Richard Wilson
***
Avery no se dio cuenta de que era invisible hasta unos minutos después de haber despertado por segunda vez. Se despertó la primera vez a la hora de costumbre, oyó que su esposa decía algo acerca de llevarse a los niños para que él pudiera dormir, y volvió a hundir la cabeza en la almohada. Era su primer día de vacaciones.
La segunda vez bostezó desmesuradamente, y se encontró despierto del todo. Permaneció unos instantes boca arriba, contemplando el techo. Notó que tenía un aspecto distinto. No, lo que era diferente no era el techo, sino su modo de verlo. Sin nada que le entorpeciera la visión. Entonces se dio cuenta de que lo que faltaba era la punta de nariz que siempre había estado allí, inmediatamente debajo de la línea de visión, y que sólo se convertía en un objeto definido cuando cerraba un ojo.
Avery cerró un ojo. No vio la nariz, desde luego. Es decir, podía palparla. Pero no podía ver los dedos ni la mano.
Se estremeció y permaneció inmóvil, observando con dudoso alivio la forma de su cuerpo bajo las mantas y el pequeño promontorio formado por sus pies. Alzó sus manos. No pudo verlas. Palmeó con ellas. Oyó el palmeo, pero lo único que vio fueron las dos mangas del pijama casi juntándose en un ángulo recto y deteniéndose luego a unas pulgadas una de otra.
Inclinó la manga hacia su rostro y su mano invisible tropezó con su barbilla. Se obligó a sí mismo a mirar la manga vacía. Aquello le produjo una extraña sensación, como si estuviera asomándose a un profundo pozo.
Avery apartó a un lado la ropa de la cama. Vio las arrugadas perneras de su pijama, pero al final de ellas... no había pies.
Era imposible, pensó Avery. Por lo tanto, tenía que estar soñando. Pero eso no podía ser, tampoco, porque cuando soñaba y se daba cuenta de que estaba soñando se despertaba. Por lo tanto, ya estaba despierto. Era imposible.
Deslizó sus piernas fuera de la cama y apoyó los pies en el suelo. Pudo ver claramente cómo quedaba aplastado el pelo de la alfombra debajo de ellos.
Ahora estaba delante del gran espejo redondo del tocador de su esposa. El ver un pijama que no contenía nada, sin cabeza, sin manos y sin pies, resultaba enervante. Se quitó el pijama y desapareció completamente.
El crujido de unos neumáticos sobre la grava le envió a la ventana. Era su automóvil. Liz había regresado.
Avery recogió el pijama, pero desistió de ponérselo y lo dejó en el armario. Liz no debía verle así... no debía verle... Lo que quería decir, se dijo a sí mismo, era que debía evitar a Liz hasta que reapareciera, si es que iba a reaparecer, o al menos hasta que supiera lo que le había sucedido. No quería darle a Liz un susto de muerte.
La puerta principal se abrió y se cerró y su esposa llamó:
—¿Ave? ¿Te has levantado ya?
Seguramente le había oído moverse por la habitación.
—Estoy aquí —gritó, dirigiéndose al cuarto de su hija—. En el dormitorio.
Oyó que Liz dejaba unos paquetes sobre la mesa de la cocina y empezaba a subir por la escalera. Esperó a que hubiera entrado en el dormitorio para deslizarse a la planta baja.
—¿Dónde estás? —gritó su esposa desde arriba—. ¿Avery?
—Ejem... estoy en el sótano, Liz —dijo Avery bajando al sótano—. Voy a comprobar si queda petróleo en el tanque.
—¿Para qué? Estamos a mediados de verano.
—Sí, claro... —El suelo de hormigón estaba frío. Avery levantó un pie, luego el otro—. Pero cuando empiece el otoño las noches serán frescas...
Dio unos golpecitos al tanque con su mano invisible, sólo para hacer algo, y examinó el indicador de nivel. Quedaban al menos cien galones de petróleo.
Liz estaba bajando de nuevo la escalera. Avery contuvo el aliento, pero su esposa se detuvo en la planta baja y entró en la cocina.
—Casi es hora de almorzar —dijo—. ¿Has dormido bien?
—Desde luego.
Avery subió rápidamente la escalera hasta llegar al primer piso, entró en el cuarto de baño, cerró la puerta y se apoyó en ella, jadeando.
—...para almorzar? —estaba diciendo Liz.
—¿Qué?
—Te preguntaba qué quieres para almorzar. Creí que estabas en el sótano. Por favor, Ave...
Avery casi no la oía.
—Estoy en el cuarto de baño —aulló a través de la puerta—. Comeré cualquier cosa, gracias. Dentro de un rato.
Se sentó en el borde de la bañera, pero la porcelana estaba fría. Volvió a ponerse en pie.
Era una suerte que esto le hubiera ocurrido en casa, pensó. Una suerte relativa, claro. Podía haber sido mucho peor. Supongamos que se hubiera vuelto invisible en el tren. O en el banco. ¡Qué sensación hubiera causado en el departamento de crédito! Un traje serio sentado en el escritorio sin nada dentro...
¿Qué hubiera hecho?, se preguntó Avery. ¿Desvestirse y hacerse completamente invisible? ¡Qué oportunidad! Con los cientos de miles de dólares que corrían por allí... Aunque no se le hubiese ocurrido una cosa así, desde luego. Además, el dinero no estaba en su departamento.
Pero no estaba en la oficina. Afortunadamente, no tenía que volver a ella hasta dentro de dos semanas, de modo que no necesitaban enterarse de esto. Suponiendo que el asunto se arreglara en menos de dos semanas, claro. ¿Qué le sucedía, a fin de cuentas? ¿Y cómo iba a decírselo a Liz? No podía pasarse todo el día en el cuarto de baño.
Dio un respingo al oír una llamada en la puerta. No había oído subir a Liz.
—¿Estás todavía ahí? —inquirió su esposa.
—En seguida salgo —dijo Avery.
¿Sospechaba algo Liz? Pero, no, se dirigía de nuevo a la planta baja.
Avery abrió el grifo de la bañera. Debía tener un pretexto para monopolizar el lugar durante tanto tiempo. Y así podría pensar.
Avery se metió en la bañera. El agua ejerció sobre su cuerpo el mismo efecto sedante de siempre. Pero cuando miró hacia abajo vio el lugar vacío donde su cuerpo desplazaba el agua. Y sin la longitud de su cuerpo para proporcionarle una perspectiva, le pareció que había un largo trecho desde sus ojos hasta la superficie y experimentó una sensación de vértigo.
A continuación volvió su mirada hacia las cosas normales: las toallas en sus colgaderos, el empapelado de la pared, «a prueba de humedad», que empezaba a desteñirse por los bordes inferiores, el tubo de pasta dentífrica, la pera de la ducha que goteaba sobre la espalda del que se bañaba a poco que se descuidara...
Liz estaba de nuevo detrás de la puerta del cuarto de baño.
—En serio, Ave... —empezó.
—No-puedes-entrar-me-estoy-bañando —dijo Avery rápidamente.
¡Vaya con Liz! ¿No podía dejarle en paz hasta que hubiera encontrado alguna solución?
—¡Oh! —exclamó Liz—. ¿Desde cuándo eres tan pudibundo? Abre la puerta.
—No llego.
—Tonterías. Claro que llegas. Vamos, abre.
—Bueno... espera un momento.
Avery corrió la cortinilla de la ducha alrededor de la bañera, alargó un brazo a través de la abertura y abrió la puerta. Luego ocultó el brazo y cerró la abertura de la cortinilla.
Oyó que Liz entraba.
—Sólo quería cambiar las toallas —dijo Liz.
—Hum —dijo Avery, esperando que su esposa se marchara.
Hubo un silencio a ambos lados de la cortinilla.
—¿Avery? —dijo Liz al cabo de unos instantes.
—¿Mmm?
¿Por qué no se marchaba de una vez?
—No te estás duchando...
—No.
—¿No te estabas duchando? No, desde luego que no. La cortinilla no está mojada.
—Señora Sherlock Holmes, voy a tomar una ducha. ¿Te parece mal?
—Pero he oído que has llenado la bañera...
—Da la casualidad de que quiero tomar un baño y una ducha.
—Hoy estás muy raro. ¿Qué te pasa?
—Nada.
¿Acaso pensaba quedarse allí todo el día?
—Avery, ¿estás enfermo?
—No, no estoy enfermo.
—Entonces, me ocultas algo. ¿Qué es lo que me estás ocultando?
—¡Nada! —gritó Avery—. ¿Es que un hombre no puede estar solo de cuando en cuando? ¿En su propia casa? Se pasa cincuenta semanas al año trabajando, y cuando tiene dos semanas libres ni siquiera puede tomar un baño.
—Ahora sé que me ocultas algo. —La voz de Liz era tranquila, como siempre que quería mostrarse persuasiva—. ¿Avery?
—¿Qué? —dijo Avery, en tono huraño. Notaba que las yemas de sus dedos empezaban a arrugarse a causa del persistente contacto con el agua.
—¿Avery? —La voz de Liz era ahora suave y... bueno, sexy—. ¿Querido?
—¿Qué? ¿Qué?
¿Por qué diablos no se marchaba?
—Querido... Creo que me gustaría tomar una ducha.
—¿Qué? ¿Ahora, quieres decir? ¿Conmigo?
—¿Por qué no? Hace mucho tiempo que no nos duchamos juntos, Avery. ¿Te acuerdas? Y los niños estarán fuera toda la tarde.
—¡No! —estalló Avery—. ¡No puede ser! ¡No, Elizabeth!
—¡Está bien! —Avery pudo oír cómo su esposa resoplaba, indignada—. ¡Cualquiera que te oyere creería que acabo de hacerte una proposición deshonesta!
Avery se arrepintió inmediatamente de haberse mostrado tan brusco con ella.
—Lo siento, Liz —se disculpó—. Lo que pasa...
—¿Qué es lo que pasa?
—No... no puedo decírtelo.
—Desde luego que puedes. Siempre me lo has contado todo... ¿No puedes?
—Normalmente, sí —dijo Avery—. Pero esto es distinto.
—¿Distinto? Quieres decir... Avery, ¿estás seguro de que no estás enfermo?
—No, no lo estoy. En ningún sentido. Y no te he sido infiel y he pillado una enfermedad vergonzosa, si te refieres a eso.
—Siempre es un alivio oírtelo decir. Entonces, ¿qué es lo que te pasa? ¿Acaso te has tatuado algo que yo no puedo ver?
Avery se echó a reír. La buena de Liz, con su delicioso sentido del humor... Ahora sabía que podía decírselo.
—No —dijo—, no se trata de un tatuaje. Liz, ¿te sientes con fuerzas para soportar una impresión? Siéntate.
—¿Qué clase de impresión? Supongo que puedo soportarla, mientras no se trate de... ya sabes... Mientras no estés enfermo.
—No, nada de eso. Liz, primero te lo diré y luego, cuando te hayas acostumbrado a la idea, abriré la cortinilla.
—De acuerdo —dijo Liz—. Has conseguido asustarme, ¿sabes? No me importa decírtelo. Y... creo que voy a sentarme.
—Bien. ¿Estás preparada?
—Supongo que sí. Adelante, Avery.
—Bueno, cuando me he despertado esta mañana, la primera vez, todo iba bien, ya lo has visto. Pero al despertar por segunda vez, me he dado cuenta de que era... —hizo una pausa y miró al lugar donde hubiesen estado las arrugadas yemas de sus dedos, si hubiera podido verlas— ...invisible.
—¿Invisible? —Se produjo un breve silencio, y luego Liz repitió la palabra como si la primera vez no la hubiese comprendido—. ¿Invisible? No puede ser...
Pero dejó aquella afirmación colgada en el aire, casi como una pregunta.
—Esto creía también yo. Pero me ha ocurrido a mí. No sé cómo, ni por qué, pero así es.
—No lo creo —dijo Liz—. Abre la cortinilla y deja que te vea.
Avery se echó a reír sin alegría.
—Ojalá pudiera —dijo—. Pero abriré la cortinilla, si estás preparada.
—Estoy tan preparada como lo he estado siempre. Adelante. —También ella trató de reír—. Descorre el velo.
Avery descorrió la cortina.
Liz gritó. Pegó un salto y retrocedió hasta que su espalda chocó con la pared.
Su grito y su actitud asustaron a Avery, también. Pero intentó disimular para animarla.
—Lo siento, Liz —dijo—. No pensé que la impresión sería tan fuerte.
—¡No eres invisible! —dijo Liz—. ¡Estás muerto! ¡Eres un fantasma!
—¡Tonterías! —dijo Avery secamente.
—¡Compruébalo tú mismo! ¡Mírate al espejo!
Avery se inclinó a través de la bañera para mirar. Se vio a sí mismo en un vago contorno. También vio a través de sí mismo la ventana con visillos, más allá de su reflejo.
—Es vapor de agua, simplemente —dijo.
Cogió una toalla del colgadero y empezó a secarse. A medida que se frotaba y el vapor quedaba absorbido por la toalla, empezó a desaparecer completamente.
A Liz se le escapó una risita medio histérica.
—Lo siento —dijo—. Pero tenías un aspecto tan... horrible... No estaba preparada para eso.
Avery terminó de secarse.
—Soy yo —dijo—. El mismo de siempre, sólo que no puedes verme. Creo que será mejor que me mantenga apartado de ti, hasta que te hayas acostumbrado.
Liz estaba mirando hacia él, pero sus ojos enfocaban un punto situado a más de un pie de distancia de su cara. Para Avery, aquello resultaba desconcertante. Pero imaginó que era al menos diez veces más desconcertante para ella.
—¿Seguro que no es un truco? —dijo Liz—. ¿No me estás gastando una broma?
—Ojalá. No, no es ningún truco. He desaparecido, esto es todo. No puedo explicarlo.
—Desde luego, no podremos explicárselo a los Wormser —dijo Liz.
—¿A los Wormser? ¿Qué tienen que ver con esto?
—Teníamos que cenar con ellos esta noche. ¿No te acuerdas? Pero, desde luego, no podemos ir a casa de los Wormser estando tú así.
Avery se alegró de que Liz diera muestras de su acostumbrado sentido práctico. En vez de dejarse ganar por el pánico, estaba considerando la situación desde el punto de vista de su vida social, como si el problema de su marido consistiera simplemente en tener un ojo amoratado o en haber perdido un diente delantero.
Avery dobló la toalla y la colgó, y vio que Liz seguía sus movimientos, fascinada. Dijo:
—Ahora, el problema inmediato es: ¿debo ponerme algo de ropa? ¿Qué te parece?
—Lo de la ropa es lo de menos. Creo que lo que tendríamos que hacer es llamar al doctor Mike.
—¿Mike Custer? ¿Para qué? No estoy enfermo.
—Eso dices tú. Pero deberíamos consultar a un experto. Métete en la cama y yo le llamaré.
—¿En la cama? ¿Por qué he de acostarme?
—Porque así simplificaremos las cosas para él —dijo Liz lógicamente—. Para el doctor será todo más fácil si sabe exactamente dónde estás, sin tener que tratar de localizarte por toda la habitación. ¿Dónde estás ahora?
—Delante de ti. De acuerdo, llama a Mike. Aunque no creo que sirva para nada.
—No, no ha tenido fiebre —estaba diciendo Liz a través del receptor—. ¿Escalofríos? ¿Has tenido algún escalofrío, Ave?
—Ahora estoy entrando en calor —dijo Avery desde la cama—. Dile que venga, simplemente. No puedes contárselo por teléfono.
—...Llegará dentro de unos instantes —dijo Liz, colgando el receptor. Contempló la depresión en la almohada, en el lugar que debía ocupar una cabeza—. Felicítame. Ahora puedo mirarte sin que me entre el wim-wam.
—Estupendo. Pero... ¿dónde dijiste que estaban los niños? No podemos ocultárselo eternamente. ¿Cómo van a tomárselo?
—No lo sé. Margie está en la clase de arte dramático, y Bobby en casa de Corky. Bobby llegará primero.
—No creo que se impresione demasiado. A los cuatro años, un niño se adapta a todo. Si es capaz de creerse todo lo que ve en la televisión, no le extrañará que su padre sea invisible.
—Tal vez. Pero Margie ya es harina de otro costal. Ya ha cumplido diez años...
—Podríamos enviarlos una temporada a casa de tu madre.
—Necesitaríamos un pretexto muy convincente —dijo Liz—. Ya conoces a mamá. Y ahora le ha salido un pretendiente y no le gusta que le recuerden que es abuela. Pero no crucemos ese puente hasta que no nos quede otro recurso. Tal vez el doctor Mike pueda curarte. Incluso es posible que se trate de algo que haya estudiado en esas revistas que siempre lee.
—Me sorprendería mucho que tuviera en su maletín algo que pueda ayudarme.
Un automóvil se paró delante de la casa.
—Ahí está —dijo Liz—. ¿Quieres que le ponga en antecedentes?
—No. Deja que se gane el importe de la consulta. Quiero ver cómo reacciona. ¿Debo sollozar? ¿O ponerme bajo la ducha y hacer el fantasma?
—No te muevas de la cama. A veces creo que no simpatizas con el doctor Mike.
—Siempre he opinado que los médicos no curan a nadie. Se limitan a llenarle a uno de algún antibiótico producido por nuestra gran industria local, los Laboratorios Lindhof, mientras la naturaleza le sana a su debido tiempo. Los cirujanos son una excepción, desde luego.
—No empecemos otra vez con eso —dijo Liz.
Avery oyó la alegre voz de Mike Custer:
—¿Dónde está el enfermo? ¿Se ha puesto muy pesado, Mrs. Train? No tiene fiebre, ¿eh? Hace un día estupendo para quedarse en cama y no ir a trabajar.
—Avery está de vacaciones —dijo Liz fríamente—, de modo que no se ha quedado en cama por su gusto. Probablemente tiene una enfermedad poco corriente.
—Cuanto menos corriente, mejor, últimamente no ha salido ningún caso interesante... ¿Está aquí?
—Allí —dijo Liz—. En la cama.
—¿Qué está haciendo debajo de las mantas? No estará asustado de mi, ¿verdad? —Gritó—: ¡Ánimo, muchacho! ¡Ha llegado el doctor Mike!
—Procure no asustarse usted —dijo el paciente—. Tal como le ha dicho Liz, tengo una enfermedad poco corriente.
—¿Qué es eso, ventriloquia? —preguntó el doctor—. Vamos, vamos, Avery, asome la cabeza, al menos. Sus hijos son unos pacientes mucho más valientes.
—Aquí estoy —dijo Avery—. Acérquese, Mike. ¿Funciona bien su corazón?
—Como un reloj —Mike se golpeó el pecho con la palma de la mano—. Estoy hecho un Tarzán.
—Bien. Ponga la mano sobre la almohada.
—¿Para qué? ¿Sudores fríos? ¿Por eso se ha enterrado debajo de las mantas en un día de verano?
—Toque la almohada.
Mike se encogió de hombros y alargó la mano, hasta que tropezó con la cara invisible de Avery. El doctor apartó rápidamente la mano y se echó hacia atrás, resoplando.
—¡Ave! —dijo Liz—. No le habrás mordido, ¿verdad?
—Desde luego que no le he mordido. Sólo le he asustado un poco.
El doctor Mike se sentó en el taburete del tocador de Liz.
—Caramba —dijo, mirando alternativamente su mano y la almohada—. Caramba.
—Soy invisible —dijo Avery—. Ha sido una mala jugada, pero se la merecía usted. ¿Dónde aprendió a atender a los pacientes? ¿En el Ejército?
—Estuve en el Ejército —replicó Mike, enojado—. ¿Invisible?
—Sí —dijo Avery—. Yo también estuve en el Ejército, Mike. Me obligaron a hacer guardia con cuarenta de fiebre, y a una temperatura de diez grados bajo cero, porque no creían que tenía pulmonía. Y la tenía, desde luego.
—¿Dónde?
—En el Campamento Crowder, en Missouri.
—Entonces, no pude haber sido yo quien se negó a evacuarlo al hospital.
—No dije que hubiera sido usted. Me limité a preguntarle dónde había aprendido a atender a los pacientes... Bueno, ahora no tengo pulmonía; tengo invisibilidad. ¿Puede curarme?
El doctor miró a Liz.
—¿Habla en serio? ¿No es una broma?
—Habla en serio y la cosa es seria. ¿Puede hacer algo por él?
—No lo sé. Nunca me he encontrado ante un caso así.
—Bueno, ¿no va usted a reconocerle?
—Sí, supongo que tendré que hacerlo... ¿Avery?
—Estoy aquí —dijo Avery—. En el mismo sitio.
—Voy a reconocerle.
—Adelante. No le morderé.
—Será mejor que se desnude.
—Estoy completamente desnudo. Mire.
La ropa de la cama pareció desplazarse por su propio impulso. Lo único que pudo verse de Avery fue una larga depresión en el colchón y un hueco circular en la almohada.
Mike Custer, sin perder la cama de vista, se inclinó y abrió su maletín.
—Vamos a ver qué sacamos en limpio. ¿Está usted tendido de espaldas?
—Sí, pero empiezo a cansar de esta postura.
—Querido —dijo Liz—, ¿serviría de algo si te empolváramos?
—¿Si qué?
—Si te echáramos polvos de talco por todo el cuerpo. Así, el doctor podría guiarse por el talco.
—Nada de eso —dijo Custer—. No compliquemos las cosas. Por el tono de su voz, yo diría que su marido está tan sano como yo, Mrs. Train. Pero, de todos modos, le daré un breve repaso antes de tomar unas muestras.
—¡Muestras! —exclamó Avery—. Si cree que voy a dejar que me corte un trozo de carne para enseñársela a sus compinches...
—No diga tonterías, Ave. Ya sabe a qué me refiero. Orina, sangre...
—¡Oh! Era eso...
Custer suspiró.
—Empezaremos por el pecho. Será mejor que guíe usted mi mano.
Otro automóvil se acercaba a la casa. Liz se asomó a la ventana.
—Es Joan, que viene a traer a Bobby. Habrá visto el auto del doctor Mike. ¿Qué le digo que tienes?
—Cualquier cosa. ¿Qué te parece la enfermedad de Custer? Probablemente la bautizarán así en honor del doctor Mike.
—Ya pensaré algo —dijo Liz, saliendo del dormitorio.
Avery tendió el oído, mientras Mike plegaba su estetoscopio. El doctor parecía haberse repuesto de lo que había tenido que ser una ruda impresión para su sólido profesionalismo.
—...uno de esos absurdos resfriados veraniegos, supongo —oyó que Liz le decía a Joan. Y luego a Bobby, mientras Joan se alejaba—. Podrás ver a papá cuando el doctor Mike termine de visitarle. No, no tiene pupa.
—¡No le encuentro nada anormal! —dijo Mike Custer—. Físicamente, parece usted estar bien. Pero no lo está, ¿verdad? Bueno, iré directamente al hospital para ocuparme de las muestras... ¡Vaya, eso es interesante!
—¿Qué pasa? —inquirió Avery.
—Están reapareciendo.
Sacó los pequeños frascos de su maletín. Los recortes de uña de Avery podían verse claramente. Lo mismo que el amarillo de la orina. Pero la sangre continuaba siendo invisible.
—¿Por qué no la sangre, también? —preguntó Avery.
—Es lo que voy a tratar de averiguar.
—Tal vez se debe a que los recortes de uña están muertos y la orina es un desperdicio, en tanto que la sangre continúa estando viva. Por lo tanto...
—Tal vez —le interrumpió secamente Mike Curtís—. Y tal vez yo debí estudiar medicina en un banco. Así sería tan listo como usted. ¿Quiere hacer el favor de no olvidar que el médico soy yo, Avery?
—De acuerdo. Me portaré bien.
—Y no se preocupe. Aparte de ese extraño síntoma, no hay en usted nada que no funcione como es debido. Confío en que podremos arreglarlo todo, cuando conozcamos las causas.
—¿Cuándo cree que podré saber algo? —preguntó Avery—. Me refiero a los resultados de los análisis.
—Dentro de un par de días. Entretanto, le aconsejo que no diga nada a nadie, aparte de su familia. No salga a la calle.
—¿Quiere usted decir que no me deje ver en unos cuantos días?
—Eso es: trate de conservar su sentido del humor. Pero resista la tentación de gastarle bromas a la gente, sólo porque está equipado para ello.
—Es raro —dijo Avery—, pero no se me había ocurrido pensar en aprovecharme de la situación.
—Eso es bueno —dijo Mike—. No se busque complicaciones. Ahora, me marcho. Le veré pronto.
—Gracias. Eso espero.
Bobby echó a correr escaleras arriba mientras Liz despedía al doctor.
—¡Papá! —gritó el niño—. ¿Te ha dado la medicina de color de rosa que me dio a mí?
Había entrado en el dormitorio antes de que Liz pudiera impedirlo.
Avery había vuelto a echarse encima la ropa de la cama.
—Hola, Bob —dijo—. Tengo una sorpresa para ti, muchacho.
—¿Qué?
Liz entró, con una expresión de ansiedad en la mirada, pero Avery dijo:
—No te preocupes, Liz. De todos modos, tenemos que decírselo. —Volviéndose hacia su hijo, añadió—: Estoy haciendo un juego, Bobby. Soy invisible.
—¿Qué es invisible? —preguntó Bobby—. ¿Lo que eres cuando estás debajo de las mantas?
—Algo por el estilo, hijo mío. ¿Has visto alguna vez a alguien que no pudieras ver? ¿En la televisión, quizás? ¿No lo recuerdas?
—No lo sé —dijo Bobby. Cogió el pie de Avery a través de la manta—. ¡Te he encontrado!
—Buen muchacho. —Avery movió los dedos de los pies y Bobby rió. Cogió el otro pie de su padre—. Y, ahora, ¿puedes encontrar mi cabeza?
—Está debajo de las mantas. Sácala.
—¡Ave! —dijo Liz—. ¿No crees que vas demasiado aprisa?
—Con el viejo Bobbo Magobbo, no. Es un chico mayor, ¿verdad, Bob?
—Soy mayor que Corky —dijo Bobby. Trepó a la cama y se sentó sobre el estómago de su padre—. Haz el caballo, papá. ¡Arre, caballito!
—Desde luego. Arriba y abajo. Éste es el mejor caballo del mundo.
Bobby empezó a botar. De pronto, dijo:
—El caballo está en su tienda de campaña. Yo también quiero entrar en la tienda.
Liz se apresuró a decir:
—Ya es hora de que hagas la siesta, Bobby.
—Muy bien —dijo el niño—. Me acostaré debajo de las mantas con papá.
—¡No! —exclamó Liz, como presa de pánico—. En tu cuarto.
—Mira, Liz —dijo Avery—, déjale que se quede aquí. Tal vez sea la mejor solución para que descubra por sí mismo lo que pasa.
—No podemos arriesgarnos, Avery. La impresión podría dejar una huella en su mente que le afectara para el resto de su vida.
—Tonterías. Vamos, muchacho, entra en la tienda de campaña con el viejo caballo y galoparemos hasta el país de los sueños. Pero antes quítate los zapatos.
Bobby se descalzó y se metió debajo de las sábanas. Avery tuvo que apartar rápidamente su cara invisible para evitar que Bobby la pisara. El niño se tapó la cabeza, como al parecer hacía su padre, y murmuró:
—Cuéntame un cuento, papá.
—Papá está cansado —dijo Liz.
—¿Quieres dejar que los hombres cuidemos de nosotros mismos, Liz? —dijo Avery.
—Cuéntame un cuento, papá —repitió Bobby.
—Desde luego, Bob. Pero sólo les cuento un cuento a las personas que saben la palabra mágica.
—Por favor —dijo Bobby en tono obediente.
—Esa es la palabra. Bueno, había una vez un niño que se llamaba Bobby.
—¿Yo?
—El mismo. Robert Bobby Train; tenía cuatro años y estaba a punto de cumplir los cinco. Y era el único niño del mundo que tenía un papá invisible. ¿Sabes lo que significa ser invisible?
—¿Qué?
—Es como cuando enciendes la televisión para ver a Mr. Jolly Jellybean, y al principio puedes oírle pero no puedes verle.
—Porque el aparato no se ha calentado —dijo Bobby.
Liz dejó escapar una risita. Se sentó al pie de la cama.
—Tendrás que buscar algo mejor que eso —dijo.
Avery suspiró.
—Los niños son ahora demasiado listos.
—¿Y el cuento? —inquirió Bobby.
—Sigamos con él, hijo. El papá de Bobby se convirtió en invisible, y nadie podía verle, y un día los hombres malos llegaron montados en sus caballos y entraron en el corral y abrieron la cerca para poder robar el ganado del papá invisible del niño...
Bobby bostezó.
—Voy a hacer la siesta ahora —anunció desde debajo de las sábanas.
—Una buena idea —dijo Avery—. Ahora que venía lo mejor del cuento...
—Puedes contármelo por la noche, cuando me acueste de veras —dijo Bobby.
—Trato hecho. Buenas noches, hijo. Que descanses.
—Buenas noches.
Bobby deslizó hacia arriba su rubia cabecita hasta apoyarla en la almohada, al lado del rostro invisible de su padre, y cerró los ojos.
—Os quiero a los dos —murmuró Liz, notando que sus ojos se llenaban de lágrimas.
—También nosotros te queremos, mamá —dijo Avery—. Pero, ¿sabes una cosa?
—No. ¿Qué?
—Tengo hambre.
—¡Oh! Tú...
—Bueno, ten en cuenta que ni siquiera he desayunado, con todo este jaleo.
Avery se sintió muy solo cuando Liz se hubo marchado. Se sentó en la cama cuidadosamente, para no molestar a Bobby, y se inclinó hacia adelante para mirarse en el espejo del tocador. Fue casi una nueva impresión, aunque sabía perfectamente que sólo trataba de demostrarse a sí mismo que no tenía ningún reflejo. Alargó el brazo y cogió el cepillo del pelo de Liz para hacer más positiva la demostración. El cepillo pareció flotar en el aire sin que nadie lo sostuviera.
Avery suspiró y dejó caer el cepillo sobre el tocador. Saltó de la cama y anduvo de un lado a otro de la habitación. Calculó mal la distancia entre su invisible espinilla y una silla y se dio un doloroso golpe. Se sentó, maldiciendo en voz baja y frotándose repetidamente la espinilla.
Se interrumpió cuando se le ocurrió comprobar si había alguna huella amoratada visible en la invisible espinilla. No había ninguna. Luego se le ocurrió buscar la diminuta herida que el pinchazo de Custer tenía que haber dejado en la yema de su dedo índice al tomar la muestra de sangre. Podía sentir la zona dolorida, pero le resultó imposible calcular a qué distancia de su cara invisible debía mantener su dedo invisible para enfocarlo adecuadamente, suponiendo que hubiera algo que ver.
Se acercó al espejo y apoyó la yema del dedo contra el cristal, pero ni siquiera entonces estuvo completamente seguro al lugar al cual debía mirar.
Resolvió el problema hundiendo el dedo en una de las polveras de Liz. Allí, en el círculo de color rosa pálido que había formado la yema del dedo, había un diminuto punto de sangre coagulada.
Recordó el exabrupto de Mike ante la teoría que se había permitido sugerir, pero continuó con aquella idea. Su sangre había permanecido invisible mucho después de que su orina y los recortes de sus uñas hubieran reaparecido. Pero ahora, menos de una hora más tarde, también su sangre era visible. ¿Se debería a la coagulación? Entonces recordó haber leído en alguna parte que la sangre era un líquido incoloro en sí mismo, y que el color rojo procedía de la hemoglobina. Pero no conseguía recordar qué era la hemoglobina. Ni en qué consistía la coagulación. ¿En un cambio químico? Probablemente, Mike tenía razón: debía dejar que los médicos se ocuparan de la medicina.
Las reflexiones de Avery se vieron interrumpidas: Bobby acababa de despertarse. Avery pensó en meterse rápidamente debajo de las sábanas, pero permaneció inmóvil. No quería asustar al niño.
Bobby se incorporó en la cama.
—No puedo dormir —dijo—. Soy demasiado viejo para hacer la siesta.
Avery no dijo nada. Pensó en salir de la habitación de puntillas, pero no se movió.
—¿No soy un viejales, papá?
Avery resistió la tentación de corregir lo de «viejales». ¿Dónde diablos adquirían los niños aquel lenguaje atroz? Incluso Margie. supuestamente protegida por un cinturón de suburbios de los barbarismos de la gran ciudad, le había sorprendido desagradablemente durante un reciente desayuno familiar. Avery andaba escaso de dinero para el almuerzo y le había pedido un dólar a Liz. Margie, temiendo al parecer que su asignación se viera amenazada, había dicho, con el mayor desparpajo: «No irás a dejarme a mí sin "blanca", mamá.»
Pero el signo de los tiempos parecían ser los cambios. Todo cambiaba, incluso el lenguaje de los niños.
—No era tan invisible papá —dijo Bobby—. Sé dónde te estás escondiendo.
—¿Dónde?
La pregunta se le escapó.
—Sobre el taburete de mamá.
A Avery se le puso la piel de gallina.
—¿Cómo lo sabes?
—Te oigo respirar —dijo Bobby—, y el asiento está «chafado».
—¡Oh! —Avery exhaló un suspiro de alivio—. Me alegro de que la cosa sea tan sencilla. Por un momento pensé que tenías una doble vista, viejo Bob. Con un artista de variedades en la familia hay suficiente.
—¿Qué son variedades, papá?
—Un espectáculo a base de gente rara: gigantes, señoras gordas, tragaespadas y... hombres invisibles. ¿Qué opinas acerca de tu papá invisible, muchacho? ¿Estás preocupado?
—No.
—¿Crees que es divertido?
—Sí. ¿Puedo ser invisible también yo?
—Espero que no. Ya resultas bastante difícil de localizar a veces, siendo como eres.
—No saldré a la carretera, papá.
—Lo sé, Bobby. Eres un buen muchacho. Ven y choca la mano con tu papá invisible.
—Voy —Bobby saltó de la cama... directamente encima del pie de Avery. Se disculpó—: Perdona, papá.
—No ha sido nada, Bobby. ¿Quieres chocar la mano invisible de tu papá invisible?
—Desde luego.
Avery tendió su mano hacia la que le alargaba el pequeño Bobby. El niño la cogió y la sacudió arriba y abajo varias veces. Luego se echó a reír.
—¿De qué te ríes? —le preguntó su padre.
—Corky no tiene un papá invisible.
—Es verdad.
—Pero el papá de Corky tiene un jeep. ¿Por qué no podemos tener un jeep nosotros?
—No podemos tenerlo todo —dijo Avery—. ¿Qué te gustaría tener?
Bobby reflexionó unos instantes.
—Un papá invisible y un jeep.
Margie entró en la casa ruidosamente.
—¡Papá! ¡Mamá! —gritó—. ¿Dónde estáis? He estado nadando en la piscina nueva de los Vogel. Les ha costado dos mil dólares. Tengo el pelo húmedo... ¿No podríamos instalar nosotros una piscina? ¿Estáis todos arriba?
—¡Esa niña! —dijo Liz, en tono admirativo—. Al menos, no tenemos que preocuparnos por ella. ¡Estamos aquí, cariño!
—Si quieres decir que no va a impresionarse por lo mío, estás loca —dijo Avery. Tendió su plato a Liz y se deslizó debajo de las sábanas, gruñendo—: Si de todos modos tenía que sucederme esto, ¿por qué no ocurrió en invierno? Me estoy asando de calor... Ahora, tómalo con calma, Liz. Margie no es tan mayor como imaginas.
—No te preocupes. He cerrado la puerta.
Margie estaba ya llamando.
—¡Eh! ¿Estáis todos acostados?
Liz dijo:
—Antes de abrir la puerta quiero decirte algo. El que está en cama es papá. Se encuentra... indispuesto.
—¡Oh, qué pena! ¿Queréis que llame al médico?
—El doctor Mike ya ha estado aquí. Ahora voy a abrir la puerta.
Margie, que tenía unos cabellos muy largos y muy rubios y aparentaba trece años en vez de diez, entró de puntillas.
—¿Cómo te encuentras, papá? ¿Por qué estás tan tapado? ¿Tienes frío?
—Me encuentro perfectamente —dijo Avery—. Lo que pasa es que soy invisible.
Margie se echó a reír.
—¡Qué tontería! Nadie es invisible. Déjame ver.
—Este es el asunto —dijo Avery—. No puedes verme. ¡Eh! ¡No hagas eso!
Margie había apartado las ropas de la cama. Abrió la boca y sus ojos se desorbitaron. Luego palideció intensamente, profirió un leve gemido y se desmayó.
Liz la cogió en sus brazos antes de que cayera al suelo.
—¡Mira lo que has hecho! —dijo—. ¡Mi pobre niña! Ayúdame a llevarla a su cama... No, no lo hagas. Sería mucho peor para ella si recobrara el sentido. Trae un poco de agua.
Avery fue al cuarto de baño en busca de un vaso de agua y de un paño húmedo y se los entregó a Liz, que había llevado a Margie a su propia cama. Liz estaba sentada en el borde del lecho, frotando las muñecas de su hija. Al ver el vaso y el paño flotando en el aire, dio un pequeño respingo.
—No entres sin avisar —dijo—. Especialmente cuando lleves algo en las manos. —Cogió el paño, lo dobló y lo aplicó a la frente de Margie—. Deja el vaso sobre la mesilla de noche y sal de aquí.
—Iré a ver a mi hijo —dijo Avery—. Él me acepta, al menos.
—No te atrevas a despertarle. No podría resistir entrar y verle sentado de nuevo sobre un regazo invisible: ¡cuatro pulgadas por encima de la silla! ¡Ese chico!
—Es adaptable —dijo Avery—. Hay que reconocerlo.
—Vete —dijo Liz—. Creo que Margie está recobrando el sentido.
Más tarde, la luz del sol penetró a través de las ventanas del salón. En sus rayos danzaban las motas de polvo.
—No estés parado ahí —le dijo Liz a Avery—. Puedo ver tu contorno. Quiero decir que donde no hay motas de polvo estás tú.
—No importa, mamá —dijo Margie. Estaba reclinada contra el respaldo del diván, con los pies descansando sobre una mesita—. Creo que me estoy acostumbrando.
—Gracias, amiguita —dijo Avery—. ¿Cómo te sientes ahora? Parece que estás recobrando el color. ¡Ojalá pudiera decirlo de mí mismo!
—Estoy bien. Fue una tontería desmayarme, ¿verdad?
—Fue algo muy femenino. ¿Dónde está Bobby?
—En el jardín, jugando al vaquero invisible —dijo Liz—. Él se encuentra perfectamente.
—Sé que se encuentra perfectamente. Sólo quería saber dónde estaba. ¿No sería mejor que llamaras a los Wormser, Liz, y les dijeras que estoy indispuesto? Y avisa a la babysitter para que no venga. Tendremos una tranquila velada familiar en casa.
—Tendremos una velada en casa —dijo Liz—, pero no sé hasta qué punto será tranquila.
Se dirigió hacia el teléfono.
—¿Qué quieres hacer esta noche, papá? —preguntó Margie—. A propósito, ¿dónde estás?
—En el sillón. Podemos jugar al Monopolio o a algo por el estilo.
Margie dejó oír una risita.
—Harías trampa.
—Te aseguro que no.
—Y nadie se enteraría. Podrías robar billetes de mil dólares del banco.
Avery se echó a reír, alegrándose de que la muchacha empezara a aceptar su estado.
La cena no fue un éxito. Ver cómo se movían el tenedor y el cuchillo, sin que al parecer los empuñara nadie, resultaba ya bastante perturbador (a pesar de los aullidos de júbilo de Bobby); pero Avery se dio cuenta de que Liz encontraba repugnante el espectáculo de unos alimentos masticados por unos dientes invisibles y descendiendo por una invisible garganta. La situación realmente era muy enojosa.
—No puedo soportarlo —dijo Liz.
Y empezó a ponerse en pie.
—No —dijo Avery—. Me iré yo.
Se llevó su plato arriba.
Se sentó ante el tocador y comió, contemplando el proceso en el espejo, fascinado. Pero el descenso de alimentos masticados y su visible acumulación en su estómago invisible acabó por ponerle enfermo. Soltó su tenedor y apartó la mirada del espejo.
«Tranquilízate», se dijo a sí mismo.
Cuando estuvo seguro de que no devolvería la cena se dirigió al armario y sacó de él unos pantalones y una camisa deportiva de manga larga. Cogió también unos calcetines largos, un pañuelo de hierbas, para ayudar a cubrir el cuello, y unos guantes. Se vistió, y cuando oyó el ruido de los platos al ser lavados descendió a la planta baja. Se detuvo a contemplarse en el espejo del vestíbulo. Exceptuando el hecho de que no tenía cabeza, su aspecto era pasable.
En la puerta de la cocina preguntó:
—¿Puedo entrar? Me he puesto algo de ropa.
—Gracias por la advertencia —dijo Liz—. ¿Todo el mundo preparado para ver a papá? De acuerdo, puedes pasar.
Bobby, que estaba aún comiéndose su postre, le miró y se echó a reír.
—Papá no tiene cabeza.
Pero entre las mujeres su aparición no constituyó un éxito, precisamente. Margie se acercó más a su madre y murmuró:
—¡Oh, mamá!
Liz soltó cuidadosamente una fuente que había estado secando.
—Será mejor que te quites la ropa —dijo—. Pareces el Hombre Invisible.
—Soy el Hombre Invisible. Pero no puedo quitarme esto hasta que haya digerido la cena. Además, me está entrando frío.
Bobby se acostó. Liz, Avery y Margie jugaron media partida de Monopolio. Luego, también Margie se fue a la cama.
Avery encendió un cigarrillo y se retrepó en el sillón. Liz contempló el espectáculo.
—Supongo que sería peor con una pipa. Ave, ¿qué piensas hacer?
—¿Hacer? ¿Qué quieres que haga? ¿Adentrarme por la senda del crimen? ¿Ofrecer mis servicios a la F.B.I.? ¿Convertirme en espía en Moscú?
—Sabes perfectamente a qué me refiero, Avery Train. Quiero decir aquí. No puedes andar por la casa, invisible, durante el resto de tu vida.
—Supongo que podría, si tuviera que hacerlo... —El cigarrillo se movió entre los labios invisibles y apuntó a Liz—. ¡Oh! Desde luego. Te refieres a lo duro que resultaría para ti. Bueno... Tal vez pudieras pedir el divorcio.
—¿Qué tontería es esa? Estaba pensando en ti, no en mí. Cuando me casé contigo tomé el Tren Avery, y no tengo intención de apearme de él hasta la última estación.
La invisible mano de Avery —se había quitado los molestos guantes para jugar al Monopolio— cogió el cigarrillo y lo aplastó.
—Eres un ángel, Liz —dijo, conmovido—. De buena gana me levantaría a darte un beso, si no pensara que sería una experiencia traumática para ti.
—Más tarde —dijo Liz.
Y más tarde, en la cama, a oscuras, hubo unos momentos de olvido. Avery oyó que su esposa murmuraba:
—Para mí, ahora, todo es normal. Tal vez por la mañana...
Pero Bobby gritó en sueños, se despertó, corrió a la habitación de sus padres y trepó a la cama.
—¿Qué pasa? —le preguntó su padre.
Levantó al niño en la protectora oscuridad y le deslizó debajo de las sábanas.
—Un hombre malo invisible quería cogerme.
—Ha sido un sueño, Bobby —dijo Liz, alargando el brazo por encima de Avery para acariciar la cabeza del pequeño.
—Lo sé —dijo Bobby. Se arrebujó contra su padre y volvió a quedarse dormido.
Avery se despertó con una sensación de sobresalto. Bobby estaba sentado encima de él, botando y hablando solo.
—¿Qué pasa, vaquero? —inquirió Avery.
—Papá está peludo.
Avery se pasó una mano por la mejilla. Efectivamente. El día anterior no se había afeitado y la barba le crecía con mucha rapidez. Sería un mal asunto afeitar una cara invisible...
Entonces se dio cuenta de que había visto la mano que tocaba la barba.
—¡Eh! —exclamó—. ¡He vuelto!
Bobby le estaba mirando directamente, no en la dirección en que debía encontrarse.
—¡Eh, Bob! Ya no tienes un papá invisible.
—No.
Avery, ansioso por tener una prueba más concreta, levantó dos dedos formando el signo de la victoria.
—¿Cuántos dedos hay aquí?
—Uno, dos —dijo Bobby—. Dos.
Avery se echó a reír.
—¡Exacto! Eres un genio, muchacho. ¡Liz, despierta! Ya he vuelto.
—¿Mmmh? —Liz rodó sobre sí misma y abrió los ojos—. Buenos días. Necesitas un afeitado, Ave.
—¿De veras? —inquirió Avery, encantado—. ¿Qué te hace creerlo?
—No estoy ciega... —Liz se incorporó—. ¿No estoy ciega? ¡Puedo verte, Avery! ¡Has vuelto!
Pasó una mano por el hirsuto rostro de su marido.
—¡Exactamente! —dijo Avery—. Tenemos que celebrarlo. Mientras me afeito, Liz, ¿por qué no nos preparas un suculento desayuno familiar?
Liz profirió un leve gemido y volvió a dejar caer su cabeza sobre la almohada.
—...Frutas de sartén y salchichas —dijo Avery—. Y una fuente de huevos fritos. Gachas de avena, al viejo estilo, y una gran jarra de leche, y café recién hecho, y zumo de naranja, y... ¿qué más, Bobby?
—Palomitas de maíz.
—De acuerdo. ¡Arriba, esposa mía! ¡La cocina te espera!
—No tenemos en casa ni la mitad de las cosas que acabas de nombrar —protestó Liz—. Si tantas ganas tienes de celebrarlo, ¿por qué no nos llevas a todos al restaurante?
—¡Buena idea! Comeremos pestiños, con mantequilla y miel. ¡Todo el mundo en pie! —Avery se asomó al cuarto de su hija—. ¡Margie! ¡Despierta! ¡Papá ha vuelto!
Pero cuando se hubieron vestido Liz se mostró dubitativa.
—Ave, ¿crees que lo que vamos a hacer es seguro?
—¿Seguro? —inquirió Avery—. ¿A qué te refieres?
—Quiero decir que no sabemos si esto será permanente. Tal vez deberíamos consultar previamente al doctor Mike.
—Pasaremos por su casa al salir del restaurante, si quieres. Tengo hambre, ¿sabes? Ayer no comí casi nada en todo el día. Vamos.
Avery desapareció de nuevo mientras se estaba comiendo el último pestiño untado con miel. A pesar de todo, tal vez hubiesen conseguido salir con bien del trance si a Bobby no se le hubiera ocurrido aullar, en tono de orgullo:
—¡Eh, miren! ¡Mi papá vuelve a hacerse invisible!
La camarera profirió un grito cuando vio el traje de verano de hombre sin cabeza ni manos, y dejó caer tres platos de huevos. Y todos los que se encontraban en el restaurante presenciaron el hecho, y al cabo de unos minutos toda la ciudad estaba enterada de la noticia.
—Conduce tú, Liz, por el amor de Dios —dijo Avery.
Y Margie no contribuyó a arreglar las cosas diciendo, con toda su fatuidad de adolescente:
—¡Oh! ¡Me siento tan humillada!
No tardó en reunirse una multitud, olfateando que ocurría algo que se salía de lo corriente. Liz puso el motor en marcha e hizo sonar repetidamente el claxon para abrirse paso. La gente se apretó contra las ventanillas del coche, haciendo comentarios en voz alta y señalando a Avery, encogido en el asiento delantero. Liz encontró un claro y pisó el acelerador a fondo.
La gente se dispersó, aunque algunos fueron en busca de sus automóviles con la intención de seguirles. Pero Liz alcanzó los ochenta en unos segundos, haciendo imposible una persecución inmediata. Sin embargo, cuando se acercaban a su casa vieron que delante de ella se había congregado un grupo de automóviles. Dos de ellos se hallaban en el mismo camino de acceso. Era indudable que alguien había difundido la noticia por teléfono.
—No puedo pasar —dijo Liz—. Estamos bloqueados.
—Pasa por encima del césped —dijo Avery—. ¡Al diablo con la hierba! ¡Oh! Ese es el automóvil de Schreiber...
Schreiber era un reportero gráfico del periódico local.
—Le neutralizaremos —aseguró Liz—. Margie, cubre a Mr. Schreiber mientras nosotros entramos en casa. Sitúate entre su cámara y papá. No le dejes tomar ninguna fotografía... pero procura no estropear la cámara.
—Desde luego —dijo Margie—. Eso será divertido.
—Bien. —Habían llegado lo más cerca que podían llegar de la puerta principal—. ¡Adelante!
Schreiber estaba apuntando con su cámara y otras tres o cuatro personas convergían sobre ellos cuando las cuatro portezuelas de su sedán se abrieron de golpe.
Margie se precipitó hacia el fotógrafo.
Liz echó a correr con Bobby hacia la puerta principal y la abrió.
Un par de pantalones salieron corriendo del automóvil y entraron en la casa. Liz cerró la puerta.
Los pantalones se sentaron en un sillón y empezaron a hincharse y deshincharse a la altura del cinturón.
—¿Por qué has hecho eso? —inquirió Liz—. ¿Querías dar un espectáculo?
—Pensé que tendría tiempo de desvestirme del todo —dijo Avery—. Será mejor que llames a Margie. Está mareando aún al pobre Schreiber.
Margie se deslizó a través de la puerta y Liz la cerró ante las mismas narices del fotógrafo.
—Márchese —le dijo—. No queremos fotografías. Déjenos en paz.
—Están llegando más automóviles —anunció Margie—. Centenares de ellos.
Era una exageración, aunque llegaban automóviles en número considerable. Una multitud se reunió sobre el césped, pero sólo unas cuantas personas se acercaron a la casa. Schreiber trató de fisgar a través de una ventana, y se le unieron dos desconocidos. Uno de ellos divisó a los pantalones sentados en un sillón y dijo: «¡Ahí está! ¡Le he visto!», y agitó la mano en dirección a los que estaban detrás para que se acercaran a mirar. Schreiber apuntó su cámara.
Liz echó la persiana y aulló:
—¡Si no se marchan llamaré a la policía!
Avery se dio cuenta de que sus manos estaban temblando. Se sentía asediado. Apoyó las manos en los brazos del sillón, y el temblor se transmitió a todo su cuerpo. Poniéndose en pie, se dirigió a la cocina y miró a través de la ventana. Nadie estaba en aquella parte de la casa... todavía. Paseó de un lado para otro y terminó abriendo la alacena donde Liz guardaba lo que ella llamaba el whisky para cocinar.
La botella tembló en su mano invisible mientras desenroscaba el tapón. Bebió un trago, resopló, y luego bebió otro trago. Enroscó el tapón, volvió a desenroscarlo y bebió otro trago.
Se sintió mucho mejor. De pronto, empezó a ver el lado divertido de la situación. Eran ellos los que debían asustarse de él, la amenaza invisible. Fue al encuentro de Liz.
—Voy a quitarme los pantalones y saldré a decirles algo —le dijo Avery a su esposa. Se quitó los pantalones y los calzoncillos y volvió a quedar completamente invisible—. Supongo que esto los dispersará.
—Yo no lo haría —dijo Liz—. Ellos son los que han armado el jaleo. No quiero que puedan reprocharte nada.
Avery no le contestó.
—¡Avery! ¿Dónde estás?
Una ventana de una habitación de la parte delantera de la casa se abrió y volvió a cerrarse. Liz se precipitó hacia ella. Una voz dijo:
—Creo que ya es hora de que le saque partido a la situación, divirtiéndome un poco.
—¡Oh!
Liz corrió al teléfono y llamó a la policía. Avery encontró muy cómico el andar entre la multitud sin que le vieran. Había tanta gente, que le resultaba difícil evitar el tropezar con alguien. Todo el mundo miraba hacia la casa, pero en sus rostros había una expresión más bien aprensiva. Avery se preguntó cuan cerca estarían del miedo o del pánico.
Hizo su primer experimento con un desconocido bastante obeso que se había instalado sólidamente sobre el bancal de petunias de Liz. Avery se acercó a él y susurró, tocándole en el brazo:
—Se está usted pasando de la raya, amigo. No hemos plantado las petunias para eso.
El hombre dio un respingo y volvió su cabeza a la izquierda, y luego a la derecha. Saltó del bancal de petunias con los brazos extendidos y los cerró de golpe. Pero se había equivocado de dirección y Avery se alejó, mientras el hombre empezaba a aullar:
—¡Aquí está! ¡Aquí está!
Media docena de personas se acercaron al hombre, dos de ellas corriendo, las otras andando cautelosamente. Avery echó a correr. En la parte trasera de la casa, una mujer en la cual reconoció a Miss Barksdale, la solterona que la agencia inmobiliaria en la ciudad, estaba atisbando a través de la ventana de la cocina. Avery resistió la tentación de propinar un puntapié al voluminoso trasero. En vez de ello, alargó un brazo invisible por encima del hombro de la fisgona y abrió la mitad superior de la ventana, al tiempo que susurraba:
—Esto le permitirá ver mejor el interior de la casa, Miss Barksdale.
La mujer giró sobre sí misma y palideció intensamente. Avery confió en que no se desmayaría, pero no se quedó a comprobarlo. Regresó a la parte delantera de la casa, donde un grupo de hombres se había espaciado a lo largo del límite del césped con la carretera.
Avery echó hacia atrás la rama de un árbol y la soltó contra el más próximo de los hombres. Mientras la rama golpeaba el pecho del desconocido, Avery aulló:
—¡Fuera de mi propiedad!
El hombre golpeado por la rama no reaccionó como Avery había esperado. Dirigiéndose al que formaba la línea junto a él, le dijo:
—¡Oh! Por lo visto, tiene ganas de jugar. Ese individuo puede ser peligroso. Vamos a por él antes de que le haga daño a alguien.
La línea de hombres unió sus manos y empezó a correr a través del césped, hacia la casa. Avery tuvo que esprintar para evitar que le capturaran inmediatamente. Se sintió invadido por una oleada de miedo. ¡Aquellos hombres le estaban dando caza, como si fuera un animal!
En un instante, su posición había pasado a ser, de la de un indignado propietario expulsando a la gente de su finca, a la de un ser extraño al que había que eliminar.
Avery cometió el error de mirar hacia abajo. El no ver sus pies le hizo tropezar. Mientras caía trató de rodar sobre sí mismo para quedar situado entre dos de los hombres de la cadena humana. Pero un pie se estrelló contra sus costillas y el dolor le hizo proferir un grito. Inmediatamente, la línea de hombres se hecho al suelo en la vecindad general de su grito. Su captura era inevitable.
—¡Ya lo tengo! —gritó uno de los hombres, y los otros se amontonaron a su alrededor como en una melée de rugby.
Avery trató de luchar, pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles.
—De acuerdo —dijo—. Me rindo. Tengan cuidado, miren dónde ponen los pies.
—Asustando a la gente, ¿eh? —dijo uno de los hombres—. Es usted un cretino. —Y, a los demás—: Le tengo cogido por un brazo. Creo que es el izquierdo. Sí. Sujetadle fuerte por los brazos y las piernas.
Se aplicaron afanosamente a la tarea, y Avery se dio cuenta de que la violencia de la muchedumbre podía estar muy cerca de la superficie, incluso en su ciudad natal. Se asustó al ver el contraído rostro del hombre arrodillado sobre su pecho y recordar que la última vez que le había visto había sido mientras el individuo atendía amablemente a la clientela del supermercado en el cual ejercía las funciones de encargado del personal.
La multitud, que ahora ascendía a medio centenar de personas, formaba un ominoso círculo a su alrededor.
—¡Miren! —dijo alguien súbitamente—. ¡Puedo ver parte de él! ¡Es verde!
La muchedumbre murmuró y se acercó más.
—Es cierto —dijo uno de los hombres que le sujetaban—. Es el lugar donde le ha manchado la hierba... Ven, Joey, sujétale el brazo mientras yo le froto la cara con hierba...
Liz salió corriendo de la casa, gritando, tratando de abrirse paso a través de la multitud, golpeando con sus puños cerrados las espaldas que se erguían delante de ella.
Uno de los captores de Avery se disponía a frotarle el rostro con un puñado de hierba cuando llegó la policía, en medio de un gran aullido de sirenas.
Desde la ventana de su dormitorio Avery pudo ver los destrozos que las ruedas de los automóviles habían causado en el césped, ahora despejado de vehículos, y a los dos agentes que mantenían la fluidez del tránsito en la carretera.
Avery temblaba todavía por efectos de la reciente excitación. Llevaba un albornoz y estaba sentado en su sillón, y cuando miraba el espejo podía ver el contorno verde de su cara semejante a una máscara suspendida sobre el cuello vacío del albornoz.
En la habitación, con Avery y Liz, había otros dos hombres. Uno de ellos era el médico, Mike Custer. El otro, el que Avery conocía de vista, era el teniente Winick, de la policía local. Los niños habían sido enviados a sus cuartos, con órdenes severas de quedarse allí, sin hacer ruido.
—Le dije a usted que no saliera —dijo Mike Custer—. Podían haberle lastimado seriamente.
—¿Por qué no les ha detenido? —le preguntó Liz al teniente—. ¡Los muy sádicos!
El teniente Winick permanecía sentado, contemplando a Avery con una mezcla de fascinación y de incertidumbre.
—Lo siento, Mrs. Train —dijo— Sé que no va a gustarle lo que voy a decirle, pero creo que no tiene usted en cuenta los sentimientos de esas personas. Su reacción está justificada, hasta cierto punto, por el temor provocado en ellos por la especial situación de su marido. Piense lo que podría hacer Mr. Train, si sus instintos fueran malignos...
—Si me permitieran lavarme la cara —dijo Avery—, no tendría este aspecto de rufián. No soy más que un ciudadano tranquilo, respetuoso con las leyes, que una mañana despertó convertido en un ser anormal. Es lógico que me afectara el hecho. Y también es lógico que me haya afectado ver cómo la gente pisoteaba el jardín de mi esposa, sólo para echarle una ojeada al monstruo. De modo que decidí darles un pequeño escarmiento. Si hubiera sido visible, me hubiera enfrentado a ellos con un palo. ¿No habría echo usted lo mismo?
Winick tenía un bloc de notas en las manos.
—No quisiera estar en sus zapatos ni por un millar de dólares. A continuación vendrá el F.B.I. Este es un caso para la policía federal, con aspectos que afectan a la seguridad del país.
Liz dijo furiosamente:
—Mi marido no es un criminal.
—Pero provocó una alteración del orden público —replicó el teniente.
—La multitud le empujó a ello —dijo Liz, todavía furiosa.
—Y él se dejó empujar, saliendo a asustar a la gente, independientemente del hecho de que la multitud se encontrara dentro de su finca. Si se hubiera quedado en casa y nos hubiera avisado antes, habríamos despejado estos alrededores y no hubiera pasado nada.
—Es cierto, Liz —dijo Avery—. Creo que el teniente tiene razón.
—Eso es hablar con sentido común, Mr. Train —dijo Winick—. Cuantos más detalles sepamos, mejor. La prensa no dejará de ocuparse del caso, y si nosotros podemos dar algunas de las respuestas, le molestarán a usted mucho menos. Me sorprende que su teléfono no esté sonando ya.
—Está descolgado —dijo Liz.
—Bien. —El teniente volvió una página de su bloc—. Ahora, Mr. Train, dígame: ¿cuándo se dio cuenta por primera vez de que era usted... supongo que tendremos que utilizar la palabra... invisible? No parece haber otra.
—Ayer por la mañana —dijo Avery.
Continuó contestando preguntas y contempló cómo se iban llenando las páginas del bloc.
Cuando el teniente Winick se hubo marchado, dejando uno de los coches de la policía de guardia delante de la casa, Mike Custer dijo:
—Ahora, ¿le gustaría saber lo que opinan en el laboratorio acerca de su caso?
—Me gustaría saber si esos polizontes se han quedado ahí para evitar que la gente se acerque a esta casa, o para impedir que yo salga de ella.
—Mitad y mitad, posiblemente —dijo Mike—. Escuche, Avery, tengo un colega que está interesado en verle. Lleva muy poco tiempo en nuestro país...
—¿De dónde ha venido?
—Es el mejor especialista sudamericano en anormalidades tintóreas de la sangre.
—¡Oh! ¿Es eso lo que tengo?
—Es demasiado pronto para decir lo que tiene. ¿Permitirá usted que le examine?
—Desde luego. Y para demostrarle que soy un Buen Vecino, ni siquiera le cobraré entrada.
—Vamos, Avery —dijo Liz.
—Vamos, Avery —la remedó él—. Como única anormalidad tintórea que soy al norte de la frontera, creo que tengo derecho a ciertas consideraciones. ¿Es eso lo que le dijeron de mí en el laboratorio, Mike? ¿Que soy un anormal? Para ese viaje no necesitaba alforjas: yo mismo podía habérselo dicho.
—No insistas, Ave —dijo Liz. Luego se volvió hacia el doctor—: Dígale a su colega que venga, doctor Mike. No le haga caso a Avery. Comprenda que está pasando por una dura prueba.
—Está ahí afuera —dijo Mike.
Se acercó a la ventana y agitó una mano en dirección a uno de los agentes, el cual acompañó hasta la puerta de la casa a un hombre bajito, de aspecto vivaracho.
—El doctor José Ramíndez Oaca —dijo Mike—. Mr. y Mrs. Avery Train.
Oaca contempló la máscara verde completamente fascinado, ignorando la mano que le tendía Liz.
—¡Ah, ah, ah! —exclamó. Se volvió hacia Mike Custer, visiblemente entusiasmado—. ¿Puede usted creerlo, amigo mío? ¿Puede usted creer que existe semejante fenómeno aquí, a unas millas de distancia de los Laboratorios? ¿Aquí, en este soñoliento pueblo, a un tiro de piedra de nuestro centro de investigaciones? Amigo mío, le estoy profundamente, profundamente agradecido.
—¿A qué Laboratorios se refiere? —gruñó Avery, en tono suspicaz.
—Unos Laboratorios que están realizando un magnífico trabajo en campos muy poco conocidos y que el profano apenas sospecha.
Avery volvió su verde rostro hacia Mike, el cual parecía encontrarse un poco incómodo.
—¿Qué Laboratorios? —preguntó Avery.
—Lindhof —respondió brevemente Mike.
—¡Lindhof! —repitió Avery—. ¿Y usted, que se llama amigo mío, me ha traído aquí a uno de los nombres de Lindhof, sabiendo lo que opino de ellos? ¿De esos traficantes de la medicina? ¡Proveedores de píldoras para el populacho!
Avery sacudió su máscara verde. Los Laboratorios Lindhof: proveedores ahora de invisibilidad, si permitía que le utilizaran como conejillo de Indias. Había empezado a conocer los poderes inherentes de la invisibilidad... y no le habían gustado.
Oaca se había acercado un poco más a Avery, sumido aún en una especie de éxtasis e ignorando, al parecer, los exabruptos de Avery.
—El doctor Oaca es una excelente persona, Avery —dijo Mike Custer—. Le doy mi palabra de honor.
Liz dijo:
—¿Cree que pueden hacer algo por mi marido?
Oaca pareció darse cuenta de la presencia de Liz por primera vez.
—Estoy convencido de ello, señora. Pero necesitamos su cooperación.
Liz se volvió hacia su marido con expresión suplicante:
—Avery, deja que lo intente.
—Me someteré a un reconocimiento —dijo Avery hoscamente—, pero antes de pasar más allá quiero sostener una larga conversación con Mike.
—Excelente —dijo Oaca—. En primer lugar, vaya a lavarse para que desaparezca todo rastro de tinturalismo. De otro modo, las condiciones no serían correctas.
Avery se indignó al oír que le daban órdenes como si fuera un chiquillo.
—Escuche, doctor Oaca... —empezó a decir.
—Por favor, Mr. Train. Quítese lo verde.
Avery se alejó, murmurando. Cuando regresó del cuarto de baño, Oaca estaba sentado en el borde de la cama, hablando.
—...de tribu a tribu. De modo que alcanzan una especie de invisibilidad, al menos para ellos mismos. Una persona del exterior los vería, desde luego, aunque no por mucho tiempo, porque el forastero sería asesinado. De modo que para lo que ellos se proponen, al menos, han alcanzado la invisibilidad y no podemos decir que no exista. Es más que probable que el caso de su marido sea de un tipo completamente distinto aunque no debemos descartar ninguna posibilidad ¡Ah! Ya está usted aquí de nuevo, Mr. Train. Bien. Quítese el albornoz, por favor, y tiéndase en la cama.
Se quitó el albornoz y tuvo la satisfacción de ver cómo el doctor Oaca retrocedía ligeramente, mientras él desaparecía por completo.
—En beneficio del progreso científico, Mr. Train —dijo Oaca.
Avery vio que sacaba una especie de varita de cristal de su maletín y luego notó que tomaba otra muestra de su sangre.
—¡Oiga! —protestó Avery.
—¿Se da cuenta? —le dijo Oaca a Mike—. ¡Es visible!
—¿Qué pasa conmigo? —preguntó Avery—. ¿Puedo descansar?
—Sí —dijo Oaca. El sudamericano parecía haber perdido todo interés por él, ahora que tenía sus feces, o lo que fuera—. Vamos, doctor Mike. Tenemos mucho que hacer.
—¿Y luego me curaré? —preguntó Avery.
Empezaba a sentirse como el conejillo de Indias que se había resistido a ser.
—No puedo prometerle nada —dijo el doctor Mike—. Pero mantenga los dedos cruzados. Estaré en contacto con usted.
—Gracias —dijo Avery amargamente—. ¡Oh, muchas gracias!
Colgaron de nuevo el teléfono.
La primera en llamar fue una tal Miss Ethel Sturbridge, que vivía en una casa situada al pie de la carretera, un poco más abajo de la vivienda de los Train. Avery dijo:
—Sí, Miss Sturbridge... No, Miss Sturbridge... No, señora, no era yo... Desde luego, sería completamente incapaz de hacer una cosa así... Sí. Miss Sturbridge... Sí. Gracias por llamar. Adiós.
—¿Qué les pasa a las señoritas Sturbridge? —preguntó Liz.
—Sospechan que alguien las ha estado espiando mientras se desvestían. Le aseguré que no había sido yo. Ni puedo imaginar que alguien sienta deseos de espiar a ese par de vejestorios momificados.
A continuación llamó un hombre de voz ronca que no quiso identificarse.
—¿Es usted el tipo invisible? —preguntó.
—El mismo.
—Bueno, quería proponerle un buen asunto, si le interesa. ¿Conoce el banco que hay en Long Ridge? ¿El que tiene los mostradores muy bajos?
—Sí.
—Bien, usted pasa por encima del mostrador, sin hacer ruido. Nadie le verá. Y cuando el cajero esté distraído, coge usted el dinero y me lo pasa a través del mostrador cuando nadie esté mirando. ¿Qué le parece la idea?
—¿Quién es usted?
—Eso no importa, todavía. Primero dígame que está de acuerdo conmigo.
—Desde luego que no estoy de acuerdo con usted. Yo mismo trabajo en un banco.
—Mucho mejor. Así sabrá cómo funcionan las cosas. Me gustaría trabajar con usted. Nos haríamos los amos del mundo.
—Lamento no compartir su opinión —dijo Avery—. Pero gracias por haber llamado.
Avery colgó el receptor.
—¿Quién era? —preguntó Liz.
—Un individuo que se ofrecía a colaborar conmigo para robar en el banco de Long Ridge. Algún chiflado. Si me diera por ahí, podría robar con más tranquilidad en mi propio banco.
—Resulta agradable comprobar lo solicitado que estás, ¿verdad?
—Pero mira por quién. Rateros y una fábrica de píldoras que mezcla productos químicos por valor de dos centavos y los vende por diez dólares.
El teléfono sonó de nuevo y una voz infantil cantó el estribillo acerca del hombrecito que no estaba allí. Avery dijo, mientras colgaba:
—No voy a contestar a ninguna otra llamada.
Liz atendió la llamada siguiente:
—Son los de la Televisión —dijo.
—¿Qué quieren?
—Que aparezcas esta noche en un programa, como invitado de honor.
—¿Aparecer? ¿Quién sabrá cuándo aparezco yo?
—No se refieren a que tengas que ser visible. Ya sabes lo que quieren decir.
—No querrás que vaya, ¿verdad? Ya hemos tenido suficiente publicidad. Diles que no.
El teléfono volvió a sonar inmediatamente después de que Liz hubo colgado.
—No contestes —dijo Avery, pero Liz ya había descolgado el receptor.
—Hola, Joan... Héctico no es la palabra exacta... ¿Harás eso? Eres un primor, Joan. Un millón de gracias.
Liz informó a Avery:
—Joan va a llevarse a los niños para el resto del día. Voy a buscarlos. Aunque no podemos quejarnos: se han portado muy bien.
—A propósito, se están portando demasiado bien. ¡Margie! ¡Bobby! ¿Qué estáis haciendo?
Arriba se abrió una puerta.
—Ahora bajamos —dijo la voz de Margie—. Vamos, Bobby, sal de una vez.
Se oyó la risita de Bobby.
El niño estaba desnudo y verde desde la cabeza hasta los pies.
—Nadie puede verme —anunció—. Soy el niño invisible.
Margie tenía el vestido y las manos manchados de verde.
—¡Bobby! —gritó Liz—. ¡Margie! ¿Qué habéis estado haciendo? ¡Mira al niño, Ave!
—Sólo es tiza verde y acuarela —dijo Margie.
—Soy invisible, como papá —dijo Bobby.
—¡Pasa al cuarto de baño! —dijo Liz—. Y usted también, jovencita. ¡Oh! Sinceramente, Avery. no sé qué es peor, si tu problema o sus efectos colaterales.
Liz tenía un aspecto enfurruñado cuando regresó de llevar a los niños a casa de Joan.
—No puede una entrar y salir de su propia casa sin pasar por el control de la policía —dijo—. Sinceramente, esto es demasiado.
No contribuyó a mejorar su estado de ánimo el entrar en el salón y ver el teléfono suspendido en el aire y un cigarrillo humeando a unas pulgadas de la bocina.
Avery estaba diciendo:
—...cuando usted dijo «laboratorio», yo no sabía que se estaba refiriendo a Lindhof. Creí que me hablaba del laboratorio del hospital.
—¿Quién es? —preguntó Liz—. ¿El doctor Mike?
Avery asintió, olvidando que Liz no podía ver cómo movía la cabeza.
Liz repitió la pregunta.
—Sí —respondió Avery. Y luego por el teléfono—: No. no estaba diciéndole «sí» a usted, sino a Liz... Se encuentra perfectamente. Un poco fastidiada por todo este asunto, pero lo soporta bien. En lo que a mí respecta, Mike, he pensado en el asunto y no quiero saber nada con Lindhof.
—Da la casualidad —dijo Mike— de que los Laboratorios Lindhof son la organización más relevante en el campo de las investigaciones tintóreas.
—Creí que la autoridad en la materia era el doctor Oaca —dijo Avery.
—El doctor Oaca está trabajando con Lindhof en un plan de intercambio amistoso de información. Los Laboratorios Lindhof llevan mucho tiempo ocupándose del problema de la invisibilidad, si quiere saberlo. En realidad —la voz de Mike bajó de tono, como si estuviera conspirando—, tienen una asignación del Pentágono.
—No es necesario que se ponga usted tan melodramático. No hay ningún espía ruso en la línea.
—Sólo trato de explicarle que esto no es ningún proyecto descabellado. Lindhof obtiene su dinero de una de esas partidas que el Comité de Presupuestos del Congreso discute a puerta cerrada. Francamente, en Lindhof están excitados con su caso y les gustaría verle.
—Si pudieran verme —replicó Avery ásperamente—, no me dedicarían una sola mirada.
—No sea usted irónico. ¿Irá conmigo a los Laboratorios Lindhof? Los mejores cerebros del hemisferio están allí para ayudarle. Si alguien puede resolver su problema, son ellos.
—¿Qué problema? A ellos les importa un pepino el problema de Avery Train. Lo único que les importa son las patentes y contratos del gobierno que obtendrán si logran producir un hombre invisible. Pero a mí no me han producido ellos, y no voy a dejar que se aprovechen de mi situación. Yo soy un accidente: una variación espontánea, biológicamente hablando.
—Francamente —dijo Mike—, me estoy cansando de oír sus citas de la última selección del Club del Libro Científico.
—Y yo me estoy cansando de oírle a usted elogiar a los Laboratorios Lindhof. Lo último que leí acerca de ellos fue que habían sido demandados por valor de un millón de dólares, debido a que su vacuna contra la polio estaba contaminada y mató a alguien en vez de inmunizarle.
—Es usted un profano —dijo Mike pacientemente—. En esas cosas siempre hay algo más de lo que dicen los periódicos.
—Pero soy un profano invisible. Y esto es lo que me hace valioso para los Laboratorios Lindhof. Pero no quiero ningún trato con ellos.
—Escuche, cabezota. Usted no tiene ya ningún valor para los Laboratorios Lindhof, y son ellos los que podrían no querer ningún trato con usted. Ellos no le necesitan a usted, y usted les necesita a ellos. En este preciso instante es usted único en su invisibilidad, pero mañana mismo puede ser uno más entre una docena. Con la diferencia de que los otros once podrán aparecer y desaparecer a su antojo, y usted tendrá que apechugar con su estado.
—¿Quiere usted decir que pueden controlar la invisibilidad? —preguntó Avery.
—Eso es lo que he estado tratando de decirle. Yo he hecho todo lo que estaba a mi alcance por usted, en mi calidad de médico de cabecera suyo y admito que no ha sido suficiente. No dispongo de los medios necesarios, Lindhof dispone de ellos. Esto es todo.
—¡Al cuerno con los Laboratorios Lindhof!
—De acuerdo —dijo Mike—. Al cuerno con ellos. Pero si usted persiste en su actitud, persiste en su invisibilidad. Adiós Avery.
—Adiós.
Liz contempló cómo el receptor se encajaba en la horquilla sin que al parecer lo guiara nadie.
—Bueno —dijo Liz—, seguro que le has mandado a paseo.
—Sí.
—¿Te conducirá eso a alguna parte?
—No sé a dónde me conducirá, pero no voy a convertirme en uno de los conejillos de Indias de Lindhof.
—¿Ni siquiera si tuviera que servir para tu curación?
—Ni siquiera así.
—No debes ser tan obstinado, Avery. Tienes que pensar también en tu familia. Por mi parte, no quiero pasar otro día como el de hoy...
—¡No quieres pasar otro día como el de hoy! —estalló Avery—. ¡Hablas como si fueras la única afectada por la situación!
—Sabes perfectamente que sólo estoy preocupada por ti —dijo Liz—. Ahora bien, si quieres continuar siendo un tonto obstinado e invisible, adelante.
Liz salió del salón. Al cabo de unos instantes Avery oyó el ruido de la máquina de coser funcionando a toda marcha. Este era uno de los sistemas utilizados por Liz para desahogar un exceso de tensión emotiva.
Pero al cabo de unos minutos oyó que Liz marcaba un número en el teléfono. Se preguntó a quién estaría llamando. Tendió el oído, pero no pudo oír lo que estaba diciendo. Cuando Liz colgó, el teléfono sonó casi inmediatamente.
—¿Sí? —oyó que decía Liz con una voz completamente normal—. ¿Quién? ¿Life? ¿Sí? —Se produjo un silencio. Luego, Liz le llamó—: Avery, llaman de la revista Life. Es algo acerca de unas fotografías en exclusiva. Han subrayado la palabra «exclusiva».
—Diles que se vayan al infierno —aulló Avery—. Diles que soy un demócrata.
—Mi marido dice que les diga que es un demócrata —repitió Liz—. ¿Qué? Creo que se refiere a que no le gusta el tono político de su revista... No. No. Adiós.
Liz colgó el receptor.
—Avery —dijo—, voy a salir.
—¿A dónde vas?
—¿Estás seguro de que no cambiarás de idea y permitirás que Lindhof te ayude?
—Seguro que estoy seguro.
—De acuerdo. Entonces, voy a salir.
—Pero, ¿adonde vas?
—No te preocupes; no me iré a Reno. Volveré.
—Liz...
Pero su esposa se alejaba ya en el automóvil familiar. Uno de los agentes estacionados al final del camino de acceso a la casa la saludó mientras el automóvil se alejaba, en dirección a la ciudad.
Hacía mucho que Liz se había marchado. Avery anduvo de un lado para otro, por la casa vacía. Hubiera sido un buen momento para comer, sin nadie que enfermara contemplándole, pero no tenía hambre. Sobre la repisa de la chimenea en cambio, había una botella de whisky.
Avery la miró, se alejó de ella, volvió a acercarse.
—Avery —dijo—. ¿qué opinas de echar un trago?
—Creo que no me sentaría mal, Train —se contestó a sí mismo.
Llevó la botella a la cocina, vertió tres dedos de whisky en un vaso y brindó:
—A tu salud —dijo, alzando el vaso.
—A la tuya, viejo.
Bebió un sorbo de licor.
Iba por su tercer vaso, cuando oyó crujir la grava bajo las ruedas del automóvil. No se levantó del sillón. Estaba absorto tratando de recordar cómo continuaba el antiguo estribillo de una canción cuartelera, después de las dos primeras líneas. Las cantó otra vez:
«Cuando tú llevabas un camisón de color de rosa, y yo llevaba mi B.V.D...»
La puerta principal se abrió y volvió a cerrarse.
—...mi B.V.D. —Avery cerró los ojos para concentrarse—. «Ta-ra-ra-ta-ta-ta-ta-ra-ra-ta-ta-ta...»
—Precisamente lo que me hacía falta —dijo Liz.
Avery notó que arrancaban el vaso de su mano.
—¡Qué oportuna! —dijo—. Ahora que casi lo tenía... «Ta-ra-ra-ta-ta-ta...» ¿Te acuerdas, Liz? —Abrió los ojos—. ¿Liz? ¿Dónde te has metido?
—Estoy aquí —dijo ella.
—¿Dónde, aquí? —Avery miró a su alrededor—. ¡Liz!
Allí estaba el vaso, suspendido a unas dieciocho pulgadas del suelo, y la voz de Liz llegando de detrás del vaso, pero ni rastro de Liz.
—¿Qué te ha ocurrido? ¡Dios mío, te he contagiado! —exclamó Avery—. ¡Oh, Liz!
—Me apetece un cigarrillo —dijo Liz—. No importa, lo cogeré yo misma.
Un sonido envió los ojos de Avery hacia la mesita del salón. Vio deslizarse a un lado la tapadera de la caja de los cigarrillos, vio alzarse en el aire un cigarrillo. A continuación oyó el sonido de un fósforo al ser rascado, y vio, oscilar la llama, pegada a un extremo del cigarrillo. Luego, su atención se concentró en el humo, el cual perfiló vagamente un par de pulmones antes de ser expelido.
—¡Elizabeth! —exclamó—. ¡Esto es horrible!
—No es tan malo —dijo la voz de Liz.
—¡Dios mío! —murmuró Avery, consternado—. ¿A qué extremo te he conducido?
—Todo hombre invisible necesita una mujer invisible —dijo Liz tranquilamente—. ¿No estás de acuerdo?
—No —dijo Avery—. Liz, lo siento. No sabía que era contagioso.
—Tú sabes muy pocas cosas, Avery Train —le dijo Liz—. Eres un hombre obstinado y cabezota, al que yo amo mucho a pesar de ello. Tu invisibilidad no es contagiosa. ¿Quieres saber una cosa? Tú no me has hecho esto. He sido yo misma.
—¿Tú misma? ¿Qué significa que has sido tú misma?
—Significa que he ido a los Laboratorios Lindhof, puesto que tú no querías ir, para enterarme de lo que sabían acerca de tu... anomalía. Me lo han enseñado todo. Tienen un antídoto. Vi cómo lo aplicaban a unos conejos. Convirtieron a uno de ellos en invisible y luego lo devolvieron a su estado normal. Entonces les pedí que me hicieran invisible.
—¡Pero tú no eres un conejo!
—No, no lo soy. Pero tampoco tú lo eres. Y yo soy sólo tan invisible como lo eres tú.
—¿Te han hecho invisible en los Laboratorios Lindhof? —preguntó Avery.
—Eso es lo que acabo de decirte.
—¿Y has regresado así, invisible?
—Sí.
—¿Conduciendo?
—No. Conducía el doctor Mike.
—¿Dónde está tu ropa?
—En el automóvil.
—¿Quieres decir que has regresado con Mike, desnuda? ¿Dónde está ese Romeo de vía estrecha? ¡Voy a aplastarle la nariz de un puñetazo!
—Tranquilízate. Avery. No me he desvestido hasta que hemos llegado aquí. Además, el doctor Mike no podía ver nada. Y por si no bastara llevábamos un rodrigón: el doctor Oaca.
—¡Ese cretino! —exclamó Avery—. ¿Está ahí afuera, también?
—Sí. Ellos están ahí afuera, visibles, y tú y yo estamos aquí, invisibles, y el problema estriba en saber si vamos a equipararnos a ellos en visibilidad, o no. En otras palabras, Avery Train, mientras tú seas invisible lo seré yo también. Y ahora, terminado mi discurso, me gustaría tomar otro trago... ¿Avery? ¿Dónde estás?
—No me he movido de aquí.
—¿Por qué estás tan callado?
—Supongo que me estoy rindiendo. No quiero una esposa invisible. Eres demasiado guapa para ser invisible.
—¿Quieres decir que irás a los Laboratorios?
—No veo qué otra cosa puedo hacer. Sería absurdo continuar así, si ellos han conseguido obtener el medio de hacer desaparecer a cualquiera. ¡Malditos sean! Desde luego que iré.
—¡Oh, Avery! ¡Cuánto me alegro! Vamos, nos están esperando.
—De acuerdo. —Avery se puso en pie y se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo antes de llegar a ella—. Un momento. ¿Por qué tienen tanta prisa?
—Sólo tratan de ayudarte, Ave.
—¿Sí? Mira, por unos instantes me he sentido confundido. Los efectos del whisky, quizá... Pero ahora empiezo a ver claro. Tienen tanta prisa en ayudarme, y te envían a ti como reclamo, porque la culpa es de ellos.
—¿Qué ellos tienen la culpa? —preguntó Liz.
—¿Quién, si no? Han admitido que habían realizado todo el trabajo preliminar. Habían perfeccionado sus píldoras de la invisibilidad desde hace ya algún tiempo. ¿Cómo podría haberme convertido en invisible si no hubiera tomado sus píldoras?
—Pero tú nunca tomas píldoras —objetó Liz—. Lo único que tomas son aspirinas.
—Excepto en mi último día de trabajo. Estaba un poco nervioso, y decidí que una noche de sueño reparador me permitiría empezar mis vacaciones en plena forma. De modo que al salir del banco pasé por la farmacia, y el farmacéutico me recomendó unas píldoras que se despachaban sin receta: «Un nuevo producto de los Laboratorios Lindhof», me dijo. Y me tomé dos píldoras antes de acostarme.
La voz de Liz dijo:
—¿Y tú crees...?
—Estoy seguro. Son las únicas píldoras que he tomado en un año.
—¡Oh! ¿Dónde están las que te sobraron?
—Una buena pregunta, cariño. Arriba. En el bolsillo de mi chaqueta.
—¿No sería preferible que nos las lleváramos?
—¿Y darle a Lindhof una ocasión para destruir la prueba? ¡Ni hablar! Vamos. Ahora estoy preparado para ir a los Laboratorios.
Avery encontró la mano de Liz y la pareja invisible se dirigió hacia el automóvil en el que esperaban Custer, Oaca, y un hombre al que Avery identificó como uno de los vicepresidentes de la firma.
Avery se alegró de verle. Todo encajaba. Los Laboratorios Lindhof estaban tratando de encubrir el último de sus errores: enviaban a uno de sus vicepresidentes para que negociara la salvación del prestigio de la firma.
Presentándose súbitamente ante los tres hombres, sin que éstos supieran dónde estaba, Avery dijo:
—Exijo una indemnización de un millón de dólares.
Sorprendido, desconcertado, el vicepresidente tartamudeó:
—No estábamos preparados para enfrentarnos con una demanda tan elevada. Quiero decir...
Avery comprendió que sus suposiciones habían sido correctas.
—Deducidos los impuestos, desde luego —dijo—. No olvide que tengo en mi poder el resto de las píldoras, Lindhof.
—Hartman —rectificó el vicepresidente—. Mr. Lindhof es mi suegro.
—¡Estupendo! —dijo Avery—. Esto nos permitirá solucionar las cosas en el seno de la familia. Haga el favor de abrir la portezuela para que suba mi bella e invisible esposa, Hartman.
Hartman cerró suavemente la portezuela detrás de Avery y se instaló en el asiento delantero.
—En marcha, caballeros —dijo Avery—. Esto promete ser un viaje delicioso.
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