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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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miércoles, 28 de julio de 2010

ATAQUE DESDE LA CUARTA DIMENSION

ATAQUE DESDE LA CUARTA DIMENSION

Murray Leinster

CAPITULO PRIMERO

Steve Waldron pensaba, no sin cierta desazón, que si hubiese sido un detective profesional a estas horas le habrían suspendido de empleo y sueldo. No obstante ni la misma policía había podido hacer más que él. Pero ésta no tenía que encararse con Lucy y reconocer la absoluta carencia de indicios que condujeran a descubrir lo que le había sucedido a su padre. La única hipótesis que podía avanzar era que se había esfumado en pleno aire. Y esto no parecía hallarse dentro de una lógica racional pura.

Hacía cuatro días que el desaparecido faltaba de sus ocupaciones. Según Fran Dutt, quien fué el último en verle en su laboratorio, contestó a una llamada telefónica, se puso el sombrero, dijo que volvía en seguida y desapareció del ámbito que le rodeaba. No tenía motivos para huir de nada ni de nadie. Se le desconocían amistades secretas. Y no era dado a contactos equívocos. Nadie pudo explicar la razón de la misteriosa llamada telefónica. Se descartaba, también, la posibilidad de que alguien quisiera quitarle de en medio.

Waldron torció hacia la puerta de Lucy y recorrió un camino de cemento que conducía a la entrada de la casa. El lugar en que se hallaba emplazada, gozaba de la tranquilidad característica de los sectores residenciales de una ciudad pequeña. El área de Forest Hills en Newark, Nueva Jersey, empezaba a mostrar trazas de perder su beatífica serenidad, si bien todavía retenía algo de su encanto de antaño. El sol se estaba poniendo al otro lado del parque de Branchbrook y ya empezaban a brillar luces en diversos hogares. En la calle se oían sonidos que no tardarían en enmudecer: la algarabía de los chiquillos en el proceso de sus juegos; el ronco bramido de los motores de los automóviles, que se perdían de vista con la misma rapidez con que aparecieran; el rumor de la ciudad en movimiento, que provenía de la suma de las actividades de sus ocupantes.

Waldron pulsó el timbre de la puerta. Esta se abrió al instante y, tras ella, apareció Lucy. Le estaba esperando y en su cara se dibujaba el deseo de que fuera portador de alguna buena noticia. Mas, al ver el desánimo del recién llegado, su mirada se nubló.

- ¿Algo nuevo, Steve? - preguntó.

- Nada, mejor dicho, peor que nada. Los periódicos están urdiendo sensacionalismos. Pero no hay que tomar en serio sus noticias, imprimen tonterías.

Steve dijo esto sin ofrecer a la muchacha el periódico que asomaba por el bolsillo de su americana. Lucy bajó la vista y se fijó en el trozo de papel plegado.

- No dice más que tonterías - dijo Waldron, entregándoselo entonces. La noticia no venía encabezada con letras de tamaño impresionante. El Profesor Blair no era persona lo bastante importante corno para poder competir, en el espacio de las columnas de un periódico, con las noticias que provenían de Washington o de las Naciones Unidas. Sin embargo, el suceso abarcaba dos columnas. Decía:

POSIBLE INTROMISION ROJA EN EL CASO BLAIR

Se avisa al F.B. I.

La policía especulaba hoy con la posibilidad de que el Profesor Erasmo Blair, el hombre de ciencia desaparecido misteriosamente, haya sido raptado por los sicarios rojos con la intención de trasladarlo a la Unión Soviética y obligarle a trabajar allí. La probabilidad de esta conjetura viene respaldada por la desaparición, en Europa, de varios científicos de reconocida valía cuya suerte, se teme, sea el trabajo forzado en laboratorios-cárceles.

Rumores no confirmados, abundan en la creencia de que los accidentes, todos ellos fatales, ocurridos recientemente a investigadores científicos americanos no han sido tales, por lo que se ha pedido al F.B.I. que investigue las posibles causas de dichos accidentes. Un portavoz del F.B.I. ha negado toda...

- ¡Ni aún los comunistas estarían interesados en la teoría de Straussman! - atajó Waldron molesto -. ¡La prensa no dice más que tonterías! Su desaparición se debe a causas muy otras que, tarde o temprano, saldrán a la luz del día. A propósito - se interrumpió en un tono de voz que no logró fuese tan casual como quería -, ¿ha vuelto Fran?

- No - repuso Lucy -. ¿Por qué?

Steve se encogió de hombros.

- Según él - replicó -, tu padre salió del laboratorio tras contestar a una llamada telefónica. La policía ha descubierto esta mañana que el cable estaba cortado. Fué reparado en seguida. Es posible que esto no tenga nada que ver con la desaparición de tu padre, pero por otro lado puede no ser así. De todos modos la policía no quiere dar publicidad a este hecho hasta haber interrogado a Fran. Quieren saber cuándo fué cortado el cable telefónico, por qué, y por quién.

Lucy sacudió la cabeza, como si quisiera apartar ideas que no le dejaban coordinar libremente sus pensamientos.

- No sé nada de él - dijo -. Llamó esta mañana diciendo que había cogido tu coche para ir a no se adónde con objeto de confirmar una idea que se le había ocurrido. No dejó dicho nada más y esto es cuanto sé de él.

La muchacha apartó de sí el periódico, como si quisiera deshacerse de la idea que implicaban las líneas que en él hacían referencia a su padre.

- No me gusta esta segunda desaparición - dijo Waldron -, aunque sea voluntaria. Fran parece un buen muchacho, pero no sabemos gran cosa de él. Se comprende que la policía quiera interrogarle. No hubo necesidad de que el F.B.I. indagara su pasado porque el trabajo de tu padre es de investigación privada y no interesa al Gobierno. No obstante ha habido momentos en que he opinado, ante mí mismo, que Fran Dutt provenía de otros lares que los nuestros; sí, habla y se porta como nosotros, pero tiene detalles, ínfimos si quieres, contrarios a nuestra idiosincrasia. En fin, la policía quiere saber por qué se cortó la línea telefónica y creen que él puede ayudarles a esclarecer este punto. Si se descubre que fué cortada antes de desaparecer tu padre...

Lucy negó con la cabeza. Estaba pálida y en los últimos cuatro días había perdido peso.

- Fran no tuvo nada que ver con la desaparición de papá, Steve - dijo -. Está enamorado de mí.

Waldron gruñó algo ininteligible.

- Sabe que voy a casarme contigo - insistió la muchacha -. No le gusta que así sea, pero se aviene a ello porque es deseo mío. Este proceder agradable, proviniendo de él, me ha hecho sentir orgullosa de que alguien se interesara por mí, sin esperar nada a cambio de ello. No, Steve, Fran no es culpable de que papá desapareciera.

- Lamento no haber sabido algo más respecto a su persona, para así poder informar mejor a la policía - fué todo el comentario de Waldron, que parecía seguir un orden de ideas distinto al de su interlocutora.

- Tampoco yo sé gran cosa de él - admitió Lucy -. Es el ayudante de papá y sé que tiene hermanos y hermanas, mas eso es todo. Pero estoy segura de que no haría nada que pudiera reportar un daño a mi padre o a mí. ¡Estoy convencida de ello!

- ¡Esa nota del periódico es ridícula! - dijo impacientemente Steve -. ¡Ni a un espía comunista se le ocurriría tomar en serio la Teoría de Straussman, por la cual dos objetos pueden existir en el mismo espacio o lugar al mismo tiempo! No te preocupes, Lucy, cuando vuelva Fran le preguntaré...

- Estaba tratando de recordar - interrumpió la muchacha, vacilando sobre la actitud que debía adoptar -. Lo que sugiere el periódico no es nada nuevo. Ya se me había ocurrido, sólo que lo consideré demasiado fantástico. ¿Recuerdas al Profesor Williams? Desapareció súbitamente también. Un mes más tarde alguien dijo que debió ser el individuo que cayó por la borda de un buque de cabotaje. No se halló el cadáver, claro. ¿Y quieres decirme qué le sucedió al Profesor Holt?

- Aquello fué un accidente de automóvil.

- ¿Tú crees? Encontraron su coche estrellado, pero estaba vacío. ¿Tampoco te parece extraño que hayan desaparecido, en el término de seis meses, tres de las personas con quienes papá cambiaba información científica?

- ¡Vamos, Lucy! - exclamó Waldron en tono apaciguador -. Llevaban a cabo ensayos sobre la compenetración de los cuerpos, teoría que puede ser filosóficamente plausible, pero físicamente es absurda. ¡Deberías conocer la opinión de Hamlin sobre estos trabajos! A nadie le interesa este tipo de investigación. Es tan sólo un proceso de indagación analítica. ¡Una lucubración científica, si quieres! No hay quién sepa para qué propósito puede servir. Por ahora es tan sólo una teoría que precisa de investigación, como la idea de la expansión del universo. Algo que se investiga por puro placer y cuyas resultantes, de haber alguna, serán prácticamente inaprovechables.

Lucy trató de sonreír.

- Ya lo supongo - dijo -. Pero cuando acaba de evaporarse una persona querida y se recuerda a otras que han corrido la misma suerte...

El timbre del teléfono interrumpió sus palabras y se llevó una mano a la boca.

- Cada vez que suena el teléfono - dijo - espero que sea... contesta tú, Steve, ¿quieres?

Waldron atravesó la habitación con el ceño fruncido. Ponderaba las palabras de Lucy y se daba cuenta - no sin cierto sobresalto - de la verdad que encerraban. Los cuerpos de los Profesores Williams y Holt no fueron encontrados. Lo mismo había sucedido con otros eminentes hombres de ciencia que, se «suponía», habían muerto en algún accidente.

Levantó el auricular, se lo llevó al oído.

- Steve - dijo la voz de Fran Dutt, reconociéndole -. Escucha, no puedo acercarme a la casa de Lucy. La policía quiere detenerme y no deseo arriesgarme porque tengo una gran tarea que llevar a cabo... en pro del padre de Lucy.

- ¿Has descubierto algo? - preguntó Waldron mirando hacia la muchacha.

- Algo... sí - repuso Fran con cansancio - Blair está vivo y bien. No le sucederá nada malo. No puedo hablar por teléfono. He descubierto una cosa increíble, que sobrepasa las posibilidades de raciocinio. Es un asunto de una envergadura terrible para vosotros.

- ¿Qué es ello? - inquirió Waldron.

- No puedo decir nada... todavía. Cogí tu coche para trasladarme a Nueva York. Escucha; tú y Lucy no estáis seguros, os amenaza un gran peligro. Tampoco yo estoy seguro, pero eso no importa. Lo conveniente es que sepáis que va a ocurrir una cosa espantosa. ¡Créeme, Steve, la magnitud de lo que va a tener lugar dentro de poco es aterradora!

Waldron tapó el transmisor del teléfono con una mano mientras informaba a la muchacha - Es Fran, dice que tu padre está ileso.

- Sigue, te escucho - dijo, apartando la mano del teléfono para poder ser oído al otro lado del hilo.

- Debéis salir inmediatamente para Nueva York, tú y Lucy. Hay una carta para ella en el Hotel Mayfair. Coge tu coche y salid a toda prisa. Yo permaneceré aquí. Id en seguida. Corréis un peligro grandioso, no me canso de repetírtelo y sé lo que me digo. Ten presente una cosa, Steve, suceda lo que suceda y veáis lo que veáis, no salgáis del coche. ¡No lo abandonéis bajo ningún concepto hasta llegar, por lo menos a Jersey City! Recuerda, pase lo que pase. ¿Entendidos?

- Sí, sí, entiendo tus palabras - dijo Waldron, extrañado -, pero no el misterio que entrañan.

- Dile a Lucy que se ponga al aparato. ¡Date prisa, por favor!

Steve, inmerso en un mar de sospechas indefinidas, llamó por señas a la muchacha y le entregó el auricular. Fran Dutt era el ayudante de laboratorio del padre de Lucy y estaba presente cuando éste desapareció. Aquello no había sido lógico, como tampoco lo eran las palabras de Fran. Oyó que Lucy decía:

- Si... Ya lo sé, Fran... Creo que sí... Muy bien... ¿Don... dónde dices que está el coche?... Sí, en seguida vamos. ¿Te quedas aquí o vienes con nosotros?...

No recibió contestación. Fran Dutt había colgado el aparato. Lucy se tornó más pálida que antes. Siguió escuchando y finalmente colgó el auricular.

- Ha dejado el coche en la esquina - dijo -. Dice que me quiere y por eso me avisa del peligro que corro. Me hizo prometerle que marcharía contigo a Nueva York. - Bajando la voz añadió: le creo, Steve. No permitiría que me sucediera nada malo, si en su mano estaba el evitarlo. Tratará de rescatar a papá e insiste en la importancia de que nos marchemos. ¿Te parece que nos vayamos ahora?

Waldron asintió con la cabeza. Se sentía poseído de un sentimiento de frustrada confusión. Sabía que tenía que hacer algo, mas no lograba aclarar en su mente lo que era ese algo. Nada de lo que sucedía le parecía sensato, pero, dadas las circunstancias, la inacción se le antojaba más insensata todavía. Lucy abandonó la habitación para no tardar en volver llevando abrigo y sombrero puestos. Entregó a Waldron un objeto pequeño y brillante.

- Papá tenía esto - murmuró -. Fran recomendó que no olvidara llevarlo conmigo.

Steve cogió el revólver con cierta aprensión. Seguía confuso y su turbación subió de punto cuando, tras abandonar la casa, halló su propio coche aparcado en la esquina, con el motor caliente y la llave de contacto en el encendido.

Empezaba a oscurecer. Revisó el coche cuidadosamente y vió que todo estaba en perfecto orden con el depósito de gasolina lleno hasta los topes. Se introdujeron en el automóvil y Steve, entonces, examinó el revólver que momentos antes pusiera Lucy en sus manos. También estaba en orden. Puso el coche en marcha y el motor respondió instantáneamente al contacto.

- La ruta más segura para llegar a Nueva York - dijo, finalmente - será la más transitada. Iremos por la carretera Skyway.

Lanzó el vehículo camino abajo de la colina, hacia la parte comercial de la ciudad. Dejó atrás primero las quintas particulares y luego las casas de pisos, a medida que se acercaba al centro. Las ventanas dieron paso a los escaparates y las calles empezaron a tomar un aspecto más urbano. Era temprano todavía para que la gente acudiera a los locales de espectáculos, pero era algo tarde ya para el gentío que usurpa la calle a la hora de la salida de los despachos y oficinas. Sin embargo, por la vía principal, había bastante tránsito de coches.

Cuando Steve tomó el último trecho recto que conducía a la carretera que había escogido para llegar a Nueva York, vió que las aceras estaban llenas de peatones, camino de sus quehaceres. Atravesó ahora un sector de viviendas, donde había poco comercio. La chiquillería jugaba y gritaba por todas partes. En las aceras, hombres y mujeres se daban asueto de fin de jornada, sentados a las puertas de sus casas charlando de los mil chismes de una ciudad o bien viendo desfilar el tránsito rodado por este tramo de dirección única.

Súbitamente, los ruidos que provenían de la ciudad empezaron a ser distintos. Steve no se dió cuenta de ello en un principio. Su imaginación estaba absorta en desagradables sospechas que no lograba concretar. Hasta este momento el rumor que se desprendía de la ciudad había sido suave, homogéneo, cóngruo. Ahora - desde algún lugar que quedaba atrás - llegó un clamor áspero y chirriante, como si poderosas máquinas se embistieran las unas a las otras. De entre esta disonancia horrísono, surgió un tumulto que sonaba a griterío colectivo y distante.

Este extraño ruido se hizo más perceptible sin aumentar su volumen. La gente gritaba por doquier, pero sus voces no parecían mezclarse, sino provenir de distintos lugares. Al acercarse, el estrépito se desgranaba en una serie de choques y golpes, aquí, allí y en todas partes.

Lucy volvió la cabeza, miró por la ventanilla trasera del coche y lanzó un grito. Waldron escrutó el retrovisor. El coche que le seguía dos puestos más atrás había abandonado la calzada y, subiéndose a la acera, se empotraba en uno de los edificios colindantes. Un camión de gran tonelaje, que llevaba la misma dirección que él, empezó a zigzaguear, cual si su conductor estuviera borracho, finalmente embistió una hilera de coches aparcados, redujo a varios de ellos a un montón de hierros torcidos sobre los que se encaramó para, entonces, caer de costado, cual beodo exhausto de sus piruetas. Nadie se acercó al lugar del accidente. Lucy parecía haberse tragado el aliento. Algo ocurría a la gente que transitaba por las aceras. Un viandante cayó sobre otro individuo sentado en una banqueta de rústica confección, el primero parecía almidonado y el segundo no se movió, pues su tiesura era igual a la de aquél. Dos personas que un momento antes habían estado andando, cayeron súbitamente al suelo cual maniquíes de un escaparate de modas.

Si una de ellas no se doblegó, la otra no se torció. La rigidez de los accidentados era total. Parecía como si la maldición bíblica hubiera vuelto a caer sobre la tierra, esparciéndose a diestro y siniestro. Camino adelante, un autobús, repleto de estatuas humanas, cruzó una de las intersecciones y fué a chocar, de frente, contra un poste. Sus ruedas continuaron girando hasta que derribó el obstáculo que impedía su avance y prosiguió su marcha... Coches, por doquier, se embestían y chocaban cual si estuvieran poseídos por un infernal frenesí de destrucción, amontonándose en pilas inservibles. Steve tuvo que esquivar varios vehículos que en diversas ocasiones arremetieron contra él ciegamente.

Ya no había movimiento en las aceras. La gente que caminara o estuviera parada en ellas momentos antes, se hallaba ahora en el suelo como si hubiera sido acometida por una congelación furtiva que les paralizara instantáneamente en el curso de sus ademanes. Unos estaban postrados en actitudes grotescas, otros normales y, aún otros presentaban gestos que, en otras circunstancias, podrían haber sido calificados de cómicos. Algunos corrían al sobrevenirles la paralización y habían quedado en esa compostura. Todos presentaban extraordinaria rigidez. Parecía como si todo ser viviente, aparte de Waldron y Lucy, hubieran sufrido un ataque cataléptico o se hubiese apoderado de ellos un fulminante estado catatónico. Su aspecto era el de tensas figuras de cera diseminadas por el suelo. Los coches no paraban hasta chocar contra algo. Afortunadamente, la mayoría de ellos iban a velocidades reducidas dada la intensidad del tránsito que, a esta hora, circulaba camino de Nueva York. Por todos lados se oían topetazos, golpes y encontronazos, cuya violencia menguaba a medida que las máquinas movientes se iban destrozando y quedaban inmóviles, una tras otra.

- Fran dijo que no saliéramos del coche - murmuró Waldron entre dientes.

Conducía por la izquierda y vió que, camino adelante, la ruta estaba más o menos expedita. Maniobró una curva con gran dificultad por el número de coches destrozados que obstaculizaban el paso por la calzada. Siguió por la derecha y volvió a torcer hacia la izquierda. Ante sí no avistó más que desolación. En unos instantes había perecido una ciudad entera. Una parte del camino estaba cubierto de agua cuya superficie se rizaba y aumentaba de volumen. Un camión había embestido contra una boca de riego de donde salía ahora una columna de líquido que, al caer, se esparcía por el asfalto. El conductor del vehículo estaba sentado al volante en rígida postura cual si, en vez de un ser humanos fuese un muñeco tallado en madera.

Ganaron la rampa que llevaba al Skyway.

Una limousine se había empotrado por una de las barandillas laterales de seguridad y pendía peligrosamente sobre el paso inferior. No se vislumbraba en su interior otro pasajero que el chofer, todavía en atenta actitud de guiar. Waldron pensó que cuanto veía no era ridículo por lo macabro que resultaba. Coches destrozados por los caminos, gente inanimada por los suelos. Confusión silente y desorden consumado por todas partes.

Enfiló el curso, camino de Nueva York, con frenética urgencia. Por el Skyway seguía la pesadilla en forma de coches accidentados a diestro y siniestro. El único vehículo en movimiento era el suyo.

- ¿Qué... qué ha pasado? - logró articular Lucy finalmente -. ¿Ha... han muerto todos a la vez?

- No lo sé - repuso Waldron virando para evitar un grupo de coches destrozados de cuyo montón surgían los rítmicos latidos de un motor en marcha todavía -. Pero sea lo que sea, no nos ha afectado a nosotros. ¡Todo ha sido tan repentino! ¡Precisamente por eso no creo que toda esa gente haya muerto!

Al terminar sus estudios y graduarse, Waldron escogió, como profesión, la investigación biológica. Había trabajado en un laboratorio de la división farmacéutica del Profesor Hamlin, descubridor de la dafomicitina y de quien, se decía, esperaban señalados y merecidos triunfos en el campo de la indagación científica. Steve tenía los suficientes conocimientos para no poder aceptar el juicio de que la muerte sobreviniera de una manera tan fulminante, y menos aún con los síntomas de envaramiento cataléptico que vieran sus pasmados ojos.

- Temo - dijo, aclarándose la garganta reseca -, que ésta sea la cosa espantosa que dijo Fran iba a tener lugar. Recomendó que no dejáramos el coche bajo ningún concepto, ¿recuerdas?

Por la carretera seguían apareciendo automóviles y camiones accidentados. La amplia calzada del Pulaski Skyway ascendía majestuosamente por terreno empinado y la espaciosa cinta asfaltada se hubiera mostrado en todo su esplendor a no ser por las catástrofes que la salpicaban de trecho en trecho; restos de coches y señales de la violencia de los encontronazos jalonaban el camino. Quince metros del parapeto de seguridad habían desaparecido arrastrados por algún vehículo voluminoso que, ciega e intensamente, había vencido la resistencia del hormigón armado de que estaba hecho para, tras ello, precipitarse al abismo.

Llegaron a las cercanías de la cúspide del Skyway donde una gigantesca estructura de acero elevaba el camino a una altura insólita. Desde allí se podía abarcar, con la vista, grandes distancias a la redonda sin impedimento alguno. Ante ellos vieron las siluetas esbeltas de los rascacielos de Nueva York. A sus pies, debajo del camino y reducidas por la perspectiva, se hallaban construcciones fabriles entre las que circulaba la recia línea de las vías del ferrocarril. Más allá se veían hileras de calles iluminadas y claridad en alguna que otra ventana.

Waldron paró el coche y miró hacia atrás, en dirección a Newark. La ciudad despedía esa refulgencia característica de toda urbe, vista de noche y a cierta distancia. Los anuncios luminosos de gas neón centelleaban su información con reflejos intermitentes. Bombillas eléctricas brillaban en las ventanas y en lo alto de los faroles del alumbrado público. Desde donde se hallaban, la población presentaba un aspecto normal, como si en ella nada hubiera ocurrido. Parecía imposible, fantástico, que la localidad hubiera sufrido el tremendo desastre que la había aniquilado.

Lucy no pudo reprimir una exclamación. De la ciudad emergía ahora una especie de bruma. Lo que parecía una neblina ascendía lentamente y ofuscaba el lucimiento de las luces. El resplandor que reverberaba en la atmósfera que rodeaba el lugar se hizo más tenue. La niebla podría ser, en realidad, humo. Pero pronto descartaron esta posibilidad. El humo asciende más rápidamente y acaba desintegrándose. Tampoco se veía llama alguna. Si la ciudad se hubiese incendiado, la humareda no se elevaría lenta y uniformemente, sino con arrebato. No, la nebulosidad no provenía de una conflagración.

De pronto dejó de lucir una sección irregular del espacio iluminado de la villa. Luego se apagó otra y otra. La ciudad estaba siendo oscurecida con metódica deliberación, distrito tras distrito. Parecía como si alguien desconectara los conmutadores de distribución de las centrales eléctricas con el alevoso propósito de sumir a la población en la más completa oscuridad.

Se apagó el último sector que quedaba iluminado y ya no hubo ciudad donde antes la hubiera. Sólo se veía la negrura de la noche que ahora les rodeaba. Diríase que una urbe entera había sido borrada de la faz de la Tierra.

CAPITULO II

Frente a ellos se hallaba un pasaje abovedado, profusamente iluminado, al cual daba acceso directo el Skyway. Atravesaron el puente aéreo y emprendieron el descenso por un anchuroso camino de dirección única. Pasaron ante una garita abandonada y se encontraron en el túnel. El sonido de la vibración del coche les fué devuelto en forma de eco por los azulejos que cubrían las paredes del pasaje interior. Creyeron oír, incluso, el zumbido de un camión que les llevaba la delantera. Subieron por una suave pendiente que alteraba la uniformidad de la ruta y, momentos después, se encontraron fuera del túnel, respirando el aire de Nueva York. A su alrededor descollaron edificios enormes y la gente y las cosas se movían. Las personas andaban por las calles con agradable y vigorosa humanidad. Todo aquí era «extraordinariamente» normal.

Steve apenas abrió la boca. Conducía entre un tránsito perfectamente disciplinado: paralizándose ante los discos rojos y reemprendiendo la marcha cuando éstos pasaban a verde. El hecho de que la multitud que les rodeaba por todas partes mostrara tamaña indiferencia por lo que acababa de suceder sólo a unas millas de distancia, les pareció monstruoso.

Pero no era indiferencia sino desconocimiento. La noticia de lo ocurrido en Newark, no había llegado a Nueva York todavía. Lucy y Waldron eran los primeros y únicos en llegar del lugar de la catástrofe. Cuando pararon ante el hotel Mayfair, empezaba Nueva York a darse cuenta de que algo raro ocurría más allá de los valles.

Mientras Steve indicaba al portero que retirara su coche, las distintas centrales telefónicas de la ciudad recibían las primeras llamadas de protesta por la imposibilidad de los usuarios en poder establecer comunicación con la ciudad de Nueva Jersey. Cientos de abonados al servicio telefónico llamaban indignados al número de averías inquiriendo la razón del silencio de los aparatos de Newark. Otros protestaban por el súbito corte de sus conversaciones con el lugar. Los inspectores de la compañía urgían al departamento de conservación de materiales para que averiguaran el porqué de estas anomalías Y restableciera los servicios.

En la estación de término del ferrocarril. suburbano, en la calle Beckam, los empleados del metro rodeaban asustados un convoy que acababa de llegar. Venía de Newark y no había parado en ninguna de las estaciones intermedias. La vía había estado libre y el tren siguió su camino sin que los frenos automáticos hubiesen interrumpido su marcha. Viajaba con todas las luces encendidas, pero ciegamente. Al no parar en la primera estación de la jurisdicción de Nueva York, se habían cursado avisos de urgencia a las siguientes que cubrían el itinerario. Los jefes de estación y vigilantes de la circulación se alarmaron y tomaron las precauciones que requería el caso. Lograron parar el convoy justo antes de que entrara en la estación de término de Beckam por medio de un freno automático a tal efecto.

Todos los viajeros estaban inmóviles, como si cada uno de ellos esperara que le fotografiasen en la postura en que se hallaba. Y así se habían petrificado, pues su carne, tanto la de los hombres como la de las mujeres, tenía la dureza y parecía tener la consistencia del acero. En ninguno de ellos aparecía la menor señal de vida.

El conductor estaba sentado en su cubículo en actitud de conducir. Su mano derecha cogía la manivela de velocidades con gesto natural y, si bien sus dedos no asían la perilla, no hubo modo de separarlos de ella. Algunos pasajeros leían el periódico, otros se hallaban cogidos a las correas en los pasillos, por no haber asientos vacantes. Pero no hubo modo de quitarles los periódicos a aquellos ni de desasir de las correas a éstos. En el primer caso, fué preciso rasgar los periódicos a la altura de las manos de los seudo lectores y, en el segundo, cortar las correas para poder sacarlos del vagón. Médicos llamados a toda prisa, empezaron, algo aturdidamente, a certificar la defunción de los individuos que examinaban, pero el aspecto de éstos era tan natural, tan lleno de vida, que tuvieron que alterar sus precipitados diagnósticos. La muchedumbre que llenaba los vagones del ferrocarril subterráneo no estaba muerta, a pesar de presentar todas las características, cada uno de ellos, del rigor de la muerte - esa rigidez que se apodera del cuerpo humano a las pocas horas del óbito -. Ninguna tesura preternatural conocida podía ser tan intensa. Los médicos estaban perplejos a más no poder, pero insistieron, finalmente en que el impulso vital latía todavía en aquellos cuerpos de pétrea apariencia.

Los accidentados fueron conducidos, en ambulancias, a distintos hospitales para que las autoridades médicas de estos centros emitieran el diagnóstico del mal que les aquejaba. Pero nada pudieron decir porque los cuerpos presentaban facetas desconocidas para ellos. Su confusión aumentó cuando llamaron a Newark, para informarse de las posibles causas del fenómeno, no recibieron contestación.

Fuera del cinturón exterior de la ciudad siniestrada, gente no afectada por la extraña dolencia sacaba cuerpos momificados de un autobús que había ido a chocar insensatamente contra un camión.

Un piloto de un avión de servicio pidió entrada al aeropuerto de Newark sin obtener respuesta alguna. El aparato voló alrededor del campo pidiendo insistentemente permiso para aterrizar. En el aeródromo de ldlewild - a poco distancia de Newark - oyeron quebrarse la voz del piloto a media frase. Tras eso, el silencio se hizo absoluto.

Lucy se aposentó en uno de los sillones tapizados del vestíbulo del hotel Mayfair y leyó la carta que Steve había recogido en conserjería. No estaba escrita por su padre, sino por Fran. Waldron leyó descaradamente por encima del hombro de la muchacha:

Lucy:

Si antes de leer estas líneas sabes lo que ha ocurrido en Newark, comprenderás por qué te he rogado que vinieras aquí. Si no te has enterado de la espantosa noticia, permanece donde estás ahora una o dos horas, o mejor toda la noche. Estarás más segura. En tu casa correrías un peligro tremendo. Un peligro que ni siquiera puedes imaginar.

Tu padre está vivo y bien. Sobre esto te doy mi palabra de honor. Te aseguro también que si cuentas esto a otra persona que Steve o que si éste dice a alguien que yo soy el autor de esta carta y que habéis escapado a lo que ha sucedido, tampoco sufrirá daño alguno tu padre. El seguirá como antes, pero yo no. En ese caso, a mí me esperará la peor de las muertes. Me matarán de la manera más horrible, te lo aseguro.

Os ruego que no contéis a nadie la manera cómo salisteis de Newark. ¡Qué parezca una casualidad! Si decís que yo os facilité la huída, seré hombre muerto.

Espera hasta que pueda explicarte mi situación.

Fran.

Lucy levantó la vista y se humedeció los labios antes de hablar.

- Sabía lo que iba a suceder - dijo.

- No se recata en decirlo - repuso Waldron con cierta ironía.

- Y sabe lo que le ha pasado a...

- A tu padre. Sí. Y es bien probable que lo supiera antes de que le acaeciera. Tenía razón al decir que no quería que nada te sucediera. De no ser por él, también nosotros estaríamos ahora en Newark, y en el estado en que están todos los demás que no pudieron salir a tiempo... Pero... Espera un momento.

Atravesó la amplia antesala del hotel y se encaminó hacia la puerta giratoria de la entrada. Dirigiéndose al portero dijo:

- Hace unos cinco minutos le rogué que cuidara de mi automóvil. ¿Dónde está?

- Lo hice llevar al garage, señor. Haré que se lo traigan al momento.

- No se moleste, gracias. Preciso algo que he dejado en él. ¿Dónde está el garage? Lo recogeré yo mismo.

El portero le indicó donde estaba recogido el coche, y Waldron salió en dirección al lugar, que se hallaba a manzana y media del hotel. Entró en un recinto oscuro y deslucido de donde salía un desagradable olor de vapor, humo, metal y aceite. Distinguió en seguida su vehículo y notó que por debajo de él salía una especie de humo azulado. Servidores del garage trataban de apagar el fuego con un extintor.

- Este coche es mío - dijo Steve, acercándose a ellos -. ¿Qué sucede?

- ¡Yo que sé! - exclamó uno de los individuos, cubierto de grasa -. Lo han traído aquí. Estábamos llevándolo al elevador, cuando empezó a echar humo y le enchufamos el extintor.

Se oyó en aquel momento un traqueteo estridente que provenía de la parte inferior del vehículo. Uno de los mozos acercó una pequeña plataforma de deslizamiento sobre la que se tendió el individuo grasiento y, tras agarrar una bombilla, protegida por enrejado de alambre, desapareció bajo el coche. Su voz llegó hasta los demás algo apagada.

- Aquí no hay fuego ninguno - dijo y, tras una pausa, añadió -. Pero..., pero ¿esto qué es? - Deslizóse hacia afuera, se rascó la cabeza, alcanzó unas herramientas y volvió a desaparecer. Al momento se oyó una exclamación. Parecía como si se hubiese quemado o herido. Reapareció de debajo del coche portando, en unas pinzas, un objeto irregular que despedía humo.

- ¡Qué diablos! - exclamó - Era esto - Tiró el objeto a un cubo lleno de agua que estaba a pocos pasos y de él surgió un siseo y una columna de vapor. Waldron quiso decir algo, pero tenía la garganta seca.

- Ahora comprendo - dijo finalmente Es... es una broma que me han gastado unos amigos, pa... para asustarme. No es nada. Me quedaré con ese objeto para devolvérselo.

Repartió propinas para quitar importancia al hecho. El objeto, fuera del agua, retenía aún bastante calor para secarse inmediatamente. Era una masa de hilos de cobre soldados los unos a los otros. Las soldaduras se habían fundido por efecto del calor desarrollado y su elemento se había esparcido por todo el objeto, deformándolo de manera que era imposible adivinar siquiera su forma original. Waldron lo deslizó en uno de sus bolsillos y regresó al hotel intensamente preocupado.

Las cosas en el vestíbulo del Mayfair habían cambiado. La gente comentaba algo reunida en grupos de pocas personas. Cerca del mostrador de recepción varios huéspedes escuchaban un pequeño receptor portátil. Alguien aumentó el volumen de la radio para que todos pudieran escuchar la voz del anunciante, que en aquel momento decía:

...y la ciudad entera parece hallarse aislada del resto del mundo, Mirando desde la terraza del edificio del Empire State no se ve brillar luz alguna en la vecina ciudad. No se puede comunicar telefónica ni telegráficamente con ella. Acaba de llegar de allí un tren subterráneo cargado de cadáveres; aparentemente salió de Newark con su carga siniestra en tal estado. Coches de patrulla de la policía de Nueva Jersey se dirigen al lugar siniestrado a toda velocidad e informarán por radio. No llegan coches de la ciudad afectada. Ha cesado el tránsito a lo largo del Skyway... En este momento nos llega la noticia de que un coche de la policía, en ruta a Newark, ha notificado que divisaba, carretera adelante, una masa informe de coches siniestrados. Tras esto dejó de transmitir y no contesta a las llamadas que se le hacen. Se están llevando a cabo intentos para entrar en contacto con la ciudad por medio de mensajes en onda corta, sin ningún resultado aparente hasta el momento... Otra noticia fresca, señores radioyentes: El aeropuerto de Newark no contesta a las llamadas que se le hacen... La compañía telefónica anuncia que todas las líneas de conexión con Newark dejaron de funcionar a la vez. No se ha podido localizar avería alguna en el circuito. Parece como si todas las personas que habitan en Newark se hubiesen puesto de acuerdo para no contestar o se hubiesen muerto todos a una...

Por entre los congregados se esparció un murmullo de horror. Waldron se metió en una de las cabinas telefónicas e introdujo moneda tras moneda en la ranura del aparato, en esfuerzo inútil de obtener una comunicación. Quería hablar con alguna persona revestida de autoridad para poner en su conocimiento que acababa de llegar de Newark y podía suministrar alguna información sobre lo que ocurría allí. Pero todos los habitantes de Nueva York que tenían familia en Newark, estaban comunicando desesperadamente con las autoridades inquiriendo lo que sucedía.

Salió de la cabina y volvió al lado de Lucy.

- Reserva una habitación - dijo a la muchacha -. Di que resides en Newark y que no te atreves a volver allá por lo que ha sucedido. No te muevas de aquí. Voy a ver si logro ponerme en contacto con alguien personalmente, ya que no lo puedo hacer por teléfono. ¿Te parece bien?

Lucy tragó saliva y asintió con la cabeza.

- Es... esta tarde - dijo insegura -, es... estaba preocupada tan sólo por mi padre. Ahora, con esto y con lo de Fran... estoy como aturdida.

- No me extraña - convino Steve - Pero hay una cosa sobre la cual no debes atolondrarte: No cabe duda de que Fran evitó que nos quedáramos en Newark y corriéramos la suerte de todos los demás. Lo hizo por ti y, en cierto modo, confío en él. Sin embargo, por otro lado, sabía lo que iba a suceder y no trató de impedirlo, por lo tanto también desconfío de él. Si apareciera por aquí y quisiera verte, no le recibas sino en lugar donde haya mucha gente. Sé precavida hasta que las cosas estén algo más aclaradas. Y no salgas del hotel bajo ningún concepto.

- Bi... bien - repuso la muchacha.

Waldron quiso decir algo agradable para tranquilizarla, pero no se le ocurrió nada. Abandonó el hotel y alquiló un taxi. La radio del coche decía:

...Recibimos continuas sugerencias sobre la posible razón del fantasmagórico silencio de la vecina ciudad. Estas incluyen la probabilidad de una invasión provinente del espacio, como el famoso bulo de la Guerra de los Mundos, de hace treinta años; sabotaje en gran escala por elementos subversivos; la explosión de un arma secreta atómica, llevada a cabo por espías enemigos de la Nación; el desencadenamiento de una desconocida Y terrible epidemia... Conjeturas. Pero la verdad es que Newark parece una necrópolis. De todos sus arrabales llegan noticias del desastre que parece haber sumido a la ciudad en un letargo atroz que lleva a...

El taxista miró asustado a Waldron por encima del hombro.

- Cosa rara - dijo -. No me gusta nada. ¡Está tan cerca!

- Sí - fué todo el comentario de Waldron.

- ¿Qué... que córcholis puede ser? ¿Cree usted que nos atacará a nosotros, aquí, a esta distancia? ¿Será la peste ésa?

- No - repuso Steve secamente -. No es ninguna epidemia. Sea lo que fuere, no llegará a Nueva York. Yo estaba en Newark cuando empezó a desencadenarse.

El conductor dió un brinco en su asiento y miró a Waldron de hito en hito. Una barahúnda de bocinazos le recordó el peligro de conducir distraídamente en pleno tránsito y giró la cabeza, justo a tiempo para evitar un encontronazo, al tiempo que murmuraba:

- ¡Atiza! No estará usted contagiado, ¿verdad?

- ¡No, hombre, no! - espetó Waldron molesto -. Le he dado una dirección. Tengo que ver al alcalde cuanto antes para contarle lo que vi. Así podrán buscar los medios adecuados para combatir el mal. ¡Dése prisa!

El taxista se dió cuenta entonces de su importancia. Apretó el acelerador y dejó tras de sí un rastro de bocinazos, injurias, frenazos, sustos e insultos que se perdieron en los revoltijos de la circulación. Finalmente se detuvo ante la Gracie Mansion, residencia oficial del alcalde de Nueva York.

- Espere - ordenó Steve -. Quizá tengamos que informar a otras personas en otros lugares.

Ante la puerta, de guardia, había un policía. Waldron le abordó diciendo únicamente que traía noticias del jaleo de Newark. Las cosas habían sucedido con tal rapidez, que el agente, de servicio desconocía que hubiese habido jaleo en Newark. Pero el aspecto de Waldron era normal por lo que le dejó pasar.

En el interior de la mansión, un secretario, pulido y atento dijo amablemente que el señor alcalde, en aquellos momentos, presidía una reunión. Sí. El señor alcalde enviaría a buscar al señor... señor... ¿qué nombre había dicho llamarse? ¡Ah, sí! al señor Waldron, tan pronto como pudiera atenderle. Sí, enviaría un coche y una escolta motorizada para que trajeran al señor Waldron y éste, no tuviera que molestarse en venir. Pero ahora... el señor alcalde presidía una reunión que...

El secretario tampoco había oído las últimas noticias dadas por la radio. La rutina de su trabajo se había visto interrumpida por un desconocido, cosa que le disgustaba, pero no podía dejar de ser cortés.

Waldron salió a la calle de muy mal humor. Fué hasta el taxi y se sentó en el interior...

- Creen que estoy loco - dijo.

En aquel momento apareció por la acera un hombre que corría hacia la mansión del alcalde. Murmuraba algo que se hizo inteligible a medida que se acercaba. Decía: «¡He de ver al alcalde!» Sus ojos, brillantes y saltones, tenían una mirada intensa. Detúvose ante el policía de la puerta.

- He de ver al alcalde - dijo atropelladamente -. Es sobre lo que pasa en Newark. Yo soy el responsable de lo que allí sucede. Envié a unos espíritus para que adormecieran a todos los habitantes y, ahora, no quieren volverles a despertar. Ya no me obedecen... ¡Quiero que vaya la policía a detener a esos espíritus insurrectos! ¡He de ver al alcalde, tengo que ver al alcalde!

El taxi que ocupaba Waldron se alejó del lugar mientras el policía miraba resignadamente al pobre iluso. La ironía se mezcló al mal humor de Steve. El secretario le había tomado por un lunático. Este tipo de ser suele acosar al elemento oficial de una gran ciudad siempre que sucede algo fuera de lo común. Si el amanuense del alcalde hubiese sabido de la tragedia de Newark, le hubiera tomado por el primero de la riada de maniáticos a cuyas fantasías tendría que poner coto. Waldron decidió llevar su información a otros lugares, de donde podrían salir órdenes concisas. Mas, si bien había precedido al pánico camino de Gracie Mansion, éste le antecedía ahora por todas partes. Habían aparecido los periódicos vespertinos con grandes y escandalosos titulares a toda plana. Anunciaban unos: «UNA EPIDEMIA DESCONOCIDA ACABA CON NEWARK». Otros preguntaban, «¿NEWARK OCUPADA POR LOS ROJOS?» Y aun otros aumentaban la confusión pública con: «PLATILLOS VOLANTES ARRASAN NEWARK»

El sentido común y la inteligencia parecían haberse evadido de las mentes de la gente. Las calles se llenaron de personas que se preguntaban, las unas a las otras, lo que sucedía. Hombres y mujeres se apiñaban ante aparatos de televisión para enterarse de las últimas noticias. Los boletines de primera hora se repetían hasta la saciedad por el mero hecho de no haber otros. Newark estaba incomunicada.

Existía un detalle, no obstante, que no había sido mencionado todavía. Nadie hablaba de la neblina que había surgido y esparcido desde el centro de la ciudad, poco después de la catástrofe. No se había sugerido que la urbe fuese pasto de las llamas, cosa que - a distancia - parecía lógica predecir. Nadie decía que el fenómeno - cual fuere - había partido de un punto determinado e ido, en sesión progresiva, extendiéndose por todo el ámbito de la población. El desastre empezó en algún lugar detrás del coche en que viajaban Lucy y Waldron; les alcanzó y sobrepasó sin afectarles. Esto no era ningún punto focal del problema, pero indicaba que ni la prensa ni la radio poseían noticias directas, y que ninguna de sus fuentes de información provenían de Newark antes, en o después, del momento de producirse el infausto suceso. Prueba de que nadie lograba entrar en Newark, y volver de allí, era el hecho de que se omitieran referencias a la neblina grisácea que envolvía a la ciudad.

En la calle, ahora, había de todo. Gente asustada, escéptica, maniáticos que querían ver sus nombres en la prensa, y vividores que a río revuelto, querían convertirse en pescadores, elementos de todas clases plagaban los lugares de posible información y malograban la libertad de acción de las personas autorizadas a tomar cartas en el asunto. El pánico iba en aumento y los seudo informantes, como el de la residencia del alcalde, eran detenidos o ignorados. Y a esto debió Waldron su libertad de movimientos. Cuando no le echaban con cajas destempladas, nadie quería escucharle.

Pasaron dos horas antes de que Steve recordara que conocía a alguien en Nueva York lo suficientemente poco importante para carecer de secretarios, guardaespaldas y criados. Pero podría ser lo bastante importante, por contra, para usar sensatamente la información que él, Waldron, podía darle. Llamó al hotel y preguntó por Lucy. Se hallaba bien. Le dijo adónde iba y se dirigió hacia el edificio del «Mensajero». Pasó recado a Nick Bannerman, periodista gráfico del diario en cuestión. Nick le recibió en seguida.

- ¡Magnífico! - exclamó con amplia sonrisa al verle -. Tú vives en Newark. Te haré una buena fotografía para ilustrar el artículo que nos vas a proporcionar. Dinos algo sobre tus impresiones de lo que puede haber sucedido. Haremos patente la intensa emoción que te embarga, la angustia que te consume por los que quedaron allí. - Interrumpió su perorata para decir a continuación -: ¡Oye! ¡Pero si tú eres un biólogo! Danos cosa más científica, por ejemplo, tus conceptos sobre la clase de arma que, sin ruido, pueda haber aniquilado la ciudad. Al no haber habido explosión alguna, hemos de descartar cualquier tesis atómica y...

- Nada de sensacionalismos equívocos - atajóle Waldron -. Estaba en Newark cuando empezó el desastre. Salí de allí con otra persona. Somos los únicos seres que logramos hacerlo.

Nick le miró asombrado.

- ¡No me digas! - exclamó - Pero si ahora estamos aprestando una expedición que va para allá, dotada de equipos antigás, antihactéricos y anti lo que quieras.

- Todos estos preparativos son inútiles aseveró Waldron.

Recordaba el críptico objeto que, todavía caliente, se hallaba en su bolsillo. No le cabía la menor duda de que, tanto él como Lucy, debían su salvación a la extraña cosa que el mecánico había extraído de debajo de su coche. Fran tomó el coche, no para buscar al padre de la muchacha sino con intención de instalar el raro objeto que les tenía que servir de, aislador en caso de que el peligro les alcanzara y su previsión se había visto compensada. Waldron comprendió súbitamente que, en la relación de lo sucedido, no podía mencionar a Fran. Este le había salvado a él, claro está, para que protegiera a Lucy. Si se sabía la verdad, Fran pagaría las consecuencias; dijo que lo matarían...

Nick Bannerman exclamó súbitamente.

- ¡Pero, estúpido de mí!... ¡Si tú eres el único testigo presencial!

A los pocos minutos Waldron se vió rodeado de fotógrafos que enfocaban sus máquinas y de periodistas que le interrogaban acuciantemente. Contestó a casi todas las preguntas, pero no mencionó a Fran. Dijo que él y una chica - no dió el nombre de Lucy - venían en coche para Nueva York cuando la ciudad empezó a sufrir los primeros efectos de lo que la había llevado a su total enmudecimiento. Describió lo que tuvo lugar y aseguró que ignoraba la razón de su inmunidad y de la de su compañera.

El relato no fué convincente. Se publicaría, pero no tenía trazas de ser verídico. Quedaba demasiado suelto, desmantelado, como si fuera una trama urdida por alguien que buscara publicidad personal.

Nick llevó a Waldron aparte.

- Steve - dijo mirándole fijamente -, ¿qué hay de verdad en todo lo que has dicho? ¿Qué es lo que no quieres que se sepa? Voto a bríos que es una historia rara la que has contado! No eres un charlatán, Steve... ¿A qué viene, pues, esta velada reticencia tuya?

- Me ayudaron a escapar de la ciudad - tuvo que reconocer Waldron -. Y no puedo traicionar una confidencia o un favor de esa clase. Espero que alguien, con verdadera autoridad, se interese por lo que tengo que decir y entonces podré explicar lo que no debe llegar a oídos del público.

- ¿Entonces... lo que ocurre no es accidental? - inquirió Nick muy serio -. Es obra premeditada de hombres. ¿Son, acaso, rojos?

- No lo sé - admitió Steve -. Son hombres, sí. Pero dudo que sean rojos. Ignoro el fin que les guía. Lo único que es verdaderamente cierto es que no se puede entrar en esa área y volver a salir con la sola protección de máscaras antigás. Puedo asegurarte que lo que ha afectado a la población no es ninguna clase de gas.

Nick consideró un momento las palabras de su amigo, antes de decir:

- Podríamos intentar tomar algunas fotografías del lugar, desde un aeroplano.

- Tampoco creo que un avión sobrevuele Newark y vuelva. Sin embargo va no doy nada por sentado, Creí que mi información sería útil para tratar de contrarrestar el mal, pero tus compañeros me han tomado por loco o fantasioso. No les culpo, cualquiera haría lo mismo, pues me veo en la precisión de omitir detalles de la mayor importancia.

- Yo no creo que estés loco, ni que fantasees... ¿Por qué no me confías a mí esos detalles de tanta importancia?

Waldron vaciló.

- No creo que deba hacerlo - dijo finalmente indeciso.

- Has estado a un tris de decírmelo - murmuró Nick con sutileza -. Luego no cabe duda de que tu información es seria. ¿Estás seguro, Steve, de que los equipos antibactericidas serán inútiles?

- Lo sucedido en Newark no tiene nada que ver con ninguna clase de bacterias - repuso Waldron con sequedad -. La causa, cual sea, avanza en una sucesión de ondas que se despliegan desde un centro de emanación.

- Debí decirles a los muchachos que eres un licenciado en biología - apuntó Nick irritado consigo mismo. Te hubieran interrogado de otro modo la entrevista hubiera tomado otro derrotero más real. Ahora es demasiado tarde -. Y añadió -: ¡Parece cosa de brujas! Pero, dime. Si lo que afecta a Newark no es debido a germen alguno, ¿acaso no podría estar la ciudad bajo los efectos de algún gas?

- Yo no llevaba máscara - retomó Waldron lacónicamente. Encogió los hombros y murmuró -: Quizá sepa algo más mañana por la mañana.

Salió a la calle desilusionado e incómodo. No había logrado gran cosa. Volvió al taxi y se arrellanó en el asiento trasero. «¡Biólogo!» exclamó para sí. De pronto recordó un nombre. Se adelantó en su asiento y dió una dirección al chofer, que estaba pendiente de las noticias que llegaban a través de su radiorreceptor.

Waldron no era solamente un testigo presencial; era, además, un experimentado biólogo. Si lograra dar con el hombre que supiera interpretar su relato y al mismo tiempo descifrar el posible enigma del objeto metálico hallado bajo su coche...

Waldron consideraba que este hombre era el Profesor Jamison, la primera autoridad científica americana en anestesia eléctrica, cuya dirección había dado al taxista. Aunque no era, todavía, cosa práctica, se había logrado anestesiar parcialmente un área limitada. No obstante, estas pruebas eran peligrosas por estar los trabajos aún en su fase experimental. No se había podido deshilvanar totalmente la teoría que llevaba al fenómeno y los resultados del experimento eran, hasta la fecha, algo erráticos... Pero, ahora, un objeto colocado bajo un coche había evitado que sus ocupantes se petrificaran al igual que todos los seres que habían estado en el espacio que atravesara el vehículo, para, finalmente, quemarse y destruirse antes de que pudiera ser examinado. Era posible que hubiera algún débil lazo de conexión entre el objeto y determinados campos de inducción eléctrica. Era preciso indagar y verificar la existencia de esa posibilidad.

Waldron daría al Profesor Jamison un minucioso detalle de cuanto había visto, puesto que quería saber si era factible aplicar una anestesia eléctrica en gran escala - como por ejemplo, a una ciudad entera - cuyos efectos se extendieran en ondas progresivas que avanzaran, partiendo de un grupo generador, hasta abarcar una extensión dada, cuando dicho generador electrónico aumentara su volumen hasta un voltaje determinado. Si esto fuera posible, probablemente se podrían contrarrestar sus efectos con algo de propiedades similares al objeto extraído de su coche y, de ser así, se podría entrar en la ciudad, sin temor, para destrozar el generador causante de la anestesia.

Mientras el taxi de Waldron avanzaba hacia la dirección indicada por éste, sobre Newark, a gran altura, volaba un avión que iba sembrando el cielo de bengalas. Con esto se pretendía iluminar toda el área afectada para poderla fotografiar desde el aire. De haberse revelado las placas impresas, sólo se hubiera visto una masa de neblina grisácea que cubría la urbe hasta la altura de los tejados. Las calles del extrarradio, no obstante, se hallaban exentas de niebla. Mas estas fotografías, inconclusas si se tomaron, jamás fueron vistas, pues el avión descendió para lograr una toma mejor y cesó de comunicar con la base, donde las pantallas de radar indicaban que el aparato descendía en vuelo picado hacia la ciudad. Esta noticia no se dió por radio. Los programas de las emisoras habían sido alterados y todas estaban pendientes del desarrollo de los acontecimientos.

Las estaciones locales transmitían lo mismo: No había ulteriores noticias. Nadie había logrado penetrar en la ciudad. A estos avisos poco alentadores seguía un rato de música variada para, luego, repetir lo que acababan de decir. Pero ahora se interrumpió la música para dar paso a la excitada voz del locutor, que dijo:

...Tenemos aviso de que las ambulancias que salieron para Newark debían haber vuelto ya y no lo han hecho. Todos los coches de patrulla de la policía que tratan de investigar las causas del desastre, avanzan hacia la población y cesan de comunicar sin que se sepa la razón de ello. Aficionados poseedores de receptores-transmisores de onda corta, indican que los aparatos de Newark, con los cuales estaban en comunicación, dejaron de funcionar sin previo aviso, si bien siguen en la frecuencia de onda que estaban usando... Damos a continuación un resumen de las noticias desde que...

El resumen era idéntico al dado anteriormente. Waldron despidió al taxi antes de entrar en el edificio de viviendas en que habitaba el Profesor Jamison. Conocía bien al Profesor. Repetidas veces había consultado con él cuando trabajaba en el laboratorio bajo la tutela del Profesor Hamlin, de reconocida fama antibiótico. Entró en el ascensor, subió hasta el rellano en que se hallaba el piso del Profesor, pulsó el timbre de la puerta y esperó. Esta no tardó en abrirse y, en el dintel, apareció un hombre más joven que el Profesor. La primera impresión de Waldron fué de sorpresa, pues la persona que abría la puerta se parecía extraordinariamente a Fran Dutt. Su fisonomía no era exactamente la misma, pero su porte aire recordaban al ayudante del padre de Lucy. Ayudaba a esta confusión, quizás, el hecho de que también vistiera una bata de laboratorio parecida a la que solía usar Fran. De la vivienda provenía un olor - indefinido - no del todo desagradable. Mas, a pesar de que el aroma resultaba familiar para Steve, no era el adecuado a una residencia particular. Waldron recordó entonces que el Profesor Jamison era soltero y había montado un pequeño laboratorio en su casa, donde realizaba ciertos experimentos relacionados con su trabajo. En unas jaulas a propósito guardaba ratoncillos blancos de esa raza, genéticamente, pura, tan útil a los biólogos.

- Quisiera ver al Profesor Jamison - dijo atropelladamente -. Acabo de llegar de Newark. Escapé al desastre y es preciso que le cuente lo que vi allí. Hemos de intentar contrarrestar la causa que sume a la ciudad en su letargo de muerte. Me llamo Waldron.

El joven de la bata mantuvo la puerta abierta mientras miraba a Waldron con vivo interés, y éste transponía la entrada.

- El Profesor no tardará en llegar - dijo -. ¿Qué sucede en Newark? Tenía sintonizado un programa musical cuando, de pronto, la radio empezó a balbucear tonterías.

Cerró la puerta y se dirigió a una habitación en cuyas paredes se veía un sinnúmero de jaulas. Steve le siguió. En la estancia y sobre una mesa se hallaba un aparato electrónico, parcialmente montado, que parecía ser un modelo experimental para producir anestesia eléctrica.

El joven de la bata sonrió cordialmente a Waldron. Su sonrisa recordaba la de Fran. Era el clásico talento de laboratorio, el joven prometedor que trabaja en íntima colaboración con el maestro. Fran Dutt también tenía ese aspecto. La semejanza de aquél con éste, más que parentesco, era de tipo. Tenían idénticas características raciales. Uno de ellos, solo, pasaría desapercibido en una aglomeración, pero los dos juntos destacarían ostensiblemente.

- Conozco a un individuo que se parece mucho a usted - dijo Waldron, a modo de conversación -. Me pregunto si...

- No, no lo conozco - contestó rápido su interlocutor -. Este suceso de Newark empieza - a preocuparme. Durante las últimas tres horas...

Se había dirigido casualmente a la mesa del laboratorio y ahora abrió uno de los cajones... Su acción no podía haber sido más normal pero fué ejecutada a destiempo. Introdujo la mano en el cajón con demasiada precipitación. Tuvo que estirar el brazo hasta alcanzar el fondo y, al hacerlo, miró sutilmente a Waldron por encima del hombro. La sorpresa de Steve se trocó en sobresalto. Este individuo le recordaba a Fran y la reminiscencia resultaba poco tranquilizadora. Waldron había tenido que soportar una dura prueba al tener que conducir, desde Newark, por un camino sembrado de accidentes y desastres, en agonizante carrera con la muerte que le rodeaba por doquier. Ya en Nueva York, no lograba que le escuchase nadie y cuando al fin se puso en contacto con los periodistas, éstos le tomaban por un lunático sensacionalista más. Había ido a visitar al Profesor Jamison con el secreto temor de que éste hiciera otro tanto. Todos estos factores pesaban sobre el ánimo de Steve y su sistema nervioso, hasta el extremo de crear en él una casi paranoica reacción de suspicacia.

El de la bata halló lo que, evidentemente, buscaba en las entrañas del cajón. Retiró el brazo y giró bruscamente. En su mano apareció un objeto que se asemejaba a un arma.

- Me pregunto... - inició.

Pero no pudo continuar porque el puño crispado de Waldron se incrustaba en su barbilla. El puñetazo fué una reacción inconsciente provocada por la actitud felina del atacado. No obstante, Steve estaba aterrado por lo que acababa de hacer. No comprendía como se había atrevido a pegar a aquel hombre. El individuo se tambaleó y cayó sin sentido. La cosa que sostuviera se escapó de entre sus dedos y también fué a parar al suelo.

Del objeto caído se desprendió un humo azul pálido y empezó a calentarse hasta cobrar una incandescencia opaca. De pronto, se refundió y perdió su forma para quedar reducido a una masa inerte de alambres cobrizos, que habían estado unidos a lo que parecía metal por algún elemento soldador. La soldadura se derritió por efecto del calor desprendido durante la incandescencia. Ya no era posible discernir la forma original del objeto y del suelo encerado se desprendía un olor a madera socarrada.

En la habitación reinaba el más absoluto silencio. Waldron contempló los restos fundidos de lo que creyó fuera un arma y recordó que el objeto que substrajeran de la parte inferior de su coche, había tenido el mismo fin que éste. En ambos casos, las mismas cosas se habían destruido a sí mismas. Todo parecía seguir relacionándose con Fran.

El silencio de la estancia permanecía ininterrumpido. No funcionaba la radio, por tanto el de la bata no había estado escuchando noticiario alguno. Había algo más en el ambiente general de la habitación que no encajaba con la realidad del momento. La quietud era demasiado contundente. Y de no haber sido porque Steve era, por preparación, un biólogo no hubiera notado la razón de ello. Por el aposento se extendía un tenue olor almizclado, característico de los ratoncillos de laboratorio, pero éstos estaban anormalmente quietos, no se dejaba oír el ruido de sus correrías por las jaulas. Waldron se acercó a ellas. Los animalitos estaban rígidos, catalépticos. Inspeccionó las jaulas una por una. Todas contenían mamíferos patológicamente inmóviles. Abrió uno de los encierros y sacó uno de los roedores. Su carne estaba dura como la roca. Ningún estado cataléptico conocido podía producir semejante rigor. Revisó cada animal. Todos estaban en el mismo estado.

Si bien su tacto no indicaba vestigios de vida, no parecían estar muertos. Representaban estar sumidos en insólito sueño hipnótico del cual sólo había que despertarlos para que volviesen a su estado normal.

Waldron rasgó unas toallas y ató concienzudamente de brazos y piernas al hombre que había dejado sin sentido. Tras esto, llamó por teléfono a la oficina del «Mensajero» y pregunto por Nick.

- Se ha suspendido la expedición - dijo éste en cuanto reconoció la voz de Steve -. Un hospital envió una plantilla sanitaria y ninguno de sus componentes ha vuelto, así como tampoco una brigada antigás que, pertrechada, tomó el mismo camino. ¡No ha vuelto siquiera uno!

- Envía a alguien aquí en seguida - urgió Waldron -. Podrás obtener unas buenas fotografías y algunos datos que pueden ser de la mayor importancia. ¡Apunta la dirección y date prisa!

Nick anotó el lugar que Steve le comunicaba por teléfono.

- ¡Oye! - exclamó cuando lo hubo hecho -, alguien ha llamado aquí preguntando por ti. Una señorita que dijo llamarse Lucy Blair. Al enterarse de que no estabas, inquirió por mí y me dijo: «Fran ha venido». ¿Qué significa eso? ¿Cómo sabe que te conozco? Se hospeda en el hotel Mayfair. ¿Paras tú ahí, también?

- Sí - espetó Waldron -. Recoge a unos cuantos policías y tráelos para detener a un imbécil que he dejado sin sentido. Sabe todo cuanto se refiere a Newark. Encontrarás también unos cuantos ratoncillos que se hallan en el mismo estado que la gente de esa ciudad. El artefacto usado para reducirles a dicho estado está en el suelo, derretido, imposible de reconocer. ¡Apresúrate, Nick! ¡Haz que encierren a este tipo en tina buena celda y no le dejen salir! ¡Yo tengo mucho que hacer y me marcho de aquí!

Recogió cinco roedores y salió de la vivienda del Profesor. Le pareció que el ascensor tardaba un siglo en llegar a la planta baja. Ya en la calle, tardó en encontrar un taxi. Cuando, finalmente, logró parar uno, comunicó al conductor su prisa por llegar al hotel Mayfair.

Si hubiese estado menos preocupado por la suerte de Lucy, hubiera podido pensar en sí mismo. Su desconfianza hacia Fran estaba más acentuada que antes. Un individuo de las mismas características raciales de éste había intentado atacarle con un arma que producía rigidez cataléptica. Hasta ahora, empero, las únicas víctimas en Nueva York habían sido los inocentes ratoncillos. Steve tenía la triste convicción de que el Profesor Jamison había corrido la misma suerte que el padre de Lucy. Su ansiedad aumentó al recordar el mensaje dejado en la redacción del periódico. Si Fran rondaba alrededor de Lucy, algo era de temer.

Atravesó precipitadamente la puerta giratoria del hotel y vió a la muchacha sentada en un sofá del extremo del vestíbulo, departiendo con Fran Dutt, sin que sus ojos se apartaran de la puerta de entrada. Una expresión de alivio cruzó su cara cuando reconoció al recién llegado. El aspecto de Fran era preocupado y lastimero. Steve se acercó a la pareja. Saludó y se sentó ante ellos.

- ¿Cómo van los acontecimientos, Fran? - preguntó fríamente - Tenías razón - continuó -. Había que sacar a Lucy de Newark porque lo que sucedió fué realmente espantoso. ¿Qué va a suceder ahora?

- Fran me insta a que vaya a algún lugar del Oeste - terció Lucy -. Me... me ha ofrecido dinero para el viaje de los dos, tuyo y mío.

- ¡Qué generoso! - exclamó Waldron y dirigiéndose a Fran Dutt, añadió -: ¿Es que tu y los tuyos pensáis paralizar también la ciudad de Nueva York?

- ¿Los míos? - inquirió Fran con voz esforzada. ¿Por qué dices eso Steve? Creo haber demostrado que no deseo le pase nada malo a Lucy... Ni a ti. No me compares con...

- ¡Claro que te comparo! - estalló Waldron -. ¿Acaso no eres uno de los causantes del desastre de Newark?

- ¡Me estás ofendiendo! - exclamó Fran sin convicción.

- ¡No seas estúpido! - retomó Steve -. Apuesto lo que quieras a que vas armado de una - llamémosla - pistola, puesto que lo parece, pero no dispara balas. Si la dejas caer al suelo se recalienta y queda convertida en una masa de alambres inservibles. Es muy parecida al objeto que colocaste bajo mi coche.

La palidez de Fran se acentuó.

- ¿De dónde has sacado tú la noción de semejantes pistolas?

- Tuve una discusión con un tipo que poseía una y salió perdiendo. En vez de hacer blanco en mi persona, dió a unos ratoncillos cuyos cuerpos rígidos son duros como el acero. Igual que lo sucedido con la gente en Newark. Personas de tu calaña han usado armas que causan ese mismo efecto en aquella ciudad y la han reducido a la condición en que se halla. - Bajando la voz, Waldron añadió -: Ves que una de mis manos está en un bolsillo. ¡No se te ocurra hacer ninguna tontería, la actitud de Fran Dutt fué de vacilante indecisión. Finalmente, miró a Lucy y dijo: - ¡Bien! Admitiré, ante vosotros, que voy armado de una tal arma. - Había una nota de desespero en su voz -. ¡Y si me veo precisado a usarla, lo haré! Pero os saqué de Newark, ¿no es cierto? Quiero seguir velando por tu seguridad, Lucy. Mas si tú, Steve, te levantas contra mi, no podré hacerlo. Mi vida está en vuestras manos pero, aun así, soy la única persona que puede ayudar a Lucy y a su padre.

- ¿Estás poniendo precio a tu traición a los tuyos? - preguntó fríamente Waldron.

- ¡Nada de eso! - exclamó Fran, pasando del rubor a la palidez -. Por Lucy haré, cuanto esté a mi alcance hacer. La quiero y ella lo sabe. Me estoy jugando la vida - ¡más que la vida! - por vosotros. No puedes llegar a comprender siquiera, cuánto me arriesgo. ¡Pero sería un traidor a mis lares patrios si no hiciera otra cosa que ayudar a Lucy! Lo que he hecho por ti ha sido accidental. Precisaba de alguien que la acompañase. Te escogí a ti porque eras mi amigo, pero...

- Tus lares patrios, dices. ¿Están acaso en Rusia? - ladró, más que preguntó Waldron. - ¿Esa gentuza? ¡No! - exclamó -. Pero por más que te explicase, no lo entenderías. No querrías creer que...

- Las suposiciones radiadas en los boletines de noticias, mencionan una epidemia interrumpióle Steve, con el ceño fruncido, una bomba, estallada por elementos subversivos. Una invasión espacial por medio de platillos volantes. ¡Todas estas sugerencias están equivocadas! - Waldron escrutaba la cara de Fran mientras hablaba -. Uno de tus llamémosles compatriotas, trabajó para el Profesor Jamison y éste ha desaparecido.

- ¿Como lo sabes?... Es inútil. Estás perdiendo el tiempo, Steve.

- Williams, Holt - continuó Waldron inalterable -. El padre de Lucy. Y, ahora, Jamison. Los tres primeros estaban trabajando sobre la teoría de Straussman, que comprende la coetánea existencia de dos objetos en un mismo ámbito. Es posible que los experimentos de Jamison, sobre la anestesia eléctrica, estén íntimamente ligados a ese proceso... Tu compatriota, a quien va a detener la policía, y tú, Fran, sois espías de vuestros compatriotas-saboteadores guerrilleros avanzados que sabéis que lo que ha sucedido en Newark es una especie de Pearl Harbour. Mi país se halla en guerra declarada hipócritamente por una nación de la cual nadie ha oído hablar.

Fran introdujo su mano derecha en uno de sus bolsillos. Waldron tensó su brazo, preparándose para lo peor. Al oír las palabras de Steve, la cara de Fran Dutt había ido palideciendo hasta cobrar un aspecto de cera.

- Tratas de lograr que Lucy me odie, ¿verdad? - dijo con infinita amargura en su voz -. ¡Pues bien! ¡Es cierto! ¡Soy un espía, y mi país ya ha invadido el tuyo! Pero, comunica esto a tus compatriotas y te tendrán por loco.

- Ya me ha sucedido y, por lo tanto, no me vendrá de nuevo - repuso Waldron sarcástico.

El desespero de Fran iba en aumento.

- ¡Estoy harto y asqueado de todo este asunto! - exclamó. ¡Somos muchos los que estamos en desacuerdo con nuestros dirigentes y condenamos esta invasión ordenada por ellos! Los que los detestamos somos legión. Quisiéramos derrocarlos y acabar con su maquiavélico gobierno, pero nada podemos hacer puesto que monopolizan todos los recursos del poder. No se puede llegar fácilmente a mi país. Es invulnerable ya que, a este lado de él, se desconoce su existencia. Me obligaron a venir aquí como espía y no me cupo otro remedio que obedecer. Si fracaso en mi cometido, mis padres, hermanos y hermanas, sufrirán las consecuencias.

- Mucho estás hablando, Fran - interpuso Waldron -. Y cuanto dices es verdad. No pudiste evitar un sobresalto, cuando mencioné a Straussman, que también ha desaparecido. Si tú y los tuyos, esa legión de que hablas, odiáis a aquellos de vosotros que deciden vuestros destinos, les has llamado dirigentes, ¿por qué no planeáis una revuelta que los eche del poder que ahora disfrutan?... A este lado del mundo... - Waldron compuso la frase deliberadamente de este modo y vió que Fran daba un respingo -. Se ha ido a la guerra más de una vez, para evitar una revolución interna de tal o cual país. ¿Acaso sucede lo mismo en el tuvo?

- Probablemente - repuso, consternado, Fran -. Pero...

En aquel momento, desde la calle y a través de la puerta giratoria, llegó hasta ellos la voz de un rapazuelo, vendedor de periódicos, que gritaba a pleno pulmón:

- ¡Número extraordinario! ¡Testigo presencial de la catástrofe de Newark cuenta los horrores que vió en la ciudad! ¡Número extraordinarioooo!

Fran Dutt saltó en su asiento, con la cara desencajada.

- Ese soy yo - dijo Waldron tranquilamente -. No mencioné tu nombre en mis declaraciones. Excluyéndote, les dije la verdad y no quisieron creerme.

Llamó a un botones y lo envió a por un periódico.

- Quiero ver qué es lo que han publicado, si han transcrito mis declaraciones al pie de la letra...

El botones volvió entonces resoplando, por efecto de la carrera. Había comprado otro diario para sí. El número extraordinario había sido lanzado en un tiempo inverosímilmente corto. Waldron echó una ojeada al artículo que venía en primera página, Y exclamó, furioso:

- ¡Idiotas!... ¡Han convertido mis declaraciones en un relato folletinesco! ¡Escuchad!

«Steve Waldron, al terminar su relato dijo: Esto es cuanto puedo adelantar por el momento. Les he demostrado que los autores del desmán cometido en Newark, son hombres como nosotros. Ahora voy a descansar y luego me propongo presentarles batalla y desenmascararlos... El señor Waldron piensa instalar su cuartel general, desde donde emanarán las medidas especiales que piensa adoptar, en sus habitaciones del Hotel Mayfair».

Waldron interrumpió su lectura al oír el ruido inarticulado que provenía de la garganta de Fran Dutt. Levantó la vista del periódico y vió la cara de éste blanca como el papel.

- Llévate a Lucy de aquí cuanto antes - balbució Fran - El periódico menciona este hotel y yo no soy el único agente que tienen en Nueva York. ¡Pronto estarán aquí!

Waldron abrió la boca para hablar pero cambió de parecer. Se levantó apresuradamente, cogió una mano de Lucy, y arrastró a la muchacha hacia la puerta de salida. Fran Dutt les siguió y desapareció calle abajo. Lucy Y Steve subieron a un taxi que acababa de dejar su pasaje ante el hotel.

- ¡En marcha, chofer! - ordenó Waldron -. Siga hacia adelante y no pare. ¡Tenemos - prisa!

El taxi arrancó dando una sacudida. A media manzana de distancia había un cruce de calles, el semáforo, con disco rojo, retenía la circulación.

- ¡No pare! ¡Siga! - gritó Waldron al taxista que aminoraba la marcha. Afortunadamente, en aquel momento, el indicador dió paso libre con su luz verde. El coche de alquiler atravesó el cruce como una flecha y siguió camino adelante como alma que llevara el diablo.

Tras ellos se dejó oír un tumulto de encontronazos y choques. El aire se llenó de gritos, pitidos de la policía de tránsito, ruido de cristales rotos, bocinazos y más topetazos. Waldron miró por la ventanilla trasera del taxi y dijo al conductor:

- Pise el acelerador, chofer, porque lo que ha atacado Newark ha llegado hasta nosotros.

CAPITULO III

Aquella noche Nueva York sufrió el mayor atasco de tránsito que recuerda su historia. Cuando se descubrió que, en pleno corazón de la ciudad de los rascacielos, una pequeña área - del diámetro de dos manzanas - estaba bajo los mismos efectos que Newark, se desató un pánico general e inevitable. La gente, en el sector afectado, había quedado rígida, en las posiciones y gestos que tenían al sobrevenirles el desconocido fenómeno causante de la tiesura. La mayoría había caído al suelo y yacía en extrañas posturas. Otros estaban apoyados en paredes o postes que evitaban su caída. Los vehículos de motor habían seguido su marcha, chocando a diestro y siniestro. Algunos, los menos, salieron del área atacada llevando en su interior aparentes maniquíes.

Al extenderse la noticia de lo ocurrido, miles de personas decidieron abandonar la ciudad y evacuar a sus familias hacia climas más seguros, o, por lo menos, más alejados de lugar tan peligroso. Al poco tiempo las calles se vieron abarrotadas de vehículos de todas clases, camino de las afueras. Parecía que la ciudad entera se hubiese motorizado. Esta medida, dictada por el pánico cerval de millares de personas pudo haber tenido consecuencias desastrosas. Se podían cruzar los puentes de Holland y de Lincoln, así como el puente de Jorge Washington, en las inmediaciones del hotel Mayfair, pero nadie quería acercarse a lo que consideraban zona atacada por la epidemia. El éxodo se desvió hacia los puentes de Brooklyn y Long Island, por estar éstos alejados del punto afectado, con el consecuente estancamiento y aglomeración de la riada de coches que pretendían llevar la misma dirección. El mayor contingente de población, no obstante, quería salir de la ciudad por la carretera que empieza al norte de Manhattan. El embotellamiento creado por esta causa fué inenarrable. El taxi en que viajaban Lucy y Waldron se vió empujado por la marea creciente de automóviles que avanzaban, sin parar mientes en las ordenanzas municipales, hacia las salidas de la ciudad. Al cabo de un rato la inmensa masa de coches empezó a aminorar su marcha paulatinamente. Era tan imposible salirse de hilera, como una ola apartarse de otra en pleno océano. La marejada metálica y heterogénea vió finalmente arrestado su avance, debido al desbarajuste de los coches que iban en cabeza de la interminable emigración. A las cuatro de la madrugada el taxi seguía en el mismo sitio, sin poder avanzar ni retroceder. Waldron pagó al conductor y se apeó del vehículo con Lucy. Para dirigirse a la acera tuvieron que trepar por los automóviles que les rodeaban. Las filas eran ya tan apretadas que los parachoques delanteros de unos tocaban las defensas traseras de los otros. Las aceras habían desaparecido, pues conductores atrevidos o desesperados, habían montado éstas, con vistas a adelantar cuanto pudieran sin tener en cuenta que de nada había de servirles su acción.

Waldron se encaminó al norte seguido por Lucy. Para poder avanzar, tuvieron que pegarse a las paredes de los edificios.

- Si pudiéramos salir de este atasco - jadeó Waldron mientras ayudaba a Lucy a salvar un paso particularmente estrecho - y tomar un tren, evitaríamos que los compinches de Fran nos dieran alcance. Necesito tiempo para examinar unos ratones que cogí del laboratorio del Profesor Jamison.

Steve estaba lamentablemente seguro de que la policía no habría podido recoger los restantes roedores para someterlos a examen, ni detener al individuo que se parecía a Fran Dutt. Ponderando sobre lo sucedido, llegó a la conclusión de que los compatriotas de éste habían reproducido, en Nueva York y en pequeña escala, las mismas condiciones que habían silenciado a Newark.

Al salir el sol aún no habían llegado al final de la hilera de coches que ocupaba calles y aceras. Las vías de comunicación que llevaban al norte seguían atestadas de vehículos, algunos de los cuales estaban ahora vacíos, desde que sus dueños los abandonaran en arrebatado afán de usar otros medios de locomoción más rápidos. Trenes y ferrocarriles subterráneos abandonaban la ciudad con pasajeros, literalmente en los topes.

Lucy y Waldron entraron en una pequeña casa de comidas que, a pesar del pánico general, seguía abierta aunque sin clientes. La radio del establecimiento emitía noticias y, a través de ella, se enteraron del giro de los últimos acontecimientos.

...las autoridades anuncian que un brote de la epidemia que ataca a Newark parece haber principiado en Manhattan. El peligro de contagio, por ahora, existe únicamente en un punto localizado, repetimos, en un punto localizado.

No hay indicios de que dicho brote epidémico se extienda. Se ha establecido un cordón sanitario alrededor del área afectada.

El punto de referencia ha sido infectado por los microbios que ha traído consigo un tal Steve Waldron, quien dice haber salido de Newark al empezar la epidemia en esa ciudad. Se sabe que ha estado en un hotel que se halla en el centro de la sección aislada. Cuantas personas hablaron con él, en la redacción de un periódico, han sido internadas en un lazareto. Se están tomando toda clase de precauciones para evitar posibles contagios...

Si Nick Bannerman estaba incomunicado era inútil intentar telefonearle, como quería hacer Waldron. Tamborileó los dedos sobre la mesa impaciente siguió escuchando el boletín de noticias.

...Continúan los rumores de que Newark ha sido invadida por platillos volantes. Los médicos que han examinado a los pasajeros que llegaron aquí en el Metro, no saben a qué atenerse. Se resisten a efectuar autopsias, puesto que los cuerpos de las víctimas no presentan los síntomas usuales de los cadáveres. Si bien no se desestima todavía que estos efectos sean causados por armas extraterrestres, se teme que las personas perjudicadas sufran las consecuencias de una epidemia caiga virulencia es desconocida. Se han adoptado las más rigurosas medidas sanitarias para evitar...

- Llamaré a la Dirección del Departamento de Sanidad - gruñó sardónico Steve -. Les diré donde pueden encontrar unas ratas que están bajo los efectos de la «epidemia». No temerán anatomizarlas y quizá aprendan algo que pueda servirles de guía. Se dirigió a la cabina telefónica y cerró la puerta tras de sí. Lucy vió a Waldron gesticular por el teléfono como si quisiera imbuir a sus palabras el convencimiento que, al otro lado del hilo, no lograba ser captado. De pronto la expresión grave de Steve se trocó en incrédula. Furioso gritó algo inaudible y colgó el receptor con movimiento brusco.. - Hemos de marcharnos de aquí inmediatamente - dijo al volver al lado, de Lucy. La muchacha le siguió sumisamente a la calle. Ya en ella Waldron prosiguió:

- Les dije que hallarían unas ratas catalépticas en el piso del Profesor Jamison, juntamente con un tipo maniatado por mí que, si sabían sonsacarle, podría aclararles muchas cosas con referencia a Newark. Tomaron nota de la dirección y, entonces, el estúpido con quien hablaba me ordenó que permaneciese donde estaba hasta que llegaran los sanitarios. Estos tienen órdenes de internarme en una estación de cuarentena. Dijo que en seguida localizarían el lugar desde donde llamaba.

Steve echó una ojeada a la multitud de coches que llenaba la calle y las aceras, hasta rozar los muros de los edificios

- Les será imposible llegar muy pronto - añadió -. ¡Vamos!

Dos horas más tarde se hallaban en la parte alta de la ciudad. Se había logrado establecer el orden en los puntos neurálgicos del tránsito y éste empezó a moverse lentamente, cual inmensa riada que saliera de su letargo invernal. Desde el lugar ventajoso donde estaban, Lucy y Waldron contemplaron el avance de la interminable caravana, rumbo al norte. Cerca de ellos, el altavoz de una tienda de aparatos de radio y televisión dejaba oír la voz del primer comisario de policía de la ciudad que anunciaba la existencia de otros dos puntos, en Nueva York, afectados por la epidemia. Uno de ellos se centraba en la casa de comidas desde donde Steve había llamado a la Dirección de Sanidad. El otro estaba en un lugar cercano a la Universidad de Columbia, donde Waldron había dicho encontrarían unas ratas catalépticas para disecar.

...Por donde pasa este Waldron se declara seguidamente la epidemia. Suponemos que es portador de los microbios que siembran la muerte a su paso. El portador debe ser inmune a los gérmenes que disemina. Sabemos que escucha los boletines de información, por lo que se me ha rogado que le dirija la palabra pidiéndole se entregue a las autoridades sanitarias, dando lugar así a que se estudien los microbios que le infectan. De esta manera se lograrían salvar incontables vidas que...

Alguien tocó el brazo de Waldron y éste se volvió presto a defender caramente. su libertad que tan absurdamente veía amenazada. Un hombre, en mangas de camisa y con la cabeza cubierta con una gorra, le saludó.

- Buenas - dijo -. ¿Está usted buscando manera de salir de la ciudad?

- Sí. ¿Por qué lo pregunta? - quiso saber Waldron.

- Parece usted tener buen músculo - prosiguió el desconocido. E indicando a Lucy con la cabeza, inquirió -: ¿Va ella con usted, amigo?

- Sí. Viene conmigo. ¿A qué tanta pregunta?

- Verá usted - dijo con calma el de la gorra -. Tengo una camioneta de reparto descubierta. Iba a salir de la ciudad con mi familia y unos amigos, pero no encuentro, a mis amigos, han debido irse antes de que llegáramos. Para salir de la población, hemos de cruzar un puente que está tomado por gente desesperada: paran todo lo que vaya sobre ruedas, atacan a los ocupantes y se apoderan de los vehículos para escapar del peligro. La policía es impotente para tenerlos a raya. El coche que quiera pasar tiene que librar su propia batalla. Mi mujer sabe conducir; si usted me quiere ayudar a repartir porrazos, cuando llegue el momento, les llevo. Tres hombres, desde la camioneta, podemos evitar que suba nadie. Tengo preparados unos buenos garrotes y espero que, a la vista de ellos, esa chusma nos deje paso franco.

- Voy con usted - dijo Waldron, después de escucharle.

La camioneta estaba aparcada en el interior de un cercado. Cuatro criaturas, tres mujeres y tres hombres, se acomodaron en ella. Las criaturas se tendieron en el suelo de tablas, las segundas ocuparon el asiento delantero y los hombres, de pie, tomaron distintas posiciones que les permitiesen defender su reducto adecuadamente en caso de necesidad. Waldron rebuscó en uno de sus bolsillos y entregó a Lucy el arma que había pertenecido a su padre. El hombre de la gorra repartió las cachiporras que, en su día, habían sido las patas de alguna mesa.

- Son de arce - dijo - y tenemos una de repuesto; por lo tanto no se preocupe por pegar fuerte -. Golpeó la capota y exclamó -: ¡En marcha!

Salieron a una calle lateral y no tardaron en unirse a las hileras interminables que, ahora, habían aumentado su velocidad de marcha. La conductora maniobró hábilmente hacia el centro de la corriente automovilística, aprovechando toda oportunidad que se le presentaba. Finalmente se hallaron fuera de la ciudad. Sólo tuvieron un mal momento y éste fué al cruzar el puente, donde el avance era más lento. Un grupo de personas desesperadas trataron de subir a los coches que pasaban cerca de las pasarelas.

Los exasperados peatones querían apoderarse de cualquier cosa que avanzara sobre ruedas. Afortunadamente la camioneta se había colocado en el centro del camino, con otros vehículos franqueando sus costados. Waldron vió como la multitud asaltaba un descapotable de la misma manera que una manada de lobos hambrientos se echaría sobre un trozo de carne. Otros se lanzaban como locos sobre las capotas, estribos y guardabarros a su alcance en ineluctable afán de abandonar Nueva York como fuese. Steve y sus compañeros, garrotes en ristre, intimidaban a los más atrevidos que danzaban por entre la incontenible riada de motores en marcha. En las afueras de Manhattan la camioneta abandonó la ruta principal. La conductora, con muy buen juicio, buscaba carreteras de segundo orden por las que el éxodo era menos denso.

Al dar la vuelta a uno de los recodos del camino, vieron que éste conducía a una población de regular tamaño. La mujer del hombre de la gorra frenó y dió marcha atrás, para buscar algún camino lateral que les apartara de las zonas habitadas.

- Nos apeamos aquí - dijo Waldron - Precisamos de una ciudad que posea un hospital modernamente equipado y creo que ésta debe tenerlo.

- Nosotros - explicó el dueño de la camioneta - vamos a Vermont. Mi mujer tiene familia allí y nos quedaremos algún tiempo. Si quieren quedarse aquí, les acercaremos más a la población. Quiero mostrarle mi agradecimiento por su disposición en ayudarnos.

La camioneta les llevó hasta las inmediaciones del sector habitado, donde Lucy y Waldron se apearon.

- Ahora - dijo Waldron cuando se hubieron despedido del hombre de la gorra y de su familia - lo que necesito es un buen laboratorio. El de un hospital, por ejemplo. El mejor modo de lograr el uso de esa dependencia es a través de un médico.

Entraron en una cafetería y pidieron algo de comer. Mientras el camarero les servía unos emparedados y leche malteada, Waldron preguntó el nombre del mejor médico de la localidad. Se dirigieron a la dirección indicada por el camarero y encontraron al galeno que volvía de su primera ronda de visitas. Entraron en la casa los tres juntos y Steve le explicó que era uno de los que huían de Nueva York. Dijo que había trabajado con el Profesor Hamlin - descubridor de la dephnonomicitina - y que poseía datos interesantes del desastre de Newark.

El doctor hizo algunas preguntas y vió que Waldron era, realmente, un hombre de ciencia. Esto le inspiró confianza. Tras narrar someramente lo sucedido, Steve dijo sin rodeos: - Me llamo Waldron, Steve Waldron. Me achacan de ser portador de microbios de la epidemia, lo cual no es cierto. No existe tal epidemia.

Introdujo una mano en su bolsillo y entonces recordó molesto que Lucy no le había devuelto el arma que le entregara en la camioneta.

- Efectivamente - dijo amablemente el médico - Yo tampoco creo que lo sea. Jamás se ha visto que una epidemia ataque a todas sus víctimas a la vez. Toda plaga tiene focos de virulencia determinada y es contagiosa, pero no actúa con tanta precisión, sino gradual y paulatinamente. El porcentaje de afectados no es nunca total... ¿Qué es lo que usted desea?

- Tengo aquí unas ratas que sufren del mal que se me acusa de propagar. Quisiera disecarlas - dijo Steve.

- No le aconsejo que vaya a un hospital - advirtió el doctor al enterarse de sus intenciones -. Pueden hacerle demasiadas preguntas. Tengo aquí buen instrumental que está a su completa disposición...

Waldron mostró las cinco ratas blancas, cuyo aspecto asombró al médico. Si estaban muertas no tenían porqué presentar la dureza del marfil y, si no lo estaban, no se comprendía la razón de su estado.

- Trabaje aquí - dijo -. Mi equipo e instrumental no es de los peores. Quisiera ayudarle, pero tengo que atender a mis pacientes.

Waldron puso manos a la obra. El consultorio del médico estaba bien dotado de toda clase de cosas inherentes a su profesión. Con mucho trabajo logró abrir uno de los animalitos, La carne del mamífero tenía la dureza de la caoba. Sus órganos internos presentaban la misma consistencia. Tejidos, órganos y tendones ofrecían igual resistencia al bisturí que pudiera ofrecer un trozo de madera dura. Ningún proceso químico conocido podía dar razón de dicha característica. La sangre también estaba solidificada. No se había engrumecido ni separado y el número y aspecto de sus corpúsculos era normal.

El médico entró y volvió a salir de la habitación varias veces mientras Waldron llevaba a cabo su trabajo. En una de sus idas y venidas estudió, bajo el microscopio, las partes que Steve había dejado al descubierto. Todo estaba en perfecto estado, excepción hecha de la tiesura de los tejidos. Waldron no lograba descubrir nada que le diera una clave al misterio. A las cuatro de la tarde ya no sabía qué hacer. Sentía una gran frustración. Fué entonces cuando, en un intento de hallar otra anomalía aparte de la rigidez, quiso aquilatar la resistencia eléctrica de los músculos. Quería saber si el tejido muscular cedía ante el choque de una corriente eléctrica, según el experimento análogo de Galvani con las ranas. ¡Pero los músculos no sólo no se movieron, sino que ni siquiera admitieron la corriente eléctrica!

Waldron no quiso dar crédito a lo que veía. Comprobó la batería y repitió la prueba una y otra vez.

- ¡Inútil! - exclamó.

Aumentó entonces el voltaje. A veinte voltios, la aguja milimétrica fluctuó, casi imperceptiblemente, marcando un miliamperio, o quizá uno y medio. A los veintidós voltios la corriente subió hasta sesenta amperios. A los treinta, Waldron quedó atónico, estupefacto.

¡El trozo de tejido al que aplicaba la corriente desapareció de entre los electrodos que lo sostenían! ¡Se desvaneció instantáneamente!

Steve paseó su asombro por la estancia, tratando de componer sus ideas. Pensaba. Pensaba intensamente. Lucy le miraba ansiosa sin atreverse a hablar. No había visto el resultado del experimento, pero intuía la preocupación de Steve. Este recogió otra rata y humedeció su piel en dos puntos opuestos sobre los cuales aplicó los electrodos. Indicó a Lucy que se acercara y conmutó la corriente.

El cuerpo inmóvil del animal dejó de ser. Desapareció cual llama apagada de un candil.

- ¡Steve! - gritó la muchacha -. ¿Qué ha sucedido? ¿Adónde ha ido a parar?

- ¡Al lugar intuído por Straussman! - repuso éste con satisfacción casi salvaje -. Podrías tildarlo el Otro Mundo de Este Ámbito. Algunas personas lo llaman cuarta dimensión, pero se equivocan. Otros le han dado los nombres de Avalón y Tir-nam-beo, y aún otros consideran que es el mismísimo Infierno. Estos, creo yo, no andan desencaminados. ¡He de trabajar más que el propio Lucifer para evitar que vayas a parar allí, pequeña!

Laboró con renovadas energías. Separó otro trozo de musculatura del animal anatomizado.

«Un grado medio», dijo para sí. «Un campo intermedio... ¿Para lograrlo?... ¡Claro...! Orientación adecuada... Como si el animal estuviera magnetizado... Polarización de fuerzas... La idea es absurda, pero... Para desimantar algo es preciso...»

Manipuló alambres Y reóstatos. El consultorio contenía aparatos de rayos X electrocardiógrafos y diatérmicos. Usó uno de los aparatos de diatermia. Colocó dos reóforos sobre los puntos humedecidos del tejido seccionado. La máquina de diatermia enviaría una corriente de alta frecuencia a través del pedazo de carne.

Conectó la corriente y el músculo se movió, se distendió.

Waldron volvió a concentrarse mentalmente. Lucy, mientras, le observaba atentamente. Parecía absorto por alguna dificultad que, en su cerebro, no hallaba solución. Con los ojos cerrados, apretando y aflojando los puños, Steve forzó su mente a deshilvanar el entresijo de ideas que se agolpaban en su cabeza. Lucy dió muestras de preocupación, pero Waldron experimentaba la más grata sensación que puede sentir un investigador científico. Las piezas del rompecabezas empezaban a encajar unas en otras. Y soluciones a enigmas, todavía sin resolver, iban cogiendo forma.

Waldron estaba fijando los electrodos al cuerpo del tercer mamífero cuando volvió a entrar el médico.

- ¡Vea, doctor - dijo febril -, he puesto este ratón en un circuito diatérmico!... Revise este animal, por favor. Creo que la diatermia devolverá a su carne su condición natural. Es posible, incluso, que... Pero, vea, vea...

El médico preguntó varios datos y escuchó las explicaciones que, a borbotones, salían de los labios de Steve. Así se enteró del efecto ejercido por el galvanismo diatérmico sobre los tejidos musculares disecados y, sin comentario alguno, examinó cuidadosamente el animal indicado. En su estado cataléptico, presentaba la dureza de un trozo de piedra. Volvió a colocarlo en el sitio que ocupara y, apartando a Waldron, conmutó la corriente.

Se oyó un ligero zumbido y se extendió por el consultorio un olor de ozono. Del mamífero partió un chillido y el animalito empezó a retorcerse desesperadamente para librarse de los alambres que lo sujetaban. El médico levantó el ratón y lo dejó caer en una palangana de porcelana por donde correteó, un poco asustado, hasta calmarse. Entonces se paró y torció la cabecita para ver mejor a los seres humanos que, atónitos y gozosos, le contemplaban.

- ¡No están muertas! - exclamó Waldron -. ¡Todas esas personas petrificadas pueden ser devueltas a la vida con tratamiento diatérmico!... ¡Es posible que cualquier corriente de alta frecuencia y suficiente voltaje haga lo mismo! - Steve se esforzó en serenarse y añadió -: No diga nada de esto, doctor, porque si se entera alguno de los espías de la gente que causa esta paralización, no tardarán en aniquilarle. Están tratando de localizarme para acabar conmigo, por el mero hecho de haber salido con vida de un área que consideraban, para ellos, segura. No quieren testigos de su vil hazaña.

- No voy a perder tiempo ahora dándole la enhorabuena que se merece - dijo el médico -. Debe usted tener razón y, por lo tanto llamaré a todos mis compañeros para hacerles una demostración y describirles el alcance de los resultados que ha obtenido. Luego, separadamente, nos introduciremos en Nueva York y aplicaremos el tratamiento a todos esos pacientes que nadie ha osado tocar. Iremos provistos de todos los datos necesarios que justifiquen el uso de la diatermia. Devolveremos la vida a esas personas y les diremos a quien deben su vuelta a este mundo. No mencionaremos su nombre hasta entonces. Si admitiéramos haber estado en contacto con usted, nuestros intentos resultarían vanos, puesto que nos pondrían en cuarentena... ¡Siempre y cuando no nos linchasen antes de eso! ¿Ha oído las últimas noticias?

Waldron negó con la cabeza.

- No son nada alentadoras - prosiguió el doctor con calma -. Me permito sugerirle que tome cuanto precise de este consultorio para fabricar algo que haga las veces de generador de alta frecuencia y que sirva de, digamos, inmunizador contra la causa que produce esta paralización cataléptica.

Sólo quedaban dos ratas en aparente muerte rígida que el doctor guardó cuidadosamente para las demostraciones que quería llevar a cabo en la reunión que pensaba convocar. Hecho esto, se dirigió al teléfono y empezó a citar a sus colegas.

Waldron comprendió ahora para qué había servido el objeto que Fran colocara bajo su coche. Había generado, en el metal del vehículo, corriente de alta frecuencia que había transmitido sus ciclos a los cuerpos de los ocupantes del mismo.

Steve se puso a trabajar en la construcción de un generador de alta frecuencia que se alimentara por medio de baterías. El doctor, entre tanto, hablaba por teléfono con los médicos de la población o trataba de localizarlos por medio de sus enfermeras. Dado que sólo poseía dos roedores quería citar a los de su profesión a una hora que conviniera a todos. Establecido el horario y puesto en comunicación de todos, el doctor contempló a Waldron en su trabajo. Tras el primer generador, Steve construyó tres más mientras especulaba mentalmente sobre la total desaparición del cuerpo del roedor, al aplicarle una corriente directa. Dicho fenómeno coincidía con la extraña teoría de Straussman. Este había expuesto su especulación con poca convicción. Entre otras cosas, implicaba la posibilidad de una total desaparición. El mismo había desaparecido, pero nadie relacionó el hecho con sus manifestaciones. Eran demasiado absurdas y la gente no quiso creer en lo que sonaba a fantasmagoría.

Había oscurecido ya, pero el interior del consultorio estaba brillantemente iluminado. El doctor seguía contemplando a Waldron en su trabajo. Lucy le observaba también con una especie de orgullo maternal. Desde la calle llegaba hasta ellos el ruido amortiguado del tránsito rodado que, a media milla de la población, escapaba en busca de la seguridad que no podía ofrecerle Nueva York. Percibían también, con mayor distinción, los sonidos de los coches y de las personas que se movían por las inmediaciones.

- Tuve suerte - dijo Waldron, refiriéndose a la reviviscencia del ratón -. No sé porqué, pensé en el magnetismo. Según la teoría de Straussman, las ratas estarían en un estado similar al magnético. Para desimantar un imán se usa corriente alterna. Tenía esa corriente en el aparato de diatermia. Se me ocurrió que una alta frecuencia daría mejor resultado que una baja. Intuí la idea y la llevé a la práctica. El primer sorprendido al ver el resultado fui yo.

Colocó las pilas secas en el pequeño generador que acababa de construir y lo puso en funcionamiento. Era prácticamente silencioso y emitía una pequeña corriente de alta frecuencia.

Súbitamente, se oyó en la calle un tremendo impacto. A una manzana de distancia se produjo otro ruido similar. Y desde cosa de media milla llegó hasta el consultorio un fragor inconfundible para Waldron. Este era probablemente el único hombre en el mundo incapaz de no reconocer instantáneamente dicho sonido. El estrépito era causado por innumerables coches que chocaban entre sí.

Al reconocerlo, Steve levantó la cabeza y palideció. Los otros dos ocupantes del consultorio estaban inmóviles. Lucy no movió los ojos siquiera para mirarle; el doctor no hizo el menor gesto. Ambos estaban rígidos, tensos, catalépticos.

Waldron blasfemó por lo bajo. El alboroto de los encontronazos decrecía. En la calle y los alrededores se hizo el silencio más rotundo. Imperaba la misma quietud que en Newark y en aquellos puntos afectados por la «epidemia» en Manhattan. Era un silencio de muerte; peor todavía: era un mutismo de vida congelada, estática, confinada a un cuerpo petrificado.

De pronto, Steve oyó voces que se expresaban en un lenguaje ininteligible. A las voces siguieron pasos que avanzaban, con rítmica cadencia, camino de la casa del doctor. Waldron escuchó con las manos crispadas sobre el generador que acababa de construir. Los pasos se detuvieron. Lucy y el médico permanecían totalmente inmóviles. Ni siquiera respiraban.

La pequeña ciudad había sido atacada por la gente de Fran con su extraño poder paralizante. Uno de los médicos avisados por teléfono para que asistiera a las demostraciones para curar la «epidemia», había denunciado que especies animales atacados del mal habían sido introducidos en la población. Dió el nombre del facultativo que se proponía llevar a cabo dichas demostraciones y... los compatriotas de Fran Dutt se enteraron del lugar. Habían reducido la ciudad al silencio, paralizándola, para apoderarse del hombre que osara descubrir su secreto. Waldron comprendió que no sólo se llevarían al médico, sino también a Lucy y a él mismo, evitando así que se propagara la noticia de cómo contrarrestar la fulminación de su ataque.

CAPITULO IV

Waldron se puso en pie sin soltar el pequeño artificio que había construido. Sus manos apretaban el contorno con fuerza. No tenía la pistola del padre de Lucy. Se la había dado a la muchacha. La buscaría y se llevaría por delante a más de uno de los que se aproximaban. Odio y coraje se pintaban en su rostro. Bajó la vista hacia el objeto que sostenía entre sus manos. En su interior oscilaba una pequeña lengüeta de metal y creaba una chispa azulada al ir de un lado para otro. Waldron se movía, respiraba todavía, gracias a esa chispa y a las corrientes de alta frecuencia que generaba. Vió ante sí los otros generadores, gemelos del que sostenía. Se acercó al aparato de diatermia y dió la corriente eléctrica sin soltar su propio artificio. Cogió los reóforos, los aplicó al doctor y, con sumo cuidado, para evitar interferencias en su propio generador, le adjudicó una dosis de corriente.

El médico volvió en sí como si despertara de un sueño.

- ¡Quieto, doctor! - dijo Steve en voz baja -. Acaba usted de sufrir los efectos de lo que llaman epidemia. No hable alto. Acérquese a la mesa y ponga en marcha uno de esos generadores pequeños, mientras yo le cubro con la corriente de alta frecuencia.

El médico miró a Lucy y levantó la cabeza como si escuchara.

- ¡Sí! - exclamó Waldron -. ¡Es un silencio de muerte lo que nos rodea! Han paralizado toda la población. ¡Dése prisa!

El facultativo se movió como hombre acostumbrado a emergencias.

- ¡Bien! - susurró Steve -. Acerque a Lucy hacia aquí, los reóforos no alcanzan hasta donde está.

El doctor hizo lo que se le pedía, rápidamente y en silencio. Waldron aplicó la corriente, a la muchacha y ésta volvió de su letargo cataléptico. Miró a los dos hombres y trató de contener un escalofrío.

- ¡Hola! - dijo Steve, tratando de ser casual -. Acaban de congelar esta población. Recoge el generador que te entrega el doctor y ponlo en marcha.

Retiró los hilos del aparato de diatermia. Lucy continuó respirando sin notar sensación anormal alguna. La corriente de alta frecuencia no producía trastornos en los pacientes.

Waldron cerró el interruptor del aparato de diatermia con cierto recelo. Los tres con sus generadores en marcha, siguieron manteniendo el equilibrio de sus sentidos.

Los pasos que oyera Steve, volvieron a acercarse, incrementados ahora por un mayor número de pies.

- Han estado buscando el número de la casa - dijo -. Son los compatriotas de Fran Dutt, Lucy. Hemos de marcharnos con la máxima rapidez y silencio. No podemos hacerles cara. Doctor, a usted le corresponde sacarnos de aquí sin que se enteren de que estamos con vida.

Indicando, con el gesto, que le siguieran, el médico se encaminó a uno de los portillos que daba a su consultorio. Salieron a un pasillo en penumbra y descendieron por una escalera empinada. Waldron ayudó a Lucy a bajar. Finalmente, el doctor descorrió unos cerrojos y abrió, con infinita precaución, una puerta que comunicaba con el exterior. La frescura del aire nocturno acarició sus rostros. Tras ellos, y esta vez en el interior del edificio, oyeron fuertes pisadas que se precipitaban por el pasillo superior. Cerrando la puerta tras de sí, se adentraron en la noche con la mayor rapidez.

Por doquier se veían los estragos causados por la paralización que azotaba la pequeña ciudad.

Los faroles seguían encendidos y por las ventanas de las casas salían raudales de luz. Ningún ser humano se movía. Los fugitivos miraron por un ventanal y vieron a una familia entera sentada a la mesa, a punto de comer, cual si fuesen muñecos colocados en un escaparate. Pasaron rozando un coche parado con el motor en marcha, ocupado por dos personas jóvenes. Ella acababa de sentarse al lado de su novio, quien la había recibido con un beso. La paralización les había sorprendido en este acto y seguiría besándola hasta...

Más adelante, a buena distancia de la casa que habían abandonado, vieron a una mujer sentada en el pórtico de su humilde morada, acunando en sus brazos a una criatura. La madre permanecería arrullando a su hijo a través de la noche y durante días y noches sucesivas.

Ante ellos había otro coche aparcado, éste sin ocupantes. Waldron abrió la portezuela y miró en su interior.

- La llave está puesta en el contacto - dijo -. Precisamente lo que necesitábamos, doctor.

Subieron al vehículo y Waldron puso el motor en marcha. El zumbido de la máquina se dejó oír apenas. No fué preciso encender los faros, pues sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, a pesar de lo cual, tuvo que frenar repetidas veces para evitar arrollar bultos y formas yacentes en plena calle, cuyas siluetas informes no se discernían hasta estar casi encima de ellas.

Steve sabía que las formas eran de seres humanos y que a pesar de su condición, en su interior latía un hálito de vida.

Finalmente, en las estribaciones de la población, hallaron un puesto de gasolina profusamente iluminado, cuyos servidores habían estado escuchando la radio. Esta funcionaba a pleno volumen. Parado al lado de la bomba, había un gran turismo negro, vacío. Sus ocupantes habrían ido a estirar sus piernas o a apagar su sed, ya que en el lugar existía un pequeño quiosco de bebidas. Cerca de él, Waldron vió un grupo de personas tumbadas en el suelo. A una de ellas le sobrevino la paralización en el momento de soltar una carcajada y así había quedado.

- Nos apropiaremos de este automóvil - dijo Waldron con voz inflexiva -. Perseguido como me veo, por ambos bandos, necesito un vehículo rápido. Usted, doctor, quédese con éste que nos ha traído hasta aquí y diríjase a Nueva York. Lléguese a un hospital y devuelva a su estado normal a unas cuantas víctimas. ¡A ver si así alguien le cree! Es preciso convencer a las autoridades de que lo que nos ataca no es ninguna clase, de epidemia. Haga que fabriquen un buen número de generadores de alta frecuencia para...

Waldron vió sus instrucciones interrumpidas por la voz del anunciante de la radio que decía:

...Durante catorce horas no ha habido noticias de que haya aumentado el área de los puntos infectados de Manhattan. Desgraciadamente no podemos decir lo mismo de Newark. El espacio atacado por la epidemia en dicha ciudad ha triplicado su tamaño. La primera expansión tuvo lugar a primera hora de la mañana y engolfó a un grupo sanitario del ejército. La segunda ocurrió al anochecer. Las víctimas causadas por esta nueva ola de toxicidad fueron unos periodistas que se creyeron en zona de seguridad. No obstante haberse, instituido todas las medidas precautorias posibles...

¿Se da usted cuenta - apuntó el doctor - hablando con Waldron - de que ningún Médico ha asegurado que lo de Newark sea una epidemia?

La voz de la radio continuaba:

...hay esperanzas de que la violencia de la epidemia decrezca, cosa muy frecuente en este tipo de enfermedades. Afectos a la administración sanitaria han dado a entender que pueda ser artificial...

- ¡Hombre! - exclamó Waldron - ¡Al fin se les ha ocurrido tener sentido común!

...dado que se sabía que Steve Waldron, el individuo que ha introducido el virus en Nueva York y causante de las desgracias ocurridas en Manhattan, estaba llevando a cabo investigaciones antibióticas. Se teme que haya podido producir una mutación rápida de algún organismo conocido, convirtiéndolo en el agente destructor que infecta los lugares donde reina ahora el silencio y la muerte. Es posible que haya perdido el juicio y esparcido los cultivos deliberadamente. La Dirección de Sanidad no se hace solidaria de esta opinión, pero ha dado órdenes tajantes tendentes a la detención del culpable. Los datos, descripción y facsímiles fotográficos de Steve Waldron han sido enviados a las comisarías policíacas de catorce estados. Se le debe arrestar, si es posible vivo para someterlo a interrogatorio. Pero a toda costa, se debe evitar que siga...

- Me precipitaba - dijo Waldron con pesadumbre -. Quisiera saber quién está a la, cabeza de los asuntos sanitarios. Cuídese, doctor. No diga que me ha visto siquiera. Reanime esos cuerpos que van a enterrar con vida, - vea que otros de su profesión hagan lo mismo y haga que corra la noticia.

- Lo haré - dijo el aludido, muy serio -. Trataré de llegar a Nueva York lo antes posible... ¿Viene conmigo la señorita Blair?

Waldron guardó silencio.

- No, no, gracias - dijo Lucy indecisa y preocupada -. Saben que voy con Steve. Me tomarían por apestada y me encerrarían... Steve y yo...

- Tiene usted razón - dijo el médico pesaroso -. Voy, pues, para allá. Hasta pronto.

Puso en marcha el primer coche robado y desapareció en la oscuridad de la noche, camino de Nueva York. Waldron, entonces, entró en el puesto y recogió todas las baterías que pudo encontrar, así como el material que precisaba para construir más generadores de alta frecuencia. Esperaba fervientemente que el doctor viera su gestión coronada por el éxito.

El doctor James Armsted alcanzó las afueras de Nueva York momentos después que la noticia de que la población de donde provenía había sido afectada por la «epidemia». Ante esta nueva el pánico de la gente aumentó considerablemente, momento que coincidió con la llegada del doctor a los arrabales de la gran ciudad. Al ver a un hombre solo, en un vehículo, la turba se lanzó contra él con frenesí de alienados. Le sacaron del coche a golpes y le dejaron, sin sentido, al borde del camino. Luego, continuaron luchando entre sí por la posesión del preciado premio a su felonía.

Lucy y Waldron, entre tanto, avanzaban, lentamente y en silencio, con los faros del turismo apagados, por un camino que había de alejarlos de la atmósfera emponzoñada de la población que abandonaban. Sólo usaban las luces piloto. Al cabo de unas millas, Steve se aventuró a encender las luces de cruce y aumentó la velocidad. Mantuvo ésta hasta que vió cruzar la carretera a un conejo, asustado por el brillo de los focos. Comprendió entonces que se hallaba fuera de la zona afectada y esto calmó sus temores con respecto al desgaste de las pilas que alimentaban los generadores que les protegían.

- Hemos salido del área de peligro - dijo y, al no recibir contestación de la muchacha, preguntó -: ¿Qué sensación notaste al quedar paralizada?

- Ninguna - repuso Lucy, -. No me di cuenta de nada. Recuerdo haber estado viéndote manipular unos alambres v, cuando menos lo esperaba, me encontré en brazos del doctor y tú me aplicabas algo a las piernas. Fué como en un abrir y cerrar de ojos. No experimenté lapso de tiempo alguno.

- ¡Menos mal! - exclamó Waldron -. Temí que toda esa gente petrificada pudiera ver, oír y sentir, en cuyo caso más les hubiera valido estar verdaderamente muerta. Mas, siendo como dices, no se enterarán de nada hasta volver en sí. ¡Hemos de dar gracias que así sea!

Aminoró la marcha y se acercó a la cuneta, mirando a los lados del camino.

- ¿Qué buscas? - preguntó la muchacha.

- Un lugar adecuado para ocultarnos. Las pilas que tenemos van bien, gracias a ellas nos hemos salvado, pero son provisionales. Quiero conectarlas al acumulador, mientras estemos en el coche, para no gastarlas. Las necesitaremos cuando vayamos a pie. Además, estás cansada.

- Más debes estarlo tú - repuso Lucy solícita.

Steve encogió los hombros. No tenía sueño sino abatimiento. Empezaba a sentir ese entumecimiento que produce una gran fatiga muscular. Había vivido en constante tensión desde que saliera de Newark.

Frente a ellos, al borde del camino, se abría un sendero que conducía al bosque que bordeaba la carretera. No se veían en él señales de paso frecuente y Waldron metió el coche por la vereda para esconderse entre el arbolado.

- ¡Bueno! - dijo cuando tuvo el turismo en la posición deseada -. Creo que aquí estaremos a salvo, por algún tiempo. Voy a revisar nuestros salvavidas y, después, intentaré dormir lo que queda de noche. Acomódate en el asiento trasero y trata de hacer lo mismo.

Lucy se trasladó a la parte posterior del vehículo y se arrellanó en el lugar indicado por Steve. Éste apagó los faros y trabajó en los generadores bajo la insuficiente claridad que emanaba del tablero de mandos del coche.

Durante un buen rato, el silencio fue turbado únicamente por los susurros de la brisa nocturna al pasar por entre las ramas de los pinos. Lucy permanecía quieta sin poder conciliar el sueño mientras Waldron fijaba alambres y ajustaba contactos. De vez en vez se oía un ligero zumbido que provenía de los generadores, al ser probado su funcionamiento.

Lucy se movió inquieta en su asiento. Transcurrió algún tiempo más durante el cual Waldron siguió trabajando silenciosamente. Lucy no pudo contener una pregunta que rondaba su mente desde largo tiempo.

- Steve... - dijo -. No hemos vuelto a hablar de papá. ¿Qué crees que pueda haberle sucedido?

- Está en el suelo patrio de Fran Dutt - repuso Waldron -. Fran dijo que estaba bien y me inclino a creerlo.

- Pero... ¿dónde es eso...? ¿Qué país es?, ¿dónde está...?

Waldron frunció el entrecejo. Rascó las coberturas de unos alambres... que manejaba y los unió enrollándolos entre sí.

- No es cosa fácil de explicar - dijo, lentamente -. Tu padre estaba investigando puntos de la teoría de Straussman, aparecida hará unos treinta años. En aquel entonces todos los hombres de ciencia del mundo se rieron de él porque expresó el concepto de que dos cuerpos u objetos podían estar en un mismo sitio a la vez. La compenetración es filosóficamente posible, pero, dijeron: de eso a considerarla físicamente realizable, media un abismo de estupidez. Cuando Straussman alegó poseer pruebas experimentales y estar dispuesto a mantener su aserto, volvieron a reírse y le ignoraron. Straussman desapareció. Se desvaneció en el aire. A nadie le importó su extravío. Su teoría permaneció en la oscuridad durante años hasta que, recientemente alguien, no recuerdo quién, cayó en la cuenta de que dicha teoría anticipaba datos interesantísimos con respecto a la mecánica de las ondas. Entonces se supuso que, a fin de cuentas, el hombre no era tan estúpido. Pero no creo que se haya logrado entender totalmente su enrevesada lucubración.

- Recuerdo que papá dijo otro tanto. Estudiaba unas fórmulas que no lograba comprender del todo.

- ¡Precisamente! Tu padre investigó la teoría y publicó una memoria sobre sus trabajos. Fué entonces cuando apareció el brillante Fran Dutt, admirado de los conocimientos del maestro, ¿recuerdas? Y tu padre le admitió como ayudante de laboratorio.

- Ofreció sus servicios a cambio del privilegio de trabajar con papá. Dijo que quería especializarse en la investigación científica y que la labor de papá, entonces, era poco trillada y muy indicada para empezar su carrera de investigador.

- ¡Claro! - exclamó Waldron irónico. Le movía el más puro de los ideales, como hemos tenido ocasión de ver. ¡Le enviaron aquí para que espiara la labor de tu padre!

Ajustó algo con unos alicates y prosiguió:

- En la pared de tu casa, hay un espejo. Si miras en él, verás otra salita en el lugar que ocupa la primera.

- Veré la reflexión - aclaró Lucy -. La misma sala reflejada en el espejo. ¿Qué tiene que ver esto con mi padre?

- Lo comprenderás en seguida. Dices que es una reflexión, y no otra habitación, porque no puedes introducirte en el espejo... El efecto del reflejo no se apropia de las cosas que muestra y por lo tanto no puede ser real. ¿Verdad? Imagínate, por un momento, que afectara cuantas imágenes absorba su plano. Entonces, aunque no pudieras entrar en ese plano, sería real, ¿no crees?

Lucy levantó las cejas y arrugó la frente.

- Sí..., supongo que así será - admitió dudosa -. Pero no comprendo...

- Straussman expone - atajó Steve -, que el hecho de que no podamos tocar una cosa, no quiere decir que no exista. Hay montones de cosas que no vemos y, sin embargo, sabemos que existen. La prensa que tira los periódicos de la mañana, el transmisor de televisión, de donde vienen los programas. La estrella compañera de Sirio. No vemos estas cosas y la última no puede ser vista. Pero, por sus efectos, inferimos sus existencias.

Lucy se movió incómoda.

- Existen efectos todavía inexplicados - prosiguió Waldron -. Como la dificultad en calcular la posición exacta de la Luna. La conocida anomalía de la órbita de Mercurio. Y muchos más si nos adentramos en el complejo mundo de las ondas. Straussman sugirió que estos efectos eran como la reflexión del espejo. Respondían a la materia, a la cual no se podía llegar, ni tocar, de una manera física ordinaria. Podríamos decir que es materia de otro plano dimensional, aunque en realidad no sea así. Straussman habló también de polaridades atómicas y de los planos de rotación de los electrones. Consideraba que todos los átomos de un trozo de materia dada, deben tener todos sus polos en la misma dirección, so pena de que pierdan su cohesión; es decir, tienen que estar encarados hacia el mismo oriente, como un pelotón de soldados que hiciera ejercicios de instrucción. Si no es así, su esfuerzo, en vez de ser organizado, es anárquico.

- Pero, Steve, ¿qué tiene que ver todo esto con papá...?

- ¡Mucho! Justo antes de desaparecer había trabajado en experimentos tendentes a demostrar si Straussman tenía o no razón. Si éste no se había equivocado, y tampoco estaba loco, su dichosa teoría mostraría la existencia de más de un tipo de materia. Probaría que hay por lo menos tres, seis, probablemente dieciocho, o posiblemente cincuenta y cuatro clases distintas de tierra, aire, agua y, por supuesto, fuego.

Lucy guardó silencio.

- Como un pelotón de soldados - continuó Steve -. En formación. Naturalmente no forman parte del sistema que está orientado hacia el norte. La tendencia de algunos es hacia el oeste. Unos pueden pasar a través de otros. Algunos están tumbados en el suelo, mirando hacia arriba. Si la separación entre las unidades es suficiente y los átomos de substancias sólidas mantienen entre sí una distancia relativa comparable a la de las estrellas ni tan siquiera se verían, al cruzarse los unos con los otros. Cambia los soldados por átomos, los polos atómicos por orientación y haz que los referidos polos tengan distintos puntos de atracción y entonces, según Straussman, comprenderás que las dos, tres o diversas clases de materia existentes no verán sensiblemente alterado el influjo entre sí, a no ser que una se acercara demasiado a la otra. Materia de una orientación dada podría pasar a través de otra, cuyos polos mirasen en dirección distinta. ¡La distancia entre los átomos es enorme! Si estuviéramos formados por una de esas materias, podría pasar a través de nuestro cuerpo una bala de cañón, sin que lo notáramos.

- ¿Quieres decir? - intentó especificar Lucy, tratando de comprender las explicaciones de Waldron -, que sería como una de esas cuartas dimensiones a que hacen referencia las novelas? ¿Que hay otro mundo en el mismo espacio que ocupa el nuestro?

- Según Straussman tendría que haber otro mundo en nuestro ámbito universal. Aunque un planeta estuviese formado de una materia única, la presión central sería tan grande que algunos de sus átomos se verían estrujados y obligados a adoptar otra orientación. Esto daría lugar - en cierto modo - a otro mundo. Si la presión aumentara, algunos de esos átomos volverían a cambiar de posición en busca de espacio. Y así habrían fuerzas que crearían mundos diversos, cuyos átomos buscarían distintos frentes para poder subsistir. Se presume que los soles y planetas extrapesados arrastran consigo por el espacio un gran número de compañeros de distinta orientación atómica. Así es como se explica Straussman el exceso de masa de la Tierra con respecto a la gravedad específica de la materia de que está hecha. La estrella compañera de Sirio viene a ser un ejemplo de lo que quiero decir. ¿Comprendes?

- Recuerdo haber oído hablar a papá de algo semejante - repuso Lucy desconcertada -. Pero no entendí, ni entiendo, una sola palabra de todo ello. ¿Qué tiene que ver esto con su desaparición?

- ¿Recuerdas los ratones? - preguntó Waldron, y sin esperar contestación prosiguió -: Tenían cambiada la dirección de sus polos atómicos. Los átomos habían sido despolarizados artificialmente, y cuando recibieron una corriente eléctrica directa, desaparecieron. No se evaporaron para convertirse en nada, sino que se fueron hacia un lugar irreal para nosotros, pero muy verdadero para el mundo de donde proviene Fran Dutt. Al suministrar una dosis eléctrica a esos cuerpos, completé el cielo de alteración de los polos de sus átomos. Tu padre debió de entrar en ese mundo fantástico de la misma manera. Le paralizaron aquí para hacerle desaparecer de este mundo y reavivarlo en ese que ocupa el mismo ámbito que el nuestro y que, normalmente, no podemos ver. Debían necesitarle allí.

Fran dijo que estaba vivo y bien. ¡Razones tenía para saberlo! A él le trasladaron a la inversa; es decir, de su mundo pasó al nuestro y probablemente esté en contacto directo con los suyos...

- Pero... - interpuso Lucy confusa -. ¿Otro mundo...? ¿La cuarta dimensión?

- Últimamente han desaparecido varios científicos de renombre - continuó Waldron - que habían llegado, casi, a desenmarañar puntos fundamentales de la teoría de Straussman. Esto resultaba peligroso para nuestros vecinos inmediatos y, por lo tanto, los raptaron. He logrado crear un aparato que, de ahora en adelante, evitará que se repitan estos raptos. Cuando desenmascare a Fran y a los suyos, demostrando que ellos son los causantes de las catástrofes ocurridas, estaremos en posición de usar su mismo truco a la inversa. Entonces podremos invadir lo que llaman su suelo patrio y darles su merecido por lo que intentan hacer con nosotros.

Lucy no contestó ni cambió de posición. Transcurrido un rato se inclinó hacia el asiento delantero y dijo:

- No entiendo nada, Steve, pero si tú dices que vas a hacer una cosa la harás. De eso estoy bien segura... ¿No quieres... no vas a darme un beso?

Waldron levantó la cabeza y le dió un beso.

- Vuelve a tu sitio y descansa - ordenó con fingida severidad.

Reanudó su tarea, manejando alambres y pilas en espera de que la muchacha conciliara el sueño. Con algunas de las piezas cogidas del puesto de gasolina, construyó otros dos generadores. La respiración de Lucy se tornó regular y acompasada. La noche y sus sonidos envolvían ahora al turismo y sus ocupantes. Waldron abrió la radio del coche, dió muy poco volumen y escuchó con la oreja pegada al altavoz.

...treinta mil víctimas más. Se considera que la epidemia ha estallado debido a la brusca mutación de bacterias cultivadas por Waldron en sus trabajos con antibióticos. Él es inmune y procede como un loco sembrando muerte y desolación a su paso. Fuentes oficiales reclaman su inmediata detención a cualquier precio. Se han cursado órdenes para que se le cace como a un animal salvaje, si ello fuera preciso...

Waldron encogió los hombros y cerró la radio.

CAPITULO V

A las diez de la mañana siguiente, la semejanza entre Waldron y un animal dañino estaba grabada en las mentes de la mayoría de las personas que escucharan o se enteraran del boletín de noticias. Los partes aseguraban que era el único responsable de la más tremenda catástrofe que azotara a la humanidad en toda su historia.

Para Waldron, resultaba obvio que el médico que le prometiera llevar sus conocimientos a Nueva York, no lo había hecho.

A media milla de donde había escondido el coche pasaba una amplia carretera repleta de vehículos de todas clases que trataban de llegar al norte, sin que, entre coche y coche, se viera un espacio superior a veinte centímetros. Los caminos vecinales se habían convertido también en rutas de escape. El turismo avanzó por una de ellas. Todas las vías de comunicación estaban coronadas por un dosel de efluvios de gases de escape y aceite quemado, cual si el mismo aire se hubiese contagiado del temor que dominaba a los tránsfugas y quisiera demostrarlo.

Waldron había intentado telefonear desde una granja abandonada. El individuo con quien habló quiso alargar la conversación en desesperado intento de entretenerle para que no abandonara el teléfono. Pero el ardid no surtió efecto... Waldron volvió al coche y escapó del lugar a toda prisa. Minutos después apareció una escuadrilla de aviones que bombardearon la granja y cuanto a su alrededor pudiera servir de escondite. Cuando los aparatos volvieron a pasar por el paraje, en vuelo rasante, para observar el resultado de sus impactos, el turismo y sus ocupantes estaban a mucha distancia de allí. Waldron paró el coche a cubierto de unos árboles y dijo a Lucy:

- Mira a ver si vislumbras a esos pajarracos. Si les vemos, también nos pueden ver ellos a nosotros.

Lucy se apeó del coche y salió a descubierto, desde donde escudriñó el cielo. Se oyeron nuevas explosiones a lo lejos. Los aeroplanos bombardeaban todas las casas deshabitadas de los contornos en desesperado intento de matar a Waldron en una de ellas. Lucy volvió al vehículo intensamente pálida.

- Están por detrás de aquella colina alta - dijo.

- Quizá logremos seguir viviendo. Vamos a tratar de unirnos a esa migración - rezongó Steve, indicando con la cabeza la apretada columna de tránsito que circulaba por una carretera próxima.

Lanzó el coche hacia el camino sin dejar de tocar la bocina. Los fugitivos le vieron acercarse a ellos a velocidad de vértigo, pero nada podían hacer. No había espacio suficiente entre los vehículos para dejarle sitio en la carretera. Waldron no aminoró la marcha. La algarabía de bocinazos de los doblemente asustados conductores, obligaron a los coches que iban en cabeza a que se apretaran más los unos contra los otros. Waldron frenó el turismo a dos pasos de la carretera. Esto obligó a que unos automóviles frenaran también para evitar el encontronazo y otros aceleraran, empujando a los que iban delante, para escapar de él. Esta táctica desesperada le valió a Waldron un pequeño sitio en la carretera por donde introducir las ruedas delanteras del turismo. Metió el morro del coche en la riada de vehículos, dando a escoger a los demás conductores, que le embistieran y estropearan sus propios coches a la vez que el suyo, o que le admitieran, como buenamente pudieran.

Le apostrofaron acerbamente y el turismo no salió muy bien parado de la aventura, pues tuvo que empujar y rozar otros coches para hacerse sitio. Pero estaba en la hilera de tránsito, y Waldron y la muchacha respiraban los mefíticos gases que de ella se desprendían.

A un lado de la columna sonaron aterradoras explosiones y un gran edificio, de una sola planta, voló en mil pedazos. La escuadrilla acababa de bombardear la última casa de campo, donde posiblemente pudiera estar Waldron.

Terminado el bombardeo, los aviones sobrevolaron varias veces la carretera atestada. Steve sabía que si los pilotos hubieran sospechado, tan sólo, que él iba por ella, no hubieran dudado en arrasarla.

- Cuando los seres humanos - dijo -, nos apoderamos de una idea, la llevamos hasta extremos inconfesables.

No hizo ningún comentario más. El vehículo que avanzaba a su izquierda era un viejo coche de alquiler, abarrotado de hombres y mujeres asustadas, incluyendo a una que llevaba a su hijo en brazos. Delante de ellos había un camión de reparto lleno de negros. Al lado del camión se movía un pequeño turismo con siete personas en su interior. Aparentemente perdida entre el tránsito, se veía una motocicleta con remolque donde iban una mujer y tres niños.

Un camión de gran tonelaje, cargado con trebejos domésticos y una familia que nada tenía que ver con la sociedad a la que pertenecía el vehículo, avanzaba asomando torpemente su mole por entre el desconcierto. Detrás del camión iba una limousine en cuyo interior viajaba una pareja de pelo ya cano; el asiento anterior estaba ocupado por criados vestidos de librea. El lacayo que se sentaba al lado del conductor sostenía entre sus rodillas una carabina de repetición.

Pero a pesar de la aparente confusión, los vehículos avanzaban por la carretera, en cuatro hileras ordenadas. Waldron descubrió que la suya iba más de prisa que la que tenía a su lado. Pronto vió la causa de ello. Un coche viejo, de estilo ya olvidado, retenía el avance de la fila inmediata. De su radiador salía una columna de vapor y el motor estaba parado. La ruina mecánica seguía moviéndose porque la empujaba, muy a pesar suyo, el coche que le seguía. La horda fugitiva seguía su éxodo en un avance que era perentorio. Siguieron avanzando de esta manera durante horas incontables, sin poderse apartar los unos de los otros. La velocidad máxima no rebasaba las cinco millas por hora. Poco después del mediodía, Lucy se acordó de que no habían ingerido bocado. Pidió a Steve su cortaplumas y con él logró abrir una lata de fruta en conserva que habían cogido del quiosco que había en el puesto de gasolina. Dió de comer a Waldron mientras éste conducía. Otros conductores eran alimentados de la misma manera. La tensión a que se veían sometidos hombres y máquinas era excesiva. Los motores se recalentaban y algunos llegaban a incendiarse. Entonces había que apartarlos de la carretera, como fuese, para evitar un mal peor.

Súbitamente las cuatro hileras empezaron a ganar velocidad. La carretera, por fin, se abría en varios ramales y los coches salieron disparados en direcciones diversas, según el deseo de sus ocupantes. El embotellamiento había terminado tras interminables horas de agonía, durante las cuales el avance había sido de paso de tortuga.

Waldron conectó la radio del coche.

- Sé lo que tengo que hacer - dijo -. No obstante, quiero enterarme de los acontecimientos.

Las emisoras radiaban un programa musical. Waldron apartó el turismo de la carretera y paró el motor. Aquí no había dificultad en volver a ella. Las máquinas pasaban ante ellos rugiendo de alegría por encontrar el camino abierto y libre de trabas.

La música cesó de tocar y una voz dijo:

...He aquí nuestro boletín informativo. No se da como cierta la exterminación de Waldron y, por lo tanto, no puede asegurarse el fin de los focos epidémicos. Esta mañana Waldron intentó ponerse al habla con las autoridades; balbució palabras incoherentes sobre el modo de reavivar las víctimas. Al tener noticias de su paradero aproximado, una escuadrilla de aviones bombardeó la granja desde donde se supone telefoneaba, así como otras de los alrededores, previamente evacuadas. Dos automóviles que se movían en dicha área fueron atacados también. Se ha sabido que uno de ellos iba ocupado por una partida de saqueadores. Los ocupantes del otro no han sido identificados todavía. Se tiene la esperanza de que Waldron haya dejado de existir, único modo de evitar la extensión del azote que nos ha tocado en suerte vivir durante estas horas amargas. Se han retirado a segunda línea los cordones sanitarios alrededor de los puntos afectados para dar paso a fuerzas militares...

- De ahora en adelante todo va a ser mucho más difícil, Lucy - dijo Waldron -. Como ves siguen aferrados a su estupidez. Te dejaré en alguna estación ferroviaria. Tengo algún dinero y no quiero arrastrarte al peligro. Puedes coger un tren y alejarte hasta donde te lleve la cantidad que...

- ¡No! - exclamó la muchacha con firmeza -. Sólo tengo a dos personas en el mundo. Mi padre y tú. Él está vivo entre sus captores que, además, son los causantes de las monstruosidades que hemos visto. Tú, ¿no comprendes, Steve, que si algo te ocurriera a ti, la vida no tendría significado para mí?

- No creo que la vida tenga gran significado para nadie si no se pone coto a las actividades de los compatriotas de Fran. Él quería que fueses al Oeste, ¿recuerdas? Es probable que intenten paralizar todo el Este. Y Fran... Steve frunció el entrecejo -. Si los suyos saben que estás conmigo, lo cual no es improbable, harán cuanto puedan por llevarte con ellos. Fran arriesgó su vida y la de su familia para evitar que eso sucediera. Haz lo que te parezca, pero mi consejo es que vayas al Oeste, cuanto más al Oeste, mejor.

- ¡Me quedo! - dijo Lucy, decidida -. Donde vayas tú, iré yo. Y si te... te matasen...

Su voz se convirtió en un sollozo. Waldron cogió una de sus manos con emoción.

- Eres una mujer estupenda - dijo, y cambiando de tono añadió -: Lo que necesitamos, primero de todo, es gasolina y aceite. Luego, tendremos que forzar el doble cordón que rodea Newark, al anochecer. Vamos a introducirnos en la boca del lobo a ver qué es lo que se puede hacer para asfixiarlo.

Puso el motor en marcha y ganó la carretera. El tránsito por ella seguía siendo intenso pero espaciado y no era ya obstáculo a la velocidad. Una milla más atrás, empero, no era así. Allí los vehículos se veían obligados de avanzar a paso de caracol.

Tres millas más adelante encontraron un puesto de gasolina y en él compraron lo que necesitaban.

Waldron indagó cómo llegar al puente de Bear Mountain, que cruza el Hudson.

Descendieron a la ciudad de Peekskill y hallaron en ella una atmósfera de agitación e inseguridad. Estaba a bastante distancia de los mal llamados focos epidémicos, pero el tránsito desusado que pasaba por sus calles y la razón de ello, había inquietado a los habitantes. Waldron atravesó las colinas de la Reserva y descendió para volver a cruzar el puente voladizo, hacia el lado de Jersey, donde el movimiento rodado volvió a ser más compacto. Parecía que todos los moradores de la localidad huyeran de ella. Hubiera sido imposible intentar dirigirse al Sur por el camino que bordeaba el río. Todos los coches que circulaban por él llevaban dirección Norte.

Waldron condujo el turismo hacia el interior, evitando las rutas que llevaban directamente a Newark. No quería llamar la atención. Pocos coches seguían la misma trayectoria.

Los boletines de noticias no decían nada nuevo con respecto a los puntos atacados. Daban detalles del éxodo de la población de Nueva York. Anunciaban también, que un joven bacteriólogo había logrado aislar el germen responsable de la epidemia. Habían sido detenidos varios individuos que ofrecían brebajes que, garantizaban, eran antiepidémicos. Estos dudosos caballeros entregaban sus «específicos» a cambio de cinco dólares por frasco. Aseguraban que la bebida inmunizaba contra bacterias de toda clase o tipo de epidemia, conocida o por conocer.

Volvieron a hacer mención de Waldron. Gente llevada por la histeria había creído reconocerlo en siete lugares distintos. Para los asustados moradores de la ciudad Steve Waldron y Satanás eran una y la misma persona. Tres de los infelices confundidos con él fueron linchados sin miramientos. Los otros cuatro se hallaban en el hospital.

En Nutley, Waldron tuvo que detener el coche ante las perentorias indicaciones de un soldado, que quería saber adónde se dirigía. Conocedor del terreno en que se hallaba, Steve pudo contestar satisfactoriamente a las preguntas y no despertó las sospechas del celoso infante, quien le advirtió de los límites de seguridad establecidos por los contornos.

- La tropa tiene orden de disparar contra cualquier persona de comportamiento dudoso - dijo al despedirles -. Tengan cuidado.

No iba a ser fácil forzar el bloqueo de Newark.

Reemprendieron la marcha y, a poco, pasaban ante una tienda abierta a despecho de la cercanía del peligro. Steve compró en ella unas hojas de papel y sobres. Escribió un mensaje en una de ellas y firmó su nombre al pie.

Un cuarto de hora más tarde volvieron a ver interrumpida su marcha por otro soldado que, ante una valla, cerraba el camino.

- Las personas civiles no pueden pasar de aquí - dijo -. Tendrán ustedes que volver atrás.

- Traigo una carta para el comandante del puesto - dijo Waldron con naturalidad. Es del alcalde de Nutley. No sé su contenido, pero parece ser que es de suma importancia.

Waldron buscó y sacó un sobre para mostrárselo al centinela.

- Pase - dijo éste apartando la valla -. A cosa de inedia milla de aquí encontrarán otra valla como ésta, de la que pende un farol rojo. El otro lado de ella es terreno infectado. Conque, vayan despacio y alerta, porque hay órdenes de «liquidar» a los que entren en ese territorio y luego quieran volver a salir.

- ¡Claro! - exclamó Waldron, volviendo a poner el coche en marcha.

Lucy, nerviosa, se aferró a su manga. Pronto vislumbraron la ciudad de Newark, sobre la que se extendía una ligera neblina de color grisáceo. Waldron vió una luz roja en medio de la carretera y se acercó a ella. A la derecha del camino, las llamas de una fogata acentuaban las sombras que se cernían ya sobre la tierra. Soldados con equipo de campaña corrieron a su encuentro.

- ¡Oficial de guardia! - gritó Waldron - ¡Tengo una carta para él!

- ¡Voy allá! - repuso un teniente, levantándose de la vera del fuego. Se acercó al coche, cogió la carta que le tendía Waldron y volvió al lado de la hoguera para leerla con mejor luz. Al ver la actitud de su jefe, los soldados se desentendieron del coche y sus ocupantes. No había necesidad de arrestar a nadie. El motor del turismo estaba todavía en marcha, si bien en punto muerto. Con un movimiento rápido, Waldron encajó la marcha y lanzó el vehículo, con el acelerador a fondo, contra la valla. La derribó y momentos más tarde se precipitaba por el área prohibida. Encendió los faros y los volvió a apagar instantáneamente. Esto le permitió ver bastante trozo de carretera para no tener que aminorar la velocidad.

Tras él dejó a un destacamento estupefacto por lo que acababan de presenciar. Instintivamente, todos los hombres miraron a su jefe en espera de órdenes y vieron que éste tenía la vista fija en la carta, cuyo sobre terminaba de rasgar, tal que si contemplara a una víbora ponzoñosa. La sangre se le había helado en las venas.

Quiso hablar y emitió un sonido ronco e incomprensible. Soltó papel y sobre que fueron a caer entre las llamas y se frotó las manos febrilmente contra el pantalón.

- ¡Ese era Waldron! - logró gritar finalmente -. Vuelve al centro de la epidemia...

No había leído la carta siquiera. Como la mayoría de las personas que reciben una misiva, leyó primero la firma y eso le bastó; ¡Steve Waldron!

Un espeluznante escalofrío le recorrió la espina dorsal. Instantáneamente pensó que este sería el modo que usaba Waldron para diseminar la epidemia. Al abrir la carta se esparcían las bacterias, los microbios, y daban lugar a otro foco de infección. El teniente vió cómo el fuego devoraba los trozos de papel y deseó fervientemente que hicieran otro tanto con los gérmenes que, estaba seguro, contenían.

En realidad, en la carta no iba otra cosa que instrucciones para reavivar a las personas afectadas por la paralización colectiva. Mas, como estaba firmada por Waldron, no había sido leída y debido a ella cientos de miles de personas seguirían tiesas e inmóviles, muertas a todos los efectos.

Los fugitivos volaban camino de la silente ciudad. A una señal de Waldron, Lucy puso en marcha los pequeños generadores de alta frecuencia que habían de ser su única defensa frente a lo desconocido. Las sombras se convertían rápidamente en oscuridad. A medida que se acercaban a Newark, Steve, disminuyó la velocidad. El coche avanzaba ahora muy despacio, para evitar que zumbara el motor. De pronto, al llegar a la altura de las primeras casas, el turismo arrolló un bulto tirado en la carretera. Waldron frenó y se aseguró de que llevaba el revólver. Cogió a Lucy de la mano y descendieron del vehículo.

No hay oscuridad mayor que la de una población con todas sus luces apagadas. Atento a la proximidad de los edificios, Waldron se había olvidado de los seres humanos que yacían por todas partes. Creyó entrar en una ciudad de pesadilla, sensación que aumentó a medida que se adentraban en ella, camino del centro. Una neblina, ahora incolora, les rodeaba por todos lados, haciendo difícil la visibilidad. Pero, por encima de aquélla, dominaba el silencio. No se percibía el más insignificante sonido, lo que les obligaba a adelantar con extrema atención. Era una quietud horripilante entre la que se agazapaba una terrible amenaza. Lucy estuvo a punto de lanzar un grito de espanto cuando tropezó con el cuerpo rígido de un hombre que, con los ojos abiertos, miraba insistentemente a lo que no podía ver.

- ¡Chitón! - murmuró Waldron, ayudándola a serenarse.

De algún lugar ante ellos provenía una apagada vibración. Era más bien un retemblar que flotaba en la atmósfera. Adelantaron furtivamente hacia el sonido. Doblaron una esquina y vieron que, entre la oscuridad borrosa, se movían siluetas humanas. Oyeron, más claramente, un amortiguado zumbido de motores. Un gran camión se alejaba de allí, para dar paso a otros. Se movía lenta, pesadamente. Había también cientos de hombres trabajando en algo indescifrable. Al pronto se encendió un foco, para marcar el camino que debía seguir uno de los camiones, y volvió a apagarse inmediatamente. El rayo de luz duró solo unos instantes, pero fueron suficientes para que Waldron viera de lleno a uno de los componentes del grupo. Su aspecto era raro e increíblemente extrahumano.

De pronto Waldron oyó un roce tras de sí y una voz imperiosa que emitía palabras de mando, ininteligibles. Giró, rápido, sobre sus talones y vio ante él la silueta corpórea de uno de los compatriotas de Fran. El recién llegado volvió a carraspear en su desconocida lengua. El tono de sus palabras era de intimidación, la situación se presentaba difícil pues, a poca distancia, estaba el grueso de sus compañeros.

CAPITULO VI

Waldron, cogido por sorpresa, no supo que hacer. Cruzó un dedo sobre los labios y siseó, forma universal de reclamar silencio.

Es totalmente imposible tratar de adivinar lo que pasó por la mente del aparecido. Bajó la mano - en la cual sostenía, posiblemente, un arma - y adelantó la cabeza para ver mejor las facciones de quien, en la oscuridad, le conminaba a no hacer ruido. En aquel instante, el puño de Waldron salió disparado, llevando en sus nudillos toda la fuerza que pudo reunir su musculatura. No había luz suficiente para medir distancias pero el golpe, afortunadamente, dió de lleno en la mandíbula de su adversario quien retrocedió aturdido. Waldron no esperó a que pudiera recuperarse. Se lanzó contra él y siguió golpeándole con incontenible saña hasta que cayó al suelo. Steve cayó sobre él y, a tientas, buscó el cuello de su enemigo. El ataque había sido tan rápido e inesperado que el individuo no emitió siquiera un gemido.

Algún tiempo después, Lucy oyó la voz de Waldron que susurraba:

- Lleva una especie de coraza. Un jubón, hecho de escamas metálicas que le sirve de protección, como a nosotros los generadores. La armadura evita que le sobrevenga la rigidez. Si se la quito... ¡quedará paralizado como todos los habitantes de esta ciudad! Pero hemos de esconderlo.

Waldron se irguió y cargó el cuerpo inerte sobre sus hombros. Un sudor frío recorrió su espalda y perló su frente al pensar que el hombre que había abatido llevaba un artificio que le protegía contra el principio desconocido que convertía a la gente en imágenes inflexibles. Todos sus compañeros llevarían un artilugio semejante. Iban total y permanentemente protegidos. Lo único que resguardaba a Waldron de la catalepsia era un artefacto improvisado con pilas que, al menor golpe o movimiento brusco, podrían dejar de suministrar corriente a la frágil lengüeta que emitía las radiaciones de alta frecuencia. Ahora, aumentó su miedo al recordar que había luchado casi a brazo partido, amparado únicamente por un recurso tan inestable.

Dominado por esta sensación, no llevó muy lejos a su prisionero. Depositó su carga en el suelo, le quitó el casco apretado de escamas y lo ajustó a su propia cabeza. Luego, le despojó de la cota, también escamada, y dió instrucciones en voz baja a Lucy, para el caso de que, al ponérsela, quedara paralizado. Vestido de estas trazas se sintió más seguro. La vida de Lucy dependía de la suya y, si tenía que volver a luchar, prefería hacerlo en, más o menos, las mismas condiciones de sus adversarios.

Se agachó y tocó la cara de su víctima. Estaba dura como la piedra. El cuerpo de este hombre, compatriota de Fran Dutt, había cedido al peregrino poder que había convertido a la ciudad en un gigantesco lazareto. Waldron escondió a su ex enemigo lo mejor que pudo y se alejó del lugar con Lucy. No logró encontrar el arma de que fuera portador el despojado compatriota de Fran. Si era como las que él, Waldron, conocía, se habría destruido a sí misma al caer al suelo.

Steve se orientó por el apagado zumbido de los motores de los camiones que se dirigían, con las luces apagadas, hacia los emplazamientos comerciales de la ciudad. Pensó que los conductores tendrían vista de lince. Cogidos de la mano se encaminaron por una calle paralela a la dirección que llevaban los camiones. Atravesaron manzana tras manzana de casas, andando por entre una negrura sepulcral. Las estrellas eran invisibles a través de la neblina que lo envolvía todo. Waldron creyó oír otra caravana de camiones que iba a reunirse con la primera.

Siguieron avanzando en dirección del sonido, tratando de evitar los bultos y las siluetas que, en las aceras, a duras penas se vislumbraban. Sabían que eran de seres humanos convertidos en estatuas. Llegaron a un lugar bloqueado por una masa retorcida de metales que, en un tiempo había sido un camión de transporte. El aire estaba saturado aún por la gasolina derramada. Rodearon los destrozos y prosiguieron su camino.

- No comprendo - susurró Waldron, forzando el oído para captar los sonidos que le traía la noche -. Están saqueando la población, pero tratan de hacerlo silenciosamente. Se llevan el botín a oscuras para no ser vistos desde el aire. ¿Por qué? ¿Adónde lo llevan?

Había varias y posibles explicaciones al enigma que se preguntaba, pero no era momento de descifrarlas. La primera reacción, por ejemplo, ante la noticia del desastre de Newark, había sido de una gran incertidumbre. La sospecha de que fuera el resultado de una acción comunista no se sostuvo. Se creyó también que pudiera ser el primer ataque a la Tierra de los Platillos Volantes, dando tema así a las historias y cuentos que sobre ellos se habían venido narrando a través de los años. Los compatriotas de Fran Dutt no podían adivinar qué clase de explicación se darían las autoridades con respecto a la «epidemia». La táctica del saqueo disimulado e invisible se debía, probablemente, a medidas de precaución. Pues una América, aterrorizada y convencida del óbito de la población total de Newark no dudaría, dentro de su desesperación, en usar la bomba atómica contra los que creyera invasores provenientes del espacio exterior. Tal medida sería puesta en práctica si se observara cualquier actividad en la ciudad siniestrada, que acusara la presencia de seres ajenos a ella.

Lucy y Waldron llegaron a una intersección de calles, donde se abría una plaza triangular. En este punto la niebla parecía menos densa y la penumbra ganaba terreno a la oscuridad, aumentando ligeramente la visibilidad. O quizá la tenue claridad proviniera de un gran edificio situado en el fondo de la plazuela. Fuese por la razón que fuere, el caso era que, aquí, se podían ver a los camiones cargados de botín girar y dirigirse pesadamente hacia el edificio del final de la plaza, de donde no volvían a reaparecer.

- Creo tener una idea de lo que está sucediendo ahí dentro - murmuró. Waldron - pero quiero estar seguro. Acerquémonos por la parte posterior.

Tardaron media hora en cubrir la corta distancia. La difusa claridad no provenía de pantallas iluminadas. Parecía escurrirse del interior de las instalaciones del gran edificio y era insuficiente para ser detectada desde lejos. Waldron se movió con infinita precaución por la sombra que imperaba detrás de la construcción. No había centinelas. Sacó el revólver, y se acercó a una de las ventanas. Lucy, que estaba a su lado, le cogió de la mano... Steve pegó su cuerpo a la pared y miró por uno de los ventanales. La mano que sostenía la de Lucy se aferró sobre la de la muchacha. Apartó la vista de lo que le sobresaltara y, con un ademán, invitó a ésta a que mirara a su vez.

Lucy se encontró contemplando un salón exageradamente grande, cuyo techo distaba del suelo unos veinte pies. El pavimento, de cemento, estaba incrustado de trocitos de mármol y mica que lanzaban débiles destellos. Se veía claramente que en la entrada había existido una puerta giratoria que ahora estaba arrancada de cuajo para dar paso a la interminable sucesión de camiones que trasponían el edificio. Estos seguían entrando y sus conductores estaban atentos a las órdenes que recibían al entrar, emitidas en un lenguaje extraño y gutural. En el centro de la enorme estancia y a menos de medio metro del suelo, había sido erguida una espaciosa plataforma de madera que semejaba una gigantesca jaula. Las paredes laterales de la jaula estaban formadas por barras de metal pulido, de una pulgada de diámetro cada una. La especie de jaula no era cuadrada sino circular y las barras pasaban por debajo de la tarima, encerrándola en una espiral por uno de cuyos extremos entraban los camiones tras subir la rampa que llevaba a la plataforma.

Cuando los vehículos llegaban al centro de la espiral desaparecían, se evaporaban como la llama de una vela al soplar sobre ella. De la plataforma se desprendía una claridad azulada, cual si fuera un fuego fatuo extraterrestre. Por la rampa subía un camión lleno de maquinaria y tras él venía otro y otro y otro, en incansable procesión. Todos ellos cargados hasta su máxima capacidad. Los hombres que estaban en el local llevaban la extraña armadura que Waldron había arrebatado a uno de los suyos. Vehículo tras vehículo entraba por la espiral y desaparecía para dejar sitio al que le seguía.

La fantasmagórica luminosidad de la plataforma rielaba espectralmente. Se movía en mil ritmos pavorosos. Había momentos en que Waldron no creía estar viendo una refulgencia, sino un delirio filosófico.

Observó atentamente un lugar determinado de la claridad. La incandescencia iba y venía. Pero en su punto álgido reflejaba algo en su masa inestable. Era como si portara imágenes dentro de sí misma. Parecía una sucesión de intermitentes reflejos cinematográficos, como si un proyector cinemascópico proyectara su cinta sobre una pantalla de humo cuyos volúmenes, indeterminables y erráticos, oscilaran en su tamaño y períodos de aparición. La reflexión se veía un momento aquí y otro acá, desaparecía y volvía a reaparecer. En uno de estos vaivenes, Waldron vió la cara de un hombre claramente reflejada en la luminosidad. Desapareció y volvió a aparecer, pero el hombre había cambiado de posición. Un tinte azulado dominaba la imagen incompleta. Lucy se apartó de la ventana para mirar, perpleja, a su compañero. Los ojos de éste, fijos todavía en la extraña visión, fulguraban mostrando la profunda satisfacción que sentía.

- ¡Steve! - murmuró la muchacha -. ¿Qué es lo que sucede ahí dentro?

- Esas imágenes que has visto - repuso Waldron en voz baja -, son, en realidad, escenas del mundo de Fran Dutt. Nos vienen del otro lado del ámbito. Los camiones pasan a él y nos devuelven una llamita. Con una operación a la inversa es como vino aquí Fran. En caso de necesidad, a través de esa espiral, podríamos invadir ese mundo y recuperar las personas y cosas que se llevan a él.

Steve seguía mirando por la ventana. Lucy volvió a asomar la vista, sabiendo ahora el significado de las escenas fragmentarias que se reflejaban en la lumbre de la plataforma. Waldron había dicho que su padre estaría probablemente en ese lugar. Vió un planeta enigmático, que no era la Tierra y lo era, colocado en lo que se podía denominar cuarta dimensión y rodeado por las otras tres. Contempló la refulgencia con acentuada intensidad en espera de ver aparecer a su padre.

Pero las trémulas y vacilantes revelaciones, parecidas a las que podría reflejar la pantalla de un aparato televisor estropeado, sólo mostraban vistas fragmentarias de ese mundo desconocido hasta entonces, por los que se consideraban únicos habitantes del globo terráqueo. Lucy vió, intermitentemente, el brillo de unas antorchas, un camión que sólo dos minutos antes había desaparecido de la Tierra por entre los hélicos metales que circundaban la plataforma. Ahora estaba rodeado por seres parecidos a los humanos. Había desaparecido y, sin embargo, existía. No en este mundo sino en una tierra que ocupaba su mismo espacio.

- ¡Vamos! - dijo Waldron en voz baja, apartándose de la ventana y tomando la delantera -. Lucy le siguió atenta a cuanto le rodeaba. De no haber sido por esto, Waldron, embargado por el significado de lo que acababa de ver, se hubiera dirigido, inadvertidamente, hacia la línea de camiones. Los avisos de la muchacha le devolvieron a la realidad y se alejaron del edificio y sus contornos.

Aparte del ronroneo de los motores, camino de su desaparición, el silencio y la criminalidad les rodeaba por doquier.

- Una caravana de camiones baja desde Belleville y otra viene de más allá - dijo Waldron agitando el brazo en la oscuridad. No pueden efectuar su pillaje fuera de esos límites por temor de que les oigan las patrullas que acordonan la ciudad. Voy a... - Steve interrumpió sus palabras, como si se acordara de algo -. ¡Claro! - continuó -. ¡El Profesor Hamlin! Lucy, a él le harán caso. Sé donde vive. ¡Vamos a buscarlo!

- ¡Pero, Steve! Estará paralizado como todos los demás.

- ¡Naturalmente! Pero podremos reavivarlo con uno de los generadores. ¡Es la única persona que puede sacarme del atolladero en que me han colocado mis congéneres!

Escogieron otra ruta para dirigirse a la casa del Profesor y, caminando por ella, Waldron, volvió a ensimismarse en la significación de lo que había presenciado. Desde la primera llamada telefónica de Fran Dutt hasta este momento, todos los acontecimientos habían sido azarosos. Pero cada uno de ellos marcaba una etapa. Encajaba en la hipótesis que se había ido formando. Acababa de ver algo que era mucho más que mera materia hipotética. Era una revelación. Una explicación del porqué de todo el asunto.

Waldron contó a Lucy lo que tenía lugar, mientras sorteaban las figuras yacentes que moteaban las penumbras de la ciudad inmóvil. La gente paralizada y los desastres que iban dejando atrás ya no horrorizaban a Waldron. Despertaban en él un sentimiento de odio contra los causantes de una tal barbaridad. Relató a la muchacha lo que sabía y lo que, por cálculo de probabilidades, había adivinado. Explicó lo que no podía probar como cierto, no obstante serlo por la naturaleza de los acontecimientos. Había otro planeta que ocupaba el mismo espacio que la Tierra. La teoría de Straussman había resultado verídica. El tamaño del otro planeta debía de ser idéntico al de la Tierra y contenía los mismos elementos en igual proporción. Su atmósfera, sus océanos y sus nubes eran iguales a los de la Tierra. De ahí, pasó a sus especulaciones favoritas: si, ocasionalmente, habían tenido lugar intercambios biológicos entre las especies, la existencia en la Tierra de animales y plantas de origen desconocido tendría su explicación. Tales intercambios se habían producido en épocas de cataclismos. En tal caso se comprendería, también, que la gente de un mundo hubiese poblado el otro. Esto respondería a la semejanza entre Fran Dutt y sus compatriotas, por un lado, y los humanos, por otro. Como materia de meditación científica, la teoría de Straussman, servía para especular sobre la existencia no sólo de dos mundos en un mismo ámbito, sino de tres, seis, dieciocho, cincuenta y cuatro...

- Tendremos nuevos mundos que explorar - dijo, pensando en el futuro -. Mundos como el nuestro; con océanos y continentes desconocidos. Encontraremos seres ignorados, plantas desconocidas y frutas jamás probadas por el hombre. Habremos de colonizar las nuevas tierras y crear otras fuentes de riqueza. Nunca, nunca más, habrá otra guerra entre naciones que...

- Sch... - murmuró Lucy, apuntando con el dedo hacia una claridad que se veía no muy lejos de ellos.

La luz provenía de una esquina, era azulada, muy difusa, y no reflejaba destello alguno. Waldron se detuvo en seco. Prestó atención y oyó voces que parloteaban en el indescifrable idioma en que se expresaban los individuos de la extraña armadura de escamas. Una de las voces espetó algo con arrogante aspereza y otra contestó con apocada humildad. Se oyó un ruido seco, como el de un latigazo, al que siguió un gemido contenido. La voz arrogante volvió a ladrar una orden y se hizo el silencio, y Waldron percibió otra voz, esta jactanciosa, de tono arrogante, contestó en chanza, como dirigiéndose a un su igual. Se escuchaban también las idas y venidas de múltiples pies que se movían céleres.

Waldron empujó suavemente a Lucy contra la pared indicándole que no se moviera de allí y se adelantó lentamente, procurando evitar cualquier ruido. Levantó el revólver que llevaba en la mano a la altura de su cintura, presto a usarlo en caso necesario. La índiga claridad le permitió sortear un grupo de yertas figuras que habían sido probos ciudadanos de Newark, paralizados ahora por el criminal ataque. Steve llegó hasta la esquina y miró desde ella. Su vista abarcó la marquesina de un cinematógrafo de la que sobresalían grandes letras, apagadas, que deletreaban el nombre de una artista de reconocida fascinación. En la acera había movimiento. La luz provenía de la entrada del local de espectáculos. Al lado del bordillo estaba parado un camión cargado de cuerpos femeninos en estado cataléptico. De pie, en el vestíbulo, hablaban dos hombres jóvenes de altivo aspecto. Portaban sendas cañas, a modo de látigo, de cuyas puntas pendían unos filamentos rematados en sus extremos con bolas de metal. Ambos individuos iban revestidos de la cota de escamas que protegía a todos los suyos e incluso ahora, a Waldron. Por su porte y sus ademanes parecían jóvenes oficiales o nobles de la comunidad de los saqueadores. Otros hombres, con la misma indumentaria, pero menos presencia, sacaban del cine más cuerpos de mujeres paralizadas. Todas eran, invariablemente, de chicas jóvenes que habían estado viendo el espectáculo cuando sobrevino la catástrofe.

Se apoderó de Waldron un furioso rencor que le nubló la vista momentáneamente. La sangre se agolpó en su sienes y tuvo que ejercer un sobrehumano esfuerzo de voluntad para serenarse. Ahora había tres individuos cargando otras tantas mujeres en el camión. Hecho esto fueron a cuadrarse ante los dos oficiales, saludaron sumisamente y se precipitaron al local en busca de nueva carga. El saludo que hicieron ante los arrogantes jóvenes del látigo, no tenía nada de marcial ni guerrero. Más bien parecía la humilde salutación de un esclavo a su dueño.

Los dos jefecillos permanecieron en la entrada, en elegante holganza, charlando en su críptico idioma. Uno de los subordinados salió portando otra mujer joven. Los oficiales la inspeccionaron y uno de ellos arrancó el sombrero de la rígida cabeza para ver mejor las facciones de la muchacha. Otros dos hombres salieron del local con más carga para el camión. Waldron sintió posar sobre su brazo la mano inquieta de Lucy. Le había seguido.

- ¿Qué hacen, Steve? - preguntó.

- Están cargando ese camión con mujeres indefensas por la paralización - repuso furioso -, para transportarlas a su mundo. Allí las devolverán a su estado normal para que les sirvan de esclavas, esposas o lo que sea. Mira, ahora están discutiendo sobre las dos últimas que acaban de traerles.

El debate entre los dos oficiales era llevado en tono zumbón. La última muchacha estaba sonriendo cuando le sobrevino la paralización y los dos del látigo argüían amistosamente sobre las dotes de la afectada fémina. En esto, uno de los subordinados tropezó y rozó ligeramente a uno de los hidalguillos el cual, ofendido, ladró una orden. El culpable - que al tocar a su jefe, había saludado con la humildad que de él se esperaba - adoptó la posición de firme y aguardó con los ojos cerrados. El temor cubría sus facciones. El látigo de puntas metálicas cayó sobre su rostro, repetidas veces, con rencoroso afán de herir. Los trozos de metal abrieron profundos surcos en la cara del castigado de donde empezó a manar sangre.

Waldron se asomó a la esquina y las detonaciones de su revólver crearon un revuelo en el silencio de la noche.

El del látigo se tambaleó con el brazo en alto y cayó. Su compañero rugió con furia inarticulada y buscó algo en su cintura. Waldron volvió a disparar, matándolo de un tiro.

Siguió disparando, elevando ahora la trayectoria de las balas que pasaban por encima de las cabezas de los subordinados. Estos gritaron y huyeron a la carrera con el miedo metido en sus cuerpos.

El eco de los disparos retumbaba por la ciudad silenciosa cual si fueran cañonazos.

- ¡La he hecho buena! exclamó Steve, furioso consigo mismo -. ¡Verás la que se va a armar ahora! Sube a ese camión. ¡Corre! ¡Hemos de alejarnos de aquí!

La ayudó a encaramarse al vehículo y abrió la llave de contacto mientras pisaba el botón de arranque. Creyó que las resonancias de los disparos no terminarían nunca. El eco reverberaba de casa en casa y de calle en calle, sin extinguirse.

Waldron, en su nerviosismo, temió que entre las sombras le acechara un ejército, presto a destruirle en el momento oportuno.

CAPITULO VII

No tenía por qué haberse preocupado. Los saqueadores no podían aceptar la presencia alerta de un habitante de la ciudad entre ellos. Sus altos jefes sabían de la existencia de un tal Waldron, que había logrado salir de Newark cuando iniciaron su extraño ataque la ciudad. Pero esto, consideraban, había sido fortuito. Lo que no podían imaginar era que ese mismo Waldron supiera contrarrestar las armas o el instrumento que convertía los lugares habitados en estáticos y mudos parajes de terror cataléptico. El sonido de unos disparos en la noche podía ser achacado a la inexperiencia de sus subordinados en el manejo de armas que no les eran familiares. Aun en el caso de que uno de los asustados y serviles testigos hablase de la muerte de los oficiales, sólo podían decir que uno de los suyos había disparado contra ellos, dado que Waldron iba recubierto por la cota de escamas: uniforme y distintivo de los invasores. Tampoco creerían que un solo hombre se atreviera a acercarse a la ciudad siniestrada, y mucho menos que lograra volver a ella.

El camión se alejó rápidamente del lugar de los disparos. Waldron encendió y apagó los faros dos veces para ver el camino que llevaba. Pocos minutos después subía a la carrera por la pendiente que terminaba en la estatua de Lincoln. Al coronar la subida, Steve detuvo el vehículo, tratando de descubrir posibles perseguidores. Nadie les había seguido.

Bajó del camión, sacó algunos de los cuerpos atiesados y los escondió entre las sombras. Reemprendió la marcha Y, un buen trecho mas allá, hizo lo mismo. Repitió la operación hasta dejar el vehículo vacío de su lastimera carga, llevó el camión hasta la parte alta de la ciudad, desde donde se veían las luces de otras poblaciones cercanas. El alumbrado de las vecinas villas no era el acostumbrado, puesto que todos los moradores con medios para abandonarlas lo habían hecho. Waldron pensó que la gente que se movía y vivía todavía en aquellos poblados, podrían ver el reflejo de los focos desde el lugar en que se hallaba. Encendió los faros, dándoles su máxima intensidad, y volvió a apagarlos. Hizo esto repetidas veces para llamar la atención de los seres que, en la distancia, pudieran estar prestando atención. Finalmente los dejó encendidos, y abandonaron el lugar a pie, escondiéndose entre las sombras. Era de esperar que alguien se diera cuenta de que en Newark había atisbos de vida.

Durante su carrera hacia la colina, Waldron no había olvidado su propósito inicial. Dejó el camión en lo alto, porque allí no podía ser visto por los saqueadores. Pronto, pensó, se iniciaría una caza despiadada para prender al culpable de la muerte de los dos hidalguillos.

Si todos los de su clase llevaban látigos que usaban tan cruelmente, como había tenido ocasión de ver no sería imposible que existiera ente los invasores una indecible división de castas. La actitud del primer oficial que matara Waldron, daba a entender que las castas que se consideraban superiores ejercían una rudeza sin parangón sobre las clases inferiores. Los tenían aterrorizados por completo.

Una hora después de abandonar el camión, antes de que éste fuese localizado y sus luces apagadas, Waldron había franqueado la puerta trasera de la residencia del Profesor Hamlin. Entró en ella seguido de Lucy. Ambos se encontraron incómodos. Les venció la sensación de que, al entrar subrepticiamente en la morada del Profesor, llevaban a cabo un acto punible. La oscuridad en el interior de la casa era más acentuada que fuera de ella. Lucy sugirió que el Profesor pudiera estar en su comedor, dada la hora en que se desencadenó la «epidemia».

Waldron encendió una cerilla y Lucy se precipitó a correr las pesadas cortinas de la pieza. Sobre el manto de la chimenea y sosteniendo una vela, había un candelabro. Steve prendió el candil e iluminó el aposento. El Profesor Hamlin, grave, canoso, austero, solemne por naturaleza, estaba sentado a la mesa y, en el momento de quedar paralizado, se llevaba una cucharada de sopa a la boca. Su brazo se había inmovilizado a mitad de camino, entre plato y labios. La sopa que contuviera la cuchara se había secado. La continuidad de la pose era grotesca. Waldron ajustó un generador al cuerpo del digno hombre de ciencia y lo hizo funcionar.

El Profesor se movió completando el gesto que empezara cuarenta y ocho horas antes, de llevarse la sopa a la boca. Encontró la cuchara vacía y sus ojos expresaron el más profundo e inconcebible asombro. Se dió cuenta entonces de que la única luz que alumbraba la escena provenía de la llama de una vela. Había, además, en su comedor un individuo cubierto por una extraña armadura. Y una chica... Ambos le miraban insistentemente. Tardó unos minutos en reconocer a Waldron a través de sus excéntricas trazas y mucho más en comprender la historia que éste le contó. No tenía idea del tiempo transcurrido. Tuvo que mirar por la ventana para cerciorarse de que Newark estaba a oscuras. Con la ayuda de una linterna descubrió los cuerpos petrificados de sus servidores y entonces empezó a creer la fantástica versión que, de lo ocurrido, le daba Waldron. Para acabar de convencerle, Lucy, indicó a los estáticos peces tropicales que el Profesor tenía en un acuario doméstico. Sacó a uno de ellos de su elemento y, al recibir las corrientes de alta frecuencia que protegían a la muchacha, empezó a moverse, tratando de escurrirse desesperadamente. Lucy volvió a depositarlo en el tanque de agua y tornó a quedar inmóvil, firme. Ante esto el Profesor dió a las palabras de Steve todo el crédito que merecían.

- Lo que me decís - murmuró -, es imposible según los conceptos preconcebidos de nuestra cultura, pero es, aparentemente, cierto. Straussman, entonces, tenía razón. Sé que el profesor Blair se sentía fuertemente inclinado a aceptar los principios de su teoría. ¿Qué sabes de tu padre, querida?

- Está en ese mundo que atisbamos - dijo amargamente Lucy -. A donde van a parar los camiones; y la gente que se llevan.

- Me presentaré ante ese cordón militar - continuó el Profesor - que decís rodea la ciudad. Me daré a conocer y demostraré a las autoridades que todos esos cientos de miles de seres no están muertos. Este aparato de tu invención, Steve, será evidencia suficiente para convencerles de la posibilidad de reavivar a los catalépticos. Uno o dos regimientos de soldados con generadores similares a éste, darían buena cuenta de esos granujas. ¿No crees?

- Podrían hacerlo, no cabe duda - repuso Waldron convencido -. Pero, Profesor, vaya con mucho cuidado al acercarse a nuestras líneas. ¡Todo el mundo está asustado! Disparan antes de hacer preguntas.

El Profesor Hamlin se levantó decorosamente de su asiento. Se puso el sombrero y el gabán con pausada dignidad y se dirigió hacia la puerta. Lucy apagó la vela. Salieron a la calle y, ante la puerta principal, vieron a una pareja de estudiantes petrificados. Habían estado cambiando impresiones cuando les cogió la paralización y cayeron al suelo, uno al lado del otro.

El Profesor Hamlin encendió temerariamente una cerilla para verles la cara.

- Hemos de terminar con todo esto - dijo. - En este momento, se están llevando cargamentos enteros de bellas mujeres a ese mundo nefasto suyo - dijo Waldron -. Cuando...

- Acabaremos con sus desmanes y también con ellos - aseguró el Profesor.

Lucy y Steve le acompañaron hacia el lugar donde, según, sus cálculos, estaban apostados los soldados que debían evitar las infiltraciones. El paseo fué largo, pero el Profesor llevaba la iniciativa y Waldron recordó la voluntad demostrada por este hombre singular cuando, años atrás él, Steve, trabajaba bajo sus órdenes. Durante el camino hizo toda clase de preguntas con respecto al desastre, que Waldron contestó punto por punto. Finalmente vieron las llamas de una hoguera en medio de la calle.

- ¡He ahí el cordón! - exclamó el Profesor Hamlin -. ¡Ya era hora! Empiezan a dolerme los pies de tanto andar. Me acercaré solo, Steve. Y no creo equivocarme si te digo que dentro de doce horas se habrán tomado las medidas adecuadas para acabar con esta terrible pesadilla.

- Por si acaso, no mencione mi nombre, Profesor - recordó Waldron procaz -. Por una estúpida asociación de ideas me consideran el culpable de lo que ha sucedido y llaman «epidemia».

Con venerable gesto, el Profesor estrechó las manos de los dos jóvenes.

- Dése a conocer antes de llegar demasiado cerca de la tropa - continuó Waldron -. Tendrá usted que discutir con ellos y convencerles. Tienen orden de disparar contra cualquiera que intente abandonar el área infectada.

- No dispararán contra mí - aseguró confiado el Profesor.

Fué precisamente lo que hicieron. Y Waldron y la muchacha tuvieron que presenciarlo. La austera figura del hombre de ciencia se alejó de ellos, camino de las llamas que fulguraban en la distancia. Algún tiempo después le oyeron hablar. Se dirigía a alguien de una forma bastante peculiar, como si conferenciara en una sala de estudios.

Se encendió un foco y un rayo de luz recortó la impresionante silueta del Profesor. Este agitó las manos en el aire y avanzó. Una voz lejana profirió un aviso tajante. El Profesor Hamlin detuvo su marcha. La voz volvió a gritar. Evidentemente conminaba al Profesor a que retrocediera. Este replicó indignado y se adelantó deliberadamente e imponentemente.

Desde donde se hallaban, Lucy y Waldron, vieron una ráfaga de chispas y oyeron el ratatttá característico del repiqueteo de un fusil ametrallador. El profesor Hamlin cayó al suelo donde quedó inmóvil.

El espectáculo anonadó a los dos jóvenes. El reflector se movía de un lado para otro, buscando nuevas víctimas. Repasó un punto determinado y volvió a inundarlo de luz. Había algo que se confundía con los contornos de una figura humana. Las armas automáticas volvieron a bramar su mensaje de muerte. Era solamente un tronco de árbol desmochado. El proyector, satisfecho, prosiguió su búsqueda.

- El próximo boletín de noticias - murmuró Waldron disgustado -, anunciará la muerte de un individuo que, saliendo de la ciudad atacada, trataba de forzar el bloqueo. El mundo creerá que alguien, que se recobró de los efectos de la epidemia, intentaba salir del área infectada y tuvo que ser matado. La gente de Fran Dutt, sin embargo, considerarán que el traidor entre ellos quería escapar para evitar el castigo. ¡Lo único que hemos logrado es que matasen al Profesor Hamlin!

Momentos después, añadió:

- Los de atrás pueden haber oído los disparos. Marchémonos de aquí.

Se internaron en la oscuridad, abandonando el lugar donde habían despedido al Profesor Hamlin.

La situación seguía siendo tan desesperada como antes.

Waldron se hallaba al borde de la ofuscación. El solo no podía luchar contra los invasores. Se encontraba ante un problema, que el mundo llamaba «la nueva epidemia», que no podía abandonar. Lamentaba profundamente que sus esfuerzos para combatir el desastre dieran como único resultado la muerte del Profesor. Pero eso había sido culpa de la cerrazón de sus propios compatriotas y de hábiles maniobras de aquellos que estaban apostados entre ellos.

- No se me ocurre nada - se lamentó -. Acerquémonos a algún automóvil y veamos qué dice la radio.

Se alejaban del cordón militar en ángulo recto. La mayoría de los coches que hallaban a su paso tenían las baterías desgastadas o estaban demasiado destrozados. Más adelante encontraron unos cuantos aparcados, pero estaban cerrados y para utilizar la radio de alguno de ellos hubiera sido preciso romper un cristal. Este proceder podría delatar su posición, cosa que no les interesaba lo más mínimo. La bien organizada fuerza de saqueo habría destacado, a buen seguro, exploradores para investigar la causa de los disparos que perturbaran recientemente el silencio de la noche. Teniendo en cuenta que dos de sus oficiales habían sido asesinados con armas de fuego, cualquier detonación tenía importancia y había que averiguar su procedencia.

El silencio de la ciudad era exasperante. A esta distancia del centro, no se oía siquiera el zumbido de los camiones que, cargados de botín, salían de este mundo. La desolación era aún mayor al recordar que todas las casas estaban ocupadas por personas sumidas en un sueño hipnótico singular del cual no se sabía dónde, cómo, cuándo, ni si volverían a despertar. Las caliginosas calles estaban llenas de seres en idéntico estado y alrededor de ellas se movían las furtivas sombras de los causantes de la hecatombe. A todo esto se venía a sumar otro factor embarazoso, el acordonamiento de los límites de la población por tropas con órdenes de matar a quien intentara abandonar la ciudad de los muertos.

Waldron continuó inspeccionando todos los coches que hallaba a su paso. La mayoría estaban tan accidentados que resultaba imposible abrir sus puertas. Finalmente dió con un descapotable cuya capota estaba plegada. Se introdujo en él y, en un rincón, encontró una lámpara de pilas.

- ¡Una linterna! - susurró -. Esto puede sernos muy útil.

Manejó las clavijas del radiorreceptor y se oyeron una sucesión de apagados chasquidos a los que siguieron unas notas musicales. Waldron redujo el volumen a su intensidad mínima y esperó. Había sintonizado con la emisora de Nueva York que, como todas, radiaba música entre boletín y boletín. La orquesta dejó de tocar y el aparato gruñó por alguna interferencia atmosférica. Waldron manipuló el volumen. De pronto una voz lejana decía:

...no ha aumentado. El procedimiento de contagio tiene perplejos a los más eminentes expertos en epidemiología. Los microscopios electrónicos no reflejan indicio alguno de los microorganismos aplicados. Las placas de cultivos introducidos difícilmente en los lugares afectados no dan fe de ninguna bacteria o virus desconocidos. La virulencia de la epidemia, no obstante, no ha decrecido en los lugares infectados. Un grupo de periodistas sometidos a cuarentena, por su anterior contacto con Waldron, se ha constituido voluntario de un experimento peligroso. Varios de ellos sometieron la idea de su posible inmunidad y pidieron se les dejase acercarse a la ciudad siniestrada, partiendo de distintos puntos.

Uno de los informadores, Nick Bannerman, del Mensajero, interpretó las palabras de Waldron como indicios de que la malignidad de la epidemia era menos aparente en la periferia de los lugares contaminados.

Equipado de un transmisor-receptor se internó por el camino elevado de Pulaski con intención de descubrir los primeros efectos que la epidemia produce en el cuerpo humano. Dijo que retrocedería al notar los síntomas iniciales. A las cuatro de la tarde de hoy se internó en terreno epidémico, manteniéndose en contacto con los médicos por medio del aparato transmisor-receptor antes mencionado. La última noticia que de él se tuvo fué cuando aseguraba no notar síntoma alguno. A media frase dejó de comunicar, enmudeciendo, y no se ha vuelto a saber nada de...

La voz de la radio continuó su cantinela hasta dar por terminadas las noticias. Waldron cerró el aparato. Estaba pensando. El contraste del silencio era tan intenso que las palabras del anunciante siguieron retumbando en sus oídos un buen rato. Todo a su alrededor estaba a oscuras. Hacia el Este, el cielo reflejaba un fulgor que apenas traslucía la niebla. Era la reverberación de las enésimas luces de la ciudad de Nueva York que, reflejadas en lo alto, devolvían su mutilación débilmente a través de la distancia.

- Un transmisor-receptor - murmuró Waldron -. ¡Sí pudiera agenciarme uno!

Se produjo un ruido a unas dos manzanas de donde se hallaban. Era un sonido metálico. Lucy buscó, inquieta, la mano de Steve. Este se paró súbitamente y retuvo a la muchacha. A corta distancia se movía media docena de hombres. Cruzaron la calle y desaparecieron.

- Ha faltado poco para que nos vieran - musitó Waldron -. Debería llevar esta armadura debajo de mis ropas. Entonces, si se acercaban demasiado, con hacernos los tiesos salimos del aprieto.

Todavía les quedaban generadores. Puso uno en funcionamiento y se quitó el jubón de escamas, mientras Lucy vigilaba atentamente, para volvérselo a poner debajo de sus vestiduras. Hecho esto, dijo:

- Deberíamos tener otra armadura como esta para ti. Si logro sorprender a uno de esos canallas, la tendrás - y añadió -: ¡Diablo! He disparado todos los cartuchos del revólver. ¡Es preciso que encuentre otro! El de algún guardia de la circulación servirá. Sin saberlo, el pobre, me sacará del apuro...

- Dijiste algo de un transmisor-receptor - recordó Lucy.

- A eso vamos. ¡Cuidado! - exclamó en un suspiro.

Había aparecido otra patrulla de los invasores. Pero esta no estaba tan cerca de ellos como la otra y pudieron seguir su camino cautelosamente. En el transcurso de una milla vieron varias más.

- Debe haber unos dos mil hombres expoliando la ciudad - murmuró Waldron -. Y la mitad de ellos estará tratando de dar con nuestro paradero. No saben exactamente a quien buscan. Esa es nuestra suerte. Puede ser un traidor, un rebelde o alguien como el Profesor Hamlin. No. A él no le han mencionado todavía en los boletines. Creerán que el causante de la muerte de los dos oficiales era un traidor.

La persecución del desleal no les llevaría, por el momento, a examinar todos y cada uno de los cuerpos tendidos por las tenebrosas calles de Newark, sería una tarea demasiado onerosa. No obstante, la búsqueda debía ser desesperada. La llevaban a cabo en plena oscuridad, evitando luces y ruidos, para que el mundo exterior no advirtiera que lo que tomaba por una epidemia desconocida era en realidad un saqueo alevosamente premeditado.

Lucy y Waldron tuvieron que moverse con cautela extraordinaria para esquivar las patrullas. Cruzaron el río sin ser descubiertos. Al otro lado del puente, lejos del centro, no había camiones ni neblina. En la oscuridad de la noche se podía percibir vagamente la blanca cinta del Pulaski Skyway que reculaba hacia otros parajes. En uno de los cruces, Waldron divisó a un policía de bruces en el suelo, al lado de su motocicleta. Se apodero de su arma y cuantos cartuchos pudo encontrar.

Emprendieron el camino por el Skyway en dirección a Nueva York. La ascensión, con ser peligrosa, no preocupaba a Waldron. Los invasores, persistiendo en su idea de pasar inadvertidos, se limitarían a saquear únicamente el centro de Newark. No se atreverían a deambular por las afueras del área escogida por el pillaje. No les interesaba que, desde lejos, se columbrara movimiento alguno. Cualquier punto visto desde otro no inmovilizado todavía, tenía que aguardar su turno. La carretera se elevaba ahora por encima de los prados y, lejos, muy lejos, se distinguían luces. Las estrellas centelleaban su fulgor en el cielo como si se asombraran de lo que sucedía en la Tierra. Continuaron la ascensión por la amplia calzada. Lucy, fatigada, caminaba con trabajo. Waldron se detenía ante todas las motocicletas caídas que lograba descubrir. Si pertenecían a policías de tránsito, cargaba con los revólveres que encontraba y hacía acopio de municiones.

Iba ahora armado hasta los dientes. Pronto llegaron a lo alto, pero la caminata parecía no tener fin. Lucy tropezó dos veces y cayó a la tercera. Estaba desfallecida de cansancio. Waldron divisó a lo lejos el brillo de una hoguera y se detuvo. Abrió la portezuela de un coche, que había chocado contra las defensas de la carretera antes de pararse, y extrajo al solitario y tieso conductor. Acomodó a la muchacha en el interior del vehículo y dijo:

- Este es el camino que emprendió Nick Bannerman a pie y portando un aparato transmisor-receptor de radio. Quédate aquí mientras voy a ver si lo encuentro. No será tarea demasiado difícil. No temas no me acercaré a nuestras líneas.

Lucy debía de haberse alarmado, pero no lo hizo, exhausta y la voz de Waldron no llegó hasta su entendimiento porque, al sentarse, quedó dormida. Creyó que sólo unos minutos más tarde Waldron volvía a despertarla. Intentó aclarar sus ideas desesperadamente. Salió del coche y se hubiese caído de no sostenerla Steve.

- He encontrado a Nick - dijo ven conmigo. Míralo.

Lo que siguió le pareció a Lucy parte de una pesadilla de la cual sólo se daba cuenta parcialmente.

Desde la puesta del sol, ella Y Waldron, habían cubierto más de quince kilómetros. Se dió cuenta únicamente de que alguien la tendía cuidadosamente sobre una superficie suave y mullida y las últimas palabras que oyó fueron las de Waldron que decía:

- Aquí estaremos seguros. Duerme tranquila. Nick - y yo tenemos mucho de qué hablar.

Cuando despertó no supo si eran las primeras horas de la mañana o las últimas de la tarde. Reconoció voces masculinas y percibió el reconfortante aroma de café recién hecho. Abrió los ojos y vislumbró a Waldron con aspecto cansado, pero sonriente.

- ¿Has descansado bien? - preguntó.

- Sí, gracias - repuso. Intentó levantarse, pero le dolían todos los músculos del cuerpo. - Steve - se quejó -. Me duele todo.

- Te pasará en cuanto des un par de pasos - repuso Waldron -. Tenemos café y salchichas. Date prisa. Conocerás a Nick Bannerman, al fin. Cuando te lo presenté en la carretera estabas dormida.

Lucy se enderezó con alguna dificultad. Miró a su alrededor y vió que estaban en el interior de un garaje. Waldron la acompañó al despacho del taller, de donde provenía el fragante olor de café. Nick Bannerman estaba friendo salchichas en un hornillo de alcohol y se levantó al verlos entrar.

- En bonito lío estamos metidos, ¿eh? - dijo a modo de saludo - Me cansé de estar allá en la cárcel, esperando a que decidieran si habían de matarme o no y, como Steve me había dicho que no se trataba de epidemia alguna, resolví hacer una heroicidad. Me presenté como conejillo de indias. Creí que notaría al menos unos síntomas antes de irme a pique, pero no fué así, Andaba carretera adelante, atento a mis sensaciones, las cuales comunicaba por radio, y, de pronto, vi a mi lado a Steve, quien me aplicaba este armatoste a la vez que me contaba cosas imposibles. ¡Total, henos aquí!

- Hemos forjado un plan para acabar con estos bandidos - dijo Waldron -. Esta vez no nos fallará.

- O, por lo menos, eso esperamos - interpuso Nick -. Mi transmisor-receptor resulta inútil. No hay nadie a la escucha. Que nos oigan es requisito indispensable para que lo podamos usar provechosamente. En defecto de este medio de comunicación, hemos ideado otro que vamos a poner en práctica dentro de poco.

Sirvió café y bebieron en silencio.

- Debo de estar horrible - dijo Lucy, mesándose los cabellos, y preguntó seguidamente: - ¿Qué es lo que pretendes hacer, pues, Steve?

- Nick anduvo husmeando por ahí y encontró un par de magnetofones. Tuvimos que ajustarlos para que funcionaran con baterías. Hace media hora grabamos el mensaje que va a oír el mundo.

- No volvimos al centro - dijo Nick entregando a la muchacha un emparedado de salchicha -. Nos hemos quedado en la periferia, porque los teléfonos de este sector tienen su central en la ciudad de Jersey. ¿Comprende, Lucy?

- ¡No hay comunicación telefónica entre Newark y Nueva York - aclaró Waldron -. Los compatriotas de Fran se apoderaron de la central, a las primeras de cambio. Pero nada pueden hacer con las centrales de teléfono de Jersey, porque esa ciudad no está bajo su dominio.

- ¡Ah! ¡Comprendo!- exclamó Lucy - ¡Podéis telefonear desde aquí con cualquier punto del exterior!

- Yo ya lo hubiera hecho - manifestó Nick -. Pero Steve es un tipo desconfiado. Dijo que media hora después de telefonear no sé qué de unas ratas, en Nueva York, el lugar a que se refirió fué atacado por la paralización. Este Fran Dutt, por lo visto, tiene amigos influyentes en todas partes. Sus compatriotas se enteran de las noticias a medida de que éstas acontecen. Si nos pusiéramos a charlar por teléfono desde aquí, nos cogerían en un abrir y cerrar de ojos. ¡Poseen un buen servicio de espionaje! Por lo tanto no vamos a hablar; descolgaremos un auricular antes de marcar cierto número, y lo colocaremos al alcance de las palabras en la cinta magnetofónica, la cual irá desgranando el reportaje más sensacional del siglo. Y entonces saldremos corriendo, antes de que lleguen las fuerzas policiales de los invasores.

Parecía un plan perfecto. A prueba de fallos.

Waldron añadió:

- Y para asegurarnos mejor, llamaremos a Filadelfia. Marcaremos el número de la Oficina de Prensa Reunida de esa ciudad. Cuando tengan la noticia, la extenderán por todo el país a través de su cadena de periódicos, antes de que Fran y los suyos puedan evitarlo. ¡Los espías, infiltrados en Nueva York, se enterarán de lo sucedido por la prensa matutina!

La idea no era mala. Precautoriamente esperaron a que llegara la puesta de sol. Era más fácil escurrirse entre las tinieblas que a plena luz del día. Escogieron uno de los coches del garaje, se aseguraron de que estaba en orden y bien abastecido de carburante, luego, revisaron sus armas. Redujeron el tedio de la espera comiendo salchichas y bebiendo café, provisiones que había cogido Nick de una charcutería, en su salida de exploración al amanecer. Los tres estaban contentos. Todo lo que tenían que hacer era descolgar el auricular de uno de los teléfonos automáticos y...

La noche cayó, finalmente, pero esperaron a que la oscuridad fuera completa.

De pronto, percibieron un sonido disconforme. Los tres palidecieron a la vez. Era un ruido de muchos pies, hollando el suelo en marcha desordenada. En el garaje reinó un silencio de muerte. Waldron sacó su revólver y Nick asió el suyo, esperando acontecimientos.

Los pasos se, iban acercando sin prisas, sin titubeos. Progresaban ostensiblemente hacia el garaje. Llegaron a su altura y siguieron adelante, camino de otro lugar. Provenían de una partida de cuarenta o cincuenta individuos. Todos llevaban puesta la característica armadura de escamas de los desconocidos invasores. El tropel de sus pisadas se fué perdiendo paulatinamente, en la oscuridad de la noche y, en la calle, volvió a reinar el silencio.

Transcurrió un buen rato antes de que Nick Bannerman se atreviera a hablar. Preguntó nervioso:

- ¿Qué diablos estarán haciendo aquí?

Su presencia en aquella parte del terreno, dominado por ellos, no era de extrañar teniendo en cuenta el inminente desarrollo de futuros acontecimientos. Pero el trío del garaje estaba demasiado preocupado con su suerte, para buscar una razón que respondiera a la concentración de elementos de los invasores a lo largo de la periferia de Newark.

El cerebro de Waldron había estado desesperadamente ocupado con los peligros inmediatos y la frenética precisión de hallar la razón de la «epidemia», así como el modo de contrarrestarla. Había intentado transferir sus conocimientos a gente que pudiera hacer buen uso de ellos y, por tanto, no había tenido tiempo para anticiparse a posibles sucesos venideros.

No obstante, no se concebía que los invasores-saqueadores, forasteros, en rigor de otro mundo, se conformasen con apoderarse de, y saquear, una ciudad única para volver luego a su punto de partida. Tendrían que retirar el increíble artilugio que paralizaba todo vestigio de vida en los humanos, o mantenerlo en marcha. Si lo retiraban se vería el saqueo y se inferiría el uso de alguna clase de arma o instrumento. Si seguía funcionando, alguien descubriría, a la larga, su modo de operar y manejo.

Habiéndose apoderado de una ciudad, los invasores no podían retirarse. Tenían que seguir adelante. Si pensaban extender la paralización para apoderarse de más terreno, tendrían que aprestar sus avanzadillas para ocupar dicho terreno tan pronto cayera bajo su extraño influjo. Los componentes de los pelotones de vanguardia serían los encargados de cortar las comunicaciones telefónicas, la fuerza eléctrica, etc., y estar alerta por si se declaraba algún incendio de proporciones peligrosas para el logro de sus fines.

La partida de hombres siguió su camino y no volvió a aparecer.

- No haremos uso de este teléfono - murmuró Waldron -. Estos merodeantes bandidos podrían descubrirnos. Volveremos atrás. Llevaremos un aparato magnetofónico cada uno, Nick, y si es preciso correr, habremos de hacerlo.

Nick tragó manifiestamente la saliva que no quería pasar por el nudo que se le había hecho en la garganta. Pensaba en los cincuenta hombres que acababan de pasar ante el garaje.

- Sí, sí, claro - dijo ausentemente. Y más concreto, exclamó -: ¡Mal haya con esos apestados! ¡Qué susto me han dado! Lograron asustarme, Steve, y no me gusta que me asusten hasta ese extremo!

Media hora más tarde salían del garaje en el que Lucy había descabezado un sueño mientras Nick y Waldron arreglaban los aparatos grabadores para que transmitieran su mensaje.

Los tres se movieron con extrema precaución en la silenciosa oscuridad. Tardaron otra media hora en llegar a una tiendecita abierta, en la intersección de dos calles. Colocaron uno de los grabadores al lado del teléfono, conectaron las pilas y lo dejaron a punto de emitir, sólo había que darle marcha. Una manzana más lejos hicieron lo mismo con el otro magnetófono, esta vez en una carnicería.

Waldron levantó el auricular y escuchó. La central telefónica daba la señal de marcar. Giró el disco, formando el número que le indicara Nick. Oyó la llamada al otro lado del hilo y una voz aburrida que decía en tono rutinario:

«Prensa Reunida. Diga.»

- Tome nota - dijo Waldron -. Conectamos un reportaje magnetofónico de Nick Bannerman y Steve Waldron. Llega desde la ciudad de Newark. ¡Procure no perder ni una palabra! Lo repetiré dos veces.

Nick puso el grabador en marcha y el aparato habló en el silencio de la noche:

Habla Nick Bannerman, del «Mensajero» estoy en el interior de lo que se supone foco epidémico que incluye a Newark. He contraído los extraños efectos de la mal llamada epidemia y me he recuperado de ellos. Voy a contaros como sucedió.

Salieron de la tienda de expedición de carnes. Waldron cerró la puerta tras de sí, firmemente, para que las palabras del aparato no pudieran ser oídas desde la calle, y se precipitaron hacia el lugar donde habían dejado el primer aparato. Nick descolgó el teléfono. Prestó atención y percibió claramente la señal de la central. Marcó el número del «Mensajero».

- «Mensajero», recepción. ¿Diga? - contestó una voz conocida.

- Soy yo - declaró Nick -. Nick Bannerman. No pierdas una palabra de lo que te voy a decir. ¡Escucha!

El magnetófono empezó:

Habla Nick Ban...

Y Nick, absurdamente, colgó el auricular.

- Es inútil, Steve - dijo -. Acaban de cortar la comunicación. ¡Esos apestados controlan todos los teléfonos de esta área! ¡Y no deben de hacerlo desde muy lejos! ¡Salgamos de aquí! ¡Vamos!

Salieron corriendo a la calle. Waldron cogió a Lucy por la muñeca y la arrastró tras de sí. Los tres se precipitaron desesperadamente calle abajo para alejarse lo más posible de la esquina. En el implacable silencio, sus pisadas sonaban a redoble de mil tambores.

Al ruido de sus pisadas vino a sumarse, de pronto, otro sonido poco alentador. Se acercaban coches, muchos coches, que viajaban a oscuras. No era posible conducir sin luz a la velocidad que indicaba el zumbido de sus motores. Y sin embargo, los vehículos avanzaban a velocidad de vértigo y en la más completa oscuridad.

- ¡Noctoscopios! - exclamó Waldron acercándose a Nick -. ¡Con razón me preguntaba cómo iban a esa velocidad! ¡Van equipados con noctoscopios!

Corrieron unos cuantos pasos más y se tumbaron en la acera.

- ¡Quieta! - jadeó Waldron a Lucy -. ¡Hazte la paralizada!

Un noctoscopio era un artificio inventado para dar la réplica a los tiradores apostados en tiempo de guerra. Transformaban los rayos infrarrojos en luz visible que se reflejaba sobre una pantalla en el interior del coche. El conductor, con la vista fija en ella, podía conducir a través de la más completa oscuridad. El aparato captaba las diferentes temperaturas de las calles y de los muros de los edificios, para reflejar sus contornos, en distintos grados de intensidad lumínica, sobre la pantalla.

A una manzana de donde se hallaban tendidos apareció la borrosa sombra de un automóvil. Iba cargado de hombres con armadura de escamas. Pasó cerca de los postrados y frenó a unas cien yardas de distancia. Se apearon cuatro individuos y el coche reanudó su marcha desenfrenada para apostar más perseguidores en otras intersecciones.

Waldron sudaba profusamente. Exudaba porque se había creído perdido. Y en realidad sólo se habían salvado por el más puro de los azares. Porque, estando vivos, sus reflexiones en la pantalla del aparato de rayos infrarrojos eran más brillantes y visibles que las de los demás seres petrificados que había por los contornos. El conductor, en sus prisas por acordonar el sector, no había reparado en las figuras tendidas en la acera. El noctoscopio reflejó unos cuerpos tibios, al igual que el «tercer ojo», el órgano perceptivo del calor, con el cual localizan las víboras a los animalitos de sangre caliente en sus escondrijos y recovecos de los bosques.

Los cuatro hombres apeados del vehículo a corta distancia de los fugitivos se desplegaron y empezaron a caminar, alejándose de ellos.

Se detenían para tocar a todas y cada una de las yertas figuras que encontraban a su paso. Investigaban incluso los coches atascados y averiados. Buscaron por todos los rincones, usando linternas que reflejaban una luz azulada. Afortunadamente no iban equipados con aparatos de rayos infrarrojos. Les habían avisado que la persona, increíblemente activa y astuta que tenían que apresar se escondería de ellos pretendiendo ser una víctima atiesada más. Los cuatro hombres se perdieron en la distancia, cumpliendo el cometido que les había sido asignado. Waldron tardó un buen rato en ponerse en pie. Por suerte el acordonamiento del sector había empezado a unas yardas más allá de donde había logrado llegar el, su carrera a través de la noche. Veinte minutos más tarde volvían a estar en el garaje de donde habían partido y en el cual habían trabajado tan esperanzadamente con los grabadores magnetofónicos. Retornaron al lugar porque lo conocían y era peligroso permanecer en la calle. Un tenue olor de café permeaba todavía el local. Lucy empezó a tiritar.

- ¡Hemos de hacer algo, Nick! - exclamó Waldron desesperado - Hemos de...

Volvieron a oír pisadas en el exterior. Esta vez provenían de dos pies únicamente. Un individuo bajaba por la calzada, en la misma dirección que llevaron los otros. Llegó a la puerta del garage, la abrió y entró en el taller.

Los fugitivos escucharon la voz de Fran Dutt.

- ¡Lucy! ¡Steve! - llamó.

No recibió contestación. Los tres permanecieron mudos e inmóviles.

- ¡Contestadme! - exigió Fran procurando no elevar demasiado el timbre de su voz - ¡Sé que estáis aquí! os he descubierto con un detector de onda corta. Los dirigentes no han pensado en eso todavía. Yo formaba parte del grupo que pasó por aquí hace un rato. Mi detector reflejó las vibraciones eléctricas de vuestras defensas contra la paralización. Lo mismo que hace ahora. No os denuncié a los míos, como podía haber hecho. Soy vuestro amigo... ¡Steve, Lucy! He de hablar con vosotros.

Silencio. Finalmente surgió la voz de Waldron amenazante.

- Te estoy apuntando con un revólver, Fran - dijo. - Acércate y habla. ¡Pero habla en voz baja!

Fran se aproximó al despacho y cerró la puerta del mismo tras de sí. Se iluminó la cara con la linterna de luz azulada que portaba. Sus facciones mostraban gran cansancio.

- He estado preocupado por ti, Lucy - dijo con gran amargura -. ¿Estás bien?

Bajó el foco para ver a la muchacha, el haz de luz iluminó a ésta y a sus compañeros. - ¡Vaya! - exclamó -. Ya sois tres, ¿eh? No has perdido el tiempo, Steve. - Colocó la linterna en el suelo, sin apagarla, para que iluminase la estancia -. Recibimos una llamada de alarma de no sé dónde - continuo -. Los demás fueron para y yo aproveché la coyuntura para venir aquí. He de reconocer que todo este asunto es peor de lo que imaginé pudiera ser, Steve. Están saqueando la calidad llevándose vuestras mujeres para entretenimiento de los dirigentes. ¡Es terrible! Me horroriza pensar que puedan coger a Lucy. ¡Es preciso buscar un lugar seguro para ella, Steve!

Waldron guardó su revólver y tomó asiento sobre un viejo bidón de gasolina. Fran Dutt se retorcía las manos con gesto de atormentado desespero.

- Bien - dijo Waldron -. ¿Que solución propones para la seguridad de Lucy? Por mi parte he hecho cuanto ha estado a mi alcance para...

Fran hizo un movimiento brusco y traicionero.

- ¡Esta! - dijo.

De algo que sostenía en la mano partió un fogonazo. Del generador que protegía a Nick Bannerman saltó un chispazo azulado. El arma de Fran volvió a disparar contra Waldron.

Lucy exhaló un grito. Nick cayó grotescamente al suelo en la compostura que tenía de pie, afectado por el extraño tétano que el mundo llamaba epidemia. Waldron permaneció rígido sobre el bidón en que estaba sentado. Sus músculos se habían congelado y su mirada estaba fija en un punto indeterminable. Al ver lo sucedido a Steve, Lucy rompió en sollozos.

- Mejor hubiera sido que me hubiese matado al entrar, porque te quiero, Lucy, y no soporto verte sufrir - dijo Fran amargamente.

CAPITULO VIII

Lucy lloraba. Waldron estaba paralizado. Fran ni siquiera miró a sus víctimas. La radiación del campo de energía - o lo que fuese, causante de la mayor catástrofe de la historia humana - de las armas de los invasores era, tan efectiva que Fran Dutt no se preocupó de los dos hombres que acababa de inmovilizar.

Guardó su arma y gimió con desespero.

- He sido traidor a los míos en mi afán de procurarte seguridad, Lucy. No te he pedido nada a cambio. Pero ahora tienes que escucharme...

- Has matado a mi padre, a Steve, y ahora...

- Tu padre está vivo. Has de creerme, Lucy - imploró -. ¡No debes caer en manos de nuestros Dirigentes! ¡No tienes idea de su... ¡No, preferiría verte muerta Lucy, y te mataré antes de suceda cosa semejante.

- ¡Hazlo de una vez! - gritó con histérico arrebato - Has matado ya a todos los que...

- ¡No es cierto! ¡Tu padre está vivo, repito! Trabaja en los laboratorios de los Dirigentes y éstos le tratan bien. Incluso es feliz.

Nuestros Dirigentes saben halagar a los hombres de ciencia. Straussman les causó tanta impresión que, desde entonces, casi lo veneran. En cuanto a Steve, no está muerto. Irá a los laboratorios y trabajará con tu padre. Como él, tendrá cuanto quiera, menos libertad.

- Si ellos han de ser prisioneros vuestros, llévame a mí en la misma calidad - contestó la muchacha con altiva fiereza.

- Odio a los Dirigentes tanto como puedas hacerlo tú, Lucy. Me repugna esta invasión que considero abominable. Aborrezco a nuestros Dirigentes más de lo que puedes imaginar, porque he sufrido el rigor avasallante de sus látigos. Pero si no cumplo con el cometido que me han impuesto, mi padre, madre, hermanas y hermanos pagarán las consecuencias. Cada vez que vengo a tu Mundo, los internan como rehenes que responderán de mi conducta. Si ésta no es la que esperan de mí los míos morirán torturados. Escucha, los Dirigentes han decidido tomar Nueva York, luego seguirá Filadelfia y las demás ciudades de importancia. Encontrarán tal riqueza y botín, que se olvidarán de Newark. Deja que te esconda Y, cuando pueda, volveré a por ti. ¡Jamás permitiré que los Dirigentes te vean! Todavía podemos ser felices, Lucy. Haré todo cuanto esté en mi poder por ellos. Te lo prometo.

Lucy le miró intensamente en el extraño reflejo que provenía de la linterna. Estaba pálida y tenía los ojos abiertos por la sorpresa.

- Te creo, Fran - dijo circunspecta - Hubo un tiempo en que te tuve gran simpatía. A tu modo, creo que estás tratando de ser decente. Pero no es ése el camino que quiero seguir, Fran. Antes preferiría morir que...

- No morirás - protestó el invasor con fiereza. - Te volveré insensible, como he hecho con Steve, sólo que a ti te esconderé en algún lugar sabido sólo por mi y, cuando sea el momento, volveré para despertarte y verás que estas cosas no sólo suceden en los cuentos infantiles de vuestra novelesca. ¡No puedo permitir que mueras y menos aún que caigas en las garras de nuestros Dirigentes! Lucy, te ruego que...

Se produjo al lado de ellos un movimiento brusco e inesperado.

- Ahora me toca hablar a mí, Fran. ¡Y no te muevas o te atravieso de un balazo! - dijo la voz de Steve Waldron. Este, de pie, apuntaba a Fran Dutt con un revólver de reglamento. Se acercó a su atónito enemigo y lo desarmó -. Tuve una pequeña discusión con uno de los tuyos y logré quitarle su armadura, que llevo puesta bajo mis ropas. Es magnífica. Mucho mejor que nuestros improvisados aparatos.

»Pretendí quedar paralizado para que hablases a Lucy con entera libertad. Creo que lo has hecho. Lucy - continuó, dirigiéndose a la muchacha sin apartar la vista de Fran - coge otro generador y aplícalo a Nick, ¿quieres?

Lucy obedeció temblorosa.

- ¡No vas a matar a Fran, ¿verdad, Steve? - preguntó con recelo.

- No es ésa mi intención - repuso Waldron -. Nos va a ser de gran utilidad. Pero si hace tonterías, no me quedará más remedio.

- No pienso ser de ninguna utilidad para ti, Steve - protestó Fran amargado.

- Ya lo veremos - retornó su captor.

Lucy ajustó el emisor de alta frecuencia al cuerpo de Nick y la figura rígida del fotógrafo se distendió, relajando la tirantez de su postura. La visión volvió a sus ojos y salió de su ensimismamiento. Blasfemó por lo bajo y se levantó de un brinco.

- ¡Qué diablos! - exclamó -. Disparó ¿he vuelto a estar muerto, Steve?

- Más o menos - repuso su amigo -. Recoge tu revólver y cubre a Fran. No quiero que muera, pero no te prives de disparar si es preciso. Estamos en guerra y es un enemigo. Si no nos servirnos de él, cogeremos a otro. Si tienes que matarlo procura hacerlo de un solo tiro.

- Será un placer inenarrable - replicó Nick con ansia.

Cubrió a Fran con el arma mientras Steve rebuscaba algo en sus propios bolsillos.

- El otro día compré unas hojas de papel - dijo - y sólo usé una de ellas. ¿Sabrías construir una armadura como la que llevas, Fran?

- No. Soy espía, si quieres, y físico teórico, pero desconozco el procedimiento de nuestras defensas. Tus generadores, sin ser tan seguros, hacen maravillosamente las veces de ellas. El único defecto que tienen es la facilidad con que se detectan las corrientes de alta frecuencia, como has tenido ocasión de ver.

- Es cierto - convino Waldron. Extendió una hoja de papel sobre la mesa del despacho y escribió. Terminada su tarea, leyó en voz alta.

«Informe del Operador 27 D, en Newark. Todavía no he logrado la información precisa sobre las armaduras usadas por los invasores. Fran Dutt ha podido administrarme otra. No cree sea posible agenciarse mas porque, dice, es un trabajo excesivamente peligroso para él. Asegura también que el movimiento revolucionario en su país, del cual forma parte, tiene pocas probabilidades de éxito. Para ayudar a nuestra contrainvasión precisan suministros adecuados de gas NN y Bazookas. De lo contrario, él y sus compañeros no podrán apoderarse de la entrada a su Mundo y defenderla hasta la llegada de nuestras fuerzas expedicionarias. Se halla dispuesto a firmar un tratado que garantice las reparaciones que se exijan por el daño causado por sus compatriotas, tan pronto haya sido derrocado el actual sistema de gobierno que les rige. El Comité Revolucionario se ha comprometido a proporcionarnos un diseño y las instrucciones para el manejo y uso de la entrada hélica empleada por sus opresores para invadir Newark»

Levantó la vista del papel y miró a Fran. La palidez de su rostro era cadavérica.

- ¿Qué te parece? - inquirió -. Guardaré este papelito en uno de mis bolsillos y si me cogen los tuyos ¿qué crees que pensarán, Fran?

- Que soy un traidor - repuso angustioso el aludido. Creerán que formo parte de un movimiento revolucionario. ¡Torturarán a toda mi familia, a mis amigos! ¡No, no puedes hacer eso, Steve! - sollozó -. Desconoces el refinamiento de sus torturas. ¡Mátame aquí, ahora mismo, pero rompe ese papel!

Waldron negó con la cabeza.

- Vuelve a tus amigos - dijo -. A esos que, como tú, odian a vuestros Dirigentes y cuéntales lo que te sucede. ¡Ahora o nunca, Fran, es el momento de que empecéis esa revolución, por la que suspiráis en silencio! Ten presente esto: o acabamos con tus Dirigentes, o me matan aquí, en Newark, y encuentran sobre mi cadáver este escrito que te compromete. ¡Escoge lo que más te convenga!

Fran humedeció sus labios con la lengua.

- Es posible que me estés haciendo un favor - dijo. Su voz sonaba lejana -. Los Dirigentes nos mantienen supeditados, en un estado de continuo apocamiento. He instigado a la revolución varias veces. Pero las represiones son tan brutales que nadie se atreve a iniciar un movimiento liberador. Pero, ahora, si no lo hacemos y te descubren corremos el peligro de sufrir los mismos castigos que si nos hubiésemos rebelado ya.

Waldron no tenía nada que añadir a lo patentizado por Fran Dutt. Escuchaba y dejaba que éste diera rienda suelta a su proceso de ideas.

- Sé con lo que voy a enfrentarme - continuó -. Si me acusan de traición, inculparán también a otros. Las cámaras de tortura son hábiles crisoles para fundir y transformar las voluntades. Imputarían toda clase de falsedades a quienes quisieran. ¡Sí! Los suplicios a que someterían a los supeditados son inenarrables. Hemos temido la irracionalidad de sus represalias y ahora nos tienen tan acobardados que no nos atrevemos a la insurrección. Una de dos, Steve: con tu actitud nos haces un gran favor, un inmenso favor, o te maldeciremos más allá de la tumba. Si nuestro levantamiento falla, los lamentos de los torturados pasarán el linde de nuestros Mundos para anatematizarte el alma.

- Mi intención - repuso Waldron serio - es haceros un favor.

- Luego mis suposiciones eran ciertas.

- ¿A qué negarlo? - concedió Fran -. Straussman llegó a nuestro Mundo hace mucho tiempo. Apareció en un campo de las afueras de una de nuestras ciudades. Iba enfundado en una rara cobertura metálica. Supeditados y Dirigentes le vieron aparecer. Todos se asustaron. Pero los Dirigentes se lo llevaron para interrogarle y conocer su procedencia.

Waldron miró a Nick. El fotógrafo escuchaba con escepticismo y sin apartar su revólver de Fran.

- Nuestros Dirigentes le trataron muy bien. Le hospedaron en sus palacios y pusieron a su disposición cuanto deseaba. Straussman aprendió nuestro idioma y enseñó maravillas de conocimiento hasta entonces ignoradas por los nuestros. Se convirtió en Dirigente y fué más arrogante y opresivo que los demás. Obligó a los Supeditados a construirle extrañas máquinas, a través de las cuales traía a nuestro Mundo cosas chocantes y nuevas: libros, armas y una erudición distinta. Los Supeditados que trabajaban en los laboratorios de su palacio hablaban de grupos de Dirigentes que se introducían en las máquinas diseñadas por Straussman y desaparecían, para reaparecer, muchas horas más tarde, con aparatos desconocidos, plantas y animales mejores que los que poseíamos en nuestro Mundo. Trajeron incluso unos animales que llamaban caballos.

»Otras veces aparecían con hombres parecidos a nosotros. Generalmente estaban heridos o bajo los efectos de drogas que les habían suministrado. Lo más frecuente, sin embargo, era que apareciesen con mujeres en el mismo estado, mujeres jóvenes y bonitas. Los cautivos masculinos eran encerrados en empalizadas y obligados a enseñar lo que sabían a los escogidos de entre los Supeditado, Yo fui uno de ellos. Los Dirigentes nos instruían para ser espías Y aprendimos un sinfín de cosas. Pero no debíamos olvidar jamás que éramos Supeditados. ¡El peor de los castigos, nos aseguraban, caerían sobre nosotros y nuestras familias si no acatábamos la superioridad y las órdenes de los Dirigentes!

- Más o menos, lo mismo que sucedería, si tu antigua Babilonia fuese coetánea nuestra y poseyera máquinas especializadas para el pillaje - murmuró Waldron.

- Pero recelaban de este mundo - prosiguió Fran -. Aquí, había más gente, mucha más gente, que tenían algo, un valor único, que ellos, nuestros Dirigentes, temían sobremanera: la libertad individual. Durante muchos años vivieron inquietos por temor de que otros científicos hallaran lo mismo que había descubierto Straussman y, por ende, el camino hacia nuestro Mundo. En un principio, pensaron en reorganizar las defensas y medios de ataque de que disponíamos. Pero consideraron más fácil y lucrativo, destrozar subrepticiamente una civilización que era superior a la nuestra y que no iba a darse cuenta de nada. Enviaron espías a este lado y cuando científicos como tu padre, Lucy, y otros, empezaron a indagar las posibilidades del trabajo de Straussman, supieron que, tarde o temprano, alguien daría con el otro. Entonces fué cuando decidieron destruir lo que más temían de vuestro Mundo: el «Fuero de las Gentes».

- Si el padre de Lucy trabaja en sus laboratorios, quizá él pueda ayudarte en el planteamiento de la revuelta, Fran - terció Waldron -. Es un hombre de extraordinaria inteligencia. Ahora dame tu armadura. Es mejor que nuestros generadores. La necesito para Lucy.

La palidez de Fran se acentuó.

- Esto equivale a matarme, Steve.

- Te dejaremos un generador - repuso Waldron -. Dáselo, Nick. ¡Vamos, quítate esas escamas!

Fran se pasó la mano por la boca con gesto nervioso. Empezó a despojarse de la armadura y, a media operación, quedó paralizado. Nick le sostuvo, evitando que cayera al suelo. Le quitaron las prendas de defensa y las entregaron a Lucy. La muchacha desapareció con ellas detrás de un coche. Cuando reapareció vestida con el jubón de escamas tenía un cierto aire pueril.

Nick puso en marcha el generador que había colgado de los hombros de Fran.

- Vamos a abandonarte, Fran - dijo Waldron -. Según dices, nadie tiene un detector de onda corta como el tuyo, pero es una idea que puede ocurrírsele a cualquiera de tus Dirigentes. ¡Tú verás lo que haces! Dejaré tu pistola en la esquina; la puedes recoger allí.

Abrieron la puerta del garaje y entonces Lucy dijo intranquila:

- Steve, si encuentran a Fran con mi generador en vez de su armadura...

- ¡Ya sabe él a lo que me obliga! - exclamó despreciativamente Fran.

Y así era. Waldron sabía que si Fran Dutt quería otra defensa igual a la que le habían quitado tendría que usar su lengua vernáculo para engañar a algún compatriota y llevarlo a un lugar solitario donde, con o sin lucha, habría de agenciarse la del incauto que te había hecho caso.

Nick puso en marcha el coche que habían revisado antes de salir del garaje, cuando creían que los grabadores iban a servirles de algo. El vehículo salió silenciosamente a la calle. Waldron tenía un plan relativamente desesperado. Tomaron el camino de las llamas que habían visto desde el Skyway. La idea de Waldron era acercarse a la hoguera, paralelamente al terreno acordonado. Nick, entonces, pretendería haberse introducido clandestinamente en el terreno afectado. Era de esperar que no dispararan contra el coche. Si lograban hablar con las tropas o pudiesen usar un teléfono...

Vieron el reflejo de las llamas. Nick puso el coche paralelo a la línea guardada por los soldados, encendió los faros y, tratando de mostrar una confianza que estaban muy lejos de sentir, se acercaron a la fogata. Algunos números de la tropa estaban allí sentados alrededor de ella, pero no hicieron el menor caso del coche que se acercaba. Waldron vió una ametralladora de campaña cuyo cañón apuntaba hacia Newark. El vehículo siguió avanzando y nadie se levantó de su asiento. A la distancia que estaba ahora tenían que haberlo visto.

Cuando los tres fugitivos llegaron a la altura del pequeño campamento, comprendieron la razón del desinterés de la tropa. Todos los soldados estaban inmovilizados, en posiciones normales unos y grotescas otros. ¡Se hallaban paralizados!

El resto de la nación no tardaría en saber que la epidemia que había afectado a Newark - y aparecido en dos puntos de Nueva York, así como en uno del condado de Westehester - había extendido su mortífero radio de acción.

La ciudad de Jersey era, ahora, un paraje inanimado, lleno de cuerpos, vehículos y máquinas accidentadas.

- Dirígete al túnel - aconsejó Waldron -. No creo que la gentuza de Fran haya llegado allí todavía, pero si topamos con ellos tendremos que abrirnos paso a tiros. ¡Espera! - añadió.

Descendió del coche. Las luces que iluminaban las calles no habían sido apagadas y acostumbrado a moverse; en la oscuridad Waldron experimentó una rara sensación.

Recogió todas las armas y municiones que pudo, incluyendo algunos fusiles ametralladoras. Bien armados los tres, reemprendieron el camino del túnel que había de llevarles a Nueva York. La partida de invasores no había llegado al paso. Las bombillas estaban encendidas. Nick tuvo que sortear los coches parados, los accidentados que transcurrían por el conducto en el momento de la expansión de la ola paralizadora.

Llegaron a un punto de la ruta en el cual, Steve y Nick, tuvieron que apearse y aplicar un gato automático al costado de un gran camión que les cerraba el paso. Lograron inclinarlo suficientemente para poder pasar rozando uno de sus flancos. De pronto se apagaron las luces. Dejaron de funcionar todas las bombillas que reflejaban su luminosidad en las blancas baldosas del túnel. La única luz, ahora, era la que provenía de los faros del coche de los fugitivos y el resplandeciente haz mostraba un camino vacío. Aparentemente, el misterioso poder de los invasores no había surtido efecto en esta parte del pasaje y los coches que en él había, lograron seguir su camino.

Un poco más adelante vieron la silueta de un vehículo, detenido sin razón aparente.

Finalmente desembocaron en Nueva York. Las calles brillaban llenas de luz, pero estaban silentes. Por toda la ciudad imperaba el presagio del desastre.

Waldron y Lucy volvieron a presenciar un espectáculo que no era nuevo para ellos: vehículos colisionados, gente estática, paralizada, abatida en posiciones irregulares, risibles - de no ser por la tragedia - grotescas.

CAPITULO IX

Waldron esperaba que Nueva York no cayera totalmente bajo el influjo paralizante. Rogó a Nick que parara el coche y escuchó atentamente. La quietud era aterradora. Jamás había habido tal silencio en la Isla de Manhattan, ni aun cuando se retiraron los hielos glaciales para ceder paso a la vegetación subártica.

- Hemos llegado tarde - dijo con su calma peculiar -. Demasiado tarde. Esto debió suceder cuando estábamos en el túnel. Tardaríamos demasiado en construir los generadores que harían falta para equipar una buena partida de hombres. Además, tendríamos que convencerlos de la realidad y armarlos. No tenemos tiempo. Los invasores están al llegar y darían con nosotros.

- ¿Qué vamos a hacer, pues? - inquirió Nick, inseguro -. Son mas hábiles de lo que creíamos. No tardarán en cogernos. Lo mejor será hacerles cara con las armas que tenemos y...

- Quisiera hacer más que esto - interrumpió Steve pensativo -. Si ocupan Nueva York, tomarán Brooklin, Queens y el Bronx... ¿Cómo diablos lograrán esparcir esta parálisis?... Deben de hacerlo por medio de electricidad... Una especie de magnetización. Una dosis de corriente directa hace desaparecer un cuerpo petrificado, y una alta frecuencia lo vuelve a su estado normal. Acaso...

Teniendo en cuenta que se hallaban parados en una ciudad recién afectada por el desastre, las cábalas de Waldron no eran como para tranquilizar a Nick. Especialmente cuando estaban a punto de llegar las fuerzas causantes del hecho.

- Tengo una idea - prosiguió Steve Creo que propalan su... me figuro que será un campo magnético, de alguna índole especial, que deben extender por medio de conductos alámbricos. Si esta fuerza fuera introducida en el circuito eléctrico de la ciudad, el tendido que suministra la luz la llevaría a todos los sectores de la población. Así es como deben contaminar las localidades que han de caer en su avidez.

- ¡No especules, ni abandones la lucha, Steve! - Interpuso Lucy -. Piensa en toda esa pobre gente que se han llevado de este Mundo.

- No abandono nada - repuso Waldron con calma -. Me encuentro en un punto de mis fuerzas en que ya no puedo encolerizarme. He sobrepasado esa fase de mis emociones. Pienso que posiblemente usen las instalaciones eléctricas de la ciudad para establecer las condiciones apropiadas que paralicen a todos sus habitantes. Y estoy pensando también, que podríamos emplear los mismos medios para anular dichas condiciones y sus efectos. Hay una gran central eléctrica - continuó, dirigiéndose ahora a Nick -, al otro lado de East River. No hace mucho que han paralizado la ciudad. Si logramos llegar antes de que apaguen las calderas, creo que con una potencia de vinos cien caballos vapor podríamos...

Nick no quiso oír más. Puso el coche en marcha y se dirigió al este. El pavoroso aspecto de la urbe les sobrecogió a su paso por ella. Las escenas que vieron demostraban lo abrupto y total que había sido el desastre. Pasaron ante grupos de personas, pobre y miserablemente vestidas, tumbadas por las calles y las aceras. Eran los que carecían de los recursos más esenciales, ¡cuánto más para agenciarse medios de transporte que les alejaran de la ciudad! Durante tres días, los neoyorquinos con medios - por ínfimos que éstos fuesen - habían estado abandonando la ciudad a un ritmo acelerado con todos los artefactos rodados posibles. En la población sólo quedaba una fracción insignificante de los vehículos que reflejaba su censo normal. Había también menos gente. Un ejército de refugiados emprendió la huída en todas direcciones, y el número de coches y personas que quedaban, cuando sobrevino el extraño fenómeno, era sólo una millonésima parte de lo que podía haber sido.

Nick condujo el automóvil por la calle del Canal y pronto atravesó el puente que cruzaba el East River. Bajo ellos, sobre las aguas, vieron pequeños remolcadores que se movían a la deriva, con sus tripulaciones agarrotadas por la parálisis. Seguirían yendo de acá para allá hasta que se apagaron sus calderas, embarrancaran en algún bajío o chocaran contra algún obstáculo que se interpusiera en su camino.

Hacia el este se discernían las chimeneas, que sobresalían de la gigantesca estructura de la central eléctrica.

- Todavía funcionan las calderas - dijo Waldron al ver el humo que salía del lugar, - pero no tardarán en cortar el suministro, lo cual, bajo su punto de vista, es lógico. Un accidente cualquiera podría dar lugar a un arco de alta frecuencia que despertase a la gente afectada y estropease sus planes. Al entrar en la central, Nick, no separes el dedo del gatillo.

Llegaron al final del puente donde una aglomeración de coches siniestrados bloqueaba parcialmente el camino. Sin embargo, se veía claramente por las señales dejadas en el suelo, que los vehículos accidentados habían sido apartados para dejar paso. Indicio evidente de que alguien con vida, y dueño de sus actos, rondaba por las cercanías. Los únicos seres que se podían mover, aparte de los tres fugitivos, eran los invasores.

Waldron miró a Nick y vió que el fotógrafo también había reparado en las señales. Siguieron adelante, torcieron a su izquierda y se internaron por calles en su mayoría desérticas, la población de Brooklin, como la de Nueva York, había huido a regiones más seguras.

Steve cogió un fusil ametrallador y colgó alrededor de su cuello todas las cananas que pudo. Parecía un guadarnés ambulante.

Llegaron ante la central, de proporciones enormes, la cual estaba rodeada por una cerca metálica. Aquí no había silencio. Se oía un zumbido indefinible y continuo. Nick detuvo el coche y cogió, a su vez, un fusil ametrallador y las municiones que Lucy le entregaba desde el asiento posterior.

- No se ve a nadie - dijo - Debe haber alguien al cuidado de las calderas. ¿O acaso son automáticas?

Lucy descendió del coche. Vestida con la armadura de los invasores parecía una moderna Amazona. A la altura del cinto y apoyada en la cadera, a la usanza de las fuerzas de choque, llevaba una metralleta.

Entraron los tres en el edificio. Atravesaron pasillos alumbrados, que despedían olores extravagantes, para desembocar en una sala llena de hileras de grandes tambores de hierro. También había gente en esta sala. Hombres. Pero estaban en el suelo, paralizados. Llegaron hasta la sala de generadores de donde provenía el zumbido que se extendía por todo el recinto. Las proporciones de esta pieza eran gigantescas al igual que la maquinaria que contenía. Los encargados de la vigilancia de las máquinas eran unas pocas figuras atiesadas que vieron diseminadas entre los descomunales generadores. Aún activos hubieran parecido demasiado insignificantes para controlar unos mecanismos tan colosales.

Waldron buscó las derivaciones de las barras conductoras de energía. Vió que estaban tendidas a través de la sala, para unirse en un cuadro de distribución de donde partía, hacia el exterior, una laberíntica colección de gruesos hilos de cobre. Steve parecía un enano al lado del inmenso cuadro.

- ¡Nick! - llamó -. Alguien ha desconectado la red principal.

Nick Bannerman corrió hasta la ventana y miró al exterior.

- Casi toda la ciudad está a oscuras - dijo -. No lo estaba hace un momento. Han debido desconectar cuando nos hallábamos en el cuarto de calderas.

- No podemos crear un arco estable si no estamos bien protegidos. La cantidad de energía desarrollada será tremenda. Necesitamos una sustancia aislante para formar un tabique de protección - manifestó Waldron.

Nick abrió un armario metálico. Estaba lleno de materiales para reparaciones de urgencia, entre los que había un montón de pernos y tuercas de cobre.

Lucy dijo algo indescifrable y subió a una elevada pasarela desde donde podía vigilar las entradas y salidas de la sala. No sabía lo que se proponían hacer sus compañeros. Les había oído hablar de vapor, calderas y cientos de miles de unidades de fuerza motriz Ahora discutían de condensadores y cobre derretido. Se referían a algún plan preconcebido que no llegaba a entender, pero su confianza en los manejos de Waldron y Nick era total.

Nick, arrodillado en el suelo, machacaba aisladores de porcelana. Los reducía a trozos pequeños que reunía en un montón. Waldron apareció arrastrando unas porciones de barras colectoras, de diez o quince pies de longitud. Nick levantó la cabeza Y sonrió. Doblaron las barras en la forma que requerían, introduciendo unos extremos en una máquina parada y apoyándose en los otros. Waldron volvió a por más barras. Lucy, en lo alto, creyó vislumbrar el revuelo de una sombra a través de la puerta, pero la sensación fué tan instantánea que la atribuyó a un producto de su nerviosismo.

- No te preocupes - dijo Nick cuando la muchacha le contó lo ocurrido -. Tú ya llevas armadura. Eso les confundirá.

Se oyó un disparo y luego otros dos. Nick, fusil ametrallador en mano, corrió hacia la puerta. Lucy, pálida, se precipitó por los peldaños que llevaban al suelo.

Waldron apareció trayendo unas grandes planchas de metal.

- Un compatriota de Fran - dijo -. Tuve que matarlo. Estas planchas son para hacer los condensadores. ¡Date prisa, Nick!

Nick le ayudó a transportarlas,

- Vidrio - dijo - El de los ventanales servirá.

Waldron se acercó a las ventanas y abrió una de ellas para quitar el cristal entero. Los condensadores no estarían muy bien construidos ni ofrecerían gran confianza. Pero tenían que funcionar. Era preciso crear un arco voltaico.

Sin previo aviso, se precipitó en la sala un hombre recubierto de armadura de escamas. Llevaba en la mano un látigo, como los que viera Waldron en Newark. El recién llegado avistó únicamente a Lucy y la confundió con uno de sus subordinados. Ladró una orden salvaje e incomprensible. Y Waldron, deliberadamente, tiró a matar. El oficial cayó como un muñeco desarticulado.

- Date prisa, Nick - dijo tranquilo, volviéndose hacia su compañero.

Nick laboraba desesperadamente. Aparecieron otros dos invasores. Una ráfaga de fusil ametrallador tumbó a uno de ellos. El otro tropezó y cayó. Desde el suelo descubrió a Nick - sin armadura - y chilló advertencias, una serie de sílabas, en su críptico lenguaje. Se escurrió y logró parapetarse detrás de la base de una rejilla, desde donde continuó gritando sus avisos.

Por la puerta asomó una cabeza, y un brazo apuntó una extraña arma contra Nick. Steve reconoció el artefacto. El poseedor de ella se amparaba estúpidamente detrás de una de las hojas de la puerta, a medio cerrar. Waldron apretó el gatillo y disparó contra la madera. El plomo de sus balas se alojó en el cuerpo del invasor y el arma que sostenía cayó al suelo donde empezó su proceso de autodestrucción.

Se oían, ahora, pasos precipitados y gritos de mando.

- Vigila las puertas de aquel lado, Lucy - recomendó Waldron.

- Creo que esto ya está - dijo Nick poniéndose en pie. Corrió hacia la palanca del cuadro y conectó la corriente.

Se produjo un fogonazo de llama blanco azulada. Y luego otro. El segundo estallido dió paso a un penetrante resplandor que cegaba la vista.

Nick había aplanado los montones de porcelana triturada, dejando en su superficie unas cavidades que rellenó con tuercas y tornillos de cobre. Una faja de metal conectaba con los trozos de cobre y las barras colectoras torcidas salían de entre los hoyos.

Al bajar la palanca Nick dió paso a seis mil seiscientos voltios de electricidad. Nadie podía precisar cuántos amperios trataron de pasar a través de la conexión en paralelo formada por la plancha de metal. Esta se calentó y estalló. Se extendió un gigantesco arco a través del vapor que, en arrebatado vuelo, se elevaba sobre el dique de porcelana. Al principio el arco era de un color blanco-azulado. Luego se coloreó, por efecto del lúrico matiz de la vaporización del cobre, y lanzó contra el techo un resplandor intolerable. Los montones de cobre humeaban incandescentes. Pocos segundos después había dos rebalsas de metal derretido, separadas únicamente por una pequeña masa de porcelana, entre las que fluctuaba el imponente arco voltaico.

Parecía que en la sala de generadores hubiera entrado una porción de estrella. Hombres cubiertos de armaduras de escamas intentaban entrar y retrocedían despavoridos, con las manos ante los ojos, por lo que no llegaban a entender. Voces duras, desde lugar seguro, les instigaban al ataque. Pero Nick y Waldron, con su objetivo cumplido, estaban prestos a recibirles. Ambos empuñaban ahora sus ametralladoras.

Y, desde la ciudad, empezaron a llegar los primeros síntomas de su movimiento reanimado.

Los seis mil seiscientos voltios formaban un formidable generador de alta frecuencia. Los condensadores improvisados por Nick estabilizaban la continuidad de la corriente que ahora alimentaba las líneas de suministro público. Oleadas de corriente de alta frecuencia ondulaban por los hilos de la urbe. Todas las líneas de corriente alterna de la población transportaban la de alta frecuencia y los seres petrificados recibían los benéficos efluvios del arco voltaico. Cada persona percibió suficiente descarga para neutralizar los efectos de la paralización.

La gente que despertaba encontrándose en el suelo, miraba alrededor suyo, asombrada, para ver a sus conciudadanos en las mismas o parecidas posiciones que ellos. Al reparar en los numerosos accidentes ocurridos se daban cuenta de dos hechos: que habían sido víctimas de la epidemia y que se habían recobrado de ella. Esto dió lugar a un tumulto indecible que se extendió por doquier.

El alboroto llegó hasta la central eléctrica y tanto Nick como Waldron se dieron cuenta del desbarajuste en el intervalo de sus disparos. Los invasores atacaban con insólito desconocimiento de lo que hacían, obligados a ello por los látigos y las voces de mando con que les azuzaban sus superiores. Los defensores del arco tuvieron que mantener su terreno con salvaje tenacidad.

En la ciudad, los policías se ponían en pie asombrados de encontrarse en tierra. Al ver el inmenso desorden que les rodeaba corrían a sus cajetines telefónicos, para dar cuenta de la tragedia a sus respectivos cuartelillos o llamar desesperadamente a los hospitales en demanda de ambulancias.

Cosas similares ocurrían en Brooklin, Queens y el Bronx. En todas partes reinaba histerismo y gritería, excepción hecha del sector que emplazaban las calles quincuagésimas. Allí el suministro era de corriente continua, en vez de alterna, y las líneas no iban alimentadas por alta frecuencia.

Entre tanto, Steve Waldron y Nick Bannerman luchaban desesperadamente tratando de mantener a raya a los invasores que atacaban en oleadas. Intentaban penetrar en la sala como fuese. Los atacantes pertenecían a esa casta apocada y servil, que Fran había denominado Supeditados. No eran guerreros, su espíritu de lucha se veía coartado por su temor. Sus Dirigentes, a cubierto y barbotando amenazas, no ayudaban a infundir en sus huestes la temeridad y el valor precisos para efectuar un ataque ordenado.

Nick y Waldron continuaban en su puesto, defendiendo encarnizadamente el arco que habían establecido para devolver la vida a los ciudadanos de Nueva York. La luz les cegaba cada vez que desviaban la vista para inspeccionar su funcionamiento. Lucy había vuelto a encaramarse a la pasarela y, desde su atalaya, avisaba de dónde provenía el peligro. Las dínamos canturreaban su mensaje motriz y los dos amigos seguían luchando codo a codo. Waldron se preguntaba cuándo vendría la policía, atraída por la algarabía de los disparos, para ayudarles. No sabía que los numerarios de esa fuerza no daban abasto con los problemas que tenían su alcance.

Cesó de lucir la luz piloto de uno de los generadores. Unas tras otra se apagaron todas, y los generadores dejaron de funcionar. Las revoluciones de las dínamos perdieron velocidad y el zumbido de su rotores se convirtió en un lamento agónico. Las ametralladoras que defendían el arco voltaico continuaron sembrando la muerte entre los invasores. Pero la corriente que saltaba entre las dos rebalsas de metal fundido perdió intensidad y empezó a oscilar inestablemente para, finalmente, apagarse.

El arco desapareció e inmediatamente cesaron los ruidos que provenían de la urbe.

- Han cortado el vapor de las calderas - dijo Waldron sin perturbarse -. La ciudad vuelve a quedar paralizada.

Otra oleada de invasores se lanzó a la sala. Esta vez les seguían algunos de sus Dirigentes que azotaban la retaguardia. Los atacantes, presos del valor de la desesperación, trataban de avanzar aullando. Venían equipados inclusive con armas terrestres.

CAPITULO X

Waldron recibió a los nuevos asaltantes con su ametrallador apoyado en un pasamanos y soltó una devastadora ráfaga en abanico. La muerte salió del cañón de su arma con terminante precisión. Los doce hombres que encabezaban la carga cayeron ribeteados a balazos, seguidos de otros diez que formaban la segunda línea de ataque. El fuego de Nick ayudó a reducir el grupo a tres individuos en fuga. Dos de ellos, a juzgar por los látigos que pendían de sus muñecas, eran Dirigentes. Waldron no quiso que se escaparan. Rozó el gatillo y uno de ellos cayó con seis balas entre los omóplatos. El otro se derrumbó cual árbol podado. El tercero recibió una descarga de Nick que redujo a pulpa su brazo izquierdo. Salió lanzado por la puerta chillando desesperadamente.

- No tienen mucho aguante - dijo Waldron fríamente -. Estos Dirigentes deberían tener más hombría y menos arrogancia.

- ¿Y ahora qué? - Preguntó Nick preocupado.

- Vendrán más - repuso Steve -, que mataremos y es probable que, finalmente, nos maten a nosotros.

- ¿E... es que no, no podemos evitar que vengan? - terció Lucy.

Waldron se volvió hacia la muchacha. Estaba pálida pero logró sonreír. El temblor de su voz era cosa excusable.

- He... hemos hecho cuanto hemos po... podido, ya lo sé. Pero no quisiera caer viva en manos de esos canallas, después de lo que dijo Fran de ellos.

Waldron blasfemó por lo bajo.

- Qué estúpidos hemos sido, Nick - dijo con un deje de amargura -. ¡Hemos empeñado nuestras vidas por odio a esos bandidos! El cordón ya no existía y podíamos haber seguido adelante hasta un jugar no afectado por la catástrofe. A estas horas nos hubieran escuchado y estaríamos adiestrando gente para la lucha.

Nick sacó un paquete de cigarrillos y escogió uno cuidadosamente.

- Es un poco tarde para recordar eso. ¿No crees? - dijo -, Intentemos salir de aquí puesto que ya nada podemos hacer. Si mal no recuerdo, dijiste que tenían espías en nuestro Mundo. Pues bien, se me figura que esos espías sabrán de gases lacrimógenos. Vuestro amigo Fran dijo algo sobre sus métodos de ejecución que no me gustó.

Waldron levantó un brazo con movimiento rápido disparó contra una sombra que se escurría al otro lado de la ventana. Un pequeño objeto vino a través de ella y estalló al tocar el suelo.

- ¡Ahí tienes tu gas! - exclamó Steve - Salgamos.

Se dirigieron hacia una de las paredes de la sala y abrieron una puertecilla de paso que desembocaba a una escalera de caracol.

- Hemos de subir - opinó Waldron emprendiendo la ascensión -. Si bajamos tropezaremos con el grueso de esa chusma.

Su marcha de la sala no había sido notada todavía. O los Supeditados que se dieron cuenta de su escapada no quisieron avisar a sus oficiales. Estos, no obstante, no tardaron en advertir la evasión de los sitiados.

Waldron alcanzó mi rellano Y se detuvo para escuchar. Ante él había una ventanilla que daba al exterior. Asomó la cabeza.

- ¡Si pudiéramos hacerles creer que hemos bajado en vez de subir! - exclamó entre dientes.

Nick miró alrededor suyo en busca de algo que tirar abajo. El ruido, al caer, quizá atrajera la atención de los invasores. Pero no vió más que paredes de cemento armado y peldaños de acero.

- ¡Las bombillas! - dijo Lucy alcanzando una y desenroscándola -. Al romperse contra el suelo creerán que son explosiones o disparos.

Waldron cogió la bombilla que le tendía la muchacha y la lanzó con fuerza por la ventana. Se oyó un estampido en la parte baja del edificio al que siguió un parloteo de voces excitadas. De pronto se abrió la puerta que acababan de trasponer y apareció por ella un grupo de hombres presurosos. Una voz arrogante berreó una orden y el grupo se dividió en dos. Una parte subió por la escalerilla y la otra emprendió la bajada.

En el patio sonaron otros gritos, estos estentóreos. No era de extrañar que oídos poco acostumbrados al sonido de las armas de fuego, confundieran el estallido de la bombilla con un disparo.

Los Supeditados que subían por la escalera de caracol, dieron media vuelta y se lanzaron en dirección contraria.

Los fugitivos continuaron su ascensión en silencio y recogiendo todas las bombillas que hallaban a su paso. La subida terminó en la terraza del edificio, desde donde se veía buena parte de los Narrows. Pero las playas estaban a oscuras. Waldron se asomó al vacío y lanzó media docena de bombillas que estallaron abajo en una sucesión de estampidos. Repitió la acción con tres más, luego con dos y después con cuatro. El resultado fué una satisfactoria confusión entre los invasores. Desde la terraza pudieron ver el reflejo de las linternas que buscaban su rastro.

- Creo que cometimos una equivocación al no dejar que nos mataran donde estábamos - refunfuñó Nick. Al subir aquí, no hemos hecho más que retrasar nuestra captura. El único lugar seguro para escondernos hubiera sido en alta mar.

- ¡Buena idea! - repuso secamente Waldron -, si se te hubiese ocurrido antes. ¿Quieres decirme cómo podemos llegar hasta allí ahora?

Nick murmuró una excusa y se fué al otro lado de la terraza para ver la disposición de las calles que llevaban a la playa.

- No hay derecho, Steve - dijo Lucy quejosa - Has hecho lo indecible. Casi lo imposible, y de nada nos ha servido. Las circunstancias se ponen siempre de lado de los invasores. ¡No hay derecho!

- Mujer - repuso Waldron sonriendo -. Estás loca si crees que las circunstancias se han de inclinar a favor de tu novio, por el mero hecho de serlo. Pero, gracias por la intención y ya que Nick está cavilando sobre nuestra futura evasión, dame un beso.

No era momento ni lugar para entregarse al romanticismo pero Lucy se acercó a su compañero y ambos se fundieron en un abrazo.

- Pensé - dijo ella momentos después -. Pensaba, abajo, cuando nos podían haber matado, que íbamos a morir sin habernos dado un solo beso. Hemos estado juntos todos estos días y no hemos cambiado una palabra cariñosa tan siquiera. Ya empezaba a dudar...

Llegó hasta ellos un ruido apagado pero no dieron importancia al hecho. A la altura en que estaban, el viento soplaba por entre las rendijas con bastante intensidad.

- Me alegro - continuo la muchacha -, de que hayas querido besarme.

El sonido no provenía del viento, sino del colgadizo que había al final de las escalera de caracol. La puerta que daba paso a la terraza se abrió de repente y apareció una figura revestida de escamas. Era un Supeditado enviado probablemente a efectuar una inspección de rutina. Waldron retiró su brazo derecho de la cintura de Lucy con deliberada precisión y empuño uno de los revólveres que llevaba en el cinto. El invasor se hallaba a unos seis pasos de distancia cuando Waldron disparó. Lucy ahogó un grito. Steve puso a la muchacha tras de si y esperó, sin apartar la mirada de la puerta. El viento se llevaría el ruido de la detonación y, de no haber más invasores detrás de la puerta, posiblemente no sería oída por sus enemigos en la planta baja.

Nick apareció de entre las sombras revólver en mano.

- Ahí tienes una armadura para ti, Nick - dijo su compañero con el ceño fruncido.

- Si este desgraciado vino empujado por la curiosidad, y solo, no sucederá nada. Pero creo que lo pasaremos mal si le seguían otros o es notada su ausencia.

Pasaron cinco minutos, diez, y la puerta no volvía a abrirse. Waldron y Nick no pudieron aguantar más. Se acercaron cuidadosamente y la abrieron de golpe, dispuestos a verter por ella todo el plomo de sus cargadores. No hizo falta. La escalera estaba desierta.

Nick quitó la armadura del cuerpo del temerario invasor suspiró aliviado una vez la tuvo puesta.

El viento traía ahora en sus alas el zumbido de muchos motores. Se asomaron al parapeto y vieron que se acercaba al edificio una hilera de camiones.

Waldron puso en marcha el generador descartado por Nick y se despojó de sus ropas, para volverse a vestir con la armadura por fuera. Así, en la oscuridad, los tres podrían ser confundidos por compañeros de los invasores. Revisaron sus armas y se encaminaron a la escalera. Empezaban a bajar los peldaños cuando, unido al zumbido de los motores, oyeron el rumor de las dínamos. Sus enemigos habían vuelto a hacerlas funcionar. Llegaron al nivel de la sala de generadores y percibieron, más claramente, el eco de sus revoluciones acompañado de un murmullo de voces. Siguieron su descenso y no tardaron en hallarse en la planta baja, donde se desarrollaba un trasiego inesperado. Atravesaron rápidamente la primera puerta y Lucy y Waldron creyeron encontrarse otra vez en Newark.

En el centro de la gran sala, en uno de cuyos extremos estaban, había una gran plataforma de madera encerrada en una espiral metálica. Del entarimado provenía un brillo fluctuante e intermitente. La extraña construcción no había sido montada en el lugar, ni traída desde fuera. Había sido trasplantada desde el extraordinario Mundo de donde procedían los invasores. Una rampa daba acceso a la plataforma y alrededor de ella flameaba una sorprendente luminosidad. Uno de los camiones subió por la rampa y desapareció. Así, uno tras otro, los vehículos venían de la oscuridad exterior y dejaban de ser de este Mundo, para materializarse en el Otro.

El hecho de que los fugitivos supieran que los vehículos no desaparecían sino que se les cambiaba la dirección de sus polos atómicos, no hacía que su desvanecimiento fuera menos espectacular. Con la dirección de los polos de los átomos de su sustancia cambiada, se convertían en materia de otra clase y dejaban de pertenecer a este Mundo. Al no desintegrarse, se convertían en materia del Mundo de los invasores y aparecían en él. En son de aviso, la luz de la plataforma lució con más intensidad. Los camiones detuvieron su avance y dejaron libre la plataforma. Sobre ésta, entonces, se materializaron seres humanos enfundados en armaduras escamadas. Eran Supeditados que miraban a su alrededor con la boca abierta por el pasmo. Este duraba poco porque eran recibidos por las voces ásperas de sus jefes, que los volvían a la realidad de su misión, saltaban prestos de la plataforma para formar un poco más allá de ella y, a la voz de mando, salían en grupos de seis, cinco y cuatro en busca de nuevos camiones que cargar con botín. La luz volvió a brillar con la intensidad de antes y los camiones reemprendieron su marcha, camino de su transmutación.

- A esto le llamo yo eficiencia - dijo sarcásticamente Waldron en voz baja - Les han enseñado a conducir en su mundo y helos aquí dispuestos a robar camiones.

A sus espaldas se oyó un rumor de pasos. Por la puerta que habían transpuesto, aparecieron siete invasores. La titilación que provenía de la plataforma hélica se reflejó en sus armaduras. Cada una de las escamas llevaba, incrustada, una piedra preciosa y el prismático colorido de las joyas daba al grupo un aspecto fantástico. Todos llevaban látigo, símbolo de nobleza o mando. La arrogancia de su avance dejó atónita a Lucy, única de los tres que los había visto.

Ella y sus compañeros se hallaban protegidos por la sombra y, en la penumbra, a pesar de ir armados, contrariamente a la costumbre de los Supeditados, podían haber pasado por subordinados. Pero uno de los jefecillos tropezó con Lucy al pasar.

Waldron, preocupado como estaba en hallar la manera de abandonar la central eléctrica, no se había dado cuenta de nada. Y Nick, inmerso en la comparación de los camiones con pompas de jabón, pues los primeros desaparecían como las segundas, tampoco.

El jefecillo, considerándose ultrajado por una afrenta de leso respeto, vociferó groseramente y levantó el látigo con gesto encarnizado contra la muchacha. Waldron giró la cabeza alarmado por la voz del invasor y vió caer la fusta. Lucy gritó de dolor y de miedo al recibir el ensayado azote. Instintos primarios inundaron el cerebro de Steve y, como bestia acosada, se lanzó al cuello de su enemigo. Llevaba un fusil ametrallador colgado del hombro y cuatro revólveres en el cinto, pero su apasionada furia le impulsó ciegamente a atacar con las manos desnudas. Sus dedos se cerraron alrededor de la garganta del individuo del látigo cuando éste se asombraba por reconocer en Lucy a una mujer. Waldron derribó al sátrapa sin soltarle del cuello.

El resto de los Dirigentes vieron pasmados e incrédulos lo que sucedía. Que un Supeditadlo se atreviera a poner las manos sobre uno de los amos era inconcebible. Patentizaron su irritación con voces guturales y avanzaron todos a una para castigar al osado con el acero de sus fustas. Entonces, Nick abrió fuego con el fusil ametrallador apoyado en la cadera. Sólo él había mantenido la serenidad. Apretó el gatillo y regó con plomo a los invasores, como si, en vez de un arma, sostuviera una manguera, cuando dejó de disparar no quedaba ante él más que un montón de cuerpos postrados unos encima de los otros. Sin saberlo, Nick Bannerman había matado hombres importantes del bando contrario. Había liquidado a siete de los más altos Dirigentes.

Los invasores agrupados en la sala, huyeron chillando crípticas incoherencias, en especial los Supeditados. Oficiales, Dirigentes de menor importancia que momentos antes personificaban la autoridad, corrían de un lado para otro vociferando órdenes que contradecían segundos después.

- ¡Loco desatado! - exclamó Nick - Has armado una escandalera de mil pares de diablos! ¡Salgamos de aquí, como sea, antes de que se recobren!

Cogió a Waldron por el brazo para levantarlo, pero éste se soltó de un tirón y siguió sobre lo que había sido su enemigo. Volvió en sí, no obstante, y se levantó.

- ¡Abre camino! - dijo -. Te seguimos.

Corrieron hacia la puerta y vieron a un grupo de asustados invasores que, por equivocación, venía en su dirección. Los de la armadura, al ver las armas en manos de quienes creyeron compañeros, se desbandaron chillando. Los fugitivos salieron al exterior y se introdujeron por un callejón que, según Nick, llevaba a los muelles. Tras ellos dejaron confusión y perplejidad, La muerte violenta de los principales Dirigentes era una cosa tan insólita y produjo tal horror que paralizó toda actividad.

Nick desapareció, en cabeza, hacia la dársena. A poco, Lucy y Waldron, oyeron el zumbido regular y potente de un motor marino. Se dirigieron hacia el sonido. Procedía de una poderosa lancha de recreo. Nick asomó la cabeza por una escotilla, arreciando a la pareja con invectivas para que subieran a bordo cuanto antes. Waldron soltó las amarras que sujetaban la nave al desembarcadero y ayudó a Lucy a subir. La lancha reculó por el río mientras Nick atendía a los mandos. Hurgó en ellos hasta encajar el avance. Steve se puso al timón y condujo a la embarcación río abajo.

Nick volvió a desaparecer, esta vez por entre el armadijo de la lancha y ésta pronto ganó una velocidad sorprendente. Dejando una ciudad muerta, se dirigieron hacia el puerto exterior.

CAPITULO XI

En un mundo exánime no existen leyes. Por tanto la lancha rápida que Nick había escogido, y los tres robado, navegó sin luces de posición que la descubrieran a posibles perseguidores.

Waldron gobernó la embarcación hacia mar abierto, mientras Nick exploraba todos los rincones de a bordo. Descubrió un aparato de radiotelefonía y otros aditamentos para la navegación. Waldron y él decidieron que no era aconsejable hacer funcionar el aparato, tan cerca de Nueva York. Consecuentemente, salieron por la boca del puerto y pusieron rumbo al sur, rozando a lo largo de la costa de Jersey.

Nick investigó las entrañas de la embarcación y volvió al cabo de una hora hablando de la cantidad de combustible de que disponían. Dió sus conclusiones a Steve entre bostezos.

- Bien - dijo este -. Seguiremos en línea recta hasta que salga el sol y entonces trataremos de hablar por radio. Creo que a esa distancia de aquí estaremos seguros.

- Debiéramos estarlo - convino Nick pero... ¿Lo estaremos? En fin, voy a dormir.

Waldron se dispuso para la vigilia, si bien estaba tan cansado como su amigo. Lucy sonrió cuando le vió haciendo esfuerzos para disipar el sueño que de vez en vez trataba de vencerle.

Con los primeros tintes del alba, Lucy bajó a la despensa y preparó unas tazas de café. Nick despertó al amanecer, husmeó el aire de la cabina y pidió desayuno, luego, sintonizó la radio para oír las últimas noticias. La única estación que pudieron escuchar fué la de Chicago que radiaba a las cuatro de la madrugada. El anunciante decía:

«Los desmanes que tuvieron lugar a lo largo de los muelles del lago, empezaron a las cuatro de esta tarde, cuando varios grupos asaltaron los vapores lacustres. Resultaron muertos seis policías al intentar oponerse a la multitud. Se desconoce el número de personas civiles fallecidas a consecuencia de los desórdenes. Hubo treinta bajas, la mayoría de ellas mujeres, entre los que abandonan la ciudad como medida precautoria contra la epidemia que temen se extienda hasta aquí de un momento a otro».

Nick guiño un ojo a sus amigos. El anunciante prosiguió:

«Las violencias perpetradas contra los usuarios de automóviles han cesado, debido a que éstos va no salen de la ciudad. Los caminos del extrarradio se ven abarrotados de peatones».

Waldron bebió su café meditativamente y dejó la taza al borde de la mesa.

«Continúan los desórdenes en otras ciudades. St. Louis ha sido puesta bajo la ley marcial, indicio de que las autoridades dominan la situación todavía. Noticias recibidas de Pittsburgh dicen que la ciudad parece un gran manicomio. Tres cuartas partes de la población tratan de salir de la urbe. El resto, sin esperanzas de poder escapar a la epidemia que ayer arrasó la costa Atlántica desde Boston a Baltimore y Washington, se ha entregado al desenfreno...»

- ¡De Boston a Washington - exclamó Lucy horrorizada - ¡Millones y millones de personas paralizadas!

- Han hecho eso para desmoralizar a la gente - dijo Waldron -. ¡No pueden saquear tantas ciudades a la vez! Pero lo que pueden y tratan de hacer es minar la moral y desarticular nuestra civilización por medio del pánico. ¡Recuerda que Fran dijo que nos temían!

Nick cerró el receptor y preguntó:

- ¿Te parece que enviemos ya nuestro propio mensaje o, mejor dicho, boletín de noticias sensacionales?

- Si localizan la emisión, tardarán una hora en llegar hasta aquí y encontrarnos, aun en el supuesto que utilicen aeroplanos - repuso Waldron.

Nick empezó a transmitir sus mensajes perifónicos. Advirtió a sus oyentes que no dieran su longitud de onda y les aconsejó que usaran sus antenas giratorias para una mejor recepción de la desesperada emisión que escuchaban. No tardaron en producirse interferencias, que no eran exactamente atmosféricas. Eran ruidos disonantes, chirriantes, insensatos y ululantes, como los que primeramente puso en práctica una nación Euroasiática para evitar que sus ciudadanos escucharan la radiodifusión de otros países. Nick daba detalles y las contramedidas de la catástrofe. Preguntó una vez:

- ¿Qué corriente, Steve?

- Diatérmica - repuso Waldron -. O cualquiera por debajo de los quince mil ciclos.

Nick siguió transmitiendo información hasta que cerró el aparato.

- Listo ya está hecho - dijo - he hablado con seis escuchas distintos, que me han oído y entendido. Creo que eran aficionados a la radiotelefonía y trataban de saber el verdadero alcance de la tragedia. Todos han asegurado que, antes de construir sus generadores, retransmitirán lo que les he dicho. Dicen que los principios de nuestra generación se van al diablo... En fin, hemos hecho cuanto hemos podido. ¿Y ahora qué?

La contestación a esta pregunta formulada por Nick, llegó en la forma de ronquido, que provenía de varios motores de aviación.

Steve escrutó el cielo. En lo alto y lejos vio unos puntitos negros que venían, no de Nueva York, sino del oeste, de Filadelfia, quizá. Waldron contó los puntos. Había una docena. No volaban en la rígida formación de los aviones de combate. Los que pilotaban los aparatos que se acercaban tenían poca o ninguna disciplina militar. Además, eran aviones civiles. Para volar un moderno avión de guerra, se requería una especialización muy costosa y difícil, que no se adquiría en cuatro días. Era muy poco probable que los Supeditados gozaran de esa clase de privilegios.

Waldron corrigió el curso de la nave.

- ¡Qué diablos! - exclamó irónico -. ¿Queréis que tuerza hacia la costa, para que podamos escondernos entre los árboles?

Los aeroplanos estaban bastante lejos todavía. Ahora parecían lentejuelas.

- Debemos de estar fuera del área paralizada - manifestó Lucy -. Si pudiéramos pedir ayuda...

- ¡Mirad, mirad! - gritó Nick apuntando mar adelante -. ¡Un buque de guerra! ¡Un cazatorpedero!

Casi perdido en la línea del horizonte, flotaba a la ventura un objeto informe de color gris. El destructor, pues eso era, seguramente habría sido paralizado al navegar por algún sector sometido a los efectos del arma de los invasores. Waldron viró la lancha rápida mientras Nick se dirigía a la escotilla.

- Voy a ver si logro aumentar las revoluciones del motor - gritó -. A bordo de ese buque encontraremos artillería antiaérea y toda la munición que nos haga falta.

- No sólo eso - retornó Waldron -. También tendrá dínamos y hombres adiestrados en la lucha. Crearemos un arco y...

Nick lanzó lo que quiso ser un grito de alegría y desapareció engullido por la escotilla. La lancha, con su proa enfilando el distante buque de guerra, empezó a cobrar más velocidad.

Los aeroplanos continuaban aproximándose a la pequeña embarcación con matemática precisión. No eran bombarderos, ni cazas, sino aviones comerciales, que en otras circunstancias no hubieran infundido temor alguno. El zumbido de sus motores se convirtió en un gruñido sostenido. El gruñido pasó a rugido éste a trueno.

Los aparatos empezaron a picar. Cual ave de mal agüero, uno de ellos pasó sobre la lancha en vuelo rasante y dejó caer un pequeño objeto humeante. El proyectil cayó en la cresta de una ola y estalló. La detonación levantó una columna de agua que conmovió la proa de la pequeña nave.

- ¡Menos mal! - exclamó Waldron sorprendido -. No están entrenados para la lucha y mucho menos para bombardear. Sólo se esperaba de ellos que sirvieran para el pillaje.

Otro aeroplano picó en su dirección. Lucy, temerosa, vió acercarse el aparato. Otro falló. Esta vez el artefacto que soltó estalló en el aire. Waldron levantó la vista.

Un tercer avión batía ahora la embarcación. Este no hizo más que evidenciar la enorme desorganización y flaqueza de los atacantes. La gente que pertenecía a un orden social como el delineado por Fran no podía tener grandes cualidades de ninguna clase. Cuando los subordinados temen y odian a sus jefes, es improbable que éstos puedan sacar partida de ellos. No era posible confiar armas, ni entrenar demasiado bien, a hombres que suspiraban por la revolución. Los invasores habían conquistado los más modernos aparatos de lucha que se construyeran en el mundo, así como campos de aviación y aeródromos de todas clases, pero no sabían usarlos.

Waldron se dió súbita cuenta de que los objetos explosivos que lanzaban los invasores eran... ¡cartuchos de dinamita! Sin embargo, un impacto directo podía ser mortal para ellos.

- ¡Nick! - llamó -. ¡Ven aquí! ¡Trae los fusiles! Lucy conducirá la lancha y nosotros haremos un poco de faena antiaérea para mantener estos pajarracos a distancia.

Nick se aproximó armado y Lucy se dirigió al limón. La abigarrada colección de aeroplanos parecía dispuesta a seguir su acoso y hundir su objetivo. Nick Bannerman y Steve abrieron fuego contra un cuatro asientos que pasó en vuelo demasiado bajo para su seguridad. Las balas entraron en la carlinga. El aparato se ladeó, cayó al agua y de su cabina brotó una formidable explosión.

Otro avión comercial pasó por encima de ellos, a mayor altura, y dejó caer una ristra de cartuchos algunos de los cuales estallaron al tocar el líquido; los restantes se hundieron inofensivamente.

- Si uno de estos palitos cae en cubierta - dijo Waldron - nos hundirá a pesar de todo. Hemos de obligarles a volar alto.

La motora mantuvo su curso y la bandada de heterogéneos aparatos pasó veloz, salpicando el mar con sus proyectiles mal lanzados. Ninguno de ellos se comparaba con las bombas de aviación de menor cuantía, pero podían destruir la embarcación. Los invasores no se habían atrevido a entrenar pilotos de combate. Los Dirigentes sobrevivientes que habían ido a expoliar Filadelfia se habían visto en la precisión de reclamar aquellos Supeditados que sabían pilotar aviones comerciales y cargaron los aparatos que éstos podían pilotar con cartuchos de dinamita para enviarlos a matar a los tres únicos seres, entre varios millones, que se habían atrevido a hacerles frente.

Su desconocimiento de las más primitivas tácticas del bombardeo aéreo, era demasiado evidente. Sus pasadas eran erráticas y en vez de volar en círculo, en una de cuyas tangentes debían mantener su objetivo, volvían a entrar por donde habían salido.

Nick mantuvo un fuego discrecional y Waldron volvió al timón para zigzaguear la ruta. Esto resultó contraproducente y casi fatal, debido a la inexactitud del bombardeo.

Lucy fué a ocupar el puesto de Nick mientras éste afianzaba una cuerda a un arpeo. Se hallaban ya cerca del destructor, Waldron arribó la lancha a la popa del barco de guerra, por el lado de mar abierto. Nick lanzó el arpeo y se encaramó por la cuerda. Segundos más tarde hablaba a Lucy. Waldron tenía un pie en la cubierta cuando los aeroplanos hicieron un desesperado y concentrado ataque, pasando a pocas yardas de los mástiles del cazatorpedero. Sobre la lancha, ahora inmóvil, cayó una lluvia de dinamita y unos cuantos cartuchos fueron a parar sobre la cubierta del buque.

Pero no es tan fácil hundir a un destructor como a una lancha. Se precisaba algo bastante más poderoso que simple dinamita industrial para dañar seriamente a un barco de la Armada.

Los tres fugitivos desaparecieron tras uno de los portalones de acero, en busca del comandante de la nave. Lo hallaron en su camarote. Waldron le aplico uno de los generadores de alta frecuencia que había traído consigo. La pequeña lengüeta de metal empezó a vibrar y las insensibles corrientes empezaron su acción regeneradora.

El comandante iba a beber una taza de café cuando la «epidemia» alcanzó su barco. Volvió en sí y tragó automáticamente, no sin extrañarse de la presencia ante él de tres personas cubiertas de extrañas armaduras. Al oír las explosiones de los cartuchos de dinamita, se levantó de un salto.

- Comandante - dijo Waldron impresionantemente -. Los responsables de la epidemia, de la cual habrá usted oído hablar, están atacando su buque. Toda su tripulación está bajo los efectos de la paralización. Usted, hasta ahora, también lo ha estado. Si está dispuesto a ayudarnos, mi amigo y yo, le indicaremos lo que es preciso hacer para...

Durante el cuarto de hora que transcurrió hasta que el destructor despertó de su letargo, pareció que la aventura tomaba mal cariz. Los aeroplanos, con un objetivo mayor que atacar, hacían mejores blancos en sus pasadas y los explosivos estallaban a lo largo de las cubiertas, así como en todas las superficies de la nave, con aparatosa humareda.

Pero, de pronto, la fortaleza flotante salió de su inercia. La voz de su comandante empezó a tronar a través de los altavoces. Una orden tras otra salía de sus labios y su tripulación, adiestrada en las máximas de la Marina de Guerra, hizo lo demás. El destructor, momentos antes desvalido e impotente, lanzaba ahora un infierno de fuego y metralla por todas las bocas de sus armas.

La inexperiencia de los pilotos, enfrentados con un fuego artillero diestra y profesionalmente dirigido, fué fatal para ellos. En seis segundos cayeron al mar tres aparatos, y los otros volvieron cola al destructor. Pero ninguno llegó a tierra. Unos sucumbieron a impactos directos y otros cayeron por efectos de la metralla que estallaba entre ellos.

El cazatorpederos empezó a ganar velocidad y puso rumbo a Nueva York. A bordo, los técnicos electricistas trabajaban a todo rendimiento, ayudados por cuantas manos no eran precisas para la buena marcha de la nave.

Avistó el puerto de la gran ciudad poco después de mediodía. Con vengativa confianza se aproximó a los Narrows.

Los invasores habían logrado elevar un bombardero que se acercó atrevidamente al navío. Fué reducido a la nada por cuatro impactos directos de la artillería naval.

De pronto empezaron a rugir los cañones de los fuertes que jalonan el paso por los Narrows. Pero la artillería de estas ciudadelas era de largo alcance y sus servidores no sabían manejarla. Las descargas salían altas y se perdían en la lejanía. El destructor mantuvo su curso en majestuoso y retador alarde de valentía, desdeñando replicar al fuego de su confuso enemigo. Soltó anclas cerca de la central eléctrica. Los botes fueron arriados repletos de hombres equipados con generadores y armas, bien probadas éstas en todos los confines del Pacífico.

Las ametralladoras de a bordo se cuidaron de mantener expedito el lugar del desembarco. El fuego desordenado de los invasores no causó baja alguna y pronto dejó de existir. Los botes llegaron a tierra y grupos compactos de ávidos combatientes que no iban mandados por Dirigentes látigo en alto empezaron a cercar la central. Avanzaron en descubierta y entraron en el edificio. El tumulto de los disparos y las explosiones de las granadas de mano duró unos cinco minutos, al cabo de los cuales se hizo el silencio.

Del buque descendieron más botes y en ellos había más hombres. Pero éstos no fueron a reforzar las unidades que habían desembarcado. Se dirigieron al arsenal. Cada individuo llevaba varios generadores y con ellos desaparecieron por las cubiertas de distintos navíos. En ambas márgenes del río, que dividía a la gran ciudad en dos, reinaba una gran inquietud. En el puerto seguía el desorden estático causado por la paralización. El único indicio de vida visible, era un destructor de la Armada cuyas chimeneas vomitaban raudales de humo. El silencio que rodeaba la central eléctrica se veía perturbado de vez en cuando por algún disparo aislado o por el corto repiqueteo de un ráfaga de ametralladora.

De pronto, como por arte de magia, empezaron a humear las chimeneas de varios barcos del arsenal, así como las de la central eléctrica. Hombres uniformados y dotados de generadores aparecían en las cubiertas de los buques. Miraban un momento, extrañados, hacia la silente urbe y se aprestaban a cumplir las órdenes que tenían. En los talleres del arsenal una legión de electricistas trabajaba afanosamente.

Las calderas de la central eléctrica volvían a producir vapor y las turbinas a funcionar.

Ya, súbitamente, empezaron a llegar ruidos desde el corazón de la ciudad. Se oían voces, chillidos, campanas y pitos por todas partes. La ciudad había despertado, gracias a los hombres preparados que habían vuelto a establecer un gigantesco arco voltaico, de una manera técnicamente estable, sin intervenciones ni oposición de ninguna clase. Los grandes camiones llenos de botín, que estaban parados cerca de la central, empezaron a alejarse de ella. Iban conducidos por individuos profusamente armados, la mayoría de los cuales vestían la extraña armadura de los invasores, que habían sido arrancadas de sus primitivos usuarios, ahora muertos o prisioneros. Gritaban y bromeaban entre sí ante el asombro de los redivivos habitantes de los contornos.

Grupos de marinos armados fueron destacados a todas las centrales eléctricas de los alrededores para limpiar la región de invasores y establecer arcos voltaicos que devolvieran la normalidad a los sectores afectados.

Dentro de pocas horas, ciudades tan alejadas como Filadelfia se verían libres del azote que las había paralizado. Washington no tardaría en despertar. Y, antes del amanecer, los saltos del Niágara convertirían su potencial hidráulico en corrientes de alta frecuencia para ser enviada donde hiciese falta.

El peligro de la invasión había dejado de existir. Waldron pidió fuerzas para pasar al contraataque, a través de la plataforma hélica. Ante ella, y en el preciso momento en que las luminosidades que desprendía se yuxtapusieron, vió una imagen completa del otro Mundo que, en éste, había sido vencido presenció una escena que al principio podía haber sido tomada por una estampa bucólica. Verdes campos regados por los rayos de un sol matutino, pero a lo lejos se erguían amenazantes las torres de un castillo-fortaleza y a sus pies, alrededor de las murallas, había agrupaciones de casas miserables que más tenían apariencia de cabañas que otra cosa. El aspecto de todo ello era medieval. Vió, también, dos bandos en lucha. Los partidarios de uno de los grupos enarbolaban espadas y lanzas. Los componentes del otro, empuñaban extraigas armas silenciosas e irreconocibles. Todo lo que presenció era extraordinario, arcaico y feroz. En este ambiente distinguió los camiones robados a los habitantes de la Tierra que ahora eran usados por unos para arrollar a los otros.

Waldron siguió observando los acontecimientos que tenían lugar en el mundo de los invasores. A su alrededor se agrupaban ya las fuerzas que iban a emprender la contrainvasión. Hombres dotados de generadores y armados de formidable poder mortífero, esperaban impacientes la orden de marcha.

Steve no pudo ver más acontecimientos porque uno de los camiones se dirigió a la porción de luz que observaba. El vehículo se aproximó al trecho de plataforma que se hallaba en el Mundo de los invasores y se detuvo. De él descendieron seis hombres revestidos de escamas. Uno de ellos era Fran Dutt. Extendió las manos, con las palmas abiertas, hacia la fluctuante titilación para mostrar a los terrestres que le observaban que iba desarmado. Montó la plataforma del otro ámbito que era el mismo, y se materializó ante Waldron y los soldados. Sus cinco acompañantes hicieron lo mismo que él. Fran no pareció sorprendido al ver los preparativos para la contrainvasión. Saludó a Waldron y dijo:

- Steve, nos hemos levantado contra nuestros opresores. La fortaleza que contemplabas y algunas otras están en nuestras manos. Quizá debamos agradecerte que nos hayas forzado a ir a la revolución. No todo el terreno es nuestro aún, pero lo será. Hablo en nombre del Consejo de la Revolución.

- También aquí han sucedido cosas agradables para nosotros - repuso Waldron secamente.

- Lo sé - contestó Fran -. Los acontecimientos de este lado asustaron a los Dirigentes e hicieron más fácil nuestra labor, estoy aquí para parlamentar condiciones. A vuestra vez, vais a invadir nuestro país. Pero es inútil verter más sangre. Lo que sucedió en vuestro Mundo fué culpa de nuestros Dirigentes de entonces. Ellos planearon la invasión y nos obligaron a efectuarla. En estos momentos estamos dando fin a su poder que jamás volverá a existir. Pero es preciso evitar la guerra entre nuestras dos patrias.

- Has vivido entre nosotros lo suficiente para saber que no tengo autoridad alguna para decidir sobre la actitud que adoptarán nuestros mandos de combate - retornó Waldron.

- Pero harán caso de tus sugerencias - prosiguió Fran -. Gracias a ti, están en condiciones de atacar. Háblales, convénceles. Devolveremos todo lo que nos llevamos y pagaremos las reparaciones que exijáis. Liberaremos, claro está, a todos los prisioneros. Y para demostrar que no queremos que lo sucedido vuelva a ocurrir, os invitamos a enviar colonos a los cuales daremos tierras y facilidades para cultivarlas. Esta medida servirá a dos propósitos. Además del indicado, los colonizadores ayudarán a educar a nuestro pueblo, para que jamás vuelva a surgir en nuestro ámbito común una tendencia dirigentista. A propósito, preferimos seáis vosotros los que ejecutéis a los Dirigentes que queden al terminar la revuelta, porque nosotros les aplicaríamos sus propios métodos. Desconocemos otros.

Waldron iba a hablar, pero Fran levantó una mano.

- ¡Espera! - dijo -. Somos un millón de habitantes en total. Necesitamos colonos que pueblen nuestras tierras, que nos enseñen el camino de la igualdad del espíritu y a desterrar el servilismo de nuestras almas. Pedimos, en fin, una ley y un orden.

Fran calló y sus compañeros le miraron con aprobación. Uno de ellos ajustó el vendaje que le cubría el antebrazo.

- Fran - repuso Waldron -. No creo que nadie pueda exigir de vosotros mejores condiciones que las que estáis dispuestos a dar... Pero... ¿Qué garantías ofreces?

- ¡Haz pasar a las tropas! - especificó Fran con énfasis -. ¡No deseamos otra cosa! Su presencia ayudará a convencer a los irresolutos... Pero diles que sonrían, Steve, que se muestran humanos y bondadosos para con los asustados y pobres de espíritu. Entonces todo irá bien. Estamos hartos de abusos y de desconsideraciones.

El plan de Fran Dutt fué sometido a discusión en una reunión del alto mando. Uno de los oficiales navales consideró que una victoria tan fácil era sospechosa y propuso se estipulara el número de efectivos que habían de pasar por la plataforma hélica.

- ¡No hay tiempo para discutir! - gritó Fran -. ¡Mi gente se ha levantado con las armas que pudo encontrar, pero es posible que se asusten de lo que han hecho y vuelvan a someterse a los Dirigentes que sobrevivan! ¡Estoy rogándoles que pasen para que los míos tengan el valor de mantener la libertad que han conquistado hoy! ¡Están acostumbrados a la esclavitud y es preciso encauzarles en su nuevo estado de hombres libres!

Las jerarquías del alto mando no tardaron en dar la voz de avance, y filas, compactas de hombres disciplinados empezaron a marchar marcialmente hacia la plataforma que había de hacerles desaparecer de este mundo para materializarlos en el mismo ámbito de otro Fran miró a Waldron.

- Una pregunta - dijo - ¿Lucy?

- Muy bien - contestó Steve -. A bordo del destructor. Vamos a casarnos en seguida.

Fran palideció.

- Claro... - dijo -. Cogimos los laboratorios donde trabajaba su padre. Llegará aquí dentro de unas horas. Transmite a Lucy mi enhorabuena y dile que se la deseo de todo corazón.

Waldron sabía que decía la verdad. Fran dió media vuelta y subió a la plataforma, entre un destacamento de infantería de marina.

- Y ahora - dijo Steve hablando consigo mismo - Nick Bannerman había desaparecido a redactar la historia de la «epidemia» para su periódico -, ahora volvamos a la normalidad.

Esta no tardó en ser un hecho. Los beneficios derivados del descubrimiento del nuevo espacio tardaron unos años en patentizarse.

Pero los asuntos del Mundo reanudaron su interrumpida continuidad. Prueba de ello es que, al día siguiente, la boda de Steve Waldron y Lucy Blair se vió interrumpida por un escrupuloso funcionario de Sanidad que insistió ser portador de una orden de arresto contra Steve Waldron, que no había sido revocada. En ella se pedía la detención del infrascrito por haber infrigido las órdenes de cuarentena que prohibían la entrada o salida de persona alguna de la ciudad de Newark, Nueva Jersey, afectada por la epidemia.

FIN

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