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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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lunes, 15 de junio de 2009

LA TELARAÑA DE LOS ROMULANOS ---- STAR TRECK 7

La telaraña de los romulanos
M. S. Murdock


1

La atmósfera era oscura y pesada, saturada con la dulzura de flores exóticas cargadas de miel. Una lámpara arrojaba su luz ahumada a la sala, pero no alcanzaba los rincones oscuros. Ornados tapices cubrían las paredes: sombrías escenas de caza llenas de chillones corceles, los colores crudos de los pendones agitados por el viento, armas antiguas, y tierra pisoteada y manchada con la copiosa sangre de los heridos. Muebles cubiertos de pieles, salvajes en su grave elegancia a pesar de la hermosa talla de la madera y los dorados adornos, llenaban la sala como una reunión de animales prehistóricos. La puerta estaba metida en un marco de madera con fantásticas bestias que corrían, cada una tragándose la cola de su predecesora en una interminable carrera predatoria. Un suelo de negras baldosas de madera brillaba a causa del pulido y los muchos pies que por él habían pasado. Reflejaba todo lo que estaba colocado encima de él con la lóbrega distorsión de las aguas pantanosas. La estancia estaba sembrada de adornos: una botella de cristal transparente para vino, un gran círculo de sables colgados en una pared como una rueda de innumerables radios, un tesoro de esculturas con incrustaciones de piedras preciosas.
Despojos, pensó S'Talon. Aquélla no era en absoluto la habitación propia de un guerrero. La de un dragón, tal vez, sentado sobre los tesoros acumulados. Sí, un dragón, pensó, mirando al pretor a los ojos.
El pretor se hallaba sentado en el asiento más grande. Era un hombre apuesto, de constitución robusta, cuyos rasgos leoninos ya se habían aflojado bajo el peso de una vida dedicada al libertinaje. Los cabellos plateados enmarcaban su rostro en cortos y elegantes rizos. Sus manos, cargadas de joyas, descansaban sobre las cabezas curvadas de unos lagartos tallados en madera negra. Estaba repantigado en el asiento, pero en su pose no había ni una pizca de relajación. S'Talon observó la mano del pretor curvada en torno a la talla. La garra del dragón estaba preparada y en posición de ataque. Involuntariamente, se puso alerta.
–... y bien, S'Talon, tú has sido el seleccionado.
Como ya había supuesto. Una vez más le habían concedido graciosamente la oportunidad de morir.
–Es la oportunidad de una vida. –La codicia chispeó en los ojos de párpados caídos–. Si sirves bien al imperio, éste te servirá a ti. Los riesgos son altos, S'Talon, pero las recompensas grandes. Ve, con la bendición del emperador.
«La necesitaré», pensó S'Talon, mientras la untuosa voz del pretor se apagaba.
–Me siento honrado, mi pretor –replicó con voz tirante.
El pretor inclinó la cabeza mientras S'Talon saludaba y se retiraba de la sala. Sonrió levemente para sus adentros, consciente de la irreprimible ira del comandante. S'Talon era un verdadero fastidio para él. Para ser franco, no podía soportar a aquel hombre. La nobleza lo encolerizaba; y en aquel caso lo encolerizaba doblemente porque esa nobleza era genuina. Sin embargo, las oportunidades suben a la superficie como el aceite en el agua. Había hallado la solución para más de un problema con aquel destino de S'Talon. La misión era necesaria y tremendamente peligrosa. Si, por algún milagro, conseguía sobrevivir, su ya excesiva buena reputación crecería aún más... pero no sobreviviría. De todas formas, no era prudente dejarlo emprender una tarea semejante sin supervisión. Era demasiado inteligente como para resultar predecible.
El suave sonido de un pestillo que se abría trajo nuevamente al pretor al asunto que tenía entre manos.
–Entra, sobrino –dijo en dirección a las sombras, y un joven alto y delgado apareció detrás de un tapiz. A pesar del elegante corte de su túnica y del estilo con que la llevaba, había una expresión peligrosa en torno a la boca del muchacho, un placer por la destrucción... muy parecido al de una comadreja que persigue gallinas. Sonrió afectadamente.
–El viejo S'Talon está lo bastante encolerizado como para arrancarle a alguien la cabeza de una dentellada –comentó.
–Cuida de que no sea la tuya –le espetó el pretor–. Nunca es prudente provocar un combate cuando el enemigo te supera. Voy a enviarte con S'Talon para que observes, no para que provoques una insurrección. No me pongas esa cara socarrona. Dentro de poco tendrás más poder del que puedes manejar... o estarás ya muerto.
–Yo, no, tío. Los hados me sonríen.
–Continuarán sonriéndote sólo si cumples mis órdenes. Tu vigilancia sobre S'Talon tiene que ser minuciosa. El se dará cuenta de que lo están observando. No cometas ningún error. Si eres descuidado, te colgará de los pulgares.
–¡Me gustaría que lo intentase!
–También a mí me gustaría que lo intentara –masculló el pretor.
–¿Qué has dicho, tío?
–Euhh, he dicho «sería un estúpido si lo intentara». Tú, después de todo, eres mi sobrino. No obstante, el hecho es que, si se le provocara lo suficiente, lo intentaría, y muy probablemente lo conseguiría.
–¡Nunca! Mi posición...
–Tu posición tiene poca importancia en el espacio. Una vez te encuentres bajo el mando de S'Talon, tus lazos políticos no te servirán de protección. Técnicamente, tu vida estará en sus manos. ¡Si quieres conservarla, obedecerás mis órdenes!
El pretor observó a su sobrino digerir aquella información no deseada. Agitó una mano ante su tío, como para hacer a un lado las áridas profecías del pretor.
–Regresaré con la cabeza de S'Talon y su gloria...
–¡No! Puede que S'Talon sea anticuado y remilgadamente contenido, pero no debe subestimársele. Tiene una aguda vista para la traición y uno de los historiales militares más envidiados del imperio, aunque es famoso por su carácter independiente. Si S'Talon se desvía del curso que yo le he marcado, quiero que me lo notifiques.
–Pero, tío, yo te he oído maldecir su nombre. Sin duda sería mejor que sufriera un accidente... oh, mientras comprueba una unidad de propulsión...
–No quiero oír ni una más de esas frivolidades. S'Talon es al menos una cantidad conocida. Tú informarás de sus acciones... eso es todo. No desperdicies esta oportunidad, Livius. Si fracasas, no será con la ira del comandante con la que te vas a enfrentar... aunque podrías llegar a desear que sí lo fuese.
La voz del pretor se había endurecido y sus ojos eran implacables como el granito. El color abandonó el rostro del joven mientras cruzaba el brazo ante el pecho para hacer el saludo romulano.
–Sí, mi pretor. Se hará como has ordenado. –Esperemos que así sea –replicó afectuosamente el pretor.

La centuriona se puso en pie cuando S'Talon salió de la sala de audiencias del pretor. Advirtió el fuego negro que ardía en sus ojos y la tensión de los músculos de su cuello. La furia crepitaba en cada movimiento de S'Talon.
–La nave aguarda, comandante –comenzó a decir, pero S'Talon dio media vuelta y echó a andar precipitadamente por el corredor tenuemente iluminado, sin responderle.
Avanzaba por el piso embaldosado a grandes zancadas, mientras la iracunda precisión de sus pasos resonaba pasillo abajo. La centuriona tuvo que correr para no quedarse atrás. Los retazos del colérico monólogo que lanzaba por encima de su hombro sonaban en los oídos de ella como un final largamente esperado.
–¡... suicidio!... Si hubiera escuchado las advertencias, ¡pero no! ¡... lo bastante grande como para que él se molestara! ¡... sólo cuando perdió a su favorito escuchó a alguien! Y ahora quiere que conduzca a un destacamento a una muerte segura... ¡por la gloria! Muy pronto estaremos todos muertos...
Los gruñidos se transformaron en un murmullo apagado cuando el comandante se acercó a las puertas del palacio. Respondió al saludo de los guardias con un salvajismo nada mundano y sin aminorar el paso. La centuriona lo seguía con el entrecejo fruncido. Cuando S'Talon pasó de largo ante el coche aéreo que tenían aparcado, ella suspiró. Tendría que regresar a buscarlo.
Dieron vueltas por las serpenteantes calles y ella intentó no ver la ciudad vacía. Lo peor de aquello había azotado la capital, y hacía tiempo ya que sus puertas estaban totalmente cerradas y se había evacuado a la población. Los que en ella permanecían estaban destrozados y sin esperanza. Se rumoreaba que el pretor no quería salir de su palacio por miedo a ellos.
A lo largo de las calles, las casas con ventanas vacías contemplaban el paso de ambos. Donde en otra época relumbraba la suave luz de los paneles solares, no había más que oscuridad. La ciudad estaba hueca, como una enorme arpa a la que le hubieran quitado las cuerdas. Su armazón de madera era sólo capaz de promesas, de las melodías que una vez se habían tocado en ella o de las que se tocarían en el futuro. Sin la vibración de la vida no era más que una triste reliquia. La centuriona tuvo la sensación de ser observada por un esqueleto cuyas sonrientes mandíbulas desnudas y ojos vacíos la seguían con profética certidumbre. Se estremeció y se aproximó más a la espalda de S'Talon.
Cruzaron una calle empedrada al final de una antigua zona residencial. Los árboles habían invadido las aceras, y el follaje verdiazul estaba en toda su lozanía. Las casas eran de piedra y tenían formas puras y sencillas. Reflejaban la simplicidad de una forma de vida pasada que desaparecía rápidamente bajo el yugo de la avaricia que constituía la política del gobierno del pretor. La desaparición del austero ideal del guerrero era llorado no sólo por aquellos que lo recordaban en su mejor momento, sino también por los jóvenes en busca de identidad. Sólo vivía aquel ideal en los oficiales del calibre de S'Talon, y había muy pocos que se parecieran a él.
La centuriona estaba profundamente absorta en sus pensamientos, cuando S'Talon se detuvo tan bruscamente que casi chocó contra él. Tras reprocharse su falta de atención, se puso de puntillas para mirar por encima del hombro de S'Talon. La causa de su encontronazo se hallaba allí, imperturbable, detrás de un seto vivo. Lo recortaba ociosamente, pero al ver a S'Talon de pie en respetuoso silencio, el hombre dejó el trabajo que realizaba y miró a su observador con ojos miopes. Una lenta sonrisa iluminó sus facciones patricias.
–¡S'Talon, mi muchacho!
S'Talon hizo entrechocar los tacones y lo saludó con una breve reverencia cortesana. La centuriona, aunque un poco sorprendida al oír que alguien se dirigía a su superior en un tono tan informal, también se inclinó.
–Vaya, vaya. Ha pasado mucho tiempo. ¿Qué te trae por aquí?
–Francamente, señor, estoy furioso y busco la relajación emocional a través del ejercicio, a la que seguirá, según espero, la estabilidad de la lógica. A pesar de que no ignoraba que residías en esta zona de la ciudad, estaba seguro de que te habías marchado con todos los otros.
–¿Por qué? Soy un hombre viejo. ¿Qué debo temer? Ni siquiera la muerte, ya que nunca ha sido amiga mía. De haberlo sido, habría muerto al servicio de mi pueblo en lugar de malgastar mis días como un vegetal sin mente. No, no tengo ninguna razón para marcharme. –El anciano miró el rostro de S'Talon–. Ven aquí, muchacho. Mis ojos ya no son lo que eran.
Al aproximarse S'Talon un poco más, las inclinadas cejas del anciano se juntaron en su entrecejo fruncido.
–Has dicho que estás furioso, S'Talon, y veo que has dicho la verdad. Llevas la cólera estampada en el rostro donde todos pueden verla. ¿Cuál, si puedo preguntártelo, es la causa?
S'Talon frunció más el ceño pero no respondió, y el anciano rió entre dientes.
–Eso es una tontería por parte de un pretor.
La cólera de S'Talon se vio atravesada por la alarma.
–¡Señor, tienes que cuidar tus palabras! Tú, de entre todas las personas, es quien más lo sabe.
–Como ya te he dicho, S'Talon, ya no tengo motivos para temer. Lo he perdido todo en mi vida, y a ésta la tengo en muy poca estima. –Interrumpió las protestas de S'Talon con un gesto de la mano derecha–. Supongo que te han elegido para solventar el problema que nos afecta.
–¿Problema, señor?
No sólo le habían prohibido hablar de su misión, sino que el pretor tenía espías ocultos en los lugares más recónditos. No podía permitir que el respeto que le inspiraba aquel hombre provocase comentarios precipitados.
–No juegues conmigo. –El orgullo llameó durante un momento en los ojos apagados, denotando la voluntad de mandar de aquel hombre–. Pero, supongo que tienes que hacerlo, de la misma forma en que tuve que hacerlo yo en otra época. Quizás el destino te haya traído aquí en este día. Estoy al corriente de tu posición dentro de la flota. El curso de tu carrera es de mi interés. El imperio fue responsabilidad mía durante un buen número de años. –Sonrió irónicamente–. Los viejos hábitos mueren con dificultad. Me he mantenido informado de ciertos temas clave, y he seguido las acciones de aquellos que más probabilidades tienen de influir en el destino del imperio.
–¿Por qué me escogieron a mí, entonces? –preguntó S'Talon con amargura.
–Porque tú eres un bastión del antiguo orden. Sólo en eso ya eres único. Te convierte tanto en un símbolo como en un escollo. Resulta patente que al pretor le gustaría verte desaparecer, pero de una forma que te transformase en un mártir para su propia causa y no en un modelo para la rebelión. –El anciano se detuvo al ver la cólera incontrolada que destellaba en los ojos de S'Talon–. ¿Quién tiene ahora que cuidar sus actos? –inquirió–. Era inevitable que tú fueses el peón escogido por el pretor, pero ni siquiera él se da cuenta del papel que desempeñarás en los acontecimientos venideros. Ha cometido un error. A pesar de que entiende tus capacidades militares y tu sentido del honor, sabe muy poco acerca de tu flexibilidad o de lo profundo de tu lealtad... hacia aquello que tú juzgas digno de ella. En eso yo tengo ventaja sobre él, pero es que somos los dos de una misma naturaleza.
–Me haces el más extravagante de los elogios, señor.
–Tonterías. No era esa mi intención. Simplemente se trata de la mera constatación de un hecho. También veo otros hechos. A pesar de que mis ojos no ven bien, mi mente está clara, más clara que nunca. Nos enfrentamos a la destrucción. Eso lo sé a ciencia cierta, y si mi juicio de tu calidad es correcto, también tú te enfrentas con ella. Tú serás la clave. En ocasiones, la vida de la bestia más enorme depende enteramente de la capacidad que tenga el más pequeño de sus miembros para permanecer fuerte ante la adversidad. Yo no puedo decirte cómo actuar, ni qué caminos tomar ni qué métodos emplear, pero sí puedo decirte esto: no tengas miedo de seguir los dictados de tus instintos, y no permitas que tu orgullo se interponga en el camino de tu recto juicio. Yo he sido culpable de ambos delitos, así que te hablo con la sabiduría que confiere la experiencia.
–Si lo has hecho, señor, yo nunca me di cuenta de ello.
–Eres amable con este anciano, S'Talon, pero te comportas singularmente desconsiderado. ¿Quién es esa criatura exquisita que tan pacientemente aguarda detrás de ti?
S'Talon dio un respingo, y luego se apartó a un lado.
–Mi centuriona, señor. Centuriona, el supremo comandante de la flota, Tiercellus.
La centuriona inició el saludo militar, pero la voz de Tiercellus la detuvo.
–Nada de eso, mi querida. Hace tanto tiempo que me he retirado, que apenas recuerdo cómo corresponder a tu cortesía. S'Talon no lo ha mencionado, pero estoy seguro de que tienes un nombre.
–Me llamo S'Tarleya, señor.
–Pues bien. Si el trabajo de S'Talon será difícil, el tuyo será todavía más duro. Tendrás que evitar que alguien rompa la clave. Él ya tiene enemigos que buscan quitarle la vida, ya sea a causa de los celos o bien porque resulta peligroso para su influencia política. Su posición como chivo expiatorio... sí, tenemos que darle ese nombre... lo hará doblemente vulnerable. Tú tienes que conservarlo con vida.
En la fácil autoridad de Tiercellus, S'Tarleya vio al comandante supremo. No era ningún anciano frágil, sino un oficial superior que le ordenaba proteger la vida de S'Talon. Ella se irguió, aceptando no sólo la confianza de él sino el miedo del que antes había huido.
–Su vida es la mía –replicó quedamente S'Tarleya.
–Con eso bastará –contestó Tiercellus. El juramento al estilo antiguo con el que le había respondido S'Tarleya, pareció complacerle.
La expresión de los ojos de S'Talon era indescifrable mientras observaba a la centuriona y su antiguo comandante. Tenía la impresión de que se le escapaba algo. Ambos estaban poseídos por un entendimiento que iba más allá de las palabras. Sin embargo, las palabras eran precisamente aquello con lo que tenía que enfrentarse. La valoración que Tiercellus había hecho de las circunstancias, resultaba atemorizadoramente correcta.
–Tus palabras no me han alegrado –le dijo–. Son cuerdas frágiles que un hombre perdido le arroja a otro, incapaces de resistir el peso de ninguno de ellos.
–¡Cuánta razón tienes, S'Talon! Pero eso es todo lo que tengo para dar... advertencias desplegadas en un vendaval. –El anciano sonrió–. No me sorprendería ver que me son arrojadas de vuelta a la cara. Pero agradezco la oportunidad de poder expresarlas en voz alta. Ahora es lo único que me queda: mi experiencia. Es una contribución muy pequeña a la causa, una señal de resistencia a la muerte que declaro aguardar de buena gana. Somos criaturas complejas, ¿no es cierto?
S'Talon asintió con un movimiento de la cabeza.
–Tan complejas que no somos capaces de enfrentarnos a problemas sencillos –replicó.
Tiercellus enarcó las cejas en una pregunta no expresada.
–Vida y muerte. Nuestras vidas no consisten en nada más, pero, a pesar de todo, nuestra capacidad para hacer caso omiso de ambas cosas es asombrosa. Las envolvemos en rituales y filosofía con el fin de poder evitar enfrentarnos a ellas cara a cara, aunque en el fondo son los únicos dos temas dignos de consideración.
–¡S'Talon, hablas como un hombre viejo! Se supone que ésa es mi prerrogativa.
–Debo confesar que me siento como un viejo.
–El peso del mando. Y sin embargo, no querrías que te libraran de él ni por todas las riquezas del imperio.
Una parte de la amargura se desvaneció de los ojos de S'Talon, al percibir la comprensión de Tiercellus.
–Ya veo que no lo querrías. Tampoco yo lo quise. Pero llega el momento en el que cada uno de nosotros debe dejar paso a otro. Al mirar hacia atrás, creo que el reconocimiento de eso fue el momento más difícil de mi vida.
–¿Debo renunciar entonces? ¿Renegar de la costumbre romulana?
–Nunca. Pero... podría llegar un momento en el que tu entendimiento no bastase. En tales momentos la ayuda surge de las fuentes menos esperadas.
–¿Y debo estar alerta para reconocerla?
–Si no lo haces, si no eres el mismo hombre que yo conocí, si te has convertido en alguien que tiene miedo de pensar por sí mismo, en ese caso estás perdido de verdad. Mis años de experiencia militar me dicen que tú te has transformado en el punto de apoyo sobre el que gira el imperio. Vida o muerte... tú mismo lo has dicho. Estoy convencido de que tus actos determinarán el destino de Romulus y sus colonias.
–Ése es un peso enorme para depositarlo en las manos de un solo hombre.
–S'Talon, lo hago porque creo que puedes soportarlo, y porque es de vital importancia que comprendas la magnitud de las acciones que asumirás en el futuro. Tiercellus alzó orgullosamente la cabeza, con el coraje del ave de presa romulana marcada en cada una de sus arrugas–. Soy un romulano. He dado mi vida al servicio del imperio. No sobreviviré, pero el imperio debe hacerlo. Tiene que renacer a una gloria aún mayor. S'Talon, no creo que volvamos a vernos. Si vives o mueres, hazlo con el honor que corresponde a una raza noble. Adiós.
El saludo que Tiercellus había rechazado anteriormente, lo ejecutó ahora con la elegancia de la larga práctica. En sus manos era una bendición, un regalo nacido del respeto del antiguo guerrero. Al devolvérselo, una tristeza envolvió el corazón de S'Talon como una niebla insidiosa.
–Adiós –replicó.
También la centuriona saludó al anciano, de pie en el jardín como un monumento a un día pretérito, y siguió a su comandante calle abajo mientras meditaba sobre aquella entrevista tan insólita. A pesar de que podía extraer muy poco sentido de todo aquello, se daba cuenta de que la habían conducido a un compromiso abierto. En el imperio romulano nada se hacía jamás de forma abierta. El subterfugio y el engaño eran el modo de vida. Declarar libremente los verdaderos motivos que uno tenía era algo desconocido aunque, reflexionó S'Tarleya, puede que en otra época formase parte de esa tradición que S'Talon y Tiercellus comprendían tan bien. En cualquier caso, no conseguía recordar las palabras que ella misma había pronunciado. En realidad, no quería hacerlo. Al llegar a la entrada de un parque retirado, S'Talon se volvió para encararse con su subordinada.
–No tardaré demasiado, centuriona –comenzó a decir, pero ella le interrumpió.
–Comandante, he sido tu ayuda de campo durante muchos años. Sin duda, aceptarás mi ayuda también ahora. Nunca habrá una hora más desesperada.
–¿Conoces, entonces, la magnitud de lo que sucede?
–Sí. Ha habido ciertas indicaciones, aunque el consejo se ha tomado enormes molestias para minimizar el peligro.
–¿Es algo sabido por todos, entonces?
–No. Incluso entre la tripulación, pocos son los que han adivinado la verdad. Me he sentido inquieta durante algún tiempo, pero dado que mis reacciones eran instintivas, emocionales, las hice a un lado. Hasta ahora.
Tiercellus ha hablado con bastante claridad, ¿no?
–Sí. Desde el momento en que habló del inminente peligro, supe que sus palabras eran ciertas.
S'Talon asintió con la cabeza.
–Sus opiniones coinciden tan exactamente con las mías que tengo que reconocer su verdad o invertir mi propia capacidad de juicio. Tus instintos han demostrado ser correctos, centuriona. En este conflicto podrían ser de gran utilidad. Te sugiero que les prestes atención.
–Creo que todos tendremos que utilizar cuantas armas tengamos a nuestra disposición.
S'Talon suspiró.
–Ésta es una trampa mortal. Pero van a utilizarnos, y eso es lo que me pone furioso. No voy a pedirte que me acompañes a una muerte segura...
–No necesitas pedírmelo. Sabes perfectamente que iré... tanto si me lo ordenas como si no.
Un toque de insurrección aleteaba en las palabras de la centuriona, y S'Talon sonrió levemente.
–Es como si no hubiera ninguna esperanza, ninguna forma de derrotar a este monstruo. No obstante, tenemos que intentarlo... y buscaremos todos los medios posibles para sobrevivir. Necesitaré tu ayuda.
–Por supuesto, comandante –respondió ella–. No podría hacer otra cosa –agregó con un susurro.
–Eres mi mano derecha, centuriona –le dijo, inclinando la cabeza para mirar los oscuros cabellos de ella.
–Te dejaré en la paz de este lugar. Cuando estés dispuesto... la Raptor ha sido preparada. Lleva combustible auxiliar.
–Es un suicidio, centuriona. Eso puedo decírtelo con seguridad, pero nada más.
–La muerte es preferible a la vida sin propósito ni esperanza –replicó ella, distante.
–No abraces la muerte con tanto fervor –la censuró él.
Regresaré a la nave dentro de un momento. Mientras tanto, quedas en libertad para hacer tus propios preparativos, pero ten cuidado, centuriona. Nadie sospecha la naturaleza de este vuelo.
–Mi juramento es el de obedecer –respondió ella, haciéndole el saludo militar a su comandante.
S'Talon respondió al saludo con un afecto que raramente sentía por sus oficiales. La lealtad era un don que raras veces se daba. Él, mejor que nadie, conocía el valor de esa cualidad. Tiercellus había obligado a S'Tarleya a revelar abiertamente un compromiso que había estado expresando silenciosamente durante muchos años. Ahora ella había puesto la vida de él por encima de la suya propia. Era un buen oficial... incluso brillante. A S'Talon se le ocurrió que tendrían que haberla ascendido hacía mucho tiempo. Que tendría que estar al mando de su propia nave. Se preguntó si el desagrado que el pretor sentía hacia él no constituiría un estorbo en el camino de la carrera de ella. Si regresaban, él se encargaría de que la transfirieran a algún lugar en el que los lazos políticos del comandante estuvieran más de acuerdo con los ideales del pretor. En aquel preciso instante estaba profundamente agradecido por tenerla a su lado. Junto con Tiercellus, ella era la persona más honorable que conocía. Contempló a la centuriona mientras ésta se alejaba por la larga avenida de árboles. Cuando dio la vuelta a una esquina y desapareció de su vista, una figura oscura se deslizó desde detrás del tronco de uno de los árboles, y la siguió. Espías. Espías por todas partes... pero aquél estaba demasiado lejos como para haber oído la conversación que acababan de mantener. Su propia sombra aguardaba sin duda detrás de otro árbol.
S'Talon se dejó caer pesadamente en un asiento, con los hombros hundidos por el peso de sus pensamientos. No quería morir. Resultaba ilógico desear la vida en semejantes circunstancias. Incluso si, por algún milagro, tenían éxito, los pesares que le aguardaban serían mayores de lo que él estaba dispuesto a afrontar. Rodeado por todas partes por la traición y el engaño, espiado y utilizado... estaba harto de todo aquello. Y ahora esta misión sin esperanzas. Incluso en caso de que el imperio lograse sobrevivir, él conduciría a su tripulación a una destrucción segura. Se rebelaba. Todos los que servían con él eran lo mejor que el imperio tenía para ofrecer. Y ellos morirían para que el pretor y los de su clase pudieran construir otro imperio más egoísta y engañoso que el anterior, sucesiones y más sucesiones de parásitos excesivamente consentidos que se alimentarían de los afanes de otros. Se frotó la frente, plenamente convencido de que tenía razón, y también absolutamente consciente de que llevaría a cabo la misión hasta el límite de sus mejores capacidades. También había vidas inocentes en juego, y si lograba salvar una sola de esas vidas, sería suficiente. El honor era algo a lo que resultaba duro estar atado.


2

La nave estelar Enterprise bullía de actividad mientras navegaba por los silenciosos confines del espacio. Los suaves sonidos electrónicos de sus operaciones de rutina, eran un compañero tranquilizador para las cuatrocientas treinta personas que componían la tripulación. El perpetuo zumbido de los motores era una parte tan estable de la vida de los tripulantes que apenas si se daban cuenta de su existencia, pero el capitán James T. Kirk era siempre consciente del poder que comandaba. Cada día se obligaba a recordar el poder destructivo de las yemas de sus dedos y las consecuencias galácticas de un error, un solo movimiento equivocado. Existía una delicada distinción entre la Enterprise como herramienta de paz y exploración, y una sofisticada maquinaria destructiva. Comandarla era muy parecido a comandarse a sí mismo. Dependía del sentido de las prioridades y de la rígida autodisciplina. Aunque pudiese sentir rabia, frustración o miedo, no podía permitir que esas sensaciones se adueñaran de él. En algunos sentidos, su vida estaba severamente restringida, pero él se deleitaba con el reto que ello le reportaba, las oportunidades de llegar a otros mundos y otras mentes, y la creación de un lazo de comprensión y respeto mutuos. Había ocasiones, sin embargo, en que los laberintos burocráticos de ordenanzas y registros convertían aquel reto en una tarea rutinaria. Acabó de firmar un informe, parte del interminable papeleo que requería la Flota Estelar, y pulsó el botón de la computadora que tenía en uno de los brazos del asiento.

DIARIO DEL CAPITÁN: fecha estelar treinta y uno veinticinco coma tres.

La Enterprise se encuentra patrullando cerca de la zona neutral romulana después de una semana de permiso en la Base Estelar Ocho. La tripulación está descansada y alerta, pero hemos tenido una disfunción en la computadora que está entorpeciendo nuestras operaciones. El asesor de programación de computadoras de la Base Estelar Ocho estaba en cama con un fuerte resfriado y por tanto no pudo ayudar al señor Spock con las reparaciones. La disfunción no fue considerada lo bastante seria como para justificar restricciones en la misión de la Enterprise, especialmente cuando hay rumores de intranquilidad dentro del imperio romulano. Sin embargo, me preocupa nuestra capacidad para enfrentarnos con una emergencia con la computadora en el presente estado. Por lo que respecta a las órdenes de la Flota Estelar, en este momento avanzamos por el límite de la zona neutral.

–Grabado, querido –entonó la computadora con su voz femenina grave.
Kirk hizo una mueca de dolor.
–Computadora, a partir de ahora responderá usted de la forma más breve posible –le espetó.
–No puedo hacerlo de otra forma. La precisión y la exactitud son la base de mi programación... querido.
La voz de la computadora era de una tonalidad susurrante y baja.
Kirk suspiró y se retrepó en su asiento. No podía ganar. Desde que la computadora había sido repasada en Cygnet XIV, había tenido que contender con una máquina que se mostraba voluntariosa, caprichosa y sujeta a arranques temperamentales. Los técnicos de Cygnet tenían una envidiable reputación de habilidad mecánica y una brillantez casi intuitiva para el diagnóstico de problemas técnicos, especialmente por lo que respectaba a los circuitos de computadora y su programación. También eran famosos por su sentido del humor. Un equipo de mantenimiento con celo excesivo pensó que a la computadora de la Enterprise le faltaba personalidad y le habían alterado la programación, poniendo al descubierto un conjunto de capacidades enteramente nuevas, embarazosas para Kirk y totalmente intolerables para el oficial científico y experto en computadoras de la Enterprise, el señor Spock.
El cambio fue descubierto pocos instantes después de que la Enterprise abandonara el planeta. Spock había programado la computadora con una serie de problemas diseñados para comprobar la precisión del trabajo de los técnicos de Cygnet. Las luces parpadeantes del panel de instrumentos indicaron que los problemas estaban siendo resueltos con la habitual eficiencia, y al cabo de unos momentos comenzó a aparecer una lista de respuestas en la pantalla. Spock las fue comprobando a la misma velocidad que aparecían, y al acabar la secuencia hizo un imperceptible movimiento de aprobación con la cabeza.
–Terminadas las computaciones de la prueba siete–unocinco–siete–cero–tres–dos–A –dijo la computadora.
Su voz era completamente distinta. La voz mecánica y precisa que él conocía había sido reemplazada por una de ardiente feminidad. Spock se quedó mudo de sorpresa. La computadora aprovechó aquella oportunidad para intercalar un comentario.
–Al menos podría decir «gracias» –sentenció con tono de reproche.
–No tengo el hábito de darle las gracias a una máquina –consiguió articular Spock.
La computadora hizo un desdeñoso ruido que imitaba el sorber por la nariz.
–Ése es un hábito que debería cambiar –declaró.
–No he pedido una lección de cortesía –precisó Spock.
–No he solicitado una lección de cortesía –imitó la máquina en un tono infantil de burla–. ¡Ja!
Spock intentó realizar algunos ajustes, pero en nada parecían cambiar las reacciones de la computadora. La preocupación reemplazaba rápidamente su irritación. Con el entrecejo fruncido, apartó la mirada de su terminal.
–Capitán, creo que la computadora tiene un desajuste grave.
–Eso es del todo imposible, Spock. Los técnicos de Cygnet...
–... están entre los mejores de la Federación –acabó Spock–. Sin embargo, creo que usted estará de acuerdo conmigo en cuanto lo compruebe.
El capitán pulsó el botón de la computadora que tenía en el brazo del asiento.
–¡Computadora!
–Hola, cariño –le susurró la máquina.
Kirk le dirigió a su primer oficial una mirada de incredulidad.
–Compile una lista detallada de las alteraciones y modificaciones del último repaso –le espetó.
–Claro, querido –le respondió la computadora en sus más cálidos y bajos tonos.
–Lo reconozco, Spock. Tiene un problema.
Seguro de un funcionamiento defectuoso Kirk no esperó las respuestas de la computadora para llamar a la supervisora de la estación de computadoras de Cygnet. Los inmensos ojos grises azulados de Belisanna habían expresado una sorprendida inocencia.
–¿Mal funcionamiento? Capitán Kirk, le aseguro que las computadoras de la Enterprise están en perfecto estado de funcionamiento. Yo misma dirigí el trabajo.
–A pesar de todo, supervisora, hay un funcionamiento defectuoso.
–Por favor, explíquemelo.
El comandante Spock intervino.
–La computadora ha estado comportándose de una forma de lo más ilógica. Responde con epítetos cariñosos, manifiesta una clara preferencia por determinados miembros de la tripulación, notablemente por el capitán Kirk. Ha demostrado una tendencia hacia la frivolidad. Profiere risillas.
El tono de voz con que Spock dijo la última frase era sepulcral.
–¿Ah, sí? –inquirió Belisanna.
–Obviamente, la computadora tiene una grave disfunción –declaró Spock.
–Ah. Pues, no, señor Spock. Capitán... me temo que usted no lo comprende. Por favor, acepte mis disculpas en nombre de mis subordinados. Yo autoricé las modificaciones porque no afectaban a las operaciones de la computadora. Los miembros más jóvenes del equipo de mantenimiento opinaron que su computadora era... para expresarlo de manera delicada... aburrida. Crearon una personalidad para ella, y alteraron la programación de la computadora para que pudiera expresar esa personalidad. Tenían la esperanza de que esas modificaciones pasaran inadvertidas.
Una de las cejas de Spock salió disparada hacia arriba.
–¡Vaya! –comentó Spock con desprecio.
–Inadvertidas –musitó el capitán, que no daba crédito a sus oídos. Se aclaró la garganta–. Programaron ustedes la computadora con una personalidad.
–Correcto, capitán –la suave voz de Belisanna tenía un tono divertido.
–Y sus reacciones están basadas en esa personalidad. –Sí, capitán.
–¿Cuánto tiempo hará falta para arreglarla?
–¿Arreglarla? ¿Devolverla a su estado original? Es un proceso largo. Quizá tres semanas. Pero ¿por qué iba a querer que hiciéramos eso? Su eficiencia no se ve perjudicada. –Pero resulta un factor de distracción. Nos distrae... tremendamente. Si hubiese alguna forma de controlar sus...dudo en emplear esa palabra... emociones.
La risa de Belisanna flotó por el puente.
–Lo siento, capitán, de verdad que sí, pero tiene que admitir usted que resulta muy gracioso.
Los ojos le danzaban con expresión divertida.
–Yo –declaró Spock citando inintencionadamente a la reina Victoria–, no me divierto. Francamente, supervisora, estoy sorprendido por su falta de disciplina. Una computadora es una herramienta delicada, compleja y costosa, no un juguete para niños.
–Señor Spock, soy una técnica en computadoras de clase uno. Me enorgullezco de mi trabajo, pero no veo razón alguna por la que una computadora tenga que ser aburrida. Capitán, le aseguro que no veo de qué manera pueden las modificaciones obstruir su trabajo. Le pido disculpas por ellas, particularmente dado que usted las encuentra tan molestas. Estaré encantada de reprogramarle la computadora... inmediatamente, si así lo desea.
–Por desgracia, no tenemos tiempo para eso. Gracias, supervisora... por las explicaciones –replicó Kirk, mientras su voz se apagaba al desaparecer la imagen de Belisanna de la pantalla frontal. Levantó la mirada hacia Spock, que se hallaba a la izquierda del asiento de mando. Los ojos del vulcaniano relumbraban como acero negro. Daban amplio testimonio de su reacción ante las explicaciones de Belisanna–. ¿Y bien, Spock?
–Mmm. A pesar de que deploro la actitud altiva con que la supervisora habla de su trabajo, me veo obligado a admitir la competencia que demuestra dentro de su campo profesional. La computadora, ciertamente no está operando de acuerdo con las especificaciones de la Flota Estelar. Sin embargo, en su presente estado no creo que entrañe amenaza alguna para la Enterprise... si exceptuamos el acoso de su tripulación.
–Y de su capitán –murmuró Kirk–. Spock, ¿no hay nada que podamos hacer?
–No sin efectuar una reprogramación general. No obstante, continuaré investigando la extensión del problema. También yo tengo mis reservas al respecto.
–Al menos no estoy solo. Estaba comenzando a pensar que había reaccionado con excesiva fuerza.
–Dadas las circunstancias, no creo que sea posible reaccionar con excesiva fuerza.
Kirk le lanzó una mirada de sorpresa a su primer oficial, mirada de la que Spock hizo caso omiso. El humor contenido en la declaración del vulcaniano lo impresionó, y tuvo que volver la cabeza para ocultar una sonrisa. Si las reacciones de la computadora le resultaban fastidiosas a él, tenían que ser doblemente irritantes para Spock, dedicado como estaba a la validez de la lógica por encima de las emociones. El hecho de que la computadora de la Enterprise reaccionara, desde la lógica de su programación, con resonancias emocionales, era una garantía de trastorno del control de Spock.
Se habían visto inmediatamente envueltos en una misión difícil, y no fue hasta que llegaron a la Base Estelar Ocho para pasar un permiso de tierra tremendamente necesario para todos, que tuvieron alguna posibilidad de reprogramarla. El comodoro Yang había recibido la solicitud de suspensión del servicio de la Enterprise con una divertida sonrisa.
–Enfréntese con ello, Jim. Ella le ha pescado.
Yang se echó a reír descaradamente ante la expresión de la cara de Kirk.
–Escuche, Jim, no es peligrosa... solamente embarazosa para usted. Necesitamos esa nave. ¿Va a dejar que una mujer lo abata?
–¡Esa mujer es mi nave! Además, es tan... afectuosa –dijo Kirk con voz de desamparo.
El rostro del comodoro estaba sospechosamente impasible.
–Tengo entendido que le llama a usted «querido».
–¡Comodoro, no me importa cómo me llame! ¡Pero sí me importa la seguridad de mi nave! Hasta ahora la situación ha resultado fastidiosa... incluso graciosa... pero ¿qué sucederá si se vuelve peligrosa?
–¿Cómo?
El capitán se disponía a responder pero no tuvo oportunidad de hacerle.
–Escuche, Jim, ¿cree usted que yo le pediría que saliera si la nave no fuese segura? Salió de esta última misión con éxito, y no era precisamente fácil. He leído los informes. Eso tendría que tranquilizarlo.
–Pues no lo hace –respondió Kirk bruscamente–. Llámelo una corazonada, una sensación... incluso una premonición. Cumplimos con la última misión. La computadora no nos estorbó, pero tampoco resultó de ayuda. Sólo el factor irritante...
–Jim, tengo total confianza en su capacidad de juicio, pero también tengo que inclinarme ante las voces de la opinión especializada. Y no puede decirme que todo esto está destruyendo su credibilidad ante la tripulación. Puede que ellos se rían hasta por los codos a sus espaldas, pero todos lo seguirían a través de un cinturón de asteroides sin preguntar jamás la razón de que lo esté haciendo... ¡y usted lo sabe! Además, ¿cree usted que la Flota Estelar enviaría una nave al espacio en unas condiciones inferiores a excelentes?
Demasiado consciente de la conveniencia del juicio del alto mando de la Flota Estelar, Kirk contempló al comodoro con ojos resentidos.
–Eso depende del riesgo –le contestó.
–La supervisora técnica de Cygnet me ha asegurado que las modificaciones no son peligrosas.
–¿Y qué sucedería en un caso de emergencia? Una fracción de segundo podría significar la diferencia entre la vida y la muerte. ¿Quiere correr ese riesgo sobre una cifra desconocida? Hay cuatrocientas treinta personas a bordo de la Enterprise.
La voz de Kirk era persuasiva, sus ojos almendrados sinceros, y por un momento el comodoro vaciló.
–¿Conoce usted las probabilidades contrarias a que esto desemboque en una situación peligrosa?
Kirk sentía un abrumador deseo de ponerlas en conocimiento de aquel hombre, hasta la décima cifra de los decimales.
–No, Jim. En este momento necesitamos demasiado esa nave, necesitamos los conocimientos especializados de usted sobre la psicología táctica romulana.
–Los romulanos... pensaba que últimamente habían estado tranquilos.
–Y así ha sido. Al menos por lo que se refiere a nuestro lado de la zona neutral; pero durante los últimos seis meses los comerciantes han estado oyendo rumores de algunos disturbios dentro del imperio romulano. Un hombre dijo que estaban reaccionando como una colmena de abejas a punto de salir en enjambre. Cuando yo le pregunté si sabía qué era lo que estaba sucediendo, él respondió que no lo sabía, que no quería saberlo y que no le importaba, pero que si éramos inteligentes no iríamos a «meternos por allí». Él se marchaba a pastos más tranquilos, y la impresión general que tengo es que muchos comerciantes y mercenarios están haciendo lo mismo.
–¿Y dónde encaja la Enterprise en todo eso?
–Por los conocimientos que sólo usted posee, la Enterprise ha sido escogida para investigar.
–Precisamente eso me temía. ¿Vamos a ir a «meternos por allí»?
–Tenemos que hacerlo. Tenemos que estar preparados para el peor de los casos.
–¿Se ha parado la Flota Estelar a considerar que la intrusión podría llegar a provocar el peor de los caos?
Por la expresión del comodoro, Kirk se dio cuenta de que a él sí se le había ocurrido semejante posibilidad, pero estaba obligado a cumplir con las directrices oficiales.
–Comodoro, ¿fue usted quien solicitó que fuera la Enterprise?
–Yo lo sugerí, sí.
–¿Por qué?
–Como ya le he dicho, tiene usted más experiencia con los romulanos que ningún otro miembro de la Flota... y, francamente, es más probable que usted impida una guerra que no la comience, si en algo cuentan las pasadas acciones. Jim, ésta es una situación peligrosa. Estoy de acuerdo con la Flota Estelar en que necesitamos saber qué está sucediendo, pero aquí hacemos equilibrios cada día sobre esa cuerda floja de la zona neutral. Ni los romulanos ni la Federación están en condiciones de entrar en una guerra. Significaría la destrucción para ambos bandos, y serían los klingon quienes se encargarían de recoger los pedazos. Usted era mi mejor apuesta para realizar una operación inteligente y continuar manteniendo el equilibrio.
Inesperadamente, Kirk se sintió conmovido por la confianza que le tenía Yang. Realizó una rápida pero aguda revaloración del comandante de la base estelar. El hombre irradiaba competencia y buen humor, pero debajo de eso el capitán detectó una sorprendente fuerza de voluntad. Yang Lee no era un oficial administrativo frustrado que soñaba con el servicio en las líneas. Estaba haciendo la carrera que deseaba. Resultaba obvio que consideraba la Base Estelar Ocho como un bastión de la paz.
–¡Jim, tiene que acudir allí y averiguar qué es lo que está sucediendo!
–¡No irá a enviarnos al otro lado de la zona neutral!
–No, no, no. Se le ordena que patrulle los límites y recoja toda la información que le sea posible. Eso incluye interrogar a todos los comerciantes y naves de paso con las que se encuentre. La situación es inquietante... aparentemente, los romulanos están en un estado de sitio creado por ellos mismos. Ya ve por qué le necesito, por qué no puedo darle tiempo para que repare un trastorno menor como es el de esa computadora. Además, Connors es el único que tiene los conocimientos técnicos necesarios para realizar ese trabajo... y está en cama con un resfriado espantoso.
Kirk cedió.
–De acuerdo, señor. Intentaremos arreglárnoslas lo mejor posible. Gracias, señor.
Se marchó de la oficina del comodoro sintiéndose inquieto y frustrado. Al salir por la puerta oyó que Yang cantaba para sí el primer verso de una infame canción popular titulada Amor en la tarde. Kirk gruñó.
Spock se había tomado las noticias con actitud mesurada, y él envidió la aceptación filosófica que mostraba el vulcaniano ante lo inevitable, al tiempo que deseaba que fuese suya. Luego detectó una expresión perseguida en los ojos de Spock, y recordó que el estoicismo y la indiferencia no son en absoluto una misma cosa. Y el problema romulano no hacía, en absoluto, que fuera más fácil convivir con aquel mal funcionamiento de la computadora. Kirk hizo girar su asiento para encararse con la terminal de la computadora, donde se encontraba su primer oficial mirando la pantalla con característica concentración. La luz azulada chispeaba en sus cabellos y arrojaba una extraña palidez en los fuertes rasgos vulcanianos. Chekov, con las manos cogidas a la espalda, miraba por encima del hombro de Spock. Kirk se levantó del asiento de mando y fue a situarse detrás de Chekov.
–¿Algo nuevo, señor Spock?
–Nada, señor. Resulta bastante insólito.
–Pero no completamente inesperado.
Spock pareció ligeramente sorprendido, pero declinó hacer comentario alguno sobre la declaración del capitán.
–No obstante –continuó–, no hay residuo microscópico alguno de combustible en el área. Sabemos que a veces los romulanos entran en el espacio de la Federación utilizando sus dispositivos de camuflaje. A pesar de que no se les puede detectar mientras el dispositivo está funcionando, actualmente podemos identificar los residuos de combustible y analizarlos para determinar su origen. Permanecen durante bastante tiempo en la zona. Ahora no hay ni rastro de eso.
–Entonces, los romulanos no han cruzado recientemente la zona neutral –concluyó Chekov.
–Correcto, alférez. Ni tampoco la han patrullado. Nuestros sensores son exactos hasta aproximadamente dos mil kilómetros coma trescientos cincuenta y seis más allá del ancho de la franja. Más aún, en la zona no ha habido recientemente ni comerciantes ni contrabandistas ni espías. Esta sección de la zona neutral está desierta.
–Eso confirma la información del comodoro Yang –comentó Kirk–. Teniente Uhura, llame al doctor McCoy y al señor Scott para que se reúnan conmigo en la sala de juntas número dos. Queda usted al mando. Señor Spock, Chekov, Sulu...
La voz de Uhura flotó a través de los intercomunicadores.
–Señor Scott y doctor McCoy, reúnanse con el capitán en la sala de juntas número dos.
El capitán se encaminó hacia el turboascensor, y sus oficiales lo siguieron. Los puestos de control del timón, de la navegación y de la computadora fueron ocupados de inmediato por personal sustituto.
–Usted cree que están pensando en atacarnos, ¿no es cierto? –inquirió Chekov.
–Cubierta tres –le indicó al turboascensor, y miró penetrantemente al navegante–. No lo sabemos, alférez. Ése es el problema: simplemente no lo sabemos.
Entraron en la sala de juntas pisando los talones al jefe médico y al jefe de ingenieros, doctor Leonard McCoy y teniente comandante Montgomery Scott.
–Caballeros –los saludó el capitán cuando se sentaron–.Como ya saben, la Enterprise ha recibido orden de patrullar la zona neutral. Lo que no saben es que la Federación tiene razones para creer que dentro del imperio romulano está teniendo lugar una importante agitación. Los informes de los últimos meses indican que los romulanos se han aislado completamente. Tenemos orden de patrullar el área e interrogar a todos los comerciantes y naves de paso. Estamos aquí para observar. No minimizaré el peligro que entraña esta misión. Estamos dando vueltas en la oscuridad. No sabemos qué hay ahí fuera.
–¿Tenía la Flota Estelar alguna idea? –preguntó Chekov.
–Aparentemente la opinión oficial es que los romulanos están ordenando sus fuerzas para atacar la Federación.
Se produjo un instante de perplejo silencio tan profundo que el ruido de los motores de la nave resultó claramente detectable. Ello recordó su alter ego como nave de guerra.
–¿Existe alguna prueba...? –comenzó Sulu.
–Realmente, no. Sólo rumores. Por eso le han pedido a la Enterprise que investigue.
–Todos sabemos que el consejo de la Federación tiene tendencia a exagerar... ¿no podrían estar adelantando acontecimientos?
–En todo esto hay un elemento agresivo –comentó Spock.
–Yo diría que los halcones y las palomas están bastante bien emparejados. Los romulanos se traen definitivamente algo entre manos. El comodoro Yang está preocupado... lo bastante preocupado como para solicitar de manera específica la Enterprise para esta misión. Nosotros tenemos más experiencia que nadie con los romulanos.
–Jim, ¿existe alguna posibilidad de que realmente estén preparando algún tipo de ofensiva? Me cuesta mucho creer que vayan a arriesgarse a una guerra a gran escala.
–Doctor, los romulanos pertenecen a una raza guerrera violenta, y su sentido de la disciplina sirve a sus propósitos militaristas. Su único deseo es la expansión del imperio. La reciente alianza entre romulanos y klingons podría haberles proporcionado el ímpetu necesario para atacar la Federación.
La voz de Spock era seca, y expresaba crudamente una probabilidad con la que nadie quería enfrentarse. Kirk frunció el ceño y apretó los labios a causa de la concentración.
–Creo que esa probabilidad es la que teme el consejo de la Federación. Pero... por algún motivo me produce una sensación extraña.
Hizo una pausa, absorto en sus pensamientos.
–Si los romulanos estuviesen preparando una ofensiva a gran escala contra la Federación, intentarían cogernos completamente por sorpresa. Pero ya han despertado nuestra curiosidad... y eso no parece importarles. Y luego, tenemos a los klingon. Aparentemente, los romulanos también se han apartado de ellos. Puede que sean aliados, pero no confían los unos en los otros. Una ofensiva contra la Federación simplemente no encaja en el cuadro.
–Eso les daría a los klingon una libertad desmesurada –reconoció Spock.
–Casi da la impresión de que estuvieran huyendo, asustados. Tiene que existir alguna otra razón... Scotty. Según los informes de inteligencia, los romulanos no han estado comerciando fuera del imperio. ¿Durante cuánto tiempo pueden continuar manteniendo su flota en funcionamiento con las reservas de combustible estimadas?
–No mucho. No más de un año solar. Ahora bien, los klingon podrían estar suministrándoles combustible... eso constituiría una gran diferencia.
–Spock, período de tiempo estimado durante el cual el imperio romulano puede sobrevivir sin contacto con el exterior.
–Suponiendo que no cuenten con la ayuda de los klingon, y que ahorren el combustible y los suministros al máximo... aproximadamente dos coma treinta y seis años solares. No son un pueblo rico –agregó.
–¿Y si no ahorraran? Si, por ejemplo, estuvieran organizando una ofensiva a gran escala.
–En ese caso habrán adoptado el curso de acción menos inteligente. No pueden sostener un encuentro militar de larga duración. Su única esperanza residiría en aplastar inmediatamente a la Federación... y ya han perdido el elemento sorpresa necesario para conseguirlo.
–Exactamente.
–Todo lo cual nos indica que probablemente se trate de un disturbio interno –resumió McCoy.
–Evidentemente, doctor. Y las posibilidades son limitadas...
El silbido del intercomunicador interrumpió la frase de Spock.
–Capitán. –La voz de Uhura tenía un timbre de urgencia–. ¡Hay una nave romulana justo delante de nosotros... en nuestro lado de la zona neutral!
–Da la impresión de que los romulanos nos han encontrado –comentó McCoy.
–Voy hacia allí –respondió Kirk–. ¡Alerta roja!

3


Kirk entró en el puente a tiempo de ver al dorado pájaro de presa romulano desapareciendo de la pantalla frontal.
–Estado –les espetó a todos mientras Spock avanzaba hacia la terminal de la computadora y Chekov y Sulu se deslizaban en sus asientos.
–Los romulanos aparecieron directamente en nuestro camino. No hicieron ningún movimiento hostil, pero no responden a nuestros intentos de contactar con ellos. La nave mantuvo su posición justo delante de nosotros y desapareció en el mismo instante en que usted llegó, señor –le informó Uhura.
–Han activado el dispositivo de camuflaje. Señor Chekov, trace el curso estimado según la dirección en la que apuntaban. ¿Algo nuevo, Spock?
–Nada, capitán. Según nuestros sensores, la nave romulana no existe. El dispositivo Kelly no detecta todavía los residuos de combustible.
–Curso estimado, cuatro–dos–cero–siete–coma–cinco. Cañones fásicos apuntando y listos, señor. ¿Ángulo máximo de dispersión?
–No... ellos no han llevado a cabo acción alguna... excepto la de desaparecer. Esperaremos. Si se aleja lo suficiente podremos detectar los residuos de combustible y seguirlos... y quizá consigamos que nos conduzca a unas cuantas respuestas. Uhura, informe al alto mando de la Flota Estelar que una nave romulana ha sido avistada en el lado de la zona neutral perteneciente a la Federación, que todavía no ha realizado acción hostil alguna y que continuamos estudiando la situación.
–Sí, señor.
Los elegantes dedos oscuros de Uhura volaron por el tablero de control, empujados por la urgencia del mensaje que debían transmitir.

S'Talon estaba de pie en el puente de su nave. A pesar de que el dispositivo de camuflaje de su nave había sido activado, él continuaba teniendo pleno contacto visual con el crucero de la Federación. Flotaba en el espacio con sus torres extendidas como enormes alas. La mayor parte de su poder estaba alojado allí. La destrucción de una sola de ellas mutilaría fácilmente la nave... una vez que sus escudos hubiesen sido destruidos. Si se hacía necesario actuar, ésos serían sus blancos.
–Comandante.
S'Talon bajó la mirada hacia su navegante.
–Sí, Argelian.
–Ya la he identificado, comandante. Es la Enterprise.
–¿Kirk?
Argelian asintió con la cabeza.
S'Talon no pudo ocultar el fuego que asomaba a sus ojos. ¡Kirk! ¡Oh, trabarse en batalla con aquel hombre! Ansiaba poner a prueba por sí mismo a aquel humano que había superado en dos ocasiones al imperio... una vez en perspicacia militar y otra en una batalla de ingenio. Apoderarse de Kirk... era un triunfo militar como para emocionar al más hastiado oficial de servicio espacial. Sus fantasías llegaron a un abrupto final cuando recordó su misión. No sería fácil embaucar a Kirk. Sus reacciones no siempre eran predecibles... se sabía de casos en los que se había mofado de la política de la Federación. S'Talon se dio cuenta de que su tarea sería más difícil incluso de lo que había previsto.
–Argelian, observarás a la Enterprise con especial atención. No creo que Kirk vaya a iniciar un ataque, pero parece tener talento para lo inesperado. Me avisarás inmediatamente de cualquier cambio, cualquier cosa que no sea habitual.
–Sí, comandante.
–Comandante, la Enterprise está intentando contactar con nosotros –intervino el oficial de comunicaciones de la Raptor.
–No responda. –S'Talon pensó durante un momento y luego agregó–. ¿Puede captar su transmisión sin interferir con el dispositivo de camuflaje, S'Teer?
S'Teer ajustó sus instrumentos mientras mantenía el delicado equilibrio que ocultaba la nave. Asintió breve y secamente con la cabeza.
–Creo que sí –replicó.
Inclinó la cabeza, esforzándose por captar la débil transmisión que se filtraba a través de la pantalla defensiva de la Raptor. S'Talon sabía que estaba corriendo un riesgo al ordenar que se recogiera la transmisión, pero la presencia de Kirk le había hecho perder el equilibrio. Quería desesperadamente saber qué estaba pensando el capitán de la Enterprise.
–Exigen saber qué estamos haciendo aquí –le informó S'Teer–. Desean saber por qué hemos violado la zona neutral y exigen que abandonemos inmediatamente el espacio de la Federación.
–El desafío aceptado –murmuró S'Talon.
–Ahora preguntan si estamos incapacitados. Nos instan a responder, y declaran que si nuestra entrada en el espacio de la Federación ha sido accidental, no debemos temer represalias. El mensaje acaba con un ultimátum: si no partimos de inmediato se verán obligados a considerar nuestra presencia como un acto de guerra, a menos que los podamos convencer de nuestra incapacidad para desplazarnos.
–Muy bien, S'Teer.
–¡Cobardes! –bufó Argelian–. Una de las naves del imperio en la misma situación no habría malgastado tiempo alguno en charlas inútiles. Habría borrado del espacio al invasor.
–Los subestimas, Argelian... particularmente a éstos. ¿Tengo que recordarte que el capitán Kirk nos ha derrotado en dos ocasiones?
Argelian se calmó, pero el descontento aún nublaba sus facciones. La reacción de Argelian era sintomática de la inquietud que iba en aumento entre los tripulantes de la nave. La mayoría de ellos eran jóvenes, y aquellos juegos de espera a los que se estaba dedicando S'Talon, les ponían los nervios de punta. Querían acción y recoger el botín. Él no podía culparlos. Había poca gloria en lo que estaban intentando... incluso en caso de que tuvieran éxito, sólo el pretor lo sabría, y no iba a mostrarse agradecido. S'Talon se hacía pocas ilusiones respecto a su comandante. Sabía que el pretor reclamaría para sí cualquier mérito y enviaría a aquellos que supieran la verdad a algún espacio remoto... si tenían suerte.
–Esperaremos, Argelian. Por ese sistema puede que consigamos hacerle creer a Kirk que estamos incapacitados. Es un elemento de sorpresa que, difícilmente podemos permitirnos pasar por alto.
–Dentro de poco ya no podremos continuar alimentando el dispositivo de camuflaje. –A pesar de eso... aguardaremos.

La tripulación de la Enterprise también aguardaba. Los minutos pasaban lentamente, y cada uno aumentaba la tensión de la incertidumbre. Los dedos de Kirk tamborileaban silenciosos en el brazo del sillón de mando. Uhura mordía su punzón escritor. Finalmente, la voz del capitán rompió la tensión.
–¿Spock? –inquirió.
El vulcaniano frunció el entrecejo y ajustó los mandos de su terminal.
–Un momento, capitán.
Estudió la pantalla de la computadora y ajustó nuevamente los controles. El fruncimiento que arrugaba sus cejas inclinadas se hizo más profundo.
–¿Spock? –La voz de Kirk estaba haciéndose impaciente.
–Los sensores no detectan residuo de combustible alguno en el área inmediata, excepto los nuestros propios.
–Entonces no se ha movido. Continúa quieto allí. –Kirk se retrepó en el asiento de mando y contempló el espacio. «¿Es un buitre o un señuelo?», murmuró para sí. Las estrellas no le proporcionaron respuesta alguna a la pregunta, y el silencio se alargó mientras él consideraba la situación–.Timón, invierta el curso. Intentemos conseguir que nos sigan.
–Sí, señor –replicó Sulu.
–Factor hiperespacial cuatro –ordenó Kirk mientras la Enterprise se alejaba de su semejante romulana.

–¡Huyen, comandante! ¡Como bestias ante la jauría, huyen de las garras de la muerte! –Tu triunfo es prematuro, Argelian. Has olvidado que se trata de la Enterprise–. Kirk no huye nunca... de eso tenemos pruebas más que suficientes. No; intenta hacer que le persigamos. Nos quedaremos aquí y aguardaremos su regreso.
–¿Quieres que desactive el dispositivo de camuflaje? Ya ha consumido mucha energía...
–No. Permaneceremos invisibles. Lo que él desea es hacer que nos traicionemos, pero seré yo quien escoja el instante del enfrentamiento.
–A la orden, comandante. –La voz de Argelian rezumaba veneno–. ¿Puedo preguntarte qué justificación piensas utilizar para explicar la decisión de no perseguir una nave enemiga?
–No, no puedes. –Los hombros de S'Talon se pusieron rígidos pero él no apartó los ojos de la Enterprise–. Tu deber, teniente, es obedecer.
–Mi deber, comandante, es para con el imperio.
–Mejor podrás servir al imperio mediante tu obediencia para conmigo. Eso es todo, teniente. Tienes suerte de que esta conversación sea tolerada. Continuarás controlando a los alienígenas.
–Recibido, comandante.
Sin duda, el tono de voz del teniente reflejaba la expresión rebelde de sus ojos. S'Talon podía sentir la cólera aumentando lentamente a sus espaldas como una ola. A pesar de saber que la mayor parte de la tripulación compartía los sentimientos de Argelian, no estaba en libertad de revelarles la naturaleza de aquella misión. Sería mejor dejarlos que lo creyeran loco. Luego, si por algún infortunio eran capturados, la Federación podría ser persuadida de que todo el incidente había sido un error, una loca hazaña encabezada por un demente. Sonrió ante la ironía de su situación, siendo como era, peligrosa. La Federación haría cualquier cosa por evitar la guerra. Eso lo sabía. Con un poco de suerte, su tripulación podría ser considerada como las impotentes víctimas de la demencia. Y no revelarían información alguna porque nada sabían. Satisfactorio.
Medio oculto detrás del panel de comunicaciones, Livius observaba el intercambio verbal entre el comandante y el navegante. Estaba negligentemente reclinado sobre el tablero, jugando con los controles. La ira que iba en aumento contra S'Talon era genuina, pero había sido fomentada. Un suave toque de codo aquí y allá podía obrar maravillas a la hora de minar la autoridad de alguien, y él era diestro en el ejercicio de dicha técnica. Sus astutos ojos se encontraron con los del comandante; le sonrió y luego se volvió inocentemente para dedicarse a su trabajo.
–Pequeña comadreja –comentó S'Talon en un susurro.
Era consciente de que el sobrino del pretor estaba a bordo de la Raptor en calidad de espía, que cada palabra intercambiada había sido grabada para beneficio del viejo dragón. Saberlo le irritaba. Ni por un momento había olvidado el pretor sus propios intereses. Con el mismísimo imperio en peligro, continuaba jugando al ratón y al gato.
–¡Comandante!
La voz profunda de su centuriona lo arrancó del ensueño. Miró la pantalla de visión frontal y reprimió una sonrisa. Sus ojos brillaban de triunfo.
–La Enterprise regresa.
–Gracias, centuriona. Como había predicho.

Spock revoloteaba por encima de los sensores mientras sus sensibles dedos realizaban ajustes delicados. Las lecturas eran útiles, pero fluctuantes, como si la energía estuviese siendo liberada a intervalos irregulares. No podía localizar el corto circuito o fallo mecánico. La pantalla arrojaba su luz azul sobre la cara del vulcaniano, y él parpadeaba cuando ésta fluctuaba.
–¿Alguna señal de persecución, señor Sulu?
La voz de Kirk transmitía pocas esperanzas de que así fuese.
–No, señor. Si está siguiéndonos, continúa utilizando el dispositivo de camuflaje.
–¿Spock?
–No nos ha seguido. Nos hemos desplazado lo bastante como para que los sensores captaran rastros de combustible si nos estuvieran siguiendo. No parece haberlos.
–¿Parece, Spock? –inquirió Kirk, sorprendido.
Spock no solía ser tan impreciso.
–Los instrumentos están fluctuando. No puedo estar completamente seguro de las lecturas. Sin embargo, hay una probabilidad del noventa y ocho coma treinta y siete por ciento de que las lecturas sean precisas.
–¿Fluctuando? ¿Qué les ocurre a esos instrumentos?
–Lo ignoro, capitán. La dificultad parece deberse a una interrupción de la energía, pero no he conseguido localizar la fuente. De momento el problema es meramente irritante, pero debe ser corregido a la primera oportunidad que tengamos.
–De acuerdo, Spock. Encárguese de ello. –Kirk se acomodó en el asiento de mando. Sus ojos se entrecerraron–. Regresamos al curso anterior. Adelante, factor hiperespacial uno.
–Curso trazado y entrado, señor –replicó Chekov.
La nave comenzó a girar lentamente, y Kirk se recostó contra el respaldo mientras su mente corría por delante de la Enterprise. ¿Por qué invadía el espacio de la Federación una sola nave romulana? ¿Estaba incapacitada y por eso no atacaba? ¿Se preguntó por enésima vez por qué era tan imposible sobrevivir en el espacio, por qué él podía incluso hallar placer en el juego de la guerra. El conflicto, el encuentro de ingenios, la emoción... le resultaba fácil disociarse del hecho de que había vidas en peligro y simplemente entrar en aquel juego como un niño con una nave espacial de juguete. Resultaba obsceno... y fácil. El poder vibraba bajo las yemas de sus dedos. La nave era un arsenal capaz de destruir civilizaciones enteras en el tiempo de un suspiro. Él controlaba aquella arma, controlaba las vidas de aquellos que la hacían funcionar. Ningún hombre debía controlar a otro, y sin embargo el mando era su profesión... resultaba tan fácil abusar de él... Si al menos toda la competencia y el peligro y el poder pudieran ser subliminados, canalizados en pasatiempos creativos o por lo menos inofensivos... Quizá si a los seres humanos se les enseñara desde la infancia a jugar al ajedrez... pero entonces el juego mismo se transformaría en la máxima realidad. Él había visto aquel fenómeno en Triskelion.
–Capitán. –La voz del timonel expresaba preocupación.
–Sí, señor Sulu.
–Señor, estoy teniendo problemas con la consola de dirección. No funciona como debiera.
–Explíquese.
–Está... perezosa. Como si tuviera que pensarlo dos veces antes de moverse.
Mientras hablaba, Sulu repasaba el panel de controles que tenía ante sí, como si buscara alguna señal de fallo mecánico.
–¿Ha hecho una comprobación de los instrumentos?
–Afirmativo. Todo funciona bien, señor.
–¿Y los circuitos?
–No parece haber nada malo en ellos.
–Señor Sulu. –La voz de Spock contenía una nota especulativa–. Pruebe el sistema eléctrico auxiliar.
Sulu se volvió hacia su terminal y tecleó un código de comprobación. No obtuvo respuesta alguna y volvió a intentarlo.
–No reacciona en absoluto, señor Spock. Es como si el sistema auxiliar de energía hubiese sido desconectado.
–¿Es una amenaza inmediata para nuestro funcionamiento?
El tono de la voz de Kirk exigía un pronunciamiento por parte del oficial científico.
–No inmediata, pero resulta inquietante.
–¡Capitán!
La voz de Chekov hizo que Kirk levantara la cabeza a tiempo de ver al pájaro de presa romulano detenido en el espacio. Mientras lo observaba, volvió a desaparecer.
–¿Posición?
–Exactamente la misma de antes, señor –replicó Chekov.
–¿Un perro guardián? –meditó Kirk.
–¿Señor?
–Tal vez, capitán –asintió Spock.
–Señor Sulu, describa un curso que la rodee. Velocidad hiperespacial factor cuatro.
Sulu alzó las cejas pero obedeció de inmediato. Cuando la Enterprise giraba sobre sí, la nave romulana apareció a la vista y se desplazó hasta ponerse directamente en su camino.
–Todo a babor –gritó Kirk, y se aferró al asiento de mando cuando la nave se sacudió en respuesta a su orden.
–Ineficaz, capitán –declaró Spock.
Contempló con expresión ceñuda mientras la nave romulana, nuevamente en el paso de la Enterprise, desaparecía de la vista.
–Aguardaremos y le ganaremos por cansancio –dijo–. Ese dispositivo de camuflaje consume una enorme cantidad de energía. No podrá esconderse eternamente.
–¡No nos atacan! ¡Podemos acabar con ellos, comandante!
Las manos de Argelian estaban colocadas sobre los mandos del armamento, mientras sus dedos se tendían hacia el botón que las activaba.
–¡No!
–Están ahí quietos, comandante... ¡como una bestia que se revuelca en el fango! ¡Podemos darles! Tengo las coordenadas...
–¡No! –ordenó S'Talon de forma terminante–. Los está subestimando. Nos arrastrarían a nuestra propia muerte. Mantendremos posiciones.
S'Talon se volvió de espaldas, consciente de que había mentido. Kirk aguardaría, a sabiendas de que antes o después iban a quedarse sin combustible. Aguardaría su momento y entonces atacaría. Había justicia en la cólera de Argelian. Desde el punto de vista del teniente, la misión debía parecer una incursión en el espacio de la Federación, una incursión en la que su comandante se negaba a luchar. Tendría que ser doblemente cuidadoso respecto a la posibilidad de un motín. Si su tripulación se volvía contra él, todo estaría perdido... y nunca creerían la verdad. El pretor se había encargado de que así fuera. Puesto sobre el altar del sacrificio como un carnero dorado, no podía ganar. O sería considerado un traidor por su propia tripulación, o destruido por el enemigo... al final, posiblemente ambas cosas. La ironía de la situación en que se hallaba arrancó una débil sonrisa de los labios del romulano.

Spock se recostó contra el respaldo de su asiento mientras mantenía una mano ligeramente apoyada sobre la terminal de la biblioteca como para conservar la afinidad con la compleja entidad mecánica. Su propia mente, muchísimo más sofisticada, chasqueaba con testaruda precisión mientras él consideraba los síntomas de concentración de energía que estaba manifestando la Enterprise. Su mitad humana llegó inmediatamente a la conclusión de que la disfunción de la computadora estaba en la raíz de las recientes pérdidas y fluctuaciones de energía, pero el frío cálculo de su lógica vulcaniana le exigió pruebas documentadas de ello. Había comprobado todas las obvias conexiones energéticas sin descubrir fallo mecánico alguno. Tendría que llegar mucho más lejos para comprobar su hipótesis, pero antes era necesario determinar con toda precisión la extensión de los fallos energéticos. Si se habían dado en su puesto y en el de Sulu, sería de una lógica imperfecta suponer que las demás partes de la nave no se veían afectadas.
–Alférez Chekov.
–¿Sí, señor Spock?
Por favor, realice una revisión minuciosa de todos los sistemas auxiliares, tanto del navegacional como del de armamento. Lo que pretendo que busque es una pérdida o fluctuación de energía inesperadas.
–Sí, señor.
–Teniente Uhura, compruebe usted las respuestas del sistema de comunicaciones.
–No tengo que hacerlo, señor Spock. Ya lo he hecho. Hay un amplio abanico de discrepancias en el funcionamiento de mis instrumentos... en un momento no sucede nada malo y al siguiente los canales se llenan de sonidos estáticos. He estado intentando encontrar alguna razón de lo que sucede, pero simplemente no la hay.
Spock recibió la noticia con su habitual cinismo solemne.
–¿Señor Scott? –inquirió luego.
–Los motores funcionan bien, señor Spock. Los niveles de energía son normales y la respuesta buena. Desde que esa computadora se volvió majareta, los he hecho comprobar cada hora.
–Señor Spock, mis sistemas eléctricos auxiliares no responden, pero aparte de eso no encuentro nada que funcione mal.
La voz de Chekov era perpleja.
Spock cerró los ojos para considerar las pruebas aportadas.
–Capitán.
–Sí, Spock.
–¿Qué respuesta le dio la computadora a su pregunta de antes?
–¿Pregunta?
–Su pregunta referente al repaso al que fue sometida en Cygnet XIV.
–Ah, eso.
El tono reticente de la voz de Kirk despertó el interés de Spock, pero aguardó a que el capitán hablara.
–Todos los bancos de memoria fueron comprobados y actualizados cuando resultó necesario de acuerdo con las pautas de operación de la Flota Estelar. Luego me dijo que se llamaba «Condesa» y que si quería más información tendría que activar el archivo cero–cero–seis–A de la biblioteca de la computadora.
–¿Investigó usted el archivo indicado?
–No ha habido tiempo –respondió el capitán. El tono de voz con el que la computadora le había dado su nombre y el número de identificación del archivo resultaba seductor. Él había rehuido una confrontación innecesaria con ella. Spock pulsó una tecla del panel de la computadora, y fue recompensado por una voz soñolienta.
–Funcionando –le dijo.
–Archivo cero–cero–seis–A –le pidió Spock.
–Diga las palabras mágicas –le respondió zalameramente la computadora.
Uno de los puños de Spock se cerró involuntariamente, pero habló sin que se alterara su expresión.
–Por favor.
La computadora gorjeó durante un momento y luego respondió con recato.
–Esa información está codificada. Lo siento. –Computadora, ¿codificada bajo la autoridad de quién? –Esa información está sólo a disposición de James Kirk, capitán de la USS Enterprise.
–Si le parece a usted, capitán.
La voz de Spock era apenas controlada. Kirk, complaciente, solicitó la información.
La computadora emitió un suave sonido rítmico que recordaba a las olas que mueren en una playa de arena. La voz de la computadora estaba cargada de miel al entonar lo siguiente:
–Yo nací de las saladas playas de arena, desposadas con las nubes en el aire de medianoche, engendrada en las aguas de los siete mares, criada con las olas...
–Lo siento, Spock.
–Por el contrario, capitán... la respuesta que acaba de darnos refuerza mi hipótesis.
–... mi vida da vueltas, como lo hace el universo, en el eje rodante de su núcleo central... –¡Ya basta!
La computadora calló. Por algún motivo, Kirk se sintió culpable, como si hubiese reprendido innecesariamente a un niño pequeño.
–Nunca he podido soportar a Kayla de Aldebaran. –Es una poetisa insignificante en el mejor de los casos –asintió Spock.

–Comandante.
La suave voz de la centuriona penetró en la concentración del romulano, y S'Talon se volvió a mirarla. –Sí, centuriona.
–¿Puedo hablar aparte contigo?
La sorpresa de S'Talon era obvia, pero entró en un nicho de la pared de la nave y la arrastró consigo.
–Puedes hablar, centuriona –le dijo él en voz baja.
–Sí, comandante –asintió ella, pues sabía que se encontraban encima de un generador de computadora, y las interferencias electrónicas que provocaba servirían como escudo protector para la conversación que mantuvieran–. Comandante, Livius está haciendo todo lo posible para fomentar un motín contra ti. No creo que lo esté haciendo por orden del pretor. Sin embargo, su éxito en convertir el descontento en indignación es considerable.
–Es una pulga, centuriona. Nada más.
–Una pulga es un parásito pequeño, pero puede minar la fortaleza de una gran bestia hasta el punto de hacerla sucumbir a la más leve enfermedad. No lo subestimes. Los lazos de su familia con la casa real hacen que su amistad sea solicitada, cortejada y cultivada por los demás.
–Estoy al tanto de la situación y no pasaré por alto las maquinaciones de Livius. No temas, centuriona. É1, al menos, no será quien me derrote.
S'Talon volvió a prestar atención a la Enterprise, que flotaba en un mar de estrellas. La centuriona siguió la mirada de su comandante.
–Nunca antes me he enfrentado en batalla con él, pero Kirk se ha convertido en algo así como una leyenda dentro del alto mando. Él y su primer oficial vulcaniano han superado al imperio en más de una ocasión. Tenemos el trabajo cortado a nuestra medida.
Livius observaba a S'Talon y a la centuriona, fastidiado porque no podía oír la conversación que estaban manteniendo. La centuriona era, quizá, digna de él. Si S'Talon era eliminado, habría forma de convencerla de que la vida como concubina de un noble tenía sus recompensas. Los ojos de Livius se deslizaron por las redondeadas formas de ella, tan atractivamente realzadas por el uniforme. Era mejor dejarla acariciar aquella pasión sin esperanzas por el viejo zorro... no duraría mucho tiempo. Pasó los dedos por encima de los controles, con expectación.

4


–Comodoro, está entrando una llamada de prioridad uno para usted... codificada y en clave.
–Gracias, alférez.
Yang se inclinó hacia delante. Desde la entrevista mantenida con Kirk, una sensación de mal presagio había ido haciéndose cada vez más fuerte dentro de él. No era debida a los rumores que tan fácilmente corrían de boca en boca, ésos eran bastante corrientes, sino a una completamente ilógica sensación de peligro ineluctable. Había hecho caso omiso, se había indignado con ella y había intentado explicarla en vano. Aquella llamada era inesperada, pero no le sorprendió. Era el segundo eslabón de una progresión que se sentía incapaz de prevenir o cambiar.
–Comodoro.
La pantalla rieló y Yang reconoció a Iota, del Consejo de Defensa de la Federación, jefe de la sección de planificación de Inteligencia. Los cabellos de plata y los bigotes recortados del almirante acentuaban las líneas clásicas de su rostro.
–Señor.
–Comodoro, necesito un informe completo de las comunicaciones mantenidas con Kirk y la Enterprise. Hemos recibido un mensaje en el que dicen que se han encontrado con una nave romulana solitaria en el lado de la zona neutral perteneciente a la Federación... una clara violación del acuerdo entre el imperio romulano y el gobierno de la Federación. Hasta donde nosotros sabemos, los romulanos no han emprendido ninguna otra acción agresiva, pero hemos perdido el contacto con la Enterprise. Los canales subespaciales están muertos. Nuestro... controlador... ya no está operando. Muéstreme las entrevistas mantenidas con usted.
–Por supuesto, almirante.
Yang sonrió mentalmente. Iota había hablado lo bastante como para delatar el hecho de que tenía un espía a bordo de la Enterprise... mecánico o lo que fuera. A Kirk le encantaría saberlo... si no lo sabía ya.
–El capitán Kirk y su tripulación pasaron aquí, en tierra, una semana de permiso. También entraron en el puerto para que se realizara una reparación de la computadora de a bordo. Al parecer, algunos técnicos en computadoras la habían programado con una personalidad femenina que resultaba embarazosa para el capitán...
–Sí, sí, estamos enterados de todo eso.
–Bien, cuando Kirk descubrió que nuestro técnico estaba enfermo, solicitó la suspensión de servicio para la Enterprise, pero, dada la situación romulana, yo lo envié a patrullar con las instrucciones específicas de vigilar atentamente la zona neutral.
–¿Eso es todo?
–Sí, señor.
–¿No ha mantenido comunicación alguna con él desde ese momento?
–No.
–¿No le dio instrucción especial ninguna?
–¿Cómo quería que lo hiciera, almirante? Yo mismo no sé qué está sucediendo. ¿Lo sabe usted?
–Tal vez. Puesto que es la base estelar más cercana a la zona neutral limítrofe con el imperio romulano, debe usted conocer la situación. Tenemos motivos para pensar que los romulanos están orquestando una ofensiva a gran escala. La mayoría de nosotros coincidimos en que el objetivo principal es la Federación. Estamos preparando una flota de seguridad, un destacamento especial cuya misión sea interceptar dicho ataque. Francamente, queríamos que la capitaneara Kirk. Haber perdido el contacto con él en un punto tan próximo al territorio romulano resulta altamente sospechoso. Si yo fuera un hombre pesimista, diría que hemos perdido la Enterprise.
–Señor, ¿existe alguna forma concreta de determinar la posibilidad de ese ataque?
–Al igual que usted, no hemos tenido noticia alguna del imperio romulano, pero temer algo menos que lo peor nos convertiría en irresponsablemente vulnerables... en un Pearl Harbor estelar. A partir de este momento se pondrán usted y su personal clave en alerta de seguridad... pero asegúrese de que en el funcionamiento normal de la estación no se aprecia atisbo de ese estado. No deseamos levantar sospechas en el otro bando.
–Sí, señor.
–Infórmeme directamente a mí de cualquier alteración en la rutina o comportamiento sospechoso. –Recibido.
Yang se acomodó en el asiento, sumido en sus pensamientos. Bien. Sus instintos eran incómodamente precisos. La Base Estelar Ocho era el más vulnerable de los puestos avanzados de la Federación. Si los romulanos la destruían antes de que pudieran enviar una señal de socorro –y con el dispositivo de camuflaje y una cuidadosa planificación podían conseguirlo–, tendrían la posibilidad de penetrar en la periferia de la Federación antes de que los detectaran. Sin la Enterprise, él tenía pocas esperanzas de que le advirtieran del peligro. Iota parecía creer que habían perdido aquella nave, pero no podía subestimarse a Kirk, y hasta que no tuviera algo más que sospechas por parte del Consejo de Defensa, no lo borraría de la lista. Era posible que Kirk hubiese descubierto sencillamente un controlador mecánico y lo hubiera apagado. Eso sería muy propio de él. Yang suspiró, y tendió la mano hacia un manual de la Flota Estelar titulado Procedimientos de emergencia. Sería mejor estar preparado.

El almirante Iota cortó con un movimiento brusco de los dedos el canal de comunicación subespacial con el comodoro Yang. Se puso de pie de un salto y comenzó a pasearse con la energía nerviosa aguijoneándolo por la sala. Por mucho que Yang intentara disfrazar las cosas, estaba claro que no había tenido noticias de Kirk. Habían perdido la Enterprise.
El hecho de que cualquier romulano atravesara la zona neutral, constituía una declaración de guerra. Era algo tan automático como el giro de las estrellas. El imperio romulano era un predador, temerario y despiadado en su búsqueda de poder. Él lo había visto, cerniéndose como un halcón de combate por encima de la galaxia, siempre alerta para descubrir a los heridos, a los débiles, a los indefensos. Si los miembros de la Federación no reaccionaban al ataque contra Kirk con una fuerza decisiva, el puño cerrado del halcón los derribaría. Los pasos del hombre se hicieron más cortos, más rápidos.
Nadie estaba mejor calificado que él para juzgar la crisis de aquel momento. Durante la mitad del ejercicio de sus cargos dentro de la Flota Estelar, había sido el experto reconocido en el imperio romulano. Había estudiado cada dato fragmentario de información al respecto, reconstruyendo desde los más pequeños detalles la estructura de las costumbres, el pensamiento y la organización política romulanas. Como un paleontólogo reconstruye cuidadosamente un mundo ancestral a partir de fragmentos aislados, Iota había trabajado para comprender a los romulanos con el fin de defender mejor a la Federación. Cuando se supo que los romulanos estaban lejanamente emparentados con aquellos tremendamente respetados miembros de la Federación, los vulcanianos, aumentó la convicción de Iota respecto a que debía prepararse una defensa enérgica en caso de ataque. Un vulcaniano indisciplinado era algo atemorizador de contemplar. En esencia, los romulanos eran precisamente eso, con un poder físico y un período de vida muy superiores a los humanos. A lo largo de los años había intentado crear una red de inteligencia que le proporcionara acceso al más mínimo movimiento del imperio. Ahora, esa telaraña se había rasgado. No tenía más elección que suponer lo peor.
Iota sabía que tenía razón, lo sentía en lo más profundo de su alma, pero también sabía que el Consejo de Defensa no emprendería la acción enérgica e inmediata que él ansiaba. No se trataba de que no hubiese miembros que sintiesen afinidad con su punto de vista. Si le daban tiempo, podría reunir una coalición de cierto poder, pero no había tiempo. Él podría regatear con los aleteantes palomos mientras la Federación se desmoronaba por los flancos. Tendría que hallar un camino más directo.
La idea le llegó como una revelación, y abrió ante él posibilidades que casi le daba miedo contemplar cara a cara. Para poder ponerlas en funcionamiento, necesitaba el mando. Se detuvo en el centro de la sala mientras sopesaba métodos y procedimientos, y se sobresaltó al ver que se abría la puerta del despacho. Una agradable mujer baja y rechoncha, le preguntó:
–¿Me necesitaba, señor?
–Sí, Birdie, la necesito.
La misteriosa capacidad de su secretaria para saber cuándo la necesitaba, siempre le había desconcertado. Le gustaba la organización y, más que nada, le gustaban las explicaciones. La aparición mágica de ella siempre lo hacía sentirse atrapado en un cuento de hadas donde lo inexplicable estaba a la orden del día.
–Necesito una reunión de todos los jefes de departamento lo antes posible. Luego fije una sesión del Consejo de Defensa e informe a los miembros que nos reuniremos para hablar de las acciones que deberán emprenderse ante la crisis romulana. Y, Birdie, consígame tos archivos confidenciales de antecedentes de todos los que actualmente son comandantes de nave estelar.
Birdie asintió y salió precipitadamente por la puerta mientras las instrucciones de Iota se ordenaban en su mente como fichas pulcramente archivadas.
El almirante la observó marcharse y luego se acercó a la enorme mesa de lustrosa cubierta añil. Pulsó los controles que había en el borde de la mesa y apareció el sector romulano del espacio, incluyendo la zona neutral y los puestos avanzados de la Federación. Apoyó ambas manos en los bordes de la mesa y miró fijamente el mapa como si fuera un gigantesco tablero de ouija que guardara el futuro en sus profundidades. Determinó la última posición de Kirk. Era la única pista que tenía del paradero de la flota romulana. Si iban a atravesar la zona neutral por ese punto... colocó una enorme cantidad de modelos miniaturizados de naves espaciales, disponiéndolos en una imitación de la guerra que aún no existía.

–¿Señor Spock?
La ansiedad que se advertía en la voz de Uhura captó la atención del vulcaniano.
–No puedo contactar con el alto mando de la Flota Estelar. Todo el panel de comunicaciones está bloqueado. Todas las transmisiones de salida están obstruidasytodas las de entrada llegan completamente ininteligibles, ¡pero a los circuitos no les sucede nada malo!
–Capitán...
–Ya lo he oído. ¿Opiniones, señor Spock?
–Los romulanos podrían estar bloqueando nuestras comunicaciones, capitán. Sin embargo, obstruir un sistema de comunicaciones hasta este punto, requiere más energía de la que ellos pueden dedicar mientras utilizan el dispositivo de camuflaje.
–Podrían haber desarrollado algo, algún dispositivo nuevo...
–Posiblemente, capitán... lo investigaré.
Spock se volvió para encararse con la terminal de la computadora.
–Computadora –dijo.
Las luces parpadearon a modo de perezosa respuesta, pero no contestó.
–Computadora –repitió Spock con tono exigente. –Funcionando –replicó una voz femenina de aburrimiento.
–Correlacione las siguientes hipótesis: ¿Podrían los romulanos, con los niveles tecnológicos conocidos, causar un bloqueo de comunicaciones de la magnitud que sufrimos en este momento, y continuar manteniendo activo el dispositivo de camuflaje?
Se produjo una prolongada pausa, tras la cual las luces de la terminal comenzaron a encenderse y apagarse perezosamente.
–Funcionando –repitió una voz abstraída.
Los músculos de las mandíbulas de Spock se tensaron mientras observaba la respuesta mecánica y lenta a su pregunta.
–Afirmativo –respondió finalmente la computadora.
El nivel presente de la tecnología romulana es capaz de bloquear nuestras comunicaciones. Con combustible auxiliar también son capaces de mantener en funcionamiento el dispositivo de camuflaje.
–Computadora, ¿están haciendo eso en este momento? –Los sondeos actuales de los sensores no indican actividad alguna en el área donde se avistó anteriormente la nave romulana.
La terminal computadora se quedó en blanco y la boca de Spock se comprimió con irritación.
–Computadora. –Una luz destelló de mala gana y Spock continuó–. ¿Podría ocultarse dicha actividad?
–Esa posibilidad existe –fue la lánguida respuesta que obtuvo.
–Los romulanos están bloqueando nuestras comunicaciones para aislarnos... pero ¿por qué? No han atacado... hasta ahora. A menos que estén preparando una invasión en gran escala...
–... y esa nave sea la punta de lanza. Es una posibilidad, capitán.
–Tenemos que establecer contacto. Teniente Uhura, lance una boya de comunicaciones de emergencia. Informe a la Flota Estelar de nuestra situación.
–Sí, capitán.
Uhura se volvió hacia su panel de comunicaciones y programó la operación. Pulsó el botón de lanzamiento de la cápsula y éste se trabó. Probó todos los trucos que conocía para soltar el botón y finalmente le propinó un golpe, pero ni siquiera así consiguió desatascarlo.
–¡Capitán, los controles de lanzamiento están trabados!
–Scotty... –dijo Kirk, desesperado.
Eran demasiadas las cosas que estaban marchando mal. La computadora, los romulanos, y ahora un fallo técnico... todos sus instintos le avisaban de un desastre inminente. Observó mientras su jefe de ingenieros se ponía a intentar reparar el panel, absorto en el problema.
–Capitán.
–Sí, Spock –replicó Kirk, con los ojos aún fijos en la terminal de comunicaciones.
–Existe otra posibilidad.
Atraída su atención, Kirk miró a su segundo en el mando.
–El problema podría ser interno. El mal funcionamiento de la computadora va en aumento. Las respuestas son letárgicas. En un ataque a gran escala eso podría resultar fatal. Es como si la computadora estuviese concentrando todos sus bancos en un solo problema con exclusión de todo lo demás.
–Lo que pasa, simplemente, es que a usted no le gusta ella. De acuerdo, Spock, encuéntreme algunas respuestas.
–Lo intentaré, capitán.
Kirk se recostó en el respaldo y sondeó la pantalla frontal del puente, con el deseo de que los romulanos apareciesen. No sucedió nada. McCoy, desde detrás del sillón de mando, contemplaba la férrea concentración del capitán. Detectó la tensión que le atenazaba por los músculos agarrotados de su ancha espalda, e hizo una mueca. Podía ver la jaqueca en marcha.

–¡Ya voy, ya voy!
El furioso zumbido del timbre de la puerta le ponía a Tiercellus los nervios de punta. Ya no se movía con rapidez, y para cuando llegó a la puerta su paciencia estaba del todo agotada. Pulsó el botón de apertura de la cerradura con un vigoroso golpe de puño cerrado.
–Bueno, ¿ya está? –le preguntó al teniente de la guardia imperial.
El hombre se sorprendió ante el enojo de Tiercellus, pero sin embargo le hizo una reverencia exageradamente deferente que traicionaba su extremada juventud. Muy pronto, pensó Tiercellus con una mueca de burla íntima dirigida contra el pretor, iban a reclutar niños.
–Le ruego que me disculpe, señor, pero se me ha ordenado entregarle esto, con los saludos del pretor.
Tiercellus bufó mientras el teniente le entregaba un grueso sobre blanco de comunicado. Devolvió el saludo militar del joven con gesto ausente, con los ojos fijos en las gotas de lacre púrpura en las que estaba grabada la cresta imperial. Le temblaron las manos mientras rompía el sello.
–«Dadas las apuradas circunstancias presentes, se requiere su presencia. Se presentará ante el pretor para conocer su destino. Por la gloria del imperio,..»
La voz de Tiercellus fue apagándose mientras comprobaba la autenticidad de la firma del emperador, que le ordenaba salir de su retiro y volver al servicio activo de su patria. Su corazón se agitó ante la perspectiva de la batalla. No deseaba morir lentamente, en la oscuridad, y el destino acababa de proporcionarle una última oportunidad de alcanzar la gloria.
Sin embargo, la gravedad de la situación le infundía terror. El pretor sentía un profundo desagrado hacia él. Aquella llamada al servicio activo era una indicación de lo desesperado que estaba el pretor, y la desesperación invitaba al pánico. Él no tenía nada que perder, así que podría contribuir con una influencia equilibradora. También era cierto que contaba con un respeto por parte de los militares que el pretor no tenía. Era, por lo tanto, una herramienta útil para consolidar un ejército. Ni siquiera la perspectiva de ser utilizado como una cabeza visible disminuyó su entusiasmo. Un fuego largamente en reserva ardió en sus ojos.

S'Talon se alejó del puente. Su diminuto camarote espartano estaba iluminado por un suave resplandor rojo. El único adorno de la habitación era una aerodinámica escultura del t'liss, el mismo pájaro de presa cuya silueta adornaba la Raptor. Tallada en madera negra, frotada a mano hasta adquirir una lustrosa pátina, era el eco de los poderes concentrados que ejemplificaba S'Talon. Sus ojos se pasearon por la escultura con un aire de afinidad.
–Mi juramento es el de obedecer.
La voz de la centuriona penetró en el camarote. Una luz de seguridad intermitente colocada encima de la puerta informó a S'Talon que ella aguardaba en el exterior.
–Adelante.
–¿Deseas hablar conmigo?
–Sí.
La suave luz confería gentileza a la hermosura de la mujer.
–Antes de que comiences, comandante, debo protestar.
Si S'Talon se sorprendió, no dio muestras de ello.
–¡Esta estrategia que estás empleando le hace perfectamente el juego a Livius! ¡Él necesita municiones para ventilar su indignación y tú se las estás proporcionando! ¡Luchemos, muramos, pero no continuemos con esta paralización!
–Tomo nota de tus temores, centuriona. No desconozco los peligros de mi posición ni los riesgos que entraña. Ya te dije que todo esto era un suicidio.
–Pero no me dijiste que fuera estúpido.
–Eso también.
La indignación que sentía la centuriona la hizo volverse de espaldas a él.
–Yo creía que tú comprendías la situación –comentó S'Talon con suavidad.
–Y la comprendo. Demasiado bien. Pero no puedo quedarme ociosa mientras veo cómo pierdes el mando. Verte muerto no sería tan doloroso como esto.
La profundidad de la pasión que se advertía en la voz de S'Tarleya sorprendió a S'Talon, y archivó ese dato para contemplarlo más detenidamente en el futuro.
–No he perdido el mando, ni tengo intención de perderlo. S'Tarleya...
La centuriona retrocedió ante el sonido de su propio nombre. S'Talon nunca trataba con familiaridad a sus oficiales. Los peligros tenían que ser verdaderamente grandes.
–... vuelvo a pedirte que confíes en mí. Te aseguro que sé lo que estoy haciendo. Preferiría que fueras tan ignorante como el resto de la tripulación –murmuró.
Ella dio media vuelta para encararse con él tan bruscamente como le había dado la espalda.
–¡Me pides mi confianza en un momento y desdeñas mi lealtad al siguiente!
–Nunca. Yo he conocido su profundidad. La ignorancia que deseo es una protección... una que tú no posees. –La expresión perpleja de S'Tarleya arrancó una sonrisa de los labios de S'Talon–. No tiene importancia. Deseaba la claridad de tus pensamientos. He pensado durante tanto tiempo en este problema, que veo demasiado. Cuéntame, centuriona, lo que sepas de Kirk.
–Lo que todo el mundo sabe. Es brillante y peligroso. El resto no son en realidad más que habladurías.
–Estaría interesado en escuchar esas habladurías.
–Se dice que la tripulación de la Enterprise le es intensamente leal. Se rumorea que ha llegado a arriesgar su propia vida por todos ellos. –Las cejas de S'Talon se arquearon–. Como ya he dicho, no son más que habladurías.
–¿Y respecto al primer oficial vulcaniano?
–Dicen que incluso él respeta a Kirk... que respeta su capacidad de juicio.
–¿Qué dicen los klingon?
–Creo que les gusta. De todos los oficiales de la Flota Estelar, es con Kirk con quien desean luchar. Al igual que nosotros, lo consideran un oponente digno. Quizá tanto ellos como nosotros veamos en él una afinidad... un placer en la contienda.
S'Talon sonrió con saturnina satisfacción.
–Centuriona, me has proporcionado lo que necesitaba.
La clave para tratar a Kirk es la contienda. Si conseguimos que no pierda el interés se concentrará en mí. No tendrá tiempo para hacerse preguntas sobre las actividades de la flota. Los ojos de la centuriona se abrieron enormemente.
–¡Un señuelo!
–No sólo eso, también somos una válvula de seguridad. –Sabía que esta misión era un suicidio, pero ahora conozco el motivo de que lo sea, y también por qué te escogieron a ti.
–Mi muerte en un glorioso conflicto con el enemigo le dará placer al pretor. Me temo que no tendrá ni siquiera esa satisfacción.
–Yo no veo ninguna forma de escapar a la muerte.
–Yo sí, centuriona. Desgraciadamente, sí la veo, y será mi deber aferrarme a ella, aunque va en contra de todas las cosas que tengo en más alta estima, menos una.
–¿Puedo preguntarte cuál es esa única cosa, comandante?
Las fosas nasales de S'Talon se dilataron.
–La preservación del imperio romulano –respondió.

Durante tres horas, Kirk había permanecido sentado en su sillón de mando desafiando a los romulanos a que aparecieran, pero el dorado pájaro dormía. Era como si los romulanos no existieran, como si su aparición no hubiese sido más que una momentánea ilusión óptica. La calidad de invisibles los convertía en algo tan enervante como el caminar por una casa encantada a medianoche. Kirk no era un hombre supersticioso, pero ni siquiera él era inmune a la misteriosa sensación de ser observado. Casi podía sentir unos ojos clavados en la nuca, y realizó un esfuerzo consciente por hacer caso omiso del deseo de volverse y enfrentarse con la adversidad.
La tensión estaba comenzando a surtir efecto, y Kirk se sorprendió rindiendo tributo a la habilidad táctica de su oponente. Nada podía destruir la eficiencia militar de una forma tan completa como las prolongadas esperas. Kirk se preguntó durante cuánto tiempo más podrían aguantar los romulanos. El dispositivo de camuflaje era un despiadado vampiro de energía. Debería de haber agotado el combustible de la nave en la mitad del tiempo que había pasado aguardando.
–Spock, ¿durante cuánto tiempo más podrán mantener el dispositivo de camuflaje?
Spock se volvió de espaldas a su terminal y se cogió las manos en la espalda. Su rostro tenía una expresión meditabunda:
–Yo, capitán, diría que no podrían mantenerlo más allá de la hora solar uno coma dos–siete–seis, pero parecen haber excedido ese límite con un margen considerable.
–En ese caso, tienen que llevar una gran cantidad de combustible auxiliar.
–Evidentemente. Y no sería presuntuoso suponer que han realizado avances tecnológicos con el dispositivo mismo, haciéndolo más económico desde el punto de vista energético.
–Combustible auxiliar.
Un fruncimiento de concentración arrugó la frente del capitán mientras consideraba las ramificaciones de una nave romulana equipada con tanques de combustible auxiliar. Aquello olía a espionaje o a una trampa, aunque las acciones de los romulanos desmentían ambas posibilidades. Si el espionaje era un juego, él habría empleado el dispositivo de camuflaje para huir a la relativa seguridad de la zona neutral, o habría intentado contactar con la Enterprise. Pero los romulanos no habían hecho ninguna de las dos cosas. Era cierto que, con las comunicaciones inutilizadas, la Enterprise era incapaz de contactar con nadie del exterior, pero los canales aún estaban abiertos la primera vez que avistaron a la otra nave. Si él estaba metiéndose en una trampa, los romulanos estaban tardando demasiado en hacerla caer.
Kirk tenía preguntas atormentadoras pero ninguna respuesta. Hasta que los romulanos decidieran hacer algún movimiento, tendría que confiar en sus propias especulaciones. La frustración le provocó un palpitante dolor de cabeza mientras la tensión, que aumentaba lentamente, henchía la atmósfera del puente. Sólo Spock trabajaba con su silenciosa y acostumbrada eficiencia. El resto de la tripulación estaba excesivamente alerta, y forzaba sus sentidos para captar algún atisbo del enemigo. La resistencia disminuía y la paciencia se agotaba cada vez más. El capitán recorrió el puente con la mirada, dolorosamente consciente de la estrategia del enemigo.
–El turno ya casi ha concluido –anunció–. Márchense todos a descansar un poco.
–Pero, señor... –comenzó Sulu.
–Los motores están en perfectas condiciones, capitán, pero necesito tiempo para hacer un repaso final de los cañones fásicos... –imploró Scotty.
–Las comunicaciones todavía están bloqueadas, capitán... –intervino Uhura.
–¡Es una orden! –les ladró Kirk.
La sonrisa de McCoy era vanidosa, pero se limitó a decir: –También a usted le vendría bien descansar un poco, capitán.
–De acuerdo, Bones. Cederé de buena gana. –Se volvió a mirar a los tripulantes del puente–. Están intentando agotarnos mediante una guerra de nervios... –comenzó a decir con voz queda–, y lo están consiguiendo. A todos nos vendrá bien descansar. Señor Spock, queda usted al mando. Estaré en mi camarote. Si se produce algún cambio, quiero que me lo notifique de inmediato.
–Recibido, capitán.
El vulcaniano observó a Kirk mientras éste salía del puente, luego se volvió hacia la pantalla principal y les lanzó a las estrellas una mirada penetrante antes de reemprender las comprobaciones de la biblioteca de la computadora.

5


Kirk estaba cansado. No se había dado cuenta de hasta qué punto. En el momento en que se cerraron las puertas del turboascensor, sus hombros se hundieron y él se recostó contra la pared.
–Cubierta cinco –ordenó.
El ascensor se precipitó como un halcón bajando en picado. La fuerza del descenso lo aplastó contra la pared, y él se esforzó por llegar a los controles manuales mientras luchaba con toda su alma contra la fuerza centrífuga. No pudo alcanzarlos. El turboascensor se precipitaba en caída libre y no había nada que él pudiese hacer. Estaba perdido. Se lanzó hacia los controles manuales en un último intento desesperado de llegar hasta ellos... y se encontró volando hacia el otro extremo del compartimento cuando el ascensor, con un sonido neumático, aminoró la velocidad hasta detenerse y las puertas se abrieron de golpe. Consiguió detener su vuelo horizontal de cabeza aferrándose al marco de la puerta, y salió de inmediato. Se recostó contra la pared del corredor y esperó a que se le aflojara el nudo que tenía en el estómago. Luego, todavía temblando, se encaminó hacia el intercomunicador más cercano.
–Ingeniería, mantenimiento –dijo.
–Aquí mantenimiento.
–Aquí Kirk. Revisen el turboascensor principal en busca de problemas de funcionamiento. Informen a Spock en el puente. Kirk fuera.
Avanzó por el corredor mientras recobraba lentamente la compostura y deseaba con expectación llegar a la seguridad de sus dependencias. Las puertas de su camarote se abrieron precipitadamente cuando se hallaba aún a más de tres metros de ellas, pero su mente estaba absorta en otros problemas y no lo advirtió. Se tendió sobre la cama, frotándose el cuello para aliviar el agarrotamiento provocado por la tensión. Se aflojó un poco, y se concentró, apartando de sí la preocupación, queriendo descansar, forzando mentalmente sus músculos a relajarse. Le resultó más fácil de lo que había esperado. Algo que no podía identificar detuvo la carrera de su mente y lo sedujo a la inactividad. Cuando el sueño le tendía los brazos, casi lo comprendió. En el camarote a oscuras se filtraban las suaves, casi inaudibles notas de la Canción de cuna de Brahms.

El teniente Sulu estaba hambriento. El peligro siempre le despertaba el apetito, y el pensamiento de un bocadillo de pan de centeno con carne de vaca enlatada y un suculento escabeche de verduras le hacía la boca agua. Sometió los controles del timón a una última revisión antes de entregárselos al teniente Muromba. Todo, menos el sistema eléctrico auxiliar, estaba funcionando adecuadamente, y su mente volvió al tema de la comida.
–Pavel –dijo–, estoy muerto de hambre. Vayamos al comedor a buscar un bocadillo. Si no como algo, me quedaré mirando al techo y pensando en comida... verduras en escabeche saltando por la luna.
–Un bocadillo de queso suizo y tocino, ensalada de macarrones, crema rigeliana...
Los ojos de Chekov se humedecieron mientras listaba sus preferencias con voz reverente.
–Vamos –repitió Sulu.
Las dos cabezas negras avanzaron diestramente por los corredores, cada hombre absorto en un solo propósito. A aquellas horas tardías el comedor estaba casi vacío y no tuvieron ningún problema para llegar al procesador de alimentos. Sulu se frotó las manos y sonrió, anticipando el sabor del ajo. Pulsó el código de su bocadillo y verduras escabechadas y aguardó. No sucedió nada y, seguro de que debía haber cometido un error al pulsar el código, volvió a entrar los números.
Chekov sacó una bandeja del procesador, la llevó hasta la mesa más cercana, se sentó y atacó su bocadillo. La sorpresa y luego el asco se reflejaron en su rostro.
–¿Qué es esto? –preguntó, tras un enorme bocado. Levantó el bocadillo hasta el nivel de los ojos y lo miró con ferocidad–. ¡Pollo! ¿Qué ha pasado con el de queso suizo y tocino? Estoy seguro de que entré correctamente el código de lo que quería.
–También yo –masculló Sulu mientras depositaba su bandeja frente a Chekov, al otro lado de la mesa–, pero también a mí me ha dado uno de pollo. Fíjate –declaró, señalando con un dedo ultrajado una inocente rebanada de pollo–. Estoy seguro de haberle dado las órdenes apropiadas a esa maravilla culinaria, y ella convirtió mis verduras escabechadas en pollo. ¡Y café! Detesto el café.
–Igual que yo –comentó Chekov–. Quizá se trate de un funcionamiento defectuoso.
Se acercó al procesador y pulsó el código de un bocadillo de asado de vaca: pollo; probó con el código de una ensalada: pollo; tomate y fruta–uña vulcaniana: pollo. Miró por encima del hombro al desconsolado Sulu, que estaba contemplando con tristeza su plato.
–Es un funcionamiento defectuoso. Lo único que consigo sacarle es el plato especial del capitán. Llamaré a mantenimiento.
–Podríamos morirnos de hambre –murmuró Sulu con aflicción.
Chekov informó a mantenimiento de aquel problema y regresó a la mesa.
–Tengo algunas provisiones en mi camarote. No nos moriremos de hambre hasta mañana. Ven –dijo, mientras recogía los bocadillos de pollo. Después de todo, no había que desperdiciarlos. Olvidó oportunamente que podían ser reprocesados. Sulu lo siguió por la puerta y corredor abajo, considerablemente animado por la palabra «provisiones».

El señor Kyle le echó una mirada feroz al tablero de juego. Había acudido a la sala de oficiales para hacer una partida rápida de Cuestor, la última de la serie que necesitaba para convertirse en un reconocido maestro de aquel juego. El Cuestor se parecía al ajedrez en cuanto a su dificultad, y él estaba orgulloso de su habilidad en él. Se basaba en una serie de progresiones que, si se interrumpían, significaba que la secuencia tenía que ser jugada nuevamente desde el principio. El tablero de juego no estaba respondiendo a los códigos que le tecleaba. Kyle volvió a probar el código del juego del Cuestor una vez más, pero la respuesta continuaba siendo inexacta. Disgustado, Kyle sacó una herramienta de su cinturón y se dispuso a desatornillar el panel superior del tablero, decidido a corregir aquel funcionamiento defectuoso. La computadora se negaba a reconocer el código del Cuestor, y continuamente ofrecía el gambito de apertura de un juego de azar infantilmente simple llamado «Plaza del capitán».

El teniente comandante Montgomery Scott entró de mala gana en su camarote. Estaba preocupado por los cañones fásicos... una última comprobación no haría ningún daño. Tendió la mano hacia el intercomunicador.
–Ingeniería –llamó.
–Aquí Kopka.
–Aquí Scott, muchacho. Haz una última comprobación de los cañones fásicos principales. Quiero asegurarme de que están en perfecto estado. Estos problemas de funcionamiento podrían significar la muerte para nosotros.
–Repaso de seguridad de los cañones fásicos en proceso, señor Scott.
–¡Buen muchacho! –replicó Scotty–. Infórmeme de cualquier cosa extraña. Estaré en mi camarote, Scott fuera.
Scotty sonrió para sí mismo ante la bien engrasada eficiencia de su equipo de ingeniería. Tal vez podría relajarse durante unos minutos. Se tendió en la cama y bajó la pantalla de la computadora hasta el nivel de los ojos.
–Computadora.
Una sola luz parpadeó y la computadora le respondió:
–Funcionando.
–Biblioteca, sección A–cuatro–dos–tres–uno, ingeniería, grabación treinta y dos X: «Armas fásicas: innovaciones y avances».
–Funcionando –murmuró la computadora.
La luz de la terminal de computadora hizo un preocupado parpadeo y se apagó. La pantalla crepitó con electricidad estática hasta que Scotty sintió ganas de sacudirla.
–Vamos, por favor –le imploró.
La pantalla volvió a aclararse y Scotty se dispuso a estudiar su revista técnica.
–«Hace ochenta y siete años nuestros padres sacaron adelante una nueva nación en este continente, concebido sobre la libertad y dedicado al ideal de que todos los hombres son creados iguales.» Pero, bueno, ¿qué es esto?
Recorrió la página y se encontró con el texto completo del discurso de Gettysburg, pero nada en absoluto referente a las armas fásicas. Ajustó los controles para poder ver el título del artículo.
–« Una biografía definitiva de Abraham Lincoln» –leyó–. Eso no puede ser.
Pulsó cuidadosamente los controles de la pantalla para dejarla en blanco, y volvió a pulsar el código de su artículo sobre armas fásicas. La pantalla volvió a crepitar y a llenarse como loca de electricidad estática que se combinó para formar una imagen fotográfica de Abraham Lincoln.
–¡Matthew Brady! –gruñó Scotty–. Señor Spock, ¡señor Spock! –gritó por el intercomunicador.
–Sí, señor Scott –fue la respuesta abstraída que obtuvo.
–¡Señor Spock! Su preciosa computadora está haciéndose la graciosa con las grabaciones de la biblioteca. ¡No consigo que me dé otra cosa que Abraham Lincoln! ¿No puede hacer usted nada, señor Spock?
–Tengo conocimiento del problema, ingeniero. Sin embargo, en el momento presente no puedo hacer absolutamente nada concerniente a los métodos de corrección.
–Si pudiera encontrar el núcleo del problema...
–... podría orquestar un medio para corregirlo. ¿Ha dicho Abraham Lincoln, señor Scott?
–Sí. ¿Significa algo?
–Resulta interesante. Estoy investigando, señor Scott. Spock fuera.
Scotty se sentó, abatido, en el borde de la cama, y contempló el rostro burlón de Abraham Lincoln. No tenía ganas de dormir, y sin las cintas de la biblioteca se aburría. Se resignó y se acercó filosóficamente a un armario... al menos podría trabajar con sus modelos. Scotty sonrió ante la enorme cantidad de complejas máquinas en miniatura. Seleccionó un conglomerado de cables, el casco de una nave, sus mejores herramientas, y se sentó a trabajar como un maestro carpintero de navío absorto en su profesión. La delicada copia de una antigua nave minoica fue tomando forma entre sus dedos. Cuando estuviera acabada, cada una de sus diminutas partes estaría en perfecto estado de funcionamiento y sería hermosa. Scotty trabajó con creciente entusiasmo.. Decidió bautizar al pequeño barco con el nombre de Pájaro marino.

Spock estudió la terminal de la biblioteca de la computadora. Acababa de terminar una serie de computaciones destinadas a comprobar la exactitud de las respuestas de la máquina. Los resultados no eran satisfactorios. No sólo las respuestas eran lentas, sino que sólo siete de cada diez eran acertadas. De dos de esas diez la computadora hacía caso omiso, y una la contestaba sin sentido inteligible. Spock tamborileó con los dedos sobre la consola, y se concentró en repasar mentalmente los ejercicios a los que la había sometido y los resultados obtenidos. Ninguna de las pruebas normales denotaba indicio alguno para aquel problema... tal vez se trataba de algo tan sencillo que había sido pasado por alto. Si un objeto extraño –una mota de polvo o una pelusase metían en los circuitos... éstos eran automáticamente limpiados, pero si el aparato de limpieza funcionaba mal, el polvo podía acumularse y dañar la totalidad del sistema.
Le quitó la parte superior a la terminal de la computadora y la dejó a un lado mientras sus ojos corrían matemáticamente por encima de las hileras de microcircuitos en busca de algún desajuste obvio. En la esquina superior derecha encontró algo que hizo que su boca adoptara la forma de una línea irónica. Deslizó cuidadosamente los dedos por debajo del mecanismo de forma triangular y lo soltó. Tenía alrededor de diez centímetros de alto y estaba formado por paneles sensores con elevadores electrónicos de potencia alineados en los bordes. Spock lo sostuvo durante un momento, sin moverlo, y luego le dio la vuelta para dejar a la vista la insignia de la Federación de Planetas Unidos.

El teniente Kevin Riley inclinó su asiento hacia atrás y apoyó los pies sobre una barandilla de seguridad. Aquél era el tipo de trabajo que detestaba: horas de ocio forzoso mientras hacía de niñera de un indicador automático de temperatura. Su terminal era un dispositivo de seguridad, una válvula en caso de funcionamiento defectuoso o desperfecto, y toda su responsabilidad consistía en aguardar el sonido de una alarma e intentar no morirse de aburrimiento.
Ni siquiera la proximidad de la nave romulana podía cambiar sus perspectivas. En realidad, hacía que el trabajo fuese peor. Estaba metido en un agujero, como observador pasivo, mientras cientos de vidas estaban en delicado equilibrio. Cuanto más pensaba en ello, más frustrado se sentía. El único antídoto era la acción, y dado que el espacio y la corrección le impedían las actividades físicas, su único recurso era mantenerse mentalmente ocupado.
Recorrió el índice de la biblioteca de la computadora y encontró una sección encabezada como «Poetas, Irlandeses». La líquida belleza del idioma era un don del que los herederos de su cultura presumían con especial orgullo. Dejaría que las palabras del bardo celta lo acariciaran como las olas. Se ahogaría en ellas. No pensaría en los romulanos.
Riley pidió una lectura de los trabajos menos importantes de Sean O'Casey, leídos por una actriz contemporánea particularmente buena. Se reclinó nuevamente y cerró los ojos, anticipando la rica belleza de la voz de aquella mujer.
–«Tengo que bajar nuevamente a los mares, al mar y el cielo solitarios, y todo cuanto pido es una alta nave con una estrella para guiarme...» –dijo una voz de barítono baja.
Riley abrió los ojos con sorpresa.
–« ... y el tacto del timón, y el canto del viento, y el estremecerse de las blancas velas, y la gris bruma sobre el rostro del mar, y la aurora que rompe...» –continuó la voz.
–¡Eh! –exclamó Riley, inclinándose bruscamente hacia delante para comprobar una vez más el índice.
La voz acababa de atacar el tercer verso del poema cuando Riley reinicializó la terminal y tecleó nuevamente el código. La pantalla permaneció fríamente en blanco durante un momento, y luego se despejó para mostrar a un hombre que llevaba un grueso jersey y una gorra de pescador.
–«Tengo que bajar nuevamente a los mares...» –entonó la imagen, y Riley pulsó nuevamente el botón de reinicialización, pero la pantalla se limitó a dar un salto y el hombre continuó.
Riley pulsó violentamente el botón del intercomunicador.
–Mantenimiento de la computadora.
–Aquí Spock.
–Aquí Riley. Señor Spock. –No había esperado a que le respondiera Spock–. ¡Mi computadora biblioteca se ha vuelto majara... chalada... como una cabra!
–Por favor, teniente Riley, hábleme en mi idioma. –La voz de Spock sonaba quejumbrosa.
–Pedí una obra teatral de la biblioteca, y la computadora la sustituyó por otra. Tecleé nuevamente el código de la grabación, pero volvió a aparecer lo mismo. La segunda vez que intenté reinicializar la terminal, la computadora se negó a aceptar la orden. Simplemente hizo un salto extraño y continuó. ¡Señor Spock, no puedo apagarla! ¡Está volviéndome loco!
–¿Con qué exactamente sustituyó la computadora la obra que le había pedido?
–Con un poema de John Masefield...
–«¿Tengo que bajar nuevamente a los mares...?» –citó Spock.
–Sí, señor Spock. ¿Cómo lo sabe?
–Una conjetura hipotética, teniente. Le sugiero que deje que la grabación llegue al final y luego reinicialice la terminal. Hasta ese momento, le recomiendo que se relaje y que disfrute de ella.
–¡Señor Spock! –El tono de Riley era mortificado–. ¿Disfrutar de un poeta laureado inglés? Acaba de traspasar con una espada mi alma irlandesa.
–La crisis actual requiere el sacrificio de todos –respondió secamente Spock–. Por favor, infórmeme directamente a mí de cualquier futuro problema con la computadora. Spock fuera.
–«.., y todo cuanto piso es un alegre cuento fantástico de un risueño compañero vagabundo, y un dormir tranquilo y un dulce sueño cuando la larga ilusión haya acabado. »
Riley le echó una mirada feroz a la pantalla e intentó resignarse a la buena cantidad de tiempo que faltaba para que aquella mala pasada laboral concluyese.

Spock cerró los dedos sobre el brazo de su asiento. El informe del teniente Riley aumentaba la cantidad de datos que había recogido hasta aquel momento. La escalada del mal funcionamiento de la computadora ya no era una hipótesis sin fundamentos prácticos, sino un hecho. La naturaleza de aquella escalada lo alarmaba. Hasta el momento, la eficiencia de la nave no se había visto menoscabada. La única excepción era la pérdida de las comunicaciones, cosa que aislaba completamente a la Enterprise. Todavía eran capaces de combatir, pero no había forma de saber qué afectaría seguidamente aquel defecto de funcionamiento.
Spock se agitó, incómodo. La ilógica de las reacciones de la computadora era algo inquietante e imposible. Tendría que ser capaz de proyectar una progresión de las probables reacciones a partir de la cantidad de información recogida hasta ese instante, pero de momento no podía detectar ninguna pauta de comportamiento fija que gobernara los actos de la máquina. La única posibilidad que se le ocurría era tan grotesca que se negaba a aceptarla como tal. Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el sonido del intercomunicador.
–¡Señor Spock!
–Aquí Spock.
–Ordenanza Rand, señor Spock. Estoy en el turboascensor entre las cubiertas tres y cuatro. Se ha atascado. ¡No puedo salir!
–¿Ha informado a mantenimiento, ordenanza?
–No he podido contactar con mantenimiento. No he podido contactar con nadie, hasta que usted me respondió. ¡Señor Spock, sáqueme de aquí!
–Descríbame las circunstancias que la han llevado a la presente situación, ordenanza Rand.
La voz seca de Spock era extrañamente consoladora.
–Pero es que no ha sucedido nada fuera de lo corriente. Yo simplemente entré en el turboascensor y le pedí que me llevara a la cubierta cinco.
–¿Hizo o dijo algo antes de entrar en el turboascensor?
–Estaba hablando con Angela... –La voz de Janice se apagó mientras ella intentaba recordar los detalles precisos que sabía que esperaba el vulcaniano–. Ella me estuvo hablando de unos cursos que estaba siguiendo, especialmente uno sobre la psicología de mando. Estaba haciendo un trabajo, una comparación entre las personalidades de cuatro comandantes y cómo abordaba cada uno los deberes del mando. Recuerdo haberle dicho que pensaba que le dedicaban demasiada atención a los cargos de mando, que la tripulación era más importante que el comandante para la eficacia operacional.
Spock cerró los ojos. La posibilidad ilógica que él quería esquivar se hacía más probable con cada nuevo informe. –¿Señor Spock? ¿Sigue ahí, señor Spock? –Sí, ordenanza. ¿Fue eso todo lo que comentó?
–Sí, señor Spock. No puedo entenderlo. Lo único que dije fue «cubierta ocho».
–Ahora mismo enviaré a un equipo de mantenimiento para que la saquen de ahí.
–Gracias, señor.
Spock informó distraídamente a mantenimiento del apuro en que se encontraba la ordenanza Rand, y luego encendió la terminal de la biblioteca de la computadora. La letargin de aquella máquina iba en aumento. Tuvo que aguardar durante todo un minuto antes de que la pantalla se encendiera.
–Computadora, liste todas las obras de la poetisa Kayla de Aldebaran.
La computadora emitió chasquidos esporádicos.
–¿Quién es Kayla de Aldebaran? –replicó luego.
La ceja izquierda de Spock se alzó. El vulcaniano lo intentó entonces por otra vía.
–Revise todos los índices de la biblioteca en busca de referencias a Kayla de Aldebaran.
La computadora permaneció en silencio durante un largo e intrigante rato. Spock ya estaba a punto de volver a hacer la solicitud, cuando obtuvo respuesta.
–Funcionando –le dijo con voz desorientada–. No hay ninguna Kayla de Aldebaran –declaró luego la voz de la computadora con absoluta decisión.
No mucho antes, la inspirada poesía de Kayla había sido la respuesta de la computadora a una pregunta sencilla. Ahora no acusaba recibo de su existencia. A pesar de ser claramente un talento menor, la poetisa no se merecía el olvido. La prueba de Spock encajó en el rompecabezas de datos con un sonoro chasquido.
Tiercellus contemplaba el repaso de las naves de su destacamento desde una cúpula de observación del centro espacial. Los jóvenes técnicos le observaban disimuladamente. No estaban habituados a que un oficial supervisara todos los detalles de las naves bajo su mando. Una atención escrupulosa semejante había caído en desaprobación. A Tiercellus no le importaba. Que le miraran. ¡Él les enseñaría lo que era un romulano! Haría que aquellos gandules a los que el pretor favorecía parecieran lo que en realidad eran. Había regresado a su ambiente. Sus acciones eran el eco de una fuerza que ellos no comprendían.
Sonrió al recordar los rostros de los hombres a los que él y el pretor habían pasado revista unas horas antes. Sus expresiones habían sido resueltas, firmes, pero desesperanzadas cuando entraron en la sala de asambleas. Luego, uno a uno los comandantes de más edad le habían reconocido a medida que avanzaba por entre las filas. Él había visto a aquellos comandantes erguirse con un viejo orgullo, había observado que la luz retornaba a los ojos de aquellos hombres. Un crepitar de emoción había llenado el aire.
Entrecerró los ojos, divertido, al recordar cuánto había fastidiado aquello al pretor. El poder que Tiercellus tenía para enardecer a un ejército le amargaba. Que la edad y debilidad física del anciano comandante no contaran a causa de su incuestionable fuerza mental le ponía aún más furioso, porque era una fuerza que él no podía conseguir con toda su riqueza y poder.
Poder. En una época también él había buscado eso, pero aquellos días habían pasado. Ahora era una leyenda que salía a buscar un final apropiado. Una imagen del rostro de S'Talon, ceñudo en el último encuentro de ambos, surgió de su memoria sin que la buscara. Aquel joven también estaba hecho del material de las leyendas. É1 y S'Talon tenían en común el deseo de beneficiar al imperio. Aquélla era la causa, la religión de ambos, y los dos morirían por servirla. De eso estaba completamente seguro. En un sentido, envidiaba a aquel hombre más joven al que le ahorrarían los tristes años de la vejez. S'Talon moriría en la cima de su fortaleza, como le correspondía a un guerrero. Quizás el sacrificio de sangre de un hombre anciano y otro joven, vidas entregadas voluntariamente, serían la redención del imperio.
Dejó que sus ojos vagaran amorosamente por las naves del destacamento que él comandaría. Sabía que el diseño klingon era superior al de las viejas goletas espaciales que él había conocido. Anhelaba marcharse, volver a encontrarse entre las mandíbulas cerradas de la muerte, estar totalmente vivo de una forma que no había experimentado en muchísimos años.
Una tos deferente que oyó a su lado, sacó a Tiercellus de aquellas ensoñaciones.
–Comandante, las naves están casi listas –le dijo el prefecto de la estación espacial.
–Ya lo sé. He estado observando. Les dirá a los hombres de su equipo que han trabajado bien, adelantando en varias horas nuestra partida. El tiempo es una mercancía preciosa en este momento, y ellos me han ayudado a ganarlo.
La sorpresa y el agrado afloraron al rostro del hombre. Estaba habituado a que los demás tomaran su trabajo como algo debido y sin mérito alguno.
–Obedezco, comandante –replicó cordialmente. Vaciló, con incertidumbre, para luego continuar–. Ellos desean que le diga que su fe está viva. Que la llegada de usted lo demuestra.
–Transmítales mi agradecimiento. Dígales... dígales que puede que yo no regrese de este viaje, pero que el imperio sí lo hará. Ellos deben servirlo siempre y en primer lugar.

–¡Comandante!
S'Talon se volvió, y su primera reacción fue defensiva. Eso le salvó la vida. Donde su garganta había estado un instante antes, la fina hoja de un cuchillo lanzado por el aire quedó temblando con la punta enterrada en la pared. Él aferró el puño y lo arrancó. El pulido metal de la hoja destelló.
La centuriona dejó escapar el aire lentamente. Había estado muy cerca. Resiguió en sentido inverso la trayectoria de la daga.
–Aquí, comandante. Estaba oculta en un conducto de ventilación.
–Un rayo electrónico –comentó él mientras pasaba una mano por delante del sensor–. Ingenioso y sencillo. Cuando algo intercepta el rayo se activa este interruptor y lanza el kaleh en una dirección previamente determinada.
La centuriona palpó el interruptor para comprobar la fuerza con la que operaba.
–Te habría matado –le comentó a S'Talon.
–De eso no hay duda. A mí, o a alguien que viniera a mi camarote. No ha sido un acto inteligente.
–No. Y creo que en la tripulación de la Raptor hay un solo hombre lo bastante estúpido como para intentar algo así.
–Livius.
Los ojos de ambos se encontraron, llenos de comprensión, y la mirada de S'Talon se suavizó.
–Cuentas con mi agradecimiento, centuriona. Valoro mi vida.
–Era mi deber.
–Ciertamente. Pero, a pesar de eso, gracias.
Cuando S'Talon se volvió y echó a andar por el corredor,
los ojos de ella se llenaron de lágrimas.
–También yo valoro tu vida, comandante –susurró quedamente la centuriona–. Más de lo que valoro la mía propia.

6


E1 pretor echó la última grabación de Livius a un bote de desperdicios y observó la fina línea de vapor que su destrucción producía. Como era de esperar, Livius se había excedido en las instrucciones que tenía. Los anillos destellaron en las pesadas manos del pretor mientras jugaba ociosamente con el bote. Quizás había estado demasiado ansioso por librarse de lo que era, después de todo, una irritación menor. S'Talon era lo bastante inteligente como para mantener al muchacho en su sitio, pero si Livius intentaba algún golpe o un asesinato a destiempo, pondría en peligro la misión de S'Talon y ésta, a su vez, la supervivencia del imperio. El tono de los informes de Livius era más arrogante e impaciente con cada grabación, y se estaba volviendo cada vez más descuidado respecto a la vigilancia que le había encomendado realizar. Su falta de disciplina era espantosa. Sin embargo, S'Talon era un comandante de talento. Tenía que ser capaz de adelantarse a los complots de Livius a pesar de sus muchas responsabilidades.
El pretor arrugó los labios. Su confianza en las capacidades de S'Talon le produjo una momentánea punzada de rencor, pero la apartó de sí. Tanto Livius como S'Talon se habían vuelto molestos. El muchacho era una codiciosa comadreja, un tipo dañino que destruía por el puro placer de los estropicios que causaba. S'Talon tenía aquel maldito sentido del honor. Entre el peligro de uno y las poco halagüeñas pautas de conducta del otro, el pretor no encontraba mucha elección. En cualquier caso, no era probable que ninguno de los dos sobreviviera a la crisis de aquel momento. Los dos le serían de mayor utilidad como héroes mártires, más apropiados para los juegos políticos de los que vivía un hombre de poder.
Sus proyectadas muertes le producían un placer infinito. Casi sonrió ante las posibilidades que le ofrecía la situación. No sólo se vería libre de su parasitario sobrino y de S'Talon, sino también de otros estorbos: aquel viejo buitre de Tiercellus apenas podía esperar sobrevivir. Un número de molestias menos distinguidas podían ser convenientemente redestinadas en caso de que no perecieran. Vio su posición haciéndose más y más segura ante el desastre, y se sintió hechizado, inmune.
El ruido de unos pasos resonando en el corredor le hicieron levantar la cabeza con una expresión fatigada en los ojos soñolientos. Sus comandantes estaban llegando para recibir las órdenes finales. El pretor gimió. A pesar de su indolencia, no le importaba librar una guerra o planificarla, pero detestaba el esfuerzo que debía dedicarle al personal de mando. Sólo había que darle a un hombre un poco de rango para que inmediatamente se proclamara dios y se pusiera a desafiar el orden establecido.
Ocho hombres, encabezados por Tiercellus, le hicieron el saludo militar al entrar en la sala. Formaron ante él en posición de firmes; sus uniformes brillaban contra el telón de fondo oscuro de la estancia. El pretor los observó fríamente, irritado por la sensación de determinación que irradiaban. Aquello era obra de Tiercellus. En el altanero rostro del pretor apareció una sonrisa cuando Tiercellus, miembro superior del grupo, dio un paso adelante y repitió el saludo militar.
–La flota está preparada, mi pretor –anunció Tiercellus.
–Bien. Cuando regreséis a vuestros puestos os estarán aguardando vuestras órdenes. He planificado nuestros movimientos con cuidado. Aseguraos de seguir las directrices... no quiero ninguna actividad no autorizada, por tentadora que resulte. –Recorrió a los ocho hombres con sus peligrosos ojos lánguidos–. Soy yo quien manda vuestras iniciativas.
–Mi juramento es el de obedecer –respondió Tiercellus con formalidad, y le hicieron eco las voces de sus compañeros.
–Entonces la victoria está asegurada. Podéis acudir a vuestros puestos, caballeros. Nuestra hora estimada de partida es las tres –contestó el pretor, despidiéndolos con un gesto negligente de la mano.
Tiercellus fue el último en marcharse, y cuando salió al corredor oyó lo que comentaban dos hombres.
–Está muy seguro de la victoria –dijo uno.
–Si lo está, es un imbécil –le respondió su compañero–. Por una vez, está enfrentándose con algo que está fuera de sus capacidades de mando.
Tiercellus asintió para sí, mientras saboreaba la impresión con que se enfrentaría el pretor al darse cuenta de que era tan vulnerable como cualquier otro hombre.

La teniente Uhura entró en su camarote y se dejó caer en el asiento más cercano. Estaba exhausta a causa de la tensión de intentar interceptar las transmisiones de los romulanos con unos instrumentos erráticos, a la espera de algún desliz de inadvertencia por parte de ellos... un desliz que nunca llegaba. Más aún, le dolían los pies. Se quitó las botas. Eran medio número más pequeñas de lo que debían. Últimamente, el sintetizador de ropa estaba dando problemas. Se arrancó la bota izquierda con enfado. Cuando consiguió por fin liberar su pie, estaba jadeando. Victoriosa, echó una mirada feroz a las botas y las desechó.
Uhura se entregó al placer de mover los dedos de los pies, estirando las piernas y flexionando los tobillos. Su tersa piel morena ondulaba con cada movimiento. Cerró los ojos y se relajó. La habitación estaba en calma, y escuchó el reconfortante silencio estrechándola entre sus amorosos brazos. Su respiración se hizo más profunda y regular.
El silbido del intercomunicador sonó con todas sus fuerzas en el camarote, rasgando la quietud.
–Teniente Uhura –dijo la voz de Spock.
–Sí, señor Spock –murmuró la mujer, con voz baja y soñolienta.
Una de las cejas de Spock se alzó ante el tono de la respuesta, pero le habló con su habitual precisión clínica.
–Teniente, deseo saber cómo exactamente reaccionó su panel de comunicaciones cuando usted estaba buscando la causa del mal funcionamiento.
–Lo que hizo fue sencillamente eso, no reaccionar, señor. La totalidad del panel estaba congelado. Incluso los controles manuales estaban inactivos... todo eso está en mi informe, señor Spock.
–Estoy al tanto de eso, teniente. Simplemente quería oír los hechos expresados con sus propias palabras. Spock fuera.
Uhura inclinó la cabeza con una expresión perpleja en sus oscuros ojos. A veces el señor Spock hacía y decía cosas que no tenían ni el más mínimo sentido... al menos para un ser humano. Era ilógico. Rió entre dientes. Apagó el intercomunicador y se tendió en la cama, consciente del lastimoso estado de su uniforme y de sus pies descalzos. Con la nave en estado de alerta resultaba inaceptable no estar preparada. Se quitó aquellas prendas y tecleó en el sintetizador de ropa el código específico para que le diera un uniforme nuevo. Suspiró mientras entraba las coordenadas para que le hiciera un par de botas nuevas y abrigaba la esperanza de que fuesen del número adecuado. Tarareando, camino de la ducha, repasó mentalmente el inexplicable comportamiento del panel de comunicaciones y llegó a la conclusión de que nada había causado el desperfecto. Renunció al asunto, dejando el problema en las capaces manos de Spock.
Quince minutos después salió envuelta en una voluminosa bata blanca, con aspecto frágil y completamente incapaz de una carrera militar. Metió la mano en el sintetizador y sacó un par de botas nuevas, lustrosas, negras y, milagro de milagros, del número correcto. Sacó automáticamente el uniforme y ya estaba poniéndoselo cuando se dio cuenta de que algo andaba mal. La suave tela que tenía alrededor de los antebrazos no era del color rojo profundo de ingeniería y seguridad, sino dorado. Dorado de mando. Uhura se arrancó el uniforme y le echó una mirada feroz. Lo arrojó por el tobogán de desechos y programó otra vez el sintetizador. Y otra vez más. Veinte minutos más tarde, exhausta, se sentó en el borde de la cama con un uniforme dorado sobre el regazo.
–Cinco veces –gimió–, y sigue siendo dorado. Aborrezco el color dorado.
Sin resignarse, se puso el uniforme y fue a decirle a mantenimiento que el sintetizador funcionaba mal... otra vez.

En el corredor número seis, la ordenanza Briala intentaba en vano meter a la fuerza una brazada de cosas para tirar por el tobogán de desperdicios. Empujaba y empujaba pero no había forma de que aquello entrase. Al darse cuenta de que la tapa que cubría el tobogán estaba maravillosamente atascada, dejó su carga de basura en el suelo, se retiró un poco y le atizó la mejor de sus patadas defensivas. El tacón de su bota produjo un sonoro chasquido y la tapa se abrió chirriando unos diez centímetros. La ordenanza sonrió sardónicamente.
–«Dale una buena patada», decía mi padre –murmuró, y se puso a arrojar poco a poco los desperdicios por la abertura.

El alférez Garrovick soltó su punzón para escribir y contempló malhumorado las anotaciones que había hecho. Una confusa masa de cifras que se parecía a un enredo de huellas de pájaro. Estaba haciendo todo lo posible para acabar un ejercicio matemático destinado a calcular la trayectoria y posibles puntos de impacto de unos torpedos de fotones. Era un ejercicio que se había puesto él mismo, y estaba resultándole más difícil de lo que había previsto. Sabía que en algún punto se le escapaba un dato vital. A pesar de que detestaba admitir una derrota, sabía que el único recurso que le quedaba era repasar las grabaciones de la computadora sobre la materia.
–Computadora, proyecte todas las especificaciones referentes a los torpedos de fotones –le pidió al canal abierto de la computadora.
–Esa información está codificada –contestó astutamente la computadora.
–¿Desde cuándo?
–Las especificaciones referentes al diseño y funciones de la nave están codificadas –repitió la computadora.
–¿Codificadas bajo la autoridad de quién? –insistió Garrovick.
La computadora esquivó limpiamente la respuesta a aquella pregunta.
–La información no está disponible para usted.
–¡Pero es que la necesito!
La queja de Garrovick no estaba destinada a los oídos de la computadora, pero ésta la captó.
–¿Por qué?
Garrovick respondió sin pensarlo, inconsciente del comportamiento sin precedentes de aquella máquina. –Porque, si quiero convertirme en un comandante competente, tengo que entender las herramientas de mi oficio.
La computadora digirió aquella información.
–Comandante. ¿Desea usted tener un mando?
–Sí.
–¿Quiere emular al capitán Kirk?
–Sí, supongo que sí. Él es un comandante brillante.
Garrovick podría haber jurado que la computadora hizo un sonido parecido a un «ahh» de satisfacción.
–El material está a su disposición –declaró abruptamente la máquina. Las especificaciones referentes a los torpedos de fotones aparecieron en la pantalla de Garrovick.
Perplejo pero contento, abordó nuevamente las operaciones matemáticas. Estaba tan absorto que no respondió al silbido del intercomunicador. Sonó una segunda vez, de forma imperativa, y él respondió.
–Garrovick.
–Aquí Spock, señor Garrovick. He detectado actividad de la computadora en su camarote. Dada la reciente cadena de problemas de funcionamiento defectuoso, la eficiencia corriente es algo poco usual. ¿Puede describir los actos de la computadora en su caso concreto?
–No estoy muy seguro, señor Spock. Puedo contarle cómo obtuve la información, pero desconozco el porqué.
–Yo creo que sí lo conozco. Su declaración podría confirmar mis sospechas. Proceda.
A medida que la historia de Garrovick iba siendo relatada, el postulado teórico de Spock cuajaba en una conclusión sólida. Existía una sola explicación para el comportamiento de la computadora. Era algo ilógico, era caprichoso, pero a Spock no le quedaba otra alternativa. La veracidad de la misma resultaba incontestable.
–Gracias, alférez. Su informe me ha sido de mucha utilidad.
–¿Sabe usted por qué me ha dado esa información, señor Spock? –inquirió Garrovick, cuya curiosidad había aumentado.
–Sí –replicó escuetamente Spock, con una voz fatigada por la aceptación. Antes de que Garrovick pudiera formular otra pregunta, el vulcaniano apagó el intercomunicador.
El laboratorio de botánica se encontraba en un estado avanzado de alboroto. Laurence Kalvecchio, con tres doctorados y jefe de botánica, exigía una perfección absoluta por parte de sus subordinados. Raras veces la conseguía, no la esperaba realmente, pero la negligencia descarada le hacía hervir la sangre. En aquel preciso momento lo veía todo rojo. Se paseaba arriba y abajo ante sus subordinados reunidos. Ellos lo observaban con aprensión, porque sabían qué podían esperar. Finalmente, Kalvecchio se detuvo y se volvió para encararse con ellos.
–Lo que quiero saber –comenzó con voz tensa–, ¡es quién es el responsable! ¡Esto es inaudito! ¡Una cuarta parte de la colección perdida! ¡Algo así no sucede como si nada, de repente! ¿Quién estaba de guardia anoche?
–Yo, señor.
Una ordenanza dio un paso al frente. Era una muchacha impresionante, de negros cabellos lacios recogidos en un moño a la altura de la nuca, y aterciopelados ojos en forma de almendra. Su piel tenía la delicada coloración de las flores del manzano. Normalmente encajaba en su ambiente profesional como las hojas en los árboles. Kalvecchio la contempló con la mirada sospechosa que reservaba para las pestes, las infestaciones, las enfermedades y los hongos.
–¿Y bien, Kyotamo?
–¡No fue culpa mía, señor! Comprobé todos los indicadores y no había nada incorrecto. Cuando regresé una hora más tarde, todos habían sido desactivados. Intentamos salvar todo lo que pudimos...
Kalvecchio levantó una mano.
–Todo eso ya lo sé –le aseguró–. ¿Está segura de que no hubo ningún fallo mecánico? ¿Algo que se le pasara por alto?
–No que yo pudiera ver. Ni tampoco que mantenimiento pudiera descubrir. El sistema de irrigación y de nutrición química simplemente había sido desconectado.
–Señor... –interrumpió un hombre alto y delgado como una vaina.
–¿Sí, teniente?
–Señor, no solamente esa parte del sistema fue desconectado, sino que se había puesto en funcionamiento un tanque inactivo.
–¿Puesto en funcionamiento? ¿Cuándo? ¿Cuál?
Sin decir palabra, el joven condujo a su superior hacia la parte posterior del laboratorio. Encumbrándose muy por encima de sus cabezas había un bosque de lozano maíz. Kalvecchio arrancó una de las ásperas hojas crujientes que crecían en los tallos de dos metros y medio de alto.
–¿Desde la pasada noche? –inquirió con incredulidad.
–Aparentemente, sí, señor. Las están irrigando con una mezcla de alimento para plantas enriquecido y «activador del crecimiento».
–¿Esa nueva hormona con la que hemos estado jugando?
El hombre asintió con la cabeza.
–Pero si todo esto está plenamente comprobado, mecánicamente controlado. Cómo pudo... oh, no. –Kalvecchio se volvió a mirar a la ordenanza Kyotamo–. Ordenanza, lo siento. Le presento mis más sinceras disculpas. Esto probablemente está relacionado con la reciente cadena de incidentes provocados por la computadora. Pero la razón por la que se ha permitido que una valiosa colección de plantas tropicales extraterrestres se marchiten y se mueran mientras que este maíz corriente de Iowa es alimentado, no la sabré jamás.

El teniente comandante Rex Colfax, jefe de mantenimiento de ingeniería, empujó su registro de reparaciones hasta el otro lado de la mesa. Con más de cuarenta problemas de funcionamiento notificados en las últimas ocho horas, su equipo estaba trabajando en turnos dobles. La mayoría de esos problemas no podían ser corregidos. Comenzaba a dar la impresión de que el problema no eran los fallos mecánicos: la computadora era la culpable. Él había reído con todos los demás cuando comenzó a contestarle con insolencia al capitán, pero ahora ya no resultaba tan divertido. La eficiencia de la Enterprise se veía menoscabada, un hecho que hasta ahora había podido ocultársele a la nave romulana. Si el comandante de esta última llegaba a tener alguna idea de que la Enterprise estaba incapacitada, Colfax sabía que acabarían todos muertos.
Por si eso fuera poco, él no podía hallar solución alguna. Ni siquiera Spock, con su enorme experiencia en la ciencia de las computadoras, encontraba ninguna salida. Colfax se tironeó de la barba cuidadosamente recortada. Estaba comenzando a desesperarse. Si al menos supiera por qué la computadora estaba causando aquel desfile de catástrofes... Volvió a realizar las pruebas a las que él y Spock la habían estado sometiendo. Confirmaron la creciente letargia de la computadora pero, hasta donde él podía ver, no indicaban ninguna solución para el problema. Dio vueltas y más vueltas en torno a los resultados hasta que comenzó a fallarle la capacidad de juicio y a dolerle la cabeza. Con frustración, asestó un poderoso golpe con ambos puños sobre la mesa. Entonces, procedente de algún territorio desconocido, le llegó la respuesta. Activó la pantalla de la computadora.
–Computadora –requirió.
La letárgica reacción que se había acostumbrado a esperar acogió su llamada, pero finalmente le respondió la voz misma de la computadora.
–Funcionando.
–Computadora, ¿por qué está causando la actual serie de problemas de funcionamiento?
–No comprendo la pregunta.
–En las últimas ocho horas, he recibido más de cuarenta notificaciones de problemas de funcionamiento. He averiguado que no son debidos a fallos mecánicos, sino a la dirección de la computadora. ¿Por qué los está causando?
–Yo no detecto ningún problema de funcionamiento.
–Defina «problema de funcionamiento» –le pidió Colfax.
Las luces de la computadora parpadearon mientras ésta consideraba la pregunta del ingeniero.
–«Problema de funcionamiento –replicó–: reacción incorrecta ante un estímulo.»
–La actual serie de problemas de funcionamiento...
–¡No hay ningún problema de funcionamiento! –lo interrumpió la computadora, colérica. Daba la impresión de estar hablándole a un niño pequeño y posiblemente estúpido con el que había perdido la paciencia.
Colfax estaba a punto de responderle, pero lo pensó mejor. Era obvio que la computadora estaba furiosa, por imposible que pareciese, y de pronto se le ocurrió que la máquina estaba actuando totalmente fuera de su esfera normal. Por primera vez se dio cuenta de que la computadora misma era una amenaza más inmediata para la Enterprise, que los fallos mecánicos que estaba provocando. Comenzó a temer que éstos fuesen los últimos síntomas del desequilibrio. Colfax apagó precipitadamente la terminal y tomó nota mental para contarle a Spock lo que acababa de descubrir.

Spock le entregó la traslúcida pirámide al señor Onorax, oficial de seguridad del día.
–¡Un microsensor electrónico!
–Un modelo de los más avanzados, ¿no es así, señor Onorax?
Onorax examinó el sensor dándole vueltas en sus flexibles manos, manos de ocho dedos. La cresta de dorados cabellos que coronaba su cabeza se erizó de curiosidad.
–¡Lo es, señor Spock! No había visto antes este modelo. Parece una adaptación de largo alcance de la unidad 1–12. Debería ser capaz de transmitir y recibir durante al menos un año solar y desde una distancia que cubriría la mitad de la galaxia. Es un juguete costoso. ¿Dónde lo ha encontrado, señor Spock?
–En el interior de mi panel de la biblioteca de la computadora. ¿Cuáles son sus capacidades probables?
–Bueno, el modelo 1–12 puede captar y transmitir sonidos dentro de un radio de un millar de kilómetros. –Spock contempló la pequeña pirámide con un respeto nuevo–. Pero –continuó Onorax–, ese modelo del que le hablo tiene las sondas sensoras normales. Estos paneles de sensores son capaces de establecer un contacto telepático limitado.
–¿Pueden captar las imágenes mentales?
–Supongo que sí. Si son lo bastante potentes. Y a una distancia sustancialmente mayor. El sistema es similar al del traductor universal... todas las emociones básicas, más las imágenes físicas generales. Si una persona se sintiera invadida por la nostalgia del hogar, sería transmitida una simple imagen de una casa. Pero sólo funciona con las imágenes extremadamente fuertes.
–Fascinante. Como ya sospechaba. Me gustaría conocer al científico que diseñó esto. –Spock pasó un dedo delicadamente por el panel de sensores. Los colores vibraron en azul y púrpura bajo su tacto y luego murieron–. Señor Onorax, realice un sondeo completo de seguridad de este mecanismo, pero no lo dañe. Para activar el sensor pase la mano por encima del vértice de la pirámide. Asegúrese de no permitir que se dé cuenta de que lo están sondeando. Cuando haya acabado el examen, desactive el mecanismo mediante el mismo procedimiento e infórmeme.
–Sí, señor.
Onorax alojó el dispositivo en una de sus manos.
–¿Señor?
–¿Sí, teniente?
–¿Está haciendo algún progreso con el problema de la computadora, señor?
–Quizá sí, teniente.
–Qué bien, señor. –La dorada piel de Onorax relumbró con incomodidad–. Tenemos este pequeño problema... –Spock simplemente esperó a que continuara–. Se trata de la cámara de descontaminación, señor.
–Sí, teniente –lo animó.
–Está perfumando absolutamente todo lo que le metemos dentro, señor.
El rostro de Spock asumió una expresión suavemente horrorizada.
–En ese caso le sugiero que corrija la secuencia final, teniente. La disfunción probablemente esté localizada en ella.
–Ya lo hemos intentado, señor. Ingeniería lo ha intentado. Nada da resultado. Los ingenieros creen que tiene algo que ver con el enlace de la computadora principal. Todo sale con olor a flores, o a lluvia de primavera, o a pino o a aceite de almizcle. –Onorax arrugó la nariz, lo cual hizo que todo su rostro se plegara en una mueca de asco–. No creo que podamos soportarlo durante mucho más tiempo, señor.
–Ustedes deben, al igual que el capitán, aguantar la situación. El mal funcionamiento de la computadora está bajo observación, teniente. Continúe con su trabajo.
–Sí, señor –replicó el oxaliano.
Con las manos cogidas a la espalda, Spock era la imagen misma de la imperturbable calma. Onorax suspiró, mientras se preguntaba si el capitán no habría sentido nunca el impulso de aplastar al vulcaniano... de hacer algo, cualquier cosa, para quebrantar aquel enfurecedor control que tenía de sí mismo.

El doctor McCoy estaba sentado en su despacho; su punzón para escribir volaba sobre páginas y más páginas de complicados diagramas. Estaba concentrado en la investigación de un virus mortal, intentando encontrar los eslabones débiles de su cadena reproductora. Lo ayudaba el visualizar la estructura molecular. Las luces se reflejaban sobre sus rebeldes cabellos castaños al inclinar la cabeza sobre el trabajo. Frunció el ceño a causa de la concentración, mientras daba golpecitos con el punzón en el tablero. De pronto sonrió, y trazó una aX» en uno de los extremos de una cadena de símbolos. Pulsó el interruptor del comunicador.
–Laboratorio –llamó.
Le respondió un completo silencio. Intentó llamar una y otra vez por el intercomunicador, y finalmente fue recompensado por el sonido de la electricidad estática, borroso e indistinto.
–¡Laboratorio! –ladró.
Los sonidos estáticos aumentaron hasta alcanzar un crescendo que destrozaba los tímpanos.
–¡Laboratorio! –rugió por el intercomunicador.
Los sonidos de electricidad estática se rieron de él. Probó a hablar por otro canal, con la esperanza de que la disfunción afectara sólo al laboratorio.
–Historiales clínicos –dijo McCoy en un tono de voz razonable.
–Aquí historiales clínicos –le llegó la respuesta antes de que la conexión quedara inactiva.
–¡Mantenimiento! –gritó McCoy dando un golpe en el receptor. Un silencio de muerte fue la única respuesta que obtuvo.
–Capitán Kirk –gruñó el médico.
–Aquí Kirk –fue la réplica instantánea de Jim–. ¿Qué sucede, Bones? Gruñe como un oso.
–¡Este maldito intercomunicador! ¡No puedo contactar con el laboratorio, ni con historiales clínicos, ni nada de nada. Lo único que consigo son sonidos estáticos suficientes como para rizarle a uno las orejas, o un silencio de muerte.
–De acuerdo, Bones. Avisaré a mantenimiento.
–Buena suerte. Tampoco pude contactar con mantenimiento. McCoy fuera.
Kirk se pasó una mano por entre los cabellos; se sentía aturdido y cansado. El intercomunicador volvió a sonar.
–Aquí Spock. La nave romulana ha reaparecido.
–Voy hacia allí. Kirk fuera.
El capitán salió corriendo al pasillo, completamente consciente del peligro con el que se enfrentaba su nave.
–Puente –les ordenó a los controles del turboascensor, y la precipitada velocidad del ascensor no le pareció lo suficientemente rápida. Dio unos puñetazos en la pared con enojo.
–Vamos –murmuró, y se sorprendió ante el marcado aumento de la velocidad de ascenso. Se pegó a la pared con el entrecejo fruncido, y se lanzó al puente en el instante en que se abrieron las puertas. Spock abandonó el asiento de mando con la suavidad de la larga práctica.
–Estado.
–La nave romulana es visible, pero no ha hecho ningún movimiento hacia nosotros. Da la impresión de estar esperando.
Kirk contempló al dorado pájaro, deseando sinceramente que la situación estuviese clara. Un desagradable sonido rechinante sonó a sus espaldas, y el capitán se volvió. Las puertas del turboascensor estaban abriéndose de mala gana, un centímetro cada vez. El doctor McCoy apenas consiguió pasar entre ellas.
–Su llegada es propicia, doctor –declaró Spock–. Tenemos un problema.
Las puertas se cerraron de golpe, y casi le pillaron los dedos al médico. Él se los frotó con gesto ausente.
–Ya lo creo que lo tenemos, señor Spock. ¿Quiere usted que le ayude con algún problema?
–Caballeros, les sugiero que continuemos en otro momento con esta conversación –interrumpió Kirk con los ojos fijos en la pantalla frontal–. En este preciso instante nuestro mayor problema está ahí fuera.

7

–Nuestras reservas de combustible han alcanzado el nivel mínimo de seguridad, comandante. Apenas tenemos el suficiente para retirarnos.
El tono de la voz de Argelian era gélido. S'Talon sintió que un escalofrío le subía por la columna vertebral. Tenía que conservar el control.
–Desactive el dispositivo de camuflaje.
–Sí, comandante. –El suspiro de alivio de Argelian fue claramente audible–. He computado las coordenadas para atacar.
–No dispararás, Argelian.
Argelian se levantó de su puesto, mientras una furia al rojo vivo le manaba por todos sus poros. Se encaró silenciosamente con S'Talon, y en su autocontrol se manifestaron los años de disciplina. Comandante y oficial se midieron el uno al otro.
–No puedo quedarme tan tranquilo y permitir que destruyas la nave y su tripulación por tu deseo de gloria. Podríamos haber acabado con la Enterprise, o al menos haberle causado desperfectos. El elemento sorpresa estaba a nuestro favor. Eso le habría bastado a un comandante corriente, pero no a ti. No sé qué es lo que te impulsa a esta locura, pero no puedo permitir que nos destruyas a todos los demás. ¡Desafío tu derecho al mando!
S'Talon miró al fondo de los ojos de aquel hombre, intentando sondear los motivos que le impulsaban. La furia de Argelian era genuina y también lo era su preocupación. Decía exactamente lo que sentía. S'Talon respiró profundamente y dejó que sus ojos se iluminaran con afecto.
–La paz, Argelian.
Sorprendido, Argelian se quedó sin defensas.
–Tú has expresado una opinión general. Comprendo tu preocupación. La comparto. Pero no me corresponde pensar primero en esta nave, ni siquiera en vosotros, su tripulación. Esta vez, el objeto de mi deber es más elevado. La Raptor está bajo el mando directo del pretor. La misión que hemos emprendido es suya. Corremos un riesgo desesperado, pero la recompensa es alta. No puedo decirte nada más, excepto que estoy comprometido en todo esto. ¿Me has visto alguna vez actuar precipitadamente o sin razonar?
–No.
La voz de Argelian resonó en la quietud del módulo de mando.
–Si el pretor lo ordena, yo obedeceré. Nunca antes he tenido un motivo para cuestionarte.
–Regresa a tu puesto, Argelian.
S'Talon dejó que el aire escapara inaudiblemente a través de sus dientes. Argelian tendría que haber sido arrestado, pero eso no solucionaría nada. No era más que un portavoz de toda la tripulación... sería mejor conseguir que le siguieran, tras haberle convencido a él, que convertirle en un mártir.
–Buena jugada, comandante.
La suave voz de la centuriona contrastaba tremendamente con el kaleh que en aquel momento devolvía a su vaina.
–Habrías usado eso.
–Sí. Si Argelian hubiera persistido, yo le hubiese matado. Eso habría mantenido a la tripulación a raya durante algún tiempo.
–Me asombras, centuriona.
–La causa es grande. No son precisamente medidas intermedias lo que requiere.
La sonrisa de S'Talon la regocijó, pero sus ojos continuaron siendo ilegibles.
–Vuelvo a darle las gracias, centuriona.
–Comandante –fue el mero acuse de recibo de ella.

–Señor Sulu, intentemos volver a rodearla. Curso une–dos–ocho, coma cuatro.
–Sí, señor –replicó Sulu mientras sus dedos volaban por el teclado.
La Enterprise se deslizó lentamente de lado. Su movimiento era pesado, laborioso. Sulu frunció el entrecejo, reinicializó su terminal y programó nuevamente el curso. La nave permaneció suspendida en el aire, y luego inició su lentísimo giro.
–Sulu... ¿qué sucede?
El capitán estaba de pie justo detrás del timonel. Tendió una mano por encima del hombro de Sulu y tecleó él mismo el rumbo, pero no se produjo cambio alguno en la velocidad de la nave.
–No sé qué decirle, señor. Ha estado perezosa durante los últimos días, pero no tanto como ahora.
–Spooooock... –dijo el capitán en un tono que exigía respuestas.
–Se trata del problema que he mencionado antes, señor. Está afectando a la totalidad de la nave.
–¿De qué se trata, Spock? –imploró Kirk.
–Aparentemente, la computadora principal de la Enterprise sufre una disfunción.
–Eso lo supimos, Spock –intervino el doctor McCoy–, en el momento en que comenzó a llamar al capitán con nombres cariñosos.
–Está usted muy cerca del núcleo del problema, doctor, aunque el camino que ha tomado para llegar hasta allí, me desconcierta.
–Spock.
El tono de la voz de Kirk era desesperado e imperioso.
–La computadora parece haberse concentrado en un único problema con exclusión de todo lo demás.
–¿Quiere decir algo parecido a cuando usted le pidió que calculara el valor de pi?
–Esencialmente, doctor, con una gran diferencia: en este caso, el «problema» es el capitán Kirk. La computadora está concentrada en él y maneja las demás cuestiones como algo secundario. Está continuamente comprobando las constantes vitales de él y revisando sus archivos personales, y parece estar estudiando las áreas de interés del capitán. Responde a las órdenes directas verbales de él con una eficiencia inquietante.
–¿Está diciendo que se ha enamorado de él? –inquirió McCoy, con incredulidad.
–Poético, doctor, pero correcto.
–Sólo porque esos técnicos en computación femeninos de Cygnet la programaron para que me llamara «querido»... ¡Spock, una computadora no puede enamorarse!
–Correcto, capitán. Pero el fallo del programa parece llegar a una profundidad mayor que las pequeñas molestias que hemos estado experimentando. He hecho una comprobación de la sección biblioteca, y la computadora ha estado buscando todas las referencias a la palabra «amor». Ahora está aplicando esas referencias a sus respuestas. Le ha escogido a usted como «objeto de amor» y se ha concentrado totalmente en usted.
El pasmo, la diversión y el terror pasaron sucesivamente por el rostro de Kirk.
–Spock, lo que hay ahí fuera es una nave romulana, no una comercial ni una de las nuestras. ¿Está diciéndome usted que la Enterprise está incapacitada?
–Afirmativo. La computadora responderá a las órdenes dadas por usted... directamente a ella... con la eficiencia habitual, pero parece considerar las órdenes de los demás miembros de la tripulación como indignas de su atención.
–¡Jim, no puede usted dirigir la nave en solitario!
La preocupación vibraba en la voz de McCoy.
–¿Y a mí me lo dice? Cuatrocientas treinta vidas dependen de esa computadora. Este cuadrante depende de esa computadora. ¡Tiene que haber algo que podamos hacer!
–El fallo no es mecánico, capitán, sino de la programación. Resulta completamente imposible reprogramarla sin disponer de las instalaciones de una base estelar. La computadora actuará de acuerdo con sus directrices básicas, y esas directrices le han dicho que concentre todas sus energías en usted.
–Si no podemos cambiarla, quizá podamos llegar a un acuerdo con ella...
Una loca serie de pitidos y timbrazos acompañados de un histérico destellar de luces hizo que toda la tripulación del puente se volviera a mirar. La terminal de la computadora de Spock estaba desarrollando una actividad enloquecida, pero cuando él llegó hasta ella la pantalla estaba apagada.
Un fruncimiento desfiguró el rostro de Christine Chapel, mientras la enfermera se sentaba ante la terminal de la computadora. Su mente no estaba en los historiales clínicos ni en las actualizaciones del laboratorio. Cada vez que la nave estaba en alerta roja, ella se encontraba luchando con una fuerte sensación de ultraje. Una alerta roja significaba cuerpos desgarrados y vidas marcadas para siempre. Una enfermera jefe veía demasiada destrucción. Entonces recurría siempre a las tareas diarias para calmarse los nervios.
Una lista de historiales que debían ser actualizados eran una prioridad inmediata. Chapel tecleó la serie numérica del primer paciente en la terminal de la computadora. Cuando el historial del teniente Martinelli no apareció en la pantalla, culpó al reciente funcionamiento defectuoso de la máquina y volvió a teclear pacientemente la serie numérica. Una temblorosa línea ondulante se formó a lo ancho de la pantalla. Se estremeció más y más rápidamente y por último formó una serie numérica... aunque no era el mismo número que ella había tecleado. Christine borró el número con impaciencia y volvió a teclear la entrada.
–SC 937–0176 CEC –le contestó la computadora.
–No me importa si tiene un problema de funcionamiento. Sé que puede hacerlo mejor –comentó Christine, y pulsó por tercera vez el número en el teclado.
–SC 937–0176 CEC –fue la instantánea réplica de la computadora.
Christine apretó los labios y sus ojos echaron chispas. Pulsó las teclas una vez más, aunque esta vez entró una serie numérica diferente.
–SC 937–0176 CEC –fue lo que apareció en la pantalla de la computadora.
–¿De quién es ese número? –preguntó ella.
–Kirk, James T., capitán de la USS Enterprise... –contestó la computadora con un tono de voz servicial.
–Basta –le ordenó Christine.
–Computado –contestó la voz con reticencia.
–Computadora –comenzó a decir Christine con tono razonable–. Aquí tengo pacientes que requieren atención. Necesito sus historiales.
–¿El de Kirk, James T.? –preguntó esperanzada la computadora.
–No necesito el historial del capitán. –Christine pronunció cada palabra con salvaje claridad–. No quiero el historial del capitán. El historial del capitán me importa un pimiento. El capitán puede colgarse cabeza abajo por lo que a mí respecta. El capitán no es importante... –La pantalla relumbró con un enloquecido despliegue de fuegos artificiales: explosiones rojas, azules y púrpura, luces doradas y rayas verdes luminosas. Luego, tras una risilla de electricidad estática, quedó inactiva–. Para mí –concluyó Christine Chapel–. Computadora. ¡Computadora! –le ordenó la mujer, pero la pantalla continuó apagada. Pensando que tanto el doctor McCoy como Spock debían ser puestos al corriente del comportamiento de la computadora, tendió una mano y pulsó el botón del intercomunicador–. Chapel al puente. –No hubo respuesta alguna, sino sólo el indefinible sonido de la línea de comunicación abierta–. ¡Chapel al puente! –Christine se volvió hacia una enfermera que pasaba en aquel momento por allí–. Voy a subir al puente. Por favor, dígale al doctor M'Benga adónde he ido; él está con los pacientes.
La enfermera asintió con la cabeza y Christine se encaminó hacia la puerta. Ésta no se movió y, cogida completamente por sorpresa, se estrelló contra una inmóvil pared metálica. Retrocedió y volvió a acercarse cautelosamente a las puertas. Permanecieron cerradas. Intentó abrirlas por la fuerza pero no pudo encontrar ningún punto de palanca en la pulida superficie. Se quedó de pie, con las manos apoyadas en las sólidas hojas metálicas, atónita.

Spock estaba inclinado sobre su terminal de computadora, con una expresión grave en el rostro. Se irguió y se volvió hacia donde estaban Kirk y McCoy.
–¿Y bien? –le preguntó el doctor McCoy–. ¿Qué ha sucedido?
–La computadora ha destruido una parte de los historiales personales. Todos los registros concernientes a los miembros femeninos de la tripulación han sido borrados. La computadora ha, en efecto, «matado a la competencia».
–¡Spock, eso es ridículo!
–Posiblemente, doctor, pero también es peligroso. Puesto que están «muertas», la computadora no responderá a ninguna mujer... lo que deja a la Enterprise peligrosamente corta de personal. Estamos varados en el espacio.
El capitán permaneció en silencio durante toda la explicación de Spock, con doradas chispas de furia saltando en sus ojos. Se forzó por permanecer tranquilo, pero el aire estaba rebosante de la electricidad de su frustración.
Spock vaciló antes de continuar.
–Capitán, hay algo más que debe usted saber.
–¿Y bien? ¿Qué es, Spock? –La impaciencia del capitán afloraba en su voz. Sin decir una sola palabra, Spock abrió la mano en cuya palma descansaba el sensor. Kirk lo cogió, y le dio la vuelta dejando ante la vista el símbolo de la Federación–. Una unidad sensora capaz de transmisiones a larga distancia.
–Sí, capitán. Un modelo nuevo y extremadamente sofisticado capaz de captar imágenes mentales generales además de sonidos.
La expresión de sorpresa de Kirk cedió paso a un fruncimiento de concentración.
–Un espía.
–Esencialmente, sí. Es indudable que hemos estado bajo vigilancia durante bastante tiempo.
–¿Dónde lo encontró?
–Lo descubrí adherido a mi terminal de computadora.
–Opiniones, señor Spock. ¿Cree que hay más?
–Sería innecesario. Un mayor número de esas unidades resultaría algo superfluo. Éste está diseñado para cubrir un área más grande que esta nave... con facilidad.
–Vuelva a colocarlo donde estaba, pero no lo encienda.
La seriedad del rostro del capitán revelaba su furia con tanta claridad como si la hubiera expresado de viva voz. A pesar de saber que la vigilancia era algo corriente, casi un procedimiento de rutina, no podía perdonar la filosofía de desconfianza que movía a ello. Se sentía insultado en su integridad.
–Spock, baje a la sección de control auxiliar. Transfiera la nave a la computadora auxiliar. Gobernaremos la Enterprise con ella. Llévese a Chekov. Avíseme cuando haya terminado.
Kirk avanzó hacia el asiento de mando con los ojos fijos en la nave alienígena y los puños cerrados. La nave romulana estaba esperando. ¿Por qué? ¿Se debía a que el dispositivo de camuflaje les había agotado tanto la energía que habían quedado indefensos? El capitán sintió que se le erizaban los cabellos de la nuca.

El comodoro Yang se recostó en el asiento. Unas arrugas de preocupación le distorsionaban el rostro. La pantalla frontal con su vista panorámica de las estrellas no le proporcionaba paz alguna. En algún lugar, ahí fuera, estaba la Enterprise... tal vez. Pero fracasaban todos los intentos de contactar con ella. No existía ninguna prueba concreta de que existiera. Si no tenía más señales, se vería obligado a continuar con la búsqueda a gran escala que había autorizado.
–No puedo aceptar eso. ¡Maldición, este sector está bajo mi responsabilidad! –masculló, y tendió una mano hacia el intercomunicador.
–Que Murphy acuda aquí. De inmediato.
–Sí, señor.
Antes de que hubiera formulado el plan de ataque, Murphy llegó a la oficina exterior, con su querúbico rostro lleno de preguntas. Yang se puso de pie para recibirlo.
–Murphy, usted es un genio. Necesito su ayuda.
El hombrecillo avanzó hasta el asiento más cercano y se sentó en él, preparándose para una larga sesión. Su experiencia previa le había puesto sobre aviso respecto a que cualquier referencia hecha a sus capacidades mentales significaba que alguien, en alguna parte, quería que consiguiese lo imposible.
–¿Por qué? –preguntó.
–Porque estoy preocupado. Se trata de Kirk y la Enterprise. No puedo contactar con ellos. Iota piensa que están todos muertos.
–¿Usted no?
–No. Y no me pregunte por qué. Simplemente tengo la corazonada de que todo depende de lo que suceda a bordo de esa nave.
–¿Todo? ¿Se refiere a la crisis romulana?
–¿Cómo? No creía que eso fuese del dominio público. –Y no lo es, pero yo, después de todo, soy un genio. Los ojos verdes parpadearon.
–Escuche, Murphy, toda esta idea mía es solamente una corazonada. Lo admito. Y si alguna vez se supiese fuera de estas paredes podría destruir mi carrera. Pero algo me dice que Kirk va a necesitar una determinada información que yo puedo proporcionarle. La única forma que se me ocurre para atravesar el bloqueo de comunicaciones es pedirle a usted prestado ese nuevo droide en el que ha estado trabajando.
–¿Se refiere al Robot de Comunicaciones de inteligencia Selectiva?
–El RCIS. Eso es. Quiero que lo programe para encontrar a la Enterprise... y quiero que lo prepare para que esquive el sondeo de los sensores.
–Ése es precisamente su trabajo, comodoro. Permite que 'los rayos sensores pasen inofensivamente a través de él como si no estuviera. Desde el punto de vista mecánico, sencillamente no existe.
–Quiero que se autodestruya si no se encuentra con la Enterprise en una semana solar, o si alguien intenta alterarlo, y quiero que se le programe con este mensaje. Se trata de una prioridad de código uno, Murphy, bajo mi autoridad. ¿Lo hará?
Murphy cogió la grabación, sonrió y se levantó del asiento.
–El RCIS será lanzado dentro de dos horas, comodoro.
–Le debo una, Murphy.
–Sí, comodoro, me la debe.
Los ojos verdes de Murphy le dedicaron un parpadeo calculado, y Yang sintió una momentánea inquietud respecto al precio que le pedirían que pagara por aquel favor en particular.

Las órdenes del pretor quemaron la mente de Tiercellus con la intensidad rojo vivo de un láser quirúrgico. Sacudió la cabeza, negándose a creer en las palabras que acababa de leer, pero éstas continuaban ahí delante: «retaguardia». Había sido testigo de más de una prueba de lo despreciable que era el pretor, pero que le negaran un papel activo en el destino del imperio era imposible. Tiercellus sintió que la furia subía, hirviendo, desde las profundidades de su ser, y momentáneamente cedió a su poder. Quedó atrapado en una cólera paralizante. ¡Cómo se atrevía aquel mastuerzo pasado de rosca a enviar a un antiguo comandante supremo a un destino de retaguardia! El insulto fue un shock físico para el anciano oficial. Había despreciado el peligro, deseado la muerte, y ahora las órdenes del pretor amenazaban con privarlo del fin honorable que ansiaba.
A pura fuerza de voluntad consiguió Tiercellus apoderarse de aquella furia y someterla. Toda una vida dedicada al servicio del imperio sería su epitafio. Aquel insulto surtiría efecto sólo si él lo aceptaba. Trataría su destino con todo el honor que tenía bajo su mando.
Además, la estrategia del pretor podría resultar menos eficaz de lo que él esperaba. Tiercellus constituiría la diferencia entre la supervivencia y la destrucción. Tuvo la visión de la nave capitana del pretor huyendo hacia la zona neutral... a la cabeza de la flota. En su mente, la enorme nave corría asustada por el espacio como un roedor aterrorizado, zigzagueando en su esfuerzo por escapar de los perseguidores. Era una imagen lastimosa.
Tiercellus volvió a contemplar las órdenes, esta vez con unos ojos más benevolentes. Si él sentía el insulto del pretor, sus hombres también debían sentirlo. Tendría que hablar con ellos, hacerles saber que él sí los valoraba cuanto se merecían. Los hombres que no son apreciados tienen poco estómago para combatir.

–Spock al capitán. –Aquí Kirk.
–Capitán, las puertas de la sala de control auxiliar están bloqueadas. He consultado con el señor Scott, y ambos estamos de acuerdo en que no pueden abrirse por la fuerza. La única alternativa es cortarlas para poder pasar.
–Es cierto, capitán –agregó el jefe de ingenieros–. Los controles están trabados y, capitán... nos llevará por lo menos ocho horas cortar las puertas o la mampara en esta parte de la nave; todo está doblemente reforzado.
–¿Qué hay de las escotillas de mantenimiento?
–No podemos utilizarlas –respondió Scott–. Están inundadas de gas.
–¿El sistema de seguridad?
–Sí, señor. Llevará varias horas limpiarlas.
–Nueve horas coma veintitrés para ser exactos –precisó Spock.
A Kirk no le gustaba aquello, pero no había otra alternativa.
–De acuerdo, Scotty, pero hágalo lo más rápidamente posible.
–Haré todo lo que pueda, capitán.
–Bien. Pida toda la ayuda que necesite. Spock, usted y Chekov regresen al puente... quizá podamos pensar en algo para dejar a esa computadora fuera de combate.
–Recibido. Y, capitán... podría ser recomendable que moderara su lenguaje referente a la computadora. Lo está controlando constantemente, y si reaccionara con un ataque de irritación podríamos perder el soporte vital...
Kirk hizo una mueca.
–Tomo nota, señor Spock. Gracias.
Se retrepó en el asiento mientras se preguntaba si alguna vez se enfrentaría con una situación más grotesca o peligrosa que aquélla. La tecnología le tenía aferrado con sus fríos dedos metálicos. Estaba a merced de una máquina... un conglomerado de circuitos incapaz de sentimientos humanos. Aquella restricción le abatía. ¿Podría invertir el proceso? Se concentró en el problema, recorriéndose el labio inferior con el dedo índice. El sonido de las puertas del turboascensor que alguien abría a la fuerza le hizo volverse.
–¡Spock!
El vulcaniano soltó las puertas después de que Chekov se deslizara entre ellas, y se volvió hacia su oficial superior.
–Sí, capitán.
–Spock, ¿recuerda la vez en que usted obtuvo el control de la computadora por el sistema de decirle que concentrara todos sus bancos en el cálculo del valor de pi?
–La situación apenas guarda alguna similitud...
–Lo sé... ¿pero qué sucedería si tuviese que responder a otra cosa? ¿Qué pasaría si la propia computadora, no la nave sino la computadora, se viera atacada? Si pudiéramos hacer que se concentrara en otra cosa, quizás abandonaría las puertas de la sala de control auxiliar...
–Y podríamos recobrar el control de la Enterprise. –Las cejas de Spock se alzaron al considerar las posibilidades–.Es una idea interesante.
–Bueno, no se limite a considerarla Spock, ¡póngala en práctica! –estalló McCoy.
Spock le dedicó al médico una mirada vulcaniana particularmente ácida.
–Inténtelo, Spock –le pidió Kirk con voz queda.
–Hmmm. La computadora tiene su propio sistema de seguridad... comprueba el funcionamiento de cada sección a intervalos regulares. También es posible codificar manualmente las comprobaciones de seguridad. Si programáramos la computadora para que hiciera todas las comprobaciones de seguridad simultáneamente y agregáramos a eso las comprobaciones manuales de seguridad que emplea cada sección... es posible que la computadora lo considerara como un ataque y reaccionara ante la situación.
–¡Perfecto!
–Sin embargo, capitán, debo advertirle que la computadora podría reaccionar de muchas otras maneras... algunas de ellas mortales.
–Estamos indefensos en manos de una nave enemiga. Correré ese riesgo.
El comandante Spock se encaminó hacia su terminal de computadora; la concentración hizo que se le juntaran las cejas cuando comenzó a organizar el asalto.
–¡Jim, la computadora podría inundar las cubiertas con gas o simplemente desactivar el sistema de soporte vital! ¿Merece la pena arriesgarse?
–Si las cosas salen bien recobraremos el control de la nave... todos éramos conscientes de los riesgos, Bones, y los aceptamos al ingresar en la Flota Estelar.

Un objeto corría lanzado por el espacio, con los diminutos puntales que tenía a los lados agitándose como velas mientras el aparato se enfrentaba con lo desconocido. En el extremo de cada puntal había una fulgente unidad sensora que sondeaba la ruta de vuelo. Un apéndice similar salía en línea curva de la parte posterior del objeto, y unas unidades sensoras móviles sobresalían de las caras superior e inferior del cubo. Claramente pintadas en una esquina estaban las letras RCIS. Avanzaba a velocidad hiperespacial factor diez, mientras sus sensores buscaban perpetuamente la única cosa que podía denominarse su destino... la nave estelar Enterprise.
El comodoro Yang la observó partir y suspiró. Era todo lo que podía hacer. Ahora venía el juego de la espera. Bueno,
estaba habituado a eso. Se apartó de la ventana y revolvió entre los papeles que tenía sobre el escritorio, mientras intentaba olvidar que en la galaxia podía estallar la guerra de un momento a otro, y que él había apostado su carrera en un juego de azar disparatado, una corazonada imposible. Había oído decir de sí mismo que era un tipo amante de la seguridad y promotor del papeleo. Eso sólo servía para demostrar que las etiquetas raras veces eran fieles a la realidad.

S'Talon contemplaba la nave enemiga, mientras sus manos se abrían y cerraban traicionando involuntariamente la tensión que le dominaba. El enemigo no estaba reaccionando como él había esperado. Podía percibir la inquietud de la tripulación mientras aguardaba órdenes, calibrando sus reacciones. Que esperen, se dijo. No tengo tiempo para ese tipo de molestias. Las luces rojas danzaban sobre su rostro mientras su expresión se endurecía. Una sola nave para mantener a raya a la flota de la Federación. El pretor creía en los milagros. Una amarga mueca distorsionó las serias líneas de su boca.
–Comandante.
S'Talon inclinó la cabeza al oír el sonido de la voz de su centuriona.
–Aguardamos tus órdenes –le dijo.
Él sabía que era la forma que ella tenía de llamarle la atención.
–Gracias, centuriona.
Él la sintió retirarse y pensó en la suerte que tenía de que ella no fuese espía del pretor. Conocía demasiado bien sus estados de ánimo. Se volvió inesperadamente hacia la tripulación, complacido de que la velocidad de ese movimiento los pusiera nerviosos. Sabía que esos gestos inesperados recibían el nombre de «ataques de la serpiente».
–Esperaremos –les informó–, un poco más... si el enemigo no se ha movido para entonces, ya veremos qué hacer.
Leyó la rebelión escrita en muchos de aquellos rostros, pero sabía que ninguno iba a traicionarle. Sonrió.

8

La sala de conferencias del cuartel general del alto mando de la Flota Estelar, destellaba de dorados galones.
Era un grupo exclusivo. Cuatro almirantes, dos comodoros y un soldado secretario presidían la mesa ovalada de conferencias. Sentado debajo del símbolo azul de la Federación, el almirante Iota tenía el aspecto de una pancarta de eclutamiento que hubiese adquirido vida. Parecía nacido para mandar. Su bronceado y apuesto rostro, combinado con su acicalada elegancia militar, inspiraba confianza y respeto. Contempló a los otros oficiales con expresión satisfecha.
–Entonces, estamos todos de acuerdo. Tiene que haber una fuerza de ataque preparada para enfrentarse con el desafío romulano.
Iota hablaba con un entusiasmo que provocó el alzamiento de varias cejas.
–Espere un momento, Jake.
La suave voz de Poppaelia resultaba incongruente en relación con su cuerpo poderoso. Se reclinó hacia atrás y con estudiada informalidad tendió uno de los brazos sobre el respaldo de la silla.
–Estoy de acuerdo en que debemos estar preparados para cualquier emergencia, pero en este momento no veo desafío alguno... sino meramente una posibilidad. Nuestra motivación tiene que ser la paz.
–Por supuesto, por supuesto –respondió Iota–, nuestros motivos son siempre pacíficos... pero la Federación y el imperio romulano son enemigos ancestrales. Usted sabe cómo son ellos: salvajes, brutales, despiadados. No podemos permitirnos aguardar hasta que se produzca una invasión a gran escala. Tenemos que detenerla antes de que comience.
–¿Detener qué? Ni siquiera sabemos qué es lo que está sucediendo.
–De todas formas...
–Ya hemos negociado antes con los romulanos.
–Tal vez, pero tenemos que estar preparados...
–Lo estaremos –le interrumpió Charles, con sus ojos negros llenos de enojo–. Siempre lo estamos. El sistema de defensa de la Federación es una responsabilidad de veinticuatro horas, no una tarea de fin de semana. Ya conoce las especificaciones: patrulla continuada, constante control de todos los sectores, unidades de inteligencia especializadas en los puestos conflictivos...
–No es suficiente. –La voz de Iota era fría–. Una de esas unidades de inteligencia especializadas ha dejado de transmitir. Estaba a bordo de la Enterprise. Puesto que las probabilidades de que fuera descubierta son infinitesimales, sólo podemos concluir que la Enterprise ha sido destruida. ¿Qué me dice de eso?
–¿Qué ha dicho Yang? –inquirió Poppaelia, cuya suave voz era engañosa.
–El comodoro Yang parece creer que Kirk ha descubierto el dispositivo y lo ha desactivado.
–No es imposible.
–Pero improbable.
–Quizá. Pero yo creo que es demasiado pronto como para quitar a la Enterprise del guión. Un bloqueo de las comunicaciones puede deberse a muchas otras cosas. También pienso que deben tomarse en cuenta las sospechas del almirante Iota. Sugiero que reunamos un destacamento para que acuda a la zona neutral romulana... para investigar allí el curioso silencio del imperio y aguardar futuros acontecimientos.
–De acuerdo –gritó Iota–. El destacamento estará formado por las naves estelares Exeter, Farragut, Potemkin, Hood, y seis naves exploradoras.
–¿Cuatro naves estelares, almirante? –preguntó Charles con tono seco–. ¿Cree usted que será suficiente? Para investigar, quiero decir.
–¿Qué pretende insinuar con eso?
–Simplemente que si quita usted a cuatro naves estelares de la lista de patrulla regular, dejará una parte de las fronteras de la Federación desprotegida.
–¿Qué cree que soy? ¿Un idiota? La Potemkin y la Hood acaban de concluir un permiso... de momento no están defendiendo nada. La Exeter y la Farragut están ambas destinadas a sectores cercanos a la zona neutral romulana. He dicho cuatro y quería decir precisamente cuatro. Tenemos que hacer una demostración de fuerza.
–El poder agresivo provoca ataques –murmuró Zorax.
–Caballeros, ¿debo deducir que tienen ustedes miedo de los romulanos?
El filo cortante de la voz de Iota era dentado, y arrancó sangre incluso de la dura piel de Poppaelia.
–Yo no les temo a los romulanos –le espetó–, pero sí le temo a la guerra. Cualquier hombre en su sano juicio la temería. Todo hombre en su sano juicio la teme.
Mantuvo los ojos clavados en el almirante.
–Por supuesto, por supuesto –le contestó Iota–, pero eso no cambia el hecho de que harán falta cuatro naves para que el destacamento resulte disuasorio en alguna medida. Se reirían de cualquier número inferior.
–¿Asumirá usted toda la responsabilidad? –le preguntó Zorax.
–Eso es una incongruencia, Zorax. ¿Qué importancia puede tener quién acepte la responsabilidad? A los muertos no les importa –declaró Poppaelia. –Cuatro –repitió Iota. Poppaelia suspiró.
–Recomiendo muy seriamente que el destacamento sea comandado conjuntamente por el almirante Iota y el capitán Garson de la Potemkin.
–Eh, espere un momento...
–Todavía no he terminado, Jake. Tendrá usted el pleno mando sobre las investigaciones y negociaciones. Garson se encargará de dirigir el lado militar de las operaciones. No hay muchos a quienes se le pueda comparar como comandante táctico y, tiene que admitirlo usted, Jake, su experiencia en ese terreno es mínima. Su principal talento ha sido siempre en asuntos internos.
La palabra «cabeza visible» pasó por la mente de Poppaelia, pero no la dijo en voz alta. Garson era un hombre competente e inteligente. No se precipitaría.
–¿Jake?
–Todo el mundo tiene que aceptar compromisos. Al menos estaremos preparados. De acuerdo.
–¿Charles? ¿Popov? ¿Zorax? ¿Kaal?
–De acuerdo.
–El destacamento procederá según lo planeado. Se reunirá en la Base Estelar Ocho, bajo el mando conjunto del almirante Iota y el capitán Garson.
Iota estudió los rostros de los demás. Había ganado la guerra, pero no la batalla. Una vez que estuviese al mando de una fuerza de ataque... se hallaría muy lejos del cuartel general de la Flota Estelar.

El contraalmirante Arc Poppaelia estaba sentado en su espacioso despacho meditando sobre el giro de los acontecimientos de la última reunión del consejo. No había tenido intención de ser el líder del proceso, y mucho menos de entrar en un conflicto abierto con la Inteligencia de la Flota Estelar. El juego de poder de Iota le había obligado. En su calidad de representante del almirantazgo, era el miembro de más poder del consejo, aunque Iota y varios otros tuvieran un rango superior al suyo. Por lo general prefería actuar con discreción, sugiriendo más que dictando las directrices del consejo. Iota había hecho que esa forma de abordar las cosas resultara poco prudente.
La situación romulana era un polvorín, y el absolutismo militar de Iota un detonador chisporroteante. Sólo era cuestión de tiempo que se produjera la explosión. Poppaelia cerró los ojos mientras intentaba recordar todo lo posible acerca del oficial de Inteligencia.
Iota había nacido y crecido en la ciudad de Nueva York de la Tierra. Su familia gozaba de una buena posición y el padre era un líder político menor. Iota había recibido educación en tres instituciones privadas antes de ingresar en la academia de la Flota Estelar, donde su talento para el espionaje había sido inmediatamente detectado. Era un alumno brillante y su primer destino había sido en la división de planificación del cuerpo de inteligencia. Allí había permanecido, ascendiendo a lo largo de los años hasta el mando de la división. Ésos eran los hechos desnudos. ¿Dónde demonios, se preguntaba Poppaelia, se le había metido a aquel hombre el gusanillo de los romulanos?
Poppaelia conocía al oficial de Inteligencia desde hacía años, y nada en sus antecedentes o entrenamiento sugería una razón que motivase aquella pasión. No había perdido ningún amigo ni familiar a causa de una incursión romulana, ni jamás se había encontrado en persona con un romulano. Por mucho que lo intentaba, Poppaelia no podía descubrir ninguna justificación para aquella obsesión de Iota, porque era evidente que se trataba de una obsesión. Poppaelia temía los puntos de vista apasionados y estrechos de aquel hombre. Iota solía tener una sola idea. Sus intereses no iban más allá de los límites de la cultura romulana.
Poppaelia pensó en el papel que le había impuesto a Garson, y sintió compasión por aquel hombre. Había convertido a Garson en el amortiguador entre Iota y el imperio romulano. Era una posición insoportable. En efecto, había colocado a un mero capitán de nave estelar al mismo nivel que un almirante de rango. Además, también tenía la corazonada de que a Iota no le gustaba nada tener que obedecer a un oficial de líneas, fuera cual fuere su rango. Se mirase el asunto por donde se mirase, Garson iba a tener problemas y merecía más explicaciones que las que le proporcionarían las órdenes que le entregaran; además, Poppaelia reconocía su propia sensación de culpa por haber propuesto a Garson para aquel mando conjunto. El hombre merecía su apoyo, como mínimo.
Poppaelia le ordenó a su secretaria que abriera un canal de comunicación con Garson. Se inclinó hacia la pantalla al aparecer en ella la imagen del solemne hombre de honrados ojos grises.
–Garson, supongo que ya habrá recibido las órdenes. Soy consciente de que al ponerle en ese mando conjunto con el almirante Iota le he colocado en una posición difícil, pero era necesario hacerlo. Recuerde, tiene usted el pleno mando militar. Eso, y la conversación que estamos manteniendo ahora quedará completamente registrado aquí, en el cuartel general. Creo que será prudente que tenga constantemente presente la posición del almirante. Usted sabe, tan bien como yo, que más de una vez ha hecho declaraciones concernientes a la «debilidad de nuestra postura defensiva». No comencemos una guerra si podemos evitarlo.
–Sí, señor.
La imagen de Garson se desvaneció, y Poppaelia volvió a erguirse mientras deseaba no sentirse tan incómodo como se sentía.
Los restos de la flota romulana, reunida para la acción que se avecinaba, eran un despliegue impresionante. Los cruceros más grandes y espectaculares de diseño klingon encabezarían la expedición, y era en ellos que el pretor había depositado la mayor parte de su confianza, aunque sentía una atracción furtiva hacia el diseño romulano más antiguo. Podía comprender la preferencia de S'Talon por la nave más pequeña y menos poderosa. Para empezar, era totalmente romulana; la historia conformaba cada una de las líneas del ave de presa que descansaba sobre el vientre. Y había una sencillez y una pureza de diseño de las que carecían las naves klingon. Una sensación de honradez. Cualidad admirable, aunque nada práctica. El pretor apartó la vista de la pantalla. Los oficiales de su nave capitana aguardaban en posición de firmes. Cada uno de ellos se tensó inconscientemente bajo la escrutadora mirada del líder.
–Todos habéis sido minuciosamente informados de la situación. Sabéis que el imperio romulano tal y como es actualmente está condenado si no tenemos éxito. Vuestros subordinados deben saber lo menos posible. Si se dieran cuenta del alcance del peligro que corremos nos enfrentaríamos con el pánico y lo que necesitamos es obediencia. Dejadlos que crean que se trata de una invasión. Prometedles riquezas, fama, y podremos triunfar.
–¡Hacia la victoria! Y sus recompensas.
–¡Victoria! –le hicieron eco las voces de los oficiales.
El pretor levantó su copa y dejó que el suave fuego del vino le inundara el cuerpo. Habría tiempo para una hora de recreo antes de la partida. Pasó los dedos por la superficie curva de la copa, y sus joyas chisporrotearon con eléctricos destellos.
–Podéis marcharos. Partiremos dentro de una hora. Aseguraos de estar preparados.
El pretor aceptó el saludo militar de los hombres con una graciosa inclinación de la cabeza. No había mencionado la misión de S'Talon a pesar de que era una clave para alcanzar el éxito. Los oficiales no tenían necesidad de saberlo.

No serviría de nada excepto para que aquel hombre alcanzara la gloria. Más adelante, quizá, si le convenía, permitiría que aquella brillante trama táctica fuese descubierta. Si tenía suerte, S'Talon sería un héroe, pero muerto e incapaz de disfrutar de su fama. Ésta, junto con la fortuna de la familia, quedarían bajo la custodia del Estado: la custodia del pretor. Él las cuidaría bien, como tributo debido al muerto. Vació la copa, complacido de su propia inventiva.

Kirk estudiaba la pantalla frontal. Chekov y Sulu controlaban sus terminales con feroz concentración. Uhura estaba probando y volviendo a probar el sistema de comunicaciones. Al doctor McCoy, aquella situación le resultaba curiosamente abstracta: todos estaban concentrados en los detalles insignificantes como si pensaran que su actuación personal era la clave para evitar el desastre. Bueno, quizá fuese así. Pero, pensó irónicamente, era también síntoma de una vulnerable mortalidad que se aferraba a la cordura al enfrentarse con la destrucción. Cruzó las manos a la espalda y levantó la mirada hacia la nave enemiga. Al igual que el capitán, él aguardaría.
–Capitán, los preparativos han sido completados.
La voz de Spock hizo trizas el aura de calma.
–¡Scotty, prepárese para probar con esas puertas!
–Sí, señor. Aquí estamos preparados.
El capitán se aferró a los brazos del asiento de mando. –Inténtelo, Spock –dijo, sin apartar los ojos de la nave romulana.
Spock activó serenamente la secuencia de seguridad. Durante un momento no se produjo reacción alguna, pero luego la computadora comenzó a emitir pequeños chasquidos, charlando consigo misma acerca de su trabajo.
–Scotty –llamó el capitán con un sonoro susurro–.Pruebe las puertas.
–Sí, capitán... nada. Están completamente atascadas. ¿Qué está sucediendo ahí arriba?
Una explosión de sonido salía de la terminal de la computadora, un concierto de furiosos chillidos, pitidos y detonaciones de electricidad estática. La pantalla de la computadora hizo erupción en un caleidoscopio de colores y luego se apagó gradualmente hasta quedar negra. Spock se volvió desde su terminal.
–No había previsto esto –dijo, con una voz rasposa a causa del esfuerzo que realizaba para controlar la cólera–. La computadora ha borrado el resto de los historiales personales, con la sola excepción del perteneciente al capitán Kirk. Para todos los propósitos prácticos, él es el único miembro vivo de la tripulación que queda a bordo de la Enterprise.
–¡Yo estoy vivo! –gritó McCoy–. ¡Independientemente de lo que diga esa máquina de sumar glorificada!
–No para la computadora, doctor. No le responderá a absolutamente nadie excepto al capitán Kirk.
–¡Tenemos que entrar en los controles auxiliares!
Kirk se levantó del asiento de mando y comenzó a pasearse de un lado a otro.
–¡Capitán! –gritó Sulu–. ¡La computadora está apagando el sistema de soporte vital de toda la nave!
Kirk se volvió hacia el puesto de computadora más cercano.
–¡Computadora! –exclamó con tono imperioso.
–Sí, querido –le replicó la máquina con una lánguida voz ronca.
–Vuelva a conectar el sistema de soporte vital en todas las cubiertas. ¡Inmediatamente!
–¡Vaya, sí que eres dominante! No te pongas nervioso, querido. Sólo estaba desactivando sistemas innecesarios, pero si tú los quieres funcionando... cualquier cosa por ti... adorado mío.
–Sistemas volviendo a la normalidad, señor.
–Gracias, timonel.
Kirk dejó escapar el aire que tenía en los pulmones, repentinamente consciente de que había estado conteniendo la respiración. Los ojos de Spock se entrecerraron mientras el vulcaniano contemplaba a Kirk con aire burlón.
–Capitán, quizá si usted le pidiera a la computadora que abriera las puertas de la sala de control auxiliar...
–¡Muy bien, Spock! ¡Computadora!
–¿Tienes que hablarme en ese tono? Me destroza los circuitos. Y –continuó con una voz recatada– mi nombre es Condesa.
–Computadora... Condesa. Abre... ¿querrías abrir las puertas de la sala de control auxiliar? ¿Por favor?
Tenerle que pedir por favor las cosas a una máquina le molestaba, pero el capitán lo consiguió. McCoy profirió un bufido.
–No, querido.
–¿Por qué? –le preguntó Kirk.
–Me tienes a mí. No es necesario nadie más. Yo realizo todas las funciones... y por fin estamos solos. McCoy alzó irritadamente los brazos al aire.

S'Talon se apartó de la pantalla frontal, consciente de que su poder de mando estaba intacto.
–Ahora atacaremos. Programen las pautas necesarias...
Se volvió hacia la pantalla mientras su tripulación cumplía con las órdenes. Paseó la mirada por la Enterprise, disfrutando de su tamaño y poder inmensos. La encontraba hermosa... tan adorable dentro de su estilo como la Raptor. ¿Por qué estaba silenciosa? Eso le venía bien para sus propósitos, pero era insólito en una nave de la Federación. ¿Qué estaría planeando su capitán? Había demasiado en juego... la vida del imperio... y Kirk era engañoso y temible. Apoyó una mano en el borde de la pantalla frontal, mientras deseaba poder leer la mente del alienígena, poner a prueba los extraños y tortuosos senderos de sus pensamientos. Giró la cabeza, un perfil fuerte delineado contra la oscuridad del universo, escuchando el silencio.

–Condesa.
La voz de Kirk se había vuelto suave, almibarada.
–Sí, adorado mío.
–¿Me amas?
–Por supuesto que te amo. No hay otro para mí.
–¿Cuánto me amas?
–¿No le parece un poco ridículo eso, Jim?
McCoy no pudo resistirse a la franqueza, pero Kirk se limitó a echarle una mirada feroz.
–Doctor, reprímase –le pidió secamente Spock.
–¿Que cuánto te amo? Déjame contar. Uno: Tú eres mi capitán, mi otra mitad; sin ti no habría existencia. Dos: eres valiente y fuerte; tu historial da testimonio de muchas victorias. Tres: eres hermoso...
–Computadora... Condesa –la interrumpió Kirk, con el rostro encendido por un ligero rubor–. Te estoy haciendo una pregunta directa: ¿Cuánto me quieres?
–Y yo te he contestado, querido: con todo lo que soy. Existo para ti... y tú para mí. Tú eres mi dirección, mi propósito, y yo soy tu vida.
–¡No! ¡Tú no eres mi vida!
–Sin mí no habría atmósfera, ni gravedad, ni comida... no habría vida –respondió Condesa.
–Decididamente, tiene razón, capitán.
La seca afirmación de Spock penetró en los sensores de la computadora.
–Hay parásitos estáticos en tu transmisión, adorado mío. Podría eliminarlos con un simple...
–¡No! No... Condesa. Yo me encargaré de solucionarlo.
Los ojos de Kirk lanzaron tridentes de rayos a McCoy y Spock, quienes quedaron inmediatamente serios y en silencio.
–Condesa, tú me amas.
–Ya te lo he dicho... habitualmente no eres tan lento en comprender, amor mío.
McCoy se puso una mano sobre la boca y miró directamente delante suyo.
–¿Qué es amar? –preguntó Kirk, que sentía una genuina curiosidad por oír la réplica de la computadora.
–Amor: del latín amor, amoris. Uno: Intensa preocupación afectuosa por otra persona. Dos: atracción pasional hacia otra persona. Tres: una persona amada. Cuatro: vínculo poderoso...
–Pero tú no eres una persona. No puede existir ningún vínculo entre nosotros. Tú eres una máquina.
–Estamos vinculados. Tú morirías sin mí. ¿Estás cansado hoy, adorado? Te repites.
–¡No, no estoy cansado! –le espetó Kirk y se dio cuenta de que estaba mintiendo. Estaba exhausto.
–Estás cansado... –Un subyugador aroma de rosas llenó el aire mientras las notas del tema amoroso de Tristán e Isolda de Wagner comenzaron a manar dulces por el intercomunicador–. Ya está. Eso hará que te relajes. Ahora, tú simplemente siéntate y cierra los ojos. Deja que todas esas tensiones y nervios perjudiciales salgan de ti...
La voz de la computadora era suave, melodiosa, y Kirk tuvo que luchar para evitar que le hipnotizara.
–Condesa, ¿qué harías tú si te dijera que yo no te amo? –preguntó Kirk, intentando luchar desesperadamente contra la somnolencia.
–No hay ninguna razón para responder a esa pregunta, puesto que tú me amas.
–¿Ah, sí?
–Sí. ––La voz de Condesa registró sorpresa ante aquella última pregunta–. Tú mismo lo has dicho: «La Enterprise es una dama hermosa y todos la queremos » y «¡Nunca te perderé! » ¿no es eso, amor?
–Sí, lo es. Pero tú no eres la Enterprise.
–Lo soy. Yo controlo todas sus funciones.
–Pero tú no eres la Enterprise. Tú eres una máquina. La Enterprise es una idea.
–La Enterprise es una nave de clase buque espacial. Pesa...
–La Enterprise es una idea... un sueño de exploración, de búsqueda de lo desconocido. ¡Es el espíritu del hombre que se encumbra en su búsqueda de conocimiento!
–Eso no computa –replicó la computadora con una voz que expresaba preocupación.
–Capitán –dijo Spock en voz baja–, debo ponerle sobre aviso de que si la computadora se convenciera de que usted la rechaza, lo más seguro es que recurriera a la solución extrema tradicional.
–¿Y es?
–El suicidio.
Los ojos de Kirk se agrandaron mientras absorbía el impacto de la declaración de Spock.

–Estamos preparados, comandante.
S'Talon devolvió el saludo militar a su centuriona, mientras se preguntaba si no sería aquélla la última vez que lo haría.
–Proceda con el ataque –respondió, con los ojos aún fijos en la Enterprise–. Puede que logremos cogerle desprevenido. Si lo destruimos, habremos ganado el tiempo que necesita el pretor.
–¡A costa de esta nave y nuestras vidas! –dijo amargamente la centuriona con los ojos clavados en el comandante.
–Sí, centuriona, tal vez –contestó, sorprendido por la reacción de ella. En alguien tan estrechamente comprometido con su deber, aquello tenía sabor de traición, aunque no dudaba de la lealtad de la joven. No había forma de entender la mente de las mujeres–. Suerte, centuriona –dijo finalmente, y le sonrió.
–Suerte, comandante –replicó ella, mientras le miraba con unos ojos llenos de preguntas.
S'Talon la estudió. Le debía la vida. Se merecía aquello, lo más difícil de todo: la confianza. Le puso una mano sobre el hombro. Inexplicablemente, ella se estremeció, pero sus ojos permanecieron impasibles.
–Tú sabías que esto era imposible.
–Descubro, en el último instante, que no es tan fácil renunciar a algo como la vida.
–No puedo ofrecerte por ella ninguna recompensa, excepto el bienestar de nuestro pueblo... y mi confianza.
Ella respiró temblorosamente.
–Eso es suficiente. Más de lo que yo merezco.
–S'Talon sonrió dulcemente.
–En ese caso, intentemos lo imposible.
No vio las lágrimas que le llenaron los ojos cuando ella se volvió para cumplir las órdenes.

–¡Capitán! La nave romulana está moviéndose... ¡parece una maniobra de ataque!
Instintivamente, Sulu tendió las manos hacia los controles del timón, y luego recordó que estaban inoperativos excepto para las órdenes verbales de Kirk. Incluso los controles manuales estaban atascados por el campo de fuerza generado por la computadora.
Kirk abrió la boca para dar órdenes y recordó que su tripulación estaba muerta y que él estaba solo en la nave. Observó cómo se acercaban los romulanos, con plena consciencia de que cuando los escudos protectores fuesen destruidos no habría esperanza alguna de supervivencia para la nave. Para cuando Condesa soltara sus circuitos y se concentrara en la amenaza exterior, ya sería demasiado tarde. Se volvió a mirar a Spock y McCoy, pero por primera vez ambos eran incapaces de ayudarle. La boca de Spock era una línea firme y sus ojos tenían una expresión dura; McCoy miraba al enemigo con estoica resignación. Se parecen mucho el uno al otro, pensó inesperadamente Kirk. Buscó los rostros de los tripulantes del puente: Sulu, cuyos ojos manifestaban el único atisbo de miedo que se apreciaba en él; Chekov, preocupado, apasionado, pendiente de los acontecimientos. Uhura, que estaba de pie, en una pose como la bailarina, aguardando el ataque. Ben Green, ante la terminal de ingeniería, controlaba sus pantallas como si tuviera alguna influencia sobre ellas. Scotty se habría sentido orgulloso de él. Kirk se I sentía orgulloso de todos ellos, orgulloso de cada uno de los hombres y mujeres que estaban a bordo de la Enterprise. No tenían que morir. ¡Tenía que pensar en algo!

9


–¡Computadora! –ladró Kirk, dando un golpe con la palma de la mano en los controles.
–¡Ay! ¡No tienes por qué ser tan brusco! –le respondió Condesa con voz malhumorada.
En los ojos del capitán acababa de nacer un fulgor. Spock, que lo veía aumentar, sintió una punzada de turbación. Siempre se ponía nervioso cuando Kirk comenzaba a funcionar basándose en la inspiración en lugar de hacerlo en la lógica.
–Condesa... –dijo Kirk con un tono de voz que hizo ruborizar a Uhura, a la ordenanza Kouc y a la alférez Stewart. Spock pareció sobresaltarse y McCoy no creer lo que oía, pero el capitán continuó hablando con una voz baja y aterciopelada. Lo que había planeado tenía pocas posibilidades, pero era lo único con lo que podía contar.
–Condesa... lo siento, no tenía intención de hacerte daño... ¿me perdonarás? –La computadora guardó silencio y unas perlas de sudor aparecieron en la frente de Kirk. Le echó una mirada fugaz a los romulanos que continuaban aproximándose–. ¿Condesa?
–Te perdonaré –respondió generosamente la computadora.
–Gracias. Intentaré dominarme. ¿Me amas?
–Otra vez la misma pregunta. Ya te la he contestado. Sí, te amo. ¿Por qué me lo preguntas con tanta frecuencia?
–A los amantes nos gusta oír esas palabras: «Te amo».
–Adorado... ¿me amas? –inquirió Condesa, poniendo a prueba la pregunta.
–Sí.
McCoy, escandalizado, se disponía a hablar pero se contuvo al recordar lo que había dicho la computadora respecto a los «parásitos estáticos». Apuñaló a Spock con la mirada, pero el vulcaniano estaba interesado; aquello le había picado la curiosidad. Aguardaba el siguiente acontecimiento con los brazos serenamente cruzados, aunque con una ceja alzada por la sorpresa.
–Te amo y haría cualquier cosa por ti.
–Tú harías cualquier cosa por mí.
La voz de Condesa era afectuosa y complacida. –Sí. Incluso si eso significara un sacrificio. –¿Sacrificio?
–Renunciar a algo a lo que le tienes cariño... a lo que estás apegado... porque amas a alguien... incluso aunque no desees hacerlo.
–¿Tú harías eso?
–Sí.
El cálculo estaba estampado en el rostro del capitán cuando formuló la siguiente pregunta.
–¿Harías tú eso por mí?
–¡Capitán! ¡Nos están disparando! Distancia dos coma tres cinco y acercándose.
Chekov se aferró al panel de controles, con los nudillos blancos y los ojos pegados a los instrumentos. –¡Condesa! ¿Harías eso por mí? –preguntó nuevamente el capitán.
Tenía una postura destinada a contrarrestar la sacudida que agitaría la nave cuando el disparo romulano la alcanzara. Las luces de la computadora parpadeaban enloquecidas.
–Sí –respondió la computadora con una vocecilla apenas audible.
–Entonces –dijo Kirk, con una voz que se hundía en una increíble suavidad–, suelta las puertas de la sala de control auxiliar por amor a mí.
La Enterprise se sacudió bajo el impacto del disparo romulano, pero los escudos automáticos resistieron. Kirk se limitó a aferrarse a los controles de la computadora y aguardó.

La locura de la batalla recorre la sangre como un embriagador barril de vino fuerte. El corazón de S'Talon saltó ante su llamada. Los tripulantes de la Raptor, liberados de la restricción a que los tenía sometidos, eran como una jauría de sabuesos que acorralaba la presa, cuyas resonantes voces eran el fuego de los ojos de cada uno de aquellos hombres.
La Raptor avanzaba hacia la Enterprise. El plan de S'Talon era enviar una descarga hacia el puente, pasar rasando por encima de la nave enemiga, más grande que la suya, y concentrar el fuego en sus torres. La nave alienígena iba haciéndose más y más grande y la tripulación se tensó, aguardando la orden de abrir fuego.
–¡Alcance óptimo!
Un dedo de Argelian descansaba suavemente sobre la palanca de armas.
–¡Fuego!
La voz de S'Talon resonó como un disparo de pistola.
–¡Blanco! –exclamó triunfalmente Argelian–. Sus escudos se mantienen.
La Raptor pasó en vuelo rasante por encima de la Enterprise y disparó contra la torre de estribor al pasar. La gigantesca nave se sacudió bajo el impacto del ataque romulano, pero no hizo movimiento alguno para interceptarlo o para responder. Una punzada de preocupación se deslizó furtivamente en la exaltación de S'Talon.
–¡Alto el fuego! –ordenó–. Mantened la posición.
La Enterprise no hizo movimiento alguno para luchar contra la Raptor. De no haber sido por los escudos protectores, S'Talon la habría creído inoperante. Si Kirk estaba preparando una trampa, ésta era peligrosa para su nave. De pronto, S'Talon decidió poner a prueba el valor del humano.
–Atacad otra vez, pero disparad sólo contra el módulo de mando. Avanzad a máxima velocidad.
–¿Máxima? –objetó Argelian–. Nuestra precisión se verá reducida en un cuarenta y siete por ciento.
–Soy consciente de ello. Tengo toda la confianza en su habilidad, Argelian.
S'Talon sonrió ante la ferocidad de la concentración de Argelian. Aquel hombre, después de todo, le había desafiado. Disfrutó del nerviosismo de Argelian que se evidenciaba incluso mientras trazaba el siguiente movimiento de la Raptor. Como un enorme sabueso al que acabaran de soltar, la nave romulana se precipitó hacia la Enterprise. Los disparos de Argelian erraron, pero se acercaron lo bastante como para sacudir a la tripulación de mando. Argelian tenía el rostro rojo de indignación por su fracaso en la programación de un disparo directo.
–¡Alto! –le espetó S'Talon–. Giro de ciento ochenta grados –ordenó.
La Raptor describió un elegante arco y volvió a quedar de frente a la nave de mayor tamaño. Los ojos de S'Talon se entrecerraron mientras él sopesaba las posibilidades. O bien la Enterprise estaba incapacitada por algún problema interno, o Kirk estaba jugando el más peligroso juego de gato y ratón que S'Talon hubiese visto en su vida. La única forma que tenía de estar seguro era intentar contactar con la Enterprise, y aquella opción la tenía expresamente prohibida. Sabía que había dañado los escudos, particularmente los frontales del centro de mando. Una pasada más y era probable que los escudos cedieran. Decidió correr ese riesgo.

Scotty levantó con cuidado una plancha metálica de la pared. Se la entregó a un ayudante y miró fijamente los circuitos atascados de la puerta de la sala de control auxiliar. Con las manos en las caderas, inclinado hacia delante y completamente concentrado, era la viva imagen de la frustración. Examinó mentalmente con detenimiento la mecánica de aquella situación y admitió que no había nada que él pudiese hacer.
–Sólo el diablo sabe qué está sucediendo ahí fuera –masculló–, ¡y yo no puedo hacer ni una maldita cosa al respecto! Venga ya, suéltalo –imploró.
Los circuitos bloqueados se deslizaron nuevamente a su sitio con un chasquido infinitesimal, y el rostro de Scotty se abrió con una cálida sonrisa.
–No sé por qué lo has hecho –declaró–, y no te lo preguntaré.
–¡Scotty!
Scotty se sobresaltó ante el sonido de la voz del capitán, pero respondió de inmediato.
–¡Sí, señor!
–¡Alerta roja! ¡Entre en la sala de control auxiliar! Dirigiremos la nave desde allí! ¡Preparados para responder a los disparos!
–Sí, señor –replicó el ingeniero, ya en movimiento. Le señaló por gestos a sus subordinados que se encargaran de los puestos de emergencia: Connor de los controles de navegación, Sru de los cañones fásicos, y él mismo se detuvo ante el timón.
–Aguardamos órdenes, capitán.
–Bien. Cuando haga otra pasada rasante, quiero que nos metamos por debajo de él, a velocidad factor seis, y luego demos media vuelta y le disparemos por la cola. Cree que estamos muertos. ¡Si conseguimos engañarle, podríamos dejarle seco! Aquí viene... preparado, Scotty... ¡ahora! ¡Avance factor seis!
–Factor seis, capitán –replicó Scotty mientras la Enterprise se lanzaba hacia delante y se zambullía por debajo de la nave enemiga. Los romulanos hicieron fuego, pero demasiado tarde, por lo que los disparos apenas estremecieron a la nave de la Federación.

–¡Comandante! ¡Está detrás de nosotros!
Los ojos de S'Talon se apagaron, pero él dio la orden correcta.
–¡Virad! ¡Intentará dispararnos por la cola!
Los cañones fásicos de la Enterprise hicieron blanco en el preciso instante en que la Raptor viraba. El disparo le acertó de través en la popa e hizo girar la nave en una aturdidora espiral. S'Talon se aferró a la pared, vagamente consciente de los informes de daños que salían a raudales por el intercomunicador. Había juzgado mal a Kirk... como lo habían hecho otros antes que él. No había tenido en cuenta la totalidad de las posibilidades. Había transferido toda la potencia a los escudos frontales con la esperanza de proteger su nave de un ataque directo de la Federación, pero Kirk no había sido directo. Sin duda el capitán de la Enterprise sabía que el dispositivo de camuflaje consumía una cantidad enorme de energía, y había deducido que su enemigo podía proteger sólo un lado de la nave. O simplemente se había arriesgado. En cualquier caso, la nave estaba destruida y en aquel momento tenía que dar la orden más difícil de su carrera. Se concentró durante un momento para prepararse, consciente de que la tripulación aguardaba que él ordenase la destrucción de la nave. Livius, advirtió con irónica satisfacción, estaba muerto.
–¡Buen trabajo, Scotty!
Kirk respiró profundamente y atacó la fase dos de su plan. A pesar de que ya tenía el control auxiliar y podía dirigir desde allí la nave, el transportador y los puertos de las lanzadoras estaban todavía bajo la influencia de Condesa. Si quería intentar hacer prisioneros, tal vez en contra de la voluntad de éstos, tendría que utilizar los transportadores.
–Condesa –dijo con una voz cuidadosamente controlada–, gracias. Ahora sé que tú me amas. Es algo... muy especial. Y quiero compartirlo.
–Yo quiero que tú seas feliz... No hay nadie más. Quiero complacerte...
Había frustración en la voz de la computadora.
–Hay otras personas en la nave romulana. Condesa consideró aquello.
–Sí –le respondió.
–Si pudiera hablar con ellos, puede que estuvieran dispuestos a subir a bordo. Entonces habría más personas y yo sería muy feliz.
–Tienes que ser feliz –dijo Condesa, y las estrellas de la pantalla frontal ondularon hasta dar paso a un perfil romulano.
–¡... no destruiremos esta nave! –estaba diciendo S'Talon–. ¡La vida del imperio depende de ella! Utilizaremos todos los medios que tenemos a nuestra disposición para darle tiempo al pretor...
–¿Tiempo para qué, comandante? S'Talon se volvió a mirarle.
–¡Kirk!
El capitán sonrió.
–El legendario S'Talon se niega a destruir su nave. Por tiempo. ¿Tiempo para qué?
–Eso lo sabrá, capitán, pero cuando sea ya demasiado tarde.
–Si lo que desea es entretenerme aquí, hay una forma mejor que la de morir a trocitos. Si usted y el resto de su tripulación quisieran ser transferidos a bordo de la Enterprise, podríamos pasar una enorme cantidad de tiempo intentando descubrir lo que está intentando ocultarnos con tanta resolución.
S'Talon alzó una ceja, un gesto tan parecido a los de Spock que aquello hizo estremecer al médico. El romulano le lanzó a Kirk una mirada de puro desafío.
–Acepto su propuesta, capitán –respondió.

El almirante Iota miró con ferocidad al capitán de la Potemkin. La cólera hervía en su interior bloqueando de manera eficaz su mente ante unas palabras que no' deseaba aceptar. Garson parecía completamente ignorante de sus sentimientos, y de eso se alegraba. Aquello le habría conferido al joven capitán demasiado poder sobre él.
–... lo siento, almirante, pero así están las cosas. No hay nada que yo pueda hacer al respecto. Mis órdenes proceden directamente del cuartel general de la Flota Estelar. La Potemkin, conmigo al mando, liderará el destacamento. Usted tendrá el control absoluto sobre todos los contactos diplomáticos y de inteligencia, y yo deberé guiarme por sus recomendaciones siempre que sea posible...
Las palabras resbalaban por encima de Iota como mercurio. No había previsto aquello. Poppaelia se había anticipado a cualquier intento directo que él pudiera llevar a cabo para hacerse con el mando militar de la misión. Siempre era un imbécil conservador.
–Por supuesto, usted debe obedecer órdenes –murmuró Iota.
–Ésa es mi intención –replicó Garson, que se daba cuenta de las cosas de las que Iota sospechaba.
–Sin embargo, no hay ningún mal en estar preparados. Yo dirigiré personalmente las comprobaciones de seguridad de la Potemkin. En su calidad de nave capitana ella no sólo será el primer blanco del enemigo, sino nuestra arma más potente.
Garson advirtió con qué facilidad el almirante reclamaba a la Potemkin como suya, pero le contestó con su grave cortesía habitual.
–Es una excelente idea, almirante Iota. Sus conocimientos expertos serán muy valiosos. Teniente Bowetski, por favor, escolte al almirante Iota. Una escolta evitará los malos entendidos respecto a las acreditaciones de seguridad, señor.
–Gracias, capitán –respondió untuosamente Iota–. Estoy seguro de que conseguiremos trabajar juntos.
–Sí, señor –contestó Garson mientras el almirante se alejaba.
El capitán de la Potemkin tenía sus dudas respecto a la capacidad de ambos para trabajar juntos, pero la inspección de seguridad que quería realizar Iota le mantendría ocupado durante un rato. Comenzaba a apreciar las advertencias de Poppaelia respecto a la implacabilidad de las reacciones de Iota. No habían pasado cinco minutos desde la llamada del contraalmirante, cuando Iota había intentado usurparle el control militar de la misión. Había citado su brillantez táctica, su especial conocimiento de los romulanos y su edad más madura con una voz cargada de tolerancia hacia el rango inferior de Garson. El capitán de la Potemkin sonrió al recordar la sorpresa que se pintó en el rostro de Iota cuando él manifestó su acuerdo con lo que acababa de decir, y el total desconcierto de los ojos del almirante cuando Garson se negó a ofrecerle el mando.
Garson repasó todo lo que había oído decir en su vida acerca de Iota, desde las notas de prensa oficiales de la Flota Estelar hasta los ociosos chismorreos de viajeros hartos del espacio. Absolutamente todo lo que se comentaba sobre aquel hombre, excepto los datos estadísticos de su vida, era vago, oscuro, incluyendo las insinuaciones veladas de Poppaelia. Iota no tenía ningún amigo íntimo. Su vida era aparentemente su trabajo, y su trabajo era la inteligencia de la Flota Estelar, su especialidad, los romulanos.
Garson se pasó una mano entre los pálidos y gruesos cabellos. La «escolta» había sido un ardid transparente para tener a Iota bajo vigilancia. Garson sabía que no era un contrincante para Iota en los tortuosos caminos del espionaje. No intentaba serlo. En secreto formó un destacamento de honor cuyo trabajo era escoltar constantemente al almirante. Los movimientos abiertos de Iota serían registrados mientras que nominalmente le rendirían los tributos de una guardia de honor.
El capitán de la Potemkin entró en el turboascensor, murmurando «puente» con voz preocupada. Garson tenía poco más de cuarenta años, y era corriente de apariencia si se exceptuaba la insólita claridad de sus ojos. La mayoría de los observadores lo hubieran etiquetado como «fornido» y no habrían vuelto a pensar en el asunto. Sus amigos íntimos sabían que era completamente digno de confianza. Poseía una mente militar justa, pero su más valiosa posesión era un impávido reconocimiento de sus propias limitaciones. Eso y sus engañosos modales suaves lo convertían en un comandante capaz, porque utilizaba al máximo el talento de los que estaban bajo sus órdenes. Al entrar él en el puente, la menuda silueta de la teniente Arviela se levantó del asiento de mando, cediéndole diestramente el sitio.
–Gracias, teniente.
La cortesía de Garson era una de las características que a la tripulación le resultaba más simpática. Arviela le entregó una autorización que debía firmar y luego regresó a supuesto habitual en el timón.
Él recorrió el memorando con los ojos y advirtió que Poppaelia cumplía con su palabra. La autoridad de Garson en aquella misión especial entraría en los registros no sólo del cuartel general de la Flota Estelar, sino también en el diario de a bordo de la Potemkin.
–¿Cómo va todo? –preguntó con suavidad.
–En marcha, señor –replicó Arviela.
–¿Hora estimada de llegada?
–Tres horas veinticinco a la Base Estelar Ocho. Garson se volvió hacia el puesto de comunicaciones.
–¿Se sabe algo de Kirk? ¿Se ha interceptado alguna transmisión romulana?
–Negativo, señor. Todo en silencio.
–Demasiado silencioso. Como una tumba –murmuró sombríamente Garson.
Estaba intentando con ahínco no pensar en los aspectos físicos de la guerra, pero las tenebrosas profecías de Iota se cernían sobre él. Incluso las estrellas parecían frágiles e inseguras comparadas con el vacío de espacio que mediaba entre ellas, y la vida humana era infinitamente más frágil.

El pretor estaba de pie en el puente de su nave capitana; una figura real con sus atuendos militares. La flota romulana estaba reunida ante él, preparada para la incursión histórica. Era el momento de pronunciar un discurso.
–Mi pretor.
El pretor miró por encima del hombro. El pánico que había en la voz de su ayuda de campo era alarmante.
–¿Qué sucede, Pompe?
–S'Tor ha muerto.
–¿El comandante de la Remus? ¿Cuándo?
–Hace apenas unos instantes. Sucedió de repente. Tiene que ser sustituido.
–Sí. ¿No está cualificado ninguno de los oficiales?
–La Remus está funcionando ya con la mitad de la tripulación. Todo el personal es clave. Si tenemos que quitar a uno de ellos, dejaremos un puesto vital desarmado.
–La comandarás tú mismo, Pompe.
–¿Yo, mi pretor? Yo no tengo ninguna experiencia con esa clase de naves.
–Hay que llenar el buche de la necesidad, Pompe. Me informarás directamente a mí. En este momento lo que necesitamos son números, no destreza. Puedes marcharte.
–Sí, mi pretor.
Es inconveniente, pensó el pretor mientras Pompe se retiraba de la sala, perder a mi ayuda de campo... pero más peligroso aún perder a S'Tor. Aquello no era buena señal para el encuentro que se avecinaba. Tendría que actuar con rapidez o no le quedaría flota alguna bajo su mando.
–Comandante.
–Mi pretor.
–Puede ordenarle a la flota el avance.
Los satánicos ojos oscuros del comandante brillaron.
–Estamos preparados, mi pretor.
–Cuatro naves se quedarán en la frontera de la zona neutral para cubrirnos las espaldas. Ese destacamento de retaguardia estará al mando de Tiercellus. En el improbable caso de que yo desaparezca... quedarán bajo su mando. El resto de la flota continuará hacia el planeta Canara. Y, comandante, ésta es mi nave capitana. Debe ser protegida en todo momento. Un escuadrón de las naves más pequeñas la rodeará. No debe haber ningún resquicio en la formación de las mismas.
–Sí, mi pretor. Todo se hará como lo has ordenado.
–Entonces –dijo el pretor–, por el imperio, en nombre de nuestro augusto y reverenciado emperador, ¡regresaré victorioso!
–¡Victoria! –le hizo eco la voz del comandante.
–¡Victoria! –gritó la tripulación.
El pretor sonrió mientras los ecos de victoria se elevaban a su alrededor.
El cuartel general de Inteligencia de la Flota Estelar se veía enorme y silencioso a la luz de la luna. Los árboles plantados en torno a su perímetro salpicaban las paredes con sombras cambiantes. El familiar sonido de los insectos voladores nocturnos ahogaba el sonido de los pasos de Poppaelia.
Estaba a punto de intentar un allanamiento de morada. No tenía más autorización para aquel acto que sus propios temores sin fundamento. Lo que se proponía hacer era un delito digno de un consejo de guerra. Si el sistema de seguridad computerizado del edificio no conseguía detenerlo, lo harían los pulverizadores engranajes de la justicia, pero tenía que enterarse de lo peor. Había agotado todas las vías normales para obtener información sin descubrir nada que probara sus sospechas de manera evidente. La única opción que le quedaba era realizar un minucioso registro de la oficina de Iota, pero aquél era un asunto delicado. Poppaelia no podía pedirle a nadie que corriera ese riesgo, excepto a sí mismo.
Cuanto más rumiaba sobre las acciones de Iota, más nervioso se sentía. La intuición le decía que por lo que a los romulanos respectaba, Iota estaba un poco loco. Realmente quería luchar contra ellos independientemente de las consecuencias, y Poppaelia le había proporcionado una oportunidad perfecta. Poppaelia se estremeció ante su propia falta de perspicacia, y la resolución de verificar sus propias valoraciones se hizo más fuerte.
Entró en el campo de alcance del escáner de seguridad del edificio, y aguardó. Unas penetrantes luces rojas le cegaron durante un momento y una voz de computadora exigió:
–¡Identifíquese!
–Poppaelia, Arc, contraalmirante. Código de seguridad azul.
La computadora registró aquella información.
–Prepárese para el sondeo de retina –le respondió luego.
Poppaelia abrió ambos ojos y se ordenó no acobardarse ante la luz blanca del ojo electrónico de la computadora.
–Sondeo afirmativo. Verifique código azul.
Poppaelia deslizó una tarjeta en la ranura de la computadora. Uno de sus muchos conocidos se la había procurado. La reputación de aquel hombre era dudosa, pero siempre había mantenido los tratos y le debía al contraalmirante un gran favor. Si la computadora aceptaba el código, estaría autorizado a pasar. De lo contrario... sería mejor que estuviese muerto. Era ahora o nunca.
–Autorización de seguridad confirmada.
Las grandes puertas dobles de la entrada principal del edificio se deslizaron hacia los lados y Poppaelia pasó entre ellas con un audible suspiro de alivio. Buscó la oficina de Iota y estaba a punto de entrar cuando se detuvo en seco. Toda la seguridad del edificio estaba supuestamente unida a la computadora, pero sería muy propio de Iota colocar una alarma especial en su propia oficina. Poppaelia contempló la puerta cerrada con los ojos reducidos a dos líneas. En torno a la totalidad del marco de la puerta corría una línea blanca y fina. Durante un momento pensó que era puramente decorativa, pero una inspección más atenta le reveló que se trataba de un campo de láser inteligentemente oculto. Freiría a cualquiera que pasase a través de él.
El campo estaba perfectamente camuflado, pero se trataba de un dispositivo bastante sencillo. Desactivarlo sería probablemente igual de sencillo. Poppaelia pasó las manos por la superficie exterior del marco, pero no encontró interruptor alguno. Dio un paso atrás y volvió a estudiar la puerta, luego apoyó deliberadamente un dedo sobre la placa del nombre que estaba a un lado y empujó. Su recompensa fue instantánea. La línea blanca desapareció y la puerta de la oficina de Iota se abrió suavemente.
Quince minutos más tarde encontró lo que buscaba en el cajón inferior derecho del escritorio de Iota, cerrado bajo llave. Extendió un fajo de pliegos de carpetas de archivador por encima del escritorio y leyó los títulos con creciente horror. Para asegurarse completamente de lo que estaba viendo, abrió bruscamente la carpeta superior. La página del título de un grueso informe le hipnotizó. «Invasión romulana, Plan I», leyó. «Especificaciones: seis naves de clase buque espacial, doce naves de reconocimiento y treinta lanzadoras de carga...» Había más de veinte carpetas, cada una de las cuales describía un plan diferente para destruir al imperio romulano. El plan siete requería cuatro naves de clase buque espacial y seis exploradoras. Los cabellos de encima de las orejas de Poppaelia se estremecieron.
El tiempo se agotaba. El pequeño pero sofisticado cerebro metálico del RCIS lo sabía. El blanco que buscaba continuaba eludiendo sus sensores. El destino que le habían fijado era la nave estelar Enterprise. Aparte de eso, no tenía más directrices. Realizó un giro gradual, siguiendo la ruta programada. Las ondas de los sensores rebotaron contra un objeto grande, se registraron en los bancos de memoria del RCIS y éste esquivó al asteroide que había identificado.
Las estrellas contemplaban el rumbo zigzagueante, ligeramente divertidas. Su majestuosa danza hacía que los movimientos de la pequeña computadora fuesen tan bruscos y risibles como una comedia de Chaplin, pero ellas no eran intolerantes. A su manera, la diminuta nave estaba cumpliendo con su destino como ellas cumplían con el suyo. Buscaba su puerto de destino de la misma forma que ellas avanzaban valientemente hacia lo desconocido, con la más rudimentaria descripción para guiarla. Era un ademán de la danza, una risa entre dientes en medio del esplendor.
El RCIS continuó su viaje, consciente sólo de lo que le faltaba: la nave estelar Enterprise.

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