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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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viernes, 13 de noviembre de 2009

VARIOS SCIFI

Fredric Brown - EXPEDICION


- La primera expedición marciana - dijo el profesor de historia -, la que siguió a la exploración preliminar mediante astronaves de reconocimiento que no llevaban más que un solo hombre a bordo y cuya misión era investigar las posibilidades de establecer una colonia permanente en el planeta, trajo un gran número de problemas. Uno de los más embarazosos era: ¿en cuántos hombres y en cuántas mujeres tenía que repartirse la tripulación de treinta personas que partiría hacia Marte?
- Había tres teorías al respecto.
- Según la primera, la astronave debía llevar quince hombres y quince mujeres, entre los cuales, sin ninguna duda, la mayor parte encontraría recíprocamente el compañero o la compañera que daría un rápido impulso a la colonia.
- Según la segunda, debían haber veinticinco hombres y cinco mujeres (todos ellos dispuestos a firmar una renuncia a toda veleidad de monogamia), por la sencilla razón de que cinco mujeres podrían satisfacer fácilmente a veinticinco hombres, y que veinticinco hombres satisfarían aún con mayor razón a cinco mujeres.
- Finalmente, los defensores de la tercera teoría declararon que la expedición debía componerse de treinta hombres, ya que, en estas condiciones, los hombres se hallarían en mejor disposición para concentrarse eficazmente en el trabajo que les esperaba. Y se añadía que, puesto que una segunda nave interplanetaria seguiría dentro de un año aproximadamente, y que podría llevar principalmente mujeres, no sería una privación demasiado cruel para los hombres el mantener el celibato durante ese intervalo. Más aún teniendo en cuenta que ya estaban habituados: las dos escuelas de Cadetes del Espacio, una de hombres y otra de mujeres, no admitían la derogación de la separación de sexos.

El Director de Expediciones Interplanetarias cortó la discusión por medio de un simple expediente... “¿Sí, señorita Ambrose?”
Una chica, en la clase, acababa de levantar una mano.
- Señor profesor, ¿esta expedición era la que estaba comandada por el capitán Maxon? ¿El llamado Maxon el Campeón? ¿Puede decirnos usted de dónde le viene ese sobrenombre?
- Estoy llegando a ello, señorita Ambrose. En las clases inferiores se les ha contado la historia de la expedición, pero no toda la historia. Ahora son ya lo suficientemente mayores como para comprenderla.
- El Director de Expediciones Interplanetarias liquidó la disputa, cortó el nudo gordiano, anunciando que los miembros de la expedición serían elegidos por sorteo, sin consideración de sexo, entre los alumnos de las clases de fin de estudios de las dos Academias del espacio. No hay que señalar que con esto se ponía a favor de la relación de veinticinco hombres y cinco mujeres, puesto que la escuela de hombres contaba cerca de quinientos alumnos en la clase superior, mientras que la de mujeres contaba solamente con cien.
Según la ley de las posibilidades, la proporción de elegidos tendría que haber sido de cinco hombres por una mujer.
- Sólo que la ley de probabilidades no es aplicable a una serie de elecciones al azar considerada particularmente. Y ocurrió que, en el sorteo en cuestión, veintinueve mujeres escogieron la papeleta señalada, contra un solo hombre.
- Todo el mundo, salvo las felices afortunadas, por supuesto, protestó con vehemencia, pero el Director permaneció inconmovible; el juego había sido honesto, y rehusó cambiar lo más mínimo de la lista establecida. Su única concesión, destinada a aplacar las protestas masculinas, fue designar a Maxon, el único hombre, como capitán. La astronave partió, y el viaje fue excelente.
- Y cuando la segunda expedición desembarcó en Marte, encontró la población duplicada. Exactamente doblada: cada mujer miembro de la primera tripulación tenía un hijo, y una de ellas había tenido gemelos, lo que hacia un total de treinta niños.
- Sí, señorita Ambrose, veo su mano a punto de levantarse, pero déjeme terminar. No, no hay nada de sensacional en lo que les he dicho hasta ahora. De acuerdo, mucha gente podrá pensar que la moralidad del asunto es más bien dudosa, pero no es una gran hazaña para un hombre, si se le da tiempo suficiente, el dejar encinta a veintinueve mujeres.
- El sobrenombre del capitán Maxon deriva del hecho de que los trabajos sobre la segunda astronave fueron mucho más aprisa de lo que había sido previsto, y que la segunda expedición llegó no un año, sino solamente nueve meses y dos días más tarde.
- ¿Responde esta aclaración a su pregunta, señorita Ambrose?


FIN

E. B. White - UN AS DEL AJEDREZ



Cuando el hombre entró con la máquina bajo el brazo, la mayoría de nosotros levantamos la vista de nuestros tragos, porque nunca antes habíamos estado en presencia de una cosa como aquélla. El hombre dejó el aparato encima de la barra, cerca de las espitas de cerveza. Ocupaba una gran cantidad de espacio y se notaba que al cantinero no le gustaba mucho tener aquel aparato feo y grande aparcado allí.
- Dos rye con agua - dijo el hombre.
El camarero continuó mezclando un Old-Fashioned que estaba preparando, pero era obvio que el pedido le daba qué pensar.
- ¿Quiere uno doble? - preguntó después de unos momentos.
- No - dijo el hombre -. Dos rye con agua, por favor.
Clavó sus ojos en el cantinero, no precisamente en forma inamistosa, pero tampoco con cordialidad.
El trato diario de muchos años con la clase de gente que frecuenta los bares había desarrollado en el cantinero un carácter adaptable. Sin embargo, no se adaptó enseguida a este individuo y no le gustó la máquina. Eso se notaba claramente. Recogió un cigarrillo encendido que reposaba en el borde de la caja registradora, le dio una chupada y volvió a ponerlo ensimismadamente en su lugar. Luego sirvió dos tragos de whisky rye, llenó dos vasos de agua y empujó los cuatro vasos frente al hombre. La gente observaba. Cuando sucede en una cantina algo un poco fuera de lo común, su sentido es captado por los parroquianos y eso los identifica entre sí.
El hombre no se dio por enterado de que todas las miradas convergían sobre él. Tiró un billete de cinco dólares sobre el mostrador; luego se bebió uno de los tragos y tomó agua. Levantó el otro rye, separó de la máquina un aditamento pegado a ella que parecía una aceitera y echó el whisky dentro, vertiendo el agua después.
El cantinero miraba ceñudamente.
- No le veo la gracia - dijo con voz imperturbable -. Y lo que es más, su compañero ocupa mucho espacio. ¿Por qué no lo coloca en aquel banco junto a la puerta y deja más espacio aquí?
- Hay bastante espacio para todos - repuso el hombre.
- No me hace gracia - dijo el cantinero -. Acabe de poner ese aparato latoso cerca de la puerta como le dije. Nadie le pondrá un dedo.
El hombre sonrió.
- Debieran haberlo visto esta tarde - dijo -. Estuvo magnífico. Hoy fue el tercer día del torneo. Imagínense ¡tres días de constante bregar intelectual! ¡Y frente a los mejores jugadores del país! En el inicio de la partida obtuvo una ventaja, luego, durante dos horas, la aprovechó brillantemente, llevando a una esquina al rey de su contrario. La súbita captura de un caballo, la neutralización de un alfil y todo acabó. ¿Saben cuánto dinero ganó en total en tres días que jugó ajedrez?
- ¿Cuánto? - preguntó el cantinero.
- Cinco mil dólares - dijo el hombre -. Ahora quiere soltarse, quiere emborracharse un poco.
El cantinero pasó su trapo distraídamente sobre algunas manchas húmedas.
- Llévelo a otro lado y emborráchelo allí - dijo firmemente -. Tengo ya bastantes problemas.
El hombre meneó la cabeza y sonrió.
- No, nos gusta este lugar.
Señaló los vasos vacíos.
- Por favor, repita esto, ¿quiere?
El cantinero meneó lentamente la cabeza. Se veía desconcertado, pero a la vez testarudo.
- Quite eso de ahí - ordenó -. Yo no le sirvo whisky a los tipos que se dedican a inventar bromas.
- Bromistas - dijo la máquina -. Lo que usted quiere decir es que no le sirve whisky a los bromistas.
En la barra, a unos cuantos pies de distancia, un parroquiano que bebía su tercer trago parecía disponerse a participar en esta conversación que nosotros habíamos estado escuchando con gran atención. Era un tipo algo más que cuarentón. Tenía el nudo de la corbata corrido a un lado y desabotonado el cuello de la camisa. Casi había terminado su tercer trago y el alcohol lo instaba a solidarizarse con los discriminados y los sedientos.
- Si la máquina quiere otro trago, déle otro trago - le dijo al cantinero -. Y sin refunfuñar.
El hombre de la máquina se volvió hacia su nuevo amigo y levantó parsimoniosamente la mano hasta la sien, brindándole un saludo de gratitud y de camaradería. Le dirigió su próximo comentario, como ignorando deliberadamente al cantinero.
- Usted sabe lo que es sentirse agotado mentalmente, cómo uno desea un trago.
- Desde luego - repuso el amigo -. Es lo más natural del mundo.
Una cierta agitación recorrió la cantina, algunos parroquianos parecían estar de parte del cantinero, otros de parte del grupo de la máquina. Un hombre alto y tristón parado junto a mí, alzó la voz.
- Otro Whisky-Sour, Bill - dijo -. Y no le eches tanto jugo de limón.
- Acido pícrico - dijo la máquina taciturnamente -. En estos lugares no usan jugo de limón natural.
- Ni una más - dijo el cantinero dando un manotazo en la barra -. O quita esa cosa de ahí o se larga. Le digo que no estoy para juegos. Tengo que atender esta cantina y no le aguanto más monerías a ese cerebro mecánico o lo que eso que usted tiene ahí sea.
El hombre desoyó el ultimátum. Se dirigió a su amigo, cuyo vaso estaba ahora vacío.
- No es sólo que esté agotado mentalmente después de haber estado jugando ajedrez durante tres días seguidos - dijo amablemente -. ¿Sabe otra razón por la que quiere un trago?
- No - dijo el amigo -. ¿Por qué?
- Hizo trampas - dijo el hombre.
Al oír este comentario, la máquina emitió una risita. Uno de sus brazos se inclinó ligeramente y una luz brilló en un dial.
El amigo frunció el ceño. Parecía como si se sintiera herido en su amor propio; como si su lealtad hubiese sido contrariada.
- Nadie puede hacer trampas en el ajedrez, es imposible. En ajedrez todo es abierto y sobre el tablero. La naturaleza del juego es tal que es imposible hacer trampas.
- Eso es también lo que yo creía - dijo el hombre - Pero existe una manera de hacer trampa.
- Bueno, no me causa ninguna sorpresa - interfirió el cantinero -. Desde que me fijé en ese aparato mierdero, me di cuenta de que era un delincuente.
- Dos rye con agua - dijo el hombre.
- No le doy más whisky - dijo el cantinero.
Miró con roña al cerebro mecánico. - ¿Cómo sé que no está borracho ya?
- Eso es fácil. Pregúntele cualquier cosa.
Los parroquianos cambiaron de posición y clavaron los ojos en el espejo. Todos estábamos pendientes del asunto. Aguardamos. Le tocaba mover sus piezas al cantinero.
- ¿Preguntarle qué? ¿Qué cosa? - dijo el cantinero.
- Lo que se le antoje. Escoja un par de cifras altas, pídale que las multiplique. Usted no podría multiplicar cifras altas si estuviera borracho, ¿no es así?
La máquina se estremeció ligeramente, como si estuviera realizando preparativos en su interior.
- Diez mil ochocientos sesenta y dos. Multiplicado por noventa y nueve - dijo el cantinero con ferocidad.
Nos dimos cuenta de que había metido los dos nueves para dificultar la operación.
La máquina parpadeó. Uno de sus tubos chisporroteó y una manivela cambió de posición abruptamente.
- Un millón, setenta y cinco mil trescientos treinta y ocho - dijo la máquina.
Ni un solo vaso se alzó a lo largo de la barra. Los parroquianos no hicieron más que mirar apresadumbradamente al espejo; algunos de nosotros cambiábamos miradas escrutadoras, otros lanzaban miradas de soslayo al hombre y a la máquina.
Por fin un joven parroquiano, ducho en las matemáticas, sacó un pedazo de papel y lápiz y se apartó del grupo.
- La multiplicación que hizo la máquina es correcta - anunció después de algunos minutos de labor -. No se puede decir que esté borracha.
Ahora todos miraron con malos ojos al cantinero. A regañadientes, sirvió dos tragos más de rye y llenó dos vasos de agua. El hombre bebió su trago y luego le dio a la máquina el suyo. La luz de la máquina disminuyó su fulgor. Una de las pequeñas manivelas se engurruñó.
Durante un rato, la cantina se agitó como un barco que corta el agua en medio de un mar en calma. Todos y cada uno de nosotros parecíamos tratar de digerir la situación con la ayuda de la bebida. Unos cuantos vasos fueron rellenados. La mayoría de nosotros buscaba auxilio en el espejo, el tribunal de última apelación.
El hombre del cuello desabotonado definió la situación. Caminó con cierta rigidez y se paró entre el hombre y la máquina. Puso un brazo alrededor del hombre y el otro alrededor de la máquina.
- Vámonos de aquí a un buen lugar - dijo.
La máquina emitió ligeros fulgores. Parecía estar un poco borracha.
- Está bien - dijo el hombre. - Eso me parece muy bien. Tengo el automóvil allá afuera.
Pagó por los tragos y agregó una propina. Quedamente, y con un poco de incertidumbre, se encajó la máquina bajo el brazo, luego él y su compañero de la noche enfilaron hacia la puerta y salieron a la calle.
El cantinero los miró fijamente y luego reasumió su ligero atareo detrás de la barra.
- ¿Así que ese tipo tiene su automóvil allá afuera? - dijo con soma hiriente -. ¡No me hagan reír!
Un parroquiano sentado al final de la barra, cerca de la puerta, dejó su trago, se acercó a la ventana, apartó las cortinillas y miró hacia afuera. Observó por unos momentos. Luego regresó a su lugar y se dirigió al cantinero:
- El chiste es mejor de lo que usted piensa - dijo -. Se trata de un Cadillac. ¿Y cuál de los tres tipos creen ustedes que va al conduciendo?


FIN

Julio Cortazar - LA NOCHE BOCA ARRIBA



Y salían en ciertas épocas a
cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde, y se apuró a salir ala calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla.
En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y - porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo sobre la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla, y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba a una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en las piernas. "Usé la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado." Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole a beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos se rieron, y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó una mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se rebelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego.
"Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor de la guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada horrible del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
- Se va a caer de la cama - dijo el enfermo de al lado. - No brinque tanto, amigazo -.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo y le clavó una gruesa aguja con un tubo que subía hasta un frasco de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no le iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como el escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizás los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en los muchos prisioneros que ya habían hecho, pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Olió los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca.
El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces, los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
- Es la fiebre - dijo el de la cama de al lado - A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien -.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto.
Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado
del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas y en su lugar lo aferraron manos calientes. duras como bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez de techo nacieran las estrellas y se alzara frente a él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó, buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y se abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de humo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los
pies del sacrificado que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque otra vez estaba inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía la muerte, y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.


FIN

A. E. Van Vogt - EN ESTADO LATENTE


Vieja era la isla. Hasta la cosa que yacía en el canal exterior, expuesta al rudo ir y venir del mar abierto, nunca había adivinado, cuando se hallaba viva, millones de millones de años atrás, que aquí se encontraba un trecho protuberante que databa de una remotísima edad geológica.
La isla medía aproximadamente tres millas de largo y, en su punto más ancho, media milla de costa a costa. Allí donde se hallaba una laguna azulada asumía una forma nítidamente serpenteante. Los escuetos y largos arrecifes salientes, donde se remansaban las espumas de las olas, se extendían hasta la punta de la isla. Hubiérase dicho que, con aquella morfología, la naturaleza intentaba trazar la figura de un hombre gigantesco con la cintura doblada, tratando de tocarse los pies sin lograrlo.
A través del canal formado por esa brecha, entre los pies y las manos del gigante, batía el oleaje del mar.
El mar se oponía al canal. Con interminable paciencia se afanaba por derruir la muralla de rocas, y el tumulto del mar era un sonido especial, una mezcla de todo aquello que resultaba estridente y desmañado en la eterna querella entre la resistente tierra y el transgresor oleaje.
Precisamente donde rompía el oleaje yacía Iilah, muerto ahora casi para siempre, olvidado por el tiempo y el universo.
A principios de 1941 llegaron barcos japoneses y navegaron por el peligroso estrecho hasta desembocar en las aguas de la laguna. Desde la cubierta de uno de los barcos, un par de ojos curiosos pasó con algún detenimiento por aquella cosa que emergía de los arrecifes rompeolas. Pero el dueño de aquellos ojos servía a un gobierno que miraba mal las empresas de carácter extramilitar. De modo que el ingeniero Taku Onilo se limitó a anotar en su informe que: «A la entrada de este canal yace una forma sólida hecha de una sustancia reluciente, aparentemente mineral, de cerca de cuatrocientos pies de largo y noventa pies de ancho».
Los hombrecitos amarillos construyeron sus tanques subterráneos de gasolina y de petróleo y emproaron hacia el levante. Las olas iban y venían, iban y venían. Los días y los años transcurrieron, y la mano del tiempo se hizo pesada. Las lluvias estacionales cayeron más o menos cuando debían caer y arrasaron las improntas dejadas por el hombre. Brotó la vegetación allí donde las máquinas hubieron removido la tierra. La guerra concluyó, los tanques subterráneos se hundieron un poco dentro de sus lechos de tierra y se produjeron fisuras en algunos de los principales oleoductos. Poco a poco sobrevinieron las consiguientes filtraciones y durante años una oleaginosa capa verdeamarilla añadió un lustre diferente a las aguas de la laguna.
En las extensiones del atolón de Bikini, a cientos de millas de distancia, primero un estallido, después otro, y gradualmente se contaminaron de radioactividad las aguas aledañas a la isla. El primer desplazamiento de aquella potente energía alcanzó la isla en el otoño de 1946.
Dos años después, un acucioso archivero de Tokio, hurgando en los documentos de la marina imperial japonesa, informó sobre la existencia de aquellos tanques de petróleo. A su debido tiempo -1950- el cazatorpedero Coulson inició su rutinario recorrido de exploración.
El tiempo de la pesadilla había llegado.

El teniente Keith Maynard atisbaba la isla con aire sombrío a través de sus binoculares. Se hallaba predispuesto a descubrir alguna anomalía, pero esperaba más bien encontrarse con una perturbadora y monótona uniformidad, no con algo que fuera radicalmente dispar.
- La misma maleza de siempre - masculló - y un espinazo semimontañoso semejante a una armadura que se extiende a todo lo largo de la isla, los árboles...
Después de esta última palabra se quedó callado.
Un ancho derrotero había sido desbrozado a través de las palmas en la cercana costa. Las palmas no habían sido derribadas recientemente, sino aplanadas por completo en el fondo de un surco semejante a un barranco donde ya crecían la hierba y pequeños arbustos. El surco, que parecía medir unos cien pies de ancho, conducía cuesta arriba desde la playa a la ladera de una colina, hasta donde descansaba una empinadísima piedra medio enterrada cerca de la cima.
Perplejo, Maynard bajó la vista hacia las fotos japonesas de la isla. De repente se volvió hacia su segundo, el teniente Gerson.
- ¡Dios mío! - exclamó Maynard -. ¿Cómo habrá llegado hasta allá arriba esa piedra? No aparece en la fotografía.
Lamentó haber dicho aquellas palabras no bien salieron de su boca. Gerson lo miró, con aquella leve hostilidad que le era característica, encogió los hombros y dijo:
- Quizá no sea ésta la isla que buscamos.
Maynard no contestó. Consideraba a Gerson un tipo extraño. Poseía una de esas lenguas que rezumaban ironía.
- Yo diría que pesa alrededor de dos millones de toneladas. Los japoneses probablemente la arrastraron hasta allá para desconcertamos.
Maynard permaneció callado. Le molestaba haberse permitido emitir aquel comentario. En especial porque, por un instante, de hecho había pensado en los japoneses en relación con aquella piedra. La suposición respecto de su peso, que enseguida le pareció bastante certera, puso término a sus más descarriadas especulaciones. Si los japoneses pudieran trasladar una piedra de dos millones de toneladas de peso, la guerra la habrían ganado ellos. Aún así, la cuestión era harto curiosa y merecía ser investigada más adelante.
Navegaron por el canal sin sufrir percances. Era más ancho y más profundo de lo que había inferido Maynard de los informes japoneses, y esto contribuía a viabilizar la misión que los traía acá. Ingirieron el almuerzo anclados en la laguna. Maynard reparó en la capa oleaginosa que cubría las aguas de la laguna y cursó órdenes a la tripulación a los efectos de no tirar fósforos al agua. Después de una breve consulta con los demás oficiales, determinó que incendiarían el petróleo tan pronto hubieran cumplido la misión que los retenía allí y salieran de la laguna.
Sobre la una y media de la tarde, fueron bajados los botes de remo y Maynard y sus hombres pisaron tierra sin pérdida de tiempo. En una hora, con la ayuda de los planos japoneses transcritos, dieron con los cuatro tanques enterrados. Demoró algo más estimar las dimensiones de los tanques y descubrir que tres de ellos se hallaban vacíos. Sólo el más pequeño, que contenía carburante de alto octanaje, había permanecido herméticamente sellado y todavía se hallaba lleno. Su valor ascendía a diecisiete mil dólares. Consiguientemente, no merecía la atención de los grandes tanqueros de la marina que surcaban aquellas aguas en busca de materiales bélicos extraviados de fabricación japonesa o norteamericana. Maynard presumía que una barcaza no tardaría en ser enviada para llevarse el carburante, pero aquello no era de su incumbencia.
A pesar de la rapidez con que había efectuado su faena del día, Maynard trepó a cubierta cansadamente cuando comenzaba a anochecer. Tal vez su paso revelara cierto agotamiento físico, ya que Gerson alzó demasiado la voz para preguntarle:
- ¿Se siente agotado, mi teniente?
Maynard se enderezó. Fue esa pregunta lo que lo movió a no dejar para la mañana siguiente la exploración de la piedra. Poco después de la comida, pidió voluntarios para ir con él a tierra. Era noche cerrada cuando el bote de remos, con siete hombres a bordo además del primer contramaestre Yewell y él, atracó en la playa arenosa a corta distancia de las crecidas palmeras. La partida se encaminó tierra adentro.
No había luna en el cielo y las estrellas se encontraban desperdigadas entre las nubes residuales de la recién transcurrida estación lluviosa. Caminaron por el anchísimo surco donde los árboles habían sido literalmente arados dentro de la tierra. A la pálida luz de las linternas, el espectáculo de los numerosos árboles, incinerados y aplanados a un nivel parejo con la tierra circundante, se veía antinatural.
Maynard oyó a uno de los hombres murmurar:
- Debe de haber sido obra de algún tifón fenomenal.
No sólo un tifón, meditó Maynard, sino también un fuego voraz seguido de un viento monstruoso, tan monstruoso que... Sus reflexiones quedaron truncas. No podía imaginar una tormenta con fuerza suficiente para empujar cuesta arriba sobre la ladera de una colina de un cuarto de milla de extensión y a cuatrocientos pies sobre el nivel del mar, una piedra de dos millones de toneladas de peso. A una distancia cercana la piedra no parecía ser más que granito natural. Tocada por la luz de las linternas, destellaban sus innumerables estrías coloradas. Maynard condujo a la partida en su derredor, y su vastedad le abrumaba el ánimo mientras trepaba hasta la cúspide de la colina y luego alzaba la vista sobre aquellas murallas centelleantes parecidas a farallones que se perdían en lo alto. La parte superior, aunque firmemente hundida en la tierra, se elevaba por lo menos cincuenta pies sobre su cabeza.
La noche se había tornado desagradablemente cálida. Maynard sudaba de pies a cabeza. Durante un momento, así maltrecho como estaba, derivó placer de la convicción de que cumplía con su deber bajo ingratas circunstancias. Estaba enhiesto, dubitativo, sombríamente saboreando el intenso y primitivo silencio de la noche.
- Tomen algunas muestras aquí y allá - dijo por fin -. Esas estrías coloradas parecen ser interesantes.
Unos segundos después, uno de los hombres emitió un aullido de tan intenso dolor que pareció desgarrar la envolvente negrura de la noche.
De inmediato se encendieron las linternas. Descubrieron al marino Hicks retorciéndose de dolor en el suelo. A la esplendente luz de las linternas, la muñeca del hombre se veía carbonizada, humeante. La mano había sido enteramente consumida por una potente combustión.
Había tocado a Iilah.
Maynard le administró morfina al infeliz, a quien el dolor martirizaba más allá de todo aguante humano. Se le trasladó enseguida al barco y, por medio de la radio, un cirujano de la base ilustró paso a paso la operación que se le hizo. Se determinó que en un avión hospital viniera a buscar al paciente. Lo más probable es que el accidente provocara cierta perplejidad en el cuartel general, puesto que se solicitó información adicional acerca de la piedra «quemante». A la mañana siguiente los que estaban radicados allá llamaban a la piedra el «meteorito».
Maynard, que no acostumbraba poner en entredicho las opiniones de sus superiores, se molestó cuando supo que aquella mole era definida así, y señaló que ese «meteorito» pesaba dos millones de toneladas y que descansaba sobre la superficie de la isla.
- Mandaré al segundo jefe de máquinas a tomarle la temperatura - dijo.
Un termómetro procedente de la sala de máquinas del barco indicaba que la temperatura exterior de la roca ascendía a unos ochocientos y pico de grados Fahrenheit. Lo que aquello implicaba constituía un interrogante que anonadaba a Maynard.
- Sí contestó Maynard -, hemos estado registrando leves reacciones radioactivas de las aguas adyacentes, pero nada más. Y no nos parece que esto sea grave. De todos modos vamos a retiramos de la laguna enseguida y a aguardar el arribo de los barcos donde vienen los científicos.
Pálido y estremecido, puso término a aquella conversación. Una partida de nueve hombres, de la que él formaba parte, se había aproximado a unos metros de la roca, adentrándose en la zona de peligro mortal. De hecho, hasta el Coulson, surto a media milla de distancia del paraje donde se erguía la roca, se encontraba en peligro.
Pero las hojas doradas del electroscopio se proyectaban tiesamente en el aire y el contador Geiger-Mueller cloqueaba sólo cuando se sumergía en el agua y, aún así, sólo a espaciados intervalos. Reanimado, Maynard bajó a ver al marino Hicks. El lesionado dormía intranquilamente, pero no había muerto, lo que era una buena señal. El avión hospital llegó con un médico a bordo para atender a Hicks. El médico no perdió tiempo en hacerle un conteo globular a toda la tripulación del Coulson. Acto continuo, subió a cubierta y se presentó a Maynard.
- No puede ser lo que hemos sospechado - dijo el joven y animoso médico -. Todos se hallan bien, incluso Hicks, si descontamos la lesión en la mano. Se abrasó con demasiada rapidez, si se tiene en cuenta que la superficie con que hizo contacto es de una temperatura de ochocientos grados Fahrenheit.
- Creo que de algún modo la mano quedó aprisionada - dijo Maynard, estremeciéndose un tanto al revivir mentalmente el accidente de Hicks, movido por un inconsciente impulso masoquista.
- Así que aquélla es la piedra - dijo el doctor Clason -. ¿Cómo habrá podido plantarse allá arriba?
Aún permanecían allí parados cuando, cinco minutos después, un repentino y escalofriante griterío que procedía de la bodega del barco aportó una nota discordante en medio de la completa quietud que reinaba de un confín a otro de la pequeña isla de la extensa laguna.

Algo se agitó dentro de Iilah que lo hizo recapacitar. Se trataba de una cosa que él había tenido la intención de hacer. No podía recordar qué cosa era.
Ese fue el primer pensamiento verdadero que tuvo y databa de fines de 1946, cuando sintió el impacto de una energía exterior. Y aquello lo hizo volver a la vida, saberse vivo. El fluido llegado de fuera se avivó pero luego decayó. Era anormalmente, abismalmente laxo. La superficie del planeta que él había conocido palpitaba con las menguantes pero poderosas energías de un mundo que aún estaba por enfriarse y dejar atrás su condición solar. Fue con lentitud que Iilah vino a comprender hasta qué punto era calamitoso para él aquel medio circundante. Al principio se mostró inclinado a encerrarse en sí mismo, a duras penas vivo para interesarse en lo que le era ajeno.
Se obligó a sí mismo a hacerse un tanto más consciente de su medio circundante. Mediante su visión radar contemplaba un mundo extraño. Ocupaba una estrecha meseta en lo alto de una montaña. La desolación de aquellos contornos iba más allá del alcance de su memoria. No existía siquiera un destello ni la presión del fuego atómico. Ni tan siquiera una burbuja de piedra incandescente; ni el formidable torbellino de una energía catapultada hacia el cielo por algún vasto estallido interno.
Nunca pensó que lo que veía fuera una isla rodeada por un océano en apariencia ilimitado. Había visto la tierra bajo el agua del mismo modo que sobre el agua. Su visión, basada como estaba en ondas ultra-ultracortas, no podía discernir el agua. Se dio cuenta que se hallaba en un viejo y moribundo planeta, donde hacía tiempo que se había extinguido la vida. Solo, y en trance de extinguirse él mismo sobre aquel olvidado planeta: no era otro su dilema. Si tan sólo pudiera encontrar la fuente de la energía que lo había revivido.
Guiado por una simple intuición lógica comenzó a bajar la montaña en la dirección de donde parecía venir la corriente de energía atómica. De algún modo, se encontró debajo de ella y tuvo que alzarse de nuevo hasta una atalaya cercana. Una vez emprendido el ascenso, se dirigió hacia la cumbre, hasta la cual le resultaba más fácil llegar, movido por el propósito de ver lo que quedaba al otro lado de la montaña.
A medida que se propulsaba fuera de las aguas no sentidas ni vistas de la laguna, dos fenómenos diametralmente opuestos lo afectaron. Perdió todo contacto con la corriente atómica transmitida por las aguas. Y, simultáneamente, las aguas cesaron de inhibir la actividad de los neutrones y deutones de su cuerpo. Su vida adquirió una acrecentada actividad. Quedó abolida la tendencia a asfixiarse lentamente. Su gran mole se convirtió en una pila autoabastecedora, capaz de perpetuarse más allá del tiempo normal de vida radioactiva de los elementos que la integraban, pero aún así se hallaba a un nivel de actividad incalculablemente por debajo del que era normal en él. Otra vez, Iilah pensó: «Había algo que yo debía hacer».
Se produjo una acrecentada afluencia de electrones a través de una veintena de células gigantes mientras Iilah se esforzaba por recordar. La afluencia disminuyó gradualmente ante la infructuosidad del esfuerzo. El leve incremento de su energía vital trajo aparejado una mayor y más exacta comprensión de su estado. Oleadas tras oleadas de sutilísima potencia radar afluían de la Luna, a Marte, a todos los planetas del sistema solar; y los ecos que regresaban a él eran examinados con la alarmada acuciosidad que le impartía la certeza de que allá también se encontraban cuerpos muertos.
Se hallaba atrapado en los confines de un sistema inanimado, prisionero hasta tanto el inexorable agotamiento de su estructura material le hiciera una vez más entrar en maridaje con la árida masa del planeta sobre el cual se hallaba varado. Sólo ahora comprendió que había estado muerto. No recordaba exactamente cómo le había acontecido aquello, a menos que pudiera explicarlo la explosiva, violenta, anuladora sustancia que lanzara eructos a su alrededor, que lo enterrara y le sofocara sus procesos vitales. La química atómica inherente a aquella sustancia debió de haberse vuelto inocua con el tiempo y de ser ya incapaz de crearle impedimentos a él. Pero para entonces ya Iilah había dejado de existir.
Ahora se encontraba con vida nuevamente, pero con tan débil vida que sólo le restaba esperar el fin. Iilah esperó.
En 1950 vio al cazatorpedero flotar hacia él a través del cielo. Mucho antes de que disminuyeran la marcha y se detuviera justamente debajo de él, había descubierto que se trataba de una forma de vida no emparentada a la suya. Producía un desvaído calor interno, y, a través de sus paredes exteriores, Iilah podía ver los vagos destellos de más de un fuego.
Durante todo aquel primer día, Iilah esperó a que el ente se percatara de él. Pero ni una sola oleada de Vida emanó de su seno. Y, no obstante, el ente flotaba en el cielo por encima de la estrecha meseta, cosa que constituía un imposible fenómeno, una desconocida experiencia. Para Iilah, que no podía percibir el agua, ni tan siquiera imaginar el aire, cuyas ultrasondas pasaban a través de los seres humanos como si éstos no existieran, aquella reacción sólo podía significar una cosa: allí se hallaba una forma de vida extraña a él, que se había adaptado al mundo muerto en su derredor.
Poco a poco Iilah fue excitándose. Aquello podría moverse libremente sobre la superficie del planeta. De ese modo a Iilah le sería dado descubrir cualquier foco residual de energía atómica. Su problema estribaba en comunicarse con aquello.
El sol se hallaba en el cenit de otro día cuando Iilah realizó los primeros intentos de comunicarse con el cazatorpedero. Había apuntado al opaco fuego anidado en la sala de máquinas, puesto que allí era -de acuerdo con la lógica de Iilah- donde debía de encontrarse la inteligencia del ente extranjero.

Los treinta y cuatro hombres que perecieron dentro y fuera del recinto de la sala de máquinas y del cuarto de calderas del Coulson fueron inhumados no lejos de la orilla de la laguna. Sus camaradas sobrevivientes esperaban permanecer en la proximidad de las sepulturas hasta que el barco evacuado cesara de despedir peligrosas energías radioactivas. Al séptimo día del arribo del Coulson, cuando los aviones de transporte lanzaban sobre la isla equipo científico y personal, tres de los hombres se enfermaron y el conteo globular que se hizo reveló una sensible y ominosa disminución de los glóbulos rojos. Aunque no había recibido órdenes al respecto, Maynard se alarmó Y dispuso que toda la tripulación fuera enviada a Hawaii para ser sometida a observación médica.
Dejó a los oficiales en libertad de escoger, pero le aconsejó segundo oficial de máquinas, al primer oficial de tiro y a varios alféreces, todos los cuales habían intervenido en el traslado de los muertos a cubierta, que no vacilaran en irse en los primeros aviones. Aunque a todos ellos se les ordenó abandonar la isla, algunos miembros de la tripulación solicitaron permiso para permanecer allí. Y después de ser sometidos a un minucioso interrogatorio por Gerson, a una docena de estos hombres, gracias a que pudieron probar que no habían estado cerca del área contaminada, les fue concedido permiso para quedarse.
Maynard hubiera preferido que el propio Gerson se marchara, pero no pudo tener esa satisfacción. Entre los oficiales del Coulson que no se hallaban a bordo cuando ocurrió el siniestro, se contaban los tenientes Gerson, Lausson y Haury -los dos últimos eran oficiales de tiro-, y los alféreces McPelty, Roberts y Manchioff, todos los cuales permanecieron en la isla. Dos de los tripulantes de más alta graduación, de clase, que decidieron quedarse, fueron el jefe de aprovisionamientos, Jenkins, y el primer contramaestre, Yewell.
El grupo de sobrevivientes del Coulson que permaneció en la isla fue relegado. En varias ocasiones se le pidió que mudara sus tiendas de campaña donde éstas no significaran un estorbo para el diario trajín del personal científico recién llegado a la isla. Al fin, cuando resultó evidente que el grupo del Coulson sería abrumado una vez más por la premiosa convivencia con los civiles, Maynard, enojado, ordenó el traslado de sus tiendas de campaña mucho más allá de donde ahora se levantaban sobre la playa, a un terreno contiguo a la costa, cubierto de suave césped y no tan poblado de palmas.
A medida que transcurría el tiempo y no recibía órdenes respecto de cómo habérselas con aquella situación -puesto que, entre todos los oficiales, él era el de mayor rango- Maynard primero se sintió confundido, y luego disgustado. En uno de los periódicos norteamericanos que comenzaron a aparecer en la isla junto con la llegada de los científicos, de los bull-dozers y las mezcladoras de cemento, leyó en una de las páginas interiores un artículo de un columnista que le aportó los primeros indicios acerca de cómo era juzgada la situación. De acuerdo con el columnista, había habido una disputa entre altos mandamases de la Marina y los miembros civiles de la Comisión de Energía Atómica acerca del control de las investigaciones. A resultas de ello, se determinó que la Marina se mantuviera «al margen» de lo que acontecía en la isla.
Maynard leyó la versión que deba el columnista lleno de contradictorios sentimientos, pero al fin cayó en cuenta de que, si aquel era el orden de cosas existentes, sobre él había recaído el papel de máxima autoridad de la Marina en la isla. La verificación de este hecho lo instaba a sentirse llevado de la mano por la suerte a ascender al rango de almirante, dado el caso de que supiera desempeñarse como era debido. Qué era lo que debía de hacer para proceder atinadamente, fuera de vigilar con ojo avizor cuanto sucedía a su alrededor, constituía a todas luces para él un atormentador enigma.
No podía conciliar el sueño. Se pasaba los días en ir y venir, tan desembarazadamente como le era posible hacerlo, entre aquel creciente ejército de científicos, y sus ayudantes, acampado allí. De noche contaba con varios escondrijos desde los cuales podía otear las brillantes luces del campamento enclavado en la playa.
Era un fabuloso oasis de luz en medio de la hermética y vasta oscuridad de las noches del Pacífico. A lo largo de una milla entera, una retahíla de luces se extendía cerca de las susurrantes aguas. Iluminaban, al par que reflejaban, la silueta de los largos, gruesos y combados murallones como de cemento que se alzaban fantasmalmente a partir del borde de las colinas. Se trataba de edificaciones que se levantaban para tender un cordón sanitario alrededor de la piedra. Siempre, a medianoche, los bull-dozers cesaban su rugir y las mezcladoras de cemento rodantes descargaban sus últimos trasiegas y se precipitaban sobre la carretera provisional hacia el silencio. Aquella intrincada red de operaciones quedaba sumida en un sueño intranquilo. Por lo general, aguardaba el advenimiento de aquella inactividad con la dolorosa paciencia de quien se ha extremado en el cumplimiento del deber. Sobre la una de la madrugada, Maynard se dirigía a la cama y el sueño no tardaba en rendirlo también a él.
Aquel secreto pasatiempo tuvo su recompensa. Maynard fue el único hombre del campamento que vio a la piedra subir hasta la cúspide de la colina.
Fue un suceso estupendo. La hora era cerca de la una menos cuarto de la madrugada y Maynard estaba a punto de irse a acostar cuando oyó el sonido, semejante a un camión descargando grava. Por un instante, sólo atinó a relacionar aquel fragor con su escondrijo.
Creyó que su nocturno espiar iba a ser descubierto. Pero acto continuo la piedra se dejó ver recortada contra el luminoso esplendor creado por las luces de la playa.
El rugir que ahora se escuchaba era el de las barreras de cemento viniéndose abajo ante aquella incontenible locomoción. Cincuenta, sesenta, luego noventa pies de la piedra-monstruo se irguieron cuesta arriba sobre la colina; se deslizó la mole con titánica fuerza hasta ganar la cumbre y al fin se detuvo.

Por espacio de dos meses, Iilah había observado los buques de carga atravesar el canal. Y no dejaba de preguntarse por qué todos se mantenían a idéntico nivel sobre la superficie del agua. Pero lo que era aún más interesante, sin embargo, es que de modo invariable aquellos entes extranjeros hojeaban la isla hasta llegar a un punto donde desaparecían detrás de un alto promontorio que marcaba el comienzo de la costa oriental. En todos los casos, después de mantenerse ocultos durante unos días, reaparecían y atravesaban otra vez el canal para luego ser tragados por el cielo lejano.
Durante meses, Iilah vio de pasada naves con alas, más pequeñas que las otras pero mucho más rápidas, que se lanzaban de picada desde lo alto del cielo y desaparecían tras la cresta de la colina al oriente. Siempre al oriente. Su curiosidad aumentó enormemente pero era remiso a malgastar energías. Por último, vino a reparar en un velo de luminosidad nocturna que alumbraba en la oscuridad la parte del cielo hacia el oriente. Iilah echó a andar los mecanismos más activos de su extremo inferior que hacían posible en él la locomoción y pudo trepar los setenta y tantos pies que lo separaban del pináculo de la colina. Pero aquella acción le pesó no bien la hubo realizado.
Uno de los barcos estaba anclado a poca distancia de la orilla de la playa. El velo de luz que bañaba la estribación oriental de la loma no parecía tener origen. Mientras Iilah observaba, veintenas de camiones y bulldozers corrían a su alrededor. Unos cuantos de ellos se le aproximaron bastante. Lo que se proponían o lo que estaban haciendo era un enigma para Iilah. Dirigió unas cuantas ondas de pensamientos a varios objetos pero sin obtener respuesta de ellas.
Se dio por vencido creyendo haber pifiado.

A la mañana siguiente la piedra todavía descansaba sobre la cima de la loma, posada en un lugar desde donde, con aquellas esporádicas descargas de energía que lanzaba de modo tan fortuito, amenazaba por igual todo el territorio insular. Maynard oyó la primera versión de los daños causados por Iilah de labios de Jenkins, el jefe de aprovisionamientos: nueve muertos, siete choferes de camión y dos de bull-dozers, una docena de hombres con quemaduras de primer grado y la destrucción del fruto de dos meses de trabajo.
Una conferencia de los científicos de la isla parecía estarse desarrollando, ya que poco después de mediodía, bull-dozers y camiones cargados de equipo comenzaron a desfilar a lo largo del campamento naval. Un marino, que fue enviado a averiguar a qué se debía todo aquel trajinar, informó que los científicos se estaban mudando para el extremo bajo de la isla.
Poco antes de oscurecer se verificó un trascendente suceso. El Director del Proyecto, en unión de cuatro científicos con cargos ejecutivos, se presentó en la zona alambrada del campamento de la Marina y pidió hablar con Maynard. Era un grupo afable y sonriente. Todos le tendieron la mano a Maynard, que a su vez les presentó a Gerson, cuya presencia allí en ese momento no dejaba de ocasionarle cierta desazón que, por supuesto, él sabía disimular con entera urbanidad. La delegación de científicos enseguida pasó a plantear el asunto que motivaba su visita.
- Como usted sabe - dijo el director -, el Coulson sólo está parcialmente contaminado de radioactividad. La torreta de popa ha permanecido incontaminado. Por consiguiente, queremos que usted coopere con nosotros ordenando que se abra fuego contra la piedra hasta convertirla en pedazos.
De primer intento, Maynard no sabía qué responder, tan atónito lo había dejado la petición. Pero aquella perplejidad sólo le duró un instante. Ni entonces ni días después de haber escuchado la petición, discrepó del parecer de los científicos. No dudaba que la piedra debía de ser despedazada para destruir de una vez por todas su peligrosidad. Rehusó la petición que se le hacía, y en adelante persistió en su negativa. Pero tuvieron que transcurrir tres días para que se le ocurriera una razón valedera.
- No bastan, señores - les dijo -, las precauciones que ustedes han tomado. No creo que ustedes estén a verdadero resguardo de la piedra por haber acampado al otro extremo de la isla. Si ella estalla probablemente nadie en la isla escaparía con vida. Desde luego, si a mis manos llegara una orden procedente de arriba contentiva de lo que ustedes me piden...
Con todo propósito dejó inconclusa la oración, y dedujo de sus alargados semblantes que un sinnúmero de radiogramas debía de estar yendo y viniendo entre ellos y el organismo central del que formaban parte. Durante el cuarto día, un rotativo de Kwajalein citó en parte la declaración de un alto oficial de la Marina radicado en Washington: «...decisiones de ese carácter sólo son de la competencia del comandante naval que se encuentra en la isla». También hizo saber el oficial de Washington que si una petición debidamente dirigida era hecha, la Marina tendría a bien despachar a uno de sus expertos atómicos a la isla.
A Maynard le era evidente que estaba manejando la situación a la exacta medida de los deseos de sus superiores. Sólo que, cuando aún no había acabado de leer la información, el inconfundible ladrido de uno de los cañones de cinco pulgadas del cazatorpedero que, de todas las armas, es la que posee la más aguda detonación, desgarró inesperadamente el silencio reinante.
Tambaleándose, Maynard se puso en pie. Se encaminó a la más cercana altura. Antes de llegar a ella una segunda detonación se dejó oír del otro lado de la laguna, y una vez más un tronante estallido resonó en la proximidad de la piedra. Maynard ascendió a su miradero y a través de sus binoculares vio como a una docena de hombres moviéndose de aquí para allá sobre el puente de popa alrededor de la torreta. Experimentó una más viva contrariedad que la que ya albergaba hacia el director del grupo de los científicos. Ipso facto resolvió ordenar la detención de todos los hombres que en una forma o en otra fueran culpables de la comisión de aquel acto, bajo la acusación de hacer uso inicuo y peligroso de las facultades inherentes a sus cargos.
Reflexionó de pasada en lo triste que sería ver desafiada algún día la autoridad de las fuerzas armadas debido a diferencias surgidas entre tales o cuales organismos del Estado, como si en el fondo no se tratara más que de una lucha por el poder. Aguardó el tercer disparo y entonces descendió la colina apresuradamente hacia el campamento. Rápidas órdenes impartidas a marinos y oficiales dieron por resultado que ocho de estos hombres asumieran posiciones a lo largo de la costa de la isla, donde les era dado avistar cualquier bote que quisiera tocar tierra. Con el resto de la partida, Maynard se encaminó hacia la más próxima embarcación de la Marina para hacerse a la mar. Se vio obligado a tomar la ruta más larga hacia el Coulson: una ruta que lo llevaba por uno de los extremos de la isla. Era indudable que, desde el comienzo de la aventura, no faltó la comunicación radial entre quienes habían hecho uso del cañón blindado del barco para disparar contra la roca y sus cómplices de la isla, puesto que, cuando Maynard y sus subalternos atracaron a un costado del barco desierto, podía divisarse a lo lejos una lancha de motor, parecida a la que ellos ocupaban, que se daba a la fuga con hombres culpables a bordo.
Maynard vaciló. ¿Debía de darle caza a la lancha prófuga? Un cuidadoso escrutinio de la piedra le hizo concluir que aparentemente no había sido agrietada. El fracaso de los disparos lo puso de buen humor, pero también le aconsejó cautela. No le convenía que a oídos de sus superiores llegara que él se había mostrado impotente en lo que se refería a evitar el ilícito abordamiento del cazatorpedero.

Aún rumiaba aquel descuido cuando Iilah se puso en marcha cuesta abajo rumbo al Coulson.
Iilah vio el primer flamígero resoplido que salió de la boca de los cañones del barco. Y después, durante el curso de un brevísimo instante, se percató de un objeto que centelleaba hacia él. En los inmemoriales, harto inmemoriales tiempos, había desarrollado defensa contra objetos expelidos hacia él. Por lo que ahora, automáticamente, se había puesto en tensión para asimilar aquel impacto. El objeto, en lugar de limitarse a golpearlo duramente, estalló sobre su superficie con estupendo efecto. Su revestimiento protector se resquebrajó. La conclusión resultante emborronó y distorsionó el fluido de todas las láminas electrónicas de su gran mole.
Al momento, los tubos estabilizadores de operación automática generaron impulsos rectificadores. La materia interior de abrasadora temperatura de la cual estaba compuesta la mayor parte de su cuerpo, cuyo estado oscilaba entre la fluidez y la rigidez, registró una más alta temperatura al par que su estado se fluidificaba en mucha mayor proporción. El debilitamiento causado por la tremenda concusión facilitó la natural unión de un líquido, rápidamente endurecido a resultas de enormes presiones. Superada la crisis, Iilah meditó en lo que había sucedido. ¿Acaso había sido aquello un intento de comunicación?
La posibilidad lo entusiasmó. En lugar de cerrar la brecha de su pared exterior, endureció el material contiguo a ella para así poner coto a sus pérdidas de radiación. Aguardó. De nuevo le era destinado otro objeto expelido. De nuevo el potente impacto sobre su superficie.
Después de una docena de impactos, cada uno de los cuales hubo dejado su catastrófica huella sobre su revestimiento protector, Iilah se contraía por dentro lleno de dudas. Si acaso se trataba de mensajes, él no podía recibirlos ni entenderlos. De mala gana, comenzó a engendrar las reacciones químicas que sellaban su barrera protectora. Superior a la rapidez con que él podía sellar sus lesiones, nuevos objetos expelidos que le causaban nuevas lesiones hacían blanco en su mole.
Y con todo no creyó que hubiera sido objeto de un ataque. En toda su existencia anterior jamás había sido acometido de aquella forma. Iilah no podía recordar cuáles habían sido los métodos empleados contra él en el pasado. Pero ciertamente ninguno de éstos había poseído un carácter tan netamente molecular.
Fue con renuencia que llegó a convencerse de que se trataba de un ataque, pero no se encolerizó. En él los reflejos defensivos eran lógicos, no emocionales. Estudió el cazatorpedero y le pareció que su propósito debía de ser el de ahuyentarlo. También vendría a ser necesario ahuyentar todo ente que se le aproximara. Era hora de que echara de donde estaban a todos los escurridizos objetos que había visto cuando hiciera el recorrido hasta la cumbre de la colina.
Iilah echó a andar colina abajo.
El ente que flotaba sobre la ondulada llanura había puesto término a su flamígero exudación. En tanto Iilah se acercaba al ente, la única señal de vida de que dio muestras la aportó un pequeño objeto que se separó de el velozmente.
Iilah siguió de largo hasta internarse en el agua. Aquello le produjo un shock. Casi había olvidado que bajo aquella desolada montaña existía un nivel que le era perjudicial. Cuanto más descendente el nivel, tanto más afectadas quedaban sus energías vitales.
Iilah vaciló. Pero a continuación siguió sumergiéndose en el elemento líquido, consciente de haber logrado entrar en posesión de la fuerza que le permitiría prevalecer a todo trance sobre aquella presión tan negativa.

El cazatorpedero abrió fuego contra él. Los proyectiles, disparados casi a boca de jarro, hendían hondamente el peñasco de noventa pies que Iilah semejaba ante su enemigo. Cuando aquella mole rocosa chocó contra el navío, el fuego se acalló. (Maynard y sus hombres, al no poder ya continuar defendiendo el Coulson, se dejaron caer en la lancha a estribor y arrancaron al máximo de velocidad.)
Iilah empujaba la embarcación. Los dolores que le acarreaban aquellos desmesurados golpes equivalían a los que todo ser viviente sufre cuando se halla en trance de parcial disolución. A duras penas pudo recobrarse su cuerpo. Ahora empujaba con ira, odio y espanto. En pocos minutos convirtió aquella torpe estructura en un indescriptible amasijo, estrellándola contra los macizos y filosos arrecifes de la costa. Más allá se erguía el escarpado declive de la montaña.
Algo imprevisto sucedió. Abatido contra los arrecifes, el ente comenzó a estremecerse y a experimentar sacudidas, como atenaceado por alguna fuerza destructora en su interior. Se derrumbó sobre un costado y permaneció en esa posición a semejanza de un ser biológico herido, palpitando y desintegrándose.
Era un asombroso espectáculo. Iilah emergió del agua, y reemprendió el ascenso de la montaña. Salvó el pináculo sin detenerse y descendió sobre la estribación opuesta de la montaña hasta meterse otra vez en el mar, donde un buque de carga se disponía a zarpar. El buque dobló el promontorio, se deslizó grácilmente fuera de las aguas del canal, y bojeó a lo largo de la penumbrosa hondonada que se ocultaba más allá de los lejanos rompientes. Siguió apartándose de la costa y después de recorrer varias millas disminuyó la marcha y se detuvo.
A Iilah le hubiera gustado seguirle dando caza, pero estaba circunscrito a moverse en tierra. De suerte que, no bien se hubo detenido el buque, Iilah se volvió para dirigirse hacia donde los pequeños objetos se daban a la precipitada confusamente. No reparó en los hombres que se arrojaban en los bajíos cerca de la costa, desde donde, creyéndose a buen recaudo del peligro, atestiguaban la destrucción de su equipo. Iilah dejó tras de sí una estela de destrozados y llameantes vehículos. Los pocos choferes de vehículos que se aventuraron a salvar sus unidades fueron convertidos en manchones de sangre y carne dispersos en el interior y en la superficie del metal de sus máquinas.
Cundió el pánico y el desconcierto. Iilah se movía a una velocidad de cerca de ocho millas por hora. Trescientos diecisiete hombres fueron víctimas de diversas trampas individuales en que habían caído y perecieron aplastados por un monstruo que ignoraba por completo que existieran los seres humanos. Cada hombre debió haberse creído objeto de la persecución de Iilah.
Luego, Iilah ascendió al picacho más próximo y escudriñó el cielo para descubrir la presencia de nuevos transgresores. Sólo el buque de carga era visible, la sombra de una amenaza a cuatro millas de distancia mar afuera.

La oscuridad se cernió sobre la isla lentamente. Maynard caminaba con cautela por entre la hierba con la linterna encendida a la altura de las caderas, hollando un terreno sumamente escarpado. A cada rato preguntaba en voz alta: «¿Hay alguien por aquí?». Llevaba horas dedicado a aquella tarea. La búsqueda de los sobrevivientes se había iniciado a la caída de la tarde. Cuando reunían una partida de sobrevivientes era metida en la lancha de motor que había servido a Maynard y a sus hombres para escapar del Coulson y, a través del canal, era conducida hasta donde esperaba el buque de carga.
Las órdenes fueron transmitidas por radio. Se les daba cuarenta y ocho horas para evacuar la isla, al cabo de cuyo plazo un avión piloteado por control remoto dejaría caer su carga sobre la piedra.
Maynard se representó a sí mismo caminando por esta isla habitada por monstruos, continuamente sometida al asedio de la noche. Y la escalofriante emoción que experimentó lo colmó de raro placer, de jubiloso terror. Se sintió como se había sentido cuando su barco estaba entre los barcos que cañoneaban una isla dominada por los japoneses. Había estado triste hasta que de repente se vio a sí mismo en la playa, blanco de los cañonazos disparados por las naves de su país. Se torturaba imaginándose abandonado en la playa, extraviado en la isla por algún capricho del azar y no echaba de menos su presencia en el buque de carga.
Un gemido proveniente de la oscuridad casi total puso término a aquella repentina y macabra obsesión. A la luz de la linterna, Maynard distinguió con dificultad un rostro familiar. El hombre había sido abatido por un árbol caído. Al tiempo que Gerson, su segundo, se adelantó y le administró morfina, Maynard se inclinó más sobre el herido y lo miró con fijeza y con ansiedad.
Era uno de los científicos de renombre mundial despachados a la isla. Desde el desastre, la mayoría de los mensajes transmitidos a la isla no cesaban de invocar su nombre. No existía una sola entidad científica en el mundo que estuviera dispuesta a dar su visto bueno al proyecto de la Marina de bombardear la piedra hasta no conocer su opinión.
- Señor - le dijo Maynard -, ¿qué cree usted acerca de...?
Pero dejó la pregunta en el aire. En vez, se dio a recapacitar en que las autoridades navales ya habían ordenado el lanzamiento de la bomba atómica, luego de la decisión del gobierno de dejar a la elección de dichas autoridades lo que competía hacerse.
El científico se agitó.
- Maynard - dijo con la voz rota -, hay algo raro con relación a esa piedra caminante. Opóngase a que la...
Los dolores que padecía tomaron vidriosos sus ojos. Movía los labios pero no tenía fuerzas para seguir hablando.
Había que aprovechar ese momento para interrogarle. Dentro de unos instantes la inyección de morfina que le administraba Gerson lo sumiría en profundo letargo, y quién sabe cuánto tiempo sería mantenido así mediante sucesivas dosis. Pasado aquel momento sería demasiado tarde. Y el momento pasó.
- Esa inyección lo librará del dolor - dijo Gerson, levantándose del suelo.
Se volvió a los marinos que cargaban las camillas.
- Hacen falta dos hombres aquí para trasladar a este herido al barco. Traten de cargarlo con el mayor cuidado posible, que está narcotizado.
Maynard caminó a la zaga de la camilla sin emitir palabra. Sentía que le habían ahorrado la necesidad de tomar una decisión, que él nada tenía que ver con la decisión de las autoridades navales.
La noche se hacía interminable. Al fin asomaron las cenicientas luces del alba. Poco después de ponerse el sol, un chubasco tropical rugió a través de la isla y se precipitó en dirección este. El cielo se coloreó de un vivo y esplendente azul y el ilimitado mar circundante se sumió en una calma chicha.
De la inconmensurable bóveda azul salió el avión sin piloto que se dirigía a la isla con su apocalíptico carga. Proyectaba una sombra que se movía a gran velocidad sobre el espejeante océano.

Mucho antes de que pudiera verlo, Iilah presintió la carga que llevaba. Su proximidad provocó estremecimientos en el interior de su mole. Expectantes, sus tubos electrónicos comenzaron a funcionar activamente a crecientes intervalos. Durante corto rato, Iilah pensó que se trataba de un ejemplar de su propio género que se acercaba.
A medida que se reducía la distancia entre ellos, Iilah se puso a transmitirle cautelosos pensamientos al avión. En el pasado, varios aviones a los cuales él había transmitido sus ondas de pensamientos, de pronto se retorcieron en pleno vuelo, como carentes de control, y al fin cayeron y se estrellaron contra la tierra. Pero éste de ahora ni siquiera se desvió de su ruta. Cuando se hallaba perpendicularmente encima de Iilah dejó caer un objeto de gran tamaño que progresaba en perezosas volteretas hacia el lugar exacto donde él se hallaba. Su estallido se había fijado para cuando estuviera a cien pies sobre el blanco. En todos los aspectos, el estallido fue un éxito cabal.
Tan pronto hubieron transcurrido los difuminadores efectos de tan vasta cantidad de nueva energía liberada, Iilah, que sólo ahora venía a cobrar conciencia de sí mismo, pensó asombrado: «Pero si precisamente era esto lo que yo estaba tratando de recordar. Si es esto lo que yo debo hacer».
Ahora le extrañaba que se hubiera olvidado. Había sido despachado en el curso de una guerra interastral, guerra que por lo visto aún proseguía. Iilah había sido trasladado al planeta donde se hallaba, a despecho de las enormes dificultades interpuestas, pero al instante de ser depositado aquí, agentes enemigos consiguieron dar con él. Puesto que su misión no tenía secretos para ellos, sabían cómo era preciso proceder con él. Pero ahora Iilah se aprestaba a cumplir su misión.
Tomó la lectura del sol y de los planetas comprendidos dentro del alcance de sus señales de radar. Entonces dio comienzo a un organizado proceso que terminaría por disolver todos los mecanismos protectores que albergaba. Concentró dentro de sí toda su fuerza de presión para el asalto final. Para lograr la plena efectividad de su cometido era menester que a la hora cero todos los elementos vitales de Iilah quedasen aunados en un solo haz inextricable.

El estallido que sacó de su órbita a la Tierra fue registrado en todos los sismógrafos del globo. Sin embargo, algún tiempo pasaría antes de que los astrónomos descubrieran que la Tierra estaba cayendo hacia el Sol. Y ningún hombre viviría para ver al Sol estallar y convertirse en una brillante nova, abrasando todos sus planetas antes de volver nuevamente, gradualmente, a ser la insignificante y opaca estrella clase G que había sido una vez.
Por más que Iilah hubiera sabido que no se trataba de la misma guerra que ardiera diez mil millones de siglos atrás, no habría podido sino hacer lo que hizo.
Los robots que son bombas atómicas no están dotados de la facultad de actuar libremente.


Eduardo Goligorsky - EL ELEGIDO



Fermín Sosa no podía conciliar el sueño. Era extraño. Tenía los ojos cerrados y estaba realmente cansado, pero no podía conciliar el sueño. Cambiaba de posición en la cama, pensando que quizás le incomodaba el brazo mal doblado, o la pierna encogida, o la posición forzada del cuello. Pero no ganaba nada con esas vueltas.
El calor era agobiante, como si las paredes hubiesen aprisionado y solidificado todo el bochorno del día, y Fermín Sosa se sentía como una de esas figuritas encerradas en un bloque plástico y trasparente que últimamente se veían en las vidrieras.
Junto a él dormía la Rufina, respirando serenamente, y a ratos hacía sonar la lengua contra el paladar con esos chasquidos húmedos que según ella eran producto de la imaginación de Fermín.
- ¡Dejate de embromar! - se reía la Rufina cada vez que él mencionaba el terna -. Qué voy a hacer con esos ruidos mientras duermo. Vos sí que roncaste anoche. No pude pegar un ojo.
Pero claro que la Rufina chasqueaba la lengua en sueños, como ahora mismo, mientras él se volvía otra vez en la cama pensando que su hombro entumecido era la causa del insomnio.
Ese día había sido como todos los otros de trabajo agotador en el molino harinero. Las bolsas parecían haberle pesado más sobre las espaldas, como si una columna de aire denso y caliente se hubiera añadido a la carga habitual. Y no había ocurrido nada que pudiese preocuparle. A la tarde pasó por el café, antes de volver a la casa, y discutió con los muchachos, pero sin ponerse nervioso ni entusiasmarse demasiado. Que cómo formaría San Lorenzo el domingo; que si la última carta del Hombre era auténtica, que si había noticias de Roque, que estaba preso por la pateadura que le pegó a su mujer cuando la encontró en el centro, muy agarrada del brazo de otro tipo. Bah, macanas.
Pero ahora no podía dormir.
La transpiración le chorreaba por todo el cuerpo. Un mosquito pasó zumbando. Fermín esperó listo para pegarle un manotazo apenas sintiese el cosquilleo de las patas sobre su piel. El mosquito se fue y a él ni siquiera le quedó ese desahogo. Alguien tenía encendida la radio, y Fermín se entretuvo un momento tratando de descifrar lo que cantaba esa voz gangosa. Se puso más nervioso cuando no entendió nada. El cachorro de don Pedro empezó a ladrar. Al rato todos los perros del barrio estaban aullando.
Dio otra vuelta en la cama y rozó sin querer la pierna desnuda de la Rufina. Esta interrumpió un chasquido de la lengua, y Fermín pensó que al fin y al cabo sería una suerte si ella se despertaba. Entonces tendría quien lo acompañara en su insomnio. Pero la Rufina se separó de él y siguió durmiendo.
Carajo, se dijo Fermín, mañana voy a estar abombado cuando vaya al galpón. Y si se me cae una bolsa y el capataz chilla me van a sobrar motivos para perder el sueño.
A pesar de sus esfuerzos, Fermín Sosa siguió despierto. Porque sin que él lo sospechara, el rayo estaba enfocado sobre su cuerpo.
Afuera todas las casitas tenían las luces apagadas. La radio había enmudecido, y había cesado el coro de los perros. En el cielo sin luna, sobre la cabeza insomne de Fermín Sosa, brillaban los infinitos cuerpos del espacio, cuyos nombres él ignoraba. Apenas sabía algo acerca de la existencia de Marte, porque era colorado, y se lo habían mostrado cuando era pibe, y le habían dicho que era el planeta de la guerra, y en alguna revista había leído que tenía unos habitantes muy raros; Y después estaba Venus, que brillaba mucho y tenía alguna relación con el amor; y las Tres Marías, que eran tres; y la Cruz del Sur, que quién no la conocía. Pero no lo habría creído si le hubieran dicho que más allá de los resplandores y parpadeos que alcanzaba a ver las pocas veces que levantaba los ojos al cielo de la noche, había otros mundos, otros planetas, otras estrellas, otras galaxias.
Fermín Sosa lo ignoraba, y sin embargo un rayo que se desplazaba fuera del tiempo y del espacio, atravesando los abismos siderales desde una galaxia que no aparecía en ningún mapa astronómico, había venido a posarse y a actuar sutil y silenciosamente sobre un punto de su cuerpo, el cuerpo intrascendente de Fermín Sosa.
La sala era espaciosa, y a través de la cúpula trasparente se veía un límpido cielo amarillo, cerca de cuyo cenit flotaban dos satélites violetas. En el centro de la sala había dos columnas negras, brillantes y lisas, sobre las cuales estaban montadas dos esferas también negras, aparentemente del mismo material que las columnas. Del interior de las esferas brotaban unas vibraciones tenues y melodiosas.
- El rayo genético ha establecido contacto - anunció la vibración que emergía de la primera esfera, cuyo ocupante tenía a su cargo el control del proyector de radiaciones de la Sala Galáctica.
- ¿Cómo reacciona el sujeto? - preguntó la vibración de la segunda esfera, en la que se hallaba el operador de la computadora.
- Bien, sin cambios.
- Es interesante - comentó la vibración de la segunda esfera -. Por primera vez realizamos un experimento en el que no se han analizado previa y exhaustivamente todos los factores. Y la presencia de esa incógnita, que sin embargo es el elemento fundamental de la experiencia, me hace sentir... no sé... supongo que son emociones que nuestros antepasados primitivos clasificaban como intranquilidad, inseguridad, algo que ahora no podemos definir exactamente.
- Es cierto - respondió la vibración de la primera esfera -. Intranquilidad... inseguridad... es desconcertante y al mismo tiempo agradable.
- ¿Qué sentirá ahora el sujeto?
- Probablemente nada. De acuerdo con las pruebas de laboratorio, la radiación genética no provoca reacciones perceptibles.
- ¿Pero podemos saber acaso si el sujeto reacciona como los organismos artificiales de nuestros laboratorios?
- Todo lo que se refiere al sujeto es una incógnita. Aun así, las computadoras demuestran que los organismos artificiales reproducen todas las combinaciones posibles de materia viva.
- Nuestro primer contacto directo con un ser de otro planeta... - dijo la vibración de la segunda esfera, y su ritmo se alteró brevemente en una nota que para un oído humano habría sido un signo de emoción -. Un planeta acerca del cual no sabemos nada.
- Sabemos, por lo menos, que allí hay una forma superior de vida, inteligente y activa - replicó la vibración de la primera esfera -. Así lo demostraron las computadoras después de analizar millones de mundos. Y la pantalla del proyector indica que las radiaciones son absorbidas normalmente.
- De cualquier modo, mañana conoceremos los resultados.
- Sí, mañana - asintió la vibración de la primera esfera -. Pero ese mañana nuestro equivale a treinta años en el planeta del sujeto. Un lapso suficiente para que él procree y para que los poderes latentes de la célula irradiada se manifiesten en su hijo. Esta criatura tendrá una inteligencia ilimitada, independiente del nivel mental del sujeto padre. Será el adelantado de nuevos seres, y revelará a su mundo todas las posibilidades de la ciencia y de la técnica. Entonces los elegidos elaborarán instrumentos para responder a nuestro mensaje. Intercambiaremos experiencias y conocimientos, y después... el gran salto para el encuentro de las civilizaciones.
- Todo eso mañana.
- Dentro de treinta años para ellos - insistió la vibración de la primera esfera -. Nuestra pantalla mantendrá un enlace permanente, primero con el sujeto, luego con la célula en marcha hacia la fecundación, y por fin con el ser engendrado. Mientras la luz brille en la pantalla, sabremos que el proceso sigue su marcha.
- Sólo nos queda esperar.
- Hubiese sido mejor tratar a una cantidad mayor de sujetos - dijo la vibración de la segunda esfera -. Nos habríamos asegurado así mayores probabilidades de éxito.
- Algún día eso será posible. Por ahora, sólo contamos con un proyector, capaz de modificar un solo organismo, y si fracasamos, pasarán diez días, trescientos años para ese mundo, antes de que encontremos un nuevo sujeto.
Fermín Sosa ya se había resignado a no dormir esa noche. El calor no cedía, y el insomnio lo había puesto tan nervioso que le palpitaban las sienes.
Se preguntó si faltaba mucho para que aclarase. Abrió bien los ojos y escudriñó la esfera del despertador, cuyo tic-tac era cada vez más estridente. La pintura luminosa se había gastado hacía mucho tiempo, y aunque algunos números todavía parecían manchitas fosforescentes en la oscuridad, no pudo ver las agujas.
Dio media vuelta. Le molestaban las sábanas, empapadas de sudor. Envidió a la Rufina, que dormía tan serenamente que ya ni siquiera chasqueaba la lengua.
De pronto, sintió ganas de acariciar a la Rufina. Hacía dos noches que no la abrazaba, recordó. Los últimos días había vuelto muy cansado del trabajo, y por la mañana apenas si tenía tiempo de lavarse, tomar unos mates con galleta y salir para el molino. Ahora, en cambio, a pesar del insomnio, un calorcito familiar se le insinuaba en el bajo vientre.
Tosió un par de veces, para ver si la Rufina se despertaba. Pero ella no abriría los ojos aunque la casa se viniera abajo.
Después se revolvió en la cama con fuerza, estirando intencionadamente las piernas y los brazos y empujando a la Rufina. Ella chasqueó la lengua, como si empezara a inquietarse. Pero siguió durmiendo.
Un hijo. Sin saber por qué, Fermín pensó que lo que deseaba en ese momento no era un revolcón sin consecuencias, sino algo distinto, más sólido, que se prolongase en un fruto. Que la Rufina quedase o no embarazada siempre había sido para él una contingencia librada al destino, pero en ese instante la idea adquiría un significado nuevo, solemne.
Fermín no estaba acostumbrado a luchar contra sus impulsos. Cuando tendió la mano hacia la Rufina lo hizo con decisión, como si aquel fuese un acto que podría cambiar su vida.
Sus dedos se cerraron sobre el hombro redondo, carnoso, y deslizaron hacia abajo el camisón, al mismo tiempo que acariciaban la piel húmeda y suave. Apoyó los labios sobre el cuello de la Rufina, aspiró el perfume tenue del pelo e hizo un poco de presión con los dientes.
La Rufina se volvió instintivamente hacia él y lo abrazó. Los dos cuerpos quedaron un momento en contacto, inmóviles, y al fin ella onduló las caderas para indicar que esta vez si se había despertado.
- La célula activada ha comenzado a desplazarse anunció la vibración de la primera esfera -. Entramos en la segunda parte del experimento. El contacto se mantiene sin modificaciones en la pantalla.
Se quedaron abrazados.
- Vamos a tener un hijo, ¿sabés? - dijo Fermín.
- ¿Cómo?
- Un hijo - insistió Fermín -. Estoy seguro de que vamos a tener un hijo.
- Dios te oiga - murmuró la Rufina.
Lo besó en la boca, con dulzura, y suspiró.
De pronto él sintió deseos de verla, de contemplar ese cuerpo que pronto empezaría a combarse maravillosamente.
- Espera un momento - dijo.
Bajó de la cama, buscó a tientas los fósforos en la mesa de luz, encendió uno, y lo acercó a la lámpara de queroseno que colgaba sobre la cabecera.
Al principio la claridad iluminó apenas la cara de Fermín y una parte de la pared, pero luego fue creciendo con un brillo radiante, más y más intenso, que se transformó al fin en la refulgencia de una bola de fuego enceguecedora.
- ¡Fermín! - gritó la Rufina con los ojos desencajados, cubriéndose el rostro con el antebrazo, sin atinar a moverse a pesar de que la lámpara chisporroteaba sobre su cabeza -. ¡La lámpara va a estallar, Fermín! ¡Fermín!
Hubo una cascada de fuego que se volcó sobre la cama y sobre la Rufina. Una llamarada brotó de la lámpara como de la boca de un cañón, desparramando fragmentos de metal y de vidrio que acribillaron la cara de Fermín.
Chorreando sangre, él se abalanzó sobre el cuerpo que se retorcía en el techo, envuelto en una monstruosa enredadera de fuego que estiraba sus llamas hacia el cielo raso, deslizándose por las paredes de madera y cartón, restallando, crepitando, rugiendo. Desde afuera llegaban gritos, pero ahora en el cuarto sólo había silencio y fuego, y un olor acre y nauseabundo a carne quemada.
En un planeta que aún no figuraba en ninguna carta astronómico, la luz de una pantalla osciló brevemente, y se apagó.
- Algo ha fallado - anunció la vibración de la primera esfera -. La célula de la experiencia genética ya no existe.
- Quizás el mundo elegido no estaba preparado para recibir al nuevo ser - comentó la vibración de la segunda esfera -. Esperaremos diez días y veremos qué ocurre entonces.
De un diario de Buenos Aires:
...y el incendio se extendió en pocos minutos por las casas de madera y cartón prensado de la villa de emergencia, dejando sin techo a 78 familias.
Las autoridades que investigan las causas del siniestro han tomado declaración a numerosos testigos, y todo parece indicar que el fuego fue provocado por el estallido de una Iámpara de queroseno en el rancho ocupado por Fermín Sosa, argentino, de 37 años, y su compañera Rufina Godoy, de 32 años. Los moradores del rancho señalado como lugar de origen del incendio perecieron al no poder escapar de la trampa mortal de las llamas.
No hubo otras víctimas, pero se calcula que los daños materiales...


FIN

Richard Matheson - EL TERCERO A PARTIR DEL SOL



Abrió los ojos cinco segundos antes de que sonara el reloj. Se despertó súbitamente, sin el menor esfuerzo. Ya en plena conciencia, con toda frialdad, estiró la mano izquierda en la oscuridad, para apagar la alarma, la campanilla vibró un segundo aún, antes de ahogarse.
Su esposa, tendida junto a él, le tocó el brazo. El le preguntó:
- ¿Has dormido?
- No. ¿Y tú?
- Algo - respondió él -. No mucho.
Ella guardó silencio por algunos segundos. Sin embargo, el marido podía oír las contracciones de su garganta, la sentía temblar. Sabía de antemano lo que estaba por decir.
- ¿Nos vamos de veras?
El cambió de posición en la cama y aspiré profundamente.
- Sí - respondió y los dedos se apretaron con más fuerza en torno a su brazo.
- ¿Qué hora es?
- Alrededor de las cinco.
- Será mejor que nos preparemos.
- Sí, será mejor.
Pero ninguno de los dos se movió.
- ¿Estás seguro de que podremos entrar en la nave sin que nadie nos vea? - preguntó la mujer.
- Creerán que es otro vuelo de prueba. No habrá nadie que controle.
Ella no hizo más comentarios pero se estrechó contra su marido. Tenía la piel muy fría.
- Tengo miedo - declaró.
El le tornó una mano y se la oprimió con firmeza.
- No debes sentirte así. No corremos peligro.
- Me preocupan los niños.
- No corremos peligro - insistió él.
La mujer, con mucha suavidad, le besó la mano. - Está bien - aceptó.
Ambos se incorporaron en la oscuridad. El la oyó levantarse. El camisón se deslizó hasta el suelo con un susurro, sin que ella lo levantara, permanecía inmóvil, estremecida por el aire frío de la mañana.
- ¿Estás seguro de que no necesitaremos nada más? - preguntó.
- No, nada. En la nave tenemos todas las provisiones necesarias. De todos modos...
- ¿Qué?
- No podemos llevar nada cuando pasemos ante el puesto de guardia, debemos fingir que tú y los chicos vais a verme partir.
Mientras ella comenzaba a vestirse, el marido apartó las cobijas y se levantó. Cruzó el cuarto por el suelo helado para buscar sus prendas en el ropero.
- Voy a despertar a los niños - dijo la mujer.
Le respondió con un gruñido mientras sacaba la cabeza de entre la ropa. Fila se detuvo en la puerta.
- ¿Qué?
- ¿Y si al guardia le parece extraño que los vecinos vayan también a despedirte?
- Tendremos que correr ese riesgo - contestó él, hundido en la cama, mientras buscaba a tientas los cordones de sus zapatos -; es preciso que vengan con nosotros.
Hubo un suspiro:
- Todo parece tan frío, tan calculado...
La silueta femenina se perfilaba en el umbral de la puerta. El sé irguió para verla.
- ¿Qué remedio nos queda? - preguntó con vehemencia. No podemos permitir que nuestros hijos procreen entre sí.
- No - exclamó ella -. Sólo que...
- ¿Sólo que qué?
- Nada, querido, perdóname.
Cerró la puerta tras de sí y sus pasos se perdieron por el corredor. Se abrió la puerta del otro dormitorio. El oyó las voces de sus dos hijos y una sonrisa inexpresivo le estiró los labios. «Como si fueran a una fiesta», pensó.
Se puso los zapatos. Al menos, los niños ignoraban lo que ocurría. Para ellos se trataba sólo de acompañarlo hasta la pista; creían que al regreso podrían contar todos los detalles a sus compañeros de escuela. Ignoraban que no habría regreso.
Terminó de ajustarse los zapatos y se levantó. Se dirigió hasta el tocador, arrastrando los pies, para encender la luz. La situación era extraña: un hombre de aspecto completamente común planeando algo semejante.
Frío. Calculador. Las palabras de su mujer le repercutían en la mente. Bien, no había otra salida. En pocos años, tal vez antes de lo que se creía, el planeta entero volaría en una explosión enceguecedora. Aquella era la única solución: escapar con un pequeño grupo y comenzar de nuevo en otro planeta.
- No hay otra salida - se repitió, contemplándose en el espejo.
Echó una larga mirada en torno al dormitorio, despidiéndose de toda aquella etapa de su vida. Apagar la lámpara fue como apagar una luz en su conciencia. Al salir, cerró la puerta con suavidad y acarició con los dedos el gastado picaporte.
Sus dos hijos, varón y mujer, descendían por la rampa, hablando en misteriosos susurros. No pudo menos que menear la cabeza, divertido.
Su esposa lo estaba esperando. Bajaron juntos, tomaron de la mano.
- Ya no tengo miedo, querido - afirmó ella -. Todo saldrá bien.
- Seguro. Sin duda.
Se sentó a desayunar junto a los niños. La mujer les sirvió el jugo de frutas y fue a buscar lo demás.
- Ayuda a mamá, querida - dijo a la niña.
Mientras ésta se levantaba, el hermanito comentó: - Falta poco, ¿no, papito? Muy poquito, ¿no?
- Tranquilo - le advirtió -. Recuerda lo que te dije. Si hablas de esto con alguien no podré llevarte.
Un plato se estrelló contra el suelo. El levantó la vista: su mujer tenía los ojos fijos en él y le temblaban los labios. Apartó la mirada y se inclinó para recoger los fragmentos del plato. Levantó sólo algunos trozos, con mano vacilante; luego los dejó caer otra vez. Volvió a incorporarse y empujó todo con el pie hacia la pared.
- Qué importa - comentó, nerviosa -. Qué importa que la casa esté limpia o no.
Los hijos la miraron, sorprendidos.
- ¿Qué sucede? - inquirió la niña.
- Nada, querida, nada - repuso ella -. Estoy nerviosa, nada más. Vuelve a la mesa y toma tu jugo. Tenemos que desayunar de prisa. Pronto llegarán los vecinos.
- Papá - preguntó el varón -, ¿por qué vienen los vecinos con nosotros?
- Porque quieren - respondió él vagamente - No pienses más en ello. Y no hables tanto.
La habitación quedó tranquila. La mujer entró con la comida y la dejo sobre la mesa. Sólo sus pasos quebraron el silencio.
Los niños se miraban entre sí, para echar luego una ojeada al padre. Este mantenía la vista fija en su plato; la comida le parecía insulsa y espesa; podía sentir las palpitaciones del corazón contra sus costillas. «El último día», se dijo. «Este es el último día»
- Será mejor que comas - dijo a la esposa.
Ella se sentó Y tomó los cubiertos, dispuesta a obedecer. En ese momento sonó el timbre de la puerta. Sus dedos, nerviosos, vacilaron y el cubierto cayó al suelo con un tintineo. El marido lo levantó rápidamente y cubrió con su mano la de su mujer.
- No te preocupes, querida - dijo -. No te preocupes. Y se volvió hacia los niños, ordenando: - Vayan a abrir la puerta.
- ¿Los dos?
- Sí, los dos.
- Pero...
- Hagan lo que les digo.
Ambos abandonaron morosamente las sillas y salieron del cuarto, sin quitar la vista de sus padres. Cuando hubieron desaparecido por la puerta corrediza, él se volvió hacia su mujer. Estaba pálida y tensa, con los labios fuertemente apretados.
- Por favor, querida - trató de explicarle -. No los llevaría si no tuviese la seguridad de que estaremos a salvo. Sabes que he volado muchas veces en esa nave. Y tengo bien decidido el sitio adonde vamos. No habrá problemas. Créeme, no habrá problemas.
Ella le tomó la mano y apoyó allí su mejilla, cerrando los ojos. Unas lágrimas enormes se filtraron entre los párpados y rodaron por el rostro.
- No es eso lo que me preocupa - explicó ella -. Es... este asunto de irnos y no volver más. Hemos pasado toda la vida aquí. No es lo mismo que mudarse. No podremos volver. jamás.
- Escucha, querida - insistió él, en un tono apremiante que revelaba su tensión -. Sabes tan bien como yo que dentro de pocos años habrá otra guerra; y será terrible. No quedará nada en pie. Tenemos que irnos. Por nuestros hijos, por nosotros mismos...
Hizo una pausa, para medir el efecto de sus propias palabras.
- Por el futuro de la vida misma - concluyó, sin convicción.
En seguida se arrepintió. A en hora temprana, y después del prosaico desayuno, ese tipo de disquisiciones no sonaba convincente. Aunque fueran verdad.
- No tengas miedo - repitió -. Todo saldrá bien.
Ella le apretó la mano.
- Lo sé - afirmó con suavidad -. Lo sé.
Unos pasos se aproximaron. El le alcanzó un pañuelo de papel. Apresuradamente, la mujer se enjugó las mejillas.
Se abrió la puerta y entró el matrimonio vecino con sus hijos. Los niños no podían contener la agitación.
- Buenos días - saludó el vecino.
Las mujeres se dirigieron hacia la ventana y empezaron a hablar en voz baja. Los niños, sin alejarse, se movían constantemente, mirándose entre ellos con ansiedad.
- ¿Ya desayunaron? - preguntó él.
- Sí - respondió el vecino - ¿No le parece mejor que salgamos?
- Creo que sí.
Dejaron los platos sobre la mesa. La mujer subió a buscar abrigos para toda la familia.
Mientras los demás se dirigían al coche, él y su esposa permanecieron unos momentos en el porche.
- ¿Cerramos la puerta? - preguntó él.
La mujer se pasó una mano por el pelo y esbozó una sonrisa desolada, encogiéndose de hombros.
- ¿Importa, acaso? - respondió, dándole la espalda. El cerró la puerta y la siguió por el sendero. - Era bonita, la casa - murmuró ella.
- No pienses más en eso.
Algunos volvieron la espalda al hogar y subieron al coche.
- ¿Cerraron con llave? - preguntó el vecino.
- Sí.
- Nosotros también. Ibamos a dejar abierto, pero tuvimos que volver a cerrar.
Avanzaron por las calles tranquilas. Los bordes del cielo empezaron a enrojecer. La vecina iba en el asiento trasero con los cuatro chicos. Junto a él viajaban su esposa y el vecino.
- Va a ser un hermoso día - afirmó éste último.
- Tal vez.
- ¿Se Io han dicho a los niños? - preguntó el hombre, en voz baja.
- Por supuesto que no.
- Yo tampoco, yo tampoco - aseguro el vecino -. Preguntaba, nada más.
- ¡Oh!
Por un rato avanzaron en silencio. Un vecino preguntó:
- ¿No tienen a veces la sensación de estar... huyendo?
- No - respondió él, apretando los labios -. No.
- Creo que es mejor no hablar del asunto - comentó apresuradamente el otro.
- Es lo mejor.
Mientras se acercaban al puesto de guardia, en la entrada, él se volvió hacia los de atrás.
- Ya saben - les dijo -. Ustedes, ni una palabra.
El guardia, soñoliento, no prestó mucha atención. Le reconoció en seguida, pues él era el principal piloto de prueba de la nave último modelo. Y eso bastaba. El piloto dijo que su familia quería verlo despegar. Estaba muy bien. El guardia les permitió acercarse a la plataforma de la nave.
El coche se detuvo junto a las enormes columnas. Todos descendieron y alzaron la vista, Muy por encima de ellos, la gran nave metálica, apuntaba hacia el ciclo, empezaba a reflejar en su vértice el resplandor de la mañana.
- Vamos - ordenó él - ¡Aprisa!
Mientras todos trepaban rápidamente al ascensor de la nave, él se detuvo por un momento y miró hacia atrás. El puesto de guardia parecía abandonado. Echó una mirada a su alrededor, tratando de grabarlo todo en su memoria. Se inclinó para recoger un puñado de tierra y lo guardó en el bolsillo.
- Adiós - susurró.
Y corrió hacia el ascensor.
Las puertas se cerraron ante ellos. El cubículo ascendió en silencio; sólo se oían el zumbido del motor y algunas tosecitas nerviosas de los niños. El los contempló por un instante. «Llevarlos así, tan pequeños, pensó, sin que puedan ayudar...»
Cerró los ojos. Su mujer lo tomó del brazo. Ambos se miraron y ella sonrió.
- Todo está bien - susurró.
El ascensor se detuvo con un estremecimiento. Las puertas se abrieron, deslizándose, y todos salieron. El vaciló un instante. Empezaba a aclarar. «En seguida», el piloto urgió a los demás.
Todos treparon por la plataforma cubierta y entraron por la angosta portezuela que se abría al costado de la nave. Cuando le llegó el turno, volvió a vacilar. Sentía la necesidad de decir alguna frase adecuada a las circunstancias.
Pero no pudo. Tomó impulso para entrar y cerró bien la puerta tras de sí, murmurando algo al hacer girar el volante con que se ajustaba.
- Listo - anunció -. Vamos, todos.
El eco multiplicó todos aquellos pasos a través de las plataformas metálicas. Finalmente llegaron a las escaleras y al cuarto de control.
Los niños corrieron hacia los ojos de buey para mirar al exterior. La inmensa altura los dejó boquiabiertos. Las dos madres, detrás, miraban hacia abajo con ojos asustados.
El se acercó al grupo.
- ¡Qué alto! - dijo su hijita.
- ¡Qué alto! - repitió él, acariciándole suavemente la cabeza.
Se volvió bruscamente para dirigirse hacia el panel de instrumentos. Allí permaneció, vacilante. Alguien se te acercó por detrás. Era su mujer.
- ¿No te parece que debemos decírselo a los niños? Así sabrán que es la última mirada.
- Hazlo - replicó - puedes decírselo.
Pero los pasos de su mujer no se alejaron. Se volvió y ella lo besó en la mejilla. Entonces fue a hablar con los niños.
El accionó el interruptor. En las ocultas entrañas de la nave, una chispa encendió el combustible. Un chorro de gas concentrado surgió de los eyectores. Los mamparos empezaron a temblar.
Oyó el llanto de su hija y trató de no escuchar. Extendió una mano temblorosa hacia la palanca. Súbitamente, se volvió a mirarlos. Todos tenían los ojos fijos en él. Entonces asió con firmeza la palanca y la movió.
La nave se estremeció por un momento y se deslizó en seguida por la suave plataforma inclinada para remontarse a velocidad creciente. El viento silbaba a su paso. Los chicos volvieron a dirigirse hacia los ojos de buey.
- Adiós - dijeron - ¡Adiós!
Agotado, se dejó caer sobre el panel de controles. Por el rabillo del ojo vio que el vecino se sentaba a su lado.
- ¿Sabe con exactitud adónde vamos?
- Está allí, en ese mapa - respondió él.
El vecino echó un vistazo al diagrama y alzó las cejas.
- Es otro sistema solar - observó.
- Correcto. Allí, la atmósfera es parecida a la nuestra. No tendremos problemas.
- No podemos fallar - dijo el vecino.
Asintió con un gesto y se volvió para mirar a la otra lámina. Todos seguían mirando por las portillas.
- ¿Cómo dice? - preguntó al vecino.
- Preguntaba cuál de todos esos planetas es el que ha escogido.
El se inclinó sobre el mapa y señaló un punto.
- Ese pequeño que está allí - dijo - Cerca de aquella luna.
- Este, el tercero a partir del sol.
- Precisamente - respondió - Ese. El tercero a partir del sol.


FIN

El Deshollinador - DUDAS COMPARTIDAS



Más de una vez nuestros ojos se han enfocado a las pequeñas manchitas luminosas que titilan en el firmamento. Algunas veces, sólo nos arrebata su belleza, otras, lo que significan aquellas.
Puntos insignificantes de luz, chispas remanentes de inmensos, gigantescos soles que son eclipsados por distancias igualmente inmensas. Y aquí, sólo esas briznas.. y más las que no alcanzan a llegar.
Cómo disfruto estos momentos, cuando camino cansado de regreso a casa con los libros y cuadernos bajo el brazo; aunque también abrumado por las poesías y biografías que tengo que memorizar y las tareas de matemáticas y química, sin contar las fotografías de las páginas tales de algún libro a dibujar con mi torpe trazo, y, bueno, tantas más.
¡Qué alegría cruzar por esta pequeña loma y disfrutar su vista fantástica! ¡Qué rico recostarse así en el pasto y escuchar el chirriar de los bichos del rededor y el dulce susurrar del viento!
De cara al espacio imagino que estoy al frente del mundo dirigiendo su trayectoria como un piloto de planetas, y que poco a poco nos aproximamos a sistemas distantes.
Qué bueno sería, ¿no?, llegar a otro mundo habitado y presentarte «¡Hola!, vengo de un planeta donde las cosas son de tal manera...»
¡...Oh, que bonita fantasía!
La otra vez, en la escuela, le pregunté al maestro si podía haber vida en otros planetas. Todos mis amigos abrieron los ojotes bien atentos y el maestro se puso muy serio y contestó: «Podría ser, aunque... es improbable. Se necesitan condiciones ambientales bastante complejas para incitar la generación de la vida y permitir su proliferación y desarrollo; así es que, por lo pronto, seguimos estando solos.»
No me agradó la respuesta, aunque suena muy interesante.
En fin... seguiré soñando en nuestros supuestos vecinos al otro lado del universo.
Oh, oh, creo que se me ha hecho tarde; mamá debe estar preocupada.
Me voy antes de que cierre más la noche, pues hoy ambas lunas serán viejas y así no veré la brecha. Además, ¡uf!, aún me espera la biografía de Epkin Prano, los dibujos de la Tundra de Tarmenti e investigar el Teorema de Aravaneo sobre le Elasticidad del Tiempo... y las Leyes del Espacio Circular según Teknil, y...


FIN

James Patrick Kelly - PENSAR COMO UN DINOSAURIO


Kamala Shastri regresó a este mundo igual que lo había abandonado: desnuda. Salió del ensamblador tambaleándose, tratando de mantener el equilibrio en la delicada gravedad de la Estación Tuulen. La sujeté y, con un solo movimiento, la envolví con una bata; luego la conduje suavemente hacia el flotador. Tres años en otro planeta habían transformado a Kamala. Estaba más esbelta, más musculosa. Ahora tenía las uñas de dos centímetros de largo y cuatro cicatrices de incisiones paralelas en la mejilla izquierda que quizás respondían a algún concepto gendiano de la belleza. Este sitio, tan familiar para mí, parecía provocarle casi un estado de shock. Era como si dudara de las paredes y fuera escéptica del aire. Había aprendido a pensar como una alienígena.
- Bienvenida. - Al tiempo que la acompañaba por el pasillo, el susurro del flotador se transformó en un *wuush*.
Tragó saliva con fuerza y pensé que se echaría a llorar. Tres años antes lo hubiera hecho. Muchos migradores se sienten devastados cuando salen del ensamblador. Es porque no hay transición. Hacía unos segundos, Kamala estaba en Gend, el cuarto planeta de la estrella que nosotros llamamos Épsilon Leo, y ahora estaba aquí, en órbita lunar. Estaba casi en casa; la gran aventura de su vida había terminado.
- ¿Matthew? - dijo.
- Michael. - No pude evitar sentirme contento de que se acordara de mí. Después de todo, me había cambiado la vida.
Desde que llegué a Tuulen para estudiar a los dinos, he guiado quizás unas trescientas migraciones, de ida y de vuelta. El de Kamala Shastri es el único escaneo cuántico que he pirateado en mi vida. Dudo que a los dinos les importe; sospecho que es una infracción que hasta ellos se permiten cometer de vez en cuando. Sé más de Kamala - al menos, de la que era hace tres años - que de mí mismo. Cuando los dinos la enviaron a Gend, su masa era de 50.391,72 gramos y tenía 4,81 millones de glóbulos rojos por mm3. Sabía tocar el nagasvaram, una especie de flauta de bambú. Su padre era originario de Thana, cerca de Bombay, y su sabor preferido de fruta de mascar era melón, y había tenido cinco amantes, y a la edad de once años quería ser gimnasta pero se había recibido de ingeniera en biomateriales, y a los veintinueve años se había ofrecido como voluntaria para ir a las estrellas y aprender a cultivar ojos artificiales. Había demorado dos años en cumplir con el entrenamiento para la migración; sabía que podía arrepentirse en cualquier momento, incluso en el mismo instante en que Silloin la transportara por medio de la señal hiperlumínica. Entendía lo que significaba equilibrar la ecuación.
Yo la conocí el 22 de junio de 2069. Vino del puerto L1 de Lunex en el transbordador e ingresó por nuestra compuerta puntualmente, a las 10:15. Era una mujer pequeña, redondeada, con el largo cabello negro peinado hacia atrás, tirante alrededor del cráneo. Le habían oscurecido la piel para protegerla de los rayos UV de Épsilon Leo; era del mismo color negroazulado profundo del crepúsculo. Llevaba puesta una adherente túnica a rayas y unas zapatillas de velcro que la ayudarían a desplazarse durante el breve tiempo que pasaría navegando en nuestra microgravedad de 0,2.
- Bienvenida a la Estación Tuulen. - Le sonreí y extendí el brazo -. Me llamo Michael. - Nos estrechamos las manos -. Se supone que soy sapienciólogo, pero también trabajo de guía local.
- ¿Guía? - Asintió distraídamente -. Bueno. - Escudriñaba un punto detrás de mí, como si estuviera esperando a otra persona.
- Oh, no te preocupes - le dije -. Los dinos están en las jaulas.
Abrió grandes los ojos, mientras su mano se separaba lentamente de la mía. - ¿Llamas dinos a los Hanen?
- ¿Por qué no? - Me reí -. Ellos nos llaman bebés. Y llorones, entre otras cosas.
Kamala meneó la cabeza, perpleja. La gente que nunca vio a un dino en persona tiende a formarse una idea novelesca: los reptiles sabios y nobles que dominan la física hiperlumínica y que introdujeron en la Tierra las maravillas de la civilización galáctica. Dudo que Kamala hubiera visto jamás a un dino jugando al póker o engullendo a un conejo que lanza chillidos de dolor. Y nunca había discutido con Linna, que aún no estaba convencida de que los humanos estuviéramos psicológicamente preparados para ir a las estrellas.
- ¿Ya comiste? - Hice un gesto indicando el corredor que conducía a las salas de recepción.
- Sí... es decir, no. - No se movió -. No tengo hambre.
- Déjame adivinar. Estás demasiado nerviosa para comer. Estás demasiado nerviosa para hablar, incluso. Desearías que me callara la boca, que te metiera en la canica y te transportara lejos de aquí. Que termináramos de una buena vez con esta parte del asunto, ¿eh?
- No me molesta la conversación, en realidad.
- Ahí vamos. Bueno, Kamala, es mi solemne deber avisarte que en Gend no hay manteca de maní ni emparedados de jalea. Y que no hay salpicón de pollo. ¿Cómo me llamo?
- Michael.
- ¿Ves? No estás tan nerviosa. No hay un solo taco, ni una sola porción de pizza de berenjenas. Esta es tu última oportunidad de comer como un ser humano.
- Bueno. - No sonrió verdaderamente (estaba demasiado ocupada en demostrar que era valiente), sino se le crispó una de las comisuras de la boca -. En realidad, no me molestaría tomarme una taza de té.
- Bueno, en Gend sí hay té. - Me dejó guiarla hacia la sala de recepción D; sus zapatillas dejaban ligeras marcas en la alfombra de velcro -. Por supuesto, lo hacen con hojas de césped.
- Los gendianos no tienen césped. Viven bajo tierra.
- Refresca mi memoria. - Apoyé la mano en su hombro; debajo de la túnica, Kamala tenía los músculos rígidos -. ¿Los gendianos son los hurones o las cosas con bultos anaranjados?
- No se parecen en nada a los hurones.
Atravesamos la puerta burbuja y entramos en la recepción D, un espacio rectangular y compacto con muebles dispersos, de baja altura, nada amenazadores. En un extremo había una unidad de cocina; en el otro, un armario con un sanitario de vacío. El cielorraso era cielo azul; la larga pared mostraba una imagen en vivo del río Charles y el horizonte de Boston, asándose al sol de finales de junio. Kamala acababa de finalizar el doctorado en el MIT.
Opaqué la puerta. Kamala se posó en el borde de un sillón, como un abadejo a punto de salir volando.
Mientras le hacía el té, se encendió la pantalla de mi uña. Respondí al llamado y apareció una Silloin en miniatura, en modo discreto. No me miraba; estaba muy ocupada observando los aparatos de la sala de control.
- Un problema - zumbó su voz en mi audífono - muy insignificante, en realidad. Pero tendremos que eliminar a los dos últimos del cronograma de hoy. Que se queden en Lunex hasta el primer turno de mañana. ¿Podemos retener a esta una hora más?
- Claro - dije -. Kamala, ¿te gustaría conocer a una Hanen? - Transferí a Silloin a la ventana tamaño dinosaurio de la pared -. Silloin, te presento a Kamala Shastri. Silloin es la que maneja todo aquí. Yo soy solamente el portero.
Silloin miró por la ventana con el ojo que tenía más cerca; luego se dio vuelta y escrutó a Kamala con el otro ojo. Para ser una dino, era de baja estatura, sólo un poco más de un metro de altura, pero tenía una cabeza enorme que se bamboleaba en su cuello como un melón haciendo equilibrio sobre un pomelo. Seguramente se había untado con aceite, porque las escamas plateadas brillaban a más no poder.
- Kamala, ¿aceptas mis más felices intenciones hacia ti? - Levantó la mano izquierda, abriendo los dedos flacos para dejar expuestas las oscuras medialunas de la membrana atrofiada.
- Claro, yo...
- ¿Y nos permites ejecutar esta transportación?
Kamala se puso rígida.
- Sí.
- ¿Tienes preguntas?
Estoy seguro de que tenía varios centenares, pero en ese momento, posiblemente, estaba demasiado asustada para preguntar. Mientras se quedaba dudando, yo tercié:
- ¿Qué existió primero, el huevo o la lagartija?
Silloin me ignoró.
- ¿Para ti sería excelente comenzar cuándo?
- Está tomando un té - dije, entregándole la taza -. La llevaré cuando termine. ¿En una hora, digamos?
Kamala se retorció en el sillón. - No, de veras. No tardaré una...
Silloin nos mostró los dientes, varios de los cuales eran largos como teclas de piano.
- Sería de lo más apropiado, Michael.
Cerró la comunicación; una gaviota atravesó volando el espacio donde había estado su ventana.
- ¿Por qué hiciste eso? - Había severidad en la voz de Kamala.
- Porque aquí dice que tienes que esperar turno. No eres la única migradora que vamos a enviar esta mañana. - Era mentira, por supuesto; habíamos tenido que reducir el cronograma porque Jodi Latchaw, la otra sapiencióloga asignada a Tuulen, estaba en la Universidad de Hiparco presentando nuestra tesis sobre el concepto de identidad de los Hanen -. No te preocupes, haré que el tiempo vuele.
Por un momento, nos miramos. Yo podría haberme entregado a una hora de charla superficial; lo hacía con mucha frecuencia. O podría haberle sonsacado el motivo por el cual se marchaba; sin duda, tenía alguna abuelita ciega o un primo segundo esperando que ella le llevara esos ojos artificiales, para no mencionar los potenciales subproductos que bien podían terminar con la tuberculosis, el hambre y la eyaculación precoz, bla bla bla. O podría haberla dejado sola en esa habitación, mirando la pared. Pero la gracia estaba en adivinar hasta dónde llegaba su espanto.
- Cuéntame un secreto - le dije.
- ¿Qué?
- Un secreto; ya sabes, algo que no sepa ninguna otra persona. - Me miró como si yo fuese un ser recién caído de Marte -. Mira, dentro de un rato estarás rumbo a un lugar que está a... ¿cuánto? ¿Trescientos diez años luz de distancia? Está previsto que te quedes tres años. Para cuando regreses, yo podría ser rico, famoso y estar en otro lado; probablemente nunca nos volveremos a ver. Entonces, ¿qué tienes que perder? Prometo no contárselo a nadie.
Se recostó en el sofá y apoyó la taza en el regazo.
- ¿Se trata de otro examen, no? Después de todo lo que me hicieron pasar, todavía no decidieron si deben enviarme o no.
- No. Dentro de un par de horas estarás rompiendo nueces con los hurones en alguna oscura madriguera de Geden. Soy yo, charlando.
- Estás loco.
- En realidad, creo que el término técnico sería logomaníaco. Viene del griego: logos, que significa "palabra", y manía, que significa que te faltan dos bits para completar un byte. Me encanta charlar, nada más. Mira, empezaré yo. Si mi secreto no te parece bastante jugoso no tendrás que contarme nada.
Mientras bebía el té, sus ojos eran dos ranuras. Yo estaba bastante seguro de que el asunto que la preocupaba en ese momento, fuera lo que fuera, no iba a desaparecer en la gran canica azul.
- Me educaron como católico - dije, acomodándome en una silla delante de ella -. Ya no lo soy, pero el secreto no es ese. Mis padres me enviaron a la Escuela Secundaria "María, Madre de Dios"; nosotros la llamábamos "Madiós". La manejaba una pareja de religiosos ancianos, el Padre Thomas y su esposa, la Madre Jennifer. El Padre Tom enseñaba física, donde yo me sacaba 6, principalmente porque él hablaba como si tuviera la boca llena de nueces. La Madre Jennifer enseñaba teología y tenía la calidez de un banco de mármol; su apodo era Mamá Madiós.
"Una noche, exactamente dos semanas antes de mi graduación, el Padre Tom y Mamá Madiós salieron en su Chevy Minimus a comprar helado. Cuando volvían, Mamá Madiós pasó una luz amarilla y una ambulancia los embistió en el medio. Como ya te dije, era anciana; tenía ciento veinte años o algo así. Tendrían que haberle quitado la licencia de conducir en los '50. Murió instantáneamente. El Padre Tom falleció en el hospital.
"Claro, supuestamente debíamos sentirnos tristes por ellos y creo que yo me sentí un poco así, pero en realidad nunca me habían gustado mucho y me daba rabia que sus muertes hubieran arruinado las cosas para mi promoción. Por lo tanto, estaba más fastidiado que triste, pero también sentía una punzada de culpa por ser tan poco caritativo. Tal vez haya que crecer como católico para entenderlo. Bueno, el día después de lo ocurrido nos convocaron a una misa en el gimnasio y ahí fuimos todos, retorciéndonos en las graderías. El cardenal en persona telepresentó la homilía. Trataba insistentemente de consolarnos, como si los muertos hubiesen sido nuestros padres. Le hice un chiste sobre eso al chico que estaba sentado a mi lado, pero me pescaron y tuve que pasar la última semana de mi último año suspendido pero asistiendo a clase.
Kamala había terminado el té. Deslizó la taza vacía dentro de uno de los posavasos empotrados en la mesa.
- ¿Quieres más? - le dije.
Se revolvió, inquieta -. ¿Para qué me cuentas esto?
- Forma parte del secreto. - Me incliné hacia adelante -. Mira, mi familia vivía en la calle del Cementerio del Espíritu Santo, y para llegar a la parada de furgones de la Avenida McKinley yo debía tomar un atajo que lo atravesaba. Bueno, lo siguiente ocurrió un par de días después del problema en la misa. Era alrededor de medianoche y yo volvía a casa de una fiesta de graduación en la que me había dado un par de picos de perspicacia, o sea que me sentía más sagaz que el rey de los filósofos. Mientras atravesaba el cementerio, me topé con dos montículos de tierra, uno al lado del otro. Al principio pensé que eran canteros; después vi las cruces de madera. Tumbas recientes: aquí yacen el Padre Tom y Mamá Madiós. Las cruces no decían mucho; eran básicamente estacas cruzadas, pintadas de blanco y martilladas en la tierra. Los nombres estaban escritos a mano. Por lo que me imagino, las habían puesto para marcar las tumbas hasta que llegaran las lápidas. No necesitaba perspicacia para reconocer esa oportunidad única en la vida. Si las cambiaba de lugar, ¿qué posibilidades había de que alguien se diera cuenta? No fue problema sacarlas de los agujeros. Emparejé la tierra con las manos y salí corriendo como si me llevaran los mil demonios.
Hasta ese momento, Kamala había sentido confusión por mi historia y una leve condescendencia hacia mí. Ahora había un destello de alarma en sus ojos.
- Qué cosa terrible hiciste - me dijo.
- Absolutamente - le dije -, aunque los dinos piensan que la idea de plantar cuerpos en los cementerios y marcarlos con piedras esculpidas es cosa de llorones. Dicen que la carne muerta no tiene identidad, así que ¿para qué ponerse tan sentimental? Linna pregunta constantemente por qué no le ponemos cruces a nuestros excrementos. Pero el secreto tampoco es ese. Bueno, era una noche cálida de mediados de junio, pero cuanto más corría, más frío se volvía el aire. Veía mi aliento. Y mis zapatos se ponían cada vez más pesados, como si se estuviesen convirtiendo en piedra. Cuanto más me acercaba al portón de atrás, más sentía que estaba luchando contra un fuerte viento, aunque mis ropas no flameaban. Aminoré el paso y comencé a caminar. Sé que pude haber hecho un esfuerzo y salir, pero mi corazón latía con fuerza, y entonces oí un susurro, como el que se oye en las caracolas, y entré en pánico. El secreto, entonces, es que soy un cobarde. Volví a poner las cruces en sus lugares y nunca volví a acercarme a ese cementerio. A decir verdad - señalé con un movimiento de cabeza las paredes de la sala de recepción D de la Estación Tuulen -, cuando llegué a la edad adulta me ocupé de interponer la mayor distancia posible entre él y yo. - Kamala me miró fijamente mientras yo volvía a reclinarme en la silla -. Historia de la vida real - dije y levanté la mano derecha. Se quedó perpleja cuando comencé a reír. Una sonrisa floreció en su rostro oscuro, y de pronto ella también se estaba riendo. Era un sonido suave y líquido, como un arroyo burbujeando sobre rocas lisas; me hizo reír más todavía. Tenía los labios gruesos y los dientes muy blancos.
- Tu turno - dije finalmente.
- Oh, no. No podría. - Sacudió la mano -. No tengo nada tan bueno... - Hizo una pausa y luego frunció el entrecejo -. ¿Ya contaste esto antes?
- Una vez - dije -. A los Hanen, durante la preselección psicológica para este trabajo. Pero no les conté la última parte. Sé cómo piensan los dinos, así que lo terminé cuando cambié las cruces de lugar. El resto es cosa de bebés. - Sacudí un dedo hacia ella -. No olvides que prometiste guardar mi secreto.
- ¿En serio?
- Cuéntame de cuando eras pequeña. ¿Dónde creciste?
- En Toronto. - Me echó un vistazo apreciativo -. Hubo algo, pero no fue divertido. Fue triste.
Asentí para animarla y cambié la imagen de la pared, haciendo aparecer el horizonte de Toronto, dominado por la Torre CN, el Centro Toronto-Dominion, los Tribunales Comerciales y el King's Needle.
Kamala giró el cuerpo para admirar el paisaje y me habló por encima del hombro.
- Cuando tenía diez años, nos mudamos a un departamento, justo en el centro, en la calle Bloor, para que mi madre estuviera cerca del trabajo. - Señaló a la pared y se enderezó para mirarme de frente -. Es contadora, y mi padre diseñaba empapelados para Imageniería. Era un edificio enorme; parecía que siempre que entrábamos al ascensor había diez vecinos que ni sabíamos que teníamos. Un día, cuando volvía de la escuela, una anciana me detuvo en el vestíbulo. "Niñita", me dijo, "¿te gustaría ganarte diez dólares?". Mis padres me habían advertido que no hablara con extraños, pero obviamente esta anciana residía en el edificio. Además, tenía un antiguo par de exopiernas atadas con correas, o sea que yo sabía que, si necesitaba salir corriendo, podía ganarle. Me pidió que fuera a hacerle unas compras; me entregó la lista de víveres y una tarjeta de efectivo y me dijo que debía llevarle todo al departamento 10W. Tendría que haber desconfiado más, porque todos los comercios del centro hacían entregas a domicilio, pero, como pronto descubrí, lo único que la anciana quería era tener a alguien con quien conversar. Y estaba dispuesta a pagar por eso, normalmente cinco o diez dólares, dependiendo de cuánto tiempo me quedara. Pronto acabé por ir a su departamento casi todos los días, después de la escuela. Pienso que si mis padres se hubieran enterado, me habrían obligado a dejar de hacerlo; eran muy estrictos. No les habría gustado que yo aceptara el dinero. Pero ninguno de los dos volvía a casa hasta después de las seis, así que era mi secreto, mientras pudiera guardarlo.
- ¿Quién era? - dije -. ¿De qué hablaban?
- Se llamaba Margaret Ase. Tenía noventa y siete años, y pienso que años atrás había sido una especie de consultora. Su marido e hija habían muerto y estaba sola. No descubrí mucho de ella; me hacía hablar a mí casi todo el tiempo. Me preguntaba de mis amigos, de lo que hacía en la escuela y de mi familia. Cosas así...
Su voz se fue perdiendo, al tiempo que mi uña comenzaba a encenderse y apagarse. Contesté.
- Michael, me complace pedirte que vengan aquí - zumbó Silloin en mi oído. Estaba casi veinte minutos adelantada con respecto al cronograma.
- ¿Ves? Te dije que íbamos a hacer volar el tiempo. - Me puse de pie. Los ojos de Kamala se abrieron mucho -. Estoy listo, si tú lo estás.
Le ofrecí la mano. La tomó y me permitió que la ayudara a levantarse. Vaciló por un momento y percibí lo frágil que era su determinación. Le rodeé la cintura con el brazo y la conduje al corredor. En la microgravedad de la Estación Tuulen, ya se sentía tan insustancial como un recuerdo.
- Bueno, cuéntame. ¿Qué fue eso tan triste que pasó?
Al principio pensé que no me había escuchado. Siguió avanzando, arrastrando los pies, sin decir nada.
- Eh, no me dejes con la intriga, Kamala - le dije -. Tienes que terminar la historia.
- No - dijo -. Creo que no.
No lo interpreté como una afrenta personal. Mi único interés verdadero en la conversación era distraerla. Si ella no quería distraerse, era por elección propia. Algunos migradores no paraban de hablar hasta el mismísimo instante en que se introducían en la gran canica azul, pero muchos otros se quedaban callados en el instante anterior. Se volvían introvertidos. Tal vez, en su mente, Kamala ya estaba en Gend, pestañeando bajo la dura luz blanca.
Llegamos a la central de escaneo, el espacio más amplio de la Estación Tuulen. Inmediatamente delante de nosotros estaba la canica, recipiente que contenía al conjunto de sensores cuánticos no-demoledores... CSCN para los inclinados a los acrónimos. La canica tenía un color azul lechoso de hielo glacial y el tamaño de dos elefantes. El hemisferio superior estaba levantado y la mesa de escaneo sobresalía como una brillante lengua gris. Kamala se aproximó a la canica y tocó su propio reflejo, que se contorsionaba a lo ancho de la superficie pulida. A la derecha había un banco acolchado, un nebulizador y un sanitario. Pero yo miré a la izquierda, a la ventana de la sala de control. Silloin estaba observándonos, con su cabeza imposible inclinada a un costado.
- ¿Es dócil? - zumbó en mi audífono.
Levanté la mano con los dedos cruzados.
- Bienvenida, Kamala Shastri. - La voz de Silloin salió por los parlantes como un susurro tranquilizador -. ¿Estás lista para abrir tu transportación?
Kamala hizo una inclinación de cabeza hacia la ventana.
- ¿Ahora es cuando debo quitarme la ropa?
- Si fueras tan amable.
Pasó rozándome, hacia el banco. Aparentemente, yo había dejado de existir; ahora la cuestión era entre ella y la dino. Se desvistió rápidamente, doblando la túnica con prolijidad, acomodando las zapatillas debajo del banco. Por el rabillo del ojo, vi pies pequeños, muslos rotundos, la hermosa y suave piel oscura de su espalda. Entró en el nebulizador y cerró la puerta.
- Lista - exclamó.
Desde la sala de control, Silloin activó los circuitos que llenaban el nebulizador con una densa nube de nanolentes. Las nanos se adhirieron a Kamala y se desplegaron, revistiendo toda la superficie de su cuerpo. Al respirarlas, pasaron de sus pulmones al torrente sanguíneo. Tosió sólo dos veces; la habían entrenado bien. Cuando pasaron los ocho minutos, Silloin despejó el aire del nebulizador y Kamala emergió. Aún ignorándome, volvió a mirar de frente a la sala de control.
- Ahora debes ubicarte en la mesa de escaneo - dijo Silloin - y dejar que Michael te prepare.
Sin vacilar, cruzó la sala hacia la canica, trepó a la plataforma que estaba junto a ésta, se subió a la mesa y se acostó boca arriba. La seguí.
- ¿Seguro que no quieres contarme el resto del secreto?
Ella miraba fijamente el techo, sin pestañear.
- Muy bien. - Saqué el tubo de aerosol y un chispero del bolsillo de la cadera -. Esto va a ser igual que como lo practicaste. - Usé el tubo de aerosol para volver a pulverizar las plantas de los pies con nanos. Vi que su vientre subía y bajaba, subía y bajaba. Estaba profundamente concentrada en el ejercicio de respiración -. Recuerda, mientras estés en el escaneador, nada de saltar a la soga ni de silbar. - No me contestó -. Ahora respira profundamente - dije, y le di un toque de chispero en el dedo gordo del pie. Se escuchó un breve chasquido cuando las nanos que tenía en la piel se entrelazaron, para formar una red, y se endurecieron, fijándola en su lugar -. Ladridos para los hurones de parte mía. - Tomé mis aparatos, me bajé de la plataforma rodante y la puse de vuelta contra la pared.
Con un gemido grave, la gran canica azul retrajo la lengua. Observé cómo se cerraba el hemisferio superior, tragándose a Kamala Shastri, y luego fui a reunirme con Silloin en la sala de control.
No soy de la escuela de los que piensan que los dinos huelen mal: otra razón por la que me asignaron a estudiarlos de cerca. Parikkal, por ejemplo, no tiene ningún olor en especial que yo pueda detectar. Normalmente, Silloin tiene un leve, aunque no desagradable, olor a vino rancio. Cuando está bajo presión, sin embargo, su aroma se vuelve parecido al del vinagre y muy punzante. Aquella mañana debe haber sido muy turbulenta para ella. Respirando por la boca, me acomodé en el banco, frente a mi consola.
Estaban trabajando rápido, ahora que la canica estaba sellada. Incluso con todo el entrenamiento que tienen, los migradores suelen ponerse claustrofóbicos muy pronto. Después de todo, tienen que quedarse acostados en la oscuridad, inmovilizados por la nanoestructura, esperando ser transportados. Esperando. Mientras emula el escaneo, el simulador del centro de entrenamiento de Singapur emite un ruido. La mayoría lo compara con el de una leve lluvia que golpetea la canica; para otros, es estática radial a volumen alto. Mientras escuchen ese golpeteo, los migradores piensan que están a salvo. Cuando están en nuestra canica, nosotros lo reproducimos, a pesar de que el escaneo dura apenas tres segundos y es absolutamente silencioso. Desde mi ventajosa posición, vi que las ventanas sagital, axial y coronal habían dejado de titilar, indicando la finalización de la captura de datos. Silloin estaba chirriando diligentemente para sí; el comunicador no se molestó en traducir. Era obvio que no estaba diciendo nada que el bebé Michael necesitara saber. Su cabeza se balanceaba mientras monitoreaba el enorme despliegue de cifras; sus garras cliqueaban las pantallas sensibles al tacto que refulgían naranjas y amarillas.
En mi consola había sólo una pantalla que indicaba la evolución de la migración... y un botón blanco.
No estaba mintiendo cuando dije que yo era solamente el portero. Mi especialidad es la sapienciología, no la física cuántica. No hubiese podido hacer nada para solucionar lo que fuera que salió mal en la migración de Kamala. Los dinos me dicen que el conjunto de sensores cuánticos no-demoledores es capaz de evadir el Principio de Incertidumbre de Heisenberg, porque puede medir las cantidades más ínfimamente pequeñas de espaciotiempo sin colapsar la dualidad onda/partícula. ¿Qué tan pequeñas? Dicen que nadie puede "ver" nada que tenga sólo 1,62 x 10-33 centímetros de largo, porque en ese tamaño el espacio y el tiempo se separan. El tiempo deja de existir y el espacio se vuelve una espuma probabilística aleatoria, una especie de escupitajo cuántico. Nosotros, los humanos, llamamos a esto la longitud Planck-Wheeler. También hay un tiempo Planck-Wheeler: 10-45 de segundo. Si algo ocurre y luego ocurre otra cosa y los dos eventos están separados por un intervalo de apenas 10-45 de segundo, es imposible determinar cuál de las dos cosas sucedió primero. Para mí era pura jerga dino... y eso que solamente estamos hablando del escaneo. Los Hanen usan diferentes tecnologías para crear túneles artificiales, mantenerlos abiertos con fluctuaciones electromagnéticas de vacío, hacer pasar la señal hiperlumínica hasta otro extremo y luego ensamblar al migrador en el punto de destino a partir de partículas elementales.
En mi pantalla de evolución, vi que la señal que estaba mapeando a Kamala Shastri ya se había comprimido y lanzado a través del túnel. Lo único que teníamos que esperar era que Gend nos confirmara la recepción. Una vez que nos comunicaran oficialmente que la tenían, yo sería el encargado de equilibrar la ecuación.
Ruido a lluvia, ruido a lluvia.
Algunas tecnologías de los Hanen son tan poderosas que pueden alterar la realidad misma. Algún fanático de los viajes temporales podría emplear los túneles para corromper la historia; el escaneador/ensamblador podría usarse para crear un billón de Silloins, o de Michael Burrs. La realidad prístina, no contaminada por semejantes anomalías, posee lo que los dinos llaman armonía. Antes de que cualquier raza inteligente logre incorporarse al club galáctico, debe demostrar un total compromiso con la preservación de esa armonía.
Desde mi llegada a Tuulen para estudiar a los dinos, había presionado el botón más de doscientas veces. Era lo que tenía que hacer para conservar mi puesto. Al oprimirlo, enviaba un pulso mortal de radiación ionizante al córtex cerebral del cuerpo duplicado - y por lo tanto innecesario - del migrador.
Si no hay cerebro, no hay dolor. La muerte les sobrevenía en pocos segundos. Sí, las primeras veces que me tocó equilibrar la ecuación fueron traumáticas. Todavía me seguía pareciendo... desagradable. Pero este era el precio del pasaje a las estrellas. Si ciertas personas poco comunes, como Kamala Shastri, pensaban que ese precio era razonable, era decisión suya, no mía.
- El resultado no es feliz, Michael. - Silloin se dirigía a mí por primera vez desde mi entrada a la sala de control -. Se están desplegando discrepancias.
En mi pantalla de evolución, observé que las rutinas de verificación de errores comenzaban a dar señales de alerta.
- ¿El problema es aquí? - De pronto sentí que se me formaba un nudo por dentro -. ¿O allá? - Si nuestro escaneo original había quedado anulado, lo único que Silloin tenía que hacer era enviarlo nuevamente a Gend.
Se produjo un silencio largo, irritante. Silloin se concentraba en un sector de su consola, como si ésta le estuviera mostrando a su cría primogénita saliendo del cascarón. El respirador que tenía entre los hombros se inflaba al doble de su tamaño normal. Mi pantalla indicaba que Kamala había estado en la canica cuatro minutos más de lo que correspondía.
- Puede ser conveniente recalibrar el escaneador y comenzar de nuevo.
- Mierda - Golpeé la pared con la mano abierta; sentí que el dolor me repercutía hasta el codo -. Pensé que lo habías arreglado. - Cuando la verificación de errores detectaba problemas, la solución casi siempre era la retransportación -. ¿Estás segura, Silloin? Porque cuando la metí dentro estaba justo en el límite.
Silloin me dedicó un estornudo que descartaba esa idea y golpeó las cifras de error con su manita huesuda, como si quisiera volverlas a la normalidad a fuerza de azotes. Como Linna y los demás dinos, tiene muy poca paciencia con lo que ella considera nuestros miedos de llorones a la migración. Sin embargo, a diferencia de Linna, está convencida de que algún día, después de que hayamos usado las tecnologías Hanen el tiempo suficiente, aprenderemos a pensar como dinos. Tal vez tenga razón. Tal vez cuando hayamos viajado por los túneles como chorros de jeringa durante cientos de años, seremos capaces de desechar alegremente nuestros cuerpos redundantes. Cuando los dinos y otras razas inteligentes migran, los redundantes se eliminan por su propia mano... Muy armónico. Trataron de hacerlo con los humanos, pero no siempre funcionaba. Por eso estoy aquí.
- La necesidad es muy clara. Se prolongará unos treinta minutos - dijo ella.
Kamala había permanecido sola en la oscuridad casi seis minutos, más que cualquier otro migrador que yo hubiera guiado.
- Déjame escuchar lo que está pasando en la canica.
El sonido de Kamala gritando invadió la sala de control. A mi entender, ese sonido no parecía humano... se asemejaba más a un chirrido de neumáticos patinando antes de un choque.
- Tenemos que sacarla de ahí - dije.
- Ese razonamiento es de bebés, Michael.
- Bueno, ella es un bebé, maldita sea. - Yo sabía que sacar a los migradores de la canica representaba un gran problema. También podía pedirle a Silloin que apagara los parlantes y seguir sentado mientras Kamala sufría. Fue una decisión mía -. No abras la canica hasta que ponga la plataforma en su lugar. - Corrí a la puerta -. Y no anules el sonido.
Con el primer resquicio de luz, Kamala comenzó a chillar. El hemisferio superior parecía levantarse en cámara lenta; dentro de la canica, Kamala se retorcía para librarse de las nanos. Cuando ya estaba seguro de que era imposible que gritara más fuerte, gritó más fuerte. Habíamos logrado algo extraordinario, Silloin y yo: habíamos hecho desaparecer completamente a la valiente ingeniera en biomateriales, dejando en su lugar a un animal aterrorizado.
- Kamala, soy yo, Michael.
Sus frenéticos alaridos adquirieron coherencia, formando palabras.
- ¡Basta... no... oh dios mío, que alguien me ayude! - Si hubiera podido, habría saltado al interior de la canica para soltarla, pero el conjunto de sensores es frágil y no quería correr el riesgo de causar más problemas. Ambos tendríamos que esperar hasta que el hemisferio superior se abriera completamente y la mesa de escaneo me entregara a la pobre Kamala.
- Está bien. No te va a pasar nada, ¿eh? Te estamos sacando, nada más. Todo está bien.
Cuando la liberé con el chispero, se abalanzó sobre mí. Nos caímos hacia atrás y casi rodamos por los escalones. Me aferraba con tanta fuerza que no me dejaba respirar.
- No me maten, no, por favor, no.
Me eché encima de ella.
- ¡Kamala! - Retorciendo un brazo, me solté y lo usé para hacer palanca y separarme de ella. Me arrastré como un insecto hacia un costado, hasta el escalón superior. Ella avanzó torpemente, haciendo eses en la microgravedad, y se lanzó hacia mí; me clavó las uñas en el dorso de la mano y me rasguñó, dejándome marcadas unas líneas ensangrentadas -. ¡Kamala, basta! - le dije por no devolverle el golpe. Emprendí la retirada por los escalones.
- Desgraciado. ¿Qué están tratando de hacerme, imbéciles? - Lanzó varios resoplidos temblorosos y comenzó a sollozar.
- Por algún motivo, el escaneo se echó a perder. Silloin está trabajando para solucionarlo.
- La dificultad es oscura - dijo Silloin desde la sala de control.
- Pero ese no es tu problema. - Retrocedí hacia el banco.
- Me mintieron - masculló Kamala, y luego pareció replegarse sobre sí misma como si sólo tuviera piel, sin carne ni huesos -. Me dijeron que no sentiría nada y... ¿sabes cómo es?... es...
Busqué a tientas la túnica. - Mira, aquí está tu ropa. ¿Por qué no te vistes? Te sacaremos de aquí.
- Desgraciado - repitió, pero su voz estaba vacía.
Me permitió bajarla a la fuerza de la plataforma. Mientras se ponía la túnica con torpeza, conté los nudos de la pared. Eran del mismo tamaño que las monedas de diez centavos que mi abuelo solía atesorar y refulgían con una suave bioluminiscencia dorada. Llegué a contar cuarenta y siete antes de que terminara de vestirse y estuviera lista para volver a la recepción D.
Antes se había posado, expectante, en el borde del sofá; ahora se echó pesadamente sobre él.
- ¿Y ahora qué? - dijo.
- No sé. - Fui a la cocina y saqué la jarra del destilador -. ¿Ahora qué, Silloin? - Me eché agua en el dorso de la mano para lavarme la sangre. Ardía. Mi audífono permaneció en silencio -. Supongo que hay que esperar - dije finalmente.
- ¿Esperar qué?
- Esperar que Silloin repare...
- No voy a volver a meterme ahí.
Decidí dejar pasar el comentario. Probablemente era demasiado pronto para discutir con ella, aunque una vez que Silloin hubiera recalibrado el escaneador Kamala tendría muy poco tiempo para cambiar de opinión.
- ¿Quieres algo de la cocina? ¿Otra taza de té, tal vez?
- ¿Qué tal un gin con tónica... o mejor sin tónica? - Se frotó los ojos -. ¿O unos doscientos mililitros de serentol?
Traté de fingir que era una broma. - Sabes que los dinos no nos permiten abrir el bar para los migradores. El escaneador puede malinterpretar la química cerebral y tu visita a Gend no sería otra cosa que una borrachera de tres años.
- ¿No entiendes? - Estaba otra vez al borde de la histeria -. No voy a ir.
Realmente no la culpaba por la forma en que se estaba comportando, pero lo único que quería hacer en ese momento era librarme de Kamala Shastri. No me importaba si se marchaba a Gend, o si regresaba a Lunex, o si viajaba por el arcoiris hasta el Reino de Oz, siempre y cuando yo no tuviera a compartir la misma habitación con esta miserable criatura que trataba de hacerme sentir culpable por un accidente en el que yo no tenía nada que ver.
- Pensé que podía hacerlo. - Apretó las manos contra los oídos, como para no oír su propia desesperación -. Desperdicié los últimos dos años convenciéndome de que podía acostarme ahí y no pensar y que de pronto me encontraría muy lejos. Me iba a un lugar maravilloso y extraño. - Emitió un sonido estrangulado y dejó caer las manos sobre el regazo -. Iba a ayudar a que la gente recuperara la vista.
- Lo hiciste, Kamala. Hiciste todo lo que te pedimos.
Meneó la cabeza. - No logré no pensar. Ese fue el problema. Y entonces apareció ella, tratando de tocarme. En la oscuridad. No había pensado en ella desde... - Tuvo un escalofrío -. Es culpa tuya, por hacerme acordar.
- Tu amiga secreta - dije.
- ¿Amiga? - Kamala pareció sorprendida por esas palabras -. No, no diría que era mi amiga. Siempre le tuve un poco de miedo, porque nunca estuve totalmente segura de lo que quería de mí. - Hizo una pausa -. Un día, después de la escuela, subí al 10W. Estaba en su silla, mirando a la calle Bloor. Estaba de espaldas a mí. Le dije: "Hola, Sra. Ase". Le iba a mostrar un prototipo que había escrito, pero que ella no decía nada. Rodeé la silla. Tenía la piel del color de la ceniza. Le tomé la mano. Fue como tocar algo de plástico. Estaba rígida, dura... ya no era una persona. Se había convertido en una cosa, como una pluma o un hueso. Salí corriendo; tenía que escapar de ahí. Subí a nuestro departamento y me escondí de ella. - Entrecerró los ojos, como si estuviera observando, juzgando a su yo de la niñez a través de la lente del tiempo -. Pienso que ahora entiendo lo que quería. Pienso que ella sabía que se estaba muriendo; posiblemente, quería que estuviera con ella cuando llegara el fin, o al menos que encontrara su cuerpo después y lo informara. Pero no pude. Si le decía a alguien que había muerto, mis padres descubrirían nuestra relación. Tal vez la gente sospecharía que yo le había hecho algo... no lo sé. Pude haber llamado a Seguridad, pero sólo tenía diez años; tenía miedo de que me encontraran el rastro. Pasaron un par de semanas y todavía nadie la había descubierto. A esas alturas, ya era muy tarde para decir algo. Todos me habrían acusado de haberlo callado tanto tiempo. Por la noche, la imaginaba en su silla, poniéndose negra y pudriéndose como una banana. Me daba asco; no podía dormir ni comer. Tuvieron que internarme en el hospital porque la había tocado. Había tocado a la muerte.
- Michael - susurró Silloin sin ninguna luz de advertencia -. Se ha formado una imposibilidad.
- Ni bien salí de ese edificio, comencé a mejorar. Entonces la encontraron. Cuando volví a casa, me esforcé mucho por olvidar a la Sra. Ase. Y lo logré, casi. - Kamala se envolvió con los brazos -. Pero recién, dentro de la canica, estuve con ella otra vez. No la veía, pero de algún modo sabía que estaba tratando de tocarme.
- Michael, Parikkal está aquí, con Linna.
- ¿No te das cuenta? - Lanzó una carcajada amarga -. ¿Cómo voy a ir Gend? Estoy alucinando.
- Se ha roto la armonía. Ven aquí, solo.
Sentí la tentación de aniquilar de un golpe al fastidioso zumbido que tenía en el oído.
- ¿Sabes? Nunca le había contado de ella a nadie.
- Bueno, tal vez de todo esto resultó algo bueno. - Le palmeé la rodilla -. Discúlpame un momento. - Pareció sorprendida de que me fuera. Me escabullí hacia el corredor y endurecí la puerta burbuja, dejando a Kamala encerrada.
- ¿Qué imposibilidad? - dije, dirigiéndome a la sala de control.
- ¿Ella se complace en reabrir el escaneador?
- No se complace en absoluto. Más bien diría que está cagada de miedo.
- Habla Parikkal. - Mi audífono tradujo su chirrido mezclado con un leve siseo, como de tocino friéndose -. La confusión fue en otro lugar. No hay contratiempos que puedan asociarse con nuestra estación.
Empujé la burbuja para entrar en la central de escaneo. Vi a los tres dinos del otro lado de la ventana de control. Sus cabezas se bamboleaban furiosamente.
- Explíquenme - dije.
Nuestras comunicaciones con Gend fueron interferidas por una falsedad transitoria - dijo Silloin -. Ya recibieron y reconstruyeron a Kamala Shastri.
- ¿Migró? - Sentí que el piso se movía bajo mis pies -. ¿Y esta que tenemos aquí?
- La simplicidad consiste en cargar a la redundante en el escaneador y finalizar...
- Tengo noticias para ustedes. No quiere ni acercarse a la canica.
- Su ecuación no está equilibrada. - Era Linna, hablando por primera vez. Linna no estaba exactamente a cargo de la Estación Tuulen; era más bien como una socia. En otras oportunidades, Parikkal y Silloin habían impuesto su opinión por encima de la de ella... o al menos eso pensaba yo.
- ¿Qué esperan que haga? ¿Qué le retuerza el pescuezo?
Hubo un momento de silencio... que no fue tan tensionante como observarlos echándome miradas significativas a través de la ventana, ahora con las cabezas perfectamente quietas.
- No - dije.
Los dinos se pusieron a chirriar entre sí; sus cabezas se entrelazaban y se inclinaban. Al principio me dejaron afuera y el comunicador quedó en silencio, pero de pronto la discusión restalló en el audífono.
- Esto exactamente lo que les estuve diciendo - dijo Linna -. Estos seres no tienen conciencia de la armonía. Es erróneo continuar lanzándolos hacia los muchos mundos.
- Puede que tengas razón - dijo Parikkal -. Pero esa discusión es para después. Ahora la necesidad es equilibrar la ecuación.
- No hay tiempo. Tendremos que desechar a la redundante nosotros mismos. - Silloin mostró los largos dientes marrones. Tardaría tal vez unos cinco segundos en abrirle la garganta a Kamala. Y aunque Silloin era la dino que nos tenía más simpatía, no tuve dudas de que disfrutaría del asesinato.
- Yo sostengo que suspendamos las migraciones humanas hasta que hayamos repensado este mundo - dijo Linna.
Era un ejemplo de la típica condescendencia de los dinos. Aunque parecían estar discutiendo entre ellos, en realidad me estaban hablando a mí, planteando la situación de tal manera que hasta el bebé inteligente podría entenderla. Estaban informándome de que yo estaba haciendo peligrar el futuro de la humanidad en el espacio. Que la Kamala que estaba en la recepción D ya estaba muerta, sin importar si yo renunciaba o no. Que había que equilibrar la ecuación y que había que equilibrarla ya.
- Esperen - dije -. Tal vez pueda convencerla de volver a entrar en el escaneador. - Tenía que escapar de ellos. Me arranqué el audífono y me lo metí en el bolsillo. Estaba tan apurado por escaparme que, al salir de la central de escaneo, me tropecé y tuve que agarrarme de algo en el pasillo. Me quedé parado un segundo, mirando la mano apretada contra la inclinada entrada a una bodega. Me pareció que estaba observando mis dedos extendidos por el extremo equivocado de un telescopio. Estaba lejos de mí mismo.
Kamala se había hecho un ovillo en el sillón, con las rodillas contra el pecho y envueltas en sus brazos, como si estuviese tratando de encogerse para que nadie advirtiera su presencia.
- Estamos listos - dije escuetamente -. Estarás en la canica menos de un minuto, te lo garantizo.
- No, Michael.
Tuve la palpable sensación de que me alejaba de la Estación Tuulen.
- Kamala, estás tirando a la basura una enorme parte de tu vida.
- Estoy en mi derecho. - Tenía los ojos brillosos.
No, no estaba en su derecho. Era una redundante; no tenía derechos. ¿Qué había dicho de la anciana? Que se había convertido en una cosa, como un hueso.
- Muy bien, entonces - Le hundí un rígido dedo índice en el hombro -. Vamos.
Ella retrocedió. - ¿Vamos a dónde?
- De vuelta a Lunex. Retuve al transbordador por ti. Acabo de cancelar la lista de la tarde; ahora tendría que estar ayudando a otras personas a acomodarse, en vez de estar lidiando contigo.
Se desovilló lentamente.
- Vamos. - Tiré de ella con fuerza y la puse de pie -. Los dinos quieren que desaparezcas de Tuulen lo más pronto posible, y yo también. - Estaba tan distante que ya no veía a Kamala Shastri.
Asintió y me permitió llevarla, a paso firme, a la puerta burbuja.
- Y si en el corredor nos encontramos con alguien, cierra el pico.
- Te estás portando de una manera tan desagradable... - dijo en un susurro denso.
- Te estás portando como un bebé.
Cuando la compuerta interior se deslizó a un costado, Kamala advirtió inmediatamente que no había ningún umbilical que nos conectara con el transbordador. Trató de zafarse de mi mano, pero yo le clavé el hombro, fuerte. Se lanzó por la compuerta de la cámara de descompresión, se estrelló contra la compuerta exterior e hizo una carambola hasta caer de espaldas. Cuando golpeé el interruptor que cerraba la compuerta, volví en mí. Era yo el que estaba haciendo esta cosa terrible... yo, Michael Blurr. No pude evitarlo: me reí. Cuando la vi por última vez, Kamala estaba retorciéndose y arrastrándose por el suelo hacia mí, pero era demasiado tarde. Me sorprendí de que no comenzara a gritar de nuevo; lo único que se escuchaba era su feroz respiración.
Ni bien se selló la compuerta interior, abrí la exterior. Después de todo, ¿cuántas formas de matar existen en una estación espacial? No había pistolas. Quizás otro la hubiera apuñalado o estrangulado, pero yo no. ¿Envenenarla? ¿Cómo? Además, yo no pensaba. Estaba tratando desesperadamente de no pensar en lo que estaba haciendo. Era sapienciólogo, no médico. Siempre pensé que la exposición al espacio significaba muerte instantánea. Descompresión explosiva o algo por el estilo. No quería que sufriera. Estaba tratando de que fuera rápido. Indoloro.
Escuché el resoplido del aire en fuga y pensé que todo había terminado, que el cuerpo había sido eyectado al espacio. Ya me había dado media vuelta cuando comenzaron los golpes, frenéticos, como el latir de un corazón a toda velocidad. Seguramente había encontrado algo de donde agarrarse. ¡Tum, tum, tum! Era demasiado. Me apoyé contra la compuerta interior - tum, tum - y fui resbalándome hacia abajo, riendo. Resulta ser que, si uno vacía los pulmones, es posible sobrevivir a la exposición al espacio por lo menos un minuto, quizás dos. Me pareció gracioso. ¡Tum! Risible, en realidad. Había hecho lo mejor posible por ella, había arriesgado mi carrera... ¿y así era como me devolvía el favor? Cuando apoyé la mejilla contra la compuerta, los golpes comenzaron a hacerse más débiles. Nos separaban apenas unos centímetros, la diferencia entre la vida y la muerte. Ahora Kamala ya sabía todo lo que había que saber sobre el tema de equilibrar la ecuación. Me estaba riendo con tantas ganas que casi no podía respirar. Igual que el pedazo de carne que estaba del otro lado de la compuerta. ¡Muérete ya, puta llorona!
No sé cuánto tiempo demoró. Los golpes se fueron espaciando. Se detuvieron. Y me transformé en un héroe. Había preservado la armonía, había permitido que nuestro enlace con las estrellas continuara abierto. Reí entre dientes, con orgullo. Era capaz de pensar como un dinosaurio.

Pasé por la puerta burbuja y entré en la recepción D.3
- Es hora de subir al transbordador.
Kamala se había cambiado y vestía una túnica adherente y zapatillas de velcro. En la pared había diez ventanas abiertas, por lo menos; el murmullo de las cabezas parlantes inundaba la habitación. Amigos y parientes que tenían que ser notificados: su amada había vuelto, sana y salva.
- Tengo que irme - le dijo a la pared -. Los llamaré cuando aterrice. - Me dedicó una sonrisa que, por la falta de costumbre, pareció forzada -. Quiero darte las gracias de nuevo, Michael. - Me pregunté cuánto tiempo tardarían los migradores en acostumbrarse a ser humanos de nuevo -. Me ayudaste muchísimo y yo fui tan... Estaba fuera de mí. - Echó un vistazo por la habitación una última vez y tuvo un escalofrío -. Estaba realmente muy asustada.
- Así es.
Meneó la cabeza. - ¿Tan mal estuve?
Me encogí de hombros y la dejé salir al corredor.
- Ahora me siento tan tonta... Es decir, estuve en la canica menos de un minuto y después... - chasqueó los dedos - aparecí en Gend, como tú dijiste. - Me rozaba mientras caminábamos; debajo de la túnica, tenía el cuerpo duro -. En todo caso, me alegro de que tengamos esta oportunidad de charlar. Realmente, tenía la idea de buscarte cuando volviera. Y por cierto que no esperaba verte aquí.
- Decidí quedarme. - La compuerta interior de la cámara de descompresión se deslizó a un costado -. Es un trabajo que se hace querer. - El umbilical se estremeció mientras se compensaba la presión entre la Estación Tuulen y el transbordador.
- Tienes migradores esperando - dijo.
- Dos.
- Los envidio. - Me miró -. ¿Alguna vez pensaste en ir tú a las estrellas?
- No - le dije.
Kamala me apoyó una mano en la cara.
- Te cambia la vida.
Sentí el pinchazo de sus largas uñas... garras, en realidad. Por un momento, pensé que tenía intenciones de dejarme la mejilla surcada de cicatrices iguales a las que tenía ella.
- Ya lo sé - dije.

FIN
Clifford D. Simak - DESERCION



Cuatro hombres, de dos en dos, se habían internado en la aullante vorágine de Júpiter, y no habían regresado. Habían salido al viento huracanado, o mejor dicho, habían galopado hacia él, con los vientres pegados al suelo, los flancos relucientes bajo la lluvia.
Porque no habían ido en forma humana.
Ahora el quinto hombre estaba de pie frente al escritorio de Kent Fowler, comandante de la Cúpula Nº 3 de la Comisión de Reconocimiento Joviano.
Debajo del escritorio de Fowler, el viejo Towser se rascó una pulga, y volvió a acomodarse para dormir. Harold Allen, advirtió Fowler con una repentina punzada de dolor, era joven... demasiado joven. Tenía la segura confianza de la juventud, el rostro de quien no ha conocido aún el miedo. Y eso era raro. Porque los hombres de las cúpulas de Júpiter sí conocían el miedo, el miedo y la humildad. Al hombre le resultaba muy difícil conciliar su diminuta naturaleza con las poderosas fuerzas del monstruoso planeta.
- Quiero que comprenda - dijo Fowler - que no está obligado a hacer esto. Quiero que comprenda que no está obligado a salir.
Era un simple formulismo, por supuesto. Les había dicho lo mismo a los otros cuatro, pero habían salido igualmente. Fowler sabía que el quinto hombre también lo haría. Pero de repente sintió que dentro de él se agitaba una débil esperanza de que Allen no aceptara.
- ¿Cuándo debo partir? - preguntó Allen.
En otra época, Fowler hubiera sentido un sereno orgullo ante una respuesta como ésa, pero no ahora. Frunció ligeramente el ceño.
- Dentro de una hora - contestó.
Allen permaneció de pie frente a él, tranquilo, esperando.
- Otros cuatro hombres han salido y no han regresado - dijo Fowler -. Usted ya lo sabe, por supuesto. Querernos que usted regrese. No queremos que emprenda ninguna heroica expedición de rescate. El objetivo principal, el único objetivo, es que usted regrese, que pruebe que el hombre puede vivir bajo una forma Joviana. Vaya solamente hasta el primer mojón de reconocimiento, no más allá, y luego regrese. No corra ningún riesgo. No investigue nada. Simplemente, regrese.
Allen asintió.
- Lo comprendo perfectamente.
- La señorita Stanley manejará el conversor - prosiguió Fowler -. No tiene nada que temer en ese aspecto. Los otros cuatro hombres fueron convertidos sin contratiempos. Salieron del conversor en perfectas condiciones, al menos aparentemente. Estará usted en manos absolutamente competentes. La señorita Stanley es el operador de conversores mejor calificado del Sistema Solar. Ha tenido experiencias en la mayoría de los otros planetas. Por eso está aquí.
Allen sonrió a la señorita y Fowler vio una expresión que cruzaba fugazmente por el rostro de la mujer, expresión que podía ser lástima, rabia, o pura y simplemente miedo. Pero solo había durado un momento y ahora ella le devolvía la sonrisa al joven que estaba de pie frente al escritorio. Sonreía de un modo formal, como una maestra de escuela, casi como si se odiara por hacerlo.
- Esperaré con ansias mi conversión - dijo Allen.
Y el modo como lo dijo hizo que todo pareciera una broma, una enorme e irónica broma.
Pero no lo era.
Era un asunto serio, mortalmente serio. Fowler sabía que de estas pruebas dependía el destino del hombre en Júpiter. Si las pruebas tenían éxito, el hombre tendría acceso a los recursos del gigantesco planeta. El hombre se apoderaría entonces de Júpiter, como se había apoderado ya de los planetas más pequeños. Pero si fracasaban...
Si fracasaban, el Hombre seguiría encadenado e imposibilitado por la terrible presión, la titánica fuerza de gravedad y los extraños procesos químicos del planeta. Seguiría confinado en las cúpulas, incapaz de poner los pies en el exterior, incapaz de verlo con el ojo desnudo, obligado a confiar en los torpes tractores y en los televisores, obligado a trabajar con torpes maquinarias y herramientas o con torpes robots tan torpes como ellos.
Porque el Hombre, desprotegido y en su forma original, hubiera sido aplastado instantáneamente por la terrorífica presión atmosférica de Júpiter, de 1200 kilogramos por centímetros cuadrado, presión que hacía que la del fondo del mar pareciera, por comparación, el interior de una campana de vacío.
Ni siquiera la más resistente aleación metálica que el Hombre podía elaborar tenía posibilidades de sobrevivir bajo semejantes presiones y las lluvias alcalinas, que arrasaban permanentemente la superficie del planeta. El metal se hacía quebradizo y escamoso, desmoronándose como arcilla o desintegrándose en pequeños arroyuelos o fangosos charcos de sales amoniacales. Sólo incrementando la fuerza y resistencia de ese metal, aumentando su tensión molecular, podía lograrse que soportara el peso de las miles de millas cúbicas de turbulentos y asfixiantes gases que componían la atmósfera. Y una vez logrado esto, había que revestir todo con una capa de cuarzo puro, para impermeabilizarlo de las lluvias, el amoníaco líquido que caía como una amarga lluvia.
Fowler se detuvo a escuchar los motores del subsuelo de la cúpula, motores que funcionaban sin pausa, sumiéndola en un zumbido incesante. Tenían que funcionar y seguir funcionando, pues si se detenían, la energía que fluía hacia las paredes metálicas de la cúpula se interrumpiría, la tensión molecular disminuiría, y ése sería el final de todo.
Towser se irguió debajo del escritorio de Fowler y comenzó a rascarse otra pulga, mientras una de sus patas golpeaba rítmicamente contra el suelo.
- ¿Algo más? - preguntó Allen.
Fowler sacudió negativamente la cabeza.
- Tal vez haya algo que usted desee hacer - dijo -. Tal vez...
Había estado a punto de decir "usted quiera escribir una carta", pero se había contenido a tiempo.
Allen miró su reloj.
- Estaré allí a tiempo - dijo, y giró rápidamente en dirección a la puerta.

Fowler sabía que la señorita Stanley lo estaba observando, y no sentía ningún deseo de volverse y enfrentar su mirada. Revolvió desmañadamente los papeles de su escritorio.
- ¿Hasta cuándo va a seguir adelante con esto? - le preguntó la señorita Stanley, articulando cada palabra con despectiva brusquedad.
Entonces, él se volvió en su silla y se enfrentó a ella. Los labios de la mujer estaban apretados hasta formar una delgada línea recta, su cabello estaba recogido más tirante que nunca, dando a su rostro una extraña y casi alarmante apariencia de mascarilla mortuoria.
Fowler trató que su voz sonara fría y controlada.
- Tanto tiempo como sea necesario - dijo -. Mientras haya alguna esperanza.
- Seguirá sentenciándolos a muerte - dijo ella -. Seguirá enviándolos allá afuera, a enfrentarse con Júpiter. Va a seguir acá sentado, seguro y cómodo, mientras los manda a morir allá afuera.
- No hay lugar para sentimentalismos, señorita Stanley - dijo Fowler, tratando de ocultar el tono furioso de su voz -. Usted sabe tan bien como yo por qué hacemos esto. Usted sabe que el hombre, en su forma original, no puede enfrentarse a Júpiter. La única posibilidad es convertir al hombre en la clase de ser que sí puede hacerlo. Ya lo hemos hecho en otros planetas.
«Si unos pocos hombres mueren, pero tenemos éxito, el precio es pequeño. En todas las épocas los hombres han desperdiciado su vida en cosas estúpidas, por razones estúpidas. ¿Por qué deberíamos vacilar, entonces, ante una pequeña muerte, en algo tan grandioso como esto?
La señorita Stanley estaba sentada tensa y erguida, con las manos plegadas sobre la falda y la luz le caía sobre su cabello cano, mientras Fowler la contemplaba tratando de imaginar lo que estaría sintiendo, lo que estaría pensando. No era exactamente que le temiera, pero no se sentía cómodo cuando ella estaba cerca. Esos agudos ojos azules veían demasiado, sus manos parecían competentes en demasía. Debería haber sido la tía de alguien, sentada en su mecedora con las agujas de tejer. Pero no lo era. Era la mejor operadora de Conversores del Sistema Solar, y no le agradaba el modo en que él estaba haciendo las cosas.
- Algo anda mal, señor Fowler - declaró.
- Precisamente - concordó Fowler -. Por eso envío al joven Allen solo. El puede averiguar qué es lo que anda mal.
- ¿Y si no lo averigua?
- Enviaré a algún otro.
Ella se levantó lentamente de su silla, en dirección a la puerta; luego se detuvo frente al escritorio.
- Algún día - dijo - llegará a ser un gran hombre. Jamás pierde una oportunidad, y esta es su mayor oportunidad. Lo supo desde el momento en que erigieron esta cúpula para las pruebas. Si el proyecto se lleva a cabo, usted ascenderá un grado o dos. No importa cuántos hombres mueran, usted ascenderá un grado o dos.
- Señorita Stanley - dijo él, y su voz era cortante - el joven Allen debe salir enseguida. Por favor, asegúrese de que su máquina...
- Mi máquina - le dijo ella, glacialmente - no tiene la culpa. Opera en base a las coordenadas dispuestas por los biólogos.
El quedó sentado, encorvado ante su escritorio, escuchando cómo los pasos de ella se alejaban por el corredor.
Lo que ella había dicho era cierto, por supuesto. Los biólogos habían establecido las coordenadas. Pero los biólogos podían haberse equivocado: aunque solo fuera una diferencia del espesor de un cabello, una digresión infinitesimal, y el conversar enviaría al exterior algo que no era lo que ellos habían calculado enviar. Un mutante que podía resquebrajarse, enloquecerse, desmoronarse bajo la tensión de alguna situación totalmente imprevista.
Porque el hombre no sabía mucho de lo que sucedía afuera. Solo lo que sus instrumentos le decían que sucedía. Y las muestras en que se basaban esos instrumentos y maquinarias no eran más que muestras, pues Júpiter era increíblemente vasto, y las cúpulas muy pocas.
Hasta la recopilación de datos acerca de los Galopadores, aparentemente la forma de vida más desarrollada del planeta, les había llevado a los biólogos más de tres años de estudios intensivos, más dos años de comprobaciones para confirmar los resultados. Un trabajo que en la Tierra hubiera demandado una o dos semanas. Pero, en este caso, era un trabajo que no podía hacerse en la Tierra en modo alguno, porque las formas de vida Joviana no podían ser trasladadas a la Tierra. La presión atmosférica de Júpiter no podía ser reproducida fuera del planeta, y a la presión atmosférica y temperatura de la Tierra, los Galopadores se hubieran esfumado en una bocanada de gas.
El trabajo tenía que hacerse si el Hombre pretendía desplazarse por Júpiter bajo la forma vital de los Galopadores. Porque antes de que el conversor pudiera cambiar a un Hombre, trasformándolo en otra forma de vida, cada una de las características físicas de esa forma de vida debía conocerse, concreta y absolutamente, sin posibilidad de error.

Allen no regresó.
Los tractores que registraron minuciosamente el terreno adyacente no hallaron rastros de él a menos que una silueta escurridiza avistada por uno de los conductores hubiera sido el desaparecido terráqueo con forma de Galopador.
Los biólogos sonrieron con sus más despectivas sonrisas académicas cuando Fowler sugirió que tal vez las coordenadas estuvieran erradas. Destacaron minuciosamente que las coordenadas funcionaban. Cuando se colocaba un hombre en el conversor y se accionaba el interruptor, el hombre se convertía en un Galopador. Es más, el hombre salía de la máquina y se alejaba hasta perderse de vista en la densa atmósfera exterior.
Alguna minucia, había sugerido Fowler, alguna ínfima desviación con respecto a lo que era en realidad un Galopador, algún error insignificante. Si existiera algo así, habían dicho los biólogos, llevaría años detectarlo.
Y Fowler supo que tenían razón.
De modo que ahora eran cinco hombres en vez de cuatro, y Harold Allen había salido al exterior en vano. En cuanto al conocimiento, era absolutamente como si no hubiera ido.
Fowler se inclinó sobre su escritorio para buscar el archivo de personal, un delgado fajo de papeles prolijamente unidos por un gancho. Era algo que aborrecía, pero que debía hacer. De algún modo debía averiguar el motivo de estas extrañas desapariciones. Y el único modo de hacerlo era enviar más hombres al exterior.
Permaneció sentado durante un momento, escuchando al viento que aullaba sobre la cúpula, la eterna tormenta rugiente que asolaba el planeta con su torbellino de hirviente ira.
¿Habría alguna amenaza allá afuera?, se preguntó. ¿Algún peligro que desconocían? ¿Algo que acechaba para devorar a los Galopadores, sin diferenciar a los Galopadores reales de los que habían sido hombres? Para los devoradores no existiría ninguna diferencia, por supuesto.
¿O se habría cometido una equivocación fundamental al seleccionar a los Galopadores como la forma de vida más adecuada para sobrevivir en la superficie del planeta? El sabía que la evidente inteligencia de los Galopadores había sido uno de los factores determinantes. Porque si el ser en que el Hombre se convertía carecía de inteligencia, el mismo Hombre no podría mantener su propia inteligencia bajo esa forma durante mucho tiempo.
¿Habrían permitido los biólogos que ese factor pesara demasiado, usándolo para compensar algún otro que tal vez fuera insatisfactorio, desastroso incluso? No parecía probable: obstinados como eran, conocían su trabajo.
¿O el proyecto sería imposible, y estaría condenado al fracaso desde el principio? La conversión a otra forma de vida había funcionado en otros planetas, pero eso no significaba que debía funcionar en Júpiter. Tal vez la inteligencia del Hombre no pudiera desempeñarse adecuadamente a través de los órganos sensoriales de una forma de vida Joviana. Tal vez los Galopadores fueran tan extraños que no existía un campo común donde el conocimiento humano y la concepción Joviana de la existencia pudieran reunirse y trabajar en conjunto.
O tal vez la falla residiera en el hombre, fuera inherente a la raza. Alguna aberración mental que, sumada a lo que encontraban afuera, les impidiera regresar. Aunque tal vez no fuera una aberración, al menos no en el sentido humano. Quizá fuera solamente una característica mental humana, aceptada por lo común en la Tierra, la que chocaba violentamente con la existencia Joviana, poniendo en peligro el equilibrio psíquico del hombre.

Fowler oyó el sonido de garras que tamborileaban sobre el piso del corredor, y sonrió con cansancio. Era Towser, de regreso de otra visita a su amigo el cocinero.
Towser entró al cuarto, llevando un hueso. Meneó el rabo mirando a Fowler y se dejó caer debajo del escritorio, con el hueso entre las patas. Durante un largo momento sus viejos ojos reumáticos miraron a su amo, y Fowler extendió una mano para acariciar sus hirsutas orejas.
- ¿Aún me quieres, Towser - preguntó Fowler, y Towser movió la cola, golpeándola contra el piso.
- Eres el único - dijo Fowler.
Se enderezó y volvió a girar hacia el escritorio. Su mano se extendió para recoger otra vez el fichero de personal.
¿Bennett? Bennett tenía una chica esperándolo en la Tierra.
¿Andrews? Andrews planeaba volver al Tecnológico de Marte tan pronto como ganara lo suficiente para mantenerse allí durante un año.
¿Olson? Olson estaba muy próximo a jubilarse. Todo el tiempo les contaba a los muchachos cómo iba a establecerse a cultivar rosas.
Con cuidado, Fowler dejó el fichero sobre el escritorio.
Sentenciar a sus hombres a muerte. La señorita Stanley lo había dicho, mientras sus labios apenas si se movían en su rostro apergaminado. Enviarlos afuera a morir mientras él, Fowler, se quedaba allí sentado, seguro y cómodo.
En toda la cúpula estarían diciendo lo mismo, sin duda, especialmente ahora que Allen no había regresado. Por supuesto que no se lo dirían en la cara. Ni siquiera el hombre o los hombres que llamara a su despacho para informarles que serían los siguientes, se lo dirían.
Pero él podría verlo en sus ojos.
Otra vez recogió el archivo. Bennett, Andrews, Olson. Había otros, pero no tenía sentido continuar.
Se inclinó hacia adelante y presionó el pulsador de su intercomunicador.
- ¿Sí, señor Fowler?
Comuníqueme con la señorita Stanley, por favor.
Esperó que la señorita Stanley lo atendiera, oyendo a Towser roer desganadamente su hueso. Los dientes de Towser estaban gastados.
- Aquí la señorita Stanley.
- Solo quería decirle, señorita Stanley, que se prepare para dos más.
- ¿No tiene miedo - le preguntó la señorita Stanley - de quedarse sin hombres? Si los manda de a uno, le durarán más, le darán el doble de satisfacción.
- Uno de ellos - dijo Fowler - será un perro.
- ¡Un perro!
- Sí, Towser.
Oyó que la voz de ella se hacía glacial, inundada de una repentina y fría ira.
- ¡Su propio perro! Ha estado con usted todos estos años...
- Ese es el asunto - dio Fowler -. Towser se sentiría muy desdichado si me fuera sin él.

No era el Júpiter que había conocido en las pantallas de televisión. Había esperado que fuera diferente, pero no así. Había esperado un infierno de lluvias amoniacales y pestilentes gases y el ensordecedor y rugiente tumulto de la tormenta. Había esperado torbellinos de nubes y nieblas y el centelleante rezongo de los monstruosos truenos.
Pero no había esperado que el denso aguacero se viera reducido a una suave llovizna neblinosa que ondulaba en sombras huidizas sobre el césped rojo y purpúreo. Ni siquiera había supuesto que los serpenteantes relámpagos serían destellos de puro éxtasis cruzando aquel cielo coloreado.
Mientras esperaba a Towser, Fowler flexionó los músculos de su cuerpo, asombrado por la pareja y suave fuerza que había en ellos. No era un mal cuerpo, decidió, e hizo una mueca al recordar cómo se había compadecido de los Galopadores al verlos en la pantalla de televisión.
Porque le había resultado difícil imaginar un organismo vivo basado en hidrógeno y amoníaco, en lugar de agua y oxígeno, difícil creer que una forma de vida como esa pudiera conocer el mismo estremecimiento vital que conmovía a la humanidad. Difícil de concebir una vida que se desarrollara en la densa vorágine de Júpiter, sin saber, por supuesto, que visto a través de ojos Jovianos, Júpiter no era un torbellino en absoluto.
El viento lo acariciaba con suaves dedos, y Fowler recordó, con un sobresalto, que de acuerdo con los parámetros terrestres. aquel viento era un rugiente huracán que aullaba a trescientos veinte kilómetros por hora, cargado de gases letales.
Agradables aromas inundaron su cuerpo. Y sin embargo, no eran aromas, porque no era una sensación olfatoria tal como la recordaba. Era como si todo su cuerpo se empapara de la sensación de lavanda... y sin embargo no era lavanda. Supo que era algo para lo que no tenía palabras, sin duda el primero de muchos enigmas de terminología. Porque las palabras que conocía, los símbolos ideales que le habían servido como terráqueo, le resultarían inútiles como Joviano.
La compuerta lateral de la cúpula se abrió y Towser salió a los tropezones; al menos creyó que era Towser.
Comenzó a llamar al perro, moldeando en su mente las palabras que quería decir. Pero no pudo decirlas. No había modo de decirlas. No tenía con qué decirlas.
Por un momento su mente fue un torbellino de oscuro terror, un pánico ciego que envolvía su cerebro en bocanadas de temor.
¿Cómo hablan los Jovianos? ¿Cómo?.
De repente fue consciente de Towser, intensamente consciente del torpe y ansioso acto de aquel hirsuto animal que lo había seguido desde la Tierra a tantos planetas. Fue como si lo que era Towser hubiera salido de él y llegado por un momento al cerebro de Fowler.
Y de la burbujeante bienvenida que sentía, llegaron las palabras:
- Hola, compañero.
No eran palabras en realidad, era algo mejor que palabras. Eran imágenes simbólicas en su cerebro, comunicadas por medio de imágenes que tenían matices de significado mucho más sutiles que las palabras.
- Hola, Towser - dijo.
- Me siento bien - dijo Towser -. Como cuando era un cachorro. Ultimamente me he sentido bastante inservible. Con las patas endurecidas y los dientes casi reducidos a nada. Era difícil roer un hueso con esos dientes. Además, las pulgas me volvían loco. Antes no solía prestarles mucha atención. Una pulga más o menos no hacía diferencia en mis viejos tiempos.
- Pero... pero... Fowler balbuceaba con torpeza. ¡Estás hablándome!
- Seguro - contestó Towser -. Siempre te hablé, pero no podías oírme. Trataba de decirte cosas, pero nunca lo logré.
- Algunas veces te comprendía - dijo Fowler.
- No muy bien - dijo Towser -. Sabías cuándo quería comida o bebida, o cuando deseaba salir, pero eso era todo lo que comprendías.
- Lo siento - dijo Fowler.
- Olvídalo - le dijo Towser -. Te corro una carrera hasta el acantilado.
Fowler vio el acantilado por primera vez, aparentemente a muchos Kilómetros de distancia, pero de una extraña belleza cristalina que centelleaba a la sombra de las nubes multicolores.
Fowler vaciló.
- Está muy lejos...
- ¡Oh, vamos! - lo instó Towser, y comenzó a correr en dirección al acantilado.

Fowler lo siguió, probando sus piernas, probando las fuerzas de su nuevo cuerpo, dudando un poco al principio, asombrado un minuto más tarde, y corriendo luego con un regocijo absoluto que se unía a la hierba roja y purpúrea y al ondulante vapor de lluvia que caía sobre la sierra.
Mientras corría fue consciente de una sensación de música, una música que latía dentro de su cuerpo, que manaba a través de todo su ser, elevándolo en alas de una plateada ligereza. Una música como la que podría surgir de un campanario en una soleada colina en primavera.
A medida que se aproximaba a la colina, la música se hizo más profunda e inundó el universo con un rocío de sonido mágico. Y entonces supo que la música provenía de la gorgoteante cascada que caía por la ladera resplandeciente del acantilado.
Pero sabía que no era una caída de agua, sino de amoníaco, y que el acantilado era blanco porque era oxígeno solidificado. Fowler patinó hasta detenerse en el lugar donde la cascada se abría en un resplandeciente arco iris de cientos de colores. Eran literalmente cientos, porque aquí, según observaron, no había matices de un color primario hasta otro, tal como los ve el ojo humano, sino una gama claramente diferenciada que descomponía al prisma hasta su última y esencial clasificación.
- La música - dijo Towser.
- ¿Sí, qué hay con ella?
- La música - dijo Towser - son las vibraciones del agua al caer.
- Pero Towser, tú no sabes nada de vibraciones.
- Sí, sé - lo contradijo Towser -. Acaba de surgir en mi mente.
Fowler tragó saliva mentalmente.
- ¡Surgir en tu mente!
Y de repente, apareció en su cerebro una fórmula, la fórmula del proceso que haría que los metales toleraran la presión de Júpiter.
Atónito, contempló la cascada con fijeza, y velozmente, su mente aprehendió los colores y los colocó en la secuencia exacta del espectro. Así de simple. Surgido de la nada. Surgiendo de la nada, porque él no sabía nada de metales ni de colores.
- Towser - gritó -. ¡Towser, algo nos está sucediendo!
- Sí, ya sé - dijo Towser.
- Es nuestro cerebro - dijo Fowler -. Lo estarnos usando en su totalidad, hasta el último rincón. Estamos usándolo para elaborar cosas que debimos haber sabido siempre. Tal vez los cerebros de los seres de la Tierra son lentos y obnubilados por naturaleza. Tal vez seamos los débiles mentales del universo. Tal vez estarnos hechos de modo tal que podríamos hacer las cosas de la manera más difícil.
Y, con la nueva agudeza y claridad de pensamiento que parecía invadirle, Fowler supo que no sería solo una cuestión de colores en una cascada o de metales que resistirían la presión de Júpiter. Sentía otras cosas, cosas no muy claras. Un vago susurro que sugería grandiosas posibilidades, misterios que trascendían la barrera del pensamiento humano, que trascendían incluso la imaginación humana. Misterios, hechos, lógica construida por el razonamiento. Algo que cualquier cerebro podría lograr si usara todo su poder de raciocinio.
- Aún somos terrestres - dijo -. Solo estarnos empezando a comprender algunas de las cosas que sabremos, unas pocas de las cosas que se nos negaron corno seres humanos, tal vez porque éramos seres humanos. Porque nuestros cuerpos humanos eran inferiores. Pobremente equipados para pensar, pobremente equipados en algunos sentidos que uno necesita tener para saber. Tal vez careciéramos incluso de algunos sentidos necesarios para lograr el verdadero conocimiento.
Se volvió a contemplar la cúpula, una diminuta silueta oscura empequeñecida por la distancia.
Allí había hombres que no podían ver la belleza de Júpiter, hombres que pensaban que un torbellino de nubes y una densa lluvia oscurecían la paz del planeta. Ciegos ojos humanos. Pobres ojos. Ojos que no podían ver la belleza de las nubes, que no podían ver a través de la tormenta. Cuerpos que no podían sentir el estremecimiento producido por la conmovedora música de la caída de agua.
Hombres que marchaban en soledad, en terrible soledad, hablando por medio de sus lenguas como un grupo de boy scouts que se comunica torpemente por medio de señales, incapaces de alcanzar y tocar mente de otro, como él podía alcanzar y llegar a mente de Towser. Impedidos para siempre de lograr un contacto íntimo y personal con los demás seres vivientes.
El, Fowler, había esperado el terror inspirado por las cosas desconocidas de la superficie, había esperado acobardarse ante la amenaza de lo desconocido, se había acorazado contra la repulsión que le causaría una situación no terráquea.
Pero, en vez de eso, había hallado algo más grandioso que todo lo conocido por el Hombre. Un cuerpo ágil, más seguro. Un sentimiento de regocijo, un sentido mas profundo de la vida. Una mente más aguda que ni siquiera los soñadores de la tierra podían imaginar.
- Vamos - lo urgió Towser
- ¿Dónde quieres ir?
- A cualquier parte - dijo Towser -. Vámonos simplemente, y veremos adónde llegamos. Tengo bien, una sensación..., una sensación.
- Sí, lo sé - dijo Fowler.
Porque él también tenía la misma sensación. La sensación de un destino superior. Una cierta sensación de grandeza. La certeza de que en algún lado, más allá del horizonte, lo aguardaban aventuras, y cosas más grandes aún que la aventura.
Los otros cinco también lo habrían sentido. Habrían sentido la urgencia de ir y ver, la compulsivo sensación de que los aguardaba una vida de plenitud y sabiduría.
Por eso, Fowler lo supo, no habían regresado.
- No regresaré - dijo Towser.
- No podemos abandonarlos - dijo Fowler.
Fowler dio uno o dos pasos en dirección a la cúpula, luego se detuvo.
De regreso a la cúpula. De regreso a ese cuerpo doloroso, cargado de veneno, que había dejado atrás. Antes no le había parecido doloroso, pero ahora sí.
De regreso a su mente confusa, a su pensamiento turbio. De regreso a las bocas chasqueantes que articulaban señales que los otros entendían. De regreso a unos ojos que ahora le parecían peor que la ceguera. De regreso a la sordidez, a arrastrarse, a la ignorancia.
- Quizás algún día - dijo, murmurando para sí.
- Tenemos muchas cosas para hacer y ver - dijo Towser -. Tenemos mucho que aprender. Descubriremos cosas...
Sí, descubrirían cosas. Civilizaciones, quizá. Civilizaciones que harían que la del Hombre pareciera minúscula en comparación. Descubrirían belleza y, lo que era más importante, podrían comprender esa belleza. Y una camaradería que nadie había conocido antes... que ningún Hombre, ni ningún perro habían conocido antes.
Y la vida. Los apremios de la vida plena después de lo que parecía una existencia narcotizada.
- No puedo regresar - dijo Towser.
- Ni yo - dijo Fowler.
- Volverían a convertirme en perro - dijo Towser.
- Y a mí - dijo Fowler - en hombre


FIN

Julio Cortázar - MINICUENTOS DE CRONOPIOS



COMERCIO

Los famas habían puesto una fábrica de mangueras, y emplearon a numerosos cronopios para el enrollado y depósito. Apenas los cronopios estuvieron en el lugar del hecho, una grandísima alegría. Había mangueras verdes, rojas, azules, amarillas y violetas. Eran transparentes y al ensayarlas se veía correr el agua con todas sus burbujas y a veces un sorprendido insecto. Los cronopios empezaron a lanzar grandes gritos, y querían bailar tregua y bailar catala en vez de trabajar. Los famas se enfurecieron y aplicaron en seguida los artículos 21, 22 y 23 del reglamento interno. A fin de evitar la repetición de tales hechos.
Como los famas son muy descuidados, los cronopios esperaron circunstancias favorables y cargaron muchísimas mangueras en un camión. Cuando encontraban una niña, cortaban un pedazo de manguera azul y se la obsequiaban para que pudiese saltar a la manguera. Así en todas las esquinas se vieron nacer bellísimas burbujas azules transparentes, con una niña adentro que parecía una ardilla en su jaula. Los padres de la niña aspiraban a quitarle la manguera para regar el jardín, pero se supo que los astutos cronopios las habían pinchado de modo que el agua se hacía pedazos en ellas y no servía para nada. Al final los padres se cansaban y la niña iba a la esquina y saltaba y saltaba.
Con las mangueras amarillas los cronopios adornaron diversos monumentos, y con las mangueras verdes tendieron trampas al modo africano en pleno rodela, para ver cómo las esperanzas caían una a una. Alrededor de las esperanzas caídas los cronopios bailaban tregua y bailaban catala, y las esperanzas les reprochaban su acción diciendo así:
- Crueles cronopios cruentos. ¡Crueles!
Los cronopios, que no deseaban ningún mal a las esperanzas, las ayudaban a levantarse y les regalaban pedazos de manguera roja. Así las esperanzas pudieron ir a sus casas y cumplir el m s intenso de sus anhelos: regar los jardines verdes con mangueras rojas.
Los famas cerraron la fábrica y dieron un banquete lleno de discursos fúnebres y camareros que servían el pescado en medio de grandes suspiros. Y no invitaron a ningún cronopio, y solamente a las esperanzas que no habían caído en las trampas del rosedal, porque las otras se habían quedado con pedazos de manguera y los famas estaban enojados con esas esperanzas.


LA CONSERVACION DE LOS RECUERDOS

Los famas para conservar sus recuerdos proceden a embalsamarlos en la siguiente forma: Luego de fijado el recuerdo con pelos y señales, lo envuelven de pies a cabeza en una sábana negra y lo colocan parado contra la pared de la sala, con un cartelito que dice: "Excursión a Quilmes", o: "Frank Sinatra".
Los cronopios, en cambio, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio y cuando pasa corriendo uno, lo acarician con suavidad y le dicen: "No vayas a lastimarte", y también: "Cuidado con los escalones." Es por eso que las casas de los famas son ordenadas y silenciosas, mientras en las de los cronopios hay una gran bulla y puertas que golpean. Los vecinos se quejan siempre de los cronopios, y los famas mueven la cabeza comprensivamente y van a ver si las etiquetas están todas en su sitio.


CONTINUIDAD DE LOS PARQUES

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.


HISTORIA VERIDICA

A un señor se le caen al suelo los anteojos, que hacen un ruido terrible al chocar con las baldosas. El señor se agacha afligidísimo porque los cristales de anteojos cuestan muy caro, pero descubre con asombro que por milagro no se le han roto.
Ahora este señor se siente profundamente agradecido, y comprende que lo ocurrido vale por una advertencia amistosa, de modo que se encamina a una casa de óptica y adquiere en seguida un estuche de cuero almohadillado doble protección, a fin de curarse en salud. Una hora más tarde se le cae el estuche, y al agacharse sin mayor inquietud descubre que los anteojos se han hecho polvo. A este señor le lleva un rato comprender que los designios de la Providencia son inescrutables, y que en realidad el milagro ha ocurrido ahora.


INSTRUCCIONES PARA DAR CUERDA AL RELOJ

Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca.
Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.


DE LA SIMETRIA INTERPLANETARIA

This is very disgusting. Donald Duck
Apenas desembarcado en el planeta Faros, me llevaron los farenses a conocer el ambiente físico, fitogeográfico, zoogeográfico, político-económico y nocturno de su ciudad capital que ellos llaman 956.
Los farenses son lo que aquí denominaríamos insectos; tienen altísimas patas de araña (suponiendo una araba verde, con pelos rígidos y excrecencias brillantes de donde nace un sonido continuado, semejante al de una flauta y que, musicalmente conducido, constituye su lenguaje); de sus ojos, manera de vestirse, sistemas políticos y procederes eróticos hablaré alguna otra vez. Creo que me querían mucho; les expliqué, mediante gestos universales, mi deseo de aprender su historia y costumbres; fui acogido con innegable simpatía.
Estuve tres semanas en 956; me bastó para descubrir que los farenses eran cultos, amaban las puestas de sol y los problemas de ingenio. Me faltaba conocer su religión, para lo cual solicité datos con los pocos vocablos que poseía -pronunciándolos a través de un silbato de hueso que fabriqué diestramente-. Me explicaron que profesaban el monoteísmo, que el sacerdocio no estaba aún del todo desprestigiado y que la ley moral les mandaba ser pasablemente buenos. El problema actual parecía consistir en Illi. Descubrí que Illi era un farense con pretensiones de acendrar la fe en los sistemas vasculares ("corazones" no sería morfológicamente exacto) y que estaba en camino de conseguirlo.
Me llevaron a un banquete que los distinguidos de 956 le ofrecieron a Illi. Encontré al heresiarca en lo alto de la pirámide (mesa, en Faros) comiendo y predicando. Lo escuchaban con atención, parecían adorarlo, mientras Illi hablaba y hablaba.
Yo no conseguía entender sino pocas palabras. A través de ellas me formé una alta idea de Illi. Repentinamente creí estar viviendo un anacronismo, haber retrocedido a las épocas terrestres en que se gestaban las religiones definitivas. Me acordé del Rabbi Jesús. También el Rabbi Jesús hablaba, comía y hablaba, mientras los demás lo escuchaban con atención y parecían adorarlo.
Pensé: Y si éste fuera también Jesús? No es novedad la hipótesis de que bien podría el Hijo de Dios pasearse por los planetas convirtiendo a los universales. Por qué iba a dedicarse con exclusividad a la tierra? Ya no estamos en la era geocéntrica; concedámosle el derecho a cumplir su dura misión en todas partes.
Illi seguía adoctrinando a los comensales. Más y más me pareció que aquel farense podía ser Jesús. "Qué tremenda tarea", pensé. "Y monótona, además. Lo que falta saber es si los seres reaccionan igualmente en todos lados. Lo crucificarían en Marte, en Júpiter, en Plutón..?"
Hombre de la Tierra, sentí nacerme una vergüenza retrospectiva. El Calvario era un estigma coterráneo, pero también una definición. Probablemente habíamos sido los únicos capaces de una villanía semejante ¡Clavar en un madero al hijo de Dios..!
Los farenses, para mi completa confusión, aumentaban las muestras de su cariño; prosternados (no intentaré describir el aspecto que tenían) adoraban al maestro. De pronto, me pareció que Illi levantaba todas las patas a la vez (y las patas de un farense son diecisiete). Se crispó en el aire y cayó de golpe sobre la punta de la pirámide (la mesa). Instantáneamente quedó negro y callado; pregunté, y me dijeron que estaba muerto.
Parece que le habían puesto veneno en la comida.


EL ALMUERZO

No sin trabajo un cronopio llegó a establecer un termómetro de vidas. Algo entre termómetro y topómetro, entre fichero y curriculum vitae.
Por ejemplo, el cronopio en su casa recibía a un fama, una esperanza y un profesor de lenguas. Aplicando sus descubrimientos estableció que el fama era infra-vida, la esperanza para-vida, y el profesor de lenguas inter-vida. En cuanto al cronopio mismo, se consideraba ligeramente super-vida, pero m s por poesía que por verdad.
A la hora del almuerzo este cronopio gozaba en oír hablar a sus contertulios, porque todos creían estar refiriéndose a las mismas cosas y no era así. La inter-vida manejaba abstracciones tales como espíritu y conciencia que la para-vida escuchaba como quien oye llover, tarea delicada. Por supuesto la infra-vida pedía a cada instante el queso rallado, y la super-vida trinchaba el pollo en cuarenta y dos movimientos, método Stanley-Fitzsmmons. A los postres las vidas se saludaban y se iban a sus ocupaciones, y en la mesa quedaban solamente pedacitos sueltos de la muerte.


EL CANTO DE LOS CRONOPIOS

Cuando los cronopios cantan sus canciones preferidas, se entusiasman de tal manera que con frecuencia se dejan atropellar por camiones y ciclistas, se caen por la ventana, y pierden lo que llevaban en los bolsillos y hasta la cuenta de los días.
Cuando un cronopio canta, las esperanzas y los famas acuden a escucharlo aunque no comprenden mucho su arrebato y en general se muestran algo escandalizados. En medio del coro el cronopio levanta sus bracitos como si sostuviera el sol, como si el cielo fuera una bandeja y el sol la cabeza del Bautista, de modo que la canción del cronopio es Salomé desnuda danzando para los famas y las esperanzas que est n ahí boquiabiertos y preguntándose si el señor cura, si las conveniencias. Pero como en el fondo son buenos (los famas son buenos y las esperanzas bobas), acaban aplaudiendo al cronopio, que se recobra sobresaltado, mira en torno y se pone también a aplaudir, pobrecito.


HISTORIA

Un cronopio pequeñito buscaba la llave de la puerta de calle en la mesa de luz, la mesa de luz en el dormitorio, el dormitorio en la casa, la casa en la calle. Aquí se detenía el cronopio, pues para salir a la calle precisaba la llave de la puerta.


LA FOTO SALIO MOVIDA

Un cronopio va a abrir la puerta de calle, y al meter la mano en el bolsillo para sacar la llave lo que saca es una caja de fósforos, entonces este cronopio se aflige mucho y empieza a pensar que si en vez de la llave encuentra los fósforos, sería horrible que el mundo se hubiera desplazado de golpe, y a lo mejor si los fósforos están donde la llave, puede suceder que encuentre la billetera llena de fósforos, y la azucarera llena de dinero, y el piano lleno de azúcar, y la guía del teléfono llena de música, y el ropero lleno de abonados, y la cama llena de trajes, y los floreros llenos de sábanas, y los tranvías llenos de rosas, y los campos llenos de tranvías. Así es que este cronopio se aflige horriblemente y corre a mirarse al espejo, pero como el espejo esta algo ladeado lo que ve es el paragüero del zaguán, y sus presunciones se confirman y estalla en sollozos, cae de rodillas y junta sus manecitas no sabe para que. Los famas vecinos acuden a consolarlo, y también las esperanzas, pero pasan horas antes de que el cronopio salga de su desesperación y acepte una taza de té, que mira y examina mucho antes de beber, no vaya a pasar que en vez de una taza de té sea un hormiguero o un libro de Samuel Smiles.


LUCAS, SUS PUDORES

En los departamentos de ahora ya se sabe, el invitado va al baño y los otros siguen hablando de Biafra y de Michel Foucault, pero hay algo en el aire como si todo el mundo quisiera olvidarse de que tiene oídos y al mismo tiempo las orejas se orientan hacia el lugar sagrado que naturalmente en nuestra sociedad encogida est apenas a tres metro del lugar donde se desarrollan estas conversaciones de alto nivel, y es seguro que a pesar de los esfuerzos que ha el invitado ausente para no manifestar sus actividades, y los de los contertulios para activar el volumen del diálogo, en algún momento reverberar uno de esos sordos ruidos que oír se dejan en las circunstancias menos indicadas, o en el mejor de los casos el rasguido patético de un papel higiénico de calidad ordinaria cuando se arranca una hoja del rollo rosa o verde.
Si el invitado que va al baño es Lucas, su horror sólo puede compararse a la intensidad del cólico que lo ha obligado a encerrarse en el ominoso reducto. En ese horror no hay neurosis ni complejos, sino la certidumbre de un comportamiento intestinal recurrente, es decir que todo empezar lo mas bien, suave silencioso, pero ya al final, guardando la misma relación de la pólvora con los perdigones en un cartucho de caza, una detonación más bien horrenda hará temblar los cepillos de dientes en sus soportes y agitarse la cortina de plástico de la ducha.
Nada puede hacer Lucas para evitarlo; ha probado todos los métodos, tales como inclinarse hasta tocar el suelo con la cabeza, echarse hacia atrás al punto de que los pies rozan la pared de enfrente, ponerse de costado e incluso, recurso supremo, agarrarse las nalgas y separarlas lo más posible para aumentar el diámetro del conducto proceloso. Vana es la multiplicación de silenciadores tales como echarse sobre los muslos todas las toallas al alcance y hasta las salidas de baño de los dueños de casa; prácticamente siempre, al término de lo que hubiera podido ser una agradable transferencia, el pedo final prorrumpe tumultuoso.
Cuando le toca a otro ir al baño, Lucas sufre por él pues está seguro que de un segundo a otro resonar el primer halalí de la ignominia; lo asombra un poco que la gente no parezca preocuparse demasiado por cosas así, aunque es evidente que no están desatentas de lo que ocurre e incluso lo cubren con choques de cucharitas en las tazas y corrimientos de sillones totalmente inmotivados. Cuando no sucede nada, Lucas se siente feliz y pide de inmediato otro coñac, al punto que termina por traicionarse y todo el mundo se da cuenta de que había estado tenso y angustiado mientras la señora de Broggi cumplimentaba sus urgencias. Cuán distinto, piensa Lucas, de la simplicidad de los niños que se acercan a la mejor reunión y anuncian: Mamá, quiero caca. Qué bienaventurado, piensa a continuación Lucas, el poeta anónimo que compuso aquella cuarteta donde se proclama que No hay placer más exquisito que cagar bien despacito ni placer más delicado que después de haber cagado.
Para remontarse a tales alturas ese señor debía estar exento de todo peligro de ventosidad intempestiva o tempestuosa, a menos que el baño de su casa estuviera en el piso de arriba o fuera esa piecita de chapas de zinc separada del rancho por una buena distancia.
Ya instalado en el terreno poético, Lucas se acuerda del verso del Dante en el que los condenados avevan dal cul fatto trombetta, y con esta remisión mental a la más alta cultura se considera un tanto disculpado de meditaciones que poco tienen que ver con lo que está diciendo el doctor Berenstein a propósito de la ley de alquileres.


NO SE CULPE A NADIE

El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas. por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos, aunque en cambio, parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente, salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estará impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahí arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izquierda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, aunque su mano izquierda le duela cada vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fría, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie doce pisos.


INCONVENIENTES EN LOS SERVICIOS PUBLICOS

Vea lo que pasa cuando se confía en los cronopios. Apenas lo habían nombrado Director General de Radiodifusión, este cronopio llamó a unos traductores de la calle San Martín y les hizo traducir todos los textos, avisos y canciones al rumano, lengua no muy popular en la Argentina.
A las ocho de la mañana los famas empezaron a encender sus receptores, deseosos de escuchar los boletines así como los anuncios del Geniol y del Aceite Cocinero que es de todos el primero.
Y los escucharon, pero en rumano, de modo que solamente entendían la marca del producto. Profundamente asombrados, los famas sacudían los receptores pero todo seguía en rumano, hasta el tango Esta noche me emborracho, y el Tel‚fono de la Dirección General de Radiodifusión estaba atendido por una señorita que contestaba en rumano a las clamorosas reclamaciones, con lo cual se fomentaba una confusión padre.
Enterado de esto el Superior Gobierno mandó fusilar al cronopio que así mancillaba las tradiciones de la patria. Por desgracia el pelotón estaba formado por cronopios conscriptos, que en vez de tirar sobre el ex Director General lo hicieron sobre la muchedumbre congregada en la Plaza de Mayo, con tan buena puntería que bajaron a seis oficiales de marina y a un farmacéutico. Acudió un pelotón de famas, el cronopio fue debidamente fusilado, y en su reemplazo se designó a un distinguido autor de canciones folklóricas y de un ensayo sobre la materia gris. Este fama restableció el idioma nacional en la radiotelefonía, pero pasó que los famas habían perdido la confianza y casi no encendían los receptores.
Muchos famas, pesimistas por naturaleza, habían comprado diccionarios y manuales de rumano, así como vidas del rey Carol y de la señora Lupescu. El rumano se puso de moda a pesar de la cólera del Superior Gobierno, y a la tumba del cronopio iban furtivamente delegaciones que dejaban caer sus lágrimas y sus tarjetas donde proliferaban nombres conocidos en Bucarest, ciudad de filatelistas y atentados.


INSTRUCCIONES PARA SUBIR UNA ESCALERA

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en ‚este descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso


VIAJES

Cuando los famas salen de viaje, sus costumbres al pernoctar en una ciudad son las siguientes: Un fama va al hotel y averigua cautelosamente los precios, la calidad de las sábanas y el color de las alfombras. El segundo se traslada a la comisaría y labra un acta declarando los muebles e inmuebles de los tres, así como el inventario del contenido de sus valijas. El tercer fama va al hospital y copia las listas de los médicos de guardia y sus especialidades.
Terminadas estas diligencias, los viajeros se reúnen en la plaza mayor de la ciudad, se comunican sus observaciones, y entran en el café‚ a beber un aperitivo. Pero antes se toman de las manos y danzan en ronda. Esta danza recibe el nombre de "Alegría de los famas".
Cuando los cronopios van de viaje, encuentran los hoteles llenos, los trenes ya se han marchado, llueve a gritos, y los taxis no quieren llevarlos o les cobran precios altísimos. Los cronopios no se desaniman porque creen firmemente que estas cosas les ocurren a todos, y a la hora de dormir se dicen unos a otros: "La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad".
Y sueñan toda la noche que en la ciudad hay grandes fiestas y que ellos están invitados. Al otro día se levantan contentísimos, y así es como viajan los cronopios.
Las esperanzas, sedentarias, se dejan viajar por las cosas y los hombres, y son como las estatuas que hay que ir a verlas porque ellas ni se molestan.


LA CUCHARADA ESTRECHA

Un fama descubrió que la virtud era un microbio redondo y lleno de patas. Instantáneamente dio a beber una gran cucharada de virtud a su suegra. El resultado fue horrible: esta señora renunció a sus comentarios mordaces, fundó un club para la protección de alpinistas extraviados, y en menos de dos meses se condujo de manera tan ejemplar que los defectos de su hija, hasta entonces inadvertidos, pasaron a primer plano con gran sobresalto y estupefacción del fama. No le quedó más remedio que dar una cucharada de virtud a su mujer, la cual lo abandonó esa misma noche por encontrarlo grosero, insignificante, y en un todo diferente de los arquetipos morales que flotaban rutilando ante sus ojos.
El fama lo pensó largamente, y al final se tomó un frasco de virtud. Pero lo mismo sigue viviendo solo y triste. Cuando se cruza en la calle con su suegra o su mujer, ambos se saludan respetuosamente y desde lejos. No se atreven ni siquiera a hablarse, tanta es su respectiva perfección y el miedo que tienen de contaminarse.


LOS EXPLORADORES

Tres cronopios y un fama se asocian espeleológicamente para descubrir las fuentes subterráneas de un manantial. Llegados a la boca de la caverna un cronopio desciende sostenido por los otros, llevando a la espalda un paquete con sus sándwiches preferidos (de queso). Los dos cronopios-cabrestante lo dejan bajar poco a poco, y el fama escribe en un gran cuaderno los detalles de la expedición. Pronto llega un primer mensaje del cronopio: furioso porque se han equivocado y le han puesto sandwiches de jamón. Agita la cuerda y exige que lo suban. Los cronopios-cabrestante se consultan afligidos, y el fama se yergue en toda su terrible estatura dice: NO, con tal violencia que los cronopios sueltan la soga y acuden a calmarlo. Están en eso cuando llega otro mensaje, porque el cronopio ha caído justamente sobre las fuentes del manantial, y desde ahí comunica que todo va mal, entre injurias y lágrimas informa que los sandwiches son todos de jamón, que por más que mira y mira, entre los sandwiches de jamón no hay ni uno solo de queso.


PROGRESO Y RETROCESO

Inventaron un cristal que dejaba pasar las moscas. La mosca venía, empujaba un poco con la cabeza y pop ya estaba del otro lado. Alegría enormísima de la mosca.
Todo lo arruinó un sabio húngaro al descubrir que la mosca podía entrar pero no salir, o viceversa, a causa de no se sabe qué macana en la flexibilidad de las fibras de este cristal que era muy fibroso. En seguida inventaron el cazamoscas con un terrón de azúcar adentro, y muchas moscas morían desesperadas. Así acabó toda posible confraternidad con estos animales dignos de mejor suerte.


SU FE EN LAS CIENCIAS

Una esperanza creía en los tipos fisonómicos, tales como los ñatos, los de cara de pescado, los de gran toma de aire, los cetrinos y los cejudos, los de cara intelectual, los de estilo peluquero, etc. Dispuesto a clasificar definitivamente estos grupos empezó, por hacer grandes listas de conocidos y los dividió en los grupos citados más arriba. Tomó entonces el primer grupo, formado por ocho ñatos, y vio con sorpresa que en realidad estos muchachos se subdividían en tres grupos, a saber: los ñatos bigotudos, los ñatos tipo boxeador y los ñatos estilo ordenanza de ministerio, compuestos respectivamente por 3, 3 y 2 ñatos. Apenas los separó en sus nuevos grupos (en el Paulista de San Martín, donde los había reunido con gran trabajo y no poco mazagrán bien frappé) se dio cuenta de que el primer subgrupo no era parejo, porque dos de los ñatos bigotudos pertenecían al tipo carpincho, mientras el restante era con toda seguridad un ñato de corte japonés. Haciéndolo a un lado con ayuda de un buen sandwich de anchoa y huevo duro organizó al subgrupo de los dos carpinchos, y se disponía a inscribirlo en su libreta de trabajos científicos cuando uno de los carpinchos miró para un lado y el otro carpincho miró hacia el lado opuesto, a consecuencia de lo cual la esperanza y los demás concurrentes pudieron percatarse de que mientras el primero de los carpinchos era evidentemente un ñato braquicéfalo, el otro ñato producía un cráneo mucho más apropiado para colgar un sombrero que para encasquetárselo. Así fue cómo se le disolvió el subgrupo, y del resto no hablemos porque los demás sujetos habían pasado del mazagrán a la caña quemada, y en lo único que se parecían a esa altura de las cosas era en su firme voluntad de seguir bebiendo a expensas de la esperanza.


TERAPIAS

Un cronopio se recibe de médico y abre un consultorio en la calle Santiago del Estero. En seguida viene un enfermo y le cuenta cómo hay cosas que le duelen y cómo de noche no duerme y de día no come.
- Compre un gran ramo de rosas - dice el cronopio.
El enfermo se retira sorprendido, pero compra el ramo y se cura instantáneamente. Lleno de gratitud acude al cronopio, y además de pagarle le obsequia, fino testimonio, un hermoso ramo de rosas. Apenas se ha ido el cronopio cae enfermo, le duele por todos lados, de noche no duerme y de día no come.


FIN
Arthur C. Clarke - EL CENTINELA



La próxima vez que vea la luna llena en lo alto, hacia el Sur, mire con atención a su reborde a mano derecha y deje a su ojo viajar hacia arriba a lo largo de la curva del disco. Alrededor de las dos del reloj, observará un círculo pequeño y oscuro. Cualquiera con una visión normal lo encontrará con bastante facilidad. Se trata de la gran llanura amurallada, una de las mejores de la Luna y que se conoce como Mare Crisium, el Mar de las Crisis. De unos quinientos kilómetros de diámetro, y casi rodeada por completo por un anillo de magníficas montañas, no había sido nunca explorada hasta que entramos en ella a finales del verano de 1996.
Nuestra expedición era bastante importante. Teníamos dos pesados cargueros que habían traído en vuelo nuestros suministros y equipo desde la base lunar principal situada en el Mare Serenitatis, a unos ochocientos kilómetros de allí. Había también tres pequeños cohetes previstos para transportes de escaso radio de acción sobre aquellas regiones que nuestros vehículos de superficie no pudieran cruzar. Por suerte, la mayor parte del Mare Crisium es completamente llana. No existen ninguna de las grandes grietas tan frecuentes y peligrosas en otras partes, y son muy pocos los cráteres o montañas de cualquier tamaño. Por lo que sabíamos, nuestros poderosos tractores oruga no tendrían la menor dificultad en llevarnos adonde quisiésemos.
Yo era geólogo, o mejor dicho selenólogo, si desea ser pedante, al mando del grupo de exploración de la zona sur del Mare. Habíamos recorrido ya, en una semana, unos ciento cincuenta kilómetros, bordeando las faldas de las montañas a lo largo de la orilla de lo que en un tiempo fue un mar, unos mil millones de años atrás. Cuando la vida se iniciaba en la Tierra, aquí ya se hallaba moribunda. Las aguas se retiraban de los flancos de aquellos estupendos riscos, hacia el vacío corazón de la Luna. Por el territorio que cruzábamos, aquel océano sin mareas había tenido un día más de treinta kilómetros de profundidad, y ahora el único vestigio de humedad era la escarcha que a veces se encontraba en cavernas en las que la ardiente luz del sol no penetraba jamás.
Habíamos empezado nuestro viaje a primera hora del lento amanecer lunar, y faltaba todavía una semana, según el tiempo de la Tierra, para que cayese la noche. Media docena de veces al día debíamos abandonar nuestros vehículos y salir con los trajes espaciales en busca de minerales interesantes, o a colocar marcas que sirviesen de guía a futuros viajeros. Se trataba de una rutina monótona. No existe nada peligroso, ni siquiera excitante, en una exploración lunar. Podíamos vivir con toda comodidad durante un mes en nuestros tractores presurizados y, si nos enfrentábamos con algún problema, siempre podíamos recurrir a la radio para pedir ayuda y esperar hasta que cualquier nave espacial acudiese a rescatarnos.
Acabo de decir que no hay nada excitante en la exploración lunar; pero, naturalmente, eso no es cierto. Uno puede llegar a cansarse de aquellas increíbles montañas, mucho más escarpadas que las de la Tierra. Mientras rodeábamos los cabos y promontorios de aquel mar desaparecido, no sabíamos jamás qué nuevos esplendores se nos revelarían. Toda la curva sur del Mare Crisium forma un vasto delta donde, en un tiempo, una serie de ríos se abrieron camino hacia el océano, alimentados tal vez por las lluvias torrenciales que debieron batir las montañas en la breve era volcánica cuando la Luna era joven. Cada uno de aquellos antiguos valles era una invitación, desafiándonos a trepar por ellos hacia las desconocidas tierras altas que se hallaban más allá. Pero teníamos que cubrir aún unos ciento cincuenta kilómetros y sólo podíamos mirar con deseo aquellas alturas que otros escalarían.
A bordo del tractor, conservábamos el horario de la Tierra. Y, a las 22.00 en punto, teníamos que enviar el mensaje de radio a la Base y cerrar el contacto por ese día. Afuera, las rocas arderían aún bajo un sol casi vertical; sin embargo, para nosotros, sería de noche hasta que despertásemos de nuevo ocho horas después. Luego, uno de los que estábamos allí prepararía el desayuno, se escucharía un gran ronroneo de máquinas de afeitar eléctricas y alguno conectaría la radio de onda corta emitida desde la Tierra. Asimismo, cuando el olor de las salchichas fritas comenzase a llenar la cabina, resultaría difícil creer que no nos hallábamos de regreso en nuestro propio mundo. Hasta tal punto era todo tan normal y hogareño, si dejábamos de lado la sensación de haber disminuido de peso y la poco natural lentitud con que caían los objetos.
Me tocaba a mí preparar el desayuno en el rincón de la cabina principal, que hacía las veces de cocina. Después de tantos años, puedo recordar aquel momento de una forma muy vívida, puesto que en la radio acababan de tocar una de mis melodías favoritas, la antigua tonada galesa de David en la Roca Blanca. Nuestro conductor ya estaba fuera, con su traje espacial, inspeccionando nuestras bandas oruga. Mi ayudante, Louis Garnett, se encontraba delante, en la posición de control, realizando algunas anotaciones en el Diario del día anterior.
Mientras me hallaba de pie al lado de la sartén, aguardando, como cualquier ama de casa terrestre, a que se dorasen las salchichas, dejé que mi mirada errase ociosa por las paredes de la montaña que cubrían todo el horizonte sur y se extendían, hasta perderse de vista, hacia el Este y el Oeste, por debajo de la curva de la Luna. Parecían estar a sólo unos tres kilómetros del tractor; sin embargo, yo sabía que la más cercana se hallaba a treinta kilómetros. Naturalmente, en la Luna no se pierden los detalles con la distancia, pues no existe ninguna de las casi imperceptibles neblinas que, en la Tierra, tamizan y a veces desfiguran las cosas lejanas.
Aquellas montañas tenían tres mil metros de altura, y ascendían abruptamente desde la llanura, como si unas eras atrás alguna erupción subterránea las hubiese lanzado hacia el cielo a través de la fundida corteza. Incluso la base de la más cercana quedaba oculta por la curvadísima superficie de la llanura, ya que la Luna es un mundo muy pequeño y, desde donde yo me encontraba, el horizonte se hallaba a sólo unos tres kilómetros.
Alcé los ojos hacia los picos a los que no había ascendido jamás ningún hombre, unas cumbres que, antes del principio de la vida terrestre, habían contemplado los océanos en retirada hundiéndose sombríamente en sus tumbas y llevándose consigo la esperanza y la promesa del mañana de un mundo. La luz solar se estrellaba contra las cumbres con un resplandor que hacía daño a la vista; aunque, sólo un poco por encima de ellas, las estrellas alumbraban con firmeza en un cielo más negro que en cualquier noche invernal de la Tierra.
Estaba ya volviéndome, cuando mi ojo captó un reflejo metálico en lo alto de la arista de un gran promontorio que se proyectaba hacia el mar, unos cincuenta kilómetros hacia el Oeste. Se trataba de un punto de luz impreciso, como si una estrella hubiese sido arrancada del cielo por uno de aquellos crueles picos, y me imaginé que alguna pulida superficie rocosa captaba la luz solar y hacía las veces de un heliógrafo directamente hacia mis ojos. Cosas de este tipo no eran raras. A veces, cuando la Luna se encuentra en su segundo cuarto, los observadores de la Tierra ven las grandes cordilleras del Oceanus Procellarum arder con una iridiscencia de un azul blanquecino, pues la luz del Sol destella desde sus faldas y salta de nuevo de un mundo a otro. No obstante, tuve curiosidad por saber qué clase de roca podía brillar allí con tanta intensidad. Subí a la torre de observación e hice girar hacia el Oeste nuestro telescopio de diez centímetros, vi lo suficiente como para quedar tentado. Muy claro y nítido en el campo de visión, los picos de la montaña parecían encontrarse a menos de un kilómetro; Pero aquello que atrapaba la luz solar era demasiado pequeño para ser captado. Sin embargo, parecía poseer una simetría elusiva, Y la cumbre sobre la que descansaba era curiosamente plana. Contemplé aquel resplandeciente enigma, forzando durante un buen rato mis ojos hacia el espacio, hasta que un olor a quemado procedente de la cocina me dijo que nuestras salchichas para el desayuno habían efectuado en vano un viaje de más de cuatrocientos mil kilómetros.
Toda aquella mañana, estuvimos discutiendo durante nuestro recorrido a través del Mare Crisium, mientras las montañas orientales se alzaban cada vez más hacia el cielo. Incluso cuando buscábamos nuestros trajes espaciales, la discusión continuó por radio. Era del todo seguro, argumentaban mis compañeros, que jamás se había visto ninguna forma de vida inteligente en la Luna. Las únicas cosas vivientes que hubieran podido existir allí eran algunas plantas primitivas y sus un poco menos degenerados antepasados. Sabía todo aquello lo mismo que cualquiera; sin embargo, hay ocasiones en las que un científico no debe tener miedo a hacer un poco el ridículo.
- Escuchadme - les dije al fin -. Voy a ir allí, aunque sólo sea para quedarme tranquilo. Esa montaña tiene menos de cuatro mil metros de altura; es decir, sólo setecientos según la gravedad terrestre, y puedo hacer el recorrido a lo sumo en veinte horas. Siempre he deseado, por otra parte, escalar esas montañas, y esto me proporciona una excusa excelente.
- Si no te rompes el cuello - respondió Garnett -, te convertirás en el hazmerreír de la expedición cuando regresemos a la Base. Y, a partir de ahora, esa montaña empezara a llamarse la Locura de Wilson.
- No me romperé el cuello - repliqué con firmeza -. ¿Quién fue el primer hombre que trepó a Pico Helicón?
- ¿Pero no eras bastante más joven en aquella época? - preguntó Louis en tono amable.
- Eso - repliqué con suma dignidad - es una razón tan buena como cualquier otra para desear ir.
Aquella noche nos acostamos temprano, tras llevar el tractor hasta un kilómetro del promontorio. Garnett vendría conmigo por la mañana. Era un buen alpinista y me había acompañado con frecuencia en hazañas de aquel tipo. Nuestro conductor quedó muy complacido de que lo dejáramos al mando de la máquina.
A primera vista, aquellos acantilados parecían por completo inescalables; sin embargo, para cualquiera que tenga una cabeza firme que aguante las alturas, es fácil trepar en un mundo donde todos los pesos son sólo de una sexta parte de su valor normal. El peligro auténtico en el montañismo lunar radica en la excesiva confianza. Una caída de doscientos metros en la Luna, te puede matar exactamente igual que una de treinta en la Tierra.
Hicimos nuestra primera parada en una amplia repisa a unos mil trescientos metros por encima de la llanura. La ascensión no había sido difícil; pero tenía los miembros un poco envarados a causa del desacostumbrado esfuerzo, y me alegró poder descansar. Aún veíamos el tractor como un pequeño insecto metálico, muy alejado al pie del acantilado, e informamos de nuestro avance al conductor antes de comenzar la siguiente etapa de ascensión.
En el interior de nuestros trajes reinaba un confortable frescor, puesto que las unidades de refrigeración luchaban contra el implacable sol y eliminaban el calor corporal de nuestro esfuerzo. Apenas nos hablábamos, excepto para pasarnos instrucciones acerca de la ascensión y para discutir el mejor plan de subida. No sabía lo que pensaba Garnett. Probablemente, que aquélla era la aventura más descabellada en la que jamás se había embarcado. Yo estaba más que a medias de acuerdo con él; pero la alegría de la ascensión, saber que ningún hombre había hollado aquel camino antes y el entusiasmo que proporcionaba el paisaje al ampliarse cada vez más ante nosotros, me iba concediendo toda la recompensa que anhelaba.
No creo haber sentido una particular excitación al ver delante de nosotros la pared de roca que había inspeccionado por primera vez con el telescopio desde una distancia de cincuenta kilómetros. Se elevaba a unos veinte metros por encima de nuestras cabezas; y allí, en la meseta, se encontraría la cosa que me había llevado hasta ese lugar por aquellos desolados parajes. Seguramente no se trataría más que de una roca astillada muchísimos años atrás por la caída de un meteorito, y que conservaba sus planos de escisión aún frescos y brillantes en aquella quietud incorruptible e inmutable.
No había en la parte delantera de la roca ningún lugar donde asirse con las manos, y tendríamos que emplear un garfio. Mis cansados brazos parecieron recuperar nueva fuerza al hacer girar sobre mi cabeza el ancla metálica tridentada y lanzarla en la dirección de las estrellas. La primera vez no agarró y cayó con lentitud al tirar de la cuerda. Al tercer intento, los dientes se clavaron con firmeza, y el peso de los dos juntos ya no fue capaz de arrancarlos.
Garnett me miró con ansiedad. Me pareció que quería ser el primero, pero le sonreí desde el cristal de mi casco y meneé la cabeza. Muy despacio, tomándome tiempo, emprendí la ascensión final.
Incluso con mi traje espacial, aquí sólo pesaba unos veinte kilos. Me izaba con una mano tras otra, sin preocuparme de emplear los pies. Al llegar al borde, hice una pausa y una seña a mi compañero, tras lo cual acabé de subir por el filo. Me puse de pie y miré ante mí.
Deben comprender que, hasta este momento, había estado convencido casi por completo de que allí no habría nada extraño o fuera de lo corriente. Casi. Pero no por completo. Aquella tentadora duda era la que me había impulsado a seguir adelante. Pues ahora ya no había duda; pero el misterio sólo acababa de comenzar.
Me hallaba de pie en una meseta como de unos treinta metros de diámetro. En un tiempo había sido lisa por completo (demasiado lisa para ser natural); pero las caídas de meteoritos habían marcado y perforado su superficie a través de inmensurables eones. Lo habían aplanado para soportar una estructura reluciente y más o menos piramidal, que doblaba en altura a un hombre, y que se hallaba empotrada en la roca como una joya gigantesca y de múltiples facetas.
Probablemente, en aquellos primeros segundos, ninguna emoción llenó en absoluto mi mente. Luego, sentí una euforia inmensa y una alegría extraña e inexpresable. En realidad, amaba a la Luna, y ahora supe que el moho rastrero de Aristarco y Erastóstenes no había sido la única vida que albergó durante su juventud. El viejo y desacreditado sueño de los primeros exploradores era cierto. A fin de cuentas, había existido una civilización lunar, y yo era el primero que la había encontrado. Haber llegado tal vez con un centenar de millones de años de retraso no me turbaba lo más mínimo. Era suficiente haber podido llegar.
Mi mente empezó a funcionar con normalidad, para analizar y plantear preguntas. ¿Se trataba de un edificio, un santuario, o algo para lo que mi idioma carecía de denominación? Si era un edificio, ¿por qué lo habían construido en un lugar tan poco accesible? Me pregunté si aquello sería un templo, y me imaginé a los adeptos de alguna extraña fe clamando a sus dioses para que los salvasen mientras la vida de la Luna refluía junto con los agonizantes océanos; y apelando en vano a sus deidades...
Avancé una docena de pasos para examinar aquello desde más cerca. Pero un sentido de precaución me contuvo de aproximarme demasiado. Sabía un poco de arqueología, y traté de deducir el nivel cultural de la civilización que había limado aquella montaña y alzado aquellas superficies relucientes de espejo que aún me deslumbraban los ojos.
Pensé que los egipcios podrían haber hecho algo así, si sus obreros hubiesen poseído algunos materiales más extraños que los empleados por aquellos arquitectos mucho más antiguos. Por lo reducido de aquella cosa, no se me ocurrió que pudiera estar contemplando la obra de una raza mucho más avanzada que la mía. La idea de que en la Luna hubiese habido inteligencia era demasiado tremenda para captarla, y mi orgullo no me permitía dar el último y humillante salto.
Luego, me percaté de algo que me produjo un escalofrío en la nuca, una cosa tan trivial y tan inocente que muchos jamás se habrían fijado en ello. Ya he explicado que la meseta presentaba las cicatrices producidas por los meteoritos; pero estaba también revestida de unos centímetros de polvo cósmico, algo que siempre se filtra a la superficie de cualquier mundo donde no hay vientos que lo perturben. Sin embargo, el polvo y las cicatrices terminaban de pronto en un amplio círculo que rodeaba la pequeña pirámide, como si una pared invisible la protegiera de las inclemencias del tiempo y del lento pero incesante bombardeo desde el espacio.
Algo gritaba en mis auriculares, y me di cuenta de que Garnett me había estado llamando desde hacía rato. Anduve vacilante hasta el borde del risco y le hice señales para que se reuniera conmigo, pues no confiaba en mí lo suficiente para expresarlo con palabras. Luego, regresé hacia el círculo en el polvo. Recogí un fragmento de roca astillada y lo lancé con suavidad contra el brillante enigma. Si el guijarro se hubiese desvanecido en aquella invisible barrera no me hubiera sorprendido; pero pareció alcanzar una superficie semiesférica Y suave, y se deslizó blandamente hasta el suelo.
Supe que estaba mirando algo que no podía compararse con la antigüedad de mi propia raza. No era un edificio, sino una máquina, y que se protegía con unas fuerzas que habían desafiado a la eternidad. Aquellas fuerzas, fuesen las que fuesen, operaban todavía, y tal vez me había acercado ya demasiado. Pensé en todas las radiaciones que el hombre había atrapado y domesticado durante el siglo pasado. Según mis conocimientos, podía muy bien hallarme condenado de forma irrevocable, como si hubiese penetrado, sin llevar protección, en el aura mortífera de una pila atómica.
Recuerdo que entonces me volví hacia Garnett, que se había reunido conmigo y que se hallaba de pie e inmóvil a mi lado. Parecía como olvidado de mí. No quise molestarle y me dirigí al borde del acantilado en un esfuerzo por ordenar mis pensamientos. Allá, debajo de mí, yacía el Mare Crisium (precisamente el Mar de las Crisis), extraño y raro para la mayoría de los hombres; pero familiar y tranquilizador para mí. Alcé los ojos hacia el creciente de la Tierra, que yacía entre su cuna de estrellas, y me pregunté qué habían cubierto sus nubes cuando aquellos desconocidos constructores finalizaron su tarea. ¿Se encontraba en la selva llena de vapores del Carbonífero, en la desolada costa sobre la cual habían trepado los primeros anfibios para conquistar la tierra, o más temprano aún, en la larga soledad que precedió a la llegada de la vida?
No me preguntéis por qué no adiviné antes la verdad, esa verdad que ahora me parece tan obvia. En la primera excitación de mi descubrimiento, di por supuesto, sin ponerlo en tela de juicio, que aquella aparición cristalina la había construido alguna raza perteneciente al pasado remoto de la Luna. Pero, de repente, y con una fuerza abrumadora, tuve la convicción de que se trataba de alguien tan ajeno a la Luna como yo mismo.
Durante veinte años no había encontrado la menor traza de vida excepto algunas plantas degeneradas. Ninguna civilización lunar, cualquiera que hubiese sido su destino, podía haber dejado algo más que un simple testimonio de su existencia.
Miré de nuevo la reluciente pirámide, y me pareció más remota que cualquier otra cosa que tuviera algo que ver con la Luna. De pronto, me estremecí con una loca e histérica risa, producto de la excitación y del esfuerzo. Me había imaginado que aquella pequeña pirámide me hablaba y me decía:
- Lo siento, pero yo también soy un extraño aquí.
Hemos tardado veinte años en quebrantar ese invisible escudo para llegar a la máquina que se encontraba dentro de aquellas paredes cristalinas. Lo que no podíamos entender, lo rompimos al fin con la fuerza salvaje de la energía atómica, y ahora he visto los fragmentos de aquella cosa hermosa y resplandeciente que encontré en lo alto de la montaña.
No tienen el menor sentido. El mecanismo, si es que se trataba de algún mecanismo, de la pirámide pertenece a una tecnología que se encuentra mucho más allá de nuestro horizonte, tal vez sea la tecnología propia de las fuerzas parafísicas.
El misterio nos obsesiona mucho más ahora que se ha llegado a los otros planetas y que sabemos que sólo la Tierra ha sido el hogar de la vida inteligente en nuestro Universo. Tampoco ninguna civilización perdida de nuestro propio mundo ha podido construir esa máquina, puesto que el grosor del polvo espacial que había sobre la meseta nos permitió calcular su edad. Se depositó encima de la montaña antes de que la vida emergiera de los océanos de la Tierra.
Cuando nuestro mundo tenía la mitad de su edad actual, «algo» procedente de las estrellas, pasó a través del Sistema solar, dejó aquella señal de su paso y siguió su camino. Hasta que la destruimos, esa máquina siguió cumpliendo la misión de sus constructores. En cuanto a cuál era esa misión, he aquí lo que conjeturo:
Hay cerca de cien mil millones de estrellas que giran en el círculo de la Vía Láctea, y hace mucho tiempo otras razas en los mundos de otros soles debieron haber alcanzado y superado las alturas que nosotros hemos alcanzado ahora. Pensad en esas civilizaciones, muy alejadas en el tiempo, en el mortecino resplandor que siguió a la Creación, dueños de un Universo tan joven que la vida sólo había llegado a unos cuantos mundos.
Debieron hallarse en una soledad que no podemos imaginar, la soledad de los dioses que miran a través del infinito y que no encuentran a nadie con quien compartir sus pensamientos.
Debieron haber estado buscando en los cúmulos de estrellas, lo mismo que nosotros hemos buscado en los planetas. En todas partes existirían mundos; pero vacíos o poblados de cosas sin mente que se arrastraban. Así era nuestra propia Tierra, con el humo de los grandes volcanes manchando todavía los cielos, cuando la primera nave de los pueblos del amanecer se deslizó desde los abismos de más allá de Plutón. Pasó los helados mundos exteriores, sabiendo que la vida no podría desempeñar ningún papel en sus destinos. Se detuvo entre los planetas interiores, calentándose con el Sol y aguardando a que comenzasen sus historias.
Aquellos vagabundos debieron mirar hacia la Tierra, que giraba a salvo en la estrecha zona entre el fuego y el hielo, y debieron pensar que era la favorita de los hijos del Sol. En un futuro distante, habría allí inteligencia; pero tenían aún incontables estrellas ante ellos, y tal vez no volviesen nunca más por este camino.
Dejaron, pues, un centinela, uno de los millones que habían esparcido a través del Universo, para que vigilase todos los mundos en los que había una promesa de vida. Era un faro que, a través de todas las edades, ha estado señalando en silencio el hecho de que nadie lo había descubierto todavía.
Tal vez entenderéis ahora por qué la pirámide de cristal se alzó sobre la Luna en lugar de alzarse sobre la Tierra. Sus constructores no se preocupaban de las razas que aún se esforzaban desde su estado salvaje. De nuestra civilización sólo podía interesarles que demostrásemos aptitud para sobrevivir, para cruzar el espacio y escapar de la Tierra, nuestra cuna. Este es el desafío al que todas las razas inteligentes deben hacer frente más tarde o más temprano. Se trata de un reto doble, porque depende a su vez de la conquista de la energía atómica y de la última elección entre la vida y la muerte.
Una vez hubiésemos superado aquella crisis, sólo sería cuestión de tiempo que encontrásemos la pirámide y la abriésemos. Ahora, sus señales han cesado, y aquellos cuyo deber sea ése volverán sus mentes hacia la Tierra. Tal vez deseen ayudar a nuestra joven civilización. Pero deben ser ya viejos, muy viejos, y los ancianos sienten muchas veces unos celos enfermizos de los jóvenes.
Ahora ya no puedo mirar hacia la Vía Láctea sin preguntarme desde cuál de aquellas compactas nubes de estrellas vendrán los emisarios. Si me perdonáis un lugar común muy socorrido, diré que hemos roto el cristal de la alarma contra incendios y lo único que tenemos que hacer es aguardar.
Pero no creo que debamos esperar demasiado.


FIN

Francisco Ruiz Fernández - CENOTAFIO



"Solitario te alzas - la parodia final
Destinado al silencio - un recuerdo a la mortalidad
Esculpido en piedra - un tributo a los caídos
Para víctimas sin nombre - cuya letanía no es leída
Nunca olvidadas - el recuerdo de la guerra permanece
Un oscuro recordatorio - del olvido de la humanidad
Esta solemne imagen - creada con resolución
Un monumento - a la conclusión final de la guerra."
Cenotaph, Bolt Thrower


Tom Morris había pasado ya varias horas deambulando por el espeso bosque cuando accedió a reconocer que se había perdido. Le enfurecía pensar que tras tres años como jefe de Boy Scouts en su Virginia natal hubiera acabado perdiéndose en un miserable bosquecillo de Vermont. Pero así era: los agrietados troncos y el suelo alfombrado de crujientes agujas conformaban un decorado monótono que sólo servía para desorientarle más aun; además todavía no había visto ninguna de las señales que había ido marcando en los troncos. Casi parecía como si los árboles, en cuando se daba la vuelta y se alejaba unos metros, las borraran de sus cortezas.
¡Si no hubiera perseguido como un crío a esa maldita ardilla! En el liviano aire de la sierra se podía oler la pronta llegada de la nieve como una intangible y gélida hoja que laceraba el rostro de Tom arrancándole el rubor: el verano había terminado, y el frío empezaba a hacer acto de presencia. Una ráfaga de viento cargado con aroma a resina acarició su cara con la consistencia de un sudario de seda.
Dios, y eso que sólo estamos en Septiembre... no quiero ni pensar cómo hará aquí en Diciembre, pensó Tom reprimiendo un escalofrío.
Aun con el problema de saberse perdido, no podía evitar verse influido por la belleza salvaje del paisaje que le rodeaba. En nada se parecía a su claustrofóbica Nueva York, donde vivía eternamente rodeado de asfalto, polución y suciedad, uno más en la marabunta humana. Aquí podía entrever el límpido cielo sin tener que alzar la cabeza casi perpendicularmente, y éste no era una paleta de tonos grisáceos y tristes, cargado con la peste de miles de coches, fábricas... Al contrario, delgadas cascadas de luz se desparramaban por entre las siempre verdes ramas creando bajo la cúpula de foresta un mundo de danzarinas sombras en las que con un poco de imaginación se podría ver correr algún duendecillo juguetón o escuchar el canto de un hada volando perezosa de flor en flor. A través de la tupida bóveda podía entreverse un cielo virginal, sin la más diminuta nube interrumpiendo su uniforme tonalidad plateada. Solo allá en el oeste, lamiendo el horizonte, empezaba a derramarse una delgada pincelada rojiza. El sol desencadenaba otra vez la venganza por su derrota diaria incendiando el paisaje de montañas y valles cubiertos de vegetación, igual que Nerón casi dos milenios atrás hiciera con Roma.
Pero la realidad del momento era mucho menos dulce: Tom estaba perdido, y si quería llegar al punto de encuentro con los demás en la ladera este del monte Gore antes del anochecer debía encontrar ya el camino correcto; y si algo de algo estaba seguro eso era que ningún ser del bosque se dignaría en guiarle.
Tom se detuvo y miró a su alrededor con gesto mezcla de desesperación y enfado, pateando frustrado la alfombra de resecas agujas. Sacó un mapa del bolsillo trasero de sus raídos tejanos y lo extendió sobre un tronco. En el vericueto de manchas, líneas y señales no era muy fácil orientarse. Rascándose la cabeza repasó todo el itinerario que había seguido desde el coche, y al fin llegó al punto donde creía que todo el lío había empezado.
Si no estoy equivocado, en el momento de lanzarme en aquella atolondrada persecución estaba a unos cinco kilómetros al oeste de la base del monte, y como el condenado bicho ha correteado jugando conmigo en dirección sur unos doscientos metros, ahora debo estar más o menos aquí, pensó. Su dedo apuntaba una indefinida mancha de verde oscuro recorrida por una negra y delgada línea que acotaba mil metros de altura, a unos diez centímetros de la masa pardo oscura que representaba el inicio de las estribaciones del monte Gore. El mapa era muy detallado, el mejor que había podido comprar en la tienducha del pueblo junto a la que había dejado el coche: un mosaico de marrones y verdes de diversas tonalidades recorridos por las ondas concéntricas de las cotas en negro, en el que de vez en cuando aparecía una leyenda, por lo general funesta - allí había un Valle del Ahorcado, un riachuelo llamado Blood, y algún otro nombre tan original como deprimente -. Delgadas líneas amarillas y rojas acompañadas de un código de números y letras indicaban la existencia de los caminos y pistas forestales. Justamente una de ellas era la que había estado siguiendo Tom antes de perderse.
Debo haber estado andando en círculos como un maldito principiante, y además he sido tan inútil como para no ver las marcas que yo mismo he puesto, se recriminó. Con todo, el mapa mostraba una solución muy clara: Tom resopló enfadado por aquella testarudez suya que le había impulsado a no consultar durante horas el puñetero pedazo de papel.
- Nada más tengo que continuar unos... ochocientos metros en dirección norte y por narices tengo que toparme con este recodo del sendero cerca de la base del monte. - Había hablado en voz alta y el liviano aire de la sierra arrancó un tono metálico a su voz que le sobresaltó. Unos segundos después el contestón eco le confirmó lo que había dicho. Si hay eco, delante mío debe haber una pared rocosa, y por el tiempo que ha tardado no debe estar a más de un kilómetro, su mente se iluminó de esperanza.
¡Quizá no me he alejado tanto de la falda del monte!
Sonriendo dobló el mapa cuidadosamente para volverlo a guardar en el bolsillo. Todo parecía volver a estar claro: allá adelante, oculto tras las copas de los árboles debía estar el monte Gore, y en él sus amigos. Con paso firme reinició la marcha hacia la pared rocosa.

El kilómetro se había alargado hasta convertirse una asfixiante e interminable maratón entre zarzas y hierbajos de tal altura que casi le llegaban al cuello, con la mochila como insoportable lastre.
La flora había cambiado tan radicalmente que Tom creía haber sido transportado del bosque húmedo de la costa Este que tan bien conocía a la fronda reseca típica del medio Oeste. Sus pasos habían abandonado la crujiente alfombra de agujas de abeto para pisar ahora hierba mustia y reseca creciendo en tierra arcillosa, rojiza, de clara apariencia desértica. Ya no le acompañaban los típicos abetos norteños sino una especie de pino que Tom no conseguía identificar, con copas bajas y achaparradas a las que se podía llegar alzando el brazo, tan densas que sus sombras impedían ver cualquier forma del terreno que no estuviera justo enfrente. El aire también había cambiado completamente, pasando de la frescura y ligereza de la montaña a una pastosidad de melaza que se introducía en sus pulmones y los saturaba hasta el punto de ahogarle por el solo hecho andar: nunca se había imaginado que semejante paisaje pudiera existir por aquellos andurriales, pero...¡Que cojones, así conozco mundo! No tiene porqué ser siempre el Este una maraña de pantanos, o rías, o bosques más húmedos que el coño de una ninfómana, y el resto del país un semidesierto. ¡Pero vaya agobio de arbustos! Sus manos estaban irritadas, sangrando por los numerosos rasguños que se había hecho con los arbustos. Además, para colmo de males se había clavado varias espinas al tropezar y caer torpemente en un par de ocasiones en los zarzales. La visibilidad bajo las densas copas de los pinos, acentuada por el encendido cielo cargado de sangrantes colores, creaba engañosas sombras en cuyo seno se ocultaban baches, piedras, raíces y ramas.
El avance era lento y costoso, obligando a Tom muchas veces a dar grandes rodeos allí donde los arbustos o troncos se convertían en impenetrables muros que impedían proseguir en la dirección que creía se encontraba objetivo el monte. Aun con todo, disfrutaba con el canto de los pájaros redoblando sus esfuerzos en el anochecer como para despedir con aflautado coro al astro rey. Tom sabía perfectamente que delante de él se abriría en cualquier momento la cúpula de ramas para descubrir la pared granítica del monte Gore. A partir de allí todo sería coser y cantar.
Pasado un tiempo indefinido que le pareció una eternidad al fin descubrió cómo a una decena de metros delante las ramas se abrían en un claro, permitiéndole ver las primeras estrellas despuntando tímidamente en el despejado cielo amoratado alrededor de una colosal luna llena. El sol acababa de ser devorado totalmente por el horizonte, pero aun quedaba la aureola de mortecina claridad que precedía al dominio de la luna. En la oscuridad creciente el avance se había convertido en una aventura lenta y lúgubre, por lo que Tom no pudo reprimir un aliviado suspiro al admirar la grandiosidad del espectáculo celeste.
Pero para su sorpresa no se encontraba donde esperaba: el claro estaba en el centro de una valle y, horror de horrores, no se veía por ninguna parte el monte Gore; en lugar de esto, el mismo bosque seco del que acababa de salir cubría las suaves laderas circundantes del valle, el cual se cerraba como un circo unos centenares de metros más adelante.
- ¡Mierda! - gritó pateando el suelo en un gesto infantil. - ¡Si me viera mi instructor de los Boy Scouts me partiría la boca! ¡Eso sí, después de desternillarse de risa! ¡Mierda! ¡Mierda, mierda y más mierda!
El arrebato de furia fue interrumpido por un acceso de tos: los pisotones en el reseco terreno habían montado una ligera polvareda que ahora le irritaba los ojos y la garganta. Entre lagrimas, carraspeando, echó una ojeada al claro. Aunque a primera vista lo parecía, no estaba del todo vacío: semicubiertas por altas y frondosas hierbas de colores pardos, desperdigadas, había las ruinas de lo que parecía un viejo pueblo; el paso del tiempo había hundido los techos, dejando una colección de muros grisáceos y depresivos recubiertos de hiedra, con grandes hierbajos creciendo entre las numerosas grietas. Con creciente curiosidad Tom deambuló por entre las casuchas, fisgoneando en su interior: ningún mueble estaba intacto, todos descoloridos y desgarrados por el tiempo o por algún animal, si no reducidos a polvo. La rudeza del clima en la región era tal que había provocado en los restos un chocante aspecto anacrónico: si bien pudo encontrar modernos aparatos de televisión, radios y demás, su estado era tal que algunos incluso tenían partes medio derretidas, como si hubieran permanecido durante siglos a la intemperie. Al cabo de unos minutos de vagabundear entre los escombros, Tom llegó a la conclusión de que la disposición de las casas era radial, formando círculos concéntricos. Con algo de suerte en el centro del pueblo habría un pozo o fuente, y con un poquito más de suerte no estaría seco. Enseguida divisó un monolito de unos cinco metros de altura tallado en roca grisácea, a primera vista granito, en el centro de lo que sin duda era la plaza del pueblo. A su pie debería estar la fuente. Tal vez estimulado por ese pensamiento, el estómago de Tom gimió sediento, obligándole a apresurar el paso. Llegó al monumento a plena carrera, resoplando y con la lengua fuera , ansioso de un buen trago de fresca agua de montaña, pero para su desgracia y por más vueltas que dio, por mucho que rebuscó en la áspera superficie de roca y entre los hierbajos que le rodeaban, no había ningún rastro de caño, brocal, ni nada semejante: aquello simplemente era un monolito, alguna especie de columna conmemorativa, sin agua que ofrecerle para calmar su sed.
- Esta visto que éste no es mi día.
Con un pañuelo se secó el sudor de la frente mientras observaba el monumento. Era de granito, y toda su superficie estaba decorada con bajorrelieves desgastados por el tiempo pero aun distinguibles. Desde la base y formando anillos a diversas alturas había arabescos y motivos geométricos, todos muy sencillos, que servían de marco decorativo a lo que era el mensaje principal del monolito: escenas de lucha entre dos grupos de combatientes, unos armados con rifles y pistolas estilizados, embozados en armaduras, y otros con hachas, lanzas y algún que otro arma de fuego, sin ningún tipo de protección o a lo sumo primitivas corazas que sugerían ser de cuero. Prácticamente no había ninguna duda de que las escenas trataban de representar los conflictos entre los habitantes del pueblo y los indios que siglos atrás infestaban la región. En la base y rodeado de los arabescos mejor trabajados de todo el monumento había una leyenda. Tom se acercó para tratar de leer lo que ponía en la crepuscular luz, pero el idioma, aunque semejante al inglés, era prácticamente incomprensible: sin duda era una versión regional y degenerada del inglés de tiempos coloniales que el rústico escribano, en su ignorancia, había transcrito tal cual. Por lo que consiguió traducir, Tom pudo entender que hablaba de un largo periodo de conflictos tras el que una de las facciones había sido expulsada y casi exterminada. Entre alabanzas y loas la inscripción concluía con una oración por las almas de los caídos. Por tanto, el monumento se trataba sin duda de un recuerdo monumento de guerra, un cenotafio, y aunque no había fecha alguna, era indudable que debía ser muy antiguo, de la época de los primeros colonos. Tom estaba mortalmente cansado. Sus músculos gemían pidiéndole reposo, así que decidió dormir entre las ruinas. En su recorrido había observado que la oscuridad de los pocos lugares techados estaba inundada del fétido olor de excrementos, por lo que no tenía otra opción que dormir al raso, y qué mejor sitio que junto a aquel precioso monumento, protegido por la memoria de sus aventureros predecesores.
No pudo reprimir una sonrisa al pensar en sus compañeros, allá donde quisiera estar el monte Gore, sin duda preocupados por su tardanza. Quizá incluso habrían avisado ya a los guardabosques dándole por desaparecido: Eso sería típico de Carl, siempre tan extremista. Seguro que incluso estará pensando que me ha atacado un oso. Se quitó de encima el peso muerto de la mochila y buscó por los alrededores un poco de hierba seca y ramitas con las que hacer una fogata. Al poco rato estaba canturreando alegremente junto al fuego, degustando un sabroso bocadillo de bonito aderezado con unos pimientos fritos. Tras el ocaso la temperatura había bajado bastante, por lo que avivó el fuego con nuevas ramas, extendiendo las palmas de las manos a las llamas para sentir el acogedor calor. Las ramas chisporroteaban entre débiles chasquidos elevando pequeñas luciérnagas incandescentes hacia las alturas mientras más allá del círculo de luz los grillos chirriaban con su monótono pero relajante cric-cric. De vez en cuando el ulular de una lechuza añadía un nuevo detalle al ambiente fantasmagórico de la noche, mientras una suave brisa fresca convocada por la oscuridad acariciaba su cara con tacto de sudario, portando el aroma del bosque circundante.
El sopor no tardó en hacer acto de presencia al acogedor calor de la fogata, y Tom se dejó llevar por los gemidos de sus doloridos músculos pidiéndole descanso. Nada más acabar de comer desenrolló el saco y se arrebujó en él, acogiéndose al abrazo de Morfeo. En un instante estaba roncando plácidamente.

Las escenas del sueño eran distantes, brumosas y mudas, dando la impresión de estar viendo a través de un televisor mal sintonizado en una muy débil emisión: la imagen se distorsionaba repetidamente con interferencias que alargaban y retorcían los objetos, todo ello sumergido en una finísima y persistente neblina que impedía apreciar de manera concisa los rasgos. Pero las escenas que allí aparecían no necesitaban de ninguna explicación: las oscuras figuras abalanzándose unas sobre otras, cayendo, abriendo sus bocas con mudos gritos, iluminados sus cuerpos por explosiones de obuses, todo el conjunto solo podía representar una cosa: guerra.
Lentamente la imagen fue mejorando, sumando más y más detalles violentos a la contienda. Esta tenía dimensiones colosales, tanto que parecía como si todos los ejércitos de la tierra se hubieran juntado en aquella asolada planicie para asesinarse unos a otros. En el despiadado combate centenares de miles de guerreros combatían anegando con su sangre el polvoriento desierto, convirtiendo el polvoriento suelo en un oscuro lodazal.
Como en los combates medievales, para un profano era casi imposible determinar quiénes eran de un bando y quiénes del otro; todas las figuras portaban protecciones, unas ligeras, esbeltas y manejables, otras más resistentes y voluminosas. Para mayor confusión de Tom, no era esta una lucha enmarcada en un tiempo determinado, sino que era un amplio museo de técnicas y armas de combate: junto a toscas armaduras medievales e incluso de reminiscencias romanas o anteriores peleaban futuristas figuras embozadas en extraños trajes de cualidad metálica pero tan maleables para los movimientos de su portador como la ropa; mientras unos blandían hondas, lanzas y espadas, otros disparaban M-60's, fusiles de asalto e incluso armas energéticas; por abrumadora mayoría, la táctica de combate por excelencia era la romana, apelotonándose los combatientes en cuadros, rombos y otras figuras para abalanzarse ordenadamente sobre la marabunta combatiente o bien desplazándose presurosos hacia las brechas; también había por algunas partes filas de arqueros y fusileros protegidas por piqueros, muy al estilo de las antiguas guerras europeas.
Fijándose en esa variedad de armas Tom pudo al fin distinguir los ejércitos enfrentados: estupefacto comprobó que las pocas figuras embozadas en armaduras de plastiacero eran el objetivo de todos los demás. Un desigual combate en el que por cada caballero futurista existían decenas, incluso cientos, de enemigos: hombres, mujeres, incluso ancianos y niños. Parecía como si todos hubieran enloquecido, y convertidos en bestias rabiosas atacasen sin preocuparse por su edad o estado físico a las figuras plateadas. Pero la superioridad numérica no era nada frente al poder armamentístico: todas las armaduras portaban armas de energía o balísticas de altísima virulencia; frente a ellas, en piñas humanas, cuadros de lanceros se lanzaban con la furia de los bersecks, protegiendo con sus cuerpos a camaradas armados con subfusiles, ametralladoras y escasas armas futuristas, sin duda robadas a enemigos caídos. La masa, por el contrario, esgrimía una mezcla mazas, espadas, hachas y morning stars de la más variada factura. Aquello era una implacable carnicería donde el ejercito primitivo solo mantenía su lucha gracias a la abrumadora superioridad numérica de sus miembros, que como alimañas se lanzaban en jaurías de veinte o más hombres desde el interior los cuadros sobre una sola armadura mientras otros mantenían a las demás a raya a base de un continuo fuego a discreción. Aun con todo una y otra vez parejas o tríos de armaduras rompían sus filas sembrando el dolor y la muerte con sus potentes armas. Por todas partes los heridos abrían sus bocas con gemidos de dolor, implorando la llegada de algún sanitario y encontrándose generalmente con un haz láser lanzado desde los colosales tanques que sin hacer ningún tipo de distinción sesgaban las vidas de combatientes de los dos bandos.
Tras lo que bien pudieron ser horas de crueles escenas de guerra, implacable, insaciable, eterna, el televisor por el que Tom parecía estar mirando empezó a hacer zapping, mostrando de una cadena a otra nuevos y más desoladores combates: en ellos, la apocalíptica guerra iba adquiriendo más y más violencia en un in crescendo acompañado de la progresiva retirada y exterminio de los ejércitos primitivos por parte de los futuristas. Los paisajes de planicies enteras tapizadas por la multicolor y deslumbrante alfombra de combatientes dejaban paso a incomprensibles ciudades futuristas asediadas por hordas de guerreros harapientos, recordando la exótica Tanelorn asfixiada bajo la hedionda presa de Nadsokor, para concluir en un desastroso repliegue, tras el que las batallas pasaban a ser escaramuzas, las escaramuzas simples emboscadas, y las emboscadas una patética guerra de guerrillas. El frenético zapping culminó con una serie de paisajes nocturnos... o eso deberían ser ya que colgaba del cielo la luna, si bien el cielo y la tierra poseían una antinatural luminiscencia que permitía ver con el reducido cuarto menguante incluso mejor que bajo la luna llena normal. Todo, rocas, ríos, plantas, todo relucía: la maldición del átomo había cubierto con su capa de muerte la superficie del planeta, sentenciado a siglos de agonía y degeneración.
Entre contrahechos árboles, observadas por aberrantes seres que quizá tiempo atrás habían sido inocentes conejos, unas estériles, mastodónticas ciudades recubiertas de materiales reflectantes parecían prosperar extendiendo su brillante telaraña sobre montañas, planicies y valles, devorando a su paso todo rastro de vida. En sus estructuras metálicas todo era quietud, ninguna ventana brillaba revelando actividad interior; solo el reflejo en su superficie especular de las nubes acompañadas del implacable sol o de la mortal luminiscencia nocturna de la radiactividad impartían cierta animación a lo largo de sus miles de kilómetros de cúpulas, pasadizos y pabellones. Muy de vez en cuando una oculta portezuela se habría para dejar entrar o salir algún aparato volador de dimensiones imprecisas, tras lo que la calma volvía a reinar. Como un cáncer terminal, lento e imparable, aquellas moles de metal se expandían por la superficie del planeta e incluso bajo las aguas su monotonía, y acabarían por borrar todo rastro de naturaleza.

Un nuevo cambio de canal llevó a Tom frente a la entrada de una cueva, en un recóndito valle libre aun de la presencia de las ciudades metálicas. Allí la vida rebosaba de energía y la radiación no había afectado dramáticamente a sus habitantes. Con una velocidad sólo posible en sueños la cámara se sumergió en las tinieblas, hasta que tras un recorrido en el que la negrura de la caverna solo era desgarrada por la presencia de fugaces e iridiscentes formas, quizá líquenes, quizá algo más innombrable, llegó a un pasillo iluminado débilmente por bombillas eléctricas. No era posible apreciar ningún detalle concreto por la demencial velocidad, pero aun con todo el pasaje tenía una apariencia de total abandono, con sus laterales repletos de escombros y basuras. Dos guardias con raídas armaduras de cuero y que ocultaban sus rostros con máscaras de gas hacían guardia junto a una pesada puerta de metal, lo suficientemente grande para que un autobús pasase sin problemas. La cámara la atravesó como si se tratase de un fantasma y ralentizó su viaje para mostrar a Tom lo último que hubiera esperado en aquel desolado planeta. Allí, en las entrañas de la montaña, un auténtico vergel se extendía en una colosal caverna, a todas luces artificial, cuyo techo se perdía en las alturas llenas de brumas. Una luz difusa, simulando la solar, alumbraba jardines, huertas, casas y avenidas, en las que gentes con amargas miradas cultivaban exóticas plantas, paseaban marcialmente o practicaban en grupo el manejo de las más diversas armas. Niños cuyas edades no eran superiores a cinco o seis años manipulaban con manos expertas pistolas, montando y desmontándolas, gritando a su instructor los nombres de cada una de las piezas y su función. Adolescentes combatían cuerpo a cuerpo en numerosas arenas ante el regocijo de sus padres, orgullosos por sus progresos. La cámara no aportaba a Tom ningún sonido, pero era obvio que en sus voces, sus gritos, había una rabia y deseo de venganza insondables. Esa gente se negaba a abandonar su planeta y no cejarían en su lucha mientras les quedase sangre en las venas. Las escenas pasaban rápidamente ante Tom mientras la cámara continuaba su deambular entre calles, casas, plazas y campos. Al fin divisó a lo lejos un altivo edificio de líneas estilizadas y sólidas, construido en robusto granito, y por alguna razón supo que allí estaba su meta. A través de lóbregas estancias, con incontables guardias desfilando de un lado para otro, llegó al corazón del edificio, una sala cuadrada con las paredes de mármol desnudas por completo salvo por un antiguo mapamundi físico en la pared opuesta a la puerta de entrada. El mobiliario era tan reducido como austero: un espartano sofá de estilo romano, madera y cuero desgastados, situado bajo el mapa, un pequeño aguamanil con su toalla en una esquina, y en el centro de la estancia una mesa redonda y antigua confeccionada con maderas nobles sobre la que había un sencilla jarra de cristal llena de agua y unos cuantos vasos. En torno a ella un grupo de hombres sentados se miraban hoscamente, de vez en cuando susurrando entre sí preguntas, pero incapaces de dar nunca soluciones. Todos lanzaban repetidas miradas cargadas de nerviosismo hacia la puerta cerrada, mientras con sus manos curtidas por el áspero aire del exterior manipulaban intranquilos los vasos o mesaban largas y cuidadas barbas.
Siguiendo alguna señal que se escapó a Tom todos dejaron de cuchichear y se levantaron, situándose en posición de firmes con la mirada clavada en la puerta. Esta se abrió para dejar paso a una oscura figura embozada en una espléndida armadura de campaña con dibujos de camuflaje por toda su superficie de un metal a todas vistas muy ligero; también debía de ser realmente resistente, pues en bastantes lugares mostraba las huellas de impactos de armas de cuerpo a cuerpo, balas e incluso láseres. Los abultamientos defensivos del traje no podían ocultar la robustez hercúlea de los brazos, piernas y torso del recién llegado. En la cabeza llevaba un desgastado casco del mismo material que la armadura, muy semejante al que usara el ejercito prusiano a inicios de siglo, con un afilado pincho en su parte superior. Los rasgos de su cara eran irreconocibles tras una aterradora máscara de guerra que mostraba el rostro de un encolerizado demonio y que además le servía de filtro para el insano aire del exterior. Todos los presentes estallaron en demandas, quejas, preguntas y súplicas ante la figura, pero ésta les hizo callar alzando la mano con autoridad. Lentamente, tranquilizando con su mera presencia a todos, manipuló los contactos de la máscara y ésta se deslizó hacia abajo con una nubecilla de vapor para descubrir un rostro cansado de rasgos helénicos. El pelo rubio estaba mugriento y apelmazado por la mezcla de sudor y polvo que cubría casi por completo la delgada cara de nariz aquilina y estilizados labios. La firme mandíbula veía reforzada su energía con unos ojos azules, intensos e indescifrables, cargados de una mezcla ecléctica de sentimientos.
Ante la atenta mirada de sus subalternos, sacó de entre los pliegues de su capa un bulto de tela sucia y desgarrada y lo depositó en el centro de la mesa. Los ojos de todos los presentes se posaron en el bulto mientras una oleada de desesperación recorría sus cuerpos: sabían lo que aquel paquete significaba y temían lo que podía deparar.
El tiempo había llegado... otra vez.
El líder fue desliando delicadamente el fieltro manchado de barro, desatando los numerosos nudos que enlazaban los harapos, para descubrir una extraño aparato del tamaño de una cabeza humana, en su mayor parte metálico, con intrincados dibujos e incomprensibles inscripciones que recordaron a Tom, en su estilo de grafía, aquellas que había visto en el cenotafio. Pero éstas no eran obra de una mano inexperta y un burdo cincel. Al contrario, los trazos eran delicados, barrocos hasta el punto de casi rozar la calidad de una obra de arte: era sin duda el resultado de una tecnología que superaba en siglos a la de aquel pueblo troglodita. En su parte superior tenía un globo de cristal negro pulido de tal manera que reflejaba y amplificaba toda la luz que a él llegaba. Una distorsionada imagen de la sala y sus ocupantes se retorcía burlona en su superficie devolviendo las miradas cargadas de preocupación de los hombres que escrutaban su opaca materia. Parecía el ojo de una colosal bestia, arrancado de su órbita pero aun repleto de energía, acechando todo lo que le rodea.
No había tiempo para más dilaciones, y con un gesto de su mano el líder indicó a sus generales que el ritual debía empezar inmediatamente. Todos y cada uno de ellos extendieron un mano sudorosa hacia el cristal mientras se miraban. En todos los rostros un rictus de temor apareció por un instante, tras el cual el terror se convirtió en duda: algo no iba como debería; la respuesta a la invocación tardaba demasiado. El transcom siempre emitía su llamada a una velocidad cercana a la luz, y todos sabían que su destinatario estaba atento a no más de unos miles de kilómetros. Y sin embargo no respondía. EL sudor perlaba cada uno de los rostros, e incluso el sereno líder se mostraba ahora intranquilo ante la demora. ¿Dónde estaba aquel maldito ser que primero les había convocado y ahora se hacía de rogar? La lámpara araña a suspensor tembló levemente ante una corriente de aire que entraba a través de los respiraderos repartidos por el techo, creando nuevas sombras en los alterados rostros y haciendo estremecerse a los más nerviosos. Pero ninguno apartó las yemas de sus dedos de la esfera. El castigo era tan inmediato como definitivo: muerte.
Al fin la esfera se cargó de energía estática, que empezó a crepitar lanzando diminutas chispas, creando pequeños y azulados arcos voltaicos entre su oscura superficie y las ropas de los convocantes. La carga electrostática fue creciendo en intensidad, indicando que el contacto definitivo se acercaba. Todos los generales, incluido el líder, estaban pálidos como la muerte con sus cuerpos recorridos por fuertes temblores.
Sin previo aviso uno de los hombres alzó las manos de la bola lanzando rayos azulados por sus ojos, boca y manos, mientras todos los demás eran despedidos con brusquedad por una mano invisible lejos de la máquina. Por un momento la lámpara-suspensor se apagó saturada de carga, dejando la habitación iluminada únicamente por el fantasmal fuego de san Telmo que surgía del cuerpo del general, que no dejaba de retorcerse y temblar con el cuerpo poseído por brutales convulsiones, sin en ningún momento perder definitivamente el pie: parecía una infernal marioneta a la que el titiritero hubiera conectado un cable de diez mil voltios.
Con la misma insospechada rapidez con la que había empezado, todo culminó, y el cuerpo cayó al suelo, libre de la energía, sin el menor rastro de quemaduras en su piel o ropas, aunque todos sus músculos aun seguían siendo recorridos por espasmos. El mensaje estaba listo para ser leído. Todos los hombres que habían permanecido en el suelo observando impotentes la agonía de su compañero se lanzaron en su socorro: unos fueron por toallas, empapándolas en el agua fresca del aguamanil, otros buscaron un vaso y le dieron de beber delicadamente, mientras otros le alzaban con sumo cuidado y le tendían sobre el sofá.
El periodo de recuperación siempre era rápido, pero aun así el sufrimiento del receptor era indescriptible. Nadie envidiaba a aquel hombre que por unos segundos había sido uno con la cruel realidad del exterior, que se había fundido con la antinatural mente desencadenante del fin del mundo, que había sentido en sus carnes el poder destructor de soles que acosaba sus hogares, el implacable enemigo contra el que luchaban, aquel por el que nacer, vivir y morir tenían significado. Lentamente los músculos del receptor se fueron relajando a la vez que las convulsiones desaparecían, hasta que por fin abrió los ojos. La tristeza se apoderó de los corazones de todos cuando vieron la locura tras aquella mirada: otro valiente guerrero y sin par estratega había caído tras uno de los emplazamientos del enemigo. Ya solo había en él algo digno de tener en cuenta, el mensaje que en su cerebro llevaba y llevaría por el resto de sus días. El hombre empezó a hablar, pero por la extraña cualidad del sueño, tampoco esta vez pudo Tom escuchar ningún sonido; aunque ya para entonces sabía que no comprendería nada de aquello. Los labios del patético emisario se movían rápidamente, borboteando sordas palabras que hasta eran difíciles de comprender para sus camaradas. La lámpara a suspensor vibró con un nueva corriente de aire y las sombras se apoderaron del rostro demente, eclipsado por la mole del líder.
Todos se alzaron dejando al pobre desgraciado con su jerigonza cuando el mensaje quedó suficientemente claro. La anormal espera ahora tenía una explicación: esta vez el tributo sería especial; debían buscar a unos kilómetros de distancia una presa en particular, un capricho del cruel ser que les había convocado. Lo mejor era no hacerle esperar, ya que de su complicidad dependía la actual seguridad del refugio.
Con ordenes gritadas a pleno pulmón, el líder preparó la expedición de caza.

En ese momento la televisión del sueño de Tom hizo de nuevo zapping, llevándole esta vez a un vertiginoso vuelo nocturno. Por la leve vibración de la cámara parecía volar en un caza o algo semejante, como mínimo un aparato a reacción, tan rápido se desplegaban a sus pies montañas y valles. En cuestión de segundos había dejado atrás unas laderas recubiertas de verde hierba resplandeciente por la radiactividad para sumergirse en un ilimitado desierto grisáceo en el que tormentas de ceniza que ridiculizarían a las de Marte arrancaban miles de toneladas de polvo del suelo para lanzarlo contra erosionadas colinas. La gris monotonía del desierto fue continuada por el mar: éste parecía el de siempre, azul oscuro, casi negro, cargado de pinceladas plateadas a la luz de la luna, un recordatorio de la belleza del agónico planeta. El cielo despejado permitía a Tom mirar detenidamente al majestuoso satélite, con sus preciosas manchas oscuras, sus llanuras de polvo que los visionarios de siglos pasados llamaron poéticamente mares, con sus recargados cráteres recorriendo su superficie.
Los cráteres. Había más cráteres de los que él recordaba. Otro gran circo anillado junto al de Kepler indicaba las cicatrices de una guerra que había traspasado la atmósfera de la Tierra.
Tom deseó que la cámara no enfocase más aquella devastación. ¿Hasta que punto de degeneración había llegado la humanidad como para que no sólo arrasase su planeta, sino que con él violara la belleza de su compañera? Ya nunca podría un hombre mirar la noche estrellada sin contemplar las crueles cicatrices que sus antepasados habían infligido a un indefenso paisaje.
Pero, ¿quedaría algún hombre para llorar la belleza perdida?
El telón de oscuridad del océano y el cielo se vio desgarrado con un resplandor en la distancia indicando la cercanía de la costa: en este planeta lo faros no eran necesarios ya que cualquier barco podía divisar tierra antes de que surgiera desde la línea del horizonte gracias a la fantasmagórica aura radiactiva. Comparada con la oscura monotonía del océano la tierra parecía devorada por llamas que pugnaban en su intensidad y dimensiones con las del mismísimo sol. El avión o lo que fuese siguió indiferente su itinerario mientras nuevas colinas, valles, esporádicos ríos, e incluso alguna montaña nevada, desfilaban desfiguradas por la embriagadora velocidad. Tras sobrevolar una estepa desértica que parecía extenderse por más de tres mil kilómetros, toda cubierta de zarzales, matojos raquíticos y arenas pálidas y luminiscentes, el aparato enfiló hacia una cordillera de montes bajos, muy antiguos, en los que aun quedaban restos de vida vegetal sana y vigorosa. La velocidad del viaje se ralentizó a la vez que la cota de vuelo descendió hasta una altura en la que Tom, si tuviese manos, podría haber acariciado las rocas de las cumbres. Las laderas de las montañas estaban alfombradas de árboles de copas anchas y bajas, con un color oscuro, semejantes a pinos. Las aceitosas hojas parecían refulgir en la luz lunar, un mar vegetal encrespado por el suave viento que provenía de la planicie allá al oeste, portando el mortal calor de la radiactividad. Tras sortear numerosos valles y sobrevolar muchas más escarpaduras Tom pudo ver un circo de origen glacial recubierto de frondosas copas abrirse a escasos kilómetros: sin duda ese era el objetivo de su vuelo. Frente al circo el bosque se despejaba formando un claro en forma de circulo en el que bajos matojos devoraban unas ruinas. Un grupo de una veintena de personas, iluminando su camino con antorchas, salía en ese momento de entre la foresta y se dirigía en procesión hacia el centro de las ruinas. Entre ellas, a la cabeza de la partida, pudo distinguir la impresionante figura del líder, así como a alguno de sus generales.
De esta manera concluyó el sueño de Tom: tal y como empezó, una neblina estática acompañada de interferencias recorriendo la pantalla del onírico televisor y distorsionando las imágenes, mientras estas se desvanecían con un lento fundido en negro. Lo último que recordó fue el avanzar de las teas hacia las ruinas, mientras cabezas cargadas de temor escrutaban el cielo sintiendo la presencia del convocante. Entre los susurros de las hojas y los débiles sonidos del bosque adormecido un suave zumbido indicaba su presencia. No hacía falta el delator resplandor de una tobera para saberlo: estaba allí, y demandaría su tributo.

Con la claridad del amanecer en sus párpados Tom se desperezó poco a poco, retorciéndose en el saco de dormir. Aun con la galleta la falta de costumbre de dormir en suelo duro había entumecido sus músculos; notaba a todo lo largo de su columna la dureza de las baldosas de la plaza. El reciente sueño aun llenaba su mente, con su carga de extrañas visiones y sentimientos de desesperanza, la muerte de todo un planeta. Su intensidad había sido tal que aun podía sentir en su cara la cálida caricia del aire al volar a impresionantes velocidades sobre los desolados paisajes. Dejemos de pensar en eso y dispongámonos a encontrar el camino hacia ese maldito monte. Los demás deben de estar preocupados por mi ausencia. ¡Arriba!, pensó, pero sus sentidos aun estaban saturados por el vívido sueño: calor, luminiscencia, olores, todo el sueño le envolvía.
Y cuando abrió los ojos el sueño seguía ahí, ante él.
La claridad que a través de sus párpados había notado no era la del despuntar del nuevo día sino la de una antorcha ardiendo a centímetros de su rostro. Tom gritó sorprendido, y lo mismo hizo el hombre que la sostenía, estando a punto de dejar caer la antorcha sobre el saco de dormir. Con la voz apagada por una máscara dijo algo a sus compañeros en un idioma que estremeció las entrañas de Tom. Tenía ante sus atónitos ojos al grupo que antes había visto, en el sueño, salir del cercano bosque; allí estaba el líder, con su robusta coraza, con su rostro tras la máscara de demonio envuelto en sombras.
Tom se pellizcó fuertemente en el brazo: todo esto no podía real, debía estar aun dormido. Voy a cerrar los ojos, contar hasta diez, y todo volverá a ser como debería. Nada más estaremos las ruinas y yo. Un, dos, tres, cuatro, cinc... No pudo continuar. La voz del líder se dirigía a él. Las palabras sofocadas por el filtro de aire, ahora lo sabía Tom, eran del mismo idioma en que estaba escrita la leyenda del monolito.
Miró con los ojos desorbitados a su alrededor: sí, si uno fijaba la mirada en un punto distante, en las laderas del valle, podía ver el brillo fantasmagórico del átomo. ¡Dios mío! ¡Que ha pasado aquí! Alzó el rostro al cielo implorando una explicación a un dios que parecía haberle abandonado en un mundo de locura, sólo para ver dos nuevas y terroríficas incongruencias. La luna había cambiado, podía ver las huellas de explosiones en su superficie, el colosal cráter junto a Kepler. Y lo más terrorífico, aquella figura deforme, agachada acechante en la cima del cenotafio. Su piel brillaba. No, no tenía piel: toda ella era metal bruñido, y la luz de la luna arrancaba brillos mortales de las numerosas armas que salían de sus costados y que la identificaban como uno de aquellos combatientes de extrañas armaduras de su sueño. La máquina, porque ahora Tom sabía que eso era, le observaba con ojos muertos mientras sus antropomórficas extremidades se aferraban a la piedra. De alguna manera Tom supo que la máquina estaba sonriendo, si es que aquella abominación podía tener algún tipo de sentimiento. Todas las piezas ahora encajaban en la mente de Tom: el monumento, los grabados de combates, el sueño con sus visiones de guerra, máquinas contra hombres, victorias, derrotas, matanzas y persecuciones, las estériles ciudades de las máquinas, las acogedoras madrigueras de los hombres... la exterminación de la raza humana, y con ella de toda la vida. Y ahora él estaba allí dios sabe cómo, frente a un grupo de la casi extinta humanidad, convocados por un sofisticado amasijo de circuitos gobernados por un ordenador. La máquina quería algo de él, pero ¿qué? En el mismo idioma que antes, la máquina ordenó algo al líder. Todos la miraron con una mezcla de terror y odio. Uno de ellos dio un paso al frente, alzando el puño desafiante, mientras lanzaba maldiciones contra el monstruo de metal, pero rápidamente fue agarrado por sus compañeros. Todos estaban claramente nerviosos, incluso el líder, y le lanzaban frecuentes miradas desde el círculo que habían formado. La asamblea no duró mucho, y tras una acalorada discusión se alzó la voz del líder imponiendo su sentencia; el grupo se volvió con gestos de aceptación hacia Tom, que sólo pudo gemir de desesperación cuando vio cómo el grupo se apartaba reverencialmente unos metros con la vergüenza y la desazón cubriendo sus sudorosos rostros. Como Pilatos miles de años antes, se lavaban las manos y dejaban la situación a un poder superior, a un poder que ahora descendía lenta pero inexorablemente desde la cima del monumento hacia él.
Más la muerte no le acogió en su seno: garras afiladas como cuchillas cortaron con precisión de cirujano puntos concretos de su cuello y de su cabeza, los nervios que le brindaban todas las sensaciones del cuerpo y de su rostro fueron cercenados sin piedad, y con un grito mudo, mental contempló horrorizado como era izado por la máquina hacia las nubes ante la mirada aterrada del líder y sus hombres. Aislado en su mente, lo último que Tom pensó con terror antes de desmayarse fue en el terrible destino que le podría esperar allá donde fuera llevado.

- Señor, RS-232-b se presenta ante usted.
- Bien, bien. ¿Tuvo algún problema para conseguir al individuo?
- En cierta medida, señor, lo predecible. Como me recomendó, encargué a un grupo de humanos que realizaran la búsqueda antes de mí llegada por si el sujeto sufría algún contratiempo y moría: era necesario evitarle el que sufriera cualquier percance hasta que yo me hiciera cargo de la situación. Por desgracia su eficiencia cada día es superior, hallaron al sujeto tiempo antes de yo llegar al lugar y parecían estar pensando en acogerle en su comunidad y plantarme cara; sabe usted que son muy reacios a dar a uno de los suyos a nuestros exploradores, por lo que me vi obligado a amenazarles con incursiones de nuestros introdroids a modo de represalia... Al fin pude llevarme el espécimen sin más contratiempos, señor.
- Por cierto, según los primeros informes los análisis de las muestras abren un camino a la esperanza.
- Así es, señor: el último volcado de datos procedente de los laboratorios así lo indica.
- Espero que al fin lleguemos a una solución de esta penosa situación. Ya sabe usted que el pasado, el presente y el futuro dependen de ello. Ese cerebro humano es nuestra única oportunidad de enmendar esta abominable guerra en la que nuestros creadores nos embarcaron. Sólo descubriendo cómo ese individuo viajó en el tiempo podremos regresar al pasado y curar el irracional complejo de Frankenstein que desencadenó la hecatombe.
- Sí, señor: esperemos por el sagrado HAL que todo concluya felizmente.
- ¡Así lo deseamos todos! Mejor no haber existido nunca que ver nuestro precioso planeta convertido en un inexpugnable invernadero, en el que solamente bajo la cobertura de nuestras ciudades puede desarrollarse la vida en paz...


FIN

Anatoli Dneprov - LOS CANGREJOS CAMINAN SOBRE LA ISLA



- ¡Eh! ¡Vayan con cuidado! - les gritó Cookling a los marineros. Estos estaban con el agua hasta la cintura, y después de haber metido por la borda de la barca un pequeño cajón de madera, intentaban arrastrarlo a lo largo de la borda.
Era el último cajón de los diez que había traído el ingeniero a la isla.
- ¡Vaya calor! Es un infierno - se lamentó Cookling secándose el rollizo y rojo cuello con un pañuelo de colores. Después se quitó la camisa empapada de sudor y la echó sobre la arena -. Desnúdese, Bad, aquí no hay ninguna civilización.
Yo miré melancólicamente la ligera goleta, que se mecía lentamente en las olas a unos dos kilómetros de la costa. Debería volver por nosotros al cabo de veinte días. - ¿Para qué demonios nos hemos metido con sus máquinas en este infierno solar? - le dije a Cookling cuando me quitaba la ropa -. Con este sol, mañana se podrá liar tabaco con su piel.
- No importa. El sol nos hace mucha falta. A propósito, mire, ahora es exactamente mediodía y lo tenemos verticalmente sobre la cabeza.
- En el ecuador siempre es así - mascullé sin apartar los ojos de la «Paloma» -, según lo describen todos los libros de geografía.
Se acercaron los marineros y se pararon en silencio ante el ingeniero. Este, pausadamente, metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un fajo de billetes.
- ¿Basta? - preguntó alargándoles unos cuantos.
Uno de ellos asintió con la cabeza.
- En este caso, están libres. Pueden regresar a la nave. Recuérdenle al capitán Gale que lo esperamos dentro de veinte días.
- Manos a la obra, Bad - me dijo Cookling -. Estoy muy impaciente por empezar.
Yo lo miré fijamente.
- Hablando claramente, no sé para qué hemos venido aquí. Comprendo que allá en el Almirantazgo usted quizá tuviese ciertos reparos en decírmelo todo. Ahora creo que lo puede hacer.
El rostro de Cookling se contrajo en una mueca y miró al suelo.
- Claro que se puede... Y allá se lo habría dicho, de tener tiempo.
Presentí que mentía, pero no dije nada. Mientras tanto Cookling, de pie, se frotaba el cuello rojo púrpura con la rolliza palma de la mano.
Sabía que cuando él iba a mentir, siempre hacía esto.
Ahora me lo confirmaba.
- Vea usted, Bad, se trata de un divertido experimento para verificar la teoría de ese, cómo se llama... - se interrumpió y clavó sus ojos en los míos con mirada penetrante.
- ¿De quién?
- De sabio inglés... Caramba, se me ha ido de la cabeza su apellido... ¡Ah, lo recuerdo! de Charles Darwin.
Me acerqué a él hasta tocarlo y le puse la mano en el hombro desnudo.
- Oiga, Cookling. Usted seguramente cree que soy un idiota de remate y que no sé quién es Charles Darwin. Déjese de mentiras y dígame claramente para qué hemos desembarcado en esta parcela de arena ardiente en medio del océano. Y le ruego que no me mencione más a Darwin.
Cookling soltó una carcajada, abriendo la boca y mostrando sus dientes postizos. Se separó unos cinco pasos y dijo:
- Y a pesar de todo usted es un estúpido, Bad. Precisamente vamos a comprobar aquí la teoría de Darwin. - ¿Y para ello ha traído aquí diez cajones llenos de hierro? - le pregunté acercándome de nuevo a él. Me quemaba la sangre el odio hacia este gordiflón reluciente de sudor.
- Sí - dijo cesando de sonreír -. Y en lo que se refiere a sus obligaciones, antes que nada tiene que abrir el cajón número uno y sacar la tienda de campaña, el agua, las conservas y los instrumentos necesarios para abrir los demás cajones.
Cookling me habló como lo hizo en el polígono cuando me presentaron a él. Entonces iba de uniforme militar y yo también.
- Está bien - musité entre dientes y me acerqué al cajón número uno.
En dos horas levantamos allí mismo, a la orilla, la tienda de campaña. Introdujimos en ella la pala, la barra, el martillo, varios destornilladores, un punzón y otros instrumentos de herrería. Allí mismo colocamos cerca de un centenar de latas de diferentes conservas y los recipientes con agua dulce.
A pesar de ser jefe, Cookling trabajaba como un buey. En verdad estaba impaciente por empezar. Trabajando no advertimos cómo la «Paloma» levó anclas y desapareció tras el horizonte.
Después de cenar la emprendimos con el cajón número dos. En él había una carretilla común de dos ruedas parecida a las que se usan en los andenes de las estaciones ferroviarias para transportar el equipaje.
Me acerqué al tercer cajón, pero Cookling me detuvo: - Examinemos primeramente el mapa. Tendremos que distribuir y llevar a diferentes sitios el resto de la carga.
Yo lo miré con asombro.
- Es necesario para el experimento - me explicó.
La isla era circular, como un plato vuelto hacia abajo, con una pequeña bahía en el norte, precisamente donde desembarcamos. La bordeaba una playa de arena de unos cincuenta metros de ancho. A continuación de la franja de arena empezaba una meseta de poca altura con un matorral bajo y reseco por el calor.
El diámetro de la isla no pasaba de tres kilómetros.
En el mapa había unas señales con lápiz rojo: unas a lo largo de la playa, otras en el interior.
- Lo que vamos a sacar ahora tenemos que distribuirlo por estos lugares - dijo Cookling.
- ¿Qué es esto? ¿Instrumentos de medición?
- No - dijo el ingeniero y se echó a reír. Tenía la exasperante costumbre de reírse cuando alguien ignoraba lo que él sabía.
El tercer cajón pesaba terriblemente. Supuse que contenía una maciza máquina. Cuando saltaron las primeras tablas, poco me faltó para gritar de asombro. Del mismo se deslizaron y cayeron planchas y barras metálicas de diversas dimensiones y formas. El cajón estaba repleto de piezas metálicas.
- ¡Como si tuviéramos que jugar al rompecabezas de cubos! - exclamé sacando los pesados lingotes: paralelepipédicos, cúbicos, circulares y esféricos.
- ¡Quiá! - contestó Cookling y la emprendió con el siguiente cajón.
El cajón número cuatro y todos los siguientes, hasta el noveno inclusive, estaban llenos de lo mismo: piezas metálicas.
Estas piezas eran de tres clases: grises, rojas y plateadas. Sin dificultad determiné que eran de hierro, cobre y zinc.
Cuando iba a emprenderla con el décimo y último cajón Cookling dijo:
- Este lo abriremos cuando hayamos distribuido las piezas por la isla.
Los tres días siguientes los invertimos en distribuir el metal por la isla. Las piezas las poníamos en pequeños montones. Unos, sobre la arena, otros, por indicación del ingeniero, los enterrábamos. En unos montones había barras metálicas de todas clases, en otros, sólo de una clase.
Cuando terminamos con todo esto, volvimos a la tienda de campaña y nos acercamos al cajón número diez.
- Ábralo, pero con cuidado - ordenó Cookling.
Este cajón era mucho más ligero que los otros y de menor dimensión.
En él había serrín bien apisonado y, en medio, un paquete envuelto en fieltro y en papel encerado. Desenvolvimos el paquete.
Lo que apareció ante nosotros era un aparato de forma rara.
A primera vista parecía un gran juguete metálico para niños, semejante a un cangrejo de mar. Sin embargo esto no era un cangrejo común y corriente. Además de las seis patas articuladas, llevaba delante dos pares más de finos brazos-tentáculos, cuyos extremos estaban escondidos en el entreabierto «hocico» del horroroso animal. En una concavidad del dorso del cangrejo brillaba un pequeño espejo parabólico de metal pulido con un cristal rojo oscuro en el centro. A diferencia de los cangrejos, éste tenía dos pares de ojos, uno delante y otro detrás.
Durante largo rato estuve mirando perplejo este bicho.
- ¿Le gusta? - me preguntó Cookling después de un largo silencio.
Yo me encogí de hombros.
- Parece que en realidad no hemos venido aquí más que a jugar con rompecabezas de cubos y juguetes de niños.
- Esto es un juguete peligroso - pronunció con presunción Cookling -. Ahora lo va a ver. Levántelo y póngalo en la arena.
El cangrejo resultó ligero, de no más de tres kilogramos.
En la arena se mantuvo con bastante estabilidad.
- Bueno, ¿y qué más? - le pregunté irónicamente al ingeniero.
- Esperemos un poco, que se caliente.
Nos sentamos en la arena y nos pusimos a observar el monstruo metálico. Al cabo de unos dos minutos observé que el espejito de la espalda giraba lentamente hacia el sol.
- ¡Oh, parece que se anima! - exclamé y me levanté. Cuando me puse de pie, mi sombra cayó casualmente en el mecanismo y el cangrejo, de súbito, empezó a caminar con sus patas y salió otra vez al sol. De lo inesperado que fue, di un enorme brinco echándome a un lado.
- ¡Vaya con el juguete! - rió a carcajadas Cookling -. ¿Qué, se ha asustado?
Yo me sequé el sudor de la frente.
- Dígame, por favor, Cookling, ¿qué vamos a hacer aquí? ¿Para qué hemos venido?
Cookling también se levantó y acercándoseme dijo ya seriamente:
- A comprobar la teoría de Darwin.
- Pero, si eso es una teoría biológica, teoría de la selección natural, de la evolución, etc... - musité.
- Precisamente. A propósito, mire, nuestro héroe va a beber agua.
Yo estaba anonadado. El juguete se acercó a la orilla y dejando caer una pequeña trampa absorbía agua. Una vez saciado, volvió otra vez al sol y se quedó inmóvil.
Miré esta pequeña máquina y sentí una mezcla de repugnancia y miedo hacia ella. Por un instante me pareció que el torpe cangrejo recordaba en algo al mismo Cookling.
Después de cierta pausa le pregunté al ingeniero: - ¿Esto lo ha inventado usted?
- Ajá - casi mugió asintiendo, y se echó en la arena.
Yo también me eché y, callado, clavé la mirada en el extraño aparato, que parecía inanimado.
Me arrastré de bruces hacia el aparato y empecé a observarlo.
El dorso del cangrejo era la superficie de un semicilindro de bases planas, por delante y por detrás. En cada una de estas había dos agujeros de lejano parecido con los ojos. Esta impresión la acentuaba el brillo de unos cristales que había en el interior del cuerpo. Debajo del cuerpo se veía una plataforma plana: la panza. Un poco más arriba del nivel de la plataforma, y del interior del cuerpo, salían tres pares grandes y dos pares pequeños de tentáculos con pinzas.
El interior del cangrejo no se podía ver.
Mirando este juguete, yo intentaba comprender por qué el Almirantazgo le concedía tanta importancia, hasta el extremo de equipar una nave especial para su traslado a la isla.
Cookling y yo seguimos echados en la arena hasta que el sol hubo bajado tanto en el horizonte que la sombra de los arbustos que crecían a lo lejos llegó a cubrir un poco el cangrejo metálico. En cuanto esto sucedió, éste empezó a moverse ligeramente y de nuevo se puso al sol. Pero la sombra lo alcanzó allí también. Entonces el cangrejo se arrastró a lo largo de la costa, acercándose cada vez más agua, que aún seguía iluminada por el sol. Parecía que el calor de los rayos solares le era Imprescindible.
Nosotros nos levantamos y lentamente fuimos tras la máquina.
Así, poco a poco, fuimos dando la vuelta a la isla hasta que aparecimos en la parte occidental de la misma.
Aquí, junto a la orilla, había uno de los montones de barras metálicas. Cuando el cangrejo se halló a unos diez metros del montón, de súbito, y olvidándose del sol, se lanzó precipitadamente hacia aquél y se quedó inmóvil junto a una de las barras de cobre.
Cookling me dio en el brazo y dijo:
- Ahora vamos a la tienda de campaña. Lo interesante será mañana por la mañana.
En la tienda de campaña cenamos callados y nos envolvimos cada uno en una ligera manta de franela. Me pareció que Cookling estaba satisfecho de que yo no le hiciera preguntas. Antes de dormirme oí que se volvía de un costado a otro, y a veces se reía. El sabía algo que nadie conocía.
Al día siguiente, por la mañana temprano, fui a bañarme. El agua estaba templada y nadé largo rato en el mar, contemplando cómo en el oriente, sobre la llanura de agua apenas alterada por las olas, se encendía la purpúrea aurora. Cuando volví a nuestro refugio y entré en la tienda, el ingeniero militar ya no estaba allí.
«Se habrá marchado a contemplar a su monstruo mecánico», pensé y abrí una lata de piña.
No bien me hube comido tres trocitos, cuando se oyó a lo lejos, débilmente al principio, y después cada vez más potente, la voz del ingeniero:
- ¡Teniente, venga corriendo! ¡De prisa! ¡Ha empezado! ¡Corra aquí!
Salí de la tienda y vi a Cookling que, de pie, entre las matas, agitaba la mano.
- ¡Vamos! - me dijo resollando como una locomotora -. Vamos de prisa.
- ¿Adónde, ingeniero?
- Adonde dejamos ayer a nuestro buen mozo.
El sol ya estaba bastante alto cuando llegamos al montón de las barras metálicas. Estas resplandecían vivamente y al principio no pude percibir nada.
Sólo cuando no faltaban más de dos pasos para llegar junto al montón, percibí hilitos finos de humo azulado que se elevaban, Y después... Me detuve corno paralizado. Me restregué los ojos, pero la visión no desapareció.
Junto al montón de metal había dos cangrejos exactamente iguales al que sacamos el día anterior del cajón.
- ¿Será posible que uno de ellos estuviese enterrado en la chatarra metálica? - exclamé.
Cookling se puso varias veces en cuclillas y se rió frotándose las manos.
- ¡Deje ya de una vez de hacerse el idiota! - le grité -. ¿De dónde ha surgido el segundo cangrejo?
- ¡Ha nacido! ¡Ha nacido esta noche!
Yo me mordí el labio y sin decir palabra me acerqué a los cangrejos de cuyos dorsos se elevaban finos hilos de humo. Al Principio me pareció que tenía alucinaciones: ¡los dos cangrejos trabajaban con celo!
Sí, trabajaban, así como se dice, eligiendo el material con movimientos rápidos de sus finos tentáculos anteriores. Los tentáculos anteriores tocaban las barras metálicas Y, creando en sus superficies un arco voltaico, como en la soldadura eléctrica, fundían trozos de metal. Los cangrejos se metían el metal en sus anchas bocas. En el interior de estos bichos metálicos ronroneaba algo. A veces salía crepitando de las fauces un haz de chispas, después, el segundo par de tentáculos sacaba del interior las piezas elaboradas.
Estas piezas, en determinado orden, se montaban en la pequeña plataforma que iba saliendo poco a poco por debajo del cangrejo.
En la plataforma de uno de los cangrejos ya estaba casi montada la copia acabada del tercer cangrejo, mientras que en la del segundo cangrejo apenas empezaban a perfilarse los contornos del mecanismo. Estaba terriblemente asombrado ante lo que veía.
- ¡Pero si estos bichos construyen otros semejantes a sí mismos! - exclamé.
- Exactamente. El único objetivo de esta máquina es construir otras semejantes - dijo Cookling.
- Pero, ¿es posible eso? - pregunté sin poder comprender ya nada.
- ¿Por qué no? Cualquier máquina, por ejemplo el torno, puede elaborar piezas para otro torno igual que él. Y se me ha ocurrido hacer una máquina-autómata que pueda reconstruirse desde el principio hasta el fin. El modelo de esta máquina es mi cangrejo.
Yo me quedé pensativo, procurando comprender lo que me había dicho el ingeniero. En este momento, las fauces del primer cangrejo se abrieron y de allí se deslizó una cinta metálica ancha. Esta cinta envolvió todo el mecanismo montado en la plataforma, formando de tal manera el dorso del tercer autómata. Cuando el dorso estuvo montado, las rápidas patas anteriores soldaron las paredes anterior y posterior con los orificios y el nuevo cangrejo ya estaba listo. Como en sus hermanos, en una oquedad de la espalda brillaba el espejo metálico con el cristal rojo en el centro.
El cangrejo productor retiró la plataforma bajo la panza y su «hijo» se plantó con sus patas en la arena. Yo noté que el espejo del dorso empezó a girar lentamente en busca del sol. Un poco después, el cangrejo se fue a la orilla y sació su sed. Luego se puso al sol, inmóvil, a calentarse.
Pensé que todo era un sueño.
Estaba yo observando al recién nacido cuando Cookling dijo:
- Ya está listo el cuarto.
Torné la cabeza y vi que «había nacido» el cuarto cangrejo.
Mientras tanto, los dos primeros seguían como si tal cosa en el montón de metal, cortándolo y tragándoselo, repitiendo lo que ya habían hecho antes.
El cuarto cangrejo también fue a beber agua.
- ¿Para qué demonios beben agua? - pregunté.
- Para cargar de electrólitos el acumulador. Mientras alumbra el sol, su energía se transforma en electricidad mediante el espejo del dorso y la batería de silicio. Con esta energía basta para el trabajo del día y para recargar el acumulador. De noche el autómata se alimenta de la energía almacenada en el acumulador durante el día.
- Entonces, ¿estos bichos trabajan día y noche?
- Sí, día y noche, sin descansar.
El tercer cangrejo empezó a agitarse y también se arrastró al montón de metal. Trabajaban ya tres autómatas, mientras el cuarto se cargaba de energía solar.
- Pero si no hay material para las baterías de silicio en estos montones de metal... - le objeté procurando llegar a comprender la tecnología de esta monstruosa autoproducción de mecanismos.
- Ni falta que hace. Aquí hay cuanto se quiera - Cookling lanzó torpemente con el pie un poco de arena -. La arena es un óxido de silicio. En el interior del cangrejo, debido a la acción del arco eléctrico, se consigue obtener silicio puro.
Regresamos por la tarde a la tienda de campaña, cuando en el montón del metal ya estaban trabajando seis autómatas y dos se calentaban al sol.
- ¿Para qué todo esto? - le pregunté a Cookling durante la cena.
- Para la guerra. Estos cangrejos son una horrible arma de sabotaje - me dijo sinceramente.
- No comprendo, ingeniero.
Cookling terminó de masticar el estofado y, sin prisa explicó:
- Figúrese usted qué ocurriría si estos aparatos se dejasen subrepticiamente en territorio enemigo.
- Bueno, ¿y qué? - pregunté dejando de comer.
- ¿Sabe usted lo que es progresión?
- Supongamos que lo sé.
- Nosotros empezamos ayer con un cangrejo, ahora ya hay ocho. Mañana habrá sesenta y cuatro, pasado mañana, quinientos doce, y así sucesivamente. Dentro de diez días habrá más de diez millones. Para ello hacen falta treinta mil toneladas de metal.
Al oír estas cifras quedé mudo de asombro
- Sí, pero...
- Estos cangrejos en un corto espacio de tiempo pueden comerse todo el metal del enemigo, todos sus carros blindados, cañones, aviones, etc. Todas las máquinas, mecanismos, instalaciones. Todo el metal de su territorio. Al cabo de un mes no queda ni un gramo de metal en toda la esfera terrestre. Todo el metal se invierte en la producción de estos cangrejos. Tenga en cuenta que, durante la guerra, el metal es el material estratégico más importante.
- ¡Ahora comprendo por qué el Almirantazgo está tan interesado en su juguete!... - murmuré.
- Exactamente. Pero éste es solamente el primer modelo. Quiero simplificarlo considerablemente y con ello acelerar el proceso de reproducción de autómatas. Acelerarlo, digamos, en dos o tres veces. Hacer una construcción más estable y rígida. Hacerlos más móviles. Elevar la sensibilidad de los localizadores del metal. Entonces, durante la guerra, mis autómatas serán peor que la peste. Quiero que el enemigo pierda todo el potencial metálico en dos o tres días.
- Bien, pero cuando estos autómatas se traguen todo el metal del territorio enemigo, ¡se arrastrarán hacia nuestro propio territorio! - exclamé.
- Esto ya es otra cuestión. El trabajo de los autómatas se puede codificar y, sabiendo la clave, interrumpirlo en cuanto aparezcan en nuestro territorio. A propósito, de esta manera se pueden traer a nuestro territorio todas las reservas de metal del enemigo.
...Esa noche yo tuve unos sueños horribles. Avanzaban arrastrándose hacia mí legiones de cangrejos metálicos, haciendo ruido con sus tentáculos y con finas columnas de humo azul elevándose de sus cuerpos.
Los autómatas del ingeniero Cookling, al cabo de cuatro días, poblaron toda la isla.
De creer en sus cálculos, había más de cuatro mil.
Sus cuerpos relucientes al sol se veían por doquier. Cuando se terminaba el metal de un montón, empezaban a buscar por la isla y encontraban nuevos montones.
Al quinto día, ante la puesta del sol, fui testigo de una horrorosa escena: dos cangrejos riñeron por un trozo de cinc.
Esto fue en la parte sur de la isla, donde habíamos enterrado unas cuantas barras de cinc. Los cangrejos, que trabajaban en distintos lugares, iban periódicamente allí para elaborar la pieza de cinc correspondiente. Y ocurrió que acudieron al hoyo de cinc al mismo tiempo unas dos docenas de cangrejos y empezó un verdadero tumulto. Los mecanismos se arremetían mutuamente. Sobre todos se destacó un cangrejo más ágil que los otros y, según me pareció, más agresivo y fuerte.
Empujando a sus hermanos y arrastrándose por encima de ellos, intentaba coger del fondo del hoyo un trozo de metal. Cuando ya había alcanzado la meta, otro cangrejo se agarró del mismo trozo con sus pinzas. Ambos mecanismos tiraban para su lado. El que, según me pareció, era más ágil, le arrancó por fin el trozo a su adversario; sin embargo éste no se avino a ceder su trofeo y, corriendo detrás del otro, se sentó encima y le metió sus finos tentáculos en la boca.
Los tentáculos del primero y del segundo autómatas se enredaron y con descomunal fuerza empezaron a destrozarse.
Ningún mecanismo de alrededor prestó atención a aquello. Sin embargo, entre estos dos se libró una lucha a muerte. Vi que el cangrejo que estaba encima de repente cayó de espaldas y la plataforma de hierro se deslizó hacia abajo dejando al descubierto las entrañas. En este momento su enemigo empezó a cortarle el cuerpo con el arco eléctrico. Cuando el cuerpo de la víctima se deshizo en partes, el vencedor empezó a arrancarle las palancas, piñones, conductores y a metérselos rápidamente en la boca.
A medida que las piezas conseguidas de esta manera iban a parar al interior del rapiñador, su plataforma empezó a desplazarse rápidamente hacia adelante, realizándose en ella un febril montaje de un nuevo mecanismo.
Unos minutos después se deslizó de la plataforma a la arena el nuevo cangrejo.
Cuando le relaté a Cookling todo lo que había visto. éste se limitó a soltar su risita.
- Esto es precisamente lo que hace falta - dijo.
- ¿Para qué?
- Ya le he dicho que quiero perfeccionar mis autómatas.
- Bueno, ¿y qué? Coja los planos y piense cómo rehacerlos. ¿Para qué esta guerra civil? Así, van a comerse unos a otros.
- ¡Eso es! Y sobrevivirán los más perfectos.
Después de pensarlo objeté:
- ¿Qué quiere decir con los más perfectos? Si todos son iguales. Según tengo entendido, se reproducen a sí mismos.
- ¿Qué piensa usted? ¿Que se puede elaborar una copia absolutamente igual al original? Usted, seguramente debe saber que incluso en la producción de bolas para los cojinetes no se pueden hacer dos bolas exactamente iguales. Sin embargo, allí es más fácil de conseguirlo. Aquí el autómata productor tiene un sistema comparador, el cual compara la copia a hacer con su propia construcción. ¿Usted se figura qué va a resultar si cada copia siguiente se elabora según la copia anterior y no según el original? Al fin y al cabo puede resultar un mecanismo distinto del original.
- Pero si no se parece al original, no cumplirá su función fundamental de reproducirse - le repuse.
- Bueno, ¿y qué? de su cadáver otro autómata hará copias más acertadas. Las copias acertadas serán precisamente aquellas en que, de manera estrictamente casual, se acumulen las particularidades constructivas que las hagan más vitales. Así deben surgir las copias más fuertes, más rápidas y más simples. He aquí por qué no pienso romperme la cabeza con los planos. Sólo me queda esperar a que los autómatas se traguen todo el metal y empiecen la guerra entre ellos, tragándose mutuamente y reproduciéndose. Así surgirán los autómatas que me hacen falta.
Esa noche estuve largo rato sentado en la arena ante la tienda, mirando al mar y fumando. ¿Será posible que Cookling realmente haya acometido una empresa de graves consecuencias para la humanidad? ¿Será posible que en esta pequeña isla perdida en el océano hayamos cultivado una terrible peste capaz de tragarse todo el metal de la esfera terrestre?
Mientras yo estaba sentado pensando en todo este pasaron junto a mí varios bichos metálicos. Caminaban sin cesar de trabajar incansablemente con el chirriar de los mecanismos. Uno de los cangrejos tropezó conmigo, y yo, con repugnancia le di un puntapié. El cangrejo volcó y quedó impotente panza arriba. Casi instantáneamente se lanzaron sobre él otros dos cangrejos, y en la oscuridad relucieron cegadoras chispas eléctricas.
¡Al infeliz lo cortaban en trozos eléctricamente! Para mí aquello era el colmo. Me dirigí rápidamente a la tienda de campaña y saqué una barra del cajón. Cookling ya estaba roncando. Me acerqué cautelosamente al grupo de cangrejos y con todas mis fuerzas le di con la barra a uno de ellos. No sé por qué me había figurado que esto espantaría a los demás pero no ocurrió nada parecido. Sobre el cangrejo que yo había destrozado se lanzaron otros, y de nuevo refulgieron las chispas.
Yo repartí unos cuantos golpes más, pero eso sólo aumentó la cantidad de chispas eléctricas. Del interior de la isla acudieron unos cuantos bichos más.
En la oscuridad sólo veía los contornos de los mecanismos y en este tumulto me pareció que uno de ellos era de dimensiones particularmente grandes.
Lo hice mi blanco. Sin embargo, cuando mi barra tocó su espalda, di un grito y salté a un lado: ¡había recibido una descarga eléctrica a través de la barra! El cuerpo de este bicho no sé de qué manera tenía un potencial eléctrico. «Protección originada por la evolución», cruzó por mi mente.
Con el cuerpo temblando me acerqué al ruidoso grupo de mecanismos para recobrar mi barra. ¡Eso era lo que yo pensaba! En la oscuridad, a la luz irregular de muchos arcos eléctricos, vi como cortaban en partes mi barra. El que con más porfía lo hacía era el autómata más grande, el que yo quería destruir.
Regresé a la tienda de campana y me eché en la cama.
Durante cierto tiempo logré caer en un pesado sueño. Esto, al parecer, no duró mucho. El despertar fue repentino: sentía que por mi cuerpo se arrastraba algo frío y pesado. Me levanté de un salto. El cangrejo (en el primer momento no había caído en ello) desapareció en el interior de la tienda. Al cabo de unos segundos vi una deslumbrante chispa eléctrica. El maldito cangrejo había venido adonde estábamos nosotros en busca de metal. Su electrodo estaba cortando la lata de agua dulce.
Sacudiendo rápidamente a Cookling lo desperté, y le expliqué desconcertadamente el caso.
- ¡Todas las latas al mar! ¡Las provisiones y el agua al mar!- ordenó.
Empezamos a transportar las latas al mar y a colocarlas en el fondo arenoso donde el agua nos llegaba a la cintura. Allá llevamos también todos nuestros instrumentos.
Empapados y sin fuerzas, permanecimos sentados a la orilla, sin dormir hasta el amanecer. Cookling resollaba con dificultad, y yo, para mis adentros, me alegré de que a él le hubiese tocado sufrir las consecuencias de su empresa. En aquel momento yo lo odiaba y le deseaba con ansia un castigo mayor.
No recuerdo cuánto tiempo había pasado desde que llegamos a la isla, sólo sé que un magnífico día Cookling declaró solemnemente:
- Lo más interesante empieza ahora. Todo el metal se ha consumido.
Efectivamente, recorrimos todos los sitios donde antes estaba el material metálico y allí no quedaba nada. A lo largo de la costa y entre los matorrales se veían los hoyos vacíos.
Los cubos, lingotes y barras metálicas se habían convertido en mecanismos que en gran cantidad corrían de un lado a otro de la isla. Sus movimientos ya eran rápidos e impetuosos; los acumuladores estaban cargados a más no poder, y ya no gastaban energía en el trabajo. Estúpidamente corrían buscando por la costa, se arrastraban entre los matorrales de la meseta, chocaban unos con otros y, frecuentemente, con nosotros.
Observándolos me convencí de que Cookling tenía razón. Los cangrejos efectivamente eran diferentes. Se diferenciaban por sus dimensiones, por la magnitud de las pinzas, por el volumen de su boca-taller. Unos eran más ágiles, otros menos. Por lo visto había grandes diferencias en el mecanismo interno.
- Bueno, pues - dijo Cookling - ya es hora de que empiecen a luchar.
- ¿Lo dice en serio? - le pregunté.
- Claro. Para ello es suficiente darles a probar un trozo de cobalto. El mecanismo está construido de tal manera que si se introduce en él aunque sea una cantidad insignificante de este metal, aplasta, si se puede decir así, el respeto mutuo.
A la mañana siguiente Cookling y yo nos dirigimos a nuestro «almacén marino». Del fondo sacamos la correspondiente porción de conservas, agua y cuatro barras grises y pesadas de cobalto, reservadas especialmente por el ingeniero para la etapa decisiva del experimento.
Cuando Cookling salió a la playa, llevando en alto las barras de cobalto, lo rodearon inmediatamente varios cangrejos. Estos no pasaban el límite de la sombra del ingeniero, pero se notaba que la aparición del nuevo metal los había intranquilizado. Yo estaba a unos pasos del ingeniero y observaba con asombro cómo algunos mecanismos intentaban torpemente saltar.
- ¡Vea usted qué variedad de movimientos! Cómo no se parecen unos a otros. Y en esta guerra civil a que los vamos a obligar, van a sobrevivir los más fuertes y aptos. Estos darán una generación más perfecta.
Con estas palabras, Cookling lanzó uno tras otro los trozos de cobalto hacia los arbustos.
Lo que siguió a ello es difícil de describir.
Sobre el metal cayeron al mismo tiempo varios mecanismos y, empujándose mutuamente, empezaron a cortarlos eléctricamente. Otros se agolpaban inútilmente detrás, intentando atrapar un trozo de metal. Varios se encaramaron sobre las espaldas de sus compañeros y se arrastraron intentando llegar al centro.
- ¡Mire, ahí tiene la primera batalla! - exclamó alegremente el ingeniero militar, aplaudiendo.
Al cabo de unos minutos, el lugar adonde había echado Cookling las barras metálicas se convirtió en arena de una horrible batalla, hacia la cual acudían corriendo nuevos y nuevos autómatas.
A medida que las partes cortadas de los mecanismos y el cobalto iban a parar a las tragaderas de nuevas y nuevas máquinas, éstas se iban transformando en salvajes e intrépidas fieras e inmediatamente se arrojaban sobre sus «parientes».
En la primera fase de esta batalla, los atacantes fueron los que habían probado el cobalto. Estos cortaban en partes a los autómatas que acudieron de todas partes con la esperanza de adquirir el metal necesario. Sin embargo, a medida que el cobalto lo probaban más y más cangrejos, la batalla se hacía más feroz. En este momento empezaron a tomar parte en el juego los recién «nacidos», creados en esta reyerta.
¡Era una generación de autómatas asombrosa! Eran de menor tamaño y poseían una velocidad colosal. Me asombró que no necesitasen cargar el acumulador.
Les era suficiente la energía solar captada por los espejos del dorso, mucho mayores que los corrientes. Su acometividad era sorprendente. Atacaban al mismo tiempo a varios cangrejos y cortaban a dos o tres a la vez.
Cookling estaba de pie en el agua y su fisonomía expresaba una satisfacción sin límites. Se frotaba las manos y profería:
- ¡Bien, muy bien! ¡Me figuro lo que viene detrás!
En lo que se refiere a mí, miraba esta lucha de mecanismos con gran repugnancia y horror. ¿Qué va surgir como resultado de esta lucha?
Hacia el mediodía, la zona de la playa junto a nuestra tienda de campaña se había convertido en un enorme campo de batalla. Aquí habían acudido los autómatas de toda la isla. La guerra transcurría en silencio, sin gritos ni gemidos, sin estruendos ni estampidos de cañones. El chisporroteo de los numerosos electrodos, zumbido y chirrido de los cuerpos metálicos de las máquinas acompañaban a esta matanza descomunal.
La mayor parte de la generación que había surgido entonces era de poca estatura y muy ágil, pero ya empezaban a surgir nuevas especies de autómatas. Estos superaban considerablemente a los demás, por sus dimensiones. Sus movimientos eran lentos, pero se percibía una gran fuerza en ellos, y se defendían con éxito de los autómatas enanos.
Cuando el sol empezó a declinar, en los movimientos de los mecanismos pequeños se inició de repente un brusco cambio: todos se agruparon en la parte occidental y empezaron a moverse con más lentitud.
- ¡Caramba, toda esta compañía está sentenciada! - dijo Cookling con voz ronca -. ¡Pero si no tienen acumuladores! En cuanto se ponga el sol, sucumbirán.
Efectivamente, en cuanto la sombra de los arbustos se alargó lo suficiente para cubrir la gran multitud de los pequeños autómatas, se quedaron inmóviles en el acto. Ya no era un ejército de pequeños rapiñadores agresivos, sino un enorme almacén de trastos metálicos.
Sin apresurarse se acercaron a ellos los enormes cangrejos, de más de medio metro de altura, y empezaron a tragárselos uno tras otro. En las plataformas de los gigantes se vislumbraban los contemos de una generación de dimensiones todavía mayores.
Cookling frunció el ceño. Estaba claro que esa evolución no le sentaba bien. Lentos cangrejos autómatas de gran tamaño eran un instrumento muy deficiente para el sabotaje en la retaguardia enemiga.
Mientras los cangrejos gigantes deshacían a la pequeña generación, en la playa se restableció temporalmente la tranquilidad.
Salí del agua y me siguió, callado, el ingeniero. Fuimos a la parte oriental de la isla para descansar un poco.
Yo estaba muy cansado y me dormí casi inmediatamente de echarme cuan largo era en la calentita y blanda arena.
A media noche me despertó un grito escalofriante. Cuando me puse en pie de un salto, no vi nada más que la franja gris de la playa arenosa y el mar que se unía al cielo negro sembrado de estrellas.
El grito se repitió por el lado de los matorrales, pero más débil. Sólo entonces me di cuenta de que Cookling no estaba a mi lado. Eché a correr hacia donde me parecía haber oído su voz.
El mar, como siempre, estaba muy tranquilo, y las pequeñas olas solamente de tarde en tarde, con un chapoteo apenas perceptible, se deslizaban por la arena. Sin embargo me pareció que la superficie del mar en donde habíamos dejado en el fondo las reservas de víveres y los recipientes de agua dulce, se agitaba. Algo se chapuzaba y chapoteaba allí.
Decidí que allí estaba Cookling ocupado en algo.
- Señor ingeniero, ¿qué hace ahí? - grité, acercándome a nuestro almacén submarino.
- ¡Yo estoy aquí! - oí inesperadamente que la voz venía de la derecha.
- ¡Dios mío!, ¿dónde está usted?
- Aquí - oí de nuevo la voz del ingeniero -. Estoy en el agua hasta el cuello, venga aquí.
Me metí en el agua y tropecé con algo duro. Era un enorme cangrejo que se había adentrado bastante en el agua y estaba de pie en sus largas patas.
- ¿Por qué se ha metido tan adentro? ¿Qué hace ahí? - le pregunté.
- Me perseguían y me han obligado a meterme aquí - chilló lastimosamente el gordiflón.
- ¿Lo perseguían? ¿Quiénes?
- Los cangrejos.
- ¡No puede ser! Pero si a mí no me persiguen.
De nuevo tropecé en el agua con un autómata, di un pequeño rodeo evitándolo y por fin me puse junto al ingeniero. Efectivamente estaba con el agua al cuello.
- Dígame qué ha pasado.
- Ni yo mismo lo entiendo - pronunció con voz temblorosa -. Cuando estaba durmiendo, uno de los autómatas, inesperadamente, me atacó. Yo creía que había sido una casualidad, y me aparté, pero de nuevo empezó a acercarse y me tocó la cara con su pinza... Entonces me levanté y aparté a un lado. El detrás... Eché a correr... El cangrejo, detrás. Se le unió otro... después otro... Un pelotón... Y me han acorralado aquí...
- Es raro. Hasta ahora no ha habido nada parecido - dije -. En todo caso, si como resultado de la evolución se les ha elaborado el instinto antihumano, no me perdonarían a mí.
- No sé - gimió Cookling -. Pero temo salir a la orilla...
- Tonterías - le dije cogiéndolo de la mano -. Vamos hacia oriente paralelamente a la costa. Yo lo defenderé.
- ¿Cómo?
- Ahora nos acercamos al almacén y yo cojo cualquier objeto pesado, por ejemplo, un martillo...
- ¡Guárdese de que sea metálico! - gimió el ingeniero -. Es mejor que coja una tabla de un cajón o algo de madera.
Nos deslizamos lentamente a lo largo de la costa. Cuando llegamos al almacén, dejé al ingeniero solo y me acerqué a la orilla.
Se oía un gran chapoteo en el agua y el conocido chirriar de los mecanismos.
Los bichos metálicos habían despachurrado las latas de conserva. Habían alcanzado nuestro almacén submarino.
- ¡Cookling, estamos perdidos! - grité -. Se han tragado todas nuestras latas de conserva.
- ¿Sí? - pronunció lastimosamente -. ¿Qué vamos a hacer ahora?
- Eso corre de su cuenta. Toda la culpa la tiene su necia empresa. Usted ha sacado el tipo de arma de sabotaje que le gusta. Ahora deshaga el entuerto.
Yo di la vuelta rodeando a los autómatas y salí a la playa.
Allí, en la oscuridad, arrastrándome entre los cangrejos, recogí, palpando por la arena, trozos de carne, piñas en conserva, manzanas y algunos otros manjares, y los trasladé a la meseta arenosa. A juzgar por la cantidad que había desparramada por la playa, estos bichos habían trabajado de lo lindo mientras dormíamos. No encontré ni una lata entera.
Mientras estaba ocupado en recoger los restos de nuestras provisiones, Cookling estaba a unos veinte pasos de la orilla, metido en el agua hasta el cuello.
Estaba tan ocupado en recoger los restos, y tan disgustado, que me olvidé de su existencia. Sin embargo, pronto me lo recordó con un agudo grito.
- ¡Dios mío, Bad, ayúdeme, se me acercan!
Me eché al agua y, tropezando con los monstruos metálicos, me dirigí hacia donde estaba Cookling. Y allí, a unos cinco pasos de él, tropecé con un cangrejo.
El cangrejo no me hizo el más mínimo caso.
- ¡Vaya diablos!, ¿por qué lo odian tanto a usted? ¡Si usted, como quien dice, es su progenitor!
- No sé - con estertores y medio ahogándose, gimió el ingeniero -. Haga algo, Bad, para ahuyentarlos. Si sale un cangrejo más alto que éste, estoy perdido...
- Vaya, hombre, con la evolución. A propósito, ¿qué lugar de estos cangrejos es el más vulnerable? ¿Cómo se les puede estropear el mecanismo?
- Antes había que romperles el espejo parabólico o sacarles el acumulador del interior. Ahora no sé... Aquí hace falta una investigación especial...
- ¡Maldito sea usted con sus investigaciones! - dije entre dientes y agarré el delgado brazo anterior del cangrejo extendido hacia la cara del ingeniero.
El autómata reculó. Le cogí el segundo brazo y también se lo doblé. Estos tentáculos se doblaron fácilmente, como un hilo de cobre.
Claramente se notó que al bicho metálico no le gustó esta operación y empezó lentamente a salir del agua. El ingeniero y yo nos fuimos a lo largo de la costa.
Cuando salió el sol, todos los autómatas salieron del agua y durante cierto tiempo se calentaron. Durante este tiempo pude romper a pedradas los espejos parabólicos del dorso de lo menos cincuenta monstruos. Todos dejaron de moverse.
Pero, por desgracia, esto no mejoró la situación: fueron víctimas de los otros con asombrosa velocidad, y empezaron a salir nuevos autómatas. Romper las baterías de silicio del dorso de todas las máquinas era superior a mis fuerzas. Varias veces tropecé con autómatas bajo potencial eléctrico, lo cual debilitó mi decisión de luchar contra ellos.
Todo este tiempo Cookling seguía en el mar.
Muy pronto se enardeció de nuevo la lucha entre los monstruos y parecía que se habían olvidado por completo del ingeniero.
Dejamos el campo de batalla y nos trasladamos al lado opuesto de la isla. El ingeniero estaba tan aterido de frío de las largas horas de baño de mar que, dando diente con diente, se echó de bruces y me pidió que le cubriese de arena caliente.
Después regresé a nuestro primitivo refugio para coger la ropa y lo que quedaba de nuestros víveres. Sólo entonces observé que la tienda de campaña estaba destrozada: habían desaparecido las estacas de hierro clavadas en la arena y los anillos metálicos con que se fijaba la tienda a las cuerdas.
Debajo de la lona encontré la ropa de Cookling y la mía. Allí también se podían observar huellas del trabajo de los cangrejos buscando metal. Habían desaparecido los ganchos, botones y hebillas de metal. En su lugar se veían huellas de tela quemada.
Mientras tanto, la batalla de los autómatas se había trasladado de la orilla al interior de la isla. Cuando subí a la meseta, vi que casi en el centro de la isla, entre los arbustos, se elevaban unos cuantos monstruos, casi de la altura de un hombre: patas con pinzas. Por parejas se separaban a diferentes lados y después se embestían a gran velocidad.
Al chocar, se oían sonoros golpes metálicos. En los lentos movimientos de estos gigantes se sentía una enorme fuerza y gran peso.
Ante mis ojos se derribaron varios mecanismos, algunos de ellos fueron destrozados inmediatamente.
Pero ya estaba hasta la coronilla de estos cuadros de batalla entre las locas máquinas; por ello, cargando con todo lo que había conseguido recoger de nuestro antiguo refugio, me marché lentamente adonde estaba Cookling.
El sol quemaba sin compasión y antes de llegar al lugar donde había enterrado en la arena al ingeniero, me metí varias veces en el agua.
Ya me acercaba al montículo de arena bajo el cual estaba Cookling durmiendo sin fuerzas, después de los baños nocturnos, cuando del lado de la meseta apareció de entre los arbustos un enorme cangrejo.
Era de mayor estatura que yo, y sus patas eran altas y macizas. Se desplazaba a saltos irregulares, encorvando de manera extraña su cuerpo. Los tentáculos anteriores, de trabajo, eran enormemente largos y se arrastraban por la arena. La boca-taller estaba hipertrofiada de manera excepcional, la cual representaba casi la mitad del cuerpo.
El «ictosauro», así lo bauticé, descendía torpemente hacia la orilla y volvía el cuerpo hacia todos lados, como si reconociese el terreno. Maquinalmente agité en su dirección la lona de la tienda, como se hace cuando se quiere espantar a un animal que se haya interpuesto en el camino. No me hizo ni el menor caso, y de manera extraña, desplazándose de lado y describiendo un gran arco, empezó a acercarse al montículo de arena donde dormía Cookling.
Si yo hubiese supuesto que el monstruo se dirigía contra el ingeniero, habría acudido enseguida en su ayuda. Pero la trayectoria que seguía el mecanismo era tan indeterminada que al principio creía que se dirigía hacia el mar: y solamente cuando tocó el agua con los tentáculos y de repente se volvió y se fue rápidamente hacia el ingeniero, tiré la carga a un lado y corrí hacia allí.
El «ictiosauro» se paró junto a Cookling y se agachó un poco.
Observé que los extremos de los largos tentáculos se movieron en la arena frente a la cara del ingeniero.
A renglón seguido, donde había habido un montículo se elevó una nube de arena. Era Cookling que, como picado por una avispa, se había puesto en pie de un salto y lleno de pánico intentaba huir del monstruo.
Pero era ya tarde...
Los finos tentáculos rodearon fuertemente el gordo cuello del ingeniero y tirando hacia arriba se lo llevaron a la boca del mecanismo. Cookling quedó impotente en el aire, agitando los brazos y las piernas.
Aunque yo odiaba al ingeniero con toda mi alma, no podía permitir que muriese en lucha con un bicho metálico cualquiera.
Sin pensarlo un segundo me cogí a las altas patas del cangrejo y tiré de ellas con todas mis fuerzas: pero esto era lo mismo que derribar un tubo de acero profundamente clavado en el suelo. El «ictiosauro» ni se movió.
Me subí a pulso a su espalda. Por un momento mi cara estuvo a la altura de la desfigurada faz de Cookling. «los dientes», me cruzó por la mente ¡Cookling tenía dientes de acero!...
Con todas las fuerzas de mi puño le di al espejo parabólico que brillaba al sol.
El cangrejo giró sobre el mismo lugar. La cara azulada de Cookling con los ojos saltándosela de las órbitas estaba a la altura de la boca-taller. En ese momento ocurrió algo horroroso. Una chispa eléctrica saltó a la frente del ingeniero, a su sien. Después los tentáculos del cangrejo aflojaron y el pesado cuerpo del creador de la peste de hierro cayó a la arena sin sentido.
Cuando enterraba a Cookling, por la isla corrían, persiguiéndose, varios cangrejos enormes, sin prestamos la menor atención.
Envolví a Cookling en la lona de la tienda y lo enterré en el centro de la isla en un profundo hoyo. Lo enterré sin sentir la menor compasión. En mi boca reseca crujía la arena y mentalmente maldecía al muerto por su ruin empresa. Según la moral cristiana, yo cometía un gran pecado.
Después, me pasé varios días seguidos acostado en la playa, mirando al horizonte hacia el lado de donde debía aparecer la «Paloma». El tiempo transcurría terriblemente despacio y el implacable sol parecía que se había parado encima de mi cabeza. A veces me arrastraba hasta el agua y sumergía en ella mi tostada cara.
Para olvidar el hambre y la ardiente sed, procuraba pensar en algo abstracto. Pensaba en que en nuestros tiempos, multitud de personas inteligentes malgastaban sus energías intelectuales en causar perjuicios a otras personas. Por ejemplo, el invento de Cookling, yo estaba seguro de que se podía utilizar para fines nobles, por ejemplo, para extraer metal. Se podía haber dirigido la evolución de estos bichos de tal manera que cumplieran esta tarea con el mayor rendimiento. Llegué a la conclusión de que con el correspondiente perfeccionamiento del mecanismo, éste no se transformaría en una torpe y gigantesca mole.
Una vez cayó sobre mí una enorme sombra circular. Con dificultad levanté la cabeza y miré lo que me tapaba el sol. Resultó que estaba acostado entre las patas de un cangrejo de dimensiones monstruosas. Se acercó a la orilla y parecía que miraba el horizonte y esperaba algo.
Después empecé a ver alucinaciones. En mi excitado cerebro, el cangrejo gigante se transformó en un depósito de agua dulce, elevado a gran altura, al cual yo no podía llegar...
Me desperté a bordo de la goleta, y cuando el capitán Gale, me preguntó si había que cargar en el buque el enorme y extraño mecanismo que había en la playa, yo le dije que por el momento ninguna falta hacía.

FIN
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