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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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viernes, 11 de enero de 2013

SCI-FI SPECIAL- EL HOMBRE DORADO - Philip K. Dick


SCI-FI SPECIAL

EL HOMBRE DORADO
Philip K. Dick



—¿Siempre hace este calor? —preguntó el vendedor.
Se dirigió a todo el mundo en general, tanto a los clientes sentados en la barra como a los que ocupaban los desvencijados reservados, alineados junto a la pared. Era un hombre obeso de edad madura, sonrisa bonachona, traje gris arrugado, camisa blanca manchada de sudor, pajarita y sombrero panamá.
—Sólo en verano —contestó la camarera.
Nadie se movió. Los adolescentes sentados en un reservado, un chico y una chica, se miraban a los ojos fijamente. Dos obreros, con las mangas subidas que dejaban al descubierto sus brazos morenos y peludos, tomaban sopa de alubias y panecillos. Un granjero enjuto, curtido por la intemperie. Un ejecutivo de edad avanzada, vestido con un traje de sarga azul, chaleco y reloj de cadena. Un taxista moreno de cara ratonil que bebía café. Una mujer cansada que había entrado para descansar los pies y dejar en el suelo sus bultos.
El vendedor sacó un paquete de cigarrillos. Paseó la mirada con curiosidad por el sucio café, encendió un cigarrillo, apoyó los brazos en la barra y dijo al hombre sentado a su lado:
—¿Cómo se llama esta ciudad?
—Walnut Creek —gruñó el hombre.
El vendedor se dedicó a su coca-cola durante un rato, el cigarrillo sostenido entre sus rechonchos dedos blancos. Luego, introdujo la mano en la chaqueta y sacó una cartera de piel. Se entretuvo unos minutos en examinar con aire pensativo tarjetas y papeles, fragmentos de notas, resguardos de billetes, más papeles manchados, hasta que por fin encontró una fotografía.
Le dedicó una sonrisa y rió por lo bajo.
—Échele un vistazo —dijo al hombre sentado a su lado.
El hombre continuó leyendo el periódico.
—Ánimo, échele un vistazo. —Dio un codazo al hombre y empujó la fotografía hacia él—. ¿Acaso no es fantástica?
El hombre, molesto, dirigió una breve mirada a la foto. Mostraba a una mujer desnuda de la cintura para arriba. Tendría unos treinta y cinco años. La cabeza vuelta. Cuerpo blanco y fláccido. Ocho tetas.
—¿Había visto alguna vez una cosa semejante? —rió el vendedor, moviendo sus ojos enrojecidos.
Dibujó una sonrisa lasciva y dio otro codazo al hombre.
—Sí.
El hombre, irritado, reanudó la lectura del periódico.
El vendedor reparó en que el granjero estaba mirando la foto. Se la tendió con gesto ampuloso.
—¿Acaso no es fantástica, abuelo? Buen material, ¿eh?
El granjero examinó la fotografía con aire solemne. Le dio la vuelta, estudió el arrugado dorso, echó un segundo vistazo a la imagen y la tiró hacia el vendedor. La foto cayó al suelo cara arriba, después de dar dos vueltas.
El vendedor la tomó y la sacudió. La devolvió a su cartera con cuidado, casi con ternura. Los ojos de la camarera centellearon cuando la vio de reojo.
—Una preciosidad —observó el vendedor, guiñando un ojo—. ¿No cree?
La camarera se encogió de hombros en señal de indiferencia.
—No lo sé. Vi muchas en los alrededores de Denver. Una auténtica colonia.
—Allí la tomaron. En el campamento de la ACD de Denver.
—¿Queda alguno vivo? —preguntó el granjero.
El vendedor lanzó una ronca carcajada.
—¿Bromea? —Hizo un breve ademán con la mano—. Ya no.
Ahora, todo el mundo escuchaba. Hasta los estudiantes universitarios se habían soltado las manos y estaban erguidos en sus asientos, los ojos abiertos de par en par.
—Vi un ejemplar curioso cerca de San Diego —dijo el granjero—. El año pasado, no recuerdo cuándo. Tenía alas de murciélago. Piel, sin plumas. Piel y alas huesudas.
El taxista con cara de rata intervino.
—Eso no es nada. Había uno de dos cabezas en Detroit. Lo vi en una exhibición.
—¿Estaba vivo? —preguntó la camarera.
—No. Ya le habían aplicado la eutanasia.
—Vimos muchas cintas en la clase de sociología —dijo el estudiante—. El tipo alado del sur, el de cabeza gigante que encontraron en Alemania, uno horrible con una especie de antenas, como los insectos, y...
—Los peores de todos —declaró el ejecutivo— fueron aquellos ingleses. Los que se ocultaban en las minas de carbón, y que no descubrieron hasta el año pasado. —Meneó la cabeza—. Cuarenta años en las minas, reproduciéndose y evolucionando. Casi un centenar. Supervivientes de un grupo que se refugió bajo tierra durante la guerra.
—Han descubierto un nuevo grupo en Suecia —informó la camarera—. Estaba leyendo el artículo. Dicen que controlan las mentes a distancia. Sólo un par. La ACD ya está allí.
—Es una variante del tipo neozelandés —dijo uno de los obreros—. Lee la mente.
—Leer y controlar son dos cosas diferentes —señaló el ejecutivo—. Cuando oigo cosas como ésta, me alegro que exista la ACD.
—Había una variedad que descubrieron justo antes de la guerra —dijo el granjero—, en Siberia. Tenía la capacidad de controlar objetos. Capacidad psicoquinética. La ACD soviética la exterminó de inmediato. Nadie se acuerda ya de eso.
—Yo sí —dijo el ejecutivo—. Era un niño en aquella época. Me acuerdo porque fue el primer DV del que oí hablar. Mi padre me llamó a la sala de estar y nos lo contó a todos los hermanos y hermanas. Aún estábamos construyendo la casa. Eso sucedió cuando la ACD examinaba a todo el mundo y le hacía una marca en el brazo. —Alzó su delgada y nudosa muñeca—. Me marcaron hace sesenta años.
—Ahora, está la inspección de nacimiento —dijo la camarera. Se estremeció—. Descubrieron uno en San Francisco este mes. El primero en un año. Pensaban que ya habían sido erradicados en esta zona.
—Han ido disminuyendo —recordó el taxista—. Frisco no sufrió muchos bombardeos. No tantos como otros lugares, como Detroit, por ejemplo.
—Aún localizan entre diez y quince por año en Detroit —dijo el universitario—. Todos se concentran en aquella zona. Aún quedan muchas bolsas. La gente sigue entrando en ellas, a pesar de las señales robot.
—¿Cómo era el que encontraron en San Francisco? —preguntó el vendedor.
La camarera hizo un vago ademán.
—Del tipo habitual. Sin dedos en los pies, encorvado, grandes ojos.
—El tipo nocturno —dijo el vendedor.
—Su madre lo había escondido. Dicen que tenía tres años. Consiguió que un médico la ayudara a engañar a la ACD. Un viejo amigo de la familia.
El vendedor había terminado la coca-cola. Jugueteaba con sus cigarrillos y escuchaba el murmullo de la conversación que había iniciado. El estudiante universitario estaba inclinado hacia su chica y la impresionaba con sus extensos conocimientos. El granjero enjuto y el ejecutivo se habían sentado juntos y recordaban los viejos tiempos, los últimos años de la guerra, antes del primer Plan de Reconstrucción Decenal. El taxista y los dos obreros intercambiaban relatos inverosímiles de sus propias experiencias.
El vendedor entabló conversación con la camarera.
—Creo que ése de San Francisco ha causado una gran conmoción —dijo con aire pensativo—. Pensar que ha ocurrido tan cerca.
—Sí —murmuró la camarera.
—Este lado de la bahía no sufrió muchos bombardeos —prosiguió el vendedor—. No se ha encontrado ninguno por aquí.
—No. —La camarera se apartó con brusquedad—. En esta zona, nunca.
Recogió los platos sucios del mostrador y se encaminó hacia la parte trasera.
—¿Nunca? —preguntó el vendedor, sorprendido—. ¿Nunca han tenido un revés en este lado de la bahía?
—No. Ninguno.
La mujer desapareció en la parte trasera, donde el cocinero se erguía junto a sus fogones. Se cubría con un delantal blanco y tenía las muñecas tatuadas. La camarera hablaba con voz demasiado alta, demasiado áspera y tensa. El granjero calló de repente y levantó la vista.
El silencio cayó como un telón. Todos los sonidos se interrumpieron al instante. Todos los presentes contemplaron sus platos, tensos y sombríos de repente.
—No hubo ninguno por aquí —dijo el taxista, en voz alta y clara, sin dirigirse a nadie en particular—. Jamás.
—Claro —se apresuró a decir el vendedor—. Sólo estaba...
—Procure metérselo en la cabeza —dijo un obrero.
El vendedor parpadeó.
—Claro, amigo, claro.
Rebuscó en su bolsillo con nerviosismo. Un par de monedas cayeron al suelo y las recogió en seguida.
—No pretendía ofenderles.
Se hizo de nuevo el silencio. Después, el estudiante habló, consciente por primera vez que nadie decía nada.
—He oído algo —dijo, dándose aires de importancia—. Alguien dijo que había visto una de esas cosas cerca de la granja de los Johnson...
—Ponte la lengua en el trasero —dijo el ejecutivo sin volverse.
El muchacho, rojo como un tomate, se hundió en el asiento. Se miró las manos y tragó saliva.
El vendedor pagó a la camarera su consumición.
—¿Cuál es la ruta más rápida a Frisco? —preguntó, pero la camarera ya se había alejado.
La gente sentada ante la barra estaba absorta en su comida. Nadie levantó la cabeza. Comían en un silencio glacial. Rostros hostiles, sombríos, concentrados en sus platos.
El vendedor tomó su abultado maletín, abrió la puerta mosquitera y salió al sol cegador. Caminó hacia un destartalado Buick de 1978, estacionado a unos pocos metros. Un
policía de tráfico ataviado con camisa azul estaba a la sombra de un toldo y hablaba con una joven que llevaba un vestido de seda amarillo, muy ceñido a su esbelto cuerpo.
El vendedor se detuvo un momento antes de entrar en su coche. Agitó la mano en dirección al policía.
—Oiga, ¿conoce bien esta ciudad?
El policía contempló el traje gris arrugado del vendedor, la pajarita, la camisa manchada de sudor. La matrícula de otro estado.
—¿Qué quiere?
—Busco la granja de los Johnson —contestó el vendedor—. Debo verle por un litigio. —Avanzó hacia el policía con una pequeña tarjeta blanca en la mano—. Soy su abogado, del Colegio de Nueva York. ¿Puede indicarme cómo se llega a su casa? Hace dos años que no voy.
Nat Johnson echó un vistazo al sol del mediodía y comprobó que era bueno. Se sentó sobre el peldaño inferior del porche, la pipa apretada entre sus dientes amarillentos. Era un hombre ágil y nervudo, de manos fuertes y cabello gris, todavía abundante pese a sus sesenta y cinco años de vida activa, y vestía una camisa roja a cuadros y tejanos de lona.
Miraba jugar a los niños. Jean pasó riendo frente a él, los pechos saltando bajo la camiseta, el cabello negro agitándose sobre su espalda. Tenía dieciséis años, ojos brillantes, piernas fuertes y rectas, el cuerpo joven y esbelto, algo inclinado hacia adelante por el peso de las dos herraduras. Tras ella correteaba Dave, catorce años, dientes blancos y cabello negro, un muchacho apuesto, un hijo del cual enorgullecerse. Dave alcanzó a su hermana, la dejó atrás y llegó a la estaca más alejada. Aguardó inmóvil, las piernas abiertas, los brazos en jarras, las dos herraduras tomadas con facilidad. Jean corrió hacia él, jadeante.
—¡Adelante! —gritó Dave—. Tira tú primero. Te estoy esperando.
—¿Para poder alejarlas?
—Para poder acercarlas.
Jean tiró una herradura y agarró la otra con las dos manos, los ojos fijos en la distante estaca. Dobló su ágil cuerpo, echó una pierna atrás, arqueó la espalda. Apuntó con cuidado, cerró un ojo y lanzó con un experto movimiento la herradura. Ésta golpeó la lejana estaca con un ruido metálico, dio unas breves vueltas a su alrededor y después cayó a un lado. Una nube de polvo se levantó.
—No está mal —admitió Nat Johnson desde su peldaño—. Demasiado fuerte. Tómalo con más calma.
Su pecho se hinchó de orgullo cuando el reluciente cuerpo de la muchacha apuntó y lanzó de nuevo. Dos hijos fuertes y guapos, a punto de madurar, jugando juntos bajo el caliente sol.
Y también estaba Cris.
Cris se hallaba de pie junto al porche, con los brazos cruzados. No jugaba. Se limitaba a mirar. Lo hacía desde que Dave y Jean habían empezado a jugar, con la misma expresión concentrada y absorta al mismo tiempo en su rostro bellamente cincelado, como si mirara más allá de ellos dos; más allá del campo, del establo, del lecho del río, de las filas de cedros.
—¡Ven, Cris! —gritó Jean, mientras Dave y ella atravesaban el campo para recoger las herraduras—. ¿Quieres jugar?
No, Cris no quería jugar. Nunca jugaba. Vivía en un mundo propio, un mundo en el que ninguno de ellos podía entrar. Nunca participaba en nada, juegos, cánticos o actividades familiares. Siempre estaba solo. Lejano, apartado, introvertido. Aislado de todo y de todos,
hasta que, de repente, algún mecanismo se disparaba y conectaba momentáneamente con el mundo de los demás.
Nat Johnson golpeó la pipa contra el peldaño. Sacó la bolsa de cuero que contenía el tabaco y la llenó de nuevo, sin apartar la vista de su hijo mayor. Cris había cobrado vida. Se dirigía al campo. Caminaba despacio, con los brazos cruzados, como si hubiera bajado de su mundo al otro unos instantes. Jean no le vio. Le daba la espalda y se disponía a tirar.
—Mira —dijo Dave, sorprendido—, ahí viene Cris.
—Cris llegó junto a su hermana, se detuvo y extendió una mano. Una figura impresionante, serena e impasible. Jean, vacilante, le pasó una herradura.
—¿Quieres una? ¿Quieres jugar?
Cris no dijo nada. Se inclinó levemente, un flexible arco de su cuerpo perfecto, y movió el brazo con gran velocidad. La herradura salió disparada, golpeó en la estaca y giró a su alrededor como un tiovivo. Aro.
Dave hizo una mueca de desesperación.
—Es repugnante.
—Cris, no juegas limpio —le recriminó Jean.
No, Cris no jugaba limpio. Había mirado durante media hora, y luego tirado una vez. Un tiro perfecto, un aro impecable.
—Nunca comete una equivocación —se quejó Dave.
Cris permaneció inmóvil, el rostro inexpresivo. Una estatua dorada bañada por el sol de mediodía. Cabello y piel dorados, una leve capa de vello dorado en sus brazos y piernas desnudos...
De repente, se puso en tensión. Nat se incorporó, sorprendido.
—¿Qué pasa? —ladró.
Cris describió un veloz círculo, su magnífico cuerpo en estado de alerta.
—¡Cris! —exclamó Jean—. ¿Qué...?
Cris se lanzó hacia adelante. Atravesó el campo, saltó la valla, entró en el establo y salió por el otro lado, como un rayo de energía liberado. Su figura veloz pareció rozar la hierba seca cuando bajó al reseco lecho del río entre los cedros. Un momentáneo destello dorado..., y desapareció. Sin el menor ruido. Sin hacer ni un movimiento. Se había fundido con el paisaje.
—¿Qué ha pasado esta vez? —preguntó Jean, preocupada.
Se acercó a su padre y se refugió en la sombra. El sudor brillaba sobre su cuello y el labio superior; la camiseta estaba empapada.
—¿Qué vio?
—Perseguía algo —dijo Dave.
Nat gruñó.
—Tal vez. No hay forma de saberlo.
—Será mejor decirle a mamá que no prepare comida para él. Es probable que no vuelva.
Nat Johnson se sintió abrumado de ira e impotencia. No, no regresaría. Ni para cenar, ni tampoco al día siguiente, o al otro. Sólo Dios sabía por cuánto tiempo desaparecería. O dónde. O por qué. Solo en algún lugar ignoto.
—Si lo creyera útil, les enviaría en su busca —empezó Nat—, pero no...
Calló. Un coche se acercaba a la granja por la carretera de tierra. Un polvoriento y destartalado Buick. Al volante iba un hombre regordete de cara colorada, vestido con un traje gris, que les saludó alegremente cuando el coche se detuvo y el motor quedó en silencio.
—Buenas tardes —dijo el hombre cuando salió del coche. Saludó con el sombrero. Era de edad madura, aspecto afable, y sudaba por todos sus poros cuando se aproximó al porche—. Tal vez puedan ayudarme.
—¿Qué desea? —preguntó Nat Johnson con aspereza. Estaba asustado. Echó un vistazo por el rabillo del ojo al lecho del río y rezó en silencio. Dios, con tal que se mantuviera alejado. La respiración de Jean era agitada. Estaba aterrorizada. El rostro de Dave no traicionaba la menor expresión, pero había palidecido por completo—. ¿Quién es usted?
—Me llamo Baines, George Baines. —El hombre extendió la mano, pero Johnson no hizo caso—. Quizá haya oído hablar de mí. Soy el propietario de la Pacific Development Corporation. Construimos aquellas casas a prueba de bomba en las afueras de la ciudad, aquellas redondas que se ven al venir desde Lafayette por la autopista principal.
—¿Qué quiere?
Johnson impidió que sus manos temblaran con un gran esfuerzo. Nunca había oído hablar de ese hombre, pero se había fijado en las casas. Era imposible no hacerlo: un gigantesco hormiguero de feas cajas de píldoras esparcidas a ambos lados de la autopista. Baines parecía el tipo de hombre capaz de perpetrar aquella barbaridad. ¿Qué podía querer de ellos?
—He comprado algunas tierras por aquí —explicó Baines. Había sacado un fajo de papeles—, pero soy incapaz de encontrarlas. —Sonrío—. Sé que están a este lado de la carretera estatal. Según el funcionario de la Oficina de Registros del Condado, a un par de kilómetros de aquella colina, a este lado, pero lo mío no es descifrar planos.
—Aquí no es —dijo Dave—. Sólo hay granjas. No hay nada en venta.
—Es que se trata de una granja, hijo —respondió Baines con afabilidad—. La compré para mí y mi mujer, con el propósito de establecernos aquí. —Arrugó la nariz—. No piensen mal; no he venido a especular. Es sólo para mí. Una vieja granja. Diez hectáreas, una bomba de agua y unos cuantos robles...
—Déjeme ver la escritura.
Johnson se apoderó del fajo de papeles y, mientras Baines parpadeaba atónito, los ojeó rápidamente. Su expresión se endureció. Le devolvió los papeles.
—¿Qué está tramando? Esta escritura es de una parcela que se halla a setenta y cinco kilómetros de distancia.
—¡Setenta y cinco kilómetros! —exclamó Baines, estupefacto—. ¿Está bromeando? El funcionario me dijo...
Johnson se puso en pie y dominó con su estatura al gordo. Estaba en plena forma física..., y sus sospechas aumentaban a cada segundo.
—¿Está seguro? Suba a su coche y lárguese de aquí. No sé lo que pretende, o para qué ha venido, pero quiero que salga de mi propiedad.
Algo centelleó en el enorme puño de Johnson. Un tubo de metal que brillaba ominosamente bajo el sol de mediodía. Baines lo vio..., y tragó saliva.
—No era mi propósito molestarle, señor. —Retrocedió, nervioso—. Son ustedes muy susceptibles. Cálmese, ¿quiere?
Johnson no dijo nada. Apretó con más fuerza el tubo y esperó a que el gordo se marchara.
Pero Baines insistió.
—Escuche, amigo. Llevo conduciendo cinco horas en este horno, buscando ese maldito lugar. ¿Alguna objeción a que utilice los... servicios?
Johnson le contempló con suspicacia. Poco a poco, la sospecha dio paso al desagrado. Se encogió de hombros.
—Dave, acompáñale al cuarto de baño.
—Gracias. —Baines sonrió—. Y si no le causo demasiados problemas, quisiera un vaso de agua. Le pagaré. —Lanzó una risita—. No hay que permitir jamás a la gente de ciudad que se salga con la suya, ¿eh?
—Caradura.
Johnson se alejó, asqueado, mientras el gordo seguía a su hijo al interior de la casa.
—Papá —susurró Jean. En cuanto Baines entró, corrió hacia el porche, los ojos desorbitados de miedo—. Papá, ¿crees que...?
Johnson la rodeó con su brazo.
—Tranquila. Pronto se irá.
Los ojos oscuros de la muchacha transparentaban un mudo terror.
—Cada vez que viene un hombre de la compañía del agua, o un recaudador de impuestos, un vagabundo, niños, quien sea, noto un terrible dolor aquí. —Apoyó la mano entre sus pechos, sobre el corazón—. Siempre lo mismo, durante trece años. ¿Cuánto tiempo más tendremos que aguantar esto? ¿Cuánto?
El hombre llamado Baines salió del cuarto de baño con cara de alivio. Dave Johnson esperaba en silencio junto a la puerta, el cuerpo rígido, su rostro juvenil impenetrable.
—Gracias, hijo —suspiró Baines—. ¿Me darás un vaso de agua fría? —Se humedeció los gruesos labios por anticipado—. Después de conducir sin parar en busca de un cuchitril, viene un maldito agente de propiedades y te la mete...
Dave entró en la cocina.
—Mamá, este hombre quiere un vaso de agua. Papá ha dicho que podías dárselo.
Dave le dio la espalda. Baines vio un momento a su madre, una mujer menuda de pelo gris, que se encaminaba al fregadero con un vaso, el rostro enjuto y reseco, sin expresión.
Entonces, Baines salió corriendo por el pasillo. Atravesó un dormitorio, abrió una puerta, se encontró frente a un ropero. Dio media vuelta, cruzó la sala de estar, entró en el comedor, y atravesó otro dormitorio. En un breve instante, había explorado toda la casa.
Miró por una ventana. El patio trasero. Restos de una camioneta herrumbrada. La entrada a un refugio subterráneo a prueba de bombas. Latas. Gallinas picoteando. Un perro, dormido bajo un cobertizo. Un par de viejos neumáticos.
Encontró una puerta que daba acceso al exterior. La abrió sin hacer ruido y salió. No vio a nadie. El establo, una vieja estructura de madera. Cedros al otro lado, un riachuelo. Lo que en otros tiempos había sido un retrete.
Baines rodeó la casa con cautela. Le quedaban unos treinta segundos. Había dejado cerrada la puerta del cuarto de baño, el chico pensaría que había vuelto allí. Baines escrutó el interior de la casa por una ventana. Un ropero grande, lleno de prendas antiguas, cajas y pilas de revistas.
Volvió sobre sus pasos. Llegó a la esquina de la casa y se dispuso a doblarla.
La forma de Nat Johnson se cernió sobre él, bloqueándole el camino.
—Muy bien, Baines. Usted lo ha querido.
Se produjo un fogonazo rosa. Su brillo ocultó la luz del sol. Baines saltó hacia atrás y se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta. El extremo del rayo le alcanzó y estuvo a punto de caer. El escudo de la chaqueta absorbió la energía y la descargó, pero la fuerza del impacto provocó que sus dientes castañetearan. Por un momento, se agitó como una marioneta. Un manto de oscuridad le rodeó. Notó que la trama del escudo adquiría un tono blanco, a medida que absorbía la energía y luchaba por controlarla.
Sacó su tubo..., y Johnson no tenía escudo.
—Está arrestado —masculló Baines—. Tire el tubo y levante las manos. Llame a su familia. —Movió el tubo—. Vamos, Johnson. Dese prisa.
El tubo vibró y resbaló en los dedos de Johnson.
—Aún sigue vivo. —El horror se reflejó en su cara—. Usted debe ser...
Dave y Jean aparecieron.
—¡Papá!
—Acérquense —ordenó Baines—. ¿Dónde está su madre?
Dave meneó la cabeza, aturdido.
—Dentro.
—Tráiganla aquí.
—Usted es de la ACD —susurró Nat Johnson.
Baines no contestó. Estaba haciendo algo con su cuello, tiraba de la fláccida piel. El alambre de un micrófono brilló cuando lo extrajo de un pliegue entre dos papadas y lo introdujo en el bolsillo. Se oyó el ruido de unos motores procedentes de la carretera, nítidos ronroneos que pronto aumentaron de volumen. Dos lágrimas de metal negro se acercaron y estacionaron junto a la casa. Salieron numerosos hombres, con el uniforme verde gris de la Policía Civil Gubernativa. Puntos negros descendían del cielo, nubes de feas moscas que oscurecieron el sol a medida que vomitaban hombres y aparatos. Los hombres descendieron con lentitud.
—No está —dijo Baines al primer hombre que llegó—. Huyó. Informa a Wisdom en el laboratorio.
—Hemos bloqueado la zona.
Baines se volvió hacia Nat Johnson, que estaba inmóvil, en un aturdido silencio, sin comprender nada, flanqueado por sus hijos.
—¿Cómo supo que veníamos? —preguntó Baines.
—No lo sé —murmuró Johnson—. Simplemente... lo supo.
—¿Telepatía?
—No lo sé.
Baines se encogió de hombros.
—Pronto lo averiguaremos. La zona está cercada. No puede pasar, haga lo que haga. A menos que sea capaz de desmaterializarse.
—¿Qué harán con él cuando..., si le atrapan? —preguntó Jean con voz hueca.
—Someterle a estudio.
—¿Para matarle después?
—Eso depende de lo que diga el laboratorio. Si pudieran proporcionarme más información, tal vez podría adelantarles algo.
—No podemos decirle nada. No sabemos nada más. —La voz de la muchacha se tiñó de desesperación—. No habla.
Baines dio un brinco.
—¿Cómo?
—No habla. Nunca ha hablado con nosotros. Jamás.
—¿Cuántos años tiene?
—Dieciocho.
—Incomunicación. —Baines estaba sudando—. ¿En dieciocho años no ha establecido ningún lazo semántico con ustedes? ¿Se comunica de alguna manera? ¿Señales, códigos?
—Él... nos ignora. Come, vive con nosotros. A veces juega, cuando nosotros jugamos, o se sienta con nosotros. Ha pasado muchos días ausente. Nunca hemos podido averiguar qué hacía, o dónde. Duerme en el establo..., solo.
—¿Es de color dorado?
—Sí. Piel, ojos, cabellos, uñas. Todo.
—¿Es grande? ¿Está bien formado?
La muchacha tardó unos segundos en contestar. Una extraña emoción agitó sus facciones enjutas, un brillo momentáneo.
—Es increíblemente hermoso. Un dios en la Tierra. —Torció los labios—. Ustedes no le encontrarán. Hace cosas. Cosas que usted no puede comprender. Poderes que exceden su limitada...
—¿Cree que no le cazaremos? —Baines frunció el ceño—. No paran de aterrizar equipos. Nunca han visto a la Agencia montar una operación. Nos hemos dedicado durante sesenta años a erradicar a los bichos. Si se escapa, será la primera vez...
Baines se interrumpió con brusquedad. Tres hombres se acercaban al porche a toda velocidad. Dos policías civiles, vestidos de verde. Y un tercer hombre entre ellos. Un hombre que se desplazaba en silencio, con agilidad, una forma levemente luminosa que se alzaba sobre ellos.
—¡Cris! —chilló Jean.
—Le hemos atrapado —dijo un policía.
Baines acarició su tubo, inquieto.
—¿Dónde? ¿Cómo?
—Se entregó —respondió el policía, con voz reverente—. Vino a nuestro encuentro voluntariamente. Fíjese en él. Es como una estatua de metal. Como una especie de... dios.
La figura dorada se detuvo un momento junto a Jean. Después, se volvió con calma hacia Baines.
—¡Cris! —gritó Jean—. ¿Por qué has vuelto?
El mismo pensamiento devoraba a Baines. Lo apartó de su mente..., de momento.
—¿Está el avión dispuesto? —se apresuró a preguntar.
—Listo para despegar.
—Estupendo. —Baines se dirigió hacia el campo—. Vámonos. Quiero llevarle ahora mismo al laboratorio.
Durante un momento, examinó a la alta figura que se erguía entre dos policías civiles. A su lado, daba la impresión que se habían encogido, transformado en algo desgarbado y repelente. Como pigmeos... ¿Qué había dicho Jean? Un dios en la Tierra. Baines desechó estos pensamientos, irritado.
—Vamos —murmuró—. Puede que éste sea difícil. Nunca nos habíamos topado con uno parecido. No sabemos de qué cosas es capaz.
La habitación estaba desierta, a excepción de la figura sentada. Cuatro paredes desnudas, el techo y el suelo. Un rayo constante de luz blanca brillaba desde cada esquina de la estancia. Cerca de la parte superior de la pared más alejada corría una abertura, una ventana a través de la cual se podía observar la habitación.
La figura sentada estaba inmóvil. No se había movido desde que la habitación se había cerrado con llave y candado, desde que una fila de técnicos había tomado posiciones frente a la abertura. Tenía la vista clavada en el suelo, la espalda encorvada, las manos enlazadas, el rostro sereno, casi inexpresivo. No había movido un músculo en cuatro horas.
—¿Bien? —preguntó Baines—. ¿Qué han averiguado?
Wisdom emitió un gruñido.
—No mucho. Si no hemos obtenido ninguna información dentro de cuarenta y ocho horas, llevaremos a cabo la eutanasia. No podemos correr riesgos.
—Está pensando en el tipo tunecino.
Él también. Habían encontrado diez ejemplares, que vivían en las ruinas de la ciudad abandonada de África del Norte. Su método de supervivencia era sencillo: mataban y absorbían otras formas de vida, las imitaban y sustituían. Les llamaban Camaleones. Habían costado sesenta vidas, antes que el último fuera destruido. Sesenta expertos de primera clase, hombres de la ACD muy bien entrenados.
—¿Alguna pista? —preguntó Baines.
—Es muy diferente. Nos va a costar mucho. —Wisdom señaló un montón de grabaciones—. Ahí tiene el informe completo, todo lo que arrancamos a Johnson y a su familia. Les aplicamos un lavado de cerebro, y después les mandamos a casa. Dieciocho años, y ningún lazo semántico. Sin embargo, parece que ha alcanzado el pleno desarrollo. Maduró a los trece años. Un ciclo vital más rápido y breve que el nuestro. Lo que me preocupa es la crin dorada. Como un monumento romano cubierto de una película dorada.
—¿La sala de análisis ha entregado ya su informe? Supongo que habrán examinado sus ondas.
—Se le ha practicado un encefalograma, pero descifrarlo lleva su tiempo. ¡Todos dando vueltas como locos, y él sentado ahí tan tranquilo! —Wisdom indicó la ventana con un dedo rechoncho—. Le cazamos con mucha facilidad. No creo que posea grandes capacidades, pero me gustaría saber cuáles. Antes de aplicarle la eutanasia.
—Quizá deberíamos mantenerlo con vida hasta averiguarlo.
—Eutanasia dentro de cuarenta y ocho horas —insistió Wisdom—, tanto si lo sabemos como si no. Me pone la piel de gallina.
Wisdom, un individuo pelirrojo, de rostro bovino, pecho voluminoso y ojos astutos hundidos en la cara, siguió masticando su puro con nerviosismo. Ed Wisdom era el director de una rama norteamericana de la ACD. En ese preciso momento, estaba preocupado. Sus ojos diminutos vagaban de un sitio a otro, como destellos grises de alarma en su rostro abultado y brutal.
—¿Cree que lo ha encontrado? —preguntó Baines.
—Siempre lo pienso —replicó Wisdom—. Debo pensarlo.
—Quiero decir...
—Sé lo que quiere decir.
Wisdom paseó sin respiro entre las mesas, técnicos sentados en sus bancos, aparatos y computadoras. Grabadoras que zumbaban, circuitos de investigación.
—Esta cosa ha vivido dieciocho años con su familia y no le entienden. No saben lo que es. Saben lo que hace, pero ignoran cómo.
—¿Qué hace?
—Sabe cosas.
—¿Qué clase de cosas?
Wisdom tomó su tubo energético y lo tiró sobre la mesa.
—Tenga.
—¿Qué?
—Tenga. —Wisdom hizo una señal y la abertura de la pared se ensanchó unos centímetros—. Dispárele.
Baines parpadeó.
Usted ha dicho cuarenta y ocho horas.
Wisdom blasfemó, tomó el tubo, apuntó a la figura sentada por la ventana y apretó el gatillo.
Un cegador destello rosa. Una nube de energía brotó en el centro de la habitación. Centelleó y se transformó en cenizas oscuras.
—¡Santo Dios! —exclamó Baines—. Usted...
Se interrumpió. La figura ya no estaba sentada. Cuando Wisdom disparó, se había movido con pasmosa celeridad hacia un rincón de la cámara. Ahora, volvía lentamente a su sitio, el rostro inexpresivo, aún absorto en sus pensamientos.
—La quinta vez —dijo Wisdom, mientras guardaba el tubo—. La última, Jamison y yo disparamos al unísono. Fallamos. Sabía exactamente dónde impactarían los rayos. Y cuándo.
Baines y Wisdom intercambiaron una mirada. Los dos estaban pensando lo mismo.
—Aunque lea las mentes, no puede saber dónde van a impactar —dijo Baines—. Cuándo, tal vez, pero no dónde. ¿Dijo en voz alta adónde iba a disparar?
—No —respondió Wisdom—. Disparé muy rápido, al azar. —Frunció el ceño—. Al azar. Tendremos que realizar pruebas sobre esto. —Hizo un ademán en dirección a un grupo de técnicos—. Llamen a un equipo de construcción. Ahora mismo.
Tomó papel y lápiz y empezó a trazar bocetos.
Mientras la construcción avanzaba, Baines se reunió con su prometida en el vestíbulo que había fuera del laboratorio, la gran sala central del edificio de la ACD.
—¿Cómo ha ido?
Anita Ferris era alta y rubia, de ojos azules y figura curvilínea, cuidadosamente desarrollada. Una mujer cercana a la treintena, atractiva y de aspecto competente. Llevaba un vestido de tejido metálico y una capa, con una banda roja y negra en la solapa, el emblema de la clase A. Anita era la directora de la Agencia de Semántica, una coordinadora gubernamental de alto nivel.
—¿Algo interesante, esta vez?
—Mucho.
Baines la guió hacia el rincón apenas iluminado del bar. Sonaba música ambiental, una veloz sucesión de armonías creadas matemáticamente. Formas apenas entrevistas se movían con eficiencia de mesa en mesa. Camareros robot, silenciosos y expertos.
Mientras Anita bebía su Tom Collins, Baines hizo un resumen de lo que habían descubierto.
—¿Qué posibilidades existen —preguntó Anita lentamente— que haya establecido un cono de desviación? Una variedad manipulaba su entorno por medio de un esfuerzo mental directo. Ninguna herramienta. Directo de la mente a la materia.
—¿Psicoquinéticos? —Baines tabaleó sin descanso sobre la mesa—. Lo dudo. Esa cosa posee la capacidad de predecir, pero no de controlar. No puede detener los rayos, pero sí apartarse de ellos.
—¿Salta entre las moléculas?
A Baines no le gustó el chiste.
—Esto es muy serio. Nos hemos encargado de esas cosas durante sesenta años, más tiempo del que suman nuestras edades. Se han descubierto ochenta y siete tipos de desviaciones, auténticos mutantes capaces de reproducirse, no simples fenómenos de feria. Éste es el ochenta y ocho. Cada vez hemos podido dar buena cuenta de ellos, pero éste...
—¿Por qué están tan preocupados por éste en concreto?
—En primer lugar, tiene dieciocho años, lo cual resulta increíble. Su familia ha conseguido mantenerle oculto todo este tiempo.
—Aquellas mujeres de Denver eran mayores. Aquellas que...
—Estaban en un campamento del gobierno. Algún pez gordo acariciaba la idea de permitir que se reprodujeran, para algún uso industrial. Retrasamos la eutanasia durante años. Sin embargo, Cris Johnson ha permanecido vivo fuera de nuestro control. Esas cosas de Denver estaban sometidas a una vigilancia constante.
—Tal vez sea inofensivo. Siempre dan por sentado que un DV supone una amenaza. Hasta podría ser beneficioso. Alguien pensaba que aquellas mujeres podían ser útiles. Tal vez esta cosa posea alguna cualidad que mejore la raza.
—¿Qué raza? La raza humana no; desde luego. Es la vieja rutina de «la operación fue un éxito, pero el paciente murió». Si permitimos que un mutante nos eche una mano, no seremos nosotros quienes heredaremos la Tierra, sino los mutantes. Los mutantes sobrevivirán. No pienses ni por un momento que, después de tenerlos encerrados bajo triple llave, van a trabajar para nosotros. Si en verdad son superiores al homo sapiens, ganarán en cualquier competición. Para sobrevivir, debemos neutralizarlos desde el primer momento.
—En otras palabras, conoceremos al homo superior cuando aparezca..., por definición. Será aquel que no podamos eliminar.
—Más o menos, suponiendo que aparezca un homo superior. Tal vez se trate de un simple homo peculiar. Un homo mejorado.
—El Neanderthal tal vez pensaba que el Cro-Magnon era un simple ejemplar mejorado, con una capacidad algo más avanzada de manipular símbolos y dar forma al pedernal. A juzgar por tu descripción, esta cosa es algo más radical que una simple mejora.
—Esta cosa posee la capacidad de predecir. Hasta el momento, ha logrado seguir con vida. Ha sido capaz de sortear situaciones mucho mejor de lo que tú o yo haríamos. ¿Cuánto tiempo crees que lograríamos sobrevivir en esa cámara, acribillada a rayos energéticos? En cierto sentido, posee la capacidad de supervivencia definitiva. Si siempre actúa con la misma precisión...
Un altavoz cobró vida.
—Baines, se le necesita en el laboratorio. Salga del bar de inmediato y venga en seguida.
Baines se puso en pie.
—Ven conmigo. Tal vez te interese ver lo que Wisdom ha montado.
Un nutrido grupo de oficiales superiores pertenecientes a la ACD, todos de edad madura y cabello gris, formaban un círculo y escuchaban a un joven flaco, con las mangas de la camisa blanca subidas, el cual describía el funcionamiento de un complicado cubo de plástico y metal situado en el centro de la plataforma de observación. Del cubo surgía una serie de tubos y cañones centelleantes que desaparecían en el interior de un intrincado laberinto de cables.
—Ésta será la primera prueba auténtica —decía el joven con entusiasmo—. Dispara al azar, lo más al azar posible, al menos. Bolas pesadas salen disparadas por un chorro de aire, y luego caen. Pueden caer describiendo cualquier trayectoria. El aparato dispara de acuerdo con la trayectoria de las bolas. Cada caída produce una nueva configuración de tiempo y posición. Diez tubos en total. Cada uno en constante movimiento.
—¿Y nadie sabe cómo saldrán disparadas? —preguntó Anita.
—Nadie. —Wisdom se frotó sus gruesas manos—. Leer la mente no le servirá de nada.
Anita se acercó a una abertura, mientras el cubo ocupaba su lugar. Lanzó una exclamación.
—¿Qué pasa? —preguntó Baines.
Las mejillas de Anita se tiñeron de púrpura.
—Esperaba... una cosa. ¡Dios Santo, es muy hermoso! Como una estatua de oro. ¡Como una deidad!
Baines rió.
—Tiene dieciocho años, Anita. Demasiado joven para ti.
La mujer no cesaba de mirar por la abertura.
—Fíjate bien. ¿Dieciocho? No puedo creerlo.
Cris Johnson estaba sentado en el suelo, en el centro de la habitación. Había adoptado una postura contemplativa, la cabeza gacha, los brazos cruzados, las piernas dobladas bajo el cuerpo. Su musculoso cuerpo brillaba bajo las crudas luces procedentes del techo como una resplandeciente figura de vello dorado.
—Guapo, ¿eh? —masculló Wisdom—. Muy bien. Vamos a empezar.
—¿Van a matarle? —preguntó Anita.
—Vamos a intentarlo.
—Pero es que... —Vaciló un momento—. No es un monstruo. No es como los demás, aquellos asquerosos seres de dos cabezas, o aquellos insectos, o aquellas cosas horrorosas de Túnez.
—¿Qué es, entonces? —preguntó Baines.
—No lo sé, pero no pueden matarle así como así. ¡Es terrible!
El cubo cobró vida. Los cañones se agitaron y cambiaron de posición en silencio. Tres desaparecieron en el interior del cubo. Otros surgieron. Se colocaron en posición con rapidez y eficiencia..., y de repente, sin previo aviso, abrieron fuego.
Brotó una salva de energía, una compleja configuración que cambiaba a cada momento, adoptando diferentes ángulos, diferentes velocidades, una mancha desconcertante que surgía de las aberturas.
La figura dorada se movió. Esquivó con destreza los rayos de energía que le atacaban por todas partes. Nubes de ceniza le ocultaban a la vista.
—¡Basta! —gritó Anita—. ¡Por el amor de Dios, van a destruirle!
La cámara era un infierno de energía. La figura había desaparecido por completo. Wisdom esperó un momento, y después cabeceó en dirección a los técnicos que manipulaban el cubo. Tocaron unos botones y los cañones enmudecieron. Algunos se hundieron en el cubo. Se hizo un gran silencio. El motor del cubo dejó de zumbar.
Cris Johnson seguía vivo. Surgió de las nubes de ceniza, ennegrecido y chamuscado, pero ileso. Había esquivado todos los rayos, como un bailarín que danzara sobre puntos de fuego rosa. Había sobrevivido.
—No —murmuró Wisdom, tembloroso y colérico—. No es un telépata. Los disparos han sido al azar, sin programación previa.
Los tres se miraron, confusos y asustados. Anita temblaba. Estaba pálida y tenía los ojos desorbitados.
—Y ahora, ¿qué? —susurró—. ¿Qué es? ¿Cuál es su especialidad?
—Posee buena intuición —sugirió Wisdom.
—No es intuición —contestó Baines—, desengáñese. Ésa es la cuestión.
—No, no es intuición —aceptó Wisdom—. Sabe. Predijo cada impacto. Me pregunto si... ¿Puede equivocarse? ¿Puede cometer un error?
—Le atrapamos —señaló Baines.
—Usted dijo que se entregó voluntariamente. —Había un brillo extraño en los ojos de Wisdom—. ¿Se entregó después que se cerrara el cerco?
—Sí, después.
—No pudo romper el cerco, de modo que regresó. —Wisdom sonrió con ironía—. El cerco fue perfecto. En teoría lo era.
—De haber existido una sola brecha —murmuró Baines—, lo habría sabido... La habría encontrado.
Wisdom ordenó a un grupo de guardias armados que se acercara.
—Sáquenle de ahí y llévenle a la sala de eutanasia.
—¡Wisdom, usted no puede...! —chilló Anita.
—Nos lleva demasiada ventaja. No podemos competir con él. —La mirada de Wisdom era implacable—. Nosotros sólo podemos anticipar lo que va a pasar. Él lo sabe. Sin la menor duda. No creo que le sirva de nada para la eutanasia. La cámara se llena de gas en un instante. —Hizo un ademán impaciente a los guardias—. Adelante. Bájenle ahora mismo. No pierdan tiempo.
—¿Podremos? —murmuró Baines, pensativo.
Los guardias tomaron posiciones junto a uno de los candados. La torre de control abrió la puerta. Los dos guardias entraron con cautela, los tubos energéticos preparados.
Cris estaba de pie en el centro de la cámara, dándoles la espalda. Permaneció en silencio un instante, completamente inmóvil. Los guardianes procedieron a rodearle cuando otros entraron en la cámara. Entonces...
Anita chilló. Wisdom blasfemó. La figura dorada se giró en redondo y saltó hacia adelante a velocidad meteórica. Dejó atrás la triple fila de guardias, atravesó la puerta y salió al pasillo.
—¡Atrápenle! —gritó Baines.
Surgieron guardias por todas partes. Rayos de energía iluminaron el pasillo, mientras la figura corría entre ellos hacia la rampa.
—Es inútil —dijo Wisdom con calma—. No hay forma de alcanzarle. —Tocó un botón, luego otro—. Quizá esto nos sirva de ayuda.
—¿Qué...? —empezó Baines, pero la veloz figura cargó contra él y tuvo que saltar a un lado.
La figura se alejó. Corría sin esforzarse, el rostro inexpresivo, saltando para evitar los rayos de energía que le disparaban.
Por un instante, el rostro dorado se cernió ante Baines. Pasó y desapareció por un pasillo lateral. Los guardias corrieron tras él, se arrodillaron y dispararon, gritaron órdenes, muy nerviosos. Cañones pesados empezaron a desplazarse por las entrañas del edificio. Los pasillos de emergencia se iban sellando sistemáticamente.
—Santo Dios —jadeó Baines, cuando logró ponerse en pie—. ¿Sólo sabe correr?
—Ordené que aislaran el edificio —dijo Wisdom—. No hay salida. No se puede entrar ni salir. Anda suelto por el edificio, pero no saldrá.
—Si se ha pasado por alto alguna salida, él lo sabrá —señaló Anita, temblorosa.
—No hemos pasado por alto ninguna. Le atrapamos una vez; volveremos a atraparle.
Un mensajero robot entró y entregó su mensaje a Wisdom con ademán respetuoso.
—De análisis, señor.
Wisdom abrió la cinta.
—Ahora sabremos cómo piensa. —Sus manos temblaban—. Quizá podamos deducir cuál es su punto débil. Es posible que piense más de prisa que nosotros, pero eso no significa que sea invulnerable. Sólo anticipa el futuro, pero no puede transformarlo. Si sólo le espera la muerte..., sus habilidades no le servirán...
Wisdom calló. Al cabo de un momento, pasó la cinta a Baines.
—Voy al bar —dijo Wisdom—, y me beberé un buen trago. —Había palidecido—. Sólo confío en que ésa no sea la raza del futuro.
—¿Cuál es el resultado del análisis? —preguntó Anita, impaciente, mirando por encima del hombro de Baines—. ¿Cómo piensa?
—No piensa —contestó Baines, mientras devolvía la cinta a su superior—. No piensa en absoluto. Carece de lóbulo frontal. No es un ser humano, no utiliza símbolos. No es más que un animal.
—Un animal —repitió Wisdom—. Con una sola facultad, muy desarrollada. No es un hombre superior. Ni siquiera es un hombre.
Guardias y máquinas recorrían los pasillos del edificio. Cantidades ingentes de policías civiles entraban en el edificio y tomaban posiciones junto a los guardias. Los pasillos y habitaciones se examinaban uno por uno y se sellaban. Tarde o temprano, la figura dorada de Cris Johnson sería localizada y acorralada.
—Siempre temimos que apareciera un mutante provisto de poderes intelectuales superiores —reflexionó Baines—. Un DV que fuera para nosotros lo que nosotros somos para los grandes simios. Algo de cráneo abultado, telépata, con un sistema semántico perfecto y poderes definitivos de simbolización y cálculo. Un desarrollo coherente con la evolución seguida hasta ahora. Un ser humano mejorado.
—Actúa por reflejos —dijo Anita, en tono pensativo. Había tomado el análisis y lo estaba examinando, sentada ante uno de los escritorios—. Reflejos..., como un león. Un león dorado. —Apartó la cinta, con una extraña expresión en el rostro—. El dios león.
—El animal —la corrigió Wisdom—. El animal rubio, querrás decir.
—Corre de prisa —dijo Baines—, y punto. Carece de herramientas. No construye ni utiliza nada, aparte de su cuerpo. Aguarda la oportunidad y se pone a correr como un demonio.
—Es peor de lo que habíamos pensado —comentó Wisdom. Su rostro bovino estaba pálido. Se había desmoronado, como un anciano, y sus manos temblaban—. ¡Ser sustituidos por un animal! Algo que corre y se esconde. ¡Algo sin lenguaje! —Escupió salvajemente—. Por eso no pudimos comunicarnos con él. Nos preguntábamos qué clase de sistema semántico tenía. ¡Y no tiene ninguno! No posee mayor capacidad de hablar y pensar que... un perro.
—Eso significa que la inteligencia ha fracasado —continuó Baines—. Somos los últimos de nuestra especie, como el dinosaurio. Hemos forzado la inteligencia al máximo. Demasiado, tal vez. Hemos llegado a un punto en que de tanto saber, de tanto pensar, ya no podemos actuar.
—Hombres de pensamiento, no hombres de acción —dijo Anita—. Comienza a obrar un efecto paralizante, pero esta cosa...
—La facultad de esta cosa funciona mejor que la nuestra. Somos capaces de recordar experiencias pasadas, almacenarlas en la mente, aprender de ellas. A lo sumo, somos capaces de realizar perspicaces previsiones del futuro, a partir de lo que recordamos del pasado, pero nunca podemos estar seguros. Hablamos de probabilidades. Gris. Nada de blanco o negro. Sólo hacemos conjeturas.
—Cris Johnson no hace conjeturas —añadió Anita.
—Puede ver el futuro, lo que se aproxima. Puede... pre-pensar. Llamémoslo así. De hecho, no es probable que perciba el futuro como tal.
—No —dijo Anita, pensativa—. Debe parecerle el presente. Tiene un presente más amplio, pero su presente se extiende hacia adelante, no hacia atrás. Nuestro presente está relacionado con el pasado. Para nosotros, sólo el pasado es seguro. Para él, el futuro es seguro. Y es muy probable que no recuerde el pasado, como los animales no recuerdan lo ya sucedido.
—A medida que evolucione —dijo Baines—, a medida que su raza evolucione, su capacidad de pre-pensar aumentará. En lugar de diez minutos, treinta minutos. Después, una hora. Un día. Un año. Por fin, será capaz de anticipar toda una vida. Cada uno vivirá en un mundo sólido, inmutable. No habrá variables, ni incertidumbre. ¡Ni el menor
movimiento! No tendrán nada que temer. Su mundo será perfectamente estático, un bloque sólido de materia.
—Y cuando llegue la muerte —dijo Anita—, la aceptarán. No se opondrán. Para ellos, será como si ya hubiera ocurrido.
—Como si ya hubiera ocurrido —repitió Baines—. Para Cris, nuestros rayos ya habían sido disparados. —Lanzó una áspera carcajada—. Capacidad de supervivencia superior no equivale a hombre superior. Si hubiera otro diluvio universal, sólo los peces sobrevivirían. Si hubiera otra era glacial, es probable que sólo quedaran los osos polares. Cuando abrimos la puerta, ya había visto a los hombres, había visto exactamente dónde estaban y qué iban a hacer. Una facultad impecable, pero no un desarrollo mental. Un sentido puramente físico.
—Pero si todas las salidas están vigiladas —repitió Wisdom—, verá que no puede escapar. Ya se entregó una vez; volverá a hacerlo. —Meneó la cabeza—. Un animal. Sin lenguaje. Sin herramientas.
—Con su nuevo sentido, no necesita nada más —observó Baines. Consultó su reloj—. Ya pasa de las dos. ¿Está sellado todo el edificio?
—No puede irse —afirmó Wisdom—. Tendrá que quedarse aquí toda la noche..., o hasta que cacemos a ese bastardo.
—Me refería a ella. —Baines señaló a Anita—. Debe estar de vuelta en Semántica a las siete de la mañana.
Wisdom se encogió de hombros.
—No está bajo mi control. Si quiere marcharse, que lo haga.
—Me quedaré —decidió Anita—. Quiero estar aquí cuando..., cuando le destruyan. Dormiré aquí. —Vaciló—. Wisdom, ¿no hay otra solución? Si sólo es un animal, ¿no podríamos...?
—¿Un zoo? —La voz de Wisdom alcanzó una intensidad histérica—. ¿Encerrarle en un zoológico? ¡Por ningún motivo! ¡Hay que matarlo!
La gran forma brillante estuvo acuclillada en las tinieblas durante largo tiempo. Estaba en un almacén, rodeado de cajas por todas partes, apiladas en filas bien ordenadas, contadas y marcadas. Silencioso y desierto.
Pero dentro de pocos instantes, un grupo de personas entraría y registraría la habitación. Lo había visto. Los había visto invadiendo el almacén, con toda claridad, hombres armados con tubos energéticos, de rostros sombríos y un brillo de muerte en los ojos.
La visión era una de tantas. Una entre la multitud de escenas perfectamente definidas, tangentes a la suya propia. Y cada una iba unida a una multitud de escenas interrelacionadas, que por fin se difuminaban y desaparecían. Una vaguedad progresiva, cada síndrome menos definido.
Pero la escena inmediata, la más próxima, era claramente visible. Veía de manera diáfana a los hombres armados. Por lo tanto, era necesario salir del almacén antes que aparecieran.
La figura dorada se levantó con parsimonia y caminó hacia la puerta. El pasillo estaba vacío; ya se veía fuera, en el pasadizo de metal y luces indirectas. Abrió la puerta de par en par y salió.
Al otro extremo del pasillo había un ascensor. Se dirigió al ascensor y entró. Dentro de cinco minutos, un grupo de guardias acudirían corriendo y asaltarían el ascensor. En ese momento, ya lo habría abandonado y enviado a la planta baja. Apretó un botón y subió al piso siguiente.
Salió a un pasillo desierto. No se veía a nadie, lo cual no le sorprendió. Nada podía sorprenderle. Ese elemento no existía para él. La posición de las cosas, las relaciones espaciales de la materia en el futuro inmediato, eran tan ciertas para él como su propio cuerpo. Lo único incierto era aquello que ya había dejado de ser. De una forma vaga y confusa, se había preguntado en ocasiones adónde iban a parar las cosas cuando las dejaba atrás.
Llegó ante un pequeño armario de suministros. Ya lo habían registrado. Tardarían media hora en volverlo a abrir. Tenía tiempo hasta entonces; lo había visto. Y después...
Y después podría ver otra zona más alejada. Estaba en constante movimiento, se adentraba en regiones que no había visto nunca. Un incesante despliegue de vistas y escenas, de paisajes petrificados, se extendía ante él. Todos los objetos estaban inmóviles, como piezas de un inmenso ajedrez a través del cual se desplazaba, los brazos cruzados, el rostro sereno. Un observador indiferente, que veía con tanta claridad los objetos que aguardaban en su futuro como los que tenía a los pies.
En ese momento, acuclillado en el pequeño armario, vio una multitud de escenas increíblemente variadas, que se sucederían a lo largo de la próxima media hora. Esa media hora estaba dividida en una serie muy compleja de configuraciones diferentes. Había llegado a una región critica; iba a moverse por mundos de gran complejidad.
Se concentró en una escena que tendría lugar dentro de diez minutos. Mostraba, como una diapositiva en tres dimensiones, un pesado cañón situado al final del pasillo, arrastrado hacia el otro extremo. Los hombres avanzaban con cautela de puerta en puerta, registrando cada habitación una vez más. Al final de la media hora, llegarían al armario. Una escena mostraba que lo registraban. En ese momento ya se habría ido, por supuesto. No estaba en aquella escena. Había pasado a otra.
La siguiente escena mostraba una salida, vigilada por una sólida línea de guardias. No había forma de escapar. Estaba en aquella escena. Escondido en un hueco junto a la puerta. Se veía la calle, estrellas, luces, la silueta de coches y personas que pasaban.
En la siguiente escena se había alejado de la puerta. No había escapatoria. En otra se veía, en otras salidas, una legión de figuras doradas, duplicadas una y otra vez, mientras exploraba regiones futuras. Todas las salidas estaban vigiladas.
En una escena borrosa se veía carbonizado y muerto; había intentado cruzar la línea de guardias.
Pero la escena era vaga. Una más entre muchas. El camino inflexible que seguía no se desviaría de aquella dirección. No le depararía tal suerte. La figura dorada de aquella escena, el muñeco en miniatura de aquella habitación, sólo estaba lejanamente relacionado con él. Era él, pero un yo muy remoto. Un yo al que nunca encontraría. Lo olvidó y procedió a examinar otra escena.
La miríada de escenas que le rodeaban, formaban un complicado laberinto, una telaraña que examinó fragmento a fragmento. Contempló una casa de muñecas con infinitas habitaciones, habitaciones sin fin, cada una con sus muebles y muñecas, rígidas e inmóviles. Las mismas muñecas y muebles se repetían en muchas. Él aparecía a menudo. Los dos hombres de la plataforma. La mujer. La misma combinación se repetía sin cesar; la obra se volvía a representar con frecuencia, los mismos actores y comparsas se combinaban de mil formas diferentes.
Antes que llegara el momento de abandonar el armario de suministros, Cris Johnson había examinado cada una de las habitaciones tangentes a la que ahora ocupaba. Las había explorado todas, inspeccionado su contenido exhaustivamente.
Abrió la puerta y salió con calma al pasillo. Sabía con toda exactitud adónde iba. Y lo que debía hacer. Acurrucado en el armario había examinado con destreza todas las
miniaturas de sí mismo, había observado la diáfana configuración que le aguardaba en su inflexible camino (una habitación de la casa de muñecas, una elegida entre miles), hacia la cual avanzaba.
Anita se quitó el vestido de tejido metálico, lo colgó de una percha, se desabrochó los zapatos y los tiró debajo de la cama. Iba a quitarse el sujetador cuando la puerta se abrió.
Tragó saliva. La gran figura dorada, con calma, en completo silencio, cerró la puerta con llave.
Anita tomó el tubo energético que había sobre el tocador. Todo su cuerpo temblaba.
—¿Qué quieres? —preguntó. Sus dedos se cerraron convulsivamente alrededor del tubo—. Te mataré.
La figura la contempló en silencio, con los brazos cruzados. Era la primera vez que Anita veía a Cris Johnson de cerca. El rostro solemne, hermoso e impasible, el pecho ancho, el vello dorado, la piel dorada...
—¿Por qué? —preguntó, sin aliento. Su corazón latía violentamente—. ¿Qué quieres?
Podía matarle con facilidad, pero el tubo energético vaciló. Cris Johnson no demostraba el menor temor. ¿Por qué? ¿No comprendía lo que era el tubo de metal, lo que podía hacerle?
—Por supuesto —exclamó Anita de súbito—. Anticipas lo que va a ocurrir. Sabes que no voy a matarte. De lo contrario, no habrías venido.
Enrojeció, aterrorizada..., y turbada. Él sabía exactamente lo que Anita iba a hacer; lo veía con tanta claridad como ella veía las paredes de la habitación, la cama empotrada con las sábanas impecablemente retiradas, sus ropas colgadas en el armario, el bolso y los objetos esparcidos sobre el tocador.
—Muy bien. —Anita retrocedió y dejó el tubo sobre el tocador—. No te mataré. ¿Para qué?
Buscó en el bolso sus cigarrillos. Encendió uno con mano temblorosa, el pulso acelerado. Estaba asustada. Y extrañamente fascinada.
—¿Esperas quedarte aquí? No te servirá de nada. Ya han registrado dos veces el dormitorio. Volverán.
¿La entendía? No leyó nada en su cara, excepto una inexpresiva gravedad. ¡Dios, era enorme! No era posible que sólo tuviera dieciocho años, apenas un muchacho. Parecía un dios dorado, bajado a la Tierra.
Desechó esos pensamientos. No era un dios. Era un animal. El animal rubio que sustituiría al hombre. Que expulsaría al hombre de la Tierra.
Anita se apoderó del tubo.
—¡Largo de aquí! ¡Eres un animal! ¡Un animal grande y estúpido! Ni siquiera entiendes lo que digo, ni siquiera tienes un lenguaje. No eres humano.
Cris Johnson permaneció en silencio. Como si estuviera esperando. ¿Esperando qué? No demostraba temor ni impaciencia, aunque en el pasillo se oía el estruendo de los registros que se llevaban a cabo, metal contra metal, cañones y tubos energéticos arrastrados de un sitio a otro, gritos y sonidos apagados, a medida que se iba clausurando sección tras sección.
—Te atraparán —dijo Anita—. Te encontrarán aquí. Registrarán esta ala de un momento a otro. —Apagó el cigarrillo con brusquedad—. Por el amor de Dios, ¿qué esperas que haga?
Cris avanzó hacia ella. Anita retrocedió. Sus fuertes manos la aferraron y ella lanzó un gemido de terror. Por un momento, se debatió ciega, desesperadamente.
—¡Suéltame!
Consiguió liberarse y se alejó de él. El rostro de Cris no mostraba la menor expresión. Se acercó a ella con calma, un dios impasible que se disponía a poseerla.
—¡Aléjate!
Tanteó en busca del tubo energético, pero el aparato resbaló de sus dedos y cayó al suelo.
Cris se agachó y lo tomó. Se lo ofreció sobre la palma abierta de su mano.
—Santo Dios —susurró Anita.
Aceptó el tubo, temblorosa, lo asió vacilante y volvió a dejarlo sobre el tocador.
La gran figura dorada parecía brillar bajo la débil luz de la habitación, recortada contra la oscuridad. Un dios... No, un dios no. Un animal. Una gran bestia dorada, carente de alma. Estaba confusa. ¿Era una de ambas cosas, o las dos a la vez? Meneó la cabeza, perpleja. Era tarde, casi las cuatro. Estaba agotada y confundida.
Cris la tomó en sus brazos. Levantó su rostro con delicadeza y la besó. Sus poderosas manos la aferraron. Anita no podía respirar. La oscuridad, mezclada con la niebla dorada luminosa, daba vueltas a su alrededor sin cesar, disolviendo sus sentidos. Se entregó a esa ebriedad, agradecida. La oscuridad la cubrió y disolvió en un torrente henchido de fuerza pura que aumentaba de intensidad a cada momento, hasta que su rugido chocó contra ella y lo borró todo por fin.
Anita parpadeó. Se irguió y arregló su cabello de forma automática. Cris estaba de pie ante el ropero, sacando algo.
Se volvió hacia ella y tiró algo sobre la cama. Su capa de viaje, hecha de pesado tejido metálico.
Anita contempló la capa sin comprender.
—¿Qué quieres?
Cris esperó junto a la cama.
Anita tomó la capa, indecisa. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo.
—Quieres que te saque de aquí —dijo en voz baja—. Burlar a los guardias y la PC.
Cris no dijo nada.
—Te matarán al instante. —Se puso en pie, vacilante—. No puedes huir de ellos. Dios Santo, ¿es que sólo sabes correr? Tiene que haber una forma mejor. Tal vez pueda apelar a Wisdom. Soy de clase A, la clase dirigente. Puedo acudir sin más al Directorio. Podría lograr que retrasaran la eutanasia de manera indefinida. Las posibilidades son de un millón en contra si intentamos romper...
Se calló.
—Pero tú no juegas —continuó poco a poco—. No actúas según las posibilidades. Sabes lo que va a ocurrir. Ya has visto las cartas. —Escrutó su rostro—. No, nunca te equivocas. Es imposible.
Permaneció unos momentos sumida en sus pensamientos. Después, con un rápido y decidido movimiento, tomó la capa y la deslizó sobre sus hombros desnudos. Se ciñó el pesado cinturón, se agachó y recuperó sus zapatos de debajo de la cama. Tomó el bolso y corrió hacia la puerta.
—Vamos —dijo. Su respiración era agitada y tenía las mejillas coloradas—. Vámonos, mientras podamos elegir alguna salida. Mi coche está estacionado fuera, en el estacionamiento situado a un lado del edificio. Llegaremos a mi casa dentro de una hora. Tengo una casa de invierno en Argentina. Si la situación empeora, volaremos hacia allí. Está en el campo, lejos de las ciudades. Selva y pantanos. Aislada de casi todo.
Hizo ademán de abrir la puerta.
Cris se lo impidió, colocándose delante de ella.
Esperó mucho rato, el cuerpo inmóvil. Después, giró el pomo y salió al pasillo.
Estaba desierto. No se veía a nadie. Anita divisó la espalda de un guardia a lo lejos. Si hubieran salido un segundo antes...
Cris avanzó por el pasillo. Anita corrió tras él. El hombre dorado se movía con agilidad, sin esfuerzo aparente. A la mujer le costaba seguirle. Daba la impresión que sabía exactamente adónde iba. A la derecha, por un pasillo lateral, un pasadizo de suministros. Entraron en un montacargas. Ascendieron y se detuvieron con brusquedad.
Cris volvió a esperar. Luego, abrió la puerta y salió del ascensor. Anita le siguió, nerviosa. Oyó ruidos: cañones y hombres, muy cerca.
Se encontraban cerca de una salida. Una doble fila de guardias la bloqueaba. Veinte hombres, una sólida muralla..., y un macizo cañón robot en el centro. Los hombres estaban ojo vigilante, los rostros tensos y preocupados. Apretaban con fuerza sus fusiles. Un oficial de la policía civil estaba al mando.
—Nunca lograremos pasar —gimió Anita—. No podremos dar ni diez pasos. —Retrocedió—. Nos...
Cris la tomó del brazo y avanzó con calma. Un terror ciego se apoderó de Anita. Trató de librarse del hombre, pero sus dedos eran de acero. No pudo soltarse. En silencio, con fuerza irresistible, el ser dorado la arrastró junto a él hacia la doble hilera de guardias.
—¡Allí está! —Los fusiles apuntaron. Los hombres entraron en acción. La boca del cañón giró en redondo—. ¡Disparen!
Anita estaba paralizada. Se apoyó contra el poderoso cuerpo que la arrastraba, inflexible. Las líneas de guardias se acercaron más, una auténtica muralla de fusiles. Anita se esforzó por controlar su terror. Estuvo a punto de caer. Cris la sostuvo sin esfuerzo. Ella arañó, se debatió, luchó por soltarse...
—¡No disparen! —gritó.
Los fusiles se movieron, indecisos.
—¿Quién es ésa?
Los guardias intentaban tomar posiciones para disparar sin alcanzarla a ella.
—¿Quién le acompaña?
Un guardia vio la banda que adornaba su manga. Roja y negra. Clase directiva. Máximo nivel.
—Es una clase A. —Los guardias retrocedieron, confusos—. ¡Apártese, señorita!
Anita recuperó la voz.
—No disparen. Está... bajo mi custodia. ¿Me entienden? Voy a llevármelo.
La muralla de guardias retrocedió con nerviosismo.
—Nadie puede pasar. El director Wisdom dio la orden de...
—No estoy sometida a la autoridad de Wisdom. —Consiguió dotar a su voz de cierta aspereza—. Despejen el camino. Voy a conducirle a la Agencia de Semántica.
Por un momento, no sucedió nada. Ni la menor reacción. Después, poco a poco, indeciso, un guardia se apartó.
Cris se movió como una bala entre los confusos guardias, aprovechando la brecha, atravesó la puerta y salió a la calle. Descargas de energía florecieron tras él. Los guardias le persiguieron como un solo hombre, lanzando gritos. Todos se olvidaron de Anita. Los guardias y el cañón invadieron la oscuridad de la calle. Coches patrulla cobraron vida.
Anita estaba confusa, aturdida, apoyada contra la pared, y trataba de recuperar el aliento.
Se había ido. La había dejado. Dios santo... ¿Qué había hecho? Agitó la cabeza, perpleja, y sepultó la cara entre las manos. La había hipnotizado. Había perdido la
voluntad, el sentido común. ¡La razón! El animal, la gran bestia dorada, la había engañado. Se había aprovechado de ella. Y ahora se había ido, fundido con la noche.
Amargas lágrimas resbalaron sobre sus puños apretados. Se frotó los ojos, pero en vano; siguieron manando.
—Se ha ido —dijo Baines—. Nunca le cazaremos. Ya estará a un millón de kilómetros de aquí.
Anita estaba derrumbada en un rincón, con el rostro vuelto hacia la pared. Un menudo guiñapo, roto y retorcido.
Wisdom paseaba arriba y abajo.
—¿Adónde habrá ido? ¿Dónde se esconderá? ¡Nadie le ocultará! Todo el mundo conoce la ley sobre los DVs.
—Ha vivido en el bosque casi toda su vida. Cazará, como siempre ha hecho. Se preguntaban qué hacía solo. Cazaba y dormía bajo los árboles. —Baines lanzó una áspera carcajada—. Y la primera mujer con que se tropiece estará encantada de esconderlo..., al igual que ella.
Indicó a Anita con el pulgar.
—De modo que ese color dorado, esa crin, esa apariencia de dios, tenían un propósito. No eran un simple adorno. —Baines torció sus gruesos labios—. No posee una sola facultad, sino dos. Una es nueva, el último grito en materia de supervivencia. La otra es tan antigua como la vida. —Dejó de pasear y contempló la figura derrumbada en un rincón—. Plumaje. Plumas brillantes para las aves y los cisnes, crestas para los gallos, escamas brillantes para los peces. Pieles y melenas centelleantes para los animales. Un animal no es necesariamente bestial. Los leones no son bestiales. Ni los tigres, ni ninguno de los grandes felinos. Son cualquier cosa menos bestiales.
»Nunca tendrá que preocuparse —dijo Baines—. Saldrá adelante..., mientras existan mujeres humanas que se ocupen de él. Y como puede ver el futuro, ya sabe que resulta sexualmente irresistible a las mujeres humanas.
—Le atraparemos —masculló Wisdom—. He conseguido que el gobierno declare el estado de emergencia. La policía civil y militar se pondrá en su busca. Ejércitos de hombres, todo un planeta de expertos, los equipos y la maquinaria más avanzados. Le atraparemos, tarde o temprano.
—Cuando llegue ese momento, dará igual —dijo Baines. Apoyó la mano sobre el hombro de Anita y lo palmeó con ironía—. Tendrás compañía, cariño. No serás la única. Eres la primera de una larga procesión.
—Gracias —graznó Anita.
—El método de supervivencia más antiguo y el más nuevo. Combinados para conformar a un animal perfectamente adaptado. ¿Cómo demonios vamos a detenerle? Podemos introducirte en un tanque de esterilización, pero no podremos localizarlas a todas, a todas las mujeres que se crucen en su camino. En cuanto pasemos una por alto, estamos acabados.
—No nos daremos por vencidos —dijo Wisdom—. Atraparemos a todas las que podamos, antes que den a luz. —Una leve esperanza relumbró en su rostro cansado y hundido—. Quizá sus características sean recesivas. Quizá las nuestras puedan neutralizarlas.
—No apostaría ni un centavo por ello —contestó Baines—. Creo que ya sé cual de las dos tendencias dominará a la otra. —Sonrió con ironía—. Y creo estar en lo cierto. No será la nuestra.
FIN

SCI-FI SPECIAL - EL GRAN C - Philip K. Dick


SCI-FI SPECIAL

EL GRAN C
Philip K. Dick



No le dijeron las preguntas hasta que llegó la hora de partir. Walter Kent le apartó de los demás, puso las manos sobre los hombros de Meredith y le miró a los ojos con expresión concentrada.
—Recuerda que nadie ha regresado jamás. Si vuelves serás el primero; el primero en cincuenta años.
Tim Meredith asintió, nervioso y azorado, aunque agradecía las palabras de Kent. Después de todo, Kent era el jefe de la Tribu, un majestuoso anciano de barba y cabellos grises. Un parche le cubría el ojo derecho, y llevaba dos cuchillos en el cinturón, en lugar de uno solo. Y, además, se rumoreaba que sabía leer.
—El viaje apenas dura una jornada. Te daremos una pistola. Tiene balas, pero ignoramos cuáles se conservan en buen estado. ¿Has cogido las provisiones?
Meredith metió la mano en la mochila. Sacó una lata de metal y un abridor.
—Con esto será suficiente —dijo, dándole vueltas a la lata.
—¿Y agua?
Meredith agitó su cantimplora.
—Bien. —Kent examinó al joven. Meredith calzaba botas de piel y polainas, y se cubría con un abrigo de cuero. Un casco de metal oxidado le protegía la cabeza. Unos binoculares sujetos por una gruesa cuerda le colgaban del cuello. Kent palmeó los pesados guantes que cubrían las manos de Meredith—. Es el último par. Nunca más los volveremos a ver.
—¿He de dejarlos allí?
—Confiamos en que los guantes... y tú... regreséis.
Kent le tomó del brazo y se apartaron un poco más para que nadie pudiera oírles. El resto de la tribu, hombres, mujeres y niños, permanecía de pie en silencio a la entrada del Refugio y les observaba. El Refugio era de hormigón reforzado por postes que se habían añadido poco a poco. En tiempos remotos, una intrincada red de hojas y ramas colgaba sobre la entrada, pero se habían diseminado cuando los alambres se corroyeron y se partieron. De todos modos, ya nada podía advertir desde el cielo el pequeño círculo de hormigón, la entrada a las vastas cámaras subterráneas donde vivía la tribu.
—Te diré las tres preguntas. —Kent se inclinó hacia Meredith—. ¿Tienes buena memoria?
—Sí.
—¿Cuántos libros te has aprendido de memoria?
—Tan sólo los seis que me leyeron —murmuró Meredith—, pero me los sé muy bien.
—Con eso me basta. Muy bien, escúchame con atención. Nos hemos pasado un año para decidir sobre las preguntas. Por desgracia, sólo se pueden formular tres, así que las hemos elegido con mucha meticulosidad —y entonces susurró las tres preguntas en el oído de Meredith.
Luego siguió un largo silencio. Meredith meditó sobre las preguntas, y las repitió en su mente.
—¿Cree que el Gran C será capaz de contestarlas? —preguntó por fin.
—No lo sé. Son preguntas muy difíciles.
—Lo son —asintió Meredith—. Será mejor que recemos.
—Muy bien —Kent le palmeó en el hombro—. Ya puedes marchar. Si todo va bien, estarás de vuelta dentro de dos días. Te esperaremos con impaciencia. Buena suerte, muchacho.
—Gracias —dijo Meredith.
Caminó con parsimonia hacia los demás. Bill Gustavson le tendió una pistola sin decir palabra, con los ojos brillantes de emoción.
—Una brújula —dijo John Page, apartándose de su mujer, mientras ofrecía a Meredith una pequeña brújula militar.
Su mujer, una joven morena capturada a una tribu vecina, le dedicó una sonrisa alentadora.
—¡Tim!
Meredith se volvió. Anne Fry corrió hacia él. Se cogieron de las manos.
—Todo irá bien —dijo Meredith—, no te preocupes.
—Tim —la muchacha lo miró con intensidad—, Tim, cuídate mucho. ¿Lo harás?
—Por supuesto —sonrió y acarició con torpeza el corto y espeso pelo de Anne—. Volveré.
Sin embargo, su corazón estaba frío como un bloque de hielo. El frío de la muerte. Se alejó bruscamente de ella.
—Adiós —se despidió de todos.
La tribu dio media vuelta y le dejó solo. La única alternativa era cumplir su misión. Repasó las tres preguntas una vez más. ¿Por qué las habían elegido? Alguien debía ir a formularlas. Avanzó hacia el borde del claro.
—Adiós —gritó Kent, rodeado de sus hijos.
Meredith agitó la mano. Un momento después se internó en el bosque; llevaba en una mano el cuchillo y con la otra aferraba con fuerza la brújula.
Caminó a buen paso; cortaba con el cuchillo enredaderas y ramas que obstruían su avance. Divisó en ocasiones algunos insectos enormes que se deslizaban entre la hierba, incluso un escarabajo de color púrpura, casi tan grande como su puño. ¿Habían sido así las cosas antes de la Explosión? Probablemente no. Uno de los libros que había aprendido trataba de las formas de vida en el mundo antes de la Explosión y no recordaba que hablara de insectos gigantescos. Le vino a la memoria que reunían a los animales en rebaños y los mataban con regularidad. Nadie cazaba.
Acampó por la noche sobre una placa de hormigón, los restos de un edificio que ya no existía. Se despertó dos veces al oír cosas que se movían en la oscuridad, pero ninguna se acercó, y cuando salió el sol estaba sano y salvo. Abrió la lata y comió una ración. Luego recogió sus cosas y prosiguió el camino. Mediado el día, el contador que llevaba sujeto a la cintura empezó a sonar amenazadoramente. Se detuvo, tomó aliento y reflexionó.
Estaba cerca de las ruinas, por lo que los focos de radiación serían cada vez más numerosos. Le dio una palmadita al contador, un objeto muy necesario. Avanzó un poco y los zumbidos enmudecieron; había rebasado el foco. Subió una elevación, abriéndose paso entre las enredaderas. Un enjambre de mariposas aleteó ante su rostro y las dispersó a manotazos. Al llegar a la cumbre se irguió y alzó los binoculares.
A lo lejos distinguió una mancha negra en el centro de una infinita extensión verde: un lugar arrasado, una gran franja de tierra quemada, metal y hormigón fundidos. Contuvo el aliento. Eran las ruinas, se aproximaba. Contemplaba por primera vez en su vida los restos de una ciudad, las columnas truncadas y los cascotes que habían sido edificios y calles.
De pronto, un impetuoso pensamiento cruzó por su mente. ¡Podría esconderse en lugar de ir allí! Podía refugiarse entre los arbustos y esperar. Después, cuando todos creyeran que había muerto, cuando los exploradores de la tribu hubieran regresado, partiría en dirección al norte.
El norte. Sabía que existía otra tribu, una gran tribu. Entre ellos estaría a salvo. No le encontrarían y, en cualquier caso, la tribu del norte tenía bombas y globos de bacterias. Si conseguía llegar...
No. Inspiró profundamente. Estaba en un error. Le habían designado para este viaje. Cada año le tocaba el turno a un joven como él, portador de tres preguntas muy meditadas. ¿Podría responderlas el Gran C? ¿Las tres? Se decía que el Gran C lo sabía todo. Había respondido a todo tipo de preguntas durante un siglo, en el interior de su casa en ruinas. Si él no iba, si no enviaban a ningún joven... Se encogió de hombros. Provocaría una segunda Explosión igual a la anterior. Ya lo había hecho una vez; no dudaría en hacerlo de nuevo. No tenía otra elección que continuar.
Meredith bajó los binoculares y descendió por la ladera de la colina. Una enorme rata gris pasó corriendo ante él. Sacó el cuchillo con rapidez, pero la rata no le atacó. Las ratas eran malignas... Portaban gérmenes.
Media hora después, su contador sonó con mucha intensidad. Retrocedió. Un pozo, el cráter de una bomba todavía sin rellenar del todo, abría su boca frente a él. Lo mejor sería dar un rodeo. Se movió con grandes precauciones. El contador sonó una vez, pero eso fue todo. Un rápido siseo, como el zumbido de una bala. Después, silencio. Estaba a salvo.
A media tarde comió otra ración y bebió agua de la cantimplora. Ya no quedaba mucho; llegaría antes del anochecer. Caminaría entre las calles destruidas hacia la masa irregular de piedras y columnas que era su casa. Subiría la escalera. Se lo habían descrito muchas veces. Cada piedra estaba representada en el mapa que guardaban en el Refugio. Conocía de memoria la calle que desembocaba en la casa. Conocía las enormes puertas derrumbadas, rotas en mil pedazos. Conocía el aspecto de los oscuros y vacíos pasillos. Entraría en la inmensa cámara, la oscura sala poblada de murciélagos y arañas, estremecida por el eco de los sonidos. Y allí encontraría lo que buscaba: el Gran C. Esperaría en silencio, esperaría para escuchar las preguntas. Tres..., solo tres. Después de escucharlas reflexionaría y meditaría. En su interior se producirían zumbidos y destellos. Se moverían piezas, tubos, interruptores y bobinas. Los relés se abrirían y cerrarían.
¿Sabría las respuestas?
Siguió adelante. Las ruinas aumentaban de tamaño, al otro lado del impenetrable bosque.
El sol empezaba a palidecer cuando trepó a la cumbre de una colina de rocas y contempló lo que mucho tiempo atrás había sido una ciudad. Sacó la linterna y la encendió. La luz parpadeó y se debilitó; las pilas estaban casi agotadas. Pese a todo, pudo distinguir las calles destruidas y montones de cascotes: los restos de la ciudad en la que había vivido su abuelo.
Saltó entre las rocas y aterrizó con un golpe seco en la calle. El contador se disparó al instante, pero lo ignoró. No había otra entrada. Por el otro lado, una barrera de escoria cortaba el acceso. Anduvo lentamente, respirando con fuerza. Algunos pájaros se posaban sobre las piedras a la luz incierta del crepúsculo y, de vez en cuando, un lagarto reptaba entre los cascotes hasta desaparecer en una grieta. Existía algún tipo de vida, al menos. Pájaros y lagartos se habían adaptado a las nuevas condiciones de vida, pero no así los hombres y los animales de mayor tamaño. Incluso los perros salvajes se mantenían alejados de lugares semejantes. Y ya comprendía por qué.
Siguió hacia su objetivo, alumbrándose con la débil luz de la linterna. Bordeó un enorme cráter, parte de un refugio subterráneo. A ambos lados se alzaban cañones semidestruidos. Ni siquiera había disparado un fusil. Su tribu tenía muy pocas armas de metal. Dependían de lo qué ellos mismos fabricaban: lanzas, dardos, arcos y flechas, mazas de piedra.
Un coloso, los restos de un enorme edificio, apareció ante sus ojos. La luz de la linterna no consiguió abarcar toda su envergadura. ¿Sería la casa? No, se hallaba más lejos.
Después saltó sobre lo que había sido una barricada: planchas de metal, sacos de arena y alambradas.
Llegó al cabo de un momento.
Se detuvo con los brazos en jarras y contempló los escalones de hormigón que conducían hasta la negra cavidad que era la puerta. Había alcanzado su objetivo. Un paso más y ya no podría retroceder. Si lo daba, era definitivo. La decisión estaría tomada en cuanto, pisara los escalones. Era corta la distancia entre la puerta y el centro del edificio.
Meredith reflexionó durante largo rato, mientras se acariciaba su barba negra. ¿Qué iba a hacer? ¿Dar media vuelta y regresar? Podría matar con su pistola los suficientes animales para sobrevivir. Y luego, hacia el norte...
No. Contaban con él para formular las tres preguntas. Si no lo hacía, otro le reemplazaría tarde o temprano. Ya no podía retroceder. La decisión había sido tomada cuando fue elegido. Ahora era demasiado tarde.
Inició el ascenso por los semidestrozados escalones a la luz de la linterna. Se detuvo en la entrada. Distinguió algunas palabras grabadas en el hormigón. Sabía leer un poco. ¿Podría descifrarlas? Las deletreó poco a poco:
«ESTACIÓN DE INVESTIGACIÓN FEDERAL 7 ACCESO PERMITIDO PREVIA AUTORIZACIÓN».
Las palabras no significaban nada para él, excepto, tal vez, la palabra «federal». La había oído antes, pero no podía identificarla. Se encogió de hombros. No importaba. Siguió adelante.
En pocos minutos se orientó por los pasillos. En una ocasión giró a la derecha por equivocación y se encontró en un patio sembrado de piedras y alambres en el que crecían rastrojos oscuros y pegajosos, pero después tomó la precaución de ir palpando la pared para no apartarse de la senda correcta. A veces, el contador sonaba, pero no le hacía caso. Por fin, una ráfaga de aire seco y fétido le golpeó en el rostro y la pared de hormigón se terminó de repente. Había llegado. Examinó los alrededores con la linterna. Enfrente vislumbró una abertura, una arcada. Ahí era. Levantó los ojos y descubrió más palabras, grabadas en una plancha de metal clavada en la pared.
DIVISIÓN DE INFORMÁTICA
SÓLO SE PERMITE LA ENTRADA AL PERSONAL AUTORIZADO
ABSTÉNGANSE LOS DEMÁS
Sonrió. Palabras, símbolos, letras. Todo desaparecido, todo olvidado. Atravesó la arcada y notó una nueva corriente de aire. Un murciélago asustado aleteó, casi rozándole. Por el sonido de sus botas comprendió que la cámara era enorme, mucho más grande de lo que imaginaba. Tropezó con algo y encendió la linterna en seguida.
Al principio no pudo discernir de qué objetos se trataban. La cámara estaba llena de cosas, filas de cosas verticales, polvorientas; había cientos de ellas. Las contempló con el ceño fruncido y meditó. ¿Qué serían? ¿Ídolos, estatuas? Luego recordó: servían para sentarse. Filas de sillas semipodridas o rotas en pedazos. Le propinó una patada a una y se convirtió en una nube de polvo que se disipó en las tinieblas. Lanzó una carcajada.
—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz.
Experimentó un escalofrío. Abrió la boca, pero no emitió sonido alguno. Un sudor helado le resbaló por la piel. Tragó saliva y se cubrió los labios con sus dedos ateridos.
—¿Quién anda ahí? —repitió la voz, una voz metálica, dura y penetrante, carente de entonación, fría e inexpresiva.
Una voz de acero y metal. Relés y conmutadores.
¡El Gran C!
Estaba aterrorizado, más aterrorizado que nunca. Su cuerpo temblaba de pies a cabeza. Avanzó por el pasillo con paso inseguro, dejó atrás las sillas carcomidas y dirigió el haz de luz hacia adelante.
Un panel luminoso centelleó a lo lejos, por encima de su cabeza. Se oyó un zumbido. El Gran C volvía a la vida ante su presencia, despertaba de su letargo. Se encendieron más luces y los sonidos de relés e interruptores se multiplicaron.
—¿Quién eres? —dijo la máquina.
—Yo... he venido a hacerte unas preguntas —Meredith caminó a tientas hacia el panel luminoso. Se golpeó con una barra de metal y retrocedió con la intención de recuperar el equilibrio—. Tres preguntas. He de hacértelas.
Hubo un silencio.
—Sí —dijo por fin el Gran C—. Ha llegado la hora de hacer más preguntas. ¿Las tienes preparadas?
—Sí. Son muy difíciles. No creo que las aciertes con facilidad. Quizá, incluso, no sepas las respuestas. Nosotros...
—responderé. Siempre he respondido. Acércate más.
Meredith se internó en el pasillo, tratando de no tropezar con la plancha de metal.
—Sí, sabré las respuestas. Crees que son difíciles. No tienes ni idea de lo que se me ha llegado a preguntar en el pasado. Antes de la Explosión respondí a preguntas que ni siquiera puedes concebir. Respondí a preguntas que me obligaron a reflexionar durante días, preguntas que habrían tenido ocupados a muchos hombres durante varios meses para hallar la respuesta.
Meredith se armó de valor.
—¿Es cierto que vienen hombres de todas las partes del mundo para nacerte preguntas?
—Sí. Científicos de todas partes me han preguntado cosas, y yo les respondí. No hay nada que no sepa.
—¿Cómo... cómo cobraste vida?
—¿Es una de las tres preguntas?
—No. —Meredith negó con la cabeza—. No, claro que no.
—Acércate más —dijo el Gran C—. No te veo bien. ¿Eres de la tribu que hay cerca de la ciudad?
—Sí.
—¿Cuántos sois?
—Varios centenares.
—Estáis creciendo.
—Cada vez nacen más niños —Meredith hinchó el pecho con orgullo—. Yo he tenido hijos de ocho mujeres.
—Maravilloso —dijo el Gran C, pero Meredith no captó la ironía.
Hubo un momento de silencio.
—Tengo un arma —confesó Meredith—. Una pistola.
—¿De veras?
—Nunca he disparado una pistola. Tenemos balas, pero aún no sé si funcionan.
—¿Cómo te llamas?
—Meredith, Tim Meredith.
—Eres un hombre joven, por supuesto.
—Sí. ¿Porqué?
—Ahora te veo muy bien —siguió el Gran C, sin hacer caso de su pregunta—. Parte de mi instalación fue destruida en la Explosión, pero todavía puedo ver un poco. Antes resolvía cuestiones matemáticas visualmente. Ahorraba tiempo. Veo que llevas casco y
binoculares, así como botas del ejército. ¿Dónde los conseguiste? Tu tribu no fabrica esas cosas, ¿verdad?
—No. Las encontramos en depósitos subterráneos.
—Equipo militar salvado de la Explosión —explicó el Gran C—. Equipo de las Naciones Unidas, a juzgar por el color.
—¿Es verdad que... que podrías provocar una segunda Explosión como la primera? ¿Podrías repetirla?
—¡Por supuesto! En cualquier momento. Ahora mismo.
—¿Cómo? —preguntó Meredith con cautela—. Dime cómo.
—Al igual que entonces —divagó el Gran C—. Ya lo hice una vez... como tu tribu sabe.
—Nuestras leyendas cuentan que el mundo estalló en llamas, que los... átomos causaron la tragedia, que inventaste los átomos y los lanzaste sobre el mundo desde arriba. Sin embargo, no sabemos cómo sucedió.
—Nunca te lo diré. Es demasiado terrible. Es mejor olvidar.
—Si tú lo dices, será así —murmuró Meredith—. Los hombres siempre te han escuchado. Han venido, preguntado y escuchado.
—Hace mucho tiempo que existo —dijo el Gran C después de permanecer unos minutos en silencio—. Recuerdo la vida antes de la Explosión. Te podría contar muchas cosas. La vida era muy diferente en aquel entonces. Llevas barba y cazas animales en los bosques. Antes de la Explosión no había bosques, sólo ciudades y granjas. Los hombres iban bien afeitados. Muchos llevaban ropas blancas: eran científicos, gente muy bondadosa. Los científicos me construyeron.
—¿Qué les sucedió?
—Se fueron —divagó de nuevo el Gran C—. ¿Te dice algo el nombre de Albert Einstein?
—No.
—Fue el más importante de todos los científicos. ¿Seguro que no te suena el nombre? —el Gran C parecía disgustado—. Respondí a preguntas que ni siquiera él pudo contestar. Había otros computadores, pero ninguno tan grande como yo.
Meredith asintió con la cabeza.
—¿Cuál es tu primera pregunta? Dímela y te responderé.
El pánico hizo mella en Meredith. Sus rodillas entrechocaron.
—¿La primera pregunta? —murmuró—. Espera un momento, deja que piense.
—¿La has olvidado?
—No, pero quiero ponerlas en orden —se humedeció los labios y tiró de la barba con nerviosismo—. Déjame pensar. La primera es la más fácil, aunque no deja de ser difícil. El jefe de la Tribu...
—pregunta.
Meredith asintió. Levantó la vista y tragó saliva..Cuando habló lo hizo con voz seca y ronca.
—La primera pregunta. ¿De dónde...? ¿De dónde...?
—Más alto —dijo el Gran C.
—¿De dónde viene la lluvia? —soltó Meredith después de tomar aliento.
Hubo un silencio.
—¿Lo sabes? —inquirió nervioso. Filas de luces parpadearon sobre su cabeza. El Gran C meditaba, reflexionaba. Emitió un zumbido bajo y profundo—. ¿Sabes la respuesta?
—La lluvia proviene de la tierra, especialmente de los océanos. Se eleva en el aire por un proceso de evaporación. El agente causante es el calor del sol. La humedad de los océanos asciende en forma de partículas diminutas. Estas partículas, al alcanzar una cierta altura, se introducen en una franja de aire más fría. En ese momento se produce la condensación. La humedad se concentra en grandes nubes. Cuando existe la concentración necesaria, el agua cae en gotas. Llamáis a estas gotas lluvia.
Meredith se frotó el mentón, pasmado, y asintió.
—Comprendo —volvió a mover la cabeza en un gesto afirmativo—. ¿Así sucede?
—Sí.
—¿Estás seguro?
—Desde luego. ¿Cuál es la segunda pregunta? Ésta no era muy difícil. No tienes ni idea de la cantidad de conocimientos e información que tengo almacenados. En cierta ocasión respondí preguntas que ninguno de los grandes cerebros del mundo pudo resolver. Al menos, con la misma rapidez que yo. ¿Cuál es la siguiente pregunta?
—Ésta es mucho más difícil —Meredith dibujó una débil sonrisa. El Gran C había respondido a la pregunta sobre la lluvia, pero quizá no supiera la respuesta a la siguiente —Dime, si puedes, ¿por qué el Sol siempre se mueve en el cielo? ¿Por qué no se para? ¿Por qué no cae a tierra?
El Gran C emitió un singular zumbido, casi una carcajada.
—La respuesta te sorprenderá. El Sol no se mueve. De hecho, lo que tú percibes como un movimiento no lo es en absoluto. Lo que percibes es el movimiento de la Tierra alrededor del Sol. Como estás en la Tierra, da la impresión de que tú estás quieto y el Sol se mueve, pero no es así. Los nueve planetas, incluyendo la Tierra, giran alrededor del Sol en órbitas elípticas regulares. Lo han hecho durante millones de años. ¿Responde esto a tu pregunta?
El corazón de Meredith se encogió. Empezó a temblar con violencia. Por fin, consiguió recuperar el control.
—Apenas puedo creerlo. ¿Me dices la verdad?
—Yo sólo conozco la verdad. Me resulta imposible mentir. ¿Cuál es la tercera pregunta?
—Espera —dijo Meredith con voz apagada—, déjame pensar un momento —se apartó a un lado—. Debo reflexionar.
—¿Por qué?
—Espera.
Meredith retrocedió unos pasos. Se acuclilló en el suelo y fijó la vista al frente, como aturdido. No era posible: el Gran C había respondido a las primeras preguntas sin el menor error. ¿Cómo podía saber esas cosas? ¿Cómo era posible que alguien supiera cosas acerca del sol o del cielo? El Gran C estaba prisionero en su propia casa. ¿Cómo sabía que el sol no se movía? La cabeza le rodaba. ¿Cómo podía saber algo que no había visto? Quizá gracias a los libros. Agitó la cabeza, confuso. Quizá antes de la Explosión le habían leído libros. Frunció el ceño y apretó los labios. Probablemente sería así. Se irguió poco a poco.
—¿Ya estás preparado? —interrogó el Gran C—. Pregunta.
—Es imposible que respondas a ésta. Ningún ser viviente lo sabe. Ahí va la pregunta: ¿cómo empezó el mundo? —Meredith sonrió—. No puedes saberlo. No existías antes que el mundo; por tanto, es imposible que sepas la respuesta.
—Existen varias teorías. La más satisfactoria es la hipótesis nebular. Según ésta, una gradual concentración...
Meredith escuchaba sin apenas oír las palabras, estupefacto. ¿Sería posible? ¿Sabría el Gran C el misterio de la formación del mundo? Se obligó a prestar atención a sus palabras.
—...si le concedemos más crédito que a las otras, existen varias formas de verificar esta teoría. De las restantes, la más popular, aunque bastante desacreditada a estas alturas, se refiere a que una segunda estrella se aproximó demasiado a la nuestra y provocó un violento...
El Gran C prosiguió interminablemente, entusiasmado con el tema. Estaba claro que disfrutaba con la pregunta. Estaba claro que era el tipo de pregunta que le habían planteado con más frecuencia antes de la Explosión. Había respondido con la mayor
facilidad a las tres preguntas que la Tribu había preparado con tanta meticulosidad durante todo un año. No parecía posible; Meredith se sentía desorientado.
El Gran C terminó su perorata.
—¿Y bien? ¿Estás satisfecho? Como puedes ver, sabía las respuestas. ¿Imaginaste por un momento que no sabría contestarlas?
Meredith no dijo nada. Estaba petrificado, aterrorizado. El sudor le resbalaba por el rostro y le caía sobre la barba. Abrió la boca, pero las palabras se negaron a salir.
—Y ahora —dijo el Gran C—, ya que he respondido a tus preguntas, haz el favor de avanzar hacia aquí.
Meredith obedeció, rígido y con la vista fija al frente como si estuviera en trance. Las luces se encendieron a su alrededor e iluminaron la sala. Por primera vez vio al Gran C. Por primera vez las tinieblas retrocedieron.
El Gran C, un inmenso cubo de oxidado y deslustrado metal, descansaba sobre un soporte elevado. Parte del techo se había desmoronado, y bloques de hormigón habían mellado su costado derecho. Tubos de metal y piezas sueltas, destrozados y retorcidos elementos dañados por la caída del techo, estaban diseminados en torno al soporte.
Tiempo atrás, el Gran C había sido brillante; ahora estaba sucio y manchado. Había penetrado agua de lluvia y barro a través del techo roto. Los pájaros habían dejado como señales de su paso plumas y excrementos. La mayoría de los cables que conectaban el cubo con el panel de control se habían partido en el instante de la Explosión.
Pero había algo más mezclado con los restos de cable y metal amontonados alrededor del soporte: pequeñas pirámides de huesos que dibujaban un círculo en torno al Gran C. Huesos, trozos de tela, hebillas de cinturón, agujas, un casco, algunos cuchillos, una lata de comida...
Los restos de los cincuenta jóvenes que habían acudido antes para formular tres preguntas, todos rezando y confiando en que el Gran C no sabría las respuestas.
—Sube —ordenó el Gran C.
Meredith trepó al soporte. Una escalerilla de metal conducía a lo largo del cubo. Subió por ella sin comprender lo que hacía, aturdido, con la mente en blanco, actuando como una máquina. Una parte de la superficie de metal chirrió y se deslizó a un lado.
Meredith miró hacia abajo. Vio una remolineante cuba de líquido.
Una cuba sepultada en las entrañas del Gran C. Vaciló, se recuperó en parte y dio un paso atrás.
—Salta —dijo el Gran C.
Meredith, con los ojos fijos en la cuba, paralizado de horror, osciló por un momento en el borde. Notaba un zumbido en la cabeza, su visión se hacía borrosa. La sala empezó a girar lentamente a su alrededor. Se balanceaba adelante y atrás.
—Salta —repitió el Gran C.
Saltó.
El rectángulo de metal se cerró un segundo más tarde. La superficie del cubo no presentaba la menor rendija.
En las profundidades de la maquinaria, la cuba de ácido clorhídrico remolineó y tiró del cuerpo inerte que yacía en su interior. El cuerpo empezó a disolverse en seguida, y los elementos fueron absorbidos por tubos y conductos que los repartieron con gran rapidez a todos los componentes del Gran C. El movimiento cesó por fin. El enorme cubo enmudeció.
El último acto de la absorción consistió en la apertura de una diminuta ranura en la parte delantera del Gran C, por la que fue arrojada, expulsada, una materia gris: huesos, y también un casco de metal. Cayeron junto a los demás montoncitos agrupados ante el cubo y se reunieron con los restos de los cincuenta emisarios anteriores. Entonces se apagó la última luz y la maquinaria cesó de emitir sonidos. El Gran C inició su larga espera de un año.
Pasado el tercer día, Kent comprendió que el joven no volverla. Regresó al Refugio con los exploradores de la Tribu, huraño, contrito y silencioso.
—Hemos perdido otro —rezongó Page—. ¡Estaba tan seguro de que no contestaría a esas tres! Un año de trabajo desperdiciado.
—¿Seguiremos adelante con estos sacrificios? —preguntó Bill Gustavson—. ¿Durarán siempre, año tras año?
—Algún día daremos con una pregunta que no pueda responder —aseguró Kent—. Entonces nos dejará en paz. Si le derrotamos, no tendremos que seguir alimentándole. ¡Si pudiéramos encontrar la pregunta adecuada!
Anne Fry, pálida, se le acercó.
—¿Walter?
—¿Sí?
—¿Es así como... como se mantiene con vida? ¿Siempre ha dependido de nosotros? No puedo creer que seres humanos sean capaces de mantener a esa máquina con vida.
—Debía utilizar algún alimento artificial antes de la Explosión —Kent agitó la cabeza—, pero luego ocurrió algo. Quizá sus conductos alimentarios fueron dañados o destrozados, y cambió sus costumbres. Supongo que fue así. Nosotros también cambiamos nuestras costumbres. Hubo un tiempo en que los seres humanos no cazaban ni mataban animales, como hubo un tiempo en el que el Gran C no devoraba seres humanos.
—¿Porqué... por qué desencadenó la Explosión, Walter?
—Para demostrarnos que era más fuerte que nosotros.
—¿Siempre fue más fuerte que los hombres?
—No. Dicen que, hace mucho tiempo, el Gran C no existía, que el hombre lo creó para que le explicara cosas. Sin embargo, poco a poco se hizo cada vez más fuerte, hasta que por fin se apoderó de los átomos.., y los átomos causaron la Explosión. Ahora se halla fuera de nuestro alcance. Su poder nos ha convertido en esclavos. Adquirió demasiada fuerza.
—Pero llegará un día en que no sabrá la respuesta —dijo Page.
—Y, según la tradición, nos dejará en libertad. Dejará de utilizarnos como alimento.
Page apretó los puños y volvió la vista hacia el bosque.
—Ese día no tardará en llegar. ¡Algún día encontraremos una pregunta demasiado difícil para él!
—Pongamos manos a la obra —dijo sobriamente Gustavson—. Cuanto antes empecemos a prepararnos para el año que viene, mejor.
FIN

SCI-FI SPECIAL , EL FACTOR LETAL , Philip K. Dick


EL FACTOR LETAL
Philip K. Dick
SCI-FI SPECIAL


Penetraron en la gran cámara. Al fondo, los técnicos se agolpaban alrededor de un inmenso tablero iluminado y estudiaban complejas configuraciones de luces que cambiaban rápidamente, formando combinaciones en apariencia interminables. Los computadores, manejados por seres humanos y robots, zumbaban sobre largas mesas. Diagramas murales cubrían cada centímetro de espacio vertical. Hasten miró a su alrededor, asombrado.
—Acércate y te enseñaré algo bueno —rió Wood—. ¿Reconoces esto? —indicó con el dedo una voluminosa máquina atendida por silenciosos hombres y mujeres vestidos con batas blancas.
—Desde luego. Es algo parecido a nuestro propio Sumergible, pero veinte veces más grande. ¿Qué recuperáis? ¿Y a qué época lo enviáis? —señaló el Sumergible, se agachó y aplicó el ojo a la mirilla, pero estaba cerrada; el Sumergible había entrado en funcionamiento—. Si hubiéramos tenido la menor idea de su existencia, Investigaciones Históricas habría...
—Ahora ya lo sabes —Wood se inclinó junto a él—. Escucha, Hasten, eres el primer hombre ajeno al ministerio que entra en esta sala. ¿Viste los guardias? Nadie puede entrar sin autorización; los guardias tienen orden de matar a cualquiera que trate de acceder ilegalmente.
—¿Para ocultar esto? ¿Una máquina? ¿Mataríais a...?
Se irguieron. Wood apretó las mandíbulas.
—Vuestro Sumergible bucea en la antigüedad: Roma, Grecia, polvo, legajos... —Wood palmeó el enorme Sumergible—. Éste es diferente. Lo protegemos con nuestras vidas, y es más importante que la vida de cualquiera. ¿Sabes por qué?
Hasten desvió la vista hacia el aparato.
—Este Sumergible no es para viajar hacia la antigüedad, sino... hacia el futuro. —Wood miró de frente a Hasten—. ¿Entiendes? El futuro.
—¿Estáis rastreando el futuro? ¡No podéis! Lo prohíbe la ley, lo sabéis de sobra. Si el Consejo Ejecutivo se enterara, reduciría este edificio a escombros. Conocéis los peligros. Berkowsky lo demostró en su tesis.
»No puedo entender que utilicéis un Sumergible orientado hacia el futuro. Cuando se extrae material del futuro se introducen automáticamente nuevos factores en el presente; el futuro queda alterado. Se inician una serie de trastornos interminables. Cuanto más te sumerges, más factores nuevos se crean, y acumulas condiciones inestables para los siglos venideros. Por eso se votó la ley.
—Lo sé —asintió Wood.
—¡Y continuáis insistiendo! —Hasten movió la mano en dirección a la máquina y a los técnicos—. ¡Basta, por el amor de Dios! ¡Basta de introducir elementos letales que no se pueden eliminar! ¿Por qué os empeñáis...?
—Vale. Harten, no nos leas la cartilla —le cortó Wood—. Es demasiado tarde: ya ha sucedido. Un factor letal se introdujo en nuestros primeros experimentos. Pensamos que sabíamos lo que hacíamos..., por eso te trajimos aquí. Siéntate. Te lo contaré todo.
Se sentaron uno enfrente del otro, separados por el escritorio. Wood entrelazó las manos.
—Iré al grano. Se te considera un experto, experto en Investigaciones Históricas. Eres el ser viviente que sabe más sobre los Sumergibles Temporales: por eso te hemos enseñado nuestra obra, nuestra obra ilegal.
—¿Y ya tenéis problemas?
—Muchos problemas, y cada nuevo intento de resolverlos los empeora. Hagamos lo que hagamos, la historia nos contemplará como la organización más nefasta.
—Empieza desde el principio, por favor —pidió Harten.
—El Sumergible fue autorizado por el Consejo de Ciencias Políticas; querían saber los resultados de algunas de sus decisiones. Al principio nos opusimos, siguiendo la teoría de Berkowsky, pero la idea era fascinante, como ya te debes imaginar. Aceptamos y construimos el Sumergible... en secreto, por supuesto.
»Hicimos el primer rastreo hace un año. Utilizamos un subterfugio para protegernos del factor Berkowsky: no cogimos nada. Este Sumergible no se halla equipado para extraer objetos; se limita a hacer fotografías desde gran altura. Recuperamos la película, ampliamos las instantáneas y tratamos de conjeturar las condiciones.
»Al principio, los resultados fueron alentadores. Ausencia de guerras, ciudades en expansión y de aspecto agradable. Las ampliaciones de escenas callejeras mostraban mucha gente, en apariencia felices. Caminaban con parsimonia.
»Después avanzamos cincuenta años. Mucho mejor: las ciudades habían disminuido de tamaño, la gente no dependía tanto de las máquinas. Hierba, parques. Las mismas condiciones generales: paz, felicidad, mucho tiempo libre. Menos frenesí, menos prisa.
»Continuamos adelante en el tiempo. Por supuesto que un método de investigación tan indirecto no podía proporcionarnos la menor certeza de nada, pero todo parecía ir bien. Transmitimos nuestros informes al Consejo, y decidieron seguir con sus planes. Y entonces sucedió.
—¿Qué, exactamente? —preguntó Harten, inclinándose sobre la mesa.
—Decidimos volver a visitar un período que ya habíamos fotografiado antes, unos cien años atrás. Enviamos el Sumergible y regresó con un rollo entero. Lo revelamos y contemplamos las imágenes.
Wood hizo una pausa.
—Y ya no era lo mismo. Era diferente. Todo había cambiado. Guerra... Guerra y destrucción por todas partes —Wood se encogió de hombros—. Nos quedamos atónitos; enviamos de regreso el Sumergible cuanto antes para confirmarlo.
—¿Y qué encontrasteis esta vez?
Wood cerró los puños.
—¡Un cambio todavía peor! Ruinas, ruinas sin fin, gente que se dedicaba al pillaje. Ruina y muerte por todas partes. Escoria. El final de la guerra, la fase terminal.
—Increíble... —musitó Harten.
—¡Pero eso no fue lo peor! Comunicamos las noticias al Consejo. Mandó cesar toda actividad y se embarcó en una conferencia de dos semanas; canceló todas las órdenes y anuló los planes basados en nuestros informes. Eso sucedió un mes antes de que el Consejo volviera a entrar en contacto con nosotros. Los miembros querían que probáramos una vez más, que enviáramos el Sumergible al mismo período. Nos negamos, pero insistieron. No podía ser peor, fue su argumento.
»Así que obedecimos. El Sumergible regresó y revelamos la película. Harten, hay cosas peores que la guerra. No creerías lo que vimos. No había rastro de vida humana.
—¿Todo había sido destruido?
—¡No! Ninguna destrucción. Grandes y orgullosas ciudades, carreteras, edificios, lagos, campos..., pero ni rastro de vida. Las ciudades vacías, funcionando mecánicamente, cada máquina, cada cable en su sitio. Pero ni un ser viviente.
—¿Qué pasó?
—Enviamos el Sumergible hacia el futuro, de medio siglo en medio siglo. Nada, nada en ninguna de las ocasiones. Ciudades, carreteras, edificios, pero ausencia de vida. Todo el mundo muerto. Plaga, radiación o lo que sea, algo les mató. ¿De dónde provino? No lo sabemos. Nuestras primeras investigaciones no lo detectaron.
»Pero, de alguna manera, nosotros introducimos el factor letal. Nosotros lo provocamos con nuestro aparato; no estaba cuando empezamos; nosotros fuimos los causantes. Harten —Wood le miró desde la máscara imperturbable de su rostro—. Nosotros lo originamos, y ahora hemos de averiguar qué es y desembarazarnos de él.
—¿Cómo lo vais a hacer?
—Hemos construido un Coche Temporal capaz de transportar un observador humano al futuro. Enviaremos a un hombre para ver qué ocurre. Las fotografías son insuficientes; ¡hemos de saber más! ¿Cuándo apareció por primera vez? ¿Cuáles fueron los primeros síntomas? Una vez poseamos estos datos, quizá podamos eliminar el factor, seguir su pista y erradicarlo. Alguien tendrá que ir al futuro y descubrir nuestro error. Es la única manera.
Wood se levantó y Hasten le imitó.
—Tú eres esa persona —dijo Wood—. Tú, la persona más competente en este campo, irás al futuro. El Coche Temporal aguarda ahí afuera, convenientemente custodiado.
Wood hizo una señal. Dos soldados avanzaron hacia el escritorio.
—¿Señor?
—Vengan con nosotros; asegúrense de que nadie nos siga —se giró hacia Hasten—. ¿Preparado?
—Espera un momento —vaciló Hasten—. Me gustaría obtener más información sobre vuestras actividades, examinar el Coche Temporal. No puedo...
Los dos soldados se acercaron más y miraron a Wood. Éste posó su mano sobre el hombro de Hasten.
—Lo siento, pero no tenemos tiempo que perder; ven conmigo.
La oscuridad se movía, caracoleaba y se contraía a su alrededor. Tomó asiento ante el tablero de control y se secó el sudor que cubría su rostro. Para bien o para mal, ya no podía echarse atrás. Wood lo había previsto todo: unas pocas instrucciones, los controles preparados y la puerta de acero que se cerraba a sus espaldas.
Hasten paseó la mirada en torno suyo. Hacía frío dentro de la esfera; el aire era fresco, cortante. Trató de concentrarse en los indicadores luminosos, pero el frío le incomodaba. Se acercó al armario y empujó la puerta. Una chaqueta forrada y un fusil desintegrador. Cogió el fusil y lo examinó durante unos instantes. También había herramientas, todo tipo de herramientas y accesorios. Acababa de devolver el fusil a su sitio cuando cesó el traqueteo. Estuvo flotando un horroroso segundo, flotando al azar, y luego la sensación se desvaneció.
La luz del sol penetró a través del ventanal e inundó el suelo. Cerró las luces artificiales y miró por la ventana. Wood había dispuesto los controles para que le trasladaran cien años en el futuro. Se asomó con un estremecimiento.
Un prado salpicado de flores y de hierba que se extendía hasta perderse de vista. Algunos animales pacían bajo la sombra de un árbol. Abrió la puerta y salió afuera. El calor del sol le confortó al instante. Comprobó que los animales eran vacas.
Permaneció mucho tiempo parado en el umbral, con los brazos en jarras. En el caso de que se tratara de una plaga, ¿habría sido causada por bacterias transportadas por el aire? Dio un paso adelante y afianzó el casco que rodeaba la cabeza. Sería mejor no quitárselo.
Volvió para recoger el fusil. Salió de la esfera y se aseguró de que la puerta permanecería cerrada durante su ausencia. Tomadas las precauciones necesarias, Hasten saltó sobre la hierba del prado. Se alejó de la esfera en dirección a una amplia colina que ocupaba una extensión aproximada de setecientos metros. Mientras caminaba examinó la muñequera sensora que le orientaría hacia el Coche Temporal si se extraviaba.
Llegó junto a las vacas, que se removieron inquietas y se apartaron. Percibió algo que le produjo un escalofrío: tenían las ubres pequeñas y arrugadas. Nadie las pastoreaba.
Cuando alcanzó la cumbre de la colina alzó los prismáticos y contempló una inacabable extensión de tierra, kilómetros y kilómetros de campos verdes que rodaban como olas hasta perderse de vista. ¿Nada más? Fue girando poco a poco para escudriñar el horizonte.
Se puso rígido y ajustó la mira. Muy lejos, a su izquierda, en el límite de su campo visual, se alzaban las vagas líneas perpendiculares de una ciudad. Guardó los prismáticos y aseguró los nudos de sus pesadas botas. Luego bajó por la otra ladera de la colina a grandes zancadas: el camino era muy largo.
Al cabo de media hora divisó unas mariposas. Danzaban y revoloteaban a la luz del sol, a pocos metros de distancia. Se paró a descansar y las observó. Eran de todos los colores, rojas y azules, moteadas de verde y amarillo. Las mariposas más grandes que había visto en su vida. Quizá pertenecían a un zoológico; quizá habían huido cuando el hombre desapareció de escena, aclimatándose a una vida más libre, más salvaje. Las mariposas remontaron el vuelo y se lanzaron hacia las distantes torres de la ciudad, sin reparar en Hasten. Desaparecieron al cabo de breves momentos.
Hasten reanudó su camino. Era difícil imaginarse el fin de la humanidad en tales circunstancias: mariposas, hierba, vacas paciendo a la sombra de un árbol. ¡Qué tranquilo y agradable se veía el mundo sin la raza humana!
Una última mariposa pasó rozándole la cara. Subió el brazo automáticamente para protegerse. La mariposa se estrelló contra el dorso de su mano. Hasten estalló en carcajadas...
El miedo le atenazó; cayó de rodillas, jadeando y sintiendo náuseas. Se acuclilló y hundió el rostro en la tierra. Le dolían los brazos, el terror le tenía paralizado; cerró los ojos para no marearse.
Cuando levantó la cabeza, la mariposa ya había partido en pos de las demás.
Yació un rato sobre la hierba. Luego se irguió poco a poco hasta ponerse en pie. Se desabrochó la manga de la camisa y examinó su muñeca. La carne estaba ennegrecida, tirante e hinchada. Levantó la vista hacia la ciudad. Ésa era la dirección que habían tomado las mariposas...
Volvió al Coche Temporal.
Llegó a la esfera poco después del ocaso. La puerta se abrió al contacto de su mano y Hasten entró. Se aplicó un emplasto en la mano y el brazo, y luego fue a sentarse en el banco, sumido en sus pensamientos. Miró su brazo herido. Una picadura accidental, por supuesto. La mariposa ni siquiera se había dado cuenta. Si toda la bandada...
Esperó a que anocheciera por completo y las tinieblas rodearan la esfera. Las abejas y las mariposas se ocultaban de noche, al menos en teoría. Bien, valía la pena arriesgarse. El brazo le dolía todavía y notaba un constante latido. El emplasto no había servido de mucho; se sentía aturdido. Su aliento olía a fiebre.
Antes de salir sacó todo el contenido del armario. Examinó el fusil desintegrador, pero acabó desechándolo. En seguida encontró lo que buscaba: una linterna y un soplete. Guardó el resto y se levantó. Ya estaba preparado..., aunque no estaba muy seguro de que ésa fuera la palabra correcta. Tan preparado como le era posible.
Salió a la oscuridad y encendió la linterna. Caminó con rapidez. La noche era oscura y desolada, sin más luz que la de unas pocas estrellas y la que llevaba consigo. Remontó la colina y bajó por la ladera opuesta. Atravesó un bosquecillo y desembocó en una llanura, siempre guiado por el resplandor de su linterna.
Al llegar a la ciudad estaba agotado. Había recorrido una larga distancia y respiraba con dificultad. Enormes y fantasmales siluetas se alzaban sobre su cabeza hasta hundirse en las tinieblas. No era una ciudad muy grande, al menos a primera vista, pero el diseño le resultaba extraño a Hasten, acostumbrado a perspectivas menos verticales y escuetas.
Atravesó la puerta de entrada. La hierba brotaba del pavimento de las calles. Hizo un alto para echar un vistazo. Hierba y maleza por todas partes y, en las esquinas, junto a los edificios, montoncitos de huesos y polvo. Siguió caminando con la linterna dirigida hacia los costados de los esbeltos edificios. El eco de sus pasos resonaba con un sonido hueco. No había otra luz que la suya.
Los edificios se espaciaban. Se encontró de repente en una gran plaza cuadrada rebosante de arbustos y enredaderas. Al otro lado distinguió un edificio de mayor envergadura que los demás. Cruzó la vacía y solitaria plaza, paseando la linterna de un extremo a otro. Aminoró el paso al reparar en un edificio situado a su derecha. Su corazón se aceleró. La luz de la linterna reveló una palabra expertamente grabada sobre el marco de la puerta: BIBLIOTECA.
Ni más ni menos lo que deseaba. Subió los peldaños que conducían al oscuro umbral. Los tablones de madera se doblaron bajo sus pies. Al llegar a la entrada se encontró frente a una pesada puerta de madera con tiradores metálicos. Al asirlos, la puerta cayó hacia él, se rompió en pedazos y se desparramó sobre la escalera. Un hedor a polvo y corrupción irritó su olfato.
Penetró en el interior y su casco hendió inmensas telarañas a medida que avanzaba por los silenciosos pasillos. Eligió una sala al azar y no descubrió más que montoncitos de polvo y fragmentos grisáceos de huesos. Estantes y mesas bajas estaban apoyados contra las paredes. Se acercó a los estantes y cogió unos cuantos libros. Se convirtieron en polvo entre sus dedos. ¿Sólo había pasado un siglo desde su propia época?
Hasten se sentó ante una de las mesas y abrió uno de los libros que se conservaban mejor. No reconoció el idioma, una lengua romance que le pareció artificial. Volvió una página tras otra. Decepcionado, reunió un puñado de libros y volvió a la puerta. De repente, su corazón se aceleró. Con las manos temblorosas se aproximó a la pared. Periódicos.
Pasó las frágiles y quebradizas hojas con todo cuidado y las sostuvo a la luz de la linterna. El mismo idioma, por supuesto. Titulares destacados en tinta negra: Se las compuso para enrollar los periódicos y sumarlos a su colección de libros, salió al pasillo y volvió sobre sus pasos.
Al bajar por la escalera le azotó el aire fresco. Contempló las casi imperceptibles siluetas que se alzaban a los lados de la plaza. Después la cruzó con toda clase de precauciones. Llegó hasta la puerta de la ciudad, salió a campo abierto y se encaminó hacia el Coche Temporal.
Anduvo durante mucho tiempo, sin descanso, con la cabeza gacha. El cansancio le obligó finalmente a detenerse para recuperar el aliento. Dejó su carga en tierra y examinó los alrededores. En el límite del horizonte apareció una franja gris. La aurora. La salida del sol.
Un viento frío se arremolinó en torno a él. Los árboles y las colinas empezaban a distinguirse a la incipiente luz grisácea, una silueta inflexible y rigurosa. Volvió la vista hacia la ciudad. Los abandonados edificios se erguían, sombríos y pálidos. Le fascinó la primera luz del día que hería las agujas y las torres. Los colores se difuminaron y la niebla se interpuso entre él y la ciudad. Se agachó y recogió su carga. Caminó con tanta rapidez como pudo, aterido de frío.
Una mancha blancuzca había surgido de la ciudad y flotaba en el cielo.
Después de mucho tiempo, Hasten miró hacia atrás. La mancha continuaba en su sitio..., pero había crecido. Y ya no era blanca; a la luz del día brillaba con muchos colores.
Aceleró el paso; descendió una colina y trepó a otra. Conectó su muñequera. Le comunicó en voz alta que no se hallaba lejos de la esfera. Movió el brazo y el sonido enmudeció. A la derecha. Se secó el sudor de las manos y prosiguió.
Unos minutos más tarde, divisó desde lo alto de un risco la esfera de metal resplandeciente posada sobre la hierba, recubierta por el rocío de la mañana: el Coche Temporal. Bajó la colina, resbalando y corriendo.
Acababa de abrir la puerta de un codazo cuando la primera nube de mariposas apareció sobre la cumbre de la colina, moviéndose en silencio hacia él.
Cerró la puerta, depositó su cargamento en el suelo y flexionó los músculos. Le dolía la cabeza y se sentía presa del pánico No tenía tiempo que perder: se abalanzó sobre la ventana y miró afuera. Las mariposas rodeaban la esfera, danzaban y revoloteaban, despedían chispas de color. Se posaron por todas partes, incluso sobre la ventana. Su visión fue interrumpida bruscamente por una masa de cuerpos centelleantes, suaves y pulposos, que batían las alas al unísono. Escuchó. Captó un sonido repetido y ensordecedor que surgía de todos lados. El interior de la esfera quedó sumido en la oscuridad cuando las mariposas cubrieron por completo la ventana. Encendió las luces artificiales.
Pasó el tiempo. Examinó los periódicos, sin decidirse a actuar. ¿Retroceder o continuar adelante? Quizá valdría la pena dar un salto de cincuenta años. Las mariposas eran peligrosas, pero tal vez no constituían el factor letal que buscaba. Se miró la mano. La zona muerta, negra y tirante, se expandía. Experimentó una punzada de preocupación; empeoraba, no mejoraba.
El ruido que producían las mariposas al rozar el metal le molestaba e inquietaba. Dejó los libros a un lado y paseó arriba y abajo. ¿Cómo podían unos vulgares insectos, aunque fueran tan grandes como ésos, destruir a la raza humana? Los seres humanos podrían acabar con ellos sin demasiadas dificultades: polvos, venenos, pulverizadores.
Una diminuta partícula de metal le cayó sobre el hombro. Se la quitó de un manotazo. Cayó una segunda partícula, seguida de menudos fragmentos. Dio un brinco, alzó la cabeza.
Se estaba formando un círculo sobre su cabeza. Otro círculo apareció a la derecha, y a continuación un tercero. Más círculos se formaban en las paredes y en el techo de la esfera. Se plantó de un salto ante el tablero de control y conectó los mandos. Trabajó febril, velozmente. Una lluvia de fragmentos metálicos inundó el suelo. Un corrosivo, alguna sustancia que exudaban los insectos. ¿Ácido? Alguna secreción natural. Se volvió cuando se desplomó un gran trozo de metal.
Las mariposas se introdujeron en la esfera como una exhalación. La pieza que había caído era un círculo cortado limpiamente. Ni siquiera tuvo tiempo de verlo; agarró el soplete y lo encendió. La llama succionó y gorgoteó. Apuntó en dirección a las mariposas y el aire se llenó de partículas ardientes que se derramaron a su alrededor; un hedor insoportable se adueñó de la esfera.
Cerró los últimos conmutadores. Las luces de posición parpadearon y el suelo tembló bajo sus pies. Tiró de la palanca principal. Un enjambre de mariposas pugnaba por introducirse en el aparato. Un segundo circulo de metal se estrelló en el suelo y dio paso a una nueva invasión. Hasten se encogió, retrocedió, levantó el soplete y roció de fuego a los incansables asaltantes.
Luego se hizo un silencio tan repentino y absoluto que hasta él parpadeó de sorpresa. Aquel roce insistente y continuado había cesado. Estaba solo, a no ser por una nube de cenizas y partículas que cubría el suelo y las paredes, los restos de las mariposas que habían irrumpido en la esfera. Hasten, tembloroso, se sentó en el banco; se hallaba a salvo y regresaba a su tiempo. Había descubierto el factor letal, sin duda alguna. Así lo demostraba el montón de cenizas y los círculos practicados en el casco de la esfera. ¿Una secreción corrosiva? Sonrió con amargura.
La última visión de la horda le había revelado lo que quería saber. Las primeras mariposas que se introdujeron en la esfera a través de los círculos portaban herramientas, diminutas herramientas cortantes. Se habían abierto paso con ellas; transportaban su propio equipo de trabajo.
Se sentó a esperar que el Coche Temporal completara su viaje.
Los guardias del ministerio le ayudaron a bajar del Coche. Pisó él suelo, vacilante, y se apoyó en ellos.
—Gracias —murmuró.
—¿Estás bien, Hasten? —se interesó Wood.
—Sí —asintió—, de no ser por la mano.
—Vayamos adentro.
Entraron en la cámara por una gran puerta.
—Siéntate —Wood agitó la mano con impaciencia y un soldado se apresuró a traer una silla—. Tráigale un poco de café.
Hasten bebió el café, y luego apartó la taza. Se reclinó en la silla.
—¿Nos lo vas a explicar? —preguntó Wood.
—Sí.
—Estupendo. —Wood tomó asiento delante de él. Conectó una grabadora, y una cámara empezó a filmar el rostro de Hasten mientras hablaba—. Adelante. ¿Qué averiguaste?
Cuando hubo terminado se hizo el silencio en la sala. Ni los guardias ni los técnicos hablaron.
Wood se levantó, temblando.
—Dios mío... Así que una forma de vida tóxica acabó con ellos. Ya me lo imaginaba, pero... ¿mariposas? Mariposas inteligentes que planean ataques, que crecen con rapidez y se adaptan sin dificultades.
—Es posible que los libros y los periódicos nos sirvan de algo.
—Pero ¿de dónde vinieron? ¿Una mutación que afectó a una forma de vida ya existente? Tal vez llegaron de otro planeta, tal vez fueron resultado del viaje por el espacio. Hemos de averiguarlo.
—Sólo atacaron a los seres humanos —indicó Hasten—. Se desinteresaron de las vacas. Sólo a la gente.
—Quizá podamos detenerlas. —Wood conectó el videófono—. Convocaré una reunión extraordinaria del Consejo. Les proporcionaré tus explicaciones y recomendaciones. Pondremos en marcha un programa, organizaremos equipos por todo el planeta. Aún tenemos una oportunidad. Gracias, Hasten, es posible que aún podamos detenerlas.
El operador apareció y Wood le entregó el número de clave del Consejo. Hasten, absorto, se levantó y paseó sin rumbo por la sala. El brazo le dolía mucho. Salió de la cámara y volvió hacia el Coche Temporal, que algunos soldados examinaban con curiosidad. Hasten les observó como atontado, con la mente en blanco
—¿Qué es esto, señor? —preguntó uno.
—¿Eso? —Hasten dio unos pasos adelante—. Un Coche Temporal.
—No, me refiero a eso —el soldado señaló algo en el casco—. Esto, señor. No estaba ahí cuando el Coche partió.
El corazón de Hasten dejó de latir. Pasó entre ellos y alzó la vista. Al principio no distinguió nada especial. sólo la superficie de metal corroída. Luego, un escalofrío le recorrió de pies a cabeza.
Había algo en la superficie, algo pequeño, de color pardo, peludo. Se adelantó y lo tocó. Una bolsa, una bolsa parda, pequeña y dura. Estaba seca, seca y vacía. Dentro no había nada; estaba abierta por un extremo. Advirtió en seguida que todo el casco del Coche estaba lleno de estos saquitos, algunos todavía llenos, pero la mayoría vacíos.
Capullos.
FIN

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