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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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domingo, 24 de abril de 2011

ESTACION DE TRANSITO 2ª PARTE

ESTACION DE TRANSITO 2ª PARTE




XVII
Los hombres subían por el campo en dirección a la casa. Enoch vio que uno de ellos era Hank Fisher, el padre de Lucy. Conoció a aquel hombre hacía varios años, durante uno de sus paseos, y sostuvo una breve conversación con él. Hank le explicó bastante cohibido y a pesar de que no era necesario que le ofreciese explicaciones, que andaba buscando una vaca perdida. Pero a juzgar por sus modales furtivos, Enoch dedujo que lo que le traía por allí no era buscar una vaca, sino algo inconfesable, aunque no podía imaginarse qué pudiese ser.
El otro individuo era más joven. No aparentaba más de dieciséis o diecisiete años. Era muy probable, pensó Enoch, que fuese uno de los hermanos de Lucy.
Enoch se detuvo a esperarlos frente al porche.
Vio que Hank llevaba un látigo arrollado en la mano. Al verlo, Enoch comprendió la causa de las heridas que cruzaban los hombros y la espalda de Lucy. Sintió un súbito acceso de ira, pero trató de dominarse. Se enten­dería mejor con Hank Fisher si no perdía los estribos.
Los dos hombres se detuvieron a tres pasos de distancia.
- Buenas tardes - les dijo Enoch.
-¿Has visto a mi chica? - le preguntó Hank.
-¿Y qué si la he visto? - preguntó Enoch a su vez.
- Le arrancaré la piel a tiras - gritó Hank blandiendo el látigo.
- En tal caso - dijo Enoch -, no creo que te diga nada.
- La has escondido - dijo Hank acusador.
- Búscala, si quieres - repuso Enoch.
Hank dio un paso hacia él, pero lo pensó mejor y se detuvo.
- Le he dado su merecido – vociferó -. Y aún no he acabado con ella. No hay nadie en el mundo, ni aunque sea de mi propia sangre, que pueda burlarse de mí.
Enoch dio la callada por respuesta. Hank parecía inde­ciso.
- Es una entrometida – dijo -. Se metió donde no la llamaban.
El muchacho intervino para decir:
- Yo sólo estaba tratando de domesticar a Butcher. Butcher - explicó a Enoch - es un cachorro de perdiguero.
- Exactamente - asintió Hank -. No hacía nada malo. Mis chicos capturaron a una liebre joven la otra noche. Les costó mucho apresaría. Roy, aquí presente, la ató a un árbol. Y trajo a Butcher sujeto con una correa, para dejar que se lanzase sobre la liebre, pero no le hacía daño, pues él tiraba de Butcher antes de que el perro pudiera mordería. Entonces dejaba que los dos descansasen un poco y luego azuzaba de nuevo a Butcher sobre la liebre.
- Es la mejor manera de adiestrar a un perro de caza - observó Roy.
- Sí, señor - asintió Hank -. Por esto mis hijos apre­saron a la liebre.
- La necesitábamos para enseñar al cachorro - obser­vó Roy.
- Todo esto me parece muy bien y me alegro de saberlo - dijo Enoch -. Pero, ¿qué tiene que ver Lucy con todo ello?
- Se interpuso y trató de evitar que adiestrásemos al perro - dijo Hank -. Intentó quitarle Butcher a Roy.
- Esa muda tiene demasiadas ínfulas - dijo Roy.
- Tú cállate la boca - le reprendió su padre con aspe­reza, volviéndose furioso hacia él.
Roy murmuró algo entre dientes y dio un paso atrás. Hank se volvió de nuevo hacia Enoch.
- Roy le pegó y la tiró al suelo – dijo -. No debiera haberlo hecho. Debiera haber tenido más cuidado.
- No quería hacerlo - se disculpó Roy -. La derribé al levantar el brazo para evitar que se acercase a Butcher.
- Así fue - dijo Hank -. La derribó sin querer. Pero ella no tenía que haber hecho lo que hizo. Dejó a Butcher tieso y agarrotado, para que no pudiese lanzarse sobre la liebre. Sin tocarle siquiera un pelo, fíjate bien, lo dejó agarrotado. No podía mover ni una pata. Esto puso furioso a Roy.
Y dijo con tono anhelante a Enoch:
-¿Y tú, no te hubieras puesto furioso ante una cosa así?
- No, creo que no - contestó Enoch -. Aunque claro, yo no me dedico a cazar liebres con perros adiestrados.
Hank parecía pasmado ante tamaña falta de comprensión.
Pero continuó su relato.
- Roy se enfureció mucho con ella. Ten en cuenta que había criado a Butcher. Quiere mucho a ese perro y no estaba dispuesto a que nadie, ni siquiera su propia her­mana, lo dejase agarrotado, como ella le hizo a Butcher Nunca había visto una cosa así en mi vida. Pero esto no fue todo. Entonces Roy se quedó rígido y cayó al suelo con las piernas encogidas y sujetándose el cuerpo con los brazos. Allí se quedó tendido, hecho una bola. Quedó paralizado como Butcher. Pero ella no le hizo nada a la liebre, no la dejó agarrotada. Únicamente le hizo eso a los de su casa.
- Pero no dolía - observó Roy -. No dolía en absoluto.
- Yo estaba allí sentado - prosiguió Hank -, trenzando este látigo para el ganado. Tenía la punta gastada y le puse una nueva. Vi lo que pasaba pero no intervine hasta que vi a Roy tendido y quieto en el suelo. Entonces le dije: esto ya no lo aguanto. Soy un hombre muy tolerante; no me importa que mi hija haga desaparecer las verrugas con ensalmos y otras cosas parecidas. Ha habido mucha gente capaz de hacer eso. No es nada deshonroso. Pero esto de dejar a los perros y a las personas agarrotados...
- Y entonces fue cuando le diste de garrotazos, ¿no es eso? - dijo Enoch.
- Cumplí con mi deber - manifestó Hank solemnemen­te -. No estoy dispuesto a tolerar la presencia de brujas en mi familia Le di un par de latigazos y ella me pidió por gestos que dejase de pegarla. Pero yo tenía que cumplir mi deber y continué arreándole latigazos. Si hubiese continuado, creo que le hubiera quitado para siempre las ganas de hacer esas bromas. Pero fue entonces cuando ejerció sus poderes conmigo. Lo mismo que había hecho con Roy y Butcher, pero de manera distinta. Me dejó ciego... ¡cegó a su propio padre! No podía ver nada. Avancé a tientas por el patio, gritando y dando manotadas. De pronto volví a ver, pero ella había desaparecido. La vi correr por el bosque, monte arriba. Y entonces fue cuando Roy y yo nos fuimos tras ella.
- ¿Y crees que la tengo aquí?
- Sé que está aquí - contestó Hank.
- Muy bien - dijo Enoch -. Pues búscala.
- Claro que la buscaré - repuso Hank, ceñudo -. Roy, tú registra el granero. Puede estar escondida allí.
Roy se dirigió al granero. Hank entró en el anexo y salió casi inmediatamente al decrépito gallinero.
Enoch esperaba, con el rifle bajo el brazo.
Se le habla presentado una complicación... una com­plicación mayor que todas cuantas habían surgido hasta entonces. Los hombres como Hank Fisher no se avenían a razones. Sería inútil tratar de discutir con él, en aquellos momentos. Lo único que podía hacer era esperar que Hank se calmase. Sólo entonces quizá sería posible ha­cerle entrar en razón.
Ambos no tardaron en volver.
- No está por aquí - dijo Hank -. Por lo tanto, está en la casa
Enoch meneó negativamente la cabeza.
- Nadie puede entrar en esa casa.
- Roy - ordenó Hank -, sube esos peldaños y abre esa puerta.
Roy dirigió una mirada medrosa a Enoch.
- Vamos, obedece - dijo Enoch.
Roy se dirigió a la escalera y subió muy despacio por ella. Atravesó el porche, puso la mano en el picaporte y trató de hacerlo girar. Lo intentó de nuevo. Después se volvió.
- Padre, no puedo – dijo -. No puedo abrir esta puerta.
- Eres un inútil - dijo Hank, disgustado -. No sabes hacer nada.
Hank subió los peldaños de dos en dos y cruzó el porche hecho una furia. Asió el picaporte con la mano y trató de hacerlo girar con gesto airado. Lo probó una y otra vez, sin conseguirlo. Luego se volvió hacia Enoch, hecho un ba­silisco.
-¿Puede saberse qué pasa aquí? - gritó.
- Ya te dije que no se puede entrar - contestó Enoch.
-¡Eso ya lo veremos! - rugió Hank.
Tiró el látigo a Roy y bajó del porche para plantarse en dos zancadas ante el montón de leña que se alzaba jun­to al anexo. Con un brusco ademán, arrancó la pesada ha­cha doble del tajo.
- Ten cuidado con el hacha - le advirtió Enoch -. La tengo desde hace mucho tiempo y la aprecio mucho.
Hank no contestó. Volvió a subir al porche y se detu­vo con los pies muy separados ante la puerta.
- Apártate - ordenó a Roy -. Déjame sitio.
Roy se hizo a un lado.
- Eh, un momento - dijo Enoch -. ¿Te propones derri­bar esa puerta?
- Eso es exactamente lo que pienso hacer.
Enoch hizo un grave gesto de asentimiento.
- Bien, ¿y qué? - dijo Hank.
- Por mí, ya puedes probar.
Hank asentó sólidamente los pies en el suelo y empuñó el mango del hacha con ambas manos. El acero relampa­gueó sobre su cabeza y luego se abatió en un golpe tre­mendo.
El filo del hacha chocó con la superficie de la puerta y se inclinó, desviado por ella, cambió de curso y rebotó de la puerta.
La hoja descendió rápidamente, rozó la pierna de Hank y éste casi perdió el equilibrio, arrastrado por su propio impulso.
Luego se quedó allí de pie, con expresión estúpida. Los brazos colgando y las manos empuñando aún el mango del hacha. Su mirada se clavó en Enoch.
- Pruébalo otra vez - le dijo Enoch, invitador.
Hank sufrió un arrebato de cólera. Su rostro estaba congestionado por la ira.
-¡Vaya si lo probaré! - gritó como un poseído.
Volvió a plantar sólidamente los pies en el suelo y ésta vez blandió el hacha no contra la puerta, sino contra la ventana contigua a ésta.
Cuando la hoja chocó contra la ventana, se oyó un agu­do ruido metálico y fragmentos de acero saltaron por los aires, brillando al sol.
Hank agachó la cabeza y tiró el hacha, que rebotó en el suelo del porche. Tenía una hoja rota y mellada. La venta­na estaba intacta. No mostraba ni un rasguño.
Hank se quedó allí un momento, contemplando el ha­cha rota, como si no diese crédito a sus ojos.
Tendió la mano en silencio y Roy le puso el látigo en ella.
Entonces ambos bajaron la escalera.
Se detuvieron al pie de ella y miraron a Enoch. La mano de Hank temblaba en el mango del látigo.
- En tu lugar, yo no lo intentarla, Hank - le dijo Enoch -. Soy muy rápido disparando.
Dio unas palmadas a la culata del rifle.
- Te agujerearía la mano antes de que pudieras levantar el látigo.
Hank jadeaba pesadamente.
- Tienes el diablo en el cuerpo, Wallace – dijo -. Y ella también. Los dos estáis de acuerdo. Estoy seguro de que os encontráis a escondidas en los bosques.
Enoch lo miraba, expectante.
-¡Que Dios me asista! - gritó Hank -. ¡Mi hija es una bruja!
- Lo mejor que podéis hacer - le dijo Enoch - es volveros a casa. Si encuentro a Lucy, yo mismo os la traeré.
Ninguno de los dos se movió.
-¡Esto no termina así! - vociferó Hank -. Tienes a mi hija escondida en alguna parte pero yo la sacaré de tus garras. Te aseguró que me las pagarás.
- Cuando quieras - dijo Enoch -, pero ahora, no.
Y movió el cañón del rifle con ademán imperioso.
- Vamos, andando – dijo -. Y no volváis. No quiero volver a veros por aquí a ninguno de los dos.
Ambos vacilaron por un momento, mirándolo, tratan­do de sondearlo y de adivinar cuáles eran sus intenciones.
Luego dieron lentamente la vuelta y ambos se alejaron monte abajo.

XVIII

"Hubiera debido matarlos a los dos", pensó. No eran dig­nos de vivir.
Bajó la vista para mirar el rifle y vio que lo empuña­ba con tal fuerza, que tenía los dedos blancos y rígidos sobre la madera marrón y satinada.
Jadeaba un poco, por el esfuerzo que hacía por conte­ner la cólera que hervía en su interior, pugnando por e~ tallar. Si hubiesen permanecido allí un poco más, si no los hubiese expulsado, supo que hubiera terminado por ceder a la ira que lo embargaba.
Pero era mejor, mucho mejor, que hubiese sucedido tal como había sucedido. Se preguntó vagamente cómo era posible que hubiese logrado contenerse.
Pero se alegraba. Porque, a pesar de sus defensas, aque­llo le hubiera sido muy perjudicial.
Ellos hubieran dicho que estaba loco, que los había echado por la fuerza. Incluso podían acusarle de haber se­cuestrado a Lucy y de retenerla contra su voluntad. No se detendrían ante nada para crearle las mayores dificultades.
No se hacía ilusiones acerca de su reacción, porque conocía a los seres de su calaña, vengativos en su pequeñez, pequeños y malévolos insectos de la especie humana.
De pie ante el porche, vio cómo bajaban por la cresta preguntándose cómo era posible que una joven tan mara­villosa como Lucy tuviese aquella familia tan degenerada. Tal vez su defecto físico sirvió de muralla para aislarla de aquella gentuza y evitó que se convirtiese en uno de ellos. Si hubiese podido hablar u oír, quizá con el tiempo se hu­biera convertido en un ser tan retrógrado y con tan malos instintos como ellos.
Cometió un gran error al meterse en aquel asunto. Un hombre en su condición no debía mezclarse en aquella clase de cuestiones. Tenía demasiado que perder; hubiera debido guardar neutralidad.
¿Y qué podía haber hecho, sin embargo? ¿Podía haber­se negado a prestar su protección a Lucy, bañada en la sangre que surgía de sus latigazos? ¿Tenía que haber de­soído la frenética expresión de súplica que se pintaba en su carita desvalida?
Pudiera haber obrado de manera distinta. Tal vez hu­biera podido encontrar medios más diplomáticos y hábiles de resolver el asunto. Pero no tuvo tiempo de pensar en otra solución. Sólo tuvo tiempo de poner a la muchacha a salvo y luego salir para enfrentarse con sus persegui­dores.
Pero entonces, al pensarlo, comprendió que acaso lo mejor hubiera sido no salir. Si se hubiese quedado dentro de la estación nada hubiera ocurrido.
Se dejó llevar de un impulso, cuando salió a afrontarlos. Acaso fue una reacción humana, pero no fue prudente. Mas la cosa ya no tenía remedio. A lo hecho, pecho. Si tuviese que hacerlo de nuevo, obraría de un modo distinto, pero la ocasión ya había pasado
Dio media vuelta y regresó con paso cansino al interior de la estación.
Lucy continuaba sentada en el sofá, sosteniendo un ob­jeto centelleante en la mano. Lo contemplaba arrobada y en su cara se pintó de nuevo aquella misma expresión vi­brante y alerta que le había visto aquella mañana, cuando sostenía a la mariposa.
Dejó el rifle sobre la mesa y se detuvo en silencio, pero ella debió de notar su movimiento, porque levantó rápida­mente la vista hacia él. Luego sus ojos volvieron a posarse en el objeto rutilante que tenía en las manos.
Él vio que era la pirámide de esferas y que todas las esferas giraban lentamente, unas a derecha y otras a izquierda y que, al girar, brillaban y relumbraban, cada una con su particular coloración, como si en el interior de cada una hubiese una fuente de luz suave y cálida.
Enoch contuvo el aliento ante la belleza y la maravilla de aquel espectáculo... preguntándose, pasmado, qué anti­guo artilugio podía ser aquel objeto y cuál podía ser su fi­nalidad. Lo había examinado cientos de veces, devanán­dose los sesos para comprender su significado, sin conse­guir descifrar el enigma. Por lo que podía ver, era sólo un objeto destinado a la contemplación, aunque lo había em­bargado con insistencia la sensación de que tenía una fi­nalidad determinada y acaso un modo de funcionamiento.
Y entonces estaba funcionando. EI había tratado de ha­cerlo funcionar docenas de veces, pero Lucy lo consiguió a la primera.
Observó la expresión arrobada con que lo contemplaba. ¿Era posible, se preguntó, que supiese cuál era la finali­dad del objeto?
Cruzó la habitación para tocarle el brazo y ella levantó la cara para mirarlo. Enoch vio en sus ojos un brillo de dicha y excitación.
Indicó la pirámide con un gesto de interrogación, tra­tando de preguntar a la joven si sabía lo que era. Pero ella no le entendió. O tal vez lo supiese, pero supiese tam­bién lo difícil que era explicar su finalidad. Hizo de nuevo aquel gesto alegre y aleteante con la mano, indicando la mesa cargada de chucherías, y pareció que iba a reírse... al menos, tenía una expresión risueña en el rostro.
No es más que una niña, dijo Enoch para sus adentros, con una caja llena de nuevos y maravillosos juguetes. ¿Era solamente esto? ¿Se hallaba únicamente contenta y excitada porque de pronto se había percatado de las cosas que se apilaban encima de la mesa?
Dio media vuelta con gesto cansado y volvió junto a la mesa. Tomó el rifle y lo colgó en la pared.
Ella no debía estar en la estación. Allí no podía haber ningún ser humano, fuera de él. Al traerla allí, había fal­tado al acuerdo tácito establecido con los extraterrestres, que le nombraron custodio de la estación. Aunque de todos los humanos que hubiera podido traer, Lucy acaso fuese la única sobre la que no pesase aquella prohibición tácita, porque la muchacha nunca podría explicar a nadie lo que allí dentro había visto.
Pero comprendió que no podía quedarse. Tenía que de­volverla a su casa. Si no lo hacía, se organizaría una gi­gantesca operación de búsqueda de la linda sordomuda desaparecida.
La noticia de su desaparición atraería a los periodistas antes de un par de días. Se publicaría en todos los diarios de la nación, lo darían por la radio y la televisión y los bosques se llenarían con centenares de hombres dedicados a buscarla.
Hank Fisher contaría a los periodistas cómo trató de penetrar en la casa sin conseguirlo, entonces lo intentarían otros y se armaría un escándalo mayúsculo.
Enoch sintió un sudor frío al pensarlo.
Tantos años de vivir apartado, tantos años de existencia discreta y callada, no habrían servido para nada. Aquella extraña mansión en lo alto de un cerro solitario se con­vertiría en un misterio para el mundo, en un reto y en un objetivo para todos los chiflados del planeta.
Se dirigió al botiquín en busca de la pomada curativa incluida en el paquete de medicamentos que le envió la Central Galáctica.
Lo sacó y abrió la cajita. Quedaba aún más de la mitad. La había utilizado en el transcurso de los años, pero con parsimonia. En realidad, no era necesario aplicarla en grandes cantidades.
Cruzó la habitación hasta el sofá donde estaba senta­da Lucy y se colocó detrás de ella. Le mostró lo que traía y le indicó por gestos el modo de emplearlo. Ella se bajó el vestido de los hombros y él se inclinó para examinarle las heridas.
Estas ya no sangraban pero la carne estaba roja e in­flamada.
Enoch le aplicó pomada a los verdugones causados por el látigo, extendiéndola con delicadeza.
Lucy había curado a la mariposa, pensó, pero no podía curarse a sí misma.
La pirámide de esferas que tenía encima de la mesa se guía centelleando y relumbrando, esparciendo bailoteantes manchas de color por toda la habitación.
Funcionaba, pero no comprendía con que objeto.
Por último se había puesto en funcionamiento, pero no sucedía nada como resultado de ello.

XIX

Ulises llegó cuando el crepúsculo se convertía en noche.
Enoch y Lucy acababan de cenar y estaban sentados a la mesa cuando Enoch oyó sus pisadas.
El extraterrestre permanecía en la penumbra y se ase­mejaba más que nunca a un payaso cruel, pensó Enoch. Su cuerpo esbelto y grácil parecía de cuero ahumado y curti­do. Su tez abigarrada parecía brillar con una débil lumi­niscencia y su cara dura y angulosa, su calva lisa y relu­ciente y las orejas aplastadas y puntiagudas pegadas al cráneo, le conferían un aspecto malévolo y horrendo.
Si Enoch no conociese su talante benévolo y risueño, su feroz catadura era para petrificar de espanto al más pintado.
- Te estábamos esperando - dijo Enoch -. La cafetera está hirviendo.
Ulises dio un paso adelante, muy despacio, y se detuvo.
- Tienes a otra persona contigo. Yo diría que es un ser humano como tú.
- No temas, no hay peligro - le dijo Enoch.
- De otro sexo. Una hembra, ¿verdad? ¿Has encontrado a una compañera?
- No - repuso Enoch -. Ella no es mi compañera.
- Has obrado siempre con gran prudencia - le dijo Ulises. En la situación en que te encuentras, una compa­ñera no sería aconsejable.
- No tienes por qué preocuparte. Esta muchacha posee un defecto físico. No puede comunicarse con sus semejan­tes. No oye ni habla.
-¿Un defecto, dices?
- Sí, un defecto de nacimiento. Nunca ha oído ni ha­blado. No puede contar a nadie lo que aquí ha visto.
-¿Y no puede hacerlo por signos?
- No conoce ningún lenguaje mímico. No quiso apren­derlo.
-¿Es amiga tuya?
- Desde hace algunos años - contestó Enoch -. Vino buscando mi protección. Su padre le dio de latigazos.
-¿Sabe su padre que está aquí?
- Cree que está, pero no lo sabe con seguridad.
Ulises salió lentamente de la penumbra para colocarse bajo la luz.
Lucy lo contemplaba, pero su expresión no demostraba el menor temor. Su mirada era firme y serena y no retrocedió.
- No le doy miedo - dijo Ulises -. Veo que no grita ni echa a correr.
- No podría gritar aunque quisiese - observó Enoch.
- Pero sé que cualquier habitante de la Tierra me en­contraría repugnante - dijo Ulises.
- Es que ella no ve sólo lo de fuera. Ve también tu interior.
-¿Se asustaría si me inclinase ante ella, como hacen los seres humanos?
- Creo que nada podría complacerla más - dijo Enoch.
Ulises se inclinó con una exagerada cortesía, poniéndose una mano en su vientre correoso y doblándose por la cin­tura.
Lucy sonrió y palmoteó.
- Ya lo ves - exclamó Ulises, encantado -. Hasta creo que llegaré a gustarle.
-¿Por qué no te sientas, pues - le invitó Enoch -, y tomamos café juntos?
- Me había olvidado del café. La vista de este otro ser humano apartó el café de mi mente.
Se sentó ante la tercera taza preparada para él. Enoch se dispuso a ir en busca del café, pero Lucy se le adelantó.
-¿Ha entendido lo que decíamos? - preguntó Ulises, extrañado.
Enoch meneó negativamente la cabeza.
- Vio que te sentabas ante la taza y que la taza estaba vacía.
Ella sirvió el café y después volvió a sentarse en el sofá.
-¿No se queda con nosotros? - preguntó Ulises.
- Está muy intrigada por esas chucherías de la mesita. Ha conseguido poner a una de ellas en marcha.
-¿Piensas hacer que se quede aquí?
- No puedo quedármela - repuso Enoch -. La buscarán. Tendré que devolverla a su casa.
- Esto no me gusta - dijo Ulises.
- Ni a mí tampoco. Debemos reconocer que no debiera haberla traído aquí. Pero entonces me pareció la única solución posible. No tuve tiempo de pensar en otra cosa.
- No has hecho nada malo - musitó Ulises.
- Ella no puede perjudicarnos - dijo Enoch -. Al no poder hablar...
- Es que no es eso - le atajó Ulises -. Esta muchacha es una complicación y no me gusta que te busques más complicaciones. Esta noche venia para decirte, Enoch, que nos hallamos metidos en dificultades, precisamente.
- ¿Dificultades? ¿Qué dificultades?
Ulises levantó la taza de café y bebió un largo sorbo. Qué bueno es el café – comentó -. Me llevé la semi­lla y la planté en mi planeta. Pero allí no tiene el mismo sabor. Este es más bueno.
-¿De qué dificultad hablabas?
-¿Te acuerdas del vegano que murió aquí hace varios de tus años?
Enoch asintió.
- Sí, el "Brumoso"...
- Ese ser tenía nombre...
Enoch soltó la carcajada.
- Veo que no te gustan nuestros apodos.
- No es costumbre entre nosotros - repuso Ulises.
- El nombre que le puse - observó Enoch - es una muestra del afecto que me inspiraba.
- Y tú enterraste a ese vegano.
- En el cementerio de mi familia - dijo Enoch -. Como si fuese uno de los míos. Leí el oficio de difuntos sobre su tumba.
- Esto es santo y bueno - dijo Ulises -, y tal como debiera ser. Hiciste muy bien. Pero el cadáver ha desapare­cido.
-¡Cómo! ¡No puede ser! - exclamó Enoch.
- Han profanado la sepultura y se lo han llevado.
- Pero eso tú no puedes saberlo - protestó Enoch -. ¿Cómo lo sabes?
- No soy yo quien lo ha averiguado, sino los de Vega. Los veganos lo saben.
- Pero están a años-luz de distancia...
Pero luego le asaltó la duda, al recordar que la noche en que falleció el anciano sabio, cuando comunicó su muerte a la Central Galáctica, le contestaron que los ve­ganos ya se hallaban enterados de ello, y que no necesita­ban certificado de defunción, porque ya sabían de qué ha­bía muerto.
Parecía algo imposible, desde luego, pero había dema­siadas imposibilidades en la Galaxia que al fin y a la pos­tre resultaban totalmente posibles; por último, uno ya no sabia verdaderamente a qué atenerse.
¿Seria posible, se preguntó, que todos los veganos estu­viesen unidos entre sí por una especie de contacto mental? ¿O que una oficina central del Censo (para dar un nombre humano a algo que escapaba a toda comprensión) poseyese una especie de enlace oficial con todos los veganos vivien­tes, y supiese dónde estaban, cómo estaban y qué hacían en cualquier momento determinado?
Algo de este género podía ser muy posible, tuvo que admitir Enoch. No estaba fuera de las pasmosas faculta­des que poseían los habitantes de la Galaxia. Pero mante­ner un contacto similar con el vegano muerto era algo que costaba más de comprender.
- El cadáver ha desaparecido - repitió Ulises -. Eso puedo asegurártelo porque sé que es verdad. Y tú eres el responsable.
-¿Quién dice eso, los veganos?
- Sí, los veganos. Y toda la Galaxia.
- Yo hice lo que pude - dijo Enoch, acaloradamente -. Hice lo que me pidieron. Cumplí al pie de la letra lo que estipula la ley vegana. Rendí honras fúnebres al muerto, según la usanza de mi planeta. No es justo que se me haga cargar siempre con esa responsabilidad. No puedo creer que ese cuerpo haya desaparecido. Nadie sabia dónde es­taba. ¿Además, a quién podía interesar?
- Si nos atenemos a la lógica humana - observó Uli­ses -, tienes razón, desde luego. Pero no según la lógica vegana. Y en este caso, la Central Galáctica se pondría de parte de los veganos.
- Tienes que saber que los veganos son amigos míos - dijo Enoch, sin dar su brazo a torcer -. Nunca he conocido a ninguno que no simpatizase conmigo o con el que no me entendiese. Deja que me entienda directamente con ellos.
- Si sólo se tratase de los veganos - dijo Ulises -, estoy seguro de que el asunto se resolvería satisfactoriamente. Pero la situación está más complicada de lo que parece. Aparentemente es un suceso bastante sencillo, pero en él intervienen muchos factores. Los veganos, por ejemplo, saben desde hace algún tiempo que el cadáver ha desapa­recido y esto les causó gran consternación, naturalmente, pero por ciertas consideraciones, guardaron silencio.
- No tenían que haberlo hecho. Hubieran podido acudir a mí. No sé qué se hubiera podido hacer, pero...
- No guardaron silencio por ti, sino por otra cosa.
Ulises acabó de tomarse el café y se llenó de nuevo la taza. Después terminó de llenar la taza medio llena de Enoch y dejó la cafetera encima de la mesa.
Enoch esperó a que prosiguiese.
- Es posible que tú lo ignores - dijo Ulises -, y no se­pas que cuando se fundó esta estación, encontró una oposición considerable entre numerosas razas de la Galaxia. Se esgrimieron muchas razones, como suele suceder en tales casos, pero en el fondo la razón primordial, básica, estriba lisa y llanamente en la pugna constante por la preponderancia racial o regional. Una situación semejan­te, supongo, a las continuas pendencias y maniobras que se producen en la Tierra para obtener una supremacía económica de un grupo sobre otro, o de una nación u otra. En la Galaxia, desde luego, las consideraciones económicas son sólo ocasionalmente los factores fundamentales. Existen muchos otros que ellos.
Enoch asintió y dijo:
- Ya lo sospeché. No recientemente. Pero no presté mucha atención a ello.
- Es en gran medida cuestión de dirección - dijo Uli­ses -. Cuando la Central Galáctica comenzó su expansión a su brazo espiral, ello significaba que no había tiempo 1o esfuerzo alguno disponibles para expansiones en otras direcciones. Hay un gran numero de razas que ha acariciado durante siglos el sueño de expanderse a alguno de los gru­pos globulares próximos. Desde luego, ello tiene cierto sen­tido. Con las técnicas que poseemos, resulta del todo posi­ble el mayor salto a través del espacio a uno de los grupos más cercanos. Además, esos grupos parecen hallarse extraordinariamente exentos de polvo y gas, por lo que una vez llegados a ellos, podríamos expandirnos más rápidamente a su través, de lo que podemos hacerlo en muchas partes de la Galaxia. Pero, en el mejor de los casos, es asunto puramente especulativo, pues no sabemos lo que encontraremos allí. Después de haber realizado todo el esfuerzo y gastado todo el tiempo, podemos encontrar poco o nada, excepto posiblemente un afincamiento real. Pero de ellos dispone­mos en gran cantidad en la Galaxia. Sin embargo, los gru­pos tienen una amplia atracción para cierta clase de mentes.
Enoch asintió nuevamente, añadiendo:
- Lo comprendo. Sería la primera aventura fuera de la propia Galaxia. Y podría ser el primer paso en la ruta que nos condujera a las otras galaxias.
Ulises le dirigió una penetrante mirada.
-¡Tú también! – dijo - ¡Debiera haberlo sabido!
Enoch repuso con cierto remilgo:
- Pues si... opino de esa manera.
- Bien, en todo caso, había ese bando de agrupación globular - supongo que puede llamársele así- que se re­sistía enconadamente cuando comenzamos nuestro movi­miento en esa dirección. Ya comprendes, de seguro que sí, que apenas hemos comenzado la expansión a esa vecindad. Tenemos menos de doce estaciones y necesitaremos un cen­tenar. Llevará siglos antes de que la red esté completa.
- Así que ese bando se halla oponiéndose aún - dijo Enoch -. Todavía es tiempo de detener ese proyecto de brazo espiral.
- Así es. Y eso es lo que me preocupa. Pues el bando ese pone por bandera el incidente del cadáver desapareci­do como argumento emocional contra la extensión de esa red. Y se le han unido otros a los que atañen ciertos inte­reses especiales. Los cuales ven una mejor probabilidad de obtener lo que desean si pueden arruinar ese proyecto.
-¿Arruinarlo?
- Sí, dar al traste con él. Tan pronto como el incidente del cadáver se haga del dominio público, comenzarán a chillar que un planeta tan salvaje como la Tierra no es un emplazamiento en absoluto propio para una estación. E insistirán en que esta estación debe ser abandonada.
-¡Pero no pueden hacer eso!
- Lo pueden - dijo Ulises -. Dirán que es degradante y peligroso el mantener una estación tan bárbara que hasta las tumbas son profanadas, en un planeta en el que los venerados muertos no pueden descansar en paz. Es la clase de superior argumento emotivo que obtendrá amplia acep­tación y apoyo en algunos sectores de la Galaxia. Los ve­ganos hicieron lo posible. Intentaron mantenerlo secreto, a causa del proyecto. Jamás hicieron algo así. Son gente orgullosa, y tienen un puntillo de honor - acaso lo sienten más profundamente que muchas otras razas pero sin embargo, y para un bien mayor, estuvieron dispuestos a aceptar la deshonra. Y lo habrían conseguido, de haber quedado todo oculto. Pero la historia salió a flote como fuese... sin duda por un buen espionaje. Y no pueden s~ portar el humillante descrédito por la sabida deshonra. El vegano que va a llegar aquí esta tarde es un representante oficial encargado de transmitir una protesta oficial asi­mismo.
-¿A mí?
- A ti y, a través de ti, a la Tierra.
- Pero la Tierra no está implicada en la cuestión. La Tierra ni siquiera lo sabe.
- Desde luego que no. En cuanto a la Central Galáctica concierne, tú eres la Tierra. Tú representas a la Tierra.
Enoch meneó la cabeza. Era una manera desatinada de pensar. Pero - se dijo a sí mismo - no debía sorprenderse. Era la forma de pensar que debía haber esperado. Sí era demasiado timorato, estimó, demasiado estrecho de pen­samiento. Había sido acostumbrado a pensar a la manera terrestre, y después de todos aquellos años, persistía tal forma Y persistía a tal punto, que cualquier otra manera de pensar que chocara con ella, debía parecer automática­mente errónea.
Lo de abandonar la estación de la Tierra era erróneo también. No tenía ningún sentido. Pues el abandono de la estación no haría zozobrar el proyecto. Aunque, más que probablemente, arruinaría toda esperanza que tuviera él en la raza humana.
- Pero aunque tengáis que abandonar la Tierra – dijo - podéis ir a Marte. Podéis construir una estación allí. Si es necesario tener una estación en este sistema solar, hay otros planetas...
- No comprendes - replicó Ulises -. Esta estación es justamente un punto de ataque. No es más que un estribo, sólo un comienzo pura y simplemente. El objetivo es des­truir el proyecto, disponer para algún otro el tiempo y el esfuerzo que aquí se emplean. Si ellos pueden obligarnos a abandonar una estación, entonces quedamos desacredi­tados. En ese caso, todos nuestros motivos, criterios y juicios son sometidos a revisión.
- Pero aun cuando el proyecto fuese desbaratado - ma­nifestó Enoch - no hay seguridad alguna de que ningún bando se llevase la palma. Unicamente pondría sobre el tapete en debate abierto, la cuestión de dónde habían de ser empleados el tiempo y la energía. Dijiste que hay varias facciones especialmente interesadas, en coyunda para llevar la lucha contra nosotros. Suponiendo que ga­nasen, entonces se volverían para combatir contra ellas mismas.
- Desde luego, ése es el caso - admitió Ulises -, pero entonces, cada uno de los bandos tiene una oportunidad de obtener lo que desea, o cuando menos cree que tiene la probabilidad de lograrlo. La cosa es si no tienen nin­guna. Antes que la tengan, este proyecto debe pasar por el colador. Hay una agrupación en el lado extremo de la Ga­laxia, que desea moverse a los sectores escasamente poblados de una zona particular del borde. Creen aún en una antigua leyenda que dice que su raza procede de inmigran­tes de otra Galaxia, quienes aterrizaron en el borde y se abrieron paso al interior en el transcurso de muchos años galácticos. Piensan que si pueden salir al borde, transfor­marán esa leyenda en historia, para su mayor gloria. Otro grupo quiere entrar en un pequeño brazo espiral, de­bido a un oscuro informe sobre que, hace muchos eones, sus antepasados captaron ciertos mensajes virtualmente indescifrables, que creyeron provienen de esa dirección. A través de los años, la fábula ha aumentado al extremo de que hoy están convencidos de hallar una raza de gigantes intelectuales en el brazo espiral. Y siempre existe, natural­mente, el apremio de investigar más a fondo en el meollo galáctico. Debes tener en cuenta que nosotros sólo hemos empezado, que la Galaxia se encuentra aún ampliamente inexplorada, y que todavía sólo son pioneras las miles de razas que forman la Central Galáctica. Y ésta, como resul­tado de ello, se halla sujeta continuamente a toda clase de presiones.
- Parece - dijo Enoch- como si tuvieses pocas esperan­zas de mantener esta estación, aquí en la Tierra.
- Casi más bien ninguna esperanza en absoluto - res­pondió Ulises -. Pero en cuanto a ti respecta, habrá una opción. Puedes permanecer aquí y vivir la vida corriente de la Tierra, o bien ser destinado a otra estación. La Central Galáctica espera que elijas el continuar con nosotros.
- Eso suena muy terminante.
- Temo que sí - dijo Ulises -. Lamento, Enoch, ser portador de malas nuevas.
Enoch se sentó entumecido y agobiado. ¡Malas nuevas! Era algo peor que eso. Era el fin de todo.
Sintió el desmoronamiento no sólo de su propio mundo personal, sino de todas las esperanzas de la Tierra. Con la ausencia de la estación, la Tierra volvería a quedar una vez más en los remansos de la Galaxia, sin esperanza alguna de ayuda, ninguna probabilidad de reconocimiento, ni de com­prensión de lo que estaba esperando en la Galaxia. Perma­neciendo sola y desnuda, la raza humana seguiría su antigua vieja senda, tanteando su incierto camino hacia un futuro ciego y descarriado.

XX

El hazer era anciano. El áureo halo que lo envolvía había perdido el destello de su juventud. Era un fulgor suave, profundo y rico... no el cegador de un ser joven. Lo portaba con firme dignidad, y el resplandeciente copete de su cabeza, que no era ni cabello ni plumas, era blanco, de una especie de albura de santidad. Su rostro era de expresión afable y tierna, afabilidad y ternura que en un hombre podría haberse expresado en suaves arrugas.
- Siento - dijo a Enoch - que nuestra entrevista haya de ser así. Sin embargo, bajo cualesquiera circunstancias, estoy contento de verte. He oído de ti. No es frecuente que un ser de un planeta exterior sea el custodio de una esta­ción. Debido a ello, joven, me he sentido intrigado por tu persona. Me he preguntado qué especie de criatura serías.
- No has de sentir aprensión por él - dijo Ulises, un tanto desabridamente -. Yo salgo garante por su persona. Hemos sido amigos durante años.
- Sí, lo olvidaba - dijo el hazer -. Tú eres su descu­bridor.
Escudriñó en torno a la habitación, y añadió:
- Otro. No sabía que había dos. Creí que era sólo uno.
- Es un amigo de Enoch - dijo Ulises.
- Así pues, ha habido contacto. Contacto con el planeta.
- No, no ha habido ningún contacto.
- Acaso una indiscreción.
- Acaso - manifestó Ulises -. Pero bajo provocación que dudo que ni tú ni yo habríamos soportado.
Lucy se había puesto en pie y atravesaba la habitación con movimiento reposado y lento, como si flotara.
El hazer le habló en lenguaje corriente.
- Me alegra conoceros. Encantado.
- Ella no puede hablar - dijo Ulises -. Ni oír. No tiene comunicación alguna.
- Compensación - dijo el hazer.
-¿Lo crees así?
- Estoy seguro de ello.
Se adelantó despacio y Lucy esperó.
- Esto... bueno, ella, la forma femenina corno dijiste, no tiene miedo.
Ulises río entre dientes y dijo:
- Ni siquiera a mí.
El hazer tendió su mano hacia Lucy, quien permaneció quieta durante un instante, alzando luego a su vez una de las suyas y asiendo como con tentáculos la tendida.
A Enoch le pareció, por un instante, que la capa de áureo halo se desplegaba para envolver en su fulgor a la muchacha. Enoch parpadeó y la ilusión, si tal había sido, se desvaneció, quedando sólo el hazer con su áurea capa.
¿Y cómo era - se preguntaba Enoch - que no sintiera la muchacha el menor miedo de Ulises o del hazer? ¿Se debía, en verdad, como él había dicho, a que ella podía ver allende la apariencia exterior, sentir en cierto modo la humanidad básica, intrínseca (¡Dios me valga, no puedo pensar ni aun ahora sino en términos humanos!) que había en aquellas criaturas? Y si ello era así, ¿era debido a que ella misma no era enteramente humana? Humana, ciertamente, en forma y origen, pero no constituida y mol­deada en la cultura humana, siendo acaso lo que sería un ser humano forjado casi concertadamente, ceñido de tal modo a las reglas de la conducta y la perspectiva que a tra­vés de los años habían establecido la ley para comprender una corriente actitud humana.
Lucy soltó la mano del hazer y volvió al sofá.
El hazer dijo:
- Enoch Wallace.
-¿Sí?
-¿Es ella de tu raza?
- Desde luego, sí lo es.
- Pues no se te parece... Casi como si se tratase de dos razas.
- Pues no hay dos razas, sino únicamente una.
-¿Y hay muchas otras como ella?
- No sabría decirlo - respondió Enoch.
- Café - dijo Ulises al hazer -. ¿Tomarías un poco de café?
-¿Café?
- Un brebaje de lo más delicioso. Una de las grandes realizaciones de Tierra.
- No lo conozco - dijo el hazer -. No creo que lo quiera.
Se volvió gravemente a Enoch.
-¿Sabes por qué estoy aquí - preguntó.
- Creo que sí.
- Es asunto que lo siento - dijo el hazer -, pero debo...
- Si lo prefieres - intervino Enoch - podemos considerar que ha sido hecha la protesta. Yo lo estipularía así. No -¿Por qué no? - apoyó Ulises -. A mí me parece que no hay necesidad de que nosotros tres tengamos una escena un tanto penosa.
El hazer vaciló.
- Si sientes que debes... - dijo Enoch.
- No - manifestó el hazer -. Me satisface con que una protesta no formulada sea generosamente aceptada.
- Aceptada con una condición única - repuso Enoch. Que yo también quede satisfecho de que la acusación no es infundada. Saldré a verlo.
-¿Es que no me crees?
- No es cuestión de creencia. Es algo que debe ser comprobado. No puedo aceptar nada para mí o para mi planeta hasta que haya hecho eso.
- Enoch - dijo Ulises -, el vegano ha sido benévolo. No sólo ahora, sino antes de que eso ocurriera. Su raza se muestra muy renuente a expresar la acusación. Sufrieron mucho para proteger a la Tierra y a ti.
- Y el sentimiento es que yo sería grosero y descortés si no aceptase la protesta y la acusación de la nota vegana.
- Lo siento, Enoch - dijo Ulises -. Eso es lo que quiero decir.
Enoch meneó la cabeza, diciendo luego:
- Durante años he intentado comprender y conformarme a las ideas y ética de todo quien ha pasado por esta esta­ción. He dejado a un lado mis propios instintos y adiestramiento humanos. He tratado de comprender otros puntos de vista y evaluar otros modos de pensar, muchos de los cuales me violentaban. Estoy contento por ello, pues me ha dado la oportunidad de ir más allá de la estrechez de la Tierra. Creo que he obtenido, que he ganado algo de todo ello. Pero nada de eso concernía a la Tierra; únicamen­te era yo el implicado. Y este asunto importa a la Tierra, y debo abordarlo desde un punto de vista de hombre terres­tre. En esa ocasión particular, yo no soy simplemente el custodio de una estación galáctica.
Nadie dijo una palabra. Enoch permaneció a la espera, mas siguió sin decirse nada, hasta que, finalmente, se vol­vió y se dirigió a la puerta.
- Volveré - dijo.
Y, en diciendo, abrió la puerta para deslizarse al exterior.
- Si no te importa - dijo el hazer sosegadamente -, me gustaría ir contigo.
- Magnífico - dijo Enoch -. Ven.
Estaba oscuro afuera, y Enoch encendió la linterna. El hazer le examinaba atentamente.
- Combustible fósil - le dijo Enoch -. Arde al extremo de una mecha empapada.
El hazer dijo, consternado:
- ¡Pero seguramente tendréis algo mejor...!
- Mucho mejor ahora - respondió Enoch -. Pero yo estoy chapado a la antigua.
Abrió camino al exterior, arrojando la linterna un pe­queño haz luminoso, y siguiéndole el hazer.
- Es un planeta salvaje - dijo el hazer
- Salvaje aquí. Hay partes de él domadas.
- Mi planeta está controlado - dijo el hazer -. Cada pie de él se halla trazado.
- Lo sé. He hablado con muchos veganos. Ellos me des­cribieron el planeta.
Se encaminaron al granero.
-¿Quieres volver? - preguntó Enoch.
- No - respondió el hazer -. Lo encuentro estimulante. ¿Son plantas silvestres esas de ahí?
- Las llamamos árboles - dijo Enoch.
- ¿sopla el viento a su antojo?
- Así es - dijo Enoch -. Hasta ahora no sabemos cómo controlar el tiempo.
La azada se hallaba justamente en el interior del granero junto a la puerta, y Enoch la tomó, dirigiéndose seguidamente hacia el huerto.
- Ya sabes, desde luego, que el cadáver ha desaparecido - dijo el hazer.
- Estoy dispuesto a ver que ha desaparecido.
- Entonces, ¿por qué...? - preguntó el hazer.
- Porque debo cerciorarme. Supongo que podrás com­prenderlo, ¿no es así?
- Dijiste allá en la estación - dijo el hazer- que inten­tabas comprender al resto de nosotros. Quizá, en cambio, por lo menos uno de nosotros debería tratar de compren­derte a ti.
Enoch llevó la delantera por el sendero a través del huerto, y ambos llegaron a la rústica valía que cercaba el cementerio. La combada puerta estaba abierta, y Enoch la atravesó, siguiéndole el hazer.
-¿Es aquí donde lo enterraste?
- Es terreno de mi familia. Mi madre y mi padre descansan en él, y lo puse con ellos.
Tendió la linterna al vegano y, provisto de la azada, fue a la tumba, y hundió su instrumento en tierra.
-¿Quieres acercar un poco más la linterna, por favor?
El hazer dio un paso o dos.
Enoch metióse en el suelo hasta las rodillas y apartó las hojas que habían caído. Bajo ellas estaba la blanda y fresca tierra que había sido removida recientemente. Había una depresión y un pequeño agujero en el fondo de la misma. Mientras operaba, podía oír los terrones de barro desplazado cayendo a través del agujero y chocando con algo que no era el terreno.
El hazer había movido de nuevo la linterna y no pudo ver. Pero no necesitaba ver. Sabia que no servía de nada el excavar; sabía lo que hallaría. Debiera haber mantenido vigilancia. No debía haber puesto la piedra para llamar la atención... pero la Central Galáctica había dicho: "Como si fuese de tu propiedad.” Y por ello lo había hecho así.
Se enderezó, pero permaneció sobre sus rodillas, sin­tiendo como la humedad de la tierra empapaba la tela de sus pantalones.
- Nadie me lo dijo - manifestó el hazer, hablando que­damente.
-¿Decirte qué?
- Sobre la lápida conmemorativa. Y lo que está escrito en ella. No sabia que supieras nuestro idioma.
- Lo aprendí hace mucho. Habla pergaminos que desea­ba leer. Pero me temo que lo escrito por mí no sea demasiado bueno.
- Dos palabras mal deletreadas - dijo el hazer -, y cierta desmaña. Pero ésas son cosas que no importan. Lo que importa, y mucho, es que cuando escribiste, pensaste como uno de nosotros.
Enoch se puso en pie y tendió la mano a la linterna.
- Volvamos - dijo con alguna acritud, casi con impa­ciencia -. Ya sé quién hizo esto. Tengo que dar con él.

XXI

Las altas copas de los árboles gemían al viento que se alzaba. Delante el boscaje de abedules asomaba pálido al difuso resplandor de la linterna. Enoch sabía que aquel grupo de abedules crecía en el borde de una pequeña escarpa que se sumía a siete o más metros, y allí giró a la derecha para contornearía y continuar ladera abajo del cerro.
Le miró por encima del hombro. Lucy le seguía muy cerca. Sonrió ella, manifestándole con un gesto que todo iba bien. Sí hizo un ademán para indicar que ahora debían torcer a la derecha, y que ella debía seguirle muy unida. Aunque - se dijo a sí mismo - probablemente no era necesario indicarle nada, pues ella conocía seguramente la ladera tan bien, o tal vez mejor que él mismo.
Giró pues a la derecha y siguió a lo largo de la rocosa escarpa, llegó a la hendedura y gateó abajo, para alcanzar el declive inferior. Procedente de la izquierda, ola el mur­mullo del rápido riachuelo que se precipitaba por el rocoso barranco desde el manantial.
La ladera se sumía más escarpada aún, y trazó un camino que esquinaba el áspero declive.
Era curioso, pensó, que hasta en la oscuridad pudiese él reconocer ciertos rasgos naturales... el encorvado y re­torcido roble blanco, colgando en insensato ángulo sobre el declive del cerro; el bosquecillo de robles rojos que sobresalía de una cúpula de roca desplomada, situados de tal modo que ningún leñador habla intentado talarlos; la pequeña ciénaga repleta de espadañas, que se encajaba cómodamente en una terracita tallada en la ladera.
Lejos, abajo, percibió el resplandor de la luz de una ventana, y descendió hacia ella. Volvió a mirar por encima del hombro y vio que Lucy iba siguiéndole muy cerca.
Ambos llegaron a una tosca valía de estacas y gatearon para atravesarla; el terreno era ahora más llano.
En alguna parte abajo, ladró un perro en la oscuridad y otro se le unió en sus ladridos. Más aún se les unieron, y la jauría subió corriendo el declive. Llegaron precipita­dos, giraron en torno a Enoch y la linterna y se abalanzaron a Lucy... transformándose súbitamente, a su vista, en una comisión de bienvenida más bien que en una compa­ñía de guardianes. Brincaron en mescolanza, y las manos de ella palmotearon y acariciaron sus cabezas. Y, como a una señal, los canes retozaron alegremente en círculo, para volverse de nuevo.
A poca distancia más allá de la cerca de estacas, había un huerto, y Enoch lo atravesó, siguiendo cuidadosamen­te un senderillo entre los sembrados. Se encontraron luego en el patio, y ante ellos la casa destartalada, con sus perfiles engullidos por la oscuridad, y las ventanas de la cocina iluminadas por la tenue y cálida luz de una lámpara.
Enoch atravesó el patio hasta la puerta de la cocina y llamó con los nudillos, oyendo seguidamente ruido de pasos en el interior.
Abrióse la puerta y apareció enmarcada por la luz Ma Fisher, mujer corpulenta, de elevada estatura y huesuda, embutida en algo que era más un saco que un vestido.
Se quedó mirando fijamente a Enoch, medio asustada y medio belicosa, mas al ver tras él a la muchacha, exclamó:
-¡Lucy!
La muchacha se abalanzó a ella, y su madre la tomó en sus brazos.
Enoch dejó su linterna en el suelo, puso su carabina bajo el brazo, y atravesó el umbral.
La familia había estado cenando, sentada en torno a una gran mesa dispuesta en el centro de la cocina. En el centro de la mesa había una ornada lámpara de petróleo. Hank se había puesto en pie, pero sus tres hijos y el forastero permanecían aún sentados.
- Así que la volviste a traer - dijo Hank.
- La encontré - dijo Enoch.
- La estuvimos buscando hasta hace un rato - manifes­tó Hank -. Ibamos a volver a salir a hacerlo otra vez.
-¿Recuerdas lo que me dijiste esta tarde? - preguntó Enoch.
- Te dije varias cosas.
- Me dijiste que yo tenía el diablo en mí. Vuelve a levantar la mano contra esa muchacha, y te prometo que te enseñaré hasta dónde tengo de diablo.
-Esas baladronadas no sirven conmigo - braveó Hank. Pero se veía que estaba atemorizado. Lo mostraba en la blandura del rostro y la rigidez del cuerpo.
- Pues si quieres verlo, no tienes más que echarme de aquí.
Les dos hombres permanecieron encarados durante unos instantes, y luego Hank se sentó.
-¿Quieres tomar algo con nosotros? - dijo. Enoch denegó con la cabeza, y volviéndose al forastero, preguntó:
-¿Eres tú cl hombre del ginseng? El aludido asintió, y respondió:
- Así es como me llaman.
- Quiero hablar contigo. Afuera. Claude Lewis se puso en pie.
- No tienes a qué ir - intervino Hank -. Sí no puede obligarte. Lo mismo puede hablarte aquí.
- No me importa - dijo Lewis -. En realidad, deseo hablar con él. Tú eres Enoch Wallace, ¿no es así?
- Eso es quien es - confirmó Hank - Debiera haber muerto de viejo hace cincuenta años. Pero míralo. Tiene el diablo con él. Te lo aseguro, él y el diablo tienen un pacto.
-¡Cállate, Hank! - dijo Lewis, quien dando la vuelta a la mesa, fue a la puerta.
- Buenas noches - dijo Enoch a los demás.
- Mr. Wallace - dijo Ma Fisher -, gracias por haber traído de nuevo a mi hija. Hank no la pegará otra vez. Puedo prometérselo. Yo estaré al tanto.
Enoch salió y cerró la puerta. Tomó la linterna del suelo. Lewis se hallaba ya en el corral, y fue a él, diciéndole:
- Alejémonos un poco.
Se detuvieron en la esquina del jardín y se encararon.
- Tú has estado vigilándome - Dijo Enoch. Lewis asintió.
-¿De manera oficial? ¿O sólo por curiosidad?
- Lamento que de manera oficial. Mi nombre es Claude Lewis. No hay razón para que no te dijese... que soy C.I.A.
- No soy ningún traidor ni espía - repuso Enoch.
- No, en efecto. Sólo te estábamos vigilando.
-¿Sabes lo del cementerio?
Lewis asintió.
- Tú sacaste algo de una tumba.
- Sí - dijo Lewis -. De la extraña lápida.
-¿Y dónde está lo que sacaste?
- Quieres decir el cadáver. En Washington.
- No debieras haberlo sacado - dijo ceñudamente Enoch -. Has causado gran trastorno con ello. Debes devolverlo. Y tan pronto como puedas.
- Eso llevará algún tiempo - respondió Lewis -. Ten­drán que expedirlo en vuelo. Veinticuatro horas acaso.
-¿Es lo más rápido?
- Podría hacerlo algo mejor.
- Pues haz lo más que puedas. Es importante que el cadáver vuelva.
- Lo haré, Wallace. Yo no sabía...
- Y, Lewis...
-¿Qué?
- No pretendas dártelas de listo. No te andes por las ramas. Haz sólo lo que te digo. Estoy tratando de ser razo­nable, porque es lo único que cabe. Pero si intentas alguna argucia...
Tendió una mano y asió la parte delantera de la camisa de Lewis, retorciéndosela.
-¿Me comprendes, Lewis? - añadió.
Lewis quedóse inmóvil, sin intentar desasirse.
- Sí – dijo -. Comprendo.
-¿Por qué diablos hiciste eso?
- Tenía un trabajo...
- Sí, un trabajo. El de vigilarme. No el de pillar tumbas.
Le soltó la camisa.
- Dime - dijo Lewis -, Eso de la tumba. , ¿qué era?
- Nada que maldito te importe - le respondió Enoch desabridamente -. Lo que sí te importa es devolver el cadáver. ¿Estás seguro de que puedes hacerlo? ¿No hay nada que se te interponga?
Lewis denegó con la cabeza, y añadió:
- Nada en absoluto. Telefonearé en cuanto tenga a mano un teléfono. Les diré que es cosa imperiosa.
- Y lo es - afirmó Enoch -. El volver ese cadáver a su sitio es la cosa más importante que jamás habrás hecho. No lo olvides ni por un momento. Afecta a todos en Tierra. A ti, a mí, y a cualquiera de los demás. Y si fracasas, me responderás de ello.
-¿Con esa arma?
- Acaso - respondió Enoch -. No se te ocurra bromear. No te imagines que vacilaré en matarte. En esta situación, mataría a cualquiera... a cualquiera en absoluto.
- Wallace, ¿hay algo en ello que puedas decirme?
- Nada de nada - respondió Enoch, volviendo a tomar la linterna.
-¿Vuelves a casa?
Enoch asintió.
- No parece importarte que te vigilemos.
- No. En todo caso, no vuestra vigilancia. Sólo vuestra interferencia. Vuelve a traer ese cadáver y sigue vigilando si lo deseas. Pero que nadie me importune ni me provoque. Las manos fuera. Que no se toque nada.
- Pero, ¡santo Dios!, Hay algo en marcha... tú puedes decirme algo.
Enoch vaciló.
- Alguna idea de lo que pasa - insistió Lewis - No los detalles, sino sólo...
- Vuelve a traer el cadáver - respondió lentamente Enoch -, y acaso entonces hablemos de nuevo.
- Se le volverá - afirmó Lewis.
- Y de lo contrario, puedes ya considerarte muerto desde de ahora - dijo tajante Enoch, quien, volviéndose, atravesó el huerto y comenzó a subir el cerro.
Lewis permaneció largo rato en el patio, contemplando cómo el resplandor de la linterna se iba perdiendo de vista.

XXII

Ulises se hallaba solo en la estación cuando volvió Enoch. Habla despachado al thubano y enviado de nuevo a Vega al hazer.
Hervía un cazo de café, y Ulises estaba tendido en el sofá, sin hacer nada.
Enoch colgó su fusil y apagó la linterna. Quitóse la ca­zadora y la arrojó sobre el escritorio, tras lo cual se sentó en una butaca que estaba al lado del sofá.
- El cadáver volverá mañana para esta hora - dijo.
- Sinceramente espero que ello hará algún bien - dijo Ulises -. Pero me siento inclinado a dudarlo.
- Acaso no debiera haberme molestado - dijo Enoch acremente.
- Será muestra de buena fe - opinó Ulises -. Podría tener cierto efecto mitigador en la consideración final.
- El hazer podría haberme dicho dónde estaba el cadá­ver - dijo Enoch -. Si sabía él que fue sacado de la tumba, debió también saber dónde podía ser encontrado.
- Sospecho que sí - manifestó Ulises -, pero, ya ves, no pudo decírtelo. Todo cuanto podía hacer era presentar su protesta. Lo demás, te tocaba a ti. SI no podía descartar su dignidad sugiriendo lo que debías hacer tú. Para el protocolo, debe seguir siendo la parte agraviada.
-A veces, este asunto basta para volverle a uno loco - dijo Enoch -. A pesar de las instrucciones de la Central Galáctica, hay siempre algunas sorpresas, reiteradamente trampas abiertas para tragarle a uno.
- Puede llegar un día en que no será así - dijo Ulises -. Puedo ver el futuro, con la unión de la Galaxia en una gran cultura, una inmensa área de comprensión. Desde luego, existirán aún las variedades locales y raciales, y es como debe ser, pero el dominarlas a todas será una tolerancia que constituirá lo que estaría uno tentado de llamar una hermandad.
- Hablas casi como un humano - dijo Enoch -. Ésa es la especie de esperanza que han sustentado muchos de nuestros pensadores.
- Tal vez - convino Ulises -. Ya sabes que mucho de la Tierra parece haberse frotado en mí. No se puede pasar tanto tiempo como yo lo hice en vuestro planeta, sin por lo menos pegársele algo de él. Y dicho sea de paso, cau­saste una buena impresión en el vegano.
- No me di cuenta de ello - dijo Enoch -. Él fue ama­ble y correcto, desde luego, pero apenas más.
- Esa inscripción en la lápida... Estaba impresionado por ella.
- No la puse para impresionar a nadie. La grabé porque era así como sentía yo. Y porque quiero a los hazers. Fue sólo un intento de ser justo con ellos.
- A no ser por la presión de las facciones galácticas, - dijo Ulises - estoy convencido de que los veganos estarían - dispuestos a olvidar el incidente, y ésta es una mayor concesión de la que puedes suponen Puede llegar hasta que se alineen con vosotros cuando haya que poner las cartas boca arriba.
-¿Quieres decir que podrían salvar la estación?
Ulises meneó la cabeza.
- Dudo que nadie pueda hacerlo. Pero la cues­tión seria más fácil para todos nosotros en la Central Galáctica, si pusieran su peso de nuestra parte.
El cazo de café borboteó, y Enoch fue a retirarlo. Ulises apartó a un lado algunos de los cachivaches que había sobre la mesa, para dejar espacio a dos tazas. Enoch las llenó y puso la cafetera sobre el suelo.
Ulises tomó su taza, la tuvo un momento en sus manos, y la volvió a depositar sobre la mesa.
- Estamos en baja forma – dijo -. No como en tiempos pasados. Ello ha preocupado a la Central Galáctica. Todo ese disputar y altercar entre las razas, todo ese entrome­timiento y agresión... - miró a Enoch -. Tú pensabas que todo era cómodo y agradable.
- No - respondió Enoch -, eso no. Sabía que existían puntos de vista dispares, opiniones antagónicas, y también que había cierto trastorno. Pero temo haber pensado en ello como estando en un plano enormemente elevado... ca­balleresco y de buenos modales.
- Así fue en un tiempo. Siempre ha habido opiniones divergentes, pero se hallaban basadas en principios y criticas, y no en intereses especiales. Tú ya sabes de la fuerza espiritual, desde luego... de la fuerza espiritual universal.
Enoch asintió.
- He leído algo de la literatura. No la he entendido cabalmente, pero estoy dispuesto a aceptarla. Sé que hay un medio de entrar en contacto con la fuerza.
- El Talismán - dijo Ulises.
- Eso es. El Talismán. Una máquina de clasificación.
- Supongo que puede llamársele así - convino Ulises -. Aunque la palabra "máquina” es un tanto torpe. En su ela­boración entró algo más que la mecánica. Es precisamente el único. Sólo uno fue hecho jamás, por un místico que vi­vió hace 10.000 años de los vuestros. Desearía poder decirte lo que es o cómo está construida, pero temo que no hay nadie que pueda decírtelo. Ha habido otros que han inten­tado duplicar el Talismán, pero ninguno lo ha logrado. El místico que lo hizo no dejó fotocalcos, ni plano alguno, ni ninguna especificación, ni siquiera una simple nota. No hay nadie que sepa nada al respecto.
- Supongo que ésa no es una razón para que no pudiera ser hecho otro. Quiero decir que no existen tabús sagrados. El construir otro no sería sacrílego.
- En absoluto - dijo Ulises -. De hecho, necesitamos otro con urgencia. Pues ahora no tenemos Talismán. Ha desaparecido.
Enoch dio un bote en su silla.
-¿Desaparecido? - preguntó.
- Perdido - dijo Ulises -. Extraviado. Robado. Nadie lo sabe.
- Pero yo no había...
Ulises sonrió pálidamente.
- No lo habías oído. Lo sé. No es algo de que hablamos. No nos atrevemos. El pueblo no debe saberlo. Cuando menos, no por un tiempo.
»No es demasiado difícil hacerlo. Ya sabes cómo ope­raba, cómo el custodio lo llevaba de planeta en planeta y se celebraban reuniones de grandes masas, donde era exhi­bido el Talismán y establecido mediante él contacto con la fuerza espiritual. Nunca ha habido un plan de apariencias; el custodio se trasladaba simplemente. Podía producirse un interregno de cien anos de los vuestros o más, en las visitas del custodio a un planeta particular. El pueblo no se mantenía en expectación de una visita. Sabía sencillamente que alguna vez se produciría una, y que en ese día cualquiera aparecería el custodio con el Talismán.
- De esa manera podéis cubrir años.
- Sí - dijo Ulises -. Sin ningún trastorno.
- Los dirigentes lo sabrán, desde luego. El pueblo admi­nistrativo.
Ulises meneó la cabeza.
- Lo hemos dicho a muy pocos. A los pocos en quienes podemos confiar. La Central Galáctica lo sabe, desde luego, pero somos un grupo que mantiene bien cerrada la boca.
- Entonces, ¿por qué?...
-¿Por qué te lo dije a ti? Lo sé; no debí. No sé por qué lo he hecho. Aunque sí, supongo que sí. ¿Qué debe sentirse, amigo mío, al ser un compasivo confesor?
- Estás preocupado - dijo Enoch -. Jamás pensé que te vería preocupado.
- Es un asunto extraño - dijo Ulises -. El Talismán ha estado faltando hace cosa de varios años. Y nadie sabe nada de ello, excepto la Central Galáctica, y, ¿cómo se diría?... la jerarquía supongo, la organización de místicos que cuidan de la estructura espiritual. Y sin embargo, sin que nadie lo sepa, la Galaxia comienza a mostrar desgaste. Se resquebraja. En un futuro puede caer en pedazos. Como si el Talismán representase una fuerza que de manera ignota mantuviese juntas a las razas de la Galaxia, ejer­ciendo su influencia aunque permaneciese invisible.
- Pero aun cuando se haya perdido, debe encontrarse en alguna parte - manifestó Enoch -. Y se hallaría todavía ejerciendo su influencia. No puede haber sido destruido.
- Olvidas - le recordó Ulises - que sin su propio custo­dio, sin su sensitivo, es inoperante. Pues no es el propio ins­trumento el que opera el truco. El artefacto actúa simple­mente como intermediario entre el sensitivo y la fuerza espiritual. Es una extensión del sensitivo. Agranda su ca­pacidad y actúa como un eslabón de alguna especie. Facul­ta al sensitivo el cumplimiento de su función.
-¿Opinas que la pérdida del Talismán tiene algo que ver con la situación aquí?
- La estación Tierra. Bueno, no directamente, pero es característico. Lo que sucede con respecto a la estación es sintomático. Implica la especia de mezquinas querellas y sórdidas pendencias que han surgido en muchas secciones de la Galaxia. En otros tiempos ello se habría manifesta­do... como dijiste, caballerescamente y en un plano de principios y éticas.
Quedaron en silencio durante un momento, escuchando el suave sonido del viento al soplar a través del aguilón del tejado.
- No te preocupes por ello - dijo Ulises -. No es a ti a quien toca hacerlo. No debí habértelo dicho. Fue una indiscreción el que lo hiciera.
- Quieres decir que no debiera formar juicio. Puedes estar seguro que no lo haré.
- Ya sé que no - dijo Ulises -. Nunca pensé que lo harías.
-¿Crees realmente que se están estropeando las rela­ciones en la Galaxia?
- Antes - dijo Ulises -, las razas estaban unidas. Habla diferencias, naturalmente, pero esas diferencias se salva­ban, a veces más bien artificialmente y no demasiado sa­tisfactoriamente, aunque esforzándose ambas partes en mantener el puente artificial tendido, y lográndolo general­mente. Porque tal era su deseo. Pues había un propósito común, el designio de forjar una gran confraternidad de todas las inteligencias. Nos percatamos que entre nosotros, entre todas las razas, teníamos un enorme fondo de conocimiento y de técnicas... que actuando juntos, reuniendo todo ese conocimiento y capacidad, podíamos llegar a algo que sería mucho más grande y más importante de lo que cualquier raza sola podría realizar. Teníamos nuestros trastornos, ciertamente, y como ya he dicho, nuestras discrepancias, pero estábamos progresando. Barríamos bajo la alfombra las pequeñas animosidades y las mezquinas diferencias, y actuábamos sólo sobre las mayores. Sentía­mos que si zanjábamos éstas, las pequeñas se harían tan minúsculas que desaparecerían Pero ahora la cosa se ha tornado diferente. Hay una tendencia a sacar las menu­dencias de bajo la alfombra y aumentarlas de tamaño, apartando a un lado las decisiones mayores y más impor­tantes.
- Eso suena a la Tierra - dijo Enoch.
- En muchos aspectos - dijo Ulises -. En principio, aunque las circunstancias divergen inmensamente.
-¿Has estado leyendo los periódicos que he guardado para ti?
Ulises asintió, y dijo:
- No trascienden a ventura...
- Trascienden a guerra - dijo Enoch bruscamente.
Ulises se agitó inquieto.
- No habéis tenido guerras - dijo Enoch.
-¿La galaxia, quieres decir? No, desde que nos insta­lamos en ella, no las tuvimos.
-¿Demasiado civilizados?
- No seas mordaz - respondió Ulises -. Hubo un momento o dos en que estuvimos a punto de tenerlas, pero no en años recientes. Hay muchas razas ahora en la confraternidad, que en sus años formativos tuvieron una his­toria de guerra.
- Entonces, hay una esperanza para nosotros. Es algo que podéis extender.
- Con el tiempo, acaso.
-¿Pero no con seguridad? No lo afirmaría.
- He estado trabajando en una carta - dijo Enoch -. Basada en el sistema Mizar de estadísticas. Y la carta dice que va a haber guerra.
- No necesitas una carta para saberlo - dijo Ulises.
- Pero había algo más. No era sólo el conocer si iba a haber guerra. Esperaba que la carta podía mostrar cómo mantener la paz. Debe existir un medio. Una fórmula, quizá. Si únicamente pudiésemos pensar en él, o saber dónde buscarlo, o a quién demandarlo, o..
- Hay un medio para impedir una guerra - dijo Ulises.
- Quieres decir que conoces...
Es una medida drástica. Sólo puede ser empleada como postrer recurso.
-¿Y no hemos llegado a ese postrer...?
- Creo que acaso vosotros sí. La clase de guerra qué llevaría a cabo la Tierra podría marcar un final a miles de años de adelanto, podría borrar toda cultura, todo excepto - los débiles restos de civilizaciones. Podría, muy posiblemente, eliminar la mayor parte de la vida sobre el pla­neta.
- ¿Y ha sido empleado ese método vuestro?
- Unas pocas veces.
-¿Y fue operante?
- Oh, desde luego. No lo habríamos siquiera tomado en consideración de no haberlo sido.
-¿Y podría ser empleado en la Tierra?
- Podrías solicitar su aplicación.
-¿Yo?
- Como representante de la Tierra. Podrías aparecer ante la Central Galáctica y demandarnos que lo usáramos. Como miembro de tu raza, podrías prestar testimonio y se te concedería audiencia. Si tu alegato pareciera meritorio, la Central podría nombrar una comisión investigado­ra, y luego, se tomaría una decisión a tenor del resultado de su informe.
- Tú dijiste yo. ¿No podría cualquiera en la Tierra?
- Cualquiera que pudiese obtener una audiencia. Para obtenerla, se debe conocer la Central Galáctica, y tú eres el único hombre de la Tierra que está en ese caso. Además, formas parte del personal de la Central Galáctica. Has ser­vido como guardián durante largo tiempo. Tu historial es bueno. Estaríamos dispuestos a escucharte.
-¡Pero un hombre solo! Un hombre no puede hablar por toda una raza entera...
- Tú eres el único de tu raza calificado para hacerlo.
-¡Si pudiese consultar a otros de mi raza...!
- No lo puedes. Y aunque lo pudieras, ¿quién te creería?
- Verdad es - dijo Enoch.
Desde luego que lo era. Para él, hacía tiempo que no ha­bía nada raro en la idea de una confraternidad galáctica, de una red de transporte que se expandiría entre las estrellas... una sensación de asombro a veces, pero la extrañeza hacía tiempo que se había desvanecido. Sin embargo, re­cordaba, había tardado años en hacerlo. Año aun con la evidencia física ante sus ojos, antes de que hubiese podido decidirse a aceptarlo por entero. Pero si lo participase a otro terrestre, de seguro que le sonaría a locura.
-¿Y ese método? - preguntó, casi con miedo de pregun­tarlo, pugnando por afrontar el choque de lo que pudiera ser.
- Estupidez - dijo Ulises.
-¿Estupidez?... No lo comprendo. En muchos aspectos ya somos también ahora bastante estúpidos.
- Tú estás pensando en la estupidez intelectual, y hay mucho de ella, no sólo en Tierra, sino a través de la Galaxia. De lo que yo hablo es de una incapacidad mental. Una ineptitud para comprender la ciencia y la técnica que hace posible la especie de guerra que Tierra haría. Una inhabilidad para operar las máquinas que son necesarias para librar esa clase de guerra. Volver al pueblo a una situación men­tal en la que no serian capaces de comprender los adelan­tos mecánicos, tecnológicos y científicos que habían efec­tuado. Quienes lo saben, lo olvidarían. Y quienes no lo saben, no lo aprenderían nunca. Vuelta a la simplicidad de la rueda y la palanca. Ello tornaría imposible vuestra clase de guerra.
Enoch, tieso y erecto, incapaz de hablar, estaba apresa­do por un helado terror, mientras un millón de pensamien­tos inconexos giraban en círculo en su cerebro.
- Ya te dije que era una medida drástica - manifestó Ulises -. Había de serlo. La guerra es algo que cuesta mucho detener. El precio es elevado.
-¡Yo no podría! - dijo Enoch -. ¡Nadie podría!
- Quizá no lo puedas. Pero considera esto: Si hay una guerra...
- Lo sé. Si hay una guerra, podría ser peor. Pero eso no detendría la guerra. No es la clase de cosa que yo tenía en mente. La gente podría aún luchar, matarse todavía.
- Con mazas - dijo Ulises -. Acaso con arcos y flechas. Con fusiles, en tanto que los hay, y hasta que se acabasen las municiones. Entonces, no sabrían cómo fabricar más pólvora o como extraer o elaborar el metal para hacer balas, y hasta tampoco cómo hacer éstas. Podían comba­tir, pero no habría un holocausto. Las ciudades no serian barridas por bombas nucleares, pues nadie podría disparar un cohete o armar la bomba... quizá ni sabrían siquiera lo que eran tales artefactos. Las comunicaciones conocidas ahora habrían desaparecido quedando únicamente el más simple medio de transporte. La guerra se habría tornado imposible, excepto en una limitada escala local.
- Seria terrible - dijo Enoch.
- La guerra lo es también - dijo Ulises -. A ti toca la elección.
- Pero, ¿cuánto tiempo... cuánto tiempo duraría? - pre­guntó Enoch -. ¿No quedaríamos sumidos por siempre en la estupidez?
- Durante varias generaciones - dijo Ulises -. Para en­tonces comenzaría a desaparecer gradualmente el efecto de... ¿cómo lo llamaré? ¿el tratamiento? La gente saldría lentamente de su marasmo intelectual y comenzaría a des­pejarse y verificar de nuevo su maduración mental. Se les daría, en efecto, una segunda oportunidad.
- Y podrían, en pocas generaciones más, llegar exacta­mente a la misma situación en que nos encontramos hoy - dijo Enoch.
- Posiblemente. Pero no lo espero. Es muy improbable que el desarrollo cultural fuese enteramente paralelo. Hay una probabilidad de que tengáis mejor civilización y un pueblo más pacificó.
- Es demasiado para un solo hombre.
- Resulta algo esperanzador que puedas considerarlo - dijo Ulises -. El método se ofrece únicamente a aquellas razas que nos parece merecen la pena de ser salvadas.
- Tienes que concederme tiempo - dijo Enoch. Pero sabía que ya no lo había.



XXIII

Un hombre podía tener un trabajo, y ser de pronto in­capaz de realizarlo... Y lo mismo les sucedería a quienes con él trabajaban. Pues no tendrían el conocimiento o la formación para desempeñar las tareas que habían estado ejecutando. Podían intentarlo, desde luego... seguir intentándolo durante algún tiempo, pero no demasiado. Y debi­do a que las tareas no podían ser ejecutadas, el negocio, o el gremio, o la sociedad, o la fábrica, o cualquier empresa que fuese, cesaría de funcionar. Sin embargo, la cesación de la empresa no sería por una cuestión formal o legal. Cesaría, pararía simplemente. Y no del todo porque no podían ser ejecutados los trabajos, porque nadie podía seguir haciéndola funcionar, sino también debido a que asimismo se habían parado los transportes y comunicaciones que la hacían posible.
No podían ser hechos funcionar ni locomotoras, ni bu­ques ni aviones, pues nadie recordaba cómo hacerlo. Hom­bres que habían poseído todas las habilidades necesarias para su funcionamiento, las habían perdido. Podía haber algunos que lo intentaran, pero con trágicas consecuencias. Y hasta podían haber unos cuantos que vagamente recor­dasen cómo hacer funcionar el coche, o el camión, o el autobús, pues son cosas sencillas y el conducirlos resulta casi una segunda naturaleza en el hombre. Pero una vez averiados estos artefactos, nadie tendría los conocimientos de mecánica para repararlos y hacerlos viables de nuevo.
En el lapso de pocas horas, la raza humana habría en­callado en un mundo cuya distancia se había transformado de nuevo en un factor, El mundo se habría extendido, los océanos convirtiéndose otra vez en barreras, y nuevamente una milla sería más larga. Y, en pocos días, se produciría un pánico y un tropel y una confusión, y una escapatoria, y una desesperación frente a una situación que nadie acertaba a comprenden
¿Cuánto tiempo - se preguntaba Enoch - tardaría una ciudad en consumir el resto de los alimentos almacenados, comenzando luego a sumirse en la inanición? ¿Qué sucede­ría cuando la electricidad dejase de seguir fluyendo a través de los cables? ¿ Por cuánto tiempo, en tal estado de cosas, conservaría su valor un neciamente simbólico trozo de papel-moneda, o una pieza de metal?
La distribución se derrumbaría, el comercio y la in­dustria morirían; el gobierno se convertiría en una som­bra, sin medios ni inteligencia para seguir funcionando; cesarían las comunicaciones; se desintegrarían la ley y el orden; el mundo se sumiría en una nueva armazón bárba­ra, y comenzaría un lento reajuste. El cual proseguiría durante años, y en su proceso habría muerte y pestilencia, e indecible miseria y desesperación, Con el tiempo, se verificaría el reajuste, y el mundo se encajarla en su nuevo sistema de vida, pero en el proceso de acoplamiento mu­chos morirían y habría muchos otros que perderían todo lo que había constituido el encanto de su vida y su propósito.
Pero, por malo que ello pudiera ser, ¿ sería peor que la guerra?
Muchos morirían de frío y hambre y enfermedades (pues la medicina habría seguido el camino de todo lo demás), pero serían millones los que no resultarían ani­quilados por el ígneo soplo asolador de la reacción nuclear. No habría polvo de Ponzoñosa radiactividad lloviendo de cielo, y las aguas seguirían siendo tan puras y frescas como siempre, y tan fértil el terreno. Quedaría aún una oportunidad, en cuanto pasaran las fases iniciales del cambio, para que la raza humana siguiese existiendo y reconstruyese la sociedad.
De ser seguro - se dijo Enoch - que habría una guerra, de que ésta era ineludible, en tal caso no resultaba difícil hacer la elección. Pero siempre existía la posibilidad de que el mundo podía evitar la guerra, de que podía ser conservada una paz un tanto frágil y tenue, por lo que en tal caso sería innecesaria la desesperada exigencia de la cura galáctica. Antes de poder decidir - se dijo - uno debía estar seguro; mas, ¿cómo se podía estarlo? La carta que se hallaba en el cajón del escritorio decía que habría una guerra; muchos diplomáticos y observadores estima­ban que la próxima conferencia de paz no servía a otro propósito sino a armar el gatillo bélico. Sin embargo, tampoco en ello había seguridad alguna.
Y aun cuando la hubiese - se decía Enoch -, ¿cómo podría un hombre, un hombre solo, asumir el papel de Dios para toda la raza? ¿Con qué derecho podía tomar un hombre una decisión que afectaba a todos los demás, a billones de otros? Y si lo hiciera, ¿podría en los años venideros, ser capaz de justificar su elección?
¿Cómo podía un hombre decidir lo dañina que podía ser la guerra, y, en comparación, cuán funesta la estupidez? La respuesta parecía ser que él no lo podía. No había me­dio alguno para medir el posible desastre en cualquier cir­cunstancia.
Al cabo de un tiempo, quizá, podría ser racionalizada una elección entre una de las medidas. Con tiempo, podría desarrollarse una convicción que capacitara a un hombre a llegar a alguna especie de decisión, la cual, si acaso no fuese cabalmente justa, pudiera no obstante hallarse de acuerdo con su conciencia.
Enoch se puso en pie y se dirigió a la ventana. El sonido de sus pasos producía un sordo eco en la estación. Miró su reloj y vio que era poco más de medianoche.
Había razas en la Galaxia – pensó -, que podían adoptar una decisión rápida y justa sobre casi cualquier cuestión, zanjando en derechura a través de todas las enmarañadas líneas del pensamiento, guiadas por reglas de lógica que eran más específicas que cualesquiera de las que pudiera tener la raza humana. Eso sería bueno, desde luego, en el sentido de que hacía posible la decisión, pero en llegando a ésta, ¿no tendería ello a minimizar, a ignorar quizás por entero, algunas de las verdaderas facetas de la situación que pudieran significar más para la raza humana que la propia decisión en sí?
Enoch permaneció ante la ventana con la mirada posa­da a través de los campos iluminados por la luna, que discurrían hasta la oscura línea de los bosques. Las nubes se habían despejado y la noche era apacible. Aquel paraje particular – pensó - siempre sería apacible, pues estaba apartado de la pista batida, distante de cualquier posible blanco en una guerra atómica. Excepto por la remota posibilidad de algún conflicto menor en los días prehistóri­cos, no inscrito y tiempo ha olvidado, ninguna batalla había sido librada allí, ni sería librada. Sin embargo, no podría sustraerse al sino común del suelo y el agua emponzoñados, caso de que el mundo, en un funesto arrebato de furia, desatara el poder de sus espantosas armas. Entonces, los cielos se cubrirían de ceniza atómica, que se derramaría abajo como por un tamiz, y poco importaría dónde pudiera hallarse un hombre. Más pronto o más tarde, la guerra lo alcanzaría, si no con el fulgurante centelleo de monstruosa energía, con la nieve de la muerte cayendo del firmamento.
Volvió de la ventana al escritorio y amontonó los pe­riódicos que habían llegado en el correo de la mañana, percatándose al hacerlo de que Ulises había olvidado los que había separado para él. Ulises estaba desazonado, trastor­nado - se dijo -, pues de lo contrario no los habría echado en olvido. ¡Dios nos guarde a los dos – pensó -, pues am­bos tenemos nuestras penas y sinsabores!
Había sido un día muy activo. Se dio cuenta de que no había leído más que dos o tres referencias del Times sobre la convocatoria de la conferencia. El día había estado demasiado colmado, demasiado repleto de cosas terribles.
Durante cien años – pensó -, las cosas habían marchado bien. Había habido buenos momentos y malos, pero en conjunto su vida había transcurrido serenamente y sin incidentes alarmantes. Luego, hoy había amanecido, y todos los años serenos se habían desplomado en torno a sus oídos.
De pronto había una esperanza de que la Tierra podía ser aceptada como miembro de la familia galáctica, y que él podía servir de emisario para obtener ese reconocimien­to. Mas ya tal esperanza se hallaba destrozada, no sólo por el hecho de que la estación pudiera ser cerrada, sino que su cierre se basaría en la barbarie dé la raza humana. Tierra estaba siendo empleada como un chiquillo azotado en la política galáctica, desde luego, pero una vez colgado el sambenito, no podría serle quitado tan pronto. Y en cual­quier caso, aun cuando pudiera serlo, el planeta se había revelado como uno contra el que la Central Galáctica, en la espera de conservarlo, estaba dispuesta a aplicarle una acción drástica y degradante.
Había algo que podía salvarse de todo ello, lo sabía. Podía permanecer él como terrestre y transmitir al pueblo de la Tierra la información que había reunido en años y lo escrito al par, con meticuloso detalle, con muchos su­cesos e impresiones personales y demás, en las largas hi­leras de registros que se hallaban alineadas en las estan­terías contra la pared. Esto y la literatura ajena que había obtenido y leído y acumulado. Y los artilugios y artefactos que procedían de otros mundos. De todo ello, el pueblo de la Tierra podía obtener algo que le pudiera valer a lo largo del camino que eventualmente llevaría a sus componentes a las estrellas y a aquel ulterior conoci­miento y aquella mayor comprensión que sería su herencia - quizá la herencia y el privilegio de toda inteligencia -. Pero la espera para aquel día sería larga; y más larga ahora de lo que jamás lo había sido, debido a lo que había sucedido en este día. Y la información que poseía él, recogida penosamente en el transcurso de casi un siglo, era tan insuficiente comparada a aquel más completo co­nocimiento que podía haber reunido en otro siglo (o en mil años) que parecía una cosa lastimosa para ofrecerla a su pueblo.
¡Si únicamente pudiera haber más tiempo!, pensó. Pero, naturalmente, no lo habla. No lo había ya ahora y no lo habría nunca. Por muchos siglos que pudiera disponer, siempre existiría mucho más conocimiento que el que ten­dría recogido en el momento, pareciendo siempre el reuni­do una mezquina pitanza.
Sentóse pesadamente en la butaca ante el escritorio, y por primera vez ahora se preguntó cómo podría hacer­lo... como podría abandonar la Central Galáctica, cómo podría trocar la Galaxia por un simple planeta, aun cuando este planeta siguiera siendo el suyo propio.
Se retorció su confusa y extraviada mente para hallar la respuesta, mas la mente no pudo hallar respuesta alguna.
Un hombre solo, pensó.
Un hombre solo no podía resistir contra la Tierra y Galaxia a la par.

XXIV

El sol derramándose a través de la ventana le despertó y quedóse donde estaba, sin moverse, empapándose de su calor. Se sentía una agradable e intensa sensación a la luz del sol, un beso tranquilizador, y por un momento ahuyentó la preocupación y el interrogante. Pero notaba su proximi­dad y volvió a cerrar los ojos. Quizá si pudiese dormir algo más, podría despejarse del todo y perderse en alguna parte, y no hallarse presente cuando volviera a despertarse.
Pero había algo que no iba bien, algo al par de la preocupación y del interrogante.
Le dolían cuello y hombros, tenía una extraña rigidez en el cuerpo, y la almohada era demasiado dura.
Abrió los ojos de nuevo y ayudóse con las manos para incorporarse, notando que no estaba en la cama. Estaba sentado en una butaca, y su cabeza, en vez de reposar sobre una almohada, había estado apoyada sobre el escritorio. Abrió y cerró la boca, notando un gusto tan malo como suponía.
Se puso lentamente en pie, enderezándose y estirándose, intentando relajar el agarrotamiento de sus articulaciones y músculos. Y mientras tanto iba notando cómo volvían escurridizas a él, de donde habían estado escondidas, la preocupación y la desazón y la espantosa necesidad de res puestas. Pero las apartó a un lado, no de manera decisiva, pero silo bastante para retirarías un poco y dejarlas como agazapadas en espera de un nuevo asalto.
Fue al hornillo y buscó la cafetera, recordando entonces que la pasada noche la había puesto en el suelo junto a la mesa. Fue a recogerla. Las dos tazas de café se hallaban aún sobre la mesa, con su negro poso en el fondo. Y en la masa de cachivaches que Ulises había apartado a un lado para hacer sitio a las tazas, la pirámide de esferas yacía volcada de lado, pero brillando y destellando aún, girando cada esfera en dirección opuesta a las demás.
- Enoch tendió la mano y la cogió. Sus dedos exploraron cuidadosamente la base sobre la que estaban encajadas las esferas, buscando algo - alguna palanca, algún engrana­je, algún mecanismo, algún botón que hiciera mover o parar a las esferas. Debía haber sabido - se dijo a si mis­mo - que no encontraría nada. Pues ya había mirado antes. Y sin embargo, Lucy había hecho algo el día anterior que lo había puesto en funcionamiento y que seguía funcionando aún. Estaba así desde hacía más de doce horas, sin que fueran obtenidos resultados. Anotar esto... – pensó - ningún resultado que pudiera reconocerse.
Volvió a colocar sobre su base el artefacto en la mesa y - puso las tazas una dentro de otra, llevándolas. Se detuvo para alzar la cafetera del suelo. Pero sus ojos no se apar­taron de la pirámide de esferas.
Era enloquecedor - se dijo para sí -. No había medio de ponerlas en movimiento, y sin embargo Lucy lo había hecho Y ahora no había medio de detenerlas... aunque probablemente no importaba si estaban paradas o en marcha.
Fue al fregadero con las tazas y la cafetera.
La estación estaba tranquila... en una calma pesada y opresiva; aunque probablemente la impresión de opresión – pensó -, no estaba más que en su imaginación.
Atravesó la habitación hasta el aparato de mensajes, viendo que la placa estaba en blanco. No había habido mensajes durante la noche. Era tonto por su parte - pen­só -, esperar que los hubiera habido, ya que en este caso, habría funcionado la señal de audición, y habría continuado haciéndolo hasta que él empujase la manecilla.
¿Sería posible que la estación hubiese sido ya abandonada, que hubiese sido desviado en derredor todo tráfico? Ello, sin embargo, resultaba difícilmente posible, pues el abandono de la estación Tierra significaría también el de las situadas más allá. No había atajos en la red extendién­dose al brazo espiral, para hacer posible el reencamina­miento. No era insólito que pasaran horas, y hasta un día, sin tráfico alguno. Éste era irregular. Se daban ocasiones en que las llegadas dispuestas habían de ser suspendidas hasta que se pudiera disponer de facilidades para encar­garse de ellas, y otras en que el equipo estaba ocioso, como ahora, porque no se producía ninguna.
Alborotado; me estoy volviendo alborotado – pensó.
Antes de que cerrasen la estación, se lo comunicarían. La cortesía, si no otra cosa, lo exigía que lo hicieran.
Volvió al hornillo y puso en él la cafetera. En la refri­geradora halló un paquete de gachas hechas de un cereal que crecía en uno de los mundos de la jungla draconiana. Lo tomó, volvió a dejarlo en su sitio, y cogió los dos últi­mos huevos de la docena que Wins, el cartero, había traído de la ciudad hacía cosa de una semana.
Miró su reloj y vio que había dormido hasta más tarde de lo que pensaba. Era ya casi la hora de su paseo coti­diano.
Puso la sartén en el hornillo, un trozo de mantequilla en ella, esperó a que se derritiese y luego cascó los huevos, friéndolos.
Acaso, pensó, no iría de paseo hoy. Sería la primera vez que no lo diera, excepto por una o dos veces de furiosa ventisca. Pero el que siempre lo hubiese dado, se dijo por­fiado, no era razón para que lo diera. Omitiría el paseo y luego bajaría a buscar el correo. Podía emplear el tiempo en hacer las cosas pendientes del día anterior. Los periódicos se hallaban aún amontonados en el escritorio, esperando su lectura. No había escrito en su diario, y había mucho que escribir, pues debía registrar con detalle exac­tamente lo que había ocurrido, y había habido buena canti­dad de sucesos.
Había sido una regla que se había impuesto desde el primer día que había comenzado a funcionar la estación, la de no escatimar nunca el diario. Podía retrasarse a veces un poco en hacerlo, pero el hecho de que se retrasara o estuviese apremiado por el tiempo, nunca fue obstáculo que inscribiera en él una palabra menos de las que taba debía poner para decir todo lo que habla de el.

Miró a través de la habitación a las largas hileras de registros que estaban apilados en las estanterías y pensó, orgullo y satisfacción, en lo completo de aquel archivo, una centuria de escritura se hallaba entre las cubier­tas de aquellos libros, y ni un solo día había sido pasado por alto.
Allí estaba su legado – pensó -. Allí su donación al mun­do; aquélla sería su entrada sin trabas de nuevo en la raza humana; allí estaba cuanto había visto y oído y pensado durante casi cien años de asociación con aquellos pueblos extranjeros de la Galaxia.
Mirando a las hileras de libros, volvieron a asaltarle en tropel los interrogantes que había apartado a un lado, no cabiendo esta vez resistirlos. Durante breve espacio de tiempo los había mantenido a raya, el poco tiempo que necesitó para despejar su cerebro y desentumecer su cuerpo, vivificándolo de nuevo. Ahora no luchó contra ellos. Los aceptó, pues no los escabullía.
Puso los huevos de la sartén en el plato, tomó la cafetera y sentóse a desayunar.
Miró de nuevo su reloj.
Tenía tiempo aún para dar su paseo cotidiano.

XXV

El hombre del ginseng estaba esperando en el manantial.
Enoch lo vio desde alguna distancia del sendero, y se preguntó, con rápido relampagueo de enojo, si podía estar esperándole allí para decirle que no podía devolver el ca­dáver del hazer, que algo había sucedido, que se habla topado con inesperadas dificultades.
Y pensándolo, Enoch recordó cómo la noche anterior habla amenazado con matar a cualquiera que impidiese el retorno del cadáver. Acaso no había sido acertado decir eso - se dijo -. Se preguntó si podía decidirse a matar a un hombre; no sería el primero a quien hubiese matado nunca... pero eso había ocurrido hace mucho tiempo, y había sido cuestión de matar o ser matado.
Cerró los ojos un segundo y pudo ver de nuevo el declive bajo él, con las largas filas de hombres avanzando a través del remolineante humo, sabiendo que aquellos hombres escalaban la loma sólo con el propósito de ma­tarle, y con él a los demás que estaban en la cima.
Y no había sido la primera vez ni la última, pero todos los años de matanza se fundían en ese simple momento... no el tiempo que después vino, sino en aquel largo y terri­ble instante en que había contemplado a las filas de hom­bres escalando el declive con la precisa intención de ma­tarle.
Fue en aquel momento que se percató de la insania de la guerra, el gesto fútil que con el tiempo se convertía en insensatez, la rabia irrazonable que debe ser alimentada más allá del recuerdo del incidente que la motivó, la con­sumada falta de lógica de que un hombre pueda probar, la muerte o la miseria, un derecho o sostener un principio.
En alguna parte de la larga senda recorrida por la historia, la raza humana había aceptado una insania por principio y había persistido en ella hasta hoy, en que aquel principio demencial se hallaba presto a exterminar, si no a la misma raza, cuando menos a todas aquellas cosas, tanto materiales como inmateriales, que habían sido moldeadas como símbolos de humanidad a través de muchas trilladas centurias.
Lewis había estado sentado sobre un tronco caído, y al aproximarse Enoch se levantó.
- Te esperaba aquí – dijo -. Espero que no te importe. Enoch atravesó el manantial.
- El cadáver estará aquí a primeras horas del anochecer - dijo Lewis -. Washington lo expedirá en vuelo a Madison, y será transportado en camión desde allí.
- Me alegra oír eso - dijo Enoch, con movimiento afir­mativo de la cabeza.
- Insistieron - dijo Lewis - en que te preguntase de nuevo qué es ese cadáver.
- Te dije la pasada noche - manifestó Enoch - que no podía comunicarte nada. Desearía poder hacerlo. Durante años me he imaginado cómo poder hacerlo, pero no hay manera.
- El cadáver es de alguien que no pertenece a esta Tierra - dijo Lewis -. Estamos seguros de ello.
- Así lo pensáis - dijo Enoch, no transformando en pregunta sus palabras.
- Y la casa - dijo Lewis- es forastera también.
- La casa fue construida por mi padre - dijo Enoch brevemente.
- Pero algo la cambió - arguyó Lewis -. No está como fue construida.
- El tiempo cambia las cosas - dijo Enoch.
- A todo menos a ti.
Enoch sonrió burlón.
- Así que eso te molesta –dijo -. Tu figuración es in­decente.
Lewis meneó la cabeza.
- No, indecente no. Realmente nada. Tras vigilarte du­rante años, he llegado a tu aceptación y a todo sobre ti. No a- una comprensión, naturalmente, pero a una completa aceptación. A veces me digo a mí mismo que estoy loco, pero es sólo momentáneamente. He intentado no incomodarte. He obrado para mantenerlo todo exactamente como estaba. Y ahora que te he conocido, me alegra que así fuera. Pero estamos incurriendo en error. Estamos actuan­do como si fuésemos enemigos, como dos perros extraños... y ése no es el camino. Yo pienso que ambos tenemos mu­cho en común. Hay algo que bulle, que va en camino, y no deseo hacer nada que pueda interferir con ello.
- Pero lo hiciste - dijo Enoch -. Hiciste lo peor que pudiste hacer cuando cogiste el cadáver. De haber planeado cómo perjudicarme más, no podías haber hecho una cosa peor. Y no sólo a mí. No realmente a mí, en absoluto. Era a la raza humana a la que dañabas.
- No lo comprendo - dijo Lewis -. Lo siento, pero no lo comprendo. Había la inscripción en la piedra...
- Ése fue mi error - dijo Enoch -. Jamás debí haber puesto esa lápida. Pero entonces pareció que debía hacerse. No pensé que alguien pudiera ir a husmear por allá y...
-¿Era un amigo tuyo?
-¿Un amigo mío? Oh te refieres al cadáver... Pues en realidad no. No esa persona particular.
- Ahora que está hecho, lo lamento - dijo Lewis.
- El lamentarlo no sirve de ayuda.
- Pero, ¿no hay algo, alguna cosa que pueda hacerse por ello? ¿Algo más que devolver el cadáver?
- Sí - dijo Enoch -. Podría haber algo. Yo podía - necesitar alguna ayuda.
- Dímelo - manifestó presto Lewis -. Si es cosa que puede hacerse...
- Yo podría necesitar un camión - dijo Enoch -. Para sacar fuera algunos cachivaches. Registros y cosas por el estilo. Y podría necesitarlo rápidamente.
- Puedo obtenerlo - dijo Lewis -. Y tenerlo esperando. Con hombres para ayudarte a cargarlo.
- Podría también querer hablar con alguien de autori­dad. De elevada autoridad. El presidente. El secretario de Estado. Acaso el U.N. No lo sé; tengo que pensarlo. Y no solamente necesitaría un medio de hablarles, sino cierta medida de seguridad de que escucharan lo que tengo que decir.
- Lo dispondré, por medio del equipo de onda corta. Lo tendré preparado.
-¿Y alguien que quiera escuchar?
- También. Cualquiera que tú digas. Otra cosa más aún.
- Lo que sea - dijo Lewis.
- Olvido - dijo Enoch -. Acaso no necesite ninguna de esas cosas. Ni el camión ni el resto. Quizá tenga que dejar que las cosas vayan como van ahora. Y si así fuera, ¿olvidarías tú y cualquier otro interesado, lo que pedí?
- Creo que podríamos - dijo Lewis -. Pero seguiría vi­gilándote.
- Así lo espero y deseo - manifestó Enoch -. Pues más tarde podría necesitar alguna ayuda. Pero no quiero ningu­na interferencia.
-¿Estás seguro de que no hay nada más? - preguntó Lewis.
Enoch denegó con la cabeza.
- Nada más – dijo -. El resto debo hacerlo - yo mismo. - Quizá – pensó - había hablado ya demasiado. Pues, ¿Como podía estar seguro de que podía confiar en aquel hom­bre? ¿Y cómo de que pudiese confiar en cualquiera?
- Sin embargo, si decidía abandonar la Central Galácti­ca y correr su suerte con Tierra, podría necesitar alguna ayuda. Podría presentarse alguna objeción por parte de los extranjeros a que se llevase los registros y los arte­factos. Si quería salir con ellos, podía tener que apresu­rarse.
Pero, ¿quería abandonar la Central Galáctica ¿Podría renunciar a la Galaxia? ¿Podía desechar la oferta de ser el guardián de otra estación en algún otro planeta? Llegado el momento, ¿podría cortar el lazo que le unía con todas las otras razas y todos los misterios de las otras estrellas?
Había dado ya los pasos para hacer esas cosas. Aquí, en los últimos momentos, sin pensar demasiado en ello, casi como si estuviese ya decidido, había dispuesto lo necesario para volverle a Tierra.
Quedóse pensativo, perplejo ante los pasos que había dado.
- Habrá alguien en ese manantial - dijo Lewis - No yo, sino alguien que pueda entrar en contacto conmigo.
Enoch asintió, con la mente ausente.
- Alguien te verá cada mañana cuando das el paseo - dijo Lewis -. O bien puedes venir donde nosotros aquí, cuando lo desees.
Lo mismo que una conspiración - pensó Enoch - Es ya casi la hora para el correo. Wins se estará preguntando qué me habrá sucedido.
Y comenzó a subir la colina.
- Hasta la vista - dijo Lewis.
- Sí. Hasta la vista - respondió Enoch.
Estaba sorprendido al sentir expanderse en él un vivo calor... como si algo hubiese ido mal y ahora estuviese enmendado, como si algo hubiese estado perdido y hubiera sido ya recuperado.

XXVI

Enoch encontró al cartero a mitad del camino que con­ducía a la estación. El viejo automóvil andaba rápido, traqueteando sobre los baches herbosos, asestando un zu­rriagazo a los matorros que crecían a lo largo de la pista.
Wins frenó y se detuvo al divisar a Enoch, y quedóse sentado en su espera.
- Has dado un rodeo - dijo Enoch, llegando a él - ¿O es que has cambiado de trayecto?
- No estabas esperando en la estafeta - dijo Wins -, y tenía que verte.
-¿Algún correo importante?
- No, no es correo. Es el viejo Hank Fisher. Está allá en Millville, empinando en la taberna de Eddy y echando ascuas.
- No es costumbre de Hank el beber.
- Está diciendo a todo el mundo que tú trataste de raptar a Lucy.
- Yo no la rapté - respondió Enoch -. Hank la pegó y yo la tuve conmigo hasta que él se enfriase.
- No debiste haber hecho eso, Enoch.
Quizá. Pero Hank se había puesto a golpearla. Ya le había dado una o dos palizas.
- Hank está fuera para armarte escándalo.
- Ya me dijo que lo haría.
- Dice que tú la raptaste, que luego te espantaste por lo hecho y que la devolviste. Dice que la ocultaste en la casa, y que cuando él intentó entrar en ella para sacar a la muchacha, no pudo. Dice que tienes una casa muy rara. Que rompió la hoja de un hacha en una ventana.
- No hay nada de raro en ello - dijo Enoch -. Hank sólo se imagina cosas.
- Hasta ahora, todo va bien - dijo el cartero -. Ninguno de ellos, a la luz del día y con sus sentidos cabales, el hará el menor caso. Pero con la llegada de la noche esta­rán con dos copas de más y ¡adiós juicio! Algunos de ellos podrían subir a verte.
- Supongo que él les estará diciendo que tengo el dia­blo en mí.
- Eso y más - dijo Wins -. Escuché un rato antes de marcharme.
Hurgó en la cartera de correspondencia, halló el atado de periódicos y se lo tendió a Enoch, diciendo luego:
- Mira, Enoch. Hay algo que tienes que saber. Algo de que puedes no haberte dado cuenta. Sería fácil incitar a la gente contra ti... por la manera como vives y todo eso. Eres raro. No, no quiero decir que haya nada malo en ti... te conozco y sé que no lo hay... pero sería fácil inculcar malas ideas a la gente que no te conoce. Te han dejado solo hasta ahora, debido a que no había razón alguna para hacerte nada. Pero si se excitan con todo lo que Hank está diciendo...
No terminó, dejando el resto de la frase suspenso en el aire.
- Hablas de una algarada - dijo Enoch.
Wins asintió en silencio.
- Gracias - dijo Enoch -. Te agradezco que me hayas prevenido.
-¿Es verdad que nadie puede penetrar en tu casa? - preguntó el cartero.
- Así lo creo. Pienso que no pueden irrumpir en ella ni incendiarla. No pueden hacer nada de eso.
- En ese caso, de ser yo tú, me encerraría esta noche, no me aventuraría a salir.
- Quizá lo haga. Me parece una buena idea.
- Bien - dijo Wins -. Me parece que la cosa está bas­tante clara. Pensé que debías saberlo. Creo que he de dar marcha atrás. No se puede dar la vuelta.
- Sube hasta la casa. Hay sitio allí.
- No está muy lejos la carretera - dijo Wins -. Puedo hacerlo fácilmente.
El coche comenzó a retroceder lentamente.
Enoch se quedó contemplándolo.
Alzó una mano en solemne saludo cuando el coche comenzó a meterse en un recodo por el que desaparecería de la vista. Wins agitó también la mano, y seguidamente el coche fue engullido por los matorros que crecían a ambos lados del camino.
Lentamente, Enoch giró sobre sus talones y se encaminó de nuevo hacia la estación.
Un motín – penso -. ¡Santo Dios, un motín!
Una turba aullando en torno a la estación, aporreando puertas y ventanas, acribillándolas a balazos, barrería la última probabilidad - si aún quedaba alguna- de atajar el movimiento de la Central Galáctica para cerrar la esta­ción. Tal airada manifestación añadiría otro poderoso argumento más a la demanda de que se abandonara la expansión al brazo espiral.
¿Por qué todo había de acontecer de repente?, se pre­guntó. Durante años nada había sucedido, y ahora estaba ocurriendo en el lapso de breves horas. Todo, según pa­recía, estaba actuando contra él.
Si la amotinada turba se presentaba, ello no significa­rla tan sólo que estaba sellado el destino de la estación, sino también, que no le quedaría otra elección más que la de aceptar la oferta de ser el guardián de otra estación. No había otra alternativa. Ello le tornaría imposible el per­manecer en la Tierra, aunque quisiera. Y se dio cuenta, con un sobresalto, que ello podría precisamente suponer asimismo que le fuese retirada la oferta de otra estación. Pues con la aparición de una turba ululante y afanosa de su sangre, él mismo sería implicado en la acusación de barbarie elevada ya contra la raza humana en general.
Quizá - se dijo -, debería bajar de nuevo al manantial y ver otra vez a Lewis. Acaso podían ser tomadas algunas medidas para mantener a raya a la chusma. Pero de hacerlo, sabía que tenía que dar una explicación, y podría tener que decir demasiado. Y acaso no se produciría la algarada. Nadie prestaría mucho crédito a lo que decía Hank Fisher, y todo el asunto podría quedar en agua de borrajas antes de emprenderse acción alguna.
Se instalaría en el interior de la estación, en espera de lo mejor. Tal vez no habría ningún viajero en la estación en el momento en que la turba llegase - si llegaba -, y el incidente pasaría sin que se diese cuenta la Galaxia. De tener suerte, podía obrar de ese modo. Y según el cálculo de probabilidades, debía tener alguna suerte. Sobre todo no habiéndola tenido ciertamente en absoluto en los pocos días pasados.
Llegó a la puerta rota que daba paso al patio, y se detuvo a mirar la casa, intentando, por alguna razón que no podía comprender, ver si era la misma que conociera de muchacho.
La casa se erguía lo mismo que siempre, inalterada, ex­cepto en que en los antiguos tiempos tenía cortinas frunci­das en sus ventanas. El patio en torno de ella sí que había cambiado con el lento desarrollo de la vegetación en el transcurso de los años, con el boscaje de lilas, más fron­doso y enmarañado a cada nueva primavera, con los olmos que su padre había plantado, convertidos de retoños en robustos árboles, con la mata de rosas amarillas ante la rinconada de la cocina, ya desaparecida, víctima de un inclemente invierno tiempo ha olvidado, con los arria­tes floridos, desvanecidos también, y el césped junto a la puerta invadido por los hierbajos.
La vieja valía de piedra que había estado a ambos lados de la puerta, era ya no más que una corcovada protube­rancia. La acción de cientos de heladas, la trepa de zarzas y cizañas, y los largos años de descuido, habían efectuado su corrosiva labor, y en otros cien años – pensó -, se ha­llaría al ras del suelo, sin dejar huella alguna. Abajo en el campo, a lo largo del declive donde habla actuado la erosión, habla trozos extensos enteramente desaparecidos.
Todo esto habla sucedido, y hasta este momento él no se había percatado. Pero ahora sí, y se preguntaba el por qué. ¿Era debido a que ahora podría estar de vuelta de nuevo a la Tierra... él que no había abandonado nunca su suelo, su sol y su aire, que no la había dejado jamás físi­camente, pero que por mucho más tiempo del que les era concedido a la mayoría de los hombres, había ido, no a uno, sino a muchos planetas, lejos entre las estrellas?
En pie allí, a los rayos ponientes de postrimerías del estío, estremecióse a un aire frío que pareció estar soplando de alguna ignota dimensión de irrealidad, pregun­tándose por vez primera (por primera vez se había, visto obligado a preguntárselo) qué clase de hombre era él. ¿Un hombre encantado que debía pasar la vida ni comple­tamente extranjero ni completamente humano, que di­vidía las lealtades, con viejos fantasmas para recorrer los años y millas con él, cualquiera que fuese la vida que escogiera, la de la Tierra o la de las estrellas? ¿Un mestizo cultural, no comprendiendo ni a la Tierra ni a las estrellas, teniendo una deuda con ambas, pero no pagando ninguna? ¿Un sin hogar, una criatura errante que no podía reconocer la verdad de la mentira, habiendo visto tan diferentes (y lógicas) versiones de ambas?
Había subido la loma sobre el manantial, sintiendo el optimista calor interno de una humanidad recuperada, miembro de la raza humana otra vez, unido en una cons­piración pueril con un equipo humano. Pero, ¿podía cali­ficarse como humano...? Y si lo hacía, o trataba de hacerlo, ¿qué era entonces de los cien años de fidelidad a la Cen­tral Galáctica? ¿Podía, aunque quisiera, calificarse como humano?
Atravesó lentamente la desportillada entrada, con los interrogantes aporreándole aún el cerebro, aquel gran e incesante flujo de preguntas, para las cuales no había respuesta. Mas eso era falso – pensó -. No es que no hubiera respuesta alguna, sino que las había demasiadas.
Quizá Mary y David y el resto de ellos vendrían de visita aquella noche, y podrían hablar sobre el particular... recordó de pronto.
Mas no, no vendrían, ni Mary, ni David, ni ninguno de los otros. Habían venido durante años a verle, pero no vendrían más, pues la magia se había deslustrado y la ilusión desvanecido, y él estaba solo.
Y siempre lo había estado, se dijo con amargo regusto en su cerebro. Todo había sido ilusión; nunca había sido ello real. Durante años se había embaucado a sí mismo de lo más ávida y voluntariamente, poblando con esas cria­turas de su imaginación el pequeño rincón junto a la chi­menea. Ayudado por una técnica extranjera, conducido por su soledad a la vista y sonido de la humanidad, los había convertido en un ser que desafiaba cualquier sentido ex­cepto el sólido del tacto.
Y desafiaba asimismo cualquier sentido de decoro.
Semicriaturas, pensó. Pobres desgraciadas semicriaturas, ni sombra ni mundo.
Demasiado humanas para sombras, demasiado vagas para la Tierra.
Mary, si tan sólo lo hubiera sabido... si yo lo hubiese sabido nunca habría comenzado. Me hubiese quedado con el aislamiento.
Y ahora no podía enmendarlo. No había nada que sirviese.
¿Qué es lo que me pasa? - se preguntó.
¿Qué me ha sucedido?
¿Qué está ocurriendo?
Ni siquiera podía pensar ya más con rectitud. Se dijo que había de permanecer en el interior de la estación, a fin de escapar a la turba que podía estar asomando... y no podía quedarse dentro, pues Lewis volvería a traer el ca­dáver del hazer poco después del oscurecer.
Y si la turba se mostraba al mismo tiempo que apare­ciese Lewis trayendo de nuevo el cadáver, el infierno se desencadenaría.
Agobiado por el pensamiento, permaneció indeciso.
Si alertaba a Lewis del peligro, en tal caso podría no traer el cadáver. Y tenía que traerlo. Antes de que la noche pasara, el hazer debería estar seguro en la tumba.
Decidió que debía correr el albur.
La turba podía no aparecer. Y aunque lo hiciera, debía existir un medio para manejarla.
Tenía que pensar en algo, se dijo.
Sí, tenía que pensar algo.

XXVII

La estación estaba tan silenciosa como lo estuvo cuando la dejó. No había habido mensaje alguno y el aparato estaba quedo, ni siquiera murmurándose a sí mismo, como lo hacía a veces.
Enoch dejó el fusil a través del escritorio, y puso el fajo de periódicos junto a él. Se quitó la cazadora y la colgó en el respaldo de la butaca.
Había aún los periódicos por leer, no sólo los de hoy, sino también los del día anterior, y el diario a proseguir le llevaría bastante tiempo. Aun cuando escribiese apreta­damente, requeriría varias páginas, y debía exponerlo lógica y cronológicamente, para que pareciese que los suce­sos de ayer habían ocurrido ayer mismo, y no un día entero después. Debía incluir cada evento y cada faceta de cada acontecer, y sus propias reacciones ante ello, así como sus pensamientos al respecto. Pues así era como siempre lo hizo, y como también debía hacerlo ahora. Siempre había sido capaz de hacerlo de este modo, debido a que se había creado para sí un pequeño nicho especial, no de la Tierra, ni de la Galaxia, sino en esa vaga condición que se podría denominar existencia, y había laborado en el interior del encuadre de tal nicho especial, como un monje medieval en su celda. Había sido únicamente un observa­dor que no se había contentado sólo con la observación, sino que había hecho un esfuerzo para ahondar en lo que había observado; pero no obstante aún básica y esencial­mente un observador que no estaba implicado ni vital ni personalmente en lo que había acontecido en su derredor. La Tierra y la Galaxia se habían injerido ambas en él, y su nicho especial se habla ido, y él estaba personalmente im­plicado. Habla perdido su punto de vista objetivo y ya no podría más imponer aquel abordaje correcto y fríamente positivo que le había dado una sólida base sobre la cual establecer sus escritos.
Fue a la estantería y tomó el volumen en curso, hojeán­dolo para ver donde se había detenido. Estaba próximo al fin, quedando sólo pocas páginas en blanco, acaso no las bastantes para contener los sucesos que había de trasladar a ellas. Más que probablemente, pensó, llegaría al final del volumen antes de haber terminado, y tendría que empezar uno nuevo.
Quedóse con el diario en mano y mirando fijamente a la página donde acababa lo escrito anteayer. Sólo anteayer, y ya era antiguo lo escrito... hasta tenía un aspecto marchito. Lo mismo podía haber sido escrito aquello en cualquier otra época, pensó. Había sido lo ultimo que es­tampó antes de que su mundo se desmoronara en torno suyo.
¿Y para qué escribir más?, se preguntó. Ya estaba escrito cuanto importaba. La estación se cerraría y su propio planeta se perdería... Permaneciera aquí o no, o se fuera a otra estación, era igual; la Tierra se perdería ya.
Enojado cerró de golpe el libro y lo volvió a colocar en su sitio en el estante, yendo de nuevo al escritorio.
La Tierra estaba perdida, pensó, y él también, perdido y colérico y confuso. Colérico por el destino (si aquello fuese un destino) y por la estupidez. No sólo por la estu­pidez intelectual de la Tierra, sino por la estupidez intelec­tual de la Galaxia también, por las mezquinas querellas que podían detener la marcha de la hermandad de los pue­blos que finalmente se habían difundido en este sector galáctico. En cuanto a la Tierra, y así en la Galaxia, el número y la complejidad de los artilugios, el pensamiento noble, la sapiencia y la erudición, podrían constituir una cultura, pero no una civilización. Para ser verdaderamente civilizado, debía haber algo mucho más sutil que el arti­lugio o el pensamiento.
Sintió en sí la tensión de estar haciendo algo... de merodear en torno a la estación como una bestia confinada, de correr afuera y gritar incoherentemente hasta que sus pulmones estuvieran vacíos, de romper y destrozar, dar sa­lida como fuese a su rabia y desilusión.
Alargó una mano y asió el fusil que estaba sobre la mesa. Abrió un cajón donde guardaba las municiones, y tomó una caja, vaciando en su bolsillo los cartuchos que contenía, y tirándola luego.
Quedóse durante un momento con el fusil en mano, y lo yermo y frío de la silenciosa habitación, fueron para él como un mazazo, y volvió a poner el fusil sobre el es­critorio.
¡Qué puerilidad – pensó -, el extraer el resentimiento y la cólera de una irrealidad! Sobre todo cuando no había un motivo real para el resentimiento o la cólera. Pues el molde y compás de los acontecimientos era tal que podía ser reconocido, y por ende aceptado. Era de una especie a la cual un ser humano debería hace tiempo hallarse acos­tumbrado.
Miró en torno a la estación; la quietud y el silencio expectante se hallaban flotando, como si la propia estruc­tura estuviera marcando el momento para un acontecer a llegar en el fluir natural del tiempo.
Rió quedamente y volvió a empuñar el fusil.
Irrealidad o no, sería algo que ocuparía su mente, que le despejaría de momento aquel océano de problemas que remolineaban en su derredor.
Y necesitaba practicar al blanco. Hacía diez días o más que no había estado en el campo de tiro.

XXVIII

El sótano era inmenso. Se extendía más allá de las luces que había encendido, en un difuso fulgor, una serie de pasillos y habitaciones, profundamente talladas en la roca que servia de base a la loma.
Allí estaban los macizos tanques llenos de las varias soluciones para los viajeros; allí las bombas y los generadores, que operaban con un principio distinto al humano de producción de energía eléctrica, y muy abajo del propio piso del sótano, aquellos grandes depósitos que contenían los ácidos y la materia gelatinosa que antes formara los cuerpos de aquellas criaturas que venían viajando a la estación, dejando tras sí, cuando se iban a otro lugar, los cuerpos ya inútiles de que debían estar dotadas.
Enoch pasó ante tanques y generadores, hasta llegar a una galería que se prolongaba en la oscuridad. Halló el conmutador, encendió las luces, y siguió por ella. Al otro lado habían estanterías metálicas, instaladas para acomo­dar en ellas la superabundancia de cachivaches, de arte­factos, de toda clase de regalos que le habían traído los viajeros. Desde el suelo al techo se hallaban atestados los estantes con chatarra procedente de todos los rincones de la Galaxia. Sin embargo, pensó Enoch, no era realmente chatarra, pues muy poco de ello había que lo fuera. Todo era servible y tenía algún propósito, bien fuese práctico o estético, aunque tal propósito debía ser aprendido. Y a pesar quizá de que no en todos los casos fuese aplicable a los humanos.
Las estanterías tenían al extremo una sección en la que los artículos estaban ordenados más sistemáticamente y con mayor cuidado, cada cual etiquetado y numerado, correspondiendo a un catálogo y ciertos datos. De estos artícu­los sí que sabía para que servían, y, en ciertos casos, algo de los principios implicados. Había algunos bastante inocuos, otros de gran valor potencial, y otros además que, por el momento, no tenían conexión alguna con el sistema humano de vida... y finalmente, aquellos etiquetados de que hacían estremecer con sólo pensar en ellos.
Descendió la galería, resonando sus pasos al hollar aquel lugar de extraños fantasmas.
Finalmente, la galería se ensanchaba en una estancia ovalada, cuyas paredes estaban forradas de una sustancia gris que engancharía a una bala e impediría su rebote.
Enoch fue a un panel encajado en el interior de un profundo hueco en la pared, y conectando con el pulgar un interruptor, volvió rápidamente al centro de la estan­cia.
Lentamente, ésta comenzó a oscurecerse, luego pareció resplandecer súbitamente, y ya no se encontró en ella, sino en otro sitio, un lugar que no había visto nunca.
Se hallaba en una pequeña colina, y frente a él el terreno descendía a un tardo río bordeado por una franja pantanosa. Entre el comienzo del pantano y el pie de la colina se extendía un mar de hierba basta y alta. No hacía nada de viento, pero la hierba ondulaba, por lo que supo que aquel movimiento de la hierba estaba causado por cuerpos moviéndose entre ella, forrajeándola. Le provino de allí un salvaje gruñido, como si mil cerdos ham­brientos estuvieran luchando por trozos escogidos en cien artesas de bazofia. Y de alguna parte más lejana, quizá del río, llegó un profundo y monótono bramido, que sonaba ronco y cansado.
Enoch sintió erizársele el pelo, y aprestó el fusil. Era desconcertante. Sentía y conocía el peligro, y sin embargo hasta ahora no lo había. No obstante, el propio aire del paraje en que se encontraba - fuera el que fuese -, parecía hormiguear con él.
Giró en redondo y vio que cerca de él, bosques espesos y oscuros descendían la hilera de cerros ribereños, deteniéndose en el mar de hierba que rodeaba la colina en que él se encontraba. Más allá de las otras, atalayaba el pardo púrpura de una ringlera de elevadas montañas que pare­cían desvanecerse en el firmamento, pero sin muestra alguna de nieve en sus cimas.
Dos figuras salieron trotando del cercano bosque, deteniéndose en su linde. Se agazaparon y le hicieron visajes, con sus colas enroscadas en sus patas. Podían haber sido lobos o perros, pero no eran ni unos ni otros. No eran de ninguna especie que antes viera u oyera. Sus pieles relu­cían al débil rayo del sol, como si estuviesen engrasadas, pero se remataban en sus cuellos, estando cabezas y. caras desprovistas de ella. Como viejos depravados, en una mas­carada, con sus cuerpos recubiertos en envolturas de lobos. Pero el disfraz estaba frustrado por las colgantes lenguas que rebosaban de sus bocas, brillante escarlata contra el blanco de hueso de sus caras.
El bosque estaba en calma. Sólo había las sombrías bestias, apoyadas en sus ancas, y gesticulándole con extra­ños visajes desdentados.
El bosque era oscuro y enmarañado, y el follaje, de un verde tan intenso que casi parecía negro. Todas las hojas tenían un resplandor, como si hubiesen estado pulidas con un lustre especial.
Enoch volvió a girar en redondo, para mirar de nuevo al río, y vio agazapados al borde de la hierba una hilera de monstruos semejantes a sapos, de unos dos metros de longitud y de uno de altura, con cuerpos de color de la tripa de un pescado muerto, y provistos de un ojo, o lo que parecía ser un ojo, que cubría una gran parte de la superficie sobre el hocico. Los ojos eran estriados y des­tellaban a la tenue luz del sol, como los de un gato al acecho heridos por un haz luminoso.
El ronco bramido seguía proviniendo del río, y en su intermedio habla un débil y tenue zumbido, un colérico y malicioso zumbido, como el de un mosquito aprestándose al ataque, aunque era de tono más agudo.
Enoch alzó la cabeza para mirar al cielo, y lejos en sus profundidades avistó una hilera de puntos o motas, pero a tanta altura, que no supo determinar qué clase de objetos eran.
Bajó de nuevo la cabeza para mirar a la serie de mons­truos semejantes a sapos, pero con el rabillo del ojo per­cibió un movimiento, y dirigió otra vez la vista al bosque.
Aquellos seres o bestias de cuerpos lobunos y cabezas de calavera, estaban subiendo la colina con silenciosa ra­pidez. No parecían correr. No había movimiento en su ca­rrera. Se movían más bien como si hubiesen sido expelidos por un tubo.
Enoch se echó el fusil al hombro, apostándolo como si formase parte de sí mismo. Afinó la mira, precisando la cabeza de calavera de la bestia que iba delante. Disparóse el arma tras el apretar del gatillo, y sin esperar a ver si el disparo había abatido a la bestia, el cañón se dirigió hacia la segunda. Sonó un nuevo disparo y la segunda bestia lobuna dio una voltereta, deslizándose hacia adelante por un momento, y luego comenzó a rodar dando tumbos colina abajo.
Enoch hizo funcionar el cerrojo de su arma de nuevo, y la cápsula de la bala destelló al sol, al volverse él rápi­damente para encararse con el otro declive.
Los objetos semejantes a sapos estaban ahora más cerca. Habíanse aproximado arrastrándose, pero, al volverse él, se detuvieron y se agazaparon, quedándosele miran­do con fijeza.
Metió la mano en el bolsillo y sacó dos balas, metién­dolas en la recámara de su arma, para reemplazar las que había disparado.
El bramido abajo junto al río había cesado, pero ahora se oía un graznido que no podía localizar. Trató de ha­cerlo, volviéndose cautelosamente, mas nada se veía. Aquel graznar parecía provenir del bosque, pero nada se movía.
En medio de este sonido, oía aún el zumbido, el cual parecía más intenso ahora. Lanzó una ojeada arriba y vio que las motas eran más grandes, no formadas ya en hilera, sino en círculo que parecía trazar una espiral descen­dente; pero se hallaban todavía a tan gran altura, que no pudo precisar qué clase de objetos eran.
Volvió a dirigir una ojeada hacia los monstruos semejantes a sapos, los cuales estaban cada vez más cerca.
Enoch alzó el fusil, pero apretó el gatillo antes de llevarlo al hombro, disparando desde la cadera. El ojo de uno de los más próximos monstruos explotó, al igual que el reventón en el agua de una piedra arrojada con fuerza. La bestia no dio ningún brinco ni sacudida. Quedóse simplemente inerte, aplanada sobre la tierra, como aplastada por un poderoso pie. Así yacía, con un gran boquete redondo en el lugar donde había estado el ojo, agu­jero que se estaba llenando de un líquido amarillo espeso y viscoso, que podía ser su sangre.
Sus congéneres se retiraron con alerta lentitud, deteniéndose sólo al alcanzar el borde de la hierba.
El graznido estaba más próximo, y el zumbido era más intenso: no cabía duda de que aquella especie de graznido, semejante también a un bocinazo, provenía de los cerros.
Enoch escudriñó en derredor y arriba, y lo vio descendiendo de la altura, bajando a la colina, pasando a tra­vés de los árboles y graznando lúgubremente. Era un globo negro y redondo que se hinchaba y desinflaba con su graznido vocinglero, y se sacudía y bamboleaba en su marcha, colgado del centro de cuatro patas rígidas y adosadas, que se arqueaban arriba, en la unión que conectaba la parte superior del dispositivo de la pata con la inferior que se alzaba muy arriba del bosque. Caminaba a sacudidas, levantando mucho sus patas, para franquear las frondosas copas de los árboles antes de volver a posarías de nuevo. Cada vez que planteaba en el suelo una de aque­llas patas, Enoch oía el crujido de las ramas desgajadas y apartadas a un lado.
Enoch sintió como si la piel de su espalda se desenrollara al igual que una persiana, a lo largo de su espina dorsal, y el erizamiento de su cabello, como obedeciendo a un primordial instinto.
Pero aun cuando estaba casi helado de espanto, cierta parte de su cerebro le recordó que habla hecho un dispa­ro, y sus dedos hurgaron su bolsillo buscando otra bala.
El zumbido era mucho más sonoro, y su diapasón ha­bla cambiado. Estaba aproximándose a tremenda velocidad.
Enoch volvió a alzar la cabeza. Las motas no estaban ahora moviéndose en círculo en el firmamento, sino que se zambullían hacia él, una tras otra.
Echó una ojeada al globo, graznando y sacudiéndose sobre sus zancudas patas. Seguía aproximándose, pero las motas que se abalanzaban de lo alto, eran más rápi­das y alcanzarían primero la colina.
Levantó el fusil, dispuesto a apoyar su culata al hom­bro, mientras contemplaba a las motas que caían, las cuales no eran ya motas, sino espantosos cuerpos aerodinámicos, portando cada cual un estoque que se proyectaba de su cabeza. ¡Vaya especie de picos - pensó Enoch -, pues esos objetos podrían ser aves, pero más largas, delgadas, grandes y mortales que cualquier otra terrestre!
El zumbido se trocó en un chillido, subiendo su diapa­són hasta dar dentera, y, a través de él, como un metrónomo marcando el compás, provino el ululante graznido del negro globo que cruzaba a grandes trancos los cerros.
Sin saber qué había movido sus brazos, Enoch tenía el fusil contra el hombro, esperando el instante en que al primero de los monstruos que se zambullían, estuviese lo bastante próximo para dispararle.
Se precipitaron como piedras arrojadas del cielo, apa­reciendo más grandes de lo que pensara... de mayor ta­maño y viniendo como otras tantas flechas arrojadas di­rectamente a él.
El fusil le dio el consabido culatazo, y el primer pá­jaro o artefacto, se chafó, se plegó y cayó no lejos de su trayectoria. Manipulo el cerrojo de su arma, disparó otra vez, y el segundo de la fila perdió su equilibrio y comenzó a dar bandazos. Nuevamente fue accionado el cerrojo y oprimido el gatillo. El tercero dio un patinazo en el aire y fue renqueante y espasmódico por él, cayendo hacia el río.
Los restantes cortaron su picado, y con leve giro vol­vieron a remontarse, semejantes más bien a aspas de m~ lino que a alas batiendo desesperadamente.
Se tendió una sombra a través de la loma y de alguna parte de arriba cayó un gran pilar que fue a chocar con una ladera. Tembló el suelo, y la capa de agua que esta­ba oculta por la hierba, brotó como un surtidor.
El graznido era un sonido persistente que lo borraba todo, y el gran globo subía bamboleante sobre sus zan­cudas patas.
Enoch vio su cara, si algo tan grotesco, tan obsceno puede llamarse cara. Tenía un hocico o pico, y bajo él una boca mamona, y una docena de otros órganos, que podían ser los ojos.
Las patas eran como V invertidas, con remo interior un tanto más corto que el exterior y, en el centro de las articulaciones interiores pendía el gran globo que era el cuerpo de la criatura, con su cara en la parte baja, de modo que pudiera ver todo el terreno de batida que pu­diera estar abajo. Otras articulaciones de la parte exterior de las patas se combaban para permitir al cuerpo de la criatura que se agachara para asir su presa.
Enoch no tuvo conciencia de aprestar el fusil o mani­pularlo, pero lo tenía apoyado contra el hombro y le parecía como si una segunda parte de su propia persona se hallara ausente, aparte, y contemplaba el disparo... como si quien tuviese el arma y la disparase, fuese otro hombre.
Gruesos cuajarones de carne fluyeron del negro globo, y súbitamente le rasgaron melladas hendiduras, de las cuales brotó una nube líquida que se trocó en una como niebla, que desprendía negras gotas.
La aguja de percusión pistoneó en una recámara vacía pero ya no había necesidad de otro disparo. Las grandes patas estaban plegándose, y temblando mientras se ple­gaban, y el encogido cuerpo se estremecía convulsivamen­te en la densa niebla que de él brotaba. La gritería había cesado, y Enoch pudo oír el acompasado ruido de las negras gotas cayendo de aquella niebla, al chocar en la raía hier­ba de la colina.
Había un olor mareante, un nauseabundo hedor; las gotas eran viscosas, como petróleo crudo, y la gran es­tructura zancuda iba desplomándose.
De pronto, el mundo se desvaneció rápidamente, y Enoch no se encontró más allí.
Estaba de nuevo en la estancia ovalada, al tenue res­plandor de las bombillas. Notaba el acre olor de la pól­vora, y en torno a sus pies, brillando a la luz, se hallaban los casquillos de las balas que disparara.
Se encontraba de nuevo en el sótano. El tiro al blanco se había consumado.
Enoch bajó el fusil y respiró lenta y profundamente. Siempre había sido igual, pensó. Como si tuviese necesi­dad de relajarse gradualmente, de nuevo en su mundo propio, tras sus momentos de irrealidad.
Ya sabía uno que sería ilusión cuando manipulara el conmutador que ponía en movimiento todo lo que iba a suceder, y sabía que había sido ilusión cuando todo ha­bía terminado, pero mientras estaba sucediendo, no era ilusión. Era tan real y consistente como si todo fuese verdad.
Recordó que al construirse la estación le habían pre­guntado si tenía una afición como pasatiempo en sus ocios si podía instalársele en la estación algo para su recreo. Y él había dicho que le gustaría un campo de tiro... espe­rando no más que alguna galería con patos moviéndose sobre una cadena rodante o pipas de arcilla girando en una rueda. Pero eso, habría sido naturalmente demasiado simple para los extravagantes arquitectos que habían diseñado la estación, y para los habilidosos operarios que la habían construido.
Al principio no habían estado seguros de lo que quería decir por campo de tiro, y hubo de explicarles lo que era un fusil, cómo funcionaba, y para qué podía ser empleado. Las dijo de la caza de ardillas en las soleadas mañanas de otoño, y de estremecidos conejos sacados de las ma­lezas con la primera llegada de la nieve (aunque no se empleaba el fusil, sino una escopeta, con los conejos), de la caza de mapaches en la noche otoñal, y del acecho al ciervo a lo largo de la pista que seguía para ir a abre­var al río. Pero ocultó el decirles en qué otra cosa había empleado el fusil durante cuatro largos años.
Las dijo (puesto que eran gentes propicias a la charla) de su sueño de juventud de ir algún día a una cacería en Africa, aun cuando al decírselo se percataba bien de lo inasequible qué ello era. Pero desde aquel día había cazado (y sido también perseguido) por bestias mucho más raras que cualquiera de las que pudiera jactarse poseer el Africa.
No tenía la menor idea de dónde podían haber sido formadas aquellas bestias, si realmente provenían de alguna otra parte que de la imaginación de aquellos extran­jeros que habían colocado los dispositivos que generaban la escena para el tiro. En los miles de veces que se había dedicado a ello, no había habido una duplicación de la escena ni de las bestias que merodeaban por ella. Aunque acaso, pensó, se produciría alguna vez un final, y se repetiría luego la secuencia. Pero ahora ello suponía poca di­ferencia, pues si volviesen a repetirse las cintas mágicas, habría poca probabilidad de que recordarse con conside­rable detalle aquellas aventuras que había vivido durante tantos años.
No comprendía las técnicas ni el principio que hacía posible aquel fantástico campo de tiro. Como muchas otras cosas, lo aceptaba sin necesidad de comprenderlo.
Sin embargo, pensaba que algún día daría con el indicio que trocaría la ciega aceptación en entendimiento... no sólo del campo de tiro, sino de muchas otras cosas.
A menudo se había preguntado lo que los extranjeros podían pensar sobre su fascinación por el campo de tiro, por aquella fuerza primaria que inducía a un hombre a matar, no tanto por el goce de matar como por afrontar y desdeñar un peligro, para oponer a una fuerza otra mayor y más hábil, a la astucia, una astucia más grande. ¿Habría causado preocupación a sus amigos extranjeros sobre el carácter humano, con su cariño por el fusil? Para la comprensión de un ajeno, ¿cómo podría trazarse una línea entre la muerte de otras formas de vida y la muerte de una propia? ¿Había realmente una diferencia que pudiera resistir al examen lógico, entre el deporte de la caza y el deporte de la guerra? Para un extraño, quizá tal di­ferenciación sería más bien difícil, pues en muchos casos, el animal cazado se hallaría más próximo en su forma y características al cazador humano, que 10 estuvieran mu­chos de los extranjeros.
¿Era la guerra una cosa instintiva, de la que era tan responsable un hombre corriente, como lo eran los polí­ticos y los llamados estadistas? Parecía imposible, y sin embargo, en cada hombre se hallaba profundamente arrai­gado el instinto combativo, el apremio agresivo, el extraño sentido de rivalidad... todo lo cual producía conflictos de un género u otro, si era llevado tal instinto a su con­clusión.
Puso el fusil bajo el brazo y fue al panel. Encajada en una ranura del fondo había un trozo de cinta.
Tiró de ella y descifró los signos. No eran satisfac­torios. No lo habla hecho tan bien.
Había fallado aquel primer disparo a la acometedora bestia lobuna con cara de hombre viejo, y allá en alguna parte, en aquella dimensión de irrealidad, él y su compa­ñero se encontrarían gruñendo sobre la masa revuelta y desgarrada de carne y huesos rotos que había sido Enoch Wallace.

XXX

Volvió a atravesar la galería, con sus regalos almacenados como en los corrientes establecimientos humanos podrían estar otros en secos y polvorientos camarotes.
La cinta registradora le encocoraba, aquel pequeño trozo de cinta que le decía que si bien había acertado en todos los demás disparos, había fallado aquel primero. No sucedía a menudo que fallara. Y su entrenamiento había sido para aquel preciso tipo de disparo... el nunca-se-sabe-lo-que-luego-sucederá, el totalmente inesperado, la especie de disparo de matar-ser-matado, que miles de expediciones en la zona del campo de tiro le habían enseñado. Se consoló diciéndose que quizá no había sido tan asiduo en la práctica últimamente como lo debiera. Aunque, en realidad no había razón alguna para la asiduidad, pues se trataba únicamente de un pasatiempo, un recreo, y el que llevase el fusil consigo en sus paseos cotidianos era sólo por fuerza de la costumbre y no por cualquier otro moti­vo. Portaba el fusil como otro podía haber llevado un bas­tón. La primera vez que lo hizo, desde luego había sido una especie diferente de fusil y un día distinto. Entonces no era insólito el que un hombre llevase consigo un fusil al ir de paseo. Pero hoy sí era diferente y con mueca in­terior de desdén se preguntaba cuánto motivo de con­versación podía haber proporcionado a la gente el que portase un fusil.
Cerca del final de la galería vio el negro bulto de un baúl proyectándose del estante inferior, tan grande como para meterse confortablemente en él pegado contra la pa­red pero sobresaliendo aún cuarenta o cincuenta centímetros del estante.
Pasó ante él volviéndose en redondo de pronto. Aquel baúl, penso... era el que había pertenecido al hazer que murió arriba. Era su herencia de aquel ser cuyo cuerpo robado iba a ser vuelto a su tumba aquella tarde.
Fue a la estantería y apoyó su fusil contra la pared. Encorvóse y tiró del baúl.
Ya antes de bajarlo aquí y depositario había revisado su contenido, pero recordó que en aquella ocasión no había estado muy interesado. Ahora> de pronto, sentía un interés absorbente en ello.
Alzó la tapa cuidadosamente y la apoyó contra los es­tantes.
Inclinado sobre el abierto baúl, y sin tocar nada aún, intentó catalogar la capa superior de su contenido.
Había una reluciente capa, muy bien plegada> tal vez una especie de capa de ceremonial, aunque no podría preci­sarlo. Y sobre ella, un frasquito que era un destello de luz reflejada, como si alguien lo hubiese hecho con un dia­mante vaciado. Junto a la capa había un grupo de bolas, de color violeta y opaco, sin ningún brillo, con el aspecto de un manojo de pelotas de tenis de mesa que alguien hubiera pegado juntas para hacer una bola. Mas no era así, recordó Enoch, pues en aquella otra ocasión le habían llamado la atención y las había cogido, hallando que no estaban pegadas, sino que se movían libremente, aunque nunca más allá del contenido de su molde. Una de aque­llas pelotas no podía ser desprendida de la masa, por mucho esfuerzo que se empleara, pero sí moverse en tor­no, como si flotase en un liquido, entre las demás. Podía uno mover una pelota, o todas, pero la masa seguía sien­do la misma. Debía tratarse de un calculador de alguna especie, se dijo Enoch, aunque ello apenas parecía posi­ble, pues una pelota era enteramente igual a otra, no ha­biendo manera de poder identificarlas. O cuando menos> no de identificarlas por el ojo humano. ¿Sería posible que lo fuera para el ojo de un hazer? Y si se trataba de un calculador, ¿de qué género de calculador? ¿Matemático?
¿O ético? ¿O filosófico? Sin embargo, esto era algo sandio, pues, ¿quién había oído hablar nunca de un calculador para la ¿tica o la filosofía? O, mejor dicho, ¿qué ser humano ha­bla oído jamás de ello? Más que probablemente, no se trataba de un calculador, sino de algo enteramente distin­to. ¿Tal vez una especie de juego... un juego de solitario?
Con tiempo, se podría finalmente descifrarlo. Pero no había tiempo ni incentivo por el momento para gastar el primero en un objeto, habiendo tantos otros igualmente fantásticos e incomprensibles. Pues mientras uno se en­contrara perplejo ante un solo objeto, en su mente se pre­sentaría siempre la pregunta de si no estará ocupándose, dilapidando tiempo en el más insignificante de todos.
Era una víctima de la fatiga museística, se dijo Enoch, abrumado por las muchas piezas desconocidas desperdi­gadas en todo su derredor.
Tendió una mano, no a la bola de pelotas, sino al des­telleante frasquito que se hallaba sobre la capa. Y al cogerlo y acercarlo, vio que había una línea escrita, grabada en el vidrio (¿o diamante?) del frasco. Lentamente dele­treó lo escrito. Había habido un tiempo, hace mucho, en que pudo leer el idioma hazer, si no corrientemente, cuan­do menos tan bien como para salir del paso. Pero no lo había leído hacía años, perdiendo mucho de él, por lo que se trabucaba en los símbolos. Mas, traducida muy li­bremente, la inscripción decía: Para tomarlo cuando ocu­rran los primeros síntomas.
¡Un frasco de medicina! ¡Para tomarla cuando apare­ciesen los primeros síntomas! Los síntomas, acaso, de lo que se había presentado tan rápidamente y desarrollán­dose asimismo con tanta celeridad, que el propietario del frasco no pudo alcanzarlo, y murió cayendo del sofá.
Casi reverentemente, volvió a poner el frasco en su sitio, sobre la capa, en la misma huella que había mar­cado.
¡Tan diferentes de nosotros en tantas cosas - pensó Enoch - y en otras pocas tan parecidos... es espantoso!
Pues aquel frasco y su inscripción, eran un paralelo exacto de cualquier receta compuesta por el farmacéutico de la esquina.
Al lado de la bola de pelotas había una caja, y la cogió, levantándola. Era de madera y sólo tenía una simple presilla para cerrarla. La abrió y vio en su interior el metá­lico resplandor del material que empleaban los hazers como papel.
Cuidadosamente levantó la primera hoja, y vio que no era tal, sino una larga tira plegada a la manera de un acordeón. Bajo ella habían más tiras, al parecer del mismo material.
Había algo escrito en ella, y Enoch la acercó más para leer.
La escritura estaba desvaída y borrosa. A mí... amigo decía (aunque acaso no era amigo). "Hermano de sangre", quizá, o "colega". (Y los adjetivos que precedían eran tales como para que se le escapara por entero su sentido).
Era difícil lo escrito. Tenía cierta semejanza a la ver­sión formalizada del idioma, pero al parecer llevaba la impronta de la personalidad del escritor, expresada en en­sortijamientos y floreos que oscurecían la forma. Enoch siguió con su intento de traducción, no acertando con mucho, pero captando el sentido de bastante de lo que estaba escrito.
El autor había estado de visita en otro planeta, o posiblemente sólo en otro paraje. El nombre de éste, o del planeta, era una cosa que no podía reconocer Enoch. Y mientras había estado allí quien trazó lo escrito, había realizado alguna especie de función (aunque no aparecía enteramente claro, de qué desempeño se trataba) que te­nía que ver con su próxima muerte.
Enoch, sobrecogido, volvió a releer la frase. Y aunque mucho de lo demás escrito no estaba claro, esta parte sí lo estaba. Mi cercana muerte, así estaba escrito, sin que cupiera un error en la traducción. Estas tres palabras estaban muy claras.
Instaba a su buen (¿amigo?) que hiciera lo propio. Decía que era un consuelo y que despejaba el camino.
No había más explicación, ni ulterior referencia. Sólo la serena declaración de que había hecho algo que sentía debía ser arreglado antes de su muerte. Y sabía que esta muerte estaba próxima, y no estaba tan sólo sin temor por su llegada, sino hasta indiferente.
El siguiente pasaje (pues no había párrafos) hablaba de alguien a quien había conocido y cómo trataron de cierta cuestión que no tenía sentido alguno para Enoch, quien se encontraba perdido en una terminología irreco­nocible para él.
Y luego: Estoy sumamente preocupado por La medio­cridad (¿incompetencia? ¿incapacidad? ¿debilidad?) del reciente custodio del (y luego aquel símbolo críptico que podía traducirse generalmente como el Talismán). Pues (una palabra que por el contexto parecía significar un gran lapso de tiempo), siempre desde la muerte del últi­mo custodio ha sido pobremente servido el Talismán. Ha sido, en toda realidad, (otra expresión de mucho tiempo) desde que un auténtico (¿sensitivo?) fuera hallado para llevar a cabo su propósito. Muchos han sido probados y ninguno calificado, y por la falta de un tal idóneo, la Gala­xia ha perdido su cabal identificación con el principio rector de nuestra vida. Nosotros aquí en el (¿santua­rio?) nos hallamos muy in quietos, por que sin un debido enlace entre el pueblo y (varias palabras indescifrables), la Galaxia se sumirá en el caos (y en otra línea que no podía traducirse).
La siguiente sentencia presentaba un nuevo tema... Los planes que se hallaban en marcha para algún festival cultural que encerraba un concepto, que a lo más, resul­taba vago y brumoso para Enoch.
Plegó lentamente la misiva, y la volvió a colocar en la caja. Sintió un ligero desasosiego por la lectura, como si hubiese fisgado en algo que no tenía derecho a conocer, en­trometiéndose en una amistad. Aquí en el templo nos hallamos, decía la misiva. Quizá quien lo escribió había sido uno de los místicos hazer, dirigiéndose a su viejo amigo, el filósofo. Y las otras cartas, muy posiblemente, eran de ese mismo místico... cartas que el viejo hazer muerto había valorado tanto, que las llevaba consigo cuando iba de viaje.
Una leve brisa pareció estar soplando sobre los hom­bros de Enoch; no era realmente una brisa, sino un extra­ño movimiento y una frialdad en el aire.
Lanzó una ojeada a la galería; nada se agitaba, ni nada se divisaba.
El viento cesó su soplo, si es que en efecto había soplado. En un momento allí, y luego ido. Como un fan­tasma al paso, pensó Enoch.
¿Tenía el hazer un fantasma?
La gente de Vega XXI había sabido el momento y to­das las circunstancias de su muerte. Habían sabido tam­bién la desaparición del cadáver. Y la misiva habla sido expresada con mucha mayor serenidad que la de muchos humanos, ante la próxima llegada de la muerte.
¿Sería posible que los hazers supieran más de la vida y la muerte de lo que jamás manifestaran? ¿O había sido encerrado ello a cal y canto en algún depósito o depósitos de la Galaxia?
¿Estaba la respuesta ahí? - se preguntó.
Acurrucado allí, pensó que acaso pudiera ser que al­guien conociese ya para qué servía la vida y cuál era su destino. Había un consuelo en el pensamiento, una sin­gular especie de personal consuelo en ser capaz de creer en que alguna inteligencia pudiera haber dado con la solución del Universo. Y de cómo, quizá, aquella misteriosa ecuación pudiera enlazarse con la fuerza espiritual que era el nexo ideal de tiempo y espacio, y de todos los factores elementales que mantenían de consuno en armóni­ca unión el universo.
Intentó imaginarse lo que podría uno sentir de estar en contacto con la fuerza y no pudo. Se preguntó si aun aquellos que hablan estado en contacto con ella podrían hallar las palabras debidas para expresarla. Pensó que podría ser imposible. Pues, ¿cómo podía uno haber estado en íntimo contacto toda su vida con el espacio y el tiem­po, y decir lo que significaban cada uno de ellos, o cómo se experimentaban?
Pensó que Ulises no le había dicho toda la verdad sobre el Talismán. Sí que había desaparecido y que la Gala­xia estaba desprovista de él, mas no que durante muchos años se había empañado su poder y gloria por el fracaso de su custodio en procurar un debido enlace entre el pueblo y la fuerza. Y todo aquel tiempo, la corrosión ocasionada por ese fracaso, había roído los vínculos de la confraternidad galáctica. Cualquier cosa que pudiera estar sucediendo ahora, no había ocurrido en los últimos años pasados; había estado gestando durante mucho más tiem­po que los extranjeros querían admitirlo. Aunque, pensán­dolo bien, la mayoría de los extranjeros no lo sabían.
Enoch cerró la presilla de la caja, y volvió a colocar ésta en el baúl. Algún día, pensó, cuando estuviera él en su cabal juicio, cuando la presión de los acontecimientos no le tornara tan emotivo, cuando pudiera atenuar la cul­pabilidad del fisgoneo, efectuaría una concienzuda y eru­dita traducción de aquellas cartas, pues en ellas, lo es­timaba seguro, podría hallar una ulterior comprensión de aquella intrigadora raza. Pensó que entonces podría hallarse en mejor estado de calibrar su humanidad. No humani­dad en el sentido común y aceptado de ser un componen­te de la raza de la Tierra, sino en el sentido de que cier­tas reglas de conducta debían fundamentar todos los con­ceptos raciales, del mismo modo que la llamada humani­dad, fundamenta en su sentido más apretado, al concepto humano.
Tendió la mano para cerrar la tapa del baúl y vaciló.
Algún día, había dicho. Y pudiera ser que no hubiese algún día. Era un estado mental el pensar siempre en al­gún día, una forma de enjuiciamiento posibilitada por las condiciones en el interior de esta estación. Pues allí habían días interminables por venir, días venideros siempre y por siempre. Un concepto humano del tiempo estaba allí fuera de molde y razón, y él podía mirar complaciente mente a lo largo de una extensa y casi interminable ave­nida del tiempo. Pero ello podía cesar ahora. El tiempo podía retrotraerse súbitamente a su corriente enfoque. Caso de que tuviera que abandonar esta estación, la larga procesión de los días llegaría a un término.
Volvió a echar hacia atrás la tapa, dejándola nueva­mente apoyada en los estantes, y seguidamente tomó la caja y la puso en el suelo> a su lado. Debería llevarla arri­ba - se dijo - e incluirla con los demás objetos que le acompañarían si tuviese que abandonar la estación.
¿Sí?, se preguntó. ¿Es que cabía ya duda? ¿No había tomado acaso, como fuera, aquella dura decisión? ¿No había serpeado a él sin que se percatara, de manera que ahora se hallaba encomendado a ella?
Y si había llegado realmente a tal decisión, en tal caso debía haber llegado también a la otra. Si abandonaba la estación, entonces no se hallaría en estado de aparecer ante la Central Galáctica, para abogar porque le fuese remediada la guerra a la Tierra.
- Tú eres el representante de la Tierra - le había dicho Ulises -. Tú eres el único que puede representar a la Tierra.
Más ¿podía él representarla en realidad? ¿Seguía siendo un auténtico representante de la raza humana? Él era un hombre del siglo IX y siéndolo, ¿cómo podía represen­tar al siglo XX? ¿hasta qué punto habría cambiado el ca­rácter humano con cada generación? Y no pertenecía él - tan sólo al siglo XIX - sino que había vivido también du­rante casi cien años sometido a una circunstancia especial y separada.
Se arrodilló, contemplándose con espanto, y un poca de compasión también, preguntándose lo que era él, si en efecto humano, o si, sin saberlo, había absorbido tanto del mezclado punto de vista extranjero, al cual había estado sujeto, que se habla convertido en una rara especie de silbido, en una extravagante clase de mestizo galáctico.
Lentamente bajó la tapa del baúl, y la apretó con fuer­za, volviéndolo luego a colocar bajo las estanterías.
Seguidamente tomó la caja, poniéndola bajo el brazo, se puso en pie, y asiendo su fusil, se encaminó a la esca­lera.

XXXI

En la cocina encontró algunas cajas de cartón vacías, cajas que Winslowe había empleado para traer provisiones de la ciudad, y comenzó el empaquetado.
Los diarios, en ordenada pila, llenaban una gran caja y parte de otra. Tomó un fajo de periódicos viejos y envolvió cuidadosamente los doce frascos romboidales que estaban sobre la repisa de la chimenea, almohadillándolos profu­samente en otra caja para evitar que se rompiesen. Sacó de la vitrina la caja de música del vegano y la envolvió asimismo tan esmeradamente. De otro estante sacó la literatura extranjera que tenía, y la apiló en la cuarta caja. Fue a su escritorio, pero no había mucha cosa en él, sino menudencias acá y allá en los cajones. Halló su carta y, arrugándola, la arrojó al cesto de los papeles que habla al lado.
Llevó a través de la habitación las cajas ya llenas y las depositó al lado de la puerta, para que estuvieran más al alcance. Lewis tendría un camión, pero aunque sabía que lo necesitaría, podría tardar algún tiempo en llegar. Pero si tenía ya empacado lo más importante, podría salir y estar a la espera.
Permaneció indeciso mirando en torno a la estancia. Allá estaban todos los objetos sobre la mesa, y éstos de­bían ser llevados también, incluyendo la pequeña pirá­mide fulgurante de bolas, que Lucy había puesto en fun­cionamiento.
Vio que el Favorito se había arrastrado de nuevo en la mesa, y caído al suelo. Se detuvo y lo cogió, teniéndolo en las manos. Había desarrollado un botón o dos extras des­de la última vez que lo habla mirado, y era de tenue y delicado rosa, mientras que la última vez había sido azul cobalto.
Probablemente estaba equivocado en llamarle el Favorito. Podía no estar vivo. Pero si lo estaba, era una espe­cie de vida que ni siquiera podía imaginarse. No era de metal ni de piedra, pero algo muy parecido a ambos. Una lima no causaba ninguna impresión en él, y una o dos veces había estado tentado de asestarle un martillazo, para ver qué efecto le produciría, aunque estaba dispuesto a apostar que no le habría causado ninguno en absoluto. Crecía lentamente y se movía, mas no había medio de saber cómo se movía. Pero dejándolo, al volver se habría movido... un poco, no demasiado. Cuando sabía que esta­ba siendo contemplado, no quería moverse. Tanto como podía apreciar, no se alimentaba, y parecía no tener des­gaste. Cambiaba de colores, pero sin época determinada, y sin visible razón para el cambio.
Había una caja o dos fuera, en el soportal, y tenía que cogerlas y acabar el empaquetado de lo que iba a llevarse. Luego bajaría al sótano y sacaría los objetos que había etiquetado. Lanzó una ojeada hacia la ventana y se perca­tó, con cierta sorpresa, de que tenía que darse prisa, pues el sol estaba poniéndose. Pronto oscurecería.
Recordó que había olvidado la comida, pero no tenía tiempo de ello. Tomaría algo, más tarde.
Se volvió para poner al Favorito sobre la mesa, y al hacerlo, percibió un débil sonido, y quedóse helado donde estaba.
Era la tenue especie de risita ahogada de un materia­lizador funcionando. No podía equivocarse sobre el par­ticular. Había oído demasiado a menudo aquel sonido, como para confundirse.
Y debía ser, lo sabía, el materializador oficial, pues nadie podía haber viajado sin haber enviado un mensaje.
Ulises, pensó. Ulises volviendo otra vez. O acaso algún otro miembro de la Central Galáctica. Pues de haber sido Ulises, habría enviado un mensaje.
Dio unos rápidos pasos adelante al rincón donde se hallaba el materializador, viendo que una oscura y menuda figura surgía del circulo del objetivo.
-¡Ulises! - exclamó Enoch, dándose cuenta al mismo tiempo de que no era Ulises.
Durante un instante tuvo la impresión de un sombrero de copa, de una corbata blanca y faldones de frac, de una donosa gallardía, y luego vio que la criatura, algo se­mejante a una rata que caminara erguida, con una piel lisa y parda cubriéndole el cuerpo, una cara afilada de roedor. Durante un instante, al volver su cabeza a ella> captó el rojo destello de sus ojos. Luego se volvió de nuevo hacia el rincón y vio que la mano de aquel ser es­taba alzada y de una pistolera que llevaba a la cintura algo que brillaba con fulgor metálico aún en la sombra.
Algo raro sucedía con aquel ser. Debía haberle salu­dado a él, e ir a su encuentro. Pero en vez de ello le había lanzado aquella ojeada de sus rojos ojos, y vuelto al rincón.
El objeto metálico salió de la pistolera; sólo podía ser un arma, o cuando menos algo que pudiera considerarse como tal.
¿Y así era cómo querían cerrar la estación?, pensó Enoch. Un rápido disparo, sin una palabra, y el guardián de la estación muerto sobre el suelo. Por alguien que no fuese Ulises, pues no podía confiarse en éste para matar a un amigo de mucho tiempo.
El fusil yacía sobre el escritorio, y no había tiempo para cogerlo.
Pero la criatura ratuna se hallaba ahora volviéndose hacia la habitación. Su cara se dirigía aún hacia la esquina, y su mano se alzaba, con el arma brillando en ella.
Una alarma vibró en el cerebro de Enoch y agitó su bra­zo y lanzó el Favorito a la criatura del rincón, saliendo su alarido involuntariamente del fondo de sus pulmones.
Pues se dio cuenta de que la criatura aquella no inten­taba matar al guardián sino destruir la estación. La única cosa que sabía ser objeto de una mirada en el rincón, era - el complejo de control, el centro nervioso de la estación. Y de ser deshecho aquello, la estación habría fenecido. Para hacerla funcionar de nuevo, sería preciso el envío de un equipo de técnicos en una astronave, desde la esta­ción más próxima... viaje que requeriría un transcurso de muchos años.
Ante el alarido de Enoch, la extraña criatura dio una especie de sacudida, para agazaparse, y el Favorito lanzado, fue a dar contra su barriga, tirando al ratuno ser contra la pared.
Enoch se abalanzó, con los brazos extendidos para asir­le. El arma voló de la mano de su antagonista y trazó un molinete sobre el suelo. Luego, Enoch se encontró sobre el extranjero, y su olfato fue asaltado por el hedor de su cuerpo... una mareante oleada nauseabunda.
Rodeó con sus brazos a su adversario y lo levantó, no hallándolo tan pesado como pensó podía haber sido. Su poderoso agarrón lo arrancó de la esquina y lo echó rodando por el suelo.
Fue a chocar contra una silla, y luego, al igual de un cable de acero, o como un resorte más bien, saltó hacia el arma.
Enoch dio dos grandes zancadas y lo agarró por el cuello, levantándole y zarandeándole tan salvajemente, que la recuperada arma voló de su mano y la bolsa que traía en una correa a través del hombro, repercutió en sus velludos ijares como un martillo pilón.
El hedor era denso, tan denso que hasta parecía casi vérsele, y Enoch se sintió sofocado por el al zarandear a aquella criatura. Y de pronto fue peor, mucho peor, como un fuego en la garganta y un martillo asestado en la cabeza. Era como un golpe físico asestado en el vientre y expandido al pecho. Enoch soltó su presa y se tambaleó hacia atrás> encorvado y basqueando. Alzó sus manos a la cara e intentó ahuyentar el apestor, despejar sus fosas nasales y boca, borrarlo de sus ojos.
A través de una especie de bruma vio levantarse a la horrorosa criatura> la cual, apoderándose de su arma, co­rrió rápida a la puerta. Enoch no oyó la frase que dijo, pero la puerta se abrió, y el ratuno ser salió de un brinco. Y la puerta volvió a cerrarse de golpe.

XXXII

Enoch atravesó tambaleante la habitación y se apoyó en el escritorio. El hedor iba disminuyendo y su cabeza se despejaba. Apenas podía creer lo que había sucedido, pues en efecto resultaba increíble que una cosa así pu­diese haber ocurrido. Aquella criatura había viajado sobre el materializador oficial, y nadie, salvó un miembro de la Central Galáctica, podía hacerlo por aquella ruta. Y tam­poco miembro ninguno de la Central Galáctica, estaba con­vencido, habría actuado como lo había hecho aquel ser ratuno. Además, éste había sabido la frase que hacía fun­cionar la puerta. Y nadie, sino él mismo y la Central Ga­láctica debía conocerla.
Tendió la mano, cogió el fusil y lo empuñó firmemente. Todo estaba bien, pensó. Nada había sido dañado. Pero había un extraño sobre Tierra, y eso era algo que no podía ser permitido. La Tierra estaba impedida a los extran­jeros. Como planeta que no había sido reconocido por la confraternidad galáctica, era territorio fuera de sus lí­mites.
Permaneció con el fusil en mano, sabiendo lo que había de hacer... echar atrás a aquel extranjero, expulsarlo de la Tierra.
Lo manifestó en voz - alta y se abalanzó a la puerta, sa­liendo fuera y dando la vuelta a la esquina de la casa.
El extranjero corría a través del campo y casi había alcanzado el linde del bosque.
Enoch corrió en su persecución, pero a medio camino el ser ratuno se sumió en el bosque y desapareció.
El bosque estaba comenzando a ser invadido por la oscuridad. Los oblicuos rayos del sol poniente iluminaban el dosel superior del follaje, mas en su suelo hablan em­pezado a condensarse las sombras.
Al meterse en la linde del bosque, tuvo un vislumbre de la criatura, que bajando una pequeña barranca, se metía en el declive opuesto, corriendo a través de los helechos que le llegaban casi a la mitad del cuerpo.
Si se mantenía en aquella dirección, se dijo Enoch, se saldría con la suya, pues el declive opuesto de la barranca acababa en un grupo de rocas que estaba sobre un punto saliente rematado por un farallón, con cada lado entran­te, de manera que la punta y su masa de cantos rodados se encontraba aislada, colgada sobre d espacio. Sería harto arduo el sacar al extranjero de las rocas si se refugiaba allí, pero cuando menos podría ser sitiado y no lograría salir. Sin embargo, pensó Enoch. Él no podía perder tiem­po alguno, pues el sol se estaba poniendo y pronto esta­ría oscuro.
Enoch anguló ligeramente hacia el oeste, para contor­near la cabeza del pequeño barranco, no perdiendo de vis­ta al extranjero en huida, el cual seguía sobre el declive, y Enoch, observando esto, aumentó su velocidad. Por el momento, tenía atrapado al extranjero. En su huida, habla pasado el punto sin retorno. Ya no podía dar una vuelta y retirarse de allí. Pronto alcanzaría el borde del farallón, y allí no podría hacer otra cosa sino cobijarse en el grupo de cantos rodados.
Corriendo con todas sus fuerzas, Enoch atravesé la zona cubierta de helechos y salió al declive más pronunciado, a cosa de unos treinta metros debajo del grupo de cantos rodados. Allí no era tan espesa la cobertura. Habla escasa maleza y árboles desperdigados. La blanda arcilla del piso del bosque daba paso a piedra triturada, que en el curso de los años habla sido arrancada de los cantos rodados por el cierzo invernal, cayendo declive abajo. Allá estaban ahora las piedras cubiertas de espeso musgo, haciendo traicionero el andar.
Mientras corría, Enoch escudriñé con una ojeada los cantos rodados, pero no había en ellos muestra alguna del extranjero. De pronto, y por el rabillo del ojo vio movimiento, y se abalanzó tras unas matas de avellanos, vien­do a través de ellas al extranjero recortado contra el fir­mamento, con su cabeza moviéndose atrás y adelante para pasar rápidamente por el declive inferior, y el arma semi­alzada y dispuesta para ser usada al instante.
Enoch quedóse helado, con su mano tendida asiendo el rifle. Sintió un trallazo de dolor en los nudillos, viendo que los había desollado en la roca al dar una zambullida para ocultarse.
El extranjero desapareció de la vista tras los cantos rodados y Enoch puso lentamente el fusil en donde pudiera manipularlo, caso de que se le presentara ocasión de dis­parar.
¿Se atrevería sin embargo a disparar?, se preguntó. ¿Se atrevería a matar a un extranjero?
Este podía haberle matado a él, allá en la estación, cuando había quedado mareado por el espantoso hedor. Pero no lo había hecho; en vez de ello, había huido. ¿Fue debido acaso, volvió a preguntarse, a que la criatura aque­lla se había atemorizado tanto, que todo cuanto se le ocu­rrió pensar fue huir? ¿O tal vez, había sido tan renuente en matar a un guardián de la estación, como él lo era en matar a un extranjero?
Escudriñé las rocas sobre él; no había ningún movi­miento, ni nada se veía. Debía subir aquel declive, y pres­tamente, se dijo, pues el tiempo obraría en favor del ex­tranjero. La oscuridad no debía tardar ya más de treinta minutos, y antes de que se tendiese, había de zanjar la cuestión. Si el extranjero escapaba, había poca probabili­dad de encontrarlo.
¿Y por qué - preguntóse otra vez, apartándose a un lado - preocuparse con complicaciones ajenas? ¿Pues no estaba dispuesto a informar a la Tierra que habla pueblos extranjeros en la galaxia, y entregar, sin autorización, tan­to del saber y la ciencia de aquellos extranjeros, como estuviera en su poder? ¿Por qué haber detenido a aquel ex­tranjero el destrozo de la estación, asegurando su aisla­miento por muchos años... pues eso habría sucedido, si con ello hubiera quedado él libre para hacer cuanto qui­siera con todo cuanto había dentro de la estación? Habría sido en su beneficio el permitir que los sucesos siguieran su curso.
- Mas no lo podía - clamó Enoch en su interior, como respondiendo a alguien, o a si mismo -. ¿Es que no ves que no lo podía? ¿Es que no lo comprendes?
Un crujido en las matas a su izquierda, le hizo volverse, con el fusil presto.
Y de pronto apareció Lucy Fisher, a no más de seis metros.
-¡Vete de ahí! - gritó a la muchacha, olvidando que ella no podía oírle.
En efecto, ella no pareció entender. Se movió a la iz­quierda, y con rápido ademán de la mano, apuntó hacia los cantos rodados.
-¡Vete! - gritó él de nuevo, con toda la fuerza de sus pulmones -. ¡Vete de ahí! - haciendo al mismo tiempo ex­presivos movimientos con sus manos, para indicarle que debía marcharse, que aquél no era un lugar para ella.
La muchacha meneó su cabeza y se aparté corriendo agachada, moviéndose más a la izquierda y declive arriba.
Enoch se puso en pie, abalanzándose tras ella, y al ha­cerlo, el aire tras él produjo un sonido como de frito, y hubo como la aguda mordedura del ozono.
Instintivamente, golpeó el suelo, y allá abajo del declive vio medio metro cuadrado de terreno que hervía y humeaba, con su capa barrida por un tremendo calor, y tornados el propio suelo y la roca en masa borbo­teante.
Un láser, pensó Enoch. El arma del extranjero era un láser, conteniendo un terrorífico golpe en un exiguo haz luminoso.
Se contrajo y dio una breve carrera ladera arriba, arrojándose postrado tras un grupo de ensortijados abedules. El aire volvía a hacer el sonido de fritura, y nueva­mente hubo ráfagas de calor y el ozono. Sobre el declive opuesto, echaba vapor un trozo de terreno. Flotaba ceniza, que cayó en los brazos de Enoch. Lanzó una rápida ojea­da arriba, y vio que las copas de los abedules habían de­saparecido, reducidas a ceniza por el láser. Tenues volutas de humo se elevaban perezosamente de los cercenados troncos.
Hiciérase lo que se pudiera, o dejara de hacerse, allá en la estación, el extranjero suponía faena. Sabía que es­taba acorralado y empleaba artimañas.
Enoch se pegó contra el suelo y se inquieté por Lucy. Esperaba que estuviese a salvo. La muy boba debiera ha­berse quedado al margen. Este no era un lugar para ella. Ni lo había sido nunca en el bosque a aquella hora del día. Tendría de nuevo al viejo Hank buscándola, pensan­do que la habían raptado. Se preguntó qué diablos se le había metido en el cuerpo.
La oscuridad iba aumentando. Sólo las distantes copas de los árboles recogían los últimos rayos del sol. Rampan­do por el barranco provenía una frialdad del valle de aba­jo, y del suelo brotaba un olor húmedo y fresco. De al­gún escondido agujero clamaba tristemente algún chota­cabras.
Enoch salió de tras el grupo de abedules, precipitándose declive arriba. Llegó al tronco caído que había elegido como barricada, y se aposté tras él. No había señal al­guna del extranjero, ni ningún otro disparo del láser.
Enoch estudió el terreno ante él. Dos carreras más, una a aquella pequeña pila de roca, y la siguiente al borde de la propia zona de los cantos rodados, y se hallarla sobre el extranjero escondido. Mas, ¿qué haría una vez que estuviese allí?, se preguntó.
Pues sacar al extranjero de su madriguera, arrancarlo de su escondite y derrotarlo, desde luego.
No había planes que pudieran hacerse, ni tácticas que pudieran establecerse de antemano. Una vez que llegase al borde de los cantos rodados, debía hacerlo todo sobre la marcha, de oído, valiéndose de cualquier hueco que se presentara. Iba en su desventaja el que no debía matar al extranjero, sino capturarlo y llevarlo a rastras si fuese preciso, forcejeando y chillando, al resguardo de la esta­ción.
Tal vez aquí, al aire libre, no podría emplear su he­dionda defensa, como lo había hecho en el confinamiento de la estación, por lo que la cosa podría ser más fácil. Exa­minó el grupo de cantos rodados de un extremo al otro, no observando nada que pudiese ayudar a localizar al ex­tranjero.
Comenzó lentamente a serpear en derredor, dispuesto a la próxima carrera declive arriba, moviéndose cuidadosamente, de manera que ningún ruido pudiera traicionarle.
Por el rabillo del ojo percibió una sombra moviéndose por el declive. Apresté al punto el rifle. Pero antes de que pudiera encañonarlo, la sombra estaba sobre él, ponién­dole de espaldas en el suelo, mientras una manaza le ta­paba la boca.
-¡Ulises! - farfulló Enoch, pero la temible figura le siseó previniéndole.
Lentamente se desprendió el peso que le oprimía, y la mano se apartó de su boca.
Ulises hizo un gesto en dirección a la masa de cantos rodados, y Enoch asintió.
Ulises se aproximé más e inclinó su cabeza a la de Enoch, cuchicheándole al oído:
-¡El Talismán! ¡Sí tiene el Talismán!
-¡El Talismán! - repitió Enoch en voz alta, intentando ahogar su grito cuando ya lo había proferido, al recordar que no debía hacer ruido alguno para no ser descubiertos por quien estaba vigilándoles.
Del espolón superior se desprendió una roca, que rodó dando tumbos por el declive. Enoch se pegó más al suelo, tras el tronco derribado.
-¡Abajo! - gritó a Ulises -. ¡Abajo! ¡Tiene un arma!
Pero la mano de Ulises le asió por el hombro.
-¡Enoch! – gritó -. ¡Mira, Enoch!
Enoch se irguió, viendo sobre el grupo de rocas, recor­tándose en el firmamento, dos figuras asiéndose.
-¡Lucy! - vociferó.
Pues una era Lucy', la otra el extranjero.
Ella había subido a hurtadillas hasta donde él estaba. ¡Maldita pequeña estúpida, había llegado solapadamente hasta arriba! Y mientras el extranjero había estado dis­traído vigilando el declive, se le había acercado y luego asido. Ella tenía un garrote o algo parecido en su mano, alguna vieja rama acaso, y la alzaba sobre su cabeza, presta a asestar un golpe, pero no podía hacerlo, pues el extranjero le tenía asido el brazo.
-¡Dispara! - dijo Ulises, con voz apagada y sin tono.
Enoch alzó el rifle, teniendo dificultad con la mira, debido a la oscuridad creciente. ¡Y estaban tan juntos! ¡Demasiado juntos!
-¡Dispara! - aulló ahora Ulises.
--No puedo - suspiró Enoch -. Está demasiado oscuro para hacerlo.
-¡Tienes que disparar! – conminó Ulises con voz tensa y dura -. ¡Tienes que correr el albur!
Enoch volvió a levantar el fusil, pareciéndole que la mira estaba más clara, percatándose que su indecisión no estaba tanto en la oscuridad, como en aquel disparo que había fallado en el mundo aquel de los bocinazos graznantes y del estrafalario ser zancudo que en él había irrumpido. Si entonces había fallado, también podía ma­rrar ahora.
- La mira precisó la cabeza de la criatura ratuna, pero de pronto el blanco que presentaba comenzó a moverse.
-¡Dispara! - volvió a aullar Ulises.
Enoch apreté el gatillo, soné un estampido, y arriba sobre las rocas, la extraña criatura quedóse durante un segundo con sólo media cabeza y con jirones de carne semejantes a oscuros insectos retorciéndose contra el crepúsculo del firmamento de poniente.
Enoch solté el arma y se tendió sobre el suelo, clavando sus dedos en la musgosa feble tierra, mareado por el pensamiento de lo que podía haber ocurrido, desmadejado de agradecimiento por lo que no ocurrió, porque los años de aquel fantástico campo de tiro en que se había ejerci­tado en su pasatiempo, hubieran por fin dado un eficaz resultado.
¡Cuán singular es – pensó - cómo tantas cosas sin sen­tido forman nuestro destino! Pues el campo de tiro había sido una cosa sin sentido, tanto como una mesa de billar o un juego de naipes... destinado tan sélo a entretener al guardián de la estación. Y, sin embargo, los días que allí había pasado, se habían configurado hacia esta hora fi­nal, hasta plasmar en este simple instante en este confi­nado declive.
Su mareo se diluyó en el suelo bajo él, y le sucedió una paz... la paz del terreno de árboles y bosques, y de la pri­mera calma y quietud de la caída de la noche. Como si el firmamento y las estrellas y el mismo espacio se hubiesen inclinado junto a él y le estuvieran cuchicheando su esen­cial y única singularidad. Y por un instante le pareció que había asido el borde de alguna gran verdad, y que con esta verdad había llegado a un consuelo y a una grandeza que jamás antes conociera.
- Enoch - murmuró Ulises -. Enoch, hermano mío.
Había algo como un sollozo oculto en la voz del extran­jero, y nunca, hasta este momento, había llamado hermano al terrestre.
Enoch se puso de rodillas, y arriba sobre la pila de volcados cantos rodados apareció una maravillosa luz, una suave y dulce luminosidad, como si un gigantesco gusano de luz hubiese encendido su lámpara.
El fulgor se estaba moviendo hacia ellos bajando a través de las rocas, y pudo ver a Lucy moviéndose con él, como si llevara una linterna en la mano.
La mano de Ulises se tendió en la oscuridad y asió con fuerza el brazo de Enoch.
-¿Ves? - dijo.
- Sí, lo veo. ¿Qué es...?
- Es el Talismán - respondió Ulises, anonadado, ahogándosele la respiración en la garganta -. Y ella es nuestro nuevo custodio. El único que hemos buscado a través de los años.

XXXIII

Fue llenada y cubierta la tumba, y los cinco circuns­tantes permanecieron ante ella unos momentos más, escuchando al inquieto viento que se agitaba en el manza­nal bañado por la luna, mientras que a lo lejos, en las oquedades sobre el valle ribereño, los chotacabras seguían su chachareo a través de la argentada noche.
Enoch intentó leer, a la luz de la luna, las líneas gra­badas sobre la tosca lápida, pero no había bastante luminosidad. Sin embargo, no había necesidad de leerlo, pues lo tenía bien presente en su mente:
Aquí yace uno de una distante estrella, pero este suelo no le es ajeno, pues en la muerte pertenece al Universo.
Cuando escribiste eso, le había dicho la noche pasada el diplomático hazer, lo hiciste corno uno de nosotros. Y él no lo había dicho así, pero el vegano había estado equi­vocado. Pues ello no era un sentimiento vegano sólo, sino que era humano también.
Las palabras estaban grabadas desmañadamente y había un error o dos en su ortografía, pues el idioma hazer no era fácil de dominar. La piedra era más blanda que el mármol o el granito empleados generalmente en las lápidas funerarias, y la inscripción no subsistiría. En pocos años, la acción del sol, la lluvia y las heladas, empañaría los caracteres, y pocos años después de que se hubiesen borrado enteramente, no quedaba más que la aspereza de la piedra para mostrar que habían estado escritas algu­nas palabras en ella. Pero no importaba, pensó Enoch, pues las palabras estaban grabadas en algo más que en la misma piedra.
Miró a través de la tumba a Lucy. El Talismán estaba de nuevo en su bolso, y su resplandor era más suave. Lo mantenía aún fuertemente sujeto contra ella, y su rostro estaba todavía exaltado y ausente... como si no viviera ya en el mundo presente, sino entrado en otro lugar, en otra dimensión lejana, donde moraba sola y olvidada de todo el pasado.
-¿Crees tú - preguntó Ulises - que ella querrá ir con nosotros? ¿Crees que podremos convencerla? ¿Querrá la Tierra...?
- La Tierra - respondió Enoch - no tiene nada que decir. Nosotros los terrestres somos agentes libres. Es a ella a quien toca decidir.
-¿Crees que querrá ir? - volvió a preguntar Ulises.
- Me parece así - respondió Enoch -. Pienso que acaso éste ha sido el momento que ha buscado en toda su vida. Me pregunto si no lo habrá sentido, aún sin el Talismán.
Pues ella había estado siempre en contacto con algo fuera del alcance humano. Tenía algo en ella, que no poseía ningún otro ser humano. Uno lo percibía, más no podía expresarlo, pues no había nombre alguno para ello. Y ella había andado a tientas, intentando emplearlo, no sabiendo cómo hacerlo, extirpando con ensalmos las ve­rrugas y curando pobres mariposas heridas, y realizando Dios sabe qué otros actos que permanecían ocultos.
-¿Y su padre? - dijo Ulises -. ¿Aquel individuo ulu­lante que corrió escapando de nosotros?
- Yo trataré con él - dijo Lewis -. Tendré una conver­sación. Lo conozco muy bien.
-¿Quieres llevarla contigo a la Central Galáctica? - preguntó Enoch.
- Si ella lo desea - respondió Ulises - debe comuni­carse en seguida a la Central.
-¿Y desde aquí por toda la Galaxia?
- Sí - respondió Ulises -. La necesitamos con urgencia.
- Me pregunto si la podríamos prestar por uno o dos días.
-¿Prestarla?
- Sí - dijo Enoch -. Pues también nosotros la necesitamos. Con el mayor apremio que cabe.
- Desde luego - dijo Ulises -. Pero yo no...
- Lewis - dijo Enoch -, ¿crees tú que nuestro Gobier­no - el secretario de Estado quizá - podría ser persuadi­do a la designación de una Lucy Fisher como miembro de nuestra delegación de conferencia de paz?
Lewis tartamudeó algo, se detuvo, y luego comenzó de nuevo:
- Creo que posiblemente podría ser arreglado eso.
-¿Puedes imaginarte - preguntó Enoch - el impacto de esta muchacha y el Talismán en la mesa de conferencias?
- Creo que sí - dijo Lewis -. Pero indudablemente, el secretario desearía hablar contigo antes de adoptar su decisión.
Enoch se volvió a medias hacia Ulises, pero no necesitó expresar su pregunta.
- Házmelo saber de todos modos - dijo Ulises a Lewis - y tomaré parte en la entrevista. Y puedes decir también al buen secretario, que no sería una mala idea comenzar la formación de una comisión mundial.
-¿Una comisión mundial?
- Para disponer uno de nosotros para conveniencia de la Tierra. No podemos aceptar un custodio de otro planeta exterior, ¿no es así? - dijo Ulises.

XXXIV

A la luz de la luna brillaba pálidamente el bloque de cantos rodados, como el esqueleto de alguna bestia pre­histórica. Pues allí, cerca del borde de la escarpa que ata­layaba el río, clareaban los corpulentos árboles y la punta rocosa se abría al firmamento.
Enoch, junto a uno de los macizos cantos rodados, lanzó una ojeada abajo, a la acurrucada figura que yacía entre las rocas. ¡Pobre y andrajoso perillán – pensó -, muerto tan lejos de su hogar, y en cuanto a él mismo concernía, para el logro de tan pequeño fin!
Aunque acaso ni pobre ni andrajoso, pues en aquel ce­rebro, ahora destrozado hasta resultar irreconocible, debió haber habido a buen seguro un plan de grandeza... la clase de plan que los cerebros de un terrestre Alejandro, o Jer­jes, o Napoleón, debieron haber albergado, un sueño de algún gran poder, cínicamente concebido, para ser obtenido y mantenido a cualquier precio, siendo tan grandiosas sus dimensiones, que apartaban a un lado y desdeñaban todas las consideraciones morales.
Intentó momentáneamente imaginarse cuál pudiera ser el plan, pero sabía, al poner a prueba su imaginación, cuán necio sería el intentarlo, pues existirían factores, estaba seguro, que no sabría reconocer, y consideraciones que pudieran hallarse más allá de su entendimiento.
Pero fuese como fuese, algo había fallado, pues en el propio plan, la Tierra no había tenido otro papel que el de un escondite que podía utilizarse en caso de trastorno. Aquella criatura que allí yacía, pues, era una parte de la desesperación, un último cartucho fallado.
Y, pensó Enoch, era irónico que la clave del fracaso estuviera en el hecho de que la criatura, en su huida, hu­biese llevado el Talismán al patio de una sensitiva, y en un planeta también, en el que nadie habría pensado en buscar una sensitiva. Pues, volviendo a pensar en ello, cabía poca duda de que Lucy había sentido el Talismán y había sido atraída a él lo mismo que un imán atraería a un trozo de acero. Ella no había sabido nada más, acaso, sino que el Talismán había estado allí, y que era algo que debía poseer, que era algo que ella había esperado en toda su soledad, sin saber lo que era, ni mantener una esperanza de encontrarlo. Como un chiquillo que ve, de repente, una reluciente fruslería en un árbol navideño, y le parece la cosa más grande de la Tierra, y que debe ser suya.
Aquella criatura allí tendida, pensó Enoch, debió ha­ber sido capaz y llena de recursos. Pues ambas condiciones debieron haberse requerido para robar el Talismán y huir con él, para mantenerlo oculto durante años, para haber penetrado en los secretos y archivos de la Central Galác­tica. ¿Habría sido ello posible, se preguntó, de haber esta­do el Talismán en funcionamiento efectivo? ¿Habrían sido posibles con un Talismán energético la laxitud moral y el impulso cupido suficientes para motivar la hazaña?
Mas ya todo había acabado. El Talismán había sido re­cuperado, y hallándose un nuevo custodio... tina muchacha sordomuda de la Tierra, el más humilde de los seres hu­manos. Y así habría paz en la Tierra, y con el tiempo, la Tierra se uniría a la confraternidad de la Galaxia.
No había problemas ya, pensó. No habían de tomarse decisiones de ninguna clase. Lucy las había tomado todas de las manos de todos.
La estación subsistiría, y por su parte podía desempa­car las cajas, y volver a poner los diarios en sus estantes.
Y podía volver de nuevo a la estación, e instalarse en ella, y proseguir su trabajo.
- Lo siento - dijo a la forma acurrucada que yacía entre los cantos rodados -. Lamento que haya sido mía la mano que tuvo que hacerte eso.
Dio la vuelta y se encaminó a donde el risco descendía a pico al río que fluía a sus pies. Alzó el fusil y lo mantuvo inmóvil por un momento; de pronto, lo arrojó, y contempló su caída, girando como una peonza, rielando la luna en su cañón; y vio su chapoteo al chocar con el agua. Y oyó de más lejos el presumido y satisfecho gor­goteo del agua al paso ante el risco, dirigiéndose a los más distantes extremos de la Tierra.
Habría paz en la Tierra, pensó; no habría guerra. Con Lucy en la mesa de conferencias, no podía haber pensamiento alguno de guerra. Aunque alguien corriese aullando de miedo de sí mismo, un miedo de culpabilidad tan grande que superase la gloria y el consuelo del Talismán, aun en ese caso no habría guerra.
Pero había aún mucho camino por recorrer, era una senda muy larga y solitaria, antes de que el fulgor de la paz auténtica se implantase viviente en los corazones hu­manos.
Mientras nadie corriese aullando, apresado de salvaje miedo (o de cualquier clase de miedo), habría paz real. Hasta que el último de los hombres no arrojase su arma (cualquier clase de arma), la tribu humana no podría estar en paz. Y un fusil, se dijo Enoch, era la menor de las armas de la Tierra, lo más insignificante de la inhumanidad del hombre para el hombre, no más que un símbolo de todas las otras armas más mortíferas.
Permaneció al borde del risco, mirando a través del río y del umbroso valle. Sentía las manos singularmente vacías sin el rifle, mas le parecía que en alguna parte de camino había pasado a otro campo, a otro terreno del tiempo, como si una época o día hubiesen desaparecido y hubiese él llegado a un paraje reluciente e impoluto, no maculado por pasados errores.
El río rodaba ondulante a sus pies, indiferente a todo.
Nada le importaba. Acogía al colmillo del mastodonte, al cráneo del maquerodo, al esqueleto de un hombre, al ár­bol muerto, a la roca y al fusil, y todo lo engullía y lo cubría de limo o arena y seguía su curso gorgoteante sobre todo ello, ocultándolos a la vista.
Hace un millón de años, no había habido un río allí, y en otro millón de años podría no haberlo tampoco... pero dentro de ese millón de años habría, si no el Hombre, cuando menos algo de interés. Y ése era el secreto del Universo, se dijo Enoch, algo que proseguía fluyendo.
Se volvió lentamente del borde del risco y gateó a tra­vés de los cantos rodados, para subir luego la loma. Oyó el tenue remolineo de la vida pequeña en las hojas caídas, y en una ocasión el soñoliento fisgar de un pájaro desperta­do. Y en todo el bosque se hallaba tendida la paz y el consuelo de aquella refulgente luz... no tan intensa, no tan profunda y brillante y tan maravillosa como cuando estu­viera realmente presente allí, pero aún quedaba un soplo, un hálito de ella.
Llegó al linde del bosque, subió la ladera, y tuvo enfrente suyo a la cuadrada estación sobre la cima. Y le pareció que ya no era tan sólo una estación, sino tam­bién su hogar. Hacía muchos años, había sido su hogar y nada más, convirtiéndose luego en una estación de trán­sito a la Galaxia. Pero ahora, aun cuando seguía siendo estación, volvía a ser bogar de nuevo.
Entró en la estación; el interior estaba tranquilo y un tanto fantasmal en su quietud. Una lámpara ardía sobre su escritorio, y sobre la mesa flameaba la pequeña pirá­mide de esferas, despidiendo sus abigarradas luces, al igual que las bolas de cristal que se empleaban en los es­trepitosos años veinte, para convertir una sala de baile en un lugar mágico. Los titilantes colores revoloteaban por toda la habitación, como el baile cabrilleante de una có­mica banda de luciérnagas en tecnicolor.
Por un momento permaneció indeciso, no sabiendo qué hacer. Habla algo que faltaba, y de pronto se dio cuenta de lo que era. Durante todos aquellos años habla habido un fusil en su colgadero o sobre la mesa. Y ahora, no lo había. Tendría que asentarse - se dijo - y volver al trabajo.
Había de desempacar las cajas. Poner en su sitio los dia­rios, y seguir con su redacción. Habla, en fin, muchas co­sas que hacer.
Ulises y Lucy se habían marchado hacia una hora o dos, con destino a la Central Galáctica, pero aún parecía pal­parse en la habitación la sensación del Talismán. Aunque, acaso -pensó- no era en absoluto en la habitación, sino en su mismo interior. Quizá era una impresión que le acompañaría a cualquier parte que fuese.
Atravesó lentamente la estancia y se sentó en el sofá.
Frente a él, la pirámide de esferas estaba derramando su lluvia de colores. Tendió una mano para cogerla, pero la retiró seguidamente. ¿A qué examinarla de nuevo?, se preguntó. Si no había descubierto su secreto las muchas veces anteriores, ¿por qué cabía esperar el descubrirlo ahora?
Un lindo objeto, pensó, pero inútil.
Se preguntó cómo le iría a Lucy, y se dijo que todo marchaba bien. Lo sabia. Ella saldría adelante en cualquier parte adonde fuese.
En vez de quedarse sentado, él debería volver al tra­bajo. Había en efecto mucho que hacer. Y en adelante no dispondría de sí mismo, pues la Tierra estaría llamando a la puerta. Habrían conferencias y reuniones> y una serie de otras cosas, y en pocos días más, llegarían de nuevo los periódicos. Pero antes de que sucediera, Ulises volvería para ayudarle, y quizá habría otros también.
En un momento podría tomar algún bocado y poner­se luego a la tarea. Si trabajaba hasta muy entrada la noche, podría dejar mucho hecho.
Las noches solitarias - se dijo - eran buenas para el trabajo. Y aquélla era solitaria, no debiendo serlo. Pues él ya no estaba solo, como lo había pensado aún pocas horas antes. Ahora tenía a la Tierra y a la Galaxia, a Lucy y a Ulises, a Winslowe y a Lewis, y al viejo filósofo afuera en el manzanal.
Se levantó y cogió la estatuilla cine Winslowe habla tallado representándole. La sostuvo bajo la lámpara del escritorio, dándole vueltas lentamente en sus manos. Ahora veía que había una soledad en aquella figura... el esen­cial aislamiento de un hombre que caminaba solo.
Pero él había tenido que caminar solo. No había habi­do otro medio. Ninguna otra elección. Había sido la tarea de un hombre solo. Y ahora la tarea estaba..., no hecha, pues aún quedaba mucho por hacer, pero la primera fase de ello estaba va realizada, y comenzando la segunda.
Volvió a dejar la estatuilla sobre la mesa y recordó que no había dado a Winslowe la pieza de madera que el viajero thubano había traído consigo. Ahora podía decir a \\~inslowe de dónde había provenido toda la madera. Po­dían revisar los diarios y hallar las fechas y el origen de cada trozo. Eso agradaría al viejo Winslowe.
Percibió un crujido de seda y giró rápido en redondo.
- ¡Mary! - exclamó.
Ella estaba justamente en el borde de la sombra, y los cabrilleantes colores de la destellante pirámide le hacían parecer como alguien que hubiese surgido del país de las hadas. Y era verdad, e1 estaba pensando extraviadamente, pues su perdido país de las hadas había vuelto.
- Tuve que venir - dijo ella -. Estabas muy solitario, Enoch, y no podía permanecer ausente.
Ella no podía permanecer ausente, y eso pudiera ser verdad, pensó ~i. Pues bajo la condición que él había im­puesto, podía haber habido el insoslavable impulso de ir adonde era necesaria.
Era una artimaña, pensó, una trampa a la que no podía escapar. Allí no había ninguna libre voluntad, sino la mor­tal precisión del ciego mecanismo que él mismo habla modelado.
Ella no debía venir a verle, y quizá lo sabía tan bien como él, pero no pudo impedir cl hacerlo. ¿Seguiría siendo así por siempre?, se preguntó él.
Permaneció helado, lacerado por la necesidad de ella y por el vacío de su irrealidad, al ver que ella estaba moviéndose hacia él.
Estaba ya próxima, y en un instante se detendría, pues - conocía las reglas tan bien como él; ella, no más que él, podía admitir la ilusión.
Mas no se detuvo. Se le aproximó tanto, que él pudo aspirar su fragancia de flor de manzano. Extendió ella una mano y la posó sobre la suya.
No era un toque de sombra, ni la sombra de una mano. Pues sintió la presión de sus dedos y su frescura.
Permaneció rígido, con la mano de ella posada sobre su brazo.
¡La luz destellante! - penso -. La pirámide de esferas!
Pues ahora recordaba quien se la había dado... un ser de una de aquellas razas errantes del sistema Alfa. Y había sido por la literatura de aquel sistema que había aprendido el arte del país de las hadas. Habían intentado ayudarle dándole la pirámide, y él no había comprendido. Había habido un tallo de comunicación... pero era - cosa fácil de suceder. En la Babel de la Galaxia, era fácil entender mal, o simplemente el no saber.
Pues la pirámide de esteras era un mecanismo maravi­lloso, y sin embargo simple. Era el agente fijador que proscribía toda ilusión, que hacía un país de hadas de lo real. Uno hacía algo como lo deseaba y luego giraba la pirámide, y se obtenía lo hecho, tan real como si no hu­biese sido nunca ilusión.
Excepto – pensó -, en algunas cosas en las que uno no podía engañarse. Se sabia que eran ilusión, aun cuando se tornasen reales.
Tendió en un tanteo su mano hacia ella, pero la mano de ella se apartó de su brazo al dar Mary un paso hacia atrás.
En el silencio de la habitación el terrible, solitario - quedaron como ratoncillos juguetones mientras la pirámide de esferas hacía girar su incesante arco iris.
- Lo siento - dijo Mary - pero eso no sirve de nada. No podemos engañarnos a nosotros mismos.
EI se quedó mudo y avergonzado.
- Estaba en espera de ello - dijo Mary -. Pensé y soñé en ello.
- Y yo también - manifestó Enoch -. Jamás pensé que pudiera suceder.
Y así era, desde luego. Mientras no pudo haber sucedi­do, era una cosa para soñarla. Era romántica y distante e imposible. Y acaso había sido una cosa tan romántica, porque se había hallado tan distante e imposible.
- Como si una muñeca cobrase vida - dijo ella -. O un osito de trapo. Lo siento Enoch, pero no se puede querer a una muñeca o a un osito de trapo que cobrasen vida. Siempre se les recordaría como fueron antes. La muñeca, con su sonrisa bobalicona y pintada; y el osito de trapo, saliéndole el relleno.
-¡No! - clamó Enoch -. ¡No!
- Pobre Enoch - dijo ella -. Será muy triste para ti. Quisiera poder ayudar, remediarlo. ¡Habrás de vivir tanto tiempo con ello!...
- Pero, ¿y tú? - repuso él -. ¿Y tú? ¿Qué es lo que puedes hacer ahora?
Había sido ella -pensó- quien había tenido el valor. El valor de tomar las cosas tal como eran.
¿Cómo puede haberlo sentido? - se preguntó -. ¿Cómo podía haberlo sabido?
- Debo marcharme - dijo ella -. No volveré. Aun cuan­do me necesitaras, no volveré. No hay otra alternativa.
-¡Pero no puedes marcharte! - dijo él -. Estás atra­pada lo mismo que yo.
- No es raro - dijo ella - cómo nos sucedió. Ambos fuimos víctimas de la ilusión.
- Pero tú... tú no - dijo él.
Ella asintió gravemente.
- Yo, lo mismo que tú. Tú no puedes amar a la muñeca que hiciste, o yo al constructor del juguete. Pero cada uno de nosotros pensó que sí; cada uno de nosotros pensó que debíamos, y somos culpables y desdichados cuando hallamos que no lo podemos.
- Podemos probar - dijo Enoch -. ¡Si quisieras tan sólo quedarte!
-¿Y acabar odiándote? Y aún peor, odiándome tú a mí. Quedémonos con la culpa y la desdicha. Es mejor que el odio.
Se movió rápidamente tomó en su mano la pirámide de esferas, y la alzó.
-¡No, eso no! - gritó el - ¡No, Mary...!
Flameó la pirámide, girando en el aire, y se aplastó con­tra la chimenea. Las destellantes luces se apagaron. Algo... ¿cristal, metal, piedra?, tintineó en el suelo.
-¡Mary! - clamó Enoch, abalanzándose hacia delante en la oscuridad.
Mas nadie estaba allí.
-¡Mary! - gritó, con grito que era un sollozo. Ella se había ido, y no volvería.
Aun cuando él la necesitara, ella ya no volvería.
Permaneció inmóvil en la oscuridad y el silencio, y le pareció como si la voz de un siglo le hablara un quedo lenguaje.
Todas las cosas son arduas - le decía -. Nada es fácil. Había habido la muchacha de la granja que vivía abajo en el camino, y la belleza del sur que le había observado atravesando su puerta, y ahora era Mary, ida para siem­pre de su lado.
Se volvió pesadamente, a tientas en busca de la mesa. La halló y encendió la luz.
Permaneció al lado de la mesa y miró en torno a la habitación. En aquel rincón en que se encontraba, hubo una vez una cocina, y allá donde se encontraba la chime­nea, un cuarto de estar, y todo había cambiado... hacía tiempo que había sido cambiado. Pero él podía verlo como si se tratase sólo de ayer.
Y los días se habían ido, y las personas envueltas en ellos.
Sólo él había quedado.
Él había perdido su mundo. Había abandonado su mundo tras sí.
Y, del mismo modo, en este día, todos los demás... todos los humanos que estaban con vida en este momento.
Podían no saberlo aún, pero ellos también habían deja­do su mundo tras Sí. Nunca Volvería a ser el mismo.
Se da el adiós a tantas cosas, a tantos amores, a tantos sueños...
- Adiós, Mary – dijo -. Perdóname, y que Dios te guarde.
Sentóse ante la mesa y tomó el diario que estaba fren­te a él, abriéndolo en busca de las páginas que debía llenar.
Había trabajo que hacer.
Ahora estaba dispuesto a ello.
Había dado su último adiós.

FIN




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