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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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martes, 28 de febrero de 2012

ICARO DE LAS TINIEBLAS Bob Shaw









ICARO DE LAS TINIEBLAS
Bob Shaw
* * *
Bob Shaw, oriundo de Belfast, Irlanda del Norte, trasladado a
Inglaterra huyendo de la guerra civil estallada en su país, es quizá
más consciente que los mismos norteamericanos de lo que supone
la gigantesca ola de violencia que azota el mundo contemporáneo.
En Dark Icarus nos ofrece un ingenioso relato futurista en el que la
gente posee la facultad cotidiana de volar por los aires mediante
unidades individuales de antigravedad, y las pesquisas que una
policía de tráfico aéreo realiza en torno a un asesino que ha
encontrado nuevos caminos para el crimen...
* * *
El cadáver del polizonte se deslizaba oblicuamente a una altura de unos tres mil
metros, en dirección a la zona de control de Birmingham. Era una noche de invierno
y la temperatura que imperaba a esa altura, por debajo de los cero grados, había
agarrotado sus miembros y recubierto enteramente su cuerpo de una oscura
escarcha. La sangre, que había fluido por entre el resquebrajado blindaje, habíase
congelado sobre la especie de cangrejo que rodeaba el pecho del hombre con los
émulos de pinzas. El cuerpo, en correcta posición de vuelo, se mecía indefenso a
merced de incontroladas corrientes, experimentando un extraño deslizamiento a
través del espacio. Situada sobre la cintura, podía verse una insistente luz del
tamaño de un guisante que parpadeaba en progresivo descenso, bajo una espesa
capa de hielo.
Robert Hasson, sargento de la Policía del Aire, se encontraba más cansado e
irritable que si hubiera realizado una jornada de ocho horas de vuelo. Había
permanecido en el cuartel general hasta la hora del almuerzo, dictando y recibiendo
informes, ocupado en formalidades con el propósito de obtener un balance de sus
gastos y pagos en el curso de los dos últimos meses. Y entonces, justo cuando se
disponía a marcharse a casa, bastante disgustado, fue requerido en la oficina del
capitán Nunn para echar una nueva ojeada sobre el asunto de los Ángeles Wellwyn.
Los cuatro Ángeles detenidos
–Joe Sullivan, Flick Bugatti, Denny Johnston y Toddy Thomas– se encontraban
sentados a un lado del despacho, pudiendo verse todavía sobre sus cuerpos los
engranajes de vuelo.
–Le diré qué es lo que me molesta de todo este asunto –decía Bunny Ormerod,
el anciano abogado, con la actitud propia de su oficio–. La indiferencia rutinaria de la
policía. La despreciativa dureza con que los rancios burócratas aceptan la trágica
muerte de un niño. –Ormerod se volvió protectoramente hacia los cuatro Ángeles,
con cierta complicidad en su gesto–. Uno podría llegar a pensar que se trata de
cotidiana rutina.
Hasson se encogió de hombros.
–Así es, prácticamente –dijo.
Ormerod abandonó su boca a una indolente mueca, al tiempo que giraba el
objetivo de la pequeña filmadora prendida de su camisa de seda hacia la figura de
Hasson.
–¿Tendría la amabilidad de repetir esa declaración? –preguntó.
Hasson posó la mirada directamente sobre el objetivo del aparato registrador,
ahora enteramente al descubierto.
–Prácticamente, cada día o cada noche, sucede que algún retrasado mental se
ajusta un mecanismo contragravitatorio, se pone a volar a una velocidad de
quinientos o seiscientos kilómetros por hora y, pensando que es Supermán,
merodea por entre los bloques de viviendas. Entonces estás perdido. Y no exagero.
Créame, yo no los condeno por cagarse en las paredes de los edificios. –Hasson
advirtió que Nunn se removía tras su abarrotada mesa, pero continuó obstinadamente–.
El asunto sólo nos concierne cuando comienzan a despanzurrar a la gente.
Sólo entonces me pongo a perseguirlos.
–Usted los caza abajo.
–No hago otra cosa.
–Me refiero a la forma en que usted captura a estos niños.
Hasson miró a los Ángeles con frialdad.
–No veo aquí ningún niño. El más joven de esta banda tiene dieciséis años.
Ormerod dirigió una sonrisa de conmiseración hacia los cuatro Ángeles vestidos
de negro.
–Vivimos en un mundo difícil y complejo, sargento –dijo–. Para un joven que tiene
dieciséis años, no es fácil, precisamente a causa de su edad, la comprensión del
mundo que lo rodea.
–Mierda –comentó Hasson. Miró nuevamente a los Ángeles y señaló a un
rechoncho y barbudo mozalbete sentado tras ellos–. Tú, Toddy, acércate.
Los ojos de Toddy parpadearon brevemente.
–¿Para qué? –preguntó.
–Quiero que enseñes tus insignias a Mr. Ormerod.
–Ni hablar. No quiero –respondió Toddy con engreimiento –. Me parece un
abuso.
Hasson suspiró, se dirigió hacia el grupo formado por los cuatro Ángeles, agarró
a Toddy por las solapas y lo condujo hasta donde Ormerod estaba como si lo que
arrastraba no fuera sino un fardo de cuero barato. Tras él se escuchó un rumor de
frenéticas protestas y el crujido de las sillas al moverse, en tanto Toddy era
arrancado del coto protector de sus compañeros. La oportunidad de expresar sus
sentimientos mediante la acción, por limitada que ésta fuera, proporcionaba a
Hasson una satisfacción cercana a cualquier efectiva terapéutica.
Nunn se irguió a medias y exclamó:
–Sargento, ¿qué supone usted que está haciendo?
Hasson: ignorándolo por completo, se dirigió a Ormerod.
–¿Ve este emblema? ¿La «F» grande con alas? ¿Sabe qué significa?
–Para mí no tiene más interés que lo que pueda significar su propia conducta,
sargento –respondió Ormerod, al tiempo que una de sus manos, en un ademán
pretendidamente casual, bloqueaba el objetivo de su pequeña filmadora. Hasson
comprendió el gesto: la reciente legislación estipulaba que los tribunales rehusaran
considerar cualquier evidencia filmada a menos que fuera entregado como prueba
todo el carrete –y era evidente que Ormerod no quería registrar la existencia de la
insignia.
–Échele una ojeada, ande. –Hasson repitió la descripción de la insignia para que
fuera recogida por la grabadora de sonido adjunta a la fumadora–. Significa que
nuestro niño entre comillas ha practicado actos sexuales agarrado a su presa en
libre caída. Y está orgulloso de ello, ¿no, Toddy?
–¿Mister Ormerod? –Los ojos de Toddy se detuvieron suplicantes en la cara del
abogado.
–Por su propio bien, sargento, creo que debería dejar marchar a mi cliente –dijo
Ormerod. Su pequeña mano mariposeaba todavía frente al objetivo de la filmadora.
–Claro que sí. –De un zarpazo arrancó Hasson la filmadora de la camisa de
Ormerod, dejando un agujero en su lugar, y la irguió frente al pecho de los Ángeles
y sus ordenadas insignias. Apartó luego a Toddy de su lado y devolvió la filmadora a
Ormerod con un amanerado y sarcástico gesto de cortesía.
–No debió hacerlo, Hasson. –Los aristocráticos modales de Ormerod
comenzaban a dejar paso a la ira que permanecía oculta–. Su comportamiento
explica a gritos que se trata de una venganza personal contra mi cliente.
Hasson rió.
–Toddy no es su cliente. Usted fue contratado por el padre de Joe Sullivan para
intentar salvarlo de una acusación de homicidio impremeditado, y ocurre que el
simplón de Toddy se encuentra en el mismo lío.
Joe Sullivan, sentado entre los otros tres Ángeles, abrió la boca para responder
pero al punto cambió de idea. Parecía mejor preparado que sus compañeros.
–Vale, Joe –le dijo Hasson–. Recuerdas perfectamente que la voz cantante debe
llevarla el picapleitos. –Sullivan pareció resentirse y guardó silencio con la mirada
puesta sobre los azules nudillos de sus puños apretados.
–Me parece que no sacamos nada en claro –dijo Ormerod a Nunn–. Tengo que
hablar en privado con mis clientes.
–Hágalo –soltó Hasson–. Dígales que se borren la pintura de guerra. ¿No es eso
lo que le preocupa? A ver si la próxima vez me encuentro con algo mejor. –Aguardó
impasible, en tanto Ormerod y dos policías acompañaban a los cuatro Ángeles fuera
de la habitación.
–No le entiendo –dijo Nunn tan pronto como los otros hubieron salido–. ¿Qué es
lo que cree estar haciendo exactamente? Ese chico puede declarar que usted lo ha
estado maltratando...
–Ese chico, como usted lo llama, sabe dónde podemos encontrar al Fogonero.
Todos ellos lo saben.
–Ha sido usted demasiado duro con ellos.
–No lo afirme tan aprisa. –Hasson sabía perfectamente cuándo se sobrepasaba y
cuándo no, pero era demasiado obstinado para retractarse y reconocer sus
excesos.
–¿Qué quiere decir? –Nunn hizo una mueca remilgada que, sin embargo no tenía
nada de inofensiva.
–¿Por qué se me ha obligado a hablar con ese hato de chulos en esta oficina?
¿Qué pasa con los despachos disponibles en el piso de abajo? ¿Acaso sólo somos
una banda de asesinos los que no hemos obtenido dinero del viejo Sullivan por bajo
manga?
–¿Está usted diciendo que yo he aceptado dinero de Sullivan?
Hasson reflexionó un momento.
–No creo que sea ése su caso –dijo–. Permítame aclararle un punto. Sé a ciencia
cierta que esos cuatro han volado con el Fogonero. Si pudiera estar solo con
cualquiera de ellos, al menos media hora, entonces yo...
–Usted mismo se ha quemado, Hasson. Parece no darse cuenta de que no se
puede ir por el mundo sin saber el suelo que se pisa. Usted es un policía del aire, y
esto significa que la gente no quiere nada con usted. Hace cien años los
automovilistas no aguantaban a la policía de tráfico sólo porque ésta los obligaba a
obedecer unas cuantas normas de sentido común; ahora cualquier persona puede
volar por los aires, mejor incluso que los pájaros, y la gente se encuentra con que
también hay policías por allí arriba, amargándolos, Has–son. Usted amarga a la
gente y la gente le odia a usted.
–Eso no me quita el sueño.
–No pienso en ningún momento que tema usted los gajes del trabajo policial,
Hasson. De veras que no. Sólo quiero decir que, en esa obsesión suya por el mítico
Fogonero, usted quiere saltarse las reglas del juego.
Hasson empezó a excitarse, percatándose de que Nunn estaba llevando la
conversación hacia un tema importante.
–El Fogonero es real –dijo–. Yo lo he visto.
–Tanto si existe como si no, voy a impedirle volar a usted.
–No puede hacer eso –exclamó Hasson súbitamente.
–¿Por qué no? –preguntó Nunn, mirándolo atentamente.
–Porque... –Hasson luchaba por encontrar los términos exactos, cualesquiera
términos, cuando el comunicador esférico del escritorio de Nunn titiló con rojos
destellos, indicando la presencia de un mensaje urgente.
–Sí –dijo Nunn en dirección a la esfera.
–Señor, hemos registrado una angustiosa llamada automática –contestó una voz
masculina–. Alguien vuela sin control a unos trescientos metros. Creemos que
puede ser Inglis.
–¿Muerto?
–Hemos intentado establecer contacto por radio, señor, pero no contesta.
–Ya. Hay que evitar que cause algún accidente. Envíe alguien por él. Quiero un
informe completo.
–Sí, señor.
–Yo subiré por él –dijo Hasson, lanzándose hacia la puerta.
–No podrá con el tráfico que hay a estas horas. –Nunn se puso en pie y dio una
vuelta a la mesa–. Además, usted está cesante de vuelo. Ya se lo dije, Hasson.
Hasson pensó que estaba sobrepasando los límites de la especial indulgencia
para con los miembros de la Patrulla Aérea.
–Si es Lloyd Inglis el que está arriba, subiré por él ahora mismo –dijo–. Y si está
muerto... me prohibiré a mí mismo el poder volar. Permanentemente. ¿De acuerdo?
Nunn movió la cabeza indeciso.
–¿Quiere matarse?
–Tal vez. –Hasson cerró la puerta y corrió hacia sus aparejos de vuelo.
Dejando a sus pies la cúpula del cuartel general de policía, Hasson emergió a un
firmamento llameante, surcado por innumerables ríos de fuego. La mayor parte del
tráfico estaba compuesta por viajeros procedentes del sur, que regresaban de una
agotadora jornada de trabajo; una minoría de usuarios provenía de diversos puntos
ubicados en la agitada zona de control de Birmingham. Las luces intermitentes
colocadas en hombros y tobillos de miles y miles de viajeros volantes chisporroteaban
y parpadeaban, alterando su paralaje en virtud de las falsas olas de
avance y retroceso a lo largo del constante flujo. Confundidas en la distancia, la
proximidad y la lejanía conferían una apariencia de orden en forma de enhiestas
columnas verticales. Hasson sabía, sin embargo, que la apariencia no correspondía
a ninguna realidad... Había quienes se precipitaban en cruces y adelantamientos,
concediendo la mínima atención posible a los cambios de luces y al contingente
peligro de colisión. Eran justamente los que se consolaban a sí mismos pensando
en la disminución progresiva de las posibilidades de choque con cualquier otro
infractor; pues no era sólo propio de los habituales agentes de ventas trasnochadores
el volar salvajemente. Estaba también el borracho, el drogado, el
antisocial, el inepto, el suicida, el buscador de emociones fuertes, el criminal: toda
una amplia gama de tipos que no estaban preparados para las responsabilidades
inherentes al vuelo personal, en cuyas manos los aparejos antigravitatorios se
convertían en instrumentos de muerte.
Hasson puso al máximo de intensidad sus luminosas señales de policía. Con la
pistola de tintura al alcance de la mano, Hasson ascendió con cautela, elevándose
hasta que las luminosas estelas de la ciudad conformaron a sus pies un infinito
laberinto de brillantes trazos regulares. Cuando el altímetro adosado a la pantalla de
su visor le informó que se encontraba a una altura de doscientos metros, comenzó a
prestar mayor atención a las funciones del radar. Se trataba de la altitud media que
frecuentaba la mayor parte de los voladores. Sin embargo, continuó ascendiendo
con creciente atención, ya inmerso en una densa oscuridad que podía albergar
perfectamente el peligro de encontrarse de repente con otro ser lanzado a mortal
velocidad. Los aéreos ríos de viajeros volantes se distinguían ahora como estratos
separados. Pese a la tiniebla, aquéllos no evitaban las grandes velocidades, adelantándose
unos a otros como fugitivas estelas de luz.
Al alcanzar poco más de los ochocientos metros, Hasson comenzó a sentir un
leve relajamiento. Se encontraba enfrascado en el problema de cómo trasladar a
Inglis cuando súbitamente, radar y alarmas sonoras le avisaron de algún peligro.
Volvió la mirada en la dirección señalada por los alertas. Ante el terreno barrido por
sus propios faros apareció la figura de un hombre volando sin luces, lanzado a
extrema velocidad. Veterano en miles de lances parecidos, Hasson tuvo tiempo de
calcular con un margen de escaso error su viraje. En la fracción de un segundo
apuntó con su pistola y disparó una nube de indeleble tizne. El otro pasó a través de
ella –rápido vislumbre de rostro pálido y azotado por la soberbia, y oscuros ojos
incapaces de ver– y desapareció entre una estruendosa ráfaga de turbulencia.
Hasson llamó al cuartel general e informó detalladamente del suceso, añadiendo de
su cosecha que el delincuente podía estar bajo el efecto de alguna sobredosis de
droga. En un sector que alberga un millón de personas surcando los aires, era
prácticamente imposible –y molesto– la captura del agresor; pero sus arreos de
vuelo y equipo en general habían sido marcados a perpetuidad y la reposición de
los mismos utensilios no estaba al alcance de todos los bolsillos.
Al alcanzar los tres mil metros, Hasson estabilizó la fuerza de su antigravitación y
tomó una dirección hipotética que le sirviera de referencia para la 1ª búsqueda de
Inglis, iniciando un deslizamiento horizontal con los ojos bien abiertos e interrogando
la oscuridad que le rodeaba. Sus faros iluminaron una espesa neblina,
descubriéndose inmerso en una zona de velada visibilidad que le hacia imposible
detentar cualquier objeto situado más allá. La zona limitaba el vuelo personal que no
fuera provisto de calentadores especiales; Hasson sintió que el frío comenzaba a
traspasarlo. La corriente del tráfico quedaba abajo, cálida y segura.
Unos cuantos minutos más tarde el radar de Hasson registró la presencia de un
objeto frente a él. Horadando la oscuridad con los faros alcanzó a descubrir la figura
de Lloyd Inglis, que se deslizaba grotescamente por entre los ríos de negro aire.
Supo al mismo tiempo que su amigo estaba muerto y comenzó a girar en torno
suyo, respetando los límites de la interferencia de campo, hasta que descubrió la
grieta en la placa pectoral de Inglis. La herida parecía haber sido producida por una
lanza.
La última semana Inglis y Hasson patrullaban rutinariamente por los alrededores
de Bedford cuando descubrieron un grupo de ocho voladores sin luz. La explosión
de una pequeña linterna, desprendida de las manos dé Inglis, permitió descubrir
brevemente las siluetas, entre las cuales ambos hombres entrevieron el delgado
contorno de una lanza. La tenencia de cualquier objeto sólido estaba prohibida para
cualquier persona con aparejos de vuelo, pues representaba un serio peligro para
los otros voladores y para cualquier caminante de tierra firme; es más, no era
frecuente el uso de armas aun entre los delincuentes del aire. Todo parecía indicar
que habían dado con el Fogonero. Extendiendo redes y lazos, Inglis y Hasson se
lanzaron a su persecución. En el curso de la caza organizada perecieron dos
personas: una de ellas, una joven mujer que también volaba sin luces, lanzada de
cabeza contra uno de la banda; el otro había sido uno de los líderes del grupo, que
acabó casi partido por la mitad al caer sobre la antena de una emisora de radio.
Finalmente, todo cuanto los policías pudieron mostrar después de tantos inútiles
esfuerzos era un grupo de cuatro segundones de los Ángeles
Wellwyn. El Fogonero, portador de la lanza, había desaparecido amparado en el
anonimato.
Ahora, mientras inspeccionaba el cuerpo congelado de su antiguo camarada,
Hasson comprendió que el Fogonero había actuado bajo el impulso de la venganza.
Había identificado a sus víctimas a través del reportaje periodístico sobre el arresto
de Joe Sullivan. Maldiciendo con tristeza y amargura, Hasson inclinó su cuerpo,
quedando horizontal por el peso de sus útiles de vuelo. Súbitamente, se dejó caer
sobre el rígido cadáver pasando los brazos en torno suyo; inmediatamente ambos
cuerpos iniciaron un rápido descenso, a causa de la recíproca anulación de los
campos antigravitatorios. No desconociendo los trucos de la libre caída, Hasson se
esmeró para atar una cuerda a uno de los ojales del cinturón de Inglis, hecho lo cual
alejó el cuerpo de sí. Mientras los dos cuerpos se separaban más allá de la
distancia de interferencia de campo, la violencia de la fuerza del aire en torno a ellos
desaparecía gradualmente. Hasson consultó su posición y vio que había caído poco
más de cien metros. Sujetó la cuerda largada a su cintura y se dirigió hacia el
Oeste, en dirección a cualquier lugar donde pudiera descender mediante los conmutadores
de nivelación. Muy por debajo de él se apreciaba el tráfico de la zona de
control de Birmingham, arremolinándose como una galaxia de dorados tonos; pero
Hasson –situado ahora en el centro de su propio universo, de blanca y neblinosa
luz– – se encontraba aislado de todo ello, absorbido por sus pensamientos.
Lloyd Inglis, el bebedor de cerveza, el amante de los libros, el nunca tacaño Lloyd
– estaba muerto. Y antes que él otros habían caído: diaspar, Singleton, Larmor, y
luego McMeekin. La mitad de los hombres que desde siete años atrás compusieron
el equipo de Hasson había muerto en el cumplimiento de su deber... ¿y para qué?
Para un policía era insoportable la existencia de esta humanidad agraciada con la
libertad tridimensional que proporcionaban los utensilios de vuelo. Utilizando la
propia gravedad de la Tierra, volviéndola contra sí misma, el vuelo había sido
posible. Era algo fácil, no demasiado costoso, incluso divertido... e imposible de
controlar. Tan sólo en las Islas Británicas había ocho millones de voladores individuales,
y cada uno de ellos era como un superhombre impaciente por desatar su
intemperancia y 'lanzarse en busca del ocaso sobre el curvo horizonte del mundo.
La aviación había ido progresivamente desapareciendo del cielo, casi de la noche a
la mañana, y no porque no fuera en definitiva una necesidad sino porque resultaba
peligroso deslizarse entre núcleos atestados de insoportables novatos con su recién
estrenado juguete. En cambio, el alado delincuente nocturno, el Icaro de las
tinieblas, era el verdadero héroe de la época. ¿Dónde estaba la solución para un
policía del aire?, se preguntaba Hasson. Quizás el tradicional concepto de policía,
perro guardián de la responsabilidad ajena, no era ya del todo válido. Quizás el
inevitable precio de la libertad consistiera en una lenta lluvia de cuerpos
destrozados sobre la tierra, en tanto la hipotética autoridad iba menguando...
El ataque cogió a Hasson por sorpresa.
Sobrevino tan rápidamente que fue simultánea la doble peligrosidad de la
alarmante cercanía y el desplazamiento del aire tras el cuerpo atacante. Hasson se
dobló, vio la lanza negra, viró para esquivarla, recibió un terrible golpe tangencial
producido por el viento y salió catapultado mientras giraba sobre sí mismo. Todo
ello en la fracción de un segundo. La caída, causada por la momentánea
interferencia de campos antigravitatorios, no había sido gran cosa. Desconectó los
faros y luces de vuelo en un acto de precaución refleja; luego forcejeó para desasir
sus brazos de la cuerda que lo unía al cadáver, ahora enrollada en torno suyo por
efecto de su rotación. Cuando obtuvo cierta estabilidad permaneció completamente
inmóvil, intentando darse cuenta de la situación. Su cadera derecha estaba
resintiéndose desde el impacto, pero, dentro del margen que le permitían sus
sensaciones, podía asegurar que ninguno de sus huesos se había roto. Se preguntó
entonces si su atacante se habría marchado, satisfecho con un único embate, o si
permanecía por allí en espera de continuar lo que no habría sido sino el comienzo
de un duelo.
–Eres un tío rápido, Hasson –dijo una voz en la oscuridad –. Más rápido que tu
compinche. Pero eso no te salvara.
–¿Quién eres? –gritó Hasson mientras buscaba el mando del radar.
–Lo sabes perfectamente. Soy el Fogonero.
–Eso es una horterada. –Hasson mantenía la firmeza de su voz mientras
comenzaba a desplegar sus redes y lazos–. ¿Cuál es tu verdadero nombre? Te
pregunto por el que puede leerse en los libros psiquiátricos que comentan tu caso.
La tiniebla río.
–Muy bien, sargento Hasson. Eres un chico impaciente: pretendes ganar tiempo,
intentas amoscarme y quieres saber mi nombre. Todo a la vez.
–No necesito ganar tiempo. Acabo de lanzar un mensaje por radio.
–Quieres ganar el tiempo que tardarán en venir los encargados de encontrarte
muerto.
–¿Por qué muerto? ¿Por qué quieres matarme?
–Porque te dedicas a cazar a mis amigos y a impedirles que vuelen.
–Son una amenaza para ellos mismos, y también para el resto de la gente.
–Eres tú quien los obliga a ser una amenaza. Te engañas a ti mismo, Hasson.
Sólo eres un poli al que le gusta rastrear a la gente para acabar con ella. Voy a
enviarte a tierra por ser tan buen poli: voy a enviaros a ti y a los lazos con los que
quieres auxiliarte.
–¿Lazos? –gritó Hasson en dirección a la voz.
Hubo otra risa y el Fogonero empezó a cantar: «Yo puedo verte en las tinieblas
porque yo soy el Fogonero; puedo volar contigo aunque no adviertas que estoy
ahí.» Las conocidas palabras crecían chillonamente a medida que su origen se
aproximaba. Y, repentinamente, iluminada por el tráfico que abajo circulaba y por
las estrellas que chisporroteaban arriba, –Hasson distinguió la forma de un hombre
corpulento. Advirtió algo espantoso e inhumano en sus mecanismos de volar.
Hasson, suspirando por el arma de fuego que le había sido denegada por la
tradición de la policía británica, observó algo.
–¿Dónde está la lanza?
–¿Quién la necesita? Déjala estar.
El Fogonero extendió sus brazos y, aun en medio de la confusión, aun sin la
menor referencia de puntos en el espacio, hízose evidente que aquel hombre era un
gigante, un ser que no tenía ninguna necesidad de otras armas que las que la
naturaleza le había concedido.
Hasson pensó en la lanza cayendo pesadamente sobre un concurrido suburbio
tres mil metros más abajo, y un odio helado comenzó a serpear dentro de él
reconciliándolo con la futura pelea, a despecho de los resultados. Mientras el Fogonero
se preparaba, Hasson volteó un lazo en lentos círculos, inclinando sus
aparejos para contrarrestar la inercia que las vueltas del lazo provocaban. Alzó las
piernas preparándolas para algún rápido golpe, al tiempo que acababa de
desembarazarse de la cuerda que hacía del cuerpo de Inglis un fantasmal
espectador de los acontecimientos. Sintióse nervioso y excitado, pero no
particularmente asustado desde que el Fogonero había descartado el empleo de la
lanza. El combate aéreo tenía características especiales que no se daban en el
comúnmente sostenido sobre suelo firme, donde tenía primacía la participación de
los instintos; el combate aéreo debía ser aprendido y practicado necesariamente, e
incluso los mismos profesionales nunca abandonaban cierta inseguridad de
aficionado, a despecho de la fuerza y la inteligencia del otro. El Fogonero, por
ejemplo, había cometido un serio error al permitir a Hasson la estabilidad necesaria
para el uso agresivo de sus piernas.
Pese a sus bravatas, el Fogonero, según se podía apreciar vagamente,
vectoraba la nivelación de sus aparejos con apenas perceptibles movimientos de
hombros. Es un buen volador, pensó Hasson, aunque no sea tan bueno en la teoría
del combate...
El Fogonero cayó como una exhalación, aunque no tan rápido como debiera
haberlo hecho. Hasson experimentó algo parecido a una desbordante lujuria cuando
se contempló a sí mismo con tiempo suficiente para calcular y colocar su golpe justo
donde quería. Había escogido un punto vulnerable, exactamente bajo el visor, y
cuando propinó la patada su movimiento fue imprevistamente contrarrestado por la
abrupta caída provocada por la mutua supresión de los dos campos
contragravitatorios, conllevando empero suficiente energía como para reventar el
cuello de un hombre. De cualquier modo que fuera había fallado y el Fogonero, al
tiempo que apartaba la cabeza, asió la erecta pierna de Hasson. Ambos hombres
cayeron de nuevo, ahora en condiciones desiguales, pues Hasson sujetaba todavía
el cuerpo de Inglis, cuyo campo contragravitatorio se encontraba demasiado lejos
para ser suprimido. Un segundo después, el Fogonero, usando la fuerza de sus
enormes brazos, quebró la pierna de Hasson doblándola al revés por la articulación
de la rodilla.
Aturdido por el dolor, Hasson sintió su cabeza sin fuerzas siquiera para pensar.
Flotó en la negrura durante un tiempo indefinido, agitando los brazos
incontroladamente, contraído su rostro en desesperada mueca. Lejanamente
percibía el movimiento de la nebulosa espiral que se agitaba a miles de metros
debajo de ellos; precisamente por allí, interponiéndose entre esa imagen lejana y su
aturdida mirada, una oscura silueta se movía amenazan te. Una parte del cerebro
de Hasson informó de que era imposible entretenerse con reacciones primarias;
intentó desesperadamente recuperar el equilibrio físico, pensando que si la vida
debía continuar para él sólo iría mediante el ejercicio de la inteligencia. Pero,
¿estaba en disposición de pensar cuando el dolor invadía su cuerpo un ejército que
arrojara insoportables bombas de mortero continuamente sobre su cerebro?
En principio, se dijo Hasson a sí mismo, debes zafarte de Lloyd Inglis. Y
comenzó a manipular el nudo que la cuerda formaba en la hebilla de su cinturón;
entonces la voz del Fogonero sonó cerca de él, a sus espaldas.
–¿Cómo te gustaría, Hasson? –El tono de la voz era triunfal–. Eso es para
mostrarte que puedo participar de tu propio juego. Pero podemos también intentar
jugar al mío.
Hasson aceleró sus movimientos sobre el nudo, al tiempo que tiraba de la
cuerda. El cuerpo de Inglis se encontraba ya próximo y finalmente apareció con su
interferencia radial. Manteniéndolo en esa provechosa cercanía, Hasson e Inglis comenzaron
a caer. Al instante, pudo verse al Fogonero lanzarse en picado sobre
ellos, alargando un brazo y atrapando el cuerpo de Hasson, cayendo el trífido grupo
en confuso descenso. Remolinos de fuego comenzaron a expandirse bajo ellos.
–Este es mi juego –cantaba el Fogonero en la conjunta caída–. Puedo cabalgar
sobre ti durante todo el camino hasta el suelo, porque yo soy el Fogonero.
Hasson, conociendo los trucos típicos del aire, acalló su dolor y alcanzó el
interruptor general de energía, pero dudó un momento sin atreverse a accionarlo.
En la interacción de dos cuerpos, la extinción de un campo contragravitatorio restauraría
al otro su normal funcionamiento, desatándose una fuerza que repelería a
ambos entre sí. Éste era un dato previo en el juego del Fogonero, pues todo
consistía en una prueba de nervios, en la que el continuo descenso y la recíproca
anulación de campo contragravitatorio desafiaba la fortaleza y resistencia de los
contrincantes. Aquí, sin embargo, la situación se complicaba por la presencia de
Inglis, el silencioso compañero que ya había perdido: su campo contragravitatorio
anulaba el de los otros dos, a despecho de la muerte de cualquiera, a me–nos que...
Hasson pudo liberar un brazo de la tenaza paródicamente lasciva en que lo tenía
el Fogonero y atrajo hacia sí el cuerpo de Inglis. Tanteó buscando el interruptor
general de energía del hombre muerto, pero sólo encontró una lisa capa de sangre
helada.
Los antes lejanamente brillantes horizontes volvíanse cercanos, con su flujo de
tráfico abriéndose como una planta carnívora. El aire, a causa de la velocidad de
caída, rugía de manera ensordecedora. Hasson intentó romper el helado casquete
que cubría el interruptor del artefacto de Inglis, pero instantáneamente el brazo del
Fogonero se aferró en torno a su cuello, obligándole a torcer la cabeza.
–No conseguirás escaparte de mí –gritó al oído de Hasson–. No conseguirás huir
como un cagón. Quiero comprobar lo bien que botas en el suelo.
Continuaban cayendo.
Hasson, todavía preso por el nudo que la cuerda formaba en la hebilla de su
cinturón, se resintió del peso de Inglis y se dispuso a desembarazarse de él de una
vez por todas. Sin embargo, pensó entonces que ganaría muy poco con ello. Cualquier
niñato juguetón mantendría la interferencia de campo hasta el último
momento, pero hasta tan postrer instante que, aun con su mecanismo funcionando
a la máxima potencia, el golpe contra el suelo seria inevitable. El Fogonero, conocedor
de su resistencia, probablemente intentaba prevenirse de ser destrozado en el
impacto. El juego era un desafío a muerte, de manera que deshacerse del cuerpo
de Inglis no conducía a nada.
Habían descendido casi dos mil metros y les faltaban ya pocos segundos para
penetrar en el campo de acción de los niveladores de las vías aéreas. El Fogonero
comenzó a jadear con excitación, restregándose contra Hasson como un perro en
celo. Sujetando a Inglis con la mano izquierda, Hasson usó la derecha para sujetar
el extremo de la cuerda en torno al alzado muslo del Fogonero, anudándola
violentamente. Todavía se encontraba en esta operación cuando irrumpieron en
plena zona de tráfico. Las luces relampagueaban por todas partes y la vertiginosa
galaxia se cernió sobre sus cuerpos. Los contornos de las calles podían apreciarse
bajo ellos, divisándose claramente la circulación de tráfico rodado. Supo Hasson
entonces que estaba cerca el momento en que el Fogonero liberaría el abrazo.
–Gracias por el paseo –gritó el Fogonero de súbito, con la voz entrecortada por
efecto de la caída –. A ver si llegas pronto.
Hasson encendió sus faros y acabó de apretar el nudo, provocando la atención
del Fogonero. Éste miró el nudo en torno a su muslo. Su cuerpo sufrió una
convulsión al comprobar que era él y no Hasson quien permanecía sujeto al muerto
y mortal policía del aire. Dio un empellón a Hasson y comenzó a arañar la cuerda.
Hasson quedó libre a merced del viento, sabiendo que la cuerda resistiría aun ante
la fuerza del gigantesco Fogonero. Al ponerse en funcionamiento el campo contragravitatorio,
pareció que alas invisibles comenzaban a agitarse; entonces volvió la
vista atrás. Vio ambos cuerpos cayendo, el uno gritando frenéticamente, rebasar el
alcance de sus luces, rumbo a un mortal impacto con la tierra.
Hasson no disponía de tiempo para perderlo en introspecciones estériles su
propio aterrizaje forzoso estaba a punto de suceder y requeriría de toda su destreza
y experiencia para salir airoso y con vida–, pero no podía dejar de considerar que no
le era satisfactoria la forma en que el Fogonero había encontrado la muerte. Nunn y
los otros estaban equivocados con él.
–Aun así, –pensó durante los precipitados últimos segundos, –he estado cazando
como un halcón por demasiado tiempo. Este será mi último vuelo.
Sin temor, se preparó para el irracional abrazo de la tierra.
FIN

LOS HOMBRES METÁLICOS Tomás Salvador





LOS HOMBRES METÁLICOS
Tomás Salvador



Adscrita al servicio comercial interplanetario, la nave Gladiador sería
excepcionalmente rápida si no fuera tan meticulosa. O lo que es igual, perdía
fisgando los rincones lo que ganaba corriendo. En realidad, no creemos cometer
indiscreción diciendo que el servicio comercial interplanetario era una pantalla
para actividades muy diferentes. Y la Gladiador aunque parecía un navío
investigador, verdaderamente estaba registrado como crucero de guerra, si bien
este secreto lo sabían muy pocos en la Tierra y Marte, sin contar, claro está, la
tripulación, especialmente escogida. Gladiador, por decirlo así, informaba sobre
las cosas raras que pasaban en los planetas y satélites: explotaciones mineras
ilegales, regiones de confinamiento para indeseables, hallazgos que era necesario
comprobar, depósitos de armas y cosas por el estilo. En fin, léase servicio de
inteligencia en vez de servicio comercial y se habrá comprendido por qué la
Gladiador corría menos de lo que podía y por qué escondía una batería de
excelentes cañones desintegradores.
Más difícil sería explicar por qué Marsuf estaba a bordo de dicha nave sin
pertenecer al servicio, aunque de ello no estamos seguros. ¿Quién podía estar
seguro de algo tratándose de Marsuf? Si alguien podía ser un espía excepcional,
este alguien era Marsuf, el loco Marsuf, el admirado Marsuf, el hombre que podía
estar en todas partes sin necesidad de justificarse, el que podía viajar en todas las
naves sin tomar billete, el que desataba las lenguas con su sola presencia. Todo
parecía favorecer el que Marsuf perteneciera al servicio, salvo una cosa: que
Marsuf era demasiado emotivo, demasiado independiente para obedecer a nadie.
Por unas razones o por otras, nosotros nos guardaremos bien de opinar si Marsuf
hacía esto o si hacía lo otro.
Aeronavegaba la Gladiador por la zona llamada de los asteroides, que está
situada entre el cuarto y quinto planetas de la corte solar, o sea, entre Marte y
Júpiter. Allí en épocas muy remotas, debió de pasar algo gordo. Nada menos que
un planeta mucho mayor que la Tierra haciéndose pedazos, bien a causa de un
choque, bien a causa de una explosión interna. Dos razones hay para creerlo:
una, que existe una relación entre las distancias planetarias, llamada ley de Bode,
que falla totalmente allí; otra, que el espacio está materialmente sembrado de
asteroides en una zona muy ancha, dando vueltas por su cuenta, como si después
de haberse partido el cántaro los pedazos siguieran dando vueltas. Estos
asteroides son de muy diferentes tamaños, grandes como Portugal o pequeños
como un grano de arena.
Marte está situado de la Tierra - en dirección contraria al Sol - entre sesenta
millones de kilómetros cuando están al mismo lado y trescientos cincuenta cuando
el Sol los separa. A continuación de Marte viene Júpiter, pero a una distancia
enorme, setecientos millones de kilómetros que son los que se supone se
reservaba el planeta que hizo explosión, llenando de cascotes, llamados
asteroides, la ancha zona vacía. Dicha zona de asteroides tiene tantos millones de
cascotes - valga la palabra - que explorarla toda es materialmente imposible. Por
eso las patrullas militares y los servicios informativos la vigilaban todo lo posible.
Nada raro era encontrar asteroides lo bastante grandes para ser habitables o con
restos de antigua configuración planetaria, muy buscados por los astrónomos,
pues se presumía que allí debió de haber alguna civilización.
Explorando, pues, la zona de los asteroides, entre Marte y Júpiter, se encontraba
la Gladiador el mes de marzo del año 2058, cuando la pantalla de radar avisó la
existencia, a un millón de kilómetros, de una masa considerable de materia sólida.
Era pronto para medir su volumen y densidad, pero el analizador de a bordo
anticipó que se trataba de «un buen pedazo», como dijo él, del orden de los
doscientos kilómetros de diámetro.
- ¡Buen escondrijo! - dijo el comandante Varsovia.
- Tienes deformada la sesera, comandante - dijo con su habitual forma de hablar
Marsuf, que había escuchado el informe -; sólo piensas en contrabandistas, bases
secretas y refugio de bandidos.
- ¿No pensará encontrar una biblioteca a esta distancia y en ese montón de
rocas?
- ¿Y por qué no?
El comandante Varsovia aclaró lo que era innecesario, porque todos lo sabían:
- Sólo uno entre cada mil de los asteroides que visitamos tiene algo interesante y
ninguno vida humana.
- ¡No me enseñes a leer, jovenzuelo! - gruñó Marsuf -. Anda, dile al piloto que se
acerque a ese asteroide.
- Marsuf, ¿quién manda en esta nave? ¿Tú o yo...?
- Tú, desde luego.
- Bien. Como mando yo, voy a ordenar que... nos acerquemos al asteroide.
Las risas de los oficiales apagaron los gruñidos de Marsuf. A veces le parecía
señal de decadencia el que le respetaran de aquella forma. Echaba de menos los
tiempos en que se peleaba con todo el mundo, cuando debía imponer sus
opiniones a puñetazos. Y estaba muy cerca de la verdad. Aquel hombre ciego,
huraño, mordido por todos los fríos del espacio, era mundialmente famoso y las
nuevas tripulaciones le trataban con un respeto rayano en el asombro. A veces,
por alegrar sus viejos huesos, le contradecían acaloradamente, le amenazaban
con abandonarle en algún lugar desierto. Pero la realidad es que Marsuf era
admirado por todos y que todos hubieran dado un brazo por conservarle a su lado.
Pero el indomable barbudo, incluso al borde de la decadencia física, se obstinaba
en ir siempre de un lugar para otro, ignorando que era discretamente vigilado para
que no hiciera daño. Si en esta historia el tiempo pasa muy rápidamente y no se
refleja de un modo exacto la fama de Marsuf, débese a que la escogemos
libremente entre las muchas que se pueden contar, saltando de un tiempo a otro,
de una nave a otra nave, sin sujetarnos a un rigor cronológico.
El ecólogo entregó los datos al comandante. Este los examinó detenidamente.
Interesante asteroide: gravedad cero ochenta y nueve; densidad tres coma
veintidós; atmósfera fluida, ligeramente superior en oxígeno de lo normal. Sesenta
y cinco grados bajo cero. Y seguían los datos en cuanto a volumen, composición
física, velocidades, triangulaciones, etcétera.
- Y bien - preguntó el capitán -, ¿Qué dice el ecólogo de las reciprocidades?
- Es habitable para el hombre con ciertas limitaciones. Necesita calefacción y
cámara compensada para dormir. Posible estar dos o tres horas sin casco, pero
eso equivale a una ligera borrachera. Tras ese síntoma, puede venir la muerte
azul de no ponerse casco, como mínimo, durante un tiempo similar al pasado sin
él.
El comandante Varsovia interrumpió la exposición:
- Le digo si cree usted que existan habitantes.
El ecólogo vaciló. Y dijo al fin:
- No es de mi departamento, pero el técnico en comunicaciones asegura haber
captado radiaciones intermitentes de poca potencia. No está muy seguro.
- Que venga personalmente.
El técnico en comunicaciones amplió muy poco el informe del ecólogo. Se oían
unos chasquidos intermitentes, que podían ser producto de la energía estática del
espacio o causadas por las perturbaciones solares, pero...
- Acabe, hombre de Dios - ordenó el capitán.
- Aunque casi inaudibles, son demasiado rítmicas y regulares para ser
ocasionales. Es todo lo que puedo decir.
- Bien, ¿qué te parece, Marsuf?
- Cuando la espada es corta se da un paso adelante - dijo el aludido.
- Amigo Marsuf, usas unas expresiones tan anticuadas que no hay manera de
entenderte. Menos mal que yo, en la academia, usaba un ridículo espadín, que,
por cierto, estorbaba más que el hermano pequeño de una novia. Por eso puedo
entenderte.
Después de tan lozana explicación, el comandante de la nave dio órdenes para
que ésta se pusiera en órbita sobre el asteroide, a un centenar de kilómetros, para
que las cámaras fotográficas y la televisión permitieran observar de cerca el
fenómeno.
Después de unas complicadas operaciones para cambiar de rumbo y desacelerar,
el Gladiador estuvo en condiciones de ir dando vueltas al asteroide, fotografiando
su superficie y reflejándola en la pantalla de televisión. Marsuf, junto a los oficiales,
aguardaba pacientemente a que la cosa se aclarara. Estaba acostumbrado a
aquella maniobra, que centenares de veces había hecho él mismo. Sólo que ahora
estaba ciego y necesitaba preguntar:
- ¿Qué se ve?
- Un informe montón de rocas. Rocas oxidadas, erosionadas y mondas de
vegetación.
Y más tarde:
- ¿Qué se ve?
- Ahora, nada; estamos en la zona oscura.
Y al cabo de un rato, habiendo percibido un murmullo de expectación.
- ¿Qué estáis viendo, decidme?
- Algo raro, Marsuf. Una edificación aplastada entre dos montañas. Vamos
demasiado aprisa para la visión simple. La fotografía nos dará más detalles.
- Acerca más la espada, comandante - aconsejó nuevamente Marsuf.
Gladiador redujo velocidades y bajó hasta una decena de kilómetros. Cundía el
interés. El asteroide no estaba registrado en la cartografía espacial y las
edificaciones observadas parecían indicar un tipo de habitantes que no mostraban
mucho interés en comunicarse con la nave. O bien no quedaba vida o no poseían
conocimientos técnicos.
- ¡Ya estamos otra vez! - gritó un oficial.
- ¿Qué se ve, hermanos? - rogó Marsuf.
- La misma edificación; es grande. Parece una fábrica...
- ¡Atención! - dijo una voz -. ¡Mirad esas manchas negras!
- ¿Cómo son esas manchas negras que se ven. - pidió el invidente...
- Son... como hormigas... Aquélla es grande...
- Sí - dijo la voz del comandante -, y ahora se disgrega. Y son muchas, pequeñas;
muchas, como hormigas.
La nave rebasó la zona y había que esperar otra vuelta, tiempo que aprovechó el
comandante para un cambio de impresiones.
- Sean los que fueren - dijo Marsuf - no parecen peligrosos. No estarían apiñados
así de serlo.
- Mi deber es desconfiar de todos los que se esconden. Bombardearemos la zona
y luego veremos.
Marsuf se puso en pie:
- Tú no harás eso - dijo -. Los hombres van siempre con las armas por delante, sin
darse cuenta que eso les predispone a ser cazadores. Además, la historia de la
conquista planetaria nos ha demostrado que nuestros enemigos éramos nosotros
mismos.
- Por eso lo digo... Temo que sean hombres los que estén bajo esos techos
planos.
- ¡Un momento! - interrumpió un observador -. Según esto fotografía ampliada ¡son
robots!
La sorpresa paralizó a todos los presentes durante unos instantes. Luego, todos
se agruparon en tomo al comandante, que examinaba las fotografías.
Efectivamente, la ampliación indicaba un tipo de estructura metálica, con vaga
reminiscencia humana en las extremidades y una cabeza sobre un delgado cuello.
Pero el color, la rigidez de las masas, indicaban el clásico tipo de robot ya
desaparecido de la Tierra. Marsuf, aun sin ver lo que los demás veían, podía
imaginarse fácilmente la escena.
- Ya volvemos a pasar sobre la zona - anunció el piloto.
El comandante, comprensivo, fue detallando a Marsuf lo que veía. Una edificación
chata, de gruesos muros; grandes manchas negras, en movimiento, como las
hormigas, juntándose y disgregándose.
- ¡Increíble! - dijo al fin -. Deben de ser millares. ¿Qué significa esto?
- Sólo hay una forma de saberlo: bajando - dijo Marsuf.
La exclamación de sorpresa del comandante tenía una razón. Los hombres
conocían los robots, articulaciones electrónicas puestas a su servicio. En realidad,
estas máquinas resultaban toscas y duras, pero especializadas en un tipo de
trabajo podían dar un rendimiento superior al de cuatro hombres, Porque eran
incansables. A finales del siglo XX se pusieron de moda. Había máquinas-robots,
calculadoras robots y servidores robots; estos últimos con vaga estructura
humanoide, utilizados para faenas laborales en cuatro tipos: servicios domésticos,
minas, trabajo mecánico en cadena y labores agrícolas.
Pero los sindicatos habían protestado. En un mundo superpoblado no podía
admitirse que las máquinas fueran dejando a los hombres sin trabajo. Bien
estaban aquellas que facilitaban el trabajo posterior de los mismos hombres, pero
no la suplantación que estaba a punto de entronizarse si continuaba la política de
perfeccionamiento robótico. No es que la falta de trabajo que podía suplirse con
subsidios, molestase demasiado; era que los políticos preveían ya la posible
causa de disturbios sociales que implicaría una multitud desocupada y sin los
frenos morales del trabajo. En consecuencia, la fabricación de robots había sido
declarada fuera de la ley. Hacía cincuenta años que no existían robots
humanoides en la Tierra y sus colonias.
Cuando la Gladiador decidió tomar tierra en un claro, no lejos de la extraña
construcción, desde la torre de mando se puso observar claramente -por lo menos
con la claridad posible de la altura de una casa de treinta pisos, altura de la naveque
los robots iban acudiendo, alzando los brazos, sin armas aparentes.
- No tienen armas - comentó el teniente Douglas
- Los robots, ni por acción ni por omisión pueden hacer daño al hombre - comentó
secamente, Marsuf -. Es la ley robótica.
- Ya comprendo por qué estabas tan confiado - bromeó el comandante -. El
adversario no tiene espada.
- Quizá tenga una arma contra la que podemos luchar.
La nave consiguió una vertical perfecta y durante unas horas el comandante
ordenó que se vigilara la actitud de los hombres metálicos desde las escotillas
laterales. Los informes coincidían. Los robots continuaban llegando en enormes
masas. Todos eran iguales, aunque algunos parecían haber perdido el brillo del
metal niquelado. Se detenían a doscientos metros de la nave, formando un círculo.
No se veía humano alguno, ni después de haber tomado tierra se escuchaba el
clip intermitente de la emisora fantasma.
La actitud de los robots desencadenó en seguida numerosos comentarios en la
nave. Marsuf se enteraba por los comentarios. Lentos, diríase que una vez
llegados a un punto desde el cual podían ver la nave, los hombres de metal se
quedaban inmóviles...
- Yo diría que tienen la patética inmovilidad del perro que espera una caricia - dijo
el médico de a bordo, persona muy sensible.
- ¡Eso es! - dijo Marsuf, como si comprendiera -. Comandante: voy a bajar.
- Espera, Marsuf. Son miles.
- Tengo una teoría y la quiero comprobar.
- No; tú tienes alguna noticia más, que te callas.
- Es posible. Quiero bajar.
- De acuerdo. A condición de que no te alejes cien metros de la nave.
- No puedo calcular distancias. Recuerda que soy ciego - dijo Marsuf, con aire de
inocente.
- Lo que tú puedes hacer siendo ciego lo saben de memoria en todo el sistema
solar.
Colocado Marsuf en la plataforma de descenso, dotado de un traje acondicionado
para guardar el calor, se hicieron los preparativos necesarios. El comandante,
mediante gestos, ordenó se tomaran las precauciones necesarias para que una
patrulla vigilara la actitud de los hombres metálicos sin que se enterara Marsuf. Al
fin, la plataforma descendió entre las cuatro enormes estructuras de la nave que
servían para la dirección en vuelo y el aterrizaje, mezcla de alas y patas. Marsuf,
con el cuerpo protegido pero la cara al aire, sintió la fuerza del aire frío en el rostro
y respiró ávidamente. Después de largas semanas dentro del aire acondicionado
de la Gladiador, respirar el aire espacial tenía el encanto de siempre. Por otra
parte, el aire no era tan frío como anunciara el ecólogo. Sin duda, una ligera capa
atmosférica mitigaba el intenso frío de unos kilómetros más arriba.
Marsuf no podía ver, pero tenía un oído muy fino y sabía orientarse perfectamente.
El resto lo supo luego por la tripulación de la nave. Abandonó la plataforma. Bajo
sus pies, el suelo era liso, casi pulimentado. Allá, no lejos, donde los hombres de
metal aguardaban, se produjo un ruido extraño, como un chocar de infinitos
metales. Marsuf caminó en línea recta. Del círculo de robots comenzó a elevarse
un cántico extraño, emocionado. Cuando Marsuf creyó haber recorrido la mitad de
la distancia se detuvo. Los seres aquellos, cuales fueran, debían comprender que
estaba esperando a que ellos hicieran la mitad de camino.
Y así fue. Del compacto pelotón se desprendieron cinco masas metálicas.
Caminaban suavemente, pero se percibían sus pasos, su ruido metálico. Y cuando
estaban muy cerca, cesó todo ruido. Fue como si los miles de testigos metálicos
quisieran escuchar lo que se tenían que decir los adelantados del encuentro. El
silencio, el aire frío sobre su cara, la emoción paralizó la acción de Marsuf, que,
incapaz de otra cosa, aguardó.
- Has venido, señor. Te estábamos esperando - dijo una voz bien timbrada, pero
que se notaba no era humana.
- ¿Quién eres tú? - preguntó Marsuf.
- Soy tu servidor - contestó la voz.
- ¿Quiénes son ellos?
- Son tus servidores. Nos dijiste que aguardásemos y eso hemos hecho.
La voz, impersonal, tenía un tal acento de júbilo que Marsuf sintió una punzada de
dolor. ¿Quién sería el señor de aquellos hombres? Trató, desesperadamente, de
ganar tiempo hasta que se le ocurriese una salida:
- ¿Cuántos son ya los servidores?
- Somos ciento veintitrés mil quinientos doce, señor.
- ¿Tú sabes lo que son los ojos?
- Sí. Sirven a los señores para ver.
- Pues los míos están enfermos. Acércate.
Marsuf sintió unos pasos. Tendió las manos y tocó una estructura metálica.
Recorrió rápidamente la superficie para darse cuenta de lo que tenla delante. En
tamaño y altura, el robot era sensiblemente igual a un hombre. Carecía de
vestidos. En la cabeza era donde más se notaba la diferencia. No tenía boca ni
oídos, reemplazados por una abertura cubierta a su vez por una membrana. Los
ojos eran una célula fotoeléctrica y en ambas sienes tenía una corta antena.
Mientras Marsuf realizaba su inspección, pudo oír un susurro:
- Señor, señor nuestro... ¡Cuánto has tardado! Tus servidores te hemos esperado.
Tú nos dijiste que amásemos y eso hacemos, pero, ¿qué hacemos con nuestro
amor? Nos llamabas hijos, pero ¿dónde está nuestro padre?, - preguntaban los
que no tuvieron la dicha de conocerte -. Señor, señor...
- ¿Cómo se llama tu señor? - preguntó Marsuf.
- ¿Por qué lo preguntas? ¿Acaso no eres tú mi señor?
- Responde - ordenó Marsuf, sabiendo que ningún robot desobedece una orden.
- Mi señor es Luis van der Welt. Se marchó en una nave como esa y nos dijo:
«Esperadme»... Señor, señor... Ya somos muchos, porque hemos trabajado como
nos enseñaste y caminamos siempre, siempre, buscándote...
Marsuf hubiera jurado que el robot estaba llorando. En todo caso, en su voz latía
una desesperación auténtica, terrible por cuanto no tenía los cauces naturales del
ser humano para ser expresada.
- Llévame junto a ellos. Dame tu mano y dime lo que hay en el suelo. Ya te dije
que tengo los ojos enfermos - ordenó Marsuf.
- Gracias, señor, por ordenarme. Te están esperando, señor.
Marsuf colocó al robot de modo que apoyándose él en su antebrazo pudiera ir
ligeramente retrasado.
- Vamos.
El robot, caminando suavemente, guió a Marsuf al grueso del anillo robótico. Antes
de adentrarse, ya escuchó el suave, el constante saludo:
- Señor, señor, señor...
Y durante mucho rato, horas quizá, Marsuf caminó entre aquella ingente multitud,
que se abría ante él, dejando un pasillo. A lo lejos se oían los que iban llegando,
corriendo con poderosa zancada; se escuchaban igualmente gritos de llamada, de
júbilo.
- ¿Quieres ver nuestra casa? - preguntó el robot que primero hablara.
- Sí.
Era una fábrica, desde luego, trabajando a pleno funcionamiento. Una fábrica sin
hombres, toda automática. Se escuchaba el deslizarse de las vagonetas
acarreando material, y el estruendo de los pulverizadores, y el vibrar de la planta
atómica que calentaba los hornos; y sentíase el calor de los fuegos, el zumbar de
las cadenas sinfín, el roce de los metales.
- Aquí nacemos, señor.
Iba a seguir su inspección Marsuf cuando un rumor de pasos y voces humanas
llamó su atención. Eran sin duda, tripulantes de la nave que también habían
desembarcado.
- ¡Marsuf! ¡Marsuf!...
- Estoy aquí.
Poco después una patrulla, compuesta del segundo jefe y cinco soldados llegaba
hasta Marsuf.
- Tardabas tanto que nos intranquilizamos - dijo, a modo de disculpa, el jefe.
- ¿Sois también señores? - preguntó el robot.
- Sí.
- ¿Os podemos servir?
- ¿Eh? Bueno...
El robot se detuvo, como intentando comprender una situación fuera de su
comprensión. Meneó la cabeza y dijo al fin:
- Mi señor es Luis van der Welt y nos dijo: «Esperad». Y se fue en una nave.
Vosotros sois señores... sois ¡hombres!
- Sí. Somos hombres.
- Entonces, ¿dónde está él?
Marsuf, antes que nadie contestaba, dijo a su robot:
- Volvamos a la nave. Nosotros, los señores, podemos caer enfermos...
- Sí. También lo decía él. Podemos hacer una casa.
- Mañana. Ahora vamos a la nave.
- Como ordenes, señor.
Y se reanudó la extraña marcha. Entre millares de seres metálicos, excitados y
silenciosos, los cinco humanos, asombrados por lo que veían, caminaban en
silencio, Marsuf sostenido por su lazarillo. Cerca de la nave, de la cual había
desembarcado un comando de protección poderosamente armado, que vigilaba
atentamente pese a la actitud pacífica de los robots, se detuvo el cortejo.
- Escucha, amigo - dijo Marsuf -, ahora volvemos a la nave. Pero volveremos.
- ¿Volveréis, señor? ¿Está dentro mi creador?
- Es posible. Tened paciencia. Si habéis esperado tanto, ¡qué importa un poco
más! Y gracias, me has servido muy bien. En adelante, cuando yo baje, tú me
ofrecerás tu brazo.
- Yo te ofreceré mi brazo, señor, y tú te apoyarás en él.
- Extraña situación, señores - comentó el capitán, desde la cabina de mando de la
nave, rodeado de Marsuf y los oficiales contemplando la ingente multitud de
robots, que, silenciosos, anhelantes, contemplaban la morada de los señores.
- Parecen perros esperando la salida del amo - comenta el segundo jefe -. Cuando
iba en la patrulla, tenía miedo al principio. Su masa nos hubiera ahogado con sólo
caernos encima. Pero en seguida comprendí que mi miedo era irrazonado.
- Bien, Marsuf, ¿cuál es tu teoría?
Marsuf, que había permanecido silencioso, comenzó a hablar, titubeando.
- Tienes el Who's Who in World? - dijo.
- Creo que sí - comentó, divertido, el comandante -; este cargo mío tiene a veces
mucho de diplomático. Sí, aquí lo tengo...
- Si no me equivoco, Luis van der Welt era hace sesenta y cinco años un famoso
ingeniero electrónico, creador de un tipo de robot.
- Sí, desaparecido en el año 2012 - agregó el comandante.
- Hace mucho tiempo, no recuerdo cuánto - dijo Marsuf -, en Fobos se estrelló una
nave. No se sabía nada de ella. Alguien dijo que era la Zuiderzee, de matrícula
holandesa...
- ¿Y supones...?
- Estoy tratando de enhebrar el hilo. Hace tiempo, también, circulaba una historia
de un planeta de hombres metálicos. Lo tenía olvidado. Mi teoría es la siguiente:
Luis van der Welt, ingeniero e inventor, no se conformó con la prohibición de
construir robots en la Tierra y en una nave huyó al espacio, con parte de su
laboratorio. Encontró un islote en el mar de asteroides, construyó un laboratorio
nuevo, o quizá una fábrica, ayudado por humanos o quizá robots, y se dedicó a
perfeccionar sus inventos. Quizá quería demostrar que había encontrado un
circuito amoroso, un circuito que convertía en seres capaces de emoción a los
robots. Cuando creyó haberlo conseguido, quiso volver a la Tierra para demostrar
el fruto de su trabajo, intentando posiblemente levantar la prohibición de
construirlos. Dejó las cosas dispuestas de modo que la fábrica, completamente
automática, siguiera produciendo hombres metálicos. Pero él no llegó a su
destino. No tengo pruebas, excepto mi viejo recuerdo y, ¡ay Dios!, las palabras del
robot. «¡Has vuelto, señor! ¡Te estábamos esperando!»
Sin querer, las miradas de todos los videntes se dirigieron a los ventanales. A la
luz grisácea del eterno amanecer que reinaba en el asteroide se distinguían las
manchas negras de los hombres de metal, inmóviles, rodeando la nave...
- Sí, están esperando una orden - comentó Marsuf, como si comprendiera los
pensamientos de todos -. Su creador les dijo: «Esperad». Y eso hacen. Y su
creador les dio un circuito amoroso, un circuito de eterna obediencia al hombre, y
quieren obedecer. Es su finalidad, su razón de existir. Lo terrible, lo que me ha
llenado de dolor, incluso tratándose de máquinas son los muchos años, casi
cuarenta, que llevan esperando, vagando por la superficie de esta pequeña roca,
buscando al hombre, llamando al hombre. Les fue dicho: «Obedeceréis y
amaréis». Y no encuentran el objeto de su obediencia. Y llevan muchos años
esperando, esperando...
- ¡Maldita sea! Calla, Marsuf.
- ¿Callar? ¿Y ellos...? Ahí los tenéis, como perros, esperando la voz del hombre
que les ordene, porque sólo obedeciendo pueden ser felices. ¿Puedes tú,
comandante, bajar ahí y decirles: «Vuestra espera ha sido en vano. Luis van der
Welt murió hace mucho tiempo. No volverá más. Y vosotros no podéis servir a los
hombres porque los hombres no os quieren»? ¿Puedes hacerlo? Anda, corre...
- ¡Calla, condenado borrachín!
- ¿Quieres acaso que lo haga yo? Tú no has estado, como yo, cerca de ellos,
escuchando sus murmullos. Son máquinas, cierto, pero están sufriendo. Es un
sufrimiento que nosotros no comprendemos, hecho de paciencia, de
renunciamientos... ¡Y no piden otra cosa que servirnos! Somos sus dioses. No, no
puedo ir a decirles que su larga espera ha sido inútil, no puedo... Y su fábrica,
destinada a seguir funcionando mientras haya mineral, construirá nuevos seres,
igualmente preparados para la obediencia, pero que luego como los otros, estarán
condenados a vagar por las rocas, llamando a su señor. Su fidelidad durará, quizá
centenares de años... Permanecerán con los ojos en el cielo, esperando la vuelta
de la nave que se marchó con su señor a bordo...
- Y hoy, cuando llegamos nosotros, creían que era él.
- Sí. Ahora ya saben que no. Pero saben también que somos hombres y que es su
deber y su alegría obedecernos.
- ¡Puff! ¡Condenada situación! El ingeniero van der Welt pudo haber construido
tornillos. Si pudiera, los destruiría a bombazos. Pero después de tus palabras,
Marsuf, no puedo.
- Quizá por eso las dije.
Quince días después, medidos por los relojes de a bordo, la situación en el
asteroide no había cambiado. Completamente inofensivos, deseosos de servir a
los humanos, los robots aguardaban anhelantes que los hombres abandonaran su
morada. Les seguían por todas partes, les guiaban en sus trabajos de exploración,
explicaban las cosas hasta donde su comprensión lo permitía. Indudablemente, el
ingeniero van der Welt había realizado un trabajo digno de todo elogio. Agradables
a la vista, incansables, sumisos, los robots eran las máquinas que más se
acercaban al hombre. Eran, en cierto modo, capaces de sentir emociones, y ese
fue el gran hallazgo de su creador. Sometidos a una situación contradictoria, la
pugna de emociones podía producir su muerte. Por ejemplo, un tripulante de la
Gladiador cayó por un tajo profundo. No habiendo podido evitar el resbalón, y
testigos de aquello, un centenar de robots murieron al fundirse su circuito.
Murieron de dolor, dijo luego Marsuf.
Marsuf fue quien más profundizó en el conocimiento hacia los hombres de metal.
Estaba siempre rodeado de grandes masas. Les hablaba, les recitaba sus versos,
que luego ellos podían repetir casi perfectamente; les hablaba del hombre y su
aventura en el espacio. Y contaba historias del ingeniero Luis van der Welt, que un
día u otro tenía que volver.
Por fin, el capitán Varsovia, comandante de la nave, dio orden de reintegrarse a
sus puestos. Los sabios habían explorado suficientemente el asteroide, que
resultó tener una atmósfera artificial, creada por el mismo ingeniero, señor de los
robots, y el misterioso asteroide, calculadas sus órbitas, quedaba incorporado a la
cartografía del espacio. Era preciso continuar. No podían permanecer
indefinidamente allí.
Pero, en los preparatorios, Marsuf no apareció. Buscado con afán, fue encontrado
en una casa, construida sobre las ruinas de otra antigua. Marsuf se negó a
embarcar.
- Te llevaré a bordo aunque tenga que dejarte sin sentido de un puñetazo - rugió el
comandante.
- No harás eso. Yo me resistiría. Lucharíamos. Y estos seres, no preparados para
el odio y la lucha, morirían. Ya ves, es curioso; pero una emoción incomprendida
los mata. ¿Quieres hacerlo?
- ¡No me importa! Son máquinas.
- No; en cierto modo no lo son y tú lo sabes. Son criaturas del hombre, lo mismo
que nosotros somos criaturas de Dios; son como perros, como seres inválidos sin
nuestra presencia.
- Marsuf, maldito, ¡no puedo dejarte aquí!
- Yo tampoco puedo marcharme, dejándolos otra vez en la eterna espera.
- No podemos hacer otra cosa. Sé razonable, Marsuf - rogó el comandante.
- Lo estoy siendo - dijo Marsuf -. Más que nunca. Toda mi vida he sido un violento
un egoísta; incluso mi amor, mi hijo, murió por mi egoísmo. Quizá haya hecho
cosas nobles, pero era porque me divertían. Ahora, ante estas criaturas de metal,
menos que perros, quiero redimirme - intentó incluso bromear -. Además, son
unos oyentes ideales. Les parece bien todo lo que improviso...
- No, Marsuf, no...
Los miles de robots eran testigos de la extraña pugna. El terreno entero estaba
cubierto de hombres de metal, sumisos, anhelantes.
- Vete, comandante. He dado a los robots mi palabra de que podrían servir al
hombre. Y yo, aquí, soy su esperanza. Vuelve a la Tierra; llévate algunos de ellos,
explica allí lo que pasa. Han transcurrido ya muchos años y la ley antirrobótica
habrá perdido fuerza. Explica cómo son estos seres. Diles que podemos destruir la
fábrica, los planos, pero que no podemos destruirlos a ellos porque nos aman y el
mundo no está sobrado de amor. Diles que los pongan a cuidar a los niños. Yo les
habré enseñado muchas historias. Diles que... ¡Diles lo que quieras, cabeza de
melón! Pero convénceles y vuelve. Vuelve con otras naves, para ir
transportándolos a la Tierra, u otras colonias. Yo te esperaré. Te doy mi palabra
de viejo cabezota que te esperaré.
- ¡No puedo hacerlo, Marsuf!
- ¿Acaso hay algo imposible para el servicio? Recuerda: «Orgullo y paciencia»...
Cinco horas más tarde, ya en el aire, pero todavía circunvolando el misterioso
satélite, el comandante, con sus oficiales, contemplaba el panorama desde su
puente de mando. En cada vuelta, la masa negra, las hormigas robóticas, se
movían como para demostrar que estaban esperando su vuelta, por encima del
tiempo, el olvido y la muerte.
Los ojos del comandante Varsovia tenían un brillo sospechoso. No estaba bien
que un viejo patrullero llorase, pero, ¿quién hubiera supuesto una situación
semejante?
- ¿Qué hacemos comandante? - preguntó el segundo.
- ¡Qué hacemos, cabeza de chorlito! - estalló el comandante para ocultar su
emoción -. ¡Rumbo a la Tierra a toda máquina! ¡He dicho que a toda máquina! Y
diga a esos incapaces de la sala de máquinas que dejen de hurgarse las narices y
que trabajen.
- Exactamente. Eso les diré, comandante.
Pronto las manchas negras se fueron haciendo diminutas; luego, se perdieron. El
asteroide fue primero una gran pelota luminosa; poco más tarde una naranja
azulada y dos horas después, una simple y pequeña estrella en el negro
firmamento.

FIN
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