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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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martes, 29 de mayo de 2012

AFUERA



Afuera
Brian W. Aldiss

Nunca salían de la casa.
El hombre que respondía al nombre de Harley era quien solía levantarse primero. A veces daba un paseo por la casa sin quitarse el pijama... la temperatura era constante y suave día tras día. Luego despertaba a Calvin, aquel individuo corpulento y apuesto que parecía como si poseyese una docena de talentos distintos y nunca quisiese emplearlos. Le bastaba con su presencia para satisfacer la necesidad de compañía que sentía Harley.
Dapple, la muchacha de acerados ojos grises y negros cabellos, tenía el sueño muy ligero. Las voces de los dos hombres al conversar la despertaban. Entonces se levantaba e iba a llamar a May; ambas bajaban juntas al piso inferior y preparaban el desayuno. Mientras ellas se entregaban a esta ocupación, las otras dos personas que habitaban en la casa, Jagger y Pief, comenzaban a levantarse.
Así es como empezaban todos los «días»: no con los primeros lustres del alba, sino simplemente cuando los seis despertaban. A pesar que no hacían ejercicio durante el día, cuando se acostaban por la noche su sueño era profundo y regular.
El único acontecimiento del día que provocaba cierta excitación entre ellos era la apertura del almacén. El almacén era un cuartito situado entre la cocina y la estancia azul. En la pared más lejana había un ancho estante, del cual dependía la vida de todos ellos.
En él aparecían todos los suministros, llegados de no se sabía dónde. Lo último que hacían antes de acostarse era cerrar con llave la puerta de aquella desnuda estancia y cuando por la mañana regresaban a ella, encontraban, esperándolos sobre el estante, todos los artículos necesarios para su manutención: comida, ropa blanca, una nueva lavadora. Esto era una característica más de su existencia, normal y aceptada por todos, y que no provocaba jamás entre ellos el menor comentario.
Aquella mañana, Dapple y May ya tenían el desayuno preparado antes que hubieran bajado los cuatro hombres. Dapple incluso había tenido que ir a llamarlos al pie de la amplia escalera antes que Pief hiciese su aparición; por lo tanto, hubo que aplazar la apertura del almacén hasta después de desayunar, porque si bien aquella operación no podía considerarse en modo alguno como una ceremonia, las dos mujeres se ponían nerviosas si tenían que ir solas. Era una de esas cosas que...
¾Espero que hayan puesto tabaco ¾dijo Harley, mientras abría la puerta¾. Se me está acabando.
Se acercaron al estante y lo miraron. Estaba vacío.
¾No hay comida ¾observó May, con los brazos en jarras¾. Hoy tendremos que acortar la ración.
No era la primera vez que aquello ocurría. En una ocasión ¾no sabían cuánto tiempo hacía, pues no contaban ni los días ni las horas¾ no apareció comida durante tres días consecutivos. Cada vez que fueron allí, el estante estaba vacío. Aceptaron la escasez resultante con filosofía.
¾Antes de morirnos de hambre, May, te comeremos ¾dijo Pief y todos rieron brevemente para celebrar la broma, aunque Pief ya se la había gastado también la última vez. Pief era un hombrecito discreto, de esos que pasan inadvertidos entre la multitud. Su más preciada posesión consistía en aquellas inocentes bromas.
Sólo había dos paquetes en el estante. Uno era el tabaco de Harley y el otro un juego de naipes. Harley se embolsilló el primero con un gruñido, y abriendo el envase de los naipes desplegó éstos ante los ojos de sus compañeros.
¾¿Echamos una partida? ¾les preguntó.
¾Sí, de póker ¾dijo Jagger.
¾No, canasta.
¾Siete y medio.
¾Jugaremos después ¾dijo Calvin¾. Nos servirá para matar el tiempo por la noche.
Los naipes serían un reto para todos ellos, pues los obligarían a sentarse en torno a una mesa, mirándose cara a cara.
No había nada que los separase, pero tampoco parecía existir una fuerza que los uniese, una vez terminada la baladí operación de abrir el almacén. Jagger limpiaba el vestíbulo con el aspirador de polvo. Pasó frente a la puerta de entrada, que nunca se abría, y remolcó el aparato por las escaleras para limpiar los descansillos superiores. En realidad, la casa no estaba sucia, pero era costumbre limpiarla por la mañana. Las mujeres, sentadas en compañía de Pief, discutían deshilvanadamente la manera de distribuir las raciones, pero después de este intercambio se separaron como si de repente entre ellas hubiera cesado toda comunicabilidad. Calvin y Harley ya habían tomado por rumbos opuestos.
Vivían en una casa de errática disposición. Las pocas ventanas que había nunca se abrían, eran irrompibles y no admitían la luz. La casa estaba sumida en tinieblas; las habitaciones sólo se iluminaban cuando alguien entraba en ellas... y la luz procedía de una fuente invisible. Sólo así se disipaban las tinieblas que envolvían la casa. Las habitaciones estaban amuebladas, pero con muebles incongruentes que apenas tenían relación entre sí, como si la habitación que los contenía careciera de todo sentido. Las casas habitadas por personas huérfanas de ambiciones o propósitos en la vida emanan ese aire.
No se podía discernir ningún plan en el primero o segundo piso o en el largo y vacío desván. Sólo la familiaridad y la costumbre permitían dominar aquel dédalo de piezas y corredores. Y ellos disponían de mucho tiempo para familiarizarse con su laberíntica morada.
Harvey paseó largo rato con las manos en los bolsillos. En un sitio se encontró con Dapple. La joven estaba inclinada graciosamente sobre un cuaderno de dibujo, copiando con mano de aficionado un cuadro que pendía de una de las paredes... y que representaba la misma estancia en que ella se encontraba. Cambiaron algunas palabras y Harley continuó su paseo.
Algo se agazapaba en un rincón de su mente, como una araña en un ángulo de su tela. Ingresó en lo que ellos denominaban la sala del piano y entonces comprendió qué era lo que le preocupaba. Casi furtivamente miró a su alrededor cuando las tinieblas retrocedieron y luego contempló el gran piano de cola. Algunos extraños objetos habían aparecido de cuando en cuando sobre el estante para ser distribuidos por toda la casa; uno de ellos podía verse encima del piano.
Era un modelo de aspecto macizo y de medio metro de alto, achaparrado, casi redondo, de aguda punta y cuatro aletas en arbotante, sobre las que descansaba. Harley sabía lo que era. Era una nave de enlace entre el espacio y la Tierra y viceversa; un modelo de las pesadas naves que ascendían hasta las astronaves propiamente dichas.
Aquello le produjo más desconcierto que la aparición del propio piano en el almacén. Sin apartar sus ojos del modelo, Harley tomó asiento en el taburete del piano y permaneció con el cuerpo en tensión, tratando de arrancar algo desde el fondo de su mente... Algo relacionado con astronaves.
Fuera lo que fuese, era algo desagradable que lo esquivaba cuando él ya creía tenerle el dedo encima. Lo rehuía constantemente. Si pudiese comentarlo con alguien tal vez conseguiría sacarlo de su escondrijo. Desagradable y amenazador, pero con una promesa entreverada en la amenaza.
Si pudiese alcanzarlo y mirarlo cara a cara, podría hacer... algo determinado. Y hasta que no lo hubiese enfrentado, ni siquiera podría decir qué era aquella cosa determinada que quería hacer.
Oyó pisadas a sus espaldas. Sin volverse, Harley levantó con destreza la tapa del teclado e hizo correr un dedo por las teclas. Sólo entonces se volvió para mirar con indiferencia sobre el hombro. Era Calvin, con las manos en los bolsillos y el ánimo despejado, irradiando seguridad en sí mismo.
¾He visto luz aquí ¾dijo con desparpajo¾ y se me ocurrió entrar, ya que me hallaba de pasada.
¾Pues a mí se me ocurrió tocar un poco el piano ¾respondió Harley, sonriendo.
No se podía hablar de aquello ni siquiera con un amigo como Calvin, porque lo prohibían las circunstancias, las cosas; porque era menester observar una conducta serena, normal. Esto, al menos, era claro y seguro, y le servía de consuelo: portarse como un ser humano normal, como un hombre moliente y corriente...
Tranquilizado, sus dedos arrancaron armoniosas notas al teclado. Tocaba bien. Todos ellos tocaban bien: Dapple, May, Pief... Después de montar el piano, todos se pusieron a tocarlo, y a tocarlo bien. ¿Era aquello... natural? Harley miró de soslayo a Calvin. Éste recargaba su robusta humanidad contra el instrumento, vuelto de espaldas a él, libre por completo de cuidados. Su rostro únicamente mostraba una expresión de gentil afabilidad. Todos ellos eran afables y jamás se peleaban.
Cuando los seis se reunieron ante su frugal almuerzo, su conversación fue trivial y alegre. Luego vino la tarde, muy parecida a la mañana, a todas las mañanas: segura, cómoda, sin propósito definido. Sólo a Harley aquella tarde le pareció ligeramente desenfocada, pues poseía ya una clave con que abordar el problema. No era más que un indicio, pero en la absoluta calma de sus días adquiriría bastante relieve.
Fue May quien le dio aquella pista. Cuando ella se sirvió jalea, Jagger la acusó, riendo, de tomar más de lo que le correspondía. Dapple, que siempre defendía a May, dijo:
¾Ha tomado menos que tú, Jagger.
¾No ¾le enmendó May¾. Creo que sí, que he tomado más que nadie. Pero lo he hecho por un motivo particular.
Aquello era una suerte de retruécano muy en boga entre ellos. Pero Harley se puso a rumiar su significado, paseándose de allá para acá por una de las silenciosas habitaciones. Particulares, ulteriores motivos... ¿Sentían sus compañeros la misma desazón que él? ¿Tenían un motivo para ocultar aquella desazón? Y otra interrogante:¿dónde estaban?
Se desembarazó de aquella cuestión con brusquedad.
Había que ir por partes, tanteando con suavidad el camino que llevaba al abismo. Tenía que clasificar los conocimientos que poseía.
Primero: la Tierra llevaba poco a poco las de perder en una guerra fría con Nititia.
Segundo: los nititianos poseían la alarmante facultad de poder asumir la misma apariencia de sus enemigos.
Tercero: gracias a ello se podían infiltrar en la sociedad humana.
Cuarto: la Tierra era incapaz de atisbar por dentro a la civilización nititiana.
Por dentro... Una oleada de claustrofobia se abatió sobre Harley cuando comprendió que estos hechos cardinales no tenían ninguna relación con aquel microcosmo habitado por él. Procedían, por medios que le eran desconocidos, del exterior: esa vasta abstracción que ninguno de ellos había visto en su vida. Tenía la imagen mental de un vacío estrellado en el que los hombres y monstruos flotaban o se acometían, pero se apresuró a borrarla. Tales ideas no estaban de acuerdo con la reposada conducta de sus compañeros. ¿Pensaban ellos en el exterior, en cómo sería afuera, a pesar que nunca lo mencionasen?
Harley se paseaba inquieto por la estancia y el parquet hacía resonar la indecisión de sus pasos. Se hallaba en la sala de billares. Empujando las bolas sobre el paño con un dedo, las hizo rodar, sintiéndose todo el tiempo preso de conflictivas intenciones. Las rojas esferas se tocaron y se separaron. Así era como funcionaban las dos mitades de su mente. Eran irreconciliables: por un lado debía permanecer allí y conformarse; por otro lado, no debía permanecer allí (al no recordar un tiempo en que no hubiese estado allí, Harley sólo podía formular la segunda idea hasta aquel punto y no más). Otra cosa que le causaba dolor era el hecho que el «aquí» y el «no aquí» no pareciesen ser las dos mitades de un todo homogéneo, sino dos disonancias.
La bola de billar corrió lentamente hasta caer en un orificio. Entonces él se decidió. Aquella noche no dormiría en su habitación.

Vinieron desde distintos puntos de la casa para tomar juntos unas copas antes de acostarse. Por tácita anuencia, se aplazó la partida de cartas para otro momento. Tenían tiempo de sobra para todo.
Hablaron de las naderías que habían ocurrido durante el día, del modelo de una de las habitaciones que Calvin construía y May amueblaba, de la luz defectuosa del corredor del piso alto, que tardaba demasiado en encenderse. Se sentían intimidados. De nuevo era hora de dormir y nadie sabía que sueños vendrían a ellos. Pero dormirían. Harley sabía ¾se preguntó si los demás también lo sabían¾ que con la oscuridad que descendía cuando se metían en la cama, vendría la orden insoslayable de dormir.
Se mantenía alerta y en tensión junto a la puerta de su dormitorio, dándose perfecta cuenta de lo irregular de su conducta. Sentía dolorosos latidos en su cabeza y se llevó una mano helada a la sien. Oyó cómo los demás se iban a sus respectivas habitaciones. Pief lo llamó para darle las buenas noches; Harley le contestó. Luego reinó el silencio.
¡Había llegado el momento!
Cuando salió con nerviosismo al corredor, la luz se encendió.
Sí, aquella luz tardaba en encenderse... Parecía que lo hiciese a regañadientes. Su corazón latía tumultuosamente. Ya no podía volverse atrás. No sabía lo que iba a hacer ni lo que iba a pasar, pero ya no podía volverse atrás. Había conseguido sobreponerse al sueño. Ahora tenía que ocultarse y esperar.
No es fácil ocultarse cuando una señal luminosa lo sigue a uno por todas partes. Pero al ingresar por un pasillo que conducía a un cuarto que nadie utilizaba, abriendo apenas la puerta y agazapándose en el umbral, Harley consiguió que la luz defectuosa se apagase para que la oscuridad reinase allí.
No se sentía contento ni cómodo. Su cerebro bullía en un conflicto que él apenas entendía. Lo alarmaba pensar que había faltado a las reglas y lo asustaban las tinieblas llenas de crujidos que lo rodeaban. Pero no estuvo por mucho tiempo con el ánimo en vilo.
La luz del corredor volvió a encenderse. Jagger había salido de su dormitorio sin tomar ninguna precaución para no hacer ruido. La puerta se cerró con estrépito detrás suyo. Harley pudo atisbar su cara antes que diese media vuelta y se dirigiese a la escalera; se veía reservado pero sereno... como un hombre que sale del trabajo. Bajó la escalera con paso rápido y alegre.
Jagger debía estar durmiendo, en su cama. Se había transgredido una ley de la naturaleza.
Sin vacilar, Harley lo siguió. Había estado preparado para que algo sucediera, y algo sucedió en verdad, pero sentía escalofríos de temor. Se le ocurrió la loca idea que podría desintegrarse de miedo. De todos modos, se obligó a bajar las escaleras, pisando sin ruido la tupida alfombra.
Jagger había doblado un ángulo. Iba silbando tranquilamente. Harley lo oyó descorrer el cerrojo de una puerta. Debía de ser la del almacén... las demás puertas no tenían cerrojo. Jagger dejó de silbar.
En efecto, el almacén estaba abierto. De su interior no venía el menor ruido. Cautelosamente, Harley se asomó al interior. La pared opuesta se había abierto, girando sobre un pivote central, para revelar un pasadizo al otro lado. Durante varios minutos Harley se sintió incapaz de moverse, contemplando como hipnotizado la abertura.
Finalmente entró en el almacén, sintiendo que se ahogaba. Jagger había salido... por allí. Harley hizo otro tanto. Aquello iba hacia un lugar desconocido, a un lugar de cuya existencia él no tenía ni la más remota idea. A un lugar que no era la casa...
El pasadizo era corto y tenía dos puertas. La del otro extremo parecía la puerta de una jaula (Harley fue incapaz de reconocer que se trataba de un ascensor). A un lado había una portezuela estrecha, provista de una ventanilla.
La ventanilla era transparente. Harley miró por ella y luego retrocedió, notando que le faltaba la respiración. Sintió vértigo y se le formó un nudo en la garganta.
Afuera brillaban las estrellas.
Con un esfuerzo, consiguió dominarse y regresar al primer piso, apoyándose en la barandilla. Todos ellos habían estado viviendo bajo una terrible equivocación...
Irrumpió en la habitación de Calvin y la luz se encendió. En el aire flotaba un débil y dulce aroma y Calvin yacía tendido sobre su amplia espalda, dormido profundamente.
¾¡Calvin! ¡Despierta! ¾le gritó Harley.
El durmiente no se movió. Harley tuvo conciencia, de pronto, de su propia soledad y de la espectral presencia de la gran mansión que le rodeaba. Inclinándose sobre el lecho, zarandeó violentamente a Calvin y le dio palmadas en el rostro.
Calvin lanzó un gruñido y abrió un ojo.
¾¡Despiértate, hombre! ¾le apremió Harley¾. Aquí pasa algo terrible.
Calvin se incorporó sobre un codo. Al contagiársele el temor del otro, se despabiló completamente.
¾Jagger ha salido de la casa ¾le dijo Harley¾. La casa tiene una salida. Tenemos... que descubrir qué somos.
Su voz adquirió un timbre histérico y volvió a zarandear a Calvin:
¾Tenemos que averiguar qué pasa aquí. ¡O somos víctimas de un espantoso experimento! ¡O todos nosotros somos monstruos!
Pero mientras hablaba, ante sus propios ojos atónitos, entre sus propias manos, Calvin comenzó a arrugarse, encogerse y hacerse borroso, mientras sus ojos se juntaban y su hercúleo torso se contraía. Algo distinto... algo vivo y animado se formaba en su lugar.
Harley sólo dejó de gritar cuando, después de bajar las escaleras de cuatro en cuatro escalones, la vista de las estrellas a través de la ventanilla consiguió calmarlo. Tenía que salir afuera, fuese lo que fuese aquel afuera.
Y entonces se decidió.
Abrió la portezuela y salió al fresco aire nocturno.

Los ojos de Harley no estaban acostumbrados a juzgar las distancias. Necesitó algún tiempo para comprender que en la distancia se recortaban unas montañas sobre el cielo estrellado y que él estaba de pie sobre una plataforma erigida a tres metros y medio sobre el suelo. A cierta distancia brillaban unas luces, formando rectángulos iluminados sobre una extensión cubierta de asfalto.
Había una escalerilla de acero al borde de la plataforma. Mordiéndose los labios, Harley se aproximó a ella y descendió torpemente. El frío y el miedo lo hacían temblar con violencia. Cuando sus pies tocaron terreno sólido, echó a correr. Miró una sola vez hacia atrás y vio la casa saliendo de la plataforma como una rana inmóvil sobre una ratonera.
Entonces se detuvo de pronto, en la oscuridad casi total. El horror y la aversión lo dominaron, provocándole náuseas. Las estrellas que tildaban en lo alto y las pálidas crestas de las montañas comenzaron a girar y él apretó los puños para no desvanecerse. Aquella casa, fuese lo que fuese, representaba todo el frío de su espíritu. Harley se dijo: «Sea lo que sea lo que me han hecho, me han engañado. Alguien me ha desprovisto tan completamente de algo que ni siquiera sé lo que es. He sido engañado, burlado...».
Y sintió que se ahogaba al pensar en los años que le habían robado. Nada de pensar; el pensamiento desgastaba los nervios y corría como un ácido por el cerebro. ¡Únicamente acción! Los músculos de sus piernas se pusieron nuevamente en movimiento.
Ante él se alzaron unos edificios. Corrió hacia la luz más próxima e irrumpió en la primera puerta. Entonces se detuvo en seco, jadeando y parpadeando bajo aquella luz cegadora.
Las paredes de aquella habitación estaban recubiertas de gráficos y mapas. En el centro de la pieza había una mesa de grandes proporciones provista de pantalla televisora y altavoz. Era una habitación de aspecto oficinesco, con ceniceros abarrotados de colillas. Reinaba en ella un desaseo ordenado. Un hombre enjuto estaba sentado muy alerta ante la mesa; su boca era de finos labios.
Otros cuatro hombres estaban también en la habitación. Todos ellos iban armados y ninguno mostró sorpresa al verlo. El hombre sentado ante la mesa vestía un traje impecable; los demás iban de uniforme.
Harley se apoyó en el umbral, sollozando. No encontraba palabras.
¾Has tardado cuatro años en salir de ahí ¾le dijo el hombre enjuto.
Su voz era aguda.
¾Acércate y mira esto ¾le dijo, indicándole la pantalla que tenía delante.
Haciendo un esfuerzo, Harley obedeció; sus piernas se movían como desvencijadas muletas.
En la pantalla, claro y real, se veía el dormitorio de Calvin. La pared del fondo se abrió y por ella dos hombres uniformados se llevaron a rastras a una extraña criatura, un ser que parecía de alambre, de aspecto mecánico, que antes se llamaba Calvin.
¾Calvin era un nititiano, pues ¾observó Harley con voz ronca, consciente de una especie de sorpresa estúpida que le produjo su propia observación.
El hombre enjuto asintió con la cabeza.
¾Las infiltraciones enemigas llegaron a constituir una verdadera amenaza ¾dijo¾. En la Tierra, nada ni nadie estaba seguro. Estos seres pueden matar a un ser humano haciéndolo desaparecer y convirtiéndose en su réplica exacta. Esto complica mucho las cosas... De esta manera perdimos muchos secretos de Estado. Pero las naves nititianas están obligadas a aterrizar sobre este planeta para desembarcar a los no-hombres y recogerlos una vez finalizada su misión. Éste es su talón de Aquiles.
»Interceptamos a una de estas naves y paralizamos uno por uno a sus tripulantes después que asumieron una forma humanoide. Entonces los sometimos a una amnesia artificial y los distribuimos en pequeños grupos en diferentes lugares, para someterlos a estudio. Tienes que saber, en efecto, que estás en el Instituto del Ejército para la Investigación de los No-Hombres. Hemos aprendido muchas cosas... casi lo suficiente para combatir la amenaza. Tu grupo, por supuesto, era uno de ésos.
Harley casi chilló:
¾¿Por qué me pusieron ustedes con ellos?
El hombre enjuto hizo sonar una regla entre los dientes antes de responder.
¾En cada grupo se requiere la presencia de un observador humano, además de todos los aparatos registradores y exploradores conectados con el exterior. Pues un nititiano consume mucha energía para mantener su forma humana. Una vez que ha asumido esa forma, la mantiene por autohipnosis, y ésta sólo es anulada en momentos de prueba y de tensión interior. La cantidad de tensión soportable puede variar de un individuo a otro. Nuestro observador humano puede darse cuenta de estas tensiones. Es un trabajo muy fatigoso; siempre utilizamos dobles que actúan en días alternos...
¾Pero yo siempre he estado allí...
¾El Ser Humano de tu grupo ¾le interrumpió su interlocutor¾ era Jagger, o dos hombres que se alternaban en el papel de Jagger. Esta noche sorprendiste a uno de ellos saliendo de la casa al concluir su turno.
¾Esto no tiene pies ni cabeza ¾gritó Harley¾. ¿Trata usted de decir que yo...?
Las palabras le faltaban. Ya no podía pronunciarlas. Sintió que su forma exterior se deshacía como arena, mientras desde el otro lado de la mesa varias pistolas lo encañonaban.
El hombre enjuto apartó su mirada del repugnante espectáculo antes de proseguir:
¾Tu nivel de tensión es sorprendente. Muy notable, ciertamente. Pero todos ustedes terminan por cometer el mismo error. Como los insectos terrestres que imitan a determinados vegetales, poseen una astucia que se convierte en un arma de dos filos. No saben ser más que simples copias. Como Jagger se pasaba el día sin hacer nada, todos ustedes se limitaban a remedarlo instintivamente. No se aburrían... ni siquiera trataban de cortejar a Dapple... por cierto, una de las mujeres más bellas que he visto. Ni siquiera el modelo de astronave les produjo una reacción apreciable.
Alisándose el traje, se levantó ante el ser esquelético que se había ido a agazapar en un rincón.
¾La inhumanidad que llevan dentro siempre los delatará ¾dijo con voz tranquila¾, por muy humanos que puedan parecer exteriormente.

F I N

PLENISOL



Brian Aldiss



Las sombras de los interminables árboles se alargaron al atardecer y luego desaparecieron, mientras el sol era consumido por un gran montón de nubes en el horizonte. Balank, preocupado, tomó su rifle laser del robot y se lo colocó debajo del brazo, aunque ello significara más peso con que cargar cuesta arriba y a pesar de lo cansado que estaba.
El robot nunca se cansaba. Habían estado trepando por aquellas colinas la mayor parte del día, y Balank tenía todos los músculos doloridos de andar agachado bajo las encinas, con la máquina siempre a su lado, adaptándose a su paso.
Durante casi todo el día sus instrumentos le habían indicado que el hombre lobo estaba muy cerca. Balank permanecía alerta, sospechando de cada árbol. Sin embargo, durante la última media hora el rastro se había desvanecido. Cuando alcanzaran la cumbre de la colina descansarían... o al menos descansaría el hombre. El claro en la cumbre estaba cerca ahora. Bajo las botas de Balank la capa de hojas secas iba haciéndose más delgada.
Había pasado demasiado tiempo con su cabeza inclinada hacia la alfombra pardo-dorada; incluso sus retinas estaban cansadas. Se detuvo, respirando profundamente el aire, y miró a su alrededor. Detrás de ellos, el paisaje, a través de una campiña deshabitada, era espléndido, pero Balank apenas le dedicó una ojeada. El indicador infrarojo del robot dejó oír su aviso y la máquina señaló con una delgada varilla hacia un punto situado delante de ellos. Balank vio al hombre casi en el mismo instante que la máquina.
El desconocido estaba de pie, medio oculto detrás del tronco de un árbol, observando con aire de incertidumbre a Balank y al robot. Cuando Balank levantó una mano en un gesto de saludo, el desconocido respondió con cierta vacilación. Cuando Balank mencionó en voz alta su número de identificación, el hombre salió cautelosamente de su escondite, contestando con su propio número. El robot consultó sus archivos, emitió una señal afirmativa y Balank y él avanzaron.
Al llegar a la altura del hombre vieron que tenía una pequeña garita móvil plantada en el suelo detrás de él. El desconocido estrechó la mano de Balank y dijo que se llamaba Cyfal.
Balank era un hombre alto y delgado, con muy poco pelo y la expresión cerrada de su rostro que podía ser considerada como característica de su época. Cyfal, por su parte, era tan delgado como él pero mucho más bajo, de modo que parecía más robusto; una abundante cabellera cubría todo su cráneo y caía ligeramente sobre su cara. Algo en sus modales, o quizás la expresión de sus ojos, hablaba del raro tipo de hombre cuya existencia discurría principalmente fuera de la ciudad.
- Soy el oficial maderero de esta zona - dijo, y señaló su receptor de muñeca al tiempo que añadía -: Me informaron que podría venir usted a esta zona, Balank.
- Entonces, sabrá que ando detrás del hombre lobo.
- ¿EL hombre lobo? Hay muchos de ellos moviéndose a través de esta región, ahora que las poblaciones humanas están concentradas casi enteramente en las ciudades.
Algo en el tono de la observación sonó a crítica social en los oídos de Balank; miró al robot sin contestar.
- De todos modos, tendrá usted una noche excelente para cazarle - dijo Cyfal.
- ¿A qué se refiere?
- Hay luna llena.
Balank no contestó. Sabía mucho mejor que Cyfal, pensó, que cuando había luna llena los hombres lobo alcanzaban el máximo de su fuerza.
El robot estaba reconociendo los alrededores, haciendo girar lentamente una de sus antenas. Balank le siguió. Hombre y máquina se detuvieron juntos en el borde de un pequeño acantilado detrás de la garita móvil. El acantilado era como el rizo de espuma sobre una gigantesca ola encrespada del Pacífico, ya que aquí la gran ola de la Tierra que era esta colina alcanzaba su punto más alto. Más allá, se hundía en unos frescos valles. La ladera descendente estaba cubierta de hayas, del mismo modo que la ladera opuesta lo estaba de encinas.
- Ese es el valle del Pracha. Puede ver el río desde aquí - dijo Cyfal, que se había acercado a ellos.
- ¿Ha visto usted a alguien que pudiera ser el hombre lobo? Su verdadero nombre es Gondalug, número de identidad YB5921, de la ciudad de Zagrad.
Cyfal dijo
- Vi alguien esta mañana que seguía este camino. Eran más de uno, creo. - Algo en su tono hizo que Balank le mirase fijamente -. No hablé con ninguno de ellos, ni ellos conmigo.
- ¿Les conoce?
- He hablado con muchos hombres aquí, en los bosques silenciosos, y más tarde he sabido que eran hombres lobo. Nunca me han hecho el menor daño.
Balank dijo
- Pero, usted les teme...
Aquella medio afirmación, medio pregunta, fundió la reserva de Cyfal.
- Desde luego que les temo. No son humanos... no son verdaderos hombres. Son enemigos de los hombres, ¿no es cierto? Poseen poderes mayores que los nuestros.
- Se les puede matar. No tienen máquinas, como nosotros. No son una grave amenaza.
- ¡Habla usted como un hombre de la ciudad! ¿Cuánto hace que anda detrás de ese hombre lobo?
- Ocho días. Le he tenido al alcance de mi laser, pero desapareció. Es un hombre gris, muy peludo, de facciones muy afiladas.
- ¿Quiere quedarse a cenar conmigo? Por favor. Necesito alguien con quien hablar.
Para cenar, Cyfal comió parte de un animal salvaje muerto al que había guisado. Balank, desagradablemente impresionado, comió sus propias raciones que transportaba el robot. En este y en otros sentidos, Cyfal era un anacronismo. Hacía millones de años que apenas se gastaba madera en las ciudades, y la principal tarea de los oficiales madereros consistía en fijar unas señales a los árboles viejos que habían caído peligrosamente, a fin de que las máquinas pudieran volar más tarde por encima de ellos y extraerlos como dientes careados de las mandíbulas del bosque. El puesto de oficial maderero era asignado de un modo creciente a las máquinas, a medida que escaseaban los hombres dispuestos a encargarse de aquella solitaria y peligrosa tarea lejos de las ciudades.
A lo largo de siglos de historia conocida, el género humano había creado máquinas que convirtieron sus ciudades en lugares de deleite. Las antiguas junglas de piedra de la breve adolescencia del hombre estaban tan profundamente enterradas en el olvido como las junglas de carbón del período Carbonífero.
El hombre y las máquinas habían descubierto el modo de crear vida. Se producían nuevos alimentos, que no eran carne ni verduras, y la antigua rueda del pasado estaba rota para siempre, ya que ahora el lazo entre el hombre y la tierra estaba cortado: la agricultura, la tarea de Adán, estaba tan muerta como los buques a vapor.
Las actitudes mentales estaban moldeadas por el cambio físico. A medida que las ciudades fueron capaces de mantenerse a sí mismas, la raza humana descubrió que sólo necesitaba ciudades y los recursos de las ciudades. Las comunicaciones entre ciudad y ciudad eran tan buenas que el viaje físico ya no resultaba necesario; una ciudad estaba separada de otra ciudad por extensiones de vegetación que las aislaban mutuamente como un planeta está aislado de otro planeta. Muy pocos de los habitantes de las ciudades pensaban siquiera en el exterior; los que iban físicamente al exterior tenían algún elemento de anormalidad en ellos.
- Los hombres lobo crecen en las ciudades como nosotros - dijo Balank -. Sólo en la adolescencia huyen de ellas para refugiarse en lugares agrestes. Supongo que sabe usted eso.
La luz que brillaba por encima de la cabeza de Cyfal parpadeaba de un modo irritante.
- No hablemos de hombres lobo después de la puesta del sol - dijo Cyfal.
- Las máquinas darán cuenta de ellos a su debido tiempo.
- No esté tan seguro de eso. Tienen más dificultades que un hombre para detectar a un hombre lobo.
- Supongo que se da usted cuenta de que eso es crítica social, Cyfal...
Cyfal se encogió de hombros y con la mayor descortesía conectó su receptor de muñeca. Al cabo de unos instantes, Balank hizo lo mismo. El operador se presentó inmediatamente, y Balank pidió que le conectara con el satélite que emitía las noticias.
Quería saber algo nuevo sobre el proyecto de exploración en curso, pero en los archivos no había ninguna novedad. Le comunicaron que volviera a conectar dentro de una hora. Al mirar a Cyfal, vio que éste contemplaba un programa musical; desde el lugar en que se encontraba, las figuras que danzaban en la diminuta pantalla aparecían completamente distorsionadas. Balank se puso en pie y se dirigió a la puerta de la garita.
El robot estaba fuera, siempre alerta. Una claridad fantasmagórica iluminaba el claro. Balank quedó sorprendido al darse cuenta de la rapidez con que había anochecido.
Súbitamente, tuvo conciencia de sí mismo como de un ente, vivo, con un período limitado de vida, la mayor parte del cual había discurrido ya. La introspección era algo tan desusado en él, que se asustó. Se dijo a sí mismo que había pasado demasiado tiempo persiguiendo al hombre lobo y lejos de la ciudad: la soledad empezaba a ejercer sobre él un efecto morboso.
Mientras estaba allí oyó que se acercaba Cyfal. El hombre dijo:
- Lamento haberme mostrado tan descortés cuando lo cierto es que me alegré sinceramente de verle a usted. Lo que pasa es que no estoy acostumbrado al modo de pensar de la gente de la ciudad. Le ruego que me disculpe... Temo que pueda usted pensar, incluso, que soy un hombre lobo.
- ¡Eso es absurdo! Le tomamos a usted una muestra de sangre en cuanto estuvo a la distancia conveniente - explicó.
Sin embargo, se dio cuenta de que Cyfal le tenía intranquilo. Acercándose al robot, cogió su rifle láser y lo deslizó debajo de su brazo.
- Por si acaso - dijo.
- Desde luego. ¿Cree que se encuentra por estos alrededores? Me refiero a Gondalug, el hombre lobo. ¿Tal vez siguiéndole a usted en lugar de que le siga usted a él?
- Como usted ha dicho, hay luna llena. Además, Gondalug no ha comido en varios días. Cuando el gene licantrópico se pone de manifiesto, los hombres lobos no comen alimentos sintéticos.
- ¿Es ese el motivo de que ocasionalmente devoren seres humanos? - Cyfal permaneció silencioso unos instantes y luego añadió -: Pero ellos forman parte de la raza humana... es decir, si se les considera como hombres que se convierten en lobos, y no en lobos que se convierten en hombres. Me refiero a que están más emparentados con nosotros que los animales o las máquinas.
- ¡Que las máquinas, no! - exclamó Balank, con voz alterada -. ¿Cómo podríamos sobrevivir sin las máquinas?
Ignorando aquello, Cyfal dijo
- En mi opinión, los humanos se están convirtiendo en máquinas. Por mi parte, preferiría convertirme en un hombre lobo.
En alguna parte entre los árboles resonó un grito de dolor, que se repitió.
- Es una lechuza - dijo Cyfal.
El sonido pareció retrotraerle al presente y rogó a Balank que entrara en la garita y cerrara la puerta. Sacó un poco de vino, que los dos hombres calentaron, salaron y bebieron juntos.
- Mi reloj es el sol - dijo Cyfal, cuando hubieron charlado un poco -. Me acostaré pronto. ¿Duerme usted también?
- Yo no duermo: descanso despierto.
- A mí no me han hecho la operación. ¿Piensa usted marcharse? ¿Piensa dejarme solo aquí, la noche de la luna llena? - inquirió Cyfal agarrando a Balank por la manga y soltándole luego rápidamente.
- Si Gondalug se encuentra por estos alrededores, quiero matarle esta noche. He de regresar a la ciudad. - Pero vio que Cyfal estaba asustado y se compadeció de él -. Aunque en realidad podría tomarme una hora de descanso: no me he tomado ninguna desde hace tres días.
- ¿Se la tomará usted aquí?
- Desde luego. Vaya a acostarse. Aunque, está usted armado, ¿no?
- A veces, el estar armado no sirve para nada.
Mientras Cyfal preparaba su camastro, Balank conectó de nuevo su receptor de muñeca. En aquel preciso instante se iniciaba el noticiario. Balank volvió a sumergirse en un remoto y terrible futuro.
Las máquinas habían conseguido avanzar ocho millones de años en su exploración del tiempo, pero una desviación en los quanta del espectro electromagnético había interrumpido su avance. El motivo de esto no había sido descubierto y residía en la cambiante naturaleza del sol, el cual influenciaba fuertemente la estructura del tiempo de su propio diminuto rincón de la galaxia.
Balank sentía curiosidad por saber si las máquinas habían resuelto el problema. Al parecer no era así, ya que la principal noticia del día era que la Plataforma Uno había decidido que las operaciones debían limitarse ahora al espacio de tiempo que había quedado abierto. Plataforma Uno era el nombre de la máquina situada a muchos centenares de siglos adelante en el tiempo, que por primera vez había traspasado la barrera del tiempo y establecido contacto con todas las civilizaciones gobernadas por máquinas posteriores a su propia época.
Era una lástima que únicamente los sentidos electrónicos de las máquinas pudieran avanzar en el tiempo... A Balank le hubiera gustado mucho visitar una de las gigantescas ciudades del remoto futuro.
La compensación era que los exploradores enviaban a su propia época imágenes de aquel mundo. Aquellos paisajes del futuro causaban una profunda impresión a Balank; e incluso mientras seguía el rastro del hombre lobo, una tarea que absorbía casi todas sus facultades, no dejaba de conectar su receptor de muñeca, en busca de todas las imágenes posibles de aquella inaccesible y terrorífica realidad que yacía a mucha distancia en el mismo stratum del tiempo que contenía su propio mundo.
Súbitamente, Balank oyó un ruido en el exterior de la garita y se puso rápidamente en pie. Empuñando el rifle, abrió la puerta y asomó la cabeza, con la mano izquierda apoyada en el marco de la puerta y su receptor de muñeca funcionando aún.
El robot montaba guardia en el exterior, sus sentidos funcionando ininterrumpidamente. Un par de hojas se desprendieron de los árboles; el silencio, aquí, no era nunca absoluto, como podía serlo en las ciudades por la noche; aquí siempre había algo vivo o moribundo. Mientras su mirada trataba de taladrar la oscuridad - aunque el robot, e incluso el hombre lobo, según decían, veían mucho más claramente que él en esta situación -, su visión quedó oscurecida por la representación del futuro que centelleaba débilmente en su muñeca. Dos fases del mismo mundo estaban yuxtapuestas, una de ellas prometiendo un entorno donde serían necesarios otros sentidos para sobrevivir.
Satisfecho, aunque todavía cauteloso, Balank cerró la puerta y volvió a sentarse y a estudiar la transmisión. Cuando ésta terminó, Balank pidió una repetición. Al darse cuenta de lo absorto que estaba, Cyfal conectó el mismo programa desde su camastro.
Encima de los desiertos de hielo de la Tierra brillaba un sol azul, demasiado pequeño para mostrar un disco, y desde aquella astilla de luz llegaban todos los cambios terrestres. Su luz era tan brillante como la luz de la luna llena. Todas las antiguas especies primitivas de flora se habían desvanecido hacía mucho tiempo. Los árboles, que por espacio de tantas épocas habían sido una de las formas soberanas de la Tierra, habían desaparecido. Los animales habían desaparecido. Los pájaros se habían desvanecido de los cielos. En los océanos, muy pocas formas de vida prolongaban su existencia.
Nuevas fuerzas habían heredado esta Tierra futura. Era la época de las mayestáticas auroras, de las noches del cero casi absoluto, de las ventiscas que duraban años.
Pero existían aún las ciudades, con sus luces ardiendo con más brillantez que un sol cada vez más frío; y existían las máquinas.
Las máquinas de aquella era remota eran objetos monstruosos y complicados, lentos y acorazados, muy semejantes a los dinosaurios que habían llenado una hora del amanecer de la Tierra. Vagaban por el yermo paisaje en sus ineludibles correrías. Trepaban al espacio, construyendo allí monstruosos brazos unidos por membranas que se extendían lejos de la órbita de la Tierra para recoger energía y el envolver al pobre sol en una amplia red de fuerza magnética.
En el curso natural de su evolución, el sol había alcanzado su fase blanca y enana. Su fase como estrella amarilla, cuando tenía que mantener vida vertebrada, fue muy breve. Ahora avanzaba hacia el período principal de su vida para convertirse en una estrella roja, enana.
Entonces alcanzaría la madurez y arrojaría sobre su tercer planeta la luz de una perpetua luna llena.
El documental presentando esta imagen del futuro incluía un comentario que consistía principalmente en la descripción de las dificultades técnicas con que se enfrentaban la Plataforma Uno y las otras máquinas en aquella época. Era algo demasiado complicado para que Balank pudiera comprenderlo. Levantó la mirada de su receptor y vio que Cyfal se había quedado dormido en su camastro.
Balank contempló al oficial maderero con aire pensativo. La crítica de las máquinas que se había permitido hacer le preocupaba. Naturalmente, la gente siempre estaba criticando a las máquinas, pero, después de todo, la raza humana dependía de ellas cada vez más, y la mayor parte de las críticas eran superficiales. Cyfal parecía dudar del papel absoluto de las máquinas.
Resultaba sumamente difícil decidir cuánto había de verdad en cualquier cosa. En los hombres lobo, por ejemplo. Eran y habían sido siempre enemigos del hombre, y por eso probablemente las máquinas les daban caza de un modo tan implacable: en beneficio del hombre. Pero, por lo que había aprendido en la escuela de patrullas, aquellos seres iban en aumento. ¿Poseían realmente poderes mágicos? Poderes que no estaban al alcance del hombre, que les permitían sobrevivir y medrar como el hombre no podía hacerlo, ni siquiera apoyado por todas las fuerzas de las ciudades. El Hermano Oscuro: así llamaban al hombre lobo, debido a que era como el aspecto nocturno del hombre. Pero no era un hombre. Aunque nadie podía decir exactamente en que se diferenciaba del hombre, aparte de que podía sobrevivir en condiciones mortales para el hombre.
Con el ceño fruncido, Balank volvió a acercarse a la puerta y se asomó al exterior. La luna estaba trepando por el cielo, proyectando una pálida luz sobre los árboles del claro y sobre el robot. Balank recordó aquel lejano día en que el sol no brillaría ya cálidamente.
El robot estaba conectado para una transmisión, y Balank se preguntó con quién estaría en contacto. Con el Cuartel General, posiblemente, recibiendo órdenes o enviando su informe.
- Me estoy tomando una hora de descanso - dijo Balank -. ¿Alguna novedad?
- Ninguna. Puedes descansar. Yo montaré guardia - dijo el circuito parlante del robot.
Balank volvió a entrar en la garita, se sentó y apoyó la cabeza en sus brazos doblados sobre la mesa. Una hora de descanso le dejaría como nuevo para las próximas setenta y dos horas. Quedó sumido en una semiinconsciencia. Al despertar, una hora más tarde, experimentó la desagradable sensación de que en su cerebro reinaba una especie de confusión.
Antes de que hubiera levantado la cabeza llegó el pensamiento: Nunca vemos ningún ser humano en el remoto futuro.
Se irguió en su asiento. Desde luego, no había sido más que una omisión casual en un breve programa. Los humanos no eran tan importantes como las máquinas, y esto tendría aún más validez en el lejano futuro. Pero ninguno de los documentales había presentado a seres humanos, ni siquiera en las inmensas ciudades. Esto era absurdo: allí habría montones de seres humanos. Las máquinas habían prometido, en la época de la histórica Emancipación, que siempre protegerían a la raza humana.
Bueno, se dijo Balank a sí mismo, estaba diciendo tonterías. Los subversivos comentarios que Cyfal se había permitido hacer habían trastornado sus ideas. Instintivamente, se volvió a mirar al oficial maderero.
Cyfal estaba muerto en su camastro. Su cabeza colgaba fuera de la colchoneta, con la garganta desgarrada. La sangre manaba aún lentamente de la herida, deslizándose hasta el hombro y goteando de allí al suelo.
Obligándose a sí mismo a hacerlo, Balank se inclinó sobre él. Una de las manos de Cyfal aferraba un trozo de piel gris.
¡El hombro lobo les había visitado! Balank se llevó una mano a la garganta, aterrorizado. Era evidente que se había despertado a tiempo para salvar su propia vida, y el hombre lobo había huido.
Permaneció largo rato contemplando con una expresión de piedad y de horror al hombre muerto, antes de tomar el trozo de piel de su mano. Lo examinó con disgusto. Era más suave de lo que había imaginado que podía ser la piel de un lobo. Le dio vuelta en la palma de su mano.
Había una letra impresa en la parte de la piel que no estaba cubierta de pelo.
Era apenas visible, pero Balank la reconoció como una S. No, tenía que ser un arañazo, una mancha, cualquier cosa menos una letra impresa. Esto significaría que la piel era sintética, y que había sido dejada como una evidencia para confundir a Balank...
Corrió hacia la puerta, empuñando el laser mientras salía, y se asomó al exterior. La luna estaba ahora muy alta en el cielo. Vio al robot avanzando a través del claro hacia él.
- ¿Dónde has estado? - inquirió.
- Patrullando. He oído algo entre los árboles y me ha parecido ver un gran lobo gris, pero no he podido destruirlo. ¿Por qué estás asustado? Estoy registrando un exceso de adrenalina en tus venas.
- Ven y echa una mirada. Alguien ha asesinado al oficial maderero.
Se hizo a un lado mientras el robot entraba en la garita y extendía un par de varillas sobre el cadáver que yacía en el camastro. Mientras el robot efectuaba aquella operación, Balank se guardó el trozo de piel en un bolsillo.
- Cyfal está muerto. Le han destrozado la garganta. Ha sido obra de un animal de gran tamaño. Balank, si has descansado, debemos reanudar ahora mismo la persecución del hombre lobo Gondelug, número de identidad YB5921. Él ha cometido este crimen.
Salieron al exterior. Balank estaba temblando. Dijo:
- Tendríamos que enterrar a ese pobre hombre.
- Si es necesario, podemos regresar cuando sea de día.
Resultaba imposible discutir con las máquinas. El robot había echado a andar, y Balank se vio obligado a seguirle.
Descendieron la ladera de la colina en dirección al río Pracha. La dificultad del descenso no tardó en borrarlo todo de la mente de Balank. Habían seguido a Gondalug hasta allí, y no parecía probable que el hombre lobo pudiese ir mucho más lejos. Más allá del valle se extendían unas mesetas completamente desprovistas de vegetación, en las cuales no habría modo de ocultarse. Gondalug tenía que encontrarse muy cerca, y no podían tardar en descubrirlo, gracias a sus instrumentos, y destruirlo. Con un poco de suerte, les conduciría a cavernas en las cuales encontrarían y exterminarían a otros hombres y mujeres, y tal vez niños, que eran portadores del mortífero gene licantrópico y se negaban a vivir en las ciudades.
Tardaron dos horas en llegar a la parte inferior del valle. De la ladera de la colina se habían desprendido unas rocas enormes que habían ido a caer sobre el lecho del río, creando un paisaje ideal para ocultarse.
- Tengo que descansar un momento - jadeó Balank.
El robot se detuvo inmediatamente. Permanecieron allí, rodeados por el rumor del pequeño río. De pronto, la máquina preguntó
- ¿Por qué has ocultado el trozo de piel de lobo que encontraste en la mano del oficial maderero?
Balank echó a correr, y dio un salto para buscar refugio detrás de la roca más próxima. Mientras caía en el fango, vio el rayo mortífero que pasaba por encima de su cabeza. Corrió de nuevo, en busca de un refugio más seguro al otro lado del río.
Desde la otra orilla, el robot le gritó
- ¡Balank! ¡Te has vuelto loco!
Sabiéndose casi a salvo, Balank replicó
- ¡Regresa a la ciudad, robot! ¡No podrás alcanzarme!
- ¿Por qué has ocultado el trozo de piel que tenía en la mano el oficial maderero?
- ¿Cómo puedes saber que la piel estaba allí? La pusiste tú. Tú mataste a Cyfal, porque sabía cosas acerca de las máquinas que yo ignoraba, ¿no es cierto? Querías que yo creyera que le había matado el hombre lobo, ¿verdad? Las máquinas están matando poco a poco a los hombres, ¿no? Los hombres lobo no existen...
- Estás en un error, Balank. Los hombres lobo existen. Han sobrevivido porque el hombre nunca ha creído realmente que existieran. Pero nosotras creemos que existen, y para nosotros representan una amenaza mucho mayor que la raza humana. De modo que renuncia a tu locura y vuelve aquí. Continuaremos buscando a Gondalug.
Balank no contestó. Se agachó y escuchó a la máquina gruñendo en la otra orilla del río.
Agachado sobre una roca por encima de la cabeza de Balank había un hombre vigoroso de cráneo aplastado. Contemplaba la escena que se desarrollaba debajo de él sin que se alterase un solo músculo de su rostro grisáceo y serio.
La máquina tomó una decisión. Al no obtener respuesta del hombre, se acercó al borde de la roca que Balank había saltado al iniciar su huida. Por un instante pensó en la posibilidad de transmitir un mensaje pidiendo ayuda, pero la ciudad más próxima, Zagrad, se encontraba a una distancia considerable. Entonces empezó a buscar el lugar más favorable para cruzar el río.
Desde su escondrijo, Balank no perdía de vista al robot. Se dio cuenta de sus intenciones, y comprendió que si permitía que la máquina pasara al otro lado estaba irremisiblemente perdido. Y comprendió también que las dificultades con que tropezaría el robot para franquear las rocas le ofrecían la posibilidad - tal vez la única - de destruirlo. Cogió una piedra de gran tamaño. Cuando el robot estuviera en precario equilibrio sobre una roca se precipitaría contra él, sin darle tiempo a reaccionar, y le golpearía con la piedra haciéndole caer al río.
La máquina era rápida y lista. Balank sólo podría disponer de una fracción de segundo para actuar. Llenó sus pulmones de aire, empuñó fuertemente la piedra, apretó los dientes, y...
Gondalug contemplaba la escena sin que se alterase un solo músculo de su rostro grisáceo. Como si no le afectara en absoluto. Vio lo que había en la mente del hombre, supo que esperaba la fracción de segundo precisa para entrar en acción...
Su propia raza, la del Hermano Oscuro del hombre, actuaba de un modo distinto. Miraba mucho más adelante, como siempre había hecho, de un modo inimaginable para el Homo sapiens. Para Gondalug, el desenlace de aquella pequeña lucha particular no tenía importancia. Sabía que su raza había ganado ya su batalla contra el género humano. Sabía que aún tenía que entablar su verdadera batalla contra las máquinas.
Pero aquel momento llegaría. Y entonces derrotarían a las máquinas. En los largos días en que el sol brillaría siempre sobre la bendita Tierra como una luna llena... en aquellos días, su raza vería terminada su espera y entraría en su propio reino salvaje.


FIN

EL ARBOL DE SALIVA - Brian W. Aldiss



EL ARBOL DE SALIVA
Brian W. Aldiss

No hay palabras ni lenguaje,
pero las voces se oven entre ellos.
Salmo XIX


La cuarta dimensión me preocupa mucho—dijo el joven rubio, con un tono apropiado de seriedad.
—Ajá —dijo su amigo mirando el cielo nocturno.
—Me parece que hay muchas pruebas en estos días. ¿No crees que se la ve de algún modo en los dibujos de Aubrey Beardsley?
—Ajá—dijo su compañero.
Los dos jóvenes están de pie en una loma baja, al este de la somnolienta ciudad inglesa de Cottersall, mirando las estrellas, y a veces se estremecen a causa del helado mes de febrero. No tienen mucho más de veinte años. El que se preocupa de la cuarta dimensión se llama Bruce Fox. Es alto y rubio y trabaja como oficial segundo de una firma de abogados de Norwich: Prendergast y Tout. El otro, que hasta ahora sólo ha emitido un ajá o dos aunque es en verdad el héroe de este relato, se llama Gregory Rolles. Es alto y moreno, de ojos grises, bien parecido e inteligente. Rolles y Fox se han prometido a s; mismos pensar con amplitud, distinguiéndose (por lo menos así lo creen ellos) del resto de los ocupantes de Cottersall en estos últimos días del siglo diecinueve .
—¡Ah; cae otro!—exclamó Gregory, apartándose al fin del dominio de las interjecciones.
Señaló con un dedo enguantado la constelación del Auriga. Un meteoro cruzó el cielo como un copo desprendido de la Vía Láctea y murió en el aire.
—¡Hermoso!—dijeron los dos jóvenes, juntos.
—Es curioso —dijo Fox Prolongando su discurso con unas palabras que los dos usaban muy a menudo—, las estrellas y las mentes de los hombres han estado siempre muy unidas, aún en los siglos de ignorancia antes de Charles Darwin. Siempre parecieron desempeñar un papel oscuro en los asuntos humanos. A mi me ayudan a pensar con amplitud, ¿a ti no, Greg?
—¿Sabes lo que pienso? Pienso que algunas de esas estrellas pueden estar habitadas. Por gente, quiero decir —respiró pesadamente, abrumado por sus propias palabras—gente... quizá mejor que nosotros, maravillosa, que vive en una sociedad justa.
—Ya sé, ¡socialistas! —exclamó Fox. En este punto no compartía el pensamiento avanzado de su amigo. Había escuchado en la oficina al señor Tollt, quien sabía muy bien cómo estos socialistas, de los que tanto se oía ahora, estaban destruyendo las bases de la sociedad. ¡Estrellas pobladas por socialistas!
—¡Mejor que estrellas pobladas por cristianos! Bueno, si hubiese cristianos en las estrellas ya hubiesen enviado misioneros aquí a predicar el evangelio.
—Me pregunto si alguna vez habrá viajes planetarios como dicen Nunsowe Greene y Monsieur Jules Verne... —empezó a decir Fox, pero la aparición de un nuevo meteoro lo interrumpió en la mitad de la frase.
Como el anterior este meteoro parecía venir aproximadamente de la constelación del Auriga. Viajaba lentamente, era de color rojo, y crecía acercándose. Los dos jóvenes gritaron a la vez y tomaron al otro por el brazo. La magnífica luz ardía en el cielo y ahora un aura roja parecía envolver un núcleo anaranjado más brillante. Pasó por encima de la loma (más tarde discutieron si no habían oído un leve zumbido) y desapareció detrás de un monte de sauces, iluminando un momento los campos.
Gregory fue el primero en hablar.
—Brure, Bruce, ¿viste eso? ¡no era un meteoro!
—¡Tan grande! ¿Qué será?
— ¡Quizá un visitante de los cielos!
—Eh, Greg, tiene que haber caído cerca de la granja de tus amigos, los Grendon, ¿no te parece?
—¡Tienes razón! Mañana le haré una visita al viejo señor Grendon y veré si él o su familia saben algo.
Siguieron hablando, excitados, golpeando el suelo con los pies y ejercitando los pulmones. Era la conversación de dos jóvenes optimistas e incluía mucha especulación que comenzaba con frases como "No sería maravilloso que..." o "Supongamos que..." Al fin se echaron a reír, burlándose de todas aquellas ideas absurdas.
—¿Verás a toda la familia Grendon mañana? —dijo Fox tímidamente.
Parece probable, si esa nave planetaria roja no se los ha llevado ya a un mundo mejor.
—Seamos sinceros, Greg. Tú vas a ver realmente a la bonita Nancy Grendon, ¿no es cierto?
Gregory palmeó risueñamente a su amigo.
—No estés celoso, Bruce. No hay motivo. Voy a ver al padre, no a la hija. Nancy es mujer, pero el viejo es progresista, y eso me interesa más por ahora. Nancy es hermosa, en verdad, pero el padre ... ah, ¡el padre es eléctrico!
Riendo, se estrecharon alegremente las manos.
En la granja de los Grendon las cosas estaban bastante menos tranquilas, como Gregory descubriría pronto.
Gregory Rolles se despertó antes de las siete, como era su costumbre. Estaba encendiendo el pico del gas y deseando que el señor Fenn (el panadero dueño de la casa) instalase pronto luz eléctrica cuando unas rápidas asociaciones de ideas lo llevaron a pensar otra vez en el portentoso fenómeno de la noche anterior. Se entretuvo un momento en imaginar las posibilidades que abría el "meteoro" y decidió ir a ver al señor Grendon antes de una hora.
Tenia la suerte de poder decidir a sus años cómo y dónde pasaría el día, pues su padre era una persona adinerada. Eddward Rolles había tenido la fortuna de conocer a Escoffier, en los años de la guerra de Crimea, y con la ayuda del notable chef había lanzado al mercado una levadura, "Eugenol" de gusto más agradable que los productos rivales, y de efectos menos deletéreos, que había obtenido un considerable éxito comercial. Como resultado, Gregory estudiaba en una de las universidades de Cambridge.
Se había graduado ya y ahora tenía que elegir una carrera. ¿Pero qué carrera? Había adquirido —no tanto en clase como en sus charlas con otros estudiantes—cierta comprensión de las ciencias; había escrito algunos ensayos bien recibidos, y había publicado algunos poemas. Se inclinaba por lo tanto hacia las letras, y la inquieta impresión de que en la vida había mucha miseria, fuera de las clases privilegiadas, lo habían llevado a pensar seriamente en una carrera política. Tenía también conocimientos firmes de teología, pero (y de esto por lo menos estaba seguro) no se sentía atraído por el sacerdocio.
Mientras decidía su futuro, había venido a vivir, aquí, lejos de la familia, pues nunca se había entendido bien con su padre. Esperaba que la vida campesina de la Anglia Occidental le inspirara un volumen titulado provisionalmente Paseos con un naturalista socialista donde expresaría simultáneamente todas sus ambiciones. Nancy Grendon, que manejaba bien el lápiz, podría dibujarle un emblemita para la página del titulo... Quizá hasta pudiera dedicarle el volumen a un autor amigo, el señor Herbert George Wells...
Se vistió con ropa de abrigo, pues la mañana era fría y nublada, y bajó a los establos del panadero. Ensilló la yegua, Daisy, montó y tomó el camino que el animal conocía bien.
El terreno se elevaba ligeramente alrededor de la granja, y la zona de la casa era como una islita entre pantanos y arroyos que hoy devolvían al cielo unos tonos grises y apagados. A la entrada del puentecito la puerta estaba entornada como siempre. Daisy se abrió paso entre el barro hacia los establos y Gregory la dejó allí, entretenida con la avena. La perra Cuff y el cachorro ladraron ruidosamente alrededor de los talones de Gregory, como de costumbre, y el joven caminó hacia la casa palmeándoles las cabezas.
Nancy apareció corriendo antes que Gregory llegara a la puerta de la casa.
—Hubo mucho alboroto aquí; anoche, Gregory dijo la muchacha, y Gregory notó complacido que ella se había decidido al fin a llamarlo por el nombre . ¡Una cosa brillante! Yo ya me acostaba cuando se oyó el ruido y vino luego la luz. Corrí a la ventana a mirar y vi esa cosa grande parecida a un huevo que se hundía en el estanque.
La voz de Nancy, particularmente cuando estaba excitada, tenía el tono cantarín de las gentes de Norfolk.
—¡El meteoro! —exclamó Gregory—. Bruce Fox y yo mirábamos los hermosos aurigas que llegan siempre en febrero, y de pronto vimos uno muy grande que le pareció que había caído por aquí cerca.
—Bueno, casi aterriza sobre la casa —dijo Nancy.
Estaba muy bonita esta mañana, con los labios rojos, las mejillas brillantes, y los rizos castaños todos alborotados. En ese momento apareció la madre con delantal y gorra y echándose rápidamente un mantón sobre los hombros.
— ¡Nancy, entra, no te quedes ahí helándote de ese modo! Qué cabeza loca eres, muchacha. Hola, Gregory, ¿cómo marchan las cosas? No pensé que lo veríamos hoy. Entre y caliéntese.
—Buenos días, señora Grendon. Nancy me está contando de ese meteoro magnífico de anoche.
—Fue una estrella errante, según dijo Bert Neckland. Yo no sé, pero sí le aseguro que asustó a los animales.
— ¿Se puede ver algo en el estanque?
Déjame que te muestre—dijo Nancy.
La señora Grendon entró en la casa. Caminaba lenta y pausadamente, muy tiesa, y con una nueva carga. Nancy era su única hija. Había un hijo menor, Archie, un muchacho terco que había peleado con su padre y ahora era aprendiz de herrero en Norwich. La señora Grendon había tenido otros tres hijos, que no sobrevivieron a esa sucesión alternada de nieblas y vientos ásperos del este que eran los inviernos típicos de Cottersall. Pero ahora la mujer del granjero estaba grávida de nuevo, y le daría a su marido otro hijo cuando llegara la primavera.
Mientras se acercaba al estanque con Nancy, Gregory vio a Grendon que trabajaba con sus dos hombres en los campos del oeste. Ninguno alzó la mano para saludarlo.
—¿No se excitó tu padre con ese fenómeno de anoche?
—Sí ¡pero sólo en ese momento! Salió con la escopeta y Bert Neckland fue con él. Pero no había nada más que unas burbujas en el estanque y vapor encima, y esta mañana papá no quiso hablar de eso, y dijo que el trabajo no podía interrumpirse.
Se detuvieron junto al estanque, una oscura extensión de agua con juncos en la otra orilla y más allá el campo abierto. Miraron la superficie ondulada y luego Nancy señaló el molino negro y alto que se alzaba a la izquierda.
Las maderas del costado del molino y el aspa blanca más alta estaban salpicadas de barro. Gregory miró todo con interés. Pero Nancy seguía su propia línea de pensamientos.
—¿No te parece que papá trabaja demasiado, Gregory? Cuando no está afuera ocupado en las cosas del campo se pasa las horas leyendo sus panfletos y sus libros de electricidad. Descansa sólo cuando duerme.
—Ajá. No sé qué cayó aquí, pero salpicó bastante. No se ve nada ahora, bajo la superficie, ¿no es cierto?
—Como eres amigo de él, mamá pensó que podrías decirle algo. Se acuesta tan tarde, a veces cerca de medianoche, y luego se levanta a las tres y media de la mañana. ¿No le hablarías? Mamá nunca le dirá nada.
—Nancy, necesitamos saber qué cayó en el estanque sea lo que sea. No puede haberse disuelto. ¿Es muy profunda el agua?
—Oh, no estás escuchando, ¡Gregory Rolles! ¡Condenado meteoro!
—Esto es un problema de interés científico, Nancy. No te das cuenta...
—Oh, problema científico, ¿eh? Entonces no quiero oír mas. Me estoy helando. Quédate tú mirando si quieres. pero yo me voy adentro. Fue sólo una piedra que cayó del cielo, eso dijeron papá y Bert Neckland anoche.
Nancy se alejó rápidamente.
—¡Cómo si el gordo Bert Neckland supiese algo de estas cosas! —le gritó Gregory.
Miró las aguas oscuras. Eso que había llegado la noche anterior estaba todavía allí al alcance de la mano. Tenía que descubrir los restos. Se le presentaron de pronto unas vívidas imágenes: su nombre en titulares en The Morning Post, la Sociedad Real que lo nombraba miembro honorario, su padre que lo abrazaba y le pedía que regresara al hogar.
Caminó pensativamente hacia el granero. Entró y las gallinas corrieron cloqueando de un lado a otro. Alzó la cabeza, esperando a que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad. Recordaba haber visto allí un botecito de remos. Quizá cuando cortejaba a su futura mujer el viejo Grendon la había llevado a pasear por el lago Oats. El bote debía de estar ahí desde hacía años. Lo arrastró fuera del granero hasta la orilla. Las maderas estaban secas, y el bote hacía agua, pero no demasiado. Sentándose con cuidado entre la paja y la suciedad, Gregory empezó a remar.
Cuando estaba ya casi en el centro del estanque, dejó los remos y miró por encima de la borda. El agua estaba turbia, y no se veía nada, aunque Gregory imaginaba mucho.
Mientras Gregory miraba por un lado, el bote, inesperadamente, se inclinó hacia el otro. Gregory giró en redondo. Ahora la borda izquierda tocaba casi el agua y los remos rodaron dentro del bote. Gregory no alcanzaba a ver nada pero... oía algo. Un sonido que se parecía al jadeo de un perro. Y la cosa que jadeaba as; estaba a punto de volcar el bote.
—¿Qué es eso?—dijo Gregory sintiendo un frío que le subía por la espalda.
El bote se bamboleó, como si algo invisible quisiera trepar a bordo. Aterrorizado, Gregory tomó un remo, y sin pensar un momento lo dejó caer de ese lado del bote.
El remo golpeó algo sólido donde sólo había aire.
Dejando caer el remo, sorprendido, Gregory extendió la mano. Tocó una materia blanda. Al mismo tiempo algo le golpeó con fuerza el brazo.
Desde ese momento, Gregory actuó guiado sólo por el instinto La razón no cabía allí. Recogió otra vez el remo, y lo descargó en el aire, y dio contra algo. Siguió un chapoteo y el bote se enderezó tan bruscamente que Gregory casi se cae al agua. El bote se balanceaba aún cuando Gregory se puso a remar frenéticamente hacia la costa. Arrastró la embarcación fuera del agua y corrió hacia la casa.
Sólo se detuvo cuando llegó a la puerta. Se sentía más sereno ahora, y el corazón ya no le saltaba aterrorizado en el lecho. Se quedó mirando la madera agrietada del porche, tratando de reflexionar en lo que había visto y en lo que había ocurrido. ¿Pero qué había ocurrido?
Haciendo un esfuerzo, regresó al estanque y se detuvo junto al bote mirando la superficie oscura del agua. Nada se movía, excepto unas ondas pequeñas en la superficie. Miró el bote. Había bastante agua en el fondo. Todo lo que ocurrió, se dijo, fue que el bote casi se me da vuelta, y me dejé dominar por un miedo idiota. Meneando la cabeza, arrastró la embarcación hasta el granero.
Gregory, como era su costumbre, se quedó a almorzar en la granja, pero no vio al señor Grendon hasta la hora de ordeñar.
Ioseph Grendon estaba acercándose a la cincuentena y era unos pocos años mayor que su mujer. Tenia una cara delgada y solemne y una barba espesa que lo hacía parecer más viejo. Tenía un aspecto de hombre grave, en verdad, pero saludó a Gregory cortésmente. Los dos esperaron juntos a que las vacas entraran en el establo. Caía la tarde. Luego fueron al granero próximo, y Grendon encendió la maquina de vapor que a su vez pondría en movimiento el generador de la chispa vital.
—Huelo el futuro aquí —dijo Gregory, sonriendo.
Ya había olvidado el susto de la mañana.
—Ese futuro llegará sin mí. Estaré muerto en ese entonces.
El granjero hablaba caminando, pausadamente, poniendo con cuidado una palabra delante de la otra.
—Eso dice usted siempre. Está equivocado. El futuro se precipita.
—No te lo niego, muchacho, pero no seré parte de ese futuro. Soy ya un hombre viejo. ¡Ahí viene!
Esta exclamación se refería a la luz que oscilaba en la lámpara piloto. Los dos hombres miraron con satisfacción la maravillosa maquinaria. A medida que la presión del vapor aumentaba, la correa de cuero giraba más rápidamente, y la luz de la lámpara era más intensa. Aunque Gregory venía de una casa donde había luz de gas y de electricidad, se sentía mucho más excitado aquí, en pleno campo. La lámpara incandescente más cercana estaba probablemente en Norwich, a casi un día de viaje.
Ahora un resplandor pálido iluminaba la estancia.
Afuera, en cambio, todo parecía negro. Grendon asintió con un movimiento de cabeza, satisfecho, ajustó los quemadores de gas, y salió junto con Gregory.
Ahora, apartados de la bulla de la máquina de vapor, podían oír el ruido que hacían las vacas. Comúnmente cuando las ordeñaban, las vacas estaban tranquilas. Algo las había alborotado ahora. El granjero corrió al cobertizo y Gregory lo siguió pisándole los talones.
Una lámpara eléctrica irradiaba luz sobre los establos. Los animales se revolvían inquietos, con la mirada extraviada. Bert Neckland estaba tan lejos de la puerta como era posible, con su bastón en la mano, boquiabierto.
—¿Qué demonios está mirando?—dijo Grendon.
Neckland cerró lentamente la boca.
—Nos llevamos un susto—dijo—. Algo entró aquí.
—¿Vio que era? —preguntó Gregory.
—No, no había nada que ver. Fue un fantasma, sí, eso un fantasma. Entró aquí y tocó a las vacas. Me tocó a mí también. Un fantasma.
El granjero resopló.
Un vagabundo, seguramente. No pudo verlo porque la luz estaba apagada.
Neckland meneó la cabeza enfáticamente.
—Se veía bastante. Le digo que vino directamente hacia mi y me tocó. —Calló y señaló el borde del establo— ¡Mire! No digo mentiras, señor. Fue un fantasma, y mire, ahí hay una huella mojada.
Se acercaron y examinaron la tabla carcomida que separaba dos establos. Una mancha indefinida de humedad oscurecía la madera. Gregory recordó su experiencia en el estanque y sintió otra vez un escalofrío a lo largo de la espina dorsal. Pero el granjero dijo tercamente:
Tonterías, es un poco de baba de las vacas. Bueno, siga ordeñando, Bert, y dejemos esto. Es hora de que tome mi te. ¿Dónde anda Cuff?
Bert se volvió hacia Grendon con ojos desafiantes.
—Si no me cree a mí quizá crea a la perra. Cuff vio también la cosa y la persiguió. Recibió una patada, pero la hizo escapar de aquí.
—Ver ¿si la encuentro dijo Gregory.
Corrió afuera y se puso a llamar a la perra. Ya era casi de noche. Aparentemente nada se movía en el patio de delante de modo que fue hacia el otro lado, sendero abajo, hacia la porqueriza y los campos, llamarlo siempre. De pronto se detuvo. Más allá, bajo los olmos, se oían unos gruñidos sordos y feroces. Era Cuff. Gregory se adelantó lentamente. En ese momento maldijo la luz eléctrica que había suprimido los faroles, y deseó también tener un arma.
—¿Quién está ahí?—llamó.
El granjero apareció a su lado.
—¡Vamos allá!
Corrieron juntos. Los troncos de los cuatro grandes olmos se recortaban claramente contra el cielo oriental, y detrás brillaba un agua plomiza. Gregory vio a Cuff y en ese instante la perra saltó en el aire, giró en redondo, y voló hacia el granjero. Grendon estiro los brazos y esquivó el golpe. Al mismo tiempo Gregory sintió un viento, como si alguien hubiese pasado corriendo, dejando en el aire un olor de barro estancado. Trastabillando, miró alrededor. La luz pálida de los cobertizos se volcaba en la senda. Más allá de la luz, detrás de los graneros, se extendían los campos silenciosos.
—Mataron a mi vieja Cuff —dijo el granjero.
Gregory se arrodilló junto a Grendon y examinó a la perra. No tenía ninguna herida, pero la cabeza le colgaba
flojamente a un costado.
—Cuff sabía qué había ahí —dijo Gregory—. Se lanzó al ataque y cayó. ¿Qué era eso? ¿Qué diablos era eso?
—Mataron a mi vieja Cuff—dijo el granjero otra vez.
Tomó en brazos el cadáver de la perra, se volvió, y caminó hacia la casa. Gregory se quedó donde estaba, con la cabeza y el corazón intranquilos.
Se sobresaltó de pronto. Unos pasos se acercaban. Era Bert Neckland.
—¿Y? ¿El fantasma mató a la perra?
—Mató a la perra, ciertamente, pero era algo mucho más terrible que un fantasma.
—Era un fantasma, señorito. Vi muchos en mi vida. No les tengo miedo a los fantasmas, ¿usted si?
—Sin embargo, usted parecía bastante asustado en los establos, hace un minuto.
El campesino se llevó los puños a las caderas. Tenía sólo dos años más que Gregory y era un joven rechoncho, de cara encendida, y una nariz roma que le daba a la vez un aire de comedia y de amenaza.
—¿Sí, señorito Gregory? Bueno, usted también tiene un aspecto raro ahora.
—Estoy asustado, y no me importa admitirlo. Pero sólo porque esto que vino es mucho más espantoso que cualquier espectro.
Neckland se acercó un poco más a Gregory.
—Si tiene tanto miedo, quizá no vuelva usted por la granja en el futuro.
—Todo lo contrario.
Gregory echó a andar hacia la luz, pero el hombre le cerró el camino.
—Si yo fuera usted, no vendría —dijo y apoyó la frase hundiendo un codo en la chaqueta de Gregory—. Y recuerde que Nancy tenía interés en m; mucho antes que usted llegara, señorito.
—Oh, era eso. Me parece que Nancy puede decidir ella misma quien le interesa, ¿no le parece?
—Yo le estoy diciendo en quién está interesada, ¿entiende? Y será mejor que no lo olvide, ¿entiende?—Subrayó el discurso con otro codazo. Gregory lo apartó colérico. Neckland se encogió de hombros y se alejó diciendo:— Las pasará peor que con un fantasma si sigue viniendo.
Gregory se quedó all;, inmóvil. El hombre había hablado con una violencia contenida, y eso quería decir que había estado alimentando odio durante un largo tiempo. No sospechando nada, Gregory se había mostrado siempre cordial y había atribuido la hosquedad de Neckland a torpeza mental, recurriendo a toda su vocación socialista para salvar esa barrera. Pensó un momento en seguir a Neckland y tratar de resolver el conflicto, pero eso parecería sin duda un signo de debilidad. Siguió en cambio el camino que había tomado el granjero con el cadáver de la perra y fue hacia la casa.
Aquella noche, Gregory Rolles llegó de vuelta a Cottersall demasiado tarde para encontrarse con su amigo Fox. A la noche siguiente hacía tanto frío que Gabriel Woodcock, el habitante más viejo del pueblo, profetizó que nevaría antes que el invierno terminara (una profecía no aventurada que se cumpliría antes de las cuarenta y ocho horas, impresionando así sobremanera a todos los aldeanos, a quienes les gustaba impresionarse y exclamar y decir: "Bueno, nunca lo hubiera creído"). Los dos amigos prefirieron encontrarse en El Caminante, donde el fuego ardía más vivamente, aunque la cerveza era más débil, que en Los tres cazadores furtivosdel otro extremo del pueblo.
Sin omitir ninguna circunstancia dramática, Gregory relató los acontecimientos del día anterior, aunque se salteó la belicosidad de Neckland. Fox escuchó fascinado, descuidando la cerveza y la pipa.
—Así son las cosas, Bruce —concluyó Gregory—. En ese estanque profundo acecha un vehículo de algún tipo. el mismo que vimos en el cielo. Y en él vive una criatura invisible de torcidas intenciones. Temo por la suerte de mis amigos, como puedes imaginar. ¿Te parece que debiéramos contárselo a la policía?
—Estoy seguro de que no seria ninguna ayuda para los Grendon que el viejo Farrish anduviese por alli tambaléandose de un lado a otro —dijo Fox refiriéndose al representante local de la ley. Chupó un rato la pipa y luego bebió un largo trago del vaso—. Pero no estoy seguro, en cambio, de que hayas sacado las conclusiones exactas, Greg. Entiende que no pongo en duda los hechos, por más asombrosos que parezcan. Quiero decir que de algún modo todos estamos esperando visitas celestiales. Las luces de gas y electricidad que están iluminando las ciudades del mundo tienen que haber sido una señal para muchas naciones del espacio. Ahora saben allá arriba que nosotros también somos civilizados. Pero quisiera saber si nuestros visitantes le han hecho daño a alguien, deliberadamente.
Casi me ahogan y mataron a la pobre Cuff. No veo adónde vas No se presentaron de un modo amistoso, ¿no es cierto?
—Piensa en qué situación se encuentran. Si vienen de Marte o de la Luna, sabemos que esos mundos son totalmente distintos al nuestro. Deben de estar aterrorizados. Y no creo que puedas llamar acto inamistoso al hecho de que hayan querido entrar en tu bote. El primer acto inamistoso fue tuyo, cuando golpeaste con el remo.
Gregory se mordió los labios. Tenia que darle la razón a Bruce.
—Estaba asustado.
—Y quizá mataron a Cuff porque ellos también estaban asustados. Al fin y al cabo, la perra los atacó, ¿no es así? Me dan pena esas criaturas, solas en un mundo hostil.
—¿Pero por qué dices "esas criaturas"? Hasta ahora sólo apareció una sola, me parece.
—Atiende un momento, Greg. Has abandonado por completo tu actitud inteligente de antes. Preconizas ahora la muerte de todas las cosas, en vez de tratar de hablar con ellas. ¿Recuerdas cuando hablabas de mundos habitados por socialistas? Trata de imaginar que estos seres son socialistas invisibles y verás cómo te parecerá más fácil tratar con ellos.
Gregory se acarició la barbilla. Reconocia en su interior que las palabras de Bruce Fox lo habían impresionado mucho. Había permitido que el pánico lo dominara, y como resultado se había comportado tan inmoderadamente como un salvaje de algún rincón perdido del Imperio frente a la aparición de la primera locomotora de funcionamiento a vapor.
—Será mejor que vuelva a la granja y ponga todo en oden—dijo—. Si esas cosas necesitan ayuda, la tendrán.
—Eso es. Pero trata de no pensar en ellas como "cosas". Piensa en ellas como si fuesen, . . ya sé, aurigas.
—Aurigas. Pero no te creas tan superior, Bruce. Si tú hubieses estado en ese bote...
—Ya lo sé, querido Greg. Me hubiera muerto de miedo. —Luego de este monumento de tacto, Fox continuó:—Haz como dices. Vuelve allá, y pon todo en orden tan pronto como puedas. Estoy impaciente por conocer la nueva entrega de este misterio. No hubo nunca nada parecido, desde Sherlock Holmes.
Gregory Rolles regresó a la granja. Pero los arreglos de que había hablado con Bruce se retrasaron más de lo esperado. Esto se debió, principalmente, a que los aurigas parecían haberse instalado en paz en el nuevo hogar, luego de los problemas del primer día.
No habían vuelto a salir del estanque, o así le parecía a Gregory, o por lo menos no habían provocado nuevas dificultades. El joven graduado lo lamentaba de veras, pues se había tomado muy en serio las palabras de su amigo, y estaba dispuesto a probar qué benevolente y comprensivo era con estas extrañas formas de vida. Al cabo de algunos días empezó a pensar que los aurigas debían de haberse ido, tan inesperadamente como habían llegado. Luego un incidente menor le probó que no era así, y aquella misma noche, en su cuarto bien abrigado, sobre la panadería, le escribió a su corresponsal de Worcester Park, Surrey.
Querido señor Wells:
Debo disculparme por no haberle escrito antes, pero no había nuevas noticias acerca del asunto de la granja Grendon.
Hoy, sin embargo, ¡los aurigas se mostraron otra vez! Aunque esto de "se mostraron" quizá no sea un término apropiado para criaturas invisibles.
Nancy Grendon y yo estábamos en la huerta dando de comer a las gallinas. Hay todavía mucha nieve, y todo es muy blanco. Cuando las aves se acercaban corriendo a la batea de Nancy, note que algo se movía en el otro extremo de la huerta. No era más que un poco de nieve, que caía de la rama de un manzano, pero el movimiento atrajo mi atención y entonces vi una procesión de nieve que caía y venía hacia nosotros de árbol en árbol. Las hierbas son altas allí, y pronto advertí que un agente desconocido apartaba los tallos. Le hice notar a Nancy el fenómeno. El movimiento en las hierbas se detuvo a unos pocos metros.
Nancy parecía realmente asustada, pero yo estaba decidido a mostrarme como un verdadero británico Me adelanté y dije: "¿Quién es usted? ¿Qué quiere? Somos sus amigos, si viene usted amistosamente ".
No hubo respuesta. Di otro paso adelante, las plantas se abrieron de nuevo a los lados y me pareció que los pies de la criatura debían de ser grandes. Entonces, y por el movimiento de las hierbas, descubrí que la criatura había echado a correr. Le grité y corrí detrás. Las pisadas desaparecieron del otro lado de la casa, y no pude ver ninguna huella en el barro helado del patio. Pero el instinto me empujo hacia adelante, y dejando atrás el granero me acerqué a la laguna.
Entonces vi allí; sin ninguna duda, como el agua barrosa se levantaba recibiendo un cuerpo que se deslizaba lentamente. Unas astillas de hielo se apartaron cerca de la orilla inclinándome hacia adelante pude ver donde desaparecía aquel ser extraño. Hubo una agitación en el agua, y nada más. La criatura, era indudable, había bajado, zambullendose, al misterioso vehículo de las estrellas.
Estas cosas o gentes —no sé cómo llamarlas deben de ser acuáticas. Quizá vivan en los canales del planeta rojo. Pero imagíneselo, señor ¡una hunmanidad invisible! La idea es tan maravillosa y fantástica que parece arrancada de algún capítulo de su libro La máquina del tiempo.
Envíeme por favor sus comentarios, y crea usted en mi cordura y en la precisión de mis informes.
Amistosamente suyo
Gregory Rolles
Gregory no cont6 sin embargo, que Nancy se había abrazado a él más tarde, en el calor de la sala, y le había confesado que tenía miedo. Y Gregory había rechazado la idea de que estos seres fueran hostiles y había visto admiración en los ojos de la muchacha. Al fin y el cabo, pensó entonces, Nancy era una joven realmente bonita, y quizá valía la pena desafiar las iras de aquellos dos hombres tan diferentes: Edward Rolles, su padre, y Bert Neckland, el campesino .
El tema del rocio maloliente se discutió una semana más tarde, a la hora del almuerzo. Gregory había ido otra vez a la granja pretextando que quería mostrarle al señor Grendon un artículo sobre electricidad.
Grubby fue el primero en mencionar el tema delante de Gregory. Grubby y Bert Neckland eran toda la fuerza laboral con que contaba Joseph Grendon, pero mientras que a Neckland (suficientemente civilizado según el consenso general) se le permitía alojarse en la casa y tenía un cuarto en el altillo, Grubby, en cambio, dormía en un cuartito de adobe muy alejado del edificio principal de la granja. La miserable choza, que Grubby dignificaba llamándola ''mi casa", se alzaba del otro lado de la huerta de modo que los ocupantes de los establos arrullaban con sus gruñidos el Sueño del rústico .
—Nunca tuvimos un rocío así, señor Grendon —dijo Grubby, con tono firme, y Gregory pensó que el hombre ya debía de haber dicho algo parecido, en las horas de la mañana, Grubby nunca se aventuraba a decir nada original.
—Pesado como un rocío del otoño —replico el granjero, como si continuara una discusión.
Siguió un silencio, interrumpido sólo por una masticación general y los largos sorbos de Grubby, mientras todos se abrían paso entre vastos platos de conejo cocido y cereales.
—No es un rocío común —dijo Grubby al cabo de un rato .
—Huele a renacuajos —dijo Neckland—. O a agua estancada y podrida.
Más masticación.
—Debe de tener relación con el estanque —dijo Gregory—. Algún fenómeno raro de evaporación.
Neckland resopló. Desde la cabecera de la mesa el gran—
jero interrumpió sus operaciones de c.lrga y descarga para
apuntar con un tenedor a Gregory.
—En eso quizá tenga usted razón. Y le diré por qué. Ese rocío ha caído sólo en nuestra propiedad. A un metro del otro lado de la cerca el camino está seco. Seco como un hueso.
—Así es, señor —convino Neckland—. Yo mismo vi que el campo del este estaba todo mojado y que en el helecho del prado no había caído una gota. Es raro de veras.
—Digan ustedes lo que quieran, yo nunca vi un rocío así —dijo Grubby, y pareció que había resumido los sentimientos de todos.
El extraño rocío no cayó otra vez. Era un tópico de conversación limitado, y aun en la granja donde no había mucho de que hablar, se lo olvidó en unos Pocos días. Pasó el mes de febrero, ni mejor ni peor que otros febreros, y concluyó con pesadas tormentas de lluvia. Llegó marzo, dejando entrar en los campos una helada primavera. Los animales de la granja comenzaron a parir sus crías.
Los nuevos animales llegaban en cantidades asombrosas, como para destruir las ideas del granjero sobre la esterilidad de su tierra.
— ¡Nunca vi nada parecido! —le dijo Grendon a Gregory .
Gregory no había visto nunca tampoco al taciturno granjero tan excitado. Grendon tomó al joven por el brazo y lo llevó al granero.
Allí Trix, la cabra, estaba tendida en el suelo con un grupo de tres cabritos de color castaño y blanco amontonados en el flanco, mientras que un cuarto se alzaba temblando sobre las patas ahusadas.
—¡Cuatro! ¿Has oído hablar alguna vez de una cabra que tuviera cuatro crías? Será bueno que escriba usted a los periódicos de Londres, Gregory. Pero espere a que vayamos a la porqueriza.
Los chillidos que venían de las porquerizas eran más fuertes que de costumbre. Mientras descendían por el sendero, Gregory alzó los ojos hacia los olmos, de contornos verdes, y creyó descubrir una nota siniestra en los chillidos algo histérico que estaba relacionado de algún modo con el ánimo de Grendon.
Los cerdos de Grendon eran de todo color, con preponderancia de animales negros. Comúnmente tenían camadas de unos diez lechones. Ahora no había ningún animal que no hubiese tenido por lo menos catorce crías. Alrededor de una cerda enorme y negra correteaban dieciocho cerdos pequeños. El ruido era tremendo, y mirando el enjambre de vida Gregory se dijo que era un disparate imaginar ahí algo sobrenatural. Sabía tan poco de la vida en las granjas. Luego de haber almorzado .on Grendon y los hombres—la señora Grendon y Nancy habían ido al pueblo en el carro— Gregory fue a dar una vuelta sintiendo aún una honda y (se dijo) insensata inquietud.
El sol de la tarde era pálido y no penetraba muy profundamente en las aguas del estanque. Sin embargo, mientras Gregory, de pie junto al establo de los caballo, miraba pensativamente el agua, vio de pronto que el estanque era un hervidero de renacuajos y ranas. Se acercó un poco más. Innumerables criaturas minúsculas nadaban animando el agua estancada. Un coleóptero salió de pronto de las profundidades y se apoderó de un renacuajo. Los renacuajos proporcionaban también alimento a los dos patos que nadaban con sus crías en los juncales del otro extremo del tanque. ¿Y cuántas crías tenían los patos? Una armada de patitos desfilaba entre las cañas.
Durante un minuto Gregory se quedó allí, titubeando, y al fin volvió lentamente sobre sus pasos. Cruzó el patio hacia el cobertizo y ensilló a Daisy. Montó y se alejó sin despedirse de nadie.
Cuando llegó a Cottersall fue directamente. a la plaza del mercado. Vio allí el carro de los Grendon, con el pony de Nancy, Hetty, entre las varas, frente a una tienda de víveres. La señora Grendon y Nancy salían en ese momento. Echando pie a tierra, Gregory llevó a Daisy por la brida y saludó a las mujeres.
—Íbamos a visitar a mi amiga la señora Edwards y a sus hijas —dijo la señora Grendon.
—Si usted fuera tan amable, señora Grendon, yo le agradecería que me dejase hablar en privado con Nancy. Su casera, la señora Fenn, tiene una salita en la trastienda y sé que ella nos dejaría hablar allí. Sería completamente respetable .
—Me importa poco lo respetable. Que la gente piense lo que quiera, como digo siempre.
Sin embargo, la señora Grendon se quedó meditando un rato. Nancy, Junto a su madre, bajaba los ojos. Gregory la miró y le pareció que la veía por primera vez Bajo el abrigo azul, de forro de piel, Nancy llevaba su vestido ajedrezado, naranja y castaño, y se había puesto un bonete en la cabeza. La piel de la cara era rosada y delicada como piel de durazno, y las largas pestañas le ocultaban los ojos oscuros. Los labios eran firmes, pálidos, bien dibujados, y se le plegaban delicadamente en las comisuras. Gregory se sentía como un ladrón, contemplando a hurtadillas la belleza de Nancy mientras ella no miraba.
—Iré a visitar a la señora Edwards —dijo al fin Marjorie Grendon—. No me importa lo que hagan ustedes dos siempre que se comporten decentamente...Pero me importará, recuérdenlo, si no llegan a casa de la señora Edwards dentro de media hora. Nancy, ¿me has oído?
—Sí, mamá.
La panadería estaba en la calle próxima. Gregory metió a Daisy en el establo y entró con Nancy en la sala por la puerta de atrás. En esta hora del día, el señor Fenn descansaba en el primer piso y su mujer cuidaba la tienda, de modo que la salita estaba vacía.
Nancy se sentó muy derecha en una silla y dijo:
—Bueno, Gregory, ¿de qué se trata? Qué ocurrencia arrancarme así de mi madre en medio del pueblo.
—Nancy, por favor tenia que verte.
Nancy frunció los labios.
—Pues vas a la granja bastante a menudo y no he notado allí que tuvieras mucho interés en verme.
—Qué disparate. Siempre voy para verte, sobre todo en estos últimos tiempos. Además tú estás más interesada en Bert Neckland, ¿no es cierto?
— ¡Bert Nechland! ¿Por qué he de estar interesada en ese hombre? Aunque no sería asunto tuyo si me interesara.
—Es asunto mío, Nancy. ¡Te quiero, Nancy!
Gregory no había pensado en declararse de este modo, pero ahora ya era tarde y atacó a fondo cruzando el cuarto y arrojándose a los pies de Nancy y tomándole las manos.
—Nancy, querida Nancy, dime que te gusto un poco. Anímame de algún modo.
—Eres un caballero muy fino, Gregory, y te tengo cariño, claro está, pero . . .
—¿Pero?
Nancy obsequió otra vez a Gregory bajando los ojos.
—Tu posición social es muy distinta de la mía y además... bueno, tú no haces nada.
Gregory se quedó mudo de sorpresa. Con el egoísmo natural de la juventud, no había pensado que Nancy pudiera rechazarlo con ninguna objeción seria, pero ahora descubría la verdad de su propia posición, por lo menos tal como la muchacha la veía.
Nancy... yo... bueno, es cierto que puede parecerte que ahora no trabajo. Pero leo y estudio mucho aquí y me escribo con mucha gente famosa del mundo. Y estoy a punto de tomar una decisión muy importante acerca de mi carrera futura. Te aseguro que no soy un haragán, si es eso lo que piensas.
—No, no pienso eso. Pero Bert dice que pasas muchas noches bebiendo en El caminante.
—Ah, Bert lo dice, ¿eh? ¿Y qué puede interesarle a Bert que yo vaya a El caminante? ¿Qué puede interesarte a ti además? Condenado impertinente...
Nancy se puso de pie.
—Si no tienes otra cosa que decir además de un montón de juramentos iré a encontrarme con mi madre, si me lo permites.
—Oh, Dios. Estoy confundiéndolo todo. —Gregory tomó a Nancy por la muñeca—Escúchame, querida Sólo te pido una cosa: que trates de verme desde una perspectiva favorable. Y que me permitas decir algo de la granja. Están ocurriendo cosas raras y no me gusta saber que pasas allí la noche. Todas esas criaturas que nacen, todos esos cerditos... ¡es sobrenatural!
—Pues a mi padre no le parece sobrenatural, y a mi tampoco. Papá trabaja mucho, y ha criado muy bien a sus animales, y eso lo explica todo. No hay mejor granjero en muchos kilómetros a la redonda.
—Oh, por supuesto, es un hombre maravilloso. Pero no fue él quien puso siete u ocho huevos en un nido de gorrión, ¿no es cierto? No fue él quien echó tantos renacuajos y mosquitos en el estanque. Este año hay algo raro en la granja, Nancy, y quiero protegerte.
Gregory hablaba muy seriamente, advirtió Nancy, y además estaba muy cerca, y le apretaba ardientemente la mano .
—Querido Gregory —dijo la muchacha algo ruborizada—, no sabes nada de la vida en el campo, a pesar de todos tus libros, pero me agrada que te preocupes.
—Siempre me preocuparás, Nancy, hermosa criatura.
— ¡Me harás enrojecer!
—Sí, por favor, enrojece, pues así pareces más hermosa.
Gregory abrazó a la muchacha, y cuando ella alzó la cabeza, mirándolo, la acercó aún más y la besó fervientemente.
—¡Oh, Gregory! ¡Oh, Gregory! ¡Mamá está esperándome!
—Otro beso. No te irás si no me das otro beso.
Gregory la besó y se quedó junto a la puerta temblando de excitación. Nancy salió, susurrando:
—Ven a vernos pronto.
—Con el mayor de los placeres—dijo Gregory.
Pero en la próxima visita hubo más miedo que placer.
Cuando Gregory llegó a la granja, el carro estaba en el patio cargado con cerdos que chillaban. El granjero y Neckland trabajaban alrededor.
—Tengo la oportunidad de obtener una ganancia rápida, Gregory —dijo el granjero animadamente—. Las marranas no alcanzan a alimentar a todos estos, pero los lechones son estimados en Norwich. Bert y yo los llevaremos al tren de Heigham.
—¡Han crecido mucho desde la última vez!
—Ah, sí. Un kilo por día. Bert, será mejor traer una red y echarla sobre el carro o se escaparán. ¡Cómo se mueven!
Los dos hombres fueron hacia el granero, chapoteando. Algo aplastó el barro detrás de Gregory. Se volvió.
En el estercolero, entre el establo y el carro, aparecieron las huellas de unas pisadas: dos huellas paralelas. Parecían imprimirse solas en el barro. Gregory sintió un escalofrío de terror sobrenatural y no se movió Las huellas se acercaron y un color gris perlado se extendió de algún modo sobre la escena.
El caballo se agitó, intranquilo Las huellas llegaron al carromato, que crujió levemente, como si alguien se hubiese trepado encima. Los cerdos chillaron, aterrorizados. Uno de ellos escapó saltando por arriba de las tablas. Siguió un terrible silencio.
Gregory seguía inmóvil, paralizado. Oyó un raro ruido de succión en el carro, pero no podía apartar los ojos de las huellas barrosas. No eran las huellas de un hombre sino de algo que arrastraba unos pies parecidos a las aletas de una foca. De pronto recobró la voz:
—¡Señor Grendon! —gritó.
Sólo cuando el granjero y Bert llegaron corriendo desde el granero, se atrevió a mirar el carro.
Un último animal parecía estar desinflándose rápidamente como un globo de goma. Al fin el cuero fláccido cayó entre las pieles de los otros animales: un montón de sacos vacíos. El carro crujió. Algo chapoteó pesadamente cruzando el patio, hacia el estanque.
Grendon no vio nada. Había corrido al carro y miraba alelado los cueros de los cadáveres. Neckland miraba también y al fin dijo:
—¡Alguna enfermedad que los atacó de pronto! ¡Seguramente una de esas enfermedades nuevas que vienen del continente de Europa!
—No es una enfermedad —dijo Gregory. Apenas podía hablar. Acababa de descubrir que en los cadáveres no había huesos—. No es una enfermedad. Miren el cerdo que está todavía vivo.
Señaló el cerdo que había saltado del carro. Se había quebrado una pata y ahora yacía en la zanja a unos pocos metros, jadeando. El granjero se acercó y lo levantó
—Escapó a la enfermedad saltando —dijo Neckland— Señor Grendon, será mejor que vayamos a la porqueriza a ver cómo están los otros.
—Ah, sí, quedan esos —dijo Grendon. Le alcanzó el animal a Gregory, muy serio—. No vale la pena llevar uno solo al mercado. Le diré a Grubby que desenganche el caballo mientras, podrías llevarle esta criatura a Marjorie. Por lo menos comeremos cerdo asado mañana a la noche
—Señor Grendon, esto no es una enfermedad. Llame al veterinario de Heigham para que examine los cadáveres.
—No me digas cómo he de gobernar mi granja, muchacho. Ya tengo bastantes dificultades.
Gregory, sin embargo, no podía mantenerse apartado.
Tenía que ver a Nancy y observar además lo que ocurría en la granja. Luego del horrible incidente de los cerdos a mañana siguiente, recibió una carta de su muy admirado corresponsal, el señor H.G. Wells, que decía en uno de sus párrafos:
En el fondo, no me siento ni optimista ni pesimista ante las situación. Me inclino a creer que estamos en el umbral de una época de espléndidos progresos; no hay duda de que esta época está ya a nuestro alcance. Tal vez estemos incluso próximos al "fin del mundo", tal y como anuncian los más sombríos profetas de fin de siglo. No me sorprendería oír que tan decisivo suceso está ya comenzando en una granja perdida cerca de Cottersall, en Norfolk, de un modo desconocido para todo el mundo, excepto para nosotros dos. No crea que no me siento aterrado por ello, aunque no pueda evitar que algo exclame en mí: "¡Qué gran broma!"
En otras circunstancias esta carta hubiera excitado sobremanera a Gregory. Demasiado preocupado, se la metió en un bolsillo de la chaqueta y salió a ensillar a Daisy.
Poco antes del almuerzo logró robarle un beso a Nancy y le plantó otro en la mejilla encendida mientras la muchacha estaba atareada en el horno de la cocina. Aparte de esto, no hubo ese día otras cosas agradables. Grendon había observado que la extraña enfermedad no había atacado a ningún otro cerdo y estaba ahora más tranquilo, aunque pensaba que la peste podía atacar de nuevo. Mientras, había ocurrido otro milagro. En los pastizales más bajos, en un cobertizo en ruinas, Grendon guardaba una vaca que esa noche había tenido cuatro terneros. No esperaba que el animal viviera, pero los terneros estaban bien, y Nancy los alimentaba con botellas de leche.
El granjero se había pasado en pie toda la noche, cuidando a la vaca, y se sentó cansadamente a la cabecera de la mesa en el momento en que la señora Grendon traía de la cocina la fuente con el cerdo asado.
Pronto descubrieron que el animal era incomestible. Todos dejaron caer los cubiertos. La carne tenía un sabor amargo y repugnante, y Neckland hizo el primer comentario
— ¡La enfermedad! —gruñó—. Este animal tenía también la enfermedad. Si lo comiéramos moriríamos todos en una semana.
Tuvieron que contentarse con un refrigerio de carne asada, queso y cebollas, alimentos todos poco adecuados para el estado de la señora Grendon. La mujer se retiro escaleras arriba, diciéndose que había fracasado como cocinera, lloriqueando. Nancy corrió tras ella para consolarla. Luego de la desanimada comida, Gregory le habló a Grendon .
—He decidido ir mañana a Norwich, donde pasaré unos días. Usted tiene problemas aquí, me parece. ¿No quiere que le atienda algún asunto en la ciudad? ¿No quiere que le busque un veterinario?
Grendon le palmeó el hombro.
—Sé que tienes buenas intenciones y te lo agradezco. Pero no te das cuenta, parece, que los veterinarios cuestan dinero, y luego cuando están aquí no son una gran ayuda.
—Entonces permítame que haga algo por usted, Joseph, como retribución por sus atenciones. Permítame que traiga un veterinario de Norwich, a mi cargo, sólo para que eche una ojeada, nada más.
—Qué terco eres, muchacho. Te diré lo que decía mi padre: si tropiezo en mis tierras con alguien a quien no he llamado sacaré la escopeta y le descargaré una andanada, como hice con aquel par de vagabundos el año pasado. ¿He sido claro?
—Creo que sí.
—Entonces me iré a ver la vaca. Y no te preocupes por lo que no entiendes.
La visita a Norwich —un tío de Gregory tenia una casa en la ciudad— le llevó la mayor parte de la semana. Mientras recorría el abrupto camino que unía Cottersall y la granja de los Grendon, Gregory observó con sorpresa y aprensión que el campo había cambiado mucho en los últimos días. Había hojas nuevas en todos los árboles, y aun el soto parecía un sitio más alegre. Pero cuando se acercó a la granja notó que la vegetación había crecido demasiado. Los saúcos y matorrales casi ocultaban los edificios. Gregory llegó a pensar que la granja se había desvanecido misteriosamente, y espoleando a Daisy vio que el molino negro emergía detrás de unos arbustos. Los pastos eran muy altos en los prados del sur. Aun los olmos parecían más densos que antes y se alzaban amenazadoramente por encima de la casa.
Los cascos de Daisy resonaban en las maderas del puentecito y Gregory vio más allá del portón del patio unas ortigas enormes y velludas que se amontonaban junto a las zanjas. Los pájaros iban en bandadas de un lado a otro. Sin embargo, Gregory tenía una impresión de muerte más que de vida. Una pesada quietud dominaba el lugar, como si una maldición hubiese eliminado el ruido y la esperanza.
Gregory comprendió que esto se debía en parte a que Lardie, la perra ovejera que había reemplazado a Cuff, no corría ladrando por el patio cada vez que llegaban visitas. El patio estaba desierto. Aún las gallinas habían desaparecido.
Cuando Gregory llevó a Daisy a los establos vio allí un caballo manchado y reconoció el animal del doctor Crouchron.
La ansiedad de Gregory cobró caracteres más definidos. Como no había sitio en el establo llevó a Daisy hasta el pilar, a orillas del estanque, y la ató allí antes de ir a la casa. La puerta principal estaba abierta. Unos deformes dientes de león crecían invadiendo el porche. La madreselva, bastante rala hasta hacía poco tiempo, se apretaba ahora contra las ventanas más bajas. Gregory advirtió un movimiento en las hierbas y miró hacia abajo apartando la bota de montar. Un sapo enorme asomó bajo la maleza con una víbora en la boca, y miró a Gregory como preguntándose si el hombre le envidiaba o no el botín. Estremeciéndose, Gregory entró rápidamente en la casa.
Unos sonidos apagados llegaban desde el primer piso. La escalera rodeaba la chimenea maciza, y una puerta con aldabón la separaba de los cuartos bajos. Gregory no había estado nunca arriba, pero no titubeó. Abrió la puerta y subió por los escalones oscuros y casi en seguida tropezó con un cuerpo.
Era un cuerpo suave, y reconoció en seguida a Nancy: La muchacha lloraba de pie en la oscuridad. Cuando Gregory la abrazó llamándola en voz baja, la muchacha se libró de él y corrió escaleras arriba. Gregory podía oír ahora más claramente los ruidos que venían del primer piso, aunque no escuchaba. Nancy alcanzó la puerta que se abría en el descanso, se precipitó en el cuarto y se encerró. Cuando Gregory probó el pestillo, oyó que Nancy echaba el cerrojo.
—¡Nancy! —llamó—. ¡No te ocultes de mí! ¿Qué ha ocurrido?
La muchacha no respondió. Gregory se quedó apoyado en el marco, esperando, y al rato se abrió la puerta de la habitación de al lado y el doctor Crouchron salió apretando una valijita negra. Era un hombre alto y sombrío, de cara arrugada, y asustaba de tal modo a los pacientes que muchos de ellos seguían estrictamente las prescripciones y se curaban en seguida. Aún aquí llevaba aquel sombrero de copa que tanto había contribuido a su fama en la vecindad.
—¿Qué ha pasado, doctor Crouchron? —preguntó Gregory cuando el médico cerró la puerta y comenzó a bajar las escaleras—. ¿Qué ha atacado a esta casa? ¿La plaga o alguna otra cosa terrible?
—¿La plaga, joven, la plaga? No, es algo mucho menos natural
El médico miró a Gregory con la cara muy tiesa, como prometiéndose no mover otra vez un músculo hasta que le preguntaran lo obvio.
— ¿Por qué lo llamaron, doctor?
La hora de la señora Grendon llegó esta noche—dijo el médico.
Gregory se sintió inundado por una marea de alivio. ¡Había olvidado a la madre de Nancy!
—¿Tuvo su bebé? ¿Fue un niño?
El médico asintió con lentos movimientos de cabeza.
—Dio a luz a dos niños, joven—Titubeó, torció la cara, y dijo: — Dio a luz también a siete niñas. ¡Nueve criaturas! Y todos... todos viven.
Gregory encontró a Grendon afuera, del otro lado de la casa. El granjero llevaba al hombro un horcón cargado de heno y caminaba hacia el establo. Gregory le salió al paso, pero el hombre no se detuvo.
—Quiero hablarle, Joseph.
—Tengo mucho trabajo. Lástima que no te des cuenta.
—Quiero hablarle de su mujer.
Grendon no replicó. Dejó caer el heno, bruscamente, y se volvió a buscar más. Era difícil hablar en esas condiciones. Las vacas y los terneros, apretados en el establo, parecían emitir un mugido perpetuo y grave, y unos gruñidos nada propios de la especie. Gregory siguió al granjero hasta el campo, pero el hombre caminaba como un poseso. Tenía los ojos hundidos, y la boca tan apretada que casi no se le veían los labios. Gregory le puso una mano en el brazo y el granjero se soltó con un movimiento. Recogiendo otra horcón de heno se volvió hacia los cobertizos tan violentamente que Gregory tuvo que saltar a un costado.
Gregory perdió la cabeza. Siguió a Grendon hasta el establo, cerró los batientes bajos de las puertas, y echó el cerrojo exterior. Cuando Grendon volvió, Gregory se le puso delante .
—Joseph, ¿qué le ha pasado? Parece que ya no tuviera usted corazón. ¿No se le ocurre pensar que su mujer lo necesita en la casa?
El granjero volvió hacia Gregory unos ojos curiosamente inexpresivos. Al fin habló, sosteniendo la horquilla con ambas manos, como un arma.
—He estado con ella toda la noche mientras traía al mundo esos niños...
—Pero ahora . . .
—Una enfermera de Derham Cottages está con ella. Me pasé la noche a su lado. Ahora he de cuidar la granja... Todo sigue creciendo.
Todo crece demasiado. Deténgase y piense. . .
—No tengo tiempo para charlas.
Grendon dejó caer la horquilla, hizo a un lado a Gregory, alzó el cerrojo, abrió la puerta. Tomando fuertemente a Gregory por el antebrazo empezó a empujarlo por los macizos de vegetación hacia los prados del sur.
Las lechugas tempranas habían alcanzado allí un tamaño gigantesco. Todo brotaba impetuosamente. Grendon corrió entre las líneas de plantas, arrancando puñados de rábanos, zanahorias, cebollas de primavera, y arrojándolos por encima del hombro.
—Mira, Gregory... nunca has visto nada de este tamaño, ¡y todo antes de tiempo! La cosecha será extraordinaria. ¡Mira los campos! ¡Mira la huerta!—señaló con un amplio ademán las líneas de árboles, cargados de capullos blancos y rosados—. No sé qué ocurre, pero vamos a sacarle provecho. Quizá no se repita otro año... ¡Parece un cuento de hadas!
El granjero no dijo más. Dio media vuelta, como si se hubiera olvidado ya de Gregory, y con los ojos fijos en el suelo, que de pronto parecía tan fértil, caminó de vuelta a los cobertizos
Nancy estaba en la cocina. Neckland le había traído un balde de leche fresca, y la muchacha estaba tomando unos sorbos de un cucharón.
—Oh, Greg, perdona que me haya escapado. Estaba tan trastornada—Nancy se acercó a Gregory, y sin soltar el cucharón le pasó los brazos por encima de los hombros, con una familiaridad que no había mostrado antes— Pobre mamá, creo que la ha trastornado eso de... eso de tener tantos chicos. Dice unas cosas muy raras que nunca oí, y me parece que se imagina que es de nuevo una niña.
—No me asombra —dijo Gregory, acariciándole el pelo—. Se sentirá mejor una vez que se recobre del shock.
Se besaron, y al cabo de un momento la muchacha le ofreció a Gregory un cucharón de leche. Gregory bebió y escupió en seguida, con repugnancia.
—¡Agg! ¿Qué le han puesto a esta leche? ¿Neckland querrá envenenarte? ¿La has probado? ¡Es amarga como hiel!
Nancy lo miró sorprendida.
—Tiene un sabor un poco raro, pero no es desagradable. Déjame probar otra vez.
—No, es demasiado horrible. Parece que le hubieran echado linimento del doctor Sloan.
Nancy no prestó atención a las advertencias de Gregory, se llevó a los labios el cucharón de metal, sorbió, y meneó la cabeza.
—Estás imaginándote cosas, Greg. Sabe un poco distinto, es cierto, pero nada más. ¿Te quedarás a comer con nosotros?
—No, Nancy, tengo que irme. Me espera una carta que he de contestar hoy mismo. Llegó mientras yo estaba en Norwich. Escucha, mi encantadora Nancy, es una carta del doctor Hudson Ward, un viejo conocido de mi padre. Es director en una escuela de Gloucester, y me ofrece un puesto de maestro, en las mejores condiciones. ¡Ya ves que no estaré ocioso mucho tiempo!
Riendo, Nancy se abrazó a Gregory.
—¡Es maravilloso, querido! ¡Qué maestro tan atractivo serás! Pero Gloucester ... queda en el otro extremo del país. Ya no vendrás nunca aquí.
—No hay nada definitivo todavía, Nancy.
—Estarás allí dentro de una semana, y no te volveremos a ver. Una vez que llegues a esa vieja escuela, ya no te acordarás de tu Nancy.
Gregory tomó la cara de Nancy entre las manos.
—¿Eres realmente mía? ¿Te importo realmente?
Nancy entornó los ojos oscuros.
—Greg, todo está tan confuso aquí... Quiero decir... si, me importas, me asusta pensar que quizá no te vea más.
Un cuarto de hora más tarde, Gregory se alejaba montado en Daisy, muy contento, recordando las palabras que le había dicho Nancy... y sin pensar para nada en los peligros a que la había dejado expuesta.
Lloviznaba ligeramente esa noche, mientras Gregory Rolles iba hacia El caminante. Su amigo Bruce Fox ya estaba en la taberna, sentado cómodamente en un abrigado rincón.
Esta vez, Fox tenia más interés en proporcionar detalles acerca de la próxima boda de su hermana que en escuchar lo que Gregory quería decirle, y como al cabo de un rato llegaron algunos amigos del futuro cuñado, y se sucedieron las rondas de libaciones, la noche fue pronto despreocupada y alegre. Poco después, el aguardiente había animado también a Gregory, y se unió cordialmente a los
otros.
A la mañana siguiente despertó con la cabeza pesada y un humor lúgubre. El día era demasiado húmedo para salir y hacer un poco de ejercicio. Se sentó en un sillón junto a la ventana, sin decidirse a responder al doctor Hudson Ward, el director de la escuela. Somnoliento, volvió a un pequeño volumen encuadernado en cuero que había comprado en Norwich unos dias antes y que trataba de serpientes. Al cabo de un rato, un pasaje le llamó particularmente la atención:
"La mayoría de las serpientes venenosas, con excepción de los opistoglifos, sueltan a sus victimas luego de haberles clavado los colmillos. En algunos casos las victimas mueren a los pocos segundos, y en otros la agonía se prolonga durante horas o días. La saliva de ciertas serpientes además de ser venenosa posee virtudes digestivas especiales. En la serpiente coral del Brasil, aunque no mide más de treinta centimetros de largo, estas virtudes son sobreabundantes. Cuando muerden a un animal o a un ser humano la victima muere en cuestión de pocos segundos, pero la saliva le disuelve además las partes interiores, de modo que hasta los mismos huesos se transforman en una jalea. De este modo la pequeña serpiente puede succionar a la victima como si ésta fuese una sopa o caldo por las incisiones que le ha practicado en la piel, que permanecerá intacta".
Pasó un largo rato, y Gregory se quedó sentado junto a la ventana con el libro abierto sobre las rodillas, pensando en la granja de Grendon, y en Nancy. Se reprochó a si mismo haber hecho tan poco por sus amigos y elaboró lentamente un plan de acción para la próxima visita. Pero tendría que esperar unos días. La humedad parecía haberse instalado en la región, con una firmeza desacostumbrada en esa época: últimos días de abril y primeros de mayo.
Gregory trató de pensar en la carta que le escribiría al doctor Hudson Ward, en el condado de Gloucester. Sabía que debía aceptar el empleo, que en verdad no le desagradaba, pero no podría hacerlo hasta que viese a Nancy sana y salva. Al fin decidió postergar la respuesta hasta el día siguiente, y escribió entonces que le agradaría aceptar el puesto y con el sueldo convenido, pero suplicaba a la vez que le dieran una semana para pensarlo. Cuando llevó la carta a la estafeta de Los tres cazadores furtivos, aún seguía lloviendo.
Una mañana la lluvia cesó de pronto, y los cielos azules y amplios de la Anglia Occidental brillaron otra vez, y Gregory ensilló a Daisy y cabalgó a lo largo del camino fangoso que había recorrido tantas veces. Cuando llegaba ya a la huerta, vio que Grubby y Neckland trabajaban en la zanja destapándola con unas palas. Los saludó y siguió adelante.
Grendon y Nancy estaban en el terreno que se extendía al este de la casa. Gregory llevó la yegua al establo y fue lentamente hacia ellos, notando mientras caminaba qué seco estaba allí el terreno, como si no hubiese llovido en los últimos quince días. Pero olvidó en seguida el problema, sobresaltándose, horrorizado. Grendon estaba poniendo nueve crucecitas en nueve montones recientes de tierra.
Nancy sollozaba. La muchacha y Grendon alzaron los ojos mientras Gregory se acercaba a las tumbas, pero el granjero volvió en seguida a sus tareas.
—Oh, Nancy, Joseph. Lo siento tanto —exclamó Gregory—. Pensar que todos... ¿Pero dónde está el párroco? ¿Dónde está el párroco, Joseph? ¿Por qué está usted enterrándolos, sin servicio religioso ni nada?
—¡Se lo dije, pero no me hizo caso! exclamó Nancy.
Grendon había llegado a la última tumba. Tomó la tosca cruz de madera, la alzó por encima de su cabeza, y la clavó en el suelo como si quisiera traspasar el corazón de lo que había abajo. Sólo entonces se enderezó y habló.
—No necesitamos aquí ningún párroco. No hay por qué perder tiempo. Tengo mucho trabajo.
—¡Pero son sus hijos, Joseph! ¿Qué le ha pasado?
—Son parte de la granja ahora, como lo fueron siempre. —Grendon se volvió recogiéndose aún más las mangas de la camisa en los brazos musculosos y partió rumbo a la zanja donde trabajaban los hombres.
Gregory abrazó a Nancy y le miró, la cara bañada por las lágrimas.
—¡Qué tremendos deben haber sido para ti estos últimos días!
—Yo..., pensaba que te habías ido a Gloucester, ¡Greg! ¿Por qué no viniste? ¡Te esperé todos los días!
—Llovía tanto y estaba todo inundado.
—El tiempo ha sido hermoso desde que estuviste aquí. ¡Mira cómo ha crecido todo!
—En Cottersall llovió a mares.
— ¡Qué raro! Eso explica que el Oats traiga tanta agua y anegue la zanja. Aquí apenas ha lloviznado.
—Nancy, ¿cómo murieron estos pobrecitos?
—Preferiría no hablar de eso si no te importa.
— ¿Por qué tu padre no ha llamado al párroco Landon? ¿Cómo puede ser tan duro?
—No quiere que nadie de afuera se entere. Pues... oh, tengo que decírtelo, querido... Mamá... perdió la cabeza, ¡completamente! Anteayer a la noche cuando sacó al primero de ellos por la puerta de atrás...
—No me estarás diciendo que ella. . .
—Ay, Greg, ¡me lastimas los brazos! Mamá...mamá fue escaleras arriba sin que nos diéramos cuenta y... sofocó a todos los bebés uno por uno, Greg, con la mejor almohada de plumas...
Gregory advirtió que Nancy perdía el color. Solícitamente, la llevó de vuelta a los fondos de la casa. Se sentaron allí, juntos, en el muro bajo de la huerta, y Gregory rumió en silencio las palabras de la muchacha.
—¿Cómo está tu madre ahora, Nancy?
—No habla. Papá tuvo que encerrarla en el cuarto. Anoche gritó mucho, pero esta mañana estaba más tranquila.
Gregory miró aturdidamente alrededor. Le pareció que una luz moteada cubría todas las cosas, como si la sangre que le había vuelto a la cabeza le hubiera infectado la vista con un sarpullido. En los frutales los capullos habían desaparecido casi del todo, y en las ramas colgaban ya unas manzanas embrionarias. Las leguminosas se inclinaban bajo el peso de unas vainas enormes. Nancy siguió la dirección de la mirada de Gregory, y metiendo una mano en el bolsillo del delantal sacó unos rábanos brillantes y rojos, grandes como naranjas.
—Prueba uno. Quebradizos, húmedos y tibios, como los mejores.
Gregory aceptó distraídamente, mordió el globo tentador, y escupió en seguida. ¡Otra vez aquel sabor envilecido
y amargo!
—¡Oh, pero son magnificos! —protestó Nancy.
—¿Ya no te basta decir "algo raros" y los llamas "magnificos"? Nancy, no te das cuenta? Algo sobrenatural y terrible está ocurriendo aquí. Lo siento, pero no veo otra salida. Tú y tu padre deben irse inmediatamente.
—¿Irnos, Greg? ¿Sólo porque no te gusta el sabor de estos rabanitos magníficos? ¿Cómo podríamos irnos? ¿A dónde? ¿Ves esta casa? Mi abuelo murió aquí, y el padre de mi abuelo. Es nuestro sitio. No podemos dejarlo todo así porque si, ni siquiera luego de estas desgracias. Prueba otro rabanito.
—Por amor de Dios, Nancy, ese sabor sólo podría satisfacer a un paladar completamente distinto del nuestro... Oh...—Gregory miró fijamente a la muchacha—Y quizá así es, Nancy. Te explicaré...
Se interrumpió, separándose del muro. Neckland había aparecido en uno de los extremos de la casa y venía hacia ellos sucio todavía del barro de la zanja, con la camisa abierta y suelta. Traía en la mano una vieja pistola del ejército.
—Dispararé si se acerca—dijo Neckland—. Esta pistola nunca falla, y está cargada, señorito Gregory. ¡Y ahora me escuchará!
—¡Bert, aparte eso! —gritó Nancy.
Se volvió hacia Neckland, pero Gregory la retuvo y se puso delante.
—¡No sea idiota, Neckland! ¡Aparte esa pistola!
—Dispararé, lo juro, dispararé si usted se mueve. —Neckland miraba a Gregory con ojos centelleantes y una expresión de resolución en la cara oscura—. Me jurará usted que se irá en seguidla de esta granja en esa yegua suya y que no vendrá jamás por aquí.
—Iré a decírselo a mi padre, Bert —advirtió Nancy.
—Si usted se mueve, Nancy, le aviso que le meteré una bala en la pierna a ese elegante amigo suyo. Además, poco le interesa ahora al padre de usted el señorito Gregory... Tiene otras preocupaciones.
—¿Como descubrir qué ocurre aquí? —dijo Gregory—. Escuche, Neckland. Todos estamos en dificultades. Unos monstruitos horribles dominan la granja. Usted no los ve porque son invisibles, pero...
La pistola atronó el aire. Mientras Gregory hablaba Nancy había echado a correr. Gregory sintió que la bala le traspasaba la tela del pantalón, sin tocarle la pierna. Furioso, se arrojó contra Neckland y lo golpeó duramente en el pecho, por encima del corazón. Cayendo hacia atrás. Neckland soltó la pistola y lanzó un puñetazo que no dio en el blanco. Gregory lo alcanzó otra vez. El otro se le echó encima y los dos empezaron a golpearse furiosamente. Gregory consiguió librarse al fin, pero Neckland insistió. Los hombres siguieron martilleándose las costillas.
—¡Suéltame, cerdo! —gritó Gregory. Metió un pie detrás del tobillo de Neckland y los dos cayeron sobre la hierba. Hacía tiempo Grendon había levantado en este sitio un muro de tierra, que corría entre la casa y los terrenos bajos de la huerta. Los hombres rodaron cuesta abajo, y al fin chocaron con la pared de piedra de la cocina. Neckland llevó la peor parte, pues se golpeó la cabeza contra la arista de la pared y quedó tendido en el suelo, aturdido. Gregory se encontró mirando un par de pies cubiertos con medias de colores. Se incorporó lentamente, y se enfrentó con la señora Grendon a menos de un metro de distancia. La mujer sonreía.
Gregory se quedó mirándola un rato, ansiosamente, y se enderezó.
—De modo que estabas aquí, Jackie, mi querido —dijo la mujer. La sonrisa era más amplia ahora, y menos parecida a una sonrisa—. Quiero hablar contigo. Tú eres quien sabe de esas cosas que caminan por los muros, ¿no es cierto?
—No entiendo, señora Grendon.
—No me llames con ese nombre tonto de antes, hijito. Tú sabes de esas cosas grises y pequeñas que no debieran estar aquí, ¿no es cierto?
—Oh, eso...¿Y si digo que sí?
—Los otros niños malos dicen que no saben, pero tú sabes, ¿no es cierto? Tú sabes de esas cosas grises.
Gregory sintió que la transpiración le corría por la frente. La mujer se le había acercado todavía más, y lo miraba fijamente a los ojos, sin tocarlo. Pero Gregory sabia muy bien que la mujer lo tocaría en cualquier momento. Vio de reojo que Neckland se movía y se alejaba de la casa arrastrándose .
—¿Y usted salvó a los bebés de esas cosas pequeñas y grises?—le preguntó a la señora Grendon.
—Las cosas grises querían besarlos, pero yo no las dejé. Fui más lista que ellas. Escondí a los bebés bajo la almohada de plumas, ¡y ahora ni siquiera yo puedo encontrarlos!
La mujer se echó a reír emitiendo un chirrido horrible y bajo.
—¿Son pequeñas y grises y húmedas, eh? —preguntó Gregory bruscamente—. Tienen pies grandes, membranosos como patas de rana, pero son pesadas y de baja estatura, y tienen colmillos de serpiente, ¿eh?
La señora Grendon no parecía muy segura. De pronto volvió los ojos a un lado, como si hubiese advertido un movimiento .
—Ahí viene una —dijo—. La hembra.
Gregory miró también, pero no vio nada. Tenía la boca seca.
— ¿Cuántas criaturas de esas hay, señora Grendon?
Notó entonces que las hierbas cortas se movían, se aplastaban y se alzaban, casi a sus pies, y gritó, alarmado. Alzando el pie derecho, calzado con pesada bota de montar, describió un arco en el aire, casi a la altura del suelo. La bota golpeó algo invisible. Casi en seguida recibió un terrible puntapié en el muslo, y cayó hacia atrás. Estaba tan asustado que se incorporó en seguida, a pesar del dolor.
La señora Grendon estaba cambiando. La boca se le hundió como si hubiera perdido un lado de la cara. La cabeza le cayó a un costado. Los hombros se le inclinaron hacia adelante. Un arrebato de color le animó un momento las facciones, pero casi en seguida empalideció y se achicó como un globo que se desinfla. Gregory cayó de rodillas, gimiendo, hundió la cara entre las manos, y apoyó la frente en el suelo. Sintió que se hundía en la oscuridad.
Debió de haber perdido el conocimiento sólo un instante. Cuando se recuperó, el saco de ropas de mujer estaba posándose aún lentamente en el suelo.
—¡Joseph! ¡Joseph! —aulló .
Nancy había huido. Aterrorizado y furioso al mismo tiempo, Gregory lanzó otro puntapié y corrió alrededor de la casa hacia los establos.
Neckland estaba a medio camino entre el cobertizo y el molino, frotándose el cráneo. Descubrió a Gregory, que aparentemente lo perseguía, y echó a correr.
—¡Neckland! —grito Gregory.
Corrió desesperadamente detrás del otro. Neckland llegó al molino, entró de un salto, trató de cerrar la puerta, se aturdió, y trepó rápidamente por las escaleras de madera. Gregory lo siguió gritando.
La persecución los llevó a lo alto del molino. Neckland estaba tan asustado que no echó el cerrojo de la trampilla. Gregory la abrió con un solo movimiento del brazo y subió jadeando. Acobardado, Neckland retrocedió hasta que casi estuvo afuera apoyado en la estrecha plataforma, sobre las aspas.
—Se caerá usted, idiota —advirtió Gregory—. Escuche Neckland, no tiene por qué temerme. No quiero que haya enemistad entre los dos. Hay un enemigo mayor que hemos de enfrentar . ¡Mire!
Se acercó a la puerta baja y miró la superficie oscura del estanque. Neckland se sostuvo tomándose de la polea que colgaba sobre su cabeza y no dijo nada.
—Mire el estanque —dijo Gregory—. Allí viven los aurigas. Dios mío... Bert, mire, ¡allí va uno!
Había tanta ansiedad en la voz de Gregory que Neckland miró hacia el estanque. Los dos hombres observaron juntos una depresión que se formaba en el agua oscura, y unos círculos de ondas alrededor. Aproximadamente en medio del estanque, la depresión se transformó en un chapoteo. Hubo un breve torbellino, y las ondas se borraron poco a poco.
—Ahí tiene usted a su fantasma, Bert susurró Gregory—. Debe de ser el que atacó a la pobre señora Grendon. ¿Me cree usted ahora?
—Nunca supe de un fantasma que viviera bajo el agua —dijo Neckland boquiabierto.
—Los fantasmas no hacen daño a nadie...Tenemos en cambio muchos ejemplos de lo que estos monstruos son capaces de hacer. Vamos, Bert, démonos las manos, créame que no le guardo rencor. Oh, ¡vamos, hombre! Ya sé lo que siente usted por Nancy, pero entienda que sólo ella puede decidir su propia vida.
Los dos hombres se estrecharon las manos sonriéndose débilmente .
—Será mejor que bajemos y le contemos al señor Grendon lo que hemos visto—dijo Neckland. Ahora entiendo qué le ocurrió a Lardie anoche.
—¿Lardie? ¿Qué le paso? No la vi en todo el día.
—Lo mismo que a los lechones. La encontré dentro del granero. Sólo quedaba de ella la piel. ¡No había nada adentro! Como si le hubieran chupado las entrañas.
Gregory tardó veinte minutos en reunir el consejo de guerra. Todos estaban ahora en la sala de la casa. Nancy no se había sobrepuesto del todo a la noticia de la muerte de su madre y estaba sentada en un sillón con un chal sobre los hombros. Al lado de ella de pie. el señor Grendon esperaba impacientemente, con los brazos cruzados, y Bert Neckland se apoyaba en el marco de la puerta. Sólo Grubby no estaba presente. Le habían dicho que siguiera trabajando en la granja.
—Trataré una vez más de convencerlos de que todos ustedes están en grave peligro —dijo Gregory—. No se dan cuenta realmente. En verdad todos nosotros somos como animales ahora. ¿Recuerda usted aquel raro meteoro que cayó el invierno último, Joseph? ¿Y recuerda aquel rocío hediondo a principios de la primavera? Las dos cosas están relacionadas entre si, y ambas tienen que ver con todo lo que ocurre ahora. Aquel meteoro era de algún modo una máquina del espacio, lo creo firmemente, y adentro venía una forma de vida que... no se puede decir que sea hostil a la vida terrestre, pero si que no tiene en cuenta la cualidad de esa vida. Las criaturas de esa máquina, a quienes llamo aurigas, esparcieron el rocío sobre la granja. Ese rocío era un acelerador del crecimiento, un abono o fertilizante, que hace crecer a animales y plantas.
—¡Tanto mejor para nosotros! dijo Grendon.
—No, no es nada mejor. Todo creció de un modo extraordinario, es cierto, pero con un gusto distinto, un gusto apropiado para otros paladares, los de esas criaturas. Han visto ustedes qué ha ocurrido. No pueden vender nada. La gente no querrá los huevos o la leche o la carne de esta granja...tienen un sabor muy desagradable.
—Qué tontería. Los venderemos en Norwich. Nuestros productos son mejores que nunca. Nosotros los comemos, ¿no es así acaso?
—Sí, Joseph, ustedes los comen. Pero todos los que comen a esta mesa están condenados. ¿No entiende usted? Todos ustedes están "fertilizados'', lo mismo que los cerdos y las gallinas. Este sitio ha sido transformado en una súpergranja, y para los aurigas todos ustedes son ahora carne comestible .
Hubo un silencio en el cuarto, hasta que al fin Nancy dijo con una vocecita:
—No creerás realmente algo tan horrible.
—¿Y tú cómo lo sabes? ¿Te lo han dicho esas criaturas invisibles? —preguntó Grendon con tono truculento.
—Ahí están las pruebas, no puede negarlas. Perdone mi brutalidad, Joseph, pero a la mujer de usted se la comieron, lo mismo que a la perra y a los cerdos. Y los mismo le ocurrirá a los demás, tarde o temprano. Los aurigas ni siquiera son caníbales. No son como nosotros. No les importa que tengamos alma ni inteligencia, así como a nosotros no nos importa la posible inteligencia de las vacas.
—A mi no me comerá nadie —dijo Neckland, decididamente pálido.
—¿Cómo podrá impedirlo? Son invisibles, y pienso que atacan como las serpientes. Son criaturas anfibias, y quizá de no más de medio metro de altura. ¿Cómo se protegerá usted? —Gregory se volvió hacia el granjero— Joseph, el peligro es muy grande, y no sólo para los que estamos aquí. Al principio mientras nos estudiaban no intentaron hacernos daño...si no yo hubiera muerto aquella vez que eché el bote al agua. Ahora sin embargo son resueltamente hostiles. Le ruego que me deje ir a Heigham y telefonear al jefe de policía de Norwich, o por lo menos al destacamento local para que vengan a ayudarnos.
El granjero meneó lentamente la cabeza y apuntó con un dedo a Gregory
—Pronto has olvidado nuestras charlas, Gregory. No recuerdas ya lo que decíamos del socialismo y de cómo los poderes oficiales se irían debilitando. Tan pronto como te encuentras en una situación un poco difícil, ya quieres llamar a las autoridades. No hay nada aquí que unos pocos perros bravos como mi vieja Cuff no puedan enfrentar. No me opongo a comprar un par de perros, pero me conoces poco si crees que llamaré a las autoridades. ¡Buen socialista has resultado!
—¡No tiene derecho a hablarme así! —exclamó Gregory—. ¿Por qué no dejó venir a Grubby? Si usted fuera socialista, trataría a sus hombres como se trata a usted mismo. En cambio lo dejó trabajando en la zanja. Yo quería que Grubby asistiera a esta discusión.
El granjero se inclinó amenazadoramente por encima de la mesa.
—Ah, si, ¿eh? ¿Y desde cuándo mandas en esta granja? Grubby puede ir y venir a su antojo. Fúmate ésta, amigo —el granjero se acercó aún más a Gregory, como si sintiese que la cólera podía ayudarle a olvidar el miedo—. Tratas de asustarnos, ¿no es cierto? Pues bien, los Grendon no son gente miedosa. Te diré algo. ¿Ves ese rifle en la pared? Está cargado. Y si no desapareces de la granja antes de mediodía, ese rifle no seguirá en la pared. Estará aquí, en mis dos manos, y te lo haré sentir donde te duela más.
—No puedes hacer eso, papá —dijo Nancy —. Sabes que Gregory es amigo nuestro.
—Por amor de Dios, Joseph —dijo Gregory—, ¿no ve dónde están sus enemigos? Bert, cuéntele al señor Grendon qué vimos en el estanque. Vamos, ¡cuéntele!
Neckland no tenia muchas ganas de ser arrastrado a la discusión. Se rascó la cabeza, se sacó del cuello un pañuelo de cuadros rojos y blancos, se enjugó la cara y murmuró:
—Vimos algo así como unas ondas en el agua, pero no fue nada realmente, señorito Gregory. Quiero decir que pudo haber sido el viento, ¿no es cierto?
—Quedas advertido, Gregory —dijo el granjero . Saldrás de la granja antes del mediodía en esa yegua tuya, o no respondo de mi.
Salió a la luz pálida del sol, seguido por Neckland.
Nancy y Gregory se quedaron mirándolos. Gregory tomó las manos de la muchacha, que estaban frías.
—¿Tú creíste lo que dije, Nancy?
— ¿Es por eso que la comida nos sabia mal al principio y luego nos supo bien otra vez?
—Hay una única explicación. En ese entonces los sistemas de ustedes no se habían adaptado aún al veneno. Ahora si. Los están criando a ustedes, Nancy, así como nosotros criamos ganado. ¡Estoy completamente seguro! Y tengo miedo por ti, mi querida, tengo tanto miedo. ¿Qué haremos? ¡Ven a Cottersall conmigo! La señora Fenn tiene una hermosa salita arriba, y pienso que querría alquilarla.
—Estás diciendo disparates, Greg. ¿Cómo podría hacer eso? ¿Qué diría la gente? No, te irás ahora y esperaremos a que a papá se le pase el enojo. Si puedes venir mañana, verás que está mucho más tranquilo, pues lo esperaré esta noche y le hablaré de ti. Entiende que está trastornado por la pena y no sabe bien lo que dice.
—Bueno, querida. Pero quédate dentro de la casa todo el tiempo que puedas. Los aurigas no han entrado aquí hasta ahora, y estarás más segura. Y antes de irte a la cama cierra todas las puertas y persianas. Y trata de que tu padre se lleve ese rifle arriba.
Los días eran más largos ahora en su marcha confiada hacia el verano y Bruce Fox llegó a su casa antes que se pusiera el sol. Bajó de un salto de la bicicleta y se encontró con su amigo Gregory, que lo esperaba impacientemente.
Entraron juntos, y mientras Fox bebía un tazón de té, Gregory le contó lo que había pasado ese día en la granja.
— Estás en dificultades —dijo Fox—. Mira. mañana es domingo No iré a la iglesia y te acompañaré a la granja. Necesitas ayuda.
—Joseph es capaz dc dispararnos con ese rifle. Lo hará con toda seguridad si me ve con un extraño. Puedes ayudarme ahora mismo diciéndome dónde encontraré un perro joven para proteger a Nancy.
—Tonterías. Iré contigo. De todos modos, ya no aguanto oír todo esto de segunda mano. Pero conseguiremos también un cachorro. El herrero dispone de una camada de la que quiere librarse. ¿Tienes algún plan de acción?
—¿Plan de acción? No, no realmente.
—Necesitas tener un plan. Grendon no se asusta fácilmente, ¿no es cierto?
—Me parece que está bastante asustado. Nancy dice que está asustado. Pero no tiene mucha imaginación y no se le ocurre otra cosa que seguir trabajando todo lo posible.
—Mira, conozco a estos granjeros. No creen nada hasta que se lo frotas por la nariz. Lo que debemos hacer es mostrarle un auriga.
—Oh, espléndido, Bruce. ¿Y cómo?
—Cazaremos uno.
—No olvides que son invisibles...¡eh, Bruce, si, por Júpiter, tienes razón! ¡Se me ha ocurrido una idea magnifica! Escucha, no habrá más preocupaciones si atrapamos a uno. Luego cazaremos a todos los demás, no importa cuántos sean, y podremos matarlos.
Fox sonrió por encima del pedazo de torta de cerezas.
—Estamos de acuerdo, entonces, en que esos aurigas no son partidarios del socialismo utópico.
Será una gran ayuda, pensó Gregory, saber aproximadamente qué aspecto tenían aquellas formas de vida extrañas. El libro sobre las serpientes había sido un hallazgo afortunado, pues no sólo le había dado una idea de cómo los aurigas eran capaces de digerir tan rápidamente sus presas —"una especie de sopa o caldo"— y ahora alcanzaba a imaginar también el aspecto que podían tener. Para vivir en una máquina del espacio debían de ser bastante pequeños, y seguramente de naturaleza anfibia. La imagen que resultaba de todo esto era suficientemente extraña: una piel escamosa quizás como la de los peces: pies membranosos de rana: estatura diminuta con dos largos colmillos en la mandíbula. ¡Parecía indudable que esa invisibilidad ocultaba a un enano de aspecto realmente feo!
La macabra imagen se desvaneció en el aire y Gregory siguió trabajando con Bruce Fox en la preparación de la trampa. Grendon, afortunadamente, no había tratado de impedir que entraran en la granja. Nancy había logrado calmarlo. Y Grendon, por otra parte, había tenido una terrible experiencia esa mañana. Cinco gallinas habían quedado reducidas a poco más que piel y plumas, casi delante de sus ojos, y como resultado andaba alicaído y sin mirar mucho alrededor. Ahora estaba en un campo lejano, trabajando, y los dos jóvenes podían llevar adelante sus planes sin ser molestados, aunque de cuando en cuando miraban ansiosamente hacia el estanque. Mientras, Nancy, preocupada, los observaba desde una ventana.
Nancy tenia a su lado un perro robusto, de ocho meses de edad, llamado Gyp, y que Gregory y Bruce le habían traído del pueblo. Grendon, por su parte, había conseguido que un vecino lejano le prestara dos mastines feroces. Estas bestias de anchas mandíbulas estaban atadas a unas cadenas largas que les permitían patrullar las orillas del estanque desde el poste de los caballos en el lado occidental de la casa, hasta los olmos y el puente que llevaba a los campos del oeste. Ladraban estridentemente la mayor parte del tiempo y parecían inquietar a los otros animales, que este mediodía emitían continuamente sus voces.
Los perros serian un problema, había dicho Nancy, pues rechazaban la comida de la granja. Quizá se decidieran a probarla cuando empezaran a tener hambre.
Grendon había puesto un tablón a la entrada de la granja, y había pintado allí un letrero de advertencia para que nadie se acercase.
Armados con horquillas, los dos jóvenes llevaron cuatro sacos de harina del molino y los pusieron en sitios estratégicos a lo largo del patio hasta el portón. Gregory fue a los establos y sacó a uno de los terneros, atado a una cuerda, casi bajo los dientes de los mastines. Sólo cabía esperar que se mostraran tan hostiles con los aurigas como con los seres humanos
Llevaba el ternero por el patio, cuando apareció Grubby .
—Será mejor que no se quede por aquí, Grubby. Queremos atrapar a uno de los fantasmas.
—Si yo cazo uno, señorito, lo estrangularé con mis mismas manos
—Una horquilla es un arma mejor. Estos fantasmas son bestias peligrosas de cerca.
—Soy fuerte, créame. ¡Voy a estrangular a uno!
Para probar su afirmación. Grubby se quitó la vieja camisa gastada y les mostró a Gregory y a Fox un enorme bíceps. Al mismo tiempo sacudió la cabeza sacando la lengua, quizá para demostrar graficamente los efectos de la estrangulación.
—Magnifico brazo —convino Gregory—. Pero escuche, Grubby, tenemos una idea mejor. Mataremos a este fantasma atravesándolo con las horquillas. Si quiere unirse a nosotros, tráigase una del establo.
Grubby lo miró con una expresión socarrona y tímida y se golpeó la garganta con la palma de la mano.
—Prefiero el estrangulamiento, señorito. Siempre quise estrangular a alguien.
— ¿Y por qué, Grubby?
El hombre bajó la voz.
—Siempre quise saber si era muy difícil. Soy fuerte, y desarrollé los músculos estrangulando. Pero nunca a hombres, claro está, sólo a ganado.
Dando un paso atrás, Gregory dijo:
—Esta vez, Grubby, emplearemos horquillas.
Fue hasta los establos, tomó una horquilla, volvió y la puso en manos de Grubby.
—Adelante con el plan —dijo Bruce.
Fox y Grubby se tendieron en la zanja. a los dos lados del portón, con las armas preparadas. Gregory vació uno de los sacos de harina en cl patio, junto al umbral, de modo que cualquiera que dejara la granja tuviera que pisar la harina. Luego llevó al ternero hasta el estanque.
El animal mugía continuamente, intranquilo, y las voces de las bestias cercanas parecían responderle. Los pollos y las gallinas que andaban por el patio a la luz pálida del sol corrieron de un lado a otro, como locos. Gregory sintió que la transpiración le bajaba por la espalda, aunque la química de la expectación le había enfriado la piel. Dio una palmada en el cuarto trasero del animal y lo obligó a entrar en el estanque. El ternero se quedó alli estremeciéndose hasta que Gregory lo llevó otra vez lentamente al patio, pasando junto al molino y el granero a la derecha, el abandonado macizo de flores de la señora Grendon a la izquierda hasta el portón donde esperaban los otros dos. Y aunque se había prometido no volver la cabeza, no pudo dejar de mirar atrás para ver si alguien lo seguía, examinando al mismo tiempo la superficie plomiza del estanque. Cruzó la entrada con el ternero y se detuvo. No había otras huellas en la harina que las de sus zapatos y las pezuñas del animal.
—Prueba otra vez —aconsejó Fox—. Quizá están durmiendo la siesta allá abajo.
Gregory repitió toda la pantomima, y luego una tercera y una cuarta vez, alisando en cada ocasión la harina derramada. Nancy lo miraba nerviosamente desde la ventana Gregory sentía que ya no podía soportar la tensión
Sin embargo, la aparición del auriga lo tomó de sorpresa. Había llevado al ternero hasta el portón por quinta vez cuando el grito de Fox se unió al coro de voces animales. En el estanque no había aparecido ninguna onda, de modo que el auriga debía de haber venido de algún sitio oscuro de la granja. De pronto, unas huellas de palmípedo se movieron en la harina.
Gritando, excitado, Gregory soltó la cuerda que retenía al ternero y se hizo a un lado. Tomando el saco de harina abierto que había dejado junto al portón lo arrojó contra la figura invisible.
La bomba de harina estalló sobre todo el auriga, que apareció en el aire como dibujado con tiza. A pesar de si mismo, Gregory se descubrió gritando aterrorizado ante aquel torbellino blanco de palidez cadavérica. Lo más monstruoso era el tamaño: la criatura, ajena a toda forma humana, era demasiado grande para el mundo terrestre... tenia tres metros de altura, ¡tres metros y medio quizá! Resueltamente, y con una horrible rapidez, se precipitó hacia Gregory agitando unos brazos innumerables.

A la mariana siguiente, el doctor Crouchron y su sombrero de seda aparecieron junto a la cabecera de Gregory. El médico le agradeció a la señora Fenn el agua caliente que le había traído, y le vendó la pierna a Gregory.
—No es nada grave, por suerte —dijo el viejo—. Pero si me permite usted un consejo, señor Rolles, seria mejor que no volviera a la granja de Grendon. Es un lugar maldito, y no encontrará allí nada bueno.
Gregory asintió con un movimiento de cabeza. No le había dicho nada al doctor, excepto que Grendon lo había perseguido y le había disparado un tiro, lo que se acercaba bastante a la verdad, pero no era más que una parte de la historia.
—¿Cuando podré levantarme, doctor?
—Oh, la carne joven cura pronto. Si no fuese así los empresarios de pompas fúnebres serian ricos y los médicos muy pobres. Unos pocos días más y andará usted derecho como la lluvia. Pero vendré a verlo mañana. Hasta entonces quédese acostado de espaldas y no mueva esa pierna.
—¿Puedo escribir una carta, doctor?
—Puede escribirla, joven.
Tan pronto como el doctor Crouchron hubo desaparecido, Gregory tomó pluma y papel y le escribió unas líneas urgentes a Nancy. Las líneas decían que la quería mucho, y que no soportaba la idea de que ella siguiese en la granja, que no podría ir a verla a causa de la herida en la pierna, y que ella debía venir inmediatamente montando a Hetty con una valija y sus cosas y alojarse en El caminante donde había una alcoba que él pagaría. Que si él representaba algo para ella debía llevar a cabo este plan simple ese mismo día y enviarle un mensaje tan pronto como se encontrara alojada en la taberna.
Gregory leyó esta carta dos veces, bastante satisfecho, la firmó, añadió besos, y llamó a la señora Fenn tocando una campanilla que la mujer le había dejado con este propósito .
Gregory le dijo a la señora Fenn que el envío de la carta era asunto de extrema urgencia, y que deseaba confiársela a Tommy, el muchacho de la panadería, para que la llevara luego de terminar la ronda de la mañana. Le daría un chelín por el trabajo. La señora Fenn no mostró mucho entusiasmo, pero Gregory la halagó un poco, y al cabo de un rato la mujer dijo que le hablaría a Tommy y salió del cuarto llevándose la carta y el chelín.
Gregory comenzó en seguida otra carta, esta para el señor H. G. Wells. Hacía un tiempo que no le escribía, de modo que tuvo que hacer un relato bastante largo, pero al fin llegó a los acontecimientos del día anterior.
Tan horrorizado quedé al ver al auriga (escribió) que no pude moverme, mientras la harina volaba a nuestro alrededor. ¿ Y cómo podría describirle el aspecto del monstruo dibujado en blanco, a usted, quizá la persona de todas las islas británicas que mas se interesa en este vital asunto? Mis impresiones fueron, por supuesto, breves y oscuras, pero no es esta mi dificultad principal. ¡Nada hay en la Tierra que pueda compararse a esas extrañas criaturas!
Lo más parecido, supongo, sería un ganso horrendo pero con un cuello tan grueso como el cuerpo. En verdad era casi todo cuerpo. O todo cuello, según el modo como se mire Y encima de este cuello no había cabeza sino un terrible aparato, varias clases de brazos, un nido de apéndices que se retorcían de aquí para allá, y antenas, y látigos, como un pulpo abrazado a un buque de guerra del mismo tamaño, con unas pocas patas semejantes a langostas y a estrellas de mar. Parece esto ridículo pero puedo jurarle que cuando monstruo que me doblaba en altura se precipitó hacia mí sentí que era un espectáculo demasiado horrible para se contemplado por ojos humanos, a pesar de que no llegué a verlo complemente ¡Tan sólo su forma bajo la capa de harina que se adhería al cuerpo!
Si Grubby, ese hombre de campo, simple, de quien ya le hablé, no hubiese intervenido entonces, yo me hubiera ido al otro mundo llevándome la visión repulsiva del monstruo.
Cuando la harina cayó sobre el auriga, Grubby dio un grito y corrió hacia adelante, soltando la horquilla. En el momento en que la criatura se volvía hacia mí Grubby se le echó encima. Esto alteró nuestros planes, pues habíamos pensado que Fox y Grubby atacarían al monstruo con las horquillas tratando de darle muerte. Grubby lo tomó entre las manos, lo más arriba que pudo, y empezó a apretar con toda la fuerza de sus músculos poderosos. ¡Qué contienda terrible! ¡Qué combate espantoso!
Reaccionando, Bruce se adelanto blandiendo la horquilla. Fue su grito de guerra lo que me sacó de mi parálisis y me llevó a la acción. Corrí y tomé la horquilla de Grubby y cargué también. ¡El monstruo tenía brazos para todos! Nos golpeó una y otra vez y comprobé entonces que varios brazos tenían en verdad colmillos venenosos, pues vi que uno de ellos venía hacia mi como una cabeza de serpiente, abriendo la boca. No necesito subrayar el peligro, sobre todo si se recuerda que el efecto de la nube de harina era sólo parcial ¡y que a nuestro alrededor se agitaban muchos brazos aún invisibles!
Nos salvamos sólo porque el auriga era un cobarde. Vi que Bruce lo golpeaba duramente, y un segundo más tarde le atravesé la pata con la horquilla. Eso bastó. El monstruo emprendió la retirada soltando a Grubby. Se movía con asombrosa rapidez, retrocediendo hacia la laguna. ¡Y nosotros lo perseguíamos ahora! Y todas las bestias de la granja gritaban a la vez.
Cuando la forma blanquecina se arrojó al agua, Bruce y yo le arrojamos las horquillas. Pero la criatura se alejo nadando vigorosamente y al fin se sumergió dejando sólo una estela de harina espumosa.
Nos quedamos mirando el agua un rato, y luego corrimos juntos hacia Grubby. Había muerto. Yacía cara arriba y estaba irreconocible. Parecía que los colmillos del auriga lo habían alcanzado en seguida. Grubby tenia la piel de la cara muy tirante, y de un color rojizo apagado. No era más que la caricatura de una forma humana. Los venenos muy activos del auriga le habían disuelto toda la sustancia interior, y Grubby parecía un hongo gigantesco y podrido de forma de hombre.
Tenia unas manchas en el cuello y en lo que había sido una. cara, y la sustancia interior se le escurría por estas heridas, de modo que se iba desinflando lentamente en aquel lecho de harina y polvo. Quizá la mirada de la mítica Medusa, que transformaba a los hombres en piedra, no era peor que esto pues nos quedamos paralizados mirando a Grubby. Una andanada del rifle del granjero Grendon nos devolvió rápidamente a la vida.
Grendon había amenazado matarme. Ahora viendo que le habíamos vaciado cuatro sacos de harina y aparenten1ente a punto de irnos con un ternero disparó contra nosotros. No teníamos otra alternativa y echamos a correr. Grendon no estaba con ánimos de recibir explicaciones. Nancy salió corriendo a deter1erlo pero Neckland había empezado a perseguirnos también con los dos mastines que ladraban y tironeaban de las cadenas.
Bruce y yo habíamos llegado montados en Daisy, que nos esperaba ensillada La saqué del establo al trote, ayudé a subir a Bruce e iba a montar yo mismo cuando el arma disparo otra vez y sentí un dolor quemante en la pierna. Bruce me izó hasta la silla y partimos, yo apenas consciente
Aquí me tiene guardando cama y así deberé permanecer un par de días. Afortunadamente la bala no me tocó el hueso.
En verdad y tal como usted puede comprobar ¡la granja es un sitio maldito! En un tiempo se me ocurrió que podría llegar a ser un nuevo jardín del edén, donde fructificaban los alimentos de los dioses para hombres como dioses. En cambio ¡ay! el primer encuentro entre la humanidad y unos seres de otros mundos ha sido realmente desastroso y el edén se ha convertido en un campo de batalla para una guerra de los mundos. Nuestras anticipaciones del futuro han de ser necesariamente lúgubres.
Antes de cerrar este largo relato quiero responder a una pregunta que me hace usted en su carta y hacerle yo otra más personal que la de usted.
Me pregunta usted ante todo si los aurigas son totalmente invisibles y dice si me permite usted citar su carta: "Cualquier alteración en el índice de refracción de las lentes del ojo haría la visión imposible y por otra parte sin esa alteración los ojos serían tan visibles como bolitas de cristal. Para que la visión exista es necesario también que haya púrpura visual detrás de la retina y una córnea opaca. ¿Cómo se arreglan entonces para ver estos aurigas suyos?"
La respuesta es que carecen de órganos visuales tal como nosotros los conocemos, pues pienso que mantienen naturalmente ese carácter de invisibilidad. No sé pues como "ven", pero el órgano correspondiente es sin duda eficaz. No sé tampoco como se comunican nuestros contendientes, ya que no hizo el menor ruido cuando le atravesé la piel, pero es evidente sin embargo que se comunican bien. Quizá, en un principio trataron de comunicarse con nosotros por medio de un sentido misterioso que nosotros no tenemos y no recibiendo respuesta presumieron que éramos tan poco inteligentes como nuestros propios animales. Si es así ¡qué tragedia!
Ahora mi pregunta personal. Sé señor que está usted cada vez más ocupado a medida que se hace más famoso pero esto que pasa ahora en un remoto rincón de la Anglia occidental es de importancia tremenda, me parece, para el mundo y el futuro. ¿No se decide usted a hacernos una visita? Encontraría usted albergue cómodo en cualquiera de las dos tabernas del pueblo y el viaje en ferrocarril hasta aquí, aunque un poco aburrido no es demasiado malo. No le sería difícil tomar la diligencia que hace el viaje regular entre la estación de Heigham y Cottersall, que sólo queda a ocho millas. Así usted podría ver la granja de Grendon con sus propios ojos y hasta quizá a uno de esos seres interestelares. Siento que los informes que le envía el abajo firmante no sólo lo divierten a usted. También le preocupan. Pues bien le juro que no exagero en lo más mínimo. ¡Dígame usted que viene!
Si necesita otro argumento de persuasión, piense en la alegría que dará usted a su sincero admirador
Gregory Rolles
Leyendo esta larga carta de cabo a rabo, y luego de tachar dos adjetivos superfluos, Gregory se recostó en la cama con cierta satisfacción. Tenía la impresión de no haber dejado la lucha, aunque estaba ahora, momentáneamente, fuera de combate.
Pero las noticias que le llegaron en las primeras horas de la tarde fueron inquietantes. Tommy, el chico del panadero, había llegado hasta los mismos límites de la granja de Grendon, Luego las leyendas horribles que se habían tejido en torno al sitio lo paralizaron de pronto, impidiéndole entrar. Las voces animales que llegaban de la granja sonaban de un modo raro, y se confundían a veces con el ruido de unos martillazos. Cuando Tommy se adelantó arrastrándose y vio al granjero —negro como un pozo de alquitrán—que levantaba algo parecido a una horca, perdió el poco coraje que le quedaba y volvió rápidamente atrás sin haber entregado la carta a Nancy.
Gregory se quedó en la cama pensando en Nancy muy preocupado, hasta que la señora Fenn le llevó la cena. Se sabía ahora, al menos, por qué los aurigas no habían entrado en la casa: eran demasiado grandes. Nancy estaba a salvo mientras no saliera, aunque nadie podía sentirse a salvo en aquel condenado lugar.
Se durmió temprano esa noche. En las primeras horas de la mañana, tuvo una pesadilla. Se encontraba en una ciudad extraña donde todos los edificios eran nuevos y la gente vestía ropas brillantes. En una plaza crecía un árbol. En el sueño, Gregory tenia una relación especial con ese árbol: lo alimentaba. Empujaba a la gente que pasaba contra la corteza del tronco. El árbol era un árbol de saliva. Desde unos labios rojos y parecidos a hojas, que se entreabrían arriba en capullos, bajaban arroyos de saliva resbalando por la corteza suave. Cuando la gente tocaba esa saliva se convertía en sustancia del árbol. Parte de la saliva mojaba a Gregory. Pero en vez de disolverlo, le daba el poder de disolver a los demás. Abrazó a la muchacha a quien quería y acercó la boca para besarla. La piel de la cara de la muchacha se abrió y cayó como la cáscara de una fruta.
Gregory se despertó llorando desesperadamente y buscó a ciegas la llave del pico de gas.

El doctor Crouchron llegó a la mañana siguiente, ya cerca del mediodía, y le dijo a Gregory que el músculo de la pierna necesitaba descanso, y que debía guardar cama otros tres días por lo menos. Gregory no quedó nada satisfecho. No podía olvidar el sueño horrible y pensaba que había descuidado realmente a su querida Nancy. La carta que le había escrito estaba todavía allí sobre la mesa de luz. Luego que la señora Fenn le trajo el almuerzo, decidió que debía ir a ver a Nancy en seguida. Dejó la comida, salió de la cama, y se vistió lentamente.
No había esperado que la pierna le doliera tanto, pero consiguió bajar las escaleras y llegar al establo sin demasiadas dificultades. Daisy se alegró aparentemente al verlo. Gregory también se sentía contento y apoyó la frente en la mejilla del animal y le frotó la nariz.
—Quizá sea la última vez que tengamos que hacer este viaje, querida mía—dijo.
Ensillar la yegua fue una tarea comparativamente sencilla. Para montar, en cambio, tuvo que hacer esfuerzos angustiosos. Al fin se instaló cómodamente en la silla y tomó el camino familiar y desolado que llevaba al dominio de los aurigas. La herida le dolía mucho, y de cuando en cuando tenia que detenerse a esperar a que la pierna dejara de latirle. Notó también que ahora perdía sangre profusamente.
Llegó al fin a las puertas de la granja y descubrió lo que había querido decir el chico del panadero cuando contó que Grendon estaba levantando una horca. Habían clavado un poste en medio del patio. Un cable llegaba hasta la punta, de donde colgaba un farol que podía iluminar todo el patio, de noche.
Había ocurrido otro cambio. Detrás del apeadero habían puesto una nueva cerca de madera, separando el estanque de la granja. Pero en un punto, ominosamente, las maderas estaban rotas, astilladas y aplastadas, como si algo monstruoso hubiera levantado la barrera, sin detenerse.
Un perro feroz, encadenado junto al portón, ladraba furiosamente espantando a las gallinas. Gregory no se atrevió a entrar. Mientras se preguntaba cuál sería el mejor modo de resolver este nuevo problema, la puerta de la granja se abrió unos centímetros y Nancy asomó la cabeza, espiando. Gregory la llamo agitando frenéticamente la mano.
Nancy salió tímidamente, corrió por el patio, y reteniendo al mastín permitió que Gregory entrara. Gregory la besó en la mejilla, aliviado, sintiendo en los brazos el cuerpo firme de la joven.
— ¿Dónde está tu padre?
—Mi querido, tu pierna, ¡tu pobre pierna! ¡Todavía te sangra!
—No te preocupes. ¿Dónde está tu padre?
—En el prado del sur, me parece.
—Magnífico. Iré a hablarle, Nancy. Quiero que vayas a la casa y empaquetes tus cosas. Te llevo conmigo.
—¡No puedo dejar a papá!
—Tienes que hacerlo. Iré a decírselo.
Gregory se alejó por el patio, cojeando, y Nancy lo llamó temerosamente:
—No se desprende nunca de ese fusil. ¡Ten cuidado!
Los dos perros lo persiguieron todo a lo largo de la cadena corrediza, mostrando los dientes brillantes, tratando de alcanzarle los tobillos y ahorcándose casi. Gregory vio a Neckland que aserraba unas maderas cerca de la choza de Grubby. El granjero no estaba allí. Gregory fue impulsivamente hacia los establos.
Grendon estaba trabajando en la oscuridad. Cuando vio a Gregory dejó caer el balde y se adelantó, amenazante .
—¿Has vuelto? ¿No viste el letrero en el portón? No quiero verte por aquí, nunca más. Sé que tus intenciones son buenas, pero te he dicho que te mataré y cumpliré mi palabra. Entiéndeme, te mataré si vuelves de nuevo. Ya tengo bastantes dificultades para que tú añadas otras todavía Bueno, vete, ¡en marcha!
Gregory no se movió.
—Señor Grendon, ¿está usted tan loco como su mujer antes de morir? ¿No entiende que en cualquier momento repetirá usted el destino de Grubby? ¿No sabe qué alberga usted en el estanque?
—No soy tonto. Bueno, convengamos que esos monstruos se comen todo, incluyendo a los seres humanos. Aceptemos que esta granja les pertenece ahora. Aun así necesitan que alguien la atienda. Por eso digo que no me harán daño. Mientras me vean trabajar duramente, no me harán daño.
—Lo están engordando, Grendon, ¿no se da cuenta? El trabajo que ha hecho usted este último mes debía de haberlo dejado en los huesos. ¿No le asusta eso?
El granjero pareció perder la compostura un momento. Miró rápidamente alrededor.
—No digo que yo no esté asustado. Digo que haré lo que se debe hacer. No somos dueños de nuestras vidas. Hazme un favor ahora y vete de aquí.
Gregory había seguido instintivamente la mirada de Grendon. Advirtió en la oscuridad, por primera vez, el tamaño de los cerdos. Los lomos anchos y negros eran visibles por encima de los establos. Tenían el tamaño de terneros.
—Ésta es la granja de la muerte —dijo.
—La muerte es el fin de todos, cerdos, vacas y hombres.
—Es cierto, señor Grendon, y puede seguir pensándolo así si usted quiere. No comparto ese punto de vista y no dejare que las gentes que dependen de usted sufran las consecuencias de esas ideas. Señor Grendon, le pido en matrimonio la mano de su hija.


Nancy dejó la granja, y los tres primeros días se los pasó acostada en su cuarto de El caminante, entre la vida y la muerte. La comida común parecía envenenarle la sangre. Pero gradualmente, y bajo los cuidados del doctor Crouchron, Nancy fue recobrando las fuerzas, temiendo quizá que si no se curaba atraería sobre su cabeza todas las furias del médico .
—Hoy tienes mejor cara —dijo Gregory tomándole la mano—. Pronto podrás levantarte, cuando te libres de toda esa comida malsana de la granja.
—Greg, mi querido, prométeme que no irás otra vez a la granja. No tienes necesidad de ir ahora que no estoy allí.
Gregory bajó los ojos y dijo:
—No me pedirás que te lo prometa, ¿no es cierto?
—No quiero que ni tú ni yo vayamos allá alguna vez. Papá, estoy segura, vive en una suerte de encantamiento. Yo siento como si despertara ahora, como si estuviese recobrando mis sentidos, ¡y no me gusta pensar que tú estas perdiendo los tuyos! ¿Y si esos monstruos, esos aurigas, nos siguieran aquí, a Cottersall?
—Sabes, Nancy, me he preguntado muchas veces por qué no habrán salido de la granja. Una vez que descubrieron la debilidad de los seres humanos hubieran podido atacar a todos o llamar a otros de su especie para tratar de invadirnos sin embargo se contentaron con quedarse en ese sitio
Nancy sonrió
—Yo no seré tan inteligente como tú, pero me parece que tengo una respuesta para eso. No les interesa ir a ninguna otra parte. Se me ocurre que son una pareja y que han venido en esa máquina del espacio a pasar unas vacaciones en nuestro viejo mundo, así como nosotros podríamos ir a Great Yarmouth a pasar un par de días en nuestra luna de miel. Quizá están pasando la luna de miel.
— ¡La luna de miel! ¡Qué idea horrible!
—Bueno. unas vacaciones entonces. Esa era la idea de papá...Papá dice que son sólo dos, y que pretenden pasar unos días tranquilos en la Tierra. A la gente le gusta comer bien cuando está de vacaciones, ¿no es así?
Greoory miró a la muchacha, boquiabierto.
—¡Pero eso es espantoso! ¡Hablas como si los aurigas fueran gente adorable!
—Por supuesto que no, tontísimo. Pero supongo que entre ellos deben de encontrarse agradables.
—Bueno, prefiero imaginarlos como seres peligrosos.
—Más razón entonces para que no te acerques a ellos.
Pero no ver no impedía pensar. Gregory recibió otra carta del doctor Hudson Ward, una carta bondadosa y animosa, y no trató de contestarla. Sentía que no podía comprometerse con ninguna tarea que lo alejara de allí, aunque la necesidad de trabajar, en vista de los planes matrimoniales, era ahora cosa urgente: la pensión modesta que le pasaba su padre no alcanzaba para dos. No obstante, no lograba concentrarse en esos problemas prácticos. Era otra carta la que esperaba y los horrores de la granja continuaban obsesionándolo. Esa noche soñó otra vez con el árbol de saliva.
Al atardecer pudo reunir el coraje suficiente para contarles a Fox y a Nancy lo que había soñado. Se encontraron en un sombrío compartimento de la parte de atrás de la posada, un sitio íntimo y discreto con asientos de felpa roja. Nancy se había recobrado ya del todo y esa tarde se había paseado un rato al sol.
—En mi sueño, la gente quería ofrecerse al árbol de saliva. Y aunque yo no podía comprobarlo, me pareció que quizá no morían realmente sino que eran transformados en alguna otra cosa, algo menos humano quizá. Y esta vez vi que el árbol era de alguna clase de metal y que crecía y crecía bombeándose a si mismo. Uno podía ver cómo la saliva movía los engranajes y los pistones, y como salía luego por las ramas.
Fox se rió un poco secamente.
—Parece que estuvieras describiendo un cuadro del futuro, con maquinarias en todas partes, hasta en las plantas. Te obsesiona el progreso, Greg. Escucha, mi hermana va a Norwich mariana, en el coche de mi tío. ¿Por qué no os vais los dos con ella? Quiere comprar algunos adornos para su vestido de novia, así que eso puede interesarte, Nancy. Luego podrías pasar un par de días con el tío de Greg. Os prometo que os escribiré en seguida si los aurigas invaden a Cottersall, para que no os perdáis nada.
Nancy tomó a Gregory por el brazo.
—¿No podemos ir, Gregory? Hace mucho tiempo que no voy a Norwich y es una ciudad hermosa.
—Seria una buena idea —dijo Gregory, titubeando.
Nancy y Fox insistieron hasta que Gregory tuvo que ceder. Dejó el grupo tan pronto como le fue posible, dio a Nancy un beso de buenas noches, y caminó rápidamente calle abajo hacia la panadería. De algo estaba seguro: si tenia que dejar el distrito, antes quería saber qué estaba ocurriendo en la granja.
A la luz del crepúsculo de estío, la granja tenía un aspecto insólito. Unas cercas de madera macizas, pintadas rápidamente con alquitrán y de tres metros de alto, se alzaban en todas partes, no sólo en el patio sino también a lo largo de los prados, entre los árboles frutales y las matas, en medio del pantano. Y Grendon estaba levantando otras cercas pues se oía el ruido de un martilleo furioso, puntuado por las infatigables voces de los animales.
No obstante, era la luz lo que daba a la granja ese aspecto sobrenatural. El poste solitario que había sostenido la primera lámpara eléctrica en el patio tenía ahora cinco compañeros: junto al portón, detrás de la casa, a orillas del estanque, a las puertas del cobertizo, y al lado de los establos. La lívida luz amarilla daba a la escena esa atmósfera enigmática y extraña que puede encontrarse en la medianoche eterna de un sepulcro egipcio.
Gregory no cometió el desatino de tratar de entrar por el portón. Ató a Daisy a las ramas bajas de un espinillo y atravesó unas tierras baldías hasta llegar a los prados del sur. Desde allí caminó en línea recta hacia las tierras de alrededor. El trigo se alzaba amenazadoramente en la oscuridad moviéndose y murmurando. Las frutas habían madurado con rapidez. En los macizos las frutillas crecían como peras. Las espigas de maíz relucían como almohadones de seda. En la huerta los árboles crujían bajo el peso de unos balones deformes que querían parecer manzanas: una de ellas, demasiado madura, cayó al suelo con un pesado golpe otoñal. Había movimientos y ruido en todas partes, tanto que Gregory se detuvo a escuchar.
Se levantaba un viento. Las aspas del viejo molino emitieron un quejido que parecía el grito de una gaviota y empezaron a girar. En el cobertizo de los motores la máquina de vapor daba una nota constante y doble generando energía. Los mastines ladraban, acompañados por el coro intranquilo de los otros animales. Gregory recordó el árbol de saliva. Aquí, como en el sueño, la agricultura se había convertido en algo que semejaba una industria y los impulsos de la naturaleza eran devorados por el nuevo dios de la ciencia. Bajo la corteza de los árboles subía el vapor oscuro de fuerzas nuevas y desconocidas.
Gregory se obligó a ponerse en marcha otra vez. Avanzó cuidadosamente entre las sombras de las cercas y las luces de los faroles y llegó a las proximidades de la puerta de atrás de la granja. Una lámpara ardía en la ventana de la cocina. Gregory titubeó, y en ese momento se oyó un mido de vidrios rotos, dentro de la casa. Corrió entonces silenciosamente, junto al muro, y llegó a la puerta. La voz de Grendon llegaba allí con un tono curiosamente apagado, como si el hombre se hablara a sí mismo.
— ¡Quédate ahí! No me sirves. Esto es una prueba de fuerza. Oh, Dios, presérvame, ¡permite que me pruebe a mí mismo! Tu que hiciste mi tierra estéril hasta ahora...¡permite que recoja sus cosechas! No sé qué estás haciendo. No quiero resistirme a ti, pero esta granja es en verdad mi vida. ¡Malditos, malditos sean! Son todos enemigos.
El hombre siguió hablando as; un rato, como un borracho. Gregory se sintió arrastrado por una espantosa fascinación, entró en la casa, cruzó la cocina y se detuvo en el umbral de la sala. Miró por la puerta entornada hasta que vio al granjero, una figura oscura y erguida en medio del cuarto.
Sobre la chimenea apagada llameaba una vela, y la luz se reflejaba en las cajas de animales embalsamados. Era evidente que habían cortado las luces de la casa para dar mayor energía a los nuevos faroles de afuera.
Grendon daba la espalda a Gregory. La vela le iluminaba una mejilla tensa y mal afeitada. Parecía un poco abrumado por el peso de esos deberes que se habían echado encima, y sin embargo, mirando esa espalda vestida con una chaqueta de cuero, Gregory sintió una suerte de reverencia por la independencia de aquel hombre, y por el misterio qué yacía bajo la aparente simpleza. Miró cómo Grendon iba a la puerta de enfrente, dejándola abierta, y pasaba al patio, murmurando siempre entre dientes. Luego el granjero se alejó por el otro lado de la casa y los perros renovaron sus ladridos.
El tumulto no llegó a apagar un gruñido cercano. Mirando en las sombras, Gregory descubrió un cuerpo bajo la mesa. El cuerpo se movió a un costado, aplastando unos vidrios, y emitiendo un gemido ahogado. Aunque no se veía mucho, Gregory supo que el hombre era Neckland. Se acercó y le levantó la cabeza, apartando con el pie un pescado ernbalsamado .
—¡No me mate! Sólo quiero irme de aquí.
—¿Bert? Soy Gregory, Bert, ¿está usted herido?
Había sangre en el suelo. El hombre tenia la camisa prácticamente destrozada, y los vidrios del piso le habían cortado la carne en el costado y en la espalda. Más grave parecía un moretón que tenía en el hombro y que se oscurecía cada vez más.
Enjugándose la cara y hablando con una voz más racional, Neckland dijo:
— ¿Gregory? Yo creía que estaba usted en Cottersall ¿Qué hace aquí? El señor Grendon lo matará si lo encuentra aquí.
—¿Qué le pasó a usted, Bert? ¿No puede levantarse?
El hombre había recobrado ya el uso de sus facultades. Tomó el brazo de Gregory e imploró:
—No levante la voz, por favor, o el señor Grendon nos oirá y vendrá otra vez y terminará conmigo de una vez por todas. Ha perdido la cabeza, y dice que esas cosas del estanque están aquí de vacaciones. Casi me arranca la cabeza con el bastón. Suerte que tengo la cabeza dura.
—¿Por qué fue la pelea?
—Se lo diré en seguida. Me di cuenta muy bien de lo que pasaba aquí en la gran ja. Si yo no me iba pronto las cosas del estanque me comerían y chuparían como a Grubby. De modo que me escapé mientras el señor Grendon no miraba y vine aquí a recoger mis trampas y mis otras cosas. Este lugar está maldito, realmente maldito, y habría que arrasarlo. ¡El infierno no puede ser peor que esta granja!
Neckland se incorporó del todo y se apoyó en Gregory para guardar el equilibrio. Fue hacia la escalera, gruñendo
—Bert —dijo Gregory—, que le parece si nos lanzamos contra Grendon y lo maniatamos. Podríamos llevarlo al carro y luego irnos todos juntos.
Neckland se volvió y miró a Gregory desde las sombras acariciándose el hombro con una mano
—Inténtelo usted si quiere —dijo y dando media vuelta subió decidido las escaleras
Gregory se quedó donde estaba, mirando de reojo la ventana. Había venido a la granja sin un plan preconcebido, pero ahora que se lo había dicho a Bert le parecía que no podía hacer otra cosa que llevarse a Grendon de la granja. Se sentía obligado a hacerlo, pues aunque veía ahora a Grendon con otros ojos, el hombre lo retenía con una especie de fascinación, y era incapaz de dejar que un ser humano, por mas perverso que pareciera, enfrentase solo los horrores extraños del granjero. Si conseguía que Grendon, pensó no recibiera. a tiros a los intrusos, quizá podría traerse ayuda de las granjas vecinas, Derham Cottages, por ejemplo.
El cobertizo de las máquinas tenía una sola ventana y con barrotes. Era de ladrillos, y la puerta podía cerrarse desde el exterior. Quizá fuera posible atraer a Grendon, y luego obtener ayuda de afuera.
No sin aprensión, Gregory fue hasta la puerta y espió en la confusa oscuridad. Examinó ansiosamente el suelo, buscando alguna pisada más siniestra que la del granjero, pero no había indicación alguna de que los aurigas estuviesen activos. Salió al patio.
No había avanzado dos metros cuando se oyó un agudo grito de mujer. Gregory sintió como si unas manos nervudas le apretaran las costillas y se acordó de la pobre señora Grendon, loca. En seguida reconoció la voz: era Nancy. Los gritos no se habían apagado del todo cuando Gregory corría ya hacia el lado oscuro de la casa.
Sólo más tarde comprendió que había corrido aparentemente hacia un ejército de gritos animales. Sobre todos ellos se oían los chillidos de los cerdos: cada una de estas bestias parecía tener que transmitir a un misterioso destinatario un mensaje agudo e indescifrable. Gregory corrió hacia los establos, esquivando las enormes cercas iluminadas por aquélla maléfica luz amarillenta.
En los establos el ruido era ensordecedor. Los cascos de los animales pateaban las maderas. En medio del establo principal brillaba una luz y Gregory pudo ver de qué modo terrible había cambiado la granja desde su última visita. Las marranas se habían desarrollado enormemente y las grandes orejas les golpeaban las mejillas como tablas. Los lomos hirsutos se curvaban hasta tocar casi las barras del techo.
Grendon estaba en la entrada del otro lado, sosteniendo en los brazos el cuerpo inconsciente de Nancy. Un saco de alimento para cerdos yacía desparramado a sus pies. Había abierto a medias las puertas de un establo y trataba de abrirse paso contra el flanco de un cerdo casi de su misma altura. De pronto Grendon se volvió y miró a Gregory con una cara de indiferencia más terrible que cualquicr expresión de furia.
Había alguien más allí. Las puertas de un establo, cerca de Gregory, se abrieron de par en par. Las dos cerdas apretadas entre las tablas lanzaron un terrible chillido en falsete sintiendo claramente la presencia de un hambre insaciable patearon a los lados ciegamente, y todos los otros animales expresaron el mismo terror. La lucha era inútil. Un auriga estaba allí. La muerte misma la figura de la guadaña infatigable y de la inmóvil sonrisa ósea, hubiese sido más fácil de evitar que esta presencia venenosa e invisible. Una mancha rosada se extendió rápidamente sobre el lomo de una de las bestias. Casi en seguida la enorme masa empezó a decrecer perdiendo rápidamente toda su sustancia.
Gregory no se detuvo a mirar el repugnante proceso. Corrió hacia el granjero, que ya se movía otra vez Y ahora era evidente qué se proponía. Abrió las puertas del último establo y dejó caer a Nancy en el comedero de metal. Casi enseguida las marranas se volvieron chasqueando las mandíbulas hacia este nuevo forraje. Grendon se acercó a un gancho de la pared, que sostenía el rifle.
El estrépito sacudía ahora los establos. La compañera de la marrana que había sido ingerida tan rápidamente se libró y salió al pasillo central. Durante un momento se quedó allí, por suerte, pues si no Gregory hubiera quedado atrapado, inmóvil, como paralizada por la posibilidad de libertad. Los establos se estremecieron y los otros animales lucharon por salir también de los corrales, derribando ladrillos echando abajo las puertas. Gregory saltó a un lado y unos cuerpos grotescos se apretaron en los pasillos luchando por ganar la libertad.
Gregory había llegado junto a Grendon, pero la estampida los alcanzó antes que se tocaran. Un casco se le cruzó a Grendon en el camino, y el granjero se dobló hacia delante con un gruñido y cayó bajo las patas de las bestias. Gregory apenas tuvo tiempo de esquivar el tropel metiéndose en el corral más próximo. Nancy trataba en ese momento de salir de la artesa, y las dos bestias a las que había sido ofrecida se sacudían tratando de escapar. Animado por una energía feroz, sin razón, y casi sin conciencia, Gregory alzó a la muchacha, pasó por encima una pierna, se inclinó a recoger a Nancy, y la ayudó a subir.
Estaban a salvo. pero aún no del todo. Entre las nubes de polvo y las sombras del establo podían ver cómo las bestias enormes se apretaban en una y otra entrada. En medio se libraba una suerte de batalla entre los animales que se empujaban tratando de llegar al extremo opuesto del edificio. Estaban despedazándose, y la destrucción amenazaba al establo mismo.
—Tuve que seguirte —jadeó Nancy—. Pero papá... ¡creo que ni siquiera me reconoció!
Por lo menos, pensó Gregory, Nancy no había visto cómo Grendon caía bajo las patas de las bestias. Volviéndose involuntariamente, vio el fusil que Grendon no había llegado a tomar y que colgaba aún de un gancho de la pared. Arrastrándose por una viga transversal podía alcanzar fácilmente el arma. Ayudó a Nancy a sentarse y se movió a lo largo de la viga, a sólo unos pocos centímetros por encima de los lomos de los cerdos. El fusil al menos les daría cierta protección: el auriga, a pesar de parecerse muy poco a los hombres, no sería inmune al plomo.
Cuando alcanzó el viejo fusil y lo descolgó del gancho, Gregory sintió de pronto el deseo de matar en seguida a uno de aquellos monstruos invisibles. Recordó entonces sus primeras esperanzas: la idea de que quizá fueran seres superiores, seres sabios y de ilustrado poder, que venían de una sociedad mejor donde unos códigos morales elevados guiaban las actividades ciudadanas. Había pensado entonces que sólo a una civilización semejante le sería concedido el don de los viajes interplanetarios. Pero lo opuesto era quizá la verdad: quizá un objetivo parecido sólo podía ser alcanzado por las especies indiferentes a fines más humanos. Tan pronto como se le presentó esta idea, se sintió abrumado por la visión de un universo enfermo, donde las razas que cultivaban el amor y la inteligencia habitaban unos mundos diminutos, de los que no salían nunca, mientras el cosmos, era recorrido por especies asesinas, que descendían aquí y allá; a satisfacer sus crueldades y sus voraces apetitos.
Regresó al sitio donde esperaba Nancy, sobre la sanguinaria lucha porcina.
La muchacha señaló con el dedo, muda. En el extremo más lejano los animales habían derribado las puertas y escapaban ahora hacia la noche. Pero uno de los cerdos cayó y se aplastó contra el suelo como un saco informe de color carmesí. Otro animal que pasó por ese sitio sufrió el mismo destino .
¿El auriga actuaba impulsado por la ira? ¿Lo habían lastimado los cerdos, al cargar ciegamente? Gregory alzó el fusil y apuntó. En ese momento vio una débil columna alucinatoria que se alzaba en el aire. Había caído tanto polvo y barro y sangre sobre el auriga que ahora era parcialmente visible. Gregory disparó.
El culatazo casi lo hizo caer de la viga. Cerró los ojos y oyó apenas la voz de Nancy que lo abrazaba:
—Oh, eres maravilloso, ¡eres maravilloso! ¡lo alcanzaste justo en medio!
Gregory abrió los ojos y miró entre el humo y el polvo. La sombra que era el auriga se tambaleaba ahora. Al fin cayó. Cayó entre las formas distorsionadas de los cerdos que había matado, y unos fluidos corruptos se extendieron por el suelo. Luego el monstruo se alzó otra vez. Nancy y Gregory vieron que avanzaba hacia la puerta y desaparecía en el patio .


Durante un minuto los dos jóvenes se quedaron mirándose, con expresión de triunfo y de perplejidad a la vez. En los establos sólo quedaba un cerdo, malamente herido. Gregory saltó al suelo y ayudó a bajar a la muchacha. Esquivaron los espantosos restos como mejor pudieron y salieron al aire fresco de la noche.
Arriba, sobre la huerta, en las ventanas de la casa, oscilaban unas luces raras.
—¡Fuego! ¡Hay fuego en la casa! Oh, Greg, ¡tenemos que salvar lo que podamos! Las hermosas cosas de papá...
Gregory retuvo a Nancy y se inclinó hablándole directamente en la cara.
— ¡Fue Bert Neckland! Me dijo que había que destruir todo esto, y eso es lo que hizo.
—Vamos, entonces. . .
— ¡No, no, Nancy, tenemos que dejarla arder! ¡Escucha! El auriga herido no puede estar muy lejos. No llegamos a matarlo. Si estas criaturas sienten odio o furia, tratarán de matarnos...¡No olvides que son más que uno! No tenemos que ir por ah; si queremos vivir. Daisy está de este lado del prado y nos llevará sin peligro a casa.
— ¡Greg, querido, esta es mi casa! —gritó Nancy, desesperada.
Las llamas se elevaban más y más. Las ventanas de la cocina se rompieron en una lluvia de vidrios. Gregory corrió con Nancy en dirección opuesta gritando:
— ¡Yo soy tu casa ahora! ¡Yo soy tu casa ahora!
Nancy corría también, sin protestar, y juntos se internaron entre los altos pastos.
Cuando llegaron al camino y al sitio donde esperaba la yegua, se detuvieron a tomar aliento y miraron hacia atrás.
La casa ardía por los cuatro costados. Era imposible salvarla ahora. El viento alzaba remolinos de chispas y una de las aspas del molino había empezado a arder también. Las lámparas eléctricas de los postes emitían una luz espectral y pálida. De cuando en cuando la sombra de algún animal gigantesco atravesaba la escena. I)e pronto, las luces se estremecieron y luego se apagaron. Un animal había derribado un poste. La lámpara había caído al estanque y el corto circuito había interrumpido el sistema.
—Vámonos —dijo Gregory y ayudó a montar a Nancy.
Cuando subía detrás, se oyó un rugido creciente, cada vez más agudo. De pronto, se apagó. Una nube espesa de vapor burbujeó sobre el estanque. Y de la nube salió la máquina del espacio, y subió, y subió, subió, y Nancy y Gregory la observaron boquiabiertos, angustiados. La máquina subió en el aire suave de la noche, se perdió de vista durante un momento, comenzó a emitir un brillo opaco, y reapareció tremendamente lejos.
Poco después, Gregory la buscaba desesperadamente en el cielo pero la máquina ya había desaparecido, más allá de los límites de la atmósfera terrestre. Sintió una terrible desolación, más terrible aun porque era enteramente irracional, y entonces pensó, y gritó lo que pensaba:
—¡Quizá estaban pasando aquí sus vacaciones! ¡Quizá disfrutaban aquí, y les hablarán a sus amigos de este pequeño mundo! ¡Quizá el futuro de la Tierra sea sólo eso: un lugar de veraneo para millones de aurigas!


El reloj de la iglesia daba la medianoche cuando Nancy y Gregory llegaron a las primeras casas de Cottersall.
—Primero iremos a la taberna dijo Gregory . No puedo llamar a la señora Fenn a esta hora, pero tu patrona nos servirá comida, agua caliente y unas vendas para las heridas.
—Yo me encuentro bien, querido, pero me alegra que me acompañes.
—Te advierto que desde ahora te acompañaré demasiado.
La puerta de la taberna estaba cerrada, pero adentro había luz, y al cabo de un rato el posadero mismo vino a abrirles, ansioso por oír alguna noticia que pudiera transmitir luego a su clientela.
—En la habitación número tres hay un caballero que desea hablar con usted a la mañana —le dijo a Gregory—. Un caballero simpático que vino en el tren de la noche y que está aquí desde hace una hora.
Gregory hizo una mueca.
—Mi padre, sin duda.
—Oh, no, señor. Es un señor llamado Wills o Wells o Walls... La firma no es muy clara.
—¡Wells! ¡El señor Wells! ¡Ha venido! Gregory tomó las manos de Nancy sacudiéndoselas, excitado—. Nancy, ¡uno de los más grandes hombres de Inglaterra está aquí! ¡Nadie podría oír con mayor provecho una historia como la nuestra! Iré a hablarle ahora mismo.
Besando ligeramente a Nancy en la mejilla, Gregory corrió escaleras arriba y llamó a la puerta del cuarto número tres.
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