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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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domingo, 24 de julio de 2011

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LA PREGUNTA QUO ¿DISFRUTAR, ALABAR, Y LOAR LAS OBRAS DE ARTE; DEBERIA SER PRIMADO POR SUS FIELES ADEPTOS... ?




SE AGRADECERIA A QUIEN PUDIERA DAR CON ESTE BLOG:


LA PREGUNTA QUO   
¿DISFRUTAR, ALABAR, Y LOAR LAS OBRAS DE ARTE; DEBERIA SER PRIMADO POR SUS FIELES ADEPTOS...   ?
QUE ENTENDEMOS POR OBRAS DE ARTE?: 
CANCIONES DEL VERANO, QU SOLO SE OYE UNOS DIAS AL AÑO?... CANCIONES PELICULAS CON PREMIOS QUE TRASPASAN LAS INTENCIONALIDAD DE LOS ACTORES, AUTORES, Y TODO EL MUNDO QUE GIRA ALREDEDOR DE ESTE MUNDO... O, CUADROS EN PINACOTECAS FURTIVAS, QUE EN CIENTOS DE AÑOS NADIE A VISTO; O LO QUE ES LO MISMO, UNA FOTO VISTA EN UN LIBRO DE ESTUDIO, DE UNA FOTO DE UNA OBRA, VALORADA EN MILLONES DE EJEM, Y ESTA ESCONDIDO EN EL SOTANO DE CUALQUIER MUSEO, PORQUE RESTAURARLO, O SALE MAS CARO, DE LO QUE EN VERDAD VALE, O PUEDE LLEGAR A DEGRADARSE DE MANERA IRRECUPERABLE...
AUNQUE PIENSO QUE AUNQUE SE PIERDA, PUEDE SER UNA GRAN MANERA DE ENSEÑARA INTENTAR RECUPERAR EL PASADO, CON LOS MATERIALES QUE TIENEN EN SU PODER, Y OTROS QUE PUEDEN LLEGAR A USAR (APRENDER A APRENDER).


AQUI, ENTRARIA DE TODO, DISCOS DE RULO CON CANCIONES, QUE ABRA QUIEN SEPA QUIENES SON, Y AL REVES, DISCOS DE GRAMOFONO,FOTOGRAFIAS, Y ASI, MILES Y MILES DE COSAS, SIENDO EN VERDAD ARTE; ,,,  Y  ESTA CLARO, EL ARTE, ESTA POR ENCIMA DE LAS PERSONAS, Y POR ENCIMA DEL TIEMPO, Y POR SUPUESTO, ONG COMO LA SGAE, QUE CON UN POCO DE TIEMPO, YA LLEVABAN UNOS DUROS EN EL BOLSILLO PARA EL ARTE, Y COMO QUIEN TENIA QUE PILLAR NO PILLAR, NO PILLARON, REPITEN SUERTE, HABER, SI AHORA PROMUEVEN EL ARTE...

SATURNO






SATURNOArthur C. Clarke


__________________________________________________________________
Sí, es completamente cierto. Conocí a Morris Perlman cuando yo tenía veintiocho años. Entonces yo había conocido a miles de personas, desde presidentes para abajo.
Cuando volvimos de Saturno, todo el mundo deseaba vernos, y casi la mitad de la tripulación se fue a dar una serie de conferencias. A mí siempre me ha encantado hablar (no dirán ustedes que no lo han notado), pero algunos de mis colegas dijeron que más bien preferían ir al planeta Plutón que enfrentarse con otro auditorio. Y algunos lo hicieron.
Mi objetivo era el Medio Oeste, y la primera vez que vi a Mr. Perlman – nadie le llamaba de otra forma y, desde luego, jamás «Morris» -, estaba en Chicago. La agencia siempre me alojaba en buenos hoteles, aunque no demasiado lujosos. Lo prefería así; me gustaba hallarme en sitios donde yo pudiera ir y venir a mi gusto sin demasiada etiqueta y donde pudiese vestirme como yo quisiera. Veo que sonríen; bueno, entonces yo era solo un muchacho y han cambiado muchas cosas...
Ya hace mucho tiempo de ello, pero por aquel entonces estaba dando una conferencia en la Universidad. De cualquier forma, recuerdo que sufrí una decepción porque no pudieron mostrarme el sitio en que Fermi comenzó a construir la primera pila atómica. Dijeron que el edificio había sido derribado hacia ya cuarenta años y que solo existía una placa que marcaba el lugar. Me quedé mirándola durante un rato, pensando todo lo que había ocurrido desde aquellos lejanos días, allá por el año 1942. Yo ya había nacido, por una parte; y la energía atómica me había llevado hasta el planeta Saturno y vuelto a la Tierra. Aquella era probablemente algo que Fermi y Compañía nunca habían pensado cuando construyeron su primitiva entramado de uranio y grafito.
Estaba tomando el desayuno en una cafetería, cuando un hombre de mediana estatura se sentó en el otro lado de la mesa que yo ocupaba. Saludó con un cortés «Buenos días» y después expresó su sorpresa al reconocerme. (Por supuesto, había planeado aquel encuentro; pero yo no me di cuenta en aquel momento).
– ¡Es un placer encontrarle! – dijo -. Estuve presente en su conferencia de anoche. ¡Cómo le envidié!
Yo dejé escapar una sonrisa más bien forzada. Nunca suelo ser muy sociable en el desayuno y había aprendido, además, a ponerme en guardia contra los chiflados, los pelmazos y los entusiastas que parecían considerarme como una presa legítima. Mr. Perlman, sin embargo, no era un pelmazo... aunque ciertamente era un entusiasta, si bien supongo que ustedes podrían considerarle como un chiflado.
Tenía el aspecto de un próspero hombre de negocios del tipo medio, y supuse que sería un invitado al igual que yo. El hecho de que hubiese asistido a mi conferencia no era sorprendente; había sido una muy popular, abierta al público y bien anunciada por la prensa y la radio.
– Siempre, desde que era un chiquillo – dijo mi compañero no invitado –, me ha fascinado el planeta Saturno. Sé exactamente cómo y cuándo comenzó todo. Yo debía tener unos diez años cuando cayeron en mis manos aquellas maravillosas ilustraciones de Chelsey Bonestell, mostrando el planeta como visto desde sus nueve lunas. Supongo que usted las habrá visto, ¿no es así?


– Desde luego – repuse –. Aunque ya tienen medio siglo de antigüedad, nadie las ha sobrepasado todavía en belleza. Teníamos dos series de ellas a bordo del Endeavour, clavadas en la mesa de navegación. Yo solía mirarlas con frecuencia, para compararlas con la realidad.
– Después – continuó mi interlocutor –, ya puede imaginarse como me sentiría allá por los años 1950. Solía quedarme horas enteras mirándolas fijamente e intentando comprender lo que era aquel increíble objeto, con sus plateados anillos dando vueltas a su alrededor; no era el sueño de un artista, sino que existía, se trataba de un mundo diez veces mayor que la Tierra.
»En aquel tiempo, nunca imaginé que pudiese ver aquella cosa maravillosa por mí mismo; daba por descontado que solo los astrónomos, con sus grandes telescopios, podían gozar de semejante visión. Pero luego, cuando tuve unos quince años, hice otro descubrimiento... tan emocionante que apenas si podía creerlo.
– ¿Y de qué se trataba? – pregunté. Para entonces, ya me había reconciliado con la idea de compartir el desayuno. Mi compañero de mesa parecía bastante inofensivo, y existía algo realmente agradable y encantador en su entusiasmo.
– Descubrí que cualquier idiota podía construir un telescopio en la propia cocina de su casa, con unos cuantos dólares y un par de semanas de trabajo. Fue una revelación: como miles de otros muchachos, solicité de la biblioteca pública un ejemplar del libro «Construcción de un telescopio de aficionado» de Ingall, y puse manos a la obra. Dígame... ¿ha construido usted alguna vez un telescopio con sus propias manos?
– No. Yo soy ingeniero, no astrónomo. Creo que no sabría cómo emprender semejante tarea.
– Pues es increíblemente sencillo, si sigue usted las instrucciones. Se comienza con dos discos de cristal, que tengan dos o tres centímetros de espesor. Yo conseguí los míos, por cincuenta centavos, de la chatarra procedente de un barco; eran claraboyas inútiles porque ya no encajaban por los bordes. Después, se fija uno de los discos en alguna superficie firme y plana; yo me serví de un viejo barril puesto de pie.
»Luego, hay que comprar diversos grados de polvo de esmerilar, empezando por el más grueso, hasta terminar por el más fino. Se pone una pequeña cantidad del polvo más basto entre los dos discos y se comienza a frotar de un lado a otro con impulsos regulares, procurando al hacerlo ir girando alrededor del barril.
»¿Sabe lo que ocurre? El disco superior se va ahuecando por la acción abrasiva del polvo de esmeril, y conforme se va trabajando acaba por adquirir una superficie cóncava, esférica. De vez en cuando, se cambia el polvo a más fino y se hacen comprobaciones ópticas para estar seguro de que la curva es correcta.
»Más tarde, se deja el esmeril y se utiliza rojo óptico, hasta que al final se tiene una superficie lisa y pulida hasta el extremo de que uno mismo no cree que haya sido su propia obra. Solo queda un paso más que dar, aunque es algo más fastidioso. Es preciso azogar el espejo y convertirlo así en un buen reflector. Eso implica la adquisición de algunos productos químicos que pueden comprarse en cualquier droguería, y proceder exactamente como dice el libro.
»Todavía recuerdo la sorpresa que recibí cuando aquella película plateada comenzó a extenderse como algo mágico por la cara de aquel espejo. No era perfecto, pero sí lo suficientemente bueno, y creo que no lo habría cambiado por el telescopio de Monte Palomar.
»Lo sujeté a un trozo de madera; no había necesidad de preocuparse por un tubo telescópico, aunque puse alrededor del espejo un par de palmos de cartón, para evitar la luz de alrededor. Como ocular, utilicé una pequeña lente de aumento que encontré en un almacén de trastos viejos y que me costó unos cuantos centavos. En conjunto, no creo que el telescopio me costase más de cinco dólares... aunque era mucho dinero para mí siendo un muchacho.
»Vivíamos entonces en un viejo hotel, casi ruinoso, que mi familia poseía en la Tercera Avenida. Cuando monté el telescopio, subí al tejado y lo probé, entre la jungla de antenas de televisión que cubrían todos los edificios de la ciudad por aquellos días. Me llevó un buen rato el conseguir alinear el espejo y el ocular; pero no cometí errores y finalmente la cosa fue bien. Como instrumento óptico probablemente era una calamidad – después de todo, era mi primer intento -, pero tenía por lo menos cincuenta aumentos y apenas si pude contener mi impaciencia esperando que cayese la noche para probarlo mirando las estrellas.
»Consulté el almanaque astronómico y supe que Saturno se hallaría alto en el cielo por el Este, tras el crepúsculo. Tan pronto como ya fue de noche, subí de nuevo al tejado del hotel y me las compuse para situar el telescopio entre dos chimeneas. Hacía bastante frío; pero apenas si me daba cuenta, ya que el cielo estaba cuajado de estrellas... y todas eran mías.
»Me tomé mi tiempo enfocándolo convenientemente con tanta precisión como fuese posible, utilizando la primera estrella que entró en el campo de visión de mi telescopio. Después, comencé la búsqueda de Saturno, y pronto descubrí qué difícil es localizar cualquier cuerpo celeste en un telescopio reflector que no esté debidamente montado. Pero al poco, el planeta entró en el campo visual: con infinito cuidado acomodé mi cacharro cambiándolo unos centímetros de sitio... y allí estaba.
»Se veía pequeño, pero perfecto. Creo que me quedé sin aliento durante un buen rato; apenas si podía dar crédito a mis ojos. Después de lo que había visto en aquellos dibujos, allí estaba la realidad.
Daba la impresión de un juguete suspendido en el espacio, cuyos anillos estuviesen ligeramente inclinados hacia mí. Incluso ahora, cuarenta años más tarde, me acuerdo perfectamente que pensé que parecía algo ¡tan artificial...! Como algo que cuelga de un árbol de Navidad. Se apreciaba una estrellita brillante a su izquierda, y en seguida me di cuenta de que se trataba de Titán.
Mi interlocutor hizo una pausa, y durante unos momentos debimos compartir los mismos pensamientos. Para ambos, Titán no solo era la luna más grande de Saturno, un punto de luz conocido solo por los astrónomos. Era, además, un mundo hostil y terrible, el más espantoso en que hubiera tomado contacto nuestra nave, la Endeavour, y donde tres de nuestros compañeros de tripulación yacían para siempre, en sus tumbas solitarias, más lejos de sus hogares de lo que jamás estuviera ningún miembro de la raza humana.
– No sé cuánto tiempo estuve mirando sin pestañear – continuó mi compañero de mesa –. Me dolían los ojos de seguir con el telescopio el paso de Saturno por el cielo. Estaba a mil millones de kilómetros de Nueva York. Pero más tarde Nueva York me trajo a la realidad.
»Le hablé antes del hotel; pertenecía a mi madre; pero mi padre lo administraba... no del todo bien. Había estado perdiendo dinero durante años, y a través de toda mi niñez solo habíamos conocido una serie de crisis financieras. Por eso no culpo a mi padre de darse a la bebida, ya que debió haber estado loco de preocupaciones tanto tiempo. Y yo había olvidado que se suponía que debía estar ayudando al conserje en recepción...
»Así que mi padre me vino a buscar, lleno de preocupaciones y sin saber nada sobre mis sueños. Me encontró en el tejado, mirando las estrellas.
»No era un hombre cruel... sencillamente no podía comprender el estudio, la paciencia y el cuidado que yo había dedicado a mi pequeño telescopio, ni las maravillas que me había mostrado durante el poco tiempo que lo estuve utilizando. No le odié por lo que hizo; pero recordaré toda mi vida su acción brutal de estrellar el aparato contra el muro de ladrillo, y el ruido de los trozos de cristal del espejo reflector esparciéndose por doquier.
No había nada que pudiera decirle. Mi resentimiento inicial hacia aquel intruso hacia ya rato que se había convertido en curiosidad. Me di cuenta de que había mucho más detrás de la historia que me había contado. También me fijé en otra cosa: la camarera nos estaba tratando con una exagerada deferencia, de la cual la menor parte estaba dedicada a mi.
Mi compañero jugueteó con el frasco del azúcar, mientras yo aguardaba con una silenciosa simpatía. Entonces noté que un nexo especial había surgido entre nosotros, aunque no pude comprender realmente de qué se trataba.
– Nunca volví a construir otro telescopio – continuo -. Algo más se rompió, además de aquel espejo, en mi corazón. De todas formas, yo ya tenía muchas cosas en que ocuparme. Ocurrieron dos hechos que cambiaron el curso de mi vida. Mi padre se marchó de casa, dejándome al frente de la familia. Y además demolieron el Elevado de la Tercera Avenida.
Mi compañero debió notar algún gesto especial en mi rostro, ya que me sonrió.
– Oh, no sabrá usted seguramente lo que ocurrió. Cuando yo era un chiquillo, había un tren elevado que discurría por en medio de la Tercera Avenida. Aquello convertía la zona en algo sucio y ruidoso; la Avenida era un barrio indecente lleno de bares, garitos y hoteles baratos, como el nuestro. Todo cambió cuando desapareció el tren elevado; los terrenos subieron fantásticamente de precio, y de repente nos encontramos en una situación próspera. Mi padre se apresuró a volver inmediatamente, pero ya era demasiado tarde; yo era el encargado del negocio. Comencé a desarrollar mi actividad a través de la ciudad, después por el país. Ya no era un contemplador de estrellas de mente ausente y di a mi padre uno de mis más pequeños hoteles, donde su actuación no seria muy nociva.
»Hace pues cuarenta años que miré a Saturno, pero jamás he olvidado aquella primera impresión ante su vista. La noche pasada, sus fotografías me la trajeron a la memoria. Quisiera expresarle cuán agradecido me siento hacia usted.
Hurgó en su billetera y sacó una tarjeta.
– Espero venga a verme cuando se encuentre de nuevo en la ciudad; puede estar seguro de que asistiré a cualquier conferencia que pronuncie. Buena suerte... y perdone si le he hecho perder una buena parte de su tiempo.
Y se marchó, casi antes de que yo pudiese pronunciar ni una palabra. Miré a la tarjeta de visita, la puse en el bolsillo y terminé mi desayuno, bastante pensativo.
Cuando había firmado el cheque en la cafetería para pagar el gasto, pregunté:
– ¿Quién era ese señor que estaba sentado a mi mesa? ¿Es el patrón?
El cajero me miró como si yo fuese un retrasado mental.
– Supongo que esa será su forma de llamarle, señor – repuso -. Por supuesto es el propietario del hotel; pero nunca le hemos visto aquí antes. Siempre permanece en el «Ambassador» cuando está en Chicago.
– ¿Y también es el dueño? – dije sin mucha ironía, porque sospechaba ya cual era la respuesta.
– Pues claro que sí. Lo mismo que...
– Y comenzó a soltar un rosario de nombres de muchos otros, incluyendo dos de los más grandes hoteles de Nueva York.
Yo me hallaba impresionado y también bastante divertido, ya que resultaba obvio que Mr. Perlman había venido con la deliberada intención de conocerme y encontrarse conmigo. Parecía una forma un tanto laboriosa y complicada de hacerlo, pero yo ignoraba todo respecto a su notoria timidez y su tendencia a ocultarse.
Después, lo olvidé durante cinco años. (Bueno, debo citar lo sucedido cuando pedí la factura. Me respondieron que no debía nada.) Durante aquellos cinco años, hice mi segundo viaje.
Sabíamos entonces lo que nos esperaba, y ya no íbamos totalmente hacia lo desconocido. No hubo más preocupaciones respecto al combustible, porque todo el que pudiéramos necesitar nos esperaba en Titán: sólo teníamos que bombear su atmósfera de metano en nuestros tanques y seguir nuestros planes adelante por el espacio. Una tras otra, visitamos sus nueve lunas, y después seguimos por los anillos...
Hubo poco peligro en hacerlo, pero con todo es una experiencia capaz de destrozar los nervios. El sistema de sus anillos es de poco espesor, ya saben, más o menos unos treinta kilómetros de grueso. Descendimos en él lenta y precavidamente tras haber igualado la velocidad de su giro, de forma que nos moviésemos exactamente a su misma velocidad. Era como poner el pie en un carrusel de casi trescientos mil kilómetros de diámetro.
Pero una clase fantasmal de carrusel, porque los anillos no son algo sólido y puede verse a su través. De hecho son algo casi invisible; los billones de partículas que los constituyen están tan separadas entre sí que todo lo que uno puede ver en la inmediata vecindad son pequeños trozos ocasionales que se mueven muy lentamente. Es sólo cuando se les mira desde lejos que esos incontables fragmentos aparecen como unidos en una sola lámina, como una tormenta de granizo que girase eternamente alrededor de Saturno.
Esta no es una frase mía, pero puede considerarse como buena y apropiada. Resultó que la primera vez que atrapamos una partícula componente de los anillos de Saturno y la introdujimos en la compuerta de aire, se derritió en pocos minutos, convirtiéndose en un charco de agua sucia. Algunas personas creen que destruye el encanto el saber que los anillos – o el 90% de ellos –, están formados por trozos de hielo vulgar y corriente. Pero eso es una actitud estúpida, ya que su extraordinaria belleza en nada menguaría, tanto si son así como si estuviesen formados por diamantes.
Cuando volví a la Tierra, en el primer año del nuevo siglo, comencé otra serie de conferencias, aunque esta vez de corta duración, puesto que para entonces ya tenía familia y deseaba estar con ella el mayor tiempo posible. Esta vez vi a Mr. Perlman en Nueva York, con ocasión de pronunciar en Columbia una conferencia y mostrar nuestra película « Explorando Saturno». (Un título algo inapropiado, ya que el punto más cercano al planeta en que estuvimos fue a unos treinta mil kilómetros de distancia. Nadie soñaba, en aquellos días, que los hombres pudieran nunca descender a esa especie de turbulento fango que es lo que Saturno tiene más parecido a una superficie.)
Mr. Perlman me estaba esperando después de la conferencia. No le reconocí al primer momento, ya que había tenido que saludar y ver seguramente a un millón de personas desde la última vez que nos vimos. Pero cuando me dijo su nombre, los recuerdos volvieron rápidamente con tanta claridad, que comprendí que sin duda había dejado una profunda huella en mi mente.
Se las arregló de alguna forma para sacarme de entre la muchedumbre. Aunque sentía repugnancia por mezclarse entre la multitud, tenía, no obstante, una gracia especial para dominar cualquier grupo cuando era necesario, y después escaparse antes de que sus víctimas supieran lo que había ocurrido. Aunque le vi hacerlo muchas veces, nunca supe exactamente cómo lo hacía.
De todas formas, media hora más tarde estábamos despachando una soberbia cena en un restaurante de lujo (suyo, por supuesto). Era una comida suculenta y extraordinaria, en especial el pollo y el helado, aunque me hizo pagar por todo ello. Metafóricamente, quiero decir.
Por aquel tiempo todos los hechos y fotografías reunidos por las dos expediciones a Saturno estaban a disposición de todo el mundo, en cientos de reportajes, libros y artículos populares. Mr. Perlman parecía haber leído todo el material que no era demasiado técnico; lo que deseaba de mí era algo diferente. Incluso entonces, me conmovió el interés de aquel hombre ya de edad y solitario, tratando de recapturar un sueño que había quedado perdido en su juventud. Estaba en lo cierto; pero eso sólo era una fracción de la realidad.
Se trataba de algo que todos los reportajes y artículos habían fallado en dar. Mr. Perlman quería saber qué se sentía al despertar por la mañana y ver aquel enorme y dorado globo con sus cinturones de nubes dominando el cielo. ¿Y los anillos? ¿ Qué impresión daban a la mente cuando uno estaba tan cerca de ellos que llenaban los cielos de un extremo a otro?
– Usted quiere a un poeta – le dije – y no a un ingeniero. Pero le diré esto: por mucho que uno mire a Saturno y vuele entre sus lunas, nunca puede creerse lo que se está viendo. A cada momento se piensa:
«Todo es un sueño... una cosa así no puede ser real». Entonces se asoma uno a una claraboya de la nave espacial... y allí está, cortando la respiración.
»Tiene que tener en cuenta que, aparte de la proximidad, estábamos en condiciones de mirar a los anillos desde ángulos y situaciones de ventaja que resultaban absolutamente imposibles desde la Tierra, donde siempre se les ve vueltos hacia el Sol. Nosotros podíamos desplazarnos entre su sombra, donde ya no brillan como la plata... entonces dan la impresión de un suave resplandor, como si fuesen un puente de humo entre las estrellas.
»La mayor parte del tiempo podíamos ver la sombra de Saturno extendida por toda la anchura de los anillos, eclipsando– los tan completamente que parecía como si se les hubiese arrancado un gran bocado de su estructura. Por el contrario, se obtenía un efecto diferente al observar del lado del día en el planeta cómo la sombra de los anillos trazaban algo parecido a una neblinosa banda paralela al ecuador y no lejos de él.
»Y, sobre todo – aunque esto sólo lo hicimos pocas veces –, pudimos elevarnos sobre cualquiera de los polos del planeta y mirar hacia abajo a todo aquel maravilloso sistema, de tal forma que quedaba en un plano bajo nosotros. Entonces, pudimos observar que en vez de los cuatro anillos vistos desde la Tierra debía haber, por lo menos, una docena de anillos separados; fusionándose unos con otros. Cuando vimos aquello, nuestro capitán hizo una observación que no olvidaré nunca: "Este – dijo, sin nada de pedantería en la voz – es el sitio en donde los ángeles aparcan sus halos". »
Todo aquello, y mucho más, le fui contando a Mr. Perlman en aquel restaurante tan lujoso, situado a poca distancia de Central Park. Cuando hube terminado, pareció muy complacido, aunque se quedó en silencio durante un instante. Entonces me dijo, tan casualmente como uno puede preguntar por la hora en una estación de ferrocarril:
– ¿Cual sería el mejor satélite para instalar un parador de turismo?
Cuando comprendí el significado de sus palabras me atraganté con el coñac de cien años que estaba bebiendo. Entonces le dije con paciencia y cortesía (ya que, después de todo, me había tomado una estupenda cena):
– Escuche, Mr. Perlman. Usted sabe tan bien como yo que Saturno se encuentra a más de mil quinientos millones de kilómetros de la Tierra, y de hecho mucho más cuando nos hallamos en lugares opuestos respecto al Sol. Alguien ha calculado que nuestros billetes de viaje, por término medio, han costado medio millón de dólares por cabeza, y créame, en el Endeavour I y II no había plazas de primera clase. De todas formas, por mucho dinero que alguien tenga, nadie puede obtener un pasaje para Saturno. Sólo las tripulaciones del espacio y las científicas irán hasta allá, por tanto tiempo como sea posible imaginar.
Me di cuenta en seguida de que mis palabras no habían surtido el menor efecto; se limitó sencillamente a sonreír como si supiese de algún secreto bien guardado.
– Lo que usted dice es bastante cierto ahora – repuso –. Pero yo también he estudiado la Historia. Y yo entiendo a la gente, ese es mi negocio. Permítame recordarle algunos hechos.
»Hace dos o tres siglos, casi todos los grandes centros de turismo mundial y lugares bellos de la Tierra se hallaban tan lejos de la civilización como lo está Saturno de nosotros en este momento. ¿Qué sabía Napoleón, pongamos por ejemplo, del Gran Cañón, de las cataratas Victoria, de las Islas Hawai, del monte Everest? Recuerde el Polo Sur: se llegó por primera vez a él cuando mi padre era un niño... pero allí hay un hotel que ha conocido usted durante toda su vida.
»Ahora todo comienza de nuevo. Usted solo puede apreciar los problemas y dificultades porque se halla demasiado cerca de ellos. Sean cuales fueren, los hombres los superarán con el tiempo, como lo han hecho siempre en el pasado.
»Allá donde haya algo extraño, o bello, o nuevo, la gente siempre querrá ir a verlo. Los anillos de Saturno son el mayor espectáculo existente en el Universo; yo siempre lo he creído así y ahora me ha convencido usted. Hoy cuesta una fortuna llegar hasta allí, y los hombres que van arriesgan sus vidas. Así lo hicieron los primeros hombres que volaron, pero ahora tiene usted a millones de pasajeros por el aire a cada momento, durante el día y la noche.
»Lo mismo tiene que ocurrir con el espacio. Esto no ocurrirá en diez años ni en veinte. Pero recuerde que veinticinco años fue todo lo que llevó el conseguir los primeros vuelos comerciales a la Luna. No creo que se tarde mucho más para Saturno...
»Yo ya no estaré vivo para cuando ese feliz día llegue. Pero, ocurra lo que ocurra, quiero que la gente recuerde. Entonces... ¿dónde podríamos construir un parador?
Yo todavía continuaba creyendo que estaba decididamente loco; pero al fin comencé a comprenderle. No era cuestión de herirle con bromas, por lo que comencé a pensar cuidadosamente mis palabras.
– Mimas está demasiado próximo – le dije –, y también Enceladus y Thetis. Saturno ocupa todo el cielo y uno teme que vaya a caérsele encima. Además, no son lo bastante sólidos; en realidad son verdaderas bolas de nieve gigantes. Dione y Rhea son mejores, desde allí se tiene una espléndida vista, desde cualquiera de ambos. Pero todas esas lunas interiores son diminutas; incluso Rhea solo tiene mil doscientos kilómetros de diámetro y las otras son más pequeñas aún.
»No creo que la cuestión merezca discusión: el lugar ideal es Titán. Es un satélite hecho a la medida del hombre, ya que es mucho mayor que nuestra Luna y casi tan grande como el planeta Marte. Tiene una gravedad razonable, aproximadamente un quinto de la terrestre, por lo que sus huéspedes no flotarán por todas partes. Y siempre será el mejor punto para el aprovisionamiento de combustible, a causa de su atmósfera de metano, que debería ser un factor importantísimo en sus cálculos. Toda nave que salga de Saturno tiene que aprovisionarse allí necesariamente.
– ¿Y las otras lunas?
– Oh, Hiperion, Japeto y Febe están a una distancia mucho mayor. Los anillos casi no se ven desde Febe. Bien, olvídelo. Lo mejor es el viejo Titán, a pesar de que la temperatura es de 200 grados bajo cero y la nieve amoniacal que lo recubre no es lo mejor para ponerse a esquiar.
Mr. Perlman me escuchó con todo cuidado, y si pensó que me estaba burlando de sus nociones poco científicas y prácticas no dio la menor muestra de ello. Nos despedimos poco después. No recuerdo nada más de aquella cena, y transcurrieron otros quince años hasta que volvimos a encontrarnos. Yo me dediqué a mis trabajos y olvidé todo aquello. Pero cuando Mr. Perlman me necesitó, me llamó.
Ahora veo qué es lo que estuvo esperando. Su visión había sido más clara que la mía. No pudo haber imaginado, por supuesto, que el cohete desaparecería como el motor de vapor en menos de un siglo; pero sabía que existiría algo mejor, y ahora creo que financió los primeros trabajos de investigación de Saunderson sobre la Propulsión Paragravítica. Pero no fue sino hasta que se establecieron las plantas de fisión atómica que podían calentar cien kilómetros cuadrados de un mundo tan frío como el planeta Plutón que Mr. Perlman se puso en contacto de nuevo conmigo.
Ya era un anciano de edad muy avanzada y casi moribundo. Me dijo lo inmensamente rico que era, hasta el extremo de que apenas si pude creerlo. Me cercioré cuando me mostró los elaborados planos y bellas maquetas que sus expertos habían preparado con ausencia de toda publicidad.
Estaba sentado en su silla de ruedas, como una momia arrugada hasta lo inverosímil, observando mi rostro mientras yo estudiaba las maquetas y los diseños. Entonces me dijo:
– Capitán, tengo un trabajo para usted...
Y aquí me encuentro. Es como gobernar una nave del espacio, por supuesto... la mayor parte de los problemas técnicos son idénticos. A mi edad, ya soy demasiado viejo para mandar una nave, por lo que le estoy muy agradecido a Mr. Perlman.
Ha sonado el gong. Si las damas están dispuestas, sugiero que vayamos a cenar en el salón de observación.
A pesar de los años transcurridos, todavía me gusta observar a Saturno alzándose en el cielo... y esta noche puede apreciársele casi en su totalidad.

FIN

UN AS DEL AJEDREZ E. B. White









E. B. White




Cuando el hombre entró con la máquina bajo el brazo, la mayoría de nosotros levantamos la vista de nuestros tragos, porque nunca antes habíamos estado en presencia de una cosa como aquélla. El hombre dejó el aparato encima de la barra, cerca de las espitas de cerveza. Ocupaba una gran cantidad de espacio y se notaba que al cantinero no le gustaba mucho tener aquel aparato feo y grande aparcado allí.
- Dos rye con agua - dijo el hombre.
El camarero continuó mezclando un Old-Fashioned que estaba preparando, pero era obvio que el pedido le daba qué pensar.
- ¿Quiere uno doble? - preguntó después de unos momentos.
- No - dijo el hombre -. Dos rye con agua, por favor.
Clavó sus ojos en el cantinero, no precisamente en forma inamistosa, pero tampoco con cordialidad.
El trato diario de muchos años con la clase de gente que frecuenta los bares había desarrollado en el cantinero un carácter adaptable. Sin embargo, no se adaptó enseguida a este individuo y no le gustó la máquina. Eso se notaba claramente. Recogió un cigarrillo encendido que reposaba en el borde de la caja registradora, le dio una chupada y volvió a ponerlo ensimismadamente en su lugar. Luego sirvió dos tragos de whisky rye, llenó dos vasos de agua y empujó los cuatro vasos frente al hombre. La gente observaba. Cuando sucede en una cantina algo un poco fuera de lo común, su sentido es captado por los parroquianos y eso los identifica entre sí.
El hombre no se dio por enterado de que todas las miradas convergían sobre él. Tiró un billete de cinco dólares sobre el mostrador; luego se bebió uno de los tragos y tomó agua. Levantó el otro rye, separó de la máquina un aditamento pegado a ella que parecía una aceitera y echó el whisky dentro, vertiendo el agua después.
El cantinero miraba ceñudamente.
- No le veo la gracia - dijo con voz imperturbable -. Y lo que es más, su compañero ocupa mucho espacio. ¿Por qué no lo coloca en aquel banco junto a la puerta y deja más espacio aquí?
- Hay bastante espacio para todos - repuso el hombre.
- No me hace gracia - dijo el cantinero -. Acabe de poner ese aparato latoso cerca de la puerta como le dije. Nadie le pondrá un dedo.
El hombre sonrió.
- Debieran haberlo visto esta tarde - dijo -. Estuvo magnífico. Hoy fue el tercer día del torneo. Imagínense ¡tres días de constante bregar intelectual! ¡Y frente a los mejores jugadores del país! En el inicio de la partida obtuvo una ventaja, luego, durante dos horas, la aprovechó brillantemente, llevando a una esquina al rey de su contrario. La súbita captura de un caballo, la neutralización de un alfil y todo acabó. ¿Saben cuánto dinero ganó en total en tres días que jugó ajedrez?
- ¿Cuánto? - preguntó el cantinero.
- Cinco mil dólares - dijo el hombre -. Ahora quiere soltarse, quiere emborracharse un poco.
El cantinero pasó su trapo distraídamente sobre algunas manchas húmedas.
- Llévelo a otro lado y emborráchelo allí - dijo firmemente -. Tengo ya bastantes problemas.
El hombre meneó la cabeza y sonrió.
- No, nos gusta este lugar.
Señaló los vasos vacíos.
- Por favor, repita esto, ¿quiere?
El cantinero meneó lentamente la cabeza. Se veía desconcertado, pero a la vez testarudo.
- Quite eso de ahí - ordenó -. Yo no le sirvo whisky a los tipos que se dedican a inventar bromas.
- Bromistas - dijo la máquina -. Lo que usted quiere decir es que no le sirve whisky a los bromistas.
En la barra, a unos cuantos pies de distancia, un parroquiano que bebía su tercer trago parecía disponerse a participar en esta conversación que nosotros habíamos estado escuchando con gran atención. Era un tipo algo más que cuarentón. Tenía el nudo de la corbata corrido a un lado y desabotonado el cuello de la camisa. Casi había terminado su tercer trago y el alcohol lo instaba a solidarizarse con los discriminados y los sedientos.
- Si la máquina quiere otro trago, déle otro trago - le dijo al cantinero -. Y sin refunfuñar.
El hombre de la máquina se volvió hacia su nuevo amigo y levantó parsimoniosamente la mano hasta la sien, brindándole un saludo de gratitud y de camaradería. Le dirigió su próximo comentario, como ignorando deliberadamente al cantinero.
- Usted sabe lo que es sentirse agotado mentalmente, cómo uno desea un trago.
- Desde luego - repuso el amigo -. Es lo más natural del mundo.
Una cierta agitación recorrió la cantina, algunos parroquianos parecían estar de parte del cantinero, otros de parte del grupo de la máquina. Un hombre alto y tristón parado junto a mí, alzó la voz.
- Otro Whisky-Sour, Bill - dijo -. Y no le eches tanto jugo de limón.
- Acido pícrico - dijo la máquina taciturnamente -. En estos lugares no usan jugo de limón natural.
- Ni una más - dijo el cantinero dando un manotazo en la barra -. O quita esa cosa de ahí o se larga. Le digo que no estoy para juegos. Tengo que atender esta cantina y no le aguanto más monerías a ese cerebro mecánico o lo que eso que usted tiene ahí sea.
El hombre desoyó el ultimátum. Se dirigió a su amigo, cuyo vaso estaba ahora vacío.
- No es sólo que esté agotado mentalmente después de haber estado jugando ajedrez durante tres días seguidos - dijo amablemente -. ¿Sabe otra razón por la que quiere un trago?
- No - dijo el amigo -. ¿Por qué?
- Hizo trampas - dijo el hombre.
Al oír este comentario, la máquina emitió una risita. Uno de sus brazos se inclinó ligeramente y una luz brilló en un dial.
El amigo frunció el ceño. Parecía como si se sintiera herido en su amor propio; como si su lealtad hubiese sido contrariada.
- Nadie puede hacer trampas en el ajedrez, es imposible. En ajedrez todo es abierto y sobre el tablero. La naturaleza del juego es tal que es imposible hacer trampas.
- Eso es también lo que yo creía - dijo el hombre - Pero existe una manera de hacer trampa.
- Bueno, no me causa ninguna sorpresa - interfirió el cantinero -. Desde que me fijé en ese aparato mierdero, me di cuenta de que era un delincuente.
- Dos rye con agua - dijo el hombre.
- No le doy más whisky - dijo el cantinero.
Miró con roña al cerebro mecánico. - ¿Cómo sé que no está borracho ya?
- Eso es fácil. Pregúntele cualquier cosa.
Los parroquianos cambiaron de posición y clavaron los ojos en el espejo. Todos estábamos pendientes del asunto. Aguardamos. Le tocaba mover sus piezas al cantinero.
- ¿Preguntarle qué? ¿Qué cosa? - dijo el cantinero.
- Lo que se le antoje. Escoja un par de cifras altas, pídale que las multiplique. Usted no podría multiplicar cifras altas si estuviera borracho, ¿no es así?
La máquina se estremeció ligeramente, como si estuviera realizando preparativos en su interior.
- Diez mil ochocientos sesenta y dos. Multiplicado por noventa y nueve - dijo el cantinero con ferocidad.
Nos dimos cuenta de que había metido los dos nueves para dificultar la operación.
La máquina parpadeó. Uno de sus tubos chisporroteó y una manivela cambió de posición abruptamente.
- Un millón, setenta y cinco mil trescientos treinta y ocho - dijo la máquina.
Ni un solo vaso se alzó a lo largo de la barra. Los parroquianos no hicieron más que mirar apresadumbradamente al espejo; algunos de nosotros cambiábamos miradas escrutadoras, otros lanzaban miradas de soslayo al hombre y a la máquina.
Por fin un joven parroquiano, ducho en las matemáticas, sacó un pedazo de papel y lápiz y se apartó del grupo.
- La multiplicación que hizo la máquina es correcta - anunció después de algunos minutos de labor -. No se puede decir que esté borracha.
Ahora todos miraron con malos ojos al cantinero. A regañadientes, sirvió dos tragos más de rye y llenó dos vasos de agua. El hombre bebió su trago y luego le dio a la máquina el suyo. La luz de la máquina disminuyó su fulgor. Una de las pequeñas manivelas se engurruñó.
Durante un rato, la cantina se agitó como un barco que corta el agua en medio de un mar en calma. Todos y cada uno de nosotros parecíamos tratar de digerir la situación con la ayuda de la bebida. Unos cuantos vasos fueron rellenados. La mayoría de nosotros buscaba auxilio en el espejo, el tribunal de última apelación.
El hombre del cuello desabotonado definió la situación. Caminó con cierta rigidez y se paró entre el hombre y la máquina. Puso un brazo alrededor del hombre y el otro alrededor de la máquina.
- Vámonos de aquí a un buen lugar - dijo.
La máquina emitió ligeros fulgores. Parecía estar un poco borracha.
- Está bien - dijo el hombre. - Eso me parece muy bien. Tengo el automóvil allá afuera.
Pagó por los tragos y agregó una propina. Quedamente, y con un poco de incertidumbre, se encajó la máquina bajo el brazo, luego él y su compañero de la noche enfilaron hacia la puerta y salieron a la calle.
El cantinero los miró fijamente y luego reasumió su ligero atareo detrás de la barra.
- ¿Así que ese tipo tiene su automóvil allá afuera? - dijo con soma hiriente -. ¡No me hagan reír!
Un parroquiano sentado al final de la barra, cerca de la puerta, dejó su trago, se acercó a la ventana, apartó las cortinillas y miró hacia afuera. Observó por unos momentos. Luego regresó a su lugar y se dirigió al cantinero:
- El chiste es mejor de lo que usted piensa - dijo -. Se trata de un Cadillac. ¿Y cuál de los tres tipos creen ustedes que va al conduciendo?


FIN

AGUAS SALOBRES Mario Levrero







Mario Levrero



El feto apareció envuelto en trapos sucios y manchados de sangre. El Capitán ordenó que se lo dieran a los chanchos. Varios días después, ante la sorpresa general, vino el Jorobadito con la noticia de que el feto vivía y tenía los ojos abiertos. Herminia, la chancha más feroz, hirsuta y grosera, la menos sospechable de instinto maternal, lo defendió de nosotros con dientes y uñas. De algún modo se las había ingeniado para hacerlo vivir y ahora quería retenerlo. Se lo dejamos, no sin que antes el Jorobadito perdiera la mano derecha. Lo curamos como pudimos, porque allí no había médicos, y él juró vengarse.
Le llevó varios meses, entre su curación y el trabajo práctico, obtener la caja obscura de torturar chanchos. El Capitán lo dejó hacer, a condición de que no se perdiera una gota de sangre: a nosotros nos gustaban mucho las morcillas, y por otra parte estábamos definitivamente hartos de comer pescado. Somos pescadores. Vivíamos de la pesca. Y como en la costa eran todos pescadores como nosotros, no había a quien venderle nuestra mercadería ni fórmulas posibles de intercambio: comíamos pescado... Por eso apreciábamos al Jorobadito, el único entre nosotros con talento para la cría de chanchos y fabricación de embutidos. Y la Gorda se ocupaba de los sembrados.
Se pensó en la Gorda como origen del feto. No había pruebas, pero ella era la única mujer apropiada para disimular un embarazo entre tanta cantidad de grasa. Otros, y especialmente después de la historia de la supervivencia del nonato en manos de la chancha, hablaban de milagros. Pero había puntos dudosos en esta teoría: el milagro provendría del Cristo Atlante de Desdémona, ese cristo sonriente, irritante, con cabeza de pez, y por tanto poco inclinado a milagrear un feto enteramente humano. Si hubiese aparecido una sirena no habríamos tenido dudas.
Yo no presté al principio mayor atención a estos sucesos. Me sentía perturbado y un poco, yo mismo, como una especie de feto mental, y quería nacer. Mi tendencia a la mutación se evidenciaba en un rechazo por lo salado: me asqueaba comer pescado, me asqueaba el gusto del sexo de Desdémona, me asqueaba el agua del mar, que trataba de no tragar cuando nadaba. Pero era verano. Un verano muy cálido. Abundaba el pescado, la necesidad sexual era intensa, y había que meterse en el mar. Yo corporizaba el rechazo a esta vida en la costa vomitando varias veces al día. Y me rompía la cabeza buscando una fórmula para alejarme de allí definitivamente, sin encontrar, en mi indigencia material y afectiva, ninguna solución.
Por esa época apareció también el caballo blanco. Era una bestia llena de salud e inteligencia, que nadie, en mucho tiempo, pudo montar. Era joven. Tenía una mirada simpáticamente maligna; acostumbraba a mirarnos de reojo, como burlándose. No se nos ocurrió, entonces, relacionarlo con el feto, ni se habló de milagros. Yo no sostengo ninguna teoría: simplemente me limito a dar una información subjetivamente completa. No se tenía en cuenta, si bien luego pareció evidente, que la única ocupación de Tulio, el caballo blanco, era verificar día a día el rápido y desmesurado crecimiento del feto, siempre bajo el cuidado de Herminia.
El Jorobadito acumulaba rencor y piecitas misteriosas que integrarían su caja obscura. Aunque sin acercarme a su eficacia y pulcritud en el manejo del chiquero, yo vi peligrosamente acrecentadas mis tareas al tener que sustituirlo en la suya: nunca más quiso saber de chanchos, excepto en aquel día señalado para el sacrificio de la chancha maternal.
Mis otras tareas eran más bien agrícolas. Ayudaba a la Gorda en ciertas manipulaciones en los sembrados, y sobre todo me encargaban de mantener espantados del lugar a los gorriones. Cuando apareció Tulio tuve también que alimentarlo y cepillarlo. Me fastidiaba esa limitación de mi independencia, pero hice buenas migas con el caballo blanco y me gustaba atender sus reclamos. Lo del chiquero, en cambio, rebasó los límites. Hablé seriamente con el Capitán; él me pidió paciencia y se comprometió por su parte a meter en vereda al Jorobadito apenas lo viera recuperado.
Los viernes eran mis días libres de las tareas, pero obligatoriamente destinados a la glorificación del Cristo-Pez. Desdémona, de caderas de yegua, rubia y alta, de larga melena, y a quien nadie le había podido ver los pechos que bajo la ropa aparentaban ser explosivamente exuberantes, Desdémona era la fundadora de una religión. Había ideado una cosmogonía perfecta, y perdía la vida en sus predicaciones: araba en el desierto. Yo era el único adepto fiel, y más bien por razones eróticas. El Capitán, controlado por su mujer, no podía ni sonar en acercarse al templete. Los otros varones eran tan poco deseables que Desdémona no ponía mucho entusiasmo: el Jorobadito, el Tuerto, el viejo Matías. Las mujeres más bien tendían a creer, pero el rito les estaba vedado por razones obvias, aunque tengo mis sospechas de que especialmente con Leonor, de aplastante virilidad, se celebraron secretamente algunas misas.
Creo que mi afición por el dibujo, y un cierto talento desarrollado en ese sentido, se los debo a los pechos ocultos de Desdémona. El afán de concretizar las imaginerías me llevaba a llenar hojas y hojas con las formas posibles. Encontraba más verosímil que otras la de pera, abultada en la base, con unos pezones que no se decidían del todo a apuntar hacia abajo.
En la religión de Desdémona había elementos muy atractivos. Se glorificaba el viernes en honor a Venus, planeta origen de los dioses que aposentaron sus reales en la Atlántida terrestre, hoy desaparecida a causa de una explosión atómica. Los dioses, de forma humana, crearon a los peces; del apareamiento de éstos con ciertos dioses enamorados de su propia obra, nació la raza de las sirenas. Había sirenas al derecho y al revés, es decir, con cola de pez o con piernas de gente. Cuando el Cristo Atlante vino a redimir a esta raza maldita, fue crucificado. Y la raza desapareció, al menos de la vista. Desdémona aseguraba que en sitios ocultos están todavía aguardando algunos de ellos. A las venus que andan por el mundo, antiguas reliquias a las que les falta algún pedazo, la cabeza, los brazos, las piernas, les falta, según Desdémona, porque eran partes de pescado. Y la Iglesia Católica, junto con los Masones y los Judíos, hicieron lo posible por borrar los rastros.
Hubo un rastro que sin embargo no pudieron borrar. Está al alcance de todo el mundo. Un hueso de tiburón -producido mediante mutaciones genéticas de laboratorio, por la raza que quiso dejar su huella- representa a este Cristo-Pez crucificado. En nuestras costas abundan estos huesos, a los cuales los pescadores no dan ninguna importancia. Parece ser que cuando Desdémona, a los doce años, vio uno de ellos por primera vez, coincidiendo con su primer período menstrual, tuvo la revelación divina que la llevó a fabricar su religión sin la menor dificultad y, lo que es más interesante, sin necesidad de ocultar ningún texto. Por otra parte, ella nunca aprendió a leer.
El ícono es un hueso plano que de lejos parece un crucifijo común y corriente, de líneas curvas y elegantes, color marfil. Sobresaliendo de esta base achatada se distingue perfectamente una figura casi humana, de finos y largos brazos crucificados, de piernas también humanas, pero con cabeza de pez. Y sonríe. Sonríe con un aire de triunfo que no tiene en absoluto el Cristo de los católicos.
Desdémona había fabricado un templete y un altar para el ícono. Y sobre este altar alfombrado de terciopelo rojo celebraba cada viernes el rito de beber la sangre de su Señor, que venía a ser no otra cosa que mi propia esperma. El espermatozoide, forma acuática que luego perdemos por culpa de un pecado original de la raza de las sirenas, es el legado directo de los dioses venusinos. Desdémona, habiendo hecho voto de castidad desde la revelación, se mantuvo virgen. Sólo se permitía el alivio religioso de retribuirme con sus secreciones marinamente salobres para santificarme cada viernes, a cambio de mi savia. La única relación normal que yo había tenido alguna vez con una mujer, fue con la Gorda. No me gustó. Por estos motivos, por los ritos y el pescado y la arena y la sal, quería salir en busca de nuevos horizontes.
Pasaban los días con la sola variante del rápido crecimiento del feto, quien ya amagaba pararse sobre sus piernitas endebles; todo lo demás seguía igual, hasta que al Capitán se le ocurrió fijar fecha para el sacrificio de Herminia, porque estaba a punto y porque se terminaba, ya, nuestra provisión de embutidos.
Entonces el Jorobadito trabajó como negro, día y noche, con su única mano, para poder llegar a tiempo. Trabajaba secretamente en el taller; no quería que nadie se enterara de los detalles. Pero con todo se filtró el chisme de que había aparatos eléctricos.
La caja estuvo terminada un día antes de la fecha fijada por el Capitán. Con su parche sobre el ojo izquierdo, su gorra marinera Y su pata de palo, la palabra del Capitán era ley. Por eso el Jorobadito, borracho de sueno y de cansancio, ni pensó en solicitar una postergación. La Gorda, siempre maternal, fabricó una jaula como de cotorra, pero más grande, y con una especie de nido de lanas y plumas. Cuando metimos a la chancha adentro de la caja obscura, la Gorda se llevó el feto a la jaula. Y cuando Herminia empezó a gritar, verdaderamente como una marrana, el feto, aferrado a los barrotes y con una mirada de loco impresionante se alzó por fin sobre sus piernitas chuecas y rechinó los dientes y dijo sus primeras palabras:
- ¡Hijos de puta!
El suplicio no pudo prolongarse como habría querido el Jorobadito porque los gritos nos ponían nerviosos. No tengo idea del método de tortura inventado por esa mente retorcida, pero creo que trascendía el mero electroshock. Don Matías se echó encima de la pierna un chorro de agua caliente del termo. La Gorda, siempre tan cuidadosa de su femineidad, tuvo la desgracia de dejar escapar públicamente un flato. Desdémona me llevó a un rincón, me mordió un hombro con furia, y aunque era jueves fuimos al templete. Cuando el Capitán sopló su pipa en vez de chuparla y el tabaco encendido casi le quema el ojo sano, decidió poner fin a la situación. Nos subimos a un árbol y abrimos la puerta de la caja obscura con un palo que tenía un gancho en la punta. Herminia salió en un galope demencial, no encontró a nadie a quien embestir, se revolcó en los sembrados y en los charcos, siempre gritando, y por fin se suicidó dándose de cabeza contra el ombú.
El feto apartó los barrotes doblándolos sin dificultad con sus manitos, y cuando bajábamos del árbol nos estaba mirando y nos dimos cuenta que estábamos definitivamente bajo su dominio. Ante su mirada nos sentimos todos más que avergonzados; nos sentimos completamente desnudos en nuestro infantilismo cruel. El Jorobadito se metió solo adentro de la caja obscura. Estuvo gritando exactamente como Herminia durante tres días y tres noches que para nosotros fueron insoportables. Al tercer día no se oyó más nada, y le dimos cristiana sepultura cerca del pozo negro, sin abrir la caja. El feto volvió un tiempo a su jaula. Parecía calmado.
Se desarrolló a su manera, y nunca pudimos ponerle un nombre. En pocos meses se hizo adulto. Alcanzó su estatura definitiva, unos ochenta centímetros, y era todo cabeza, de frente abultada y ojos chiquititos bajo párpados gruesos y pesados, y la cabeza era toda pelos y dientes: unos dientes siempre apretados y visibles, que los labios gruesos y curvados hacia abajo mostraban en una clara expresión de odio y disgusto.
La Gorda le preparaba una papilla inmunda, y se la hacía sorber por medio de una bombilla. Algo como carne de pescado triturada, legumbres, etcétera. Tulio, el caballo blanco, se arrodillaba amorosamente para que él pudiera trepársele, agarrado a las crines, y allá salían los dos, en un galope furioso. Tulio, expresando su juventud y alegría de vivir; un galope vital que a veces parecía un vuelo. El feto, gritando y chillando, descargando su odio sobre las tierras, de la costa, histerizando a todo el mundo. Empezamos a tener mala fama en la zona.
El Capitán perdía autoridad. Se ocupaba, ahora, él mismo de los chanchos. Sólo cuando salían de pesca en los frágiles botecitos, con el Tuerto, Leonor y el viejo Matías, yo me sentía un poco culpable y me hacía cargo del chiquero. Pasaba la mayor parte del tiempo tratando de comprobar una teoría que se me había ocurrido: de golpe se me metió en la cabeza que la Atlántida estaba por allí nomás, en algún charco o en la laguna, y que nadie la veía porque era muy chica. Pero me faltaban elementos técnicos, y no hacía más que bucear y chapotear sin otro resultado que el placer de mojarme. El feto se cansó de la papilla y por fin pude verle los pechos a Desdémona. La hizo desnudarse de la cintura para arriba, y como acunado en sus brazos empezó a mamar. Curiosamente, la virgen tenía leche. Un día formé un aparte con ella y llegué a probársela: era extremadamente dulce y tibia. De pronto algo me sacó de la embriaguez y vi al feto, allí parado con sus ojos fulminándome, y supe que estaba condenado a muerte. Esperé, sin poder moverme.
Se interpuso Tulio. Pasó entre los dos, balanceándose con un relincho suave, y cuando terminó de pasar el feto me miraba de otra manera. No digo que con amor, pero de ahí en adelante quedé marginado de sus perrerías.
Abandonó para siempre la jaula y se instaló en Desdémona. Ella dejó sus misas de los viernes, y Tulio me llevó a un poblado vecino donde logré hacer amistad con una niña más o menos de mi edad, no tan exuberante como Desdémona pero mucho menos loca. El feto ordenó destruir el templete. Se conservó, sin embargo, el ícono del Cristo-Pez, colgando entre los pechos de Desdémona. Estos pechos, entre otras, tuvieron la virtud de privarnos para siempre de la presencia del viejo Matías: cuando la vio desnuda por primera vez le vino algo al corazón y se murió. La Gorda, que se sentía celosa y desplazada, tuvo la mala idea de pasearse desnuda entre nosotros para tentar al feto con su abundancia maternal. El se rió a carcajadas, francamente, creo que por única vez en su vida, y nosotros disimulábamos dando vuelta la cara o acomodando innecesariamente algunos implementos. Por fin la Gorda se consiguió un cachorro de lobo y nos dejó en paz.
Tulio apareció un día con amigos equinos encontrados, no se sabe dónde; una tropilla joven y briosa, entre salvaje y amable al estilo de Tulio. Fue como una orden para que el feto se pusiera en marcha y comenzara a construir su imperio. Yo, por las dudas, me fui mudando de a poco al poblado de mi amiguita y después, también por las dudas, un poco más lejos, a la ciudad. Pero fue un proceso lento y disimulado, y en verdad nunca logré irme del todo. Algo me tenía atado a la pequeña comunidad pesquera.
La construcción del imperio fue desordenada. El feto parecía saber lo que quería, pero tal vez no lograba aún controlar bien las cosas o, tal vez, al mismo tiempo quería divertirse. Lo cierto es que todo empezó con las tropelías. Al frente iba él, agarrado a las crines de Tulio, chillando y gritando; casi a su lado Desdémona, sobre un caballo parecido, con pantalones de montar que se fabricó ella misma y con los pechos desnudos saltando pesadamente junto con el crucifijo. Detrás el Capitán, armado hasta los dientes, y su oscura mujer, y Leonor, que parecía nacida sobre un caballo, elegante y lésbica, vestida toda de negro con un traje ajustado de solapas brillantes, y el Tuerto, y la Gorda, buen jinete a pesar de los kilos. Mataban y saqueaban, incendiaban y destruían innecesariamente. Sembraban el terror.
Después empezaron a traerse niños y mujeres, y algunos homúnculos con vocación de esclavos. Se formó a nuestro alrededor una especie de colonia que crecía rápidamente. Todos trabajaban como locos, fustigados con ferocidad por el feto lleno de odio y delirios de grandeza. Su radio de acción se fue extendiendo. Las tropelías contaban con más gente. Yo, contrariamente a lo que podría suponerse, abandoné mis pretensiones de alejarme y me instalé con mi mujer otra vez en la costa. Nuestro lugar, en sí mismo, no había cambiado mucho.
Me dediqué a observar el proceso sin intervenir, y como por deporte -cuando ya hasta Desdémona había olvidado su religión, y el Crucifijo se había desprendido de su cuello en alguna correría y perdido para siempre-, yo seguía buscando la Atlántida en los charcos que todavía quedaban y buceando en la laguna. Una vez creí ver algo en el fondo, pero me di cuenta que estaba a punto de ahogarme, lleno de placer, y con un tremendo esfuerzo de voluntad salí a la superficie.
El feto cambió a Desdémona por un grueso habano, y se hizo hacer una capa dorada y roja y un trono de emperador. Envejecía a ojos vistas. El pelo hirsuto se le volvió blanco casi de un día para otro. Una vez que fui a verlo ya tenía una corona de oro sobre su cabezota, Y los ojos le refulgían malignamente entre el humo del cigarro.
Comenté con el Capitán que todo aquello era ridículo. Y la repetición de las tropelías, una cierta mecanización donde el único que gozaba era el feto, siempre histérico como el primer día, nos estaba mortificando a todos. Aun Tulio tenía la mirada tristona.
- Habría que hacer algo - le dije al Capitán.
- Quién le pone cascabel al gato - respondió.
Al fin, como la furia del Emperador había llegado ya a los alrededores de la ciudad, las autoridades comenzaron a dar crédito a los rumores y se decidieron a tornar cartas en el asunto. Primero aparecieron unos funcionarios grises, de bigote fino, que se destacaban groseramente entre nosotros aunque no hicieron nada. Luego mandaron un contingente armado. Era muy pequeño, y en una batalla memorable donde el feto brilló como nunca y hasta alcanzó el heroísmo, el Gobierno fue ominosamente derrotado.
A los pocos días Desdémona se sintió mal. Se revolcaba en la cama, agarrándose el vientre y chillando como Herminia y el Jorobadito adentro de la caja obscura. Al mismo tiempo, el feto empezó a sudar y temblar y se le cayó el pelo, junto con la piel y los dientes. Todos corríamos de un lado a otro, entrechocándonos e impartiendo órdenes imprecisas, realmente sin saber qué hacer.
De pronto se hizo un silencio total, una pausa que fue rota de inmediato por un llanto de bebé. Era un bebé gordito y rosado, rozagante y hermoso, que la Gorda llevó a una Desdémona pálida, ya aliviada y casi sonriente. Se lo puso junto al pecho y Desdémona lo sostenía con un brazo y Io miraba amorosamente mientras le buscaba, a ciegas, el pezón. Era el fin de ese tiempo tan apretado de cosas y lleno de tanto sufrimiento: el feto había nacido.
Cuando las tropas gubernistas volvieron en serio, con tanques, cañones y metralletas, se llevaron una desilusión. Ya que estaban fusilaron a dos o tres tipos, y bombardearon algunos edificios, entre ellos un rascacielos que recién empezaba a construirse por orden del Emperador en su último delirio. Se fueron con las manos vacías, sin encontrar resistencia y sin comprender.
La vida en la costa tomó otras formas. A veces me gusta pasearme entre las ruinas del rascacielos frustrado, unas ruinas musgosas y grises, de aspecto milenario a la luz de la luna, de aspecto atlante, verdoso y mágico a la luz de la luna.


FIN
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