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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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domingo, 8 de agosto de 2010

EL ASTRONAUTA MUERTO -- J.G. Ballard

EL ASTRONAUTA MUERTO

J.G. Ballard

Cabo Kennedy y sus enormes instalaciones erigidas sobre las dunas ya no eran ahora más que un mausoleo. La arena había sepultado el Banana River y todos sus riachuelos, convirtiendo el antiguo complejo espacial en un desierto pantanoso lleno de islas de hormigón cuarteado. Durante el verano los cazadores se emboscaban entre los restos de los desmantelados vehículos de servicio, pero cuando nosotros llegamos, Judith y yo, era principios de noviembre y no había ni un alma. Tras Cocoa Beach, donde aparqué el coche, los moteles en ruinas desaparecían a medias bajo la vegetación salvaje. Las rampas de lanzamiento apuntaban hacia el atardecer, como los oxidados grafismos de una extraña álgebra celeste.

- La verja de entrada está a ochocientos metros ahí delante - dije -. Esperaremos aquí hasta que se haga de noche. ¿Te sientes mejor?

Judith contemplaba en silencio la enorme nube de color rojo cereza en forma de embudo que parecía estar arrastrando consigo al muriente día hacia el otro lado del horizonte. El día anterior, en Tampa, había sufrido un momentáneo desvanecimiento sin ninguna causa aparente.

- ¿Y el dinero? - dijo de pronto -. Quizá nos pidan más, ahora que estamos aquí.

- ¿Más de cinco mil dólares? No, es suficiente. Los cazadores de reliquias son una especie en vías de extinción. Cabo Kennedy ya no interesa a nadie. ¿Qué te ocurre? - estaba tironeando nerviosamente con sus afilados dedos las solapas de su chaquetón de ante.

- Bueno, es que, pienso... quizás hubiera tenido que vestirme de negro.

- ¿Por qué? Esto no es un entierro, Judith. Vamos, hace veinte años que Robert está muerto. Sé lo que representaba para nosotros, pero...

Ella miraba fijamente los destrozados neumáticos y los restos de los coches abandonados. Sus ojos claros parecían tranquilos en su tenso rostro.

- ¿Pero es que no lo comprendes, Philip? - murmuró -. Vuelve. Es preciso que alguien esté ahí esperándolo. Los servicios efectuados en su memoria ante el aparato de radio no fueron más que una farsa atroz. ¿Imaginas el shock que hubiera recibido el pastor si Robert le hubiera respondido? Ahora, aquí, tendría que haber todo un comité de recepción esperándole, en lugar de solo nosotros dos en medio de toda esta ruina.

- Judith - dije, con voz más firme -, podría haber un comité de recepción... si le dijéramos a la NASA lo que sabemos. Sus restos serían inhumados en la cripta de la NASA en el cementerio militar de Arlington, habría toda una ceremonia, quizás incluso asistiera el propio presidente. Aún estamos a tiempo.

Esperé, pero ella no dijo nada. Miraba con ojos fijos cómo la verja de entrada se diluía en el cielo nocturno. Quince años antes, cuando el astronauta muerto, girando en órbita en torno a la Tierra en el interior de su calcinada cápsula, fue cayendo lentamente en el olvido, Judith se había erigido en un firme comité de recuerdo. Quizá dentro de algunos días, cuando tuviera por fin entre sus manos los restos de lo que había sido Robert Hamilton, se viera libre por fin de su obsesión.

- ¡Philip! - dijo de pronto -. Allá arriba. ¿Acaso es...?

Al oeste, arriba en el cielo, entre Cefeo y Casiopea, un punto luminoso avanzaba hacia nosotros como una estrella errante en busca de su zodíaco. Unos minutos después paso por encima de nuestras cabezas, una débil baliza parpadeante entre los cirros que coronaban el mar.

- Lo es, Judith. - Le mostré los horarios de trayectorias que había anotado en mi bloc -. Los cazadores de reliquias calculan mejor las órbitas que cruzan el cielo que cualquier ordenador. Debe hacer años que observan sus pasos.

- ¿Quién va en ella?

- Una cosmonauta rusa, Valentina Prokrovna. Fue lanzada hace veinticinco años desde una base de los Urales para instalar un repetidor de televisión.

- ¿De televisión? Espero que los espectadores hayan disfrutado con los programas.

La crueldad de aquella observación, dicha mientras Judith descendía del coche, me hizo pensar de nuevo en las verdaderas razones que habían empujado a Judith a realizar el viaje hasta Cabo Kennedy. Seguí con la mirada la cápsula de la muerta hasta que se desvaneció sobre el Atlántico en sombras, emocionado una vez más ante el trágico pero sereno espectáculo de aquellos viajeros fantasmas regresando al cabo de tantos años, rechazados por las mareas del espacio. Lo único que conocía de aquella rusa, además de su nombre, era su clave: Gaviota. Sin embargo, sin saber exactamente la razón, me sentía contento de estar allí en el momento de su regreso. Judith, por el contrario, no experimentaba nada de aquello. A lo largo de todos aquellos años había permanecido sentada en el jardín, en el frescor del anochecer, demasiado cansada para subir a la habitación y acostarse, sin preocuparse más que de uno solo de los doce astronautas muertos que orbitaban en el cielo.

Aguardó, de espaldas al mar, mientras yo metía el coche en un garaje abandonado, a cincuenta metros de la carretera. Tomé las dos maletas del capó. Una de ellas, la más ligera, contenía nuestras cosas. La otra, forrada interiormente con una chapa metálica, provista de doble asa y con correas de refuerzo, estaba vacía.

Avanzamos en dirección a la verja metálica, como dos viajeros retrasados llegando a una ciudad abandonada desde hace mucho.

Hace veinte años que los últimos cohetes abandonaron los silos de lanzamiento de Cabo Kennedy. Por aquel entonces la NASA nos había transferido - yo era programador de vuelos - al gran complejo espacial planetario de Nuevo Méjico. Poco después de nuestra llegada conocimos a uno de los astronautas que se entrenaban allí, Robert Hamilton. Han pasado dos decenios desde entonces, y lo único que recuerdo de aquel muchacho exquisitamente educado es su penetrante mirada y su tez albina. Tenía los mismos ojos claros y los mismos cabellos opalinos que Judith, y la misma frialdad de comportamiento, casi ártica. Intimamos durante apenas seis semanas. Judith se había sentido atraída por él, un capricho pasajero nacido de esas confusas pulsiones sexuales que las mujeres jóvenes y convenientemente educadas expresan de la misma ingenua y típica manera; viéndoles juntos en la piscina o jugando al tenis, no era irritación lo que sentía, sino más bien aprensión ante la idea de que, para ella, todo aquello no era más que una efímera ilusión.

Y un año más tarde, Robert Hamilton estaba muerto. Había vuelto a Cabo Kennedy para efectuar uno de los últimos lanzamientos militares antes de que el lugar fuera cerrado. Tres horas después del lanzamiento, su cápsula había entrado en colisión con un meteorito que había averiado irrecuperablemente el sistema de distribución de oxígeno. Vivió todavía cinco horas gracias a su traje. Aunque tranquilos al principio, sus mensajes por radio fueron haciéndose más y más frenéticos hasta convertirse al final en un galimatías incoherente. Ni Judith ni yo fuimos autorizados a escucharlos.

Una docena de astronautas habían muerto accidentalmente en órbita, y sus cápsulas seguían girando en torno a la Tierra como las estrellas de una nueva constelación. Al principio, Judith no se mostró tan traumatizada, pero más tarde, tras su aborto, la imagen del astronauta muerto girando en el cielo por encima de nuestras cabezas empezó a obsesionarla. Durante horas permanecía con los ojos fijos en el reloj de la habitación, como si estuviera aguardando algo.

Cinco años más tarde, cuando presenté mi dimisión de la NASA, acudimos por primera vez a Cabo Kennedy. Algunas unidades militares custodiaban todavía las desmanteladas instalaciones, pero la antigua base de lanzamiento había sido convertida ya en cementerio de satélites. A medida que iban perdiendo su velocidad orbital, las cápsulas muertas eran llamadas de nuevo por las radiobalizas. Además de los americanos, los satélites rusos y franceses lanzados en el marco de los proyectos espaciales conjuntos euro-americanos regresaban a Cabo Kennedy, y las cápsulas carbonizadas se estrellaban contra el resquebrajado cemento.

Y entonces surgían los cazadores de reliquias, hurgando entre la requemada maleza en busca de los tableros de control, los trajes espaciales y, lo más valioso de todo, los cadáveres momificados de los astronautas.

Esos renegridos fragmentos de tibias y de clavículas, de rótulas y de costillas, reliquias únicas de la era del espacio, eran tan preciosos como los huesos de los santos en la Edad Media. Tras los primeros accidentes mortales en el espacio, la opinión pública había desatado una campaña para que aquellos ataúdes orbitales fueran atraídos de nuevo a la Tierra. Desgraciadamente, cuando un cohete lunar se estrelló en el desierto de Kalahari, los indígenas penetraron en él, tomaron a los astronautas por dioses, cortaron cuatro pares de manos y desaparecieron entre los matorrales. Fueron necesarios dos años para hallarlos. Después de lo cual se deja que las cápsulas orbiten y se consuman hasta el momento en que efectúan la reentrada por sus medios naturales.

Los vestigios que sobreviven al brutal aterrizaje en el cementerio de satélites son recuperados por los cazadores de reliquias de Cabo Kennedy. Esos nómadas viven allí desde hace años, acampando en los cementerios de coches y en los moteles abandonados, arrebatando sus iconos en las propias narices de los guardianes que patrullan por las pistas de cemento. A principios de octubre, cuando un antiguo compañero de la NASA me comunicó que el satélite de Robert Hamilton había entrado en su fase de inestabilidad, me dirigí a Tampa y empecé a informarme del precio que iba a costarme la compra de sus despojos. Cinco mil dólares para lograr que su fantasma fuera depositado por fin bajo tierra y dejara de atormentar el espíritu de Judith no era caro.

Franqueamos la verja a ochocientos metros de la carretera. Las dunas habían aplastado en algunos lugares aquella cerca de seis metros de altura, y la maleza crecía por entre el enrejado. No lejos de nosotros se divisaba la entrada que, más allá de un semiderruido puesto de guardia, se dividía en dos caminos pavimentados que partían en direcciones opuestas. Cuando llegamos al lugar de la cita, los faros de los semitractores de los guardianes iluminaron el lado de la playa.

Cinco minutos más tarde un hombre bajo de piel curtida surgió de un coche medio sepultado en la arena, a cincuenta metros de nosotros, y avanzó con la cabeza baja.

- ¿Señor y señora Groves? - preguntó. Hizo una pausa para estudiarnos atentamente, antes de presentarse a sí mismo en forma lacónica -: Quinton. Sam Quinton.

Nos estrechamos las manos. Sus dedos parecidos a garras, palparon mis muñecas y mis antebrazos. Su afilada nariz dibujaba círculos en el aire. Tenía los ojos huidizos de un pájaro, unos ojos que escrutaban incesantemente las dunas y la vegetación. Un cinturón militar mantenía en su sitio su remendado pantalón de terciopelo. Agitaba las manos como si dirigiera una orquesta de cámara oculta tras las arenosas colinas, y observé las profundas cicatrices que surcaban sus palmas, como pálidas estrellas en la noche.

Por un momento, pareció inquieto y como casi sin deseos de continuar. Luego, con un gesto brusco, se giró y avanzó a buen paso entre las dunas, mientras nosotros trastabillábamos tras él, sin que pareciera preocuparle lo más mínimo. Al cabo de una media hora llegamos a una especie de depresión cercana a una instalación transformadora de amoníaco. Tanto Judith como yo estábamos agotados de transportar las maletas por en medio de todos aquellos montones de neumáticos de desecho y piezas metálicas oxidadas.

Algunos bungalows, edificados originalmente junto a la playa, habían sido transportados al interior de una hoya. Su equilibrio era más bien precario debido a la pendiente, y sus paredes exteriores estaban adornadas con cortinas y papeles estampados.

La hoya estaba llena de material espacial recuperado: elementos de cápsulas, protectores térmicos, antenas, fundas de paracaídas. Dos hombres de rostro pálido, vestidos con monos, estaban sentados en un asiento trasero de coche, junto a la abollada carcasa de un satélite meteorológico. El de más edad de los dos llevaba un rajado casco de aviador hundido hasta los ojos, y sus manos llenas de cicatrices pulían el visor de un casco espacial. El más joven, cuya boca permanecía oculta por una pequeña pero espesa barba, miró como nos acercábamos con la misma fría e indiferente mirada de un empresario de pompas fúnebres.

Entramos en la mayor de las cabañas, dos habitaciones construidas a partir de uno de los bungalows de la playa. Quinton encendió una lámpara de petróleo y, haciendo un gesto vago hacia el deteriorado interior, murmuró sin excesiva convicción:

- Estarán bien aquí. - Al ver la expresión visiblemente disgustada de Judith, añadió -: Bueno, no tenemos demasiados visitantes, ¿saben?

Dejé nuestro equipaje sobre la cama metálica. Judith se dirigió a la cocina, y Quinton señaló la maleta vacía.

- ¿Están ahí?

Saqué del bolsillo dos fajos de billetes de a cien dólares y se los tendí.

- La maleta es... para los restos. ¿Es lo bastante grande?

Me miró, a la rojiza claridad de la lámpara de petróleo, como si nuestra presencia allí le desconcertara.

- Hubiera podido ahorrarse toda esta molestia, señor Groves. Hace un montón de tiempo que están ahí arriba, ¿sabe? Después del impacto... - una misteriosa razón le hizo dirigir una mirada fugaz a Judith -... una caja de las usadas para guardar las piezas de un juego de ajedrez hubiera bastado.

Cuando se fue, me reuní con Judith en la cocina. De pie ante el hornillo, con las manos apoyadas sobre una caja de latas de conserva, estaba mirando a través de la ventana todos aquellos detritus del cielo donde Robert Hamilton seguía girando todavía. Tuve la fugitiva sensación de que toda la tierra estaba recubierto de detritus, y que era precisamente allí, en Cabo Kennedy, donde habíamos hallado por fin la fuente.

Apoyé mis manos en sus hombros.

- ¿Por qué todo esto, Judith? ¿Por qué no regresamos a Tampa? Lo único que tendríamos que hacer sería volver otra vez dentro de diez días, cuando ya todo hubiera terminado...

Se giró y frotó su chaqueta de ante, como si quisiera borrar la huella dejada por mis manos.

- Quiero estar aquí, Philip. Por penoso que sea. ¿Acaso no puedes comprenderlo?

A medianoche, cuando terminé de preparar nuestra parca cena, ella estaba de pie en lo alto de la pared de hormigón del silo de fermentación. Los tres cazadores de restos, sentados sobre el asiento trasero de coche, la contemplaban sin moverse, con sus manos llenas de cicatrices parecidas a llamas en medio de la noche.

A las tres de la madrugada, mientras permanecíamos tendidos en la estrecha cama, inmóviles, sin dormir, Valentina Prokrovna regresó del cielo. Realizó su última vuelta en un esplendoroso catafalco de aluminio incandescente de casi trescientos metros de longitud. Cuando salí, los cazadores de reliquias ya no estaban allí. Los vi correr entre las dunas, saltando como liebres por encima de los neumáticos viejos y de la chatarra.

Volví a entrar en la habitación.

- Está llegando, Judith. ¿Quieres verla?

Con sus rubios cabellos sujetos con un pañuelo blanco, tendida boca arriba sobre la cama, contemplaba fijamente el resquebrajado yeso del techo. Poco después de las cuatro, mientras yo permanecía sentado a su lado, un resplandor fosforescente inundó la hoya. A lo lejos resonaron una serie de explosiones que atronaron a lo largo de la muralla de dunas. Se encendieron algunos proyectores, seguidos por el estruendo de motores y sirenas.

Los cazadores de reliquias regresaron al amanecer, con sus destrozadas manos envueltas en vendajes hechos a toda prisa, arrastrando su botín.

Tras aquel melancólico ensayo general, Judith pareció ser presa de una febril actividad tan inesperada como repentina. Como si preparara la casa para alguna visita, colgó las cortinas y barrió las dos habitaciones con un meticuloso cuidado. Incluso le pidió a Quinton un producto para abrillantar el suelo. Durante horas, sentada frente al tocador, cepillaba sus cabellos, probando uno tras otro nuevos peinados. La observé varias veces palpando sus hundidas mejillas, como buscando en ellas los contornos de un rostro que había desaparecido hacía veinte años. Cuando hablaba de Robert Hamilton, parecía tener miedo de parecerle demasiado vieja. En otras ocasiones lo evocaba como si él fuese un niño, el hijo que no habíamos podido tener tras su aborto. Aquellos papeles contrapuestos se iban encadenando como las peripecias de un psicodrama íntimo. Sin embargo, y sin saberlo, ambos utilizábamos a Robert Hamilton desde hacía años, cada uno por distintas razones personales. Esperando su regreso con la certeza de que, después, Judith ya no tendría a nadie más hacia quien volverse excepto a mí, yo esperaba y callaba.

Durante todo aquel tiempo, los cazadores de reliquias trabajaban sobre los restos de la cápsula de Valentina Prokrovna: la deformada porcelana térmica, el chasis de la unidad telemétrica, varias cajas de película en las que había quedado registrada la colisión y la muerte de la cosmonauta (si la película estaba intacta, recibirían elevados precios por ellas: los cines clandestinos de Los Angeles, Londres y Moscú se disputarían aquellas imágenes de violencia y horror que crisparían a sus públicos). Al pasar ante la cabina adyacente a la nuestra, vi un plateado traje espacial desgarrado cuidadosamente extendido sobre dos asientos de coche. Quinton y sus compañeros, con los brazos metidos en las mangas y las perneras de la escafandra, me miraron con una expresión extática en sus ojos.

Una hora antes del amanecer fui despertado por el ruido de motores procedentes de la playa. Los tres cazadores de reliquias estaban escondidos tras el silo, con sus crispados rostros iluminados por sus lámparas frontales. Un largo convoy de camiones y de semitractores evolucionaba por el área de lanzamiento. Algunos soldados saltaron de sus vehículos y empezaron a descargar tiendas y material.

- ¿Qué están haciendo? - le pregunté a Quinton -. ¿Acaso nos están buscando?

El hombre colocó una costurada mano formando visera sobre sus ojos.

- Es el ejército - dijo con voz insegura -. Quizás estén de maniobras. Es la primera vez que veo al ejército aquí.

- ¿Y Hamilton? - murmuré, aferrando su descarnado brazo -. ¿Está seguro de que...?

Me apartó con un gesto irritado que revelaba su inquietud.

- Seremos los primeros, no se preocupe. Va a llegar antes de lo que ellos creen.

Como profetizara Quinton, Robert Hamilton emprendió su último descenso dos noches más tarde. Lo vimos surgir de entre las estrellas y efectuar su última pasada. Reflejado miles de veces en los cristales de los coches apilados, su cápsula llameó entre la vegetación que nos rodeaba. Una difusa estela plateada dejó un fantasmagórico rastro a su paso.

Se produjo una repentina y febril actividad en el campamento militar. Los haces luminosos de los faros se entrecruzaron sobre las pistas de hormigón. En contra de la opinión de Quinton, yo había comprendido que no se trataba de maniobras, sino que los soldados estaban allí preparándose para el aterrizaje de la cápsula de Robert Hamilton. Una docena de semitractores patrullaban entre las dunas, incendiando los bungalows abandonados y aplastando las viejas carcazas de los automóviles. Equipos especializados reparaban la verja y reemplazaban los elementos de señalización desmantelados por los cazadores de reliquias.

Robert Hamilton apareció por última vez un poco después de medianoche, a una elevación de 42 grados noroeste, entre la Lira y Hércules. Judith se levantó de un salto y lanzó un grito. Al mismo instante, un gigantesco dardo de claridad desgarró el cielo. El deslumbrante halo que no dejaba de aumentar de tamaño se precipitaba sobre nosotros como un gigantesco cohete luminoso, mostrando el paisaje hasta sus más mínimos detalles.

- ¡Señora Groves! - Quinton se lanzó sobre Judith, que echaba a correr hacia el satélite en caída libre, y la tiró de bruces al suelo. A trescientos metros, en la cúspide de una duna, se erguía la aislada silueta de un semitractor; el llamear del meteoro ahogaba sus luces de posición.

La cápsula incandescente, el ataúd del astronauta muerto, pasó sobre nuestras cabezas con un sordo y metálico suspiro, haciendo llover gotas de metal derretido. Al cabo de unos segundos, mientras yo me protegía los ojos, una columna de arena surgió tras de mí, y un chorro de polvo se elevó hacia el cielo en medio de la noche, como un inmenso espectro hecho de huesos pulverizados. El sonido del impacto repercutió de duna en duna. Cerca de las rampas se elevaron llamaradas allá donde caían fragmentos de la cápsula. Un sudario de gases fosforescentes flotaba centelleando en el aire.

Judith corría a toda velocidad, pisándoles los talones a los cazadores de reliquias, cuyas luces zigzagueaban. Cuando los alcancé, los últimos braseros provocados por la explosión morían entre las instalaciones. La cápsula había aterrizado al lado de las antiguas rampas del cohete Atlas, excavando un pozo poco profundo de unos cincuenta metros de diámetro, cuyas paredes estaban sembradas de puntos de luz que brillaban como ojos que se fueran cerrando lentamente. Judith corría en todos sentidos, escarbando entre los restos de metal aún incandescentes.

Alguien me empujó. Quinton y sus hombres, con sus requemadas manos cubiertas de cenizas calientes, me rebasaron. Corrían como locos, con una luz salvaje brillando en sus ojos. Mientras nos alejábamos a toda velocidad de los proyectores que taladraban las tinieblas, me giré hacia la playa. Una pálida luminosidad plateada envolvía las instalaciones. Aquella nube resplandeciente fue arrastrada hacia lo lejos, como un fantasma moribundo, en dirección al mar.

Al amanecer, mientras los motores gruñían y resoplaban entre las dunas, recogimos los restos de Robert Hamilton.

Quinton entró en nuestra casa y me tendió una caja de zapatos. Judith, en la cocina, se secó las manos con un pañuelo.

Tomé la caja.

- ¿Es todo lo que han encontrado?

- Es todo lo que había. Si quiere puede ir a mirar usted mismo.

- Está bien. Nos iremos dentro de media hora.

Agitó la cabeza.

- Imposible. Están por todas partes. Si se mueven nos descubrirán.

Esperó a que yo alzara la tapa de la caja, hizo una mueca, y salió al exterior.

Nos quedamos allí otros cuatro días. El ejército rastreaba las dunas. Día y noche, los semitractores cruzaban entre los bungalows y los coches abandonados. En una ocasión, mientras espiaba la danza de vehículos desde detrás de una torre de aguas, un semitractor y dos jeeps llegaron a menos de cuatrocientos metros de nuestra hoya. Sólo el olor de los silos de sedimentación y el mal estado de las calzadas de hormigón les impidieron acercarse más.

Durante todo aquel tiempo, Judith permaneció sentada en la habitación, con la caja de cartón posada sobre su regazo. No decía nada. Como si ni yo ni el basurero de Cabo Kennedy le interesáramos ya. Se peinaba con gestos mecánicos, se maquillaba y volvía a maquillarse una y otra vez, incansablemente.

Al segundo día, me reuní con ella tras ayudar a Quinton a enterrar sus cabañas en la arena hasta las ventanas. Estaba de pie junto a la mesa.

La caja estaba abierta. En medio de la mesa estaban apilados una serie de bastoncillos carbonizados, como si hubiera estado intentando encender un fuego. Comprendí bruscamente que así había sido. Mientras removía las cenizas con sus dedos, vi asomar un fragmento de caja torácica, una mano y una clavícula.

Ella me miró con aire aturdido.

- Están negros - dijo.

La tomé en brazos y la obligué a tenderse en la cama. Me tendí a su lado. Fragmentos de órdenes amplificadas por los altavoces y cuyo eco era retransmitido por las dunas golpeaban contra los cristales.

- Ahora podemos irnos - dijo Judith cuando la columna de soldados se hubo alejado.

- Un poco más tarde, cuando ya no haya nadie - dije yo -. ¿Qué hacemos con esto?

- Enterrarlo. En cualquier lugar, ya no tiene importancia.

Parecía haber recuperado finalmente la tranquilidad. Me dedicó una breve sonrisa, como admitiendo que aquella macabra comedia por fin había terminado.

Sin embargo, una vez hube colocado de nuevo los huesos en la caja de zapatos y recuperado las cenizas de Robert Hamilton con ayuda de una cucharilla de postre, tomó de nuevo la caja de cartón y se la llevó a la cocina cuando fue a preparar la cena.

La enfermedad apareció al tercer día.

Tras una larga y agitada noche, encontré a Judith peinándose ante el espejo. Tenía la boca abierta, como si sus labios estuvieran impregnados de ácido. Cuando se sacudió la falda para eliminar los cabellos que habían caído en ella me sorprendí ante la leprosa blancura de su rostro.

Me levanté a duras penas, me dirigí pesadamente a la cocina, y me quedé contemplando el pote lleno de café frío. Sentía un cansancio indefinible, parecía como si mis huesos se hubieran reblandecido, estaba extenuado. Mi cuello y hombros estaban llenos de cabellos.

Judith se acercó a mí con paso vacilante.

- Philip... ¿Te encuentras mal?... ¿Qué es esto?

- El agua - murmuré. Vacié el café en la fregadera y me apreté la garganta -. Debe estar contaminada.

- ¿Podemos irnos ya? - Se llevó una mano a la frente y, con sus uñas quebradizas, se arrancó un mechón de cabellos color ceniza -. ¡Philip! ¡Por el amor del cielo! ¡Se me está cayendo todo el cabello!

Ambos nos sentíamos incapaces de comer nada. Tras forzarme a tragar un poco de carne fría, tuve que salir a vomitar fuera de la cabaña.

Quinton y sus hombres estaban agachados junto al silo. Me acerqué a ellos y tuve que apoyarme contra la carcasa del satélite meteorológico para mantener el equilibrio. Quinton se acercó a mí. Cuando le dije que era probable que los depósitos de agua estuvieran contaminados, sus acerados e inquietos ojos de pájaro se me quedaron mirando fijamente.

Una hora más tarde se habían ido todos.

A la mañana siguiente, nuestro último día en aquel lugar, nuestro estado empeoró. Judith, temblando bajo su chaqueta de ante, permaneció tendida en la cama, con la caja de zapatos sujeta entre sus brazos. Yo pasé horas enteras buscando agua potable en los bungalows. Mi agotamiento era tal que tuve que trabajar lo indecible para alcanzar el borde opuesto de la hoya. Las patrullas militares no habían estado nunca tan cerca. Podía oír el sonido de los semitractores cuando cambiaban de marcha. Los ladridos de los altavoces martilleaban mi cráneo como puños de acero.

Mientras miraba a Judith a través de la puerta abierta, algunas palabras llegaron hasta mi conciencia:

- ...zona contaminada... evacúen... radiactividad...

Fui junto a Judith y le arranqué la caja de las manos.

- Philip... - me miró con expresión abatida -. Devuélvemela...

Su rostro era una máscara abotagada. Manchas lívidas marcaban sus muñecas. Su mano izquierda se tendió hacia mí como la garra de un cadáver.

Agité rabiosamente la caja. En su interior, los huesos entrechocaron.

- ¡Maldita sea, es esto! ¿No comprendes... no comprendes por qué estamos enfermos?

- ¿Dónde están los demás, Philip? El viejo, los otros... Ve a buscarlos... Diles que nos ayuden.

- Se han ido. Ayer. Ya te lo dije.

Dejé caer la caja de cartón sobre la mesa. La tapa se abrió, dejando escapar un fragmento de caja torácica. Las costillas parecían un manojo de ramas secas.

- Quinton sabía qué era lo que pasaba. El porqué el ejército estaba aquí. Intentó prevenirnos.

- ¿Qué quieres decir? - Se irguió. Parecía como si tuviera que esforzarse para mantener su visión clara -. No hay que dejarles que se lleven a Robert. Entiérralo en cualquier parte. Ya vendremos a buscarlo en otra ocasión.

- ¡Judith! - me incliné sobre la cama -. ¿Acaso no te das cuenta? ¡Había una bomba a bordo! ¡Robert Hamilton llevaba consigo en su cápsula un proyectil atómico! - Me acerqué a la ventana y aparté las cortinas -. Ha sido una buena broma. Veinte años aguantando porque no podía tener la certeza...

- Philip...

- No te preocupes. Yo también lo utilicé. Creía que sólo él podía permitirnos continuar. ¡Y, durante todo este tiempo, él ha estado esperando ahí arriba la hora de arreglar cuentas con nosotros!

Un tubo de escape petardeó en el exterior. Un semitractor, en cuyas puertas y capota había pintada una enorme cruz roja, apareció en el borde de la hoya. Dos hombres vestidos con trajes protectores saltaron al suelo. Esgrimían contadores geiger.

- Judith, antes de que se nos lleven, dime... Nunca te lo he preguntado...

Sentada en la cama, Judith acariciaba distraídamente los cabellos esparcidos sobre la almohada. La mitad de su cráneo estaba casi desnudo. Miraba como sin ver sus manos de epidermis cada vez más pálida y desprovistas casi de fuerza. Nunca había visto en su rostro aquella expresión: la rabia sorda que engendra la traición.

Cuando sus ojos se posaron en mí y en los huesos esparcidos sobre la mesa, supe finalmente la respuesta a mi pregunta.

FIN

AMANECER EN MERCURIO Robert Silverberg



AMANECER EN MERCURIO

Robert Silverberg

A nueve millones de millas de la parte solar de Mercurio con el Leverrier girando en una serie de espirales que debían llevarle hacia el más pequeño mundo del Sistema Solar, el segundo piloto, Lon Cutris decidió poner fin a su vida.

Curtis había estado aguardando ansiosamente que se efectuase el aterrizaje; su tarea en la operación ya había concluido, al menos hasta que los planos de aterrizaje del Leverrier rozasen la esponjosa superficie de Mercurio. El eficaz sistema de enfriamiento por sodio anulaba los esfuerzos del monstruoso Sol visible a través de la pantalla posterior. Para Curtis y sus siete compañeros de tripulación, no había problemas; sólo tenían que esperar mientras el autopiloto iba descendiendo la nave espacial en lo que iba a ser el segundo aterrizaje del Hombre en Mercurio.

El comandante del Vuelo, Harry Ross, estaba sentado cerca de Curtis cuando notó el súbito envaramiento de las mandíbulas del piloto. De repente, Curtis asió la palanca de control. Desde las ruedas metálicas que hilaban el espumoso entramado, llegó un estallido verdoso de fluorocreno en disolución; el fulgor se desvaneció. Curtis se puso en pie.

- ¿Vas a algún sitio? - le preguntó Ross.

- No, sólo a dar una vuelta. - La voz de Curtis sonaba extraña.

Ross volvió a dirigir su atención a su microlibro, mientras Curtis se alejaba. Se oyó el sonido de cremallera de un grapón de proa al ser manipulado, y Ross sintió un frío momentáneo cuando el aire helado del compartimiento del reactor superrefrigerado se coló hasta allí.

Apretó una palanca, mientras doblaba la página. Luego...

«¿Qué diablos está haciendo en el compartimiento del reactor?»

El autopiloto controlaba sólo el flujo del combustible, graduándolo al milímetro, de una manera imposible para ningún sistema humano. El reactor estaba dispuesto para el aterrizaje, el combustible almacenado, el compartimiento estaba cerrado con todos los cerrojos y pasadores de seguridad. Nadie, y menos que nadie el segundo piloto, tenía nada que hacer allí.

Ross disolvió el asiento de espuma en un instante y se puso de pie. Pasó al pasillo y abrió la puerta del compartimiento reactor.

Curtis estaba junto a la puerta del transformador, jugueteando con el disparador. Al acercarse, Ross vio cómo el piloto abría la puerta y colocaba un pie en el vertedor que llevaba a la pila nuclear.

- ¡Eh, Curtis, idiota! ¡Sal de ahí! ¡Vas a matarnos a todos!

El piloto dio media vuelta y miró ausentemente a Ross un instante, levantando el pie. Ross saltó hacia delante.

Agarró el pie de Curtis con ambas manos y, a pesar de la serie de puntapiés propinados por aquél con su pie libre, consiguió apartarle del vertedor. El piloto pateaba, pegaba, se retorcía, intentando zafarse de la llave del otro. Ross se fijó en que las pálidas mejillas de su contrincante tremolaban; Curtis se había derrumbado completamente.

Gruñendo, Ross arrastró a Curtis lejos del vertedor y cerró la portezuela de golpe. Lo llevó a rastras hacia la cabina principal y allí le abofeteó con dureza.

- ¿Por qué has intentado hacerlo? ¿No sabes lo que tu masa le ocasionaría a la nave si caías en el transformador? Sabes que ya ha sido calibrada la entrada del combustible; unas ciento ochenta libras de más y la nave trazaría un arco dirigido al Sol. ¿Qué te pasa, Curtis?

El piloto fijó sus ojos inexpresivos, inmóviles, en Ross.

- Quiero morir - dijo simplemente. -. ¿Por qué no me dejas morir?

Quería morir. Ross se encogió de hombros, sintiendo un escalofrío en la espalda. No había forma de luchar contra esta dolencia.

De la misma forma que los submarinistas sufren de I'ivresse des grandes profondeurs - embriaguez de las grandes profundidades - y no existe cura para este extraño mal, especie de borrachera que les induce a quienes la padecen a romper los tubos de la respiración a cincuenta brazas debajo la superficie del agua, así los astronautas corrían el riesgo de padecer de esta enfermedad, el ansia de autodestruirse.

Surgía en cualquier parte. Un mecánico intentando ajustar una pieza de una nave espacial en pleno vuelo, podía de repente abrir una escotilla y absorber el vacío; un radiotelegrafista armando una antena en lo alto de su nave, podía de repente cortar su cuerda de sujeción, disparar su pistón direccional y hundirse en el espacio hacia el Sol. O un segundo piloto podía decidir arrojarse al transformador.

El oficial síquico, Spangler, apareció con una expresión preocupada en su rubicundo rostro.

- ¿Pasa algo?

Ross asintió.

- Curtis. Intentó saltar al interior del vertedor. Está enfermo, Doc.

Frunciendo el ceño, Spangler se frotó una mejilla, al tiempo que decía:

- ¡Condenación, siempre escogen los peores momentos! No es nada agradable sostener una sesión de psiquiatría mientras se viaja hacia Mercurio.

- Pues es así - replicó Ross -, Será mejor que le mantenga en estado inconsciente hasta que regresemos. No me gusta que empiece a imaginar diversos modos de quitarse la vida a espaldas nuestras.

- ¿Por qué no puedo morir? - insistió Curtis. Tenía lívida la faz. - ¿Por qué me has detenido?

- Porque, imbécil, habrías matado al resto de la tripulación si hubieses caído en el transformador. Sal por una escotilla, si lo deseas, pero déjanos tranquilos a los demás.

Spangler le dirigió una mirada de advertencia a Ross.

- Harry...

- Está bien, está bien - rezongó el aludido - Lléveselo.

El siquiatra se marchó acompañado de Curtis. Le daría una inyección y le encerraría dentro de una chaqueta de tela espumosa por el resto del viaje. Existía la posibilidad de que pudiera recobrar la cordura, una vez de regreso a la Tierra, aunque Ross sabía que el piloto intentaría por todos los medios suicidarse en pleno espacio.

Enojado, Ross volvió a su puesto. Un hombre se pasa toda la adolescencia soñando con el espacio, pasa varios años en la Academia y dos más viajando en órbitas menores. Luego, finalmente, consigue su ambición... y se derrumba. Curtis era una máquina de pilotaje (o timonel de la nave entre los astros), no un ser humano normal, y ahora había renunciado de manera permanente y voluntaria al único trabajo que sabía ejecutar.

Ross se estremeció, sintiendo frío, a pesar de que la inmensa mole del Sol llenaba ya toda la abertura de la vidriera posterior de la nave. Sí, aquello podía ocurrirle a cualquiera... incluso a él mismo. Pensó en Curtis, yaciendo inerte en una litera de espuma, con un solo pensamiento en su mente: «Quiero morir... quiero morir», en tanto Doc Spangler le musitaba frases tranquilizadoras. «Un ser humano - reflexionó Ross -, es en realidad una cosa bien frágil.»

La muerte parecía planear sobre la nave; el halo perverso del anhelo suicida de Curtis envenenaba la atmósfera.

Ross sacudió la cabeza como para ahuyentar aquellos amargos pensamientos y empujó hacia abajo la palanca que daba la señal para la preparación de la disminución de la velocidad. El globo inmóvil que era ahora Mercurio se veía, enorme, al frente. Lo contempló a través de la vidriera delantera.

Se estaban aproximando velozmente al ecuador del diminuto planeta. Ahora podía ver ya la clara división; el brillo de la parte bañada por el Sol, el inabordable infierno cruzado por multitud de ríos de zinc y hierro líquidos, y la helada negrura del lado opuesto, formada por llanuras oscuras de CO2 helado.

Por el centro del planeta corría el Cinturón Crepuscular, una zona estrecha, ni fría ni caliente, donde la parte soleada y la oscurecida se juntaban, proporcionando una no muy amplia franja de territorio escasamente tolerable, un anillo de nueve mil millas de circunferencia y diez o veinte millas de anchura.

El Leverrier apuntó hacia abajo. Hacia abajo era una definición errónea, el espacio carece de «arriba» y «abajo», pero era la manera más sencilla de expresarse que tenía Ross. Procuró calmar sus nervios. La nave se hallaba en manos del autopiloto; la órbita estaba calculada de antemano y todos los mandos estaban siguiendo el programa grabado previamente, llevando el cohete a un lugar del centro del planeta, donde...

«¡Dios mío!»

Ross se quedó helado de la cabeza a los pies. La cinta poseedora del cálculo previo que estaba siendo absorbida por las baterías de analogía había sido reparada por...

¡Curtis!

Un loco suicida era el que había dispuesto el programa para el aterrizaje del Leverrier.

Las manos de Ross comenzaron a temblar. Cuán fácil podía haberle sido a Curtis preparar una órbita excéntrica para que el Leverrier fuese a parar sobre un humeante río de plomo derretido... o la parte helada de la zona oscurecida.

Su falsa seguridad se desvaneció. No podía confiar en el piloto automático; tendrían que arriesgarse a efectuar un aterrizaje a mano.

Ross apretó el botón de comunicación.

- Quiero a Brainerd - dijo roncamente.

Unos segundos después apareció en la cabina el primer piloto, las pupilas reflejando su curiosidad.

- ¿Qué ocurre, capitán?

- Hemos tenido que concederle a Curtis un descanso. Intentó saltar al transformador.

- ¿Cómo?

Ross asintió.

- Intento de suicidio; le cogí a tiempo. Pero en vista de las circunstancias, creo que será mejor descartar la cinta grabada que preparó para el aterrizaje, y efectuarlo a mano; ¿de acuerdo?

El primer piloto se humedeció los labios.

- Quizá sea una buena idea.

- ¡Maldición! - exclamó Ross -. ¡Tiene que serlo!

Mientras la nave espacial tocaba tierra, Ross pensaba: «Mercurio es dos infiernos en uno».

Era el reino frío, gélido del pozo profundísimo de Dante, y era también otra concepción del imperio de Azufre. Los dos se encontraban, el fuego y el hielo, y cada hemisferio poseía su propia clase de infierno.

Levantó la cabeza y dirigió una rápida ojeada al panel de instrumentos situado sobre la palanca de disminución de la velocidad. Todos los numeradores estaban verificados; el peso de aposentación era el apropiado; la estabilidad de un 100 por cien; la temperatura exterior de 108º Farenheit, era soportable, y todo indicaba que el aterrizaje había tenido lugar sólo un poco hacia la parte del Sol del centro exacto del Cinturón Crepuscular. Sí, había sido un aterrizaje perfecto.

Apretó el conmutador.

- ¿Brainerd?

- Sí, capitán.

- ¿Cómo ha ido el aterrizaje? ¿A mano, verdad?

- Sí - respondió el primer piloto -. Hice una inspección de la cinta de Curtis y vi que estaba completamente falsificada. Hubiéramos rozado sólo la órbita de Mercurio, dirigiéndonos directamente hacia el Sol. ¿Bonito, verdad?

- Estupendo. Pero no os metáis con el muchacho; no es culpa suya. Lo que importa es que el aterrizaje haya sido bueno. Parece ser que nos hallamos muy cerca del centro exacto del Cinturón Crepuscular, a no más de una o dos millas.

Interrumpió el contacto y se liberó de sus ataduras.

- Hemos llegado - anunció por el circuito general de la nave -. Todos los hombres a proa al instante.

La tripulación no tardó en estar toda reunida, primero Brainerd, luego el Doc Spangler, seguidos por el técnico acumulador Krinsky, y los tres tripulantes. Ross esperó hasta que hubo sido completado el grupo.

Todos parecían buscar con la mirada a Curtis, excepto Spangler y Brainerd.

- El piloto Curtis - les anunció Ross, brevemente - no está con nosotros. Se halla a popa, en la cabina del Doc; por suerte, podemos prescindir de él.

Esperó hasta que las implicaciones de aquella explicación hubieron penetrado en el cerebro de todos. Pero la tripulación lo aceptó con cierta filosofía, a juzgar por sus serenas expresiones.

- Está bien - continuó -. El programa que nos ha sido trazado indica que podemos pasar un máximo de treinta y dos horas en Mercurio, antes de la partida. ¿Cuál es nuestra situación exacta, Brainerd?

El piloto frunció el ceño, embebido en un cálculo mental.

- La posición se halla a muy escasa distancia hacia el borde solar del centro del Cinturón Crepuscular; pero, a mi entender, el Sol no podrá hacer ascender el termómetro Farenheit por encima de los 120º antes de una semana. Y nuestros trajes pueden sortear esta temperatura.

- De acuerdo. Llewellyn, tú y Falbridge sacad los señaladores del radar e instalad la torre lo más al Este que podáis, sin asaros. Llevaos la carreta, pero por lo que más queráis, no perdáis de vista el termómetro. Sólo tenemos un traje anticalorífero y es para Krinsky.

Llewellyn, un tripulante espacial, esbelto y de ojos hundidos, parpadeó varias veces.

- ¿Qué distancia al Este sugiere, señor?

- El Cinturón Crepuscular abarca casi un cuarto de la superficie de Mercurio - señaló Ross -. Por tanto, tenéis una franja de 47 grados de ancho para moveros..., pero os sugiero que no os alejéis a más de veinte millas. A partir de esa zona el calor aumenta sin cesar.

- Sí, señor.

Ross se volvió a Krinsky. El técnico acumulador era el hombre clave de la expedición; su tarea era verificar la lectura del par de acumuladores solares dejados en Mercurio por la primera expedición. Tenía que medir la cantidad de tensión creada por las energías solares en el planeta tan próximo a la fuente de las radiaciones, estudiar las líneas de fuerza que operaban en el extraño campo magnético de aquel pequeño mundo, y volver a dejar dispuestos los acumuladores para otro examen en fecha posterior.

Krinsky era un individuo alto, corpulento, la clase de hombre que podía resistirle excesivo peso del vestido anticalorífero casi con agrado. Dicho traje era necesario para las tareas efectuadas con prolongada exposición al sol, en cuya zona era donde se hallaban situados los acumuladores... e incluso un gigante como Krinsky, sin el traje, hubiera sido incapaz de resistir varias horas el intenso calor dimanante del Sol, allí tan próximo ya.

- Cuando Llewellyn y Falbridge hayan instalado la torre del radar, usted, Krinsky, se pondrá el traje. Tan pronto como hayamos localizado la Estación Acumuladora, Dominic le llevará lo más posible hacia el Este y le dejaré caer. Lo demás es cuestión suya. Nosotros transcribiremos por telémetro sus lecturas, pero nos gustaría verle regresar con vida.

- Sí, señor.

La labor de Ross era puramente administrativa, por lo que, en tanto los hombres de su tripulación se afanaban en sus respectivas tareas, él reflexionó que se hallaba condenado, a partir de aquel momento, a una ociosidad temporal. Su función era la de un capataz; como el director de una orquesta sinfónica, no tocaba ningún instrumento, sino que tenía sólo la misión de vigilar que ninguno de los miembros desafinase, hasta llegar, con toda armonía, al final.

Lo único que tenía que hacer era esperar.

Llewellyn y Falbridge se marcharon, montados en el segmentado y termorresistente carricoche albergado en la panza del Leverrier. Su misión era sencilla: tenían que erigir la torre de plástico hinchable del radar lo más lejos posible hacia la parte solar. La torre que había dejado la primera expedición en la zona soleada ya se había licuado largo tiempo hacía; la base y la parábola de plástico, cubierto con una ligera superficie refractaria de aluminio, escasamente podía resistir el inimaginable calor de la zona soleada.

Allí, como el Sol se hallaba en su distancia más próxima, el calor era de 700º; naturalmente, las excentricidades de la órbita de Mercurio daban lugar a grandes variaciones de temperatura, pero en la zona tórrida, la temperatura jamás bajaba de 3000, incluso durante el afelio. En la zona opuesta había pocas variaciones; la temperatura permanecía estacionada en el cero absoluto, y la tierra se hallaba completamente cubierta de témpanos helados.

Desde donde estaba, Ross no podía ver ni la zona soleada ni la oscurecida. El Cinturón Crepuscular tenía unas mil millas de anchura, y en tanto el planeta se zambullese en su órbita, el Sol aparecería primero sobre el horizonte, y luego se hundiría de nuevo. En aquella faja de veinte millas en el centro del Cinturón, el calor de la zona soleada y el frío de la oscurecida se confundían, procurando un clima adecuadamente agradable, particularmente resistible; y a partir de quinientas millas a cada lado, el Cinturón Crepuscular gradualmente iba cediendo el paso al calor y al frío de cada zona, respectivamente.

Era un planeta extraño y repugnante. Los terráqueos sólo podían permanecer en él breves plazos de tiempo; la clase de vida que podía existir permanentemente sobre aquel planeta se hallaba fuera de su comprensión. Fuera del Leverrier, embutido en su traje espacial, Ross rozó con el codo la palanca que abatía un panel de cristal óptico. Primero miró hacia la zona oscura, donde le pareció divisar una estrecha línea de intrusión negra - sabía que era una ilusión -, y luego hacia la zona soleada.

En lontananza, Llewellyn y Falbridge estaban erigiendo la delgadísima torre del radar, en forma de parábola. Podía ver la esbelta silueta recortada contra el firmamento. ¿Pero y más allá? ¿Era una débil línea brillante la que ponía como un halo en los bordes de los picos montañosos? Era, asimismo, una ilusión. Brainerd había calculado que la radiación del Sol no sería visible desde el punto donde se hallaba Ross hasta al cabo de una semana. Y para aquel entonces ya estarían de vuelta en la Tierra.

Se volvió a Krinsky.

- La torre ya casi está erigida. Dentro de pocos minutos estarán ya de regreso con el carricoche. Será mejor que se halle dispuesto a realizar su tarea.

Krinsky asintió.

- Sí, señor.

Mientras el técnico levantaba la portilla y volvía al interior del vehículo espacial, los pensamientos de Ross se centraron nuevamente en Curtis. El joven piloto había insistido en ver Mercurio, y ahora que estaban en el planeta, el pobre Curtis se veía obligado a estar amarrado a una litera de tejido espumoso, dentro de la nave, rogando que le dejasen matarse.

Krinsky volvió a salir al exterior, vistiendo su traje aislador del calor sobre su atuendo espacial. Más parecía un tanque que un hombre.

- ¿Vuelve ya el carricoche, señor?

- Ahora veré.

Ross se ajustó la lente de su máscara y estrechó los ojos, adaptándolos a la visión a distancia. Le pareció que la temperatura se había elevado ligeramente. «Otra ilusión», pensó, mientras bizqueaba a lo lejos.

Su vista captó la torre de radar, situada hacia la parte soleada. Su boca se entreabrió, sin darse cuenta.

- ¿Ocurre algo, señor?

- ¡Y tanto como ocurre! - Ross volvió a parpadear. Sí, no había engaño posible. La torre de radar que habían acabado de erigir se estaba desmoronando, comenzando a fundirse. Vio a las dos diminutas figuras corriendo alocadamente sobre la llanura formada de piedra pómez, en dirección a la silueta oblonga que era el carricoche de tracción mecánica. Y, lo que era imposible, el primer fulgor de un inequívoco resplandor estaba empezando a aparecer sobre los montes situados a espaldas de la torre.

¡El Sol estaba apareciendo una semana antes de lo previsto!

Ross se atraganto y corrió hacía la nave seguido por el sorprendido Krinsky. En la cabina, unas manos mecánicas le ayudaron a desprenderse del traje espacial; le indicó a Krinsky que no se quitase el vestido anticalorífero, y se precipitó hacia la cabina central.

- ¡Brainerd! ¡Brainerd! ¿Dónde diablos está? El primer piloto apareció, altamente asombrado.

- ¿Sí, capitán?

- Mire por la cristalera - le dijo Ross, con voz ahogada -. ¡Mire hacia la torre del radar!

- Se está fundiendo - le aseguró Brainerd, sobresaltado -. ¡Pero... pero...!

- Lo sé. ¡Es imposible! - Ross dio una ojeada al tablero de los instrumentos. La temperatura externa se había elevado a 112º, o sea un salto de cuatro grados. Y mientras la observaba, ascendió a 114º.

Se necesitaría, al menos, un calor de 500 para fundir la torre. Ross bizqueó por la vidriera y vio al carricoche que se dirigía veloz hacia la nave. Llewellyn y Falbridge seguían con vida, aunque probablemente estarían medio cocidos. La temperatura exterior era de 116º. Probablemente, cuando los dos hombres llegasen a la nave sería de 200º.

Colérico, Ross se encaró con el piloto.

- Creía que usted nos había traído a una zona de seguridad - le reprochó -. Vuelva a verificar sus cifras y averigüe dónde diablos nos encontramos. Luego, trace una órbita adecuada. Fíjese que el Sol está asomando por detrás de aquellas colinas.

- Lo sé - asintió Brainerd.

La temperatura llegó a los 120º. El sistema de refrigeración de la nave podría mantener las cosas bajo control hasta los 250º; después, pasada esta cifra, existía el peligro de una sobrecarga. El carricoche seguía aproximándose; probablemente, en aquel diminuto vehículo, los dos hombres creerían estar en el mismísimo infierno.

Su mente pasaba las distintas alternativas. Si la temperatura exterior sobrepasaba los 250º, se corría el riesgo de destrozar el sistema de refrigeración de la nave, si esperaban la llegada de Llewellyn y Falbridge. Decidió que les daría de tiempo hasta llegar a los 275º, y luego despegarían. Era una locura intentar salvar dos vidas a costa de cinco. La temperatura externa había llegado ya a los 130º. Su tanto por ciento de aumento crecía rápidamente.

La tripulación de la nave espacial sabía lo que estaba ocurriendo. Sin órdenes directas de Ross, se hallaban, empero, disponiendo al Leverrier para un despegue de emergencia.

El carricoche iba avanzando, pero con grandes dificultades. Ya no se hallaba a más de diez millas de distancia; y a una velocidad media de cuarenta millas por hora, habrían llegado a la nave en quince minutos más. Fuera, el termómetro marcaba los 133º. Unos alargados rayos, como dedos luminosos, avanzaban hacia ellos por el horizonte.

Brainerd había terminado sus cálculos.

- No lo entiendo. Las malditas cifras se resisten a mis cálculos. Estoy calculando nuestra situación... y no puedo conseguirlo. Mi cabeza parece que se halle llena de niebla.

«¡Qué diablos! - pensó Ross -. En estas ocasiones era cuando un capitán se gana su paga»

- Déjeme probarlo a mí - rezongó.

Se sentó al despacho y empezó a calcular. Vio las anotaciones de Brainerd esparcidas por varias cuartillas. Era como si el piloto hubiese olvidado por completo cómo realizar su tarea.

Veamos - pensó -. Si nosotros estamos...

Su lápiz volaba sobre la cuartilla..., pero cuando terminó vio que se había equivocado. Sentía espeso su cerebro; no conseguía centrarse en los cálculos.

- Dígale a Krinsky que baje aquí - le dijo a Brainerd, levantando la vista -, y que esté preparado para ayudar a salir del carricoche a Llewellyn y a Falbridge cuando lleguen. Seguramente, deben estar medio tostados.

Temperatura, 146º. Volvió su atención al papel. ¡Maldición! No debía ser tan difícil realizar unos sencillos cálculos.

Apareció Doc Spangler.

- He despertado a Curtis - anunció -. Es lo mejor, si hemos de despegar de improviso.

Del interior de la nave les llegó un murmullo sostenido.

- Déjenme morir... déjenme morir...

- Dígale que seguramente se cumplirá su deseo - susurró Ross - Si no consigo trazar una órbita adecuada, vamos a asarnos todos.

- ¿Cómo es que lo está haciendo usted? ¿Qué le pasa a Brainerd?

- Está enfermo. No le salen los números. Y pensándolo bien, tampoco me salen a mí.

En torno a su mente parecían engarfiarse unos nudosos dedos de niebla. Miró el numerador. Temperatura exterior, 152º. Esto les daba a los muchachos del carricoche un plazo de 123º para llegar a la nave... ¿o serían 321? Estaba sumamente confundido en sus ideas.

Doc Spangler también parecía raro. El oficial siquiátrico estaba frunciendo el ceño curiosamente.

- De repente, empiezo a sentirme como aletargado - observó. Y añadió -: Sé que debiera regresar junto a Curtis, pero...

El piloto enloquecido estaba murmurando incesantemente en el interior de la nave. La parte de cerebro de Ross que todavía podía pensar con claridad intuía que si se dejaba solo a Curtis, podía hacer cualquier barbaridad, puesto que era capaz de todo.

Temperatura, 158º. El carricoche parecía más cerca. En el horizonte comenzaba a bambolearse.

Se oyó un chillido.

- ¡Es Curtis! - gritó Ross, al tiempo que su mente sacudía la creciente modorra, y se apartó de la mesa. Corrió hacia popa, seguido por Spangler.

Curtis yacía en el suelo, en medio de un charco de sangre. En algún sitio había hallado. un par de tijeras.

- Está muerto - dijo Spangler.

- Claro, ha muerto - repitió Ross. Ahora sentía su cerebro totalmente aclarado; en el momento de la muerte de Curtis, la niebla había desaparecido. Dejando a Spangler para que atendiera al cadáver, Ross volvió al despacho y miró los cálculos.

Con toda claridad determinó la posición. Se hallaban a más de trescientas millas hacia la parte del Sol, de lo que se habían imaginado. Los instrumentos no habían mentido, pero sí los ojos de alguien. La órbita que Brainerd, con tanta solemnidad, había asegurado que era la adecuada, resultaba casi tan mortal como la calculada por Curtis.

Miró al exterior. El carricoche casi había llegado; la temperatura era de 167º. Sobraba tiempo. Ambos jóvenes llegarían a tiempo, gracias al aviso que les había dado la torre al comenzar a fundirse. ¿Pero qué había sucedido? No había respuesta a esa pregunta.

Gigantesco en su traje anticalorífero, Krinsky subió a Llewellyn y Falbridge a bordo. Se desprendieron de sus trajes espaciales y a continuación se desmayaron. Parecían un par de cangrejos recién cocidos.

- Postración por el calor - observó Ross Krinsky, llévales a los asientos de despegue. Dominic, ¿todavía llevas puesto el traje?

El aludido apareció en la entrada de la cabina y asintió.

- Bien. Baja y pon el carricoche en el sótano. No podemos dejarlo aquí. Ve de prisa, y despegaremos. ¿Lista la nueva órbita, Brainerd?

- Sí, señor.

El termómetro señalaba ya los 200º. El sistema de enfriamiento empezaba a padecer, pero su agonía le sería acortada rápidamente. En pocos minutos, el Leverrier se había elevado de la superficie de Mercurio - unos minutos antes del implacable avance del Sol -, emprendiendo una órbita temporal en torno al planeta.

Mientras flotaban en el espacio, con la respiración virtualmente suspendida, una pregunta martilleaba la mente de Ross: ¿por qué? ¿Por qué la órbita trazada por Brainerd les había llevado a una zona peligrosa, en vez de la de seguridad prevista? ¿Por qué tanto Brainerd como Ross habíanse visto imposibilitados de calcular una órbita de despegue, la más simple de las técnicas de la astronáutica elemental? ¿Y por qué le había fallado a Spangler su agudeza mental, hasta el punto de permitir que el desdichado Curtis se suicidase?

Ross podía ver la misma pregunta reflejada en todas las miradas: «¿por qué?»

Sentía un agudo dolor en la base del cráneo. Y de repente, una imagen se abrió paso en su mente, a guisa de respuesta.

Era una inmensa charca de zinc fundido, que se extendía entre dos agudas crestas en la zona del Sol. Llevaba allí miles de años, y seguiría estando muchos miles de años... tal vez, millones aún.

Su superficie se estremecía, temblaba. El brillo del sol sobre la balsa resultaba intolerable a los ojos de la mente.

La radiación se abatía sobre la charca de zinc, la radiación del sol, implacable, y entonces hubo una nueva radiación, una emanación electromagnética, con una significativa alteración:

«Quiero morir.»

La charca de zinc se agitó con displicencia, con impulsos súbitos de ayuda.

La visión se borró con las misma rapidez con que se había presentado. Sobresaltado, Ross elevó la vista, titubeante. La expresión de los seis rostros que le rodeaban le dijeron lo que quería saber.

- Vosotros también lo habéis sentido - exclamó.

Spangler asintió, y luego Krinsky y los demás.

- Sí - afirmó el segundo -. ¿Qué diablos era?

Brainerd se volvió a Spangler.

- ¿Estamos todos locos, doctor?

El aludido se alzó de espaldas.

- Alucinación en masa... hipnosis colectiva...

- No, Doc - le atajó Ross, inclinándose hacia delante -. Lo sabe tan bien como yo. Era real; y está allí... en algún lugar de la zona soleada.

- ¿Qué quieres decir?

- Que no hemos sufrido ninguna alucinación. Es la vida... o lo más parecido a la vida, que existe en Mercurio - le temblaba una mano, y se vio obligado a contenerla -. Hemos tropezado con algo muy grande.

Spangler se agitó incómodo. - Harry...

- ¡No, no estoy loco! ¿No lo entiende? Aquello, lo que sea, es sensible a nuestros pensamientos. Captó el perverso designio de Curtis, de la misma manera que un aparato de radar capta las ondas electromagnéticas. Los pensamientos de Curtis eran los más potentes de entre los nuestros; y así, la cosa actuó de acuerdo con ellos, ayudándole a realizarlos.

- ¿Quiere decir que enturbió nuestras mentes, haciéndonos creer que estábamos en territorio seguro, cuando en realidad estábamos casi dentro de la zona solar?

- ¿Pero a qué tantas molestias? - objetó Krinsky -. Si quería ayudar al pobre Curtis ¿por qué no nos obligó a caer de lleno en la zona soleada? Nos habríamos cocido con suma rapidez.

Ross meneó la cabeza.

- Sabía que los demás no queríamos morir. Este ser, esta cosa que piensa, debe tener una mente múltiple. Captó las emanaciones de Curtis y las nuestras, y arregló las cosas de forma que Curtis muriese y los demás no - sintió un escalofrío - Una vez Curtis fuera del paso, nos ayudó a sobrevivir, a fin de que pudiéramos salvarnos. Si os acordáis, tan pronto murió Curtis se aclararon nuestras ideas.

- ¡Maldita sea, si no fue así! - rezongó Spangler. - Pero...

- Lo que quiero saber si volveremos a Mercurio - observó Krinsky -. Si esto es verdad, no estoy muy seguro de querer volver a hallarme al alcance de ese «ser». ¿Quién sabe lo que podría ocurrirnos esta vez?

- Quiere ayudarnos - repitió obstinadamente Ross -. No es hostil. ¿No estaréis asustados, verdad? La verdad es, Krinsky, que contaba con usted para que se pusiera el traje anticalorífero y...

- ¡No gracias! - se negó el otro, prontamente.

Ross soltó una risita de burla.

- Es la primera brizna de vida con inteligencia que hemos hallado en el Sistema Solar. ¡No podemos volverle la espalda y asustarnos! - se giró a Brainerd -. Trace una órbita que nos lleve hacia abajo... pero esta vez donde no podamos fundirnos ni tostarnos.

- No puedo hacerlo, señor - estableció Brainerd, llanamente -. Creo que serviré mejor a la seguridad de la tripulación si nos dirigimos al momento hacia la Tierra.

Ross, encarándose con todo el grupo, paseó su mirada por aquellos rostros. En todos ellos pudo leer el mismo temor. Sabía que todos estaban pensando: «No quiero volver a Mercurio.»

Seis. Y él, uno. Y la «cosa» que podía ayudarles, abajo.

Habían sido siete contra Curtis... y había triunfado el ansia de morir. Ross sabía que no podía generar fuerza suficiente para contrarrestar los pensamientos de los otros seis.

«Es un motín», pensó, aunque procuró no expresarlo en voz alta. En aquel caso un oficial.

Era aquél un caso en que el oficial comandante podía verse relevado de su mando por el bien común, y lo sabía.

El «ser» de Mercurio, fuese lo que fuese, estaba dispuesto a ofrecerles sus servicios. Pero, multipensador como era, no había, sin embargo más que una sola nave espacial, y una de las dos partes - o él o el resto de la tripulación - debería ver negados sus deseos.

«Sí - pensó -, la charca había contribuido a satisfacer al hombre que deseaba morir y a los que querían seguir con vida. Ahora, seis querían regresar... ¿podía quedar ignorada la voz del séptimo?»

«No te portas correctamente conmigo - pensó iracundo, Ross, dirigiendo sus pensamientos hacia el planeta -. Quiero verte. Quiero estudiarte. No permitas que me lleven a la Tierra.»

Cuando el Leverrier volvió a la Tierra, una semana después, los seis supervivientes de la Segunda Expedición a Mercurio, pudieron describir con todo detalle cómo el segundo piloto Curtis se había visto asaltado por al ansia de la muerte, provocando su suicidio. Pero ninguno de ellos podía recordar qué le había pasado al comandante del vuelo, Ross, ni por qué el traje anticalorífero se había quedado abandonado en Mercurio.

FIN

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