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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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martes, 27 de octubre de 2009

SELECCION MAESTROS DE CIENCIA FICCION I


MAESTROS DE CIENCIA
FICCIÓN I

A. Van Hageland
(Recopilador)
-
ÍNDICE
El planeta de los condenados (Planet of the Love Feast, 1969) Charles Nuetzel
El hombre ultra (The Mixed Men, 1945) A. E. Van Vogt
El olor de la Luna (L’ódeur de la Lune; 1876) Beffroy de Reigny
El holocausto de la Tierra (Earth's Holocaust, 1844) Nathanael Hawthorne
Distribución especial (Special Delivery, 1952) Kris Neville
El complejo de Panurgo (¿?) Julien C. Raasveld
Moradores del polvo (Dwellers in the Dust, 1954) Forrest J. Ackerman
El planeta loco (¿?) A. Van Hageland
El día de los tres soles (¿?) Jean-Claude de Repper
Yo no tengo ojos y sin embargo debo ver (¿?) Bob Van Laerhoven
Supervivencia (Don't Come to Mars!, 1950) Henry Hasse

-


EL PLANETA DE LOS CONDENADOS
Charles Nuetzel
La primera reacción de Jon Horton cuando advirtió un movimiento entre las sombras de
la colina fue preguntarse de qué se podía tratar. No se le ocurrió pensar que pudiese
tratarse de nada humano, y no podía ser Bill Melva, su socio, que debía haber regresado
a su campamento. Y no había otros seres humanos en ese distante planeta, a unos doce
años luz de la Tierra.
Estaba en la orilla del río Melva —así llamado en honor de su socio— corriente abajo
de las colinas de Horton, cubiertas de hierba, cuando vio moverse lo que no debía
moverse.
Tres meses en este planeta —que llamaban Horva—, después de los cinco años
pasados previamente en el espacio, habían determinado en Jon una dolorosa resignación
al hecho de que nunca más vería a otro ser humano, aparte de Bill, a quien casi había
aprendido a odiar. Si su socio hubiese sido una mujer, quizá todo podría haber sido
distinto. Pero ambos hombres constituían la peor combinación posible para un exilio de
por vida en un lejano planeta.
Hasta el momento, los tres meses que habían pasado en Horva, después del
catastrófico aterrizaje forzoso, no habían revelado signos de vida animal.
Jon preparó su rifle automático, y protegió su vista del intenso brillo del sol rojo-naranja,
mientras miraba hacia la cima de la colina donde había percibido un movimiento. Durante
un instante, nada se movió, y todo parecía normal, natural, desprovisto como siempre de
vida animal.
Y entonces, algo, una sombra oscura, surgió desde atrás de un pequeño arbusto
azulado, contra el poniente. Era una figura alta y esbelta.
Durante un momento, Jon se quedó inmóvil, incapaz de creer en lo que veía, con la
frente cubierta de sudor.
Eso parecía una mujer, desnuda. Vio sus pechos prominentes, sus brazos delicados,
sus caderas cimbreantes.
Tuvo un escalofrío.
Bill Melva habría disparado primero e investigado después, porque no era posible que
hubiera una mujer en el planeta Horva.
Jon alzó el rifle, y vaciló.
Y de pronto, como un hombre poseído por una súbita locura, o una alegría
insoportable, se lanzó hacia esa forma femenina, olvidando toda precaución.
Estaba a quince metros de esa forma demasiado humana cuando tropezó contra una
roca oculta por la suave hierba púrpura. Cayó, golpeó con la cabeza contra el suelo, y una
vaga niebla invadió su mente. Lentamente desapareció, se quedó un momento más allí,
asombrado, y luego se levantó. Miró hacia la colina, y avanzó un paso.
La figura se había desvanecido.
Jon empezó a subir a la colina. Cuando llegó a la parte superior, miró el valle, donde no
había arbustos, ni lugares donde fuera posible esconderse. Tan sólo el césped púrpura se
movía y susurraba silenciosamente en la brisa del anochecer.
—Te digo que vi algo, Bill —insistía Jon ante el hombre de cabello color arena que
estaba sentado junto al pequeño fuego encendido en medio de la noche opresora.
Trató de contener la hirviente furia que crecía en él. Si tan sólo pudiesen mirarse a la
cara, como ocurría antes. Pero el tiempo les había cambiado a ambos; el tiempo, y verse
demasiado, y la carencia de mujeres.
—Viste solamente lo que tu mente quería ver —respondió irritado Bill Melva—. Y
termina con eso. Las cosas son ya bastante malas, sin necesidad de mujeres fantasmas.
Jon miró a so socio, e inconscientemente se frotó la frente donde se había golpeado.
Tenía allí un moretón azul. Trató de convencerse de que Bill decía la verdad, de que lo
que había visto era una ilusión, provocada por el deseo de compañía femenina en este
mundo diabólicamente hermoso, pero sin vida. Y sin embargo algo le decía que no había
imaginado a esa mujer, que había visto algo real. Quizá no humana, pero ciertamente
humanoide.
—Está bien. Viste una mujer. Los dos sabemos que eso no es posible. Hace tres
malditos meses que estamos atrapados en este maldito planeta. Ninguna compañía,
aparte de nosotros mismos... Es bastante para enloquecer a cualquiera. Pero
examinemos lo que me dijiste. ¡Seamos lógicos!
»Abandonamos la Tierra, en un vuelo experimental, pensando que volveríamos dos
años más tarde. Nuestro motor más rápido que la luz falló, y nos quedamos en el camino.
Aquí estamos, y es afortunado que hayamos encontrado un planeta donde vivir. Todavía
sigo pensando que fue afortunado. Pero un planeta con otros seres... un planeta con
mujeres. ¡No! —Los nudosos dedos de Bill golpeaban el aire a cada afirmación—. Y
humanoides, ¡tampoco! Eso sería creer en lo imposible. Recuerda que orbitamos el
planeta antes de descender. Y no había signos de ninguna civilización. ¡Nada! Y no
hemos descubierto vida animal. ¡Nada que no sea vegetal!
»Y ahora, reflexiona acerca de lo que viste. Un movimiento y contra el sol. Corres, y
caes. ¿Cómo puedes saber si lo que creíste ver no es alguna ilusión que tu mente creó
mientras recobrabas la conciencia?
»Fuiste allí a buscar agua. Viste un movimiento natural y creíste ver una mujer.
Vámonos a dormir y olvídalo todo.
Bill se alejó de él, y se dirigió a la manta tirada junto al fuego. Cuidadosamente la alisó
y se tendió con los ojos cerrados, de espaldas a Jon.
La noche era silenciosa. El único ruido provenía del suave viento que se movía entre la
escasa vegetación que los rodeaba. El fuego se había convertido en brasas.
Jon se movía inquieto en sueños. De pronto oyó un ruido extraño lejos, a la derecha, y
despertó con los ojos totalmente abiertos.
Se incorporó y examinó la oscuridad alrededor del campamento. Su mano derecha se
dirigió instintivamente al rifle automático que siempre estaba a su lado por la noche,
porque incluso en un mundo aparentemente sin vida convenía estar preparado para las
emergencias.
Sintió —sin ver nada— algo extraño más allá de su campo visual. Pero sólo el oscuro
paisaje interrumpía las estrellas que tachonaban el cielo como joyas sobre terciopelo.
El ruido extraño se repitió y adoptó la forma de un ruido de pasos, cuidadosamente
dados, vacilantes, temerosos, y cada vez más próximos. Se acercaban en medio de la
brisa nocturna.
Lentamente se puso de pie, con el rifle apretado entre las manos sudorosas.
Luego avanzó hacia el ruido. El corazón le latía como un instrumento de percusión.
No había caminado diez metros cuando vio un movimiento al frente. Por un instante
pareció algo nebuloso, una sombra informe contra la oscuridad.
Sus dedos se apoyaron sobre el disparador, y apuntó con el cañón del arma,
preparado.
La sombra se movió, con pasos leves, y luego pareció condensarse en la oscuridad.
No había confusión posible.
El sudor cubrió su cuerpo a pesar del fresco de la noche. Le temblaban las manos
sobre el rifle. O veía visiones, como decía Bill, o bien allí, a tres metros, estaba la mujer
que había visto más temprano.
Trató de decirse que era un sueño, pero era demasiado real. La lógica era demasiado
ilógica, pero la visión que veía era imposible.
Tuvo una momentánea sensación extraña, como si algún susurro silencioso calmara
sus temores. Se tambaleó, casi hipnotizado por la hermosa visión de esa sombra
femenina contra el cielo de la noche.
Lentamente avanzó, y la mujer de sombra retrocedió en igual medida.
Jon perdió la conciencia del tiempo. Sólo cuando se detuvo, temeroso de alejarse más
del campamento, la figura se detuvo bajo uno de los escasos arbustos de copa chata
dispersos entre las colinas que caracterizaban la topografía del planeta Horva.
Avanzó hacia la adorable criatura hasta situarse a apenas un par de metros, y luego se
detuvo, congelado. El instinto le aconsejaba seguir apuntando el rifle, pero lo dejó
descender entre sus manos, con el cañón hacia abajo.
—¿Qué... eres? —murmuró con la voz áspera y vacilante.
—Ven —dijo la voz, suave y musical—. Sígueme.
Jon se movió, mentalmente enceguecido por las palabras que acababa de oír.
«¿Qué locura es ésta? —se preguntó—. ¿Una ilusión? Entonces, una maravillosa
ilusión.»
No podía ser una criatura terrestre. Pero ¿cómo había podido hablarle?
Ahora estaba muy cerca de la tentadora. Sus ojos no la abandonaban un instante,
maravillados ante su hermosura.
Aun en la oscuridad, Jon podía ver sus pechos duros y bien formados, e incluso sus
pezones erguidos y excitantes. Las caderas que se curvaban hasta los muslos plenos y
firmes. El perfil de su rostro era refinado, delicado; la nariz algo respingona y los labios
blandos y anchos.
Llegaron hasta la cumbre de la colina, y ella señaló hacia abajo.
—Allí está la nave en que vinieron mis padres —dijo—. Están enterrados a su lado.
Jon sintió la remota sugestión de algo que le abrazaba, la calidez, la maravillosa
presencia del bienestar.
Pero, ¿cómo? ¡Su nave había sido la primera! ¿Era posible que hubiesen sido
proyectados hacia delante en el tiempo? ¿Era posible que hubiesen alcanzado un lejano
futuro, en el que la humanidad podía llegar a las profundidades del espacio? Era
demasiado fantástico para creerlo. Sin embargo, esta mujer, ¿de qué otra manera se
podía explicar?
Y abajo, la nave mutilada, aplastada contra el suelo como un pájaro herido...
—Ya no teníamos esperanzas —continuó ella, parada a su lado, muy cerca—. Ninguna
esperanza de ser rescatados. ¿Tú viniste a buscarnos, a buscarme...?
Jon miró a la muchacha, y trató de convencerse de que era una especie de sueño o de
fantasía de su mente. Sin duda, Bill debía tener razón. El frío y calculador Bill Melva,
lógico y científico. ¿Qué habría hecho Bill en un momento como éste? ¿Cómo habría,
reaccionado?
Pero Jon no era Bill Melva.
—¿Has venido de la Tierra? —preguntó ella, serenamente.
Estaba muy cerca; sus pechos desnudos casi le rozaban, y sus labios estaban a corta
distancia de los suyos. Jon sintió en todo su cuerpo la soledad, los cinco años que llevaba
lejos de una mujer, el penoso vacío de la compañía masculina.
—Sí —dijo finalmente, tratando de controlar el deseo casi irresistible de cogerla en sus
brazos—. He venido de la Tierra.
—¡Oh, gracias a Dios!— exclamó ella, echándole los brazos al cuello y apretándose
contra él como una niña.
Parecía la reacción impulsiva de una mujer que de pronto se sabe rescatada de una
soledad de por vida en el exilio de un planeta ajeno.
La mente de Jon giró rápidamente bajo la presión de lo que ocurría, y su cuerpo ardía
ante la proximidad de la muchacha.
La suavidad de sus brazos, la dulce presión de sus pechos y sus caderas engendraban
en él un impulso primitivo e insuperable.
Lo que pasaba no tenía ninguna lógica. Ni la presencia ni de ella ni sus palabras. La
probabilidad de que dos náufragos del espacio se encontraran en un planeta lejano no
alcanzaba a una en un billón. Esto debía ser un sueño, un fantasma creado por su
soledad.
El temor a la locura le puso en tensión, mientras experimentaba un escalofrío. Y en. el
preciso instante en que estaba a punto, de recibirla, algo le hizo cambiar de idea. Aunque
fuera un sueño, pensó, aunque fuera una creación de su mente, ¿por qué no tomar lo que
se le ofrecía?
Por un instante sintió que lo que hacía era ridículo, pero le pasó el brazo por la cintura y
la atrajo hacia sí. Un murmullo satisfecho le respondió. Sin conciencia de sus propios
planes, se vió cubriéndola el rostro de besos mientras le acariciaba el pecho.
Ella vibraba contra él, y con la inocencia de una hija de la Naturaleza se acercó aún
más, sin hacer el juego de la resistencia.
Jon se encontraba como poseído por otra mente, como si algo se hubiese apoderado
del control de sus acciones. Sólo pensaba en la satisfacción de su carne excitada.
Con suavidad ambos se deslizaron al suelo. La muchacha permaneció acurrucada
contra él, como una niña confiada y contenta.
Las manos de Jon le acariciaron el pecho y el talle, sintiendo la suave textura de su
piel, como si nunca hubiese acariciado antes un cuerpo femenino.
Fantasma o realidad, sabía que algo marchaba muy erróneamente, pero no podía
controlar sus actos, como tampoco su respiración ni el latido insistente de su corazón.
Si ella hubiese hecho un gesto de defensa, se habría detenido. Pero ella, con los ojos
cerrados, temblaba bajo sus caricias. Cuando él le oprimió los pechos y sintió que sus
pezones se endurecían contra las palmas de sus manos, ella retuvo con sus manos las
del hombre, se volvió hacia él, abrió los ojos y le miró.
Jon trató de leer alguna especie de protesta, de temor o de asombro, algo que pudiera
ofrecerle una pausa.
Pero sólo vio alegría y placer en su mirada. Vio en ella lo que cualquier hombre querría
ver en los ojos de la mujer que está a punto de poseer.
Y luego la besó en la boca y en el cuello, y la cubrió de cálidas caricias. Sus manos
recorrieron el cuerpo desnudo, excitadas ante el calor y la profunda vibración que
respondían a sus movimientos. Luego llegó a sus muslos, y se dijo que era imposible que
su mente hubiese inventado un fantasma tan convincente. Y ya no le importó que fuera
real o irreal.
La muchacha le abrazó con insistencia, y Jon sintió sus caderas apretadas contra las
suyas. La locura se apoderó de él, y la cordura fue comprimida y hecha a un lado para
que no afectara sus acciones.
Y entonces el movimiento conjunto los unió, y el cálido cuerpo de la muchacha le
recibió; Sus formas sé apretaron con suavidad al principio, y luego con mayor violencia;
Jon la sentía acomodarse al tenso ritmo de sus propias caderas con entrecortados
gemidos, y se hundió en ella, que le clavó las uñas en la espalda.
Después el éxtasis recorrió su cuerpo, inundándole de un placer tan intenso que no
podía casi mantenerse consciente.
Y cuando volvió la consciencia, volvió con el asombro.
La mujer había desaparecido.
Al borde de la locura, se levantó y recorrió los alrededores. Sus pies se movían
involuntariamente. Nunca supo cuánto tiempo estuvo buscando. Y cuando el sol aparecía
sobre el horizonte del Norte, vio su campamento a varios cientos de metros.
—¡Te digo que no fue un sueño! —gritó Jon, mientras Bill Melva, de pie, le miraba con
una extraña expresión en la cara.
Durante un momento, Bill permaneció vacilante, luego sus ojos miraron fijamente a Jon.
—Muy bien. Si no quieres oír la razón, sólo hay una forma de que te convenzas de que
esa mujer es sólo una ficción de tu mente. ¡Muéstrame la nave espacial que ella te
señaló!
Jon se apresuró a aprovechar esta posibilidad de demostrar su cordura. Miró alrededor,
e indicó la dirección Sudeste.
—Por allí. Fuimos hacia allí. Te lo puedo mostrar.
—Y si te equivocas, no vuelvas a hablar de esto —respondió furiosamente Bill.
Cogió su rifle y dejó que Jon le condujera.
Jon avanzó seguro de sí mismo, por la ruta que había seguido la noche anterior.
Era la misma dirección por donde ambos habían venido cuando abandonaron su nave.
Caminaron unos quince minutos cuando Jon vio el árbol. Allí ella le había hablado por
primera vez.
—Ahí se detuvo, y me dijo que la siguiera. Y después subimos a la colina. La nave está
cerca, ¡ya verás! —Jon se sentía confiado y excitado.
Bill casi le había convencido de que la mujer y el episodio amoroso no eran otra cosa
que un sueño.
—Si hay algo, es algo extraño y terrible —dijo Bill, preparando su rifle automático.
—No lo necesitarás —respondió Jon.
—No estés tan seguro —dijo Bill, con el arma lista para entrar inmediatamente en
acción.
Ascendieron a la pequeña elevación, y llegaron a la cima.. —Jon se detuvo de pronto,
con expresión de asombro. Abajo, sólo se veía una pila informe de rocas.
—Me equivoqué —exclamó Jon mientras Bill se le acercaba—. No es aquí.
Una dura carcajada brotó de los finos labios de Bill.
—Aquí está tu nave espacial. ¡Un montón de rocas!
—¡No es aquí! —Jon se volvió, irritado, lleno de odio contra el otro hombre, con los
puños apretados.
—¿No lo ves, Jon...? Piensas en una mujer, caminas como un sonámbulo, y sueñas...
—El rostro de Bill era tenso y grave—. No te equivoques, Bill. Has soñado con esa
muchacha. Vámonos, y no hablemos más del asunto. Ya es bastante malo estar
atrapados aquí para siempre... y sin una mujer. No hagas que todo sea peor.
El odio se abrió paso a través de la mente de Jon. Luchó para vencer el impulso de
golpear al otro. Todos sus músculos temblaban, esforzándose por controlar el deseo de
matar.
—Me he equivocado de lugar —insistió—. ¡Es tan real como tú! Y quizá más. No me
importa lo que dices. Hemos avanzado en el tiempo. Mientras estábamos en el
hiperespacio, perdimos conciencia del tiempo, y en el ínterin la civilización humana llegó a
las estrellas. Tenemos toda clase de razones lógicas para creerlo. Y hemos llegado a un
planeta donde la vida humana sobrevive. ¿Por qué no habría llegado aquí otra nave? Lo
único que ocurre es que tu maldita mente científica se niega a funcionar. ¿Por qué la
locura ha de ser una razón más lógica que esta otra, Bill? Hay más cosas en el cielo y en
la tierra de las que pueden comprender. ¿Por qué lo niegas? ¡Acepta que puede ser así!
—No lo creo. Lo que me dices es totalmente fantástico.
Ninguna mujer real hubiera reaccionado así. Sólo fue un sueño.
Usa tu cabeza. ¡Tienes las pruebas delante de ti! —gritó Bill exasperado, mientras el
cañón de su rifle amenazaba a Jon—. Termina con esto, Jon. Guárdate tus sueños, y no
trates de demostrarme la realidad de una fantasía.
Los dos estaban llenos de furia, después del brusco estallido. Lentamente Bill se relajó
y bajó el arma.
—Mira, Jon... Trata de verlo con lógica. Aunque hubiera algo red en lo que dices... eso
que has visto es algo extraño. Tenemos que aprender a combatirlo. Si vuelve a aparecer,
asegúrate de estar a mi lado. ¿Quieres? —"El hombre sonrió y palmeó el brazo de Jon—.
No podemos hacer otra cosa. Si vuelve a aparecer, lucharemos juntos. Si no es una
ficción de tu imaginación, es algo tan horrible que... pero ocupémonos de eso cuando
llegue el momento.
Jon se calmó gradualmente. Quizá Bill tenía razón, se dijo. Después de todo, estaba a
su lado.
Bajó por la colina, tras de Bill. No habían caminado más de diez pasos cuando se
detuvo en seco.
Allí estaba el rifle que había perdido la noche anterior.
Bill no perdió tiempo en señalar lo que era obvio.
—Aquí tienes la prueba. Ésta era la colina, y tu nave espacial eran esas rocas. Y esa
mujer un fantasma soñado, o algo mucho peor. Tienes que comprenderlo y enfrentar los
hechos.
Jon se dejó caer al suelo, cubriéndose la cara con las manos. No quería creer a Bill,
pero tenía la evidencia a la vista. Todo había sido un sueño, una ilusión. Y nada más.
Temblando, recogió el rifle.
Pero ¿cómo podía haber sido un sueño?
Y ¿qué otra explicación había?
Tal vez ella se había asustado de su propia vehemencia. Tal vez ella misma había
cogido el rifle y lo había llevado de un lugar a otro.
Jon quería desesperadamente creer en su realidad. De pronto, sintió un escalofrío, y
miró a Bill. Y vio un movimiento en alguna parte. Recurrió al espacio con la vista.
Y allí estaba ella, al frente, a menos de veinte metros.
Bill vio la expresión en la cara de Jon y se volvió despacio.:
—¡Allí está! Gritó Jon. ¡Ahora me creerás!
No había terminado de hablar cuando un ahogado grito de horror brotó de la garganta
de Bill Melva, que alzó en el acto su rifle.
Jon se precipitó sobre Bill, y desvió el cañón del rifle mientras disparaba el cartucho
atómico explosivo: no tuvo tiempo de ver si el disparo había dado o no en el blanco.
—¡Loco! —jadeó Bill, con su cara contorsionada de terror mientras caían juntos al
suelo.
Ahora Jon controlaba totalmente el impulso de matar. Aferró la garganta de Bill y apretó
los dedos con insana violencia. Sólo podía pensar que Bill había tratado de matar a la
mujer, y que quizá lo había logrado.
Las frenéticas tentativas de librarse del otro hombre hicieron que ambos rodaran dos
veces; Jon volvió a situarse encima, sin aflojar la presión de sus manos.
Vio con desapegada fascinación que los ojos de Bill se hinchaban, que su boca
intentaba aspirar aire, que su lengua aparecía en el último espasmo de la muerte.
Jon se puso de pie y se volvió, ignorando a su compañero muerto.
Sintió inmenso alivio cuando vio a la mujer más cerca.
Por un instante recordó lo que Bill había dicho, y su grito de espanto.
Ella era real.
—Ven —le dijo, tendiéndole los brazos.
Jon vaciló. ¿Podía ser, después de todo, alguna fuerza extraña que le había obligado
por algún procedimiento hipnótico a ver lo que él ansiaba ver? ¿Era ella algo malo y
peligroso? ¿Estaba viendo de verdad lo que quería ver?
Miró a Bill, y su cara torcida por la agonía.
Para él, Bill, el hombre de ciencia, ella había sido la muerte.
Para él, Jon Horton, astronauta, era el amor, y su Eva en este planeta remoto.
—Ven, Jon —murmuró ella, sonriendo.
Y él pensó:
«Sea el diablo, una imagen de los condenados, o una mujer, es mía. Hay más cosas en
el cielo y en la tierra que las concebidas por todas las grandes mentes humanas
reunidas.»
Jon avanzó, con alegría.
Tal vez, finalmente, ella también fuera la muerte para él, y mucho antes de lo que él
quisiera. Pero moriría satisfecho en los cálidos brazos de la mujer que amaba, lo que era
infinitamente mejor que vagar durante el resto de su vida por un planeta desierto.
Cuando Jon se acercó ella le cogió de la mano. Sus dedos eran suaves y cálidos.
Juntos subieron a la colina. Desde lo alto, pudo ver la nave espacial arruinada, el pájaro
herido que había caído del cielo para morir.
Pero Jon no vio en él nada de extraño, ni recordó que no estaba allí poco tiempo antes.
Sólo sabía una cosa. Caminaba por una llanura púrpura, de la mano de una mujer
hermosa. Era feliz.
-
EL HOMBRE ULTRA
A. E. Van Vogt
I
El letrero de la puerta brillaba suavemente. Decía:
DOCTOR RICHARD CARR Psicólogo
Estación Lunar
Dentro de su despacho, Carr —un joven regordete— estaba asomado a una de las dos
ventanas de su santuario con un par de binóculos enfocados sobre el cuarto piso. Tenía
un micrófono suspendido del cuello por un cordón negro. De sus labios brotaba una fluida
serie de comentarios:
—Ahora el hombre piensa en algún asunto técnico. Quiere hablar de eso. Pero lo único
que le dice es: «¡De prisa!» Sorprendentemente, por una razón que no puedo leer, ella
también quiere marcharse, aunque no le va a dejar escapar tan fácilmente. Ella le dice:
«Caminemos un poco y hablemos del futuro.» El hombre responde: «No veo mucho
futuro...» —Carr se interrumpió—. Coronel: el diálogo se ha hecho muy personal.
Pasemos a otra persona.
El coronel Wentworth, desde la otra ventana, contestó:
—¿Tiene idea de qué idioma hablan?
—Verdaderamente, no. Una lengua eslava. Del este de Europa. Pero el movimiento de
los rasgos de sus caras cuando hablan me recuerda... Así es: polaco.
Wentworth extendió el brazo y cerró el magnetófono, donde por medio de un sistema
de escucha había registrado las palabras pronunciadas por la pareja del piso inferior.
Era un hombre de un metro ochenta, treinta y ocho años, contextura engañosamente
delicada, ojos grises cuya serenidad ocultaba en parte una inteligencia alerta. Durante
ocho años había integrado el servicio de seguridad de la estación lunar, pero aún
conservaba sus rígidos modales británicos. Como el psicólogo americano —Carr— hacía
poco que había llegado a la Luna. Los dos hombres acababan de conocerse.
Wentworth dirigió la mira óptica del sistema de escucha hacia el piso inferior. Sabía lo
que aparentemente Carr ignoraba: que sus acciones eran levemente ilegales en esa
ciudad lunar, donde diversas nacionalidades coexistían según las estipulaciones de
acuerdos internacionales que no incluían el derecho de nadie a espiar los pensamientos
de las personas a través de la expresión de sus caras.
Sin embargo, con el rostro apartado —demostraba seguramente pensamientos que no
deseaba todavía compartir con Carr— Wentworth dijo en tono casual:
—Estamos trabajando hace diez minutos. Podemos seguir uñó más. ¿Ve a esa
pelirroja que está con un hombre bajito?
Carr no respondió de inmediato. Parecía muy atento a lo que veía. De pronto exclamó
en tono de asombro:
—¡Mire allí, coronel! Ese tipo alto, de turbante, ¡no es un ser humano!
—¿Qué quiere decir? —preguntó Wentworth, tornado de sorpresa.
Cogió sus binoculares, mientras Carr continuaba en voz atiplada:
—¡Dios mío! ¡Sabe que le espío! ¡Me va a matar! ¡Cuidado!
Instintivamente, Wentworth se arrojó al suelo. Hubo un fogonazo más brillante que la
luz del día, los vidrios se quebraron, y luego se oyó el ruido de fragmentos de
mampostería desprendidos.
Retornó el silencio.
Wentworth tenía vagamente conciencia de que también Carr se había arrojado al suelo,
y presumía que estaba bien. Sin perder tiempo, se incorporó un poco, avanzó hasta el
escritorio, bajó el teléfono y un instante después resonaba la alarma.
II
El doctor Boris Denovich, el jefe psiquiatra recién llegado, escuchó con el ceño un poco
fruncido por la máquina traductora lo que le parecía una historia inaceptable.
Ajustó el diminuto auricular y luego interrumpió al coronel Wentworth hablando en ruso
ante el micrófono traductor.
—¿Quiere usted decir que este joven americano pretende leer los pensamientos de las
personas a través de las expresiones de sus rostros? ¿Se refiere usted, sin duda, a la
telepatía mental?
Wentworth contempló pensativamente a ese hombre de mediana edad. Sabía algo que
no conocían Carr ni Denovich. La reacción del otro era la que él esperaba; pero debía
asegurarse.
Denovich continuó:
—¿Lo ha comprobado ya? ¿En varios lenguajes?
Wentworth había decidido previamente que era vital esa comprobación, y había pasado
veinte importantes minutos en el departamento de traducciones. Respondió:
—Los idiomas de las diversas personas que registré eran polaco, alemán, griego y
japonés.
—¿Y la versión de Carr se ajusta a las traducciones?
—Palabra por palabra, no. Pero ciertamente logró determinar el sentido general.
El fino rostro del psiquiatra pareció afinarse aún más. Estaba seguro de que el oficial de
seguridad había sido víctima de un engaño bien montado por el psicólogo americano. No
importaba cómo ni por qué.
El coronel Wentworth habló de nuevo.
—Será mejor que oiga el fin del registro. Denovich respondió pacientemente:
—No es necesario. Me imagino que es así. —Frunció el ceño—. Espero, coronel, que
el americano no sea simplemente un lingüista experto en lectura de labios.
El oficial de seguridad se dirigió al secretario, un hombre de cara ancha.
—Rebobine hasta esa tirita de papel blanco.
Y a Denovich le dijo:
—Tiene que escuchar esto, doctor.
La primera voz del registro era la del coronel Wentworth, pidiéndole a Carr que se
ocupara de otra pareja. Hubo una pausa y luego se oyó la fabulosa afirmación que había
galvanizado antes al coronel.
Denovich se irguió en su silla al oír la explosión y el ruido de vidrios rotos. Vio
vagamente que el oficial de seguridad apagaba el magnetófono, y escuchó su propia voz
que decía:
—¿Qué fue eso? ¿Qué sucedió?
Cuando Wentworth terminó su explicación, Denovich se había recobrado.
—Tiene que ser un engaño —afirmó—. ¿Miró usted por la ventana? ¿Qué vio?
—Me tomó de sorpresa —confesó Wentworth— Me arrojé al suelo. Cuando terminaron
de caer trocitos de techo y pared habrían pasado unos dos o tres minutos.
—¿De modo que no vio a ningún hombre alto y no humano? —preguntó satíricamente
Denovich.
Wentworth reconoció que al regresar a la ventana no había visto en los pisos inferiores
a ninguna persona que se ajustara a tal descripción.
El psiquiatra soviético volvió a echarse atrás, luchando por conservar la calma. Estaba
excitado de una forma desagradable, y tan próximo a la ira como no había estado en
mucho tiempo. Sus sentimientos negativos se orientaban exclusivamente contra el doctor
Richard D. Carr, el psicólogo americano.
Sin embargo, se controló y dijo:
—¿Por qué no le dejamos probar esa supuesta habilidad? Yo le concederé todas las
facilidades, y me dará la oportunidad de ver qué puede hacer. Él podrá demostrar qué
puede hacer. —Una amplia sonrisa surgió en sus finos labios—. Me gustaría saber si
puede leer mis pensamientos en mi cara.
Parecía completamente satisfecho de su propuesta, e igualmente inconsciente de la
importancia que el asunto tenía para Wentworth. El oficial de seguridad se mordió los
labios y respondió:
—Buscaré al doctor Carr.
Wentworth caminó hasta el ascensor para recibir a Carr.
Cuando el psicólogo salió, Wentworth estaba de espaldas; el psicólogo le saludó y el
coronel le miró por encima del hombro rápidamente, diciendo:
—Por aquí, doctor.
Durante el camino de regreso al despacho del psiquiatra ruso, marchó unos pasos
adelante, con la cara levemente ladeada para que quedara oculta.
Cuando entraron, primero Carr, y luego Wentworth, Denovich se adelantó. Llevaba en
la solapa el micrófono traductor. En la Tierra, solía utilizar una técnica para saludar a las
personas con quienes no deseaba relacionarse: mantenerlas en movimiento, y cerca de
alguna salida, y despedirlas casualmente apenas fuera posible.
Su primera visión del americano rollizo y de aspecto poco saludable, y la blanda mano
que Carr puso entre sus dedos musculosos no le sugirieron ninguna razón para una
actitud diferente. Indicó la sala.
—Por aquí —dijo.
Carr no se movió. Se quedó quieto, con una leve sonrisa tolerante en el rostro.
Denovich, que había abierto la puerta y la sostenía, se volvió.
—Tendremos que llegar a comprendernos mejor, doctor —dijo con suavidad Carr.
—No lo recordé —repuso—. Usted puede leer los rostros, y debe haber leído el mío.
¿Qué le decía?
—¿Desea realmente que lo diga en voz alta? —dijo Carr, conservando su sonrisa.
El psiquiatra sentía que controlaba perfectamente la situación.
—De buena gana le eximiré de caer en esa trampa —respondió con buen humor.
En ese momento, Wentworth, que sólo esperaba un mínimo de confrontación inicial,
decidió que con eso bastaba. Declaró con firmeza que la capacidad de Carr tanto podía
demostrarse en una forma experimental como en una circunstancia práctica, y concluyó:
—Me agradaría que ambos me acompañaran al Puerto de Llegadas...
Wentworth había hablado manteniendo aún su rostro algo apartado de Carr, pero
percibió que el psicólogo se volvía y le miraba.
El americano dijo lentamente:
—Hasta este momento he respetado lo que creí un deseo personal de intimidad. Pero a
pesar de la rigidez británica de sus mejillas he podido detectar un pensamiento acerca de
mí. Usted sabe algo acerca de mi capacidad especial... —Se interrumpió, con el ceño
fruncido, y luego agregó, en forma desafiante—: Lo que estoy haciendo no es nuevo para
usted. ¡Alguien lo ha hecho antes!
—Se parece bastante a eso —respondió diplomáticamente Wentworth, sin mostrar más
su rostro—. Les contaré a ambos toda la historia apenas sea posible. Pero ahora tenemos
una tarea importante que cumplir. ¿De acuerdo?
Mientras salían del despacho, Wentworth seguía creyendo que la habilidad de Carr
podía aún ser útil en relación con el intruso. Pero el tiempo era esencial, si deseaba
aprovechar el maravilloso don del hombre.
Lo que ignoraban Denovich y Carr era que, desde los comienzos de la estación lunar,
algunas personas habían experimentado un brusco y notable aumento de su percepción
extra-sensorial, o facultad PSI. En todos los casos esta facultad se manifestaba en forma
distinta, y ésta era la primera vez que aparecía como el don de leer las expresiones. Cada
vez que el fenómeno se producía, parecía reflejar un interés previo de la persona
involucrada, pero intensificado hasta la perfección. Y con frecuencia parecía algo tan
natural que el beneficiado no lo informaba y ni siquiera lo consideraba desusado.
La primera etapa duraba dos días.
Después de ese tiempo, el don se desvanecía y desaparecía totalmente durante
algunas horas. La persona olvidaba incluso haberlo poseído.
Luego, súbitamente, esa facultad regresaba, pero en una forma distinta.
Era una cosa fantástica, altamente cargada de energía, pero con un carácter diferente.
En una ocasión, Wentworth la había descrito así: «Como un animal que en la agonía
logra brevemente el esfuerzo más hercúleo de toda su vida, vemos en esta etapa un
desarrollo a la enésima potencia de la percepción extrasensorial. Quizá, durante unas
pocas horas, podemos vislumbrar realmente alguna increíble capacidad que el hombre
alcanzará en un lejano futuro de su evolución.»
El final se precipitaba rápidamente. Después de unas pocas horas, la versión
modificada del don desaparecía para no volver.
Wentworth pensaba que Carr había estado en la Luna aproximadamente durante
cuarenta y ocho horas. Sospechaba que el psicólogo había podido leer pensamientos
durante todo este tiempo, y que, por lo tanto, la primera fase de dos días terminaría en
cualquier momento.
¡No había tiempo que perder! No había que detenerse un solo segundo ahora que los
preliminares estaban terminados. Y no se podía permitir que Carr se sintiera confundido y
alarmado por el brusco descubrimiento de la verdad, y por eso era preciso que no le
mostrara su rostro. ¡No debía leer sus pensamientos!
III
Bajaron hasta el nivel del transporte horizontal y rápidamente se encontraron en el
puerto subterráneo, debajo del campo de alunizaje de las naves espaciales. Cuando
salieron del pequeño monorriel, un hombre con el uniforme de los funcionarios del puerto
salió de una puerta y se les acercó.
Wentworth reconoció al veterano de la estación lunar y le saludó. El funcionario
respondió moviendo la mano, y continuó su camino. Wentworth indicó a sus compañeros
la dirección de donde había venido el hombre; Denovich obedeció en el acto, y Carr
avanzó unos pasos. Luego se detuvo y miró hacia atrás.
—Coronel —dijo—. ¿Puedo hablar con ese hombre?
—Con quién? —Wentworth ya había olvidado el breve encuentro.
—El funcionario del puerto con quien nos hemos cruzado.
—¿Peterson? ¡Por supuesto! —Se volvió—. ¡Eh, Pete! —dijo.
Pero Carr se adelantaba ya. Cuando Denovich tuvo conciencia de que algo marchaba
mal y se dio cuenta, Carr y Peterson estaban conversando. El hombre de uniforme asintió
por dos veces y luego se echó a reír histéricamente.
La risa pareció inesperadamente sonora. Algunas personas que salían del depósito de
equipajes se detuvieron y miraron.
Mientras Denovich miraba sorprendido, Peterson se puso a llorar. Consciente de la
tensión de su delgado cuerpo, el psiquiatra se acercó a los dos hombres, seguido por
Wentworth.
El funcionario sollozaba y al mismo tiempo trataba de controlarse.
—¿Qué me dijo? No le he oído —gemía—. ¿Qué me ocurre? Tragó saliva, hizo un
tremendo esfuerzo, y tuvo un instantáneo arrebato de furia.
—Maldita sea —dijo entre dientes—. ¿Qué me ha hecho?
—Alguien pasó por aquí ayer a la tarde y se apoderó de su mente —dijo Carr—.
Díganos cómo fue.
—Sí —Peterson pareció olvidar su furia—. Usted se refiere a esos tres negros. Uno me
pareció raro... tenía los pómulos prominentes y las mejillas hundidas, y le pedí que se
quitara el turbante.
Se detuvo y parpadeó. Tenía la mandíbula caída y su rostro parecía estúpido de puro
asombro.
—"¿Qué le hizo? —urgió Carr.
—¡Oh! —Los ojos del hombre se agrandaron—. Me lanzó un rayo de luz desde esa
cosa que llevaba sobre la... —Una vez más se interrumpió, y luego continuó—: ¿De qué
estoy hablando? ¿Estoy soñando?
Denovich se adelantó. Ahora no dudaba de las habilidades de Carr: acababa de ver —
según le parecía— el caso de inducción hipnótica más rápido de su vida.
—Apártese de ese hombre, doctor Carr —dijo en voz baja e iracunda.
Carr se volvió a medias, sorprendido, y Denovich casi pudo sentir sus ojos.
—¡Ah! —exclamó Carr, y luego agregó, con firmeza—: Un momento, doctor.
Se volvió al funcionario del puerto.
—Vuelva a su habitación y acuéstese. Si no se siente mejor dentro de una hora, venga
a verme a mi consultorio —Dijo tendiéndole una tarjeta.
Carr se dirigió a Wentworth.
—Deberíamos hablar con el jefe del Puerto de Llegadas.
El jefe del Puerto de Llegadas era considerablemente más grueso que Carr. Era un
italiano eficiente, subjetivo, de carácter afable. Su nombre era Cario Pontine. Ignoró el
traductor de Denovich y habló en su micrófono de traducción personal.
—Esos tres africanos llegaron de Vastuland —dijo, abriendo los brazos en un gesto de
desaliento— Ya comprendo su problema, señores.
Wentworth, que acababa de convocar al contingente negro de seguridad, sabía qué
quería decir con esto. El intruso había sido muy astuto o muy afortunado al llegar como un
negro, porque eso le concedía la protección de la tensión racial. La esperanza era que la
capacidad de Carr lograra sobrepasar esa barrera.
Pontine tenía las fotos de los tres vastulandeses. Entre ellos, un ser
inconfundiblemente extraño, con turbante. Éste parecía un tocado mahometano
inusitadamente elaborado. La tela cubría casi toda la frente y la cara. Era terriblemente
claro. Sólo superficialmente parecía humano.
Ampliada la imagen en una gran pantalla del cuarto de proyección, la pigmentación
negra dejaba ver, debajo, una piel escamosa.
Momentos más tarde, Wentworth pasaba la foto por la banda destinada a la Seguridad
en el intercomunicador de televisión del puerto. Después de dar su tenso informe, llevó un
dial especial de su televisor a la segunda posición. Una por una, varias luces se
desvanecieron hasta que sólo dos continuaron parpadeando, lo que significaba una
excelente movilización de emergencia.
Wentworth se imaginó la escena. En docenas de sectores de la gran estación lunar,
sus hombres se deslizaban por los pasillos y examinaban las oficinas departamentales,
inspeccionando su territorio. Lo que era más importante: si uno de ellos había observado
previamente a la persona buscada, controlaría ahora si estaba donde debía estar.
Mientras lo pensaba, oyó un leve zumbido. Una luz reapareció; Wentworth oprimió el
botón y se vio frente a un joven pulcramente afeitado. Ledoux, de la sección francesa.
—¿Coronel Wentworth?
—Sí.
—A ese hombre se le asignó un apartamento en este sector ayer por la tarde. Pero se
fue hace una hora, y no le he visto desde entonces.
Mientras el mensaje se completaba, parpadeó otra luz. El nuevo mensaje decía:
—Hace treinta y cinco minutos le vi caminando rápidamente hacia R-1.
Wentworth gimió para sus adentros. R-l era el principal complejo residencial para
visitantes. Tenía mil quinientos cuarenta y cuatro apartamentos, en su mayoría
desocupados en ese momentos. Pero un artista imaginativo le había dado un diseño
futurista, y una comisión poco preocupada por los problemas de seguridad había
autorizado su construcción. Con sus innumerables corredores, escaleras posteriores,
patios, con sus tres docenas de restaurantes, sus cuatro teatros, sus jardines
subterráneos, glorietas para enamorados y con sus vehículos para la superficie lunar, era
una verdadera criba con centenares de aberturas.
R-1 era sin duda el escondite más seguro de Moon City, y era una desgracia que el
intruso hubiese logrado ubicarlo y refugiarse allí. Sombríamente, Wentworth giró el dial del
control del televisor a la posición Uno y dio la señal de Alarma H.
Y en ese mismo instante, se volvió, cogió el brazo de Carr —con la cara siempre
oculta—, hizo un gesto a Denovich y dijo:
—¡Vamos!
Les llevó hacia el ascensor. Su mejor esperanza consistía en una rápida búsqueda por
todos los métodos. La capacidad de Carr, que ya se había comprobado, era uno de esos
métodos. Y lo que permitía esa esperanza era que, como esa parte de la Luna estaba
oculta del Sol, sólo treinta y ocho apartamentos de R-1 estaban ocupados en ese
momento. Personalmente, Wentworth prefería la Luna durante su período nocturno, con
su maravillosa vista de la Tierra. Pero era afortunado en ese momento decisivo que los
turistas no compartieran su opinión.
Brevemente, Wentworth explicó lo que se proponía. El plan era éste: cuando se abriera
cada puerta, Carr leería el rostro de quien abriera, mientras Wentworth hacía preguntas.
Así se hizo, y Carr dijo «No» antes de que varios individuos pudieran contestar. En
cada uno de los casos, un ayudante de seguridad se hizo cargo luego de la situación,
mientras Carr, Denovich, Wentworth y el escuadrón que les acompañaba pasaban al
siguiente apartamento ocupado.
Esperaban que alguien hubiese visto al intruso.
Una mujer pequeña abrió la puerta del séptimo apartamento y les miró en forma
interrogante. Llevaba un severo vestido negro, y Wentworth jamás sabría cómo alguien
había podido inducirla a realizar el dramático viaje turístico a la Luna. Muchas veces le
sorprendían las personas que encontraba.
Vio que Carr vacilaba. El psicólogo pareció confuso por un instante, y luego dijo:
—Está adentro.
Alguien aferró a la mujer y la arrancó de la puerta con la boca cubierta. Ella sólo pudo
lanzar un sofocado chillido. Segundos después, ante una señal de Wentworth, los
hombres de la unidad móvil cargaron y penetraron en el apartamento sobre sus
silenciosas ruedas de goma.
Agazapado afuera, esperando, Wentworth se sintió vagamente incómodo por la orden
que acababa de dar: golpear y golpear con fuerza. El pensamiento que acababa de brotar
en su mente era que se hallaba en presencia de un representante de otra raza, el primero
que aparecía en el sistema solar. ¿Había que matarlo de esa forma?
Después de un momento de consideración, dejó que sus dudas se desvanecieran. El
intruso había tratado de matar de inmediato a Carr al verse descubierto; y por otra parte,
había penetrado secretamente en la estación lunar. Sus acciones eran hostiles y debían
responderse de la misma manera.
Sus pensamientos terminaron con una horrible sensación de excitación, cuando
percibió en su piel la peculiar sensación de los vibradores eléctricos de la unidad móvil.
Era la sensación de un ataque a fondo.
Mientras Wentworth se felicitaba en silencio, el pasillo se iluminó con un brillo
enceguecedor. El vano de la puerta fulguraba como la luz solar.
La luz se apagó tan bruscamente como se había encendido. Se oyó el ruido de
escombros que caían, pero no se percibía el menor movimiento. Pálido, preocupado,
tenso, Wentworth aguardaba.
IV
Lo que había ocurrido era que, unos segundos antes, Xilmer había comprendido que el
momento de la confrontación estaba próximo, si así lo deseaba. Había enviado entonces
un mensaje por medio del aparato que llevaba en su turbante, al giyn —nave de guerra—
que giraba en una lejana órbita de la Luna. Al pedir instrucciones, había dicho.
—Sólo una cosa me molesta en esta misión de espía. Alguien me descubrió desde un
punto situado a cierta altura en una de estas construcciones. Su posibilidad de hacerlo me
sugirió que hay en esta estación lunar dos tipos de personas. Un grupo —que constituye
la mayoría— carece de importancia. Pero el segundo grupo —uno de cuyos miembros me
descubrió, y a cierta distancia— podría ser una forma de vida más poderosa. Por esta
razón, pienso que lo mejor sería escapar por la pared de este apartamento y tratar por
todos los medios de llegar a la habitación desde la cual ese tipo superior de ser me
observó. Creo realmente que debería estimar su poder antes de tomar ninguna decisión
irreversible.
La respuesta fue inflexible.
—Dentro de veinticuatro horas, la flota correrá el riesgo de un minuto de comunicación
subespacial. En ese momento, debemos estar listos para decirles que vengan aquí, o que
vayan a otra parte.
Xilmer protestó.
—Me propongo proceder cautelosamente, atravesando paredes, por ejemplo, para
evitar los pasillos. Y antes de partir trataré de borrar la memoria de mi presencia del
personal importante. En el peor de los casos, eso sólo debería llevar unas pocas horas.
—Aún así: ¿por qué no pone a prueba las armas de ellos por unos segundos? Vea de
qué recursos disponen.
—Muy bien. Así lo haré.
Wentworth miró los destrozos con una sensación de angustia. Luego se volvió a los
dos sorprendidos hombres que acababan de salir de la estropeada unidad móvil.
—¿Qué ocurrió? —preguntó.
Extrañamente, no lo sabían con certeza. Habían visto aquella figura humana penetrar
en el living del apartamento.
El sargento Gojinski movió la cabeza, como si quisiera aclarar las nieblas de su mente.
Luego habló con voz temblorosa por su micrófono traductor.
—Estaba allí. Vi que nos miraba y que no tenía miedo. Le apunté con el rayo, usted
sabe, ¿eh...?
Era el término con que llamaban popularmente al arma de la unidad móvil. Wentworth
asintió y le urgió a proseguir.
—Y dije «fuego» —continuó el sargento—. Vi que el haz vibrador le alcanzaba de pleno
y, entonces, algo brillante estalló contra la unidad. Nos dio. Creo que me quedé atontado.
Cuando pude volver a ver, había un enorme hueco en la pared, y él había desaparecido.
El otro hombre, de origen sudamericano, había tenido una experiencia similar.
Al oír estos informes, Wentworth sintió un escalofrío. Era obvia la implicación de un
arma superior. Indeciso, avanzó hasta el enorme agujero de la pared. La construcción
interior, de acero, había sido limpiamente recortada. Aproximó su contador Geiger, pero
se mantuvo en silencio: era la evidencia de una increíble energía no radiante.
Poco a poco Wentworth se rehizo. La estación lunar disponía de doce unidades
móviles preparadas para afrontar emergencias, pero debían ser previamente cargadas, lo
que llevaría algo más de una hora.
Explicó el plan con calma a los hombres que le rodeaban.
—Cada equipo de búsqueda utilizará varias unidades móviles.
Aplicó su llave de televisión al próximo intercomunicador y emitió una orden específica:
—Todos los observadores deben permanecer en sus puestos. Apenas las unidades
móviles suplementarias estén listas, llámenme a...
Vaciló, y luego dio la dirección del doctor Denovich.
Sintió que el doctor Carr se le acercaba. Sin mirar al hombre rollizo, Wentworth dijo:
—Doctor, quiero que en las acciones próximas se mantenga usted a retaguardia.
Recordemos que cuando este ser advirtió su vigilancia, trató inmediatamente de matarle.
Aparentemente, hasta ahora no ha considerado que valiera la pena matar a ninguna otra
persona. Eso es muy significativo.
Carr respondió en tono nervioso:
—¿No cree usted que quizá fue solo la sorpresa lo que le indujo a atacarme?
Por supuesto, era posible. Pero Wentworth no estaba dispuesto a correr el riesgo.
A su lado, Carr continuó, con incomodidad:
—Hay algo que deseo informar. Cuando miré por primera vez la cara de esa mujer, me
pareció por un segundo que no podía leerla. ¿Piensa que quizás el intruso posee algún
medio para confundir los pensamientos, de modo que el rostro no los muestre?
Wentworth sintió pena por el hombre regordete, pues ese fracaso parcial indicaba que
sus dotes de percepción extrasensorial se acercaban al fin de la etapa inicial. Era una
cruel burla del destino; pero resultaba también obvio que había llegado el momento He
que Carr comprendiese la situación.
Deliberadamente enfrentó al psicólogo y dijo con suavidad:
—¿Puede leer mi rostro, doctor?
Carr le miró. Luego frunció el ceño, mientras palidecía.
—Me resulta difícil, y se trata de pensamientos complejos. Usted piensa que mi
capacidad se acerca a... —Movió la cabeza con asombro—. A lo común... ¿Es eso lo que
quiere decir? No puede ser.
Este resultado convenció a Wentworth de que ese don maravilloso empezaba a
desaparecer. Respondió en voz alta:
—Vamos al despacho del doctor Denovich. Estoy seguro de que ha llegado la hora de
contarles a ambos toda la historia. Tenemos tiempo.
Una hora más tarde, no había recibido aún el aviso de que las unidades móviles
estuvieran listas. El coronel había concluido su informe.
Carr tenía la mirada velada, y torcía los labios: su apariencia era la de un hombre que
hace frente a una verdad desagradable. Murmuró:
—Todo parecía tan natural. He pensado durante años en la expresión de las personas.
—¿Cuándo se manifestó claramente el don?
—Bueno —dijo Carr—, mientras estudiaba los rostros de los demás pasajeros, cuando
venía a la Luna, hace un par de días, vi que todas las piezas empezaron a integrarse. Al
alunizar ya había logrado elaborar un sistema sobre la base de la aplicación práctica.
—De modo que faltaban pocas horas para que se cumplieran los dos días cuando me
llamó. Es decir que en este momento el don se está desvaneciendo, y que la nueva etapa
distorsionada aparecerá dentro de algunas horas.
Carr palideció aún más, si tal cosa era posible.
—Pero ¿qué forma podría tomar semejante intensificación de la lectura de rostros? —
inquirió—. No puedo imaginar nada más completo que lo que he podido hacer.
Denovich interrumpió ásperamente, con el rostro tenso y el cuerpo rígido, inclinado
hacia delante:
—Me indigna todo este secreto. ¿Por qué no se me avisó cuando llegué? ¿Por qué no
se ha dado publicidad a este importante asunto?
El oficial inglés de seguridad señaló con dureza que la estación lunar, en su forma
actual, tenía sólo ocho años de edad, y que el viaje espacial era una actividad reciente. La
gente se alarmaba con facilidad; y la difusión de esos extraños acontecimientos podía
ocasionar reacciones negativas. Sin embargo, el secreto estaba por levantarse. Sus
predecesores habían elaborado un memorándum conjunto, que se entregaría a la Prensa
mundial después de su análisis por el Consejo de Seguridad de la ONU.
—Y —continuó Wentworth— en cuanto a informarles a usted y al doctor Carr, me
proponía hacerlo cuando estuviese claro que uno de ambos era víctima de ese extraño
estado.
En las actuales circunstancias, podría haber sido, con todo, un sistema desarrollado
por un experto.
Wentworth sonrió.
—Tengo la esperanza, doctor Carr, de que habrá llevado un registro de sus
observaciones.
—Tengo un registro completo —respondió Carr.
—Excelente —afirmó Wentworth—. Es la primera vez que eso ocurre.
Y, después de este comentario, abrió los brazos y manifestó, casi a manera de
disculpa:
—Éste es, señores, el relato que les debía. —Luego se puso de pie—. Ahora debo ver
qué progresos se están haciendo con las unidades móviles. —Y añadió, dirigiéndose a
Denovich—: Convendría que no abandonase usted a su colega.
El psiquiatra asintió.
Cuando los dos hombres se quedaron solos, el doctor Denovich contempló el rollizo
norteamericano con cierta preocupación personal.
—Esto parece haberle causado un severo shock, doctor Carr. ¿No le parecería
conveniente un somnífero para poder relajarse mientras el don desaparece?
Carr estudió la cara del hombre mayor con los ojos entrecerrados.
—Tal vez mi don desaparezca —dijo—, pero debería usted avergonzarse por pensar
en lo que me parece que piensa. Denovich protestó.
—Estoy seguro de que no ha leído bien.
—Se proponía usted apoderarse de mis notas durante mi sueño —acusó el psicólogo.
—Pensé en sus notas admitió el ruso— y en su importancia: no se me ocurrió que no
pensara usted compartirlas. Carr murmuró:
—Quizá sea así. Perdone usted. Lo cierto es que ambos estamos muy enervados.
¿Por qué no examinamos la situación?
Como él lo veía, un fenómeno nuevo se presentaba a dos especialistas. ¿Por qué no
llevar un registro minuto a minuto de la desaparición de esa capacidad especial?
—Quizá —concluyó— mediante la continua discusión y reafirmación, sea posible que
mi memoria no se debilite.
Era una idea excelente, y los dos hombres se abocaron a la tarea. Durante dos horas y
media, el plan pareció dar resultado, porque no ocurrió aparentemente ningún
debilitamiento de la memoria.
Entonces sonó el teléfono.
Era Wentworth, para informar que los grupos de búsqueda estaban ahora reforzados
por las restantes unidades móviles. El oficial de seguridad agregó:
—¿Querrían venir?
Denovich respondió que la tarea que estaban cumpliendo con Carr era demasiado
importante para abandonarla.
Cuando se apartó del teléfono, vio que el psicólogo estaba caído hacia atrás, con los
ojos cerrados. El cuerpo pareció completamente laxo. Denovich se inclinó sobre él y le
sacudió sin resultado: un rápido examen le permitió advertir el pulso y la lenta y profunda
respiración que caracterizan al sueño.
El doctor Denovich no perdió tiempo. Preparó una jeringa y le inyectó un somnífero.
Luego ordenó a su secretaria una tarea que la mantendría alejada del consultorio el resto
del día. Rápidamente, revisó al hombre dormido y le quitó las llaves, y con su cámara
copiadora se dirigió por pasillos y ascensores hasta la oficina de Carr en la sección
americana.
No tenía la menor sensación de culpa.
«No es momento para debilidades», se dijo. Los intereses en juego eran primordiales.
Encontró las notas casi de inmediato. Eran inesperadamente voluminosas. Inició su
tarea y media hora más tarde, todavía continuaba copiando página tras página cuando
escuchó un leve ruido.
Denovich, sin desconcertarse, giró lentamente: sintió un arrebato de miedo.
El asombrado ruso no comprendía cómo alguien había podido creer que esa figura
fuera humana. La posición del cuerpo no era natural; la cara ennegrecida tenía algo dv
aspecto humano, pero las piernas... La forma en que su larga túnica se ajustaba a ellas
era imposible. Sus ojos de médico registraron los detalles con una sola mirada.
El momento siguiente, una voz —que partía del turbante— dijo en ruso:
—¿Dónde está el doctor Carr?
Nunca en su vida el doctor Denovich se había propuesto ser un mártir, y ahora
tampoco. Pero como en el pasado, se enfrentaba con el dilema de los comunistas. La
doctrina de su partido exigía hacer lo necesario para bien del pueblo, en cualquier
situación, sin tener en cuenta el riesgo personal. Y no hacerlo implicaba concurrir a una
reunión de autocrítica y explicar los motivos de su falla.
Había resuelto ese problema hace mucho, con un sencillo análisis apoyado en una
vara de medir: las posibilidades de un descubrimiento.
Y aquí —decidió— no había ninguna perspectiva de un descubrimiento. Y su única
forma de escapar de ese temible ser, según estimaba, era la colaboración completa con
él. Sólo tenía una angustiada esperanza: Quizá me permita vivir.
—Once pisos más abajo —respondió ásperamente—, en la sección rusa, y en mi
oficina, 422-N. La criatura le miró sombríamente.
—No tema —dijo—. No perseguimos a las personas. Y, en vista del cálculo secreto que
acaba de hacer, le dejaré su memoria.
Un relámpago de luz indescriptiblemente brillante dio contra la frente del psiquiatra.
¡Oscuridad!
V
A Xilmer, que procedía cuidadosamente, le llevó un rato llegar a la oficina 422-N. Ahora
estaba junto al hombre tendido en el diván y enviaba un mensaje, describiendo el estado
de inconsciencia de Carr.
—Por lo que puedo ver, me sería posible destruirle sin que ni él mismo ni nadie fueran
capaces de evitarlo.
—Espere.
Después de varios minutos de silencio:
—Díganos exactamente qué ha causado su estado de inconsciencia.
Xilmer informó cuidadosamente lo que había visto en la mente del psiquiatra acerca del
don particular de Carr, y también de la inyección sedante que Denovich le había aplicado.
—Es ese somnífero —concluyó— lo que ha puesto su cuerpo a nuestra merced.
Parece completamente inerme, y recomiendo que no se le permita despertar. ¿Quién
sabe cómo podría ser esa nueva etapa de percepción extrasensorial?
—Espere.
Nuevamente la unidad receptora del turbante calló, y finalmente dijo:
—De acuerdo con nuestros cálculos, este ser humano puede ya haber alcanzado el
estado avanzado de percepción extrasensorial que aparentemente es parte de su ciclo;
de. modo que antes de hacer nada, examine lo que ocurre en la región inferior del
cerebro.
—Ya lo he hecho.
—¿Cuál es el resultado?
—A pesar del estado de inconsciencia, hay algo dentro del cerebro que me observa, y
hasta diría que monitorea nuestra conversación.
Pero no había fuentes de energía que permitiesen la expresión de esa potencia, y Carr
no podía hacer nada. Fuera como fuera su don perceptivo, no constituía en sí un arma
capaz de causar un impacto.
Xilmer terminó ominosamente:
—Creo poder decir con seguridad que, si no permitimos despertar a este hombre, los
habitantes de este sistema estelar no están en condiciones de defenderse.
—Mala suerte —fue la lacónica respuesta.
Ambos seres ajenos se sonrieron mentalmente a través del mecanismo del turbante,
gozando de una sensación de superioridad total.
—¿Cuál es la orden definitiva?
—¡Mátele!
Cuando Denovich volvió en sí, estaba tendido en el piso alfombrado.
Se incorporó y miró a su alrededor. Le alivió no ver signos del intruso. Temblando, se
acercó a la puerta. Nadie a la vista.
Luchando contra el pánico, recogió su equipo, pero vaciló al advertir que no había
terminado su copia. Después de reflexionar un instante, se llevó todas las notas del
psicólogo, incluso las que ya había fotografiado.
Mientras corría por el pasillo, miró por primera vez el reloj: habían pasado dos horas
desde que quedara inconsciente. Sintió cierto asombro y se dijo: «La criatura ha tenido
todo el tiempo necesario para encontrar a Carr en mi oficina.»
Esperaba encontrar ésta desmantelada, pero, a primera vista, todo estaba en orden.
Guardó las notas robadas, y avanzó al consultorio, donde había dejado a Carr dormido.
Denovich estaba a punto de volverse, cuando vio un objeto semiescondido en el lado
opuesto del diván. Se acercó y vio el turbante de Xilmer. La tela estaba desordenada,
teñida por un líquido azul, y se veía una estructura metálica entre los pliegues del sedoso
tejido.
Después de un momento, observó que también la alfombra azul estaba empapada por
el líquido azul oscuro.
Mientras se encontraba allí indeciso, oyó voces en la habitación contigua. Reconoció la
voz barítona de Wentworth y luego la más suave de Carr. Denovich se volvió y unos
segundos más tarde los dos hombres entraron.
El psiquiatra soviético advirtió que otros hombres se acercaban a la puerta, pero no
penetraban. Sólo había visto antes a uno de ellos, un miembro ruso de la policía de
seguridad. Sus miradas se cruzaron significativamente por un instante, y luego se
separaron.
—¡Ah! ¿Está usted aquí, doctor? —dijo Wentworth.
Denovich no dijo nada. Miraba tensamente el rostro del rollizo norteamericano y
pensaba: «En este preciso instante se encuentra en ese superestado.»
Y si Carr había podido leer los pensamientos en los rostros anteriormente, lo que
podría hacer ahora sería tan superior que los pensamientos de Denovich le resultarían tan
evidentes como una imagen en la pantalla.
El psiquiatra soviético dio un paso atrás, pero se rehizo. Razones y explicaciones se
acumularon en la punta de su lengua, listas para ser pronunciadas.
—El doctor Carr no comprende qué ha ocurrido —continuaba Wentworth—. Cuando
despertó, estaba tendido en el diván, sin saber cómo había llegado allí. Pero eso —e
indicó el turbante de Xilmer— estaba igual que ahora. Cuando salió, vio su nombre en la
puerta, y por eso le conoce, porque, naturalmente, no recuerda la primera etapa de su
don de percepción, ¿Qué es lo que ha ocurrido?
Mientras Wentworth hablaba, la mente de Denovich corría en busca de una explicación
plausible de sus andanzas. Pero de ningún modo pensaba apresurarse a responder.
Cuando el oficial inglés calló, se dirigió a Carr:
—¿Se encuentra bien, doctor?
Carr le miró, quizá demasiado largamente, antes de contestar, pero respondió
sencillamente:
—Sí.
—¿No se siente mal?
—No. ¿Debería ser así?
Sus ojos parecían asombrados, inquietos, y sobre todo cambiantes.
—¿Qué ocurre con su percepción?
—¿Con qué?
Denovich estaba muy sorprendido. No sabía qué esperaba, pero ciertamente no esto.
Una persona ordinaria, con respuestas ordinarias, y sin memoria.
—Quiero decir —insistió— ¿que no tiene conciencia de algo desusado?
Carr movió la cabeza.
—Verdaderamente, doctor, creo que usted debe tener más información que yo acerca
de este asunto. ¿Cómo aparecí en su consultorio? ¿Me enfermé?
Denovich se volvió y miró desconcertado a Wentworth. Para ese momento, ya tenía su
historia pergeñada, pero se sentía demasiado asombrado para contarla.
—Coronel —dijo—. Si me cuenta usted lo que ignoro, yo trataré de hacer lo mismo.
Wentworth lo hizo sucintamente. Después de la conversación telefónica, había
acompañado a uno de los grupos que buscaban a Xilmer. Pocos minutos antes, el doctor
Carr había sido visto vagando por un pasillo, y como se había prohibido a todo el mundo
salir de sus habitaciones, le llamaron para avisarle, y había venido en el acto.
—Le pregunté qué había ocurrido, y sólo recordaba haberse despertado y encontrado
ese turbante y el líquido pegajoso.
Wentworth se inclinó, tocó levemente el líquido azul con la punta del dedo, lo acercó a
la nariz y lo olió. Hizo un mohín.
—Debe ser la sangre de esa raza —dijo—. Tiene olor penetrante.
—¿Qué raza? —preguntó entonces Carr—. Además... No pasó de allí. Del turbante de
Xilmer brotó una voz que hablaba en inglés.
—Hemos estado oyendo esta conversación y es evidente que nuestro enviado ha
sufrido un accidente.
Wentworth se adelantó con vivacidad.
—¿Puede oírme? —preguntó.
La voz continuó:
—Denos una descripción exacta de la condición presente de nuestro enviado.
—Estamos dispuestos a hacerlo —respondió firmemente—, pero quisiéramos a cambio
alguna información acerca de vosotros.
—Nos encontramos a sólo unos quinientos mil kilómetros de distancia. Nos verán
dentro de menos de una hora. Y a menos de recibir explicaciones satisfactorias,
reduciremos la estación a la nada. ¡Respondan de inmediato!
La amenaza fue totalmente convincente. Uno de los hombres, junto a la puerta,
exclamó:
—¡Dios mío!
Wentworth, después de un tenso instante, describió con precisión lo que quedaba de
Xilmer. Cuando terminó, la voz dijo:
—Espere.
Pasaron tres largos minutos. Luego oyeron:
—Debemos saber exactamente lo ocurrido. Interroguen al doctor Carr.
—¿A mí? —murmuró el aludido.
Wentworth hizo un gesto de silencio, ordenó a los hombres de la puerta que se
retiraran y luego se dirigió a Denovich y a Carr:
—Haga que se lo explique! —le dijo a Denovich.
Luego se dirigió de puntillas hacia el teléfono, en el despacho privado del psiquiatra.
Cuando el ruso se acercó a Carr escuchó la voz sofocada del inglés que daba la
alarma. Conscientemente, cerró su mente a esa voz y se concentró en Carr.
—Doctor —dijo—. ¿Qué es lo último que recuerda? El psicólogo americano tragó
saliva, como si tuviese un mal sabor en su boca. Luego preguntó a su vez:
—¿Cuánto tiempo hace que estoy en la estación lunar?
Enceguecedoras luces de comprensión se encendieron en la mente del psiquiatra.
«Por supuesto —pensó—, no recuerda nade del don de percepción extrasensorial que
recibió cuando viajaba hacia la Luna.»
Luego recordó su diálogo con Carr de un minuto antes, cuando éste preguntara si tenía
algún motivo para sentirse mal. «Naturalmente —se dijo Denovich—. Debe pensar que
está loco.»
Se quedó pensando en las posibilidades de este rápido análisis, y trató de imaginar
cómo se sentiría él mismo en lugar de Carr.
E instantáneamente comprendió cuál era el problema del otro: ¿cómo podía un
psicólogo norteamericano confesarle a un colega soviético que creía estar loco?
Denovich dijo suavemente:
—Doctor... ¿de qué manera se figura usted que está loco? Carr vaciló, y el psiquiatra le
urgió:
—Nuestras vidas corren peligro. Hable, por favor.
—Tengo síntomas paranoides —dijo Carr, suspirando; su voz parecía casi llorosa.
—¡Más detalles! ¡Pronto! Carr sonrió desganadamente.
—Realmente es un caso extremo. Cuando me desperté, tuve conciencia de las
señales.
—¿Señales?
—Todo quiere decir algo.
—¡Ah, eso! —dijo Denovich. Y agregó—: ¿Por ejemplo?
—Bueno... Le miro a usted y no veo sino una masa de... señales significativas. Hasta la
forma en que se mantiene erguido es un mensaje.
Denovich estaba aún más sorprendido. Lo que Carr describía no era más que una
variación de un estereotipo paranoico de rutina.
¿Acaso era ésta la famosa segunda etapa del ciclo, que —tenía que reconocer— había
sido tan convincente en su etapa inicial?
Se contuvo. Pidió:
—Explique esto.
—Bueno —dijo Carr, con una expresión de desánimo—. Por ejemplo, el pulso...
Como explicó lentamente, el cuerpo de Denovich le parecía un conjunto de circuitos
energéticos que producía gran cantidad de señales.
Carr miraba al hombre y veía las señales superficiales de la parte expuesta del cuerpo.
Y a través de la piel, veía la estructura atómica interna, los billones de bolitas doradas
apiladas en cada milímetro cúbico, que pulsaban, señalaban y se comunicaban...
Se comunicaban, por cuatrillones de líneas de fuerza, con lejanas estrellas, el universo
inmediato, que ya se extendía brillando en forma tenue a otras personas residentes en la
estación lunar.
Pero la gran mayoría de las líneas se curvaba hacia la Tierra, era una sólida masa de
conexiones con todas las personas y todos los lugares que Denovich conocía...
Las señales eran más intensas en algunas direcciones. Carr siguió uno de los
complejos de señales más poderosos y encontró en un año anterior de la vida de
Denovich una mujer joven que lloraba.
Los pensamientos que surgían de ese conjunto de líneas decían:
—Confié en ti y me traicionaste.
—Pero Natasha —dijo ese Denovich más joven.
—Ya ve usted —dijo Carr, y se interrumpió—. ¿Qué ocurre?
El psiquiatra ruso se preguntó si su cara estaba tan exangüe como él se sentía.
—¿Qué? —susurró—. ¿Cómo? —Estaba en el colmo del asombro. Natasha era una
muchacha que había embarazado en su juventud, y que había muerto al dar a luz. Con un
esfuerzo se controló—. ¿Puede hacer algo?
—Creo que... sí.
Mientras hablaba, Carr hizo algo que cortó esas líneas conectadas con la muchacha.
Las puntas cortadas retrocedieron como bandas de goma bruscamente distendidas.
Denovich lanzó un grito. Era un sonido terrible, una especie de aullido, en tono muy
bajo que hizo acudir en el acto a Wentworth.
Cuando entró, Denovich trataba de alcanzar el diván, pero las rodillas se le doblaron y
cayó al suelo. Allí se quedó retorciéndose y gimiendo, y de pronto empezó a gritar
locamente.
El agente ruso entró en la habitación después de Wentworth y miró la escena con los
ojos fuera de las órbitas. Un instante más tarde, Wentworth volvió al teléfono y pidió un
médico.
Dos hombres inyectaron un sedante a ese cuerpo que gritaba en forma incontenible; en
seguida los gritos se convirtieron en suaves sollozos y por fin regresó el silencio. Los
hombres trasladaron el cuerpo a una pequeña unidad móvil llamada ambulette y se
marcharon con él.
El aparato del turbante de Xilmer habló:
—Exigimos perentoriamente que el doctor Carr explique lo que le ha hecho al doctor
Denovich.
Carr miró con desesperación a Wentworth.
—Simplemente corté las líneas. Y pienso que en ese mismo momento, cayeron todas
las barreras que había construido entre esa chica y él. Pienso que hemos visto el efecto
de la culpa abriéndose paso repentinamente.
—Espere —dijo la voz del turbante.
Wentworth, que no podía olvidar la existencia de poderoso armamento energético en el
turbante, hizo silenciosamente señas para que todo el mundo se retirase, y él mismo se
quedó parcialmente detrás de la puerta.
Un minuto. Dos. Luego la voz dijo:
—Es incuestionable que el doctor Carr posee una poderosa fuerza mental. Nuestro
análisis de la muerte de Xilmer revela que la mente inconsciente del doctor Carr se
defendió cortando las líneas de energía referentes a la tentativa de ejecución de Xilmer.
Luego indujo una reversión que obligó a éste a utilizar su mirt —un arma contenida en el
turbante— para suicidarse. La condición de su cuerpo indica que se produjo una
disolución casi total.
Wentworth se dirigió a Carr:
—¿Puede agregar algo? —le dijo en voz baja.
Carr hizo un gesto negativo con la cabeza.
—¿No lo recuerda?
Nuevamente el psicólogo movió la cabeza.
La voz del turbante continuó, sarcásticamente:
—Naturalmente, aguardaremos hasta que el notable don mental de este hombre
cumpla su ciclo, dentro de unas pocas horas.
VI
Dos horas, quizás algo menos.
Vinieron otros hombres. Hubo tensos diálogos. Carr estaba sentado a un lado. Cuando
las voces se hicieron más urgentes, se deslizó a la habitación donde estaba el turbante de
Xilmer y se quedó allí, con los ojos cerrados, contemplando un universo de incontables
señales.
Billones de pulsaciones flotaban aún alrededor del turbante, y cuatrillones de líneas,
provenientes de algún lugar en el espacio, se enfocaban en él.
Carr contempló casualmente las líneas. Ahora que ya no se sentía turbado por el
fenómeno mental, sabía que en su mente había una facultad capaz de comprender el
sentido de millones de líneas a la vez.
Vio con absoluta claridad que las señales y las pulsaciones eran meramente la
actividad superficial de la estructura básica del universo.
Debajo estaba la verdad.
Entre las señales, y lo que representaban, había un intrincado intercambio referido a un
acontecimiento colosal.
Sintió que Wentworth se le acercaba.
—Doctor Carr —le dijo el oficial de seguridad—: Nuestras discusiones han determinado
el lanzamiento de misiles nucleares desde la Estación Espacial de la ONU que se
encuentra en órbita sobre el Atlántico. Éstos se acercarán dentro de unas cinco horas,
pero, en verdad, nuestra esperanza es lo que usted puede hacer. ¿Qué es lo que puede
usted hacer?
—Experimentar —respondió titubeante Carr— con señales.
Wentworth sintió una profunda decepción. Para él, las señales eran una parte de la
comunicación, y no un arma. Y comprendió amargamente que eso era lógico. El psicólogo
americano había pasado de leer pensamientos en los rostros a una capacidad maravillosa
para comprender y manipular la comunicación.
Era un gran don, pero no lo que se necesitaba en esa fantástica emergencia.
—¿Qué tipo de experimento? —preguntó Wentworth.
—Éste —respondió Carr.
Y desapareció.
Wentworth se quedó inmóvil. Consciente del turbante de Xilmer, y de la importancia de
que el enemigo ignorara lo ocurrido, salió de puntillas de la habitación. Se dirigió al
intercomunicador más próximo, insertó su llave especial y pidió a sus agentes que
buscaran a Carr.
Diez minutos más tarde era obvio que el rollizo psicólogo no se encontraba en la
estación lunar. Mientras los informes confirmaban ese improbable hecho, Wentworth hizo
un llamamiento a los principales científicos de la estación. Pronto numerosos hombres y
mujeres de distintas nacionalidades le rodearon y le dieron su idea de la situación por
medio de los micrófonos traductores.
Todas aquellas especulaciones científicas se resumían en una pregunta esencial: ¿qué
podía hacer un solo individuo contra miles?
Aun presuponiendo una maravillosa capacidad de Carr, ¿cuál era el número menor de
líneas que era preciso cortar para derrotar al invasor?
Wentworth paseaba su vista de un rostro a otro, y pronto se convenció de que ninguno
de aquellos especialistas tenía la menor idea de la respuesta.
Carr, después de llegar al giyn, atravesó un período —no de confusión, porque tenía
total conciencia del problema— sino de inmensa... violencia.
Había elegido una habitación vacía, que parecía un laboratorio. Instrumentos, mesas y
máquinas le rodeaban, amenazantes.
El problema era que el giyn estaba programado para resistir la presencia de formas
desconocidas de vida. El sistema de defensa, en estado de reposo, no produjo señales
visibles hasta que su presencia puso el mecanismo en marcha.
Eso fue lo que desencadenó la violencia.
Apenas apareció en la habitación, el techo, el piso y los muros enfocaron en él sus
armas. De todas partes surgieron líneas de energía que tendieron una red a su alrededor
intentando contenerlo.
Ése fue el primero de cuatro sistemas de ataque cada vez más destructivos. A la
trampa de energía le siguió una descaiga elemental de mirt, destinada a aturdirle, luego
una descarga mortífera, y por fin un esquema de reacción nuclear, tan poderoso como
podía serlo en un espacio cerrado.
Para la facultad del cerebro de Carr, cada ataque consistió en una serie de señales,
que fueron observadas, correlacionadas y derrotadas en su origen. Cada ataque se
desarrolló siguiendo su programa cíclico hasta que todos los ciclos se completaron. Luego
hubo silencio.
Pausa.
Bruscamente, alguien a bordo, una mente viva, registró lo ocurrido. Una voz
asombrada habló dentro de la mente de Carr:
—¿Quién es usted?
Carr no respondió.
El inmenso número de señales que recibía le informaba que se encontraba dentro de
una nave espacial de veinticinco kilómetros de longitud, siete de ancho y cinco de alto,
habitada por ochenta mil gizdan. Acababa de difundirse la alarma.
Durante unos instantes, esos seres tuvieron un mismo pensamiento: un mismo
condicionamiento produjo la misma respuesta y la misma atención al intruso. Como
limaduras de hierro magnetizadas bruscamente, las pulsaciones crearon una trama única.
Era esa trama, precisamente, lo que las hacía vulnerables.
Carr aisló con una sola mirada comprensiva la diminuta porción significativa de las
líneas, y la cortó.
Luego, con idéntica e infalible habilidad, eligió un conjunto de líneas que estaban
interrelacionadas con la Verdad Básica, las atrajo a sí, se rodeó con ellas y pasó, a través
de un vacío energético, a la habitación de la estación lunar donde Denovich, narcotizado,
dormía. Sintió que le quedaba a su don un tiempo muy limitado.
Apresuradamente, reparó las líneas que había cortado anteriormente en el psiquiatra, y
vio cómo se reconstituía su sólida armadura interior.
Luego, el doctor Carr salió del sector del hospital, y buscó un teléfono para llamar a
Wentworth.
Cuando el oficial de seguridad apareció en la línea, preguntó inmediatamente:
—¿Qué ha ocurrido, doctor?
—Se han marchado —respondió sencillamente Carr.
—Pero —la voz de Wentworth alcanzó la cumbre del asombro, pero se recuperó y dijo
con más calma—: Pensamos que tal vez habría una cantidad relativamente pequeña de
líneas decisivas que cortar...
—Eso es precisamente lo que hice.
—Pero ¿cómo es posible? ¿Cuál podía ser el mínimo común denominador de tantas
personas?
Wentworth agregó, lleno de admiración:
—¡Felicidades, doctor!
Horas más tarde, cuando el fenómeno extrasensorial casi había desaparecido, y el giyn
se acercaba, acelerando aún, al extremo opuesto del sistema solar, se comunicó
subespacialmente con la gran flota gizdan que recorría otro sector del espacio.
—¿Ha encontrado algo? —preguntó el comandante de la flota.
—No —respondió el capitán del giyn.
—Pensamos que quizá se habían acercado a un sistema habitado y fácil de derrotar.
—Ignoramos por qué tuvieron esa impresión. Nada la justifica.
—Está bien. Comunicación terminada.
Mientras cortaba, el capitán del giyn tuvo una fugaz impresión, comparable a un sueño,
acerca de algo que debía saber sobre el sistema solar que el giyn terminaba de atravesar.
Si hubiese podido tener conciencia de ello, quizás habría advertido que todas las líneas
de señales referidas a la Tierra y a la Luna estaban cortadas y enroscadas en un diminuto
sector de su cerebro.
La sensación de algo que se sabía y se comprendía se desvaneció. Y desapareció
para siempre.
-
EL OLOR DE LA LUNA
Beffroy de Reigny

En el número 21 (octubre de 1786) de la publicación humorística Les Lunes du Cousin
Jacques, Louis-Abel Beffroy de Reigny (1757-1811), bromista impenitente, publicó este
cuento en la forma de un Aviso al Público.
Le Cousin Jacques era el seudónimo de Beffroy de Reigny. El periódico apareció entre
1785 y 1791 y sobrepasó los 160 números. Beffroy de Reigny es también autor de un
libro, Constitution de la Lune (1793).
Esperamos que el lector saboree con una sonrisa esta exploración lunar, la segunda de
la literatura francesa después de la de Cyrano de Bergerac.
Se avisa a los interesados que en breve partirá a la Luna una fragata aérea capaz de
llevar una cantidad de personas suficiente para formar una colonia. La Academia
Lunática, responsable de la fundación de dicha colonia, y celosa de darle la reputación
que merece, advierte a los viajeros que deben inscribirse en casa de Lesclapart durante la
quincena siguiente a la recepción de este número. Esa fragata, comandada por el capitán
Cousin Jacques, se elevará a medianoche, al claro de luna, dirigiéndose desde el Sudsudoeste
hacia el Noreste. No se recibirán los nombres de los viajeros sin conocimiento
de causa: deberán tener la bondad de detallar sus calificaciones, su edad, y sobre todo
las razones que les determinan a dejar el globo para trasladarse a otro. La Colonia
presentará un informe sobre las ventajas y desventajas de su establecimiento, y sobre los
usos y costumbres de los pueblos que allí viven (en el caso de que la Luna esté habitada,
lo que se sabrá ahora con seguridad) y, sea como fuere, la historia de esta Colonia
proporcionará, más de una vez, artículos interesantes que se extraerán de las Memorias
de la Academia para entretener al público en los números del Cousin.
Se recibirán asimismo en la oficina de embarque todas las quejas, advertencias y
observaciones que se envíen, acerca de esta gran empresa.
Firmado,
COUSIN JACQUES
M..., Gran Canciller
y, más abajo,
G..., Secretario perpetuo.
Al cabo de dos horas, tocamos finalmente aquel globo tan deseado... Pero, ¡oh, dioses!
¡Cuan grandes fueron a la vez nuestra curiosidad y nuestra consternación cuando nos
vimos en pleno centro de la mierda, sin ver en parte alguna casas, ni verdura, ni
montañas, ni árbol, ni planta, ni roca, ni la menor señal de una morada habitable! Todo el
globo parecía un montón de inmundos lodos. «¿Echaremos pie a tierra?», pregunté a mis
pasajeros. Unos se manifestaron en pro, y otros en contra. Algunos se mostraban
inciertos, y otros guardaban profundo silencio. Sin embargo, la mayor parte apoyaba la
intención de descender y de lanzarse al descubrimiento.
—Pero ya veis —les dije—- que no hay otra cosa que mierda hasta donde alcanza la
vista; que en cualquier dirección que miremos no vemos sino mierda, y que este globo
parece decididamente un globo de pura mierda, sin la menor diversidad. ¡Qué espantosa
monotonía! ¿Cómo viviréis entre la mierda, y qué pretendéis descubrir?
Un médico de la flota (porque al menos poseíamos médicos) hizo entonces el siguiente
razonamiento:
—Puesto que, cuando vimos de lejos este globo, sólo vimos un color uniforme, y que
este color es el color mierda, debemos presumir que está cubierto de mierda en su
totalidad; y entonces la conclusión es que no conviene quedarse ni descender, sino volver
a ganar el espacio del aire y buscar fortuna más allá.
—¿Ir a buscar fortuna en otro lugar? —respondieron algunos poetas de París, que
habíamos traído con nosotros para sacarles de la indigencia—. ¿Y dónde buscaremos
esa fortuna incierta sino en la Luna? Además, hemos perdido la Luna, y no sabemos ya
dónde se encuentra. Quizá la Luna sea este mismo globo donde estamos. ¿Quién podría
respondernos lo contrario? Así, pues, creed en nosotros, señoras y señores, y quedaos
aquí. Quizás este globo esté cagado sólo en parte. Imaginemos que sólo en un tercio, en
una superficie fangosa que bien podríamos franquear. ¿Y quién sabe si estas suciedades
no son para este mundo lo que los mares a la Tierra? ¿O incluso si no pueden producir
vegetales? ¿O si la industria no podrá consolidarla, o por lo menos tornarla habitable en
algunas zonas menos enmerdadas? Y ¿quién sabe, finalmente, si a algunas leguas de
aquí no encontraremos otro paisaje? Pues tanto puede ser que hayamos caído en el
centro de este mar de mierda como en sus orillas. Hagamos la prueba, y descendamos;
tenemos víveres para largo tiempo, echemos pie a tierra, lancémonos juntos al
descubrimiento, persistamos valientemente en una misma dirección, y ya veréis que no
nos equivocamos... ¿Acaso no podemos marchar entre la mierda? ¿Esto os asusta? Pues
no se muere por ello y estamos seguros: hablamos por experiencia y merecemos que nos
creáis.
El discurso de los poetas nos convenció, y todos bajamos a la superficie, pero no me
atrevo a decir lo que ocurrió. Aún hoy me repugna la imagen. Esa mierda era tan profunda
que nos hundíamos hasta la cintura, y tan densa que poníamos casi la mitad de un cuarto
de hora para dar un paso, tanto nos costaba mover las piernas. Todos llevábamos
bastones y nos cogíamos del brazo para sostenernos con más facilidad.
Imagínense casi doscientas personas de ambos sexos y de todas las condiciones,
elegantemente vestidas y obligadas a marchar por la mierda quizá días enteros, y, por así
decirlo, plantadas en ella como raíces... Los poetas no cesaban de alentarnos.
—Vamos —decían—, avancemos, venid con nosotros, sabemos lo que hacemos, no
temáis.
Hablaban todavía cuando recordé que no había hecho amarrar el globo y miré en su
dirección y ¿qué vi entonces? La sopapa se abrió para renovar el gas inflamable que se
guardaba en una gran bolsa; y el globo tomó impulso y se elevó en el aire llevándose las
provisiones, y los alimentos, y los niñitos, etcétera... ¡Oh, qué momento doloroso! ¡Oh,
minuto fatal! ¡Qué olvido tan cruel...! ¿Cómo pintar este cuadro? ¿Qué colores podrían ser
suficientemente vivos, aunque igualmente sombríos, para describir acertadamente la
desolación de una colonia entera a la que se le arrebataban de golpe todas sus
esperanzas?
¡Qué imagen la de aquella larga fila de seres hundidos en la mierda hasta la cintura,
que miraban al globo, con los ojos llenos de lágrimas, las manos tendidas al cielo y las
bocas abiertas, que deploraban amargamente su terrible destino e intentaban inútiles
esfuerzos para detener ese objeto consolador, ese domicilio errante que se les
escapaba...! Sin duda será una bella estampa; y si, como se dice, un día se hace una
edición completa de mis obras, no será éste olvidado entre los grabados que han de
adornarla, con mis indicaciones exactas acerca de lo que debe y no debe mostrar.
Todos los presentes se volvieron furiosos contra su jefe, y me convertí en el objeto de
las más atroces invectivas. Supe entonces todo lo que puede la desesperación, que no
tiene límites. Se me colmó de durísimos reproches; se me acusó de los crímenes más
negros, y se me negaron las escasas buenas cualidades que había poseído
tranquilamente hasta ese momento. Una amante despechada no habría desencadenado
más violencia contra un ingrato que la hubiera abandonado... y, en el exceso de su
injusticia, cada uno buscó en su corazón ulcerado los epítetos más hirientes. Ya no tenía
espíritu ni talento, y todos mis méritos se habían desvanecido. Por mi parte, me mantuve
inmóvil y les miré uno tras otro con ojos asombrados y confusos: seguramente, si
hubiesen podido, me hubieran lapidado, pero por fortuna no había sino mierda. Igual se
aprovisionaron y me la arrojaron, y solamente hubo cuatro o cinco personas más
moderadas que no participaron en este humillante ultraje. ¡Y pensar que, mientras tanto,
el globo volaba!
—Maldito Cousin —gritaban todos los viajeros metidos en la mierda—. Detestable
Cousin, ¡por qué no te habrás roto cien veces el cuello en París! ¡Por qué no habrás sido
la víctima de esas carrozas asesinas en las que tantas veces te has cebado! ¡Autor
lamentable! ¡Escritor irrisorio! Tu alegría no es más que una mueca; tu espíritu, sólo
futilidad y tu estilo, un conjunto de lugares comunes... Tu prosa es aburrida, y tus versos
insulsos; no tienes sal, ni delicadeza, ni calor, ni invención, y no has recibido de las Letras
consideración, ni crédito, ni rango, ni mérito... ¡Cuánta razón tiene tu abate Sottisier
cuando dice que sólo eres un charlatán verboso! ¡Cómo querríamos verte escarnecido,
denigrado y desgarrado por toda la canalla parisiense! ¡Ah!, si pudiéramos escribir versos
tan malos como los del Frére Nicolás, ¡cómo te pondríamos en un libro! Y si tuviéramos la
pluma de Bertrand, ¡cómo aparecerías en nuestros libelos...! Si alguna vez volvemos a ver
a esos escritores, les suplicaríamos que escribiesen sobre tu persona sátiras aún más
chatas y groseras, si es posible, que las que ya han publicado... ¡Ay, por qué te hemos
creído! ¿Por qué te hemos seguido? Nuestra infeliz confianza nos ha precipitado a este
abismo de mierda donde sólo podemos morir... Si al menos tuviésemos con nosotros a
uno de tus adversarios, a Bertrand o a Nicolás, no importa cuál, su misma humanidad
podría ayudarnos: con su capacidad podríamos marchar mejor entre la mierda, y más
rápidamente... y quizá no nos veríamos reducidos a morir de fatiga y de miseria. ¡Ojalá el
Cielo te confunda para siempre, y te haga el objeto del desprecio y del odio de todos los
globos habitados y de todo el espacio! Etc., etc., etc.
Y sin embargo, el globo volaba.
Todas estas imprecaciones de nada servían. Mi silencio terminó por avergonzar a la
mayoría de los y las que proferían insultos. Sintieron ese silencio. Todo empezó por las
mujeres; de ellas pasó a sus maridos; luego a los actores y a las actrices y los abates
fueron los últimos; pero la compasión siguió a la furia, y finalmente me pidieron excusas, y
luego deliberamos sobre el mejor partido a tomar, pero igualmente el globo volaba.
El médico de quien ya he hablado, era un nombre muy hábil. En su vida había
concebido solamente proyectos admirables, y por poco no había pertenecido a la
Academia de Ciencias, si bien tenía un sobrino que era parte de ella. Ese médico, al
vernos en tan cruel embarazo, tuvo piedad de nuestra triste situación... Cerró los ojos
unos minutos, reflexionó con el aire más grave que jamás se vio, y todos le miramos como
si ya fuese nuestro salvador. Por fin pareció más calmo y satisfecho, y exclamó en tono
alegre:
—Oh, si tuviese aquí mi Máquina.
—¿Qué Máquina? —le dijimos.
—Una Máquina que he inventado para desecar los pantanos, consolidar la tierra y
fortificarla, por medio de varias bombas aspirantes...
—¿Y por qué no trajo su Máquina?
—Aún no está hecha, pero le hablé del proyecto a un amigo de M. de Lalande, que me
dijo: «Esto es muy bueno... es admirable.»
A pesar de nuestra desolación, todos nos echamos a reír... Pero el médico midió con
sus ojos la inmensidad de la mierda que nos rodeaba, y luego, como si estuviera a punto
de producirse un milagro en nuestro favor, repitió varias veces, suspirando:
—Oh, si tuviera aquí mi Máquina.
P. S.: Mis lectores me disculparán por dejarles la mierda: yo sabré remediar esta
descortesía.
-
EL HOLOCAUSTO DE LA TIERRA
Nathaniel Hawthorne
En un tiempo lejano —aunque no importa si pasado o por venir—el ancho mundo
estaba tan sobrecargado por la acumulación de gastados oropeles que sus habitantes
decidieron librarse de ellos por medio de una hoguera general. El lugar fijado por los
representantes de las compañías de seguros, y tan central como cualquier otro punto del
globo, era una de las más amplias praderas del Oeste, donde ninguna habitación humana
correría peligro de incendio y donde una vasta reunión de espectadores podía admirar
cómodamente el espectáculo. Como me gustan las vistas de este tipo, y como imaginaba
que la luz de esa hoguera podría revelar alguna profundidad de verdad moral hasta el
momento oculta por la niebla o la oscuridad, dispuse viajar hasta allí y estar presente. A
mi llegada, aunque la pila de desechos condenados era aún comparativamente pequeña,
ya habían arrimado la tea. En el centro de esa llanura sin fronteras, en la penumbra del
anochecer, como una lejana estrella sola en el firmamento, apenas se veía un trémulo
fulgor, y nadie habría podido anticipar que le sucedería un horno tan abrasador. Sin
embargo, a cada momento llegaban viajeros a pie, mujeres que sostenían sus delantales,
hombres de a caballo, carretas, pesados carros de equipajes, y otros vehículos, grandes y
pequeños, de cerca y de lejos, cargados de artículos que se consideraban inútiles para
todo excepto para ser quemados.
—¿Qué materiales se emplearon para iniciar el fuego? —le pregunté a uno de los
presentes, porque deseaba conocer todo el proceso del principio al fin.
La persona a quien me dirigí era un hombre grave, de unos cincuenta años, que
evidentemente había venido especialmente a contemplar el suceso. Me pareció
inmediatamente alguien que había pesado por sí mismo el verdadero valor de la vida y de
sus circunstancias, y por eso mismo, alguien que sentía escaso interés personal en el
juicio que podía hacer el mundo al respecto. Antes de responder, me miró en la cara a la
luz variable del fuego.
—Algunos combustibles muy secos —contestó— y extremadamente aptos para ese fin:
los periódicos de ayer, las revistas del mes pasado, las hojas marchitas del año anterior.
Y aquí traen algunas antiguallas que arderán como un puñado de virutas.
Mientras hablaba, unos hombres de aspecto rudo se acercaron a las llamas y arrojaron
todos los desechos de la heráldica: la blasonería, los escudos de armas, las crestas y
divisas de las familias ilustres con linajes que se hundían en el pasado como líneas de luz
entre la niebla de las edades oscuras, juntamente con las estrellas, las ligas y los collares
bordados que, por insulsos que pudiesen parecer al ojo no instruido, habían poseído
alguna vez vasta significación y eran todavía considerados por los adoradores del fausto
pasado como los más preciosos objetos morales o materiales. Mezcladas con este
confuso montón que a grandes brazadas era arrojado al fuego había innumerables
insignias de caballería, entre ellas todas las de las monarquías europeas y las
condecoraciones napoleónicas de la Legión de Honor con sus cintas entrelazadas con las
de la antigua orden de San Luis. Y también las medallas de nuestra propia sociedad de
Cincinnati en cuyo seno, según nos cuenta la historia, estuvo a punto de constituirse una
orden hereditaria de caballeros, integrada por los king quellers de la revolución. Y
además, estaban las patentes de nobleza de los condes y barones alemanes, los grandes
de España y los pares de Inglaterra, desde los documentos firmados por Guillermo el
Conquistador y comidos por los gusanos hasta el flamante pergamino del último lord
designado por la blanca mano de Victoria.
A la vista de los densos volúmenes de humo mezclado con vividas llamaradas que
serpenteaban entre esa inmensa pila de distinciones terrenales, las multitudes de
espectadores plebeyos lanzaron un alegre grito y aplaudieron con tal energía que brotó un
eco de las nubes. Era el momento de su triunfo, postergado durante edades, sobre
criaturas de su misma arcilla y de la misma debilidad espiritual que habían osado asumir
los privilegios que sólo se deben al mejor servicio del Cielo. Pero ahora corría hacia el
ardiente montón un hombre de pelo gris, de cuyo abrigo aparentemente habían arrancado
a la fuerza alguna estrella u otra insignia de rango. Su rostro no reflejaba los dones del
poder intelectual, pero sí el porte, la dignidad habitual de alguien que había nacido con la
idea de su propia superioridad social y jamás la había sentido cuestionada hasta el
momento.
—¿Qué habéis hecho? —exclamó mirando la ruina de lo que sin duda era lo más
preciado a sus ojos con pena y asombro, y sin embargo, con altura—. ¿Qué habéis
hecho? Este fuego consume todo lo que señala el avance desde la barbarie y lo que
impide el retorno a ella. Nosotros, los hombres de las órdenes privilegiadas, mantuvimos
de una a otra edad el viejo espíritu caballeresco; el pensamiento noble y generoso; la vida
más elevada, pura y refinada. Con los nobles, renunciáis al mismo tiempo al poeta, al
pintor y al escultor, y a todas las bellas artes; porque fuimos nosotros quienes las
sostuvimos y creamos la atmósfera propia para que florecieran. Al abolir las distinciones
de rango, la sociedad pierde no sólo su gracia, sino también su firmeza...
Sin duda habría dicho más, pero se alzó un griterío indignado y furioso que
inmediatamente ahogó las palabras del noble caído que, lanzando una mirada de
desesperación a su propio blasón semiquemado, desapareció entre la muchedumbre, feliz
de refugiarse en su recién encontrada insignificancia.
—¡Que agradezca a su estrella porque no le hemos arrojado también a él al fuego! —
gritó un hombre rudo mientras lanzaba un puntapié a las brasas—. Desde ahora en
adelante, que nadie ose mostrar un viejo pergamino para justificar su derecho a mandar
sobre los demás. Si su brazo es fuerte, está bien: ésa es una clase de superioridad. Si
posee ingenio, sabiduría, coraje, fuerza de carácter, que esos atributos le ayuden; pero
nadie, a partir de ahora, debe esperar posición o consideración por la sola razón de los
huesos enmohecidos de sus antepasados. Esa insensatez ha terminado.
—Y en buena hora —dijo el grave observador a mi lado en voz baja— siempre que otra
insensatez peor no la reemplace; pero de cualquier modo, esta clase de insensatez había
durado ya demasiado.
No hubo mucho tiempo para reflexionar ni moralizar sobre esos desechos históricos
porque, antes de que estuviesen quemados a medias, llegó otra multitud del otro lado del
mar, trayendo los mantos púrpura de la realeza junto con los cetros, las coronas y los
globos de los reyes y emperadores. Todos estos objetos habían sido condenados como
inútiles juguetes, sólo convenientes para la infancia del mundo, pero que para la adultez
universal constituían un insoportable insulto. Tal era el odio a estas insignias reales que
junto con el resto, arrojaron también al fuego la corona dorada y el falso manto real del
Teatro de Drury Lane, como una última burla a sus hermanos monarcas del gran
escenario del mundo. Era una extraña visión la de las joyas de la corona de Inglaterra
ardiendo y chisporroteando en el centro del fuego. Algunas habían pertenecido a los
príncipes sajones, otras habían sido compradas con vastos recursos, y algunas quizás
arrancadas de las frentes muertas de los potentados de la India; pero todas ardían juntas
ahora con un brillo fulgurante, como si una estrella hubiese caído haciéndose añicos. El
esplendor de las monarquías en ruinas sólo se reflejaba en aquellas inestimables piedras
preciosas. Pero basta ya de este tema. Sería tedioso describir cómo el manto del
emperador de Austria se convirtió en cenizas, y cómo los pilares del trono francés se
convirtieron en un montoncito de carbones, imposibles de distinguir de los de cualquier
otra madera. Agregaré, sin embargo, que un polaco exilado removía la hoguera con el
cetro del zar de Rusia, que arrojó luego a las llamas.
—"El olor de la tela quemada es intolerable —observó mi nuevo amigo, mientras la
brisa nos envolvía con el humo del guardarropa real—. Caminemos en la dirección de
donde viene el viento y veamos qué ocurre del otro lado de la hoguera.
Así lo hicimos y llegamos justo a tiempo para ver la llegada de una vasta procesión de
washingtonianos, como se llaman ahora los partidarios de la templanza, acompañados
por miles de los discípulos irlandeses del padre Mathew, con aquel gran apóstol a la
cabeza. Traían una rica contribución al fuego: nada menos que todas las pipas y barriles
de licor del mundo, que traían rodando por la pradera.
—Ahora, hijos míos —dijo el padre Mathew, cuando llegaron al linde del fuego—, un
impulso más, y el trabajo quedará hecho. Apartémonos un poco y veamos cómo Satán se
hace cargo de su propio licor.
Después de colocar los cascos de madera al alcance del fuego, el grupo se quedó a
distancia prudente, y pronto vio estallar una llamarada que tocó las nubes y amenazaba
incendiar el mismo cielo. Y bien habría podido, porque lo que allí estaba reunido era todo
el stock mundial de licores espirituosos que, en lugar de encender el frenesí en los ojos de
los bebedores individuales, como antes, se alzaba hacia lo alto con un brillo
enceguecedor que asombró al mundo. Ese mismo fuego habría abrasado el corazón de
millones. Mientras tanto, innumerables botellas de vinos preciosos eran arrojadas a las
llamas, que sorbían su contenido como si lo amaran y se tornasen, como otros
bebedores, tanto más alegres y violentas. Nunca será tan halagada la insaciable sed del
fuego. Estaban allí los tesoros de famosos bon vivants, licores que habían sido
transportados por el océano, dulcificados al sol, largamente guardados en profundas
cuevas: los zumos rojos, pálidos, dorados de las más delicadas viñas: todas las cosechas
del Tokay mezcladas en un solo torrente con los viles fluidos de las tabernas,
contribuyendo a enriquecer la misma hoguera. Y mientras se alzaba en una gigantesca
espiral que ondulaba contra el arco del firmamento y se combinaba con la luz de las
estrellas, la multitud lanzó un grito, como si toda la tierra estallara de júbilo al verse libre
de una maldición de siglos.
Pero la alegría no era universal. Muchos consideraban que la vida sería más sombría
que nunca cuando esa breve iluminación se apagara. Mientras los reformadores
trabajaban pude oír las murmuradas quejas de varios respetables caballeros de narices
rojas o zapatos para la gota. Uno de ellos, cuyo rostro parecía un hogar donde se ha
apagado el fuego, expresó su descontento más abierta y claramente:
—¿Para qué sirve este mundo —dijo el último borracho— ahora que se ha acabado la
alegría? ¿Qué confortará al pobre ser humano que sufre el dolor y la perplejidad? ¿Cómo
mantendrá caliente su corazón contra los glaciales vientos de esta tierra sin alegría?
¿Qué le daréis a cambio del solaz que le quitáis? ¿Cómo podrán reunirse los viejos
amigos junto a la chimenea sin una copa en la mano? ¡Caiga la plaga sobre vuestra
reforma! Éste es un mundo triste, un mundo frío, un mundo egoísta, un mundo bajo, y no
vale la pena que un hombre honesto viva en él ahora que la buena amistad se ha ido para
siempre.
Esta arenga divirtió a los presentes, pero por inoportuno que fuera el sentimiento, no
pude dejar de compadecerme de la dolorida condición del último bebedor, cuyos
compañeros habían ido desapareciendo de su lado, dejando al pobre hombre sin un alma
que le acompañara a beber su licor, e incluso sin licor que beber. Aunque ésta no era
exactamente la verdad, porque le vi coger en un momento crítico una botella de excelente
brandy que ocultó en el bolsillo.
Después de disponer así de los licores fermentados y espirituosos, los celosos
reformadores realimentaron el fuego con todas las cajas de té y sacos de café del mundo.
Y ya venían los plantadores de Virginia con sus cosechas de tabaco. Sumadas al montón
de la inutilidad, alcanzaron la altura de una montaña, y perfumaron la atmósfera con una
fragancia tan potente que creíamos no volver a aspirar nuevamente aire puro. Este
sacrificio pareció sacudir a los amantes de esa hierba más que todo lo visto
anteriormente.
—Bueno, me han quitado la pipa —dijo un anciano arrojándola al fuego—. ¿En qué se
convertirá el mundo? Todo lo que tiene algún sabor, toda la sal de la vida, es condenado
como inútil. Ya que han encendido el fuego, lo mejor sería que estos insensatos
reformadores se arrojaran ellos mismos al fuego.
—Paciencia —respondió un firme conservador—, porque eso es lo que ocurrirá al final.
Primero nos echarán a nosotros, y luego se lanzarán ellos mismos.
Ahora pasaré de las medidas de reforma generales y sistemáticas, a las contribuciones
individuales a ese memorable fuego. En muchos casos, eran de carácter muy divertido.
Un pobre hombre arrojó allí su bolsa vacía, y otro un fajo de billetes de banco falsificados
o imposibles de cobrar. Mujeres elegantes arrojaban sus sombreros de la estación
anterior, junto con pirámides de cintas, encajes y muchas otras labores que se
demostraron aún más evanescentes en el fuego que en la moda. Una multitud de
amantes de ambos sexos, solteras y solteros abandonados, así como parejas aburridas,
lanzó grandes paquetes de cartas perfumadas y sonetos enamorados. Un notorio político,
privado del pan por la pérdida de su trabajo, echó al fuego sus dientes, que eran en
realidad postizos. El reverendo Sydney Smith, que atravesó el Atlántico a este solo fin, se
acercó al fuego con una sonrisa amarga y dejó caer ciertos bonos que no merecían mayor
crédito por el hecho de llevar el sello de un Estado soberano. Un niño de cinco años, pero
dotado de la prematura adultez de la época presente, arrojó sus juguetes; un graduado
universitario, su diploma; un farmacéutico, arruinado por la difusión de la homeopatía,
todas sus existencias de drogas y medicinas; un médico, su biblioteca; un párroco, sus
antiguos sermones; y un elegante caballero de la vieja escuela su código de etiqueta, que
había escrito para beneficio de la siguiente generación. Una viuda, decidida a volver a
casarse, echó subrepticiamente a las llamas la miniatura de su marido muerto. Un joven,
torturado por su amante, habría querido hacer lo propio con su desesperado corazón,
pero no logró arrancarlo de su pecho. Un autor americano, cuya obra era desdeñada por
el público, lanzó a la hoguera pluma y papel, y se entregó a ocupaciones menos
desalentadoras. Me asombró algo oír decir a un grupo de señoras de aspecto respetable
que se proponían arrojar sus faldas y enaguas, para asumir la indumentaria, así como las
maneras, ocupaciones y responsabilidades del sexo opuesto.
No sé si este plan fue favorablemente acogido, porque bruscamente atrajo mi atención
una pobre muchacha engañada y casi delirante que intentó penetrar entre las llamas
alimentadas por las gastadas vanidades del mundo diciendo que ella era la más inútil de
todas las cosas vivas o inanimadas. Sin embargo, un hombre de buen corazón corrió a
impedirlo.
—¡Paciencia, pobre niña! —le dijo, mientras la alejaba del ardiente abrazo del ángel
destructor—. Ten paciencia y acepta la voluntad del cielo. Mientras poseas un alma
viviente, todo podrá recuperar la frescura inicial. Estas creaciones de la fantasía sólo
merecen ser quemadas una vez que su día ha terminado: pero tu día es la eternidad.
—Sí —respondió aquella desventurada, cuyo frenesí parecía sumergido en la
desesperanza—; ¡pero en mi día no brilla la luz del sol!
Se empezaba a rumorear entre los espectadores que se aproximaban ahora todas las
armas y municiones de las guerras, excepto las existencias mundiales de pólvora que ya
habían sido depositadas en el fondo del mar. Estos hechos parecían despertar opiniones
muy diversas. El filántropo optimista pensaba que esto era la señal del principio del
milenio; pero otras personas, cuya imagen de la humanidad se asemejaba a la cría de
bulldogs, preveían la desaparición del fervor, la nobleza, la firmeza, la generosidad y
magnanimidad de la raza, pues afirmaban que estas cualidad sólo de sangre podían
alimentarse. Se consolaban, sin embargo, pensando que la abolición de la guerra no
podría durar ninguna longitud de tiempo digna de mención.
Fuera como fuese, innumerables cañones, cuyo atronar había sido de antiguo la voz de
las batallas —la artillería de la Armada, la de Marlborough, los cañones adversos de
Napoleón y de Wellíngton—, fueron impulsados al centro de la hoguera. Por la continua
adición de combustibles secos, ésta era ahora tan intensa que ni el hierro ni el bronce
podían soportarla, y era maravilloso ver cómo esos terribles instrumentos de masacre se
fundían como juguetes de cera. Luego, los ejércitos de la tierra marcharon en torno: las
fanfarrias militares tocaban marchas triunfales en tanto que los soldados arrojaban sus
espadas y sus mosquetes. Los abanderados contemplaron sus estandartes, desgarrados
por los disparos y cubiertos con los nombres de los victoriosos campos de batalla y,
describiendo con las astas un último floreo, las inclinaron sobre las llamas que las
arrebataron en su torrente hacia las nubes. Terminada esta ceremonia, el mundo quedó
sin un arma en las manos, excepto, quizá, las de algunos viejos reyes, las espadas
herrumbrosas y demás trofeos de la Revolución en los museos de armas de nuestro
Estado. Y ahora los tambores redoblaron y las trompetas dejaron oír su son conjunto,
preludiando la proclamación de la paz eterna y universal y el anuncio de que nunca más
se ganaría la gloria derramando sangre, sino trabajando para el mayor bien de todos. La
beneficencia, en los futuros anales de la Tierra, recibiría el actual elogio del coraje. Estas
benditas normas fueron de inmediato promulgadas, y causaron infinito regocijo entre los
que sentían asco ante el horror y el absurdo de la guerra.
Pero una torva sonrisa apareció sobre el rostro plagado de cicatrices de un erguido y
anciano comandante; por su figura y su elegante uniforme debía ser uno de los famosos
mariscales de Napoleón, y acababa de lanzar a lo alto —como el resto de los soldados—
la espada con la que tan familiarizada estuviera durante medio siglo su mano derecha.
—¡Ay, ay! —dijo—; que proclamen lo que deseen. Pero finalmente descubriremos que
esta locura sólo habrá dado un poco más de trabajo a los armeros y a los fundidores de
cañones.
—¿Cómo, señor? —pregunté asombrado—. ¿Imagina usted que la raza humana
volverá sobre su pasada sinrazón hasta el punto de forjar otra espada o moldear otro
cañón?
—No será necesario —observó, con una mueca, un hombre que no sentía
benevolencia ni tenía fe en ella—. Cuando Caín quiso matar a su hermano, no le fue difícil
encontrar un arma.
—Veremos —agregó el veterano comandante—. Si me equivoco, tanto mejor; pero en
mi opinión, y sin el deseo de filosofar sobre el tema, la necesidad de la guerra es más
profunda de lo que estas personas suponen. Si hay un campo para las pequeñas disputas
entre los individuos, ¿no es preciso también que haya un gran tribunal para la resolución
de las disputas nacionales? Y el campo de batalla es el único tribunal para dirimir esos
litigios.
—Olvida usted, general —le dije yo—, que en esta avanzada etapa de la civilización, la
Razón y la Filantropía combinadas serán precisamente el tribunal que se requiere.
—Verdaderamente, lo había olvidado —respondió el viejo guerrero, mientras se alejaba
renqueando.
Y ahora se aprestaban a alimentar el fuego con materiales que hasta este momento
habían sido considerados de importancia aún mayor para el bienestar de la sociedad que
las municiones e implementos bélicos que habíamos visto consumir. Un grupo de
reformadores había recorrido la Tierra en busca de las maquinarias con que las diferentes
naciones acostumbran infligir la pena de muerte. Un temblor recorrió a la muchedumbre
cuando trajeron al frente estos espantosos emblemas. Al comienzo, hasta las mismas
llamas parecieron atemorizadas y mostraron la forma de cada aparato y sus asesinas
características con toda su lumbre, lo que por sí mismo bastó para convencer a la
humanidad del largo y fatal error que habían sido siempre las leyes. Esos viejos
implementos de la crueldad, esos horribles monstruos mecánicos, esas invenciones que
parecían exigir algo peor que el corazón humano, y que se habían agazapado en los
sombríos recovecos de las antiguas prisiones, fueron arrancados de las leyendas
terroríficas y puestos a la luz. Hachas de verdugo, todavía herrumbradas por noble sangre
real, y una vasta colección de lazos y garrotes que habían sofocado a las víctimas
plebeyas fueron arrojadas al mismo tiempo al fuego. Un grito saludó la llegada de la
guillotina, arrastrada sobre las mismas ruedas que la habían llevado de un lugar a otro por
las ensangrentadas calles de París. Pero el mayor aplauso le contó al distante cielo el
triunfo de la redención de la Tierra cuando apareció la horca. Con todo, un hombre con
expresión de angustia, se adelantó y se interpuso en el camino de los reformadores.
Gritaba ásperamente y luchaba con furia brutal para detener su avance.
Sin duda, no era sorprendente que el verdugo hiciera de esa manera todo lo posible
para reivindicar y conservar el medio con que él había ganado su vida y otros individuos
mejores su muerte; pero merece la pena observar especialmente que hombres de una
esfera muy distinta —incluso pertenecientes a la clase consagrada a cuyo resguardo el
mundo suele poner su benevolencia— apoyaban en esto el punto de vista del sayón.
—¡Deteneos, hermanos! —exclamó uno de ellos—. Una falsa filantropía os confunde, y
no sabéis lo que hacéis. La horca es un instrumento aconsejado por el Cielo. Volved a
ponerlo donde estaba, con reverencia, o de lo contrario el mundo correrá rápidamente a la
ruina y a la desolación.
—¡Adelante, adelante! —gritó un líder de la reforma—. ¡Al fuego este maldito
instrumento de la política de la muerte!
¿Cómo podría la ley humana inculcar el amor y la benevolencia cuando insiste en
utilizar la horca como su símbolo principal? Un empujón más, mis buenos amigos, y el
mundo se redimirá de su error más tremendo.
Mil manos, con un poco de repugnancia, ofrecieron su ayuda e impulsaron esa
ominosa carga hasta el centro de la hoguera. Allí la fatal y aborrecida imagen se vio
primero negra, luego roja y por fin convertida en cenizas.
—¡Bien hecho! —exclamé.
—Así es —replicó, aunque con menos entusiasmo que el imaginado por mí, el
pensativo observador que seguía a mi lado—. Bien hecho. Si el mundo es ya lo bastante
bueno para merecer esta medida. Sin embargo, no es fácil dejar de servirse de la
amenaza de la muerte en ninguna condición intermedia entre la inocencia primigenia y
esa otra pureza y perfección que quizás estemos destinados a alcanzar después de haber
recorrido todo el círculo. De cualquier manera, es bueno intentarlo ahora.
—¡Demasiada frialdad! —dijo con impaciencia el joven y ardiente líder de ese triunfo—.
Que no sólo hable el intelecto, sino también el corazón. Si deseamos madurez y progreso,
que la humanidad haga siempre lo más alto, amable y noble que perciba en cada período
dado... Si pensamos así, seguramente no está mal, ni es inoportuno, hacer esto ahora
mismo.
No sé si era por la excitación de la escena, o porque las buenas gentes que rodeaban
el fuego realmente se tornaban más lúcidas a cada instante, pero pasaron a tomar
medidas en las que yo mismo difícilmente estaba preparado para acompañarles. Por
ejemplo, algunos arrojaron a las llamas sus certificados de matrimonio, y se declararon
candidatos para una unión más alta, más santa y comprensiva que la procedente desde el
comienzo de los tiempos. Otros se dirigieron a las bóvedas de los bancos y a los cofres
de los ricos —que estaban abiertos a todo el mundo aquella memorable ocasión— y
trajeron enormes rimeros de papel moneda para avivar el fuego y toneladas de monedas.
Desde ahora —afirmaban— la moneda de oro del mundo será la benevolencia universal,
sin acuñar, inagotable. Los banqueros y los jugadores de bolsa palidecieron, y un ladrón
de bolsillos, que había reunido una abundante cosecha entre la muchedumbre, cayó
mortalmente desvanecido. Algunos hombres de negocios quemaron sus libros y archivos,
donde estaban anotadas las deudas de sus deudores; mientras que quizás un número
mayor satisfizo su celo reformista con el sacrificio de todo incómodo recordatorio de sus
propias deudas. Surgió entonces el clamor de dar a las llamas las escrituras de las tierras
para que todo el suelo volviera al público, al que sin ningún derecho se le había quitado
para distribuirse desigualmente entre los individuos. Otro grupo pedía que todas las
constituciones escritas, las disposiciones legislativas, las reglamentaciones y todos los
instrumentos que la invención humana había utilizado para exponer sus leyes arbitrarias
fueran inmediatamente destruidos para dejar al mundo tan libre como lo fue el primer
hombre.
Está más allá de mi conocimiento el que se haya tomado por fin acción a este respecto,
porque juntamente entonces ocurrieron cosas que concernían más de cerca a mis
simpatías..
—¡Miren! ¡Vean esas pilas de libros y panfletos! —gritó un individuo que no parecía un
amante de la literatura—. ¡Ahora sí que tendremos un buen fuego!
—Así es —respondió un filósofo moderno—. Ahora nos libraremos del peso del
pensamiento de los hombres muertos, que tanto ha pesado sobre el intelecto vivo, que le
ha impedido autoafirmarse eficazmente. ¡Muy bien, amigos! ¡Al fuego con ellos! ¡Ahora sí
que estáis iluminando al mundo!
—Pero ¿qué será de los libreros y editores? —exclamó, frenéticamente, uno de ellos.
—Que acompañen a sus mercancías —observó fríamente un autor—. Será una noble
pila funeraria.
En verdad, la raza humana acababa de llegar a una etapa de progreso situada tanto
más allá de los sueños de los más sabios e ingeniosos hombres de otros tiempos, que
habría sido un absurdo manifiesto permitir que la Tierra siguiera recubierta de sus
mediocres logros en materia literaria. Por lo tanto, se habían efectuado minuciosas
búsquedas en las librerías, las bibliotecas públicas y privadas, e incluso en los breves
estantes situados en las casas de campo junto a la chimenea, y se había reunido todo el
papel impreso del mundo, encuadernado y sin encuadernar, para aumentar el volumen de
nuestra ilustre hoguera. Gruesos volúmenes que contenían la labor de lexicógrafos,
comentaristas y enciclopedistas cayeron con un ruido de plomo entre las brasas y se
disiparon en cenizas como madera podrida. Los pequeños volúmenes franceses de los
últimos tiempos, ricamente dorados, entre ellos los cien tomos de Voltaire, estallaron en
una brillante lluvia de chispas, en tanto que la literatura corriente de esa nación ardía en
rojo y azul y arrojaba una luz infernal sobre los espectadores, a los que convertía en unos
monstruos bicolores. Una colección de cuentos alemanes ardió con fragancia. Los autores
británicos fueron un excelente combustible, y solían exhibir las propiedades de sólidos
troncos de encina. En particular, se destacó la llama de las obras de Mil ton, que se
convirtió en una roja brasa que duraba mucho. De Shakespeare brotó una llamarada de
tan maravilloso esplendor que la gente se cubrió los ojos como se hace con la gloria
meridiana del sol, y ni siquiera cuando le echaron encima las obras de sus comentaristas
dejó de emitir una luz deslumbrante, desde abajo de aquel inmenso montón. Creo que
continúa ardiendo tan fervorosamente como siempre.
—Si un poeta pudiera encender su lámpara con esa gloriosa llama —observé—, no
consumiría en vano su combustible.
—Eso es precisamente lo que más han hecho, o intentado, los poetas modernos —
respondió un crítico—. El principal beneficio que podemos esperar de esta conflagración
de pasada literatura es que los escritores de hoy en adelante, deberán encender sus
lámparas con el sol o las estrellas.
—Si es que logran llegar tan alto —contesté— Pero esa tarea exige gigantes, que
luego puedan distribuir su luz entre los hombres inferiores. No cualquiera puede robar el
fuego del cielo como Prometeo; sin embargo, una vez que él lo ha hecho, mil corazones
pueden regocijarse.
Mucho me sorprendió observar qué incongruente era la proporción entre la masa física
de la obra de cualquier autor y la combustión brillante o prolongada. Por ejemplo, no
había ningún volumen del último siglo, ni tampoco del presente, que pudiera competir en
ese sentido con la edición para niños de las Canciones de la Madre Cansa. La vida y
muerte de Pulgarcito sobrevivió a la biografía de Marlborough, y una docena de epopeyas
se habían transformado en blancas cenizas antes de que se consumiera la única hoja de
una antigua balada. En muchos casos, cuando los volúmenes de aplaudidos versos se
demostraban incapaces de otra cosa que un humo sofocante, el inadvertido poema de
algún bardo desconocido, publicado quizás en un rincón de un periódico, se alzaba hasta
los astros con una luz tan viva como la de ellos mismos. Y en lo que concierne a las
propiedades de la llama misma, pienso que la poesía que Shelley emitía una luz más pura
que casi cualquier otra producción de su época, contrastando hermosamente con los
siniestros destellos y las ráfagas de negros vapores que brotaban de los volúmenes de
Lord Byron.
Me interesaba particularmente contemplar la combustión de los autores americanos, y
escrupulosamente anoté, después de consultar mi reloj, el tiempo preciso que tardaban
en convertirse de libros impresos en indistinguibles cenizas. Pero sería indebido, y quizá
peligroso, traicionar esos terribles secretos, así que me limitaré a observar que no
siempre era el autor que más estaba en boca del público el que daba más brillo en la
hoguera. Especialmente recuerdo que un pequeño volumen de poemas de Ellery
Channing exhibía una excelente luminosidad aunque, para decir verdad, algunas partes
chisporroteaban y silbaban en forma desagradable. Se producía en el caso de muchos
escritores, tanto nativos como extranjeros, un curioso fenómeno. Sus libros, en lugar de
arder, o incluso de convertirse directamente en humo, se fundían como si fueran de hielo.
Si no se considera inmodesto que hable de mis propias obras, debo confesar que las
busqué con interés paternal, pero en vano. Probablemente se convirtieron en vapor
apenas el calor las tocó y, en el mejor de los casos, sólo puedo esperar que hayan
añadido alguna chispa al esplendor de esa noche.
—¡Ay de mí! —se quejó un hombre grueso con gafas verdes—. El mundo está
definitivamente arruinado, y no hay ya ningún motivo para vivir. Me han quitado el objeto
de la vida, y no hay ya un volumen que se pueda comprar con amor o con dinero.
—He aquí —dijo el calmoso espectador que me acompañaba— un gusano de papel,
uno de esos hombres que han nacido para alimentarse de los pensamientos muertos. Ya
ve usted cómo sus ropas están cubiertas por el polvo de las bibliotecas. No posee una
fuente interior de ideas y, honestamente, ahora que las viejas existencias están abolidas,
no veo qué será de él. ¿No podrá usted confortarle?
—Querido señor —le dije—, ¿acaso no es la Naturaleza mejor que un libro? ¿No es el
corazón humano más profundo que cualquier sistema filosófico? ¿No contiene la vida
misma más instrucciones que las recopiladas en máximas por los antiguos observadores?
Alégrese, porque el gran libro del tiempo está abierto ante nuestros ojos, y si sabemos
leerlo, será para nosotros el texto de la verdad eterna.
—Oh, mis libros, mis libros, mis preciosos libros impresos —se lamentaba el hombre—.
¡Para mí la realidad era un volumen encuadernado, y ahora no me queda ni siquiera un
panfleto!
En verdad, llegaba ahora al fuego el último remanente de la literatura de todos los
tiempos: era una nube de panfletos de las prensas del Nuevo Mundo. Fueron consumidos
en un abrir y cerrar de ojos, y la Tierra, por primera vez desde los días de Cadmo, quedó
libre de la plaga de las letras: un envidiable panorama para los autores de la próxima
generación.
—¿Queda todavía algo por hacer? —pregunté, con cierta ansiedad—. A menos que
peguemos fuego a la Tierra misma y saltemos luego atrevidamente al espacio infinito.
—Está usted muy equivocado, mi buen amigo —dijo el observador—. Créame usted
que el fuego no se detendrá antes de consumir un combustible que asombrará a muchas
personas que han prestado su apoyo hasta este momento.
Sin embargo, durante un rato pareció que los esfuerzos disminuían, mientras,
probablemente, los líderes del movimiento decidían qué hacer a continuación. En el
intervalo, un filósofo arrojó su teoría a las llamas, sacrificio que, para quienes saben
estimar las cosas, pareció el más notable de todos. La hoguera no disminuía, porque
algunas personas infatigables, que desdeñaban tomarse un instante de reposo, aportaban
hojas secas y ramas caídas de los bosques. Pero no era esto lo principal.
—Aquí llega el combustible que le dije —comentó mi compañero.
Para mi sorpresa, las personas que avanzaban ahora por el espacio que circundaba la
montaña de fuego, traían sobrepellices, mitras, diversos indumentos sacerdotales, cruces
y una confusión de emblemas papistas y protestantes, con lo que parecían dispuestos a
consumar alguna gran acción de fe. Y las cruces de las viejas catedrales fueron arrojadas
al fuego con tan poco remordimiento como si la reverencia de los siglos, pasando
lentamente ante las altas torres, no las hubiese considerado siempre el más sagrado de
los símbolos. Las pilas en que se bautizaba a los niños, los vasos sacramentales donde la
piedad recibía su sorbo bendito, fueron entregados a la misma destrucción. Quizá lo que
más tocó mi corazón fue ver entre esas reliquias, los fragmentos de las humildes mesas
de comunión y los pulpitos no decorados que sabía arrancados de las iglesias y casas de
reunión de Nueva Inglaterra. Bien se podría haber permitido a esos simples edificios
conservar la sagrada belleza que sus fundadores puritanos les habían dado, aunque la
poderosa estructura de San Pedro fuese condenada al ardiente sacrificio. Sin embargo,
sentía que eso era lo externo de la religión y que nada perderían los espíritus que
conocían su profunda significación.
—Todo está bien —dije alegremente—, Los senderos serán los pasillos de nuestras
catedrales, y el firmamento mismo será la cúpula. ¿Para qué se necesita un techo terreno
entre Dios y sus adoradores? Nuestra fe puede perder todas las apariencias, aun las
creadas por los hombres más santos, y ser aún más sublime en su sencillez.
—Es cierto —dijo mi compañero—. Pero ¿se detendrán aquí?
La duda que su pregunta sugería estaba bien fundada. En la destrucción general de
libros ya descrita, un volumen sagrado, que estaba apartado del catálogo de la literatura
humana y que, sin embargo, estaba a su cabeza, había sido dejado de lado. Pero el Titán
de la innovación —ángel o demonio, de doble naturaleza y capaz de acciones de los dos
caracteres—, que al principio sólo había tocado las formas antiguas y podridas de las
cosas, ponía ahora su terrible mano sobre las principales columnas que sostenían el
edificio íntegro de nuestro estado moral y espiritual. Los habitantes de la Tierra eran ahora
demasiado ilustrados para definir su fe en forma de palabras, y para limitar lo espiritual
con ninguna analogía a nuestra existencia material. Las verdades que hacían temblar a
los cielos eran ahora fábulas de la infancia del mundo. Por lo tanto, como el último
sacrificio de los errores humanos, ¿qué quedaba por arrojar a la terrible pira sino el libro
que, si bien había sido la revelación celeste para las edades pasadas, sólo era, para la
presente raza de hombres, la voz de una esfera inferior? Y se hizo. Sobre la humeante
montaña de falsedades y de verdades que habían dejado de serlo —las cosas que la
Tierra jamás había necesitado, o ya no necesitaba, o de las que nos habíamos aburrido—
cayó la Biblia de la iglesia, el gran volumen antiguo que durante tanto tiempo había
descansado sobre el cojín del pulpito, desde el cual la solemne voz del pastor había
repetido las santas palabras en tantos días del Sabbath. Así cayó también la biblia
familiar, que el patriarca enterrado hacía mucho tiempo había leído a sus hijos, en la
prosperidad o en el dolor, junto al hogar o bajo la sombra estival de los árboles, y que
luego había legado de generación en generación. Y también cayó la biblia de bolsillo, el
pequeño volumen que ha acompañado el alma de muchos acongojados hijos del polvo y
les ha dado valor, aunque su situación fuera de vida o muerte, confrontando ambas
firmemente con la firme seguridad de la inmortalidad.
Todas fueron arrojadas a la furiosa hornalla, y entonces, un poderoso viento llegó
rugiendo por la llanura, con un tono desolado, como si fuera la lamentación de la tierra por
la pérdida de la luz solar. El viento hizo ondear las llamas y esparció las cenizas de la
abominación a medias consumida sobre los espectadores.
—Esto es terrible —dije, sintiendo que mis mejillas palidecían.
Vi algún cambio en los rostros que me rodeaban.
—Tenga usted valor —respondió el hombre con quien había hablado tan
frecuentemente, que continuaba contemplando con calma el espectáculo, como si sólo le
importara en cuanto observador—. No pierda la esperanza, ni tampoco se alegre
demasiado: el efecto de esta gran hoguera será mucho menos bueno y mucho menos
malo de. lo que el mundo estaría dispuesto a creer.
—¿Cómo puede ser? —exclamé con impaciencia—. ¿Acaso el fuego no ha consumido
o destruido todos los objetos humanos o divinos que en nuestro estado mortal poseen
alguna sustancia? ¿Acaso mañana por la mañana nos quedará algo mejor o peor que un
montón de brasas y cenizas?
—Seguramente que sí —dijo mi grave amigo—. Venga usted aquí mañana por la
mañana, o cuando quiera que la porción combustible de la pila esté quemada, y
encontrará entre las cenizas todas las cosas verdaderamente valiosas que vio arrojar a
las llamas. Confíe en mí. El mundo de mañana nuevamente se enriquecerá con el oro y
los diamantes que han sido arrojados por el mundo de hoy. Ninguna verdad puede
destruirse ni sepultarse tan profundamente bajo las cenizas que no se pueda volver a
encontrar.
Era una extraña seguridad. Sin embargo, me sentí dispuesto a darle crédito,
especialmente mientras veía entre las llamas un ejemplar de la Sagrada Escritura, cuyas
páginas, en lugar de ennegrecerse, apenas asumían una blancura más deslumbrante, a
medida que las huellas digitales de la imperfección humana se disipaban. Algunas notas y
comentarios marginales es cierto, cedían ante la intensidad de la dura prueba; pero sin
detrimento a la menor sílaba surgida de la pluma inspirada.
—Sí. Hay pruebas de lo que usted dice —respondí, volviéndome hacia él—. Pero si
sólo lo malo puede sentir la acción del fuego, seguramente este incendio será de
inestimable utilidad. Aunque, si he comprendido bien, duda usted que el mundo
comprenda estos beneficios.
—Escuche usted la conversación de estas personas —me contestó, señalando un
grupo que teníamos enfrente—. Posiblemente puedan enseñarle algo útil sin saberlo.
Las personas indicadas eran aquella figura terrena y brutal que asumiera tan
furiosamente la defensa de la horca —el verdugo, en breve—; junto con la del último
ladrón y la del último asesino, los tres rodeando al último borracho. Este último compartía
generosamente aquella botella de brandy que había rescatado de la general destrucción
de vinos y licores. El pequeño grupo parecía en el último abismo de la desesperanza;
consideraban que ese mundo purificado debía ser necesariamente muy distinto del
mundo que habían conocido y, por lo tanto, un lugar extraño y desolado para gente como
ellos.
—"El mejor consejo que puedo dar —dijo el verdugo—, es que apenas hayamos
concluido la última gota de licor, os ayude a los tres a tener un buen fin en el próximo
árbol, y luego me cuelgue de la misma rama. Este mundo no es para nosotros.
—Vamos, vamos, amigos —dijo un oscuro personaje que se reunió entonces al grupo.
Su cara era muy negra, pero sus ojos ardían con una luz más roja que la del fuego—. No
se sientan abatidos, porque verán aún días mejores. Hay una cosa que estos inteligentes
camaradas han olvidado echar a las llamas, y sin la cual el resto del incendio nada
significa. Así es, y así sería incluso si hubiesen calcinado la tierra misma.
—¿Y qué es eso? —preguntó vivamente el último asesino.
—¿Qué, sino el corazón mismo del hombre? —repuso el desconocido de rostro oscuro,
con una portentosa sonrisa—. Y mientras no descubran algún método de purificar esa
sucia caverna, de allí volverán a surgir todas las formas de la maldad y la miseria —las
mismas formas antiguas, u otras peores— que tanto trabajo se han tomado en quemar.
He pasado aquí toda esta noche, y me he reído para mis adentros de todo el asunto.
Podéis creer en mi palabra: el mundo seguirá siendo todavía nuestro viejo mundo.
Esta breve conversación me proporcionó tema para largas meditaciones. Triste verdad
sería —si lo fuera— que la larga búsqueda humana de la perfección sólo sirviera para
hacer del hombre el hazmerreír del principio del mal, por causa de la fatal circunstancia de
haber cometido un error en la raíz misma del asunto. El corazón, el corazón: en esa
pequeña pero infinita esfera residía el mal original del cual el crimen y la miseria del
mundo exterior no son más que tipos posibles. Purifiquemos esa esfera interior, y las
numerosas formas de mal que habitan el exterior, y que parecen casi nuestras únicas
realidades, se convertirán en sombras fantasmales y se desvanecerán por sí mismas.
Pero si no procuramos llegar a mayor profundidad que el intelecto; si sólo con ese débil
instrumento pretendemos discernir y rectificar lo que está mal, todo nuestro resultado será
un sueno, tan insustancial que poco importa si esa hoguera —que tan fielmente he
descrito— es lo que podríamos llamar un hecho real una llama capaz de quemar un dedo,
o solamente una fugaz fosforescencia y una parábola de mi propio cerebro.
-
DISTRIBUCIÓN ESPECIAL
Kris Neville
I
Un violento cañoneo recibió al plateado satélite espía mientras se desplazaba sobre el
desierto iluminado por la Luna. Se desvió erráticamente, tratando de escapar. Entonces
un cañón controlado por el radar se rió para sus adentros; y el pequeño satélite tropezó
en el aire y cayó a la arena.
En la Avanzada —muy alta, hacia el Oeste— uno de los Knoug oprimió un botón y el
satélite espía se convirtió en una llama blanca.
No se encontraron posteriormente fragmentos. Los periódicos dijeron las cosas
habituales. El Gobierno manifestó su incredulidad y finalmente hasta los responsables de
la batería se convencieron a sí mismos de la explicación corriente: habían tratado de
bombardear a Venus.
En la Avanzada, los Knoug continuaban preparándose para el Día D.
II
Tres días más tarde, el Día D menos treinta, la Avanzada se movió hacia el Este,
sembrando Avanzados sobre los centros estratégicos de Norteamérica.
Ciudades con grandes oficinas de correos.
Luego prosiguió por encima del Atlántico hacia otros continentes.
Parr fue el primero de los Avanzados que llegó a tierra. La chaqueta de su tradicional
temo cruzado se agitaba suavemente mientras descendía y el aire le desordenaba un
poco el pelo. Excepto por el equipo antigravedad que llevaba atado a la espalda, en un
ambiente más probable, cualquiera le habría tomado por un habitante de la Tierra.
Minutos después sus pies tocaron el suelo prácticamente sin ninguna sacudida. Se
quitó el equipo antigravedad, oprimió el botón de la espoleta de tiempo del desintegrador
y lo arrojó a un lado. Encendió un cigarro y el humo azul ascendió hacia las frías estrellas.
Caminó desde el baldío hasta la próxima parada del autobús. No había otras personas
esperando, y la oscuridad había ocultado su descenso. Se sentó, contemplando
estólidamente la estación de servicio, a oscuras, en la esquina opuesta.
Cuando su cigarro estaba a medio fumar apareció el autobús rojo de Los Ángeles.
Subió y buscó cambio en sus bolsillos.
—Treinta, amigo —dijo el conductor.
Sin dejar el cigarro, Parr reunió dos monedas de diez centavos y dos níqueles y se las
tendió al conductor. Eran excelentes imitaciones, como su terno, el cigarro y el resto de
los artículos terrestres que traía.
—Póngalos en la caja, amigo.
Parr obedeció.
—¡Eh! —exclamó el conductor cuando Parr se volvió—. Su billete —y le alcanzó una
tira de papel rojo. Parr la cogió.
—No se puede fumar, amigo.
Parr dejó caer el cigarro y lo pisoteó. Se movió por el pasillo, se hundió en uno de los
asientos y cerró un poco los ojos.
Entonces, furtivamente, empezó a estudiar a los demás pasajeros. Era su primer
contacto inmediato con los nativos. Al mismo tiempo trató de establecer una conexión
mental con algún otro Avanzado.
Por un instante pensó que había uno hacia el Este, pero una veloz prohibición borró
todo contacto.
Sin insistir, trató de examinar las frecuencias emitidas por las mentes que le rodeaban.
En una ocasión percibió una serie de pensamientos inocentemente relacionados con
detalles caseros, con un leve tono de ansiedad. Aparte de esto, nada oyó aparte de las
impresiones electrónicas en el extremo inferior de su gama.
Se volvió para mirar por la ventanilla. El paisaje transcurría pacíficamente a la luz de
las estrellas. Los edificios se erguían, orgullosamente indefensos. Vio un letrero luminoso
«Un vino que no olvidará», y se lo imaginó a medias caído sobre un fondo de ruinas
humeantes. Era delicioso saber que esa imagen era perfectamente legítima.
Aunque el informe preliminar (basado en cuatro años de espionaje preparatorio) no
mencionaba la presencia de actividad Oholo en el planeta, trató de percibir sus
frecuencias en la región superior. No sería ninguna diversión combatir con ellos aquí, tan
cerca de su sistema. Se acomodó luego satisfecho, y sonrió. Como le habían dicho, esas
frecuencias estaban totalmente limpias. La Tierra era, realmente, su flanco olvidado.
Cerró los ojos, se relajó completamente, y se alegró pensando que en breve la Tierra
sería una daga mortal apuntada contra el corazón del sistema Oholo.
En la estación de Beverly Hills, empalme a Hollywood, la capital cinematográfica del
mundo, dos borrachos subieron al autobús y se situaron atrás, cantando tristemente.
Parr se incomodó por la demora. Cuando el autobús partió y giró, impulsando su
cuerpo contra el marco de acero de la ventanilla, juró en voz baja.
La melopea continuaba, y pudo sentir las tonalidades telepáticas profundas. Parr apretó
los dientes para tratar de bloquear la burbujeante confusión que brotaba del cerebro
embriagado. Se apoderó de él la ira de la impotencia. Se imaginó el planeta contaminado,
con toda su población tranquilamente muerta, de modo que los Knoug pudiesen trabajar
en sus hangares ocultos. Aunque duró un segundo, la idea le resultó satisfactoria, aunque
se obligó a estar de acuerdo con la estrategia de la Comisión de Guerra, que consistía en
dejar el planeta lo menos envenenado posible por una guerra terrestre.
Finalmente dejaron de cantar. Media hora después, el autobús entraba en Olive Street,
y los sombríos edificios de Los Ángeles aparecieron a los lados. Luego llegaron a la
terminal de Hill Street y Parr descendió, y marchó cuesta abajo hacia el Biltmore Hotel.
Cuando Parr despertó sabía que algo nuevo había llegado a Los Ángeles durante la
noche. Tembló involuntariamente y cerró su mente de modo que ningún armónico saliese
al exterior.
Tenía miedo. El asombrado temor de encontrar algo mortal bajo el pie. Gradualmente
obligó a su cuerpo a relajarse, calmó sus corazones gemelos, y contuvo la respiración.
Luego dejó escapar una voluta de pensamiento tan tenue como la niebla. Y volvió a sentir
la mente Oholo, muy cerca de él. Cerró en el acto su mente, y esperó sin aliento para
saber si el Oholo le había detectado. Sus orejas vibraban ante el peligro: estaba dentro
del alcance de un ataque mental.
No hubo respuesta, y después de un momento se levantó con cautela. El roce de la
alfombra bajo sus pies le produjo un ciego terror asociativo que no pudo analizar en
seguida. Luego al mirarla, recordó el cosquilleo de la piel Tarro, y casi había esperado
encontrar las manchas oscuras en esta alfombra. Siempre, recordaba, se encontraban
esas manchas en la piel Tarro. Había sido difícil dominar a ese pueblo. Como agent
provocateur (eso había sido muchos años antes, en Quelta) tenía todas las razones para
esperar sangre.
Se acercó a sus pantalones, prolijamente plegados sobre la silla. En el bolsillo
izquierdo estaba el comset. Lo extrajo y, desnudo en la mañana sombría, susurró:
—Parí. Hay un Oholo en mi hotel.
Después de una pausa, del comset brotó una voz impersonal:
—¿Tiene conciencia de usted?
—No lo creo. Silencio.
—¿Está abierto?
—Creo... creo que sí.
—Averígüelo con seguridad.
El comset estaba muy frío en la mano de Parr. Se quedó temblando. Se frotó el
costado desnudo con la mano izquierda.
Trató de acallar sus pensamientos contra la orden de la Avanzada, y de lograr que la
obediencia enseñada se impusiera. Abrió la porción receptiva de su mente sabiendo que
en pocos instantes las fugas serían tan audibles como truenos, porque no era especialista
en doble concentración. Pero aún antes de que transcurriera un segundo volvió a cerrar
su mente.
El Oholo estaba abierto.
—Parr —susurró en el comset—. Está abierto.
—Entonces no puede saber que estamos aquí. ¿Qué vio? Parr se enjugó la frente con
el brazo velludo.
—Sólo estuve receptivo un segundo.
—Mantenga el control.
Parr dejó caer el comset en la silla. Caminó hasta la ventana y contempló la ciudad
envuelta en la niebla. La temprana luz del sol intentaba abrirse paso en el smog azul. Del
otro lado de la calle, en la Plaza Pershing, las palomas examinaban el suelo junto a la
fuente nueva y picoteaban invisibles animalitos.
Parr se aclaró la garganta y trató de aliviar su tensión interior. Estaba solo contra el
Oholo, una soledad para la que no estaba preparado. Y le preocupaba el miedo que
sentía.
Se vistió con dedos torpes y salió de la habitación. Sus ojos recorrieron con suspicacia
el pasillo apenas cerró la puerta. Bajó rápidamente las escaleras alfombradas, salió y
varias veces miró por encima de su hombro mientras se dirigía apresuradamente hasta la
Sixth Street.
Después de cuatro manzanas estuvo seguro de que no había sido seguido. Entró en un
restaurante, leyó el menú e hizo su pedido.
No pudo gozar de su desayuno.
Luego cogió un taxi hasta la oficina de un agente de propiedades: R. O. «Bob» Lucas.
La Avanzada había establecido que Lucas era el agente de un depósito vacío en Flower
Street. Parr mostró una gruesa billetera y empezó a contar billetes con sus dedos gruesos
y romos. Minutos después había firmado contrato por seis meses de arriendo.
Después de hacer una cita para el martes a las tres de la tarde en el depósito mismo,
Parr salió de la oficina de Lucas y se dirigió a una tienda de máquinas de escribir. Adquirió
una Smith-Corona portátil, una resma de papel, una goma circular y quinientos sobres
comerciales. En una librería próxima compró un Atlas de los Estados Unidos.
Luego fue en taxi hasta la oficina de correos, hizo que el conductor aguardara mientras
registraba seis apartados postales a nombre de A. Parr y compraba veinte hojas de sellos.
Nuevamente en el taxi, se concentró en el plano de la ciudad que había sido
electrónicamente impreso en su mente.
—Siga por la Sixth Street —ordenó, cuidando mucho la pronunciación.
Seis manzanas más allá, Parr localizó un hotel sobre la mano derecha. Estaba
razonablemente lejos del Biltmore. Indicó al conductor que se detuviera.
El edificio estaba sobre una colina; la calle giraba de allí hacia el centro de la ciudad.
Parr estudió un instante el edificio, memorizando los detalles arquitectónicos.
Luego se instaló con sus compras en una habitación del frente en el tercer piso. Abrió
el Atlas de la Zona Oeste y marcó con un rotulador el territorio que tenía asignado. Anotó
en seguida los nombres de las ciudades incluidas.
Luego abrió la máquina portátil, insertó un folio y escribió:
«Cámara de Comercio. Azusa. California.
»Estimados señores:
»Ruego a ustedes se sirvan enviarme la Guía Comercial de la ciudad al apartado
postal...»
Examinó los números de sus apartados, y eligió el primero. Agregó:
«Incluyo cinco dólares para sufragar los gastos.
»Atentos saludos de A. Parr.»
Releyó la carta. Era un trabajo dactilográfico competente. Fleaion6 los dedos, un poco
endurecidos por la inusitada tarea.
Buscó el segundo nombre en la lista de ciudades, puso otro folio en la máquina, y
escribió:
«Cámara de Comercio de...»
Se interrumpió.
Pensó en la cantidad de Guías y Listas, y la asombrosa cantidad de nombres
individuales.
Evocó la maquinaria que en la Avanzada podía registrar automáticamente las guías e
imprimir la dirección completa de los nombres. Pensó en la vasta cantidad de paquetes
que debían enviarse; eran tantos como la capacidad de combustible permitía llevar en la
nave. Aparte de las cantidades aún más vastas que el sintetizador añadiría con los
recursos locales. Era notable la eficiencia de la Avanzada, y el perfecto timing de toda la
operación... que sólo era un auxiliar del esfuerzo principal. Aun con armamento superior y
con la ventaja de la sorpresa completa, los Knoug no corrían riesgos. La tarea de la
Avanzada, la tarea de Parr, era desmoralizar el planeta antes de la invasión, para
asegurar una cierta victoria.
Volvió a 1a máquina de escribir y continuó su trabajo un momento.
Dividió la lista de ciudades en seis grupos iguales para distribuir los números de sus
apartados postales.
Varias horas más tarde otro huésped del hotel se quejó del ruido de la máquina de
escribir. Parr le dio al empleado del hotel cincuenta dólares y siguió escribiendo.
III
Parr pasó la mañana del martes, Día D menos 28, en su habitación de hotel, reviviendo
lo que ahora le parecía una escapada por poco la mañana anterior. Imaginaba lo que
podría haber hecho: asaltar mentalmente al Oholo, o matarle con el arma focal cuando
tratara de salir del hotel. Después de imaginárselo, procedió a explicarse por qué, en
cambio, le había parecido mejor eludirle.
A las once, según un acuerdo previo, habló con la nave madre: recibió la información
de que los Avanzados —ahora advertidos— no habían encontrado a ningún otro Oholo.
A mediodía salió a comer y caminó durante una hora por las calles, estudiando a las
personas y su ciudad. Escuchó particularmente su acento y su entonación. Tenía miedo
de dejar caer su escudo mental y tratar de establecer contacto telepático con ellos.
Pocos minutos antes de las tres un taxi le llevó hasta el depósito. El aire era cálido y
maloliente y Parr se sentía inquieto. El agente de propiedades le esperaba en la acera.
Parr hizo una leve inclinación de cabeza. El hombre se inclinó torpemente y metió la llave
en la cerradura.
—Es esto —dijo Lucas.
Parr entró en el depósito.
Era una antigua construcción. Quizá más decaída y polvorienta de lo que él esperaba.
La atmósfera interior era fría y estancada. En un rincón lejano había una pila de restos de
cajas de madera, papel de embalaje, estopa y materiales grasientos.
Parr olió mientras sus ojos recorrían el espacio.
Enfrente, encima del montón de basura, una gran caja de electricidad indicaba que
alguna vez el edificio había estado lo bastante industrializado para alimentar algunas
máquinas pesadas.
Parr caminó hasta la escalera.
—Quiero que alguien se ocupe de limpiar esto.
—Sí, señor —respondió el agente.
—Mañana mismo.
—Muy bien —dijo el agente, omitiendo conscientemente el «señor», sin duda para
reafirmar su individualidad. Parr le miró.
—Le haré llegar el dinero necesario.
Sin esperar respuesta, subió la escalera.
Las dos plantas superiores estaban en las mismas condiciones que la planta baja.
Desde el tercero sólo una estrecha escalera ascendía hasta el terrado.
—Estrecha —comentó.
—Pocas veces había necesidad de subir... señor.
Parr subió. Arriba empujó la puerta con fuerza y pasó el cobertizo del terrado. Se
desempolvó las rodillas y salió al exterior. La fina grava crujió bajo sus pies. El aire olía a
asfalto caliente.
Tironeó de su mentón. Era un excelente terrado, como había informado el satélite
espía. Práctico para la carga y descarga. Se sintió satisfecho.
Oyó pasos. Instintivamente giró sobre sus talones, mientras su mano se hundía en su
bolsillo derecho. El recuerdo del Oholo, la visión de una cara compuesta de Oholo —
sorprendentemente parecida a una cara terrestre— había brotado instantáneamente en
su cerebro. Apareció la cabeza del agente, y Parr relajó sus tensos músculos.
—¿Cómo es aquí arriba?
Parr murmuró una respuesta incomprensible y miró el terrado. Cuando el agente estuvo
a su lado, Parr manifestó:
—Quiero que eliminen este cobertizo y que construyan una tolva junto a la escalera,
mañana mismo.
—Yo... —empezó. Pero miró el rostro de Parr y se mojó nerviosamente los labios—.
Muy bien, señor. Lo que se pueda hacer. Encantado de ayudar.
—Es lo que esperaba —respondió Parr, y Lucas vaciló, incómodo.
Parr regresó a la escalera. Mientras bajaba, pudo ver el polvo que brillaba a la luz
fugitiva de las sucias ventanas del Oeste.
Una vez afuera, el agente cerró la puerta.
—Guarde usted las llaves —dijo Parr—. Envíemelas al Saint Paul el jueves por la
mañana. A las ocho en punto.
—Si, señor —dijo el agente.
A las seis Parr estaba en el hotel, desvestido y concluyendo telefónicamente los
arreglos preliminares para contratar una flota de camiones. Acababa de hacer publicar un
anuncio pidiendo peones y personal de expedición en The Times. Las entrevistas se
realizarían el jueves de diez a cuatro en el depósito de Flower Street.
Cuando terminó con los camioneros, llamó a cuatro mueble rías antes de encontrar una
abierta: ordenó un escritorio y dos docenas de sillas plegables, a entregar en Flower
Street el jueves a las nueve y treinta.
Todo el tiempo el Oholo estaba en su pensamiento, a veces con la violencia de un
recuerdo súbito, otras con el tono sombrío de la conciencia continuada.
Controló el plan que le había dado la nave.
Cogió el comset y lo encendió.
—Parr. El plan se está cumpliendo. Necesitaré dinero junto con el envío. ¿Podrán
enviarme ambas cosas al depósito mañana a la noche?
—Así es.
—Muy bien —dijo Parr, tragando saliva; transpiraba.
—¿Ha vuelto a establecer contacto con el Oholo? Se le heló la sangre.
—Todavía no.
Aguardó.
—¿Cree que podrá vencerle mentalmente? Parr se miró en el espejo. La imagen
denotaba extrema tensión.
—No estoy muy seguro.
—Y entonces... ¿físicamente?
—No sé —respondió, dejando escapar lentamente el aliento.
—Hágalo, de cualquier manera. Líbrese de él. Un Oholo podría dificultar la invasión.
Parr tocó nerviosamente su pierna.
—¿Y si no lo consigo?
El comset hizo una pausa. Luego, la voz impersonal continuó:
—Si muere en el intento, le reemplazaremos. —La voz calló aguardando una
respuesta. Como ésta no llegó, agregó—: Obtenga toda la información que pueda, incluso
al riesgo de ser descubierto. Es demasiado tarde para que puedan organizar una defensa,
y probablemente no tienen forma de alertar a los nativos. Necesitamos saber qué está
haciendo aquí, y si hay más en el planeta.
—Está bien —contestó Parr, y comprendió que su voz debía llegar sin emoción a la
nave.
Dejó caer el comset, con la mano temblorosa.
No estaba tan bien. ¿Cómo podría matar al Oholo?
Trató de aquietar sus nervios y para eso recordó otros tiempos y otros planetas. Había
enfrentado peligros en diversas oportunidades, y aún estaba vivo. Sólo que el riesgo,
antes, no había sido nunca un Oholo. Y siempre había operado— en Ocupación, y no en
Combate. Recordaba los pocos Oholos en cautividad que había conocido: morían
lentamente cuando se proponían ser obstinados.
Finalmente avanzó hasta la cama y se estiró, desnudo, relajándose lentamente,
sabiendo que ése era el momento de buscar la información pedida. Distendió su cuerpo,
músculo por músculo.
Muy despacio disolvió su escudo mental. Cuando desapareció por completo, empezó a
expandirse, concentrando todo su poder en un haz de pensamiento receptivo localizado
en las altas frecuencias Oholo, incómodamente agudas.
Situó la mente lejana y empezó a avanzar hacia ella; la suya propia temblaba ante la
anticipación del golpe que recibiría si era detectado.
Trató de hacerse no-transmisor. Pudo sentir que se producían fugas alrededor del haz,
y cambió a una frecuencia más baja. Allí se mantuvo en silencio. El esfuerzo afectó su
concentración, y cuando finalmente empezó a recibir pensamientos Oholo, éstos eran
borrosos. Cogió un fragmento aquí, otro allá, con su cuerpo en tensión.
Cuando por fin se relajó, y recompuso sólidamente su escudo, se sentía débil. Se
aferró desesperadamente al escudo, fortaleciéndose contra un posible ataque. No llegó.
El Oholo estaba todavía adormecido por la supuesta seguridad de su ambiente.
Con alivio, y una renovada confianza, Parr se acercó al comset.
—Parr. Informe sobre el Oholo.
—Adelante.
Parr se concentró en lo que diría, y en la forma en que llenaría algunos blancos con su
imaginación. Tenía conciencia de una carencia, algo evasivo que hubiese debido agregar.
Molesto, arrugó la cara. Pero esa carencia se negaba a resolverse en palabras.
—Su nombre es Lauri. Está aquí en una misión que tiene relación con los nativos. No
tengo detalles, pero no tiene una relación directa con nosotros. De eso estoy seguro.
Parece haber varios más en el planeta. Evitan las ciudades, lo que explica el hecho de
que los Avanzados no hayan informado al respecto.
Durante un instante, casi logró recordar eso que se le escapaba, pero nuevamente se
le escapó. Se interrumpió, confuso.
—Advertiremos a los Avanzados. Esto puede ser gravemente inconveniente, sobre
todo si son muchos.
—No podía conocer la cifra exacta sin explorar su mente. Pero si lo hubiese hecho,
quizá no habría podido informar.
—Continúe.
—Abandonará la ciudad dentro de pocos días. ¿Aún desea usted que trate de matarle?
—Sí.
El Oholo, recordó Parr, poseía la mente más poderosa que había encontrado nunca.
El miércoles por la mañana Parr caminó hasta el Biltmore, sin prisa, y sin sentirse
ansioso de enfrentar un Oholo libre y peligroso.
Junto al hotel se arriesgó a establecer contacto: un movimiento velocísimo de su mente
le reveló que la presa estaba aún en el edificio.
Cruzó Olive por la Fifth con luz verde y se dirigió a la Plaza Pershing. Localizó un
banco desde donde podía observar la entrada del Biltmore. Por un instante consideró la
posibilidad de un ataque mental; pero recordó la energía de la mente que había
encontrado y la descartó.
Esperó. Caminó por la Plaza. La mañana parecía interminable.
Arriesgó otro fugaz contacto.
El Oholo seguía allí.
Mediodía.
Comió en un drugstore al otro lado de la calle.
Aún estaba.
A medida que transcurría la tarde, la fatiga de la espera abandonó su cuerpo, y el éxito
de los rápidos contactos le inflamó de confianza. Podía cruzar la calle, entrar en el hotel y
buscar la habitación. Pero se demoró, sin admitir ante sí mismo que aún estaba asustado.
La atmósfera parecía nostálgica, poco antes del crepúsculo.
Conscientemente agrandó sus pupilas para acomodarse a la luz menos intensa,
olvidado ahora del movimiento de las personas en las aceras y del rugido de la ciudad
que se preparaba para las diversiones nocturnas. Aparecieron en medio de la oscuridad,
infinitamente solitaria, las luces de neón, baratos fuegos.
Se movió, incómodo, y se puso de pie. Ya no podía seguir esperando. Un hombre y
una mujer salieron del hotel, y se puso en tensión. Un diminuto jirón de pensamiento, una
risa mental, carente de sospechas, llegó hasta él.
Afirmó el escudo de su mente. Casi no pensaba.
Siguió en la misma dirección de la pareja, por la acera de enfrente.
En Sixth giraron hacia él, esperaron que la luz pasara de amarilla a verde y cruzaron.
Se detuvo a estudiar un anuncio de la Caja de la Comunidad, con sus dos corazones
palpitantes. Sintió una extraña sonda mental, delicada y apologética, que parecía vacilar
ante la idea de entrometerse en la intimidad de nadie. Pasó por él sin detectarle.
El hombre se inclinó hacia la muchacha, una rubia vivaz, y se rió en respuesta a algo
que ella había dicho. Parr les miró pasar y luego continuó la persecución a corta distancia.
Tocó el arma focal que llevaba en el bolsillo derecho: era un disco cristalino, o mejor un
cono de muy baja altura. Un arma de corto alcance, que se apuntaba con la palma de la
mano y se disparaba con una presión pareja sobre los bordes.
Aun con la mente cerrada Parr podía recibir ondas de pensamiento Oholo. Diversión,
simpatía, aprecio. Por un instante creyó que podía haberse equivocado, cuando
reencontró ese aspecto evasivo, una especie de irrealidad que no podía resolver en los
términos de la situación.
Parr se acercó a su presa.
Torcieron en la esquina. Parr cruzó la calle, se acercó aún más, y oyó que k muchacha
decía, riendo:
—...una noche de jolgorio antes de regresar.
La muchedumbre se hizo más densa y Parr se encontró culebreando entre la gente.
Estaba casi lo bastante cerca, la mano que tenía asida el arma focal estaba húmeda.
La pareja entró en un night club; era un sótano. Parr juró para sus adentros. Inspiró
nerviosamente y descendió la escalera. Saludó al portero, ociosamente apoyado contra la
pared.
Vio cómo el hombre conducía a la muchacha a una mesa.
Parr sacó la mano. Sus ojos excitados parecían de vidrio.
Del lado opuesto de la habitación vio el lavabo de hombres: para llegar allí debía pasar
directamente junto a la mesa del Oholo.
Cuando empezó a moverse, una mujer tropezó con él y le hizo perder un poco el
equilibrio.
—¿Por qué no mira por dónde va? —dijo agudamente la mujer, pero él la apartó con la
mano izquierda.
Ella dio un paso vacilante hacia atrás. Se volvió a mirarla; ella desvió la vista y se
tironeó nerviosamente el vestido.
Parr caminó hacia el lavabo, con toda su energía concentrada en el escudo mental.
Al pasar junto a la mesa, la muchacha se movió en su silla.
Sin alterar el paso, Parr disparó el arma focal contra la espalda del hombre.
Ya había pasado la mesa cuando oyó, detrás de él, un «Oh» de inicial sorpresa.
Tenía la mano sobre la puerta del lavabo cuando sintió la confusión en su mente.
Automáticamente abrió la puerta, comprendiendo que algo marchaba mal.
Entró y cayó sobre las manos y las rodillas en las inmundas baldosas, retorciéndose de
agonía.
IV
El dolor se radicaba sobre todo en el cerebro. Ahogó un grito. No podía pensar. Y
entonces, el borde exterior de su escudo empezó a resquebrajarse.
Se concentró. Cada músculo, cada hueso, cada nervio. Se le hincharon las venas del
cuello. Luchó.
En su cabeza estallaban lancinantes lenguas de fuego. Trató de alejarse, gimió,
mientras movía inconsistentemente las manos.
Ella estaba casi dentro de él en ese momento. Casi por completo y a punto de terminar
con él. Los pensamientos de ella eran como dedos que desgarraran una temblorosa carne
sin protección.
Luchó desesperadamente contra ese ataque mental de insoportable ferocidad. Su
memoria exterior fue arrancada, y una parte de su infancia desapareció para siempre.
Sin embargo, había desesperación en el asalto. Pudo sentir cómo ella trataba de
desviar su propio deseo de interrumpir la concentración. Él se endureció, se relajó, arqueó
su cuerpo, mientras peleaba contra ella.
De pronto el ataque se convirtió en una dolorida incertidumbre... La concentración de
ella desaparecía.
La cabeza de Parr era una jalea temblorosa que palpitaba de dolor. Pero ahora podía
resistir, y lentamente la fue expulsando de su mente...
—Volveré —le gritó ella. El odio del pensamiento era feroz—. ¡Te mataré por esto!
Luego sus pensamientos desaparecieron, mientras la mujer reorganizaba su escudo
mental.
A Parr le dolían todos los músculos.
—Se siente mal, ¿eh? —le decía alguien, sacudiéndole el hombro.
Se puso de rodillas con dificultad, moviendo la cabeza a uno y otro lado, mientras
trataba de reagrupar su memoria. Había zonas afectadas totalmente en blanco, una parte
de sí mismo que había sido limpiamente desprendida. Los recuerdos inmediatos, aún no
procesados, parecían flotar libremente, no asociados, demasiado dispersos para que
pudiesen haber sido arrancados, pero no lo bastante para impedir su examen. Jadeaba
mientras trataba de capturarlos y ordenarlos.
Luego empezó a vomitar.
—¿Bebió de más? Seguro, hombre, sin duda que ha bebido demasiado...
Con las palabras llegó la comprensión. No por completo. Se afirmó contra la pared
hasta que pudo erguirse, siempre apoyado. Se volvió y, trastabillando, salió del maloliente
lavabo.
Oyó voces.
—Y cuando él cayó...
—Ella se quedó sentada... Como si estuviera pensando..
—¿Viste cómo la sacudió el policía?
—¡Pensé que ella le iba a pegar con el cenicero!
—¡Y por fin se la llevaron!
Parr caminaba dificultosamente; la cabeza le daba vueltas y la gente le miraba.
Empezó a moverse hacia la salida.
Encontró en el camino un agente de Policía, que le puso una mano en el hombre para
detenerle. Él trató de sacudir la mano, y empezó a pensar, a reactivar sus entrenadas
respuestas, sabiendo que podía tener dificultades con una persona de ese tipo.
Murmuró algo inaudible.
El agente parecía severo.
—No estoy ebrio —dijo Parr—. Náuseas... —El agente parecía incrédulo. Parr movió la
cabeza y recordó un elemento codificado de la psicología básica de los nativos que había
aprendido: el miedo a la muerte—. Fue horrible —agregó—. Horrible, verle en ese
estado...
El agente vaciló.
—En un momento estaba vivo, el siguiente...
—Sí, sí. Mejor será que coja un taxi.
—Aire fresco. El aire fresco me hará bien.
Bruscamente amistoso, el hombre le ayudó abatir la escalera.
En el exterior el malestar empezó a calmarse. Parr esperaba mientras el agente
llamaba un taxi. Subió al taxi y susurró:
—Vamos.
El conductor le miró con suspicacia, pero el policía dijo:
—Está mareado... Simplemente un poco mareado.
El conductor, con un gruñido, accionó la palanca de cambios.
—¿Adonde, señor?
—Vamos —repitió Parr, abriendo la ventana.
Sintió el aire en la cara mientras descansaba en el asiento.
Los recuerdos flotaban como globos. Luchó con ellos. De pronto apareció, a la deriva,
el nombre de su hotel. Antes de olvidarlo, se inclinó hacia delante y se le indicó las señas
al conductor.
El Oholo —una mujer, ahora lo sabía— susurró en su mente, desde muy lejos:
—Mataste al que no era, ¿verdad?
Luchó aterrorizado con su escudo mental, y finalmente consiguió erguirlo. Temblaba.
En el hotel, salió dando traspiés.
—¿Y yo, señor?
—¿Eh?
—¡El dinero! No me pagó...
Buscó en su billetera y le tendió un billete.
Por fin en su habitación, se quitó las ropas y se tendió boca abajo sobre la colcha.
Después de unas horas, o lo que le parecieron horas, su mente logró estabilizarse lo
bastante para el odio.
La odiaba en la oscuridad. Por encima de su miedo instintivo, sentía odio hacia ella.
Pensó que sería capturada durante la invasión. Y con esto desaparecieron todos los
malestares. Sus pensamientos se ajustaron, y recuperó la calma.
Lentamente empezó a dormirse. El sueño le curaría.
Cuando estaba a punto de quedarse dormido, sintió una oleada hostil, demasiado
remota para ser eficaz. Los pensamientos de la mujer chocaron contra su escudo; él lo
disolvió apenas para lanzar una breve respuesta desafiante.
—Te cogeré —respondió ella fríamente.
Después llegó el sueño reparador.
Se despertó y automáticamente estimó los daños. Eran menores de lo que esperaba.
El sueño los había localizado en pequeños compartimientos de confusión.
Supo también qué difícil sería mantener el escudo durante cuatro semanas. Ya
empezaba a fatigarse.
Y la presión no cesaba.
Era una presión suave, insistente. Como si quisiese decirle: «Estoy aquí.» Recordó la
energía de la mente de Lauri y sabía que ella podría mantener la presión por más tiempo
que él su escudo. Una vez, durante el entrenamiento, había conservado el escudo
durante casi trece días; pero ahora, con su energía minada por la actividad física, por
múltiples problemas administrativos, y por la misma presión...
Sacudió con fuerza la cabeza.
Miró su temo: tuvo un escalofrío cuando recordó lo mal que se había sentido y cogió el
teléfono para encargar ropas nuevas.
La presión. Tendría que aprender a acostumbrarse.,:
Más tarde, con la voz aún vacilante, llamó a la nave.;
La respuesta fue restallante:
—¡Imbécil! ¡Ella ha puesto sobre aviso a los demás! Pudimos recibir su mensaje. Hay
otros cuatro por allí.
Parr trató de pensar en una excusa, pero sabía que de cualquier modo era inútil.
—Debió usar la cabeza —dijo la nave—. ¿Por qué pensó que el Oholo era
necesariamente un varón?
—No... No sé.
—¿Ignora lo que ocurrió en Zelta a causa de un avanzado que se descuidó? ¿Quiere
que eso mismo ocurra aquí?
—Yo...
¿En Zelta? Era algo familiar que él debía recordar. Maldijo en silencio y buscó otros
recuerdos, trató de saber cuánto había perdido. Sin querer, recordó una vieja advertencia:
«Nunca subestimes a un Oholo.» Alguien se lo había dicho alguna vez. «Piensan distinto
que tú...» ¿Cómo nadie podía esperar que él pensara como un Oholo?
—No puedo pensar como un Oholo —?dijo sin entonación.
—Sí que podría...
—¿Que yo podría? Y ellos, ¿cómo han dejado un flanco como éste sin protección?
¿Por qué no tienen este planeta en custodia hace largo tiempo? ¿Cómo podría yo pensar
así? No son lógicos. ¿Cómo hubiera podido imaginar que pondrían una mujer...?
—¡Parr! —ordenó la voz de la nave.
—Lo siento.
—Este gesto de insubordinación constará en su hoja. Parr apagó el comset.
—¡Maldito sea! —pensó con furia. Y luego, disolviendo por un instante su escudo—:
¡Maldita seas! Ella no respondió.
Oyó un golpe en la puerta. Un hombre le traía un terno nuevo.
Eran casi las diez cuando Parr llegó al depósito. Las ventanas estaban llenas de sol y
desde una de ellas miró el interior limpio y ordenado.
Los hombres de la mueblería estaban esperando. El conductor estaba furioso, su
asistente mostraba indiferencia. Ya había una cola de gente que buscaba trabajo. Miraron
con curiosidad a Parr mientras cruzaba y abría la puerta del depósito.
Parr, con la mano en el picaporte, le dijo al conductor del camión:
—Entre las cosas.
El hombre gruñó y cogió del asiento una factura.
—Aquí está la cuenta,,. ¿Quiere hacerme el favor de pagar ahora, antes de que
descarguemos? —Sacudía la factura para atraer la atención de Parr.
Éste miró la suma. Buscó su billetera y le entregó el dinero. Cuando terminó, sólo
quedaban dos billetes.
—Ahora entre todo.
—Muy bien.
Parr subió inmediatamente al terrado. El cobertizo había sido suprimido, de acuerdo
con sus órdenes, y la tolva estaba instalada.
Había dos paquetes en la parte superior. Uno, de dinero; el otro contenía los paquetes
falsos de muestra. Los recogió.
Bajó la escalera, mientras abría uno de ellos. Vio los verdes billetes de Banco; una vez
abajo, los guardó en una gaveta del escritorio recién llegado, y en otra los paquetes de
muestra. Cogió una de las sillas, la acercó al escritorio y se sentó.
Miró hacia la puerta.
—¡Eh, usted! —llamó. La que está primero. ¡Pase! —, Cuidaba su acento, consciente
de la necesidad de dar buena impresión a los trabajadores que esperaban. Le alegró ver
que su acento era casi perfecto.
Era una mujer de mediana edad y aspecto frágil.
—Mi nombre es Anne, señor.
—Muy bien —respondió él, al tiempo que cogía un billete—. Me he olvidado de traer
papel y bolígrafos. Lleve el dinero y cómpreme, por favor. Puede quedarse con la vuelta.
—Sí, señor —respondió ella, con los ojos muy abiertos.
No necesitó mirar hacia la puerta para saber que había logrado impresionarles.
Apenas la mujer se fue, Parr se echó atrás en la silla y dijo al resto de la fila:
—Pueden entrar.
Todos pasaron al interior.
Parr les miró mientras se sentaban. En ese momento tuvo conciencia de ella, Lauri,
que mantenía la presión contra él, y recordó la noche anterior. Se concentró para alejar
esta imagen y trató de analizar sus sentimientos con respecto a los nativos: eran una
mezcla de irritación e indiferencia.
—Voy a decir esto una sola vez —anunció—. Espero que los que están presentes se lo
comuniquen a los que vayan llegando. Cuando concluya, comenzaré las entrevistas
personales.
Colocó ambas manos sobre el borde del escritorio. Examinó los rostros, y dejó que su
mente se relajara. Las palabras que debía pronunciar —habían sido grabadas en su
mente en la nave— emergieron a la superficie. Vio que estaban completas, y que no
habían sido tocadas por su choque con el Oholo. Frunció el ceño y comenzó, tratando de
comunicar que estaba pesando cuidadosamente cada palabra.
—Pienso contratar a varios de los presentes para que me ayuden a ordenar y distribuir
paquetes de literatura promocional. Los contratados recibirán cinco dólares por hora de
trabajo.
—Sí, señor... Pero ¿cuándo cobraremos?
—Cuando lo deseen. Al comenzar cada jornada; ¿les parece bien?
—Así se habla —dijo el que había formulado la primera pregunta.
Los demás parecían sentirse culpables por haber dudado. Parr carraspeó con fuerza,
deliberadamente.
—La jornada de trabajo puede llegar a catorce horas, según las circunstancias.
Ya no hubo preguntas.
—El material de publicidad llegará empaquetado y con la dirección impresa. Un
helicóptero lo depositará en el terrado. El trabajo consiste en ordenarlo y cargarlo en los
camiones. Esto llevará, en total, unas tres semanas.
La presión no se alejaba de su mente. No era violenta: simplemente estaba allí. Se
retorció interiormente. Exteriormente su apariencia y su voz eran tranquilas.
Otro hombre dijo:
—Escuche, señor: me gustaría estar seguro de una cosa. ¿No se trata de explosivos,
ni de algo peligroso?
Parr estaba preparado para oír esa pregunta. Casi sin pensarlo, cogió uno de los
paquetes de muestra, y lo puso sobre el escritorio.
—Ningún peligro. No hay instrucciones especiales que dar. Los paquetes deben ser
manejados como correo ordinario. Aquí tengo un paquete de muestra. —Arrancó una
parte del papel de embalaje, y dejó a la vista una cantidad de folios de material impreso.
Pasó el pulgar por los impresos.
—El carácter de nuestra publicidad es un secreto por ahora, pero —mintió— éste es el
aspecto que tiene. —Depositó el paquete sobre la mesa—. Nada más que papel.
Eso sí que era verdad, y sonrió al pensar en la desorganización que se podía lograr
solamente con un poco de papel. Sintió cierta emoción cuando pensó en la flota invasora,
que atravesaba silenciosamente el hiperespacio para su cita con la Tierra.
—Por supuesto, hay una razón que explica nuestros altos salarios —explicó. Las
palabras brotaban automáticamente—. Queremos alcanzar el mercado antes... —la frase
y la vacilación habían sido aprendidas para reforzar el efecto—, antes que la
competencia.
Miró las caras una por una, como si estuviese buscando espías de la compañía rival.
—Los primeros días sólo habrá trabajo para unas pocas horas diarias. Igualmente,
recibirán paga por jornada completa de ocho horas.
Dejó de hablar. La gente parecía muy excitada.
—Apenas la señora regrese con el papel, daré comienzo a las entrevistas. El personal
contratado recibirá una bonificación extra de cincuenta dólares antes de salir del edificio.
La mujer volvió y Parr inició las entrevistas individuales. Sus preguntas eran las
corrientes. A mediodía, tenía suficientes trabajadores, e hizo que uno de ellos dejara
afuera un cartel trazado con un rotulador, que ponía: «No hay más vacantes.»
Luego cerró las puertas y reunió a su flamante personal.
—Si os ponéis en fila, os entregaré la bonificación. Cada uno deberá darme su nombre
para que lo coteje con la lista, y luego firmará un recibo. He tomado bastante gente para
reemplazar a cualquiera que falte mañana, de modo que no habrá más vacantes, ni la
menor posibilidad de ganar una segunda bonificación... El trabajo comienza mañana por
la mañana, a las nueve en punto. A esa hora tendré aquí alguien que se ocupe de llenar
el formulario de empleo del Gobierno para cada uno.
Se sentó en el escritorio, y contó los billetes, que ordenó en prolijas pilas. Los
empleados firmaron su recibo y cogieron su bonificación.
Por la tarde, terminó los arreglos con los camioneros y encontró una mujer que se
ocuparía de los formularios y las cuestiones de personal. Hasta le quedó tiempo libre para
comprar un poco más de ropa y algunos artículos personales.
Al anochecer, cómodo y desvestido en la cama del hotel, sintió que la presión sobre su
mente fluctuaba un poco.
V
La Oholo, Lauri. Una mente poderosa, sí. Pero poco entrenada.
Al comprenderlo, Parr sonrió, porque atestiguaba su superioridad, una superioridad que
debía haber reconocido desde el principio. Tenía que vérselas con una principiante, una
Oholo que no había recibido ni siquiera la instrucción más elemental en tácticas de lucha
individual.
Lo que estaba haciendo en este momento era absolutamente obvio para un
profesional: recorría la ciudad para localizarle. Pero al enfocar la presión desde distintas
direcciones, no sólo le localizaría a él, sino que le revelería sus movimientos.
Con cautela, Parr puso en marcha un procedimiento de defensa. Paso a paso, empezó
a hacer frente a la presión sin permitir que llegara hasta su escudo. Luego, presentó una
resistencia variable contra las interrogantes pulsaciones, endureciéndose o debilitándose,
para compensar los movimientos de ella.
Muy pronto, ella comprendió qué ocurría, y alteró agudamente la presión. Él hizo lo
mismo un segundo más tarde, conservando la ventaja. Ella la alteró nuevamente, y él
respondió. Iguales.
Casi podía sentir la furiosa confusión de la mujer. Un momento después, ella convirtió
la presión en un esquema rítmico, un arrullo monótono que no era resultado de variación
de la distancia, sino de la deliberación. Parr sabía que podía esperar, y ocurrió quince
minutos después: ella rompió el ritmo y trató de atacar. Él no se había adormecido por el
ritmo y paró el golpe con facilidad.
El esquema rítmico volvió. Cada rato, ella intentaba sorprenderle con las defensas
bajas, pero su escudo mental podía contrarrestar el choque.
Ella era persistente.
Por fin, Parr se cansó. Se sintió fastidiado y luego exasperado.
Entonces ella cambió de táctica. Aumentó la presión, lenta e inexorablemente, sobre
sus defensas. Él la bloqueó, la devolvió, se retiró, y así sucesivamente; pero pronto tuvo
la frente cubierta de transpiración y, abandonando la defensa, se lanzó al ataque.
Ella le bloqueó, y ambos se afrontaron en una lucha mental de energía que aumentaba
en espiral, y que desgastaba a Parr de segundo en segundo.
Ella mantuvo la presión más tiempo del que él habría creído posible. Y cuando cedió,
desapareció. Su mente perdió el contacto; y en lugar de relajarse, preparó su escudo en
previsión de un brusco asalto.
Pero no llegó. En cambio, retornó la presión suave e insistente, que sus esfuerzos no
lograban evitar. Ahora debía estar inmóvil, porque la presión no variaba.
Su cuerpo había estado tenso durante largo tiempo. Le dolía y se sentía físicamente
exhausto. Sus manos temblaron un poco mientras se frotaba una pierna, esperando que
recomenzaran las variaciones espaciales.
No fue así.
Pero ya no era tan brillante su confianza inicial, generada por la comprensión de la
inexperiencia de la muchacha.
La presión misma le causaba un desgaste emocional. Deseaba poder bajar el escudo
mental y relajarse por completo; pero aun desde larga distancia un ataque mental le
dolería como una herida.
Con esa tensión no podía dormir. La incomodidad crecía. Trató de ignorarla, y se
esforzó en recordar su pueblo natal. Hacía largo tiempo que no pensaba en él, y al
principio le resultó difícil. Luego la nostalgia abrió las puertas de su memoria: la gente que
se oponía en silencio al Imperio, aquel granjero jehi que una vez había hablado sobre
planetismo en su clase, y que después había sido ejecutado, el olor del aire, la mirada en
los ojos de la gente, la noche... las estrellas.
Las estrellas frías, brillantes, remotas: los símbolos imponentes del Imperio...
Pensó en éste, y su propio planeta le pareció pequeño y poco importante. El Imperio,
con su resplandeciente sistema de capitales, las limpias arterias comerciales, las masas
de ciudadanos con un propósito, la fuerza y el poder que emanaba del conjunto, su
justicia esencial... Era algo que se podía sentir y oler en el aire, algo en que se podía
creer, algo en lo que uno podía perderse.
Algo muy fuerte, que derrotaba la oposición y rodaba magníficamente por la corriente
del tiempo, destruyendo y absorbiendo, cada vez más hambriento y eterno. Él era parte
de él, y su fuerza le protegía. Era más fuerte que cualquier otra cosa; no había dudas
acerca del Imperio.
También una sola Oholo era fuerte.
Se movió incómodo en su cama, incapaz de discernir qué era lo que le molestaba
cuando pensaba en el Imperio. Sus pensamientos recorrieron todo el círculo, y retornaron
al punto de partida.
Por un momento le pareció que su mente era una superficie pulida y brillante, como un
huevo que flotara dentro de su cráneo, suspendido de invisibles hilos de sensaciones que
llegaban hasta el exterior.
La habitación estaba llena de luz de luna.
Fascinado, estudió el papel mural, cuyo dibujo de flores se repetía entre líneas azules
apenas oblicuas. Se concentró en la áspera textura del papel, y dejó vagar los ojos hacia
abajo, donde el papel se unía con el zócalo color crema. Advirtió un pequeño desgarro
que mostraba el yeso, y, sobre el piso de madera, una línea de polvo blanco. El borde de
la alfombra se estiraba futílmente, sin llegar hasta la pared.
Una suave brisa penetraba entre las celosías semiabiertas, henchía las cortinas de
encaje, llegaba hasta la cama y hasta su cuerpo.
Era culpable de algo.
Intrigado, arrugó la cara. ¿De qué era culpable?
No pudo responder. La luna se ocultó detrás de una nube, y sintió depresión, y una
aguda y amarga soledad. Aterradora, imposible de designar con un nombre.
Entonces, de pronto, su mente se vio obligada a apartarse de sus pensamientos.
Supo que no estaba contrarrestando los movimientos de la Oholo. La presión que
sufría era firme, pero no porque ella no se moviera. Compensaba sus movimientos: esto
exigía una habilidad mental que él jamás podría igualar. Había aprendido rápido, y casi
había burlado las defensas de Parr. Espantado, sondeó más allá de su escudo, y tuvo
conciencia de la distancia a que se encontraba. Se incorporó, con un escalofrío. Estaba
ahora mucho más cerca. Desesperado, lanzó un ataque, cerrando los ojos y olvidando
todo lo demás.
Ella lo paró fácilmente y lo devolvió con bastante violencia como para obligarle a
parpadear.
A partir de ese momento, y durante dos horas, combatieron. Resistió la presión,
pensando que producirla involucraba un esfuerzo que ninguna mente podía realizar
indefinidamente.
Pero ella no cedió. Dejó de lado su intención de aproximarse y trató en cambio de
quebrar su voluntad de resistir. Él se defendió con toda su energía, mientras contemplaba
la luz lunar sobre la alfombra.
Se fatigó hasta el punto de querer gritar y negociar con ella. Advirtió que utilizaba dos
veces más energía que él mismo.
Pero entonces ella comenzó a debilitarse. La presión se estabilizó, y Parr pudo sentir
que estaba exhausta. Había terminado por esa noche.
Las sábanas de su cama estaban húmedas, y todo su cuerpo temblaba. Hubiese
querido gimotear y quejarse.
Lentamente llegó el sueño, y la influencia del Imperio, la influencia que se hacía visible
en los planetas conquistados, se apoderó de él.
Que de alguna manera —lo sabía— era culpable de algo.
Aún estaba fatigado cuando se despertó instantáneamente alerta. Aparentemente ella
dormía aún, aunque sostenía la presión contra él.
La madrugada trajo un día nublado, y los ruidos de la calle —el movimiento, los coches,
los autobuses— entraron claramente en la habitación.
Examinó su escudo mental: todavía estaba sólido. Se pasó la mano por la frente, y se
apretó las sienes.
Pensó en la Oholo dormida.
Dejó caer por completo su escudo, aun sabiendo que ella se enteraría. Se estiró
mentalmente, con infinito alivio, durante un precioso segundo.
—Hola —dijo, dirigiéndose a Lauri—. Hola —rugió, lleno de excitación..: No hubo
respuesta.
—¡Hola! ¡Hola!
Armó su escudo, y lanzó el odio que sentía hacia ella y hacia todos los Oholos, con una
fanfarronería casi patológica. No podía contener un destructivo impulso de venganza.
Bajó su escudo y lentamente, en detalle, le transmitió todo lo que pensaba hacerle cuando
la sorprendiera desarmada y desvalida. Permitió que su odio saltara y la acariciara, y los
detalles de los suplicios que le prometía estaban grabados con el ácido de la pasión. Algo
después, sintió que ella temblaba al sentir sus pensamientos: parecía yacer delante de él,
indefensa, urgiéndole a mayores excesos imaginativos...
Y entonces le envió un violentísimo golpe que cogió a Parr descuidado, semejante a un
cachiporrazo entre los ojos.
Alzó el escudo. Instantáneamente sintió la culpa de la noche anterior. Estaba furioso
contra sí mismo, como si hubiese actuado sin quererlo, no como debía hacer un Knoug.
La enloquecedora presión regresó. Implacable, paciente. No era posible responder.
Terminaría por volverse loco si no encontraba alguna esperanza de liberación. Tembló, y
la sensación de depresión que le había traído esa noche era aún más oscura y terrible a
la luz del día.
Se levantó de la cama y llamó a la Avanzada, en voz grave y equilibrada.
—Parr. Todo marcha normalmente.
—Bien.
La voz de la nave era hiriente y acusadora. Era una voz que sabía, que durante la
noche había descubierto en él algo secreto y horrible. Hubiese querido humillarse y pedir
perdón.
¡Absurdo!
Se mordió nerviosamente los labios.
—¡Esa maldita mujer! —chilló.
—¿Eh?
—¡Esa maldita mujer!
—¿Qué ocurre? ¿Está bien, Parr?
—No, nada. —Se relajó súbitamente—. Todo marcha bien.
—¿Está seguro?
—Sí —respondió—. Estoy un poco nervioso.
Le ordenó al conductor que se detuviera. Era un edificio de ladrillo rojo, con columnas,
en decadencia. La acera estaba sucia y rota. La gente se movía animadamente por las
calles, como desprendimientos del vórtice humano de la parte alta de la ciudad que
flotaban hacia los suburbios. Téjanos, combinaciones de trabajo usadas, ternos baratos
desplanchados, cuellos y camisas arrugados. Las caras eran delgadas, huecas, y los ojos
rojizos y fatigados. Parecían juguetes a cuerda casi sin cuerda.
Parr gruñó ante los olores de la zona y, al enderezarse para pagar el taxi, reparó en los
rostros derrotados.
Pero aquí estaría protegido. Miró una cara dolorida, sintió piedad, despreció esa
emoción como si la considerara indigna, pero no dejó de sentirla. Podía comprender el
testimonio de ese rostro, pero el disgusto regresó, y bloqueó su mente, negándose a
pensar más tiempo en los nativos...
Ocupó una habitación en el viejo hotel. Colgó su temo extra en un armario. La pared
grisácea tenía manchas de humedad ocultas por la escasa luz; la alfombra estaba sucia y
gastada. Sobre la cómoda había una Biblia casi nueva.
Las sábanas, como descubrió al abrir la cama, eran amarillentas: el colchón se hundía
en el centro, y el elástico estaba desvencijado y desprendido en los bordes.
Inmediatamente informó a la Avanzada su nueva ubicación y los motivos del cambio.
Al salir del hotel volvió a experimentar aquella sensación de culpa: detuvo a un anciano
que llevaba una camisa manchada y le dio varios billetes. Sobornar la desesperación le
hizo sentir mejor.
Cuando regresó, su confianza estaba renovada. Había sido inteligente elegir esta
situación. Pensó que la Oholo pasaría revista a la ciudad, pero rechazaría
automáticamente esta zona. Le llevaría su tiempo encontrarle.
Con todo, la mente de la mujer no buscaba el contacto. La presión era de carácter
general, lo que sugería que no trataba de saber dónde estaba.
Miró por la ventana, y vio el pálido reflejo de neón de la acera. Ella ni siquiera estaba
en movimiento.
Aguardó. De pronto se sintió erizado.
Cuando ella empezó a moverse, la presión siguió siendo generalizada.
Controló su posición, y encontró una resistencia que dispersaba sus pensamientos.
Pero en el instante mismo del contacto supo que ella se había acercado.
Asustado, cerró estrechamente su escudo.
El suspenso crecía en su mente.
Contó sus latidos para aquietarse. Trató de relajarse. Luego volvió a controlar la
posición de Lauri. Eso significó recibir un rápido zarpazo, porque ella estaba lista para la
respuesta. Y además estaba más cerca, y parecía avanzar confiadamente.
Parr se vistió.
Ella golpeó con todo su poder desde algún lugar próximo.
En la mente de Parr brotaron el asombro y un abyecto terror. Hizo lo posible para
fortalecer su escudo, pero ella lo abrió, introdujo un tentáculo ardiente de pensamiento
dentro de su mente y la hirió, como si fuese un animal vivo, antes de que él lograra
expulsarla.
Gradualmente comprendió que ella no estaba lo bastante cerca para un ataque mortal.
Vaciló junto a la puerta, con la mente entumecida, como si hubiera oído una gigantesca
explosión al lado de su cara.
Y se encontró en la calle, vestido a medias. Encontró un taxi, y su estado de confusión
podía haber durado dos o veinte minutos. Ahora, ella no intentaba atacarle: simplemente
se aproximaba.
Antes de que el taxi arrancara, la vio. A dos manzanas de distancia. Acercándose. Su
cara era inexpresiva, pero aún tan lejos... sus ojos... ¿O era su imaginación? En su
bolsillo, el arma focal... El taxi arrancó. Por la ventanilla le apuntó, pero el disparo,
silencioso y letal, se perdió en la noche. La distancia era excesiva.
Sufrió un nuevo ataque, aunque tardío. No le resultó difícil resistir hasta que el taxi se
alejó. Ella renovó la presión, y él pudo volver a pensar.
Y supo, en el fondo de su mente, que pronto volverían a encontrarse. Y tembló,
pensando en el resultado del encuentro.
Parr se sentía mal. Increíblemente, ella había logrado sobrepasar sus cálculos. Había
pensado que él huiría en una dirección inesperada, hacia la zona pobre de la ciudad.
Respiraba con dificultad, y para encontrar alivio recordó su propio planeta... Era
pequeño, su cielo bajo era muy azul, y se encontraba profundamente enclavado en el
Imperio, al que servía de estación comercial, y muy lejos de la Tierra. De chico había
visitado con frecuencia el puerto espacial a contemplar las naves. Recordaba cuánto le
había excitado siempre ver su plateada hermosura y su desnuda violencia. Eran un
símbolo del Imperio...
El chófer del taxi le había dirigido varias veces la palabra. Respondió:
—A un hotel. Cualquiera.
Había sido afortunado estar más allá del alcance efectivo. A ella no le hubiera resultado
difícil situar el hotel preciso y acechar debajo de su ventana.
Su mente estaba nublada y confusa.
Y había sido herido. No sólo mentalmente. No sólo físicamente. Y quería herir a
alguien.
Escuchó el ruido del freno. Podría dormir esta noche: ella no podía imaginarse su
actual destino, establecido al azar.
En el nuevo cuarto de hotel descubrió que el cuerpo le dolía y le picaba.
La mujer reiniciaba la búsqueda.
Debió resistir durante más de una hora, y luego pudo dormir, manteniendo
subconscientemente su escudo en delicado equilibrio.
VI
El día siguiente Parr fue primero al correo y de allí al depósito. Llevaba consigo tres
grandes sobres, cada uno de los cuales contenía una lista o una guía, las primeras
respuestas a sus pedidos. Las llevó al terrado, y tachó de su lista las tres ciudades. Más
tarde, el helicóptero descendería en medio de la noche, las llevaría, y al día siguiente
traería los paquetes comprimidos y rotulados, uno para cada familia, con los sellos
correspondientes. Los paquetes, al recuperar el tamaño normal, se convertirían en un
inmenso montón que los nativos deberían ordenar y distribuir. Parr —lo sabía— sólo era
uno entre muchos avanzados. La carga llegaría durante la noche a todos los puntos de la
Tierra, mientras la Avanzada giraba lentamente en torno del Globo, detrás del Sol.
Lo que se proponían los Knoug era una acción total. En una zona, utilizaban el sistema
postal del Gobierno; en otra, la entrega privada; en otra, el establecimiento de centros
especiales. La Tierra había sido cuidadosamente estudiada por cuatro expediciones de
inteligencia. Era un planeamiento inconcebiblemente complejo, posible sólo merced a la
extrema especialización de un conjunto de seres donde la obediencia suprimía la fricción.
Esa noche, Lauri aumentó la presión —o así le pareció— y sacudió la cabeza como un
pez que ha mordido el anzuelo. Caminó con mayor rapidez, murmurando.
Sabía que la solución era la distancia. Una solución parcial, porque no podía alejarse lo
suficiente para perderla, dada su misión.
Oyó el estrépito de un tren interurbano, que se detuvo en un apeadero próximo. Corrió
varias decenas de metros para alcanzarlo.
Mientras corrían hacia el océano sintió la disminución gradual de la presión. No era una
disminución tan acentuada como la que habría sentido si ella trataba de centrar su ataque
mientras él huía. Se relajó. Unos kilómetros más lejos sintió que la presión variaba,
mientras ella controlaba con cierta sorpresa, llena de interrogantes que él pudo rechazar.
Con que sólo mantuviera su escudo, Lauri necesitaría varios días para localizar algo más
que la dirección general.
Sintió que el exceso de tensión se retiraba de sus músculos, y hasta pudo interesarse
en el paisaje, y estudiar apreciativamente los edificios. La incongruencia de la arquitectura
era menos visible que antes, debido a su mayor vinculación con los esquemas de
pensamiento de los nativos.
Vio algo extraño. Un templo de estilo español, de techo bajo, agradablemente utilitario,
donde no se veía otro disparate que la resplandeciente torre dorada que lo coronaba,
iluminada por una cruz de neón.
Se alejó.
Y vio una tienda de antigüedades, rodeada de una serie de caminos radiales como una
araña somnolienta. Y lo más paradójico: el falso glamour de los anuncios que prometían a
los espectadores una excitación que deberían hallar en ciertos locales, pero que no
hallarían... Seguramente serían incapaces de hallarla en ninguna parte... Parr se sintió
bruscamente triste.
Extraños los nativos. Y extraño pensamiento, éste, para un Knoug. Y experimentó
entonces una violenta conmoción interior que puso en fuga la tristeza. Le alegró poder
numerar los días que faltaban para la invasión. La experiencia emocional del peligro, la
prueba y la obediencia eran el preludio del alivio.
Parr se sintió profundamente descansado.
Descendió en Santa Mónica: la niebla nocturna brotaba del mar como una mano.
Cruzó la ancha avenida y se dirigió al Hotel Mira Mar. Desde la habitación, miró el
parque interrumpido por una sombría elevación que descendía en forma irregular hacia la
distante carretera. Más allá había edificios que parecían inusitadamente pequeños
comparados con la perspectiva del mar. La playa se curvaba hacia Malibú, en el Norte, y
el mismo mar parecía manchado, cerca del muelle del Ocean Park, por el violento brillo de
las luces rojas de neón.
Pero la niebla tranquilizaba el conjunto y lo aislaba. Poco más tarde, no había del otro
lado de la ventana otro mundo que el gris y húmedo de la niebla.
Parr se sentía aún excitado. Proyectó sus pensamientos hacia el futuro, y pudo
imaginar la fulgurante explosión del Sistema Oholo. Las hogueras atómicas incendiarían
uno tras otro los planetas del núcleo del sistema, reduciéndolos a cenizas, en tanto que
los mundos de la periferia terminarían por capitular ante el poderío Knoug, y tendrían, más
adelante, un sentido y un destino.
¿Y qué más?
Las dudas no se alejaban.
Era culpable de algo.
Tenía las manos apretadas contra el marco metálico de la ventana, y los nudillos
blancos. Miraba la niebla y trataba de evocar el poder del Imperio para reconfortarse.
Un recuerdo. Una rebelión de Knoug, de los mismos Knoug, en una luna pequeña y
distante...
La depresión regresó.
...Lauri tardó cuatro noches en localizarle.
VII
Su cuerpo estaba exhausto, el rostro tenso, los ojos pesados. Como agua que goteara
incesantemente, la presión le agotaba. La noche anterior, ella le había encontrado en
Long Beach.
Parr había encontrado la euforia después de la depresión, y las dos se alternaban
desde entonces, con picos cada vez más altos.
Frotaba nerviosamente sus manos.
...La flota de camiones ya estaba organizada y lista para entrar en funciones.
La nave enviaba su carga todas las noches. Había enviado nuevas cartas a las
ciudades que no le habían contestado, y por fin recibió las respuestas.
El depósito estaba casi lleno, y ya había algunos camiones que esperaban.
Continuamente los paquetes caían por la tolva, eran separados, ordenados y apilados.
Parr estaba inquieto. Temía un accidente, la rotura de algún paquete, la suspicacia de
alguno de los trabajadores, un incendio... La Oholo, la culpa, la depresión.
Escuchó el informe de la nave. La mayoría de los Avanzados habían entrado en
operación. No se habían producido accidentes irreparables. Algunas zonas inaccesibles
habían sido dejadas de lado. Unos pocos Avanzados habían sido llamados a la nave,
para cumplir tareas indispensables. Uno había muerto en Alemania, y le habían
reemplazado. La estima de la parte del mundo que quedaría cubierta alcanzaba a más del
setenta por ciento en las zonas industriales y semi industriales: esto excedía con mucho el
mínimo efectivo, y sólo era inferior al ideal imposible.
Luego habló con uno de los camioneros. En verdad, no oía sus palabras, mientras se
frotaba los dedos a ritmo creciente.
Odiaba al hombre, como odiaba a toda la gente que había en este edificio y en este
planeta.
—Tendrá que pagarme las horas extra —decía el hombre, encogiéndose de hombros.
—Está bien —respondió Parr, irritado—. Y ahora escuche: lo más importante es que
cada partida sea enviada por correo en el momento preciso. Su bonificación está sujeta a
esta condición.
—Bueno —contestó el camionero.
—No insistiré jamás lo suficiente en este punto —dijo Parr, mientras le tendía una serie
de anotaciones: era información sobre las oficinas de correos que aseguraba la máxima
simultaneidad de la distribución, y había sido compilada por la nave.
—Usted debe entregar la partida de Seattle, ¿verdad? Sí, es la número dieciocho de la
lista. Cuando el camión esté cargado, puede salir. Y le pagaré las horas de espera.
—Aquí tengo la cuenta —respondió el hombre.
Ambos se inclinaron sobre ella, y luego, una vez que el camionero se marchó, Parr se
echó atrás y miró el cielorraso, con los nervios temblorosos.
Sabía finalmente por qué era culpable. El conocimiento llegó bruscamente, desde
ninguna parte, como un choque eléctrico, y le dejó atontado. Hubiese querido,
lógicamente, pruebas; pero no había pruebas. Había ocurrido así; era así, y estaba más
allá de la lógica. No había nada en su memoria al respecto. Por un momento pensó que
podía haber perdido ese recuerdo durante la primera y terrible acometida de Lauri; pero
—sin ninguna razón— sabía que no se encontraba en la zona de su memoria que ella
había destruido. La mujer Oholo tenía alguna relación, pero no de esa manera... Y él,
Parr, era culpable de una traición. No podía recordarlo, pero era así. ¿De qué? ¿Cuándo?
¿Cómo? Lo ignoraba. Ignoraba cuál era esa traición, pero tenía una abrumadora
conciencia de su culpabilidad. Fatigadamente, dejó caer la cabeza. Una traición...
—¿Señor Parr?
—¿Eh?
—Hay algo pesado en este paquete... Esto no es papel. Me parece que es algo de
metal... Vea, señor Parr, no quiero mezclarme con nada que no esté claro. Usted dijo que
todos los paquetes tenían impresos... Me gustaría saber qué hay en éste, si no tiene
inconveniente.
Parr hubiese querido saltar de su silla y golpearle. En cambio, se relajó.
—Lo que usted quiere es abrir el paquete, ¿no es verdad?
—Sí, señor Parr.
—Entonces ábralo.
El hombre, que esperaba una negativa, vaciló.
—Vamos, ábralo —insistió Parr.
Su cara no demostraba ninguna expresión, aunque debajo del escritorio tenía sus
manos fuertemente apretadas.
Y en el último segundo, cuando los dedos del hombre empezaban a abrir el envoltorio,
Parr se inclinó hacia delante.
—Un minuto. No será necesario echar a perder ese paquete... salvo que usted insista.
El hombre miró a Parr. Se sentía incómodo.
Era una cuestión de tiempo. Los acontecimientos estaban suspendidos en un delicado
equilibrio entre la seguridad y el riesgo. Parr, casi con excesiva indiferencia, abrió una
gaveta del escritorio.
—Creo que aquí tengo algunas de las muestras metálicas —dijo, buscando algo en el
interior.
Su mano encontró la pila de brillantes discos falsos de muestra, y los dejó caer
descuidadamente sobre el escritorio. Uno rodó hasta el borde y cayó al suelo.
Confundido, el hombre se inclinó para recoger el que se había caído y lo estudió con
curiosidad.
—Y esto... —dijo.
—Ése es nuestro producto —mintió Parr—. Incluimos más o menos uno cada cien
paquetes. Los folletos explican para qué sirve.
El trabajador inclinó lentamente la cabeza.
—Así que como puede ver —dijo suavemente Parr— son perfectamente inofensivos.
—Ajá... Ya veo... Una cosa como esos discos huecos que la gente usa para curarse el
reumatismo, ¿no?
—Más o menos —respondió Parr, más tranquilo—. Pero si quiere, abra el paquete.
—¡Noooo! —respondió el hombre—. ¿Para qué?
Las manos de Parr se retorcían de furia bajo el escritorio.
—¿Me dice su nombre, por favor? —preguntó con aspereza. El hombre se miró el
dorso de las manos.
—Vea, señor Parr, yo no quería decir... Parr le hizo callar con un gesto.
—No, no —manifestó en tono conciliador—. Pensé que podría interesarle trabajar en
nuestra gran planta del Este.
Se reprochó por la aspereza con que le había pedido el nombre: era demasiado
temprano para una reacción así.
—Me llamo George... George Hickle —dijo excitado el aludido—. Tengo buenas
recomendaciones de otros trabajos.
—¿Dónde vive, George?
—En Bixel... Cerca de Wilshire, sabe...
—¿Y su dirección exacta?
George se la dijo. Parr tomó nota.
—George Hickle... aja.
—Le agradecería mucho si me tuviese en cuenta.
—Muy bien. Buenas tardes, Hickle... Debe volver al trabajo ahora, ¿no es verdad?
Cuando había cruzado la mitad del salón, Parr trazó una gruesa línea alrededor del
nombre. Mientras lo hacía, rompió la mina de su lapicero.
Al mismo tiempo, la presión de su mente se desvaneció.
Aliviado, dejó caer su escudo por primera vez en lo que le parecían años. Antes de que
pudiera rectificar el error, Lauri le atacó con toda su energía.
El dolor rugió en su mente. Por la violencia del ataque dedujo que ella debía estar
cerca del depósito. Había sido una rápida puñalada que dejó su cerebro palpitando. Gimió
de odio y furia.
La presión retornó.
Lenta y seguramente, ella se acercaba. Había golpeado demasiado pronto: ahora
comprendía su error y acortaba la distancia, demorando el asalto final hasta que estuviera
segura de la victoria.
Parr se puso de pie y fue hasta la puerta, rozando un grupo de sorprendidos
trabajadores.
Un taxi pasaba por la calle. Lo llamó, pero no se detuvo. Entonces corrió, dobló la
esquina, y siguió corriendo. Sus tacones resonaban sobre el pavimento caliente.
Corrió durante varias manzanas. La transpiración corría por su cara, y los transeúntes
le miraban con sorpresa y trataban de ver qué le perseguía. Cuando finalmente se detuvo,
estaba temblando. Se miró curiosamente sus propias manos, y luego miró alrededor.
Tragó saliva. El mundo se fue tornando más firme mientras respiraba agitadamente.
Fue hasta el aeropuerto.
De allí llamó por teléfono al depósito.
—¿Oiga? Quiero hablar con Hickle... Hola, Hickle, habla Parr. Escuche: debo salir por
dos días de la ciudad. Le dejo a cargo de todo. ¿Me comprende? Encontrará dinero para
los pagos en la gaveta del escritorio... Es capaz de hacerlo, ¿verdad? Hay que hacer
algunos arreglos con los camiones... un minuto... Ya le diré qué hacer...
El altavoz formuló la última llamada a los pasajeros de su avión.
—Oiga, Hickle, debo partir en seguida. Le llamaré más tarde a larga distancia.
Quédese allí, y espere mi llamada.
Sobre Bakersfield, con infinita gratitud, sintió que la presión desaparecía.
Estaba libre.
Nada le impedía dejar caer por completo su escudo. Pero lo hizo lentamente, barrera
por barrera, gozando de la libertad recuperada.
Por fin el rugido de los motores disminuyó, sonó en su mente como una canción, y no
hubo ya nada entre sus pensamientos y el mundo.
Su mente dolorida por la presión, temblaba, latía, vibraba y se alegraba.
Era el mejor día que había vivido nunca. Era la libertad, y nunca había sido libre.
Abrió su mente al cielo sobre las nubes, y la expandió hasta el último límite de su
alcance, aunque hubiese querido ir aún más lejos.
En el Este empezaba a anochecer; las manos del poniente arrastraban un manto que
cubría el otro lado del mundo.
Desde San Francisco le telefoneó a Hickle a Los Ángeles, un lugar tan distante que se
vio obligado casi a gritar para ser oído.
Luego buscó un hotel. Esta vez sería un lugar de reposo, y no un símbolo de la huida y
el miedo. El odio volvió. Ahora era algo hermoso, como una flor, algo que debía ser
saboreado lentamente, como una abeja saborea una flor.
La ciudad era un remolino de luces que le hipnotizaron. En las calles ocurría toda clase
de escenas. Amor, muerte, pasión, risa. Y todo se le ofrecía. La ciudad se extendía como
una irania luminosa y el humo azulado del tabaco rodeaba cuerpos sudorosos y bocas
que reían. Un tumulto de sensaciones.
—Quiero ir a otro lugar —le dijo absurdamente al conductor del taxi.
Chinatown, el Internacional, el muelle de Pescadores... los conductores conocen a los
turistas.
Después de caminar durante horas, estaba extraviado y fatigado, y no pudo encontrar
un taxi que le llevara de vuelta a su hotel, el Sir Francis Drake.
Pasaron a su lado una muchacha y un marinero. Era una rubia, alta, delgada, de nariz
respingona, pómulos altos, labios gruesos, ojos oscuros y anchas caderas... Lauri era
rubia...
El solo recuerdo le hizo apretar los puños.
Quería una chica rubia que le sonriera. Con el pelo color miel y largo cuello, con una
delicada vena azul, para que él pudiera percibir el latido de su corazón. Y quería hacerle
daño, y tenerla en sus brazos y acariciarla... Pero sobre todo, hacerle daño.
Y también hubiese querido mostrar los puños al cielo y gritar de frustración. Buscó una
rubia. Por fin la encontró. En un bar diminuto, con luces rojas en el frente. Estaba sentada
en el interior, frente a la puerta, con un vaso alto en su mano. Estaba a medias vacío y el
hielo se había fundido.
—¿Qué quiere, señor?
—Algo... cualquier cosa —afirmó mientras se sentaba en una mesa, sin apartar los ojos
de la mujer.
—¿Y para mí también?
—Por supuesto. Ella trajo las dos bebidas, recogió el billete de Parr, buscó dinero en su
delantal y dejó el cambio junto al segundo vaso. Llevaba un vestido escotado, y el
colorete relucía en sus mejillas mejicanas. Se sentó frente a Parr, que aún no había
reparado en ella.
Entraron dos mujeres. Se sentaron en una mesa, en el lado opuesto del bar, junto a la
ventana, y empezaron a hablar.
—Ya vuelvo, querido —dijo la mujer, bebiendo un sorbo de la bebida y dejando una
media luna de rouge en el borde del vaso; luego fue a atender a las recién llegadas.
Cuando regresó, Parr había apartado su bebida.
—Oye, querido, ¿quieres algo?
Él gruñó.
La mujer movió los hombros para poner en evidencia sus pechos.
—Yo sé lo que te ocurre. Como a todos... Estoy segura de que quieres un poco de
diversión.
—Tráeme a esa rubia —dijo Parr.
—Pero, querido... Ella no... Lo que tú quieres...
—Esa rubia.
De mala gana, se puso de pie, asustada por el tono de él. Apoyó la mano sobre el
cambio, y esperó. Él no se dio cuenta. Guardó nuevamente el dinero en su delantal y fue
a hablar con la chica rubia.
—¿Querías invitarme a un trago? —insinuó.
—Siéntate,.. La chica se volvió hacia la mejicana.
—Un doble —pidió, y se sentó.
—Habla —dijo Parr.
—¿Qué quieres que te diga?
—Habla, simplemente.
En su cuello latía una fina vena. Su rostro era delgado y estaba muy empolvado. Sus
manos se movían nerviosamente.
—Habla.
Cuando la chica vio la billetera que Parr sacó para pagar, dijo:
—Quizá sería mejor que fuéramos a charlar en otra parte.
Su voz era monótona y nasal. Con un gesto automático, se echó atrás el pelo sucio.
Parr quería matarla, y sus manos temblaron ante el delicioso pensamiento. Pero no
esta noche. No esta noche. Estaba demasiado fatigado. Hoy sólo quería pensar en eso, y
luego dormir y descansar.
Ella dejó en la mesa el vaso vacío.
—Otro, Bess —dijo mirándole de reojo.
Parr cogió dos billetes de veinte dólares: puso uno sobre la mesa y le tendió el otro a la
chica sin mirarlo.
Ella bebió dos copas más, rápidamente, ansiosamente, como si debiera hacerlo a toda
prisa, y luego se inclinó sobre la mesa, con los ojos velados.
—Sí que voy a hablar... Quieres que una mujer te hable, ¿eh? Si eso es lo que te
gusta, está bien. Tú eres el que paga. Apuesto a que crees que soy una mala mujer. Yo
no soy una mala mujer —sus manos se movían descontroladamente debajo de sus
escasos pechos—. Había un desgraciado en mi pueblo... Yo vengo del Norte, de Canadá
—volvió a beber, con la misma ansiedad—. Me gustas, ¿sabes? Estoy un poco
borracha... Escucha: no podrías creerlo, pero yo sé cocinar. Y muy bien. Nunca lo
hubieras pensado, ¿verdad? Yo sirvo para muchas cosas. Como por ejemplo, para que
me lleven a pasear. ¿No quieres llevarme? Una vez conocí a un tío...
—¡Calla! —gritó Parr.
Por un momento se sintió enfermo y hasta deseó consolarla, pero el deseo se
desvaneció casi antes de que lo reconociera.
Ella guardaba silencio.
Parr empujó el billete hasta que cayó en su regazo.
—Ven aquí mañana. Mañana a la noche.
—Está bien.
—¿Vendrás?
—Sí, querido. Seguro.
—No te olvides. Ella sonrió, ebria.
—Estoy aquí casi todas... todas las noches.
—¿Me esperarás?
—Yo siempre estoy aquí, esperando. Siempre estoy esperando... Esperando.
A la mañana siguiente, cuando Parr se despertó, Lauri trataba de atacar su mente
abierta. Estaba en San Francisco y le buscaba.
La depresión retornó, y también la culpa, el conocimiento de esa traición, y el deseo de
estar frente a un espejo con la cara sangrante, y el temor.
Cerró su escudo, y ella reanudó la presión.
A mediodía estaba de regreso en Los Ángeles. Transpiraba.
Fue directamente al depósito.
Hickle, asombrado, se levantó a recibirle.
—Señor Parr...
—Busque una silla y acérquela al escritorio —ordenó él, torciendo la boca
nerviosamente.
Cuando Hickle estuvo sentado delante de él, Parr le mostró unos folios.
—Le voy a explicar esto. Todos los formularios son iguales. ¿Ve? —Hickle se paró para
ver mejor—. Éste es el número del camión. —Lo rodeó con el lapicero y escribió al lado
«camión»—. Y estos otros son los números de las partidas que le corresponden. Es decir,
que al camión número nueve le corresponden las partidas veintisiete, cincuenta y tres y
treinta y uno.
—Comprendo —manifestó Hickle.
Con el cuerpo tembloroso, Parr lanzó una sonda mental en busca de la Oholo,
temeroso de que ella se aproximara silenciosamente, conocedora del lugar donde él se
encontraba durante el día.
Era el Día D menos siete.
Continuó hablando rápidamente, y le explicó a Hickle lo que debía hacer. Quince
minutos más tarde, estaba seguro de que Hickle había comprendido todas las
instrucciones.
—¿Esta mañana llegó un paquete sin dirección?
—Sí, señor. Me pregunté qué sería.
—Tráigamelo. Parr lo abrió.
—El dinero para pagar a los camioneros. Se los entregará cuando ellos le presenten
las cuentas. Voy a confiar en usted, Hickle.
El hombre tragó saliva.
—Bien, señor.
Parr llenó de dinero su billetera. Ella estaba en Los Ángeles. Lo sabía por la presión en
su mente.
—Debo apresurarme. Deseo que todo el personal permanezca en su puesto hasta
concluir el trabajo, siguiendo el plan previsto. ¿Me comprende? Aquí tiene mil dólares
para usted. Y recuerde, Hickle: si todo marcha bien, esto no será nada en comparación
con lo que podrá ganar trabajando con nosotros.
—¡Muy bien, señor!
Logró ubicar a Lauri. Mantuvo su mente abierta para lanzar un ataque.
¡Podía atacarla! Su escudo estaba parcialmente abierto. No estaba en movimiento,
pero... había algo que no estaba claro. La presión no era la común. Había algo que... Pero
ella no se movía. Todavía no.
—Debo apresurarme. Tendrá mucho trabajo con las últimas entregas. Si necesita
ayuda, contrate a alguien. Yo vendré de vez en cuando, tanto como pueda.
—¿Le ocurre algo malo, señor Parr?
Buscó una excusa.
—Un problema personal... Mi esposa... —Se preguntó por qué habría elegido
precisamente esa excusa, que había surgido automáticamente en su cerebro—. No es
grave —agregó—. Le telefonearé con frecuencia, y trataré de ayudarle lo más posible.
Ella no se movía, pero la presión parecía diferente.
Saltó de la silla, que cayó al suelo, mientras avanzaba precipitadamente hacia la
puerta.
¡Otro Oholo!.....
¡Había dos en Los Ángeles!
Lanzó una sonda.
Lauri estaba muy cerca.
En la acera se llevó por delante a un hombre, que trastabilló, sorprendido. Miró en
ambas direcciones. A pocas manzanas vio un taxi aparcado.
Y casi delante de él, un coche privado. En tres zancadas se acercó y abrió la puerta.
Se sentó junto al desconcertado conductor, y exclamó:
—¡Emergencia! Necesito ir al hospi...
Ella le vio mientras trataba de escapar y lanzó el ataque.
Sobre la calle, una bandada de golondrinas se desorientó. Una de ellas se lanzó
ciegamente contra una fachada de piedra, y las demás giraron histéricamente. Dos
chocaron en pleno vuelo y se precipitaron al suelo.
—¡Corra! —gimió Parr.
El asustado automovilista pisó el acelerador, y el coche saltó hacia delante.
Parr se defendía con todas sus fuerzas; se retorcía de dolor y un hilo de sangre caía
desde la comisura de sus labios.
—El taxi. Atrás. Tratan de matarme —susurró.
El conductor tenía la cabeza llena de persecuciones cinematográficas y de las historias
de gángsteres típicas de California del Sur. El coche era rápido. Giró a la derecha en la
esquina, en seguida a la izquierda, luego a la derecha, pasó una luz en el instante en que
cambiaba, y finalmente logró perder el taxi en un embotellamiento en Spring.
Parr, casi inconsciente, se esforzaba por respirar.
Sólo pensaba en huir. Dos Oholos eran diez veces más peligrosos y eficaces que uno...
VIII
Día D menos cuatro. El día de los envíos por correo.
Parr, con la mente fatigada y el cuerpo en tensión, telefoneó dos veces al depósito, y
las dos recibió la seguridad de que todo marchaba perfectamente. Pudo oír los típicos
ruidos de la manipulación y carga de los paquetes, voces, risas, gritos y maldiciones.
¿Cuántas horas faltaban? Su cerebro se movía perezosamente. Desde el ataque,
apenas lograba dormir una hora, o unos minutos, y no era jamás un verdadero sueño.
Comer, salir corriendo. Vivía corriendo, temeroso de permanecer más de unos minutos
en un mismo lugar. Necesitaba tiempo para pensar, y la presión no cedía.
La única esperanza era irse de Los Ángeles.
—¡Parr! ¡Aquí Parr! —gritó en el comset, desde el asiento posterior de un taxi en
marcha.
El ruido del motor, el suave movimiento del coche, la monotonía de los edificios le
adormecían. Pero se recobró y sacudió con violencia la cabeza.
Podía comprender la conveniencia de quedarse en la ciudad. Pero eso no era realista.
Porque ahora, los dos Oholos podían seguirle con gran facilidad, determinando en
cualquier momento la distancia y la dirección. Si dejaba Los Ángeles, el foco de la
invasión, sería difícil regresar después de la distribución de paquetes. Y después de la
invasión, sería casi imposible. Además, esto les daría a los Oholos un tiempo
suplementario... Pero quedarse... Su cuerpo no podría soportar el esfuerzo físico de
cuatro días más de fuga perpetua, de Main a los suburbios, de allí al océano, luego de
regreso a Main, más tarde a Pasadena y por Glendale a Main, y luego de vuelta.
—Sí —respondió la nave.
—Debo partir de aquí —dijo.
Aparte de todas las otras consideraciones, temía quedarse aquí cuando comenzara la
invasión. ¿Era porque temía que descubrieran su traición? ¿O era que le gustaban los
edificios? Curiosamente no quería ver esos edificios derribados...
—Tiene que cumplir la tarea encomendada.
—Ya está cumplida —respondió con angustia—. Todo está funcionando perfectamente
y dentro de pocas horas el plan trazado estará concluido. De nada sirve que me quede.
Una pausa.
—Estará más seguro allí.
—No es así —dijo Parr—. Me alcanzarán.
—Un momento. Espere.
Una bocina. El ruido del motor. Luces rojas, luces verdes. El arranque.
—...si el envío postal está organizado, tiene la autorización de la nave. Haga lo que le
parezca mejor. Ya no les importaba. Parr guardó el comset en el bolsillo.
—Tuerza a la derecha —le ordenó al conductor—. Y ahora... nuevamente a la derecha.
Cerró los ojos.
—Por Hill hacia afuera —dijo, cansado, sin abrir los ojos. Resistió un irritado ataque
mental. Se estaban cansando. Pero no tan rápido como él.
Era una persecución silenciosa. Tres coches, en medio de la multitud, avanzaban y
giraban en las calles de Los Ángeles, a veces separados por algunas manzanas e incluso
por varios kilómetros, unidos siempre por hilos invisibles que no se podían romper.
—Tengo que comer, amigo. Parr se enderezó.
—Un teléfono —pidió—. Lléveme a un teléfono.
El taxi se detuvo en una gasolinera.
Nerviosamente, Parr llamó a varios aeropuertos. Tres cuartas partes de su mente
vigilaban a los perseguidores.
Al tercer intento, le prometieron un avión privado que estaría listo de inmediato. Ordenó
que lo prepararan.
Corrió al taxi. Durante casi treinta mimos trató de desconcertar a sus perseguidores.
Luego abandonó las idas y venidas y pidió al conductor que se dirigiera al aeropuerto de
Santa Mónica. Poco después, los otros dos coches se lanzaron, uno tras otro, por
Wilshire.
La tarea de ablandamiento de la Tierra para la invasión empezaba a quedar fuera de
las manos de los Avanzados, que habían logrado convertir la peligrosa proposición en la
certidumbre de la distribución de los paquetes. El mecanismo de la distribución —en todo
el mundo— entró en marcha en un huso horario tras otro, y en el plan general de la
invasión, los Avanzados dejaron de ser factores decisivos para convertirse en personal
secundario.
En toda Norteamérica el correo advirtió el inmenso aumento de volumen de los envíos
de un día a otro. Al principio, sólo en algunos sectores; pero ahora llegaban como un
torrente que alcanzaba casi la intensidad de una inundación. Un millón de paquetes,
algunos grandes, otros pequeños, unos envueltos en papel oscuro y otros en papel claro,
unos pesados y otros livianos, y jamás dos iguales, de modo que no se podía distinguir la
carga añadida a la circulación normal.
Al comienzo, cada oficina consideró que el aluvión era local, y no había razones para
informar a una escalón superior que podría haber ordenado una investigación.
Meramente, se ocuparon de procesar lo más rápidamente posible los paquetes que
debían entregarse de puerta en puerta.
Había largas colas en las ventanillas de recepción, los camiones descargaban
incesantemente, los empleados postales sudaban y maldecían y la cantidad de paquetes
aumentaba y aumentaba.
La Prensa no habló del asunto, en un comienzo. Las ediciones vespertinas traían un
artículo sobre lo temprano que había llegado la Navidad para los habitantes de Saco,
Maine; y otro sobre una diminuta estafeta en Nevada, llena de telarañas por falta de
actividad, que de pronto parecía una compañía de transportes.
La mañana siguiente, varios periódicos publicaron un cable incomprensible de una
agencia, que los últimos partes informativos radiofónicos habían transmitido. Y una vez
que la mayoría de las emisoras de la Costa Oeste se extinguieron a la noche, los
acontecimientos cayeron como una bola de nieve sobre el Este.
Los noticiarios de la mañana incluían ya las primeras noticias. Y los periódicos de la
tarde ya pudieron relacionar diversos incidentes y llegar a asombrosas conclusiones...
La hélice no estaba aún en marcha. El avión aguardaba fuera del hangar, mientras el
piloto fumaba un cigarrillo en una oficina.
El cielo parecía negro, y sobre las crudas luces de las salas de baile y los
supermercados nubes que parecían de encaje se movían como lana en una licuadora.
Parr puso unos billetes en la mano del taxista y corrió frenéticamente hasta la oficina.
La espera le pareció terrible. Si los Oholos llegaban, no podría escapar. Se mordió el labio
inferior, y por debajo de su disfraz alcanzó a herir su verdadera carne y sintió el sabor de
la sangre.
Había que firmar formularios, hacer trámites, y a cada segundo ellos estaban más
cerca.
Finalmente el motor tosió y empezó a zumbar, mientras Parr sentía en su espalda el
fresco del cuero artificial.
El aparato se movió pesadamente, y se colocó contra el viento en la pista iluminada. El
motor rugió, el avión correteó, despegó y empezó a ganar altura. Un reflector del muelle
hizo correr por las nubes un círculo luminoso. La tierra se alejó y Parr se encontró camino
de Denver.
La presión se desvanecía rápidamente. Casi de inmediato, se durmió. Soñó con
traiciones mientras ominosas nubes ocultaban el sol de su planeta natal. Finalmente, todo
se convirtió en una negrura sin estrellas, donde sólo se destacaban rostros semiolvidados
que le reprochaban su traición en una lengua sibilante, y con palabras cuyo sentido no
lograba comprender.
La atmósfera de Denver era clara y brillante. El cielo se abría sobre lis montañas como
la tapa curva de una caja.
Parr estaba en una esquina, agudamente consciente de esa atmósfera y ese cielo, un
cielo que parecía tratar de hablarle. Sintió que la idea era absurda, pero igualmente trató
de escuchar.
Caminó. Sus pasos resonaron sobre el asfalto. Su mente estaba aún nublada. Había
dormido con bastante incomodidad.
Un edificio, a su izquierda, le recordó momentáneamente una diapositiva que le habían
mostrado en el aula de un lejano planeta, y se preguntó si sería de esta ciudad. Sabía,
recónditamente, que no podía ser así.
Compró un periódico y continuó andando hasta que encontró un hotel.
Después de desayunar, pidió una habitación con radio. Subió, y se tendió en la cama,
con su mente abierta y libre, aunque atormentada por la idea de la traición.
Cogió el comset y se identificó.
—Parr. Estoy en Denver.
—¿Ha logrado escapar?
—Me seguirán —respondió—. Pero por el momento estoy libre.
—Le pondremos en comunicación con el Avanzado de Denver —dijo la nave—. Entre
ambos, deberían poder vencer a los Oholos.
Parr, con la boca seca, dio el nombre del hotel.
—Espere al Avanzado.
No sentía alegría. Trató de obligarse, pero sin resultado.
Miró los titulares del periódico y supo que habían tenido éxito. De pronto se sintió
excitado y jubiloso, y empezó a recorrer el cuarto de un extremo a otro.
Fue hasta la ventana, y miró la calle. La gente se movía en una pequeña corriente.
Eran muy pocos. Muchos más, sin duda, estaban en sus casas esperando el correo.
Un camión de correos giró en la esquina y cogió la calle que pasaba ante el hotel. Todo
el mundo se detuvo, y todos los ojos lo miraron.
Parr tuvo el repentino impulso de golpear vidrios y paredes y de ponerse a gritar:
«¡Paren, paren! ¡Tengo que preguntar muchas cosas! ¡Paren! ¡Está todo equivocado!»
Temblaba. Se sentó en k cama y se echó a reír, con una risa hueca.
Su victoria. La victoria Knoug.
Frunció el ceño. ¿Por qué creía ver una diferencia entre ambas, automáticamente?
Comprendió que el éxito de la distribución postal le había librado de la preocupación por
su tarea. Por primera vez se sentía libre de toda responsabilidad y podía pensar
claramente, acerca de... Quería resolver las nuevas dudas que surgían en su mente, pero
se acumulaban como nubes de tormenta. Fue hasta el espejo y se miró, mientras se
pasaba la mano por la cara. «¿Qué es lo que me ocurre? ¿Qué está mal?» La victoria
Knoug tenía sabor amargo.
De pronto, imaginó la civilización que le rodeaba como una vasta red sostenida por la
vulnerable trama de la cooperación, que ahora se desintegraba cuando esa trama se
desvanecía. El pensamiento no le alegró.
Dejó que imágenes libres se movieran en su mente. Imaginó las escenas que tenían
lugar fuera de las paredes.
Un hombre iba a pagar un crédito, con el dinero en el bolsillo.
—¿Por qué? Deben aceptarlo.
—Usted no lo ha ganado.
—Eso no importa.
—No sirve. Todo el mundo lo ha recibido.
—¡Pero eso no importa!
—No tiene valor.
La mente de Parr estimó la inmensidad del acontecimiento. Encendió la radio, y
escuchó distraídamente la voz excitada del locutor.
Pensó: «En todo el mundo se han distribuido billetes; dólares, rupias, pesos, libras...
¿Cuántos millones de paquetes? Cada uno contenía lo suficiente para hacer de su dueño
un hombre rico, según la antigua medida de la riqueza.»
Le pareció terrible.
El titular del periódico lo admitía: «Ninguna prueba permite distinguir el dinero real del
falso.»
Vio una muchedumbre. Asaltaban una tienda de licores, mientras el propietario se
atrincheraba en el interior. Esperaba a la Policía. Pero la Policía estaba demasiado
ocupada en todas partes, de modo que para salvar lo que pudiera antes de que la
muchedumbre se llevara toda su mercancía por nada, abrió las puertas gritando:
—¡Formen una fila!
Parr pensó en la confusión que crecería y crecería, en la espiral de los precios.
Un miembro del Senado norteamericano se quejó de que su Estado había sido
olvidado. Pero luego se supo que California también había tenido la parte del dinero gratis
que le correspondía.
Comenzó el abandono de las tareas.
SE PREDICE HAMBRE...
EL PRESIDENTE SE DIRIGE A...
EL EJÉRCITO MOVILIZADO...
Tumultos. Celebraciones. La escasez aumentaba.
Cuando se pusiera el sol sobre el Pacífico, toda la estructura económica del mundo
estaría en ruinas.
Sin duda, los Gobiernos se echarían mutuamente la culpa, propondrían una nueva
emisión de dinero, impuestos, y la reinstauración del patrón oro.
La industria se paralizaría mientras los obreros se tomaban vacaciones. Pronto no
habría energía eléctrica.
Buena parte del hampa empezaba a ocuparse del pillaje, e incluso muchos ciudadanos
respetables decidieron apoderarse de lo que ambicionaban, antes de que todo el mundo
tuviera la misma idea.
Mañana todo estaría detenido. Pero todavía el temor y la histeria no habían
comenzado.
Parr se estremeció.
«¿Qué he hecho?»
Llevaría meses reorganizar el caos...
La Tierra estaba preparada para la invasión...
Parr emergió de un pesado estupor. La presión había reaparecido. Gimió, y el golpe en
la puerta le impulsó a rápidos movimientos animales.
El picaporte giró. Parr se puso en tensión, aunque sabía que los Oholo estaban todavía
lejos.
—¿Quién es? —preguntó.
La puerta se abrió y un Knoug disfrazado entró rápidamente. Inmediatamente detrás
apareció un terrestre de aspecto simiesco.
—Adelante —dijo el Knoug.
Una vez que ambos estuvieron dentro, cerró la puerta.
—La nave me envió —dijo el Knoug—. ¿Necesitas ayuda? Mi nombre es Kal.
Probablemente me recuerdas, de Ianto. Parr sacó las piernas de la cama y se puso en
pie.
—¿Sientes la presión? Kal meditó, irritado.
—Dos Oholos —dijo Parr—. Les he eludido todo el tiempo.
—Dos, ¿eh? Entonces me alegro de haber traído a Bertie. Así que dos... ¡Malditos
sean! Kal se volvió hacia el terrestre.
—Son dos, Bertie. Así que cuídate. si Bertie gruñó inexpresivamente.
—Está bien. Dispara cuando te dé la señal. Ya lo» verás.
—¡Aja! —respondió Bertie.
—Ve abajo.
Bertie miró a Parr.
—En seguida.
—De prisa— dijo Kal.
Bertie se escurrió hasta la puerta, abrió y salió.
Parr tragó saliva.
—Es bueno Bertie —rió Kal—. Sirve. Maldita presión. Me alegro de haberle traído. No
pensarán en un terrestre... Y cuando lleguen, buscándonos a nosotros, podrá terminar
con ellos.
Parr se humedeció los labios.
—Se están acercando.
—Calma —dijo Kal. Caminó harta la cama y se sentó—. La flota ya está afuera. ¿Lo
sabías?
Parr sintió asombro. Imaginó las cien poderosas naves de la flota emergiendo una a
una de la muerta desolación del hiperespacio. Con su mente podía ver el leve resplandor
de la coraza estática —como un aura protectora— que se reconstituía lentamente en el
espacio real; podía ver las naves seguras dentro de sus corazas eléctricas que disipaban
de las gruesas planchas de acero la feroz energía de la transición. Podía imaginar una
nave que emergía destrozada por el vórtice de fuerzas, sin coraza, perdiendo aire o
enteramente destrozada porque el aura protectora no había logrado resistir la presión.
Finalmente vio cómo las naves se alineaban ordenadamente, se agrupaban esperando
órdenes, esperaban la señal de ataque.
—El asalto será pasado mañana —dijo Kal.
—Se acercan —susurró Parr.
Kal se concentró.
—Así es. Los siento. Vamos a la ventana. Se puso de pie y atravesó la habitación con
paso felino.
Parr le siguió, y ambos miraron. Parr transpiraba. Un momento después vio salir a
Bertie de la marquesina del hotel. Parecía muy pequeño a la distancia. Arrojó
descuidadamente una colilla a la acera. Se alejó de la entrada, hacia un lado, y se apoyó
en la pared con la mano en el bolsillo de su abrigo.
—1¿Crees que vendrán directamente? —dijo Kal.
—No sé —respondió Parr—. Si saben que somos dos...
—Miró hacia la calle—. Pero creo que lo harán de cualquier modo.
—¡Espléndido! —contestó Kal, riendo. Espléndido. Parr se volvió y le miró.
—Son fuertes.
—No esperan encontrarse con Bertie.
—Son más fuertes que nosotros.
Kal lanzó una maldición.
—Lo son.
—¡Calla!
—Escucha —dijo Parr—. Yo sé. Yo... Kal se volvió lentamente.
—No son más fuertes. No pueden ser más fuertes. Aunque Bertie falle, les
derrotaremos. Si son tan fuertes, ¿por qué no nos han atacado ya? ¿Por qué no están
preparados todavía?
Se volvió a la ventana.
—Ya están aquí —afirmó Parr. Un taxi giró en la esquina.
—¿Sientes cómo se preparan para atacar? —preguntó Parr, cerrando su escudo.
Kal, con el rostro tenso, asintió.
Parr vio, fascinado, cómo el taxi frenaba con violencia.
Luego sintió una oleada de mareo y de incertidumbre. Cogió a Kal por el codo.
—¡Espera! —gritó.
Pero, abajo, Bertie pasó inmediatamente a la acción. Disparó tres veces. El hombre
Oholo se dobló y cayó hacia delante.
El arma de Bertie lanzó otro disparo; pero el cañón apuntaba hacia arriba. Se arrugó
muy despacio y sus dedos sin nervios dejaron caer el arma al suelo.
—Mató a uno —dijo, satisfecho, Kal—. El otro debe ser más rápido que el demonio.
—No lo puedo creer —agregó Kal—. ¡Una hembra Oholo...! No se atreverá a atacarnos
a los dos ella sola...
Parr tenía la vista clavada abajo. Como en sueños, la vio descender del taxi. Miró la
calle, y de pronto, sus ojos se alzaron hasta su ventana. Cruzó decididamente la acera y
entró en el hotel.
—¡Maldita sea! —exclamó Kal—. ¡Viene hacia aquí! —Sus ojos relampaguearon. Se
pasó la lengua por los labios—. Vamos a golpearla al mismo tiempo. ¡Ya está cerca!
—¡No! —advirtió Parr—. ¡No! Que se acerque más aún... Asegurémonos...
Sintieron que se aproximaba. Ni rápido ni despacio, sino a pasos medidos e iguales.
IX
Lauri estaba detrás de la puerta. Parr sintió algo parecido a la confusión antes de que
llegara el odio. Cuando llegó, estaba teñido, coloreado, por la idea de que había caminado
sola hasta donde ellos estaban. Trató de concentrarse en la imagen de ella que
recordaba, y de recordar el odio de antes en toda su gloria, pero no pudo. Y el odio actual
también se desvaneció. Sintió, en cambio... No miedo, no miedo por él mismo... sino por
el carácter inevitable de la muerte. Y no de su muerte, sino la de ella.
Vio cómo se curvaban los labios de Kal, y parpadeó. Clavó las uñas de los dedos en
sus palmas.
Entonces se abrió la puerta y ella apareció. Hubo un instante de absoluta inmovilidad.
Los ojos de ella estaban llenos de fuego. Unos ojos, lo sabía, que eran capaces también
de dulzura. Ojos firmes, decididos, sin temor. Estaba congelado por un delicioso asombro
que le cosquilleaba en la columna vertebral. Sintió profundo respeto ante el coraje de la
mujer.
Ella entró en la habitación, cerró la puerta, y apoyó su espalda contra ella. Clavó sus
ojos en él, y sus labios se movieron delicadamente.
—¡Hola! —saludó—. Te he estado buscando. No miró a Kal.
—¡Ahora! —exclamó Kal.
Parr quiso gritar algo sin sentido, pero antes de que brotara el sonido, la habitación se
llenó con una especie de niebla de color. ¡Ella había lanzado un ataque mortal contra él!
Retrocedió, luchando por su vida, consciente de que Kal combatía a su lado.
La mirada de la mujer no se desviaba. Su rostro estaba concentrado. Estaba totalmente
calma, y había un fría furia en los latigazos mentales que lanzaba. Pero poco a poco, ante
la resistencia de los dos hombres, sus ojos empezaron a abrirse de sorpresa.
Por un instante, a pesar de que eran dos contra uno, el resultado pareció incierto. Kal
estaba casi doblado en dos, atontado por un cálido golpe que había arrancado su
memoria por un segundo.
Ella no pudo volverse con bastante rapidez contra Parr, ni volver a golpear a Kal. Y los
dos, juntos, poco a poco, comprimieron la mente de ella.
Kal se recobró.
Parr apretó los dientes, con una agonía que no podía comprender, y le arrancó la parte
exterior del escudo. Kal vino en su ayuda, y sus defensas empezaron a desmoronarse.
La mujer Oholo se mantenía firme y desdeñosa en la derrota. Sus ojos seguían calmos
mientras se defendía.
Volvió a golpear con las fuerzas que le restaban, y Parr desvió el golpe. Y luego
penetró en la mente de ella.
Reservaba un golpe capaz de arder como el corazón de un sol, y estuvo a punto de
lanzarlo. Pero la calma que encontró era tan perfecta que vaciló una fracción de segundo,
y sintió un nuevo dolor en su corazón.
Kal golpeó, en cambio, y la mujer Oholo cayó bruscamente, inconsciente, como una
patética muñeca de trapo. Una voluta de pensamiento luchó y se desvaneció.
Kal lanzó una exclamación de triunfo, y se preparó para el golpe final.
Una extraña furia se apoderó de Parr, que, sin pensarlo, lanzó un poderoso ataque
contra el escudo de Kal, que cayó sobre sus tobillos, con su mano sobre los ojos. Giró con
la boca abierta, sorprendido.
—¿Qué...?
—¡Es mía! —gritó Parr—. ¡Es mía!
—¡Qué diablo...! Enloquecido, Parr golpeó al otro Knoug en la boca.
—¡Fuera de aquí! ¡Fuera o te mataré! Karl parecía helado de sorpresa. Parr jadeaba.
—Yo acabaré con ella —murmuró—. ¡Ahora vete!
Kal le miró. No estaba dispuesto a enfrentar la ira de Parr.
—Vete —dijo Parr, con una mezcla de emociones que no podía seleccionar ni analizar.
Kal se incorporó y se frotó lentamente la mejilla.
—Está bien —dijo ásperamente.
Parr dejó escapar el aliento entre los dientes.
—De prisa.
Kal alzó sus hombros, y por un instante pareció decidido a atacarle. Pero Parr se relajó
cuando advirtió el miedo en los ojos del Knoug, Kal se encogió de hombros con
indiferencia, escupió en la alfombra, pasó por encima de la Oholo, inconsciente sin mirar a
Parr, abrió la puerta, pasó y la cerró de un portazo.
Parr, tembloroso, se sintió emocionalmente exhausto.
Sus rodillas no podían sostenerle. Miró fascinado a la mujer caída. Se sentó en la
cama. Dejó que sus pensamientos tocaran la mente inconsciente y se preguntó por qué
no había descargado el golpe final. Trató de pensar en la posibilidad de desnudar la
mente de Lauri, capa por capa, hasta que fuera solamente una niña desvalida, hasta que
su cuerpo se doblegara ante su venganza. Pero pensó en sus ojos claros y decididos, y
se avergonzó.
Evocó sus recuerdos de los pocos Oholos que había visto cautivos, y por primera vez
sintió respeto por ellos, y no odio. Y le indignó pensar en los Knoug.
Pero estaba condicionado a odiarles y a matar. Debía matar, porque su
condicionamiento predominaba. Trató de combatir contra la rebelión de sus
pensamientos, y entonces llegó finalmente el conocimiento. Supo dónde estaba su
traición. Ésta no residía en una acción, sino en sus dudas. Dudar era una debilidad, y la
debilidad era la muerte. No podía ser débil, porque los débiles son destruidos. Pero por un
instante pudo vislumbrar que la trama del Imperio no era de ningún modo sólida... «No —
se dijo—. He creído demasiado tiempo... Lo llevo en la sangre... Nada hay fuera del
Imperio...»
Llenó un vaso de agua. Se acercó a la Oholo, se arrodilló a su lado, humedeció su
pañuelo y se lo pasó por las sienes hasta que ella gimió y se llevó el brazo a la frente. Su
mano encontró la de él, la apretó, y volvió a caer.
Parr la alzó y la llevó hasta la cama y se quedó a su lado, mirando su cara. Una cara
terrestre. («Hace tanto tiempo que estoy en este cuerpo —se dijo— que ya no puedo
pensar con claridad.») Porque encontraba hermosa la cara de la Oholo.
Movió la cabeza, tratando de comprenderse.
«Aquí está el enemigo —se dijo—. ¿Cómo lo sé? Me lo han repetido desde que tengo
memoria. Pero ¿es verdad? ¿Basta decirlo para que sea verdad? ¿Y en qué otra cosa
podría creer?»
La muchacha abrió los ojos, y le miró sin comprender. Él aguardó pacientemente a que
reuniera sus pensamientos dispersos. Ella sonrió, sin reconocerle del todo.
Por fin, Parr vio que sus ojos comprendían.
—Tu mente está demasiado débil para la lucha —dijo—. Si tratas de escudarte te
mataré.
—¿Qué quieres?
—No trates de escudarte —le advirtió. Estudió su rostro y luego apartó la mirada.
—Debo hacerte algunas preguntas —dijo—. Luego, morirás. No había temor en los
ojos de Lauri.
—Puedes matarme —respondió con calma.
—Quiero saber algo —continuó Parr.
Los labios de la muchacha brillaban. Parr sintió una simpatía que no podía comprender.
Ella frunció el ceño, intrigada, y él ocultó sus pensamientos.
—Tú no eres como yo pensaba —dijo ella.
Parr estaba avergonzado de la simpatía que le había dejado traslucir, y además estaba
avergonzado de su vergüenza y su mente estaba confusa.
—¿Por qué dejasteis este planeta desguarnecido?
—No estaban preparados para unirse a nosotros.
—¿Qué quieres decir?
—No estaban lo bastante desarrollados.
—Y entonces, ¿por qué no los habéis conquistado? —insistió él.
—No podíamos hacer eso —respondió la Oholo—. No teníamos derecho.
De pronto, la verdad se abrió paso en él, una ola tras otra.
—¡No! —gritó—. ¡No! ¡Son mentiras! ¡Mentiras! Apoyó la cabeza en las manos. Vio la
maldad, la terrible maldad, y buscó una excusa, y no la encontró.
Le habían dicho: «Ésta es la ley de la vida.» Y le habían educado sin mostrarle jamás
otra cosa. Era un niño cuando en la escuela militar habían acondicionado su mente,
diciéndole que la única ley era la fuerza, y que el destino consistía en gobernar a los de
abajo, obedecer a los de arriba y destruir a los que no estaban de acuerdo. No había
amigos ni enemigos: sólo gobernantes y gobernados. Y los que gobernaban debían
expandirse, o admitir su debilidad y morir.
—¡Mentiras! —repitió.
Sentía que las certezas con que había vivido se desmoronaban. Y ante la Oholo
vencida, se sintió él vencido; y dejó caer su escudo mental.
Ella extendió una mano y le tocó suavemente.
Abajo se oyó gemir una sirena policial. Un camión para los cadáveres.
—Me mintieron —manifestó él—. Me mintieron acerca de todo. Dijeron que vosotros
estabais listos para conquistarnos. Nos dijeron que erais cobardes y que cobardemente
nos mataríais si no lo hacíamos nosotros primero...
Ella respondió:
—Era peor de lo que nosotros pensábamos. Nosotros no creíamos que tuvierais
bastante fuerza para atacarnos. No aquí. Nuestra idea era que bastaba con dejaros en
paz.
—No había forma de saber —continuó él—. Tienes que hacer lo que todos hacen, y
pensar que deben tener razón. Cuando llegué me asombró encontrar que el planeta no
estaba protegido. Y me asombró lo fuerte que eras... Pero tenía demasiadas cosas que
hacer. Estaba demasiado ocupado para pensar. Y desde el principio sentí algo, a
propósito de tu presencia aquí...
Ella se movió en la cama.
Parr sabía que en ese momento, ella se había recuperado y él estaba indefenso.
—Estábamos tratando de ayudarles. Éramos sólo unos pocos y nos necesitaban.
Tratábamos de evitar la guerra. En unos pocos años... quizá... pero ahora todo se ha
perdido... La invasión Knoug arrasará con todo.
Parr se puso de pie al lado de la cama.
—Estábamos cambiando lentamente su forma de pensar —continuó Lauri—. Creo que
hubiésemos tenido éxito.
El hombre sintió que la mente de la muchacha se reorganizaba. Advirtió en ella una
infinita amargura.
—Quiero que te vayas —dijo Parr—. Antes de que vuelva el otro Knoug. Levántate.
No encontraba palabras. Había sido entrenado para odiar y para matar, no para
experimentar emociones. No sabía cómo canalizarlas. Se sentía frustrado y furioso. El
odio, ese odio que le habían enseñado, burbujeaba en su mente. La muchacha percibió
su confusión y parpadeó.
—¡Vete! —ordenó él. Tres figuras penetraron.
—Lauri, ¡gracias a Dios! —exclamó uno de ellos—. Pensamos que te habían matado.
Dos Oholos retenían de los brazos a Parr.
—Vinimos apenas recibimos tu pensamiento.
—Jen está muerto —dijo Lauri.
Uno de los Oholos abofeteó violentamente a Parr.
—Éste morirá por eso.
Lauri saltó de la cama e hizo caer el arma de la mano del jefe Oholo, que lanzó un
«oh» de sorpresa. El arma cayo sobre la alfombra del otro lado de la habitación.
—No lo harás —dijo ella.
—¿Qué te ocurre? —preguntó ella.
—Me salvó la vida —respondió Lauri.
—Es un Knoug... Trataba de servirse de ti.
Parr miraba, fascinado. No tenía miedo, y le asombró descubrirlo. El shock de la
captura no había pasado aún, y sin embargo se sentía como si estuviese contemplando
un drama ajeno.
—No es cierto —dijo Lauri.
—¿Cómo puedes decir eso? ¡Mira lo que han hecho los Knoug!
—Baja tu escudo, Parr... Muéstrales... —ordenó Lauri. Parr vaciló, mientras trataba de
adivinar su plan.
—Es una treta —dijo el jefe Oholo—. Han descubierto la forma de engañarnos, aun con
la mente abierta.
Lauri tenía los ojos muy abiertos. El jefe hizo un gesto.
—Matad al Knoug —concluyó.
El Oholo que Parr tenía a la izquierda dejó su brazo libre y buscó un arma entre sus
ropas.
Lauri pareció volar por la habitación. Recogió el arma caída y, apoyada sobre una
rodilla, apuntó al Oholo.
—¡Soltadle!
Parr tenía ahora ambos brazos libres. Y por primera vez en su vida, toda sensación de
irrealidad había desaparecido.
—¡Te has vuelto loca! —exclamó el Oholo.
—Ya te lo dije. Me salvó la vida. Podía haberme matado, y no lo hizo.
—¡Una treta!
—¡Apartaos de él!
De mala gana, ambos se apartaron. El jefe parecía vacilar.
—No intentes nada —Le dijo Lauri—. Sabes que voy a disparar si lo haces. Tú —se
dirigió a Parr—. Acércate a la puerta.
Obedeció. Movió la cabeza para aclarar sus ideas. Temía que intentaran detenerle.
—¡Abre!
—Voy contigo —agregó ella. Cuidadosamente, sin dejar de amenazarles, retrocedió
hasta la puerta—. ¡Que nadie me siga!
—¿Sabes lo que significa ayudar al enemigo? —gritó el jefe Oholo.
Ella cerró la puerta.
—¡Corre ahora! —urgió.
Juntos corrieron desesperadamente. Ella le precedía.
—¡Ayúdame! —le pidió cuando llegaron al rellano.
Parr comprendió lo que ocurría: los tres Oholos trataban de herir su mente, y ella les
contenía con su propio escudo. Unió su mente a la de la muchacha, y se maravilló ante su
vasta energía.
—¡Vamos! —dijo Lauri—. No podré resistir mucho tiempo. Se apretó contra él. Parr
puso un brazo en torno de su cintura.
Salieron a la calle silenciosa. Ningún curioso se interesaba por la mancha oscura junto
a la marquesina.
—Por aquí —indicó ella.
Mientras huían, la presión cedía. Ella corría livianamente a su lado. Su rostro no
parecía tenso, aunque él sabía que su escudo soportaba una tremenda presión.
Lauri torció por un callejón estrecho.
—¡Para! —dijo de pronto y le atrajo contra sí, indicándole que se arrojara con ella al
pavimento detrás de un montón de grandes cajas de embalaje.
—Nos encontrarán —respondió él.
—No. Escúchame. Creo que puedo borrar nuestra presencia, si me ayudas.
Parr sintió la calidez de los pensamientos de Lauri cuando penetró en su mente. Estaba
totalmente tranquila: sus pensamientos empezaron a sobrepasar la gama de Parr y tuvo
que esforzarse para seguirlos.
—Ayúdame aquí —dijo ella.
Parr vio la zona débil y dirigió allí su energía. Sus mentes estaban ahora muy unidas, y
sus pensamientos aislados del resto del mundo. Ella se ajustó a él, y pudo compartir su
gama sin esfuerzo.
—Ahora estamos seguros —susurró ella.!. Parr oyó su propia respiración y la de la
chica. Esperaron. La calle descansaba tranquilamente al sol. No se veían camiones
postales ni taxis. El aire era fresco.
—Nos han perdido —dijo Lauri, finalmente—. Espera... Están persiguiendo a otro
Knoug... Creen que nos hemos separado, y lo toman por ti.
—Debe ser Kal —repuso Parr—. Sin duda estaba esperando cerca y nos vio salir.
Buscó el comset y lo abrió.
—...unido a los Oholos... Parr y la otra salieron juntos del hotel...
—¡Está informando a la Avanzada —comentó Parr.
Luego suspiró nerviosamente, porque el odio había encontrado su canal. El Imperio lo
había envilecido, pero había una forma de purificarse. Su vasta reserva de odio se orientó
contra el Imperio. El arma que ellos habían forjado se volvería contra ellos.
—Querría regresar a la Avanzada —dijo Parr—. Si pudiese volver, les destrozaría.
—¡Oh! —respondió ella.
El comset chilló con excitación.
—¡Tres Oholos me persiguen! ¡Y están armados! Deben ser nuevos. ¡Los otros dos no
tenían armas!
—Son tres, desde luego —observó Parr—. Yo pensaba que había sólo cinco en todo el
planeta.
—Ahora hay más de cincuenta. Llegaron anoche al desierto de Arizona. Son los únicos
que lograron llegar a tiempo.
—Cincuenta... Eso no basta para detener la invasión.
—Es todo lo que pudimos hacer. Parr gruñó.
—Los Knoug atacarán mañana el planeta. Los cincuenta quedarán atrapados y
nosotros también. Nos matarán, si tenemos suerte... ¡Pero también yo mataré a algunos
antes!
El comset volvió a oírse.
—¿Cuántos nuevos hay? —preguntó la voz de la nave.
—No sé —respondió Kal—. Sólo he visto tres.
—Entonces adelantaremos el ataque para que no tengan tiempo de organizarse.
¿Podrá resistir, Kal?
—No sé.
El ataque. Parr tuvo aguda conciencia de la situación. Hasta un segundo antes, había
sentido un odio personal. Ahora comprendía que el Imperio estaba listo para capturar un
planeta, y luego para destruir un Sistema. Y pensó en la vasta maldad del Imperio lanzada
contra la civilización Oholo. Apretó los dientes.
Lauri le apretó con fuerza el codo.
—El que llamas Kal acaba de morir.
—Mejor —respondió sombríamente. Recordaba los ojos salvajes que el disfraz
terrestre no lograba ocultar—. Me alegro.
—Kal, Kal —decía al vacío la voz de la nave—. ¡Avanzado Kal!
Parr apagó el comset.
Ella le abrigó con el cobertor de sus pensamientos.
—Descansa. Trata de relajarte.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó él—. ¿Por qué no les dejaste que me mataran?
—No sé —respondió ella lentamente—. No podía hacer otra cosa. Tú me salvaste, y
pude ver cómo te sentías, y cómo cambiabas, cómo te convertías en otra persona. Y ya
no podía juzgarte. Antes te odiaba, y después ya no te odié. No tiene importancia ahora...
Y yo... Yo...
Su ardorosa mente estaba unida a la de él.
—Ahora, se van a reunir con los otros en el desierto, para prepararse a resistir el
ataque.
—¡Lauri! —exclamó Parr—. Lauri, tengo que hacer algo.
X
Nueva York tenía ahora las ventanas rotas, y las calles estaban cubiertas de vidrios
rotos. De vez en cuando, alguna cara miraba con suspicacia desde un piso alto. El metro
no funcionaba. Había corrido la voz: «Los que se queden en la ciudad se morirán de
hambre.» Y se había producido un éxodo histérico, lento al principio, cada vez más
apresurado. La luna arrastraba un tren de sombras por las calles cavernosas.
En Denver, la luna cabalgaba sobre las montañas, serena.
—Parr —dijo en el comset.
Lauri oprimía con fuerza su brazo. Temía ver florecer en cualquier momento las
explosiones que marcarían el comienzo del ataque.
—¿Parr? —respondió la nave.
—Los Oholo tienen un sistema de defensa en torno de sus planetas. De nada servirá la
captura de éste. No es posible acercarse más.
—Es usted culpable de traición.
—No será posible llegar al interior del sistema. Posee un anillo de defensa capaz de
borrar la flota.
¡Mentira!
Parr miró a Lauri, a su lado.
—No es así. Son más fuertes.
—Si fuera así, ya nos habrían atacado —dijo el Knoug.
—No piensan de esa manera.
—Es un bluff, Parr. Un bluff inútil.
—Un momento —dijo Parr. Volvió a mirar a Lauri—. Cortaron la comunicación.
—No creo que se dejen engañar —respondió Lauri.
Miró la calle. Las luces se encendieron, y casi en seguida falló el suministro de
electricidad, parpadearon y se extinguieron. La ciudad estaba a oscuras.
—¿Crees que bombardearán el planeta? Parr miró el cielo.
—Pienso que tratan de obtener más información sobre los Oholos... Pronto lo
sabremos. Pueden bombardear, o atacar con una fuerza de ocupación.
—Ya has hecho lo posible...
—Si pudiéramos convencerles... Si pudiéramos demostrar que los Oholo son fuertes y
pacíficos...
—No somos tan fuertes, Parr. Nos han cogido de sorpresa. Si tuviéramos tiempo...
—¿Cuánto llevaría traer refuerzos aquí? Lauri se mordió el labio.
—Por lo menos un mes.
—¡Oh!
—¿Qué piensas?
—Me parece... que podría detener el ataque por unas horas...
—Eso no serviría de nada...
—No sé —repuso Parr—. Quizá daría a los Oholo algo más de tiempo para prepararse.
De algo podría servir.
—¿Cómo harías?
—Lo voy a intentar. No puedo quedarme inmóvil, Lauri.
Abrió el comset dispuesto a hablar, pero el canal estaba lleno de comunicaciones en la
entrecortada y explosiva lengua Knoug.
Parr escuchó atentamente.
—Les dije que era Kal y pedí que vinieran a recogerme. Lauri ahogó un grito de
asombro.
—Demorarán el ataque hasta que hablen conmigo.
Estaba fatigado. Lauri y él habían recorrido al azar las calles durante horas. Al
comienzo había muchedumbres que perseguían a los camiones postales. Más tarde el
gobernador, consciente de lo ocurrido en varias ciudades del Este, había proclamado la
ley marcial y el toque de queda. Y después del anochecer, solamente los soldados podían
circular. Mucha gente había huido de la ciudad.
Mientras caminaban abrazados, Parr sintió que conocía a esa mujer más que a
ninguna otra persona. Comprendió que su mente se había fortalecido durante esa larga
prueba de un mes, y que ella respetaba su fuerza, ella que era tan fuerte... Pero no era
esta cualidad lo que a él le fascinaba, sino su debilidad: su compasión y su capacidad de
perdonar. Para él el perdón era una cosa hermosa y desconocida. Ella estaba a su lado
en silencio.
—Luego dijo:
—No importa que ganes tiempo.
—Quizá sí —respondió él, lleno de odio contra el Imperio. La muchacha le miró, y
movió la cabeza.
—No —contestó. Le tocó la mejilla—. Quiero decirte algo.
—¿Qué es?
—No sé. Lo que piensas hacer es muy arriesgado...
—Después de lo que he hecho, todo lo que pueda ahora será poco.
—Lo que has hecho antes ya no tiene importancia.
—Lauri, escúchame —repuso—. Debes irte ahora. Ella no se movió.
—¡Pronto! —urgió él. r Ella le rozó la mente, con la suavidad de una nube y se retiró,
—Déjame ir contigo.
—Sabes que no puede ser.
Ella se volvió, de mala gana.
—¡Espera! —dijo Parr, cuando ella había avanzado apenas unos pasos—. Escucha. La
flota está enervada. Los Knoug están nerviosos. Quizá la rebelión del grupo de Coly
acelere las cosas... Están asustados, y tienen la espina de la duda clavada. Si
pudiéramos hacerles creer que los Oholo tienen un arma... Oye: dentro de una hora —
dame una hora— llama a la flota por el comset, y diles que los Oholo destruirán la
Avanzada delante de sus ojos. Y luego diles que si no se retiran, toda su flota será
destruida. ¡Eso les hará pensar! ¡Y así lo creerán!
—Pero si no se destruye la Avanzada...
—La llevaré al hiperespacio sin la coraza. Un instante estará allí, el siguiente habrá
desaparecido. Quizá no comprendan por qué...
—¡Pero tú morirás!
—Dame una hora, y no discutas. —Ella parecía a punto de echarse a llorar. Luego se
mordió el labio.
—¡Parr! ¡No puedo! ¡Rompiste el comset!
—Busca el de Kal. Tienes que poder, Lauri. Todo depende de eso ahora. ¡Debes
encontrarlo! Ella vaciló.
—¡De prisa, Lauri! ¡Llegarán en cualquier momento! Lauri permanecía inmóvil.
—¡Corre! —gritó él.
Y ella se lanzó a correr, y su mente le abandonó por completo, de modo que no podría
ser detectada por quienes le buscarían. Y después, Lauri torció en la esquina, y
desapareció...
El pequeño platillo volante recorrió rápidamente la calle y volvió a remontar. Parr sabía
que estaba registrando electrónicamente información que enviaba a la nave madre.
Parr esperó, con la boca seca.
Por fin vio que la rápida mancha oscura regresaba. Descendió y pudo ver los detalles
del aparato, sin luces. Era, afortunadamente, una pequeña nave para tres personas.
Se detuvo en la esquina. Con la esperanza de que los tripulantes no le conocieran de
vista, Parr corrió desde la sombra de los edificios hasta la puertecilla de acceso.
La distancia parecía desenrollarse ante sus pies, como una alfombra mágica.
Por fin saltó al interior. Apoyó ambos pies sobre la base de la puerta, se asió de los
lados y cayó casi adentro susurrando, para beneficio de los tripulantes:
¡Oholos!
El interior de la nave estaba a oscuras, excepto por el naranja sombrío de los
instrumentos.
—¡Vamos! —exclamó Parr en Knoug.
El vehículo partió, y le apretó contra el suelo, aunque el compensador de aceleración
chirriaba en sus oídos.
Se preparó para la luz que se encendería cuando estuvieran en un nivel superior.
Oyó que uno de los tripulantes decía:
—Salvamento exitoso. ¿Podrán llevar este vehículo directamente a la nave insignia?
Parr tuvo un instante de pánico. Necesitaba ir a la Avanzada. Lauri amenazaría con la
destrucción a la Avanzada...
Pero el alivio llegó rápidamente cuando el piloto respondió:
—Lo siento, pero no es posible. No tengo bastante espacio... Esto no es equipo de
combate.
—Está bien.
Parr respiró. La conversación terminó. Se encendieron las luces.
Instintivamente Parr gimió y se inclinó. Mi pierna —murmuró.
—¿Qué?
—Estoy herido mintió.
Uno de los tripulantes se arrodilló a su lado. Parr vio que había un tripulante extra.
El Knoug le miró.
Lanzó un grito de asombro al reconocerle, y Parr le golpeó en el cuello. El hombre
cayó, y Parr esquivó el cuerpo inerme.
—¡Qué...!
Parr estaba de pie.
—¡No es Kal! —dijo el copiloto.
El piloto se volvió.
Parr atacó, sabiendo que cada uno de los dos buscaba su arma focal. Golpeó dos
veces a uno, que cayó.
El piloto tenía su arma en la mano.
Parr le lanzó un ataque mental, y le sorprendió ver que el escudo del adversario cedía
como mantequilla caliente. Aunque hubiese querido, Parr no habría podido evitar que su
ataque redujese sus pensamientos al olvido.
Atacó mentalmente al hombre golpeado, que se recobraba, con el mismo efecto.
El vehículo empezó a girar sin control.
Parr se lanzó al frente, un vaivén lo hizo a un lado, vio muy abajo el reflejo de la luna
sobre el agua.
Otro movimiento lo arrojó contra los controles. Activó el analizador de emergencia, y el
vehículo recuperó la estabilidad.
Vio la señal direccional en uno de los instrumentos. Estaba a izquierda. La colocó en el
centro y la siguió.
Penetró lentamente por la escotilla abierta de la Avanzada. Fue tarea difícil, pero lo
hizo. El aparato rebotó torpemente y luego se detuvo sobre la cubierta. Descendió y fue
hasta la puerta.
Había un hombre aguardando.
—Un aterrizaje desastroso —dijo el hombre—. ¡Eh!
Cayó fácilmente bajo el ataque mental. Parr comprendió que había adquirido más
fuerza de la que pensaba, y por primera vez sintió realmente la esperanza de vencer.
Miró su reloj.
¡Cuarenta y cinco minutos! Le habían parecido solamente cinco...
Lauri corría. Su mente normalmente calma y directa era una maraña de dudas. Había
tratado de ponerse en contacto con los tos Oholos, pero se cerraron. No estaban
dispuestos a ayudarla.
No había taxis y los teléfonos no funcionaban. Tenía el temor de que Kal estuviera en
la morgue, pero no podía perder tiempo en asegurarse. Recordaba la sirena que había
oído cuando la Policía vino a buscar los cuerpos del Oholo que venía con ella y de su
atacante terrestre, cerca del hotel. Pero no recordaba haber oído una sirena cuando Kal
había muerto. Pensaba, entonces, que la Policía no se había presentado.
Pero no estaba segura.
Si era así, Kal no había muerto delante de testigos, en la calle.
Ella sabía que él les había visto salir del hotel. Eso estrechaba un poco el campo. Así
como el hecho de que los Óbolos le hubiesen matado poco después.
Cuando murió no estaba en movimiento, y acababa de informar sobre la huida de Parr
con ella. Es decir, no se había movido de su puesto de observación; y tampoco había
motivos para que los Óbolos trasladaran u ocultaran su cuerpo.
Por lo tanto, el cuerpo debía estar donde había caído.
En la vecindad del hotel había cuatro edificios donde un hombre podía ser muerto sin
que nadie se enterara.
Lauri se dirigía ahora al segundo: registró rápidamente sus cinco plantas y regresó a la
calle. Dos edificios más, y había transcurrido la mitad de su tiempo. Miró su reloj. Los dos
restantes tenían cuatro plantas cada uno.
El más próximo estaba cerrado, pero había luz en el interior. Vio entonces una
empleada con varias velas en la mano y una fregona en la otra. Era una mujer anciana
que se movía lentamente y parecía preocuparse sólo por su tarea. Lauri sabía que su
rostro no estaría tan tranquilo si hubiese encontrado un cadáver mientras hacía la
limpieza. Por lo tanto, sólo restaba un edificio.
Pero unos minutos más tarde se encontraba nuevamente en la calle. No había nada en
ninguna de sus plantas.
Lloraba suavemente.
Su razonamiento estaba equivocado, y debía recomenzar desde el punto de partida, y
sólo le quedaban veinte minutos.
Parr corrió velozmente por el pasillo. Pasó junto a dos Knoug que no parecían curiosos.
Siguió al frente y hacia arriba, en dirección a la sala de control que debía capturar. Entre
el éxito y el fracaso había un delicado equilibrio de tiempo y de suerte. No estaba
asustado, aunque sabía que para él no había escapatoria aunque venciera. Su mente
estaba extrañamente en paz.
Trepó la última escalera: la puerta de la sala de control estaba cerrada. Trató de saber
cuántos eran los enemigos en el interior.
Golpeó la puerta de acero. Pensó fugazmente en Lauri. Se preguntó si habría
encontrado el comset.
—¿Sí?
—¡Tengo a Kal conmigo, señor! —exclamó, tratando de imitar el tono de un asistente.
—¡La orden era llevarlo abajo, a la oficina del comandante!
Parr contuvo el aliento.
Escuchó un murmullo de voces; uno de ellos debía estar hablando con el comandante.
Parr se lanzó contra la puerta, que se abrió. Entró como una tempestad y vio que sólo
había dos Knoug, uno ante el tablero de control, y otro con el teléfono en la mano.
Parr cerró la puerta de un puntapié y se arrojó contra el hombre del teléfono; su cabeza
encontró un estómago blando y casi pudo oír cómo el aire huía de sus pulmones. El
hombre cayó, y el otro lanzó un juramento.
Parr pisoteó y golpeó al Knoug caído con furia, dando salida a su amargura y a su
frustración, y dirigió un ataque mental contra el otro. Su mente era poderosa, pero estaba
descuidado. Con todo, hizo un gesto para alcanzar el gran comset y alertar a la flota.
Del teléfono caído surgía la voz del comandante:
—¿Qué ocurre? ¿Qué diablos ocurre?
Parr logró poner de rodillas a su adversario, y retrocedió hasta la puerta. Mientras le
dominaba mentalmente, cerró la pesada traba de seguridad. Por lo menos, no les
resultaría fácil sacarle de allí.
Su enemigo yacía en el suelo, tembloroso. Parr jadeó, y sintió que le atacaban
mentalmente desde el otro lado de la puerta.
Eran tres, y se les reunieron otros dos. Se tambaleó, y cayó, como si le hubiesen dado
un martillazo en el mentón. Se arrastró hasta el tablero de control. Aún podía luchar.
«Faltan cinco minutos», pensó.
Encontró la palanca que buscaba.
Se oyó el crujido del escudo mental heterodino que entraba en acción, y luego un
agudo ronroneo. La sala de control quedó aislada; sonrió al pensar en el artificio que los
oficiales Knoug habían inventado para protegerse contra motines y rebeliones.
Destrozó todos los controles que no necesitaba para cumplir su finalidad.
Luego fue hasta el comset. Pasó por encima del Knoug: estaba muerto. Rompió el
transmisor con un solo golpe. Arrancó, con dedos trémulos, el sello que el comandante
había puesto sobre el receptor, lo encendió y aumentó el volumen.
Alguien trataba de comunicarse con la Avanzada.
Una voz comentaba:
—...el comandante de la Avanzada debe estar interrogando al hombre que recogieron.
No importa. Con la información que nos ha dado el avanzado de Texas es suficiente.
Parr maldijo.
—Listos para el ataque —informó otro circuito.
—Golpearemos en quince minutos.
—En posición... El ocho, retroceda un poco.
—¡Descubrir los cascos!
—Control... Control...
Parr miró el reloj. Faltaban apenas minutos para que se cumpliera la hora. ¿Qué
ocurría con Lauri?
La flota se alistaba para moverse. Parr gimió de frustración.
En la puerta, el campo de fuerza del escudo empezaba a mostrar tensión. En el exterior
habían enfocado contra él un proyector de energía. Parr se preguntó ociosamente cómo
podían haberlo traído tan rápido del cuarto de máquinas. La puerta empezaba a
resquebrajarse. Unos minutos más y lograrían destrozarla; toda la sala de control se
convertiría en un infierno, y cada trozo de metal en una gota humeante.
Lauri examinaba las tiendas de la planta baja. Cuando era necesario destrozaba los
cristales. De pie entre los añicos, trataba de oír el susurro del comset.
Faltaban diez minutos.
¿Dónde estaba el error? ¿Por qué no estaba el cuerpo de Kal en ninguno de los cuatro
edificios? De pronto comprendió que había olvidado uno: no había cuatro sino cinco. ¡Kal
debía estar escondido en el mismo hotel!
Nueve minutos.
¿Cuántas habitaciones tenía el hotel en el frente? Eran doce plantas.
Automáticamente corrió hacia el hotel.
(No podían ser las plantas inferiores, porque los Oholos le habrían sorprendido antes.
Seguramente ellos bajaron y luego volvieron a subir.)
Entonces, una de las plantas altas.
Ya estaba en la recepción desierta. Mientras corría evocó el pánico de la ciudad y vio
gente entregada al pillaje. Seguramente no había suficientes soldados para vigilarlo todo.
No vio, tal era la rapidez de su carrera por la escalera, la forma humana y cayó sobre
ella, perdiendo el aliento.
—¿Qué ocurre? —gritó el hombre, asustado—. Yo estaba durmiendo y... ¿Qué ocurre?
¡La ciudad está tan silenciosa!
Ella le empujó y continuó subiendo. El hombre empezó a seguirla.
—¡Espere!
En la planta más alta no vio ninguna puerta hacia el terrado. El corredor tenía la forma
de una «U»; la parte inferior era la que daba a la calle. Seis habitaciones.
—Espéreme —dijo el hombre, acercándose.
Ella le lanzó un golpe mental de bajo registro, pero él se limitó a mover la cabeza y
siguió subiendo. Ella le esperó, y cuando llegó, dijo: «Lo siento», y le golpeó en el mentón.
Él rodó algunos escalones. Registró las seis habitaciones.
Nada.
Apretó los dientes y descendió a la planta siguiente.
Parr rompió el cristal y se apoderó del traje espacial de emergencia. Se metió en él.
Era un minuto después de la hora.
Vaciló, con el casco en la mano.
El campo de fuerza del escudo casi había desaparecido.
La radio estaba llena de órdenes de ataque.
Entonces, con infinito alivio, oyó la voz de Lauri, por encima de la barahúnda. Lauri
parecía excitada y sin aliento.
—¿Qué es eso? —rugió alguien en Knoug. Parr comprendió que el Knoug no hablaba
inglés, la lengua común del planeta.
—¡Idiotas! —gritó Parr. ¿Es que ninguno comprende?
—Voy a destruir la nave Avanzada —dijo Lauri—. Soy una Oholo...
Inmediatamente un Knoug empezó a traducir el mensaje. Las órdenes a la flota se
interrumpieron.
—Voy a destruir la nave Avanzada —repitió ella. Y después agregó—: ¡Cuídate!
Sabía que la recomendación era para él, no para los otros.
No podía esperar más. Se puso el casco y todos los sonidos desaparecieron.
Pero la palabra siguió sonando en su mente. «Cuídate.» Se la agradeció con toda el
alma.
Luego lanzó la Avanzada al hiperespacio.
Un remolino de movimiento le lanzó contra el tablero de control. No podía oír, pero en
todas partes, a su alrededor, el metal chirriaba, se retorcía y se rompía.
El proyector de energía de la puerta giró locamente y volatilizó a los Knoug que lo
accionaban. También volatilizó su propio cable y quedó inmóvil. Por un vasto desgarrón
del casco el aire huía al hiperespacio, y su propia presión destrozaba los cuerpos de los
Knoug.
Parr recuperó lentamente el sentido. Se movió entre los escombros de la sala de
control. Un rato después se encontró en un largo pasillo silencioso. Hacía calor dentro de
su traje espacial.
Terminó por encontrar los botes de salvamento, pero habían sido arrancados de sus
soportes. Uno parecía estar en condiciones Probó el motor, que funcionaba. Saltó afuera
y logró destrabar la escotilla de salida.
Activó la coraza y salió de la Avanzada: el hiperespacio era gris y espantoso. Miró el
vasto casco muerto de la Avanzada. Dio plena potencia a sus motores y detrás de él la
nave muerta explotó y desapareció.
Regresó al espacio real con su bote. El motor era poderoso, pero el delicado
mecanismo de la coraza hiperespacial debía estar dañado, porque con una tremenda
sacudida el bote empezó a caer. Parr pensó que era infinitamente triste que hubiese
hecho por primera vez en su vida una cosa buena, y que ahora fuese castigado por todo
el resto. Y luego no supo nada más...
El comset estalló en una confusión increíble después de su mensaje. Ella aguardó.
Luego amplió la advertencia:
—Si la flota no se retira inmediatamente, nosotros, los Oholo, la destruiremos
íntegramente.
Lauri no sabía qué había ocurrido.
Los comandantes Knoug se gritaban unos a otros.
—No hay un arma que pueda hacer eso.
—Sí que pueden destruirnos ¡Ya lo dijo el avanzado!
—¡La Avanzada ha desaparecido! ¡Se ha desvanecido!
—Voy a retirar mi nave.
—Acabo de activar la coraza hiperespacial.
—¿Qué dice la nave insignia?
—El comandante Cei se retira. Son cinco.
—¡Vámonos!
—La nave insignia tiene su coraza lista para retornar al hiperespacio.
Lentamente las voces se extinguieron. El comset quedó silencioso en la mano de Lauri.
La Avanzada había sido destruida. La flota Knoug se retiraba.
Lauri pensaba en Parr. Vio el cuerpo de Kal tendido a sus pies, donde lo había
encontrado, en la segunda habitación de la décima planta. Lloró en silencio.
XI
Finalmente logró comunicarse con los demás Oholos. La escucharon, porque el ataque
esperado no llegó. Vinieron a buscarla en un aparato aéreo. Alzaron vuelo sobre la
silenciosa ciudad de Denver.
—Un Knoug —dijo uno de ellos. ¡Quién habría pensado que un Knoug llegara a hacer
eso!
Trató de explicarles, pero no la escucharon. Estaban ocupados con sus propios
pensamientos. Ahora lloraba interiormente.
—¿Se imaginan lo que Parr habría llegado a ser dentro de unos años?
—¡Entrar en el hiperespacio sin coraza!
—La nave debe haberse deshecho...
—¡Y la flota Knoug creyó verdaderamente que era un arma nuestra! —comentó otro
Oholo con admiración y alegría.
—Era muy fuerte —agregó Lauri—. Casi tan fuerte como yo. Y habría llegado a ser
mucho más fuerte aún.
—Ningún Knoug puede ser tan fuerte como una de las mejores de nosotros, Lauri.
—Era algo más que un Knoug —insistió suavemente la muchacha—. Un Knoug habría
seguido siendo un Knoug.
—El planeta se encuentra en un estado desastroso —manifestó un Oholo—. Llevará
años reordenarlo.
—No —respondió otro, mirando la noche—. No creo que sean años. Uno de los
Gobiernos más temibles acaba de ser derrocado. El pueblo tuvo finalmente la oportunidad
y la aprovechó. Eso es una buena señal. Siempre es más fácil reconstruir que cambiar.
—Lauri...
La muchacha se quedó inmóvil.
—¡Escuchen!
—¡Lauri!
—¡Sí! —exclamó ella.
—¡Ven a buscarme!
Lauri se lanzó al cuarto del piloto, cogió los mandos e hizo virar la pequeña nave.
—¿Han visto? —dijo un Oholo en el colmo del asombro. —respondió otro—. No sólo
saltó sin coraza al híper-espacio, sino que se las ha arreglado para escapar con vida.
Movieron las cabezas.
Quince minutos más tarde, Lauri logró encontrar el bote a la deriva en el espacio, bajo
la luna que estaba a punto de ponerse.
Remolcaron el bote hasta la superficie. Lauri corrió y sacaron el cuerpo inmóvil de Parr.
Cuando le quitaron el casco, susurró:
—Destrocé la Avanzada... Y logré también destrozar este bote... Soy muy torpe...
—Busquen a un médico —gritó Lauri.
Tenía la cabeza de Parr en sus manos y sus labios se movían sin articular palabras.
Luego se inclinó y le besó en la boca, a la manera de la Tierra; Parr nunca había
experimentado una sensación comparable de confianza y de promesa. Débilmente apoyó
una mano en el brazo de la muchacha.
—Nos quedaremos aquí —murmuró ella—. Nos quedaremos y ayudaremos, tú y yo.
¿Quieres?
—Sí —dijo. Sería hermoso construir y no destruir... Juntos podríamos ayudarles...
Llegó el médico y sacaron a Parr de su traje, y un rato más tarde el médico reapareció
y dijo:
—No sé mucho acerca de los Knoug. Pero creo que éste se va a reponer
perfectamente.
Lauri rió histéricamente, con el rostro cubierto de lágrimas.
—Yo no le pude matar —sollozó.
Los otros Oholos la miraron, corteses y confundidos.
—¡Claro que vivirá! —dijo enloquecida de alivio—. ¡Por supuesto que vivirá, si ni
siquiera yo logré matarle! Parr le sonrió.
-
EL COMPLEJO DE PANURGO
Julien C. Raasveld
Graveyard Hospital
26, Segunda Avenida
Boise, Idaho.
Estimado Sr. Richardson:
Tenemos la satisfacción de informarle que su empleado John Forbes, internado el 16
de este mes en este hospital, se encuentra en este momento absolutamente fuera de
peligro. Esto podría considerarse un milagro, si se tiene en cuenta la gravedad de las
quemaduras que había sufrido. Por fortuna —y desde hace poco— poseemos el equipo
necesario para hacer injertos de piel con la técnica más moderna. Sin embargo, quedan
ciertas dudas a propósito del restablecimiento físico del paciente.
Se trata de una complicación que no es, en verdad, de orden físico. Hemos interrogado
al señor Forbes sobre la causa del accidente una vez que recuperó el conocimiento, y sus
respuestas fueron muy extrañas. Y como era visible que el paciente no lograba librarse de
sus alucinaciones, consultamos a nuestro departamento de Psiquiatría, que decidió
trasladarlo con premura al Instituto Superior de Psicoterapia.
Le rogamos, en consecuencia, ponerse urgentemente en contacto con dicho Instituto,
para facilitar el esclarecimiento de este caso.
Saludo a usted atte.
Doctor Simón Thalman,
Richardson & Co.
Especialistas en desratización
Boise, Idaho.
Señores:
He sabido por el doctor Thalman, del Graveyard Hospital, que mi empleado John
Forbes ha sido conducido a dicho Instituto para su examen. Ignoro, naturalmente, las
declaraciones hechas por John; pero no es extraño que haya sido afectado mentalmente
por lo ocurrido. Ruego sin embargo que dichas declaraciones no sean atribuidas lisa y
llanamente al delirio de un subnormal, dadas las muy raras circunstancias en que ha
ocurrido su «accidente». Yo no he tenido hasta ahora el valor de verle. Agradecería que
me hicieran saber qué es lo que ha dicho, porque lamentaría profundamente que
padeciese algún problema grave por no haber dicho otra cosa que la verdad.
Atentos saludos de
Richard Richardson.
Instituto Superior de Psicoterapia
205, West Avenue
Estimado Sr. Richardson:
La atención que dedica usted al señor Forbes constituye una actitud verdaderamente
filantrópica. He sabido por su esposa que se ha hecho usted cargo de todos sus gastos,
aparte del mantenimiento de su salario normal. Ese noble gesto le hace doblemente honor
puesto que, sin su ayuda, el señor Forbes —que no está asegurado— se encontraría
verdaderamente sin medios.
Reitero mis felicitaciones por esta conducta. Lamento informarle, sin embargo, que las
declaraciones del señor Forbes continúan apoyándose sobre alucinaciones. Sus
facultades mentales, de suyo limitadas, se encuentran totalmente alteradas debido al
shock causado por el accidente, como surge claramente del informe adjunto, presentado
por él mismo, y que por sí solo justifica el tratamiento.
Quedo a sus órdenes
Doctor P. H. Lavecroft.
Informe n.° 1212
Paciente: John Forbes
Síntomas: depresión y alucinaciones.
Diagnóstico: Paranoia.
Causa: accidente.
Terapia: electroshock.
«Aquí tengo que escribir todo sobre mi accidente —dice el doctor—, y también lo que
me parece al respecto. No va a ser difícil, pues no pienso más que en el accidente y me
acuerdo de todo. Aquella mañana estaba muy nervioso. Mi mujer me dijo: "¿Por qué estás
así de nervioso?" Yo pensaba para mí: "Algo va a pasar." Bueno, voy a trabajar en la
Casa Richardson y él me dice que he de ir al horno con una carga de ratas muertas. Entro
por el camino del fondo y al doblar veo una rata. En la Casa Richardson las ratas casi
siempre están muertas, pero ésa era muy rara y estaba vestida con ropa, tenía algo en la
pata y le faltaba la cola. Entonces yo le pegué con la pala y empecé a arder con fuego y
no sé más. Estoy seguro de que no volveré a ver más a mi mujer, ni mi casa, ni a mi hijo.»
Richardson & Co.
Especialistas en Desratización
Boise, Idaho.
Estimado doctor:
Después de leer la declaración de John, tengo el deber de informarle que se ajusta
estrictamente a la verdad. He pensado largamente en el riesgo que voy a correr, pero no
puedo hacer otra cosa, ni permitir que John sea encerrado por decir la pura verdad.
En efecto, la mañana del accidente, pedí a John Forbes que arrojara las ratas muertas
al horno, parte habitual de su trabajo. Por casualidad, también yo debía ir hasta el horno,
a causa de un problema con un termostato. John caminaba unos quince metros delante,
de manera que pude ver lo que ocurrió con toda claridad. Como él mismo lo dice, una rata
—un espécimen muy curioso— T se paseaba por allí, lo que no es de ningún modo
habitual. No tenía cola, el pelo era muy claro, vestía una especie de delantal y caminaba
en dos patas, como nosotros. John hizo el gesto de golpearla, y la rata, extrayendo una
especie de revólver, disparó. En el instante siguiente, mi empleado ardía como una
antorcha y el animal huía a todo correr. Estupefacto, no podía moverme; pero por suerte
dos de mis hombres se acercaron y apagaron el fuego con unos sacos. Mientras tanto, el
animal había llegado al trigal que rodea la fábrica. Yo me había recobrado; cogí la pala de
John y me lancé en su persecución. Cuando llegué al centro del campo, vi un pequeño
cohete que se erguía sobre una superficie circular de color negro rojizo. La rata se
introdujo en el aparato, que instantes después ascendió a portentosa velocidad.
Comprenderá usted por qué he vacilado tanto, y por qué no he denunciado estos
hechos a las autoridades. Pero pienso ahora, tras madura reflexión, que debo obrar de
esta manera, no solamente por John, sino también por la humanidad entera.
Dada nuestra especialidad, creo conocer a las ratas mejor que la mayoría de las
personas. Por esto he llegado a la siguiente conclusión: la reconocida inteligencia de las
ratas terrestres no ha alcanzado su pleno desarrollo puesto que con gran facilidad logran
aquí vivir parasitariamente a costa de otro ser inteligente, el hombre; ¿pero qué ocurriría
en otro planeta donde sucediese una evolución similar y sin la presencia del hombre? ¿No
estaría allí la rata destinada a convertirse en la reina de la creación? Quizá piense usted
que esta explicación es algo rebuscada; pero no ha visto usted lo que nosotros hemos
visto.
Reflexione solamente en lo que podrían hacer estas ratas cuando descubran que
nosotros transformamos a sus congéneres el abono para suelos.
Me horrorizo de sólo pensarlo.
Saludo a V. muy atentamente
Richard Richardson.
Instituto Superior de Psicoterapia
205, West Avenue
Boise, Idaho.
Estimado señor Richardson:
¿Podría pedirle, a título provisional, que no difundiera usted todavía sus puntos de
vista?
Le ruego que previamente converse con nosotros. Quizá nos sea posible aclarar juntos
algunos puntos confusos.
Doctor P. H. Lavecroft.
Richardson & Co.
Especialistas en Desratización.
Boise, Idaho.
Estimado doctor Lavecroft:
Es obvio que piensa usted que también yo estoy loco. Sin duda, atribuye mi
experiencia, y la de mis colaboradores, a un caso de paranoia colectiva (no ignoramos
que hay casos semejantes).
Lamento profundamente, sin embargo, decirle que se equivoca usted, y que no es éste
el caso. En consecuencia, no seguiré su consejo.
Salúdale atte.
Richard Richardson.
Instituto Superior de Psicoterapia
205, West Avenue
Boise, Idaho.
Querido colega:
Nos encontramos aquí en presencia de un extraño caso de paranoia colectiva (¿o
quizá podríamos hablar de pararratanoia colectiva?). El director de una empresa de
desratización, y tres de sus colaboradores, están convencidos de haber sido agredidos
por una rata astronauta, o algo parecido. Interesante, ¿verdad? Lamentablemente, el
mencionado director logró hacer publicar en varios periódicos anuncios poniendo a la
población en guardia contra las futuras invasiones de ratas, antes que lográramos
internarlo. He bautizado a esta curiosa epidemia el Complejo de Panurgo.
Te envío por el mismo correo los antecedentes de los cuatro sujetos, para incitarte a
venir de tu vasta Nueva York a nuestra ínfima Boise. Si traes una botella de Black and
White, podremos aprovechar esta circunstancia para evocar nuestros años de estudio.
Cordialmente.
Doctor P. H. Lavecroft.
Instituto Madcap
716, Lunacy Avenue
Nueva York.
Querido amigo:
Me temo que los anuncios publicados por tus casos produzcan consecuencias más
graves de lo que se podía suponer. En todo el país arrecia la incidencia de la
pararratanoia colectiva; y hasta se dice que se ha creado un culto a Santa Rata. El
Complejo de Panurgo gana terreno. Tendría sumo interés en estudiar esta peculiar forma
de alucinación en sus mismas fuentes, de modo que llegaré dentro de uno o dos días.
Doctor Alien P. Edgar.
P. S.: Debo retractarme de lo antedicho: se acaba de decretar el estado de urgencia, y
no me es posible abandonar la ciudad. Espero que, con todo, esta carta llegue a tus
manos. El Complejo de Panurgo ha progresado con inusitada rapidez, y nuestro propio
Gobierno ha sido víctima de él. En efecto, ¡se cree que hemos sido invadidos por ratas
provenientes del espacio exterior! Es increíble que el espíritu humano pueda ser víctima
—a tal extremo— de las alucinaciones. ¿A qué atribuyes su rápida propagación? ¿A un
virus? Espero que sea hasta muy pronto, si el Complejo de Panurgo no continúa su curso.
Almirante Griffn
Fuerzas Espaciales, Sector IV
Querido Truiñ:
A pesar de su concisión, tu informe nos pareció bastante difícil de entender. Con todo,
concluimos que esos seres poseían un nivel tecnológico inferior al nuestro, y en
consecuencia no vacilamos en pasar de inmediato al ataque.
Pues bien. Encontramos que dichos seres poseen un aspecto aterrorizador, y que sus
máquinas de guerra son todavía más grandes que ellos mismos. Pero nada pudieron
contra nuestros escudos energéticos ni contra nuestros rayos ratómicos. Su arma más
poderosa derivaba de una forma primitiva de fisión nuclear, muy poco eficaz y más nociva
para ellos que para nosotros, que conocemos hace ya largo tiempo los medios
convenientes para defendernos de la radiactividad resultante.
Los destrozamos cuando y donde quisimos hacerlo. Actualmente, todos los grandes
centros están en nuestro poder, y sólo aparecen aquí y allá algunos núcleos de
resistencia esporádicos.
Es evidente que no ocuparemos de la noche a la mañana todo el planeta, hasta en sus
menores reductos, pero tampoco nos corre prisa.
En lo que concierne a nuestros hermanos, todavía nos resulta imposible establecer un
contacto razonable. Su nivel de inteligencia es aún muy bajo, lo que resulta totalmente
comprensible dada la represión que esos seres monstruosos han ejercido sobre ellos.
Parecen, sin embargo, dispuestos a aceptar nuestra ayuda. Hemos logrado traducir los
libros de los pobladores... ¿Te imaginas cómo se califican a sí mismos? ¡Seres humanos!
¡Absurda pretensión de monstruos tan repulsivos!
Un abrazo
Griffn
P.S.: Ven a reunirte con nosotros tan pronto como puedas. El planeta es formidable, y
las mujeres son maravillosas. Conservan aún la cola y el pelo largo. Y, además, carecen
de todo tabú sexual. ¡Hermano, las perspectivas son maravillosas! Y en cuanto a los
humanos, es justo decir que tienen su lado bueno. Su sabor es delicioso.
-
MORADORES DEL POLVO
Forrest J. Ackerman
—Disparates. Están muertos. Eso que dices es exactamente como si dijeras que hay
una eternidad cada momento.
—Y la hay, John, desde luego que la hay.
George Romani me había atrapado en una discusión acerca de su hobby favorito: la
cronoportación. Hablar del viaje en el tiempo con George era crear el movimiento
perpetuo de la lengua, y yo debería haber sido capaz de evitarlo. Pero no: me metí donde
los ángeles jamás se hubieran aventurado a pesar del apoyo de todos los santos del cielo.
—La eternidad en cada momento —continuó George—. Como lo dijo Dunne: nada
muere. La gente del pasado está viva ahora. Los hombres y mujeres de todas las épocas,
desde el hombre de las cavernas hasta los habitantes de un mundo feliz... Todos están
ahora amando y odiando, jugando y trabajando, luchando y muriendo. En este momento,
en el pasado, se están librando todas las grandes batallas. En este momento arde Juana
de Arco y se hace a la vela Colón y...
—Pasteur pasteuriza, me figuro. Entonces, los que ahora están haciendo eso son los
que se fueron, los cadáveres, los moradores del polvo —respondí con ironía—. Mis
ironías jamás dejan de exasperar a George, que por lo común me dice que soy un tonto,
pero en un lenguaje que las leyes de 1949 no permiten imprimir. Una vez que se produzca
el renacimiento anglosajón de 1955 será otra cosa... Pero estoy contando mi relato en
desorden.
—Exactamente —insistió George, llameando como un mechero de Bunsen—. Como tú
y yo. Para la gente del futuro, somos nosotros los moradores del polvo, como tú dices.
Esto era demasiado.
—De modo que ahora existe, además, la gente del futuro. Y también son polvo, sin
duda, aunque aún no han nacido.
—Sí —silbó George—. Y no todo es pura diversión para mí. Ven conmigo. —Se
apoderó de mi hombro y me arrastró desde la silla hasta su laboratorio, a pesar de mis
protestas.
El laboratorio experimental de Romani era limpio, blanco y ordenado. No había
vertederos sucios ni olores químicos. Las señoras de Good Housekeeping le habrían
dado ciertamente el sello de aprobación con Medalla de Oro.
Sobre la amplia mesa de translucita del centro del laboratorio había un aparato que no
había visto antes. Era muy parecido a una linterna mágica, antecesora del cine.
—Mi máquina del tiempo —explicó George sucintamente, y continuó—: Conoces la
idea, supongo. La historia original fue reeditada ampliamente después de la muerte de su
creador, Wells. John: en esto he estado trabajando, para probar mis teorías. Padre
Tiempo mediante, verás que éste es el primer «tiempuerto».
No hice ningún comentario. Avancé hasta la mesa y miré el aparato. Pequeño y de
aspecto ineficaz, difícilmente parecía posible que contuviera la magia necesaria para
transportar a una persona a través del misterioso abismo del tiempo.
—George —:dije—. Según mi máquina del tiempo, modelo de pulsera, es hora de que
me vaya, si todo lo que tienes para mostrarme es este juguete. Realmente, tu sentido del
humor es tan divertido como un tumor maligno.
—Y tu comparación tan elegante como un elefante —respondió—. Pero te hablo
completamente en serio. Esto es una máquina del tiempo. Sólo que no se monta en ella.
La encendemos dirigida hacia nosotros. Es un rayo.
—Un rayo. ¡Rayos! En cuanto a eso de dirigirla contra nosotros...
—Vamos. He experimentado conmigo mismo, John. Funciona, de veras. He ido al
pasado, y se me ocurre que te gustaría acompañarme. Esa hermana tuya, esa tragedia
que te ha llevado a beber como bebes...
Lorie. Instantáneamente cambié de actitud. Mi hermana menor. Pensé en su cuerpo
retorcido, antes vibrante de vida, y su rostro azul, como eran esos ojos que la luz había
abandonado. Si tan sólo hubiese tenido alguna forma de evitarlo... ¡Cuántas veces había
querido volver atrás el reloj! Y ahora, ¿qué era esto que decía George?
¿Un viaje al pasado?
—¡George! ¿Puedes realmente hacerlo? ¿Esta cosa podría de verdad llevarme dos
años atrás? ¿Puedes hacerlo ahora? ¿No hay peligro? ¿Volveremos? Empezaba a
aferrarme a la loca esperanza de cambiar el pasado.
Mi amigo trajo —como única respuesta— dos sillas y las colocó delante del proyector
del rayo.
—Siéntate, John. Puedo hacerlo y lo haré. Ahora mismo. Dos años atrás. No hay
ningún peligro —no comprendí entonces su énfasis—, ninguna posibilidad de sufrir el
menor daño. Y volveremos.
Me senté. Mi mente era un torbellino. La niebla del alcohol se había aclarado, pero
tenía miedo de lo desconocido.
George se sentó a mi lado.
—Algo más de dos años, ¿verdad? ¿A qué lugar quieres ir?
—¿Puedes elegir también el lugar? Entonces, que sea justamente afuera del York
Hotel. Donde está ahora el Teatro Jolson.
La mano refinada de George se acercó a la máquina y movió un interruptor. Una
máquina del destino, algo capaz de borrar los 800 días transcurridos desde la muerte de
Lorie.
—Entonces, 19 de febrero de 1947, ¿verdad? Y frente al York...
Un rayo de brillante color naranja brotó de la lente.
No hubo ningún período de transición, ninguna sensación de mareo ni sobresalto, ni
loca mezcla de noches mezcladas con días. George y yo simplemente estábamos delante
del hotel que todavía no había sido derribado.
Nos encontrábamos en una acera atestada de gente; automáticamente salí del paso de
los peatones, y George se colocó a mi lado.
—¿Y bien? —Su entusiasmo era como el de un adolescente, a pesar de sus 38 años.
Yo miraba estúpidamente, otra cosa que sé hacer bien. Las ropas de la gente, como
advertí mientras miraba, empezaban a reflejar la revolución de la moda que sería obvia en
el verano posterior. Unas donnes pioneras (seguidoras de la actriz Laurel Lee Donne, que
abrió el camino de ese cambio en la película de Lang Polizón a bordo de un satélite}
utilizaban el escote «neumonía», un descubrimiento del año anterior que había muerto al
nacer después de una ola de publicidad sensacionalista, y que regresó como un
boomerang más tarde. Yo sabía que la próxima temporada los hombres se verían
emancipados de la corbata.
Pero apareció entonces una corbata violeta que salía del York, hábilmente anudada en
torno del cerdo más grande que sorprendió nunca descuidada a una muchacha. Krebs.
Tony Krebs. Anthony C. B. Krebs III.
George no conocía de vista a esta carroña. Krebs desapareció y se lanzó a dar la
vuelta al mundo después de lo que le ocurrió a mi hermana, y no volví a verle. Pero sí le
había contado la sórdida historia, maldiciendo en varios idiomas a ese maquiavelo
millonario que primero enloqueció a mi hermana y después la tiró a la basura. Creo que
George, instintivamente, le reconoció.
Cuando le vi, perdí la cabeza. Impulsado por el odio me lancé contra él en busca de su
garganta. Lo único que deseaba era cogerle del cuello, golpear esa cara confiada hasta
que no fuese reconocible y...
¡Mi mano se cerró sobre el vacío! Perdí el equilibrio y di contra la puerta giratoria. Entré
trastabillando y caí al suelo cuan largo era, en el interior.
Nadie me vio. Gradualmente comprendí que todo esto era un sueño. O George con sus
teorías, o el alcohol, o la combinación de ambas cosas me habían dormido. Y ahora debía
estar por despertarme.
George me asía del hombro.
—Levántate, John. Me puse de pie.
—¿No podrías servirme otro?
Pero, un momento: aún estaba en la recepción del York, un hotel que no existía desde
dos años atrás. ¿El sueño persistía?
—George...
—Te voy a explicar. Estamos aquí sólo en esencia. El rayo disocia nuestro yo de
nuestros cuerpos. Lo único que hay que hacer es pensar en el tiempo y lugar que
deseamos explorar, y llegamos allí a la velocidad del pensamiento. Pero el único papel
que podemos desempeñar es el de observadores inactivos. No podemos mezclarnos con
los moradores del polvo, o también nosotros nos convertiríamos en polvo. En otras
palabras, el pasado es inmutable. No podemos cambiarlo.
Ahora comprendí qué había querido decir al expresar que no podíamos sufrir el menor
daño.
Me sentí profundamente deprimido. Como no compartía su interés por la ciencia ni su
gusto por la aventura, el viaje en el tiempo no significaba gran cosa para mí como logro
revolucionario. Quizá carecía de temperamento romántico. Pero tampoco sabía cuáles
hubieran sido mis reacciones ordinarias, porque en ese viaje al pasado yo no había
pensado en otra cosa que en una oportunidad de impedir lo que le había ocurrido a mi
hermana, cuyo recuerdo era para mí una pena permanente.
—Volvamos —dije apáticamente.
—¿Volver? —George se sorprendió—. ¿Pero esto no te interesa? ¿No querrías mirar a
tu alrededor? ¿Volver a ver a tu hermana?
—No, por Dios. No comprendes, George... No podría soportar verla de nuevo como
era... Vivaz, alegre... Y condenada, sin que yo pudiera hacer nada para impedirlo. Sería
como una burla horrible. Vamos, George. Regresemos.
Miré con incredulidad la muchedumbre que pasaba a través de George como si no
existiera. Entonces un pensamiento aterrorizador, imperativo, se apoderó de mí.
—¡George! ¿Qué ocurre con nuestros cuerpos en el laboratorio? ¡Imagínate que haya
un incendio!
—Tú sabes que no hay nada combustible en mi laboratorio —respondió. Era cierto.
—Nuestros cuerpos están en estado de animación suspendida —continuó.
—¿Y si alguien entrara y pensara que estamos muertos? ¿Si nos quemaran o
embalsamaran o algo así? —Me horrorizaba la idea de seguir siendo un yo desnudo,
perdido en medio de la eternidad.
—No es nada probable —repuso George, riendo—. Te estás imaginando cosas.
¿Quién vendría a mi laboratorio a esta hora de la noche? Y si viera el rayo encendido,
cualquiera comprendería que se trata de un experimento. Oye —dijo, con la intención de
apartar de mi mente mis visiones morbosas—, si aquí no hay nada que te interese, ¿por
qué no damos una vuelta por el futuro?
—¿El futuro?
El futuro. En ese momento la palabra me parecía un vacío semántico, algo vacío de
sentido. Podía racionalizar el pasado, la posibilidad de volver a visitar lo que había sido.
Pero el futuro... algo que todavía no estaba creado... La idea me desconcertaba.
Probablemente por eso no ofrecí resistencia cuando George dijo:
—Une tu mente a la mía y veamos lo que nos reserva el año 1990. ¿Listo? Una, dos, ¡y
tres!
Luces enceguecedoras estallaban en el cielo, en el más absoluto silencio. Sólo
entonces advertí que la vista era el único sentido que se conservaba en el estado de yo
puro.
Me volví, curioso, hacia George, cuando un enorme edificio, a mi derecha, se abrió y se
derrumbó sin el menor ruido. Si a una entidad invisible se le podía poner la piel de gallina,
yo tenía suficiente para varias gallinas.
Me envolvían la polvareda, los trozos de concreto, las astillas de plásticos, grandes
vigas deformadas. Instintivamente me cubrí la cabeza. El día se oscureció, aunque no
sentí nada. Seguramente había sido aplastado y sepultado bajo toneladas y toneladas de
escombros. Y sin embargo, nada sentía, ni dolor ni peso. Sólo terror.
Busqué a George con la mirada. Allí estaba, encastrado entre las ruinas. ¡Vivo! Y no
solamente vivo, sino sonriente. Caminó a través de la masa de escombros, con una
linterna en la mano.
—Levántate —me dijo—. ¿No comprendes que nada puede herirte? Eres simplemente
un morador del polvo. En este mundo, ni siquiera puedes sentir humo en tus ojos si no te
lo imaginas. Ya te dije que sólo tu yo está aquí.
»Y en cuanto a la linterna —continuó, advirtiendo mi mirada perpleja—, hay una cosa
que olvidé decirte: Puedes llevar en tu viaje temporal todos los lujos que se te ocurran.
Las cosas que tienes en tu mente, cuando estás en este estado se transforman en
realidades. Al menos, para todos los usos prácticos. Soñé esta linterna, para poder
abrirme paso. Y ahora, para salir de debajo de esta avalancha, lo único que debemos
hacer es pensar que estamos en el exterior.
Luego hizo una pausa.
—Es una guerra, ¿verdad? Un bombardeo... Pero no atómico. Explosivos muy
poderosos, pero yo diría que todavía son químicos...
—Por Dios, si esto es lo que nos reserva el futuro, dentro de unos años...
George prefirió no contestar.
—Vamos arriba y veamos qué ocurre.
Palidecí al ver el horror que ambos estábamos seguros de encontrar.
—Yo sé que es un pensamiento rebuscado —dije—. Pero podría verme a mí mismo
muerto. Podría suceder, ¿no es verdad? Esa imagen no se me borraría jamás, George.
—La visión de tu propio fantasma, ¿eh? —respondió George, encogiéndose de
hombros—. Bueno, ¿quieres regresar? Yo puedo volver solo cuando lo desee... ¿Vamos?
A punto de aceptar la invitación, tuve una inspiración.
—Espera un instante. ¿Cómo dijiste? ¿Es suficiente pensar en un tiempo y un lugar
para estar allí? ¿Y no podría localizar a una persona determinada?
George comprendió qué quería significar.
—Es decir... Si por ejemplo, desearas conscientemente estar donde Krebs se
encuentra en esta época, ¿serías transportado allí? Hm... De verdad, no lo sé, John. Pero
si deseas, haz la prueba. Te acompañaré.
Sí que lo deseaba. El riesgo de reencontrarme conmigo mismo era despreciable
comparado con la satisfacción de ver a Krebs sufrir en ese infierno.
—Está bien —respondí. Luego me dirigí a una entidad superior—. Si Dios existe —
dije—, quiero que me lleve junto a Krebs.
Al principio no reconocí la cosa que había a mis pies. Parecía un hombre de tamaño
natural, hueco, hecho de goma... La explosión había reventado su ropa y su piel. La cara,
púrpura, tenía aún peor aspecto. Los ojos desorbitados, la lengua afuera como un grueso
gusano...
Éste era, pues, el lamentable producto de la guerra biológica. Ese horror
contorsionado.
Mi yo sintió náuseas que no podía aliviar físicamente.
Y sentía también compasión por esa cosa que había sido un hombre. Hasta que fijé la
atención en una cicatriz en el cuello. Eso era lo que Krebs siempre cuidaba cubrir con una
bufanda: la marca de una operación de bocio exoftálmico.
Caída al lado del cadáver, había una cigarrera con las iniciales ACBK-III. Anthony C. B.
Krebs, III.
El tercero y el último.
Su maldad había llegado al fin.
Una retribución.
—¿Estás satisfecho, John?
—Vamos, George.
Alguien me pellizcaba en la mejilla. Abrí los ojos, y George me daba una suave
palmada en la cara.
—Deja de jugar a la marmota —dijo, alzándome de la silla por el pelo.
Hice una mueca y empecé a gritar:
—Está bien, ¡pero no me dejes calvo! Pero un violento estornudo me interrumpió.
Algunas partículas de polvo se me habían metido en la nariz que no respiraba— en
ausencia de mi yo.
Gruñí:
—Moradores del polvo, verdaderamente.
—¡Salud! —dijo George.
-
EL PLANETA LOCO
A. Van Hageland

A vertiginosa velocidad, la nave espacial se acercaba al tercer planeta de la estrella
Iliam. Cuando aún se encontraban a varios millones de kilómetros, el jefe de la expedición
había descubierto por medio de un ingenioso aparato que, en ese astro de ese sistema
solar, las condiciones permitían suponer la existencia probable de seres vivientes. A
juzgar por el aspecto general del planeta, esos seres debían haber alcanzado ya cierto
nivel de desarrollo.
El piloto disminuyó gradualmente la velocidad de la astronave para facilitar el aterrizaje.
Giró varias veces en torno del astro desconocido, y luego penetró en la atmósfera. Las
agujas de los instrumentos demostraban que el aire estaba totalmente exento de gases
peligrosos.
Mientras el altímetro indicaba el decrecimiento de la altitud, el capitán y el delegado
cultural cambiaron algunas palabras. ¡Era un día muy importante para los habitantes del
tercer planeta de Iliam! Pronto se sabría si estaban o no suficientemente desarrollados
desde el punto de vista intelectual para ser admitidos en el seno de la Comunidad
Interplanetaria. Si la conclusión de la encuesta era favorable, podrían pasar a gozar de
inmediato de los conocimientos técnicos y científicos de muchos otros mundos. Para esto
había una sola condición: el delegado cultural de la Comunidad Interplanetaria debía
dictaminar sobre el grado de madurez de los habitantes de dicho astro, en cuyo caso
serían declarados aptos para recibir los frutos de civilizaciones varios milenios más
antiguas.
Lentamente, la nave espacial descendía. El piloto examinó el suelo con los rayos del
Radar de Consistencia, para encontrar rápidamente un terreno de aterrizaje adecuado.
La aguja del atmosferímetro apuntaba constantemente a la palabra «propicia». De
pronto, a través de las sombras del crepúsculo, se vieron abajo las luces de una inmensa
ciudad. La astronave se posó en una pradera, a algunos kilómetros de ella. Del muro
plateado del imponente aparato surgió una escalera metálica por donde bajaron en
seguida el piloto, el delegado cultural y un oficial. De otra abertura surgió un vehículo de
superficie, de líneas aerodinámicas, que fue automáticamente depositado sobre la hierba
fresca. Los tres embajadores lo ocuparon y algo más tarde se acercaban a la ciudad que
habían sobrevolado.
La noche había tejido ya su tela oscura, pero la luna brillaba, alta en el cielo.
—Me pregunto qué apariencia tendrán estos seres —dijo el piloto—. Seguramente, una
vez más tendremos la impresión de encontrarnos con verdaderos monstruos.
—Su apariencia no tiene ninguna importancia —interrumpió el delegado cultural—.
Sólo tendremos en cuenta sus facultades intelectuales.
Penetraron en la ciudad iluminada y vieron a los primeros habitantes del planeta. El
piloto no pudo contener una mueca. ¡Qué expresión de idiotez tenían estos individuos de
dos patas! Las caras parecían deformes y encima de la cabeza llevaban ridículos
adornos. ¡Qué pueriles parecían! Sólo dejaban de correr y bailar para arrojarse unos a
otros diminutos trozos de papel de color.
El piloto frenó y el vehículo se detuvo. Los indígenas habían reparado por fin en el
extraño vehículo y en las tres gigantescas siluetas del interior. Una decena de personas
se acercó lanzando gritos de alegría. ¿O quizá cantaban? Debía ser esto último porque a
lo lejos se oía el ruido infernal que producía un conjunto de músicos.
Los tres cosmonautas se miraron confusos. ¿Habían llegado en el momento de alguna
ceremonia en honor de una deidad? ¿Eran tan atrasados estos seres, a pesar de la
excelente arquitectura de la ciudad?
De pronto, lanzando ensordecedores gritos, otro grupo de individuos de dos patas
apareció por una calle lateral y se precipitó sobre ellos. Tenían enormes cabezas, cuya
cara no tenía ninguna expresión.
Rodearon el vehículo de los tres embajadores de la Comunidad Interplanetaria. El
delegado cultural había desconectado su aparato traductor, que convertía
automáticamente a su lengua los ruidos registrados. Lo que oía no tenía nada de hostil,
es verdad, pero tampoco era particularmente interesante para alguien que había hecho de
la cultura su profesión. Era sólo un torbellino confuso de pensamientos y exclamaciones.
Bailando, los extraños seres se aproximaron aún más.
—¿Qué piensas ahora? —preguntó el piloto en tono irónico.
—No esperaba esto —reconoció el delegado cultural—. Dadas las circunstancias, es
imposible establecer un contacto serio con estos primitivos. Haríamos mejor en regresar
de inmediato a Orión.
—Dentro de mil años —sugirió el piloto— podemos hacer la prueba otra vez... Será
mejor que regresemos por el aire a nuestra nave, porque estos seres no parecen
dispuestos a abrirnos paso.
Entonces accionó una palanca, y el vehículo de turbina se elevó de inmediato en el
cielo oscuro, y unos segundos más tarde había desaparecido.
Los bailarines se quedaron asombradísimos. Inmovilizados por la sorpresa, algunos se
quitaron las máscaras. ¿Cómo? ¿Esos personajes, magníficamente disfrazados, no
querían participar en la fiesta? ¡Seguramente habrían ganado el primer premio!
Ninguno de ellos comprendía lo ocurrido. Ninguno sabía que los presentes eran las
primeras personas que se encontraban frente a frente con visitantes de otro mundo.
Y por su parte, los embajadores de Orión estaban lejos de suponer que habían
acertado a llegar a Colonia, una de las más hermosas ciudades de Alemania, ¡durante el
carnaval, una de las fiestas más alegres y famosas del tercer planeta de la estrella Iliam
(aquí llamada el Sol) es decir, la Tierra!
-
EL DÍA DE LOS TRES SOLES
Jean-Claude de Repper
Rubya, el planeta esmeralda, despertaba. En las casas, geométricamente ajustadas a
la cadencia musical de los vientos, los geónomos escrutaban el cielo desde sus terrados.
Todavía modificarían el espacio una vez más para que Rubya no fuese descubierto.
En estos tiempos de descubrimientos humanos, tantas veces divinizados por la
escritura, Rubya se ocultaba, se recubría de nada. Esto lo salvaba.
No son aceptables las palabras que se pronuncian inmediatamente, las sentencias
definitivas que cierran las puertas en lugar de abrirlas. Se pronuncian a veces en el
momento exacto en que se esperan otras, liberadoras. Y los gestos que no se realizan
engendran un sudor nauseabundo que nuestros escritos a duras penas pueden disimular.
La inacción es la muerte. Por esto es preciso obrar, aun si esto hace sufrir o llorar.
Finalmente, somos nosotros mismos los que lloramos y sufrimos: el otro sólo existe como
espectador. Como una luz permitida a su sombra, su amor, la respiración de su alma, no
son comprendidos por nadie y menos aún por él mismo.
Así se explica la absurda vida de Rubya, sus acciones incongruentes, sus huidas al
exterior del tiempo. Es la conciencia instintiva de un espacio enorme que va a devorarla
con la misma certeza que el pájaro Evahon masacró mil estrellas para quedarse
únicamente con una pequeña, empañada y miserable.
Harikita decidió levantarse más temprano que de costumbre. Esto se resolvió con una
hora de retardo sobre el horario previamente madurado durante su sueño. Ella prolongó
un sueño en que Ashinting, su amante del día de los tres soles, era el más fuerte, el más
seductor, el más digno de sus amores.
En la cumbre de la colina, sobre la ciudad, el templo zumbaba lentamente, impregnado
todavía por los cantos de éxtasis de la noche.
Ashinting, despierto mucho antes que ella, en realidad casi no había dormido para
acostumbrarse dulcemente a la invasora presencia del día de los tres soles. Había tenido
tiempo de hacer sus ejercicios espirituales y de grabar sobre la quebradiza piedra pómez
de las murallas el retrato y el nombre de Harikita junto a centenares de otros retratos y
nombres. Una presencia divina aureolaba las cosas: cantaría en la mente cuando mil
actos se apretujasen en el cuerpo y fuese necesario elegir uno solo.
Harikita, en el bosque de árboles azules, jugaba con las lianas de garras demasiado
táctiles. Apenas formas mosas, sólo tenían de lianas el nombre, sutil como una posesión.
En realidad, era un humo, un polvo de árboles azules en pleno devenir. Extendían sus
múltiples brazos para asirlo todo y consolidarse algo más sobre el rojo suelo de Rubya.
Otras muchachas, escondidas como ella, esperaban; pero ella no las veía. Sus ojos
contemplaban la llanura y, pasando de uno a otro sol, acechaban en el exterior el
nacimiento del pájaro Evahon que ya estaba en ella. Un sordo gruñido conmovía el suelo
de vez en cuando. Una de las máquinas encerradas en el subsuelo de Rubya, viviendo su
vida fría e impersonal, había decidido de pronto cambiar de lugar. Harikita imaginaba
demonios con cuerpos de llamas que, al agitarse en esos lugares cerrados a perpetuidad,
forjaban los soles y esas cosas duras de aristas cortantes que se encuentran a veces en
los lugares desiertos o poco frecuentados. Eran ellos, sin duda, quienes el día feliz
lanzaban al cielo los tres soles. O quizás éstos se habían escapado y los demonios,
furiosos, trataban de encontrar una oportunidad de recuperarlos o, quién sabe, de unirse a
ellos. Durante todo el día lanzarían flexibles cuerdas de plata contra ellos, y sus irrisorios
esfuerzos harían que todas las cosas ordinariamente mudas del planeta se echaran a reír.
Por eso una gran alegría hinchó su corazón y lo hizo desbordar, y ella la proyectó
inmediatamente hacia Ashinting. Las muchachas de Rubya pueden hacer esto el día de
los tres soles.
Ashinting, con los ojos cerrados y el cuerpo inmóvil, esperaba atento al menor
desorden entre las cosas perfectas y ordenadas que le rodeaban.
Era hermoso, pero no lo sabía. Ningún ser se lo había dicho hasta el presente,
corriendo de antemano a la vera de su deseo.
Apenas una mirada de Harikita había despertado su espíritu y se lo había revelado a su
cuerpo ávido de amar y de ser amado.
El día de los tres soles, le dijo esa mirada. Él se había construido en consecuencia. La
mordedura del viento en muchas noches sin sueño, dedicadas a buscar palabras
extraordinarias, o simplemente las de todos los días, habían cicatrizado sus llagas. Por lo
tanto, su amor era una ausencia: de sobra conocía el precio y la presencia.
Cada noche, calcular los ángulos de las estrellas, hilar una noche de tinta negra entre
sus dedos de luz, escoger perlas suaves como lágrimas, matar los demonios que asedian
el cuerpo a la hora en que todo parece perdido. Pronunciar palabras sin eco, gritarlas al
vertedero de la soledad necesaria... Y un día, tres soles, tres sobre siete, acariciarían la
tierra. Allí estaban. Osereo, el león sagrado, la había cubierto con su mirada de llamas
suavizadas para ese día.
Tres soles sobre siete se elevarían hoy. Darían a los seres y a las cosas una especial
luminosidad; y específicamente, aumentarían su densidad y su valor como moneda de
cambio, porque es con los colores que uno se da, verdaderamente, en Rubya. El azul de
la larga espera, el rojo de la decisión, el amarillo de las intenciones místicas, y cuántos
colores más, guardados bajo la piel de los recuerdos, se abrirían y florecerían el día de los
tres soles.
Era un día de verdad. Nada se podía ocultar ni disimular. Por esto los enamorados lo
habían elegido como día de fiesta y como el momento de la realización concreta. Es poco
un día, podréis decirme. ¡Oh, no! Es muy largo cuando otros mil lo han precedido,
construido y esperado.
El templo estaba cerrado cuando Harikita llegó. El mosaico de la plaza central brillaba
con todas sus luces entre la dulce fragancia del sueño. Ella cumplió fácilmente ese día su
itinerario, volando casi de un cuadro al otro, según el orden establecido por otros más
puros que ella todavía, y se encontró luego a lo largo de las murallas.
Fue como una mano de alegría que acariciara ya su cuerpo joven. La alegría se instaló
en su ser. Recordó palabras, trozos de canciones y pronto una sinfonía que no era en
realidad sino la voz de su sangre irrigando hasta las últimas células de su cuerpo.
Harikita, con paso leve, corrió hacia el lugar del encuentro. Sabía que Ashinting, como
muchos otros, aguardaba. Entremezclarían sus cuerpos, sus alientos, y esto les haría
volar, danzar de un sol al otro, tres veces, tres interminables y hermosos períodos de
realidad y de soñar despiertos.
Los ordenadores repicaban suavemente entre la atmósfera seca y artificial de la
maquinaria. Los discos, que hasta entonces giraban a la cadencia normal, se aceleraron
bruscamente y una inundación de tarjetas perforadas alimentó el cerebro electrónico de la
nave. El piloto se enderezó por los timbres y por el súbito aumento de la tensión de los
múltiples aparatos que le rodeaban.
—Emergencia en 364 T.U. —anunció un altavoz.
Hizo los gestos correspondientes y sus ojos abandonaron por un momento los
cuadrantes del tablero de control e interrogaron a las ventanillas de observación.
Naturalmente nada se veía. Sólo el cerebro electrónico estaba ya en posesión de casi
todos los elementos. Un planeta habitable para la especie humana se encontraba en
alguna parte de ese espacio negro y desierto, tantas veces surcado sin que se abriese lo
desconocido. ¿Algo habría podido escapar a los exploradores galácticos previamente
enviados?
La nave se conmovió, y el piloto perdió su control. Se replegó sobre el sillón. La
emergencia era inminente y eran las máquinas de a bordo las encargadas de maniobras
tan delicadas.
Irónicamente, sólo debía esperar, dormir, pensar en otra cosa. Las máquinas le
relevarían. Él era sólo un acompañante, una especie de testigo.
Cinco exploradores galácticos retornaron a la nave. Con ese aumento del
conocimiento, ésta se lanzó adelante.
Hizo cuatro intentos sucesivos, inútiles los tres primeros. El planeta se defendía con
una serie de espejismos en blanco y negro, con su materia y su antimateria confundidas
para engañar al ordenador.
Apareció un gráfico de ondas, sucesivamente eléctricas y químicas cuyo plan era
complejo y totalmente ajeno al cerebro humano.
Primero, un magma líquido, incandescente. El planeta inhabitable al comienzo.
Después un sol que surgía de alguna parte y separaba las aguas del fuego y lo líquido de
lo sólido; después una célula de un gran animal galáctico que se separaba de su cuerpo.
Un huevo, una simiente fecundaba el planeta. Aparecía la vida y la inteligencia surgía de
la materia bruta, puliéndola, esculpiéndola, creando una estructura infinitamente delicada,
frágil y sin embargo indestructible. Una inteligencia, digámoslo, divina. El animal galáctico
huía con un grito ronco que hacía temblar los mundos y encendía sobre el camino de su
fuga tres, cinco, siete soles, alrededor de la base donde se expandía su huevo, su
simiente; la múltiple nostalgia de su partida forzada, y la anulación de esa nostalgia.
La nave tembló, onduló, estalló, se reconstituyó. La cuarta tentativa había tenido éxito.
El piloto recobró la conciencia. Rubya había sido descubierto.
Ashinting, lejos del templo, sobre el área de partida de la llanura color malva, pisó el
suelo para ponerlo a prueba. Cien Ashinting, semejantes a él, hicieron lo mismo. Todos
esperaban a una Harikita que para cada uno era la más hermosa y la más fiel.
Harikita apareció en la cumbre de la colina y miró la depresión en forma de cubeta. La
silueta de Ashinting crecía a medida que la teleportación la acercaba a él. Cien Harikita se
reunían con cien Ashinting. Un universo de Harikita iba a su encuentro. Se fundieron. El
suelo magnético tembló y les rechazó. Las máquinas, en las profundidades, entraron en
trance. Graves, como separados de sus cuerpos y de sus almas, iniciaron la danza de la
partida, pero sus espíritus eran como los de los antepasados. Un espíritu colectivo,
hereditario, de que ellos eran un juguete. Eso se llamaba: Danza de amor del día de los
tres soles.
En lo alto, estos brillaron más todavía y comenzaron, a su vez, una danza compleja,
geométrica y físicamente ajustada a la rotación del planeta.
Cien bolas dobles de polen les fecundarían y un placer extático les invadiría. Eso se
llama «amor», y es el principio y el fin de un mundo. «Todo comienza o todo termina a
partir de ti. Te doy nombre y te amo.»
Sobre el primer sol hay que retener esas palabras. Sobre el segundo hay que vivirlas, y
sobre el tercero, serlas. Y entonces se es todas las cosas. Esto se llama la vida
aumentada del amor.
Suavemente volaron, subieron, bajaron en una espiral semejante a la del caduceo, y
esto duró largo tiempo, eternamente, un día entero, el día de los tres soles. Y los cuatro
restantes, en la sombra, invisibles, abolidos, se iluminaron súbitamente dislocando la
danza y la fecundación felizmente concluida justamente a tiempo. Harikita, Ashinting, de
nuevo eran dos seres extraños el uno para el otro, pero que unía un recuerdo maravilloso
y se encontraron nuevamente en tierra.
Elevaron los ojos al cielo. Algo había aparecido en lo alto. Un huevo de metal plateado
enrojecía las capas superiores de la atmósfera y descendía, caía directamente sobre
ellos. Con gritos de temor, los Ashinting y las Harikita se apartaron de la cubeta y
ascendieron ahora con dificultad los flancos de la depresión, donde la arena huía debajo
de los pasos. Las máquinas del subsuelo ronronearon y luego atravesaron el suelo:
aparecieron tubos metálicos que lanzaron contra el huevo plateado cortas ráfagas de luz
anaranjada. Éste caía, se estiraba y se retorcía bajo esos golpes imprevistos. Se escapó
una bola minúscula que floreció más allá de la colina y cayó suavemente detrás de la
pareja, que aguardaba espantada la continuación de la visión. La gran bola plateada se
acercó a la depresión y se hundió en su centro. Nuevas máquinas surgieron del suelo: se
lanzaron sobre la bola, la desintegraron y la esparcieron en todas direcciones. Luego las
máquinas desaparecieron, y todo volvió a ser normal. Ashinting y Harikita se miraron y
supieron que ni uno ni otra habían soñado esto. Un ruido, a sus espaldas, les sobresaltó.
Un ser extraño se libraba de una inmensa tela azul. No parecía peligroso.
—¿Quién eres? —le preguntó Harikita.
—¿De dónde vienes? —le preguntó Ashinting.
El hombre desató el arnés de su paracaídas y contempló, incrédulo, el suelo de la
depresión, todavía temblorosa, que había devorado a su nave en un instante. No prestó
atención a los dos grandes pájaros multicolores que giraban a su alrededor y parecían
hablarle.
Para convencerse todavía de que estaba vivo, y de que había escapado por milagro a
una muerte segura, dijo:
—Vengo de la Tierra. De Sol-3.
-
YA NO TENGO OJOS Y SIN EMBARGO DEBO VER
Bob Van Laerhoven

Llevábamos tres días de marcha desde el casco náufrago y el destino nos había jugado
una mala pasada. Estábamos en una infinita llanura arenosa. Nuestra nave espacial había
elegido precisamente este planeta —entre todos los de la galaxia— para sufrir un
desperfecto. El motor se estropeó, los osciladores entonaron un himno fúnebre en alta
frecuencia, y un piloto automático tomó una decisión apresurada. Fue una mala decisión.
Al final del tercer día ardiente vimos las torres. Estábamos deshechos y establecimos
nuestro campamento a unos cuatro kilómetros de la extraña ciudad. No solamente nos
sentíamos fatigados: éramos también prudentes.
El día empezaba a colorearse por el Oeste, vacilando como un intruso.
Aparte de la oscuridad que desaparecía lentamente, estaban la arena, las torres y el
mal que penetraba progresivamente en mí.
Examiné con atención esas torres, que eran quizá las últimas cosas que veía. Sus
imponentes contrafuertes descansaban sobre enormes bases redondas. Incluso desde
aquí las piedras parecían gigantescas. A una veintena de metros por encima del suelo
comenzaba una nueva planta, también redonda. El espacio entre el primer cilindro y el
segundo, más estrecho, estaba ocupado por cuatro extrañas atalayas, unidas por una
galería decorada con esculturas. Las esculturas eran todavía más curiosas. Mi vista,
todavía penetrante, sólo veía rostros. Rostros huesudos, que hacían espantosas muecas
y bizqueaban en forma simiesca; rostros de amenazadores perros y reptiles.
Veinte metros más arriba, el cilindro volvía a adelgazarse.
El espacio restante tenía igualmente cuatro atalayas y una galería. Con rostros. La
enorme torre se tornaba más fina a unos ochenta metros de altura. Pero no terminaba allí,
porque unos enormes, increíbles contrafuertes nacían de la curva en que se afinaba y
sostenían, a su vez, un cilindro de mayor diámetro, increíblemente trabajado. Estaba
compuesto de torrecillas semejantes a los antiguos minaretes de la Tierra, y de galerías
pobladas de estatuas colosales. Y luego estaban los grotescos puentes de arcos, con
torrecillas a intervalos regulares, que unían unas con otras las torres como la descrita a la
manera de cordones umbilicales. Hasta donde alcanzaba mi vista, se extendían las torres
y los puentes, y también la eterna arena fina. Debían haber recorrido kilómetros y
kilómetros para encontrar esas rocas, porque yo no veía otras.
Mi estado se agravó algunas horas más tarde.
Mis compañeros de infortunio se preguntaban si podrían penetrar sin temor en la
ciudad. Creo que todo parecía aún más lúgubre a la resplandeciente luz del sol. Pero no
estaba seguro, porque había cerrado los ojos y daba la espalda a mis compañeros.
El mal me mordía iracunda y tempestuosamente.
Cuando reabrí los ojos, aún veía, pero en forma borrosa.
Alguien, detrás, encendió un cigarrillo.
Alguien me tocó el hombro y preguntó:
—¿Tú también quieres uno?
Me volví.
Era Crows. Una silueta borrosa pero sombría que se destacaba sobre el gris perla de la
mañana vigorosa.
Extraje dificultosamente un cigarrillo del paquete, le di unos golpecitos para comprimir
el tabaco y logré discernir el extremo que se inflamaba.
—Gracias —dije.
—Es una visión estupenda, ¿eh?
—Sí, bastante.
—¿Por qué te quedas sentado, así?
—Acaba de comenzar.
—¿Ya?
—Ya.
Nos callamos. Aspiré profundamente y exhalé anillos de humo por la nariz. Almas
jóvenes en mitad de la mañana. ¿No te puedo ayudar?
—No, doctor —respondí.
—En la nave había miembros congelados —insistió—. Y ojos.
—Sí. En la nave.
—¿Y no quieres algo contra el dolor?
—Empezó, hace años, en Tronita —le anuncié a la ruda mañana que ya el sol
inundaba. Un infierno de planeta, una pústula en el espacio, infectada de pantanos. Pero
rico en minerales raros. Y en aquel tiempo un explorador debía asumir que le podía ocurrir
cualquier cosa. ¿Por qué habría de quejarme?
—Pero ahora te quejas.
—No hay que hacerlo. Hay que vivir. Yo vivo. Pronto recibiremos ayuda. El emisor ha
enviado las coordenadas precisas de este adorable planeta. Yo me preocupé
cuidadosamente.
—Fue un ala mortal que te atacó en Tronita, ¿verdad?
Le miré. Su figura parecía ahora un montón de cenizas pálidas sobre un fondo orocastaño
claro. Su cuerpo adoptaba la forma confusa de una nutria bajo la superficie de un
lago.
—¿Conoces Tronita? —pregunté, dubitativo.
—Bastante para saber lo que tienes, como tú sabes —contestó con calma.
En ese momento el mal mordió mi cerebro, redoblando su intensidad.
Me agité y me volví, porque no quería que me viera en ese estado.
A través de chispas, sentí que me cogía del hombro.
Me obligó a darme vuelta y su respiración hizo una pausa.
Supe lo que yo parecía.
Sentía algo espeso que me corría por la mejilla. Un olor dulce y rancio al mismo tiempo
llegó hasta mi nariz.
—Pus —dije en voz ronca, y tuve la intuición de que me miraba estupefacto.
Porque yo había cogido las palabras de su mente.
Todo se desarrolló rápida y dolorosamente.
No sé si hablé; pero oí un agudo grito de horror y una voz de hombre que maldecía en
tono monocorde.
También yo usé la voz, para proferir exclamaciones.
Aún recuerdo cómo la arena se tornó ardiente, y cómo el líquido que caía por mis
mejillas se hizo más denso y más caliente.
Y agradecí el frío glacial de un calmante inyectado en el brazo.
Los gritos daban miedo. Eran altos y penetrantes. Parecían propagarse a la
incomparable velocidad del rayo en la atmósfera opresora del planeta.
Expresaban pena, desesperación y rabia, y encontraban un eco en alguna parte
inconsciente de mi cerebro.
Moví la cabeza, riendo ásperamente en la oscuridad absoluta que me rodeaba, y me
puse de pie.
Oí que mis compañeros corrían a mi alrededor.
Un ruido confuso cubría la dirección de los gritos, y nadie parecía advertir que yo tenía
las órbitas vacías.
Yo estaba de pie, vacilando como un espantajo al viento, porque había recobrado mis
fuerzas.
Y con ellas, la maldición.
Una vez más, mi espíritu había perdido uno de los sentidos más importantes y había
abierto, a manera de compensación, y de par en par, las otras puertas.
Yo sentía la tormenta del que había gritado. Sentía el miedo de mis compañeros de
viaje. Todo esto embebía mi espíritu de púrpura y lo poblaba de tentáculos, de garras y...
—¡Alto! —grité.
Cólera, asombro, miedo, miedo...
—Crows —imploré, dulcemente—. ¿Qué ha pasado?
Miedo y repugnancia. Mis órbitas vacías, el espacio jadeante en el fondo, sus neurosis:
mirad el odio omnisciente de Dios, arrancadlo, devoradlo, y sed libres, el eterno mar
susurrante del inconsciente, un estanque de aguas turbias perturbado por una luz verde,
las circunvoluciones de las gigantescas muchedumbres, el espacio torcido y a veces
cercenado del sexo...
Yo me retorcía interiormente de dolor, porque no quería transparentar nada.
—Alguien o algo grita —declaró Crows—. Pensamos que desde detrás de las torres.
—Este mundo está habitado por seres humanoides inteligentes —dije, suspirando.
—¿Cómo diablos puedes saberlo? ¿Qué eres, en definitiva, además de un espanto?
Otra voz, otra mente. Vorgall: un hombre grande, robusto, rocas viscosas e
inexorables, espinas, un mar siempre furibundo, desde luego, con animales desgarrados
en su seno, un brazo rojo, peludo y musculoso.
—Cuando mis ojos desaparecen —dije— me convierto en un telépata y en un empata.
A mí mismo me parece imposible.
—Telepatía —dijo una escéptica voz de mujer—. Los terrestres no están dotados para
la telepatía. No poseen pantalla de pensamientos y los lazos sentimentales serían para
ellos una terrible experiencia.
Una piel verdosa, orejas relativamente puntiagudas, pero un espléndido cuerpo
humanoide. Un pozo de mercurio, relativamente libre de mezquindad. Una pantalla de
pensamientos que vacilaba bajo mi presión inconsciente. Ella contuvo con esfuerzo la
respiración, y yo me apresuré a retirarme, porque su pantalla de pensamientos era
preciosa.
—Usted lo sabe, señora —respondí riendo—; los lazos sentimentales son en efecto los
más dolorosos.
—No creía que pudiera haber un terrestre dotado de esas facultades.
—Yo no las poseía cuando mis ojos estaban en su lugar, en sus órbitas. Y tampoco
son innatas. Esto ocurrió a causa de una excursión a Tronita, donde un organismo poco
simpático me agredió. A partir de entonces, mis ojos caen regularmente, más o menos
cada cinco meses. Pensará usted lo que quiera, pero ocurre con toda puntualidad. Yo me
los hacía trasplantar sistemáticamente, pero esta vez será un poco más difícil, ¿verdad?
—Pronto recibiremos ayuda —dijo en tono alentador—. Aunque nuestros rayos sean
fáciles de localizar tendrán alguna dificultad para encontrar la nave destruida.
—Espero poder resistir hasta entonces. La voz de Vorgall, y con ella su espíritu,
volvieron a traspasarme.
—Basta de cuentos —ladró—. Si este espanto tiene razón, el planeta está habitado por
seres inteligentes. Bien podrían ser igualmente simpáticos que esas horrendas torres
omnipotentes. Y esos gritos presagian acontecimientos aún más graves.
Rodé por el suelo parodiando la danza nupcial de una serpiente. Los gritos retumbaban
nuevamente en el aire, y con ellos la intensidad de la pena, el miedo, la cólera, el odio, las
corrientes atormentadas y aprisionadas para siempre entre las rocas, sin miembros, sin...
dolor, dolor.
Luego todo esto decreció. Sentí cuánto me ayudaba la pantalla de pensamientos
natural de la mujer de Arcturus. Interiormente lancé un juramento. Era descendiente de
una raza superior que ya poseía la telepatía hacía eones de tiempo y que también
disponía de pantallas. Por esto, para ellos, esa facultad no constituía un arma de doble
filo.
—Hay movimiento cerca de las torres —anunció Crows de pronto—. Los gritos parecen
corresponder a un llamamiento a la guerra.
Percibí el temor que crecía en los gritos, pero la pantalla de pensamientos servía —al
menos provisoriamente— para protegernos a los dos.
Yo no quería oír más esos gritos ni sentir el innombrable espíritu del que procedían.
Hubiese querido encerrarme de nuevo sobre mí mismo. Quería mis ojos.
Emití agradecimiento en dirección a la arcturiana y su risa resonó en mi lóbulo frontal;
me respondió que se llamaba Breja. Habíamos errado tres días por el desierto, y yo no le
había preguntado su nombre.
Mi «facultad» era superior a la suya. Eso se veía claramente.
—Tal vez la ayuda llegue a tiempo —dijo Vorgall, y no pude dejar de reírme.
Cólera, ira, otras cosas menos alegres, complejos, algunas pequeñas piedras duras
preconcebidas.
Y encima de todo, aquel espíritu ciego y prisionero, cuya tristeza y cuya cólera
impotente eran colosales, desencadenaba su furia. Me conecté con Breja. También ella
vacilaba porque su pantalla casi no podía refrenar ese torrente de ideas y emociones.
¿Por qué no me volví loco?
Miedo, miedo, miedo...
Luego la resolución. Una desesperada firmeza que rompía las olas voluminosas.
No sabía qué era lo que avanzaba contra nosotros, pero sentía que fuera lo que fuese,
tenía una finalidad.
—Miles de personas vienen hacia aquí —anunció Crows en voz gruesa—. Al menos
parecen personas. Miles y miles, y todos calvos. Y traen estandartes en alto.
—Son hostiles —murmuró Breja, vacilando.
—No del todo —corregí—. Tienen un fin.
—Tus fuerzas son superiores a las mías —observó ella.
—Mal que me pese —respondí.
—Yo no siento otra cosa que hostilidad... y muerte.
—Sí. Pero eso tiene un motivo: la religión. ¿Sabes? Nos van a ofrecer como un
sacrificio.
La voz dura y rechinante de Vorgall sonó en el mismo momento:
—Estoy comenzando a cansarme de ti, espanto.
Pero me reí más, porque tenía miedo de mí.
Me habría gustado verme en ese instante. Las sombrías cuencas óseas, los dientes
blancos y acerados.
Entonces oí el ruido de los pasos. Miles y miles de granos de arena pisados por miles
de pies.
—¿Y por qué ellos no gritan? —gruñó Crows—. ¿Ya han gritado bastante? ¿O era otra
cosa, otro, el que gritaba? Tenemos que huir, no podemos quedarnos aquí, como blancos
vivientes.
—Debemos defendernos —opinó Vorgall—. En esta maldita región no podemos ir a
ninguna parte.
Rugía salvajemente un infierno de llamas de locura, de manchas rojas, de miembros
dispersos, de revólveres cuyos cañones podrían devorar planetas, el símbolo madre.
Le oí coger su pistola y le golpeé.
Tuve suerte.
Di contra lo que parecía su manzana de Adán y sentí que se tambaleaba. Le dirigí un
liviano rodillazo con la esperanza de que llegara a su destino. Fue así.
Oí que se derrumbaba sobre la arena. Lanzó un largo suspiro y se quedó quieto.
Una mano me asió del hombro. Sentía algo fresco que le corría por la cara.
Constaté que Breja respetaba a Crows. El hombre vacilaba: numerosas pequeñas
corrientes emotivas contradictorias se desgranaron en mi espíritu con la violencia de
ácidos mordientes. También yo vacilé. La pantalla de pensamientos de Breja no era
suficiente para resguardarme.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Crows, con voz quejumbrosa—. Tiene razón.
¿Acaso no ves que se acercan? Lentamente, seguros de sí mismos... Debemos morir
combatiendo. No tenemos la posibilidad de huir, y yo no quiero ser ofrecido en sacrificio.
Un arma es más rápida...
—Quizá tengamos todavía una oportunidad —le aseguré—. ¡Cálmate! Debemos
esperar hasta ser presentados a esa cosa que grita. Ella es su dios, y a ella nos quieren
sacrificar.
—¿Y por qué la espera? —inquirió Breja.
—Porque podría darse un contacto entre el Gritador, ningún otro nombre le conviene
más, y yo. Pero eso debe ocurrir en las mejores condiciones posibles, sin distancia de por
medio, sin distracciones. Entre paréntesis: te envidio tu pantalla de pensamientos. No
sabes las emociones que tratan de subyugarme. Te admiro.
Gemí. Tenía que mantenerme en pie por mí mismo.
—Me cuesta mucho admitió ella.
—A mí también. Besos y abrazos, Breja —respondí. Resultaba rudo, pero ayudaba.
—Déjale —dije en voz alta cuando supe que Crows quería ayudar a Vorgall a
levantarse—. Tenemos una posibilidad si permanecemos tranquilos. Ellos no nos harán
nada hasta que comparezcamos ante su autodenominado dios. En su presencia podré
intentar algo. Antes, no.
—Charlas y charlas —replicó—, pero ¿qué te figuras que podrás hacer? ¿Cantar
alguna cancioncilla?
Serpientes sibilantes, ojos enrojecidos... Sabía que no podría soportar eso mucho
tiempo. La pantalla de pensamientos de Breja se desintegraba lentamente.
Pronto se vería obligada a protegerse ella misma, y debería abandonarme por
completo.
Pero la muchedumbre se aproximaba rápidamente. Sólo faltaban unos centenares de
metros. Rogué que no hubiera ningún otro grito, ninguna otra ola de emoción.
—Todos son calvos —observó Breja.
Había arrugas y disonancias en la superficie del tranquilo estanque de mercurio.
Imploré que ella pudiera resistir, porque tenía imperiosa necesidad de Breja y de su
pantalla.
—Conserva la serenidad —Je dije—. Por favor, conserva la serenidad. Te necesito, lo
sabes. Breja se rehizo.
—Tú no necesitas la facultad, Eric —me transmitió.
—No.
—Recuperarás tus ojos. Pronto vendrá una nave... No tardarán en llegar.
—Gracias por tu buena voluntad, pero no podré aguantar largo tiempo.
—Sosiégate... ¿Qué piensan ellos? Ahora percibo solamente... frenesí...
—El Gritador es su dios y clama por recibir ofrendas. O por lo menos, eso es lo que
ellos creen.
—¿Y entonces?
—Necesito de todas mis fuerzas para mantenerme vivo, Breja. La explicación llegará
más tarde. Ayúdame.
—Están desnudos —murmuró Crows entre dientes—?. Y vosotros plantados aquí,
inmóviles.
—Sangre fría, doctor —intervino Breja—. Todavía no podemos hacer nada.
Mantengamos todos la sangre fría.
Yo sabía que ella le apuntaba con un arma: si era indispensable, le adormecería.
—Tienen sombras o manchas negras sobre su piel de mármol blanco —continuó
Crows con el mismo tono, como si no la hubiese oído—. Y llevan brazaletes. Este maldito
sol es sofocante... ¡Tanta luz después de noches tan sombrías!
—Calma, doctor. Nos dejaremos llevar sin resistencia —agrego ella—. No podemos
hacer otra cosa. No nos movimos, y de pronto percibí la respiración de miles de cuerpos.
Finos granos de arena cayeron sobre mis pies y unas manos me aferraron. Me sumergí
en un río de emociones sombrías.
Torres para obtener los favores del dios, esculturas para exorcizarle, más torres, más
signos de respeto, más ofrendas, miedo, miedo, miedo...
Pero el Gritador continuaba gritando y había hecho de ellos lo que eran. Sólo a medias
sentí cómo me levantaron del suelo y cómo un lecho de manos me transportaba. Crows
se había decidido finalmente a morir como un hombre y se sentía melancólico. Me
ahogaba con el flujo de los agridulces recuerdos de su juventud que extraía de su espíritu
como piedras preciosas. No podía soportar la ola envolvente de plata fina que coronaba
de dignidad sus recuerdos.
Vorgall recuperaba lentamente sus sentidos. Me martilleaba con guantes de hierro y
me hacía acometer por perros de largas orejas y dientes afilados. Había reptiles que se
erguían escupiendo claras y desmesuradas olas de veneno, espinas, agujas, lenguas de
fuego que lamían la médula de los esqueletos.
Había también un monolito que me sostenía: Breja. Yo, encaramado sobre ese
monolito, escrutaba el pozo de mercurio con elementos disonantes y rezaba para que ella
pudiera continuar sosteniéndome.
Entonces retumbó la letanía.
Evocaba largas noches, una serie interminable de torres que no alcanzaban para
apaciguar la cólera del Gritador, ofrendas.
Evocaba un mundo hostil y riguroso, que era ése, las privaciones que sufrían, la
monotonía de su existencia y de su sumisión a la cólera del Gritador.
El dolor y la cólera son tan similares para los ojos de aquellos que sólo ven los
síntomas exteriores...
Yo trataba simplemente de sobrevivir a esa travesía, de la misma forma en que había
sobrevivido a partir del momento en que mis ojos desaparecieron.
Vacilaba al borde del abismo cuando Breja me sostuvo. Pero tampoco ella resistiría
mucho más. En la antigüedad remota, algunos ilusos habían considerado la telepatía
como una redención para la humanidad. Esperaban el nacimiento, el descubrimiento de
un hombre que poseyese el don. A mí me había tocado y la muerte me miraba
ávidamente.
Mi cabeza amenazaba con explotar cuando mi espíritu entró en contacto con los
inexpresables sentimientos de la masa. Seguramente lloré, porque las cuencas de los
ojos estaban húmedas como mis mejillas. Las glándulas lagrimales del hombre son
prácticamente inagotables. Había algo fresco, algo que me permitía sustentarme, que
extendía sus alas; pero la oscuridad era densa, pesada, opresora.
Me preparaba para la nada, cuando me depositaron sobre el suelo. La curiosidad
triunfó sobre una intempestiva oleada de sentimientos y entonces me eché a reír como
una hiena.
Puse los dedos sobre el vientre y me arqueé. Alcé los brazos, gemí. Breja luchaba para
reanudar el contacto.
Me dejé caer sobre las rodillas y apoyé mi cabeza sobre la arena. Breja estaba a mí
lado, llena de frescura.
Y la muerte giró sobre sus talones.
El Gritador la reemplazó.
—¿Por qué? ¿Por qué?
—Yo soy como tú. Detente. No grites más y las ofrendas se acabarán.
—¡Sus espíritus! ¡Todo ese dolor! ¡Todo ese odio! ¡La soledad! No lo puedo soportar.
—Debes hacerlo. El destino... el destino lo ha querido así. Debes ayudarles. Debes
apaciguarles, darles nuevos sentimientos. Utiliza los siglos de tu vida. Pero no grites más,
porque entonces las ofrendas recomenzarán con mayor empuje, y tu dolor se acentuará.
Ellos creen que estás furioso, que gritas porque quieres ofrendas. Tratan de apaciguar tu
cólera. Les atormentas y te atormentas.
—¿Que yo les atormento? ¡Son ellos quienes me atormentan!
—No. Ellos tienen miedo. Están solos. El universo es grande y ellos son muy
pequeños. Están prisioneros de sus límites tísicos y no saben por qué viven. Díselo, o haz
que lo acepten. Esconde el dolor que hay en el fondo de ti hasta que desaparezca. Las
emociones pueden ser mal interpretadas: gritas de dolor y creen que es de furia. Eres su
dios: no grites. Háblales.
—¡No puedo hablar!
—Soy tu hermano y puedo hacerlo. Hablaré por ti.
La tempestad amainó sensiblemente, y la muerte vaciló. Respiré hondo y aproveché la
oportunidad.
Hablé con la voz de miles de personas en el interior de la cabeza de miles de personas.
Les dije que su dios no quería más ofrendas, y que sus gritos cesarían. Desde
entonces, les dispensaría su enseñanza, y les conduciría. Les daría la savia de la vida y
pondría alegría en sus corazones.
Él manifestó aún cierto pánico.
—¡Pero no puedo hablar!
—En ese caso, te enseñaré.
Tres días más tarde la situación mejoró.
Estaba un poco apartado, con mis compañeros de infortunio, y escuchaba aquella voz
todavía un poco vacilante que se dirigía, en el interior de sus cabezas, a miles de
personas.
Las palabras habían sido cuidadosamente pesadas.
—El Gritador posee grandes dotes empáticas —confié a mis compañeros—. Percibe
todas las emociones de este pueblo. Carece de cuerdas vocales verdaderas, pero puede
gañir como un animal. Ya veis qué enorme es, así, inmóvil. Sus gritos eran tan terroríficos
que los indígenas le creían un dios encolerizado. Le he enseñado a emitir palabras
telepáticamente. Y su fuerza es tal que todos le comprenden.
—Debe ser extraño oír así una voz, en la cabeza —divagó Crows.
—¿Serán más felices ahora? —preguntó Breja.
—Querida —respondí—, sabes que serán más felices, pero no felices. ¿Has
encontrado alguna vez un ser feliz? En todo caso, estarán en paz con su dios, y muchos
pueblos podrían envidiarles.
—¿De qué habéis hablado, tan largo tiempo? —inquirió Vorgall.
Las espinas, las garras, los perros, habían desaparecido; pero todo podía estar todavía
disimulado, profundamente hundido en el fango. La pantalla de Breja se mantenía bien
firme. Las emociones habían disminuido sensiblemente. Pero, a pesar de todo, aún no me
sentía bien.
—Él ha hablado largamente —repuse despacio—?, muy largamente, pero sin recurrir a
las palabras. Sólo nos entendimos empáticamente.
Entonces, un ruido leve llegó a nuestros oídos.
La multitud no lo veía, porque escuchaba a su dios.
Nosotros, por supuesto, éramos todo oídos...
—La nave de auxilio —observó Breja—. ¡Por fin! ¡Ya pensaba que nunca llegaría!
—¿Y qué es lo que dijo el Gritador empáticamente? —preguntó, con curiosidad, Crows.
Sentí que todos clavaban la mirada en mis órbitas vacías. Me dolían las sienes, la
fatiga me atravesaba de lado a lado, y quería dormir, y prescindir de la pantalla de Breja, y
olvidarlo todo hasta que tuviera ojos nuevos.
—«Ya no tengo ojos y sin embargo debo ver» —Les respondí.
-
SUPERVIVENCIA
Henry Hasse

Era una compleja situación, desde luego (y especialmente porque Ruth estaba al borde
de la histeria). Así no era posible hacer nada. Clint Anders miró a la muchacha de pelo
negro acurrucada contra él en el vehículo marciano, movido por una extraña fuente
energética.
—Tranquila —susurró—. Tranquila. No siento la menor hostilidad por parte de estas
criaturas. ¡Y es natural que sean curiosas!
—Pero ¿adonde nos llevan, Clint? Tengo miedo. ¡Quisiera haber muerto en el choque,
junto con todos los demás!
—No digas eso, querida. Saldremos de esto.
Clint lamentaba haber abandonado los destrozados despojos del Terra, pero no
quedaba otra opción.
Estas criaturas habían surgido instantáneamente de la tormenta magnética marciana,
casi como si hubiesen estado esperando el choque. Clint pensó en esto, y durante el largo
viaje a través del desierto les dedicó toda su atención profesional. Eran, sin duda,
arácnidos. Tenían ocho patas, cuerpos de suave pelaje de tinte dorado, y cabezas
bulbosas. Sus ojos inmensos eran facetados. No llevaban armas, pero condujeron a los
terrestres a su vehículo tubular con una calmosa aura de insistencia. Todos los intentos
de comunicación habían fracasado y Clint sentía que menospreciaban sus esfuerzos.
Contempló el infinito desierto ocre. Allí quedaba el Te-m... y los cuerpos del
comandante Clark, el técnico en jefe Mowbray, y los otros seis miembros de la Primera
Expedición Tierra-Marte. Mowbray había muerto junto a los estabilizadores gravitatorios,
trabajando frenéticamente hasta el último momento. La furia de esa tormenta magnética
era algo nuevo en su experiencia. Clint y Ruth eran los únicos que se encontraban en la
parte posterior, junto al tablero de comando de los cohetes posteriores, y lograron
alcanzar las redes antí-impacto justamente a tiempo...
Ahora Clint sentía una sensación de dolor y de irreparable pérdida. Se volvió a Ruth, le
cogió la mano y dijo:
—Pienso que nada malo nos va a ocurrir. Estos seres son inteligentes. Quizá nos
ayuden, una vez que logremos comunicarnos con ellos...
El vehículo, semejante a un trineo, aminoraba la marcha. Iniciaron un ascenso gradual,
y de pronto, en lo alto apareció una ciudad. Extrañas estructuras cónicas de diversos
colores se elevaban entre la arena. Minutos más tarde viajaban en algo parecido a un
monorriel subterráneo. Oyeron el suspiro del cojín de aire que frenó la marcha del
aparato, y se abrieron las puertas. Sus captores les indicaron que salieran.
Contuvieron la respiración ante el esplendor de la estancia en que penetraron. Muros
de mármol rosa ascendían hasta un domo de filigrana plateada. Bajo la suave luz
anaranjada, el inmenso piso brillaba como mercurio. En el centro había un estrado, con un
brillante trono cubierto de cojines. Y en él estaba una figura negra y dorada dos veces
más grande que las demás criaturas, y dos veces más espantosa.
La figura se movió, y se inclinó hacia delante. Y en el acto un pensamiento invadió con
enorme potencia la habitación.
¡Soy Dhaarj!
Con un escalofrío, Ruth apartó la vista.
—Cuidado —le recomendó Clint, al tiempo que la rodeaba con el brazo. No había
comprendido con precisión lo que la criatura deseaba transmitir, pero sintió su poder.
Habían venido aquí a estudiar la vida en Marte; pero Clint sospechaba que la vida
marciana les estaba estudiando a ellos.
Dhaarj, Alto Señor y Suprema Luz de Marte, ciertamente les estaba estudiando. Se
sentó imperiosamente sobre su trono. Sus ocho miembros descansaban sobre ocho
cojines. Su inmensa cabeza estaba extendida hacia delante, y sus ojos, fríos y negros
como la profundidad del espacio, miraban intensamente a los extraños que le habían
traído desde el desierto. Sus dos antenas vibraban rápidamente.
—Pienso que está tratando de comunicarse —susurró Clint.
Así era, en efecto. Sus miembros se enroscaban y se desenroscaban por el esfuerzo
que hacía para penetrar las mentes de los dos extraños. Les dirigió un mensaje con
suficiente energía para transmitir una orden a todo el planeta, pero pronto se convenció
de que estas estúpidas criaturas no podían comprenderle. Abandonó el intento, y se
dirigió a sus científicos. Ya la mente prodigiosa de Dhaarj estaba recibiendo todos los
hechos conocidos acerca de la llegada de la nave espacial. Durante días sus astrónomos
le habían informado de su posición con increíble exactitud. Pero por más que buscaron la
forma, no habían tenido manera de impedir el choque. Ahora alzaba un miembro
impaciente.
—¿Habéis cumplido mis órdenes? —transmitió telepáticamente—. ¿Habéis extraído los
moldes de pensamiento del cerebro de los que murieron en la nave?
Inconscientemente había elevado su energía mental a la cuarta magnitud. El científico
jefe, asombrado, se inclinó hasta tocar el suelo con las antenas.
—Sí, Su Eminencia. ¡Así es! Hemos seguido sus instrucciones. Es innecesario agregar
que los resultados han sido excelentes.
—Yo juzgaré eso. Pero ¿qué esperáis? Quiero conocer los resultados.
Demostrando cierto nerviosismo, los científicos se unieron estrechamente, para
constituir una entidad interconectada. Su flujo mental combinado transmitió a Dhaarj todo
lo que habían logrado extraer de los cerebros de los terrestres muertos. Todo lo que cada
uno de los terrestres había tenido en su mente, la suma total de sus imágenes y
conocimientos, penetró en el vasto cerebro de Dhaarj...
Clint se inclinó, tenso, hacia delante, contemplando la escena. Trataba de percibir
algún indicio de ese intercambio mental, pero sólo un débil eco interior pasó por su
cerebro y desapareció. Había una sensación de expectativa. No apartó la mirada un
instante de la inmensa criatura arácnida, Dhaarj.
Una vez que los científicos concluyeron, Dhaarj permaneció inmóvil, asombrado. Miró a
los dos terrestres. Eran seres inteligentes, sin sombra de duda. ¡Pero sus esquemas
mentales! Para Dhaarj estos esquemas eran sorprendentes, insensatos, absolutamente
incongruentes.
—Algún elemento se ha perdido —vibró, dirigiéndose a los científicos, que ahora
estaban a prudente distancia de la gloria mortal de su trono—. No es posible que todos
estos terrestres estuvieran locos. Si bien parecen conocer la lógica, aparentemente no la
han tenido en cuenta. En tanto que los más rudimentarios esquemas de pensamiento
dictaban un curso de acción, incomprensiblemente eligieron otro. —Miró al científico
jefe—. ¿Está usted seguro de no haber confundido los esquemas de pensamiento al
extraerlos?
—¡Su Ilimitabilidad! —el científico jefe se inclinó tanto que sus ocho miembros
resbalaron en todas direcciones—. La extracción de las coordenadas cerebrotalámicas de
los cadáveres se realizó sin la menor falla, y el resultado fue automáticamente registrado
por el transtelector. Estamos absolutamente seguros de que nada puede haberse perdido.
Quizá, si Su Magnificencia perdona mi osadía, estos seres tengan un desarrollo vital
defectuoso y sean incapaces de la pura razón.
Algo semejante a una sonrisa alteró los delicados rasgos de Dhaarj mientras miraba a
Clint y a Ruth.
—No pienso lo mismo —expresó con seguridad—. Estos seres de la Tierra han
demostrado suficiente razón y conocimiento para construir una nave capaz de salvar el
espacio interplanetario. Algo —remarcó— que ni siquiera usted mismo, y todo su equipo,
han logrado jamás.
—Sólo porque carecemos de los metales necesarios, Su Luminosidad —dijo la
preocupada respuesta—. De otra manera, con nuestras fórmulas y las ecuaciones
multiuniversales...
—¡No interrumpa! —atronó mentalmente Dhaarj, al tiempo que él mismo lo hacía—.
Repito que algo se ha perdido. O tal vez estos seres poseen algo que nunca hemos
conocido... Pero lo descubriré. Descubriré qué es lo que falta, aunque deba someter a
estos dos a la integración mental...
Su mente había elevado su potencial hasta la sexta magnitud lo que indicaba que la
audiencia había concluido.
Lentamente, los científicos empezaron a retirarse. Esto no era nuevo para ellos. Cada
secreto del universo constituía un desafío para Dhaarj, y ahora, a sus duras labores
científicas, se agregaban estas dos extrañas criaturas pertenecientes a una forma vital de
la Tierra.
—Guardad bien a estos dos —dijo finalmente Dhaarj—. Haced un estudio completo de
la nave espacial. Reparadla. ¡Mejoradla!
—Sí, Su Luminosidad —replicó el científico jefe mientras salía.
De manera que Clint y Ruth, sin salir de su asombro, fueron conducidos a otro
ambiente próximo, maravillosamente confortable. Era una prisión, desde luego, pero eso
no les preocupaba excesivamente. Todavía el dolorido recuerdo de sus compañeros
muertos ocupaba primordialmente su atención.
—¿Por qué nos salvamos, Clint? ¿Por qué nosotros? ¿Por qué tenían que morir
algunas de las mejores mentes científicas de la Tierra, mientras que nosotros...?
Se echó a llorar con el rostro apoyado contra el hombro de Clint.
—¿Por qué? —repitió Clint, preguntándose lo mismo.
Él era sólo un humilde bioquímico y Ruth una estudiante de psicología. Su tarea
consistía en correlacionar, en sus dos campos, toda vida que encontraran en Marte.
Bueno, ¡la habían encontrado!
Para utilizar su tiempo, se entregaron a la tarea de redactar detallados informes sobre
los marcianos. Ruth desarrolló una teoría completa acerca de sus esquemas de conducta,
en tanto que Clint intentaba formular hipótesis sobre su biología, partiendo de la base que
eran seres pertenecientes al género arachne que por un factor de la evolución se habían
convertido en criaturas inmensamente inteligentes.
Mientras tanto, en el esplendor de la cámara imperial, Dhaarj estaba solo. Bañado por
la calmante radiación del cielorraso, permanecía inmóvil. Meditó durante media hora. Un
torrente de pensamiento atravesó su mente asombrosa. Cada detalle, por diminuto que
fuera, de los esquemas de pensamiento de los terrestres muertos fue analizado con
profundo cuidado. Finalmente Dhaarj se convenció de que lo que buscaba se le evadía.
Únicamente estaba seguro de que algo en este esquema era extraño e incomprensible, ¡y
ése era un desafío inmenso!
«Debo averiguarlo por medio de los dos que están vivos —concluyó—. Creo que
comprendo ahora por qué no pude entrar en contacto con sus mentes. Intentaré de
nuevo.»
Emitió una orden. Una vez más Ruth y Clint fueron conducidos a su presencia, y una
vez más Dhaarj les miró desde su mullido trono. «Esto está por debajo de mi dignidad —
se dijo—. Estoy obligado a reducir mi potencial a un dieciseisavo de una sola magnitud.»
Pero lo hizo, y esta vez, sin la menor dificultad, un flujo ininterrumpido de pensamiento
salvó el abismo entre sus distintas evoluciones. Para los terrestres, era alucinante; pero
Dhaarj no les dejó demasiado tiempo para el asombro.
Debéis decirme lo que necesito saber —empezó—. Primero, ¿por qué habéis venido?
Del cerebro de vuestros compañeros hemos obtenido la historia del planeta que llamáis
Tierra. Tenemos conciencia de los siglos de esfuerzo científico que precedieron esta
empresa. Pero no logramos comprender la RAZÓN que se oculta detrás. Vuestro planeta
es infinitamente más rico que el nuestro. Para nosotros sería un paraíso, y sin embargo lo
abandonáis. Este tremendo esfuerzo, esta inversión de pensamiento y de fuerza vital...
¿todo para qué?
Dhaarj retiró una parte de su mente. Clint consideró la pregunta cuidadosamente.
Pensó, con cierta vacilación.
Para comprender el funcionamiento y los misterios del Universo.
Pero, ¿por qué es tan importante para vosotros comprender estas cosas? —expresó
Dhaarj, sin tomar en consideración su propia curiosidad.
Para... —Clint vaciló nuevamente—. Para aclarar los errores acerca de la naturaleza de
la vida y del universo en general. Sólo así nosotros, en tanto que individuos, podemos
comprender el sentido último...
¿El sentido último? —El pensamiento de Dhaarj fue tan agudo como un florete.
El sentido último de lo bueno y lo malo, del bien y el mal, y quizá de la vida y la muerte
y su significado.
¿El bien y el mal? —Dhaarj repitió mentalmente. Luego pareció meditar. Lo que agregó
asombró a Clint—: ¿Quieres decir, con eso, lo eficiente y lo ineficiente? ¿O quizá lo que
es lógico y lo que no lo es?
¡No! Por bueno, entiendo aquello que proporciona el mayor beneficio posible al mayor
número de personas; y por malo, lo que es negativo y dañino... como por ejemplo,
nuestras bajas emociones. —Clint se preguntó cómo hacer para transmitir este tipo de
universales a un intelecto tan diferente.
¿Emociones? —Dhaarj se precipitó sobre este pensamiento—. ¿Qué son? No logro
intuir tu esquema mental, terrestre. No te explicas. Te escucho.
Clint comenzó a comprender las dimensiones de la tarea que enfrentaba.
Cuando utilizo el término emociones, me refiero a... sentimientos, partes de nuestra
conciencia racial, de nuestra filosofía vital, y extensiones de nuestro ser. Como, por
ejemplo, la ira, la venganza, el amor. —Hizo un gran esfuerzo para precisar cada una de
estas palabras, y aguardó la reacción de Dhaarj. Vio que había logrado transmitir el
sentido de venganza, que Dhaarj interpretaba ¡como eficiencia!; y el de ira, que para
Dhaarj era meramente el aumento del potencial mental para neutralizar una mentalidad
opuesta...
Pero amor... Eso, Dhaarj no era capaz de comprenderlo. Por esta razón, se lanzó a
tratar de hacerlo. Siguió un terrible intercambio durante el cual Clint trató de explicar
claramente la emoción que sentía por la muchacha delgada y de ojos grises que tenía a
su lado, Ruth unió su mente a la de Clint, mientras Dhaarj sondeaba las profundidades de
sus espíritus en el intento de hallar el significado de eso que ambos consideraban
esencial.
No lo hemos logrado, terrestre —pensó Dhaarj—. Debemos terminar. No podrías
soportar un aumento de mi potencial, y por lo tanto esto sería ineficiente, porque tu
aniquilación me impediría saber lo que deseo. —Se interrumpió—. Ambos creéis que eso
que llamáis amor es la fuerza más poderosa que existe...
No era tanto una pregunta como una afirmación, y Clint percibió algo similar a una
actitud de astucia detrás de ella; pero igualmente respondió sin vacilar:
Sí. La existencia podría cesar, y los planetas morir, y la corriente de la vida adoptar
nuevas formas. Pero para nosotros, los seres de la Tierra, el amor será siempre la más
grande de las fuerzas. ¡La vida misma!
Te equivocas, terrestre.
Obstinadamente, Clint movió la cabeza. Reunió todas sus facultades y reiteró su
creencia. Y a su alrededor, docenas de marcianos que se encontraban en la cámara real
pudieron sentir sus vibraciones.
Te equivocas —repitió Dhaarj, esta vez fríamente. Sus antenas estaban tirantes, y
parecía estar muy erguido sobre el trono—. ¡La supervivencia, terrestre! ¡La supervivencia
es la fuerza más poderosa, y la que gobierna toda existencia!
La atmósfera estaba electrizada, y así sentían los marcianos presentes este conflicto
mental. Les espantaba la frágil criatura terrestre que osaba contradecir a Dhaarj de esa
manera. Clint sintió la advertencia de la mano de Ruth, que parecía pedirle que desistiera.
Pero brotó en él una fuente de ira, y continuó proyectando mentalmente lo que para él era
una verdad irrefutable.
Los miembros de Dhaarj se retorcían de impaciencia sobre los cojines.
Persistes, pues, en la creencia de que esa ficción que llamas amor es más importante
que la supervivencia. Tú, y esa delgada criatura a quien tanto cuidas —señaló—, sois los
únicos sobrevivientes de la catástrofe. Pensaba someteros a la integración mental para
determinar el elemento ausente... —Su cuerpo se inclinó hacia delante—. Pero tengo un
plan mejor. Si puedes demostrar experimentalmente el poder de eso que te parece tan
importante, me habrás demostrado lo que quiero saber. Y en ese caso, ambos podréis
retornar a vuestro planeta. ¡Yo me ocuparé de eso!
¿Cómo, experimentalmente? —preguntó Clint—. ¿Cómo es posible probar algo tan
intangible?
Yo haré mi propio experimento. ¡Lo sabrás cuando comience!
Así concluyó la entrevista, cuando las defensas mentales de Dhaarj aumentaron en
magnitud, y la comunicación entre ambos cesó.
Regresaron a su habitación, donde descansaron de esa ordalía mental. A Clint le daba
vueltas la cabeza, y se sentía como si le hubiesen exprimido el cerebro. Pero no volvieron
a ser molestados. En las horas siguientes, analizaron juntos todo lo que había ocurrido,
preguntándose si Dhaarj sería digno de confianza en caso de que ellos demostraran su
punto de vista. ¿Qué forma podía asumir un experimento semejante? ¿Y realmente les
permitiría volver a la Tierra sin hacerles daño? Clint no tenía dudas de que el Terra era
objeto, en estos mismos momentos, de estudios y de reparaciones.
—No debías haber polemizado con él —dijo Ruth.
—Tampoco podía decir lo que no pensaba. Además, nos está ofreciendo una
oportunidad... nuestra única oportunidad. De alguna manera, creo que va a mantener su
palabra. ¡Debemos vencer!
Pero Clint se sentía muy preocupado, y se preguntaba constantemente qué imaginaría
la astuta mente de Dhaarj.
A medida que pasaban las horas, sus temores, sus esperanzas, sus mil emociones, se
calmaron. Esto ocurrió gradualmente, tanto que no se dieron cuenta. Fue como si se fuera
estableciendo en ellos, muy despacio, el imperio de una fuerza mental que les adormecía.
No lo sabían, pero el experimento acababa de comenzar.
Clint se despertó primero, bañado en sudor. Recordaba haberse debatido contra algo
que era más que un sueño, sino un vigoroso pensamiento que palpitaba dentro de su
cerebro.
Supervivencia —parecía decir—. La supervivencia es la fuerza principal. La
supervivencia es la ley. La supervivencia es la vida.
Se levantó, sintiéndose débil. Se pasó la mano por el mentón y le asombró encontrar
su barba muy crecida. ¿Cuánto había dormido? Bruscamente sintió náuseas, de hambre.
Despertó a Ruth, y ella le miró con temor, mientras comenzaba a comprender. El
experimento estaba en marcha.
Un instante después apareció un marciano. Dijo, telepáticamente:
Sois libres de partir. Nadie se opondrá. Vuestra nave espacial ha sido reparada y
reequipada.
La alegría de Ruth no tenía límites, pero Clint frunció el ceño, y le pidió silencio
mientras emitía.
Está bien. Pero no hemos comido y tenemos hambre... El potencial del guardián
aumentó, abrumándole. Debéis partir ahora mismo. O quedaros, si lo deseáis. No habrá
comida.
Bueno. Por favor, llevadnos a la nave. No habéis comprendido. Para nosotros, es como
si ya no existierais.
El impacto de sus palabras llegó por fin hasta Clint. Debían buscar y encontrar su nave
espacial, solos en un mundo desconocido. El desierto era inmenso, y probablemente
estaba lleno de peligros. ¡Y ni siquiera sabía en qué dirección habían entrado a la ciudad!
Emitió un pensamiento furioso. ¡Dadnos armas al menos! El guardián se apartó con un
último pensamiento: Supervivencia, terrestre. La supervivencia es la ley principal. —De.
modo que ése es el juego —Clint se volvió hacia Ruth mientras la irritación crecía en él—.
Tenemos las cartas en contra, pero les ganaremos. ¡Llegaremos al Terra!
Registraron el lugar, en busca de algo que pudiese servir de arma. ¡No había
absolutamente nada! Aparentemente, Dhaarj se había ocupado de eso. Pero sí
encontraron una fuente brillante, y se detuvieron a beber antes de salir de la ciudad.
No encontraron hostilidad, y nadie les molestó, pero podían sentir la vigilancia. Había
fuertes barreras mentales levantadas contra sus pensamientos. Toda la población
marciana conocía la orgullosa actitud de Clint ante Dhaarj, y sabía que estaban siendo
sometidos a una prueba.
Quedarse allí era inútil. Su única posibilidad de salvación consistía en localizar el Terra.
Por fin llegaron a la salida de la ciudad. Ante ellos se extendía el desierto, rojo oscuro,
ondulado, y sin límites. Se detuvieron desconcertados, y miraron en torno.
Clint descubrió la clave que necesitaban. Señaló una cadena de elevaciones bajas muy
lejos, a la izquierda.
—Esas montañas —dijo—. ¡Estaban a la derecha cuando entramos en la ciudad!
Se lanzaron a la extensión desconocida. El desierto era seco y polvoriento, y su
marcha lenta. Durante largo tiempo no hablaron. Hablar era un esfuerzo, y permitía que el
polvo rojizo penetrara en la boca. Era mediodía, y el sol empezaba a arder.
En la cámara imperial, Dhaarj contemplaba el drama de los dos seres extraños, cuyos
movimientos se registraban en la enorme pantalla del telector. De una forma científica,
desapegada, casi estaba furioso con ellos.
—Como pensaba —se dijo—, utilizan las pautas de conducta más elementales.
Sucumbirán mucho antes de lo que suponía.
Recordaba cómo, mucho tiempo antes, una de sus caravanas se había extraviado
durante días en el desierto, y la escena de salvajismo que sobrecogió a la partida de
rescate. Introspectivamente, Dhaarj sonrió. «Cuando finalmente encuentren alimento —se
dijo—, se harán trizas mutuamente. Sus dientes y sus uñas enrojecerán. No hay otra ley
que la supervivencia.»
Dhaarj se inclinó y aumentó su potencial de pensamiento. En ese mismo instante,
detectó cierta preocupación en la criatura masculina. Preocupación por la otra criatura.
Esto sorprendió a Dhaarj, y eso no estaba bien. Decidió seguir esperando.
Clint estaba realmente preocupado por Ruth. Parecía soportar bien la marcha, pero
ésta era muy difícil. El resplandor rojizo quemaba los pulmones. El hambre crecía, pero no
era nada en comparación con la ardiente sed que comenzaban a sentir.
—Descansa —dijo Clint con los labios hinchados. Ruth se dejó caer, agradecida. Clint
miró las elevaciones a la izquierda.
—Debemos llegar hasta allí. Quizás encontremos agua.
—Puede ser peligroso... ¿No habrá?...
—¿Animales? Mejor. ¡Eso significaría comida! —La carencia de armas había dejado de
preocuparle.
Prosiguieron. Llegó la noche, clara, y alivió en cierta medida el calor, pero trajo otras
cosas en cambio. Hordas de pequeños insectos alados, más molestos que el polvo
caliente del día. Les picaban la cara y el cuello, y provocaban una especie de fiebre local.
Alzaron los cuellos de sus túnicas.
Pronto apareció Deimos, que parecía flotar sobre un océano de zafiro líquido. Luego
Fobos, la luna más pequeña de Marte, se lanzó en su persecución. Extrañas sombras
nocturnas bailaban delante de sus pies, y les mareaban. En una ocasión oyeron, muy
cerca, un ruido de suaves pasos, y vieron una confusa sombra animal entre las sombras.
—Espérame —dijo Clint, y sin pensar en el peligro se lanzó hacia esa sombra. Pero no
logró moverse con suficiente rapidez y la bestia desapareció—. ¡Quizá fuera comestible!
—se lamentó Clint. Regresó.
Lo que sentía ahora no era meramente hambre. El temor le apretaba el estómago
como una viscosa serpiente. Sabía que el calor y la sed y el hambre de un nuevo día
terminaría con ellos. Alzó la vista al cielo y encontró la Tierra. La visión del vacío le llenó
los ojos. También el infinito parecía hambriento, y dispuesto a devorarles.
Siguieron sin pausa su camino, y horas después vieron aparecer una alta forma que no
formaba parte de las extrañas sombras. Descansaron junto a la base de un árbol
gigantesco. ¿Era un árbol? Ciertamente, un vegetal: una retorcida pesadilla de tamaño
monumental. Sus grandes ramas estaban protegidas por enormes, resplandecientes,
agudas espinas.
Clint arrancó un trozo de corteza y lo acercó a su boca. Era amargo y algo más. Su
lengua sintió como una ola de fuego. Buscó un lugar donde apoyar sus pies, y logró
alcanzar una rama baja. Arrancó una de las espinas; tenía más de un metro, y era gruesa
como su muñeca. Un arma cruda, pero arma al fin.
Luego advirtió unas grandes vainas que crecían más arriba. Logró desprender una, que
cayó sobre su cabeza, una masa blanda, derramando semillas que ardían en donde
tocaban. El resto cayó al suelo, y Ruth se arrojó a recogerlo.
—¡Es venenoso! —Je gritó Clint—. Debí imaginarme que no encontraríamos aquí nada
comestible.
Descendió de prisa, a tiempo de arrancar la vaina de las manos de Ruth.
—Eres cruel —lloró ella—. ¿Por qué no me dejas probarla?
—¡Porque te morirías!
—Me quiero morir.
—¡No, Ruth! —Clint hervía de furia. La cogió del hombro y la sacudió. La visión de
Dhaarj, pomposo y arrogante, sentado en su trono, pasó por su mente—. No morirás.
Vamos a llegar, ¿me comprendes? ¡Te aseguro que vamos a llegar!
Como para contradecirle, un animal aulló y se lanzó contra ellos. Clint apenas tuvo
tiempo de arrojar a Ruth al suelo, mientras una vaga sombra gris surgía de la espesura, y
comenzaba un salto de muchos metros.
Clint también se echó a tierra. Vio grandes alas desplegadas, y una garra afilada cortó
su túnica del hombro a la cintura. La bestia se posó algo más allá, y giró y acometió
nuevamente. Clint golpeó con la espina, que dio inútilmente contra una piel escamosa. El
cuerpo de la criatura le empujó con violencia varios metros.
La espina era resbalosa y difícil de usar. Pero asimismo la retuvo, y se apoyó contra el
árbol, a cuya protección Ruth estaba acurrucada. La bestia volvió a girar. Clint vio unos
enormes ojos que brillaban en una cabeza semejante a la de un reptil. Las alas se
arquearon sinuosamente.
—¡No te alces! —le gritó a Ruth.
Un nuevo ataque. Clint alcanzó a ver la parte inferior del cuerpo, amarillenta. Plantó el
extremo grueso de la espina contra el árbol, y movió en el aire la punta: la bestia, en pleno
vuelo, se clavó en ella. Clint sintió que se astillaba, y luego apartó a Ruth del bulto que se
sacudía en el suelo. Durante varios minutos se oyeron feroces gritos, y por fin la criatura
se alejó hacia el desierto, con la punta de la espina colgando, clavada en el cuello.
—Allá se va nuestra comida —dijo amargamente Clint. Ruth se puso penosamente en
pie.
—¿Habrías sido capaz de comer eso?
—No sé. Y tú querías comer eso —respondió, indicando el fruto venenoso.
—Lo siento. Sigamos.
—Sí podemos llegar hasta esa elevación, podremos ver un poco más lejos, y quizá
descubrir el Terra.
Armados con otras dos espinas gigantes, continuaron su camino. El suelo era ahora
árido y rocoso. Encontraron más árboles retorcidos, pero ninguna otra vegetación. Varias
veces las bestias de cabeza de reptil se acercaron, y los dos terrestres se agazaparon
contra las rocas con sus armas preparadas.
Desde lo alto, se veía una nueva extensión desierta, pero las extrañas sombras les
impedían ver bien.
—Quizá sean causadas por corrientes magnéticas... En ese caso, no podemos
quedarnos aquí toda la noche.
Continuaron avanzando por el desierto.
Su única posibilidad de sobrevivir era encontrar el Terra. Ahora lo sabían, y Dhaarj lo
había sabido desde el comienzo. Ruth seguía confiadamente la dirección señalada por
Clint. De vez en cuando, le tendía una mano para impedir que trastabillara, pero pronto
dejó de hacerlo.
También él trastabillaba, y caía sobre sus rodillas, y se sentía demasiado fatigado para
levantarse. ¿Para qué seguir?, se empezó a preguntar. Habían perdido. Sin siquiera un
suspiro de desesperación, se dejó caer donde estaba, acariciando la arena fresca, y dejó
que su fatiga y el sueño se apoderaran de él.
Bajo la radiación de su cámara imperial, Dhaarj hizo un gesto de impaciencia. ¡Estas
balbuceantes criaturas terrestres que se atrevían a hablar de supervivencia! Apagó el
transtelector, se acomodó en sus cojines, mordisqueó una delicada fruta, y pidió
telepáticamente a sus servidores que prepararan sus abluciones nocturnas.
La mente de Clint, intoxicada por la fatiga, tardó en responder. Estaba acostado boca
abajo, lo sabía. Y debía ponerse en pie. Si no lo hacía, moriría.
Gimiendo, se incorporó. El sol azotó sus ojos. Enceguecido, sacudió la cabeza y
desafió con cada fibra de su ser la monótona insistencia mental que repetía en su
cerebro:
Supervivencia... Ésa es la fuerza. El hambre y la sed tienen que ver con la
supervivencia... deben ser apaciguados.
Los poderes de Dhaarj habían vuelto a funcionar.
Ruth se movió y le miró con ojos asombrados y enrojecidos. También ella recibió el
mensaje.
—No te asustes —dijo Clint—. Es simplemente la prueba a que nos está sometiendo.
¿Recuerdas? Dhaarj, que se refiere a nuestras emociones... ¡Pero le venceremos!
—No puedo... No puedo pensar con claridad.
Se asustó. La muchacha estaba en peores condiciones de lo que imaginaba. Sintió un
vago resentimiento mientras se ponía en pie, tambaleante. Oyó que la muchacha
continuaba gimiendo, esperando que él la ayudara. El sol estaba ya alto y el aire era seco
y caliente. Y ya el insistente refrán, la supervivencia es lo principal era innecesario. No
pensaba en otra cosa que en la supervivencia.
Como desde gran distancia, oyó una voz:
—Clint... Me siento espantosamente débil. Con la mirada borrosa, vio que Ruth se
desplomaba. Déjala allí, terrestre, y sigue TÚ. Los débiles deben morir, y los fuertes
sobrevivir. Déjala allí, y sobrevive...
—¡Maldito sea! —gritó en voz alta Clint.
Eso se dirigía parcialmente a Dhaarj, y también, en parte, a la muchacha. Ignoró la
reiterada advertencia. Se agachó, y obligó a Ruth a erguirse a pesar de sus gemidos.
Y entonces... ¡vio la nave espacial! ¡Terra!
Más allá, muy lejos, sobre la arena, la gran nave se elevó, aumentó su velocidad, y
flotó hacia la izquierda, donde volvió a posarse, fuera de la vista.
Clint balbuceó incoherencias. Reunió sus fuerzas, y mitad corrió, mitad trastabilló hacia
la nave. Entonces se acordó de Ruth.
Déjala, terrestre. Déjala, y podrás llegar a tu nave.
Clint no prestó atención. Una vez más alzó a Ruth y la ayudó a continuar. Una hora
más tarde, volvieron a avistar el Ierra, liso y resplandeciente al pie de una duna lejana.
—Venceremos —dijo, a través del delirio. Y mientras avanzaba, con Ruth apoyada
contra él como un peso muerto, la nave espacial volvió a alzarse, en otra dirección.
Clint estuvo en ese momento al borde del derrumbe. Miró a la muchacha, y pensó que
habría llegado de no ser por ella. La piedad que sentía hacia ella desaparecía. Quizá
Dhaarj tenía razón. Si no fuera por esa débil criatura... La urgió a un nuevo esfuerzo, pero
ella casi no podía comprender. Clint estuvo a punto de abandonarla, y admitir que Dhaarj
decía la verdad, y que sólo la supervivencia contaba. ¡Casi! Pero de una profunda fuente
interior de obstinación manaba una idea semiolvidada. Ambos debían vencer. ¡Ambos!
Débilmente, en un torbellino febril, con una sensación de náusea y hambre que se
expandía al universo entero, Clint prosiguió el avance.
—Ya es hora de acabar con esto —decidió entonces Dhaarj—. El verdadero
experimento debe comenzar. ¿Qué es esta ficción que llaman amor? ¡Ya lo veremos!
No vuelvan a mover la nave —ordenó a sus técnicos, a gran distancia, en el desierto—.
Pasen a la fase final.
Y luego llamó a sus científicos, para que también ellos pudieran ver el resultado en la
pantalla imperial del transtelector.
Ya la mente de Clint no podía distinguir entre lo real y lo imaginario. La idea del Terra, y
de Dhaarj, y de una especie de experimento se había disipado. Sólo sabía que durante
cierto tiempo no se había movido, y que el hambre y la sed eran como dos serpientes que
se retorcían en su interior, y le devoraban con sus colmillos.
Un nuevo pensamiento apareció. Era terriblemente irritante y no le permitía descansar.
Comida —decía el pensamiento—. Comida y bebida. Estás innecesariamente
hambriento. Hay comida y bebida cerca, muy cerca, ¡pero debes correr! ¡De prisa!
Rodó por la arena, y alcanzó a ver un casco resplandeciente a cincuenta metros
escasos.
Comida. Puedes comer. Pero debes apresurarte antes de que la otra...
Era cierto. Comida y bebida. Vio un plato y una jarra, sobre la arena, debajo del gran
casco. Y vio también por qué debía apresurarse.
Algo más adelante estaba ella. ¡La otra! También ella procuraba llegar. Sintió rabia.
Reptó frenéticamente. Sentía una tremenda angustia que le daba fuerzas. No sería
despojado. La comida y la bebida eran para él. La mujer se dio vuelta una vez, y le vio a
través de sus ojos enrojecidos, y luego siguió arrastrándose. Algo como un aullido brotó
de la garganta de Clint. Él era más fuerte. Llegaría antes. Más rápido, se ordenó.
Veía ya los tentadores trozos de comida, escasamente suficientes para uno. Sollozó de
ansiedad y siguió gateando. Con astucia animal calculó la distancia. No oía ningún sonido
proveniente de la mujer. Pensó que ella se debilitaba rápidamente.
En su trono, Dhaarj contemplaba la escena con profundo interés, los ojos brillantes y
sus facultades perceptivas aguzadas.
—Esperemos —se dijo—. Esperemos hasta que lleguen a la comida. ¡Entonces
veremos qué significa esa ilusión comparada con la supervivencia!
Clint la había alcanzado. Estaba a centímetros de su meta. Clint profirió un sonido
animal, mientras ella reunía su fuerza para un último movimiento desesperado. Sus
manos se extendieron simultáneamente en busca de alimento.
La pequeña jarra se volcó en la arena. Un dorado panecillo se desmigajó entre sus
dedos frenéticos. El olor pareció acrecentar la locura del hombre. No había suficiente para
los dos. ¡Debía matarla! Extendió la mano hacia su garganta, la sintió suave...
—Clint —dijo ella, gimiendo—. Clint. Como si fuera la única cosa que pudiera recordar.
La mano de él vaciló. Ella se movió, y pronunció otra palabra.
—Tierra...
Él sintió que esa palabra vibraba en sus dedos, hasta que estalló en su consciencia...
La locura se disipaba... sentía algo vago, extraño... Vio luego que ella trataba de sentarse
y de decirle algo.
—Clint... trataba de recordar...
Esto pareció un esfuerzo excesivo para ella, que volvió a caer.
Pero fue suficiente. La fuerza y la cordura regresaban a Clint. Las lágrimas. Cogió la
jarra: quedaba algo de agua. Se la hizo beber a Ruth, muy lentamente. Luego le dio en la
boca trocitos de pan, esperando hasta que lograba tragarlos con dificultad. Había olvidado
por completo su propia hambre.
—Tú también debes comer —le dijo la muchacha. Él movió obstinadamente la cabeza.
—Yo fui débil, y olvidé... Tú recordaste. Tú venciste.
Sólo cuando vio que los ojos de Ruth recuperaban su brillo probó algunos bocados. Se
levantó lentamente, y alzó la cara y los puños al cielo de Marte.
—¡No tenemos miedo! —exclamó, dirigiéndose a Dhaarj—. No tenemos miedo de ti, ni
de tu planeta, ni de vuestra potencia mental. ¡No tenemos miedo de lo que podéis
hacernos! No tenemos miedo de vuestra raza sin emociones. Porque somos entidades
completas, y vosotros no. Y esto no podéis comprenderlo.
Juntos, mientras las fuerzas regresaban, se acercaron a la puerta de la nave espacial.
Dhaarj estaba sorprendido. Sus ocho miembros estaban todavía tensos de puro
asombro. Una arruga surcaba su inmensa frente, pero no era nada en comparación con la
extrañeza que se reflejaba en sus brillantes ojos negros. Durante largo tiempo el marciano
permaneció sentado y sin moverse, sin que uno solo de sus científicos osara pronunciar
una palabra.
Por fin Dhaarj se irguió lenta y ponderadamente de los grandes cojines opalescentes.
Los otros le miraron incrédulamente.
Pues bien —atronó mentalmente—. ¡Todos habéis visto! ¿Qué estáis esperando
ahora? ¡Debéis ir inmediatamente hasta la nave espacial, ver si está debidamente
acondicionada y provista, y dirigirla a la Tierra por control automático! Esto es lo que les
he prometido a los seres de la Tierra, y lo tendrán.
Sí, Su Ilustrísima —exclamó el científico jefe, y envió a sus asistentes a cumplir la
orden.
Dhaarj estaba plantado sobre cuatro de sus patas. Sus antenas vibraban de excitación.
Esta cosa que llaman amor —murmuró mentalmente—. Una fuerza superior, incluso
superior a la supervivencia... ¡Aún no comprendo!
Miró a sus acompañantes, los más brillantes científicos de su remo.
Su Luminosidad —empezó el científico jefe—. Si puedo ser tan osado...
¡Silencio! —exclamó Dhaarj en el sexto potencial—. Sé lo que piensas. Que ahora
poseemos el viaje espacial. Que podemos utilizar su secreto. Pero no lo haremos, porque
hay un problema previo, y mayor...
El científico jefe parpadeó. Sabía lo que iba a oír. Sus ocho miembros resbalaron
ignominiosamente mientras intentaba avanzar hacia la puerta.
Dhaarj se equilibró sobre cuatro de sus patas, y con las otras cuatro, señaló
imperativamente.
Os ordeno estudiar el amor. Ése es el problema. Lo analizaréis, experimentaréis con él,
lo reduciréis a sus aspectos esenciales. Descubriréis cuáles son sus elementos
componentes. Y después me informaréis. ¡Exijo que este estudio no se interrumpa
durante los próximos mil años!
FIN
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