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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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viernes, 27 de marzo de 2009

Una galaxia llamada Roma --- Barry N. Malzberg

Una galaxia llamada Roma

Barry N. Malzberg




1



Esto no es una novela corta sino una serie de notas inconexas. Tampoco puede ser simplemente una novelita, porque los hechos pertenecen a otros tiempos muy diferentes de los nuestros, y sólo podrían entenderse mediante el idioma y los inventos de su época.

Así, en virtud de esta razón y otras muy personales, incluso para esta especie de confesión auténtica, la obra que les presento apenas es algo más que una serie de datos con destino a algo menos solemne que una novela y que, como le sucede al autor, nunca formará un conjunto homogéneo.



2



La obrita se basa en dos trabajos del difunto John Campbell —durante treinta y tres años director de Astounding-Analog—, escritos poco antes de su muerte, acaecida el día 11 de julio de 1971. Estos trabajos aparecieron como artículos de fondo de su revista ese mismo año; creo que el segundo de ellos fue el último que llevó su firma. En ellos, el autor imaginó la formación de una galaxia negra como resultado de la implosión de una estrella de neutrones, implosión tan poderosa que las fuerzas gravitatorias desencadenadas no sólo retendrían luz, sino espacio y tiempo.

Una galaxia llamada Roma es el título impuesto por la narración y no por mí, puesto que el autor imaginó que una nave espacial quedaría atrapada en dicha galaxia negra, debido a que la velocidad de escape tendría que ser superior a la de la luz. Y como todos los caminos, de forma inexorable, conducirían a esta galaxia y ninguno fuera de ella, el título Una galaxia llamada Roma no puede ser más acertado.



3



Imaginemos, pues, una nave espacial tan veloz como la luz, que cayese en dicha galaxia y no pudiera escapar. La caída sería fácil o, al menos, inevitable, porque una de las características de la galaxia negra sería su invisibilidad, como también sería invisible te nave. Entonces, la historia giraría en torno a los esfuerzos de la tripulación para escapar de allí. La nave de nuestro relato ha sido bautizada con el nombre de Skipstone. Quedó terminada en el año 3893. Hasta ponerla en funcionamiento murieron quinientas personas, pero entonces la vida tenía menos valor que el que hoy día tiene.

A solas con mis propias fuerzas, yo podría estar menos interesado en el problema de la fuga galáctica que en el de los elementos que componen el relato: luz generada en un sector anterior del Universo; sumisión a los componentes de la obra, desesperación irónica y literaria por parte de los personajes. Sin embargo, esto no es ciencia ficción. La ciencia ficción la creó Hugo Gernsback para enseñarnos el modo de salir de un atolladero tecnológico. Y así es.



4



Pese al interés que ofrecía el material a emplear, me sentí abrumado ante esta serie de notas, pensando que jamás podría sacar de ellas una obra completa y cuidada. Mi vida personal es un agujero negro, que me gustaría llenar (pero ¿quién se interesaría?); mis hijas representan una implosión más perfecta y duradera que cualquier estrella de neutrones, y el sonido de los pulsars no es nada en comparación con la musiquilla de la pista donde se exhiben los caballos del hipódromo Acueducto del Parque Ozono, Queens, un buen martes cualquiera de la época estival.

Podría haber dicho «basta» a los conceptos raros, a las distancias infinitas, a las apariciones bruscas de los quasars, a los mensajes retransmitidos de uno a otro de los brazos de la nebulosa espiral... Ya sé que algunos encuentran ahí la gran verdad, pero yo no. Prefiero dedicar los años que me restan de vida (mi elemento melodramático) a comprender las desdichas de esta ciudad aburguesada del norte de New Jersey, hasta que logre interpretar como deseo a Ridgefield Park, la ciudad en cuestión, en lugar de tratar de la propagación de la fisión nuclear, que libera gases cada vez más pesados.

En consecuencia, decidí escribir esta novelita, o mejor esta serie de notas, aunque con algún temor, si bien esto ni me destroza ni me duele, ya que mi vida no es más que una serie de notas deslavazadas de mi existencia, y Ridgefield Park es tan sólo un tosco remedo de Trenton, en donde varios miles de personas que no saben distinguir la mano derecha de la izquierda, viven junto con abundante ganado.



5



Nos hallamos en el año 3895. La nave espacial Skipstone, durante un vuelo de exploración a través de las galaxias mayores y menores que rodean la Vía Láctea, se ve atraída por una galaxia negra de una estrella de neutrones, y se pierde para siempre.

El capitán de la nave, único ser vivo consciente de ello, es su comandante, una mujer llamada Lena Thomas. La bodega de la nave contiene quinientos quince muertos, inmersos en una masa gelatinosa que absorbe los rayos gamma. Estos rayos, en un momento dado del futuro, acelerarán su reanimación. Asimismo, otra parte de la bodega contiene los clones de siete ingenieros científicos, de ambos sexos, que podrían ser reanimados al menor fallo de los mandos de la nave, para darle a Lena no sólo respuestas a los problemas técnicos que pudieran presentársele, sino también para hacerle compañía durante las largas y monótonas horas de la travesía del Skipstone.

Sin embargo, Lena no utiliza esos clones, ni juzga necesario hacerlo. Es muy hábil y competente, al menos en relación con las tareas rutinarias de este vuelo de pruebas, y cree que pedir ayuda significaría admitir cierta debilidad por su parte, lo cual se comunicaría al departamento, y haría disminuir sus posibilidades de ascenso. Tiene razón, porque el departamento ha colocado monitores en todos los compartimientos de la nave, tanto visual como biológicamente, y Lena no puede hacer nada, no puede ver nada que no sea visualizado por el departamento. Los jefes no se forjarían una excelente opinión de la comandante si pidiera ayuda a los clones. Lena piensa más en los embalsamados: su estado inestable en la bodega de la nave, cuando ésta avanza a propulsión taquiónica, parece semejante al suyo, y eso les acerca a ella; la privación de la conciencia carece de importancia, en el hiperespacio. Si Lena pudiese olvidar su condición les dirigiría la palabra. Pero debido a su estado de muertos, se ve obligada a imaginar diálogos mientras vigila los monitores, contempla el arco iris del hiperespacio y observa la colisión espectral.

Sin embargo, el silencio no le sirve de nada, y lo cierto es que Lena, a veces, habla incesantemente, aunque sólo sea consigo misma. Esto es magnífico, porque una historia ha de tener diálogo; los incidentes dramáticos quedan mejor plasmados con una acción directa, y la necesidad compulsiva de Lena la impulsa, de cuando en cuando, a afirmar su soledad, de modo que su relación con los espacios que recorre satisface este necesidad.

Naturalmente, en sus monólogos se dirige a los embalsamados, algunos de los cuales llevan muertos ochocientos años, otros unas semanas, pero todos están dispuestos en la bodega, esperando su resurrección, de acuerdo con la posición que tuvieron en vida y según su cuenta bancaria para abonar el retorno a la existencia.

—Considerad lo qué ocurre aquí.

Nota que a través de las ventanillas, en la bodega los colores brillan en las muñecas de los muertos, y que los colores danzan en el aire. Los ojos de Lena están muy abiertos, como enloquecidos por tanta luminosidad, lo cual no significa que ella esté loca, sino que se debe a la disposición del hiperespacio, puesto que en éste el efecto Michelson-Morley forja una realidad tanto física como psicológica.

—También yo podría estar muerta ocupando vuestro lugar y vosotros estar en mi camarote. Veríais girar los colores, tan de prisa, tan de prisa o más aprisa aún que la velocidad de la luz.

En realidad, los efectos deslizantes y cambiantes del impulso taquiónico son tales que Lena acaba de proclamar una verdad.

Los muertos viven; los vivos están muertos, y todos se deslizan y agrupan, como ha dicho ella; y si no fuera porque los polos objetivos de la conciencia de los muertos se hallan asegurados por tantos años de adiestramiento y disciplina, lo mismo que los de ella están fijos por un adiestramiento y disciplina diferentes, Lena presionaría las correspondientes palancas para arrojar a los muertos uno a uno al amplio ataúd del espacio, cosa que sólo está permitida como emergencia en los casos más graves, y cuyo resultado sería, al regreso, su inmediata expulsión del departamento. Los muertos son una mercancía muy valiosa; en esencia, son el precio de los experimentos y, por lo tanto, han de manejarse con suma delicadeza.

—Yo os cuidaré con gran solicitud —afirma Lena en el hiperespacio— y jamás os abandonaré, pequeños paquetes de mi diminuta prisión.

Lena continúa hablando y canturreando mientras la nave prosigue su viaje a más de un millón de kilómetros por segundo, siempre acelerando y, sin embargo, aparte de los colores, la náusea y los giros desorientadores, su propia demencia creciente y el lugar de acción de esta historia, Lena podría estar ahora mismo en la avenida Lenox, a la hora punta, caminando lentamente calle arriba, mientras los círculos enfermizos avanzan dentro del coche evanescente en las entrañas del verano.



6



Lena tiene veintiocho años. A casi dos mil años en el futuro, cuando el hombre ya ha establecido colonias en cuarenta planetas de la Vía Láctea y cuando ha superpoblado el sistema solar y se ocupa en experimentos de velocidades superiores a la de la luz, con el fin de poder trasladarse a otras galaxias, la ciencia médica de la época no es muy superior en conocimientos a la nuestra: la existencia humana no se ha alargado notablemente ni tan siquiera han sido extirpadas las dolencias que la humanidad denomina congénitas. La mayoría de los embalsamados tenían al morir ochenta o noventa años, y algunos, los más recientes, llegaban casi a los cien, pero el promedio de vida sigue siendo de ochenta años, o algo menos, y la mayoría fallece aún de cáncer, ataques cardíacos, dolencias renales, embolias y otras enfermedades similares. Existe cierta ironía en que el hombre haya podido poner un pie firme en su galaxia, haya solucionado los misterios de la velocidad hiperlumínica y, no obstante, ignore aún los misterios de su propia biología, igual que en el pasado de su historia. Claro que todos los sociólogos saben que los que viven dentro de una cierta cultura son los menos calificados para hacer crítica de ella (porque han asimilado por completo las leyes de dicha cultura, incluso la crítica), y Lena entiende tan poco esta ironía como el lector que no sepa apreciar la profunda y metafísica paradoja de la narración, que es ésta: la mayor velocidad de vuelo, el ensanchamiento del espacio, el mayor progreso, la mayor sensibilidad, no han dado como resultado ninguna expansión definible de los límites de la conciencia y la personalidad, y lo único que significa la velocidad hiperlumínica para Lena es un agobiador e interminable encarcelamiento.

Es importante comprender que ella no es más que un técnico; que, aunque es muy hábil y durante muchos años se ha adiestrado en el departamento como piloto, en realidad no necesita estar en posesión de los conocimientos técnicos de los científicos de nuestra época; su trabajo es, esencialmente, de conducción y sondeo, cosa que podría hacer cualquier adolescente; y todo su adiestramiento no le ha suministrado la protección necesaria contra el aburrimiento y la depresión propias de su oficio.

Cuando finalice esta prueba, regresará a Urano, donde le concederán seis meses de vacaciones. Lo está anhelando. Espera esta oportunidad. Sólo tiene veintiocho años y ya está harta de ser enviada con los muertos a través del espacio durante varias semanas seguidas, pues le gustaría ser, al menos por algún tiempo, una mujer joven. Le gustaría vivir tranquila. Le gustaría ser amada. Le gustaría sentirse sexual.



7



Sí, hay que escribir algo referente al sexo en este relato, aunque sólo sea por la condición femenina de su protagonista (donde no sirve la asepsia), lo cual entra en la mejor tradición de la moderna literatura de ciencia ficción, en la que hay que hacer concesiones a toda la gama de las necesidades humanas, a toda la gama de la conducta humana, por lo que sería torpe y propio de un novato ignorar este tema.

Ciertamente, podrían describirse escenas fáciles de gran efecto: Lena masturbándose mientras contempla por las ventanillas los planos coloreados del hiperespacio; Lena soñando ansiosamente en el intercambio sexual, mientras se frota inconscientemente los pezones, y la nave se hunde cada vez más (sin ella saberlo todavía) en la galaxia negra, siendo ésta como un símbolo de absorción vaginal, cuyas implicaciones freudianas no pueden ser ignoradas en esta historia... Incluso es fácil imaginarse a Lena cayendo hacia los expulsores, en los horrores de su pánico hacia la galaxia negra, con el fin de abrazar a un muerto, es decir, crear una fantasía necrofílica mientras el cuerpo se incorpora lentamente en su reluciente gelatina; el modo cómo sus ojos se abren al darse cuenta de que es una necrofílica... ¡Oh, sí, ésta sería una escena poderosa, pues casi todo lo que se refiere al sexo en el espacio es poderoso! También habría que considerar los efectos del hiperespacio sobre el orgasmo. ¿Sería éste allí tal como lo conocemos y adoramos aquí, o algo completamente distinto, tal vez detumescente, tal vez una exaltación? A ser posible, me enfrentaría valientemente con este tema, construyendo al efecto un diálogo eficaz y maravilloso.

—Por favor —exclamaría Lena al final, presa por la música de su encarcelamiento, como yendo hacia ella, como arrastrándola a su extinción—, por favor, todos necesitamos el sexo, y es él quien nos envía al espacio; el sexo es lo único que cuenta para la humanidad, y yo lo necesito, sí, lo necesito, ¿entendéis?

Y haría que sus dedos entrasen y saliesen de sus zonas húmedas.

Pero esto, naturalmente, no tendría éxito, al menos en el relato que intento expresar. El espacio es aséptico; éste es el secreto de la ciencia ficción desde hace cuarenta y cinco años. No son el engaño, la audacia juvenil o la censura los que han privado a esta literatura de la sexualidad humana, sino el hecho de que en los puros espacios abismales, entre las estrellas, no tiene cabida alguna el sexo, esa demostración de nuestra perversa e irremplazable humanidad. Por algo nuestros astronautas nos hablaron, a su regreso, de su visión de los otros mundos; por algo se tambalearon dentro de sus engorrosos trajes espaciales al recibir el saludo de los coroneles; por algo efectuaron todos esos matrimonios; por algo aquellos chicos padecieron tensiones tan horribles. Sencillamente, en el espacio no hay sitio para el sexo. No encaja. Lena lo comprendería.

—Jamás pensé en el sexo —afirmaría—. Jamás pensé en él ni una sola vez, ni siquiera al final, cuando todo daba vueltas a mi alrededor y yo también danzaba.



8



Por consiguiente, es necesario caracterizar a Lena de otro modo, y esta oportunidad sólo se presentará en el momento de la crisis, cuando el Skipstone sea arrastrado hacia la galaxia negra de la estrella de neutrones. Este momento tendrá lugar muy pronto en esta historia, tal vez después de quinientas o seiscientas palabras (la vida anterior de Lena en la nave y sus impresiones sobre el hiperespacio llegarán en fragmentos intercalados entre párrafos de acción), y la única indicación de lo sucedido será un profundo y tambaleante estremecimiento en las entrañas de la nave donde yacen los embalsamados, momento en que Lena sentirá la caída.

Para entender esta sensación es importante explicar antes algo del hiperespacio normal, del salto propulsor, que consiste solamente en correr las cortinillas y quedarse en un compartimiento. En el hiperespacio no existe la sensación del movimiento, no puede existir, porque el impulso lleva al Skipstone más allá de los conceptos de luz y sonido, a una zona en que no hay que entender ningún lenguaje ni registrar glándula alguna.

Si corriese las cortinillas (cosa curiosa, son semejantes en sus flecos y dibujos a las que podemos ver actualmente colgadas en los hogares de la clase media como el que yo habito), se vería privada de toda sensación, pero no puede correrlas; ha de mantenerlas descorridas, y por los ojos de buey ve la apoteosis de color a que antes he aludido.

Dentro existe una profunda y dolorosa desgracia; la sensación de una pérdida terrible (lo cuál explicaría por qué Lena piensa en la revivificación de los muertos), que puede atribuirse a los efectos hiperespaciales sobre el cuerpo humano; pero esta sensación puede estar oculta, no ser visible desde fuera, y puede controlarse completamente por los tipos flemáticos que suelen ser casi todos los pilotos de esos vuelos experimentales. (Lena también es flemática. Reacciona mejor al agotamiento que algunos de sus colegas, aunque siempre dentro de lo prescripto por el departamento, que ordena llevar a cabo sólo una comprobación superficial.)

Los efectos de la caída a la galaxia negra son, no obstante, totalmente diferentes, y es aquí donde las cualidades emocionales de Lena quedan completamente aniquiladas.



9



En este punto de la narración hay que aclarar gran cantidad de datos físicos, astronómicos y matemáticos, con la esperanza de que, en cierto modo, proporcionen la base científica de la historia, sin fatigar al lector.

Naturalmente, no hay que preocuparse mucho por su cansancio, puesto que la mayoría de los que leen ciencia ficción desean enterarse, precisamente, de esta clase de datos (aunque a menudo se ven defraudados y más a menudo todavía son incapaces de entenderlos), por lo cual pueden soportar tal tipo de lectura mucho más tiempo que los lectores de las novelas de John Cheever, quienes apenas soportan las diatribas insertadas en la perenne visión de la Gehenna, que es el gran don de Cheever para sus admiradores. De este modo, sería posible dar a conocer sin fallo alguno los siguientes datos, que quedarían totalmente separados del argumento y serían expuestos de esta manera:

En otras galaxias hay estrellas de neutrones, estrellas que son cuatrocientas o quinientas veces mayores que nuestro Sol y que los demás soles «normales», las cuales, en su constante proceso nuclear, arden continuamente para mantener su luminosidad; dichas estrellas caen o se destruyen al cabo de sólo diez o quince mil años de difícil existencia, en tanto su hidrógeno se fusiona con el helio, luego con el nitrógeno y por fin con elementos más pesados, hasta que se produce, tratando de conservar una fuerza que ya no existe, una espantosa implosión, en la cual las estrellas chocan entre sí y originan una catástrofe cósmica.

Catástrofe no sólo para las estrellas, sino para toda la galaxia de la que forman parte, ya que la fuerza gravitatoria creada por la implosión es tan enorme que literalmente se traga toda su luminosidad. Y no sólo traga la luminosidad sino también el sonido y las propiedades de todas las estrellas, en este gran embudo de fuerzas gravitatorias, de modo que la galaxia se ve succionada hacia el centro de gravedad creado por el colapso del sistema, y absorbida hacia el estremecido y desesperado corazón de la estrella extinguida.

Es posible deducir varias conclusiones de la existencia de estas estrellas de neutrones, y es seguro que las mismas existen, puesto que sabemos que precisamente por este efecto se han originado muchas novas y supernovas, no por una ex sino por una implosión, y algunas de tales conclusiones son:

a) Las fuerzas gravitatorias creadas absorben todas las partes de la galaxia que se hallan dentro de su radio de acción; y a causa del campo gravitatorio, la galaxia es invisible, ya que esas fuerzas, como se ha dicho, atraen su propia luz.

b) La estrella de neutrones, que funciona como una barrenadora mecánica cósmica, podría destruir literalmente el Universo. Es posible que éste se halle ahora mismo en proceso de destrucción, en tanto que cientos de millones de soles y planetas se ven inexorablemente arrastrados hacia estas grandes vorágines. El proceso es lento, pero inexorable. Teóricamente, una estrella de neutrones podría absorber todo el Universo. Y hay más de una.

c) El Universo puede haber sido creado, inversamente, por esta clase de implosión, expulsando filamentos cósmicos que ahora son reabsorbidos, en un momento oscilante del tiempo, que para nosotros representaría muchos, muchísimos milenios, aunque para los cosmólogos sería un solo instante. El Universo puede ser un simple accidente.

d) Cosmología aparte, una nave atrapada en esta vorágine, o sea, en un «agujero negro» o galaxia invisible, arrastrada a su vez hacia la causa mortal que es la estrella de neutrones, no podría escapar a su fatal destino ni siquiera con una velocidad mayor que la de la luz... porque incluso así sería absorbida la nave por la intensa fuerza gravitatoria, haciendo imposible conseguir ningún incremento de velocidad (que en aquel momento no excedería a la de la luz) que le permitiese escapar. Si la nave lograra huir del campo de fuerzas, sólo podría hacerlo por medio de un salto discontinuo producido por un impulso instantáneo, sin pasar por el proceso acelerador, lo cual enloquecería al ocupante de la nave que, de todos modos, tampoco gozaría de un destino muy claro. El agujero negro de la estrella muerta es, literalmente, un vacío en el espacio, y sería posible huir por dicho agujero, pero, en tal caso, ¿adonde iría la nave?

e) El hecho de estar un individuo dentro del campo de fuerzas de la estrella muerta podría enloquecerle.

Por todos estos motivos, Lena ignora que ha caído en la galaxia llamada Roma y que su nave se ve arrastrada. De saberlo, instantánea e irremediablemente, se volvería loca.



10



Después de haber dado estos datos tecnológicos, y habiendo llegado ya el momento crucial del relato, o sea, la caída en la galaxia, ahora sería obligación del autor describir las sensaciones inherentes a la caída en la galaxia negra. Como se sabe muy poco, o nada, de estas caídas, aparte de que la gravitación suspendería con toda seguridad casi todas las leyes físicas, y quizá incluso el tiempo, puesto que éste es sólo una función de la física, sería fácil efectuar una descripción de tipo surrealista. Lena podría ver monstruos por los muros, tal vez dos monstruos bidimensionales, pequeños recuerdos surgidos de su pasado; podría revivir plenamente su existencia desde el nacimiento hasta la muerte; podría, literalmente, cambiar anatómicamente de dentro afuera y ejecutar en imaginación o físicamente graves actos en sí misma; podría vivir y morir mil veces en la expansión del pozo sin luz y sin tiempo... Todo esto podría describirse sin salir de los límites de la historia, e indudablemente daría lugar a unos efectos maravillosos. El autor también podría hacerlo de manera picaresca, como un capítulo perverso o de locura... es decir, salpicar los párrafos con más datos sobre los excesos gravitacionales y el hecho de que las estrellas de neutrones (esto es muy interesante), probablemente sean los pulsars que se han identificado, estrellas que sólo pueden detectarse a distancias inimaginables, por ondas electromagnéticas, y no por la vista.

El autor podría hacer todo esto, y hacerlo bien, pues ya lo ha hecho centenares de veces, pero esto, naturalmente, no tendría en cuenta a la verdadera Lena. Esta tiene necesidades más imperiosas que las del autor, e incluso que los editores. Experimenta un terrible dolor. Está sufriendo.

Al caer ve a los muertos; al caer oye e los muertos; los muertos le hablan desde la bodega, gritando;

—¡Suéltanos, suéltanos, estamos vivos, sentimos dolor, terribles tormentos!

En medio de la masa gelatinosa, con las extremidades distendidas, los dedos de manos y pies suturados a las membranas que les rodean, su descomposición ha quedado invertida lo mismo que la trampa en que han caído ha invertido el tiempo; y suplican a Lena que les libere de un martirio que, por su magnitud, no pueden describir; sus voces resuenan en el cerebro de Lena, suplicantes, sonando como extrañas campanas.

—¡Suéltanos! —chillan—. ¡Ya no estamos muertos! ¡Han sonado las trompetas!

Y así de manera interminable. Pero Lena no sabe qué hacer. No es más que la conductora de estos pasajeros muertos. No es una doctora especializada. No sabe nada de profilaxis ni de restauración, y cualquier cosa que hiciera para libertarlos de la gelatina que los aprisiona, seguramente destruiría su biología, cualquiera que fuese el estado de sus mentes.

Pero aun no siendo así, aunque al libertarles les concediese la paz, no puede hacerlo porque está sucumbiendo a sus propias preguntas. En el agujero negro, si se levantasen los muertos, los que ya estuviesen levantados quedarían ciertamente muertos; y Lena muere en el espacio, muere mil veces en un período de siete mil años (porque aquí no hay tiempo objetivo, toda vez que la cronología está dominada por la psiquis, y Lena posee mil vidas y mil muertes totales, lo cual es terrible y también interesante, porque en cada ciclo de muerte hay una vida de setenta años en los que ella puede meditar respecto a su condición en plena soledad); y por las doscientas muertes, los catorce mil años o más (o menos, puesto que cada vida es individual, unas largas, otras breves) Lena ha llegado a comprender exactamente dónde está y qué le ha ocurrido. Llegar a esta comprensión le ha costado catorce mil años, lo cual es algo increíble, y no obstante, es una especie de milagro, porque en un Universo infinito con infinitas posibilidades, todas reconstruidas para ella, es altamente improbable que, incluso en catorce mil años, llegara a obtener la respuesta, a no ser porque es muy voluntariosa y porque algunas de las personalidades que ha vivido han sido muy creativas y dominantes y han sabido reflexionar seriamente. Además, y aunque con distintas entidades, existe como una relación entre una existencia y otra, por lo cual puede aprovecharse de los conocimientos de la vida anterior.

Casi todas las personalidades que encarna son débiles, y algunas locas, la mayoría son cobardes, pero siempre queda algo, un pequeño residuo, a veces lo suficiente como para trasvasar el conocimiento adquirido, de modo que al término de los catorce mil años, Lena comprenda la verdad de lo que ha ocurrido y de lo que está ocurriendo, y sabe qué ha de hacer para escapar de la trampa. Entonces reúne todas sus energías, toda la voluntad que aún conserva, Se dirige tambaleándose al cuadro de mandos (está en el año sesenta y ocho de su vida actual, con la personalidad de un hombre viejo y refunfuñón), y convoca a uno de los clones, el ingeniero jefe, el controlador. Mientras tanto, los muertos han estado chillando y atronando en sus oídos (catorce mil años de angustiosa agonía en la bodega), envolviéndola como con unos sudarios de hierro; y cuando el ingeniero jefe, exactamente igual a como ella le vio por última vez, catorce mil años y dos semanas antes, surge del cuadro de mandos mientras la maquinarla chirría suavemente, Lena jadea de alivio, demasiado débil para responder con alegría al hecho de que en el estado de antitiempo, antiluz y anticausalidad, la maquinaria aún funcione. Aunque es natural. La maquinaria funciona siempre, incluso en esta última y más terrible de todas las historias de ciencia ficción. No es la maquinaria lo que falla, sino quienes la manejan o, en última instancia, el Cosmos.

—¿Qué sucede? —indaga el ingeniero jefe.

La estupidez de la pregunta, su ingenuidad, su salida de tono, en medio del Infierno en que se debate Lena, la dejan atónita, pero luego comprende, en medio de su estupor, que el ingeniero jefe ha surgido sin memoria de las circunstancias, por lo que es preciso ponerle al corriente de la situación. Sí, es inevitable. Chillando, tambaleándose, Lena se lo cuenta con su voz masculina.

—¡Oh, es horrible! —exclama el ingeniero jefe—. ¡Verdaderamente horrible!

Y yendo hacia una escotilla se asoma a la galaxia negra, la galaxia llamada Roma. Una sola ojeada le deja rígido, para desintegrarse acto seguido, no porque haya fallado la maquinaria (la máquina nunca falla), sino porque ha recreado una substancia humana que no compaginaba con lo que el ha visto al asomarse.

Lena ha vuelto a quedarse a solas con los gritos de los muertos que conduce.

Comprendiendo instantáneamente lo que ha ocurrido (catorce mil años de reflexión pueden desencadenar una reacción temporal más rápida), va de nuevo al cuadro de mandos, mueve las palancas y produce otros tres clones, todos ingenieros casi de la misma categoría que el jefe. Su semejanza con los tres ángeles que consolaron a Job no ha de echarse en olvido, pues de este modo habrá oportunidad de sacar alguna alegoría religiosa, cosa siempre útil en una historia ambiciosa, aunque en otro plano. Por más que no estén tan cualificados, ni se muestren tan categóricos en sus opiniones como el ingeniero jefe, son lo bastante inteligentes como para comprender las explicaciones de Lena, la cual añade que no deben asomarse a contemplar la galaxia. Por consiguiente, permanecen en sus posturas rígidas y curiosamente mortificadas, como aguardando a que Lena hable.

—De modo que —concluye ella, finalizando una larga y penosa explicación—, por lo que veo, la única forma de escapar a la atracción de esta galaxia negra es utilizar directamente la propulsión taquiónica sin pasar por ninguna clase de aceleración.

Los tres ángeles de Job asienten débilmente. Ignoran a qué se refiere Lena, y esto se debe a que no les respaldan catorce mil años de meditación.

—Al menos —agrega—, que vosotros sepáis algo más; al menos que opinéis de manera distinta. De lo contrario, estaremos aquí toda la eternidad y yo no puedo soportarlo. ¡Oh, no, catorce mil años ya son suficientes!

—Tal vez —sugiere el primer ángel—, sea éste tu destino. Tal vez, en cierto modo, estés determinando el destino del Universo. Al fin y al cabo, fuiste tú quien dijo que quizá esto fuese tan sólo un tremendo accidente, ¿no? Tal vez tu sufrimiento tenga una finalidad.

—Además —añade el segundo ángel—, hay que tener en cuenta a los muertos. Esto no resulta fácil para ellos estando vivos, y estas bruscas sacudidas podrían ser mortales, pero el salto inmediato a la propulsión taquiónica seguramente los destruiría. Al departamento no le gustaría esto, y tú saldrías muy perjudicada. No, yo en tu lugar me quedaría con los muertos.

Así habla el segundo ángel, y de la bodega parece elevarse un clamor, aunque es difícil distinguir si es de aprobación o de dolor. Los muertos no son muy expresivos.

—Por otra parte —continúa el tercer ángel consolador, apartando un mechón de pelos de los ojos y evitando mirar por la escotilla—, poco puede hacerse en esta situación. Has caído en una estrella de neutrones, un embudo negro, y esto se halla mucho más allá de la capacidad y de las posibilidades humanas. Si yo estuviera en tu lugar, aceptaría mi destino.

Su modelo es el de un científico que se ocupa en una teoría de los quasars, pero en la realidad parece un metafísico. Y añade:

—Hay momentos en los que el hombre no puede decidir sin verse gravemente castigado.

—Para vosotros es fácil hablar de este modo —comenta Lena con amargura, yendo en aumento su respiración jadeante—, pues no habéis sufrido como yo. Y existe al menos la posibilidad teórica de poder salir de aquí si obtengo la propulsión taquiónica sin aceleración previa.

—Pero ¿dónde aterrizarás? ¿Y cuándo? —pregunta el tercer ingeniero, blandiendo un tembloroso índice—. Todas las leyes del espacio y del tiempo han quedado destruidas, y sólo subsiste la gravedad. Puedes caer en el centro de este sol, pero ignoras adonde saldrás ni en qué período de tiempo. Es inconcebible que salgas a un espacio normal en el tiempo que crees contemporáneo.

—No —confirma el segundo ingeniero—, yo no lo haría. Tú y los muertos estáis unidos y tu destino es quedarte con ellos. ¿Qué es la vida? En la galaxia Roma todos los caminos conducen al mismo lugar; bien, tienes mucho tiempo para considerar estas cuestiones y estoy seguro de que al final llegarás a una conclusión viable y muy interesante.

—¡Si quieres saberlo —prosigue el primer ingeniero, mirando fijamente a Lena—, opino que es mucho más noble que te quedes aquí; por lo que sabemos, tu condición da substancia y viabilidad al Universo. Tal vez seas tú el Universo. Sin embargo, sé que no piensas hacernos caso, por lo que no quiero discutir más este punto. No, no quiero.

Su tono es petulante y de pronto hace un gesto a los otros dos. Los tres se dirigen deliberadamente a la escotilla, apartan la cortinilla y se asoman. Antes de que Lena pueda impedirlo (y no está segura de quererlo, aunque pudiera), los tres han quedado reducidos a polvo.

Y Lena vuelve a quedarse sola con los chillidos de los muertos.



11



Es fácil colegir que los aspectos satíricos de la escena anterior poseen grandes implicaciones, y a menos que una mano muy hábil controle todo el material, la historia podría degenerar en una farsa en este momento. Es fácil, como sabe todo buen comediógrafo, elevar los temas más terribles y graves a escatología, o reducirlos a una farsa por el simple procedimiento de individualizarlos. Sería magnífico utilizar esa escena como un intermedio cómico, necesario en lo que es, al fin y al cabo, un cuento tremendamente deprimente, más aún cuando se ha utilizado toda la fuerza posible para grabar el mensaje de que el hombre se halla irremediablemente empequeñecido por el Cosmos. (Cuando menos, éste es el mensaje más simple de los que tengo en la mente, pero ¿cuántos serían capaces de comprenderlo?)

Lo que salvará esta escena y la historia misma, será la descripción lúbrica de la galaxia negra, de la estrella de neutrones, de los efectos cambiantes que ejerce sobre la realidad percibida. Cada truco retórico, cada añagaza tipográfica, cada matiz de lenguaje que el autor consiga emplear, será utilizado en esta sección para describir la aparición del agujero negro y sus efectos sobre la conciencia (razonablemente distorsionada) de Lena. Será una visión obscura, pero no necesariamente sin esperanza; demostrará que nuestros conceptos de «belleza», «fealdad», «maldad», «bondad», «amor», y «muerte» sólo son metáforas limitadas semánticamente y rodeadas por el pobre equipo de nuestros cerebros; y esto sugerirá que, en vez de mostrarnos una realidad alternativa o diferente, el agujero negro quizá sólo nos muestra la única realidad que conocemos, pero ampliada, infinitamente ampliada, de modo que la narración nos dé, como suele hacerlo la buena ciencia ficción, una luz sobre las posibilidades que hay más allá de nuestro alcance, posibilidades que no pueden encerrarse en una profusión de palabras ni en los problemas de la calificación editorial. Asimismo, este momento de la historia podría servir para describir a Lena de forma más «cálida», más «simpática», y para que el lector la vea como un ser humano distinto y admirable, totalmente serena ante todas las calamidades, ante los catorce mil años, ante sus doscientas vidas. Esto podría lograrse por medio de la técnica novelística convencional; la individualización a través de una definición de su idiosincrasia, sus trucos verbales, sus costumbres, sus modismos, etc.. En la novela cotidiana, le asignaríamos un tartamudeo, una peca en el seno izquierdo, el amor de un policía, el temor a los coches rojos, y así quedaría. En esta historia, debido a la considerable extensión del tema, será necesario hacer algo mejor, habrá que hallar originalidad en la idiosincrasia de Lena, en sus maravillas, en las sugestiones de la posibilidad panorámica, en la aproximación al agujero negro... pero no importa. No importa. Esto se puede lograr; la parte intercalada de Lena y su visión del agujero negro sería la más brillante, la más admirada, aunque en realidad la más fácil de toda la narración, y estoy seguro de que no tendría la menor dificultad en escribirla si, como dije antes, esto fuese una historia y no una serie de notas para una historia, puesto que la novela, repito, no puede escribirse más allá de nuestra época, nuestro tiempo, nuestro espacio y nuestra maquinaria, y en cambio sólo puede ser atisbada por pequeños destellos de luz, igual que Lena sólo puede vislumbrar el agujero negro, del cual sólo se sabe que es una estrella de neutrones y qué posee gravedad. Estas notas están tan cerca de la plena visión de la historia, como la proximidad a que Lena podrá llegar al centro del agujero negro.

Al finalizar esta parte, queda claro que Lena te tomado la decisión de abandonar la galaxia negra por medio del paso automático a la propulsión taquiónica. No sabe adonde saldrá ni cómo, pero sí sabe que no puede resistir sus sufrimientos por más tiempo.

Se dispone a manejar los mandos, pero antes es necesario reproducir su diálogo con los muertos.



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Uno de ellos seguramente se nombra a sí mismo portavoz de todos y aparece delante de Lena en esta nuevo espacio, como en un sueño.

—Escucha —diría este difunto nacido en el año 3361 y muerto en 3401, tras aguardar ocho siglos a ser revivido en una sociedad que hubiera aprendido a curar la leucemia (en lo cual se vería defraudado)—, tienes que enfrentarte con los hechos. No podemos continuar así. Es preferible la muerte que ya conocemos que la que proyectas darnos.

—He tomado mi decisión —replica Lena, con las manos sobre las palancas—. No habrá modo de disuadirme.

—Ahora estamos muertos —alega el leucémico—. Deja al menos que continúe esta muerte. En las entrañas de esta galaxia donde no existe el tiempo, gozamos de cierta clase de vida (o al menos, de no existencia), cosa que siempre hemos ansiado. Podría contarte multitud de cosas que hemos aprendido en esos catorce mil años, pero para ti no tendrían sentido. Hemos aprendido a resignarnos. Poseemos una gran visión interior. Naturalmente, todo esto se halla fuera de tu alcance y de tu comprensión.

—Nada está fuera de mi alcance ni de mi comprensión, nada en absoluto. Pero no importa.

—Todo importa. Incluso aquí existe la consecuencia, la causalidad, el sentido de humanidad, el de responsabilidad. Tú puedes suspender las leyes físicas, puedes suspender la misma vida, pero no puedes separar los imperativos morales de la humanidad, porque éstos son absolutos. Sería una apostasía marcharse de aquí.

—El hombre debe abrirse camino —objetó Lena—, el hombre ha de luchar, el hombre debe intentar librarse de las cadenas. Y seguir su destino, aunque en cualquier momento se destruya a sí mismo totalmente.

Tal vez este diálogo contenga demasiadas fiorituras. Sin embargo, ésta sería, más o menos, su verdadera expresión. Hay que hacer notar que al dar esta opinión convencional al carácter femenino, se lograrán otros niveles de ironía en que debe abundar la historia si ha de ser algo más que un cuento de terror, una cascada de inagotables maravillas, mostradas desvergonzadamente dentro de una tienda de feria... La ironía le prestará carácter de legitimidad.

—No me interesan los muertos —afirma Lena—, sólo los vivos.

—Entonces, ocúpate del Universo —le ordena el muerto—, ocúpate al menos del Universo. Al intentar huir del centro del agujero negro puedes desgarrar el tejido sin costuras del tiempo y del espacio. Puedes destruirlo todo. El pasado, el presente y el futuro. La explosión tal vez podría ampliar el embudo de la fuerza de gravedad hasta un tamaño infinito, y entonces todo el Universo se vería atraído al agujero.

Lena sacude la cabeza. Sabe que el muerto no es más que otra de las tentaciones que la rodean, otra tentación más maliciosa.

—¡Mientes! —grita—. ¡Este es sencillamente otro efecto de la galaxia Roma! ¡Yo soy responsable ante mí misma, sólo ante mí misma! ¡El Universo no cuenta!

—Esto es una racionalización —arguye el muerto al observar la exaltación de Lena y presintiendo su propia victoria—, y lo sabes tan bien como yo. No puedes ser tan egoísta. No eres Dios, puesto que no hay Dios, al menos aquí; pero si lo hubiese, no serías tú. Has de medir el Universo que te rodea.

Lena contempla al muerto, que le devuelve la mirada, y en aquel enfrentamiento, en la sombra de los ojos del leucémico, mientras pasan a través del efecto lascivo de la estrella de neutrones, Lena comprende que se hallan cerca de una terrible comunión que será como una soldadura, como una conexión... Sabe que si presta oídos al muerto un solo instante más, caerá en el interior de aquellos ojos, igual que el Skipstone cae en el agujero negro; y esto no puede soportarlo, no debe soportarlo. Ha de aferrarse a la creencia de que existe una separación entre los vivos y los muertos, y que en esta separación hay dignidad, que la vida no es la muerte sino algo diferente, y que si no puede aceptar este axioma se negará a sí misma...; y entonces, rápidamente, antes de poder reflexionar más, mueve las palancas que llevarán instantáneamente a la nave más allá de la velocidad de la luz; y en medio de la explosión de muchos soles que sólo arden en su corazón, Lena esconde la cabeza entre los brazos y se echa a llorar.

Y el muerto llora con ella, aunque no con un llanto de alegría ni de terror. Llora con el verdadero llanto natal, suspendido entre los momentos del limbo, la vida y la muerte, y ambos llantos se funden en las entrañas del Skipstone, al ser éste lanzado a través de la luz redimida.



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La historia acaba sin aclarar nada, naturalmente.

Tal vez Lena surja a su propio tiempo y espacio una vez más, no habiendo sido todo esto más que una especie de envoltura de la auténtica realidad. Tal vez salga en otro tiempo y otro espacio. También es posible que no salga nunca del agujero negro, sino que se quede a vivir allí, transformándose el Skipstone en un planeta del universo tubular de la estrella de neutrones, el primero o el último de una serie de planetas caídos hacia el sol muerto. Si esta historia ha de escribirse ordenadamente, si las ambigüedades se disponen con la debida correlación, si los datos tecnológicos están bien buscados y expresados, si el material se visualiza debidamente... entonces no importa lo que le suceda a Lena, a su Skipstone, y a sus muertos. Cualquier final servirá. Y bastará para emocionar y satisfacer al lector.

Sin embargo, hay un final inevitable.

El autor ve claramente (¿quién no?) que no puede escribir esta historia, pero que si lo hace le dará esta sola conclusión, el final claro e implicado realmente desde el principio, unido por entero al texto.

De modo que permitid que el autor obre así.



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En la Infinidad del tiempo y del espacio todo es posible, y al ser vomitados del gran agujero negro, expulsados por el ano de la estrella de neutrones (a ser posible no desaprovecharé ninguna implicación freudiana), Lena y sus muertos adoptarán este Infinito, participando del vasto cuadro da sus posibilidades. Ahora se hallan en el grupo de Antares, temblando como la llama de una vela; están, en el corazón de Sirio, de la constelación del Can, y se hallan situados en el antiguo Imperio Romano, viendo cómo Jesús lleva su cruz a cuestas hacia el Calvario... y también están en una galaxia muerta e Inimaginable, a mil miñones de años-luz de la Vía Láctea, con cien planetas habitables, cada cual con su Calvario... y ninguno está satisfecho.

Como seres humanos no pueden participar del Infinito; sólo pueden participar de lo que conocen. No pueden, habiendo sido creados por la mente del escritor, participar de lo que éste no sabe, sino tan sólo de lo que le rodea. Atrapados dentro de la conciencia del escritor, que es la penitenciaría de su ser, lo mismo que el escritor está atrapado en el Skipstone de su mortalidad, Lena y sus muertos surgen en el año 1975, en la ciudad de Ridgefield Park, New Jersey, y allí habitan en los cuerpos de sus quince mil habitantes, y allí están todavía, morando entre las refinerías, paseando por la calle Mayor, sentados en el teatro Rialto, comprando en los supermercados, aparejándose y abrazándose unos a otros en las implosionadas estrellas de sus lechos en esta noche, en este momento, tal como por casualidad el autor, también uno de ellos, los ha concebido.

Es inimaginable que Lena y sus muertos vinieran desde el corazón de la galaxia llamada Roma a vivir a Ridgefield Park, New Jersey; pero aún resulta más inimaginable que, de todos los Ridgefield Park de nuestra época, vengan, se reúnan y construyan las grandes maquinarias que nos llevarán a las estrellas, algunas de las cuales nos brindarán la muerte y otras la vida, algunas la nada absoluta, en tanto que las máquinas continuarán volando, volando siempre, y así, después de un período en nuestra verdadera época, también volaremos nosotros.




NIEBLA, HIERBA Y ARENA -- Vonda N. Mclntyre

NIEBLA, HIERBA Y ARENA

Vonda N. Mclntyre






El muchacho estaba asustado. Con suavidad, Serpiente tocó su frente que ardía. Tras ella, tres adultos se mantenían muy juntos, observando inquietos, temerosos de mostrar su interés, que sólo se adivinaba por las arrugas que cercaban sus ojos. Temían a Serpiente tanto como la muerte de su único hijo. En la oscuridad de la tienda, las temblorosas lámparas no infundían ninguna confianza.

El muchacho miraba con unos ojos tan oscuros que las pupilas no eran visibles y tan opacos que la propia Serpiente temía por su vida. Ella le acarició el cabello. Era largo y de un tono muy pálido que contrastaba con su piel oscura, seco e irregular. Si Serpiente hubiera conocido a aquella gente unos meses atrás hubiera sabido que el muchacho estaba enfermando.

—Traedme mi caja, por favor.

Los padres del chico se sorprendieron por su suave voz. Tal vez habían esperado un tono chirriante o el siseo de una serpiente que se levanta. Era la primera vez que Serpiente hablaba en su presencia. Se había limitado a contemplarlos cuando los tres fueron a observarla a distancia y le habían expuesto entre murmullos su problema; ella se había limitado a escucharles y después asintió con la cabeza cuando finalmente le pidieron su ayuda. Tal vez pensaron que era muda.

Un joven de cabellos claros le acercó su caja de cuero. La llevaba separada del cuerpo, y al entregársela hizo una inclinación, respirando profundamente y con las aletas de la nariz muy abiertas por el fuerte olor a almizcle que flotaba en el aire seco del desierto. Serpiente ya se había acostumbrado a despertar la inquietud de la gente; la había visto muchas veces.

Cuando Serpiente tendió los brazos, el joven dio un salto atrás y dejó caer la caja. Serpiente hizo un rápido movimiento y la cogió en el aire, la colocó suavemente en el suelo y miró al joven con reproche. El hombre y la mujer se le acercaron para tranquilizarle.

—Fue mordido una vez —dijo la mujer, morena y hermosa—. Estuvo a punto de morir. —Su tono no era de orgullo, sino de justificación.

—Lo siento —dijo el joven—. Es... —hizo un gesto; estaba temblando e intentando controlar las reacciones de su miedo. Serpiente miró tras de sí, pues había captado inconscientemente un movimiento. Una pequeña serpiente, delgada como el dedo de un niño, se deslizaba en torno a su cuello y mostraba su estrecha cabeza tras sus rizos cortos y negros. Probó el aire con su lengua bífida en un gesto placentero, fuera, arriba y abajo, dentro, para probar el gusto de los olores.

—Es Hierba —dijo Serpiente—. No te hará daño.

Si hubiera sido mayor, habría dado miedo; tenía un color verde pálido, pero las escamas que rodeaban su boca eran rojas, como si acabara de comerse a algún animal, despedazándolo. En realidad era mucho más limpia.

El niño sollozó, pero en seguida reprimió su llanto de dolor. Tal vez le habían dicho que Serpiente podría enfadarse si lloraba. Pero ella lo único que sentía era pena por aquella gente que rechazaba una forma tan fácil de librarse del miedo. Apartó su mirada de los adultos, sintiendo que le tuvieran miedo; pero no deseaba perder el tiempo convenciéndoles de que sus reacciones eran injustificadas.

—Todo va bien —le dijo dulcemente al pequeño—. Hierba es suave, seca y blanda, y si la dejo junto a ti para que te proteja, ni siquiera la muerte podrá aproximarse a tu lado. —Hierba se colocó en su estrecha y sucia mano, y ella se la tendió al niño— Suavemente. —El niño tocó el reptil con un dedo.

Serpiente notó el esfuerzo que tenía que hacer para un movimiento tan sencillo, pese a que el muchacho sonreía—. ¿Cómo te llamas?

El lanzó rápidamente una mirada a sus padres, y finalmente ellos asintieron.

—Stavin —murmuró. Apenas tenía fuerzas para respirar.

—Yo soy Serpiente, Stavin, y dentro de poco, por la mañana, tendré que hacerte daño. Sentirás un dolor repentino y te dolerá el cuerpo durante algunos días, pero después te encontrarás mejor.

El la miró solemnemente. Serpiente se dio cuenta de que, aunque el niño había comprendido lo que le había querido decir y sentía miedo por lo que ella tenía que hacerle, estaba menos asustado que si le hubiera mentido. El dolor debía de haberle aumentado mucho a medida que la enfermedad se agudizaba; pero parecía que los demás lo único que habían hecho era tranquilizarle, esperando que la enfermedad desapareciera o le matara rápidamente.

Serpiente colocó a Hierba sobre la almohada del muchacho y le acercó su caja. La cerradura se abrió cuando ella la tocó. Los adultos seguían sintiendo hacia ella únicamente miedo; no tenían ni tiempo ni razones para hallar ninguna confianza. La mujer era lo suficientemente mayor como para no tener ya más hijos, y Serpiente podía ver en los ojos de todos su sufrimiento, su preocupación, y que querían mucho al niño. Y así debía ser, para haberse atrevido a recurrir a ella.

Era de noche y cada vez hacía más frío. Silenciosamente, Arena salió de la caja moviendo la cabeza, moviendo la lengua, olfateando, gustando, detectando el calor de unos cuerpos.

—¿Es ésta...? —La voz del marido más viejo era baja y sabia, pero aterrorizada, y Arena sintió el miedo. Se enroscó en posición de ataque y siseó suavemente.

Serpiente habló, moviendo la mano y extendiendo el brazo. La víbora se relajó y comenzó a enroscarse en su muñeca hasta formar varias pulseras negras y marrones.

—No —respondió—. Tu hijo está demasiado enfermo para que Arena pueda ayudarle. Sé que resulta difícil, pero intentad calmaros. Esto es terrible para vosotros, pero es lo único que puedo hacer.

Tuvo que molestar a Bruma para que saliera fuera. Serpiente sacudió la caja dos veces, notó la vibración, y súbitamente una cobra albina apareció en la tienda. Se movía rápidamente, pero parecía no tener fin. Se movía hacia delante y hacia atrás. Se oyó un penetrante silbido. Su cabeza estaba a un metro sobre el suelo, mostrando su amplio hocico. Tras ella, los adultos lanzaron suspiros sofocados, como si se sintieran físicamente agredidos ante la visión de Bruma. Serpiente ignoró a las personas y habló a la gran cobra, centrando su atención en sus palabras:

—Ah, tú. Furiosa criatura. Échate. Esta vez te toca a ti ganarte la comida. Habla a este niño y tócale. Se llama Stavin.

Lentamente, Bruma se relajó y permitió que Serpiente la tocara. Serpiente la agarró firmemente por detrás de la cabeza, obligándola a mirar a Stavin. Los ojos plateados de la cobra reflejaron la luz amarillenta de la lámpara.

—Stavin —dijo Serpiente—, Bruma se encontrará contigo ahora. Te prometo que esta vez te tocará suavemente.

Sin embargo, Stavin tembló cuando Bruma tocó su delgado pecho. Serpiente no había soltado la cabeza de la cobra, pero permitió que su cuerpo se deslizara hacia el del muchacho. La cobra tenía de largo cuatro veces la altura del muchacho. Se curvó en blancas ondulaciones sobre su abdomen, extendiéndose, dirigiendo su cabeza hacia la cara del muchacho, tratando de eludir las manos de Serpiente. Bruma encontró la asustada mirada de Stavin con sus ojos sin párpados. Serpiente le permitió acercarse un poco más. Bruma sacó la lengua para tocar al niño. El marido más joven lanzó un aterrorizado gemido que cortó inmediatamente. Al oírlo, Stavin retrocedió y Bruma se echó hacia atrás abriendo la boca y poniendo sus dientes al descubierto, mientras se oía claramente el aire salir de su garganta. Serpiente se puso en cuclillas, expulsando su propio aliento, a veces, en otros sitios, los lugareños podían permanecer mientras ella trabajaba.

—Tenéis que salir —dijo con amabilidad—. Es peligroso asustar a Bruma.

—No quiero...

—Lo siento. Tenéis que esperar fuera.

Tal vez el marido más joven, o incluso la mujer, hubieran puesto sus indefendibles objeciones y hubiesen formulado preguntas incontestables, pero el hombre mayor les tomó de la mano y les condujo fuera.

—Necesito un animalito —dijo Serpiente mientras salían—. Ha de tener pelo y ha de estar vivo.

—Podemos encontrar uno —dijo el hombre mayor, y los tres padres se adentraron en la brillante noche. Serpiente oyó sus pasos sobre la arena.

Serpiente sostuvo a Bruma en su regazo y la fue tranquilizando. La cobra se fue enroscando en su estrecha cintura, buscando su calor. El hambre hacía que Bruma estuviera más nerviosa de lo habitual, y estaba hambrienta, como también lo estaba Serpiente. Mientras atravesaban la negra arena del desierto habían encontrado agua suficiente, pero las trampas de Serpiente no dieron resultado. Era verano, hacía mucho calor y la mayoría de los animalillos peludos que Arena y Bruma comían estaban estivando. Cuando las serpientes no tenían su comida habitual, Serpiente ayunaba también.

Comprobó con tristeza que Stavin estaba ahora más asustado.

—Siento haber tenido que enviar a tus padres fuera —dijo—. Volverán pronto.

Sus ojos se humedecieron, pero contuvo las lágrimas.

—Me dijeron que hiciera lo que tú me dijeras.

—Hubiera preferido que llorases si fueras capaz de ello —dijo Serpiente—. No es una cosa tan terrible. —Pero Stavin parecía no comprender y Serpiente no le presionó. Sabía que aquella gente aprendía por sí misma a resistir las dificultades negándose a llorar, negándose a reír. Se negaban a sí mismos el consuelo y se permitían poca alegría, pero sobrevivían.

Bruma se había calmado. Serpiente se la desenroscó de la cintura y la colocó junto a Stavin. Mientras la cobra se movía, Serpiente guiaba su cabeza, notando la tensión de sus músculos.

—Va a tocarte con la lengua —le dijo a Stavin.

Puede que te produzca comezón, pero no te herirá. Ella huele con la lengua, lo mismo que tú lo haces con la nariz.

—¿Con la lengua?

Serpiente asintió, sonriendo, y Bruma sacó la lengua para acariciar el pecho de Stavin. Este no desvió el cuerpo; en su mirada se vio la alegría de saber que había superado el miedo. Permaneció tumbado tranquilamente mientras Bruma le paseaba la lengua por el pecho, los ojos y la boca.

—Está probando la enfermedad —dijo Serpiente. Bruma dejó de mostrar oposición a la mano que la sujetaba y echó para atrás la cabeza. Serpiente se sentó sobre sus talones y dejó a la cobra, que ascendió por su brazo y se tendió sobre sus hombros.

—Duérmete, Stavin —dijo Serpiente—. Intenta confiar en mí, e intenta no tener miedo al mañana.

Stavin la miró durante unos segundos, buscando confianza en los pálidos ojos de Serpiente.

—¿Dejarás que Hierba vigile? A ella le sorprendió la pregunta, o más bien, la aceptación que había tras ella. Apartó su cabello de la frente y sonrió.

—Pues claro. —Cogió a Hierba—. Tú mirarás a este niño y le cuidarás. —La serpiente permanecía quieta en su mano, con los ojos resplandecientes. Luego se puso suavemente sobre la almohada de Stavin—. Ahora duérmete.

Stavin cerró los ojos y la vida pareció escaparse de él. La alteración resultó tan grande que Serpiente se inclinó para tocarle; luego vio que respiraba, aunque lentamente. Le cubrió con una manta y se levantó. El cambio brusco de posición la mareó, y se tambaleó. Sobre sus hombros, Bruma se tensó.

Los ojos de Serpiente se hicieron incisivos y su visión se agudizó. El sonido que había imaginado oír se aproximaba. Tenía que luchar contra el hambre y el cansancio. Se inclinó lentamente y cogió la caja de cuero. Bruma le tocó el pecho con la punta de la lengua.

Abrió la cortina de la tienda y se tranquilizó al ver que todavía era de noche. Podía soportar el calor, pero el brillo del sol la penetraba, quemándola. La luna debía de estar llena; aunque las nubes lo oscurecían todo, difundían una luz que ponía el cielo gris por todo el horizonte. Más allá de las tiendas, grupos de sombras informes se proyectaban en el suelo. Allí, junto al borde del desierto, había suficiente agua para que creciera la vegetación, proporcionando sombra y alimento a los seres vivos. La oscura arena, que durante el día cegaba con sus destellos, parecía ahora una suave capa de ceniza. Serpiente salió de la tienda, y la ilusión de suavidad desapareció; sus botas se hundieron en los ásperos granos de arena.

La familia de Stavin esperaba, muy juntos, entre las oscuras tiendas que formaban un sendero que había sido limpiado de arbustos. La miraban en silencio, con esperanza en los ojos pero sin expresión en la cara. Una mujer algo más joven que la madre de Stavin estaba sentada con ellos. Vestía, como todos ellos, con una larga túnica suelta, pero llevaba el único adorno que Serpiente había visto entre aquella gente: un círculo de cuero que pendía de su cuello por medio de una tira también de cuero. Ella y el marido más viejo tenían fuertes similitudes: rostro anguloso, pómulos altos, cabello blanco, ojos castaño oscuro, mejor adaptados para vivir al sol. A sus Pies, en el suelo, un pequeño animal negro daba saltos esporádicos dentro de una jaula, y de vez en cuando lanzaba un grito agudo pero débil.

—Stavin está durmiendo —dijo Serpiente—. No le molestéis ahora, pero acudid junto a él si se despierta.

La mujer y el marido joven se levantaron y se metieron en la tienda, pero el más viejo se detuvo junto a ella.

—¿Puedes ayudarle?

—Espero que podamos. El tumor está avanzando, pero parece sólido. —Su propia voz le sonaba extraña, como si estuviera mintiendo—. Bruma estará preparada por la mañana. —Sintió la necesidad de decirle más cosas para tranquilizarle, pero no se le ocurrió ninguna.

—Mi hermana desea hablar contigo —dijo él, y tras aquella presentación, las dejó solas, sin añadir, para vanagloriarse, que aquella mujer era la jefa de su grupo. Serpiente se volvió para mirarle de nuevo, pero ya la cortina de la tienda había caído. Se sentía cada vez más cansada, y sobre sus hombros Bruma era, por primera vez, un peso excesivo.

—¿Te encuentras bien?

Serpiente se volvió. La mujer avanzó hacia ella con una elegancia natural que procedía de su avanzado estado de gestación. Serpiente tuvo que levantar la cabeza para mirarla. Tenía finas líneas en los extremos de los ojos, como si a veces riera en secreto. Sonrió, pero con gesto preocupado.

—Pareces muy cansada. ¿Quieres que ordene que te preparen una cama?

—Ahora no —contestó Serpiente—, todavía no. No dormiré hasta después.

La jefa examinó su cara y Serpiente se sintió unida a ella por la responsabilidad que compartían.

—Comprendo, al menos así lo creo. Si hay algo que pueda hacer por ti... ¿Necesitas ayuda en tus preparaciones?

Serpiente se dio cuenta de que tenía que hacer frente a simples preguntas como si fueran problemas complejos. Les dio vueltas en su cabeza cansada, los examinó, los diseccionó y finalmente murmuró sus conclusiones:

—Mi caballo necesita comida y agua...

—Ya nos hemos encargado de eso.

—Y yo necesito a alguien que me ayude a manejar a Bruma. Alguien fuerte. Pero lo más importante es que no tenga miedo.

La jefa asintió.

—Te ayudaría yo misma —dijo, sonriendo de nuevo ligeramente—. Pero estoy un poco cansada. Encontraré a alguien.

—Gracias.

Sombría de nuevo, la mujer inclinó la cabeza y se dirigió lentamente a un pequeño grupo de tiendas. Serpiente la contempló mientras se marchaba, admirando su gracia. En comparación se sentía pequeña, joven y harapienta.

Arena comenzó a desenroscarse de su muñeca. Notando el movimiento de sus escamas, se precipitó para cogerla antes de que cayera al suelo. La mitad superior del cuerpo de Arena sobresalía de sus manos; sacó la lengua, mirando al pequeño animal, sintiendo el calor de su cuerpo, olfateando su miedo.

—Sé que estás hambrienta —dijo Serpiente—, pero éste no es para ti. —Puso a Arena en la caja, se quitó a Bruma de la espalda y le permitió que se acercara al animal.

El animalillo volvió a gritar y a saltar cuando la difusa sombra de Serpiente pasó sobre él. Ella se inclinó y lo cogió. La rápida serie de gritos aterrorizados disminuyó hasta detenerse cuando ella lo agarró. Finalmente se quedó quieto, respirando con dificultad, exhausto, mirándola con sus ojos amarillos. Tenía las patas largas y las orejas puntiagudas, y su nariz se retorcía al sentir el olor de la serpiente. Su suave piel negra estaba marcada por las cuerdas de la red.

—Siento tener que tomar tu vida —dijo Serpiente—. Pero después ya no tendrás miedo y no voy a hacerte daño. —Cerró la mano cuidadosamente en torno a él y rompió su espina dorsal en la base del cráneo. El animalito pareció luchar brevemente, pero ya estaba casi muerto. Se convulsionó. Sus patas se encogieron contra su cuerpo y sus dedos se retorcieron. Incluso ahora parecía mirarla. Ella sacó su cuerpo de la red.

Luego extrajo un pequeño pomo del bolsillo de su cinturón, abrió la boca del animal y vertió dentro una gota del preparado que contenía el pomo. Rápidamente, llamó a Bruma. La cobra se acercó lentamente, deslizándose por la granulosa arena. Sus escamas lechosas captaron la tenue luz. Olió al animal, se le acercó y lo tocó con la lengua. Durante un momento, Serpiente temió que rechazara la comida muerta, pero el cuerpo estaba todavía caliente, se retorcía aún y la cobra estaba demasiado hambrienta.

—Alimento para ti —le dijo Serpiente a la cobra, pues su solicitud para con ella era ya una costumbre—. Calmará tu apetito. —Bruma olfateó el animal, retrocedió y luego se lanzó sobre él, clavando sus dientes en aquel pequeño cuerpo, y luego mordió de nuevo, bombeando su acumulación de veneno. Luego lo soltó para volver a cogerlo mejor, y lo engulló. Apenas tuvo que distender la garganta. Cuando Bruma quedó quieta, asimilando el animal, Serpiente se sentó junto a ella y esperó.

Oyó pasos en la áspera arena.

—Me han enviado para ayudarte.

Era un hombre joven, pese a tener canas en sus cabellos. Era más alto que Serpiente y no carente de atractivo. Tenía los ojos oscuros y sus agudas facciones estaban más acentuadas por el hecho de que llevara los cabellos recogidos en la nuca. Tenía una expresión neutra.

—¿Tienes miedo?

—Haré lo que me digas.

Aunque sus formas estaban ocultas bajo su amplia túnica, se veía que tenía las manos fuertes.

—Entonces sujeta su cuerpo y no dejes que te sorprenda.

Bruma comenzaba a escapar a los efectos de la droga que Serpiente había puesto en el animalillo. Los ojos de la cobra miraban sin ver.

—Si muerde...

—¡Sujétala, rápido!

El joven se apresuró, pero no fue lo suficientemente rápido. Bruma se retorció y le golpeó en la cara con la cola. El retrocedió, tan sorprendido como dolorido. Serpiente sujetó fuertemente a la cobra por detrás de la cabeza y luchó por dominar también el resto de su cuerpo. Bruma no era constrictora, pero su cuerpo era suave, largo y fuerte. Silbó fuertemente. Mientras Serpiente luchaba con ella, logró Presionar en sus glándulas y obligarla a expulsar las últimas gotas de veneno. Estas colgaron de los dientes de Bruma durante un momento, reflectando la luz como si fueran joyas; luego la violencia de las convulsiones de la serpiente hizo que se perdieran en la sombra. Serpiente siguió luchando con la cobra, ayudada por la arena, que obstaculizaba los movimientos del reptil. Serpiente notó que el joven estaba detrás de ella asiendo el cuerpo y la cola del animal. La lucha cesó bruscamente y Bruma quedó quieta entre sus manos.

—Lo siento...

—Sujétala —dijo Serpiente—. Tenemos toda la noche.



Durante la segunda convulsión de Bruma, el joven la sujetó firmemente y fue una buena ayuda. Luego Serpiente respondió a la pregunta que antes le formulara:

—Si está haciendo veneno y te muerde, lo más probable es que mueras. Incluso ahora, su mordisco te pondría enfermo. Pero a no ser que hagas alguna tontería, si logra morder me morderá a mí.

—En poco beneficiaría a mi primo si te murieras o agonizaras.

—No me has comprendido. Bruma no puede matarme. —Ella levantó la mano para que él pudiera ver las blancas cicatrices de desgarrones y mordiscos. El los miró, la miró después a ella durante unos momentos a los ojos y finalmente desvió la mirada.

El brillante punto de luz entre las nubes por donde ésta se filtraba se fue corriendo hacia el oeste en el cielo; sostenían a la cobra como si fuera un niño. Serpiente se dio cuenta de que estaba dormitando, pero Bruma movió la cabeza en un intento de escapar y la joven se despertó bruscamente.

—No debo dormirme —le dijo al hombre—. Háblame. ¿Cómo te llamas?

Igual que Stavin, el joven dudó. Parecía tener miedo de ella, o de algo.

—Mi pueblo —dijo— piensa que no es conveniente decir el nombre a los extranjeros.

—Si pensabais que era una bruja no debíais haber pedido mi ayuda. No conozco ningún tipo de magia.

—No es superstición —dijo él—. Al menos, no como tú piensas. No tenemos miedo de ser embrujados.

—No puedo aprender todas las costumbres de todos los pueblos de la Tierra, de modo que sigo con las mías. Y mi costumbre es la de dirigirme a aquellos con los que trabajo por su nombre. —Mirándole, Serpiente trató de captar su expresión con aquella escasa luz.

—Nuestras familias conocen nuestros nombres y nosotros se lo decimos a aquellos con los que queremos casarnos.

Serpiente reflexionó acerca de aquella costumbre y pensó que se adaptaría muy mal a ella.

—¿Y a nadie más? ¿Nunca?

—Bueno..., un amigo puede conocer nuestro nombre.

—Ah —dijo Serpiente—, ya comprendo. Yo todavía soy una desconocida, y tal vez una enemiga.

—Un amigo conocería mi nombre —dijo el joven de nuevo—. No pretendo ofenderte, pero eres tú la que me malinterpreta. Un conocido no es un amigo. Nosotros valoramos mucho la amistad.

—En esta tierra debe ser fácil decir rápidamente si merece la pena llamar a una persona «amigo».

—Nosotros apenas entablamos amistades. La amistad es una gran cosa.

—Suena como si fuera algo temible.

El meditó aquella posibilidad.

—Tal vez lo que tememos es traicionar la amistad. Eso sí que es algo terrorífico.

—¿Nadie te ha traicionado?

El la miró hoscamente, como si ella hubiera excedido los límites de la propiedad.

—No —contestó, y su voz fue tan dura como su cara—. Ningún amigo. No tengo a nadie a quien llamar amigo.

Su reacción sorprendió a Serpiente.

—Eso es muy triste —dijo ella, y luego permaneció en silencio, tratando de entender los extremos a los que podía llegar la gente para cerrarse tanto, comparando su soledad obligada con la de aquellos que la habían elegido—. Llámame Serpiente —dijo ella finalmente— si puedes pronunciarlo. Decir mi nombre no te ata a nada.

Pareció que el joven iba a hablar; tal vez pensó que la había ofendido, o tal vez que debía seguir manteniendo sus costumbres. Pero Bruma comenzó a retorcerse en sus manos y tuvieron que sujetarla para que no les hiciera daño. La cobra tuvo unas convulsiones más violentas que nunca. Se agitó en las manos de Serpiente y casi logró desasirse. Intentó liberar su cabeza, pero Serpiente la sujetaba muy fuerte. Abrió la boca y siseó, pero de sus dientes no surgió veneno.

Enroscó la cola en torno a la cintura del joven. Este comenzó a desasirse de sus anillos.

—No es constrictora —dijo Serpiente—. No te hará daño. Déjala...

Pero fue demasiado tarde; Bruma se relajó súbitamente y el joven perdió el equilibrio. Su cola, libre, trazó dibujos sobre la arena. Serpiente comenzó a luchar sola con ella mientras el joven trataba de sujetarla. Comenzó a separarse de las manos de Serpiente y ésta cayó sobre la arena; Bruma se alzó sobre ella y abrió la boca furiosa, siseando. Entonces el joven logró asirla justo por detrás de la cabeza. Bruma se revolvió contra él, pero Serpiente logró cogerla también. Juntos lograron controlarla de nuevo. Súbitamente, la cobra se quedó inmóvil y cayó rígida entre ellos. Ambos estaban sudando. El joven estaba pálido y Serpiente temblaba.

—Disponemos de algún tiempo para descansar —dijo Serpiente. Le miró y se dio cuenta de que tenía una línea oscura sobre la mejilla, en el lugar en donde Bruma le había golpeado con la cola—. Tienes una herida. Pero no dejará cicatriz.

—Si fuera cierto que las serpientes muerden con la cola, tú estarías sujetando la cabeza y la cola y yo sería de poca utilidad.

—Esta noche necesitaba que alguien me mantuviera despierta, tanto si tuviera que ayudarme con Bruma como si no. —Luchar con la cobra producía adrenalina, pero ahora el cansancio y el hambre le habían vuelto con más violencia.

—Serpiente...

—¿Sí?

El sonrió, un poco azorado.

—Probaba la pronunciación.

—Está muy bien.

—¿Cuánto tiempo cuesta atravesar el desierto?

—No mucho. Demasiado. Seis días.

—¿Cómo sobreviviste?

—Hay agua. Viajaba de noche, excepto ayer, que no pude encontrar una sombra.

—¿Llevabas contigo la comida?

Ella se estremeció.

—Un poco. —Y deseó que él no le hablase más de comida.

—¿Qué hay al otro lado?

—Más arena, más arbustos y un poco más de agua. Unos cuantos grupos de personas, comerciantes, la estación donde yo nací y donde me eduqué. Y más lejos aún, una montaña con una ciudad interior.

—Me gustaría ver una ciudad. Tal vez algún día.

—El desierto se puede cruzar.

El no dijo nada, pero los recuerdos de Serpiente de cuando dejó su hogar eran lo suficientemente recientes como para que ella pudiera imaginar sus pensamientos.

Se produjeron las siguientes series de convulsiones, mucho antes de lo que Serpiente había esperado. Por su severidad pudo deducir algo del estado de la enfermedad de Stavin, y deseó que ya fuera de mañana. Si tenían que perderle, prefería haber hecho antes todo lo posible, y luego trataría de olvidar. La cobra se hubiera golpeado contra la arena hasta matarse de no haber sido porque Serpiente y el joven la tenían bien sujeta. Bruscamente se puso rígida, con la boca abierta y la lengua bífida colgándole fuera.

Dejó de respirar.

—Sujétala —dijo Serpiente—. Sujétale la cabeza. Rápido, cógela, y si se despierta, corre. ¡Cógela! Ahora no te atacará, ya sólo puede herirte por accidente. El no dudó más que un momento, y luego asió a Bruma tras la cabeza. Serpiente echó a correr, hundiendo los pies en la arena, hacia el borde del círculo de tiendas donde aún crecían los matorrales. Rompió algunas ramas secas, que arañaron sus laceradas manos. Se dio cuenta de la presencia de una masa de víboras, tan feas que parecían deformes, anidadas junto a un manojo de vegetación seca; sisearon, pero ella las ignoró. Encontró una caña estrecha y la tomó. Las manos le sangraban por profundas heridas.

Volvió junto a la cobra, le obligó a abrir la boca y empujó el tubo dentro de su garganta, a través del conducto de aire que Bruma tenía en la base de su lengua. Luego se acercó, se puso el otro extremo del tubo en la boca y sopló con cuidado en los pulmones de Bruma.

En aquel momento se dio cuenta de muchas cosas; de las manos del joven sujetando a la cobra como ella le había pedido; su respiración, primero una exhalación de sorpresa, luego de rabia; la arena lacerándole los codos allí donde se apoyaba; el olor empalagoso del líquido que segregaban los dientes de Bruma; su propio azoramiento, pensó exhausta, que ella rechazaba por necesidad y por voluntad.

Serpiente respiró una y otra vez hasta que Bruma cogió el ritmo y continuó sin ayuda.

Serpiente se sentó de nuevo sobre los tobillos.

—Creo que se pondrá bien —dijo—. Así lo espero, al menos. —Se pasó el dorso de la mano por la frente; aquel roce le produjo dolor. Retiró la mano y el dolor se esparció por sus huesos, subiendo por el brazo, la espalda, a través del pecho, envolviendo su corazón. Perdió el equilibrio. Intentó agarrarse, pero se movió con demasiada lentitud, le entró náuseas y vértigo y la tierra pareció desaparecer bajo sus pies y quedó perdida en la oscuridad sin poder asirse a nada.

Sintió la arena en el pecho y en las palmas de las manos, pero era suave.

—Serpiente, ¿estás bien?

Pensó que la pregunta había sido dirigida a otro, pero al tiempo se dio cuenta de que no había allí ningún otro a quien dirigírsela, nadie que respondiera a su nombre. Sintió unas manos que la cogían con suavidad; hubiera deseado responder, pero estaba demasiado cansada. Necesitaba dormir más, de modo que las apartó. Pero las manos sostenían su cabeza, le ponían cuero seco en los labios y vertían agua en su garganta. Ella tosió.

Se incorporó sobre un codo. Cuando su vista se aclaró se dio cuenta de que estaba temblando. Se sentía como la primera vez que le había mordido una serpiente, antes de que su inmunidad se hubiera desarrollado completamente. El joven se inclinó sobre ella, con su cantimplora en la mano. Detrás de él, Bruma se arrastró hacia la oscuridad. Serpiente se olvidó de su dolor.

—¡Bruma! —Golpeó el suelo. El joven dio un salto y se volvió asustado; la serpiente se irguió, y su cabeza quedó a la altura de los ojos de Serpiente, mirando encolerizada y dispuesta a atacar. Formaba una sinuosa línea blanca que se recortaba contra la oscuridad. Serpiente se obligó a sí misma a levantarse, sintiendo como si estuviera intentando hacerse con el control de un cuerpo que no conocía. Estuvo a punto de caer de nuevo, pero logró levantarse.

—No debes cazar ahora —dijo—. Tienes otro trabajo que cumplir. —Levantó su mano derecha, imitando los movimientos de la cobra. La mano le dolía. Serpiente tenía miedo, no de ser mordida, sino de que Bruma perdiera el contenido de sus sacos de veneno—. Ven aquí —dijo—. Ven aquí y apaga tu cólera. —Notó que la sangre corría por sus dedos y el miedo que sentía por Stavin se intensificó—. ¿Me has mordido, criatura? —Pero el dolor era otro: el veneno debería haberla atontado, y el nuevo suero solamente...

—No —susurró el joven tras ella. Bruma se calmó. Los reflejos de un largo adiestramiento funcionaron. Serpiente actuó rápidamente con su mano derecha y cogió a Bruma. La cobra se debatió durante un momento, pero después se calmó.

—Endiablado animal —dijo Serpiente—. Debería darte vergüenza. —Se volvió y dejó que Bruma se le enroscara por el brazo y le trepara hasta los hombros, donde quedó quieta como la línea del borde de una capa invisible.

—¿No me ha mordido?

—No —contestó el joven. En su voz había miedo contenido—. Parecías estar muriéndote, parecía que agonizabas, y tu brazo se cubrió de rojo. Cuando despertaste... —Hizo un gesto señalando su mano—. Debe de haber sido una víbora de los matorrales.

Serpiente recordó el nido de reptiles que había encontrado entre los matorrales y tocó la sangre de su mano. La limpió y apareció la doble herida de una mordedura de serpiente. La herida no tenía muy buen aspecto.

—Necesito limpiármela —dijo—. Me reprocho este descuido. —El dolor disminuía, aunque le recorría el brazo en oleadas, pero ya no le abrasaba. Se levantó y miró al joven, a las cosas que la rodeaban—. Sujetaste muy bien y valerosamente a Bruma —le dijo—. Te lo agradezco.

El bajó la mirada y casi le hizo una reverencia. Se levantó y se aproximó a ella. Serpiente puso suavemente su mano sobre el cuello de Bruma para que no se asustara.

—Sería para mí un gran honor —dijo el joven— si quisieras llamarme Arevin.

—Me encantará hacerlo.

Serpiente se arrodilló y sujetó el cuerpo de Bruma mientras ésta se introducía en su caja. Al cabo de poco tiempo, cuando Bruma se hubiera estabilizado, al amanecer, podrían ir junto a Stavin.

La punta de la blanca cola de Bruma desapareció de la vista. Serpiente cerró la caja e intentó levantarse, en vano. Todavía no había superado los efectos del veneno. La carne que rodeaba la herida estaba roja, pero la hemorragia se había detenido. Permaneció allí insegura, mirándose la mano, pensando en lo que tenía que hacer para curarse, esta vez ella misma.

—Deja que te ayude. Por favor.

Le tocó el hombro y la ayudó a levantarse.

—Lo siento —dijo ella—. Necesito tanto descansar...

—Deja que lave tu mano —dijo Arevin—. Luego podrás dormir. Dime cuándo debo despertarte...

—Todavía no puedo dormir. —Ella se esforzó por reponerse, se irguió y arregló los oscuros rizos de los cortos cabellos que le caían sobre la frente—. Ahora me encuentro bien. ¿Tienes un poco de agua?

Arevin se abrió la túnica. Debajo llevaba un traje de lana y un cinturón de cuero con bolsillos del mismo material. Su cuerpo estaba bien formado, sus piernas eran largas y musculosas. El color de su piel era un poco más claro que el de su bronceada cara. Sacó un recipiente con agua y se acercó a la mano de Serpiente.

—No, Arevin. Si el veneno penetrara, aunque sólo fuera una pequeña cantidad, podría infectarte.

Ella se sentó y vertió un poco de agua sobre la herida. El agua cayó rosada sobre el suelo y desapareció, sin dejar siquiera una mancha visible. La herida sangró un poco más, pero ya dolía menos. El veneno había sido contrarrestado.

—No comprendo —dijo Arevin— cómo no te sucede nada. A mi hermana menor la mordió una víbora de los matorrales. —Se interrumpió, ahogado por la pena—. No pudimos hacer nada para salvarla..., ni siquiera aminorar su dolor.

Serpiente le devolvió la cantimplora, extrajo un pequeño frasquito de uno de los bolsillos de su cinturón y vertió parte de su contenido en la mordedura.

—Es parte de nuestra preparación —dijo ella—. Trabajamos con muchos tipos de serpientes y tenemos que ser inmunes a la mayor cantidad posible de ellas. —Se estremeció—. El proceso es tedioso y algo doloroso. —Cerró el puño. El líquido se había secado. Se acercó a Arevin y tocó su lastimada mejilla—. Sí... —Esparció un poco del contenido del frasco por ella—. Esto te ayudará a curarte.

—Si no puedes dormir —dijo Arevin— podrás al menos descansar.

—Sí —convino ella—. Durante un rato. Serpiente se sentó cerca de Arevin y se apoyó en él, mientras contemplaban cómo el sol teñía de rojo y dorado las nubes. El simple contacto físico con otro ser humano le proporcionó placer, aunque no se sintió satisfecha. En otro momento, en otro lugar, ella habría hecho algo más. Pero allí, en aquel momento, no.

Cuando la luz del sol tiñó el horizonte, Serpiente se levantó y sacó a Bruma de la caja. La cobra salió lentamente y trepó hasta la espalda de Serpiente. Esta, junto con Arevin, se dirigió hacia el pequeño grupo de tiendas.

Los padres de Stavin la esperaban fuera, junto a la entrada de la tienda. Se mantenían en un grupo compacto, defensivo y silencioso. Por un momento Serpiente pensó que habían decidido echarla. Luego, con un miedo que hacía que sintiera como si le hubieran aplicado un hierro candente sobre la boca, preguntó si Stavin había muerto. Ellos negaron con la cabeza y la llevaron al interior.

Stavin estaba en la misma posición que le dejara la noche anterior, todavía dormido. Los adultos la siguieron con la mirada y pudo oler el miedo. Bruma sacó la lengua, poniéndose inquieta por el peligro que aquello implicaba.

—Sé que querríais quedaros —dijo Serpiente—. Sé que querríais ayudar, si pudierais, pero no hay nada que nadie, salvo yo, pueda hacer. Por favor, volved afuera.

Se miraron entre sí y luego a Arevin, y ella pensó por un momento que iban a negarse. Serpiente deseaba dormir.

—Vamos, primos —dijo Arevin—. Estamos en sus manos. —Apartó la lona de la entrada de la tienda y les instó a salir. Serpiente se lo agradeció con la mirada y él casi sonrió. Luego se volvió hacia Stavin y se arrodilló junto a él.

—Stavin... —Le tocó la frente; estaba muy caliente. Se dio cuenta de que tenía la mano más firme que antes. Aquel ligero toque despertó al muchacho—. Ya ha llegado el momento —dijo Serpiente.

El parpadeó, saliendo de sus sueños de niño, y la miró, reconociéndola poco a poco. No parecía asustado, lo cual agradeció Serpiente. Por alguna razón que no podía identificar, se sentía incómoda.

—¿Me va a doler?

—¿Te duele ahora?

El vaciló, apartó la mirada y luego volvió a ponerla sobre ella.

—Sí.

—Puede que te duela un poco más. Pero espero que no. ¿Estás preparado?

—¿Puede quedarse conmigo Hierba?

—Claro que sí —contestó ella.

Y entonces se dio cuenta de lo que no iba bien.

—Volveré en un momento. —Su voz había cambiado tanto que el niño se asustó. Ella salió de la tienda, caminando lenta, tranquilamente, conteniéndose a cada paso. Fuera, los padres mostraban con sus expresiones el temor que sentían.

—¿Dónde está Hierba? —Arevin, que le daba la espalda, se sorprendió por el tono de su voz. El marido más joven lanzó un extraño sonido y apartó su vista de ella.

—Estábamos asustados —dijo el marido más viejo—. Pensábamos que podría morder al niño.

—Creí que lo haría. Fui yo. Se le subió a la cara y vi sus dientes... —La mujer puso las manos en los hombros del marido más joven y él ya no dijo nada más.

—¿Dónde está? —Hubiera deseado gritar, pero no lo hizo.

Ellos le tendieron una pequeña bolsa abierta. Serpiente la cogió y miró dentro.

Allí estaba Hierba, casi partida en dos, temblando. Se revolvió una vez y sacó la lengua. Serpiente profirió un sonido demasiado sordo para haber sido un grito. Esperaba que sus movimientos fueran solamente reflejos, pero la sacó lo más cuidadosamente que pudo. Se inclinó y tocó con los labios las suaves escamas verdes que tenía tras la cabeza. Luego la mordió rápida y agudamente en la base del cráneo. La sangre manó fría y salada a su boca. Si no estaba ya muerta, la había matado instantáneamente.

Miró a los padres, y a Arevin. Todos estaban pálidos, pero no sentía dolor alguno por su miedo.

—Un ser tan pequeño —dijo—. Un ser tan pequeño, que sólo proporcionaba placer y sueños. —Les miró un instante más y regresó a la tienda.

—Espera... —Oyó la voz del marido más viejo que se le acercaba. Luego le tocó en el hombro, pero ella apartó su mano—. Te daremos todo lo que desees —dijo—, pero deja al niño.

Ella le replicó, dominada por la furia:

—¿Crees que mataría a Stavin por la estupidez de sus padres? —Pareció que él iba a detenerla por la fuerza, pero ella hundió su hombro en su estómago y se dirigió a la tienda. Ya dentro, dio una patada a la caja. Colérica por aquel brusco despertar, Arena reptó fuera. Cuando el marido más joven y la mujer intentaron entrar, Arena silbó y siseó con una violencia que jamás antes había visto Serpiente. Ni siquiera se molestó en mirar tras ella. Escondió la cabeza entre los brazos y comenzó a llorar, procurando que Stavin no la viera. Luego se arrodilló junto a él.

—¿Qué sucede? —preguntó él, que oía voces y carreras fuera de la tienda.

—Nada, Stavin —dijo Serpiente—. ¿Sabías que vinimos cruzando el desierto?

—No —contestó él, sorprendido.

—Hacía mucho calor y ninguna de nosotras tenía qué comer. Hierba está cazando ahora. Tenía mucha hambre. ¿Me perdonarás y me dejarás comenzar? Yo estaré aquí todo el tiempo.

El estaba muy cansado. No parecía muy de acuerdo, pero no tenía fuerzas para discutir.

—Bueno. —Su voz manaba como arena entre los dedos.

Serpiente se quitó a Bruma de los hombros y apartó la manta que cubría el pequeño cuerpo de Stavin. El tumor estaba en la caja torácica y le había deformado y afectado sus órganos vitales, tomando el alimento que el niño ingería para su propio crecimiento, envenenándole con sus desechos. Sujetándole la cabeza, Serpiente dejó que Bruma se le acercara, tocándole y probándole. Tenía que impedir que la cobra atacara; estaba agitada. Los ruidos de Arena la excitaban. Serpiente trató de tranquilizarla; las respuestas adecuadas resultantes del adiestramiento comenzaron a producirse, superando los instintos naturales. Bruma se detuvo cuando su lengua se posó sobre el tumor y Serpiente la dejó.

La cobra se irguió, y atacó y mordió como muerden las cobras, contrayendo sus anillos, relajándolos, volviendo a morder, sujetando a su presa. Stavin gritó, pero no se movió. Serpiente le estaba sujetando.

Bruma introdujo el contenido de sus sacos de veneno en el niño y le dejó. Luego se irguió, miró a su alrededor y se deslizó marcando una línea perfecta hacia su caja.

—Ya está, Stavin.

—¿Voy a morirme ahora?

—No —dijo Serpiente—. Ahora no. Y espero que no mueras en muchos años. —Extrajo un frasquito de polvos del bolsillo de su cinturón—. Abre la boca. —Él obedeció y Serpiente extendió su contenido por la lengua—. Esto disminuirá el dolor. —Acto seguido le limpió la sangre de las heridas que le había hecho la cobra. Luego le dio la espalda.

—Serpiente, ¿te vas?

—No me iré sin decirte adiós. Te lo prometo.

El niño se tumbó otra vez, cerró los ojos y dejó que la droga hiciera efecto.

Arena estaba enroscada tranquila. Serpiente dio una patada contra el suelo para llamarla. El reptil se dirigió hacia ella y le permitió que la encerrara en la caja. Serpiente oyó ruidos fuera de la tienda. Los padres de Stavin y las personas que habían venido para ayudarlos abrieron la lona que cubría la entrada y penetraron en el interior.

Serpiente dejó su caja de cuero.

—Ya está.

Arevin estaba entre ellos, pero no llevaba ningún arma en las manos.

—Serpiente... —dijo con rabia, piedad, confusión, y Serpiente no hubiera podido decir qué era lo que sentía. Entonces él se volvió. La madre de Stavin estaba junto a él. Arevin la tomó por los hombros—. Sin ella, él hubiera muerto. Pase lo que pase ahora, él hubiera muerto.

Ella le apartó las manos.

—Podía haber vivido. Podía habérsele pasado. Nosotros... —No pudo seguir hablando y se echó a llorar.

Serpiente vio cómo la gente la rodeaba. Arevin dio un paso hacia ella y luego se detuvo. Serpiente pudo darse cuenta de que él deseaba que ella se defendiera a sí misma.

—¿No puede ninguno de vosotros llorar? —preguntó—. ¿No puede ninguno llorar por mí y mi desesperación, o por ellos y su culpa, o por las cosas pequeñas y su dolor? —Sintió que las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

No la comprendieron; les ofendió su llanto. Se retiraron un poco, pues todavía la temían, pero siguieron dispuestos a atacar. Ella ya no necesitaba fingir calma.

—Ah, locos. —Su voz era frágil—. Stavin...

La luz de la entrada les sorprendió.

—Dejadme paso.

Las personas que había frente a Serpiente se hicieron a un lado para dejar paso a su jefa. Esta se detuvo frente a Serpiente, ignorando la caja que había en el suelo y que casi tocó con el pie—. ¿Va a vivir Stavin? —Su voz era serena, tranquila y amable.

—No puedo estar segura —contestó Serpiente—. Pero creo que vivirá.

—Dejadnos. —Entonces la gente comprendió las palabras de Serpiente como antes lo había hecho su jefa; se miraron entre sí y bajaron las armas; finalmente, uno a uno fueron saliendo de la tienda. Arevin se quedó dentro. Serpiente sintió que la fuerza que se extrae del peligro la abandonaba. Sus rodillas cedieron. Cayó sobre la caja con la cara entre las manos. La mujer más vieja se arrodilló delante de ella antes de que Serpiente pudiera darse cuenta de lo que sucedía o prevenirla.

—Gracias —dijo—. Gracias. Lo siento tanto... —Rodeó a Serpiente con los brazos y la atrajo hacia sí; entonces Arevin se arrodilló junto a ellas y abrazó a Serpiente también. Serpiente comenzó a temblar de nuevo y ellos la sostuvieron mientras lloraba.



Más tarde quedó dormida, exhausta, en la tienda junto con Stavin, mientras le sostenía la mano. La gente había cazado pequeños animales para Arena y Bruma. Le habían dado comida y agua suficiente para que se bañara, aunque esto último debía haber agotado sus reservas.

Cuando se despertó, Arevin estaba durmiendo junto a ella, con la túnica abierta y un rastro de sudor sobre el pecho y el estómago. La severidad de su expresión se había desvanecido con el sueño; ahora parecía exhausto y vulnerable. Serpiente fue a despertarle, pero se detuvo, movió la cabeza y se giró hacia Stavin.

Observó el tumor y comprobó que había comenzado a disolverse, agonizante, pues el veneno de Bruma lo había afectado. En medio de su tristeza, Serpiente experimentó una cierta alegría. Retiró el suave y pálido cabello de Stavin de su cara.

—Me gustaría no tener que volver a mentirte, pequeño —susurró—, pero tengo que partir en seguida. No puedo permanecer aquí. —Hubiera deseado dormir otros tres días para acabar de sobreponerse a los efectos del veneno de la víbora de los matorrales, pero podría dormir en cualquier otro lugar—. ¿Stavin?

El se despertó a medias.

—Ya no me duele —dijo.

—Me alegro.

—Gracias...

—Adiós, Stavin. ¿Recordarás después que te desperté y te dije adiós?

—Adiós —dijo él, soñoliento—. Adiós, Serpiente. Adiós, Hierba. —Y cerró los ojos.

Serpiente cogió la caja y se quedó mirando a Arevin. El siguió durmiendo. Entre triste y aliviada, salió de la tienda.

Fuera, el campamento estaba cálido y tranquilo. Encontró a su pony rodeado de comida y agua. Cantimploras de piel nuevas y llenas estaban colocadas en el suelo junto a la silla de montar y sobre ésta habían puesto ropas apropiadas para el desierto, pese a que Serpiente se había negado a que le pagaran de ninguna forma. El pony atigrado se acercó a ella. Serpiente lo acarició entre las orejas, le colocó la silla y dispuso su equipo sobre su lomo. Tomándolo por las riendas lo dirigió hacia el oeste, al camino por donde había venido.

—Serpiente...

Ella respiró profundamente y se volvió a mirar a Arevin. Estaba de cara al sol y tenía el rostro encendido. Llevaba el cabello suelto sobre los hombros, lo que le dulcificaba la cara.

—¿Has de marcharte?

—Sí.

—Esperaba que no te irías antes de... Esperaba que te quedases algún tiempo...

—Si las cosas hubieran sido diferentes, me hubiera quedado.

—Estaban asustados...

—Les dije que Hierba no les haría daño, pero vieron sus colmillos y no sabían que lo único que podía provocar eran sueños y un buen morir.

—¿Pero no puedes perdonarlos?

—No puedo afrontar su culpa. Lo que hicieron fue por culpa mía, Arevin. No los comprendí hasta que fue demasiado tarde.

—Tú misma dijiste que no podías conocer las costumbres y los miedos de todos.

—Me siento mutilada —dijo ella—. Sin Hierba no podré ayudar a la gente. Debo regresar a mi casa y enfrentarme a mis profesores, y espero que ellos perdonen mi estupidez. No conceden a casi nadie el nombre que yo llevo, pero a mí me lo dieron..., y ahora se sentirán decepcionados.

—Deja que vaya contigo.

Ella lo deseaba; vaciló, y se reprochó a sí misma aquella debilidad.

—Ellos se quedarán con Bruma y con Arena y a mí me echarán. Y puede que a ti te echaran también. Quédate aquí, Arevin.

—No importa.

—Sí importa. Al cabo de un tiempo terminaríamos odiándonos. Yo no te conozco, y tú no me conoces. Necesitamos calma, tranquilidad y tiempo para comprendernos bien.

El avanzó hacia ella y la rodeó con los brazos, y así permanecieron durante un rato. Cuando Arevin levantó la cabeza, había lágrimas en sus ojos.

—Vuelve, por favor —le rogó—. Pase lo que pase, vuelve.

—Lo intentaré —dijo Serpiente—. La próxima primavera, cuando se detengan los vientos, espérame. Si no he regresado, olvídame. Donde yo esté, si vivo, te olvidaré.

—Te buscaré —dijo Arevin, y no quiso prometer nada más.

Serpiente puso en marcha su caballo y comenzó a cruzar el desierto.

LUZ DE OTROS DÍAS --- Bob Shaw

LUZ DE OTROS DÍAS
Bob Shaw


Abandonamos el pueblo, y enfilamos las empinadas cuestas de la carretera que conducían hacia el país del cristal lento.
Nunca había visto aquellos grandes caserones y, al primer momento, los encontré un poco insólitos... un efecto que acentuaban aún más mi imaginación y las circunstancias. La turbina del coche giraba suave y silenciosamente en el aire saturado de humedad, hasta tal punto que nos parecía estar siguiendo las curvas de la carretera en alas de una paz sobrenatural. A la derecha, la montaña se abría a un valle de pinos milenarios, de una increíble perfección; y por todas partes se erguían los cuadrados de cristal lento bebiendo ávidamente la luz. De tanto en tanto, un destello del sol en sus tendederos daba una ilusión de movimiento, pero en realidad aquellos parajes estaban desiertos. Las hileras de ventanas alineadas en el flanco de la montaña contemplaban desde hacía años el valle, y los hombres las limpiaban tan sólo por la noche, cuando la presencia humana no podía alterar en nada la sed de imágenes del cristal.
Era algo fascinante, pero ni Selina ni yo hablábamos de las ventanas. Creo que nos detestábamos hasta tal punto que nos negábamos a ensuciar cualquier cosa nueva que surgiera mezclándola con nuestros conflictos emocionales. Empezaba a comprender que aquella idea de unas vacaciones había sido una estupidez. Me había dicho que aquello pondría de nuevo las cosas en su lugar, pero naturalmente esto no evitaba que Selina siguiera estando embarazada y, lo que era peor, no impedía que se sintiera furiosa por el hecho de estar embarazada.
Para dar falsas razones a nuestra evidente contrariedad por aquel hecho habíamos hecho correr los comentarios habituales, es decir, que queríamos tener niños... sólo que más tarde, en su tiempo. El embarazo de Selina nos había costado su bien pagado empleo, al mismo tiempo que la nueva casa cuya compra estaba en tratos y cuyo precio superaba con mucho las posibilidades de los ingresos que me proporcionaba mi poesía. Pero el origen real de nuestras dificultades era que nos habíamos hallado de pronto enfrentados al hecho de que las gentes que quieren tener niños más tarde en realidad no quieren tenerlos en absoluto. Nuestros nervios se estremecían ante la inevitabilidad del hecho de que nosotros, que nos habíamos creído tan diferentes, habíamos caído también en la misma trampa biológica que cualquier otra criatura estúpida y fornicadora que hubiera existido nunca.
La carretera nos condujo a lo largo de la ladera sur del Ben Cruachan, y acabamos por ver de tanto en tanto el gris y lejano Atlántico. Había reducido la velocidad para gozar mejor del paisaje, cuando observé el cartel clavado en uno de los postes de una cerca. Anunciaba: «CRISTAL LENTO: Alta calidad, bajo precio. J. R. Hagan.» Bajo un repentino impulso detuve el coche en la cuneta, maldiciendo por lo bajo cuando las duras hierbas rascaron fuertemente la carrocería.
—¿Por qué nos paramos? —preguntó sorprendida Selina, girando su delicada cabeza, cuya cabellera era como una aureola de plateado humo.
—Mira ese cartel. Vamos a ver lo que tienen. Quizá los precios sean razonables por aquí.
La voz de Selina tenía un tono de hastiado descontento, pero mi idea me seducía lo suficiente como para que no le prestara atención. Tenía la convicción, sin el menor fundamento, de que el hecho de hacer algo extravagante, sin sentido, fuera de lo normal, pondría las cosas en su sitio.
—Anda, ven —le dije—. El ejercicio nos hará bien. Hace ya demasiado que no salimos del coche.
Ella se alzó de hombros de una forma que me dolió, y saltó al suelo. Nos metimos en un sendero hecho con arcilla prensada a distintos niveles, sujeta por redondos troncos de madera. Serpenteaba entre los árboles que cubrían la colina. A su final había una casona baja. Tras el achaparrado edificio de piedra, altos bastidores de cristal lento contemplaban la impresionante vista del Cruachan que se alzaba imponente hasta las aguas del Loch Linnhe. La mayor parte de los cristales eran perfectamente transparentes, pero algunos de ellos eran oscuros como paneles de ébano pulido.
Mientras nos acercábamos a la casa a través de un patio pavimentado escrupulosamente limpio, un hombre de mediana edad, alto, vestido con un traje de lana color gris ceniza, nos hizo señas para que nos acercáramos. Estaba sentado en el muro de argamasa que cerraba el patio, fumando su pipa y contemplando la casa. Al otro lado a ventana del edificio, una mujer joven, con ropas anaranjadas, estaba de pie, con un bebé entre los brazos, pero no nos prestó la menor atención y desapareció a nuestra llegada.
—¿El señor Hagan? —dije.
—Exactamente. Vienen para ver el cristal, ¿no? Bueno, han elegido ustedes el lugar adecuado —Hagan se expresaba con un tono claro que iba más allá del acento de los Highlands que el oído no acostumbrado confunde a menudo con el irlandés. Poseía uno de esos rostros tranquilos e inexpresivos que uno halla entre los campesinos y entre los filósofos de edad avanzada.
—Oh —dije—, hemos visto su cartel. Estamos de vacaciones, ¿sabe?
Selina, que habitualmente es prolija por naturaleza con los desconocidos, no decía nada. Miraba hacia la ventana, ahora desierta, con una expresión que consideré un tanto intrigada.
—Así que vienen de Londres, ¿eh? Bueno, repito que han elegido el mejor lugar... y el mejor momento. Ni yo ni mi mujer vemos a mucha gente por esta época. No es la estación, ¿saben?
Me eché a reír.
—¿Significa esto que podemos comprar un poco de cristal sin tener que hipotecar nuestra casa?
—¡Oh, no me digan eso! —Hagan mostró una sonrisa desarmada—. Acabo de perder todo el beneficio que esperaba conseguir con la transacción. Rosa... mi mujer, ¿saben?... dice que nunca sabré ser vendedor. Pero siéntense, y charlaremos un rato —señaló el muro de argamasa, luego miró dubitativamente la inmaculada falda blanca de Selina—. Esperen, iré a casa a buscar una manta —se alejó cojeando levemente y penetró en el edificio, cerrando la puerta a sus espaldas.
—Quizá no haya sido una idea tan genial el venir aquí —le dije a Selina—, pero al menos podrías mostrarte amable con él. Presiento que podemos hacer un buen negocio.
—¡Oh! —dijo ella, con una calculada brutalidad—. Seguro que incluso tú te has dado cuenta del traje tan viejo que llevaba su mujer. Seguro que no va a hacerle ningún regalo a unos extraños.
—¿Era su mujer?
—Por supuesto que era su mujer.
—Bueno, bueno —dije—. Pero de todos modos procura ser un poco amable con él. No quiero que se sienta a disgusto.
Selina resopló algo irritada, pero esbozó una pálida Sonrisa cuando Hagan regresó, y me sentí un poco más tranquilo. Es extraño como uno puede amar a una mujer y sin embargo desear al mismo tiempo que el cielo la meta bajo las ruedas de un tren.
Hagan colocó una manta a cuadros sobre el muro, y nos sentamos, un poco intimidados por hallarnos transferidos, de nuestra vida de ciudadanos, a un medio tan absolutamente campesino. En las lejanas pizarras del Loch, más allá de los vigilantes cuadrados del cristal lento, una ligera bruma oscilaba suavemente, dejando una estela blanca en dirección al sur. El aire procedente de la montaña parecía invadir nuestros pulmones, suministrándonos más oxígeno del que necesitábamos.
—Hay algunos comerciantes de vidrio de por aquí —comenzó Hagan—, que ensalzan a los extranjeros como ustedes las bellezas del otoño en esta parte de Argyll, o incluso de la primavera, o del invierno. Yo nunca lo hago cualquier cretino sabe que un lugar que no se ve hermoso en verano nunca lo será. ¿Qué cree usted al respecto?
Asentí condescendientemente con la cabeza.
—Tan sólo le ruego que mire atentamente en dirección a Mull, señor...
—Garland.
—...señor Garland. Eso es lo que comprará usted si compra mi cristal, y nunca se ve más hermoso de lo que puede verlo en este mismo instante. El cristal se halla perfectamente en fase, ninguno de mis cristales tiene menos de diez años de espesor... y una ventana de un metro veinte le costará tan sólo doscientas libras.
—¡Doscientas libras! —se escandalizó Selina—. ¡Pero este es el precio que piden en Scenedows, en pleno Bond Street!
Hagan sonrió pacientemente, luego me estudió para ver si yo sabía lo suficiente sobre el cristal lento como para apreciar lo que él acababa de decir. Su precio era mucho más elevado de lo que había esperado, pero... ¡diez años de espesor! El cristal barato que uno puede encontrar en los almacenes como Vistaplex o Panorama no es más que cristal ordinario de medio centímetro recubierto con un barniz de cristal lento, cuyo espesor es como máximo de diez o doce meses.
—Tú no entiendes, querida —dije, decidido a comprar—. Ese cristal durará como mínimo diez años, y está en fase.
—¿Pero eso no significa tan sólo que sigue el curso de las horas?
Hagan sonrió de nuevo, dándose cuenta de que me había ganado.
—¡Tan sólo, dice usted! Le pido mil perdones, señora Garland, pero usted no parece comprender el milagro, el verdadero y auténtico milagro de precisión mecánica que se necesita para fabricar un pedazo de cristal en fase. Cuando digo que el cristal tiene diez años de espesor, quiero decir que la luz necesita diez años para atravesarlo. De hecho, cada uno de estos cristales tiene diez años-luz de espesor... más de diez veces la distancia desde aquí a la estrella más próxima... lo cual quiere decir que una diferencia en espesor real de tan sólo un millonésimo de segundo equivaldría a...
Se detuvo unos instantes para desviar su vista hacia la casa. Yo aparté mi mirada del Loch y vi de nuevo a la mujer joven tras la ventana. Los ojos de Hagan estaban inundados de una especie de ávida adoración que me intranquilizó al tiempo que me persuadía de que Selina estaba equivocada. Por lo que sabía, los maridos nunca miran así a las esposas... al menos a las suyas propias.
La mujer permaneció a la vista algunos segundos, luego desapareció de nuevo en las profundidades de la habitación. De repente tuve la impresión, nítida aunque inexplicable, de que era ciega. Me dije que tal vez Selina y yo nos habíamos introducido en un complejo de emociones tan violento como el nuestro.
—Les pido perdón —dijo Hagan—: creí que Rose iba a llamarme. Veamos... ¿dónde estábamos? Ah, sí. Diez años-luz, comprimidos en un centímetro de espesor, significa que...

Dejé de escucharle, en parte porque ya estaba decidido, en parte porque había oído muchas veces la historia del cristal lento, pese a lo cual aún no había comprendido sus principios. Uno de mis amigos, que tenía una sólida formación científica, había intentado en una ocasión hacérmelo comprender diciéndome que considerara una lámina de cristal lento como un holograma que no necesitaba de la luz coherente de un laser para reconstituir las informaciones vitales, y en la cual todos los fotones ordinarios de luz pasaban a través de un conducto en espiral enrollado en la parte exterior del rayo de captación de cada uno de los átomos del cristal. Aquella jerga no sólo no me había aclarado nada, sino que me había afianzado en mi convicción de que una mente tan poco técnica como la mía se interesaba menos en las causas que en los efectos.
A los ojos del individuo medio, el efecto más importante era que la luz tardaba mucho tiempo en atravesar una lámina de cristal lento. Los cristales nuevos eran siempre de un negro color jade, puesto que nada los había atravesado aún, pero uno podía situar por ejemplo su cristal cerca de un lago, en mitad de un bosque, y el paisaje surgiría quizás al cabo de un año. Si entonces se transportaba el cristal para instalarlo en un triste apartamento ciudadano, el apartamento —durante el siguiente año— parecería dominar el lago y los bosques que lo rodeaban. Y durante aquel año no sería tan sólo una imagen exacta e inmóvil de aquel paisaje, sino que el agua ondularía y lanzaría sus destellos bajo el sol, los silenciosos animales acudirían a beber, los pájaros cruzarían el cielo, la noche sucedería al día, las estaciones seguirían su eterno ritmo. Hasta que un día —al cabo de un año—, la belleza encerrada en los conductos subatómicos se agotaría, y sería sustituida por el sempiterno y gris paisaje urbano.
Más allá de su interés como novedad, el éxito comercial del cristal lento estaba basado en el hecho de que disponer de un tal paisaje equivalía, en el plano emotivo, a la posesión del paisaje en sí. El más humilde troglodita podía así contemplar maravillosos paisajes cubiertos por la bruma... ¿y quién podía afirmar que no le pertenecían? El hombre que realmente posee unas tierras o un jardín o un bosque bien cuidado no pasa todo su tiempo arrastrándose por el suelo, palpando, oliendo o saboreando lo que posee para demostrar su propiedad. Todo lo que recibe de ella son imágenes luminosas, y gracias al cristal lento se podían transportar estas imágenes a las minas de carbón, a bordo de los submarinos, a las celdas penitenciarias.
En varias ocasiones había intentado escribir breves poemas sobre este cristal encantado, pero para mí el tema es tan excepcionalmente poético que paradójicamente se halla fuera del alcance de la poesía... al menos de la mía. Además, las mejores poesías habían sido ya escritas, bajo una inspiración vidente, por gentes que habían muerto mucho antes de que se descubriera el cristal lento. Por ejemplo, no tenía ni remotamente la menor esperanza de igualar los versos de Moore:

A menudo, en la tranquila noche,
Antes de que el sueño me encadene
El Recuerdo adorado trae junto a mí
La luz de otros días perdidos...

Bastaron algunos años para que el cristal lento pasara, del estado de curiosidad científica, al de industria respetable. Y con gran sorpresa de nosotros, los poetas —al menos de aquellos de nosotros que seguimos persuadidos de que la belleza sobrevivirá incluso a la muerte de las flores—, las manifestaciones de esta industria no se diferenciaban en nada a las de cualquier otra empresa comercial. Había buenos scenedows que costaban una barbaridad, y había cristales inferiores que costaban muchísimo menos. El espesor —medido en años— era un factor importante del precio, pero también lo era el problema del espesor real, o sea la fase.
Incluso con los más perfeccionados métodos de fabricación, el control del espesor quedaba un poco al azar. Un error de bulto podía significar que un espesor previsto para cinco años tuviera por ejemplo cinco años y medio, lo cual traía como consecuencia que la luz que penetrara en él en verano saldría por el otro lado en invierno; un pequeño error podía hacer que el sol saliera de medianoche a mediodía. Esas inexactitudes tenían su particular encanto —un buen número de trabajadores nocturnos, por ejemplo, preferían ver el sol en sus horas de descanso—, pero en general era mucho más costoso comprar scenedows, que permanecían estrechamente fieles al tiempo real.

Selina no pareció muy convencida cuando Hagan terminó de hablar. Agitó la cabeza con un gesto casi imperceptible, y comprendí que había entendido mal. Repentinamente, la cascada de su cabello color estaño fue agitada por un soplo de viento frío, y enormes gotas de límpida lluvia empezaron a caer desde un cielo casi desprovisto de nubes.
—Le firmaré inmediatamente un cheque —dije sin esperar más, y sentí como los verdes ojos de Selina se clavaban coléricos en mí—. ¿Se encargará usted de enviárnoslo?
—Por supuesto —dijo Hagan, levantándose—. El transporte no presenta ningún problema. ¿Pero no preferirían llevárselo ustedes mismos?
—Bueno... sí, si usted no tiene ningún inconveniente —me sentía confuso por la confianza que le otorgaba a mi firma.
—Buscaré un buen cristal para ustedes. Esperen aquí. Se lo embalaré rápidamente en un marco de transporte.
Hagan se dirigió cojeando pendiente arriba hacia la serie de cristales, a través de algunos de los cuales la visión del Linnhe era soleada, mientras se veía nuboso a través de otros. Otros incluso eran de un color profundamente negro.
Selina se levantó el cuello de su chaqueta.
—Al menos podría habernos invitado a su casa —dijo—. No debe haber tantos imbéciles que pasen por aquí como para que se permita tratarlos tan mal.
Me esforcé en hacer caso omiso del calificativo, y me enfrasqué en la redacción del cheque. Una enorme gota cayó sobre el dorso de mi mano, salpicando el papel.
—De acuerdo —dije—, vayamos bajo el alero mientras aguardamos a que vuelva.
Especie de gusano, pensé, dándome cuenta de que nuestras relaciones se iban agriando cada vez más. Tuve que ser un perfecto imbécil para casarme contigo. Un imbécil de primera, el mejor de todos. Y ahora que te has apoderado de una parte de mí, jamás, jamás, jamás conseguiré liberarme.
Con el estómago dolorosamente contraído, corrí tras Selina hasta la pared de la casa. Tras la ventana, el salón, muy limpio pese al fuego de leña, estaba vacío, pero había un montón de juguetes esparcidos por el suelo: cubos alfabéticos, una carretilla del mismo color que las zanahorias recién rayadas... Mientras contemplaba todo aquello, el niño llegó corriendo desde la habitación contigua y empezó a dar patadas a los cubos. No me vió. Unos instantes más tarde la mujer entró y lo cogió en brazos, con una risa franca y jovial. Se acercó a la ventana, como había hecho antes, y yo esbocé una sonrisa de circunstancias que ni ella ni el niño me devolvieron.
Un sudor frío perló mi frente. ¿Era posible que tanto ella como el niño fueran ciegos? Me eché a un lado.
Selina lanzó un gritito, y me giré hacia ella.
—¡La manta! —dijo—. ¡Se va a empapar!
Atravesó corriendo el patio, bajo la lluvia, arrancó la manta del muro y regresó, también corriendo, a la puerta de la casa. Algo protestó convulsivamente en mi subconsciente.
—¡Selina! —exclamé—. ¡No entres!
Pero ya era demasiado tarde. Selina había empujado la puerta de madera y permanecía inmóvil, con una mano sobre la boca, contemplando el interior de la casa. Me acerqué a ella y tomé la manta de sus dedos sin fuerza.
Mientras cerraba la puerta, mis ojos se posaron en el interior de la casa. El salón escrupulosamente limpio donde acababa de ver a la mujer y al niño no era en realidad más que un triste amasijo de viejos muebles, periódicos antiguos, ropa sucia y vajilla por lavar. Era húmedo, pestilente, totalmente abandonado. Lo único que reconocí de mi visión a través de la ventana fue la pequeña carretilla, rota, con la pintura desconchada.
Cerré enérgicamente la puerta, ordenándome olvidar lo que acababa de ver. Hay hombres que viven solos y saben arreglárselas, pero hay otros que no pueden.
Selina estaba pálida.
—No comprendo —murmuró—. No comprendo.
—El cristal lento funciona en ambos sentidos —le dije con voz suave—. La luz sale de la casa del mismo modo que entra en ella.
—¿Quieres decir que...?
—No lo sé. Y no nos concierne. Ahora cálmate... Hagan vuelve ya con nuestro cristal.
El tumulto de mi estómago comenzaba a apaciguarse.

Hagan llegó al patio, trayendo un marco rectangular recubierto de plástico. Le tendí el cheque, pero él estaba observando el rostro de Selina. Pareció comprender instantáneamente que nuestros dedos desprovistos de comprensión habían hurgado en su alma. Selina apartó la mirada. Parecía envejecida, enferma, y sus ojos estaban obstinadamente clavados en el horizonte.
—Deme la manta, señor Garland —dijo finalmente Hagan—. No tenía que haberse molestado por ella.
—No importa. Aquí tiene su cheque.
—Muchas gracias. —Seguía examinando a Selina, Con un aire sorprendentemente suplicante—. Me siento muy feliz de haber llegado a un acuerdo con ustedes.
—Yo soy quien está encantado —dije, con el mismo formalismo desprovisto de todo significado. Tomé el pesado rectángulo y conduje a Selina hacia el sendero que conducía a la carretera. Cuando llegábamos ya arriba de los poco empinados peldaños de arcilla, resbaladizos ahora, Hagan llamó:
—¡Señor Garland!
Me giré a mi pesar.
—No fue culpa mía —dijo, con voz firme—. Un conductor irresponsable los mató a los dos en la carretera de Oban, hace seis años. Mi hijo tenía tan sólo siete años cuando ocurrió. Creo que tengo derecho a conservar algo.
Asentí lentamente con la cabeza, sin decir nada, y reemprendí la marcha, apretando a mi mujer contra mí, saboreando la alegría de estar junto a ella. En el recodo del sendero, miré hacia atrás a través de la lluvia y vi a Hagan sentado, con los hombros erguidos, en el mismo lugar donde lo habíamos visto por primera vez.
Miraba fijamente hacia la casa, pero fui incapaz de decir si había alguien en la ventana.

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