Philip K. Dick
***
El primer pensamiento que tuvo Anderton al ver al joven fue: «Me estoy poniendo calvo, gordo y viejo». Pero no lo expresó en voz alta. En su lugar, echó el sillón hacia atrás, se incorporó y salió resueltamente al encuentro del recién llegado extendiendo rápidamente la mano en una cordial bienvenida. Sonriendo con forzada amabilidad, estrechó la manó del joven.
—¿Señor Witwer?— Dijo, tratando de que sus palabras sonaran en el tono más amistoso posible.
—Así es— repuso el recién llegado—. Pero mi nombre es Ed para usted, por supuesto. Es decir, si usted comparte mi disgusto por las formalidades innecesarias.
La mirada de su rubio semblante, lleno de confianza en sí mismo, mostraba que la cuestión debería quedar así definitivamente resuelta. Serían Ed y John: todo iría sobre ruedas con aquella cooperación mutua desde el mismo principio.
—¿Tuvo usted dificultad en hallar el edificio? — Preguntó a renglón seguido Anderton, con cierta reserva, ignorando el cordial comienzo de su conversación instantes atrás. Buen Dios, tenía que asirse a algo. Se sintió lleno de temor y comenzó a sudar.
Witwer había comenzado a moverse por la habitación como si ya todo le perteneciese, como midiendo mentalmente su tamaño. ¿No podría haber esperado un par de días como lapso de tiempo decente para aquello?
—Ah, ninguna dificultad—repuso Witwer, con las manos en los bolsillos. Con vivacidad, se puso a examinar los voluminosos archivos que se alineaban en la pared —. No vengo a su agencia a ciegas, querido amigo, ya comprenderá. Tengo un buen puñado de ideas de la forma en que se desenvuelve el Precrimen.
Todavía un poco nervioso, Anderton encendió su pipa.
—¿Y cómo funciona? Me gustaría conocer su opinión.
—No mal del todo—repuso Witwer—. De hecho, muy bien.
Anderton se le quedó mirando.
—¿Esa es su opinión particular?
—Privada y pública. El Senado está satisfecho con su trabajo. En realidad, está entusiasmado.—Y añadió — Con el entusiasmo con que puede estarlo un anciano.
Anderton sintió un desasosiego interior, que supo mantener controlado, permaneciendo impasible. Le costó, no obstante, un gran esfuerzo. Se preguntaba qué era realmente lo que Witwer pensaba, lo que se encerraba en aquella cabeza. El joven tenía unos azules y brillantes ojos... turbadoramente inteligentes. Witwer no era ningún tonto. Y sin la menor duda, debería estar dotado de una gran dosis de ambición.
—Según tengo entendido—dijo Anderton—usted será mi ayudante hasta que me retire.
—Así lo tengo entendido yo también—replicó el otro, sin la menor vacilación.
—Lo que puede ser este año, el próximo... o dentro de diez.—La pipa tembló en las manos de Anderton—. No tengo prisa por retirarme ni estoy bajo presión alguna en tal sentido. Yo fundé el Precrimen y puedo permanecer aquí tanto tiempo como lo desee. Es una decisión puramente mía.
Witwer aprobó con un gesto de la cabeza, con una expresión absolutamente normal.
—Naturalmente.
Con cierto esfuerzo Anderton habló con el tono de la voz algo más frío.
—Yo deseo solamente que las cosas discurran correctamente.
—Desde el principio—convino Witwer—. Usted es el Jefe. Lo que usted ordene, eso se hará.—Y con la mayor evidencia de sinceridad, preguntó—: ¿Tendría la bondad de mostrarme la organización? Me gustaría familiarizarme con la rutina general, tan pronto como sea posible.
Conforme iban caminando entre las oficinas y despachos alumbrados por una luz amarillenta, Anderton dijo:
—Le supongo conocedor de la teoría del Precrimen, por supuesto. Presumo que es algo que debe darse por descontado.
—Conozco la información que es pública —repuso Witwer—. Con la ayuda de sus mutantes premonitores, usted ha abolido con éxito el sistema punitivo post-criminal de cárceles y multas. Y como todos sabemos, el castigo nunca fue disuasorio, ni pudo proporcionar mucho consuelo a cualquier víctima ya muerta.
Ya habían llegado hasta el ascensor y mientras descendían hasta niveles inferiores, Anderton dijo:
—Tendrá usted ya una idea de la disminución del porcentaje de criminalidad con la metodología del Precrimen. Lo tomamos de individuos que aún no han vulnerado la Ley.
—Pero que seguramente lo habrían hecho—repuso Witwer convencido.
—Felizmente no lo hicieron... porque les detuvimos antes de que pudieran cometer cualquier acto de violencia. Así, la comisión del crimen por sí mismo es absolutamente una cuestión metafísica. Nosotros afirmamos que son culpables. Y ellos, a su vez, afirman constantemente que son inocentes. Y en cierto sentido, son inocentes.
El ascensor se detuvo y salieron nuevamente hacía otro corredor alumbrado con igual luz amarillenta.
—En nuestra sociedad no tenemos grandes crímenes—continuó Anderton—, pero tenemos todo un campo de detención lleno de criminales en potencia, criminales que lo serían efectivamente.
Se abrieron y cerraron una serie de puertas, hasta llegar al ala del edificio que se ocupaba del problema analítico. Frente a ellos surgían unos impresionantes bancos de equipo especializado, receptores de datos, y ordenadores que estudiaban y reestructuraban el material que iba llegando. Y más allá, de la maquinaria, los premonitores sentados, casi perdidos a la vista entre una red inextricable de conexiones y cables.
—Ahí están—dijo Anderton—. ¿Qué piensa usted de ellos?
A la luz incierta de aquella enorme habitación, los tres idiotas farfullaban palabras ininteligibles. Cada palabra soltada al azar, murmurada sin ton ni son en apariencia, era analizada, comparada, reajustada en forma de símbolos visuales y transcritos en tarjetas perforadas convencionales que se introducían en las ranuras de los ordenadores. A todo lo largo del día, aquellos idiotas balbuceaban entre sí o aisladamente, prisioneros en sus sillas especiales de alto respaldo, sujetados de forma especial en una rígida posición por bandas de metal, grapas y conexiones.
Sus necesidades físicas eran atendidas automáticamente. No tenían necesidades espirituales en ningún sentido. Al igual que vegetales, se movían, se retorcían y existían. Sus mentes permanecían nubladas, confusas, perdidas en las sombras. Pero no las sombras del presente. Las tres murmurantes criaturas con sus enormes cabezas y estropeados cuerpos estaban contemplando el futuro. La maquinaria analítica registraba sus profecías y los tres idiotas premonitores hablaban, mientras que las máquinas escuchaban cuidadosamente.
Por primera vez, la confiada cara de Witwer pareció perder seguridad. En sus ojos apareció una desmayada expresión de sentirse enfermo, como una mezcla de vergüenza y de shock moral.
—No es... agradable—murmuró—. Nunca pude imaginarme que fueran tan... —Luchó con su mente para encontrar la palabra adecuada—. Tan... deformes.
—Sí, deformes y retrasados —convino Anderton al instante—. Especialmente aquella chica, Dona. Tiene cuarenta y cinco años pero el aspecto de una niña de diez. El talento lo absorbe todo: su facultad especial de premonición del porvenir altera el equilibrio del área frontal. Pero, ¿para qué vamos a preocuparnos? Conseguimos sus profecías. Aquí tienen cuanto necesitan. Ellos no comprenden absolutamente nada de esto, pero nosotros sí.
Algo sobrecogido por el espectáculo, Witwer atravesó la habitación y se dirigió hacia la maquinaria. De un recipiente tomó un paquete de fichas.
—¿Son éstos los nombres que han surgido?
—Desde luego que sí.—Y frunciendo el ceño, Anderton tomó las fichas de manos de Witwert — No he tenido aún la oportunidad de examinarlas—explicó guardándose para sí la preocupación que aquello le causaba.
Fascinado, Witwer observaba cómo las máquinas de tanto en tanto expulsaban una ficha sobre un recipiente. Después continuaban con otra y una tercera. De los discos que zumbaban con un murmullo constante, surgían fichas, una tras otra.
—¿Los premonitores ven muy lejos en el futuro? —Preguntó Witwer.
—Sólo ven una extensión relativamente limitada —le informó Anderton—. Una semana o dos como mucho. Muchos de sus datos son inútiles para nuestro trabajo... simplemente sin importancia para nuestra investigación. Pasamos esas informaciones a otras agencias. Agencias, que a cambio nos pasan otros informes interesantes. Cada agencia importante tiene su subterráneo de «monos» guardados como un tesoro.
—¿«Monos»?—Dijo Witwer mirándole con desagrado. Oh, sí, ya comprendo. Es una curiosa forma de expresarlo.
—Muy adecuada—automáticamente, Anderton recogió las últimas fichas expulsadas por los ordenadores—. Algunos de estos nombres, tienen que ser totalmente descartados. Y la mayor parte de los que quedan se refieren a delitos poco importantes, como los de evasión de impuestos, asalto o extorsión. Como estoy seguro que usted ya sabe, el Precrimen ha rebajado las fechorías en un 99 %. Apenas si se dan casos actualmente de traición o asesinato. Después de todo, el delincuente sabe que lo confinaremos en un campo de detención una semana antes de que tenga la oportunidad de cometer el crimen.
—¿En qué ocasión se cometió el último asesinato? —Preguntó Witwer.
—Hace cinco años.
—¿ Y cómo ocurrió?
—El criminal escapó de nuestros equipos. Teníamos su nombre…de hecho teníamos todos los detalles del crimen, incluido el nombre de la víctima. Sabíamos también el momento exacto y el lugar preciso del planeado acto de violencia que iba a cometerse. Pero a despecho nuestro y de todo, el criminal consiguió llevarlo a cabo. —Anderton se encogió de hombros —. Después de todo, resulta imposible cogerlos a todos. — Barajó las fichas con las manos —. Sin embargo, conseguimos evitar la mayoría.
—Un crimen en cinco años —murmuró Witwer, en cuya voz se advertía que retornaba la confianza perdida —. Es realmente un récord impresionante... algo para sentirse orgulloso.
—Yo me siento orgulloso —repuso con calma —. Hace treinta años descubrí la teoría... allá en aquellos días cuando los crímenes se producían abundantemente. Vi proyectado hacia el futuro algo de un incalculable valor social.
Alargó el paquete de tarjetas a Wally Page, su subordinado a cargo del equipo de «monos».
—Vea usted cuáles necesitamos —le dijo —. Utilice su propio criterio.
Mientras Page desaparecía con las fichas, Witwer dijo pensativamente:
—Pues creo que es una gran responsabilidad.
—Sí, lo es —convino Anderton —. Si dejamos que un criminal se escape — como ocurrió hace cinco años— tenemos una vida humana en nuestra conciencia. Nosotros somos los únicos responsables. Si fallamos, alguien puede perder la vida.
Amargamente, recogió tres nuevas fichas acabadas de surgir del ordenador
—Es una cuestión de confianza pública.
—¿Y no se sienten ustedes tentados a… ? —Witwer vaciló —. Quiero decir, algunos de los hombres que ustedes detienen por este procedimiento tendrán que ofrecerles muchas posibilidades.
—En general enviamos un duplicado de las tarjetas del archivo al Cuartel General Superior del Ejército. Allí se comprueba cuidadosamente. Así pueden también seguir nuestro trabajo. — Anderton, lanzó un vistazo a la parte superior de una de las fichas recién salidas —. Así, aunque nosotros deseásemos aceptar un…
Se detuvo de repente, con los labios apretados.
—¿ Ocurre algo? —Preguntó Witwer alarmado.
Cuidadosamente, Anderton dobló la ficha y la depositó en uno de sus bolsillos.
—Ah... nada —murmuró—. No es nada, nada en absoluto.
La dureza de la voz de Anderton puso alerta a Witwer.
—Con sinceridad, a usted le disgusto yo.
—Es cierto —admitió Anderton —. No me gusta. Pero...
En realidad no era aquél el motivo. No parecía posible; no era posible. Algo iba mal en todo aquello. Perplejo, trató de aclararse su mente confusa.
Sobre aquella ficha estaba escrito su nombre. En la primera línea. …¡ Y acusado de un futuro asesinato! De acuerdo con las señales codificadas, el Comisario del Precrimen John A. Anderton iba a matar a un hombre... y dentro de la próxima semana.
Con una absoluta y total convicción, él no podía creer semejante cosa.
* * *
En la oficina exterior, hablando con Page se hallaba la esbelta y atractiva joven esposa de Anderton, Lisa. Estaba enzarzada en una animada y aguda conversación de política y apenas sí miró de reojo cuando entró su marido acompañado de Witwer
—Hola, querida—saludó Anderton.
Witwer permaneció silencioso. Pero sus pálidos ojos se animaron al posar su mirada sobre la cabellera de la mujer vestida de uniforme. Lisa era un oficial ejecutivo del Precrimen, pero una vez había sido, según ya conocía Witwer, la secretaria de Anderton.
Dándose cuenta del interés que se reflejaba en el rostro de Witwer, Anderton se detuvo reflexionando. Colocar la ficha en las máquinas requeriría un cómplice del interior del Servicio, la ayuda de alguien que estuviese íntimamente conectado con el Precrimen y tuviese acceso al equipo analítico. Lisa era un elemento improbable. Pero la posibilidad existía.
Por supuesto que la conspiración podría hacerse en gran escala y de forma muy elaborada, implicando mucho más que el sencillo hecho de insertar una cartulina perforada en cualquier lugar del proceso. Los datos originales en sí mismos tendrían que ser deliberadamente cambiados. Por el momento, no había forma de decir de qué modo podría llevarse a cabo tal alteración. Un frío nervioso le recorrió la espalda, al comenzar a entrever las posibilidades del asunto. Su impulso original—abrir las máquinas decididamente y suprimir todos los datos—resultaba inútilmente primitivo. Probablemente los registros concordaban con la ficha: no haría sino incriminarse a sí mismo en el futuro. Disponía de aproximadamente veinticuatro horas. Después, la gente del Ejército desearía comprobar seguramente las fichas y descubrirían la discrepancia. Y encontrarían en sus archivos el duplicado de una ficha de la que él se habría apropiado. El sólo tenía una de las dos copias, lo que significaba que la ficha que se hallaba doblada en su bolsillo estaría a aquellas horas sobre la mesa de Page a la vista de todo el mundo.
Desde el exterior del edificio le llegó el tronar y los aullidos de una patrulla de coches de la policía. ¿Cuántas horas pasarían antes de que fueran a detenerse en la puerta de su casa?
—¿Qué te ocurre, cariño?—Le preguntó Lisa inquieta—. Tienes el aspecto del que ha visto a un fantasma. ¿Te encuentras bien?
—Oh, sí, perfectamente.
Lisa se dio cuenta en el acto del escrutinio admirativo de que estaba siendo objeto por parte de Witwer.
—¿Es este caballero tu nuevo colaborador, querido?—Preguntó.
Un poco distraído y confuso, Anderton se apresuró a presentar a su nuevo colega. Lisa sonrió en amistoso saludo. ¿Pasó entre ellos como un encubierto entendimiento? No pudo decirlo. Santo Dios, ya estaba empezando a sospechar de todo el mundo... no solamente de su esposa y de Witwer sino de una docena de miembros de su personal.
—¿Es usted de Nueva York?,—preguntó Lisa.
—No—replico Witwer—. He vivido la mayor parte de mi vida en Chicago. Estoy en un hotel... . uno de esos grandes hoteles del centro de la ciudad. — Espere... tengo el nombre escrito en una tarjeta por aquí en cualquier parte.
Mientras se rebuscaba por los bolsillos, Lisa sugirió:
—Tal vez le gustaría cenar con nosotros. Tendremos que trabajar en íntima cooperación y pienso que realmente deberíamos conocernos mejor.
Asombrado, Anderton se sintió deprimido. ¿Qué oportunidades serían las que proporcionaría la actitud amistosa de su mujer? Profundamente conturbado se dirigió impulsivamente hacia la puerta.
—¿Adónde vas?—Preguntó Lisa asombrada.
—Vuelvo con los «monos»—repuso Anderton—. Quiero hacer una comprobación relativa a unos datos desconcertantes, antes de que el Ejército los vea.
Ya estaba fuera en el corredor antes de que ella pudiese pensar en una forma razonable de detenerlo. Rápidamente se dirigió hacia la rampa del extremo opuesto. Estaba ya a punto de desaparecer de la vista cuando Lisa apareció jadeante de la carrera emprendida tras él.
—Pero, ¿ qué es lo que te ocurre, hombre de Dios? — Tomándole por una manga y tirando fuerte hacia ella, se sitúo a su lado —. Sabía que te marchabas—exclamo Lisa bloqueándole el camino—. ¿ Qué te pasa? Todo el mundo va a pensar que tú…... —Se contuvo controlándose para añadir: Quiero decir, que te estas comportando de una forma errática y extraña.
Una multitud de gente les envolvió, la muchedumbre usual de la tarde. Ignorando a todo el mundo, Anderton apretó el brazo de su mujer.
—Voy a salir fuera—dijo—, mientras que aún es tiempo.
—Pero, ¿por qué?
—Estoy siendo tratado de una forma deliberadamente maliciosa. Ese hombre ha venido a quedarse con mi trabajo. El Senado quiere echarme sirviéndose de él.
Lisa le miró asombrada.
—Pero si parece una persona encantadora...
—Sí, encantadora como una serpiente de agua.
Lisa reflejó en su rostro su desconcierto.
—No lo creo. Querido, creo que estás bajo los efectos de un exceso de trabajo.—Sonriendo inciertamente balbuceó— No resulta realmente creíble que Ed Witwer esté tratando de minarte el terreno. ¿Cómo podría hacerlo aunque quisiera? Seguramente que Ed...
—¿Ed?
—Ese es su nombre, ¿no es así?
Los ojos de Lisa se dilataron de asombro y de desconcierto y brillaron en una muda protesta.
—Cielo santo, estás sospechando de todo el mundo. Parece como si creyeses que yo también estoy mezclada en alguna clase de conspiración contra ti, ¿verdad?
Su marido consideró un instante la cuestión.
—Pues... no estoy muy seguro.
Lisa se le aproximó con ojos acusadores.
—Eso no es cierto. Ni tú mismo lo crees. Tal vez deberías marcharte de vacaciones por un par de semanas. Necesitas desesperadamente un descanso. Toda esta tensión y este trauma producido por la llegada de un joven... Estás actuando como un paranoico. ¿Es que no puedes verlo? Dime, ¿tienes alguna prueba de lo que estás diciendo? :
Anderton sacó su billetera y extrajo de ella la ficha doblada.
—Examina esto cuidadosamente—le dijo a su mujer.
El color se escapó de las mejillas de Lisa, dejando escapar un sonido entrecortado.
—La trama es claramente evidente —le dijo Anderton—. Esto dará a Witwer un claro pretexto, legal al mismo tiempo, para suprimirme de aquí inmediatamente. No tendrá que esperar a que yo presente mi dimisión. Ellos saben que puedo prestar aún unos años más de servicio.
—Pero...
—Y eso acabará con el sistema de equilibrio y de comprobación. El Precrimen dejará de ser una agencia independiente. El Senado controlará la policía y después... —Su labios se apretaron en un rictus amargo— Absorberán igualmente al Ejército también. Bien, eso sería una consecuencia lógica. Naturalmente, siento hostilidad y resentimiento hacia Witwer, y por supuesto que tengo motivos para proceder así. A nadie le gusta ser reemplazado por un joven y puesto en la lista de los inútiles. En su día eso resultaría totalmente plausible, excepto que no tengo ni la más remota intención de matar a Witwer. Pero no puedo probarlo. Y así las cosas ¿Qué es lo que puedo hacer?
En silencio, con la cara blanca por una intensa palidez, Lisa sacudió la cabeza.
—Pues yo... yo no sé, querido. Si solo...
—Ahora mismo—declaró abruptamente Anderton—. Me voy a casa y empaquetaré mis cosas. Creo que es lo mejor que puedo hacer.
—Y vas realmente a... ¿Esconderte por ahí?
—Así voy a hacerlo Me iré aunque sea a las colonias lejanas del sistema de Centauro si es preciso. Ya se ha hecho antes con éxito y aún dispongo de veinticuatro horas para hacerlo.—Se volvió resueltamente—. Vuelve al interior. No hay nada que hablar de que vengas conmigo.
—¿Imaginaste que lo haría?—Preguntó Lisa.
Sorprendido, Anderton la miró fijamente.
—¿No lo hubieras hecho? No, ya veo que no me crees. Todavía piensas que estoy imaginando todo esto... —Y sacudió nerviosamente la ficha entre las manos—. Ni incluso con esta evidencia estás convencida.
—No—convino rápidamente Lisa—. No lo estoy. Creo que no has considerado bien de cerca la cuestión, querido. El nombre de Ed Witwer no esta en ella.
Incrédulo, Anderton tomó la ficha de manos de su mujer.
—Nadie dice que tú tengas que matar a Ed Witwer —continuó Lisa rápidamente en un tono vivaz—. La ficha debe ser verdadera, ¿comprendes? Pero nada tiene que ver con Ed Witwer. El no está intrigando contra ti, ni ninguna persona más tampoco.
Demasiado confuso para responder, Anderton permaneció sin quitar los ojos de la ficha de cartulina. Ella tenía razón. Ed Witwer no estaba catalogado como su víctima. Sobre la línea quinta, la máquina había estampado nítidamente otro nombre:
LEOPOLD KAPLAN
Aturdido, volvió a guardarse la ficha en el bolsillo. Jamás había oído ese nombre en toda su vida.
* * *
La casa se hallaba fría y solitaria y casi inmediatamente Anderton comenzó a hacer los preparativos para su viaje. Mientras empaquetaba las cosas, una serie de frenéticos pensamientos cruzaban su mente. Posiblemente estaba equivocado respecto a Witwer, pero, ¿cómo podía estar seguro? En cualquier caso, la conspiración contra él era mucho más compleja de lo que había creído a primera vista. Witwer sólo podría ser una marioneta animada por cualquier otro personaje, por algún distante y poderoso elemento oculto en la penumbra del fondo
Había sido un error haber mostrado la ficha a Lisa. Sin duda alguna, ella se lo contaría con todo con detalle al propio Witwer. Nunca había salido de la Tierra, ni comprobado qué clase de vida podría llevar en cualquier planeta fronterizo.
Mientras se hallaba así preocupado, el piso de madera crujió tras él. Se volvió rápidamente para enfrentarse con el cañón azulado de una pistola atómica.
—No le llevará mucho tiempo—dijo, mirando fijamente al hombretón cuadrado de hombros, de labios apretados, que, vistiendo un abrigo marrón oscuro, le apuntaba con el arma atómica— ¿Ni siquiera dudó ella un instante?
El rostro del intruso no pareció tener respuesta adecuada.
—No sé de lo que está usted hablando—dijo— Vamos, venga conmigo.
Paralizado, Anderton soltó una pesada chaqueta de pieles que sostenía en la mano.
—Usted no pertenece a mi agencia. ¿Es usted acaso un oficial de la policía?
Protestando y a empujones fue llevado a toda prisa hacia un coche cubierto que esperaba en la calle. La puerta se cerró con estrépito al arrancar el coche, habiendo entrado previamente tres hombres armados en el interior junto con él. El automóvil salió disparado hacia la autopista que salía alejándose de la ciudad. Impasibles y remotos, los rostros que le rodeaban permanecían inalterables con los movimientos del vehículo, al pasar los inmensos campos, oscuros y sombríos, que desfilaban rápidamente ante sus ojos.
Anderton aún trataba inútilmente de captar las implicaciones de lo sucedido, cuando de repente, el coche se desvió de la carretera general y descendió a un garaje de aspecto sombrío con la entrada semioculta. Alguien gritó una orden. La pesada puerta metálica de acceso se descorrió y unas luces brillantes iluminaron el recinto. El chofer apagó el motor.
—Lamentarán ustedes esto—protestó Anderton indignado—. ¿Sabe usted quién soy yo? —concluyó dirigiéndose al que parecía ser el jefe de la partida.
—Lo sabemos —repuso el hombre del abrigo marrón,
A punta de pistola, Anderton fue conducido por unas escaleras y después, por un corredor alfombrado. Se hallaba, al parecer, en una lujosa residencia privada, construida ocultamente en un área devastada por la guerra.
Al extremo del corredor se abría una habitación, más bien un estudio, provisto de gran cantidad de libros y ornamentado, por lo demás, con exquisito gusto. Dentro de un círculo de luz y con el rostro oculto parcialmente por las sombras, un hombre a quien jamás había visto permanecía sentado esperando su llegada.
Conforme se aproximaba Anderton, aquel hombre se quitó unos lentes sin aros, con cierto nerviosismo, y se humedeció los labios. Era de avanzada edad, tal vez unos setenta, y se apoyaba en un bastón con empuñadura de plata. Su cuerpo era delgado y su actitud curiosamente rígida. Sus escasos cabellos grises los llevaba peinados muy pegados al cráneo. Sus ojos únicamente denotaban alarma.
—¿Es Anderton? —Preguntó con cierta indiferencia al hombre del abrigo marrón—. ¿Dónde lo encontró usted al fin?
—En su casa—replicó el otro—. Estaba preparando el equipaje... según esperábamos.
El anciano del sillón se estremeció visiblemente
—Haciendo el equipaje… Mire—dijo dirigiéndose a Anderton—. ¿Qué es lo que le ocurre? ¿Es que se ha vuelto loco de remate? ¿Cómo podría usted matar a un hombre a quien no ha conocido nunca?
Aquel hombre anciano, según pudo deducir inmediatamente Anderton, era Leopold Kaplan.
—Primeramente, haré a usted una pregunta —repuso Anderton rápidamente—. ¿Se da usted cuenta de quién soy yo? Soy el Comisario de la Policía General. Puedo encerrarle durante veinte años por esto
Iba a continuar diciendo más cosas, pero una súbita idea le interrumpió.
—¿Cómo lo descubrió usted? —Preguntó. Involuntariamente, su mano se dirigió hacia el bolsillo donde tenía escondida la ficha doblada—. No habrá sido por otra...
—No fui notificado por su agencia—dijo Kaplan interrumpiéndole, con visible impaciencia. — El hecho de que nunca haya oído hablar de mi no me sorprende demasiado. Leopold Kaplan, general del Ejército de la Alianza Federada del Bloque Occidental, está retirado desde el fin de la guerra anglochina y la abolición de la AFBO.
Aquello iba teniendo sentido, pensó Anderton, que siempre había sospechado que el Ejército poseía inmediatamente los duplicados de las fichas para su propia protección.
Sintiéndose más aliviado, preguntó:
—Bien, aquí me tiene usted. ¿Y ahora, qué?
—Evidentemente—repuso Kaplan—, no voy a destruirle, para librarme de lo que indica una de esas estúpidas fichas. Pero siento curiosidad acerca de usted. Me parece increíble que un hombre de su talla pudiese contemplar a sangre fría el asesinato de un extraño por completo a usted. Tiene que haber aquí algo más implicado en todo esto. Francamente me siento embrollado. Si esto representa alguna clase de estrategia de la Policía... se encogió de hombros—. Seguramente que usted no habría permitido que el duplicado de la ficha hubiera llegado a nosotros.
—A menos que tal ficha se haya introducido en los ordenadores deliberadamente —sugirió otro de los hombres.
Kaplan escrutó con sus brillantes ojos a Anderton.
—¿Qué tiene usted que decir?
—Esa es exactamente la cuestión—repuso Anderton—. La predicción de tal ficha fue deliberadamente fabricada por algún grupo del interior de la agencia de la policía. La ficha ha sido preparada y a mi se me ha tendido una trampa. Así, he sido relevado automáticamente de toda mi autoridad... Mi asistente interviene entonces y afirma que ha prevenido el crimen en la forma usual y eficiente del sistema Precrimen. Ni que decir tiene que no hay crimen ni intento de tal crimen.
—Yo estoy por completo de acuerdo con usted en que no habrá tal asesinato—afirmó Kaplan autoritariamente—. Estará usted bajo custodia de la policía. Intento hallarme bien seguro de eso.
Horrorizado, Anderton protestó:
—¿Va usted a devolverme allí? Si permanezco detenido, jamás estaré en condiciones de probar que...
—No me preocupa lo que usted intente probar o no—dijo Kaplan interrumpiéndole—. Todo mi interés radica en tenerle a usted fuera de combate.—Y fríamente añadió—Para mi propia protección.
—Ya estaba dispuesto a marcharse—comenta uno de los hombres.
—Así es—ratifico Anderton sudando—. Tan pronto como me echen el guante seré internado en uno de esos campos de detención. Witwer se pondrá al frente... y ya puedo considerarme perdido.—Su rostro se ensombreció—. Y mi esposa también. Están actuando todos de acuerdo, según las apariencias.
Por un momento Kaplan pareció vacilar.
—Es posible—concedió mirando a Anderton severamente. Después sacudió la cabeza—. No, no puedo correr ningún riesgo. Esto es una conspiración contra usted y lo lamento, créame. Pero es algo que no me concierne en absoluto.—Y dirigiéndose a sus hombres les dijo— Llévenlo al edificio de la Policía y entréguenlo a la más alta autoridad,
Y mencionó el nombre del comisario en funciones, esperando la reacción de Anderton.
—¡Witwer!—Repitió Anderton incrédulo como en un eco.
Todavía sonriendo ligeramente, Kaplan se volvió y conectó la radio.
—Witwer ya ha asumido el mando. Ni que decir tiene que formará con todo esto un buen tinglado.
Se oyó un zumbido estático y después, de repente, la radio comenzó a sonar en la habitación a bastante volumen. Una voz profesional y bastante ruidosa leía un mensaje informativo.
—«...todos los ciudadanos tienen la orden estricta de no dar refugio por ningún concepto a ese individuo peligrosamente criminal. Las extraordinarias circunstancias de un criminal que ha escapado hacia la libertad en condiciones de cometer un acto de violencia, es un caso único en estos tiempos. Todos los ciudadanos quedan advertidos mediante este boletín informativo, de que las leyes en vigor implican que tanto individual como colectivamente tienen la obligación de cooperar totalmente con la policía para aprehender a John Allison Anderton, quien, por medio de la metodología del sistema precriminal es declarado de ahora en adelante un asesino potencial y por tal motivo ha perdido su derecho a la libertad y a todos sus privilegios. »
—Se ve que no ha perdido el tiempo—murmuró Anderton, abatido. Kaplan tocó un botón y la radio enmudeció.
—Lisa tiene que haber ido directamente a él —dijo Anderton especulando amargamente. .
—¿Por qué tendría que esperar?—Preguntó Kaplan—. Usted expresó sus intenciones claramente.
El viejo general hizo una señal a sus hombres
—Llévenle a la ciudad. Me siento a disgusto con este hombre en mi proximidad. En ese aspecto, estoy de acuerdo con el Comisario Witwer. Quiero que sea neutralizado lo más pronto posible.
Una lluvia fina y helada se abatía sobre las calles mientras el coche atravesaba las oscuras avenidas de Nueva York hacia el edificio de la Policía.
—Puede usted ponerse en su lugar—dijo uno de los hombres a Anderton—. Si usted estuviese en su puesto habría actuado de igual forma.
Pensativo y resentido Anderton se mantenía callado mirando hacia adelante.
—De cualquier forma—continuo aquel hombre—usted sólo es uno entre muchos más. Miles de personas han ido a parar a esos campos de detención. No se encontrará solo.
Abrumado por las circunstancias, Anderton miraba a los transeúntes apresurándose a lo largo de las aceras mojadas por la lluvia. Sólo se daba cuenta de la tremenda fatiga que sentía. Mecánicamente iba comprobando los números de las casas calculando la proximidad a la estación de Policía.
—Ese Witwer se ve que sabe aprovechar las oportunidades y sacar ventaja de cualquiera de ellas—observó uno de los hombres—. ¿Le conoce usted?
—Muy poco
—Deseaba su puesto... y por eso ha conspirado contra usted. ¿Está usted seguro?
—¿Importa mucho eso ahora?—Repuso Anderton con un gesto.
—Era por pura curiosidad.—Y el hombre suspiró lánguidamente—. Entonces, ahora es usted el ex Comisario jefe de la Policía. La gente que se encuentra en esos campos estará deseando verle. Y conocer cómo es su cara.
—Sin duda.
—Witwer seguramente que no perderá el tiempo. Kaplan tiene suerte... con un personaje así al frente de la policía.—Y el hombre miró a Anderton casi con lástima—. Pero usted está seguro de que es un complot, ¿verdad?
—Por supuesto que sí.
—¿No habría usted tocado ni un solo cabello de Kaplan, verdad? Por primera vez en la historia, el Precrimen se ha equivocado. Un hombre inocente perseguido por culpa de una de esas fichas... Tal vez haya muchas otras personas inocentes, ¿no es verdad?
—Es muy posible—repuso Anderton.
—Tal vez la totalidad de ese sistema se venga abajo. Seguramente que usted no va a cometer ningún crimen... y tal vez ninguno de los otros tampoco. ¿Es ésa la razón por la que dijo a Kaplan que quería marcharse? ¿Deseaba usted probar tal vez que el sistema es falso? Sepa que soy un hombre de amplia mentalidad si quiere hablarme de ello.
Otro de los hombres se inclinó sobre él y preguntó:
—Entre usted y yo, ¿existe realmente algún complot? ¿Ha sido usted falsamente acusado?
Anderton suspiró. Hasta tal punto vacilaba en su interior. Tal vez se hallaba atrapado en un circuito sin salida, sin motivo, sin principio y sin fin De hecho, estaba casi dispuesto a conceder que era la víctima de una fantasía neurótica, excitada por la creciente inseguridad que le rodeaba. Sin lucha, estaba punto de renunciar a todo. Un enorme peso le aplastaba dejándole sofocado y sin energías para nada. Estaba luchando contra algo imposible... y todas las cartas estaban en su contra.
Un repentino chirrido de los neumáticos le llamó la atención. Frenéticamente el conductor trataba de controlar el coche en aquel momento, dando golpes de volante y usando el freno, al mismo tiempo que un enorme camión cargado de pan, surgido de la niebla, se le venia encima. De haber acelerado, tal vez habría salvado la situación. Pero era demasiado tarde para corregir el error. El coche patinó, y dio unos bandazos para ir a estrellarse contra la delantera del camión.
Bajo Anderton, el asiento actuó como un resorte empujándole hacia la puerta. Sintió un dolor súbito e intolerable en el cerebro como si fuera a estallarle, encontrándose de rodillas sobre el pavimento. Cerca de él creyó oír el crepitar de unas llamas y unas fajas de luz serpentear entre la niebla dirigiéndose hacia el coche.
Unas manos acudieron en su ayuda. Poco a poco se dio cuenta de que iba siendo arrastrado lejos del automóvil
A lo lejos se oían las sirenas de los coches de patrulla.
—Vivirá usted—dijo una voz en su oído, en tono quedo y urgente. Era una voz que jamás había oído antes y le resultaba tan extraña como la lluvia que le batía el rostro—. ¿Puede oír lo que le estoy diciendo?
—Sí—repuso Anderton. Con la manga acudió en auxilio de un corte que ya le sangraba abundantemente de la mejilla. Confuso, trató de orientarse—. Usted no es...
—Deje de hablar y escuche.—El hombre que le hablaba era un tipo fornido, casi obeso. Sus enormes manos le sostenían ahora fuera de la calzada y contra la pared de ladrillo de una calle adyacente, lejos del fuego y del coche—. Tuvimos que hacerlo de esta forma. Era la única alternativa. No tuvimos mucho tiempo disponible. Creímos que Kaplan le retendría en su residencia por más tiempo.
—Entonces, ¿esto ha sido preparado previamente?—Preguntó Anderton parpadeando en su enorme confusión.
—Desde luego.—Y aquel hombretón soltó un juramento—. ¿Quiere usted decir que también ellos creían…?
—Yo pensé... —comenzó a decir Anderton y se detuvo al darse cuenta de que encontraba dificultades al hablar, uno de los dientes frontales lo había perdido en el accidente—. La hostilidad hacia Witwer... sentirme reemplazado, y luego mi esposa… el resentimiento natural...
—Deje de engañarse a sí mismo—le interrumpió el desconocido—. Lo sabe usted muy bien. Todo el asunto fue calculado meticulosamente. Tenían cada fase bajo control. La ficha fue colocada el día en que Witwer apareció. Y ya tienen cuanto desean. Witwer comisario y usted un criminal perseguido.
—¿Quién hay detrás de todo eso?
—Su esposa.
Anderton sacudió la cabeza.
—¿Está usted seguro?
Aquel individuo se puso a reír.
—Puede apostar por su esposa.—Miró rápidamente a su alrededor—. Aquí viene la policía. Siga por esa calle estrecha, tome un autobús, y váyase al barrio pobre de los suburbios, alquile una habitación y cómprese un puñado de revistas para tener algo en que estar ocupado. Ah, cómprese otras ropas. Es usted lo suficientemente listo como para ocuparse de sí mismo. No trate de salir de la Tierra. Controlan todos los sistemas de transporte. Si consigue escapar durante los próximos siete días estará usted salvado.
—¿Quién es usted?—Preguntó Anderton.
—Mi nombre es Fleming
Aquel hombre se apartó y con cuidado comenzó a andar por la estrecha calle fuera de las luces. El primer coche de la policía ya había llegado a la calzada y sus ocupantes se lanzaron sobre el destrozado coche de Kaplan. En el interior, los ocupantes se movían débilmente comenzando a gemir dolorosamente a través de la maraña de acero, cristales y plástico bajo la lluvia.
—Considérenos como una sociedad protectora —dijo Fleming sin ninguna expresión especial en su rostro mojado por la lluvia—. Una especie de fuerza de policía que vigila a la policía. Queremos que las cosas marchen como deben.
Con su enorme manaza le dio un empujón hacia el interior del callejón. Anderton se sintió lanzado lejos de él, estando a punto de caer en medio de las sombras y escombros que medio llenaban aquella callejuela.
—Siga y no se detenga—le repitió Fleming—. Y no desprecie este paquete. —Y le arrojó un abultado sobre que Anderton recogió—. Estudie eso con cuidado y creo que podrá sobrevivir.
La carta de identidad le describía como Ernest Temple, electricista, de paso por Nueva York, con esposa y cuatro hijos en Buffalo. Un carnet manchado de sudor le daba autorización para trabajar en sitios distintos, viajando constantemente sin dirección fija. Un hombre que necesita trabajar, debe viajar
Mientras cruzaba la ciudad en un autobús casi vacío, Anderton estudió la documentación de Ernest Temple. Sin duda alguna aquellos documentos de identidad se habían hecho a tanteo por todas las medidas y datos que allí aparecían. Tras un rato se preguntó de quién serían las huellas digitales y como habrían conseguido la longitud de onda de su cerebro. Sin duda no resistirían una comprobación rigurosa. Pero al menos era una documentación como principio. Era algo. Con los documentos, iban mil dólares en billetes. Se guardó el dinero y los documentos y después se volvió hacia lo escrito claramente en el sobre que había contenido los carnets. Al principio no le encontró el menor sentido. Durante algún tiempo, lo estuvo considerando, realmente perplejo.
La existencia de una mayoría implica lógicamente, una minoría correspondiente
El autobús ya había entrado en una vasta región de suburbios pobres de la ciudad en aquella jungla de hoteles baratos y tiendas humildes que habían surgido en aquella área tras las destrucciones de la guerra. Llegó a una parada y Anderton se preparó a salir.
Unos cuantos pasajeros observaron al paso su mejilla herida y sus ropas destrozadas. Ignorando a aquella gente, echó a andar por el borde de la acera bajo la persistente lluvia.
El conserje del hotel no le prestó la menor atención, después de haberle cobrado el dinero de la pensión. Anderton subió la escalera hasta el segundo piso y entró en una habitación reducida con olor humedad. Era pequeña, pero estaba limpia. Tenía cama, armario, tocador, un calendario, silla, lámpara y una radio con contador de tiempo mediante monedas.
Puso en la ranura una moneda de veinticinco centavos y se dejó caer pesadamente en la cama. Todas las emisoras importantes estaban transmitiendo el boletín de la policía. Era algo nuevo, excitante, desconocido para las generaciones actuales. ¡Un criminal escapado de la policía! El público estaba ávidamente interesado.
«...este hombre ha usado la ventajosa posición de la que gozaba para burlar a la policía —estaba diciendo el locutor con una indignación muy profesional—. Debido a su alto cargo, ha tenido acceso a los datos previos y la confianza depositada en él le ha permitido evadir el proceso normal de detención y localización. Durante el período de su mando, ha ejercitado su autoridad para enviar individuos sin cuento, potencialmente culpables, a los campos de confinamiento, desperdiciando así las vidas de esas inocentes víctimas. Este hombre, John Allison Anderton, fue el instrumento de creación del sistema Precriminal, la predicción profiláctica de la criminalidad a través del ingenioso uso de los mutantes premonitores, capaces de adivinar el futuro y transferir oralmente esos datos a la maquinaria analítica. Esos tres premonitores en sus funciones vitales...»
La voz disminuyó al entrar en el diminuto cuarto de baño de la habitación. Una vez allí se despojó de la chaqueta y la camisa y dejó correr el agua fresca del grifo del lavabo. En la pequeña vitrina encontró un poco de yodo, esparadrapo, una máquina de afeitar, peine y cepillo de dientes, amén de otras pequeñas cosas que podía necesitar. A la mañana siguiente, tendría que procurarse otras ropas de segunda mano y comprar otros objetos necesarios, adecuados a su nueva situación. Después de todo, ahora era un obrero electricista en busca de trabajo y no un comisario de policía víctima de un accidente.
En la otra habitación, la radio continuaba sonando. Sólo de forma subconsciente atento a ella, permaneció frente al espejo examinándose el diente roto por el choque.
«...el sistema de los tres premonitores mutantes tuvo su génesis a mediados de este siglo. ¿Cómo se comprueban los resultados en un ordenador electrónico? Alimentando la máquina con datos que se insertan en una segunda máquina de idéntico diseño. Pero dos ordenadores no son suficientes. Si cada uno ellos llega a una respuesta diferente es imposible decir a priori cuál es la correcta. La solución, basada en un cuidadoso estudio del método estadístico es utilizar un tercer ordenador que compruebe los resultados de los dos primeros. De esta forma, se obtiene lo que se llama el informe de la mayoría. Puede presumirse con gran probabilidad que el acuerdo de dos de los tres ordenadores indica cuál de los resultados de tal alternativa es el correcto. No sería verosímil que dos ordenadores llegasen a idénticas soluciones incorrectas... » Anderton arrojó la toalla que tenía en la mano y corrió hacia la otra habitación, volcándose literalmente sobre el aparato de radio para captar mejor la emisión.
«...la unanimidad de los tres premonitores es un fenómeno posible pero muy rara vez conseguido, según explica el comisario en funciones Mr. Witwer. Es mucho más corriente obtener un informe de mayoría de dos premonitores más un informe de minoría del tercer mutante, con una variación muy ligera, referida usualmente al tiempo y al lugar. Esto se explica por la teoría de los futuros múltiples. Si existiese solamente un sendero del tiempo, la información premonitora no tendría importancia, ya que no existiría ninguna posibilidad de alterar el futuro.
Anderton comenzó a recorrer frenéticamente la pequeña habitación de un lado a otro. El informe de la mayoría... sólo dos de los premonitores mutantes habían coincidido en el material anotado en la ficha, Aquél era el significado del mensaje del paquete que le habían entregado. El informe del tercer premonitor, esto es, el informe de la minoría, tenía también su importancia.
¿Por qué?
Consultó el reloj y vio que era ya pasada la medianoche. Page estaría libre de servicio. No estaría de vuelta en el bloque de los monos hasta la tarde siguiente. Era una débil oportunidad pero valía la pena aprovecharla. Tal vez Page quisiera encubrirle, o tal vez no. Tenía que arriesgarse a saberlo.
Tenía que ver el informe de la minoría.
* * * * *
Entre el mediodía y la una de la tarde, las calles hormigueaban de gente. Eligió esa hora, en el momento de más tráfago del día, para hacer su llamada. Eligió una cabina telefónica pública del interior de una tienda, marcó el número tan familiar de la policía y esperó la respuesta. Deliberadamente seleccionó sólo el canal del sonido, descartando el de la imagen, pues a despecho del cambio sufrido por las ropas y su atuendo general, podía ser reconocido.
La persona que recibió la llamada era nueva para Anderton. Con precaución deliberada, le dio la extensión de Page. Si Witwer estaba cambiando todo el personal y poniendo en su lugar a sus satélites, podría hallarse hablando con una persona totalmente extraña.
—¿Sí?—sonó la voz de Page, al fin.
Sintiéndose aliviado, Anderton miró a su alrededor. Nadie estaba dedicándole la menor atención, los clientes de la tienda merodeaban alrededor de las mercancías en su rutina diaria.
—¿Puede usted hablar?—Preguntó—. ¿O hay algo cerca que se lo impide?
Se produjo un momento de silencio. Tuvo la certeza de estar viendo al propio Page luchar con la incertidumbre de lo que tenía que hacer en aquel momento. Por fin, llegó la respuesta:
—¿Por qué... me llama usted aquí?
Ignorando la pregunta, Anderton continuó:
—No reconocí la voz del recepcionista. ¿Hay nuevo personal?
—Sí, de nueva marca—repuso Page con voz ahogada—. Tenemos un gran maremágnum estos días.
—Así lo tengo entendido—repuso Anderton—. ¿Y su trabajo? ¿Continúa todavía en pie?
—Espere un momento.—El receptor fue puesto de forma que unos pasos que se aproximaban llegasen claramente a oídos de Anderton. Fueron seguidos por el ruido de una puerta que se cerraba. Page volvió al teléfono—. Ahora podemos hablar mejor. Dígame.
—¿Cuánto mejor?
—No mucho. ¿Dónde está usted?
—Paseando por Central Park—repuso Anderton —. Disfrutando de la luz del sol.—Por lo que había supuesto, Page había ido a asegurarse de que la conversación se registraba en cinta magnetofónica. En aquel momento, con toda seguridad, una patrulla aérea estaría ya en su busca. Pero no tenía más remedio que aprovechar aquella oportunidad —. Ahora trabajo en un nuevo oficio. Soy electricista.
—¿Ah, sí?—repuso Page asombrado.
—Pensé que tendría usted algún trabajo para mí. Si puede usted arreglarlo, podría dejarme caer por ahí y examinar el equipo básico de computación. Especialmente los datos y los bancos analíticos del bloque de los «monos».
Tras una pausa, Page contestó:
—Pues... creo que podría arreglarse, si es tan importante para usted.
—Lo es—le aseguró Anderton—. ¿Cuándo sería mejor para usted?
—Bien—contestó Page como luchando consigo mismo—. Espero a un equipo de reparaciones que viene a echar un vistazo al equipo de comunicaciones. El comisario en funciones quiere que sea mejorado, para que pueda operar con mayor rapidez. Podría usted venir entonces.
—Lo haré. ¿Hacia qué hora?
—Digamos a las cuatro de la tarde en punto. Entrada B, nivel 6. Allí... le encontraré a usted.
—Muy bien, gracias—dijo Anderton y comenzó ya a colgar—. Espero que todavía esté usted en su puesto cuando llegue.
Colgó y salió rápidamente de la cabina. Un momento después, se hallaba mezclado con la ingente muchedumbre que atestaba las calles y entró en una cafetería próxima. Nadie podría localizarle allí. Tenía por delante una espera de tres horas y media. Aquello podría ser demasiado tiempo. Sería la espera más larga de toda su vida.
Lo primero que Page le dijo al verlo fue:
—Está usted loco de remate. ¿Por qué diablos ha vuelto?
—No he vuelto por mucho tiempo.
Con cuidado, Anderton comenzó a deambular alrededor del bloque de los «monos» cerrando sistema automáticamente una puerta tras otra.
—No deje que entre nadie. No puedo correr ningún riesgo inútil.
—Tendría usted que haberse marchado cuando consiguió escapar—le dijo Page, siguiéndole con el rostro descompuesto y alterado—. Witwer ha revuelto el cielo y la tierra y ha conseguido que todo el país esté sobre su pista como un lobo rabioso.
Ignorándole, Anderton abrió el control principal del banco de la maquinaria analítica.
—¿Cuál de los tres «monos» dio el informe de la minoría?
—No me pregunte a mí... Yo me marcho.
Page pasó junto a él, se detuvo un instante y se marchó cerrando la puerta de la habitación. Anderton se quedó solo.
El de en medio. Lo conocía bien. Era el de figura de enano que permanecía sentado entre cables y conexiones desde hacía quince años. Al aproximarse Anderton, ni siquiera levantó los ojos. Con la vista ausente contemplaba un mundo que no existía, ajeno a la realidad física que yacía a su alrededor.
«Jerry» tenía veinticuatro años. Originalmente había sido clasificado como un idiota hidrocefálico pero cuando llegó a los seis años de edad los análisis psicológicos determinaron su talento premonitor, enterrado bajo los tejidos alterados de sus circunvoluciones cerebrales. Llevado a la escuela especial de entrenamiento del Gobierno, su talento latente había sido ampliamente cultivado. A los nueve años, su talento premonitor había alcanzado un nivel utilizable. «Jerry», sin embargo, continuaba yaciendo en el caos sin meta de su idiotez congénita, su especial facultad premonitora había absorbido el resto de su personalidad.
Agachándose, Anderton comenzó a desarmar los escudos protectores que guardaban las cintas grabadas y almacenadas en la maquinaria analítica. Utilizando esquemas, fue siguiendo la pista de los diferentes circuitos de los ordenadores a los que «Jerry» y su equipo estaban conectados. Consultando el plano, a los pocos instantes estuvo en condiciones de seleccionar la sección del registro que se refería a su ficha en particular.
En sus proximidades, había montado un aparato magnetofónico. Conteniendo la respiración, insertó la cinta, activó la máquina y escuchó. Sólo le llevó un instante. Desde la primera declaración del informe, resultó claro lo ocurrido. Tenía lo que deseaba, podía dejar ya de buscar.
La visión de «Jerry» estaba desenfocada, desfasada. A causa de la naturaleza errática de la premonición, estaba examinando un área de tiempo ligeramente diferente de la de sus compañeros. Para él el informe de que Anderton cometería un asesinato era un suceso para ser integrado con todos los demás. Aquella afirmación—y la reacción de Anderton—era un dato más.
* * * * *
Sin duda alguna, el informe de «Jerry» reemplazaba al informe de la mayoría. Habiendo sido informado de que cometería un crimen, Anderton habría cambiado de parecer y no lo habría hecho. La previsión del crimen había evitado su comisión. La profilaxis había ocurrido simplemente al haber sido informado. Y se había creado un nuevo sendero del tiempo.
Temblando, Anderton volvió a rebobinar la cinta y pulsó el botón correspondiente. A gran velocidad, obtuvo una copia del informe. Allí tenia la prueba de que la ficha no era valida. Todo lo que tenía que hacer era mostrárselo a Witwer…
Su propia estupidez le dejó helado. Sin duda alguna, Witwer había visto el informe y a pesar de ello, había asumido el papel de comisario y dado ordenes a la policía. Witwer no se volvería atrás y le tendría sin cuidado la inocencia de Anderton.
Entonces, ¿qué podía hacer? ¿Quién más podía estar interesado?
—¡ Estúpido loco!—Gritó con ansiedad una voz a su espalda.
Se volvió rápidamente. Su esposa permanecía de pie en una de las puertas, vestida con su uniforme de la policía y reflejando en los ojos una frenética desesperación.
—No te preocupes—repuso él brevemente—. Me voy ya.
Con el rostro distorsionado, Lisa se precipitó tras él
—Page me dijo que estabas aquí pero no podía creerlo. No debió haberte dejado entrar. ¿Es que no comprendes quién eres? ,
—¿Quién soy?— Preguntó cáusticamente Anderton —. Antes de responder sería mejor que escucharas este registro.
—¡ No quiero escucharlo! ¡ Quiero que te marches de aquí! Ed Witwer sabe que alguien anda por aquí. Page está tratando de mantenerlo ocupado... —Ella se interrumpió, moviendo la cabeza de un lado a otro—. ¡Está aquí! Forzará la entrada para llegar hasta aquí.
—¿No has logrado ninguna influencia? Vamos, sé graciosa y encantadora. Probablemente se olvide de mí.
Lisa le miró con un amargo reproche.
—Hay una nave aparcada en el techo del edificio. Si quieres marcharte lejos... —Su voz se entrecortó y quedó en silencio. Después, añadió— Yo me marcharé dentro de un minuto. Si quieres venir…
—Iré— dijo Anderton
No tenía otra elección. Se había asegurado aquel registro, su prueba; pero no había pensado en la forma de salir de allí. Contento, corrió tras la esbelta figura de su mujer, sorteando todos los obstáculos del bloque de los monos y después hacia una puerta y un corredor.
—Es una nave muy rápida— le dijo ella por encima del hombro—. Está provista de combustible para casos de emergencia… dispuesta a salir en el acto. Yo iba a supervisar algunos de los equipos.
* * * * *
Tras el volante del crucero ultrarrápido de la policía, Anderton resumió el contenido del informe de la minoría obtenido. Lisa escuchó sin hacer comentarios, con las facciones contraídas y las manos nerviosamente enlazadas en la falda. Bajo la nave discurría el terreno destruido por la guerra, en un vasto panorama de ruinas y desastre. Un espantoso paisaje lleno de cráteres, como un mapa lunar, moteado de tanto en tanto por algunas pequeñas granjas y fábricas.
—Me gustaría saber—dijo Lisa, cuando su marido hubo terminado—cuántas veces habrá ocurrido esto antes.
—¿Un informe de la minoría? Muchísimas veces.
—Quiero decir, que uno de esos premonitores se haya desfasado. Usando el informe de los otros como datos..., y reemplazándolo.—Sus ojos se oscurecieron y añadió— Tal vez una enorme cantidad de personas de las que se encuentran en los campos de detención, están en tus mismas condiciones.
—No—insistió Anderton. Pero ya comenzaba a sentirse incómodo ante tal pensamiento—. Yo estaba en condiciones de ver la ficha, y poder leer el informe. Eso es lo que hice.
—Pero... —y Lisa hizo un gesto significativo—. Tal vez todos ellos habrían reaccionado de la misma forma. Podríamos haberles dicho a todos ellos la verdad.
—Habría sido un riesgo demasiado grande — repuso Anderton con testarudez.
Lisa soltó una nerviosa carcajada.
—¿Riesgo? ¿Oportunidad? ¿Incertidumbre? ¿Con los premonitores a mano?
Anderton se concentró en la conducción de la nave.
—Este es un caso único—repitió—. Y tenemos ahora un problema inmediato. Ya discutiremos los aspectos teóricos más tarde. He de llevar este registro a las personas idóneas antes de que tu brillante amigo pueda demolerlo.
—¿Quieres hablar de eso a Kaplan?
—Ciertamente que voy a hacerlo.—Y dio unas palmadas sobre el registro que yacía en el asiento entre ambos—. Estará muy interesado. Es la prueba de que su vida no está en peligro y eso debe tener una importancia vital para él.
Lisa sacó los cigarrillos del bolso.
—Y supones que querrá ayudarte...
—Puede que lo haga... o tal vez no. Es un riesgo que vale la pena correr.
—¿Cómo te las arreglaste para desaparecer tan pronto? Un disfraz tan completo y efectivo es difícil de obtener.
—Con dinero se consigue todo—repuso Anderton evasivamente.
Mientras fumaba, Lisa insistió:
—Probablemente Kaplan te protegerá... Es muy influyente.
—Yo creí que sólo era un general retirado.
—Técnicamente, eso es lo que es. Pero Witwer se hizo con su expediente. Kaplan encabeza una extraña organización de veteranos. Actualmente, es como una especie de club, con un número restringido de miembros. Altos oficiales solamente... de varias nacionalidades, procedentes de ambos bandos de la guerra. Aquí en Nueva York mantienen una sede en una gran mansión, disponen de tres publicaciones y ocasionalmente de emisiones de televisión, todo lo cual les cuesta una pequeña fortuna.
—¿Qué es lo que intentas decir? .
—Sólo esto. Me has convencido de que eres inocente. Es decir, resulta obvio que no cometerás ningún asesinato. Pero tienes que darte cuenta ahora de que el informe original, el informe de la mayoría no era una falsedad. Nadie lo falsificó. Ed Witwer no lo creó. No existe complot alguno contra ti y nunca lo hubo. Si aceptas ese informe de la minoría como genuino, habrás aceptado también el de la mayoría.
—Pues... supongo que sí—admitió Anderton de mala gana.
—Ed Witwer—continuó Lisa—está actuando con una completa buena fe. Él cree realmente que tú eres un criminal en potencia... ¿y por qué no? Tiene sobre la mesa de su despacho el informe de la mayoría y tú tienes la ficha en tu cartera.
—La destruí—repuso Anderton con calma.
Lisa se inclinó sobre su marido.
—Ed Witwer no ha actuado con la intención de ocupar tu puesto—dijo—. Ha actuado con la misma buena fe con que siempre actuaste tú. Él cree en el sistema Precrimen. Y desea que continúe. He hablado con él y estoy convencida de que dice la verdad.
—¿Querrás entonces llevar este registro magnetofónico a Witwer?—Preguntó Anderton—. Si lo hiciera yo... lo destruiría.
—No tiene sentido, eso es absurdo —replicó Lisa—. Los originales han estado en sus manos desde el principio. Pudo haberlos destruido en cualquier momento en que lo hubiera deseado.
—Sí, eso es cierto—admitió Anderton—. Es muy posible que no lo supiera.
—Por supuesto. Fíjate en esto. Si Kaplan consigue hacerse con ese registro, la policía se desacreditará. ¿No puedes ver por qué? Si tú demuestras que el informe de la mayoría fue un error, el sistema está acabado. Tienes que continuar así... si queremos que el sistema Precrimen sobreviva. Tú sólo piensas en tu propia seguridad. Pero piensa por un momento sobre del sistema en sí ¿Qué significa más para ti, tu propia seguridad personal o la existencia del sistema?
—Mi seguridad—repuso Anderton, sin vacilar lo más mínimo.
—¿Estás seguro?
—Si el sistema ha de sobrevivir encerrando a gente inocente, entonces merece ser destruido. Mi seguridad personal es importante porque yo soy un ser humano. Y además...
Del fondo del bolso Lisa sacó rápidamente una pistola. ...
—Tengo—le dijo a su marido huraña—en este momento el dedo puesto en el gatillo. Jamás he usado un arma antes de ahora. Pero tendré que hacerlo si te opones.
Tras una pausa, Anderton preguntó:
—¿Quieres que dé la vuelta al aparato? ¿Es eso lo que pretendes?
—Sí, hacia el edificio de la policía. Lo siento. Si pones tu propio egoísmo por encima del interés general y todo lo bueno del sistema…
—Guárdate el sermón—repuso Anderton— Volveré. Pero no voy a oír la defensa de un código de conducta que ningún hombre inteligente estaría dispuesto a suscribir.
Los labios de Lisa se contrajeron en una delgada línea. Sosteniendo la pistola frente a él, no le quitaba la vista de encima. Unos cuantos objetos de la guantera del aparato cayeron esparciéndose en el fondo de la cabina al dar la nave una vuelta en redondo para volver a la ciudad. Tanto Anderton como su mujer iban sujetos por los cinturones de seguridad. Pero no así el tercer miembro de la tripulación.
De reojo Anderton vio un cierto movimiento a su espalda. Un ruido le llegó simultáneamente, el choque de un hombretón que había perdido instantáneamente su equilibrio y chocaba contra la pared metálica del aparato. Lo que siguió, ocurrió rápidamente. Fleming se incorporó con una increíble rapidez, desarmando en un abrir y cerrar de ojos a Lisa. Anderton se hallaba demasiado asombrado para reaccionar. Lisa se volvió... vio a aquel hombre y soltó un chillido histérico. La pistola le fue arrebatada de un zarpazo, y empuñada por el desconocido viajero.
—Lo siento—dijo Fleming—. Pensé que iba a hablar más. Eso es lo que yo esperaba.
—Entonces, estaba usted aquí cuando... —comenzó a decir Anderton, y se detuvo.
Fleming y sus hombres le habían vigilado estrechamente. La existencia de la nave de Lisa habla sido anotada a su debido tiempo y tomada en cuenta y cuando Lisa se debatía con su marido entre marcharse o no para ponerse a seguro, Fleming había saltado al departamento posterior de la nave aérea.
—Tal vez sea mejor que me entregue usted ese registro —dijo Fleming, mientras que lo tomaba en sus enormes manos—. Tiene usted razón, Witwer lo habría reducido a cenizas
—¿Entonces, Kaplan...?
—Kaplan está trabajando directamente con Witwer. Por eso su nombre aparece en la quinta línea de la ficha. Cuál sea el verdadero jefe actualmente es algo que ignoro. Posiblemente ninguno de los dos.—Fleming tiró la pistola a un lado y sacó su pesada arma del Ejército—. Hizo usted una completa tontería al salir con su mujer. Ya le dije que ella también se hallaba tras todo este asunto.
—No puedo creerlo—murmuró Anderton perplejo—. Si ella...
—No lo comprende bien. Esta nave se dispuso por orden de Witwer. Ellos deseaban que se marchase usted lejos del edificio para que nosotros no pudiéramos dar con su paradero. Con usted lejos, separado de nosotros, no habría tenido la menor oportunidad.
Una extraña mirada brilló en los ojos de Lisa.
—Eso es incierto—farfulló—. Witwer jamás vio este aparato. Yo iba a supervisar...
—Casi consigue usted huir con él—interrumpió Fleming inexorable—. Tendremos mucha suerte si las patrullas de la policía no se nos vienen encima. No hubo tiempo de comprobarlo.—Y se agachó directamente frente al asiento de Lisa—. Lo primero que debemos hacer es deshacernos de esta mujer. Page ha dado cuenta a Witwer de su nuevo disfraz y los detalles habrán sido radiados en todas direcciones.
Todavía agachado, Fleming agarró a Lisa. Arrojando su arma a Anderton, la cogió por la garganta. Horrorizada, Lisa intentó arañarle frenéticamente. Ignorándola, Fleming cerró sus manazas sobre el delicado cuello de la mujer, comenzando a ahogarla poco a poco. —No habrá heridas de bala—explicó jadeante—. Tendrá que parecer... un accidente. Eso suele ocurrir a menudo. Pero en este caso, habrá que romperle el cuello primero.
Pareció extraño que Anderton hubiera esperado tanto. Pero conforme se hundían las manos de Fleming cruelmente en la suave piel de su mujer, Anderton cogió la pesada pistola por el cañón y asestó un golpe seco en el cráneo de Fleming por detrás de la oreja. Las monstruosas manos de Fleming se aflojaron. Abatido fulminantemente, la cabeza de Fleming cayó y todo su cuerpo chocó contra la pared de la cabina. Trató aún de recuperarse, pero Anderton volvió a golpearle y esta vez se desplomó como un fardo.
Jadeando fatigosamente por recobrar el aliento Lisa permaneció un momento inclinada, con el cuerpo estremecido. Después, gradualmente, el color volvió a su rostro
—¿Puedes hacerte cargo de los controles?—Preguntó Anderton, sacudiéndola.
—Sí... creo que sí.—Casi mecánicamente se puso al volante—. Creo que lo haré bien. No te preocupes por mí.
—La pistola es un arma de reglamento del Ejército — comentó Anderton—. Pero no procede de la guerra. Es un último modelo. Creo que tenemos una oportunidad...
* * * * *
Saltó hacia la parte trasera del aparato donde Fleming yacía extendido por el suelo de la cabina. Sin tocar la cabeza del caído, le desabrochó la ropa y comenzó a registrarle todos los bolsillos. Un momento más tarde, la cartera manchada de sudor de Fleming estaba en sus manos.
Tod Fleming, de acuerdo con su identificación, era un mayor del Ejército agregado al Departamento de Inteligencia Militar. Entre varios otros, aparecía un documento firmado por el general Kaplan, estableciendo que Fleming se hallaba bajo la especial protección de su propio grupo, la Liga Internacional de Veteranos.
Fleming y sus hombres actuaban a las órdenes del general Leopold Kaplan. El camión cargado de pan, el accidente, todo había sido deliberadamente preparado.
Aquello significaba que Kaplan le había sustraído deliberadamente de las manos de la policía. El plan arrancaba desde el primer contacto en su propia residencia, cuando Kaplan le mandó capturar y le encontró preparando su equipaje. Con cierta incredulidad, Anderton comprendió lo que realmente había sucedido. Desde el principio, todo había sido una estrategia elaborada para tener la seguridad de que Witwer fracasaría en su intento de arrestarle.
—Ahora veo que me estabas diciendo la verdad —dijo Anderton a su esposa, al volver al asiento delantero—. ¿Podremos hablar con Witwer?
Ella hizo un gesto afirmativo, indicando el circuito de comunicaciones del tablero. —¿Qué... encontraste?
—A ver si conseguimos ver a Witwer. Quiero hablar con él tan pronto como pueda. Es muy urgente.
Lisa marcó rápidamente la llamada en el dial, por el canal privado de la policía y del Cuartel General de Nueva York. Al momento se iluminó la pequeña pantalla y las facciones de Ed Witwer aparecieron en ella.
—¿Se acuerda de mí?—le preguntó Anderton.
Witwer se quedó mudo de asombro.
—¡Buen Dios! ¿Qué ha ocurrido? Lisa, ¿le trae usted misma? —Enseguida se fijó en el arma que sostenía en sus manos y su rostro se endureció. — Mire—gritó furioso— ¡No vaya a hacerle daño! Sea lo que sea lo que usted piensa, ella no es responsable de nada.
—He descubierto algo importante—le contestó Anderton—. ¿Puede ayudarnos? Es posible que necesitemos ayuda a nuestro regreso.
—¿Regreso?—Dijo Witwer mirándole sin dar crédito a lo que oía—. ¿Es que viene usted aquí tal vez? ¿Viene a entregarse por sí mismo?
—Así es, en efecto.—Y hablando rápidamente, Anderton añadió— Hay algo que tiene usted que hacer inmediatamente. Cierre absolutamente el bloque de los «monos». Tenga la certeza de que nadie entra, ni Page, ni nadie. Especialmente gente del Ejercito.
—Kaplan—repuso la imagen en miniatura.
—¿Qué pasa con él?
—Estuvo aquí. Acaba... de marcharse.
Anderton creyó que se le detenía el corazón.
—¿Qué estuvo haciendo?
—Recogiendo datos. Transcribiendo duplicados de los premonitores sobre usted. Insistió en que lo necesitaba solamente para su propia protección.
Alarmado, Witwer casi gritó:
—¿Qué es lo que quiere decir? ¿Qué está ocurriendo?
—Se lo diré a usted, cuando esté de vuelta en mi oficina.
* * * * *
Witwer salió a su encuentro en el tejado del edificio de la Policía. Mientras la pequeña nave tomaba contacto con la terraza, una escolta de policías mantenía una estrecha vigilancia. Anderton se aproximó inmediatamente al joven de cabellos rubios.
—Ya tiene lo que deseaba—le dijo—. Ahora puede encerrarme y enviarme a un campo de detención. Pero creo que no será suficiente.
Los pálidos ojos de Witwer parpadearon con incertidumbre.
—Me temo que no comprendo.
—Es culpa mía. Nunca debí abandonar el edificio de la Policía. ¿Dónde está Wally Page?
Ya le echamos el guante y está a buen recaudo—replicó Witwer—. No nos molestará más.
—Le ha detenido usted por una razón equivocada. Permitirme entrar en el bloque de los «monos» no era ningún crimen. Pero pasar información al Ejército, sí que lo es. Ha tenido usted a todo un regimiento trabajando para el Ejército.—Y se corrigió a sí mismo, añadiendo— Es decir, lo he tenido.
—He retirado la orden de captura hacia usted. Ahora los equipos están tras Kaplan.
—¿Alguna suerte hasta ahora?
—Se marchó de aquí en un camión blindado del Ejército. Le seguimos, pero el camión entró en unos barracones militarizados. Ahora tienen una gran cantidad de tanques gigantes R3 del tiempo de la guerra bloqueando la calle. Será toda una guerra civil el poder abrirse paso.
Con lentitud y vacilante, Lisa salió del aparato. Aún aparecía pálida y estremecida, mostrando claramente las señales de violencia de Fleming en la garganta.
—¿Qué le ha ocurrido a usted, Lisa?—le preguntó Witwer. Y enseguida advirtió la silenciosa e inerte figura de Fleming en el interior—. Bien, ahora supongo que ya habrá dejado de creer que yo conspiraba contra usted—concluyó mirando fijamente a Anderton.
—Sí.
—No pensará usted que yo... he intrigado para arrebatarle el puesto.
—Seguro que sí. Todo el mundo es culpable en este asunto. Y yo estoy conspirando para evitarlo. Pero hay algo más... de lo que usted no es responsable.
—¿Por qué afirmaba usted que era demasiado tarde al volver para entregarse? Dios mío, tendremos que confinarle en un campo. La semana pasará y Kaplan todavía estará vivo.
—Estará vivo, sí—concedió Anderton—. Pero puede probar que estaría vivo aun si yo estuviera paseando por las calles libremente. Tiene la información que demuestra que el informe de la mayoría no es valido. Puede destruir el sistema Precrimen. Sí, con las dos caras de la moneda, cara o cruz, él gana... y nosotros perdemos. El Ejército nos desacredita, y su estrategia sale triunfante.
—Pero, ¿por qué arriesgan tanto? ¿Qué es exactamente lo que quieren?
—Después de la guerra anglochina, el Ejército perdió mucha de su autoridad. Ya no era lo que fue en los días de la Alianza del Bloque Occidental, en que lo gobernaban todo, tanto los asuntos militares como los domésticos. Y tenían su propia policía.
—Como Fleming—murmuró Lisa.
—Terminada la guerra, el Bloque Occidental fue desmilitarizado. Los altos oficiales como Kaplan, fueron retirados y apartados del mando. Y a nadie le gusta eso.—Anderton hizo un gesto—. Yo puedo simpatizar con él a ese respecto. No ha sido el único.
—Dice usted que Kaplan ha vencido—dijo entonces Witwer—. ¿Hay algo que pueda hacerse?
—No voy a matarle. Nosotros lo sabemos y él también lo sabe. Probablemente vendrá hacia nosotros con algún arreglo especial. Continuaremos en nuestras funciones pero el Senado abolirá nuestra base real de apoyo. No creo que le gustase, ¿verdad?
—Pues yo diría que no, francamente—repuso Witwer—. Uno de estos días estaré a la cabeza de esta agencia.—Y se sonrojo un tanto—. No inmediatamente, por supuesto.
La expresión de Anderton se tornó sombría.
—Es una lástima que publicase usted a los cuatro vientos el informe de la mayoría. Si hubiera permanecido callado, lo hubiéramos retirado con cuidado. Pero todo el mundo lo sabe ahora. No podemos retractarnos ya.
—Supongo que no—contestó Witwer—. Tal vez yo... no realicé este trabajo tan bien como suponía
—Lo hará, con el tiempo. Será usted un gran oficial de la Policía. Usted tiene confianza en la bondad del sistema, pero tendrá que aprender a tomar las cosas con calma Anderton se apartó entonces de su interlocutor—. Voy a estudiar los datos de los registros del informe de la mayoría. Quiero descubrir exactamente de qué forma tenía que matar a Kaplan. Eso puede proporcionarme ideas interesantes.
Los datos de los registros del premonitor «Dona» y del premonitor «Mike» estaban separadamente archivados. Operando en la maquinaria responsable de los análisis de «Dona», abrió el escudo protector y extrajo el contenido. Como antes, el código le informó de que los registros eran importantes y en un momento, lo pasó por la copiadora.
Resultó aproximadamente lo que había sospechado. Aquél era el material utilizado por «Jerry», el desfasado, para hacer su propia premonición.
En él, los agentes de la Inteligencia Militar de Kaplan raptaban a Anderton de su domicilio. Llevado a la villa de Kaplan, donde estaba el Cuartel General de la Liga Internacional de Veteranos, a Anderton se le daba un ultimátum: o desmontar voluntariamente todo el sistema Precrimen o encararse con la hostilidad del Ejercito.
En aquella descartada línea del tiempo, Anderton, como comisario de policía, había acudido al Senado en busca de apoyo. Pero no lo había obtenido. Para evitar la guerra civil, el Senado había ratificado el desmembramiento del sistema de policía y decretado un retorno a la Ley Militar para Situaciones de Urgencia». Al mando de un grupo de policías fanáticos, Anderton había localizado a Kaplan y le había disparado lo mismo que a otros altos oficiales componentes de la Liga de Veteranos. Sólo Kaplan había muerto. Los otros habían sido detenidos. Y el golpe había tenido un completo éxito.
Luego, pasó la cinta con el material previsto por «Mike». Ambos debían ser iguales, ambos premonitores se habrían combinado para presentar una imagen unificada de los acontecimientos. «Mike» comenzó por donde «Dona»: Anderton se había dado cuente del complot de Kaplan contra la Policía. Pero algo estaba equivocado. Confuso, rebobinó el registro y lo volvió a pasar de nuevo desde el principio. Incomprensiblemente, algo no marchaba bien. De nuevo rebobinó el registro y escuchó atentamente. El informe de «Mike» era totalmente diferente del de «Dona».
Una hora más tarde había terminado su comprobación, dejó a un lado los registros y abandonó el bloque de los «monos». Tan pronto como salió de allí, le preguntó Witwer:
—No—repuso lentamente Anderton—. No exactamente mal.—Y se encaminó hacia la ventana mirando al exterior.
Las calles estaban abarrotadas de gente. Marchando por el centro de la avenida principal, pasaba una masa de tropas uniformadas de cuatro en fondo, con armas automáticas, cascos; soldados en son de guerra, con sus uniformes de combate portando los estandartes de la Alianza del Bloque Occidental, que flameaban al frío viento de la tarde.
—¿Va a leer el informe de la minoría?—dijo Anderton sin sorpresa en la voz.
—Aparentemente. Irán a solicitar del Senado que seamos desmantelados y tomar nuestra autoridad. Van a afirmar que hemos estado arrestando a gente inocente, con los procedimientos usuales de la Policía: gobernar con el terror.
—¿Y supone usted que el Senado cederá?
—No quisiera suponerlo.
—Pues yo sí. Lo harán. Lo que estoy viendo concuerda con lo que me había imaginado, con lo que he sabido. Estamos metidos en una trampa y sólo hay una dirección que tomar. Tanto si nos gusta como si no, tendremos que hacerlo.—Y sus ojos relampaguearon vivamente.
Witwer se sintió sobrecogido por una repentina aprensión.
—¿ Hacer qué?
—Una vez que se lo diga, se preguntará que por qué no se le ocurrió a usted. Sencillamente, voy a matar a Kaplan. Es la única salida que nos queda para evitar que nos desacredite.
—Pero... —balbuceó Witwer—el informe de la mayoría ha sido reemplazado.
—Yo puedo hacerlo—le informó Anderton. ¿Está usted familiarizado con las leyes que tratan del asesinato en primer grado?
—Cadena perpetua.
—Por lo menos. Probablemente, usted podrá influir y conmutarla por el exilio. Yo sería enviado a uno de los planetas alejados de las colonias, a la buena y vieja frontera.
—¿Y prefiere usted eso?
—¡Diablos, no! Pero sería en todo caso, el menor de los males. Y tiene que hacerse. —No veo de qué forma podría usted matar a Kaplan.
Anderton sacó el imponente revólver atómico de Fleming
—Usaré esto.
—¿Y supone que no le detendrán antes?
—¿Porqué tendrían que hacerlo? Ellos tienen el informe de la minoría que dice que yo he cambiado de opinión.
—Entonces, ¿el informe de la minoría es incorrecto?
—No—repuso Anderton—. Es absolutamente correcto. Pero voy a matar a Kaplan de todos modos.
* * * * *
Nunca había matado a ningún hombre. Incluso jamás había visto a un hombre asesinado, aún habiendo sido comisario de policía durante treinta años. Para aquella generación, el asesinato deliberado era algo que no existía en la memoria de las gentes. Sencillamente, es que nunca había ocurrido.
Un coche de la policía le llevó al bloque en que estaba formado el pelotón del Ejército. Allí, en las sombras, examinó con todo cuidado el funcionamiento de su arma, provista por Fleming sin quererlo. Parecía intacta. Ya no tenía dudas de cuál había de ser su papel y estaba absolutamente seguro de lo que iba a ocurrir dentro de media hora. Se guardó cuidadosamente oculta la pistola y abrió la portezuela del coche.
Nadie le dedicó la menor atención. Imponentes masas de gente cruzaban en todas direcciones, tratando de ponerse cerca para escuchar lo que el Ejército iba a hacer público. Los uniformes del Ejército predominaban en la zona dispuesta al efecto y una línea de tanques desplegados ponía su formidable nota de fuerza en el ambiente.
El Ejército había erigido una plataforma con micrófonos, a la que se subía por unas escaleras. Tras el sitial del locutor, flameaban al viento los orgullosos estandartes de la Alianza del Bloque Occidental con el emblema de los poderes combinados que habían tenido en tiempos de guerra. Por una curiosa deformación del curso del tiempo, la Liga Internacional de Veteranos reunía en su seno a altos oficiales del campo enemigo. Pero un general era un general y las sutiles distinciones se habían desvanecido con el curso de los años.
Ocupando las primeras filas de asientos aparecía el Estado Mayor del mando de la Alianza. Tras ellos, venían los más jóvenes elementos de la organización militar. Las banderas regimentales ondeaban en una gran variedad de colores y símbolos. De hecho, aquello parecía más bien una exhibición festiva. Rodeados por un cordón de policías, más a distancia, aparecían muchos de paisano, manteniendo el orden, aunque más bien como informadores. Si el orden tenía que ser mantenido, sería el Ejército el que se ocuparía de hacerlo.
Un murmullo atronador rodeó por todas partes a Anderton mientras se esforzaba por introducirse entre la densa muchedumbre. Un vivo sentimiento de anticipación le mantenía rígido y tenso, a punto de explotar. La multitud parecía presentir que algo muy importante iba a suceder. Con grandes dificultades, Anderton fue pasando una fila tras otra hasta llegar a la parte delantera donde se hallaban sentados los altos oficiales de la Liga.
Kaplan estaba entre ellos. Pero, ahora, era de verdad el general Kaplan. El traje, el reloj de oro de bolsillo, el bastón de plata, sus ropas de estilo conservador... todo había desaparecido. Para la ocasión, Kaplan se había vestido con su antiguo uniforme de los días de gloria y de poder. Rígido e impresionante, estaba rodeado por todos aquellos otros generales que formaban su Estado Mayor. Sobre su uniforme brillaban un sinnúmero de condecoraciones y las estrellas de su rango. Sus botas relucían como espejos y llevaba al cinto su decorativa espada corta, y sobre la cabeza su gorra de dorada visera.
Dándose cuenta de la presencia de Anderton, el general Kaplan se apartó del grupo de generales y se dirigió hacia él. Su expresión denotaba cuán alegremente agradecía allí la presencia del comisario de policía.
—Esto es una grata sorpresa—dijo saludándole y estrechándole la mano—. Tenía la impresión de que había sido arrestado por el comisario en funciones.
—Todavía estoy fuera de su alcance—comentó Anderton, indicando el paquete que le había sido entregado por Fleming la noche del accidente.
A despecho de sus nervios, el general Kaplan parecía de buen humor.
—Esta es una gran ocasión para el Ejército—le dijo—. Creo que le agradará oír lo que voy a manifestar en público, al relatar los espurios cargos esgrimidos contra usted.
—Me parece magnífico—repuso Anderton.
—Quedará bien claramente establecido que fue usted injustamente acusado—continuó Kaplan, repitiendo lo que ya sabia Anderton—. ¿Tuvo Fleming la oportunidad de explicarle la situación?
—Hasta cierto punto. ¿ Va usted a dar lectura al informe de la minoría?
—Voy a compararlo con el de la mayoría—repuso Kaplan, haciendo una señal a un ayudante que se aproximó en el acto con una cartera—. Todo está aquí... toda la evidencia que necesitábamos. ¿No le importará a usted servir de ejemplo, verdad? Su caso simboliza los arrestos injustos de incontables individuos. —Con cierto nerviosismo, Kaplan se miró al reloj de pulsera—. He de empezar ya. ¿Quiere venir conmigo a la plataforma?
—¿Por qué?
Fríamente, pero con cierta reprimida vehemencia, Kaplan dijo de nuevo
—Así el pueblo puede ver la prueba viviente. Usted y yo juntos... la víctima y el asesino. Permaneciendo uno junto a otro, demostrando la falsedad del sistema, el enorme fraude con que la policía ha estado actuando.
—Bien, con mucho gusto—repuso Anderton—. ¿A qué estamos esperando?
Desconcertado, el general Kaplan se dirigió hacia la plataforma. De nuevo, miró algo inquieto a Anderton, como preguntándose en el fondo, por qué había aparecido por allí y qué es lo que sabría. Su incertidumbre aumentó al subir a lo alto de la plataforma y colocarse en el podium del locutor.
—¿Comprende usted en su totalidad qué es lo que voy a decir?—le dijo Kaplan—. La exposición de los hechos tendrá unas repercusiones considerables. Hará que el Senado reconsidere la validez básica del sistema Precrimen.
—Lo comprendo—afirmó Anderton con los brazos cruzados—. Adelante.
Un sordo rumor cayó sobre la muchedumbre señalando el silencio. Mientras, Kaplan sacaba de la cartera los papeles y los disponía frente a él.
—El hombre que está a mi lado—comenzó Kaplan—es familiar a todos ustedes. Se hallarán sorprendidos de verle, ya que hasta hace pocas horas la Policía le había señalado como un criminal peligroso.
Los ojos de la multitud se concentraban en Anderton. Ávidamente, escrutaron a aquel hombre denunciado como asesino potencial, ocupando un lugar tan destacado junto a los generales.
—Hace unas pocas horas, sin embargo—continuó Kaplan con voz más fuerte—, la Policía canceló la orden de arresto. ¿Suponen ustedes que ha sido porque el ex comisario Anderton ha querido entregarse por sí mismo? No, eso no es exactamente cierto. Está aquí conmigo. No se ha entregado pero la policía tampoco tiene ya interés en su captura. John Allison Anderton es inocente de todo crimen pasado, presente y futuro y las alegaciones contra él fueron fraudes patentes, diabólicas distorsiones de un falso sistema penal basado en una falsa premisa, corrompido, absurdo y desacreditado, una vasta e impersonal maquinaria de destrucción que conduce a hombres y mujeres hacia la condenación.
Fascinada, la multitud miraba alternativamente a Kaplan y a Anderton. Todos estaban familiarizados con la situación básica.
—Muchos hombres—continuó Kaplan—han sido detenidos y encarcelados bajo la estructura del sistema llamado Precrimen, acusados no de crímenes cometidos, sino de crímenes que habrían de cometer. Y se aseguraba como dogma de fe que esos hombres, si se les permitía vivir en libertad, cometerían en el futuro las felonías predichas. Pero es mentira que exista ningún conocimiento cierto del futuro. Tan pronto como se obtiene cualquier información premonitora, queda cancelada por sí misma. La afirmación de que este hombre iba a cometer un crimen, es una pura paradoja. El simple hecho de poseer él mismo los datos, lo hace totalmente falso. En cualquier caso, sin excepción, el informe de los tres premonitores ha invalidado sus propios datos. Si no se hubiesen hecho esos arrestos, es seguro que no se habría cometido ningún delito.
Anderton escuchaba ociosamente aquella sarta de argumentos, dedicando apenas atención al discurso del viejo general. La muchedumbre, no obstante, estaba atenta con el mayor interés. El general Kaplan continuó haciendo un resumen del informe de la minoría, explicando en qué consistía y de qué forma se había obtenido.
Del interior de la chaqueta Anderton sacó la pistola y la empuñó firmemente. Kaplan estaba ya terminando con el material recogido de «Jerry». Con sus delgados dedos, iba a tomar los informes de «Dona» y después de «Mike».
—Este fue el informe de la mayoría —explicó—. La afirmación, hecha por el primero de los dos premonitores de que Anderton cometería un asesinato. Y ahora voy a mostrar a ustedes el material automáticamente invalidado.—Se detuvo un instante, se afirmó las lentes sobre la nariz y comenzó lentamente a leer los informes.
Una extraña expresión apareció repentinamente en su rostro. Se detuvo, vaciló y dejó caer los papeles de la mano. Como un animal acorralado, dio media vuelta, se agachó y quiso apartarse del lugar del locutor.
Por un instante, Anderton observó su faz distorsionada. Levantó el arma, dio rápidamente unos pasos hacia adelante e hizo fuego. Los ocupantes de la primera fila se lanzaron súbitamente en socorro de Kaplan, atónitos por lo que estaba sucediendo. Kaplan se estremeció un instante y como un pájaro destrozado, dio vacilante un paso y cayó desde la plataforma hasta el suelo. Kaplan, como afirmaba el informe de la mayoría, estaba muerto. Su delgado pecho era un espantoso agujero humeante, una terrible cavidad llena de cenizas y vísceras quemadas en un cuerpo que aún se retorcía en su agonía.
Anderton, enfermo de angustia, corrió entre las paralizadas filas de los altos oficiales. La pistola que aún sostenía en la mano le garantizaba momentáneamente el paso, entre el terrible desconcierto sembrado en la tribuna. Bajó rápidamente la plataforma y se mezcló entre la gente, demasiado perpleja para darse cuenta de nada. El incidente ocurrido ante sus mismos ojos resultaba incomprensible. Les llevaría tiempo la comprensión que reemplazaría lo que en aquel momento era solamente un terror ciego.
En la periferia de la multitud, Anderton fue detenido por la policía.
—Tiene suerte de haber escapado—le dijo uno, mientras el coche salía disparado de la zona.
—Supongo que sí —repuso Anderton, remotamente. Se sentó tratando de rehacerse. Estaba tembloroso y agitado. De repente, se inclinó hacia adelante sintiéndose invadido de unas terribles náuseas.
—Pobre diablo—murmuró con simpatía uno de los policías.
A través del vértigo y las náuseas, Anderton fue incapaz de determinar si el comentario del policía iba dirigido a él o a Kaplan.
* * * * *
Cuatro corpulentos policías atendían a Lisa y a John Anderton en sus preparativos de marcha, empaquetando sus enseres y propiedades. En cincuenta años, el ex comisario de policía había acumulado una vasta colección de objetos materiales. Sombrío y pensativo miraba desfilar el equipaje dirigiéndose a los camiones que aguardaban.
Con los camiones, se fueron directamente al aeropuerto... y desde allí irían a Centauro X, por el sistema de transporte interestelar. Un viaje demasiado largo para un hombre ya viejo. Un viaje que jamás tendría regreso posible.
Lisa se preocupó de que cargaran con cuidado todos sus utensilios.
—Supongo que podremos hacer uso de todos estos aparatos electrónicos. Todavía siguen empleando la electricidad en Centauro X.
—Espero que no tengas que preocuparte demasiado—repuso su marido.
—Pronto nos acostumbraremos —replicó Lisa, dirigiéndose una leve sonrisa—. ¿No lo crees, querido?
—Así lo espero. Con toda seguridad no tendrás que lamentarlo. Si yo hubiera pensado…
—Nada de lamentaciones —le aseguró Lisa—. Bien, ayúdame a cargar todo esto.
En el último instante, Witwer llegó en un coche patrulla.
—Antes de que se marche—dijo a Anderton— tendrá que darme una explicación sobre lo ocurrido con los premonitores. El Senado me está pidiendo aclaraciones sobre el particular. Quieren saber si el informe de la minoría fue un error... o qué ha sido.—Y confusamente concluyó— Todavía no puedo explicármelo. El informe de la minoría estaba equivocado, ¿no es cierto?
—¿Qué informe de la minoría?—preguntó Anderton, divertido.
Witwer parpadeó confuso.
—Vaya, debí habérmelo figurado. Entonces, ahí está la cuestión...
—Hubo tres informes de minoría—dijo Anderton al joven, divirtiéndose con su azoramiento—. Los tres informes fueron consecutivos—siguió explicando—. El primero fue el de «Dona». En aquella línea temporal, Kaplan me dijo lo del complot y según eso, yo lo habría matado inmediatamente. «Jerry» en fase ligeramente por detrás de «Dona», usó su informe como datos. Integró mi conocimiento del informe. En él, en el segundo sendero del tiempo, todo lo que yo deseaba era conservar mi puesto. No era a Kaplan a quien quería matar. Era mi propia posición y mi vida lo único que me interesaba.
—¿Y el informe de «Mike» fue el tercero? ¿Llegó después del informe minoritario?—Y Witwer se corrigió a sí mismo—. Quiero decir, ¿llegó el último?
—Sí, el de Mike» fue el último de los tres. Encarado con el conocimiento del primer informe, yo había decidido no matar a Kaplan. Eso produjo el informe número dos. Pero de cara a ese informe, se produjo la situación que Kaplan deseaba crear. La consecuencia fue recrear la posición número uno. Yo había descubierto lo que Kaplan estaba haciendo. El tercer informe invalidaba el segundo en la misma forma que el segundo invalidaba al primero. Aquello nos llevaba a la posición en que habíamos comenzado.
—Bien, vamos, todo está dispuesto—dijo Lisa jadeante.
—Cada uno de los informes era distinto—concluyó Anderton—. Cada uno de ellos era único. Pero dos de ellos concordaban en un punto. Si se me dejaba en libertad, yo mataría a Kaplan. Eso creaba la ilusión de un informe de la mayoría. Y eso es ahora... una ilusión. «Dona» y «Mike» previeron el mismo acontecimiento pero en dos períodos del tiempo diferentes, ocurriendo bajo situaciones totalmente distintas. «Dona» y «Jerry» se equivocaron y el llamado informe de la minoría se insertó en medio del de la mayoría. De los tres, «Mike» estaba en lo correcto, ya que no se produjo informe después del suyo para invalidarlo. Eso lo resume todo.
Ansiosamente Witwer, en los últimos momentos, mostró una extremada preocupación.
—¿Podría ocurrir eso de nuevo? ¿Deberíamos entonces repasar todo el equipo?
—Puede ocurrir sólo en una circunstancia, explicó Anderton—. Mi caso fue único, puesto que yo tenía acceso a los datos. Podría ocurrir de nuevo pero sólo al próximo comisario de Policía. Por lo tanto, pise con cuidado.
Brevemente se estrecharon las manos por última vez.
—Será mejor que mantenga los ojos bien abiertos—informó al joven Witwer—. Recuerde que podría ocurrirle a usted mismo en cualquier ocasión.
PODEMOS RECORDARLO A USTED AL POR MAYOR
Despertó... y añoró Marte. Pensó en los valles. ¿Cómo sería poder vagar por ellos? Maravilloso, sin duda; su sueño creció a medida que despertaba a la plena conciencia, el sueño y el anhelo. Casi podía sentir la presencia arropadora del otro mundo, que sólo los agentes del gobierno y los altos funcionarios habían visto. Un empleado como él no era probable que llegase a verlo nunca...
- ¿Te levantas o no? - preguntó soñolienta Kristen, su esposa, con su habitual y feroz mal humor -. Si te levantas, pulsa el botón del café caliente en la cocina.
- Está bien - dijo Douglas Quail, y se fue descalzo del dormitorio a la cocina.
Allí, después de pulsar solícitamente el botón del café, se sentó a la mesa, sacó una latita de fino rapé Dean Swift, inhaló profundamente, y la mezcla penetró por su nariz, quemándole el paladar. Pero aun así siguió inhalando; le despertaba y permitía que sus sueños, sus deseos nocturnos y sus ansias difusas se condensasen en una estructura más o menos racional.
Iré, se dijo. Antes de morir veré Marte. Era imposible, claro, y lo sabía, incluso mientras soñaba. Pero la claridad del día, el rumor mundano de su mujer que se cepillaba ahora el pelo ante el espejo del dormitorio, todo conspiraba para recordarle lo que era. Soy un mísero empleaducho, se dijo amargamente. Kristen se lo recordaba por lo menos una vez al día. No se lo reprochaba; era obligación de la esposa hacer bajar al marido a tierra, hacerle asentar los pies en el suelo. A la Tierra, pensó, y se echó a reír. La imagen era en este caso perfectamente literal.
- ¿Qué andas olisqueando? - preguntó su mujer irrumpiendo en la cocina, arrastrando su larga bata rosa -. Un sueño, supongo. Siempre andas con sueños.
- Sí - dijo él, y miró por la ventana de la cocina hacia los vehículos aéreos y los canales de tráfico y toda la gentecilla apresurada que corría a trabajar. No tardaría en unirse a ellos. Como siempre.
- Supongo que se relacionará con alguna mujer - dijo torvamente Kristen.
- No - respondió -. Con un dios. El Dios de la Guerra. Tiene maravillosos cráteres con toda clase de vida vegetal creciendo en las profundidades.
- Escucha - Kristen se inclinó a su lado y habló con vehemencia, desapareciendo momentáneamente el tono áspero y gruñón de su voz -. El fondo del océano, nuestro océano, es mucho más hermoso, infinitamente más. Y tú lo sabes; todo el mundo lo sabe. Alquila dos equipos de agallas artificiales, tómate una semana de vacaciones, y podemos bajar a vivir allí en una de esas residencias acuáticas que funcionan todo el año. Y además... - se interrumpió -. No me escuchas. Y deberías escucharme. Lo que te digo es mucho mejor que esa compulsión, esa obsesión de Marte que te domina, ¡pero ni siquiera me escuchas! - su voz se volvió chillona -. ¡Ay Dios mío, estás condenado, Doug! ¿Qué va a ser de ti?
- Me voy a trabajar - dijo él, poniéndose en pie y olvidando el desayuno -. Eso es lo que va a ser de mí.
Ella le miró fijamente.
- Cada vez estás peor. Te veo cada día más fanático. ¡Ya no sé a dónde van a llegar las cosas!
- A Marte - dijo él, mientras abría la puerta del armario para tomar una camisa limpia.
Después de bajarse del taxi, Douglas Quail cruzó lentamente tres canales de peatones densamente poblados y cruzó la moderna, atractiva e invitadora entrada. Allí se detuvo, en medio del tráfico de la mañana, y cautelosamente leyó el anuncio de neón de cambiante color. Ya había leído muchas veces aquel letrero... pero nunca se había decidido. Ahora era distinto; lo que lo hacía ahora era otra cosa. Algo que tarde o temprano tenía que suceder.
REKAL, INCORPORATED
¿Era la solución? Después de todo, una ilusión, por muy convincente que fuese, seguía siendo una ilusión. Al menos objetivamente. Pero subjetivamente... era muy distinto.
Y de todos modos tenía una cita. Cinco minutos más tarde.
Respirando profundamente una bocanada del aire contaminado de Chicago, cruzó el policromo umbral de la entrada y se acercó a la recepcionista.
La hermosa rubia del mostrador, pulcra, aseada, los pechos desnudos, le saludó con suma simpatía:
- Buenos días, señor Quail.
- Buenos días - dijo él -. Estoy aquí para informarme sobre una sesión Rekal. Como supongo que usted ya sabe.
- Muy bien, señor Quail - dijo la recepcionista; accionó el receptor del videófono y dijo -: Señor McClane, aquí está el señor Douglas Quail. ¿Puede entrar ya? ¿O es demasiado pronto?
El intercomunicador emitió algunos extraños sonidos.
- Muy bien, señor Quail - dijo ella -. Puede usted entrar; el señor McClane le espera.
Cuando él avanzaba con paso inseguro, la muchacha añadió:
- Sala D, señor Quail. A su derecha.
Tras un frustrante pero breve momento en que se sintió perdido, pudo encontrar al fin la sala adecuada. La puerta estaba abierta y dentro, ante una gran mesa de nogal auténtica, se sentaba un hombre de aire cordial y mediana edad que vestía traje gris de piel de rana marciana, el último grito de la moda; sólo su atuendo indicaba ya a Quail que se había dirigido a la persona adecuada.
- Siéntese, Douglas - dijo McClane, indicando con mano regordeta la silla del otro lado de la mesa -. Así que usted desea haber ido a Marte. Muy bien.
Quail se sentó, inquieto y tenso.
- No estoy seguro que el costo compense - dijo -. Cuesta mucho y, por lo que entiendo, en realidad no se recibe nada. - Cuesta tanto como ir, pensó.
- Obtiene usted pruebas tangibles de su viaje - discrepó McClane, con énfasis -. Todas las pruebas necesarias. Se lo demostraré. - Hurgó en uno de los cajones de aquella mesa impresionante -. El billete.
Sacó de un sobre de papel manila un pequeño cuadrado de cartón.
- Esto prueba que usted fue y... volvió. Postales.
Sacó cuatro postales tridimensionales a todo color y las colocó en hilera sobre la mesa para que Quail las viese.
- Películas. Tomas hechas por usted de vistas marcianas con una cámara cinematográfica alquilada.
Le mostró también esto.
- Y los nombres de las personas que conoció, doscientos poscréditos de souvenirs, que llegarán, de Marte, el mes que viene. Un pasaporte, certificados de las inyecciones que le pusieron. Y más...
Alzó la vista, hacia Quail.
- Usted sabrá que fue, no lo dude - dijo -. No nos recodará, no me recordará a mí ni haber estado aquí. Para usted, mentalmente, será un viaje auténtico; se lo garantizamos. Dos semanas de recuerdos; hasta los más mínimos detalles. Y no lo olvide: si usted alguna vez duda que realmente realizó un viaje por Marte, podrá volver aquí y se le devolverá su dinero. ¿Comprende?
- Pero no iré - dijo Quail -. A pesar de las pruebas que ustedes me proporcionen no habré ido. - Lanzó un nervioso suspiro. Le parecía imposible que las implantaciones nemotécnicas extrafácticas de Rekal, Incorporated funcionasen... pese a lo que había oído decir a la gente.
- Señor Quail - dijo pacientemente McClane -, como explicaba usted en la carta que nos escribió, no tiene la menor posibilidad de ir realmente a Marte; no puede permitírselo y, más importante aún, nunca podría llegar a ser agente secreto de Interplan ni nada parecido. Este es el único medio que tiene de conseguir, ejem, el sueño de su vida; ¿tengo razón o no? Usted no puede ser esto; usted no puede realmente hacer esto - rió entre dientes -. Pero puede usted haber sido y haber hecho. Nosotros comprendemos esto. Y nuestros honorarios son razonables; sin gastos extras escondidos. - Sonrió alentadoramente.
- ¿Es tan convincente el recuerdo extrafáctico? - preguntó Quail.
- Más que el auténtico, señor. Si hubiese usted ido realmente a Marte como agente secreto de Interplan, habría olvidado ya mucho; nuestro análisis de los sistemas de recuerdo auténtico (recuerdos auténticos de los acontecimientos principales de la vida de una persona) muestra que la persona olvida en seguida toda una serie de detalles. Para siempre. Parte de lo que ofrecemos es que nuestra implantación profunda de recuerdos asegura su mantenimiento, asegura que nuestros clientes no olvidarán nada. El injerto que se le implantará en estado de coma es obra de especialistas seleccionados, hombres que han pasado años en Marte; verificamos todos los detalles en cada caso punto por punto. Y ha elegido usted un modelo extrafáctico bastante fácil; si hubiese elegido Plutón o hubiese querido ser emperador de la Alianza Planetaria Interna habría sido mucho más difícil... y los honorarios serían considerablemente mayores.
Llevándose la mano al bolsillo de la chaqueta para sacar la cartera, Quail dijo:
- Está bien; ha sido la ambición de toda mi vida y estoy convencido que nunca podré conseguirlo realmente. Así que tendré que conformarme con esto.
- No lo enfoque así - dijo severamente McClane -. No está aceptando usted algo inferior. El recuerdo auténtico, con toda su vaguedad, sus omisiones y sus elipsis, por no decir sus distorsiones, es lo que debe considerar inferior. - Aceptó el dinero y apretó un botón de su mesa -. Pues muy bien, señor Quail - dijo, mientras abría la puerta de su oficina y entraban rápidamente dos corpulentos individuos.
- Ahora mismo saldrá usted para Marte como agente secreto - añadió, levantándose a estrechar la húmeda mano del nervioso Quail -. O, mejor dicho, habrá ido usted. Esta tarde a las cuatro y media estará, ejem, de regreso a la Tierra; un taxi le llevará a su casa y, como dije, nunca recordará haberme visto o haber venido aquí; no recordará siquiera, en realidad, haber oído hablar de nosotros.
Con la boca seca por el nerviosismo, Quail siguió a los técnicos y salió de la oficina; lo que sucediese después dependía de ellos.
¿Llegaré a creer de verdad que estuve en Marte?, se preguntaba. ¿Qué realicé la ilusión de mi vida? Tenía la extraña y persistente intuición que algo iría mal. Pero exactamente qué... no lo sabía.
Tendría que esperar para descubrirlo.
El intercomunicador de la mesa de McClane, que lo conectaba con el área de trabajo de la empresa, zumbó y una voz dijo:
- El señor Quail está bajo sedantes, señor. ¿Quiere usted supervisar este caso, o seguimos adelante?
- Es un caso normal - comentó McClane -. Sigan adelante, Lowe; no creo que haya ningún problema.
La programación del recuerdo artificial de un viaje a otro planeta (con el añadido de ser agente secreto o sin él) aparecía en el programa de trabajo de la empresa con monótona regularidad. En un mes, calculó aproximadamente, deben darse unos veinte casos... el viaje interplanetario se ha convertido en una de nuestras principales fuentes de ingresos.
- Lo que usted diga, señor McClane - dijo Lowe, y el intercomunicador se apagó.
McClane pasó a la cámara abovedada que había detrás de su oficina y buscó un expediente Tres (viaje a Marte) y un expediente Sesenta y Dos (espía secreto de Interplan). Volvió con los dos expedientes a la mesa, se sentó cómodamente, y vació los contenidos, los materiales que serían instalados en casa de Quail mientras lo técnicos se dedicaban a implantar el falso recuerdo.
Un arma portátil de un poscrédito, reflexionó McClane; éste es el elemento más importante. Y el que más nos compensa financieramente. Luego un transmisor del tamaño de una píldora, que el agente podrá tragarse si le capturaban. Un libro de claves asombrosamente parecido a los auténticos... los modelos de la empresa eran sumamente exactos: basados, en la medida de lo posible, en los modelos del ejército norteamericano. Otros objetos diversos que no tenían ningún sentido intrínseco pero que se tejerían en el tapiz del viaje imaginario de Quail, coincidiendo con sus recuerdos: media pieza antigua de plata de cincuenta centavos, varias citas de los sermones de John Donne escritas incorrectamente, cada una de ellas en un trozo independiente de papel transparente como de seda, varias cajas de cerillas de bares de Marte, una cuchara de acero inoxidable en la que había grabado Propiedad de la Cooperativa Nacional de la Cúpula Marciana, una cinta grabada que...
Sonó el intercomunicador:
- Señor McClane, siento molestarle pero ha ocurrido algo terrible. Quizás sea mejor que baje. Quail está ya bajo sedante; reaccionó bien a la narquidrina; está completamente inconsciente y se muestra receptivo. Pero...
- Ahora voy - percibiendo algún problema, McClane salió de su oficina; llegó en seguida a la zona de trabajo.
En una cama higiénica estaba tendido Douglas Quail, respirando lenta y regularmente, con los ojos prácticamente cerrados; parecía vagamente consciente (sólo vagamente) de los dos técnicos y, ahora, del propio McClane.
- ¿No hay espacio para insertar los esquemas nemotécnicos falsos? - McClane estaba irritado -. Basta con borrar dos semanas de trabajo; trabaja de empleado en la Oficina de Emigración de la Costa Oeste, en el departamento del gobierno, así que tiene que haber tenido dos semanas de vacaciones en el último año. Eso bastaría. - Los pequeños detalles le irritaban. No podrá evitarlo.
- El problema - dijo ásperamente Lowe -, es completamente distinto.
Se inclinó sobre la cama y dijo a Quail:
- Cuéntele al señor McClane lo que nos dijo - luego añadió volviéndose a McClane -: Escuche atentamente.
Los ojos gris verdosos del hombre que estaba tendido en la cama se centraron en la cara de McClane. La mirada, observó inquieto, se había hecho dura; los ojos tenían un brillo liso, inorgánico, como de piedras semipreciosas desgastadas. No le gustaba lo que veía; aquel brillo era demasiado frío.
- ¿Que quieren ustedes ahora? - dijo ásperamente Quail -. Me han descubierto. Salgan de aquí antes que los haga pedazos. - Miró atentamente a McClane -. Sobre todo usted - continuó -: Usted está a cargo de esta operación de contraespionaje.
- ¿Cuánto tiempo estuvo usted en Marte? - dijo Lowe.
- Un mes - respondió Quail.
- ¿Con qué propósito vino usted aquí? - exigió Lowe.
Quail frunció los labios; le miró pero no dijo nada. Por fin, arrastrando las palabras para darles un tono hostil, dijo:
- Soy agente de Interplan, ya se lo dije. ¿Es que no se acuerda? Lleve a su jefe la cinta audiovisual y déjeme en paz.
Luego cerró los ojos; el brillo frío se desvaneció.
McClane sintió, instintivamente, una sensación de alivio.
- Es un hombre duro, señor McClane - dijo quedamente Lowe.
- Dejará de serlo - dijo McClane - cuando le hagamos perder la secuencia nemotécnica otra vez. Será tan pusilánime como antes. - Luego dijo, dirigiéndose a Quail -: Así que por eso quería usted ir a Marte, por eso tenía tantas ansias de hacerlo.
Sin abrir los ojos, Quail dijo:
- Yo nunca quise ir a Marte. Se me asignó esa tarea... me dieron esa misión y fui... Bueno, sí, admito que sentía cierta curiosidad; ¿y quién no?
Abrió de nuevo los ojos y los examinó a los tres, en particular a McClane.
- Me han dado una auténtica droga de la verdad; despierta cosas de las que ya no tenía el menor recuerdo.
Pareció meditar unos instantes.
- ¿Y Kristen? - dijo, hablando casi para sí mismo -. ¿Estaría metida en esto? Un contacto de Interplan controlándome... para asegurarse que no recupere la memoria... no es extraño que se opusiese tanto a mis deseos de ir allí.
- Créame, por favor, señor Quail - dijo McClane -; dimos con esto por puro accidente. El trabajo que hacemos...
- Le creo - dijo Quail. Parecía cansado ya; la droga seguía penetrando en él cada vez más profundamente.
- ¿Dónde dije qué había estado? - murmuró -. ¿En Marte? Me cuesta trabajo recordar... sé que me gustaría conocerlo; como a todo el mundo. Pero yo... - su voz se desvanecía -. Sólo soy un empleado insignificante.
Lowe se incorporó y dijo a su superior:
- El deseaba un recuerdo falso que correspondía a un viaje que realmente hizo. Y una razón falsa que fue la razón real. Está diciendo la verdad; la narquidrina hizo efecto hace ya rato. El viaje es muy vívido en su mente... al menos bajo sedante. Pero al parecer no lo recuerda de otro modo. Alguien, probablemente en un laboratorio de ciencias militares del gobierno, borró sus recuerdos conscientes; lo único que sabía era que ir a Marte significaba para él algo especial, y también el ser agente secreto. No pudieron borrar eso; no es un recuerdo sino un deseo, indudablemente el mismo que le empujó a ofrecerse voluntario para la misión en un principio.
El otro técnico, Keller, dijo a McClane:
- ¿Qué hacemos? ¿Implantar un esquema nemotécnico falso sobre el recuerdo auténtico? Es imposible saber lo que resultará de eso; podría recordar algo del viaje verdadero, y la confusión podría provocar un proceso psicótico. Tendría que mantener dos premisas opuestas en su mente de modo simultáneo: que fue a Marte y que no fue. Que es un auténtico agente de Interplan y que no lo es. Creo que deberíamos despertarle sin implantarle ningún recuerdo falso y echarle de aquí; puede ser peligroso.
- De acuerdo - dijo McClane. Se le ocurrió una idea -. ¿Puede usted predecir lo que recordará cuando desaparezcan los efectos del sedante?
- No hay modo de saberlo - dijo Lowe -. Lo más probable es que tenga un recuerdo difuso y vago de su viaje real. Y tendrá posiblemente grandes dudas de su autenticidad; quizás piense que nuestro programa alteró algún mecanismo. Y recordará haber venido aquí; eso no se borraría... a menos que quisiera usted borrarlo.
- Cuanto menos nos mezclemos en este asunto - dijo McClane -, mejor. Es peligroso; hemos sido lo bastante idiotas, o lo bastante desdichados, para descubrir a un auténtico espía de Interplan que tenía una cobertura tan perfecta que hasta ahora ni siquiera él sabía que lo era... o más bien que lo es.
Cuanto antes se quitasen de encima a aquel hombre que decía llamarse Douglas Quail mejor.
- ¿Van a distribuir los expedientes Tres y Sesenta y Dos en su casa? - dijo Lowe.
- No - dijo McClane -. Y le devolveremos la mitad de los honorarios.
- ¡La mitad! ¿Por qué la mitad?
- Me parece una buena solución de compromiso - dijo McClane sin mucha convicción.
Mientras el taxi le llevaba de vuelta a su casa, ubicada en el extremo residencial de Chicago, Douglas Quail se decía que resultaba agradable estar otra vez en la Tierra.
El mes que había pasado en Marte comenzaba a difuminarse en su memoria; sólo tenía una imagen de grandes cráteres, de la vieja erosión omnipresente en las colinas, en la vitalidad, en el movimiento mismo. Un mundo de polvo donde apenas si sucedían cosas, donde uno se dedicaba la mayor parte del día a comprobar y revisar la fuente portátil de oxígeno que llevaba encima. Y luego las formas de vida, los insignificantes y modestos cactus de color entre gris y marrón y los gusanos.
Había traído varios ejemplares de fauna marciana, que había podido pasar por la aduana porque los llevaba escondidos. Aunque en realidad no representaban ninguna amenaza; no podían sobrevivir en la pesada atmósfera de la Tierra.
Buscando en el bolsillo de la chaqueta intentó localizar el recipiente de los gusanos marcianos...
Y, en vez de él, encontró un sobre.
Lo abrió y descubrió, asombrado, que contenía setenta créditos, en billetes de bajo valor.
¿De dónde salía aquello?, se preguntó. ¿No había gastado hasta el último postcrédito de su viaje?
Con el dinero había un trozo de papel que decía: «Devolución de la mitad de los honorarios. McClane». Y luego la fecha. La fecha de aquel mismo día.
- Recuerdo - dijo en voz alta.
- ¿Qué recuerda, señor o señora? - inquirió respetuoso el robot conductor del taxi.
- ¿Tiene una lista telefónica? - preguntó Quail.
- Desde luego, señor o señora.
Se abrió un panel con la lista telefónica micrograbada del condado de Cook.
- Tiene un nombre extraño - dijo Quail mientras repasaba las páginas de la sección amarilla.
Luego sintió miedo; un miedo espectante.
- Aquí está - dijo -. Lléveme allí, a Rekal, Incorporated. He cambiado de idea. No quiero ir a casa.
- De acuerdo, señor o señora, como quiera - dijo el conductor. Un momento después el taxi avanzaba en dirección opuesta.
- ¿Puedo usar su teléfono? - preguntó.
- Haga lo que guste - dijo el conductor robot. Y le ofreció un relumbrante teléfono color, del nuevo modelo de tres dimensiones, tipo emperador.
Marcó el número de su casa, y tras una pausa vio una imagen de Kristen en la pantalla, en miniatura pero asombrosamente realista.
- He estado en Marte - le dijo.
- Estás borracho - dijo ella mirándole torva y burlonamente -. O algo peor.
- Es la verdad.
- ¿Cuándo? - preguntó ella.
- No lo sé. - Se sentía confuso -. Un viaje simulado, supongo. Por medio de una de esas agencias nemotécnicas artificiales o extrafácticos. No lo sé.
- Estás borracho - dijo Kristen cansinamente. Y desconectó.
El desconectó también, ruborizándose. Siempre el mismo tono, se dijo. Siempre las mismas respuestas, como si ella lo supiese todo y él no supiese nada. Qué matrimonio.
Un momento después el taxi se detuvo junto a la acera ante un edificio rosado muy atractivo y moderno, sobre el que un letrero de neón policromado y cambiante decía: REKAL INCORPORATED.
La recepcionista, muy elegante y desnuda de la cintura para arriba, le miró con sorpresa y tardó unos instantes en recuperarse.
- Hola, señor Quail - dijo nerviosa -. ¿Cómo está usted? ¿Se le olvidó algo?
- Vengo por el resto del dinero - dijo él.
Más tranquila ya, la recepcionista dijo:
- ¿El dinero? Creo que está usted en un error, señor Quail. Estuvo usted aquí hablando sobre la posibilidad de un viaje extrafáctico para usted, pero... - encogió sus pálidos y suaves hombros -. Según tengo entendido, no hizo usted el viaje.
Lo recuerdo todo, señorita - dijo Quail -. Mi carta a Rekal, Incorporated, que puso en marcha todo el asunto. Recuerdo mi llegada aquí, mi entrevista con el señor McClane. Luego los dos técnicos del laboratorio que me administraron la droga.
No era extraño que la empresa le hubiese devuelto la mitad de los honorarios. El recuerdo falso de su «viaje a Marte» no había resultado... al menos no del todo. No, según lo prometido.
- Señor Quail - dijo la chica -, aunque sea un empleado de poca categoría es usted atractivo y el enfurecerse estropea sus rasgos. Si se tranquilizase, yo podría, ejem, irme con usted...
Quail se puso furioso.
- Le recuerdo - dijo ferozmente -. Por ejemplo, el hecho que sus pechos estén rociados de azul; eso se me grabó. Y recuerdo que el señor McClane me prometió que si recordaba mi visita a Rekal, Incorporated me devolvería todo mi dinero. ¿Dónde está el señor McClane?
Tras un rato de espera (probablemente todo lo largo que pudieron lograr) se encontró una vez más sentado frente a la impresionante mesa de nogal, exactamente igual que una hora antes.
- Vaya técnica la suya - dijo sardónicamente Quail; su disgusto y su resentimiento eran enormes -. Mi supuesto «recuerdo» de un viaje a Marte como agente secreto de Interplan es nebuloso y vago y lleno de contradicciones. Y sin embargo recuerdo claramente mis tratos aquí con su gente. Creo que debo comunicar esto al Departamento de Control de los Negocios.
Ardía de cólera; la sensación de haber sido engañado le dominaba por completo, había destruido su habitual aversión a participar en un enfrentamiento público.
Con aire suave, además de cauto, el señor McClane dijo:
- Capitulamos, Quail. Le devolveremos todo su dinero. Admito que no hicimos absolutamente nada por usted. - Su tono era resignado.
- Ni siquiera me proporcionaron - dijo Quail acusando - los diversos objetos que usted afirmó que «me demostrarían» que había estado en Marte. Todos los cuentos que me endosó no se han materializado para nada. Ni siquiera tengo el billete. No tengo postales. Ni pasaporte. Ni pruebas de las inyecciones de inmunización. Ni...
- Escuche, Quail - dijo McClane -. Suponga que le digo...
Se interrumpió.
- Dejémoslo - pulsó un botón del intercomunicador -. Shirley, entregará usted un cheque de quinientos setenta créditos más al señor Douglas Quail. Gracias.
Desconectó y luego miró a Quail.
Apareció el cheque; la recepcionista lo colocó ante McClane y se desvaneció una vez más, dejando solos a los dos hombres, que aún se miraban frente a frente por encima de la superficie de la gran mesa de nogal.
- Permítame que le dé un consejo - dijo McClane después de firmar el cheque y pasárselo -. No hable de su, ejem, de su reciente viaje a Marte con nadie.
- ¿Qué viaje?
- Bueno, esa es la cuestión - dijo, tercamente, McClane -. El viaje que recuerda usted parcialmente. Haga como que no lo recuerda, finja que nunca tuvo lugar. No me pregunte por qué; pero siga mi consejo: será mucho mejor para todos nosotros.
Había comenzado a transpirar. Copiosamente.
- Y ahora, señor Quail, tengo otros asuntos pendientes, tengo que ver a otros clientes. - Se levantó y empujó a Quail hacia la puerta.
Cuando abrió la puerta, Quail dijo:
- Una empresa que trabaja tan mal no debería tener ningún cliente - y cerró de un portazo.
Camino a casa, en el taxi, Quail fue redactando mentalmente la carta de queja al Departamento de Control de Negocios, División Tierra. En cuanto llegase a casa tomaría su máquina de escribir y la escribiría; estaba convencido que tenía el deber de advertir a otras personas contra Rekal, Incorporated.
Cuando llegó a su apartamento se sentó ante su Hermes Rocket portátil, abrió un cajón para buscar papel de copias... y vio una cajita familiar. Una caja que había llenado cuidadosamente en Marte con fauna marciana y que había logrado pasar de contrabando por la aduana.
Al abrir la caja vio, asombrado, seis gusanos muertos y varios especímenes de seres unicelulares de los que se alimentaban los gusanos marcianos. Los protozoos estaban secos, marchitos, pero los reconoció; había tardado todo un día en encontrarlos entre las grandes y extrañas rocas oscuras. Un maravilloso e iluminador paseo de exploración.
Pero yo no fui a Marte, analizó.
Sin embargo, por otra parte...
Apareció Kristen en la puerta, cargada de comestibles en una bolsa marrón pálido.
- ¿Cómo estás en casa a estas horas? - su voz, igual hasta la eternidad, era acusatoria.
- ¿Fui a Marte? - le preguntó -. Tú lo sabrías.
- No, claro que no fuiste a Marte; deberías saberlo, supongo. ¿No estás siempre deseando ir?
- Dios mío - dijo -, estoy seguro de haber ido. - Tras una pausa añadió -: Y al mismo tiempo creo que no fui.
- A ver si te aclaras.
- ¿Cómo? - hizo un gesto desesperado -. Tengo ambos recuerdos dentro de la cabeza; uno es real y el otro no lo es, pero no puedo diferenciarlos. ¿Por qué no puedo confiar en ti? Ellos no trataron contigo.
Al menos podría hacer esto por él; aunque jamás hiciese otra cosa.
Kristen dijo con una voz llana y controlada:
- Doug, si no te controlas, estamos listos. Tendré que dejarte.
- Tengo problemas - dijo él, con voz áspera; sintió un escalofrío -. Probablemente sea un problema psicológico; espero que no, pero... quizás lo sea. Lo explicaría todo.
Dejando la bolsa de alimentos, Kristen se dirigió al armario.
- Te hablo en serio - dijo quedamente; se quitó la chaqueta, la colgó y volvió a la puerta de calle -. Te telefonearé un día de estos, pronto. Adiós, Doug. Espero que puedas salir de esto; te pido realmente que lo hagas. Por tu propia seguridad.
- Espera - dijo él, desesperado -. Dímelo de forma terminante; dime si fui o no fui... lo que sea. - Pero ellos quizás hubiesen alterado también su secuencia nemotécnica, pensó.
Se cerró la puerta. Su mujer le había abandonado. ¡Al fin!
- Bueno, está bien - dijo una voz detrás de él -. Ahora levanta las manos, Quail. Y vuélvete también, por favor, y mira hacia aquí.
Se volvió instintivamente, sin levantar las manos.
El hombre que le miraba vestía el uniforme color melocotón del Departamento de Policía Interplanetaria, y su arma parecía ser un modelo de las Naciones Unidas. Y, por alguna extraña razón, aquel individuo le resultaba familiar; familiar de un modo nebuloso y confuso, indeterminable. Por fin, levantó las manos.
- Recuerdas - dijo el policía - tu viaje a Marte. Sabemos todo lo que has hecho hoy y conocemos todos tus pensamientos... en particular tus importantísimos pensamientos durante el viaje de Rekal, Incorporated a casa - y añadió una explicación -: implantamos un transmisor telepático en tu cráneo; nos mantiene constantemente informados.
Un transmisor telepático; fabricado con plasma vivo que se había descubierto en la Luna. Se estremeció con una sensación de repugnancia. Tenía dentro de sí aquello, aquella cosa viva dentro de su propio cerebro, alimentándose, escuchando, alimentándose. Pero la Policía Interplanetaria lo utilizaba; esto había salido incluso en los homeopapers. Así que, pese a lo desagradable que era, quizás fuese cierto.
- ¿Pero por qué a mí? - dijo ásperamente Quail. ¿Qué había hecho él... o pensado? ¿Y qué tenía esto que ver con Rekal, Incorporated?
- En realidad - dijo el policía de Interplan -, esto no tiene nada que ver con Rekal; es algo entre tú y nosotros. - Indicó su oído derecho -. Aún sigo recibiendo tus procesos mentales a través del transmisor cefálico.
Quail vio en la oreja de aquel hombre un pequeño aparato de plástico blanco.
- Por eso debo advertirte: todo lo que pienses puede ser utilizado contra ti. - Sonrió -. No es que eso importe ya; ya que bajo los efectos de la narquidrina hablaste al señor McClane y a sus técnicos de tu viaje; dijiste a dónde fuiste, para quién trabajas y parte de lo que hiciste. Están muy asustados. Lamentan haberte conocido. - Luego añadió meditabundo -: Y tienen razón.
- Yo nunca hice ningún viaje - dijo Quail -. Es una secuencia nemotécnica falsa incorrectamente implantada por los técnicos de McClane.
Pero luego pensó en la caja, la caja en su escritorio que contenía formas de vida marcianas. Y el trabajo que le había costado reunirlas; esto desde luego era auténtico. A menos que McClane lo hubiese preparado todo. Quizás aquello fuese una de las «pruebas» que le había mencionado McClane.
El recuerdo de mi viaje a Marte, pensó, no me convence... pero por desgracia ha convencido al Departamento de Policía Interplanetaria. Creen que realmente fui a Marte y que, al menos parcialmente, soy consciente de ello.
- No sólo sabemos que fuiste a Marte - dijo el policía de la Interplan, contestando a sus pensamientos -, sino que sabemos que recuerdas ahora lo suficiente para crear dificultades. Y no tendría ninguna utilidad que borrásemos tu recuerdo consciente de todo esto, porque si lo hiciésemos simplemente te presentarías en Rekal, Incorporated otra vez, y sería volver a empezar. Y no podemos meternos con McClane y su negocio porque no tenemos jurisdicción más que sobre nuestra propia gente. En realidad McClane no ha cometido ningún delito - miró a Quail -. Ni tampoco tú, teóricamente. No fuiste a Rekal, Incorporated con la idea de recuperar tu memoria; fuiste, como comprendimos, por la razón habitual por la que lo hace la gente... El amor por la aventura de las gentes sencillas... - Luego añadió -: Por desgracia tú no perteneces a ese grupo, y ya has tenido demasiadas emociones; lo que menos necesitabas de todo el universo era un servicio de Rekal, Incorporated. Nada podría haber sido peor para ti y para nosotros. Y, en realidad, para McClane.
- ¿Por qué puede ser peligroso para vosotros - dijo Quail - el que recuerde mi viaje, mi supuesto viaje, y lo que hice allí?
- Por que lo que tú hiciste no está de acuerdo con nuestra gran imagen pública de Padre Blanco Protector. Hiciste, por nosotros, lo que nunca hacemos. Como llegarás a recordar... gracias a la narquidrina. Esa caja de gusanos y algas muertas lleva seis meses en un cajón de tu escritorio, desde que regresaste. Y en ningún momento mostraste la menor curiosidad por ella. Ni siquiera supimos que la tenías hasta que la recordaste cuando volvías a casa en el taxi; entonces vinimos aquí a buscarla - añadió sin necesidad -, pero no tuvimos suerte. No hubo tiempo suficiente.
El segundo policía de Interplan se acercó al primero; los dos conferenciaron brevemente. Entre tanto, Quail pensaba con gran rapidez. Ahora recordaba más, el policía tenía razón en lo de la narquidrina. También ellos, la Interplan, debían utilizarla. Era lo más probable. ¿Probable? Estaba convencido que lo hacían; les había visto aplicársela a un preso. ¿Dónde había sido aquello? ¿En alguna parte de la Tierra? Más probablemente en la Luna, decidió, viendo alzarse la imagen de su vacilante (aunque cada vez menos) memoria. Y recordó algo más. La razón para que le enviasen a Marte; el trabajo que había hecho allí.
No era extraño que le hubiesen borrado el recuerdo.
- Oh, Dios mío - dijo el primero de los dos policías de Interplan, interrumpiendo su conversación con el otro; había captado, evidentemente, los pensamientos de Quail -. Bueno, esto es mucho peor; ahora ya no habrá solución. - Caminó hacia Quail, apuntándole de nuevo con su pistola -. Tendremos que matarte ahora mismo - dijo.
Su compañero dijo con nerviosidad:
- ¿Por qué ahora mismo? Podemos simplemente llevarle a la Interplan de Nueva York y dejarle allí, para que ellos...
- Él sabe por qué tiene que ser inmediatamente - dijo el primer policía, que también parecía nervioso ahora. Quail comprendió que era por una razón totalmente distinta. Había recuperado de pronto casi por completo su memoria. Y comprendía perfectamente el nerviosismo del policía.
- En Marte - dijo ásperamente Quail -, maté a un hombre. Después de burlar a quince guardaespaldas. Algunos de ellos armados con pistolas como las vuestras.
Interplan le había adiestrado durante un período de cinco años para convertirle en un asesino. Un asesino profesional. Sabía desembarazarse de adversarios armados... como aquellos policías; y el del receptor en la oreja lo sabía también.
Si actuaba con suficiente rapidez...
La pistola disparó. Pero se había hecho a un lado y al mismo tiempo derribado al policía que la empuñaba. En un instante logró apoderarse de la pistola y apuntó al otro policía, que le miraba confuso.
- Leía en mis pensamientos - dijo Quail, jadeando por el esfuerzo -. Sabía lo que iba a hacer, pero de todos modos lo hice.
Incorporándose, el policía derribado gruñó:
- No utilizará la pistola contra ti, Sam; puedo leer lo que piensa. Sabe que está liquidado, sabe que nosotros lo sabemos también. Vamos, Quail.
Laboriosamente, gimiendo de dolor, consiguió ponerse en pie. Extendió la mano, vacilante.
- La pistola - dijo a Quail -. No puedes utilizarla, y si me la devuelves puedo garantizarte que no te mataré; tendrás una oportunidad, decidirá sobre tu caso un funcionario superior de la Interplan, no yo. Quizás puedan borrar otra vez tu recuerdo; no lo sé. Pero sabes por qué yo iba a matarte; no puedo evitar que lo recuerdes. Así que mi razón por querer matarte es en cierto modo algo pasado.
Quail, sin soltar la pistola, salió de la casa, y corrió hacia el ascensor. Si me sigues, pensó, te mataré. Así que no lo hagas. Apretó el botón del ascensor y, un momento después, las puertas se cerraron.
El policía no le había seguido. Evidentemente había captado sus decididos pensamientos y no había querido correr el riesgo.
El ascensor descendió. Había conseguido escapar... por aquella vez. Pero ¿qué pasaría la siguiente? ¿A dónde iría?
El ascensor llegó abajo; un momento después Quail se perdía entre la multitud de ciudadanos que corrían por los canales. Le dolía la cabeza y se sentía mal. Pero por lo menos se había librado de una muerte segura; habían estado a punto de matarle allí mismo, en su propia casa.
Y probablemente vuelvan a hacerlo, pensó. Cuando me encuentren. Y con este transmisor dentro, no tardarán mucho.
Irónicamente, había conseguido lo mismo que había pedido a Rekal, Incorporated: Aventuras, peligros, la policía de Interplan tras él, un viaje secreto y peligroso a Marte en el que se jugaba la vida... todo lo que él había querido como recuerdo falso.
Las ventajas de un simple recuerdo, y nada más, podía apreciarlas ahora.
En el banco del parque, solo, se puso a observar ceñudo una bandada de pertos, unas semiaves importadas de las dos lunas de Marte, capaces de elevarse a gran altura en su vuelo, incluso con la inmensa gravedad de la Tierra.
Quizás pudiese volver a Marte, pensó. Pero, ¿luego qué? Marte sería peor: la organización política a cuyo jefe había asesinado le localizaría en cuanto saliese de la nave; allí tendría a la Interplan y a ellos tras él.
¿Oyes mi pensamiento? preguntó. Acabaría paranoico; allí sentado, solo, les sentía controlándole, registrándole, analizándole... Se estremeció, se levantó, caminó sin objetivo, las manos profundamente hundidas en los bolsillos. No importa a dónde vaya, comprendió. Siempre estaréis conmigo. Mientras tenga este intruso dentro de la cabeza.
Haré un trato contigo, pensó para sí... y para ellos. ¿No podríais imprimir un patrón de recuerdo falso de nuevo en mi mente, como hicisteis antes, según el cual yo hubiese vivido una vida rutinaria y normal y nunca hubiese ido a Marte, jamás hubiese visto un uniforme de la Interplan de cerca y nunca hubiese manejado una pistola?
- Como te hemos explicado detenidamente, eso no bastaría - contestó una voz dentro de su cerebro.
Se detuvo, atónito.
- Antes nos comunicábamos contigo así - continuó la voz -. Cuando operabas en el campo, en Marte. Hacía meses que no lo hacíamos. Supusimos, en realidad, que no tendríamos que volver a hacerlo. ¿Dónde estás?
- Andando - dijo Quail - hacia la muerte.
Voy a que me maten las pistolas de vuestros agentes, pensó.
- ¿Por qué estáis tan seguros que aquello no bastaría? - preguntó -. ¿Es que no funcionan la técnicas de Rekal?
- Como dijimos, si se te diese un grupo de recuerdos medios, normales, te sentirías... inquieto. Irías a parar inevitablemente a Rekal o a uno de sus competidores de nuevo. No podemos correr otra vez el riesgo.
- Supongo - dijo Quail - que una vez cancelados mis recuerdos auténticos pueden implantarse recuerdos más vitales e interesantes que los ordinarios. Algo que satisfaciese mis deseos. Supongo que lo habréis comprobado; probablemente me admitieseis en un principio por esos mismos deseos. Pero tenéis que ser capaces de entregarme algo parecido... algo igual. Yo era el hombre más rico de la Tierra hasta que entregué todo mi dinero para instituciones educativas. O, por ejemplo, un famoso explorador del espacio profundo. Cualquier cosa de ese tipo. ¿No serviría?
Silencio.
- Intentadlo - dijo desesperadamente -. Consultad con algunos de vuestros psiquiatras militares de primera fila; explorad mi mente. Descubrid cuáles son mis máximos anhelos. - Intentó pensar - Mujeres. Miles de mujeres, como Don Juan. Un Don Juan interplanetario... una amante en cada ciudad de la Tierra, la Luna y Marte. Pero que lo abandonó todo, cansado. Por favor - suplicó -. Intentadlo.
- ¿Te rendirías entonces voluntariamente? - preguntó la voz dentro de su cabeza -. ¿Te rendirías si aceptásemos probar con esa solución? ¿Si fuese posible?
- Sí - dijo, tras dudar unos instantes. Correré el riesgo, pensó, que sencillamente me matéis.
- Haz tú el primer movimiento - dijo la voz -. Dirígete hacia nosotros. E investigaremos las posibilidades. Pero si no podemos hacerlo, si tus auténticos recuerdos comienzan a brotar otra vez como lo han hecho ahora, entonces... - hubo un silencio y luego la voz concluyó -: tendremos que destruirte. Supongo que lo comprenderás. Bueno, Quail, ¿aún quieres intentarlo?
- Sí - dijo. Porque la alternativa era la muerte inmediata... y segura. Al menos así tenía una oportunidad, por pequeña que fuese.
- Preséntate en nuestro cuartel general de Nueva York - continuó la voz del policía de Interplan -. En el número 580 de la Quinta Avenida, duodécimo piso. En cuanto te hayas rendido, nuestros psiquiatras se ocuparán de ti; haremos pruebas de tu deseo más íntimo, tu fantasía más anhelada... y luego te llevaremos otra vez a Rekal, Incorporated; solicitaremos su colaboración para que satisfagan ese deseo mediante retrospección sustituta subrogada. Y... buena suerte. Te debemos algo; actuaste como instrumento eficaz en beneficio nuestro.
No había malicia en aquella voz; en realidad si ellos, la organización, sentía algo hacia él era simpatía.
- Gracias - dijo Quail. Y empezó a buscar un taxi robot.
- Señor Quail - dijo el serio y viejo psiquiatra de la Interplan -, posee usted una fantasía - sueño muy interesante. Probablemente su conciencia ni siquiera se lo imagina. Esto es bastante común; por otra parte espero que no le inquiete demasiado enterarse.
El oficial de alta graduación de la Interplan que estaba presente dijo con aspereza:
- Es mejor que no esté demasiado alterado cuando lo oiga, si espera conservar la vida.
- A diferencia de la fantasía de desear ser un agente secreto de la Interplan - continuó el psiquiatra -, lo que, siendo producto de la madurez, relativamente hablando, tenía cierta plausibilidad, esta producción es un sueño grotesco de su niñez; no es extraño que no fuese capaz de recordarlo. Su fantasía es ésta: tiene usted nueve años y camina por un sendero en el campo. Una nave espacial, bastante rara, procedente de otro sistema solar, aterriza directamente frente a usted. Sólo usted, señor Quail, la ve en la Tierra. Las criaturas que hay dentro son muy pequeñas y desvalidas, una especie de ratones de campo, aunque se proponen invadir la Tierra; pronto les seguirán otras decenas de miles de naves que esperan a que éste grupo de observación dé la señal.
- Y supongo que los detengo - dijo Quail, experimentando una mezcla de repugnancia y complacencia -. Yo sólo acabo con ellos. Probablemente a pisotones.
- No - dijo pacientemente el psiquiatra -. Usted impide la invasión, pero no destruyéndolos. En vez de eso, se muestra amable y cordial con ellos, aunque por telepatía (que es el sistema de comunicación de estos seres) sabe por qué han venido. Ellos jamás han visto rasgos tan humanitarios en un organismo inteligente, y para mostrar su agradecimiento hacen un trato con usted.
- No invadirán la Tierra mientras yo siga vivo - dijo Quail.
- Exactamente - dijo el psiquiatra al oficial de la Interplan -. Puede ver que esto se ajusta a su personalidad, pese a su burla fingida.
- Así que simplemente existiendo - dijo Quail, sintiendo una creciente satisfacción -, simplemente con estar vivo, logro librar a la Tierra de una amenaza. Entonces soy la persona más importante de la Tierra. Sin alzar siquiera un dedo.
- Así es, señor - dijo el psiquiatra -, y eso forma la base de su psique, es una fantasía infantil sobre la que se apoya su vida. Sin terapia de profundidad y sin droga, nunca la hubiese recordado. Pero ha existido siempre dentro de usted; se ha mantenido sumergida, pero nunca se ha apagado.
El alto funcionario dijo a McClane, que estaba allí sentado escuchando atentamente:
- ¿Puede usted implantar un esquema nemotécnico extrafáctico de este tipo en él?
- Manejamos todos los tipos de deseo - fantasía que existen - dijo McClane -. Francamente, me he encontrado con muchos peores que éste. Claro que podemos hacerlo. Dentro de veinticuatro horas no sólo deseará haber salvado la Tierra; creerá con toda certeza que sucedió realmente.
- Entonces puede empezar a trabajar - dijo el funcionario de policía -. Como preparación hemos borrado una vez más el recuerdo de su viaje a Marte.
- ¿Que viaje a Marte? - dijo Quail.
Nadie le contestó, así que, a regañadientes, archivó la pregunta. Y, de todos modos, ya había aparecido un vehículo de la policía; él, McClane y el alto funcionario lo abordaron camino a Chicago, concretamente a Rekal, Incorporated.
- Será mejor que no cometan ningún error esta vez - dijo el funcionario al nervioso McClane.
- No veo en qué podríamos equivocarnos - murmuró McClane, sudando -. Esto no tiene nada que ver con Marte ni con la Interplan. Impedir él solo una invasión de la Tierra por otro sistema estelar. - Meneó la cabeza -. En fin, vaya sueño. Y por la simple fuerza de la virtud; sin ninguna violencia. Muy bonito. - Se enjugó la frente con un gran pañuelo de lino.
Nadie decía nada.
- En realidad - dijo McClane - es conmovedor.
- Pero arrogante - dijo secamente el funcionario -. En cuanto él muera, la invasión continuará. No es extraño que lo olvidara; es la fantasía más grandiosa que conozco. - Miró a Quail de reojo, con desaprobación -. Y pensar que incluimos a este individuo en nuestra nómina...
Cuando llegaron a Rekal, Incorporated la recepcionista, Shirley, les recibió sin aliento en la oficina exterior.
- Bienvenido otra vez, señor Quail - agitaba sus pechos como melones (aquel día pintados de naranja incandescente), temblando de nerviosismo -. Lamento que todo funcionase tan mal antes; estoy segura que esta vez todo irá mejor.
McClane, que seguía enjugándose la frente con su pañuelo de lino irlandés, dijo:
- Irá mejor, desde luego. - Moviéndose con rapidez se adelantó a Lowe y a Keeler, y los condujo, junto con Douglas Quail, a la zona de trabajo, y luego, con Shirley y el funcionario de alta graduación, regresó a su oficina. Ahí esperarían.
- ¿Tenemos un expediente de este caso, señor McClane? - preguntó Shirley, tropezando con él en su agitación y ruborizándose luego, tímidamente.
- Creo que sí. - Intentó recordar, luego desistió y consultó el formulario -. Una combinación - decidió en voz alta - de los expedientes Ochenta y Uno, Veinte y Seis.
De la sección abovedada de la cámara que había detrás de su mesa sacó los expedientes, y los puso sobre la mesa para inspeccionarlos.
- Del Ochenta y Uno - explicó -, una varita mágica curadora, regalo de la raza de seres de otro sistema al cliente... en esta ocasión el señor Quail. Una prueba de su gratitud.
- ¿Funciona? - preguntó con curiosidad el funcionario de policía.
- Funcionó una vez - explicó McClane -. Pero, en fin, ¿sabe?, el individuo en cuestión la utilizó hace años, curando a diestro y siniestro. Ahora es sólo un recuerdo que funcionó espectacularmente.
Rió entre dientes y luego abrió la carpeta del expediente número Veinte.
- Un documento del secretario general de la ONU dándole las gracias por salvar la Tierra; éste no nos servirá, porque parte de la fantasía de Quail es que nadie sabe de la invasión más que él, pero por razones de verosimilitud lo incluiremos.
Inspeccionó luego el expediente número Seis. ¿Qué había allí? No podía recordar. Frunciendo el ceño, hurgó en la bolsa de plástico mientras Shirley y el oficial de la Interplan observaban atentamente.
- Aquí dice quiénes eran ellos - dijo McClane -. Y de dónde procedían. Incluye un mapa estelar detallado que indica la ruta que siguieron para llegar aquí y el sistema de origen. Por supuesto, está redactado en su idioma y en su alfabeto, así que él no puede leerlo. Pero recuerda que ellos se lo leyeron en su propia lengua.
Colocó los tres objetos en el centro de la mesa.
- Habrá que llevar esto a casa de Quail - explicó al funcionario -. De modo que los encuentre cuando regrese a ella. Y eso confirmará su fantasía. PAN... Procedimiento de Actuación Normal.
Rió entre dientes con cierta aprensión, preguntándose como les iría a Lowe y a Keeler.
Sonó el intercomunicador.
- Señor McClane, siento molestarle - era la voz de Lowe; se quedó helado al reconocerla, helado y mudo -. Algo sucede. Creo que sería aconsejable que bajase usted aquí a supervisar. Como la otra vez, el señor Quail reaccionó bien a la narquidrina; está inconsciente y relajado y se muestra receptivo. Pero...
McClane acudió corriendo a la zona de trabajo.
Douglas Quail estaba tendido en la camilla. Respiraba lenta y regularmente, tenía los ojos semicerrados y una confusa conciencia de las personas que le rodeaban.
- Empezamos a interrogarle - dijo Lowe, muy pálido -, para descubrir exactamente cuando tuvo lugar su recuerdo - fantasía de haber salvado la Tierra él solo. Y aunque parezca extraño...
- Ellos me dijeron que no lo contara - murmuraba Douglas Quail con voz mortecina, deformada por la droga -. Ese fue el acuerdo. Yo no debía recordarlo siquiera. Pero, ¿cómo podría olvidar un acontecimiento como ése?
Supongo que sería difícil, reflexionó McClane. Pero lo olvidó... hasta ahora.
- Incluso me dieron un pergamino - murmuró Quail -, como prueba de gratitud. Lo tengo escondido en mi casa; se los enseñaré.
McClane dijo al funcionario de la Interplan que había bajado corriendo tras él:
- Bueno les sugiero que consideren que es mejor no matarle. Si lo hiciesen «ellos» regresarían.
- Me dieron también una varita mágica invisible y destructora - murmuró Quail, con los ojos ya totalmente cerrados -. Con ella maté en Marte a aquel hombre al que me enviaron a eliminar. Está en el cajón de mi escritorio, junto con la caja de gusanos y de algas que recogí en Marte.
El funcionario de la Interplan, sin decir palabra, se volvió y salió de la zona de trabajo.
Será mejor que archive otra vez los objetos de prueba de los expedientes, se dijo resignadamente McClane. Volvió a su oficina caminando lentamente. Incluyendo el documento del secretario general de la ONU. Después de todo...
El auténtico probablemente no tardase en llegar.
IMPOSTOR
—Un día de estos voy a tomarme unas vacaciones —dijo Spence Olham mientras desayunaba. Miró a su esposa—. Creo que me merezco un descanso. Diez años es mucho tiempo.
—¿Y el proyecto?
—Ganarán la guerra sin mí. Nuestra querida bola de arcilla no corre tanto peligro. —Olham se sentó a la mesa y encendió un cigarrillo—. Las máquinas de noticias alteran los reportajes para hacernos creer que los alienígenas nos llevan la delantera. ¿Sabes lo que me gustaría hacer durante las vacaciones? Me gustaría ir de campamento a las montañas que hay en las afueras de la ciudad, donde fuimos aquella vez. ¿Te acuerdas? Me topé con un zumaque venenoso y tú casi pisas una culebra.
—¿El bosque de Sutton? —Mary empezó a transportar los platos al fregadero—. El bosque se quemó hace unas semanas. Pensé que lo sabías. Un incendio repentino.
Olham se entristeció.
—¿Ni siquiera intentaron averiguar la causa? —Frunció los labios—. Ya nadie se preocupa. Sólo piensan en la guerra. —Tensó la mandíbula, recordando todos los elementos de la situación: los alienígenas, la guerra, las naves-aguja.
—¿Cómo se puede pensar en otra cosa?
Olham cabeceó. Su mujer tenía razón, por supuesto. Las pequeñas naves oscuras de Alfa Centauri habían burlado a los cruceros terrícolas con suma facilidad; los habían dejado atrás como a tortugas indefensas. Había sido un desfile triunfal, hasta llegar a la Tierra.
Un desfile triunfal, hasta que los laboratorios Westinghouse hicieron una demostración de la burbuja protectora. La burbuja, que envolvió al principio las principales ciudades de la Tierra y después todo el planeta, era la primera defensa real, la primera respuesta válida a los alienígenas..., como las máquinas de noticias les habían bautizado.
Pero ganar la guerra era otra historia. Cada laboratorio, cada proyecto, trabajaban día y noche, sin tregua, para encontrar algo más: un arma de ataque. Su propio proyecto, por ejemplo. Todo el día, año tras año.
Olham se levantó y apagó el cigarrillo.
—Como la espada de Damocles. Siempre pendiente sobre nuestras cabezas. Me estoy cansando. Lo único que quiero es tomarme un largo descanso, aunque imagino que todo el mundo piensa igual.
Sacó la chaqueta del armario y salió al porche delantero. El proyectil, el veloz y pequeño vehículo que le llevaba al proyecto, pasaría en cualquier momento.
—Espero que Nelson no se retrase. —Consultó su reloj—. Son casi las siete.
—Aquí viene el coche —dijo Mary, señalando entre dos filas de casas.
El sol brillaba detrás de los tejados, reflejándose contra las pesadas planchas de plomo. El pueblo estaba silencioso; muy poca gente se había levantado.
—Hasta luego. Procura no seguir trabajando después que haya terminado tu turno, Spence.
Olham abrió la puerta del coche y se deslizó en el interior; luego se reclinó con un suspiro contra el asiento. Un hombre de edad avanzada acompañaba a Nelson.
—¿Y bien? —dijo Olham mientras el vehículo aceleraba—. ¿Te has enterado de alguna noticia interesante?
—Lo de costumbre —respondió Nelson—. Algunas naves alienígenas alcanzadas, otro asteroide abandonado por motivos estratégicos.
—Me alegraré cuando alcancemos la última fase del proyecto. No sé si atribuirlo a la propaganda de las máquinas de noticias, pero desde hace un mes estoy muy cansado de todo esto. Todo es tan sombrío y serio, tan carente de vida.
—¿Piensa que la guerra es inútil? —preguntó el anciano de repente—. Usted es una parte importante de ella.
—Te presento al mayor Peters —dijo Nelson.
Olham y Peters se estrecharon las manos. Olham examinó al hombre.
—¿Qué le trae por aquí tan temprano? —preguntó—. No recuerdo haberle visto antes por el proyecto.
—No, no trabajo en el proyecto, pero sé algo de lo que están haciendo. Mi tarea es muy diferente.
Nelson y él intercambiaron una mirada. Olham la observó y frunció el ceño. El vehículo aumentó la velocidad y atravesó el terreno yermo y sin vida, en dirección a la silueta lejana del edificio que albergaba el proyecto.
—¿En qué trabaja? —preguntó Olham—. ¿O no tiene permiso para hablar de ello?
—Trabajo para el gobierno —respondió Peters—. En la ASF, el órgano de seguridad.
—¿Sí? —Olham arqueó una ceja—. ¿Se han producido infiltraciones enemigas en esta región?
—En realidad, he venido a verle a usted, señor Olham.
Olham se quedó asombrado. Reflexionó sobre las palabras de Peters, pero no llegó a ninguna conclusión.
—¿A verme a mí? ¿Por qué?
—He venido a detener a un espía alienígena. Por eso me he levantado tan temprano esta mañana. Atrápele, Nelson...
La pistola se hundió en las costillas de Olham. Las manos de Nelson temblaban a causa de la tensión liberada. Estaba pálido. Respiró profundamente y exhaló el aire.
—¿Le matamos ahora? —susurró a Peters—. Creo que deberíamos matarle ahora. No podemos esperar.
Olham miró a su amigo. Abrió la boca para hablar, pero no consiguió articular ninguna palabra. Los dos hombres le observaban fijamente, rígidos y aterrorizados. Olham se sintió mareado. La cabeza le dolía y le daba vueltas.
—No entiendo —murmuró.
En aquel momento, el coche abandonó el suelo y voló hacia el espacio. El proyecto fue empequeñeciendo hasta desaparecer. Olham cerró la boca.
—Esperemos un poco —dijo Peters—. Antes quiero hacerle algunas preguntas.
Olham mantenía la vista clavada en el frente, mientras el vehículo proseguía su viaje.
—La detención se llevó a cabo sin el menor problema —dijo Peters a la videopantalla. Aparecieron las facciones del jefe de seguridad—. Todos nos hemos quitado un peso de encima.
—¿Alguna complicación?
—Ninguna. Entró en el coche sin sospechar. Mi presencia no le resultó excesivamente extraña.
—¿Dónde se encuentran ahora?
—En camino, dentro de la burbuja protectora. Nos desplazamos a la velocidad máxima. Dé por hecho que el período crítico ya ha pasado. Me alegro que los motores de despegue del vehículo hayan funcionado a la perfección. Si se hubiera producido algún fallo...
—Déjeme verle —dijo el jefe de seguridad. Contempló a Olham durante un rato. Éste se mantuvo en silencio. Por fin, el jefe hizo una señal con la cabeza a Peters—. Muy bien. Es suficiente. —Cierto desagrado se reflejó en sus facciones—. He visto todo cuanto quería. Han hecho algo que será recordado durante mucho tiempo. Es posible que se les conceda una mención honorífica.
—No es necesario —dijo Peters.
—¿Hay algún peligro? ¿Existe alguna posibilidad que...?
—Alguna, pero no demasiadas. Según tengo entendido, basta con pronunciar una frase clave. En cualquier caso, correremos el riesgo.
—Notificaré a la base lunar que están en camino.
—No. —Peters negó con la cabeza—. Aterrizaré fuera de la base. No quiero someterla a ningún peligro.
—Como quiera.
Los ojos del jefe centellearon cuando miró de nuevo a Olham. Después, su imagen se desvaneció. La pantalla se apagó.
Olham desvió la vista hacia la ventana. La nave ya estaba atravesando la burbuja protectora, sin cesar de acelerar. Peters tenía prisa; bajo el suelo, los chorros de los motores estaban abiertos por completo. Le tenían miedo, y por eso corrían a tal velocidad.
Nelson se removió a su lado, inquieto.
—Creo que deberíamos hacerlo ya —dijo—. Daría cualquier cosa con tal de terminar ahora mismo.
—Tranquilo —dijo Peters—. Quiero que conduzca la nave durante un rato para que pueda hablar con él.
Se sentó junto a Olham y le miró a la cara. Extendió la mano con cautela y le tocó el brazo, y después la mejilla.
Olham calló. «Si pudiera informar a Mary —pensó—. Si encontrara una forma de decírselo...» Miró a su alrededor. ¿Cómo? ¿Por la videopantalla? Nelson estaba sentado junto al tablero, sujetando la pistola. No podía hacer nada. Estaba atrapado.
Pero, ¿por qué?
—Escuche —dijo Peters—, quiero hacerle algunas preguntas. Ya sabe adonde vamos. A la Luna. Dentro de una hora aterrizaremos en su cara oculta. Después, le entregaremos de inmediato a un equipo de hombres que le está esperando. Su cuerpo será destruido al instante. ¿Lo entiende? —Consultó su reloj—. Dentro de dos horas, sus miembros yacerán esparcidos por el paisaje. No quedará nada de usted.
Olham salió de su letargo.
—¿No puede decirme...?
—Claro que se lo diré —asintió Peters—. Hace dos días recibimos el informe que una nave alienígena había penetrado la burbuja protectora. De la nave saltó un espía con forma de robot humanoide. La misión del robot era destruir a un ser humano en particular y suplantarle.
Peters observó con calma a Olham.
—Dentro del robot había una bomba U. Nuestro agente no sabía cómo iba a detonar la bomba, pero creía que sería mediante una frase, un grupo determinado de palabras. El robot viviría igual que la persona a la que había asesinado, realizaría sus actividades habituales, su trabajo, su vida social. Fue construido para parecerse a esa persona. Nadie notaría la diferencia.
Un enfermizo color yeso tiñó la cara de Olham.
—La persona que el robot debía suplantar era Spence Olham, un funcionario de alto nivel que trabajaba en un proyecto de investigación. Dado que este proyecto en particular se acercaba a su fase crucial, la presencia de una bomba viviente en el corazón del proyecto...
Olham se miró las manos.
—¡Pero si yo soy Olham!
—Una vez localizado y asesinado Olham, al robot no le costaría nada asumir su vida. Creemos que el robot fue lanzado desde la nave hace unos ocho días. La sustitución debió llevarse a cabo el pasado fin de semana, cuando Olham fue a pasear por las colinas.
—Pero yo soy Olham. —Se volvió hacia Nelson, que estaba sentado a los controles—. ¿No me reconoces? Hace veinte años que somos amigos. ¿Ya no recuerdas que fuimos a la escuela juntos? —Se levantó—. Y también fuimos juntos a la universidad. Compartimos la misma habitación.
—¡Aléjate de mí! —chilló Nelson.
—Escucha. ¿Te acuerdas del segundo curso? ¿Te acuerdas de aquella chica? ¿Cómo se llamaba...? —Se frotó la frente—. La del cabello oscuro, la que conocimos en casa de Ted.
—¡Basta! —Nelson movió la pistola frenéticamente—. No quiero escuchar nada más. ¡Tú le mataste! Tú..., máquina.
—Estás equivocado —dijo Olham a Nelson—. No sé lo que ha pasado, pero el robot no me atacó. Algo debió salir mal. Quizá la nave se estrelló. —Se volvió hacia Peters—. Yo soy Olham. Lo sé. No se ha producido ninguna sustitución. Soy el mismo de siempre.
Se tocó y recorrió su cuerpo con las manos.
—Tiene que haber alguna forma de demostrarlo. Llévenme de nuevo a la Tierra. Un examen de rayos X o un estudio neurológico serán suficientes. Tal vez encontremos la nave estrellada.
Ni Peters ni Nelson hablaron.
—Soy Olham —repitió—. Sé que lo soy, pero no puedo demostrarlo.
—El robot ignoraría que no era el auténtico Spence Olham. Se transformaría en Olham en mente y cuerpo. Se le proporcionó un sistema de memoria artificial, falsos recuerdos. Tendría su mismo aspecto, sus recuerdos, sus pensamientos e intereses, realizaría su trabajo.
»Pero con una diferencia: dentro del robot hay una bomba U, lista para estallar en cuanto suene la frase clave. —Peters se apartó un poco—. Ésa es la diferencia. Por eso le llevamos a la Luna. Le desmembrarán y desactivarán la bomba. Tal vez estalle, pero no importa, siempre que lo haga allí.
Olham se sentó lentamente.
—Llegaremos en seguida —dijo Nelson.
Olham se reclinó en su asiento, devanándose los sesos, mientras la nave descendía poco a poco. Bajo ellos se extendía la torturada superficie de la Luna, la interminable llanura sembrada de cráteres. ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía hacer para salvarse?
—Prepárese —dijo Peters.
Dentro de unos minutos estaría muerto. Divisó un punto diminuto, algún edificio. Había hombres en el edificio, el equipo de demolición, aguardando el momento de cortarle en pedazos. Le abrirían en canal, le arrancarían los brazos y las piernas, le destriparían. Se quedarían sorprendidos al no encontrar la bomba; sabrían la verdad, pero demasiado tarde.
Olham examinó la pequeña cabina. Nelson seguía empuñando la pistola. No le concedería la menor oportunidad. Si conseguía que un médico le examinara... Era la única solución. Mary podría ayudarle. Su mente funcionaba a toda máquina. Le quedaban muy pocos minutos. Si pudiera comunicarse con ella, informarla de alguna forma.
—Despacio —dijo Peters.
La nave descendió con lentitud, rebotando en el escabroso terreno. Se hizo el silencio.
—Escuche —dijo Olham, con voz ronca—, puedo demostrar que soy Spence Olham. Traiga a un médico...
—Allí está el equipo —señaló Nelson—. Ya vienen. —Miró a Olham con nerviosismo—. Espero que no ocurra nada.
—Nos iremos antes que empiecen a trabajar —dijo Peters—. Nos largaremos dentro de un momento. —Se puso el traje presurizado. Cuando hubo terminado, le quitó la pistola a Nelson—. Yo le vigilaré.
Nelson se puso a toda prisa el traje, maniobrando torpemente.
—¿Y él? —indicó a Olham—. ¿Necesita uno?
—No. —Peters negó con la cabeza—. Los robots no necesitan oxígeno.
El grupo de hombres había llegado casi a la nave. Se detuvo y esperó. Peters les hizo una señal.
—¡Adelante!
Agitó la mano y los hombres avanzaron. Figuras rígidas y grotescas, embutidas en sus trajes inflados.
—Si abre esa puerta —dijo Olham—, significará mi muerte. Será un asesinato.
—Abra la puerta —dijo Nelson, extendiendo la mano hacia el pomo.
Olham le miró fijamente. Vio que la mano del hombre se cerraba alrededor de la vara metálica. La puerta se abriría dentro de un segundo y el aire de la nave se escaparía. Moriría, y entonces comprenderían su error. Quizá en otra época, cuando no hubiera guerra, los hombres no actuarían de esta forma, arrojando a un individuo a la muerte porque estaban asustados. Todo el mundo estaba asustado, todo el mundo deseaba sacrificar al individuo en aras del temor del grupo.
Le estaban asesinando porque no podían esperar a estar seguros de su culpabilidad. No tenían tiempo.
Olham miró a Nelson, su amigo de tantos años. Habían ido juntos al colegio. Había sido su padrino de boda. Ahora, Nelson se aprestaba a matarle. Pero Nelson no era malo; no era culpa suya. Eran los tiempos. Quizá había sucedido lo mismo durante las plagas. Si a un hombre le salía una mancha significaba la muerte inmediata, sin un momento de vacilación, sin prueba, basándose en meras sospechas. En tiempos de peligro, era el único método.
No les culpaba, pero tenía que vivir. Su vida era demasiado preciosa para sacrificarla. Olham pensó con rapidez. ¿Qué podía hacer? ¿Había alguna posibilidad? Miró a su alrededor.
—Voy a abrir —dijo Nelson.
—Tiene razón —dijo Olham. El sonido de su voz le sorprendió. Era la fuerza de la desesperación—. No necesito aire. Abra la puerta.
Los dos hombres se inmovilizaron y le miraron, alarmados e intrigados al mismo tiempo.
—Adelante. Ábranla. Da igual. —La mano de Olham desapareció en el interior de su chaqueta—. Me pregunto si corren con rapidez.
—¿Correr?
—Les quedan quince segundos de vida. —Sus dedos se crisparon dentro de su chaqueta y su brazo se puso rígido de repente. Se relajó y sonrió—. Estaban equivocados en lo referente a la frase clave. Quedan catorce segundos.
Dos rostros sobresaltados le miraron desde los trajes presurizados. Ambos se precipitaron hacia la puerta y la abrieron. El aire huyó con un silbido hacia el vacío. Peters y Nelson salieron de la nave como una flecha. Olham les siguió. Empujó la puerta y la cerró. El sistema de presurización automático resopló con furia y renovó el aire. Olham dejó escapar un suspiro y se estremeció.
Un segundo más...
Vio por la ventana que los dos hombres se habían reunido con el grupo. Éste se dispersó en todas direcciones. Uno a uno los hombres se fueron arrojando al suelo. Olham se sentó ante el cuadro de mandos. Movió los cuadrantes. Cuando la nave despegó, los hombres se pusieron en pie y levantaron la vista, boquiabiertos.
—Lo siento —murmuró Olham—, pero debo regresar a la Tierra.
Enfiló la nave por el camino de ida.
Era de noche. Los grillos cantaban alrededor de la nave, turbando las frías tinieblas. Olham se inclinó sobre la pantalla. La imagen se formó poco a poco; había podido efectuar la llamada sin problemas. Dejó escapar un suspiro de alivio.
—Mary —dijo.
La mujer le miró y tragó saliva.
—¡Spence! ¿Dónde estás? ¿Qué ha pasado?
—No puedo decírtelo. Escucha, debo hablar de prisa. Pueden interferir la llamada en cualquier momento. Ve a las dependencias del proyecto y ponte en contacto con el doctor Chamberlain. Si no está, habla con cualquier médico. Llévale a casa y dile que se espere. Dile que traiga aparatos, rayos X, fluoroscopio, todo.
—Pero...
—Haz lo que te digo. Date prisa. Dile que esté preparado dentro de una hora. —Olham se inclinó hacia la pantalla—. ¿Va todo bien? ¿Estás sola?
—¿Sola?
—¿Hay alguien contigo? ¿Te ha llamado Nelson..., o cualquier otra persona?
—No, Spence. No entiendo nada.
—Muy bien. Nos veremos en casa dentro de una hora. Y no se lo digas a nadie. Ve a ver a Chamberlain con cualquier pretexto. Dile que estás muy enferma.
Cortó la comunicación y consultó su reloj. Un momento después abandonó la nave y se internó en la oscuridad. Tenía que recorrer casi un kilómetro.
Empezó a caminar.
Se veía una luz en la ventana, la luz del estudio. La observó, arrodillado junto a la verja. Ni ruidos ni movimientos. Alzó el reloj a la luz de las estrellas. Había pasado casi una hora.
Un vehículo apareció en la calle y pasó de largo.
Olham miró en dirección a la casa. El médico ya debería haber llegado. Seguramente, estaría dentro, esperando con Mary. Se le ocurrió un pensamiento. ¿Habría podido Mary salir de casa? Tal vez la habían interceptado. Tal vez se estaba metiendo en una trampa.
Pero, ¿qué otra cosa podía hacer?
Los informes, exámenes y placas radiográficas de un médico le darían una oportunidad de demostrar su identidad. Si podía ser sometido a examen, si vivía lo suficiente para que le revisaran...
Lo demostraría de esa forma. Probablemente, era la única solución. Su única esperanza se hallaba en su casa. El doctor Chamberlain era un hombre respetado. Era el médico del equipo que trabajaba en el proyecto. Su palabra bastaría. Su dictamen daría al traste con la histeria y la locura.
Locura... Eso era. Si accedieran a esperar, a actuar con parsimonia, a tomarse su tiempo... Pero no podían esperar. Él tenía que morir, morir cuanto antes, sin pruebas, sin juicios ni exámenes. La prueba más simple lo demostraría, pero ni siquiera tenían tiempo que perder en la prueba más simple. Sólo pensaban en el peligro. En el peligro, y en nada más.
Se irguió y avanzó hacia la casa. Llegó al porche. Se detuvo ante la puerta y escuchó. Ningún ruido. La casa estaba en completo silencio.
Demasiado silencio.
Olham permaneció inmóvil en el porche. Los que se encontraban en el interior se esforzaban por guardar el máximo silencio. ¿Por qué? Era una casa pequeña; a escasos metros de distancia, detrás de la puerta, Mary y el doctor Chamberlain estarían esperando. Sin embargo, no oía nada, ni el susurro de voces, nada en absoluto. Miró la puerta. Era la puerta que había abierto y cerrado miles de veces, cada mañana y cada noche.
Apoyó la mano en el pomo, pero desistió y tocó el timbre. El timbre sonó en algún lugar de la casa. Olham sonrió. Había captado movimientos.
Mary abrió la puerta. En cuanto Olham vio su cara lo comprendió.
Se lanzó corriendo hacia los arbustos. Un oficial de seguridad apartó a Mary de un empellón y disparó. Los arbustos saltaron en pedazos. Olham se escurrió detrás de la casa. Se irguió de un salto y huyó frenéticamente, hundiéndose en las tinieblas. Un foco alumbró de repente la zona.
Olham cruzó la carretera y saltó una valla. Atravesó un patio trasero. Oficiales de seguridad le perseguían, intercambiando gritos. Olham jadeó, falto de aliento. Su respiración era muy agitada.
El rostro de Mary... Lo había adivinado al instante. Los labios apretados, los ojos afligidos y aterrorizados. ¡Si llega a entrar...! Habían intervenido la llamada y salido hacia la casa en cuanto colgó. Ella debió creer su historia. También pensaba que él era el robot, sin duda.
Olham continuó corriendo. Estaba dejando atrás a los oficiales. Por lo visto, su entrenamiento era deficiente. Trepó a una colina y bajó por la otra ladera. En un instante llegaría a la nave, pero, ¿adónde iría esta vez? Aminoró el paso y se detuvo. Ya veía la nave, recortada contra el cielo, en el lugar donde la había estacionado. El pueblo se hallaba a su espalda; él estaba en el yermo que separaba los lugares habitados, donde empezaban los bosques y los eriales. Cruzó un campo estéril y se internó entre los árboles.
La puerta de la nave se abrió mientras caminaba hacia ella.
Peters salió. Su silueta se recortó contra la luz. Portaba un pesado fusil Boris. Olham se quedó inmóvil. Peters escudriñó la oscuridad.
—Sé que anda por ahí —dijo—. Acérquese, Olham. Los agentes de seguridad le tienen rodeado.
Olham no se movió.
—Escúcheme. No tardaremos mucho en capturarle. Por lo visto, todavía no cree que es un robot. Su llamada a la mujer indica que aún se halla bajo el efecto de la ilusión creada por sus recuerdos artificiales.
»Pero es un robot. Usted es el robot, y en su interior se oculta la bomba. Alguien, usted mismo, puede pronunciar en cualquier momento la frase que la haga detonar. Cuando eso ocurra, la bomba sembrará la destrucción en un radio de varios kilómetros. El proyecto, la mujer, todos nosotros moriremos. ¿Lo comprende?
Olham no dijo nada; se limitó a escuchar. Los hombres se deslizaban por el bosque, avanzando en su dirección.
—Si no sale, le daremos caza. Es cuestión de tiempo. Hemos desechado la idea de trasladarle a la base lunar. Será destruido en cuanto le veamos, y tendremos que correr el riesgo que la bomba estalle. He ordenado que todos los oficiales de seguridad disponibles peinen la zona, centímetro a centímetro. No puede escapar. Un cordón de hombres armados rodea el bosque. Le quedan unas seis horas antes que el último centímetro sea registrado.
Olham se alejó. Peters siguió hablando; no le había visto. Estaba demasiado oscuro para ver a nadie. No obstante, Peters tenía razón. No podía escapar. Había salido del pueblo y se encontraba en las afueras, donde empezaban los bosques. Podía ocultarse un tiempo, pero terminarían por cazarle.
Era cuestión de tiempo.
Olham caminó en silencio por el bosque. Estaban examinando, estudiando, registrando y peinando cada parte del condado, kilómetro tras kilómetro. El cordón se iba estrechando cada vez más.
¿Qué podía hacer? Había perdido la nave, su única esperanza de escapar. Ocupaban su casa; su mujer les apoyaba, creyendo, sin duda, que el auténtico Olham había sido asesinado. Apretó los puños. En algún lugar estaba la nave alienígena estrellada, y los restos del robot. En algún lugar próximo, la nave se había destrozado. Y el robot yacía en su interior, destruido. Una débil esperanza se agitó en su interior. ¿Y si encontraba los restos? Si pudiera enseñarles el lugar del siniestro, los fragmentos carbonizados, el robot...
Pero, ¿dónde? ¿Dónde los iba a encontrar? Continuó andando, sumido en sus pensamientos. No muy lejos, probablemente. La nave habría aterrizado cerca del proyecto; el robot habría recorrido el resto del camino a pie. Ascendió la ladera de la colina y miró a su alrededor. Destrozada y quemada. ¿Alguna pista, algún indicio? ¿Había leído u oído algo? En algún lugar cercano, al que se podía acceder a pie. Un lugar agreste, un punto distante, en el que no habría gente.
De pronto, Olham sonrió. Destrozada y quemada... El bosque de Sutton. Aceleró el paso.
Había amanecido. El sol se filtraba entre los árboles rotos e iluminaba al hombre agachado en el límite del claro. Olham alzaba la vista de vez en cuando y escuchaba. No estaban lejos, sólo a unos minutos de camino. Sonrió.
Ante él se extendía una masa retorcida de restos metálicos, diseminados por el claro y los tocones carbonizados que habían sido el bosque de Sutton. Lo que quedaba de la nave brillaba tenuemente a la luz del sol. No le costó mucho encontrarla. Conocía bien el bosque de Sutton; lo había recorrido muchas veces, cuando era más joven. Había sabido dónde encontrar los restos. Había un pico que sobresalía con brusquedad, sin previo aviso.
Una nave poco familiarizada con los bosques que pretendiera aterrizar chocaría con él casi con toda seguridad. En aquel momento estaba contemplando los restos de la nave.
Olham se puso en pie. Ya les oía, a escasa distancia, avanzando en grupo y hablando en voz baja. Una gran tensión se apoderó de él. Todo dependía de quién le viera primero. Si era Nelson, estaba acabado. Nelson dispararía. Moriría antes que vieran la nave. Pero si tenía tiempo de dar la noticia, retenerles unos segundos... Era todo lo que necesitaba. En cuanto vieran la nave, estaría salvado.
Pero si disparaban antes...
Una rama chamuscada crujió. Apareció una figura que avanzaba con cautela. Olham respiró profundamente. Quedaban muy escasos segundos, tal vez los últimos de su vida. Levantó los brazos y clavó la vista en el frente.
Era Peters.
—¡Peters! —Olham agitó los brazos. Peters alzó el fusil y apuntó—. ¡No dispare! —Su voz temblaba—. Espere un momento. Observe el claro que hay detrás de mí.
—Le he encontrado —gritó Peters.
Los hombres de seguridad surgieron del bosque calcinado y le rodearon.
—No dispare. Mire detrás de mí. La nave, la nave-aguja. La nave alienígena. ¡Mire!
Peters vaciló. El fusil osciló.
—Está ahí —se apresuró a continuar Olham—. Sabía que la encontraría en este lugar. El bosque quemado. Créame. Encontrará los restos del robot en la nave. ¿Quiere hacer el favor de mirar?
—Hay algo ahí abajo —dijo uno de los hombres, nervioso.
—¡Mátele! —gritó una voz. Era Nelson.
—Espere. —Peters se volvió con brusquedad—. Yo estoy al mando. Que nadie dispare. Tal vez esté diciendo la verdad.
—Mátele —repitió Nelson—. Él liquidó a Olham. Puede matarnos en cualquier momento. Si la bomba estalla...
—Cállese. —Peters avanzó hacia la pendiente y miró abajo—. Fíjese en eso. —Indicó a dos hombres que se acercaran—. Bajen a ver qué es.
Los dos hombres bajaron la pendiente a toda prisa y atravesaron el claro. Se agacharon y examinaron los restos de la nave.
—¿Y bien? —gritó Peters.
Olham contuvo el aliento. Sonrió levemente. Tenía que estar allí; no había tenido tiempo de mirar, pero tenía que estar allí. Una duda le asaltó de repente. ¿Y si el robot hubiera sobrevivido y escapado? ¿Y si su cuerpo se hubiera destruido por completo?
Se humedeció los labios. El sudor inundó su frente. Nelson le estaba mirando, lívido. Su respiración se agitaba.
—Mátele —dijo Nelson—. Mátele, antes que él nos mate a nosotros.
Los dos hombres se irguieron.
—¿Qué han encontrado? —preguntó Peters. Sostenía el fusil sin vacilar—. ¿Hay algo ahí?
—Eso parece. Es una nave-aguja, desde luego. Hay algo al lado.
—Echaré un vistazo.
Peters pasó junto a Olham. Éste le vio bajar la colina y reunirse con los hombres. Los demás le siguieron.
—Parece un cuerpo —dijo Peters—. ¡Fíjense!
Olham fue con ellos. Formaron un círculo de miradas ansiosas.
En el suelo, doblada y retorcida de una forma extraña, había una figura grotesca. Habría parecido humana, de no ser por la manera en que estaba doblada, con los brazos y las piernas extendidos en todas direcciones. Tenía la boca abierta y los ojos vidriosos.
—Como una máquina estropeada —murmuró Peters.
Olham sonrió débilmente.
—¿Y bien? —preguntó.
—No puedo creerlo —musitó Peters—. Nos dijo la verdad desde el primer momento.
—Nunca me encontré con el robot —dijo Olham. Sacó un cigarrillo y lo encendió—. Fue destruido cuando la nave se estrelló. Ustedes estaban demasiado ocupados con la guerra para preguntarse por qué un bosque se había quemado tan repentinamente. Ahora, ya saben la verdad.
Se quedó fumando y contemplando a los hombres. Estaban sacando la forma grotesca de la nave. El cuerpo tenía los brazos y las piernas rígidos.
—Ahora encontrarán la bomba —dijo Olham.
Los hombres tendieron el cuerpo en el suelo. Peters se agachó.
—Creo que ya la veo.
Extendió la mano y tocó el cuerpo.
El torso del cadáver estaba abierto. En el interior, brillaba algo metálico. Los hombres contemplaron el metal sin hablar.
—De haber vivido, esa caja de metal nos habría destruido —dijo Peters.
Todo el mundo guardaba silencio.
—Creo que le debemos algo —dijo Peters a Olham—. Ha vivido una auténtica pesadilla. Si no hubiera escapado, le habríamos... —Se interrumpió.
Olham tiró el cigarrillo.
—Sabía que el robot no me había atacado, por supuesto, pero no podía demostrarlo. A veces, es imposible demostrar algo en el acto. Ésa es la verdad. No podía demostrar de ningún modo que yo era yo.
—¿Qué le parecen unas vacaciones? —preguntó Peters—. Creo que podremos conseguirle un mes de vacaciones para que descanse y se relaje.
—De momento, quiero irme a casa —dijo Olham.
—De acuerdo, pues. Lo que usted diga.
Nelson se había acuclillado junto al cadáver. Extendió la mano hacia el objeto metálico que se veía en el interior del pecho.
—No lo toques —le advirtió Olham—. Aún podría estallar. Será mejor que el equipo de demolición se encargue de eso más tarde.
Nelson no dijo nada. De pronto, introdujo la mano en la caja torácica, agarró el objeto metálico y tiró de él.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Olham.
Nelson se puso en pie, sujetando el objeto. Estaba blanco de terror. Era un cuchillo de metal, un cuchillo-aguja alienígena, cubierto de sangre.
—Le mataron con esto —susurró Nelson—. Mi amigo fue asesinado con esto. —Miró a Olham—. Tú le mataste con esto y le abandonaste junto a la nave.
Olham estaba temblando. Sus dientes castañeteaban. Su mirada se desvió del cuchillo al cadáver.
—No puede ser Olham —dijo. Su mente giraba, todo daba vueltas en derredor suyo—. ¿Estaba equivocado? Tragó saliva.
—Pero si ése es Olham, yo debo de ser...
No terminó la frase. El resplandor de la explosión pudo verse hasta en Alfa Centauri.
FIN
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