Hemos dado a este espacio más seguridad que tiene el Central Park.
-
Eso no es decir mucho - y Everard le tendió la mano -. Ahora devuélveme mi
caballo. Me disgustaría perderlo, es un animal excelentemente adiestrado - Su
mirada se encontró con la de Keith y añadió:
-
Volveré. En persona. Sea cual fuere la decisión.
-
Estoy seguro, Manse.
Salieron
juntos, y juntos cumplieron las formalidades de informar a guardias y
porteros. Dennison indicó la alcoba de palacio a cuya ventana - dijo -
esperaría, noche tras noche, la realización de la cita. Y, por fin, Everard
besó los pies al rey; cuando se separó, montó a caballo, y al trote corto salió
lentamente del palacio.
Sentía
vacío por dentro. En realidad, nada quedaba por hacer; pero había prometido regresar
y comunicar la sentencia al soberano.
8
Mas
tarde, aquel mismo día, estaba entre las colinas donde se alzaban los oscuros
cedros; la carretera que hasta entonces había seguido, orillada por
encrespados arroyos, se convirtió en una empinada vereda. Aunque árido, el Irán
tenía en aquella época algunas selvas así. El caballo, fatigado, se abatió de
cansancio, y Everard pensó en buscar alguna choza de pastor donde pedir alojamiento,
para no dejarlo morir. Pero como había luna llena podía caminar hasta encontrar
su saltador, antes del alba. Ni pensó en dormir. Sin embargo, una pradera de
altas hierbas secas y maduras bayas le invitó a hacerlo. Tenía provisiones en
las alforjas, vino en un odre y su estómago vacío desde el amanecer. Rió entre
dientes, animó al caballo y se apeó.
Allá
abajo, a lo lejos, en la carretera, algo relucía al sol naciente, entre una
nube de polvo. Conforme lo observaba, aquello crecía. Eran varios jinetes
acercándose con endiablada prisa. ¿Mensajeros del rey? Pero ¿por qué por allí?
La inquietud sacudió sus nervios. Se puso la cofia fruncida, se ajustó el casco
sobre ella, embrazó el escudo y probó si su corta espada salía bien de la
vaina. Sin duda la partida le vitorearía a su paso... Pero...
Ahora
pudo ver que eran ocho hombres, montados en buenos caballos y cuya retaguardia
conducía una remonta. Sin embargo, las bestias iban casi jadeantes, el sudor
trazaba surcos en sus polvorientos flancos y las crines se pegaban a sus cuellos.
Debían de haber corrido a rienda suelta. Los jinetes iban decentemente
vestidos, con los usuales pantalones blancos, camisa, botas, capa y sombrero
de alta copa y sin alas; no eran cortesanos ni soldados profesionales, sino tal
vez bandidos. Sus armas eran sables, arcos y hondas.
Súbitamente,
Everard reconoció al hombre de la barba gris que iba a la cabeza. ¡Harpago! Y,
entre una cegadora niebla, pudo ver también que, aun para ser antiguos
iranianos, sus perseguidores eran gente de muy rudo aspecto.
-
¡Vaya! - dijo a media voz -. ¡Bribones!
Puso
atención en ello. No era ocasión aquella para temer, sino para pensar. Harpago
no tenía para subir a aquellas alturas más motivos que capturar al peregrino
griego. Seguramente en el plazo de una hora, valiéndose de espías y de
chismosos, Harpago había sabido que el rey habló al desconocido en una lengua
extraña, que le trató como a su igual y le permitió marchar hacia el Norte. Seguramente
tardó el ciliarca más de una hora en forjar un pretexto para dejar el palacio,
reunir a los rufianes adictos y salir
a perseguirle. ¿Por qué? Porque Ciro había aparecido en aquellas tierras altas
montando un aparato que Harpago codiciaba. No era tonto y nunca quedó
satisfecho con la evasiva que oyera de labios de Keith. Parecía razonable que
en alguna ocasión apareciera otro mago de la tierra de que procedía el rey, y
esta vez Harpago no dejaría que la máquina aquella se le escapara tan
fácilmente como la primera. Everard no esperó más. Solo distaban ya de él unos cien metros. Ya podía ver centellear
los ojos del ciliarca bajo sus peludas cejas. Espoleó su caballo, haciéndole
dejar el camino y lanzándolo a través del prado.
-
¡Alto! - aulló a su espalda una voz que él recordaba -. ¡Alto, griego!
Everard
logró de su montura un cansado trote. Los cedros lanzaban amplias sombras en
torno suyo.
-
¡Alto o disparamos! ¡Alto! Tirad, pero
no lo matéis! ¡Derribad el caballo!
En
la linde del bosque, Everard se deslizó de la silla al suelo. Oyó un colérico
zumbido y unos veinte impactos. El caballo relinchó. Everard echó una ojeada
en torno suyo, el pobre animal estaba tocado. ¡Vive Dios, que alguien pagaría
por aquello! Pero, ahora, él era uno y ellos
eran ocho. Se apresuró a meterse entre los árboles. Una flecha se clavó en un
tronco, sobre su hombro izquierdo, y se enterró en la madera.
Corrió,
agachado y en zigzag, y entró en una fría y olorosa penumbra. De cuando en
cuando, una rama colgante le azotaba la cara. Podía haber utilizado más la
maleza, empleando algunos trucos de los algonquinos pero, por lo menos, la suave
tierra era silenciosa bajo sus pies. Los persas le habían perdido de vista.
Casi por instinto habían tratado de cabalgar en la misma dirección. Chasquidos,
crujidos y groseras interjecciones demostraban su acierto.
A
pie le alcanzarían en un minuto. Se estrujó los sesos; percibió el débil rumor
de una corriente de agua, y se dirigió a ella, trepando por una empinada
cuesta sembrada de cantos, si bien pensé que sus perseguidores no eran
inexpertas gentes de ciudad. Algunos de ellos eran, de seguro, montañeses,
cuyos ojos podían leer las más
oscuras señales de su paso. Había que cortar la pista; entonces podría
ocultarse hasta que Harpago se fuera, reclamado por sus obligaciones en la corte.
Sintió
enronquecérsele la respiración en la garganta. Tras de él sonaban voces en
cuyos tonos pudo advertir la decisión, aunque no comprendía lo que decían. Y su
sangre parecía latir en sus oídos...
Si
Harpago había disparado contra el huésped del rey era porque en sus cálculos
entraba que este no lo supiera nunca. Su propósito era capturarle,
martírízarle hasta que revelase dónde dejó la máquina y cómo manejarla, y, por
último, otorgarle una merced de acero.
«
¡Judas! - se dijo a sí mismo Everard -. He estropeado esta operación hasta
convertirla en compendio de lo que no debe hacer un patrullero. Y lo primero
que ha de hacer es no pensar tanto en cierta chica (que no le pertenece) como
para descuidar las precauciones más elementales»
Había
llegado al borde de la alta y húmeda orilla de un arroyo, que corría a sus
pies valle abajo. Sus perseguidores le habían visto de lejos, pero sería un
puro azar descubrir en el agua su ruta, que..., ¿cuál sería? Notaba el barro
resbaladizo y frío cuando se
arrastró por él. Mejor sería ir corriente arriba, pues así, además de
acercarse a su aparato, haría creer a Harpago que trataba de volver hacia el
rey.
Las
piedras le lastimaban los pies y el agua los entumecía. Los altos árboles
formaban un muro en la otra orilla y el cielo parecía una franja de techo azul
que se oscurecía en ciertos momentos. Allá en lo alto se cernía un águila. El
aire era cada vez más frío. Pero él tenía alguna suerte; el arroyo se retorcía
como una culebra delirante, por lo que pronto habría borrado su pista.
«Marchará
cosa de un kilómetro - pensó -, y quizá encuentre una rama colgante a que
agarrarme para no dejar señal de mi paso en la orilla. Luego recogerá el
saltador, subirá y pedirá ayuda a mis jefes. Sé perfectamente que no me la
darán. ¿Por qué no sacrificar a un hombre para asegurar su propia existencia y
todo cuanto les importa? Por tanto, Keith quedará preso aquí, con trece años
por delante hasta que lo maten los bárbaros. Pero Cynthia aún será joven dentro
de trece años, y tras tan larga pesadilla de destierro y sabiendo de antemano
la hora en que su marido ha de morir, se sentirá aislada, extraña en una era
prohibida, sola en la atemorizada corte del loco Cambises II. No; he de
ocultarle la verdad; retenerla en casa creyendo muerto a Keith. El mismo
aprobaría esto. Y dentro de un año o dos volverá a ser feliz. Yo podría
enseñarle a serlo.»
Se
había detenido, observando cómo se desmoronaban las rocas a su paso, cómo su
cuerpo se encorvaba y erguía alternativamente, cuán ruidosa era el agua. Luego
llegó a un recodo y vio a los persas.
Dos
de ellos vadeaban río abajo. Evidentemente, la captura significaba para ellos
algo lo bastante importante para sobreponerse a sus creencias religiosas, que
les vedaban profanar un río. Otros dos andaban por la orilla opuesta,
ocultándose entre los árboles; uno era Harpago. Sus largas espadas silbaban en
sus manos.
-
¡Alto! - clamaba el ciliarca -. ¡Alto, griego! ¡Ríndete!
Everard
permaneció quieto y callado, como un muerto. El agua bañaba sus tobillos. La
pareja que se echó al río para enfrentársele parecía irreal, como metida en un
pozo de sombras, con las oscuras caras como borrones; de forma que él solo
veía las blancas vestiduras y el brillo de los sables.
Le
dio un golpe el corazón; los perseguidores habían visto su huella en el
arroyo. Se separaron, uno en cada dirección, corriendo, más rápidos sobre
tierra firme que él podía hacerlo en el río.
Habiendo
llegado más allá de su posible alcance, empezaron a retroceder más despacio,
sin apartarse de la orilla, pero seguros de alcanzarle.
-
¡Cogedle vivo! - repitió Harpago -. ¡Si es preciso, rompedle las piernas, pero
cogedle vivo!
-
¡Muy bien, avutarda, tú te lo has buscado! - exclamó Everard en inglés.
Los
dos hombres que estaban en el agua echaron a correr, aullando. Uno de ellos
tropezó y cayó de boca. El otro se dejó deslizar por la rampa que tenía a su
espalda.
El
barro era resbaladizo. Everard clavó allí el borde inferior de su escudo y se
sujetó a este. Harpago se aproximaba con frialdad. Cuando lo tuvo a su alcance, la espada del viejo noble zumbó,
golpeando de arriba abajo. Everard hurtó la cabeza y recibió el golpe en el
casco, que retumbó. El filo del arma resbaló unos centímetros por el borde del
escudo y le hirió levemente el hombro derecho. Sintió solo un arañazo, que
desdeñó, porque le absorbía entonces la idea de vender cara su vida.
Se
movió entre la hierba, alzando el borde del escudo para protegerse los ojos.
Harpago se lanzó contra sus rodillas. Everard lo rechazó con su corta espada.
El arma del medo silbó. A poca distancia, un asiático ligeramente armado no
tenía probabilidad contra el hoplita, como la Historia iba a probarlo dentro
de dos generaciones.
«¡Vive
Dios! - pensó Everard -. Solo con que tuviese coraza y grebas podría apoderarme
de los cuatro.»
Usó
con habilidad su gran escudo, parando con él todo golpe y amago y procurando
quedar cada vez más cerca del indefenso vientre de Harpago, como a cubierto de
su larga espada. El ciliarca reía sardonicamente entre sus grises patillas y
brincaba fuera del alcance de Everard. Cuestión de ganar tiempo, desde luego.
Y le salió bien.
Los
otros tres hombres treparon a la orilla y gritando corrieron hacia ellos. Fue
aquel un ataque desordenado. Soberbios luchadores, individualmente, los
persas desconocían la táctica del ataque en masas disciplinadas - que les
destrozaría en Maratón y Gaugamela. Pero la lucha de cuatro contra uno, y este
sin armadura, era insostenible. Everard se resguardó la espalda contra el
tronco de un árbol. El primero de sus atacantes se le acercó imprudentemente y
su espada chocó en el escudo del griego. La de este alcanzó al otro por encima
del oblongo bronce, hallando solo una suave y pesada resistencia que le causó a
Everard una sensación ya bien conocida. Retiró su arma y se hizo a un lado
rápidamente. El persa cayó al suelo, desangrándose; Everard lo miró, y al
verlo exánime levantó los ojos al cielo.
Los
persas rodearon al griego por ambos lados; las ramas colgantes les
imposibilitaban el uso de los lazos; tenían que combatir. El patrullero empujó
con su escudo al adversario que se hallaba a la izquierda, lo que significaba
exponer el costado derecho; pero como sus enemigos tenían orden de cogerle
vivo, podía arriesgarse. El de la derecha le tiró un tajo a los tobillos. Saltó
él en el aire y el arma silbó bajo sus pies. El atacante de la izquierda le
amagó bajo. Everard sintió un sordo choque y el acero mordió en su pantorrilla,
pero se libró de él. Un rayo de sol cayó sobre la sangre, haciendo resaltar su
rojo brillante. Everard sintió que la pierna se le doblaba.
-
¡Así, así! - aplaudió Harpago -. ¡Hacedle pedazos!
Everard
gruñó tras de su escudo.
-
¡Una tarea que el chacal de vuestro jefe no tiene el valor de hacer por sí mismo, después que le he hecho morder el
polvo!
Aquello
era una argucia. El ataque contra él cesó un momento.
Tambaleándose,
avanzó:
-
Sí; vosotros, persas, sois los canes de un medo. ¿No pudisteis escoger otro que
fuera más hombre que esa criatura, que traicionó a su rey y ahora os lanza
contra un solo griego?
Aun
en aquella lejana comarca y remota época, un oriental no podía quedar humillado de semejante modo. Harpago no había sido
nunca cobarde. Everard sabía cuán injustos eran sus ataques. El ciliarca
escupió una maldición y se lanzó contra él. Everard tuvo la momentánea visión
de unos salvajes ojos hundidos en una faz aquilina. El medo avanzó con sordo e
inseguro paso. Los dos persas vacilaron un segundo, lo que bastó para que chocaran
Everard y Harpago. El sable de este se alzó y volvió a chocar con el casco de
su enemigo; hendió el escudo y trató de herir la otra pierna. Una túnica
suelta y blanca ondeó a los ojos de Everard, que inclinó los hombros y clavó la
espada en su adversario. Luego la retiró con aquel giro, profesional y cruel,
que hace mortales las heridas, y se volvió a tiempo de parar un golpe con su
escudo. Por un instante, él y el persa compitieron en furia. De reojo vio que
el otro adversario daba vueltas a su alrededor para cogerle por la espalda.
«Bueno
- pensó de un modo vago - he matado al hombre peligroso para Cynthia.»
-
¡Teneos! ¡Alto!
La
voz era una débil vibración en el aire, menos sonora que las corrientes de la
montaña. Pero los guerreros retrocedieron y bajaron las espadas.
Harpago
luchaba por incorporarse en el charco de su propia sangre. Su piel aparecía
gris.
-
¡No, teneos! ¡Esperad! Hay un designio aquí. Mithra no me habría fulminado a
menos que...
Hizo
a sus enemigos una señal con la cabeza. Everard bajó la espada, avanzó
cojeando y se arrodilló junto a Harpago, el cual se dejó caer en sus brazos.
- Tú
eres compatriota del rey - dijo con voz ronca que salía de sus sangrientos
labios -. No me lo niegues. Pero sábelo... Harpago, hijo de Khshavavarsha, no
es un traidor.
El
delgado cuerpo se irguió, imperioso, como ordenando a la muerte que esperara.
- Yo
sabia la existencia de fuerzas celestes... o infernales... (no lo sé bien aún),
que favorecían la llegada del rey. Las empleé, y también a este, no en mi
provecho, sino en beneficio de la lealtad jurada a mi propio soberano,
Astiages, el cual necesitaba un Ciro, a menos de consentir que el reino se
despedazara. Después, por su crueldad, Astiages perdió el derecho a mi
juramento. Pero yo aún era un medo. Vi en Ciro la única esperanza, la mejor
esperanza del país de Media, porque ha sido un buen rey para nosotros también,
honrándonos en sus dominios casi igual que a los persas. ¿Lo comprendes,
paisano del rey?
Unos
sombríos ojos buscaron a Everard con vaga mirada.
- Yo
quería capturarte, coger tu aparato, aprender su uso y luego matarte, sí; pero
no por mi bien, sino por el del reino. Temía que te llevaras al rey a vuestra
patria, adonde sé que él anhela ir. Y entonces, ¿qué sería de nosotros? Sé
piadoso, puesto que tú también has de esperar merced.
- Lo
seré - prometió Everard -; el rey se quedará.
-
Está bien - suspiró Harpago -. Creo que dices verdad. No me atrevo a pensar de
otro modo. Así, pues, ¿me he redimido - preguntó ansioso - del asesinato que
cometí por orden de mi rey, dejando en la montaña a un niño indefenso y
viéndole morir? ¿Me he redimido, paisano del rey? Porque fue la muerte de
aquel príncipe lo que casi nos llevó a la ruina... pero encontré otro Ciro, y
nos salvamos. ¿Me he redimido?
- Te
has redimido - contestó Everard, preguntándose hasta qué punto podía él
absolver. Harpago cerró los ojos.
-
Entonces, déjame - dijo como el débil eco de una orden.
Everard
le dejó en tierra y se hizo atrás cojeando. Los dos persas se arrodillaron
junto a su jefe, realizando ciertos ritos. El tercer hombre volvió a su
contemplación. Everard se sentó bajo un árbol, desgarró una tira de la capa y
vendó sus heridas. La de la pierna necesitaría cuidados. Tenía que encontrar
su saltatiempos. No sería divertido, pero ya se lo arreglaría, y pronto un
médico de la Patrulla podría curarle en pocas horas con una ciencia médica
ignorada en su época de origen.
Se
dirigiría a cualquier oficina sucursal, de ambiente oscuro, porque en la del
siglo XX le harían demasiadas preguntas a las que no podría contestar, pues si
los superiores averiguaban sus propósitos, se los prohibirían, casi de seguro.
La
solución se le había ocurrido, no como un cegador relámpago, sino como la
fatigada conciencia de un conocimiento que, de fijo, estaba ya en su
subconsciente hacía tiempo. Se echó hacia atrás conteniendo la respiración. Los
otros cuatro persas llegaron y se les contó lo acaecido. Ninguno hizo caso a
Everard, salvo en ocasionales miradas, en que luchaban el terror y la dignidad,
e hicieron furtivos signos contra el mal. Levantaron a su difunto jefe, así
como a los que le habían acompañado en la muerte, y los transportaron a la
selva. Cerró la noche. Se oía el graznido de un búho.
9
El
Gran Rey se sentó en la cama. Había escuchado un ruido tras las cortinas.
Cassandane, la reina, se estremeció entre sueños. Una delgada mano le había
rozado la cara. Pregunto:
-
¿Qué pasa, sol de mi cielo?
- No
sé - contestó él.
Su
mano buscó el arma que siempre ponía bajo la almohada.
La
mano de ella se le posó a él en el pecho y murmuré, súbitamente alarmada:
-
No, es mucho. Tu corazón bate como un tambor de guerra.
-
Quédate ahí - le ordenó él, saltando del lecho. La luz de la luna resplandecía
sobre un cielo de púrpura intenso, visible a través de la ventana, rasgada
hasta el suelo. Lanzó una confusa mirada a un espejo de bronce pulido,
sintiendo el frío aire sobre la piel desnuda.
Un
objeto metálico y oscuro, cuyo ocupante agarraba dos manivelas y,
ocasionalmente, oprimía los diminutos controles de un cuadro de mandos, se
deslizó por la ventana como una sombra. Aterrizó en la alfombra sin un sonido,
y su ocupante salió de él. Era un hombre corpulento, que vestía una túnica
griega y un casco.
-
¡Manse! ¿Has vuelto?
-
¡Habla más alto! - le reprendió Everard, sarcástico -. ¿Crees que nadie puede
oírnos? Espero que no se fijasen en mí. Me posé directamente en el tejado y me
dejé deslizar suavemente por antigravitación.
-
Hay guardias junto a la puerta - explicó Dennison -, pero no entrarán mientras
yo no grite o toque este batintín.
-
Bueno. Vístete.
Dennison
soltó su espada y quedó inmóvil un instante. Luego preguntó:
-
¿Has encontrado salida?
-
Quizá, quizá.
Everard
apartó su mirada de Keith y sus dedos tabalearon sobre el cuadro de mandos de
la máquina. Por fin dijo:
-
Mira, Keith. Tengo una idea que puede resultar o no. Necesitaré tu ayuda para
ponerla en práctica. Si resulta, puedes volver a casa. La oficina central de
la Patrulla aceptará el hecho consumado y pasará por alto el quebrantamiento
de algunas normas. Pero si falla, tendrás que volver a esta misma noche y seguir
siendo Ciro toda tu vida. ¿Podrás hacerlo?
Dennison
tembló de algo más que de frío. Respondió muy bajo:
-
Creo que sí.
-
Soy más fuerte que tú - explicó Everard rudamente -, y solo yo llevaré armas.
Te volveré aquí por la fuerza. ¿Me obligarás a hacerlo? No; por favor.
- No
lo haré - afirmó Dennison con un gran suspiro.
-
Entonces, esperemos que las normas nos ayuden. Vamos, vístete. Te explicaré mi
plan mientras viajamos. Di adiós a este año y confía en que no haya de ser
«Hasta luego», porque si mi plan resulta, ni tú, ni yo, ni nadie volverá a
verlo jamás.
Dennison,
que se dirigía hacia un montón de ropas arrinconadas, para que un esclavo las
retirase por la mañana, se detuvo y preguntó:
-
¿Qué?
-
Vamos a volver a escribir la Historia - explicó Everard -. O quizá a restaurarla tal como habría
sido antes. No lo sé. Ven; salta a bordo.
-
Pero...
-
¡Rápido, hombre, rápido! Comprende que retrocedo al mismo día en que nos
separamos, que en este momento me estoy arrastrando por las montañas con una pierna
herida, con objeto de ayudarte. ¡Vamos, muévete!
La
decisión se pintó en los ojos de Dennison. Sus facciones no eran visibles en la
oscuridad, pero se le ovó decir, muy bajo y claro:
-
Tengo que dar un adiós personalísimo.
- ¿A
quién?
- A
Cassandane. Ha sido mi mujer aquí durante, ¡Dios mío!, catorce años, me ha dado
tres hijos, me ha cuidado durante dos enfermedades y en un montón de accesos de
desesperación, y una vez, con los medos a nuestras puertas, sacó a las mujeres
de Pasargadae en nuestro apoyo, ¡y los vencimos! Dame cinco minutos, Manse.
-
¡Conforme, conforme! Aunque temo que se tarde más en enviar a un eunuco a un
cuarto y...
-
Está aquí.
Everard
quedó un momento como fulminado, pensando:
«Me
esperabas esta noche y creías que podría llevarte junto a Cynthia. ¡Y ahora
piensas en Cassandane!»
Y
luego, cuando las yemas de sus dedos empezaron a lastimarse por lo fuertemente
que asía el puño de su espada, rectificó.
«¡Oh,
cállate, Everard! No seas tan moralista.» Ya volvía Dennison. Sin decir
palabra, se vistió y trepó al asiento trasero del vehículo. Everard arrancó;
instantáneamente, la habitación se desvaneció a sus ojos, y la luz de la luna
les inundó ya sobre las lejanas colinas. Una ráfaga de aire frío los envolvía.
- ¡Y
ahora, a Ecbatana!
-
Everard encendió el proyector y ajustó los mandos según los rumbos marcados en
su mapa.
Dennison
preguntó:
-
Ec... ¡Ah!, ¿quieres decir Hagmatan, la antigua capital de la Media?
En
su voz se advertía el asombro.
-
Pero ¡si aquel palacio es sólo una residencia de verano ahora!
- Me
refiero a la Ecbatana de hace treinta y seis años.
-
¡Eh!
-
Mira; todos los historiadores científicos estarán, en lo futuro, convencidos
de que la historia de Ciro, tal como la relatan Herodoto y los persas, es pura
fábula. Bien; quizá estén completamente en lo cierto. Quizá tus experiencias en
el espacio-tiempo solo hayan sido ligeras desviaciones de aquellas que la
Patrulla trata de corregir.
-
Comprendo.. - contestó Dennison lentamente.
- Tú
has estado bastantes veces en la corte de Astiages, mientras fuiste su vasallo,
supongo. Muy bien; guiame. Buscamos al viejo mamarracho, con preferencia solo y
de noche.
-
Dieciséis años es mucho tiempo - dijo Keith.
-
¿Cómo?
- Si
vas, de todos modos, a cambiar el curso de la Historia, ¿por qué utilizarme
ahora? Ven a buscarme siendo Ciro el Grande un año, lo bastante para que me
sea familiar Ecbatana, pero...
- Lo
siento; no. No me atrevo. Así y todo, nos ceñimos demasiado al viento, tal como
vamos. Dios sabe a qué secundario recoveco de la historia universal puede
afectarle esto. Aunque nos saliera bien lo que tú dices, la Patrulla nos
enviaría desterrados a otro planeta por correr tal riesgo.
-
Bien; comprendo.
- Y
tú - prosiguió Everard - no eres tampoco un tipo suicida. ¿Desearías que tu yo
actual no hubiera existido nunca? Piensa un minuto en lo que eso significa.
Accionó
sus mandos. Keith se estremeció al exclamar:
-
¡Mithra! ¡Tienes razón! ¡No hablemos más de ello!
- Ya
llegamos - afirmó Everard, girando el conmutador principal.
Se
hallaban sobre una ciudad amurallada, de extraña disposición. Aunque alumbrada
por la luna, la ciudad era a sus ojos un negro montón de edificaciones.
Everard buscó en las bolsas. Dijo:
-
Aquí están. Ponte éstas ropas. Me las dieron los muchachos de la oficina del
Medio Mohenjodaro al conocer mi intento. Su situación es tal que necesitan a
menudo este tipo de disfraces.
El
aire silbaba apagadamente cuando pusieron proa a tierra.
Dennison
pasó una mano sobre los hombros de Everard y señaló:
-
Aquello es el palacio. El dormitorio regio está en el ala este.
El
edificio era más pesado y menos esbelto que el suyo en Pasargadae. Everard
contempló un par de blancos toros alados, en un jardín otoñal, del tiempo de
los asirios. Al ver que las ventanas que tenía delante eran harto estrechas
para entrar por ellas, lanzó un juramento y se dirigió a la puerta más próxima.
Un par de centinelas a caballo vieron lo que se les venía encima y dieron un
grito. Las bestias se encabritaron y los jinetes cayeron. La máquina de Everard
enfiló la puerta. Un nuevo milagro no iba a modificar la Historia,
especialmente porque entonces se creía en ellos tan firmemente como hoy se
cree en las píldoras de vitaminas, y, posiblemente, con más razón. Unas
lámparas guiaron su paso por un corredor, donde esclavos y guardias chillaron
aterrados. A la puerta del regio dormitorio sacó la espada y llamó con el
pomo.
-
Empieza a hablar, Keith - ordenó -. Tú conoces la versión meda del ario.
-
Abre, Astiages - rugió Dennison -. Abre al mensajero de Ahuramazda.
Con
cierta sorpresa por parte de Everard, el hombre que estaba dentro obedeció.
Astiages era tan valeroso como la mayoría de su pueblo. Pero cuando el rey (de
cara gruesa y tosca, como de persona de mediana edad) vio a dos seres vistosamente
vestidos, con halos en torno a sus cabezas y alas luminosas, sentados en un
trono de hierro que flotaba en el aire, cayó de rodillas.
Everard
oyó a Keith tronar en el mejor estilo castrense, usando un dialecto que no pudo
seguir, diciendo:
- ¡Oh vasallo inicuo; la
cólera del cielo está sobre ti! ¿Crees
que tu menor pensamiento, aunque se oculte en la oscuridad que lo engendró,
está siempre oculto al Ojo del Día? ¿Piensas que el omnipotente Ahuramazda
permitirá un hecho tan vil como el que meditas?...
Everard
no escuchaba, absorto en sus propios pensamientos. Harpago estaba,
probablemente, en esta misma ciudad, aún no manchado por la culpa y lleno de
juventud. Ahora no sufriría jamás el peso de tal crimen; jamás abandonaría a un
niño en la montaña ni se apoyaría en su lanza mientras el niño lloraba y
temblaba, para acabar inmóvil. Ahora se rebelaría por su propia cuenta, sería
el ciliarca de Ciro, pero no moriría en brazos de su enemigo en una selva
encantada; y cierto persa, cuyo nombre ignoraba Everard, no caería bajo la
espada de un griego ni entraría lentamente en el no ser.
«Aún
está impresa en mis células cerebrales la memoria de los dos hombres que maté;
hay una cicatriz en mi pierna; Keith Dennison tiene todavía cuarenta y siete
años y ha aprendido a pensar como rey.»
-
Sabe, Astiages - proseguía Keith - que ese niño, Ciro, es el favorito del
cielo. Y el cielo es misericordioso; estás advertido de que si manchas tu alma
con su inocente sangre, tu pecado jamás se borrará. ¡Deja que Ciro crezca en el
Anshan, o andarás eternamente con Ahriman. ¡Mithra ha hablado!
Astiages
se arrastraba con la cara pegada al suelo.
- ¡Vámonos! - concluyó
Dennison en inglés.
Everard
saltó a las colinas persas en dirección a un futuro treinta y seis años posterior.
La luz de la luna caía sobre los cedros, cerca de una carretera y de una
corriente de agua. Hacía frío y aullaba un lobo.
Hizo
aterrizar al vehículo, saltó de él y empezó a despojarse de sus vestidos. La
barbuda faz de Dennison salió de la máscara con gesto de extrañeza.
- Me
pregunto.. .- dijo, y su voz casi se perdía en el silencio de la montaña - si
no habremos puesto demasiado terror en el alma de Astíages. La Historia dice
que, cuando la rebelión persa, él hizo la guerra a Ciro durante tres años.
-
Siempre podemos llegar al principio de las hostilidades y darle una visión que
le infunda confianza - arguyó Everard tratando de ser realista -. Pero no creo
que sea necesario. Apartará sus manos del príncipe; pero cuando un vasallo se
rebela, ¡bueno!, será... bastante loco para despreciar lo que entonces parecerá
solo un sueño. Además, los intereses de los propios nobles medos, arraigados
allí, apenas le permitirían ceder. Pero dejemos eso... ¿No tiene el rey que
presidir una procesión en las fiestas del equinoccio de otoño?
-
Sí. Vamos de prisa.
- La
luz del sol brillaba ardiente sobre Pasargadae. Dejaron su vehículo oculto y
anduvieron a pie, como dos viajeros entre muchos que formaban una corriente,
celebrando el cumpleaños de Mithra. Por el camino preguntaron qué había ocurrido,
pretextando una ausencia de varios años. Las respuestas les satisficieron,
concordando con detalles que la memoria de Dennison recordaba, pero que la
Historia no ha recogido.
Al
fin se detuvieron, bajo un helado cielo azul, rodeados de miles de personas, e
hicieron acatamiento a Ciro el Grande cuando pasó a su altura cabalgando entre
sus cortesanos Kobad, Creso y Harpago, y seguido del orgullo y la pompa de
Persia.
- Es
más joven que yo murmuró Dennison -. Ya sospeché que lo sería. Y un poco más
bajo... Una cara enteramente distinta, ¿no? Pero servirá.
-
¿Quieres quedarte a la fiesta? - propuso Everard.
- No
- respondió Dennison, arrebujándose en la capa, pues el aire era frío y crudo
-. Regresemos. Ha pasado mucho tiempo. Como si nunca hubiera sucedido.
-
¡Eso! - pero Everard parecía más sombrío de lo que correspondía a un
rescatador.
«Como
si nunca hubiera sucedido...»
10
Keith
Dennison salió del ascensor de un edificio neoyorquino. Estaba vagamente
sorprendido de no haber recordado el aspecto. Ni siquiera hacía memoria del
número correspondiente al cuarto, y tuvo que consultar su agenda. Detalles,
detalles... Trataba de dominar su temblor.
Cynthia
en persona abrió la puerta al acercarse él.
-
¡Keith! - exclamó, casi interrogando.
El
no pudo decir sino esto:
- Ya
te advirtió Manse que volvería, ¿no? Me dijo que iba a hacerlo.
-
Sí. No importa. No creía que tu aspecto pudiese haber cambiado tanto. Pero no
importa. ¡Oh, amor mío!
Le
hizo pasar, cerró la puerta y cayó en sus brazos.
El
miró en torno suyo. Había olvidado el estilo recargado del cuarto. Aunque nunca
coincidió con el gusto de su esposa, se había rendido a él.
El
hábito de ceder a una mujer, e incluso el de pedirle opinión, era cosa que
tenía que reaprender. Y no sería fácil.
Ella
levantó su húmeda faz al encuentro del beso. ¿Era aquella como él la imaginaba? No podía recordar, no podía. En todo
el tiempo de su separación solo había recordado que era pequeña y rubia. Había
vivido con ella pocos meses. Cassandane le había llamado aquella misma mañana
su estrella matutina, le había dado tres hijos y había hecho siempre cuanto él
quiso durante catorce años.
- ¡Oh, Keith! ¡Bien venido a
casa! - dijo la voz aguda y breve de ella.
«¡A
casa! - pensó él -. ¡Dios!»
No hay comentarios:
Publicar un comentario