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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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lunes, 25 de febrero de 2013

Sangre





Sangre
Fredric Brown


En su máquina del tiempo, Vron y Dreena, los dos últimos sobrevivientes de la
raza de los vampiros, huyeron hacia el futuro para escapar de la aniquilación. Se
estrechaban fuertemente las manos y se prodigaban mutuas palabras de
consuelo, tan grandes eran su terror y su hambre.
En el siglo XXII la Humanidad los había descubierto, averiguando que la leyenda
de los vampiros que vivían en secreto entre los seres humanos no era una
leyenda sino una realidad. Hubo una matanza en la que perecieron todos los
vampiros pero aquellos dos, que ya habían estado trabajando en una máquina del
tiempo y que consiguieron terminarla a punto, pudieron huir con ella. Hacia el
futuro, a un futuro tan lejano que el término vampiro hubiese caído en el olvido,
con el resultado que ellos podrían pasar de nuevo inadvertidos... y con su simiente
hacer surgir una nueva raza.
Tengo hambre, Vron. Un hambre terrible.
Yo también, mi querida Dreena. Pronto volveremos a parar.
Ya se habían detenido cuatro veces y en cada una de ellas salvaron la vida por los
pelos. Los seres que vivían en el planeta no les habían olvidado. La última parada,
medio billón de años atrás, les había mostrado un mundo gobernado por los
perros... un mundo de perros, al pie de la letra: los seres humanos se habían
extinguido y los perros se habían civilizado, ocupando el lugar del hombre. Sin
embargo, les reconocieron y supieron lo que eran. Pudieron alimentarse sólo una
vez con la sangre de una tierna perrita, pero los canes los persiguieron hasta su
máquina del tiempo y tuvieron que emprender nuevamente la huida.
Te agradezco que hayas parado dijo Dreena, suspirando.
No tienes por que agradecérmelo observó Vron, ceñudo. Hemos llegado al
fin del trayecto. Se nos ha terminado el combustible y aquí no encontraremos... a
la sazón todos los compuestos radiactivos deben de haberse convertido ya en
plomo. Viviremos aquí... o moriremos.
Salieron a explorar.
Mira dijo Dreena con voz excitada, señalando a algo que caminaba hacia
ellos. ¡Una nueva criatura! Los perros han desaparecido y algo los sustituye.
Estoy segura que ya nos han olvidado.

El ser que se aproximaba era telépata.
He escuchado vuestros pensamientos dijo una voz dentro de sus cerebros.
Os preguntáis si nosotros conocemos a los vampiros, sean estos lo que sean.
Pues, no, no los conocemos.
¡Es la libertad! murmuró ávidamente Dreena. ¡Y comida!
También os preguntáis continuó la voz acerca de mi origen y evolución.
Actualmente, toda la vida en el planeta es vegetal. Yo... les hizo una
reverencia yo, miembro de la raza dominante, era antaño lo que vosotros
llamábais un nabo.

El Ruido de un Trueno





El Ruido de un Trueno
Ray Bradbury


El anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil película de agua caliente.
Eckels sintió que parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad:


Safari en el Tiempo S.A
Safaris a cualquier año del pasado.
Usted elige el animal.
Nosotros lo llevamos allí.
Usted lo mata.


Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia
abajo la flema. Los músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras
alzaba lentamente la mano, y la mano se movió con un cheque de diez mil dólares
ante el hombre del escritorio.
-¿Este safari garantiza que yo regrese vivo?
-No garantizamos nada -dijo el oficial-, excepto los dinosaurios.-. Este es el señor
Travis, su guía safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué
momento. Si usted desobedece sus intrucciones, hay una multa de otros diez mil
dólares, además de una posible acción del gobierno, a la vuelta.
Eckels miró en el otro extremo de la vasta oficina la confusa maraña zumbante de
cables y cajas de acero, y el aura ya anaranjada, ya plateada, ya azul. Era como el
sonido de una gigantesca hoguera donde ardía el tiempo, todos los años y todos
los calendarios del pergamino, todas las horas apilada en llamas.
El roce de una mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un instante,
sobre sí mismo. Eckels recordó las palabras de los anuncios en la carta. De las
brasas y cenizas, del polvo y los viejos años, como doradas salamandras, saltarán
los viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire, las canas se volverán
negro ébano, las arrugas desaparecerán. Todo regresará volando a la semilla,
huirá de la muerte, retornará a sus principios; los soles se elevarán en los cielos
occidentales y se pondrán en los orientes gloriosos, las lunas se devorarán al
revés a sí mismas, todas las cosas se meterán unas en otras como cajas chinas,
los conejos entrarán en los sombreros, todo volverá a la fresca muerte, la muerte
en la semilla, la muerte en verde, al tiempo anterior al comienzo, bastará el roce
de una mano, el más leve roce de una mano.
-¡Infierno y condenación! -murmuró Eckels con la luz de la máquina en el rostro
delgado-. Una verdadera máquina del tiempo. -Sacudió la cabeza-. Lo hace
pensar a uno. Si la elección hubiera ido mal ayer, yo quizá estaría aquí huyendo
de los resultados. Gracias a Dios ganó Keith. Será un buen presidente.
-Sí -dijo el hombre detrás del escritorio-. Tenemos suerte. Si Deutscher hubiese
ganado, tendríamos la peor de las dictaduras. Es el antitodo, militarista, anticristo,
antihumano, antiintenlectual. La gente nos llamó, ya sabe usted, bromeando, pero
no enteramente. Decían que si Deutscher era presidente, querían ir a vivir a 1492.
Por supuesto, no nos ocupamos de organizar evasiones, sino safaris. De todos
modos, el presidente es Keith. Ahora su única preocupación es...
Eckels terminó la frase:
-Matar mi dinosario.
-Un Tyrannosaurus rex. El Lagarto del Trueno, el más terrible mounstro de la
historia. Firme este permiso. Si le pasa algo, no somos responsables. Estos
dinosaurios son voraces.
Eckels enrojeció, enojado.
-¡Trata de asustarme!
-Francamente, sí. No queremos que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro. El
año pasado murieron seis jefes de safari y una docena de cazadores. Vamos a
darle a usted la más extraordinaria emoción que un cazador pueda pretender. Lo
enviaremos sesenta millones de años atrás para que disfrute de la mayor y más
emocionate cacería de todos los tiempos. SU cheque está todavía aquí. Rómpalo.
El señor Eckels miró el cheque largo rato. Se le retorcían los dedos.
-Buena suerte –dijo el hombre detrás del mostrador-. El señor Travis está a su
disposición.
Cruzaron el salón silenciosamente, llevando los fusiles, hacia la Máquina, hacia el
metal plateado y la luz rugiente.
Primero un día y luego una noche y luego un día y luego una noche, y luego díanoche-
día-noche-día. Una semana, un mes, un año, ¡una década! 2055. 2019.
¡1999! ¡1957! ¡Desaparecieron! La Máquina rugió.
Se pusieron los cascos de oxígeno y probaron los intercomunicadores.
Eckels se balanceaba en el asiento almohadillado, con el rostro pálido y duro.
Sintió un temblor en los brazos y bajó los ojos y vio que sus manos apretaban el
fusil. Había otros cuatro hombres en la Máquina. Travis, el jefe del safari, su
asistente, Lesperance, y dos otros cazadores, Billings y Kramer. Se miraron unos
a otros y los años llamearon alrededor.
-¿Estos fusiles pueden matar a un dinosaurio de un tiro? –se oyó decir a Eckels.
-Si da usted en el sitio preciso –dijo Travis por la radio del casco-. Algunos
dinosaurios tienen dos cerebros, uno en la cabeza, otro en la columna espinal. No
les tiraremos a éstos, y tendremos más probabilidades. Aciérteles con los dos
primeros tiros a los ojos, si puede, cegándolo, y luego dispare al cerebro.
La Máquina aulló. El tiempo era un película que corría hacia atrás. Pasaron soles,
y luego diez millones de lunas.
-Dios santo –dijo Eckels-. Los cazadores de todos los tiempos nos envidiarían hoy.
África al lado de esto parece Illinois.
El sol se detuvo en el cielo.
La niebla que había envuelto la Máquina se desvaneció. Se encontraban en los
viejos tiempos, tiempos muy viejos en verdad, tres cazadores y dos jefes de safari
con sus metálicos rifles azules en las rodillas.
-Cristo no ha nacido aún –dijo Travis-. Moisés no ha subido a la montaña a hablar
con Dios. Las pirámides están todavía en la tierra, esperando. Recuerde que
Alejandro, Julio César, Napoleón, Hitler... no han existido.
Los hombres asintieron con movimientos de cabeza.
-Eso –señaló el señor Travis- es la jungla de sesenta millones dos mil cincuenta y
cinco años antes del presidente Keith.
Mostró un sendero de metal que se perdía en la vegetación salvaje, sobre
pantanos humeantes, entre palmeras y helechos gigantescos.
-Y eso –dijo- es el Sendero, instalado por Safari en el Tiempo para su provecho.
Flota a diez centímetros del suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un
árbol. Es de metal antigravitatorio. El propósito del Sendero es impedir que toque
usted este mundo del pasado de algún modo. No se salga del Sendero. Repito. No
se salga de él. ¡Por ningún motivo! Si se cae del Sendero hay una multa. Y no tire
contra ningún animal que nosotros no aprobemos.
-¿Por qué? –preguntó Eckels.
Estaban en la antigua selva. Unos pájaros lejanos gritaban en el viento, y había un
olor de alquitrán y viejo mar salado, hierbas húmedas y flores de color de sangre.
-No queremos cambiar el futuro. Este mundo del pasado no es el nuestro. Al
gobierno no le gusta que estemos aquí. Tenemos que dar mucho dinero para
conservar nuestras franquicias. Una máquina del tiempo es un asunto delicado.
Podemos matar inadvertidamente un animal importante, un pájaro, un coleóptero,
aun una flor, destruyendo así un eslabón importante en la evolución de las
especies.
-No me parece muy claro –dijo Eckels.
-Muy bien –continuó Travis-, digamos que accidentalmente matamos aquí un
ratón. Eso significa destruir las futuras familias de este individuo, ¿entiende?
-Entiendo.
-¡Y todas las familias de las familias de ese individuo! Con sólo un pisotón usted
primero uno, luego una docena, luego mil, un millón, ¡un billón de posibles ratones!
-Bueno, ¿y eso qué? –inquirió Eckels.
-¿Eso qué? –gruñó suavemente Travis-. ¿Qué pasa con los zorros que necesitan
esos ratones sobrevivir?. Por falta de diez ratones muere un zorro. Por falta de
diez zorros, un león muere de hambre. Por falta de un león, especies enteras de
insectos, buitres, infinitos billones de formas de vida son arrojados al caos y la
destrucción. Al final todo se reduce a esto: cincuenta y nueve millones de años
más tarde, un hombre de las cavernas, uno de la única docena que hay en todo el
mundo, sale a cazar un jabalí o un tigre para alimentarse. Pero usted, amigo, ha
aplastado con el pie a todos los tigres de esa zona al haber pisado un ratón. Así
que el hombre de las cavernas se muere de hambre. Y el hombre de las cavernas,
no lo olvide, no es un hombre que pueda desperdiciarse, ¡no! Es toda una futura
nación. De él nacerán diez hijos. De ellos nacerán cien hijos, y así hasta llegar a
nuestros días. Destruya usted a ese hombre, y destruye usted una raza, un
pueblo, toda una historia viviente. Es como asesinar a uno de los nietos de Adán.
El pie que ha puesto sobre el ratón desencadenará así un terremoto, y sus efectos
sacudirán nuestra tierra y nuestros destinos a través del tiempo, hasta sus raíces.
Con la muerte de ese hombre de las cavernas, un billón de otros hombres no
saldrán nunca de la matriz. Quizá Roma no se alce nunca sobre las siete colinas.
Quizá Europa sea para siempre un bosque oscuro, y sólo crezca Asia saludable y
prolífica. Pise usted un ratón y dejará su huella, como un abismo en la eternidad.
La reina Isabel no nacerá nunca, Washington no cruzará el Delaware, nunca habrá
un país llamado Estados unidos. Tenga cuidado. No se salga del Sendero. ¡Nunca
pise afuera!
-Ya veo –dijo Eckels-. Ni siquiera debemos pisar la hierba.
-Correcto. Al aplastar ciertas plantas quizá sólo sumemos factores infinitesimales.
Pero un pequeño error aquí se multiplicará en sesenta millones de años hasta
alcanzar proporciones extraordinarias. Por supuesto, quizá nuestra teoría esté
equivocada. Quizá nosotros no podamos cambiar el tiempo. O tal vez sólo pueda
cambiarse de modos muy sutiles. Quizá un ratón muerto aquí provoque un
desequilibrio entre los insectos de allá, una desproporción en la población más
tarde, una mala cosecha liego, una depresión, hambres colectivas, y, finalmente,
un cambio en la conducta social de alejados países. O algo mucho más sutil.
Quizá un suave aliento, un murmullo, un cabello, polen en el aire, un cambio tan,
tan leve que uno podría notarlo sólo mirando de muy cerca. ¿Quién lo sabe?
¿Quién puede decir que realmente lo sabe? No nosotros. Nuestra teoría no es
más que una hipótesis. Pero mientras no sepamos con seguridad si nuestros
viajes en el tiempo pueden terminar en un gran estruendo o en un imperceptible
crujido, tenemos que tener mucho cuidado. Esta máquina, este sendero, nuestros
cuerpos y nuestras ropas han sido esterilizados, como usted sabe, antes del viaje.
Llevamos estos cascos de oxígeno para no introducir nuestras bacterias en una
antigua atmósfera.
-¿Cómo sabemos que animales podemos matar?
-Están marcados con pintura roja –dijo Travis-. Hoy, antes de nuestro viaje,
enviamos aquí a Lesperance con la Máquina. Vino a esta Era particular y siguió a
ciertos animales.
-¿Para estudiarlos?
-Exactamente –dijo Travis-. Los rastreó a lo largo de toda su existencia,
observando cuáles vivían mucho tiempo. Muy pocos. Cuántas veces se
acoplaban. Pocas, La vida es breve. Cuando encontraba alguno que iba a morir
aplastado por un árbol u otro que se ahogaba en un pozo de alquitrán, anotaba la
hora exacta, el minuto y el segundo, y le arroajaba una bomba de pintura que el
manchaba de rojo el costado. No podemos equivocarnos. Luego midió nuestra
llegada al pasado de modo que no nos encontremos con el monstruo más de dos
minutos antes de aquella muerte. De este modo, sólo matamos animales sin
futuro, que nunca volverán a acoplarse. ¿Comprende que cuidadosos somos?
-Pero si ustedes vinieron esta mañana –dijo Eckels ansiosamente-, debían
haberse encontrado con nosotros, nuestro safari. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvimos éxito?
¿Salimos todos... vivos?
Travis y Lesperance se miraron.
-Eso hubiese sido una paradoja –habló Lesperance-. El tiempo no permite esas
confusiones..., un hombre que se encuentra consigo mismo, Cuando va a ocurrir
algo parecido, el tiempo se hace a un lado. Como un avión que cae en un pozo de
aire. ¿Sintió usted ese salto de la Máquina, poco antes de nuestra llegada?
Estábamos cruzándonos con nosotros mismos que volvíamos al futuro. No vimos
nada. No hay modo de saber si esta expedición fue un éxito, si cazamos nuestro
monstruo, o si todos nosotros, y usted, señor Eckels, salimos con vida.
Eckels sonrió débilmente.
-Dejemos esto –dijo Travis con brusquedad-. ¡Todos de pie!
Se prepararon a dejar la Máquina.
La jungla era alta y la jungla era ancha y la jungla era todo el mundo por siempre y
para siempre. Sonidos como música y sonidos como lonas voladoras llenaban el
aire: los pterodáctilos que volaban con cavernosas alas grises, murciélagos
gigantes nacidos del delirio de una noche febril.
Eckels, guardando el equilibrio en el estrecho sendero, apuntó con su rifle,
bromeando.
-¡No haga eso! –dijo Travis-. ¡No apunte ni siquiera en broma, maldita sea! Si se le
dispara el arma...
Eckels enrojeció.
-¿Dónde esta nuestro Tyrannosaurus?
Lesperance miró su reloj de pulsera.
-Adelante. Nos cruzaremos con él dentro de sesenta segundos. Busque la pintura
roja, por Cristo. No dispare hasta que se lo digamos. Quédese en el Sendero. ¡
Quédese en el Sendero!
Se adelantaron en el viento de la mañana.
-Qué raro –murmuró Eckels-. Allá delante, a sesenta millones de años, ha pasado
el día de elección. Keith es presidente. Todos celebran. Y aquí, ellos no existen
aún. Las cosas que nos preocuparon durante meses, toda una vida, no nacieron ni
fueron pensadas aún.
-¡Levanten todos el seguro, todos! –ordenó Travis-. Usted dispare primero, Eckels.
Luego, Billings. Luego, Kramer.
-He cazado tigres, jabalíes, búfalos, elefantes, pero Jesús, esto es caza –comentó
Eckels-. Tiemblo como un niño.
-Ah –dijo Travis.
Todos se detuvieron.
Travis alzó una mano.
-Ahí delante –susurró-. En la niebla. Ahí está Su Alteza Real.
La jungla era ancha y llena de gorjeos, crujidos, murmullos y suspiros.
De pronto todo cesó, como si alguien hubiese cerrado una puerta.
Silencio.
El ruido de un trueno.
De la niebla, a cien metros de distancia salió el Tyrannosaurus rex.
-Jesucristo –murmuró Eckels.
-¡Chist!
Venía a grandes trancos, sobre patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros
por encima de los árboles, un gran dios del mal, apretando sus delicadas garras
de relojero contra el oleoso pecho de reptil. Cada pata inferior era un pistón,
quinientos kilos de huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas de músculos,
encerrados en una vaina de piel centelleante y áspera, como la cota de malla de
un guerrero terrible. Cada muslo era una tonelada de carne, marfil y acero. Y de la
gran caja de aire del torso colgaban los dos brazos delicados, brazos con manos
que podían alzar y examinar a los hombres como juguetes, mientras el cuelo de
serpiente se retorcía sobre sí mismo. Y la cabeza, una tonelada de piedra
esculpida que se alzaba fácilmente hacia el cielo. En la boca entreabierta
asomaba una cerca de dientes como dagas. Los ojos giraban en las órbitas, ojos
vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en una mueca de
muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los
pies se hundían en la tierra dejando huellas de quince centímetros de profundidad.
Corría como si diese unos deslizantes pasos de baile, demasiado erecto y en
equilibrio para sus diez toneladas. Entró fatigosamente en el área de sol, y sus
hermosas manos de reptil tantearon el aire.
-¡Dios mío! –Eckels torció la boca-. Puede incorporarse y alcanzar la luna.
-¡Chist! –Travis sacudió bruscamente la cabeza-. Todavía no nos vio.
-No es posible matarlo. –Eckels emitió con serenidad este veredicto, como si fuese
indiscutible. Había visto la evidencia y ésta era su razonada opinión. El arma en
sus manos parecía un rifle de aire comprimido-. Hemos sido unos locos. Esto es
imposible.
-¡Cállese!- siseó Travis.
-Una pesadilla.
-Dé media vuelta –ordenó Travis-. Vaya tranquilamente hasta la Máquina. Le
devolveremos mitad del dinero.
-No imaginé que fuera tan grande –dijo Eckels-. Calculé mal. Eso es todo. Y ahora
quiero irme.
-¡Nos vio!
-¡Ahí está la pintura roja en el pecho!
El Lagarto del Trueno se incorporó. Su armadura brilló como mil monedas verdes.
Las monedas, embarradas, humeaban. En el barro se movían diminutos insectos,
de modo que todo el cuerpo parecía retorcerse y ondular, aun cuando el monstruo
mismo no se moviera. El monstruo resopló. Un hedor de sangre cruda cruzó la
jungla.
-Sáquenme de aquí –pidió Eckels-. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que
saldría vivo. Tuve buenos guías, buenos safaris, y protección. Esta vez me he
equivocado. Me he encontrado con la horma de mi zapato, y lo admito. Esto es
demasiado para mí.
-No corra –dijo Lesperance-. Vuélvase. Ocúltese en la Máquina.
-sí.
Eckels parecía aturdido. Se miró los pies como si tratara de moverlos. Lanzó un
gruñido de desesperanza.
- ¡Eckels!
Eckels dio unos pocos pasos, parpadeando, arrastrando los pies.
- ¡Por ahí no!
El monstruo, al advertir un movimiento, se lanzó hacia adelante ton un grito
terrible. En cuatro segundos cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y llamearon.
De la boca del monstruo salió un torbellino que los envolvió con un olor de barro y
sangre vieja. El monstruo rugió con los dientes brillantes al sol.
Eckels, sin mirar atrás, caminó ciegamente hasta el borde del Sendero, con el rifle
que le colgaba de los brazos. Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la jungla,.
Los pies se le hundieron en un musgo verde. Lo llevaban las piernas, Y se sintió
solo y alejado de lo que ocurría atrás.
Los rifles dispararon otra vez. El ruido se perdió en chillidos y truenos. La gran
Palanca de la cola del reptil se alzó sacudiéndose. Los árboles estallaron en
nubes de hojas y ramas. El monstruo retorció sus manos de joyero y las bajó
como para acariciar a los hombres, para partirlos en dos, aplastarlos como
cerezas, meterlos entre los dientes y en la rugiente garganta. Sus ojos de canto
rodado bajaron a la altura de los hombres, que vieron sus propias imágenes.
Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los brillantes iris negros.
Como un ídolo de piedra, Como el desprendimiento de una montaña, el
Tyrannosaurus cayó. Con un trueno, se abrazó a unos árboles, los arrastró en su
caída. Torció y quebró el Sendero de Metal. Los hombres retrocedieron
alejándose. El cuerpo golpeó el suelo, diez toneladas de carne fría y piedra. Los
rifles dispararon. El monstruo azotó el aire con su cola acorazada, retorció sus
mandíbulas de serpiente, y ya no se movió. Una fuente de sangre le brotó de la
garganta. En alguna parte, adentro, estalló un saco de fluidos. Unas bocanadas
nauseabundas empaparon a los cazadores. Los hombres se quedaron mirándolo,
rojos y resplandecientes.
El trueno se apagó.
La jungla estaba en silencio. Luego de la tormenta, una gran paz. Luego de la
pesadilla, la mañana.
Billings y Krarner se sentaron en el sendero y vomitaron. Travis y Lesperance, de
pie, sosteniendo aún los rifles humeantes, juraban continuarnente.
En la Máquina de¡ Tiempo, cara abajo, yacía Eckelsl estremeciéndose. Había
encontrado el camino de vuelta al Sendero y había subido a la Máquina.
Travis se acercó, lanzó una ojeada a Eckels, sacó unos trozos de algodón de una
caja metálica y volvió junto a los otros, sentados en el Sendero.
-Límpiense.
Limpiaron la sangre de los cascos. El monstruo yacía como una loma de carne
sólida. En su interior uno podía oír los suspiros y murmullos a medida que morían
las más lejanas de las cámaras, y los órganos dejaban de funcionar, y los líquidos
corrían un último instante de un receptáculo a una cavidad, a una glándula, y todo
se cerraba para siempre. Era como estar junto a una locomotora estropeada o una
excavadora de vapor en el momento en que se abren: las válvulas o se las cierra
herméticamente. Los huesos crujían. La propia carne, perdido el equilibrio, cayó
como peso muerto sobre los delicados antebrazos, quebrándolos.
Otro crujido. Allá arriba, la gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó. Golpeó
a la bestia muerta como algo final.
-Ahí está -Lesperance miró su reloj-. Justo a tiempo. Ese es el árbol gigantesco
que originalmente debía caer y matar al animal.
Miró a los dos cazadores ¿Quieren la fotografía trofeo?
-¿Qué?
-No podemos llevar un trofeo al futuro; El cuerpo tiene que quedarse aquí donde
hubiese muerto originalmente, de modo que los insectos, los pájaros y las
bacterias puedan vivir de él, como estaba previsto. Todo debe mantener su
equilibrio. Dejamos el cuerpo. Pero podemos llevar una foto con ustedes al lado.
Los dos hombres trataron de pensar, pero al fin sacudieron la cabeza.
Caminaron a lo largo del Sendero de Metal. Se dejaron caer de modo cansino en
los almohadones de la Máquina. Miraron otra vez el monstruo caído, -el monte
paralizado, donde unos raros pájaros reptiles y unos insectos dorados trabajaban
ya en la humeante armadura.
Un sonido en el piso de la Máquina del Tiempo los endureció. Eckels estaba allí,
temblando.
-Lo siento -dijo al fin.
- ¡Levántese! -gritó Travis.
Eckels se levantó.
- ¡Vaya por ese sendero, solo! -agregó Travis, apuntando con el rifle-. Usted no
volverá a la Máquina. ¡Lo dejaremos aquí!
Lesperance tomó a Travis por el brazo.
-Espera...
- ¡No te metas en esto! -Travis se sacudió apartando la mano-. Este hijo de perra
casi nos mata. Pero eso no es bastante. Diablo, no. ¡Sus zapatos! ¡Míralos! -Salió
del Sendero. ¡Dios mío, estamos arruinados! Cristo sabe qué multa nos pondrán.
¡Decenas de miles de dólares! Garantizamos que nadie dejaría el Sendero. Y él lo
dejó. ¡Oh, condenado tonto! Tendré que informar al gobierno. Pueden hasta
quitarnos la licencia. ¡Dios sabe lo que le ha hecho al tiempo, a la Historia!
-Cálmate. Sólo pisó un poco de barro.
- ¡Cómo podemos saberlo? -gritó Travis-. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado
misterio! ¡Fuera de aquí, Eckels!
Eckels buscó en su chaqueta.
-Pagaré cualquier cosa. ¡Cien mil dólares!
Travis miró enojado la libreta de cheques de Eckels y escupió.
-Vaya allí. El monstruo está junto al Sendero. Métale los brazos hasta los codos en
la boca, y vuelva.
- ¡Eso no tiene sentido!
-El monstruo está muerto, cobarde bastardo. ¡Las balas! No podemos dejar aquí
las balas. No pertenecen al pasado, pueden cambiar algo. Tome mi cuchillo.
¡Extráigalas!
La jungla estaba viva otra vez, con los viejos temblores y los gritos de los pájaros.
Eckels se volvió lentamente a mirar al primitivo vaciadero de basura, la montaña
de pesadillas y terror. Luego de un rato, como un sonámbulo, se fue, arrastrando
los pies.
Regresó temblando cinco minutos más tarde, con los brazos empapados Y rojos
hasta los codos. Extendió las manos. En cada una había un montón de balas.
Luego cayó. Se quedó allí, en el suelo, sin moverse.
-No había por qué obligarlo a eso -dijo Lesperance.
-¿No? Es demasiado Pronto para saberlo. -Travis tocó con el pie el cuerpo
inmóvil.
-Vivirá. La Próxima vez no buscará cazas como ésta. Muy bien. -Le hizo una
fatigada seña con el pulgar a Lesperance-. Enciende. Volvamos a casa.
1492.1776.1812.
Se limpiaron las caras Y manos. Se cambiaron las camisas Y pantalones. Eckels
se había incorporado y se paseaba sin hablar. Travis lo miró furiosamente durante
diez minutos.
-No me mire -gritó Eckels-. No hice nada.
-¿Quién puede decirlo?
-Salí de] sendero, eso es todo; traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué quiere
que haga? ¿Que me arrodille y rece?
-Quizá lo necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo listo
el fusil.
-Soy inocente. ¡No he hecho nada!
1999.2000.2055.
La máquina se detuvo.
-Afuera -dijo Travis.
El cuarto estaba como lo habían dejado. Pero no de modo tan preciso. El mismo
hombre estaba s entado detrás del mismo escritorio. Pero no exactamente el
mismo hombre detrás del mismo escritorio.
Travis miró alrededor con rapidez.
-¿Todo bien aquí? -estalló.
-Muy bien. ¡Bienvenidos!
Travis no se sintió tranquilo. Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo
como entraba la luz del sol por la única ventana alta.
-Muy bien, Eckels, puede salir. No vuelva nunca.
Eckels no se movió.
-¿No me ha oído? -dijo Travis-. ¿Qué mira?
Eckels olía el aire, y había algo en el aire, una sustancia química tan sutil, tan leve,
que sólo el débil grito de sus sentidos subliminales le advertía que estaba allí. Los
colores blanco, gris, azul, anaranjado, de las paredes, del mobiliario, del cielo más
allá de la ventana, eran... eran... Y había una sensación. Se estremeció. Le
temblaron las manos. Se quedó oliendo aquel elemento raro con todos los poros
del cuerpo. En alguna parte alguien debía de estar tocando uno de esos silbatos
que sólo pueden oír los perros. Su cuerpo respondió con un grito silencioso. Más
allá de este cuarto, más allá de esta pared, más allá de este hombre que no era
exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio..., se extendía todo un
mundo de calles Y gente. Qué suerte de mundo era ahora, no se podía saber.
Podía sentirlos cómo se movían, más allá de los muros, casi, como piezas de
ajedrez que arrastraban un viento seco...
Pero había algo más inmediato. El anuncio pintado en la pared de la oficina, el
mismo anuncio que había leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera.
De algún modo el anuncio había cambiado.
SEFARI EN EL TIEMPO. S.A.
SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO
USTE NOMBRA EL ANIMAL.
NOSOTROS LO LLEBAMOS AYI.
USTE LO MATA.
Eckels sintió que caía en una silla. Tanteó insensatamente el grueso barro de sus
botas. Sacó un trozo, temblando.
-No, no puede ser. Algo tan pequeño. No puede ser. ¡No!
Hundida en el barro, brillante, verde, y dorada, y negra, había una mariposa, muy
hermosa y muy muerta.
- ¡No algo tan pequeño! ¡No una mariposa! -gritó Eckels.
Cayó al suelo una cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos los
equilibrios, derribando primero la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran
dominó, y luego de un gigantesco dominó, a lo largo de los años, a través del
tiempo. La mente de Eckels giró sobre sí misma. La mariposa no podía cambiar
las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿Podía?
Tenía el rostro helado. Preguntó, temblándole la boca:
-¿Quién... quién ganó la elección presidencial ayer?'
El hombre detrás del mostrador se rio.
-¿Se burla de mí? Lo sabe muy bien. ¡Deutscher, por supuesto! No ese
condenado debilucho de Keith. Tenemos un hombre fuerte ahora, un hombre de
agallas. ¡Sí, señor! -El oficial calló-. ¿Qué pasa?
Eckels gimió. Cayó de rodillas. Recogió la mariposa dorada con dedos
temblorosos.
-¿No podríamos -se preguntó a sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales, a
la Máquina-, no podríamos llevarla allá no podríamos hacerla vivir otra vez? ¿No
podríamos empezar de nuevo? ¿No podríamos ... ?
No se movió. Con los ojos cerrados, esperó estremeciéndose. Oyó que Travis
gritaba; oyó que Travis preparaba el rifle, alzaba el seguro, y apuntaba.
El ruido de un trueno.

EN PUERTO MARTE Y SIN HILDA






EN PUERTO MARTE Y SIN HILDA
ISAAC ASIMOV


Todo empezó como un sueño. No tuve que preparar nada, ni disponer las cosas de antemano. Me
limité a observar cómo todo salía por sí solo... Tal vez eso debería haberme puesto sobre aviso, y
hacerme presentir la catástrofe.
Todo empezó con mi acostumbrado mes de descanso entre dos misiones. Un mes de trabajo y un
mes de permiso constituye la norma del Servicio Galáctico. Llegué a Puerto Marte para la espera
acostumbrada de tres días antes de emprender el breve viaje a la Tierra.
En circunstancias ordinarias, Hilda, que Dios la bendiga, la esposa más cariñosa que pueda tener
un hombre, hubiera estado allí esperándome, y ambos hubiéramos pasado tres días muy agradables y
tranquilos..., un pequeño y dichoso compás de espera para los dos. La única dificultad para que esto
fuera posible consistía en que Puerto Marte era el lugar más turbulento y ruidoso de todo el Sistema,
y un pequeño compás de espera no es exactamente lo que mejor encaja allí. Pero..., ¿cómo podía
explicarle eso a Hilda?
Pues bien, esta vez, mi querida mamá política, que Dios la bendiga también (para variar), se puso
enferma precisamente dos días antes que yo arribase a Puerto Marte, y la noche antes de
desembarcar recibí un espaciograma de Hilda comunicándome que tenía que quedarse en la Tierra
con mamá y que, sintiéndolo mucho, no podía acudir allí a recibirme.
Le envié otro espaciograma diciéndole que yo también lo sentía mucho y que lamentaba
enormemente lo de su madre, cuyo estado me inspiraba una gran ansiedad (así se lo dije). Y cuando
desembarqué...
¡Me encontré en Puerto Marte y sin Hilda!
De momento me quedé anonadado; luego se me ocurrió llamar a Flora (con la que había tenido
ciertas aventurillas en otros tiempos), y con este fin tomé una cabina de vídeo..., sin reparar en
gastos, pero es que tenía prisa.
Estaba casi seguro que la encontraría fuera, o que tendría el videófono desconectado, o incluso
que habría muerto.
Pero allí estaba ella, con el videófono conectado y, por toda la Galaxia, lo estaba todo menos
muerta.
Estaba mejor que nunca. El paso de los años no podía marchitarla, como dijo una vez alguien, ni
la costumbre empañar su cambiante belleza.
¡No estuvo poco contenta de verme! Alborozada, gritó:
-¡Max! ¡Hacía años que no nos veíamos!
-Ya lo sé, Flora, pero ahora nos veremos, si tú estás libre. ¿Sabes qué pasa? ¡Estoy en Puerto
Marte y sin Hilda!
Ella chilló de nuevo:
-¡Estupendo! Entonces ven inmediatamente.
Yo me quedé bizco. Aquello era demasiado.
-¿Quieres decir que estás libre..., libre de verdad?
El lector debe saber que a Flora había que pedirle audiencia con días de anticipación. Era algo
que se salía de lo corriente. Ella me contestó:
-Oh, tenía un compromiso sin importancia, Max, pero ya lo arreglaré. Tú ven.
-Voy volando -contesté, estallando de puro gozo.
Flora era una de esas chicas... Bien, para que el lector tenga una idea, le diré que en sus
habitaciones reinaba la gravedad marciana: 0,4 respecto a la normal en la Tierra. La instalación que
la liberaba del campo seudogravitatorio a que se hallaba sometido Puerto Marte era carísima, desde
luego, pero si el lector ha sostenido alguna vez entre sus brazos a una chica a 0,4 gravedades, sobran
las explicaciones. Y si no lo ha hecho, las explicaciones de nada sirven. Además, le compadezco.
Es algo así como flotar en las nubes.
Corté la comunicación. Sólo la perspectiva de verla en carne y hueso podía obligarme a borrar su
imagen con tal celeridad. Salí corriendo de la cabina.
En aquel momento, en aquel preciso instante, con precisión de décimas de segundo, el primer
soplo de la catástrofe me rozó.
Aquel primer barrunto estuvo representado por la calva cabeza de aquel desarrapado de Rog
Crinton, de las oficinas de Marte, calva que brillaba sobre unos grandes ojos azul pálido, una tez
cetrina y un desvaído bigote pajizo. No me molesté en ponerme a gatas y tratar de enterrar la cabeza
en el suelo, porque mis vacaciones acababan de comenzar en el mismo momento en que había
descendido de la nave.
Por lo tanto, le dije con una cortesía normal:
-¿Qué deseas? Tengo prisa. Me esperan.
Él repuso:
-Quien te espera soy yo. Te he estado esperando en la rampa de descarga.
-Pues no te he visto.
-Tú nunca ves nada.
Tenía razón, porque al pensar en ello, me dije que si él estaba en la rampa de descarga, debería
haberse quedado girando para siempre, porque había pasado junto a él como el cometa Halley
rozando la corona solar.
-Muy bien -dije entonces-. ¿Qué deseas?
-Tengo un trabajillo para ti.
Yo me eché a reír.
-Acaba de empezar mi mes de permiso, amigo.
-Pero se trata de una alarma roja de emergencia, amigo -repuso él.
Lo cual significaba que me quedaba sin vacaciones, ni más ni menos. No podía creerlo. Así que le
dije:
-Vamos, Rog. Sé compasivo. Yo también tengo una llamada de urgencia particular.
-No puede compararse con esto.
-Rog -vociferé-. ¿No puedes encontrar a otro? ¿Es que no hay nadie más?
-Tú eres el único agente de primera clase que hay en Marte.
-Pídelo a la Tierra entonces. En el Cuartel General tienen agentes a montones.
-Esto tiene que hacerse antes de las once de esta misma mañana. Pero, ¿qué pasa? ¿Acaso no
tienes que esperar tres días?
Yo me oprimí la cabeza. ¡Qué sabía él!
-¿Me dejas llamar? -le dije.
Tras fulminarlo con la mirada, volví a meterme en la cabina y dije:
-¡Particular!
Flora apareció de nuevo en la pantalla, deslumbrante como un espejismo en un asteroide.
Sorprendida, dijo:
-¿Ocurre algo, Max? No vayas a decirme que algo va mal. Ya he anulado el otro compromiso.
-Flora, cariño -repuse-, iré, iré. Pero ha surgido algo.
Ella preguntó con voz dolida lo que ya podía suponerme, y yo contesté:
-No, no es otra chica. Donde estás tú, las demás no cuentan. ¡Cielito! -Sentí el súbito impulso
de abrazar la pantalla de vídeo, pero comprendí que eso no es un pasatiempo adecuado para
adultos-. Una cosa del trabajo. Pero tú espérame. No tardaré mucho.
Ella suspiró y dijo:
-Muy bien.
Pero lo dijo de una manera que no me gustó, y que me hizo temblar.
Salí de la cabina con paso vacilante y me encaré con aquel pelmazo:
-Muy bien, Rog, ¿qué clase de embrollo me han preparado?
Nos fuimos al bar del astropuerto y nos metimos en un reservado. Rog me explicó.
-El Antares Giant llega procedente de Sirio dentro de exactamente media hora; a las ocho en
punto.
-Muy bien.
-Descenderán de él tres hombres, mezclados con los demás pasajeros, para esperar al Space
Eater, que tiene su llegada de la Tierra a las once y sale para Capella poco después. Estos tres hombres
subirán al Space Eater, y a partir de ese momento quedarán fuera de nuestra jurisdicción.
-Bueno, ¿y qué?
-Entre las ocho y las once permanecerán en una sala de espera especial, y tú les harás compañía.
Tengo una imagen tridimensional de cada uno de ellos, con el fin que puedas identificarlos. En esas
tres horas tendrás que averiguar cuál de los tres transporta contrabando.
-¿Qué clase de contrabando?
-De la peor clase. Espaciolina alterada.
-¿Espaciolina alterada?
Me había matado. Sabía perfectamente lo que era la espaciolina. Si el lector ha viajado por el
espacio también lo sabrá, sin duda. Y para el caso que no se haya movido nunca de la Tierra, le diré
que todos los que efectúan su primer viaje por el espacio la necesitan; casi todos la toman en el
primer viaje que realizan; y muchísimas personas ya no saben prescindir jamás de ella. Sin ese
producto maravilloso, se experimenta vértigo cuando se está en caída libre, algunos lanzan chillidos
de terror y contraen psicosis semipermanentes. Pero la espaciolina hace desaparecer completamente
estas molestias y sus efectos. Además, no crea hábito; no posee efectos perjudiciales secundarios. La
espaciolina es ideal, esencial, insustituible. Si el lector lo duda, tome espaciolina. Rog continuó:
-Exactamente. Espaciolina alterada. Sólo puede alterarse mediante una sencilla reacción que
cualquiera es capaz de realizar en el sótano de su casa. Entonces pasa a ser una droga y se administra
en dosis masivas, convirtiéndose en un terrible hábito desde la primera toma. Se la puede comparar a
los más peligrosos alcaloides que se conocen.
-¿Y acabamos de descubrirlo precisamente ahora, Rog?
-No. El Servicio conocía la existencia de esa droga desde hace años, y hemos evitado que este
peligroso conocimiento se difundiese, manteniendo en el mayor secreto los casos en que se ha
hallado droga. Pero ahora las cosas han llegado demasiado lejos.
-¿En qué sentido?
-Uno de los tres individuos que se detendrán aquí transporta cierta cantidad de espaciolina
alterada sobre su persona. Los químicos del sistema de Capella, que se encuentra fuera de la
Federación, la analizarán y averiguarán la manera de producirla sintéticamente. Después de esto nos
encontraremos enfrentados con el dilema de tener que luchar contra la peor amenaza que jamás han
provocado los estupefacientes, o tener que suprimir el peligro suprimiendo su causa.
-¿La espaciolina?
-Exacto. Y si suprimimos la espaciolina, de rechazo suprimimos los viajes interplanetarios.
Me resolví a poner el dedo en la llaga:
-¿Cuál de esos tres individuos lleva la droga?
Rog sonrió con desdén.
-¿Crees que te necesitaríamos si lo supiésemos? Eres tú quien tiene que averiguarlo.
-Me encargas una misión muy arriesgada.
-En efecto; si te equivocas de individuo te expones a que te corten el pelo hasta la laringe. Cada
uno de esos tres es un hombre importantísimo en su propio planeta. Uno de ellos es Edward
Harponaster; otro, Joaquin Lipsky, y el tercer es Andiamo Ferrucci. ¿Qué te parece?
Tenía razón. Yo conocía aquellos tres nombres. Probablemente el lector los conoce también; y no
podía poner la mano encima de ninguno de ellos sin poseer sólidas pruebas, naturalmente.
-¿Y uno de ellos se ha metido en un negocio tan sucio por unos cuantos...?
-Este asunto representa trillones -repuso Rog-, lo cual quiere decir que cualquiera de ellos lo
haría con mucho gusto. Y sabemos que es uno de ellos, porque Jack Hawk consiguió averiguarlo
antes que le matasen...
-¿Han matado a Jack Hawk?
Durante un minuto me olvidé de la amenaza que pesaba sobre la galaxia a causa de aquellos
traficantes de drogas. Y casi, casi, llegué a olvidarme también de Flora.
-Sí, y lo asesinaron a instigación de uno de esos tipos. Tú tienes que descubrirlo. Si nos señalas
al criminal antes de las once, cuenta con un ascenso, un aumento de sueldo y la satisfacción de haber
vengado al pobre Jack Hawk. Y, por ende, habrás salvado a la galaxia. Pero si señalas a un inocente,
crearás un conflicto interestelar, perderás el puesto, y te pondrán en todas las listas negras que hay
entre la Tierra y Antares.
-¿Y si no señalo a ninguno de ellos? -pregunté.
-Eso sería como señalar a uno inocente, por lo que se refiere al Servicio.
-O sea que tengo que señalar a uno, pero sólo al culpable, de lo contrario mi cabeza está en
juego.
-Harían rebanadas con ella. Estás empezando a comprender, Max.
En una larga vida de parecer feo, Rog Crinton nunca lo había parecido tanto como entonces. Lo
único que me consoló al mirarle fue pensar que él también estaba casado y que vivía con su mujer en
Puerto Marte todo el año. Y se lo tenía muy merecido. Tal vez me mostraba demasiado duro con él,
pero se merecía aquello.
Así que perdí de vista a Rog, me apresuré a llamar a Flora.
-¿Qué pasa? -me preguntó ella.
-Verás, cielito -le dije-, no puedo contártelo ahora, pero se trata de un compromiso
ineludible. Ten un poco de paciencia, que terminaré este asunto en seguida, aunque tenga que
recorrer a nado todo el Gran Canal hasta el casquete polar en ropa interior, ¿sabes?, o arrancar a
Fobos del cielo..., o cortarme en pedacitos y enviarme como paquete postal.
-Vaya -dijo ella, con un mohín de disgusto-, si hubiese, sabido que tenía que esperar...
Yo di un respingo. Flora, a pesar de su nombre, no era de esas chicas que se impresionan por la
poesía. En realidad, ella sólo era una mujer de acción... Pero, después de todo, cuando flotase en
brazos de la gravedad marciana en un mar perfumado con jazmín y en compañía de Flora, la
sensibilidad poética no sería precisamente la cualidad que yo consideraría más indispensable.
Con una nota de urgencia en la voz, dije:
-Por favor, espérame, Flora. No tardaré. Después ya recuperaremos el tiempo perdido.
Estaba disgustado, desde luego, pero todavía no me dominaba la preocupación. Apenas me había
dejado Rog, cuando concebí un plan para descubrir cuál era el culpable.
Era muy fácil. Estuve a punto de llamar a Rog para decírselo, pero no hay ninguna ley que
prohiba que la cerveza se suba a la cabeza y que el aire contenga oxígeno. Lo resolvería en cinco
minutos y luego me iría disparado a reunirme con Flora; con cierto retraso tal vez, pero con un
ascenso en el bolsillo, un aumento de sueldo en mi cuenta y un pegajoso beso del Servicio en ambas
mejillas.
Mi plan era el siguiente: los magnates de la industria no suelen viajar mucho por el espacio;
prefieren utilizar el transvídeo. Cuando tienen que asistir a alguna importante conferencia
interestelar, como era probablemente el caso de aquellos tres, tomaban espaciolina. No estaban
suficientemente acostumbrados a viajar por el espacio para atreverse a prescindir de ella. Además, la
espaciolina es un producto carísimo, y los grandes potentados siempre quieren lo mejor de lo mejor.
Conozco su psicología.
Eso sería perfectamente aplicable a dos de ellos. No obstante, el que transportaba el contrabando
no podía arriesgarse a tomar espaciolina..., ni siquiera para evitar el mareo del espacio. Bajo la
influencia de la espaciolina, podría revelar la existencia de la droga; o perderla; o decir algo
incoherente que luego resultase comprometedor. Tenía que mantener el dominio de sí mismo en
todo momento.
Así de sencillo era. Me dispuse a esperar.
El Antares Giant arribó puntualmente, y yo esperé con los músculos de las piernas en tensión,
para salir corriendo en cuanto hubiese puesto las esposas al inmundo y criminal traficante de drogas
y me hubiese despedido de los otros dos eminentes personajes.
El primero en entrar fue Lipsky. Era un hombre de labios carnosos y sonrosados, mentón
redondeado, cejas negrísimas y cabello ceniciento. Se limitó a mirarme, para sentarse sin pronunciar
palabra. No era aquél. Se hallaba bajo los efectos de la espaciolina.
Yo le dije:
-Buenas tardes.
Con voz soñolienta, él murmuró:
-Ardes surrealista en Panamá corazones en misiones para una taza de té. Libertad de palabra.
Era la espaciolina, en efecto. La espaciolina, que aflojaba los resortes de la mente humana. La
última palabra pronunciada por alguien sugería la siguiente frase, en una desordenada asociación de
ideas.
El siguiente fue Andiamo Ferrucci. Bigotes negros, largo y cerúleo, tez olivácea, cara marcada de
viruelas. Tomó asiento en otra butaca, frente a nosotros.
Yo le dije:
-¿Qué, buen viaje?
Él contestó:
-Baje la luz sobre el testuz del buey de Camagüey, me voy a Indiana a comer.
Lipsky intervino:
-Comercio sabio resabio con una libra de libros en Biblos y edificio fenicios.
Yo sonreí. Me quedaba Harponaster. Ya tenía cuidadosamente preparada mi pistola neurónica, y
las esposas magnéticas a punto para ponérselas.
Y en aquel momento entró Harponaster. Era un hombre flaco, correoso, muy calvo, y bastante
más joven de lo que parecía en su imagen tridimensional. ¡Y estaba empapado de espaciolina hasta
el tuétano!
No pude contener una exclamación:
-¡Atiza!
-Paliza fenomenal sobre mal papel si no tocamos madera en la carretera.
Ferrucci añadió:
-Estera sobre la ruta en disputa por encontrar un ruiseñor.
Y Lipsky continuó:
-Señor, jugaré a ping-pong ante amigos dulces son.
Yo miraba de uno a otro lado mientras ellos iban diciendo tonterías en parrafadas cada vez más
breves, hasta que reinó el silencio.
Inmediatamente comprendí lo que sucedía. Uno de ellos estaba fingiendo, pues había tenido
suficiente inteligencia para comprender que si no aparecía bajo los efectos de la espaciolina, eso le
delataría. Tal vez sobornó a un empleado para que le inyectase una solución salina, o hizo cualquier
otro truco parecido.
Uno de ellos fingía. No resultaba difícil representar aquella comedia. Los actores del subetérico
hacían regularmente el número de la espaciolina. El lector debe haberlos oído docenas de veces.
Contemplé a aquellos tres hombres y noté que se me erizaban por primera vez los pelos del cuello
al pensar en lo que me sucedería si no conseguía descubrir al culpable.
Eran las 8,30, y estaban en juego mi empleo, mi reputación, y mi propia cabeza. Dejé de pensar
de momento en ello y pensé en Flora. Desde luego, no me esperaría eternamente. Lo más probable
era que ni siquiera me esperase otra media hora.
Entonces me dije: ¿sería capaz el culpable de realizar con la misma soltura las asociaciones de
ideas, si le hacía meterse en terreno resbaladizo?
Así es que dije:
-Estoy tan estupefacto que siento estupefacción.
Lipsky pescó la frase al vuelo y prosiguió:
-Estupefacción estupefaciente dijo el cliente con do re mi fa sol para ser salvado.
-Salvado con estofado de toro de nada sirve la efervescencia con un cañón -dijo Ferrucci.
-Cañones al son dulzón del trombón -dijo Lipsky.
-Bombón astroso -dijo Ferrucci.
-Oso de cal -dijo Harponaster.
Unos cuantos gruñidos y se callaron.
Lo intenté de nuevo, con mayor cuidado esta vez, pensando que recordarían después todo cuanto
yo dijese. Por lo tanto, debía esforzarme por decir frases inofensivas.
Dije pues:
-No hay nada como la espaciolina.
Ferrucci dijo:
-La colina de la mina en la Scala de Milán, tan taran, tan...
Yo interrumpí tan ingeniosas palabras y repetí, mirando a Harponaster:
-Sí, para viajar por el espacio, no hay nada como la espaciolina.
-Avelina con su cama de algodón en rama salta la rana...
Le interrumpí también, dirigiéndome esta vez a Lipsky:
-No hay nada como la espaciolina.
-Melusina toma chocolate con patatas baratas tras los talones de Aquiles.
Uno de ellos añadió:
-Miles de angulas grandes como mulas me tienen que matar.
-Atar después de bailar.
-Hilar muy finas.
-Minas de sal.
-Salga el rey.
-Buey.
Lo intenté dos o tres veces más, hasta que vi que por allí no iría a ninguna parte. El culpable,
quienquiera que fuese de los tres, se había ejercitado, o bien poseía un talento natural para efectuar
asociaciones de ideas espontáneas. Desconectaba su cerebro y dejaba que las palabras saliesen al
buen tun tun. Además, debía saber lo que yo estaba buscando. Si «estupefacción» con su derivado
«estupefaciente» no le habían delatado, la repetición por tres veces consecutivas de la palabra
«espaciolina» debía haberlo hecho. Los otros dos nada debían sospechar, pero él sí.
¿Cómo conseguiría descubrirlo entonces? Sentí un odio furioso hacia él y noté que me temblaban
las manos. Aquella asquerosa rata, si se escapaba, corrompería toda la galaxia. Por si fuese poco, era
culpable de la muerte de mi mejor amigo. Y por encima de todo esto, me impedía acudir a mi cita
con Flora.
Me quedaba el recurso de registrarlos. Los dos que se hallaban realmente bajo los efectos de la
espaciolina no harían nada por impedirlo, pues no podían sentir emoción, temor, ansiedad, odio,
pasión ni deseos de defenderse. Y si uno de ellos hacía el menor gesto de resistencia, ya tendría al
hombre que buscaba.
Pero los inocentes recordarían lo sucedido, al recobrar la lucidez. Recordarían que los habían
registrado minuciosamente mientras se hallaban bajo los efectos de la espaciolina.
Suspiré. Si lo intentaba, descubriría al criminal, desde luego, pero yo me convertiría después en
algo extraordinariamente parecido al hígado trinchado. El Servicio recibiría una terrible reprimenda,
el escándalo alcanzaría proporciones cósmicas, y en el aturdimiento y la confusión que esto
produciría, el secreto de la espaciolina alterada se difundiría a los cuatro vientos, con lo que todo se
iría a rodar.
Desde luego, el culpable podía ser el primero que yo registrase. Tenía una probabilidad entre tres
que lo fuese. Pero no me fiaba.
Consulté desesperado mi reloj y mi mirada se enfocó en la hora: las 9:15.
¿Cómo era posible que el tiempo pasase tan de prisa?
¡Oh, Dios mío! ¡Oh, pobre de mí! ¡Oh, Flora!
No tenía elección. Volví a la cabina para hacer otra rápida llamada a Flora. Una llamada rápida,
para que la cosa no se enfriase; suponiendo que ya no estuviese helada.
No cesaba de decirme: «No contestará».
Traté de prepararme para aquello, diciéndome que había otras chicas, que había otras...
Todo inútil, no había otras chicas.
Si Hilda hubiese estado en Puerto Marte, nunca hubiera pensado en Flora; eso para empezar, y
entonces su falta no me hubiera importado. Pero estaba en Puerto Marte y sin Hilda, y además tenía
una cita con Flora.
La señal de llamada funcionaba insistentemente, y yo no me decidía a cortar la comunicación.
¡De pronto contestaron!
Era ella. Me dijo:
-Ah, eres tú.
-Claro, cariño, ¿quién si no podía ser?
-Pues cualquier otro. Otro que viniese.
-Tengo que terminar este asunto, cielito.
-¿Qué asunto? ¿Plastones pa quien?
Estuve a punto de corregir su error gramatical, pero estaba demasiado ocupado tratando de
adivinar qué debía significar «plastones».
Entonces me acordé. Una vez le había dicho que yo era representante de plastón. Fue aquel día
que le regalé un camisón de plastón que era una monada.
Entonces le dije:
-Escucha. Concédeme otra media hora...
Las lágrimas asomaron a sus ojos.
-Estoy aquí sola y sentada, esperándote.
-Ya te lo compensaré.
Para que el lector vea cuán desesperado me hallaba, le diré que ya empezaba a pensar en tomar un
camino que sólo podía llevarme al interior de una joyería, aunque eso signifícase que mi cuenta
corriente mostraría un mordisco tan considerable que para la mirada penetrante de Hilda parecería
algo así como la nebulosa Cabeza de Caballo irrumpiendo en la Vía Láctea. Pero entonces estaba
completamente desesperado.
Ella dijo, contrita:
-Tenía una cita estupenda y la anulé por ti.
Yo protesté:
-Me dijiste que era un compromiso sin importancia.
Después que lo dije, comprendí que me había equivocado.
Ella se puso a gritar:
-¡Un compromiso sin importancia!
(Eso fue exactamente lo que dijo. Pero de nada sirve tener la verdad de nuestra parte al discutir
con una mujer. En realidad, eso no hace sino empeorar las cosas. ¿Es que no lo sabía, estúpido de
mí?)
Flora prosiguió:
-Mira que decir eso de un hombre que me ha prometido una finca en la Tierra...
Entonces se puso a charlar por los codos de aquella finca en la Tierra. A decir verdad, casi todos
los donjuanes de ocasión que se paseaban por Puerto Marte aseguraban poseer una finca en la Tierra,
pero el número de los que la poseían de verdad se podía contar con el sexto dedo de cada mano.
Traté de hacerla callar. Todo inútil.
Por último dijo, llorosa:
-Y yo aquí sola, y sin nadie.
Y cortó el contacto.
Desde luego, tenía razón. Me sentí el individuo más despreciable de toda la galaxia.
Regresé a la sala de espera. Un rastrero botones se apresuró a dejarme paso.
Contemplé a los tres magnates de la industria y me puse a pensar en qué orden los estrangularía
lentamente hasta matarlos si pudiese tener la suerte de recibir aquella orden. Tal vez empezaría por
Harponaster. Aquel sujeto tenía un cuello flaco y correoso que podría rodear perfectamente con mis
dedos, y una nuez prominente sobre la cual podría hacer presión con los pulgares.
La satisfacción que estos pensamientos me proporcionaron fue, a decir verdad, ínfima, y sin
darme cuenta murmuré la palabra «¡Cielito!», de pura añoranza.
Aquello los disparó otra vez. Ferrucci dijo:
-Bonito lío tiene mi tío con la lluvia rubia Dios salve al rey...
Harponaster, el del flaco pescuezo, añadió:
-Ley de la selva para un gato malva.
Lipsky dijo:
-Calva cubierta con varias tortillas.
-Pillas niñas son.
-Sonaba.
-Haba.
-Va.
Y se callaron.
Entonces me miraron fijamente. Yo les devolví la mirada. Estaban desprovistos de emoción (dos
de ellos al menos), y yo estaba vacío de ideas. Y el tiempo iba pasando.
Seguí mirándoles fijamente y me puse a pensar en Flora. Se me ocurrió que no tenía nada que
perder que ya no hubiese perdido. ¿Y si les hablase de ella?
Entonces les dije:
-Señores, hay una chica en esta ciudad, cuyo nombre no mencionaré para no comprometerla.
Permítanme que se la describa.
Y eso fue lo que hice. Debo reconocer que las últimas dos horas habían aumentado hasta tal punto
mis reservas de energía, que la descripción que les hice de Flora y de sus encantos asumió tal calidad
poética que parecía surgir de un manantial oculto en lo más hondo de mi ser subconsciente.
Los tres permanecían alelados, casi como si escuchasen, sin interrumpirme apenas. Las personas
sometidas a la espaciolina se hallan dominadas por una extraña cortesía. No interrumpen nunca al
que está hablando. Esperan a que éste termine.
Seguí describiéndoles a Flora con un tono de sincera tristeza en mi voz, hasta que los altavoces
anunciaron estruendosamente la llegada del Space Eater.
Había terminado. En voz alta, les dije:
-Levántense, caballeros. -Para añadir-: Tú no, asesino.
Y sujeté las muñecas de Ferrucci con mis esposas magnéticas, casi sin darle tiempo a respirar.
Ferrucci luchó como un diablo. Naturalmente, no se hallaba bajo la influencia de la espaciolina.
Mis compañeros descubrieron la peligrosa droga, que transportaba en paquetes de plástico color
carne adheridos a la parte interior de sus muslos. De esta manera resultaban invisibles; sólo se
descubrían al tacto, y aun así, había que utilizar un cuchillo para cerciorarse.
Rog Crinton, sonriendo y medio loco de alegría, me sujetó después por la solapa para sacudirme
como un condenado:
-¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo conseguiste descubrirlo?
Yo respondí, tratando de desasirme:
-Estaba seguro que uno de ellos fingía hallarse bajo los efectos de la espaciolina. Así es que se
me ocurrió hablarles... (adopté precauciones..., a él no le importaban en lo más mínimo los detalles),
ejem, de una chica, ¿sabes?, y dos de ellos no reaccionaron, con lo cual comprendí que se hallaban
drogados. Pero la respiración de Ferrucci se aceleró y aparecieron gotas de sudor en su frente. Yo la
describí muy a lo vivo, y él reaccionó ante la descripción, con lo cual me demostró que no se hallaba
drogado. Ahora, ¿harás el favor de dejarme ir?
Me soltó, y casi me caí de espalda.
Me disponía a salir corriendo..., los pies se me iban solos, cuando de pronto di media vuelta y
volví de nuevo junto a mi amigo.
-Oye, Rog -le dije-. ¿Podrías firmarme un vale por mil créditos, pero no como anticipo de mi
paga..., sino en concepto de servicios prestados a la organización?
Entonces fue cuando comprendí que estaba verdaderamente loco de alegría y que no sabía cómo
demostrarme su gratitud, pues me dijo:
-Naturalmente, Max, naturalmente. Pero mil es poco... Te daré diez mil, si quieres.
-Quiero -repuse, sujetándole yo para variar-. Quiero. ¡Quiero!
Él me extendió un vale en papel oficial del Servicio por diez mil créditos; dinero válido, contante
y sonante en toda la galaxia. Me entregó el vale sonriendo, y en cuanto a mí, no sonreía menos al
recibirlo, como puede suponerse.
Respecto a la forma de contabilizarlo, era cuenta suya; lo importante era que yo no tendría que
rendir cuentas de aquella cantidad a Hilda.
Por última vez, me metí en la cabina para llamar a Flora. No me atrevía a concebir demasiadas
esperanzas hasta que llegase a su casa. Durante la última media hora, ella había podido tener tiempo
de llamar a otro, si es que ese otro no estaba ya con ella.
«Que responda. Que responda. Que res...»
Respondió, pero estaba vestida para salir. Por lo visto, la había pillado en el momento mismo de
marcharse.
-Tengo que salir -me dijo-. Aún existen hombres formales. En cuanto a ti, deseo no verte
más. No quiero verte ni en pintura. Me harás un gran favor, señor cantamañanas, si no vuelves a
llamarme nunca más en tu vida y...
Yo no decía nada. Me limitaba a contener la respiración y sostener el vale de manera que ella
pudiese verlo. No hacía más que eso.
Pero fue bastante. Así que terminó de decir las palabras «nunca más en tu vida y...», se acercó
para ver mejor. No era una chica excesivamente culta, pero sabía leer «diez mil créditos» más de
prisa que cualquier graduado universitario de todo el Sistema Solar.
Abriendo mucho los ojos, exclamó:
-¡Max! ¿Son para mí?
-Todos para ti, cielito. Ya te dije que tenía que resolver cierto asuntillo. Quería darte una
sorpresa.
-Oh, Max, qué delicado eres. Bueno, todo ha sido una broma. No lo decía en serio, como puedes
suponer. Ven en seguida. Te espero.
Y empezó a quitarse el abrigo.
-¿Y tu cita, qué? -le pregunté.
-¿No te he dicho que bromeaba?
-Voy volando -dije, sintiéndome desfallecer.
-Bueno, no te vayas a olvidar del valecito ese, ¿eh? -dijo ella, con una expresión pícara.
-Te los daré del primero al último.
Corté el contacto, salí de la cabina y pensé que por último estaba a punto..., a punto...
Oí que me llamaban por mi nombre de pila.
-¡Max, Max!
Alguien venía corriendo hacia mí.
-Rog Crinton me dijo que te encontraría por aquí. Mamá se ha puesto bien, ¿sabes? Entonces
conseguí encontrar todavía pasaje en el Space Eater, y aquí me tienes... Oye, ¿qué es eso de los diez
mil créditos?
Sin volverme, dije:
-Hola, Hilda.
Y entonces me volví e hice la cosa más difícil de toda mi vida de aventurero del espacio.
Conseguí sonreír.
F I N

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