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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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jueves, 30 de julio de 2009

EXTRANJEROS EN LA TIERRA



Extranjeros En La Tierra[LT1]

Poul Anderson













¡CUIDADO, TERRESTRE!
Al acercarse a la cabaña, se dio cuenta de que alguien le estaba esperando.
Se detuvo un momento, con el ceño fruncido y agudizó su percepción para analizar aquel destello de conocimiento. Algo en su cerebro se estremeció ante la presencia del metal, y se produjeron más sutiles tonalidades de lo orgánico —aceite, caucho y plástico— que él rechazó como un pequeño y común helicóptero, concentrándose en los débiles y enloquecedoramente engañosos fragmentos de pensamiento, nerviosa energía, corrientes entre cé­lulas y moléculas. Solamente podía ser una perso­na; y el perfilado recuerdo de sus datos encajaban únicamente en una posibilidad.
Margaret.
Durante otro instante permaneció inmóvil, y su primordial sensación fue de tristeza. Sintió enojo y quizá también algo de desaliento porque su es­condite hubiera sido localizado al fin. Pero más que nada era piedad lo que le dominaba. ¡Pobre Peggy! ¡Pobre pequeña!
Bien. Tendría que afrontarlo. Enderezó sus fla­cos hombros y reanudó su paseo.
El bosque de Alaska estaba tranquilo a su alrededor. Una débil brisa vespertina susurraba entre los oscuros pinos, acariciando sus mejillas como una fría y solitaria presencia en la quietud. En alguna parte los pájaros gorjeaban, mientras se disponían a descansar; los mosquitos producían un zumbido agudo y fino, arremolinándose sobre el círculo mágico de la sustancia inodora y repelente que él había compuesto para ahuyentarlos. Por lo demás, sólo se oía el quedo chasquido de sus pasos sobre el viejo suelo cubierto de agujas de pino. Después de dos años de silencio, las vi­braciones de la presencia humana eran como un enorme grito a lo largo de sus nervios.
Cuando salió a la pequeña pradera, el sol se escondía tras las colinas del norte. Largos rayos áureos se filtraban a través de la vegetación, be­sando el césped y tiñendo la acurrucada choza de un color embrujado y creando enormes som­bras ante ellos. El helicóptero era como un fulgor metálico en el oscurecido bosque, y su proximi­dad le cegó antes de que pudiera reconocer a la muchacha.
Ésta, de pie ante la puerta, estaba esperando, y el sol del atardecer tornaba su pelo de un tono oro rojizo. Vestía el mismo suéter rojo y la falda azul-marino que había llevado la última vez que estuvieron juntos; sus frágiles manos las tenía cruzadas ante sí. En esta misma actitud le había esperado muchas veces cuando él salía del labo­ratorio, tranquila como un niño obediente. Nunca le había hecho víctima de su vivacidad un tanto petulante, ni aún después de haberse dado cuenta de cómo la incomprensiva mente que él poseía se desparramaba como la lluvia de uno de los gran­des pinos.
—Hola, Peggy — dijo, sonriendo forzadamente y sintiendo la insensata inoportunidad de sus palabras. ¿Pero qué podría decirle?
—Joel... — susurró ella.
Él se dio cuenta del sobresalto y estremeci­miento nervioso de Margaret, y su anterior son­risa acentuó su embarazo, al decir, meneando la cabeza:
—Sí... toda mi vida he sido calvo como una bola de billar, y estando aquí solo, no había razón alguna para llevar peluca...
Los grandes ojos avellanados de Margaret lo escrutaron. Iba vestido de modo ordinario: cami­sa a cuadros, pantalón tejano manchado y gruesos zapatones; llevaba una caña de pescar, una caja para el aparejo y una retahíla de percas. Pero no había cambiado en absoluto. El pequeño cuerpo esbelto, sus facciones de fina osamenta, que no traducían una determinada edad, y sus luminosos ojos bajo la ancha frente... todo seguía igual. El tiempo no había pasado para él.
Incluso la misma calvicie parecía un comple­mento en la persona de Joel, poniendo de relieve el acusado arco clásico de su cráneo, eliminando cualquier otra traza de vulgaridad con la que se había recubierto.
Vio que ella había adelgazado, y repentina­mente supuso un enorme esfuerzo para él seguir sonriendo.
—¿Cómo me encontraste, Peggy? — preguntó sosegadamente.
Desde la primera palabra de la muchacha co­nocía él la respuesta; no obstante dejó que ella lo contara:
—Después de seis meses de ausencia sin haber tenido noticias tuyas, nosotros... todos tus amigos, si es que tenías alguno..., nos fuimos preocupando. Pensábamos que quizá te había ocurrido algo en el interior de China. Así, pues, empe­zamos a investigar con ayuda del Gobierno de China, no tardando en saber que nunca habías estado allí. Fue no más que una inocentada esa historia de la investigación de los lugares arqueo­lógicos, un velo para ganar tiempo mientras tú desaparecías. Proseguí tu búsqueda aun después de que todos los demás habían desistido, y final­mente se me ocurrió Alaska. En Nome oí rumores de un campesino huraño y extravagante que vivía en la selva. Y así llegué aquí.
—¿No podías haberme dejado como desapare­cido? — preguntó cansadamente Joel.
—No. —Los labios y la voz de Peggy tembla­ban. — No hasta que no estuviese segura, Joel. No, hasta saber que estabas a salvo y... y...
Él la besó saboreando la sal en su boca, perci­biendo la sutil fragancia de su cabello. Las olas rotas de los pensamientos y emociones de Peggy se estrellaron sobre él, remolineando a través de su cerebro en una resaca de soledad y desolación.
Súbitamente se dio exacta cuenta Joel de todo lo que iba a suceder, lo que diría a Peggy y las respuestas de ella... casi palabra por palabra pre­vió toda la conversación, y su futilidad fue como una carga de plomo en su mente. Sin embargo, debía apechar con ello, arrancando casi cada sí­laba. Los seres humanos eran así: avanzaban a tientas en una oscura soledad, llamándose mutua­mente a través de las profundidades, sin enten­derse jamás.
—Fue magnífico de tu parte —dijo con emba­razo Joel—. No deberías haberlo hecho, pero así fue... —Su voz se fue extinguiendo. No había pa­labras que no fuesen banales y sin sentido.
—No pude evitarlo —susurró ella—. Sabes que te quiero.
—Mira, Peggy —respondió él—. Esto no pue­de continuar. Tenemos que afrontarlo ahora. Si te digo quién soy, y por qué hui... —Intentó apa­rentar jovialidad al añadir —: Pero no convienen las escenas emotivas con el estómago vacío. En­tremos y freiré este pescado.
—Estupendo —dijo ella, con algo de su antiguo vivo espíritu—. Pero creo que soy mejor coci­nera que tú.
—Sin embargo, me parece que no habrías po­dido usar mi equipo — dijo él a su vez, aun a sabiendas de que su réplica la ofendería.
Seguidamente señaló a la puerta, abriéndola. Peggy le precedió al interior, viendo él que su cara y manos estaban encarnadas por picaduras de mosquito. Peggy debió de haberle estado espe­rando mucho tiempo.
—Ha sido mala suerte que llegaras hoy —dijo Joel con acento casi de desesperación—. Tengo la costumbre de trabajar aquí dentro. Por casua­lidad hoy estuve fuera.
Ella no respondió. Paseaba su mirada en tor­no, intentando hallar el enorme orden que sabía debería yacer bajo aquel caos de material.
Joel había dispuesto troncos y tablas en el ex­terior, para que la cabaña tuviese el aspecto de una choza común y ordinaria. Pero en el interior podía haber sido su laboratorio de Cambridge, ya que Peggy reconoció parte del equipo. Antes de partir había llenado el avión de material. No re­cordaba ella otras cosas, que eran el producto del trabajo de dos años de soledad de él: una jun­gla de alambre y tubería, contadores y otros apa­ratos menos comprensibles. Sólo algo de todo aquello tenía el aspecto de tosco e inacabado, de estructuras o dispositivos experimentales. A buen seguro había estado trabajando en alguno de sus grandes proyectos y ahora debería estar cerca del final.
Pero... ¿y después de aquello?
El gato gris que había sido el único y verda­dero camarada de Joel, incluso en su época de Cambridge, se restregó contra las piernas de Peggy con un maullido que pudiera ser de reconoci­miento. «Una bienvenida más amistosa que la que él me dio», pensó ella amargamente; luego, al per­catarse de la grave mirada fija de Joel, se rubo­rizó. Ella le había arrancado a la soledad que por su propia voluntad escogiera, y él había sido más que razonable al respecto.
Razonable... pero no humano. Ningún varón te­rrestre, por muy despegado que estuviera, podría haber sido perseguido por una mujer atractiva a través del mundo sin sentir más que la queda pena y compasión que él mostraba.
¿O acaso sentía algo más Joel? Jamás lo sabría Peggy. Nadie podría saber nunca lo que pasaba en el interior de aquel magnífico cráneo. El resto de la humanidad tenía muy poco en común con Joel Weatherfield.
—¿El resto de la humanidad? — preguntó él con blandura.
Peggy sintió un sobresalto. La vieja treta de leer el pensamiento habría sido suficiente para enloquecer a cualquiera. Cuando este fenómeno se producía, nunca se podía saber si se trataba de una conjetura basada en una excelente lógica o hasta qué punto era... era...
Asintió él con la cabeza, diciendo al mismo tiempo:
—Soy en parte telepático, y puedo cubrir los huecos por mí mismo... como el Dupin de Poe, sólo que mejor y con más facilidad. También hay otras cosas implicadas... pero por el momento de­jémoslas. Más tarde... —Arrojó el pescado a una especie de cabina y reguló varios cuadrantes—. La comida está haciéndose — añadió.
—Según veo, ahora has inventado el cocinero-robot — observó ella.
—Me ahorra trabajo.
—Si lo patentaras podrías hacer otro millón de dólares o cosa así.
—¿Para qué? Tengo más dinero ya del que cualquier ser razonable necesita.
—Pero bien sabes que has salvado a gentes mu­chas veces.
Él se encogió de hombros.
Ella examinó una habitación más pequeña, en la que debía de hacer su vida. Estaba someramen­te amueblada, con un catre y una mesa escritorio y algunas estanterías conteniendo su enorme bi­blioteca microimpresa. En una esquina se hallaba el instrumento multitonal con el cual componía la música que nadie gustara o comprendiera jamás. Pero él siempre había hallado la música del hom­bre superficial y anodina. Y también el arte del hombre y su literatura y todas sus obras y vidas.
—¿Cómo le resultó a Langtree lo de su nuevo encelógrafo? —preguntó, aunque podía suponer la respuesta—. Recuerdo que tú ibas a ayudarle en ello.
—No lo sé —respondió ella lentamente, pre­guntándose para sus adentros si su voz reflejaba su propio cansancio—. Todo el tiempo lo he pa­sado mirando, Joel.
Él hizo una mueca de dolor y volvió a la cocina automática, en la cual se abrió una puerta, desli­zándose fuera una bandeja con dos platos, los que puso sobre una mesa, indicando con un ademán a las sillas y diciendo:
—Al ataque, Peggy.
A pesar de sí misma, la máquina fascinaba a la muchacha.
—Debes de tener una unidad de inducción para cocinar con esa rapidez —murmuró—, y supon­go que tus patatas y verduras se hallan almacena­das en el interior de ella. Pero las partes mecá­nicas... — Meneó la cabeza con perplejo asombro, sabiendo que un fotocalco azul habría revelado algún dispositivo de lo más simple, que conten­dría sólo ingenio.
Latas de fresca cerveza brotaron de otro com­partimiento. El rió entre dientes y alzó la suya diciendo:
—La obra más grande del hombre. Salud.
Ella no se había dado cuenta de que tuviese tanta hambre. Él comió más lentamente, con­templándola, pensando en la incongruencia de que la doctora Margaret Logan, del Instituto Téc­nico, se encontrase devorando pescado y trasegan­do cerveza en una cabaña de los andurriales de Alaska.
Tal vez debiera él haberse ido a Marte o a algún otro satélite del planeta. Pero no, ello habría su­puesto dejar una pista mucho más clara para cual­quiera... no se puede en efecto embarcar en una astronave de manera tan fortuita como si se fuese a la China. Si había de ser hallado, prefería que hubiese sido ella. En adelante guardaría su se­creto con la obstinada lealtad que siempre le ha­bía conocido.
Peggy siempre había sido una agradable compañía, desde que la conoció hallándose él asistiendo en el Instituto Técnico a la última tarea de ciber­nética. Doctores en Filosofía de veinticuatro años con brillantes antecedentes eran bastante raros... y cuando tal hecho concurría en una muchacha guapa, era cosa única. Langtree había estado de­sesperadamente enamorado de ella, desde luego. Pero ella había apechado con un doble programa de trabajo, ayudando a Weatherfield en su labo­ratorio particular, además de sus deberes acostumbrados... y planeaba proseguir en estos experimen­tos cuando expirase su contrato. Ella le había sido más que útil, y él no había estado ciego a sus encantos, pero la suya había sido la misma admira­ción que tenía por los paisajes y por los gatos de pura raza al aire libre. Y ella además había sido uno de los pocos seres humanos con quienes pu­diera hablar en absoluto.
Había sido. Agotó las posibilidades de ella en un año, del mismo modo que exprimía la de la mayoría de las personas en un mes. Había apren­dido a conocer cómo reaccionaría ella en cada si­tuación, lo que diría a cualquier observación suya, y sabía los sentimientos de ella con una percep­ción sensible más allá del propio conocimiento de la muchacha. Y la soledad había vuelto.
Pero no tenía previsto el que ella le encontra­se, pensó murriosamente. Tras haber planeado su huida, no se había cuidado —o atrevido— de ex­traer todas las consecuencias lógicas. Bien, ahora estaba ciertamente pagando por ello, y también ella.
* * *
Levantó la mesa y puso sobre ella café y piti­llos antes de que comenzaran a hablar. La oscu­ridad velaba las ventanas, pero sus tubos fluores­centes se encendieron automáticamente. Ella oyó el aullido atenuado por la distancia de un lobo en la noche, y pensó que el bosque le era menos ajeno que aquella estancia llena de máquinas y que el hombre que se hallaba sentado contemplándola con aquella mirada demasiado brillante.
Él se había instalado en un sofá y el gato gris había trepado a sus rodillas, donde ronroneaba plácidamente mientras él le acariciaba la piel con sus delgados dedos. Ella tomó asiento en un tabu­rete a los pies de él, y puso una mano sobre su rodilla. Resultaba inútil suprimir los impulsos, ya que él los conocía mucho antes de que ella los ejecutara.
—Peggy —dijo lentamente—, estás cometien­do un endiablado error.
Ella pensó brevemente en cuan baladíes eran sus palabras, y luego recordó lo desmañado que siempre había sido al hablar. Resultaba como si no sintiese los corrientes matices humanos y hu­biese de abrirse paso a través de la sociedad por una maquinal repetición de las palabras.
—Está bien — dijo él asintiendo con la cabeza.
—¿Pero qué es lo que te pasa? —protestó ella desesperadamente—. Ya sé que todos acostum­bran a llamarte «pez frío» y «cabezudo» y «tubo de vacío animado», pero no es así. Sé que sientes más que cualquiera de nosotros, sólo que... sólo que...
—Sólo que no del mismo modo — completó él amablemente la frase
—Oh, siempre fuiste de una especie rara —dijo ella flemáticamente—. El niño prodigio, ¿no es así? Un chicuelo campesino que ingresa en Harvard a los trece años y se gradúa con las mejores notas que pueden obtenerse a los quince. Inventor del propulsor espacial iónico, del proceso de la desintegración iónica controlada, de la vulcani­zación por el frío, de la determinación de la edad geológica por la estructura cristalina, y Dios sabe cuántas otras cosas se hallan en la oficina de patentes... Premio Nobel de Física por tu mecánica de la relatividad de las ondas. Precursor en una rama totalmente nueva de series matemáticas. Brillante escritor sobre arqueología, economía, ecología y semántica. Fundador de escuelas enteramente nuevas en pintura y poesía. ¿Cuál es tu cociente intelectual, Joel?
—¿Cómo puedo saberlo? Sobre 200 o cosa así, el C.I. pierde su significado en el sentido ordinario. Yo fui de lo más simple, Peggy. La mayor parte de mi obra publicada fue realizada en edad temprana, brotando de un deseo pueril de alabanza y reconocimiento. Después, ya no pude detenerme... las condiciones no lo permitían ya. Y, naturalmente, tenía que hacer algo en consonancia con mi época, y con mi edad.
—Y de pronto, a los treinta años, recogiste velas y desapareciste. ¿Por qué?
—Esperaba que creyesen que había muerto —murmuró él—. Inventé un desastroso aterrizaje en el desierto de Gobi, pero creo que nadie lo halló nunca Debido a que pobres tontos leales como tú no creyeron que yo pudiese morir. Jamás se os ocurrió a ninguno buscar mis restos. — Pasó su mano acariciadoramente por el pelo de la mu­chacha y ella suspiró, apoyando su cabeza contra las rodillas de él —. Debí haberlo previsto.
—¿Por qué diablos tenía que haberme enamo­rado de un hombre como tú?... no lo sabré nunca —dijo ella por fin—. La mayoría de las mujeres escapaban asustadas. Ni siquiera tu dinero podía retenerlas. — La muchacha respondía a su propio interrogante con la precisión de un largo medi­tar —. Pero era la calidad fina, supongo. Después de ti todo lo demás se hacía tan vulgar e insípido... —Alzó sus ojos a él, y hubo en ellos una com­prensión súbitamente espantada —. ¿Y es por eso que nunca te casaste? — murmuró.
Él asintió compasivamente. Y luego añadió:
—Así es, no me hallo aún interesado por el sexo. Me encuentro todavía en la temprana ado­lescencia, ya lo sabes.
—No, no lo sé. — No se movió, pero él la sin­tió más pegada contra sí.
—No soy humano — dijo Joel Weatherfield so­segadamente.
—¿Un mutante? No, no podrías serlo...
Él podía sentir la tensión de ella, la súbita ca­rrera del violento pensamiento y muda corriente nerviosa, el latido de la sangre al buscar el equi­librio y las glándulas endocrinas en un tirante nivel de peligro. Era el antiguo temor instintivo de la oscuridad y lo desconocido y las hambrien­tas presencias más allá del tenue círculo luminoso de una hoguera... manteníase ella inmóvil, pero era como un animal erizado de pánico.
Al cabo de un rato durante el cual él acarició simplemente el cabello de ella, renació la calma. La muchacha volvió a alzar la vista, esforzándose por fijarla en los ojos de él.
Joel sonrió tan bien como pudo y dijo:
—No, no, Peggy, todo esto jamás podría ocu­rrir en una mutación. Yo fui encontrado en un campo de trigo una mañana de verano hace trein­ta años. Una... mujer... que debió de haber sido mi madre, se hallaba tendida a mi lado. Más tarde me dijeron que era de mi tipo físico, y que el cu­rioso vestido tornasolado que llevaba les hizo pen­sar en algo circense. Pero estaba muerta, quemada y desgarrada por la electricidad contra la que ha­bía intentado escudarme con su cuerpo. Sólo había algunos fragmentos cristalinos en derredor. Las gentes la enterraron.
»Los Weatherfield eran un matrimonio de la localidad, ya de edad madura, sin hijos y muy amable. Yo era sólo un chiquillo, naturalmente, y me tomaron consigo. Crecí muy despacio en lo físico, pero en cuanto a la mente era ya otra cues­tión. Y a pesar de mi aspecto raro se sintieron muy orgullosos de mí. Pronto inventé el perfecto tupé para cubrir mi falta de pelo, y con él y una ropa corriente siempre me las he ingeniado para pasar por un ser humano. Pero puedes recordar que jamás he dejado que nadie me viese sin ca­misa y pantalones encima.
»Naturalmente, rápidamente decidí dónde de­bía hallarse la verdad. En alguna parte debía exis­tir una raza, humanoide pero muy a la cabeza de la evolución del hombre, que puede viajar entre las estrellas. Como fuera, mi madre y yo había­mos sido arrojados sobre este planeta desierto, y en la inmensidad del universo, cualesquiera ex­ploradores que hubiese, jamás nos encontraron.
Volvió de nuevo el silencio, y Margaret susu­rró ahora:
—¿Hasta dónde eres humano, Joel?
—No mucho —respondió él con un fulgor de la antigua sonrisa ingenua que ella recordaba. ¡Cuán a menudo lo había visto ella alzar la vista de algún trabajo que le resultaba particularmente bien, para mirarla precisamente así!—. …Verás, te lo mostraré.
Dio un silbido y el gato saltó de su regazo. Otro silbido y el animal recorrió, manipulando con sus patas en un conmutador, descargando varias placas que trajo en su boca.
Margaret respiró entrecortadamente.
—Jamás oí de alguien que entrenase a un gato para hacer recados — dijo.
—Este es un gato mas bien especial —replicó el distraídamente, inclinándose hacia adelante para enseñarle las placas—. Son rayos X de mí mismo. ¿Conoces mi técnica para fotografiar diferentes capas de tejido? La desarrollé precisamente para estudiarme a mí mismo. Confieso que también para exhumar los huesos de mi madre, los cuales demostraron que eran simplemente una versión femenina de mí mismo. Sin embargo, una variación del método de la estructura cristalina demostró que ella tenía por lo menos quinientos años de edad.
—¡Quinientos años!
El asintió añadiendo:
—Esa es una de las razones por las cuales estoy seguro de que soy un miembro muy joven de mi raza. Incidentalmente, sus huesos no mostraban señal alguna de edad, correspondiendo a la de un ser humano de veinticinco años. Yo no sé si el alcance de la vida natural de la raza es ése, o bien si tienen medios artificiales para detener la senilidad, pero lo que sí sé es que espero cuando menos un milenio de vida sobre la Tierra. Y la tierra parece tener una gravedad superior a nuestro hogar patrio; no es un paraje muy saludable para mí.
Ella estaba demasiado perpleja como para hacer otra cosa que inclinar la cabeza en gesto de asentimiento. El dedo de él pasó sobre las placas de rayos X, mientras decía:
—Las diferencias del esqueleto no son muy grandes, pero mira aquí y aquí... el pie, la espina dorsal... los huesos del cráneo son especialmente peculiares... Luego los órganos internos. Puedes ver por ti misma que ningún ser humano ha tenido jamás...
—¿Un corazón doble? — preguntó ella pensativamente.
—Una cosa por el estilo. Es un órgano simple, pero con más funciones. Mas eso no importa, lo más importante es la estructura nerviosa. He aquí varias del cerebro, tomadas a diferentes profundidades y ángulos.
Reprimió una entrecortada exclamación. Su trabajo sobre la encelografía habia requerido un buen conocimiento de la anatomía del cerebro. Ningún ser humano lleva esto en la cabeza.
No era mucho mayor que en el ser humano. Mejor organización, pensó ella; en el pueblo de Joel no se declararía jamás la demencia. Eran análogos de forma, una corteza de circunvolución prominente, una médula y todo lo demás. Pero había otras secciones y desarrollos que no tenían correspondencia con ningún ser humano.
—¿A qué corresponden? — preguntó ella.
—No estoy muy seguro —respondió él lentamente, un poco a disgusto—. Esto aquí puede ser lo que yo podría llamar el centro telepático, Es sensible a las corrientes nerviosas en otros organismos. Comparando las reacciones y palabras hu­manas con las emanaciones que puedo detectar, he registrado un grado muy limitado de telepatía. Puedo emitir también, pero puesto que ningún ser humano puede detectarlo, me es de poca utilidad tal poder. Esto otro parece estar destinado al con­trol voluntario de las funciones involuntarias más corrientes... sensaciones de dolor, regulación endo­crina y así sucesivamente... pero no aprendí nunca a emplearlo muy eficazmente, y no me atrevo a experimentar mucho en mí mismo. Hay otros cen­tros... la mayoría de los cuales no sé siquiera para qué sirven.
Su sonrisa era cansada.
—¿No has oído hablar nunca de niños-fieras... criaturas humanas que ocasionalmente fueron criadas por animales? Jamás aprendieron a ha­blar o a ejercitar cualquiera de sus facultades es­pecíficamente humanas, hasta que fueron captu­rados y enseñados por los hombres. De hecho, apenas eran en absoluto humanos.
Y agregó:
—Yo soy un niño-fiera, Peggy.
Ella comenzó a llorar, con sollozos que la es­tremecían como si estuviese sacudida por la mano de un gigante. Él la sostuvo hasta que cesó su llanto y volvió a sentarse corriéndole aún las lá­grimas por las mejillas, diciendo con un temblo­roso susurro:
—Oh, querido, querido, cuan solitario debes de haber estado...
¿Solitario? Ningún ser humano sabría jamás nunca cuánto.
Al principio la cosa no fue demasiado mala. De niño había estado demasiado absorto y recreado con la ampliación de sus horizontes intelectuales, como para cuidarse de que los demás chiquillos le molestaran... y éstos, a su vez, aborrecían de corazón a Joel por su rareza y retraimiento, que llamaban «hurañez». Sus padres adoptivos se ha­bían percatado pronto qué no le eran aplicables las medidas corrientes, por lo que le sacaron de la escuela y le compraron los libros y material que quería. Habían tenido medios para permitírselo, y en correspondencia, a la edad de seis años, el pequeño patentó a nombre del viejo Weatherfield mejoras en maquinaria agrícola, lo cual convirtió a la familia en más que acomodada. Él había sido siempre un «buen muchacho», tanto como fuera capaz. No les había causado pesar adoptándolo, pero había sido patéticamente a la manera de la gallina que cría patitos y los ve un día nadar marchándose de su lado.
Los años de Harvard habían sido el paraíso, una orgía de aprender, de conversaciones y camara­dería con los grandes, quienes veían a un igual en el solemne jovenzuelo. No había hecho vida social tampoco entonces, ni tampoco la había echa­do de menos, pues los estudiantes de carrera eran bastante necios y amedrentadores. Pronto apren­dió cómo evitar la mayor publicidad... pues en medio de todo los niños-genios no eran en conjunto desconocidos. Su único disgusto real había sido con un psiquiatra, quien estaba empeñado en que fuese más «normal». Rió entre dientes al recordar los medios casi diabólicos con los que atemorizara al hombre, haciendo que lo dejara finalmente en paz.
Pero hacia el fin, había topado con limitaciones en la vida. Parecía de lo más anodino el proseguir lecturas sobre lo evidente y volver a problemas que habían sido resuelto ya mil veces antes. Y comenzaba a encontrar un tanto tedioso a los profesores y cada vez más cuanto más capaz era de anticipar sus respuestas a sus preguntas y observaciones, y sus respuestas se le hacían cada vez más trasnochadas también.
Hacia tiempo que se había percatado de que lo que debía ser su verdadera naturaleza, aunque tuviera el sentido de no descubrirlo. Y luego el sueño comenzó a desarrollarse en él. ¡Hallar a su pueblo!
¿De que servía cuanto hiciera, si sus congéneres debían estar jugando con las mismas fuerzas como si fuesen juguetes, y sus mayores descubrimientos serían en su cultura tan viejos como el fuego en la del hombre? ¿Qué orgullo podía tener de sus realizaciones, si ninguno de los necios animales que las veían podían decir: «¡Bien hecho!» como debería ser dicho? ¿Qué camaradería podía tener con criaturas ciegas y estúpidas que pronto se hacían tan predecibles como sus máquinas? ¿Con quien podría él pensar?
Se sumió salvajemente en el trabajo con la simple meta de hacer dinero. No había sido duro ni difícil. En cinco años se convirtió en multimillonario, con apoderados que le descargaban de toda preocupación y responsabilidad, y con libertad de obrar a su guisa. El trabajo como evasión.
¡Cuán aburridas, chatas, rancias e infructuosas me parecen todas las prácticas de este mundo!
Más no de todo el mundo. En alguna parte, en algún lugar entre la hueste de las estrellas...
La larga noche se iba consumiendo.
—¿Por qué viniste aquí? — preguntó Margaret. Su voz era queda ahora, con acento desesperanzado.
—Quería el secreto, el retiro. Y la sociedad humana se me estaba haciendo insoportable.
Ella dio un respingo, diciendo:
—¿Has hallado ya el medio de construir una astronave más rápida que la luz?
—No. Nada de cuanto descubrí indica la manera de pasar la limitación einsteniana. Debe de haber un medio, pero no puedo hallarlo. En realidad no es demasiado sorprendente. Nuestro niño-fiera jamás sería capaz probablemente de duplicar las naves oceánicas.
—¿Cómo esperas entonces salir del sistema solar?
—Pensé en una astronave tripulada por robots y yendo de estrella en estrella conmigo mismo en estado de hibernación. — Hablaba de ello como al acaso y como se puede descubrir algún esquema para reparar una espita rota —. Pero era de lo más impracticable. Mi pueblo no puede vivir en alguna parte cercana, pues de lo contrario habríamos tenido más indicaciones de ellos que la de un siniestro. Pueden no vivir en absoluto en esta galaxia. Me reservo esta idea como último recurso.
—Pero tú y tu madre debíais haber estado en alguna especie de nave. ¿Se encontraron algunos restos?
—Únicamente aquellos pocos fragmentos cristalinos que antes mencioné. Ello hace que me pregunte si mi pueblo emplea en absoluto naves espaciales. Quizá tienen alguna especie de materia transmisora. No, mi esperanza principal es algún género de señal de socorro que atraiga la ayuda.
—Pero si viven a tantos años de luz...
__He descubierto una rara clase de... bueno, po­dría llamársela radiación, aun cuando no tiene relación con el espectro electromagnético. Los cam­pos de energía vibrando de cierto modo producen efectos detectables en un dispositivo similar bien graduado desde el principio. Es toscamente aná­logo a los antiguos transmisores de radio de in­ducción. Lo importante es que esos efectos son transmitidos en tiempo no mensurable de retraso o disminución por la distancia.
En otros tiempos ella habría estado henchida de admiración. Ahora se limitó a asentir, di­ciendo:
—Ya lo veo. Es una especie de ultraonda. Pero si no hay efectos de tiempo o de distancia, ¿cómo puede ser trazada? Sería por completo sin direc­ción, a menos que se pudiera enderezarla.
—No lo puedo... aún. He registrado un módulo de vibraciones que han de corresponder a la dis­posición de los astros en esta parte de la galaxia. Cada vibración representa una estrella, su inten­sidad la magnitud absoluta, y la separación tem­poral de las otras vibraciones la distancia de las demás estrellas.
—Pero esa es una representación unidimensio­nal, y el espacio es tridimensional...
—Lo sé. No es tan sencillo como lo expuse. El problema de tal representación era muy interesante en topología aplicada... me llevó una buena semana su resolución. Pueden interesarte las ma­temáticas; tengo mis notas aquí por alguna par­te... Pero de todos modos, cuando mis congéneres detecten esas vibraciones, serán capaces de dedu­cir lo que intento. He puesto el Sol a la cabeza de cada serie de vibraciones, de manera que hasta sabrán el astro particular en el que me encuentro.
Y de todas formas también, sólo puede haber una o pocas configuraciones exactas a ésta en el uni­verso, por lo que les doy una posición. He monta­do un aparato para radiar automáticamente mi llamada. Ahora únicamente me toca esperar.
—¿Durante cuánto tiempo has esperado?
Él frunció el entrecejo.
—Durante un año ya... y no ha habido señal alguna. Me estoy preocupando. Tal vez debería intentar otra cosa.
—Acaso ellos no empleen en absoluto la ultraonda. Podría ser ya anticuada en su cultura.
—Pudiera ser — convino él con ligera inclina­ción de asentimiento con su cabeza —. ¿Pero qué otra cosa hay?
Ella permaneció silenciosa, y Joel rebulló en su asiento y suspiró, diciendo:
—Ésta es la historia, Peggy.
Ella inclinó a su vez ligeramente la cabeza en gesto de asentimiento.
—No te aflijas por mí —prosiguió él—. Me va muy bien. Mi investigación aquí es interesante. Me gustan estos parajes y soy más feliz de lo que lo fuera durante mucho tiempo.
—Temo que eso no sea decir mucho — repli­có ella.
—No, pero... Mira, Peggy, ahora ya sabes lo que soy. Un monstruo. Más ajeno para ti que un mono. No te debería resultar muy difícil olvi­darme.
—Más difícil de lo que crees, Joel. Te quiero. Siempre te he querido.
—Pero... Peggy, eso es ridículo. Supón tan sólo que aceptara vivir contigo. Nunca tendríamos chi­quillos... pero supongo que eso no importa dema­siado. No tendríamos nada en común, creo. Ni una cosa. No podríamos hablar ni compartir cualquiera del millón de cosas que constituyen un matrimonio; apenas podríamos siquiera trabajar juntos. Yo no puedo vivir en sociedad humana ya más, tú perderías todas tus amistades y te harías tan solitaria como yo. Y al final envejecerías, tus encantos se marchitarían y morirías, mientras que yo estaría aún aproximándome a mi madurez. Peggy, ninguno de los dos lo soportaría.
—Lo sé.
—Langtree es un hombre magnífico. Sería fácil quererle. No tienes derecho alguno a impedir una herencia tan magnífica como la vuestra a tu raza.
El puso una mano bajo la barbilla de ella y ladeó su cabeza alzándola hasta la suya.
—Tengo ciertos poderes sobre el espíritu —dijo lentamente—. Con tu cooperación podría ajustar tus sentimientos sobre el particular.
Ella se echó tensa hacia atrás, con los ojos dilatados y con expresión de temor.
—No... — dijo.
—No seas tonta. Sólo se haría ahora lo que el tiempo hará de todos modos. —La sonrisa de él era cansada, torcida—. Soy, en verdad, una persona extraordinariamente fácil de olvidar, Peggy.
Su voluntad era demasiado poderosa. Irradiaba de él, en los brillantes ojos y en sus facciones delicadamente trazadas que eran casi humanas, vibraba en grandes ondas soporíferas de su cerebro telepático y parecía casi fluir a través de sus delgadas manos. Resultaba inútil resistir, fútil negarse... era preciso ceder, ceder y dormir. ¡Estaba tan cansada!
Finalmente asintió. Joel sonrió con la antigua sonrisa que ella conocía tan bien. Y comenzó a hablar.
Nunca recordó ella el resto de la noche, aparte de una especie de empañada semipercepción, una voz queda que susurraba en su cabeza y un rostro difusamente visto a través de nieblas ondulantes. En una ocasión, recordaba, había habido una máquina que producía un tic-tac y un zumbido, y pequeñas lucecillas fulgurando y girando en la oscuridad. Su memoria estaba removida, enturbiada como un tranquilo estanque, y las cosas que había olvidado a través de la mayor parte de su vida flotaban en la superficie. Le parecía como si su madre estuviese a su lado.
Al alba brumosa, él la dejó partir. Había en ella una profunda calma inhumana, miró a Joel con algo de la vacía mirada de una sonámbula y su voz era monocorde. Aquello pasaría, pronto volvería de nuevo a ser normal, pero Joel Weatherfield no sería sino un recuerdo con un tenue tinte emotivo, una especie de fantasma en algún recóndito compartimiento de su mente.
Un fantasma. El se sentía cansado al extremo, vacío, seco de fuerza y de voluntad. No pertenecía aquí, era una sombra que debía haber estado revoloteando entre las estrellas, la luz del sol de la Tierra lo borraba.
—Adiós, Peggy —dijo—. Guarda mi secreto. No hagas partícipe a nadie de donde estoy. Y buena suerte para ti en toda tu vida.
—Joel... —Hizo ella una pausa en el umbral con gesto perplejo en su rostro—. Joel, si puedes pensar en mi de ese modo, ¿no puede tu pueblo hacer lo mismo?
—Naturalmente. ¿Y que hay con ello? — Por vez primera no sabía él lo que iba a venir, había cambiado demasiado a la muchacha para prede­cirlo.
—Sólo esto... ¿por qué han de calentarse los cas­cos con artilugios como tu ultraonda para hablar­se mutuamente? Deberían ser capaces de pensar entre las estrellas.
Él pestañeó. Ya se le había ocurrido, pero no había pensado mucho al respecto, habiendo esta­do demasiado preocupado con su trabajo.
—Adiós, Joel — dijo ella, volviéndose y echan­do a andar a través de la húmeda niebla gris. Un incipiente rayo de sol atravesó una hendi­dura y destelló en su cabello. Él permaneció en el umbral hasta que la muchacha desapareció.
* * *
Joel durmió la mayor parte del día, y al des­pertarse, comenzó a pensar sobre lo acontecido.
¡Por todos los santos, Peggy tenía razón! Él se había sumergido demasiado profundamente en los problemas puramente técnicos de la ultraon­da, y desde entonces en la investigación matemá­tica, pasando el tiempo en la espera, mantenién­dose apartado como para considerar el fundamento lógico de la situación. Pero esto... tenía sentido.
Había tenido sólo la más vaga noción de los poderes inherentes a su propia mente. La ciencia física le había ofrecido un desemboque demasiado fácil. Tampoco podía, sin ayuda, esperar llegar lejos en tales estudios. Una criatura fiera huma­na podía tener la herencia de un genio matemá­tico, pero a menos que fuese instruida por otro ser de su especie no comprendería jamás los elementos de la aritmética... o de la disertación o la sociabilidad o cualquiera de las actividades que separan y distinguen al hombre de los demás ani­males. Había precisamente una herencia demasia­do dilatada de desarrollo prehumano y primiti­vamente humano en un hombre solo, como para recapitularla en el espacio de una vida, caso de que su ambiente no le presentara indicación alguna de la senda particular que sus antepasados habían tomado.
Pero aquellos ociosos nervios y centros cere­brales debían de ser para algo. Él sospechaba que existían medios de control directo sobre la mayoría de las fuerzas básicas del universo. La telepatía, la telequinesis, la precognición... ¿qué herencia divina le había sido denegada?
De todos modos, parecía que su raza había ido más allá de la necesidad del mecanismo físico. Con un completo conocimiento de la estructura de la continuidad de la energía espacio-tiempo, con el control por la voluntad directa de sus procesos subyacentes, se proyectaban a sí mismos o a sus pensamientos, de estrella en estrella, creaban cuanto necesitaban por puro pensamiento... y no prestaban atención a las jerigonzas de razas me­nores.
¡Fantástica, vertiginosa perspectiva! Ante la gran visión centelleante que se presentaba ante sus ojos, quedóse sin respiración.
Sacudióse, volviendo a la realidad. El problema inmediato era entrar en contacto con su raza. Lo cual significaba un estudio de las energías tele­páticas que hasta la fecha había casi ignorado.
Se zambulló, por decirlo así, en una fiebre de trabajo. El tiempo perdió su significado, convir­tiéndose en una simple sucesión de días y de noches, en una luz evanescente y en remolineante nieve y en el lento retorno de la primavera. Nunca había tenido mucho más que su trabajo como motivo vital, y ahora devoró el último de sus pensamientos. Hasta durante los periodos de descanso y de ejercicio que se obligaba a tomar, su mente seguía aún ocupada en el problema, royéndolo como un perro un hueso. Y muy lenta, muy lentamente, el conocimiento fue ampliándose.
* * *
La telepatía no estaba directamente relacionada con las vibraciones cerebrales medidas por la encefalografía. Estas eran débiles, subproductos de corto alcance de la actividad neurónica. La telepatía, debidamente controlada, brincando sobre un espacio intermedio con una arrogante ignorancia del tiempo. Era, decidió, otra parte de lo que había etiquetado el espectro de la ultraonda, el cual estaba relacionado con la gravitación como un efecto de la geometría del espacio-tiempo. Pero mientras que los efectos gravitacionales se producían por la presencia de la materia, los de la ultraonda se generaban al vibrar ciertos campos energéticos. Sin embargo, no aparecían a menos que existiese en alguna parte un receptor debidamente acordado. Parecían, como fuese, «percatarse» de un escuchador, aún antes de que nacieran a la existencia. Ello sugería fascinantes especulaciones sobre la naturaleza del tiempo, pero las desechó. Su pueblo sabría más de ello de lo que él pudiera jamás descubrir por sí solo.
Pero el concepto de las ondas era difícilmente aplicable a algo que viajaba a una «velocidad in­finita»... pobre término semánticamente, pero apro­piado, o cuando menos conveniente. Podía asignar una frecuencia a una ultraonda, la de la de los campos generadores de energía, pero entonces la longitud de onda sería infinita. Mejor era pensar en ello en términos de tensores y abandonar toda analogía gráfica.
Su sistema nervioso no contenía en sí las ultraenergías. Éstas eran omnipresentes, inherentes a la propia estructura del cosmos. Pero sus centros telepáticos, debidamente entrenados, se hallaban como fuere acoplados a aquella gran corriente sub­yacente, podían imponer sobre ella las vibracio­nes deseadas. De manera semejante, suponía, sus demás centros podían controlar aquellas fuerzas para crear o destruir o mover la materia, para cru­zar el espacio, para escudriñar mundos de proba­bilidad pasados y futuros, para...
No podría hacerlo por sí mismo. No podría ha­llar lo bastante en toda su vida. Aun cuando fuese inmortal, acaso tampoco podría aprender jamás lo que tenía que conocer; su mente había sido ins­truida en los moldes del pensamiento humano, y aquello era algo que se encontraba más allá de la potencia de comprensión del hombre.
Pero todo cuanto necesito es enviar una llamada clara...
Luchaba con ello. A través de las interminables noches de invierno, sentado en su cabaña, comba­tía para dominar su cerebro. ¿Cómo enviar un grito a las estrellas?
Dime, niño-fiera, ¿cómo resuelves una ecuación parcial diferencial?
Acaso algo de la respuesta se hallara en su pro­pia mente. El cerebro tiene dos tipos de memoria, la «permanente» y la «circulante», y aparentemen­te la primera no se pierde nunca. Se retira al subconsciente, pero se encuentra aún allí, y puede emerger de nuevo. De chiquillo había observado cosas, registrado aspectos de aparatos y experimen­tado sensaciones de vibración, que su mente ya más madura podía ahora analizar.
Practicó la autohipnosis, empleando un aparato que ingenió como auxiliar, y los recuerdos vol­vieron, recuerdos de calor y luz y de grandes fuer­zas vibratorias. Sí... sí, había una máquina de alguna especie, la podía ver trepidando y fluc­tuando ante él. Pasó un tiempo antes de que pu­diera traducir las remotas impresiones de la in­fancia a sus presentes evaluaciones sensoriales, pero cuando hubo terminado la tarea, tuvo una clara imagen de... algo.
Esto ayudaba un tanto. Sugería ciertos tipos de conexiones en cadena, de diagramas y transmiso­res en circuito que nunca se le habían ocurrido antes. Y ahora, lenta, muy lentamente, comenzó a hacer progresos.
Una ultraonda requiere un receptor para su propia existencia. Así, no podía lanzar un pensa­miento a ninguno de sus congéneres, a menos que uno de ellos estuviese a la escucha de aquella «on­da» particular... en su tipo de frecuencia, modula­ción y otras características físicas. Y su mente no entrenada, sencillamente no emitía en tal «banda». No podía hacerlo, no podía imaginar la forma de onda del pensamiento normal de su raza. Se ha­llaba enfrentado a un problema semejante al de un hombre que en un país extranjero se ve obli­gado a inventar un lenguaje para sí mismo antes de poder comunicarse... sin siquiera poder permi­tirse el escucharlo, y sabiendo sólo que su foné­tica, gramática y valores semánticos son por com­pleto diferentes de los de su idioma nativo.
¿Insoluble? No, tal vez no. A su mente le fal­taba el poder de lanzar una llamada a través de las estrellas, la capacidad de hacerse inteligible. Pero una máquina no tiene tales limitaciones.
Podía modificar su ultraonda; tenía ya la po­tencia y podía darle la coherencia. Pues podía in­sertar un factor de azar en ella, un mecanismo que variase la forma básica de la onda en cada concebible permutación de características, corrien­do a través de millones o billones de pruebas por segundo... y el azar podía ser también modulado, sus propios pensamientos podían ser superpuestos. Y cuando el aparato hallase resonancia con algo que pudiese recibir —algo, literalmente, a millo­nes de años luz— se generaría una ultraonda, in­terrumpiéndose el elemento casual. Entonces, Joel podría sostenerse en aquella banda, examinándola a su gusto.
Más pronto o más tarde, una de las bandas que captara, sería la de su raza. Y él lo sabría.
* * *
El aparato, una vez terminado, presentaba un aspecto tosco y feo: era un objeto torpe y grandote compuesto de alambres entrelazados en una maraña, válvulas relucientes y remolineantes energías cósmicas. Un conductor se conectaba a una tira de metal que rodeaba la cabeza de Joel, imponiendo su módulo básico de ultraonda sobre el factor azar y remitiendo a su cerebro cuanto era recibido. Tendido en su catre y con un panel de mandos a su lado, contemplaba cómo funciona­ba el aparato.
Vagos murmullos, sombras deslizantes, la extrañeza alzándose de las turbias profundidades de su mente... Rió tenuemente entre dientes, desechan­do la fría aprensión que brotaba de sus agotados nervios, y comenzó la experimentación con el ar­tefacto. No se hallaba demasiado seguro él mismo de todas sus características, y llevaría algún tiem­po antes de que lograse un control completo de aquel producto de su pensamiento.
Silencio, oscuridad, de cuando en cuando un destello, un breve instante cegador cuando los tan­teos casuales chocaban con alguna resonancia bá­sica y surgía una onda hablando a su cerebro. En una ocasión miró a través de los ojos de Margaret, y sobre una mesa, al rostro de Langtree. Había luz de velas, lo recordó después, y una pequeña orquesta de cuerda tocaba en el fondo. Otra vez vio el escorzo de una ciudad que los hombres no habían construido jamás, alzándose hacia un fir­mamento nuboso, mientras que un mar extraña­mente lento y denso lamía sus muros.
En otra ocasión, también, captó un pensamien­to fulgurando entre las estrellas. Pero no era un pensamiento de su especie, sino un gran destello blanco como un sol explotando en su cabeza, y frío, muy frío. Lanzó un chillido, y por espacio de una semana no se atrevió a reanudar sus ex­perimentos.
En un atardecer primaveral halló su respuesta.
La primera vez, el choque fue tan grande que volvió a perder contacto. Quedóse tembloroso, ha­ciendo grandes esfuerzos por recobrar la calma, intentando reproducir el exacto molde de su pro­pio cerebro, así como a la máquina que había transmitido. Despacio, despacio... La mente de la infancia había estado girando en una bruma de sueños, así, pues...
La infancia... Pues su cerebro tanteante e in­controlable no podía resonar con ninguna de las mentes adultas soberbiamente entrenadas de su pueblo.
Pero un chiquillo no tiene lenguaje hablado al­guno. Su mente se desliza amorfa de un molde a otro, no hay costumbres para fijarla, y una lengua es tan buena como otra. Por las leyes del azar, Joel había percutido con el compás que en aquel momento expresaba una criatura de su raza.
Volvió a hallarlo, y le inundó el hormigueante calor del contacto, deliciosamente, maravillosa­mente, como un río en un polvoriento desierto, o el sol venciendo al frío de la soledad introvertida y subjetiva en la cual los humanos se mecen y caminan desde sus nacimientos hasta el final de sus breves e insignificantes vidas. Encajó su mente a la del niño, dejando que las dos corrientes de conciencia fluyesen en una, como un caudal dis­curriendo hacia el poderoso mar de la raza.
El niño-fiera se arrastró fuera del bosque. Los lobos aullaban a su espalda, los peludos hermanos de cuatro patas de las cuevas y de la caza y de la oscuridad, pero él no los oía. Inclinóse sobre la cuna de la criatura, cayéndole el cabello sobre su magra cara inexpresiva, y miró con tenue estre­mecimiento de temor y asombro. La criatura ex­tendió su manita, y sus propios dedos retorcidos se dirigieron a tomarla, temblando ante el conoci­miento de que era una garra semejante a la suya.
Ahora sólo tenía que esperar hasta que algún adulto examinase la mente de la criatura. No tar­daría mucho, y en el ínterin descansaba en la in­temporal paz adormilada de la primera infancia.
En alguna parte del cosmos exterior, quizás en un planeta que gravitaba alrededor de algún sol que nadie en la Tierra vería jamás, la criatura reposaba en una cuna de calor, vibrando fuerzas impelentes. No tendría una habitación en torno a ella, sino una oscuridad que ningún humano po­dría imaginar siquiera, iluminada por los fulgores de la energía que creaban las estrellas.
La criatura sentía la aproximación de algo que significaba cordialidad y blandura, dulzor en su boca y susurro en su mente. Y lanzaba un inar­ticulado grito de deleite, tendiendo sus manitas al vacilante crepúsculo de la estancia. Y la mente de su madre se le adelantaba, envolviendo a la pequeña.
¡Un grito!
Con frenesí, Joel se esforzó por alcanzar la men­te de la criatura, intentando hacer penetrar las vibraciones localizadoras de su aparato a través de su cerebro. La perdió, y su mente se aturdió y se extenuó desmayadamente... pero no, no, alguien más le estaba ahora alcanzando, analizando el mó­dulo de la máquina y sus propias violentas osci­laciones y encajándose suavemente en ellas.
Una voz profunda y fuerte en su cerebro, in­equívocamente del sexo masculino... y Joel se re­lajó, dejando que la otra mente controlara la suya, emitiendo simplemente sus señales.
Les llevaría un poco de tiempo el analizar el significado de su llamada. Joel se hallaba tendido en estado semiconsciente, percatándose de que una pequeña parte de la mente del ser mantenía un hilo de contacto con él, mientras el resto se dirigía al exterior, emplazando a otras a través del Uni­verso, en demanda de ayuda e información.
Así, pues, había vencido. Joel pensó en la Tie­rra, ensoñadora y un tanto ansiosamente. Era sin­gular que en este momento de triunfo su mente se posara sobre las pequeñas cosas que había de­jado tras sí... una puesta de sol en Arizona, un ruiseñor bajo la luna, el rostro ruboroso de Peggy inclinándose sobre un instrumento a su lado. Cer­veza y música y pinos al viento...
¡Pero, oh, mi pueblo! Nunca más estar solitario...
Decisión. Una sensación de caída, de precipi­tarse desde un vórtice de estrellas hacia el Sol... ¡aproximación!
La criatura habría de localizarle en la Tierra. Joel intentó imaginar un mapa, aunque los mó­dulos de pensamiento que correspondían en su ce­rebro a una visualización particular no tendrían un sentido para otro. Pero de cierta vaga manera, ello podría servir de ayuda.
Y acaso así fue. Pues la banda telepática dio un chasquido, pero se produjo un alud de otros impulsos, fuerzas vitales como una llama, la pro­ximidad de una deidad. Joel dio un traspiés, ja­deante, y luego abrió de par en par la puerta.
* * *
La luna se estaba alzando sobre las oscuras co­linas, expandiendo una difusa luminosidad sobre los árboles y franjas de nieve y la empapada tie­rra. El aire era frío y húmedo, cortante en los pulmones.
El ser que se hallaba allí de pie, perfilado en la radiación de su ropaje, era de estatura más ele­vada que Joel, un adulto. Sus graves ojos eran de­masiado brillantes para sostener su mirada; era como si la vida que albergaran fuese incandescen­te. Y cuando se expandió la fuerza completa de su mente, inundando y penetrando a Joel, recorrién­dole cada nervio y célula...
Lanzó un grito de dolor y cayó sobre manos y rodillas. La intolerable fuerza se aligeró y atenuóse hasta un zumbido en su cerebro que le conmovió cada fibra. Estaba siendo estudiado, analizado, ni la más mínima parte de él se hallaba oculta ante aquellos terribles ojos y ante la lógica que recrea­ba más de él de lo que de sí mismo conociera. Su propio tergiversado lenguaje telepático se hizo súbitamente inteligible para el observador, y graz­nó su súplica.
La respuesta contenía piedad, pero era tan re­mota e inexorable como los truenos sobre el Olimpo.
Pequeño, es demasiado tarde. Tu madre debió de haber sido apresada en un... vórtice de energía y enviada a... a la Tierra, y ahora has sido educado por los animales.
Piensa, pequeño. Piensa en los niños-fieras de esta raza nativa. Cuando fueron restaurados a su propia naturaleza, ¿se convirtieron en humanos? No, ya fue demasiado tarde. Los rasgos fundamen­tales de la personalidad son determinados en los primeros años de la infancia, y sus atributos es­pecíficamente humanos, al no ser usados, se atrofiaron.
Es demasiado tarde, demasiado tarde. Tu mente se ha concentrado al extremo en moldes rígidos y limitados. Tu cuerpo ha verificado un ajuste dis­tinto del que es necesario para sentir las fuerzas que empleamos. Hasta necesitas una máquina para hablar.
Joel yacía acurrucado en el suelo, temblando, sin pensar ni atreverse a hacerlo.
Los truenos rodaban a través de su cabeza:
—No podemos tenerte interfiriendo la debida instrucción mental de nuestros hijos. Y puesto que jamás podrás volver a tu naturaleza, sino sólo verificar la mejor adaptación que puedas a la raza con la cual vives, lo más benéfico, tanto como más sensato para nosotros, es efectuar ciertos cambios. Tu memoria y la de otros, tu cuerpo, el trabajo que estás haciendo y has hecho...
Hubo otros ocupando la noche, deidades viniendo a la Tierra, seres resplandecientes y terribles que arrancaban cada fragmento de experiencia que jamás hubiese tenido y emitían sus juicios sobre ello. La oscuridad le envolvió, y cayó definitivamente en la sima del olvido.
* * *
Despertóse en su catre, preguntándose por qué se sentía tan cansado.
Bueno, la investigación del rayo cósmico había sido, en efecto, un trabajo pesado y solitario. ¡Gracias al cielo y a su buena estrella, le había dado cima al fin! Se tomaría unas bien ganadas vacaciones en la patria. Sería bueno volver a ver a sus amigos... y a Peggy.
Y el doctor Joel Weatherfield, joven y eminente físico, se levantó alegremente y comenzó sus preparativos para el regreso al hogar...










DON QUIJOTE Y LOS MOLINOS DE VIENTO
El primer robot del mundo llegó caminando so­bre verdes colinas, destellando la luz del sol en su bruñida armadura de metal. Andaba con una gracia ondulante que era casi felina, y sus pisa­das no producían ruido... aun cuando podía sen­tirse vibrar el suelo bajo el impacto de su terro­rífica masa, y el aire se estremecía por el gran motor que vibraba en su interior.
Él. No se puede pensar en el robot como siendo del género neutro. Tiene la brutal virilidad de un rifle naval o de un alto horno. Toda la suave y silenciosa elegancia del perfecto diseño y construc­ción no lograban ocultar el peso y fortaleza de una altura de dos metros y medio. Sus ojos ardían, como si con fogatas interiores de átomos incandes­centes pudiesen ver en cualquier grado de fre­cuencia que escogieran, traspasándole a uno con un haz de rayos X. Lo habían construido humanoide, pero tuvieron el buen gusto de no ponerle un rostro; estaban los terribles ojos, con sus casquillos para lentes especiales cuando necesitaba una visión microscópica o telescópica, y disponía de unos cuantos otros pequeños orificios sensoriales y bucales, siendo, por lo demás, su cabeza, una máscara de reluciente metal. Humanoide, pero no humano... creación del hombre, pero más que hom­bre... la primera máquina independiente, volitiva, no especializada... pero habían soñado en ella ha­cía mucho tiempo, habiendo sido el genio en la botella, o el Golem, la cabeza broncínea de Bacon o el monstruo de Frankenstein, la criatura a ima­gen y semejanza humana, que podía servir o des­truir con la misma facilidad desdeñosa.
Caminaba bajo un brillante firmamento estival, por campos iluminados por el sol y a través de pequeños sotos que tremolaban y susurraban al viento. Las casas de los hombres estaban esparci­das aquí y allá, las casas que los albergaban prác­ticamente; lejos, recortándose en el horizonte, hallábanse las factorías de la alimentación, casi automáticas; algunos autobuses aéreos de autopilotaje lo sobrevolaban sosegadamente. Veíanse seres humanos, hombres tostados por el sol y sus mu­jeres y niños en sus varias diligencias, con am­plias vestiduras brillantes que flotaban a la brisa. Algunos pocos parecían estar trabajando: había un colorista experimentando una nueva armonía cro­mática, un compositor sentado en su veranda ex­trayendo notas de un instrumento, y un grupo de ingenieros en un laboratorio de muros transpa­rentes, comprobando algunos mecanismos. Pero la mayor parte de las personas se recreaban. Una merienda campestre, un baile bajo la arboleda, un concierto, un par de enamorados, un grupo de niños entregados a uno de los juegos inmemorialmente antiguos de su edad, un viejo en una ha­maca, tendido risueño con un libro y una bo­tella de cerveza al lado... la raza humana tomaba las cosas con mucha calma.
Vieron pasar al robot, y con frecuencia se hizo el silencio al deslizarse su tremenda sombra. Sus detectores electrónicos percibían las vibraciones remolineantes que significaban nerviosismo, una dé­bil inquietud... oh, tenían confianza en los hombres cibernéticos, no los consideraban como monstruos devoradores, pero se extrañaban. Sen­tían la antigua inseguridad del hombre por lo aje­no y desconocido, sus mentes se interrogaban pro­fundamente qué era lo que el robot buscaba, y lo que su nueva e invencible raza podría significar para los moradores de la Tierra... para después, quizá, reírse y olvidarse de él cuando su fulgor trasponía las colinas.
El robot siguió adelante.
* * *
No había muchos clientes en el Casanova a aquella hora. Después de la puesta del sol el bar se llenaba, y los servicios automáticos tenían gran movimiento, pues había un buen espectáculo vi­viente, y la televisión se había hecho anticuada. Pero en aquellos momentos sólo se hallaban pre­sentes quienes disfrutaban de un trago de media tarde.
El edificio se hallaba aislado, sobre un elevado y boscoso otero, rodeado de jardines y un te­rreno de aparcamiento, de buenas dimensiones. Su encolumnado exterior era largo y bajo y gracio­so; el interior era fresco, umbroso y muy tranqui­lo; y el aire general de decoro, debido por entero a la falta de parroquianos, duraría probablemente hasta la noche. El administrador había salido para ocuparse de sus asuntos particulares, y las mucha­chas no creían que mereciese la pena asomar por allá hasta más tarde, de modo que el Casanova quedaba por entero al cuidado de sus máquinas.
Dos hombres se hallaban dando un buen tute a su artefacto automático, el cual apenas podía librar una bebida antes de que la siguiente mo­neda entrase en su ranura en demanda de otro brebaje. El hombre más pequeño se hallaba be­biendo whisky y soda, y el mayor una cerveza de las más fuertes, hallándose ambos ya por lo de­más completamente achispados.
Sentábanse en una esquina, desde la cual po­dían mirar a través de la puerta abierta, aunque su atención estaba dirigida a sus bebidas. Era uno de esos curiosos conocimientos de barra de bar, que brotan súbitamente entre tipos de lo más diversos y antitéticos. Al día siguiente no se re­cordarían mutuamente, con toda probabilidad, pe­ro en aquellos momentos estaban enfrascados en un intercambio de impresiones y confiándose sus cuitas.
El pequeño, de pelo negro y llamado Roger Brady, acabó su bebida y se sirvió otra.
—¡Al saco! — dijo triunfalmente.
—Dame tiempo — repuso el grande, de cabe­llo colorado y de nombre Pete Borklin —. Esta pócima entra más despacio...
Brady sacó un pitillo. Sus dedos temblequearon al llevarlo a la boca y sopló la cerilla.
—¿Por qué no puede venir esa bebida en segui­da? —rezongó—. Siento hasta diez segundos de demora. ¡Diez eternidades de sequía! A los com­binados mezclados al instante les exijo que apa­rezcan con más rapidez que la luz.
Llegó el vaso y lo alzó a sus labios.
—Temo —dijo con la precisión de un hombre bebido— que voy a coger una llorera. Hubiese preferido un jaleo. Pero desgraciadamente no hay aquí nadie con quien pegarse.
—¡Yo me pego contigo! — ofreció Borklin, ce­rrando su enorme puño.
—Vaya... ¿y por qué? De todos modos no sería una lucha. Me barrerías de un manotazo. Y ade­más, ¿para qué habríamos de pelearnos? Estamos en la misma barca.
—Sí, claro —convino Borklin contemplando sus puños—. De todos modos, no sirven de mu­cho. Cualquiera puede hacer un mejor trabajo de matar con una pistola automática que yo con... esto. — Y acto seguido abrió sus puños lentamen­te, como con un esfuerzo, y tomóse otro trago de su vaso.
—Lo que necesitamos hacer es luchar contra un mundo. Volar toda la Tierra y esparcir sus frag­mentos desde aquí a Plutón. Sólo que tampoco serviría de nada, Pete. Aparecería alguna máqui­na y lo pegaría todo de nuevo.
—Yo lo que quiero es emborracharme —repu­so Borklin—. Mi mujer me abandonó. ¿Te lo dije? Mi mujer me dejó.
—Sí, ya me lo contaste.
Borklin movió su cabezota, perplejo, y añadió:
—Dijo que era un borracho. Acudí a un doctor, como me lo indicó ella, pero tampoco sirvió de nada. Él dijo... he olvidado lo que dijo. Pero yo tuve que seguir bebiendo. No había otra cosa que hacer.
—Lo sé. La siquiatría ayuda a la gente a resolver problemas. Pero no es capaz de solucionar un problema que lleva a un hombre a la locura. Y cuando el problema es inherentemente insoluble... ¿qué cabe hacer? Sólo se puede beber y tra­tar de olvidar.
—Mi mujer quería que fuese algo. Intentó con­seguirme un trabajo. ¿Pero qué podía hacer yo? Lo probé. Sinceramente, lo probé. Lo probé para... bueno, realmente lo he estado probando toda mi vida. Lo que sucede es que no había ningún tra­bajo. Cuando menos, ninguno que yo pudiese hacer.
—Afortunadamente, el subsidio al ciudadano es suficiente para emborracharse —manifestó Brady—. Sólo que las bebidas no llegan con bastante rapidez... Pido un bar automático instantáneo...
Borklin metió otra moneda en la ranura para servirse una nueva cerveza. Luego se miró las ma­nos de manera aturdida.
—Siempre he sido fuerte —dijo—. Ya sé que no soy brillante, pero sí fuerte, y bueno para tra­bajar con máquinas y todo. Pero nadie quiso con­tratarme. —Desplegó sus recios dedos de trabaja­dor—. Yo era obrero manual allá, en casa. Te­níamos un pequeño local en Alaska, pero mi padre no pudo sostenerse ante tantos artilugios, y ahora que está muerto y el local vendido, ¿de qué me sirven mis manos?
—El paraíso de los obreros —manifestó Brady, contrayendo sus delgados labios—. Desde el final de la Transición, la Tierra ha sido Utopía. Las máquinas hacen todo el trabajo rutinario, todo él, y producen tanto, que las necesidades fundamen­tales de la vida están cubiertas.
—Al diablo. Necesitan dinero para todo.
—No mucho. Y uno recibe su subsidio de ciu­dadano, lo cual es una manera conveniente de cubrir las necesidades. Si se desea más dinero, más lujos, se trabaja como ingeniero, o científico, o músico, o pintor, o administrador de bar, o as­tronauta, o... de cualquier otra cosa para la cual hay demanda. No se trabaja demasiado duro. ¡El paraíso! — Los temblorosos dedos de Brady des­parramaron ceniza sobre el mostrador. Un peque­ño tubo surgió de la pared y la absorbió.
—Yo no puedo encontrar trabajo. No me quie­ren. En ninguna parte.
—Desde luego que no. ¿Para qué diablos sirve la labor manual en estos días? Las máquinas lo hacen todo. Oh, naturalmente, hay técnicos, una porrada de ellos... pero son hombres muy especia­lizados, con años de entrenamiento. Quien no tiene nada más para ofrecer que su fuerza y una pe­queña dosis de candidez, no consigue trabajo. ¡No hay sitio para él! —Brady tomó otro trago de su vaso—. El genio humano ha eliminado la nece­sidad de los obreros. Ahora sólo queda el eliminar al propio obrero.
Los puños de Borklin volvieron a cerrarse pe­ligrosamente.
—¿Qué es lo que quieres decir...?
—Nada personal. Además, tú mismo lo sabes. Tu tipo no encaja ya en la sociedad humana. Así, los genetistas lo están extirpando de la raza. Se mantiene estática a la población, relativamente pe­queña, y está evolucionando lentamente hacia un tipo que puede adaptarse al actual am... ambien­te. Y ese no es tu tipo, Pete.
La cólera del hombrón se disolvió, y quedóse mirando abstraídamente a su vaso.
—¿Qué hacer? —murmuró—. ¿Qué puedo hacer yo?
—Pues nada, Pete. Sólo beber, e intentar olvi­dar a tu mujer. Sólo beber.
—Acaso quieran ellos ir a las estrellas.
—No en el curso de nuestras vidas. Y aun en­tonces, se querrán llevar sus máquinas consigo. Nosotros ya no seremos de ninguna utilidad. Bebe, viejo camarada. ¡Ea, alégrate! ¡Estás viviendo en Utopía!
Se produjo un silencio durante un rato. El día era brillante al exterior. Brady se hallaba agra­decido a la oscuridad del bar.
Borklin dijo, por fin:
—Lo que no puedo imaginarme eres tú. Pare­ces despejado. Tú podrías encajar... ¿no?
Brady hizo una mueca humorística.
—No, Pete, aunque ya tuve un trabajo. Fui un mediocre auxiliar técnico. Un buen día no lo pude soportar. Dije al patrón lo que podía hacer con sus auxiliares, y desde entonces estoy bebiendo.
—¿Pero cómo fue?
—Cosa pesada, rutina... lo odiaba. Prefería es­tar borracho. También tuve asistencia siquiátrica, naturalmente, y no me hizo ningún bien. En rea­lidad, el mismo insoluble problema que el tuyo.
—No lo comprendo.
—Yo soy un tipo brillante, Pete. ¿Por qué ocultarlo? Mi C.I. me clasifica entre los genios. Pero... no lo bastante brillante. — Brady hurgó su bolsillo, buscando otra moneda. Sólo pudo hallar un billete, pero la máquina le devolvió el cam­bio —. Quiero un servicio automático instantáneo... ¿o lo dije ya antes? No importa... — Escondió la cara entre sus manos.
—¿Qué quieres decir que no lo bastante brillan­te? — insistió Borklin. Tenía una vaga idea de que un nuevo sesgo de su propio problema podría concebiblemente ayudarle a ver una solución —. Eso es lo que a mí me dijeron, sólo que dorando la píldora. Pero tú...
__Yo soy demasiado brillante para ser un vul­gar técnico. Y no poseo ninguno de los talentos literarios o artísticos que tanto cuentan hoy. Lo que yo deseaba era ser matemático. Toda mi vida lo deseé. Y trabajé en ello. Estudié. Aprendí todo cuanto cualquier cabeza humana puede contener, y sé dónde encontrar el resto. — Sonrió cansinamente —. Bien, ¿y cuál es el resultado? Pues que las máquinas matemáticas se han encargado de la cuestión. No ya sólo de todo cálculo rutinario —eso es antiguo— sino hasta de cada investiga­ción independiente. Y a un nivel muy superior del que puede operar un cerebro humano...
»Todavía tienen seres humanos ocupados en la tarea. Desde luego. Tienen hombres que esbozan los problemas, controlan y comprueban las má­quinas, las siguen a través de todas las etapas... hombres que son... el alma de la ciencia, aun hoy día.
»Pero... son sólo los genios de alto copete. Las mentes realmente brillantes y originales, que res­plandecen de pura inspiración. Ellos son necesa­rios todavía. Pero las máquinas hacen todo lo de­más... —Brady se encogió de hombros—. Y yo no soy un genio de primera fila, Pete —aña­dió—. Yo no puedo hacer algo que un cerebro electrónico puede ejecutar mejor y más rápida­mente. Así es que tampoco conseguí mi trabajo.
Quedaron de nuevo inmóviles y en silencio, has­ta que Borklin dijo pausadamente:
—Cuando menos tú puedes divertirte algo. A mí no me gustan todos esos conciertos y representa­ciones y todas esas pataratas. No me queda más que la bebida y las mujeres y tal vez alguna pe­lícula estereofónica.
—Supongo que tienes razón —dijo Brady indiferentemente—. Pero yo no soy de la pasta de un hedonista. Ni tampoco tú. Ambos queremos trabajar. Queremos sentir que tenemos alguna im­portancia y valor... deseamos servir de algo. Nues­tros amigos... tu mujer... yo tuve una muchacha una vez, Pete... esperan que seamos algo.
—Lo que pasa es que no hay nada que hacer.
Prendió su vista un rayo de sol deslumbrante y agudo. Miró a través de la puerta y respingó con tanta violencia que volcó su vaso.
—¡Gran universo! —barbotó—. Pete... Pete... mira, ¡es el robot! ¡Es el robot!
—¿Eh? — Borklin giró en redondo, enfocando su vista también al exterior —. ¿Qué es eso?
—El robot... ya has oído hablar de ello, hombre. — La papalina de Brady se había convertido en repentina intensidad temblorosa. Su voz sonaba como el metal —. Lo construyeron hace tres años en el Instituto Cibernético. Semejante al hombre, con un cerebro volitivo, no especializado... igual que el humano, ¡pero más potente!
—Sí... sí, ya oí hablar de eso — Borklin vio que la gran forma centelleante atravesaba a grandes zancadas los jardines, en desconocido peregrinaje que le hacía pasar frente al bar —. Lo estaban ex­perimentando... Pero ha estado ya andando por ahí por espacio de un año o cosa así... ¿Dónde irá ahora?
—No lo sé. — Como hipnotizado, Brady siguió con la vista clavada en el poderoso artefacto —. No lo sé... — repitió con voz arrastrada. Súbi­tamente se puso en pie y barbotó —: ¡Lo hemos de saber! ¡Vamos, Pete!
—Donde... uh... por qué... — Borklin se alzó lentamente, como revolviendo su propio aturdi­miento —. ¿Qué quieres decir?
__Es qUe no lo ves, ¿no lo ves? Es el robot... el hombre después del hombre... todo cuanto el hom­bre es, y mucho más aún de lo que podemos ima­ginarnos. Pete, las máquinas han estado reempla­zando a los hombres, aquí, allá, por todas partes. Esta es la máquina que sustituirá al hambre.
Borklin no dijo nada, pero siguió fuera a Brady, quien no cesaba de hablar, rápida y mordazmente:
—Seguro... ¿por qué no? El hombre se compone simplemente de carne y sangre. Los humanos son solamente humanos. No son lo bastante eficien­tes para nuestro radiante nuevo mundo. ¿Por qué no desmigajar toda la raza humana? ¿Cuánto tiem­po pasará hasta que no tengamos sino hombres de metal en un insensato hormiguero de metal?
»Vamos, Pete. El hombre está entrando en la oscuridad. Pero podemos caer combatiendo...
Algo de ello penetró en la mente de Borklin. Vio la poderosa máquina ante él, y repentina­mente fue como si ella encarnara todo cuanto le había destruido. El último artefacto, la arrogan­cia final de la eficiencia, remota y convertida en deidad indiferente al triturarle... la odió súbita­mente con una violencia que parecía hender su cerebro. Anduvo pesada y torpemente junto a Bra­dy, y juntos abordaron al robot.
—¡Vuélvete! —gritó Brady—. ¡Ea, vuélvete y pelea!
El robot se detuvo. Brady cogió una piedra del suelo y se la arrojó, alcanzándole y produciendo la armadura del artefacto un sonido de metal.
El robot se volvió. Broklin corrió hacia él, mal­diciendo. Sus gruesos zapatones patearon las jun­turas de los tobillos del robot, mientras sus puños le aporreaban el pecho, sin que nada dejase la menor huella.
—Quieto — dijo el robot. Su voz era de poca variación tonal, pero con gran resonancia, como de una campana —. Quieto. Te lastimarás a ti mismo.
Broklin se echó atrás, jadeando por el dolor de su carne magullada y la asfixiante impotencia. Brady vaciló en situarse ante el robot. El alcohol estaba zumbando en su cabeza, pero su voz fue singularmente clara.
—No podemos hacerte daño —dijo—. Somos quijotes embistiendo a los molinos de viento. Pero tú no sabes de esto. No sabes nada de los viejos sueños de los hombres.
—No puedo tomar en cuenta vuestras acciones presentes — dijo el robot. Sus ojos fulguraban con su profunda incandescencia, escrutando a los hom­bres. Inconscientemente, éstos se retiraron un tanto.
—Sois desgraciados —manifestó el robot—. Habéis estado bebiendo para escapar a vuestra pro­pia infelicidad, y en vuestra actual embriaguez me identificáis con las causas de vuestra miseria.
—¿Por qué no? —barbotó Brady—. ¿Es que acaso no eres el causante? Las máquinas están imponiéndose en toda la Tierra con su presun­tuosa eficiencia, convirtiendo en un parásito al hombre... y ahora vienes tú, el último artefacto, el que va a reemplazar al propio hombre.
—No tengo intenciones belicosas —dijo el ro­bot—. Debierais saber que fui condicionado con­tra tales tendencias, mientras mi cerebro se hallaba en proceso de construcción. — Algo como una ri­sita ahogada vibraba en la profunda voz metáli­ca —. ¿Qué razón habría de tener para pelear con cualquiera? — Ninguna —dijo Brady con voz tenue—.
Ninguna en absoluto. Sólo que estás imponiéndo­te, y más y más como tú se están haciendo, y vuestro poder sin emociones comienza a...
—¿Comienza a qué? —preguntó el robot—. ¿Y cómo sabes que estoy carente de emociones? Cualquier sicólogo te diría que la emoción, aun­que no necesariamente del tipo humano, es una base del pensamiento. ¿Qué razón lógica hace que un ser piense, trabaje y hasta exista? No puede razonar haciéndolo, lo hace simplemente debi­do a que su sistema endocrino, su planta de po­tencia energética hace funcionar... sus emociones. Y cualquier mentalidad capaz de una auto-con­ciencia sentirá un grado de emoción tan grande como el vuestro... y será tan feliz o tan interesa­da... ¡o tan desdichada como vosotros!
Era fantástico, sobrenatural, hasta en un mun­do habituado a las máquinas, que lo eran todo menos seres vivientes, hallarse argumentando así con una masa de metal y plástico, vacío y enér­gico. La rareza de ello removió a Brady, quien se dio cuenta de lo bebido que estaba. Pero aún tenía que farfullar su odio y desesperación, proferir las frases que aliviasen algo de la restallante tensión que le apresaba.
—No me importa lo que sientas o no —dijo, con voz un tanto estropajosa—. Únicamente que tú eres el futuro, el insensato futuro en el que los hombres serán tan inútiles como yo lo soy aho­ra, y te odio por ello, y lo peor del caso es que no puedo matarte.
El robot se hallaba inmóvil, como una bruñida estatua de algún dios antiguo y no antropomórfi­co, pero su voz estremeció el aire con calma:
—Vuestro caso es de lo más vulgar. Habéis sido relegados a la oscuridad por la adelantada tecno­logía. Pero no os identifiquéis con toda la huma­nidad. Siempre habrá hombres que piensen y sue­ñen y canten y porten en sí y lleven adelante todo cuanto la raza ha amado siempre. El futuro pertenece a ellos, y no a vosotros... ni a mí.
»Me sorprende que un hombre de tu aparente inteligencia no se percate de mi situación. Pero... ¿para qué diablos sirve un robot? En la época en que la ciencia había avanzado al punto que pude ser construido, no había ya razón alguna para ello. Piensa... tenéis una máquina especializada para realizar o ayudar al hombre a ejecutar cual­quier tarea concebible. ¿Qué posible empleo existe ahí para una máquina no especializada? El propio hombre cumple tal función, y las máquinas no son más que sus herramientas. ¿Necesita un ama de casa una sirvienta-robot, cuando sólo precisa controlar la docena de máquinas que le hacen to­das sus labores? ¿Por qué desearía un científico un robot que pudiese, pongamos por caso, penetrar en peligrosas cámaras radiactivas, si ha instalado ya aparatos automáticos y de control a distancia que lo hacen todo allá? Y seguramente los artis­tas y pensadores y políticos no necesitan robots, se hallan cumpliendo tareas específicamente hu­manas, y será siempre el hombre quien señale las metas de los hombres y sueñe sus sueños. La máquina para todos los fines es y siempre será... el propio hombre.
»Yo fui hecho para el estudio puramente cien­tífico. Al cabo de un par de años supieron que no había nada más por saber sobre mí... y ya no tuve otro objetivo. Me dejaron convertirme en vaga­bundo inofensivo, a la ventura, de manera que pudiese hacer algo... y se calcula mi vida en qui­nientos años.
»No tengo ningún designio. No tengo tampoco razón verdadera alguna para la existencia. Ni ten­go compañía, ni puesto en la sociedad humana, ni empleo para mi fuerza y mi cerebro. Hombre, hombre, ¿crees que soy feliz?
El robot volvió a irse. Brady estaba sentado en el césped, sosteniendo su cabeza entre las manos para impedirla volar remolineando al espacio, de manera que no vio marcharse a la deidad gigante de metal. Pero sí percibió sus últimas palabras, y había algo de una emotiva amargura en la átona y broncínea voz, que jamás pudo después olvidar.
—Hombre, tú eres el único afortunado. ¡Tú puedes embriagarte!




GITANO
Desde lejos vislumbré el Traveler, mientras mi embarcación se mecía en dirección al planeta. La gran astronave semejaba un juguete a aquella dis­tancia, una frágil burbuja de metal y aire y ener­gía contra el enorme fondo del espacio. Pensé en las máquinas que contenía, zumbando, trepidando y rechinando muy tenuemente en la constante ro­tación de su servicio, convirtiendo al largo casco en un mundo viviente —el casco estaba entonces vacío de vida— y experimenté un súbito sen­timiento singular de simpatía. Como si estuviese vivo el Traveler, sentí que se encontraba solitario.
El planeta se dilataba ante mí, semejante a un destellante escudo azul blasonado de nubes y con­tinentes, rodando sobre una infinita oscuridad y las ígneas estrellas. Puerto, habíamos denominado a aquel mundo, el puerto al final de nuestro largo viaje, y había pocos nombres más atractivos. Puer­to, abra, rada, descanso y paz y un firmamento sobre la cabeza, como una techumbre contra el puro fulgor del espacio. Era bueno llegar al hogar.
Escudriñé los cielos para percibir otra ojeada del Traveler, mas no pude hallar su minúscula forma entre aquella selva de apiladas estrellas. No importaba; se hallaba aún en órbita hacia el Puerto, anclado al planeta, quizá para siempre. Me con­centré en la conducción hacia abajo de mi embar­cación espacial.
La atmósfera silbaba en torno al casco. Al cabo de un mes pasado en la lobreguez y ponzoñoso frío del planeta quinto, solo entre nativos de lo más inhumano, ardía por lo general de impacien­cia por volver a casa, y hacía descender mi arte­facto con un atrevimiento que sobrecargaba las palancas reguladoras de la gravedad. Pero en esta ocasión fui con un poco más de cuidado, diciéndome que era preferible llegar tarde a la cena que no hacerlo en absoluto. O tal vez era aquella breve y casual visión del Traveler lo que me tornaba súbitamente cauteloso, y me hacía meditar. Des­pués de todo, habíamos pasado algunos buenos momentos a bordo.
Dirigí la embarcación oblicuando hacia la penín­sula de la zona templada del norte, en la cual se hallaban instalados la mayoría de nosotros. El aire ultrajantemente hendido ululaba tras mí al preci­pitarme sobre la tierra comprimida que nos servía de aeródromo. Había en torno a él unos cuantos almacenes y tiendas de aprovisionamiento, bajos y largos edificios de gruesos troncos de los emplea­dos por la mayoría de los colonizadores, y un par de casas particulares a cosa de un kilómetro. Por lo demás, sólo la crecida hierba susurraba al viento que se deslizaba entre los boscajes, bro­tando la luz de un elevado firmamento azul. Cuan­do salí de mi embarcación, el fresco aroma de la región salió a mi encuentro. Pude oír el mugido del mar más allá del horizonte.
Tokogama se hallaba de servicio en el campo. Estaba sentado en el porche de las oficinas, fumando su pipa y contemplando vagar las nubes sobre su cabeza, pero me saludó con la poco expresiva cordialidad de antiguos amigos que se conocen de­masiado bien para necesitar muchas palabras.
—Vaya con el jefe de campo —dije—. Agra­dable encuentro. Todo lo que tienes que hacer es quitarte de la boca ese maloliente objeto y salu­darme debidamente.
—Desde luego —admitió jovialmente—. Sólo estoy contratado por mi valor ornamental extraor­dinariamente elevado.
Lo cual era aproximadamente verdad. Nuestros aparatos usaban el campo sin ninguna formalidad, y sólo teníamos operando esta astronave. El jefe se destinaba simplemente a supervisar el servicio y para el caso improbable de alguna emergencia o disputa. Pero ninguno de los pocos servicios públi­cos de la colonia —capitán, oficial de comunicacio­nes y demás— requerían mucho esfuerzo en una sociedad tan simple como la nuestra, siendo cum­plimentados como ocupaciones de ratos de ocio por cualquiera que lo deseara. No había en ello com­pensación alguna, excepto la obtención del primer turno en el empleo de la maquinaria para el cul­tivo o la construcción pesada que poseíamos en común.
—¿Cómo fue el viaje? — preguntó Tokogama.
—Estupendo —respondí—. Les traspasé nues­tras máquinas y ellos llenaron mis calas con sus minerales y aleaciones. Y me las apañé para tomar unas cuantas notas más sobre sus costumbres, y establecí unos pocos símbolos más para la comu­nicación.
—Lo cual supone un muy notable ladrillo añadi­do a los muros de la ciencia, pero en vista del hecho de que eres el único que va siempre, ello no resulta realmente extraño —Los ojos de Tokogama me miraron con curiosidad—. ¿Por qué continúas haciendo estos viajes allá, Erling? Algunos de los otros quisieran también dar una vuelta de cuando en cuando. Will e Ivan me lo mencionaron la pa­sada semana.
—No soy recalcitrante —repuse—. Si cualquiera de ellos, o bien otro, desea un puesto en ese trabajo, que aprendan el pilotaje del espacio, y pueden ir. Pero entretanto a mí me gusta hacerlo. Ya lo sabes. Yo fui uno de quienes votaron la prosecución de la búsqueda de la Tierra. Tokogama asintió.
—Si que lo fuiste. Pero eso sucedió hace tres años. Debes de haber echado ya algunas raíces aquí.
—Desde luego —reí—. Lo cual me recuerda que tengo hambre, y a juzgar por el sol debe ser la hora local de cenar. Así pues, me voy a casa, si Alana sabe que he vuelto.
—No puede evitarlo —sonrió él—. Todo el con­tinente sabe cuando estás de vuelta, por la manera como rasgas la atmósfera al hacerlo. La cocina ho­gareña debe de ejercer una poderosa atracción magnética.
—Un aroma de biftec de lo más jugoso —Me volví para irme, diciendo por encima del hom­bro—. ¿Por qué no vienes a cenar mañana? Invi­taré a los demás muchachos y tendremos una ter­tulia a la antigua.
—Estaba sugiriendo en esa dirección — dijo To­kogama.
* * *
Saqué mi avioneta del hangar y el aparato se ele­vó con un murmullo de aire y un zumbido de ge­neradores. Pero volé bajo sobre los bosques y pra­dos, y remoloneando a unos cincuenta kilómetros por hora mientras contemplaba el paisaje, que se tendía en calma al atardecer, casi vacío de seres humanos, como una bella franja verde veteada de brillantes ríos. El sol teñía, hacia poniente, cada hoja y hierba de oro fundido, con fulgor que parecía colmar el fresco aire como una presencia tangible y pude oír el gorjeo y los trinos de las nutridas bandadas de pájaros al instalarse en los árboles. Sí... era bueno llegar a casa.
La mía se hallaba emplazada al mismo borde del mar, en un acantilado arenoso que descendía al agua. Los airosos árboles que crecían en su de­rredor, ocultaban casi la pequeña estructura de piedra y madera, pero sus céspedes y jardines al­canzaban lejos, y más allá de ellos estaban los campos de los cuales extraíamos nuestro alimento. Abajo, en la playa, se hallaba la casuca para la barca y el pequeño embarcadero que yo había construido, y sabía que nuestra lancha de vela estaba esperándome allí para que la sacara. Sentí un hambre casi físico de nuevo por el mar, el agi­tarse poderoso de las olas hasta el salvaje horizonte, el acre y penetrante salitre y las chillonas gaviotas. Al cabo de un mes de aire esterilizado de la embarcación espacial, me parecía volver a nacer.
Alana se encontraba en el umbral, esperándome. Era ella de elevada estatura, casi tan alta como yo, esbelta y de cabello rojizo; la mujer más maravillosa del universo. No nos dijimos mucho... no era necesario, y durante los breves minutos si­guientes nos ocupamos de otro modo.
Y después me senté ante el fuego saltarín, cu­yas llamitas danzaban y cloqueaban y lanzaban un tremolante y vivo fulgor por la estancia, mien­tras el viento silbaba afuera repiqueteando en la puerta, y el mar bramaba en la caleta en sombras. Conté mi fabuloso viaje espacial, que había sido duro, monótono y solitario, pero que resultaba una hechizante aventura ya de vuelta al hogar. Los ojos de los pequeños no se separaron de mi rostro mientras hablaba, sintiendo yo la avidez que destellaba de ellos. Los riscos desvaídos, agos­tados por el sol, de Uno, las brumosas junglas de Dos, las montañas y desiertos de Cuatro, la gran civilización de Cinco, la amarga desolación de los mundos exteriores... y más allá de ellos las estre­llas. Pero ahora estábamos en el hogar, sentados a su cálido abrigo, mientras el viento cantaba en el exterior.
Me sentía feliz, de una manera sosegada que había perdido como fuere la exuberancia de mis anteriores regresos. Contento, acaso.
Pensaba que aquellos viajes al mundo Quinto se estaban convirtiendo en rutina, lo mismo que la vida en el Puerto, ahora que nuestra colonia estaba establecida y nuestras máquinas automá­ticas y semi-automáticas funcionaban ya unifor­memente, aplacado ya el primer alboroto de tra­bajo y peligro y trabajo de nuevo. Esto era pro­greso, esto por lo que nos esforzábamos, el despla­zar el deseo y al aflicción y el filo de la incertidumbre que había rondado obsesionadamente nuestros días. Habíamos llegado, y nos habíamos graduado en una sólida seguridad y un confort que contenía todavía bastante inseguridad y reto para no dejarnos caer en la indolencia. Los adul­tos no arriesgan sus cuellos trepando a las ramas de las copas de los árboles, como lo hacen los niños; andan a ras de tierra, y cuando tienen que elevarse, lo hacen en seguridad y cómodamente, en una avioneta.
—¿Qué sucede, Erling? — preguntó Alana.
—Pues... nada — Salí de mi ensoñación, percatándome súbitamente de que los niños acostum­braban a estar en la cama cuando la noche está próxima a su mitad —. Nada en absoluto. Sólo es­taba pensando. Un poco cansado, creo. Vamos a acostarnos.
—Eres un mal mentiroso, Erling —dijo ella quedamente—. ¿En qué estabas realmente pen­sando?
—En nada —insistí yo—. Bueno... veía al viejo Traveler cuando descendía hoy. Y ello me recordaba viejos tiempos.
—Pudiera ser — dijo ella y de pronto suspiró. La miré un tanto alarmado, pero de nuevo son­reía —. Tienes razón, es tarde y haremos mejor en acostarnos.
* * *
Llevé a los pequeños en la barca de vela al si­guiente día. Alana se quedó en casa, con la excusa de que tenía que preparar la comida, aunque yo conocía su teoría de que el debido desarrollo sí­quico de las criaturas requiere un equilibrio de las influencias paternas y maternas. Y puesto que yo me hallaba fuera tanto tiempo, en el espacio o con una de las partidas exploradoras que deli­neaban lentamente el mapa de nuestro planeta, me hacía ocupar el centro de la pantalla, cada vez que volvía a casa.
Einar, que tenía nueve años y se estaba inte­resando en las micro-obras que teníamos del Traveler —y así, últimamente de la Tierra—, la miró y dijo:
—En Sol no tendrías necesidad de hacer comi­da, madre. Únicamente poner el au... auto-guisa­dor y venir con nosotros.
—Me gusta cocinar —sonrió ella—. Supongo que podríamos hacer auto-guisadores, ahora que ha sido producida la más importante maquinaria de semi-robots, pero ello me privaría de una gran diversión en mi vida.
Su mirada se deslizó por la casa hasta la playa y sobre las inquietas aguas, que destellaban al sol. La brisa marina revolvió su cabello rojizo, seme­jante a una llama a la fresca sombra de los árbo­les —. Me parece que les deben faltar muchas cosas en el sistema solar — dijo —. Pueden tener mucho allá, pero en cierto modo no lo que hemos conseguido nosotros..., lugar para andar de un lado a otro, tierras que jamás vieron un hombre antes, la diversión de hacer algo por nosotros mismos.
—Podría gustarte si fueses allá —dije—. Des­pués de todo, cariño, ¡cuan más sensatamente po­demos hablar sobre un Sol que únicamente cono­cemos de oídas!
—Yo sé que me gusta lo que aquí tenemos —respondió, creyendo yo percibir una débil nota de desafío en su voz—. Si Sol es únicamente una leyenda, no puedo estar segura que me gustase la realidad. De seguro que no sería mejor que Puerto.
—Todos los pelirrojos son chauvinistas — reí, volviéndome hacia la playa.
—Y todos los suecos hacen generalizaciones in­fundadas —replicó ella jovialmente—. Debiera haber hecho algo mejor que casarme con un Thorkild.
—Por fortuna, señora Thorkild, no lo hiciste.
Los chicos y yo desatracamos la barca. Había una fuerte brisa, y en cuestión de minutos nos ha­llamos deslizándonos rápidamente en dirección al norte, a lo largo de los bosques, campos y los rom­pientes de la costa.
—Deberíamos poner un motor a la Pícara Nancy, papaíto —dijo Einar—. Suponte que no se sostenga el viento.
—Me gusta manejar la vela, pues ello forma parte de la diversión.
—A mí también — dijo Mike, un tanto ambi­guamente.
—¿Tienen embarcaciones de vela en Tierra? — preguntó Einar.
—Deben tenerlas —respondí—, puesto que diseñé la Nancy de un libro sobre ellas. Pero no creo que sean iguales, Einar. El mar debe estar siempre lleno de barcas, la mayoría de ellas a mo­tor, y debe haber aviones arriba y alguna espe­cie de edificio en cualquier lugar donde se aterri­ce. No querrías tener el mar para ti solo.
—Entonces, ¿por qué quieres estar buscando Tierra cuando todos los demás desean permanecer aquí? — requirió.
Un niño de nueve años puede hacer a veces pre­guntas singularmente desconcertantes. Lentamen­te respondí:
—Yo no fui el único que votó por la prosecu­ción de las búsquedas. Y... bueno, ya admití en su día que no era Tierra sino la exploración en sí lo que deseaba. Me gustaba encontrar nuevos pla­netas. Pero ahora ya tenemos un buen hogar, Einar, aquí, en Puerto.
—Aún no comprendo como pudieron perder Tierra — dijo.
—Ni nadie —repliqué—. El Traveler estaba transportando una carga de colonos a Alfa Centauri —que era una estrella próxima al Sol— y los hombres habían inventado el superimpulso sólo pocos años antes, alcanzando las estrellas más cercanas. De todos modos, algo ocurrió. Se produjo una gran explosión en las máquinas, y nos hallamos en alguna parte de la Galaxia, a miles de años luz de la patria. No sé a cuánta dis­tancia de ella, puesto que no hemos sido capaces de encontrar de nuevo Sol. Pero después de haber reparado la nave, pasamos más de veinte años ex­plorando. Jamás hallamos nuestra patria —añadí rápidamente—. Hasta que decidimos instalarnos en Puerto, que se convirtió en nuestro nuevo hogar.
—¿Pero cómo lograrían arrojar a la nave tan lejos?
Me encogí de hombros. Los principios del su­perimpulso son bastante difíciles, por implicar el concepto de múltiples dimensiones y de funciones discontinuas de psi. Nadie de la astronave —y cualquiera que con un conocimiento de la física se había calentado los cascos con el problema— había sido capaz de representarse ni imaginarse la catástrofe que era el aniquilamiento del espa­cio-tiempo. La especulación había incluido borneos del espacio..., signifique lo que pueda signi­ficar el término, puntos de discontinuidad infini­ta, campos unidimensionales, y el Cosmos sabe cuántas cosas más. De haber hallado lo que acon­teciera, y controlado expresamente el fenómeno que nos había apresado por algún oscuro acciden­te, la Galaxia habría sido nuestra. Mientras tanto nos hallábamos limitados a seudo-velocidades de un par de cientos de luces, y el espacio intereste­lar se mofaba de nosotros con su inmensidad.
Mas ¿cómo explicárselo a un niño de nueve años? Por lo tanto, dije tan sólo:
—De haberlo sabido, hubiese sido más sabio que cualquiera. Y no lo soy.
* * *
— Quiero ir a nadar — dijo Mike.
—Pues claro —manifesté—. Esa fue nuestra idea, ¿no es así? Echaremos el ancla en la siguien­te bahía.
—Yo quiero ir a nadar a la cala del Campo del Espacio.
Intenté argüir, pero Einar se agregó a su hermanito. Se encontraba aquel lugar a sólo pocos kilómetros cuesta arriba, y su amplia y abrigada extensión, su espaciosa playa de fina arena y el bosque situado inmediatamente detrás, la hacían ideal para una tal expedición. Y después de todo, tampoco tenía yo nada contra ello.
Nada..., excepto el atractivo del paraje.
Suspiré y me rendí.
Lo pasamos magníficamente allá, nadando y merendando, jugando a la pelota y haraganeando en la arena y volviendo a nadar un poco más. Era bueno tenderse de nuevo al sol, mientras un fresco viento húmedo soplaba del mar, parloteando entre los árboles. Y para los chicos, aquel he­chizo era como una especie de coronamiento de la jornada.
Pero me tocaba combatir la ficción, disipar la fábula. Yo ya no era un chiquillo, que jugaba a hombres del espacio y extranjeros, sino el hom­bre adulto con ciertas responsabilidades. La co­munidad del Traveler había votado por aplastan­te mayoría instalarse en Puerto, y eso era.
Aquí, semiocultos por la larga hierba, medio enterrados en la arena ondulada por el viento, es­taban las señales inequívocas de lo que habíamos dejado.
No era mucho. Unos pocos recipientes de plás­tico para la comida, un par de herramientas rotas de curiosa forma, algunas piezas de maquinaria esparcidas. Justo lo suficiente para indicar que hace algún tiempo —unos diez años quizá — una parte de los cosmonautas habían aterrizado allí, acampado algún tiempo, efectuado algunas repa­raciones y reanudado su viaje.
No eran procedentes del planeta quinto, pues los nativos de éste no habían abandonado nunca su mundo, y hasta con la ayuda tecnológica que les estábamos prestando a cambio de sus metales no eran propicios a hacerlo, siendo demasiado grandes las presiones que necesitaban para poder vivir. No eran tampoco de Sol, o de cualquier mundo colonial... pues los restos resultaban tan totalmente distintos a nuestro utillaje y equipo, sino que las nuevas de un planeta como Puerto, casi un duplicado de Tierra pero sin una raza nativa inteligente, habrían atraído enjambres de colonizadores. Así pues... en un lugar de la Gala­xia, alguien había dominado el superimpulso y se hallaba explorando el espacio.
Como nosotros habíamos estado haciéndolo...
Procuré estar lo más jovial posible en el camino de regreso a casa, y creo que lo logré, cuando me­nos en apariencia. Y ello a pesar del romancesco parloteo de Einar sobre los acampadores descono­cidos. Pero yo no podía evitar el recuerdo...
En veinte años de navegación espacial se pue­den ver una enorme cantidad de mundos, y obte­nerse también una enorme experiencia. Habíamos sido deidades de una especie, revoloteando de es­trella en estrella, explorando, comerciando, apren­diendo, mezclándonos de cuando en cuando en el destino de los nativos. Habíamos luchado y pug­nado, sufrido y reído y quedado pasmados de asombro. Para la mayoría de nosotros, la espanto­sa hambre del hogar, la lasitud de la desesperada búsqueda, había ensombrecido aquel panorama de mundos que se devanaba a través de mi mente. ¡Pero... antes del Cosmos, había amado cada mi­nuto de él!
* * *
Caí en estado de irremediable melancolía, tan pronto como alojamos a la Pícara Nancy en su chabola. Los chicos se me adelantaron corriendo a la casa. Yo fui lentamente. Alana me esperaba a la puerta.
—Será mejor que os lavéis en seguida —dijo—. La compañía caerá por acá en cualquier momento.
—Vaya, vaya...
Me miró durante un largo instante y posó su mano sobre mi brazo. A los últimos rayos del sol poniente, sus ojos aparecían más brillantes de lo que antes los viera nunca. Me pregunté si no es­tarían asomando las lágrimas tras ellos.
—Estuviste en la cala del Campo del Espacio — dijo sosegadamente.
—Los chiquillos quisieron ir allá —respondí—. Es un buen paraje.
—Erling...
Hizo una pausa y me quedé mirándola, pen­sando en lo bella que era. Recordé el aspecto que ella tenía en Hralfar, la primera vez que la besé. Habíamos estado vagando por un sendero que arrancaba del campamento, explorando aquel pe­queño mundo helado y negociando con los nativos para obtener provisiones. El firmamento había es­tado sombrío sobre nuestras cabezas, con un re­ducido sol arrojando su tenue y pálida luz sobre la azulada nieve. Todo estaba en calma, como sin respiración; el aire era como aguda llama en las ventanas de nuestra nariz, y su cabello, el único color en aquel albo horizonte, semejaba crepitar con la helada. Había pasado mucho tiempo desde entonces, mas nada había cambiado entre nos­otros.
—¿Sí? —la animé—. ¿Qué es ello?
Su voz provino rápidamente, muy queda, de manera que no pudiesen oírla los chiquillos:
—Erling, ¿eres realmente feliz aquí?
—Pues —respondí sintiendo casi una conmo­ción física de sorpresa—, claro que lo soy, que­rida. ¡Qué pregunta más tonta!
—¿O una respuesta tonta? —replicó, sonriendo con los labios cerrados—. Pasamos buenos días en el Traveler. Hasta aquellos que refunfuñaban más ruidosamente por aquella época, admiten que ahora, al haber obtenido cierta perspectiva del viaje, han olvidado algo del apiñamiento, y del peligro y el cansancio. Pero tú..., a veces pienso que el Traveler era tu vida, Erling.
—Quería a la astronave, desde luego —respon­dí con cierta desesperada sensación de estar de­fendiéndome—. Después de todo, nací y crecí en ella. Realmente jamás conocí otra cosa. Nuestras visitas planetarias eran tan cortas, y tan poco terrestres la mayoría de nuestras palabras... Te hubiese gustado y la hubieses querido también.
—Oh, seguramente, era divertido andar sin saber nunca lo que aparecería en el siguiente sol. Pero una mujer desea un hogar. Y... Erling, muchos otros de tu edad que tampoco conocieron otra cosa, lo odiaban.
—Yo fui afortunado. Como oficial, disponía de mejor alojamiento y más aislamiento. Y, bueno, aquel «algo oculto tras los grados» acaso signifi­caba para mí más que para la mayoría de los otros. Pero... ¡por el buen Cosmos, Alana! No irás a pensar que ahora...
—No pienso nada, Erling. Pero en la astronave no estabas tan abstraído, tan apto a caer en en­sueños. No te sentabas durante todo el día, sino que siempre estabas trabajando en algo... —Se mordió el labio—. No tomes equivocadamente mis palabras, Erling. No dudo que en esos ins­tantes te estás diciendo lo feliz que aquí eres. Po­drías ir hasta tu cremación aquí, en Puerto, pen­sando que habías tenido una vida más bien buena. Pero..., a veces me pregunto...
—Mira... — comencé.
—No —me atajó—. No digas nada más sobre ti. Ea, entra y lávate, que la compañía aparecerá dentro de medio minuto.
* * *
Me fui con la cabeza como un torbellino. Me­cánicamente me restregué y me mudé. Cuando salí del dormitorio, los primeros de los invitados estaban ya esperando.
Era MacTeague Angus, el antiguo primer piloto de la Traveler y capitán luego en el breve lapso de tiempo transcurrido entre la muerte de Kane y nuestra instalación en Puerto. También estaba mi hermano Gustav Thorkild, con quien tenía yo poco de común, excepto un cariño mutuo. Tokogama Hideyoshi, Iván Petroff y Manuel Or­tega, así como un par de otros, aparecieron minutos después. Alana se encargó de sus mujeres e hijos, y yo fui sirviendo bebidas.
Durante un rato, la conversación se refirió a asuntos locales. Nos hallábamos esparcidos por un área muy amplia, y hasta el presente no se habían producido suficientes televisores para cada casa, de manera que la comunicación se hallaba limitada al viaje directo personal por avioneta. Una tormenta de granizo sobre la granja de Gus­tav, una avería de menor importancia en la fá­brica de vehículos dirigida por Ortega, un proyec­to de Petroff sobre una flota de embarcaciones de pesca semirrobóticas... pequeños chismes... La cena fue servida.
Gustav puso una expresión arrobada ante la carne.
—¿Qué es? — preguntó.
—Una bestia que cacé días pasados —dije—. Ungulada, de color pardo rojizo y con anchos cuernos lisos.
—Ah, sí. Humm... he intentado domesticar al­gunas. Pero he tenido más suerte con los cuclús.
—¿Eh? — asombróse Petroff, mirándole fija­mente.
—Sí, es otra especie local —rió Gustav—. Los llamo así porque hacen esa especie de ruido.
—En el Traveler no hubo nunca nada como esto dijo Ortega, sirviéndose otro trozo de carne. — Nunca pensé que la alimentación fuese mala — dijo.
—Pues, no..., teníamos los vegetales y frutas hidropónicas y las viandas sintéticas, así como lo que recogíamos de los diferentes planetas —ad­mitió Ortega—. Pero de todos modos no era tan bueno como esto. Sea como sea, los hidropónicos no tienen el sabor de los productos de la Tierra.
—Eso es lo que te imaginas —replicó Petroff—.
—No me importa lo que puedas demostrar..., el hecho subsiste —repuso Ortega, lanzándome una ojeada—. Pero había compensaciones.
—No bastantes —manifestó Gustav—. Cuan­do menos aquí en Puerto yo he conseguido espacio para moverme.
—Estáis siendo injustos con la Traveler —opi­né a mi vez—. Estaba planeada tan sólo para transportar unas cincuenta personas, y además para un corto viaje. Al extraviarse durante veinte años, y formarse una nueva generación con sus padres, no es de extrañar que se atestara. De he­cho, su tripulación mínima es una decena. Trein­ta personas (pongamos quince parejas, más sus vástagos) pueden viajar en ella con comodidad, con habitaciones particulares para todos.
—Y aún... aún, por más de veinte años lucha­mos y sufrimos y soportamos la monotonía y la desesperanza... de encontrar Tierra. — La voz de Tokogama era cavilosa, un tanto espantada —. Cuando en cualquier momento, y en cualquiera de los cientos de planetas terrestroides deshabita­dos podíamos haber tenido... esto.
—Por lo menos la mitad de aquel tiempo —puntualizó MacTeague— estábamos simple­mente buscando la parte derecha de la Galaxia. Sabíamos que Sol no se hallaba cerca, por lo que no esperábamos ser aplastados, pero tan pronto como la constelación comenzó a tener un aspecto familiar pensamos que rápidamente seríamos ca­paces de encontrar albergue. — Se encogió de hom­bros —. Pero el espacio es sencillamente dema­siado grande, y nuestras tablas astronáuticas te­nían muy escasa información. La navegación es­telar se hallaba aún en mantillas cuando abando­namos Sol.
»Un error, pongamos de un uno por ciento, po­dría arrojarnos a años luz en el curso de varios cientos de parsecs. Y la Galaxia está sembrada de soles del tipo GO, que está demostrado con se­guridad casi estadística que tienen vecinos sufi­cientemente parecidos a Sol para engañar a un ob­servador inseguro. Si nuestras tablas hubiesen da­do posiciones relativas pongamos por caso a S. Doradus, podríamos haber encontrado con bastante facilidad refugio. Pero empleaban Sirio como pun­to de estrella brillante... ¡y no podíamos hallar a Sirio en aquel enjambre de estrellas! Habíamos justamente de brincar de estrella en estrella que pudiera ser Sol... y viendo que no lo era, seguir, con el mareante temor de que acaso nos estába­mos alejando cada vez más, de que Sol tal vez se hallase fuera del arco, oscurecida por densa nubo­sidad. Y finalmente... desistimos y abandonamos, considerándolo un mal trabajo.
—Hay aún más que eso —añadió Tokogama—. Sabéis que nos dimos cuenta de ello. Pero allá es­taba el capitán Kane y su tremenda personalidad, su impelente voluntad al éxito, y todos nos sen­tíamos arrastrados a fiar más o menos ciegamente en él. Mientras vivió, nadie creyó del todo en la posibilidad de fracaso. Y cuando murió, todo pa­reció experimentar un colapso instantáneo.
Asentí ceñudamente, recordando aquellos terri­bles días que siguieron... el sedicioso intento de Seymour para adueñarse del poder, persuadiéndo­nos en medio de nuestro desaliento y fatiga; la llegada a esta estrella que podía haberlo resuelto todo, y presentándonos un final feliz, caso de que hubiese sido Sol; el descanso en Puerto, un des­canso que se convirtió en residencia permanente...
—Algo nos mantuvo en movimiento todos aque­llos años también —manifestó Ortega sosegada­mente—. Había un elemento entre la generación más joven que gustaba de vagar. El voto de per­manencia aquí no fue unánime.
—Lo sé —repuso MacTeague, posando su mi­rada cavilosamente en mí—. A menudo me pre­gunto, Erling, por qué algunos de vosotros no to­man la astronave y visitan las estrellas más pró­ximas, sólo para ver lo que hay por allá.
—No serviría de nada — dije átonamente — Únicamente haría hacernos sentir un hormigueo peor que el anterior en las plantas de los pies... y siempre habrían otras estrellas tras aquellas.
—¿Pero por qué...? —Gustav rebuscó las pa­labras adecuadas—. ¿Por qué querría todo el mundo ir... contemplar a las estrellas de ese mo­do? Yo..., bueno, yo he plantado mis pies ya en tierra, en mi propio terreno y mi propio hogar... está creciendo; estoy construyendo y plantando y viéndolo convertirse en realidad ante mis pro­pios ojos, y quedará para mis hijos y los hijos de mis hijos. Hay aire y viento y lluvia, luz del sol, el mar, los bosques y las montañas... ¡Cosmos! ¿Quién desea más? ¿Quién desea cambiarlo para instalarse en un estéril tanque de metal, cabal­gando de estrella a estrella, como un apátrida desesperanzado?
—Nadie —respondí presuroso—. Únicamente estaba yo intentando de...
—La más obtusa existencia... ser simplemente un... ¡un espectador más del universo!
—No exactamente —dijo Tokogama—. Hubo mucho en lo que hicimos, si es que insistes en que alguien debe hacer algo. Aportamos algunos bene­ficios de civilización humana a muchos lugares. Establecimos una carta estelar bastante extensa, y los terrestres, si alguna vez los vemos de nuevo, hallarán de utilidad nuestras tablas y nuestras observaciones en diferentes sistemas. Nosotros..., bien, nosotros somos errantes, ¿pero y qué? ¿Es que se censura a las aves porque no tengan pe­zuñas?
—Las aves tienen pezuñas ya —dije—. Ca­minan sobre el suelo. Y —añadí lanzando una ojeada a Alana— les gusta hacerlo.
La conversación se estaba haciendo un tanto acalorada. La conduje por cauces más tranquilos hasta que nos trasladamos a la sala de estar. Y allá, entre el café y el tabaco, volvió a reanudarse.
Comenzamos a rememorar los antiguos días, los planetas que habíamos visto y las proezas que habíamos ejecutado. Mundos y soles y lunas remolineando a través de un oscuro vacío descar­nado, constelado por el fulgor de las estrellas, eran el tema de nuestra conversación..., razas extrañas, ciudades exóticas, solitaria magnificencia de mon­tañas y llanuras y mares, el gigantesco universo abriéndose ante nosotros. ¡Oh, por todos los dio­ses, cuan lejos habíamos viajado!
Habíamos visto las azules llamas infernales brincando sobre las cimas desnudas de un planeta cuyo gran sol casi llenaba su firmamento. Había­mos navegado con una pandilla de dichosos pira­tas por un mar rojo como la sangre recién vertida, hacia las grotescas torres de una fortaleza más an­tigua que su historia. Habíamos visto el rico color y destellante metal de un torneo en Drangor, y la inmensidad acerada de las ciudades continentales de Alkan. Habíamos disertado sobre filosofía con un gran cefalópodo revolcante en un mundo y sido atacados por los nativos inhumanamente be­llos de otro. Habíamos llegado como dioses a un planeta para liberar a sus bárbaros nativos de una plaga que los segaba, y arribado como humildes estudiantes a los antiguos laboratorios y bibliote­cas del siguiente. Habíamos estado a punto de pe­recer en una tormenta de metano en un planeta lejos de su sol, y sentido entonces cuan cara es la vida. Habíamos yacido en las playas del paradisía­co mundo de Luanha, dejando que el mar arru­llase nuestro dormitar. Habíamos cabalgado centauroides que conversaban con nosotros al dirigir­se a la ciudad aérea de sus alados enemigos...
Más que las salvajes aventuras románticas —que después de todo habían sido sucios y san­grientos asuntos en la época—, gustábamos de recordar los propios mundos: una ígnea puesta de sol en los campos nevados de Hralfar; un gran río pardo discurriendo a través de la selva que cu­bría Atalg; un policromo desierto en Thyvary; el enorme disco de Nuevo Júpiter ondulando ante nosotros; el frío e inmensidad, y crueldad y vacío, y espanto y asombro, del propio espacio abierto. Y, en nuestra pequeña pandilla de tramperos, ha­bía habido la camaradería del camino, el conoci­miento tranquilo que no precisaba de palabras, de tener amigos que se mantendrían firmes... una sensación de pertenecerse mutuamente, tal como Gustav conociera sólo desde que viniera aquí, y el cual a nosotros nos parecía haberlo perdido.
Perdido..., sí, ¿por qué no admitirlo? No nos veíamos mutuamente y muy a menudo, nos ha­llábamos demasiado desperdigados, demasiado ocu­pados. Y la conversación de los demás se hacía un tanto aburrida.
Bien, ello no podía evitarse...
* * *
Fue tarde aquella noche cuando se levantó la reunión. Alana y yo vimos marcharse a los invi­tados en sus avionetas, y cuando la última de és­tas desapareció zumbando en el aire, nos queda­mos durante un rato mirando en derredor. La no­che era tranquila y fresca, con un alto firmamen­to estrellado, en el cual se estaba alzando la luna de Puerto. Su luz rielaba sobre el rocío bajo nues­tros pies, cabrilleaba incansablemente en el mar y proyectaba un difuso velo argentado sobre la ensoñadora tierra... nuestra tierra.
Miré a Alana. Ella estaba con la vista fija en el panorama oscurecido, como si jamás lo hubiese contemplado... o no lo volviera a contemplar más. La luz de la luna se enmarañaba como la escarcha en su cabello. ¿Y qué si yo no viese de nuevo el espacio abierto? ¿Y qué si permaneciera aquí has­ta la muerte? Esto merece la pena.
Ella habló por fin, muy lentamente, como si tu­viese que formar separadamente cada palabra.
—Estoy comenzando a darme cuenta. Sí, estoy absolutamente segura.
—¿Segura de qué? — pregunté.
—No te hagas el tonto. Ya sabes lo que quiero decir. Tú y Manuel e Ivan e Hideyoshi, y los de­más que estuvieron aquí..., excepto Angus y Gus, desde luego. Y unos cuantos más aún. Vosotros no pertenecéis aquí. Ninguno de vosotros.
—¿Cómo... así?
—Mira, un hombre que ha nacido y crecido en una ciudad y ha tenido una vida afortunada y de éxito en ella, no puede esperarse que pueda ser súbitamente trasplantado al campo. Acaso nunca. Ponle entre campesinos, y todo el resto de su vida se la pasará preguntándose vagamente por qué no era francamente dichoso...
—Nosotros... Vaya, no empieces de nuevo con eso, querida — supliqué.
—¿Por qué no? Alguien debe hacerlo. Después de todo, Erling, es un paisanaje lo que hemos con­seguido, desarrollándonos en Puerto. Más o me­nos mecanizado, desde luego, pero enraizado to­davía al suelo, pegado a él, con la fuerza y solidez campesinas, y la provinciana perspectiva aldeana. Creo que si una astronave de la Tierra aterrizara mañana, no serían ni una veintena los que qui­sieran marcharse con ella.
»Pero tú, Erling, tú y tus amigos... crecisteis en una astronave, y os adaptasteis magníficamente a ella. Pasasteis vuestros años formativos en viajes. Erais ya... cosmopolitas. Para vosotros, una cadena de montañas será siempre más de lo que realmente es, debido a lo que tras ella se encuentra. Un horizonte no os basta, necesitáis tener muchos, tantos como hay en el universo.
»¿Descubrir Tierra? Bah, vosotros mismos ad­mitís que no os importa tal cosa. Lo único que deseáis es la exploración y la búsqueda.
»Eres como un gitano, Erling. Ningún gitano puede estar atado siempre a un mismo lugar.
Durante un largo rato me quedé a solas con ella a la tranquila luz de la luna, y no dije nada. Cuando finalmente la miré, ella estaba pugnando por no llorar, pero sus labios temblaban y las lá­grimas brillaban en sus ojos. Como arrancándome las palabras una a una, dije:
—Acaso tengas razón, Alana. Estoy comenzan­do a sentir un miedo terrible de que la tengas. ¿Pero qué hacer sobre ello?
—¿Hacer? —Rió con risa extrañamente deso­lada—. ¡Si es un problema de lo más sencillo! La respuesta es andar circulando por el firmamento. Reúne una tripulación que sienta lo mismo que tú, y toma la Traveler. ¡Ve a peregrinar... para siempre!
—Pero... ¿y tú? ¿Y los chiquillos, y este lu­gar?...
—¿Es que no lo ves? — Su risa sonó más fuer­te, haciendo un débil eco en la noche —. ¿No lo ves? ¡Yo también quiero ir! — Y seguidamente casi cayó en mis brazos —. ¡Yo quiero ir tam­bién! — repitió convulsa.
* * *
No hay razón alguna para detallar las largas discusiones, renuentes aceptaciones y lentos preparativos. Al final se ganó la partida. Dieciséis hombres con sus mujeres y una media docena de chiquillos estaban ansiosos por partir.
Flameó y se apagó el verano, llegó el invierno, la primavera y de nuevo el estío, mientras hacía­mos los preparativos. Nuestro último año en Puer­to. Jamás hasta entonces me di cuenta de lo mu­cho que amaba al planeta. Casi estuve a punto de abandonar.
¡Pero el espacio, el espacio libre, el universo abierto y la astronave volviendo a la vida...!
Dejamos a la colonia un juego completo de pla­nos, para el caso improbable de que quisieran construir también una astronave, así como un par de embarcaciones espaciales y duplicados de toda la maquinaria automática importante transporta­da por la Traveler. Como propósito especial de­signado a nuestra partida, era el de establecer ta­blas astronáuticas, suponiéndose teóricamente que volveríamos algún día.
Pero nosotros sabíamos que nunca regresaría­mos. Seguiríamos navegando y nuestros hijos pro­seguirían el viaje después de nosotros y sus hijos después de ellos, creciendo y desarrollándose una nueva civilización entre las estrellas, sin raíces pero tremendamente viviente. Quienes aborrecie­ran de ella podrían siempre colonizar un planeta; esparciríamos así la humanidad por la Galaxia. Cuando nuestros descendientes fuesen muchos, construirían otras naves hasta constituir una flota, una ciudad móvil blandiéndose de sol a sol. Ha­bría una cultura propia y peculiar, trazada de lo mejor que cada raza pudiera ofrecer y extendién­dose sobre los mundos. Sería la corriente sanguí­nea de la civilización interestelar, gestando lenta­mente en el universo.
Al pasar los días y los meses, en mis chicos cre­ció aún la impaciencia para estar ya fuera. Yo sonreí. Ahora, ellos sólo pensaban en la aventura, en planetas románticos y grandes hazañas a eje­cutar. Desde luego, así sería, tendrían unas vidas llenas de sucesos y peripecias, bien colmadas, pero no tardarían en aprender que eran necesarias la paciencia y la determinación, de que había en ello trabajo arduo y peligro... ¡y vida!
En cuanto a Alana... me sentía yo un tanto per­plejo. Se mostraba alegre cuando yo estaba cerca, más festiva de lo que jamás antes la viera. Pero a menudo iba a dar largos paseos, sola, a la playa o a los bosques teñidos por el sol, o quedábase con­templando un huerto que no volvería a cosechar. Así iba la cosa... pero yo me hallaba por lo de­más demasiado ocupado con los preparativos, co­mo para poder pensar mucho sobre el particular.
Llegó el fin, y embarcamos para el largo viaje, el cual no ha cesado aún, y que espero jamás ha­brá de terminar. La noche anterior, invitamos a Angus y Gustav a una reunión de despedida, y resultaba una sensación extraordinaria la de de­cirles hasta la vista, sabiendo que nunca más ha­bríamos de verlos, o saber de ellos. Era como el morir.
Por la mañana estuvimos solos. Nos dirigimos a nuestra avioneta para volar al campo donde ha­brían de reunirse los gitanos, y desde el cual, una embarcación aérea nos transportaría a todos a la Traveler. Todavía no podía convencerme realmen­te de que yo era el capitán... el comandante de la gran astronave que había sido mi mundo; no pa­recía, no, real. Caminaba lentamente, con la ca­beza repleta del súbito universo de responsabi­lidad.
Alana me tocó el brazo:
—Mira en derredor, Erling —cuchicheó—. Mira a nuestra tierra. Nunca más la volverás a ver.
Salí de mi ensueño con una sacudida y paseé la mirada hasta el horizonte. Era temprano, la hierba estaba aún húmeda, flameando al nuevo sol. El mar danzaba y centelleaba más allá de los susurrantes árboles, con un plañido de su vieja canción a la verde tierra, y el viento que de él provenía era cortante y fresco y aromado de yodo y salitre vitales, meciendo hierbas y sotos. Un pájaro solitario cantaba muy alto sobre nuestras cabezas.
—Es... muy bello — dije.
—Sí. —Apenas pude oír su voz—. Muy bello. Ea, vámonos ya, Erling.
Entramos en la avioneta y alzamos el vuelo. Los chicos se agruparon junto a mí, con la mirada fija en el atisbo del campo de aterrizaje, sin fi­jarse en los bosques y prados y relucientes ríos que se deslizaban a nuestros pies.
Alana, sentada detrás de mí, contemplaba sin embargo la tierra. Su luminosa cabeza se hallaba inclinada, por lo que no podía ver su rostro. Me pregunté qué sería lo que estaba pensando, pero no me atreví a preguntárselo.




POR LA DURACION
Eran cuatro. Cualquiera de ellos podía haberme descoyuntado, pero los «nacionales» operaban ge­neralmente en equipos de cuatro, y se presentaban hacia la mañana. De este modo, eran menos es­torbados por la gente. Pues de día, las personas se reunirían para mirar a un «nacional» tundiendo las costillas de alguien, y levantar el campo, pero durante la vacía oscuridad, antes de la salida del sol, el ruido de las botas sólo les hacía agradecer a Haré que no recibiesen tales visitas.
Como profesor de la Universidad, contaba yo con una simple habitación para toda mi familia. Luego que los chicos crecieran y murió Sara, ello significaba vivir solo en un aposento de ocho pies. En consecuencia sospecho que era impopular con cualquiera del apartamento; pero siendo mi tarea la de pensar, necesitaba retiro.
—¿Lewisohn? — Era una palabra escupida, no realmente una pregunta, desde la oscuridad tras el foco luminoso ante mis ojos.
No pude responder... mi lengua se había con­vertido en un tarugo de madera entre rígidas mandíbulas.
—Es él — gruñó otra voz —. ¿Dónde está el maldito conmutador? — Lo halló, y fluyó la luz del cielo raso.
Salí de la cama dando un traspiés.
—Eh, no te muevas — dijo el cabo, y tomando al mismo tiempo un busto de Nefertiti, una de las tres cosas inanimadas que yo más quería, de un estante, lo arrojó a mis pies, dándome un golpe un trozo del yeso destrozado.
La segunda cosa que quería, un cuadro de Sara, recibió una bala de revólver que lo atravesó. Uno de los hombres vestidos de verde comenzó a meter mano en el tercer adminículo, que era mi estantería de libros, pero el cabo le detuvo:
—Déjalo, Joe — dijo —. ¿No sabes que los li­bros van a Bloomington?
—¿Ah, sí?
—Sí. Dicen que el Cinco los colecciona.
Joe frunció su estrecha frente, perplejo. Yo po­día seguir sus pensamientos, en algún delicado rincón de mi cerebro. Los «cabezas de huevo», co­mo se llamaba a los intelectuales, son todos sos­pechosos; el Cinco se halla al margen de toda sos­pecha; por lo tanto el Cinco no puede ser un ca­beza de huevo. Pero los cabezas de huevo leen libros...
Realmente, Hare era un hombre complejo. Yo lo había conocido ligeramente, muchos años atrás cuando él era sólo un oficial ambicioso. Poseía una mente amplia e inquisitiva y era un violoncelista aficionado de talento. No era hostil a aprender per se, —tenía buen número de pensadores en su estado mayor—, pero desconfiaba de la mente que iba demasiado lejos. Su frase: «No son tiempos de inquirir, sino de construir», se había converti­do en un slogan nacional.
—Ea, vístete, camarada — me dijo el cabo —. Y toma contigo un cepillo de dientes... que vas a salir por algún tiempo.
—Diablo, no va a necesitar cepillo de dientes —dijo otro nacional—. No te quedarán para ma­ñana, ¿sabes?
Y rió feroz en mi dirección.
—Calla —le ordenó el otro. Y dirigiéndose a mí—: Arnold - Lewisohn - estás - arrestado - por - sospechas - de - haber - violado - el - artículo - 10 - del - Acta - de - Reconstrucción – de - Emergencia.
Se trataba de un decreto general, que había convertido en anticuadas a la mayoría de las de­más leyes, arrinconándolas.
«Cuando menos no me zurarrán aquí», pensé, deseando que mi pobre pellejo no temblara dema­siado. «Por lo menos esperarán hasta que llegue­mos al puesto. Por lo tanto, pasará cuando menos media hora antes de que lleguemos allá y me em­papelen y comiencen a pegarme.»
O acaso más. Circulaba el rumor de que los «nacionales» interrogaban primero a un sospe­choso bajo los efectos de la narcosis. Si no levan­taban la liebre, sacaban la conclusión de que el interrogado había sido condicionado, y lo traspa­saban a los aplicadores del tercer grado. Pero yo no revelaría nada, debido a que nada sabía; en consecuencia...
—Mis hijos... ellos —dije con lengua estropa­josa—. Ellos no tienen nada que ver con... ¿No podría...?
—Nada de cartas. ¡Ea, menéate! Me vestí casi a tientas. En la calle bajo la ven­tana reinaba la oscuridad y la calma. Una avio­neta apta también para el rodaje terrestre, ronroneaba. Me pregunté a qué destino y con qué mi­sión se dirigiría.
—Vámonos ya — dijo el nacional más próxi­mo, ayudándome a hacerlo de un empellón.
Descendimos las desvencijadas escaleras y sali­mos a la acera. Sentí en mis pulmones el frío y húmedo aire de la noche. Una camioneta con la cruz y el rayo del Cuerpo Nacional de Seguridad, luminosos en su negro flanco, estaba esperando.
La avioneta volvió a aparecer por una esquina y se detuvo. A través de ojos velados vi el em­blema de la policía sobre ella. Un hombre salió de su interior.
—¿Qué diablos desea? — barbotó el cabo.
Seguidamente el gas flotó sobre nosotros.
Mantuve una brizna de conciencia. Como desde muy lejos, me vi caer sobre el pavimento. Uno de los nacionales logró sacar su revólver y disparar antes de caer, pero marró el disparo.
Un hombre de elevada estatura se detuvo ante mí. Bajo su sombrero de ala ancha, su rostro era inhumano con su máscara de gas. Tomándome por debajo de los brazos me arrastró a la avioneta. Había otros dos hombres con él.
Enfilamos la calle y luego la avioneta se elevó en el aire. La corriente ligeramente moteada del Des Moines discurría ya a nuestros pies, deslizándonos bajo las amicales estrellas.
Pasó buen rato antes de que me despertara y saliera del miserable estado de la post-anestesia. Uno de los hombres me tendió un frasco. Era de ron, y me ayudó mucho a recuperarme.
El hombre de elevada estatura del asiento de enfrente, se volvió preguntándome con acento an­sioso:
—¿Es usted el profesor Lewisohn, del Depar­tamento de Cibernética de la Nueva Universidad Americana?
—Sí — musité.
—Bien. —Su alivio al constatarlo pareció fluir de su dentadura—. Temí que hubiésemos efec­tuado un rescate equivocado. No es que no deseá­ramos libertar a cualquiera, compréndalo, pero sólo podíamos emplearle a usted en el escondite. Nuestro servicio de espionaje no es perfecto..., se nos informó que iba a ser detenido usted esta no­che, pero a veces los agentes patinan...
Yo pregunté de manera idiota:
—¿Por qué esta noche? De poco fallan ustedes. ¿Por qué no antes?
—¿Cree usted que habría venido..., cree que hubiese creído a enemigos públicos como nosotros, usted, con tres hijos de quienes preocuparse? —respondió en tono desapasionado—. Ahora, usted ha conseguido unirse a nosotros. El Comité prevendrá a sus hijos y los ayudará a desaparecer, pero no podemos ocultarlos por siempre; el Cuer­po de Seguridad Nacional terminará por oler su paradero. Así que la única probabilidad para us­ted de salvarlos, así como la de salvarse usted mis­mo, es ayudar a que se verifique la revolución en el plazo de un mes.
—¿Yo? — dije como un balido.
—Achtmann desea un cibernético. Ya lo averi­guará usted.
—Oye, Bill —dijo una voz a mi izquierda, con acento del oeste—. Me he estado preguntando..., pues soy nuevo en este juego..., ¿por qué empleas­te el gas? Yo les habría metido cuatro balas en cuatro segundos.
El hombre de elevada estatura, que era quien conducía, rió entre dientes:
—En casos como éste prefiero el gas — dijo —. Esos nacionales son de todos modos ya hombres muertos..., pues se han dejado arrebatar un ca­beza de huevo detenido. Y por lo demás, morirán más lentamente....
* * *
El escondite estaba en la ciudad de Virginia, en Nevada. Recordaba yo aquellos parajes de cuando eran vertedero de la atracción turística, pero en la nueva era de escasez y restricciones, cuando nadie excepto los oficiales superiores po­seían vehículos, se había convertido en ciudad-fantasma. Unos cuantos colonos usurpadores, barbudos y semidementes, quedaban ignorados por la policía como inofensivos, y esquivados por los rancheros.
Sólo que... cuando aquellas grises formas ha­bían penetrado en las cuevas subterráneas para unirse a los varios cientos de seres que jamás veían el sol, sus espaldas se enderezaron y sus voces se hacían vigorosas, y eran del Comité para la Restauración de la Libertad.
Me llevó varios días el acostumbrarme a la es­tructura. Como la mayoría de la gente, había pensado en el Comité como en unos cuantos luná­ticos desperdigados... como alguien que hubiese deseado fuese algo más. Y apareció que en efec­to era más, mucho más.
Pero habían tenido ya quince años para orga­nizarse.
—Comenzamos como puros bandidos —dijo Achtmann—. No debería decir «nosotros», pues yo sólo tenía trece años a la sazón, pero mi pa­dre fue uno de los fundadores. En la actualidad existen casi diez millones de hombres juramenta­dos a la causa, que sólo esperan la consigna piara actuar. Y calculamos en otros diez millones los que se nos unirán cuando se produzca el alza­miento, aunque éstos, sin entrenamiento ni or­ganización, no podrán ofrecer mucho ex­cepto un apoyo moral.
Achtmann era un joven más bien de baja es­tatura, pero ágil y flexible como un gato. Sus ojos eran azules llamas de soplete bajo el haz de trigo de su pelo. No se estaba nunca quieto y fumaba pitillo tras pitillo desde que se levan­taba, antes del alba, hasta que se acostaba, a ve­ces después de medianoche.
Sólo el Cinco y pocos otros podrían obtener tantos cigarrillos. Achtmann consumía la ración de un mes en un día. Pero el mundo clandestino se sentía privilegiado en contribuir. Yo lo hice también, al cabo de la primera hora.
Debido a que Achtmann era la última esperan­za de los hombres libres.
—¿Diez millones? —Parecía un número exce­sivamente grande para poder permanecer ocul­to—. ¡Santo Dios, cómo...!
—Nuestros agentes han pulsado varios proyec­tos... oh, cuidadosamente, cuidadosamente —ex­plicó—. A los más apreciables, se les da final­mente un narcótico y se toma un perfil psíquico. Si convienen, entran. Si no... — Hizo una mue­ca —. Demasiado malo. No podemos arriesgarnos a que cualquier estúpido inocente eche a rodar toda la tarea.
No me gustaba esta parte de la cuestión. Me preguntaba si Kintyre, el hombre de elevada es­tatura que había dirigido mi rescate y sentía cari­ño por gatos y niños, no habría colocado nunca una bala a través de algún alma bien intencionada pero inconveniente. Para olvidarlo, pasé a las preguntas prácticas.
—Pero la barredera del Cuerpo de Seguridad Nacional debe prender algunos de... los nuestros... de cuando en cuando... — objeté —. Y deben descubrir...
—Oh, claro. Tienen una estadística bastante aproximada de nuestro número, y una buena esti­mación de nuestro sistema general. ¿Pero y qué? La organización es celular; nadie en nuestros ran­gos y filas conoce a más que a otros cuatro miem­bros. Hay contraseñas, cambiadas a intervalos breves e irregulares... hemos aprendido, se lo ase­guro. Sí, en quince años y al precio de muchas buenas vidas y reveses, hemos aprendido.
Y de pronto, súbitamente, diez millones me pa­recieron un número ridículamente exiguo. Pues había cuarenta millones en las fuerzas armadas y en las reservas, sin contar con los dos millones de «nacionales», y...
Achtmann rió entre dientes ante mi objeción y replicó:
—Sólo con que nos apoderemos de Bloomington, y dejemos fuera de combate a Hare y a bas­tantes «nacionales», habremos vencido. La masa del pueblo es pasiva, se hallará demasiado es­pantada para actuar en un sentido o en otro. En cuanto a las fuerzas armadas... pues sí, algunas de ellas querrán combatir, pero se sorprendería usted al ver cuántos oficiales son miembros del Comité. Y en el propio Cuerpo Nacional de Segu­ridad... ¿de dónde cree usted que obtenemos toda nuestra información? —Me apuntó con el dedo, mientras hablaba con su habitual premura fe­bril—. Mire, hace ya mucho tiempo, hasta desde la II Guerra Mundial, la mediocridad ha sido de rigor. La III Guerra Mundial y la dictadura de Hare lo único que han hecho es dar a la me­diocridad un fusil y una maza para reforzarla. ¿No es ello como para irritar a cualquier hombre de mente capaz en el mundo? ¿No le enojó a us­ted? Así, la gente inteligente e inquiridora tiende a dirigirse a nuestra causa... nosotros metemos de matute a algunos de ellos en el campo enemigo... y debido a su capacidad no tardan en acceder a elevados puestos en sus filas... — Encendió un nuevo pitillo y comenzó a pasearse a grandes zan­cadas por el desordenado y polvoriento despa­cho — Lo convengo, diez millones de hombres desarticuladamente organizados, sin una bomba H a su nombre, no pueden derrocar un imperio gran­de como un planeta, tal como las cosas están ahora. Pero mire, Lewisohn, no vamos precisa­mente a oponer ametralladoras contra tanques. Vamos a estar equipados con un arma que con­vertirá en anticuados a tanques y bombas, en algo peor que inútiles. Y para eso es por lo que ha venido usted aquí.
* * *
Digámoslo con toda sinceridad: Hare no era un perro desatado del Averno. Era un hombre fuerte, inteligente y no desagradable, que hizo un enor­me bien. No ha de olvidarse que fue obra suya que las costas del Este y del Oeste se hallaran de nuevo habitadas. Pues a pesar de que la radiac­tividad había desaparecido ya, las gentes temían volver a ellas. Él las obligó a hacerlo, les proporcionó arados y tractores, dotó de gusanos y abonos sus suelos y así recuperó una cuarta parte del con­tinente.
Ahora creo que Hare o alguien como él era in­evitable. Tras la III Guerra Mundial, si puede llamarse guerra a una carnicería nuclear de pocos días, seguida de varios años de hambre y caos, la potencia mundial que es seguridad, esperaba al primer país que se civilizara de nuevo. Hare, oscu­ro brigadier, empleó su guiñapo de mando como punto de partida. El pueblo fue a él, porque ofre­cía comida y esperanza. También hacían el mismo ofrecimiento otros señores de la guerra, pero Hare los barrió. Y también barrió a la China y a Egipto cuando hicieron sus intentos de suprema­cía, y convirtió finalmente a toda la Tierra en protectorado.
Sí, era en efecto un dictador. Pero no cabía otra posibilidad. Yo mismo lo había soportado, y hasta combatido en su ejército hacía dos décadas. Necesitábamos un Cincinato... entonces.
«Por la duración de la emergencia», rezaba el Acta del Congreso. Pues había una semblanza de Parlamento en Bloomington, y una atemorizada pequeña sombra de Presidente, y un Tribunal Su­premo de pacotilla. Bajo la ley, Hare era única­mente comandante en jefe del Cuerpo Nacional de Seguridad, brazo ejecutivo en el Departamento de Defensa y Justicia. Su superior nominal estaba designado por el Presidente y confirmado por el Senado. Se había retirado del Ejército, para «man­tener el control civil del Gobierno».
No obstante, por la duración de la emergencia, el Cinco poseía poderes extraordinarios. Y ahora que habíamos reconstruido mucho, y el mundo —si no tranquilo o contento— se hallaba seguro bajo custodia, podía pensarse que la emergencia había pasado.
Sólo que... bueno, allá estaba la epidemia de tifus mutante, y el año siguiente un alzamiento en la Indonesia, y al otro las autoridades del Valle del Colorado necesitaron cinco millones de labrie­gos, y el otro un gran espanto causado por actos subversivos... y así por espacio de veinte años.
Como fuere, Cincinato no había vuelto de nue­vo a su arado.
Yo no conocía los detalles de organización del Comité. Ni me importaba, ni me estaba permitido, ni tampoco disponía de tiempo. Sólo puedo sim­plemente decir que era un golpe histórico tan cui­dadosamente planeado como jamás lo fuera.
No habiendo llegado aún a la treintena, Achtmann era la revolución. Naturalmente, él no in­tervenía en todos los detalles... tenía sus estados mayores para los aspectos militar, económico y político. Pero sí ponía su dedo en todo, siendo increíbles las pilas de memorándums sobre su es­critorio, y era a él a quien todos nos volvíamos y dirigíamos en nuestras necesidades.
Las cosas acontecieron precisamente de esta ma­nera. El padre de Achtmann había sido el genio conductor de los primeros días, y el hijo había crecido al lado del padre. Cuando encontraron al viejo muerto una mañana sobre su escritorio, na­turalmente habían llamado al joven en consejo... pues nadie más conocía mucho de las ramificacio­nes, y de pronto, dos años más tarde, el Consejo de Directores se dio cuenta de que aún no habían elegido un nuevo presidente, nombrando por una­nimidad al joven prodigio.
El escudo energético era el vástago de Acht­mann. Su infatigable apetito de lectura cayó sobre un oscuro artículo de una revista de Física, publi­cado justamente poco antes de que estallara la guerra, concerniendo a un efecto anómalo obser­vado cuando un campo eléctrico de cierta fuerza elevada pulsaba en cierto patrón complejo altas frecuencias. Achtmann llamó a uno de sus dóciles físicos, le preguntó el equipo que sería necesario, y lo obtuvo a piezas robadas que pasó de matute al escondite. Al cabo de dos años de trabajo, se evidenció con claridad la posibilidad de un escudo energético. En los cinco años siguientes, fueron fraguándose los detalles de ingeniería. Un año después, probóse con éxito un generador de pan­talla. Y ahora, dos años más tarde, las partes es­taban listas para el acoplado.
No teníamos facilidades para identificar cada parte de la máquina. Por lo tanto, cada unidad había de ser comprobada separadamente, delicada operación que requería un contador de gran ve­locidad, enchufado en el circuito generador. Yo había de ocuparme del servicio del tal contador.
Durante las tres semanas siguientes, me olvidé casi de dormir. Era por la libertad que trabajaba, mis hijos se hallarían acosados, y me volvía a la memoria el recuerdo del viejo profesor Biancini. Los «nacionales» podían haber hallado necesario atarlo a un farol, pero el rociarlo con gasolina y prenderle fuego, eso había sido puro y obtuso en­tusiasmo. ..
* * *
Achtmann me miró a través de su escritorio. Su ancho rostro cuadrado aparecía muy blanco; era uno de aquellos que no parecían atreverse nunca a levantarse del suelo.
—¿Café? —preguntó—. Es mayormente achi­coria, pero de todos modos calienta.
—Gracias — dije.
—Y realmente lo terminó ya. — Su mano temblaba un poco al servirme el café —. Resulta difícil creerlo.
—La última unidad fue montada y comproba­da hace una hora —dije—. Los camiones están ya en marcha.
—El día D. — Sus ojos estaban vacíos de ex­presión, posados con fijeza en el reloj de pared —. En cuarenta y ocho horas, pues. — De pronto ocul­tó su rostro en sus manos —. ¿Qué es lo que voy a hacer? — murmuró.
Le miré parpadeando, y al cabo de una larga pausa dije:
—Pues... conducir la revolución... ¿no es así?
—Oh, sí, desde luego. ¿Pero y después? —Se inclinó sobre el pupitre, temblando—. Me gusta usted, profesor. Le aprecio. Es usted muy parecido a mi padre, ¿lo sabía? Sólo que más amable. Mi padre no era sino Revolución, la gran causa sa­grada. ¿Puede usted imaginarse creciendo bajo un hombre que no era en realidad tal sino una vo­luntad incorpórea? ¿Puede usted imaginarse, en quince años de juventud y de mocedad, sin des­prenderse jamás de la carga para tomar un trago de cerveza con los amigos, besar a una mucha­cha, oír un concierto o manejar una lancha de vela por el mar azul? Tenía yo diecisiete años cuando una pareja de jóvenes cayó por Virginia y vio demasiado... ordené su fusilamiento... yo, con diecisiete años de edad. — Su rostro volvió a sumirse en sus manos —. En la próxima semana morirá un montón de gente decente... no precisa­mente de nuestro lado. ¡Santo Dios! ¿Cree usted que después de haber ordenado eso puedo reti­rarme... a lo que soy capaz de convertirme? — Respiró pesadamente, pero permaneció inmó­vil —. Váyase —dijo por fin, sin mirarme —. Preséntese en la oficina de logística del general Thomas. Puede ser usted necesario. Todos somos necesarios.
* * *
Como civiles —en trenes, autobuses, aviones, camiones, de todo el continente, desde los pues­tos desperdigados del imperio en torno al plane­ta— nuestro ejército cercó Bloomington. No fue descubierto el movimiento a través del análisis del tráfico habitual, debido a que había comenzado en México una revuelta cuidadosamente maqui­nada. Era una revolución condenada desde un principio, una diversión en la que andrajosos peo­nes se enfrentaban a lanzallamas, pero tales son las necesidades de la guerra.
En varios puntos, pequeñas ciudades, granjas, y campos de maleza no roturados aún, nuestras uni­dades se formaron y se movieron contra el Capi­tolio.
No soy un táctico, y desconozco aún los deta­lles. Mi apartamento era sólo las pantallas de energía. Cada unidad se hallaba centrada en torno a un camión pesado que transportaba una micropila que prestaba la potencia a un generador de escudo. Arriba volaban nuestras fuerzas aéreas, ridículas como flotillas de juncos... pero en cada escuadrón, un aparato llevaba un generador.
La pantalla en funciones, era solamente visible a través de un débil fulgor de ionización, como una esfera hasta de media milla de diámetro. Pe­netra la materia sólida sin efecto perceptible. Pero es una fuerza del mismo orden que la que une los núcleos atómicos. E impide velocidades supe­riores a pocos pies por segundo. Una partícula que discurre más rápidamente y topa el campo, es detenida en seco, convirtiéndose en calor su ener­gía de movimiento.
Así las balas, cápsulas y granadas, se fundían y caían al suelo. La detonación de una bomba, bien sea nuclear o química, implica moléculas o electrones de elevada velocidad en el mecanismo del arma, así que la misma no explotaba en el interior del campo. El polvo y los gases radiactivos se desintegraban como de costumbre, pero los fragmentos energéticos que normalmente mata­rían a un hombre, emergían como inofensivos iones. Permanecían eficaces las toxinas químicas, pero son de fácil defensa.
Teníamos ametralladoras y artillería ligera elec­trónicamente acoplada a los generadores de pan­talla. Y en el momento de disparar, las pantallas se apartaban durante las pocas milésimas de se­gundo necesarias a la ráfaga o explosión destinada al enemigo.
El Cuerpo de «nacionales» tenía vehículos blin­dados. Bamboleábanse inmensos y amenazadores, pero al penetrar en el campo sus motores se detenían y sus armas no disparaban. Nuestras tro­pas plantaban una mina magnética a proximidad de un tal tanque, y continuaban. Y tan pronto como su progreso llevaba el campo más allá del vehículo trabado, la mina estallaba.
Las pantallas se hallaban cuidadosamente heteronizadas; no afectaban a los motores de nuestro propio ejército, o a los varios controles cibernéti­cos. Empleábamos algunos medios de comunica­ción más bien primitivos, debido a que los telé­fonos de campaña y la radio hallábanse anulados.
Destruyendo sin ser destruidos, nos abrimos paso a Bloomington. Un millar de aparatos se lanzó contra nuestra impenetrable pequeña fuerza aérea. Pero éramos los dueños de tierra y aire y no podíamos ser detenidos.
No obstante, era una marcha lenta y brutal. Los «nacionales» y algunas unidades del ejército nos bloquearon por pura masa. Los hollamos, apa­reciendo en el interior de nuestras pantallas hom­bres con bayonetas, que aplastamos con tanques. Una pequeña bomba atómica explotó justamente al margen de nuestra unidad de vanguardia. Sus gases y iones no atravesaron, pero la luminosi­dad cegó a algunos hombres, los infrarrojos asaron a otros, y la radiación gamma condenó a algunos a una lenta muerte.
La bomba destruyó también algunos bloques re­sidenciales, puesto que para entonces habíamos en­trado en la ciudad. Después de eso, el enemigo hubo de contender con el pánico de masas.
Por doquier en la nación eran capturadas esta­ciones de TV. y la película registrada sobre Achtmann se pasaba sin cesar. No era un buen orador, pero tal vez ello subrayaba la sinceridad de lo que decía al mundo, o sea que había venido a libertar a los hombres de la esclavitud.
Rodé en un jeep con Kintyre —división de apoyo— cuando los inevitables choques y acci­dentes hicieron comportarse defectuosamente a nuestros generadores. En el interior del campo, el frío era tan agudo que extirpaba todas las moléculas de aire caliente. Se podía trazar nuestro curso por la hierba agostada y los árboles otoñales en pleno estío. A la carrera de unidad a unidad, sobre ruinas y cadáveres retorcidos, calles cubier­tas de embudos, atravesando puertas rotas de pa­redes destrozadas y por sótanos testigos de feroces pugnas, fui del invierno al verano y volví atrás de nuevo, pareciendo curioso que nosotros, en nuestra primavera de esperanza, pudiésemos aportar aquel frío.
* * *
Asaltamos el Capitolio a través del crepúsculo. Estaba ardiendo. Un centinela pasó a nuestro lado y entramos en el solar, mordiendo los neumáticos de nuestro jeep los céspedes y rosales aplastados. El familiar escudo se hallaba masivamente apar­cado en el patio posterior, recortado contra el ru­gido de calor y llamas.
El hombre con el brazalete de coronel sobre un tiznado mono de trabajo, dijo:
—Hemos de extinguir ese incendio... diablo, los archivos están aquí, y acaso el propio Hare. Con la pantalla lo podríamos hacer, pero no podemos sacar ni una onda del generador.
Pedí una linterna y fui a examinar el aparato. El problema era fácil: se había roto el contacto soldado del tubo 36, según lo reveló mi artefacto comprobador.
—Nada de importancia —rezongué en medio de mi fatiga—. Pero ya estoy cansado de ello. Todo el día no ha sido otra cosa sino Tubo 36 por acá y Tubo 36 por allá.
—Es uno de los microbios que podemos cocer más tarde — dijo Kintyre,
—¿Más tarde? —dije comenzando a desatorni­llar la plancha principal—. ¿Ha de haber un más tarde? Pensé que...
—Una porrada de resistentes por todo el mundo —dijo Kintyre—. Acaso usted sepa algo más sobre el particular, coronel, pero creo que habre­mos de tener que reducir a una serie de obstina­das fortalezas de nacionales.
—Oh, si —manifestó el oficial, apartando la vista de las llamas—. Precisamente acabo de recibir informe de que una brigada blindada viene hacia acá. Se presentará antes de la salida del sol, y hemos de estar preparados a recibirla.
—Parece que tengamos en nuestro poder la ciu­dad, creo —tartajeó Kintyre —. Cuando menos lo que queda de ella.
—Supongo que sí. ¡Vaya revoltijo! Nunca pen­sé que pudiera ser una cosa así. Pero es que yo soy sólo superintendente general en una fábrica de conservas, a quien le han puesto un brazalete y dado el nombramiento de coronel.
Quité la placa, uní el contacto roto y pedí mi soldador, que me lo tendió un hombre, quien tenía un rifle en su otra mano y un chafarrinón de san­gre a través de la cara.
—Me pregunto si el viejo Hare pudo escapar — dijo Kintyre.
—Lo dudo —opinó el coronel—. Ni un avión de los suyos alzó el vuelo de aquí. Probablemente se está asando dentro. Tenía su propio aparta­mento en el Capitolio. — Mudó de postura sobre sus pies y hurgó en el bolsillo en busca de un pi­tillo —. ¡Maldita sea! —dijo quejoso—. Tenemos la intendencia más piojosa de toda la historia. Hace ya media hora que pedí café...
Puse en marcha el generador. La temperatura descendió a cero y las llamas se apagaron como si las hubiese soplado un gigante. Al fulgor de los focos, los hombres se adelantaron para examinar las ruinas.
—Será mejor que regresemos — me dijo Kintyre.
—Espera un poco. Me gustaría saber qué fue de Hare. Asesinó a unos cuantos buenos amigos míos.
Su cuerpo fue en efecto hallado en el aparta­miento del ala izquierda del edificio. No estaba tan quemado como para ser irreconocible. Había matado a su mujer para salvarla del fuego, pero él lo había afrontado.
El coronel miró a otro lado, con aspecto de mareo.
—¿Por que no traerán de prisa ese café? — dijo —. Está bien, sargento, tome una escuadra y ponga eso frente a las puertas.
—¿Qué? — pregunté.
—Órdenes de Achtmann. Dice que podríamos ver cómo se expande el bulo de que Hare no ha­bía muerto.
—Espantosa orden — opiné.
—Así es —convino el coronel—. Pero es una emergencia, ya sabe, y mientras dure hemos de hacer muchas cosas que no nos gustan... Sargen­to... no, está ocupado... usted, cabo, vaya a ver lo que ha sido de ese café.
* * *
Encontré a mis hijos uno por uno, cuando salie­ron de sus refugios en respuesta a las llamadas por radio. Habría besado entonces los pies de Achtmann.
Luego volví a la Universidad. Tuve mi antigua habitación, pero debido a que habían sido mu­chas las viviendas destruidas en la revolución, hube de compartirla con otro.
El presidente había resultado muerto por una bomba extraviada, en Bloomington... Pobre tipo, nadie lo odiaba. El vicepresidente y miembros del gabinete habían sido hombres fuertes de Hare. Por lo tanto, Achtmann nombró una nueva rama ejecutiva. En cuanto a él, rehusó todos los cargos y pasó cosa de un mes en gira por el país y reci­biendo todos los honores que podían ser dados, volviendo luego a la capital. El próximo año, cuan­do las cosas volviesen a su cauce normal, habrían de celebrarse elecciones.
En el ínterin, naturalmente, era necesario ex­tirpar todas las bandas restantes de nacionales, y la nueva policía federal tenía que disponer de po­deres especiales para poder eliminar a todos los hareístas ocultos entre el pueblo. Algunas unida­des del Ejército intentaron una contrarrevolución y fueron suprimidas. Una carestía en las cosechas en China exigió que se requisara gran cantidad de arroz de Birmania, lo cual produjo una guerra, breve pero sangrienta, con los nacionalistas birmanos.
Yo odiaba pensar en ello. Había esperado que enderezaríamos la penosa senda del imperio, de­volviendo al resto del mundo su libertad. Un nue­vo partido, el libertario, estaba siendo formado para presentar su candidatura, basada en un pro­grama cuyo punto principal era la abolición del protectorado. Nuestros oponentes eran los más conservadores federales. El Gobierno en Bloomington no representaba un partido cualquiera, sino que era un comité regente sólo por la duración, aunque naturalmente no podía permanecer cruzado de brazos y había de adoptar en toda emer­gencia alguna especie de acción positiva. Y al pa­recer teníamos una emergencia cada día.
En diciembre, la Asociación de la Academia celebró una asamblea en Bloomington, y acudí a ella... principalmente para separarme del compa­ñero de habitación que me habían asignado. No nos estimábamos mucho mutuamente.
* * *
Salí y eché a andar por el viscoso cieno de las calles invernales. Habían sido dispuestos algunos pingajos de decoraciones navideñas, pero no ha­bía en los establecimientos en realidad la acos­tumbrada campaña de venta correspondiente a esas fiestas... pues no había mercancías que anun­ciar. Sin embargo, el día anterior se había cele­brado una abigarrada parada militar.
Caminé bajó un cielo de plomo, embutido en mi abrigo. Había mucha gente por allá, no pare­ciendo muy jovial ninguna persona. Bueno, ello era comprensible, con media ciudad aún conver­tida en escombrera. Pero yo echaba a faltar a la Salvation Army y sus villancicos. Hare había su­primido esta organización hacía algunos años, bajo pretexto de que la caridad privada era dema­siado ineficaz, y el nuevo Gobierno no había al parecer revocado el edicto. Los elementos de la Salvation Army desempeñaban su labor intrépi­damente al son de malas bandas de música en los inviernos de mi juventud, y habría sido agradable volver a verlos.
Pasé ante el Capitolio. Uno nuevo se estaba alzando sobre las ruinas del antiguo. Presumíase que iba a ser una estructura verdaderamente or­namental y bella, lo cual sonaba de extraña ma­nera, cuando el pueblo estaba viviendo en su mayoría en barracas. De todos modos aún no era sino un esqueleto de acero, frío contra el firma­mento.
Yo no me dirigía a ningún lugar especial. No había aquella tarde reuniones o conferencias que me interesaran. Me sentía a mis anchas paseán­dome. Y sentí una conmoción cuando dos hombres corpulentos me asieron por los brazos.
—¿A dónde cree que está usted yendo? — me interpeló uno de ellos.
Parpadeé. Había un gran muro de piedra ro­deando un gran edificio a mi izquierda.
—A ninguna parte respondí—. Sólo estaba dando un paseo.
—¿Ah, sí? Muestre su documento de identidad.
Lo mostré. Un coche pasó ante nosotros, entran­do por una verja del muro, con una brillante es­colta en uniforme gris. Tal vez aquella era la residencia del presidente. Había estado yo dema­siado ocupado durante semanas, para enterarme de las noticias de curso general.
Unas manos me palparon, en busca de armas, evidentemente.
—Creo que no hay nada de particular — dijo uno de los hombres.
—De acuerdo —manifestó el otro, añadien­do—: Siga usted, pues, su camino, Lewisohn, y no pase por este bloque otra vez. ¿Es que no vio usted los rótulos?
Un tercer hombre, pero éste de librea, vino co­rriendo de la verja, llamando:
—¡Eh! ¡Deteneos!
Nos detuvimos. El hombre hizo una ligera in­clinación ante mí.
—¿Es usted el profesor Lewisohn, señor? — pre­guntó. Y al asentir yo, añadió —: Entonces haga el favor de acompañarme.
Yo no podía resistir a la relamida sonrisa de los muchachos del servicio secreto, y lo acompañé. Pasamos por un sendero y luego a través de una puerta. Había centinelas en el atrio de la man­sión, pero en su interior, todo era mayordomos y lujo. Al final de un corredor artesonado había una espaciosa estancia, con un amplio ventanal polí­cromo que daba a un invernadero, de exuberancia tropical en aquel fin de año.
Él hombre que allí se encontraba, giró en re­dondo al entrar yo.
—¡Profesor! —exclamó, pareciendo deleita­do—. Venga, venga por el amor del cielo y tome un trago.
Era Achtmann, muy pintoresco en pijama y batín de seda, pero el Achtmann inquieto y fu­mador empedernido de siempre. Tomó mi abrigo y lo tendió a un criado. Otro servidor se materia­lizó trayendo whisky. Y seguidamente me encon­tré sentado en un cómodo sofá, mientras Acht­mann se paseaba de uno a otro lado ante mí.
—¡Santo Dios! —dijo—. No tenía la menor idea de que estuviese usted en la ciudad, viejo camarada. De no haberle apercibido a usted desde mi coche... ¿Por qué no me lo comunicó? Mis se­cretarios tienen una lista de los miembros del Co­mité, y toda carta de ellos me es pasada directa­mente.
—Oh... yo ya estoy al margen —dije mientras saboreaba el whisky, intentando recuperar equi­librio—. Muy ocupado por lo demás y... bueno, bajo las presentes circunstancias he perdido con­tacto y...
—¿Qué circunstancias? —Sus ojos parecieron penetrarme—. ¿Es que algo no marcha?
—Oh, no, no. Alojamiento exiguo, régimen par­co y trabajo abundante... lo acostumbrado.
—¡Cómo el diablo lo acostumbrado! No para quien hizo lo que usted —Achtmann remolineó en un dictáfono—. Ya puedo suponerme sus desazones... una habitación mezquina, escaso racio­namiento, sueldo miserable... ¿no es eso? Bien, ya lo arreglaremos. — Seguidamente dio una orden en el tubo: el profesor Lewisohn había de tener inmediatamente una casa a su disposición, fondos equivalentes a su estado social, etc., racionamien­to libre, etc., etc. — ¿Por qué no me lo hizo usted saber? —me dijo al terminar—. Le hubiese co­locado como a los demás muchachos de la antigua pandilla del escondite, o a la mayoría de ellos.
—Pero yo no lo deseo... —tartamudeé—. No lo merezco., no arroje a nadie de su casa sola­mente para...
—Cállese — rió. Era una risa juvenil, pero con cierto tono metálico —. Deje a un lado la gra­titud y la solidaridad y todas esas garambainas que suenan a cortesía y no quiero oír de su boca. En cuanto al populacho necesita tanto la zana­horia como el bastón. No ha de percatarse tan sólo de cómo los desleales son castigados, sino de cómo los fieles son premiados. ¿Comprendido?
—¿Pero qué diablos de cargo tiene usted? — dije.
—¿Cargo? ¿Posición? Nada por el estilo. Eso es lo bueno de ello. Soy solamente un consejero no oficial del presidente. —Achtmann se encogió de hombros, con gesto ambiguo—. Primus ínter pares. Alguien ha de serlo, comprenda, y yo dis­pongo de un buen número de hombres entrenados que me son personalmente adictos, lo cual es de gran ayuda, y esta tarea... oh, puede llamarla je­fatura..., es también la más idónea a mi persona, pues para ella fui también especialmente entre­nado. La cosa marcha sobre ruedas, ¿no lo cree?
—Para usted, desde luego — dije de manera descarnadamente sutil.
—¡Diablos! ¿Es que se piensa usted que deseo un centenar de entrometidos criados bajo mi te­cho? Ello sólo forma parte del espectáculo que he de presentar. Fue un error de Hare el mostrarse tan monótonamente correcto, el no producir nun­ca a nadie un estremecimiento vicarial. No se puede conducir a todo un mundo sacándolo de la ruina, sin proporcionarle un caudillo en letras muy grandes.
—Pensaba que era esto precisamente contra lo que usted combatía — murmuré.
—Así fue. Y aún lo es. ¡Naturalmente! Sólo que resta mucho por hacer aún. No podemos sol­tar las riendas en una semana a un pueblo que durante una generación no tuvo permiso para obrar según su propio pensar. No podemos reins­taurar garantías de investigación, y habeas corpus, y procesos legítimos en juicios políticos, cuando varios millones de hombres se hallan conspirando y trampeando para volver a traer la dictadura. Existen aún un buen número de devotos hareístas, por no mencionar a unos centenares de pequeños grupos lunáticos, sustentadores de planes particu­lares para salvar la Humanidad. — Achtmann encendió otro pitillo con la colilla del anterior. Las palabras, frías como el hielo, siguieron fluyendo de sus labios —. No podemos disolver el Protec­torado y dejar libres a las provincias extranjeras, cuando menos no hasta que hayan sido educadas y civilizadas, pues de lo contrario no tardaría en haber otra guerra atómica. Y aquí, en casa, hay tanta pobreza y hambre... ¿Qué interés quiere us­ted que tenga un hombre en un Gobierno demo­crático, cuando sus hijos no tienen pan? Si lo permitiéramos seguirían al primer chiflado de Führer que prometiera alimentarlos. Hemos de restaurar la Economía, la...
Me sorprendí a mí mismo interrumpiéndole:
—Para su información, he de manifestarle que pertenezco al Partido Libertario.
Y esperé su reacción.
—No importa — respondió jovialmente Achtmann—. No se tomarán medidas contra usted. Cuando los partidos políticos sean disueltos, será simplemente cuestión de...
—¡Disueltos! — me asombré —. ¿Pero no iba a haber unas elecciones...?
—Temo que habremos de esperar unos cuantos años. Sinceramente, viejo camarada, ¿cómo cree usted que podemos convocar elecciones, con las condiciones que subsisten? Pensé que podríamos, y por eso es que se anunciaron, pero desde enton­ces he recogido datos y hechos suficientes para mostrarme que me hallaba equivocado. — Achtmann rió entre dientes —. No ponga esa cara horrorizada. Yo no soy otro Hare. Él no admitía jamás que pudiera equivocarse.
—Tampoco usted —murmuré—. Usted no tie­ne un título... el presidente y el Congreso le cu­bren, cargan con la censura por los errores y excesos de usted, y usted arrambla con todo el crédito para lo que marcha bien. Eso es.
—¡Ridículo! — Por un instante se mostró eno­jado. Luego me volvió la espalda y quedóse mi­rando con fijeza a través del ventanal.
Como a una señal oculta, el mayordomo apare­ció silencioso como un gato y me tendió el abrigo. Me puse en pie, trémulo, y me lo puse.
—No se preocupe, profesor —dijo Achtmann con voz suave—. Está bien, si usted insiste, ésta es una dictadura. Pero lo es benévola... diablos, usted me conoce y sabe por lo que estoy, ¿no es así? Podemos matar a unos cuantos acá y allá, y el pueblo está empezando a llamarme el Cinco, pero... — Y sin volverse para darme la cara, aña­dió —. Es sólo por la duración de la emergencia...







DUELO EN SIRTE
La noche cuchicheaba su mensaje. Sobre las muchas millas de soledad donde naciera, era transportado por el viento, susurrado por los semi-sensibles líquenes y los árboles enanos, murmu­rado mutuamente por las pequeñas criaturas que se arracimaban bajo los riscos, en cuevas, sobre dunas umbrosas. Sin palabras, pero con tenue la­tido de temor que provocaba un eco a través del cerebro de Kreega, corría la alerta...
Están cazando de nuevo.
Kreega tembló a una súbita ráfaga de viento. La noche era enorme en torno suyo, sobre él, des­de la férrea acritud de las colinas hasta las cons­telaciones giratorias y destelleantes a años-luz so­bre su cabeza. Sacudióse sus trémulas percepciones poniéndose a tono con el breñal y el viento y los pequeños seres que se cobijaban en sus madrigue­ras, dejando que la noche le hablara.
Solo, solo. No había otro marciano en cientos de millas de vacío. Únicamente los animalillos y la broza estremecida y el tenue y melancólico soplar del viento.
El mudo lamento de agonía pasaba a través de la maleza, de planta a planta, repetido como un eco por los latidos de miedo de los animales y los círculos anulares, que se abarquillaban y frun­cían y ensombrecían cuando el cohete vertía la muerte ígnea sobre ellos, clamando a las estrellas las venas y nervios mustios.
Kreega se cobijó contra un desvaído y elevado risco. Sus ojos eran como lunas amarillas en la oscuridad, fríos de terror y odio y una resolución que iba lentamente acopiando. Ceñudamente, calculó que la muerte estaba siendo regada en un círculo de unas diez millas de diámetro. Y él es­taba atrapado dentro, y el cazador no tardaría en pisarle los talones.
Lanzó una mirada al indiferente brillar de las estrellas, y un estremecimiento recorrió su cuer­po. Luego se sentó y comenzó a pensar.
* * *
La cuestión se había iniciado unos pocos días antes, en el despacho privado del comerciante Wisby.
—Vine a Marte —dijo Riordan— para con­seguir una lechuza.
Wisby había llegado a conocer el valor de un rostro impasible. Y a través del borde de su vaso escudriñó al otro hombre, tasándolo.
Hasta en los agujeros dejados de la mano de Dios como Port Armstrong se había oído hablar de Riordan. Heredero de una Compañía de nave­gación evaluada en un millón de dólares, que ha­bía elevado él mismo piramidalmente hasta con­vertirla en un monstruo sistemático, era también conocido como fanático de la caza mayor. Desde los dragones de fuego de Mercurio hasta los rep­tiles de hielo de Plutón, lo había enzurronado todo. Excepto, naturalmente, un marciano. Esta caza particular estaba prohibida ya.
Se retrepó en su sillón, grande, fuerte y despia­dado, joven aún. Empequeñecía la tosca habita­ción con su volumen, y la dura y dinámica fuerza que contenía, y su fría y verde mirada dominaba al comerciante.
—Ya sabe usted que es ilegal —dijo Wisby—. Si lo prenden la sentencia es de veinte años.
—¡Bah! El Comisario de Marte está en Ares, hacia el centro del planeta. Si andamos con cui­dado, ¿quién va a saberlo? —Riordan tomó un trago de su vaso—. Me doy buena cuenta de que en cosa de otro año habrán apretado tanto las cla­vijas como para hacerlo imposible. Ésta es la úl­tima oportunidad que existe para capturar esa le­chuza. Y para eso estoy aquí.
Wisby vaciló, mirando a través de la ventana. Port Armstrong no era sino un polvoriento haci­namiento de cúpulas, interconectadas por túneles, en una roja paramera de arena que se extendía hasta el cercano horizonte. Un terrestre en vesti­menta aérea y casco transparente caminaba calle abajo, y una pareja de marcianos haraganeaban contra un muro. La vida en Marte no era especialmente placentera para un humano.
—¿No estará usted cayendo en ese amor por el mirlo blanco que corrompe a toda la Tierra? — preguntó Riordan desdeñosamente.
—Oh, no —respondió Wisby—. Los manten­go en su lugar en torno a mi puesto. Pero los tiempos están cambiando. No puede evitarse.
—Hubo un tiempo en que eran esclavos —dijo Riordan—. Ahora, esos sufragistas de la Tierra quieren darles también el voto. — dio un bufido.
—Pues sí, los tiempos cambian —repitió apa­ciblemente Wisby—. Cuando los primeros hu­manos aterrizaron en Marte hace cien años, la Tierra acababa de salir de las Guerras Hemisfé­ricas. Las guerras peores que el hombre conociera jamás. Las antiguas ideas de libertad e igualdad fueron desbaratadas por ellas. El pueblo se había tornado receloso y duro... tenía que serlo, para sobrevivir. No era capaz de... de comprender a los marcianos, de pensar en ellos como en otra cosa que en unos animales inteligentes. Y los marcianos eran unos esclavos tan útiles... necesi­taban tan poco alimento, o calor, u oxígeno... po­dían hasta vivir quince minutos sin respirar. Y los salvajes marcianos constituían un magnífico de­porte... una caza inteligente, que podía escapar tan a menudo como era capturada y que hasta se las apañaba para matar al cazador.
—Lo sé —dijo Riordan—. Por eso es que quie­ro cazar uno. No hay diversión en la caza, si la pieza no dispone de una oportunidad.
—Ahora es diferente —prosiguió Wisby—. La Tierra ha estado en paz durante largo tiempo. Los liberales han logrado la supremacía. Y, na­turalmente, una de sus primeras reformas fue la de terminar la esclavitud marciana.
Riordan barbotó un juramento. La repatriación forzosa de marcianos que trabajaban en sus astro­naves le había costado mucho.
—No dispongo de tiempo para sus filosofías —dijo—. Si puede usted arreglarlo para que capture un marciano, le compensaré debidamente.
—¿En cuánto? — preguntó Wisby.
Chalanearon durante un rato hasta establecer una cifra. Riordan había traído consigo armas y una pequeña embarcación de cohete, pero Wisby había de proporcionar material radiactivo, un «halcón» y un perro roquero. Luego había de pagar por el riesgo de acción legal, aunque ésta era pequeña. El precio final resultó elevado.
—Bien, y ahora ¿dónde puedo conseguir mi marciano? — dijo Riordan. Hizo un ademán se­ñalando a los que estaban en la calle —. ¿Qué tal pillar a uno de ésos y soltarlo en el desierto?
Fue ahora la vez de Wisby de mostrarse des­pectivo.
—¿Uno de ésos? ¡Ja! ¡Dos mandrias! Un habi­tante de la Tierra le daría a usted más faena.
Los marcianos no tenían en verdad un aspecto impresionante. Su estatura era sólo de unos cua­tro pies, sobre piernas flacas de pies de garra, y sus brazos, que terminaban en huesudas manos de cuatro dedos, eran correosos. Sus pechos eran am­plios y profundos, pero sus talles ridículamente exiguos. Eran vivíparos, de sangre caliente, y las hembras amamantaban a sus pequeños, pero un plumón gris cubría su piel. Las cabezas redondas y de puntiagudo hocico, y sus inmensos ojos am­barinos y peludas orejas, mostraban el origen del nombre de «lechuza». Llevaban sólo cinturones de zurrón y portaban también cuchillos de vaina; pues hasta los liberales de la Tierra no se mos­traban dispuestos a otorgar a los nativos herra­mientas y armas modernas. Existían rencores demasiado antiguos.
—Los marcianos siempre fueron buenos lucha­dores —dijo Riordan—. En otras épocas barrie­ron unas cuantas colonias terrestres.
—Los salvajes sí —convino Wisby—. Pero no ésos. Ésos son tan sólo estúpidos trabajadores, tan dependientes de nuestra civilización como nos­otros. Lo que usted desea es un auténtico chapado a la antigua, y yo sé dónde puede encontrársele. —Extendió un mapa sobre el escritorio—. Vea, aquí, en los Cerros Hraefnianos, a unas cien mi­llas de aquí. Estos marcianos tienen una larga vida, que alcanza acaso a dos siglos, y su congé­nere Kreega ha andado por allá desde la llegada de los primeros terrestres. En los primeros tiem­pos dirigió un buen número de razzias nativas, pero desde la amnistía general y la paz ha vivido solo allá, en una de las antiguas torres en ruinas. Un auténtico guerrero de la vieja época, que se comería las tripas de los terrestres. De cuando en cuando viene por acá para comerciar con pieles y minerales, por lo que sé un poco de él. —Los ojos de Wisby fulguraron salvajemente—. Nos hará usted a todos nosotros un favor matando a ese arrogante bastardo. Se pavonea por aquí como si le perteneciese el lugar. Y le haría correr de lo lindo, para cazarlo.
La cetrina y maciza cabeza de Riordan asintió en gesto de satisfacción.
* * *
El hombre tenía un ave y un perro roquero. Mala cosa. Sin ellos, Kreega podría zafarse en los laberintos de cuevas y cañones y zarzosas espe­suras... pero el perro podía husmear su olor y el ave otearle desde la altura.
Y para empeorar aún las cosas, el hombre ha­bía aterrizado cerca de la torre de Kreega. Todas las armas estaban allá... ahora se encontraba separado, inerme y solo, salvo por la débil ayuda que el desierto pudiera prestarle. A menos que pudiera volver al lugar como fuera... pero en el ínterin tenía que sobrevivir.
Sentóse en una cueva, mirando abajo a una torturada selvatiquez de arena y maleza y roca erosionada por el viento, millas en el tenue y límpido aire hasta el destello de metal donde yacía el cohete. El hombre era una mota en el inmenso paisaje estéril, un solitario insecto arrastrándose bajo el cielo de intenso azul. Aun de día las es­trellas destellaban en la enrarecida atmósfera. La débil luz solar se desparramaba sobre rocas tos­tadas y ocres y de rojo herrumbroso, sobre los chaparros y polvorientos matorros zarzosos, los re­torcidos arbolitos y la arena que soplaba débil­mente entre ellos. ¡Marte ecuatorial!
Solitario o no, el hombre tenía un arma que podía vomitar la muerte al horizonte, y tenía sus bestias, y seguramente dispondría de una radio en su embarcación-cohete, para llamar a sus camaradas. Y la muerte ígnea los rodeaba, un círcu­lo mágico que Kreega no podía atravesar sin aca­rrearse un final peor que el que podía darle el rifle.
¿O había una muerte peor que aquélla... ser ca­zado por un monstruo y que su pellejo fuese arras­trado y llevado como trofeo para contemplación admirada de los papanatas? El viejo orgullo de hierro se sublevó en Kreega, duro y acerbo e in­flexible. No pedía mucho a la vida de aquellos días... soledad en su torre para rumiar los dila­tados pensamientos de un marciano y crear las pequeñas y exquisitas obras de arte que amaba; la compañía de su hijo en la Estación de la Asam­blea, grave y antañona ceremonia y austero esparcimiento festivo, y la suerte de engendrar y criar vástagos; una excursión ocasional a la colonia de los terrestres, para adquirir los artefactos de metal y el vino, que eran las únicas cosas válidas que habían traído a Marte; un vago sueño de elevar a su pueblo a un lugar en el cual sus componen­tes fuesen pariguales a los demás del Universo. Nada más. ¡Y ahora le querían quitar hasta eso! Lanzó un juramento contra los humanos y rea­nudó su paciente tarea, aguzando una punta de lanza, por la mezquina ayuda que pudiera tener con ella. Los matorros mascullaban su seca alar­ma, pequeños animalillos ocultos daban breves chillidos de terror, y el desierto parecía anunciarle a voces el monstruo que se acercaba a su cueva. Pero no había de huir en seguida.
* * *
Riordan roció el isótopo de pesado metal en un círculo de diez millas en torno a la antigua torre. Lo hizo de noche, para el caso en que una patrulla aérea pudiera estar hurgando por allá. Pero una vez que hubo aterrizado, estaba a salvo... siempre podía pretender que había estado explorando pa­cíficamente, cazando liebres u otro animal por el estilo.
La radiactividad tenía una vida aproximada de unos cuatro días, lo cual significaba que sería peligroso aproximarse durante unas tres sema­nas... dos como mínimo. Había tiempo suficiente, hallándose el marciano encajonado en una super­ficie tan pequeña.
No existía cuidado de que intentara atravesar la franja fatal. Las lechuzas habían aprendido a saber lo que significaba la radiactividad. Y su visión, que se extendía hasta el ultravioleta, la captaba directamente por su fluorescencia, por no decir nada de los extraordinarios sentidos, del todo inhumanos, que poseían. No, Kreega inten­taría ocultarse, y quizá combatir, y eventualmente sería arrinconado.
Sin embargo, no era necesario correr riesgos. Riordan conectó un cronometrador en la radio de su embarcación aérea. Caso de que no volviese en el plazo de dos semanas a desconectarlo, emi­tiría una señal que Wisby oiría, y acudirían a rescatarle.
Comprobó su equipo. Tenía un traje espacial, diseñado para las condiciones marcianas, con una pequeña bomba operada por un haz de energía desde la embarcación, para comprimir la atmós­fera suficientemente para que pudiera respirarla. La misma unidad recuperaba bastante agua de su aliento, por lo que el peso de provisiones para va­rios días, no le resultaba muy pesado de portar, en la gravedad marciana. Disponía de un rifle del 45, construido especialmente para disparar en el aire marciano, calibre que era lo suficiente­mente grande para su propósito. Y, naturalmente, brújula y gemelos y saco de dormir. Un equipo muy ligero, en suma, pero de todos modos prefería lo mínimo.
Para emergencias extremas tenía un pequeño tanque de suspensina, girando una válvula del cual podía vaciarlo en su sistema de aire. El gas no producía exactamente animación suspendida, pero paralizaba los nervios eferentes y hacía más lento el metabolismo general, hasta un punto en que el ser podía vivir durante semanas con un pulmón lleno de aire. Era muy útil en cirugía, y había salvado la vida de más de un explorador interplanetario cuyo sistema de aprovisionamiento de oxígeno se había averiado. Pero Riordan no esperaba tener que usarlo. Ciertamente esperaba no tener necesidad. Sería tedioso hallarse comple­tamente consciente por espacio de días, esperando a la señal automática de llamada a Wisby.
Salió de la embarcación y la cerró. No existía peligro alguno de que la lechuza penetrara en ella mediante algún rodeo; necesitaría tordenita para agrietar aquel casco.
Lanzó un silbido a sus animales. Eran bestias nativas, tiempo ha domesticadas por los marcianos y posteriormente por el hombre. El perro roquero era como un lobo flaco, pero de amplio pecho y peludo, tan buen rastreador como cualquier pura raza terrestre. El «halcón» tenía menos parecido o contrapartida en la Tierra: era un ave de presa: pero en la sutil atmósfera marciana necesitaba una envergadura de alas de seis pies para elevar su pequeño cuerpo. Riordan estaba satisfecho de su entrenamiento.
El perro lanzó un ladrido, una nota baja y tre­molante que habría sido apagada hasta hacerse inaudible por el enrarecido aire y el casco de plástico del hombre, de no haber incluido la ves­tidura de éste micrófonos y amplificadores. El can describió un círculo, olisqueando, mientras el halcón se alzaba al cielo foráneo.
Riordan no miró más detenidamente la torre. Era un muñón destartalado sobre un cerro mo­hoso, inhumano y grotesco. Antaño, quizá hace diez mil años, los marcianos habían tenido cierta civilización, ciudades y agricultura y una tecno­logía neolítica. Pero de acuerdo con sus propias tradiciones, habían realizado una unión o simbio­sis con la vida salvaje del planeta, y abandonado como innecesarias tales ayudas mecánicas. Riordan lanzó un respingo.
El perro volvió a ladrar. El ruido parecía que­dar suspendido extrañamente en el aire frío y quieto, estremecerse en riscos y farallones y morir renuente bajo el enorme silencio. Pero era como el sonido de un clarín, un altivo reto a un mundo que se había hecho viejo... ¡Apartarse, abrid paso, que aquí llega el conquistador!
El animal brincó súbitamente hacia delante. Había percibido un olor. Riordan se columpió en zancadas largas, de poca gravedad. Sus ojos des­tellaron como hielo virgen. ¡La caza había co­menzado!
El aliento sollozó en los pulmones de Kreega, duro y rápido y crudo. Sintió débiles y pesadas sus piernas, y los latidos de su corazón fueron como bataneo que sacudió todo su cuerpo.
Sin embargo corrió, mientras se alzaba el es­pantoso clamor tras sí y el pataleo de las pisadas se aproximaba cada vez más. ¡Brincando, retor­ciéndose, abalanzándose de risco en risco, desli­zándose por descarnadas barrancas y dando tras­piés por entre boscajes, Kreega huía!
El perro estaba tras él y el halcón le oteaba desde arriba, meciéndose sobre su cabeza. En un día y una noche le habían llevado a aquello, a correr como una enloquecida liebre con la muerte aullando a sus talones... no se había imaginado que un ser humano pudiera moverse con tanta rapidez o con tal resistencia.
El desierto combatía por él; las plantas, con su misteriosa y oscura vida que ningún terres­tre podría entender, estaban a su lado. Sus ramas espinosas se apartaban a su paso, volviendo a unirse para arañar los flancos del perro y detenerlo... pero no podían hacerle cejar en su bru­tal carrera de persecución, y seguía ululante so­bre el rastro del marciano.
El humano se afanaba a cosa de una milla atrás, aunque sin dar muestras del menor can­sancio. Kreega siguió corriendo. Tenía que al­canzar el extremo del farallón antes de que el cazador le viese a punto de tiro... tenía que ha­cerlo imprescindiblemente... y el perro gruñía ya a un metro a su espalda.
Se abalanzó declive arriba. El halcón revoloteó y se precipitó sobre él, intentando poner su pico y sus garras sobre su cabeza. Asestó varios golpes al ave con su lanza y se esquivó en torno a un árbol, el cual distendió una rama en la cual re­botó el perro, cuyo lastimero aullido hizo resonar las rocas.
El marciano se arrojó a la esquina del farallón, que descendía casi verticalmente hasta el piso del cañón, a quinientos pies. Más allá, el sol poniente fulguró en sus ojos. Se detuvo un brevísimo ins­tante, recortándose contra el firmamento, y cons­tituyendo un blanco perfecto, caso de haberlo visto el ser humano, y luego saltó sobre el borde.
Había esperado que el perro roquero se despe­ñaría, pero el animal frenó a tiempo. Kreega des­cendió por la cara del farallón, asiéndose a cada pequeña grieta, temblando cuando la erosionada roca se desmenuzaba entre sus dedos ansiosos. El halcón se le mantenía pegado, lanzándole insis­tentes picotazos y chillando al par llamando a su amo. No podía defenderse contra el ave rapaz, pues necesitaba manos y pies para no romperse la crisma, pero...
Logró deslizarse a lo largo de la cara del precipicio, hasta un matorral de viñas verdigrises, y sus nervios se estremecieron por el apelativo de la antigua simbiosis. El halcón aleteó de nuevo y él quedóse inmóvil, rígido como la muerte, mien­tras el ave lanzaba estridentes chillidos de triunfo y se posaba sobre su hombro para arrancarle los ojos.
Pero de pronto las vides se agitaron. No eran fuertes, pero sus pinchos se clavaron en las car­nes del halcón, apartándolo, y permitiendo que Kreega descendiera hasta la cañada.
Arriba apareció Riordan atalayante, recortado contra el cielo ensombrecido. Disparó una, dos veces, rebotando las balas cerca del marciano, pero éste se hallaba ya a cubierto por las nuevas som­bras de la hondonada.
El hombre giró el botón de su amplificador, y su voz rodó y resonó monstruosamente a través de la incipiente noche, como un trueno que Marte no oyera hacía milenios:
—¡Por esta vez te has escapado! ¡Pero ya te encontraré y te ajustaré las cuentas!
El sol se deslizó bajo el horizonte, y cayó la noche como una cortina. A través de la oscuridad, Kreega oyó reír al hombre. Las viejas rocas pa­recían temblar con aquella risa.
Riordan se hallaba cansado por la larga caza y la insuficiencia de su provisión de oxígeno. De­seaba una fogata y comida caliente, mas nada de ello podía tener. Bien... apreciaría mejor las deli­cias de la vida cuando volviera a casa... con la piel del marciano.
Rió entre dientes al acampar. Aquel pequeñajo era una presa que merecía la pena, ello era endia­bladamente seguro. Había resistido dos días ya, en una pequeña franja de terreno de diez millas, y hasta había matado al halcón. Pero Riordan esta­ba lo bastante próximo a él ahora, por lo que el perro podía seguir su rastro, ya que Marte no tenía cursos de agua que pudieran despistarle. Así que no importaba.
Tendido, contemplaba la espléndida noche es­trellada. Antes de poco haría frío, un frío despia­dado, pero su saco de dormir era un aislador lo bastante bueno para mantenerle caliente con la ayuda de la energía solar almacenada durante el día por sus células Gergen. Marte era oscuro de noche, y sus lunas de poca ayuda... Fobos, una mota titilante, y Deimos, simplemente una estre­lla brillante. Oscuridad y frío y vacío. El perro roquero había escarbado al lado, en la arena, co­bijándose de la mejor manera, pero presto a lan­zar la alarma si el marciano se aproximara ser­peando.
Los matorros y los árboles y los pequeños ani­males furtivos cuchicheaban palabras que no po­día oír, chachareaban y rumoreaban al viento so­bre el marciano que se mantuvo caliente con el trabajo. Pero no comprendía este lenguaje, que no era lenguaje.
Amodorradamente, Riordan pensó en pasadas cacerías. La caza mayor de la Tierra, el león y el tigre y el elefante y el búfalo y las cabras montesas de los elevados picos destellantes de sol de las Montañas Rocosas. Las selvas vírgenes y acuo­sas de Venus y el rugido como un golpe de tos de un monstruoso ciempiés de las ciénagas resta­llando a través de los árboles, hasta el lugar donde él se encontraba a la espera. Primitivo pulsar de tambores en una sofocante y húmeda noche, can­to de los batidores danzando en torno a una hoguera... arrastrarse a lo largo de las infernales lla­nuras de Mercurio, con un sol hinchado lamiendo su vestidura aislante... la grandeza y desolación de las ciénagas de gas líquido de Neptuno, y la inmensa bestia obcecada que le perseguía chi­llando...
Pero esta de ahora era la caza más solitaria y extraña, y acaso más peligrosa de todas, y por lo tanto, la mejor. No sentía malevolencia alguna hacia el marciano; respetaba el valor del pequeño ser, como respetaba la bravura de los otros ani­males que había perseguido. Cualquier trofeo que se llevase a su hogar de esta caza, estaría bien ganado.
No importaba el hecho de que su éxito habría de ser tratado discretamente. Cazaba menos por la gloria —aunque tenía que admitir que no des­deñaba la publicidad— que por amor al propio deporte. Sus antepasados habían combatido bajo uno u otro nombre... vikingo, cruzado, mercena­rio, rebelde, patriota... lo que estuviera de moda en el momento. La lucha estaba en su sangre, y en estos días degenerados, había poco contra lo que pelear, salvo cuando se cazaba.
Bien... mañana... y se volvió de lado para dor­mir.
* * *
Se despertó con el primer gris clarear del alba, se preparó un rápido desayuno y silbó a su perro para que rastreara. Con las aletas de la nariz dilatadas por la excitación sentía como una embria­guez que cantaba en su interior: ¡Hoy... quizá hoy!
Tuvo que hacer un rodeo para penetrar en la cañada, y el perro tardó cosa de una hora antes de alzar el viento. Luego se elevó de nuevo el gri­to de voz profunda, y prosiguieron... más lenta­mente ahora, pues lo hacían sobre una cruel pista pedregosa.
El sol estaba alto cuando marchaban a lo largo del antiguo lecho del río. Su pálida luz helada bañaba riscos agudos como agujas y farallones fan­tásticos y abigarrados, corteza y arena y los res­tos de edades geológicas. Las pequeñas y duras matas crujían bajo los pies del hombre, parecien­do emitir una impotente protesta. Por lo demás, todo estaba en calma, en una quietud honda y tensa y en cierto modo expectante.
El can hizo estremecer el silencio con un ansio­so gañido, y se abalanzó hacia adelante. ¡Venteo cercano! Riordan se precipitó tras él, hollando ma­leza más densa, jadeando y jurando y haciendo muecas de excitación.
De pronto, la broza se abrió bajo los pies. Con un ululante gemido, el perro resbaló, cayendo por la pared de la fosa que aquella había cubierto. Riordan se lanzó como en vuelo adelante, con tigruna celeridad, cayendo sobre su vientre, pero logrando asir por la cola al can. El choque casi le hizo también caer en la fosa. Rodeó con un brazo un matorro que se había clavado en su casco, y logró extraer al perro.
Con un estremecimiento, fisgó desde arriba el interior de la trampa. Había sido bien construi­da... de unos veinte pies de profundidad, con pa­redes tan lisas y estrechas como lo permitía la arena, y hábilmente cubierta con maleza. Plantadas en su fondo se hallaban tres agudas lanzas de pedernal, de siniestro aspecto. De haber sido él sólo fugazmente menos rápido en sus reflejos, habría perdido al perro, y acaso se habría perdi­do también él mismo.
Apretó sus dientes con mueca lobuna y miró en derredor. La lechuza debió haber trabajado du­rante toda la noche en hacer aquello. Así, pues, no debía hallarse lejos... y tenía que estar muy cansada...
Como en respuesta a sus pensamientos, un can­to rodado se abatió del próximo risco. Era un mons­truo, pero la caída de un objeto en Marte tiene menos que la mitad de aceleración que en la Tie­rra. Riordan tuvo tiempo de hacerse a un lado antes de que la roca se aplastara en el lugar don­de había estado él.
—¡Anda, ven! — aulló, abalanzándose hacia el risco.
Durante un instante, una forma gris asomó por una esquina de arriba y una azagaya voló. Rior­dan disparó y la sombra se desvaneció. La azagaya rozó el grueso tejido de la vestidura de Riordan, quien subió gateando hasta el borde del preci­picio.
No se veía al marciano por parte alguna, pero un tenue rastro rojo conducía a la abrupta zona de los cerros.
¡Lo alcancé, por Dios! El perro fue más lento en franquear el vericueto pizarroso, y sus patas sangraban al llegar arriba. Riordan le lanzó unas cuantas imprecaciones y prosiguieron su marcha.
La pista seguía durante una milla o dos, ter­minando luego. Riordan miró en derredor, a la selvatiquez de árboles y agujas que bloqueaban la vista en cualquier dirección. Evidentemente, la lechuza había retrocedido, trepando a una de aque­llas rocas, desde la cual podía dar un brinco vo­landero a algún otro punto. ¿Pero a cual?
Un sudor que no podía enjugar corría por la cara y cuerpo del hombre. Picaba intolerablemen­te, y sentía además sus pulmones irritados por el poco aire, debido a su jadear. Pero no obstante, rió con deleite. ¡Qué caza! ¡Qué caza!
* * *
Kreega se hallaba tendido a la sombra de una elevada roca y temblaba de fatiga. Más allá de su refugio, el sol danzaba en lo que para él era un fulgor cegador e intolerable, ardiente y cruel y sediento de vida, duro y brillante como el me­tal de los conquistadores.
Había sido un error gastar inapreciables horas cuando podía haber estado descansando en vez de trabajando en la trampa. No había servido de na­da, y debiera haber sabido que así sería. Y ahora estaba hambriento, y la sed era como una bestia salvaje en su boca y garganta, y aún le perse­guían.
No estaban ya muy lejos. Todo el día le ha­bían estado acosando; no había tenido nunca más de media hora de adelanto. Sin descanso, sin des­canso, convertido en una bestia del diablo a tra­vés de una selvatiquez atormentada de piedra y arena... ahora sólo podía esperar la batalla, con una carga de hierro de agotamiento sobre él.
La herida de su costado le quemaba. No era profunda, pero le había costado sangre y dolor, y en los pocos minutos de descanso podía haber sido atrapado.
Durante un momento, el guerrero Kreega ha­bía desaparecido, y un solitario y aterrorizado niño sollozaba en el silencio del desierto. ¿Por qué no pueden dejarme solo?
Crujió un matorro polvoriento y verdigris. Una gallinita lanzó su agudo cloqueo en una de las barrancas. Estaban aproximándose.
Cansinamente, Kreega trepó a lo alto de la roca y se agazapó. Había retrocedido, y ellos estarían dirigiéndose a su torre.
La podía ver desde allí, una chata ruina ama­rilla carcomida por los vientos milenarios. Sólo había tenido tiempo de coger en ella un arco y unas cuantas flechas y un hacha. Mezquinas armas... las flechas no podían atravesar la vestidura del terrestre, siendo sobre todo un pequeñajo marciano quien tendiera el arco, y con un casco de acero hasta el hacha era un objeto dé­bil y casi inválido. Pero era todo cuanto tenía, él y sus pocos pequeños aliados de un desierto que combatía sólo por mantener su soledad.
Esclavos repatriados le habían hablado del po­der de los terrestres. Sus rugientes máquinas lle­naban el silencio de sus propios desiertos, estriaban la tranquila cara de su propia luna y conmocionaban a los planetas con una insensata furia de energía sin significado alguno. Eran los conquis­tadores, y jamás se les ocurría que merecía la pena ser preservada una antigua paz y tranqui­lidad.
Bueno... dispuso una flecha en la cuerda y que­dóse en acuclillada espera a la flameante y si­lenciosa luz del sol.
El perro apareció el primero, ladrando y aullan­do. Kreega tendió el arco tanto como pudo. Pero el humano había de aproximarse primero...
Apareció a su vez, corriendo y dando botes so­bre las rocas, con el rifle en mano y sus inquietos ojos brillando con crudo y verde fulgor, en un cerco de muerte. Kreega giró suavemente en torno. La bestia se encontraba más allá de la roca aho­ra, y el humano casi abajo de él.
El arco produjo un sonido vibrante. Con sal­vaje estremecimiento, Kreega vio a la flecha atravesar al can, y a éste dar un brinco en el aire para luego rodar por los suelos, lanzando alaridos y mordiendo el objeto clavado en su cuerpo.
Como una centella gris, el marciano se precipitó de la roca contra el humano. Si su hacha pudiera destrozar aquel casco...
Asestó un golpe al hombre y ambos cayeron jun­tos. Salvajemente, el marciano siguió golpeando. El hacha sacaba chispas en el plástico, no tenien­do Kreega espacio para girar. Riordan rugió y lanzó un puño adelante. Arqueándose, Kreega rodó hacia atrás.
Riordan le disparó un tiro a bocajarro, y Kreega, dando la vuelta, huyó. El hombre se puso sobre una rodilla, apuntando con cuidado a la forma gris que trepaba por el más próximo declive.
Una pequeña serpiente de arena subió por la pierna del hombre y se enroscó en su muñeca, siendo la fuerza de la bestezuela lo bastante para desviar el fusil. La bala silbó en los oídos de Kree­ga y se perdió en un risco.
El marciano sintió la débil agonía de la ser­piente cuando Riordan la desligó y la aplastó con el pie. E instantes después, oyó un sordo fragor que expandía sus ecos entre colinas. El hombre había traído explosivos de su embarcación y vola­do la torre.
Kreega había perdido hacha y arco. Ahora es­taba completamente inerme, sin siquiera un lugar para retirarse a una última resistencia. Y el cazador no cejaría. Aun sin sus animales seguiría el acoso, más lentamente, pero tan implacablemen­te como antes.
Kreega se desplomó sobre un canto rodado. Se­cos sollozos recorrían su cuerpecillo, y el viento del ocaso lloraba con él.
Miró ahora a través de una inmensidad roja y amarilla, al bajo sol. Largas sombras estaban ser­peando sobre la tierra, sumida en paz y silencio durante breves instantes antes de que se abatiese el acerado frío de la noche. El quedo cloqueo de una gallineta tuvo un eco entre los riscos carco­midos por el viento, y la maleza comenzó a hablar, cuchicheando sin cesar en su antiguo idioma sin palabras.
El desierto, el planeta y su viento y arena bajo las altas y frías estrellas, el raso campo abierto de silencio y soledad y un destino que no era de hombre, le hablaban. La enorme singularidad de la vida en Marte, trazada contra el cruel ambiente, se agitaba en su sangre. Y al ponerse el sol y flo­recer las estrellas en una espantosa gélida muni­ficencia. Kreega comenzó a pensar de nuevo.
No odiaba a su perseguidor, pero la inflexibilidad de Marte estaba en él. Hacía la guerra de todo cuanto era antiguo y primitivo y perdido en sus propios sueños, contra el forastero y el profanador. Era tan vieja y despiadada como la vida esta guerra, y cada batalla ganada o perdida, significaba algo, aun cuando nadie oyera de ella jamás.
—No combates solo —murmuraba el desier­to—. Luchas por todo Marte, y nosotros estamos contigo.
Algo se movió en la oscuridad, una cálida y pe­queña forma que corrió por su mano, un ratoncillo plumado que escarbaba la arena para buscar cobijo a su vida fugitiva, y estaba contento de su manera de vivir. Pero era una parte del mundo y Marte no tenía piedad alguna en su voz.
No obstante, Kreega sintió enternecerse su co­razón, y amablemente cuchicheó en un lenguaje que no era un lenguaje. ¿Quieres hacer esto por nosotros? ¿Quieres hacerlo, hermanito?
* * *
Riordan estaba demasiado fatigado para dormir bien. Había estado tendido en vela durante largo tiempo, pensando, lo cual no es bueno para un hombre solo en las colinas marcianas.
Así, pues, el perro roquero estaba muerto tam­bién. No importaba, la lechuza no escaparía. Pero como fuera, el incidente le traía la inmensidad y la edad y la soledad del desierto.
Éste le cuchicheaba también a él. La maleza su­surraba y algo gemía en la oscuridad, y el viento soplaba con son melancólico sobre los riscos dé­bilmente rielados por las estrellas, y parecía como si todo tuviese una voz, como si el mundo entero le murmurase y amenazara en la noche. Vaga­mente, se preguntó si el hombre sojuzgaría alguna vez a Marte, si la raza humana no había tropezado al fin con algo más grande que ella misma.
Pero esto era una tontería. Marte era viejo y carcomido, y pelado y árido, sumido en el sueño de una lenta muerte. La pisada del pie humano, el vocear de los hombres y el bramar de los vo­landeros cohetes que atravesaban el firmamento, lo «estaban despertando, mas a un nuevo destino para el hombre. Cuando Ares alzaba sus duras espiras sobre las colinas de Sirte, ¿dónde estaban entonces los dioses antiguos de Marte?
Hacía frío, que aumentaba, sí, a medida que adelantaba la noche. Las estrellas eran fuego y hielo, diamantes destellantes en la intensa os­curidad cristalina. De cuando en cuando podía oír como un chasquido a través de la tierra, al hendirse una roca o un árbol. El viento se retiró también a descansar, helado hasta la muerte, sub­sistiendo sólo la cruda luz de las estrellas que caía a través del espacio para hacerse añicos sobre el suelo.
Algo se agitó de pronto. Despertóse de un sue­ño inquieto, y vio a una pequeña forma que se deslizaba a saltos hacia él. Tendió la mano para asir el rifle que estaba junto a su saco de dormir, y luego rió ásperamente. Era sólo un ratón de are­na. Pero ello probaba que el marciano no tenía probabilidad alguna de escabullirse mientras él descansaba.
No volvió a reír. El sonido había tenido un eco demasiado opaco en su casco.
Levantóse a la despejada y cruda alba. Deseaba acabar ya con la caza. Estaba sucio y sin afeitar, harto de raciones de socorro pasadas a través de la espita de aire, entumecido y dolorido por el esfuerzo. Al faltarle el perro, al que hubo de rematar, el rastreo sería lento, pero no quería volver a Port Armstrong en busca de otro. ¡No, que el diablo se llevase al marciano, no tardaría en tener su pelleja pronto!
El desayuno y un poco de ejercicio le hicieron sentirse mejor. Examinó con mirada práctica el suelo, buscando el rastro del marciano. Había are­na y matorros por doquier; hasta las rocas tenían una tenue película de su nueva erosión. La lechu­za no podía cubrir sus huellas perfectamente... de hacerlo, ello le retrasaría mucho. Riordan sintió un firme estímulo.
El mediodía le encontró en terreno elevado, con ásperas colinas de agujas afiladas de roca que se erguían muchos metros al firmamento. Siguió an­dando, confiando en su propia habilidad para zan­jar la pugna. Había corrido el ciervo en la Tierra, día tras día, hasta hacer reventar el corazón de la bestia acosada, que le esperaba temblorosa.
El rastro aparecía claro y fresco ahora. Sintió la tensión del conocimiento de que el marciano no podía hallarse lejos ya.
¡Mas aquello era demasiado claro! ¿No sería acaso el cebo para otra trampa? Aprestó el rifle y prosiguió más cautelosamente. Pero no, no po­día haber habido tiempo.
Subió a un elevado otero y tendió la mirada por el adusto y fantástico paisaje. Cerca del ho­rizonte vio una franja ennegrecida, el borde de su barrera radiactiva. El marciano no podía ir más allá, y si retrocedía, Riordan tendría una excelen­te ocasión para localizarle.
Giró el botón de su micrófono e hizo bramar su voz en el silencio:
—¡Sal ya, lechuza! ¡Voy a atraparte de todos modos, y será mejor que salgas ahora y termine todo!
El eco se expandió repetidamente por entre los pelados riscos, temblando y restallando bajo el broncíneo arco del firmamento. Sal ya, sal ya, sal ya...
El marciano semejó aparecer brotando del aire enrarecido, como un gris fantasma que emergiera del revoltijo de cantos rodados, quedándose como suspendido a menos de veinte metros. Durante un instante, el choque que la visión produjo en Riordan fue demasiado grande, y abrió la boca, in­crédulo. Kreega esperaba, débilmente tremolante, como si fuese un espejismo.
De pronto, el hombre lanzó una voz y alzó su rifle. Sin embargo, el marciano permaneció en la misma posición, como tallado en piedra gris. Riordan sintió una conmoción desilusionada, al pensar que había decidido entregarse a una inevitable muerte.
Bien, de todos modos, había sido una cacería. «Hasta la vista», murmuró Riordan apretando el gatillo.
Pero el arma explotó— el ratoncito de arena se había cobijado en el interior del cañón, obtu­rándolo.
Riordan oyó el estruendo, y vio cómo se deshi­lachaba el cañón, semejante a un plátano podrido. No estaba herido, pero al tambalearse hacia atrás a causa del choque, Kreega se abalanzó sobre él.
El marciano tenía unos cuatro pies de estatura, y era flaco y estaba inerme, pero acometió al te­rrestre como un pequeño ciclón, enroscando sus piernas en torno a la cintura del hombre, y co­menzando a apretar con sus manos el tubo de cau­cho conductor de aire.
Riordan cayó bajo el impacto. Rugió como un tigre, revolviéndose y asiendo con sus manos la exigua garganta del marciano. Kreega intentó mor­derle inútilmente, y ambos rodaron entre una nube de polvo. La maleza comenzó a chacharear excitadamente.
Riordan intentó romper el cuello de Kreega... pero el marciano se zafó y volvió a la carga.
Con una conmoción de terror, el hombre oyó el silbido del aire escapando, al lograr por fin Kreega soltar con dientes y manos el tubo conductor. Cerróse una válvula automática, pero no había ya conexión con la bomba...
Riordan lanzó una maldición y asió de nuevo la garganta del marciano, y siguió apretando, siendo vanos todos los forcejeos y retorcimientos de Kreega para zafarse de aquel desesperado aferramiento.
Riordan sonrió soñolientamente y mantuvo sus manos firmes, hasta que al cabo de cinco minu­tos, Kreega quedóse inmóvil. No obstante, Riordan siguió apretándole el gaznate por espacio de otros cinco minutos, para asegurarse más. Luego soltó sus manos y hurgó en su espalda, intentando al­canzar la bomba.
El aire en su equipo era caliente y enrarecido. No lograba conectar por detrás el tubo a la bomba...
Mal modelo —pensó vagamente—. Pero estos trajes neumáticos fueron ideados para la batalla, como coraza.
Miró a la flaca y silente forma del marciano. Una débil brisa rizaba su pelaje gris. ¡Vaya com­batiente que había sido el pequeñajo! ¡Sería el orgullo de la habitación de los trofeos, de vuelta a la Tierra!
Veamos ahora... Desenrolló su saco de dormir y lo extendió cuidadosamente. No llegaría nunca al cohete con el aire que tenía, por lo que era ne­cesario que penetrara la suspensina en su traje. Pero había de meterse dentro del saco, pues de lo contrario, la helada de la noche solidificaría su sangre.
Se arrastró a su interior, sujetando con cuida­do las faldetas, y abrió la válvula del tanque de suspensina. Por fortuna lo tenía consigo... pero de todos modos, un buen cazador piensa en todo. Estaría espantosamente aburrido hasta que Wisby captara la señal dentro de diez días y viniera a buscarle, pero se sostendría. Sería una experiencia memorable. En aquel aire seco, la piel del marciano se conservaría perfectamente bien.
Sintió invadirle la parálisis, la evanescencia de los latidos del corazón y de la acción pulmonar. Sus sentidos y mente se hallaban aún despiertos, y se dio cuenta de que el completo relajamiento tiene sus aspectos desagradables. Pero... había ven­cido. Había matado a la bestia más astuta con sus propias manos.
Mas de pronto, Kreega se incorporó. Se sentía cauteloso. Le parecía tener una costilla rota... bue­no, aquello podía ser reparado. Estaba aún con vida, era lo principal. Había estado conmocionado por espacio de diez minutos, pero un marciano puede resistir quince sin aire.
Abrió el saco de dormir y quitó a Riordan las llaves. Luego fue cojeando lentamente al cohete. Un día o dos de experimentación le enseñarían cómo manipularlo. Tenía que ir donde sus deudos, cerca de Sirte. Ahora que disponían de una má­quina terrestre y armas terrestres para copiar...
Pero había otro asunto que zanjar primero. No odiaba a Riordan, pero Marte es un mundo duro. Volvió pues al lugar en que se hallaba el terres­tre, y lo metió en una cueva, ocultándolo a cual­quier posibilidad de hallazgo por parte de las par­tidas humanas que acudirían en su búsqueda.
Durante un rato quedóse mirando a los ojos del hombre. El horror mudo estaba reflejado en ellos.
Y Kreega habló en un inglés chapurreado:
—Por todos a quienes mataste, y por ser un extraño en un mundo que no te desea, y por el día en que Marte será libre, te abandono.
Y antes de partir definitivamente, sacó varios tanques de oxígeno de la embarcación y los aco­pló a la provisión de aire del hombre. Era lo su­ficiente para alguien que estaba en animación sus­pendida. Lo bastante para mantenerlo vivo durante mil años.










LA BESTIA ESTELAR
El técnico en renacimientos creía haberlo oído todo en el curso de unas tres centurias. Pero aho­ra estaba asombrado.
—Mi querido colega —manifestó—, Dijo usted que un tigre...
—Eso es —repuso Harold—. Puede usted ha­cerlo, ¿no es eso?
—Pues... supongo que sí. Naturalmente, he de estudiar primero el problema. Nadie ha deseado un renacimiento tan alejado de lo humano. Pero por lo demás, yo dije que era posible. — Los ojos del técnico brillaron con un fulgor que no habían tenido durante muchas décadas —. Cuando menos sería... interesante.
—Creo que tiene usted ya un registro de un ti­gre — dijo Harold.
—Oh, debemos tenerlo. Tenemos registros de todo animal aún existente cuando se inventó la técnica, y estoy seguro de que debían haber ha­bido todavía unos cuantos tigres. Pero es un pro­blema de modificación. Una mente humana no puede existir en un sistema nervioso diferente. Hemos de cambiar el registro bastante... cerebro mayor con más circunvoluciones, desde luego, y así sucesivamente... Aun entonces, está la cosa le­jos de ser perfecta, pero su mentalidad básica se­ría estable por uno o dos años, salvo accidentes. Este es todo el tiempo que usted desea, de todos modos, ¿no es así?
—Supongo que sí — respondió Harold.
—El renacimiento en formas animales se está poniendo de moda en estos días —admitió el téc­nico—. Pero, hasta el presente sólo hemos deseado animales con sistemas fácilmente modificables. Mo­nos antropoidea, vaya... no se tiene ni siquiera que cambiar el cerebro de un chimpancé para man­tener durante años una mentalidad humana es­table. Los elefantes son buenos también. Pero... un tigre... — Movió la cabeza —. Supongo que pue­de hacerse, tras un amoldado. Pero ¿por qué no un gorila?
—Yo deseo un carnívoro — dijo Harold.
—Su siquiatra, supongo... — insinuó el técnico.
Harold asintió brevemente. El técnico suspiró y abandonó la esperanza de oír jugosas confesiones. Un operador en el Puesto de Renacimiento, oía una serie de extrañas historias, pero este tipo no estaba dispuesto a soltar prenda. Bien, de todos modos, el mero hecho de su demanda habría de proporcionar chismorreo para días.
—¿Cuándo puede estar la cosa lista? — pre­guntó Harold.
El técnico se rascó cavilosamente la cabeza.
—Oh, tardará algo —manifestó—. Hemos de examinar minuciosamente el registro y elaborar un molde básico neural que contenga la mente humana. Es más que una simple superimposición de la memoria. El gene controla un organismo a través de toda su vida, dictando, entre los lí­mites del ambiente, hasta el tiempo de rapidez de envejecimiento. No se puede tener un animal con una ontogenia enteramente opuesta a su filo­genia fundamental... no sería viable. Así, hemos de modificar las propias moléculas de las células, como también la anatomía del sistema nervioso.
—En una palabra —sonrió Harold—, este inteligente tigre engendrará verdaderos felinos pensantes.
—Caso de que encuentre una tigresa similar —respondió el técnico—. No una auténtica... no quedan ya, y además, la herencia sería demasia­do diferente. Pero acaso desee usted un cuerpo femenino para alguien...
—No, únicamente deseo un cuerpo para mí.
—Brevemente pensó Harold en Avi, e intentó imaginársela encarnada en la flexible y mortal gracia del gran felino. Pero no, ella no era el tipo. Y de todos modos, la soledad formaba parte de la terapia.
—Una vez hayamos modificado el registro, na­turalmente, no hay nada para sobreimpresionar sus moldes de memoria en él —dijo el técnico—. Será el proceso acostumbrado, semejante a un re­nacimiento humano. Pero el establecer este regis­tro... bueno, puedo examinar y computar las uni­dades de investigación sobre el problema. Nadie está trabajando en ello. Pongamos una semana. ¿Le conviene?
—Estupendo —dijo Harold—. Volveré den­tro de una semana.
Se despidió con un breve adiós, y bajó transpor­tado por la escalera rodante hasta el siguiente trans­misor. Todo estaba casi desierto ahora, salvo por las formas inhumanas de robots móviles que se deslizaban a sus mandados. El tenue y profundo zumbido de actividad que llenaba el Puesto de Renacimiento, era casi por entero de máquinas, de fluidos electrónicos susurrando a través del va­cío, sobrepasando de tal modo la función cerebral de los intelectos artificiales a la de sus creadores humanos, que el hombre no podía seguir ya sus pensamientos. Un cerebro humano no podía sen­cillamente operar con tantos factores simultáneos.
Las máquinas eran los oráculos del día. Y las deidades otorgadoras de vida. Somos parásitos so­bre nuestras máquinas —pensó Harold—« Somos pequeñas pulgas brincando en torno a los gigantes que antaño creamos. No existen ya más auténticos científicos humanos. ¿Cómo podría ser, si los cere­bros electrónicos y las grandes máquinas que son sus cuerpos, pueden hacerlo todo de manera más rápida y mejor... si pueden ejecutar cosas que jamás hubiésemos siquiera soñado, cosas de las cuales el hombre posee únicamente el más debilísimo destello de un entendimiento? Eso es lo que nos ha paralizado, eso y la inmortalidad renacida. No queda ya nada si no una vida de ociosidad y una ronda de placer... ¿y qué diversión supone cualquier cosa al cabo de centurias?
No era pues de asombrar que el renacimiento animal estuviese de rabiosa boga. Ofrecía cierta perspectiva de novedad... durante un tiempo.
Pasando ante un espejo, se detuvo un instante para mirarse. No había nada insólito en él; tenía la elevada estatura y las bellas facciones que eran uniformes en la época. Tan sólo una ligera pince­lada gris en las sienes, y el comienzo de una cal­vicie, aunque su cuerpo únicamente tenía treinta y cinco años. Pero si bien se envejecía más rápi­damente, en los antiguos tiempos difícilmente ha­bría alcanzado los corrientes cien años actuales.
Tengo —veamos —cuatrocientos sesenta y tres años. Cuando menos mi memoria los tiene... ¿y qué soy yo, mi yo esencial, sino una huella de memoria?
Contrariamente a la mayoría de las demás per­sonas del edificio, llevaba una ligera túnica y capa. Era un tanto sensitivo con respecto a la flac­cidez de su cuerpo. Realmente debería mantener­se en mejor forma. ¿Pero qué importaba en verdad, si su registro de veinte años era una muestra tan soberbia?
Llegó a la barraca del transmisor y vaciló un instante, preguntándose a dónde ir. Podía dirigir­se a casa para poner sus asuntos en orden antes de iniciar la fase de tigre, o bien visitar a Avi, o... Su mente erraba hasta que volvió en sí con enojado sobresalto. Al cabo de cuatro siglos y me­dio, se le hacía dificultoso coordinar sus recuerdos; estaba comenzando a ser cada vez más desmemoria­do y distraído. Habría de acudir al estado mayor de siquismo en el Puesto, para que eliminase al­gunas de sus inútiles confusiones y lapsus.
Decidió visitar a Avi. Al pronunciar su nombre en el transmisor y mientras esperaba el traslado, le asaltó el pensamiento de que en toda su vida únicamente había visto dos veces el Puesto de Re­nacimiento desde el exterior. El lugar era inmenso, un bloque informe que se alzaba al cielo sobre los casi vacíos bosques europeos... tan impresionante a la vista, a su manera, como el cráter de Tycho o los anillos de Saturno. Pero cuando el transmi­sor le enviaba a uno de caseta en caseta directa­mente, en el interior de los edificios, raramente se tenía ocasión de mirar los exteriores.
Por un instante jugueteó con el pensamiento de haber sido transmitido a alguna casa próxima, sólo para ver el Puesto. Pero... oh, bueno, en cualquier tiempo de los siguientes pocos milenios. El Puesto sería perenne, y también lo sería él.
El campo transmisor estaba generado electróni­camente. Y a la velocidad de la luz, Harold voló alrededor del mundo al domicilio de Avi.
* * *
La ocasión era lo bastante solemne para que Ramacan se pusiera sus mejores vestiduras, una capa roja sobre su túnica, y las varias joyas pres­critas para el porte formal. Luego se sentó junto a su transmisor y esperó.
La caseta del mismo estaba en el interior de la veranda encolumnada. Desde su asiento, Ramacan podía mirar a través de las abiertas puertas a las grandes rampas y picos del Cáucaso, verdes ahora con el retorno de la primavera, salvo las nieves eternas de las cimas que destellaban bajo un brillante cielo. Había vivido allá por espacio de muchas centurias, contrario al desasosiego de la mayoría de los terrestres. Pero le gustaba el lugar. Tenía una tranquila inmensidad; nunca cambiaba. La mayoría de los humanos de aquellos días buscaba la variedad, experimentaba una fe­bril exigencia por lo nuevo y no gustado, eran vie­jas mentes en cuerpos jóvenes, que intentaban re­cuperar el frescor perdido. Estable o firme podía estar más cerca de la verdad. Lo cual le hacía ideal para su trabajo. A él incumbía la mayor parte de gobierno que restaba en la Tierra.
Felgi tardaba en llegar. Ramacan no se preocu­paba por ello; nunca tenía prisa. Pero cuando el procionita llegase, sus maneras provocarían un pasmado juramento hasta de los terrestres.
No vino a través del transmisor, sino en una embarcación de su astronave, una especie de tibu­rón de bruñido metal surgiendo del firmamento y posándose en un suspiro sobre el césped. Ramacan observó las planas torretas y las bocas de fuego siniestras que se proyectaban de ellas. Anacronis­mo... Sol no había enviado una nave de guerra durante las centurias que podía recordar. Pero...
Felgi salió de una escotilla, seguido por una es­cuadra de guardias armados, que portaban sus in­yectores y los plantaron en el suelo, quedándose en posición de firmes y con alerta vigilancia. El capitán procionita se encaminó solo a la casa.
Ramacan lo conocía de antes, pero volvió a es­tudiar al hombre con renovada atención. Como la mayoría de los tripulantes de su flota, Felgi era un tanto achaparrado, según las normas terrestres, y la rigidez de su rostro y postura resultaban casi chocantes. Su severo y ceñido uniforme difería poco de los de sus subordinados, excepto por la insignia de su rango. Sus facciones eran magras, oscureci­das por la pigmentación protectora necesaria bajo el terrible resplandor de Procion, y había algo en sus ojos que Ramacan no viera nunca antes.
Los procionitas tenían un aspecto bastante hu­mano. Pero Ramacan se preguntaba si había algo de verdad en aquellos rumores que habían estado circulando por la Tierra desde su llegada, sobre que la mutación y selección durante su larga y cruel estancia había cambiado a los colonos en algo que jamás habría podido existir en la patria.
Ciertamente, su estructura social y su sicología básica parecían ser... extranjeras.
Felgi subió la breve escalinata de la veranda y se inclinó rígidamente. Los sicógrafos le habían enseñado el moderno idioma terrestre, pero su voz tenía aún un eco de la dura lengua colonial, y su fraseo era extraño:
—Saludándoos, comandante.
Ramacan devolvió la inclinación, que en él era, empero, el gesto amplio, urbano y esmerado de la Tierra.
—Sed bienvenido, gen... ah... general. — Y lue­go, sencillamente —: Entrad, por favor.
—Gracias. — El otro hombre entró en la casa.
—¿Vuestros compañeros...?
—Mis hombres permanecerán fuera. — Felgi se sentó sin ser invitado a ello, lo cual era un serio quebrantamiento de la etiqueta... pero después de todo, las costumbres de su patria eran diferentes.
—Como gustéis. — Ramacan apretó un botón para las bebidas.
—No — dijo Felgi.
—¿Perdón?
—No bebemos en Procion. Pensé que sabíais esto.
—Oh, disculpadme. Lo había olvidado. — A su pesar Ramacan hizo que el vino y los vasos vol­viesen a su sitio, y tomó a su vez asiento.
Felgi, con el busto erguido, hacía esfuerzos para amoldarse a aquellos fútiles contornos. Lentamen­te, Ramacan reconoció la emoción que restallaba y ardía tras el oscuro y enjuto rostro.
Enojo.
—Confío en que hayáis encontrado agradable vuestra estancia en la Tierra — dijo, rompiendo el silencio.
—No hagamos frases sin significado —replicó, burlón, Felgi—. Estoy aquí por negocios.
—Como deseéis. — Ramacan intentó relajarse, pero no pudo; sus nervios y músculos se pusieron súbitamente en tensión.
—Tanto como puedo conjeturar —dijo Felgi—, dirigís el Gobierno del Sol.
—Supongo que podéis decirlo así. Tengo el tí­tulo de Coordinador. Pero no hay mucho que coor­dinar en estos días. Nuestro sistema social funcio­na prácticamente por sí mismo.
—Hasta donde poseáis uno. Pero en realidad os halláis completamente desorganizados. Cada indi­viduo parece bastarse a sí mismo.
—Naturalmente. Cuando todo el mundo posee un material creador que puede subvenir a sus co­rrientes necesidades, ello se encuentra ligado a ser económico y al par a un amplio grado de indepen­dencia social. Poseemos servicios públicos, desde luego... Puesto de Renacimiento, Estación energé­tica, Central Transmisora, y unos pocos más. Pero no son muchos.
—No puedo ver por qué no estáis sumidos en el crimen. — La última palabra era necesariamente procioniana, y Ramacan alzó sus cejas con perplejidad —. Conducta antisocial — explicó irritable­mente Felgi —. Robo, asesinato, destrucción.
—¿Qué posible necesidad tiene nadie para ro­bar? — preguntó Ramacan, sorprendido. — Y el grado presente de independencia elimina virtual-mente la fricción social. Las sicosis verdaderas han sido desplazadas hace tiempo por los componentes neutrales de los registros de renacimiento.
—De todos modos, supongo que habláis por Sol.
—¿Cómo puedo hablar por un billón casi de seres diferentes? Yo poseo poca autoridad... Tan poca como se necesita. Sin embargo, puedo hacer todo cuanto se precise, si solamente me decís...
—La decadencia de Sol es increíble — rezongó Felgi.
—Acaso tengáis razón, —El tono de Ramacan era suave, pero erizado bajo la cortés superfi­cie—. Lo he pensado también a veces. No obstan­te, ¿qué tiene ello que ver con el presente sujeto de discusión... cualquiera que pueda ser?
—Nos dejasteis en el exilio —dijo Felgi, con la cólera y el odio al filo de su voz, y brillando en sus ojos—. Por espacio de novecientos años, la Tierra vivió en el lujo, mientras que los huma­nos de Procion lucharon y sufrieron y murieron en el peor género de infierno.
—¿Qué razón había para que nosotros fuésemos a Proción? —preguntó Ramacan—. Después de que las primeras astronaves establecieran allá una colonia... bien, teníamos toda una galaxia ante no­sotros. No proviniendo nave colonial alguna de vuestra estrella, creo debió suponerse que la gente de allá había perecido. Alguien debió haber ido a comprobarlo, pero llevaba veinte años el viaje, y era un sistema inhóspito y nada compensador, aparte de que había tantas otras estrellas... Luego se produjo el creador de materia y Sol no tenía hacía tiempo ya un gobierno para ocuparse de esas cosas. El viaje espacial se convirtió en asunto individual, y ningún individuo estaba interesado en Procion. — Se encogió de hombros —. Lo siento.
—¡Lo sentís! —Felgi escupió las palabras—. Durante novecientos años nuestros antepasados lu­charon con la amargura de sus planetas, penaron y murieron en la miseria, volvieron a sumirse casi en la barbarie, y tuvieron que abrirse y tra­zar su camino paso a paso hacia adelante, sostu­vieron la guerra más cruel de la Historia con los czernigi... interminables centurias de guerra has­ta la exterminación de una u otra raza. Morimos a edad avanzada, generación tras generación de los nuestros —subvenimos a nuestras necesidades de planetas que no importaban a los humanos— y mi astronave tardó veinte años en volver aquí, veinte años de breves vidas humanas... ¡y vos lo sentís!
Se puso en pie como movido por un resorte, y comenzó a pasearse de uno a otro lado, diciendo con voz acre y amarga:
—Vosotros habéis tenido las estrellas, habéis te­nido la inmortalidad, habéis hecho todo cuanto se puede hacer de la materia. Y nosotros pasamos veinte años acurrucados entre paredes de metal para llegar aquí... preguntándonos si acaso Sol no había caído en tiempos malignos y necesitaría nuestra ayuda.
—¿Qué es lo que desearíais que hiciéramos aho­ra? —preguntó Ramacan—. Toda la Tierra os ha dado la bienvenida...
—¡Somos una novedad!
—...toda la Tierra se halla dispuesta a ofrece­ros cuanto puede. ¿Qué más es lo que deseáis de nosotros?
Durante un momento, la furia permaneció la­tente en los extraños ojos de Felgi. Luego pareció desvanecerse, parpadeó como si se hubiese tendido una cortina a través de ellos, quedóse quieto y habló con súbita calma:
—Verdad es. Debiera... debiera excusarme, su­pongo. La tensión nerviosa...
—De nada... — dijo Ramacan. Pero en su fuero interno se preguntaba. ¿Hasta dónde puedo fiar de los procionitas? Todas aquellas duras centurias de guerra e intriga... y después, no eran realmente humanos ya, cuando menos no a la manera de los moradores de la Tierra... ¿qué otra cosa podía él hacer? —. Todo está bien. Ya lo comprendo.
—Gracias. —Felgi se sentó de nuevo—. ¿Pue­do preguntar lo que ofrecéis?
—Duplicado de creadores de materia, desde lue­go. Y también robots duplicados, para administrar las técnicas más complejas de renacimiento. Ciertos de los procesos implicados se encuentran más allá de la comprensión de la mente humana.
—No estoy seguro de que fuese buena cosa para nosotros —manifestó Felgi —. Sol se ha estancado. No parece haber habido el más insignificante cam­bio en el último medio milenio. Por supuesto, los viajes de nuestras astronaves son mejores que los vuestros.
—¿Qué es lo que esperabais? —se encogió de hombros Ramacan—. ¿Qué incentivo posible te­nemos para el cambio? El progreso, para emplear un término arcaico, es un medio para un fin, y nosotros ya hemos alcanzado esa meta.
—Todavía no lo sé... —Felgi se restregó la mandíbula—. No estoy siquiera seguro de cómo operan vuestros duplicadores.
—No puedo deciros mucho sobre el particular. Pero ni la mente técnica mayor de la Tierra po­dría deciros todo. Como ya os lo dije antes, la cues­tión entera es demasiado inmensa para el autén­tico conocimiento. Únicamente los cerebros elec­trónicos pueden captar tanto al instante.
Dijo Felgi entonces:
—Tal vez podáis darme un breve resumen de ello, y decirme justamente cuál es vuestra estruc­tura. Me hallo especialmente interesado en los me­dios actuales empleables.
—Bien, veamos... —Ramacan rebuscó en su me­moria—. La ultraonda fue descubierta... oh, debe ser hace unos buenos siete u ochocientos años. Porta energía, pero no es electromagnética. Su teoría, tanto como cualquier humano puede seguirla, se enlaza con las ondas mecánicas.
»La primera gran aplicación vino con el descu­brimiento de que las ultraondas transmiten a dis­tancias de muchas unidades astronómicas, sin que se lo impida la materia interventora, y sin pér­dida alguna de energía. La teoría al respecto ha sido interpretada en el sentido de que la onda, bien, supongo que podría decirse así, se «da cuen­ta» del receptor y solamente va a él. Debe haber un receptor tanto como un transmisor para generar la onda. Debe haber un receptor tanto como un transmisor perfectamente eficiente. Hoy en día, todo el sistema solar obtiene su energía del Sol... transmitida por la Estación Energética situada en la parte diurna de Mercurio. Todo, desde las naves espaciales interplanetarias hasta los televisores y relojes funcionan a base de ese manantial de po­tencia.
—Eso me suena peligroso —manifestó Felgi—. Suponed que la estación falle...
—No lo hará —repuso confiadamente Ramacan—. La estación tiene sus propios robots, en absoluto técnicos humanos. Todo se halla regis­trado. Si una de las partes no funciona bien, es disuelta automáticamente en el más próximo ban­co de materia y recreada. Hay otras salvaguardas también. La estación no ha causado jamás la menor molestia desde que fuera construida.
—Ya — el tono de Felgi era caviloso.
—Después —prosiguió Ramacan— pronto se halló que la ultraonda podía transmitir también materia. Podían ser construidos circuitos que es­cudriñaban cada cuerpo átomo por átomo, para disolverlos en energía y transmitirla sobre la ultraonda con la señal de registro. En el receptor, desde luego, el proceso se invierte. Natural­mente, estoy simplificando al máximo. No es una simple señal la implicada, sino un fantástico com­plejo de señales tales como únicamente puede transportar la ultraonda. Sin embargo, ahí tenéis la idea general. Todo en los transportes de la ac­tualidad se efectúa mediante esta técnica. Vehículos para el aire o el espacio existen únicamente para propósitos especiales o para viajes de placer.
—¿Tendréis alguna especie de centro de control para esto también, no es así?
—Sí. La Estación Transmisora, en la Tierra, se encuentra en el Brasil. Contiene todos los registros de tales cosas como direcciones, y coordina los millones de unidades por todo el planeta. Es una cosa inmensa y complicada, desde luego, pero per­fectamente eficaz. Desde que la distancia no sig­nifica ya nada, resulta más práctico centralizar las unidades de servicio público.
»Bien, desde la transmisión, no había sino un paso al registro de la señal y su reproducción de un banco de cualquier otra materia. Así...el duplica­dor. El creador de la materia. ¡Podéis imaginaros lo que supone para la economía del Sol! Hoy todo el mundo posee uno, y si no tiene un registro de lo que desea, puede obtener un duplicado transmiti­do por la gran «biblioteca» de la Estación Creadora. Cualquier cosa material se obtiene girando un bo­tón y mediante la conexión de un conmutador,
»Y esto, naturalmente, condujo pronto a la téc­nica del renacimiento, lo que no es sino una am­pliación de lo anterior. Vuestro cuerpo se registra en la primera edad de la vida, pongamos a los veinte años. Entonces vivís tanto como os parezca, pongamos hasta treinta y cinco o cuarenta años, o hasta cuando comencéis a haceros un poco viejo.
Entonces, vuestro molde neural se registra solo por unidades especiales de examen. La memoria, como de seguro sabréis, es una materia de sinapsis neurales y moléculas de proteína alteradas, no dema­siado difícil de examinar y registrar. Éste molde adicional se superpone electrónicamente sobre el registro de vuestro cuerpo de veinte años. Des­pués, vuestro propio cuerpo es empleado como ban­co de materia para materializar el molde en el registro alterado y —virtualmente de manera ins­tantánea— se crea vuestro joven cuerpo... pero con todos los recuerdos del antiguo. Sois... ¡in­mortal!
—En cierto modo —dijo Felgi—. Pero aún no me parece ello propio. El ego, el alma, o como deseéis llamarlo... parece como si lo hubieseis per­dido. Creáis simplemente una copia perfecta.
—Cuando la copia es tan perfecta, ¿a qué men­cionar el original? —repuso Ramacan —. ¿Pues cual es la diferencia? El ego es esencialmente una cuestión de continuidad. Vos, vuestro ser esencial en un molde constante cambiante de sinapsis que comportan únicamente una relación temporal con las moléculas que portan el molde en el momento. Es el diseño, y no el material estructural, lo que es importante. Y es el diseño lo que preservamos.
—¿Lo hacen? —preguntó Felgi—. Parece ob­servarse una gran semejanza entre los terrestres.
—Bien, puesto que los registros pueden ser al­terados, no había razón alguna para tener por ahí cuerpos tullidos o achacosos o deformes —dijo Ramacan—. Podían ser hechos registros de ejempla­res perfectos, borrándose de ellos todos los moldes del ego, con lo cual puede superponerse cualquier otro molde neural. Renacimiento... en un nuevo cuerpo. Naturalmente, cada cual deseó encajar en el tipo prevalente de belleza, debido a lo cual ha aparecido cierta uniformidad. Un cuerpo dife­rente podría desde luego conducir con el tiempo a una personalidad distinta, siendo el hombre una unidad sicosomática. Pero la continuidad, que es el atributo esencial del ego, seguirá existiendo.
—Humm... ya lo veo. ¿Puedo preguntaros la edad que tenéis?
—Alrededor de setecientos cincuenta años. Yo era de media edad cuando se estableció el renaci­miento, pero me encajé en un cuerpo joven.
Los ojos de Felgi pasaron del rostro suave y ju­venil de Ramacan a sus propias manos, con sus huesudas articulaciones y las prominentes venas de sus sesenta años. Sus dedos se apretaron pero su voz siguió siendo queda:
—¿No tenéis molestias en mantener los recuer­dos?
—Sí, pero a menudo saco del registro algo de lo inútil y reiterativo, y ello ayuda. Los robots saben exactamente la parte del molde que corresponde a una memoria dada, y pueden borrarla. Al cabo de, pongamos mil años, probablemente tendré grandes vacíos. Pero no serán importantes.
—¿Y que hay sobre la aceleración aparente del tiempo con la edad?
—Eso fue malo al cabo del primer par de cen­turias, pero luego pareció enmendarse, adaptarse a ello el sistema nervioso. Debo decir no obstante —admitió Ramacan—, que ello, así como una fal­ta de incentivo, es probablemente el responsable de nuestra presente sociedad estática y de la general improductividad. Hay una terrible tendencia a la dilación, y un día parece un tiempo demasiado cor­to para hacer nada.
—El fin del progreso entonces... de la ciencia, del arte, del esfuerzo, de todo cuanto hace humanos a los hombres.
—No del todo. Tenemos nuestras artes y arte­sanías... y pasatiempos, supongo que los llamaréis así. Acaso no hagamos tanto ya, pero... ¿por qué habríamos de hacerlo?
—Me sorprende el hallar tanto en la Tierra que ha vuelto a la selvatiquez. Hubiera pensado que estáis de lo más atestados.
—Pues no. El creador y el transmisor hacen po­sible que los seres vivan muy apartados en distan­cia física, y hallarse al propio tiempo en íntimo contacto, en caso necesario. Las comunidades son anticuadas. En cuanto al problema de la población, no existe ninguno: Después de unos pocos hijos, no son muchos los que desean más. Es una especie de cuestión pasada de moda.
—Así es — dijo Felgi —. Apenas he visto un chiquillo en la Tierra.
—Y naturalmente hay un lento impulso a las estrellas cuando el pueblo busca la novedad. Podéis enviar vuestro registro en una nave-robot, y un viaje de siglos se convierte en nada. Supongo que esta es otra razón de la tranquilidad de la Tierra. Los elementos más inquietos y aventureros se han trasladado a otra parte.
—¿No tenéis ninguna comunicación con ellos?
—Ninguna... No cuando las astronaves sólo pue­den ir a la mitad de la velocidad de la luz... De cuando en cuando, curiosos viajeros han querido bajar sobre nosotros, pero es muy raro. Parecen ha­berse desarrollado algunas singulares culturas en la galaxia.
—¿No realizáis alguna obra en la Tierra?
—Oh, algunos servicios públicos deben ser man­tenidos... siquiatría, técnicos humanos para supervisar varias estaciones, y así por el estilo. Y des­pués hay cierto número de empresas de servicio personal... pasatiempos, especialmente, y la crea­ción de mano de obra complicada para la dupli­cación de los creadores. Pero hay bastante gente deseosa de trabajar unas cuantas horas por mes o por semana, aunque sea únicamente para llenar su tiempo o para conseguir el equilibrio crediticio que los habilita para la compra de tales servicios si lo desean.
»Es una cultura perfectamente estable, general Felgi. Es quizá la única sociedad realmente estable en toda la historia humana.
—Me pregunto... ¿no adoptáis en absoluto pre­cauciones? ¿Algunas fuerzas militares, algunas defensas contra probables invasores... algo en fin?
—¿Por qué habríamos de temer eso en el cos­mos? —exclamó Ramacan—. ¿Quién podría venir en plan de invasión a través de años-luz... y a mi­tad de la velocidad de la luz? O si lo hicieran, ¿con qué objeto?
—Botín...
Ramacan rió.
—Podríamos duplicar cualquier cosa que desea­ran y dársela.
—¿Podríais hacerlo ahora? —súbitamente Fel­gi se puso en pie—. ¿Lo podríais hacer?
Ramacan se levantó también, con sus nervios y músculos tensos de nuevo. En el rostro del procionita aparecía un duro triunfo, vindicativo, ame­nazador.
Felgi hizo un ademán a sus hombres a través de la puerta. Entraron corriendo y sus inyectores se alzaron, apareciendo algo torvo en sus ojos.
—Coordinador Ramacan —dijo Felgi—. Que­dáis arrestado.
—Que... que... — El terrestre sintió como si al­guien le hubiese golpeado y se tambaleó, intentan­do asirse a algo. Vagamente oyó el acerado acento al decir:
—Me habéis confirmado lo que yo pensaba. La Tierra está inerme, sin preparación, desesperanzadamente dependiente de algunos lugares clave sin defensa. Y yo, capitán de una astronave de guerra, repleta de soldados. ¡Nos encargaremos de ello!
* * *
El domicilio habitual de Avi estaba en Nortea­mérica, a la orilla del Atlántico central. Como la mayoría de hogares privados en aquellos días, la casa era pequeña y de bajo techo, con paredes in­teriores ajustables y muebles variados. A ella le gustaban las flores, y grandes y brillantes jardines florecían en torno, por una parte hacia el mar y por otra hacia el interior, hasta la linde del in­menso bosque que había vuelto a brotar con el fin de la agricultura.
Caminaban entre las matas y árboles y arriates, ella y Harold. El pelo suelto de ella era largo y bri­llante a la brisa marina, y su juvenil figura de dieciocho años era esbelta y graciosa como la de una cervatilla.
Súbitamente él detestó el pensamiento de aban­donarla.
—Te echaré de menos, Harold — dijo ella.
Él sonrió desmañadamente:
—Ya lo remontarás —dijo—. Hay otros. Supon­go que ya echarás un vistazo a esos astronautas que se dice llegaron de Procion hace unos días.
—Desde luego —respondió ella inocentemente—. Me sorprende que no te quedes también y veas a algunas de las mujeres que les acompañan. Sería un cambio.
—No tanto —respondió él a su vez—. La ver­dad, me siento perplejo para comprender la pasión moderna de la variedad. A este respecto una per­sona se parece mucho a otra.
—Es cuestión de camaradería —dijo ella—. Al cabo de no muchos años de vivir con alguien, lle­gas a conocerle muy bien. Puedes decir exactamen­te lo que va a hacer, qué diablos te va a decir, qué querrá para comer y a qué espectáculo deseará ir por la noche. Estos colonos serán... ¡nuevos! Tienen costumbres distintas de las nuestras, podrán hablar de un sistema planetario nuevo y distinto, y... —Se detuvo—. Pero ahora que tantas mujeres andarán tras los extranjeros, dudo tener una oportunidad.
—Si es conversación lo que deseas... bueno. —Harold se encogió de hombros—. De todos mo­dos, entiendo que los procionitas tienen aún rela­ciones familiares. Serán muy celosos de sus mu­jeres. Y yo necesito este cambio.
—¡Un carnívoro...! — Avi rió y Harold pensó de nuevo en la música de su risa. — Cuando me­nos, tienes una mente original. — Súbitamente se puso seria. Tomó ambas manos de Harold y le miró fijamente a los ojos. — Eso es siempre lo que me ha gustado de ti. Siempre has sido un pensador y un aventurero, no habiéndote nunca dejado caer en la pereza mental como la mayoría de nosotros. Después de haber estado separados unos cuantos años, vuelves a ser nuevo, has reno­vado algo de tus hábitos y hecho algo singular, aprendido algo diferente, rejuvenecido. Siempre hemos vuelto el uno al otro, querido, y siempre he estado yo contenta de ello.
—Y yo respondió él sosegadamente—. No obstante, he sentido también las separaciones. — Sonrió con una sonrisa que dejaba entrever una brizna de melancolía oculta. — Hubiésemos po­dido ser muy felices en los antiguos días, Avi. Podríamos haber estado casados y juntos para toda la vida.
—Unos pocos años, y luego la edad y la debi­lidad y la muerte. —Se estremeció—. ¡La muer­te! ¡La nada! Ni siquiera el mundo puede existir cuando uno muere. No, cuando no le queda a uno cerebro para conocerlo. Sólo... nada. ¡Como si uno no hubiese existido nunca! ¿No has sentido nunca temor ante el pensamiento?
—No — respondió él, besándola.
—Es otro modo tuyo de ser diferente —mur­muró ella—. Me pregunto por qué no fuiste nun­ca a las estrellas, Harold. Como tus hijos lo hi­cieron.
—Ya te pedí una vez que fueras conmigo.
—No. A mi me gusta estar aquí. La vida es di­vertida, Harold. No me parece que pueda aburrir­me tan fácilmente como la mayoría. Pero eso no es responder a mi pregunta.
—Sí que lo es — replicó él, cerrando luego la boca.
Quedóse mirándola, preguntándose si era él el último hombre de la Tierra que quería a una mu­jer, y en cómo realmente sentiría ella con respecto a él. Quizá, a su modo, también lo amaba... siem­pre volvían el uno al otro. Pero no de la manera que a él le importaba, no de una forma en la que el estar separados supusiera una corrosiva pena y la reunión... No importaba.
—Quedaré aún por acá —dijo—. Estaré va­gando a través de estos bosques; los del renacimiento me trasladarán aquí, estaré en la vecindad.
—Mi pequeño tigre... —sonrió ella—. Ven a verme de cuando en cuando, Harold. Ven conmigo a algunas de las reuniones.
Un ornamento lindamente espectacular...
—No, gracias, pero podrás restregar mi cabeza y darme buenos trozos de carne bien sangrientos, y yo arquearé mi lomo y ronronearé.
Tomados de la mano fueron caminando hacia la playa.
—¿Qué es lo que te decidió a ser un tigre? — preguntó ella.
—Mi siquiatra recomendó un renacimiento animal —respondió—. Me estoy volviendo terri­blemente neurótico, Avi. No puedo estar sentado tranquilo durante cinco minutos sin tener som­bríos pensamientos de que nada merece la pena ya más, de que la vida es una farsa espantosa y... bueno, parece que se está convirtiendo en un de­sorden más bien común en estos días. Esencial­mente es aburrimiento. Si uno lo tiene todo sin necesidad de trabajar por ello, la vida puede tor­narse terriblemente chata. Cuando se vive duran­te centurias, probándolo todo centenares de ve­ces... sin variación, sin excitante real, sin nada a apelar a lo que en uno está... De todos modos, el doctor sugirió que me fuese a las estrellas. Y al rehusarlo yo, su sugerencia fue la de que me cam­biara en un animal por algún tiempo. Pero yo no quise ser uno cualquiera. No un mono o un ele­fante.
—El mismo contradictor de siempre, Harold — murmuró ella, besándole. Él respondió a su beso con inesperada vehemencia, diciendo al cabo de unos momentos:
—Un año o dos de vida salvaje, en un cuerpo nuevo e inhumano, establecerá toda la diferencia.
__Se hallaban tendidos en la arena, tomando un baño de sol, oyendo el arrullo de las olas y oliendo el puro yodo y salitre del mar. Sobre sus cabezas describía círculos en la altura una gaviota.
—¿No deseas cambiar? — preguntó ella.
—Oh, sí. Quiero hasta no ser capaz de recordar una serie de cosas que ahora conozco. Dudo si has­ta el más inteligente tigre podría comprender el análisis vector. Pero ello no tiene importancia, pues me será factible cuando restauren mi forma humana. Cuando sienta que el cambio de perso­nalidad ha llegado tan lejos como para estar ya tranquilo, vendré aquí y tú podrás enviarme a renacimiento. Lo importante es la terapia..., un cambio de punto de vista, un nuevo y exigente ambiente... ¡Avi! — Se incorporó, quedándose apoyado en un codo, mirándola desde arriba. — Avi, ¿por qué no vienes también? ¿Por qué no nos transformamos los dos en tigres?
—¿Y tenemos una porrada de tigrecitos? —res­pondió ella soñolientamente —. No, gracias, Harold. Tal vez algún día, pero no ahora. Realmente no soy en absoluto una persona aventurera. — Se estiró y volvió a retreparse cómodamente contra la blanca duna —. Me gustan las cosas como son.
Y hay esos astronautas... El fuego del sol, ¿qué me importa? La siguiente cosa que ejecutaré será una descortesía contra uno de sus amantes. Nece­sito esta terapia, bueno.
—Y entonces volverás y me contarás cómo te fue — dijo Avi.
—Acaso no — dijo él, punzándola. — Quizá encuentre a alguna bella tigresa por alguna parte y me enamore a tal extremo de ella, que no desee ya más trocarme en ser humano
—No habrá tigresas a menos que convenzas a alguna que te acompañe —replicó ella—. Pero, ¿querrás de nuevo un cuerpo humano después de haber llevado tan encantadora piel a rayas? ¿Te pareceremos de buen aspecto nosotros, pobres se­res sin pelaje?
—Querida —sonrió él—, para mí tú siempre tienes un aspecto tan bueno como para comerte.
Seguidamente volvieron a casa. La gaviota ma­rina seguía aún describiendo círculos y meciéndo­se en las alturas.
* * *
El bosque era grande y verde y misterioso, con la luz del sol salpicando las sombras y una maraña de helechos y flores bajo los gigantescos árboles antañones. Había arroyos de curso tintineante en­tre bancos fríos y musgosos, peces brincando como regueros argentados en los brillantes vados, soli­tarios regatos tendidos como un manto, prados abiertos cubiertos de césped rizado por el viento, espacio y soledad y un infinito latir de vida.
Los ojos del tigre veían menos que los humanos; el mundo parecía difuso y liso e incoloro, hasta acostumbrarse a él. Después de ello, tuvo una di­ficultad creciente en recordar cómo eran el color y la perspectiva. Y cuando sus demás sentidos se despertaron, se dio cuenta de lo cautivo que ha­bía estado en su propio cráneo... avizorando un mundo del cual no había formado una parte tan real como ahora.
Oía sonidos y tonos que hombre alguno perci­biera jamás, el feble zumbido y chirriar de los insectos, el susurro de las hojas al impulso de una ligera y cálida brisa, el vago murmullo de las alas de una lechuza, el deslizarse de las pequeñas y atemorizadas criaturas a través de la crecida hier­ba... todo ello se fundía en rica sinfonía, en el latido y aliento de la floresta. Y sus aletas nasales temblaban a la infinita variedad de olores, la pe­netrante fragancia de la hierba hollada, el pun­zante olor de los hongos y la putrefacción de la seca madera y las hojas caídas, y el más acre aro­ma de la piel y la violenta embriaguez de la sangre recientemente vertida. Y sentía con cada pelo, con sus mechones estremecidos por el más ligero rebullir, y se refocilaba con el juego hondo y fuerte de sus músculos... había vuelto a la vida, pensaba; un hombre era un ser medio muerto comparado a la vitalidad que palpitaba y vibraba en el tigre.
De noche, de noche..., no había oscuridad algu­na ya para él. La luz de la luna era un blanco y frío fulgor a través del cual penetraba a hurtadi­llas con pies leves como la pluma, para sus rapi­ñas; la lobreguez más densa era luminosa para él..., sombras, pálidas franjas claras, una fantasía deslizante y cambiante de grisor semejante a un sueño antiguo y súbitamente recordado.
Tenía su cubil en una cueva, y su nuevo cuerpo no sentía incomodidad por la húmeda tierra. De noche saldría furtivamente, como un gran fantas­ma difuso, con sólo el fulgor ambarino de sus ojos por focos; y la floresta le hablaría con soni­dos y aromas y sensaciones, con el olor de la caza en el viento. Entonces era el amo, y hasta mato­rros y zarzales se estremecían y apartaban a su paso. Era la muerte en negro y oro.
Un antiguo poema le recorrió la parte humana de su mente, y dejó voltear las palabras como si­niestro trueno en su cerebro e intentó repetirlas en voz alta. La floresta pareció ser recorrida por un escalofrío producido por el rugido del tigre.
Tigre, tigre, ardiente fulgor
en la noche del bosque.
¿Qué ojo o mano inmortales
osarían enmarcar tu espantosa simetría?
Y la respuesta de la arrogante alma felina gru­ñó: Yo lo hice.
Más tarde intentó recordar el poema, pero no pudo.
Al principio no fue muy afortunado. Tenía pe­gada demasiado de su torpeza humana. Gruñía su rabia y su frustración cuando se escapaban brin­cando los conejos, o un ciervo le espiaba, huyendo como una centella. Fue a casa de Avi y ella lo ali­mentó con grandes trozos de carne cruda y rió y le rascó la piel. Se mostraba deleitada con su tigrecillo mimado.
Avi, pensó, y recordó que la amaba. Pero era con su cuerpo humano. Para el tigre no poseía es­tética alguna ni valor sexual. Pero le gustaba que lo acariciara y restregara, y él ronroneaba como una potente máquina y se frotaba a su vez contra las delicadas piernas de ella. Avi le era aún muy querida, y cuando volviese de nuevo a ser hu­mano...
Pero los instintos de tigre iban cobrando su pri­macía; no podía ser renunciada la herencia de un millón de años, por mucho que los técnicos trataran de modificarla. Habían realizado poco más que aumentar su inteligencia, y los nervios y glándulas del tigre se hallaban todavía allí.
Cuando llegó la noche vio una bandada de co­nejos que estaban danzando a la luz de la luna, y saltó sobre ellos. Una garra enorme y acerada se abatió; sintió la carne desgarrada y los huesos tri­turados, y seguidamente se encontró sorbiendo sangre caliente y masticando carne arrancada de frágiles costillas. Se tornó salvaje y rugió y bramó toda la noche, voceando su alborozado júbilo a la pálida luna helada. Y al alba, volvió a cobijarse en su cueva, hastiado, un tanto avergonzada su mente humana de todo aquello. Sin embargo, cuando de nuevo se tendió la noche, salió a cazar otra vez.
¡Su primer venado! Se hallaba él al acecho, so­bre una rama que colgaba sobre un sendero; sólo su nerviosa cola se movía al paso de las lentas ho­ras, y esperaba. Y cuando el gamo atravesó el ve­ricueto, bajó él, todo fue como un relámpago. Una garra lanzando un acerado manotazo, unas man­díbulas poderosas con colmillos afilados como pu­ñales, un breve debatirse del animalito... Se sació, comió hasta que apenas pudo arrastrarse luego a su cubil, y luego durmió como un hombre ebrio, hasta que el hambre volvió a despertarle y se di­rigió nuevamente a donde había dejado los restos de la bestia abatida. Se encontró con que una jauría de perros salvajes los estaban devorando, se abalanzó sobre ellos, mató a uno y ahuyentó a los demás. Seguidamente prosiguió su festín hasta dejar únicamente los huesos.
El bosque estaba colmado de caza; era una vida fácil para un tigre. Pero no demasiado fácil. Nun­ca se sabía si se volvería con la tripa llena o va­cía... aunque ello formaba parte del placer.
Los operadores no habían desplazado todos los recuerdos del tigre; quedaban fragmentos que le desconcertaban; a veces se despertaba gimiendo, con vago asombro sobre donde se encontraba y lo que había sucedido. Le parecía recordar brumosos crepúsculos matutinos en la jungla, un ancho río pardo reluciendo bajo el sol, otra cueva y otra figura listada junto a él. Y al paso del tiempo, todo se le tornó más confuso; pensó vagamente que debió haber cazado en otros tiempos el alce, y llegó a ver a los rinocerontes blancos en compacta manada, como una montaña moviente, en la hora vesperal. Se le hacía cada vez más difícil mantener las cosas en línea recta.
Naturalmente, aquello era de esperar. Su cere­bro felino no podía contener posiblemente todos los recuerdos y conceptos de lo humano, y en el transcurso de semanas y meses perdió la antigua claridad de rememoración. Aún se identificaba con cierto sonido, «Harold», y volvían a él otras formas, figuras y escenas..., pero cada vez más desvaídamente, como si fueran jirones evanescentes de un sueño. Y tomó la firme decisión de ir a ver a Avi y hacer que le enviara..., ¿lo llevara?... a alguna otra parte, antes de que se olvidara de quién era.
«Bien, había tiempo para ello», pensó el com­ponente humano. No perdería esta memoria de golpe; sabía bien de antemano que la personalidad humana superpuesta se estaba desintegrando en su extraña cámara, y que debería volver atrás. En el ínterin, se habituaba cada vez más profunda­mente a la vida de la floresta, se criaba en ella, y sus horizontes se estrechaban hasta parecerle la suma de la existencia.
De cuando en cuando erraba hasta el mar y el hogar de Avi, para comer y como en una evasión. Pero las visitas se espaciaban, haciéndose cada vez menos frecuentes; el campo abierto le ponía ner­vioso y no podía permanecer de puertas o paredes adentro después de anochecido.
Tigre, tigre...
Y el verano fue transcurriendo.
* * *
Se despertó a un crudo y húmedo frío en la cueva. Afuera llovía intensamente y un viento mordiente soplaba a través de los rezumantes y oscuros árboles. Tembló y gruñó, desplegando sus garras, pero no había por allí enemigo alguno que pudiese destruir. El día y la noche se arrastraban miserablemente.
Los tigres habían sido bestias adaptables en los antiguos tiempos; habían vagado tan lejos como hasta la Siberia. Pero su origen procedía de los trópicos. ¡Al infierno!, maldijo; y su resonante rugido se expandió por el bosque.
Pero luego vinieron los días despejados con un violento viento voceando a través de un firma­mento elevado y pálido, y las hojas muertas re­molineando en las ráfagas y riendo a su manera tenue y seca. Los ánades graznaban en las alturas, dirigiéndose en grandes bandadas al sur, y el ba­lido de los venados colmaba las noches. Había una embriaguez en el aire; el tigre se revolvió en la hierba y ronroneó, como un trueno en sordina, y lanzó un alarido a la inmensa luna naranja que se alzaba. Su piel engrosaba, y no sentía el frío, sino como agudo hormigueo en su sangre. Todos sus sentidos se hallaban agudizados ahora, vivía en un estado de alerta como el filo de una navaja, y aprendió cómo caminar a través de las hojas caídas, igual que otra sombra.
Veranillo de San Miguel, largos días perezosos como una primavera renacida, enormes estrellas, el acre olor de la vegetación pudriéndose, y su mente humana recordando que las hojas eran co­mo oro y bronce y llama. Pescó en los arroyos, ex­trayendo sus presas de un manotazo con la corva y afilada garra; recorrió los bosques y rugió en los altos riscos, bajo la luna.
Después volvieron las lluvias, grises, frías y densas, y el mundo se sumió en un desastre inun­dado. Por la noche helaba, y sus patas se entume­cían; y rielando a la luz de las estrellas y a través del yerto silencio podía oír el distante batir del mar. Se hizo más difícil cazar furtivamente, y a menudo estaba hambriento. Hasta ahora ello no importaba mucho, pero su razón aborrecía el in­vierno. Acaso sería mejor regresar...
Una noche cayó la primera nevada, y por la mañana el mundo apareció blanco y quieto. Lo surcó gruñendo su enojo e indeciso sobre trasladar­se al sur. Pero los felinos no están hechos para largos viajes. Recordó vagamente que Avi podía darle comida y abrigo.
Avi... Al intentar pensar en ella, vio por un instante una figura áurea y de oscuras listas, con penetrante olor gatuno llenando la cueva sobre el antiguo y ancho río. Movió su poderosa cabeza, colérico consigo mismo y con el mundo, y quiso evocar su real imagen. El rostro de ella se hallaba difuso en su mente, pero su aroma volvía, así co­mo la queda y encantadora música de su risa. Iría donde Avi.
Atravesó el bosque con el altivo andar propio a su realeza, y se detuvo en la playa. El mar gris, frío y enorme, bramaba desmelenado en la playa; la volandera espuma le punzó en los ojos, y fue andando por la arena hasta que di­visó la casa.
Estaba extrañamente silenciosa. Atravesando el jardín entró por la abierta puerta, pero en el in­terior todo estaba desierto.
Tal vez estaba ella fuera. Se agazapó en el suelo y se puso a dormir.
Se despertó mucho más tarde, royéndole el ham­bre las entrañas, y aún ella no había venido. Re­cordó que ella había deseado ir al sur para el invierno. Pero no le habría olvidado, habría ve­nido de cuando en cuando... No obstante, la casa tenía poco aroma de ella, debía de haber estado fuera durante mucho tiempo. Y también apare­cía en desorden. ¿La había abandonado apresuradamente?
Fue al creador. No podía recordar cómo fun­cionaba, pero sí el proceso de girar sus botones y conectarlo. Con una pata movió la palanca al azar. Nada sucedió.
¡Nada! El creador estaba inerte.
Rugió su desengaño. Lentamente comenzó a in­vadirle el miedo. Aquello no era como debía ha­ber sido.
Pero tenía hambre. Había que intentar obtener su comida, pues, y volver más tarde con la espe­ranza de encontrar a Avi. Regresó al bosque.
Ahora olió la vida bajo la nieve. Un oso. Hasta entonces, él y los osos habían conservado un es­tado de neutralidad alerta. Pero éste se hallaba dormido, descuidado, y su vientre clamaba por alimento. Con unos pocos poderosos movimientos, dejó expedito el refugio de la bestia y se abalanzó sobre ella.
Es peligroso despertar a un oso en su inverna­da. Éste se despabiló con un sobresalto, tendió su pesada pata y echó atrás al tigre, chorreando san­gre de su hocico.
Le invadió una especie de locura, una rabia ciega que le hizo dar un brinco hacia delante. El oso gruñó y pateó. Juntáronse ambos, y de pronto el tigre se encontró luchando por su propia vida.
No recordaba nunca aquella batalla sino como un rojo remolino de choque y furia, rodando por la nieve y vertiendo sangre que exhalaba su va­por en el aire frío. Pugna y forcejeo, mordiscos, desgarrones, enormes porrazos en sus costillas y cráneo, el regusto de sangre caliente en su boca y la insania de la muerte chillando y farfullando en su cabeza.
Al final se tambaleó ensangrentado y se des­plomó sobre el desgarrado cuerpo del oso. Durante largo tiempo permaneció así, con los perros salva­jes aproximándose acechantes en espera de su muerte.
Finalmente se desperezó débilmente y comió de la carne del oso. Pero no pudo marcharse. Su cuerpo era todo un dolor, sus patas se le doblaban, y una zarpa le había sido machacada por las po­derosas mandíbulas del enemigo caído. Quedóse junto al oso muerto, bajo el abrigo desplomado, y la nieve siguió cayendo lentamente sobre ambos.
La batalla y la angustia de la proximidad de la muerte, trajo a primer plano sus antiguos ins­tintos. Todo tigre lamía su herida y comía trozos de carne ya en putrefacción al paso de los días, y esperaba a la recuperación de cierto estado de convalecencia para volver a su cubil.
Así lo hizo finalmente, cojeando. Le invadían enfureciéndole, recuerdos semejantes a sueños; había habido una casa y alguien que era bueno, pero... pero...
Tenía frío, y estaba tullido y hambriento. El invierno había venido.
* * *
—No tenemos ningún otro empleo para usted —dijo Felgi—. Pero en vista de la ayuda que us­ted ha supuesto para nosotros, le permitiremos vivir... cuando menos hasta que volvamos a Proción y el Consejo decida su caso. Probablemente también tenga usted una información más va­liosa sobre el Sistema Solar que nuestros otros pri­sioneros. La mayoría de ellos son mujeres.
Ramacan miró al duro y exultante rostro y res­pondió sordamente:
—De haber sabido lo que estaba usted planean­do, jamás habría ayudado.
—Oh, sí que lo hubiera hecho —dijo zumbón Felgi—. Vi sus reacciones cuando le mostré al­gunos de nuestros medios de persuasión. Sus te­rrestres son todos iguales. Se han estado ocultando de la muerte durante tanto tiempo que han que­dado sin medula. Sólo esto les invalida para de­fender su planeta y poseerlo.
—Usted tiene los planos de los duplicadores y de los transmisores y rayos energéticos... toda nuestra tecnología. Yo le ayudé a obtenerlos de las Estaciones. ¿Qué más es lo que desea?
—La Tierra.
—¿Pero por qué? Con los creadores y transmi­sores puede usted hacer que sus planetas se trans­formen en los antiguos sueños del paraíso. La Tierra es más acomodada, lo convengo, pero, ¿qué es lo que le importa del ambiente?
—La Tierra sigue siendo aún la verdadera mo­rada del hombre — respondió Felgi. Había un fa­natismo en sus ojos tal como Ramacan no lo viera jamás, ni en una pesadilla —. Debe pertenecer a la mejor raza de hombres. Por lo demás... bueno, nuestra cultura no podría resistir esta tecnología. La civilización procionita creció en la adversidad, no ha sido nada más que lucha y penalidades, lo cual ha pasado a formar parte de nuestra natu­raleza. Con los czernigi destruidos, debemos en­contrar otro enemigo.
Oh, sí, pensó Ramacan. Eso ocurrió también an­tes, en el viejo pasado sangriento de la Tierra. Las naciones que no conocen sino guerra y sufrimien­to, son moldeadas por ellos, y glorifican las ás­peras virtudes que las permitieron sobrevivir. Un estado militarista no puede permitirse la paz y el ocio y la prosperidad; su pueblo podría empezar a pensar por sí mismo. Así, el Gobierno tiende su mirada a la conquista más allá de las fronteras... Necesaria o no, debe haber guerra para que se mantenga el control de lo militar.
¿Hasta qué punto son humanos ahora los procionitas? ¿Qué es lo que los torció en las centu­rias de su terrible evolución? Ya no son más que hombres, son robots combatientes, bestias de pre­sa, tienen que tener sangre.
—Ya nos vio usted desgranar las Estaciones del espacio —dijo Felgi—. Renacimiento, Creador, Transmisor... son cráteres radiactivos ahora. Ni una máquina está funcionando en la Tierra, ni un tubo ha quedado sano... ¡nada! Y con los creadores de los que su vida dependía inerte, los terrestres retornarán al extremo salvajismo.
—¿Y ahora qué? — preguntó Ramacan cansa­damente.
—Iremos a Mercurio a repostar —dijo Felgi—. Luego volveremos a Procion. Emplearemos nuestro creador para registrar a la mayoría de la tripulación, así podrán establecer turnos siendo re­creados durante el viaje, para mantener la astro­nave y corregir el rumbo. Seremos poco más viejos cuando lleguemos a la patria.
»Luego, naturalmente, el Consejo enviará una flota con tripulaciones registradas. Invadirán Sol, eliminarán a la población superviviente y recolonizarán la Tierra. Después de eso... — El demencial brillo de sus ojos fulguró —. ¡Las estrellas! ¡Un imperio galáctico, finalmente!
—Así podréis tener guerra —dijo átonamente Ramacan—. Así podréis mantener a vuestro pue­blo en estado de estúpida esclavitud.
—Ya basta —restalló Felgi—. No puede es­perarse que una cultura decadente comprenda nuestros motivos.
Ramacan quedóse pensativo. Habría aún huma­nos cuando los procionitas retornasen. Quedarían cuarenta años para prepararse. Hombres en naves espaciales, volverían al hogar de acá y allá a tra­vés del Sistema, verían la ruina de la Tierra y sa­brían quién debió haber sido el culpable. Dispo­niendo de creadores, se podría verificar una rápida reconstrucción, armarse, y duplicar por millones a hombres hambrientos de venganza.
A menos que el ser solar hubiese caído tan lejos en la decadencia que únicamente fuera capaz de un pánico ciego. Pero Ramacan no lo creía así. La Tierra se había deslizado por la pendiente, mas no a tal extremo.
Felgi pareció leer en su mente, y hubo una cruel satisfacción en el acento que tuvo de su voz al decir:
—La Tierra no tendrá oportunidad alguna de rearme. Estamos empleando la potencia de la Es­tación Mercurio para accionar nuestro propio gran duplicador, convirtiendo la roca en combustible de osmio para nuestras máquinas. Pero cuando acabemos, volaremos también la Estación. Las na­ves espaciales quedarán impotentes, los colonistas de los planetas morirán cuando sus reguladores ambientales cesen de funcionar, y ninguna rueda girará en todo el sistema solar. Esto, diría yo, será el toque final...
Ciertamente... Sin potencia energética, sin apa­ratos ni herramientas, sin alimentos ni abrigo, se produciría el colapso final. No quedarían más que algunos salvajes famélicos cuando volviesen los procionitas. Ramacan sintió un gran vacío en su interior.
La vida se había convertido en una locura y en una pesadilla. El fin...
—Se quedará usted aquí hasta que volvamos a registrarle — dijo Felgi. Giró sus talones y se marchó.
Ramacan se desplomó sobre un asiento. Sus des­esperados ojos posaban una incesante mirada circular en torno a la pequeña garita que era su prisión, al igual del vertiginoso remolino de sus pensamientos. Miró al guardia que se encontraba en el umbral, apoyado sobre su inyector, despecti­vamente aburrido con el cautivo. Si... si... ¡Oh, dioses omnipotentes, si esto era lo que había de heredar la verde Tierra!
¿Qué hacer, qué hacer? Debía existir alguna respuesta, algún medio, ningún problema estaba nunca del todo sin solución. ¿O lo estaba? ¿Qué garantía podía tener de la justicia cósmica? En­terró su rostro entre sus manos.
Fui un cobarde, pensó. Tenía miedo del dolor. Así reaccioné, me dije a mí mismo que probable­mente no deseaban mucho, empleé mi influencia para que obtuvieran duplicadores y planos. Y los otros fueron cobardes también, cedieron, estaban rampantemente ávidos por ayudar a los conquis­tadores... ¡y éste es nuestro pago!
¿Pero qué hacer, qué hacer? Si como fuese la astronave se perdiese, si jamás volviera... Los procionitas se extrañarían. Enviarían otra nave, o dos —no más— para investigar. Y en cuarenta años Sol podría estar lista a enfrentarse a esas naves... dispuesta a hacer la guerra a un enemigo no preparado... caso de que en el ínterin se tu­viese la oportunidad de reconstruir, si fuese pre­servada la Estación Energética Mercurio...
Pero la astronave volaría la Estación y volve­ría con noticias de la ruina de Sol, y los invasores llegarían en enjambres... como racimos de cuer­vos rapiñadores a través de una galaxia sin sos­pechas, como una plaga esparciéndose...
¿Cómo detener a la astronave... ahora?
Ramacan se percató del violento latido de su corazón, que era como un bataneo que conmovía todo su cuerpo. Y sus manos estaban frías y aga­rrotadas, seca la boca, y el miedo le entumecía.
Se puso en pie y fue a donde el guardia estaba. El procionita requirió su inyector, pero sin mos­trar alarma, pues no sentía temor alguno de un miembro inerme de la raza conquistada.
Me disparará —pensó Ramacan—. La muerte, a la que he estado rehuyendo toda mi vida, se encuentra ahora sobre mí. Pero ha sido de todos modos una vida larga, y buena, y es mejor terminar ahora que arrastrar unos cuantos misera­bles años como su despreciado prisionero, y... y odiándolos hasta lo más profundo de las entrañas.
—¿Qué es lo que quiere? — preguntó el procionita.
—Me siento enfermo — dijo Ramacan. Su voz era casi un susurro, por la sequedad de su gar­ganta —. Déjeme salir.
—Atrás, a su sitio...
Ramacan se tambaleó, cayendo casi.
—Permítame ir al lavabo... Emporcaré esto...
—Bien, sea —dijo el guardia con seca breve­dad, añadiendo—: Pero recuerde que no le pierdo de vista.
Ramacan se cimbreó sobre sus pies al aproxi­marse al hombre. Sus manos temblorosas se afe­rraron al cañón del inyector y de un tirón arran­có el arma. Antes de que el hombre pudiera lanzar un grito, Ramacan le asestó un culatazo en plena cara. Un remoto rincón de su mente se conmocionó ante el salvajismo que en él se había desper­tado, al oír el crujido de los huesos.
El guardia se desplomó inerte. Ramacan lo gol­peó de nuevo para asegurarse más de que se es­taría bien quieto, y acto seguido le despojó de su larga capa, botas y casco. Ahora le temblaban realmente las manos, hasta el punto de hacérsele difícil vestirse con la ropa del caído.
Si le atrapaban... bueno, ello sólo suponía unos pocos minutos de diferencia. Pero aún tenía mie­do. Un miedo que chillaba en su interior.
Sobreponiéndose algo con un gran esfuerzo co­menzó a andar con lentitud de sonámbulo por el largo pasillo. En una ocasión se cruzó con otro hombre, pero no fue descubierto. Al doblar la es­quina, le asaltó el vértigo de un mareo.
Descendió por una escalerilla al cuarto de má­quinas. Gracias a los dioses se había interesado lo bastante a la llegada de la astronave, como para inquirir sobre su equipo. La portezuela estaba abierta y entró.
Un par de ingenieros estaban contemplando el funcionamiento del creador gigante, el cual latía y zumbaba y vibraba con la potencia, la energía del sol y los átomos de rocas en disolución... áto­mos recreados en osmio que propulsaría a las má­quinas de la astronave en el largo viaje de regreso. Toneladas de combustible vertiéndose en los reci­pientes.
Ramacan cerró la hermética portezuela que ce­rraba el paso a todo ruido, y de sendas descargas de su inyector, derribó sin vida a ambos opera­rios. Luego corrió al creador y reajustó los contro­les, comenzando a fabricar plutonio.
Sonrió ahora con inmenso alivio, con la incré­dula comprensión de que había vencido. Sentóse y gritó de alegría. La astronave no regresaría. La Estación Mercurio subsistiría. Y sobre esta base, un puñado de hombres decididos en el Sistema So­lar, podrían verificar la reconstrucción. Habría horror en la Tierra, un ululante caos, y la ma­yoría de su población se sumiría en el salvajismo y la muerte. Pero bastantes vivirían, y seguirían civilizados y se prepararían al desquite.
Tal vez ello era para lo mejor, pensó. Quizá la Tierra había entrado en un crepúsculo de facilidad sin objetivo. Verdad era que no había habido en ella nada de la pugna antigua, ni de la esperanza y valentía que habían hecho al hombre lo que era. Ni arte, ni ciencia, ni aventura... una pre­suntuosa y lamida autosatisfacción, una inmorta­lidad irreal en un paraíso sintético. Acaso esta conmoción y desafío era lo que la Tierra necesi­taba, para que se mostrara de nuevo el camino a las estrellas.
En cuanto a él, había tenido muchas centurias de vida, y ahora se daba cuenta del profundo abu­rrimiento interno de su interior. La muerte, pen­só, la muerte es el viaje más largo de todos. Sin la muerte no hay evolución alguna, ni ningún au­téntico significado de la vida... la última aventura ha sido barrida a un lado.
Había habido una vez una muchacha, lo recor­daba, y ella había muerto antes de que fueran utilizables las máquinas de renacimiento. Era ex­traño... al cabo de todos aquellos siglos, él podía recordar aún cómo su cabello se rizaba al viento cierto día sobre una colina bañada por el sol del estío. Se preguntaba si la volvería a ver.
No sintió la explosión, cuando el plutonio al­canzó la masa crítica.
Los pies de Avi sangraban. Sus zapatos se ha­bían roto al fin, y las rocas y las ramas le des­garraban los pies. La nieve estaba tiznada de sangre.
Se sentía invadida por la fatiga, no podía seguir caminando... pero tenía que hacerlo, era preciso, le espantaba tener que pararse en aquellos sel­váticos parajes.
Nunca había estado sola en su vida. Siempre había habido los televisores y los transmisores, y paraje alguno de la Tierra se había hallado a no más que a un instante. Pero el mundo se había expandido en la inmensidad, las máquinas estaban muertas, y sólo había frío y lobreguez y va­cías distancias blancas. El mundo de calor y mú­sica y risas y casual disfrute se hallaba tan remoto e irreal como un sueño.
¿Qué es un sueño? ¿Había ido siempre dando traspiés, enferma y hambrienta, a través de un mundo de pesadilla de árboles deshojados y remolineante nieve y viento que la encogían de frío a través de los andrajos de su ropa? ¿O era éste el sueño, una súbita locura de horror, muerte y de­solación?
La muerte... no, no, no, ella no podía morir, ella era uno de los seres inmortales, ella no debía morir...
El viento seguía soplando tenaz.
La noche caía, una noche invernal. Un perro salvaje aulló en alguna parte de la lobreguez. In­tentó gritar, pero su garganta estaba ya ronca y áspera de tanto haberlo hecho, y sólo salió de ella un seco graznido.
Socorro, socorro, socorro...
Acaso debiera haberse quedado con el hombre. Él había tendido trampas, capturado un ocasional conejo o ardilla y dádole a ella los restos. Pero la había mirado de manera tan extraña cuando pasa­ron varios días sin una presa... Quería haberla ma­tado para comerla; y por eso ella hubo de huir.
Correr, correr, correr... No podía correr, el bos­que la envolvía por doquier y para siempre, estaba prendida por el frío y la noche, el hambre y la muerte.
¿Qué había sucedido, qué aconteció, qué había sido del mundo? ¿Y qué sería de ella?
Le había gustado pretender que era una de las diosas antiguas, creando de la nada lo que desea­ba, servidas por un mundo inmenso y eterno cuyo único designio era atenderlas. ¿Dónde estaba aquel mundo ahora?
El hambre la doblaba, la retorcía, la traspasaba como afilada navaja. Dio un deslizante traspiés sobre un tronco enterrado en la nieve, y cayó, in­tentando débilmente levantarse.
Fuimos demasiado muelles, demasiado compla­cientes, pensó vagamente. Perdimos todos nuestros poderes, toda nuestra energía, éramos como pe­queños parásitos sobre nuestras máquinas. Ahora somos incapaces...
¡No! ¡Yo no quiero eso! Yo fui antes una diosa.
Mocosuela mimada, se mofó el demonio en su mente. Criatura llamando a su madre. Deberías ser lo bastante mayorcita para cuidar de ti mis­ma... después de todos esos siglos. No deberías es­tar corriendo en círculos, dando vueltas y rodeos en espera de una ayuda que jamás llegará, sino ayudándote a ti misma, proveyendo por ti, construyendo un refugio, buscando nueces y raíces, construyendo una trampa. Pero no puedes. Toda procuración propia y seguridad en uno mismo ha sido borrada de ti...
—No... socorro, socorro, socorro...
Algo se movió en la lobreguez. Ahogó un chi­llido. Unos ojos amarillos fulguraban como bra­sas, y la inmensa forma se adelantó silenciosa­mente.
Durante un instante la apretó un vértigo de te­rror, y luego tuvo un súbito vislumbre, mezclado de incredulidad... asiéndose luego con avidez a su intuición.
Únicamente podía haber un tigre en aquel bosque.
—Harold —cuchicheó incorporándose sobre sus pies—. Harold...
Todo iba bien. La pesadilla había pasado. Harold proveería por ella. Cazaría para ella, la pro­tegería, la volvería al mundo de máquinas...
—Harold —gimoteó—. Harold, querido...
El tigre se quedó inmóvil; tan sólo su cola cris­pada tenía vida. De manera breve y desatinada recordaba sonidos que se escurrían a través de su mente: Su mentalidad básica será estable por es­pacio de uno o dos años, salvo accidentes... Pero aquel son no tenía significado, se deslizaba por su cerebro al olvido.
Tenía hambre. La pata tullida no había sana­do bien, por lo que no podía cazar.
Hambre, la necesidad más elemental de todas, que gesteaba y hacía muecas en su interior, co­rroyéndolo, colmando su cerebro y su cuerpo de tigre hasta no dejar nada más...
Quedóse en contemplación de aquella criatura que no escapaba. Había matado otra hacía algún tiempo... se relamió al pensamiento.
De alguna parte mucho tiempo atrás recordaba haber sido algo... había sido... pero no podía fijar del todo su recuerdo...
Dio unas majestuosas zancadas hacia adelante.
—Harold — dijo Avi, con el miedo asomado de manera horrible en su voz.
El tigre se detuvo. Conocía aquella voz. Recor­daba... recordaba...
La había conocido antes... Había algo en ella que le contuvo.
Pero tenía hambre. Y su instinto clamoreaba.
Si únicamente pudiera fijar aquel recuerdo, an­tes de que fuera demasiado tarde...
El tiempo se dilataba en una horrible eternidad mientras ambos se contemplaban mutuamente... la muchacha y el tigre.










EL FIRMAMENTO EN DESINTEGRACION
El apartamiento de Cliff Bronson se le parecía mucho. Se hallaba amueblado con sencillo buen gusto, un tanto arcaico en el tono oscuro de sus pesadas piezas y la chimenea, en la que chispo­rroteaban pequeñas llamas, cantando y sacando sus rojizas lenguas a la suave luz de las lámparas. Había una discoteca, cuyas estanterías contenían a los antiguos maestros de la música, y en las paredes alineábanse ejemplares bien encuaderna­dos de la gran literatura mundial, desde Esquilo hasta Guthrie.
Pero entre los discos se encontraban también los siniestros desacordes de Stravinsky y Berlioz jun­to con las últimas novedades populares. Y algunos volúmenes sumamente curiosos y conturbadores se avecinaban con los de Shakespeare, Goethe y Voltaire. El bufón sardónico de Franz Hals mi­raba de soslayo en la habitación a un reciente Dalí. La disposición parecía deliberada, acaso sim­bólica.
Había una amplia ventana que daba por un muro vertical a los millones de luces parpadean­tes de Nueva York. La realidad lanzaba como en una resaca su fragor remoto contra la habitación.
Pero entre sus paredes, lo urgente e inmediato es­taban perdidos. La costosa radiotelevisión estaba cerrada. Su voz no podía dar el menor paso reso­nante como una trompeta hacia una guerra que solamente podía estar a semanas o días de allí. Su locutor exhalaba los tonos lánguidamente regis­trados de Delius, descanso y olvido junto a arro­yos soñolientos, una paz bucólica que quizá no había existido nunca.
No era la menor ventaja de la confortable sol­tería de Bronson la libertad de mantener durante toda la noche una conversación con quien le pa­reciera interesante. Le gustaba confrontar mentes tan diversas como podía hallar y hacerlas cho­car entre whisky y cigarros, permaneciendo él al margen, como un divertido espectador-huésped, con sólo una interjección cuidadosamente cortés a flor de labio.
Aquella noche había invitado a Raymond Burkhard y Cari Gray. Había también un nue­vo conocido suyo, Bernie Cogswell, pero éste se estaba manifestando desilusionador. Se había re­trepado en un mullido y hondo sillón, asiendo su vaso como un chiquillo podría aferrar la mano de su madre, y no diciendo nada más de lo que la urbanidad requería. Sus ojos estaban como obse­sionados en su ojeroso rostro juvenil.
Bronson había esperado que Cogswell pudiera decirles algo sobre el más reciente proyecto de bomba nuclear, con el cual, y como físico, tenía una asociación de menor importancia. Como pun­to final, podría haber aplicado alguna buena filo­sofía positiva a la discusión desarrollada. Pero no había tal suerte.
Sin embargo, Burkhard y Gray estaban labo­rando por ello. Se habían enzarzado en un debate que era deliciosamente remoto a las exigencias del presente, y sus palabras eran las propias imá­genes de sus mentes. Eran dos tipos humanos mu­tuamente ajenos, que se habían cerrado a la banda y no llegarían nunca a un concebible acuerdo.
Gray era director de una de las más importan­tes corporaciones manufactureras, testarudo, porfión de los hechos... pero no estaba exento de ima­ginación, resultando el único que el conservador Bronson pudiera recordar que echase realmente un cuarto de espadas a su favor.
Burkhard era escultor, un tanto aburguesado desde que sus fantásticas creaciones habían co­menzado a disfrutar de cierta boga... por lo de­más soñador, poeta, místico manifiesto... aunque no obstante bien versado en el método lógico que profesaba para el desdén.
Bronson sentíase un poco como un dramatur­go... o mejor, como un novelista del orden de Thomas Mann, seleccionando sus caracteres de tipos absolutos, y poniéndolos luego libremente a argu­mentar. Con el ocasional timoneo de sí mismo, desde luego. Tan sólo si Cogswell quisiera ser un poco más cooperador...
—¿Pero cómo lo sabe usted? —insistió Gray—. ¿Cómo puede usted probarlo?
—¿Cómo sabe usted que está sentado en una butaca y no en los tentáculos de un pulpo? Prué­belo — replicó Burkhard.
—Pues... puedo verlo, lo siento...
—¡Bien! Usted emplea sus sentidos. Experimen­ta directamente en la carne. Del mismo modo ex­perimento yo directamente ese conocimiento.
—Pero mire. Todos nosotros somos hombres sa­nos y razonables... me parece. Todos convenimos en que esto es una butaca. Pero puesto que nadie quiere convenir con usted, puesto que nadie pretende haber tenido la misma experiencia, ¿no es más razonable suponer que ello es puramente subjetivo... un sueño, una alucinación?
—Supóngase que yo fuese el único hombre del mundo con ojos. ¿Pretendería usted entonces que la luz y el color eran no más que simples alucinaciones mías?
—Habría medios para comprobarlo, justamente como podemos comprobar la existencia de ondas de radio sin ser capaces de verlas. ¿Pero cómo puede alguien comprobar su afirmación de que no eran sino simple caracteres en un libro?
—Teniendo la misma experiencia. Abriendo sus ojos. De todos modos, yo no pretendí que todos fuésemos personajes de algún autor supercósmico. Es una simplificación extremada.
—¿No es su idea esencialmente berkeliana? —sugirió Bronson—. ¿No está usted pretendien­do que toda la realidad existe tan sólo como una percepción o pensamiento en la mente de Dios?
—Tampoco eso —manifestó Burkhard—. Re­sulta... difícil expresarlo en palabras. Me vino to­do de pronto, en ese semiensueño nebuloso que se tiene justamente poco antes de dormirse. Ha­bía estado leyendo a Berkeley, es cierto, y supon­go que ello fue lo que se disparaba en mi mente. Pero es algo diferente.
—Todo ello es de mi propia invención — mur­muró Bronson.
—Me estaba preguntando sobre el fluir del tiem­po —dijo Burkhard—. ¿Por qué todos lo per­cibimos como discurriendo en la misma dirección? ¿Qué acontece con el pasado? ¿Qué es el futuro, y por qué no podemos conocerlo como conocemos el pasado? ¿Simplemente porque no existe aún?
—Suena como una cuestión científica — dijo Bronson —. ¿Qué opina usted sobre el particular, Bernie?
—¿Eh? —Cogswell se removió y miró a los demás parpadeando abstraídamente—. Excusad­me, no capté el quid de la última observación.
—¿Cuál es la naturaleza del tiempo?
—Pues... nadie lo sabe realmente. De acuerdo a la realidad, naturalmente, el tiempo es sólo una dimensión en una continuidad cuatridimensional. El pasado y el futuro son igualmente reales y fijos. Pero, naturalmente, las ondas mecánicas y el principio de la incertidumbre pueden arrojar cier­ta duda sobre esa teoría.
—¿Por qué vemos al tiempo como fluyente en lugar de estático? — preguntó Gray.
Cogswell se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? La cosa es que así es. Algunas autoridades han sugerido que la dirección del tiem­po es la del aumento de entropía. Pero, sea como fuere, yo nunca he estado satisfecho con esa teo­ría, quizá debido a que es tan vaga.
Burkhard dijo, con aspecto triunfante:
—Yo digo que nos movemos del pasado al fu­turo, debido a que el Autor está escribiendo cons­tantemente. El movimiento del tiempo es el de... su pluma, por establecer una analogía, aunque tosca. El futuro no ha sido escrito aún. El pre­sente es lo que él está escribiendo en este instante. El pasado, lo ha escrito ya.
—Y que nunca escribe de nuevo —manifestó Bronson con una sonrisa torcida—. El dedo en movimiento escribe, y en habiendo escrito...
—Y si vuelve a escribir de nuevo —dijo Gray, con el aire de un hombre descendiendo a una pretensión infantil— en la propia naturaleza del caso, no lo sabemos jamás. — Seguidamente, aña­dió, un tanto enojado —: Pero todo eso no son sino tonterías. Están diciendo ustedes que no so­mos reales, que únicamente somos ficciones de al­guna imaginación de un ser enorme. Pero maldita sea, yo sé que soy real. Como usted dijo, Burkhard, es cuestión de experiencia directa.
—Desde luego que lo es —manifestó pacien­temente Burkhard—. No estoy negando que sea­mos reales. Simplemente estoy explicando cómo somos. Esta mesa, por ejemplo, no es menos pe­sada porque la ciencia haya demostrado que se halla construida de átomos que en su mayoría son espacio vacío. La pesadez ha sido explicada, y no aclarada. Eso es todo lo que estoy intentan­do hacer con la realidad.
—Si pues todo está siendo escrito por un gran Autor... ¿quién es el que va a leerlo? — pregun­tó Gray.
—Espere un momento —dijo Bronson. La fan­tasía le divertía... y deseaba llevarla a su conclu­sión lógica—. ¿Quién dice que todo el Universo es la obra de un escritor? A mí me parece más razonable que cada planeta habitado... y debe haber muchos de ellos en el cosmos... es la obra de una de esas criaturas.
—Así debe haber una partida de ellos, algunos de los cuales no son autores y pueden pagar en cualquier imaginable moneda a su disposición, para ver lo que los escritores han hecho. Este es el Libro de la Tierra. Debe de haber muchas otras novelas.
—¿Y qué hay sobre los planetas sin vida in­teligente? — preguntó zumbón Gray.
—Oh, puede conceptuarlos como los garabatos de los chiquillos. Más tarde, al crecer, son capaces de verificar una caracterización. —Bronson miró su vaso vacío y se levantó—. ¿Quién quie­re otro pote?
Hubo una pausa mientras el whisky y la soda eran servidos nuevamente y los hombres volvían a reinstalarse. El fuego ardía en el hogar, con llamas semejantes a fantasmas ígneos danzando entre las cenizas. Tras la ventana, la noche de la ciudad destellaba.
—En cierto modo, es un pensamiento conso­lador —dijo Gray—. Significaría que en la exis­tencia había algo más grande y sabio que nosotros, un orden más elevado de realidad, que proseguirá siempre, suceda lo que nos suceda. Pero ello re­sulta endiabladamente duro para el ego humano. ¡Nos hace sentirnos tan fútiles...!
—Usted se percata, desde luego —manifestó Burkhard—, que es el Autor quien está poniendo esos pensamientos en su cabeza.
—Pues de seguro que no —restalló Gray—. Diablos, si la Tierra fuese un libro, las cosas su­cederían más sensiblemente de lo que en realidad lo hacen.
Bronson volvió a sonreír y lanzó hacia el techo unos azulados anillos de humo.
—No, necesariamente —dijo—. Veamos por ejemplo un escritor novel. No conoce ni patata sobre los principios de la literatura. La mayoría de sus personajes son romos y estúpidos. No pre­senta un argumento, una trama, sino únicamente una larga narración sin significado, esmaltada de catástrofes melodramáticas...
»Los pocos acontecimientos realmente grandes conducen simplemente a insulsos anticlímax... con ningún sentimiento cualquiera por las unidades dramáticas. La historia de la Tierra se lee como la composición suprema de un romántico mozal­bete de quince años.
—Espero que todo cuanto escribe sea rechazado — murmuró acerbamente Cogswell.
—No lo creo así —dijo Burkhard—. Tiene elementos de genio. En cualquier momento dará con un personaje o una situación absolutamente sublimes... un Cristo, un Shakespeare, un Beethoven, un Einstein, el descubrimiento del fuego, o el de América. Oh, irá lejos cuando haya dominado su técnica. Está solamente en los comienzos. Hay que darle tiempo...
—El tiempo para escribir algún otro planeta, tal vez —dijo Cogswell—. Pero nosotros somos el primer esfuerzo, el manuscrito chapucero. Me parece que está cansado de nosotros.
Todos le miraron con algo del temor supersti­cioso del profano por el Científico con C mayúscu­la. Cogswell estaba ligeramente embriagado. Su sonrisa era una torcida mueca y un mechón in­dócil le caía sobre su húmeda frente, hacia los ojerosos ojos.
—No es de suponer que lo conozca —dijo con la lenta precisión de los beodos—. Somos úni­camente una pieza muy pequeña en el proyecto, no lo suficientemente grande para presentar una caución. Pero aquí y allá se filtran cosas, briznas de información que pueden encajarse.
»Y, hermanos, la bomba de desintegración total no es ya más una teoría. Ha sido construida. Las estamos haciendo a docenas. Y ellos también.
Hubo un gran momento de silencio, que pa­reció percutir como una dínamo. Bronson frunció el entrecejo. Odiaba que le recordasen las cosas desagradables del exterior. Y existían demasiados recordadores en aquellos días.
—Va a ser empleada —prosiguió Cogswell—. Va a ser empleada, debido a que ninguna de am­bas partes quiere estar cruzada de brazos, por temor a que la otra la emplee al instante. Y jus­tamente, lo que sucede cuando la materia se convierte en un uno por ciento en energía, por to­nelada... nadie lo sabe. Yo sospecho que ello provocará la desintegración en la corteza de la Tierra. Hice algunos cálculos...
Bronson se puso en pie y se dirigió a la ven­tana, quedándose allí en contemplación a la béli­ca noche. Su sonrisa fue un intento desesperado de restaurar el ambiente de jovial irrealidad:
—Cuando menos, será una manera espectacular de desaparecer por el foro — dijo.
—¡De seguro! —La risa de Cogswell fue bron­ca—. La manera más melodramática que pueda usted imaginar. ¿No es esa precisamente la forma que escogería su Autor adolescente? ¡Al diablo con el desenlace de los millones de cabos sueltos en una historia que ha comenzado a aburrirle! ¡Barrerlo todo, que cada uno de sus personajes vuele envuelto en llamas, para comenzar algo más interesante!
El sudor brilló repentinamente en el rostro de Bronson, quien dijo:
—Mire, si yo hubiese escrito un libro tal en mi mocedad y me hubiese asqueado de él, habría convocado a algunos de mis personajes antes del final y les habría hecho darse cuenta de lo que eran... personajes de una novela pobremente es­crita, brotados de mi propia mente.
»Habría sido mi manera de expresar mi disgus­to por su insignificancia, su falta de realidad y su insatisfactoriedad. Y luego habría escrito un ful­gurante final.
Todos posaron sus ojos en él, y él siguió mi­rando a través de la ventana. De la lejanía y dé­bilmente, provino el sonido de las sirenas y las luces de la ciudad comenzaron a apagarse, ce­diendo el paso a flamígeros regueros de cohetes a través del firmamento en desintegración.










ENTRE LADRONES
Su Excelencia M'Katze Unduna, embajador de la Federación Terrestre del Doble Reino, no esta­ba acostumbrado a que se le tuviese esperando. Pero cuando los minutos se convirtieron en una hora, el enojo se transformó en fría deducción.
En su yerma sociedad regida por el reloj, una breve demora era indicadora de malas maneras, aunque no fuese intencionada. Pero si tenía a un hombre de plantón por espacio de sesenta enteros minutos, le hacía objeto de un insulto imperdo­nable. Rusch era un bárbaro, pero demasiado sagaz como para humillar sin razón a un repre­sentante de la Tierra.
Lo cual corroboraba todo lo que el Servicio Se­creto Terrestre había descubierto. De un ebrio oficial joven con una pítima llorona debido a que la Vieja Tierra, la Civilización, iba a ser ata­cada y destruida y convertido en calcinadas ruinas por sus cañones el colegio donde antaño aprendie­ra y amara... a los planes de la batalla y anotacio­nes al respecto, que costaron la vida de seis hom­bres para sacarlos de matute de la Real Academia de Guerra... y ahora, esta degradación del propio embajador... todo encajaba.
El margrave de Drakenstane había liquidado la civilización.
Unduna se estremeció bajo la capa iridiscente y bordada, y la pluma de avestruz de su rango de su tocado. Paseó su mirada por la antecámara con ojos de un animal acosado.
Aquel castillo era antiguo; databa de unos ocho­cientos años, de la fecha de la primera coloniza­ción de Norstad. Su masa torva y cuadrada de piedra fundida en una montaña torreonada, no estaba muy aligerada por las aplicaciones moder­nas. Artesonados y reclinatorios, tapices y colga­duras, mosaicos y arabescos y biomurales no ha­cían sino chocar con aquellos muros de fortaleza y losas circunvalantes; las planchas fluorescentes no lograban alumbrar todos los oscuros rincones, y había una lobreguez perpetua entre las vigas donde pendían los viejos estandartes de batalla.
Una docena de guardias se hallaba apostada en torno a la estancia, con pectoral y casco empluma­do, pero con muy modernos rifles automáticos. Todos eran idénticos rubios de siete pies, y nin­guno de ellos se movía en absoluto, no pudiendo ni siquiera vérseles respirar. Era una visión ener­vante para un hombre civilizado.
Unduna arrojó su cigarro, lanzó una maldición en su fuero interno, y deseó haberse traído cuando menos un libro consigo.
Abrióse la puerta interior girando sobre goznes silenciosos, y emergió un bien rasurado oficial, quien juntando sus talones, se inclinó ante Un­duna, diciendo:
—Su Señoría tendrá el honor de recibiros aho­ra, Excelencia.
El embajador se tragó su enojo, hizo un ademán de asentimiento con la cabeza y se puso en pie.
Era un hombre de elevada estatura y delgado, pre­dominando en él la piel relativamente clara y marcadas facciones de la raza bantú. Los emisa­rios de la Tierra eran escogidos, representando aproximadamente un ideal local de belleza —cosa difícil para algunas de aquellas fantásticas peque­ñas culturas esparcidas a través de la galaxia— y Norstad-Ostarik había sido colonizada por un tipo más bien extremadamente caucasoide, que ha­bía emigrado casi por entero del planeta patrio.
El ayudante le señaló a través de la puerta y desapareció. Hans von Thoma Rusch, margrave de Drakenstane. Legislador del Pueblo Occidental, Guardián Hereditario de las Puertas del Río Blan­co, etc., etc., esperaba sentado tras un escritorio al final de un enorme despacho de suelo de embal­dosado negro y rojo. Tenía un libro en sus manos, el cual no lo cerró hasta que Unduna, con san­dalias cuchicheantes sobre los grandes cuadros de tablero de ajedrez, se aproximó. Entonces se le­vantó y dibujó una breve e irónica inclinación.
—Cómo estáis, Excelencia —dijo—. Siento ha­berme retrasado tanto. Sentaos, por favor. — Tal cortesía no era en modo alguno una excusa; am­bos lo sabían.
—Gracias, Vuecencia —respondió Unduna áto­namente—. Espero dispongáis de tiempo para hablar conmigo con algún detalle. Traigo un asun­to de grave importancia.
La ceja derecha de Rusch se alzó, pareciendo en peligro de caer el arcaico monóculo que por­taba. Era un hombre corpulento, recio y sólido, de amarillo cabello semejante a espinosa broza en torno al largo cráneo, y recorriéndole una ci­catriz la mejilla izquierda. Llevaba el uniforme del Ejército, compuesto de guerrera gris de alto cuello, pantalón de montar y las más relucientes botas del planeta; las insignias del tridente y los soles, correspondientes a un generalísimo, y un sable al costado, cuyo pomo estaba pulido por el mucho roce. Si alguna vez el bárbaro de hierro con el cerebro férreo tuvo un compendio, allá estaba sentado, pensó Unduna.
—Bien, Excelencia —murmuró Rusch, a pesar de que el áspero idioma norrón no se prestaba al murmullo—. Naturalmente que me agradará oírle. Pero después de todo, yo no tengo un cargo en el Ministerio, excepto el de consejero no ofi­cial, y...
—Por favor —dijo Unduna, alzando una ma­no—. ¿Hemos de mantener aún la fábula? Vos no sólo sois el portavoz de todos los terratenientes guerreros, y los nor-samurais representan aún la clase más poderosa en el Doble Reino... sino que tenéis en vuestro puño al Estado Mayor General y, ah, estáis en privanza de la familia real. Creo, pues, que puedo hablaros directamente.
Rusch no sonrió, pero tampoco se molestó, ni negó lo que todo el mundo sabía, que era el jefe de la aristocracia belicosa, amigo de la viuda rei­na regente y padre adoptivo virtual del hijo de ella, el rey Hjalmar, de ocho años de edad... en una palabra, que él era el dictador. Si prefería conservar un pequeño título y que su nombre no apareciese innecesariamente ante el público, ¿qué diferencia suponía ello?
—Me complacerá el transmitir a las debidas autoridades lo que hayáis de decirme —respondió lentamente—. ¡Pipa! — Era una orden, que dio por resultado el servicio instantáneo de una en­cendida.
Unduna se sintió espantado. Aquella serie de... informalidades... era como una salvaje bofetada tras otra. Hasta ahora, en los trescientos años de historia de las relaciones entre la Tierra y el Do­ble Reino, el embajador terrestre había igualado en rango a cualquiera, excepto a Dios y a la fa­milia real.
Ningún planeta humano, cuestión alguna por apartada que estuviera de la corriente principal, ni asunto por extraños caminos que hubiese va­gado, dejaba de recordar que la Tierra era la Tierra, la patria del hombre y el corazón de la Civilización. Ningún planeta humano... ¿Habría pues Norstad seguido la senda de Kolresh?
«Biológicamente, no», pensó Unduna, con un escalofrío interior. Ni culturalmente... aún. Pero en él clamaba, a cada insolente movimiento y retorcimiento de las palabras, que Rusch había he­cho un trato político.
—¿Bien? — dijo el margrave.
Unduna carraspeó, desesperadamente, y se in­clinó hacia adelante.
—Vuecencia —dijo—. Mi embajada no puede por menos de tomar nota de ciertas declaraciones públicas, así como de ciertos preparativos mili­tares y otras importantes cuestiones de conocimien­to común...
—Y demás que han debido escarbar vuestros espías — dijo Rusch, arrastrando las palabras.
—¡Señoría! — exclamó Unduna.
—Mi querido embajador —repuso Rusch con una entre sonrisa y mueca—. Fuisteis vos quien sugeristeis una conversación sin tapujos. Ya sé que la Tierra tiene espías aquí. En cualquier caso, re­sulta imposible ocultar un asunto tan importante como la movilización de dos planetas para la guerra.
Unduna sintió que el sudor le corría por las costillas.
—Vuestro... vuestro Ministerio ha anunciado que sólo es una... medida defensiva —tartajeó— Yo había esperado... francamente, sí, había espe­rado que vos... vuestro pueblo pudiera unirse a nosotros contra Kolresh.
Se produjo una silenciosa pausa. En exceso si­lenciosa, pensó Unduna. Las mejillas de Rusch se enrojecieron, su cicatriz se tornó lívida y sus pá­lidos ojos se mostraron como la cosa más fría que jamás viera Unduna.
Luego, lentamente, el margrave masculló entre dientes:
—Durante cierto número de siglos, Excelencia, nuestro pueblo esperaba que la Tierra pudiese unirse a ellos.
—¿Qué queréis decir? — replicó Unduna, olvi­dando todas las vacuidades corteses.
Rusch pareció no percatarse de ello levantán­dose, se dirigió a la ventana.
—Venid —dijo—. Permitid que os muestre algo.
* * *
La ventana era un encaje moderno de claro e invisible plástico, una amplia lámina en la eleva­da torre infame de la Bruja. Daba a un cielo os­curo, pues el sol estaba bajo y la glacial lobreguez de cuarenta horas de la norteña Norstad estaba arrastrándose hacia medianoche.
Las estrellas brillaban con despiadada agudeza en un vacío semejante al cristal, que parecía con­traer la angustia bajo el frío. Ostarik, el planeta compañero, se hallaba hacia el sur, como una luna corcovada de azul acerado; no se movía nunca en aquel firmamento, y los dos mundos se enfrenta­ban constantemente, destellando los ventosos picos blancos de uno a los perezosos lagos calientes del otro. Hacia el norte, una gran cortina de aurora ondeaba a media distancia en torno al desigual horizonte.
Desde aquella vertiginosa altura, Unduna podía ver poco de la ciudad de Drakenstane; algunas puntiagudas techumbres cimeras y pequeñas ven­tanas iluminadas con un fulgor, así como faroles encendidos y solitarios sobre heladas calles. No había, de todos modos, mucho que ver allí... nada de grandes ciudades en cualquier planeta, sino sólo las pequeñas villas que habían crecido de caseríos desperdigados, todas ellas arracimadas humilde­mente en torno a la finca solariega de su señor. Más allá, se tendían campos invernales, trepando por los contrafuertes del valle al duro destello ver­de de los glaciares. El viento debía estar soplando violentamente allí, y le produjo la impresión de diablos de la nieve en una caza fantasmal a través de la azulada desolación.
Rusch habló con rudeza:
—No es gran cosa de planeta lo que aquí tene­mos, ¿no es así? En el extremo lejano de ninguna parte, a mil años luz de vuestra preciosa Tierra, y justamente en medio de una época glacial. ¿Os habéis preguntado alguna vez por qué no insta­lamos estaciones de control del tiempo y damos a este mundo un clima decente?
—Pues —comenzó Unduna—, naturalmente, las exigencias de...
—De la guerra. —Rusch tendió su mano ha­cia arriba, dibujando un movimiento circular, co­mo barriendo las constelaciones ajenas. Entre ellas ardía Polaris, a menos de treinta parsecs, inmen­sa y cruelmente brillante—. Jamás tuvimos una oportunidad. Cada vez que pensamos poder comen­zar, se producía una guerra, generalmente con Kolresh, y el trabajo y los materiales habían de ser destinados a ella. En cierta ocasión, hace cosa de dos centurias, logramos establecer estaciones, y hasta comenzó a calentarse algo esto. Pero Kol­resh las barrió del mapa... Norstad fue colonizada hace ochocientos años. Durante siete de esos si­glos, hemos tenido a Kolresh asiéndonos por el cuello. ¿Os extrañáis que al final nos hayamos cansado?
—Señor, yo... yo puedo simpatizar —dijo tor­pemente Unduna—. No soy ignorante de vuestra heroica historia. Pero me parece que... después de todo, también la Tierra ha luchado...
—¡A una distancia de mil años luz! —se mofó Rusch—. La guerra olvidada. Un puñado de pa­trulleros mercenarios con una retribución mezqui­na, en naves anticuadas y herrumbrosas, para de­fender puestos avanzados sin importancia contra esporádicos raids kolrestas. ¡Nosotros vivimos en sus fronteras!
—Ciertamente debiera parecer, Vuecencia, que Kolresh es vuestro enemigo natural —dijo Un­duna—. Como realmente lo es de toda Civiliza­ción, hasta del propio homo sapiens. A lo que no puedo dar crédito es a los... ah... rumores de una alianza...
—¿Y por qué no la estableceríamos? —rezongó Rusch—. Por espacio de setecientos años los hemos mantenidos en jaque, mientras que vuestra pre­ciosa así llamada Civilización engordaba tras un muro de nuestros jóvenes muertos. ¡La tentación de resarcirnos de algunas de nuestras pérdidas ayudando a Kolresh a conquistar la Tierra es muy grande!
—¡No lo decís en verdad! — clamó Unduna co­mo si brotase a borbotones el aire de sus pulmones.
El rostro del otro hombre era como un hueso tallado al responder:
—No saquéis conclusiones. Lo único que yo hago es simplemente señalar que por nuestra parte hay mucho que abona a tal política. Pero si la Tierra está dispuesta a hacer otra política que merezca la pena... ¿comprendéis?, nada va a suceder en un futuro inmediato. Tenéis tiempo para pensar sobre el particular.
—Habría de... comunicar con mi gobierno — musitó Unduna.
—Desde luego —replicó Rusch. Las suelas de sus botas repiquetearon sobre las baldosas al vol­ver de nuevo a su escritorio—. He preparado un memorándum para vos, una especie de protocolo no oficial, marcando los puntos sobre los cuales establecería el gobierno de Su Majestad una base de negociaciones con la Federación Terrestre. ¡Helo lo aquí! —Alzó un abultado mamotreto—. Os sugiero que os toméis unas vacaciones, Excelen­cia, para volver a la patria, mostrar esto a vues­tros superiores, y...
—Ultimátum — dijo Unduna con desmayada voz.
Rusch se encogió de hombros.
—Llamadlo como queráis — dijo con tono tan vacío y remoto como si se hubiese arrancado a sí mismo y también a su pueblo de la civilización.
Al aceptar el grueso legajo, Unduna reparó en el libro que estaba junto a él, y que era el que Rusch había estado leyendo: una edición local de Schakspier, malamente impresa sobre papel cebolla, pero en el idioma anglo original antiguo. Re­sultaba singular que un dictador bárbaro leyese. Pero Rusch era tanto un erudito historiador como entusiástico competidor de carreras de kayak, ju­gador meteórico de polo, campeón de ajedrez, mon­tañero... y un redomado truhán.
* * *
Norstad yacía en las garras de un invierno de diez mil años, mientras que Ostarik era un olimpo de mares azules que rompían sobre las arenas de cálidas islas. No obstante, debido a que Ostarik al­bergaba el virus de una plaga particularmente avie­sa, fue un inabordable paraíso en el firmamento hasta cosa de unos doscientos cincuenta años. En­tonces, un equipo de investigación de la Tierra se puso a la tarea, halló una vacuna eficaz, y vio una montaña tallada a su semejanza por el pue­blo de Norron.
Fue por tales medios —y el peso cabal del ejem­plo, la libertad y riqueza y felicidad de su pue­blo— que la Civilización centrada en la Tierra había ido propagándose entre colonias aisladas du­rante centurias. Y ninguna de ellas dejaba de re­verenciar a la Tierra Madre, la Tierra Sabia, la Tierra Benigna: nadie sino Kolresh, que hacía tiempo había cesado de ser humano.
El rápido vehículo particular de Rusch lo llevó desde los muros de carámbanos de la fortaleza de Drakenstane a los jardines de rosales de Sorgenlos, en una hora de vibrante recorrido a través del vacío. Pero pasaron otras varias más antes de que él y la reina pudieran zafarse de sus cortesa­nos para quedar a solas.
Fueron paseándose a través de arriates geomé­tricos de llameantes flores, bajo gorjeos de pájaros y frondosas copas de árboles, mientras que las cú­pulas de cobre del pequeño palacio alzaban sus agujas a la estrella vespertina, y el largo ocaso de Ostarik refulgía como el oro en las tranquilas y extensas aguas. La isla era no más que un re­tiro real, pero recientemente había conocido angustias.
La reina Ingra se detuvo sobre una rosa mutante, de franjas atigradas y un pie de diámetro; arrancó sus pétalos y dijo, próxima al llanto:
—Pero a mí me placía Unduna. No quisiera que nos odiase.
—No es de una mala especie — convino Rusch, quien se mantenía en pie tras la soberana, vesti­do de uniforme de gala con insignias plateadas, semejante a una formal versión de la muerte.
—Es más que eso, Hans. Es partidario del deco­ro. Norstad hiela nuestras almas, y Ostarik no las ha deshelado. Pienso que la Tierra podría... — Su voz se arrastró. Era delgada y cetrina, joven aún, y su pueblo provenía de los lluviosos valles del Ecuador de Norstad; raza campesina de maneras más amables que los mineros y pescadores y cazadores del antropoide de pelo rojizo que ha­bía criado a Rusch.­ En su garganta, el áspero idioma norron se suavizaba hasta música redoblante; los de Drakenstane parecían escupir sus palabras con rudas y desapacibles aristas.
—¿La Tierra podría qué? —dijo Rusch, diri­giendo una mirada, entre melancólica y cavilosa, hacia el oeste—. ¿Verter sobre nosotros más pró­digos presentes? Siempre hemos estado orgullosos de corresponder a nuestro modo.
—Oh, no —dijo cansinamente Ingra—. Después de todo, podríamos comerciar con ellos, con pieles y minerales y lo demás, caso de que el no­venta por ciento de nuestra producción no se hu­biese destinado a la defensa. Únicamente pensaba que ellos podrían enseñarnos cómo ser humanos.
—Yo suponía que aún nos hallamos clasificados como homo sapiens — dijo Rusch con seco tono.
—¡Oh, ya sabéis lo que quiero decir! —repuso ella volviendo a él sus ojos violetas que repenti­namente fulguraron—. A veces me pregunto si sois humano, margrave Hans von Thoma Rusch. Quiero decir libre, libre de ser algo más que un robot, libre de educar criaturas sabiendo que no tendrán los pulmones en la boca cuando un cru­cero de Kolresh descorteza una de nuestras naves espaciales. ¿Qué es toda nuestra cultura, Hans? Una capa de brutalizados aparceros y obreros de fábricas... ¡siervos! Y en la cima, una costra de aristócratas que hacen resonar sus talones, no vi­viendo nada más que para la guerra. Un pequeño arte popular, música popular, leyendas populares llenas de sangre y traiciones. ¿Dónde están nues­tras sinfonías, novelas, catedrales, laboratorios de investigación... dónde el pueblo que pueda decir lo que desea y hacer lo que quiere de sus vidas y ser feliz?
* * *
Rusch no respondió durante un momento. La miró sin pestañear bajo su monóculo, hasta que ella bajó su vista y se entrelazó ambas manos, retorciéndolas. Entonces él dijo únicamente:
—Exageráis, señora.
—Tal vez. Pero no deja de ser la verdad fun­damental. —La rebeldía aleteaba en su voz—. Es lo que los demás mundos piensan de nosotros.
—Aun si fuese verdadera la concepción demo­crática... de que las verdades eternas pueden ser descubiertas contando suficientes narices —dijo Rusch—, no podéis derogar por decreto ochocien­tos años de historia.
—No. Pero se puede obrar en ese sentido —re­plicó ella—. Creo que estáis en un error despre­ciando al hombre vulgar, Hans... ¿Cuándo le fue dada una oportunidad en este reino? Podríamos establecer un comienzo ahora, y la Tierra podría enviar consejeros sicotécnicos, y en dos o tres ge­neraciones...
—¿Y qué haría Kolresh mientras nosotros ex­perimentábamos con formas de gobierno? — rió él.
—¡Siempre Kolresh! —Hundiéronse los hom­bros de ella, gráciles bajo la túnica escarlata—. Kolresh convirtió a cientos de ciudades llenas de esperanza en cráteres radiactivos, y abandonó los huesos roídos de los chiquillos en los caminos. Kolresh mató a mi esposo, así como a una serie de reyes antes de él. Kolresh aventó a vuestra fa­milia en cenizas, Hans, y marcó con una cicatriz vuestro rostro y vuestra alma... — Se apartó de él, con los puños en alto y convulsos, y gritó casi —: ¿Deseáis hacer aún un aliado de Kolresh?
El margrave sacó su pipa y comenzó a cargar­la. La azafranada puesta de sol, reflejando el océa­no en su cara, le confería un aspecto metálico.
—Pues —dijo— hemos estado en paz con ellos por espacio de diez años ya. Casi un record.
—¿No podríamos encontrar aliados? ¿Auténti­cos? ¡Estoy enferma de no ser más que un figu­rón! Con la amistad de Ahurmazda, Nueva Marte y Lagrange... podríamos alzar una cruzada contra Kolresh, y barrer hasta el último asqueroso de ellos del universo.
—¡Vaya!, ¿quién es ahora el aristócrata de re­sonantes talones? — rió entre dientes Rusch.
Encendió su pipa y fue a grandes zancadas hacia la playa. Ella se quedó donde estaba durante un momento, y luego suspiró, siguiéndole.
—¿Creéis que no ha sido ya intentado? —dijo él pacientemente—. Durante años hemos procu­rado establecer una alianza permanente dirigida contra Kolresh. Las temporales que realizamos, fueron siempre arrumbadas. Nadie nos quiere lo bas­tante... y puesto que siempre nos ha tocado recibir los golpes más duros, nadie odia lo bastante a Kolresh.
Halló un banco en la orilla, y se sentó, que­dando en contemplación de la constante resaca, convertida en oro fundido por el bajo sol y las in­candescentes nubes de poniente. Ingra se unió a él.
—No puedo realmente reprochar a los demás que no nos quieran —dijo ella con voz queda—. Somos supermecanizados e infraculturizados, arro­gantes, sin tacto, antidemocráticos, testarudos... oh, sí. Pero en su propio interés...
—Ellos no imaginan que también puede sucederles —replicó desdeñosamente Rusch—. Y siempre existen elementos pro Kolresh, tanto aquí como allá. —Alzó su voz una octava—. Oh, mi querido señor, mi querido margrave, ¿qué es lo que estáis diciendo? ¡Cómo, desde luego Kolresh nunca nos atacará a nosotros! ¡Firmaron un tra­tado de eterna no agresión!
Ingra suspiró, desamparadamente. Rusch le pasó un brazo por los hombres. Durante un rato que­daron ambos en silencio.
* * *
—De todos modos —dijo finalmente el hom­bre—, Kolresh es demasiado fuerte para una com­binación de potencias en esta parte de la galaxia. Nosotros y ellos somos los únicos con una fuerza militar digna de mencionarse. Hasta la Tierra ten­dría dificultades en derrotarles, y la Tierra, desde luego, también, se echará hacia atrás ante de em­prender una guerra mayor. Tiene demasiado que perder; es mucho más cómodo considerar los raids kolresitas como simples actos de piratería, y las escaramuzas como «acción de policía». Lisa y llanamente, no quiere pagar el elevado precio de un ejército y una escuadra aérea capaces de barrer a Kolresh y ocupar los planetas kolreshitas.
—Y así, ha de haber guerra de nuevo — dijo Ingra, mirando a la desolación a través del mar.
—Tal vez no —repuso Rusch—. Quizá una diferente clase de guerra, cuando menos... no más naves negras surgiendo de nuestro firmamento.
Expulsó el humo de su pipa durante un mo­mento, como haciendo acopio de valor, y luego habló de manera rápida e impersonal:
—Escuchad. Nosotros, los norrons, no somos una potencia navegante. No está en nuestra tradición. Nuestra navegación ha sido siempre inadecuada y siempre lo será. Pero podemos formar los más duros soldados de la galaxia conocida, en número ilimitado; podemos convertirlos en máquinas de combate y equiparlos con las armas más letales que pueda manejar ser humano alguno.
»Kolresh, desde luego, es justamente lo opuesto. Nómadas del espacio, pequeña población, capaces de destruir cualquier cosa al alcance de su arti­llería, pero no de profundizar y mantenerse con­tra nosotros. Durante setecientos años, nosotros y ellos hemos sido el elefante y la ballena. Ninguno de los dos consiguió ganar nunca una auténtica victoria sobre el otro; la guerra se convirtió en el estado normal de los asuntos, y la paz en un com­pás de respiro. Debido a la mutación, siempre habrá guerra, mientras viva un solo kolreshita. No podemos matarlos ni pactar con ellos... todo cuanto podemos hacer es desangrarlos para dete­nerlos.
El viento suspiraba bajo el quedo fragor del mar en la playa. Una bandada de gaviotas cruzó el firmamento, en hilera tenue y negra recorta­da contra el fulgurante bronce.
—Lo sé —dijo Ingra—. Conozco la historia y sé a dónde os dirigís. Kolresh proporcionará trans­porte y escolta naval; Norstad-Ostarik suministra­rá hombres. Entre ambos, acaso seamos capaces de tomar la Tierra.
—Lo lograremos —dijo Rusch, lisa y llanamen­te—. La Tierra se ha hecho fondona y ociosa. No puede posiblemente rearmarse lo bastante en unos pocos meses para detener tal liga.
—Y toda la galaxia escupirá sobre nuestro nombre.
—Toda la galaxia estará abierta a la conquista, una vez que la Tierra haya caído.
—¿Cuánto tiempo creéis que subsistiremos, ca­balgando en el tigre de Kolresh?
—No me hago ilusiones sobre ellos, querida. Pero tampoco puedo ver ningún medio para que­brar su eterna traba. En una situación fluida, tal como el colapso de la Tierra habrá de producir, podríamos ser capaces de crear unas fuerzas aeronavales tan buenas como las suyas. Nunca nos han dado hasta ahora la oportunidad de construir una, pero quizá...
—¡Quizá no! Dudo mucho que fuese un meteoro el que destruyera la nave de mi esposo, hace cin­co años. Pienso que Kolresh sabía de sus esperan­zas, y lo asesinaron.
—Es probable — dijo Rusch.
—Y queréis coaligaros con ellos. —Ingra vol­vió a él un rostro que había quedado sin color—. Yo soy aún la reina. ¡Prohíbo cualquier ulterior consideración al respecto... sobre esa obscena alianza!
Rusch suspiró.
—Temía eso, Majestad. —Por un momento pa­reció gris y cansado—. Disponéis del veto, desde luego. Mas no creo que el Ministerio quisiera continuar en funciones con una regente que lo em­pleara contra los mejores intereses de...
Ella se puso en pie, como impulsada por un re­sorte.
—¡No lo haríais!
—¡Oh, no recibiríais daño alguno! —dijo Rusch con torcida sonrisa—. ¡Ni siquiera seríais depues­ta! Estaríais bajo custodia protectora, digamos. Desde luego, Majestad, vuestro hijo habría de ser educado en otra parte, pero si lo desearais...
Ella le dio una bofetada con la palma de la mano, y él no hizo movimiento alguno.
—Yo... no vetaré... —Ingra movió la cabeza, y quedóse de nuevo inmóvil y envarada—. Vues­tra nave estará lista para llevaros a vuestra resi­dencia, señor. No creo que hayamos de requerir vuestra presencia de nuevo aquí.
—Como lo deseéis, Majestad — murmuró el dic­tador del Doble Reino.
* * *
Aunque regresó con una dura palabra a flor de labio, Unduna sintió que renacía cálida en él la alegría, la satisfacción biológica de hallarse de nuevo en el hogar. Sentábase en una terraza, bajo el suave firmamento de la Tierra, teniendo a sus pies la brillante y amada corriente del río Zambezi, y las gráciles torres de la capital llegando tan lejos hasta donde alcanzaba su vista, tendida sobre el verde parque. El pueblo de las limpias y tranquilas calles portaba vaporosas blusas y abi­garradas faldillas escocesas... no los pantalones en los hombres y faldas hasta el tobillo para las mu­jeres, que enfundaban al triste pueblo de Norstad. Y había una conversación educada en el lenguaje amable de los terrestres, música que provenía de una ventana abierta, risas en las verandas y niños jugando en los jardines: libertad, ley y holganza.
El pensamiento de que aquello pudiera ser bo­rrado de la Historia, de que los robots de Norstad y los monstruos de alma de serpiente de Kolresh pudieran patrullar entre torres destruidas que ocul­taban a terrestres presa de la inanición, era des­garrador para Unduna.
Alzó su vaso y se reclinó con correcta elegancia ocasional.
—No, señor —dijo—, no se trata de baladro­nadas inconsistentes.
Ngu Chilongo, presidente del Parlamento de la Federación, pestañeó unos ojos de expresión desdi­chada. Era un hombre pequeño y grisáceo, y sabio además, pero aquello estaba más allá de todo cuan­to había conocido en una larga vida y era lento para captarlo.
—Pero seguramente... —comenzó—, Seguramente ese... ese Rusch no está loco. No puede pen­sar que sus dos planetas, con una población de qui­zás un billón, pueda sojuzgar a cuatro billones de terrestres.
—Habría también varios millones de kolreshitas como ayuda —recordó Unduna—. No obs­tante, ellos manejarían por entero la parte aeronaval... y sus fuerzas son en este terreno con­siderablemente más fuertes que las nuestras. Las fuerzas de Norron son las que realmente desem­barcarían, para librar las batallas aéreas y terres­tres. Y aparte de ese mezquino billón, Rusch puede alzar aproximadamente cien millones de sol­dados.
El vaso de Chilongo se estrelló sobre la terraza.
—¿Qué!?
—Es verdad, señor. —El tercer hombre pre­sente, Mustafá Lefarge, ministro de la Defensa, habló en tono afligido—. Es una cuestión de todo ciudadano apto físicamente, varón y hembra, el pasar a miembro entrenado de las fuerzas armadas. En tiempo de guerra, virtualmente todo el que no se halla en combate real, contribuye direc­tamente a alguna fase del esfuerzo... cesando de existir también virtualmente una economía civil. Se acostumbra a pasar años sin comodidades y con un mínimo estricto de necesidades. — Su voz se tornó sardónica —. Por necesidades, ellos interpre­tan cosas tales como la comida y la munición... y no, pongamos por caso, el entretenimiento o la actividad cultural, tal como nosotros lo suponemos.
—Cien millones —murmuró Chilongo. Se miró las manos—. ¡Es diez veces nuestra fuerza total!
—Cuyos componentes están mal instruidos, de­ficientemente equipados y mal mirados por nues­tros civiles — señaló Lefarge acerbamente.
—En una palabra, señor —dijo Unduna—. Mientras que podríamos derrotar, o bien a Kolresh o a Norstad-Ostarik, en una guerra particular —aunque con considerable dificultad—, su coa­lición puede derrotarnos a nosotros.
Chilongo se estremeció. Unduna sintió cierta compasión por él. Había que tomar a pequeñas dosis el hecho que la civilización aparta de la Tierra, como con una pantalla o biombo protec­tor: el de que en el alma humana se encuentran las abismáticas profundidades del infierno. Y que ninguna ley de la naturaleza preserva al inocente de la malignidad.
—¡Pero no se atreverán! —protestó el presiden­te—. Nuestros amigos... por doquier...
—Toda la galaxia colonizada por humanos se retorcerá las manos y enviará duras notas de pro­testa —dijo Lefarge—. Luego se cubrirán con sus mantos las cabezas y se asegurarán de que el gran agresor perverso ha quedado harto.
—Esa nota... de Rusch — Chilongo parecía estar intentando asirse a algo mientras el mundo se abría a sus pies. El sudor brillaba en su atezada y arrugada frente —. Sus términos... ¿seguramen­te podremos llegar a algún acuerdo?
—Sus términos son imposibles, como lo vio su Señoría por sí mismo cuando los leyó —replicó Unduna llanamente—. Quieren que declaremos la guerra a Kolresh, que aceptemos un mando con­junto bajo la jefatura suprema de Norron, que paguemos la factura, y... ¡No!
—Pero si de todos modos tenemos que comba­tir —comenzó Chilongo— sería mejor que tu­viésemos cuando menos un aliado...
—¿Ha cambiado mucho la Tierra desde que yo me marché? — preguntó Unduna asombrado —. ¿Consentiría nuestro pueblo lealmente en esta... esta extorsión... dejando a esos peludos bárbaros que dictasen nuestra política exterior...? ¡Cómo, lanzarnos a la guerra, hacer nosotros la primera declaración, es inconstitucional! ¡Es incivilizado!
Chilongo pareció encogerse un tanto.
—No —manifestó—. No quise decir eso. Na­turalmente, ello es imposible; es mejor ser hon­radamente derrotado en batalla. Únicamente pen­saba que acaso podríamos pactar...
—Podemos intentarlo —dijo Unduna escépticamente—. Pero jamás oí de Hans Rusch cediendo un ápice sin una pistola en su cabeza.
Lefarge encendió un cigarro, aspiró profunda­mente el humo, y tomó otro sorbo de su vaso.
—Difícilmente me imagino que una alianza con Kolresh complacería a su propio pueblo — mu­sitó.
—¡A duras penas! —asintió Unduna—. Pero la aceptarán si deben hacerlo.
—¿No tenemos oportunidad alguna para... por ejemplo, ahogarlo, asesinarlo...?
—Ni hablar de ello. Me explicaré. Es únicamen­te un pequeño aristócrata por nacimiento, pero durante la pasada guerra con Kolresh escaló un elevado rango y se ganó un partido personal de jóvenes oficiales fanáticamente leales. Durante los pocos años pasados, desde la muerte del rey, él ha sido el dictador. Ha colocado en los puestos clave a sus hombres. Es duro, capaz e incuestionable. Todos los demás lo admiran o le temen. Hay que concederle el crédito de no ser megalómano —rehuye la publicidad— pero ello simplemente aparta su poder tanto más de la responsabilidad. Puede calibrarse esto señalando que todo el mun­do sabe que probablemente se aliará con Kolresh, y que todo el mundo también siente una repug­nancia casi física ante la idea... pero que no hay ni una palabra de crítica para el propio Rusch, y cuando él lo ordene embarcarán en las aeronaves kolreshitas para arruinar la Tierra a la que aman.
—Ello podría hacerle casi creer a uno en los antiguos mitos —murmuró Chilongo—. Sobre el diablo encarnado.
—Bien —dijo Unduna—, ya sabéis que esa clase de cosas ha sucedido antes.
—¿Hummm? — hizo Lefarge, levantándose.
Unduna sonrió melancólicamente.
—Ejemplos históricos —dijo—. No son de va­lor práctico hoy, excepto para procurar el frío consuelo de que no somos los únicos traicionados.
—¿Qué queréis decir? — preguntó Chilongo.
—Pues —respondió Unduna— considerad la astropolítica de la situación. En torno a Polaris y más allá se encuentra el territorio de Kolresh, donde durante largo tiempo aguzaron sus dientes haciendo presa en los atrasados autóctonos. Al fi­nal comenzaron a expandirse hacia los planetas más densamente colonizados por humanos. Su­cedió que Norstad se hallaba directamente a su paso, por lo que Norstad recibió el primer golpe... y los detuvo.
»Desde entonces ha habido setecientos años de guerra en tablas. Oh, naturalmente, Kolresh flan­quea a Norstad de cuando en cuando, se apodera del oeste galáctico de este planeta y hace una in­cursión al del norte, libra una guerra con uno del sur y establece una alianza con otro del este. Pero nunca ha llegado ello a nada importante. No pue­de, con Norstad a horcajadas, tender la línea más directa entre el corazón de Kolresh y el de la Ci­vilización. Si Kolresh hiciera un serio esfuerzo para sobrepasar a Norstad, los norrones podrían —y querrían— quebrantarlo todo por un ataque en la retaguardia.
»En una palabra, a pesar del hecho de que el espacio interestelar es tridimensional y enorme, Norstad guarda las fronteras del norte de la Civilización.
Hizo una pausa para tomar otro sorbo. El lí­quido era fresco y sutil en su lengua, una bendi­ción tras los bebistrajos del mundo exterior.
—Hummmm, nunca pensé sobre el particular de esa manera —manifestó Lefarge—. Suponía que era justamente una querella de bárbaros lu­chando entre sí por los habituales motivos bár­baros.
—Oh, y así es, me lo imagino también —re­plicó Unduna—. Pero el resultado es que Nors­tad actúa como el escudo de la Tierra.
»Si examináis la primitiva historia terrestre —y Rusch, que tiene un notable conocimiento de ella me estimuló a hacerlo— hallaréis que es cosa común. Un estado pequeño y semicivilizado, al exterior de las fronteras, contiene al enemigo, mientras la civilización prospera tras él. Asiría preserva a Mesopotamia, Roma resguarda a Gre­cia, los señores de los limes galeses mantienen a salvo a Inglaterra, los tártaros transoxanianos apa­recen como el escudo de Persia, Prusia bloquea los accesos a la Europa occidental... oh, podría añadir un buen número más de buenos ejemplos. En cada caso, un pueblo un tanto atrasado, situado en una distancia frontera de la civilización, recibe como un yunque los peores martillazos de las razas real­mente extranjeras de más allá, de hombres salva­jes que no dejarían nada en pie si lograsen llegar a las ciudades protegidas de la sociedad interior.
Hizo una pausa para tomar aliento.
—¿Y así? — preguntó Chilongo.
—Bien... desde luego el sufrimiento no es bueno para el pueblo —respondió Unduna, encogiéndo­se de hombros—. Tiende a hacerlo más bien sór­dido. Los hombres de las fronteras reaccionan a la guerra incesante convirtiéndose en raza de gue­rreros, en groseros campesinos con un gobierno absoluto de implacables militaristas. Nadie los quiere, ni las naciones más salvajes, ni las urbanas naciones interiores.
»Y al final, se encuentran demasiado aptos para volverse hacia el interior. Su habilidad y vigor militares necesitan un desemboque más promete­dor que aquel torvo asunto de estar sacudiéndose siempre un enemigo que reiteradamente vuelve, y que tiene harto menos para el botín que la cultura central.
»Así Asiría saquea Babilonia; Roma conquista Grecia; Percy se alza contra el rey Enrique; Tamerlan derroca a Bayazeto; Prusia penetra en Francia...
—Y Norstad-Ostarik cae sobre la Tierra — ter­minó Lafarge.
—Exactamente —dijo Unduna—. No está si­quiera sin precedentes para los estados fronterizos el darse las manos con las propias tribus que duran­te tanto tiempo combatieran. Percy y Owen Glendover, por ejemplo... aunque en este caso imagino que ambas partes fueron considerablemente más atractivas que Hans Rusch o Klerak Belug.
—¿Qué es lo que vamos a hacer? — murmuró Chilongo en dirección al firmamento azul de la Tie­rra, del cual no habían caído bombas por espacio de mil años.
Luego se agitó, poniéndose en pie:
—Lo siento, caballeros. Esto me ha cogido mas bien por sorpresa, y naturalmente requerirá tiempo el examinar ese protocolo de Norron y evaluar los demás datos. Pero si acontece que estéis en lo cierto —se inclinó cortésmente —, como estoy seguro, entonces yo...
—¿Sí? — dijo Unduna con voz tensa.
—Pues bien... parece que cuando menos dispone­mos de algunos meses, antes de que suceda algo dramático. Intentaremos ganar más tiempo por negociaciones. Tenemos el complejo industrial más grande del Universo, y cuatro millones de seres que a buen seguro no tienen inculcado el valor. Construiremos nuestras fuerzas armadas, y si esos bárbaros nos atacan los barreremos hasta sus pro­pios cuchitriles y los arrojaremos por la pared de atrás.
—Esperaba que dijeseis eso — respiró aliviado Unduna.
—Y yo espero que dispongamos de tiempo —manifestó Lefarge con el entrecejo fruncido—. Su­pongo que Rusch no es tonto. No podemos efectuar el rearme sino entre fanfarrias de publicidad. Cuando lo sepa, ¿qué le impedirá cimentar la alianza con Kolresh y atacarnos al punto, antes de que estemos preparados?
—Su mutuo recelo debería servir de ayuda —di­jo Unduna—. Volveré allá, desde luego, y haré to­do cuanto pueda para crear el trastorno entre ellos.
—Quedóse silencioso durante unos instantes, y lue­go añadió, como si hablase para sí mismo —. Hasta que terminemos nuestros preparativos, no tene­mos más recurso sino esperar...
* * *
La mutación kolreshita era una cosa sutil. No se mostraba en la superficie: físicamente era un pueblo bello, de piel que tendía al blanco y cabe­llo naranja. Al paso de las centurias, miles de es­pías norronianos se habían infiltrado, volviendo frecuentemente sanos y salvos; lo que hacía tal trabajo insólitamente difícil no eran los azares nor­males de la personificación, sino una congénita renuncia a practicar el canibalismo y otras cosas peores.
La mutación era un viraje físico, originado pro­bablemente en algún oscuro gene relacionado con el sistema endocrino. Era extraordinariamente di­fícil de describir..., toda exposición categórica al respecto tenía la habitual cuota de excepciones y calificaciones. Pero, por primera aproximación, se podría denominar xenofobia extrema. Es normal para el Homo sapiens el mostrarse cauteloso con los extraños, hasta que hayan probado su «bona fides»; y era también normal para Homo Kolreschi odiar a todos los extraños, desde la primera ojeada hasta la final destrucción.
Naturalmente, tal instinto producía una tenden­cia a la reproducción dentro de la misma raza, lo cual hacía descender la fecundidad, pero la siste­mática ejecución de los inútiles había mantenido hasta la fecha vigorosa la progenie. El instinto con­ducía también a una firme regla en la nación; al oasis del antiguo beduino, esencial para la vida pero raramente visto; a un culto del secreto y la crueldad, y a una religión de abominaciones, a una meta última de conquistar el universo accesible y borrar a todas las demás razas.
Desde luego ello no era tan sencillo, ni tan vocin­glero. Entre ellos mismos, los kolreshistas hallaban indudablemente un grado de ternura y fidelidad. En sus visitas a planetas neutrales — es decir, a planetas a los cuales no era aún oportuno el de­fenderlos contra una agresión no provocada de otro, lo cual algunos lo hallaban muy plausible. Hasta sus enemigos se espantaban de su heroísmo.
Sin embargo, eran pocos en la galaxia los que hubiesen llorado, de haber muerto los kolreshistas en una noche lluviosa.
Hans von Thoma Rusch condujo su vehículo al gran lomo de ballenas de la nave espacial de com­bate, la cual se hallaba a un año luz de su sol, ocul­ta por el frío vacío; le habían transmitido secreta­mente las coordenadas, al par de una invitación que sonaba más bien como un emplazamiento.
Deslizóse por el túnel de aterrizaje, bajo las torretas de artillería que podían machacar una luna, y dejó que el mecanismo le aspirase bajo las cubier­tas. Al penetrar en la elevada y fríamente ilumi­nada cámara de desembarco, una guardia vestida de rojo presentó armas y sonaron gaitas en su honor.
Se adelantó caminando lentamente, con su ele­vada talla en negro y plata, al encuentro de su con­trapartida, Klerag Belug, el supremo Kolresh, quien esperaba rígido en su túnica color sangre. La cabina estaba erizada en torno de policía secreta y armas.
Rusch juntó sus talones que en su choque pro­dujeron una especie de piñoneo.
—Salud. Vuestro Dominio — dijo. Un débil eco acompañó a su voz. Por alguna razón desconocida, aquel pueblo gustaba de los ecos, y siempre construían paredes resonantes.
Belug, un gigante ya de edad, que le sobrepasaba en una cabeza, alzó una poblada ceja.
—¿Estáis solo, Vuecencia? —preguntó en norroniano de acento atroz—. Convinimos en que podíais traer una escolta personal.
Rusch se encogió de hombros.
—Habría necesitado un acorazado personal para estar completamente a salvo —replicó en fluido kolresh—, así que decidí fiar en vuestro salvoconducto. Supongo que os percatáis que cualquier daño que se me haga, significa una inmediata guerra con mi reino.
El ancho rostro parpadeante, de león, ante él, se distendió en una mueca que quería ser una son­risa.
—Mis representantes no os juzgaron mal —di­jo—. Ciertamente, pienso que podemos realizar una tarea. Venid.
El Supremo giró sobre sus talones y comenzó a andar descendiendo una rampa que conducía a las entrañas de la nave. Rusch le siguió, rodeado de guardias y bayonetas, y con gesto maquinal man­tuvo su mano posada sobre el pomo del sable... no porque le sirviese de mucho si las cosas llegaban a cierto extremo.
Los acontecimientos se aproximaban a su punió álgido, pensó con fría ponderación de su cerebro. Durante más de un año ya, las negociaciones se habían arrastrado, dificultadas por el requisito del secreto, trabadas por el mutuo recelo. Únicamente restaban dos puntos de desacuerdo, pero la discusión sobre ellos había hallado tantos tropiezos, que los dos gobernantes vieron la necesidad de una en­trevista para zanjarlos personalmente. Era Belug quien había hecho la desdeñosa invitación.
Y él, Rusch, había acudido. Aquella noche, los reyes de Norstad llorarían gusanos en sus tumbas.
Belug instaló su humanidad en un asiento.
—¿Fumáis? ¿Bebéis?
—Tengo, gracias. — Rusch sacó su pipa y un frasco de copete.
—Eso es bastante poco diplomático — bramó Belug.
Rusch rió.
—Siempre entendí que Vuestro Dominio no te­nía en gran estima a los amaneramientos de la Ci­vilización. Me atrevería a decir que lo que más nos complacería a ambos es terminar nuestro asun­to lo más rápidamente posible.
El Supremo castañeteó sus dedos, acudiendo al punto un servidor con vino en un vaso, que el gi­gante sorbió antes de responder:
—Sí. Sin duda alguna. Por todos los medios he­mos de lograr ahora un acuerdo ejecutivo, para que nuestros funcionarios extiendan el tratado formal. Pero parece extraño, señor, que después de todos es­tos meses de demora os halléis súbitamente tan de­seoso de completar la tarea.
—No es nada extraño —respondió Rusch—. La Tierra está rearmándose a un ritmo considerable. Lo ha estado haciendo hace casi un año. Podemos tundirla aún, pero en otros seis meses no seremos ya capaces de hacerlo; ¡dadla factorías automatiza­das medio año después de esto, y nos destruirá!
—Ha debido estar claro para Vuecencia, que después de que el embajador de la Tierra..., ¿cuál es su nombre...?, ah, Unduna..., volvió a vuestro planeta el año pasado, estaba haciendo cuanto po­día para ganar tiempo.
—Oh, sí —dijo Rusch—. Haciéndome ofreci­mientos y luego regateándolos..., urdiendo el tras­torno por doquier para distraer nuestra atención... un esfuerzo muy gallardo. Pero no le sirvió. Fran­camente, Vuestro Dominio, vos sois el único a cen­surar por los aplazamientos. Por ejemplo, vuestra insistencia en que la Tierra fuese administrada como territorio kolreshita...
—¡Mi querido señor! —explotó Belug—. Fue un punto de discusión. Únicamente un punto a tra­tar. Cualquier diplomático lo habría comprendido así. Pero vos os tomasteis seis semanas para estu­diarlo, ofreciendo luego la ominosa contraproposi­ción de que todo os había de ser revertido, botín y territorio, ambas cosas... ¡De haber estado vos ver­daderamente deseoso de cooperar, habríamos esta­blecido las cláusulas en un mes!
—Como gustéis, Vuestro Dominio —replicó Rusch negligentemente—. Todo eso pasó ya. Sólo quedan esas cuestiones de transporte de tropas y prisioneros, zanjadas las cuales quedaremos de completo acuerdo.
Klerag Belug entornó sus ojos y se restregó la mandíbula con una enorme manaza.
—No lo comprendo —dijo—, ni tampoco mis oficiales aeronavales. Disponemos de transportes regulares para vuestros hombres, nada extraordinarios en cuanto a comodidades, bien es verdad, pero infinitamente más convenientes para un via­je tan largo que... que las unidades que insistís en que utilicemos. ¿Es que no lo entendéis? Un trans­porte es para llevar hombres o cargamento; un aparato de línea es para combatir o convoyar. ¡No mezcléis las funciones!
—Pues yo lo hago, Vuestro Dominio —manifes­tó Rusch—. Puesto que tantos de mis soldados co­mo sea posible van a viajar en naves de guerra regulares proporcionadas por Kolresh, y va a haber personal de enlace del Doble Reino...
—Pero... —El puño de Belug se apretó en su vaso de vino, como si fuese a triturarlo—. ¿Por qué? — rugió.
—Mis representantes lo han explicado cien veces —dijo con aire cansado Rusch—. En lenguaje liso y llano, porque no fío en vos. En caso de que... oh, digamos que hubiese un desacuerdo cualquiera en­tre nosotros mientras la Armada está en camino..., pues bien, una aeronave de transporte es reemplazada fácilmente, después de que los aparatos de convoy la han hecho saltar. La fuerza comba­tiente de Kolresh es una mejor prenda de vuestra conducta. —Aplicó una cerilla a su pipa—. Natu­ralmente, no podéis llevar toda nuestra fuerza ex­pedicionaria de cincuenta millones de hombres en cada aparato de combate; así como en los de transporte.
Belug meneó su rojiza cabezota.
—No — dijo secamente.
—Vamos —dijo Rusch—. Vuestros espías han estado lo bastante activos en Norstad y Ostarik. ¿Es que habéis hallado alguna razón para dudar de mis intenciones? Teniendo en cuenta que un ejér­cito del tamaño del nuestro no puede ser alertado para una operación dada, sin que una gran parte del pueblo no conozca el hecho...
—Sí, sí —rezongó Belug—. Concedido. —Son­rió con agudo destello de su dentadura—. Pero ten­go la sartén por el mango, Excelencia. Puedo espe­rar indefinidamente para atacar a la Tierra. Vos no podéis.
—¿Eh? — exclamó Rusch mordiendo su pipa.
—En último análisis, hasta los dictadores descan­san en el apoyo popular. Mi servicio secreto me in­forma que estáis perdiendo rápidamente el vuestro. La reina no os ha hablado durante un año, ¿no es así? Y hay muchos norronianos cuya lealtad pri­mera es para la Corona. Cuando se filtre el pensa­miento de la guerra con la Tierra, y muchos hom­bres tengan tiempo de comprender cuan poco les gusta la idea, tiempo para ver a través de vuestra propaganda antiterrestre... se encolerizarán. Se ru­morea ya sobre vos en las cervecerías y en los clubs de oficiales, y se cuchichea en las antesalas de los ministerios. Mis agentes lo han oído.
»Sólo restan de probada lealtad hacia vos quie­nes forman el cuadro personal vuestro de jóvenes oficiales. Y si el descontento crece un poco más, y si la rebelión abierta estalla, vuestros seguidores se­rán colgados de los faroles.
»Es algo que no podéis ya demorar mucho...
Rusch no replicó durante un largo momento. Incorporóse luego en su asiento, y destellándole el monóculo como una fría claraboya en invierno, restalló:
—Puedo siempre desbaratar ese plan y reanudar el estado normal de los asuntos.
Belug se tornó rojo escarlata.
—¿La guerra con Kolresh de nuevo? Ya os daría bastantes quebraderos de cabeza el reorganizaros...
—No lo creo. Nuestra Academia de Guerra, co­mo cualquier otra, tiene preparados planes milita­res para cualesquiera previsibles circunstancias. Si no llego a un acuerdo con vos, el Plan número Tal entra en funciones. Y evidentemente será apoyado por el entusiasmo popular... —Clavó en el Supremo unos pálidos ojos de pescado y prosiguió en he­lado tono—: Después de todo, Vuestro Dominio, prefiriría combatiros. Lo único en lo que gozaría más sería en cazaros con una jauría. Setecientos años han mostrado que ello es imposible. Abrí ne­gociaciones para hacer el trato mejor posible... ya que puesto que no podéis ser conquistados, resulta mejor unirse a vosotros en una carrera de imperialismo mutuamente provechoso.
»Pero si vuestra obstinación impide un acuerdo, puedo declararos la guerra de la manera habitual, no siendo ya peor de lo que era. La elección se ha­lla, pues, en vuestras manos.
Belug tragó saliva, y hasta los componentes de su guardia se desconcertaron un tanto. No se ha­blaba de aquella manera en la mesa de negocia­ciones.
Finalmente, y moviendo sólo levemente sus la­bios, el Supremo dijo:
—Se aprecia vuestra franqueza, Excelencia. Al­gún día me placería discutir más ampliamente este aspecto. En cuanto al presente, creo... sí, puedo ver vuestro punto de vista... Estoy dispuesto a admitir a algunas de vuestras tropas en nuestras aeronaves de línea. —Y al cabo de un momento, sentado aún como un ídolo de piedra, añadió—: Pero esa cues­tión de devolver los prisioneros de guerra... Nunca lo hemos hecho. Propongo que no se vuelva a poner sobre el tapete.
—Yo no me propongo dejar a pobres diablos de norrones pudrirse más en vuestros campos —dijo Rusch—. Estoy bastante bien informado de lo que en ellos sucede. Si hemos de ser aliados, deseo que regresen a su hogar tantos compatriotas como se hallen aún con vida.
—No son muchos los que quedan ya sanos —dijo Belug, deliberadamente.
Rusch lanzó una bocanada de humo, sin respon­der nada.
—Si he cedido en el primer punto —añadió Be­lug—, tengo derecho a probar vuestra sinceridad en el otro. Conservaremos nuestros prisioneros.
El rostro de Rusch palideció al extremo. En la estancia se produjo un denso silencio.
—Está bien —dijo al cabo de larga pausa—. Que así sea.
* * *
Sin pronunciar palabra, el comandante Othkar Graaborg condujo a su compañía al interior del negro crucero. Del aeródromo espacial, donde la policía contenía a duras penas a una muchedumbre levantisca, provenía un estrépito de griterío. Era la primera vez en la Historia que el pueblo de Norron había lapidado a sus propios soldados.
Los hombres del comandante pataleaban estólidamente tras él, por la plancha de atraque y a tra­vés de los pasillos. Entre los cascos y mochilas y armas, ruidoso tropel de botas y ruidosas corazas, sus caras aparecían perdidas; eran como un ejér­cito sin rostros.
Graaborg seguía a un enseña kolreshita, quien miraba hacia atrás nerviosamente a aquellos ene­migos hereditarios, hasta que llegaron al rancho, instalado premiosamente en una bodega, brindando con sus literas una parca comodidad a un millar de hombres.
—Está bien, muchachos —dijo cuando la puerta se hubo cerrado tras su guía—. Instalaos vosotros mismos.
Todos se pusieron a la tarea, abriendo mochilas, extendiendo mantas y buscando, en fin, la mayor comodidad. Inmediatamente después, comenzaron a reunir las ametralladoras pesadas, los morteros y hasta un inyector nuclear.
—¡Eh, vosotros! —La voz de fuerte acento graznó desde un altavoz en la pared—. No pongáis juntas las armas ahí.
Graaborg miró hacia arriba desde una especie de garita en la que se había cobijado.
—Vete a la porra —dijo jovialmente—. ¿Quién eres, de todos modos?
—Oficial ejecutivo. Informaré al capitán.
—Díselo. Mis órdenes son las que de acuerdo con el tratado, en tanto nos hallemos en nuestra parte asignada de la nave, estamos bajo nuestra propia disciplina. Si a tu capitán no le gusta, que venga por acá y hablaremos. — Graaborg recorrió con un pulgar el filo de una bayoneta. Un coro lobuno de sus hombres subrayó la invitación.
Nadie apareció para hacer la prueba. El crucero penetró con sordo ruido en el espacio y siguió su marcha. Durante varios días, el contingente del ejército norroniano permaneció en su antro, más paciente en aquel cuartel hediondo de lo que los kolreshitas pudieran imaginarse pudiera estarlo cualquiera. Sin embargo, ningún astronauta se aventuraba allá; los alimentos eran buscados en la cocina por escuadras de Norran.
Sólo Graaborg vagaba libremente por la nave, siendo contactado por el comandante Von Brecca, de Ostarik, jefe a bordo del enlace aeronaval del Doble Reino; una pequeña pandilla de oficiales y clases se albergaba por doquier. Cuando la necesi­dad lo requería, conferenciaban con los oficiales kolreshitas sobre problemas rutinarios, pasaban re­vista a las varias operaciones que habrían de efec­tuarse al ser alcanzada la Tierra, dentro de un mes..., pero no se mezclaban socialmente. Lo cual convenía a sus huéspedes.
Lo cierto era que los kolreshitas estaban más bien atemorizados de ellos, A un hombre del espacio no le falta valor, pero es un caballero entre guerreros. Su aeronave o bien funciona bien, manteniéndole limpio y confortable, o bien no funciona en abso­luto, y entonces muere rápida y despiadadamente.
El soldado de tierra, músculo en barro, cuya ar­ma última es el aguzado acero en desnudas manos, tiene una especie diferente de dureza.
Dos semanas después de la partida, el cronóme­tro de muñeca de Graaborg señaló cierta hora. Se hallaba instruyendo a sus hombres en equipo de combate, como lo había estado haciendo cada «día» a pesar de los exiguos cuarteles.
—¡A...atención! — La orden pasó a través de ca­pitanes, tenientes y sargentos; la densa masa de hombres quedó en compacto silencio.
El comandante Graaborg se llevó a los labios un pequeño amplificador de bolsillo.
—Está bien, muchachos —dijo como al azar—. Tomad las máscaras de gas, escudos de radiación y todas las armas. Vamos a limpiar esta nave.
Y manejando él mismo una granada, la arrojó contra la pared, derribándola.
Siendo quizá los soldados mejor entrenados del universo, los norronianos marcaron sólo la pausa de un brevísimo segundo. Luego, vitoreando con voces de muerte e infierno, se apelotonaron pisando los talones de su jefe.
Poca resistencia fue hallada hasta hacerse cargo Graaborg del mando de Von Brecca, que era el cru­cial que podía hacer funcionar y combatir a la aeronave. Los kolreshitas estaban demasiado atur­didos. Luego los nómadas combatían encarnizada­mente. Graaborg no obstante tenía la desventaja de no haber podido dar a sus hombres un plan de batalla. Cuarteó sus fuerzas y confió en la inteli­gencia de los subalternos.
Su fe no resultó desplazada, aunque la aeronave se hallara en malas condiciones para cuando el úl­timo kolreshita fue ametrallado.
Graaborg empleó asimismo una bayoneta, con enorme satisfacción.
* * *
M'Katze Unduna entró en el despacho de la Torre de la Bruja.
—¿Me enviasteis llamar, Excelencia? — pregun­tó. Su voz era tan fría y áspera como la tormenta al exterior.
—Sí. Sentaos, por favor —El margrave Hans von Thoma Rusch parecía cansado—. Tengo algu­nas noticias que daros.
—¿Qué noticias? Declarasteis la guerra a la Tie­rra hace dos semanas. Vuestro ejército no puede haberla alcanzado todavía. —Unduna se inclinó sobre el escritorio.— ¿Es que habéis hallado medio de transporte para enviarme a mi patria?
—Noticias un tanto mejores, Excelencia. — Rusch manipuló en un televisor, apareciendo a poco en la pantalla un fondo de repiqueteantes robots y oficiales frenéticamente ocupados.
Luego fue un rostro joven en primer plano, y con más vida en él de la que jamás viera Undu­na en aquel adusto planeta.
—¡Estado Mayor Central... informando...! Oh, sí, Excelencia. —E infantilmente añadió, contra las ordenanzas—: ¡Lo atrapamos! La Bhooka aca­ba de llamar... ¡es nuestra!
—Hummm. Bien —Rusch lanzó una ojeada a Unduna—. La Bhooka es la astronave superacorazada que acompaña a la Fuerza de acción espe­cial número dos... Siga con las noticias.
—Sí, señor. Se halla ya reduciendo a las uni­dades que no pudimos capturar. El almirante Sorrens calcula que en otra hora controlará por en­tero a la Fuerza Dos. Acaba de llegar un boletín de la Fuerza Tres. El almirante Gundrup murió en combate, pero el vice-almirante Smitt se ha hecho cargo del mando, e informa que tres cuar­tas partes de las aeronaves se hallan en nuestras manos. Está demorando el fuego hasta ver lo que sucede a bordo del resto. También...
—Ya está bien —dijo Rusch—. Ya me dará más tarde el informe completo. Recuerde al Esta­do Mayor que para las siguientes pocas horas, to­das las decisiones de mando es mejor sean toma­das por oficiales sobre el terreno. Después de ello, cuando veamos lo conseguido, pueden ser emplea­das más amplias tácticas. Caso de que no se pro­duzca una extrema emergencia, pasarán unas cuantas horas antes de que me traslade al Cuar­tel General.
—Sí, señor. Señor... yo... puedo decir... — El joven norroniano lo mismo podría haberse diri­gido a un dios.
—Está bien, muchacho, ya lo has dicho. —Rusch apagó el televisor y miró a Unduma—. ¿Os dais cuenta de lo que está sucediendo?
El embajador se sentó; sus rodillas parecían ha­berse fundido de golpe.
—¿Qué es lo que habéis hecho? — preguntó con extraña voz.
—Lo que planeé hace unos cuantos años —dijo el margrave.
Abrió un cajón de su escritorio y sacó una bo­tella.
—Vamos, Excelencia —invitó—. Creo que po­demos echar un buen trago. Auténtico Scotch te­rrestre. Lo guardé para este día.
Pero no sentía gloria alguna brincando en él. A menudo sucede así; se obtiene la realización de un sueño, y únicamente se nota lo cansado que uno está.
Unduna dejó que el fuego líquido se deslizara a través de su garganta.
—Lo comprendéis, ¿no es así? —dijo Rusch—. Durante siete siglos combatieron el elefante y la ballena, sin ser capaces de alcanzar las partes vitales. Hice esta alianza contra la Tierra sólo con el fin de que nuestros hombres pusieran pie a bordo de estas aeronaves. Pero una operación de una envergadura tal puede ser fingida. Todo ha de ser auténtico... los acuerdos, los preparati­vos, la propaganda, todo. Sólo un puñado de ofi­ciales, hombres en quienes se puede confiar hasta el... el infinito. — Su voz se quebró, y Unduna pensó en los prisioneros de guerra sacrificados, en las espantosas bajas en los pasillos de acero de las naves espaciales. Los artilleros de Norron destru­yendo a los kolreshitas, y los supervivientes de los destacamentos norronitas... — Sólo poco puede ser dicho, y ello únicamente en el último instan­te. Por lo demás, yo confiaba en la calidad de nuestras tropas. Son buenos muchachos todos ellos y, por ende, adaptables. Y son especialmente adaptables cuando de pronto se les dice que aco­metan a hombres a quienes la mayoría odian a muerte.
Tomó un nuevo trago de la botella.
—El precio es no obstante elevado —dijo con voz pastosa—. Nos costará sin duda tantas bajas como diez años de guerra ordinaria. Pero si no hubiese hecho yo esto, fácilmente habría habido otros setecientos años de contienda. ¿O no? ¿Po­dría no haber habido? Sea como fuere, hemos destruido ya la espina dorsal de la flota kolreshita. Tiene aún buena cantidad de aeronaves, desde luego, y supone todavía una amenaza, pero dis­minuida... tullida. Espero que la Tierra se dis­pondrá a unirse a nosotros. Entre ambos, Tierra y Norstad-Ostarik, se puede acabar con Kolresh en un abrir y cerrar de ojo. Y después de todo, Kolresh os declaró la guerra, tenía todas las inten­ciones de destruiros. Si no queréis ayudarnos... en tal caso lo terminaríamos por nosotros mismos, ahora que su flota está casi aniquilada. Pero es­pero que os unáis a nosotros.
—No lo sé — dijo Unduna, quien se sentía aún bamboleándose en un nuevo cosmos. — No somos un... un pueblo duro.
—Debierais serlo —dijo Rusch—. Lo suficien­temente duros, de todos modos, para ganaros un voto en lo que va a suceder en torno a Polaris. ¡Importante frontera, Polaris!
—Sí —dijo lentamente Unduna—. Eso es. No creo que provocará vítores en nuestras calles, pero... sí, me parece que hemos de proseguir la guerra, como aliados vuestros, aunque no sea sino para impediros que asesinéis a los kolreshitas. Pueden ser rehabilitados...
—Lo dudo —gruñó Rusch—. Pero eso es un detalle. Pero de ningún modo se les permitirá de nuevo el empleo de armas. —Alzó una ceja, sar­dónico—. Supongo que también nosotros pode­mos ser rehabilitados, una vez que enviéis a vues­tros grupos de paz y sicotécnicos aquí. No me cabe duda de que os las apañaréis para desmilitarizar­nos y convertirnos en buenos y rollizos demócratas. Está bien, Unduna, enviad vuestros misione­ros civilizadores. Pero permitidme que dé gracias a los dioses porque mi vida no sea tan larga como para ver completada su labor...
El terrestre asintió, más bien con frialdad. No se podía reprochar a Rusch de traición, insensibi­lidad y arrogancia —era lo que su historia le ha­bía hecho—; pero de todos modos seguía siendo un compañero desagradable para un hombre civi­lizado.
—Lo comunicaré a mi Gobierno al instante, Excelencia —dijo— y recomendaré una alianza provisional, cuyos términos se estamparán más tarde. Os informaré tan pronto como... ah, ¿dónde os hallaréis?
—¿Cómo podría saberlo? —Rusch se puso en pie. Él viento de la noche ululaba a su espalda—. He de convocar al Ministerio y hacer una decla­ración pública televisada, y trasladarme al Estado Mayor, y... No. ¡Al diablo con ello! Si me necesi­táis dentro de las siguientes pocas horas, estaré en Sorgenlos, en Ostarik. ¡Pero el asunto habrá de ser importante!
F I N

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