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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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lunes, 15 de junio de 2009

LA TELARAÑA DE LOS ROMULANOS ---- STAR TRECK 7 -2ªparte

LA TELARAÑA DE LOS ROMULANOS -- STAR TRECK/7 - 2ªparte


10



Tiercellus caminaba con pasos rígidos y mesurados en dirección a su camarote. A pesar de que los centinelas que estaban a ambos lados de la puerta no miraban ni a derecha ni a izquierda, Tiercellus sabía que eran conscientes de cada uno de sus movimientos. No debía manifestar debilidad ante ellos. Alzó el mentón con gesto desafiante al pasar entre ambos. En el momento en que la puerta se cerró a sus espaldas, se dobló en dos de dolor, aferrándose con una mano el costado derecho. Se tambaleó mientras buscaba a tientas el medicamento y se ordenaba vivir. Le necesitaban. Sucumbiría a las leyes naturales sólo cuando la crisis hubiese sido superada.
El dolor comenzó a ceder y Tiercellus pudo respirar, aunque cada vez que inhalaba aire aún tenía la sensación de que se le rasgaban los pulmones. Cruzó con pasos cautelosos el camarote, se hundió en un gigantesco sillón acolchado y se aferró a los brazos de éste hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Cerró los ojos y esperó a que pasara el dolor. Calmó lentamente su cuerpo y mente.
Había sido un imbécil, se había dejado llevar por todo lo que tenía que hacerse como un simple recluta. Había descuidado su medicación y casi había precipitado una muerte a destiempo. Basta. El imperio le necesitaba. Dejaría que la doctora de la nave le dominara tanto como desease, aunque eso significara tragar una interminable colección de píldoras y pociones.
Respiró profundamente a modo de prueba y se alegró al descubrir que le dolía tan sólo un poco. Unos cuantos minutos más y volvería a estar listo para regresar a su puesto.
–Señor.
La voz del centinela resonó desde el comunicador que tenía sobre el escritorio.
–¿Qué sucede?
–El maestro de armamento solicita verte.
–Muy bien.
A Tiercellus le hizo falta una cantidad considerable de esfuerzo para evitar que la fatiga se advirtiera en su voz. Cerró los ojos, apelando a todas sus energías para que lo sostuvieran durante la entrevista.
–Mi juramento es el de obedecer.
La profunda voz grave hizo que Tiercellus se pusiera de pie de un salto... con excesiva rapidez. El maestro de armamento tendió una mano para darle apoyo.
–Estás enfermo, amigo mío.
Tiercellus negó con un movimiento de cabeza.
–Solamente viejo, Hexce. Es algo que no tiene absolutamente ninguna importancia. –Hexce ayudó suavemente a su comandante para que volviera a sentarse. Tiercellus le hizo un gesto con la mano indicándole otro sillón–. Siéntate, Hexce. No te he visto en veinte años. Yo pensaba que estabas muerto.
Había un destello de humor en los ojos de Tiercellus.
–Yo no, señor. Soy demasiado testarudo como para morir.
–Probablemente demasiado fuerte.
Tiercellus miró al otro hombre con afecto no disimulado. Él y Hexce habían servido juntos durante muchos años. Se habían salvado mutuamente la vida. Ahora volvían a reunirse para aquel encuentro final. De alguna forma, era apropiado.
–Tu presencia aquí es una suerte que no esperaba. ¿Estás dispuesto a ser una vez más mi fuerte brazo derecho? No estoy seguro de mi propia fortaleza. Si yo cayera en un momento crucial... Hexce, tiene que haber a mi lado alguien en quien pueda confiar.
La frente de Hexce se arrugó. Los músculos de su ancha espalda se contrajeron al golpear el puño derecho contra la palma izquierda.
–Me pidas lo que me pidas, lo haré, pero yo soy un ingeniero, no un líder de hombres.
Inesperadamente, Tiercellus sonrió.
–En ocasiones, tú me has conducido.
Hexce rió entre dientes.
–Yo he jurado obedecer. Si eso significa ser obedecido... acepto, comandante.
–Perfecto. Repasaremos juntos las órdenes del pretor y te contaré lo que sé sobre nuestro joven amigo S'Talon. También él tiene un papel en todo esto.
–Siempre fue un muchacho prometedor, aunque demasiado honrado como para ascender políticamente.
–En este momento, su honradez está siendo utilizada en su contra. Comentaremos los detalles...
–¿... con una copa de cerveza? –acabó Hexce.
–Tú nunca cambias, Hexce. En un mundo tan variable como el nuestro, eso es una rareza.
–Quizá no siempre sea bueno. Mis días han acabado. Desde nuestra última batalla juntos, no he encontrado un comandante al que pueda seguir con el corazón tranquilo.
–Somos dos viejos halcones, Hexce. Es hora de que nos devuelvan al bosque para que muramos como fuimos traídos a la vida. –Tiercellus tendió una mano–. Vamos, amigo mío. Una última tarea y podremos descansar.
Una de las sólidas manos de Hexce se cerró en torno al antebrazo de Tiercellus.
–Por el bien del imperio –dijo, y los ojos de ambos se encontraron en una mirada de absoluta comprensión.

El pálido sol de Canara bañaba con su luz blanca los campos de gran maduro. Ininterrumpidos vientos barrían la superficie del planeta y agitaban los campos formando olas y ondas, cambiando la marea con la dirección que tomaba el viento. Un océano de gran susurraba en torno a los rocosos pies de las colinas y trepaba por las laderas de altísimas montañas.
Romm Joramm, de rodillas en medio de un campo, levantó los ojos hacia las montañas en torno a cuyas cimas se arremolinaban las nubes, y reflexionó que Canara había avanzado un gran trecho. Una década antes, el paisaje era considerablemente distinto: por todas partes había roca y arena implacables, y grupos aislados de vegetación agrupados en torno a las pocas fuentes naturales. La vida había sido dura. La supervivencia era el dios que muchas de sus gentes adoraban.
Pero la Federación había cambiado todo aquello. Y no es que se hubieran desvivido, pensó amargamente, para proporcionarles unos avances tecnológicos desmesurados, sino que habían sugerido nuevas formas de utilizar los conocimientos y herramientas que Canara ya poseía. El resultado había sido un espectacular salto en el nivel de vida. La existencia todavía era dura, pero ahora había suficiente para todos. Tomado de manera global, se alegraba de haber formado parte del movimiento favorable al ingreso en la Federación.
Joramm se balanceó sobre los talones y contempló el mar de gran. Allí había comida para su pueblo y salud para la galaxia. El gran era una fuente tanto de medicina como de alimento. En el propio gran sin refinar o en la harina que se hacía con él, había una poderosa sustancia química que en parte era la responsable de la resistencia física y carencia de enfermedades de los canaranos. Aquello lo habían descubierto los científicos de la Federación y se lo habían transmitido al pueblo. Y les compraban los excedentes de gran a un precio justo. Sí, la vida ahora era buena... había tanto que el pueblo podía aprender y ver... Como anciano de Canara él tenía que ser el primero en aprender, para guiarlos al ampliar ellos sus mentes más allá de su mundo natal. Doblegar la dura voluntad canarana era como querer doblar un muelle de acero: cuando desaparecía la presión, regresaba inmediata y bruscamente a su forma original. Esa voluntad tenía que ser doblegada si se quería que los canaranos crecieran y viviesen en un mundo poblado por seres de distintas razas. Él mismo era culpable de aquella forma de pensar arcaica e insular. Suspiró, dejando que el peso de sus responsabilidades escapara con su aliento. Ya se preocuparía más tarde. En aquel momento había demasiadas cosas que hacer.
La espalda de Joramm se inclinó una vez más sobre el trabajo; los rítmicos movimientos que hacía al desherbar los campos eran hipnóticamente calmantes para su mente. El sol caía sobre sus blancos cabellos y el oro maduro que estaba cuidando. El suave viento barrió el campo, recogió el suspiro de Joramm y se lo llevó en un torbellino con la marea.

–Livius tenía razón. Estás loco.
Argelian estaba más allá de la ira. Su voz contenía una cansada y seca certidumbre que a S'Talon le parecía mucho más alarmante. Dudaba de su capacidad para volver a ganarse la voluntad de Argelian, pero la necesidad de intentarlo era ineludible.
–Argelian, eso está fuera de discusión. Nos han capturado. Reconozco que ha sido una decisión mía, pero no la justificaré ni ante ti ni ante ningún otro miembro de la tripulación. Aceptarás la autoridad que me pertenece por ley, o te enfrentarás a las consecuencias. No creo que aquí haya un solo hombre capaz de detenerme si deseara matarte.
Argelian se puso pálido. Nunca había oído a su oficial superior hacer una amenaza ociosa. Se puso firme y retrocedió. S'Talon le observó, con la certeza de que le había intimidado. No deseaba convertir a Argelian en su enemigo, pero no había tiempo para reafirmar su autoridad por caminos menos violentos. Precisamente en aquel momento debía mantener la disciplina a toda costa.
S'Talon recorrió con los ojos el área de detención de la Enterprise. El aire de libertad que allí reinaba estaba creado por la ausencia de centinelas visibles. La sala era austera pero cómoda. De no ser por el trémulo campo de energía de la puerta, podría haberse tratado de una dependencia de tripulación de cualquier instalación militar.
–Centuriona.
–Sí, comandante.
–Tú conoces a Argelian mejor que yo. ¿Crees que va a rebelarse contra mí?
–No. Pero probablemente le hayas convertido en tu enemigo.
–A ningún hombre le gusta que le dominen. De todas formas, era necesario.
S'Tarleya asintió con la cabeza. Desde el atentado contra la vida del comandante, ella había sido la discreta sombra de S'Talon. En aquel momento, detrás del asiento de él, la muchacha advirtió por primera vez la fatiga de él por la postura que había adoptado. Estaba luchando contra sus hombres al tiempo que contra el enemigo. Muy pronto se vería desgarrado entre ambos bandos. El pretor le había convertido en chivo expiatorio, contando con que su sentido del honor le mantendría en su puesto. Todos alzaban la mano contra él. Sólo en la centuriona hallaría una lealtad inequívoca.
Posó la mirada sobre sus oscuros cabellos, con aquellas ondas rebeldes, y los ojos de la muchacha se suavizaron. Aquel hombre pensaba que su causa era digna de morir por ella, digna también del sacrificio de su honor y de su buen nombre. Las motivaciones de ella eran menos manifiestas. Como oficial romulana, había jurado defender el imperio; pero Tiercellus no le había pedido eso. El anciano le había pedido que protegiera a S'Talon con una confianza absoluta a la que respondería, y había sido juicioso. Había una sola cosa por la que ella estaría dispuesta a entregar su vida: el bienestar de alguien a quien amaba.
–Ahora, centuriona –comentó S'Talon, ves la alternativa de la que te había hablado.
–Sí, comandante. No creo que a mí se me hubiese ocurrido.
–Tienes que aprender a pensar por encima de los reglamentos, centuriona.
–Estoy aprendiendo que a veces es necesario hacerlo –le respondió ella.
S'Talon se recostó en el respaldo del asiento y cerró los ojos. Ella le observó mientras se relajaba y agradeció humildemente la confianza que le tenía. Que fueran los demás quienes le traicionaran. Ella no sería un agente de la destrucción del comandante.

Yang tiró los restos de su almuerzo en la unidad de desechos y contempló su escritorio. Estaba rodeado de cajas con cincuenta grabaciones cada una. El área de trabajo también estaba sembrada de cintas sueltas. Había dedicado las últimas tres semanas al inventario y aún le quedaban trescientas cajas por revisar. Las grabaciones se hacían por triplicado y cada grupo requería su autorización personal. La próxima vez que un presumido oficial de línea hiciera algún comentario de menosprecio respecto a los funcionarios, él se limitaría a llevarlo de recorrido y decirle que utilizara su costoso y minucioso entrenamiento científico en aquel tipo de trabajo. Calculaba que estaría cerca de la crisis de nervios al cabo de tres días. Aquel pensamiento le proporcionó una infinita satisfacción en el momento de coger otra cinta.
–Comodoro.
Maldición. Acababa de acelerar hasta velocidad de impulsión. Lo único que le faltaba era alguna disputa diplomática de idiotas.
–Creía haberle dicho que no me molestara.
–Sí, señor, pero tengo aquí al almirante Iota, del cuartel general de la Flota Estelar, señor. Y al capitán Garson de la Potemkin.
–¡De acuerdo, hágalos pasar!
Yang se puso de pie con todo menos elegancia –mientras las cintas resbalaban de la mesa y se le enredaban en los pies–, al entrar Iota a paso de marcha.
–Yang, ¿qué ha hecho usted respecto a la situación romulana? –le preguntó Iota en tono exigente.
–Estoy haciendo algunas averiguaciones discretas, señor. Hasta el momento nada se ha sabido de ellos, pero déme un poco de...
–¡No tenemos tiempo! La flota romulana invadirá la Federación y nosotros estaremos aquí sentados aguardando respuestas.
–¿Ha tenido alguna noticia de Kirk, comodoro?
Yang se volvió al oír el sonido firme y reservado de aquella voz, y miró detenidamente al capitán Garson. No se había encontrado con aquel hombre hasta ese momento. La resuelta actitud de Garson, los cabellos de platino y ojos grises combinados con su elevada estatura, producían una impresión de silenciosa competencia. A Yang le cayó bien.
–No. Las comunicaciones normales continúan estando bloqueadas y, puesto que me ha formulado la pregunta, supongo que otras comunicaciones menos obvias están también inoperantes. –Garson inclinó la cabeza. Hombre de pocas palabras, pensó Yang. Admirable. Él estaba rodeado de palabras y eso hacía que se sintiera cansado–. De todas formas, estoy trabajando en otro método para ponerme en contacto con la Enterprise... de momento no puedo revelarles cuál es...
–Comodoro, yo soy miembro del Consejo de Defensa de la Flota Estelar y tengo plena autorización de seguridad. Exijo saber qué significa...
–Faltaría a mi palabra, señor. Además, ¿no es usted quien argumenta que la Enterprise ha sido destruida? Iota se detuvo en seco.
–Sí, en efecto.
–¿Por qué, entonces, perder el tiempo en intentar ponerse en contacto con una nave que no existe?
Los ojos de Garson chispearon con interés. Yang era más astuto de lo que aparentaba.
–Por supuesto, por supuesto... en cualquier caso, nuestro primer propósito es descubrir qué está sucediendo ahí fuera. Puesto que no se ha producido ningún nuevo acontecimiento, propongo que llevemos nuestras naves al otro lado de la zona neutral romulana y lleguemos al corazón mismo del imperio, hasta la boca del león, por decirlo de alguna forma. Si hacemos el primer movimiento podríamos evitar una guerra galáctica. Comodoro, nos proporcionará usted la ruta más directa hasta él planeta Romulus.
A Yang se le salieron los ojos de las órbitas. No había ninguna grieta en la lógica de Iota: era un nudo enredado y bien apretado, con la destrucción aferrada a cada uno de los lazos. Yang apeló a toda su cautela.
–No.
La declaración de Garson era sencilla, clara y sensata. Yang se relajó.
–Almirante, usted tiene que saber sin duda que entrar en la zona neutral es, tanto ante los ojos de los romulanos como de la Federación, una declaración de guerra –consiguió decir Yang.
Iota abrió la boca pero Garson no lo dejó hablar.
–Tiene usted toda la razón, comodoro –respondió suavemente–. La única alternativa que tenemos es patrullar la zona.
–¡Estupideces inútiles! ¿Adónde nos ha llevado eso?
–Yo le diré adónde no nos ha llevado, almirante. No nos ha llevado a la guerra. –Yang ya se había controlado y estaba arremetiendo con toda su alma–. Yo vivo con la «amenaza romulana» de la que usted habla. He aprendido que la forma más rápida de convertir una amenaza en una realidad es desafiarla. Si uno se sienta y observa, la amenaza suele desvanecerse. No estoy diciendo que debamos enterrar la cabeza en la arena, pero buscar una pelea es la mejor manera que conozco de conseguirla.
–Estoy de acuerdo. Entrar en la zona neutral cae bajo mi jurisdicción como comandante militar de este destacamento. No violaremos la zona neutral a menos que se nos provoque directamente –afirmó Garson.
Iota estaba que ardía. Durante un momento, Garson temió que el almirante intentara hacer valer su rango y la situación se pusiera fea, pero lo pensó mejor.
–Patrullaremos la zona, caballeros, y aguardaremos nuestra oportunidad, pero yo estoy en desacuerdo. No aceptaré responsabilidad alguna sobre esta decisión.
« Y no obtendrás ninguna», pensó Yang.
–Partiremos dentro de una hora –declaró Iota–. Hasta ese momento, estaré en mi camarote. Caballeros.
Yang y Garson observaron la retirada estratégica del almirante. Las puertas se cerraron tras él y Yang se volvió a mirar al capitán.
–Siéntese, capitán. ¿Puedo ofrecerle algo? ¿No? Entonces, respóndame a una pregunta. ¿Cómo, en el nombre de todo lo sagrado, obtuvo ese idiota el mando de esta misión? Estaba a punto de hacerle un desafío formal a la flota romulana.
–¿Cómo llegó al grado de almirante? ¿O cómo consiguió que lo designaran para el Consejo de Defensa? –respondió Garson–. Según mi opinión, ha cultivado ciertas amistades.
Yang sonrió.
–Tendría que haber entrado directamente en política. Ahora ya ha perdido su oportunidad. ¿Puede usted controlarle?
–No tengo que hacerlo, comodoro, poseo el mando militar total de esta misión.
–Oh, sí, ya sé que lo tiene. Puede que tenga usted una autorización perfectamente legal del alto mando de la Flota Estelar, pero en la zona neutral estará usted muy lejos del cuartel general. Supongo que sabrá cuál es el tipo de problemas que ese hombre puede causarle con sólo abrir la boca.
–Admito que existe peligro.
–Señor, es usted un maestro del entendimiento. Espero que haya tenido en cuenta todas las ramificaciones.
–Lo he hecho.
–En ese caso, déjeme que le diga que el bienestar de la Federación es esencial para mí. He pasado veinte años impidiendo que se rompieran los hilos de comunicación entre el imperio romulano y la Federación. Son unos hilos muy tenues, y la más ligera sacudida sería capaz de cortarlos. Iota no es una simple sacudida, es una bomba de fusión. Si alguno de nosotros quiere sobrevivir, la paz es el único camino, y la única esperanza de paz reside en llegar a conocer y comprender las motivaciones de cada bando. No podremos hacer eso si no podemos dialogar. En este preciso momento, nuestro contacto con los romulanos está establecido principalmente a través de los comerciantes neutrales y la más pequeña cantidad de sensores de inteligencia automatizada. Eso ya es bastante indirecto. No quiero que se corte ese hilo. Simplemente quiero dejar clara mi postura. ¿Me entiende usted, capitán?
–Creo que sí, comodoro.
Sí. Yang era más astuto de lo que aparentaba, y aquella oferta de apoyo era algo con lo que él no había contado. Era un extra que podría representar toda la diferencia.
–Gracias, comodoro.
Garson sonrió al marcharse, y sorprendió a Yang por la cordialidad que aquello confería al rostro del capitán. Aquel hombre era un regalo de los dioses, pero a pesar de eso Yang continuaba sin poder quitarse de encima aquella sensación de creciente oscuridad. Yang volvió a sus cintas de inventario, consciente de que si la galaxia estallaba mañana, su deber continuaba siendo el de comprobarlas hoy.

El camarote de honor de la Potemkin estaba en penumbra, un crepúsculo artificial que realzaba el puesto de observación circular que había en el techo, por el que se veía el cambiante panorama de las constelaciones. Iota, tendido sobre la cama, las encontraba todo menos consoladoras. Cerró los ojos para aislarse de ellas y se encontró pensando en Kirk y los romulanos. De entre todos los comandantes de la flota, Kirk había conseguido enfrentarse en dos ocasiones con los romulanos. Su nave había sido la primera en ver de hecho a los romulanos cara a cara... ¡y tenían el aspecto de vulcanianos!
Iota recordó su tremenda impresión ante aquella noticia, casi un estremecimiento de emoción. Había leído las largas anotaciones de Kirk en el diario de a bordo y los artículos del comandante Spock sobre el primer encuentro, con ávido interés. Spock había postulado que los romulanos eran otra rama de la propia raza vulcaniana, e Iota había captado muy rápidamente el significado de eso. Les envidiaba tanto a Kirk como a Spock las oportunidades que habían tenido de medir su ingenio con semejantes adversarios.
Intentó recordar cuándo se había dado cuenta por primera vez de que los romulanos eran el máximo desafío en el juego del poder. Debía de ser muy joven por entonces. Su padre había sido un almirante de oficina que canalizaba sus aspiraciones militares en los juegos de guerra. Algunos de los más agradables recuerdos de la infancia de Iota se centraban en torno al tablero de juego en el que él y su padre entablaban batallas simuladas a través de un espacio de metacrilato polimerizado. Ya entonces había deseado siempre luchar contra los romulanos... o, mejor aún, ¡ser ellos mismos! Los klingon eran peligrosos, pero patéticamente repetitivos, y los andorianos demasiado frívolos como para entablar con ellos una contienda real. Sólo los romulanos hacían que el juego mereciera la pena de ser jugado.
Durante toda su vida había tenido un papel secundario, e incluso terciario en la estrategia. Ahora estaba a punto de convertir su sueño en realidad. Tendría su oportunidad en la gloriosa contienda. Por primera vez estaría utilizando todas sus capacidades, empleándolas para salvar a la Federación de su propia ceguera. Cuando los despojos de la batalla hubiesen desaparecido, él se revelaría como el héroe cuya perspicacia había salvado la guerra. Desde la infancia había estado preparándose para aquella oportunidad, y no iba a permitir que un montón de expedientes burocráticos se interpusiera en su camino. Poppaelia, Garson, Yang, eran todos unos idiotas. El siempre había sabido que los romulanos acabarían finalmente por declararle la guerra a la Federación. Llevaban la guerra en la sangre. Si los arrullantes palomos no eran capaces de reconocer un acto de guerra, él podía salvarlos, y lo haría a pesar de ellos mismos.

Kirk salió de su camarote con paso resuelto. Absorto en el problema de hacer hablar a S'Talon, apenas consiguió evitar la colisión con su primer oficial.
–Lo siento, Spock –se disculpó el capitán–. Estaba pensando en otra cosa.
–Eso es evidente, capitán. Quizá se trata del mismo problema que me ha traído hasta aquí.
–¿Los romulanos?
–Sí.
–Usted ha estado hablando con ellos. ¿Ha encontrado algún punto débil?
–Posiblemente. No creo que la tripulación esté enterada de lo que ha motivado los actos de su comandante. Se sienten disgustados con él. Uno de los centinelas ha informado incluso de un enfrentamiento abierto entre S'Talon y un miembro de la tripulación.
–¿Está completamente solo, entonces?
–No. Tiene un guardia personal, o ayuda de campo. Ella parece serle totalmente leal.
–¿Ella? –Spock asintió con la cabeza.
–¿Qué aspecto tiene?
Spock alzó una ceja.
–No tiene ninguna característica que la distinga.
–Spock, ¿es atractiva?
–Creo que usted la encontrará atractiva, sí.
–Y totalmente devota de S'Talon...
Los ojos de Kirk adoptaron una expresión distante.
–Spock, creo que hemos encontrado la palanca. Lleve a S'Talon y a esa guardia personal a la sala de reuniones número dos. ¿Cuánto saben ellos acerca de los vulcanianos?
–Yo diría que aproximadamente lo mismo que nosotros sabemos de ellos.
–O sea, los datos puramente esenciales. Es probable que... dé resultado.
El aire reflexivo de Kirk cambió de manera abrupta.
–Haga lo que le he dicho, Spock. Y, por cierto... intente parecer despiadado.
–¿Capitán?
–No se preocupe. Simplemente no diga nada. Eso es todo. Y sígame la corriente. Sea lo que sea lo que están ocultando, tiene que ser grande o no habrían ido tan lejos para que no lo descubramos.
–La rendición no forma parte de los puntos de vista romulanos. Estoy de acuerdo con usted. Más aún, lo que desean ocultar tiene que ser de suprema importancia para la Federación.
–¿Por qué para nosotros?
–Estaban en nuestro lado de la zona neutral. –Buena observación. Y por lo que ha dicho S'Talon, tienen el tiempo a su favor.
–En ese caso, tenemos que apresurarnos. –Ya lo creo que sí. Tráigalos.

11


DIARIO DEL CAPITÁN: fecha estelar tres–uno dos–siete coma dos.

Con la entrega del control auxiliar la computadora parece haberse apartado de toda implicación activa. Está permitiendo que se efectúen reparaciones y ha aceptado una reprogramación apresurada de los historiales de la tripulación. Aunque la nave aún es gobernada mediante los controles auxiliares y requerirá las instalaciones de una base estelar para quedar completamente rehabilitada, se estima que el puente quedará en estado operacional dentro de veinticuatro horas. Los romulanos nos han dado pocos problemas pero no hemos avanzado nada en el descubrimiento de los propósitos que los han traído a este lado de la zona neutral.

La sala de reuniones número dos era un campo en armas. S'Talon y su centuriona, sentados frente a Kirk y los oficiales de éste, mantenían ante sí una sólida coraza de desconfianza. Kirk paraba y daba estocadas, descubriendo con cada ataque una parte más de las capacidades de S'Talon. Estaban en tablas, y cada bando mantenía su posición. Kirk lanzó una mirada fugaz a su primer oficial. Spock estaba observando la situación en silencio, con el rostro impasible y los brazos cruzados.
–Señor Spock –comenzó el capitán–, ¿cómo podemos convencer a nuestros adversarios de que somos dignos de confianza? La actitud de ellos revela una angustiosa falta de la misma.
–En realidad, capitán, aparte del contacto telepático, no se me ocurre ningún otro curso de acción lógico.
–¿Usarías tu poder de esa manera, vulcaniano?
La voz de la centuriona era dura, y la sorpresa de S'Talon se vio claramente reflejada en la expresión de su rostro. Spock permaneció en silencio, contemplando a los romulanos con una objetividad sin emociones.
–Kirk, ¿usted lo permitirá?
–Me temo, comandante, que tenemos que utilizar todos los medios de que disponemos para descubrir sus propósitos. Si eso requiere las técnicas mentales vulcanianas... la elección es suya, comandante.
Los ojos de S'Talon se entrecerraron mientras contemplaba a Kirk en ceñudo silencio. Había ira en ellos, oscura y peligrosa.
–Spock.
La voz de Kirk flotó en el aire; las suaves entonaciones contrastaban sorprendentemente con su ominoso significado.
–Venga, centuriona –dijo Spock.
S'Talon se puso de pie, y dio un puñetazo contra la mesa.
–¡No! ¡Si alguien tiene que enfrentarse con ese acto de barbarie, seré yo! ¡No permitiré que mi tripulación sea sometida a torturas!
Dos guardias de seguridad se adelantaron, pero Kirk contuvo a S'Talon con los ojos.
–Centuriona –repitió Spock.
S'Talón comenzó a hablar pero la centuriona le interrumpió.
–Es para mí un gran privilegio servir al imperio, comandante.
Se puso de pie con unos movimientos que conferían femenina gracia a las severas líneas del uniforme. Avanzó hacia la puerta con la cabeza en alto. Spock se volvió para seguirla. Lo deliberado de los movimientos del vulcaniano hizo estremecer a S'Talon. Conocía demasiado bien los aterrorizadores efectos de la conexión mental forzada.
Kirk no había apartado los ojos del rostro de S'Talon. Lamentaba el dolor que le estaba causando, pero el romulano era testarudo.
–Y ahora, comandante –le dijo–, nosotros continuaremos con nuestra conversación.

Cuando las puertas se cerraron tras Spock, la centuriona se volvió para encararse con él. Sintió admiración por el control de ella, por la luz de desafío que cubría el miedo que había en su mirada, por la actitud defensiva que había adoptado.
–Te advierto que voy a resistirme.
Spock sabía que le estaba diciendo la verdad, y también era plenamente consciente del peligro que ella corría. Obviamente, semejantes extremos eran empleados por los romulanos, aunque ellos no habrían esperado violencia por parte de un vulcaniano. La valentía de ella ante la tortura mental era notable, y Spock le rindió el merecido tributo.
–Eso no será necesario, centuriona. –Y ante la absoluta sorpresa de ella, continuó–. La Federación nunca emplea la tortura como medio de interrogación.
–¡Era un truco!
–Sí.
–¡No! –exclamó ella y se lanzó hacia la puerta. Spock la aferró, manteniéndole cuidadosamente las manos lejos de su propia cara, mientras ella luchaba y se retorcía entre las suyas.
–¡No! –jadeó la centuriona–. ¡Vais a obligarle a cometer un acto de traición! ¡Sacrificará su honor por nada! ¡No!
iNo!
La muchacha se dio cuenta de que no podía superar a Spock en fuerza y dejó de luchar, alzando hacia él sus maravillosos ojos oscuros.
–Por favor, no hagas eso. Tiene que existir otra forma.
¡Yo hablaré! ¡No le obligues a traicionarse!
Spock la contempló con una mirada compasiva.
–¿Y qué sucederá con el honor de usted? –le preguntó con curiosidad.
–Eso no tiene importancia. ¡Yo hablaré! ¡Pero detén esto!
–Como usted quiera, centuriona.

S'Talon estudió al capitán terrícola, intentando sondear su profundidad. Todo lo que sabía acerca de Kirk –su brillantez personal, genio militar y aptitudes diplomáticas–, le advertían que debía proceder con cautela. Se prometió no volver a subestimar a aquel hombre, a pesar de que siempre había oído decir que los terrícolas eran unos cobardes.
–Bien, comandante, se lo preguntaré una vez más... ¿qué están haciendo en el espacio de la Federación?
–Es suficiente el hecho de que esté aquí. Aguardo el proceso legal para mi ejecución.
La voz de Kirk era cortante, apasionada.
–No habrá ninguna ejecución... para usted. En cuanto a su tripulación...
–Ellos no aguardan otra suerte –le contestó el comandante–. Ésa es nuestra forma de hacer las cosas.
–¿De veras, comandante? Entonces, ¿por qué en este preciso momento están comprando sus vidas... con cooperación?
Kirk captó la veloz punzada de sorpresa y dolor que se evidenció en el rostro de S'Talon, y decidió aprovechar la ventaja.
–Miente –le dijo S'Talon con voz rasposa–. Sabemos que los humanos son unos mentirosos.
–Tal vez. Pero en esta ocasión no tengo necesidad alguna de mentir. Le han traicionado. ¿Por qué tendría que sacrificar usted su vida por ellos? Incluso su centuriona es vulnerable.
Los ojos de S'Talon echaban fuego.
–Ella no dirá nada voluntariamente, capitán. ¡Ha estado conmigo durante años! ¡Es una oficial leal!
–Pero también es una mujer... y una mujer muy atractiva. No creo que Spock vaya a tener que emplear la fuerza.
–¡No! –gruñó S'Talon.
–Ella se marchó con él voluntariamente... –murmuró Kirk, poniendo una definitiva nota enfáticamente suave en la última palabra.
–¡Como oficial romulana! ¡Ella se ofreció voluntaria para esta misión a pesar de que sabía que significaría su muerte! ¡Moriría para salvar a su pueblo!
–Para salvar a su pueblo –repitió Kirk–. La vida del imperio... lo dice literalmente. Por supuesto... ¿por qué otro motivo se arriesgarían los romulanos a una guerra galáctica? Eso sería un suicidio a menos que... la muerte sin ese riesgo fuera algo seguro. –El rostro de S'Talon había adquirido una expresión fría, y se le tensó la piel de los prominentes pómulos. Sólo sus ojos revelaban las emociones que le embargaban, y éstos estaban llenos de una desesperada furia. Kirk continuó con sus especulaciones–. ¡Ustedes eran un señuelo! ¡Evitaban que los extraños interfiriesen! Ése es el motivo por el cual emplearon durante tanto tiempo el dispositivo de camuflaje, el motivo por el que preferían dejar que su nave fuera destruida antes que buscar una escapatoria...
¡para ganar tiempo! ¡Pero para qué ese tiempo! ¡Dígamelo, comandante!
De pronto Kirk se dio cuenta de que S'Talon no le estaba escuchando. Los ojos del romulano estaban fijos en un punto que estaba detrás del capitán de la Enterprise, y se habían abierto de horror. Manteniendo un cauteloso ojo fijo en su adversario, Kirk se volvió en el preciso momento en que Spock anunciaba:
–Capitán, acabo de llamar al doctor McCoy. La centuriona se ha desmayado.
Spock la llevaba en brazos; su cuerpo flojo y su palidez la hacían parecer atemorizadoramente delicada. La sorpresa del capitán fue evidente, pero S'Talon no se dio cuenta. Sólo tenía ojos para la centuriona.
–¡Ni siquiera los klingon habrían hecho una cosa así! –exclamó, escupiendo las palabras.
Spock hizo caso omiso del veneno de la voz de S'Talon. A juzgar por la totalidad de sus reacciones, lo que acababa de decir el otro podría haber sido el más educado de los comentarios. Depositó cuidadosamente a la centuriona sobre el suelo y se puso de pie para encararse con el apasionado romulano.
–Comandante, la centuriona no reveló nada excepto su lealtad antes de desmayarse. Yo no he invadido su mente ni le he causado daño físico alguno.
–Nosotros no empleamos las torturas –agregó Kirk.
–¿Me ha engañado usted, capitán?
–Sí, comandante. El desmayo de la centuriona es una desgracia, pero le aseguro que el señor Spock no es en ningún sentido responsable de su estado.
S'Talon levantó la mirada hacia Spock, el cual expresaba su preocupación con la totalidad de su actitud.
–Le creo. Esto no es algo inesperado.
Kirk y Spock intercambiaron una mirada perpleja.
McCoy, con su equipo médico en la mano, describió curvas entre Kirk, Spock y S'Talon para arrodillarse junto a la centuriona. Pasó un escáner por encima de la mujer, la cogió por el cuello y le levantó suavemente la cabeza, para volver a tenderla luego en el suelo. Con atención clínica estudió el rostro de la paciente. Sus arqueadas cejas y oscuras pestañas eran como rasgos pintados en un papel sorprendentemente blanco enmarcado en la negra masa de sus cabellos. Miró al comandante romulano. S'Talon tenía una expresión a la vez resignada y afligida.
–Bones, ¿de qué se trata?
McCoy apartó los ojos del rostro del romulano y los levantó hacia Kirk.
–Tiene myrruthesia. Es una enfermedad propia de los vulcanianos y romulanos, pero generalmente muy rara y contagiosa sólo en las primeras etapas. Ésta parece ser una cepa más virulenta... ahora mismo no puedo decirle lo peligrosa que es...
–Yo sí puedo. –La voz de S'Talon era áspera como la grava–. La centuriona morirá dentro de cuarenta y ocho horas si no se le administra el medicamento adecuado. Incluso ahora podría ser ya demasiado tarde para salvarla.
–¿El medicamento?
–Quinneal, Jim. Pero qué tipo de efecto tiene sobre esta forma mutante del virus, no lo sé. –McCoy le administró a la muchacha una inyección antes de que los enfermeros se la llevaran–. Será mejor que ustedes también me acompañen, señor Spock, comandante. Tenemos a bordo una pequeña reserva de la vacuna preventiva.
–Estaremos allí dentro de un momento, doctor.
La respuesta de Spock dejó bien claro que aparecería en el momento que a él le fuera bien.
–Asegúrese de hacerlo, señor Spock.
McCoy estaba a punto de decir algo más, pero captó la mirada que le lanzaba Kirk y se volvió para seguir la camilla flotante de la centuriona camino de la enfermería.
–¿Es eso lo que está intentando ocultarnos, comandante? ¿Una enfermedad? ¿Una epidemia que amenaza a la totalidad del imperio romulano? Pero McCoy acaba de decir que sólo se contagia en las primeras etapas.
–Como ha conjeturado el médico, ésta es una forma mutante de la enfermedad. Es altamente contagiosa... y el quinneal no es enteramente eficaz como preventivo ni para curar –replicó S'Talon con voz tensa.
–Aún no comprendo por qué intentaron ustedes ocultar la enfermedad. La Federación podría haber sido capaz de...
Una amarga sonrisa estiró la boca de S'Talon.
–¿Ayudar a sus enemigos, capitán? En cierto sentido, ya lo están haciendo.
–Puede que la Federación y el imperio romulano sean enemigos políticos, comandante, pero no sentimos ningún deseo de ver a su pueblo asolado por una epidemia. Al menos podremos suministrarles medicinas, y el personal de investigación de a bordo de la Enterprise trabajará para conseguir una vacuna mejorada.
La sonrisa del comandante se hizo más abierta.
–El quinneal se consigue utilizando una destilación de gran como catalizador. La principal fuente de gran más cercana es el sistema solar de Canara... que está en el espacio de la Federación –comentó Spock.
Los ojos de Kirk se abrieron aún más, y luego se cerraron mientras él se concentraba en aquella situación.
–¡La flota romulana en Canara! ¡Ustedes tenían que darles tiempo de conseguir el gran! Comandante, eso podría no ser fácil... ni siquiera para la flota romulana. Los canaranos son una raza guerrera, simple pero peligrosa. Son capaces de destruir el gran antes de permitir que caiga en manos romulanas.
–Haremos lo que sea necesario, capitán, para salvar a nuestro pueblo.
–¡Si intentan emplear la fuerza contra los canaranos podrían destruir a su propio pueblo romulano! ¡Escúcheme, comandante! ¡Puede que sea verdad que los humanos somos unos mentirosos, pero los vulcanianos no lo son! ¡Spock!
–El capitán está diciéndole la verdad, comandante. Los canaranos son severos y violentos, propensos a los actos extremos. También le son intensamente leales a la Federación. Si intentan forzarlos a destilar gran para ustedes, son perfectamente capaces de destruir la totalidad de la cosecha.
Los músculos de la mandíbulas de S'Talon se aflojaron y él se sentó, mientras la derrota minaba su porte militar.
–En ese caso, estamos condenados. He vivido para ver la destrucción del imperio romulano, no por un holocausto militar, sino en este insidioso circo de muerte dirigido por un verdugo microscópico.
–¡Comandante, deje que les ayudemos! ¡La Federación no quiere perder a Canara, ni tampoco le apetece una guerra a gran escala contra el imperio romulano! ¡Tiene que confiar en mí, comandante!
S'Talon levantó la mirada hacia el sincero rostro de Kirk.
–¿Confiar en usted, capitán? ¿Cuando acaba de engañarme?
–Admito que le estoy pidiendo muchísimo, pero lo que hay en juego es de un precio muy elevado. Tiene que confiar en mí. Tendremos que confiar el uno en el otro o ver a ambos bandos destruidos. Con su ayuda, las probabilidades de evitar una terrible guerra galáctica, son pequeñas. Sin ella, son inexistentes.
–Parece que tengo pocas alternativas, capitán.
S'Talon echó hacia atrás los hombros, mientras aceptaba un nuevo curso de acción desconocido. Tiercellus le había dicho que debía abrirse a las nuevas ideas, aunque éstas provinieran del enemigo. Su viejo comandante había sido bastante profeta.

El centro de comunicaciones del cuartel general del alto mando de la Flota Estelar estaba diseñado para manejar más de dos mil mensajes simultáneos. Sus capacidades eran enormes. Servía de centro repetidor de todos los comunicados militares, además de no pocas transmisiones civiles. Realizaba una operación de veinticuatro horas, aceptando, decodificando y repartiendo mensajes. La complejidad y fría eficiencia mecánica del centro eran abrumadoras. Poppaelia se sentía un poco deprimido por su causa.
Desde su expedición no autorizada, había estado a la caza de mensajes. Sabía que estaba volviendo locos a los técnicos, pero la confirmación de sus sospechas le colocaba en una posición difícil. No podía compartir con nadie la información conseguida ilegalmente, ni tampoco se le ocurría ninguna razón justificada para solicitar un registro formal de la oficina y las dependencias de Iota. Sabía que la Federación no había estado jamás tan cerca de la guerra como en aquel momento, pero no había nada que pudiese hacer al respecto. Si intentaba poner sobre aviso a Garson y Yang mediante una forma más directa de la que ya había empleado, su credibilidad peligraría. Se veía obligado a saber y no hacer nada más que comprobar cada pequeño código del sector romulano. Tres o cuatro mensajes de los que había captado la computadora estaban cifrados con un código diferente, y eso aumentaba sus preocupaciones.
Se apartó con movimientos cansados de la pantalla y se frotó los ojos inyectados de sangre.
–Bryan, me voy a dormir un poco. Mantenga los ojos abiertos y fijos en esas pantallas. Despiérteme si algo... y me refiero a la más ligera de las sospechas... tuviera aspecto poco corriente.
–Sí, señor –respondió el ingeniero de comunicaciones.
Poppaelia apoyó la cabeza sobre los brazos, y al cabo de un instante roncaba suavemente.


–Excelencia. –El pretor inclinó la cabeza–. Excelencia, no hemos podido establecer contacto con los canaranos. El planeta está aparentemente gobernado por un consejo de ancianos cuyo líder es un tal Romm Joramm. Se nos ha dicho que no estará disponible hasta la hora cinco, cuando regrese de los campos para comer.
–¿No hay forma alguna de contactar con ese hombre antes de la hora que te han dicho? ¿No tienen sistema de comunicación para casos de emergencia?
–Sí, pero se niegan a utilizarlo. Son unas gentes muy literales, y no pude convencerlos de nuestra necesidad sin darles una impresión de debilidad.
–¡Vamos a demostrarles necesidad! Podríamos borrar esa colección de cabañas que ellos llaman capital con un solo disparo. Obtendremos lo que necesitamos.
–Mi pretor, comprendo tus sentimientos, pero Canara no sólo tiene la plantación más grande del cuadrante, sino la capacidad para refinarlo. Si podemos asegurarnos la ayuda de los canaranos podremos obtener el quinneal a una velocidad mil veces superior que si lo refináramos nosotros mismos. Ellos conocen el proceso... puede que sean primitivos en algunos sentidos, pero sí que saben cómo obtener quinneal. Y de buena calidad. Pero vamos a tener que ser cuidadosos. Son leales a la Federación. Hasta el momento no se han dado cuenta de quiénes somos. Si tenemos cuidado podríamos llegar a obtener la totalidad de la plantación.
–¿Tienen una buena cosecha?
–Sí. Yo he visto los campos. Son abundantes y el gran está a punto para ser recogido. En el sur ya han comenzado a cosechar.
–Habla, entonces, con ese Romm Joramm. Ofrécele lo que sea necesario para obtener el medicamento.
–Excelencia, se me ha informado que Romm Joramm hablará sólo con el líder del grupo. Creo que tendrás que hablar con él tú mismo.
–Tú actuarás en mi nombre. ¿Cómo van a distinguir esos primitivos la diferencia entre el uno y el otro?
–No lo sé, mi pretor, pero la distinguen. Y sólo tratarán contigo. Son astutos esos canaranos.
–En ese caso, ve a concertar un encuentro con ese hombre. Hablaremos con él, pero si no coopera nos llevaremos de todas formas lo que necesitamos... en nombre del emperador.
–Sí, mi pretor.
El pretor volvió su atención hacia la flota, que entonces se hallaba en órbita alrededor de Canara. La impresión de poder que daban era una falsedad. Ni una sola de aquellas naves tenía una tripulación completa. Desde que habían salido de Romulus, más de un centenar de tripulantes habían caído enfermos. No había tiempo para negociaciones, para diplomacias. Una diminuta espina de miedo comenzaba a crecer en el corazón del pretor.

–¡Alerta roja! ¡Alerta roja!
El estridente sonido de la sirena inundó la Potemkin. La tripulación se precipitó a los puestos de batalla.
–Tenemos naves enemigas ahí delante, capitán. Parecen ser de diseño klingon, pero apostaría a que son romulanas. El pacto...
–Sí, señor Farrell. ¿Alcance?
–Máximo alcance, señor. Parecen estar manteniendo posiciones en la frontera de la zona neutral.
–No responden a los intentos de contactar con ellos. Todas las frecuencias universales de llamada... inefectivas, señor.
–Ahí lo tiene, Garson. ¿Está satisfecho ahora? Cuatro naves romulanas. ¿Ahora cree usted que la Federación está siendo atacada?
La voz de Iota era fría y satisfecha.
–No precipitaré conclusión alguna, almirante. Esas naves, klingon o romulanas, no han cruzado las fronteras de la zona neutral. Están completamente en su derecho. No me malinterprete. Estamos en estado de alerta y así permaneceremos mientras esas naves continúen estando a la vista.
Timonel, llévenos a una posición opuesta a la de las naves enemigas. Alférez, continúe intentando establecer contacto con ellos.
La Potemkin y sus naves hermanas se deslizaron hasta posiciones opuestas a las que ocupaban las romulanas. Las dos flotillas se contemplaron la una a la otra pero ninguna cedió.
–No hay respuesta de la nave alienígena, capitán.
–Bueno, ¡haga algo, Garson!
–Ya lo hago, almirante. Estoy esperando.
–¿A qué? ¿A que nos disparen mientras ofrecemos un blanco inmóvil? ¡Por el amor de Dios, hombre, lance un ultimátum!
–¿Con qué finalidad?
–Para defensa de la Federación.
–A veces la mejor defensa es la paciencia. Alférez, intente captar las comunicaciones alienígenas. Timonel, mantenga la posición. Ordene al resto de la flota que haga lo mismo.
Garson se retrepó en el asiento de mando y cerró los ojos. Podía percibir la frustración de Iota, un volcán bajo presión. Sopesó serenamente la situación. Las fuerzas estaban igualadas. Con las naves exploradoras, la flota de la Federación contaba incluso con una ligera ventaja. Sin embargo, si los romulanos –porque romulanos era de lo que él creía que se trataba– les disparaban desde la zona neutral, sería difícil demostrar de quién había sido la culpa. Tenía que ser extremadamente cauteloso.
–Señor, las naves alienígenas parecen estar manteniendo total silencio de comunicaciones. No detecto absolutamente ninguna actividad subespacial.
–Curioso. Tiene aspecto de ser un señuelo destinado a retenernos aquí, pero ¿por qué?
–Yo le diré por qué –le respondió el almirante–. ¿No puede ver que la flota romulana ha invadido la Federación?
–Ése sería el motivo obvio. Pero no tenemos ninguna prueba y yo no puedo actuar sobre suposiciones.
–Señor, está entrando un mensaje. Es de los alienígenas, señor.
–Páselo a la pantalla principal.
En la pantalla apareció un romulano. Sus cabellos muy cortos enmarcaban un rostro orgulloso y patricio. A pesar de que ya había pasado hacía mucho su mejor época física, su fuerza de voluntad se evidenciaba en cada rasgo. Detrás de él había una fila de la exclusiva guardia pretoriana.
–Nave de la Federación. En nombre del emperador, retírese del área o afronte las consecuencias.
–Soy el capitán Garson, comandante de la nave federada Potemkin. Identifíquese, señor.
La severa línea de la boca del romulano se torció con una mueca de desprecio.
–Para que pueda conocer a su verdugo, terrícola, soy Tiercellus, comandante supremo de la Flota.
–¿Qué propósito tiene, Tiercellus?
El empleo del nombre fue una pequeña insolencia eficaz.
Garson subió una décima en la estima del romulano.
–Mi propósito no le concierne –respondió.
–Oh, ya lo creo que sí. Especialmente cuando parece ustez dispuesto a desafiarnos.
–Y repito el desafío, capitán. Abandone inmediatamente el área. He acabado con este intercambio de palabras.
–Está usted en una posición poco conveniente para lanzar amenazas. ¿Qué motivos tiene para buscar este enfrentamiento? Se arriesga a desencadenar una guerra galáctica. –No tengo por qué contestarle. Despejen el área o nosotros abriremos fuego.
–No estoy de acuerdo. Nosotros estamos, si se molesta en comprobar sus instrumentos, fuera de su radio de alcance. Con el fin de que sus disparos sean efectivos, tendrá que entrar en el espacio de la Federación... y no creo que vaya a hacerlo... al menos no de momento. Está en jaque mate, señor.
La expresión del semblante del romulano no cambió.
–Ya ha sido advertido, capitán Garson.
La pantalla parpadeó y las naves enemigas volvieron a aparecer en ella, como amenazadoras siluetas grises que se cernían como buitres. La analogía hizo que un involuntario estremecimiento atravesara los hombros de Garson.
–Capitán Garson, si no emprende usted ninguna acción contra la amenaza romulana, me veré obligado a informar de sus actos.
–Almirante, no entraré en la zona neutral ni atacaré a un enemigo que hace la guerra con palabras.
–Si atacara primero y se preocupara después del protocolo, saldría usted victorioso. No parece darse cuenta de que en la guerra no existen reglas.
–Y usted no parece darse cuenta de que hasta ahora no hay ninguna guerra.
–Garson, es usted un idiota.
–Posiblemente. Eso todavía está por verse.
–Considero que sus acciones son inaceptables.
–Estoy tratando con una situación enteramente militar. Esa área no está en absoluto bajo la jurisdicción de usted –señaló Garson.
–Eso ya lo veremos. El rango tiene sus privilegios. Como jefe del servicio de Inteligencia, estoy en una posición envidiable para asegurar que los factores de este problema se sepan.
Garson hizo caso omiso de la charlatanería del almirante y volvió a cerrar los ojos. Con todas las facultades que poseía, se puso a buscar una respuesta.

12


DIARIO DEL CAPITÁN: fecha estelar treinta y uno veintiocho coma seis.

La Enterprise viaja ahora hacia Canara para actuar como intermediaria entre el imperio romulano y los canaranos. Las comunicaciones continúan estando inoperantes, pero estarán reparadas dentro de una hora. No hemos tenido ningún contacto con el alto mando de la Flota Estelar. El comandante S'Talon ha concedido en colaborar con nosotros para intentar convencer a los líderes romulanos de que ayudarlos va en interés de la Federación. Su única preocupación parece ser el bienestar de su pueblo. La centuriona continúa en la enfermería y, a pesar de todo lo que hace el doctor McCoy, su estado empeora.

Kirk estaba sentado en la oficina del médico. En una mano tenía el informe de McCoy sobre la myrruthesia. Levantó la mirada del papel, espantado por lo fulminante y agónico de aquella enfermedad.
–Bones, ¿no hay nada que pueda hacer usted?
–No lo creo, Jim.
El dolor de la voz de McCoy le produjo al capitán un estremecimiento de congoja.
–Una cosa hemos conseguido. Utilizando las muestras de sangre y tejido de la centuriona hemos llegado a aislar el virus mutante, y creo que hemos obtenido un derivado del quinneal que lo detendrá en seco... hasta el período de crisis. Pero no servirá para ayudar a la centuriona... la enfermedad estaba ya muy avanzada... Creo que ella sabía que la tenía cuando se presentó voluntaria para esta misión.
–S'Talon ha hecho el mismo comentario.
Los ojos de ambos hombres se fijaron en la estoica figura de S'Talon, inclinado sobre el lecho de la centuriona. En marcado por la puerta de la oficina del doctor, era la intemporal imagen de la aflicción. Una profunda tristeza cubrió el semblante del médico y los ojos de Kirk se ensombrecieron de compasión.
–Ella ama a ese hombre, Jim.
–Ya lo sé. S'Talon ha dicho que lleva muchos años con él, pero no creo que esté enterado de ese amor. Es una lástima que ella no pudiera tener al menos eso.
–Ha estado delirando durante las últimas horas... saliendo y entrando de la cordura... y ha hablado un poco. S'Talon es un hombre poco corriente. Proviene de una familia antigua, tiene una buena educación y ha conseguido mantenerse al margen de las intrigas de la corte romulana. No cuenta con la simpatía del pretor.
–Eso explica por qué le escogieron como señuelo. Podía confiarse en él para que cumpliera con la misión pero su muerte sería bien recibida. Parece estar en tierra de nadie, en peligro tanto por parte de sus superiores como de la Federación.
–Por la forma en que ella ha hablado, hay más que eso. Estuvo a punto de ser asesinado en esta misión.
Los ojos de Kirk se desviaron hacia S'Talon.
–Bones, tengo la sensación de que S'Talon es la palanca que necesitamos para que los acontecimientos vayan por donde queremos.
S'Talon no era consciente de la presencia de Kirk y McCoy. Hacía guardia junto al lecho de la centuriona con una actitud ferozmente protectora. La profundidad de sus sentimientos era una sorpresa para sí mismo, que él no intentaba analizar. Estudió el pálido rostro que tenía delante, reparó en la delicadeza de las cejas oblicuas, las curvadas y largas pestañas, los cabellos desparramados por la almohada como una nube oscura. Sonrió débilmente cuando su centuriona abrió unos oscuros ojos asustados.
–Comandante... –susurró.
–Sssshhhhh... –la silenció S'Talon posándole delicadamente dos dedos sobre los labios–. Ssshhh... –repitió–. Ya sé que no has confesado nada... o quizás algo de gran valor: tu lealtad –le aseguró.
Unas pestañas espesas aletearon cuando los ojos de la centuriona se agrandaron de sorpresa.
–Yo no podía permitir que te traicionaras a ti mismo, comandante –respondió.
–Ya lo sé.
–Comandante...
–No hables.
–Tengo que hacerlo. Es algo egoísta, lo sé, pero quiero decírtelo antes de marcharme... siempre te he amado.
Las oscuras facetas de la personalidad de S'Tarleya se hicieron coherentes ante los ojos de S'Talon. Él había creído que la lealtad de ella era insólita y la apreciaba. Ahora conocía su origen.
–He sido un ciego, centuriona. Y un idiota.
–Ciego, no. Dedicado, creo. No tenías tiempo para mi amor. Yo habría esperado hasta que lo tuvieras. ¿Un idiota?
–A veces, centuriona, uno tiene en las manos un tesoro y lo reconoce sólo por sus características más prosaicas. La familiaridad es el disfraz más efectivo.
–Y ahora es ya demasiado tarde... para los dos.
El pesar enturbió los pensamientos de S'Talon y vertió dolor en los ojos de la centuriona. Él se contuvo de inmediato. Ya habría después tiempo suficiente para la autocompasión. Dejó que sus dedos acariciaran el rostro de ella con un roce suave y comprensivo. Cerró los ojos y se concentró en conseguir la paz interior. Las barreras de su mente se fundieron.
–S'Tarleya –dijo, y ella se volvió a mirarle mientras el asombro nacía en su mirada–. Tenemos este momento –dijo su mente–. Lleva poco tiempo decir... «te amo».
–Mi amor estará siempre contigo –replicó ella.
S'Talon sintió que una luz blanca le inundaba la mente, llenándola de una claridad cristalina. Su capacidad de percepción aumentó. Comprendía con una amplitud y profundidad que jamás había alcanzado.
–Te amo, S'Tarleya –repitió–. Te amo.
Desde la oficina de McCoy, los dos humanos mantenían a su prisionero bajo observación mientras que a la vez le permitían un cierto grado de privacidad.
–Eso es lo que le espera al imperio romulano, Jim. Dolor, pérdida y prolongada aflicción.
Kirk estudió al comandante alienígena y a su oficial. Ni el desamparo de la centuriona ni la tierna fortaleza del comandante le pasaron inadvertidas. La centuriona se estaba muriendo, eso lo sabían todos. Su propia impotencia le ponía furioso. En muchísimos aspectos, S'Talon le recordaba a Spock. Poseía el mismo control, la misma lógica reposada. Era el tipo de hombre que la Federación necesitaba dentro del imperio romulano, un hombre con previsión y osadía al que pudiera convencerse de tomar en consideración ideas nuevas. Aquel hombre no sólo estaba perdiendo a una camarada leal y de confianza, sino incluso lo que hasta alguien de fuera podía ver que era un amor especial. Kirk pensó en una enfermedad, terminante y que no dejaba esperanzas, azotando la Enterprise... Si eso le hubiera sucedido a su nave, su mundo... Spock, Bones, Scotty, Chekov, Uhura, Sulu... los cuatrocientos treinta miembros de su tripulación... le resultaría intolerable.
–¡Bones, tiene que haber algo!
–La investigación es prometedora, Jim, pero sin grandes cantidades de quinneal no tendremos ni una sola oportunidad de ganar. Jim... yo sé cómo se siente pero ¿está seguro de que éste es el camino correcto? Los romulanos han sido siempre nuestros enemigos... sabe muy bien que habrá quienes digan que si hubiéramos dejado morir al imperio habríamos dejado morir un gran dolor de cabeza con él.
Kirk esbozó una sonrisa torcida.
–Ya lo sé. Espero mucha artillería por ese lado, pero si no hacemos algo al respecto... bueno, por lo que a mí respecta, no podemos seguir ningún otro camino. Incluso podría ser el primer paso para convertir a unos enemigos en amigos. –Pulsó el botón del intercomunicador–. Spock –llamó.
–Aquí Spock.
–¿Hora estimada de llegada al planeta Canara, señor Spock?
–Cuatro coma dos–tres horas, capitán. Hemos recogido una unidad remota de comunicaciones. Es de un diseño singular y parece estar programada por impresión sonora de la voz. Se abrirá sólo al recibir la orden de usted.
–De acuerdo, señor Spock. S'Talon y yo nos reuniremos con usted en control. Kirk fuera. –Se acercó lentamente a S'Talon, poco dispuesto a interrumpirle. La camisa de malla del romulano rutiló, y Kirk se dejó fascinar por ella durante un momento antes de hablar–. Comandante...
–Sí, capitán. Lo he oído. Estoy preparado. La centuriona –declaró, volviéndose a mirar a Kirk–, ha muerto.
–Lo siento, comandante –le respondió Kirk mientras sus ojos almendrados estudiaban el rostro de S'Talon–. Comandante... –El capitán posó una mano sobre uno de los hombros del romulano y S'Talon levantó los ojos hasta los de Kirk. Durante un instante intemporal, el terrícola y el romulano se comprendieron mutuamente–. Vamos –dijo Kirk en voz baja. Se encaminaron en silencio hacia el turboascensor, cada hombre absorto en sus propios pensamientos–. Cubierta ocho –ordenó Kirk en el momento en que las puertas se deslizaban para cerrarse.
–Supongo que se da usted cuenta, capitán, de que esto no va a ser fácil. El pretor creerá que asesinó usted a la centuriona y me lavó a mí el cerebro. Tendré que convencerlos a él y sus oficiales de que no ha sido ese el caso. Va a meterse usted en una situación terriblemente peligrosa.
–¿Y usted, comandante? Usted arriesga su vida. ¿No cree que la paz, por insegura que sea, merece correr ese riesgo?
S'Talon estudió a Kirk por enésima vez.
–Sí.
–Informe, señor Spock –ordenó Kirk cuando él y S'Talon entraron en la sala de control auxiliar, entonces comandada por la tripulación del puente.
La ceja izquierda de S'Talon se alzó con sorpresa ante la pequeña área de control, y Kirk sonrió para sí, satisfecho de evitar que el romulano pudiera observar durante mucho tiempo el puente de la Enterprise.
–Las comunicaciones han quedado restablecidas, señor. La computadora separó el monitor subespacial, pero hemos logrado hacer un puente –declaró Uhura.
S'Talon rió entre dientes.
–Entonces, no teníamos por qué preocuparnos por las comunicaciones. No se imagina el tiempo que perdí en eso.
–Capitán.
El tono de la voz de Spock indicaba de manera decisiva que deseaba hablar en privado.
–Le recomiendo que abra el módulo de comunicaciones antes de contactar con la Flota Estelar.
Spock tendió el pequeño cubo para que lo examinara el capitán. Las letras RCIS estaban grabadas en uno de los lados, seguidas del emblema de la Federación. Kirk tocó los puntales que lo convertían en un artefacto espacial maniobrable.
–Esto es nuevo.
–Ciertamente, capitán. Se trata de un modelo experimental.
–¿Otro más? –Kirk levantó el cubo hasta el nivel de sus ojos–. Soy James T. Kirk, S.C. 937–0176 CEC, comandante de la USS Enterprise. .
En el interior del contenedor se oyó un chasquido metálico y la parte superior se abrió para dejar a la vista una cinta con un mensaje grabado.
–Ábrete, sésamo –murmuró Spock, y el capitán pareció asombrado. Le entregó la cinta a Uhura, que la deslizó en la ranura de descodificación. Kirk, inclinado sobre el visor, absorbió el mensaje. Cuando se volvió a mirar a Spock y a S'TaIon, resultó evidente que las noticias no eran buenas.
–Es de Yang. Cuatro naves de clase buque estelar, bajo el mando conjunto del almirante Iota y el capitán Garson van de camino a la zona neutral para investigar nuestra desaparición. El almirante Iota cree que la Enterprise ha sido destruida. Prácticamente le ha enviado una declaración de guerra al imperio romulano. Garson está intentando contenerle. Uhura, contacte con el alto mando de la Flota Estelar. Dígales...
–Antes de hacer eso, capitán, debe usted saber que hay cuatro naves romulanas de línea guardando la zona neutral. Tienen orden de proteger nuestra ruta de escape a toda costa.
–¡Maldición! ¡Eso es como suplicar una guerra! Uhura, contacte con el alto mando de la Flota Estelar.
–Ya los tengo, señor. Es el contraalmirante Poppaelia.
–Páselo a pantalla.
El familiar semblante de Poppaelia llenó la pequeña pantalla.
–¡Kirk! ¡Gracias a Dios! ¿Qué está sucediendo por ahí? ¿Un romulano? ¿A bordo de la Enterprise? ¿Por qué no ha estado en contacto con nosotros?
–Tuvimos algunas dificultades mecánicas, señor. No voy a entrar en detalles en este momento. Acabo de recibir un mensaje que dice que un destacamento bajo el mando conjunto del almirante Iota y el capitán Garson van de camino hacia la zona neutral. ¡Almirante, tiene que detenerlos!
–No puedo. Ya han llegado. Y han contactado con el enemigo. En este momento están esperando, fuera del radio de alcance de las naves romulanas, en la frontera de la zona neutral. Al otro lado de la frontera hay cuatro naves romulanas. Están en tablas. ¿Qué está sucediendo?
–Señor, la flota romulana ha invadido el espacio de la Federación, pero sin ningún propósito militar. –Los ojos de Poppaelia adquirieron una expresión de inocente incredulidad, y Kirk se apresuró a continuar–. Señor, está usted al tanto de que últimamente los romulanos se han mostrado extrañamente insulares. –Poppaelia asintió con la cabeza–. Hemos descubierto que la totalidad de la población está siendo diezmada por una enfermedad.
–Así es –agregó Spock–. Los romulanos han sido atacados por una virulenta cepa de myrruthesia. Es un virus raro, pero también podría representar una gran amenaza para los vulcanianos.
–Haga venir a McCoy aquí arriba –le susurró Kirk en un aparte a la oficial de comunicaciones.
–Eso continúa sin explicar por qué los romulanos han invadido el espacio de la Federación... ¿ha dicho usted que con la totalidad de la flota?
–Sí. La única cura conocida para esa enfermedad es una sustancia que emplea una forma refinada del gran como catalizador. Como ya sabe, los romulanos son pobres, especialmente en agricultura. Sencillamente no tienen las instalaciones necesarias para producir el suficiente catalizador, y están desesperados. Más de un tercio de la población ha sido diezmada por la enfermedad. Así que han invadido la Federación para intentar comprar y llevarse el suficiente gran para detener la epidemia.
–¿Es verdad eso?
S'Talon asintió con la cabeza.
–¿Pero por qué no apelaron a la Federación para pedir ayuda? En una situación como esa...
–Por orgullo, contraalmirante –le contestó S'Talon–, unido a la convicción de que se complacerían ustedes con la destrucción del imperio.
–Hay muchos que sí lo harían –admitió Poppaelia–. ¿Qué quiere que haga, Kirk? Esto se ha convertido en una situación militar. Si se efectúa un solo disparo, nos encontraremos, por así decirlo, en medio de una guerra galáctica.
–Detenga a Iota. –La voz de Kirk era de urgencia–. Usted puede hacerlo.
–¿Existe alguna forma de darle la vuelta a esto?
–Sí, la cooperación. ¿Doctor McCoy?
El médico se aproximó a la pantalla.
–Almirante, he aislado el virus y conseguido una vacuna. Eso solucionaría el problema si conseguimos que se la fabrique y administre con la suficiente rapidez.
–Los romulanos estaban en lo cierto –agregó Spock–.El sistema solar de Canara es la fuente de suministro de gran mejor y más cercana. Si pudiéramos convencer a los canaranos de que dejen que los romulanos les compren el gran, podría detenerse la epidemia y mantener la paz.
–¿Y cómo, exactamente, propone usted que lo hagamos? ¿Quiere que le enviemos a la flota romulana, que acaba de invadir nuestro espacio, una invitación grabada para que se sirvan a voluntad?
Kirk hizo caso omiso del sarcasmo.
–Déjenos actuar como intermediarios de la Federación. El comandante S'Talon y yo seremos emisarios conjuntos entre los canaranos y el imperio romulano. ¿Qué podemos perder?
–Nada, supongo. De acuerdo, Kirk. Dispone de dos días solares. Si al final de ese tiempo no ha conseguido usted llegar a un acuerdo, no me quedará otra alternativa que considerar la intrusión como una amenaza de guerra y actuar en consecuencia.
La voz de Poppaelia se apagó y Kirk respiró profundamente.
–Comencemos –dijo–. Señor Sulu, factor hiperespacial cuatro.

El pretor observó al anciano de Canara con un desprecio mal disimulado.
Romm Joramm estaba sentado, con las piernas cruzadas, sobre una esterilla tejida; la ebúrnea complexión transparente del anciano captaba los últimos rayos rosáceos del sol de Canara. El sencillo atuendo blanco que llevaba puesto realzaba la delicadeza de sus facciones. Sólo el broche de oro que le prendía la túnica a la altura del hombro hablaba de rango y riqueza. Sus pálidos ojos dorados tenían una cálida expresión hospitalaria.
–Así que es usted el comerciante Jublius Mannius; por favor, siéntese y comparta los frutos de la tierra. –Le indicó una esterilla vacía y el pretor depositó de mala gana su impresionante corpulencia sobre el piso–. Ha venido a negociar por nuestra cosecha, al menos hasta donde le dijo a mi esposa. Lamento tener que rechazar su oferta, pero nuestro tratado con la Federación de Planetas Unidos incluye la venta de todos los excedentes de gran a la Federación.
–¿Y si yo le ofreciera un precio mejor?
La voz del pretor estaba untada con la pingüe grasa de la fortuna. Examinó los anillos que llevaba en la mano izquierda, girando esta de manera que las joyas reflejaran la luz de la lámpara de aceite y relumbraran con llamativo esplendor.
–Las riquezas son algo muy bueno, pero yo creo que hay cosas mejores. Nosotros hemos recibido de la Federación una cosa que no creo que pueda ofrecernos usted.
–Yo le aseguro, anciano, que estamos dispuestos a pagar cualquier precio que nos pida.
–Creo que ya ha perdido usted la oportunidad de pagar el mismo precio que la Federación... pretor del imperio romulano.
–Así que ha descubierto mi identidad. Eso tiene muy poca importancia. ¿Cuál es ese precio que yo no puedo igualar?
–Se trata de la simple honradez, mi pretor. Ha venido a hablar conmigo bajo una personalidad falsa, y también es probable que su historia de comerciar por el gran sea una maquinación. Si hubiera venido abiertamente... pero es ya demasiado tarde para hablar de eso. Guardia, ¿quieres escoltar...?
–Creo que no. No me tocará usted ni restringirá mis rnovimientos. En este mismo momento la guardia pretoriana ha tomado esta aldea y las armas de la flota romulana están apuntando a los centros de población de este planeta.
El pretor hablaba con vanidosa autoridad, pero Romm Joramm, anciano de Canara, no se mostraba visiblemente impresionado.
–Eso no le servirá de nada, mi lord. ¿Quién cosechará los campos si destruye usted al pueblo de Canara? En cualquier caso, nosotros hemos tomado precauciones.
–¿Ustedes?
El desprecio de la voz del pretor ya no era disimulado en lo más mínimo.
–Sí. No parece usted convencido. Jaael. –De las sombras salió un joven que tenía los delicados rasgos y dorados ojos típicos de los habitantes de Canara–. Jaael, por favor, explícale al pretor cuál es la situación en estos momentos.
–Cuando descubrimos la identidad de los visitantes implantamos defensas planetarias...
–Yo no veo ninguna defensa. Ni siquiera veo armas. Nos llevaremos lo que queramos. Tendrá que practicar más el engaño si desea convencer a alguien.
–Habla usted desde el terreno de la experiencia, no hay duda, pero aguarde –replicó Romm Joramm.
Jaael continuó.
–Las bombas incendiarias han sido colocadas, y a una sola palabra suya serán encendidas. Al cabo de un minuto todos los campos estallarán en llamas. Al cabo de una hora ya no quedará nada.
–¿Van a destruirse a sí mismos? –El pretor no podía evitar que el horror se manifestara en su voz.
–Quizá. Pero mantendremos lo que somos, y no habremos ayudado a nuestros enemigos. ¿No ve usted indicio alguno de guerra? Pero nosotros somos un pueblo guerrero. Hemos pasado toda nuestra vida en guerra contra el entorno. Tenemos que luchar para sobrevivir, y hemos aprendido a prepararnos. Estamos preparados para ustedes.
El rostro del pretor era una máscara de fracaso. No tenía ni la más remota idea de qué hacer.
–La entrevista ha terminado. –La voz de Joramm se había hecho repentinamente cortante–. Usted y su flota partirán de Canara, o Canara morirá. ¡Disponen de seis horas, señor!
Joramm volvió la cabeza, aislando al pretor con la misma eficacia que si le hubiera cerrado una puerta en las narices. El pretor había sido insultado y lo sabía. Que aquel anciano pudiera superar al poderoso imperio romulano... no podía aceptarlo. Había una forma de vencer a aquel insignificante, desgastado viejo idiota. Él la encontraría... y si no lo conseguía, si el imperio tenía que morir, al menos tendría la satisfacción de derramar la sangre de la vida de Canara. No los mataría... ah, no, pero abrasaría el planeta hasta que nada pudiese sobrevivir en él. El agua quedaría corrompida y el suelo estéril. Canara moriría en la prolongada agonía del hambre. Fuera cual fuese el resultado, los canaranos no ganarían.

–¡Capitán! Está entrando un mensaje del alto mando de la Flota Estelar, señor. Está codificado y en clave.
–Páselo al visor –replicó Garson.
–Sí, señor.
Iota hizo una mueca al aparecer el rostro anguloso de Poppaelia.
–Capitán Garson. Almirante Iota.
La formalidad de Poppaelia hizo que ambos hombres se sintieran incómodos.
–Contraalmirante –respondió Garson.
–Tenemos alguna información nueva sobre el problema romulano. Es más agudo de lo que podríamos soñar siquiera. Al parecer el imperio romulano ha, en efecto, traspuesto los límites del espacio de la Federación...
–¿Qué le dije yo? ¿Y me quiso escuchar? ¿Qué va a hacer ahora al respecto? ¿O ya es demasiado tarde? –le interrumpió Iota con tono de acusación.
–Estoy intentando llegar a eso. Parece que aún tenemos una oportunidad de mantener la paz. El propósito que los ha traído a nuestro territorio no es militar.
Poppaelia pasó por alto el estallido de Iota, pero la expresión de incredulidad de Garson le puso nervioso. Si perdía a Garson no habría quien controlara a Iota, y acabarían destruidos.
–Los romulanos han sido atacados por una epidemia de proporciones increíbles. Necesitan desesperadamente asistencia médica.
–¿Y por qué no la pidieron? –ladró Iota.
–¿Se la habría dado usted? Ahí tiene el porqué. Su reacción habla por sí misma. Pensaron que no podían esperar ninguna ayuda, así que decidieron intentar comprar o apoderarse de los suministros necesarios.
–Señor, ¿puedo preguntarle cuál es la fuente de esa información? –preguntó Garson.
–Sí. Se trata de una fuente fiable: Kirk y la Enterprise. Parece que consiguieron capturar a un oficial romulano que corrobora la historia. Además, el oficial médico de la Enterprise tiene pruebas concluyentes de que la enfermedad existe. Ha conseguido elaborar una vacuna que puede detener el curso de la epidemia... si se puede fabricar y administrar con la suficiente rapidez.
–Señor, ¿había alguna duda respecto a quién era el prisionero de quién? Es algo completamente fuera de lo normal que un oficial romulano permita que lo capturen.
Por primera vez desde que se habían conocido, Iota miró al capitán de la Potemkin con un ligero respeto.
–Ninguna duda. No para mí, al menos. Hasta donde he podido determinar, Kirk está en libertad. Le he concedido dos días solares para que encuentre algún tipo de solución.
–¿No le parece que ésa era una decisión que debía tomar el consejo en pleno? –le preguntó Iota con voz tirante.
–No había tiempo. La flota romulana ya está en Canara. Kirk llevará hacia allí la Enterprise. Tiene mi autorización para actuar como intermediario de la Federación e intentar negociar un acuerdo. Hasta ese momento no emprenderán ustedes ninguna acción excepto las propias de autodefensa. Autodefensa justificable. ¿Ha quedado claro? Quedan informados de la situación, caballeros.
La imagen de Poppaelia se desvaneció de la pantalla y ambos comandantes se miraron el uno al otro.
–No creo una sola palabra.
Iota tenía las mandíbulas apretadas y en su voz había una convicción absoluta.
–Admito que requiere una enorme cantidad de fe, almirante, pero yo conozco a Kirk, y su voz ha sido siempre más prudente que la mayoría de los tratados formales.
–Yo no dudo de su amigo, Garson, y estoy al tanto de sus credenciales pero ¿quién es capaz de resistir las técnicas de lavado cerebral que emplean esos salvajes? No es más que un elaborado plan para pillarnos por sorpresa. No creo ni una sola palabra de todo eso.
–Tenemos que cumplir con las órdenes, almirante.
–Yo no puedo ver ninguna prueba válida de que Kirk tenga el dominio de la situación. Fácilmente podría ser un rehén utilizado para conseguir nuestra indolencia mientras los romulanos preparan el ataque. No pienso quedarme ociosamente sentado mientras engañan a la Federación.
–Tenemos que cumplir con las órdenes –repitió Garson, pero el almirante borró las palabras con una sacudida de cabeza.
–No pienso permanecer ocioso –entonó.
Iota estaba de pie detrás del asiento de mando, en una actitud apropiada para un conquistador. Tenía la cabeza alta, los hombros erguidos y una luz de convicción en los ojos. Garson lo contemplaba con creciente aprensión, mientras se daba cuenta de que estaba tratando con un fanático.

13


DIARIO DEL CAPITÁN: fecha estelar treinta y uno veintiocho coma ocho, Mikel Garson, capitán de la USS Potemkin, grabando.

Mantenemos la posición en la zona neutral mientras aguardamos órdenes del alto mando de la Flota Estelar. La situación es tensa, los nervios están a flor de piel, y estoy particularmente preocupado por el almirante Iota. Parece estar casi patológicamente convencido de que los romulanos pretenden provocar una guerra. Debo admitir que sus argumentos no están tan fuera de lugar como creí en un principio, pero su obsesión con la «amenaza romulana» resulta atemorizadora. Ha permanecido en su camarote desde nuestro último contacto con el alto mando de la Flota Estelar. Me temo que está considerando alguna acción drástica.

E1 almirante Iota del servicio de Inteligencia de la Flota Estelar, miembro del Consejo de Defensa, conocido por sus amigos como «Jake», salió de su camarote. Los miembros de la tripulación, que lo observaron pasar, lo miraban dos veces. El aire de decisión que atraía los ojos de los tripulantes corría por las venas del almirante como fuego. Veía cuál era la solución obvia. Sólo un curso de acción prometía una seguridad absoluta para la Federación. ¡Era tan sencillo! ¿Por qué no se le había ocurrido antes? Era cierto que eso desafiaba las cacareantes órdenes de la abuela Poppaelia, pero eso no era más que un tecnicismo. Cuando todo hubiera concluido con éxito y él fuera un héroe, el salvador de la Federación, nadie se acordaría de eso; o, si lo hacían, sería para autorizar sus acciones. Sonrió al cruzar la última puerta metálica que le separaba de su objetivo. Las puertas se cerraron tras él y ocultaron su presencia. Un letrero que había en una pared decía: «Control auxiliar».

–¡Capitán, los controles del timón han sido desconectados. ¡Hemos perdido la nave!
–¿Está seguro, timonel? Compruebe ese panel de instrumentos.
La cabeza entrecana de Arviela se inclinó sobre el panel de controles para comprobar el circuito. Sus uñas esmaltadas de plata pulsaron botones con mucho cuidado.
–No, señor. El panel de controles está bien. La energía ha sido interrumpida... desviada hacia otra área.
–¡Sala de máquinas! ¿Están teniendo problemas?
–No, señor, todo funciona normalmente aquí abajo.
–La voz del ingeniero era perpleja.
–Capitán... he perdido también los cañones fásicos... es como si hubieran apagado el interruptor de energía principal.
–Pase a manual.
–No hay respuesta manual, señor.
Garson observó a Arviela mientras ella comprobaba de nuevo los circuitos. Sus preocupaciones respecto a Iota se convirtieron en una sólida roca alojada en su estómago: sabía qué acababa de suceder. Iota había saboteado el sistema de seguridad manual, se había apoderado del control auxiliar y en aquel momento estaba desviando la computadora principal.
–Control auxiliar –gritó Garson por el intercomunicador–. Almirante Iota.
–Capitán –le respondió Iota, envolviendo el título en sarcasmo.
–Almirante, debo pedirle que devuelva el control del timón y los cañones fásicos al puente. –No estoy de acuerdo.
–Almirante, le recuerdo que yo soy el comandante militar de esta misión.
–Y yo le recuerdo a usted mi rango y mi posición en el Consejo de Defensa. ¿Realmente cree que el alto mando de la Flota Estelar aceptará, al final, sus puntos de vista como superiores a los míos?
–Mi autoridad, conferida por el jefe del Consejo de Defensa, está registrada.
–Tal vez, tal vez –replicó Iota–, en tiempos normales. Pero estamos en guerra y la guerra requiere medidas drásticas. ¡Si nos quedamos aquí sentados esperando a que los romulanos disparen primero, estaremos desperdiciando la mejor oportunidad que tenemos!
–¡Almirante, nadie ha hecho movimiento alguno! ¡Los romulanos están completamente dentro de sus derechos! ¡No puede usted disparar contra ellos!
–La flota romulana ha invadido el espacio de la Federación.
La voz de Iota afirmó aquel hecho como si se tratara de un dogma religioso repetido con fe ciega. Garson era incapaz de combatir las convicciones religiosas de aquel hombre. En las batallas físicas podía luchar, era capaz de manejar bien las conversaciones diplomáticas, pero no tenía ni idea de cómo atravesar la ceguera de Iota.
–¡Espere, almirante! Por favor, déles un poco de tiempo. Siempre podrá atacar más tarde. ¡Sólo déme un poco de tiempo!
–No hay tiempo.
–¡Sí, lo hay! ¡Un día! ¡Sólo un día y yo cederé! –Garson detectó un atisbo de vacilación en el rostro del almirante y se apresuró a continuar–. Hágalo por la Federación a la que tanto cariño le tiene. Déle una oportunidad a la paz antes de lanzarse a la guerra. Por favor, almirante, piense en la Federación.
–No pienso en otra cosa que en la Federación. De acuerdo, capitán, un día. Pero eso será todo. Si al finalizar ese tiempo no se ha declarado la paz, esta nave atacará al enemigo. Un día –repitió el almirante mientras apagaba el intercomunicador.
El capitán Garson respiró profundamente y exhaló el aire despacio. Un día. No tenía ni nave ni armas. Al menos las otras naves estaban en funcionamiento... y todavía disponía de las comunicaciones. Le había dicho a Iota que confiar en Kirk era una cuestión de fe. La veracidad de su propia declaración se burló de él.
–Teniente, póngame en contacto con Poppaelia. Bloquee la transmisión para que no pueda escucharse desde el control auxiliar.
–Sí, señor. Ya lo tengo, señor.
–A pantalla.
–¿Sí, Garson?
Poppaelia parecía irritado y Garson no podía culparlo por ello.
–Me temo que me veré obligado a aumentar sus cargas, señor. Tengo que informarle que el almirante Iota se ha recluido en la sala de control auxiliar y ahora tiene en su poder los sistemas de timón, armamento y navegación. Se niega a creer que los romulanos no quieren la guerra. Nos ha lanzado un ultimátum: si no tiene pruebas concluyentes de que se ha declarado la paz dentro de veinticuatro horas, atacará a las naves romulanas que están en la zona neutral.
–¡Dios mío!
Garson asintió con la cabeza.
–Haré lo que pueda para vencerle, señor, pero no veo más que una forma posible de detenerle.
–No lo haga hasta el último momento. Insista. Sé que es un fanático, pero no creo que esté completamente loco. Creo que todavía tiene posibilidades de convencerle.
–Señor, siente muy poco respeto por mí.
Poppaelia profirió un bufido.
–Ese hombre siente muy poco respeto por todo el mundo, pero los hechos le dan muchas veces la razón. Haga todo lo que pueda. Si Kirk consigue solucionarlo...
Poppaelia dejó la frase sin terminar al desvanecerse de la pantalla. Kirk era el punto de inflexión de aquellas circunstancias. Si podía hacer que las cosas fueran en favor de la Federación –y con anterioridad había conseguido bastantes cosas difíciles–, podría haber una posibilidad de derrotar las obsesiones del almirante. Garson se aferró a aquel único hilo de esperanza.

–Capitán, tenemos a Canara dentro del radio de alcance de los sensores. Hora estimada de llegada, cuarenta minutos.
–Muy bien, señor Spock. Señor Chekov, pónganos en una órbita estándar, pero mantenga en todo momento a la flota romulana al otro lado del planeta.
–Eso requerirá un acercamiento oblicuo, capitán –replicó el navegante–. Requerirá más tiempo.
–Sí. No quiero que los romulanos sepan que estamos aquí... no todavía.
–Sí, señor.
Spock se apartó de la terminal de computadora y avanzó silenciosamente hasta colocarse a un lado del capitán. Kirk levantó los ojos del informe que acababa de firmar. Sus ojos contenían una pregunta no expresada.
–He investigado a los canaranos, capitán. Son verdaderamente un pueblo primitivo e implacable, pero se esfuerzan por ampliar sus conocimientos. El jefe del consejo de ancianos de Canara, Romm Joramm, es en gran medida el responsable del planeta. Creo que si podemos convencerlo de que haga un trato con los romulanos, podrá evitarse el derramamiento de sangre.
–Ese... Romm Joramm... ¿cuáles son sus sentimientos con respecto a la Federación?
–Fue durante su liderazgo que Canara se convirtió en miembro de la Federación.
–En ese caso, tendríamos que ser capaces de conseguir un acuerdo con él.
I –Sí... sería imprudente no tomar en cuenta la testarudez y severidad del pueblo canarano. Una vez que se comprometen en una línea de acción, no es fácil desviarlos de ella.
Uhura se cubrió con una mano el receptor subespacial que tenía en un oído. Inclinó la cabeza para captar una señal débil.
–Señor, capto una señal de socorro procedente de Canara. Están solicitando la ayuda de la Flota Estelar.
–Bien. En ese caso, nos recibirán bien.
–Es ciertamente afortunado, capitán –comentó Spock.
–Jim, por muy oportuna que sea nuestra llegada, ¿cómo cree que reaccionarán los canaranos cuando se enteren de que hay romulanos a bordo de la Enterprise? –le preguntó el doctor McCoy.
–Eso sí que constituye un problema –murmuró Kirk, lanzándole una mirada a S'Talon.
–En verdad, capitán, los canaranos podrían creer que están siendo manipulados. Y si usted me presenta como prisionero de guerra, no es probable que vayan a aceptarme como embajador –intervino S'Talon.
–Hmmm... teniente Uhura, abra un canal de comunicación con Canara... cifrado... quiero hablar con Romm Joramm.
–Sí, señor.
Tal vez, capitán, sería mejor que yo me retirara durante la entrevista –sugirió S'Talon.
–Gracias, comandante. Eso sería prudente. Doctor McCoy, ¿quiere hacer el favor de escoltar al comandante?
–Estaré encantado de hacerlo. ¿Señor?
El romulano miró fijamente a Kirk; una advertencia contra la traición. Observó que los cambiantes ojos almendrados del humano recibían el mensaje y le respondían. «Confíe en mí», le decían. Y él no tenía otra elección... la confianza era la única posibilidad que tenía el imperio. En cuanto a él mismo, ya estaba perdido. Sabía que cuando mirara el rostro del pretor vería su propia muerte.
–Ya tengo a Romm Joramm, señor.
Kirk aguardó hasta que hubieron salido S'Talon y McCoy antes de contestar.
–Páselo a la pantalla, teniente.
Kirk nunca había conocido a un canarano. Exceptuando las vagas generalizaciones y la información que le había proporcionado Spock, no sabía absolutamente nada sobre Canara, pero Romm Joramm le impresionó. La inmensa dignidad del hombre le confería grandeza a su cuerpo frágil. Fluía en cada uno de sus movimientos y se pegaba al drapeado de su túnica. Sus ojos de color dorado pálido eran translúcidos.
–Bienvenido –declaró–. Soy Romm Joramm, líder del consejo de ancianos.
–James T. Kirk, señor. Al mando de la USS Enterprise. Hemos captado su señal de socorro.
–Sí, tenemos la más extrema necesidad de ayuda. Hemos sido invadidos por romulanos. Llegaron disfrazados de comerciantes en busca de gran. Cuando nos negamos a vendérselo dijeron que se llevarían lo que les hiciera falta. Nosotros les respondimos que destruiríamos las plantaciones. A cambio, según creo, ellos nos destruirán a nosotros.
–Señor, ¿consideraría usted la posibilidad de permitir que los romulanos les compraran el gran... a un precio justo?
El rostro de Kirk tenía la honrada sinceridad de un querubín.
–Si hubieran venido a nosotros abiertamente... pero no. Nos han mentido; deben cargar con las consecuencias. Pero, ¿por qué me pregunta usted... está usted con ellos? ¿Se trata de algún truco?
La voz del anciano se hizo cortante de pronto y Kirk agradeció a la providencia haber sacado a S'Tálon del puente. Aquél había sido un movimiento prudente.
–No, no. Pero existen circunstancias atenuantes.
Romm Joramm contuvo su creciente furia y aguardó a que le dieran una explicación. El capitán expuso su argumento.
–El imperio romulano mismo está siendo atacado... pero no por fuerzas militares, sino por una enfermedad. Una epidemia que ha destruido ya ,a un tercio de su población. Existe una medicina que puede detener el avance de esa epidemia, pero para fabricarla necesitan gran. Las reservas que ellos tenían se les acabaron hace mucho tiempo. Han venido a ustedes ya heridos, y por ese motivo son peligrosos, pues no tienen nada que perder. Si ustedes les vendieran el gran, habría una posibilidad de que el imperio romulano sobreviviera y ustedes evitasen una guerra galáctica.
–Los romulanos son enemigos de la Federación. ¿Por qué simplemente no los dejamos morir? La vida de este país no sería un precio demasiado alto a cambio de la supervivencia de toda la Federación, que ya no tendría sobre sí esta amenaza exterior.
–Señor, seré sincero con usted. Hay muchos que no ven nada objetable en lo que acaba de proponerme. Aparentemente, sería una solución práctica. Pero significa la guerra. Y la guerra significa sufrimiento y muerte para ambos bandos. Va en interés de nosotros mismos evitarla.
Joramm consideró lo que acababa de oír.
–Ya veo –replicó por fin. De pronto, sonrió–. Significa que tenemos que poner lo que nosotros quisiéramos hacer por debajo del bienestar del pueblo. Ésa es una lección, capitán, en la que he estado trabajando durante toda mi vida. Dudo que algún día llegue a dominarla. Sin embargo, en este caso, veo provecho en el sacrificio de doblegar mi propia voluntad. No sólo Canara sobrevivirá, sino que se hará rica... al menos según nuestras pautas.
El capitán sintió que el alivio inundaba su cuerpo. Respondió a la sonrisa de Joramm con la suya propia.
–Gracias, señor –le dijo.
–Gracias a usted, joven. Tengo con usted una deuda por haber hecho que refrenara mi temperamento. Es usted –agregó con un guiño– extremadamente persuasivo.
–También yo tengo mi temperamento, señor –replicó Kirk–, y a menudo ha sido refrenado por la mano de un amigo.

S'Talon tocó la redondeada hoja de una violeta, acarició la delicada flor blanca y azul. McCoy se ocupaba de quitar las flores secas de un pequeño magnolia Mantenía un ojo sobre el romulano, pero no se entrometía en su intimidad. El laboratorio de botánica era un lugar fresco y lleno del aroma de vida y crecimiento. Sólo con que hubiera corrido una ligera brisa, el médico podría haber cerrado los ojos y fingido hallarse en su hogar de Georgia.
–¡Qué lugar tan lozano tiene que ser su Tierra, doctor, para estar tan llena de plantas!
El aire quieto amortiguaba la voz de S'Talon y la profunda calma de las plantas la absorbían, pero aún así McCoy oyó el murmurado comentario.
–Sí, lo es –contestó.
S'Talon levantó bruscamente la mirada. Los oscuros ojos romulanos bajo las oblicuas cejas sondearon el rostro del terrícola. Estaba lleno de un dolor que él no comprendía.
–¿Le sucede algo malo, doctor? Tiene aspecto de no sentirse bien.
–Es que no me siento bien –respondió McCoy.
–En ese caso hay que pedir ayuda. Su enfermería...
–No, comandante, no estoy enfermo.
Se detuvo sin saber qué decir.
–Hay dolor en sus ojos... y sin duda no es injustificado.
–Es por la centuriona, comandante. Estoy terriblemente acongojado. Sólo con que hubiéramos descubierto a tiempo la vacuna, ella aún estaría viva.
La mente de S'Talon se nubló. Él sentiría la muerte de S'Tarleya durante el resto de su vida, pero no había sido culpa de nadie. Si alguna culpa existía, era la suya, por su ceguera. Se volvió, y sus profundos ojos buscaron los de McCoy.
–No pudo evitarse, doctor. S'Tarleya se alegró de que existiera una oportunidad para el resto de su pueblo. Me contó que usted le había dicho que ella era el instrumento de la supervivencia de los demás. –Los humanos eran una extraña combinación de fortaleza y debilidad–. ¿Existe alguna esperanza, doctor? ¿Puede hacer milagros su capitán?
McCoy sonrió.
–Algunos creen que sí, comandante. Hará todo lo que pueda... y eso es algo excepcional.
–De eso, doctor, tengo amplias pruebas –respondió S'Talon.
–Es un hombre único en su género –le aseguró McCoy.
–Esperemos que así sea –dijo S'Talon con tal fervor que McCoy rió entre dientes.
El intercomunicador sonó, y McCoy metió la mano detrás de un enorme filodendro y lo activó.
–Aquí McCoy.
–Aquí Kirk. Bones, los canaranos han concedido venderles el gran a los romulanos y han aceptado a S'Talon como embajador del imperio. Por favor, dígale a S'Talon que regrese al control. Ha llegado el momento de ponerle el capirote al halcón.
–Eso podría no ser fácil, capitán.
Kirk hizo girar el asiento de mando para encararse con su primer oficial.
–¡A mí me lo cuenta! –murmuró–. Tendremos que conseguir ponerlos en desventaja.
–Ya los tenemos en una desventaja técnica. Han invadido nuestro territorio y amenazado con agredir a un miembro de la Federación. La situación práctica es, sin embargo, totalmente distinta –declaró Spock.
–Una sola nave en contra de la totalidad de la flota romulana. –Kirk inclinó la cabeza–. Una sola nave –murmuró reflexivamente–. La única posibilidad es sorprenderlos... dominar intelectualmente la situación.
–Nos aproximamos a Canara, capitán –anunció Sulu.
–Órbita estándar, señor Sulu.
–Sí, capitán. Órbita estándar.
–Capitán, la flota romulana está al otro lado del planeta –informó Chekov.
El capitán se pasó un dedo por el labio inferior.
–Señor Chekov, trace un rombo de intersección que nos ponga justo en medio de ellos. Sin escudos. Permanezca alerta. Que el doctor McCoy acuda a control –le ordenó a Uhura.
Chekov y Sulu intercambiaron miradas fugaces. Chekov respiró profundamente y cumplió con la orden del capitán.
–Curso trazado, señor –anunció luego.
–Factor hiperespacial uno, señor Sulu.
–Sí, señor.
La Enterprise navegó hasta el corazón de la flota romulana con el aplomo de un antiguo navío de madera con todas las velas desplegadas. Se deslizó graciosamente hasta detenerse delante de la nave capitana del pretor. Como la proverbial hada e inocente doncella, flotaba serenamente en medio de una jauría de lobos hambrientos.

–¡Ese hombre está loco!
–Loco no, mi pretor, es que es muy, muy inteligente –contradijo el oficial romulano–. Ésa es la Enterprise, comandada por Kirk. Ya me he encontrado frente a frente con él antes de ahora. Nunca hace nada sin una razón.
El pretor miró con ferocidad la nave de la Federación.
–¡Así es como gana tiempo para nosotros S'Talon! –declaró con una voz cargada de desprecio–. ¡Yo hablaré con ese Kirk! Abrid los canales de comunicaciones.
–De inmediato, pretor.
Las estrellas desaparecieron de la pantalla de la nave romulana, y unos rostros desconocidos ocuparon su lugar... todos desconocidos menos uno.
–¡S'Talon! –gruñó el emperador–. ¡Esto es lo que has hecho por el imperio!
Escupió las palabras y S'Talon se irguió imperceptiblemente.
–Sí, mi pretor –respondió con serenidad.
¡El pretor! Kirk y los tripulantes del puente estudiaron al líder romulano con curiosidad no disimulada. Vieron un hombre enorme cuyas apuestas facciones estaban ensombrecidas por el orgullo, la pasión y un despiadado interés personal. Kirk supo de inmediato que aquel hombre no haría nada por el bien del imperio que no le beneficiara directamente también a él.
–¿Dónde está tu nave, S'Talon? ¿Y tu tripulación? –preguntó el pretor con una voz suave de bordes afilados como navajas.
–Su nave está destruida y sus tripulantes muertos o a bordo de esta nave.
–Kirk –adivinó el pretor.
–Señor –le saludó el capitán.
–Así pues, usted tiene a S'Talon y a su tripulación... y yo lo tengo a usted. Es una situación entretenida.
–Más que entretenida, señor, es cataclísmica. Si usted decide que así sea.
–¿Yo, capitán? Difícilmente podría creer que se encuentre usted en situación de mostrarse beligerante.
–No –replicó Kirk, mientras sus ojos disparaban saetas de desafío–. ¡He venido a implorar ante usted! Por nuestras vidas... y por la vida del imperio romulano.
–El imperio romulano no es de su incumbencia, capitán.
–Han invadido ustedes el espacio de la Federación... eso le convierte en algo de mi incumbencia. Su pueblo está muriendo. A menos que reciban ustedes ayuda inmediata, ya no quedará imperio alguno, sólo un puñado de supervivientes desparramados aquí y allá. Algo poco apropiado para gobernar –agregó con tono astuto.
–Podemos arreglárnoslas muy bien sin ustedes, capitán.
–No. Ya han descubierto que los canaranos son leales a la Federación. Sin el consentimiento de la Federación, nunca le darán el gran que necesitan. Y no tendrán posibilidad alguna de llevárselo. Si intentaran apoderarse de él por la fuerza, ellos destruirían toda la plantación y las reservas. Usted me necesita, pretor.
–¿Cree que voy a confiar en la buena voluntad de la Federación para proporcionarle asistencia médica a sus enemigos?
–Tiene que hacerlo. Y la buena voluntad no tiene nada que ver con nuestras motivaciones. Canara es un miembro de la Federación, y como tal merece la protección y la ayuda debidas; no podemos permitir que la saquee usted según su voluntad. Con esta descarada entrada militar en el espacio de la Federación ha puesto usted en peligro la frágil tregua que mantenemos. Nosotros no deseamos la guerra. El precio sería astronómico para ambos bandos. Y Canara es la fuente de producción importante más cercana. Para cuando encuentren otro lugar en el que proveerse, será ya demasiado tarde como para que tenga importancia.
–Lo que dice usted tiene el incómodo sonido de la verdad –murmuró el pretor.
–Un imperio de muertos no es un imperio –continuó Kirk–. Yo siempre me he sentido impresionado por las capacidades militares de los guerreros romulanos. Es usted afortunado, señor, por tener oficiales de las cualidades del comandante S'Talon. Su previsión muy bien podría salvar esta situación difícil. Sin duda, el emperador recompensará al responsable de la existencia misma del imperio romulano. Un hombre semejante sería honrado en todas partes... las... recompensas... serían incalculables.
–El bienestar de mi pueblo es mi principal interés –declaró pomposamente el pretor.
–Por supuesto, señor –le respondió Kirk, mientras reprimía una sonrisa.
–Si está usted dispuesto a transferir a S'Talon a bordo de mi nave, continuaremos con las negociaciones.
–No haré eso, señor. El comandante tiene conocimientos que son valiosos para nuestro personal médico...
–Precisamente –intervino McCoy–. Hemos aislado el virus mutante y estamos haciendo pruebas extensas para determinar la eficacia de una vacuna.
–Además –agregó Kirk–, el comandante es mucho más valioso como intermediario. Los canaranos han consentido en aceptar a S'Talon como enviado romulano.
El pretor miró con desdén, alzando al aire su larga y elegante nariz. Así pues, no podría convertir a S'Talon en chivo expiatorio. Bueno, él reclamaría para sí la gloria de S'Talon... de modo que él sólo tendría la suficiente como para salvar la vida. Eso era más de lo que se merecía. Dejó que el silencio se prolongara. Su voz, cuando habló, era de superioridad y un poco aburrida.
–Daremos nuestro consentimiento –dijo mayestáticamente.
Kirk sonrió.
–Bien. Las negociaciones comenzarán de inmediato. El comandante le informará de los detalles.
Kirk retrocedió y le dejó a S'Talon el uso exclusivo de la línea de comunicaciones.
–Se diría que ha conseguido evitar el desastre, capitán. Spock estaba a su lado.
–Mantenga los dedos cruzados –le respondió el capitán. Spock inclinó la cabeza, meditabundo.
–¿Qué efecto podría tener cruzar los dedos? No tenía noticia de ninguna extraordinaria capacidad humana...
Kirk rió entre dientes mientras la tensión iba abandonándole.
–Sólo usted, Spock –le dijo McCoy.

14


S 'Tokkr, el oficial científico de la nave romulana Eagle, se frotó la frente con el reverso de la mano. Sabía que estaba enfermo, pero no tenía tiempo para afecciones de la carne. Sin sus conocimientos la tripulación del puente se encontraría discapacitada. La nave carecía del personal suficiente.., menos todavía que aquellas que seguían al pretor. En aquel momento él estaba a cargo tanto de su terminal científica como del puesto de armamento especial.
S'Tokkr sacudió la cabeza para aclarársela y eso le produjo una ola de mareo. El ajustado casco le resultaba entumecedor. Se sentía estrujado dentro de él, incapaz de respirar. Desesperado, con reglamento o sin él, se lo arrancó. Tras respirar profundamente, se obligó a volver los ojos hacia el escáner, decidido a permanecer en su puesto. Parpadeó rápidamente para forzar sus ojos a enfocar las pantallas. Las fluctuantes líneas de la computadora le hipnotizaron, y supo que estaba luchando una batalla perdida. Abrió la boca para pedir ayuda, pero no consiguió que de ella saliera sonido alguno. Se le pusieron los ojos en blanco y se derrumbó sobre el suelo.
–¡Capitán!
El ingeniero técnico señaló el cuerpo tendido de S'Tokkr. El capitán romulano gruñó una maldición. –¡Sacadlo de aquí!
El cuerpo de S'Tokkr fue arrastrado fuera del puente con pocas delicadezas. Sus dedos sin vida golpetearon sobre las teclas al pasar por encima de la terminal. Uno de sus dedos golpeó contra una pequeña palanca anaranjada con la fuerza suficiente como para desplazarla. Nadie lo advirtió.
–¡Capitán, el dispositivo de camuflaje!
La exclamación de Arviela sacó a Garson de golpe de sus ensoñaciones. Sus ojos volaron hacia la pantalla justo a tiempo de ver cómo la última de las naves romulanas desaparecía de la vista.
–¿Estado de la nave?
–Los escudos han sido activados.
–¡Ábrame un canal de comunicación con el resto de la flota!
–Nuestro curso está siendo trazado para entrar en la zona neutral! –exclamó el navegante.
–Canal abierto, señor.
–Aquí Garson, de la Potemkin. Todos saben cuál es la situación. Ninguna de las naves de este destacamento entrará en la zona neutral sin una orden expresa de mi parte. –Se produjo una pausa dolorosa. A Garson le costaba un enorme esfuerzo dar la orden que venía a continuación–. Si la Potemkin comenzara a avanzar hacia la zona neutral, todas las naves le bloquearán el paso. Si eso no la detiene, están autorizados a disparar contra ella. Deténganla con cualquier medio a su alcance.
Garson indicó el final de la transmisión con un gesto de la mano derecha.
–Póngame con Iota –pidió a continuación.
Iota estaba sentado en una silla, inclinado, sin hacer ningún caso de la llamada del capitán. Sólo se concentraba en el rumbo que estaba trazando, en dirección a la última posición conocida de las naves romulanas.
–¡Déjelo ya, almirante!
La voz de Garson tenía una nota autoritaria que Iota no le había oído hasta entonces.
–Han activado el dispositivo de camuflaje. ¡Está claro que tienen intención de atacar! ¡Yo voy a adelantarme a ellos!
Iota pulsó un botón y Arviela murmuró:
–Potencia de medio impulso.
–Esta vez tengo en la mano la carta más alta, almirante –le aseguró Garson.
La arrogancia de Iota se transformó en escandalizada incredulidad cuando el resto del destacamento se deslizó hasta colocarse en el camino de la Potemkin. Los sensores le informaron de que tenían los escudos defensivos activados.
–Jaque mate, almirante. –¿Qué significa esto?
–Si intenta usted llevar a la Poternkin hacia la zona neutral, el resto de la flota nos destruirá.
–¡Los romulanos nos atacan!
–No lo harán.
–Fanfarronea usted.
–Póngame a prueba.
La voz de Garson era gélida en su certidumbre.
Iota vaciló, luego pulsó otro control y la nave quedó flotando en el espacio.
–Después de todo, le concedí veinticuatro horas y todavía le quedan ocho. Cuando se cumpla ese plazo de tiempo, no dudaré en utilizar los medios de que dispongo. Esta conversación ha concluido.
La pantalla se oscureció. Garson se levantó del asiento de mando y comenzó a recorrer el puente de un lado para otro. Su entrecejo se frunció marcando una y en su frente habitualmente relajada; el hombre estaba luchando en un calléjón sin salida.

–¿Qué?
Tiercellus se puso de pie con la agilidad de un acróbata de veinte años, y de inmediato lo lamentó, pero estaba demasiado preocupado como para prestarle atención a la punzada que sentía en un costado.
–Como ya he dicho, señor, el dispositivo de camuflaje de la Eagle fue activado accidentalmente. Debido a que la Eagle es tu nave, las otras supusieron que debían seguir su ejemplo. Estimamos que la flota ha permanecido invisible durante un cuarto de hora –respondió el capitán de la Eagle.
–¿Y las naves de la Federación?
–Una comenzó a avanzar hacia la zona neutral, pero las demás le cortaron el paso. En ese momento estaban con los escudos plenamente activados.
–¡Qué cosa tan insólita! Desactive el dispositivo, capitán, y envíeles una señal a las otras para que hagan lo mismo. Aún no ha llegado el momento de trabarse en batalla con el enemigo. Nosotros somos el seguro del pretor. No debemos olvidar eso en ningún momento y tenemos que estar preparados para asistirle en caso de que lo necesite.
–Obedezco.
Tiercellus se agitó dentro de la túnica, inclinándose hacia el lado derecho. Sacó de un armario una botella, un frasco pequeño y un vaso, y se sirvió una dosis generosa de cerveza azul. El sabor fuerte de ésta disimularía lo desagradable del medicamento. Vertió cuidadosamente en el vaso de cerveza tres gotas de un líquido rojo sangre, cogió el vaso y removió la mezcla con un movimiento circular. El contenido adquirió una tonalidad púrpura oscuro tan rico como el borde de la túnica del emperador, regio como la herencia de las costumbres romulanas. Se lo bebió de un solo trago y se encaminó hacia el puente. –
Sus movimientos eran más seguros, más decididos de lo que fueran antes. En sus pasos había una energía que los años habían debilitado. No sobreviviría a aquel enfrentamiento. Él había aceptado su destino. Sin embargo, sería él mismo quien escogiera el momento más adecuado para morir.
Cuando entró en el puente de la nave, el capitán de la Eagle dejó libre su puesto con obsequiosa celeridad. En otros tiempos, Tiercellus habría rehusado aquella cortesía, pero no en aquel momento. Se hundió en el cómodo asiento de mando y le hizo al capitán un gesto de agradecimiento con la cabeza.
–Llame al maestro de armas Hexce al puente –ordenó al ingeniero de comunicaciones–. Y hablaré con el capitán de la Potemkin. Trataremos de averiguar qué razones tiene para atacar su propia flota.
Hexce, en respuesta a la llamada de Tiercellus, se presentó en el puente. Una sola mirada le bastó para darse cuenta del estado de su comandante. Avanzó discretamente hasta colocarse detrás del asiento de mando.
–Nave estelar Potemkin de la Federación. ¡Tiercellus comandante supremo de la flota del imperio, quiere hablar con usted, capitán! ¡Responda!
El comandante romulano recibió una respuesta casi instantánea.
–Bueno, Tiercellus. Ya veo que ha decidido usted dar señales de vida.
E1 romulano se mostró imperturbable ante la acusación insinuada de cobardía por parte del humano.
–Si yo fuera usted, capitán –le contestó–, le hablaría más diplomáticamente a un adversario superior.
–Yo no veo ninguna prueba de superioridad, señor, sino una mera aptitud especial para el engaño y la traición. –Yo, al menos, tengo mis fuerzas bajo control.
–¿Y yo no? –inquirió Garson. E1 farol que se estaba echando era enorme.
–¿Es un procedimiento normal ese de que una nave de la Federación ataque a otra de su propio bando? Yo siempre he considerado el motín como externo a los reglamentos aceptados. Quizá se trate de un prejuicio romulano.
Garson profirió una corta y malévola risa entre dientes.
–Eso lo ha hecho volverse inmediatamente sensible, ¿no es cierto?
–Sus acciones no han determinado la mía en forma alguna –le contestó Tiercellus.
La risa entre dientes de Garson volvió a oírse.
–Le sugiero, señor, que usted y su flota se retiren del área, y esta vez lo digo en serio. Su presencia aquí constituye una pérdida de tiempo tanto para usted como para mí.
–Posiblemente sea así, capitán, pero el imperio romulano no actúa según la conveniencia de la Federación. Usted acabará por rendirse, señor, ahora o más tarde, de una manera mucho menos... –hizo una pausa y a sus ojos afloró una expresión divertida– humana. La elección debe hacerla usted.
Tiercellus cortó la comunicación y se hundió en el asiento de mando. Intentaba relajarse, pero Hexce advirtió el pulso acelerado de las prominentes venas de las manos de su capitán.
–Vamos a necesitarlo, Hexce, y muy pronto –declaró Tiercellus en voz baja.

Garson dejó escapar la respiración entre los dientes, cosa que produjo un silbido de alivio.
–Comunicación cerrada, señor.
Aquel comentario hecho por Arviela obtuvo como respuesta un asentimiento de Garson.
–Demasiado cerrada. Tenemos que sacar a ese chalado de la sala de control auxiliar.
–He repasado absolutamente todo lo que podría ocurrírseme para conseguir hacerlo salir de allí, y he acabado en blanco. Podría permanecer allí encerrado por toda la eternidad. Nada conseguirá tocarle como no sea la destrucción de la propia nave –declaró el oficial científico de la Potemkin.
–¿No podemos llenar el compartimento con gas tranquilizador.., o algo por el estilo?
–No sin que él lo sepa. Ése es el verdadero problema que tenemos, señor. Todo lo que hagamos ahí abajo puede ser detectado por él.
Garson consideró los riesgos y acabó por concluir que eran demasiado grandes. Utilizaran lo que utilizasen, Iota sería capaz de emprender algún tipo de acción antes de perder el conocimiento, y esa acción podría ser la que provocara la guerra. En el fondo, Garson sabía que él estaba dispuesto a sacrificar la Potemkin para evitar que eso sucediera.
–En ese caso, lo único que tenemos es el factor humano.
La voz de Garson expresaba muy poca confianza. Intentar llegar a los retazos de cordura que acechaban en los retorcidos corredores de la mente de Iota iba a ser una tarea difícil. No consideraba que la comprensión de las relaciones personales complejas fuese precisamente su fuerte. Cuerdo, Iota era una personalidad insular; loco, era una carga de profundidad a punto de estallar. Puede que ya estuviese destinado al desastre. No obstante, Poppaelia parecía opinar que aún quedaba una posibilidad de llegar hasta él.
–Hay una cosa, señor –comentó Arviela.
–¿Sí, teniente?
–É1 no quiere morir. Recuerde que se retractó cuando el resto de la flota se enfrentó a él. Quizá si tuviera una buena excusa para renunciar...
–Ya comprendo qué quiere decir.
–Está entrando un mensaje, señor. Es el contraalmirante Poppaelia –anunció el comandante Yellowhorse desde la terminal de comunicaciones.
–En pantalla.
El curtido rostro del contraalmirante estaba completamente arrugado por las sonrisas, y el corazón de Garson se animó por primera vez en muchas horas. Poppaelia lanzó las noticias que tenía, sin comentario preliminar ninguno.
–¡Garson, hemos tenido noticias de Kirk! Ha acordado una tregua mediante la cual la Federación y el imperio romulano podrán resolver sus diferencias actuales. No habrá guerra ninguna. Eso debería poder sacarle a usted del atolladero.
–Son muy buenas noticias, almirante. Unas noticias verdaderamente buenas. ¿Qué me dice de la situación que tenemos aquí?
–Lo que tienen ahí delante, Garson, es la retaguardia de la flota romulana.
–Supongo que esa tregua no afectará la posición de estas naves.
–Difícilmente.
–¿No podría pedirles usted que se retiraran?
–Ya lo he intentado, pero no se moverán de ahí. El pretor se ha mostrado intransigente al respecto; y puesto que después de todo no están violando el tratado, no hay mucho que podamos hacer.
–Lo comprendo, almirante.
–Deje de preocuparse, Garson. Hemos evitado la guerra.
–Tal vez –murmuró Garson para sí–. Yo consolidaré las cosas por aquí –declaró luego en voz alta–. Si exceptuamos nuestras... dificultades personales... la situación es estática.
–Satisfactorio. En caso de que necesite ayuda, hágamelo saber. Infórmeme de inmediato si es que se produce cualquier cambio. Poppaelia fuera.
Garson le hizo un gesto de asentimiento a Yellowhorse.
–El almirante Iota, señor.
–Buenas noticias, almirante. –Garson intentaba transmitirle a su voz cada gramo de la confianza que era capaz de reunir–. La crisis romulana ha quedado resuelta. Se ha declarado la paz.
–Ya lo he oído.
–En ese caso sabrá que ya no existe ninguna razón para agredir a los romulanos.
–No sé nada relacionado con eso. Lo que veo son cuatro naves romulanas. Ésas no se han retirado. No hay paz ninguna.
–Supongo que no pondrá en duda la palabra del contraalmirante Poppaelia.
–¡Bah! ¿Ese defensor de causas perdidas? Sería capaz de mentir con todo el descaro del mundo para evitar un combate honrado. En realidad, sí que ha mentido.
–¿Qué quiere decir, almirante?
–Retírese mientras aún está a tiempo, Garson. Usted sabe tan bien como yo que Kirk está muerto. Realmente me sorprende usted, Garson. A mí no se me engaña con tanta facilidad.
Garson habló lentamente, intentando hacer entrar cada una de sus palabras en la mente acorazada de Iota.
–James Kirk no está muerto. Acaba de negociar la paz entre la Federación y el imperio romulano. No existe razón alguna para emprender acciones hostiles.
–No me haga reír. No va a conseguir engañarme con esos trucos infantiles. Y no me privará de la recompensa de mis acciones. Ahora le quedan sólo dos horas para negociar. Le sugiero que haga buen uso de ellas. Iota fuera.
Garson se hundió pesadamente contra la parte frontal de la terminal del timón. En alguna parte tenía que haber una clave que sirviese para abrir la cerrada mente de Iota. Había que desequilibrar la confianza que aquel hombre tenía en su propia capacidad de juicio, sacudirla con tanta fuerza que se le partiera la columna vertebral. Estaba claro que exigía pruebas de todo lo que se le dijera, fuera cual fuere la fuente de la que procediera. Garson reconoció que había sido un estúpido al no darse cuenta antes de eso. En realidad había abrigado la esperanza de que las noticias del éxito conseguido por Kirk cambiarían la postura de Iota. Pues bien, no había sido así. Nada de lo que le fuera transmitido de palabra por terceras personas conseguiría jamás eso. Iota tenía que oír las cosas por sí mismo o no las creería. Como experto en Inteligencia se vería inundado de opiniones falsas y conflictivas, y había aprendido a no confiar en nada más que los hechos contundentes. La destrucción de la Potemkin comenzaba a parecer inevitable.

S'Talon contempló las cómodas pero áridas dependencias que ocupaba, con una insatisfacción que lindaba con la cólera. No tenía justificación alguna para experimentar aquellos sentimientos por lo que respectaba al tratamiento que le habían dispensado. Se había encontrado con el respeto y la cortesía por parte de todos.
Era verdad que él y su tripulación eran virtualmente prisioneros de la Federación, pero tenía que admitir que ese estado se debía tanto a su propia protección como al deseo de tener una palanca para contrarrestar al imperio. Los guardias de seguridad le acompañaban constantemente, pero se había habituado a ello.
Volvió a recorrer el camarote con la mirada. Había todo lo necesario pero ningún elemento que le confiriera personalidad. La sala estaba desierta a excepción de un comunicador subespacial de largo alcance, preprogramado y bloqueado en la frecuencia del pretor, y un visor portátil acompañado de una colección de grabaciones, amablemente cedido por Spock. Sin embargo, se sentía como en casa. ¡Eso era! Aquél era el motivo de que le resultara tan desagradable.
S'Talon aisló la reacción experimentada y se puso a estudiarla. Aquel ambiente sin vida, no tocado por el núcleo de su propia personalidad, le resultaba un lugar cómodo. ¿Había vivido siempre en un anonimato semejante? ¿Era obra de él mismo? No lo sabía. De lo único que estaba seguro era de que en ese momento acababa de tomar consciencia del hecho, y eso le había abierto los ojos a la consagrada estrechez de su existencia. Por primera vez en su vida, su sentido del propósito constituía una defensa inadecuada contra la soledad.
–Ya veo que no llego en buen momento, comandante.
El primer oficial vulcaniano de la Enterprise estaba de pie en la puerta, y sujetaba algo con ambas manos. S'Talon se había sobresaltado, pero se alegró de que le hubieran interrumpido. Sus pensamientos conducían a una puerta oscura cerrada a su percepción.
–Muy por el contrario, agradezco mucho su compañía. Mis propios pensamientos me resultan inquietantes.
–Eso es desafortunado, puesto que son obligatoriamente sus compañeros inseparables.
–Mi mal temperamento me hace olvidar los buenos modales. Gracias por su consideración –le dijo S'Talon a Spock, señalando la pila de grabaciones.
–Soy muy consciente de los efectos del aburrimiento. Es un problema particularmente devastador para los humanos.
–Son una gente impredecible, si su capitán y oficial médico son representativos de la especie.
–Son una constante fuente de interés –asintió Spock–.
De todas formas, mantener una charla sobre el capitán Kirk no es el motivo que me ha traído hasta aquí.
S'Talon casi sonrió ante la contestación de Spock y su propio incorregible deseo de reunir información sobre aquel contrincante formidable.
–Pues, entonces, ¿qué motiva esta visita? Creía que se había alcanzado un acuerdo entre los integrantes de su bando y los del imperio romulano.
––No estoy aquí en mi calidad de oficial de la Flota Estelar, sino como pariente lejano.
Con esas palabras, depositó una hermosa talla sobre la mesa, delante de S'Talon. La estilizada ave de presa tuvo un efecto muy profundo sobre el romulano. Spock observó que los ojos de S'Talon se transformaban en negros charcos sin fondo, y advirtió el dolor incontrolable que afloraba a ellos.
–Fue encontrado entre los efectos personales de la centuriona. El doctor McCoy me ha informado que ella pidió que le fuera entregado a usted, comandante.
Una fugaz ola de cólera invadió a S'Talon por la intromisión alienígena en la intimidad de S'Tarleya, antes de que reconociera la necesidad de registrar los efectos personales de los prisioneros. Sabía que él mismo habría sido menos generoso, que habría confiscado la totalidad de aquellas posesiones. No cabía duda de que el t'liss había sido minuciosamente sondeado para asegurarse de que no se trataba de un instrumento de sabotaje o huida. E1 que S'Tarleya hubiese conseguido salvar el único objeto al que él le tenía afecto, conmovió profundamente al romulano. Era un regalo muy propio de ella, puesto que resumía el austero ideal del guerrero.
Spock pasó uno de sus sensibles dedos por la superficie pulida, con un gesto apreciativo que S'Talon no había esperado.
–Es un objeto hermoso, comandante.
–Sí. Y de una rareza que no había captado nunca hasta ahora.
El romulano hablaba de algo muchísimo más valioso que una obra de arte, y Spock se sorprendió lamentando las barreras políticas e ideológicas que existían entre ellos. Sin embargo, el romulano, el vulcaniano y el humano habían conseguido aceptar sus diferencias respectivas y combinar sus energías para evitar la guerra y poner fin a la epidemia. Tal vez era un principio.

El oficial romulano de comunicaciones hizo girar su asiento; en sus ojos había una expresión de incredulidad.
–¡Señor! ¡Un mensaje del pretor! ¡Han declarado... la paz!
Tiercellus se irguió realizando un gran esfuerzo, y se inclinó hacia delante.
–Detalles.
–Su gloriosísima excelencia... Tiercellus hizo una mueca.
–...ha declarado la paz entre el imperio romulano y la Federación de Planetas Unidos... hemos obtenido las reservas suficientes como para detener la epidemia.
–A1 parecer no estamos destinados a morir en batalla, después de todo, amigo mío –comentó Tiercellus. Hexce le sonrió.
–Nos privan incluso de eso –asintió.
–Las órdenes que nos da a nosotros son las de no hacer ningún movimiento, sino mantener nuestra actual posición en la zona neutral. La flota del pretor se reunirá con nosotros cuando hayan acabado con las negociaciones.
Tiercellus se hundió en el asiento. Se había quedado sin propósito; sin embargo, Hexce era capaz de ver el gran dominio que el anciano ejercía sobre su propio cuerpo. Destrozado por el dolor físico, estaba utilizando sus últimas reservas de poder mental para conseguir vencerlo.
–La crisis ha desaparecido, Hexce, y lo mismo debo hacer yo –declaró Tiercellus en voz baja. Estaba aferrado con ambas manos a los brazos del asiento, y su respiración era ahora una serie de ásperos jadeos cortos.
–No.
La voz de Hexce, baja y quebrada, sorprendió a Tiercellus. La camaradería que había entre ellos era más profunda de lo que el anciano había percibido hasta entonces. La tristeza, la protesta que se manifestaba en la voz del corpulento ingeniero, envolvieron a Tiercellus en su calidez incluso mientras sentía que el frío manto de la muerte comenzaba a rodearle.
–Recuerda tu promesa, Hexce.
Hexce asintió con la cabeza.
–Mantendré mi juramento hasta la muerte –le respondió.
Tiercellus levantó una mano y se aferró al sólido antebrazo de Hexce a modo de despedida.
–Volveremos a encontrarnos, Hexce, en esa isla reservada para todos los viejos comandantes y los enemigos respetados. Aguardaré tu llegada, constante amigo mío –susurró Tic rcellus.
Aquéllas fueron sus últimas palabras.
Así murió el águila del imperio romulano.
Hexce sintió que la mano del comandante, que le aferraba el brazo, se aflojaba. Su rostro adquirió el aspecto de una granítica máscara de aflicción, pero se creció ante la tarea que Tiercellus le había encomendado. Se puso lentamente de pie. En el puente reinaba una quietud absoluta. Los ojos de Hexce recorrieron al capitán y a la tripulación. Se habían quedado aturdidos, repentinamente débiles.
–Yo pensaba que viviría por toda la eternidad –murmuró el capitán.
Hexce, consciente del vacío que había quedado en su propio corazón, supo reconocer rápidamente el que había en el corazón de los demás. Tiercellus había tenido razón. Le necesitaban a él.
–Capitán, si compruebas el contenido de las grabaciones de órdenes selladas, verás que a partir de este momento quedo yo al mando del destacamento. No ignoro que mi nombramiento es un poco irregular, pero podrás comprobar que está en total acuerdo con la autorización del comandante supremo Tiercellus. Su cuerpo deberá ser preparado para el entierro, y tratado con todo el respeto que se le debe.
El capitán tecleó las órdenes en la terminal, y Hexce observó cómo retiraban el cuerpo de Tiercellus del puente. Sus penetrantes ojos chispearon al advertir la descuidada indiferencia con que uno de los enfermeros trataba el cadáver, y se prometió enseñarle a aquel hombre a respetar a los muertos. Los métodos que tenía intención de utilizar no eran suaves.
E1 capitán se volvió después de escuchar la grabación de la computadora y se cuadró ante Hexce. A pesar de la corrección de sus actos era evidente que no le hacía ninguna gracia quedar bajo el mando de un ingeniero que, hasta hacía apenas unos momentos, era su claro inferior en la cadena de mando. También era obvio que las órdenes de Tiercellus no serían impugnadas ni contravenidas. Hexce no hizo el más mínimo caso de la arrogancia del capitán. Al igual que su anciano comandante, tenía muy poco que perder.
–Bueno, capitán. Las órdenes que tenemos son muy claras, debemos aguardar hasta que llegue el pretor. Hasta que eso suceda, estaré en la sala de máquinas. Es necesaria mi supervisión allí. –Hexce hizo una pausa, seguro de que el capitán no estaba escuchándole. Su voz se convirtió en un látigo, que al sonar azotó con mortal precisión–. Recuerda, capitán, que estamos en una tregua. A pesar de que Tiercellus deseaba morir en batalla, sabía que sus deseos personales eran de poca importancia comparados con la preservación del imperio. Tomarás ejemplo de él... aguardarás mis órdenes.
La falta de atención del capitán se desvaneció.
–Escucho y obedezco –le respondió. En la voz del capitán había una sinceridad que hizo que Hexce sonriera para sí. No era un hombre carente de temperamento, y el capitán lo sabía.

15


E1 almirante Iota contemplaba la perfecta eficiencia de los controles auxiliares con el orgullo de un propietario. Se permitió disfrutar del tacto de aquel sólido poder que tenía bajo las yemas de los dedos. Estaba todo tan cuidadosamente diseñado que creaba la ilusión de que un solo hombre era capaz de manejar la totalidad de la nave. Repasó mentalmente todas las terminales vitales de ésta: comunicaciones, timón, navegación, máquinas, el minicentro científico de la computadora... armamento.
Armamento. Aquél era el verdadero poder de la nave.., no sus motores de velocidad hiperespacial, sino la capacidad que tenía para destruir al enemigo. Entre los cañones fásicos y los torpedos de fotones, el potencial destructivo que poseía la Potemkin era considerable. No eran muchas las cosas que podrían resistírsele. Iota acarició con una mano el panel de controles de los cañones fásicos, mientras pensaba en las pasadas conquistas y la larga línea de tradición heroica. Él pertenecía a esa tradición. Los hombres como Garson y Kirk nunca se habían dado cuenta de eso. Siempre habían pensado que tenían el mando activo debido a alguna superioridad de su propio temperamento. ¿Qué era exactamente lo que había dicho Poppaelia? Que él siempre había tenido talento sólo para los «asuntos internos». Él le demostraría cuál era su talento. Se lo demostraría a todos ellos. Los grandes dioses de la Flota Estelar estaban ciegos ante la amenaza romulana. Sin duda alguna, estarían aún sentados en sus sillones cuando fuera destruido el mismísimo cuartel general. Pero él, no. Él estaba a punto de demostrarles quién era el verdadero hombre de acción. Aquel pensamiento le provocó a Iota un ligero estremecimiento de placer.
Se inclinó sobre la terminal de armamento, sin apartar la mirada del temporizador que tenía ante sí. Tenía un dedo suspendido encima del panel de los torpedos de fotones, directamente sobre el botón que ostentaba la etiqueta «fuego». Dentro de unos instantes, el día de gracia que le había concedido a Garson, acabaría. Los ojos de Iota no se apartaron ni por un instante del temporizador, mientras el aparato descontaba los segundos. Su emoción aumentaba a medida que iban pasando.
–¡Cinco, cuatro, tres, dos, uno! –contó, moviendo la boca en silencio, y sus ojos se encendieron cuando pulsó el botón.

La penumbra del camarote del capitán de la Enterprise estaba destinada a simular la noche. Dibujaba sombras aterciopeladas y oscuras en las paredes y derramaba un transparente manto de paz sobre la habitación. El enrejado que dividía en dos la estancia arrojaba sus formas geométricas sobre el lecho en el que James Kirk estaba tendido. El capitán estaba recuperando una parte del descanso que necesitaba desesperadamente. Tenía las manos entrelazadas sobre el vientre y una pierna flexionada con la rodilla en alto. Cada centímetro de su compacta estructura musculosa manifestaba tranquilidad. Sus ojos estaban cerrados y respiraba profundamente, pero no dormía. Todos sus sentidos estaban en plena actividad. En aquel estado de reposo mental que obtenía cuando se concentraba en relajarse, James Kirk hallaba un verde oasis vacío de responsabilidades.
Era consciente de los sonidos. La nave rugía a su alrededor, pues la suave vibración de la Enterprise se veía aumentada a causa de su extrema receptividad. Palpitaba en todos sus huesos y músculos, y el pulso de ella era el de Kirk. Pensó fugazmente en lo que había declarado la computadora, que la nave y él estaban unidos, y tuvo que admitir que en algunos sentidos la máquina tenía razón, aunque esa unión se daba en un nivel diferente... era más su propia devoción a una idea.
Los pensamientos deambulaban por su mente como los niños por un jardín, distrayéndose con cualquier fantasía. Les dio vueltas y más vueltas con ociosa curiosidad y se formuló preguntas acerca de ellos, pero la penetrante percepción de su mente consciente estaba embotada. Al igual que una intemporal tarde veraniega, estaba llena de indolencia bañada de sol. Buscó su cálida extensión de paz, la encontró y se dejó hundir en ella.
–Capitán Kirk.
Su propio nombre rozó los bordes de sus pensamientos y el capitán estuvo inmediatamente alerta. Abrió los ojos bruscamente, y con movimientos fluidos rodó fuera de la cama, se puso en pie y tendió una mano para activar el intercomunicador.
–Aquí Kirk.
–Capitán, he recibido un mensaje del contraalmirante Poppaelia –le respondió Uhura–. Solicita que le reciba usted aquí, en el puente, señor.
–Voy hacia allá.
Una punzada glacial corrió por la columna vertebral del capitán, y él se encogió de hombros para apartar de sí la preocupación que sentía. ¿Qué podía suceder ahora de malo, con las negociaciones pacíficas en marcha, y cubiertos los intereses de todos?
–Puente –le ordenó al turboascensor.
Su mente aceleró a medida que ascendía. Cuando entró en el puente lo encontró en perfecta calma, pero los ojos de Uhura expresaban preocupación. Kirk le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
–Páselo a pantalla, teniente.
–Sí, señor.
–Contraalmirante.
–Soy el portador de la noticia de un desastre, capitán. La Potemkin ha disparado contra el cortejo romulano de frontera que se hallaba en la zona neutral.
–¿Qué?
–Sus oídos no le engañan, capitán.
–¿Qué creía Garson que estaba haciendo? ¿Acaso fue objeto de alguna provocación?
–La culpa no ha sido del capitán Garson. El almirante Iota se ha apoderado de los controles auxiliares y ha abierto fuego contra el enemigo. La situación de usted es tremendamente grave. Es aconsejable que se retire a la más mínima oportunidad que tenga.
–Almirante, ¿por qué no se nos ha echado encima la flota romulana? No han hecho ni el más mínimo movimiento.
–Hasta el momento no ha hecho blanco ninguno de los disparos. Garson ha contactado con las otras naves del destacamento, y ellas han estado protegiendo a los romulanos con sus escudos y respondiendo a los disparos de Iota. Hasta ahora es un procedimiento que ha dado resultado, pero es un asunto delicado, y antes o después uno de esos disparos conseguirá atravesar la barrera. Iota sólo ha disparado con los torpedos de fotones.., si llega a utilizar los cañones fásicos será casi imposible detenerle.
–Capitán, tenemos una llamada del capitán Garson, señor. Dice que es urgente.
Kirk se volvió a medias hacia el puesto de comunicaciones y Poppaelia advirtió la distracción.
–Enfréntese con la situación, Jim. Deje de intentar buscar alternativas. ¡Salga de ahí mientras aún pueda hacerlo! –exclamó.
–Capitán, ocho naves romulanas se han desplazado hasta colocarse en torno a nosotros –intervino Sulu–. Estamos rodeados.
–¡Eso precipita las cosas! Almirante, al parecer la flota romulana ha sido advertida. Encontraremos un camino para salir de esta situación o... –dejó la frase sin acabar.
–Buena suerte, capitán –le deseó bondadosamente Poppaelia. La pantalla rieló y la imagen del almirante desapareció bruscamente.
–Pase a Garson.
–Sí, señor –respondió Uhura.
–¡Jim!
–Sí, Mikel. ¿Hay alguna manera de salir de este lío?
–No lo sé. Tal vez sí. Hasta el momento, ninguno de los disparos ha hecho blanco y los romulanos no han reaccionado en absoluto. Es una contención notable por parte de ellos. He llegado hasta a ordenar casi la destrucción de mi propia nave. Le he dado a Iota una hora para que entregue los controles auxiliares.., si no lo hace, no me quedará otra alternativa. No abrigo demasiadas esperanzas... Iota nunca se ha fiado de mí. He pensado que si tú hablaras con él... desde el núcleo de los acontecimientos, tal vez él te escucharía.
–¿Crees que podré hacérselo entender?
–No tengo ni idea. Está completamente obsesionado por la idea de atacar a los romulanos. Se niega a creer que hayamos conseguido hacer un pacto pacífico con ellos. Está convencido de que somos todos unos estúpidos.
–¿A quién creería?
–¿A su propia gente? No ha mencionado en ningún momento serle leal a nada excepto a la Federación.., no ha hablado para nada de amigos o familiares.
–¿Tiene algo que ver ese hombre con Inteligencia y contraespionaje? –preguntó Kirk.
–Sí.
–Habla como uno de ellos –murmuró Yellowhorse.
–El almirante Iota es el director nominal del Cuerpo de Inteligencia de la Federación, capitán –explicó Spock–. Su contribución ha sido decisiva en el desarrollo de incontables aparatos de Inteligencia.
Los ojos de Kirk se animaron.
–¡Como esa unidad sensora!
–Precisamente, capitán.
–Escuche, Garson, podría existir una vía de salida. ¿Sabe usted si él está en contacto con su gente?
–He observado que lleva un comunicador especial de pulsera... no lo he visto en ningún momento sin él.
–En ese caso creo que podríamos tener una posibilidad de salir bien de ésta. Teniente Uhura, que S'Talon suba al puente. Spock, active esa unidad sensora... y asegurémonos de que cualquier imagen mental que recoja esté relacionada con una cooperación pacífica.
–Afirmativo, capitán.
Spock extendió un brazo hasta una de las esquinas opuestas de la terminal de la computadora, y pasó los dedos por la superficie. Un zumbido tremendamente agudo, audible sólo para los oídos vulcanianos mentalmente afinados para captarlo, fue la única prueba de que el sensor acababa de activarse. Spock levantó la mirada e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
–¡Bien! –Kirk respiró profundamente–. ¿Se ha puesto en contacto con S'Talon, teniente?
Todavía no, señor. Yo... aquí lo tenemos, capitán.
–Comandante S'Talon –le saludó el capitán.
–Capitán, ¿qué significa todo esto? ¡Acabo de recibir un comunicado que dice que un buque espacial de la Federación ha abierto fuego sobre cuatro de nuestras naves! Pensaba que habíamos hecho un acuerdo... ¿o es que los humanos son realmente unos traidores sin honra? ¡Contésteme, capitán! Su vida está condenada si no tiene una explicación que lo justifique.
Los ojos de Kirk relumbraron, pero controló su cólera. Si se hubiera hallado en la situación inversa, habría reaccionado como S'Talon... y probablemente con menos moderación.
–Comandante. ¿Es verdad que ninguno de esos disparos ha hecho blanco?
–Eso es verdad –concedió el romulano.
–¿Y han sido respondidos por nuestras propias naves? S'Talon inclinó la cabeza a modo de asentimiento. –¿Y que esas mismas naves nuestras han formado delante de las de ustedes para protegerlas?
–Sí.
–En ese caso, por favor, escúcheme, comandante. La Federación es en estos momentos víctima de un motín. La Potemkin está bajo un ataque que proviene de su propio interior. Su capitán ha ordenado la destrucción de la nave si el amotinado se niega a rendirse. Si un solo disparo hace blanco, estallará la guerra. Ninguno de nosotros quiere eso. Y yo tampoco quiero ver a la Potemkin destruida.
–¿Qué puede hacerse?
–Hable con sus superiores. Convénzalos de que nos concedan un poco de tiempo. Tenemos razones para creer que esta conversación está siendo escuchada en otra parte... por el hombre responsable de ese ataque. Se niega a creer que la Federación y el imperio romulano son capaces de trabajar juntos. Si podemos demostrarle que sí podemos, que es verdad, quizá podamos razonar con él. ¿Nos ayudará, comandante?
–Por supuesto. Es algo que va en mi propio interés, y el del imperio. Sin el gran de los canaranos mi pueblo morirá. Necesitamos la cooperación de usted, capitán, y también la necesitamos por parte de la Federación. Nosotros no atacaremos a menos que una de nuestras naves reciba un disparo, y garantizaremos su seguridad a menos que estalle una guerra. Le doy mi palabra de honor.
–Gracias, comandante. No puedo pedirle más.
–Suerte, capitán.
–Suerte para todos nosotros, comandante –replicó Kirk mientras el romulano se marchaba–. ¿Y bien, señor Spock?
–Eso debería ser eficaz, capitán. Siempre que la conversación haya sido escuchada.
–Y si le ha sido transmitida a Iota. –Kirk se frotó las manos–. Ahora habrá que esperar –concluyó.

S'Talon avanzaba por el corredor, hirviendo a causa de la habilidad que tenía el pretor para encolerizarle. El hombre era un egoísta pretencioso que necesitaba que le hicieran entender cuál era su minúsculo valor en el devenir global de los acontecimientos. Si al menos no fuera tan peligroso... resultaba sorprendente cómo la posición y el poder imponían respeto, incluso cuando ese respeto no era merecido. ¡En aquella ocasión había tenido que suplicar, y aquel presumido charlatán había disfrutado con eso! Le había dedicado su grasienta sonrisa y se había revolcado en su poder. Aquellos pensamientos aumentaron la fuerza de los pasos de S'Talon. Sería mejor que valiera la pena la humillación que había soportado, pensó con violencia. «Paz a cualquier precio», era prácticamente lo que había declarado ante el capitán terrícola, pero algunos precios eran demasiado altos.., el propio respeto, la dignidad. ¡Que Kirk se fuera al infierno, de todas formas!
Una ola de frustración se apoderó del comandante romulano cuando pensó en su colega terrícola. Kirk le había convencido para que se metiera en todo aquello. Sabía que el capitán de la Enterprise no lo habría conseguido en solitario. Bueno, todavía le quedaba una alternativa. Podía negarse a cooperar, pero eso no resolvería nada. Había acordado doblegarse a los planes de Kirk porque eran el único curso de acción posible, y al menos Kirk era un hombre con ciertos principios. Le parecía irónico que le resultara más fácil trabajar con los enemigos que con los miembros de su propio pueblo. S'Talon gruñó para sí. Una vez más había conseguido empalmar los frágiles hilos de la comprensión mutua. No era un hombre adepto a la diplomacia, pero siempre acababa encontrándose enredado en esa pegajosa telaraña. Se encogió de hombros, apartando de sí los subterfugios y el engaño. Ansiaba entrar en acción. Cuando hubiera quedado detenida la epidemia, pediría que le transfirieran a las peligrosas misiones de exploración de los confines del espacio romulano. No cabía ninguna duda de que el pretor le concedería el traslado.

Mikel Garson estaba de pie en el puente de la Potemkin. Tenía el rostro blanco y demacrado, y los músculos de las mandíbulas contraídos. La tensión se percibía en sus ojos y en las tirantes y comprimidas líneas de su boca. Se retorcía las manos unidas a la espalda. No tenía ni la más mínima duda de que iba a tener que destruir su nave. La Potemkin se había transformado en una prisión flotante, con cuatrocientas treinta personas atrapadas dentro de su casco. Una parte del asalto de Iota había sido el corte de alimentación de los «sistemas innecesarios» –sistemas como el transportador–, con el fin de poder canalizar una mayor cantidad de energía a las baterías de armamento. Garson no quería morir y detestaba la idea de asesinar a su tripulación. Todos se habían alistado con la plena consciencia de que existía la posibilidad de morir, pero él ordenaría su destrucción. Eso era un asesinato y Garson no conseguía digerirlo.
–Póngame en comunicación con el almirante –ordenó con voz tensa–. Y esta vez quiero contacto visual.
Intentaría una vez más meter un poco de sentido común en aquella cabeza de piedra... lo intentaría hasta el último momento.
–¡Almirante Iota!
–No me moleste, Garson.
La vanidosa voz de Iota consiguió distraer al capitán. –¡Iota, es usted un idiota! Está tirando por la ventana una oportunidad que muy bien podría ser el comienzo de la paz!
–Garson, usted me aburre. Y se está insubordinando. No olvidaré eso cuando todo haya terminado.
–¡No tendrá oportunidad de recordar nada! Esta nave será destruida dentro de... doce coma cuarenta y dos minutos.
–¡Bah! Se está echando un farol. No tiene usted el coraje suficiente como para hacer eso. Ahora déjeme en paz antes de que...
La voz del almirante se apagó en el momento en que comenzó a sonar un pitido agudo e intermitente. Pulsó un botón de su comunicador de pulsera.
–¿Qué hay? –preguntó Iota.
–Almirante, creo que debería usted oír esto.., creo que estaba equivocado –le contestó una voz distante.
–Proceda con la comunicación.
Iota se inclinó para oír mejor la comunicación grabada y a Garson le dio un salto el corazón. ¡Kirk! Rezó para que se produjera un milagro. El tiempo quedó en un suspenso interminable. El plateado cabello del almirante estaba encendido por toques de luz blanca, y el áspero contorno de su mejilla permanecía impasible; tenía los hombros caídos a causa de la fatiga. La cabeza se iba hundiendo más y más. Para los esperanzados ojos del capitán, había derrota en la humildad de la postura que había adoptado. Iota levantó la cabeza y desvió la mirada.
–La victoria es suya, capitán –dijo con una voz amortiguada–. A1 parecer, yo estaba equivocado.
–Almirante, permitirá usted que los oficiales de seguridad le escolten a su camarote.
Iota no habló, pero asintió con un movimiento de cabeza. Garson se volvió de espaldas a la pantalla, con sus grises ojos iluminados por la victoria.
–Alférez Heery, suprima la orden de destrucción.
–¡Sí, señor!
La sonrisa en la voz de Heery era sintomática del alivio que inundó el puente.
–Comandante Yellowhorse, póngame en comunicación con Tiercellus.
Yellowhorse levantó la mirada del panel de comunicaciones.
–Señor, los romulanos dicen que ahora el destacamento está bajo el mando del comandante Hexce. Lo tengo en la línea, señor.
–Aquí la Potemkin. Nuestra situación de emergencia está bajo control. Repito, tenemos el control total del problema.
–Me alegro de oír eso, capitán. Sólo las órdenes del pretor los han salvado –le contestó Hexce.
–He tomado nota de su disciplina, señor –le aseguró el capitán Garson.
–Se nos estaba agotando.
–No volverá a verse puesta a prueba. A pesar de que reconozco la deuda que tengo con usted, no puedo evitar señalarle que la paciencia de la Federación ha sido la aliada de ustedes.
–Y yo reconozco la verdad de lo que acaba de decir.., de mala gana. Mantendremos la tregua –respondió Hexce.
–A1 igual que nosotros –afirmó Garson.
Hexce le hizo al terrícola el saludo militar romulano para indicar que por lo que a él respectaba la conversación había tocado a su fin. La pantalla reemplazó la imagen del comandante con la anterior vista de las cuatro naves enemigas. El capitán Garson se hundió en su asiento de mando.
–Mantengan posiciones –ordenó.
–Sí, señor.
Garson cerró los ojos. Ya basta, pensó. Si esto no es el final del problema, no quiero que me lo cuenten. Dejó que su mente se deslizara en silencio para pensar largamente en el permiso de tierra ideal.

«Diario: el quinto día de Esaan.»
La pluma de Romm Joramm trazaba las alargadas curvas de la escritura canarana con la facilidad de la práctica.
«Canara ha pasado por un momento de crisis. Eso ha quedado atrás. El peligro fue grande... corrimos el riesgo de la extinción.., pero si hemos aprendido de lo pasado, me atrevería a decir que los beneficios superan con mucho los peligros. Por primera vez, Canara ha tratado con auténticos forasteros, enemigos, y ha sobrevivido. Hemos recibido ayuda y ejemplos, tanto buenos como malos.
»Por lo que a mí respecta, me resulta difícil mirar a S'Talon, el enviado romulano, como a un enemigo. A diferencia de su pretor, él está preocupado por el bienestar de los demás, y a mí siempre me ha resultado difícil aceptar una dignidad en lugar de una persona. Quizás eso denota una cierta falta de experiencia y carácter mundano por mi parte. No importa. Yo soy un anciano. Cuando unas mentes más jóvenes y flexibles carguen con el peso del liderazgo, hallarán respuestas para preguntas que yo ni siquiera he soñado formular.
»La cosecha está casi terminada, y la producción de la vacuna está en marcha en el laboratorio que ha instalado el doctor McCoy. Ésta es una novedad tremendamente interesante. Con nuestra producción de gran, sería beneficioso tener más laboratorios y de mayor tamaño para poder fabricar la medicina aquí, en Canara. El doctor McCoy y yo hemos hablado en profundidad de ese asunto, y él piensa que el gran en sí debería ser estudiado con mayor atención. Ha comprado una reserva para sus investigaciones personales, pero piensa que merece la plena atención de un laboratorio competente ¡durante no menos de cinco años! Imagínense: ¡Sólo conocemos una décima parte de los potenciales del gran!
La letra se hizo temblorosa cuando la mano del hombre se estremeció de entusiasmo.
«Un vasto mundo nuevo se abre ante nosotros. Un mundo variado y lleno de retos, de oportunidades, pero para poder aprovecharlo vamos a tener que dominar nuestros impulsos voluntariosos. Yo he estado a punto de destruir Canara a causa de mi propio sentido egoísta de la injuria. Ese hombre tremendamente impresionante, el joven capitán Kirk, me ha proporcionado un atisbo de lo que podría ser el futuro de Canara. A través de sus ojos he visto las ilimitadas posibilidades que se abren para nuestros jóvenes. Tenemos muchísimas cosas que aprender, pero yo confío en que saldremos adelante. Hay mucho por hacer.»
Joramm firmó el escrito y luego cerró el diario. Se recostó en el respaldo e inclinó la cabeza para mirar al cielo, aunque sabía que ni la Enterprise ni las naves de la flota romulana eran visibles a simple vista. Aquellos jóvenes le habían emocionado, ¡tan apasionados, tan consagrados a sus metas! Él había sido así en otra época. De pronto rió entre dientes, al darse cuenta de que aún lo era. Bueno, la paz fuera con todos ellos. Él, todavía tenía una cosecha que atender.

DIARIO DEL CAPITÁN: fecha estelar tres–uno tres–cero coma cuatro.

La crisis romulana está bajo control. El comandante S'Talon ha llegado a un acuerdo con los canaranos, y el imperio romulano ha prometido comprarles toda la producción de gran. El doctor McCoy estima que, convertido en la nueva vacuna, será suficiente para detener la epidemia de myrruthesia...

–Capitán –le interrumpió Uhura–. El comandante S'Talon desea hablar con usted.
–Gracias, teniente –le respondió Kirk–. Páselo a la pantalla principal.
La imagen de S'Talon se formó ante él; su perfil se recortaba como una línea limpia contra el fondo de sombras rojizas de su camarote. Estaba solo, y durante unos instantes pareció perdido en sus pensamientos, pero cuando se volvió sus ojos se clavaron en los de Kirk.
–Doctor McCoy, señor Spock... capitán –los saludó amigablemente.
–Comandante –respondió Kirk a su vez.
–Nuestro trabajo aquí está ya casi concluido. Pronto regresaremos a casa y la colaboración mutua de la que hemos disfrutado quedará disuelta. Seremos enemigos separados por la zona neutral como si se tratara de un muro, y habrá pocas oportunidades para los sentimientos personales. James Kirk, no sólo son usted y su tripulación directamente responsables de haber contenido la guerra y de haber evitado que una civilización sea diezmada por la enfermedad, sino que también han reafirmado mi posición. –Kirk abrió la boca para responderle, pero S'Talon siguió hablando–. Creo, capitán, que usted sería un amigo tan valioso como peligroso es en su calidad de enemigo. Sean cuales sean las circunstancias que me requieran, sé que estoy en deuda con usted... y eso lo recordaré, capitán.
–Buen viaje, S'Talon, amigo mío –le dijo Kirk.
Los ojos del comandante romulano estaban llenos de pesar cuando desapareció de la pantalla.
–Ese hombre es de consideración, Jim –comentó McCoy con respeto–. Sus conocimientos médicos, así como técnicos, son fenomenales.
–Es lamentable que nos encontremos en bandos opuestos –reconoció Spock–. El comandante S'Talon tiene una personalidad notable. Cuando le interrogué acerca de su nave, él simplemente respondió que había programado personalmente una acción retardada de sobrecarga en secuencia antes de abandonarla, y que la Federación no encontraría nada más que restos microscópicos.
–Su principal preocupación es el bienestar de su pueblo –reflexionó Kirk en voz alta–, de la misma forma que la nuestra es el bienestar del nuestro. Sin embargo, somos enemigos. No tiene ninguna lógica, ¿verdad, Spock?
–La guerra, en todas sus formas, no es un proceso lógico –declaró Spock con ojos sombríos.
–No –respondió el capitán. Pulsó el botón de la computadora para cortar la entrada que S'Talon había interrumpido–. Nuestra misión ha concluido con éxito y la Enterprise abandonará el área dentro de aproximadamente cuatro coma veintitrés horas, momento en el que nos dirigiremos a la estación espacial más próxima para que se realice la reparación de la computadora. Kirk fuera.
–Grabado, mi tesoro, amor mío –respondió la computadora con sus tonos más seductores–. Una nueva misión completada por mi valiente, leal, cariñoso...
La computadora continuó su lista de adjetivos mientras el rostro del capitán se ensombrecía.
–Spock... –dijo Kirk en un tono desesperado, apenas audible.
Los labios de Spock se torcieron.
–Lo siento, capitán –replicó Spock con conciliadora compasión–, pero las entradas del diario de a bordo están directamente unidas a la biblioteca de la computadora, y no puedo hacer nada hasta que la hayan reprogramado...
Kirk bajó la cabeza resignado, y apoyó la frente en la parte inferior de la palma de la mano. Era la viva imagen del abatimiento.
noble, amoroso, trabajador incansable... –continuaba la computadora.
La totalidad del cuerpo de Kirk se hundió aún más en el asiento.
–Mírelo desde el siguiente punto de vista, Jim: puede que sea una máquina, pero es completamente suya –comentó McCoy, riendo entre dientes.
–Usted dijo, de hecho, que la amaba, capitán.
La voz de Spock era la de la inocencia misma.
Uhura se volvió rápidamente hacia la terminal de comunicaciones, sofocada por una risa incontenible. Sulu se estremecía con una risa silenciosa, y Chekov tenía que cerrarse la boca con la mano.
En el puente reinaba un silencio violento, cuando un cloqueo comenzó a manar del asiento de mando. E1 cloqueo se transformó en una risa y el puente estalló en carcajadas... exceptuando a Spock, por supuesto. Contempló la situación con mirada inocente y una ligera sorpresa... su forma particular de humor.
–...puro, amable y generoso, mi único verdadero amor –acabó la computadora con voz cariñosa, completamente inconsciente de la reacción que estaba provocando.
La Enterprise se sacudía de risa.

FIN
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