Barry N. Malzberg
1
Esto no es una novela corta sino una serie de notas inconexas. Tampoco puede ser simplemente una novelita, porque los hechos pertenecen a otros tiempos muy diferentes de los nuestros, y sólo podrían entenderse mediante el idioma y los inventos de su época.
Así, en virtud de esta razón y otras muy personales, incluso para esta especie de confesión auténtica, la obra que les presento apenas es algo más que una serie de datos con destino a algo menos solemne que una novela y que, como le sucede al autor, nunca formará un conjunto homogéneo.
2
La obrita se basa en dos trabajos del difunto John Campbell —durante treinta y tres años director de Astounding-Analog—, escritos poco antes de su muerte, acaecida el día 11 de julio de 1971. Estos trabajos aparecieron como artículos de fondo de su revista ese mismo año; creo que el segundo de ellos fue el último que llevó su firma. En ellos, el autor imaginó la formación de una galaxia negra como resultado de la implosión de una estrella de neutrones, implosión tan poderosa que las fuerzas gravitatorias desencadenadas no sólo retendrían luz, sino espacio y tiempo.
Una galaxia llamada Roma es el título impuesto por la narración y no por mí, puesto que el autor imaginó que una nave espacial quedaría atrapada en dicha galaxia negra, debido a que la velocidad de escape tendría que ser superior a la de la luz. Y como todos los caminos, de forma inexorable, conducirían a esta galaxia y ninguno fuera de ella, el título Una galaxia llamada Roma no puede ser más acertado.
3
Imaginemos, pues, una nave espacial tan veloz como la luz, que cayese en dicha galaxia y no pudiera escapar. La caída sería fácil o, al menos, inevitable, porque una de las características de la galaxia negra sería su invisibilidad, como también sería invisible te nave. Entonces, la historia giraría en torno a los esfuerzos de la tripulación para escapar de allí. La nave de nuestro relato ha sido bautizada con el nombre de Skipstone. Quedó terminada en el año 3893. Hasta ponerla en funcionamiento murieron quinientas personas, pero entonces la vida tenía menos valor que el que hoy día tiene.
A solas con mis propias fuerzas, yo podría estar menos interesado en el problema de la fuga galáctica que en el de los elementos que componen el relato: luz generada en un sector anterior del Universo; sumisión a los componentes de la obra, desesperación irónica y literaria por parte de los personajes. Sin embargo, esto no es ciencia ficción. La ciencia ficción la creó Hugo Gernsback para enseñarnos el modo de salir de un atolladero tecnológico. Y así es.
4
Pese al interés que ofrecía el material a emplear, me sentí abrumado ante esta serie de notas, pensando que jamás podría sacar de ellas una obra completa y cuidada. Mi vida personal es un agujero negro, que me gustaría llenar (pero ¿quién se interesaría?); mis hijas representan una implosión más perfecta y duradera que cualquier estrella de neutrones, y el sonido de los pulsars no es nada en comparación con la musiquilla de la pista donde se exhiben los caballos del hipódromo Acueducto del Parque Ozono, Queens, un buen martes cualquiera de la época estival.
Podría haber dicho «basta» a los conceptos raros, a las distancias infinitas, a las apariciones bruscas de los quasars, a los mensajes retransmitidos de uno a otro de los brazos de la nebulosa espiral... Ya sé que algunos encuentran ahí la gran verdad, pero yo no. Prefiero dedicar los años que me restan de vida (mi elemento melodramático) a comprender las desdichas de esta ciudad aburguesada del norte de New Jersey, hasta que logre interpretar como deseo a Ridgefield Park, la ciudad en cuestión, en lugar de tratar de la propagación de la fisión nuclear, que libera gases cada vez más pesados.
En consecuencia, decidí escribir esta novelita, o mejor esta serie de notas, aunque con algún temor, si bien esto ni me destroza ni me duele, ya que mi vida no es más que una serie de notas deslavazadas de mi existencia, y Ridgefield Park es tan sólo un tosco remedo de Trenton, en donde varios miles de personas que no saben distinguir la mano derecha de la izquierda, viven junto con abundante ganado.
5
Nos hallamos en el año 3895. La nave espacial Skipstone, durante un vuelo de exploración a través de las galaxias mayores y menores que rodean la Vía Láctea, se ve atraída por una galaxia negra de una estrella de neutrones, y se pierde para siempre.
El capitán de la nave, único ser vivo consciente de ello, es su comandante, una mujer llamada Lena Thomas. La bodega de la nave contiene quinientos quince muertos, inmersos en una masa gelatinosa que absorbe los rayos gamma. Estos rayos, en un momento dado del futuro, acelerarán su reanimación. Asimismo, otra parte de la bodega contiene los clones de siete ingenieros científicos, de ambos sexos, que podrían ser reanimados al menor fallo de los mandos de la nave, para darle a Lena no sólo respuestas a los problemas técnicos que pudieran presentársele, sino también para hacerle compañía durante las largas y monótonas horas de la travesía del Skipstone.
Sin embargo, Lena no utiliza esos clones, ni juzga necesario hacerlo. Es muy hábil y competente, al menos en relación con las tareas rutinarias de este vuelo de pruebas, y cree que pedir ayuda significaría admitir cierta debilidad por su parte, lo cual se comunicaría al departamento, y haría disminuir sus posibilidades de ascenso. Tiene razón, porque el departamento ha colocado monitores en todos los compartimientos de la nave, tanto visual como biológicamente, y Lena no puede hacer nada, no puede ver nada que no sea visualizado por el departamento. Los jefes no se forjarían una excelente opinión de la comandante si pidiera ayuda a los clones. Lena piensa más en los embalsamados: su estado inestable en la bodega de la nave, cuando ésta avanza a propulsión taquiónica, parece semejante al suyo, y eso les acerca a ella; la privación de la conciencia carece de importancia, en el hiperespacio. Si Lena pudiese olvidar su condición les dirigiría la palabra. Pero debido a su estado de muertos, se ve obligada a imaginar diálogos mientras vigila los monitores, contempla el arco iris del hiperespacio y observa la colisión espectral.
Sin embargo, el silencio no le sirve de nada, y lo cierto es que Lena, a veces, habla incesantemente, aunque sólo sea consigo misma. Esto es magnífico, porque una historia ha de tener diálogo; los incidentes dramáticos quedan mejor plasmados con una acción directa, y la necesidad compulsiva de Lena la impulsa, de cuando en cuando, a afirmar su soledad, de modo que su relación con los espacios que recorre satisface este necesidad.
Naturalmente, en sus monólogos se dirige a los embalsamados, algunos de los cuales llevan muertos ochocientos años, otros unas semanas, pero todos están dispuestos en la bodega, esperando su resurrección, de acuerdo con la posición que tuvieron en vida y según su cuenta bancaria para abonar el retorno a la existencia.
—Considerad lo qué ocurre aquí.
Nota que a través de las ventanillas, en la bodega los colores brillan en las muñecas de los muertos, y que los colores danzan en el aire. Los ojos de Lena están muy abiertos, como enloquecidos por tanta luminosidad, lo cual no significa que ella esté loca, sino que se debe a la disposición del hiperespacio, puesto que en éste el efecto Michelson-Morley forja una realidad tanto física como psicológica.
—También yo podría estar muerta ocupando vuestro lugar y vosotros estar en mi camarote. Veríais girar los colores, tan de prisa, tan de prisa o más aprisa aún que la velocidad de la luz.
En realidad, los efectos deslizantes y cambiantes del impulso taquiónico son tales que Lena acaba de proclamar una verdad.
Los muertos viven; los vivos están muertos, y todos se deslizan y agrupan, como ha dicho ella; y si no fuera porque los polos objetivos de la conciencia de los muertos se hallan asegurados por tantos años de adiestramiento y disciplina, lo mismo que los de ella están fijos por un adiestramiento y disciplina diferentes, Lena presionaría las correspondientes palancas para arrojar a los muertos uno a uno al amplio ataúd del espacio, cosa que sólo está permitida como emergencia en los casos más graves, y cuyo resultado sería, al regreso, su inmediata expulsión del departamento. Los muertos son una mercancía muy valiosa; en esencia, son el precio de los experimentos y, por lo tanto, han de manejarse con suma delicadeza.
—Yo os cuidaré con gran solicitud —afirma Lena en el hiperespacio— y jamás os abandonaré, pequeños paquetes de mi diminuta prisión.
Lena continúa hablando y canturreando mientras la nave prosigue su viaje a más de un millón de kilómetros por segundo, siempre acelerando y, sin embargo, aparte de los colores, la náusea y los giros desorientadores, su propia demencia creciente y el lugar de acción de esta historia, Lena podría estar ahora mismo en la avenida Lenox, a la hora punta, caminando lentamente calle arriba, mientras los círculos enfermizos avanzan dentro del coche evanescente en las entrañas del verano.
6
Lena tiene veintiocho años. A casi dos mil años en el futuro, cuando el hombre ya ha establecido colonias en cuarenta planetas de la Vía Láctea y cuando ha superpoblado el sistema solar y se ocupa en experimentos de velocidades superiores a la de la luz, con el fin de poder trasladarse a otras galaxias, la ciencia médica de la época no es muy superior en conocimientos a la nuestra: la existencia humana no se ha alargado notablemente ni tan siquiera han sido extirpadas las dolencias que la humanidad denomina congénitas. La mayoría de los embalsamados tenían al morir ochenta o noventa años, y algunos, los más recientes, llegaban casi a los cien, pero el promedio de vida sigue siendo de ochenta años, o algo menos, y la mayoría fallece aún de cáncer, ataques cardíacos, dolencias renales, embolias y otras enfermedades similares. Existe cierta ironía en que el hombre haya podido poner un pie firme en su galaxia, haya solucionado los misterios de la velocidad hiperlumínica y, no obstante, ignore aún los misterios de su propia biología, igual que en el pasado de su historia. Claro que todos los sociólogos saben que los que viven dentro de una cierta cultura son los menos calificados para hacer crítica de ella (porque han asimilado por completo las leyes de dicha cultura, incluso la crítica), y Lena entiende tan poco esta ironía como el lector que no sepa apreciar la profunda y metafísica paradoja de la narración, que es ésta: la mayor velocidad de vuelo, el ensanchamiento del espacio, el mayor progreso, la mayor sensibilidad, no han dado como resultado ninguna expansión definible de los límites de la conciencia y la personalidad, y lo único que significa la velocidad hiperlumínica para Lena es un agobiador e interminable encarcelamiento.
Es importante comprender que ella no es más que un técnico; que, aunque es muy hábil y durante muchos años se ha adiestrado en el departamento como piloto, en realidad no necesita estar en posesión de los conocimientos técnicos de los científicos de nuestra época; su trabajo es, esencialmente, de conducción y sondeo, cosa que podría hacer cualquier adolescente; y todo su adiestramiento no le ha suministrado la protección necesaria contra el aburrimiento y la depresión propias de su oficio.
Cuando finalice esta prueba, regresará a Urano, donde le concederán seis meses de vacaciones. Lo está anhelando. Espera esta oportunidad. Sólo tiene veintiocho años y ya está harta de ser enviada con los muertos a través del espacio durante varias semanas seguidas, pues le gustaría ser, al menos por algún tiempo, una mujer joven. Le gustaría vivir tranquila. Le gustaría ser amada. Le gustaría sentirse sexual.
7
Sí, hay que escribir algo referente al sexo en este relato, aunque sólo sea por la condición femenina de su protagonista (donde no sirve la asepsia), lo cual entra en la mejor tradición de la moderna literatura de ciencia ficción, en la que hay que hacer concesiones a toda la gama de las necesidades humanas, a toda la gama de la conducta humana, por lo que sería torpe y propio de un novato ignorar este tema.
Ciertamente, podrían describirse escenas fáciles de gran efecto: Lena masturbándose mientras contempla por las ventanillas los planos coloreados del hiperespacio; Lena soñando ansiosamente en el intercambio sexual, mientras se frota inconscientemente los pezones, y la nave se hunde cada vez más (sin ella saberlo todavía) en la galaxia negra, siendo ésta como un símbolo de absorción vaginal, cuyas implicaciones freudianas no pueden ser ignoradas en esta historia... Incluso es fácil imaginarse a Lena cayendo hacia los expulsores, en los horrores de su pánico hacia la galaxia negra, con el fin de abrazar a un muerto, es decir, crear una fantasía necrofílica mientras el cuerpo se incorpora lentamente en su reluciente gelatina; el modo cómo sus ojos se abren al darse cuenta de que es una necrofílica... ¡Oh, sí, ésta sería una escena poderosa, pues casi todo lo que se refiere al sexo en el espacio es poderoso! También habría que considerar los efectos del hiperespacio sobre el orgasmo. ¿Sería éste allí tal como lo conocemos y adoramos aquí, o algo completamente distinto, tal vez detumescente, tal vez una exaltación? A ser posible, me enfrentaría valientemente con este tema, construyendo al efecto un diálogo eficaz y maravilloso.
—Por favor —exclamaría Lena al final, presa por la música de su encarcelamiento, como yendo hacia ella, como arrastrándola a su extinción—, por favor, todos necesitamos el sexo, y es él quien nos envía al espacio; el sexo es lo único que cuenta para la humanidad, y yo lo necesito, sí, lo necesito, ¿entendéis?
Y haría que sus dedos entrasen y saliesen de sus zonas húmedas.
Pero esto, naturalmente, no tendría éxito, al menos en el relato que intento expresar. El espacio es aséptico; éste es el secreto de la ciencia ficción desde hace cuarenta y cinco años. No son el engaño, la audacia juvenil o la censura los que han privado a esta literatura de la sexualidad humana, sino el hecho de que en los puros espacios abismales, entre las estrellas, no tiene cabida alguna el sexo, esa demostración de nuestra perversa e irremplazable humanidad. Por algo nuestros astronautas nos hablaron, a su regreso, de su visión de los otros mundos; por algo se tambalearon dentro de sus engorrosos trajes espaciales al recibir el saludo de los coroneles; por algo efectuaron todos esos matrimonios; por algo aquellos chicos padecieron tensiones tan horribles. Sencillamente, en el espacio no hay sitio para el sexo. No encaja. Lena lo comprendería.
—Jamás pensé en el sexo —afirmaría—. Jamás pensé en él ni una sola vez, ni siquiera al final, cuando todo daba vueltas a mi alrededor y yo también danzaba.
8
Por consiguiente, es necesario caracterizar a Lena de otro modo, y esta oportunidad sólo se presentará en el momento de la crisis, cuando el Skipstone sea arrastrado hacia la galaxia negra de la estrella de neutrones. Este momento tendrá lugar muy pronto en esta historia, tal vez después de quinientas o seiscientas palabras (la vida anterior de Lena en la nave y sus impresiones sobre el hiperespacio llegarán en fragmentos intercalados entre párrafos de acción), y la única indicación de lo sucedido será un profundo y tambaleante estremecimiento en las entrañas de la nave donde yacen los embalsamados, momento en que Lena sentirá la caída.
Para entender esta sensación es importante explicar antes algo del hiperespacio normal, del salto propulsor, que consiste solamente en correr las cortinillas y quedarse en un compartimiento. En el hiperespacio no existe la sensación del movimiento, no puede existir, porque el impulso lleva al Skipstone más allá de los conceptos de luz y sonido, a una zona en que no hay que entender ningún lenguaje ni registrar glándula alguna.
Si corriese las cortinillas (cosa curiosa, son semejantes en sus flecos y dibujos a las que podemos ver actualmente colgadas en los hogares de la clase media como el que yo habito), se vería privada de toda sensación, pero no puede correrlas; ha de mantenerlas descorridas, y por los ojos de buey ve la apoteosis de color a que antes he aludido.
Dentro existe una profunda y dolorosa desgracia; la sensación de una pérdida terrible (lo cuál explicaría por qué Lena piensa en la revivificación de los muertos), que puede atribuirse a los efectos hiperespaciales sobre el cuerpo humano; pero esta sensación puede estar oculta, no ser visible desde fuera, y puede controlarse completamente por los tipos flemáticos que suelen ser casi todos los pilotos de esos vuelos experimentales. (Lena también es flemática. Reacciona mejor al agotamiento que algunos de sus colegas, aunque siempre dentro de lo prescripto por el departamento, que ordena llevar a cabo sólo una comprobación superficial.)
Los efectos de la caída a la galaxia negra son, no obstante, totalmente diferentes, y es aquí donde las cualidades emocionales de Lena quedan completamente aniquiladas.
9
En este punto de la narración hay que aclarar gran cantidad de datos físicos, astronómicos y matemáticos, con la esperanza de que, en cierto modo, proporcionen la base científica de la historia, sin fatigar al lector.
Naturalmente, no hay que preocuparse mucho por su cansancio, puesto que la mayoría de los que leen ciencia ficción desean enterarse, precisamente, de esta clase de datos (aunque a menudo se ven defraudados y más a menudo todavía son incapaces de entenderlos), por lo cual pueden soportar tal tipo de lectura mucho más tiempo que los lectores de las novelas de John Cheever, quienes apenas soportan las diatribas insertadas en la perenne visión de la Gehenna, que es el gran don de Cheever para sus admiradores. De este modo, sería posible dar a conocer sin fallo alguno los siguientes datos, que quedarían totalmente separados del argumento y serían expuestos de esta manera:
En otras galaxias hay estrellas de neutrones, estrellas que son cuatrocientas o quinientas veces mayores que nuestro Sol y que los demás soles «normales», las cuales, en su constante proceso nuclear, arden continuamente para mantener su luminosidad; dichas estrellas caen o se destruyen al cabo de sólo diez o quince mil años de difícil existencia, en tanto su hidrógeno se fusiona con el helio, luego con el nitrógeno y por fin con elementos más pesados, hasta que se produce, tratando de conservar una fuerza que ya no existe, una espantosa implosión, en la cual las estrellas chocan entre sí y originan una catástrofe cósmica.
Catástrofe no sólo para las estrellas, sino para toda la galaxia de la que forman parte, ya que la fuerza gravitatoria creada por la implosión es tan enorme que literalmente se traga toda su luminosidad. Y no sólo traga la luminosidad sino también el sonido y las propiedades de todas las estrellas, en este gran embudo de fuerzas gravitatorias, de modo que la galaxia se ve succionada hacia el centro de gravedad creado por el colapso del sistema, y absorbida hacia el estremecido y desesperado corazón de la estrella extinguida.
Es posible deducir varias conclusiones de la existencia de estas estrellas de neutrones, y es seguro que las mismas existen, puesto que sabemos que precisamente por este efecto se han originado muchas novas y supernovas, no por una ex sino por una implosión, y algunas de tales conclusiones son:
a) Las fuerzas gravitatorias creadas absorben todas las partes de la galaxia que se hallan dentro de su radio de acción; y a causa del campo gravitatorio, la galaxia es invisible, ya que esas fuerzas, como se ha dicho, atraen su propia luz.
b) La estrella de neutrones, que funciona como una barrenadora mecánica cósmica, podría destruir literalmente el Universo. Es posible que éste se halle ahora mismo en proceso de destrucción, en tanto que cientos de millones de soles y planetas se ven inexorablemente arrastrados hacia estas grandes vorágines. El proceso es lento, pero inexorable. Teóricamente, una estrella de neutrones podría absorber todo el Universo. Y hay más de una.
c) El Universo puede haber sido creado, inversamente, por esta clase de implosión, expulsando filamentos cósmicos que ahora son reabsorbidos, en un momento oscilante del tiempo, que para nosotros representaría muchos, muchísimos milenios, aunque para los cosmólogos sería un solo instante. El Universo puede ser un simple accidente.
d) Cosmología aparte, una nave atrapada en esta vorágine, o sea, en un «agujero negro» o galaxia invisible, arrastrada a su vez hacia la causa mortal que es la estrella de neutrones, no podría escapar a su fatal destino ni siquiera con una velocidad mayor que la de la luz... porque incluso así sería absorbida la nave por la intensa fuerza gravitatoria, haciendo imposible conseguir ningún incremento de velocidad (que en aquel momento no excedería a la de la luz) que le permitiese escapar. Si la nave lograra huir del campo de fuerzas, sólo podría hacerlo por medio de un salto discontinuo producido por un impulso instantáneo, sin pasar por el proceso acelerador, lo cual enloquecería al ocupante de la nave que, de todos modos, tampoco gozaría de un destino muy claro. El agujero negro de la estrella muerta es, literalmente, un vacío en el espacio, y sería posible huir por dicho agujero, pero, en tal caso, ¿adonde iría la nave?
e) El hecho de estar un individuo dentro del campo de fuerzas de la estrella muerta podría enloquecerle.
Por todos estos motivos, Lena ignora que ha caído en la galaxia llamada Roma y que su nave se ve arrastrada. De saberlo, instantánea e irremediablemente, se volvería loca.
10
Después de haber dado estos datos tecnológicos, y habiendo llegado ya el momento crucial del relato, o sea, la caída en la galaxia, ahora sería obligación del autor describir las sensaciones inherentes a la caída en la galaxia negra. Como se sabe muy poco, o nada, de estas caídas, aparte de que la gravitación suspendería con toda seguridad casi todas las leyes físicas, y quizá incluso el tiempo, puesto que éste es sólo una función de la física, sería fácil efectuar una descripción de tipo surrealista. Lena podría ver monstruos por los muros, tal vez dos monstruos bidimensionales, pequeños recuerdos surgidos de su pasado; podría revivir plenamente su existencia desde el nacimiento hasta la muerte; podría, literalmente, cambiar anatómicamente de dentro afuera y ejecutar en imaginación o físicamente graves actos en sí misma; podría vivir y morir mil veces en la expansión del pozo sin luz y sin tiempo... Todo esto podría describirse sin salir de los límites de la historia, e indudablemente daría lugar a unos efectos maravillosos. El autor también podría hacerlo de manera picaresca, como un capítulo perverso o de locura... es decir, salpicar los párrafos con más datos sobre los excesos gravitacionales y el hecho de que las estrellas de neutrones (esto es muy interesante), probablemente sean los pulsars que se han identificado, estrellas que sólo pueden detectarse a distancias inimaginables, por ondas electromagnéticas, y no por la vista.
El autor podría hacer todo esto, y hacerlo bien, pues ya lo ha hecho centenares de veces, pero esto, naturalmente, no tendría en cuenta a la verdadera Lena. Esta tiene necesidades más imperiosas que las del autor, e incluso que los editores. Experimenta un terrible dolor. Está sufriendo.
Al caer ve a los muertos; al caer oye e los muertos; los muertos le hablan desde la bodega, gritando;
—¡Suéltanos, suéltanos, estamos vivos, sentimos dolor, terribles tormentos!
En medio de la masa gelatinosa, con las extremidades distendidas, los dedos de manos y pies suturados a las membranas que les rodean, su descomposición ha quedado invertida lo mismo que la trampa en que han caído ha invertido el tiempo; y suplican a Lena que les libere de un martirio que, por su magnitud, no pueden describir; sus voces resuenan en el cerebro de Lena, suplicantes, sonando como extrañas campanas.
—¡Suéltanos! —chillan—. ¡Ya no estamos muertos! ¡Han sonado las trompetas!
Y así de manera interminable. Pero Lena no sabe qué hacer. No es más que la conductora de estos pasajeros muertos. No es una doctora especializada. No sabe nada de profilaxis ni de restauración, y cualquier cosa que hiciera para libertarlos de la gelatina que los aprisiona, seguramente destruiría su biología, cualquiera que fuese el estado de sus mentes.
Pero aun no siendo así, aunque al libertarles les concediese la paz, no puede hacerlo porque está sucumbiendo a sus propias preguntas. En el agujero negro, si se levantasen los muertos, los que ya estuviesen levantados quedarían ciertamente muertos; y Lena muere en el espacio, muere mil veces en un período de siete mil años (porque aquí no hay tiempo objetivo, toda vez que la cronología está dominada por la psiquis, y Lena posee mil vidas y mil muertes totales, lo cual es terrible y también interesante, porque en cada ciclo de muerte hay una vida de setenta años en los que ella puede meditar respecto a su condición en plena soledad); y por las doscientas muertes, los catorce mil años o más (o menos, puesto que cada vida es individual, unas largas, otras breves) Lena ha llegado a comprender exactamente dónde está y qué le ha ocurrido. Llegar a esta comprensión le ha costado catorce mil años, lo cual es algo increíble, y no obstante, es una especie de milagro, porque en un Universo infinito con infinitas posibilidades, todas reconstruidas para ella, es altamente improbable que, incluso en catorce mil años, llegara a obtener la respuesta, a no ser porque es muy voluntariosa y porque algunas de las personalidades que ha vivido han sido muy creativas y dominantes y han sabido reflexionar seriamente. Además, y aunque con distintas entidades, existe como una relación entre una existencia y otra, por lo cual puede aprovecharse de los conocimientos de la vida anterior.
Casi todas las personalidades que encarna son débiles, y algunas locas, la mayoría son cobardes, pero siempre queda algo, un pequeño residuo, a veces lo suficiente como para trasvasar el conocimiento adquirido, de modo que al término de los catorce mil años, Lena comprenda la verdad de lo que ha ocurrido y de lo que está ocurriendo, y sabe qué ha de hacer para escapar de la trampa. Entonces reúne todas sus energías, toda la voluntad que aún conserva, Se dirige tambaleándose al cuadro de mandos (está en el año sesenta y ocho de su vida actual, con la personalidad de un hombre viejo y refunfuñón), y convoca a uno de los clones, el ingeniero jefe, el controlador. Mientras tanto, los muertos han estado chillando y atronando en sus oídos (catorce mil años de angustiosa agonía en la bodega), envolviéndola como con unos sudarios de hierro; y cuando el ingeniero jefe, exactamente igual a como ella le vio por última vez, catorce mil años y dos semanas antes, surge del cuadro de mandos mientras la maquinarla chirría suavemente, Lena jadea de alivio, demasiado débil para responder con alegría al hecho de que en el estado de antitiempo, antiluz y anticausalidad, la maquinaria aún funcione. Aunque es natural. La maquinaria funciona siempre, incluso en esta última y más terrible de todas las historias de ciencia ficción. No es la maquinaria lo que falla, sino quienes la manejan o, en última instancia, el Cosmos.
—¿Qué sucede? —indaga el ingeniero jefe.
La estupidez de la pregunta, su ingenuidad, su salida de tono, en medio del Infierno en que se debate Lena, la dejan atónita, pero luego comprende, en medio de su estupor, que el ingeniero jefe ha surgido sin memoria de las circunstancias, por lo que es preciso ponerle al corriente de la situación. Sí, es inevitable. Chillando, tambaleándose, Lena se lo cuenta con su voz masculina.
—¡Oh, es horrible! —exclama el ingeniero jefe—. ¡Verdaderamente horrible!
Y yendo hacia una escotilla se asoma a la galaxia negra, la galaxia llamada Roma. Una sola ojeada le deja rígido, para desintegrarse acto seguido, no porque haya fallado la maquinaria (la máquina nunca falla), sino porque ha recreado una substancia humana que no compaginaba con lo que el ha visto al asomarse.
Lena ha vuelto a quedarse a solas con los gritos de los muertos que conduce.
Comprendiendo instantáneamente lo que ha ocurrido (catorce mil años de reflexión pueden desencadenar una reacción temporal más rápida), va de nuevo al cuadro de mandos, mueve las palancas y produce otros tres clones, todos ingenieros casi de la misma categoría que el jefe. Su semejanza con los tres ángeles que consolaron a Job no ha de echarse en olvido, pues de este modo habrá oportunidad de sacar alguna alegoría religiosa, cosa siempre útil en una historia ambiciosa, aunque en otro plano. Por más que no estén tan cualificados, ni se muestren tan categóricos en sus opiniones como el ingeniero jefe, son lo bastante inteligentes como para comprender las explicaciones de Lena, la cual añade que no deben asomarse a contemplar la galaxia. Por consiguiente, permanecen en sus posturas rígidas y curiosamente mortificadas, como aguardando a que Lena hable.
—De modo que —concluye ella, finalizando una larga y penosa explicación—, por lo que veo, la única forma de escapar a la atracción de esta galaxia negra es utilizar directamente la propulsión taquiónica sin pasar por ninguna clase de aceleración.
Los tres ángeles de Job asienten débilmente. Ignoran a qué se refiere Lena, y esto se debe a que no les respaldan catorce mil años de meditación.
—Al menos —agrega—, que vosotros sepáis algo más; al menos que opinéis de manera distinta. De lo contrario, estaremos aquí toda la eternidad y yo no puedo soportarlo. ¡Oh, no, catorce mil años ya son suficientes!
—Tal vez —sugiere el primer ángel—, sea éste tu destino. Tal vez, en cierto modo, estés determinando el destino del Universo. Al fin y al cabo, fuiste tú quien dijo que quizá esto fuese tan sólo un tremendo accidente, ¿no? Tal vez tu sufrimiento tenga una finalidad.
—Además —añade el segundo ángel—, hay que tener en cuenta a los muertos. Esto no resulta fácil para ellos estando vivos, y estas bruscas sacudidas podrían ser mortales, pero el salto inmediato a la propulsión taquiónica seguramente los destruiría. Al departamento no le gustaría esto, y tú saldrías muy perjudicada. No, yo en tu lugar me quedaría con los muertos.
Así habla el segundo ángel, y de la bodega parece elevarse un clamor, aunque es difícil distinguir si es de aprobación o de dolor. Los muertos no son muy expresivos.
—Por otra parte —continúa el tercer ángel consolador, apartando un mechón de pelos de los ojos y evitando mirar por la escotilla—, poco puede hacerse en esta situación. Has caído en una estrella de neutrones, un embudo negro, y esto se halla mucho más allá de la capacidad y de las posibilidades humanas. Si yo estuviera en tu lugar, aceptaría mi destino.
Su modelo es el de un científico que se ocupa en una teoría de los quasars, pero en la realidad parece un metafísico. Y añade:
—Hay momentos en los que el hombre no puede decidir sin verse gravemente castigado.
—Para vosotros es fácil hablar de este modo —comenta Lena con amargura, yendo en aumento su respiración jadeante—, pues no habéis sufrido como yo. Y existe al menos la posibilidad teórica de poder salir de aquí si obtengo la propulsión taquiónica sin aceleración previa.
—Pero ¿dónde aterrizarás? ¿Y cuándo? —pregunta el tercer ingeniero, blandiendo un tembloroso índice—. Todas las leyes del espacio y del tiempo han quedado destruidas, y sólo subsiste la gravedad. Puedes caer en el centro de este sol, pero ignoras adonde saldrás ni en qué período de tiempo. Es inconcebible que salgas a un espacio normal en el tiempo que crees contemporáneo.
—No —confirma el segundo ingeniero—, yo no lo haría. Tú y los muertos estáis unidos y tu destino es quedarte con ellos. ¿Qué es la vida? En la galaxia Roma todos los caminos conducen al mismo lugar; bien, tienes mucho tiempo para considerar estas cuestiones y estoy seguro de que al final llegarás a una conclusión viable y muy interesante.
—¡Si quieres saberlo —prosigue el primer ingeniero, mirando fijamente a Lena—, opino que es mucho más noble que te quedes aquí; por lo que sabemos, tu condición da substancia y viabilidad al Universo. Tal vez seas tú el Universo. Sin embargo, sé que no piensas hacernos caso, por lo que no quiero discutir más este punto. No, no quiero.
Su tono es petulante y de pronto hace un gesto a los otros dos. Los tres se dirigen deliberadamente a la escotilla, apartan la cortinilla y se asoman. Antes de que Lena pueda impedirlo (y no está segura de quererlo, aunque pudiera), los tres han quedado reducidos a polvo.
Y Lena vuelve a quedarse sola con los chillidos de los muertos.
11
Es fácil colegir que los aspectos satíricos de la escena anterior poseen grandes implicaciones, y a menos que una mano muy hábil controle todo el material, la historia podría degenerar en una farsa en este momento. Es fácil, como sabe todo buen comediógrafo, elevar los temas más terribles y graves a escatología, o reducirlos a una farsa por el simple procedimiento de individualizarlos. Sería magnífico utilizar esa escena como un intermedio cómico, necesario en lo que es, al fin y al cabo, un cuento tremendamente deprimente, más aún cuando se ha utilizado toda la fuerza posible para grabar el mensaje de que el hombre se halla irremediablemente empequeñecido por el Cosmos. (Cuando menos, éste es el mensaje más simple de los que tengo en la mente, pero ¿cuántos serían capaces de comprenderlo?)
Lo que salvará esta escena y la historia misma, será la descripción lúbrica de la galaxia negra, de la estrella de neutrones, de los efectos cambiantes que ejerce sobre la realidad percibida. Cada truco retórico, cada añagaza tipográfica, cada matiz de lenguaje que el autor consiga emplear, será utilizado en esta sección para describir la aparición del agujero negro y sus efectos sobre la conciencia (razonablemente distorsionada) de Lena. Será una visión obscura, pero no necesariamente sin esperanza; demostrará que nuestros conceptos de «belleza», «fealdad», «maldad», «bondad», «amor», y «muerte» sólo son metáforas limitadas semánticamente y rodeadas por el pobre equipo de nuestros cerebros; y esto sugerirá que, en vez de mostrarnos una realidad alternativa o diferente, el agujero negro quizá sólo nos muestra la única realidad que conocemos, pero ampliada, infinitamente ampliada, de modo que la narración nos dé, como suele hacerlo la buena ciencia ficción, una luz sobre las posibilidades que hay más allá de nuestro alcance, posibilidades que no pueden encerrarse en una profusión de palabras ni en los problemas de la calificación editorial. Asimismo, este momento de la historia podría servir para describir a Lena de forma más «cálida», más «simpática», y para que el lector la vea como un ser humano distinto y admirable, totalmente serena ante todas las calamidades, ante los catorce mil años, ante sus doscientas vidas. Esto podría lograrse por medio de la técnica novelística convencional; la individualización a través de una definición de su idiosincrasia, sus trucos verbales, sus costumbres, sus modismos, etc.. En la novela cotidiana, le asignaríamos un tartamudeo, una peca en el seno izquierdo, el amor de un policía, el temor a los coches rojos, y así quedaría. En esta historia, debido a la considerable extensión del tema, será necesario hacer algo mejor, habrá que hallar originalidad en la idiosincrasia de Lena, en sus maravillas, en las sugestiones de la posibilidad panorámica, en la aproximación al agujero negro... pero no importa. No importa. Esto se puede lograr; la parte intercalada de Lena y su visión del agujero negro sería la más brillante, la más admirada, aunque en realidad la más fácil de toda la narración, y estoy seguro de que no tendría la menor dificultad en escribirla si, como dije antes, esto fuese una historia y no una serie de notas para una historia, puesto que la novela, repito, no puede escribirse más allá de nuestra época, nuestro tiempo, nuestro espacio y nuestra maquinaria, y en cambio sólo puede ser atisbada por pequeños destellos de luz, igual que Lena sólo puede vislumbrar el agujero negro, del cual sólo se sabe que es una estrella de neutrones y qué posee gravedad. Estas notas están tan cerca de la plena visión de la historia, como la proximidad a que Lena podrá llegar al centro del agujero negro.
Al finalizar esta parte, queda claro que Lena te tomado la decisión de abandonar la galaxia negra por medio del paso automático a la propulsión taquiónica. No sabe adonde saldrá ni cómo, pero sí sabe que no puede resistir sus sufrimientos por más tiempo.
Se dispone a manejar los mandos, pero antes es necesario reproducir su diálogo con los muertos.
12
Uno de ellos seguramente se nombra a sí mismo portavoz de todos y aparece delante de Lena en esta nuevo espacio, como en un sueño.
—Escucha —diría este difunto nacido en el año 3361 y muerto en 3401, tras aguardar ocho siglos a ser revivido en una sociedad que hubiera aprendido a curar la leucemia (en lo cual se vería defraudado)—, tienes que enfrentarte con los hechos. No podemos continuar así. Es preferible la muerte que ya conocemos que la que proyectas darnos.
—He tomado mi decisión —replica Lena, con las manos sobre las palancas—. No habrá modo de disuadirme.
—Ahora estamos muertos —alega el leucémico—. Deja al menos que continúe esta muerte. En las entrañas de esta galaxia donde no existe el tiempo, gozamos de cierta clase de vida (o al menos, de no existencia), cosa que siempre hemos ansiado. Podría contarte multitud de cosas que hemos aprendido en esos catorce mil años, pero para ti no tendrían sentido. Hemos aprendido a resignarnos. Poseemos una gran visión interior. Naturalmente, todo esto se halla fuera de tu alcance y de tu comprensión.
—Nada está fuera de mi alcance ni de mi comprensión, nada en absoluto. Pero no importa.
—Todo importa. Incluso aquí existe la consecuencia, la causalidad, el sentido de humanidad, el de responsabilidad. Tú puedes suspender las leyes físicas, puedes suspender la misma vida, pero no puedes separar los imperativos morales de la humanidad, porque éstos son absolutos. Sería una apostasía marcharse de aquí.
—El hombre debe abrirse camino —objetó Lena—, el hombre ha de luchar, el hombre debe intentar librarse de las cadenas. Y seguir su destino, aunque en cualquier momento se destruya a sí mismo totalmente.
Tal vez este diálogo contenga demasiadas fiorituras. Sin embargo, ésta sería, más o menos, su verdadera expresión. Hay que hacer notar que al dar esta opinión convencional al carácter femenino, se lograrán otros niveles de ironía en que debe abundar la historia si ha de ser algo más que un cuento de terror, una cascada de inagotables maravillas, mostradas desvergonzadamente dentro de una tienda de feria... La ironía le prestará carácter de legitimidad.
—No me interesan los muertos —afirma Lena—, sólo los vivos.
—Entonces, ocúpate del Universo —le ordena el muerto—, ocúpate al menos del Universo. Al intentar huir del centro del agujero negro puedes desgarrar el tejido sin costuras del tiempo y del espacio. Puedes destruirlo todo. El pasado, el presente y el futuro. La explosión tal vez podría ampliar el embudo de la fuerza de gravedad hasta un tamaño infinito, y entonces todo el Universo se vería atraído al agujero.
Lena sacude la cabeza. Sabe que el muerto no es más que otra de las tentaciones que la rodean, otra tentación más maliciosa.
—¡Mientes! —grita—. ¡Este es sencillamente otro efecto de la galaxia Roma! ¡Yo soy responsable ante mí misma, sólo ante mí misma! ¡El Universo no cuenta!
—Esto es una racionalización —arguye el muerto al observar la exaltación de Lena y presintiendo su propia victoria—, y lo sabes tan bien como yo. No puedes ser tan egoísta. No eres Dios, puesto que no hay Dios, al menos aquí; pero si lo hubiese, no serías tú. Has de medir el Universo que te rodea.
Lena contempla al muerto, que le devuelve la mirada, y en aquel enfrentamiento, en la sombra de los ojos del leucémico, mientras pasan a través del efecto lascivo de la estrella de neutrones, Lena comprende que se hallan cerca de una terrible comunión que será como una soldadura, como una conexión... Sabe que si presta oídos al muerto un solo instante más, caerá en el interior de aquellos ojos, igual que el Skipstone cae en el agujero negro; y esto no puede soportarlo, no debe soportarlo. Ha de aferrarse a la creencia de que existe una separación entre los vivos y los muertos, y que en esta separación hay dignidad, que la vida no es la muerte sino algo diferente, y que si no puede aceptar este axioma se negará a sí misma...; y entonces, rápidamente, antes de poder reflexionar más, mueve las palancas que llevarán instantáneamente a la nave más allá de la velocidad de la luz; y en medio de la explosión de muchos soles que sólo arden en su corazón, Lena esconde la cabeza entre los brazos y se echa a llorar.
Y el muerto llora con ella, aunque no con un llanto de alegría ni de terror. Llora con el verdadero llanto natal, suspendido entre los momentos del limbo, la vida y la muerte, y ambos llantos se funden en las entrañas del Skipstone, al ser éste lanzado a través de la luz redimida.
13
La historia acaba sin aclarar nada, naturalmente.
Tal vez Lena surja a su propio tiempo y espacio una vez más, no habiendo sido todo esto más que una especie de envoltura de la auténtica realidad. Tal vez salga en otro tiempo y otro espacio. También es posible que no salga nunca del agujero negro, sino que se quede a vivir allí, transformándose el Skipstone en un planeta del universo tubular de la estrella de neutrones, el primero o el último de una serie de planetas caídos hacia el sol muerto. Si esta historia ha de escribirse ordenadamente, si las ambigüedades se disponen con la debida correlación, si los datos tecnológicos están bien buscados y expresados, si el material se visualiza debidamente... entonces no importa lo que le suceda a Lena, a su Skipstone, y a sus muertos. Cualquier final servirá. Y bastará para emocionar y satisfacer al lector.
Sin embargo, hay un final inevitable.
El autor ve claramente (¿quién no?) que no puede escribir esta historia, pero que si lo hace le dará esta sola conclusión, el final claro e implicado realmente desde el principio, unido por entero al texto.
De modo que permitid que el autor obre así.
14
En la Infinidad del tiempo y del espacio todo es posible, y al ser vomitados del gran agujero negro, expulsados por el ano de la estrella de neutrones (a ser posible no desaprovecharé ninguna implicación freudiana), Lena y sus muertos adoptarán este Infinito, participando del vasto cuadro da sus posibilidades. Ahora se hallan en el grupo de Antares, temblando como la llama de una vela; están, en el corazón de Sirio, de la constelación del Can, y se hallan situados en el antiguo Imperio Romano, viendo cómo Jesús lleva su cruz a cuestas hacia el Calvario... y también están en una galaxia muerta e Inimaginable, a mil miñones de años-luz de la Vía Láctea, con cien planetas habitables, cada cual con su Calvario... y ninguno está satisfecho.
Como seres humanos no pueden participar del Infinito; sólo pueden participar de lo que conocen. No pueden, habiendo sido creados por la mente del escritor, participar de lo que éste no sabe, sino tan sólo de lo que le rodea. Atrapados dentro de la conciencia del escritor, que es la penitenciaría de su ser, lo mismo que el escritor está atrapado en el Skipstone de su mortalidad, Lena y sus muertos surgen en el año 1975, en la ciudad de Ridgefield Park, New Jersey, y allí habitan en los cuerpos de sus quince mil habitantes, y allí están todavía, morando entre las refinerías, paseando por la calle Mayor, sentados en el teatro Rialto, comprando en los supermercados, aparejándose y abrazándose unos a otros en las implosionadas estrellas de sus lechos en esta noche, en este momento, tal como por casualidad el autor, también uno de ellos, los ha concebido.
Es inimaginable que Lena y sus muertos vinieran desde el corazón de la galaxia llamada Roma a vivir a Ridgefield Park, New Jersey; pero aún resulta más inimaginable que, de todos los Ridgefield Park de nuestra época, vengan, se reúnan y construyan las grandes maquinarias que nos llevarán a las estrellas, algunas de las cuales nos brindarán la muerte y otras la vida, algunas la nada absoluta, en tanto que las máquinas continuarán volando, volando siempre, y así, después de un período en nuestra verdadera época, también volaremos nosotros.
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