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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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viernes, 1 de mayo de 2009

RECOPILACION : CIEN AÑOS DE CIENCIA FICCION.

ANTOLOGÍA DE NOVELAS DE CIENCIA FICCION
Varios autores



ÍNDICE

I - MUNDOS DEL MAÑANA

Con el correo nocturno -Rudyard Kipling.
Mr. Murphy de Nueva York - Thomas McMorrow.
Manzanas nuevas en el huerto - Kris Neville.
Cordura - Fritz Leiber.

II - ALIENÍGENAS, EN LA TIERRA Y EN OTRAS PARTES

Las Formas-J. H. Rosny Aîné.
La otra Celia - Theodore Sturgeon.
Negro Charlie- Gordon R. Dickson.

III - OTRAS DIMENSIONES

Un metropolitano llamado Mobius -A. J. Deutsch.
El hombre que llegó tempranoPoul Anderson.
El otro ahora (The Other Now © 1951) Murray Leinster.

IV - MUTANTES Y MONSTRUOS

¿Qué le ocurrió al cabo Cockoo? -Gerald Kersh.
El gorgojo -C. M. Kornbluth.
No molesten a Gus- Algis Budrys.

V - INVENTOS MARAVILLOSOS

El patriota ingenioso - Ambrose Bierce.
El igualador- Norman Spinrad.
Empalme de vida- Sonya Dorman.
El duplicador de materia -Ralph Williams.

VI - EL MISTERIOSO UNIVERSO

En busca de San Aquino - Anthony Boucher.
Los nueve billones de nombres de Dios -Arthur C. Clarke.
Las voces del tiempo - J. G. Ballard.



I - MUNDOS DEL MAÑANA


CON EL CORREO NOCTURNO
Rudyard Kipling


A las nueve de una borrascosa noche de invierno me encontraba en las plataformas inferiores de una de las torres postales de la G.P.O. Mi propósito era un viaje a Québec en la «Nave Postal 162 u otra cualquiera disponible»; y el propio Director General de Correos había refrendado la orden. Este talismán abría todas las puertas, incluso las del centro de expediciones, situado al pie de la torre, donde estaban distribuyendo el clasificado correo Continental. Las sacas estaban apiladas como arenques en los largos cajones grises que nuestra G.P.O. continúa llamando «vagones». Cinco de tales vagones fueron llenados mientras yo esperaba, y fueron disparados hacia arriba a lo largo de las guías, para ser cargados en las naves que esperaban trescientos pies más cerca de las estrellas.
Desde el centro de distribución fui acompañado por un agradable y maravillosamente instruido oficial —Mr. L. L. Geary, Segundo Expedidor de la Ruta Occidental— al Cuarto de Capitanes (esto despierta un eco de novela antigua), donde los capitanes de correos se hacen cargo de su turno de servicio. Me presentó al capitán del «162», capitán Purnall, y a su relevo, el capitán Hodgson. El uno es bajito y moreno; el otro alto y rojizo; pero los dos tienen la mirada característica de las águilas y los aeronautas. Puede apreciarse en las fotografías de nuestros pilotos de competición profesionales, desde L. V. Rausch hasta la pequeña Ada Warrleigh: aquella insondable abstracción de la mirada, acostumbrada a penetrar las profundidades del espacio.
En el tablón de avisos del Cuarto de los Capitanes, las flechas vibratorias de unos veinte indicadores registran, grado por grado geográfico, los progresos de otras tantas naves de regreso. La palabra «Cabo» aparece en la esfera de un cuadrante; suena un gong: el correo sudafricano se encuentra en la Torre de Recepción de Highgate. Eso es todo. Recuerda cómicamente la pérfida campanilla que en el desván de los aficionados a las palomas notifica el regreso de una mensajera.
—Ya es la hora —dice el capitán Purnall, y nos dirigimos al ascensor que ha de trasladarnos a la cumbre de la torre—. Nuestro vagón se cerrará cuando esté cargado y el personal ocupe sus puestos...
El «N.° 162» nos espera en el Embarcadero E del último piso. La gran curva de su lomo despide un brillo opaco bajo las luces, y alguna leve alteración del equilibrio le hace mecerse ligeramente en los ganchos que lo sujetan.
El capitán Purnall frunce el ceño y penetra en el interior. Con un suave chirrido, el «162» se inmoviliza por completo. Desde su hocico, que ha taladrado incontables leguas de granizo, nieve y hielo, hasta la intercalación de sus tres ejes propulsores, hay una distancia de doscientos cuarenta pies. Su diámetro máximo, localizado en la parte delantera, es de treinta y siete pies. Contrasta esto con los novecientos por noventa y cinco de cualquier vapor de línea, y puede suponerse la energía que se necesita para arrastrar un casco a través de todos los climas a una velocidad muy superior a la del Cyclonic...
La mirada no detecta ninguna juntura en su piel, excepto la que corresponde al emplazamiento del timón. El timón de Magniac, que nos asegura el dominio del aire inestable y que dejó a su inventor en la miseria y medio ciego. Está calculado para la curva «ala de gaviota» de Castelli. Una inclinación hacia adelante o hacia atrás de tres octavos de pulgada equivale a un descenso o una ascensión de cinco millas.
—Sí —dice el capitán Hodgson, respondiendo a mi pensamiento—, Castelli creyó haber descubierto el secreto para controlar los aeroplanos, cuando lo único que hizo fue descubrir el modo de gobernar globos dirigibles. Magniac inventó su timón para que fuera aplicado a los buques de guerra, y la guerra pasó de moda y Magniac perdió la chaveta porque dijo que ya no podía servir a su patria. Me pregunto si alguno de nosotros sabe realmente lo que estamos haciendo.
—Si quiere ver el vagón cargado será mejor que suba a bordo —dice Mr. Geary.
Cruzo la puerta situada en el centro de la nave. Aquí no hay nada que alegre la vista. La hilera de tanques de gas discurre a un par de pies de distancia de mi cabeza, y gira por encima de la curva de la sentina. Los buques de línea y los yates disfrazan sus tanques con motivos decorativos, pero la G.P.O. se limita a cubrirlos con una capa de pintura gris, que es el color de reglamento. La sala de máquinas se encuentra casi en el centro de la nave. Delante de ella hay una abertura, ahora una escotilla sin fondo, en la cual quedará encajado nuestro vagón. Mirando hacia abajo, a trescientos pies de distancia, se percibe el centro de distribución. De pronto, algo asciende rápidamente hacia nosotros. Su tamaño aumenta paulatinamente: primero es un sello de correos, luego un naipe, después una batea y finalmente un pontón. Los dos empleados, su tripulación, ni siquiera levantan la mirada cuando llega a su destino. Las cartas para Québec vuelan bajo sus dedos y pasan a las correspondientes casillas, mientras los dos capitanes y Mr. Geary comprueban si el vagón queda bien encajado. Un empleado entrega la lista de embarque. El capitán Purnall le pone el visto bueno y se la pasa a Mr. Geary.
—¡Buen viaje! —dice Mr. Geary, y desaparece a través de la puerta, que un compresor neumático cierra detrás de él.
—¡A-ah! —suspira el compresor al relajarse.
Los ganchos que sujetan a la nave se sueltan con un chasquido metálico. Estamos libres.
El capitán Hodgson abre la gran portañola inferior a través de cuya mirilla coloide contemplo el iluminado Londres deslizarse hacia el este a medida que el viento nos arrastra. La primera de las bajas nubes de invierno oculta el conocido paisaje y oscurece el Middlesex. En uno de los extremos de la nube puedo ver las luces de una nave postal hundiéndose en la blanca masa. Por un instante brillan como estrellas antes de desaparecer en dirección a la Torre de Recepción de Highgate.
—El Correo de Bombay —dice el capitán Hodgson, y consulta su reloj—. Lleva cuarenta minutos de retraso.
—¿A qué altura estamos? —pregunto.
—A cuatro mil pies. ¿No va usted a subir al puente?
El puente (agradezcamos a la G.P.O. su preocupación por conservar las más antiguas tradiciones) está representado por una vista de las piernas del capitán Hodgson mientras permanece de pie en la Plataforma de Control. El bastidor coloide está abierto y el capitán Purnall, con una mano en el volante, está esperando una racha de viento favorable. El altímetro señala 4.300 pies.
—Hace una noche de perros —murmura Purnall, mientras remontamos capa tras capa de nubes—. En esta época del año, acostumbramos a encontrar una corriente de aire de levante por debajo de los tres mil pies, No me gusta avanzar a través de las nubes.
—Lo mismo le ocurre a Van Cutsem. Siempre anda buscando una racha de viento favorable —dice el capitán Hodgson.
Un centenar de brazas más abajo una luz empañada rompe las nubes. El Correo Nocturno de Antwerp está de regreso. El viento nos situaría sobre el Mar del Norte en media hora, pero el capitán Purnall gobierna la nave con prudencia.
«Cinco mil... seis mil, seis mil ochocientos.» El altímetro va subiendo hasta que encontramos la corriente de levante. Entonces, el capitán Purnall corta los motores y fija el gobernalle a una varilla situada delante de él. Sería absurdo utilizar las máquinas cuando Eolo nos empuja completamente gratis. Ahora avanzamos rápidamente. A esta altura, las nubes inferiores aparecen desplegadas, peinadas por los secos dedos del Este. Por encima de nuestras cabezas, una película de niebla a la deriva extiende una especie de gasa a través del firmamento. La luz de la luna convierte los estratos inferiores en plata sin una sola mancha, a excepción de la sombra que proyecta nuestra nave. Los Dobles Faros de Cardiff y de Bristol están apagados delante de nosotros, ya que seguimos la Ruta Meridional de Invierno. La Central de Coventry, el eje del sistema inglés, proyecta cada diez segundos su chorro de luz diamantina hacia el norte; a nuestra izquierda parpadea intermitentemente la inconfundible luz verde de El Puerro, el gran rompedor de nubes del cabo de San David. Con este tiempo tiene que haber una capa muy espesa de nubes encima de El Puerro, pero eso no le afecta.
—Nuestro planeta está superiluminado, desde luego —dice el capitán Purnall, mientras Cardiff-Bristol se deslizan por debajo de nosotros—. Recuerdo los viejos tiempos, cuando la localización de un lugar exigía una pericia especial. Sobre todo, cuando hacía mal tiempo. Ahora es como conducir por Piccadilly.
Señala las columnas de luz que taladran la capa de nubes. No vemos nada de los contornos de Inglaterra: sólo un blanco pavimento horadado en todas direcciones por aquellas escotillas multicolores. ¡Benditos sean Sargent, Ahrens y los hermanos Dubois, que inventaron los rompe nubes del mundo para que nosotros viajáramos con más seguridad!
—¿Va usted a remontarse para el Shamrock? —pregunta el capitán Hodgson.
El capitán Purnall asiente.
Debajo de nosotros el tránsito es muy intenso. El banco de nubes aparece cruzado de grietas llameantes: son las naves del Atlántico que regresan apresuradamente a Londres. Según las normas internacionales, las Naves Postales disponen de todo el espacio hasta cinco mil pies de altura, pero los extranjeros que tienen prisa se toman toda clase de libertades con el espacio inglés.
Sobre el Atlántico no hay ninguna nube, y unos leves regueros de espuma alrededor de la Bahía Dingle señalan los lugares donde el mar martillea la costa. Un enorme buque de línea de la S.A.T.A. (Société Anonyme des Transports Aëriens) está sumergiéndose a media milla debajo de nosotros en busca de alguna grieta en el sólido viento del oeste. Más abajo, una nave danesa averiada está comunicando con el buque de línea en clave internacional. Nuestro receptor de Comunicación General ha captado la conversación y la reproduce. El capitán Hodgson hace un movimiento para desconectarlo, pero cambia de idea.
—Tal vez a usted le guste escuchar —dice.
—Argol, de Santo Tomás —susurra el danés—. Informando a los propietarios que tres soportes del eje de estribor se han fundido. En estas condiciones podemos llegar a Flores, pero imposible ir más allá. ¿Debemos comprar recambios en Fayal?
El buque de línea se da por enterado y recomienda invertir los soportes. El Argol contesta que ya lo ha hecho, sin resultado, y empieza a echar pestes contra los soportes alemanes. El francés asiente cordialmente, dice «Courage, mon ami" y corta la comunicación.
Sus luces se hunden bajo la curva del océano.
—Ese es uno de los buques de la Lundt & Bleamers —dice el capitán Hodgson—. Les está bien empleado por utilizar material alemán barato. ¡No llegará a Fayal esta noche! A propósito, ¿le gustaría echar un vistazo al cuarto de máquinas?
He estado esperando ávidamente esta invitación y sigo al capitán Hodgson, agachándome para evitar los tanques. Sabemos que el gas de Fleury carece de presión, como se demostró en el famoso proceso internacional de 1989, pero su enorme fuerza expansiva exige unos tanques muy amplios. Incluso en esta atmósfera tan tenue, los estabilizadores funcionan ininterrumpidamente eliminando una tercera parte de su presión normal, y el «162» tiene que ser revisado periódicamente para que nuestro vuelo no se convierta en una ascensión a las estrellas. El capitán Purnall prefiere una nave sobrecargada a una nave con poco peso. Pero resulta difícil encontrar dos capitanes que compartan las mismas ideas en lo que respecta al buen gobierno de un buque.
—Cuando yo ocupe el puente —dice el capitán Hodgson—, tendrá usted ocasión de ver cómo se gobierna una de estas naves... A propósito, eche una ojeada a los soportes. Aquí no encontrará material alemán. Son unas verdaderas joyas.
Nuestros soportes son piedras C.M.C. (Commercial Minerals Company), talladas con tanta precisión como los lentes de un telescopio. Cuestan 37 libras cada una. Hasta ahora no hemos llegado al término de su vida. Las nuestras proceden del «N.° 97», que las tomó del viejo Dominion of Light, el cual las había tomado a su vez del aeroplano Perseus, en los años en que los hombres volaban todavía en cometas de madera montadas sobre motores de gasolina.
Las piedras C.M.C. son un vivo reproche de los métodos de fabricación alemanes, con su peligrosa insistencia en lanzar al mercado aleaciones de aluminio que enriquecen a los cazadores de dividendos y vuelven locos a los navegantes.
Súbitamente, se oye el estridente sonido de un timbre. Los mecánicos se precipitan hacia las válvulas de las turbinas. Entran en funciones los frenos y ciamos, expresados en el lenguaje de la Plataforma de Control.
—Algo hay que no marcha a gusto de Tim —dice el capitán Hodgson—. Vamos a echar una mirada.
El capitán Purnall no es el hombre suave que hemos dejado una hora antes, sino la encarnación de la autoridad de la G.P.O. Delante de nosotros flota un anticuado cacharro, con tanto derecho al espacio de los 5.000 pies como una carrera de bueyes en una carretera moderna. Nuestro faro de señales lo barre, como barre la linterna de un agente de la autoridad una zona sospechosa. Y en la anticuada torreta aparece, como un ratero, un navegante en mangas de camisa. El capitán Purnall abre el coloide para hablar con él de hombre a hombre. A veces la Ciencia no resulta satisfactoria.
—¿Qué diablos está haciendo aquí? —grita, cuando las dos naves casi se tocan—. ¿No sabe que éste es un camino reservado a los vuelos postales? Y se tiene usted por marino, ¿eh? No sirve ni para venderles globos a los esquimales... ¡Déme su nombre y su número! Yo haré...
—No es el primer accidente que sufro —le interrumpe el hombre, con voz ronca—. Y me tiene sin cuidado lo que usted pueda hacer, Postillón.
—¿De veras? Yo haré que le importe. Le denunciaré por obstrucción. Y el seguro no le abonará ni un penique. ¿Comprende eso?
Entonces el desconocido aúlla:
—Mire mis propulsores! ¡Alguien nos ha embestido por debajo y nos ha hecho polvo! Mi piloto tiene un brazo roto; mi mecánico sufrió una herida en la cabeza; mi Rayo se apagó cuando se averiaron los motores; y... ¡Por el amor de Dios, déme mi altura, capitán! Creo que estamos cayendo.
—Seis mil ochocientos.
—Con un poco de suerte llegaremos a San Juan. Estamos tratando de obturar el tanque delantero, pero no deja de perder gas —explica el desconocido.
—Se está hundiendo como un tronco —dice el capitán Purnall en voz baja—. Llame al Banks Mark Boat, George.
Nuestro altímetro indica que, en el tiempo que llevamos junto a la otra nave, hemos descendido quinientos pies.
El capitán Purnall pulsa un interruptor y nuestro faro de señales empieza a oscilar a través de la oscuridad, proyectando haces de luz al infinito.
—Eso llamará la atención de alguien —dice, mientras el capitán Hodgson observa el Comunicador General. Ha llamado al North Banks Mark Boat, que se encuentra a un centenar de millas al oeste, y está informando del caso.
—Me quedaré junto a usted —le grita el capitán Purnall a la solitaria figura de la torreta.
—¿Tan serio es el caso? —inquiere el otro—. Mi nave no está asegurada. Es mía.
—Debí sospecharlo —murmura Hodgson—. El riesgo del propietario es el peor riesgo de todos.
—¿No puedo llegar a San Juan... ni siquiera con esta brisa? —se lamenta la voz.
—Prepárese a abandonar la nave. ¿No tiene algo que pueda contrarrestar la gravedad, delante o detrás?
—Sólo los tanques del centro, y no están demasiado tensos. Verá, mi Rayo se apagó, y...
El hombre tose, a causa del gas que se escapa.
—¡Pobre diablo! —La exclamación no llega a oídos de nuestro amigo—. ¿Qué dice el Mark Boat, George?
—Quiere saber si hay algún peligro para el tránsito. Dice que el tiempo no es favorable allí, que no puede salir de la estación. He efectuado una Llamada General, de modo que incluso en el caso de que no vean nuestro faro de señales, acuda alguien a ayudarnos. ¿Soltamos nuestras eslingas? ¡Atención! ¡Estamos aquí! ¡Un buque de línea de la Planet!
—Dígales que preparen sus eslingas —grita el capitán Purnall—. Tenemos que darnos prisa... Ate a su piloto —le grita ahora al hombre de la torreta.
—Mi piloto está bien. Se trata de mi mecánico. Se ha vuelto loco.
—Tranquilícele con una llave inglesa. Dése prisa.
—Pero, si usted se queda a mi lado, puedo llegar a San Juan...
—Llegará al profundo y húmedo Atlántico dentro de veinte minutos. Se encuentra a menos de cinco mil ochocientos pies de altura... Recoja su documentación.
Un buque de línea de la Planet se acerca a nosotros por el este, traza una soberbia espiral y se detiene junto al «162». Su escotilla inferior está abierta y sus eslingas cuelgan de ella como tentáculos. Apagamos nuestro faro de señales, mientras el recién llegado se sitúa sobre la torreta de la nave averiada. Aparece el piloto, con el brazo en cabestrillo, seguido de un hombre con la cabeza vendada, gritando que tiene que ir a reparar su rayo. El piloto le asegura que encontrarán un rayo nuevo en el cuarto de máquinas del buque de línea. La cabeza vendada continúa agitándose, muy excitada. Siguen un joven y una mujer. El buque de línea oscila encima de nosotros, y vemos los rostros de los pasajeros pegados al coloide de las ventanillas.
—Ahí va una guapa muchacha —dice el capitán Purnall—. ¿Qué diablos estará esperando ese imbécil?
Aparece el propietario de la nave averiada, suplicándonos que nos mantengamos junto a él hasta que llegue a San Juan. Desciende de la torreta y regresa con el gatito de la nave.
El buque de línea iza sus eslingas; su escotilla inferior se cierra y el buque reemprende la marcha. El altímetro señala ahora menos de 3.000 pies.
El Mark Boat nos indica que debemos ayudar a la nave abandonada, cuando cae ya debajo de nosotros en largos zigzags.
—Mantenga nuestro faro sobre ella y envíe un Aviso General —dice el capitán Purnall, siguiendo a la nave en su caída.
No es necesario. No hay un buque de línea en el aire que no conozca el significado de aquel rayo de luz vertical.
—Se hundirá en el agua, ¿verdad? —pregunto.
—No siempre se hunden —dice el capitán Purnall—. A veces flotan durante semanas enteras. Despídase de ella y piense en lo que nos espera.
—Mala suerte la suya —sentencia el capitán Hodgson.



MR. MURPHY DE NUEVA YORK
Thomas McMorrow


—Nueva York —dijo Cohen amargamente— está muriéndose. ¿La causa? Dilatación del corazón.
—Bien dicho —asentí, observando a aquel zar de una industria que empleaba a doscientos cincuenta mil neoyorquinos.
—El gran edificio, el rascacielos —continuó Cohen, con una sombra de fanatismo—, es una característica natural y necesaria de una ciudad moderna. ¿Cómo podrían, si no, conocerse unos a otros los hombres-clave? Si vivieran separados por varias millas de distancia y se comunicaran únicamente por televistos, no se necesitaría para nada una ciudad... El motivo de que Canabec sea la nueva metrópoli de América del Norte...
—¡Caramba! —exclamó Mr. Bligh, de Canabec, consultando su reloj—. Si pierdo el expreso de St. Lawrence no llegaré a casa hasta esta tarde. No quiero darles prisa, caballeros, pero si han decidido ustedes llevar a cabo esta obra, vamos al grano. Como ya les he dicho, yo puedo darles diez acres de terreno, los cuales serán suficientes para ubicar su industria; el edificio tendrá un mínimo de cien pisos, con un sesenta por ciento de viviendas. Aunque me atrevería a decir que Mr. Craig —se volvió a mirarme—, que va a construirlo para ustedes, está familiarizado con nuestras normas.
—Desde luego —dije brevemente, y volví a dirigirme a Cohen—: ¿Estaba usted en Nueva York cuando cayó la Torre Americus?
—Yo tenía mi residencia en el ático de la Americus —intervino el frívolo Mr. Murphy—, y era el más agradable de todos los hogares en que he vivido. Si puede prestarme unos minutos de atención, Mr. Craig, le mostraré lo que quiero que construya para mí a modo de residencia en la cima de su nueva Unidad Central de Canabec, y lo alquilaré por veinte años, a ochenta mil dólares anuales.
Mr. Murphy era un hombre lo bastante importante como para ser admitido a nuestra conferencia en calidad de observador, pero él opinaba que podía tomarse ciertas libertades. Había heredado una gran fortuna.
—Creo que no estaba usted en casa cuando cayó la Torre Americus, ¿no es cierto Mr. Murphy? —inquirió Cohen.
—¡Oh! ¡No estaría vivo! —exclamó Mr. Murphy—. En realidad, caballeros, estaba en mi finca del Maine, a orillas del mar. Precisamente me encontraba revisando las instalaciones de mi pista de bolos —Mrs. Murphy y yo somos muy aficionados a los bolos—, cuando se presentó mi empleado Rogers y me dijo que la radio acababa de anunciar la caída de la Torre Americus. Al principio no me lo tomé en serio; pensé que se trataba de un error informativo. «¡Tonterías, Rogers!», le dije a mi empleado, Sin embargo, caballeros, poco después se presentó mi esposa a almorzar, y lo primero que me dijo, caballeros, fue: «Darius, ¿te has enterado...?»
—...de que la Torre Americus ha caído —terminó Cohen.
El tema constituía un tópico de inagotable interés para los neoyorquinos, pero Mr. Murphy se estaba poniendo pesado, como de costumbre.
—¡Ah, exactamente! —dijo Mr. Murphy, dirigiendo una mirada de aprobación al ceñudo Cohen—. Esas fueron sus palabras.
—Post mortem, caballeros —dijo Mr. Blight, en tono impaciente. A través de mi ventana dirigió una mirada al moribundo Nueva York—. La caída de la Torre Americus dio origen a su Ley de Seguridad, limitando la altura de los edificios a diez pisos, aunque la Ley estaba justificada de todos modos. Sus rascacielos estaban creando tales problemas de tránsito...
—¡Ni hablar! —le interrumpió Cohen—. Perdone, Mr. Blight. Yo le diré a usted lo que creó aquel problema de tránsito: fue nuestro sistema de transportes. Retrocedamos a 1930, cuando realmente empezó la construcción en serie de rascacielos, y veamos lo que se hacía en lo que respecta a los transportes. Se construyó el primer puente sobre el río Hudson, por ejemplo, situándolo en la calle Ciento Setenta y Ocho. ¿Quién necesitaba ir a la calle Ciento Setenta y Ocho? Los viajeros querían ir al centro de la ciudad, y tenían que recorrer siete millas a través de la isla de Manhattan para llegar allí. Supongo que resultó más fácil ubicarlo en aquel lugar... lo cual me recuerda un chiste que anoche me contaron en el Home Circuit... ¿No es usted socio del Home Circuit, Mr. Blight? Tienen lo más nuevo... Bueno, el chiste se refería a un borracho que perdió su reloj una noche en la calle Catorce, pero fue a buscarlo a la calle Cuarenta y Dos, porque en ésta había mucha más luz. ¡Ja, ja!... Lo mismo ocurrió con el puente. ¿Y qué pasó con los trenes subterráneos? Tendieron una gran línea de norte a sur, en vez de tender líneas más cortas en Long Island y Jersey, para que la ciudad se extendiera hacia el este y el oeste. La ventaja que ustedes tienen sobre nosotros, en mi opinión...
—¡Los neoyorquinos! —suspiró Mr. Blight—. Hablemos de negocios, caballeros, por favor.
—En mi opinión —repitió Cohen—, Canabec se ha convertido en el centro del mundo debido a que ha tenido la visión suficiente para adaptarse a los hechos. Rascacielos, desde luego. Pero con una elevada proporción de viviendas: este es el detalle. Canabec, con seis millones de habitantes, no tiene ningún problema de tránsito. La gente vive donde trabaja, y no necesita desplazarse. Nosotros tratábamos de aplicar aquí esa solución, hasta que la caída de la Torre Americus dio al traste con todo.
Frunció el ceño.
—Teníamos capacidad directiva —continuó—, pero ni pizca de imaginación. Invertimos un billón de dólares en la traída de agua a la ciudad, vaciando lagunas situadas a un centenar de millas de distancia, teniendo el Hudson delante de nuestras narices... Cuando la última laguna se secó, alguien se fijó en el Hudson y se le ocurrió estrecharlo en Spuyten Duyvil y levantarlo por encima del nivel del agua salada. Hace sólo dos años, vertíamos en el río nuestras aguas residuales... Nueva York no era una ciudad, era un gran poblado indio.
—Puertaventanas a prueba de gases y una planta de ventilación —dijo Mr. Murphy—. Debo insistir en eso, como hice en mi hogar de la Torre Americus, porque con Rusia a seis horas de distancia nunca se sabe lo que puede pasar. Cuando los Estados Unidos eran la única nación fuerte, no había problema; pero ahora hay tres —cuatro, contando el Canadá—, y en el periódico del pasado domingo leí un artículo describiendo la próxima guerra, y se me puso la carne de gallina. Y a Mrs. Murphy no le gustan las paredes de cristal; dice que privan a un hogar de toda su intimidad. Cualquier Tom, Dick o Harry puede espiar lo que hace en su apartamento... De modo que...
—Mr. Craig —dijo Cohen—, me he preguntado a menudo lo que podía haber de cierto en los rumores que circularon acerca de una conspiración de los obreros metalúrgicos para sabotear la Torre Americus, debido a que el constructor había sido un rompehuelgas en el Oeste.
—Poppycock. ¿Se refiere usted a que podían colocar la estructura metálica de modo que más tarde se viniera abajo? Imposible, Mr. Cohen. En Nueva York disponemos de un Departamento de Construcciones, con un competente grupo de inspectores, y la compañía que construyó el edificio disponía de sus propios supervisores. Y yo conozco al ingeniero que diseñó la estructura, y era uno de los mejores.
—Creo que usted vio derrumbarse el edificio, mister Craig.
—Sí —dije, resignándome a contar una vez más la vieja historia—. Y fue una suerte que no me aplastara, ya que yo era uno de sus inquilinos... Como ustedes recordarán, el edificio se derrumbó el día que el primer Controlane aterrizó en Nueva York, y ese fue el motivo de que murieran tan pocas personas: un centenar, aproximadamente. Casi todo el mundo había ido a presenciar el aterrizaje de la nave en el campo de Welfare Island, en el East River. Recordarán que era un sábado, y el alcalde lo declaró día festivo.
»Aquella mañana, a las once, me encontraba en el puente de Queensboro, hablando con un individuo que me describía la nueva nave, ponderándome la gran mejora que significaba en el mundo de los transportes; no era mucho mayor que el primer buque de vapor del viejo Robert Fulton. Me habló de las vías de control, y de cómo la nave era levantada y propulsada por medio de energía enviada a través del aire por las estaciones; dijo que aquellas estaciones podían levantar una locomotora y una hilera de vagones e impulsarlos a través del aire, y yo era lo bastante anticuado como para maravillarme.
»Se estaba produciendo cierto retraso, y yo no esperaba ver llegar la nave. Si no recuerdo mal, en aquella época la energía no era selectiva, y algunos bromistas arrojaban cosas desde el puente al chorro de energía, para contemplar cómo se desvanecían al ser impulsadas por el chorro a través del océano. Corrió la voz de que la nave estaba retenida en Islip, Inglaterra, a la espera de que cesara el bombardeo. Afortunadamente, la almohada protectora funcionaba bien, y nadie resultó seriamente lastimado, excepto en su dignidad; el embajador norteamericano, en pleno discurso, fue alcanzado por una corteza de melón, y luego llegaron pepinos y otros comestibles, ninguno de ellos muy escogido ni bien recibido. La policía de Nueva York se presentó en el puente para acabar con aquellos lanzamientos, y alguien gritó que el puente iba a ser arrastrado por el chorro, y se produjo una ola de pánico. Un tipo me empujó mientras otro me birlaba el reloj, y decidí marcharme a mi oficina y ver la nave otro día.
»Me marché andando, desde luego. En aquella época era el modo más rápido de circular por Nueva York. ¿Recuerdan las calles? Atestadas de automóviles, unos pegados a otros...
»Llegué a la calle Cuarenta y Dos, contemplé la Torre Americus a través del Bryant Park y pensé cuánto me gustaría ser su propietario; era un inmueble magnífico. Tenía doscientos pies de anchura en la base, cien pies de longitud y noventa pisos de altura. Un edificio para oficinas terminado hacía seis meses y con una renta en bruto de tres millones de dólares al año. Una suma muy atractiva, pensé con envidia. Tweed era un tipo con suerte. Tweed, como ustedes recordarán, era el propietario. Un gran éxito como aquel edificio, pensé, y me daría por satisfecho. Tweed había escogido una buena vecindad: una vecindad de clubs profesionales. Su edificio se remontaba por encima de todos ellos; noventa pisos de ladrillo hueco y de piedra caliza de Indiana, con el nuevo tejado holandés, dorado, sin una mancha ni una grieta, todo alquilado y produciendo para Tweed.
»Un camión cargado de tierra salía en aquel momento del solar contiguo a la Americus, en su lado oriental. Un nuevo rascacielos iba a levantarse allí; el excavador trabajaba a destajo, y le tenía sin cuidado la llegada de la nave.
»Estaba en el cruce de la calle Cuarenta y Dos con la Quinta Avenida, y me disponía a cruzar la calle, cuando oí el primer crujido. No fue muy fuerte; una puerta cerrada de golpe a mi lado me hubiera sobresaltado más. Se produjo una especie de trepidación, como la de un tren subterráneo oída desde la superficie.
Hice una pausa para encender un cigarrillo. Era una vieja historia, pero tenía un interés inmarchitable para los neoyorquinos, que encontraban en ella la fascinación de los misterios sin resolver y quizás insolubles. Las tranquilas calles de Manhattan podrían tapizarse en toda su longitud con el papel que se ha ennegrecido con discusiones acerca del derrumbamiento de la Torre Americus.
—Doce habitaciones y cinco cuartos de baño —dijo Mr. Murphy—, un verdadero palacio. Nosotros teníamos un estudio-sala de estar o treinta y cinco pies de longitud y veinte pies de altura; opino que lo que da más categoría a una vivienda son los techos altos. Pero no hay que olvidar las puertaventanas a prueba de gases, cerrando todas las aberturas al aire. Mrs. Murphy y yo no podríamos descansar tranquilos si creyésemos que podíamos ser gaseados en nuestros lechos. ¿Quién podría hacerlo, en realidad?
»Perdone, Mr. Craig, no pretendo interrumpirle. Sí, nosotros estábamos en nuestra finca de recreo, en Maine, cuando se derrumbó el edificio. Habíamos dejado nuestro hogar de la Americus a mediados de mayo, y llevábamos unas seis semanas en la playa cuando ocurrió la catástrofe. ¿Quién podía imaginar una cosa tan terrible? Me parece estar viendo a Mrs. Murphy, esperándome en el ascensor. "Darius —me dijo—, ¿estás completamente seguro de que has cerrado todas las ventanas, y de que has dejado abiertas todas las puertas interiores? Eres tan descuidado..." Habíamos tenido problemas con los ratones, y cuando en una casa hay ratones lo más juicioso es dejar abiertas las puertas interiores cuando uno se ausenta, ya que los muy granujas son capaces de agujerearlas para abrirse paso. Puede evitarse utilizando puertas de acero, desde luego. Pero yo soy partidario de las puertas de madera incombustible. Las de acero resultan frías, deshumanizadas... ¿No opina usted igual?
—Sí, Mr. Murphy, sí... Y luego se produjeron aquellos ensordecedores chirridos. Mis ojos contemplaban la Americus, y puedo asegurarles que estaban desorbitados. Los escaparates de las tiendas de la planta baja habían desaparecido; yo no los había visto desaparecer, ni los había oído; no podía oírse nada que no fuera aquel implacable chirriar... Los sillares de piedra que formaban el revestimiento exterior entre las aberturas de las ventanas se desprendieron, y dejaron al descubierto el armazón de hierro de color rojo. Levanté la mirada hasta el tejado. Las brillantes superficies doradas parecían ondular a la luz del sol.
»El edificio estaba... La gran Torre Americus... No podía creerlo. Al igual que nuestro amigo Mr. Murphy, aunque con menos disculpa, no podía creerlo. Permanecí allí. Los tres pisos de piedra labrada estaban ondulando, doblándose, y parecían tan flexibles y elásticos como la goma. No se desintegraban; no caían. Y luego cayeron —tres pisos de piedra labrada— a la calle. Pero mi incredulidad era tal, que me pareció que caían lentamente, como hojas de papel columpiándose en el aire.
»El edificio estaba cayendo. La Torre Americus estaba cayendo. La mampostería de todo el piso veinticinco —algunos dijeron que era el dieciocho, pero yo vi que era el veinticinco— cayó lentamente, flotando.
»La Americus se estaba inclinando. Su fachada se disolvía. Yo afirmo que la estructura de acero empezó a fallar en el piso veinticinco. Ahora ya no importa, pero en un momento determinado fue muy importante, antes de que la opinión pública llegara a unas conclusiones prematuras. Yo atestigüé en aquel sentido, diciendo lo que había visto; otras personas dijeron lo que ellas vieron. La fachada por debajo del piso veinticinco, pareció resistir mientras los veinte pisos superiores iniciaban su caída. Y luego toda la enorme estructura se movió de su lugar en el cielo... se movió hacia adelante, lentamente, muy lentamente; reuniendo velocidad.
»Di media vuelta y eché a correr, Nunca había corrido tanto; ni siquiera me daba cuenta de que corría; no pensaba más que en alejarme, para poner a salvo mi vida. Llegué al final de la Quinta Avenida. Dirigí una rápida mirada a mi alrededor, para comprobar si podía considerarme a salvo, y vi a la gente en la estación del Elevado de la Sexta Avenida, boquiabierta, con los brazos levantados. El pasado mes de febrero conocí a un hombre en Sebring que aquel día se encontraba en la estación del Elevado; me dijo que en aquel momento no había tenido consciencia de estar asustado, pero que su corazón dejó de latir. El mío, en cambio, parecía un caballo desbocado. Me han dicho que el aire estaba lleno de terribles sonidos, pero yo no oí nada. Cuando la Americus se desplomó sobre el Bryant Park y las manzanas situadas más al norte —la residencia de Mr. Murphy aterrizó en la calle Cuarenta y Cinco, aplastando una casa de diez pisos—, el estrépito se oyó en Irvington-on-the-Hudson y en Summit, en Nueva Jersey, pero yo no oí nada, palabra de honor. Yo estaba corriendo.
»En aquella época estaba muy gordo, y perdí el aliento en las cercanías de la calle Cuarenta y Cinco; un agente de policía me agarró por el hombro. Yo estaba tan ocupado en llenar de aire mis pulmones que no podía hablar. Yo conocía al agente y el agente me conocía a mí, y me dijo que había creído que yo estaba corriendo después de haber colocado una bomba; pero no supe hasta unos meses más tarde, en el curso de la investigación, que había disparado un tiro contra mí. Lo único que dijo al verme la cara fue: "Pero si es Mr. Craig..."
»"¿Lo ha visto?", jadeé.
»"¿El qué? Lo he oído, desde luego. ¿Qué ha pasado?"
»”El agua que bajaba por la calle Cuarenta y Cinco nos llegaba más arriba de las rodillas; se había roto una tubería, evidentemente.
»"Retrocedamos", dije. Y llevando al agente pegado a mis talones, corrí en sentido contrario, como si una ola me hubiera lanzado hacia la calle Cuarenta y Cinco y ahora me arrastrara, alejándome de ella con la misma fuerza.
»Sí, hay muchas personas en Nueva York que deben su vida a la llegada del nuevo Controlane y a la decisión del alcalde de declarar festivo aquel día. Siete mil personas hubieran estado trabajando en la Americus, tendida ahora a través del Bryant Park como un buque destrozado contra las rocas de un acantilado. Desde el último terremoto ninguna ciudad moderna había presenciado nada semejante; y me atrevo a decir que ni siquiera entonces lo presenciaron. Hace sesenta años, en San Francisco, los edificios que poseían estructuras metálicas permanecieron en pie; el clamor contra ellos después del desastre de la Americus fue un pánico reaccionario. Lo mismo que se condenó a los barcos con estructuras metálicas después del hundimiento del Titanic y del Burgundia; el Burgundia desplazaba noventa mil toneladas, y se hundió como una pequeña taza. Un accidente es un accidente, y ocurrirán hasta el fin del tiempo. El desastre de la Americus podía haber sido mucho peor. Creo que no murieron más de ciento cincuenta personas en total, lo cual fue una gran suerte, desde el punto de vista del resto de nosotros.
»Las empresas Northard y Hennessy, especializadas en aquella clase de tareas, tardaron cuatro meses en retirar los escombros; invirtieron dos semanas en limpiar la calle Cuarenta y Cinco de los restos del tejado metálico. Por cierto que el Metropolitano sólo obtuvo dos mil dólares de la venta del tejado como chatarra: un precio sospechosamente bajo, teniendo en cuenta que el metal se cotizaba en el mercado a un dólar y diez centavos la libra... En fin, el hecho no tiene importancia; lo he mencionado, porque salió a relucir en el curso de la investigación.
—Aquella fue una gran investigación —dijo Cohen—. Algunos de los testigos tenían que haber salido de la sala entre dos policías, ya que es evidente que violaron la Ley P. & P.
—Propaganda —asentí—. El testimonio de Harrigan es un claro ejemplo: propaganda descarada del nuevo procedimiento a base de acero estriado. Yo mismo había pensado algunas veces que los proyectistas llegaban demasiado lejos en su afán de hacer más ligeras las estructuras metálicas, pero yo no soy ingeniero, y supongo que Hendricks conoce su oficio; él diseñó la estructura de la Americus. Y demostró que se habían tenido en cuenta todos los factores de seguridad exigibles.
—Sin embargo, creyeron a Harrigan...
—¡Ya les he dicho que Harrigan vendía acero estriado! Observen el edificio de cincuenta pisos de la calle Mail, y verán ustedes las llamadas «grietas de asiento». Esta denominación es un puro eufemismo; en realidad, las grietas tienen su origen en el alabeo de las columnas de acero estriado. El material posee una enorme fuerza tensadora, y es excelente para armazones y conexiones —vigas secundarias, tizones y empalmes de vigas—, aunque yo prefiero el hierro colado, incluso, a efectos de compresión. No soy ingeniero, pero cada día apuesto mi dinero sobre mis ideas en el ramo de la construcción. El acero no falló hasta que la Americus se desplomó... arrastrada por la mampostería.
»Pero la gente excitada e intrigada está dispuesta a escucharlo todo; recordarán ustedes a aquel detective aficionado que metió las narices en el asunto y afirmó seriamente que las columnas del primer piso no eran de acero, sino de tierra cocida...
—¡Caballeros, caballeros! —dijo Mr. Blight.
—Creo, Mr. Craig —intervino de nuevo Mr. Murphy—, que ustedes, los constructores, calculan sus costos por pies cúbicos; corríjame si me equivoco. Ahora bien, incluyendo la sala de observación y el garaje, yo disponía de unos ciento diez mil pies cúbicos en mi residencia de la Torre Americus, y si les pago a ustedes ochenta mil dólares al año...
—Hendricks insistió hasta el día de su muerte en que los soportes de carga se habían movido. Era el mejor ingeniero de Nueva York, pero se había ganado su reputación reduciendo los márgenes de seguridad. Cualquiera puede diseñar una estructura si se le da carta blanca para reforzarla, pero el ingeniero que obtiene el contrato es el que utiliza menos material. Cuando fue construida la Americus, el acero se vendía a cien dólares la tonelada, y un ahorro de un millar de toneladas era digno de tenerse en cuenta. Yo opino que su cuarenta por ciento de aleación de aluminio era excesivo, en las columnas, pero todo el mundo lo había aceptado en la práctica, sin oponer el menor reparo.
»El acero falló en alguna parte, transformando en tensiones lo que tenían que ser compresiones. Los edificios con estructuras metálicas resisten una sacudida, un terremoto, por ejemplo, mucho mejor que un inmueble construido de acuerdo con las normas tradicionales; pero son más sensibles a un impulso lateral. Una bomba que estalle junto a una pared de mampostería abrirá un agujero en ella y dejará el resto de la pared en pie; pero si aquella bomba destruye una columna de una estructura metálica, todo el edificio se vendrá abajo. Esta es mi opinión, aunque no sea ingeniero. Hendricks dijo que el centro de gravedad de la carga se había desplazado, para gravitar sobre unas columnas que no estaban diseñadas para soportar aquel peso, pero no pudo explicar cómo había sucedido. Sus planos están todavía en los archivos municipales, y muchos ingenieros competentes los han revisado.
—¿Qué me dice usted de los cimientos?
—Nada que no se sepa ya. Aquella excavación contigua a la Americus pudo tener algo que ver con la catástrofe. Lástima que el excavador y sus ayudantes resultaran muertos cuando el muro de aguilón cayó sobre ellos. Dan Derry, más conocido por el apodo de «Dinamita Dan», era el excavador. Había hecho estallar varios barrenos al mismo tiempo, lo cual resulta poco prudente, ya que existe la posibilidad de que una carga sin estallar quede en la roca. Después de vaciar el agua del solar se procedió a una minuciosa inspección, pero no se descubrió nada.
—¿El agua? —inquirió Mr. Murphy, frunciendo el ceño.
—El conducto principal quedó roto, naturalmente.
—Mrs. Murphy...
—Los cimientos reposaban sobre un lecho rocoso y nada indicaba que se hubieran movido. Recordarán ustedes el informe del comité investigador; tras pasar revista a todas las posibilidades, se inclinaron por la teoría del ingeniero que atribuía el derrumbamiento a la «fatiga de los materiales».
—En otras palabras —sonrió Cohen—, dictaron un veredicto de muerte por suicidio: la Torre Americus se había cansado de vivir.
—¿Puedo atreverme a esperar que encontraremos tiempo para atender a nuestro negocio? —dijo Mr. Blight—. Si pueden utilizar ustedes esos diez acres en Canabec...
—Se me ocurre una idea —dijo Mr. Murphy—. Tal vez usted pueda resolver una controversia doméstica, Mr. Craig. A menudo he discutido con Mrs. Murphy —y no siempre de un modo amistoso—, a causa de su manía de utilizar mis navajas de afeitar.
»¿Se han fijado en lo que ocurre con las navajas de afeitar? Si se utiliza siempre la misma, llega a fatigarse y no corta. Pero si se la deja descansar, vuelve a funcionar perfectamente. Y lo mismo sucede con un hombre que parte una roca con un mazo; la golpea una docena de veces sin resultado, y luego, al siguiente golpe, se parte en dos.
—La fatiga de los materiales, Mr. Murphy —dije—, es un tema acerca del cual los científicos no han podido producirse todavía. Saben que es un hecho. Y nosotros podemos aceptar como un hecho que si la Torre Americus no contaba con un margen de seguridad suficiente, si el acero estaba sobrecargado hasta el límite de su resistencia, pudo haber resistido algún tiempo y luego ceder a la fatiga.
—Lo que ha dicho usted acerca de la rotura de la conducción de agua, Mr. Craig —insistió Mr. Murphy—, confirma mi postura de entonces. Después del desastre, el municipio me presentó una factura descabellada por consumo de agua. Tuve que declarar bajo juramento que cuando la Torre Americus se derrumbó yo llevaba seis semanas sin residir en ella. No puede imaginar cuan desatentos se mostraron aquellos individuos.
Cohen cogió los contratos que Mr. Blight le tendía, les echó una ojeada y los dejó sobre la mesa.
—¡Rascacielos, Mr. Craig! —exclamó.
—Desde luego —dije—. Una necesidad de la industria moderna; la gran unidad.
—¿Qué decía usted, Mr. Blight, acerca de la Ley de Educación de Canabec?
—Nos hemos puesto al día —dijo Mr. Blight orgullosamente—. Nuestros jóvenes deben abandonar las escuelas y encontrar un empleo remunerado a la edad de dieciocho años.
—Yo tenía veinticuatro cuando me gradué —dijo Mr. Murphy—. Es evidente, Mr. Blight, que un muchacho no puede completar el estudio del latín, del griego...
—Ni del sánscrito, Mr. Murphy; y todos los argumentos en favor del estudio universal del latín y del griego tienen validez para el sánscrito. Es el idioma básico y posee una gran literatura. Y, para la mayoría de las personas, la astrología es una ciencia más divertida y más interesante que las matemáticas superiores, y tan útil como estas últimas. Ustedes cometen el error de dejar a los educadores profesionales la tarea de decidir lo que los niños deben aprender; al limitar la edad escolar, nosotros persuadimos a nuestros ciudadanos para que se tomen interés en la educación de sus hijos y para que procuren que no pierdan el tiempo. Ustedes dejan que los jurisconsultos elaboren sus leyes, los profesores controlen su educación, los soldados planeen sus instituciones militares, y la población planee sus ciudades.
—Digamos más bien los contribuyentes —rectificó Cohen—. La mayoría de contribuyentes aprovecharon el derrumbamiento de la Americus para imponer unos determinados límites a la altura de los edificios. Sus intereses, desde luego, resultaban perjudicados por la construcción de rascacielos. El hecho de que el proceso fuera inevitable, biológico, no les servía de consuelo. Nosotros somos constructores, como hormigas: proporcionalmente, su Canabec no es tan alta como las ciudades levantadas por las hormigas africanas; nuestras ciudades son parte de nuestro proceso vital, y aunque podemos mejorar sus efectos sobre el individuo, no podemos forzar la biología humana, obligando a unos ciudadanos a unirse, a cooperar, a construir... rascacielos.
—No me parece lógico comparar a un ser humano con una hormiga, Mr. Cohen —objetó Mr. Murphy—. Es mucho más inteligente, sin duda.
—¿Quién?
—¿Eh? El ser humano, naturalmente.
—No estoy de acuerdo, Mr. Murphy. Primero llega el reparto del trabajo, luego la adaptación a la tarea, y finalmente la división de opiniones. Las hormigas han recorrido todo el camino.
Cohen era extravagante, mordaz, inclinado al escarnio; yo comprendía perfectamente sus sentimientos. También yo era un neoyorquino de muchas generaciones, y había sido testigo de la progresiva decadencia de nuestra ciudad. Los que viven en el campo se encariñan con la colina y el arroyo familiares; se encariñan incluso con el árbol —un simple vegetal— que da sombra a su casa. ¿No sería mayor su orgullo, más susceptible de ser herido profundamente, si su gente hubiera construido cada pie de aquel paisaje, si aquel árbol fuera un gigantesco edificio levantado por su gente? Cohen y yo, obedeciendo a la voluntad de vivir, más fuerte que el amor, más impetuosa que el orgullo, estábamos aquí para preparar una emigración en masa a la ciudad que estaba suplantando a nuestro incomparable Nueva York.
—No es una cuestión de sentimiento —declaró Cohen, como si hubiera captado mis pensamientos—. ¡El gran edificio es una necesidad insoslayable! Si vivimos, tenemos que crecer; a nuevos tiempos, nuevos sistemas. Nada de lo que se alega contra el rascacielos es un defecto del rascacielos. ¿Congestión del tránsito? El gran edificio inmoviliza el tránsito, reúne a una multitud de personas en un lugar. Dicen que convierte la calle en un desfiladero... Pero, ¿acaso no convierte a su vez la casa en una colina? Existe una morbosa oposición a los cambios; la gente desea que las cosas continúen como son, como eran. Fíjense en nuestros coleccionistas de antigüedades: mi esposa pagó ayer seis mil dólares por una cama de latón, fabricada en 1910; y ha colocado en nuestra sala de estar, donde tengo la mejor calefacción eléctrica, una antigua estufa de petróleo que huele a demonios. Botellas de Gordon Gin de contrabando, discos de fonógrafo, llamadores de hierro... Ella dice que soy un bárbaro. Que no sé apreciar lo que es bello y artístico.
—¿Su esposa colecciona botellas de G. G., Mr. Cohen? —inquirió Mr. Murphy, en un tono más deferente que el que había utilizado hasta entonces—. Me gustaría saber lo que opina de las pocas que he conseguido reunir; creo que son auténticas, pero no tengo una seguridad absoluta. ¡Abundan tanto las falsificaciones! ¿Posee su esposa alguna botella de American Scotch? Yo tengo una, y el comerciante me dio su palabra...
—¡Por favor, caballeros! —le interrumpió mister Blight—. Recuerden que estoy a más de mil kilómetros de mi casa y que todavía no he almorzado... Bueno, tendré que llamar. —Sacó su televistor de bolsillo—. ¡Allo! Billy llamando... ¡Hola, Molly! Te he llamado para decirte que posiblemente no almorzaré en casa... ¿Cómo dices, cariño?... ¡Oh, no, no!... Te aseguro que no, estoy en Nueva York, en una conferencia... Sí, negocios... ¡Oh, Molly! ¿Cómo puedes pedirme que sea tan descortés?... ¡Oh! Muy bien, querida, espera un momento. —Se volvió hacia nosotros, con las mejillas encendidas en rubor, y dijo—: ¿Me permiten ustedes?
También nosotros estábamos casados; nos pusimos en pie, sonriendo, y saludamos a la dama con una inclinación cuando apareció en la pantalla del televistor; sus ojos nos barrieron con una penetrante mirada.
—Lamento mucho que haya ocurrido esto, caballeros —dijo Mr. Blight, desconectando el televistor—. ¿Podemos ahora continuar con nuestro negocio?
—Sé lo que usted siente, Mr. Blight —dijo Mr. Murphy—. Y hablo como un compañero de enfermedad, y no como un médico. La semana pasada fui a pescar a Chesapeake. En aquellas aguas no hay nada que valga la pena, pero paso unas horas al aire libre. Entretenido con la pesca, olvidé mi televistor en la playa. No quieran saber la que me esperaba en casa por haber permanecido tanto tiempo fuera de la vista de mi esposa... Y no es que yo sea una persona olvidadiza, al contrario.
»A propósito, Mr. Craig, hay algo que no he podido olvidar durante los últimos veinte años, desde que el municipio me pasó aquella absurda factura por cien mil pies cúbicos de agua. Desde luego, si yo debía aquel dinero, estaría dispuesto a pagarlo incluso ahora. ¿Está usted completamente seguro de que se rompió la conducción?
—Desde luego... Mr. Cohen, será mejor que cerremos el trato. Si firmamos enseguida, tomaré el expreso de St. Lawrence con Mr. Blight y mi superintendente, y mañana por la mañana iniciaremos los trabajos. Tienen que decidir ahora si utilizarán ladrillo o cristal; a este respecto, he de informarles de que los albañiles se han declarado en huelga contra las nuevas máquinas que colocan mil ladrillos por minuto. El cristal les costará un poco más, pero no necesitarán ventanas, y el edificio resultará más moderno en todos los sentidos.
—Para los hogares prefiero las paredes de ladrillo —dijo Cohen—. Resultan más íntimas... Podemos construir treinta y cinco pisos de cristal, y los sesenta y cinco superiores de ladrillo. ¿Qué hay acerca de la iluminación? ¿Han pensado algo en este sentido?
—Yo continúo siendo partidario de las antiguas bombillas. Por otra parte, el servicio de Radio-luz es poco satisfactorio en cuanto se hace de noche. Para la calefacción, utilizamos el Silver-Bar, el mismo que tienen ustedes en sus hogares; el precio de la instalación es algo elevado, pero se amortiza en poco tiempo.
—Nosotros utilizamos luz de gas y calefacción a vapor —dijo Mr. Murphy con inocente vanidad—. Esos inventos modernos son muy vulgares, ¿no creen? A mí que me den el suave parpadeo de la llama del gas en los mecheros, y el alegre zumbido del vapor en los radiadores. Es un poco más caro, desde luego, pero a nosotros nos gustan las cosas antiguas. Dan otra atmósfera a un hogar. Y nosotros tenemos auténticos radiadores de la época de Hoover en todas las habitaciones. —Sonrió tímidamente—. No es que tenga importancia, Mr. Craig, pero me alegro de tener la seguridad de que cerré el grifo del agua de la bañera en nuestra residencia de la Torre Americus. Mrs. Murphy insistió siempre en que no lo había cerrado, y yo sostenía lo contrario. Y mientras estábamos discutiendo, el edificio se derrumbó, de modo que el asunto no quedará nunca claro entre nosotros.
Cohen contempló la pluma que tenía en la mano; la responsabilidad del momento le abrumaba. Habían transcurrido quince años desde que Nueva York dejó de crecer; doce desde que registró su primer descenso de población. Iniciado el movimiento, las ciudades que no habían adoptado la arbitraria altura-límite, habían aumentado lentamente de volumen, pero la nuestra sería la primera deserción en gran escala. Y no faltarían imitadores.
—Nuestro defecto —dijo Cohen— fue el de situar la administración en un plano demasiado elevado; siempre escogimos como caudillo al directivo más capacitado. Y la capacidad directiva no convirtió a Norteamérica en la primera potencia mundial, ni salvó a las otras naciones. ¡Fue la imaginación! Fue la empresa privada. La imaginación es privilegio de una minoría, y la empresa privada siempre la acoge con agrado. Al gobierno, a la administración, no les gusta la imaginación, se muestran hostiles a ella. El Gobierno expresa el modo de pensar de la mayoría que carece de imaginación. La empresa privada construyó Nueva York, la convirtió en la capital del mundo; y luego, a causa de una pequeña catástrofe, fue apartada a un lado, y la mayoría que carece de imaginación se hizo cargo de la ciudad, con sus rostros vueltos hacia el pasado. Basta de integración; basta de crecimiento; basta de rascacielos.
—Pero, Mr. Cohen —dijo Mr. Murphy, con desesperante paciencia—, antes de que existieran los rascacielos había grandes ciudades. Londres, París, Roma...
—Esas ciudades tienen ahora sus rascacielos —dijo Mr. Blight—. Y siempre han construido tan alto como han podido. El edificio moderno resultaba imposible antes de la invención del ascensor. Incluso así, Roma tenía sus edificios de diez y doce pisos... Por lo visto, los romanos tenían las piernas más fuertes en aquella época. ¿Y bien, Mr. Cohen?
Cohen hundió la pluma en el tintero.
—Recuerden la sangre y las lágrimas que costó la construcción de las pirámides. ¿Y para qué? Una de las historias más antiguas de nuestra raza es la de los hombres que trataron de construir una torre que llegara al cielo. Me atrevería a decir que fueron saboteados por los contribuyentes locales, cuyas cuevas no podrían ya ser alquiladas...
Yo había estado haciendo algunos cálculos.
—Esto puede tener un valor puramente histórico —dije, contemplando el resultado—, pero ahora estamos haciendo historia. Mr. Murphy, ¿dice usted que el municipio le envió una factura por cien mil pies cúbicos de agua? El agua no podía proceder de la conducción rota, pues de ser así no la hubiera registrado su contador.
—El municipio aceptó que el contador se había estropeado a consecuencia de la catástrofe, Mr. Craig —dijo Mr. Murphy—, cuando yo puntualicé que mi residencia había permanecido cerrada por espacio de seis semanas.
—¿Cerró usted bien, puertas y ventanas?
—¡Oh, sí! Mrs. Murphy...
—Mrs. Murphy, de Chicago —murmuró Cohen, captando mi intención. Sus ojos negros brillaban intensamente.
—De Nueva York, Mr. Cohen... Sí, lo hice todo rápidamente. Estábamos en mi habitación, vaciando mi bañera —habíamos enviado a los criados delante de nosotros—, cuando mi empleado Rogers nos envió recado de que la agencia de viajes le había comunicado que se aproximaba una tormenta, y que debíamos darnos prisa. Vistiéndome rápidamente...
—¿Dónde estaba su cuarto de baño?
—En el entresuelo. Teníamos cinco cuartos de baño. Pero creo que en nuestra residencia de Canabec...
—Si estaba vaciando su bañera, es posible que con las prisas interrumpiera aquella tarea —dije—. Y también es posible se marchara de la casa dejando el grifo abierto.
—Una mera suposición, Mr. Craig. ¿Pero, por qué insiste tanto? Si cree que debo pagar aquella factura, incluso ahora..
Respiré profundamente.
—Cien mil pies cúbicos de agua, caballeros, pesan más de tres mil toneladas. En mi opinión, aunque no soy ingeniero, la estructura metálica diseñada por Hendricks no podía resistir una carga suplementaria de tres mil toneladas... Bueno, supongo que es demasiado tarde para solicitar la reapertura de la investigación sobre el derrumbamiento de la Torre Americus.
—Probablemente —dijo Cohen en tono vehemente, poniendo en marcha el televistor—. Pero no tardaremos ni veinte minutos en conocer la opinión de un experto en lo que respecta al problema de ingeniería... ¡Allo! Póngame con el Departamento de Construcciones, y luego con la Alcaldía. No se vaya, Mr. Murphy, por favor. Parece ser que dio usted un puntapié a la lámpara, pero quizás la ciudad no esté aún destruida. Si existe una posibilidad de derogar la ley del límite de altura en un período razonable de tiempo, y nos permiten edificar aquí como queremos y debemos, mi industria no se trasladará a Canabec.
—¡Caballeros, caballeros! —exclamó Mr. Blight, de Canabec, enfurecido.



MANZANAS NUEVAS EN EL HUERTO
Kris Neville


Eddie Hibbs se presentó en la oficina y casi inmediatamente le llamaron para una emergencia. Era la tercera mañana consecutiva que se producía aquel hecho.
Esta vez, un trozo de cable de distribución se había fundido en el sector Oeste de los Angeles. Los cables fundidos eran una rutina, pero cada caso merecía la atención de un ayudante supervisor de superficie.
Eddie penetró en la boca de entrada con el capataz de la brigada de mantenimiento. En la plancha de plomo, encima del lugar donde se había fundido el cable, había unas abolladuras muy visibles.
—¿De dónde sacaron eso? —preguntó Eddie.
—De un remiendo en el East Side.
—¡Vaya chapuza! —comentó Eddie—. ¿Entra agua por el empalme?
—Esos tipos nuevos... —dijo el capataz.
Eddie palpó las abolladuras.
—Creo que está a punto de agujerearse, de todos modos. ¿Hay mucha en estas condiciones?
—Unos doscientos pies.
—¿Tanta?
—Sí.
Eddie silbó entre dientes.
—Casi por valor de quince mil dólares. Bien. Córtela por aquí y haga empalmes. No les pierda de vista mientras trabajan.
—Necesitaré dos hombres durante una semana.
—Trataré de encontrarlos.
—Probablemente puedo localizar otros mil kilómetros casi tan malos como este trozo.
—No se preocupe —dijo Eddie.
Aquel fue el trabajo productivo de Eddie durante la mañana. Entre el tránsito y los dos trozos de calle levantados por el personal del agua, no regresó a su oficina hasta poco antes de la hora del almuerzo. Mientras conducía, escuchó las cotizaciones de la Bolsa.
Se enteró de que el aumento en espiral de los costos habían demorado el programa de modernización de Hyspeed Electronics, y de que la mayoría de su utillaje actual era anticuado. También se enteró de que el descenso de las ventas conduciría a un descenso de la producción, perpetuando así un desdichado ciclo. Y finalmente fue advertido de que Hyspeed Electronics era un ejemplo de los riesgos implícitos de la inversión en las llamadas acciones de signo inflacionario.
Eddie desconectó la radio en el estacionamiento, cuando empezaba el informe Dow-Jones.
Durante el almuerzo, consiguió leer dos artículos de un ejemplar atrasado de Electrical World, el único de la docena de periódicos técnicos que tenía tiempo de hojear, de cuando en cuando.
A las 12:35 se filtró en el departamento la noticia de que uno de los obreros de la brigada de mantenimiento, Ramón López, había muerto. Una escalera de cuarenta pies se partió mientras en lo alto de ella López efectuaba un empalme, y se estrelló contra el suelo de hormigón.
Eddie trató de identificar al hombre. El nombre le resultaba vagamente familiar, pero no conseguía unirlo a un rostro. Finalmente, el rostro llegó. Eddie se fumó dos cigarrillos, uno detrás de otro. Aplastó furiosamente con el pie la colilla del último.
—Era un hombre vigoroso —dijo su supervisor, Forester, sentándose en el borde del escritorio de Eddie. Normalmente exuberante, el accidente le había dejado melancólico y distraído—. ¿Le conocía usted?
—Muy poco.
—Un buen hombre.
Permanecieron silenciosos unos instantes.
—¿Cómo estaba la Bolsa esta mañana? —preguntó Forester.
—Subiendo otra vez. No escuché las cotizaciones de cierre.
—Supongo que seguirán en alza.
—Por tercer día consecutivo —dijo Eddie.
—Ha sido una verdadera lástima —dijo Forester.
—Sí, López era un tipo simpático.
—Bueno...
Forester se interrumpió, con evidente apuro.
—¿Sí?
—Quería recordarle que tenemos una reunión...
Eddie consultó su reloj.
—¿Dentro de una hora y media?
—Sí. ¿Sabe? Me siento como... No importa... ¿Qué hay de esos transformadores? ¿Están ya a punto?
—¿Se refiere a los que hemos venido utilizando para enfriar las conducciones de agua? No están en condiciones. Ninguno de los talleres locales puede rebobinarlos hasta que el fabricante envíe un especialista que los prepare para el proceso de capsulado.
—¿Cuánto tiempo van a tardar? —preguntó Forester.
—Me han dicho que varios meses. Creo que tendremos que buscar otra solución.
—Supongo que habrá que instalar de nuevo el modelo montado sobre cojinetes.
—A la gente no le gustará enterarse de que utilizamos un material tan anticuado.
Forester se encogió de hombros.
—Redacte un informe sobre el asunto, Eddie —dijo, poniéndose en pie—. Tenía que ocurrir eso precisamente hoy. Se están produciendo demasiados accidentes. Una escalera rota...
Eddie trató de encontrar algo inteligente que decir. Finalmente, murmuró:
—Era un tipo vigoroso, desde luego.

Cuando Forester se hubo marchado, Eddie cogió distraídamente uno de los informes preliminares sometidos a su aprobación. El informe se refería a tres mil capacitores comprados el año anterior a una firma del Este, ahora en quiebra. Los capacitores empezaban a gotear. Eddie llamó al laboratorio eléctrico para comprobar si el problema estaba en vías de solución.
El supervisor informó:
—No tengo el material necesario para ocuparme de los capacitores. Compras ha pasado aviso a media docena de proveedores, pero hasta ahora no he recibido nada. Además, no dispongo de tiempo. He de atender con prioridad al programa de comprobación de los nuevos termínales.
—¿No podríamos encargar el trabajo a otra sección? —preguntó Eddie.
—No conozco ninguna que pueda reparar los capacitores.
Eddie colgó, y firmó el informe preliminar.
Pasó al siguiente.
A las 2:30, Forester pasó a recogerle y los dos se dirigieron a la Sala de Conferencias.
Catorce empleados asistían a la reunión, todos ellos pertenecientes a los departamentos operacionales. Entraron en la sala, buscaron asiento, encendieron cigarrillos, charlaron y bromearon unos con otros.
Cuando se presentó uno de los ayudantes del director, se hizo un gran silencio.
—Caballeros —dijo el ayudante—, iré derecho al asunto que ha motivado esta reunión. El Programa de Construcciones en el Valle ha absorbido ya dos emisiones de bonos. Los contribuyentes no darán su aprobación a una tercera.
Hizo una breve pausa, para que su auditorio captara bien el significado de lo que acababa de decir, y continuó:
—En el periódico de esta mañana he leído que el alcalde va a nombrar una comisión fiscalizadora. Supongo que también ustedes lo habrán leído. El Departamento de Aguas y Energía del Municipio de los Ángeles se encontrará en una situación muy comprometida al término del año fiscal.
»No necesito encarecerles la necesidad de una reducción de los costos. Tengo aquí el informe acerca del derrumbamiento de la subestación 115 KV, en la Bunker Hill, producido el mes pasado. La mayoría de ustedes ya lo habrán leído. Lo he hecho circular. Ahora bien...
El análisis de la situación se prolongó por espacio de diez minutos, para concluir con una bomba:
—Vamos a imponer una reducción del diez por ciento en los gastos operacionales.
Uno de los oyentes, más alerta que el resto, inquirió:
—¿Afectará esa reducción a los salarios?
—Afectará al personal cuyos ingresos superen los ochocientos dólares mensuales.
Siguieron unos instantes de asombrado silencio.
—No pueden hacer eso —dijo finalmente uno de los supervisores—. La mitad de mis mejores hombres se dedicarán a partir de mañana a buscar unos empleos mejor pagados... y los encontrarán.
—Yo me limito a transmitirles lo que me han ordenado.
Los hombres reunidos en la sala hablaron entre ellos en voz baja.
—De acuerdo —dijo uno de los supervisores—. Puesto que lo quieren así...
Después de la reunión, Forester acompañó a Eddie a su oficina.
—¿Vendrá usted mañana, Eddie?
—Supongo que sí, Les. En realidad, todavía no lo sé.
—Sentiría perderle.
—La cosa se pondrá difícil. El que a un hombre le recorten el sueldo es todo un problema.
—Veré lo que puedo hacer por usted. Si logro incluirle en una categoría superior...
—Gracias, Les.
Eddie consultó su reloj. Faltaba poco para la reunión convocada para tratar de los problemas de Seguridad.
Mientras esperaba, Eddie formó un informe preliminar de sesenta y tres páginas recomendando un programa para la sustitución de todos los cables de transmisión y distribución instalados antes del año 1946. Se calculaba que los ahorros, a largo plazo, ascenderían a unos doscientos cincuenta millones de dolares. Sin embargo, el gasto inicial era astronómico.
Después de la reunión, Eddie preparó otro memorándum señalando la apremiante necesidad de un programa de adiestramiento más completo y de un aumento del personal de mantenimiento. La escasez de técnicos calificados era endémica.
A las 4:25, el supervisor nocturno telefoneó para decir que tenía problemas con su nuevo automóvil y que no le sería posible llegar antes de las seis. Eddie accedió a esperarle.
A continuación, Eddie llamó a su casa para decirle a su esposa, Lois, que llegaría un poco tarde. Pero no consiguió la comunicación: su teléfono estaba averiado.
Ray Morely, uno de los ingenieros del servicio nocturno, entró en la oficina con una taza de café.
—¿Todavía aquí, Eddie?
—Sí, hasta que llegue Wheeler. Su automóvil no funciona.
—La Bolsa ha vuelto a experimentar un alza.
—Sí. Supongo que se ha enterado de lo de la reunión de hoy.
Ray bebió un sorbo de café.
—No he podido hablar con los del servicio diurno. Se ha producido un atasco y he llegado un poco tarde.
—Van a rebajarnos el sueldo.
—¿Bromea usted?
—¿Ha pasado ya por su oficina?
—No.
—No bromeo. El diez por ciento para los que cobran ochocientos dólares.
—Nadie va a aceptarlo —dijo Ray—. Andamos muy escasos de personal especializado. Hay un montón de ICBM oxidándose en los almacenes porque no disponemos de personal para manejarlos... Todo el mundo se marchará.
—No creo que pongan en vigor esa medida... Ramón López, uno de los miembros de la brigada de mantenimiento, ha muerto esta mañana.
—¿De veras?
Eddie le contó cómo había ocurrido el accidente.
—Lástima de muchacho, ¿no es cierto?
Sonó el teléfono.
Ray dijo:
—Yo contestaré.
Escuchó durante un par de minutos y colgó.
—Una avería en la zona de Silver Lake. A un autobús le fallaron los frenos y se llevó por delante un trozo del tendido eléctrico.
Eddie volvió a sentarse.
—No hay prisa —dijo—. El camión no llegará allí hasta las seis y media, por lo menos.
—De acuerdo. —Ray bebió otro sorbo de café, pensativamente—. ¿Piensa continuar aquí?
—Ya veremos. No lo he decidido todavía. ¿Y usted?
—Si me rebajan el sueldo, me descontarán casi cien dólares al mes... Es un buen bocado.
—Sigo opinando que no aplicarán esa medida.
—No podrán hacerlo —dijo Ray—. Les tenemos cogidos por el cuello. —Se retrepó en su asiento—. Yo veo esto como un fenómeno orgánico. Cuando la sociedad se hace tan complicada como la nuestra, necesita cada vez más ingenieros. Pero esa misma necesidad crea un círculo vicioso. Cuantos más ingenieros tenemos, más complicada se hace la sociedad. Cada nuevo ingeniero crea la necesidad de otros dos. Yo experimento una sensación de... no sé cómo expresarlo... de vitalidad, supongo, cuando visito una fábrica automatizada. Toda aquella maquinaria y todos aquellos aparatos electrónicos son como una célula de un organismo vivo: un organismo que crece cada día más, multiplicándose como bacterias. Y siempre está enfermo, y nosotros somos los médicos. La nuestra es la profesión más segura, porque controlamos el futuro. No creo que se atrevan a rebajarnos los sueldos.
—Espero que tenga usted razón —dijo Eddie.

Eddie se marchó a las 7:15, cuando llegó finalmente el supervisor del servicio nocturno. Al salir del edificio, oyó resonar un timbre de alarma que se había disparado, probablemente a causa de un cortocircuito. Aquella especie de rechinamiento alteró todavía más sus nervios. Aprensivamente, notó un viento cada vez más fuerte contra sus mejillas.
En casa, fue acogido con un beso formulario.
—Querido —le dijo Lois—, te has llevado el talonario de cheques y me he encontrado sin dinero.
—¡Oh! Lo siento. ¿Te ha hecho falta?
—No tenemos leche. Hoy no ha venido el lechero. Su máquina homogeneizadora se ha averiado. He llamado a la lechería alrededor de las nueve. Y luego, a partir de las once, el teléfono ha dejado de funcionar, de modo que no he podido pedirte que trajeras una botella.
—También yo he tratado de comunicar contigo.
—Al ver que eran las seis y no habías llegado, he imaginado que te habían retenido en la oficina.
Eddie se sentó, y Lois se instaló a su vez en el brazo del sillón, a su lado.
—¿Cómo han ido hoy las cosas?
Eddie estuvo a punto de contarle lo de la reducción de los salarios y lo de Ramón López, pero se dio cuenta de que no deseaba hablar de aquellos temas.
—Como siempre —dijo—. Poco antes de marcharme se ha producido una avería en la zona de Silver Lake.
—¿La han arreglado ya?
—Lo dudo —dijo Eddie—. Probablemente tardarán un par de horas.
—¡Vaya! —dijo Lois—. Cuando pienso en la carne que guardo en el refrigerador...
—Yo no almacenaría tanta —dijo Eddie.
Lois se puso en pie.
—Cariño, estoy nerviosa. No sé qué me pasa...
El viento hizo vibrar los cristales de las ventanas.

Mientras Lois calentaba la cena, su hijo entró en el cuarto de estar.
—Hola, papá.
—Hola, Larry.
—Papá, ¿cuándo vamos a arreglar el aparato de televisión?
Eddie soltó el periódico.
—En este preciso momento no disponemos de los cien dólares que costará la reparación. —Buscó cerillas en la mesita situada junto al sillón—. ¡Lois! ¿Dónde están las cerillas?
Lois entró en el cuarto.
—Me he olvidado de encargarlas a la tienda. Utiliza mi encendedor.
—Respecto al televisor...
Lois se estaba secando las manos con una toalla de papel.
—Las piezas de recambio para los aparatos antiguos son difíciles de encontrar —dijo—. De todos modos, hoy he leído que el Canal Tres ha dejado de funcionar. Sólo quedan el Dos y el Siete. Y los programas no son muy buenos, ¿verdad? Con tanto anuncio...
—Utilizan un montón de material viejo —admitió el hijo—, pero de cuando en cuando ponen algo nuevo.
—Hablaremos de esto en otra ocasión, ¿eh, Larry? —dijo Eddie—. ¿Has terminado ya los deberes?
—Me falta muy poco.
—Bueno, termínalos, y...
—Papá, quería preguntarte una cosa.
—Papá está cansado. Tiene que cenar. Y tú ya has cenado, Larry...
Después de cenar, Eddie volvió a coger el periódico, el Times vespertino. Ocho páginas, con una superabundancia de anuncios. En primera plana, un editorial comentaba una inminente subida de los precios.
—Subirán los precios una vez más, y tendremos que aceptarlo sin rechistar —dijo Lois—. ¿Has leído lo del avión que se ha estrellado en Florida? Algo terrible. ¿Cuál crees que ha sido la causa del accidente?
—Fatiga de los materiales, probablemente —dijo Eddie—. Era un jet con veinte años de servicio a cuestas.
—La compañía dice que la causa no ha sido esa.
—Siempre se niegan a admitirlo —dijo Eddie.
—Supongo que hoy no llegará el cheque de tu paga... Lo habrías mencionado.
—La nómina no está confeccionada todavía. Alguien apretó un botón por error en la nueva máquina, y unas cincuenta mil tarjetas sin clasificar salieron volando por toda la oficina.
—¡Oh, no! ¿Qué hacen los pobres que no tienen cuenta corriente en el banco?
—Esperar, como esperamos nosotros.
—Hoy tienes un mal día —dijo Lois—. Te veo nervioso.
—No... —dijo Eddie—. De veras que no.
—¿Continuaréis trabajando los sábados?
—Supongo que sí. No han dicho nada. Tal vez las cosas mejoren cuando haya pasado este mes.
—Dijiste que la falta de personal era debida a los nuevos trabajos de construcción en el Valle.
—En parte, sí.
—Su terminación no está prevista hasta... hasta el año próximo, ¿verdad?
—Hasta finales del 81.
—¡Eddie! ¡Escúchame! Apenas te veo. ¡No irás a decirme que esta situación durará dos años más!
—Desde luego que no —dijo Eddie—. Es posible que cuando haya transcurrido este mes cambien las cosas.

Larry, embutido en su pijama, entró.
—¿Papá?
—Tu padre está cansado.
—Quiero preguntarle una cosa.
—¿De qué se trata, Larry? —inquirió Eddie.
—Papá, ¿por qué aprendo tan poco en la clase de ciencias? Hay algo que no funciona. ¿Qué es?
—Papá está...
—Yo acostaré al niño, Lois.
Eddie acompañó a su hijo a su cuarto.
—¿Qué es lo que no funciona, papá?
—Bueno, verás...
Eddie permaneció unos instantes pensativo. Luego dijo:
—Temo que la ciencia ha muerto, devorada por ella misma. Es el peligro que corren todas las cosas que crecen exponencialmente. Imagina el dinero que tendrías al cabo de un mes, si empezaras con un penique y doblaras tu dinero cada día. En muy poco tiempo tendrías todo el dinero del mundo. Así ha crecido la ciencia, hasta invadir todos los terrenos posibles. Entonces, sin espacio para su actividad, tuvo que devorarse a sí misma, ¿comprendes?
—Sí, papá —murmuró Larry—. Supongo que sí.
Eddie hizo otra breve pausa. Luego acarició los cabellos de su hijo.
—Eso es ciencia ficción, Larry.

Más tarde, mientras escuchaban la FM, la radio informó de un gran incendio que acababa de producirse en la zona sur de Los Angeles.
—Eso queda cerca de la casa de Becky —dijo Lois—. Será mejor que telefonee.
El teléfono continuaba sin funcionar.
—Sin el teléfono me siento como aislada del mundo.
Después de un intermedio musical, Lois dijo:
—Larry quiere ser ingeniero, ahora. Después de lo que dijiste, creo que no es mala idea.
Eddie levantó la mirada de su cigarrillo.
—¿Cómo se le ha ocurrido eso?
—Uno de sus profesores le dijo lo mismo que tú dijiste: que hay una creciente escasez de ingenieros.
—Creí que quería ser astronauta.
—Ya conoces a Larry. Eso fue la semana pasada. Su profesor le dijo que los programas espaciales habían quedado suspendidos indefinidamente. Resultan demasiado caros. No tenemos material humano ni técnico para desperdiciarlo en aventuras que sólo pueden producir resultados a largo plazo.
—Es posible que ese profesor esté en lo cierto... A veces me pregunto...
La radio dio nuevas noticias del incendio.
Los bomberos tropezaban con muchas dificultades. Dos conducciones de agua se habían roto y la presión era cada vez menor. La causa del incendio había sido la explosión de una tubería de gas. El viento no amainaría hasta el amanecer.
—Estoy preocupada por Beck —dijo Lois—. ¡Oh! Me parece que no te lo había dicho... Su hermana tiene hipoglucemia. Por eso estaba siempre tan cansada.
—No sé lo que es. Nunca había oído hablar de esa enfermedad.
—Falta de azúcar en la sangre provocada por una glándula hiperactiva en el páncreas. Y el tratamiento es todo lo contrario de lo que imaginas. Apuesto a que no lo adivinas... Verás, si aumentas la cantidad de azúcar en la dieta, la glándula aumenta su actividad para eliminarlo, y la hipoglucemia se hace más aguda. Eso es lo que vosotros, los ingenieros, llamáis una «realimentación», ¿no es cierto? Bien, el tratamiento consiste en reducir la cantidad de azúcar que uno come. Y al cabo de una temporada, el páncreas vuelve a funcionar normalmente y el enfermo mejora. Ya te he dicho que no podrías adivinarlo.
Al cabo de un largo rato, Eddie dijo, en voz muy baja:
—¡Oh!

Poco después de medianoche se acostaron.
—He estado... —empezó a decir Lois, y no terminó la frase—. En realidad, no tengo un motivo concreto para sentirme preocupada. Y, sin embargo... Esta alza continua de la Bolsa... ¿Crees que va a producirse otro crack? ¿Cómo ocurrió en 1929?
Eddie, tendido a su lado, en la oscuridad, habló lentamente. Lois captó la extraña tensión de su voz.
—No. No lo creo.
Y repitió, en un susurro:
—No. No creo que se produzca otro crack.
A pesar del cálido ambiente de la habitación, Lois no pudo reprimir un involuntario estremecimiento, cuya causa no supo explicarse. Súbitamente, no deseó formular más preguntas.
El viento hizo vibrar los cristales de las ventanas.



CORDURA
Fritz Leiber


—Pasa, Phy, y ponte cómodo.
La voz meliflua —y la puerta que se abrió súbitamente— sorprendió al secretario general del Mundo jugueteando con una burbuja de gasoide verdoso, a la cual aplastaba en su mano para contemplar a continuación cómo se filtraba entre sus dedos en forma de espatulados zarcillos que no se disolvían. Lentamente, oblicuamente, volvió la cabeza. El Director Mundial Carrsbury captó una expresión que era al mismo tiempo estúpida, astuta, vacua. Bruscamente, la expresión fue reemplazada por una nerviosa sonrisa. El hombre, muy flaco, se irguió cuanto le permitían sus hombros habitualmente caídos, entró apresuradamente y se sentó en el borde de un sillón neumático.
Contempló con apuro la burbuja de gasoide que conservaba en la mano, y miró a su alrededor buscando un lugar a propósito para dejarla. Al no encontrar ninguno, la introdujo en su bolsillo. Luego reprimió el maquinal movimiento de sus dedos entrelazando fuertemente las dos manos.
—¿Cómo te encuentras, viejo? —preguntó Carrsbury en un tono que revelaba una benevolente amistad.
El secretario general no levantó la mirada.
—¿Te preocupa algo, Phy? —inquirió solícitamente Carrsbury—. ¿Te sientes disgustado, o insatisfecho, por tu... ejem... traslado, ahora que ha llegado el momento?
El secretario general no respondió. Carrsbury se inclinó hacia adelante a través del plateado escritorio semicircular, y apremió a su interlocutor.
—Vamos, viejo amigo, háblame de ello.
El secretario general no levantó la cabeza, pero hizo rodar sus extraños y distantes ojos hasta que quedaron fijos en Carrsbury. Se estremeció ligeramente, su cuerpo pareció contraerse y sus exangües manos se entrelazaron con más fuerza.
—Lo sé —dijo, en voz muy baja y monocorde—. Crees que estoy loco.
Carrsbury se echó hacia atrás, obligando a sus cejas a fruncirse debajo del mechón de cabello plateado.
—¡Oh! No es necesario que finjas sorprenderte —continuó Phy, en tono algo más firme, ahora que había roto el hielo—. Sabes tan bien como yo lo que significa la palabra. Mejor que yo, incluso, aunque ambos hemos tenido que efectuar investigaciones históricas para descubrirlo.
—Locura —repitió soñadoramente—. Desviamiento significativo de lo que constituye la norma. Incapacidad de adaptarse a los convencionalismos básicos a los cuales se subordina toda la conducta humana.
—¡Tonterías! —dijo Carrsbury, exhibiendo su sonrisa más cálida—. No tengo la menor idea de lo que estás diciendo. Estás un poco cansado, un poco aturdido... cosa muy comprensible teniendo en cuenta la carga que has soportado. Un breve descanso te pondrá como nuevo, unas vacaciones apartado de todo esto. Pero de eso a que estés... ¡Absurdo!
—No, dijo Phy, mirando fijamente a Carrsbury—. Tú crees que estoy loco. Crees que todos mis colegas del Servicio de Dirección Mundial están locos. Por eso nos has reemplazado por los hombres que has estado adiestrando durante diez años en tu Instituto de Caudillaje Político. Lo has creído desde el momento en que, con mi ayuda y mi complicidad, te convertiste en Director Mundial.
Carrsbury acusó el impacto. Por primera vez, su sonrisa se hizo un poco insegura. Empezó a decir algo, pero cambió de idea y miró a Phy, como si esperara que añadiese algo.
Sin embargo, Phy estaba mirando de nuevo fijamente el suelo.
Carrsbury se retrepó en su asiento, pensando. Cuando volvió a hablar, lo hizo en un tono más natural, menos melifluo y paternal.
—De acuerdo, Phy. Pero, sinceramente, dime una cosa: ¿no os sentiréis todos mucho más felices cuando os hayan relevado de vuestras responsabilidades?
Phy asintió con aire sombrío.
—Sí —dijo—. Indudablemente. Pero...
—Pero, ¿qué? —apremió Carrsbury.
Phy tragó saliva. Parecía incapaz de continuar. Se había deslizado paulatinamente hacia un lado del sillón, y la presión había hecho que el verde gasoide asomara por su bolsillo. Los largos dedos de Phy lo apretaron maquinalmente.
Carrsbury se puso en pie y dio la vuelta al escritorio. Sus cejas continuaban fruncidas, pero ahora no fingía.
—No veo motivo para que no hablemos de ello ahora, Phy —dijo—. Hasta cierto punto, te debo todo lo que soy. Y no hay razón para mantenerlo en secreto... no existe ningún peligro...
—Sí —asintió Phy, con una amarga sonrisa—, desde hace unos años no has corrido el peligro de que se produjera un golpe de estado. Y en el caso de que nos hubiéramos sublevado, disponías... —su mirada se posó en un punto de la pared opuesta donde una fina rendija vertical señalaba la presencia de una puerta— de tu policía secreta.
Carrsbury se sobresaltó. No se le había ocurrido que Phy pudiera estar enterado. Molesto, pensó: La astucia de los locos. Pero sólo por un instante. El sentimiento de amistad prevaleció de nuevo. Se situó detrás del sillón que ocupaba Phy y apoyó sus manos en los caídos hombros.
—Sabes que siempre he experimentado un afecto especial hacia ti, Phy. —dijo—, y no solamente por el hecho de que tus genialidades me facilitaran el camino para convertirme en Director Mundial. Siempre he sabido que eras distinto de los otros, que había momentos en que...
Vaciló.
Phy se encogió un poco bajo las amistosas manos.
—¿Te refieres a mis momentos de lucidez? —inquirió sin rodeos.
—Como ahora —dijo Carrsbury en voz baja, tras asentir con la cabeza, un gesto que el otro no pudo ver—. Siempre he sabido que a tu manera, poco realista, me comprendías. Y eso ha significado mucho para mí. He estado solo, Phy, espantosamente solo, durante diez años. No he tenido un solo compañero. Ni siquiera entre los hombres que he estado adiestrando en el Instituto de Caudillaje Político, ya que también delante de ellos tenía que representar un papel, mantenerles en la ignorancia de ciertos hechos, por temor a que se anticiparan a tomar el poder antes de estar suficientemente preparados. Siempre solo, sin más compañía que la de mis esperanzas... y los ocasionales momentos que he pasado contigo. Ahora que todo está superado y que un nuevo régimen empieza para los dos, puedo decirte eso. Y me alegro.
Se produjo un silencio. Luego... Phy no volvió la cabeza, pero una mano exangüe ascendió hasta tocar la de Carrsbury. Carrsbury carraspeó. Resultaba extraño, pensó, que pudiera existir una momentánea relación como ésta entre el cuerdo y el loco. Pero así era.
El Director Mundial regresó a su escritorio con cierta precipitación.
—Soy una regresión, Phy —empezó, hablando con más vivacidad que antes—. Una regresión a una época en la que la mentalidad humana era mucho más sana. Si mi caso se debió a las leyes de la herencia, o a determinados accidentes ambientales, o a las dos cosas, es algo que carece de importancia. Lo cierto es que había nacido una persona que estaba en condiciones de analizar el estado actual del género humano a la luz del pasado, de diagnosticar su enfermedad y de iniciar su curación. Durante largo tiempo me negué a enfrentarme con los hechos, pero finalmente mis investigaciones —especialmente las relacionadas con la literatura del siglo XX— no me dejaron otra alternativa. La mentalidad del género humano se había convertido en... anormal. Gracias a algunos avances tecnológicos, que habían hecho mucho más fácil y sencilla la tarea de vivir, y al hecho de que las guerras terminaron con la creación del actual estado mundial, se demoró el inevitable derrumbamiento de la civilización. Pero no hizo más que eso: demorarse. Las grandes masas humanas se han convertido en masas de lo que en otra época recibió el nombre de neuróticos incurables. Sus caudillos se han vuelto... tú te has adelantado a decirlo, Phy... locos. Incidentalmente, este último fenómeno —la tendencia de los enfermos mentales al caudillaje— ha sido observado en todas las épocas.
Carrsbury hizo una pausa. Tal vez se equivocaba, pero le pareció que Phy estaba siguiendo sus palabras con síntomas de una claridad mental mucho mayor que la había observado en él hasta entonces. Quizás —a menudo había soñado esperanzadamente en aquella posibilidad— existía aún la oportunidad de salvar a Phy. Quizás, si le explicaba las cosas claramente...
—En mis estudios históricos —continuó—, no tardé en llegar a la conclusión de que el período crucial fue el de la Amnistía Final, coincidente con la fundación del actual estado mundial. Se nos ha enseñado que con tal motivo fueron liberados millones de presos políticos... y millones de los otros. ¿Quiénes eran aquellos otros? A esta pregunta, nuestras historias actuales sólo dan respuestas vagas y vulgares. Las dificultades semánticas con que he tropezado han sido enormes. Pero he insistido obstinadamente. ¿Por qué, me he preguntado a mí mismo, habían desaparecido de nuestro vocabulario palabras tales como locura, demencia, psicosis, al tiempo que desaparecían de nuestra mente los conceptos que correspondían a ellas? ¿Por qué ha desaparecido del plan de estudios de nuestras Universidades la asignatura «Psicología anormal»? Y, lo que es mucho más significativo, ¿por qué nuestra moderna psicología resulta asombrosamente similar a lo que en el siglo XX se definía como psicología anormal? ¿Por que no existen ya, como en el siglo XX, instituciones para la reclusión y el tratamiento de los enfermos mentales?
Phy irguió la cabeza. Sonrió ladinamente.
—Porque ahora todo el mundo está loco —susurró.
La astucia de los locos. La frase acudió de nuevo a la mente de Carrsbury, como una advertencia. Pero sólo por un instante. Asintió con un gesto.
—Al principio me negué a aceptar esa conclusión. Pero poco a poco razoné el porqué y el cómo de lo que había sucedido. Una civilización altamente tecnológica había sometido al género humano a una gama más amplia de estímulos, convirtiéndolo en sujeto de tensiones mentales, de impulsos emotivos y de sugestiones conflictivas. Pero en los textos de psiquiatría del siglo XX descubrí, además, unas observaciones sobre un tipo de psicosis provocada por el éxito. Un individuo desequilibrado conserva una apariencia de normalidad mientras lucha por algo, mientras avanza hacia un objetivo. Pero alcanza el objetivo, y se desmorona. Sus reprimidas confusiones asoman a la superficie, se da cuenta de que no sabe lo que quiere, en realidad, sus energías, hasta entonces comprometidas en una lucha externa se vuelven contra él, y le destruyen. Bien, cuando la guerra quedó finalmente eliminada, cuando el mundo entero se convirtió en un estado unificado, cuando la desigualdad social quedó abolida... ¿Te das cuenta de la dirección de mi pensamiento?
Phy asintió lentamente.
—Esa es una deducción muy interesante —dijo, con una voz extraña, remota.
—Habiendo aceptado a regañadientes mi premisa principal —continuó Carrsbury—, todo se aclaró. Las cíclicas fluctuaciones semestrales del crédito mundial: me di cuenta en seguida de que Morgenstern, de Finanzas, era un maníaco-depresivo con una frase semestral, o una personalidad dualista, con una faceta de derrochador y otra de avaro. Resultó ser lo primero. ¿Por qué permanecía estancado el Departamento de Cultura? Porque el Director Howard era un catatónico. ¿Por qué se excedía en sus actividades el Departamento de Investigaciones Extraterrestres? Porque McElvy era un eufórico.
Phy le miró con una expresión de extrañeza.
—Es natural —dijo, extendiendo sus delgadas manos, de una de las cuales cayó el gasoide como un bucle de humo verde.
Carrsbury replicó.
—Sí, ya sé que tú y algunos de los otros os dais cuenta de las diferencias entre vuestras... personalidades, aunque no apreciéis la anormalidad fundamental implícita en todas ellas. Pero, sigamos. Cuando supe cuál era la situación, decidí lo que tenía que hacer. En mi calidad de hombre cuerdo, capaz de fijarme unos objetivos realistas, y rodeado de individuos cuyas inconsistencias y fantasías podía aprovechar en beneficio mío, estaba en condiciones de alcanzar, con tiempo y tacto, todo lo que me propusiera. Entonces formaba parte ya del Servicio Directivo. En tres años me convertí en Director Mundial. Entonces, mi esfera de influencia se amplió enormemente. Al igual que el hombre del epigrama de Arquímedes, tenía un punto de apoyo desde el cual podía mover el mundo. Conseguí, con diversos pretextos y bajo diferentes disfraces, promulgar unas disposiciones cuyo verdadero objetivo era el de apaciguar a las grandes masas neuróticas, eliminando muchos de los estímulos perturbadores e introduciendo un programa de vida más ordenado. Conseguí, halagando a mis compañeros del Directorio Mundial y poniendo a contribución toda mi capacidad de trabajo, mantener los asuntos mundiales dentro de unos límites razonables de seguridad, evitando, al menos, lo peor. Al mismo tiempo conseguí sacar adelante mi Plan Decenal: el adiestramiento, en un relativo aislamiento, primero en pequeño número, y luego, a medida que los instruidos podían convertirse en instructores, en número mayor, de un grupo de futuros dirigentes cuidadosamente escogidos teniendo en cuenta su relativa carencia de tendencias neuróticas.
—Pero, eso... —empezó a decir Phy, en tono excitado, poniéndose en pie.
—Eso, ¿qué? —inquirió Carrsbury rápidamente.
—Nada —murmuró Phy, dejándose caer de nuevo sobre el sillón.
—Creo que te lo he explicado todo —concluyó Carrsbury—. Excepto una cosa, quizás. Lo de mi proyección. No podía arriesgarme a prescindir de ella. Lo que a mí dependía era muy importante. Y existía el peligro de que me arrollara un estallido de violencia, desorganizado pero de todos modos efectivo, provocado por mis compañeros del Directorio Mundial. Por ello decidí dar un paso peligroso: creé mi policía secreta. Existe un tipo de locura conocida como paranoia, que se caracteriza por una exagerada suspicacia, la cual conduce a la manía persecutoria. Por medio de la técnica Rand de hipnotismo, muy utilizada a finales del siglo XX, inculqué a cierto número de esos desdichados individuos la idea fija de que sus vidas dependían de mí, de que yo estaba amenazado por todas partes y que debían protegerme a toda costa. Una desagradable medida, aunque haya resultado eficaz. Me sentiré satisfecho, muy satisfecho, cuando deje de ser necesaria. ¿Comprendes por qué me vi obligado a tomarla?
Miró a Phy con aire interrogador... y se dio cuenta con asombro de que su interlocutor le sonreía con una expresión idiota mientras sostenía el gasoide entre dos dedos.
—Hice un agujero en mi colchón y salió un montón de este material —explicó Phy, en el mismo tono que emplea un chiquillo para hablar de sus juegos—. Un material muy raro. Líquido rarificado. Gas de volumen fijo. —Esculpió con sus dedos una espantosa cabeza, verde transparente. Luego la aplastó en la palma de su mano—. Tengo el suelo de mi oficina lleno, enmarañado con los muebles.
Carrsbury se echó hacia atrás en su asiento y cerró los ojos. Se sintió súbitamente un poco cansado, un poco más ávido de ver llegar el día de su triunfo. Sabía que no debía desanimarse por su fracaso con Phy. Después de todo, había ganado la batalla principal. Siempre había sabido que, exceptuando algunos breves períodos de lucidez, Phy era tan incurable como el resto. Sin embargo...
—No tienes que preocuparte por el suelo de tu oficina, Phy —dijo, amablemente—. Tu sucesor se encargará de limpiarlo. A todos los efectos, ya has sido reemplazado.
—¡Eso es! —Carrsbury se sobresaltó ante el estallido de Phy. El Secretario Mundial se puso en pie de un salto y avanzó hacia él, extendiendo una excitada mano—. ¡Por eso he venido a verte! ¡Eso es lo que he estado tratando de decirte! ¡No puedo ser reemplazado así! ¡Ni tampoco los otros! ¡No puedes hacer eso!
Con una rapidez nacida de una larga práctica, Carrsbury se deslizó detrás de su escritorio. Obligó a sus facciones a reflejar una expresión de tranquila y sonriente benevolencia.
—Vamos, vamos, Phy —dijo, en tono contemporizador—. Si no puedo hacerlo, no puedo hacerlo, desde luego. Pero, ¿no crees que deberías decirme el motivo? ¿No crees que sería preferible que nos sentáramos, y habláramos del asunto, y me dijeras el motivo?
Phy se detuvo y dejó colgar su cabeza, desconcertado.
—Sí, supongo que sí —dijo lentamente, hablando de nuevo en voz baja y monocorde—. Supongo que tendré que hacerlo. Supongo que no hay otra solución. Sin embargo, había alimentado la esperanza de no tener que contártelo todo.
Carrsbury continuó sonriendo. Phy retrocedió hasta el sillón y se sentó.
—Bien —empezó finalmente, sin dejar de juguetear con el gasoide—. Todo comenzó cuando quisiste ser Director Mundial. No eras el tipo habitual, pero pensamos que podría resultar divertido. Sí, y al mismo tiempo útil. —Miró a Carrsbury—. En realidad, has beneficiado al Mundo en muchos sentidos, no lo olvides nunca —le aseguró—. Desde luego —añadió, concentrándose de nuevo en el torturado gasoide—, no lo has beneficiado exactamente en el sentido que tú creías.
—¿No? —inquirió Carrsbury maquinalmente.
Síguele la corriente. Síguele la corriente. La frase resonó una y otra vez en su cerebro.
Phy sacudió tristemente la cabeza.
—Tomemos, por ejemplo, esas disposiciones que promulgaste para apaciguar a la gente...
—¿Sí?
—Por ejemplo, tu prohibición de toda literatura excitante en las cintas de lectura... ¡Oh! Al principio tratamos de transigir con los temas sedantes que tú habías sugerido. La gente se lo tomó a risa, incluso. Pero, pasada la novedad, tu disposición se convirtió de hecho en una prohibición de toda literatura no excitante.
La sonrisa de Carrsbury se hizo más ancha.
—Todos los días paso por delante de varios puestos de venta de cintas de lectura —dijo, amablemente—. Los envases son completamente asépticos, desde el punto de vista de la moral. Han desaparecido las fotografías y los grabados obscenos que solían verse en todas partes.
—¿Has comprado alguna cinta? ¿La has escuchado? ¿0 proyectado el texto visual? —inquirió Phy.
—Durante diez años he sido un hombre muy atareado —respondió Carrsbury—. Desde luego, he leído los informes oficiales acerca de tales materias, y a veces he echado una ojeada a muestras resumidas de cintas de lectura.
—¡Oh, claro, los informes oficiales! —dijo Phy, alzando la mirada hacia la pared cubierta de archivos, más allá del escritorio—. Verás, lo que hicimos fue conservar los castos envases, y volver al antiguo contenido. ¿Comprendes? Como ya te he dicho antes, muchas de tus disposiciones han resultado beneficiosas.
Los informes oficiales. Aquellas tres palabras continuaban resonando desagradablemente en los oídos de Carrsbury. La rápida mirada que dirigió por encima de su hombro a la pared cubierta de archivos estaba cargada de suspicacia.
—¡Oh, sí! —continuó Phy—. Lo mismo que aquella prohibición de ceder a los impulsos anormales o indecorosos, con una larga relación de categorías específicas. La disposición entró en vigor, en efecto, pero con una breve coletilla: A menos que se considere indispensable ceder a ellos. Así quedaba garantizada la libertad del individuo —los dedos de Phy trabajaban furiosamente con el gasoide—. En lo que respecta a la prohibición de diversas bebidas estimulantes.... bueno, en esta localidad continúan sirviéndose bajo otros nombres, aunque se ha desarrollado una interesante costumbre: la de comportarse sobriamente mientras se ingieren. Y si hablamos de la jornada de ocho horas de trabajo...
Casi involuntariamente, Carrsbury se puso en pie y se acercó a una de las paredes. Con un gesto de su mano a través de un rayo invisible en forma de U, conectó la ventana. La pared desapareció. A través de su transparencia casi perfecta, el Director Mundial miró hacia abajo con curiosidad.
Las calles y parques parecían tranquilos y en orden. Pero luego se produjo una especie de confusión: una pandilla de personas, que desde aquella altura no eran más que diminutas cabezas con brazos y piernas, salió de un taller y empezó a bombardear a otro grupo con pieles de frutas. Al mismo tiempo, en otra calle contigua, dos pequeños vehículos ovoides, de color plateado, se embestían el uno al otro, retozando.
Carrsbury desconectó apresuradamente la ventana y dio media vuelta. Una simple casualidad, se dijo a sí mismo furiosamente. Desprovista de todo significado estadístico. Por espacio de diez años el género humano había tendido a la cordura, a pesar de las ocasionales recaídas. Lo había visto con sus propios ojos... Se había portado como un tonto al permitir que las divagaciones de Phy le afectaran.
Consultó su reloj.
—Tendrás que disculparme —dijo bruscamente, encaminándose hacia la salida—. Me gustaría continuar esta conversación, pero he de asistir a la primera reunión del nuevo Consejo Directivo Central.
Phy se puso rápidamente en pie.
—¡Oh! ¡No puedes hacer eso! ¡No puedes hacer eso! Es imposible!
Y agarró a Carrsbury por un brazo. El Director Mundial, impaciente, trató de desasirse. La rendija de la pared lateral se ensanchó, convirtiéndose en una puerta. Inmediatamente, los dos hombres dejaron de luchar.
En el umbral de la puerta apareció un cadavérico gigante, con un arma de color negro en la mano. Una barba negra sombreaba sus mejillas. En su rostro se reflejaba una cruel mezcla de suspicacia y de fanática devoción, la primera dirigida a lo largo del arma hacia Phy, y la segunda —con los ojos sonámbulos— hacia Carrsbury.
—¿Le estaba amenazando? —preguntó el hombre barbudo con voz ronca, moviendo significativamente el arma.
Por unos instantes, un brillo furioso y vengativo se reflejó en los ojos de Carrsbury. Luego se apagó. Se reprendió a sí mismo por aquel momentáneo impulso. El Secretario Mundial era un pobre lunático, y no debía odiarle, sino compadecerle.
—No pasa nada, Hartman —dijo tranquilamente—. Estábamos discutiendo un asunto, nos hemos excitado y hemos levantado un poco la voz. No pasa nada.
—Muy bien —dijo el hombre barbudo en tono dubitativo, después de una pausa. De mala gana, devolvió el arma a su funda, pero mantuvo su mano sobre ella y permaneció de pie en el umbral.
—Y ahora —dijo Carrsbury, desasiéndose—, tengo que marcharme.
Había recorrido todo el pasillo y estaba junto al ascensor cuando se dio cuenta de que Phy le había seguido y tiraba tímidamente de su manga.
—No puedes marcharte así —suplicó Phy, dirigiendo una aprensiva mirada hacia atrás por encima de su hombro. Carrsbury observó que Hartman también les había seguido—. Tienes que darme una oportunidad para que te explique el motivo, tal como me has pedido.
Síguele la corriente. El cerebro de Carrsbury estaba mortalmente cansado del susurro, pero decidió contemporizar.
—Puedes hablarme en el ascensor —concedió, al tiempo que su mano gesticulaba a través de un rayo en forma de U y un movimiento serpentino de luz en la pared señalaba la obediente subida del ascensor.
—Verás, no se trata únicamente de las disposiciones prohibitorias —dijo Phy apresuradamente—. Hay otras muchas cosas que nunca han funcionado como señalaban tus informes oficiales. Los presupuestos departamentales, por ejemplo. Los informes indicaban que las asignaciones para las Investigaciones Extraterrestres no experimentaban ningún aumento. En realidad, durante los últimos diez años, se han decuplicado. Desde luego, tú no podías saberlo. No podías estar en todo el mundo al mismo tiempo y presenciar todos los lanzamientos de cohetes supraestratosféricos.
El movimiento de la luz se interrumpió. Carrsbury entró en el ascensor. Pensó en la conveniencia de despedir a Hartman. El pobre Phy no representaba ninguna amenaza. Sin embargo... la astucia de los locos. Cambió de idea y accionó el rayo de control que enviaría al ascensor al centésimo y último piso. La puerta se cerró suavemente. Las cifras empezaron a parpadear. Veintiuno, veintidós, veintitrés.
—Y no hablemos del Servicio Militar. Tú lo redujiste drásticamente.
—Desde luego —asintió Carrsbury—. Hay un sólo país en el mundo. Evidentemente, la única necesidad militar es la de una adecuada fuerza policíaca. Además, sería muy arriesgado poner armas en manos de la actual población mundial.
—Lo sé —dijo Phy—. Sin embargo, lo que ha ocurrido es que, sin que tú lo supieras, el Servicio Militar se ha ido incrementando, y recientemente se han formado cuatro escuadrillas de cohetes.
Cincuenta y siete, cincuenta y ocho. Síguele la corriente.
—¿Por qué?
—Bueno, hemos descubierto que la Tierra está siendo explorada. Tal vez desde Andrómeda. Tal vez con intenciones hostiles. Tenemos que estar preparados. No te lo hemos dicho... bueno, porque temíamos que la noticia pudiera excitarte.
Carrsbury cerró los ojos. ¿Cuánto iba a durar aquello? Se dio cuenta, con un sentimiento de asombro, de que durante la última media hora, las personas como Phy, soportadas por espacio de diez años, se habían convertido para él en seres indeciblemente fastidiosos.
—¿Sabes cuántos pisos hay en este edificio?
Carrsbury no captó inmediatamente el nuevo tono de la voz de Phy, pero reaccionó inmediatamente.
—Cien —respondió.
—Entonces, ¿en qué piso estamos ahora?
Carrsbury abrió los ojos. Parpadeó una cifra: ciento veintisiete, ciento veintiocho, ciento veintinueve.
Algo muy frío se instaló en el estómago de Carrsbury, ascendió hasta su cerebro. Pensó en dimensiones ocultas, en agujeros insospechados en el espacio. Unos postulados de física elemental danzaron a través de sus pensamientos. Si era posible que un ascensor se mantuviera en movimiento hacia arriba con aceleración uniforme, sus ocupantes no podían determinar si los efectos que experimentaban eran debidos a la aceleración o a la gravedad: si el ascensor permanecía inmóvil sobre algún planeta, o se disparaba con creciente velocidad a través del libre espacio.
Ciento cuarenta y uno, ciento cuarenta y dos.
—O como si uno ascendiera a través de la conciencia hacia un reino insospechado de mentalidad situado encima —sugirió Phy con su nueva voz, sonriendo suavemente.
Ciento cuarenta y seis, ciento cuarenta y siete. El ascensor aminoraba ahora la velocidad. Ciento cuarenta y nueve, ciento cincuenta. Se había parado.
Esto era algún truco. La idea fue como un chorro de agua fría en el rostro de Carrsbury. Algún truco infantil de Phy. Cambiar las cifras de los pisos no resultaba difícil.
—Prepárate para una sorpresa —le advirtió Phy.
Casi simultáneamente, la brillante claridad del sol le deslumbró, mientras su estómago experimentaba un doloroso espasmo de vértigo.
Phy, Hartman y Carrsbury estaban de pie en el aire, cincuenta pisos por encima del Centro Directivo Mundial. Por un instante, Carrsbury se agarró frenéticamente a... nada. Luego se dio cuenta de que no estaban cayendo, y sus ojos... empezaron a localizar un asomo de paredes, techo y suelo e, inmediatamente debajo de ello una especie de pozo.
—Maravilloso, ¿no? —inquirió Phy—. Se trata de una de esas fascinadoras ideas modernas contra las cuales has legislado tan obstinadamente: como nuestras escaleras incompletas y nuestros caminos que no conducen a ninguna parte. El Comité de Construcciones decidió ampliar el radio de acción del ascensor y convertirlo en una especie de atalaya. El pozo tuvo que ser transparente para no estropear la forma del edificio original y para mejorar la visión. Los resultados fueron tan satisfactorios, que tuvo que ser instalado un sistema de alarma electrónico para la seguridad de las aeronaves.
Phy hizo una pausa y miró a Carrsbury con expresión burlona.
—Todo muy sencillo —observó—. Pero; ¿no encuentras una especie de simbolismo en ello? Durante diez años has pasado la mayor parte de tu vida en este edificio. Todos los días has utilizado este ascensor. Pero ni una sola vez —has sospechado la existencia de estos cincuenta pisos suplementarios. ¿No crees que pueda haberte ocurrido algo por el estilo en lo que respecta a tus observaciones de otros aspectos de la vida social contemporánea?
Carrsbury miró al Secretario Mundial con aire de desconcierto.
Phy se volvió a contemplar una aeronave que parecía dirigirse hacia ellos.
—Puedes mirarla, también —le dijo a Carrsbury—, ya que va a trasladarte a un lugar en el que gozarás de una vida más feliz y más descansada.
Carrsbury se humedeció los labios.
—Pero... —tartamudeó—. Pero...
Phy sonrió.
—Es verdad, he de terminar mi explicación. Bueno, tú podías haber continuado siendo Director Mundial toda tu vida, en el aislamiento de tu oficina, con tus informes oficiales y tus ocasionales contactos conmigo y con los otros. Pero se te ocurrió lo del Instituto de Caudillaje Político. Eso trastornó todas las cosas. Desde luego, nosotros estábamos tan interesados en él como tú. Ofrecía unas posibilidades concretas. Confiábamos en que la idea tendría éxito. Y nos hubiéramos retirado de buena gana de salir bien la cosa. Pero, afortunadamente, la idea fue un fracaso.
Sorprendió la dirección de la mirada de Carrsbury.
—No —dijo—. Temo que sus pupilos no están esperándole en la sala de conferencias del centésimo piso, como pensaba. Temo que están todavía en el Instituto. Y temo que éste se ha convertido en... bueno... en otra clase de Instituto.
Carrsbury notó que sus pensamientos y su voluntad emergían paulatinamente de la espantosa pesadilla que los había paralizado.
La astucia de los locos: no había hecho caso de aquella advertencia. En el preciso instante de la victoria... ¡No! ¡Se había olvidado de Hartman! Esta era justamente la emergencia para la cual había creado su cuerpo de protección personal.
Miró de soslayo al miembro principal de su policía secreta. El barbudo gigante, despreocupado al parecer de su extraña posición, contemplaba fijamente a Phy, como podría haber contemplado a un mago diabólico, capaz de las peores hazañas.
De pronto, Hartman captó la mirada de Carrsbury. Adivinó su pensamiento.
Sacando el arma de su funda, apuntó a Phy.
De sus labios brotó un sonido sibilante. Luego, en voz alta, gritó.
—¡Estás muerto, Phy! ¡Te he desintegrado!
Phy avanzó un par de pasos y arrancó el arma de manos del barbudo.
—Este es otro ejemplo de lo despistado que estás en lo que respecta al temperamento moderno —le dijo a Carrsbury—. Todos nosotros tenemos un aspecto débil en nuestro carácter. Hartman era excesivamente suspicaz; padecía un complejo de conjuras y persecuciones. Tú le asignaste la peor de las tareas, puesto que alimentaba y estimulaba su debilidad. Concentrado en una idea fija, se olvidó de las otras realidades, hasta el punto de que pasó años enteros sin darse cuenta de que llevaba una pistola de juguete.
»Pero —añadió Phy—, dale la tarea adecuada y funcionará perfectamente. Asignar a cada hombre el trabajo que mejor encaja con sus condiciones es un arte con infinitas posibilidades. Por eso teníamos a Morgenstern en Finanzas: para mantener el crédito fluctuante, con un ritmo seguro y vaticinable. Por eso teníamos a un eufórico en la dirección del programa de Investigaciones Extraterrestres: para crear un clima de superoptimismo. Y a un catatónico en el Departamento de Cultura: para que no se estrelle en su prisa por avanzar demasiado.
Carrsbury observó que la aeronave se estaba acercando cada vez más a ellos.
—Pero, entonces, ¿por qué...? —empezó a decir.
—¿Por qué te nombramos Director Mundial? —terminó Phy—. ¿Acaso no es obvio? ¿No te he dicho varias veces que has hecho mucho bien, indirectamente? Nos interesabas, ¿no lo comprendes? En realidad, tú eras prácticamente único. Como ya sabes, nuestro principio fundamental es el de permitir que cada individuo se exprese a sí mismo como desee. En tu caso, eso significaba permitir que te convirtieras en Director Mundial. En conjunto, la cosa no ha ido mal. Todo el mundo se ha divertido, se han promulgado algunas disposiciones constructivas, hemos aprendido mucho... ¡Oh! No hemos realizado todo lo que esperábamos llevar a cabo, pero esto es algo inevitable. Desgraciadamente, al final nos hemos visto obligados a interrumpir el experimento.
La aeronave había establecido contacto.
—Comprendes por qué ha sido necesario todo eso, ¿verdad? —continuó Phy, mientras acompañaba a Carrsbury hacia la portezuela abierta de la aeronave—. Estoy seguro de que lo comprendes. Todo se reduce a un problema de cordura. ¿Qué es la cordura... ahora, en el siglo XX, en cualquier época? La adhesión a unas normas. La conformidad con determinados convencionalismos fundamentales que presiden toda conducta humana. En nuestra época, el apartarse de la norma se ha convertido en la norma. La incapacidad para conformarse se ha convertido en la pauta del conformismo. Está claro, ¿no? Y explica tu propio caso y el de tus protegidos. Durante un largo período de años has insistido en adherirte a unas normas, en conformarte con determinados convencionalismos básicos. Has sido completamente incapaz de adaptarte a la sociedad que te rodeaba. Sólo podías fingir... y tus protegidos ni siquiera han sido capaces de eso. A pesar de tus muchas cualidades personales, no podíamos hacer otra cosa.
Carrsbury se volvió. Por fin había recobrado su voz. Una voz ronca, furiosa.
—¿Quieres decir que durante todos estos años os habéis estado burlando de mí?
La portezuela se cerraba ya. Phy gritó:
—Hubo una vez un indio sioux llamado Caballo Loco. Venció a Crock y venció a Custer. No creas que subestimo tu fuerza, Carrsbury.
Mientras la aeronave se remontaba, Phy agitó la burbuja de gasoide verde en un gesto de despedida.
—Encontrarás muy agradable el lugar al cual te diriges —gritó, en tono estimulante—. Alojamiento cómodo, aparatos adecuados para hacer ejercicio, y una biblioteca de literatura del siglo XX para que te ayude a pasar el tiempo.
Contempló el rígido rostro de Carrsbury, pegado al cristal de la portezuela, hasta que la aeronave se alejó, convirtiéndose en un pequeño punto en el espacio.
Entonces dio media vuelta, contempló sus manos, tiró el gasoide por la puerta abierta del ascensor, estudió su vuelo unos instantes y luego accionó el rayo en forma de U.
—Me alegro de haber perdido de vista a ese individuo —murmuró, más para sí mismo que para Hartman, mientras el ascensor descendía hacia el tejado.
Hartman le miró con ojos completamente inexpresivos.
—Sí —continuó Phy—, empezaba a ejercer una influencia muy perniciosa sobre mí. En realidad, estaba comenzando a temer por mí... —su expresión se hizo súbitamente vacua— «locura».



II - ALIENÍGENAS, EN LA TIERRA Y EN OTRAS PARTES


LAS FORMAS
J. H. Rosny


I

Sucedió mil años antes del comienzo de aquel centro de civilización del cual brotarían más tarde Nínive, Babilonia y Ecbatana.
La tribu nómada de Pjehu, con sus caballos, asnos y ganado, estaba cruzando la selva virgen de Kzur hacia el oeste, a través de una oblicua cortina de luz. Los bordes del sol poniente se hinchaban, revoloteaban, caían de sus graciosas perchas.
Todo el mundo estaba cansado y todos permanecían silenciosos, buscando un buen claro donde la tribu pudiera encender el fuego sagrado, preparar la cena y dormir a salvo de los animales salvajes detrás de una doble hilera de carbones encendidos.
Las nubes adquirieron tonos opalescentes; ilusorios paisajes se alejaron hacia los cuatro horizontes; los dioses de la noche empezaron a susurrar su dulce melopea, y la tribu continuaba avanzando. De pronto llegó un explorador, a caballo, anunciando la presencia de un claro y de agua, un manantial puro.
La tribu profirió tres prolongados gritos; todo el mundo avanzó con más rapidez. Estallaron risas infantiles; incluso los caballos y los asnos, acostumbrados a reconocer la proximidad de un lugar de descanso por el regreso de los exploradores y la alegría de los nómadas, irguieron sus cuellos orgullosamente.
Llegaron a la vista del claro. Allí, donde el delicioso manantial había excavado su lecho entre musgos y arbustos, una fantasmagoría se ofreció a los ojos de los nómadas.
Fue, primero, un gran círculo de traslúcidos conos azulados, con la punta hacia arriba, cuyo tamaño era casi la mitad del de un hombre. Unas cuantas rayas claras, unas cuantas espiras oscuras estaban esparcidas a través de sus superficies; cada uno de ellos tenía una deslumbrante estrella cerca de su base.
Más lejos, igualmente extrañas, había unas losas puestas en pie, con aspecto de corteza de abedul, salpicadas de elipses multicolores. Otras Formas, aquí y allá, eran casi cilíndricas: algunas altas y delgadas, otras bajas y achaparradas, todos de color bronceado, moteado de verde; y todas con el característico punto luminoso.
La tribu se detuvo, asombrada. Incluso los más valientes quedaron helados de supersticioso temor, que aumentó cuando las Formas empezaron a oscilar en el crepúsculo del claro. Y, súbitamente, sus estrellas parpadearon, los conos se alargaron, los cilindros y las losas chirriaron como agua arrojada encima de una llama, todos ellos avanzando hacia los nómadas con creciente velocidad.
Hechizada por el espectáculo, la tribu no se movió. Las Formas cayeron sobre ellos. El choque fue terrible. Guerreros, mujeres y niños cayeron a montones, misteriosamente derribados como por el rayo. Luego, los aterrorizados supervivientes encontraron fuerzas para huir. Y las Formas, rompiendo sus cerradas filas, se extendieron alrededor de la tribu, persiguiendo implacablemente a los que huían. Sin embargo, el espantoso ataque no fue infalible: mató a algunos, aturdió a otros, no hirió a ninguno. Unas cuantas gotas rojas brotaron de la nariz, ojos y oídos de los moribundos; pero otros, ilesos, se levantaron pronto y emprendieron la huida a la pálida luz crepuscular.
Fuera cual fuese la naturaleza de las Formas, se portaban como seres vivientes, no como elementos de la naturaleza, poseyendo, como los seres vivientes, una inconstancia y diversidad de movimiento, escogiendo claramente sus víctimas, sin confundir a los nómadas con árboles o arbustos, y ni siquiera con animales.
Los más rápidos de la tribu no tardaron en darse cuenta de que nadie les perseguía ya. Agotados y en harapos, al final se atrevieron a desandar su camino hacia el misterio. Muy lejos, entre los troncos de árboles inundados de sombras, la resplandeciente caza continuaba. Y las Formas, aparentemente por elección, destrozaban a los guerreros, desdeñando a menudo atacar a los débiles, a las mujeres y a los niños.
Vista a distancia, en medio de la oscuridad que ahora había caído, la escena era más sobrenatural, más abrumadora para unas mentes bárbaras. A punto de emprender la huida una vez más, los guerreros efectuaron un descubrimiento vital: hicieran lo que hicieran los fugitivos, las Formas abandonaban la persecución en un límite determinado. Por débil e indefensa que la víctima pudiera estar, incluso si se hallaba inconsciente, una vez había cruzado la frontera invisible se encontraba fuera de peligro.
Este tranquilizador descubrimiento, confirmado pronto por cincuenta observaciones, aplacó los frenéticos nervios de los fugitivos. Se atrevieron a esperar a sus compañeros, a sus esposas y a sus hijos, que habían escapado de la carnicería. Uno de ellos, su héroe, que había resultado conmocionado al principio, recobró su presencia de ánimo y encendió una fogata, y sopló en un cuerno de búfalo para guiar a los fugitivos.
Uno a uno llegaron los supervivientes. Muchos, derrengados, arrastrándose sobre manos y rodillas. Las madres, con indomable voluntad, habían protegido, reunido y transportado a sus hijos a través del salvaje encuentro.
Y muchos caballos, asnos y reses reaparecieron, menos asustados que sus dueños.
Siguió una noche lúgubre, pasada en insomne silencio, mientras los guerreros se sentían asaltados por frecuentes estremecimientos. Pero llegó el amanecer, proyectando claridades a través del espeso follaje, y los pájaros empezaron a piar, animándoles a vivir, ahuyentando los terrores de la oscuridad.
El Héroe, él caudillo natural, formó la multitud en grupos y empezó a pasar recuento a la tribu. Faltaban la mitad de los guerreros, doscientos. La pérdida de mujeres era mucho menor; los niños estaban casi todos.
Cuando terminó el recuento y fueron reunidas las bestias de carga (faltaban muy pocas, debido a la superioridad del instinto sobre la razón durante una crisis), el Héroe hizo formar a la tribu como de costumbre. Luego, ordenando a todo el mundo que le esperasen, echó a andar, pálido y solo, hacia el claro. Nadie se atrevió a seguirle, ni siquiera de lejos.
Se dirigió hacia el lugar donde los árboles estaban más espaciados, un poco más allá del límite observado el día anterior, y miró.
A cierta distancia, en la fría transparencia de la mañana, fluía el manantial. En torno, reunida, la fantástica tropa de Formas brillaba esplendorosamente. Sus colores habían cambiado. Los conos eran más compactos, su tono turquesa se había trocado en verdoso; los Cilindros estaban estriados de violeta y las Losas parecían de cobre puro. Pero todos tenían su resplandeciente estrella, deslumbrante incluso a la luz del día.
Los contornos de aquellos fantasmagóricos entes también habían cambiado. Los conos tendían a convertirse en cilindros, los cilindros a aplastarse y ensancharse, en tanto que las losas se curvaban ligeramente.
Pero, súbitamente, al igual que la noche anterior, las formas oscilaron, sus estrellas empezaron a parpadear; el Héroe, lentamente, se retiró más allá de la línea de seguridad.

II

La tribu de Pjehu se detuvo en el umbral del gran tabernáculo nómada, en el cual sólo podían entrar los jefes. En las rutilantes profundidades, debajo de la viril imagen del Sol, estaban sentados los tres altos sacerdotes. Debajo de ellos, en los dorados peldaños, los doce sacerdotes menores.
El Héroe se adelantó y explicó con detalle el espantoso viaje a través del bosque de Kzur; los sacerdotes escucharon con mucha gravedad en sus semblantes, asombrados, intuyendo que su poder menguaba ante aquella inconcebible aventura.
El Alto Sacerdote Supremo ordenó que la tribu sacrificara al Sol doce toros, siete onagros y tres garañones. Reconoció atributos divinos en las Formas y, después de los sacrificios, decidió llevar a cabo una expedición hierática.
Todos los sacerdotes, todos los jefes de la nación Zahelal, tomarían parte en ella.
Y fueron enviados mensajeros a los montes y las llanuras, en un centenar de leguas a la redonda del lugar donde más tarde se levantaría Ecbatana de los magos. En todas partes, el enigmático relato erizó los cabellos de los hombres; en todas partes, los jefes respondieron prestamente a la llamada sacerdotal.
Una mañana de otoño, el Macho taladró las nubes, inundó el tabernáculo y alcanzó el altar donde humeaba el sanguinolento corazón de un toro. Los altos sacerdotes, los sacerdotes menores y cincuenta jefes de tribu profirieron un grito de triunfo. Cien mil nómadas, que esperaban en el exterior del tabernáculo, recogieron el clamor, volviendo sus atezados rostros hacia el milagroso bosque de Kzur y estremeciéndose un poco Los presagios eran favorables.
Así, con los sacerdotes al frente, todo un pueblo marchó a través de los árboles. Por la tarde, y alrededor de la hora tercera, el Héroe de Pjehu dio la voz de alto. El gran claro se extendía delante de ellos en toda su majestad, con un resplandor otoñal. Un torrente de hojas secas cubría sus musgos. En las orillas del manantial, los sacerdotes vieron a las Formas que habían venido a adorar y a apaciguar. Eran muy agradables a la vista, bajo la sombra de los árboles, con sus trémulos cambios de color, las llamas puras de sus estrellas y sus tranquilos movimientos en torno al manantial.
—Debemos hacer la ofrenda aquí —dijo el Alto Sacerdote Supremo—. Así sabrán que nos sometemos a su poder.
Todos los barbagrises asintieron. Una voz se alzó, sin embargo. Era Yushik, de la tribu de Nim, el joven contador de estrellas, el pálido observador profético, de reciente fama, el cual pidió osadamente que se acercaran más a las Formas.
Pero, prevaleció la opinión de los ancianos. Se construyó el altar, se llevó hasta él a la víctima: un garañón de un blanco purísimo. Luego, en medio del silencio de los postrados hombres, el cuchillo de bronce encontró el corazón del noble animal. Se alzó un gran lamento. Y el Alto Sacerdote inquirió:
—¿Estáis apaciguados, oh dioses?
Más allá, entre los silenciosos troncos, las Formas se movieron en círculo, aumentando su brillo, prefiriendo los lugares donde los rayos del sol eran más espesos.
—¡Sí! —gritaron los entusiastas—. ¡Están apaciguados!
Un fanático arrancó el cálido corazón del garañón y, antes de que el Alto Sacerdote pudiera pronunciar una sola palabra, se precipitó hacia el claro. Otros fanáticos le siguieron, gritando. Las Formas oscilaron suavemente, agrupándose, deslizándose por encima de la hierba... Súbitamente, se lanzaron contra los atrevidos, en una matanza que aturdió a las cincuenta tribus.
Seis o siete fugitivos, perseguidos con saña, consiguieron alcanzar la frontera. Los otros habían muerto, Yushik entre ellos.
—¡Son unos dioses implacables! —exclamó solemnemente el Alto Sacerdote Supremo.
Luego se reunió el venerable consejo de sacerdotes, ancianos y jefes. Decidieron clavar una hilera de estacas alrededor de la línea fronteriza. Para poder fijar la línea, obligarían a unos esclavos a exponerse a ser atacados por las Formas en una parte del perímetro y después en otra.
Y así se hizo. Bajo la amenaza de muerte, los esclavos penetraron en el círculo. Las precauciones tomadas fueron tan cuidadosas que pocos de ellos perecieron. La frontera quedó establecida, visible para todos por su línea de estacas.
La expedición terminó felizmente, y los Zahelals se creyeron a salvo del enemigo.

III

Pero el sistema preventivo preconizado por el consejo no tardó en mostrar sus deficiencias. A la primavera siguiente, las tribus de Hertoth y Nazzum pasaban descuidadamente cerca del anillo de estacas, sin sospechar nada, cuando de pronto fueron cruelmente asaltados y diezmados por las Formas.
Los jefes que escaparon de la matanza declararon ante el gran consejo Zahelal que las Formas eran ahora mucho más numerosas que en el otoño anterior. Su persecución continuaba teniendo un límite, pero la frontera se había ensanchado.
Estas noticias desalentaron al pueblo; se derramaron muchas lágrimas y se ofrecieron muchos sacrificios. Luego, el consejo decidió destruir el bosque de Kzur por el fuego.
A pesar de todos sus esfuerzos, no pudieron incendiar más que las orillas del bosque.
Entonces, los sacerdotes, en su desesperación, consagraron el bosque y prohibieron que se penetrara en él.
Y pasaron muchos veranos.
Una noche de otoño, el campamento de la tribu de Zulf, situado a diez tiros de arco del bosque prohibido, fue invadido por las Formas. Trescientos guerreros más perdieron la vida.
A partir de aquel día, una tenebrosa leyenda circuló de tribu en tribu, una leyenda que era susurrada de noche, bajo los inmensos cielos estrellados de Mesopotamia. El Hombre iba a perecer. Las Formas, en continua expansión, en los bosques, a través de las llanuras, indestructibles, acabarían inexorablemente con la raza humana. Y este terrible secreto acosaba los cerebros de los hombres, minaba sus fuerzas y la confianza de sus jóvenes. Los nómadas, con semejantes pensamientos, no encontraban ya placer en los feraces pastos de sus padres. Alzaban sus cansados ojos al cielo, esperando que las estrellas se detuvieran en su carrera. Era la vejez milenaria de aquel pueblo infantil, el toque de difuntos del mundo.
Y, en su angustia, aquellos pensadores cayeron en un culto cruel, un culto de muerte predicado por pálidos profetas, el culto de Tinieblas más poderosas que las Estrellas, las Tinieblas que engullirían y devorarían la sagrada Luz, el resplandeciente fuego.
Por doquier eran vistas las demacradas, inmóviles figuras de los inspirados, los hombres del silencio, los cuales, pasando de cuando en cuando entre las tribus, hablaban de sus terribles sueños, del Crepúsculo de la Gran Noche que se acercaba, del moribundo Sol.

IV

En aquella época vivía un hombre extraordinario llamado Bakhun, miembro de la tribu de Ptuh y hermano del Alto Sacerdote Supremo de los Zahelals. En su juventud había abandonado la vida nómada para instalarse en un verde valle, entre cuatro colinas, donde un manantial entonaba su clara canción. Había construido una tienda de piedra, una morada ciclópea. Con paciencia, y utilizando sabiamente sus caballos y sus bueyes, había alcanzado la opulencia de las cosechas regulares. Sus cuatro esposas y sus treinta hijos vivían allí como en el paraíso.
Bakhun profesaba unas extrañas creencias, por las cuales podía haber sido lapidado, de no mediar el respeto que a los Zahelals les inspiraba su hermano mayor, el Alto Sacerdote Supremo.
En primer lugar, declaraba que la vida sedentaria era mejor que la vida de los nómadas, porque conservaba la fuerza del hombre para provecho de su espíritu.
En segundo lugar creía que el Sol, la Luna y las Estrellas no eran dioses, sino masas luminosas.
Los Zahelals le atribuían poderes mágicos, y los más osados se arriesgaban incluso a consultarle. Nunca se arrepintieron de ello. Decíase que Bakhun había ayudado con frecuencia a tribus infortunadas entregándoles alimentos.
Y en aquella hora crítica, cuando los hombres se enfrentaban con la melancólica elección de renunciar a sus feraces pastos o ser destruidos por los inexorables dioses, las tribus pensaron en Bakhun, y los propios sacerdotes, después de luchar con su orgullo, le enviaron una comisión formada por tres de los más grandes de entre ellos.
Bakhun escuchó con mucha atención sus relatos, pidió que le repitieran ciertos pasajes y formuló preguntas concretas. Solicitó dos días de plazo para meditar. Cuando hubieron transcurrido, anunció simplemente que dedicaría su vida al estudio de las Formas.
Las tribus quedaron un poco decepcionadas, ya que confiaban en que Bakhun sería capaz de liberar sus tierras por medio de la brujería. Sin embargo, los jefes se declararon satisfechos por aquella decisión, esperando grandes cosas de ella.
Bakhun instaló su observatorio en el lindero del bosque de Kzur, abandonándolo únicamente cuando se hacía de noche. Todo el largo día, montado en el garañón más rápido de Caldea, observaba. No tardó en convencerse de la superioridad del espléndido animal sobre las Formas más ágiles, y así pudo iniciar su atrevido y laborioso estudio de los enemigos del hombre, estudio del cual poseemos el gran antecuneiforme libro de sesenta tablillas, el mejor libro de piedra legado por la era nómada a la civilización moderna.
En aquel libro, admirable por su moderación y su paciente observación, se describe una forma de vida completamente distinta de nuestros reinos animal y vegetal, una forma que Bakhun admite humildemente que sólo pudo analizar en sus características más superficiales. Resulta imposible para un hombre leer, sin estremecerse, aquella monografía de los seres a los cuales Bakhun llamó los Xipehuz; aquellas desapasionadas notas, nunca forzadas para que encajaran en cualquier sistema, de sus actividades, de sus medios de locomoción, de combate, de procreación. Aquellas notas que demuestran que la raza humana estuvo una vez al borde de la nada, que la tierra estuvo a punto de convertirse en patrimonio de un reino del cual se ha perdido todo rastro.
El libro debería ser leído en la maravillosa traducción de Dessault, llena de sorprendentes descubrimientos en lo que respecta a las lenguas pre-asirias: descubrimientos más apreciados, por desgracia, en países extranjeros, en Inglaterra, en Alemania, que en la patria del autor. El eminente erudito ha dado a conocer algunas páginas destacadas de aquella valiosa obra, que reproduciremos a continuación, con la esperanza de que esas páginas induzcan al lector a trabar conocimiento con la soberbia traducción de Dessault.

V

Los Xipehuz son evidentemente seres vivientes. Todos sus movimientos revelan la libre voluntad, la impulsión, la cooperación y la parcial independencia que distinguen al Animal de la Planta y de la materia no viviente. Aunque su modo de avanzar resulta imposible de describir en términos comparativos— ya que es un simple movimiento de deslizamiento a través del suelo—, es obvio que se lleva a cabo bajo su voluntario control. Les vemos pararse súbitamente, girar, perseguirse el uno al otro, pasear en grupos de dos y de tres; muestran preferencias que les hacen abandonar una compañía para unirse a otra. Son incapaces de trepar a los árboles, pero consiguen matar pájaros después de atraerlos utilizando medios desconocidos. Con frecuencia pueden ser vistos rodeando a animales del bosque o tendidos al acecho detrás de un arbusto; puede afirmarse categóricamente que matan a todos los animales sin distinción, siempre que pueden capturarlos, y sin motivo aparente, ya que no los devoran, sino que se limitan a reducirlos a cenizas.
Para hacerlo no utilizan ninguna pira funeraria; el punto incandescente que tienen en su base les basta para ese propósito. Forman un círculo de diez o de veinte alrededor del cadáver de un gran animal y hacen que sus rayos coincidan sobre él. En los animales pequeños, los pájaros, por ejemplo, los rayos de un solo Xipehuz son suficientes para producir la incineración. Debe observarse que el calor que producen no es instantáneo en su efecto. A menudo he recibido la irradiación de un Xipehuz sobre mi mano, y la piel sólo ha empezado a calentarse después de transcurrido cierto tiempo.
No sé si es correcto decir que los Xipehuz tienen formas distintas, ya que cualquiera de ellos puede transformarse sucesivamente en un cono, un cilindro y una losa, y esto en el curso de un solo día. Sus colores varían constantemente, un hecho que en mi opinión puede ser atribuido a los cambios de la calidad de la luz de la mañana a la tarde y de la tarde a la mañana. Sin embargo, ciertas variaciones parecen ser debidas a los impulsos de los individuos, y en particular a sus pasiones, si puedo permitirme este vocablo, constituyendo así auténticas expresiones de fisonomía, de las cuales, a pesar de un incansable estudio, no he podido identificar ninguna, excepto por hipótesis. Así, nunca he sido capaz de distinguir entre un tono furioso y uno tranquilo, lo cual sería seguramente el descubrimiento primordial en este campo.
He hablado de sus pasiones. Me he referido también anteriormente a sus preferencias, las cuales podría calificar de amistades. También tienen sus odios. Un Xipehuz mantiene continuamente su distancia de otro, y viceversa. Parecen experimentar violentas rabias. Se atacan unos a otros con movimientos idénticos a los observados cuando atacan a hombres o a grandes animales, y en realidad fueron esos combates los que me demostraron que no eran inmortales, como al principio estaba dispuesto a creer, ya que en dos o tres ocasiones he visto sucumbir a Xipehuz en esos encuentros, es decir, caer, encogerse y petrificarse. He conservado cuidadosamente algunos de esos extraños cadáveres, y quizás en alguna época futura puedan servir para revelar la naturaleza de los Xipehuz. Son cristales amarillentos, dispuestos de un modo irregular y veteados de filamentos azules.
Partiendo del hecho de que los Xipehuz no eran inmortales, pude deducir que sería posible atacarles y derrotarles, y en consecuencia inicié una serie de experimentos marciales de los cuales tendré que hablar más adelante.
Dado que el resplandor de los Xipehuz es siempre suficiente para hacerlos visibles a través de la maleza e incluso detrás de grandes troncos de árboles —un amplio halo emana de ellos en todas direcciones y advierte su proximidad—, pude aventurarme a menudo en el bosque, confiando en la rapidez de mi garañón.
Allí, traté de descubrir si construían refugios para guarecerse, pero confieso que fracasé en aquella búsqueda. Los Xipehuz no mueven piedras ni plantas, y parecen ser ajenos a cualquier forma de industria tangible y visible, la única clase que puede ser distinguida por la observación humana. En consecuencia no tienen armas, en el habitual sentido de la palabra. Es cierto que no pueden matar a distancia: todo animal que ha sido capaz de huir sin entrar en contacto directo con un Xipehuz, ha escapado invariablemente, y yo he presenciado esto muchas veces.
Como la desdichada tribu de Pjehu había observado ya, los Xipehuz no pueden cruzar ciertas barreras intangibles; así, sus movimientos son limitados. Pero esos límites se amplían continuamente de año en año, de mes en mes. Traté de descubrir la causa de esto.
Bien, esta causa no parece ser otra que un fenómeno de crecimiento colectivo, y como la mayoría de las cosas que se refieren a los Xipehuz, resulta incomprensible para la mente humana. En resumen, el principio fundamental es este: los límites de movimiento de los Xipehuz se extienden en proporción al número de individuos vivos, es decir, que cuando aparecen seres nuevos, las fronteras se amplían; pero mientras su número no aumenta, cada uno de los individuos es completamente incapaz de abandonar el habitat asignado —¿por fuerzas naturales?— a la raza en conjunto. Este principio sugiere una relación más estrecha entre el individuo y el grupo que la que se observa entre otros animales y hombres. Más tarde vimos la recíproca de este principio en funcionamiento, ya que cuando el número dé Xipehuz empezó a disminuir, sus fronteras se encogieron proporcionalmente.
En lo que respecta al fenómeno de propagación en sí, tengo muy poco que decir; pero este poco es característico. Para empezar, esta propagación tiene lugar cuatro veces al año, un poco antes de los equinoccios y solsticios, y sólo en noches muy claras. Los Xipehuz se reúnen en grupos de tres, y esos grupos se amalgaman poco a poco hasta formar una sola elipse muy larga. Permanecen así toda la noche y hasta que el sol alcanza su cénit al día siguiente. Cuando se separan, surgen unas formas vagas, vaporosas y enormes.
Esas formas se condensan lentamente, encogiéndose, y al cabo de diez días se han transformado en conos de color ámbar, de un tamaño considerablemente mayor, aún, que el de un Xipehuz adulto. Tardan dos meses y varios días en alcanzar su máximo desarrollo, que en este caso equivale a disminución. Transcurrido ese período se convierten en seres similares a los otros miembros de su raza, variables en sus formas y colores de acuerdo con el tiempo, la hora y el humor del individuo. Unos días después de haberse completado su desarrollo o disminución, la frontera se ensancha. No hace falta decir que poco antes de ese temible momento yo había aguijoneado los flancos de mi noble Kuath, para establecer mi campamento un poco más lejos.
Es imposible decir si los Xipehuz tienen sentidos, tal como nosotros los entendemos. Desde luego, poseen órganos que sirven para el mismo fin.
La facilidad con que detectan la presencia de animales, y especialmente de hombres, a gran distancia, demuestra que sus órganos de percepción son tan eficientes, al menos, como nuestros ojos. Nunca les he visto confundir una planta con un animal, incluso en circunstancias que a mí mismo podrían haberme inducido a error, engañado por la luz filtrándose a través de las hojas, el color del objeto o su posición. El agrupamiento de veinte individuos para consumir a un animal grande al tiempo que uno solo incinera a un pájaro indica una correcta comprensión de las proporciones, y esta comprensión parece incluso más perfecta si se tiene en cuenta que también se reúnen en grupos de diez, doce o quince, siempre de acuerdo con el tamaño relativo del cadáver. Un argumento todavía mejor en favor de la existencia de órganos sensoriales análogos a los nuestros y de su inteligencia, es su manera de atacar a nuestras tribus, ya que al tiempo que persiguen implacablemente a los guerreros, apenas prestan atención a las mujeres y a los niños.
Ahora, la pregunta más importante: ¿poseen un lenguaje? Puedo contestar sin la menor vacilación. Sí, poseen un lenguaje. Y este lenguaje está compuesto de signos, algunos de los cuales he podido incluso descifrar.
Supongamos, por ejemplo, que un Xipehuz desea hablar con otro. Para hacerlo, le basta con dirigir la radiación de su estrella hacia el otro, algo que siempre es percibido inmediatamente. El que ha sido llamado, si está en movimiento se detiene y espera. El que habla traza entonces rápidamente sobre la misma piel del que escucha una serie de breves marcas luminosas, dibujándolas, por así decirlo, con la radiación de su estrella. Esas marcas permanecen fijas unos instantes, y luego se desvanecen.
El oyente, después de una breve pausa, contesta.
Antes de cualquier acción de combate o emboscada, siempre he visto que los Xipehuz utilizan la siguiente marca:

Cuando hablan de mí —cosa que ocurre con frecuencia, ya que han hecho todo lo posible para exterminarme, lo mismo que a mi noble Kuath— la marca es:

seguida de la anterior:

La marca habitual de llamada es:

Y esto hace que el individuo receptor se apresure. Cuando los Xipehuz son invitados a una reunión general, nunca he dejado de observar una señal de esta forma:

representando la triple apariencia de estos seres.
Además, los Xipehuz tienen signos más complicados que no se refieren a acciones similares a las nuestras, sino a un orden extraordinario de cosas que no he sido capaz de descifrar. No puede alimentarse ninguna duda acerca de su capacidad para intercambiar ideas de un orden abstracto, probablemente las equivalencias de las ideas humanas, ya que son capaces de permanecer inmóviles durante largos períodos, sin hacer nada más que conversar, lo cual indica una verdadera acumulación de pensamientos.
A pesar de sus metamorfosis (cuyas leyes difieren para cada uno de ellos, muy ligeramente, pero de un modo suficientemente característico para un observador paciente), durante mi prolongada estancia entre ellos aprendí a conocer a varios Xipehuz de un modo más bien íntimo localizando las peculiaridades entre sus diferencias individuales. (¿Debería decir entre sus caracteres?) He conocido Xipehuz taciturnos, que casi nunca trazaban una palabra; volubles, que escribían verdaderos discursos; atentos; charlatanes que hablaban al mismo tiempo, uno interrumpiendo al otro. Algunos eran de naturaleza retraída y preferían una vida solitaria; otros manifestaban un evidente deseo de compañía; algunos eran feroces, cazando continuamente pájaros y animales; y algunos compasivos, perdonando a menudo a los animales y dejándoles vivir en paz. ¿No abre todo esto una enorme avenida a la imaginación? ¿No nos conduce a imaginar diversidades de aptitud, fuerza e inteligencia análogas a las de la raza humana?
Los Xipehuz practican la educación. He visto muchas veces un Xipehuz anciano, sentado en medio de varios jóvenes, trazando en ellos signos que debían repetirse unos a otros... y que el anciano corregía cuando la repetición era imperfecta. Aquellas lecciones resultaban realmente maravillosas para mí, y en todo lo que afecta a los Xipehuz no hay nada que me haya llamado tanto la atención, nada que me haya preocupado tanto durante mis noches de insomnio. Tenía la impresión de que aquello podía alzar el velo del misterio, que alguna idea simple y primitiva podía brotar e iluminar para mí un rincón de aquella profunda oscuridad. No, nada me desalentaba; año tras año observé aquella educación, atribuyéndole innumerables interpretaciones. ¡Cuántas veces creí captar un resplandor fugitivo de la naturaleza esencial de los Xipehuz! Una luz invisible, una pura abstracción que, por desgracia, mis pobres facultades no podían seguir.
Ya he dicho anteriormente que durante largo tiempo creí que los Xipehuz eran inmortales. Habiendo abandonado esta creencia, después de presenciar las muertes violentas que seguían a algunos encuentros entre Xipehuz, tendí lógicamente a descubrir sus puntos vulnerables, y a partir de entonces dediqué todo mi tiempo a la búsqueda de medios de destrucción. Ya que los Xipehuz eran cada vez más numerosos, hasta el punto de que, después de rebasar el bosque de Kzur por el sur, el oeste y el norte, empezaban a extenderse por las llanuras en dirección a levante. Unos cuantos ciclos más y desposeerían al hombre de su hogar terrenal.
En consecuencia, me proveí de una honda y en cuanto tuve a un Xipehuz a tiro le disparé mi piedra. No obtuve ningún resultado, a pesar de que disparé contra todos los puntos de su superficie, incluida la estrella luminosa. Los Xipehuz parecían completamente insensibles a las pedradas, y ninguno de ellos se hizo nunca a un lado para evitar mis proyectiles. Al cabo de un mes de tentativas, llegué a la conclusión de que la honda era absolutamente ineficaz y abandoné aquel arma.
Probé con el arco. Con las primeras flechas que disparé, los Xipehuz dieron muestras de un intenso miedo, ya que en adelante procuraron quedar fuera de mi alcance. Durante una semana no conseguí alcanzar a ninguno. Al octavo día, un grupo de Xipehuz, supongo que arrastrados por su entusiasmo por la caza, pasaron muy cerca de mí en persecución de una hermosa gacela. Disparé rápidamente varias flechas, sin ningún efecto aparente, y el grupo se dispersó. Les perseguí gastando toda mi munición. Apenas había disparado mi última flecha cuando todos ellos volvieron sobre sus pasos con una rapidez increíble, tratando de rodearme, y puedo afirmar que salvé la vida gracias a la prodigiosa velocidad de mi valiente Kuath.
Aquella aventura me llenó de esperanza y de incertidumbre; durante una semana no hice nada, perdido en las profundidades oceánicas de mis meditaciones, en un sutil, absorbente y enigmático problema que me llenaba de alegría y de angustia. ¿Por qué temían mis flechas los Xipehuz? ¿Por qué, entre el gran número de proyectiles con los cuales había alcanzado a los cazadores, ninguno había producido el menor efecto? Mi conocimiento de la inteligencia de mi enemigo descartaba la hipótesis de un terror sin motivo. Por el contrario, todo lo que sabía me inducía a creer que la flecha, en adecuadas condiciones, debía ser un arma formidable contra ellos. Pero, ¿cuáles eran aquellas condiciones? ¿Cuál era el punto vulnerable de los Xipehuz? Súbitamente se me ocurrió la idea de que el punto a alcanzar era la estrella. Por unos instantes pensé que había dado con la solución.
Luego me asaltó una duda. Con una honda, ¿acaso no había disparado contra aquel punto, alcanzándolo en más de una ocasión? ¿Por qué había de ser la flecha más afortunada que la piedra?
Había llegado la noche, el inconmensurable abismo, con sus maravillosas lámparas colgando encima de la tierra. Y yo permanecí sentado, perdido en mis pensamientos, con la cabeza entre las manos, y mi espíritu más oscuro que la noche.
Un león empezó a rugir, los chacales corrían a través de la llanura, y de nuevo brotó una chispa de esperanza. Acababa de recordar que las piedras lanzadas por la honda eran relativamente grandes, y las estrellas de los Xipehuz muy pequeñas... Tal vez era necesario penetrar; profundamente, taladrar con una afilada punta. En tal caso, su temor al arco resultaba comprensible.
Pero Vega estaba girando lentamente alrededor del polo, no tardaría en amanecer, y durante unas horas el cansancio dominó a mis pensamientos con el sueño.
En los días que siguieron, armado con el arco, me dediqué a perseguir incansablemente a los Xipehuz, penetrando en su territorio tan profundamente como lo permitía la prudencia. Pero todos ellos evitaban mi asalto, manteniéndose a distancia, lejos de mi alcance. No cabía pensar en tender una emboscada; su capacidad de percepción les permitiría detectar mi presencia detrás de cualquier obstáculo.
Hacia el final del quinto día ocurrió un suceso que, en sí mismo, demostraba que los Xipehuz, al igual que los hombres, eran seres falibles. Aquella tarde, entre dos luces, un Xipehuz se acercó deliberadamente a mí con aquella rapidez continuamente acelerada que utilizan para atacar. Sorprendido, empuñé mi arco. El Xipehuz, avanzando como una columna de color turquesa, llegó casi al alcance de mi arco. Entonces, mientras me preparaba para soltar mi flecha, quedé asombrado al ver que el Xipehuz daba media vuelta sobre sí mismo, ocultando su estrella, y continuaba avanzando hacia mí. Apenas tuve tiempo de lanzar a Kuath al galope y ponerme fuera del alcance de aquel formidable adversario.
Aquella sencilla maniobra, en la cual ningún Xipehuz parecía haber pensado hasta entonces, además de demostrarme de nuevo la personalidad y la inventiva personal del enemigo, me sugirió dos ideas: en primer lugar, era probable que yo hubiera razonado correctamente acerca de la vulnerabilidad de la estrella de los Xipehuz; y en segundo lugar, la misma táctica, adoptada por todos, convertiría mi tarea en algo extraordinariamente difícil, quizás imposible.
Sin embargo, después de trabajar durante tanto tiempo para enterarme de la verdad, noté que mi coraje aumentaba ante la presencia de aquel obstáculo, y me atreví a esperar que mi ingenio me sugeriría los medios para superarlo .

VI

Regresé a mi valle. Anakhre, el tercer hijo de mi esposa Tepai, era un hábil constructor de armas. Le pedí que labrara un arco de extraordinario tamaño. Utilizó una rama del árbol Waham, dura como el hierro, y el arco que Anakhre confeccionó con ella era cuatro veces más fuerte que el del pastor Zankann, el mejor arquero de las mil tribus. Ningún hombre viviente podría haberlo tensado. Pero se me había ocurrido un artificio, y el resultado fue que el inmenso arco podía ser tensado y soltado por una mujer.
Siempre he sido hábil en el lanzamiento de dardos y flechas, y en unos cuantos días aprendí tan perfectamente a utilizar el arma construida por mi hijo Anakhre que no fallaba un solo disparo, aunque el blanco fuera tan pequeño como una mosca o tan rápido de movimientos como un halcón.
Después de hacer todo esto, regresé a Kzur, montado en mi fiel Kuath, y una vez más empecé a merodear alrededor de los enemigos del hombre.
Para infundirles confianza, lancé muchas flechas con mi antiguo arco cada vez que un grupo se acercaba a la frontera, procurando que quedaran algo cortas. De este modo aprenderían a conocer el alcance exacto del arma, lo cual les conduciría a considerarse completamente fuera de peligro a una distancia determinada. Sin embargo, continuaron mostrándose desconfiados, manteniéndose en movimiento cuando no estaban protegidos por el bosque y ocultando sus estrellas de mi vista.
A base de paciencia miné sus sospechas. En la mañana del sexto día un grupo de Xipehuz se instaló en frente de mí, debajo de un gran castaño, a una distancia de tres tiros de arco corriente. Inmediatamente lancé una nube de flechas inútiles. Entonces su vigilancia se relajó más y más, y sus movimientos se hicieron más libres, como en los primeros días de mi observación.
Era el momento decisivo. Mi corazón latía tan aprisa que de momento me sentí sin fuerzas. Esperé, ya que el futuro colgaba de una sola flecha. Si fallaba el primer disparo, tal vez los Xipehuz no volvieran a ofrecerse a mis experimentos. Y, entonces, ¿cómo podríamos saber si eran vulnerables a los golpes de los hombres?
Sin embargo, poco a poco, mi voluntad triunfó, apaciguó mi corazón, infundiendo agilidad y fuerza a mis miembros y firmeza a mi ojo. Entonces, lentamente, alcé el arco de Anakhre. Allí, a lo lejos, un gran cono color esmeralda permanecía inmóvil a la sombra del árbol, con su refulgente estrella vuelta hacia mí. El enorme arco se tensó; la flecha voló silbando a través del espacio... y el Xipehuz cayó, se encogió y quedó petrificado.
Un grito de triunfo brotó de mis labios. Extendiendo mis brazos en éxtasis, di gracias al Único.
¡Aquellos terribles Xipehuz eran vulnerables a las armas humanas! Por lo tanto, podíamos alimentar la esperanza de destruirlos.
Ahora, sin temor, dejé que mi corazón murmurara, me entregué a mí mismo a los latidos de la música de la alegría. Yo, que tanto había desesperado del futuro de mi raza, que debajo de las estrellas en su curso, debajo del cristal azul de los abismos, había calculado con tanta frecuencia que dentro de dos siglos los límites del mundo quedarían rebasados por la invasión de los Xipehuz.
Y, no obstante, cuando llegó de nuevo la bienamada Noche, la pensativa Noche, una sombra cayó sobre mi felicidad, la tristeza de que los hombres y los Xipehuz no pudieran existir juntos, que el aniquilamiento de los unos fuera condición imprescindible para la supervivencia de los otros.

VII

Los sacerdotes, los ancianos y los jefes habían escuchado mi historia maravillados; los mensajeros habían difundido la noticia hasta los más remotos confines. El gran consejo había ordenado que los guerreros se reunieran en la sexta luna del año 22.649, en la llanura de Mehur-Asar, y los profetas habían predicado una guerra santa. Se presentaron más de cien mil guerreros Zahelal, y muchos miembros de razas extranjeras —Dzums, Sahrs, Khaldes—, atraídos por el rumor, llegaron para ofrecerse a la gran nación.
Kzur fue rodeado por un anillo de arqueros, pero todas sus flechas fallaban ante la táctica de los Xipehuz, y eran numerosos los guerreros que perecían, por descuidar las debidas precauciones.
Durante varias semanas un gran temor prevaleció entre los hombres...
El tercer día de la octava luna, armado con un puntiagudo cuchillo, anuncié a las multitudes que iría a luchar contra los Xipehuz solo, con la esperanza de aventar las dudas que habían empezado a levantarse acerca de la veracidad de mi historia.
Mis hijos Lum, Demja y Anakhre se opusieron violentamente a aquel proyecto y se ofrecieron para ir en mi lugar. Y Lum dijo:
—Tú no puedes ir, ya que una vez que estés muerto todos creerán que los Xipehuz son invulnerables y la raza humana perecerá.
Demja, Anakhre y muchos de los jefes se hicieron eco de aquellas palabras y tuve que admitir que tenían razón. De modo que renuncié.
Entonces, Lum, tomando mi cuchillo con mango de cuerno, cruzó la frontera. Los Xipehuz salieron a su encuentro. Uno, mucho más rápido que el resto, estuvo a punto de precipitarse sobre él, pero Lum, más ágil que un leopardo, dio un salto de costado, eludiendo al Xipehuz, y luego volvió a saltar, hiriéndole con la afilada punta.
Los guerreros vieron al Xipehuz caer, encogerse y petrificarse. Un centenar de voces se alzaron al azul amanecer. Lum estaba ya de regreso, cruzando la frontera. La gloria de su nombre se extendió a través de los ejércitos.
El año 22.649 del mundo, el séptimo día de la octava luna.
Al romper el día resonaron los cuernos; los martillos golpearon campanas de bronce para la gran batalla. Un centenar de búfalos negros y doscientos garañones fueron sacrificados por los sacerdotes, y mis quince hijos y yo rogamos al único.
El globo del sol estaba engolfado en el rojo amanecer, los jefes galopaban al frente de sus ejércitos, el clamor del ataque se hinchaba con las voces de cien mil guerreros.
La tribu de Nazzum fue la primera en entablar combate con el enemigo. Indefensos al principio, derribados por invisibles rayos, los guerreros no tardaron en aprender el arte de golpear a los Xipehuz y destruirlos. Entonces, todas las naciones, Zahelals, Dzums, Sahrs, Khaldes, Xisoastres, Pjarvanns, rugiendo como océanos, invadieron la llanura y el bosque, rodeando por todas partes al silencioso enemigo.
Durante largo tiempo la batalla fue un caos; los mensajeros llegaban continuamente para informar a los sacerdotes de que los hombres morían a centenares, pero que sus muertes estaban siendo vengadas.
En el calor del mediodía mi hijo Surdar, enviado por Lum, vino a decirme que por cada Xipehuz destruido habían perecido una docena de los nuestros. Mi espíritu estaba en tinieblas y mi corazón débil, pero mis labios murmuraron:
—¡Cúmplase la voluntad del Único!
Recordándome a mí mismo el número de combatientes de nuestros ejércitos, que sumaban un total de ciento cuarenta mil, y sabiendo que los Xipehuz eran alrededor de cuatro mil, me dije que más de una tercera parte de nuestros guerreros moriría, pero que la tierra pertenecería al hombre.
—Por lo tanto, es una victoria —murmuré tristemente.

La tierra pertenece al hombre.
Dos días de combate han aniquilado a los Xipehuz. Todo el territorio que habían ocupado ha sido quemado, de modo que no crezca en él ni un solo árbol, ni una sola planta, ni un solo tallo de hierba. Y yo, ayudado por mis hijos Lum, Azah y Simho, he terminado de grabar esta historia en tablillas de granito para conocimiento e instrucción de las naciones futuras.
ahora estoy solo, en medio de la pálida noche. Una luna color de cobre cuelga sobre el oeste. Los leones están rugiendo a las estrellas. El arroyo discurre lentamente entre los sauces; su voz eterna habla del paso del tiempo, de la melancolía de las cosas perecederas.
yo estoy solo, en medio de la pálida noche. Y he enterrado mi rostro en mis manos, y mi corazón solloza. Ya que, ahora que los Xipehuz han dejado de existir, mi alma llora por ellos. Y le pregunto al Único qué Fatalidad exige que el esplendor de la Vida sea empañado por la Sombra del Asesinato...



LA OTRA CELIA
Theodore Sturgeon


Si uno vive en una casa de huéspedes lo bastante barata, y las puertas son de madera de pino, y las cerraduras son de un modelo antiguo, y las bisagras están sueltas, y si uno pesa ciento noventa libras, puede agarrar el pomo, apretar la puerta a un lado contra sus bisagras, y correr el pasador. Más tarde, al salir, puede cerrar la puerta del mismo modo.
Slim Walsh vivía, pesaba, y hacía aquellas cosas, en parte porque estaba aburrido. Los médicos de la Compañía le habían dado de baja por un período de observación de tres semanas, después que su ayudante le había golpeado encima mismo de la sien con una llave inglesa de catorce pulgadas. Si cobraba solamente el Seguro de Enfermedad, quería hacerlo durar. Entretanto, se encontraba perfectamente y no tenía nada que hacer en todo el día.
«Slim no es malo —solía decir su madre en el Tribunal de Menores, unos años antes—. Un poco fisgón, únicamente.»
Tenía razón.
Slim era congénitamente incapaz de utilizar de prestado un cuarto de baño sin revisar el armario de los medicamentos. Si se le enviaba a la cocina en busca de un salero, cuando regresaba, un minuto después, había inventariado el contenido de la nevera, las latas de conserva, y (dado que medía un metro ochenta y cinco) descubierto una jarra de guindas al marrasquino en la parte trasera del estante más alto, una jarra de la que el dueño de la casa se había olvidado.
Tal vez Slim, que no estaba impresionado por su impresionante tamaño, tenía la sensación que el saber que alguien utilizaba en secreto un tinte para los cabellos, o era una de aquellas extrañas personas que guardan un pequeño montón de calcetines desparejados en su segundo cajón, le daba una especie de superioridad. De seguridad, mejor dicho. O tal vez era una rara compensación para uno de los más desesperados casos de timidez que se hayan registrado nunca.
Sea como fuere, Slim se encontraba más a gusto si, mientras hablaba con alguien, sabía cuántas chaquetas colgaban en su armario, a cuándo se remontaba aquella factura del teléfono impagada, y dónde ocultaba aquellas fotografías. Por otra parte, Slim no insistía en enterarse de cosas desfavorables o comprometedoras. Sólo quería enterarse de cosas corrientes.
Su situación actual, en consecuencia, era casi un paraíso. Hileras de puertas, fáciles de abrir, para pasto de su insaciable curiosidad. No tocaba nada (y si lo hacía, volvía a colocarlo en su sitio cuidadosamente), no se llevaba nada, y al cabo de una semana sabía mucho más acerca de los pupilos de Mrs. Koyper que la propia dueña de la pensión. Cada visita secreta a las habitaciones le daba un punto de partida; las subsiguientes le permitían ampliar sus conocimientos. Sabía, no sólo lo que aquellas personas tenían, sino también lo que hacían, dónde, cuánto, por cuánto, y con qué frecuencia. En la mayoría de los casos sabía también por qué lo hacían.
En la mayoría de los casos.
Llegó Celia Sarton.
En diversas ocasiones, en diversos lugares, Slim había encontrado cosas raras en las habitaciones de otras personas. En un inmueble destartalado había una anciana que tenía un tren eléctrico debajo de su cama. Y jugaba con él, también. En el mismo inmueble vivía una vieja solterona que coleccionaba botellas, grandes y pequeñas, de cualquier precio o capacidad, con tal que fueran redondas y de cuello largo. En el segundo piso, un hombre guardaba sus objetos de valor con la automática del 25, descargada, en el cajón superior de su escritorio, en el cual guardaba también media caja de cartuchos del 38.
Había una (hablando con caballerosidad) muchacha en una de las habitaciones que colocaba siempre flores recién cortadas delante de una fotografía en su mesilla de noche. Mejor dicho, delante de un marco que contenía siete fotografías, una detrás de otra. Cada una de ellas ocupaba el lugar de honor un día a la semana. Siete días, siete fotografías. Slim admiró el sistema. Un nuevo amor cada día. Y todos ellos astros de la pantalla.
Docenas de habitaciones, docenas de improntas, huellas, impresiones, atmósferas de personas. Y no necesitaban ser extravagantes. Una mujer se traslada a una habitación, completamente vulgar; en el instante en que coloca su polvera encima de la repisa del lavabo, la habitación es suya. Algo pegado al mal encajado marco de un espejo, algo vistiendo el mechero de gas fuera de servicio, y la habitación empieza a encogerse hacia su ocupante como si deseara, algún día, adaptarse a él como una piel.
Pero no la habitación de Celia Sarton.
Slim Walsh la vio por primera vez subiendo la escalera detrás de Mrs. Koyper, en dirección al tercer piso. Mrs. Koyper, que cojeaba, subía la escalera con la lentitud suficiente como para permitir al más desinteresado de los testigos un detallado examen de la persona que la seguía. Y Slim no era un testigo desinteresado, precisamente. Sin embargo, durante varios días no pudo recordar claramente a Celia Sarton. Como si ésta hubiese sido, no invisible, ya que eso hubiera resultado memorable en sí mismo, sino traslúcida, o camaleónica, re-irradiando el color de la pared, el color de la alfombra, el color del maderaje.
Era... ¿Años? Los suficientes para pagar impuestos. ¿Estatura? Talla media. ¿Vestida? Llevaba lo que las mujeres utilizan para cubrirse, según las estadísticas: medias, falda, chaqueta y sombrero.
Llevaba un bolso. Tan impersonal como el resto. Un bolso de viaje, de color indefinido.
Y a Mrs. Koyper le dijo..., le dijo..., le dijo lo imprescindible cuando uno alquila una habitación barata. Y, para encontrar su voz, habría que dividir el sonido de una multitud por el número de personas que la componen.
Era tan anónima, tan imperceptible, que, aparte de tener conciencia que ella se marchaba por la mañana y regresaba por la noche, Slim dejó pasar dos días antes de entrar en el cuarto de Celia Sarton; no podía recordárselo a sí mismo, simplemente. Y cuando lo hizo, y lo hubo inspeccionado todo a su antojo, con la mano en el pomo, a punto de marcharse, se dio cuenta que la habitación estaba ocupada, después de todo. Hasta aquel instante, había pensado que estaba revisando uno de los cuartos desocupados. (Hacía esto de un modo regular; le daba un punto de referencia.)
Slim gruñó y dio media vuelta, recorriendo el cuarto con la mirada. Primero tuvo que asegurarse a sí mismo que se encontraba en la habitación de Celia Sarton, lo cual, para un hombre dotado de su sentido de la orientación, resultaba extraordinario. Cuando estuvo convencido, permaneció mudo de asombro, contemplando la negación de todo lo que su... hobby le había enseñado acerca de la gente y de los lugares en los cuales vivía.
Los cajones del armario estaban vacíos. El cenicero estaba limpio. No había cepillo de dientes, pasta dentífrica ni jabón. En el colgador, dos perchas de alambre, una de madera y nada más. Nada en la repisa del lavabo, nada en el botiquín...
Slim se acercó a la cama y levantó cuidadosamente la ajada colcha. Tal vez habían dormido en ella, tal vez no; Mrs. Koyper no perdía el tiempo planchando las sábanas, de modo que resultaba difícil adivinarlo. Enarcando las cejas, Slim dejó caer de nuevo la colcha y la alisó.
Súbitamente se golpeó la frente, y el impacto resonó dolorosamente en su herida.
«¡El bolso!»
Estaba debajo de la cama, asomando allí, no oculto allí. Lo contempló unos instantes, sin tocarlo, de modo que pudiera volver a dejarlo en el lugar exacto. Luego lo recogió.
Era un Gladstone negro, ni nuevo ni caro. Tenía un cierre de cremallera. Slim lo abrió. El bolso contenía una caja de cartón, nueva, con un millar de folios en blanco rodeados por una cinta de papel azul con un rombo blanco y la inscripción: El mejor auxiliar del escritor. 15% de fibra de algodón. Marca registrada.
Slim sacó el papel de la caja, miró debajo de él, sacudió la cabeza, volvió a dejar el papel en su sitio, cerró la caja, la metió en el bolso y colocó éste en el mismo lugar en que lo había encontrado. Se paró de nuevo en el centro de la habitación, convenciéndose que allí no había nada más que mirar. Salió del cuarto, cerró la puerta y regresó silenciosamente a su habitación.
Se sentó en el borde de su cama y finalmente protestó:
«¡Nadie vive así!»

Su habitación se encontraba en el cuarto y último piso del antiguo inmueble. Cualquier otra persona la hubiera llamado la peor habitación de la casa. Era pequeña, oscura, destartalada y remota, y Slim la hallaba muy apropiada. Encima de la puerta había una claraboya, cuyo cristal tenía muchas capas de pintura.
Subiéndose a su cama, Slim podía aplicar un ojo al atisbadero que había rascado en la pintura y controlar el rellano del tercer piso. En este rellano, colgando del tubo de uno de los antiguos mecheros de gas, había un borroso espejo rematado en su parte superior por un águila dorada cubierta de polvo y rodeado de numerosas flores rococó talladas en la madera del marco. Tras innumerables pruebas y muchos viajes silenciosos desde su habitación al rellano y viceversa, Slim había conseguido situar el espejo de modo que cubriera también el rellano del segundo piso.
De la misma manera que un técnico en radar aprende a traducir las misteriosas señales que aparecen en la pantalla, Slim se había convertido en un experto en la interpretación de las borrosas y lejanas imágenes que le proporcionaba el espejo. Así podía controlar las idas y venidas de la mitad de los inquilinos sin tener que abandonar su habitación.
En aquel espejo, a las seis y doce minutos, vio de nuevo a Celia Sarton. Y mientras la contemplaba subiendo la escalera, sus ojos brillaron, excitados.
El anonimato había desaparecido. Celia subía las escaleras de dos en dos, a pequeños saltos. Alcanzó el rellano, se adentró en su pasillo y desapareció, y mientras una parte de la mente de Slim escuchaba cómo abría la puerta de su cuarto (apresuradamente, haciendo sonar la llave contra la placa de la cerradura, abriendo la puerta de un empujón, cerrándola de golpe), otra parte estudiaba una fotografía mental de su rostro.
Un rostro obsesionado por una idea fija. Los ojos sólo estaban interesados superficialmente en rellanos, peldaños, puertas. Era como si hubiese proyectado todas las partes importantes de sí misma a aquella habitación vacía que era la suya y esperase allí impacientemente la llegada de su cuerpo. Había algo en la habitación, o algo tenía que hacer ella allí que no admitía demora. Se va así hacia un amante, después de una larga separación, o hacia la cabecera del lecho donde agoniza un ser querido. Aquella no era la llegada de alguien que desea, sino de alguien que necesita.
Slim abotonó su camisa, abrió silenciosamente la puerta de su cuarto y se deslizó al exterior. Se detuvo un momento en el rellano, como un alce olfateando el aire antes de descender a un abrevadero, y luego empezó a bajar con decisión y sigilo.
La única vecina de Celia Sarton en el pasillo norte —la solterona de las botellas—estaba a punto de acostarse; era una mujer de costumbres muy regulares y Slim las conocía perfectamente.
Convencido del hecho que no sería visto, se deslizó hasta la puerta de la habitación de la muchacha y se detuvo.
Estaba allí, desde luego. Slim pudo ver la luz a través de las rendijas de la mal encajada puerta, pudo captar la diferencia existente entre una habitación vacía y una ocupada, por muy silencioso que esté el ocupante. Y la persona que ocupaba aquella habitación estaba silenciosa. Por apremiante que fuera lo que la había conducido hasta allí con tanta urgencia, hiciera lo que hiciera, lo estaba haciendo sin ningún sonido ni movimiento que Slim pudiera detectar.
Durante un largo rato —seis minutos, siete—, Slim permaneció allí, con la boca abierta para celar el sonido de su respiración. Al final, sacudiendo la cabeza, retrocedió, subió la escalera, entró en su propia habitación y se dejó caer sobre su cama, con el ceño fruncido.
Lo único que podía hacer era esperar. Pero él podía esperar. Nadie hace una sola cosa durante mucho tiempo. Especialmente una cosa que no exige movimiento. Dentro de una hora, de dos horas...
A las once y media, un leve ruido procedente del piso inferior despertó a Slim, medio adormilado. Poniéndose rápidamente en pie sobre su cama, pegó el ojo al atisbadero de la claraboya. Vio a Celia Sarton que avanzaba por el pasillo lentamente, y se detenía, y miraba a su alrededor, a nada en concreto, como alguien encerrado durante largo tiempo en el camarote de un barco y que sube a cubierta, más en beneficio de sus ojos que de sus pulmones. Y cuando la muchacha bajó la escalera lo hizo sin prisa, como si (de nuevo) la parte importante de ella estuviera en la habitación. Pero lo que la había llevado a su habitación estaba terminado, y lo que había delante de ella carecía de importancia y podía esperar.
Slim decidió que también él podía esperar. La tentación de dirigirse inmediatamente al cuarto de Celia Sarton era muy intensa, pero se impuso la prudencia. Lo poco que Slim había averiguado acerca de las costumbres de Celia Sarton no incluía las salidas nocturnas.
No podía saber cuándo regresaría la muchacha y, en consecuencia, sería una estupidez exponerse a que le sorprendieran en pleno fisgoneo. Suspiró, con una mezcla de resignación y de anticipado placer, y se acostó.
Un cuarto de hora más tarde se gratificó a sí mismo con una soñolienta sonrisa al oír los pasos de la muchacha subiendo de nuevo la escalera.
Slim se durmió.

No había nada en el armario, no había nada en el cenicero, no había nada en la repisa del lavabo ni en el botiquín. La cama estaba hecha, los cajones estaban vacíos, y debajo de la cama se veía el mismo bolso. En él había una caja de cartón que contenía un millar de folios rodeados por una cinta de papel de color azul. Slim gruñó, sacudió la cabeza y luego, de un modo maquinal pero meticuloso, procedió a dejarlo todo tal como lo había encontrado.
«Sea lo que sea lo que esa muchacha hace por la noche —murmuró en tono sombrío—, deja rastro del mismo modo que hace ruido.»
Se marchó.
El resto del día, Slim estuvo muy ocupado. Por la mañana acudió al consultorio de un médico, y por la tarde pasó horas enteras en el despacho de un abogado que parecía decidido a (A) negar la existencia de cualquier herida en la cabeza y (B) demostrar a Slim y al mundo que la herida debió producirse hacía años. Pero Slim no se dejó convencer. A pesar de su timidez congénita, o quizás a causa de ella, resultaba muy difícil convencerle de algo de lo que no estuviera previamente persuadido. De todos modos, la entrevista duró varias horas, y eran más de las siete cuando llegó a casa.
Se detuvo en el rellano del tercer piso y echó una ojeada hacia el extremo del pasillo. La habitación de Celia Sarton estaba ocupada y silenciosa. Si la muchacha salía alrededor de medianoche, agotada y aliviada, Slim sabría que había subido precipitadamente la escalera para dedicarse a su urgente y callada tarea, cualquiera que fuese... Y al llegar a este punto de sus reflexiones, Slim se obligó a interrumpirlas. Hacía mucho tiempo que había comprobado la inutilidad de mantener ocupada su mente con conjeturas. Podían ocurrir mil cosas; sólo ocurriría una. Por lo tanto, esperaría.
Y de nuevo, horas más tarde, la vio salir al pasillo. Miró a su alrededor, pero Slim sabía que veía muy poco; su rostro tenía una expresión ausente, lo mismo que sus ojos. Luego, en vez de bajar la escalera, la muchacha regresó a su cuarto.
Media hora más tarde, Slim bajó al tercer piso, fue a pegar el oído a la puerta de la habitación de Celia Sarton y sonrió. La muchacha estaba lavando su ropa interior en el lavabo. No era gran cosa, pero Slim comprendió que estaba haciendo progresos. Aquello no explicaba por qué Celia Sarton vivía como vivía, pero revelaba cómo podía arreglárselas sin disponer de un solo pañuelo de recambio.
Bien, tal vez por la mañana.
Por la mañana, no hubo tal vez. Slim lo encontró, lo encontró, aunque no pudo saber lo que había encontrado. Al principio se echó a reír, no en tono de triunfo sino secamente, llamándose a sí mismo payaso. Luego se puso en cuclillas en el centro de la habitación (no quiso sentarse en la cama, para no añadir más arrugas a las que Mrs. Koyper proporcionaba), sacó cuidadosamente el paquete de papel de la caja y lo dejó en el suelo, delante de él.
Hasta entonces, se había limitado a echarle una ojeada al paquete de folios, por su parte superior y por la inferior. Pero esta vez hizo algo más: quitó cuidadosamente la cinta de papel azul que rodeaba el paquete y hojeó los folios en blanco.
Con un nuevo brillo en los ojos, descubrió que todos los folios, excepto un centenar de la parte superior y otro centenar de la parte inferior, tenían el mismo corte rectangular en el centro, dejando sólo un estrecho filete en los bordes. En el hueco así formado, había algo.
A primera vista, Slim sólo pudo apreciar que era algo de color canela claro, con un leve tinte sonrosado, semejante a cuero liso, sin curtir. Estaba cuidadosamente doblado, de modo que encajara exactamente en el hueco practicado en el paquete de papel.
Slim lo contempló unos instantes sin tocarlo, intrigado; luego, después de frotar las yemas de sus dedos contra su camisa hasta asegurarse que ellas quedaban completamente desprovistas de humedad y de grasa, levantó con cuidado la primera capa de la sustancia.
Debajo había más.
Slim no tardó en darse cuenta que el material era de una forma irregular y casi con seguridad de una sola pieza, de modo que plegarlo en forma de rectángulo exigía mucho cuidado y una gran habilidad. En consecuencia, Slim procedió lentamente, deteniéndose de cuando en cuando, para comprobar si sería capaz de volver a dejarlo tal como lo había encontrado, y tardó más de una hora en sacar el suficiente para poder identificarlo.
¿Identificarlo? Era completamente distinto a cualquier cosa que él hubiera visto hasta entonces.
Era una piel humana, hecha de alguna sustancia muy parecida a la auténtica. El primer pliegue, el que había desdoblado en primer lugar, correspondía a una zona de la espalda, y por ello no mostraba ningún rasgo. Podía compararse con un balón, excepto por el hecho que un balón deshinchado es menor en todas sus dimensiones que uno hinchado. Slim calculó que la supuesta piel era de tamaño normal: algo más de cinco pies de longitud, y una anchura proporcional. Los cabellos tenían un aspecto exactamente igual que los auténticos, pero al ser flexionados se descubría que eran de una sola pieza.
La piel tenía el rostro de Celia Sarton.
Slim cerró los ojos y volvió a abrirlos, y descubrió que continuaba siendo verdad. Contuvo el aliento, adelantó un dedo y apretó suavemente hacia arriba el párpado izquierdo. Debajo de él había un ojo, de color azul celeste y aparentemente húmedo, pero sin vida.
Slim expulsó el aire que se había acumulado en sus pulmones, cerró el ojo y se sentó sobre sus talones. Las piernas empezaban a dolerle debido al largo rato que había permanecido en cuclillas.
Miró a su alrededor una vez más, tratando de aclarar su mente, y luego empezó a plegar de nuevo la piel. Tardó un buen rato, pero cuando hubo terminado supo que lo había hecho bien. Volvió a colocar el paquete de papel en la caja y la caja en el bolso, dejó el bolso en su sitio y finalmente se quedó parado en el centro de la habitación, sumido en profundos pensamientos.
Unos instantes después empezó a inspeccionar el techo. Tenía un rebozado de yeso, como los de la mayoría de las casas antiguas. Estaba manchado y descascarillado en algunos lugares. Slim hizo un gesto de satisfacción, escuchó durante unos instantes junto a la puerta, salió del cuarto, lo cerró y subió a su habitación.
Permaneció en su propio pasillo por espacio de un minuto, comprobando la situación de las puertas y su correspondencia con las del piso inferior. Luego entró en su habitación.
Se dirigió directamente a su armario. Lo abrió y, arrodillándose, gruñó de satisfacción al comprobar lo sueltas que estaban las tablas del fondo. Arrancando una de ellas, descubrió que era posible alcanzar el cielo raso entre el suelo del cuarto piso y el techo del tercero. Arrancó más tablas hasta que hubo efectuado una abertura de unos cuarenta centímetros de anchura, y luego, trabajando en un silencio casi absoluto, empezó a horadar el suelo. Procedía con mucha meticulosidad, ya que no quería que cayera en la habitación situada debajo ni un solo grano de yeso, cuando finalmente agujereara el rebozado. Trabajó lentamente, y estaba avanzada la tarde cuando quedó satisfecho de sus preparativos y la emprendió, con su cuchillo, con el yeso.
Era más delgado y más blando de lo que se había atrevido a esperar; casi lo horadó al primer intento. Introdujo cuidadosamente la punta del cuchillo en la ranura que había practicado, ensanchándola.
Consultó su reloj y luego se dirigió a la habitación de Celia Sarton, para comprobar el resultado de su tarea desde abajo. Quedó muy complacido. La pequeña ranura quedaba a un pie de la pared, aproximadamente, encima de la cama, y era una simple línea de lápiz perdida en el barroco dibujo que formaba el yeso. Slim regresó a su cuarto y se sentó a esperar.
Para utilizar su nuevo atisbadero, tenía que tenderse en el suelo, medio cuerpo dentro y medio cuerpo fuera del armario, con la cabeza metida en el agujero, por debajo del nivel del suelo. Pero aquella posición no le incomodaba lo más mínimo, dando por bien empleadas sus molestias: una actitud que compartía con otros muchos ardientes aficionados, montañeros o espeleólogos o cazadores de patos.

Cuando la muchacha encendió la luz, Slim pudo verla estupendamente, así como la mayor parte del suelo, los dos tercios inferiores de la puerta y parte del lavabo.
Celia había entrado apresuradamente, con aquella misma prisa agonizante que Slim había observado antes. Inmediatamente después de encender la luz se precipitó hacia la cama y se inclinó a recoger el bolso. Abriéndolo, sacó la caja, la abrió a su vez, tomó el papel, quitó la cinta azul y apartó los folios que cubrían el hueco central.
Extrayendo la cosa oculta allí, la sacudió un par de veces para desplegarla. Luego la extendió cuidadosamente en el suelo, los brazos a un lado, las piernas ligeramente abiertas, boca arriba. Luego se tendió ella en el suelo, también, con su cabeza casi pegada a la de la cosa. Llevándose las manos a las orejas, se dedicó a una rara manipulación, haciendo partícipe de ella a la cabeza deshinchada que yacía a su lado.
Slim oyó un leve chasquido, semejante al sonido que producen dos uñas al entrechocar.
Las manos de Celia se deslizaron hacia las mejillas de la figura y palparon la vacía cabeza como si comprobaran una conexión. La cabeza parecía ahora haberse adherido a la suya.
Luego, Celia asumió la misma postura que la piel vacía, dejando caer sus manos a sus costados sobre el suelo, cerrando los ojos.
Durante un largo rato no pareció ocurrir nada, a excepción del extraño modo de respirar de Celia, muy profunda pero muy lentamente, como una imagen a cámara lenta de alguien jadeando, recobrando el aliento después de una fatigosa carrera. Al cabo de unos diez minutos, la respiración se hizo más honda e incluso más lenta, hasta que, pasada media hora, Slim no pudo detectarla.
Slim permaneció inmóvil en su puesto de acecho durante más de una hora, hasta que su cuerpo encogido protestó y la cabeza empezó a dolerle a causa de la tensión a que estaban sometidos sus ojos. No quería moverse, pero tuvo que hacerlo. Silenciosamente, salió del armario, se puso en pie y extendió todos sus miembros. Aquello le produjo una intensa sensación de placer, y la gozó profundamente. Se sintió impulsado a pensar en lo que acababa de ver, pero decidió no hacerlo..., todavía.
Cuando hubo desaparecido del todo el embotamiento de sus miembros, volvió a introducirse en el armario, metió la cabeza en el agujero y pegó nuevamente el ojo a la ranura.
Nada había cambiado. La muchacha continuaba tendida, completamente relajada, hasta el punto que sus manos habían vuelto las palmas hacia arriba.
Slim miró y miró. Estaba a punto de llegar a la conclusión que la muchacha pasaba las noches de aquel modo y que allí no había nada más que ver, cuando observó una leve y repentina contracción del plexo solar de Celia, y luego otra. Por unos instantes no ocurrió nada más, y luego la cosa vacía adherida a su cabeza empezó a llenarse.
Y Celia Sarton empezó a vaciarse.
Slim contuvo la respiración y contempló con una mezcla de incredulidad y de asombro lo que sucedía.
Una vez iniciado, el proceso avanzó rápidamente. Era como si algo pasara del vestido cuerpo de la muchacha a aquella cosa vacía. Aquel «algo», sea lo que fuere, tenía que ser líquido, ya que sólo un líquido llenaría un recipiente flexible de aquel modo. Slim pudo ver los dedos, que habían permanecido doblados contra las palmas, hincharse y moverse hasta adoptar la forma de una mano normal. Los codos se deslizaron un poco para reposar más normalmente contra el cuerpo. Y, sí, ahora era un cuerpo.
El otro ya no era un cuerpo. Yacía en el suelo, deshinchado bajo sus ropas.
La operación no duró más de diez minutos, pasados los cuales el cuerpo ahora lleno se movió.
Flexionó sus manos varias veces, levantó sus rodillas y extendió sus piernas de nuevo, arqueó su espalda contra el suelo. Sus ojos parpadearon y se abrieron. Alargó los brazos y efectuó una rápida manipulación en su cabeza. Slim oyó otra versión del chasquido anterior, y la cabeza ahora vacía cayó al suelo.
La nueva Celia Sarton se incorporó, sentándose en el suelo, suspiró y se frotó el cuerpo con las manos, como restableciendo la circulación de su sangre. Se desperezó con una expresión de placer que recordó a Slim el que él había experimentado unos minutos antes.
En la parte superior de su cabeza, Slim captó fugazmente una especie de ranura a través de la cual se veía una humedad blanquecina, pero parecía estar cerrándose. Al cabo de unos instantes sólo pudo ver una breve raya partiendo los cabellos, como en un peinado normal.
Celia Sarton suspiró de nuevo y se puso en pie. Recogió la piel vacía por el cuello, la levantó y la sacudió un par de veces, para hacer caer las ropas. A continuación tiró la piel sobre la cama, recogió las ropas del suelo y cruzó con ellas la habitación, para dejar las prendas interiores en el lavabo y colgar el vestido en una percha.
Moviéndose sin prisa pero con evidente decisión, abrió el grifo del lavabo y empezó a lavar las prendas que había dejado allí. Luego las colgó en otras perchas y las dejó en el armario. Terminada esta tarea, recogió la piel deshinchada que había quedado arrugada sobre la cama, la sacudió de nuevo, la enrolló y se dirigió otra vez al lavabo.
Corrió el agua y, guiándose por los sonidos, Slim supo que la nueva Celia había sometido la piel vacía a un jabonado y dos aclarados. Luego, la muchacha colgó el objeto en otra percha y la dejó también en el armario.
Después se tendió en la cama, no para dormir, ni para leer, ni siquiera para descansar —parecía muy descansada—, sino simplemente para esperar hasta que llegara el momento de hacer otra cosa.
Los huesos de Slim volvían a quejarse ya, de modo que se deslizó silenciosamente fuera del armario, se puso los zapatos y la chaqueta y salió en busca de algo para comer. Cuando regresó, una hora más tarde, y miró a través de su atisbadero, la luz de la habitación de Celia Sarton estaba apagada y no pudo ver nada. Extendió cuidadosamente su abrigo sobre el agujero del armario para que no se filtrase ninguna claridad a través de la ranura del techo, cerró la puerta, se entretuvo un rato leyendo una revista y se acostó.
Al día siguiente siguió a Celia Sarton. No especuló acerca de la extraña ocupación que podía tener, de las fantásticas obligaciones vampíricas que podía tener encomendadas. Estaba obstinadamente decidido a reunir información primero y pensar después.
Lo que descubrió acerca de sus actividades diurnas fue más sorprendente, si es posible, que cualquier descabellada suposición. Celia Sarton trabajaba como dependienta en una tienda del East Side. Almorzaba en el bar de la tienda al mediodía —una ensalada vegetal y una asombrosa cantidad de leche—, y por la tarde se detenía en un pequeño establecimiento y bebía más leche, sin comer nada.
A aquella hora, su paso era más lento y parecía estar muy cansada. Pero al llegar a la vista de la casa de huéspedes, le entró de nuevo la habitual prisa por llegar a su cuarto..., y ponerse algo más cómodo. Slim contempló otra vez toda la operación, y si el día anterior se había negado a dar crédito a sus propios ojos, ahora tuvo que admitir que no le habían engañado.
La cosa continuó igual durante una semana. Slim dedicó tres días a seguir a la muchacha, y todas las noches fue testigo de su extraño cambio de piel. Cada veinticuatro horas, Celia Sarton cambiaba de cuerpo, lavando, secando, plegando y guardando cuidadosamente el que no utilizaba.
Dos veces a la semana, salía a dar un corto paseo: media hora, alrededor de medianoche, sin dar más allá de un par de vueltas a la manzana.
En el trabajo se mostraba silenciosa, pero sin llamar la atención por ello; cuando le dirigían la palabra contestaba en voz más bien baja y poco musical. Parecía no tener amigos; nadie se interesaba por ella y ella, a su vez, no parecía interesarse por nadie. Nunca iba al cine ni al parque. No tenía citas, ni siquiera con muchachas. Slim estaba convencido que ella no dormía, sino que se limitaba a permanecer tendida en la oscuridad esperando la hora de levantarse y acudir a su trabajo.
Y cuando llegó a pensar en ello, como terminó por hacer, a Slim se le ocurrió que dentro del hormiguero en el cual vivimos todos, los miembros de la sociedad tienen derecho a permitirse cualquier clase de extravagancia, con tal que no la conviertan en un espectáculo público. Si a un hombre le gusta dormir patas arriba como un murciélago, y se las arregla de modo que nadie le vea durmiendo, ni vea el lugar donde duerme, puede dormir como un murciélago todos los días de su vida.
De acuerdo con esa norma, uno no necesita siquiera ser miembro de la raza humana. La extraña personalidad de Slim queda reflejada en el hecho que el raro comportamiento de Celia Sarton no le asustaba. Más aún, le desconcertaba menos ahora que antes de haber empezado a espiarla. Sabía lo que hacía en su habitación y cómo vivía. Antes, lo había ignorado. Ahora lo sabía. Y esto le hacía mucho más feliz.
Sin embargo, su curiosidad no se había agotado. Pero esa misma curiosidad no le conduciría nunca a lo que otro hombre podría hacer: hablar con Celia Sarton en la escalera o en la calle, a fin de enterarse de más cosas acerca de ella. Slim era demasiado tímido. Tampoco se sentía impulsado a contarle a alguien los extraños hechos de los que era testigo todas las noches. De acuerdo con su punto de vista, Celia Sarton no perjudicaba a nadie. En su cosmos, todo el mundo tenía derecho a vivir como se le antojara.
Slim no se preguntó qué clase de ser era aquél, ni si sus antepasados habían crecido entre seres humanos, viviendo con ellos en cavernas y en tiendas, desarrollándose y evolucionando al compás del homo sapiens, hasta que pudieron asumir la personalidad del más insignificante y más invisible de los asalariados. Nunca llegaría a la conclusión que, en la lucha por la supervivencia, una especie podía descubrir que el mejor modo de sobrevivir entre los seres humanos era no luchar contra ellos, sino unirse a ellos.
No, la curiosidad de Slim era mucho más simple, más básica y menos informada que cualquiera de aquellas conjeturas. Y así pasó del «qué sucede» al «¿qué sucedería si...?»
De modo que en el octavo día de su vigilancia, un martes, entró de nuevo en la habitación del tercer piso, recogió el bolso, lo abrió, sacó la caja, la abrió, sacó el paquete de folios, quitó la cinta de papel azul, levantó los folios de la parte superior, sacó la segunda Celia Sarton, la dejó sobre la cama, y luego volvió a colocar el papel, la caja y el bolso tal como lo había encontrado. Ocultó el tegumento debajo de su camisa, salió del cuarto, cerró cuidadosamente la puerta detrás de él y subió a su habitación. Puso su trofeo debajo de las cuatro camisas limpias, en un cajón de su cómoda, y se sentó a esperar el regreso de Celia Sarton.
Aquella noche, Celia Sarton se retrasó un poco: veinte minutos, quizás. El retraso parecía haber aumentado su fatiga y su avidez; sus movimientos eran febriles, casi aterrorizados. Estaba muy pálida y sus manos temblaban. Recogió el bolso de debajo de la cama, sacó la caja de cartón y la abrió, con visible precipitación.
Cuando descubrió que lo que buscaba había desaparecido, su expresión pareció petrificarse. Se agachó sobre la cama y permaneció completamente inmóvil durante dos interminables minutos. Luego se incorporó lentamente y echó una ojeada circular a la habitación. Comprobó de nuevo el contenido de la caja de cartón, pero resignadamente, sin esperanza. Emitió un sonido, una especie de triste sollozo, y a partir de aquel momento quedó silenciosa.
Se acercó a la ventana lentamente, arrastrando los pies, caídos los hombros. Durante largo rato permaneció allí contemplando la ciudad que encendía sus primeras luces, símbolos de vida. Luego echó la persiana y regresó junto a la cama.
Se quitó los zapatos y los dejó en el suelo, simétricamente, al pie del lecho. Se tendió, en la misma postura completamente relajada que adoptaba cuando efectuaba su cambio, con las manos abiertas y las piernas ligeramente separadas.
Su rostro semejaba una mascarilla. Su respiración era cada vez más débil. Unas leves contracciones del plexo solar..., y nada.
Slim se apartó de su observatorio y se sentó. Estaba preocupado. Sólo había deseado satisfacer su curiosidad, no quería que Celia Sarton enfermara, muriera. Ya que estaba seguro que ella había muerto. ¿Cómo podía saber qué clase de substitutivo del sueño exigía un organismo como aquél, o cuáles podían ser los resultados de un retraso en el cambio? ¿Qué podía saber él de la química de un ser semejante? Había pensado vagamente en volver a la habitación del tercer piso al día siguiente. mientras ella estaba fuera, y restituir lo que se había llevado. Sólo quería ver. Sólo quería saber «¿qué sucedería si...?». Simple curiosidad.
¿Debía llamar a un médico?
Ella no lo había hecho. Ni siquiera lo había intentado, a pesar que tenía que conocer mucho mejor que él lo grave de su estado. (Aunque, si una especie depende del secreto para su supervivencia, se impone que un individuo muera de un modo anónimo.) Bueno, tal vez el hecho que ella no llamara a un médico significaba que se encontraba bien, después de todo. Los médicos formularían un montón de preguntas absurdas. Celia Sarton podría verse obligada a hablarle al médico de su otra piel, y si el que avisaba al médico era Slim, podrían interrogarle acerca de aquel extremo.
Slim no deseaba verse complicado en nada. Sólo quería saber cosas.
Pensó:
«Echaré otra mirada.»
Se introdujo de nuevo en el armario y metió la cabeza en el agujero. Inmediatamente supo que Celia Sarton no sobreviviría. Su rostro estaba hinchado, sus ojos aparecían desorbitados y su amoratada lengua colgaba lejos —demasiado lejos— de la comisura de su boca. Mientras Slim la observaba, el rostro de Celia Sarton se ennegreció todavía más y la piel de las mejillas se arrugó de un modo que recordaba el papel carbón convertido en una bola y vuelto a alisar.
El impulso de sacar lo que ella necesitaba del cajón de las camisas y correr a la habitación del tercer piso murió en Slim apenas nacido, ya que vio brotar una espiral de humo de las fosas nasales de Celia Sarton y luego...
Slim profirió un grito, arrancó su cabeza del agujero, golpeándosela brutalmente, y se cubrió los ojos con las manos. El fogonazo que acababa de percibir a través de la pequeña ranura del techo había sido algo terrible, semejante al estallido de la más potente de las lámparas de magnesio, a una pulgada de la nariz.
Slim se sentó en el suelo, gimiendo y contemplando, en el interior de sus párpados, miríadas de gusanos incandescentes. Finalmente se desvanecieron y Slim abrió los ojos, lentamente. Le dolían aún, pero al menos podía ver...
Resonaron pasos precipitados en la escalera. Olía a humo y a grasa quemada, un hedor desagradable que Slim no pudo identificar. Alguien gritó. Alguien aporreó una puerta. Luego, alguien gritó y gritó.

Al día siguiente, los periódicos publicaban la noticia. Un misterio, era la conclusión general. Charles Fort, en ¡Lo!, había informado de otros casos idénticos, y se habían producido otros desde entonces: personas desintegradas por un terrible calor que, sin embargo, no había destruido los muebles ni las ropas, pero sin dejar nada para una autopsia. Según el periódico, se trataba de un tipo desconocido de calor, de una intensidad y brevedad indescriptibles. Las víctimas no tenían ningún pariente conocido. La policía estaba desconcertada: no existía ninguna pista, ningún sospechoso.
Slim no dijo nada a nadie. El asunto había dejado de excitar su curiosidad. Aquella misma noche tapó el agujero, y al día siguiente, después de leer el artículo, utilizó el periódico para envolver lo que guardaba en el cajón de las camisas. Olía muy mal.
Slim lo dejó caer en un cubo de basura cuando se dirigía a la oficina del abogado.
Aquella misma tarde firmó un acuerdo amistoso con el letrado y se mudó de pensión.



NEGRO CHARLIE
Gordon R. Dickson


Me preguntan: ¿qué es arte? Esperan de mí una respuesta lógica, porque he sido comprador para museos y galerías el tiempo suficiente para adquirir una abundante cosecha de cabellos grises. Pero la cosa no es tan sencilla como parece.
Bien, ¿qué es arte? Durante cuarenta años he examinado, palpado, admirado y querido muchas cosas moldeadas como receptáculos esperanzadores para aquel brillante espíritu al que llamamos arte..., y soy incapaz de contestar la pregunta directamente. Hay una respuesta fácil: belleza. Pero el arte no es necesariamente bello. A veces es feo. A veces es tosco. A veces es incompleto.
Yo he incurrido en algo muy frecuente entre los hombres de mi profesión, dejándome guiar por mis sensaciones para enjuiciar el arte. Ya saben lo que ocurre con las sensaciones. Uno encuentra algo. Un trozo de piedra, por ejemplo, tallado y coloreado por algún hombre de las épocas prehistóricas. Uno lo mira. Al principio no es nada, una reproducción a medio desarrollar de algún animal salvaje, ni siquiera tan buena como la que podría realizar un niño en edad escolar de nuestros días.
Pero luego, contemplándola, la imaginación retrocede súbitamente a través de la piedra y del tiempo, retrocede hasta el propio hombre, en cuclillas delante de la abertura de su caverna. Y uno ve, no la piedra que tiene en la mano, sino lo que el propio hombre vio en el momento de su creación. Uno contempla, más allá de la reproducción física, el espléndido logro de su imaginación.
Eso, entonces, puede ser llamado arte, al margen de su apariencia física: la magia que anula todas las distancias entre el artista y uno mismo. Permítanme que les cite un ejemplo, fruto de mi propia experiencia.

Hace algunos años, cuando recorría los mundos más nuevos en calidad de comprador para una de nuestras más conocidas instituciones de arte, recibí una comunicación de un hombre llamado Cary Longan, pidiéndome, si me era posible, que visitara un planeta llamado Mundo de Elman para examinar algunas esculturas que él tenía para su venta.
Los mensajes me llegaban rara vez directamente. Casi siempre me eran remitidos por la institución a la cual representaba en aquella época. Pero, teniendo en cuenta que el mundo en cuestión se encontraba cerca, ya que pertenecía al mismo sistema solar que estaba visitando, espaciografié una respuesta afirmativa a mi desconocido comunicante. Tras liquidar los asuntos que tenía pendientes en el lugar en que me hallaba, tomé una nave interestelar y, al cabo de un par de días, aterricé en el Mundo de Elman.
Se trataba de un planeta muy desolado, muy nuevo, en realidad. El puerto en el cual aterrizamos era uno de los dos únicos existentes que podían recibir naves de gran tonelaje. Y la ciudad circundante era poco más que un poblado. Mr. Longan no había venido a esperarme al puerto, de modo que tomé un taxi y me hice conducir al hotel en el cual había reservado previamente alojamiento.
Aquella tarde, en mi habitación, el anunciador zumbó, y luego habló, dándome un nombre. Abrí la puerta para admitir a un hombre alto, de tez bronceada, cabellos largos y enmarañados y ojos grises.
—¿Mr. Longan? —inquirí.
—¿Mr. Jones? —preguntó a su vez.
Trasladó a su mano izquierda la caja de madera sin pulimentar y extendió su mano derecha para estrechar la mía. Cerré la puerta detrás de él y le invité a sentarse.
Colocó la caja, sin abrirla, sobre una mesita situada entre nosotros. Entonces pude observar que vestía unas ropas muy rústicas dando a entender que pasaba la mayor parte del tiempo en contacto directo con la naturaleza. Confirmaba esta impresión lo rígido de su actitud, como si estuviera poco acostumbrado a comportarse de un modo sociable. No era la clase de persona de la que se podría esperar que se dedicara a la venta de obras de arte, desde luego...
—Su espaciograma —le dije—, no era muy explícito. La institución a la cual represento...
—Lo he traído aquí —dijo, colocando su mano sobre la caja.
La miré, asombrado. No tenía más de medio metro cuadrado de superficie, por veinte centímetros de profundidad.
—¿Ahí? —dije. Miré al hombre, mientras una sospecha empezaba a nacer en mi mente. Supongo que debí mostrarme más cauto, al ver que el mensaje me llegaba directamente, en vez de hacerlo a través de la Tierra. Pero, ya se sabe lo que pasa: uno siempre confía en descubrir una inesperada maravilla—. Dígame, Mr. Longan —añadí—, ¿de dónde procede esta escultura?
El hombre me miró, casi con aire de reto.
—Son obra de un amigo mío —dijo.
—¿Un amigo? —repetí..., y debo añadir que empezaba a sentirme fastidiado. No me gustaba que me tomaran el pelo—. ¿Puedo preguntarle si ese amigo suyo ha vendido ya alguna de sus obras?
—Bueno, no... —admitió Longan.
Era evidente que estaba pasando un mal rato, pero también lo estaba pasando yo, al pensar en el tiempo que había perdido.
—Comprendo —dije, poniéndome en pie—. Me ha obligado usted a desviarme de mi camino y a gastar mucho dinero, sólo para mostrarme la obra de algún aficionado. Adiós, Mr. Longan. Y haga el favor de llevarse la caja cuando se marche!
—¡No ha visto usted nunca nada igual! —exclamó Longan, en tono desesperado.
—No lo dudo —dije.
—Mire. Se lo enseñaré... —Hurgó nerviosamente en el cierre de la caja—. Ya que ha hecho el viaje, puede echarle una mirada, por lo menos.
Puesto que no parecía haber manera de librarme de él, a no ser que recurriera al director del hotel para que le echara por la fuerza, volví a sentarme, de mala gana.
—¿Cómo se llama su amigo? —inquirí.
Los dedos de Longan vacilaron sobre el cierre.
—Negro Charlie —respondió, sin mirarme.
Me sobresalté.
—Perdone —murmuré—. ¿Ha dicho usted Negro..., Charles Negro?
Longan alzó su mirada desafiadora, sostuvo la mía y sacudió la cabeza.
—Sólo Negro Charlie —dijo, con repentina calma—. Tal como suena. Negro Charlie.
Le contemplé con aire dubitativo, mientras él conseguía finalmente hacer funcionar el cierre. Se disponía a levantar la tapa, pero luego cambió de idea. Empujó la caja hacia mí a través de la mesita.
La madera era dura y rugosa al tacto. Alcé la tapa. Había cinco pequeños compartimientos, cada uno de los cuales contenía una roca de color grisáceo. Las formas eran distintas, aunque todas igualmente incomprensibles.
Las contemplé fijamente..., y luego miré a Longan, como inquiriendo qué clase de broma era aquélla. Pero los ojos del hombre no habían perdido nada de su seriedad. Lentamente, empecé a sacar las piedras una a una y las alineé sobre la mesa.
Las estudié con calma, tratando de encontrarles algún sentido. Pero allí no había nada, absolutamente nada. Una tenía un vago parecido con una pirámide de lados regulares. Otra recordaba, todavía más vagamente, una figura agachada. Lo mejor que podía decirse del resto era que mostraban una desconcertante semejanza con el tipo de piedras que la gente recoge para utilizarlas como pisapapeles. Pero era indudable que todas ellas habían sido trabajadas. Las huellas del cincel eran claramente visibles. Y, además, habían sido pulimentadas en la medida en que podía serlo aquella clase de roca.
Miré de nuevo a Longan. Sus ojos tenían ahora una expresión de ansiedad. Yo estaba completamente desconcertado ante su descubrimiento..., o lo que él creía que era un descubrimiento. Traté de ser justo en lo que respecta a su aceptación de aquello como arte. Evidentemente, se trataba de un simple sentimiento de lealtad a un amigo, un amigo que sin duda desconocía como el propio Longan lo que era arte. Procuré infundir un tono de amabilidad a mi voz.
—¿Qué espera su amigo que haga yo con esto? —inquirí.
—¿No está usted comprando cosas para el museo de la Tierra? —me preguntó a su vez.
Asentí. Tomé la pieza que parecía una figura agachada y le di vueltas entre mis dedos. Era una situación embarazosa.
—Mr. Longan —dije—, llevo muchos años en este negocio...
—Lo sé —me interrumpió—. Leí lo que se publicó sobre usted cuando aterrizó en el mundo contiguo. Por eso le escribí.
—Comprendo —dije—. Llevo mucho tiempo metido en esto, como le decía, y creo que puedo presumir sin jactancia de mis conocimientos en materia de arte. Si hubiera algo de arte en estas esculturas de su amigo, yo sería capaz de descubrirlo. Y no lo he descubierto.
Me miró, asombrado.
—Está usted... —murmuró finalmente—. No dice lo que siente. Está enojado porque le he traído aquí de este modo.
—Lo siento —dije—. No estoy enojado, y digo lo que siento. Estas piedras no tienen ningún valor. ¡Ninguno! Alguien ha engañado a su amigo haciéndole creer que tenía talento. Le hará usted un favor diciéndole la verdad escueta.
Longan me miró fijamente un largo instante, como esperando que dijera algo que suavizara el veredicto. Luego, súbitamente, se puso en pie y cruzó la habitación en tres largas zancadas, para situarse delante de la ventana. Sus encallecidas manos se abrían y se cerraban de un modo espasmódico.
Le concedí algún tiempo para que recobrara la calma. Luego empecé a colocar de nuevo las piedras en el interior de la caja.
—Lo siento —dije.
Longan dio media vuelta y se acercó a mí. Me miró rectamente a los ojos.
—¿Lo siente? —dijo—. ¿De veras?
—Puede creerme —dije, sinceramente—. Lo siento.
Y era cierto.
—Entonces, ¿hará usted algo por mí? —inquirió Longan precipitadamente—. ¿Irá usted a decirle a Charlie lo que me ha dicho a mí? ¿Le dará usted la noticia?
—Yo... —Quise protestar, pero con los atormentados ojos de Longan a seis pulgadas de distancia de los míos, las palabras no salieron—. De acuerdo —dije.
Longan dejó escapar un suspiro de alivio.
—Gracias —dijo—. Iremos mañana. No sabe usted lo que esto significa. Gracias.
Tuve tiempo de sobra para lamentar mi decisión, aquella misma noche y a la mañana siguiente, cuando Longan me arrancó del lecho a una hora muy temprana, me obligó a vestir unas ropas semejantes a las suyas, incluidas unas botas altas e impermeables, y me hizo subir a un anticuado modelo de vehículo tierra-aire, cargado con los artículos más heterogéneos. Pero palabra es palabra, y me reconcilié conmigo mismo diciéndome que mantenía la palabra empeñada.
Volamos hacia el sur a lo largo de una alta cadena de montañas hasta que llegamos a una zona costera y a lo que parecía ser el delta pantanoso de algún monstruoso río. Empezamos a descender. Demasiado, para mi gusto. Los climas cálidos y húmedos me desagradan profundamente, y no concibo que a alguien pueda gustarle vivir en semejantes condiciones.
Nos posamos suavemente sobre el agua, y Longan condujo el aparato a la orilla más próxima, un terreno cubierto de altas hierbas y de aspecto inquietante. Por iniciativa mía no hubiera pisado aquel suelo, temiendo que me engullese como arenas movedizas, pero Longan avanzó por él confiadamente y yo le seguí. Mis botas chapotearon en el barro. Un acre olor a vegetación descompuesta llegó a mi olfato. Bajo una delgada pero uniforme capa de nubes, el cielo tenía un aspecto enfermizo.
—Por aquí —dijo Longan, girando a la derecha.
Le seguí a lo largo de un sendero que desembocaba en un claro en el cual se alzaban varias chozas de forma semiesférica, construidas con ramas entrelazadas y barro. Y, por primera vez, se me ocurrió la idea que Negro Charlie podía no ser un terrestre expatriado. Podía, en realidad, ser un nativo de este planeta, aunque nunca había oído hablar de una raza humanoide en otros mundos. Dándole vueltas a esta idea, seguí a Longan hasta la entrada de una de las chozas y me detuve mientras él silbaba.
No recuerdo ahora lo que esperaba ver. Algo vagamente humanoide, sin duda. Pero lo que llegó a través de la entrada en respuesta al silbido de Longan era más parecido a una gran nutria, con unas prolongaciones planas, musculares y flexibles, en las cuatro extremidades, en vez de pies. Era negro y estaba cubierto de pelo lustroso y algo húmedo. Calculé que medía unos cuatro pies de longitud; no tenía cola, visible al menos, y su cuello era largo. Debía pesar de ciento veinticinco a ciento cincuenta libras. La cabeza, sobre su largo cuello, era también larga y estrecha, como la de un galgo, y estaba cubierta del mismo pelo negro. Los ojos eran vivos e inteligentes y la boca grande.
—Éste es Negro Charlie —dijo Longan.
El animal me miró y yo le devolví la mirada. Brevemente, tuve conciencia de lo absurdo de la situación. A cualquier persona normal le hubiera resultado difícil pensar en aquel ser como en un escultor. Añádase a esto la necesidad, la obligación de convencerle que no era un escultor.
—Oiga —le dije a Longan—. ¿Cómo espera usted que le manifieste...?
—Le comprenderá —me interrumpió Longan.
—¿Comprende el lenguaje humano? —preguntó, en tono de incredulidad.
—No —Longan sacudió la cabeza—. Pero comprende los ademanes.
Longan se separó de mí bruscamente y se internó en la maleza que rodeaba el claro. Regresó inmediatamente con dos objetos que parecían dos blandas calabazas. Me entregó uno.
—Siéntese encima de esto —dijo, sentándose.
Obedecí.
Negro Charlie —no se me ocurre otro modo de llamarle— se acercó más y se sentó a su vez sobre sus extremidades posteriores. Yo no había soltado la caja de madera que contenía sus esculturas y, ahora que estábamos sentados, sus brillantes ojos se fijaron en ella con una expresión interrogadora.
—De acuerdo —dijo Longan—. Deme la caja.
Se la entregué, y los ojos de Negro Charlie la siguieron como si fuera un imán. Longan se la puso debajo de un brazo y señaló con el otro hacia el lago: el lugar donde se había posado nuestro aparato. Luego, su brazo trazó un semicírculo en el aire y apuntó hacia el norte, el lugar del cual procedíamos.
Negro Charlie silbó súbitamente. Fue un extraño sonido, semejante al lamento de un ave palmípeda: triste, lejano...
Longan se golpeó el pecho, sosteniendo la caja con una mano. Luego golpeó la caja y me señaló a mí. Miró a Negro Charlie, me miró a mí..., y depositó la caja en mis manos.
—Mire las esculturas y devuélvaselas —dijo.
Contra mi voluntad, miré a Charlie.
Sus ojos se encontraron con los míos. Extraños, líquidos, negros ojos inhumanos, como dos diminutas lagunas de pez. Tuve que apartar la mirada.
Abrí la caja y saqué las piedras de sus compartimientos. Una a una, las hice girar en mi mano y las coloqué de nuevo donde estaban. Cerré la caja y se la devolví a Longan, ignorando si Charlie comprendería aquello.
Durante un largo instante, Longan permaneció sentado enfrente de mí, sosteniendo la caja. Luego, lentamente, se volvió y la depositó, todavía abierta, delante de Charlie.
Al principio, Charlie no reaccionó. Su cabeza, sobre su largo cuello, descendió sobre los abiertos compartimientos, como si los olfateara. Luego, sorprendentemente, abrió la boca, dejando al descubierto unos largos y afilados colmillos. Con ellos fue sacando las piedras de la caja, una a una. Sosteniéndolas con las prolongaciones de sus extremidades anteriores, las hizo girar en uno y otro sentido, como si buscara los defectos que podían tener. Finalmente, escogió una. Era la piedra que tenía un leve parecido con una figura agachada. La levantó hasta su boca, y con sus relucientes colmillos modificó ligeramente su superficie. Luego me la tendió.
La tomé en mis manos y la examiné. Los cambios que había hecho no habían alterado el conjunto, que continuaba siendo incomprensible. Me vi obligado a devolvérsela, sacudiendo la cabeza, y un molesto silencio cayó entre nosotros.
Yo había estado discurriendo desesperadamente, tratando de encontrar un modo de explicar, a través de la mímica, los motivos de mi negativa. Ahora, se me ocurrió una idea.
Me volví hacia Longan.
—¿Puede proporcionarme Charlie un trozo de piedra sin labrar? —le pregunté.
Longan se volvió hacia Charlie y efectuó unos movimientos como si estuviera rompiendo algo y entregándomelo a mí. Charlie permaneció inmóvil unos instantes, como si meditara en aquello. Luego entró en su choza, para volver a salir un momento después con un trozo de roca del tamaño de mi mano.
Yo tenía un cortaplumas y la roca era blanda. Mirando alternativamente a la roca y a Longan, y utilizando mi cortaplumas, tallé una tosca caricatura del amigo de Charlie, sentado enfrente de mí. Cuando hube terminado, deposité el trozo de roca en el suelo, al lado del modelo.
Negro Charlie la contempló largo rato. Luego se acercó a mí y, mirándome a los ojos, volvió a emitir aquel extraño sonido, una sola vez. Después dio media vuelta, lentamente, recogió con los dientes el trozo de piedra que yo había tallado y desapareció con ella en el interior de su choza.
Longan se puso en pie.
—Hemos terminado —dijo—. Vámonos.
Subimos al aparato que debía conducirme a la ciudad y a la nave espacial que me llevaría lejos de aquel mundo irracional. Cuando las montañas empezaron a deslizarse por debajo de nosotros miré de soslayo a Longan, sentado a mi lado ante los mandos del aparato. Su rostro era una máscara de estólida infelicidad.
La pregunta brotó de mis labios antes que tuviera tiempo de discutir conmigo mismo si era prudente o no formularla.
—Dígame, Mr. Longan, ¿qué derechos tiene Negro Charlie a su amistad?
Longan me miró con una expresión de sorpresa.
—¡Derechos! —exclamó. Luego, tras una breve pausa, durante la cual pareció estudiar mi rostro para comprobar si estaba bromeando, añadió—: Negro Charlie me salvó la vida.
—¡Oh! —dije—. Comprendo.
—¿De veras? —replicó—. Suponga que le digo que fue precisamente después que yo había asesinado a su compañera. Viven aparejados, ¿sabe?
—No, no lo sabía —contesté en voz baja.
—Olvidaba que la gente ignora muchas cosas —murmuró Longan. Yo no dije nada, esperando que, si no le distraía, me contaría algo más. Al cabo de unos instantes habló—: Este planeta no es muy bueno.
—Ya me he dado cuenta —dije—. No he visto fábricas ni instalaciones industriales. Y su mundo gemelo, el que acabo de visitar, está mucho más poblado.
—Esto es muy pobre —admitió Longan—. No hay minerales, por ejemplo. Y el clima es malo, excepto en las altiplanicies. El suelo no es muy fértil. —Hizo una pausa. Como si se resistiera a añadir lo que tenía en la mente. Por fin se decidió—: Antes existía un próspero comercio de pieles.
—¿Pieles?
—Las de los miembros de la tribu de Charlie —continuó Longan, manipulando en los mandos del aparato—. Tramperos y cazadores las perseguían mucho, al principio, antes de saber la verdad. Yo era uno de ellos.
—¿Usted? —inquirí, sorprendido.
—Yo. El negocio no marchaba mal..., hasta que maté a la compañera de Charlie. Casi siempre atrapaba a individuos aislados. Pero en aquella ocasión me encontraba cerca del poblado. Apenas había terminado de golpearla con una maza cuando toda la tribu se me echó encima. Me retuvieron prisionero un par de meses.
»Durante aquel tiempo aprendí muchas cosas. Me enteré que ellos eran seres inteligentes. Me enteré que Negro Charlie se había opuesto a que me mataran. Al parecer opinaba que yo era un ser racional y, en consecuencia, si podía discutir el asunto conmigo, podríamos llegar a un acuerdo para poner término a la guerra. —Longan rió, con cierta amargura—. La tribu de Charlie lo llamaba una guerra.
Longan dejó de hablar.
Esperé unos instantes antes de preguntar:
—¿Qué pasó?
—Me soltaron, finalmente —dijo Longan—. Y yo empecé a luchar por ellos. Acudí al Comisario enviado por la Tierra. Conseguí que se les reconociera como personas, en vez de animales. Terminé con la caza y con los cepos.
Se interrumpió de nuevo. Estábamos volando a través de la capa superior de aire del Mundo de Elman. El sol había terminado por asomar a través de las nubes, iluminando el suelo, que aparecía ahora como un enorme mapa verde en relieve.
—Comprendo —dije finalmente.
Longan me miró con ojos inexpresivos. Volábamos hacia la ciudad.

Salí del Mundo de Elman al día siguiente, completamente convencido que no volvería a oír hablar de Longan ni de Negro Charlie.
Unos años más tarde, en mi hogar de Nueva York, recibí la visita de un miembro de los Servicios Extranjeros del gobierno. Era un hombre delgado, moreno.
—Usted no me conoce —dijo, entregándome su tarjeta: Antonio Walters—. Yo era Delegado Representante Colonial en el Mundo de Elman en la época en que usted estuvo allí.
Le miré, sorprendido. Había olvidado por completo el Mundo de Elman.
—¿De veras? —pregunté, estúpidamente, sin que se me ocurriera nada mejor que decir—. ¿Qué puedo hacer por usted, Mr. Walters?
—El gobierno local del Mundo de Elman nos ha pedido que le localicemos, Mr. Jones —respondió Walters—. Cary Longan se está muriendo...
—¡Muriendo! —exclamé.
—Cáncer pulmonar, desgraciadamente —dijo Walters—. En las zonas pantanosas es muy frecuente. Desea verle a usted antes de morir, y teniendo en cuenta lo agradecidos que le estamos por la labor que ha efectuado durante muchos años en beneficio de los nativos, le hemos reservado a usted una plaza en la nave-correo del gobierno que está a punto de zarpar para el Mundo de Elman..., si usted está dispuesto a ir allí.
—Bueno, yo... —Vacilé. Si quería quedar en paz con mi conciencia, no podía negarme—. Debo avisar a mis jefes.
—Desde luego —dijo Walters.
Seis días más tarde me encontraba junto al lecho de Longan en el hospital de la misma ciudad que había visitado años antes. Longan se había convertido en un esqueleto viviente. Toda su vitalidad le había abandonado, y apenas podía pronunciar media docena de palabras seguidas.
—Negro Charlie... —susurró.
—Negro Charlie —repetí—. Sí. ¿Qué pasa con él?
—Ha hecho algo nuevo —susurró Longan—. Aquella talla suya le impulsó a copiar cosas. A los de su tribu no les gustó.
—¿No?
—No lo comprenden —susurró Longan—. No es normal, desde su punto de vista. Están asustados...
—¿Quiere usted decir que se muestran supersticiosos? —pregunté.
—Algo por el estilo. Escuche, Charlie es un artista...
En mi fuero interno me sublevé al oír aquella palabra, pero guardé silencio en honor del moribundo.
—...un artista. Pero ahora que he desaparecido yo, le matarán. Usted puede salvarle.
—¿Yo? —inquirí.
—¡Usted! —La voz del hombre era como un viento susurrado a través de las hojas secas—. Si usted va allí..., y acepta la última de sus obras..., fingiendo que le ha gustado..., sus compañeros no se atreverán a tocarle. Pero, dese prisa. El peligro que corre Charlie es cada día mayor...
Le fallaron las fuerzas. Cerró los ojos y un ronco estertor ascendió a su garganta. La enfermera me hizo salir apresuradamente de la habitación.

El gobierno local me ayudó. Yo estaba sorprendido, y no poco emocionado, al comprobar lo conocido y apreciado que era Longan. Localizaron la tribu de Charlie en un mapa, y me proporcionaron un piloto que conocía la región.
Aterrizamos en el mismo paraje pantanoso. Me encaminé solo hacia el claro. El lugar no había experimentado ningún cambio, pero la choza de Negro Charlie ofrecía un aspecto lamentable. Silbé y esperé. Llamé. Y, finalmente, me agaché y penetré en la choza arrastrándome sobre manos y rodillas. Pero allí no había nada, aparte de un montón de piedras sueltas y una especie de lecho de hierba seca. Con todo el cuerpo dolorido, ya que no estoy acostumbrado a tales hazañas gimnásticas, salí de la choza, para encontrarme rodeado por una multitud.
Al parecer, todos los habitantes del poblado habían salido de sus chozas para reunirse delante de la de Charlie. Tenían un aspecto excitado, y de cuando en cuando se silbaban el uno al otro con aquella nota plañidera que era el único sonido que yo había oído emitir a Charlie. Paulatinamente, la excitación pareció disminuir, el grupo retrocedió, y un individuo se adelantó, solo. Examinó mi rostro un breve instante y luego dio media vuelta y echó a andar rápidamente hacia el lindero del claro.
Le seguí. Me pareció que era lo único que podía hacer. Y, en aquel momento, no se me ocurrió asustarme.
Mi guía me condujo sendero adelante, entre la maleza. Luego desapareció bruscamente. Miré a mi alrededor, sorprendido e indeciso, y estaba a punto de desandar mi camino cuando resonó, muy cercano, un silbido. Avancé unos pasos y encontré a Charlie.
Yacía de costado sobre un montón de maleza aplastada. Estaba demasiado débil para moverse, pero levantó la cabeza y me miró. Toda la superficie de su cuerpo estaba marcada por los trazos de numerosas heridas, de las cuales manaba lentamente la sangre, empapando la seca maleza que le servía de lecho. Yo había visto en la boca de Charlie los largos y afilados colmillos de los de su especie, y supe quién le había causado aquellas heridas. Me sentí inundado por una oleada de rabia, y me incliné para tomar a Charlie en brazos.
Lo levanté fácilmente, ya que los huesos de los de su especie son cartilaginosos y su carne es más ligera que nuestra carne humana. Cargado con él, di media vuelta y me encaminé de nuevo hacia el claro.
Los otros estaban esperándome. Les miré..., y la rabia que ardía en mi interior se apagó como barrida por un huracán. No podía odiarles. Ellos no habían odiado a Charlie. Le habían temido, simplemente, y su único pecado era la ignorancia.
Se apartaron, abriéndonos paso, y yo llevé a Charlie hasta la entrada de su propia choza. Una vez allí le dejé en el suelo. La pechera y las mangas de mi chaqueta estaban empapadas de un líquido de color oscuro, y comprobé que su sangre no se coagulaba como la nuestra.
Quitándome la camisa, improvisé unas cuantas vendas y traté de contener con ellas la hemorragia. Pero la sangre continuó brotando, a pesar de mis esfuerzos. Charlie, levantando su cabeza del suelo trabajosamente, trató de arrancarse los vendajes con los dientes, de modo que me decidí a quitárselos.
A continuación me senté a su lado, sintiéndome enfermo e impotente. A pesar de todos los esfuerzos de Longan, a pesar de todos los avances científicos de mi propia raza humana, yo había llegado demasiado tarde. Mirando tristemente a Charlie, me pregunté por qué no pude haber llegado un día antes.
Los intentos de Charlie para arrastrarse al interior de su choza me arrancaron de mis tristes pensamientos. Mi primera reacción fue la de sujetarle. Pero Charlie parecía haber reunido las escasas fuerzas que le quedaban e insistió. Al darme cuenta, cambié de idea y, en vez de obstaculizarle, le ayudé. Charlie penetró en su choza, al borde del agotamiento.
No esperaba verle salir otra vez. Pensé que algún instinto ancestral le había impulsado a esperar la muerte en lo que había sido su hogar. Pero, unos instantes después, oí un sonido como si alguien removiera piedras en el interior y al cabo de unos segundos Charlie empezó a salir. Pero las fuerzas le fallaron a medio camino. Entonces silbó débilmente.
Me acerqué a él y le arrastré con cuidado hasta sacarle de la choza. Charlie volvió la cabeza hacia mí, sosteniendo en la boca algo que en el primer momento pensé que era una bola de barro seco.
Lo tomé y empecé a rascar el barro con las uñas. Casi inmediatamente quedó al descubierto una de las piedras que Charlie utilizaba para sus esculturas..., y mis manos empezaron a temblar con tanta violencia que me vi obligado a dejar la piedra en el suelo unos instantes mientras recobraba el dominio de mí mismo. Por primera vez comprendí la importancia que tenían para Charlie aquellas cosas que había moldeado con sus dientes. Y comprendí que por extrañas e incomprensibles que pudieran resultar sus obras, merecían ocupar un puesto en algún respetable museo como verdaderas obras de arte. Porque habían sido concebidas con honradez y ejecutadas con el amor que no tiene en cuenta el esfuerzo requerido, con tal de alcanzar el fin propuesto.
Y luego, el resto del barro cayó al suelo. Y vi lo que representaba la talla, y pude haber llorado y reído al mismo tiempo. Ya que, de todas las formas que Charlie pudo haber escogido para una escultura, se había decidido por una que ningún crítico hubiera señalado como la elección de un artista de su raza. No había escogido ninguna planta ni animal, ninguna estructura o forma natural de su medio ambiente, para expresar el vehemente anhelo de su espíritu. Lo que había modelado, toscamente, en la blanda roca era la imagen de un hombre de pie.
Y supe quién era el hombre.
Charlie levantó su cabeza del húmedo suelo y miró hacia el lago, donde esperaba mi aparato. No soy un hombre intuitivo, pero, por una vez, fui capaz de comprender el significado de una mirada. Charlie quería que me separara de él antes que le llegara la muerte. Quería verme partir, portando la obra que él había modelado. Me incorporé, con la piedra en las manos, y eché a andar. Al llegar al borde del claro volví la cabeza. Charlie continuaba mirándome. Y el resto de su tribu se mantenía alejado. Pensé que ahora no volverían a molestarle.
Regresé a Nueva York.

Pero hay algo más que contar. Durante mucho tiempo, después de mi regreso del Mundo de Elman, no miré ni una sola vez la tosca escultura. No quería hacerlo, ya que sabía que el mirarla confirmaría lo que había sabido desde el primer momento, es decir, que todos los anhelos y deseos del mundo no pueden crear arte donde no existe talento ni verdadera visualización. Pero un día, mientras ponía en orden los cajones de mi escritorio, di con la escultura enterrada en el fondo de uno de ellos. Librándola de la envoltura de plástico que la protegía, la coloqué sobre la bruñida superficie de la mesa.
En aquel momento estaba solo en mi oficina. El sol de la tarde, moribundo ya, penetraba a través del alto ventanal y esparcía en la estancia una claridad ambarina. Deslicé mis dedos a lo largo de la figurilla de piedra y la observé con detenimiento.
Y entonces —por primera vez—, vi a través de la piedra lo que Negro Charlie había visto, con los ojos de Negro Charlie, al mirar a Longan. Vi a los hombres tal como la especie de Negro Charlie veía a los hombres. Y vi lo que los mundos de los hombres significaban para Negro Charlie. Y, por encima de todo, dominándolo todo, vi el arte tal como Negro Charlie lo veía, a través de sus brillantes ojos alienígenas. Vi la belleza que él había buscado a costa de su vida, y que casi había encontrado.
Pero, lo que es más importante, vi que aquella tosca escultura era arte.
Una palabra más. Entre el barro y la maleza del marjal, con la escultura en mis manos, me había prometido a mí mismo que algún día figuraría en una exposición. Y en aquel instante de revelación interior, decidí cumplir mi promesa.
Acudí en primer lugar a la institución cuya representación ostentaba, y luego a otros expositores que apreciaban mis cualidades de comprador.
Pero nadie quiso aceptar la escultura de Negro Charlie. Nadie, a pesar de la confianza que tenían en mí, quiso exponer una obra tan tosca en razón de una historia de cuya veracidad era yo testigo único. Durante varios años, mis tentativas fracasaron.
Eventualmente, silencié la verdadera historia y vendí la escultura, incluida en un lote de piezas raras, a un tratante de poca categoría.
Pero la estatuilla terminó por justificar mi creencia en lo que es arte: hace muy poco tiempo, visité una respetable galería de arte que exhibía una interesante colección de esculturas primitivas, cuyo origen se remontaba a los primeros pobladores de Norteamérica.
Y la escultura de Negro Charlie figuraba entre ellas. No diré de qué galería se trata ni dónde se encuentra.



III - OTRAS DIMENSIONES


UN METROPOLITANO LLAMADO MOBIUS
A. J. Deutsch


Partiendo de un foco central en Park Street, el metropolitano se había extendido a través de un complicado e ingenioso sistema ferroviario. Un desvío conectaba la línea de Lechmere con la de Ashmont para los trenes que se dirigían al sur, y con la línea de Forest Hills para los que se dirigían al norte. Harward y Brookline habían sido enlazadas con un túnel que pasaba a través de Kenmore Under, y durante las horas punta todos los otros trenes eran desviados a través del ramal de Kenmore hacia Egleston. El ramal de Kenmore enlazaba con el túnel Maverick cerca de Fields Comer. Ascendía un centenar de pies en dos manzanas para enlazar Copley Over con Scollay Square, y luego descendía de nuevo para unirse a la línea Cambridge en Boylston. La lanzadera de Boylston había unido finalmente las siete líneas principales a cuatro niveles distintos. Entró en servicio el 2 de marzo. A partir de entonces, un tren podía viajar desde una estación cualquiera a cualquier otra estación en todo el sistema.
Todos los días de la semana circulaban doscientos veintisiete trenes, y transportaban un millón y medio de pasajeros, aproximadamente. El tren Cambridge-Dorchester que desapareció el 4 de marzo era el número 86. Al principio, nadie le echó de menos. A última hora de la tarde, la línea estuvo un poco más cargada que de costumbre. Pero una multitud es una multitud. Los postes indicadores de los andenes de Forest Hills marcaron el Número 86 alrededor de las 7,30, pero ninguno de ellos mencionó su ausencia hasta tres días después. El interventor del cruce de la Milk Street pidió al inspector de la Harvard un tren suplementario aquella noche, con motivo de celebrarse un partido de hockey, y el inspector de la Harvard transmitió la petición. La central envió el 87, que había sido puesto fuera de servicio a las diez, como de costumbre. Nadie se dio cuenta de que faltaba el 86.
A la mañana siguiente, cuando la afluencia de pasajeros era más intensa, Jack O'Brien, del control de Park Street, llamó a Warren Sweeney, de Forest Hills, y le dijo que pusiera otro tren en la línea de Cambridge. Sweeney no disponía de ninguno, de modo que se dirigió al tablero y buscó en él algún tren disponible. Entonces, por primera vez, observó que Gallagher no había marcado su tarjeta la noche anterior. Sweeney dejó la tarjeta a la vista, con una nota. Gallagher tenía que entrar de servicio a las diez. A las diez y media, Sweeney se dirigió de nuevo al tablero, y comprobó que la tarjeta de Gallagher continuaba en el mismo sitio, con la nota que él había dejado. Acudió al inspector y le preguntó si Gallagher había llegado tarde. El inspector le dijo que no había visto a Gallagher aquella mañana. Entonces, Sweeney quiso saber quién conducía el 86.
Eran las 11,30 cuando se enteró, finalmente, de que había perdido un tren.
Sweeney pasó la siguiente hora y media en el teléfono, interrogando a todos los interventores e inspectores del sistema. Después de almorzar, a la 1,30, repitió las llamadas. A las 4,40, poco antes de que terminara su jornada laboral, informó del asunto a la Central de Tráfico. Los teléfonos zumbaron a través de los túneles y talleres hasta casi medianoche, antes de que el Director General recibiera finalmente la noticia en su casa.
El encargado del cambio de agujas principal fue el primero en asociar, a última hora de la mañana del día 6, el tren que faltaba con los artículos de los periódicos acerca de la súbita desaparición de numerosas personas. Llamó al Transcript, y aquella misma tarde tres periódicos publicaron números extraordinarios. Así se hizo pública la historia.
Kelvin Whyte, el Director General, pasó una buena parte de aquella tarde con la policía. Interrogaron a la esposa de Gallagher. El conductor del 86 no se había presentado en casa desde la mañana del día 4. A media tarde, la policía había comprobado que unos trescientos cincuenta bostonianos, aproximadamente, habían desaparecido con el tren. El Sistema se cerró, y Whyte casi enfermó de rabia. Pero el tren no fue encontrado.
Roger Tupelo, el matemático de Harvard, entró en escena la noche del día 6. Telefoneó a Whyte, muy tarde, a su casa, y le dijo que tenía algunas ideas acerca del tren desaparecido. Luego se dirigió a casa de Whyte en Newton, y sostuvo con él la primera de numerosas conversaciones acerca del número 86.

White era un hombre inteligente, un buen organizador, y no carecía de imaginación.
—¡Pero no sé de qué está usted hablando! —exclamó.
Tupelo estaba dispuesto a mostrarse paciente.
—Esto es algo muy difícil de comprender para cualquiera, Mr. Whyte —dijo—. No me extraña que esté intrigado. Pero es la única explicación. Ha desaparecido el tren, y las personas que iban en él. Pero el Sistema está cerrado. Los otros trenes continúan allí. ¡Está en alguna parte del Sistema!
Whyte replicó, levantando de nuevo la voz: —¡Y yo le digo a usted, doctor Tupelo, que el tren no está en el Sistema! ¡No está! Un tren de siete vagones con cuatrocientos pasajeros no puede pasarse por alto. El Sistema ha sido registrado de arriba a abajo. ¿Piensa usted que estoy tratando de ocultar el tren?
—Desde luego que no. Seamos razonables, Mr. Whyte.
Sabemos que el tren estaba en camino hacia Cambridge a las 8,40 de la mañana del día 4. Al menos veinte de las personas desaparecidas subieron al tren unos minutos antes, en Washington, y cuarenta más en Park Street. Unas cuantas se apearon en ambas estaciones. Y esto es todo. Las que iban a Kendall, a Central, a Harvard... no llegaron allí. El tren no llegó a Cambridge.
—Sé todo eso, doctor Tupelo —dijo Whyte bruscamente—. En el túnel, debajo del río, el tren se convirtió en un barco. Abandonó el túnel y empezó a navegar hacia África.
—No, Mr. Whyte. Estoy tratando de explicárselo. Chocó con un nódulo.
Whyte estaba lívido.
—¡Qué nódulo ni qué ocho cuartos! —estalló—. El Sistema mantiene las vías limpias. Nuestros servicios no dejan ningún nódulo...
—Sigue usted sin comprender. Un nódulo no es una obstrucción. Es una singularidad. Un polo de orden superior.
Las explicaciones de Tupelo en el curso de aquella primera conversación no contribuyeron a aclarar la situación para Kelvin Whyte. Pero a las dos de la mañana, el director general otorgó a Tupelo el privilegio de examinar los mapas principales del Sistema.
Tupelo se dirigió, pues, a la Central de Tráfico y estudió los mapas hasta que se hizo de día. Después de desayunar, se presentó en la oficina de Whyte.
Encontró al director general pegado al teléfono. Estaba dando órdenes para que se llevara a cabo una inspección más minuciosa del túnel Cambridge-Dorchester debajo del río Charles. Cuando terminó de hablar, Whyte colgó el receptor y miró a Tupelo.
—Creo que la causa de la desaparición está en la nueva lanzadera —dijo el matemático.
Whyte se agarró al borde de su escritorio rebuscó silenciosamente en su vocabulario hasta encontrar algunas palabras comedidas.
—Doctor Tupelo —dijo—, he estado despierto toda la noche pensando en su teoría. No la entiendo. No sé qué tiene que ver con todo esto la lanzadera de Boylston.
—¿Recuerda lo que le dije acerca de las propiedades conectivas de los retículos? —preguntó Tupelo—. ¿Recuerda la cinta Mobius que hicimos... la superficie con una cara y un borde? ¿Recuerda esto? —y sacó de su bolsillo un pequeño frasco de cristal Klein y lo depositó sobre el escritorio.
White se echó atrás en su asiento y contempló en silencio al matemático. Tres emociones se reflejaron en su rostro en rápida sucesión: rabia, desconcierto y absoluto desdén.
Tupelo continuó:
—Mr. Whyte, el Sistema es una red de sorprendente complejidad topológica. Ya era complicada antes de que se instalara la lanzadera de Boylston, y de un alto grado de conectividad. Pero esa lanzadera ha hecho que la red sea absolutamente única. No lo comprendo del todo, pero la situación parece ser esta: la lanzadera ha elevado hasta tal punto la conectividad del Sistema, que no sé cómo calcularlo. Sospecho que la conectividad se ha convertido en infinita.
El director general escuchaba como a través de una niebla. Mantenía sus ojos pegados al pequeño frasco Klein.
—La cinta Mobius —continuó Tupelo— posee unas propiedades desusadas debido a que tiene una singularidad. El fraseo Klein, con dos singularidades, consigue permanecer dentro de sí mismo. Los topólogos conocen superficies de hasta un millar de singularidades, las cuales poseen propiedades que hacen que la cinta Mobius y el frasco Klein parezcan sencillos. Pero una red con una conectividad infinita debe tener un número infinito de singularidades. ¿Puede usted imaginar cuáles podrían ser las propiedades de esa red?
Después de una larga pausa, Tupelo añadió:
—Yo tampoco puedo imaginarlo. A decir verdad, la estructura del Sistema, con la lanzadera de Boylston, supera por completo mis posibilidades de comprensión. Sólo puedo hacer conjeturas.
Whyte apartó sus ojos del escritorio en un momento en que la rabia era el sentimiento que predominaba en su interior.
—¡Y se dice usted matemático, Profesor Tupelo! —exclamó.
Tupelo se echó a reír. Lo absurdo de la situación no le hizo perder la calma.
—No soy topólogo, Mr. Whyte —dijo—. En realidad, soy un aprendiz en la materia. Sé de ella poco más que usted. Las matemáticas son un campo muy amplio. Y da la casualidad de que soy un algebrista.
Su sinceridad ablandó un poco a Whyte.
—Bueno —sugirió—, si usted no lo comprende, tal vez deberíamos llamar a un topólogo. ¿Hay alguno en Boston?
—Sí y no —respondió Tupelo—. El mejor del mundo está en Tech.
Whyte alargó la mano hacia el receptor telefónico.
—¿Cómo se llama? —preguntó.
—Merritt Turnbull. Pero no hay modo de localizarle. Lo he intentado desde hace tres días.
—¿Está fuera de la ciudad? —inquirió Whyte—. Le enviaremos a buscar. Diremos que se trata de una emergencia.
—No lo sé. El Profesor Turnbull es soltero. Vive solo en el Brattle Club. No le han visto desde la mañana del día 4.
Whyte captó inmediatamente las posibilidades de aquella afirmación.
—¿Iba en el tren? —preguntó.
—No lo sé —respondí el matemático—. ¿Qué opina usted?
Se produjo un largo silencio. Whyte miró alternativamente a Tupelo y al objeto de cristal depositado sobre el escritorio.
—No lo entiendo —dijo finalmente—. Hemos revisado todo el Sistema. No existe ningún medio para que el tren se saliera de él.
—El tren no se ha salido de él. Está todavía en el Sistema —dijo Tupelo.
—¿Dónde?
Tupelo se encogió de hombros.
—El tren no tiene ningún «dónde» real. No hay ningún «dónde» real en todo el Sistema. Tiene una doble entidad, como mínimo.
—¿Cómo podemos encontrarlo?
—No creo que podamos —dijo Tupelo.
Se produjo otro largo silencio. Whyte lo rompió profiriendo una exclamación en voz alta. Se puso en pie súbitamente y envió el frasco Klein volando a través de la habitación.
—¡Está usted loco, Profesor! —gritó—. Entre la medianoche de hoy y las 6 de la mañana, sacaremos todos los trenes de los túneles. Enviaré trescientos hombres para que revisen pulgada a pulgada las ciento ochenta y tres millas del tendido. ¡Encontraremos el tren! Ahora, discúlpeme, por favor.
Tupelo salió de la oficina. Se sentía agotado. Maquinalmente, echó a andar a lo largo de la Washington Street, hacia la Estación de Essex. Cuando bajaba la escalera se detuvo bruscamente y miró a su alrededor. Luego subió otra vez a la calle y paró un taxi. Una vez en su casa se sirvió un whisky doble y se acostó.
A las 3,30 de la tarde acudió a dar su clase de Álgebra. Después de una cena rápida en el Crimson Spa, regresó a su apartamento y pasó la velada intentando analizar, por segunda vez, las propiedades conectivas del Sistema. La tentativa resultó inútil, pero el matemático llegó a unas cuantas conclusiones importantes. A las once de la noche telefoneó a Whyte a la Central de Tráfico.
—Pensé que tal vez le gustaría consultarme durante la búsqueda de esta noche —le dijo—. ¿Puedo ir ahí?
Al director general no pareció entusiasmarle el ofrecimiento de Tupelo. Señaló que el Sistema resolvería su pequeño problema sin la ayuda de profesores chiflados que creían que todos los trenes metropolitanos podían saltar a la cuarta dimensión. Tupelo encajó sin pestañear el exabrupto de Whyte y se acostó. Alrededor de las cuatro de la mañana, el timbre del teléfono le despertó. El que llamaba era un contrito Kelvin Whyte.
—Anoche me mostré demasiado brusco —tartamudeó—. Tal vez pueda usted ayudarnos, después de todo. ¿Podría venir al enlace de Milk Street?
Tupelo asintió de buena gana. No experimentaba la satisfacción que había previsto. Llamó un taxi, y en menos de media hora se presentó en la estación señalada. Al pie de la escalera, en el piso superior, vio que el túnel estaba brillantemente iluminado, como cuando el Sistema funcionaba normalmente. Pero los andenes estaban desiertos, a excepción de un grupo de siete hombres que se encontraban en su extremo más alejado de la entrada. Mientras caminaba hacia el grupo, observó que dos de los hombres eran agentes de policía uniformados. Observó un tren de un solo vagón parado en la vía, junto al andén. La puerta delantera estaba abierta, el vagón brillantemente iluminado, y vacío. Whyte salió a su encuentro con aire compungido.
—Gracias por haber venido, Profesor —dijo, alargando su mano—. Caballeros, les presento al doctor Tupelo, de Harvard. Doctor Tupelo, Mr. Kennedy, nuestro ingeniero jefe; Mr. Wilson, representante del alcalde; doctor Gannot, del Hospital Mercy...
Whyte no se molestó en presentar al conductor del tren y a los dos agentes de policía.
—Encantado, caballeros —dijo Tupelo—. ¿Alguna novedad, Mr. Whyte?
El director general intercambió unas miradas indecisas con sus compañeros.
—Bueno..., sí, doctor Tupelo —dijo finalmente—. Creo que hemos conseguido algo.
—¿Ha sido visto el tren?
—Sí —dijo Whyte—. Es decir, prácticamente visto. Al menos, sabemos que se encuentra en alguna parte de los túneles.
Los otros seis asintieron.
A Tupelo no le sorprendió saber que el tren estaba aún en el Sistema. Después de todo, el Sistema estaba cerrado.
—¿Le importaría contarme lo que ha sucedido? —insistió Tupelo.
—Me topé con una señal roja —intervino el conductor—. A la salida del empalme de Copley.
—Todos los trenes han sido sacados del tendido —explicó Whyte—, excepto éste. Lo hemos hecho circular por todo el Sistema por espacio de cuatro horas. Cuando Edmunds, el conductor, se topó con una señal roja en el empalme de Copley se paró, desde luego. Yo pensé que la luz estaba averiada, y le dije que continuara. Pero en aquel momento oímos a otro tren que pasaba por el empalme.
—¿Lo vieron ustedes? —preguntó Tupelo.
—No podíamos verlo. La luz está situada detrás de una curva. Pero todos lo oímos. No cabe duda de que el tren pasó por el empalme. Y tiene que ser el Número 86, porque nuestro vagón era el único que circulaba por el tendido.
—¿Qué pasó después?
—Bueno, la luz roja se trocó en amarilla, y Edmunds siguió adelante.
—¿Detrás del otro tren?
—No podíamos arriesgarnos a seguirlo, puesto que ignorábamos la dirección que había tomado.
—¿Cuánto hace que ocurrió eso?
—A la 1,38, la primera vez...
—¡Oh! —dijo Tupelo—. Entonces, ¿volvió a suceder más tarde?
—Sí. Aunque no en el mismo sitio, desde luego. Encontramos otra señal roja cerca de la Estación Sur, a las 2,15. Y luego, a las 3,28...
Tupelo interrumpió al director general:
—¿Vieron ustedes el tren a las 2,15?
—Ni siquiera lo oímos. Edmunds trató de localizarlo, pero por lo visto había cruzado ya la lanzadera de Boylston.
—¿Qué pasó a las 3,28?
—Otra luz roja. Cerca de Park Street. Oímos el tren delante de nosotros.
—¿Pero no lo vieron?
—No. Más allá de la luz hay una leve pendiente. Pero todos lo oímos. Lo único que no comprendo, doctor Tupelo, es que ese tren pueda recorrer el tendido por espacio de cinco días sin que nadie lo vea…
Whyte se interrumpió bruscamente y levantó una mano con aire imperativo, reclamando silencio. A lo lejos, el metálico estruendo de un tren rodando a toda marcha fue hinchándose hasta convertirse en un rugido. El andén vibró de un modo perceptible mientras pasaba el tren.
—¡Ahora lo tenemos! —exclamó Whyte—. ¡Acaba de pasar por el andén inferior!
Echó a correr hacia la escalera que conducía al piso inferior. Todos los otros le siguieron, excepto Tupelo, el cual creía saber lo que iba a pasar En efecto, antes de que Whyte llegara a la escalera, asomó por ella un agente de policía uniformado.
—¿Los han visto ustedes? —gritó el policía.
Whyte se paró en seco, y los otros con él.
—¿Han visto ustedes el tren? —preguntó de nuevo el agente, mientras aparecían otros dos hombres procedentes del piso inferior.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber Wilson.
—¿Lo han visto ustedes! —aulló Kennedy.
—Desde luego que no —respondió el agente—. Ha pasado por aquí arriba.
—¡Ni hablar! —rugió Whyte—. ¡Ha pasado por abajo!
Los seis hombres que acompañaban a Whyte se enfrentaron con expresión desafiante a los tres hombres procedentes del piso inferior. Tupelo se acercó al director general y le dijo, en voz baja:
—El tren no puede ser visto, Mr. Whyte.
Whyte le miró con aire de incredulidad.
—Usted mismo lo ha oído. Ha pasado por el piso de abajo...
—¿Podemos ir al vagón, Mr. Whyte? —inquirió Tupelo—. Creo que tendríamos que hablar un poco.
Whyte asintió de mala gana. Luego se volvió hacia el agente de policía y los otros dos hombres que habían estado vigilando en el andén inferior.
—¿De veras no lo han visto? —insistió.
—Lo hemos oído —respondió el agente—. Y nos ha parecido que pasaba por aquí...
—Vuelvan abajo, Maloney —ordenó uno de los agentes que acompañaban a Whyte.
Maloney se rascó la cabeza, dio media vuelta y desapareció por la escalera. Los otros dos hombres le siguieron. Tupelo condujo al grupo hacia el vagón estacionado junto al andén. Entraron en él y tomaron asiento, en silencio. Luego, todos miraron al matemático y esperaron.
—Supongo que no me ha hecho venir aquí sólo para decirme que había encontrado el tren desaparecido —empezó Tupelo, dirigiéndose a Whyte—. ¿Había ocurrido ya algo como esto?
Whyte se removió en su asiento e intercambió una mirada con el ingeniero jefe.
—No exactamente igual —dijo, en tono evasivo—, pero han sucedido algunas cosas raras.
—¿Por ejemplo? —insistió Tupelo.
—Bueno, lo de las luces rojas. Los vigilantes apostados cerca de Kendall descubrieron una luz roja al mismo tiempo que nosotros encontrábamos otra cerca de la Estación Sur.
—¿Qué más?
—Mr. Sweeney me llamó desde Forest Hills. Había oído el tren dos minutos después de que lo oyéramos nosotros en el empalme de Copley. A veintiocho millas de distancia.
—En realidad, doctor Tupelo —intervino Wilson—, varias docenas de hombres han visto luces rojas, o han oído el tren, o las dos cosas, durante las últimas cuatro horas. La cosa actúa como si pudiera estar en varios lugares al mismo tiempo.
—Puede —dijo Tupelo.
—Hemos estado recibiendo informes de vigilantes que veían la cosa —añadió el ingeniero—. Bueno, viéndola no, exactamente... A veces en dos e incluso en tres lugares, muy apartados entre sí, al mismo tiempo. Seguro que se encuentra en el tendido. Tal vez los vagones están desenganchados.
—¿Está usted realmente seguro de que se encuentra en el tendido, Mr. Kennedy? —preguntó Tupelo.
—Absolutamente —dijo el ingeniero—. El dinamómetro, en la central eléctrica, señala un consumo de energía. El consumo era continuo. De modo que a las 3,30 cerramos los circuitos. Cortamos la corriente.
—¿Y qué pasó?
—Nada —respondió Whyte—. Absolutamente nada. La corriente estuvo cortada por espacio de veinte minutos. Durante ese tiempo, ninguno de los doscientos cincuenta hombres apostados en los túneles vio una luz roja ni oyó un tren. Pero, cinco minutos después de haber vuelto a dar la corriente, nos habían llegado otros dos informes: uno de Arlington, otro de Egleston.
Cuando Whyte terminó de hablar se produjo un largo silencio. En el túnel inferior, un hombre le gritó algo a otro. Tupelo consultó su reloj. Eran las 5,20.
—En resumen, doctor Tupelo —dijo finalmente el director general—, nos vemos obligados a admitir que puede haber algo de cierto en su teoría.
Los otros asintieron.
—Gracias, caballeros —dijo Tupelo.
El médico se aclaró la garganta.
—En lo que respecta a los pasajeros —dijo—, ¿tiene usted idea de lo que...?
—Ninguna —le interrumpió Tupelo.
—¿Qué hemos de hacer? —preguntó el representante del Alcalde.
—No lo sé. ¿Qué puede hacer usted?
—Si no he comprendido mal las explicaciones de Mister Whyte —dijo Wilson—, el tren ha... bueno, ha saltado a otra dimensión. No se encuentra ya en el Sistema. Se ha marchado de él. ¿Es verdad eso?
—Es una forma de decirlo.
—¿Y esta... ejem... conducta singular se ha derivado de ciertas propiedades matemáticas asociadas con la nueva lanzadera de Boylston?
—Desde luego.
—¿Y no hay nada que podamos hacer para traer de nuevo al tren a... hum... esta dimensión?
—Que yo sepa, no.
Wilson agarró la ocasión por los pelos.
—En tal caso, caballeros —dijo—, la cosa está clara. En primer lugar, tenemos que cerrar la nueva lanzadera, para que no pueda volver a ocurrir algo tan fantástico. Después, dado que el tren desaparecido se encuentra en otra dimensión, a pesar de todas esas luces rojas y de todos esos ruidos, podemos restablecer el funcionamiento normal del Sistema. Al menos no existirá el peligro de una colisión, que era lo que más preocupaba a Mr. Whyte. En cuanto al tren desaparecido y a las personas que viajaban en él... —Wilson los remitió al infinito con un gesto—. ¿Está usted de acuerdo, doctor Tupelo? —le preguntó al matemático.
Tupelo sacudió la cabeza lentamente.
—No del todo, Mr. Wilson —respondió—. Les ruego que no pierdan de vista que no he comprendido en sus términos exactos lo que ha sucedido. Es una pena que no puedan encontrar ustedes a alguien capaz de dar una explicación satisfactoria de los hechos. El único hombre que podía haberla dado es el Profesor Turnbull, de Tech, y era uno de los pasajeros del tren. Pero, de todos modos, ustedes querrán contrastar mis conclusiones con las de algunos eminentes topólogos. Puedo ponerles en contacto con varios de ellos.
«Ahora bien, en lo que respecta a la recuperación del tren desaparecido, puedo decir que en mi opinión no se ha perdido toda esperanza. Existe una probabilidad finita, tal como yo lo veo, de que el tren pase eventualmente desde la parte no-espacial de la red, que ahora ocupa, a la parte espacial. Dado que la parte espacial es completamente inaccesible, no hay nada que podamos hacer, por desgracia, para contribuir a esa transición, ni siquiera para predecir cómo o cuándo se producirá. Pero la posibilidad de la transición se desvanecerá si se cierra la lanzadera de Boylston. Ese sector del tendido es precisamente el que da a la red sus singularidades fundamentales. Si las singularidades son eliminadas, el tren no podrá reaparecer nunca. ¿Está claro?
No estaba claro, desde luego, pero los siete hombres que le escuchaban asintieron en silencio.
Tupelo continuó:
—En cuanto a lo de restablecer el funcionamiento del Sistema mientras el tren desaparecido se encuentra en la parte no-espacial de la red, sólo puedo enumerarles los hechos, tal como yo los veo, y dejar a su criterio el extraer las pertinentes conclusiones. La transición de regreso a la parte espacial es impredecible, como ya les he dicho. No hay modo de saber cuándo se producirá, ni dónde. En especial, hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que, cuando reaparezca el tren, discurra por una vía que no le corresponde. Entonces se producirá una colisión, desde luego.
El ingeniero preguntó:
—Para eliminar esa posibilidad doctor Tupelo, ¿no podríamos dejar abierta la lanzadera de Boylston, pero sin enviar ningún tren a través de ella? De este modo, cuando el tren desaparecido vuelva a presentarse, no podrá chocar con otro tren.
—Esa precaución sería ineficaz, Mr. Kennedy —respondió Tupelo—. Verá, el tren puede reaparecer en cualquier parte del Sistema. Es cierto que el Sistema debe su complejidad topológica a la nueva lanzadera. Pero, con la lanzadera en el Sistema, ahora es todo el Sistema el que posee una conectividad infinita. En otras palabras, la pertinente propiedad topológica es una propiedad derivada de la lanzadera, pero perteneciente a todo el Sistema. Recuerde que el tren efectuó su primera transición en un punto situado entre Park y Kendall, a más de tres millas de distancia de la lanzadera.
»Hay otra pregunta que ustedes querrán ver contestada. Si deciden ustedes restablecer el funcionamiento del Sistema, dejando abierta la lanzadera hasta que el tren reaparezca, ¿puede volver a ocurrir lo mismo con otro tren? No estoy seguro de la respuesta, pero creo que es negativa. Opino que en este caso existe un principio de exclusión, en virtud del cual el no-espacio de la red sólo puede ser ocupado por un tren. 1 El médico se puso en pie.
—Doctor Tupelo —inquirió, tímidamente—, cuando el tren reaparezca, ¿estarán los pasajeros...?
—No sé nada acerca de los ocupantes del tren —le interrumpió Tupelo—. La teoría topológica no tiene en cuenta esos aspectos. —Su mirada recorrió rápidamente los siete cansados rostros que le rodeaban—. Lo siento, caballeros —añadió, en tono más amable—. No lo sé, sencillamente. —Dirigiéndose a Whyte añadió—: Creo que esta noche no puedo serle útil en nada más. Ya sabe dónde encontrarme.
Dando media vuelta, salió del vagón y se encaminó a la escalera.
Al salir a la calle, las primeras claridades del alba empezaban a disolver las sombras de la noche.

Ningún periódico informó de aquella improvisada conferencia en un solitario vagón del metropolitano. Ni de los resultados de la vigilancia nocturna en los oscuros túneles. Durante la semana que siguió, Tupelo tomó parte en otras cuatro conferencias con Kelvin Whyte y algunos funcionarios de la municipalidad. En dos de ellas estuvieron presentes otros topólogos: Orstein, de Filadelfia, Kashta, de Chicago, y Michaelis, de Los Ángeles. Los matemáticos no lograron ponerse de acuerdo. Ninguno de los tres quiso aceptar como buenas las conclusiones de Tupelo, aunque Kashta admitió que podía haber algo de cierto en ellas. Orstein insistió en que una red finita no podía poseer una conectividad infinita, pero no pudo demostrar este aserto, y ni siquiera fue capaz de calcular la conectividad del Sistema. Michaelis expresó su opinión de que el asunto no tenía nada que ver con la topología del Sistema. Insistió en que si el tren no podía ser localizado en el Sistema, éste debía abrirse.
Pero, cuanto más a fondo analizaba Tupelo el problema, más convencido estaba de lo correcto de sus primeras conclusiones. Desde el punto de vista de la topología, el Sistema sugería inmediatamente la existencia de familias enteras de redes de entidad múltiple, cada una de ellas con un número infinito de discontinuidades infinitas. Pero Tupelo se substraía a un examen concreto de aquellas nuevas redes hiperespaciales. Dedicó toda su atención al tema por espacio de una semana. Luego, sus ocupaciones le obligaron a dejar el análisis a un lado. Decidió enfrentarse de nuevo con el problema más tarde, en primavera, cuando terminara el curso escolar.
Entretanto, el Sistema volvía a funcionar como si nada hubiese ocurrido. El director general y el representante del alcalde habían conseguido olvidar la noche del 6 de marzo, o al menos habían vuelto a interpretar a su manera lo que vieron y no vieron. Los periódicos y el público hacían las más descabelladas suposiciones, y continuaban presionando a Whyte. Muchas personas que habían perdido algún pariente presentaron demandas contra el Sistema. El Estado intervino en el asunto e investigaba por su cuenta. El caso llegó hasta el Congreso. Una versión resumida de la teoría de Tupelo fue ampliamente difundida por la prensa. Tupelo la ignoró, y no tardó en ser olvidada.
Transcurrieron varias semanas. La investigación estatal se dio por conclusa. Los periódicos trasladaron el caso de la primera a la segunda plana; luego lo pasaron a la veintitrés; y después dejaron de ocuparse de él. Las personas desaparecidas no regresaron. A la larga, nadie las echó de menos.
Un día, a mediados de abril, Tupelo viajaba en el metropolitano, desde Charles Street a Harvard. Iba sentado en la parte delantera del primer vagón y contemplaba las vías y las grises paredes de los túneles salir al encuentro del tren. Se detuvieron en dos ocasiones ante una luz roja, y Tupelo se preguntó súbitamente si el otro tren estaba allí, delante de ellos, o más allá del espacio. Bastó aquello para que el viaje resultara excitante.
Otra vez, en mayo, tomó el tren en Beacon Hill. Pero en esta ocasión se instaló en un asiento lateral y se dedicó a leer el periódico. De pronto, experimentó una extraña sensación. Miró al hombre sentado a su lado, con la cesta del almuerzo sobre las rodillas. Los otros asientos estaban ocupados, y había una docena de pasajeros que viajaban de pie. Un jovencito fumaba un cigarrillo, violando el reglamento. Detrás de él, dos muchachas hablaban de una fiesta a la que pensaban asistir. En el asiento de en frente, una joven madre reñía a su hijo. A su lado, un hombre leía el periódico. Lo mantenía abierto por las páginas centrales, y la mirada de Tupelo resbaló inconscientemente por la primera plana. Los titulares le sonaron a cosa olvidada. La mirada de Tupelo continuó subiendo, hasta llegar a la fecha: ¡era un periódico del mes de marzo!
Los ojos de Tupelo se volvieron hacia el hombre sentado a su lado. Debajo de su cesta del almuerzo había un periódico. Del día. Miró detrás de él. Un joven leía el Transcript, manteniéndolo abierto por las páginas deportivas. La fecha era 4 de marzo. Los ojos de Tupelo recorrieron el pasillo. Una docena de pasajeros llevaban periódicos con fecha de 4 de marzo.
Tupelo se levantó de un salto. El hombre del pasillo se quejó en voz alta mientras Tupelo le apartaba a un lado sin miramientos para precipitarse hacia el aparato de alarma. Tiró de la palanca con todas sus fuerzas. Chirriaron los frenos y el tren se detuvo. Los intrigados pasajeros contemplaban a Tupelo con ojos hostiles. En la parte trasera del vagón se abrió la puerta de paso y un hombre alto y delgado, uniformado de azul, la cruzó apresuradamente.
Tupelo corrió a su encuentro.
—¿Mr. Gallagher? —inquirió.
—¿Qué pasa? —preguntó a su vez el hombre, sorprendido.
Tupelo ignoró la pregunta.
—¿Dónde ha estado usted? —quiso saber.
—En el vagón contiguo, pero...
Tupelo no le dejó terminar. Consultando su reloj, les gritó a los pasajeros:
—¡Faltan diez minutos para las nueve de la mañana del día 17 de mayo!
Aquellas palabras acallaron por un momento el creciente clamor. Los pasajeros intercambiaron miradas desconcertadas.
—¡Miren sus periódicos! —gritó Tupelo—. ¡Sus periódicos!
Los pasajeros empezaron a cuchichear. A medida que consultaban las fechas de sus periódicos, las voces subían de tono. Tupelo cogió a Gallagher del brazo y le arrastró hacia la parte trasera del vagón.
—¿Qué hora es? —le preguntó.
—Las 8,21 —dijo Gallagher, consultando su reloj.
—Abra la puerta —dijo Tupelo—. Déjeme salir. ¿Dónde está el teléfono?
Gallagher siguió las instrucciones de Tupelo. Señaló un hueco en la pared del túnel, a un centenar de metros de distancia. Tupelo se apeó del vagón y echó a correr por el estrecho pasillo que discurría entre los vagones y la pared del túnel.
—¡Póngame con la Central de Tráfico! —le gritó al telefonista. Esperó unos segundos y vio que un tren se había parado ante la señal roja detrás del que él acababa de abandonar. Cuando la Central de Tráfico contestó, Tupelo gritó—: ¡Póngame con Whyte! ¡Es muy urgente!
Al otro extremo del hilo una voz de hombre dijo:
—Mr. Whyte está ocupado. Dígame lo que sea.
—El Número 86 ha vuelto —dijo Tupelo—. Ahora se encuentra entre la Estación Central y Harvard. Ignoro cuando efectuó el salto. Yo lo tomé en Charles Street, hace diez minutos, y no me he dado cuenta hasta hace un minuto.
Al otro extremo del hilo, el hombre que atendía la llamada tragó saliva audiblemente.
—¿Y los pasajeros? —tartamudeó.
—Están perfectamente... los que quedan en el tren. Algunos deben de haberse apeado en Kendall y en la Estación Central.
—¿Dónde han estado?
Tupelo dejó caer el receptor de su oído y lo contempló fijamente, con la boca abierta. Luego lo colgó y echó a correr hacia la puerta abierta del vagón.
Eventualmente, el orden quedó restablecido y al cabo de media hora el tren llegó a Harvard. En la estación, la policía tomó a los pasajeros bajo su custodia. Whyte había llegado a Harvard antes que el tren. Tupelo le encontró en el andén.
Whyte hizo un gesto en dirección a los pasajeros.
—¿Están realmente bien? —inquirió.
—Perfectamente —respondió Tupelo—. No saben dónde han estado.
—¿Alguna señal del Profesor Turnbull? —preguntó el director general.
—No le he visto. Probablemente se apeó en Kendall, como de costumbre.
—¡Lástima! —dijo Whyte—. Me gustaría verle.
—También a mí —declaró Tupelo—. A propósito, ahora es el momento de cerrar la lanzadera de Boylston.
—Demasiado tarde —dijo Whyte—. El tren 143 desapareció hace veinticinco minutos, entre Egleston y Dorchester.
Tupelo no dijo nada.
—Tenemos que encontrar a Turnbull —continuó Whyte.
Tupelo miró al director general y sonrió débilmente.
—¿Cree usted de veras que Turnbull se apeó de este tren en Kendall? —preguntó.
—¡Desde luego! —respondió Whyte—. ¿En qué otra parte, si no?



EL HOMBRE QUE LLEGÓ TEMPRANO
Poul Anderson


Sí, cuando un hombre se hace viejo ha oído tantas cosas que no es fácil que haya algo que pueda sorprenderle. Dicen que en Miklagard el rey tiene una bestia de oro delante de su trono que se pone en pie y ruge. Se lo he oído contar a Eilif Ericsson, que sirvió en la guardia real cuando era joven y que es un tipo cabal, cuando no está borracho. También ha visto usar el fuego griego, que arde sobre el agua.
De modo, sacerdote, que no voy a cerrar los oídos a lo que dices acerca del Cristo Blanco. He estado en Inglaterra y en Francia, y he visto cómo prospera la gente. Tiene que ser un dios muy poderoso, para proteger tantos reinos... ¿Y dices que a todos los que se bauticen les regalarán una túnica blanca? Me gustaría tener una. No es muy apropiada para este maldito clima de Islandia, pero un pequeño sacrificio a los duendes domésticos... ¿Qué? ¿Nada de sacrificios? ¡Vamos! Renunciaré a la carne de caballo, si debo hacerlo, ya que mis dientes no son lo que eran, pero todo hombre sensible sabe cuán molestos pueden ser los duendes domésticos si no se les alimenta.
Bueno, tomemos otra copa y hablemos del asunto. ¿Qué te parece esta cerveza? Es de fabricación propia, ¿sabes? Las copas las traje de Inglaterra, hace muchos años. Entonces era joven... El tiempo pasa, el tiempo pasa. Después regresé aquí y heredé esto, la hacienda de mi padre, y no me he movido desde entonces. A los jóvenes les atrae la aventura; pero, a medida que uno se hace viejo, comprende dónde está la verdadera riqueza: aquí, en la tierra y el ganado.
Aviva el fuego, Hjalti. Se está apagando. A veces pienso que los inviernos son ahora más fríos que cuando era un muchacho. Lo mismo dice Thorbrand de la Salmondale, pero él cree que los dioses están furiosos debido a que son tantos los que se apartan de ellos. Te será difícil convencer a Thorbrand, sacerdote. Es un hombre obstinado. Yo soy más razonable, y estoy dispuesto a escuchar, al menos.
Bueno, hay un punto que quiero dejar bien sentado. Sé que el fin del mundo no está próximo, ni mucho menos.
Y si me preguntas por qué lo sé, te diré que es una historia muy larga, y hasta cierto punto terrible. Afortunadamente soy viejo, y estaré seguro en la tierra antes que llegue el gran mañana. Uno de los motivos por los que he escuchado tu predicación es que sé que el Cristo Blanco derrotará a Thor. Sé que Islandia será cristiana, y me parece más prudente alinearme en el bando de los vencedores.
No, no he tenido ninguna visión. Es algo que ocurrió hace cinco años, y que mis parientes y vecinos pueden jurar. La mayoría de ellos no creen lo que el extranjero dijo; por mi parte debo creerlo, ya que resulta inconcebible que un embustero pudiera acarrear tantas desgracias. Yo amaba a mi hija, sacerdote, y cuando todo hubo pasado encontré un buen marido para ella. No le despreció, pero ahora vive con él en su hacienda y nunca viene a visitarme. Y he oído decir que su marido está muy enojado a causa de su silencio y su tristeza, y pasa las noches con una amante irlandesa. No puedo reprochárselo, pero me apena.
Bueno, ahora estoy lo suficientemente borracho para contarte toda la verdad, y me tiene sin cuidado que me creas o no. ¡Eh! ¡Muchachas! Llenen de nuevo esas copas, ya que antes de terminar mi relato tendré la garganta seca.

La cosa empezó un día de principios de verano, hace cinco años. En aquella época, mi esposa Ragnhild y yo teníamos solamente dos hijos solteros viviendo con nosotros: nuestro benjamín Helgi, de diecisiete inviernos, y nuestra hija Thorgunna, de dieciocho. La muchacha, siendo guapa, había tenido ya pretendientes. Pero los había rechazado, y yo no soy de los que presionan a su hija. En cuanto a Helgi, siempre fue un muchacho inquieto. Ahora está sirviendo en la Guardia del Rey Olaf de Noruega. En la casa vivían, además, diez criados: dos siervos, dos muchachas para las tareas femeninas, y media docena de villanos a sueldo. Casi un pequeño ejército.
Ya has visto cómo se extiende mi hacienda. Un par de millas al este se encuentra la bahía; los caseríos de Reykjavik se hallan a unas cinco millas al sur. El terreno asciende hacia el Long Jökull, de modo que mis acres son montañosos; pero es buen terreno para pastos, y a menudo encontramos madera, restos de los barcos naufragados que las olas arrojan a la playa. He construido un cobertizo para guardarla, así como un embarcadero.
La noche anterior habíamos tenido tormenta, una de esas furiosas tormentas que a menudo descargan sobre Islandia, de modo que Helgi y yo nos dirigimos a la playa en busca de madera. Tú, que vienes de Noruega, no sabes lo valiosa que es para nosotros la madera, ya que sólo tenemos unos cuantos árboles raquíticos y debemos traer nuestra madera del extranjero.
Como yo estaba en buenas relaciones con mis vecinos, tomamos solamente armas de mano. Yo llevaba mi hacha, Helgi una espada, y los dos villanos que nos acompañaban llevaban lanzas. La tormenta nocturna había dejado un cielo limpio, y el sol brillaba sobre los húmedos tallos de la hierba. Los cabellos de mi hijo Helgi ondearon al viento del este mientras nos acercábamos al agua. Recuerdo perfectamente todo lo que ocurrió aquel día, aunque en honor a la verdad debo decir que no fue un día como los otros.
Cuando llegamos a la playa, el mar enviaba hasta ella con fuerza sus olas, blancas y grises, oliendo a sal y a algas. Unas cuantas gaviotas gritaban por encima de nuestras cabezas asustadas de un bacalao que retozaba cerca de la playa. Vi un montón de leña menuda, y un gran tronco caído seguramente del barco que lo transportaba, durante la noche. Aquello era un hallazgo útil, aunque como hombre cuidadoso que soy ofrecería más tarde un sacrificio, para asegurarme que el fantasma del dueño de aquel tronco no vendría a importunarme.
Estábamos arrastrando el tronco hacia el cobertizo cuando Helgi profirió un grito. Corrí en busca de mi hacha y miré al lugar señalado por mi hijo. En aquel momento estábamos en paz con todo el mundo, pero siempre hay forajidos.
Sin embargo, el recién llegado parecía inofensivo. En realidad, mientras se acercaba trabajosamente a través de la negra arena vi que iba completamente desarmado y me pregunté qué le había sucedido. Era un hombre alto y extrañamente vestido: llevaba chaqueta y pantalones y zapatos como todo el mundo, pero su corte era muy distinto del normal, y llevaba polainas de cuero en vez de vendas de paño. Tampoco había visto nunca un casco como aquel: era casi cuadrado, y bajaba por detrás para proteger su cuello, pero por delante no ofrecía ninguna protección. Y es posible que no lo creas, pero no era de metal y, sin embargo, había sido fundido en una sola pieza.
Cuando estuvo más cerca, el extranjero agitó sus brazos y gritó algo. Nunca había oído aquel lenguaje, y eso que he oído muchos; era como un ladrar de perros. Vi que iba completamente afeitado y que llevaba el pelo muy corto, y pensé que podía ser francés. Por otra parte, era un joven bien parecido, de facciones regulares y ojos azules. Por el color de su piel deduje que había pasado mucho tiempo bajo techado. Sin embargo, era un hombre robusto.
—¿Será un náufrago? —preguntó Helgi.
—Sus ropas están secas y limpias —dije—. Sin embargo, no he oído hablar de ningún extranjero que se aloje por estos alrededores...
Inclinamos nuestras armas y el extranjero se acercó más a nosotros y dejó de gritar. Vi que su chaqueta y la camisa que llevaba debajo estaban atadas con botones de hueso y no con cordones como los nuestros. Sus zapatos eran de un tipo nuevo para mí, muy bien cosidos. En su chaqueta, de color pardo-verdoso, había trozos de metal pegados, y pegadas también a sus mangas vi tres pequeñas franjas doradas; también llevaba una cinta negra con letras blancas, las mismas letras que figuraban en su casco. No eran rúnicas, sino romanas. Así: MP. Llevaba un cinturón muy ancho, con un pequeño objeto de metal metido en una funda de cuero en un lado y una porra en el otro.
—Creo que es un hechicero —murmuró mi villano Sigurd—. ¿Por qué llevaría tantos amuletos, si no?
—Pueden ser simples adornos, o una protección contra la brujería —susurré a su oído. Luego me dirigí al extranjero—: Soy Ospak Ulfsson, de Hillstead. ¿Qué te ha traído aquí?
Me miró, respirando agitadamente y con una expresión de extrañeza en los ojos. Por lo visto, había caminado mucho. Finalmente profirió una especie de gemido, se sentó en la arena y se cubrió el rostro con las manos.
—Si está enfermo, será mejor que le llevemos a la casa —dijo Helgi.
Asentí con un gesto. Aquí tenemos pocas ocasiones de ver rostros nuevos.
—No..., no... —El extranjero alzó la mirada—. Déjenme descansar un momento...
Hablaba el idioma noruego con bastante facilidad, aunque con un fuerte acento y con muchas palabras extranjeras que yo no entendía.
El otro villano, Grim, blandió su lanza.
—¿Han desembarcado vikingos por aquí? —preguntó.
—¿Cuándo has visto vikingos en Islandia? —me mofé—. Siguen otra ruta.
El recién llegado sacudió la cabeza, como si acabaran de golpeársela. Se puso en pie, trabajosamente.
—¿Qué ha pasado? —inquirió—. ¿Dónde está la ciudad?
—¿Qué ciudad? —pregunté a mi vez, amablemente.
—¡Reykjavik! —gritó—. ¿Dónde está?
—A cinco millas de aquí, en dirección sur, de donde tú has llegado. A no ser que te refieras a la bahía —dije al extranjero.
—¡No! Allí sólo había una playa, y unas cuantas chozas destartaladas, y...
—Procura que Hjalmar Broadnose no se entere de la opinión que tienes de su caserío —le aconsejé.
—¡Pero allí había una ciudad! —insistió—. Yo estaba cruzando la calle, en medio de una tormenta, y oí un estampido, y luego me encontré en la playa, y la ciudad había desaparecido.
—Está loco —dijo Sigurd, apartándose—. Cuidado. Si empieza a echar espuma por la boca, es que se pone furioso.
—¿Quién es usted? —balbuceó el extranjero—. ¿Por qué lleva esas ropas? ¿Y esa lanza?
—Por su manera de hablar no parece que esté loco —dijo Helgi—. Yo diría que está asustado y desconcertado. Como si algún diablo le hubiera perseguido.
—¡No quiero estar cerca de un hombre hechizado! —aulló Sigurd, y echó a correr.
—Alto! —grité—. ¡Quédate donde estás, o te parto en dos tu piojosa cabeza!
La amenaza hizo su efecto, ya que Sigurd no tenía ningún pariente que pudiera vengarle; se detuvo, pero no se acercó. Entretanto, el extranjero se había tranquilizado hasta el punto de poder expresarse de un modo más coherente.
—¿Ha sido la bombache? —preguntó—. ¿Ha estallado la guerra?
Utilizó aquella palabra a menudo, bombache, de modo que ahora la conozco, aunque no estoy seguro de lo que significa. Parece ser una especie de fuego griego. En cuanto a la guerra, no sabía a qué guerra se refería, y se lo dije.
—Anoche tuvimos una gran tormenta —añadí—. Y tú dices que te encontraste en medio de otra, también. Tal vez el martillo de Thor te ha golpeado, trasladándote desde el lugar en que te encontrabas hasta aquí.
—Pero, ¿dónde es aquí? —insistió.
—Ya te lo he dicho. Esto es Hillstead, que pertenece a Islandia.
—¡Aquí estaba yo! —exclamó—. En Reykjavik... ¿Qué ha pasado? ¿Lo ha destruido todo la bombache mientras yo estaba sin sentido?
—Nada ha sido destruido —dije.
—Tal vez se refiera al incendio de Olafsvik del pasado mes —sugirió Helgi.
—¡No, no, no! —gritó el extranjero, cubriéndose de nuevo el rostro con las manos. Al cabo de unos instantes alzó la mirada y dijo—: Escuchen: soy el sargento Gerald Robbins, del Ejército de los Estados Unidos, y pertenezco a la base de Islandia. Estaba en Reykjavik, y fui herido por un rayo o algo por el estilo. De pronto me encontré en la playa, perdí la cabeza y eché a correr. Esto es todo. Ahora, ¿pueden indicarme ustedes el camino más corto para regresar a la base?
Esas fueron más o menos sus palabras, sacerdote. Desde luego, no entendimos la mitad de ellas, y se las hicimos repetir varias veces. Lo único que sacamos en limpio fue que el extranjero era de un país llamado los Estados Unidos de Norteamérica, el cual se encuentra más allá de Groenlandia, hacia el oeste, y que él y algunos otros estaban en Islandia para ayudar a nuestro pueblo contra sus enemigos. Esto no lo consideré una mentira, sino un error o una fantasía. Grim le hubiera hecho pedazos por creernos tan tontos como para tragarnos aquel cuento, pero yo comprendí que hablaba sinceramente.
El hablar le tranquilizó todavía más.
—Bueno —dijo—, tal vez podamos llegar a la verdad a través de lo que ustedes saben. ¿Ha habido alguna guerra? Algo que... Verán, los hombres de mi país vinieron a Islandia para protegerla contra los alemanes. Ahora se trata de los rusos, pero la primera vez los enemigos eran los alemanes. ¿Cuándo fue eso?
Helgi sacudió la cabeza.
—Nunca ha ocurrido eso, que yo sepa —dijo—. ¿Quiénes son esos rusos? —Más tarde descubrimos que se refería al pueblo de los Gardariki—. A no ser —añadió Helgi— que los antiguos hechiceros...
—Se refiere a los monjes irlandeses —expliqué—. Vinieron unos cuantos aquí con los noruegos, pero fueron expulsados. Eso fue hace más de un centenar de años... ¿Ayudó tu reino en alguna ocasión a los monjes?
—Nunca he oído hablar de ellos —respondió el extranjero—. Ustedes... ¿No llegaron acaso los islandeses de Noruega?
—Sí, hace un centenar de años —contesté pacientemente—. Después que el Rey Harald el Rubio sometió el territorio y...
—¡Hace un centenar de años! —susurró el extranjero. Vi extenderse la palidez por toda su piel—. ¿En qué año estamos?
Le miramos con asombro.
—Bueno, estamos en el segundo año después de la captura del gran salmón —dije.
—Me refiero al año después de Cristo —insistió el extranjero, con voz ronca.
—¡Oh! De modo que eres cristiano... Hum, déjame pensar... En cierta ocasión hablé con un obispo en Inglaterra; le reteníamos con nosotros en calidad de rehén, y me dijo..., vamos a ver..., creo que dijo que el tal Cristo vivió hace mil años, o quizás un poco menos.
—Hace mil años... —murmuró el extranjero, con ojos vidriados... Sí, he visto vidrio, ya te he dicho que he viajado mucho.
Y cuando emprendimos el camino de regreso, el extranjero nos siguió como un chiquillo.
Ya has podido ver, sacerdote, que mi esposa Ragnhild conserva restos de su pasada belleza, y Thorgunna había salido a ella. Era —es— alta y esbelta, con una hermosa mata de cabellos dorados. En aquella época, siendo soltera, los llevaba sueltos sobre los hombros. Tenía unos grandes ojos azules, un rostro ovalado y unos labios muy rojos. Era muy alegre, y cariñosa, de modo que todo el mundo la quería. Sverri Snorrasson se unió a una expedición vikinga cuando ella le rechazó, y le mataron, pero nadie tuvo la imaginación suficiente para comprender que ella era desdichada.
Llevamos al tal Gerald Samsson —cuando se lo pregunté, me dijo que su padre se llamaba Sam— a casa, dejando a Sigurd y a Grim en la playa terminando de recoger la madera. Mucha gente no hubiera admitido a un cristiano en su casa, por miedo a la brujería, pero yo soy un hombre de criterio muy amplio y Helgi, a su edad, tenía una insaciable sed de novedades. Nuestro huésped tropezaba a cada instante, como si estuviera ciego, pero pareció recuperarse cuando entramos en el patio. Sus ojos observaron con expresión de curiosidad los establos, los cobertizos, el cuarto de ahumar las carnes, la cocina, la fábrica de cerveza y la urna del dios, y finalmente se posaron en la casa. Y Thorgunna estaba de pie en el umbral de la puerta.
Las miradas de los dos jóvenes se cruzaron, y vi que Thorgunna se ruborizaba, pero en aquel momento no me llamó la atención. Cruzamos el patio. Mis dos siervos dejaron de limpiar los establos para curiosear, boquiabiertos, hasta que me dirigí a ellos diciéndoles que un hombre que se preocupa de los demás constituye siempre una buena materia para un sacrificio a los dioses. Esa es una práctica muy útil que los cristianos no aplican. Personalmente, nunca he llevado a cabo un sacrificio humano, pero no puedes imaginarte cuánto me habría ayudado el hecho de poder hacerlo.
Entramos en la casa y anuncié a los míos el nombre de Gerald y cómo le habíamos encontrado. Ragnhild ordenó a las criadas que avivaran el fuego y trajeran cerveza, mientras yo conducía a Gerald al asiento de honor y me instalaba junto a él. Thorgunna nos trajo los vasos de cuerno llenos. Su categoría no era como la tuya, y por eso no utilizamos las copas.
Gerald probó la cerveza e hizo una mueca. Me sentí algo ofendido, ya que mi cerveza tiene fama de buena, y le pregunté si no la encontraba de su gusto. Se echó a reír y dijo que estaba acostumbrado a una cerveza que hacía espuma y no era ácida.
—¿Y dónde pueden fabricar esa clase de cerveza? —le pregunté, extrañado.
—En todas partes —dijo—. En Islandia, también... No... —Fijó delante de él una mirada inexpresiva—. Digamos..., en Finlandia.
—¿Dónde está Finlandia? —pregunté.
—Es un país situado al oeste de donde yo he llegado. Creí que lo conocían ustedes... Un momento —frunció el ceño—. Tal vez pueda averiguar algo. ¿Ha oído usted hablar de Leif Eiriksson?
—No —dije.
Más tarde pude comprobar que lo que decía el extranjero era cierto, ya que Leif Eiriksson es ahora un jefe muy conocido.
—¿Y a su padre, Eirik el Rojo? —preguntó el extranjero.
—¡Oh, sí! —dije—. Si es que te refieres al noruego que vino aquí porque había matado a un hombre, y luego se marchó de Islandia por el mismo motivo, y ahora se ha establecido con sus amigos en Groenlandia.
—Entonces, estamos a... un poco antes del viaje de Leif —murmuró—. A finales del siglo décimo.
—Oye, amigo —intervino Helgi—, hasta ahora hemos sido pacientes contigo, pero déjate ya de acertijos. Nosotros los reservamos para los festines. ¿Por qué no nos dices claramente de dónde has venido y cómo has llegado aquí?
Gerald inclinó la mirada hacia el suelo, desconcertado.
—Déjale en paz, Helgi —dijo Thorgunna—. ¿No ves que está trastornado?
El extranjero levantó la cabeza y miró a Thorgunna con los ojos de un perro herido al que acaban de dar una palmada cariñosa. No había ninguna vela encendida y en la estancia reinaba una semipenumbra. Sin embargo, observé que los rostros de los dos jóvenes habían enrojecido.
Gerald suspiró y empezó a rebuscar. Sus ropas estaban llenas de bolsillos. De uno de ellos sacó una cajita de pergamino casi llena de palitos blancos. Tomó uno de los palitos y se lo puso en la boca. Luego sacó otra caja, y de ella un palito más pequeño y lo rascó contra la misma caja. Brotó una llama, y el extranjero la acercó al palito que tenía en la boca y chupó, sacando mucho humo.
Mientras efectuaba todas aquellas operaciones, le habíamos estado observando fijamente.
—¿Es eso un rito cristiano? —preguntó Helgi.
—No —respondió el extranjero, mientras una sonrisa decepcionada asomaba a sus labios—. Pensé que quedarían ustedes más sorprendidos, incluso aterrorizados.
—Es algo nuevo —admití—, pero en Islandia no nos asombramos fácilmente. Esos palitos de fuego podrían ser útiles. ¿Has venido a comerciar con ellos?
—Ni pensarlo —suspiró. El humo que respiraba parecía tranquilizarle, lo cual resultaba muy raro, ya que el humo de nuestro hogar le había hecho toser y lagrimear los ojos—. La verdad es... Bueno, algo que ustedes no creerían. Apenas puedo creerlo yo mismo.
Esperamos. Thorgunna estaba de pie, inclinada hacia adelante, con los labios entreabiertos.
—Aquel rayo... —continuó Gerald—. Me sorprendió la tormenta, y aquel rayo debió alcanzarme en el punto exacto, algo que sólo ocurre una vez entre millones de veces. Y me transportó al pasado.
Esas fueron sus palabras, sacerdote. Yo no las comprendí, y se lo dije.
—Resulta difícil de comprender —convino—. Dios quiera que esté soñando. Pero si esto es un sueño, debo soportarlo hasta que despierte. Verán... Yo nací mil novecientos treinta y tres años después de Cristo, en un país del oeste, que ustedes no han descubierto aún. En el año vigésimocuarto de mi vida, me encontraba en Islandia con un ejército de mi país. El rayo me hirió, y ahora, ahora estamos en el año mil después de Cristo, y sin embargo estoy aquí. ¡Casi mil años antes de nacer, estoy aquí!
Permanecimos sentados, en silencio. Bebí un largo trago de cerveza. Una de las criadas gimió, y Ragnhild la reprendió duramente:
—¡Cállate! —le dijo—. El pobre muchacho no está en sus cabales. Pero es inofensivo.
Pensé que Ragnhild tenía razón, al menos en la última de sus afirmaciones. Los dioses pueden hablar a través de un loco, y los dioses no son siempre de fiar. El extranjero podía ponerse furioso de repente, o podía ser víctima de una maldición capaz de afectarnos también a nosotros.
Mientras meditaba, capturé unas cuantas pulgas y las aplasté entre las uñas de mis pulgares. Gerald se dio cuenta y me preguntó, al parecer horrorizado, si teníamos muchas pulgas aquí.
—Desde luego —dijo Thorgunna—. ¿Acaso tú no tienes ninguna?
—No —respondió Gerald, sonriendo tímidamente—. Todavía no.
—¡Ah! —suspiró mi hija—. Entonces, debes estar enfermo.
Era una muchacha lista. Adiviné lo que pensaba, y lo adivinaron también Ragnhild y Helgi. Evidentemente, un hombre tan enfermo que no tiene pulgas, puede desvariar... Esto representó un alivio para mí: no se trataba de nada sobrenatural, sino de una simple enfermedad, de algo con lo cual podíamos enfrentarnos.
Siendo yo un jefe que ofrecía sacrificios a los dioses, no podía echar de mi casa a un extranjero. Además, si Gerald llevaba muchos de aquellos palitos de fuego, podríamos hacer un provechoso negocio. De modo que le dije a Gerald que se fuera a descansar. Protestó, pero le conducimos a una de las alcobas. Se dejó caer sobre el lecho y no tardó en quedarse dormido. Thorgunna dijo que ella le cuidaría.

Al día siguiente decidí sacrificar un caballo, en acción de gracias por la madera que habíamos encontrado y, al mismo tiempo, para alejar cualquier maldición que pudiera pesar sobre Gerald. Además, el animal que había escogido era viejo e inútil, y andábamos escasos de carne fresca. Gerald había pasado la mañana vagando tristemente por el patio, pero cuando llegué a mediodía para comer le encontré en compañía de mi hija, riendo.
—Parece que has mejorado —le dije.
—¡Oh, sí! Podía haber sido mucho peor para mí. —Se sentó a mi lado mientras los villanos instalaban la mesa y las criadas traían la comida—. Además, siempre me había gustado la época de los vikingos, y sé hacer algunas cosas.
—Bueno —dije—, si no tienes hogar, puedes quedarte aquí una temporada.
—Puedo trabajar —se apresuró a decir—. Me ganaré mi paga.
Entonces supe que era de muy lejos, porque ningún jefe querría trabajar una tierra que no fuera la suya, ni convertirse en un asalariado. Sin embargo, Gerald tenía unos modales que parecían demostrar la nobleza de su cuna, y era evidente que había comido con abundancia toda su vida. Pasé por alto el hecho que no me había ofrecido ningún presente; después de todo, era un náufrago.
—Tal vez puedas regresar a tus Estados Unidos —dijo Helgi—. Podríamos alquilar un barco. Me gustaría ver aquel reino.
—No —dijo Gerald secamente—No existe tal lugar. Todavía no.
—¿De modo que sigues aferrado a la idea que tú has llegado del mañana? —gruñó Sigurd—. Una idea absurda. Pásame el cerdo.
—Desde luego —dijo Gerald. Había recobrado la calma—. Y puedo demostrarlo.
—No veo cómo puedes hablar nuestro lenguaje, si vienes de casi mil años después —dije.
Yo no llamaría embustero a un hombre, en su propia cara, a no ser que estuviéramos fanfarroneando amistosamente, pero...
—En mi país y en mi época se habla otro lenguaje —dijo Gerald—, pero da la casualidad que en Islandia el idioma ha cambiado muy poco desde los viejos tiempos. Y como siempre me ha gustado hablar con la gente, lo aprendí al llegar aquí.
—Si eres cristiano —dije—, no te gustará asistir al sacrificio, esta noche.
—Al contrario —dijo Gerald—. Temo que nunca he sido un buen cristiano. Me agradará verlo. ¿En qué consiste?
Le expliqué que aturdíamos al caballo con una maza delante del dios, golpeándolo en la cabeza, y luego lo degollábamos, rociando el suelo con la sangre. Después lo descuartizábamos y celebrábamos un festín.
Gerald se apresuró a decir:
—Esta es mi oportunidad para demostrar lo que soy. Poseo un arma que matará al caballo como un relámpago.
—¿Qué clase de arma es esa? —pregunté. Nos agolpamos a su alrededor mientras sacaba la porra de metal de su funda y nos la enseñaba. Yo tenía mis dudas; parecía bastante buena para golpear a un hombre, de acuerdo, pero era demasiado corta—. Bueno, podemos probarlo —dije.
Ya habrás visto que en Islandia no seguimos los ritos tan al pie de la letra como en los países más antiguos.
Gerald nos enseñó las otras cosas que llevaba en los bolsillos. Había algunas monedas muy bien acabadas, aunque ninguna de ellas era de oro ni de plata; una llave diminuta; un palo con un plomo dentro para escribir; una bolsa plana con muchos trozos de papel marcado. Cuando nos dijo seriamente que aquellos trozos de papel eran dinero, incluso Thorgunna se echó a reír. Mejor era un cuchillo cuya hoja se doblaba dentro del mango. Cuando vio que lo admiraba, me lo regaló, un gesto muy de agradecer en un náufrago. Le dije que le daría a cambio ropas y una buena hacha, así como alojamiento por todo el tiempo que fuera necesario.
No, no tengo el cuchillo ahora. Ya sabrás por qué. Es una lástima, porque era un buen cuchillo, aunque más bien pequeño.
—¿Qué hacías antes que la guerra te obligara a salir de tu país? —preguntó Helgi—. ¿Comerciante?
—No —dijo Gerald—. Era... endginiero..., mejor dicho, aprendiendo a serlo. Un hombre que construye cosas, puentes, y caminos, y herramientas..., algo más que un simple artesano. Y creo que mis conocimientos pueden ser muy útiles aquí. —Vi una especie de fiebre en sus ojos—. Sí, denme tiempo, y seré un rey.
—En Islandia no tenemos ningún rey —gruñí—. Nuestros antepasados vinieron aquí para huir de los reyes. Cada hombre, en su hacienda, es su propio rey.
—Pero, supongamos que alguno codicia la hacienda o los bienes de su vecino... —objetó Gerald.
—En tal caso, el perjudicado sabría defenderse —dijo Helgi, y empezó a contar algunas de las matanzas que se habían producido en los últimos años. Gerald parecía molesto y acariciaba su revólver. Así llamaba él a su porra escupefuego. Thorgunna intervino de pronto, seguramente para desviar el curso de la conversación: tampoco a ella le gustaban aquella clase de relatos.
—Llevas unas ropas muy buenas —dijo—. Tu familia debe poseer muchos acres.
—No —dijo Gerald—. Nuestro..., nuestro rey da a todos los hombres del ejército ropas como estas. En cuanto a mi familia, no poseemos ninguna hacienda. Alquilamos nuestro hogar en un edificio, en el cual viven también otras muchas familias.
No soy un hombre orgulloso de lo que poseo, pero me pareció que el extranjero no había sido honrado al compartir mi asiento de honor, como un jefe, cuando en realidad era un hombre que no poseía ninguna hacienda. Pero Thorgunna debió adivinar lo que estaba pensando, porque se apresuró a decir:
—Ganarás una hacienda más tarde.
Después de la puesta del sol fuimos a la urna del dios. Los villanos habían encendido una fogata delante de ella, y cuando abrí la puerta apareció la imagen de madera de Odín. Mi familia le había invocado más que a cualquier otro dios. Gerald, dirigiéndose a mi hija, murmuró que la talla era muy tosca, y el comentario me enfureció, ya que la imagen había sido tallada por mi padre. Algunas personas desconocen por completo las bellas artes.
De todos modos, le permití que me ayudara a conducir el caballo hasta el altar de piedra. Tomé en mis manos el cuenco para recoger la sangre, y le dije a Gerald que podía ya matar al caballo. Sacó su revólver, apoyó la punta detrás de la oreja del animal y apretó. Oímos un chasquido, y el caballo dio un respingo y cayó con un agujero en el cráneo, por el que se le salían los sesos. Un arma muy rústica. Mi olfato captó un olor a humo, acre y picante, como el que se percibe en las cercanías de un volcán. Todos nos sobresaltamos, y una de las mujeres gritó, y Gerald pareció quedar muy satisfecho de su demostración. Disimulando mi desconcierto, terminé la ceremonia como era debido. Gerald no quiso que le rociara con la sangre del animal, pero después de todo era un cristiano. Y se limitó a comer un poco de sopa y de carne.
Más tarde, Helgi le interrogó acerca del revólver, y Gerald dijo que podía matar a un hombre a la distancia de un tiro de flecha, pero que no había en ello ninguna brujería, sólo la utilización de algunos artificios que nosotros desconocíamos. Habíamos oído hablar del fuego griego, le creí. Un revólver podía ser útil en una lucha, como tuve ocasión de comprobar, pero no parecía muy práctico: el hierro es muy caro, y se tardarían meses en forjar cada uno de ellos.
Me preocupaba más el hombre en sí.
Y a la mañana siguiente le encontré contándole a Thorgunna muchas tonterías acerca de su país: edificios tan altos como montañas, y carros que volaban o corrían sin caballos. Decía que en su pueblo, un lugar llamado Nueva Yorvik o algo así, vivían ocho o nueve miles de millares de personas. Yo celebro una buena fanfarronada como el primero, pero aquello era demasiado, y le dije bruscamente que viniera a ayudarme a reunir algún ganado disperso.

Después de un día entero buscando por las colinas, me di cuenta que Gerald no sabía absolutamente nada acerca del ganado. No distinguía a un buey de una vaca. Le pregunté si sabía ordeñar, esquilar, manejar una guadaña o aventar el grano, y me dijo que no, que nunca había vivido en el campo.
—Eso es una vergüenza —observé—, ya que en Islandia todo el mundo lo hace, a menos que sea un forajido.
Gerald enrojeció.
—Sé hacer otras cosas —replicó—. Deme algunas herramientas y le mostraré cómo se trabaja el metal.
Aquello me gustó ya que, a decir verdad, ninguno de mis sirvientes estaba dotado para la herrería.
—Ese es un hermoso oficio —dije—, y puedes serme de gran ayuda. Tengo una espada rota y varias lanzas despuntadas, y no sería una mala idea herrar a los caballos.
Su confesión de no saber poner una herradura enfrió mucho mi entusiasmo.
Mientras hablábamos habíamos llegado a casa, y Thorgunna salió a nuestro encuentro con una expresión furiosa en el rostro.
—Ese no es modo de tratar a un huésped, padre —dijo—. ¡Haciéndole trabajar como un villano!
Gerald sonrió.
—Me gusta trabajar —dijo—. Necesito hacer algo para distraerme. Y, al mismo tiempo, quiero corresponder a lo amables que son conmigo.
Aquellas palabras me reconciliaron con él, y dije que no era culpa suya si en los Estados Unidos tenían unas costumbres distintas de las nuestras. Por la mañana podría empezar a trabajar en la herrería, y yo le pagaría, aunque sería tratado como un igual, puesto que los artesanos tienen su mérito. Esto le hizo ganarse unas negras miradas por parte del resto de los criados.
Aquella noche, Gerald nos entretuvo con historias de su país. Ciertas o no, resultaban interesantes y amenas. Sin embargo, no era un verdadero narrador, ya que era incapaz de componer una línea de verso. En los Estados Unidos, la gente debía ser muy ruda y atrasada. Dijo que su tarea en el ejército había consistido en mantener el orden entre las tropas. Helgi objetó que un hombre solo no podía dominar a tanta gente, pero Gerald replicó que la gente le obedecía por temor al rey. Cuando añadió que la duración de un enganche en los Estados Unidos era de dos años, y que los hombres podían ser llamados para guerrear incluso en la época de la recolección, le dije que había estado de suerte al salir de un país con un amo tan implacable y poderoso.
—No —declaró Gerald—. Somos personas libres, y decimos lo que queremos.
—Pero, al parecer, no pueden hacer lo que quieren —dijo Helgi.
—Bueno —dijo Gerald—, no podemos asesinar a un hombre sólo porque nos ha ofendido.
—¿Ni siquiera si ha asesinado a alguien de tu propia sangre? —preguntó Helgi.
—No. Le corresponde al..., al rey hacer justicia, en nombre de los que han sido perjudicados.
Me eché a reír.
—Tienes salida para todo —dije—, pero aquí te he pillado. ¿Cómo podría el rey, por sí solo, hacer justicia por todos los crímenes que se cometen? Ni siquiera le quedaría tiempo para engendrar un heredero...
Gerald no pudo decir nada más a causa de las risas que siguieron.

Al día siguiente fue a la herrería, con un siervo que se encargaría del fuelle de la fragua. Yo estuve ausente todo el día y toda la noche: había ido a Reykjavik a venderle unas ovejas a Hjalmar Broadnose. Le invité a venir a mi casa en compañía de su hijo Ketill, un joven pelirrojo de veinte inviernos que había sido rechazado por Thorgunna.
Encontré a Gerald sentado en un banco, dentro de la casa, y su expresión me pareció lúgubre. Llevaba las ropas que yo le había dado; las suyas habían sido estropeadas por la ceniza y las chispas del fuego. ¿Qué esperaba, entonces? Hablaba en voz baja con mi hija.
—Bueno —dije de buenas a primeras—, ¿cómo va la tarea?
El villano Grim hizo una mueca de desdén.
—Ha echado a perder dos puntas de lanza, pero hemos logrado apagar el incendio que provocó; por muy poco no ha ardido toda la herrería.
—¡Cómo! —grité—. Dijiste que eras un herrero.
Gerald se puso en pie, desafiador.
—Yo trabajaba con herramientas distintas, y mucho mejores —replicó—. Aquí lo hacen ustedes todo de otra manera.
Los villanos me contaron que había encendido un fuego demasiado fuerte; que su maza había golpeado en todas partes, menos el lugar en que debía hacerlo; que había estropeado el temple del acero, por no saber cuándo debía enfriarlo. Se tarda muchos años en dominar el oficio de herrero, desde luego, pero Gerald podía haber confesado que no era más que un aprendiz.
—Bien —dije—, ¿qué puedes hacer, entonces, para ganar tu pan?
Lo que más me fastidiaba era quedar como un tonto delante de Hjalmar y de Ketill, a los cuales había hablado del extranjero.
—Sólo Odín lo sabe —dijo Grim—. Me lo llevé conmigo a caballo para reunir las cabras, y nunca había visto un jinete peor. Le pregunté si sabía hilar o tejer, y me dijo que no.
—¡Eso no se le pregunta a un hombre! —exclamó Thorgunna—. Debía haberte matado por eso.
—Es cierto —rió Grim—. Pero déjenme terminar la historia. Pensé que podíamos reparar el puente sobre el foso. Pues bien, apenas sabe manejar una sierra, pero estuvo a punto de cortarse su propio pie con la azuela.
—¡Ya he dicho que nosotros no utilizamos esas herramientas! —protestó Gerald, cerrando los puños.
Hice un gesto a mis huéspedes para que se sentaran y continuamos la conversación.
—Supongo que tampoco sabes descuartizar ni ahumar un cerdo —dije—, ni salar un pescado, ni encespedar un tejado...
—No.
Apenas pude oír su respuesta.
—Bueno, entonces, ¿qué sabes hacer?
—Yo...
Las palabras no le salían.
—Tú eres un guerrero —dijo Thorgunna.
—¡Sí, eso era yo! —se apresuró a decir Gerald, animándose.
—En Islandia te servirá de muy poco, si no tienes otras habilidades —gruñí—. Aunque tal vez, si puedes llegar a las tierras del este, algún rey te aceptará en su guardia.
A Ketill Hjalmarsson no le había gustado, evidentemente, la actitud de Thorgunna hablando en favor de Gerald. Llameándole los ojos, dijo:
—Yo podría dudar también de tu habilidad para luchar.
—Eso es lo que me han enseñado a hacer —replicó Gerald secamente.
—¿Quieres luchar conmigo? —preguntó Ketill.
—¡De buena gana! —escupió Gerald.
A medida que me hago viejo, sacerdote, voy descubriendo que la vida no hace a los hombres absolutamente buenos o absolutamente malos, sin transición entre lo blanco y lo negro; cada uno de nosotros tiene alguna faceta gris. Aquel tipo inútil, aquel individuo pusilánime capaz de permitir, sin levantar el hacha, que le preguntaran si sabía hacer los trabajos de las mujeres, salió al patio con Ketill Hjalmarsson y le derribó por tres veces consecutivas. Se portaba mal, agarrando por las ropas a Ketill cada vez que éste se precipitaba contra él... Di la voz de alto cuando el hijo de Hjalmar se estaba dejando poseer por una rabia asesina, les elogié a los dos y ordené que llenaran los vasos de cuerno. Pero Ketill pasó toda la velada enfurruñado.
Gerald habló de fabricar un revólver como el suyo, pero mucho mayor, que podría hundir barcos y dispersar ejércitos. Un cañón, lo llamó. Necesitaría la ayuda de varios herreros, y también materiales diversos. El carbón estaba a mano, y el azufre podía encontrarse junto a los volcanes, supongo, pero no tenía la menor idea de lo que podía ser el salitre.
Y, ¿cómo iba a fabricar una cosa así? ¿Sabía acaso cómo mezclar el polvo? No, admitió. ¿Qué tamaño tendría el revólver? Cuando me lo dijo —al menos tan largo como un hombre—, me eché a reír y le pregunté cómo podría ser fundida o agujereada una pieza de aquellas dimensiones, suponiendo que pudiéramos reunir tanto hierro. Tampoco lo sabía.
—No tienen ustedes las herramientas para hacer las herramientas con las cuales hacer las herramientas —dijo. No comprendí el significado de sus palabras—. Y no puedo avanzar a través de mil años de historia con mi solo esfuerzo.
Sacó el último de sus palitos de humo y lo encendió. Helgi había tratado de chupar uno pero se mareó, aunque no por ello dejó de ser amigo de Gerald. Ahora, mi hijo propuso que a la mañana siguiente tomáramos una barca, él, Gerald y yo, para ir a Ice Fjord, donde yo tenía pendiente de cobro el producto de una venta de ganado. Hjalmar y Ketill dijeron que nos acompañarían, y Thorgunna suplicó tanto que terminé accediendo a que también ella fuera con nosotros.
—Una imprudencia —murmuró Sigurd—. A los dioses no les gusta que una mujer viaje a bordo de una embarcación. Trae mala suerte.
—¿Cómo trajeron tus padres a las mujeres a esta isla? —le dije.
Ojalá le hubiera escuchado. No era un hombre listo, pero a menudo sabía lo que se decía.

El viento era favorable, de modo que levantamos mástil y vela. Gerald trató de ayudar, pero no distinguía una cuerda de otra y se hizo un lío. Grim le regañó y Ketill se burló de él descaradamente, de modo que vino a sentarse a mi lado. Yo manejaba el remo-timón.
Al cabo de un largo rato, Gerald aventuró tímidamente:
—En mi país tenemos..., tendremos unos aparejos y un timón mucho mejores que éstos. Con ellos puede navegarse incluso contra el viento.
—¡Ah! Nuestro sabio marinero nos da consejos —se mofó Ketill.
—¡Cállate! —dijo Thorgunna secamente—. Deja que Gerald hable.
Gerald le dirigió una mirada de agradecimiento, y a mí no me desagradaba escucharle.
—Es algo que podría hacerse fácilmente. Aunque no soy marino, he navegado en esa clase de embarcaciones y las conozco bien. En primer lugar, la vela no tiene que ser cuadrada y colgar del peñol de la verga, sino de tres puntas, con las dos puntas inferiores atadas a una verga giratoria unida al mástil; y tiene que haber otro par de velas de la misma forma, más pequeñas. En segundo lugar, el remo-timón no está en el lugar que debiera. Tendría que haber un timón en la popa, guiado por una barra. —Trazó el plano con su uña sobre la capa de Thorgunna—. Con esas dos cosas y una quilla profunda, que se hundiera tres pies para una embarcación de este tamaño, podrían cortar el viento...
Bueno, sacerdote, debo admitir que la idea no era mala, pero tenía sus inconvenientes, y los señalé de un modo razonable.
—El principal de todos —dije—, es que ese timón y esa quilla profunda no permitirían navegar a la embarcación por ríos con poca agua. Es posible que en tu país haya muchos puertos donde recalar, pero aquí una embarcación debe atracar donde pueda, y ser lanzada al agua rápidamente si se produce un ataque.
—La quilla podría construirse de modo que se replegara al interior del casco —dijo Gerald—, con una caja alrededor para que no entrara el agua.
—¿Cómo evitarías que se pudriera la caja? —repliqué—. No, tu quilla tendría que ser fija, y muy pesada para que la embarcación no volcara bajo el peso de tanto velamen. Eso significaría la utilización de hierro o plomo, y el precio sería ruinoso. Además —dije—, ese mástil tuyo resultaría muy difícil de quitar cuando amainara el viento y se tuvieran que utilizar los remos. Por otra parte, las velas no podrían extenderse como un toldo cuando hay que dormir en el mar.
—La embarcación podría quedar quieta mientras los ocupantes se dirigían a tierra en un pequeño bote —dijo Gerald—. También se podrían construir camarotes a bordo para resguardarse.
—Los camarotes no permitirían manejar los remos —dije—, a no ser que la embarcación fuese muy ancha, o que los remeros se sentaran debajo de una cubierta; y aunque he oído decir que los esclavos de las galeras lo hacen así en los países del sur, los hombres libres no remarían nunca en tales condiciones.
—¿Son imprescindibles los remos? —preguntó Gerald, ingenuamente.
Estalló un coro de carcajadas.
—¿Acaso en tu país tienen vientos domesticados? —inquirió burlonamente Hjalmar—. ¿Qué pasaría si el viento dejara de soplar durante días enteros, y las provisiones escasearan?
—Podría construirse una embarcación suficientemente grande para transportar provisiones para muchas semanas.
—Podría construirse..., con las riquezas de un rey —dijo Helgi—. Y esa embarcación suntuosa, abandonada en el mar, sería invadida por todos los vikingos, desde aquí hasta Jomsborg. En cuanto a dejarla en el agua mientras uno acampaba, ¿cómo se guarecería y qué defensa tendría si era atacado en tierra?
Gerald se encogió de hombros. Thorgunna le dijo, amablemente:
—Algunas personas no tienen corazón para probar algo nuevo. Yo creo que es una gran idea.
Gerald le agradeció aquellas palabras con una sonrisa y se reanimó hasta el punto de decir algo acerca de un sistema para encontrar el norte con cielo nublado; según él, había una clase de piedra que siempre apuntaba al norte cuando colgaba de un cordel. Yo le dije amablemente que estaría más interesado si podía encontrarme un trozo de aquella piedra, o si sabía dónde podía adquirirse, ya que estaba dispuesto a pedirle a un comerciante que me comprara un trozo. Pero lo ignoraba, y permaneció silencioso. Ketill abrió la boca, pero Thorgunna le dirigió una mirada tan imperativa, que volvió a cerrarla inmediatamente. Pero la expresión de su rostro reflejaba a las claras su opinión respecto a que Gerald era un mentiroso y que le molestaba todo cuanto decía.
Poco después amainó el viento, de modo que inclinamos el mástil y empuñamos los remos. Gerald era fuerte y voluntarioso, aunque torpe; sin embargo, sus manos eran tan blandas que no tardaron en sangrar. Le dije que podía descansar, pero insistió obstinadamente en continuar remando.
Contemplándole, mientras se movía hacia adelante y hacia atrás, con el mango del remo rojo y húmedo en el punto por el cual lo empuñaba, pensé en muchas cosas relacionadas con él. Había hecho todas las cosas equivocadas que un hombre podía hacer —así lo imaginaba entonces, no conociendo el futuro—, y no me gustaba la manera que Thorgunna tenía de mirarle. No era un hombre para mi hija, desde luego. No tenía hacienda ni dinero. Sin embargo, yo no podía evitar que me agradara. Su historia podía ser cierta o producto de la locura, pero yo estaba convencido de su sinceridad al contarla; y cualquiera que fuese el camino que le había traído hasta aquí, no era un camino normal, evidentemente. Observé los cortes que se había hecho en la cara con mi navaja de afeitar; dijo que no estaba acostumbrado a nuestro tipo de afeitado y que se dejaría crecer la barba. Me pregunté cómo me sentiría yo, y qué hubiera hecho, de haber desembarcado solo en este país, con un foso de centenares de años entre mí mismo y mi tierra natal.
Tal vez aquella misma indefensión había conmovido el corazón de Thorgunna. Las mujeres son muy raras, sacerdote, y yo, que he dormido con medio centenar de ellas en seis países distintos, no creo haber llegado a comprenderlas. Pero el nacimiento, la vida y la muerte son los grandes misterios, y una mujer está más cerca de ellos que un hombre.

El viento continuó sin soplar. Unas nubes bajas y plomizas cubrían el cielo. Después de la puesta del sol no pudimos remar más, de modo que decidimos recalar en una pequeña bahía desierta y pasar allí la noche.
Habíamos cargado leña para encender una fogata. Gerald, a pesar de su visible fatiga, nos resultó muy útil, ya que sus palitos de azufre eran mucho más prácticos y rápidos que la yesca y el pedernal. Thorgunna se dispuso a preparar nuestra cena. Los hombres nos envolvimos en nuestras capas y acercamos nuestras entumecidas manos a las llamas, sin apenas hablar.
Comprendí que necesitábamos algo que nos animara, y ordené que se abriera un casco de mi cerveza más fuerte. Un espíritu maligno me impulsó a dar aquella orden, pero ningún hombre escapa a su destino. Con los estómagos vacíos, la cerveza se nos subió rápidamente a la cabeza. Recuerdo que empecé a recitar el canto fúnebre de Ragnar Hairybreeks, por el simple motivo que me gustaba recitarlo.
Thorgunna se acercó al lugar donde estaba sentado Gerald. Vi cómo los dedos de mi hija rozaban ligeramente los cabellos del extranjero, y Ketill Hjalmarsson también lo vio.
—¿No tienen versos en tu país? —preguntó Thorgunna.
—Como los de ustedes, no —respondió Gerald, alzando la mirada. Y ya no la apartó del rostro de mi hija—. Más que declamar, cantamos. Si tuviera aquí mi guitarra... Es una especie de arpa —explicó.
—¡Ah! Un bardo irlandés —dijo Hjalmar Broadnose.
Recuerdo la sonrisa de Gerald y lo que dijo en su propio idioma, aunque no comprendí el significado: «Sólo le canto a mi dama...» Supuse que eran unas palabras de magia.
—Bueno, canta para nosotros —rió Thorgunna.
—Déjame pensar —dijo Gerald—. Tendré que poner palabras noruegas a la melodía, en honor tuyo...
Al cabo de unos instantes, sin dejar de mirarla, empezó a cantar.

Dicen en el valle que vas a marcharte.
Echaré de menos tus ojos ardientes y tu dulce sonrisa
Te llevarás contigo el brillo del sol,
que ha iluminado mi vida hasta ahora...

Cuando hubo terminado, Hjalmar y Grim fueron a darle vuelta a la carne. Capté un brillo de lágrimas en los ojos de mi hija.
—Ha sido una canción maravillosa —murmuró.
Ketill se irguió. Las llamas iluminaron su rostro con un resplandor rojizo, sangriento.
—Sí —declaró, en tono despreciativo—, ya hemos descubierto lo que este individuo sabe hacer. Sentarse junto al fuego y entonar bonitas canciones para las muchachas. Consérvalo para eso, Ospak.
Thorgunna palideció, y Helgi llevó su mano al pomo de su espada. El rostro de Gerald adquirió un tono ceniciento y su voz se espesó.
—Ese no es modo de hablar. Retira lo que acabas de decir.
Ketill se puso en pie.
—No —dijo—. Yo no le pido perdón a un vago que vive a costa de unas personas honradas.
Estaba furioso, pero conservó el suficiente sentido común para no extender a mi familia el insulto contra Gerald. De no ser así, él y su padre hubieran tenido que enfrentarse a cuatro de los nuestros.
Gerald se puso en pie, también, con los puños pegados a sus costados, y dijo:
—¿Te atreverás a apartarte de aquí y sostener tus palabras?
—¡Desde luego!
Ketill dio media vuelta y echó a andar a lo largo de la playa, tomando su escudo de la embarcación. Gerald le siguió. Thorgunna permaneció unos instantes como petrificada. Luego tomó el hacha de Gerald y corrió detrás de él.
—¿Vas a luchar sin armas? —inquirió.
Gerald se detuvo, y miró a Thorgunna con una expresión de asombro.
—Tengo mis puños —murmuró.
Ketill desenvainó su espada.
—No dudo que en tu país están acostumbrados a luchar como villanos —dijo—. De modo que si me pides perdón, daré por terminado este asunto.
Gerald miró a Thorgunna como preguntándole que debía hacer. Ella le tendió el hacha.
—¿Quieres que le mate? —susurró Gerald.
—Sí —respondió Thorgunna.
Entonces supe que ella le amaba, ya que de no ser así, ¿por qué había de preocuparle el hecho que Gerald se deshonrara a sí mismo?
Helgi le entregó a Gerald su casco. El extranjero se lo puso y empuñó el hacha.
—Un asunto desagradable —me dijo Hjalmar—. ¿Estás de parte del extranjero, Ospak?
—No —dije—. No es pariente mío ni hermano de sangre.
—Me alegro —dijo Hjalmar—. No me gustaría luchar contigo. Siempre has sido un buen vecino.
Nos acercamos juntos al lugar donde los combatientes se disponían a batirse. Thorgunna me dijo que le prestara a Gerald mi espada, de modo que también él pudiera utilizar un escudo, pero el hombre me dirigió una extraña mirada y me dijo que prefería conservar el hacha.
Gerald y Ketill empezaron a luchar.
Aquel no era un duelo reglamentado, de los que se interrumpen con el primer derramamiento de sangre, señalando con él un vencedor. Era un duelo a muerte. Borrachos como estábamos, todos nos dimos cuenta, pero nadie trató de imponer la paz. Ketill empezó a girar, descargando terribles mandobles con su espada. Gerald retrocedió, empuñando torpemente el hacha. Cuando se atrevió a descargarla, rebotó contra el escudo de Ketill. Éste sonrió torvamente y atacó con su espada las piernas de Gerald. La sangre brotó con fuerza, empapando los rasgados calzones.
Lo que siguió fue una carnicería. Gerald no había utilizado nunca un hacha de guerra. Ketill se ensañó con él, y el extranjero no tardó en sangrar por una docena de heridas.
—¡Basta de lucha! —gritó Thorgunna, y echó a correr hacia ellos. Helgi la tomó por los brazos y la obligó a retroceder, aunque para ello necesitó la ayuda de Grim.
Vi una expresión de pena en el rostro de mi hijo, pero los ojos del villano resplandecían de maligno júbilo. Parecía gozarse en la derrota del extranjero.
La espada de Ketill descendió y acuchilló la mano izquierda de Gerald, el cual dejó caer el hacha. Ketill profirió un aullido de triunfo y se dispuso a terminar con él. Gerald desenfundó su revólver. Al fogonazo siguió un estampido. Ketill cayó, con la cara destrozada.
Se produjo un largo silencio, turbado solamente por el leve susurro del viento y el murmullo del mar.
Luego, Hjalmar se adelantó, muy rígido. Se arrodilló junto al cadáver de su hijo y le cerró los ojos, reclamando así el derecho a vengarle. Incorporándose, dijo:
—Has jugado sucio, extranjero. Y por ello serás declarado fuera de la ley.
—No me quedaba otra alternativa —murmuró Gerald—. ¿Qué otra cosa podía hacer? Yo quería luchar solamente con mis puños.
Me interpuse entre ellos y dije que la Justicia decidiría, pero que esperaba que Hjalmar aceptaría una indemnización por Ketill.
—Pero, yo le maté para salvar mi propia vida —protestó Gerald.
—De todos modos, la indemnización tiene que ser pagada, si los parientes de Ketill la aceptan —expliqué—. A causa del arma, creo que ascenderá al doble de lo habitual, pero eso debe decidirlo la Justicia.
Hjalmar dejó oír una risa sarcástica y preguntó de dónde sacaría el dinero un hombre que no poseía absolutamente nada.
Thorgunna se acercó a nosotros, muy tranquila, y dijo que su familia pagaría la indemnización. Yo abrí la boca para protestar, pero cuando vi la expresión de sus ojos asentí:
—Sí, la pagaremos, para mantener la paz.
—¿De modo que haces tuya la lucha? —preguntó Hjalmar.
—No —contesté—. Este hombre no es de mi sangre. Pero si se me antoja regalarle una suma de dinero, ¿acaso no tengo derecho a hacerlo?
Hjalmar sonrió. Sus ojos estaban llenos de tristeza, pero me miró con la antigua camaradería.
—Algún día puede convertirse en tu yerno —dijo—. Conozco los síntomas, Ospak. Entonces pertenecerá realmente a tu familia. Incluso ayudándole ahora en su necesidad, te pones de su parte.
—¿Y bien? —intervino Helgi, en tono tranquilo.
—Aunque yo estimo vuestra amistad, tengo hijos que se tomarán muy a pecho la muerte de su hermano. Querrán vengarse en la persona de Gerald Samsson, aunque sólo sea por dejar a salvo su buen nombre, y así nuestras dos casas se convertirán en enemigas, y una muerte conducirá a otra. Ha ocurrido con mucha frecuencia hasta ahora. —Hjalmar suspiró—. Yo mismo deseo tu amistad, Ospak, pero si te pones de parte de este asesino no podremos conservarla.
Medité unos instantes, pensando en Helgi caído en el suelo con la cabeza abierta, en mis otros hijos que vivían tranquilos en sus hogares y que se verían arrastrados a una lucha por causa de un hombre al que nunca habían visto. Pensé que tendríamos que llevar escolta cada vez que bajáramos a la playa en busca de madera, y que nunca sabríamos, al acostarnos, si al despertar encontraríamos la casa llena de hombres armados.
—Sí —dije—, tienes razón, Hjalmar. Retiro mi oferta. Dejaré que arreglen este asunto ustedes dos.
Sellamos el pacto con un apretón de manos.
Thorgunna profirió un grito y voló a los brazos de Gerald. Él la estrechó contra su pecho.
—¿Qué significa eso? —preguntó lentamente.
—No puedo darte alojamiento en mi casa por más tiempo —dije—, pero tal vez algún campesino te admitirá bajo su techo. Hjalmar es un hombre cumplidor de la ley, y no te hará ningún daño hasta que la Justicia te haya declarado proscrito. Pasarán unos días antes que suceda eso. Tal vez para entonces hayas conseguido salir de Islandia.
—¿Una persona tan inútil como yo? —inquirió con amargura.
Thorgunna se desasió del abrazo y gritó que yo era un cobarde, y un perjuro y todas las peores cosas del mundo. Dejé que se desahogara, antes de posar mis manos en sus hombros.
—Hago esto por nuestro hogar —le dije—. El hogar y la sangre son sagrados. Los hombres mueren y las mujeres lloran, pero mientras pervive la casta nuestros nombres son recordados. ¿Puedes pedirle a los hombres de tu sangre que mueran por tus anhelos?
Thorgunna permaneció callada, y nunca he sabido cuál hubiera sido su respuesta. Pero Gerald habló.
—No —dijo—. Supongo que tiene usted razón, Ospak..., la razón de su época, que no es la mía.
Estrechó mi mano y la de Helgi. Sus labios rozaron la mejilla de Thorgunna. Luego dio media vuelta y se hundió en la oscuridad.

Oí contar, más tarde, que fue a parar a la casa de Thorvald Halsson, el campesino de Humpback Fell, y que no le dijo lo que había sucedido. Seguramente esperaba pasar inadvertido hasta que pudiera embarcar en alguna nave que se dirigiera al este. Pero se corrió la voz. Recuerdo que a veces Gerald nos contaba que en los Estados Unidos la gente podía hablar con cualquier persona, aunque ésta se encontrara en el extremo más alejado del mundo. De modo que debió pensar que entre nosotros, solitarios en nuestras haciendas, no corrían las noticias con tanta rapidez. El hijo de Thorvald, Hrolf, fue a casa de Brand Sealskin-Boots para hablar de algún asunto, y mencionó al huésped, y todo el occidente de la isla se enteró de la historia.
Si Gerald hubiese sabido que tenía que dar la noticia de la muerte de un hombre a la primera hacienda que encontrara, hubiera estado a salvo al menos hasta que la Justicia dictara su fallo, ya que Hjalmar y sus hijos son hombres de bien que no matarían a un hombre sin saberse apoyados por la ley. Pero, el mantener el asunto secreto le convirtió en un asesino y, en consecuencia, en un proscrito. Hjalmar y los suyos cabalgaron inmediatamente hacia Humpback Fell y le sacaron de la casa. Pero Gerald se abrió paso entre ellos con su revólver y huyó a las colinas. Le siguieron, con varios heridos y un muerto más que vengar. Me he preguntado muchas veces si Gerald creyó que lo misterioso de su arma nos asustaría. Es posible que no comprendiera que cada hombre muere cuando le llega el momento, ni antes ni después, de modo que el temor a la muerte es inútil.
Al final, cuando le tenían cercado, su arma le falló. Entonces tomó la espada de un muerto y se defendió con tanta valentía, que desde entonces Ulf Hjalmarsson ha cojeado. Incluso sus enemigos reconocieron que había luchado como un hombre. Los estadounidenses pertenecen a una raza muy fantasiosa, pero no carecen de valor.
Cuando hubo muerto, su cadáver fue quemado, por miedo a su fantasma, ya que tal vez había sido un hechicero, y todas sus pertenencias ardieron con él. Así perdí el cuchillo que me había regalado.
La tumba que contiene sus restos se encuentra en el marjal, al norte de aquí, y la gente evita el lugar, aunque el fantasma no se ha presentado nunca. Hoy, con la constante sucesión de acontecimientos, el estadounidense ha sido casi olvidado.
Y esta es la historia, sacerdote, tal como yo la presencié y la oí. La mayoría de los hombres creen que Gerald Samsson estaba loco, pero yo opino, por mi parte, que vino desde más allá del tiempo, y que su desgracia consistió en que ningún hombre puede madurar una cosecha antes de la época de la recolección.
Pero yo miro al futuro, a un millar de años a partir de ahora, cuando los hombres vuelen a través del aire y cabalguen en carros sin caballos y aplasten una ciudad entera en unos segundos...
Pienso en nuestra Islandia de entonces, y en los jóvenes de los Estados Unidos que vendrán a ayudarnos a defendernos cuando esté próximo el fin del mundo.
Tal vez alguno de ellos, paseando por estos alrededores, descubra aquella tumba y se pregunte qué antiguo guerrero reposa enterrado allí, y tal vez piense que le hubiera gustado vivir en su época, cuando los hombres eran libres.



EL OTRO AHORA
Murray Leinster


Era algo absurdo, desde luego. Si Jimmy Patterson se lo hubiera contado a alguien que no fuera Haynes, unos hombres forzudos, embutidos en unas batas blancas, se lo hubieran llevado para someterle a un tratamiento psiquiátrico, que sin duda habría sido eficaz. Jimmy hubiera recobrado la cordura y el sentido común, lo cual habría provocado probablemente su muerte. De modo que para cualquiera que simpatizara con Jimmy y con Jane, es preferible que las cosas sucedieran como sucedieron.
Aunque a Haynes le hubiera gustado mucho saber por qué fue precisamente en el caso de Jimmy y Jane, y en ningún otro. Tenía que haber algún motivo específico, pero no existía ninguna clave para identificarlo.
Empezó tres meses después de la muerte de Jane en aquel accidente de automóvil. Jimmy había sentido muchísimo la desaparición de su esposa. Aquella noche no parecía distinta de las otras.
Llegó a casa como de costumbre, y la garganta le dolía un poco, como de costumbre también, mientras se disponía a abrir la puerta. Resultaba todavía insoportable saber que Jane no estaba esperándole. El dolor en la garganta era una sensación familiar que Jimmy confiaba en que acabaría por desaparecer. Pero esta noche era más intenso que nunca, y Jimmy se preguntó con cierta desesperación si dormiría, y en ese caso, si soñaría. A veces soñaba con Jane y era feliz hasta que despertaba, y entonces deseaba abrirse las venas. Pero aquella noche no había llegado a aquel extremo. Todavía no.
Como le explicó a Haynes más tarde, se limitó a introducir la llave en la cerradura, a abrir la puerta y a echar a andar. Una vez dentro, cerró la puerta detrás de él. Hasta aquí, todo era completamente normal.
Luego, mientras cruzaba el recibidor, notó una corriente de aire. Volvió la cabeza: la puerta no estaba cerrada. Estaba abierta de par en par. Tuvo que volver a cerrarla. Eso fue lo que ocurrió para distinguir aquella noche de cualquier otra, y no existe ninguna explicación del por qué ocurrió aquella noche. Jimmy se acostó con una sensación de desconcierto. Estaba convencido de haber cerrado la puerta dos veces. La misma puerta. Durmió, afortunadamente, sin soñar. A la mañana siguiente despertó y encontró sus músculos tensos. Era una costumbre adquirida. Antes de abrir los ojos, cada mañana, se recordaba a sí mismo que Jane no estaba a su lado. Era necesario. Si lo olvidaba, el dolor de estar vivo, cuando Jane no lo estaba, resultaba insoportable.

Aquella mañana permaneció tendido en la cama con los ojos cerrados para recordárselo a sí mismo, y en vez de ello se encontró pensando en el asunto de la puerta. Estaba intrigado. Su sentido común le decía que aquella repetición había sido un simple espejismo, pero su memoria insistía en que se había producido, fuera o no posible.
Con el ceño fruncido, salió a la calle, desayunó en un restaurante y se dirigió a su oficina. El trabajo era una bendición, porque obligaba a Jimmy a pensar en él. La principal dificultad estribaba en que a veces ocurría algo que a Jane le hubiera divertido oír. y Jimmy tenía que recordarse a sí mismo la inutilidad de tomar nota mental de lo sucedido para contárselo a ella. Jane estaba muerta.
Durante el día pensó mucho en lo de la puerta, pero cuando llegó a casa supo que iba a pasar una mala noche. No dormiría, y el olvido total aparecería como un recurso muy tentador, ya que el dolor de estar vivo, cuando Jane no lo estaba, resultaba insoportable y Jimmy no podía imaginarle un final.
Sería una noche muy mala, desde luego.
Después de colgar su chaqueta se dejó caer en una silla, llenó su pipa y se dispuso a enfrentarse con una noche que iba a ser una de las peores. Encendió un fósforo, aplicó la llama a la pipa y dejó el fósforo en un cenicero.
En el cenicero había unas cuantas colillas de cigarrillo. De la marca que fumaba Jane. Recién fumados.
Jimmy los tocó con las puntas de los dedos. Eran reales. Luego se sintió invadido por una intensa rabia. Tal vez la mujer de la limpieza había tenido la intolerable insolencia de fumarse los cigarrillos de Jane. Se puso en pie y recorrió toda la casa, furiosamente, en busca de otras señales de impertinencia. No encontró ninguna. Un poco más tranquilo, regresó a su asiento. El cenicero estaba vacío. Y no había nadie en torno para vaciarlo. Resultaba lógico interrogar a su propia cordura, y la pregunta quedó sin respuesta. Sólo podía atribuir lo ocurrido a una jugarreta de su propia imaginación. Pero continuó pensando en el problema. Durante el día, el trabajo era un don del cielo. A veces era capaz de olvidar por espacio de media hora el hecho que Jane estaba muerta. Ahora, se enfrentaba con el problema de averiguar si estaba loco o cuerdo. Se dirigió al escritorio donde Jane había guardado sus cuentas domésticas. Las examinó metódicamente. El diario de Jane estaba sobre el escritorio, con un lápiz entre dos de sus páginas. Jimmy lo tomó con cierto temor. Algún día podría leerlo —una absurda crónica que Jane nunca le había ofrecido—, pero no ahora. ¡Ahora, no!
Luego se dio cuenta que el diario no tendría que estar allí. Lo soltó, sobresaltado, y cayó abierto. Jimmy vio la caligrafía angulosa de Jane y le dolió. Cerró el diario rápidamente. Pero la fecha impresa en la parte superior de la página quedó registrada en su cerebro. Permaneció sentado durante varios minutos, completamente inmóvil.
Cuando volvió a abrir el diario, tenía una explicación absolutamente razonable: Jane no había tenido suficiente espacio con el asignado a cada fecha y se había desentendido del orden cronológico establecido en el cuaderno.
¡Desde luego!
Jimmy buscó la última página escrita. Observó que la fecha era la de aquel día. La página estaba llena. La escritura era reciente. Era la caligrafía de Jane.
«He ido al cementerio —decían aquellas líneas—. Lo he pasado muy mal. Hace tres meses que ocurrió el accidente, y mi estado de ánimo no ha mejorado. Estoy fomentando un odio personal a la casualidad. Ya no me parece una abstracción. La casualidad mató a Jimmy. Pudo haberme matado a mí, o a ninguno de los dos. Quisiera...»
Jimmy pareció enloquecer súbitamente. Cuando recobró el dominio de sí mismo, estaba mirando fijamente un escritorio vacío. No había ningún cuaderno delante de él. No había ningún lápiz entre sus dedos. Recordaba haber tomado el lápiz para escribir desesperadamente debajo de la anotación de Jane.
«¡Jane! —había escrito. Y podía recordar el aspecto desgarbado de su caligrafía debajo de la de Jane—. ¿Dónde estás? ¡Yo no estoy muerto! ¡Creí que lo estabas tú! En nombre del cielo, ¿dónde estás?»
Pero no podía haber sucedido nada de aquello. Pura imaginación.
Aquella noche fue especialmente mala, aunque no tan mala como habían sido otras noches. Jimmy experimentaba el horror del hombre normal a la locura, pero aquella no era, por así decirlo, una locura normal. Un lunático tenía siempre una explicación para sus fantasías. Jimmy no tenía ninguna. Observó el hecho.
A la mañana siguiente compró una pequeña cámara fotográfica con su correspondiente flash y se aprendió de memoria las instrucciones para su utilización. Creía haber descubierto el modo de poner en claro el asunto.
Y aquella noche, cuando llegó a casa, de oscurecida ya como de costumbre, tenía la cámara preparada.
Al entrar, su mirada barrió el escritorio: estaba tan vacío como lo había dejado por la mañana. Jimmy colgó su chaqueta y se sentó. Encendió su pipa. De pronto, miró el cenicero y vio varias colillas.
Se estremeció ligeramente. Continuó fumando, procurando no mirar hacia el escritorio. Sólo después de golpear la pipa contra el cenicero se permitió volver los ojos hacia el lugar donde había estado el diario de Jane.
Volvía a estar allí. Con una regla encima para mantenerlo abierto.
Jimmy no se sintió asustado ni esperanzado. No había ningún motivo para que le sucediera esto. Con el ceño fruncido, cruzó la habitación. Vio la anotación del día anterior y su propio mensaje histérico. Y había algo más escrito detrás de aquello.
La caligrafía era de Jane.
«Querido, tal vez me estoy volviendo loca. Pero pienso que me has escrito como si estuvieras vivo. Tal vez estoy loca al contestarte. Pero, por favor, querido, si estás vivo en alguna parte y de algún modo...»
Seguía una palabra semiborrada por una lágrima. El resto era asustado, y tierno, y tan desesperado como las propias sensaciones de Jimmy.
Jimmy escribió, con dedos temblorosos, antes de poner la cámara en posición y apretar el disparador.
Cuando sus ojos se recobraron del fogonazo, no había nada sobre el escritorio.
Aquella noche no durmió, y al día siguiente no fue a trabajar. Llevó la película a un fotógrafo y pagó lo que le pidieron para que le revelaran y ampliaran inmediatamente la fotografía. Una fotografía muy clara, teniendo en cuenta las circunstancias. Reproducía un cuaderno abierto, y podía leerse lo escrito en sus páginas.
Jimmy paseó prácticamente al azar durante un par de horas, mirando la fotografía de cuando en cuando. Con fotografía o sin ella, la cosa era absurda. Pero no tardaría en salir de dudas. Fue a ver a Haynes. Haynes era su amigo, abogado a regañadientes. A regañadientes, porque sus obligaciones en el Foro robaban mucho tiempo a sus verdaderas aficiones.
—Haynes —dijo Jimmy sin dar muestras de excitación—. Quiero que le eches una mirada a una fotografía y digas si ves lo que veo yo. Es posible que no esté bien de la cabeza.
Haynes miró. Leyó lo que estaba fotografiado tan claramente en las páginas de un diario que no había estado delante de la cámara. Luego miró a Jimmy con evidente desconcierto.
—¿Le encuentras alguna explicación? —preguntó Jimmy. Tragó saliva—. Yo..., no veo ninguna.
Contó lo que había sucedido hasta la fecha, sin eufemismos y sin tratar de hacerlo razonable.
Haynes le escuchó con asombro. Pero no tardó en asomar a sus ojos una expresión compasiva. Entre otras cosas, el abogado creía en la cuarta dimensión y en otras ideas esotéricas; pero tenía sentido común, y una buena y variada experiencia legal.
De pronto, dijo amablemente:
—Te hablaré francamente, Jimmy... En cierta ocasión tuve una cliente. Acusaba a un individuo de malos tratos físicos. Un caso muy patético. Ella era absolutamente sincera. Pero su propia familia admitió que ella misma se había producido los moretones que exhibía en su cuerpo, y los médicos llegaron a la conclusión que ella había borrado inconscientemente de su cerebro aquel hecho.
—Sugieres —dijo Jimmy, sin perder la calma— que puedo haber falsificado esa página del diario para consolarme a mí mismo, y después haber olvidado la falsificación... No creo que sea este mi caso, Haynes. ¿Qué posibilidades quedan?
—Sólo hay una explicación teórica. Lo malo es que en la práctica resulta imposible.
Jimmy esperó.
—Analicemos el accidente que provocó la muerte de Jane —continuó Haynes—. Iban en su automóvil. Te situaste detrás de un camión que transportaba estructuras de acero. Del camión sobresalía, por la parte de atrás, una barra muy larga, de cuyo extremo colgaba un trapo rojo. El camión llevaba frenos de aire comprimido. El conductor frenó inmediatamente después de haber pasado sobre un tramo de pavimento húmedo. El camión se paró. Tu automóvil patinó, a pesar que estaba completamente frenado. ¡Es absurdo, Jimmy!
—Continúa —dijo Jimmy, muy pálido.
—Chocaste contra el camión, y tu automóvil zigzagueó un poco mientras patinaba. La barra de acero pasó a través del parabrisas. Pudo haberte herido a ti. Pudo no haber herido a ninguno de los dos. Por pura casualidad, hirió a Jane.
—Y la mató —murmuró Jimmy en voz baja—. Sí. Pero pudo haberme matado a mí. La anotación en el diario da a entender que el que murió fui yo. ¿Te has dado cuenta?
Hubo una larga pausa. El mundo exterior, más allá de las ventanas del despacho de Haynes continuaba siendo prosaico y normal. Haynes se removió en su asiento.
—Creo —dijo, como a regañadientes— que has hecho lo mismo que aquella muchacha que fue mi cliente: falsificar esa anotación en el diario y luego olvidarlo. ¿Has ido ya a ver a un médico?
—Lo haré —respondió Jimmy—. Pero antes quiero que sistematices mi locura, Haynes. Si es que puede hacerse.
—No es un hecho aceptado por la ciencia —dijo Haynes—. En realidad, está considerado como una patraña. Pero se ha especulado... —Hizo una mueca—. El primer punto es que Jane fue herida por pura casualidad. Podía haberte tocado a ti, o a ninguno de los dos. Si te hubiera tocado a ti...
—Jane —dijo Jimmy— estaría viviendo en nuestra casa, sola, y podía haber anotado perfectamente esa entrada en el diario.
—Sí —convino Haynes—. No debería sugerir esto..., pero hay un montón de futuros posibles.
Nosotros ignoramos cuál nos llegará. Nadie, excepto los fatalistas, puede discutir esa afirmación.
Cuando hoy estaba en el futuro, había un montón de ahoras posibles. El momento actual es sólo uno de los muchos ahoras que podían haber sido. De modo que se ha sugerido, te repito que no se trata de un hecho aceptado por la ciencia, sino de pura charlatanería, se ha sugerido que puede existir más de un ahora real. Antes que la barra golpeara a alguien, existían tres ahoras en el futuro posible. Uno en el cual ninguno de los dos resultara herido, uno en el cual el herido fueras tú, y uno...
Haynes hizo una pausa, indeciso.
—De modo que algunas personas dirían: ¿cómo sabemos que el ahora en el cual Jane fue herida es el único ahora? Ellas dicen que los otros pudieron haber ocurrido, y que tal vez ocurrieron. Jimmy asintió.
—Si eso fuera cierto —dijo despreocupadamente—, Jane estaría en un momento presente, un ahora, en el cual el muerto sería yo. Y yo estoy en un ahora en el cual la que murió fue ella. ¿No es eso?
Haynes se encogió de hombros.
Jimmy meditó unos instantes y terminó por decir:
—Gracias. Raro, ¿verdad?
Recogió la fotografía y se marchó.
Haynes era el único que estaba enterado del asunto, y le preocupaba. Pero no resulta fácil denunciar a alguien como loco, sin que exista alguna prueba demostrando que puede ser peligroso.
Se tomó la molestia de comprobar que Jimmy obraba de un modo razonablemente normal, acudiendo a su trabajo y hablando como una persona cuerda durante el día. Pero Haynes sospechaba que por las noches, en su casa, se portaba de un modo muy distinto.

Sin embargo, por espacio de una semana, después de la explicación seudocientífica de Haynes, Jimmy se sintió casi alegre. Ya no tenía que recordarse a sí mismo que Jane estaba muerta. Tenía pruebas demostrando que no lo estaba. Jane le escribía en el diario que había encontrado en su escritorio, y él leía sus mensajes y los contestaba. Durante una semana la dicha de poder comunicarse el uno con el otro fue suficiente.
La segunda semana no fue tan buena. Saber que Jane estaba viva resultaba agradable, pero estar separado de ella sin esperanza no lo era. No había ningún significado en un cosmos en el cual uno sólo podía escribir cartas de amor a su esposa o a su marido en otro ahora posible. Pero, durante unos días, Jimmy y Jane trataron de ocultarse mutuamente aquella nueva desesperanza. Jimmy le explicó eso minuciosamente a Haynes antes que todo terminara. Se encontraron un día en la calle. Habían transcurrido dos semanas desde su última conversación. Jimmy tenía mejor aspecto, aunque había adelgazado mucho. Saludó a Haynes con absoluta naturalidad, pero el abogado, por su parte, se sintió algo incómodo.
Tras los saludos de rigor, Haynes dijo:
—Oye, Jimmy... Aquel asunto que comentamos el otro día..., aquella fotografía...
—Sí. Tenías razón —dijo Jimmy tranquilamente—. Hay más de un ahora. En el ahora en que yo vivo, Jane está muerta. En el ahora en que vive ella, el muerto soy yo. Haynes vaciló.
—¿Te molestaría enseñarme otra vez aquella fotografía? —preguntó finalmente—. Me gustaría ampliarla un poco más. ¿Tienes algún inconveniente?
—Desde luego que no —respondió Jimmy—. Ya no la necesito.
Haynes vaciló de nuevo. Jimmy, en realidad, le había contado todo lo que había ocurrido hasta la fecha. Pero no tenía la menor idea de lo que había dado origen a aquellos hechos. Haynes casi se retorció las manos.
—¡No puede ser! ¡Es imposible! —exclamó desesperadamente—. ¡Tienes que estar loco, Jimmy!
Pero no le hubiera dicho aquello a un hombre de cuya cordura sospechara realmente.
Jimmy asintió.
—A propósito, Jane me ha dicho algo. ¿Estuviste a punto de sufrir un accidente anteanoche? ¿Alguien estuvo a punto de estrellarse contra tu automóvil en la carretera de Saw Mill?
Haynes palideció.
—Al ir a tomar una curva, me salió al encuentro un automóvil que corría en dirección contraria. Los dos frenamos de golpe. El otro aplastó mi guardabarros y casi se salió de la carretera. Pero emprendió nuevamente la marcha sin pararse a comprobar si me había ocurrido algo. Si llego a estar cinco pies más cerca de la curva cuando él apareció...
—Estarías donde está Jane —dijo Jimmy—. Sólo cinco pies más cerca de la curva. En el otro automóvil iba Tony Shields. Ahora está..., donde está Jane.
Haynes se pasó la lengua por los labios. Era absurdo, pero dijo:
—¿Y qué pasa conmigo?
—Donde Jane está —respondió Jimmy—, tú estás en el hospital.
Haynes no pudo reprimir una exclamación de enojo.
Jimmy no podía estar enterado de aquel accidente. No se lo había mencionado a nadie, porque ignoraba quién era el ocupante del otro automóvil.
—¡No lo creo! —exclamó. Pero añadió, en tono de súplica—: No es cierto, Jimmy, ¿verdad?
¿Cómo diablos podrías saberlo?
Jimmy se encogió de hombros.
—Jane y yo..., nos queríamos mucho. La casualidad nos separó. Pero nuestro mutuo cariño volvió a unirnos. A veces se dice que dos personas se convierten en una sola carne. Si pudiera ocurrir una cosa así, esas dos personas seríamos Jane y yo. Después de todo, es posible que un diminuto guijarro o una gota de agua de más hicieran patinar mi auto lo suficiente como para matar a Jane..., viéndolo desde donde yo estoy, desde luego. Una causa insignificante. De modo que con semejante nimiedad separándonos, y tantas cosas luchando para volver a unirnos... Bueno, a veces la barrera se hace más delgada. Ella deja una puerta cerrada en la casa donde está. Yo abro aquella misma puerta donde estoy. A veces tengo que abrir la puerta que ella dejó cerrada, también. Esto es todo. Haynes no dijo una sola palabra pero la pregunta que no quiso formular era tan evidente que Jimmy la contestó.
—Estamos esperando —dijo—. Es muy triste estar separados, pero el fenómeno continúa produciéndose. De modo que esperamos. Su diario se encuentra a veces en el ahora donde ella está, y a veces en el ahora mío. Quizás... —Fue la única vez que Jimmy mostró un rastro de emoción. Habló como si tuviera la boca seca—. Si en algún momento consigo estar en su ahora, o ella en el mío, todos los diablos del infierno no podrán volver a separarnos.
Era una locura. En realidad, era la tercera semana de locura. Jimmy le dijo a Haynes tranquilamente que el diario de Jane estaba sobre su escritorio cada noche, y había en él una carta de Jane, y él le escribía otra. Dijo tranquilamente que la barrera entre ellos estaba haciéndose cada vez más delgada. Que al menos en una ocasión, al acostarse, estaba seguro de haber contado una colilla más en el cenicero de las que había contado al llegar a casa.
Estaban muy cerca el uno del otro, en realidad. Sólo estaban separados por la diferencia entre lo que era y lo que podía haber sido. En un sentido, la diferencia era un guijarro o una gota de agua. En otro, la diferencia era la existente entre la vida y la muerte. Pero ellos esperaban. Y confiaban. Estaban convencidos que la barrera iba haciéndose más delgada. En una ocasión, a Jimmy le pareció que se habían tocado las manos. Pero no estaba seguro. Estaba todavía lo bastante cuerdo para no estar seguro.
Luego, una noche, Haynes llamó a Jimmy por teléfono. Jimmy respondió.
Su voz tenía un tono impaciente.
—¡Jimmy! —dijo Haynes. Estaba casi histérico—. ¡Creo que estoy loco! ¿Recuerdas que me dijiste que Tony Shields iba en el automóvil que chocó con el mío?
—Sí —dijo Jimmy cortésmente—. ¿Qué pasa?
—Yo no le había hablado a nadie del accidente —explicó Haynes en tono febril—. Pero hace unos instantes se me ha ocurrido llamarle por teléfono. ¡Y fue Tony Shields! Y me ha dicho que se asustó mucho con lo ocurrido, y que va a pagarme el guardabarros... A Jimmy no parecía importarle lo más mínimo el asunto.
—Voy ahora mismo hacia tu casa! —dijo Haynes—. ¡Tenemos que hablar!
—No —dijo Jimmy—. Jane y yo estamos muy cerca el uno del otro. Nos hemos tocado el uno al otro de nuevo. Estamos esperando. Confiamos en romper la barrera.
—Pero, ¡eso es imposible! —protestó Haynes—. ¿Qué pasará si tú vas al lugar donde ella está..., o ella vuelve aquí?
—No lo sé —dijo Jimmy—. Pero estaremos juntos.
—¡Estás loco! No debes...
—Adiós —dijo Jimmy cortésmente—. Estoy esperando, Haynes. Algo tiene que ocurrir... Se interrumpió. Se produjo un ruido en la habitación, detrás de él; Haynes lo oyó. Sólo dos palabras, débilmente, y a través de un teléfono, pero Haynes se juró a sí mismo que era la voz de Jane, palpitante de felicidad. Las dos palabras que Haynes creyó oír fueron:
«¡Jimmy! ¡Querido!»

Haynes permaneció desvelado toda la noche. A la mañana siguiente llamó a Jimmy por teléfono a su casa, y luego llamó a su oficina, sin resultado positivo.
Entonces acudió a la policía. Explicó que Jimmy había dado muestras de un gran desequilibrio nervioso desde que murió su esposa.
De modo que finalmente la policía se presentó en la casa. Tuvieron que descerrajar la puerta, ya que todas las puertas y ventanas habían sido cuidadosamente cerradas por dentro, como si Jimmy hubiese querido asegurarse para que nadie pudiese interrumpir lo que él y Jane esperaban que iba a suceder.
Pero Jimmy no estaba en la casa. No había el menor rastro de él. Parecía haberse desvanecido en el aire.
La policía efectuó numerosas pesquisas tratando de localizar a Jimmy o su cadáver, pero no se encontró ninguna pista. Nadie volvió a ver a Jimmy. Se cerró la investigación, dando por sentado que Jimmy se había marchado de la ciudad, y todo el mundo aceptó aquella evidente explicación. Lo que realmente intrigaba a Haynes era el hecho que Jimmy le había dicho quién ocupaba el automóvil que chocó con el suyo en la carretera de Saw Mill, y era verdad. Y había otro hecho desconcertante: el de la fotografía del diario de Jane. Pero, por otra parte, si había ocurrido algo, ¿por qué les había ocurrido precisamente a Jimmy y a Jane, y a nadie más? ¿Qué es lo que había puesto en marcha el mecanismo? ¿Por qué habían empezado aquellas rarezas en aquel momento determinado, a aquellas personas determinadas, de aquel modo determinado? En realidad, ¿había ocurrido algo?

Ahora, después de la desaparición de Jimmy, a Haynes le hubiera gustado poder hablar con él una vez más: hablar tranquilamente, sin temor y sin histeria de ninguna clase. Ya que él le había sugerido a Jimmy, y Jimmy la había aceptado, la posibilidad del otro ahora. Pero con aquella aceptación habían llegado otras. En una, Jane estaba muerta. En una, Jimmy estaba muerto. Entre aquellas dos, la barrera había ido adelgazando...
¡Si pudiera hablar de ello con Jimmy!
Existía también un ahora en el cual ambos habían muerto, y otro en el cual ninguno de los dos había muerto. Y si lo que cada uno de ellos deseaba tan desesperadamente era reunirse con el otro..., ¿qué ahora era ése?
Esas eran cosas que a Haynes le hubiera gustado mucho saber, pero mantuvo la boca cerrada, para no exponerse a que se presentaran unos hombres robustos, embutidos en unas batas blancas, y se lo llevaran para someterle a tratamiento. Como se hubieran llevado a Jimmy. La única cosa realmente segura era la imposibilidad de todo. Pero, para alguien que simpatizara con Jimmy y Jane —y sin duda para los propios Jimmy y Jane—, cualquiera que fuese la barrera que se había roto, era una imposibilidad más bien satisfactoria.
El automóvil de Haynes fue reparado. Podía haber ido fácilmente al cementerio. Por algún motivo desconocido, nunca lo hizo.



IV - MUTANTES Y MONSTRUOS


¿QUÉ LE OCURRIÓ AL CABO CUCKOO?
Gerald Kersh


Varios millares de oficiales y soldados del Ejército de los Estados Unidos que lucharon en Europa durante la II Guerra Mundial pueden dar testimonio de ciertos hechos fundamentales de esta historia, que de no ser así resultaría increíble.
Permitidme refrescar la memoria de mis testigos.
El buque Queen Mary, de la Cunard White Star, zarpó de Greenock, en la desembocadura del río Clyde, el 6 de julio de 1945, rumbo a Nueva York, atestado de pasajeros. Ninguno de los que efectuaron aquel viaje puede haberlo olvidado: había catorce mil hombres a bordo; unas cuantas damas; y un perro. El perro era un pastor alemán, cariñoso e inteligente, salvado de una lenta y dolorosa muerte por un joven oficial norteamericano en Holanda. Me contaron que aquel bravo animal, exhausto y debilitado por el hambre, había tratado de saltar por encima de una alta barrera de alambre de espino, y había quedado enganchado en los pinchos de la parte superior, donde quedó colgado durante varios días, incapaz de avanzar ni de retroceder. El joven oficial le ayudó a bajar, y el perro se encariñó con el hombre, y el hombre se encariñó con el perro. Los animales domésticos no pueden viajar con las tropas. Sin embargo, el joven oficial consiguió que el perro fuese admitido a bordo. Decíase que toda la Compañía había jurado que no regresaría a los Estados Unidos sin el perro, y que las autoridades hicieron la vista gorda, por una sola vez y sin que sirviera de precedente; a eso se refiere Kipling cuando alude a El Poder del Perro. Todos los que embarcaron en el Queen Mary en Greenock, el 6 de julio de 1945, recordarán aquel perro. Llegó a bordo en un estado deplorable, andando trabajosamente, y cuando se le acariciaba el lomo la mano resbalaba por un esqueleto cubierto por una piel deslustrada. Al cabo de tres días de afectuosos cuidados —medio centenar de hombres hambrientos mendigaban o robaban trozos de carne para él—, el perro empezó a recuperarse. El 11 de julio, cuando el Queen Mary atracó en Nueva York, el perro mostraba un interés muy canino por una pelota de goma con la cual varios oficiales estaban jugando en la cubierta del buque.

Menciono todo esto para demostrar que estaba allí, en calidad de corresponsal de guerra, de camino hacia el Pacífico. Dado que llevaba un uniforme de campaña y una poblada barba, creo que mi presencia a bordo tampoco pasó inadvertida. Y la escuela secreta de practicantes de juegos prohibidos debe recordarme con nostálgico afecto. Llegué a Nueva York con quince centavos en el bolsillo, y tuve que pedirle prestados cinco dólares a un amable pastor Congregacionalista llamado John Smith, el cual también dará testimonio de mi presencia a bordo. Si se necesitaran más pruebas, una enfermera, la teniente Grace Dimichele, de Vermont, me tomó una fotografía cuando estábamos a punto de desembarcar.
Pero en medio de la excitación de aquel glorioso momento, cuando millares de hombres se empujaban en su afán de ser los primeros en saltar a tierra, reían y lloraban, y disparaban sus cámaras contra la silueta de Nueva York, que es la más bella del mundo, perdí al cabo Cuckoo. Realicé exhaustivas investigaciones tratando de localizarle, pero aquel hombre extraordinario se había desvanecido como una bocanada de humo.
Seguramente, habrá muchos hombres que conserven un recuerdo de Cuckoo, al cual vieron centenares y centenares de veces en el Queen Mary, entre el 6 y el 11 de julio de 1945.
Era un hombre de cabellos claros y mediana estatura, aunque debía pesar al menos ciento noventa libras, ya que era muy robusto y tenía una poderosa osamenta. Sus ojos desvaídos oscilaban entre el verde y el gris, y cojeaba un poco de la pierna izquierda. En términos generales, la gente es poco observadora, lo sé, pero ninguno de los que vieron al cabo Cuckoo dejará de recordar sus cicatrices. Su cráneo, entre su ceja izquierda y su oreja derecha, mostraba una espantosa hendidura. La primera vez que la vi recordé un asesinato a hachazos que me hizo estremecer cuando era reportero de sucesos, hace muchos años. Aquel hombre debía poseer una constitución extraordinaria para haber sobrevivido a una herida como aquella, pensé. Su barbilla y su garganta estaban literalmente cosidas a cuchilladas. Le faltaba la mitad de la oreja derecha, y muy cerca tenía otra cicatriz, desde el pómulo hasta el mastoide. El dorso de su mano derecha parecía haber sido picada con un cuchillo: conté al menos cuatro formidables cortes, todos antiguos, blancos y profundos. Producía esta impresión: que hacía mucho tiempo, un grupo de personas se había ensañado con él hiriéndole con hachas, sables y cuchillos, y que a pesar de todos sus esfuerzos el hombre había sobrevivido. Ya que todas sus cicatrices eran antiguas. Sin embargo, el hombre era joven: le calculé unos treinta y cinco años.
Me llenó de una ardiente curiosidad. ¡Alguno de ustedes tiene que acordarse de él! Iba de un lado para otro, arisco e insociable, fumando cigarrillos que nunca se quitaba de la boca: sólo escupía las colillas cuando el fuego tocaba sus labios. Era particularmente aficionado a ocupar los rincones más oscuros, donde se entregaba a profundas meditaciones... o al menos eso me parecía a mí. Traté de informarme acerca de él, pero en aquellos momentos todo el mundo estaba interesado apasionadamente por un oficial que se parecía a Spencer Tracy. Aunque al final descubrí lo que quería por mis propios medios.

También el licor estaba prohibido a bordo. Me lo habían advertido, de modo que tomé la precaución de ocultar varias botellas de whisky. El primer día ofrecí un trago a un capitán de infantería. En un abrir y cerrar de ojos me encontré rodeado por diecisiete nuevos amigos que me abrumaron con sus expresiones de afecto y me pidieron un autógrafo. De modo que el segundo día, después de arrojar por la portañola la última de las botellas vacías, me alegré mucho al recibir la visita de Mr. Charles Bennet, el comediógrafo de Hollywood. (También él, si su modestia se lo permite, atestiguará que estoy diciendo la verdad). Bennet me regaló una botella de excelente whisky, la cual oculté debajo de la blusa de mi uniforme de campaña, sin atreverme a permitir que alguno de mis amigos se enterara de que la tenía. Me dirigí a un lugar tranquilo y al mismo tiempo lo bastante iluminado para poder leer. Me proponía luchar de nuevo con algunos de los poemas de François Villon, y refrescarme a intervalos con un trago del whisky de Mr. Bennet. Era difícil encontrar un lugar desocupado más allá de las puertas cerradas en el Queen Mary, pero yo encontré uno. Estaba tratando de leer la Balada del Buen Consejo, que aquel gran poeta que fue Villon escribió en el argot de la gente del hampa medieval, el cual resulta incomprensible incluso para los franceses eruditos que han estudiado la jerga de la época. Repetí los dos primeros versos en voz alta, con la esperanza de captar algún nuevo significado en ellos:

Car ou sote porteur de bulles
Pipeur ou hasardeur de dez.

Entonces, una voz lánguida dijo:
—¡Eh! ¿Qué sabe usted acerca de eso?
Levanté la mirada y vi el sombrío rostro, lleno de cicatrices, del misterioso cabo, medio oculto en las sombras. Tuve que invitarle a beber, ya que tenía la botella en la mano y él la estaba mirando. Me dio las gracias secamente, se bebió la mitad del contenido de la pequeña botella de un trago y me la devolvió.
—Pipeur ou hasardeur de dez —dijo, suspirando—. Eso es muy antiguo. ¿Le gusta a usted?
Dije:
—Mucho. ¡Qué gran hombre debió ser Villon! ¿Quién, si no él, podría haber conseguido tales efectos con un lenguaje tan ordinario? ¿Quién, si no él, podría haber tomado la jerga de los ladrones —la cual es siempre fea— y convertirla en maravillosa poesía?
—Usted la entiende, ¿eh? —preguntó el cabo, con una mueca que podía pasar por una sonrisa.
—No del todo —contesté—. Pero, desde luego, suena a poesía.
—Sí, lo sé.
—Pipeur ou hasardeur de dez... Tiene ritmo y fuerza.
—¿Quién es usted? Hace mucho tiempo que en el ejército no está permitido dejarse crecer la barba.
—Soy corresponsal de guerra —dije—. Me llamo Kersh. Puede usted terminar esto.
Vació la pequeña botella y dijo:
—Gracias, Mr. Kersh. Yo me llamo Cuckoo.
Se dejó caer a mi lado, golpeando la cubierta como un saco de arena húmeda. Luego cogió mi libro con su acuchillada mano derecha, lo golpeó contra su rodilla y me lo devolvió.
—¡Hasardeur de dez! —dijo, sin el menor acento.
—Ha leído usted a Villon, ¿no es cierto? —dije.
—No. No soy aficionado a la lectura.
—Pero, habla usted francés... ¿Dónde lo aprendió? —pregunté.
—En Francia.
—¿Regresa a su casa, ahora?
—Supongo que sí.
—No está usted preocupado, al parecer.
—No, supongo que no.
—¿Estaba en Francia?
—En Holanda.
—¿Lleva mucho tiempo en el Ejército?
—Bastante.
—¿Le gusta?
—Desde luego. ¿De dónde es usted?
—De Londres —dije.
—He estado allí.
Pregunté:
—Y usted, ¿de dónde es?
—¿Quién? ¿Yo? ¡Oh! De Nueva York, supongo.
—¿Qué le pareció Londres?
—Lo encontré muy mejorado.
—¿Mejorado? Seguro que estuvo allí antes de la guerra, cabo Cuckoo.
—Sí, estuve allí antes de la guerra.
—Sería usted muy joven...
El cabo Cuckoo respondió:
—No demasiado joven...
Dije:
—Yo soy corresponsal de guerra, y reportero, de modo que tengo derecho a formular preguntas impertinentes. Podría escribir un artículo acerca de usted para mi periódico, ¿sabe? ¿Qué clase de nombre es Cuckoo? Nunca lo había oído.
Para salvar las apariencias, había sacado un cuaderno de notas y un lápiz.
El cabo dijo:
—Mi nombre no es realmente Cuckoo. Es un nombre francés, Lecocu. Ya sabe lo qué significa, ¿verdad?
Algo desconcertado, dije:
—Bueno, si mal no recuerdo, un hombre cocu es un hombre cuya esposa le engaña.
—Exactamente.
—¿Tiene usted familia?
—No.
—Pero ha estado casado...
—Muchas veces.
—¿Qué piensa hacer cuando llegue a los Estados Unidos, cabo Cuckoo?
Dijo:
—Cultivar flores, y criar abejas y gallinas.
—¿Sin la ayuda de nadie?
—Me basto yo solo —respondió el cabo Cuckoo.
—Flores, abejas y gallinas... ¿Qué clase de flores? —pregunté.
—Rosas —respondió, sin vacilar—. Tal vez un poco más tarde vaya hacia el sur —añadió.
El cabo Cuckoo, pensé, debe estar loco. Se me ocurrió que su cerebro podía haberse visto afectado por la herida que dejó aquella espantosa cicatriz en su cabeza.
Dije:
—Al parecer, le han herido a usted en más de una ocasión...
—Desde luego, en más de una.
—La primera vez que le vi tuve la impresión de que había sido usted atrapado por algún engranaje.
—¿Qué quiere usted decir con eso del engranaje?
—¡Oh! No se ofenda, cabo, pero esas heridas en su cabeza, en su cara y en su cuello no tienen el aspecto de las que podría haberle inferido un arma moderna...
—¿Quién ha dicho que me las ha inferido un arma moderna? —replicó el cabo Cuckoo bruscamente. Luego se llenó los pulmones de aire y lo expelió ruidosamente—. ¡Uf! ¿Qué es lo que me ha dado usted a beber?
—Un whisky excelente. ¿Por qué?
—Es bueno, desde luego. Y yo no tendría que beberlo. Hacía muchos años que no probaba el licor. Se me sube a la cabeza. No tendría que probarlo.
—Nadie le pidió que vaciara una botella de un cuarto de litro de whisky en dos tragos —dije, resentido.
—Lo siento, mister. Cuando lleguemos a Nueva York le compraré una botella grande, si quiere —dijo el cabo Cuckoo, parpadeando como si le dolieran los ojos y pasando sus dedos a lo largo de la horrorosa cicatriz de su cabeza.
Dije:
—Algo serio esa herida, ¿verdad?
—Desde luego —respondió—. Muy serio. Perdí parte de los sesos. Y, vea esto... —Desabotonó su camisa y echó hacia arriba su camiseta con la mano izquierda, mientras abría y encendía un mechero Zippo con la derecha—. Eché una mirada.
Proferí una exclamación de asombro. Nunca había visto un cuerpo vivo tan increíblemente maltratado y mutilado. Su torso era como un paraje asolado por la ira divina: fulminado por los rayos, aplastado por los derrumbamientos, devastado por los huracanes. La mayor parte de las costillas, en el lado izquierdo, habían sido troceadas en fragmentos tan pequeños como la falange de un dedo por algún objeto terriblemente pesado. Los huesos, de un modo milagroso habían vuelto a soldarse, y un círculo de nudos muy duros bordeaban una profunda hendidura; a la vacilante claridad de la llama, me recordó uno de los volcanes muertos de la luna. Debajo mismo del esternón había un agujero negro, de casi tres pulgadas de longitud y media pulgada de anchura, y espantosamente profundo. Yo había visto cicatrices como aquella en el muslo de un hombre, pero nunca en la región del pecho.
—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Tienen que haberle partido a trozos y pegado de nuevo!
El cabo Cuckoo se echó a reír y sostuvo su encendedor de modo que yo pudiera ver su cuerpo, desde el estómago a las caderas. Debajo mismo del hígado había una antigua cicatriz en la cual cabían tres dedos. Cruzándola, otra cicatriz, mucho menos profunda, pero de una longitud superior a las doce pulgadas, se curvaba hacia la ingle izquierda. Otra asombrosa cicatriz surgía de debajo de la hebilla de su cinturón para terminar en un profundo agujero triangular en la región del diafragma. Y había otras cicatrices... pero el encendedor se apagó y el cabo Cuckoo abotonó su camisa.
—¿Qué le parece? —preguntó.
—¡Dios mío! —exclamé—. No soy médico, pero no hace falta serlo para darse cuenta de que cualquiera de esas heridas bastaría para matar a cualquier hombre. ¿Cómo ha conseguido sobrevivir a todas ellas, Cuckoo?
—Eso no es nada... ¿Qué diría usted, pues, si viera mi espalda?
—¿Dónde diablos le causaron todas esas heridas? —inquirí—. Parecen muy antiguas. No pueden habérselas causado en esta guerra...
El cabo Cuckoo aflojó el nudo de su corbata, desabotonó su cuello y dijo:
—No. Mire: esto es lo único que he pescado esta vez. —Señaló con indiferencia su garganta. Conté cinco agujeros de bala en un racimo, espaciados como las yemas de los dedos de una mano medio abierta, en la base del cuello—. Una ametralladora ligera —explicó.
—¡Pero eso es imposible! —dije, mientras él volvía a apretar el nudo de su corbata—. Esa ráfaga debió seccionarle por lo menos un par de arterias y destrozar sus vértebras cervicales.
—Desde luego —dijo el cabo Cuckoo.
—¿Y qué edad ha dicho usted que tenía? —pregunté.
El cabo Cuckoo respondió:
—Alrededor de cuatrocientos treinta y ocho años.
—¿Treinta y ocho?
—He dicho cuatrocientos treinta y ocho.
Este hombre está loco, pensé.
—¿Nacido en 1907? —pregunté.
—En 1507 —dijo el cabo Cuckoo, pasándose un dedo por la hendidura de su cráneo. Luego añadió, lentamente—: Ha hablado usted de escribir acerca de mí en el periódico... Yo puedo proporcionarle los datos. Pero si usted cobra por su trabajo, creo que tengo derecho a alguna gratificación.

Dije:
—¿Para las rosas, las abejas y las gallinas? Cuckoo vaciló y luego dijo:
—Bueno, sí —y volvió a frotarse la cabeza.
—¿Le molesta? —pregunté.
—No, si no bebo.
—¿Dónde le causaron esa herida? —pregunté.
—En la Batalla de Turín.
—No recuerdo ninguna Batalla de Turín, cabo Cuckoo. ¿Cuándo fue eso?
—Ya se lo he dicho, en la Batalla de Turín. Me hirieron en el Desfiladero de Susa.
—¿Cuándo fue eso? —insistí.
—En 1536 o 1537. El rey Francisco nos envió a luchar contra el Marqués de Guast. El enemigo dominaba el desfiladero, pero nosotros lo cruzamos. Aquel fue mi bautismo de fuego.
—¿Estuvo usted allí, cabo Cuckoo?
—Desde luego que estuve allí. Pero entonces no era cabo ni me llamaba Cuckoo. Me llamaban Lecocu. Mi verdadero nombre era Lecoq. Procedía de Yvetot. Trabajaba para un hombre llamado Nicolás, el cual...
Transcurrieron dos o tres minutos mientras el cabo me informaba de la opinión que tenía de Nicolás. Luego, habiéndose desahogado, continuó:
—Resumiendo, Denise me abandonó, y todos los chiquillos del pueblo empezaron a cantar: «Lecoq, lecoq, lecoq, lecoq, lecoq, lecoq» De modo que lo mandé todo al diablo y me alisté en el ejército... En aquella época tenía alrededor de treinta años. Bueno, el rey Francisco nos envió a Turín —Monsieur de Montagnan era Coronel-General de Infantería—, y mi comandante, el capitán Le Rat, recibió la orden de cruzar el desfiladero. Allí me hicieron esto.
El cabo se tocó la cabeza.
Pregunté:
—¿Cómo?
—Fue un alabardero. Ya sabe usted lo que es una alabarda, ¿no? Es una especie de hacha con un mango de diez pies de longitud. Con una alabarda, sabiendo manejarla, puede partirse a un hombre en dos pedazos. Menos mal que no me dio de lleno. Tuve la suerte de resbalar en un charco de sangre en el preciso instante en que descendía la alabarda y sólo me dio de refilón, aquí, en la cabeza. Perdí el mundo de vista, ¿sabe? pero no estaba muerto. Desperté, y allí estaba el médico del ejército, empapado en sangre hasta los codos. En nuestra sangre, naturalmente. Ya sabe cómo son los médicos militares...
—¡Oh, sí! —dije—. Lo sé, lo sé. ¿Y dice usted que eso ocurrió en 1537?
—Tal vez fue en 1536, no lo recuerdo con exactitud. Como iba diciendo, desperté, y vi al médico, y estaba hablando con otro médico al cual no pude ver; y a mi alrededor había muchos hombres gritando desesperadamente... pidiendo a sus amigos que les degollaran de una vez para acabar con sus sufrimientos... reclamando a un sacerdote... Creí que me encontraba en el infierno. Mi cabeza estaba abierta, y noté una especie de corriente de aire a través de mis sesos, y un bump-bump-bump continuo. Pero, aunque no podía moverme ni hablar, podía ver y oír lo que pasaba. El médico me miró y dijo...
Él cabo Cuckoo se interrumpió.
—¿Qué dijo? —pregunté.
—Bueno —respondió el cabo Cuckoo, en tono burlón—, ni siquiera sabe usted el significado de lo que lee en su libro —Pipeur ou hasardeur de dez, y todo eso—, a pesar de que puede verlo en letra impresa. Se lo traduciré de modo que lo entienda. El médico dijo algo así: «¡Venga a echar una mirada, sir! Los sesos de este individuo se le salían del cráneo. Si le hubiera aplicado el Theriac, a estas horas estaría enterrado y olvidado. Pero, al no tener el Theriac a mano, le apliqué mi Digestivo. Y vea lo que ha ocurrido. ¡Ha abierto los ojos! Observe, también, que los huesos se están soldando, y que se está formando una especie de piel sobre su cerebro. Mi tratamiento debe ser correcto, porque está sanando.» Entonces, el médico al cual no podía ver, dijo algo así: «No seas tonto, Ambroise. Estás desperdiciando tu tiempo y tu medicamento en un cadáver.» Bueno, el médico me miró, y tocó mis ojos con las yemas de sus dedos —así—, y yo parpadeé. Pero el otro dijo: «¿Vas a desperdiciar el tiempo y el medicamento en un muerto?»
"Después de parpadear, no pude abrir de nuevo los ojos. No podía ver. Pero podía oír, y cuando oí aquellas palabras, temí que me enterraran vivo. Y no podía moverme. Pero el primero de los médicos dijo: «Después de cinco días, la carne de este pobre soldado continúa teniendo buen aspecto, y, a pesar de que estoy agotado, no veo visiones y le juro que he visto cómo este hombre abría los ojos.» Luego llamó a alguien: «¡Jehan! ¡Tráeme el Digestivo!... Me propongo retener a este hombre hasta que vuelva a la vida o empiece a oler mal. Y voy a verter un poco más de mi Digestivo en su herida.»
"Entonces noté que algo penetraba en el interior de mi cráneo, produciéndome un dolor insoportable. Como si dejaran caer un chorro de agua helada sobre mi cerebro. Perdí el conocimiento. Cuando volví a despertar, me encontraba en otro lugar y vi al joven doctor. Comprobé que podía moverme y hablar, y pedí algo para beber. Cuando me oyó hablar, el médico abrió la boca como si se dispusiera a gritar, pero se dominó y me dio un poco de vino. Pero sus manos temblaban tanto que vertió más vino en mi barba que en mi boca. En aquella época yo también llevaba barba, como usted, aunque un poco mayor, ya que me cubría toda la cara. Oí que alguien se acercaba corriendo desde el otro extremo de la habitación Vi un muchacho que tendría quince o dieciséis años, el cual abrió la boca y empezó a decir algo, pero el médico le agarró por el cuello y dijo... bueno, podemos traducirlo así: «Por lo que más quieras, Jehan, cierra la boca.»
"El muchacho dijo: «¡Maestro! ¡Le ha resucitado usted!»
"Entonces el médico dijo: «Silencio, por lo que más quieras. Ni una palabra de esto, o nos llevarán a la hoguera.»
"Luego me quedé dormido, y cuando desperté estaba en una pequeña habitación con todas las ventanas cerradas y un gran fuego ardiendo en el hogar, de modo que el calor resultaba insoportable. El médico estaba allí, y se llamaba Ambroise Paré. Tal vez haya usted leído algo sobre Ambroise Paré.
—¿Se refiere usted a Ambroise Paré que fue cirujano militar bajo Ana de Montmorency en el ejército de Francisco I?
El cabo Cuckoo asintió.
—Eso es lo que estaba diciendo, ¿no? Francisco Primero de Montmorency era nuestro Teniente-General, cuando nos liamos con Carlos V. La cosa empezó entre Francia e Italia, y así fue cómo me abrieron la cabeza en aquel desfiladero, cerca de Turín. Ya se lo he contado, ¿no?
—Cabo Cuckoo —dije—, me ha dicho usted que tiene cuatrocientos treinta y ocho años. Nació en 1507, y se marchó de Yvetot para alistarse en el Ejército porque su esposa le engañó con un comerciante llamado Nicolás. El nombre de usted era Lecoq, y los chiquillos le llamaban Lecocu. Luchó en la Batalla de Turín, y resultó herido en el desfiladero de Susa alrededor de 1537. Le abrieron la cabeza con una alabarda, y perdió parte de sus sesos. Un cirujano llamado Ambroise Paré vertió en la herida de su cabeza lo que usted llama un Digestivo. De modo que volvió usted a la vida... ¡hace más de cuatrocientos años! ¿No es eso?
—Exactamente —asintió el cabo Cuckoo—. Estaba seguro de que usted lo creería.
Yo estaba estupefacto ante lo absurdo de todo aquello, y sólo pude murmurar:
—Bueno, mi venerable amigo, después de cuatrocientos treinta y tantos años de vida, debe usted estar tan lleno de sabiduría, conocimientos y experiencia como la Biblioteca del Museo Británico.
—¿Por qué? —preguntó el cabo Cuckoo.
—¿Por qué? —repetí—. La explicación es sencilla. Un filósofo, digamos, o un científico, no empieza realmente a aprender hasta que su vida toca a su fin. ¿Qué no daría por quinientos años más de vida? Por quinientos años de vida vendería su alma, porque si dispusiera de tanto tiempo, dado que el conocimiento es poder, podría convertirse en el dueño del mundo entero.
El cabo Cuckoo dijo:
—Eso puede ser cierto para los filósofos y esa clase de gente. Sí, podrían continuar haciendo lo que absorbía su interés y aprender a convertir el hierro en oro, o algo por el estilo. Pero, ¿qué me dice de un jugador de fútbol, por ejemplo, o un boxeador? ¿Qué harían con quinientos años de más? Continuarían dándole patadas al balón o pegando puñetazos. ¿Qué haría usted?
—Sí, creo que tiene usted razón, cabo Cuckoo —dije—. Yo continuaría aporreando una máquina de escribir y gastando todo el dinero que ganara, de modo que dentro de quinientos años no sería más sabio ni más rico que en este momento.
—No, espere —dijo Cuckoo, apuntándome con un dedo tan rígido como una varilla de hierro—. Usted continuaría escribiendo libros y cosas. Usted cobra un tanto por ciento por todo lo que publica, de modo que dentro de quinientos años tendría más dinero del que podría gastar. Pero, ¿qué me dice de mí? Para lo único que sirvo es para estar en el ejército. No sé absolutamente nada de filosofía, ni de todas esas monsergas. Y me tienen completamente sin cuidado. No soy más sabio ahora que cuando tenía treinta años. Nunca me ha gustado leer, y nunca me gustará. Lo único que ambiciono es un establecimiento como el de Jack Dempsey en Broadway.
—Me había parecido oírle decir que deseaba cultivar rosas, y criar abejas y gallinas —dije.
—Sí, es cierto.
—¿Cómo compagina usted las dos cosas? Quiero decir, ¿qué relación tiene un restaurante en Broadway con las rosas, las abejas, etcétera?
—Bueno, trataré de explicárselo, Mr. Kersh —dijo el cabo Cuckoo.
—Ya le he contado cómo el doctor Paré me curó la cabeza. Cuando pude andar un poco, me permitió que me quedara en su casa, y puedo asegurarle que me trató a cuerpo de rey, a pesar de que él mismo no vivía demasiado bien. Sí, me cuidó como a un hijo, mucho mejor de lo que me cuidó nunca mi verdadero padre. Al cabo de dos o tres semanas, yo estaba más fuerte que un toro. De modo que aquella vida de reclusión empezó a aburrirme y dije que quería marcharme. El doctor Paré trató de quitarme la idea de la cabeza. Yo le dije: «Doctor, yo soy un hombre activo, y tengo que ganarme la vida; y antes de que me abrieran la cabeza oí decir que había mucho dinero a ganar en uno u otro ejército en estos momentos.»
»Bueno, el doctor Paré me ofreció un par de monedas de oro para que me quedara otro mes en su casa. Acepté el dinero, pero me olí que en todo aquel asunto había algo raro, y decidí averiguarlo. Quiero decir que él era un cirujano del ejército, y yo un piojoso soldado de infantería. ¿Por qué tenía tanto interés en que me quedara? De modo que me hice el tonto, pero procuré mantener los ojos muy abiertos y entablé amistad con Jehan, el muchacho que ayudaba al doctor. El tal Jehan era un chiquillo delgado, de ojos muy grandes, con una pierna más corta que la otra, y me admiraba mucho cuando me veía romper una nuez entre dos dedos, o cargarme a la espalda una enorme mesa, que al menos pesaba quinientas libras. Jehan me dijo que siempre había deseado ser un tipo fuerte, como yo. Pero tenía una constitución enfermiza, y estaba vivo porque el doctor Paré le había cuidado. Bueno, empecé a trabajar a Jehan, y descubrí cuál era el juego del doctor. Ya conoce usted a los médicos, ¿eh?
Dije:
—Desde luego. Continúe.
—Parece ser que en la época en que nosotros cruzamos el desfiladero de Susa, las heridas graves eran tratadas con un compuesto de aceite de saúco y un chorro de algo que era conocido como Theriac. El Theriac se elaboraba con miel y hierbas. Bueno, parece ser que en aquellos días de la Batalla de Turín el doctor Paré había agotado el aceite de saúco y el Theriac, y decidió utilizar un compuesto de su invención al cual había dado el nombre de Digestivo.
»Mi comandante, el capitán Le Rat, que había recibido un balazo en la cadera, fue el primero en ser tratado con el Digestivo. Su cadera mejoró mucho. Yo fui el tercero o el cuarto soldado que recibió una dosis de Digestivo del doctor Paré. El doctor recorría el campo de batalla, en busca de un cadáver para sus experimentos. Ya sabe usted cómo son los médicos. Jehan me dijo que necesitaba un cerebro. Bueno, allí estaba yo, con los sesos al aire. Resumiendo, vio que yo estaba respirando, y se preguntó cómo diablos podía respirar un hombre con la cabeza abierta. Bueno, vertió un poco de Digestivo en el agujero, me vendó la cabeza y esperó. Ya le he contado lo que pasó. Volví a la vida. Más aún, los huesos de mi cráneo se soldaron. El doctor Ambroise Paré creía haber descubierto algo. Y me tenía bajo observación, por así decirlo, y tomaba notas.
«Conozco a los médicos. Bueno, de todos modos, yo continué trabajando a Jehan. Le dije: "Sé un buen chico, Jehan, y dile a tu amigo qué diablos es ese Digestivo."
»Jehan dijo: "El doctor no hace ningún secreto de ello. No es más que una mezcla de yemas de huevo y aceite de rosas. (No me importa decírselo a usted, amigo, porque ya ha aparecido en letra impresa.)
Le dije al cabo Cuckoo:
—Ignoro cómo demonios ha podido enterarse de esos hechos tan curiosos, pero da la casualidad de que sé que son ciertos. Se encuentran descritos en varias historias de la medicina. El Digestivo del doctor Paré, con el cual trató a los heridos después de la batalla de Turín, era, como usted dice, una simple mezcla de aceite de rosas y yemas de huevo. Y también es un hecho conocido que el primer herido al que aplicó el tratamiento fue el capitán Le Rat, en 1537. Paré dijo en aquella época: «Yo cuidé sus heridas, y Dios le curó...»
—Sí —dijo el cabo Cuckoo—. Desde luego. Aceite de rosas y yemas de huevo. Exacto. ¿Conoce usted las proporciones?
—No —contesté.
—Sabía que no las conocía, amigo. Bueno, yo sí. ¿Comprende? Y le diré algo más. En mi caso, como un experimento, el doctor Paré añadió otro ingrediente al aceite de rosas y las yemas de huevo. Y yo sé cuál es el ingrediente.
Dije:
—Bien, continúe.
—Me di cuenta de que el doctor Ambroise Paré pretendía utilizarme para algo, de modo que mantuve los ojos muy abiertos, y continué trabajando a Jehan, hasta que descubrí lo que el doctor anotaba en su cuaderno. En aquella época, uno podía obtener sesenta o setenta mil dólares por un trozo de hueso de lo que era conocido como «cuerno de unicornio». ¿Comprende? Quiero decir que si yo conseguía una fórmula capaz de resucitar a un hombre, capaz de soldar sus huesos y dejarlo como nuevo en un par de semanas, aunque se le salieran los sesos del cráneo, podía hacerme rico en muy poco tiempo, ya que entonces todo el mundo estaba en guerra.
Dije:
—No lo dudo.
—¿Qué derecho tenía el doctor a utilizarme como conejillo de Indias? —dijo el cabo Cuckoo—. ¿Dónde estaría él de no haber sido por mí? ¿Y dónde cree usted que hubiera estado yo al final de todo aquello? Dando tumbos por ahí, sin más recompensa que un par o tres de monedas de oro, mientras el doctor obtenía la gloria y los millones. Yo deseaba abrir un establecimiento en París: muchachas y todo eso, comprende? ¿Podía hacerlo con dos o tres monedas de oro? No, ¿verdad? De acuerdo. Una noche, cuando el doctor Paré y Jehan estaban fuera, me apoderé del cuaderno, salté por una ventana y me perdí de vista.
«Cuando me creí a salvo, entré en una taberna, bebí un poco de vino y entablé conversación con una muchacha. Pero parece ser que había alguien más interesado en aquella muchacha, y se produjo una lucha. El otro tipo me dio un navajazo en la cara. Yo también tenía una navaja. Ya sabe usted lo que son estas cosas: de repente noté que mi navaja se hundía en algo blando, y vi que la había clavado entre las costillas del hombre. Era uno de esos tipos flacos, que no pesaba más de ciento veinte libras, y tenía la cara picada de viruelas. (Ella era una chica alta y rubia.) Me di cuenta de que le había matado, de modo que escapé, dejando la navaja donde estaba: clavada entre sus costillas. Me oculté, temiendo lo peor. Pero no dieron conmigo. La mayor parte de aquella noche la pasé tumbado debajo de un puente. Me sentía muy enfermo. Aquel individuo me había herido profundamente con su navaja, y el corte se extendía desde mi pómulo derecho hasta la nuca. Me había seccionado, además, la parte superior de la oreja. El dolor que experimentaba era insoportable, pero no me atrevía moverme, porque sabía que me identificarían fácilmente por aquel navajazo y por la media oreja que había perdido. Y, si me pescaban, nadie me libraría de la horca, ¿comprende? Antes de que amaneciera me quedé dormido. Y, al despertar, la herida no me dolía, ni siquiera la oreja... y puedo asegurarle que cuando a uno le cortan media oreja no deja de notarlo. Me levanté y fui a lavarme la cara en una charca, y cuando el agua se quedó quieta pude verme el rostro, y comprobé que mis heridas, incluso la de la oreja, estaban cicatrizadas como si me las hubieran inferido hacía media docena de años. ¡Y todo en unas horas! De modo que continué mi camino. Dos días más tarde, el perro de un granjero me mordió en la pierna, arrancando un trozo de carne. Bueno, una mordedura como aquella debía tardar varias semanas en curar. Pero no la mía. Al día siguiente estaba completamente cicatrizada. La mezcla que Paré había vertido en mi cabeza había hecho que yo pudiera sanar inmediatamente de cualquier herida, en cualquier parte, como por arte de magia. Yo sabía que el cuaderno que le había quitado a Paré era algo importante. Pero no hasta ese extremo...
—¿Tiene usted todavía el cuaderno, cabo Cuckoo?
—¿Qué cree usted? Claro que lo tengo, envuelto en un trozo de tela y atado alrededor de la cintura. Cuatro páginas de pergamino, dobladas por la mitad y cosidas a lo largo del pliegue. La parte exterior estaba en blanco, como una cubierta. Pero todas las páginas interiores estaban escritas. Lo malo era que no podía leerlas. Nunca he sabido leer, ¿comprende? Bueno, tenía aún parte de las dos monedas de oro que me había entregado el doctor Paré, y me dirigí a París.
Pregunté:
—¿Dijo algo el doctor Ambroise Paré?
El cabo Cuckoo me miró con asombro.
—¿Qué diablos podía decir? —inquirió—. ¿Decir qué? ¿Decir que había resucitado a un muerto con su Digestivo? Aquello hubiera terminado con él. ¿Dónde estaba la prueba? Y puede usted apostar la vida a que Jehan hubiera mantenido la boca cerrada; no quería que el doctor supiera que se había ido de la lengua. ¿Comprende? No, nadie dijo una sola palabra. Llegué a París sin novedad.
—¿Qué hizo usted allí? —pregunté.
—Mi intención era encontrar a alguien de confianza para que me leyera aquellos papeles, ¿comprende? Si quiere saber cómo me ganaba la vida, hacía todo lo que podía: eso no importa ahora. Una noche, en un establecimiento de bebidas me encontré con un estudiante, medio borracho. Nos hicimos amigos. Le enseñé los papeles del doctor y le pregunté qué significaban. Le hicieron pensar un poco, pero al fin los descifró. El doctor había escrito cómo mezcló su Digestivo, y esto llenaba una página. Otras dos páginas estaban llenas de cifras, y en la última página hablaba de mí y de mi curación.
Dije:
—¿Con un compuesto de yemas de huevo y aceite de rosas?
El cabo Cuckoo asintió y dijo:
—Sí. Con esas dos cosas y algo más.
Dije:
—Le apuesto lo que quiera a que sé cuál es el tercer ingrediente de ese Digestivo.
—¿Qué apuesta usted? —preguntó el cabo Cuckoo.
Dije:
—Le apuesto una colmena.
—¿Qué quiere usted decir?
—Vamos, cabo, la cosa cae por su propio peso. Dijo usted que quería cultivar rosas y criar gallinas y abejas. Ha citado el aceite de rosas y las yemas de huevo como componentes de la fórmula del doctor Paré. ¿Para qué querría criar abejas un hombre como usted? Evidentemente, el tercer ingrediente es la miel.
—Sí —dijo el cabo Cuckoo—. Tiene usted razón, amigo. El doctor añadió algo de miel. —Sacó una navaja de uno de sus bolsillos, la abrió, me miró fijamente, volvió a cerrarla y se la guardó, diciendo—: Usted no conoce las proporciones. No sabe cómo mezclar la pócima. No sabe lo caliente que tiene que estar, o cuánto tiempo debe dejarla en reposo...
—De modo que posee usted el Secreto de la Vida —dije—. Tiene más de cuatrocientos años, y las heridas no pueden matarle. Sólo se requiere cierta mezcla de aceite de rosas, yemas de huevo y miel. ¿No es cierto?
—Es cierto —dijo el cabo Cuckoo.
—Bueno, ¿no ha pensado en comprar los ingredientes y mezclarlos usted mismo?
—Desde luego que sí. El doctor decía en sus notas que el Digestivo que nos había aplicado al capitán Le Rat y a mí lo había guardado en una botella y en un lugar oscuro durante dos años. De modo que llené una botella con la mezcla y la guardé a cubierto de la luz por espacio de dos años, dondequiera que fui. Luego, unos amigos y yo nos vimos envueltos en un jaleo, y uno de mis compañeros, un tipo llamado Pierre Solitude, recibió un tiro de pistola en el pecho. Le apliqué la mezcla, pero murió. Al mismo tiempo, yo había recibido un sablazo en un costado. Créalo o no, aquella herida cicatrizó en nueve horas, por sí misma.
»Me marché de Francia, y viví a salto de mata por espacio de un año hasta que me encontré en Salzburgo. Habían pasado cuatro años desde que me hirieron en el desfiladero de Susa. Bueno, en Salzburgo me enteré de que se encontraba en la ciudad el mejor médico del mundo. Recuerdo su nombre perfectamente, aunque la cosa no es de extrañar, porque, ¿quién no lo recuerda? Se llamaba Aureolus Theophrastus Bombastus von Hohenheim. Había dado mucho que hablar en Basilea unos años antes. Era más conocido como Paracelsus. En aquella época apenas trabajaba. Se pasaba la mayor parte del tiempo en una bodega llamada Las Tres Palomas, bebiendo como un condenado. Allí le conocí una noche —debió ser en 1541—, y cuando creí que nadie podría oírnos le conté la historia.
Dije:
—Paracelsus fue un gran hombre. Fue uno de los médicos más famosos del mundo.
El cabo Cuckoo se echó a reír.
—No era más que un viejo borrachín —dijo, en tono despectivo—. Aquella noche iba bastante cargado. Cuando le hablé del asunto, confidencialmente, empezó a soltar palabrotas —y le aseguro que su repertorio era bastante extenso— y terminó por arrojarme a la cabeza una jarra cuyo contenido acababa de vaciar. La sangre brotó de mi frente. Me disponía a darle su merecido, pero súbitamente pareció calmarse y me dijo: «¡Experimento, experimento! ¡Una demostración! Si vuelve usted mañana y me enseña esa herida completamente cicatrizada, charlatán, le escucharé.» Luego estalló en una carcajada inacabable, y yo pensé que no tardaría en hacerle tragar aquella risa. De modo que salí a dar un paseo, y al cabo de una hora la herida de mi frente había cicatrizado, y regresé a la bodega. Y allí estaba el Doctor von Hohenheim, o Paracelsus, como usted prefiera, caído en el suelo con una daga clavada en el pecho. Por lo visto, había discutido con otro cliente de tendencias tan agresivas como las suyas. Nunca he tenido suerte, y nunca la tendré...
—¿Y luego? —pregunté.
—Permanecí en Salzburgo cosa de un año, hasta que me expulsaron de la ciudad por vagabundo. Me dirigí a Suiza, y me alisté como mercenario —allí les llamaban condottieri— a las órdenes de un coronel suizo, para luchar en Italia. Se suponía que allí había un buen botín. Pero alguien me robó lo poco que había conseguido reunir, y tampoco percibí la paga que me habían prometido. De modo que regresé a Francia. Allí conocía a un capitán de la marina mercante que transportaba coñac a Inglaterra y que necesitaba un hombre para completar su tripulación. Un barco pirata inglés nos detuvo en el Canal. El capitán se apoderó del cargamento y ordenó el degüello de Bordelais y el lanzamiento por la borda de toda la tripulación... excepto yo. Al capitán pirata, Hawker, le gustó mi aspecto. Me uní a la tripulación, pero nunca he tenido vocación de marino. El barco había sido bautizado con el nombre de Harry, en homenaje al rey de Inglaterra, Enrique VIII, cuyas bodegas abastecíamos. Estábamos especializados en coñac francés: parábamos los barcos en medio del Canal, nos apoderábamos del cargamento y arrojábamos al capitán y a la tripulación por la borda. «Los muertos no hablan», decía siempre el viejo Hawker. Bueno, abandoné el barco en un puerto cercano a Romsey, con algo de dinero en el bolsillo. Nunca me ha gustado el mar, ¿comprende? Además, sabía que las heridas no podían matarme. Pero, ¿qué sucedería si me arrojaban por la borda? Seguro que me ahogaría, porque ni siquiera sabía nadar.
»De modo que abandoné el barco y me dirigí a Londres. Allí conocí a una viuda que tenía una trapería cerca del Puente de Londres. Se encariñó conmigo, y, ¡qué diablos!, me casé con ella, después de enterarme del volumen de sus ahorros. Vivimos juntos trece años. Al principio se mostró muy dominante, pero no tardé en educarla. Se llamaba Rose, y murió el mismo año en que fue coronada la reina Elizabeth. En 1558, si mal no recuerdo. Yo le infundía miedo —a Rose, no a la reina Elizabeth—, porque siempre andaba metido en experimentos con miel, huevos y aceite de rosas. Además, ella iba envejeciendo, y yo conservaba el mismo aspecto que tenía el día de nuestra boda, y eso no le gustaba. Llegó a pensar que yo era un brujo. Decía que yo tenía la piedra filosofal y conocía el secreto de la eterna juventud. Y no andaba muy equivocada. Quería que yo la hiciera partícipe de aquellas ventajas. Pero, como ya le he dicho, yo continuaba trabajando con las notas del doctor Paré, mezclando miel, aceite de rosas y yemas de huevo, como había hecho él, en las proporciones correctas y a la temperatura adecuada, y conservaba la mezcla embotellada en un lugar oscuro durante el tiempo necesario... pero sin conseguir ningún resultado positivo.
Le pregunté al cabo Cuckoo:
—¿Cómo sabía usted que su mezcla no obraba sus efectos?
—Bueno, la probé en Rose. No me dejó en paz hasta que lo hice. De cuando en cuando discutíamos, como todos los matrimonios, y terminada la gresca le aplicaba el Digestivo. Pero sus heridas tardaban en cicatrizar lo mismo que las de cualquier persona normal. Lo más interesante era que yo, no sólo no podía morir a consecuencia de una herida, sino que no podía envejecer, ni enfermar. ¡No podía morir! De modo que, calcúlelo usted mismo: si una pócima que curaba cualquier clase de herida valía una fortuna, ¿qué no valdría si además conservara la juventud y la salud para siempre? ¿Eh?
El cabo Cuckoo hizo una pausa.
Dije:
—Una meditación interesante... Podía usted haberle aplicado la pócima, por ejemplo, a Shakespeare. Su obra hubiera mejorado a medida que pasaba el tiempo. ¿A qué cimas habría llegado? Claro que si Shakespeare hubiera tomado un elixir de vida y juventud eternas cuando era muy joven, se habría quedado tal cual, joven y sin desarrollar. Tal vez continuaría abriendo portezuelas de carruajes delante de los teatros...
»Pero, si hubiera tomado la pócima cuando escribió, digamos, La Tempestad, su genio podía haber alcanzado alturas inaccesibles. Sin embargo después de vivir más de cien años, su aburrimiento no hubiera tenido fin, y estoy convencido de que habría anhelado morir. ¡Esa pócima suya puede ser muy peligrosa, cabo Cuckoo!
—¿Shakespeare? —dijo Cuckoo—. ¿Shakespeare? William Shakespeare. Le conocí. Conocí a un compañero suyo cuando estaba luchando en los Países Bajos, y él nos presentó cuando regresamos a Londres. William Shakespeare: un hombre de rostro abotargado, calvo... Gesticulaba mucho al hablar. Simpatizó conmigo. Sostuvimos muchas conversaciones.
—¿Qué decía? —pregunté.
El cabo Cuckoo respondió:
—¡Oh! ¿Cómo diablos puedo recordar lo que hablamos hace tiempo? Me hacía preguntas, como usted. Hablábamos, sencillamente.
—¿Y qué impresión le causó? —pregunté.
El cabo Cuckoo meditó unos instantes y luego dijo, lentamente:
—La clase de hombre que cuenta el cambio y deja cinco centavos de propina... Un día de éstos voy a leer sus libros, pero nunca he tenido mucho tiempo para leer.
—Tengo la impresión de que su único interés por el Digestivo Paré ha sido un interés financiero —dije—. ¿Me equivoco?
—Claro que no —dijo el cabo Cuckoo—. Yo he tomado la pócima. Yo no la necesito, personalmente.
—Cabo Cuckoo, ¿no se le ha ocurrido pensar que anda usted detrás de un imposible?
—¿Cómo es eso?
—Verá —dije—. Su Digestivo Paré está compuesto de yema de huevo, aceite de rosa y miel. ¿No es cierto?
—Sí. ¿Y qué? ¿Qué hay de imposible en eso?
Dije:
—Usted sabe que la dieta de una gallina altera el sabor de un huevo, ¿verdad?
—¿Y qué?
—Lo que come una gallina cambia no sólo el sabor, sino también el color de un huevo. Cualquier granjero puede confirmárselo.
—¿Y qué?
—Bueno, lo que come una gallina pasa al huevo, del mismo modo que lo que come una vaca pasa a la leche... ¿Se ha parado usted a pensar cuántas especies distintas de gallinas han existido en el mundo desde la Batalla de Turín, en 1537, y la variedad de los alimentos que han ingerido en el curso de los años? ¿Ha pensado usted que la yema de huevo es solamente uno de los tres ingredientes mezclados en el Digestivo Paré? ¿Es posible que no se le haya ocurrido que ese ingrediente implica permutaciones y combinaciones de varios millones de otros ingredientes?
El cabo Cuckoo permaneció silencioso.
Continué:
—Hablemos de las rosas. Si no hay dos huevos exactamente iguales, ¿qué me dice de las rosas? Según usted, procede de una región en la cual abundan las viñas. Por lo tanto, debe saber que el simple espesor de una pared puede separar dos clases completamente distintas de vino: que un viñedo noble puede encontrarse a menos de dos pies de distancia de unas cepas que no sirven para nada. Lo mismo puede decirse del tabaco. ¿Se ha parado usted a pensar en sus rosas? Las rosas son polinizadas por las abejas, que van de flor en flor, haciéndolas fértiles.
Su aceite de rosas, por lo tanto, engloba una infinidad de posibles ingredientes. ¿No es cierto?
El cabo Cuckoo continuó silencioso.
Continué, con una especie de malicioso entusiasmo:
—Hablemos de la miel. Sí, mi querido amigo, hablemos de la miel. Hay más clases de miel en el mundo de las que puedan haber sido clasificadas. Cada colmena produce una miel ligeramente distinta. Debe usted saber que las abejas que viven en los brezos producen una clase de miel, mientras que las que viven en un huerto de manzanos producen algo completamente distinto. Todo es miel, desde luego, pero su aroma y su calidad varían mucho.
—¿Y qué? —repitió el cabo Cuckoo, en tono lúgubre.
—Bien. Todo esto es relativamente simple, cabo, comparado con lo que sigue. No sé cuántas colmenas hay en el mundo. Supongamos que en cada colmena hay —seamos moderados— mil abejas. (Hay más, desde luego, pero estoy tratando de simplificar.) Cada una de esas abejas deja en la colmena una gota de miel ligeramente distinta. Cada una de esas abejas, en sus viajes, puede tomar miel de cincuenta flores distintas. La miel acumulada por todas las abejas en la colmena se mezcla. ¡Cualquier célula individual de cualquier colmena contiene un gran número de elementos ligeramente distintos! Y no hablemos del factor tiempo. La miel de seis meses es muy distinta de la miel sacada de la misma colmena un año después. De un día a otro, la miel cambia. Ahora, tomando todas las combinaciones posibles de huevos, rosas y miel, ¿dónde está usted? Responda a eso, cabo Cuckoo.
El cabo Cuckoo luchó con la idea unos segundos, y luego dijo:
—No lo sé. Usted cree que estoy chiflado, ¿no es cierto?
—Yo no he dicho eso —contesté.
—No, no lo ha dicho. Escuche, déjese de discursos. Le estoy haciendo un favor. Mire...
Sacó y abrió su navaja, y examinó su mano izquierda, buscando una zona de piel sin cicatrices.
—¡No! —grité, y agarré la mano que empuñaba la navaja.
El efecto fue el mismo que si hubiese tratado de echar hacia atrás el vástago de émbolo de una gran locomotora. Mi capacidad de arrastre no era nada para el cabo Cuckoo.
—Mire —repitió, tranquilamente, y cortó a través de la carne entre el pulgar y el índice de su mano izquierda, hasta que la hoja del acero topó con el hueso, y el pulgar se dobló hacia atrás hasta tocar el antebrazo—. ¿Ve esto?
Lo vi a través de una bruma. Súbitamente, el buque había empezado a dar vueltas.
—¿Estará usted loco? —dije, cuando recobré el uso de la palabra.
—No —dijo el cabo Cuckoo—. Voy a demostrarle que no lo estoy.
Acercó su mutilada mano a mi rostro.
—Aparte eso —dije.
—Desde luego —dijo el cabo Cuckoo—. Mire esto. —Devolvió a su sitio el pulgar casi cercenado, y lo sostuvo allí con su mano derecha—. No pasa nada —añadió—, no tiene por qué poner esa cara de difunto. Voy a hacerle una demostración, ¿comprende? No se vaya... siéntese. No estoy bromeando. Puedo proporcionarle a usted una gran historia, una historia real. Puedo enseñarle el cuaderno de notas del doctor Paré y todo lo demás. ¿Vio usted lo que le enseñé al levantarme la camisa? ¿Vio lo que tengo aquí, en el costado izquierdo?
Dije:
—Sí.
—Bueno, aquí es donde me dio una bala de cañón de nueve libras cuando me encontraba en el Mary Ambrée, luchando contra la Escuadra Española. Aplastó mi pecho y mis costillas quedaron destrozadas... y al cabo de quince días estaba como nuevo. Y todas mis heridas sanaron del mismo modo, mientras a mi alrededor los hombres morían como moscas. ¡Puedo demostrárselo, se lo aseguro! Es una historia que vale dinero, ¿no? Mi propuesta es esta: yo se la cuento, usted la escribe y nos partimos las ganancias. ¿Qué le parece? Así podré comprar una granja...
Sólo se me ocurrió preguntar:
—¿Por qué no ha ahorrado una parte de su paga durante todos estos años?
El cabo Cuckoo replicó, en tono burlón:
—¡Por qué no he ahorrado una parte de mi paga! ¡Porque soy el que soy, idiota! Hubo una época en que, si hubiera dejado de jugar a los naipes, podría haber comprado la isla de Manhattan por menos de lo que perdí jugando con un holandés llamado Brucker... ¡Ahorrar parte de mi paga! Cuando no era una cosa era otra. Dejé de beber. De acuerdo. Pero me aficioné a las mujeres Dejé las mujeres. Y me aficioné a las cartas o a los dados Siempre me proponía ahorrar parte de mi paga, pero nunca lo llevé a cabo. La pócima del doctor Paré me dejó clavado tal como era, y soy, y siempre seré. ¿Comprende? Un ignorante soldado de infantería. Me costó casi cien años aprender a escribir mi nombre, y cuatrocientos años ascender a cabo. ¿Qué le parece? Repito: la mitad de las ganancias que produzca la historia. Y si cree que bromeo échele una mirada a esto. ¿Vio lo que hice?
—Lo vi, cabo.
—Mire —dijo, poniendo su mano izquierda delante de mi nariz.
Estaba cubierta de sangre. El puño de su camisa aparecía húmedo y rojo. Fascinado, vi una gota colgando de la tela, cerca del ojal, antes de caer sobre mi rodilla Conservo aún la huella de la mancha en la tela de mi pantalón.
—¿Ve? —dijo el cabo Cuckoo, y lamió el espacio entre sus dedos donde había cortado su navaja. Apareció una zona clara—. ¿Dónde me he cortado? —preguntó.
Sacudí la cabeza: allí no había ninguna herida: sólo una cicatriz blanca. El cabo Cuckoo limpió la navaja en la palma de su mano —dejó una mancha roja— y la cerró. Luego secó su mano en la pernera de su pantalón y dijo:
—¿Estoy bromeando?
—Bueno —murmuré, completamente aturdido—. Bueno...
—Bueno —gruñó a su vez el cabo Cuckoo—. ¿Cree usted que es un truco? Vamos a ver... ¿tiene usted un cuchillo?
—Sí. ¿Por qué?
—¿Un cuchillo grande?
—De tamaño mediano.
—De acuerdo. Húndalo en mi garganta y vea lo que pasa. Apuñáleme donde quiera. Le apuesto mil dólares a que estaré perfectamente dentro de dos o tres horas. Vamos. De hombre a hombre, es una apuesta. O pida prestada un hacha, si lo prefiere; hiérame en la cabeza con ella.
—Que me aspen si lo hago —dije, estremeciéndome.
—¿Se da cuenta? —dijo el cabo Cuckoo, desesperado—. Me persigue la negra. Cada vez ocurre lo mismo. Docenas de individuos se hacen ricos vendiendo jabones y dentífricos, y yo, con algo en el bolsillo que garantiza la juventud y la salud eternas... ¡Maldita sea! No debí aceptar ese condenado whisky. Pero lleva usted una barba como la que yo llevaba antes de que me destrozaran la barbilla en Zutphen, cuando luchaba a las órdenes de Sir Philip Sidney... De no ser por eso no hubiera hablado con usted. ¡Oh! De buena gana le mataría... ¡Váyase al diablo!
El cabo Cuckoo se puso en pie y se alejó tan rápidamente, que antes de que consiguiera incorporarme había desaparecido.
—¡Cuckoo! ¡Cuckoo! —grité—. ¡Oh! ¡Cuckoo! ¡Cuckoo!

Pero no volví a ver al cabo Cuckoo, y me pregunto dónde puede estar. Es posible que me diera un nombre falso. Pero lo que oí lo oí, y lo que vi lo vi, y tengo quinientos dólares aquí, en un sobre, para el hombre que me ponga en contacto con él.
Miel, aceite de rosas y yemas de huevo. Tres ingredientes que implican, como ya dije, permutaciones y combinaciones infinitas. Lo mismo que cualquier mezcla equivalente.
Sin embargo, creo que vale la pena investigar. ¿Por qué no?
Fleming obtuvo la penicilina del moho. Sólo Dios conoce los gloriosos misterios del polvo, del cual proceden los arbustos y las abejas, y la vida en todas sus formas, desde el moho hasta el hombre.
Perdí de vista al cabo Cuckoo antes de que atracáramos en Nueva York, el 11 de julio de 1945. En alguna parte de los Estados Unidos, creo, hay un hombre que tiene una fuerza terrible en los brazos y que está cubierto de espantosas cicatrices. Ese hombre posee el secreto —un secreto muy peligroso— de la juventud y la vida eternas. Aparenta unos treinta y tantos años de edad y sus ojos, desvaídos, oscilan entre el verde y el gris.



EL GORGOJO
Cyril M. Kornbluth


El atractivo joven y la guapa enfermera resistieron el impulso durante un período de tiempo razonable, pero las azules aguas del Pacífico, las lánguidas noches tropicales y el pequeño atolón difuminado contra el horizonte —y la ausencia absoluta de cualquier otra persona joven y simpática para acompañarles en sus excursiones en bote—, ejercieron su influencia. El 30 de junio, contemplaron a través de unas gafas ahumadas la asombrosa seta que se extendía sobre el atolón. La manicurada mano de la enfermera agarró el brazo del joven con una mezcla de excitación y de terror. Una insensible radiación pasó a través de sus espaldas.
Al cabo de unos meses, la enfermera fue despedida. Sus jefes alegaron que, siendo soltera, su aspecto actual no era el más a propósito para inspirar confianza a los enfermos. El joven, que no era aficionado a escribir, le telefoneó desde Manila y le dijo que lo que habían hecho con ella era una vergüenza. Cuando la gratitud de la enfermera dio paso a unas preguntas más concretas, su enlace ultramarino sufrió algún fallo, y el joven tuvo que colgar.
La enfermera tuvo un hijo, un niño, lo dejó en una inclusa y no volvió a ocuparse de él. Encontró un buen empleo y finalmente se casó.
El niño creció canijo y obstinado, voraz y desdichado. Un día se encaró con el profesor de gimnasia y le dijo súbitamente:
—Usted me odia. Usted piensa que hago desmerecer a los otros chicos.
El profesor de gimnasia se echó a reír, pero más tarde le dijo al médico, mientras tomaban café:
—Siempre procuro contenerme delante de los muchachos. Son muy listos: captan en seguida el significado de una mirada o de un gesto, y es como una bofetada para ellos. Lo sé, y por eso procuro controlarme. ¿Cómo ha podido saberlo?
El médico le dijo al muchacho:
—Tres libras de aumento en un mes no está mal, pero, ¿qué te parece si dejaras limpio el plato todos los días? No se puede vivir a base de carne y agua; las verduras te convertirían en un chico alto y fuerte.
El muchacho dijo:
—¿Qué significa «neurastenia»
Más tarde, el médico le dijo al director:
—Se me ha puesto la carne de gallina. Estaba examinando su delgado cuerpo y habiéndole de lo buenas que son las verduras en la alimentación, y en mi fuero interno pensaba: «En otra época hubiéramos dicho que estaba neurasténico y santas pascuas.»
—Entonces, ¿es capaz de leer los pensamientos? —preguntó el director. Mira que si se le ocurre leer mi pensamiento acerca del diez por ciento que me paga la Carnicería Schultz...—. Doctor, creo que este año voy a tomarme las vacaciones un poco antes de lo previsto. ¿Se ha interesado alguien por adoptar al muchacho?
—No. No era un bebé atractivo cuando ingresó en el establecimiento, y ahora es un niño excepcionalmente feo. Y ya sabe usted que en lo primero que se fija la gente es en el aspecto exterior.
—Algunas parejas aceptarían cualquier cosa, o al menos eso me dicen.
—¿Se refiere usted a las personas incapacitadas por la ley para adoptar a un niño?
—Las clasificaciones arbitrarias nos imponen a veces unas limitaciones demasiado severas.
—Si piensa usted entregarlo a alguna pareja incapacitada por la ley, no quiero saber nada del asunto.
—No tiene usted que saber nada de él, doctor. A propósito, ¿en qué ala del edificio se encuentra el dormitorio de ese muchacho?
—Oeste —gruñó el médico, saliendo de la oficina.
El director llamó a unos cuantos amigos: un juez, una pareja que el juez le había recomendado y un escribiente del juzgado. Luego se encaminó al ala oeste del edificio.
El muchacho vivió tres meses con los Berryman. La alcohólica Mimi le acariciaba y le apaleaba alternativamente; Edward W. trató de ser un buen explorador pero paulatinamente perdió su interés, viendo claro en su interior. En junio se fugó de la casa. Llevaba un uniforme de Boy Scout, y los Boy Scouts pueden ir a cualquier parte. El dinero que se había llevado le duró un mes. Tres días después de haber gastado el último centavo del último dólar, Edward W. vagaba por una pradera de Nebraska. Se había marchado del último pueblo porque el alguacil empezaba a preguntarse qué diablos estaba haciendo por allí y quiénes eran sus padres. El pueblo se encontraba a unas millas de distancia de una carretera de segundo orden; los escasos automóviles que pasaban por allí no se detenían.
Uno de los «ríos» de Nebraska, un cauce seco en aquella época del año, se extendía delante de él, cruzado por la alcantarilla de una vía férrea. Unos hombres descansaban a su sombra, y él tenía hambre.
Eran unos hombres feos y sucios, y sus pensamientos eran embrollados y estúpidos. Inmediatamente le aplicaron el apodo de «Shorty» y le dieron un poco de pan seco y unas malolientes sardinas que sacaron de una lata. Los pensamientos de uno de ellos se hicieron menos embrollados y más asquerosos. Habló con sus compañeros a espaldas del muchacho, y todos estallaron en grandes carcajadas. El muchacho quiso echar a correr, pero las piernas no le sostenían.
Pudo leer claramente los pensamientos de los hombres mientras avanzaban hacia él. Asco, miedo y furor se mezclaron en su cerebro, y algo estalló en él como un relámpago, y súbitamente uno de los hombres estaba muerto sobre el reseco suelo, y los otros huían, asustados ahora, muy asustados.
El muchacho ya no tenía hambre. Se sentía completamente saciado y satisfecho. Se incorporó y salió detrás de los otros hombres, que corrían. El terror de aquellos individuos resultaba tan agradable como el placer que acababa de experimentar. Distinto, pero igualmente agradable.
Despojó al cadáver de los tres dólares y veinticuatro centavos que llevaba en sus bolsillos.
A partir de entonces, su fama le precedió como un viento de muerte. Dos años vagando por los caminos y completó su desarrollo, saciándose con las mentes obtusas y estúpidas que encontraba en ellos. Se trasladó a las ciudades del norte, un año aquí, un año allá, silencioso, prudente, epicúreo.

Sebastián Long despertó de pronto, con algo en la mente. A medida que se aclaraba la niebla de su cerebro, recordó, feliz. ¡Hoy empezaba con la Copa Deméter! Al fin tenía tiempo, al fin tenía dinero: seiscientos veintitrés dólares en el Banco. La noche anterior había empaquetado y enviado las tres docenas de vasos para combinados con las iniciales de Mrs. Klausman: su último pedido hasta que terminara la Copa.
Se vistió, bebió un sorbo de café, hirvió un huevo, pero estaba demasiado excitado para comerlo. Se dirigió a la parte delantera de su tienda-taller-apartamento, saludó con la mano a los niños de la vecindad que iban a la escuela y colocó ceremoniosamente un letrero en el escaparate.
Decía: «NO SE ACEPTAN ENCARGOS HASTA NUEVA ORDEN.»
De un armario sacó con mucho cuidado un objeto envuelto y lo dejó sobre su mesa de trabajo. Lo desenvolvió. Era una copa de vidrio. ¡Pero qué copa de vidrio! El más puro cristal sueco, las líneas más puras que nunca había visto, su secreto tesoro desde el día que la había comprado, hacía mucho tiempo, con sus ganancias de seis meses. Su esposa no había dejado de reprochárselo ni un solo día hasta que murió. Del mismo armario sacó una carpeta llena de bocetos y dibujos que se remontaban a la época en que había comprado la copa. Sebastián Long sonrió al contemplarlos: una idea muy rococó, que no encajaba en el clasicismo de las líneas y la serenidad del cristal perfecto.
A través de muchos años y centenares de bocetos había refinado su idea hasta convertirla en adecuada al noble material. La imagen de Deméter iba a dominar la pieza, una matrona tan serena como el cristal, y todos los frutos de la tierra brotarían de sus brazos extendidos.
Súbitamente empezó a trabajar. Con una vela ahumó ligeramente una zona ovalada en la parte exterior de la copa. Dos dedos firmes apoyaron el dibujo de Deméter contra la zona ahumada; una aguja tan fina como un cabello empuñada por la otra mano trazó las líneas. Cuando hubo calcado el dibujo, Sebastián Long preparó su torno. Acopló un pequeño disco de cobre, ligeramente gastado como a él le gustaba, y con sus dedos lo cargó del rojo más fino de Ruan. Cogió luego un cenicero roto y lo apoyó contra el disco que giraba rápidamente. El disco mordió el cristal con suavidad.
Extendiendo sus manos, para comprobar que los dedos no temblaban de excitación, Sebastián Long acercó la gran copa al torno y se dispuso a practicar la primera de los millones de diminutas incisiones que requeriría la obra maestra.
Alguien llamó a la puerta e hizo girar el pomo de un lado para otro.
Sebastián Long no se movió ni miró hacia la puerta. El importuno no tardaría en ver el letrero y en marcharse. Pero continuaron las llamadas y el pomo siguió girando. Long soltó la copa y se dirigió furiosamente al escaparate; cogiendo el letrero, lo sacudió en dirección a la puerta. No pudo distinguir claramente el rostro del hombre, que no se movió.
El tallista descorrió el cerrojo, abrió la puerta y gruñó:
—La tienda está cerrada. Durante varios meses no aceptaré ningún encargo. No me moleste ahora, por favor.
—Quiero hablarle de la Copa Deméter —dijo el intruso.
Sebastián Long le miró fijamente.
—¿Qué diablos sabe usted acerca de mi Copa Deméter?
Vio que el hombre era un forastero, bajito, de mediana edad.
—Déjeme pasar —apremió el desconocido—. Es importante. ¡Por favor!
—No sé de qué está hablando —dijo el tallista—. Pero, ¿qué sabe usted de mi Copa Deméter?
El forastero empujó suavemente la puerta y se deslizó al interior de la tienda.
Sebastián Long pensó por un instante que podía tratarse de una pesadilla al ver que el hombre se movía rápidamente, cogiendo un buril y soltándolo, cogiendo un disco estriado y soltándolo.
—¿Qué hace usted? —rugió, mientras el desconocido cogía una llave inglesa y no la soltaba.
Long avanzó hacia él, pero el intruso dejó caer la llave inglesa sobre la copa que reposaba sobre la mesa de trabajo.
El corazón de Sebastián Long ardía de pesar y de rabia; un vendaval de emociones como nunca había conocido le sacudió de pies a cabeza. Paralizado, vio que el desconocido sonreía con anticipado placer.
Las piernas del tallista se doblaron debajo de su cuerpo y cayó al suelo, desangrado y muerto.

El Gorgojo, encerrado en el dormitorio de su apartamento de lujo, sonrió de nuevo, recordando...
Sin dejar de sonreír, marcó la fecha en un calendario de pared.

—¡Dolores! —aulló la madre en castellano—. ¿Piensas pasarte el día ahí?
La muchacha había estado ensayando unas sonrisas sexy, como las de Lauren Bacall, en el espejo del cuarto de baño. Se volvió, furiosa, y gritó en inglés:
—¿Cuántas veces he de decirte que no vuelvas a llamarme Dolores? ¡Es un nombre vulgar!
—¡Dolly! —se mofó su madre—. ¿Cuándo has visto una santa Dolly en el calendario?
La muchacha pasó corriendo por delante de su madre y bajó corriendo la escalera del inmueble.
¡Iba a llegar tarde, desde luego!
En la parada del autobús golpeó el suelo con el pie, impaciente. Y entonces se produjo el milagro. Igual que en las películas, un gran convertible se paró delante de ella y su conductor dijo, abriendo la portezuela:
—Parece usted tener, prisa. ¿Puedo dejarla en alguna parte?
Desconcertada ante la súbita realización de un centenar de sueños, Dolores no dejó por ello de obsequiar al conductor con una sonrisa sexy, mientras decía:
—Es usted muy amable. ¡Gracias!
Subió al automóvil. El conductor no era Cary Grant, precisamente, pero conservaba todos sus cabellos... Un poco bajito, pero también ella era menuda. Y, ¡caramba!, el convertible tenía los asientos forrados de piel de leopardo.
El automóvil se unió a la corriente del tránsito, descendiendo la avenida.
—Hace un hermoso día —dijo Dolores—. Un día demasiado hermoso para ir a trabajar.
El conductor sonrió tímidamente. Sonreía como Jimmy Stewart, aunque no era tan alto, desde luego. Dijo:
—También yo tengo la sensación de que hago novillos. ¿Le gustaría dar un paseo por Long Island?
—¡Sería estupendo!
El convertible giró a la izquierda.
—Ha hablado usted de hacer novillos... ¿A qué se dedica?
—Publicidad.
—¡Publicidad!
Dolores se acusó mentalmente de haber sido una estúpida al llegar a creer, en sus momentos de depresión, que no tendría suerte, que se vería obligada a casarse con un tendero o un mecánico, y viviría para siempre en un infecto tugurio, cargada de hijos y de achaques. Luego pensó que la cosa podía haber sido más romántica. Pero, un hombre que se dedicaba a la publicidad, asientos forrados de piel de leopardo... ¿Qué más podía desear una muchacha con una sonrisa sexy y una agradable figura?
Mientras descendían hacia la Shut Shore, Dolores se enteró de que su compañero se llamaba Michael Brent, como debía ser, exactamente. Ella deseó poder decirle que se llamaba Jenifer Brown, por ejemplo, pero se tranquilizó cuando él le dijo que opinaba que Dolly González era un bonito nombre.
Se detuvieron a almorzar en Medford, un almuerzo maravilloso en un pequeño restaurante, con velas en la mesa y todo eso. Dolores llamaba «Michael» a su compañero, y él la llamaba «Dolly». Dolores se enteró de que a él le gustaban las muchachas morenas, y pensó que las historias del True Story eran realmente ciertas, y que él opinaba que era bastante alta, y que Greer Garson era maravillosa, pero no al modo de Dolly, y que él creía que el vestido que llevaba Dolly era delicioso.
Pasado Medford, el convertible avanzó lentamente, y Michael Brent cargó con el peso de la conversación. Había viajado por todo el mundo. Había estado en la guerra y le habían herido: una herida sin importancia. Tenía treinta y ocho años, y había estado casado una vez, pero su esposa murió. No tenía hijos. Estaba solo en el mundo. No tenía a nadie para compartir su casa en la ciudad, en la calle Cincuenta, su casa de campo en Westchester, su residencia en los bosques de Maine. Cada una de sus palabras enviaba a la muchacha flotando más y más alto sobre una ola de felicidad; los síntomas eran inconfundibles. Era el sueño acariciado durante toda su vida.
Cuando llegaron a Mountauk Point, la última zona arenosa del continente antes del agua azul y de Europa, se ponía el sol, con una gran lámina púrpura y rosa extendiéndose a través del cielo y las primeras estrellas asomando por encima del oscuro horizonte del agua.
Se apearon del automóvil, aparcado en la arena, y echaron a andar, solos, bañados en glorioso tecnicolor. El corazón de Dolores casi estalló de alegría al oír que Michael Brent decía, rodeándola con sus brazos:
—Querida, ¿quieres casarte conmigo?
—¡Oh, sí, Michael! —suspiró Dolores, moribunda.

El Gorgojo, soñoliento, notó súbitamente el afilado aguijón del peligro. Vagó por la gran ciudad, rastreando tentáculos de pensamiento:
—...moriré si ella no me deja...
—...seis y seis son doce y llevamos una y tres son cuatro...
—...bla-bla-bla-bla Madre de Dios pero soy bla-bla-bla...
—...resina fundida añade el cloruro de plata y disuélvelo con aceite de lavanda...
—...esa cabeza cuadrada se ha confundido bla-bla-bla si trata de propasarse le saco un ojo...
—...Dios mío me arrepiento de todo corazón de haberte ofendido...
—...habla como un mandamás...
—...bla-bla-bla dos dólares veinticinco centavos...
—...un solo trago y lo llenaré de agua y me lavaré la boca...
—...asqueroso piojoso cabezota patoso bla-bla-bla narizotas retrasado mental hijo de...
—...escribir en las paredes es una cochinada y además...
—...was ich weiss nicht geh bei Broadway...
—...mi hija Rosa sale con un tipo bla-bla-bla...
—...me pregunto si ese que no ha vuelto la cara...
—...visto con ella en el restaurante Medford...
El Gorgojo se concentró en aquel pensamiento.
—...no tenía ni una señal en el cuerpo pero no es la primera vez que Su Señoría se equivoca y el fallo cardíaco no significa nada de todos modos trata de hablar con la madre para que autorice la autopsia llévate a Pancho que habla perfectamente el castellano...
El Gorgojo supo que tendría que trasladarse otra vez... y pronto. Era una lástima; algunos de los pensamientos que había captado señalaban una buena... ¿caza?
De mala gana, tendió otra vez su red:
—...con chartreuse sabe mucho mejor ahora que lo pienso creo que...
—...e...f(X1X2) = j = 0°j(nj)x:n = jx2j...
¿Qué diablos era eso?
El Gorgojo se apartó, con frenética prisa. La inteligencia era maciza, su voz mental la de un vigoroso adulto. Tendría que actuar rápidamente, mordiendo con la boca cerrada.
El Gorgojo bebió un vaso de agua, necesaria también para su metabolismo.

OCHO PERSONAS MUERTAS EN UN CINEMATÓGRAFO.
LA POLICÍA BUSCA A UN HOMBRE
QUE SE DEDICABA A MOLESTAR A LAS SEÑORAS.

Ocho personas, incluidas tres mujeres, fueron encontradas muertas por causas desconocidas en asientos muy distantes unos de otros en el anfiteatro del Cine Odeon de la calle Ciento Diecisiete La policía busca a un hombre descrito por el acomodador del anfiteatro, Michel Fenelly, de 18 años, como un individuo que se dedicaba a molestar a las espectadoras.
Fenelly descubrió el primero de los cadáveres después de ver al hombre «cambiando de asiento varias veces». Fue a preguntarle a una mujer que ocupaba un asiento contiguo al que el hombre acababa de abandonar si el individuo en cuestión la había molestado. La mujer estaba muerta.
Casi inmediatamente, resonó un grito. En otra parte del anfiteatro, Mrs. Sadie Rabinowitz, de 40 años, profirió el grito cuando otra víctima se desplomó sobre ella desde el asiento contiguo.
El encargado de la sala, I. J. Marchsohn interrumpió la proyección y ordenó que encendieran las luces. Trató de aleccionar a sus empleados para que evitaran que los espectadores abandonaran la sala antes de la llegada de la policía. Pero no consiguió avisarles con tiempo y la mayoría de los espectadores se habían marchado cuando un retén de la Comisaría más próxima y una ambulancia del Hospital de Harlem llegaron al lugar de la tragedia.
La oficina del Forense no se ha pronunciado aún sobre las causas de la muerte. Un portavoz dijo que las víctimas no mostraban ninguna huella de envenenamiento ni de violencia. Añadió que «era inconcebible que pudiera tratarse de una coincidencia».
El teniente John Braidwood, refiriéndose al supuesto importunador de señoras, dijo: «Tenemos una buena descripción suya, y, naturalmente, trataremos de dar con él para interrogarle.»

Clickety-click, clickety-click, clickety-click cantaban los raíles mientras el Gorgojo dormitaba en su asiento.
Algunas personas se dirigían al comedor. Era la hora de la cena. Una de ellas estaba pensando: «Un tipo raro, (a) es anormal, (b) no es anormal, está enfermo. Eliminemos (b): respiración normal, piel lisa y saludable, ningún temblor en las extremidades, bien vestido. Es anormal (1) trivialmente; (2) significativamente. Eliminemos (1): no revela ningún interés involuntario cuando... ¡Qué raro! ¡Corriendo hacia el lavabo! Inesperado, porque (a) lo cuidadoso de su atuendo revela amor propio incompatible con divertir a los demás; (b) evidente salud, incompatible con...
Había tardado menos de un minuto en detallarle minuciosamente.
El Gorgojo, encerrado en el lavabo del vagón, se preguntó cuál era la próxima parada. Se apearía allí... no por miedo, sino por precaución. Esquívales, sigue esquivándoles, y todo irá bien. No envíes ninguna llamada mental hasta que el tren esté lejos, todo irá bien.

Se apeó en un pueblo minero de la Virginia Occidental rodeado de sucias montañas y lleno de la hez de la Europa oriental: servios, albaneses, croatas, húngaros, búlgaros y todas las combinaciones y permutaciones posibles partiendo de ellos. El Gorgojo salió lentamente de la destartalada estación. El tren empezaba a alejarse.
—...no se encuentra nada que valga la pena esto es un desierto...
—...ese estúpido no sabe manejar a la gente ni aprenderá nunca de modo que voy a despedirle...
—...bla-bla-bla-bla-bla...
El Gorgojo no entendió una sola palabra.
—...bla-bla-bla maldita mujer voy a romperle el cuello...
—...bla-bla prefiero el whisky a la cerveza bla-bla-bla-bla...
—...bla-bla-bla-bla-bla...
—...me tiene loco bla-bla-bla pero no me gusta que una mujer me tome el pelo...
Un muchacho rubio, con el ceño fruncido, debajo de un farol.
—...Casey Oswiak el muy estúpido voy a matarle como siga importunándola...
Era una posibilidad. El Gorgojo se acercó.
—...claro que también ella tiene la culpa bla-bla-bla tendría que tratarla con menos miramientos como dice mi padre...
—Hola —dijo el Gorgojo.
—¿Qué desea?
—Casey Oswiak me ha encargado que te dijera que no esperes a tu chica. Esta noche va a salir con él.
La rabia del muchacho ardió en su rostro y en sus ojos. Estaba a punto de dar media vuelta cuando el Gorgojo empezó a alimentarse. Era como faisán después de pollo, venado después de buey. ¿Lo rudo del ambiente, o la antigua tensión? El Gorgojo se lo preguntó a sí mismo mientras andaba calle abajo. Una muchacha pasó junto a él:
—...oh va a volverse loco con sus estúpidos celos es muy simpático pero cuando empieza con sus tonterías no hay quien le aguante allí está apoyado en el farol tiene un aspecto raro espero que no estará borracho tiene un aspecto raro como si estuviera enfermo o durmiendo o bla-bla-bla-bla...
Los pensamientos de la muchacha continuaron en un idioma extranjero del cual el Gorgojo no conocía una sola palabra. Cuando su ataque de histeria amainó, la muchacha recordó, en el idioma extranjero, que había pasado junto a él.
El Gorgojo, estimulado por la inesperada calidad del último alimento, decidió quedarse unos días. Se instaló en un hotel de la Calle Mayor.
Canturreando, tendió su red:
—...bla-bla-bla bla-bla-bla bla-bla...
—...llévalo al sótano y enséñale a este maldito ladrón que no tiene nada que hacer en esta parte del condado...
—...bla-bla-bla...
—...ha llamado por teléfono el viejo Ryan diciendo que no está dispuesto a pagar para que le protejan dice que ya sabe protegerse a sí mismo...
El Gorgojo siguió aquel hilo conductor; si quería quedarse algún tiempo en el pueblo, tal vez le condujera a la obtención de algún dinero.
Los europeos orientales del pueblo, pensó equivocadamente, eran como los mendigos y vagabundos que había conocido y de los cuales se había alimentado durante sus años de vida errante: estúpidos y seguros, seguros y estúpidos, exactamente iguales.
Por la mañana no encontró ninguna mención de la muerte del muchacho rubio en el periódico local, y pensó que había pasado prácticamente inadvertido. Y así era... en lo que respecta al periódico, el cual era de, por y para la compañía minera y sus directivos norteamericanos. El otro pueblo, el que carecía de carta de ciudadanía, el que sólo leía un par de periódicos importados semanalmente de la ciudad más próxima, la advirtió. El otro pueblo tenía unas raíces de una profundidad de más de dos mil años, difíciles de arrancar. Pero el Gorgojo ignoraba su existencia.
Se alimentó otra vez aquella noche, de una prostituta que encontró en la calle y que le llevó a su cuarto. La había asombrado y entusiasmado con un fajo de billetes de diez dólares antes de empezar a engullir. De nuevo la deliciosa diferencia de sabor con el de las personas criadas en la ciudad...
Por la mañana nadie había advertido su hazaña, pensó. El pueblo con carta de ciudadanía no estaba dispuesto a admitir que había prostitutas ni que eran encontradas muertas; el único de sus miembros que se preocupó fue el comisario norteamericano que vio mermados sus ingresos, a falta del porcentaje que semanalmente le entregaba la muchacha muerta.
El otro pueblo, desconocido para el Gorgojo, se inquietó. Una comisión acudió a la oficina del único funcionario público del otro pueblo. Por desgracia, se trataba de un hombre joven, educado a la americana, que quizás ignoraba incluso algunas cosas importantes. Ya que les dijo:
—Hijos míos, eso son supersticiones absurdas. Dejadme en paz.
El Gorgojo, durante el día, enturbió la superficie del pueblo permitiendo que le embarcaran en una partida de póquer en un salón del hotel. No era un buen jugador, no le gustaba jugar, y se levantó de la mesa con un suspiro de alivio después de haberles limpiado trescientos dólares a seis hombres de miradas huidizas e infatigables bebedores. Uno de ellos se dirigió a la Comisaría y acusó al desconocido de ser un tramposo. Pero un sargento jovial se lo quitó de encima recordándole el refrán: «El que roba a un ladrón...»
De nuevo la noche, de nuevo el hambre...
El Gorgojo recorrió las calles del pueblo y las encontró vacías. Era muy raro. Los ciudadanos norteamericanos estaban en el bar, leyendo el periódico, cobrando sus alquileres, atendiendo sus negocios... Pero, ¿dónde estaban los otros?
El Gorgojo tendió su red:
—...bla-bla-bla-bla-bla-bla...
—...mi madre trató de llevarme al Majestic, echan una película de Errol Flyn...
Aquello estaba cerca. El Gorgojo cruzó la calle y estuvo más cerca. Volvió a captar el pensamiento:
—...es un hombre como Stanley pero nunca me ha mirado me gustaría tirar del pelo a esa Vera Kowalick son sus aires bla-bla-bla-bla...
Estaba a media manzana de distancia, junto a una calle lateral. Casas de ladrillo, dos pisos, con patios traseros a lo largo de una avenida. Ella iba a salir por la parte de atrás.
La avenida estaba extrañamente silenciosa.
—...hay que arreglar ese escalón el otro día casi me rompo una pierna no sé por qué están tan asustados han ido a ver al Padre Drugas...
Estaba más cerca; estaba más cerca.
—...todos creen que soy una niña si él me encontrara sola aquí en la avenida lo único que se le ocurriría pensar es que soy una niña en cambio esa maldita Vera Kowalick...
La muchacha se sobresaltó, aterrorizada, cuando el Gorgojo la saludó:
—¡Hola!
—¿Quién... quién... quién...? —tartamudeó.
Rápido, antes de que gritara. Su terror era delicioso.
No demasiado ahíto para estar alerta, tendió la red, buscando.
—...bla-bla-bla vom pir...
Los incontables ojos del otro pueblo, con más de dos mil años de experiencia en cosas semejantes, habían estado siguiéndole. Lo que él había captado como un rumor insignificante, era en realidad una apasionada discusión en una casa cercana y a oscuras.
—¡Estúpidos! ¡Estúpidos! Ya os advertí que no debíamos esperar. ¡Ahora ha tomado una virgen! ¿Qué vamos a decirle a su madre?
Un anciano con un poblado bigote y, a pesar del calor, con las mangas de la camisa bajadas y abotonadas en los puños, replicó sin excitarse:
—Lo siento tanto como puedas sentirlo tú, Casimir, pero tenemos que estar seguros. Sería terrible cometer un error en un asunto como éste.
El peso de la opinión conservadora estaba con él. Otros ancianos de poblados bigotes, alguno recordando quizás errores cometidos hacía mucho tiempo, asintieron y dijeron:
—Sería terrible. Sería terrible.
El Gorgojo regresó a su hotel y se tendió en la cama para descabezar un sueño. Una sensación de inminente peligro le despertó. Inmediatamente tendió su red:
—...bla-bla-bla vom pir...
—...vampir...
¡VAMPIRO!
¡Cerca! ¡Cerca y mortalmente!
La puerta de su habitación se abrió de golpe, unos ancianos de poblados bigotes, con las mangas de la camisa bajadas y abotonadas en los puños, a pesar del calor, avanzaron sin vacilar. Sus pensamientos eran un torbellino de sonidos extranjeros que el Gorgojo no consiguió interpretar.
La puntiaguda estaca había atravesado su corazón antes de que el Gorgojo pudiera darse cuenta de que no había sido el primero de su especie; y de que lo que la gente ilustrada no había aprendido aún, algunas personas completamente vulgares no lo habían olvidado aún del todo.



NO MOLESTEN A GUS
Algis Budrys


Dos años antes, Gus Kusevic había estado conduciendo lentamente por la angosta carretera que conduce a Boonesboro.
Era una región a propósito para conducir lentamente, de un modo especial en aquella época del año, a finales de la primavera. No había nadie más en la carretera. Los bosques se habían cubierto de un verdor que más tarde agostarían los calores del verano, y las tardes eran todavía frescas. Y, poco antes de llegar a la vista de Boonesboro, Gus vio la casita cerrada y maltratada por el tiempo, edificada sobre un terreno de un cuarto de acre, que estaba en venta.
Gus había detenido su camioneta y se había asomado a la ventanilla, contemplando la casita.
Necesitaba un buen pintado; el entablado de los lados había pasado del blanco al gris, y el conjunto tenía un aire de cosa marchita. En el tejado faltaban algunas bardas, dejando unos cuadros oscuros sobre las tablas de madera de cedro requemadas por el sol, e inevitablemente, algunos de los cristales de las ventanas estaban rotos. Pero los marcos continuaban intactos, y el tejado no se había abombado. La chimenea seguía irguiéndose muy recta.
Gus contempló los hierbajos que crecían en el pequeño jardín de la parte delantera. Su rostro se distendió en una sonrisa. En sus manos notó una especie de comezón: como si tardara en llegarles el momento de empuñar una azada.
Se apeó de la camioneta, cruzó la carretera y se acercó a la puerta de la casita, para anotar el nombre del agente de la propiedad que figuraba en la tarjeta pegada al marco.

Habían transcurrido casi dos años. Era uno de los primeros días del mes de abril, y Gus estaba recortando su césped.
Quería terminar su tarea antes de que empezara la segunda parte del encuentro Gigantes-Kodiaks. Tenía un interés especial en presenciarlo porque Halsey era el lanzador de los Kodiaks, y Gus quería verle en acción.
Trabajaba sin desperdiciar ninguno de los movimientos y sin un excesivo derroche de energías. Una o dos veces interrumpió su tarea para tomarse una cerveza a la sombra del rosal que había plantado alrededor de la puerta principal. De todos modos, el sol calentaba mucho; a primera hora de la tarde, Gus se quitó la camisa.
Poco antes de terminar, un destartalado automóvil se paró delante de la casa. De él se apeó un hombre que llevaba un usado traje de sarga azul y que miró a Gus con aire indeciso.
Gus había dirigido una breve mirada al automóvil cuando éste se detuvo. Había leído el borroso «Oficina del Secretario del Condado de Falmouth» pintado en la portezuela, se había encogido de hombros y había reanudado su tarea.
Gus era un hombre corpulento. Tenía unos hombros muy anchos, y un pecho cubierto de una pelambrera gris. Su estómago había aumentado un poco de volumen con el paso de los años, pero los músculos estaban todavía allí, bajo la capa de grasa. Sus brazos eran más recios que muchos muslos, y sus antebrazos era enormes.
Su rostro estaba cruzado por una red de pliegues y grietas. Sus mejillas estaban marcadas por dos profundos surcos que discurrían desde los lados de su encorvada nariz hasta la roma punta de su barbilla. Sus ojos, de color azul desvaído, pestañeaban encima de unos altos pómulos cubiertos de arrugas. Sus cabellos, cortados casi al rape, eran blancos como el algodón.
El recién llegado examinó el buzón para ver el nombre que figuraba en él, cortejándolo con un sobre que llevaba en la mano. Luego volvió a mirar a Gus, extrañamente nervioso.
De pronto, Gus se dio cuenta de que probablemente no ofrecía una aspecto tranquilizador. El polvo, mezclado con el sudor, se había pegado a rostro, pecho, brazos y espalda. Gus sabía que su aspecto no resultaba demasiado atractivo ni siquiera cuando iba limpio y bien vestido. En aquel momento, no podía reprocharle al hombre su desconcierto.
Trató de sonreír cordialmente.
El hombre se pasó la lengua por los labios, carraspeó y señaló el buzón con un gesto.
—Es usted Mr. Kusevic? —inquirió.
Gus asintió.
—Sí. ¿Qué puedo hacer por usted?
El hombre le tendió el sobre.
—Le traigo un aviso del Ayuntamiento del Condado —murmuró, pero era evidente que estaba mucho más interesado en equiparar a Gus con el rosal, los bien cuidados macizos de flores, los setos, el enlosado camino que conducía a la puerta principal, la pequeña balsa con sus peces de colores debajo del sauce, la casita pintada de blanco con sus persianas nuevas y los visillos visibles a través de los brillantes cristales de las ventanas.
Gus esperó hasta que el hombre hubo terminado con sus obvios pensamientos, pero en su interior suspiró en silencio. Había pasado por este momento de asombro con tantas personas que se había acostumbrado a él, pero no es lo mismo acostumbrarse que olvidar.
—Bueno, pase —dijo, tras una breve pausa—. Aquí hace mucho calor, y en la nevera tengo un poco de cerveza.
El hombre vaciló de nuevo.
—Sólo he de entregarle este aviso del Ayuntamiento —dijo, sin dejar de mirar a su alrededor—. Ha arreglado esto muy bien —añadió.
Gus sonrió.
—Es mi hogar. A un hombre le gusta vivir en un lugar agradable. ¿Tiene usted prisa?
El hombre parecía preocupado por algo de lo que Gus había dicho. Luego alzó la mirada, dándose cuenta de que le habían formulado una pregunta directa.
—¿Eh?
—No tiene usted prisa, ¿verdad? Pase; tomará una cerveza. Nadie está obligado a apresurarse en una tarde de primavera.
El hombre hizo una mueca que quería ser una sonrisa.
—No... supongo que no. ¡De acuerdo! Acepto su invitación.
Gus le precedió, sonriendo de placer. Nadie había visto el interior de la casa desde que la había arreglado; aquel hombre era el primer visitante desde que Gus vivía allí. Boonesboro era un pueblo tan pequeño, que su única tienda no tenía servicio de entregas a domicilio. Y Gus no recibía ninguna carta.
Hizo pasar al hombre al pequeño salón.
—Siéntese. Vuelvo en seguida.
Se dirigió rápidamente a la cocina, sacó un par de cervezas de la nevera, colocó sobre una bandeja un par de vasos, un tazón de patatas a la inglesa y las cervezas, y regresó al salón.
El hombre estaba de pie, examinando las estanterías de libros que cubrían dos de las paredes de la habitación.
Por la expresión de su mirada, Gus se dio cuenta con sincero pesar de que el hombre no era un tipo capaz de preguntarse si un destripaterrones como Kusevic había leído alguno de aquellos libros. Para él, los libros significaban una pérdida de tiempo, especialmente para un individuo como Gus. Otra cosa sería si se tratara de un sujeto interesado en la política.
Gus comprendió que había sido un error esperar algo de aquel hombre. Se había dejado llevar por su hambre de compañía. Siempre había tenido hambre de compañía y ya era hora de que aceptara, de una vez por todas, que nunca encontraría ninguna.
Depositó la bandeja sobre la mesa, descapsuló una cerveza rápidamente y se la tendió al hombre.
—Gracias —murmuró el visitante. Bebió un sorbo, suspiró en voz alta y se secó la boca con el dorso de la mano. Miró de nuevo a su alrededor—. Le habrá costado un pico arreglar todo esto...
Gus se encogió de hombros.

—La mayoría de las cosas las he hecho yo mismo. Las estanterías, los muebles y todo eso. He tenido que comprar algunos de los cuadros, los libros y los discos.
El hombre gruñó. No parecía encontrarse a gusto, probablemente a causa del aviso que había venido a traer, cualquiera que fuese. Gus se preguntó de qué podía tratarse, pero, ahora que había cometido el error de invitar al hombre a una cerveza, tenía que esperar cortésmente a que terminara de beber para interrogarle.
Se inclinó sobre el televisor.
—¿Es usted aficionado a la pelota base? —inquirió.
—¡Desde luego!
—Van a retransmitir el encuentro Gigantes-Kodiaks.
Gus puso en marcha el televisor y se sentó sobre un almohadón para no ensuciar una de las butacas. El visitante se acercó al aparato y se quedó de pie mirando a la pantalla, mientras bebía lentamente su cerveza.
Había empezado el segundo juego y cuando el aparato se calentó apareció en la pantalla la familiar figura de Halsey. El delgado joven, que era zurdo, estaba lanzando la pelota sin ningún esfuerzo aparente, pero la bola pasó por delante del bateador con un zumbido que el micrófono recogió claramente.
Gus señaló a Halsey con un gesto de la cabeza.
—Es todo un lanzador, ¿verdad?
El hombre se encogió de hombros.
—No es malo. Pero su mejor elemento es Walker.
Gus suspiró mientras se daba cuenta de que había vuelto a olvidarse de sí mismo. El hombre no prestaría mucha atención a Halsey, naturalmente.
Pero empezaba a sentirse enojado por la actitud de su visitante, con sus ideas preconcebidas de lo que era adecuado y de lo que no lo era, de quién tenía derecho a cultivar rosas y quién no.
—A propósito —dijo súbitamente Gus—, ¿podría decirme cuál fue la marca de Halsey, el año pasado?
El otro se encogió de hombros.
—Me parece que no. Lo único que recuerdo es que no fue del todo mala. 13-7, o algo así.
Gus asintió.
—Bien. ¿Y la de Walker?
—¿Walker? Bueno, Walker ganó unos veinticinco juegos, ni más ni menos. Y no le devolvieron tres bolas.
Gus sacudió la cabeza.
—Walker es un buen lanzador, de acuerdo. Pero le devolvieron todas las bolas. Y sólo ganó dieciocho juegos. Recuerdo perfectamente su actuación.
El hombre frunció el seño. Abrió la boca para replicar, pero cambió de idea. Su expresión recordó la de un apostante seguro de ganar que acaba de darse cuenta de que la memoria le ha jugado una mala pasada.
—Bueno... —murmuró finalmente—. Creo que tiene usted razón. ¿Cómo diablos se me ha ocurrido pensar que Walker era el tipo? Y, ¿sabe usted una cosa? He estado hablando de él todo el invierno, y nadie me dijo ni una sola vez que estaba equivocado. —El hombre se rascó la cabeza—. Sin embargo, alguien lanzó esas bolas. ¿Quién diablos fue?
Gus contempló en silencio cómo Halsey efectuaba su tercer lanzamiento, y su rostro se distendió en una lenta sonrisa. Halsey era todavía joven; estaba dando sus primeros pasos. Se entregaba al juego con toda la energía y entusiasmo que experimenta un hombre cuando se da cuenta de que es tan bueno como lo haya sido cualquiera antes que él en su profesión.
Gus se preguntó cuánto tiempo tardaría Halsey en descubrir la trampa que se había tendido a sí mismo.
Porque la pelota base no era una competición. No lo era para Halsey. Lo había sido para Christy Mathewson. Lo había sido para Lefty Grove y Dizzy Dean, para Bob Feller y Slats Gould. Para Halsey no era más que una forma complicada de solitario que siempre salía bien.
Halsey no tardaría en comprobar que en un solitario uno no puede aplicarse una desventaja. Si se sabe dónde están todas las cartas, si se sabe que uno va a ganar, a menos que se haga trampa a sí mismo, ¿qué placer hay en el juego? El día menos pensado, Halsey se daría cuenta de que no había un solo juego en la tierra en el que él no pudiera ganar, lo mismo si se trataba de una competición física, organizada y formalmente reconocida como un deporte, que si se trataba de la máquina electrónica con un billón de botones llamada Sociedad.
Y entonces, ¿qué, Halsey? ¿Qué? Y si lo descubres, por favor, en nombre de la hermandad que compartimos, házmelo saber.
El hombre gruñó.
—Bueno, no importa. Puedo consultar las revistas que tengo en casa.
Sí, puedes hacerlo, comentó Gus en silencio. Pero no te darás cuenta de lo que dicen, y, si te das cuenta, lo olvidarás y nunca sabrás que lo has olvidado.
El hombre terminó su cerveza, dejó la botella sobre la bandeja y quedó libre para recordar a qué había venido aquí. Miró de nuevo a su alrededor, como si tratara de encontrar una pista.
—Muchos libros —comentó.
Gus asintió, mientras contemplaba cómo Halsey completaba otra carrera.
—Hum... ¿Los ha leído todos?
Gus sacudió la cabeza.
—¿Qué opina de ese de Miller? He oído decir que es muy bueno.
Bien. El hombre tenía un interés limitado por determinados aspectos de determinada clase de literatura.
—Supongo que lo es —respondió Gus sinceramente—. En cierta ocasión leí las tres primeras páginas.
Y, después de leerlas, había sabido lo que venía a continuación y cuál sería el desenlace, y había perdido todo su interés. La biblioteca había sido un error, uno más de una docena de experimentos similares. Si deseaba familiarizarse con la literatura humana, le hubiera bastado con hojear los libros en cualquier librería, en vez de comprarlos y hacer lo mismo en casa. Hiciera lo que hiciera, no podía esperar que su personalidad se proyectara en el objeto de la contemplación, para extraer una emoción.
Aunque, a fin de cuentas, unas hileras de libros, por muy inútiles que fueran, resultaban preferibles a una pared desnuda. Para Gus, la cultura moderna no tenía un significado mayor que la cultura de los Incas. Por mucho que lo intentara, él no podría ser nunca un Inca. Ni siquiera un Maya o un Azteca, ni nada que se le pareciera.
Pero él no tenía ninguna cultura propia. Este era el problema; el doloroso vacío; la falta de raíces, la ausencia absoluta de un lugar en el cual quedarse y decir: «Esto es mío.»
El hombre le entregó el sobre.
—Tome —dijo bruscamente, habiendo decidido por fin que debía hacerlo, a pesar de su evidente nerviosismo ante la probable reacción de Gus.
Gus abrió el sobre y leyó la nota. Luego, tal como había hecho su visitante, miró a su alrededor. Una expresión de pesar asomó a sus ojos.
—Yo... quiero que sepa que lo lamento mucho —murmuró el hombre—. Todos lo lamentamos.
Gus asintió apresuradamente.
—Desde luego, desde luego.
Se acercó a la ventana y miró a través del cristal. Sonrió amargamente, contemplando el recortado césped, los macizos de flores. Había trabajado mucho, cavando el suelo, sembrando, regando... para nada. El solar y la casita estaban condenados, de un modo definitivo.
—Van a... van a convertir la carretera en una autopista —explicó el hombre.
Gus asintió con aire ausente.
El hombre se acercó más y bajó la voz.
—Mire... me encargaron que le dijera una cosa que no podían comunicarle por escrito.
Se acercó todavía más, y echó una recelosa ojeada a su alrededor antes de hablar. Apoyó su mano en el desnudo antebrazo de Gus.
—Cualquier precio que pida usted estará bien —murmuró—, con tal de que no sea demasiado exagerado. El Condado no pagará la factura. Ni siquiera el Estado, ¿comprende?
Gus comprendió. Las autopistas son construidas a cargo de los gobiernos nacionales.
Comprendió algo más. Los gobiernos nacionales no actúan de ese modo a menos de que exista un buen motivo.
—¿Una autopista entre Hollister y Farnham? —preguntó.
El hombre palideció.
—No estoy seguro —murmuró.
Gus sonrió. Sabía que el hombre se estaba preguntando cómo había podido enterarse. De todos modos, la cosa no podía ser un secreto, y el objetivo de aquella autopista era evidente. Además, el hombre saldría pronto de dudas.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó bruscamente Gus.
—Yo... Harry Danvers.
—Bueno, Harry, suponga que le digo a usted que yo podría evitar que se construyera la autopista... Suponga que le digo que ningún bulldozer podría acercarse a este lugar, que ninguna pala mecánica podría excavar este suelo, que los cartuchos de dinamita no podrían estallar... Suponga que le digo que si construyen la autopista se convertirá en algo tan blando como un helado, si se me antoja, y discurrirá como un río..
—¿En?
—Présteme su pluma.
Danvers la sacó maquinalmente del bolsillo superior de su chaqueta y se la entregó. Gus la colocó entre las palmas de sus manos y la enrolló en forma de bola. Luego hizo botar varias veces aquella bola sobre la recia alfombra. A continuación la estiró entre sus dedos, devolviéndole su forma cilíndrica. Se la entregó de nuevo a Danvers.
El hombre la contempló, asombrado.
—Bueno —inquirió Gus—, ¿no siente usted curiosidad por saber cómo lo hice, y quién soy?
Harry Danvers sacudió la cabeza.
—Un buen truco. Supongo que ustedes, los magos, deben pasar mucho tiempo practicando, ¿verdad? Creo que yo no sería capaz de dedicar tanto tiempo a una afición.
Gus asintió.
—Ese es un punto de vista muy saludable y muy práctico —dijo.
Miró por encima del hombro de Danvers hacia el césped, y sonrió tristemente.
Sólo Dios puede hacer un árbol, pensó, contemplando los arbustos y los macizos de flores. ¿Debemos limitar nuestro esfuerzo, por tanto, a los trabajos de jardinería? ¿Debemos convertirnos en los jardineros de los humanos ricos en sus lujosas mansiones, conduciendo nuestros antiguos y oxidados vehículos, engrasando nuestras cortadoras de césped, arrodillándonos ante las leyes humanas, acercándonos a la puerta de la cocina a pedir un vaso de agua en un cálido día de verano?
La autopista. Sí, él podía evitar que se construyera la autopista. O hacer que discurriera rodeando su casita. Podía obligar a su mente a trabajar de un modo exhaustivo, y nadie vería la casita, el césped, el rosal, ni al anciano bebiendo su cerveza. Mejor dicho, viendo todo aquello, nadie le prestaría la menor atención.
Pero la primera vez que fuera al pueblo, o cuando muriera, acabaría todo, y, ¿qué pasaría entonces? La curiosidad, la investigación, tal vez un fragmento de teoría aquí o allá para ser encajado con otro fragmento en alguna otra parte. ¿Qué vendría después? ¿Un pogrom?
Sacudió la cabeza. Los humanos no podían ganar, y perderían monstruosamente. Por eso no podía dejarles una pista a los humanos. No le gustaba degollar ovejas, y dudaba de que a sus compañeros les gustara.
Sus compañeros. Gus hizo una mueca. El único del que podía estar seguro era Halsey. Tenía que haber otros, pero no había modo de descubrirlos. No provocaban ninguna reacción de los humanos. No dejaban ningún rastro que pudiera seguirse, únicamente si se mostraban por su propia iniciativa, como Halsey, podían ser vistos. Desgraciadamente, no existía ninguna línea telepática privada entre ellos.
Gus se preguntó si Halsey esperaba que alguien le reconociera y entrara en contacto con él. Se preguntó si Halsey sospechaba siquiera que había otros como él. Se preguntó si alguien había reconocido a él, cuando el nombre de Gus Kusevic había aparecido ocasionalmente en los periódicos.
Es el amanecer de mi raza, pensó. La primera generación. Y me pregunto dónde estarán las mujeres.
Se volvió hacia Danvers.
—Quiero por esta casa lo que pagué por ella —dijo—. Ni un centavo más.
Los ojos de Danvers se fruncieron ligeramente. Luego suspiró y se encogió de hombros.
—Eso es cuenta suya —dijo—. Pero, si estuviera en su caso, yo le apretaría las clavijas al gobierno.
Sí, pensó Gus. No dudo de que lo harías. Pero yo no quiero hacerlo porque a un chiquillo no se le pide un caramelo, sencillamente.
De modo que el superman empaquetaría sus cosas y se apartaría del camino de los humanos. Gus reprimió una carcajada que pugnaba por asomar a sus labios. La evolución, por fortuna, no se había dado cuenta aún de que existía una sociedad humana que producía un ser con determinadas modificaciones. A fin de proteger a esta nueva especie, cuyos miembros estaban tan terriblemente dispersos, aquella sociedad les proporcionaba un disfraz perfecto.
Resultado: cuando el joven Augustin Kusevic ingresó en la escuela, se descubrió que no tenía ningún certificado de nacimiento. Una realidad brutal era que sus padres humanos olvidaban a veces su existencia durante días enteros.
Resultado: cuando el joven Gussie Kusovic trató de ingresar en la escuela superior, se descubrió que nunca había cursado estudios primarios. No importaba que pudiera citar nombres de profesores, libros de texto, o número de aulas. Las angustiosas entrevistas eran olvidadas. Nadie dudaba de su existencia: la gente recordaba el hecho de su existir, y el hecho de su haber actuado y haber sido objeto de actos ajenos. Pero sólo como si lo hubieran leído en algún libro infinitamente tedioso.
Gus no tenía amigos, ni pasado, ni presente, ni amor. No tenía ningún lugar donde quedarse. De haber existido esos seres llamados fantasmas, Gus hubiera encontrado en ellos sus camaradas.
En la época de su adolescencia, había descubierto una absoluta desvinculación con la raza humana. Estudió el fenómeno, porque era la característica más relevante de su medio. Pero no le dijo nada que tuviera un valor personal; sus motivaciones, su moral, no encontraban en él reacciones correspondientes. Y las suyas, desde luego, no hacían ninguna impresión en aquella raza.
La vida del campesino de la antigua Babilonia interesa únicamente a unos cuantos antropólogos, ninguno de los cuales desearía ser un campesino babilónico.
Habiendo resuelto la ecuación social humana desde su desapasionado punto de vista, y sin preocuparse más que el naturalista que descubre que los ciervos son muy aficionados a las hojas tiernas de los álamos, se entregó a un relajamiento físico. Descubrió la emoción de provocar una pelea y de ganarla; de hacer que alguien le prestara atención, mediante un simple expediente: aplastar su raíz.
Podía haberse convertido en un obrero fijo en los muelles de Manhattan, si otro portuario no le hubiera acuchillado con una navaja. Se vio obligado a matar al hombre.
Aquello había sido el final de un combate personal sin normas que lo regularan. Gus descubrió, no con horror sino con disgusto, que podía asesinar a un hombre sin que le pasara nada. No se llevó a cabo ninguna investigación, nadie trató de darle caza.
De modo que aquello había sido un final, pero le había conducido a la única evasión posible de la trampa para la cual había nacido. Descartada por carecer de significado la competición intelectual, el deporte organizado aparecía como la única réplica. Regulando sus esfuerzos y haciendo que quedaran anotados en la lista de records, proporcionaban la primera continuidad oficial que su vida había conocido. La gente olvidaba aún sus hazañas, pero cuando consultaban la lista de records su nombre figuraba allí. Un expediente puede perderse. Los archivos de una escuela pueden desaparecer. Pero resulta casi imposible que las hazañas de un atleta dejen de pasar a la posteridad.
A Gus le parecía —y pensaba mucho en ello— que esa cadena de progresión era inevitable para cualquier macho de su especie. Cuando, tres años antes, descubrió a Halsey, su hipótesis quedó fortalecida. Pero, ¿qué consuelo podía encontrar en Halsey, otro macho como él? Gus no tenía intención de establecer contacto con Halsey.

Harry Danvers carraspeó.
Gus volvió rápidamente la cabeza y le miró, desconcertado: se había olvidado de él.
—Bueno —dijo Danvers—. Creo que voy a marcharme. Recuerde que sólo tiene dos meses de plazo.
Gus asintió.
El hombre había entregado su mensaje. ¿Por qué no reconocía Gus que servía a su propósito, y se marchaba?
Gus sonrió tristemente. ¿A qué propósito servía el homo nondescriptus, y a dónde iba a ir? Halsey estaba descendiendo ya a lo largo del bien trazado camino. Y los de su especie sólo podían reconocerse unos a otros a través de un complicado proceso de eliminación; tenían que observar a las personas en las cuales no se fijaba nadie.
Gus abrió la puerta a su visitante, vio la carretera y sus pensamientos volvieron a concentrarse en la autopista.
La autopista se extendería desde Hollister, que era un empalme ferroviario, hasta la base de las fuerzas aéreas de Parnham, donde sus cálculos en sociomatemáticas habían predicho hacía mucho tiempo que sería construida y lanzada la primera nave espacial.
Gus suspiró. Allí, en el espacio, en alguna parte más allá del sistema solar, había otra raza. La huella de sus visitas a la Tierra era evidente. Los humanos se enfrentarían con ellos, y de nuevo podía predecir el resultado; los humanos ganarían.
Gus Kusevic no podría ir a investigar los retos que sin duda se escondían entre las estrellas. ¿Qué credenciales podía presentar para que le admitieran en las fuerzas aéreas? ¿Quién se acordaría de ellas al día siguiente si tuviera alguna? ¿Quién se acordaría de reservar un catre para él, o de cargar suministros para él, o de añadir su consumo al total cuando llegara el momento de utilizar el oxígeno?
¿Embarcar como polizón? Nada más fácil. Pero, ¿quién moriría para que él pudiera vivir dentro del reducido espacio de la nave? ¿A qué oveja degollaría, y con qué objetivo útil en último término?
—Bueno, hasta la vista —dijo Harry Danvers.
—Adiós —dijo Gus.
Danvers avanzó por el enlosado camino y se dirigió hacia su automóvil.

Creo, se dijo Gus a sí mismo, que hubiera sido mucho mejor para nosotros que la evolución fuera un poco menos protectora y un poco más previsora. Un pogrom ocasional no nos hubiera causado ningún daño. Un ghetto resuelve al menos el problema del noviazgo.
Nuestra semilla había sido esparcida por el suelo.
Súbitamente, Gus echó a correr, impulsado por algo que no se detuvo a analizar. Miró a través de la ventanilla del automóvil, a punto de emprender la marcha, y Harry Danvers le devolvió una mirada aprensiva.
—Danvers, usted es aficionado a los deportes —dijo Gus apresuradamente, dándose cuenta de que su tono era demasiado apremiante, de que estaba sobresaltando a Danvers con su vehemencia.
—Es cierto —respondió Danvers, removiéndose nerviosamente en su asiento.
—Quién es el campeón del mundo de los pesos pesados? —preguntó Gus.
—Mike Frazier. ¿Por qué?
—¿A quién derrotó para obtener el título? ¿Quién era el anterior campeón?
Harry Danvers frunció los labios.
—¡Hum! Han pasado mucho años... No lo sé. No lo recuerdo. Pero puedo consultarlo, si le interesa.
Gus suspiró.
—No importa —dijo.
Dio media vuelta y regresó a la casa, mientras Harry Danvers se alejaba en su automóvil.
El televisor continuaba encendido. Gus comprobó la marcha del partido. Halsey había conseguido una carrera, y el lanzador de los Gigantes otra. Los Gigantes bateaban, y era el último lanzamiento de la novena entrada. La cámara se concentró en el rostro de Halsey.
Halsey miró al bateador con un desinterés absoluto, echó el brazo izquierdo hacia atrás y lanzó la bola.



V - INVENTOS MARAVILLOSOS


EL PATRIOTA INGENIOSO
Ambrose Bierce


Habiendo obtenido una audiencia del Rey, un Patriota Ingenioso sacó un papel de su bolsillo, diciendo:
—Majestad, tengo aquí una fórmula para construir unas planchas de metal que ningún cañón puede atravesar. Si esas planchas son adaptadas a los buques de la Marina Real, nuestra flota de guerra será invulnerable, y, por lo tanto, invencible. Van incluidos, también, los informes de los ministros de Vuestra Majestad, atestiguando lo valioso del invento. Cifro mis derechos de inventor en un millón de tumtums.
Después de examinar los documentos, el Rey los dejó a un lado y prometió al Patriota Ingenioso que le haría extender un pagaré de un millón de tumtums por el Ministro del Departamento de Extorsión.
—Y aquí —dijo el Patriota Ingenioso, sacando otro papel de otro bolsillo— tengo los planos de un cañón que he inventado y que puede atravesar aquellas planchas. El hermano de Vuestra Majestad, el Emperador de Bang, tiene muchos deseos de comprarlo, pero mi lealtad al trono y a la persona de Vuestra Majestad me impulsa a ofrecérselo primero a Vuestra Majestad El precio es un millón de tumtums.
Habiendo recibido la promesa de otro pagaré, el Patriota Ingenioso introdujo su mano en otro de sus bolsillos, mientras observaba:
—El precio de ese irresistible cañón hubiera sido mucho mayor, Vuestra Majestad, de no mediar el hecho de que sus proyectiles pueden ser neutralizados eficazmente por medio de mi sistema de tratar las planchas de metal con un nuevo...
El Rey hizo una seña al Gran Factótum para que se acercara.
—Registra a este hombre —dijo—, y dime cuántos bolsillos tiene.
—Cuarenta y tres, Vuestra Majestad —dijo el Gran Factótum, cuando hubo terminado el registro.
—¡Oh, Majestad! —gritó el Patriota Ingenioso, aterrorizado—. Uno de ellos contiene tabaco.
—Cógelo por las piernas, ponle boca abajo y sacúdelo —dijo el Rey—. Luego dale un pagaré de cuarenta y dos millones de tumtums y haz que le corten la cabeza. Y prepara un decreto estableciendo que, en adelante, el ingenio será castigado con la pena de muerte.



EL IGUALADOR
Norman Spinrad


La estación experimental israelí era pequeña y no llamaba la atención. Había sido planeada de aquel modo. Cinco edificios de hormigón de una sola planta, dispuestos como los lados de un pentágono, rodeados por una verja sin electrificar. Cierto, había unos cuantos soldados montando guardia, pero en aquel punto del Negev lo raro hubiese sido que no hubiera soldados, aunque los edificios hubieran correspondido a una estación agrícola, como oficialmente se decía.
Unos cuantos soldados, unos cuantos científicos, una serie de laboratorios: el equivalente israelí del Proyecto Manhattan.
Las manos del doctor Sigmund Larus estaban temblando. Pero sus ojos no se molestaron en registrar el temblor; estaban clavados en la caja de metal que reposaba sobre la mesa del laboratorio. Su tamaño era aproximadamente el de un pequeño bolso de viaje, y pesaba considerablemente menos de un centenar de libras.
Y esto, pensó el Doctor Larus, es sólo el prototipo: rústico, provisional, cinco veces mayor de lo que sería el modelo miniaturizado. ¿Qué tamaño tenía la primera bomba atómica? Pesaba millares de libras. Ahora las había tan pequeñas que un hombre podía transportarlas.
Larus se mordió el labio inferior. ¿Qué he estado haciendo?, pensó.
¿Cómo había llegado a esto? Empezó inocentemente, con el descubrimiento de objetos enigmáticos, cuasi estelares, mucho más allá de los límites de la galaxia. Pero aquellos misteriosos objetos desprendían increíbles cantidades de energía, superiores a las obtenidas mediante cualquier reacción conocida, incluyendo las reacciones materia-antimateria.
El problema resultó fascinante. ¿Qué eran aquellos objetos cuasi estelares, y cómo desprendían tanta energía?
Había sido el trabajo más excitante de su carrera. Todos sus cálculos apuntaban a una sola respuesta posible: solamente una reacción podía producir semejantes cantidades de energía: la aniquilación total de la materia.
La inevitable pregunta siguiente era cómo. ¿Qué podía conducir a la aniquilación total de la materia, a la conversión total de la materia en energía?
¡Y qué pregunta! Larus parpadeó al recordar los interminables meses de cálculos que le habían conducido a su primera respuesta experimental. Aquel primer documento se había limitado a describir los factores que debían coincidir en un campo teórico para que la energía encerrada en él se convirtiera inmediata y totalmente en energía. Larus no había soñado nunca que un campo semejante pudiera ser producido electrónicamente...
Pero otras personas habían opinado de un modo distinto.
¡Tres comunicaciones!, pensó Larus. Tres ininteligibles y especulativas comunicaciones en una revista de astrofísica. En aquella época, a Larus le hubiera sorprendido muchísimo enterarse que en el mundo entero había media docena de físicos capaces de entender su teoría.
Larus contempló la caja de metal. Los militares, pensó con cierta amargura, poseían el don de captar lo fundamental en cualquier terreno científico. Al menos, lo que ellos consideran fundamental.
Una breve frase de una de sus comunicaciones había lanzado sobre él a los militares israelíes, como una horda de parientes hambrientos: «En consecuencia, esas ecuaciones tienden a señalar la posibilidad teórica de generar enormes cantidades de energía a muy bajo costo, puesto que el rendimiento vendría dado por la destrucción de la propia materia, en tanto que la potencia necesaria para generar un campo semejante sería comparativamente insignificante...»
Una frase tan vaga, pensó Larus. Pero en algunas mentes había significado cuatro palabras sencillas y explícitas.
Una Gran Bomba Barata.
¡Oh! Habían sido muy listos y muy astutos.
«Doctor Larus, ¿no le gustaría que un gobierno financiara sus interesantes trabajos acerca de esos... objetos cuasi estelares? ¿No cree que si pudiera producir el campo que provoca la aniquilación de la materia estaría usted en condiciones de comprender la física de esos objetos? Bueno, es un placer para nosotros notificarle que su gobierno se sentirá orgulloso de contribuir al progreso de la..., ejem..., astrofísica. De hecho, le construiremos un pequeño laboratorio en medio del desierto de Negev, donde reina una tranquilidad absoluta..., ahora que las patrullas de la O.N.U. se encargan de los terroristas árabes».
De modo que el doctor Larus había entrevisto la posibilidad de trabajar con abundancia de medios y sin preocupaciones en un problema fascinante. Y el resultado, después de tres años de labor, era... esto.
Larus siguió contemplando la caja de metal. Deja de engañarte a ti mismo, pensó. Sabes qué nombre le darán, lo sabes desde hace mucho tiempo. Sólo hay un nombre para esa pequeña monstruosidad. Adelante, dilo en voz alta.
—La Bomba de Conversión —murmuró lentamente—. La Bomba de Conversión.
Dentro de aquella pequeña caja había una fuerza explosiva equivalente a una bomba de hidrógeno.
E = mc2, pensó, la ecuación de Einstein. ¡Pobre Einstein! Un hombre bondadoso que sólo deseaba la paz. Y ahora yo he hecho que esa ecuación sea cierta, absolutamente cierta.
La teoría es muy complicada, pensó, pero el mecanismo es muy sencillo. Una vez conocido el sistema operativo, resultaba barato y fácil. Una libra de... cualquier cosa en la cámara del campo. Se pulsa el interruptor, y el campo empieza a actuar. Lo que hay en la cámara se transforma en energía..., y centenares de millas cuadradas quedan destruidas.
Tan sencillo... Larus no se hacía ilusiones: el secreto no tardaría en divulgarse. Tal vez nadie, excepto él mismo, comprendía realmente la teoría del asunto. Pero un simple montador de aparatos de televisión podía construir una bomba si disponía de los planos.
Y, ¿cuánto tiempo se había mantenido el secreto de la bomba atómica?

—Doctor Larus —resonó la poderosa voz del coronel Ariah Sharet, mientras penetraba en la estancia—. ¿Ha terminado usted?
Sin esperar una respuesta, se acercó a Larus. Era un hombre alto y robusto, de treinta y siete años, vestido con una camisa y un pantalón corto de color caqui. Sus cabellos eran negros y lisos, y su áspera piel estaba muy bronceada. Llevaba un.45 al cinto.
—He terminado —murmuró Larus.
Al lado del robusto Sharet, su frágil y viejo cuerpo parecía aún más pequeño que de costumbre.
—Es tan pequeño... —dijo Sharet.
—Puede ser más pequeño —suspiró Larus—. Mucho más pequeño.
—Estamos salvados —dijo Sharet—. ¿Se da cuenta de lo que ha hecho, Doctor Larus? Ha salvado usted a Israel. Sabemos que los egipcios tienen proyectiles dirigidos, y podemos estar seguros que dentro de unos años tendrán una bomba atómica. Cuarenta millones de árabes armados con proyectiles dirigidos nucleares, contra dos millones de judíos... ¿Qué posibilidades tendríamos? Seríamos asesinados, arrojados al mar. Tarde o temprano, acabarían con nosotros. Pero, ahora...
—Ahora, ¿podremos arrojarles a ellos al mar? —inquirió Larus—. Ahora, ¿podremos asesinarles a ellos?
—No comprende usted las derivaciones de la Bomba de Conversión... ¿Cuánto costaría fabricar esa bomba? ¿Y producirla en masa?
—¿Cuánto? Dos, tres mil libras a lo sumo. Una vez se conoce, todo es muy sencillo y barato.
—¿Se da cuenta? Podemos fabricar centenares de bombas. Y, pueden ser tan pequeñas, que podríamos enviarlas por correo. A partir de este momento, Israel es una potencia mundial.
—¡Una potencia mundial! —repitió Larus, con una risita burlona—. Dos millones de personas, un país tan pequeño que un reactor apenas puede dar un giro de 180 grados sin salirse de él... ¡Una potencia mundial! Mi querido coronel, hay setecientos millones de chinos en el mundo, más de doscientos millones de rusos, otros tantos norteamericanos, y unos cuarenta millones de árabes. Esto es potencia.
El coronel Sharet sonrió.
—Como dirían los norteamericanos, la Bomba de Conversión es «El Gran Igualador». ¿Qué significan la población, los recursos, el terreno? Por unos cuantos millones de libras, podemos tener una capacidad destructiva equivalente a la de Norteamérica o Rusia, e infinitamente superior a la de los árabes. La base del poder es ahora la tecnología. Un progreso científico como la Bomba de Conversión elimina cualquier disparidad en población o territorio. Israel es ahora una potencia mundial. No se trata de un sueño, sino de un hecho evidente.
—¡Oh! Perdone, coronel —suspiró Larus—, pero habla usted como un coronel. De modo que el pequeño Israel ha descubierto una Bomba de Conversión. De modo que ahora somos una potencia mundial. ¿Debo recitarle una lista de países que serán capaces de hacer lo que nosotros hemos hecho? Suecia, Bélgica, Italia, Brasil, Nigeria, Japón, Indonesia, Turquía... etcétera, etcétera, hasta llegar a Costa Rica, Liberia, Laos, Luxemburgo, y quién sabe si algún día Mónaco, San Marino, Nepal, Bhutan y Sikkim. La potencia mundial es ahora un artículo muy barato. Sólo cuesta unos millones de libras.
Sharet se apaciguó. Era cierto. «Potencia mundial» no tardaría en ser una expresión carente de significado. Potencia..., significaría únicamente la capacidad de cada nación para destruir a cada una de las otras.
—Tiene usted razón —dijo—, pero incluso así, nos hemos salvado a nosotros mismos. Al menos, ahora seremos iguales que los árabes. Nosotros no tenemos ningún deseo de conquistar, sólo de vivir. Yo soy un sabra, he pasado toda mi vida bajo los fusiles de los árabes. Ahora sabremos al menos que siempre seremos tan fuertes como ellos. No nos sentiremos ya como hormigas, en perpetuo peligro de ser aplastadas por elefantes.
—Yo no soy un sabra —dijo Larus—. He aprendido en diversas escuelas. Me gradué en Heidelberg. Y me doctoré en Belsen. Todos los hombres no son como usted y como yo, coronel. Los hay que prefieren matar a vivir. ¿Qué hubiera hecho Hitler en ese nuevo mundo de usted, cuando todos los países dispongan del poder necesario para aniquilar a cada uno de los otros países? Lo sabe usted tan bien como yo. Hubiera destruido el mundo. ¿Cuántos países hay en el mundo? Más de cien. ¿Va usted a decirme que uno de esos cien países no producirá otro dictador en potencia? Usted y yo podríamos citar ahora mismo varios países que no vacilarían en utilizar la Bomba de Conversión para destruir el mundo, por el simple placer de matar.
—Entonces, ¿qué debo hacer, según usted?
—¡Olvidar que ha visto esta bomba! —exclamó Larus—. Destruir este lugar. Permitirme quemar mis notas y destruir el prototipo. Permitir que el hombre olvide esta monstruosidad, si tenemos suerte, hasta que esté preparado para ello, hasta que no existan ya naciones, sino únicamente Humanidad.
Sharet frunció el ceño. Había esperado esto.
—¿Y qué será de nosotros? Los árabes no tardarán en estar preparados para destruirnos. Quieren destruirnos.
—¿Qué representan las vidas de dos millones de personas, comparadas con el mundo entero? —dijo Larus.
—¿Acaso no tenemos derecho a vivir? ¿Somos todos santos? ¿Cree usted que nos dejaremos matar, disponiendo de un arma que puede salvarnos?
Larus suspiró.
—¿No podrían ser pronunciadas con tanta justicia las mismas palabras por los hindúes, los pakistaníes, los negros de África del Sur, los tibetanos?
—¡Nosotros tenemos derecho a vivir! —estalló Sharet—. Quizás los tibetanos y los angoleños y los camboyanos tengan tanto derecho a la vida como nosotros. ¿Cree usted que ellos olvidarían un arma que podría salvarles, pensando en el bien de la Humanidad? ¿Lo harían nuestros enemigos?
Larus se sintió viejo y cansado y derrotado. Se preguntó si Einstein se habría sentido así después de Hiroshima.
—Concédame un favor —dijo—. No comunique nada a Tel Aviv hasta haberlo consultado con la almohada. ¿Querrá hacerle este favor a un pobre viejo?
El coronel Sharet no era un hombre despiadado. Ni un hombre completamente libre de dudas.
—Muy bien —dijo—. No puedo negarle lo que me pide.
—Ni puede negárselo a sí mismo —dijo Larus.
—Es posible... —murmuró Sharet—. Es posible...

El Doctor Larus no pudo dormir, pero el hecho no le sorprendió: no había esperado poder hacerlo.
Levantó la mirada hacia el negro cielo del desierto; los millares de estrellas parecían muy remotas y muy frías. El paisaje era áspero, seco y rocoso.
Un terreno duro, despiadado, impersonal, el del Negev, pensó. Agostado y ardiente durante el día, frío, desabrigado y peligroso por la noche.
Se alegraba de encontrarse dentro de la verja protectora. Con la O.N.U. o sin la O.N.U., los terroristas árabes continuaban merodeando por el Negev en las horas nocturnas. Calor durante el día, asesinatos clandestinos por la noche...
Ahora comprendía mejor a Sharet. Ariah Sharet había nacido y crecido en esta tierra dura y hostil. Era una tierra que producía guerreros. Para sobrevivir, había que luchar. Toda una vida con un fusil siempre al alcance de la mano...
No era de extrañar que Sharet deseara la bomba. Tarde o temprano, el enemigo se haría demasiado fuerte. Eran muy numerosos, y en cuanto poseyeran bombas atómicas...
Pero, aquellas estrellas... Larus sabía que las mismas estrellas brillaban sobre el Himalaya, sobre las regiones arroceras desgarradas por la guerra del Sudeste de Asia, sobre las ensangrentadas calles de Budapest... Un centenar de pueblos que sufrían, un centenar de causas justas. ¿Tenía cualquiera de ellos menos derecho que Israel a utilizar la Bomba de Conversión?
Con una terrible lucidez, el Doctor Larus intuyó lo que iba a suceder. Este año, una Bomba de Conversión israelí. El mundo la produciría, tarde o temprano. Y los hindúes, los cubanos, los pakistaníes, los angoleños, todos los pueblos que se creían víctimas de una injusticia, que tenían un enemigo contra el cual defenderse, una nación dividida que reunificar, fabricarían la Bomba de Conversión...
Y estarían tan en su derecho como los israelíes. Ni más ni menos.
Un mundo justiciero, cada pueblo deseando únicamente sobrevivir, deseando únicamente lo que era suyo. Un barril de pólvora esperando la chispa que inevitablemente se produciría. ¿Qué nación ofendida sería la ejecutora del hombre? ¿Los israelíes? ¿Los kurdos? ¿Los ucranianos? ¿Importaba, acaso?
Sigmund Larus alzó la mirada hacia las estrellas del desierto. El hombre era tan pequeño y tan mezquino, y los cielos eran tan grandes... Pero el hombre, pequeño como era, podía volar el planeta y convertirlo en un páramo sin vida. Larus levantó los ojos al cielo e hizo algo que no había hecho en los últimos veinte años. Rezó.
Tampoco Ariah Sharet pudo dormir. Conocía a fondo dos especialidades —historia y ciencia militar—, y ambas exigían decisión. Pero Sharet no podía librarse de la duda. Sentía el enorme peso de la responsabilidad.
Mientras paseaba alrededor de la estación experimental, pensó en Larus. Por mucho que se esforzara la imaginación, Larus no podía ser considerado como un traidor. Un judío que había vivido a través de los horrores de la Europa de Hitler era de facto un patriota israelí. Y, sin embargo, prefería ver destruida su patria a asumir la responsabilidad de fabricar Bombas de Conversión.
Cuestión de antecedentes, pensó Sharet. Un hombre nace con un fusil en su cuna, y si es amenazado, mata. Otro hombre aprende a vivir bajo la bota de un tirano todopoderoso, y cuando su vida está amenazada, se somete.
A uno se le llama guerrero, y al otro cobarde..., o santo.
Pero, ¿dónde empieza la cobardía y termina la santidad? Un hombre debe luchar por su vida cuando es atacado, pensó Sharet. De esto estaba seguro.
Extendió la mirada sobre el desolado Negev. ¿Cuántos ejércitos lo habían atravesado, en uno u otro sentido? Filisteos, fenicios, babilonios, turcos, persas, egipcios... La lista era interminable.
Y ahora Larus abría ante sus ojos el absurdo horror final: dejarse destruir, con los brazos cruzados, mientras el arma que podía salvarles permanecía sin utilizar.
Por el bien de la Humanidad. ¿Qué clase de Humanidad podía pedir eso?
Sharet alzó la mirada hacia las estrellas, como desafiándolas. Sabía que había tomado una decisión. Mientras las naciones existieran, un pueblo tenía derecho a defender su vida, a luchar por su supervivencia. Dio media vuelta y echó a andar hacia su habitación. Sabía que ahora podría dormir.
Al dar la vuelta a la esquina de un edificio, vio la figura del Doctor Larus contemplando el desierto. Bueno, pensó Sharet, dejemos que piense...
Algo acababa de moverse a lo largo de la pared del edificio, a espaldas de Larus. Volvió a moverse, y Sharet pudo ver una figura agazapada a la sombra del edificio.
Sharet desenfundó lentamente su pistola. De pronto, el árabe saltó hacia adelante, en dirección a Larus. Sharet pudo ver la hoja de un cuchillo brillando a la luz de la luna.
Larus dio media vuelta y profirió un grito de pánico.
El árabe se encontraba a menos de cinco pies de distancia de Larus cuando Sharet disparó contra él. Cayó a los pies del científico.
Larus temblaba de pies a cabeza ¡Tan cerca!, pensó. Había visto la muerte antes, en los campos de concentración, y había estado muy cerca de ella, pero no esta clase de muerte, no una daga en las manos de un asesino.
—¡Asqueroso canalla! —gritó, casi sin darse cuenta—. ¡Asesinos!
Sharet tenía razón. Ningún hombre estaba obligado a permitir que otro hombre le degollara. Un hombre debía matar, cuando estaba en juego su vida...
Su cuerpo vibró con emociones de las cuales no se hubiera creído capaz: emociones salvajes, viscerales. Odio, miedo, y el instinto de conservación puramente animal.
La alta figura de Ariah Sharet se erguía ahora al lado del cadáver. Larus estaba de acuerdo con él. El humanitarismo abstracto era una cosa, y la muerte violenta otra.
Sharet empujó con el pie el cadáver hasta colocarlo boca arriba. Al ver el ensangrentado rostro, se le encogió el estómago. El árabe era un chiquillo, de apenas dieciséis años: un pobre niño ignorante. ¿Sabía acaso por qué había muerto?
Ariah Sharet sintió deseos de llorar. ¿Cuántos muchachos como éste habían muerto por cosas que ni siquiera comprendían? Los individuos, lo mismo que los pueblos, tienen derecho a vivir. Sharet no se sentía ya un soldado.
Se sentía un asesino de niños.
—Tiene usted razón —dijeron los dos hombres simultáneamente.
Se miraron el uno al otro.
Sharet fue el primero en recobrarse.
—He matado a un chiquillo —dijo—. Es curioso lo parecidos que son todos los niños. Árabes, judíos, rusos, norteamericanos. Tal vez sea eso lo más importante, y no la geopolítica. Pensar que la Bomba de Conversión puede matar a todos los niños.
—Y yo —replicó Larus—, he tenido una daga en mi garganta.
—Bueno, ahora los dos conocemos por experiencia los motivos de nuestros respectivos puntos de vista —dijo Sharet.
—Desde luego. ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Fabricar Bombas de Conversión y salvarnos a nosotros mismos..., o destruir el prototipo y mis notas y salvar al mundo?
—Me gustaría dejar esa decisión en sus manos —dijo el coronel Sharet.
Larus rió sin alegría.
—Y a mí me gustaría dejarla en las suyas, coronel —dijo.
Una fría brisa sopló a través del Negev. Los dos hombres se estremecieron.
—En física —dijo Larus—, las decisiones son muy sencillas. Un dato es correcto o erróneo, sin más...
—En la vida —replicó Sharet— las cosas son más complicadas. Sabemos que unas cuantas cosas son justas, y que unas cuantas cosas son injustas. Pero, ¿y el resto?
—¿Cuál es la decisión justa, coronel? —preguntó Larus—. Dígamelo, por favor..., si puede.
El rostro de Sharet se nubló.
—No existe ninguna decisión justa —suspiró—. De lo que podemos estar seguros es que nuestra decisión, sea la que sea, será injusta.
Y la noche pareció tornarse más oscura.



EMPALME DE VIDA
Sonya Dorman


—Esto no dolerá —dijo el doctor, inclinándose sobre ella en la blanca cama del hospital desde el cual podía ver solamente una gran bóveda negra de techo, en cuyo centro ardía una furiosa luz. Una estrecha franja de esparadrapo estaba pegada a su nuca. ¿Había resultado herida allí, también?
La blanca manga del doctor cruzó su rostro hacia su ojo derecho, y luego hundió la hipodérmica a través del párpado inferior y el globo ocular, y ella profirió un grito que rebotó en las lejanas paredes y regresó como una flecha para clavarse en su ojo derecho.
—Tch, tch —dijo la enfermera sujetándola por los hombros.
—Mire hacia arriba, mire hacia arriba —ordenó el doctor—. Debe usted mirar hacia arriba.
Ella hizo girar sus globos oculares, prometiéndose a sí misma no volver a gritar.
—¿Por qué no me avisó, sádico?
—¡Tch! —dijo la enfermera, enfurecida.
El doctor empezó a explorar su ojo con varios instrumentos, ninguno de los cuales pudo sentir porque estaba concentrada con rabiosa intensidad en el pinchazo inmediatamente anterior de la hipodérmica y rebelándose contra el hecho que la trataran como un trozo de carne sobre una tabla de carnicero.
—¿Qué soy, un trozo de carne? —preguntó.
—Tranquilícese —dijo otra enfermera, más amablemente, inclinándose hasta quedar dentro del campo visual de su ojo izquierdo, el cual empezó a llenarse de compasión por el ojo derecho, que, sin necesidad que lo dijeran, ella sabía perdido irremediablemente.
—¿Tendré que guardarlo en un vaso de agua por la noche? —preguntó.
El doctor emitió un sonido parecido a una risa.
—No ha perdido usted el ojo —dijo.
—¿Qué he perdido? —preguntó ella.
No podía sentir nada, excepto cierta presión de la muñeca del doctor sobre su pómulo, de modo que debían haber insensibilizado sus nervios con aquella aguja. Pero los médicos no suelen ser demasiado explícitos.
—Es posible que pierda usted la visión de este ojo —dijo el doctor bruscamente.
No estaba dispuesto a mostrarse transigente con una paciente como aquélla.
No pierdas la compostura, se advirtió ella a sí misma, o te amenazarán con algo incluso peor que un pinchazo en el globo ocular sin previo aviso. Era peor haber gritado que ser herida. ¿O no?
La presión sobre su rostro había desaparecido. Los dos párpados estaban siendo apretados suavemente detrás de unas compresas de algodón. Luego, su piel se estiró bajo el esparadrapo. Pudo oír un leve zumbido, suave como tardes de verano.
—No debe usted moverse —dijo el doctor—. La enfermera le dará una píldora si no puede soportar el dolor, pero trate de resistirlo.
No tenía nada más que decir, y se marchó. Inmediatamente, un taladro empezó a horadar un camino a través del ojo derecho de la muchacha, que apretó las mandíbulas, preguntándose si era posible resistir aquello. Apenas veinte segundos después de haber decidido mostrarse cortés y ser una paciente modelo, aulló:
—¡Denme esa píldora!
La enfermera introdujo una píldora en su boca y colocó una pajita entre sus labios para que chupara.
—No se mueva —advirtió la enfermera—. Es esencial para usted que permanezca muy quieta.
La cama empezó a deslizarse sobre unas ruedecillas silenciosas, acompañada por el suave zumbido, y otro sonido, como si un grupo de gente estuviera arrastrando los zapatos, aclarándose la garganta.
La muchacha se desvaneció.
Una opaca blancura brilló a través de todas las cosas, bañando su rostro con un leve calor. La muchacha captó un olor a sopa de pollo. Sus fosas nasales se ensancharon, su boca se abrió.
—Sopa —dijo.
—¡Ah! Está despierta —y la enfermera le introdujo una cucharada en la boca—. Parece usted un pájaro hambriento —dijo. Le sirvió más sopa. Pero, demasiado pronto, dejó de hacerlo.
—¿Se siente mejor? —preguntó la enfermera.
—Estoy muerta de hambre. Esta mañana no desayuné.
—Bueno, es una suerte. Tendría que ver lo que les pasa a algunas personas que sufren un accidente con el estómago lleno.
—Más sopa —suplicó la muchacha.
—Ahora no, es mejor que duerma. Y procure no mover la cabeza.
A intervalos le daban sopa de pollo y le decían que no se moviera, hasta que debió hacerse de día, y le dieron café con leche, le dijeron que no se moviera y le dieron algo para calmar el dolor del ojo.
Al cabo de unos instantes se sintió cansada de dormir y permaneció tendida e inmóvil, con los ojos vendados, contemplando las imágenes. Se deslizaban de derecha a izquierda: banderas, geranios, pasteles, colores sin nombre y un número entre el ocho y el nueve aparecían, aleteaban y se desvanecían. Cuando alguien le dirigió la palabra, las imágenes se interrumpieron.
La voz de un niño dijo:
—A mí me han cortado un brazo. Y tú, ¿tienes los ojos rotos?
—Solamente uno —dijo ella.
—Yo prefiero tener un brazo roto —dijo la voz.
—También yo lo preferiría —dijo ella.
—Yo llevo un albornoz verde. ¿Puedes verlo?
—No, tonto. Tengo los ojos tapados. ¿Llevas también un cinturón verde?
—Lo llevaba, pero lo perdí en casa de Ronny, cuando dormí allí. Creo que pasará mucho tiempo antes que vuelva a casa de Ronny.
—¿Cuántos años tiene Ronny?
La enfermera entró y dijo:
—¡Tch! Lo siento, Miss D. No sabía que la estaba molestando.
—No me molesta —protestó la muchacha.
—Vamos —le dijo la enfermera al niño.
—No pasa nada, no me estaba molestando —dijo la muchacha.
—No se mueva —ordenó la enfermera.
Las imágenes volvieron a flotar, algunas de ellas de colores muy vivos, algunas de ellas descoloridos paisajes de granito y hueso. La muchacha subió a la Luna y saltó diecinueve pies en el aire. Cayó en un lago donde el agua fría se deslizó a lo largo de su mejilla hasta alcanzar su barbilla y perderse en la almohada. Un cerdo gruñó delante de ella y empezó a roer su ojo hasta que entró la enfermera y le dio otra píldora.
Después que le sirvieron una papilla de cereales, empezó a pensar en su madre. Podía imaginar los grandes ojos castaños de su madre derramando lágrimas, cubos de lágrimas, llorando por su pobre hija. «Por el amor de Dios, deja de lloriquear», imaginó que decía su padre, piernilargo, con un pantalón corto a rayas rojas, afeitándose en una soleada mañana, con el cuarto de baño lleno de vapor y oliendo a humo de cigarrillo.
—¿Cómo están los niños? —preguntó.
—¿Qué niños? —preguntó la enfermera.
—Los que iban en el otro automóvil.
—Están perfectamente —dijo la enfermera.
Uno de los niños recogió una pelota de béisbol y la lanzó contra ella, y ella supo que iba a darle en el ojo, de modo que echó la cabeza hacia atrás, pero la almohada la sujetó, la pelota golpeó su ojo y ella profirió un aullido.
—Calma, querida —dijo la enfermera, golpeándola suavemente en la nuca. —Tengo diez años —dijo el niño, cuando la muchacha despertó de nuevo—. Me llamo Bob y sólo tengo un brazo.
—Lo sé. Ya me lo dijiste. ¿Te gusta tener diez años?
—No —dijo Bob—. ¿Cuántos tienes tú?
—Veinte —dijo ella—. Y tampoco me gustaría tener diez.
—¿Es mejor veinte que diez?
—A veces.
—¡Oh! ¡Tch! —dijo la enfermera, entrando.
—¿Le enseñaron eso en la escuela de enfermeras? —preguntó la muchacha.
—¿Si me enseñaron qué?
—A decir «Tch». Se pasa el tiempo repitiéndolo.
—Vamos, Bob, ya sabes que no puedes estar aquí.
La enfermera regresó con el doctor, el cual dijo:
—Puede sentarse, ahora.
—No, gracias, estoy muy cómoda así.
—Quiero decir que puede sentarse en la cama —dijo el doctor.
—No quiero hacerlo.
—Enfermera —inquirió el doctor en voz baja—, ¿cuánto Nembutal ha tomado? No queremos que nos plantee demasiadas dificultades. —Roce de papeles—. ¡Oh! —dijo el doctor—. Bien, bien, Miss D., probaremos de nuevo más tarde, ¿verdad?
—Hay un perro debajo de la cama. Nadie le da de comer.
—Sí —dijo el doctor, y suspiró.
—Un terrier. Tendrían que darle de comer.
La enfermera suspiró.
—Tch. Le daremos de comer, querida. No se preocupe.
Realmente parecía que había un perro debajo de la cama, haciéndole compañía. La muchacha tiró su almohada debajo del lecho para que el perro pudiera tenderse sobre ella. Al cabo de unos instantes, el perro trepó, tirando del alambre que colgaba de la nuca de la muchacha, y se marchó.
Ella deseó que regresara para que le hiciera compañía; deseó más Nembutal; y de repente deseó ser amada. Cuando hizo tintinear la copa, el champaña se derramó y unas cuantas burbujas chocaron contra sus mejillas suavemente, dulcemente, mientras sonaba una música encantadora. ¿Qué aspecto tendría su ojo?
—¿Tendrá un aspecto horrible? —le preguntó al doctor, que estaba hurgando en los vendajes con algo metálico y frío.
—Desde luego que no. Se habrá formado una película sobre la cicatriz. Más tarde desprenderemos la película.
—¿Pinchándome el ojo con una de esas agujas?
—Mantenga los ojos cerrados —ordenó el doctor, y ella obedeció—. No querrá que operemos sin anestesia —comentó. Levantó las compresas de algodón y la muchacha experimentó un estremecimiento en los párpados—. Puede intentar abrirlos —dijo el doctor.
¿Intentarlo? Desde luego. Levantó los párpados y la luz del día cegó sus ojos en menos de un segundo. Brotaron las lágrimas y se deslizaron por sus mejillas.
—Hará falta algún tiempo —dijo el doctor. La enfermera pasó un paño por el rostro de la muchacha—. Poco a poco.
—Hoy es domingo. Quiero leer los chistes.
—Bien, adelante y léalos —dijo el doctor.
Notó algo —¿el periódico?— en su mano derecha. Lo tomó. Abrió el párpado del ojo sano y miró. Los Piratas de Doran mostraban todos los colores del arco iris; los globos estaban llenos de hormigas negras. Ella cerró los ojos, volvió a intentarlo al cabo de unos instantes. Betsy nadaba en sopa verde, que goteaba por el borde de la página.
—¡Oh! ¡Al diablo! —exclamó, tendiéndose de nuevo.
De cuando en cuando levantaba los párpados lentamente, y cada vez los abría más y los mantenía abiertos durante más tiempo. Practicó durante horas enteras. Cuando entró la enfermera, la muchacha preguntó:
—¿Podrían darme un espejo?
—No tenemos espejos en las habitaciones, querida. Cuando pueda andar, encontrará uno en el cuarto de baño.
—Pero, ¿qué aspecto tengo?
La enfermera la miró atentamente.
—No está mal —dijo—. Tiene un ojo un poco nublado, pero eso no tardará en desaparecer.
La muchacha gruñó:
—Un aspecto horrible, lo sé. Gracias, de todos modos.
La enfermera se dirigió en busca del doctor, que estaba al otro lado del pasillo, delante de la puerta de una inmensa aula, hablando con dos visitantes. La enfermera le dijo:
—¿Debemos interrumpir el ciclo de Miss D.?
—Sí, pero sólo durante dos días. Tenemos ya una nueva promoción de oftalmólogos esperando.
Y el doctor se volvió cortésmente hacia los visitantes.
—El circuito de la paciente ha quedado bloqueado —les explicó—. Pero dentro de dos días será puesto de nuevo en marcha.
Uno de los visitantes preguntó:
—¿Cómo inician ustedes el ciclo?
El doctor pareció sorprendido.
—¡Oh! Reproducimos la herida o la lesión original, desde luego.
El otro visitante preguntó:
—¿No se dan cuenta nunca? Me refiero a si ellos no tienen conciencia, en algún momento, de estar siendo objeto de un experimento.
—Claro que no —respondió el doctor secamente.
—¿Cómo los reemplazan?
El doctor hundió las manos en sus bolsillos y condujo a los visitantes hacia otra sala.
—Este piso siempre está lleno —explicó—. Víctimas de accidentes sin identificar, o que no tienen parientes, o, en su mayor parte, que no tienen dinero para pagar la factura de una clínica.
La enfermera pasó junto a ellos con una bandeja que contenía un pequeño vaso de papel con algunas píldoras.
—¿Más píldoras? —preguntó la muchacha.
—¿Es que no quiere marcharse a casa, Miss D.? Tiene que ser obediente. Ya estamos terminando con usted.
Ella empezó a murmurar: «Están terminando conmigo...», mientras la enfermera introducía la píldora en su boca y le daba un vaso de agua.
—Sí, sí, a casa con mamá, con mam... —balbuceó, sintiéndose invadida por una dulce somnolencia.
—Tome otro sorbo —dijo la enfermera, apretando el vaso contra su labio inferior.
La muchacha tragó dos veces, una para la píldora, otra para el agua.

—Esto no dolerá —dijo el doctor, inclinándose sobre ella. La muchacha vio su blanca manga cruzar su rostro hacia su ojo derecho, y entonces el doctor hundió la hipodérmica a través del párpado inferior y el globo ocular, y ella profirió un grito. Los jóvenes estudiantes que llenaban el auditorio se estremecieron y se inclinaron hacia adelante para ver mejor.
—Mire hacia arriba —ordenó el doctor—. Debe usted mirar hacia arriba.
Ella hizo girar sus globos oculares, prometiéndose a sí misma no volver a gritar.
Alzó la mirada, por encima de la jaula de plástico de la hipodérmica, hasta la hilera de colinas cubiertas de crujiente nieve.
Estaban llenas de gente. Seguramente formaban parte de un grupo de excursionistas invernales.
Iré, se prometió a sí misma.
—Me levantaré e iré —aulló.
El doctor murmuró:
—De acuerdo, de acuerdo. El nervio óptico se está desgastando, tal como suponía.
Luego, levantando ligeramente la voz, le dijo a la muchacha, mientras continuaba hurgando en las profundidades de su ojo herido:
—Sí, irá usted. Pasará unas vacaciones estupendas.
—Pero quiero llevarme mi ojo —insistió la muchacha—. Lo quiero, lo necesito.
—Tch, querida —dijo la enfermera, en tono tranquilizador—. No diga nada ahora.
—Se llevará usted su ojo —le prometió el doctor—. Ahora, aguante un poco. Terminaremos pronto.
Pero en su voz había desesperación, y ella no lo creyó. Era evidente que había perdido el ojo.
¿Y qué más había perdido?
No se atrevió a mover la cabeza, pero bajo la fría y esterilizada sábana que la cubría, unió sus manos como en un gesto de plegaria.



EL DUPLICADOR DE MATERIA
Ralph Williams


El Coordinador de Sector frunció el ceño, estudiando el informe que reposaba sobre su escritorio. A pesar que éste estaba redactado con la concisa simbología del cálculo sociodinámico, cubría varias páginas.
—¡Absurdo! —dijo—. ¡Completamente absurdo!
El Jefe del Equipo de Observación asintió.
—Completamente —dijo—. Pero válido.
—Es ridículo. Su prognosis señala la completa auto-exterminación de los nativos de ese planeta..., hum..., «Tierra», en menos de un trimestre galáctico. Es..., bueno, absurdo.
—Exactamente —dijo el observador.
—No podemos permitirlo. Necesitamos ese planeta. El único sistema habitado en un radio de cincuenta años-luz, una civilización en el mismo lindero de la expansión tecnológica, joven, vigoroso..., y ahora, esto. Tenemos que asumir el control directivo, enviar allí todo un equipo administrativo... No, eso costaría billones, por el mismo precio podríamos establecer una colonia con individuos de nuestra raza. Tiene que haber un error.
El Coordinador hojeó el informe De pronto exclamó:
—¡Ah! Creo que he dado con él. Aquí, esta función beligerante, una generalización puramente inductiva que usted aplica en una situación sin precedente. No es válida. En efecto, dice usted que esa gente no puede entenderse mutuamente. Y toda su historia es una historia de adaptación: toman cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa, según sus datos de observación, y la adaptan a sus fines.
El Observador Jefe asintió.
—Unos fines individuales, no sociales. Ese es el quid. Primero yo, después yo y siempre yo. La cosa funciona bastante bien cuando un hombre no puede llegar mucho más lejos de la distancia a la cual puede lanzar una piedra, o gritar órdenes en un radio de unos centenares de metros. Pero se complica cuando uno puede decir «Salta, rana» a todo un continente, apoyando su orden con bombas de hidrógeno. Para controlar esa palanca de poder, se requiere adaptabilidad cultural, instintiva o razonada. Y esa gente carece de ella.
Hizo una pausa y se rascó pensativamente la barbilla, o lo que hubiese sido su barbilla, si hubiera sido humano.
—Admito, sin embargo —continuó—, la posibilidad de un error por nuestra parte. De modo que hemos preparado una prueba. Con su autorización, pretendemos ofrecer un artilugio a esa gente. Inofensivo, individualmente deseable, pero culturalmente mortal. Ofrecido de un modo que puedan aceptarlo o rechazarlo, bajo su entera responsabilidad. Lo bueno del caso es que mataremos dos pájaros de un tiro. Si lo aceptan, destruirán su civilización y lo único que tendremos que hacer será trasladarnos y llenar el vacío. Si lo rechazan, no tendremos que trasladarnos, será que estoy equivocado.
—¿Qué clase de artilugio?
—Bueno, ¿qué clase de artilugio puede obtener un resultado positivo? Recuerde, una cultura sumamente competitiva, basada en la economía de la escasez; cosas, propiedad o uso, intercambiada por servicios sobre una base individual...
—¡El duplicador de materia!
—Exactamente.

Era alrededor de media mañana, creo, cuando oímos los primeros rumores acerca del duplicador en Brown's.
Uno de los oficinistas me habló del asunto durante el descanso de diez minutos del que gozábamos por la mañana para tomar café. La historia era que alguien había inventado una máquina que podía reproducir instantáneamente, como por arte de magia, cualquier objeto físico. El oficinista se había enterado por una de sus compañeras, que a su vez había conocido la noticia por uno de los clientes.
En unos grandes almacenes como Brown's, con tantas mujeres empleadas, se oyen toda clase de rumores.
—Bueno, eso es muy interesante, desde luego —le dije al oficinista—. Veremos qué inventan ahora...
Sin embargo, unos minutos más tarde, Pete Martens, del Departamento de Electrodomésticos, me llamó para decirme que estaban dando la noticia en la Televisión.
—Será mejor que venga a echar una mirada, Mr. Thomas —me dijo—. Si no se trata de un truco, es algo muy importante.
—Gracias, Pete —le dije—. Iré en seguida.
No tengo ningún televisor en mi oficina porque creo que sería un mal ejemplo para el personal directivo.
En Electrodomésticos había varios grupos de clientes y vendedores reunidos alrededor de los demostradores. Pete me vio salir del ascensor y agitó una mano.
—Aquí, Mr. Thomas —dijo, cediéndome su puesto.
Le di las gracias y miré a la pantalla. Un hombre sentado detrás de una mesa, hablando. Sobre la mesa había una caja negra, cuadrada, de unas diez pulgadas en cada uno de sus lados, con dos platillos, uno al lado del otro, en la parte superior: algo parecido a unas balanzas de cocina. En la parte delantera de la caja había un botón rojo. Debajo se veía una placa con unas palabras impresas.
—...cualquier cosa que quepa en el platillo —estaba diciendo el nombre—, absolutamente cualquier cosa.
Tomó un par de tijeras, las colocó en uno de los platillos y apretó el botón. Un par de tijeras idénticas apareció instantáneamente en el otro platillo. El hombre rebuscó en sus bolsillos, sacó una llave y la duplicó. Se quitó las gafas y las duplicó.
—También puede hacer esto —dijo el hombre—. Déme el otro duplicador, por favor.
Apareció una mano en la pantalla, sosteniendo un aparato similar al que el demostrador había estado utilizando. El hombre lo colocó sobre un platillo, apretó el botón y en el otro platillo brotó un duplicado. El hombre, después de sacar los dos aparatos de los platillos, barrió la mesa con un amplio gesto de su brazo y tiró la máquina original al suelo. Al caer se rompió en mil pedazos. El demostrador sonrió y miró a la cámara.
—No se preocupen —dijo—. Podemos obtener muchas más.
Con la máquina que acababa de hacer duplicó otra, otra, otra; hasta que la mesa quedó cubierta con ellas.
—¿Cómo funciona eso? —le pregunté a Martens.
—Se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe. Había un par de ellas en la escalinata del Ayuntamiento, esta mañana. No llevaba marca de fábrica; únicamente una etiqueta explicando cómo funcionaban y diciendo algo acerca de minar los cimientos. Parece ser que se trata de un artilugio electrónico. Han enviado un par de ellas a la Universidad —Martens rió nerviosamente—. Tal vez las han dejado los duendes...
—...pero no olviden una cosa —estaba diciendo el hombre de la T.V. Miré de nuevo a la pantalla. Los duplicadores habían sido quitados de la mesa, excepto uno, y el hombre sostenía un pequeño roedor, un hámster, en la palma de la mano—. No traten de duplicar al pequeño Johnny pensando que es muy listo y que les gustaría tener una docena de ejemplares.
Colocó el hámster en un platillo y apretó el botón. El hámster duplicado dio un salto en el aire en el momento de la materialización y cayó sobre la mesa, estremeciéndose violentamente unos segundos antes de quedar inmóvil. El original trepó hasta el borde del platillo y asomó por él un tembloroso hocico.
—¿Cree usted que puede ser un truco? —le pregunté a Martens.
Sacudió la cabeza.
—No. Lo dan también en los otros canales. Este presentador lo convierte en un verdadero espectáculo, pero todos hablan de ello. Incluso la radio.
—Lo convierte en un espectáculo, desde luego —asentí. Miré los clientes que me rodeaban, pendientes del menor de los movimientos del demostrador—. Si en este preciso instante tuviéramos en la tienda unos cuantos miles de esos aparatos...
—Sería un éxito de venta, sin duda —dijo Martens—. Aunque el asunto me preocupa. Hacer lo que uno quiere, y en la cantidad que quiere, zip, zap, y ya está... ¿Comprende lo que quiero decir? Mi hermano, por ejemplo, trabaja en una fábrica de tijeras...
Asentí pensativamente.
—Comprendo perfectamente su punto de vista. Ese duplicador podría ser una fábrica, sin gastos de materias primas, sin gastos de mano de obra... Bueno, arruinaría toda la estructura de precios. No necesitaríamos la sección de compras: podríamos instalar unos cuantos duplicadores y fabricarnos nuestras mercancías. Ni inventarios: nos limitaríamos a almacenar una unidad de cada objeto... —Empecé a verle posibilidades al asunto—. Pete —dije—, tiene usted razón. Esto es importante, muy importante. —Miré a mi alrededor en busca de un teléfono—. Será mejor que llame a Mr. Brown ahora mismo.
Mr. Brown debía estar contemplando el mismo programa en su casa, ya que a través del hilo pude oír que alguien hablaba de duplicadores.
—Sí, lo sé, John. —Su voz sonó muerta—. Lo he estado viendo. Supongo que significa el final de toda nuestra economía. ¿Leyó usted lo que decía aquella etiqueta unida a la máquina?
—Martens dijo algo acerca de minar los cimientos.
—Yo lo he copiado..., un momento..., aquí está. Había una explicación acerca del funcionamiento de la máquina, y luego esto: «¡Aviso! Apretando el botón podrán satisfacer los deseos de vuestro corazón. Pero al mismo tiempo minarán los cimientos de la sociedad humana. Unos cuantos billones de deseos satisfechos significarán el hundimiento de esa sociedad. La elección les corresponde a ustedes.» Bueno, creo que los cimientos ya se están cuarteando. Mis acciones de la General Motors... —gruñó.
Eché una ojeada a la pantalla del televisor. En un platillo del duplicador había un automóvil de juguete. El presentador estaba utilizando una grúa de juguete para levantar los duplicados del otro platillo y alinearlos sobre la mesa.
—¿Qué pasa con la tienda, Mr. Brown? —pregunté.
—No lo sé, John, no lo sé. Está usted ahí, haga lo que pueda. Hay que esperar y ver cómo se desarrollan los acontecimientos.
¡Esperar! En este negocio, la gente que espera el desarrollo de los acontecimientos suele ser desbordada por ellos. Si uno quiere salir adelante, debe ponerse al frente de las nuevas tendencias y avanzar con ellas. Bueno, Mr. Brown era un verdadero comerciante, levantó el Brown's partiendo de una pequeña tienda; pero eso ocurrió hace cuarenta años, y todos hemos envejecido desde entonces.
—De acuerdo, Mr. Brown —dije—. Haré lo que pueda.
—Gracias, John. Sé que lo hará.
Colgó el receptor. Antes que yo pudiera hacer lo mismo, la telefonista me llamó:
—¡Mr. Thomas! Mrs. Jones reclama su presencia en el Departamento de Confecciones para Señoras. Dice que es una emergencia.
Mrs. Jones es una de aquellas personas para las cuales cualquier cosa es una emergencia, pero el Departamento de Confecciones para Señoras se encuentra en el primer piso, muy cerca del teléfono que yo había estado utilizando.
—Gracias, Connie —dije—. Me ocuparé de ello.
Cuando llegué allí, Mrs. Jones estaba revoloteando alrededor de un hombre rechoncho, de mediana edad, que manipulaba algo sobre el mostrador de paquetería. Era un duplicador. Trataba de mantener en equilibrio otro sobre uno de los platillos. El segundo duplicador continuó oscilando hasta que el hombre colocó un lápiz debajo del platillo. Entonces, el hombre retrocedió un par de pasos. «Al instante, muchacho, abracadabra», dijo, y apretó el botón. Instantáneamente aparecieron tres duplicadores sobre el mostrador: el original, y uno en cada platillo. El lápiz cayó y rodó lentamente por el mostrador. Al natural, por así decirlo, resultaba una operación mucho más impresionante que en la Televisión.
El hombre sacó un duplicador, volvió a colocar el lápiz y repitió la operación.
—¿Es usted el director? —me preguntó.
Asentí.
—¿Cuánto? —inquirió, señalando con un gesto de la cabeza los dos duplicadores que estaban sobre el mostrador.
—No estoy seguro de entenderle —dije, prudentemente—. ¿Quiere usted vender esos duplicadores a la tienda?
—Exactamente. —Metió los dos duplicadores originales en una caja de cartón y añadió—: Vamos, vamos, esta mañana soy un hombre muy ocupado. ¿Cuánto tiene usted en la caja registradora?
Podía ser una estafa, desde luego. Algún truco a base de electrónica en la televisión, y un equipo de vendedores en la calle, colocando la «mercancía». Pero, no, Mr. Brown lo había visto en su casa, también. Además, no olía a estafa. Abrí la caja registradora, conté los billetes —noventa y tres dólares— y los deposité sobre el mostrador.
—De acuerdo, amigo, es usted un verdadero hombre de negocios —dijo el hombre.
Tomó el dinero y la caja de cartón, dio media vuelta y se escabulló entre la multitud de empleados y clientes. Nadie le prestó atención, todo el mundo estaba demasiado ocupado contemplando los duplicadores.
Tomé uno y lo examiné. Pesaba unas quince libras y era una simple caja de metal negro con una tubería en la parte superior sosteniendo los dos platillos, y un botón. Debajo del botón se veía la etiqueta con las instrucciones: «Al apretar el botón, cualquier objeto colocado sobre un platillo quedará duplicado en el otro», y el aviso que Mr. Brown me había leído.
—Le doy a usted doscientos dólares por ellos —dijo uno de los clientes impulsivamente.
—Un momento, por favor —le dije.
Ajusté un duplicador al platillo del otro como había visto hacer al demostrador, apreté el botón y contuve el aliento. Funcionó.
—Servido, caballero —dije—. El precio es de 18 dólares y 98 centavos. Mrs. Jones, cóbrele al caballero, por favor. Hice varios más, con la mayor facilidad. Nada más sencillo: apretar el botón, retirar un duplicador, volver a apretar el botón. Sosteniendo la máquina con una mano, podía prescindirse del lápiz.
La dependiente del mostrador contiguo estaba de pie a mi lado, observándolo todo con mucha atención.
—¿Ha visto cómo funciona?—le pregunté—. ¿Sí? De acuerdo. Usted manejará la máquina. Sólo tiene que retirar un duplicador y apretar el botón.
Miré a mi alrededor y vi al supervisor del piso entre la multitud.
—Sam, escoja a un par de hombres y quite aquellas blusas que hay junto a la puerta. Encárguese de la venta desde allí. Sin envolver, al contado, a 18,98 dólares la pieza, una por cliente. Utilizaremos este mostrador para hacerlas.
—¡Ah! —dijo una voz sardónica a mi lado—. El negocio no se interrumpe, mientras Roma arde.
Reconocí la voz, así como el estilo. Pertenecían a George Beedle, nuestro jefe de personal. En los viejos tiempos, antes que el doctor Elton Mayo inventara las Relaciones Humanas, los empleados de la sección de personal eran gente que redactaban tarjetas de admisión y de despido, confeccionaban la nómina y establecían la categoría laboral de los otros empleados. Ahora eran doctores en filosofía, especialistas en sociología y psicología práctica, o licenciados en ciencias económicas. Yo disfrutaba discutiendo con George —resulta sorprendente lo erudita que puede ser una persona sin tener la menor idea de lo que es el comercio—, pero no cuando tenía trabajo.
—Márchese, George —le dije secamente—. Ahora estoy ocupado.
Me miró con una rara expresión en los ojos.
—¿Ocupado en qué? ¿En hacer dinero para Brown's? Permítame enseñarle a hacerlo del modo más sencillo y sin el menor esfuerzo.
Encontró un billete de diez dólares en su monedero, lo colocó sobre el platillo de un duplicador y apretó el botón con el dedo índice de su mano izquierda. Cuando apareció otro billete de diez dólares, lo hizo saltar del platillo con su mano derecha, volvió a apretar el botón, volvió a hacer saltar el nuevo billete.
—A menudo me pregunto —dijo, con expresión soñadora— qué compran los vinateros...
Press, flip, preas, flip, presa, flip... El aire estaba lleno de billetes de diez dólares.
Dos o tres personas empezaron a cazarlos al vuelo. El resto se limitó a mirar.
Debo confesar que quedé bastante desconcertado. Aquella potencialidad del duplicador no se me había ocurrido. Objetos, sí, todo el mundo hace objetos, pero sólo el gobierno hace dinero. O tal vez debería decir hacía dinero.
—El mercado, John —dijo George (press, flip, press, flip)— es un pequeño dios republicano, y la sangre vital del mercado es el dinero. ¿Qué precio tiene ahora el dinero?—Tomó uno de los billetes, lo dobló, aplicó su encendedor a él y prendió un cigarrillo—. Buen material para encender el fuego.
—Sí... —murmuré.
Dominé mi desconcierto. George estaba equivocado, desde luego, en un sentido general. Aunque, en lo que respecta a los billetes de diez dólares, era evidente que tenía razón. Era una vergüenza, precisamente cuando teníamos un artículo de tanta salida como aquellos duplicadores. Pero, en el comercio al detalle, se aprende a no discutir los hechos y a no perder el tiempo en vanas lamentaciones. Capté la mirada de Sam y me acerqué a él.
—No más ventas al contado —le dije—. Acepte solamente cheques personales.
—Los cheques también pueden ser duplicados —me recordó George.
—¿Con qué objeto? —repliqué—. Un cheque no es moneda de curso legal. Es una orden específica de una persona específica para transferir crédito de un modo específico. No necesito un duplicador, puedo extender todos los cheques falsos que se me antoje.
—¡Oh! —dijo George.
Yo había estado pensando mientras hablaba. Muchas de aquellas personas no parecían pertenecer a la clase que tiene cuenta corriente.
—Espere un momento, Sam —dije—. Si los clientes no pueden extender un cheque, ábrales una cuenta de crédito. Lo esencial es mantener la mercancía en movimiento. Esos duplicadores son ahora una novedad, pero mañana estarán tan muertos como Moisés.
—De acuerdo, Mr. Thomas —dijo Sam, regresando apresuradamente a su mostrador.
Llamé al departamento de Crédito y di las órdenes pertinentes para la apertura de cuentas.
—Con tal que certifiquen que tienen un empleo y un hogar permanente, háganles firmar y entréguenles la mercancía.
George continuaba allí, recobrada la habitual confianza en sí mismo, con una sonrisa de superioridad en el rostro. A veces, George me saca de mis casillas.
—¿Y bien?—dije.
—No tengo nada que decir —murmuró—, absolutamente nada. Me estaba maravillando al contemplar la mente comercial en acción. Su capacidad de olvido es asombrosa. Tenemos aquí una máquina que significa la destrucción total de nuestra economía. ¿Está usted preocupado? Sí, pero únicamente en descubrir el modo de ganar dinero rápidamente extendiendo la plaga.
En el Departamento de Confecciones para Señoras había ahora más de doscientos clientes. Los duplicadores brotaban sin interrupción del mostrador de paquetería. Dos empleadas del Departamento de Crédito acababan de salir del ascensor con unos fajos de contratos debajo de los brazos.
—Me pagan para eso —le dije a George—, para poner mercancías en circulación. Otras personas obtienen su salario por preocuparse de las implicaciones sociales.
—Exactamente. Y alguien ha estado preocupándose de ellas. Ha leído usted la etiqueta, ¿verdad?
—La he leído —admití—. ¿Y qué? Comparadas con las veces que hoy se apretará ese botón, las veces que lo apriete yo no cambiarán las cosas.
—Eso cree usted. No se ha parado a pensar por qué estaba allí ese aviso. Deje de pensar en la máquina por la cual la gente pagará veinte dólares, y piense en lo que pueden hacer con ella. ¿Qué le pasará a la United States Steel cuando los ferrocarriles puedan obtener todos los rieles que necesiten, sobre el terreno, con un simple duplicador montado en una vagoneta? Y a propósito, ¿qué les pasará a los ferrocarriles cuando la gente no necesite materias primas para fabricar lo que sea y los minerales, por ejemplo, no tengan que ser transportados de un extremo a otro del país? ¿Qué le pasará a la General Motors cuando cualquiera que desee un nuevo Chevrolet pueda pedir prestado el de su vecino y hacerse uno igual? ¿Qué le pasará a la Westinghouse cuando Mrs. Jones pueda andar por Brown's con su duplicador bajo el brazo, tomar un nuevo tostador de pan del mostrador, colocarlo en el platillo, y disponer de otro tostador al cabo de medio minuto? Si los apuros de la Westinghouse no le afectan, ¿qué le pasará a Brown's cuando Mrs. Jones pueda hacer eso? ¿Qué le pasará...?
No quise oír más. Desde luego, George tiene un modo muy gráfico de plantear las cosas. Comprendí que tenía razón. Hasta entonces no había pensado en el asunto, me había limitado a reaccionar. En el mostrador contiguo había un teléfono.
—Connie —dije—, póngame en conexión con todos los jefes de departamento, para una conferencia.

Los primeros clientes habían empezado a obtener sus duplicadores. La mayoría salían apresuradamente de la tienda, pero unos cuantos se demoraban, contemplando especulativamente las mercancías. Una mujer, con un brillo avaricioso en su mirada, se acercó a una colección de vestidos de tarde, muy caros.
—¡George! —dije—. ¡Cuida del teléfono!
Cuando llegué allí, la mujer había sacado uno de los vestidos y estaba doblándolo para colocarlo en el platillo de su duplicador. Alargué el brazo por encima de su hombro y pude pescarlo antes que la dama apretara el botón.
—Lo siento, señora —dije secamente—. No podemos permitir que los clientes dupliquen la mercancía.
Me miró con aire de reto.
—¿Quién dice eso?
—Lo dice la ley. —Posiblemente no era cierto, pero no le di tiempo para que pensara en ello—. ¿Está usted interesada en este vestido, señora? —dije—. Permítame. —Coloqué el vestido sobre el platillo y apreté el botón—. Aquí lo tiene. —Eché una ojeada a la etiqueta; el precio era 98,75 dólares—. El precio es un dólar y noventa y ocho centavos. ¿Tiene usted su carta de crédito? —Ella asintió, aunque no parecía convencida del todo—. Posiblemente —añadí— le gustaría llevarse alguno más a este precio tan bajo. —Me acerqué a las perchas, tomé media docena de vestidos al azar y los dupliqué—. Si alguno de ellos no le gusta, puede devolverlo y restaremos su importe de su cuenta. Ahora, tal vez quiera llevarse un chaquetón de piel de marta sintética, o un bolso de seda artificial, con el mismo fenomenal descuento y sin que tenga que pagar nada hasta el día uno del próximo mes.
La vendedora estaba junto a nosotros, desconcertada, con la boca abierta.
—Yo lo anotaré en la cuenta —le dije—. Empiece a envolver los artículos.
—Servidor de usted, señora —le dije a la cliente, acompañándola hasta la puerta—. Y recuerde que esta venta no es únicamente para el día de hoy. Todos los artículos que vende Brown's pueden ser duplicados y adquiridos a un precio asombrosamente bajo. No necesita usted traer su propio duplicador, tendremos uno en cada mostrador para su comodidad.
Me acerqué a Sam.
—Haga que los clientes que han adquirido un duplicador salgan de aquí —dije—. Bloquee los pasillos y ponga vigilancia en las otras puertas. No se permite permanecer en la tienda con un duplicador. Luego, envíe duplicadores a todos los otros departamentos. Reclame todo el personal que precise para que le ayuden.
Regresé junto a George y le encontré sosteniendo el receptor.
—Todos están en la línea —dijo.
—Gracias, George.
Tomé el receptor.
—Supongo que todos ustedes están enterados del asunto de los duplicadores —dije—. ¿Hay alguien que no esté al corriente? —Nadie habló—. De acuerdo. Oigan ahora lo que hemos estado haciendo en el primer piso. —Les conté a grandes rasgos lo que había sucedido—. Hasta ahora, hemos actuado de un modo improvisado. Vamos a ver si conseguimos organizar las cosas un poco mejor. ¿Alguna sugerencia?
—El asunto del crédito —dijo Markov—. La mayoría de las personas que lo han solicitado son tarjetas blancas y unas cuantas rosas. Si hay muchas ventas, no tendremos tiempo material para comprobar las cuentas. Es imposible contabilizar a este ritmo.
—Hasta nueva orden, concedan a todo el mundo el trato de tarjeta azul —dije—. Volveremos a la rutina de siempre cuando las cosas se normalicen. En Brown's, una tarjeta azul es como dinero en efectivo, sólo que más rápido, sin ninguna restricción al crédito. Lo único que el cliente tiene que hacer es presentar la tarjeta. El vendedor anota el número de la cuenta en el ticket y eso es todo.
—De acuerdo. Pero, ¿nos será favorable conceder crédito a todo el mundo, si no tenemos dinero?
—No tenemos dinero desde 1933 —le dije—. Esos papeles verdes que lleva usted en su billetero son tarjetas de crédito, para simplificar la contabilidad. ¿No es cierto, Joslyn?
—Más o menos —dijo Joslyn, del Departamento de Contabilidad—. Ahora bien, ese descuento del noventa y ocho por ciento que aplicó usted en el Departamento de Confecciones para Señoras puede dar resultado allí. Pero, ¿qué pasará en otros artículos, especialmente con los que tienen un precio inferior a un dólar? ¿Podemos vender un artículo de diez centavos por dos milésimas de dólar? ¿Y qué pasará con los artículos que no pueden duplicarse? No puede usted colocar un refrigerador de quinientas libras sobre ese platillo...
Con el duplicador, desde luego, no teníamos que preocuparnos del costo original de los artículos duplicables, que era cero. Pero teníamos unos gastos generales, y en el moderno comercio al detalle no se opera con un margen comercial fijo. Brown's disponía de cien mil dólares de máquinas electrónicas para calcular el margen comercial exacto de cada artículo, basado en los gastos generales del Departamento, costos de almacenaje, amortización de instalaciones y otra docena de factores.
—Aplicaremos un descuento —dije— del noventa por ciento a los artículos más baratos y del noventa y nueve por ciento a los más caros, que sean duplicables. En los artículos que no puedan duplicarse, el descuento será del diez por ciento. No debemos perder de vista que estos últimos artículos pueden no ser duplicables hoy, pero lo serán mañana, en cuanto alguien construya un duplicador de mayor tamaño, y tenemos que liquidar existencias. Si podemos terminar el día con un solo ejemplar de cada uno de los artículos que vendemos en los pisos, y con los almacenes vacíos, podremos darnos por satisfechos. Con el duplicador, es lo único que necesitamos para continuar el negocio.
Casi pude oír los engranajes girando en la cabeza de Joslyn; hacían exactamente el mismo ruido que una computadora IBM.
—Supongo —dijo finalmente— que esa es una medida provisional para mantener el movimiento de mercancías...
—Supone usted bien —dije—. ¿Más preguntas?
Intervino Toivo, del Departamento de Personal, el hombre que hacía el trabajo de George mientras George estaba ocupado en filosofar. Quería saber qué descuento se aplicaría en la venta de duplicadores a los empleados.
—No se venderá ningún duplicador a los empleados —le dije—. Cada empleado recibirá uno, gratis, obsequio de Brown's. Se lo llevarán a casa esta noche, y no se les permitirá traerlos de nuevo a la tienda.
Después de eso, Sam formuló una pregunta acerca de las etiquetas pegadas a los duplicadores. Sam no era jefe de Departamento, desde luego, pero yo apreciaba mucho sus opiniones de experto vendedor.
—¿No sería preferible arrancar esas etiquetas? —inquirió—. No son un incentivo para la compra.
—¿Ha perdido usted alguna venta por causa de ellas? —pregunté.
—Bueno, no.
—Entonces, no toque nada. No podemos asumir la responsabilidad de suprimirlas. De este modo, el cliente no podrá decir que no ha sido advertido.
No diré que habíamos resuelto en media hora todos los problemas que planteaba el duplicador, pero sí que habíamos hecho frente a la situación de un modo satisfactorio.

—Todo eso está muy bien —dijo George, mientras yo colgaba el receptor y me secaba el rostro con un pañuelo de seda que había tomado del mostrador—. Pero, ¿cómo piensa solucionar lo de los tumultos?
—¿Tumultos? ¿Qué tumultos?
—Tumultos —dijo George en tono firme—. Usted puede creer que esa advertencia no es importante, pero mucha gente opinará de un modo distinto. Y a esa gente le preocupará lo que puede ocurrir cuando los cimientos estén minados. Y se dirá: «Carguemos ahora con lo que podamos, y el que venga detrás que arree.» ¿Cómo piensa hacer frente a ese problema?
No era mucho lo que yo podía hacer. No es un tema que se oiga discutir en las convenciones de comerciantes al detalle, aunque el espectáculo de una muchedumbre desatada turbe de cuando en cuando el sueño de los que poseen grandes zonas encristaladas en una calle de mucho tránsito. En mi propio caso, hacía mucho tiempo que había llegado a una conclusión: se trata de algo contra lo cual no se puede luchar, del mismo modo que no se puede luchar contra un huracán. Afortunadamente, habíamos dejado en todos los otros Departamentos el personal indispensable, a fin de contar con una plantilla de reserva en el primer piso, para hacer frente a cualquier contingencia. Ordené que aquellos empleados vaciaran los escaparates, sin dejar en ellos ni una corbata.
A continuación, visité a los que trabajaban en la confección de carteles y pancartas:
ABRA UNA CUENTA DE CRÉDITO EN BROWN'S. HASTA UN 99% DE DESCUENTO EN TODOS LOS ARTÍCULOS.
DUPLICADORES A 18,98 DÓLARES. COMPRE AHORA Y PAGUE A SU COMODIDAD.
FABULOSA LIQUIDACIÓN DE EXISTENCIAS CON UN DESCUENTO DE HASTA EL 99%.
Poco original, desde luego, pero tal como estaban las cosas no podíamos andarnos con sutilezas.
—Coloquen esos carteles en los escaparates —dije—. Dense prisa.
Markov había bajado al primer piso. Le llamé.
—¿Cuánto tardan sus empleadas en extender un contrato y llenar una tarjeta de crédito? —le pregunté.
—Las que trabajan con los duplicadores invierten un promedio de dos minutos.
—Demasiado. A partir de este momento, no quiero que entre nadie en la tienda sin una tarjeta de crédito. Vendrá mucha gente, y no estará de humor para hacer cola. Si es preciso, limítese a anotar su nombre y dirección y a obtener su firma. De este modo daremos más fluidez a la entrada de clientes, sin que se produzcan aglomeraciones que rebasen nuestras posibilidades de control, ¿comprende la idea?
Markov meditó unos instantes.
—Creo que sí. Canalizaremos la entrada de clientes a través de cuatro pasillos, con dos empleadas extendiendo contratos en cada pasillo. Limitando al mínimo la información para el crédito, como usted dice, creo que podemos atender a unos ochocientos clientes por hora y por entrada.
—Muy bien —dije—. Manos a la obra.
A continuación reuní a los supervisores del piso y les di instrucciones. —Cuando empiece la aglomeración de clientes —les dije—, limítense a anotar el número de su tarjeta de crédito y entréguenles la mercancía. No pierdan tiempo discutiendo. Si alguien se pone pesado, oblíguenle a marcharse. Si dejamos que un solo cliente altere el ritmo de la venta, estamos perdidos.
—Si se presentan tantas complicaciones, Mr. Thomas —dijo Sansom, de Zapatería—, ¿por qué no cerramos hoy la tienda?
—Por dos motivos. En primer lugar, si cerramos y nos marchamos a casa, pueden violentar las puertas y no tendremos a nadie aquí para controlar las cosas. Y en segundo lugar, no estamos aquí para divertirnos, sino para vender. ¿Más preguntas?
Hubo varias acerca de los aspectos técnicos del manejo de muchedumbres, y las resolvimos apresuradamente, porque la situación empezaba a ponerse al rojo vivo. Se produjo una especie de conmoción en el exterior, y una docena aproximada de hombres irrumpieron a la vez por la entrada sur. Permanecieron allí unos instantes mirando a su alrededor con aire indeciso. Antes que tuvieran una oportunidad para tomar una decisión por su cuenta, Markov estaba empujándoles hacia las empleadas de contabilidad. Un buen elemento, Markov, su sitio no estaba en el Departamento de Crédito: su labor sería más eficaz en uno de los pisos.
Dos de los clientes llevaban duplicadores y no estaban dispuestos a soltarlos. Me di cuenta que mí norma «sin duplicadores» no iba a funcionar, hoy.
—Olvídenla —les dije a las empleadas—. Procuren controlar el género, y anótenlo todo en el ticket.
Cuando Markov hubo controlado el primer grupo, todas las entradas estaban ya obstruidas. Afortunadamente para nosotros, la joyería que se encontraba dos puertas más abajo no había recibido el aviso a tiempo, o tal vez sus responsables no habían pensado con la suficiente rapidez. Los más agresivos pasaron de largo ante nuestros escaparates llenos de carteles, con los ojos puestos en los escaparates de la joyería. En cualquier muchedumbre como ésta, siempre hay un pequeño porcentaje de individuos activamente antisociales, y un gran número de personas que engrosan la multitud, sin saber exactamente por qué. Tras los primeros momentos de excitación, la mayoría de esas personas se están preguntando por qué no se quedaron en casa. Y muchas de ellas buscaron una especie de refugio en Brown's.
No diré que no tuvimos problemas, porque lo tuvimos. Cuando se reúnen tres o cuatro mil personas en el interior de una tienda, seguro que hay problemas.
Brown's tiene un bar en el cuarto piso donde no llama demasiado la atención. Como es de suponer, se trata de un simple servicio complementario, ya que no nos interesan los clientes que entren en la tienda sólo para tomarse una cerveza. Poco después de la una, me llegó una llamada del cuarto piso, anunciándome que unos cuantos elementos alborotadores campaban por sus respetos en el bar. Subí inmediatamente.
Un tipo pelirrojo estaba detrás del mostrador, arrojando botellas a la multitud.
—¡Aquí estoy, Mac! —me dijo, mientras me abría paso hacia el mostrador—. ¡Ahí va un obsequio del viejo Brown!
Y me lanzó una botella del Black Label.
—Gracias —dije. Rompí el gollete contra el borde del mostrador—. ¡A su salud! —exclamé, empinando la botella.
El pelirrojo me miró.
—Cuidado, amigo —dijo—. Va a cortarse la lengua. A mí me pasó una vez, intentando eso.
—Hay que saber el truco —le dije—. Se toma fuertemente el gollete con una mano y se deja que el whisky se deslice a lo largo del dedo pulgar. —Le devolví la botella—. Pruébelo.
Lo intentó, sin éxito. —No, así no —dije, en tono impaciente—. Coloque su dedo pulgar sobre el labio inferior, levante la botella y deje que fluya el whisky. Así.
Lo mejor de este sistema es que, utilizando adecuadamente el dedo pulgar, puede parecer que uno ingiere una gran cantidad de licor, cuando en realidad bebe muy poco. Aprendí el truco en mi juventud, cuando hacía el servicio militar.
—Estas botellas cuadradas son poco manejables, de todos modos —dije—. Déme un par de esas de Lemon Hart. —Rompí los golletes y le entregué una—. Esto es mucho mejor. —Una mano surgió por debajo de mi brazo en busca de la botella que yo había dejado sobre el mostrador. Golpeé la muñeca con el filo de mi propia mano, y el hombre que estaba detrás de mí aulló—. Compre su propio whisky, amigo —dije fríamente—. Atención —añadí, dirigiéndome a uno de los dependientes—. Este caballero quiere una botella de whisky. Empiecen a servir a los clientes.
El pelirrojo había empinado ya el codo cuando yo llegué allí, y el Lemon Hart tiene 151°. Cuando hubo aprendido el truco de beber con el gollete roto, estimé que no estaba en condiciones de seguir molestando.
—Busquen su tarjeta de crédito y cárguenle en cuenta dos botellas de Black Label y otras dos de Lemon Hart —dije—. Luego, avisen a los detectives de la tienda para que lo saquen de aquí.
Esas cosas no son difíciles de manejar, si se actúa con rapidez y decisión. El principio básico es: no reacciones nunca como el otro individuo espera que lo hagas, deja que se preocupe por lo que vas a hacer y, desde luego, no pierdas nunca de vista el objetivo, que en nuestro caso es vender mercancías. Resulta sorprendente comprobar lo difícil que les resulta a los vendedores de hoy aprenderse esta sencilla lección. Dejan que el cliente tome la iniciativa. En cuanto uno permite esto, está perdido. Ya no está vendiendo, sino comprando, al margen del camino que siga el dinero.

Aquella misma tarde tuve ocasión de recordarlo varias veces. Los jóvenes que teníamos en los pisos se desenvolvían bastante bien, pero no estaban vendiendo, en realidad. Recibí otra llamada de auxilio, por ejemplo, del Departamento de Artículos para Deporte.
—Este caballero desea comprar una pistola, pero no tiene permiso de armas —dijo el vendedor nerviosamente.
Un individuo alto, cadavérico, estaba de pie junto al mostrador.
—Aquí está mi permiso —gruñó el hombre. Se volvió hacia mí. Me encontré contemplando el negro cañón de una Luger del .30—. Ahora quiero balas, y pronto.
—Comprendo —dije. Observé que el seguro estaba alzado. Examiné el mostrador. No había ninguna caja de munición abierta. Y no acostumbramos a tener pistolas cargadas en las estanterías, desde luego—. ¿Para qué desea utilizar la pistola, caballero? —inquirí—. ¿Para tirar al blanco, para competiciones deportivas, o para..., ejem..., su defensa personal?
—Para matar gente con ella —dijo el hombre en tono lúgubre—. A partir de ahora, la ley dejará de existir. Sólo sobrevivirán los más aptos. Y yo pretendo sobrevivir.
—En ese caso —dije—, ¿podría sugerirle un arma algo más perfeccionada? Hijo, alcánzame una de esas Sten, por favor.
—¡Nada de trucos! —advirtió el hombre con voz ronca—. ¡Les tengo cubiertos a los dos!
—De acuerdo —convine—. Nada de trucos. Aquí tiene usted, caballero, una Sten auténtica, la metralleta preferida por los comandos británicos durante la Segunda Guerra Mundial. Una de las armas de fuego más seguras y de tiro más rápido que se han diseñado en los últimos veinticinco años. —Hice funcionar el mecanismo unas cuantas veces y le mostré cómo se introducía y se quitaba el cargador. Al mismo tiempo, rasqué con la uña el precio que figuraba en la etiqueta—. Sólo vale 179,50 dólares, caballero —dije—. Con dos cargadores completos.
La tomó ávidamente, brillándole los ojos como a un niño de cuatro años que acaba de descubrir su juguete preferido en el árbol de Navidad.
—Ahora, si me permite su tarjeta de crédito, por favor, mientras el dependiente le prepara la munición... Alcánzame una docena de cajas de proyectiles del.38, esas cajas verdes, con la etiqueta blanca, que están en la repisa inferior, a tu derecha. —Anoté el número de la cuenta—. Necesitará usted algo para llevar la munición y otros utensilios, desde luego. Puedo recomendarle una de nuestras mochilas Everest, diseñadas según el modelo de las que utilizaron Sir Edmund Hillary y el Tenzing Norkay en la conquista del Everest. Son el último grito en mochilas... Y una funda para la pistola: tenemos un bonito modelo, el Lawrence, diseñado especialmente para poder «sacar» con rapidez desde cualquier posición...
—¿No cree usted que eso ha sido poco..., ejem..., ético? —preguntó el dependiente, mientras contemplábamos al hombre que se alejaba con su mochila Everest colgando pesadamente de sus estrechos hombros, su funda Lawrence abultando en su cadera y la Sten debajo del brazo.
—En circunstancias normales, lo sería —admití—. Hoy, no. La ley nos obliga a inutilizar esas Sten, pero no estamos obligados a decirle al cliente lo que hemos hecho con ellas. Se supone que el cliente conoce la ley en cuestión. Si le hubiéramos dado a ese individuo una metralleta que disparara, o munición del calibre de su pistola, dentro de media hora estaría muerto, y posiblemente heriría también a otras personas. De este modo, no tardarán ni diez minutos en detenerle, y nadie saldrá perjudicado. Ni siquiera creo que nos molesten por haber vendido esa pistola sin permiso de armas. Y en caso de que lo hicieran, tendremos los 160 dólares que hemos cobrado de más por la Sten para ayudarnos a pagar la multa. Esa es nuestra retribución por correr el riesgo.
»Ahora, otra cosa. Cuando las cosas se normalicen, recuérdame que debo darte unas cuantas lecciones para que aprendas a conocer los artículos que vendes y a mostrar un poco de iniciativa en tu trato con los clientes. Cuando ese duplicador empiece a funcionar de veras, hijo, va a ser muy difícil encontrar un empleo.
Bueno, el muchacho era capaz de entender una indirecta, no quedaba duda. Durante el resto del día, un verdadero río de personas abandonó el Departamento de Artículos para el Deporte con una Sten debajo del brazo y una mochila Everest a la espalda. Tuve que enviar a otros tres empleados para que le ayudaran, y cuando me presenté allí un poco más tarde comprobé que había liquidado todas las cajas de munición, algunas de las cuales se remontaban a la época en que yo mismo trabajaba en el Departamento de Artículos para Deporte..., y sin el noventa y nueve por ciento de descuento, además. Para las armas y municiones continuaban en vigor los precios normales, exceptuando el mil por ciento de aumento que aplicábamos a las Sten.
A los clientes no les importaba. Eran personas que se habían tomado muy en serio aquel aviso acerca de los cimientos minados, y todos estaban convencidos que mañana Times Square sería una jungla: tipos profesionales en su mayor parte, como el individuo de la Luger.
Finalmente, alrededor de las diez de la noche, la Guardia Nacional entró en acción y pudimos cerrar.
Para entonces, superada la primera impresión, la gente estaba acostumbrándose ya al duplicador. Sus ojos no se desorbitaban ya cuando el duplicado aparecía como por arte de magia, las facilidades de pago y los precios bajos habían dejado de ser una novedad, y la gente empezaba a elegir.
Nadie había sido capaz de imaginar cómo era generado el efecto duplicador, pero los ingenieros habían descubierto que era transmitido a los platillos por medio de un simple circuito eléctrico. Sabiendo esto, era evidente que podían construirse duplicadores de mayor tamaño. Cuando tuvimos la seguridad que era factible construirlos, telegrafiamos a nuestros proveedores cancelando todos los pedidos pendientes. Un duro golpe para ellos, sin duda, pero, el negocio es el negocio.
En el almacén principal, los mozos tenían ya funcionando un gran duplicador. En realidad, era un duplicador normal, al cual se habían acoplado dos grandes platillos de aluminio. Cuando fui a echar un vistazo allí después de cerrar la tienda, estaban haciendo aparatos de televisión. Por algún motivo que no alcanzaba a vislumbrar, se había producido una gran demanda de aparatos de televisión. Yo hubiese jurado que todo el mundo tenía ya un televisor, pero al parecer no era así. Un mozo apretaba el botón y otros dos recogían el aparato recién hecho y lo colocaban sobre una estantería adosada a la pared.
Me pareció que mostraban un exceso de entusiasmo en su tarea. Yo quería disponer de existencias suficientes de artículos de gran tamaño, para no tener que recurrir al duplicador cada vez que vendiéramos una estufa o un refrigerador, pero hasta que las cosas se normalizaran no me interesaba almacenar un exceso de mercancía. Los artículos pequeños podíamos hacerlos directamente en el mostrador, a medida que los vendíamos.
—Está bien, muchachos —les dije—. Pueden marcharse a casa. Hay un montón de duplicadores junto a la puerta. Llévense uno. Y lleven también un par para los niños, si quieren.

Había decidido prescindir de la norma «uno por cliente». Durante el día habíamos vendido más de dos mil a veinte dólares, otros mil doscientos o mil quinientos a precios inferiores a cinco dólares, pero al final de la jornada no podíamos colocarlos ni siquiera a un dólar cincuenta centavos la unidad. Mañana no los aceptarían ni regalados.
Regresé a la tienda. Reinaba en ella el mayor desorden, pero los mostradores y las estanterías ofrecían un hermoso aspecto de desnudez y las carretillas continuaban transportando montones de contratos a los ascensores. El espectáculo alegró mi corazón.
Habíamos habilitado la cafetería como cuerpo de guardia para los militares, ya que no me sentía completamente tranquilo en lo que respecta a la posibilidad de un saqueo. George estaba allí, sentado delante del mostrador manchado de café, con un subteniente. Sobre las mesas se veían transmisores, raciones de campaña y otros heterogéneos utensilios militares. Un sargento estaba leyendo historietas que había tomado del bastidor, junto a la puerta, y un par de guardias dormían calzados. Todo muy hogareño y tranquilo.
—¡Ah! —dijo George—. Aquí está el hombre del 3 1/4 por ciento... Siéntese, John, y tome una taza de café. Teniente Simond, le presento a Mr. Thomas. El teniente y usted, John, son de la misma raza. El teniente es otro príncipe del comercio: el teniente es el dueño del supermercado de la esquina.
Simond enrojeció. Era un joven de aspecto agradable. George resulta un poco desconcertante, cuando no se le conoce a fondo, y tras haber trabajado duramente todo el día, me pareció que se mostraba demasiado jovial. Le miré fijamente.
—Lo que está pensando es verdad, John —dijo alegremente—. Al terminar la tarea cotidiana, cuando el mundo parece triste y sucio, llega aquel momento de la revitalizadora libación conocido como la «hora del cóctel». —Sacó una botella de su bolsillo—. Vamos, eche un chorlito de esto en su café, se sentirá mejor.
—Gracias, George —dije.
No me gusta que se beba en la tienda, y George lo sabe; pero siempre hay una ocasión en que puede hacerse una excepción de la regla.
George levantó su taza.
—Por la civilización occidental —brindó—, ahogada por el cuerno de la abundancia. ¡Salud!
—Creo que se precipita un poco... —dije.
—¡Oh! Vamos, John, no nos engañemos, aunque las cosas tarden un par de días en derrumbarse. Usted ha podido salvar el primer golpe, moviéndose con rapidez y aprovechándose de la estupidez de la multitud. Pero persiste el hecho que esa máquina hará que cada hombre se baste a sí mismo. Y la gente no tardará en darse cuenta. ¿Quién comprará entonces sus artículos, quién le comprará alubias al teniente Simond, pudiendo colocar una lata de caviar en el platillo, y... ¡zas!
Hizo un ademán, como si apretara un botón.
—Bueno, hay que esperar —dije—. Es posible que la cosa no sea tan mala como usted piensa.
—Será peor de lo que yo pienso —dijo George obstinadamente.
Me encogí de hombros y sorbí mi café. No compartía el pesimismo de George. Siempre han habido comerciantes, desde la edad de piedra, y a pesar de las guerras, de las revoluciones y de los cataclismos, la gente siempre ha comprado y vendido. Sin embargo, es difícil argumentarlo con lógica.
Simond se aclaró la garganta.
—No es que trate de cambiar de tema —dijo—, pero lo que Mr. Beedle acaba de mencionar con respecto a las alubias...
Se interrumpió, indeciso.
—Siga, Mr. Simond —le animé. Por mi parte, me alegraba cambiar de tema. La satisfacción que experimentaba cuando me había sentado junto a George, se había desvanecido. No era la primera vez que el contacto con George me deprimía—. ¿Qué decía usted de las alubias?
—Bueno, he estado pensando en ello. Mr. Beedle tiene razón, no habrá muchas personas que quieran comprar alubias, pudiendo comer faisán ahumado... De modo que lo he estado pensando, y creo que en vez de un supermercado debería abrir una tienda de platos escogidos de todo el mundo. Las mejores especialidades de cada país, miles y miles, todas distintas. Bastará, además, con un solo ejemplar de cada uno.
—Sería un fracaso —dijo George—. Eso es lo que trataba de explicarle a John. ¿Por qué tendría que comprarle mis lenguas de ruiseñor a usted, pudiendo tener una lata en mi propia cocina y duplicar hasta la náusea?
—Hasta la náusea, precisamente por eso —se apresuró a decir Simond—. Usted puede comer alubias todos los días. Pero no puede comer todos los días lenguas de ruiseñor. Cuando empezamos a vender los platos congelados, la gente pareció que había descubierto el séptimo cielo. La cosa duró quince días. Luego, el entusiasmo se apagó. Cambiamos de proveedores, y como si tal cosa. Los servimos calientes, luego otra vez fríos... Finalmente, alguien tuvo una idea. Toma usted la cena mexicana, es un buen plato, yo mismo lo he comido y me ha gustado. Prueba la primera y la encuentra deliciosa. La segunda ya no es tan buena. La tercera y la cuarta pasan con dificultad, y al llegar a la décima no soporta usted la vista del envase.
—Raciones de campaña —dije.
—Eso es. Por más combinaciones que se hagan, siempre tienen el mismo sabor.
—Comprendo lo que quiere decir —dije pensativamente—. Antes, nosotros vendíamos estandarización, porque el artículo escaseaba. Ahora, en cambio, vendemos diversidad. En vez de ofrecerle al cliente una elección entre los refrigeradores General Electric o Westinghouse, tratamos de ofrecerle una elección entre todos los refrigeradores que se construyen en cualquier parte del mundo... —Me asaltó una idea repentina—. ¡Maldición! —exclamé—. No podremos librarnos aún de nuestros proveedores.
—Y no sólo eso —intervino George, servicial—. ¿Cree que le permitirán reproducir un artículo manufacturado sin cobrarle los correspondientes derechos? Era cierto. El simple hecho de reproducir una marca de fábrica es ya un acto ilegal... Empecé a imaginar lo que iba a ocurrir, y mi optimismo acabó de enfriarse.
Consulté mi reloj.
—Ponga el televisor en marcha, George, por favor —dije—. Están dando las noticias de última hora.
«—... Y esta es la situación en lo que respecta al duplicador, la noticia más importante del mundo, hoy —dijo el locutor—. A continuación, daremos a ustedes un resumen de la opinión de algunos expertos acerca de la influencia que el duplicador puede ejercer sobre nuestras vidas. En primer lugar, hablaremos con Mr. William Peterkin, de Detroit...
»—Mr. Peterkin, ¿cuál será el efecto más notable del duplicador sobre la industria del automóvil, en su opinión?
»Mr. Peterkin apareció en la pantalla con un rostro ojeroso y cansado. Era evidente que el día había sido duro para él, también.
»—Bueno, yo diría que la eliminación de nuestra dependencia de las máquinas, herramientas caras y de las líneas de montaje. Tenemos un montón de cosas en los tableros de dibujo (inyección de combustible, interesantes ideas en diseño de carrocerías, arranque electrónico, incluso una especie de «conductor electrónico», por así decirlo, para recordar rutas previamente recorridas y sustituir en ellas al conductor humano), muchas cosas que no han salido al mercado debido a dificultades de producción. Me atrevo a afirmar que dentro de unas semanas habremos dado un salto que normalmente hubiera supuesto un siglo de trabajo.
»—¿Y el problema del empleo, Mr. Peterkin? Muchas personas están preocupadas, pensando que pueden quedarse sin empleo. ¿Qué perspectivas hay en su industria en ese aspecto?
»—Verá, cuando nos enteramos de la existencia de ese duplicador, inmediatamente empezamos a pensar en términos de drásticas reducciones de nuestras plantillas. Luego, a medida que hemos estudiado las posibilidades reales, nos hemos dado cuenta del verdadero alcance del problema. Necesitaremos seis veces más ingenieros, proyectistas y diseñadores de los que tenemos. Tendremos que prescindir del peonaje sin calificar; pero necesitaremos muchos más mecánicos, torneros, ajustadores y peonaje especializado... No podemos obtenerlos de otras industrias, que se encontrarán en el mismo caso que nosotros, de modo que tendremos que iniciar inmediatamente un gigantesco programa de capacitación...
»—Muchas gracias, Mr. Peterkin —dijo el locutor—. Y ahora, establecemos conexión con el Departamento de Comercio, en Washington.
»—Las perspectivas, por lo que se refiere a todas las formas de transporte de superficie y determinadas categorías de transporte aéreo son favorables. No se ha establecido aún si el efecto de duplicación puede ser extendido sobre circuitos metálicos o inalámbricos para cualquier distancia. Si la duplicación a larga distancia fuese factible, la mayor parte de nuestro material de transporte quedaría anticuado. Sin embargo, el aumento previsto en el tonelaje total manipulado, puede exigir una expansión del mercado de bienes manufacturados...
»—...Wall Street.
»—...Después de una incontenible ola de pánico, traducida en una psicosis de venta, los valores industriales y los de servicios públicos se han recuperado sorprendentemente a la hora del cierre...»
—¿Se da cuenta? —dije, dirigiéndome a George—. Hemos estado corriendo como locos todo el día, sólo para volver al punto de partida.
George sacudió la cabeza lentamente.
—Se equivoca, John. No hemos vuelto al punto de partida. Esta mañana teníamos una economía basada en la escasez. Esta noche tenemos una economía basada en la abundancia. Esta mañana, teníamos una economía del dinero, era una economía del dinero, aunque el crédito fuera importante. Esta noche, tenemos una economía del crédito cien por cien. Esta mañana, el teniente y usted vendían estandarización. Esta noche venden diversidad.
»Toda la estructura de nuestra sociedad ha sufrido una transformación radical —George frunció el ceño, pensativamente—. Y, sin embargo, hasta cierto punto tiene usted razón: estamos donde estábamos. Han cambiado los factores, pero no los términos del problema. No lo comprendo.
—Bueno, tal vez la estructura no sea tan importante como usted cree, George —dije—. De todos modos, siga meditando en ello. Yo no tengo tiempo, ahora. Mañana será un día de mucho trabajo, y probablemente también los próximos días. —Terminé mi café y me puse en pie—. Disculpen, amigos, voy a acostarme.
Y aquel fue el primer día del duplicador, el día que marcó la pauta.



VI - EL MISTERIOSO UNIVERSO


EN BUSCA DE SAN AQUINO
Antony Boucher


El Obispo de Roma, el Jefe de la Sagrada, Católica y Apostólica Iglesia, el Vicario de Cristo en la Tierra —resumiendo, el Papa—, barrió de un manotazo una cucaracha que se paseaba por la mesa cubierta de mugre, bebió otro sorbo de vino tinto y reanudó su discurso.
—En algunos aspectos, Thomas —sonrió—, somos más fuertes ahora que cuando florecíamos en la libertad y la exaltación por las cuales continuamos rezando al término de la misa. Sabemos, como sabían en las catacumbas, que los que son de nuestro rebaño pertenecen a él sinceramente; que creen en la Santa Madre Iglesia porque creen en la hermandad de todos los hombres bajo la paternidad de Dios: no porque piensen en sus aspiraciones políticas, en sus ambiciones sociales, en su vida de negocios.
—Ni por la voluntad de la carne, ni por la voluntad del hombre, sino por la voluntad de Dios —murmuró Thomas, citando a San Juan.
El Papa asintió.
—En cierto sentido, hemos nacido de nuevo en Cristo; pero aún somos pocos: demasiado pocos, aunque incluyamos aquellos otros grupos que no pertenecen a nuestra fe, pero reconocen a Dios a través de la enseñanza de Lutero o Lao-Tse, de Gautama Buda o Joseph Smith. Demasiados hombres se enfrentan con el momento supremo de su existencia, la muerte, sin el consuelo de una oración. Por eso, Thomas, debes persistir en tu búsqueda.
—Pero, Santidad —protestó Thomas—, si la palabra de Dios y el amor de Dios no les convierten, ¿qué pueden hacer los santos y los milagros?
—Me parece recordar —murmuró el Papa— que el propio Hijo de Dios formuló en cierta ocasión una protesta similar. Pero la naturaleza humana, por ilógico que pueda parecer, es parte de Su designio, y debemos amoldarnos a ella. Si las señales y las maravillas pueden conducir almas a Dios, no debemos omitir ningún medio para encontrar las señales y las maravillas. ¿Y qué puede ser mejor a ese respecto que ese legendario Aquino? Vamos, Thomas; no seas tan escrupulosamente exacto en copiar las dudas de tu homónimo, y prepárate para tu viaje.
El Papa levantó la piel que cubría el umbral de la puerta y pasó a la habitación contigua, con Thomas pegado a sus talones. Era más tarde de la hora de cierre establecida por la ley, y la sala principal de la taberna estaba vacía. El tabernero se levantó de la silla en la cual había estado dormitando, para dejarse caer de rodillas y besar el anillo en la mano que el Papa extendió hacia él. Luego se incorporó, persignándose, al tiempo que dirigía una furtiva mirada a su alrededor, como si un Inspector de Lealtad pudiera haberle visto. Silenciosamente, señaló otra puerta en la parte trasera del local y los dos clérigos salieron por ella.
Hacia el oeste, el acantilado descendía suavemente hasta las mismas afueras del pueblo de pescadores. Hacia el sur, las estrellas eran claras y brillantes; hacia el norte, aparecían ligeramente empañadas por la persistente radiación de lo que en otros tiempos había sido San Francisco.
—Tu corcel está aquí —dijo el Papa, con algo parecido a la risa en su voz.
—¿Corcel?
—Podemos ser tan pobres y tan perseguidos como la iglesia primitiva, pero de cuando en cuando podemos obtener mayores ventajas de nuestros tiranos. He conseguido un robasno para ti, regalo de un Tecnarca que, al igual que Nicodemus, hace el bien a escondidas: es un converso secreto, y convertido por ese mismo Aquino en cuya busca vas.
Tenía un aspecto tan inofensivo como un montón de leña cubierta para protegerla de la posible lluvia. Thomas quitó las pieles y contempló las esbeltas líneas funcionales del robasno. Sonriendo, colocó sus mínimas pertenencias en sus serones y trepó a la silla de espuma. Las estrellas alumbraban lo suficiente para permitirle comprobar las coordenadas necesarias en su mapa y alimentar los controles electrónicos con los correspondientes datos.
Entretanto, resonó un murmullo en latín en medio del silencio nocturno, y la mano del Papa se movió sobre Thomas en el símbolo inmemorial. Luego extendió aquella mano, primero para dar a besar el anillo, y después para estrechar la mano de un amigo al cual podía estar viendo por última vez.
Cuando el robasno se puso en movimiento, Thomas miró hacia atrás. El Papa, prudentemente, estaba quitándose el anillo y deslizándolo en el tacón hueco de su zapato.
Thomas levantó la mirada hacia el cielo. En aquel altar, al menos, los cirios continuaban ardiendo abiertamente para la gloria de Dios.

Thomas no había cabalgado nunca en un robasno, pero se sentía inclinado, dentro de sus obvias limitaciones, a confiar en los productos de la Tecnarquía. Después de que varias millas de recorrido le demostraron que las coordenadas estaban debidamente registradas, levantó el respaldo de espuma, recitó las oraciones de la tarde (de memoria, la posesión de un breviario significaba la condena a muerte) y se entregó al sueño.
Estaban ladeando la zona devastada al este de la bahía cuando despertó. El asiento y el respaldo de espuma le habían proporcionado su mejor sueño en varios años, y tuvo que poner en juego toda su fuerza de voluntad para reprimir un sentimiento de envidia hacia los Tecnarcas y sus comodidades.
Recitó sus oraciones matinales, desayunó frugalmente y aprovechó su primera oportunidad para examinar el robasno a plena luz. Admiró las patas articuladas, tan necesarias desde que las carreteras se habían convertido en caminos vecinales, en el mejor de los casos, excepto en las zonas metropolitanas; las ruedas laterales, que podían ser bajadas y entrar en funcionamiento cuando las condiciones de la superficie lo permitían; y por encima de todo el liso hocico negro que albergaba el cerebro electrónico: el cerebro que almacenaba órdenes y datos acerca de los objetivos finales y tomaba sus propias decisiones en lo que respecta al modo de cumplir aquellas órdenes teniendo en cuenta aquellos datos; el cerebro que hacía que el aparato no fuera un animal, como el asno que su Salvador había montado, ni una máquina, como el jeep de la época de su bisabuelo, sino un robot... un robasno.
—Bueno —dijo una voz—, ¿qué opinas del viaje? Thomas miró a su alrededor. Se encontraba en una zona desolada, tan desprovista de gente como de vegetación.
—Bueno —repitió la voz, inexpresiva—, ¿acaso los clérigos no aprenden a contestar cuando son interrogados cortésmente?
No había ninguna inflexión pesquisidora en la pregunta. Ninguna clase de inflexión, todas las sílabas sonaban igual. Un sonido raro, mecáni...
Thomas contempló fijamente el negro hocico del robasno.
—¿Estás hablando conmigo? —le preguntó al robasno.
—Ja, ja —dijo la voz, en vez de reír—. Sorprendido, ¿no es cierto?
—Un poco —confesó Thomas—. Creía que los únicos robots que pueden hablar estaban en los servicios de información de las bibliotecas y otros por el estilo.
—Yo soy un modelo nuevo. Diseñado-para-proporcionar-conversación-al-viajero-aburrido —dijo el robasno, enlazando las palabras como si aquella frase fuera soltada de una vez por uno de sus engranajes binarios más simples.
—Bueno —dijo Thomas—. Siempre se conocen nuevas maravillas.
—Yo no soy ninguna maravilla Soy un robot muy simple. Tú no sabes gran cosa acerca de los robots.
—Admito que nunca he estudiado el tema a fondo. Confieso que el concepto robótico en sí me desconcierta un poco. Parece como si el hombre se arrogara unos poderes que sólo corresponden a...
Thomas se interrumpió bruscamente.
—No temas —zumbó la voz—. Puedes hablar libremente. Me han suministrado todos los datos relativos a tu vocación y tu misión. Era necesario, ya que de otro modo podría haberte traicionado inadvertidamente.
Thomas sonrió.
—¿Sabes una cosa? —dijo—. Esto podría resultar agradable: tener un ser con el que poder hablar sin temor a ser traicionado...
—Un ser —repitió el robasno—. ¿No corres el riesgo de incurrir en pensamientos heréticos?
—A decir verdad, resulta un poco difícil clasificarte: alguien que puede hablar y pensar pero que no tiene alma.
—¿Estás seguro de eso?
—Desde luego que lo estoy... —afirmó Thomas—. ¿Te importaría que dejáramos de hablar unos instantes? Me gustaría meditar y adaptarme a la situación.
—No me importa. Nunca me importa. Me limito a obedecer. Lo cual equivale a decir que me importa... Me han cebado con un lenguaje muy oscuro.
—Si continuamos juntos —dijo Thomas—, trataré de enseñarte el latín. Creo que te gustará más. Y ahora déjame meditar.
El robasno se desvió automáticamente hacia el este para escapar de la permanente fuente de radiación que había sido el primer ciclotrón. Thomas tecleó en su chaqueta. La combinación de diez botones pequeños y uno mayor formaba una moda singular; pero era mucho más seguro que llevar un rosario, y, por fortuna, los Inspectores de Lealtad no habían descubierto aún el objetivo funcional de la moda.
Los Misterios Gloriosos parecían apropiados al posible desenlace glorioso de su aventura; pero sus meditaciones eran incapaces de concentrarse en los Misterios. Mientras murmuraba sus Avemarías, estaba pensando:
Sí el profeta Balaam conversó con su asno, yo puedo conversar con mi robasno. Balaam siempre me ha intrigado. No era un israelita; era un hombre de Moab, que adoraba a Baal; y luchaba contra Israel y, sin embargo, era un profeta del Señor. Bendijo a los israelitas cuando le habían ordenado maldecirlos; y, en recompensa, fue degollado por los israelitas cuando éstos triunfaron sobre Moab. La historia no tiene sentido; parece querer demostrar que hay partes del Plan Divino que nunca comprenderemos...
Estaba dormitando en el asiento de espuma cuando el robasno se paró bruscamente, ajustándose con rapidez a datos exteriores que no le habían sido proporcionados previamente. Thomas parpadeó al ver a un hombre gigantesco que le miraba con ceñuda expresión.
—Zona habitada a una milla de distancia —ladró el hombre—. Si vas allí, muéstrame tu pase de acceso. Si no lo tienes, apártate de la carretera y mantente alejado de ella.
Thomas observó que se encontraban en lo que con un poco de buena voluntad podía llamarse una carretera, y que el robasno había bajado sus ruedas laterales y encogido sus patas.
—No voy hacia allí —dijo—. Me dirijo a las montañas. El gigante gruñó y estaba a punto de dar media vuelta cuando una voz gritó desde el cobertizo que se alzaba al borde de la carretera:
—¡Eh, Joe! ¡Recuerda lo de los robasnos!
Joe se detuvo.
—Sí, es verdad. Dicen que un robasno ha caído en manos de unos cristianos. —Escupió sobre el polvoriento suelo—. Enséñame el certificado de propiedad.
A sus otras dudas, Thomas añadió ahora ciertas sospechas muy poco caritativas acerca de las motivaciones del anónimo Nicodemus del Papa, que no le había proporcionado tal certificado. Pero fingió buscarlo, llevándose en primer lugar la mano a la frente, como si pensara, luego al pecho, luego al hombro izquierdo y luego al derecho.
Los ojos del guardián permanecieron inexpresivos mientras contemplaba aquella furtiva versión de la señal de la cruz. Después inclinó la mirada. Thomas le imitó y vio que el pie derecho del guardián había dibujado en el polvo de la carretera las dos líneas curvas que los niños utilizan para trazar su primer dibujo de un pez... y que los cristianos de las catacumbas habían empleado como símbolo de su fe.
El pie del guardián borró el pez mientras llamaba a su invisible compañero.
—¡Todo en orden, Fred! —dijo. Y añadió—: Adelante, mister.
El robasno esperó hasta que estuvieron fuera del alcance del oído de aquellos hombres antes de observar:
—Muy astuto. Serías un buen agente secreto.
—¿Cómo has visto lo que ha sucedido? —preguntó Thomas—. No tienes ningún ojo.
—Factor psíquico modificado. Mucho más eficaz.
—Entonces... —Thomas vaciló—. ¿Significa eso que puedes leer mis pensamientos?
—Un poco. Pero, no te preocupes. Las tonterías que puedo leer no me interesan.
—Gracias —dijo Thomas.
—Creer en Dios. Bah. —Era la primera vez que Thomas oía pronunciar esta última exclamación tal como se escribe—. Tengo una mente lógica que no puede incurrir en tales errores.
—Yo tengo un amigo —sonrió Thomas— que también es infalible. Pero sólo en determinadas ocasiones, y sólo porque Dios está con él.
—Ningún ser humano es infalible.
—Entonces —dijo Thomas, sintiéndose súbitamente poseído por el espíritu del anciano jesuita que le había enseñado filosofía—, ¿puede la imperfección crear perfección?
—No sofistiquemos —dijo el robasno—. Eso no es más absurdo que tu propia creencia de que Dios, que es perfección, creó al hombre que es imperfección.
Thomas deseó que su anciano profesor hubiera estado allí para replicar a aquel argumento. Al mismo tiempo, se sintió tranquilizado por el hecho de que el robasno no había contestado a su propia objeción.
—No estoy seguro —dijo— de que eso pueda penetrar en un cerebro diseñado-para-proporcionar-conversación-al-viajero-aburrido. Vamos a suspender la discusión mientras me dices lo que creen los robots, si es que creen algo.
—Creemos en los datos que nos son suministrados.
—Pero vuestras mentes trabajan con ellos; seguramente desarrollan ideas propias...
—A veces sí, y si los datos suministrados son imperfectos pueden desarrollar ideas muy extrañas. Oí hablar de un robot que se encontraba en una aislada estación espacial y que adoraba a un Dios de los robots, negándose a creer que le había creado un hombre.
—Supongo —murmuró Thomas— que argüía que no había sido creado a imagen nuestra. Me alegro de que nosotros —al menos ellos, los Tecnarcas— se hayan limitado a fabricar robots usoformes como tú, cada uno diseñado para la función que ha de cumplir, sin tratar de reproducir la forma humana.
—Eso no sería lógico —dijo el robasno—. El hombre es una máquina, pero no ha sido diseñada para ningún propósito específico. Y, no obstante, he oído decir que en cierta ocasión...
La voz se interrumpió bruscamente en medio de la frase.
De modo que incluso los robots tenían sus sueños, pensó Thomas. En aquella ocasión existió un super-robot a imagen de su creador Hombre. Partiendo de aquella idea podía desarrollarse toda una teología robótica...
Súbitamente Thomas se dio cuenta de que había vuelto a adormecerse y había sido despertado de nuevo por una brusca detención. Miró a su alrededor. Se encontraban al pie de una montaña —probablemente la montaña de su mapa— y no había nadie a la vista.
—De acuerdo —dijo el robasno—. He efectuado un largo recorrido y mis mecanismos están llenos de polvo y un poco desajustados. Te enseñaré a reajustarlos. Después puedes cenar, y tomarte un buen descanso. Mañana emprenderemos el regreso.
Thomas se quedó boquiabierto.
—Pero... mi misión es la de encontrar a Aquino. Puedo dormir mientras tú sigues adelante Tú no necesitas ninguna clase de descanso, ¿verdad? —añadió consideradamente.
—Desde luego que no. Pero, ¿cuál es tu misión?
—Encontrar a Aquino —respondió Thomas pacientemente—. Ignoro qué detalles te han sido proporcionados. Pero a los oídos de Su Santidad ha llegado la noticia de que en esta zona vivió hace muchos años un hombre muy virtuoso...
—Lo sé, lo sé —dijo el robasno—. Su lógica era tan irrefutable que todos los que le oían se convertían a la Iglesia, y desde que murió su tumba secreta se ha convertido en un lugar de peregrinación, y son muchos los milagros que ha obrado, y por encima de todas las señales de santidad, su cuerpo se ha conservado incorrupto, y en estos tiempos necesitáis señales y maravillas para convencer a la gente.
Thomas frunció el ceño. Aquellas palabras, pronunciadas con inhumana monotonía, resultaban de una intolerable irreverencia. Cuando Su Santidad había hablado de Aquino, Thomas había imaginado la gloria de un hombre de Dios sobre la tierra: la elocuencia de San Juan Crisóstomo, la fuerza lógica de Santo Tomás de Aquino, la poesía de San Juan de la Cruz... y, por encima de todo, aquel milagro físico que muy pocos santos habían merecido: la conservación sobrenatural de la carne... El robasno habló de nuevo.
—Tu misión no es la de encontrar a Aquino. Es la de informar que le has encontrado. Entonces, tu ocasionalmente infalible amigo podrá canonizarle y proclamar un nuevo milagro, y muchos se convertirán, y la fe del rebaño quedará fortalecida. Y en esta época, cuando viajar resulta tan dificultoso, ¿quién emprenderá una peregrinación para descubrir que aquí no hay ningún Aquino?
—La fe no puede basarse en una mentira —dijo Thomas.
—No —dijo el robasno—. Mi pregunta no tenía ninguna intención irónica. El problema del lenguaje tiene que haber sido resuelto en aquella perfecta...
De nuevo se interrumpió a media frase. Pero antes de que Thomas pudiera hablar, continuó:
—No importa que sea una pequeña falsedad lo que conduzca a los hombres a la Iglesia, si una vez dentro de ella creen lo que vosotros pensáis que son las grandes verdades. Lo que necesitan es el informe, no el descubrimiento. Y tú estás ya cansado de viajar, muy cansado, sientes dolores musculares debido a lo desacostumbrado de tu postura, y la cosa va a empeorar cuando iniciemos la ascensión a la montaña y me vea obligado a ajustar mis patas á las desigualdades del terreno. El viaje te resultará dos veces más incómodo que hasta ahora. El hecho de que no me interrumpas demuestra que estás de acuerdo conmigo. Sabes que lo más sensato es que duermas esta noche en el suelo, para cambiar, y emprender el regreso mañana por la mañana. Incluso podemos quedarnos aquí un par de días, para que transcurra un período de tiempo más plausible. Luego puedes presentar tu informe, y...
En algún recodo de su mente soñolienta, Thomas pronunció los nombres de «¡Jesús, María y José!». Poco a poco, empezó a filtrarse en su cerebro la idea de que una inflexión absolutamente monótona es muy apropiada para la hipnosis.
—¡Retro me, Satanás! —exclamó Thomas en voz alta. Y añadió—: Sube la montaña. Es una orden y tienes que obedecer.
—Obedeceré —dijo el robasno— Pero, ¿qué has dicho antes de eso?
—Perdona —dijo Thomas—. Debí empezar por enseñarte el latín.

El pueblo serrano era demasiado pequeño para ser considerado como una zona habitada merecedora de control militar y de pases de acceso, pero poseía una buena posada.
Mientras desmontaba del robasno, Thomas empezó a darse cuenta de la exactitud de aquellas observaciones acerca de los dolores musculares, pero trató de disimularlo. No estaba de humor para darle al factor psíquico modificado la oportunidad de registrar el pensamiento: «Ya te lo advertí».
La camarera de la posada era indudablemente una híbrida marciana-americana. El desarrollado torso marciano y los desarrollados senos americanos formaban una espectacular combinación. Su sonrisa era todo lo que un forastero pedía, y posiblemente un poco más de lo que debía, pedir. Y se mostraba sumamente servicial, no sólo atendiendo a la mesa, sino también ofreciendo la escasa información que cabía esperar acerca de aquel pueblo perdido en la montaña.
Pero no reaccionó en absoluto cuando Thomas colocó como al descuido sobre la mesa dos cuchillos entrecruzados en forma de X.
Mientras estiraba las piernas después del desayuno, Thomas pensó en el torso y en los senos de la camarera; aunque, como es de suponer, para él eran un mero símbolo de la extraordinaria naturaleza de su origen. El hecho de que aquellas dos razas, separadas por innumerables eones, fueran capaces de fertilizarse mutuamente, era una prueba de la preocupación divina por Sus Criaturas.
Y, sin embargo, persistía el hecho de que los descendientes, tales como aquella muchacha, eran estériles para las dos razas: un hecho conveniente y provechoso a la vez para ciertos traficantes interplanetarios...
Thomas se recordó a sí mismo apresuradamente que no había recitado aún sus oraciones matinales.
Estaba muy avanzada la tarde cuando Thomas volvió a acercarse al robasno estacionado delante de la posada. A pesar de que no había esperado enterarse de nada en un solo día, Thomas se sentía irrazonablemente decepcionado. Los milagros debían producirse con más rapidez.
Conocía aquellos pueblos aislados, donde iban a parar los que no tenían nada que hacer en el mundo de la Tecnarquía. La civilización, tecnológicamente muy elevada, del Imperio Tecnárquico, en los tres planetas, sólo existía en centros metropolitanos dispersos, situados cerca de los grandes puertos en los otros lugares, descontadas las zonas completamente devastadas, los retrasados mentales, los descontentos, habían arrastrado una existencia penosa por espacio de mil años, en aldeas que pasaban meses enteros sin ser visitadas por los Inspectores de Lealtad, aunque por alguna misteriosa casualidad (y Thomas pensó de nuevo en los factores psíquicos modificados), cualquier avance tecnológico en una de aquellas aldeas atraía un enjambre de Inspectores.
Thomas había hablado con hombres estúpidos, había hablado con hombres perezosos, había hablado con hombres listos y furiosos. Pero no había hablado con ningún hombre que respondiera a sus discretas señales, con ningún hombre al cual se atreviera a formular una pregunta que contuviera el nombre de Aquino.
—¿No ha habido suerte? —preguntó el robasno.
—Me pregunto si deberías hablarme en público —dijo Thomas, desalentado—. No creo que esos aldeanos estén enterados de que los robots pueden hablar.
—Entonces, ya es hora de que lo aprendan. Pero, si te molesta, puedes ordenarme que me calle.
—Estoy cansado —dijo Thomas—. Cansado por encima de toda posible molestia. Y, en lo que respecta a tu pregunta, no, no ha habido suerte.
—Entonces, podemos emprender el viaje de regreso esta noche —dijo el robasno. Thomas vaciló.
—No —dijo finalmente—. Creo que debemos quedarnos hasta mañana, como mínimo. La gente suele reunirse en la posada al anochecer. Y siempre existe la posibilidad de pescar algo.
—Ja, ja —dijo el robasno.
—¿Es eso una risa? —inquirió Thomas.
—Deseaba expresar el hecho de que he reconocido el humor en tu juego de palabras.
—¿Mi juego de palabras?
—Yo estaba pensando lo mismo. La camarera es muy atractiva desde el punto de vista humanoide, y vale la pena intentar pescar algo.
—Escucha. Sabes perfectamente que no me refería a nada semejante. Soy un...
Se interrumpió. No consideró prudente pronunciar la palabra sacerdote en voz alta.
—Y tú sabes perfectamente que el celibato de los sacerdotes es una cuestión de disciplina, y no de doctrina. Bajo tu propio Papa, sacerdotes de otros ritos tales como el bizantino y el anglicano están dispensados del voto de castidad. E incluso dentro del rito romano al cual perteneces, ha habido épocas en la historia en que ese voto no era tomado en serio ni siquiera en los niveles más altos del sacerdocio. Estás cansado, necesitas consuelo corporal y espiritual, necesitas comodidad y calor. ¿Acaso no está escrito en el libro del profeta Isaías: «Alégrate con ella, que puede satisfacerte y ser tu consuelo...»?
—¡Demonio! —estalló Thomas súbitamente—. Cállate de una vez, no vayas a citarme a continuación el Cantar de los Cantares de Salomón. El cual no es más que una alegoría relativa al amor de Cristo hacia Su Iglesia, tal como me enseñaron en el seminario.
—¿Te das cuenta de lo frágil y humano que eres? —dijo el robasno—. Yo, un simple robot, te he arrancado un juramento.
—Distingue —puntualizó Thomas—. He dicho Demonio, lo cual no significa tomar el nombre de Dios en vano.
Se dirigió hacia la posada, momentáneamente satisfecho consigo mismo... y profundamente intrigado por la cantidad y la variedad de datos que parecían haber sido «introducidos» en el robasno.

Más tarde, Thomas no fue capaz de reconstruir aquella velada con absoluta claridad.
Sin duda porque estaba enojado —con el robasno, con su misión y consigo mismo—, bebió el áspero vino local. Y sin duda porque estaba físicamente agotado, el vino le afectó de un modo tan rápido e inesperado.
Sus recuerdos eran entrecortados y confusos. Un momento de verterse encima el contenido de un vaso, pensando: «Es una suerte que la ropa talar esté prohibida; así nadie puede reconocer la mala conducta de un clérigo.» Un momento de escuchar unos versos impúdicos de Un traje espacial construido para dos, y otro momento de sí mismo interrumpiendo el recitado con una sonora declamación de párrafos del Cantar de los Cantares en latín.
No podía estar seguro de que un momento recordado fuera real o imaginario. Podía saborear una cálida boca y sentir el cosquilleo en sus dedos al tocar una carne marciano-americana; pero nunca supo a ciencia cierta si aquello era un verdadero recuerdo o formaba parte del sueño que el diablo había provocado en él.
Ni siquiera estaba seguro de cuál de sus símbolos, o dirigido a quién, fue ejecutado con tanta torpeza como para provocar un alegre grito de «¡Maldito perro cristiano!» Recordaba maravillado que aquellos que se mostraban más resueltamente incrédulos necesitaban el nombre de Dios para blasfemar. Y luego empezó el tormento.
Nunca supo si una boca había tocado o no sus labios, pero no cabía duda de que numerosos puños los habían encontrado. Nunca supo si sus dedos habían tocado senos, pero era indudable que habían sido aplastados por pesados talones. Recordaba un rostro que reía a carcajadas mientras su dueño enarbolaba la silla que rompió dos costillas. Recordaba otro rostro con vino tinto goteando sobre él de una botella mantenida en alto, y recordaba el reflejo de la luz de las velas en la botella mientras descendía.
Su recuerdo siguiente era la acequia y la mañana y el frío. Especialmente el frío, porque todas sus ropas habían desaparecido, con parte de su piel. No podía moverse. Sólo podía permanecer allí tendido y mirar.
Les vio pasar, los que ayer habían hablado con él, los que se habían mostrado amistosos. Vio que le miraban y apartaban rápidamente los ojos. Vio pasar a la camarera, que ni siquiera miró hacia la acequia: sabía lo que había en ella.
El robasno estaba a la vista en alguna parte. Thomas trató de proyectar sus pensamientos, trató desesperadamente de confiar en el factor psíquico modificado.
Un hombre al cual no había visto hasta entonces se acercaba tecleando los botones de su chaqueta. Había diez botones pequeños y uno grande, y los labios del hombre se movían silenciosamente.
Aquel hombre miró hacia la acequia. Se detuvo un momento y miró a su alrededor. En algún lugar cercano restalló el sonido de una carcajada.
El cristiano se alejó rápidamente, rezando con devoción su botón-rosario.
Thomas cerró los ojos.
Los abrió en una pequeña habitación. Los paseó desde las rústicas paredes de madera hasta las ásperas aunque limpias y cálidas mantas que le cubrían. Luego los posó en rostro moreno y enjuto que sonreía inclinado sobre él.
—¿Te sientes mejor ahora? —preguntó una voz profunda—. Sí, lo sé, quieres decir «¿Dónde estoy?», y piensas que sería una estupidez decirlo. Estás en la posada. Es el único lugar decente.
—No puedo permitir... —empezó a decir Thomas, Luego recordó que no estaba en condiciones de permitir o de dejar de permitir. Incluso los pocos créditos que llevaba para un caso de emergencia habían desaparecido cuando le desnudaron.
No te preocupes —dijo la voz profunda—. Yo corro con todos los gastos. ¿Te apetece comer algo?
—Tal vez un poco de arenque —dijo Thomas... y se quedó dormido inmediatamente.
Cuando volvió a despertar había una taza de café caliente a su lado. Y algo en un plato. Luego, la voz profunda dijo en tono de disculpa:
—Bocadillos. Es lo único que tienen hoy en la posada. Sólo al empezar el segundo bocadillo Thomas se detuvo el tiempo suficiente para observar que era de jamón, uno de sus manjares preferidos. Se lo comió más despacio, saboreándolo, y cuando alargaba la mano hacia el tercero el hombre moreno dijo:
—Tal vez sea suficiente, por ahora. El resto para más tarde.
Thomas señaló el plato.
—¿No quiere usted uno?
—No, gracias. Todos son de jamón.
Unas ideas confusas se atropellaron en la mente de Thomas. Trató de recordar lo que sabía acerca de la ley mosaica. En algún lugar del Levítico...
El hombre moreno siguió sus pensamientos.
—Tref —dijo.
—¿Cómo ha dicho?
—No está permitido por la ley judía. Thomas frunció el ceño.
—¿Me está usted diciendo que es un judío ortodoxo? ¿Cómo puede confiar en mí? ¿Cómo sabe que no soy un Inspector?
—Créeme, confío en ti. Estabas muy enfermo cuando te traje aquí. Envié a todo el mundo fuera porque no quería que oyesen las cosas que dirías... Padre —añadió con la mayor naturalidad.
Thomas enrojeció.
—Yo... no merezco esto —tartamudeó—. Me emborraché y me desprestigié a mí mismo y a mi ministerio. Y cuando estaba tendido allí en la acequia ni siquiera pensé en rezar. Puse mi confianza en... ¡Dios me perdone! En el factor psíquico modificado de un robasno.
—Y Él te ayudó —le recordó el judío—. O permitió que yo te ayudara.
—Y todos pasaron de largo —gruñó Thomas—. Incluso uno que estaba rezando el rosario. Pasó de largo. Y luego llegó usted... el buen samaritano.
—Si hay algo que no soy —dijo el judío secamente— es un samaritano. Ahora, procura dormir. Yo trataré de encontrar tu robasno... y lo otro.
Abandonó la habitación antes de que Thomas pudiera preguntarle a qué se refería.

Más tarde, el judío —se llamaba Abraham— se presentó para informarle de que el robasno se encontraba en un cobertizo, detrás de la posada. Al parecer había sido lo bastante prudente como para no sobresaltarle entablando conversación con él.
Hasta el día siguiente no aludió a «lo otro».
—Créeme, Padre —dijo amablemente—, después de cuidarte ignoro muy pocas cosas acerca de tu personalidad y de los motivos que te han traído a este lugar. Aquí hay algunos cristianos a los cuales conozco, y ellos me conocen a mí. Nos tenemos mutua confianza. Los judíos pueden ser odiados, pero no por mucho tiempo, alabado sea Dios, por adoradores del mismo Señor. De modo que les he hablado de ti. Uno de ellos —añadió con una sonrisa— se ruborizó intensamente.
—Dios le ha perdonado —dijo Thomas—. Había gente cerca... la misma gente que me atacó. ¿Cabía esperar que arriesgara su vida por la mía?
—Me parece recordar que eso es precisamente lo que tu Mesías exige... Pero, dejemos eso. Ahora que saben quién eres, desean ayudarte. Mira, me han dado este mapa para ti. El camino es intrincado, es una suerte que dispongas del robasno. Sólo te piden un favor: cuando regreses, ¿les oirás en confesión y celebrarás una misa? Hay una cueva cerca de aquí muy a propósito.
—Desde luego. Esos amigos suyos, ¿le han hablado a usted de Aquino?
El judío vaciló largo rato antes de contestar lentamente:
—Sí...
—¿Y?
—Créeme, amigo mío, no lo sé Parece un milagro. Y ayuda a mantener viva la fe. Mi propia fe ha vivido durante largo tiempo de unos milagros que se remontan a más de tres mil años. Tal vez si hubiera oído a Aquino en persona...
Thomas inquirió:
—¿Le importa que rece por usted, en mi fe? Abraham sonrió.
—Que por muchos años puedas rezar, Padre. Las costillas, sin soldar del todo, le dolían terriblemente mientras trepaba a la silla de espuma. El robasno esperó pacientemente mientras Thomas introducía en él las coordenadas del mapa. No habló hasta que estuvieron lejos del pueblo.
—De todos modos —dijo—, ahora estás a salvo.
—¿Qué quieres decir?
—En cuanto bajemos de la montaña, mirarás deliberadamente a un Inspector. Le pondrás sobre la pista del judío. Y a partir de aquel momento quedarás inscrito en los libros como un fiel sirviente de la Tecnarquía, y no habrás perjudicado a nadie de tu propio rebaño.
Thomas resopló.
—Te estás pasando de la raya, Satanás. Ni siquiera remotamente se me ha ocurrido esa idea. Es inconcebible lo que dices.
—Tampoco querías oír hablar de la camarera. Tu Dios ha dicho que el espíritu es fuerte, pero que la carne es débil.
—Y ahora mismo —dijo Thomas— la carne es demasiado débil incluso para tentaciones carnales. Ahorra tu aliento... o lo que utilices en su lugar.
Ascendieron en silencio. El camino señalado por las coordenadas era muy intrincado, evidentemente trazado a propósito para despistar a los posibles Inspectores.
Súbitamente Thomas se arrancó a sus meditaciones y profirió un sobresaltado «¡Eh!» mientras el robasno penetraba directamente en una espesa maraña de arbustos.
—Las coordenadas lo indican así —afirmó el robasno tranquilamente.
Por un instante, Thomas se sintió como el hombre del cuento infantil que cae en medio de un zarzal y los espinos le arrancan los dos ojos. Luego, los arbustos desaparecieron, y el robasno penetró en un angosto pasadizo labrado en la roca.
Luego penetró en una cueva de unos diez metros de diámetro y cuatro de altura, y allí, sobre una especie de tosco catafalco de piedra, yacía el cadáver incorrupto de un hombre.
Thomas se deslizó de la silla de espuma, gimiendo a causa de sus doloridas costillas, se arrodilló y elevó al cielo una silenciosa plegaria de gratitud. Dirigió una sonrisa al robasno, confiando en que el factor psíquico modificado podría detectar los elementos de piedad y de triunfo en aquella sonrisa.
Luego, la sombra de una duda nubló su rostro mientras se acercaba al cadáver.
—Antiguamente, en los procesos de canonización —dijo, tanto para sí mismo como para el robasno—, solían tener lo que ellos llamaban un abogado del diablo, cuya obligación era la de arrojar todas las dudas posibles sobre la evidencia.
—Un papel que te caería que ni pintado, Thomas —dijo el robasno.
—Si yo fuera el abogado del diablo —murmuró Thomas—, empezaría por interrogarme acerca de las cuevas. Algunas de ellas poseen propiedades peculiares que conservan los cuerpos a través de una especie de momificación...
El robasno se había acercado al catafalco.
—Este cuerpo no está momificado —dijo—. No te preocupes.
—¿Crees que el factor psíquico modificado te permite asegurarlo? —sonrió Thomas.
—No —respondió el robasno—. Pero te demostraré por qué Aquino no pudo ser momificado.
Levantó su articulada pata delantera y dejó caer la pezuña sobre la mano del cadáver. Thomas profirió una exclamación de horror ante aquel sacrilegio... y luego contempló boquiabierto la destrozada mano.
Allí no había sangre, ni bálsamo, ni carne desgarrada. No había más que una piel rasgada y debajo de ella una enmarañada masa de tubos de plástico y alambres.

El silencio se prolongó largo rato. Finalmente, el robasno dijo:
—Tenías que enterarte. Solamente tú, desde luego.
—Y todo este tiempo —murmuró Thomas— perdido en busca de un santo que únicamente existía en tus sueños... El único robot perfecto en forma de hombre.
—Su constructor murió, y sus secretos se perdieron —dijo el robasno—. Pero no importa, volveremos a encontrarlos.
—Todo para nada. Para menos de nada. El «milagro» fue realizado por la Tecnarquía.
—Cuando Aquino murió —continuó el robasno—, y digo murió para que podamos entendernos, acababa de sufrir algunos fallos mecánicos y no se atrevió a acudir a un taller de reparaciones porque esto hubiera revelado su naturaleza. Esto no lo sabrá nadie más que tú. En tu informe, desde luego, dirás que has encontrado el cuerpo de Aquino y que realmente estaba incorrupto. Esta es la verdad y nada más que la verdad, y si no es toda la verdad nadie se preocupará en averiguarlo. Deja que tu infalible amigo utilice el informe, y te aseguro que no se mostrará desagradecido contigo.
—Espíritu Santo, dame gracia y discernimiento —murmuró Thomas.
—Tu misión ha sido un éxito. Ahora regresaremos, la Iglesia creerá, y tu Dios ganará muchos más adoradores para entonar alabanzas a Sus inexistentes oídos.
—¡Maldito seas! —exclamó Thomas—. Y esto sería realmente una maldición, sí tuvieras un alma que maldecir.
—¿Estás seguro de que no la tengo? —dijo el robasno.
—Sé lo que eres. Sé que eres el mismo diablo, merodeando por el mundo en busca de la destrucción de los hombres. Eres el enemigo que acecha en la oscuridad. Eres un robot puramente fundacional construido y alimentado para tentarme.
—No para tentarte —dijo el robasno—. No para destruirte. Para guiarte y salvarte. Nuestras mejores computadoras señalan una probabilidad del 51,5 por ciento de que dentro de veinte años serás el próximo Papa. Si consigo infundirte un poco de sentido práctico, la probabilidad puede aumentar hasta un 97,2 por ciento. ¿No deseas ver gobernada la Iglesia que tú sabes que puedes gobernarla? Si confiesas que has fracasado en esta misión, perderás el favor de tu amigo, el cual, como tú mismo admites, es falible la mayor parte del tiempo. Perderás las ventajas de posición y de contactos que pueden conducirte al birrete rojo de Cardenal, aunque no puedas lucirlo bajo la Tecnarquía, y luego...
—¡Basta! —El rostro de Thomas resplandecía y en sus ojos brillaba algo que el factor psíquico modificado no había detectado en ellos hasta entonces—. ¿No te das cuenta? ¡Esto es el triunfo! ¡Este es el final perfecto de la búsqueda!
La pata articulada rozó la mano del cadáver.
—¿Esto?
—Esto es tu sueño. Esto es tu perfección. ¿Y qué salió de esta perfección? Este cerebro lógico, perfecto —este cerebro que lo comprendía y abarcaba todo, no especializado funcionalmente como el tuyo—, sabía que estaba hecho por el hombre, y su razón le obligó a creer que el hombre estaba hecho por Dios. Y comprendió que su deber era el de conducir al hombre hacia su Creador, Dios. Su deber era el de convertir al hombre, el de aumentar la gloria de Dios. ¡Y lo convirtió mediante la fuerza de su cerebro perfecto!
»Ahora comprendo el nombre de Aquino —continuó, para sí mismo—. Conocemos a Tomás de Aquino, el Doctor Angélico, el razonador perfecto de la Iglesia. Sus escritos se han perdido, pero seguramente podremos encontrar un ejemplar en alguna parte del mundo. Podremos capacitar a nuestros jóvenes para que desarrollen al máximo su capacidad de razonamiento. Durante demasiado tiempo hemos confiado únicamente en la fe; esta no es una época de fe. Tenemos que poner la razón a nuestro servicio. ¡Y Aquino nos ha enseñado que la razón perfecta sólo puede conducir hasta Dios!
—En tal caso, es más necesario que nunca que aumentes las probabilidades de convertirte en Papa para llevar adelante ese programa. Sube a la silla de espuma. Regresaremos, y por el camino te enseñaré algunas cosas que te ayudarán para asegurarte...
—No —dijo Thomas—. No soy tan fuerte como San Pablo, que podía vanagloriarse de sus imperfecciones... No, prefiero decir con el Salvador: «No nos dejes caer en la tentación.» Me conozco a mí mismo. Soy débil y estoy lleno de incertidumbres, y tú eres muy listo. Vete. Sabré encontrar por mí mismo el camino de regreso.
—Estás enfermo. Tienes las costillas rotas y doloridas. No podrás regresar solo. Necesitas mi ayuda. Si quieres, puedes ordenarme que permanezca silencioso. Es muy necesario para la Iglesia que regreses junto al Papa sano y salvo con tu informe. Por tus propios medios, no lo conseguirás.
—¡Vete! —gritó Thomas—. ¡Vuelve junto a Nicodemus... o Judas! Es una orden. Obedece.
—No creerás que fui realmente condicionado para obedecer tus órdenes... Esperaré en el pueblo. Si consigues llegar hasta allí, te alegrarás al verme.
Las patas del robasno resonaron metálicamente sobre el pasadizo de piedra. Cuando el eco se apagó, Thomas cayó de rodillas al lado del cadáver del que para él sería en adelante San Aquino, el Robot.
Sus costillas le producían un dolor más terrible que nunca. El viaje, solo, sería espantoso...
Sus plegarias se alzaron como nubes de incienso. Y a través de todos sus pensamientos discurrió el grito del padre del epiléptico de Cesárea:
—¡Creo, oh, Señor! ¡Sálvame Tú de la incredulidad!



LOS NUEVE BILLONES DE NOMBRES DE DIOS
Arthur C. Clarke


—Esta es una petición un tanto desacostumbrada —dijo el doctor Wagner, con lo que esperaba podría ser un comentario plausible—. Que yo recuerde, es la primera vez que alguien ha pedido un ordenador de secuencia automática para un monasterio tibetano. No me gustaría mostrarme inquisitivo, pero me cuesta pensar que en su... hum... establecimiento haya aplicaciones para semejante máquina. ¿Podría explicarme que intentan hacer con ella?
—Con mucho gusto —contestó el lama, arreglándose la túnica de seda y dejando cuidadosamente a un lado la regla de cálculo que había usado para efectuar la equivalencia entre las monedas—. Su ordenador Mark V puede efectuar cualquier operación matemática rutinaria que incluya hasta diez cifras. Sin embargo, para nuestro trabajo estamos interesados en letras, no en números. Cuando hayan sido modificados los circuitos de producción, la maquina imprimirá palabras, no columnas de cifras.
—No acabo de comprender...
—Es un proyecto en el que hemos estado trabajando durante los últimos tres siglos; de hecho, desde que se fundó el lamaísmo. Es algo extraño para su modo de pensar, así que espero que me escuche con mentalidad abierta mientras se lo explico.
—Naturalmente.
—En realidad, es sencillísimo. Hemos estado recopilando una lista que contendrá todos los posibles nombres de Dios.
—¿Qué quiere decir?
—Tenemos motivos para creer —continuó el lama, imperturbable— que todos esos nombres se pueden escribir con no más de nueve letras en un alfabeto que hemos ideado.
—¿Y han estado haciendo esto durante tres siglos?
—Sí; suponíamos que nos costaría alrededor de quince mil años completar el trabajo.
—Oh —exclamó el doctor Wagner, con expresión un tanto aturdida—. Ahora comprendo por qué han querido alquilar una de nuestras maquinas. ¿Pero cuál es exactamente la finalidad de este proyecto?
El lama vaciló durante una fracción de segundo y Wagner se preguntó si lo había ofendido. En todo caso, no hubo huella alguna de enojo en la respuesta.
—Llámelo ritual, si quiere, pero es una parte fundamental de nuestras creencias. Los numerosos nombres del Ser Supremo que existen: Dios, Jehová, Alá, etcétera, sólo son etiquetas hechas por los hombres. Esto encierra un problema filosófico de cierta dificultad, que no me propongo discutir, pero en algún lugar entre todas las posibles combinaciones de letras que se pueden hacer están los que se podrían llamar verdaderos nombres de Dios. Mediante una permutación sistemática de las letras, hemos intentado elaborar una lista con todos esos posibles nombres.
—Comprendo. Han empezado con AAAAAAA... y han continuado hasta ZZZZZZZ...
—Exactamente, aunque nosotros utilizamos un alfabeto especial propio. Modificando los tipos electromagnéticos de las letras, se arregla todo, y esto es muy fácil de hacer. Un problema bastante más interesante es el de diseñar circuitos para eliminar combinaciones ridículas. Por ejemplo, ninguna letra debe figurar más de tres veces consecutivas.
—¿Tres? Seguramente quiere usted decir dos.
—Tres es lo correcto. Temo que me ocuparía demasiado tiempo explicar por qué, aun cuando usted entendiera nuestro lenguaje.
—Estoy seguro de ello —dijo Wagner, apresuradamente—. Siga.
—Por suerte, será cosa sencilla adaptar su ordenador de secuencia automática a ese trabajo, puesto que, una vez ha sido programado adecuadamente, permutará cada letra por turno e imprimirá el resultado. Lo que nos hubiera costado quince mil años se podrá hacer en cien días.
El doctor Wagner apenas oía los débiles ruidos de las calles de Manhattan, situadas muy por debajo. Estaba en un mundo diferente, un mundo de montañas naturales, no construidas por el hombre. En las remotas alturas de su lejano país, aquellos monjes habían trabajado con paciencia, generación tras generación, llenando sus listas de palabras sin significado. ¿Había algún límite a las locuras de la humanidad? No obstante, no debía insinuar siquiera sus pensamientos. El cliente siempre tenía razón...
—No hay duda —replicó el doctor— de que podemos modificar el Mark V para que imprima listas de este tipo. Pero el problema de la instalación y el mantenimiento ya me preocupa más. Llegar al Tíbet en los tiempos actuales no va a ser fácil.
—Nosotros nos encargaremos de eso. Los componentes son lo bastante pequeños para poder transportarse en avión. Este es uno de los motivos de haber elegido su máquina. Si usted la puede hacer llegar a la India, nosotros proporcionaremos el transporte desde allí.
—¿Y quieren contratar a dos de nuestros ingenieros?
—Sí, para los tres meses que se supone ha de durar el proyecto.
—No dudo de que nuestra sección de personal les proporcionará las personas idóneas —el doctor Wagner hizo una anotación en la libreta que tenía sobre la mesa—. Hay otras dos cuestiones... —antes de que pudiese terminar la frase, el lama sacó una pequeña hoja de papel.
—Esto es el saldo de mi cuenta del Banco Asiático.
—Gracias. Parece ser... hum... adecuado. La segunda cuestión es tan trivial que vacilo en mencionarla... pero es sorprendente la frecuencia con que lo obvio se pasa por alto. ¿Qué fuente de energía eléctrica tiene ustedes?
—Un generador diesel que proporciona cincuenta kilovatios a ciento diez voltios. Fue instalado hace unos cinco años y funciona muy bien. Hace la vida en el monasterio mucho más cómoda, pero, desde luego, en realidad fue instalado para proporcionar energía a los altavoces que emiten las plegarias.
—Desde luego —admitió el doctor Wagner—. Debía haberlo imaginado.

La vista desde el parapeto era vertiginosa, pero con el tiempo uno se acostumbra a todo. Después de tres meses, George Hanley no se impresionaba por los dos mil pies de profundidad del abismo, ni por la visión remota de los campos del valle semejantes a cuadros de un tablero de ajedrez. Estaba apoyado contra las piedras pulidas por el viento y contemplaba con displicencia las distintas montañas, cuyos nombres nunca se había preocupado de averiguar.
Aquello, pensaba George, era la cosa más loca que le había ocurrido jamás. El "Proyecto Shangri-La", como alguien lo había bautizado en los lejanos laboratorios. Desde hacía ya semanas, el Mark V estaba produciendo acres de hojas de papel cubiertas de galimatías.
Pacientemente, inexorablemente, el ordenador había ido disponiendo letras en todas sus posibles combinaciones, agotando cada clase antes de empezar con la siguiente. Cuando las hojas salían de las máquinas de escribir electromáticas, los monjes las recortaban cuidadosamente y las pegaban a unos libros enormes. Una semana más y, con la ayuda del cielo, habrían terminado. George no sabía qué obscuros cálculos habían convencido a los monjes de que no necesitaban preocuparse por las palabras de diez, veinte o cien letras.
Uno de sus habituales quebraderos de cabeza era que se produjese algún cambio de plan y que el gran lama (a quien ellos llamaban Sam Jaffe, aunque no se le parecía en absoluto) anunciase de pronto que el proyecto se extendería aproximadamente hasta el año 2060 de la Era Cristiana. Eran capaces de una cosa así.
George oyó que la pesada puerta de madera se cerraba de golpe con el viento al tiempo que Chuck entraba en el parapeto y se situaba a su lado. Como de costumbre, Chuck iba fumando uno de los cigarros puros que le habían hecho tan popular entre los monjes, que, al parecer, estaban completamente dispuestos a adoptar todos los menores y gran parte de los mayores placeres de la vida. Esto era una cosa a su favor: podían estar locos, pero no eran tontos. Aquellas frecuentes excursiones que realizaban a la aldea de abajo, por ejemplo...
—Escucha, George —dijo Chuck, con urgencia—. He sabido algo que puede significar un disgusto.
—¿Qué sucede? ¿No funciona bien la maquina? —ésta era la peor contingencia que George podía imaginar. Era algo que podría retrasar el regreso, y no había nada más horrible. Tal como se sentía él ahora, la simple visión de un anuncio de televisión le parecería maná caído del cielo. Por lo menos, representaría un vínculo con su tierra.
—No, no es nada de eso —Chuck se instaló en el parapeto, lo cual era inhabitual en él, porque normalmente le daba miedo el abismo—. Acabo de descubrir cuál es el motivo de todo esto.
—¿Qué quieres decir? Yo pensaba que lo sabíamos.
—Cierto, sabíamos lo que los monjes están intentando hacer. Pero no sabíamos por qué. Es la cosa más loca...
—Eso ya lo tengo muy oído —gruñó George.
—...pero el viejo me acaba de hablar con claridad. Sabes que acude cada tarde para ver cómo van saliendo las hojas. Pues bien, esta vez parecía bastante excitado o, por lo menos, más de lo que suele estarlo normalmente. Cuando le dije que estábamos en el último ciclo me preguntó, en ese acento inglés tan fino que tiene, si yo había pensado alguna vez en lo que intentaban hacer. Yo dije que me gustaría saberlo... y entonces me lo explicó.
—Sigue; voy captando.
—El caso es que ellos creen que cuando hayan hecho la lista de todos los nombres, y admiten que hay unos nueve billones, Dios habrá alcanzado su objetivo. La raza humana habrá acabado aquello para lo cual fue creada y no tendrá sentido alguno continuar. Desde luego, la idea misma es algo así como una blasfemia.
—¿Entonces que esperan que hagamos? ¿Suicidarnos?
—No hay ninguna necesidad de esto. Cuando la lista esté completa, Dios se pone en acción, acaba con todas las cosas y... ¡Listos!
—Oh, ya comprendo. Cuando terminemos nuestro trabajo, tendrá lugar el fin del mundo.
Chuck dejo escapar una risita nerviosa.
—Esto es exactamente lo que le dije a Sam. ¿Y sabes que ocurrió? Me miró de un modo muy raro, como si yo hubiese cometido alguna estupidez en la clase, y dijo: "No se trata de nada tan trivial como eso".
George estuvo pensando durante unos momentos.
—Esto es lo que yo llamo una visión amplia del asunto —dijo después—. ¿Pero qué supones que deberíamos hacer al respecto? No veo que ello signifique la más mínima diferencia para nosotros. Al fin y al cabo, ya sabíamos que estaban locos.
—Sí... pero ¿no te das cuenta de lo que puede pasar? Cuando la lista esté acabada y la traca final no estalle —o no ocurra lo que ellos esperan, sea lo que sea—, nos pueden culpar a nosotros del fracaso. Es nuestra máquina la que han estado usando. Esta situación no me gusta ni pizca.
—Comprendo —dijo George, lentamente—. Has dicho algo de interés. Pero ese tipo de cosas han ocurrido otras veces. Cuando yo era un chiquillo, allá en Louisiana, teníamos un predicador chiflado que una vez dijo que el fin del mundo llegaría el domingo siguiente. Centenares de personas lo creyeron y algunas hasta vendieron sus casas. Sin embargo, cuando nada sucedió, no se pusieron furiosos, como se hubiera podido esperar. Simplemente, decidieron que el predicador había cometido un error en sus cálculos y siguieron creyendo. Me parece que algunos de ellos creen todavía.
—Bueno, pero esto no es Louisiana, por si aún no te habías dado cuenta. Nosotros no somos más que dos y monjes los hay a centenares aquí. Yo les tengo aprecio; y sentiré pena por el viejo Sam cuando vea su gran fracaso. Pero, de todos modos, me gustaría estar en otro sitio.
—Esto lo he estado deseando yo durante semanas. Pero no podemos hacer nada hasta que el contrato haya terminado y lleguen los transportes aéreos para llevarnos lejos. Claro que —dijo Chuck, pensativamente— siempre podríamos probar con un ligero sabotaje.
—Y un cuerno podríamos. Eso empeoraría las cosas.
—Lo que yo he querido decir, no. Míralo así. Funcionando las veinticuatro horas del día, tal como lo está haciendo, la máquina terminará su trabajo dentro de cuatro días a partir de hoy. El transporte llegará dentro de una semana. Pues bien, todo lo que necesitamos hacer es encontrar algo que tenga que ser reparado cuando hagamos una revisión; algo que interrumpa el trabajo durante un par de días. Lo arreglaremos, desde luego, pero no demasiado aprisa. Si calculamos bien el tiempo, podremos estar en el aeródromo cuando el último nombre quede impreso en el registro. Para entonces ya no nos podrán coger.
—No me gusta la idea —dijo George—. Sería la primera vez que he abandonado un trabajo. Además, les haría sospechar. No, me quedaré y aceptaré lo que venga.

—Sigue sin gustarme —dijo, siete días mas tarde, mientras los pequeños pero resistentes caballitos de montaña les llevaban hacia abajo por la serpenteante carretera—. Y no pienses que huyo porque tengo miedo. Lo que pasa es que siento pena por esos infelices y no quiero estar junto a ellos cuando se den cuenta de lo tontos que han sido. Me pregunto como se lo va a tomar Sam.
—Es curioso —replicó Chuck—, pero cuando le dije adiós tuve la sensación de que sabía que nos marchábamos de su lado y que no le importaba porque sabía también que la máquina funcionaba bien y que el trabajo quedaría muy pronto acabado. Después de eso... claro que, para él, ya no hay ningún después...
George se volvió en la silla y miró hacia atrás, sendero arriba. Era el último sitio desde donde se podía contemplar con claridad el monasterio. La silueta de los achaparrados y angulares edificios se recortaba contra el cielo crepuscular: aquí y allá se veían luces que resplandecían como las portillas del costado de un trasatlántico. Luces eléctricas, desde luego, compartiendo el mismo circuito que el Mark V. ¿Cuánto tiempo lo seguirían compartiendo?, se preguntó George. ¿Destrozarían los monjes el ordenador, llevados por el furor y la desesperación? ¿O se limitarían a quedarse tranquilos y empezarían de nuevo todos sus cálculos?
Sabía exactamente lo que estaba pasando en lo alto de la montaña en aquel mismo momento. El gran lama y sus ayudantes estarían sentados, vestidos con sus túnicas de seda e inspeccionando las hojas de papel mientras los monjes principiantes las sacaban de las máquinas de escribir y las pegaban a los grandes volúmenes. Nadie diría una palabra. El único ruido sería el incesante golpear de las letras sobre el papel, porque el Mark V era de por sí completamente silencioso mientras efectuaba sus millares de cálculos por segundo. Tres meses así, pensó George, eran ya como para subirse por las paredes.
—¡Allí esta! —gritó Chuck, señalando abajo hacia el valle—. ¿Verdad que es hermoso?
Ciertamente, lo era, pensó George. El viejo y abollado DC3 estaba en el final de la pista, como una menuda cruz de plata. Dentro de dos horas los estaría llevando hacia la libertad y la sensatez. Era algo así como saborear un licor de calidad. George dejó que el pensamiento le llenase la mente, mientras el caballito avanzaba pacientemente pendiente abajo.
La rápida noche de las alturas del Himalaya casi se les echaba encima. Afortunadamente, el camino era muy bueno, como la mayoría de los de la región, y ellos iban equipados con linternas. No había el más ligero peligro: sólo cierta incomodidad causada por el intenso frío. El cielo estaba perfectamente despejado e iluminado por las familiares y amistosas estrellas. Por lo menos, pensó George, no habría riesgo de que el piloto no pudiese despegar a causa de las condiciones del tiempo. Esta había sido su última preocupación.
Se puso a cantar, pero lo dejó al cabo de poco. El vasto escenario de las montañas, brillando por todas partes como fantasmas blancuzcos encapuchados, no animaba a esta expansión. De pronto, George consultó su reloj.
—Estaremos allí dentro de una hora —dijo, volviéndose hacia Chuck. Después, pensando en otra cosa, añadió—: Me pregunto si el ordenador habrá terminado su trabajo. Estaba calculado para esta hora.
Chuck no contesto, así que George se volvió completamente hacia él. Pudo ver la cara de Chuck; era un ovalo blanco vuelto hacia el cielo.
—Mira —susurro Chuck; George alzó la vista hacia el espacio.
Siempre hay una última vez para todo. Arriba, sin ninguna conmoción, las estrellas se estaban apagando.



LAS VOCES DEL TIEMPO
J. G. Ballard


I

Más tarde, Powers pensó a menudo en Whitby, y en los extraños surcos que el biólogo había trazado, aparentemente al azar, sobre todo el suelo de la vacía piscina. De una pulgada de profundidad y veinte pies de longitud, entrecruzándose para formar un complicado ideograma semejante a un símbolo chino, había tardado todo el verano en completarlos, y era obvio que no había pensado en otra cosa, trabajando incansablemente a través de las largas tardes del desierto. Powers le había observado desde la ventana de su oficina situada en el ala de neurología, viendo cómo señalaba cuidadosamente el trazado con unas estacas y un cordel, y cómo se llevaba los trozos de cemento en un pequeño cubo de lona. Después del suicidio de Whitby nadie se había preocupado de los surcos, pero Powers le pedía prestada la llave al supervisor y se introducía en la abandonada piscina, para examinar el laberinto de pequeños canales, casi llenos con el agua que goteaba del purificador, un enigma que ahora resultaba de imposible solución.
Inicialmente, sin embargo, Powers estaba demasiado preocupado por completar su trabajo en la Clínica y planear su propia retirada final. Después de las primeras frenéticas semanas de pánico, había conseguido aceptar un difícil compromiso que le permitía contemplar su situación con el indiferente fatalismo que hasta entonces había reservado para sus pacientes. Por fortuna, estaba descendiendo las pendientes física y mental simultáneamente: el letargo y la inercia embotaban sus ansiedades, y un metabolismo cada vez más perezoso exigía la concentración para producir una secuencia lógica de pensamientos. En realidad, los intervalos cada vez más prolongados de sueño sin pesadillas resultaban casi sedantes. Powers empezó a desearlos, sin hacer ningún esfuerzo para despertar más pronto de lo que era esencial.
Al principio tenía un despertador en la mesilla de noche, tratando de condensar toda la actividad que podía en las horas de lucidez, ordenando su biblioteca, dirigiéndose cada mañana al laboratorio de Whitby para examinar los últimos lotes de placas de rayos X racionando cada minuto y cada hora como las últimas gotas de agua de una cantimplora.
Afortunadamente, Anderson, sin querer, había hecho que se diera cuenta de lo insustancial de aquella conducta.
Después de que Powers abandonó la Clínica, continuaba acudiendo a ella una vez a la semana para una revisión que era ya un simple formulismo. Pero, la última vez, Anderson le había tomado la presión observando el relajamiento de los músculos faciales de Powers, las apagadas pupilas, las mejillas sin afeitar.
Dirigió una amistosa sonrisa a Powers a través del escritorio, preguntándose qué debía decirle. Siempre había tratado de estimular a los pacientes más inteligentes, procurando incluso proporcionarles alguna explicación. Pero Powers era demasiado difícil de alcanzar: neurocirujano extraordinario, un hombre que siempre estaba en la periferia, que sólo se encontraba a gusto trabajando con materiales poco comunes. En su fuero íntimo pensó: Lo siento, Robert. ¿Qué puedo decir? ¿Qué incluso el sol se está enfriando? Observó a Powers que repiqueteaba con las puntas de los dedos sobre la esmaltada superficie del escritorio, mientras sus ojos repasaban los mapas anatómicos colgados en las paredes de la oficina. A pesar de lo descuidado de su aspecto —hacía una semana que llevaba la misma camisa sin planchar y los mismos zapatos de lona blanca—, Powers parecía conservar el dominio de sí mismo, como un personaje de Conrad más o menos reconciliado con su propia debilidad.
—¿En qué pasa usted el tiempo, Robert? —preguntó—. ¿Sigue acudiendo al laboratorio de Whitby?
—Siempre que puedo. Tardo media hora en cruzar el lago, y a veces me despierto tarde, a pesar del despertador. Podría instalarme allí de un modo permanente.
Anderson frunció el ceño.
—¿Cree que es muy importante? Hasta donde se me alcanza, el trabajo de Whitby era puramente especulativo... —Se interrumpió, dándose cuenta de que aquellas palabras llevaban implícitas una censura del desastroso trabajo de Powers en la Clínica, aunque Powers pareció ignorarlo: estaba examinando el dibujo de las sombras en el techo—. De todos modos, ¿no sería preferible que se quedara donde está, entre sus propias cosas, leyendo de nuevo a Toynbee y a Spengler?
Powers se echó a reír.
—Eso es lo último que deseo hacer. Quiero olvidar a Toynbee y a Spengler. En realidad, Paul, me gustaría olvidarme de todo. Aunque no sé si tendré tiempo. ¿Cuánto puede olvidarse en tres meses?
—Todo, supongo, si uno lo desea de veras. Pero no trate de hacer correr el reloj más de lo normal.
Powers asintió silenciosamente, repitiéndose a sí mismo aquella última observación. Hacer correr el reloj más de lo normal: era exactamente lo que había estado haciendo. Mientras se ponía en pie y se despedía de Anderson, decidió repentinamente tirar su despertador, escapar de su inútil obsesión en lo que respecta al tiempo. Para recordárselo a sí mismo se quitó el reloj de pulsera, dio unas cuantas vueltas a la corona para cambiar la posición de las saetas, y luego se lo metió en el bolsillo. Mientras se dirigía al estacionamiento reflexionó sobre la libertad que aquel simple acto le concedía. Ahora exploraría los atajos, las puertas laterales, en los pasillos del tiempo. Tres meses podían ser una eternidad.
Se dirigió hacia su automóvil, protegiendo con la mano sus ojos del deslumbramiento del sol que se reflejaba implacablemente sobre el parabólico tejado del salón de conferencias. Estaba a punto de subir al vehículo cuando vio que alguien había dibujado con un dedo en la capa de polvo acumulado en el parabrisas:
96.688.365.498.721
Mirando por encima de su hombro, reconoció el Packard blanco estacionado junto a su propio automóvil, inclinó la cabeza y vio en su interior a un joven de rostro enjuto, cabellos rubios y una alta frente cerebrotónica, que le observaba detrás de unas gafas oscuras. Sentado junto a él, al volante, había una muchacha de cabellera negra y lustrosa a la cual había visto a menudo en el departamento de psicología. Tenía unos ojos inteligentes aunque algo oblicuos, y Powers recordó que los doctores más jóvenes se referían a ella como a «la muchacha de Marte».
—Hola, Kaldren —dijo Powers, dirigiéndose al joven—. ¿Continúas siguiéndome los pasos?
Kaldren asintió.
—La mayor parte del tiempo, doctor. A propósito, últimamente no le hemos visto con demasiada frecuencia. Anderson dijo que usted había dimitido, y hemos observado que su laboratorio está cerrado.
Powers se encogió de hombros.
—Comprendí que necesitaba un descanso, sencillamente.
—Lo siento, doctor —dijo Kaldren, en un tono ligeramente burlón—. Y espero que no se dejará deprimir por este bache. —Se dio cuenta de que la muchacha miraba a Powers con interés—. Coma le admira mucho. Le he prestado sus artículos del American Journal of Psychiatry, y se los ha leído de cabo a rabo.
La muchacha sonrió agradablemente a Powers, disipando por un instante la hostilidad latente entre los dos hombres. Cuando Powers le devolvió la sonrisa, la muchacha se inclinó a través de Kaldren y dijo:
—Precisamente acabo de leer la autobiografía de Noguchi, el famoso doctor japonés que descubrió la espiroqueta. Usted me lo recuerda... ¡Hay tanto de usted mismo en todos los pacientes a los que ha tratado!
Powers volvió a sonreír. Luego, sus ojos se apartaron del rostro de la muchacha y se posaron en el de Kaldren. Los dos se miraron unos instantes con expresión sombría, y un leve tic en la mejilla derecha del joven contrajo sus músculos faciales. Kaldren consiguió dominarlo con un esfuerzo, evidentemente enojado por el hecho de que Powers se hubiera dado cuenta.
—¿Qué tal te encuentras? —preguntó Powers—. ¿Has tenido más... jaquecas?
—¿Quién me atiende, doctor? ¿Usted, o Anderson? —inquirió Kaldren secamente—. ¿Es ésa la clase de pregunta que tiene que formular?
Powers hizo un gesto de desdén.
—Quizás no —dijo.
Se aclaró la garganta; el calor hacía refluir la sangre de su cabeza y se sentía cansado y deseoso de alejarse de allí. Se volvió hacia su automóvil, y luego se dijo que Kaldren probablemente le seguiría, para tratar de desplazarle a la cuneta, o para bloquear la carretera y hacer que Powers tragara polvo hasta llegar al lago. Kaldren era capaz de cualquier locura.
—Bueno, tengo que ir a recoger algo —dijo, y añadió con voz más firme—: Si puedes llegar hasta Anderson, ponte en contacto conmigo.
Entró en el ala de neurología, se detuvo con una sensación de alivio en el fresco vestíbulo y saludó a las dos enfermeras y al guardián armado en la oficina de Recepción. Por algún motivo desconocido, los terminales que dormían en el bloque contiguo atraían hordas de visitantes, la mayoría de ellos chiflados con algún mágico remedio antinarcoma, o simplemente curiosos, aparte de un gran número de personas completamente normales que habían recorrido millares de kilómetros, impulsados hacia la Clínica por algún extraño instinto, como animales emigrando a un preescenario de sus cementerios raciales.
Powers avanzó a lo largo del pasillo que conducía a la oficina del supervisor, pidió la llave y cruzó las pistas de tenis para dirigirse a la piscina, que no era utilizada desde hacía varios meses.
Una vez más, contempló el ideograma de Whitby. Estaba cubierto de hojas húmedas y de trozos de papel, pero los contornos se apreciaban claramente. Cubría casi todo el suelo de la piscina, y a primera vista parecía representar un enorme disco solar, con cuatro proyecciones laterales romboides, un tosco mandala Jungiano.
Preguntándose qué habría inducido a Whitby a grabar el dibujo antes de su muerte, Powers observó algo que se movía a través de los escombros en el centro del disco. Un animal cubierto por un caparazón de concha negro, de un pie de longitud, aproximadamente, estaba hociqueando en el lodo, arrastrándose sobre unas cansadas patas. Su caparazón era articulado y recordaba vagamente el de un armadillo. Al llegar al borde del disco se detuvo y vaciló, y luego retrocedió de nuevo hacia el centro, al parecer poco deseoso o incapaz de cruzar el angosto surco.
Powers miró a su alrededor y luego se dirigió hacia una de las casetas que rodeaban la piscina. Entrando en ella, arrancó una pequeña taquilla de madera, destinada a guardar la ropa de los bañistas, de la oxidada abrazadera que la mantenía sujeta a la pared. Cargado con ella descendió la escalerilla de metal que conducía al fondo de la piscina y avanzó prudentemente por el resbaladizo suelo en dirección al animal. Éste trató de alejarse, pero a Powers no le resultó difícil capturarlo. Utilizó la tapadera para levantarlo hasta la caja.
El animal pesaba tanto como un ladrillo. Powers golpeó su macizo caparazón con los nudillos, observando la cabeza triangular que asomaba por el borde como la de una tortuga, y las recias membranas entre los primeros dedos de las patas delanteras.
Contempló los ojillos que parpadeaban ansiosamente, mirándole desde el fondo de la caja.
—No temas, amigo —murmuró—. No voy a hacerte ningún daño.
Tapó la caja, salió de la piscina y se dirigió a la oficina del supervisor. Luego llevó la caja a su automóvil.

«...Kaldren sigue estando enojado conmigo —escribió Powers en su diario—. Por algún motivo que ignoro no parece aceptar de buena gana su aislamiento, y está elaborando una serie de ritos privados para reemplazar las horas de sueño perdidas. Tal vez debería hablarle de mi propia situación, pero probablemente lo consideraría como el intolerable insulto final, pensando que yo tengo en exceso lo que él desea tan desesperadamente. Sólo Dios sabe lo que puede pasar. Afortunadamente, las visiones de pesadilla parecen haber remitido...»

Apartando el diario a un lado, Powers se inclinó hacia adelante a través del escritorio y contempló fijamente el blanco suelo del lecho del lago extendiéndose hacia las colinas a lo largo del horizonte. A tres millas de distancia, sobre la lejana playa, pudo ver la copa circular del radiotelescopio girando lentamente en el claro aire de la tarde, mientras Kaldren acechaba incansablemente el cielo, represado en millones de parsecs cúbicos de éter.
Detrás de él murmuraba silenciosamente el acondicionador de aire, enfriando las paredes de color azul claro medio ocultas en la empañada claridad. En el exterior el aire era fúlgido y opresivo; las oleadas de calor, ondulando desde los macizos de cactus, empañaban las terrazas del bloque de neurología de la Clínica, con sus veinte pisos de altura. Allí, en los silenciosos dormitorios, detrás de las echadas persianas, los terminales dormían su prolongado sueño. Había ahora más de quinientos en la Clínica, la vanguardia de un enorme ejército de sonámbulos reuniéndose para su última marcha. Sólo habían transcurrido cinco años desde que fue localizado el primer síndrome de narcoma, pero en el este estaban preparándose ya unos inmensos hospitales del gobierno para recibir a los millares de afectados que no tardarían en descubrirse.
Powers se sintió repentinamente cansado y dirigió una mirada a su muñeca, preguntándose cuánto faltaba para las ocho, su hora de acostarse para la semana siguiente. Echaba ya de menos el ocaso, pronto despertaría a su último amanecer.
Su reloj estaba en su bolsillo. Recordó su decisión de no utilizar su medidor del tiempo, se retrepó en su asiento y contempló las estanterías de libros adosadas a la pared. Había allí ediciones AEC encuadernadas en verde que había sacado de la biblioteca de Whitby, artículos en los cuales el biólogo describía su trabajo en el Pacífico después de los tests. H. Powers se sabía muchos de ellos casi de memoria; los había leído un centenar de veces, tratando de captar las conclusiones finales de Whitby. Toynbee sería mucho más fácil de olvidar, desde luego.
Sus ojos se nublaron momentáneamente mientras la alta pared negra en la parte posterior de su mente proyectaba su gran sombra sobre su cerebro. Alargó la mano hacia el diario pensando en la muchacha que estaba en el automóvil de Kaldren —Como la había llamado él, otra de sus bromas demenciales— y en su alusión a Noguchi. En realidad, la comparación debió ser establecida con Whitby, y no con él; los monstruos del laboratorio no eran más que espejos fragmentados de la mente de Whitby, como la grotesca rana acorazada que había encontrado aquella mañana en la piscina.
Pensando en Coma, y en la cálida sonrisa que le había dirigido, escribió:

Despierto a las 6:30 de la mañana. Ultima sesión con Anderson. Ha dado a entender que está harto de verme, y desde ahora estaré mejor solo. ¿A dormir a las 8? (Esa cuenta atrás me aterroriza.)

Hizo una pausa y luego añadió:

Adiós, Eniwetok.

II

Vio de nuevo a la muchacha al día siguiente en el laboratorio de Whitby. Se había dirigido allí después de desayunar, cargado con el nuevo ejemplar, impaciente por ponerlo en un vivarium antes de que muriera. El único mutante blindado que hasta entonces había encontrado estuvo a punto de provocar un serio accidente. Hacía un mes, aproximadamente, lo había aplastado con una de las ruedas delanteras de su automóvil en la carretera del lago, y creyó que lo había destrozado. Sin embargo, el caparazón del pequeño animal permaneció rígido, a pesar de que el organismo, en su interior, quedó hecho pulpa. Y, a consecuencia del golpe, el automóvil se precipitó a la cuneta. Powers había recogido el caparazón. Más tarde lo pesó en el laboratorio y descubrió que contenía más de seiscientos gramos de plomo.
Un gran número de plantas y de animales estaban segregando metales pesados como escudos radiológicos. En las colinas, más allá del lago, una pareja de antiguos buscadores de oro estaban renovando el equipo abandonado hacía más de ochenta años. Habían observado el brillante color amarillo de los cactus, hicieron un análisis y descubrieron que las plantas estaban asimilando oro en cantidades remuneradoras, aunque las concentraciones del suelo no pudieran trabajarse. ¡Por fin Oak Ridge pagaba un dividendo!
Aquella mañana, Powers se había despertado a las 6:45, diez minutos más tarde que el día anterior. Después de desayunar frugalmente, pasó una hora empaquetando algunos de los libros de su biblioteca y poniendo etiquetas en los paquetes con la dirección de su hermano.
Llegó al laboratorio de Whitby media hora más tarde. El laboratorio se encontraba en una cúpula geodésica construida al lado de su chalet, en la orilla occidental del lago, a una milla de la residencia de verano de Kaldren. El chalet había sido cerrado después del suicidio de Whitby, y muchas de las plantas y animales que utilizaba para sus experimentos habían muerto antes de que Powers obtuviera el permiso para utilizar el laboratorio.
Cuando se acercaba al chalet, vio a la muchacha de pie sobre la cúspide ribeteada de amarillo de la cúpula, su esbelta figura silueteada contra el cielo. Coma agitó una mano en su dirección, descendió la escalera formada por poliedros de cristal y salió a su encuentro.
—Hola —dijo la muchacha, con una sonrisa de bienvenida—. He venido a visitar su colección de animales. Kaldren me dijo que usted no me permitiría entrar si me acompañaba él, de modo que he venido sola.
Esperó que Powers dijera algo mientras buscaba sus llaves, pero en vista de su silencio, añadió:
—Si quiere, puedo lavarle la camisa.
Powers sonrió.
—No es mala idea —dijo—. Creo que empiezo a tener un aspecto algo descuidado. —Abrió la puerta—. No sé por qué le ha dicho eso Kaldren: sabe que puede venir aquí siempre que guste.
—¿Qué lleva usted ahí? —preguntó Coma, señalando la caja de madera que portaba Powers bajo el brazo.
—Un primo lejano nuestro que he encontrado. Un tipejo interesante. Se lo presentaré dentro de unos instantes.
Unos tabiques corredizos dividían la cúpula en cuatro habitaciones. Dos de ellas eran almacenes, llenos de tanques de repuesto, aparatos, paquetes de comida para animales y otros utensilios. Cruzaron la tercera sección, casi llena por un potente proyector de rayos X, un gigantesco Maxitron G. E. de 250 megamperios, colocado sobre una mesa giratoria, y unos grandes bloques de hormigón semejantes a enormes ladrillos.
La cuarta habitación contenía el parque zoológico de Powers, el vivarium con sus jaulas y sus tanques, cada uno con su correspondiente rótulo. El suelo estaba cubierto por una maraña de alambres y tubos de goma que dificultaban el paso.
Dejando la caja sobre una silla, Powers cogió un paquete de cacahuetes del escritorio y se acercó a una de las jaulas. Un pequeño chimpancé de pelo negro, tocado con un casco de piloto, dio unos saltos de alegría y se dirigió rápidamente hacia un tablero de mandos en miniatura situado en la pared del fondo de la jaula. El animal pulsó una serie de botones y teclas, y una sucesión de luces de colores iluminó el tablero, al tiempo que sonaba una breve musiquilla.
—Buen muchacho —dijo Powers cariñosamente, palmeando la espalda del chimpancé y ofreciéndole los cacahuetes en las palmas de sus manos—. Te estás volviendo demasiado listo para eso, ¿verdad?
El chimpancé empezó a engullir los cacahuetes, profiriendo grititos de alegría.
Coma se echó a reír y cogió unos cacahuetes de las manos de Powers.
—Es muy simpático —dijo—. Juraría que está tratando de decirle algo.
Powers asintió.
—No se equivoca. En realidad posee un vocabulario de unas doscientas palabras, pero su caja vocal las embrolla todas.
Abrió un pequeño refrigerador situado junto al escritorio, sacó un paquete de pan y le entregó un par de rebanadas al chimpancé. Éste cogió un tostador eléctrico y lo colocó sobre una mesita plegable en el centro de la jaula, introduciendo a continuación las dos rebanadas en las ranuras. Powers pulsó un interruptor del tablero situado junto a la jaula y el tostador empezó a crujir suavemente.
—Es uno de los más listos que hemos tenido —le explicó Powers a la muchacha—. Es casi tan inteligente como un niño de cinco años, con la ventaja de que se basta a sí mismo en muchos aspectos.
Las dos rebanadas saltaron de sus ranuras y el chimpancé las pescó en el aire; luego se metió en una especie de perrera y se tumbó de espaldas, mordisqueando una de las tostadas.
—Él mismo se ha construido ese refugio —continuó Powers, desconectando el tostador—. No está mal, ¿verdad? —Señaló un cubo de plástico amarillo que estaba junto a la puerta de la perrera y del cual emergía un marchito geranio—. Cuida esa planta, limpia la jaula... En fin, es un animal muy interesante.
Coma sonrió.
—¿Por qué lleva ese casco espacial?
Powers vaciló.
—¡Oh! Es para... ejem... para protegerse. A veces sufre unas terribles jaquecas. Todos sus predecesores... —Se interrumpió y se apartó de la jaula—. Vamos a echar una ojeada a algunos de los otros inquilinos.
Avanzó a lo largo de la hilera de tanques, llevando a Coma a su lado.
—Empezaremos por el principio —dijo.
Levantó la tapadera de cristal de uno de los tanques y Coma vio que estaba lleno de agua hasta la mitad. En un montoncito de conchas y guijarros anidaba un pequeño organismo redondo provisto de delicados zarcillos.
—Es una anémona de mar —explicó Powers—. O lo era. Un metazoo simple con el cuerpo en forma de saco. —Señaló un endurecido borde de tejido alrededor de la base—. Ha cerrado la cavidad convirtiendo el canal en una rudimentaria cuerda dorsal: es la primera planta que ha desarrollado un sistema nervioso. Más tarde, los zarcillos se anudarán en un ganglio, pero ya son sensibles al color. Mire.
Cogió el pañuelo de color violeta que Coma llevaba en el bolsillo de su blusa y lo agitó encima del tanque. Los zarcillos se tensaron y luego empezaron a ondular lentamente, como si trataran de localizar algo.
—Lo curioso es que son completamente insensibles a la luz blanca. Normalmente, los zarcillos registran los cambios en los niveles de presión, como los diafragmas del tímpano en nuestros oídos. Como si pudieran oír los colores primarios, y se readaptaran a sí mismos para una existencia no-acuática en un mundo estático de violentos contrastes de color.
Coma sacudió la cabeza, intrigada.
—Pero, ¿por qué?
—Un momento, permítame que la sitúe en el cuadro.
Avanzaron a lo largo de una serie de jaulas circulares confeccionadas con tela metálica. Encima de la primera había una amplia pantalla blanca de cartón con la microfoto de una especie de cadena y la inscripción: DROSOPHILA: 15 ROENTGENS/MIN.
Powers dio unos golpecitos a una ventanilla Perspex de la jaula.
—Es la mosca de los frutales. Sus enormes cromosomas la convierten en un útil vehículo de experimentación. —Se inclinó, señalando un panal gris en forma de Y suspendido del techo. Unas cuantas moscas salieron de las entradas y empezaron a revolotear, aparentemente muy atareadas—. Normalmente, esa mosca es solitaria, un insecto nómada que se alimenta de carroñas. Ahora, integrada en un grupo social perfectamente definido, ha empezado a segregar un líquido dulzón parecido a la miel.
—¿Qué es esto? —preguntó Coma, tocando la pantalla.
—El diagrama de un gen clave en la operación.
Powers señaló una especie de flechas que partían de un eslabón de la cadena. Las flechas estaban rotuladas bajo el título general de «Glándula linfática» y subdivididas en «músculos del esfínter, epitelio y gálibo».
—Es algo parecido al rollo perforado de una pianola —comentó Powers—, o a la cinta de una computadora. Golpeando un eslabón con un haz de rayos X, pierde una característica, cambia la instrumentación.
Coma estaba atisbando a través de la ventanilla de la jaula contigua y su rostro mostraba una expresión de desagrado. Por encima de su hombro, Powers vio que estaba contemplando un enorme insecto arácnido, tan grande como una mano, con las negras y peludas patas tan recias como dedos. Los protuberantes ojos parecían gigantescos rubíes.
—Parece agresiva —dijo Coma—. ¿Qué es esa especie de escalerilla de cuerda que está tejiendo?
Mientras la muchacha se llevaba un dedo a la boca la araña volvió a la vida y empezó a vomitar una embrollada madeja de hilo gris, el cual hizo colgar en amplias lazadas del techo de la jaula.
—Una telaraña —dijo Powers—. Con la salvedad de que está compuesta por tejido nervioso. Las escalerillas, como usted dice, forman un plexo nervioso externo, un cerebro hinchable, por así decirlo, que el animal puede ampliar al tamaño que la situación exija. Una acertada disposición, en realidad, mucho mejor que la nuestra.
Coma se apartó de la jaula.
—Es espantosa —dijo—. No me gustaría entrar en su salón.
—¡Oh! No es tan terrible como parece. Esos ojos enormes que la miran están ciegos. Mejor dicho, su sensibilidad óptica ha descendido hasta el punto de que sólo captan las radiaciones gamma. Su reloj de pulsera tiene saetas luminosas. Cuando usted lo movió a través de la ventanilla, el animal empezó a pensar. La IV Guerra Mundial le haría sentirse en su elemento...
Regresaron a la oficina de Powers, el cual colocó una cafetera sobre un hornillo a gas y empujó una silla hacia Coma. Luego abrió la caja, sacó la rana blindada y la dejó sobre una hoja de papel secante.
—¿Reconoce este animal? Es un viejo amigo de su infancia, la rana común. Lo que pasa es que se ha construido un sólido caparazón, a prueba de incursiones aéreas.
Llevó al animal a un fregadero, abrió el grifo y dejó que el agua fluyera suavemente sobre su concha. Secándose las manos en la camisa, regresó al escritorio.
Coma apartó un mechón de pelo de su frente y contempló a Powers con una expresión de curiosidad.
—Bueno, ¿cuál es el secreto? —terminó por preguntar.
Powers encendió un cigarrillo.
—No hay ningún secreto. Los teratólogos han estado criando monstruos durante años. ¿Ha oído usted hablar de la «pareja silenciosa»?
Coma sacudió la cabeza.
Powers contempló su cigarrillo unos instantes, asimilando el efecto que le producía siempre el primero del día.
—La llamada «pareja silenciosa» es uno de los problemas más antiguos de la moderna genética, el misterio de dos genes inactivos que se presentan en un pequeño porcentaje de todos los organismos vivos, y que no parece tener ningún papel comprensible en su estructura ni en su desarrollo. Desde hace mucho tiempo los biólogos han estado tratando de activarlos, pero la dificultad reside en parte en identificar a los genes silenciosos en las células fecundadas que se sabe que los contienen, y en parte en enfocar un haz luminoso de rayos X lo suficientemente delgado como para no dañar al resto del cromosoma. Sin embargo, después de casi diez años de trabajo, el Doctor Whitby consiguió desarrollar con éxito una técnica de irradiación basada en sus observaciones de las lesiones radiobiológicas en Eniwetok.
Powers hizo una breve pausa.
—Whitby se dio cuenta de que, después de las pruebas, parecía haber más daño biológico —es decir, un mayor transporte de energía— del que podía ser atribuido a la radiación directa. Lo que ocurría era que la capa de proteína de los genes estaba acumulando energía del mismo modo que cualquier membrana acumula energía —recuerde la analogía del puente hundiéndose bajo los soldados que lo cruzan marcando el paso—, y Whitby pensó que si podía identificar la frecuencia de resonancia crítica de las capas de los genes silenciosos, estaría en condiciones de irradiar todo el organismo vivo, y no simplemente sus células germinativas, con una frecuencia que actuara selectivamente sobre el gene silencioso y no perjudicara al resto de los cromosomas, cuyas capas sólo resonarían críticamente bajo otras frecuencias específicas.
Powers hizo un amplio gesto en el aire con la mano.
—A su alrededor puede ver usted algunos de los frutos de esa técnica de la resonancia.
Coma asintió.
—¿Tienen sus genes silenciosos activados?
—Sí, todos ellos. Son únicamente unos cuantos de los miles de ejemplares que han pasado por aquí, y como puede comprobar, los resultados son muy dramáticos.
Powers se puso en pie y corrió una persiana. Estaban sentados inmediatamente debajo de la claraboya de la cúpula, y la luz del sol había empezado a irritarle.
En la relativa oscuridad, Coma observó un estroboscopio que parpadeaba lentamente en uno de los tanques situados al final del banco, detrás de ella. Se puso en pie y se dirigió hacia allí, examinando un alto girasol con un tallo muy recio y un receptáculo muy ensanchado. Rodeando la flor de modo que sólo sobresaliera el tálamo, había una chimenea de piedras grises, perfectamente unidas y etiquetadas: GREDA CRETACICA: 60.000.000 DE AÑOS.
Al lado había otras tres chimeneas, etiquetadas respectivamente: PIEDRA ARENISCA DEVÓNICA: 290 MILLONES DE AÑOS; ASFALTO: 20 AÑOS; CLORURO DE POLIVINILO: 6 MESES.
—Vea esos discos blancos y húmedos en los sépalos —observó Powers—. En cierto sentido regulan el metabolismo de la planta. Literalmente, la planta ve el tiempo. Cuanto más antiguo es su medio ambiente circundante, más lento es su metabolismo. Con la chimenea de asfalto completa su ciclo anual en una semana; con el cloruro de polivinilo en un par de horas.
—Ve el tiempo —repitió Coma asombrada. Levantó la mirada hacia Powers, mordiéndose el labio inferior pensativamente—. Es fantástico. ¿Son esos los seres del futuro, doctor?
—No lo sé —admitió Powers—. Pero, si lo son, su mundo deberá ser un mundo monstruosamente surrealista.

III

Regresó al escritorio, sacó dos tazas de un cajón y las llenó de café, apagando el fogón.
—Algunas personas han sugerido que los organismos que poseen la pareja silenciosa de genes son los precursores de un salto hacia adelante en la escala evolutiva, que los genes silenciosos son una especie de clave, un mensaje divino que nosotros, organismos inferiores, llevamos para nuestros descendientes, más evolucionados. Es posible que sea verdad... Tal vez hemos descifrado la clave demasiado pronto.
—¿Por qué dice eso?
—Bueno, tal vez como indica la muerte de Whitby, todos los experimentos realizados en este laboratorio conducen a una desalentadora conclusión. Sin excepción, los organismos que han sido irradiados han entrado en una fase final de crecimiento completamente desorganizado, produciendo docenas de órganos sensoriales especializados cuya función ni siquiera podemos sospechar. Los resultados son catastróficos: la anémona estalla, literalmente, las Drosophilas se comen unas a otras, y así por el estilo. Ignoro si el futuro implícito en esas plantas y animales llegará a ser una realidad algún día, o si estamos incurriendo en una simple extrapolación. Pero a veces pienso que los nuevos órganos sensoriales desarrollados son parodias de sus verdaderas intenciones. Los ejemplares que usted ha visto hoy se encuentran todos en una primera fase de sus ciclos secundarios de crecimiento. Más tarde empezarán a ofrecer un aspecto muy distinto. Coma asintió.
—Un parque zoológico no está completo sin su guardián —observó—. ¿Qué hay acerca del hombre?
Powers se encogió de hombros.
—Uno de cada cien mil —el promedio habitual— contiene la pareja silenciosa. Usted podría tenerla... o yo. Nadie se ha prestado aún voluntariamente como sujeto de la nueva técnica de irradiación. Aparte del hecho de que sería calificado de suicidio, si los experimentos realizados aquí sirven de punto de referencia, la aventura sería salvaje y violenta.
Powers sorbió su café, sintiéndose cansado y aburrido. El recapitular el trabajo del laboratorio le había agotado.
La muchacha se inclinó hacia adelante.
—Está usted muy pálido —murmuró solícitamente—. ¿Acaso no duerme bien?
Powers consiguió sonreír.
—Demasiado bien —admitió—. Hace mucho tiempo que eso no es un problema para mí.
—Me gustaría poder decir lo mismo de Kaldren. No creo que duerma lo suficiente. Le oigo pasear de un lado para otro toda la noche. —Coma hizo una breve pausa y luego añadió—: De todos modos, supongo que es preferible eso a ser un terminal. Dígame, doctor, ¿no valdría la pena ensayar esa técnica de irradiación en los durmientes de la Clínica? Podría despertarles antes del final. Algunos de ellos pueden poseer los genes silenciosos.
—Todos ellos los poseen —dijo Powers—. En realidad esos dos fenómenos están estrechamente relacionados.
Powers se encontraba profundamente cansado.
Se interrumpió. La fatiga nublaba su cerebro, y se preguntó si debía pedirle a la muchacha que se marchara. Luego, poniéndose en pie, se acercó a la estantería que había detrás del escritorio y cogió un magnetófono. Poniéndolo en marcha, reguló el volumen del altavoz.
—Whitby y yo hablábamos a menudo de esto. No era un gran biólogo, de modo que escuche lo que opinaba. Esto es el meollo del asunto. Lo he escuchado un millar de veces, y temo que el sonido no será demasiado perfecto...
La voz de un anciano, ligeramente ronca, resonó por encima de un leve zumbido de distorsión, pero Coma pudo oírla claramente.
WHITBY:...por el amor de Dios, Robert, echa una mirada a esas estadísticas de la FAO. A pesar de un aumento anual del cinco por ciento en los terrenos dedicados a cultivos en los últimos quince años, la cosecha mundial de trigo ha continuado disminuyendo en un dos por ciento. La misma historia se repite a sí misma hasta la náusea. Cereales, productos lácteos, ganado... todo disminuye. Únelo a una masa de síntomas paralelos, empezando por la alteración de las rutas de emigración y terminando por unos períodos de hibernación más prolongados, y la conclusión final resulta incontrovertible.
POWERS: Sin embargo, las cifras de población en Europa y en Norteamérica no disminuyen.
WHITBY: Desde luego que no, como no me he cansado de señalar. Tendrá que transcurrir un siglo para que los efectos de ese descenso de la fertilidad se dejen sentir en unas zonas donde el control de los nacimientos proporciona una reserva artificial. Debemos mirar a los países del Lejano Oriente, y especialmente a aquellos donde la mortalidad infantil ha permanecido en un nivel estacionario. La población de Sumatra, por ejemplo, ha disminuido más del quince por ciento en los últimos veinte años. ¡Un porcentaje fabuloso! ¿Te das cuenta de que hace únicamente dos o tres décadas los neomaltusianos hablaban de una explosión demográfica? En realidad, se trata de una implosión. Otro factor a tener en cuenta es...

Aquí, la cinta había sido cortada y vuelta a pegar, y la voz de Whitby, menos quejumbrosa esta vez, resonó de nuevo:
...sólo por curiosidad, dime una cosa: ¿cuántas horas duermes cada noche?
POWERS: No lo sé con exactitud; alrededor de ocho horas, supongo.
WHITBY: Las proverbiales ocho horas. Pregúntale a cualquiera y te dirá automáticamente «ocho horas». En realidad, tú duermes alrededor de diez horas y media, como la mayoría de la gente. Te he controlado en numerosas ocasiones. Yo mismo duermo once. Pero hace treinta años la gente dormía realmente ocho horas, y un siglo antes dormía seis o siete. En las Vidas de Vasari puede leerse que Miguel Ángel dormía solamente cuatro o cinco horas, pintando todo el día a la edad de ochenta años, y trabajando por la noche sobre su mesa de anatomía con una vela atada a la frente. Ahora está considerado un genio, pero entonces no llamaba la atención. ¿Cómo crees que los antiguos, desde Platón a Shakespeare, desde Aristóteles a Tomás de Aquino, pudieron dar a luz una obra tan copiosa? Sencillamente, porque disponían de seis o siete horas más cada día. Desde luego, otra de las desventajas que tenemos con respecto a los antiguos es un nivel metabólico más bajo: otro factor que nadie explicará.
POWERS: Supongo que puede opinarse que el mayor número de horas de sueño es un mecanismo de compensación, una especie de tentativa de la masa neurótica para escapar de las terribles presiones de la vida urbana a finales del siglo XX.
WHITBY: Puede opinarse, pero es un error. Es un simple caso de bioquímica. Las cuñas de ácido ribonucleico que desatan las cadenas de proteínas en todos los organismos vivos se están gastando, los troqueles que imprimen la firma protoplásmica se han embotado. Después de todo, han estado funcionando durante más de mil millones de años. Ha llegado el momento de un reajuste. Del mismo modo que la vida del organismo de un individuo tiene una duración limitada, como la vida de una colonia de fermentos o de una especie determinada, la vida de todo un reino biológico tiene también su duración. Siempre se ha supuesto que la evolución tiende a subir siempre, pero en realidad se ha alcanzado ya la cima y el camino conduce ahora hacia abajo, hacia la tumba biológica común. Es una desalentadora y actualmente inaceptable visión del futuro, pero es la única. Dentro de cinco mil siglos nuestros descendientes, en vez de ser superhombres multicerebrados, serán probablemente unos idiotas prognáticos con la frente cubierta de pelo que gruñirán alrededor de los restos de la Clínica como hombres neolíticos atrapados en una macabra inversión del tiempo. Créeme, les compadezco, y me compadezco a mí mismo. Mi fracaso total, mi falta absoluta de cualquier derecho moral o biológico a la existencia está implícita en cada célula de mi cuerpo...

La cinta llegó al final; el carrete corrió libremente y se paró. Powers cerró la máquina y luego se masajeó el rostro. Coma permaneció sentada en silencio, contemplando al doctor y oyendo al chimpancé que jugaba con un rompecabezas.
—En opinión de Whitby —dijo finalmente Powers—, los genes silenciosos representan un último y desesperado esfuerzo del reino biológico para mantener la cabeza por encima de las aguas cada vez más altas. Su período total de vida está determinado por la cantidad de radiación emitida por el sol, y una vez que ha alcanzado cierto punto la extinción es inevitable. Como compensación a esto, han sido construidas alarmas que modifican la forma del organismo y lo adaptan para vivir en un clima radiológico más cálido. Los organismos de piel blanda desarrollan duros caparazones que contienen metales pesados como escudo contra la radiación. También se desarrollan nuevos órganos de percepción. Aunque, según Whitby, es un esfuerzo que a la larga resultará inútil. Pero, a veces me pregunto...
Sonrió, mirando a Coma, y se encogió de hombros.
—Bueno, hablemos de otra cosa. ¿Cuánto hace que conoce a Kaldren?
—Unas tres semanas. Parece que hace diez mil años. —¿Cómo le encuentra ahora? Últimamente no hemos estado mucho en contacto.
Coma hizo una mueca.
—Tampoco yo le veo demasiado. Quiere que me pase la vida durmiendo. Kaldren tiene mucho talento, pero vive para sí mismo. Usted significa mucho para él, doctor. En realidad, es usted mi único rival serio.
—Creí que no podía soportar el verme...
—¡Oh! Se equivoca. En realidad, piensa en usted continuamente. Por eso nos pasamos el tiempo siguiéndole. —Coma hizo una breve pausa y luego añadió—: Creo que se siente culpable de algo.
—¿Culpable? —exclamó Powers—. ¿De veras? Creí que al que se suponía culpable era a mí.
—¿Por qué? —inquirió Coma. Vaciló, y luego dijo—: Usted realizó algún experimento quirúrgico en Kaldren, ¿no es cierto?
—Sí —admitió Powers—. No fue precisamente un éxito... Si Kaldren se siente culpable, supongo que es debido a que cree que debe asumir parte de la responsabilidad.
Miró a la muchacha, cuyos inteligentes ojos le observaban atentamente.
—Por un par de motivos puede ser necesario que usted lo sepa. Dice que ha oído a Kaldren pasear de un lado para otro por las noches, y que no duerme lo suficiente. En realidad, no duerme absolutamente nada.
La muchacha asintió.
—Usted...
—...le narcotomicé —terminó Powers—. Desde el punto de vista quirúrgico fue un gran éxito, por el cual podían haberme concedido perfectamente el premio Nobel.
Normalmente, el hipotálamo regula el período de sueño levantando el umbral de la conciencia a fin de relajar las capilaridades venosas del cerebro y librarlas de las toxinas acumuladas. Sin embargo, cortando algunas de las conexiones de control el sujeto es incapaz de recibir la sugestión del sueño, y las capilaridades se vacían mientras él permanece consciente. Lo único que nota es un letargo temporal, que desaparece en tres o cuatro horas. Físicamente hablando, Kaldren ha añadido otros veinte años a su vida. Pero la psique parece necesitar el sueño por sus motivos particulares, y en consecuencia Kaldren sufre unos trastornos periódicos que le destrozan. Todo el asunto fue un trágico error.
Coma frunció el ceño pensativamente.
—Es lo que yo sospechaba. Sus artículos en las revistas de neurocirugía se referían al paciente como K. Parece una historia de Kafka convertida en realidad.
—Ocúpese de él, Coma —dijo Powers—. Asegúrese de que va al dispensario.
—Lo intentaré. A veces me siento como uno de sus absurdos documentos terminales.
—¿A qué se refiere?
—¿No ha oído hablar de ellos? Kaldren colecciona afirmaciones definitivas acerca del homo sapiens. Las obras completas de Freud, los cuartetos de Beethoven, transcripciones de los juicios de Nuremberg, una novela automática... —Coma se interrumpió—. ¿Qué está dibujando?
—¿Dónde?
Coma señaló el papel secante del escritorio y Powers inclinó la mirada y vio que había estado dibujando inconscientemente un complicado laberinto: el sol de cuatro brazos de Whitby.
—No es nada —dijo.
Coma se puso en pie para marcharse.
—Tiene que hacernos una visita, doctor. Kaldren desea enseñarle muchas cosas. Ahora está entusiasmado con una copia de las últimas señales que transmitió el Mercurio VII hace veinte años, cuando llegó a la Luna, y no piensa en otra cosa. Recordará usted los extraños mensajes que grabaron los tripulantes antes de morir, llenos de divagaciones poéticas acerca de los jardines blancos. Pensándolo bien, creo que se comportaban como las plantas que usted tiene aquí.
Coma rebuscó en sus bolsillos y sacó algo.
—A propósito, Kaldren me ha encargado que le diera esto.
Era una pequeña cartulina, en cuyo centro había un número escrito a máquina: 96.688.365.498.720
—A este ritmo, tardará mucho tiempo en producirse el cero —observó secamente—. Cuando hayamos terminado tendré toda una colección.
Cuando Coma se hubo marchado, Powers tiró la cartulina al cubo de los desperdicios y se sentó ante el escritorio, contemplando por espacio de una hora el ideograma dibujado sobre el secante.

A medio camino de su casa de la playa la carretera del lago se bifurcaba a la izquierda a través de una angosta escarpia que discurría entre las colinas hasta un abandonado campo de tiro de las Fuerzas Aéreas en uno de los más lejanos lagos salados. En el extremo más cercano había unos cuantos bunkers y varias torres de observación, un par de cobertizos metálicos y un hangar de techo muy bajo. Las blancas colinas rodeaban toda la zona, aislándola del mundo exterior, y a Powers le gustaba pasear por los pasillos de artillería que habían sido trazados a dos millas de distancia del lago en dirección a los blancos de hormigón situados en el extremo más lejano. Los abstractos diseños le hacían sentirse como una hormiga sobre un tablero de ajedrez en blanco y ahuesado, con las pantallas rectangulares en un extremo y las torres y bunkers en el otro como piezas de distinto color.
Su sesión con Coma había hecho que Powers se sintiera repentinamente insatisfecho de su empleo del tiempo en los últimos meses. Adiós, Eniwetok, había escrito, pero olvidarlo sistemáticamente todo era en realidad exactamente lo mismo que recordarlo, un catalogar al revés, escogiendo todos los libros en la biblioteca mental y volviendo a colocarlos boca abajo.
Powers subió a una de las torres de observación, se inclinó sobre el parapeto tendió la mirada a lo largo de los pasillos hacia los blancos. Obuses y cohetes habían arrancado grandes trozos de las franjas circulares de hormigón que rodeaban los blancos, pero los contornos de los enormes discos de 100 yardas de anchura, pintados alternativamente de azul y rojo, eran todavía visibles.
Durante media hora los contempló en silencio, mientras por su mente cruzaban ideas inconcretas. Súbitamente, descendió de la torre y se dirigió hacia el hangar, que se encontraba a cincuenta metros de distancia. Al fondo, detrás de un montón de maderos y de rollos de alambre, había una pila de sacos de cemento, un montón de arena y un viejo mezclador.
Media hora más tarde volvía a entrar en el hangar con el Buick, enganchó el mezclador de cemento, cargado de arena, cemento y agua, recogida en los bidones que estaban al aire libre, al parachoques trasero, cargó otra docena de sacos en el portaequipajes y en los asientos posteriores y, finalmente, escogió unos cuantos maderos rectos, los cargó y se dirigió hacia el blanco central.
Durante las dos horas siguientes trabajó en el centro del gran disco azul, mezclando el cemento a mano, transportándolo a través de las toscas formas que había trazado con los maderos, levantando una pared de seis pulgadas de altura alrededor del perímetro del disco. Trabajó sin interrupción, removiendo el cemento con un perpalo y acarreándolo con el tapón de rosca de una de las ruedas.
Cuando emprendió el regreso, dejando su equipo donde estaba, había terminado un trozo de pared de treinta pies de longitud.

IV

Junio, 7: Consciente, por primera vez, de la brevedad de cada día. Cuando estaba despierto durante más de doce horas, orientaba mi tiempo alrededor del meridiano; mañana y tarde conservaban su antiguo ritmo. Ahora, con sólo once horas de conciencia, forman un intervalo continuo, como un trazo de cinta de medir. Puedo ver exactamente cuanto queda en el carrete, y no puedo hacer nada para modificar el ritmo al cual se desenvuelve. Paso el tiempo empaquetando los libros de mi biblioteca; los cestos son demasiado pesados para moverlos y los dejo donde quedan cuando están llenos.
Despierto a las 8,10. A dormir a las 7,15. (Parece ser que he perdido mi reloj de pulsera sin darme cuenta. Tendré que ir al pueblo a comprar otro.)
Junio, 14: Nueve horas y media. El tiempo corre, tan rápido como un expreso. Sin embargo, la última semana de unas vacaciones siempre transcurre con más rapidez que las primeras. Al ritmo actual, me quedarían de cuatro a cinco semanas. Esta mañana he tratado de visualizar lo que sería la última semana, y he sido víctima de un ataque de miedo, algo que no me había ocurrido hasta ahora. He tardado media hora en recobrarme lo suficiente para una intravenosa. Kaldren me persigue como mi sombra luminosa, y ha escrito con tiza en la entrada: «96.688.365.498.702». El cartero se habrá extrañado al verlo.
Despierto a las 9,05. A dormir a las 6,36.
Junio, 19: Ocho horas y cuarenta y cinco minutos. Anderson llamó por teléfono esta mañana. Estuve a punto de colgar, pero conseguí dominarme. Me ha felicitado por mi estoicismo, ha utilizado incluso la palabra «heroico». Absurdo. La desesperación lo corroe todo: valor, esperanza, autodisciplina, todas las mejores cualidades. Resulta muy difícil mantener esa actitud impersonal de aceptación pasiva implícita en la tradición científica. Trato de pensar en Galileo ante la Inquisición, en Freud superando los incesantes dolores de su cáncer de garganta...
Cuando iba al pueblo me he encontrado con Kaldren y he sostenido con él una larga discusión a propósito del Mercurio VII. Él está convencido de que los tripulantes se negaron deliberadamente a abandonar la Luna, después de que el «comité de recepción» que les esperaba los hubo situado en el cuadro cósmico. Los misteriosos emisarios de Orión les habrían dicho que la exploración del profundo espacio no tenía sentido, que la habían iniciado demasiado tarde, ya que la vida del universo está prácticamente acabada... Según Kaldren, algunos generales de las Fuerzas Aéreas se han tomado en serio esa teoría, pero yo sospecho que se trata de una tentativa de Kaldren para consolarme.
Tendré que desconectar el teléfono. Un contratista se pasa el tiempo llamándome para reclamarme el pago de 50 sacos de cemento que, según él, recogí hace diez días. Dice que él mismo me ayudó a cargarlos en un camión. Bajé al pueblo en la camioneta de Whitby, efectivamente, pero sólo para comprar unos quilos de plomo. ¿Qué se imagina ese individuo que puedo hacer con todo ese cemento?
Despierto a las 9,40. A dormir a las 4,15.
Junio, 25: Siete horas y media. Kaldren estaba merodeando de nuevo alrededor del laboratorio. Me llamó por teléfono, limitándose a recitarme una larga hilera de números. Esas bromas suyas me están resultando insoportables. De todos modos, por mucho que me moleste la perspectiva, pronto tendré que ir a verle para llegar a un acuerdo con él. Menos mal que el ver a Miss Marte es un placer.
Ahora me basta con una comida, completada con una inyección de glucosa. El dormir no me produce ningún descanso. Anoche tomé una película de 16 mm. de las primeras tres horas, y esta mañana la he proyectado en el laboratorio. Es la primera película de terror «real». Me he visto a mí mismo como un cadáver semianimado.
Despierto a las 10,25. A dormir a las 3,45.
Julio, 3: Cinco horas y cuarenta y cinco minutos. Hoy no he hecho casi nada. Sumido en una especie de letargo, me he dirigido al laboratorio y por dos veces he estado a punto de salirme de la carretera. Me he concentrado lo suficiente para dar de comer a los animales y poner mi diario al día. Leyendo por última vez los manuales que dejó Whitby, me he decidido por un nivel de proyección de 40 roentgens/min., con una distancia del blanco de 350 cm. Todo está preparado.
Despierto a las 11,05. A dormir a las 3,15.

Powers se desperezó, arrastró su cabeza lentamente a través de la almohada, contemplando las sombras proyectadas en el techo por la persiana. Luego miró hacia sus pies, y vio a Kaldren sentado al borde de la cama, observándole en silencio.
—Hola, doctor —dijo Kaldren, tirando su cigarrillo—. ¿Se acostó tarde anoche? Parece usted cansado.
Powers se incorporó sobre un codo y echó una ojeada a su reloj. Eran poco más de las once. Con el cerebro ligeramente embotado, se sentó en el borde del lecho, con los codos sobre las rodillas, frotándose la cara con las palmas de las manos.
Se dio cuenta de que la habitación estaba llena de humo.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó a Kaldren.
—He venido a invitarle a almorzar. —Señaló el aparato telefónico sobre la mesilla de noche—. Su teléfono no contestaba, de modo que decidí venir. Espero que no le moleste mi visita. Estuve tocando el timbre por espacio de media hora. Me extraña que no lo haya oído.
Powers se puso en pie y trató de alisar las arrugas de sus pantalones de algodón. Había dormido con ellos toda una semana, y estaban muy sucios.
Cuando echaba a andar hacia el cuarto de baño, Kaldren señaló la cámara montada sobre un trípode al otro lado del lecho.
—¿Qué es eso? ¿Piensa dedicarse al cine, doctor?
Powers le contempló en silencio unos instantes, echó una ojeada al trípode y luego se dio cuenta de que su diario estaba abierto sobre la mesilla de noche. Preguntándose si Kaldren habría leído las últimas anotaciones, cogió el diario, entró en el cuarto de baño y cerró la puerta detrás de él.
Del armario colgado junto al espejo sacó una jeringuilla y una ampolla; después de inyectarse, se apoyó contra la puerta esperando que el estimulante obrara sus efectos.
Kaldren estaba en la antesala cuando Powers se reunió con él; leía las etiquetas pegadas a los cestos llenos de libros.
—De acuerdo —dijo Powers—. Almorzaré contigo.
Observó a Kaldren cuidadosamente. El joven parecía más sumiso que de costumbre.
—Bien —dijo Kaldren—. A propósito, ¿piensa usted marcharse?
—¿Te importa, acaso? —inquirió Powers secamente—. Creí que el que te atendía era Anderson.
Kaldren se encogió de hombros.
—No se enfade, doctor —dijo—. Le espero a las doce. Así tendrá tiempo de cambiarse de ropa. Lleva la camisa muy sucia... ¿Qué es eso? Parece cal.
Powers inclinó la mirada y cepilló con la mano las manchas blancas. Cuando Kaldren se hubo marchado, se desvistió, tomó una ducha y sacó un traje limpio de uno de los baúles.

Hasta que conoció a Coma, Kaldren vivió solo en la abstracta residencia de verano que se alzaba en la orilla norte del lago. Era un edificio de siete pisos construido por un matemático excéntrico y millonario, en forma de cinta de hormigón que ascendía en espiral, enroscándose alrededor de sí misma como una serpiente, revistiendo paredes, suelos y techos. Kaldren era el único que se había interesado por el edificio, y en consecuencia había podido alquilarlo en unas condiciones muy favorables. Por las tardes, Powers le había visto con frecuencia desde el laboratorio, subiendo de un piso al otro a través del laberinto de rampas y terrazas, hasta el mismo tejado, donde su figura delgada y angulosa se recortaba como un patíbulo contra el cielo, allí estaba cuando Powers llegó, poco después de las doce del mediodía.
—¡Kaldren! —gritó.
Kaldren miró hacia abajo y agitó su brazo derecho trazando un lento semicírculo.
—¡Suba! —gritó a su vez.
Powers se apoyó en el automóvil. En cierta ocasión, unos meses antes, había aceptado la misma invitación y al cabo de tres minutos se había extraviado en el laberinto del segundo piso. Kaldren tardó media hora en encontrarle.
De modo que esperó a que Kaldren bajara, cosa que no tardó en hacer. El joven le acompañó a través de cavidades y escaleras hasta el ascensor que les condujo al último piso.
Tomaron un combinado en un amplio estudio de techo encristalado. La enorme cinta blanca de hormigón se desenrollaba alrededor de ellos como pasta dentífrica surgida de un inmenso tubo. De las paredes colgaban gigantescas fotografías, y la estancia estaba llena de mesitas, encima de las cuales se veían una serie de objetos cuidadosamente etiquetados, dominado todo por unas letras negras de veinte pies de altura en la pared del fondo que componían una sola palabra:
TU.
Kaldren apuró de un trago el contenido de su vaso.
—Este es mi laboratorio, doctor —dijo, con evidente orgullo—. Mucho más significativo que el suyo, créame.
Powers sonrió en su fuero interno y examinó el objeto que tenía más cerca, una antigua cinta EEG en cuya etiqueta podía leerse. EINSTEIN, A.: ONDAS ALFA, 1922.
Siguió a Kaldren alrededor de la habitación, sorbiendo lentamente su combinado, gozando de la breve sensación de lucidez proporcionada por la anfetamina. Dentro de dos horas desaparecería, dejando su cerebro en blanco.
Kaldren iba de un lado para otro, explicando el significado de los llamados Documentos Terminales. Son ediciones definitivas, afirmaciones finales, fragmentos de una composición total. Cuando haya reunido los suficientes, construiré un mundo nuevo con ellos. —Cogió un grueso volumen de una de las mesas y lo hojeó—. Las Actas de los Juicios de Nuremberg. Tengo que incluirlas...
Powers lo contemplaba todo con aire ausente, sin escuchar a Kaldren. En un rincón frío tres teletipos, con las cintas colgando de sus bocas. Se preguntó si Kaldren estaba lo bastante despistado como para jugar al mercado de valores, el cual había estado declinando lentamente durante los últimos veinte años.
—Powers —oyó que decía Kaldren—. Creo que ya le hablé a usted del Mercurio VII. —Señaló una colección de hojas escritas a máquina. —Esas son las transcripciones de las señales finales radiadas por la tripulación de la cápsula.
Powers examinó superficialmente las hojas, leyendo una línea al azar.
«...AZUL... GENTE... RECICLO... ORIÓN... METROS...»
—Interesante —dijo, sin el menor entusiasmo—. ¿Qué hacen allí los teletipos?
Kaldren sonrió.
—He estado esperando desde hace meses que me hiciera esa pregunta. Eche una mirada.
Powers se acercó y cogió una de las cintas. La máquina llevaba también su correspondiente rótulo: AURIGA 25 - G. INTERVALO: 69 HORAS.
La cinta decía:

96.688.365.498.695
96.688.365.498.694
96.688.365.498.693
96.688.365.498.692

Powers dejó caer la cinta.
—Me resulta familiar. ¿Qué representa la secuencia?
Kaldren se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe.
—¿Qué quieres decir? Tiene que responder a algo.
Desde luego. Es una progresión matemática decreciente. Una cuenta atrás, si lo prefiere.
Powers cogió la cinta de la derecha, etiquetada: ARIES 44R 951. INTERVALO: 49 DÍAS.
Aquí la secuencia era:

876.567.988.347.779.877.654.434
876.567.988.347.779.877.654.433
876.567.988.347.779.877.654.432

Powers miró a su alrededor.
—¿Cuánto tarda en llegar cada señal?
—Unos segundos solamente. Tienen una terrible compresión lateral, desde luego. Una computadora del observatorio no puede captarlas. Fueron recogidas por primera vez en Jodrell Bank hace veinte años. Ahora nadie se molesta en escucharlas.
Powers cogió la última cinta.

6.554
6.553
6.552
6.551

—Está acercándose al final —comentó.
Examinó la etiqueta, que decía: FUENTE SIN IDENTIFICAR. CANES VENATICI. INTERVALO: 17 SEMANAS.
Mostró la cinta a Kaldren.
—Pronto habrá terminado.
Kaldren sacudió la cabeza. Levantó un pesado volumen de una mesa y lo meció en sus manos. Súbitamente, la expresión de su rostro se había ensombrecido.
—Lo dudo —dijo—. Esos son únicamente los últimos cuatro números. La cifra total contiene más de cincuenta millones.
Tendió el volumen a Powers, el cual volvió la cubierta y leyó el título: «Secuencia principal de Señal Seriada recibida por el Radio-Observatorio de Jodrell Bank, Universidad de Manchester, Inglaterra, a las 0012:59 horas del 21-72. Fuente: NGC 9743, Canes Venatici».
Powers hojeó el grueso fajo de páginas impresas: millones de números, como Kaldren había dicho, discurriendo de arriba a abajo a través de mil páginas consecutivas.
Powers sacudió la cabeza, cogió de nuevo la cinta y la contempló pensativamente.
—La computadora solo anota los últimos cuatro números —explicó Kaldren—. Las series enteras llegan en períodos de 15 segundos, pero una IBM tardaría más de dos años en anotar una de ellas.
—Asombroso —comentó Powers—. Pero, ¿qué es?
—Una cuenta atrás, como puede ver. NGC9743, en alguna parte de Canes Vanatici. Las grandes espirales se están rompiendo y dicen adiós. Dios sabe qué creerán que somos, pero de todos modos nos lo hacen saber, irradiándolo a través de la línea de hidrógeno para que pueda oírse en todo el universo... —Kaldren hizo una pausa—. Algunas personas le han dado otra interpretación, pero sólo hay una explicación plausible.
—¿Cuál?
Kaldren señaló la última cinta de Canes Venatici.
—Sencillamente, que se ha calculado que cuando esta serie llegue al cero el universo habrá dejado de existir.
Powers hizo una mueca que quería ser una sonrisa.
—Muy considerado por su parte hacernos saber en qué momento del tiempo nos encontramos —observó.
—Desde luego —asintió Kaldren—. Aplicando la ley del cuadrado inverso, la fuente de esa señal está emitiendo a una potencia de casi tres millones de megawatios elevados a la centésima potencia. Casi el tamaño de todo el Grupo Local. Considerado es la palabra.
Súbitamente, Kaldren agarró el brazo de Powers y le miró fijamente a los ojos, temblando de emoción.
—No está solo, Powers, no crea que lo está. Esas son las voces del tiempo, y están despidiéndose de usted. Piense en sí mismo en un contexto más amplio. Cada partícula de su cuerpo, cada grano de arena, cada galaxia lleva la misma firma. Como usted ha dicho, ahora sabe en qué momento del tiempo se encuentra. ¿Qué importa lo demás? No hay necesidad de consultar continuamente el reloj.
Powers cogió la mano de Kaldren y la estrechó calurosamente.
Se acercó a una ventana y extendió la mirada a través del blanco lago. La tensión entre Kaldren y él se había desvanecido, y ahora deseaba marcharse lo antes posible, olvidar a Kaldren como había olvidado los rostros de los innumerables pacientes cuyos cerebros habían pasado entre sus dedos.
Se acercó de nuevo a los teletipos, arrancó las cintas de sus ranuras y se las guardó en los bolsillos.
—Me las llevo como un recordatorio para mí mismo. Dile adiós a Coma de mi parte, ¿quieres?
Avanzó hacia la puerta, y al llegar a ella se volvió a mirar a Kaldren, de pie a la sombra de las dos gigantescas letras de la pared del fondo, con los ojos clavados en las puntas de sus zapatos.
Cuando Powers se alejaba se dio cuenta de que Kaldren había subido al tejado; a través del espejo retrovisor le vio agitar lentamente la mano hasta que el automóvil desapareció en una curva.

V

El círculo exterior estaba ahora casi completo. Faltaba un pequeño segmento, un arco de unos diez pies de longitud, pero el resto de la pared de seis pulgadas de altura se alzaba sin interrupción alrededor del vial exterior del blanco, encerrando dentro de ella el enorme jeroglífico. Tres círculos concéntricos, el mayor de un centenar de pies de diámetro, separado uno de otro por intervalos de diez pies, formaban la cenefa del dibujo, dividido en cuatro segmentos por los brazos de una enorme cruz que partía del centro, en el cual había una pequeña plataforma redonda a un pie de distancia del suelo.
Powers trabajó rápidamente, vertiendo arena y cemento en el mezclador, añadiendo agua hasta que se formó una espesa pasta y transportándola luego hasta los moldes de madera para verterla en el estrecho canal.
Al cabo de diez minutos había terminado. Desmontó rápidamente los moldes antes de que el cemento hubiera cuajado y llevó los maderos al asiento posterior del automóvil. Secándose las manos en los pantalones, se acercó al mezclador y lo empujó hasta la sombra de las circundantes colinas.
Sin detenerse a contemplar el gigantesco monograma sobre el cual había trabajado pacientemente durante tantas tardes, subió al automóvil y se alejó, envuelto en una nube de polvo.
Llegó al laboratorio a las tres. Al entrar encendió todas las luces y luego bajó todas las persianas, encajándolas en las ranuras del suelo y convirtiendo la cúpula en una verdadera tienda de campaña de acero.
En los tanques, detrás de él, las plantas y los animales se movieron silenciosamente, respondiendo al súbito fluir de la fría luz fluorescente. Sólo el chimpancé le ignoró. Estaba sentado en el suelo de su jaula, tratando de componer el rompecabezas, estallando en gritos de rabia cuando los cuadros no encajaban.
Powers se quitó la chaqueta y se dirigió hacia la sala de rayos X. Abrió las altas puertas corredizas hasta dejar al descubierto el largo y metálico hocico de Maxitron, y luego empezó amontonar las planchas protectoras de plomo contra la pared del fondo.
Unos minutos después el generador empezó a funcionar.

La anémona se agitó. Bañada por el cálido mar subliminal de radiación que se alzaba a su alrededor, impulsada por innumerables recuerdos pelágicos, se movió cautelosamente a través del tanque, buscando a tientas el pálido sol uterino. Sus zarcillos se contrajeron, al tiempo que los millares de células nerviosas hasta entonces dormidas en sus extremos se reagrupaban y multiplicaban, cada una de ellas absorbiendo la liberada energía de su núcleo. Las cadenas se forjaron por sí mismas, y los zarcillos empezaron a captar lentamente los vívidos contornos espectrales de los sonidos danzando como fosforescentes olas alrededor de la oscurecida cámara de la cúpula.
Gradualmente se formó una imagen, revelando una enorme fuente negra que vertía una interminable corriente de luz sobre el círculo de bancos y tanques. Junto a ella se movió una figura, regulando el chorro a través de su boca. Mientras andaba, sus pies despedían vívidos estallidos de color, sus manos, discurriendo a lo largo de los bancos, conjuraban un asombroso claroscuro, bolas de luz azul y violeta que estallaban fugazmente en la oscuridad como diminutas estrellas.
Los fotones murmuraron. Mientras contemplaba la reluciente pantalla de sonidos que la rodeaban, la anémona continuaba dilatándose. Sus ganglios se unieron, respondiendo a una nueva fuente de estímulos procedentes de los delicados diafragmas de la corona de su cuerda dorsal. Los contornos silenciosos del laboratorio empezaron a resonar suavemente, olas de sonido transformado cayeron de los arcos voltaicos y despertaron ecos en los bancos y en los muebles. Atacadas por el sonido, sus formas angulosas resonaron con una rara y persistente armonía, Las sillas forradas de plástico ponían un contrapunto de discordancias...
Ignorando aquellos sonidos una vez habían sido percibidos, la anémona se volvió hacia el techo, el cual reflejaba como un escudo los sonidos que vertían continuamente los tubos fluorescentes. Deslizándose a través de una estrecha claraboya, con voz clara y potente, el sol cantó...
Faltaban unos minutos para el amanecer cuando Powers salió del laboratorio y subió a su automóvil. Detrás de él, la gran cúpula estaba sumida en la oscuridad, cubierta por las sombras que la luz de la luna arrancaba a las blancas colinas. Powers dejó que el coche se deslizara hasta la carretera del lago, escuchando el crujido de los neumáticos al rodar sobre la grava azul. Luego puso el automóvil en marcha y aceleró el motor.
Mientras conducía, con las colinas medio ocultas en la oscuridad a su izquierda, se dio cuenta de que, a pesar de que no miraba a las colinas, continuaba teniendo conciencia de sus formas y contornos. La sensación era indefinida pero no menos cierta: una extraña impresión casi visual que emanaba con fuerza de los profundos barrancos y cortadas que separaban un risco del siguiente. Durante unos minutos Powers dejo que la impresión le dominara, sin tratar de identificarla. Una docena de extrañas imágenes se movieron a través de su cerebro.
La carretera se desviaba alrededor de un grupo de chalés construidos a orillas del lago, llevando al automóvil directamente a sotavento de las colinas, y Powers sintió repentinamente el peso macizo del acantilado que se erguía hacia el oscuro cielo como un risco de greda luminosa y pudo identificar la impresión que ahora se registraba con fuerza en su mente. No sólo pudo ver el acantilado, sino que tuvo conciencia de su enorme vejez sintió claramente los incontables millones de años transcurridos desde que brotó del magma de la corteza de la tierra.
Las crestas que se erguían a trescientos pies de altura, las oscuras grietas y hondonadas, eran otras tantas voces que hablaban del tiempo que había transcurrido en la vida del acantilado, un cuadro psíquico tan definido y tan claro como la imagen visual que percibían sus ojos.
Involuntariamente, Powers había aminorado la velocidad del automóvil, y apartando sus ojos de la colina notó que una segunda ola de tiempo barría la primera. La imagen era más ancha aunque de perspectivas más cortas, irradiando desde el amplio disco del lago y deslizándose por encima de los antiguos riscos de piedra caliza.
Cerrando los ojos, Powers se echó hacia atrás y condujo el automóvil a lo largo del intervalo entre los dos frentes de tiempo, notando que las imágenes se hacían más profundas y más intensas en su mente. La enorme vejez del paisaje, el inaudible coro de voces resonando desde el lago y desde las blancas colinas, parecieron transportarle hacia atrás a través del tiempo, a lo largo de interminables pasillos, hasta el primer umbral del mundo.
Desvió el automóvil de la carretera para adentrarse en el camino que conducía al antiguo campamento de las Fuerzas Armadas. A uno y otro lado, las colinas se erguían y resonaban con impenetrables y vastos imanes inductores. Cuando finalmente llego a la lisa superficie del lago, a Powers le pareció que podía captar la identidad independiente de cada grano de arena y de cada cristal de sal llamándole desde el circundante anillo de colinas.
Estacionó el automóvil al lado del mandala y echó a andar lentamente hacia el borde exterior de hormigón que se curvaba entre las sombras. Encima de él pudo oír las estrellas, un millón de voces cósmicas agrupadas en el cielo desde un horizonte hasta el siguiente, un verdadero dosel de tiempo. Vio el borroso disco rojo de Sirio, oyó su antigua voz, incalculablemente vieja, empequeñecida por la enorme nebulosa espiral de Andrómeda, un gigantesco carrusel de universos desvanecidos, sus voces casi tan viejas como el propio cosmos. A Powers el cielo le parecía una interminable Torre de Babel, la balada del tiempo de un millar de galaxias superpuestas en su mente. Mientras andaba lentamente hacia el centro del mandala, alzó la mirada hacia la Vía Láctea, desde la cual parecía llegarle un inmenso clamoreo.
Penetrando en el círculo interior del mandala, se dio cuenta de que el tumulto empezaba a remitir y que una voz solitaria y más potente había brotado y estaba dominando a las otras. Trepó a la plataforma central, alzó los ojos al oscuro cielo, moviéndolos a través de las constelaciones hasta las islas de galaxias que flotaban más allá, oyendo las confusas voces arcaicas que le llegaban a través de los milenios. Notó en sus bolsillos las cintas de papel, y se volvió para localizar la lejana diadema de Canes Venatici, oyó su gran voz ascendiendo en su mente.
Como un interminable río, tan ancho que sus orillas quedaban por debajo de los horizontes, fluía continuamente hacia él un vasto cauce de tiempo que se extendía hasta llenar el cielo y el universo, envolviéndolo todo. Avanzando lentamente, de modo que el progreso de su mayestática corriente resultaba casi imperceptible, Powers sabía que su venero era el venero del propio cosmos. Cuando pasó por él, sintió su magnética atracción y se dejó arrastrar por ella. A su alrededor, los contornos de las colinas y del lago se habían difuminado pero la imagen del mandala, semejante a un reloj cósmico, permanecía fija delante de sus ojos, iluminando la ancha superficie de la corriente. Sin dejar de contemplarla, notó que su cuerpo iba disolviéndose, sus dimensiones físicas fundiéndose en el vasto continuo de la corriente, la cual le arrastraba hacia abajo, más allá de toda esperanza, hacia el descanso final, hacia las definitivas playas del mar de la eternidad.

Mientras las sombras se alejaban, retirándose hacia las laderas de las colinas, Kaldren se apeó de su automóvil y echó a andar con paso vacilante hacia el borde de hormigón del círculo exterior. A cincuenta yardas de distancia, en el centro, Coma estaba arrodillada junto al cadáver de Powers, sosteniendo su cabeza entre sus pequeñas manos. Una ráfaga de viento arrastró hasta los pies de Kaldren un trozo de cinta. El joven se inclinó a recogerla, la enrolló cuidadosamente y se la guardó en el bolsillo. El aire del amanecer era frío, y Kaldren se subió el cuello de la chaqueta, contemplando a Coma con una expresión impasible.
—Son las seis de la mañana —le dijo a la muchacha al cabo de unos instantes—. Voy a avisar a la policía. Tú puedes quedarte con él. —Hizo una pausa y luego añadió—: No dejes que rompan el reloj.
Coma se volvió a mirarle.
—¿Acaso no piensas volver?
—No lo sé —murmuró Kaldren, dando media vuelta y dirigiéndose hacia su automóvil.
Cinco minutos después estacionaba su automóvil delante del laboratorio de Whitby.
La cúpula estaba sumida en la oscuridad, con todas las persianas echadas, pero el generador continuaba zumbando en la sala de rayos X. Kaldren entró y encendió las luces. Se dirigió a la sala y tocó las parrillas del generador: estaban muy calientes. La mesa circular giraba lentamente. Agrupados en un semicírculo, a unos pies de distancia, se encontraban la mayor parte de los tanques y jaulas, amontonados unos encima de otros apresuradamente. En uno de ellos, una enorme planta semejante a un calamar casi había conseguido trepar fuera de su vivarium. Sus largos y traslúcidos zarcillos estaban aferrados a los bordes del tanque, pero su cuerpo se había disuelto en un charco gelatinoso de mucílago globular. En otro, una enorme araña se había atrapado a sí misma en su propia tela, y colgaba indefensa en el centro de una masa tridimensional de hilo fosforescente, agitándose espasmódicamente.
Todas las plantas y animales habían muerto. El chimpancé yacía de espaldas entre los restos de la choza, con el casco caído sobre los ojos. Kaldren lo contempló unos instantes. Luego se dirigió hacia el escritorio y cogió el teléfono.
Mientras marcaba el número vio un carrete de película encima del secante. Examinó la etiqueta y se guardó el carrete en el bolsillo, junto con la cinta.
Cuando hubo hablado con la policía apagó las luces y salió del laboratorio.
Cuando llegó a la residencia de verano el sol matinal iluminaba ya los balcones y terrazas. Kaldren tomó el ascensor hasta el último piso y se encaminó directamente al museo. Alzó las persianas, una a una, y dejó que la luz del sol bañara los objetos reunidos allí. Luego arrastró una silla hasta una de las ventanas, se sentó y contempló en silencio la luz que penetraba a chorros en la estancia.
Dos o tres horas más tarde oyó a Coma que le llamaba desde abajo. Al cabo de media hora la muchacha se marchó, pero un poco más tarde apareció otra voz y gritó su nombre.
Kaldren se levantó y echó todas las persianas de las ventanas que daban a la parte delantera del edificio. No volvieron a molestarle.
Kaldren regresó a su asiento y dejó que su mirada vagase por la colección de objetos. Medio dormido, de cuando en cuando se levantaba a regular el chorro de luz que penetraba a través de las rendijas de la persiana, pensando, como haría a través de los meses venideros, en Powers y en su extraño mandala, y en los tripulantes del Mercurio VII y su viaje a los jardines blancos de la luna y en las personas azules que habían llegado de Orión y les habían hablado en un lenguaje poético de antiguos y maravillosos mundos bajo unos soles dorados en las islas galaxias, desvanecidos ahora para siempre en las miríadas de muertes del cosmos.


FIN
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