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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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lunes, 18 de mayo de 2009

CANDY MAN

CANDY MAN

Vincent King







I



La última uña de luna se transpone a través de las afelpadas ramas. La medianoche ha quedado atrás, las horas avanzan, estoy solo. Como siempre… Como siempre he parecido estar, del modo que siempre me ha gustado.

Era un lugar alto y triste en los bosques de líquenes. Solitario, como mi mente. Yo subía allí a veces cuan­do me asustaba de mí mismo.

Luego empezó a llover. Comencé a sentir frío. Cuan­do noté que la lluvia empapaba mis chanclos bajé de allí. Mis tubos se estaban agotando; de todos modos, tenía lo que necesitaba… ya era hora de bajar. No me gustaban las Calles, pero no se puede vivir para siempre en los bosques. A mi perro tampoco le gustan. ¡Son tan soli­tarios!

Todos aquellos ruinosos líquenes… de color verde-gris pálido… enroscaduras exquisitas, hermosos como ce­rebros… pero tan raros. No era lugar para un hombre, desde luego. No lo recuerdo exactamente, pero sé que las cosas deberían de haber sido mejores… era como aquellas grandes palabras que yo usaba a veces, era como un recuerdo que en cierto modo no era mío. Tal vez era simplemente lo que alguien me había contado acerca de cosas buenas.

Aquellos líquenes crecían sobre los árboles, sorbían su savia, los encogían y marchitaban, como le ocurría al cerebro de uno si dejaba que su mente empezara a pensar en ello. Era extraño… algo ajeno a uno mismo… A veces yo también me sentía así.

Todas aquellas paredes derruidas, el hormigón re­torcido… doblado y agujereado, brotando del suelo. Pero en cierto modo sólo se veían cosas feas cuando se subía. Todo era hermoso cuando yo estaba cansado del mundo y emprendía el camino hacia arriba. Tal vez porque no se pueden ver cosas que no se quieren mirar.

Como ya he dicho, tenía lo que había ido a buscar. Le silbé a mi perro y me puse en marcha hacia donde podía ver el suelo del valle, semejante a ceniza gris bajo la del­gada capa de nieve. Más lejos los árboles terminaban, y el barro tenía una costra de escarcha que ahora se de­rretía un poco en la lluvia. Me agaché y tendí la mirada hasta muy lejos. Nunca se sabe… Hay que tener cuidado cuando se carece de un nombre. Uno no desea encontrar algún inesperado Preceptor que empiece a hacerle pre­guntas.

Lo que más me importaba era no tener un nombre. Un nombre verdadero, quiero decir. Es como no tener una sombra. Es una sensación desagradable… como si uno no fuera completo. Como si no fuera un hombre, sino un fenómeno. Como si uno tuviera realmente mala suerte… como si no formase parte de nada.

Si uno falla los Ritos ―cuando se celebran― no se le asigna ningún nombre… y al cabo de una temporada van detrás de él y uno tiene que ocultarse. Por eso yo es­taba donde estaba, por eso tenía que ir a los bosques. Algunos de los jóvenes me respetaban por ello… antes de que fueran a los Ritos, fracasaran y vieran quemados sus cerebros. Mi perro tampoco tiene un nombre, pero a veces le llamo Wolf.

Uno fallaba también los exámenes del Cuerpo ―que es lo que en realidad eran los Ritos―, pero a mí eso no me im­portaba demasiado. No deberían dejar a las personas sin nombre. Tal vez ―pensaba―, tal vez les obligue a darme el mío algún día. No era justo. Deseaba que viniera el Salvador, como alguien profetizó en otro tiempo. Algún día alguien aparecería y lo arreglaría todo, me daría mi nombre, y él sería el Salvador. Tal vez tendría algo que ver con el Cuerpo de Exploración, cuando las grandes naves regresaran de las Estrellas, donde se suponía que estaban. Nadie sabía cuándo llegaría… ni qué haría. Si yo lo supiera lo habría hecho, y sería él. Me preguntaba quién. Me preguntaba quién sería. Me preguntaba el por qué de todo, cuál era el Propósito, para qué estaba vivo. Deseaba tener un nombre.

Ignoré el primer par de lugares. Demasiado pequeños. No me gustaba hacerme evidente. Permanecí a unos cuan­tos metros de distancia de la línea de árboles, mirando hacia abajo a cada uno de los húmedos y neblinosos va­lles y pasando al siguiente. Uno podía mantenerse oculto en los lugares grandes, mantenerse oculto y hacer buen negocio. Sujeté mi bandeja y mi caldero y avancé. De todos modos, había treinta o cuarenta luces en el lugar más próximo, de manera que me dirigí hacía allí. Des­pués de gatear y trepar un poco llegué a las primeras casas.

Había un paraje oscuro en lo alto de la Calle debajo de la torre de señalización, de modo que me quedé allí, mirando y escuchando. Nunca había estado en aquel lu­gar. Yo llegaba de la frontera, del norte, como dicen ellos.

Comprobé cómo funcionaba mi máquina y las cargas de las pistolas que los Preceptores me habían dado. Me aseguré que los engranajes estuvieran sueltos, revisé las piritas y monté los muelles. Entonces salió ese Muchacho de entre las sombras y me miró. Wolf gruñó inmediata­mente para advertirme de que era un desconocido; al cabo de un rato, al ver que no pasaba nada, pensé que no había ningún motivo de preocupación.

No estaba seguro de si el Muchacho había visto lo que yo estaba haciendo, de modo que le ignoré. El no dijo nada; se limitó a quedarse allí, observándome.

Ajusté el vendaje a mis ojos. Estaba confeccionado con un curioso material, que permitía ver por un lado a tra­vés de él. Procedía de los viejos tiempos, o tal vez del Cuerpo. Encontré un vestido de mujer confeccionado con él y utilicé la parte aprovechable para hacer un vendaje. En cualquier caso, lo llevaba sobre mis ojos; y la gente creía que yo era ciego. Me proporcionaba una ventaja, y nunca había deseado ver el mundo con demasiada cla­ridad.

Mientras tiraba del vendaje hacia abajo sobre mis mejillas, el Muchacho me observaba sin dejar de sonreír. Al cabo de un rato se marchó, pero yo seguía sin saber si había visto las pistolas de pólvora dentro de mi bandeja.

Al final decidí que no las había visto y que era inútil esperar más. Bajé hacia la Calle en busca de la gente.

La cantina estaba en el lugar habitual. Ruidosa, ca­liente y oscura. Toda la estrepitosa música habitual latiendo sintética en los Altavoces. A la gente parecía gustarle la oscuridad. Todos yacían por allí y no se movían mu­cho. Encendí las mechas de las lamparillas de alcohol y la máquina no tardó en calentarse lo suficiente. Hice girar el volante, vertí azúcar y algunos de los escarabajos y moscas aplastados para darle color. Empecé a hacer azúcar hilado.

—¡Hey! ¡Candy Man! —algunas de las mujeres empe­zaron a levantarse.

—¡Dulce Candy! —siempre habían simpatizado con­migo, me llamaban Candy Man hasta que me conocían mejor—. ¡El bueno y dulce de Candy Man está aquí!

Poco después, todo el mundo estaba comiendo mi azúcar hilado y pagándome también. Nadie me engañaba. Traía mala suerte estafar a un ciego. Era como desobe­decer a un Preceptor. Era algo profundamente arraiga­do, como la religión, como aquella leyenda acerca del Salvador. Las mujeres siempre eran las primeras en verme; eran menos estúpidas.

Contemplé los rostros infantiles. Ninguno de ellos ha­bía eludido los Ritos… todos tenían sus nombres. ¡Bas­tardos! Me obligué a odiarlos, todos ellos tenían las ci­catrices en la frente. Yo también tenía una cicatriz, pero yo mismo la había puesto allí. No la había obtenido en los Ritos; por eso me llamaban Candy Man, pero no era lo mismo que un nombre, no era mi nombre… no un nombre verdadero.

Cuando todos estuvieron servidos, mientras esperaba a que más azúcar se hilara, permanecí con la cabeza levan­tada como un hombre ciego y observé al resto de la mul­titud. Había un par de otros hombres ciegos; a veces los Ritos discurren mal y así es como uno se ve afectado de ceguera. Por eso les llaman Afortunados, para no desa­lentar a la gente de los Ritos. Junto a la puerta estaba aquel Muchacho, escarbándose los dientes y moviendo los labios.

Transcurrió el tiempo y observé a la gente más de cerca. Sus ojos tenían aquella expresión helada que yo odiaba tanto, aquella expresión consubstancial con el he­cho de tener un nombre. Por su conversación podía saberse cómo eran. Las mujeres no estaban adecuadamen­te desarrolladas. Tenían los senos muy pequeños. Era evidente que no habían tenido hijos, y la mayoría de ellas no los tendrían nunca. Sus blusas estaban abiertas hasta sus ombligos; a ellas no les importaba, o tal vez era alguna moda que estaban siguiendo.

Algunas de ellas empezaban a sudar. El negro me­junje descendía de sus rostros y formaba arroyuelos en­tre sus raquíticas pecheras. Parecía lavarlas un poco a trechos. No me gustaban mucho. Quiero decir, ¿qué ha­bía en el fondo de todo? ¿Qué finalidad teníamos todos? Entonces empecé a predicar. Siempre esperaba hasta que las mujeres empezaban a sudar. No era sólo la cochinilla de mi azúcar hilado: había que hacer algo para esti­mularles más.

—¡Escuchad la voz del afortunado ciego dulce Candy Man que viene del desierto, los bosques y altos lu­gares!

Vi que el Muchacho había avanzado hacia la luz para observarme mejor. Estaba detrás de la gente, escuchan­do con mucha atención. Su presencia se hacía notar, des­de luego. En su modo de sonreír. En sus ropas también, tan limpias. Calzones de terciopelo hasta la rodilla, una blusa blanca con volantes en la pechera y en los puños… zapatos con hebillas. Continué predicando y no tardé en olvidarme de él.

—¡Yo bebo profundamente en las charcas de líquenes… encuentro los escarabajos de color en las selvas de cactos! ¡Yo he visto las altas visiones, las glorias y las revelaciones!

Al principio tuve que aullar, pero cuando empezaron a escuchar bajé el tono de mi voz y tuvieron que agru­parse y acercarse más para oír. De modo que tenían que concentrarse en lo que yo decía. Yo trabajaba duramen­te en ello, y todo el tiempo me estaba preguntando quién era realmente el engañado.

—Escuchadme, ahora. ¡Conocéis el pecado de sorber los jugos del diablo a través de los Dispensadores, lo co­nocéis! ¡Lo conocéis… y, sin embargo, continuáis viviendo con él! Nuestras madres nos lo dijeron, nuestros padres nos lo dijeron también…

­»Cuando nuestros antepasados… nuestros padres… cuando ellos salieron de las profundidades de la esclavi­tud, la servidumbre y el cautiverio de nuestra historia, en aquellos días en que la mano del Salvador estaba con nosotros… ¿se hizo aquello para que pudiésemos sorber los efluvios infernales de los fáciles Dispensadores?

Podía ver las hileras de boquillas en último término. Estaban muy desgastadas: la espesa capa de cromo casi había desaparecido. Un par de ellas goteaban, formando charcos de alimento en el suelo. ¡Qué modo de tratar a la gente, qué modo de alimentarla!

—¡Prohibido! ¡Prohibido! ¡Recordad que las luces van a estar de nuevo en el cielo! ¿Cómo vendrá el Sal­vador si os alimentáis con el mal? ¿Si echáis a perder la obra del Gran Robot?

Todos ellos me estaban escuchando. Sólo era preciso mencionar a los «antepasados», una palabra acerca del Salvador y un par de gritos sobre el Gran Robot ―que los Preceptores nos decían que llegaría al fin del mundo si no nos comportábamos como era debido―, y le seguían a uno a cualquier parte. Arrojándoles unas cuantas pala­bras que no entendieran se comerían también el suelo que uno pisaba. Todos los antiguos mitos mágicos… creían cualquier cosa. Empezaba a sentirme realmente Afortunado. Solía intentar no preocuparme demasiado acerca de cosas antiguas que recordaba a medias. Trata­ba de concentrarme en el hoy y el mañana… principal­mente en el hoy… cómo era y a dónde conducía.

—¡Arrodillaos!

Por aquel entonces el azúcar hilado había empezado a morder de veras. Con las bocas desencajadas, las mu­jeres oscilaban al ritmo de mis palabras. Empecé a gol­pear mi bandeja como un tambor. El sonido acompasado no tardó en penetrar en ellos, y todo se hizo más fácil.

En aquel momento me sentía realmente Afortunado. Trepé sobre la mesa y permanecí allí, aullando:

—¡el salvador va a llegar!

—¡Sí! ¡Ha sido prometido! —gritaron en respuesta.

—¡Y LAS ESTRELLAS VAN A BRILLAR!

El Salvador podría saber lo que significaba eso. Las estrellas brillaban cada noche, a menos que lloviera.

—¡Sí! ¡Van a brillar!

—¡Lo harán! ¡SÉ de cierto que lo harán!

Respondían perfectamente. Caderas y vientres siguiendo el ritmo que yo imponía. Resultaba relativamente fá­cil. Sólo un poco de aquella materia que extraía de de­terminados insectos y una pequeña repetición. Deslicé otra referencia al Gran Robot sólo para oírles gritar y continué acerca de mí mismo:

—¡Yo soy ciego, hermanos! ¡Puede parecer que soy un ciego demente, pero distingo con toda seguridad la verdad del error!

Había empezado a gritar de nuevo, sin que fuera pre­ciso. Yo era Afortunado, creo realmente que era Afortu­nado entonces. Podía sentir el poder. Sabía que yo era algo especial y que realmente tenía un Propósito. La gente… los tenía allí conmigo. Éramos cada uno del otro y estába­mos todos juntos. Tendría que haber sido así todo el tiempo… Pero tenía que conseguir mis tubos. Siempre tenía que conseguir mis tubos.

—¡Y yo veo los ritos! Los Ritos, hermanos… ¡Ellos ponen el mal en nosotros entonces!

—¿Mal…? ¿Ritos…?

Resultaba duro para ellos. Los Preceptores siempre les decían que el mal era eliminado en los Ritos. Vi que el Muchacho seguía mirando. No tenía azúcar hilado, su boca estaba abierta y me estaba escu­chando.

—¡Las cicatrices! ¡Es lo que hacen las cicatrices! ¡No se puede introducir la mala suerte sin dejar cicatrices! ¡Si la extraen, las cicatrices desaparecerán! ¡Entonces no habrá cicatrices!

El Muchacho rió, pero asintió con la cabeza con el resto de la gente. No me importaba lo que pensaba, allí de pie con su elegante atavío. Y entonces sucedió:

—¡El mal! —era uno de los hombres, gritando—. ¡El mal… los Ritos son el mal!

Su voz se apagó. Tal vez se daba cuenta de lo que había hecho.

Saqué una de las pistolas de mi bandeja, apunté y rompí una de las piernas del hombre dándole en el lugar preciso. Me volví hacia el Altavoz. Supongo que me dolía lo que acababa de hacer, pero lo había hecho antes y sa­bía que volvería a hacerlo. No era como si le hubiese matado.

Una mujer con la barbilla manchada de baba me aga­rró por las piernas. Me libré de ella propinándole un puntapié. A ella no le importó. Me disgustaba hacerlo, pero me acerqué al Altavoz.

—Los niños —dijo alguien—. Vamos a evitar que va­yan a los Ritos… a evitar que sean como nosotros.

Eran lentos, pero aquella era la idea. Tal vez la es­taban captando. Busqué piernas para romper, pero no pude verlas en la multitud. De todos modos, una era su­ficiente.

Me acerqué al Altavoz, pulsé el botón de llamada. El Muchacho me estaba observando, sonriendo, con una es­pecie de fascinado horror en el rostro. Tal vez yo hubiera roto sus piernas también, pero entonces se alejó. La ne­cesidad de tubos me apremiaba, y en aquel momento podría haber hecho cualquier cosa.

El Altavoz contestó. No había ninguna imagen en la pantalla. Y aunque la hubiera habido sólo habría sido la Máquina… De todos modos, ella debía estar mirando.

—¿Sí? —dijo—. ¿Nombre?

—Un hombre —me apresuré a decir—, un hombre acaba de decir que los Ritos son el mal, ha dicho que no deberíamos enviar los niños a ellos.

Se produjo una pausa mientras el dato era compro­bado. No podían vigilar continuamente a todo el mundo, pero podían grabarlo todo.

—Gracias. Confirmado.

La voz era completamente inexpresiva; mis tubos ca­yeron con un sonido metálico en la bandeja de recompen­sa. Siempre me había gustado el sonido de la voz de la Máquina. Sonaba familiar…, tal vez debido a los tubos que me entregaba. De todos modos, era el momento de marcharse. Em­pecé a abrirme paso a través de la estancia. Alcé la mi­rada y vi al Muchacho, riendo descaradamente. Por lo que yo acababa hacer, supongo. Pero… diablos, yo tenía que conseguir mis tubos.

Me libré de otra mujer con un nuevo puntapié. Rodó por el suelo. Por el éxtasis, pensé, o tal vez la lastimé de veras. No podía saberlo, pero me alegré de llevar mis chanclos y de que ella no pudiera tocarme.

Estaban copulando en todas partes. En el suelo, en las escaleras…, incluso había una pareja en la Calle. Nun­ca he comprendido cómo podían hacerlo de aquel modo. Se agitaban, gimiendo, gruñendo como cerdos. Grité por encima de aquellos sonidos; aún tenía algo que decir.

—¡De modo que voy a decirlo, hermanos y herma­nas!

—¡Sí… sí! —respondió alguien; tal vez el resto podía oírme.

—¡Dejad penetrar el amor! ¡dejad que el antiguo amor penetre en vosotros! Amor… No comprendo cómo podéis llamarlo así. Nunca he podido comprenderlo… ¡haced el amor, hermanos y hermanas! Haced el amor… ¡e hijos!

Estaba casi en la puerta. Era lo que quería decir, era lo que tenía que decir.

Era para lo que tenía poder, y en aquel momento es­taba seguro de que era mi Propósito. En su mayoría, des­pués de los Ritos, eran demasiado estúpidos para pro­crear. Tal vez se trataba también de algo que ponían en el alimento, aunque yo conocía a algunos que habían que­dado esterilizados en los Ritos.

De modo que hacía lo que estaba a mi alcance para resolver aquello con mi predicación y mi azúcar hilado. Tal vez trataban de eliminar a la raza humana… de ma­tarnos a todos lentamente. Si podía conseguir que la gente se amara y procreara, habría muchas más personas, y quizás no todas ellas irían a los Ritos, si predicaba lo suficiente. Si los Preceptores seguían oprimiéndoles, tal vez llegaran incluso a sublevarse. Exis­tían varios medios por los que yo podría vencer ―la raza podría vencer―, pero la última palabra la tenía siempre el pueblo. Eso es lo que yo estaba tratando de hacer: eso, y conseguir mis tubos. No veía cómo un solo hombre podía hacer lo suficiente, pero tenía que permanecer al margen e intentarlo. Tal vez ―solía pensar―, tal vez era ese mi Propósito, tal vez era ese mi objetivo en la vida… y tal vez lo estaba cumpliendo del modo adecuado.

Un hombre se acercó a mí y tuve que golpearle con la pistola: se desplomó como un saco. Cuando salían de los Ritos dejaban de crecer, de modo que resultaba fácil dominarles. Ese era el motivo de que el Muchacho no pareciera pequeño entre ellos.

—¡Marchaos ahora! —grité desde la puerta—. ¡De­jadlo! ¡No pequéis más! ¡Amaos los unos a los otros…!

Obedecieron y empezaron a salir. El Muchacho esta­ba al otro lado de la Calle y se desternilló de risa cuando yo dije aquello. Lo único que pensé fue que la cosa esta­ba durando demasiado. Tenía que haberme marchado ya. Y entonces fue cuando llegó el Silbador.

Fui el primero en oírlo. Estaba atento a él, como siempre.

Un soplo de aire desde muy abajo. El rápido vibrar del cambio de presión. Un leve sonido, creciendo en in­tensidad. Empecé a moverme y el Muchacho lo oyó tam­bién. Eché a correr en torno al pavimento. Di diez pasos y el Silbador llegó. Eran rápidos; por eso me preocupa­ban tanto.

El gran disco brillante llegó girando sobre sí mismo, avanzando velozmente detrás del chorro de aire, blo­queando la Calle.

Era demasiado tarde para mí, lo mismo que para el Muchacho. Giramos como un solo hombre, entrando de nuevo en la cantina y tratando de alejarnos.

El Muchacho me siguió. Tropecé y caí entre la gente. Me levanté rápidamente y miré hacia atrás. El Silbador se abrió como un huevo. El Preceptor salió con un sua­ve movimiento.

Miró directamente hacia nosotros a través de los cuerpos de lentas pulsaciones. Ignoró a todos los demás. Estaban muy lejos, eran afortunados.

Aquellos ojos acerados y duros, en aquella máscara de metal gris con los remaches de cabeza embutida y el cierre en el centro. Aquel terrible rostro de metal en el que uno mismo podía verse reflejado.

—¡Quedaos quietos! —gritó.

Aquellas armas. Eran peores que nunca. Aquellos ro­mos cilindros de metal surgiendo de los brazos de la silla de ruedas, aquellas cosas cruzando lentamente a través de la sala. Diablos, él no las necesitaba en reali­dad. Él era un Preceptor.

—¡Quedaos quietos mientras os hablo!

Se produjo un largo silencio mientras examinaba cui­dadosamente la sala. Uno no creería que pudiera surgir tanta muerte de aquellas negras extremidades de metal.

—Un informe —dijo finalmente—. Alguien odia los Ritos. Alguien cree que son el mal. ¿Tú?

El Muchacho se echó a reír, sin dejar de escarbarse los dientes. Nunca había visto nada igual delante de un Preceptor.

—¡Él! —dije, señalando al Muchacho con mi pulgar.

—¿Tu nombre?

—WADZ B(869) —dijo el Muchacho, muy serio ahora.

El Preceptor pulsó algunos botones en el brazo de su silla. Se oyeron otros tantos chasquidos mientras los datos pasaban a la Máquina Profunda.

—Te recordaremos para los Ritos —el Preceptor se volvió hacia mí—. ¿Nombre?

—Candy Man… —me atraganté. Salió antes de que pudiera evitarlo. Fue lo único que pude decir—. Me lla­man Dulce Candy Man…

El Preceptor rodó hacia delante. Me miró fijamente con aquellos terribles ojos. Una de las armas avanzó has­ta tocarme en el pecho.

—¿Nombre? —el Preceptor parecía intrigado y furio­so al mismo tiempo—. Eso no es un nombre.

Traté de erguir la cabeza como si no pudiera ver. El Preceptor me golpeó en la cara. No muy fuerte, casi como por costumbre, pero no obstante el golpe me dolió.

—Dime quién eres. Dime qué es lo que pasa con toda esa gente.

No había oído hablar de mí. Un montón de gente no había oído hablar de mí entonces. En cualquier caso, ellos no pueden seguirle el rastro a todo el mundo. Deseé po­der tener uno de mis tubos. Me sentiría bien entonces; sabía que con un tubo podía enfrentarme a cualquier cosa.

—El tiempo de sorber ha terminado. ¿Por qué no es­tán todos durmiendo? Lo que están haciendo no existe. Nosotros no lo reconocemos. Nosotros no lo reconoce­mos. Malo… eso es muy malo.

Se apartó, haciendo girar su silla mientras miraba de nuevo alrededor de la sala. Empecé a escabullirme a lo largo de la pared. El Preceptor casi se puso en pie. Tem­blando de rabia, rodó hacia adelante y trató de separar a las parejas.

—Algo le han hecho a mi gente, ellos no son así en realidad.

El Muchacho también se estaba escabullendo.

—¡Tú!

El Preceptor giró y escupió en mi cara. El vendaje absorbió la mayor parte del salivazo, pero no me cubría todo el rostro. Y la saliva, aunque fuera de un Preceptor, era horrible. Me sentí incapaz de soportarlo. ¡Infiernos! ―pensé―. ¿A qué conduce todo esto? ¿Por qué hemos de aguantarlo? Más nos valdría que nos degüellen de una vez.

—¡Tú y tu ilegal azúcar hilado!

Permanecí muy quieto, tratando de no gritar de ra­bia. Me pregunté dónde habría oído hablar de mi azúcar hilado. El Preceptor se precipitó hacia delante sobre sus rápidas ruedas.

—¡Levanta tu vendaje!

Obedecí. Examinó mi frente con mucha atención.

—¡Falsa cicatriz! —gritó súbitamente, en mi cara.

Aquella arma estaba a treinta centímetros de distan­cia de mi pecho. Vi el dedo pulgar del Preceptor mover­se sobre el disco. Me senté, súbita, rápidamente, deján­dome caer al suelo.

Simultáneamente, el Muchacho dio un puntapié a la parte trasera de la silla del Preceptor, que empezó a gi­rar como una peonza. La carga de su arma se incrustó en la delgada pared. El aluminio se fundió como cera. Brotaron algunas chispas.

El trasero me dolía horrores. Tal vez fue la sacudida, o tal vez me proponía disparar de todos modos, aunque no lo creo, no creo que me propusiera disparar.

Los dos cañones de mi otra pistola dispararon al mis­mo tiempo. La parte delantera de mi bandeja estalló como una caja de cerillas y el Preceptor salió proyectado ha­cia atrás. Noté el olor a goma quemada de la salpicadura del aluminio sobre mi manga. No creo que me propusie­ra hacerlo, de veras que no.

El Preceptor estaba tratando de gritar, pero no pudo hacerlo, debido a que la mayor parte de su garganta y de su pecho habían desaparecido. Se inclinó hacia delante sobre su propio regazo como si intentara ocultar la san­gre y la materia, como si se avergonzara de aquellas co­sas humanas. Luego dejó de preocuparse porque estaba muerto.

Permanecí sentado allí, preguntándome qué diablos haría. Quiero decir, matar a alguien… quiero decir…¡matar a un Preceptor! Estaba poseído por el demonio. ¡Los Preceptores eran tan Afortunados, tan sagrados!

—¡Vamos! —el Muchacho se levantó del suelo—. Es­tá muerto… ¡No puedes cambiar eso! —me esperó en la puerta—. ¡Vamos! ¡Está muerto!

Sus grandes ojos me miraron fijamente en la penum­bra. En aquel momento él estaba asustado, y eso fue lo que me decidió. Si él estaba asustado, yo debería estarlo también. Estaba demasiado aturdido para sentir nada… pero desde luego comprendí que tenía que marcharme.

Levanté la maltrecha bandeja y se la arrojé a un hom­bre que estaba en el suelo. Dejé la pistola dentro: era más feliz con dos, pero una era suficiente.

—¡Dios! —dijo el Muchacho—. ¡Eres traicionero!

—Desde luego.

Colgarían a aquel hombre cuando lo encontraran jun­to a mi bandeja, con la pistola que había matado a un Preceptor. Yo sabía eso, pero sabía también que tenía que sobrevivir. Sólo había una cosa de la que estaba se­guro, y era que yo tenía que sobrevivir.

—Diciéndoles todo aquello… ¡Fustigándoles, y luego denunciándoles! ¡Bastardo! —en la voz del Muchacho ha­bía un leve acento de admiración.

Me dolía la cabeza. ¡Dios, necesitaba un tubo! Si pu­diera tener mi tubo, sabía que volvería a sentirme bien. Sabía que había hecho cosas malas… me sentía cansa­do y sucio. ¡Matar a aquel Preceptor! Ni siquiera podía pensar en ello. Pero por encima de todo sabía que tenía que sobrevivir.

Si yo no predicara, ¿quién desviaría a la raza del ca­mino de nuestra próxima extinción? ¿Quién combatiría a los Preceptores y los Ritos? ¿El Salvador? ¿Cuándo diablos vendría? ¿Qué estaría haciendo? Me pregunté si el Cuerpo de Exploración y el Salvador eran una simple leyenda junto con el Gran Robot, un truco más de los Preceptores para mantenernos tranquilos.

—¡Las mentiras que cuentas! Las locuras que haces… —el Muchacho sacudió la cabeza—. ¿Cómo puedes ha­cerlo? ¿Cómo puedes soportar el ser quien eres?

Yo también me preguntaba aquello. Pero en realidad sabía lo que estaba haciendo y por qué, y me decía a mí mismo que era importante. Los hombres como yo tenían que sobrevivir… hacer lo que yo hacía. Tenía que intentarlo y predicar y cambiar el mundo… Yo era ex­cepcional y tenía que hacerlo.

—Tú no tienes que creerlo —dije—. Tú no tienes que hacer lo que te dicen. Si crees todo lo que te dicen, me­reces lo que la gente te haga. Ellos merecían lo que han obtenido hasta ahora.

Salimos a la calle. Detrás de nosotros, una mujer em­pezó a gritar.

—Las cosas son lo que uno cree que son —dijo el Mu­chacho.

Yo no quería pensar en aquello, de modo que no dije nada.

Entonces, Wolf se unió a nosotros. Le gusta eso, me sigue a todas partes; pero no le gustan los jaleos.



II



¡Perro infierno! ¡Yo no me había propuesto matar a ningún Preceptor! Nunca me había propuesto matar a nadie, no era propio de mí… No era posible, no podía ocurrir. ¡Increíble! Dolía… Me sentía comple­tamente trastornado.

Estábamos en la calzada. Me había detenido, pensando en ello. Ni siquiera había decidido en qué dirección echa­ría a correr.

—¡Vamos!

El Muchacho me empujó. En la Calle, el Silbador se cerró de golpe. Los cohetes llamearon, empezó a girar lentamente, y luego se perdió de vista Calle abajo.

La silla del Preceptor remolineó y salió detrás de nosotros. El cadáver brincó al rebotar en el umbral de la puerta y un poco de sangre manchó el suelo.

Aquella silla salió como un perro. Radiando de un modo infernal, estaba seguro de ello, diciendo exacta­mente dónde estábamos y lo que yo había hecho.

Muy pronto, el cadáver empezaría a oler —hacía ca­lor en las Calles—. Nos seguiría a todas partes, sacudien­do aquellos brazos muertos hasta que se desprendieran, o hasta que los otros Preceptores me cogieran.

El Muchacho se giró súbitamente y dio un zarpazo. La silla trató de alejarse, pero el Muchacho la sujetó y empezó a tirar del cadáver. La parte inferior resultó bastante fácil, pero la cabeza estaba muy bien atada. El Muchacho volvió el rostro cuando vio toda aquella san­gre y aquellos destrozos.

No me sorprendió. Había ochenta y cuatro de mis pro­yectiles en el depósito, yo había cargado cada uno de los cañones con veinte de ellos, y cada uno de ellos te­nía un pequeño apéndice de alambre de dos centímetros de longitud. A distancia, los apéndices servían para man­tener recta la trayectoria del proyectil, pero en un dis­paro a quemarropa contribuían a que la carnicería fuera espantosa. Los Preceptores son tan ligeros como la va­nidad, de todos modos; como pájaros, sin huesos pro­piamente dichos. Pero en aquella silla había sangre, des­de luego. No recuerdo haber utilizado las pistolas contra ningún hombre, no tan de cerca como para matarle de aquel modo.

—¡Vamos! —boqueó el Muchacho.

Estaba muy pálido, y pensé que podría vomitar. Me arranqué de mi sueño y le ayudé a luchar con la silla. Al final logramos tirarla por encima del borde de la calzada para que fuera arrastrada por la corriente de aire que circulaba sobre la Calle.

Voló casi en línea recta, rebotó contra el extremo más lejano y descendió lentamente. Tela, harapos y brazos del Preceptor la siguieron, y el cuerpo también, todavía atado por la cabeza. Las piernas se elevaron, dado que eran la parte más ligera.

—¡Vamos! —repitió el Muchacho, y echamos a correr.

Doscientos metros Calle arriba tuvimos que descan­sar. Mejor dicho, lo hizo el Muchacho; yo sólo necesita­ba un tubo. La rampa en espiral alrededor de la Calle resultaba fatigosa andando, y no digamos corriendo. Lo que teníamos que hacer era salir de la Calle lo antes posible.

—Sí —dijo el Muchacho—. Traicionero… eso es lo que eres —meditó unos instantes—. ¿Tienes alguna excusa? ¿Es así como son las cosas? ¿Qué dirías que te ha hecho así?

Me acordé de girar la cabeza como si estuviera bus­cando su voz. No hablé. Pensé cómo podría escapar, y cuánto tardaría en poder tener un tubo. A la luz, pude ver que el Muchacho era más joven de lo que había pen­sado. Doce años, tal vez, con la piel lisa y lechosa, la cara muy limpia.

—No importa —continuó—. Puedes cantar. Y puedes predicar, desde luego. ¡Les excitaste a todos, lo hiciste de verdad! Interesante… —dejó escapar una risita estri­dente—. ¡Aquellas viejas! —luego se acercó al borde de la Calle y miró hacia abajo—. Tenemos que marcharnos. ¡De pie, viejo, muévete!

Yo no me sentía tan viejo… No, en absoluto.

Una boca de alcantarilla sobresalía treinta centíme­tros por encima de la calzada. El Muchacho levantó la tapa con un cuchillo, me guió a través de la abertura y colocó mis pies sobre una traviesa al otro lado. El lugar era oscuro, y a través de mi vendaje era más oscuro que nunca.

Las traviesas estaban destinadas a sostener las Calles, manteniéndolas separadas y erguidas. Todo pasaba por allí, todas las tuberías de alimento de los Dispensadores, todo. Además de oscuro, el lugar era húmedo. Había pe­queñas luces, todas desiguales y ampliamente espaciadas, muchas de ellas rotas. Una se encontraba debajo de una salpicante y maloliente cascada de color ámbar… tenía un halo de brillantes gotas y también un pequeño e in­completo arco iris. Al principio había habido una baran­dilla, pero no había tardado en desaparecer.

Las traviesas tenían seis metros de espesor y uno de anchura. Teníamos que andar a lo largo de ellas y tratar de olvidar la vasta oscuridad que se extendía debajo. No podíamos oír el choque de aquella cascada contra el fondo… suponiendo que existiera. Hasta nosotros llegaban los ruidos de las Calles, la música latiendo en el vaho de amoníaco, el olor a cosas podridas.

Había que tener mucho cuidado en los trechos donde las traviesas estaban carcomidas. Algunas habían sido reemplazadas y se encontraban en excelentes condicio­nes, pero otras habían sido remendadas a base de losas de hormigón, mal colocadas, con las cuales resultaba muy fácil tropezar. Yo avanzaba arrastrando los pies, y sujetaba con mano firme a mi perro. Había dejado de fingir que era ciego.

Veíamos ratas. O las oíamos. Las tuberías de los Dis­pensadores goteaban y aquello las alimentaba; desde lue­go no eran muy activas. En un momento determinado me pareció oír voces, y el Muchacho dijo que había descu­bierto a gente que vivía allí, pero que no significaban nada. A veces había plantas creciendo cerca de las luces, pero tampoco ellas importaban.

Luego llegamos a una blanca escalerilla de metal que ascendía a una de las verticales. Estaba en perfecto esta­do, en medio de tanta podredumbre. El Muchacho dijo que teníamos que cambiar de nivel, de modo que trepa­mos por la escalera. Mi pie, enlodado por las traviesas, resbaló y estuve a punto de caer. Me salvó el Muchacho, rodeando mis hombros con un brazo. Me sujetó fuerte­mente, y yo gruñí mientras asentaba mis pies. El brazo y el pecho del Muchacho eran suaves al tacto, y odié aquella sensación incluso a través de la goma de mi traje. Confié en que no terminaría debiéndole demasiado; con­fié en que no llegaría a simpatizar con él.

Bordeamos los grandes cilindros de la Calle que se erguían a través del bosque de traviesas. En algunas zo­nas, la estructura se había hundido ligeramente, y las luces iluminaban un poco el lugar. Había millares de Calles, en su mayor parte separadas sólo por unos pocos metros.

No lo recuerdo demasiado bien. Pareció que transcurría un siglo. Agarrado a la suave mano del Muchacho, a lo largo de aquellas peligrosas traviesas, deseando lle­gar a un lugar que me permitiera proporcionarme un tubo. Nunca había tenido tanto frío… las traviesas crujían y oscilaban, la suciedad era horrible. Yo era afortunado con mi traje de goma, pero el Muchacho estaba empapado.

Luego vi una de las Calles por una abertura y estaba demasiado lejos. No había edificios en ella, sólo la rampa, con una barandilla y luces que se alejaban hasta que con­vergían. No podía verse ningún final, sólo una neblina y las luces desvaneciéndose en una bruma dorada. El vien­to agitó mis cabellos, asomé la cabeza y vi que el Mu­chacho me estaba mirando.

—¿Aire puro?

Hice que sonara como una pregunta. No sabía hasta qué punto le había engañado haciéndole creer que era ciego.

—Aquí es donde vamos a salir —dijo el Muchacho.

Me alegró oírlo.

El Muchacho abrió una boca de alcantarilla y trepa­mos hasta la calzada vacía. Alguien había estado allí. Había algunos huesos de rata junto a un lugar chamusca­do y alguien había garabateado algo breve y obsceno acerca de los Preceptores en la pared. El Muchacho vol­vió a cerrar la boca de alcantarilla y empezamos a subir por la rampa.

Estábamos cerca de la superficie. Tardamos veinte minutos en salir. La oscuridad era completa, el viento gemía alrededor de la torre de señalización. Escalamos la ladera y nadie nos vio.

Nos detuvimos en la cumbre, en los bosques de líquenes. Me tumbé en el suelo, pero no pude dormir: había cosas malas en mi mente. Necesitaba un tubo, pero no lo tomé. A veces me gustaba comprobar cuán­to tiempo podía resistir sin tomarlo; pero sentía una gran tristeza y todo parecía oscuro. De todos modos, no podía tomarlo estando el Muchacho allí; era algo que tenía que ocultar… no sabía por qué.

Seguía viendo las piernas del Preceptor volando allí contra el cielo. Casi deseé haber desaparecido en los fon­dos de las Calles. Aún podía entregarme y acudir quizá a los Ritos para que me quemaran el cerebro y terminar con todo de una vez. Nunca me dirán mi nombre, ahora que he matado a un Preceptor… No veo qué esperanza puedo tener.



Amaneció y me puse en pie. El Muchacho se levantó también, después de pasar una mala noche. Le había oído agitarse y dar vueltas sobre sí mismo, y tenía unas bolsas negras debajo de los ojos. Estaba mojado y frío a causa de los goteantes árboles, y durante la noche se había mantenido pegado a mí en busca de calor, supongo. Lo cierto es que tenía un aspecto enfurecido.

—¡Vamos! —dijo.

Avanzamos a través de los bosques, sin decir nada. Yo iba detrás, pensando en aquel Preceptor. No me hu­biera movido si el Muchacho no me lo hubiese ordenado.

No cesaba de preguntarme por qué. ¿Qué Propósito podía tener yo? ¿Qué daño había causado aquel Precep­tor? Desde luego, me había partido el labio, pero estaba autorizado para hacerlo y no podía reprochárselo. Yo no era más que el viejo y ciego Candy Man, y ellos hacían lo que querían a la gente, y todo el mundo creía que eran sagrados.

Pero había una contradicción. Los Preceptores sólo eran agentes en realidad, agentes de la Máquina que vivía en las profundidades y gobernaba las cosas. Nosotros los amábamos… a los Preceptores… a lo que significaban. Resultaba curioso que yo amara a los Preceptores y odia­ra lo que había detrás de ellos y lo que ellos hacían.

Supongo que eran amados debido a que la gente siem­pre nos decía lo buenos que eran, desde el mismo momento en que éramos capaces de escuchar. Pero cuando uno comenzaba a pensar… tropezaba inevitablemente con los Pre­ceptores y sus normas. Eran buenos ―o le hacían creer a uno que eran buenos―; pero si uno tenía un cerebro que no había sido quemado, tarde o temprano tenía que tro­pezar con ellos, porque se interponían en el camino. Tro­pezar con ellos con una sensación de desagrado.

Salió el sol y me sentí mucho mejor. Llegamos a un lugar desde el que se dominaba una Calle y me senté, res­guardado del viento para entrar en calor.

—¿Vienes o no?

El Muchacho estaba aún mojado y furioso. Yo no dije nada. Me quedé donde estaba. Me encontraba mejor que él, gracias a mi traje de goma.

Traje impermeable al gas, decía en la caja cuando lo encontré. De goma, o de algún tipo de materia plás­tica; estaba lleno de corchetes y de presillas. Había sido de color naranja, pero con el tiempo y la suciedad había adquirido un deslucido color carne. Se adaptaba perfec­tamente a la piel, era muy fino, y una cremallera imper­meable lo cerraba desde el cue­llo hasta debajo del ombligo. Lo encontré entre unas ruinas y era muy importante para mí, ya que evitaba que tuviera que tocar al mundo y que el mundo me tocara. Tam­bién odiaba los espejos, y el vendaje de mis ojos me permitía ver las cosas sin demasiada claridad…

En aquel momento tenía frío, pero no estaba mojado como el Muchacho. La lluvia nocturna y las hojas hú­medas habían eliminado casi toda el agua sucia de las traviesas. El Muchacho seguía estando empapado, y qui­zá era éste el motivo de que estuviera furioso.

—¿Vienes? —inquirió una vez más. Yo hice una mue­ca; resultaba difícil mirar fijamente hacia adelante como si fuera ciego—. No tardarán en llegar. ¡Y te cogerán! —echó a andar lentamente—. ¡No tienes ninguna posibili­dad! —se paró a unos metros de distancia—. Creo que deberías tener más cuidado… —luego se mostró realmente furioso y su voz se hizo estridente—. ¿No vas a venir? ¡De acuerdo, entonces!

Se alejó a lo largo de la orilla de los árboles, y cruzó diagonalmente la ladera para atravesar el valle más allá de la Calle.

Rompí el precinto y dejé que el primer tubo rodara sobre la palma de mi mano. Tiré el envoltorio: nunca los leía; sólo eran absurdos símbolos carentes de significa­do. Rompí el extremo del tubo y dejé salir una gota. Pa­recía buena. Remangué uno de mis brazos, clavé el tubo en él y me tumbé de espaldas, esperando que hiciera su efecto.

La luz del sol llegó cálida a través de los árboles. Los líquenes pasaron del gris al verde jaspeado, a todos los tonos suaves de belleza. Pequeñas flores blancas apare­cieron en los árboles, las escasas hojas se abrillantaron, los troncos se oscurecieron en verdes y azules. Era real­mente hermoso. Me relajé.

Diecisiete encantadoras aeronaves volaron hacia el sur sobre el sonido de un millar de coros…, con sus tanques de napalm brillando como joyas bajo la plateada belle­za de sus alas retráctiles. El perro yacía junto a mí, mos­trándome su lengua de coral.

Me incorporé. ¡Tenía que marcharme! El Muchacho había desaparecido. Se había perdido de vista… tal vez había transcurrido mucho tiempo. Me pregunté por qué me habría ayudado, por qué habría ayudado al pobre y viejo Candy Man… No había simpatizado conmigo, pero parecía preocuparse por mí. ¿Por qué tendría que estar interesado?

Tiré el tubo vacío y me pregunté cuánto tiempo habría pasado. El Muchacho no podía haber ido muy lejos. Me puse en pie para ver mejor. Allí estaba el final de una Calle, a trescientos metros por debajo de mí. Era la misma. Aquella donde yo había matado al Preceptor. Me pre­gunté cómo era que había regresado allí.

Luego me tumbé de nuevo y empecé a admirar la belleza que me rodeaba. El anillo de escombros era todo estrellas brillantes a la claridad del tubo. Mientras lo contemplaba algo ama­rillo ascendió en la corriente de aire, giró en lo alto y descendió como nieve coloreada. Había belleza en su tra­yectoria, una lógica en su caída. Sonreí y miré: algo sur­gía brillante y amarillo de la torre de señalización.

Entonces apareció un Silbador: se posó en la torre y se abrió. Asentí para mí mismo; aquello era hermoso también. Salieron Preceptores y máquinas. Durante unos instantes rodaron por allí, las ruedas dibujando arabescos en el blando suelo. Dibujos claros, encantadores, rítmi­cos. Como escritura. Traté de leerlos desde aquella dis­tancia, aún sabiendo que me matarían si me cogían y que debería estar corriendo.

Encontraron algo y se reunieron todos a su alrede­dor… concentrándose sobre ello: un punto focal, un no­do en el gran dibujo. Fruncí los ojos, forzando la mira­da, y vi que habían encontrado las piernas del Preceptor. Las recogieron, las metieron en una especie de cesto blan­co y lo llevaron al Silbador. Yo estaba casi llorando. La sangre ya se había coagulado y era negra.

Luego regresaron a sus máquinas. Pensé de nuevo que tenía que marcharme. Antes de que captaran el calor de mi cuerpo, mi olor, mis vibraciones o algo por el es­tilo. Súbitamente estuve tan preocupado como feliz ha­bía sido un momento antes.

Di media vuelta y me adentré en los bosques. Había piedras en mi camino; había espinos también, espinos y ramas mordicantes. Mi traje de goma me salvó y no tuve que tocar tampoco los líquenes. Más tarde encontré unas aliagas duras que me llegaban a la rodilla, y fue como correr a través de melaza. Cuando miré hacia abajo, aprecié que los diminutos pinchos habían limpiado mi traje, eliminando la suciedad hasta la altura de mis rodillas. Al cabo de unos instantes se oyó un fuerte zumbido, pero yo pensé que era el tubo… pensé que sólo estaba en mi cabeza.



III



Seguí avanzando a través del intrincado ángulo que formaba el bosque de líquenes. No dejaba de resonar aquel hermoso zumbido y el viento susurraba suaves can­ciones a través de las ramas. En conjunto no recuerdo mucho, excepto que era feliz y había cosas temibles de­trás persiguiéndome, y reía mucho mientras corría.

Luego estaba corriendo colina abajo. Súbitamente, llegué a campo abierto.

Retrocedí hasta los árboles y me dejé caer al suelo, jadeando. Un ciempiés se arrastró sobre mi brazo y le sonreí. Los aeroplanos volaban muy bajos en dirección al norte. Hacia el sur había lo que parecía una puesta de sol con humo negro. Los efectos de mi tubo se estaban desvaneciendo, y mi traje de goma estaba desgarrado. Pude ver carne, pero de repente me sentí demasiado preocu­pado como para que me importara.

No dejaba de mal­decirme a mí mismo por ser tan descuidado. Podía haber ocurrido cualquier cosa… No llegaría muy lejos sin otro tubo; pegaba demasiado fuerte cuando rompía el ayu­no. Cogí mi pistola y revisé las cargas: las piritas habían desaparecido de los discos, y los cañones estaban llenos de porquería de las traviesas. Me senté para limpiarlos. Cuando terminé seguía reso­nando el zumbido; no había cesado ni un instante.

No era por el tubo, evidentemente. Me giré rápido, y vi al Muchacho planeando unos pocos metros encima e inmediatamente detrás de mí. Se hallaba justo debajo de las copas de los árboles, y me sonrió.

—¿Puedo bajar? —dijo.

—De acuerdo.

Dejé la pistola al alcance de mi mano. El Muchacho descendió y aterrizó a mi lado. El zumbido se interrum­pió.

¡Aquel Muchacho podía volar! Pero no me sorprendió. Ha­bía viajado demasiado ya para que algo pudiera sorpren­derme. Pero en su caso había algo especial. Tardé unos instantes en comprender que lo veía volando; los tubos me dejaban a veces de aquel modo. Atontado, quiero decir.

Supongo que fue la expresión de mi cara ―mientras decidía si era un sueño o no― lo que le hizo creer que yo era ciego. Supongo que mi rostro alelado le engañó, a pesar de que yo le miraba directamente. La gente cree que si uno está ciego se ve algo estúpido.

—Hola —dijo.

Me dirigió una ancha sonrisa. Noté lo agudos y blan­cos que eran sus dientes. Parecía haber olvidado lo fu­rioso que había estado antes. Yo no hablé; miré un poco a su izquierda y fruncí el ceño.

—Eres ciego —señaló. Casi podía haber sido una pre­gunta—. No sirves para nada. Pero ella me dijo… —luego sonrió otra vez, pero fríamente, sin que sus ojos parti­ciparan en la sonrisa—. Quizá seas interesante… Pero deberías apresurarte; hay un grupo de Preceptores acer­cándose a través del bosque.

Hizo una pausa. Se pasó la lengua por los labios. Ha­blaba como si tratara de hacerme creer que no nos ha­bíamos encontrado antes. Algo absurdo, puesto que in­cluso siendo ciego hubiera reconocido su voz. La disfra­zaba, haciéndola más profunda y más ronca… pero yo la reconocí igual.

—Te buscan a ti, ¿no es cierto? —volvió a relamerse los labios—. ¿Sabes lo que harán si te cogen? —yo no dije nada—. Te destrozarán con sus ruedas, arrancarán tu corazón, te sacarán los riñones… ¡Te disecarán!

Me observaba atentamente, tratando de descubrir al­guna señal de miedo. Vi cómo deslizaba su mano sobre el sedoso vello de su brazo. No era tan joven como había creído; tenía un asomo de barba rubia que brillaba al sol.

Al ver que yo seguía sin decir nada, que no daba se­ñales de miedo ni suplicaba ser salvado, pareció decep­cionado y empezó a insultarme. Me llamó babuino, es­túpido ciego y también macaco.

—Tal vez no eres… —empezó a moverse lateralmen­te para situarse detrás de mí—. ¡Yo te arreglaré a ti! ¡Te romperé la espalda y te dejaré a merced de ellos! ¡Me mondaré de risa cuando te atrapen!

Giré sobre mí mismo en el instante en que se dispo­nía a propinarme un puntapié.

—¡Ciego inútil!

Eché mano a mi pistola. El Muchacho llevaba unas gruesas suelas de metal en los zapatos, y parecía mucho más rudo que antes.

Al ver la pistola, aulló. Retorció su cuerpo y elevó sus brazos por encima de su cabeza, como un bailarín. Zum­bó y empezó a remontarse. Incluso en aquel momento, lo juro, el Muchacho estaba disfrutando la gracia del movimiento.

Disparé.

Sabía que no había puesto proyectiles en la pistola cuando la limpié. Sólo había en él la pólvora y la esto­pa. Lo único que quería era aguijonearle, darle un buen susto.

El disparo le alcanzó en la parte inferior del vientre, y el Muchacho dio una voltereta en el aire y su espalda se estrelló contra un árbol. Gritó mientras salía proyectado hacia atrás, y al caer perdió el sentido.

Tendí el oído. Ahora podía escuchar a los Preceptores. Sus máquinas avanzaban a través de los árboles; sólo esta­ban a setecientos metros de distancia.

Volvió a resonar el zumbido y el Muchacho empezó a elevarse. Continuaba sin sentido. Vi sus ropas desgarra­das y ardiendo todavía a través de su estómago. No le salían las tripas, pero sus genitales aparecían chamusca­dos.

Llevaba una especie de cinturón debajo de sus ropas, muy fino, con adornos y cajas de metal blancas y planas cada cinco centímetros a su alrededor. Eso era lo que lo ele­vaba. Ascendió muy lentamente, con el cuerpo doblado en un ángulo de cuarenta y cinco grados y los brazos col­gando hacia abajo. Luego tropezó en el árbol y flotó en­tre las ramas bajas, sin recobrar el conocimiento. Los Preceptores se estaban acercando, podía oírles.

Me levanté de un salto, cogí el tobillo del Muchacho y tiré de él hacia abajo. Le despojé del cinturón y rodeé con él mi traje de goma. Si un muchacho podía utilizarlo, no veía por qué no podía hacerlo yo. Encontré un peque­ño cable que terminaba en una ventosa detrás de su oreja, de modo que lo saqué y lo coloqué detrás de la mía. La carne del Muchacho era muy blanda. Traté de no tocarla, pero la noté a través de mis guantes. No era sólo el mundo lo que odiaba tocar: tampoco me gustaba tocar a la gente, y no lo hacía a menos que me lo ordenasen.

La maleza crujió. Estaban a menos de cien metros de distancia. Amontoné unas hojas secas sobre el Muchacho. Diablos, era lo menos que podía hacer: él me había sal­vado en la Calle y luego en las traviesas. Habíamos pa­sado apuros juntos. Me pregunté por qué me había sal­vado entonces y ahora trataba de entregarme a los Pre­ceptores… pero confiaba en que le encontrarían. Me da­ría un poco de tiempo mientras le interrogaban y le preguntaban quién era. Tenía que irme. Vi que uno de los pies del Muchacho había quedado descu­bierto y asomaba a través de las hojas.

Las primeras máquinas hicieron su aparición entre los árboles. Unas grandes cuchillas cortaban ramas y ho­jas, dejando tras de sí montones de líquenes.

¡Huye!, grité mentalmente. ¡Huye!

Noté un tirón al tiempo que el cinturón me arrastra­ba. Al pasar junto a Wolf lo cogí por la correa. El cin­turón no me elevó demasiado. Volamos colina abajo, a veinte centímetros de altura, acelerando cada vez más.

A pesar de lo cargado que iba, el cinturón tiraba de mí como un diablo. Parecía saber adonde iba, de modo que mantuve una actitud pasiva. Me alejaba de los Pre­ceptores, y aquello era suficiente por ahora. Y de todas maneras em­pezaba a sentirme mareado, así que me dejé llevar.

Los Preceptores dispararon. Las descargas dejaban de­trás de ellas ráfagas de aire caliente y olor a ozono. Pue­do ver el suelo dislocándose mientras el cinturón zigzagueaba entre los disparos. Puedo sentir aún mi ros­tro desencajarse con los cambios de dirección. El ma­nejo de aquellos cinturones requiere mucha práctica.

Detrás de mí la colina resplandecía bajo el humo negro, y el aire era rojo y verde-violeta. Ellos le dan el nombre de ionización, y puede verse cuando los Preceptores dis­paran mucho.

La mayoría de los disparos eran ahora de baja poten­cia, pero alguien estaba utilizando cargas completas. No vi nada más, ya que en aquel preciso instante el cinturón me remontó por encima de la primera cadena de colinas.

Atravesamos docenas de Calles. El cinturón las eludió todas, transportándome debajo de las hileras de árboles, donde nunca había gente.

Vi también un par de poblados agrícolas, en lugares en los que las Calles escaseaban. Los agricultores con­templaron mi paso con la boca abierta. Casi me sentí bien entonces. Alargué una mano, pero nadie me devolvió el saludo. Quedé sorprendido al ver a tantas personas en la superficie; es notable lo que la gente puede hacer lejos de los Preceptores y apartada de las Calles.

El cinturón empezó a flaquear, y deseé tener tiempo para cargar mi pistola. Descendimos sobre algunos árbo­les muy altos; mis pies se deslizaron a través de las ra­mas y caímos en un amplio claro, que se abría alrededor de una casa de techo bajo con una gran chimenea en la parte de atrás.

No deseaba acercarme a la casa. Todavía no, en cual­quier caso. El cinturón me dejó caer obedientemente en­tre tocones de árbol y zarzales, a cincuenta metros del edificio. Este tenía que ser el lugar del que procedía el Muchacho. Yo le había lastimado; llevaba su cinturón. Si había alguien allí, podría no gustarle aquello.

El cinturón dejó de zumbar, de modo que me lo quité y lo puse en el bolsillo de atrás de mi traje de goma. Lue­go me senté y cargué mi pistola. Entonces empecé a sen­tirme mejor.

Me arrastré detrás de unos arbustos y empecé a ob­servar la casa. La chimenea no formaba parte de ella. Ahora pude ver cuan lejos estaba, en la ladera de la coli­na. En la casa crecían madreselvas. Los marcos de las ventanas eran blancos, pero no parecía haber cristales en ellas. Las paredes habían sido enjalbegadas tiempo atrás, pero la mayor parte de la cal había desaparecido y pude ver que estaban construidas de pizarra. La puer­ta estaba abierta cosa de treinta centímetros. No ob­servé el menor movimiento.

Era agradable permanecer tumbado al sol. Incluso pensé que podría desabrochar mi traje de goma. A veces me lo quitaba, cuando había agua limpia para lavarlo. Había insectos zumbadores y algunas mariposas. De vez en cuando soplaba una cálida ráfaga de brisa que riza­ba la hierba y traía un olor a rosas. El lugar parecía irradiar paz, y hacía tanto calor que la grasa empezó a gotear de la base de mi pistola.

Al cabo de un largo rato no había ocurrido nada, de modo que me levanté cuidadosamente y avancé de to­cón en tocón hacia la casa. Me acerqué cada vez más, sin producir el menor ruido.

La madera de la ventana estaba blanqueada por la lluvia y el viento, y no pintada como yo había creído. Había cristales en las ventanas, también, pero no brilla­ban y no podía verse a través de ellos. Todo tenía el as­pecto de que nadie había estado allí durante años. A la izquierda, en la ladera de la colina, en una hondonada, había un avión destrozado: una masa enorme pintada de verde. Uno de los motores se había desprendido y pude ver sus retorcidas hélices. Un asiento expulsor roto esta­ba semienterrado más arriba en la colina, debajo de la base de un Altavoz formando trípode… Pude ver un pe­queño montón de huesos muy blanqueados, como si lle­varan allí muchos años.

Había un poco de grasa ennegrecida en los goznes de la puerta, pero éstos estaban cubiertos de herrumbre. Sujeté mi arma con una mano y empujé con la otra.

La puerta se abrió suavemente, sin el menor crujido. Cuando estuvo abierta del todo se oyó un clic, y quedó inmóvil como si no se hubiese movido. Era perfecto. La herrumbre ni siquiera se desmigajó. Quedé tan sorpren­dido que entré sin pensar.

Se produjo un movimiento al otro lado de la habita­ción, en la media luz polvorienta y dorada. Apunté mi pistola hacia allí y era un hombre. Me miró y luego con­tinuó con lo que estaba haciendo.

Me aparté del recuadro iluminado de la puerta y me deslicé hacia las sombras, a la izquierda. Mi cabeza tro­pezó con una viga y un poco de polvo cayó sobre mis hombros.

Hacía calor allí. Una mosca zumbó. No ocurrió nada. Yo no perdía de vista al hombre. Al cabo de cinco minu­tos sin que pasara nada, me acerqué al hombre para ver lo que estaba haciendo, para ver lo que era tan impor­tante para él.

Era alfarería. Estaba decorando objetos de alfarería. Utilizaba pinceles confeccionados con cabellos introdu­cidos en el interior de un canutillo y atados allí con un trozo de bramante. De cuando en cuando alargaba la mano para mojar el pincel en algo que había colocado sobre una tablilla. A veces giraba el cacharro y seguía pintando la nueva superficie. Cuando terminaba con un cacharro lo colocaba en una bandeja que tenía a su iz­quierda, y cogía otro de la bandeja situada a su derecha. No interrumpió su trabajo para mirarme. En un momen­to determinado se limpió las manos con un trapo, pero volvió inmediatamente a su tarea.

Permanecí junto a él durante cinco minutos, sintién­dome indiscreto, y entonces un gato de orejas oscuras y pelaje pardo claro se posó en la ventana. Me miró fija­mente largo rato. Bizqueó un momento, luego me miró directamente y después volvió a bizquear. Irguió la cola y se marchó.

El Alfarero siguió trabajando. Las vigas de madera crujieron a causa del calor que se concentraba en el te­jado. Esa es la diferencia entre las tierras altas y las ba­jas, calor y frío, verano e invierno.

—¡De acuerdo! —dijo una voz en el exterior. No era la del Muchacho—. Lo veré.

Un hombre cruzó el umbral de la puerta. Me giré rá­pidamente para encararme con él.

Llenaba la puerta. Tenía más de dos metros de esta­tura, y era tan robusto que a pesar de ser tan alto seguía siendo gordo. Llevaba un traje como el mío, pero nuevo y limpio, desabrochado en la parte delantera. Empuña­ba una especie de látigo muy largo con un trozo de hilo y un pescado colgando de la parte superior, y tenía un pequeño blindaje en el hombro derecho. Sobre el blindaje, el gato permanecía agazapado, mirándome como si yo fuera un pájaro. Su cola estaba erguida. Era un gato muy grande, con largas garras. Supongo que por eso necesitaba el hombre el blindaje.

El Hombre Gordo dejó el látigo y el pescado engan­chado al hilo sobre la mesa. Echó a andar hacia mí. Ig­noró la pistola y sonrió. Levantó su mano izquierda para mostrar que estaba vacía y utilizó la derecha para tran­quilizar al gato.

Permanecí inmóvil. Se suponía que no podía ver nada.

—Ah… Escuche: no… No me apunte con la pistola. No me gusta eso.

Parecía un hombre fuerte, y no fofo a causa de la grasa. Limpio y lleno de confianza en sí mismo. Me hu­biera gustado ser como él.

—Dígame… —estaba mirando mi pistola—. ¿Es an­tigua? ¿Es una pistola vieja, o la ha fabricado usted?

—No le creas —dijo el gato—. No creas nada de lo que diga. Puede ver. Me vio a mí. Y estaba observando al Alfarero, también.

Mi perro se envaró y gruñó súbitamente.

Observé al gato. Casi deseé que hablara otra vez. Pen­sé que quizá entonces podría estar seguro de no haber padecido una alucinación. En mi cerebro han ocurrido cosas muy raras algunas veces.

—Sólo soy el pobre ciego Candy Man…

—¡Deja de mentir! —había hablado de nuevo, el gato podía hablar efectivamente.

Observándole con mayor atención pude ver que no era un gato vulgar. Era un gran animal muy bien cebado, y llevaba algo que no era una campanilla alrededor del cuello, con una conexión que se extendía hasta detrás de su oreja, como la que había en el cinturón volador. El animal colgaba del hombro del hombre como si hubiera echado raíces allí. Incliné mi pistola. No sabía lo que ellos podían hacerme. El Alfarero continuó traba­jando. Por encima de su hombro pude ver una rueda hi­dráulica girando lentamente.

—De modo que es usted Candy Man —dijo el Hombre Gordo, con las manos en las caderas—. De modo que es usted el ciego del que K nos ha estado hablando. De modo que ha llegado aquí. ¿Dónde está K?

—No soy más que el pobre Candy… No hago daño a nadie.

Era cierto. Nunca me había propuesto hacer daño a nadie.

—Excepto a los Preceptores.

Tal vez no se habían enterado de lo que le había he­cho al Muchacho. Supuse que él debía ser K.

—No quería hacerlo. Fue un accidente…

—¿Y es usted ciego?

—Sí…

—¡No! —dijo el gato—. ¡No es ciego! Es un embus­tero. Es un traidor…

—Por el sonido sé… sé dónde están las cosas.

—¡Nos matará a todos! ¡Nos traicionará!

—K quiere verle. K dijo que podría ser ciego. K cree que es interesante. K tiene la completa seguridad de ello.

Aquello era suficiente para mí. Si era suficiente para el Muchacho, tenía que serlo para ellos.

—K puede estar en un error, ya sabemos cómo es K —aquel gato seguía mirándome fijamente con sus ojos aterciopelados—. Es peligroso.

—K quiere verle. K cree que vale la pena estudiarle. Que puede darnos algunas buenas respuestas. Los efec­tos de su vida. Básicamente, es humano. ¡Piensa en eso!

—Lo pienso. Es peligroso. K tiene demasiado interés en cosas perversas. Es una enfermedad.

—K estudia a la humanidad. ¿Dirías que eso es una enfermedad?

El gato permaneció callado. Pareció encogerse de hom­bros. Mientras hablaban se habían olvidado de mí. Tuve tiempo de preguntarme qué estaba pasando. Desde lue­go, había gente muy rara por ahí, pero esto era distin­to. Quiero decir que aunque había visto cosas extrañas, hasta entonces nunca había oído hablar a un gato. Esas personas podían volar, y eran limpias también. Y daban la impresión de que poseían poderes. Confianza. Eran di­ferentes, había algo atractivo en ellos. Pensé en el Salva­dor, pero rechacé la idea. No aceptaba aquella posibilidad ni siquiera para mí mismo.

—Esperaremos a K —dijo el Hombre Gordo, y aque­llo pareció terminar la discusión.

Al parecer, yo también tenía que esperar a K. Por lo que decían de él, era alguien importante. Confié en que el vientre no le doliera demasiado.

El Hombre Gordo se dirigió al fondo de la habitación y empujó algo. La pared se deslizó hacia un lado como una cortina.

Había varias esferas y pequeñas pantallas en una es­trecha franja a lo largo de la pared. El hombre pasó algo plateado que llevaba en la mano por encima de una de las esferas, y la franja se iluminó, al tiempo que resona­ba aquel mismo zumbido que emitían los cinturones.

El Hombre Gordo echó una ojeada aquí y allá, tocó algo y luego habló. La mayor parte de lo que dijo eran grupos de cifras que no entendí; luego dejó de hablar y escuchó durante unos instantes. En un momento deter­minado el gato se inclinó hacia delante y dijo algo tam­bién. Tampoco lo entendí.

Eché a andar como si quisiera estirar las piernas. Ellos seguían hablando y escuchando y pasé por su lado sin que me prestaran atención. A la izquierda había algo que no había visto antes: metal blanco. Metal blanco, flexible, colgando en plie­gues detrás de una de las otras puertas. Trajes. Voluminosos, como si estuvieran destinados a cubrir entera­mente el cuerpo de un hombre. Había cascos para ser lle­vados con ellos, correas y hebillas en abundancia, y tu­bos con válvulas a lo largo de las piernas. Había objetos de aspecto científico atados sobre los hombros, y unas grandes letras de color naranja pintadas en la parte de­lantera. Supe lo que eran: uniformes del Cuerpo. El pre­mio que se obtenía si se pasaban los Ritos y se ingresaba en el Cuerpo de Exploración. Eran eso, o algo muy pa­recido.

Continué andando como si nada hubiese ocurrido. In­cluso tropecé a propósito con una silla, pero fue una pér­dida de tiempo porque ellos estaban todavía ocupados con la parpadeante pared. Salí a la luz del sol.

A cincuenta metros de la casa me giré, y el gato esta­ba sentado en el umbral de la puerta, mirándome. Me senté en un tocón y saqué un tubo. Vi que el gato erguía su oscura cola. Nos miramos el uno al otro. Con la superior visión que me proporcionaba un tubo empecé a contar los pelos del gato. Había llegado a los novecientos mil sesenta, y estaban adquiriendo los colores del arco iris cuando el gato se levantó como si acabaran de llamarle y entró en la casa, agitando la cola color magenta con los novecientos mil sesenta pelos.

Me puse en pie rápidamente y me dirigí al lugar de la colina en el que se erguía la Caja del Altavoz sobre sus elegantes patas bajo el cielo índigo y cerúleo.

Cerca del Altavoz sonaba una hermosa música. Vi el rostro de aquel Preceptor cuando disparé contra él. Ce­rré los ojos y me estremecí mientras veía las piernas vo­lar por encima de la Calle.

Pero no me importaba nada de aquello. Les tenía atra­pados. Tenía atrapados a aquellos miembros del Cuerpo. Estaban quebrantando las normas. O se pasan los Ritos y se está del lado del Cuerpo, o el lugar de uno se en­cuentra en las Calles con el cerebro quemado. Desde luego, existía mi caso, pero no había muchos como yo: la libertad era siempre el camino más difícil.

Mientras me acercaba más vi el Dispensador, con un pequeño charco de alimento junto a él y una gorda y soñolienta ardilla.

Tal vez K, aquel admirable Hombre Gordo e incluso el gato estaban tratando de hacer el bien. Admití la po­sibilidad. Tal vez eran incluso el comienzo del Salvador, lo admití también, pero no lo creía, o quizá no me im­portara. Tenía que hacer lo que había decidido en la casa. Lo haría y complacería a los Preceptores. Pensé que quizá me haría perdonar el haber matado a uno de ellos. Y estaba el Muchacho, también. No quería esperar su regreso; era demasiado arriesgado. Y esta vez había de­cidido volver a pedir mi nombre.

Abrí la caja y miré directamente al Altavoz. Casi in­mediatamente, la máquina preguntó:

—¿Nombre?

—Un informe…

—Esas lentes… Su voz no es clara.

Había un viejo casco puesto sobre las lentes; lo levanté. Ha­bía barro en el Altavoz. Lo rasqué con mi dedo índice y la música sonó más fuerte. ¿Quién habría hecho aquello? ¡Ensuciar un Altavoz de los Preceptores!

—Hable ahora.

—Hay miembros del Cuerpo aquí. Viviendo en esta región. Esparciendo el descontento, atropellando a las mujeres. Sodomía, violación…

Yo no había visto aquello, pero tenía que argumentar mi denuncia, ya que en realidad ignoraba lo que estaban ha­ciendo allí. Tan sólo sabía que eran del Cuerpo.

—Gracias.

—Un momento. Hay un hombre aquí. Un alfarero, y tiene una rueda hidráulica. Creo que es eso.

La tecnología tampoco está permitida.

—Bien.

Se produjo un momentáneo silencio. Tal vez la má­quina estuviera impresionada.

—No he terminado. Me llaman Candy Man. Necesito un nombre… Ustedes dijeron que me darían un nombre.

Los tubos salieron por la ranura de la recompensa con un chasquido. Los reuní en la palma de mi mano. Abrí de nuevo la boca para preguntar acerca de mi nombre… y aquel gato cayó sobre mi nuca con las cuatro patas. Me desplomé hacia delante entre las zarzas. Oí a mi perro gruñendo, y al Hombre Gordo gritando detrás de mí.



IV



Mis tubos salieron volando. Noté unas garras rasgan­do mis mejillas. Traté de levantarme; aquel gato pesaba más de diez kilos. Me estaba preguntando qué tal sería morir a manos de un gato cuando llegó el Hombre Gordo.

Yo empezaba a reaccionar. Agarré al gato con todas mis fuerzas y noté unos latidos en su interior. Vi que sus garras eran de acero inoxidable.

Lo levanté en vilo y lo arrojé tan lejos como pude. Casi cinco metros. Regresó hacia mí andando de costado y mostrando sus pequeños y afilados dientes. Mi perro gruñía y hacía como que arremetía contra el gato, pero tenía demasiado sentido común como para enzarzarse con él. El gato le ignoró y continuó avanzando.

—Denegado —dijo la voz del Altavoz—. No hay nom­bre.

—¡De modo que es eso! ¿Hace usted esas cosas por eso? ―dijo el Hombre Gordo.

Agitó su mano al gato y éste se sentó sobre sus patas traseras y empezó a lamerse. Los gatos tienen algunas costumbres muy puercas. Pensé cómo le ajustaría las cuentas a aquel animal, estrangu­lándole cuando llegaran los Preceptores …aprovechando la confusión.

—Todo encaja —dijo el Hombre Gordo—. Tal vez K…

—Es un traidor —dijo el gato. Luego le contó al Hombre Gordo lo que yo había hecho.

—Estúpido —dijo el Hombre—. Ellos le buscan a us­ted, ¿recuerda? ¿Qué cree que le harán? ¿Soltarle por entregarnos a nosotros?

En aquel momento yo había olvidado aquello. Había olvidado realmente la muerte del Preceptor, quizá por­que no quería recordarlo. Lo había olvidado como si nunca hubiese ocurrido…

Es que eso era lo que quería, que nun­ca hubiese ocurrido. Luego volví a desear mi nombre, eso era urgente… y muy serio. Eso, y obtener mis tubos de un modo regular.

—Mira —dijo el gato—, es como todos los demás. ¡Lo único que quiere es complacer a los Preceptores!

—No puedes reprochárselo. Tiene que desear su nom­bre. Es su condición. Ellos le cogieron cuando era joven, le modelaron… le remodelaron. ¡Si agitan una campani­lla, la boca se le llenará de saliva!

—¡Perro estúpido!

Tal vez no hayan oído nunca reír a un gato. Es un sonido enloquecedor. Los tubos estaban caídos a mis pies, de modo que los recogí.

—Puede usted vivir sin eso —dijo el Hombre Gordo, en tono casi amable. Tal vez era una trampa, no lo sé—. Nosotros podemos proporcionarle algo mejor. No tendrá que depender de los Preceptores.

Pensé en aquello. No estaba tan seguro de que de­seara prescindir de los tubos, aún en el caso de que fue­ra posible. Ellos eran lo único que realmente existía para mí. Hasta que tuviera mi nombre y Propósito ―que hicieran posible el mundo―, sin ellos no me quedaba nada.

—Tenernos que marcharnos —dijo el gato, irguiéndose sobre sus cuatro patas. Enderezó sus orejas y giró su cabeza ciento ochenta grados para mirar detrás de él—. No podemos perder tiempo. No queda tiempo para tareas sociales. No importa lo que diga K… ¡Tenemos que mar­charnos!

—Piérdase de vista —me dijo el hombre—. Recuerde que los Preceptores se están acercando y que le buscan a usted —meditó unos instantes—. Si resulta que K to­davía desea verle, siempre podremos encontrarle.

Dieron media vuelta y se dirigieron rápidamente hacia la casa. Cuando habían dado unos cuantos pasos el gato echó a correr, saltando ágilmente con la cola vertical a través de la alta hierba. Mi perro ladró un par de veces, pero aquello sólo era para demostrar que seguía estando a mi lado.



No necesitaba que me dijeran que tenía que mar­charme. El bosque estaba cerca, pero había una profunda hondonada, de modo que tardé unos cuantos minutos en alcanzar la seguridad verdeazul. Al llegar a los primeros árboles miré hacia atrás y vi que el hombre y el gato desaparecían a través de la puerta de la casa. Contemplé cómo se cerraba detrás de ellos.

Tuve tiempo de pensar con cuánta facilidad me habían dejado marchar, y entonces llegaron los aviones. Volaban a quince metros de altura, pero parecían más bajos. Vo­laban con tanta rapidez que apenas podía vérseles. La onda expansiva me derribó al suelo.

Luego vi de nuevo los aviones tres kilómetros más allá del claro, ascendiendo y alejándose sobre los pena­chos negros de sus retropropulsores.

La primera explosión se produjo muy cerca de la casa, a su derecha. Todo el claro estalló en un mar de llamas en aquel mismo instante. No pude ver lo que ocurría. Apenas podía soportar el calor, pero vi las otras explo­siones en medio del fuego y las cosas que ardían retor­ciéndose.

Mi traje de goma empezó a oler mal, de modo que corrí hacia los árboles. Allí se oía únicamente el rugir de las llamas y el lejano murmullo de motores a reacción. Pensé que todo el mundo habría muerto. No veía cómo un hombre podría haber sobrevivido entre los rojos y amarillos de aquel infierno.

Una brisa empezó a mover las hojas. Me pregunté qué debía hacer a continuación, y luego di media vuelta y eché a andar lentamente. No me atre­vía a utilizar el cinturón volador con su zumbido, sa­biendo que los Preceptores estaban cerca de allí.

Un kilómetro más allá encontré al Muchacho. Esta­ba andando y corriendo, avanzando hacia el humo que quedaba de­trás de mí.

—¿Qué ha pasado? —inquirió.

Le dije que unos aviones habían bombardeado la casa que se erguía más allá del claro. Que en la casa había una rueda hidráulica, y que tal vez la habían atacado por eso, aunque de todos modos los aviones de los Pre­ceptores bombardeaban lo que les venía en gana. Dia­blo, bombardeaban lugares todos los días, y resultaba imposible saber por qué clase de lógica se regían.

—¿Has visto a alguien?

Parecía haber olvidado lo que sucedió la última vez que nos había­mos encontrado. No pude ver dónde le había alcanzando con mi disparo, y él no parecía experimentar ningún do­lor. Yo no se lo recordé.

—He oído a un alfarero —dije—. Lo he oído a él y a un hombre muy robusto llamando a un gato…

El Muchacho ladeó la cabeza y sonrió; luego hurgó en su boca con el objeto plateado que al principio creí que era un mondadientes.

—¿De modo que avisaste a los Preceptores? —el Mu­chacho no iba armado. No parecía enojado, pero yo te­nía mi pistola a punto—. Oh, no importa. Sé que no puedes evitarlo, comprendo que debes tener tu nombre, ser informado de tu propósito. Quiero actuar sobre ti. Ven conmigo, no les habrá pasado nada si estaban dentro de la casa.

—¿Qué pasa con los Preceptores?

—Tal vez no vengan detrás de los aviones. En cual­quier caso, puedo vérmelas con ellos.

Supe que decía la verdad. Era algo especial. A sim­ple vista, había en él una gran delicadeza… aquellas es­beltas manos, por ejemplo… No era más que un niño. Demasiado joven para ir a los Ritos… Pero en la colina había parecido más rudo, y había sobrevivido a la lucha entablada allí. Era algo especial. Decidí que quizá des­cubriría el secreto de que fuera así. Tal vez el descubrir­lo valdría mi nombre. Asentí y retrocedí con él. De todos modos, había sido una orden.

El Muchacho no parecía tener prisa. Por mi parte, me mantenía a la escucha de algún sonido revelador de la proximidad de los Preceptores. Mientras nos acercába­mos al claro el humo se hacía más espeso y las copas de los árboles aparecían desgarradas. Adapté mi paso al del Muchacho, sin que disminuyera mi preocupación en lo que a los Preceptores respecta.

Alcanzamos el claro en el momento exacto en que lo hacían ellos. El Silbador se presentó por encima de los árboles por un lado, mientras nosotros llegábamos por el otro.

Nos dejamos caer sobre nuestros estómagos, y con­templamos al objeto buscando un lugar de aterrizaje en aquel chamuscado claro. Aquí y allá había tocones ardiendo todavía, columnas de humo que el aire desflecaba. En los lugares donde las explosiones habían desgarrado el suelo podían verse ne­gras cicatrices de tierra. Objetos oxidados, máquinas y armas antiguas, aparecían ligeramente cubiertos con una capa de ceniza blanca.

La casa seguía en pie. El bombardeo sólo había afec­tado a una parte del tejado, aunque los marcos de las ventanas estaban chamuscados y el marco de la puerta ardía aún lentamente. Los Preceptores sólo utilizaban ex­plosivos fuertes, y gelatina incendiaria. Si hubiesen uti­lizado cualquier otra cosa no hubiéramos estado allí de pie. El Silbador se posó en una nube de ceniza; se abrió del modo habitual y los Preceptores salieron. Algunos iban montados en aquellas grandes sillas de rue­das que utilizaban en las Calles. Otros iban a pie.

Hurgaron alrededor del claro durante algún tiempo, y parecieron interesarse mucho por el avión destrozado. Tal vez era porque después del incendio, parecía uno de los que habían efectuado el bombardeo; el modelo no había cam­biado en millares de años. ¿Por qué tendría que haber cambiado? Nadie más los poseía.

Algunos Precep­tores estaban ocupados reparando el Altavoz sobre un trípode nuevo. Yo no creo que nadie destruya delibera­damente lo que pertenece a los Preceptores, pero, ¿quién puede afinar la puntería desde un avión volando a mil quinientos kilómetros por hora? La música no se había interrumpido; hacía falta algo más que bombas y una lluvia de fuego para interrumpir la música. Los Precep­tores formaron un círculo alrededor de la Casa. Uno de ellos levantó una mano, y empezaron a avanzar.

—No podemos permitir eso —dijo el Muchacho, casi para sí mismo. Luego, volviéndose hacia mí, dijo—. ¡Vamos! —y se incorporó a medias—. ¡No te quedes atrás!

Avan­zó por el claro, y yo avancé detrás de él. Era peligroso, desde luego, pero yo sabía que el Mu­chacho era Afortunado, que era necesario para mí, que era importante. En cualquier caso, era una orden; yo no podía ignorar lo que él decía. Incluso entonces sospe­ché lo que podría hacerles a los Preceptores.

Se llevó el mondadientes a la boca; yo estaba bas­tante cerca para oír cómo le hablaba. Antes de que pu­diera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo brotó una nubécula de humo de cada uno de los Preceptores, los cuales sacudieron los brazos y quedaron completa­mente inmóviles. No había sido obra del Muchacho, sino de la Casa. Vi cerrarse las aspilleras a lo largo de la lí­nea inferior de pizarras.

—¿Muertos?

El Muchacho asintió. ¡Matar a una docena de Precep­tores, así, por las buenas! El Muchacho vio la expresión de mi rostro y apartó el mondadientes de su boca.

—Matar… —desvió su mirada por un instante y lue­go volvió a fijarla en mí—. Supongo… supongo que es malo. Sé que lo es, pero tenía que mantenerles apartados de la Casa. No podía discutir con los Preceptores, no se puede razonar con ellos —pensé en que podría efec­tuar una llamada realmente buena inmediatamente, una llamada que tal vez valiera un nombre—. De todos mo­dos, en realidad te estaban persiguiendo a ti.

Entonces pensé que quizá no haría aquella llamada. Tal vez le debía algo al Muchacho. No se quema el estó­mago a un hombre sin quedar en deuda con él, y hasta cierto punto acababa de salvarme otra vez. Era tam­bién mi conexión con el Hombre Gordo y la gente del Cuerpo, y tal vez podría encontrar mi camino hacia el Cuerpo a través de ellos.

Cruzamos la hondonada, y cuando trepamos al otro lado el calor nos golpeó como una pared. El suelo ardía ―pude sentirlo a través de las suelas de mis botas―, y mi traje de goma empezó a ablandarse. Sabía que yo no tendría dificultades, y Wolf tampoco; pero no estaba tan seguro en lo que respecta al Muchacho. Al cabo de unos instantes empezó a utilizar su cinturón volador, de modo que no sintió nada: era Afortunado al disponer de otro cinturón. En las cenizas había toda clase de pequeños animales y pájaros abrasados.

—Date prisa —dijo el Muchacho—. No me gusta vo­lar, este cinturón me lastima la tripa…

Le miré rápidamente, pero estaba sonriendo para sí mismo y no estaba sufriendo… como si tuviera el vien­tre quemado, quiero decir. No sé, pensé que tal vez era realmente simpático. Parecía preocuparse por las cosas, por la gente, por mí. Por mis posibles sufrimientos en medio de aquel calor. Pensé en lo furioso que debió estar conmigo en la colina, antes de que llegaran los Precep­tores. Pensé que podía deberse a que había asesinado a aquel Preceptor en la Calle, pero luego recordé a la do­cena que él acababa de matar y no pude comprenderlo. No lo comprendía.

Cerca de la Casa el calor era terrible. Algunos objetos de metal estaban allí al rojo vivo. Me inyecté un tubo, pero por primera vez no me sentí mejor. Tuve que obli­garme a mí mismo a seguir adelante. Tal vez el tubo eli­minó parte del dolor; tal vez aquello fue lo único que hizo, aquello y permitirme continuar.

La chimenea se había convertido en un montón de ladrillos. La ladera era un verdadero horno: un montón de madera había salido volando en todas direcciones y seguía ardiendo. En los alrededores de la casa podían verse numerosos cráteres, de intenso color azul bajo la ceniza, con la arcilla esparcida colina arriba en largas e irregulares rociadas. Al observarlos, podía verse como algunos de ellos se llenaban lentamente de alimento hu­meante procedente de una tubería rota.

El Muchacho empujó la puerta de la Casa con el pie y pasamos al interior. La pared que cubría los instru­mentos estaba retorcida y volada a trechos. En un agu­jero producido por aquella voladura podían verse las señales del fuego en los instrumentos, al fondo. Resulta­ba curioso ver la madera doblada de aquel modo pero, como ya he dicho, nada me sorprende después de ha­berme aplicado un tubo. Quizá los estaban haciendo más fuertes, o poniendo nuevos ingredientes en ellos, aunque creo que me producían más efecto porque había estado ayunando. Era como si pudiese ocurrir cualquier cosa. No existía ninguna norma, de modo que ¿por qué había de sorprenderme?

Cuando miré a mi alrededor, hacia el resto de la casa, me pareció asombroso lo intacto que estaba todo. Había fragmentos de bombas sobre la mesa y en el suelo, de­bajo de una abertura del tejado. Los conté y calculé sus potencias y trayectorias. Algunos no procedían del techo; muchos habían llegado de la pared. Había caído una capa de polvo, pero no se habían producido otros daños. Los cacharros de alfarería no estaban rotos, y el pescado que el Hombre Gordo había traído hacía tanto tiempo toda­vía estaba húmedo. Me di cuenta del frescor que reinaba en el interior de la casa.

—¿Refrigerada? —dije.

—Sí… protegida —el Muchacho estaba mirando de­trás de la pared-cortina—. Es inútil, no podemos utili­zarlos. Los han volado.

—¿Qué? ¿Qué es lo que no podemos utilizar?

—Podíamos escapar por aquí. Aquel hombre que oíste, aquel hombre y el gato. Ellos lo volaron… dejándome de­trás. Tenemos que marcharnos. Pueden llegar otros Pre­ceptores muy pronto. Y no puedo matar a ninguno más…

Abrió una alacena oculta debajo de uno de los bancos a lo largo de la pared y sacó algunos objetos. Uno de ellos era una pistola de aspecto interesante que el Mu­chacho introdujo en su cinturón.

—Ni siquiera me han dejado un traje… —dijo—. Toda precaución es poca. Ellos deben saber quiénes somos, y tal vez lo que pretendemos.

Ajustó la pistola de modo que no le molestara dema­siado.

—¿Qué es lo que pretendéis? —pregunté, pero el Mu­chacho no me contestó. Abrió otra pequeña alacena y agitó allí su mondadientes.

—¡Yo lo esconderé mejor que ellos! —dijo.

Salimos al calor y nos alejamos de la Casa. Luego, el Muchacho habló de nuevo a su mondadientes. La casa resplandeció por un instante con un brillo azulado, des­pués burbujeó y empezó a arder. Todo, las pizarras, las piedras, todo ardió con pequeñas llamas blancas.

—¡Vamos! —dijo el Muchacho—. Ellos están acos­tumbrados a huir, por eso no pueden destruir.

Subimos por la colina, regresando de nuevo al hor­no. Cuando llegamos allí no quedaba nada de la casa. En todas aquellas cenizas podría no haber existido nada, nunca. Como ya he dicho, había dejado de soprenderme.

El horno era un pozo de paredes de ladrillo de tres metros de anchura en sus cuatro lados y diez metros des­de la parte superior hasta el fondo. En la parte superior se había fundido y estaba parcialmente lleno de ladrillos de la chimenea. En el fondo había un lugar arqueado donde se había encendido el fuego. Los ladrillos estaban mezclados con cacharros de alfarería rotos, y había ma­dera quemada por todas partes. Empezó a llover, y enton­ces el humo se convirtió en una niebla blanca que el vien­to empujó a través del claro.

—Este es el lugar.

El Muchacho se arrodilló en el fondo del pozo. Había ladrillos allí también, casi desgastados por el fuego. Des­prendió uno con la punta de un cuchillo y el resto salió más fácilmente. Entonces quedó al descubierto una lá­mina de algo brillante. No había en ella ninguna ranura ni puntos de intersección, pero el Muchacho enfocó su mondadientes sobre la pared central y se abrió sin ser tocada. Debajo había unos peldaños y una intensa penumbra.

Alcé la mirada hacia el cielo plomizo. El Muchacho se dio cuenta y me preguntó cómo esperaba que el tiem­po se mantuviera bueno cuando el control había desapa­recido, y me dijo que le siguiera.

La escalera era muy corta. Sólo unas cuantas vueltas en espiral y llegamos a un callejón sin salida.

—¡Agárrate fuerte!

El Muchacho se sujetó a un asidero con una mano y agitó el mondadientes con la otra. El suelo se hundió y descendimos como un peso muerto.

Fueron sólo tres minutos, pero me parecieron horas. No había modo de saber si la cosa se detendría, ni si­quiera si existía algún medio para detenerla. Perdimos velocidad con mucha rapidez, y de pronto me encontré de bruces en el suelo. El Muchacho estaba perfectamen­te; sabía lo que iba a ocurrir y se había sujetado bien.

No podía verse nada, era un lugar oscuro. La caja de metal blanco donde nos encontrábamos despedía una especie de resplandor, pero a dos pasos de distancia no podía verse nada.

—Oscuridad… —dijo el Muchacho—. Pasa delante, tú eres el ciego y estás acostumbrado a ella.

Eran las traviesas de nuevo. Con más espesor, quizá metro veinte de anchura. Avancé palpando el suelo con los pies, agarrando con la mano la correa de Wolf.

Era algo horrible. Sobre nosotros caían otra vez agua y porquería. Me pareció oír voces, la mayor parte de ellas como si estuvieran sollozando. En cualquier caso, resonaban a mucha profundidad y pertenecían a unos se­res que no eran felices. Avancé tratando de recordar la dirección exacta, el número de peldaños entre cada cam­bio de nivel, el camino a seguir cada vez después de ha­ber descendido los peldaños…

De hecho, el trayecto no fue demasiado largo. Súbi­tamente Wolf resopló, y algo me rozó los pies. Un rec­tángulo iluminado apareció delante de nosotros, y al cabo de unos instantes vi que era un pasadizo.

—¡Puedes dar gracias a Dios porque hayan dejado eso para nosotros! —dijo el Muchacho—. Ahora todo va bien, Candy. ¡Hay luces!

Dejé que me adelantara y se adentró rápidamente en el pasadizo.

Veinte metros más allá había una corta escalera de caracol, y cuando hubimos trepado por ella nos encon­tramos de nuevo en un callejón sin salida. El Muchacho agitó su mondadientes mágico y la pared se abrió enci­ma de nosotros. Ascendimos a través de ella y nos en­contramos a la polvorienta luz del sol en otro horno, exactamente igual que el que los Preceptores habían bombardeado.

No era razonable, no me gustó. No me pa­reció normal estar allí de pie entre los cacharros de alfa­rería que había visto rotos unos minutos antes.



V



Resultaba muy raro ser transportado hacia atrás de aquella manera. Estaba completamente seguro de haber seguido un camino descendente, a través de todas aque­llas traviesas, sin subir más que aquella corta escalera de caracol. De acuerdo con la lógica, tendría que haber salido cabeza abajo.

—Espera aquí —me dijo el Muchacho—. Yo tengo que marcharme. Aquí estoy en peligro.

—¿Dónde estamos?

—No importa. Quédate aquí y no te pasará nada. ¡Me enfadaré si regreso y descubro que te has marchado!

—¿Adónde vas?

—A buscar a mis amigos. Tú tienes que quedarte. Hay cosas que no me atrevo a radiar —trepó sobre los ca­charros y a través del arco de ladrillo al aire libre—. No llames a los Preceptores. Ellos no te darán ningún nombre… ni te dirán lo que se supone que tienes que hacer.

Me dirigió una sonrisa, y desapareció ladera abajo.

Me senté, completamente feliz por unos instantes. La tranquilidad era absoluta, nadie me perseguía de mo­mento, y de todos modos el Muchacho me había ordena­do que me quedara… No había ningún motivo para llamar a los Preceptores, todavía. Luego pensé en aquel Pre­ceptor al que había matado. La idea me preocupó momentáneamente, pero luego pensé cómo aquel pequeño Muchacho había matado a tantos, aquellos doce que yo vi; podía entregarle, y seguramente me perdonarían el haber matado solamente a uno.

Me sentía soñoliento en aquel horno. No tenía nada que hacer, y durante un buen rato disfruté de aquello. Pude haberme quedado dormido entonces; a veces me ocurre cuando los tubos me han hecho efecto y no tengo nada que hacer.

Era tarde cuando me incorporé. El enladrillado de la puerta había adquirido un color rojizo en el crepúsculo, y el cielo estaba oscureciendo por el este. Había pasado de­masiado tiempo. Tenía que marcharme y hacer algo. Nunca podía esperar durante mucho tiempo sin tener que ponerme en marcha y hacer algo; en caso contrario me sentía realmente inferior e inútil. Hacer una excursión, recorrer unos centenares de kilómetros con Wolf, visitar nuevas Calles, ir en busca del Gran Robot. No es que esperase encontrarle, pero solían decir que uno podía detenerlo, si lo encontraba a tiempo. Se suponía que po­día ser reconocido por un perro. Un perro reconoce siem­pre a un robot, aunque vaya disfrazado. Por eso llevaba conmigo a Wolf, para olfatear al Gran Robot si algún día me encontraba con él. A veces pensaba que quizá era eso lo que yo estaba destinado a hacer, parar al Gran Robot; era un Propósito que me atribuía a mí mismo, eso y la Predicación. Pero eran más numerosas las veces en que pensaba que todo era una fábula, incluido lo del Salvador.

Cuando empezaba a preguntarme cuál era la finalidad de las cosas, trepé fuera del horno y eché a andar en la misma dirección que había seguido el Muchacho.

El claro era igual que el que habíamos abandonado. Quizá el Altavoz estaba instalado unos metros más a la izquierda, quizá el avión destruido estaba un poco más deteriorado. La Casa era igual que la que se erguía allí antes del bombardeo. Yo tenía aún la extraña sensación de haber retrocedido en el tiempo. Pensé que tal vez el Cuerpo podía hacer cosas como aquella. Compa­rados con la gente de las Calles, eran como dioses. Contemplé fijamente la Casa hasta que oscureció del todo, y siguió siendo la misma por mucho que la mirase.

Decidí echar una ojeada más de cerca. Mi perro no demostró demasiado entusiasmo: quizá estaba pensando en el gato. Cuando llegué allí la casa era la misma, pero esta vez no pude abrir la puerta. Tampoco pude ver nada a través de las ventanas, que si en algo habían cambiado era para hacerse más opacas, como si el lu­gar estuviera cerrado. Había barro delante de la puerta, y no tenía ninguna huella. Por un instante pensé que el Muchacho no podía haber pasado por allí, pero luego me acordé del cinturón volador. Cuando anduve a través del barro no dejé tampoco ninguna huella, y aquello me pa­reció también muy raro. Claro que la oscuridad era ya muy intensa, y yo estaba completamente lleno por el tubo, de modo que no podía dar demasiado crédito a mis pro­pios sentidos. Renuncié a seguir pensando en el asunto. Uno no puede comprenderlo todo, no puede esperar que todo sea razonable.

No iba a quedarme allí toda la noche. Tenía que mar­char en busca del Gran Robot. De todos modos, las Má­quinas sólo tardaban unas horas en localizarle a uno; todos los informes personales están conectados a un ar­chivo central. Tal vez pueden predecir incluso el lugar al que uno desea ir antes de que uno mismo lo sepa. Tenía que mantenerme en movimiento, o no tardaría en tener a los Preceptores detrás de mí.

Hice feliz a Wolf alejándome del claro y penetrando en el bosque. Había una valla detrás de los primeros ár­boles. No estaba allí la vez anterior. Tardé diez minutos en decidirme, pero luego la crucé con relativa facilidad. Quizá no era más que una señal, un símbolo. Eché a andar a través de los árboles.

Al principio el lugar era frío, y luego percibí el olor a quemado. Parecía estar en todas partes. Al cabo de unos instantes noté también el olor a cordita, y había lugares en los que todos los árboles habían perdido sus hojas verdes y estaban caídos en el suelo como troncos podridos. En otro tiempo hubo allí un húmedo claro en el que algún optimista había plantado arroz, que tam­bién estaba podrido.

Llegué a un espacio en el que había huellas de que­maduras en los árboles a causa de unas explosiones, y luego me encontré en la cumbre de una pequeña colina. Pude ver el batiente de un dique alrededor de la Calle más próxima brillando húmedo a través de la oscuridad.

A todo lo largo de la ladera habían rocas asomando a través de la hierba y los Altavoces y Dispensadores eran tan numerosos como si hubieran llovido sobre aquel lu­gar. Conté un Altavoz y un Dispensador cada diez me­tros. Y cada cien o ciento veinte metros había un edifi­cio de piedra, redondo. Unos caminos conducían a ellos. Me dirigí hacia el más próximo para ver lo que era.

Debí acercarme demasiado, porque alguien gritó y acompañó los gritos con los disparos de un rifle. Supe que era un rifle porque disparaba con mucha rapidez, y pude oír los proyectiles estrellándose a cuatrocientos me­tros detrás de mí. Vi también el inconfundible fogonazo de la cordita; eso y la ausencia de humo.

El tirador no me alcanzó, desde luego, de modo que retrocedí un poco y me oculté detrás de una de las rocas. Al cabo de un rato el hombre del rifle se olvidó de mí e intercambió disparos con alguno de otro edi­ficio. Se entabló una pequeña batalla que duró varios minutos y en la que tomaron parte prácticamente todas las torres. Permanecí inmóvil mientras los proyectiles zumbaban por encima de mi cabeza. Cuando el tiroteo se interrumpió, reanudé mi descenso hacia la Calle. Un rifle era algo que siempre había deseado. Nunca había poseído uno.

Cuando estaba lo bastante cerca pude ver a varias personas moviéndose de un lado a otro. Me apreté el vendaje, empuñe la correa de Wolf y avancé.

Estaban encarándose todos unos a otros. El lugar olía a miedo, el aire podía haberse cortado con un cuchillo. In­cluso la música era dura y llena de amenazas, lo mismo que el aire. Podía comprenderse la existencia de aque­llos fuertes en la colina, una familia en cada uno de ellos tal vez ―o un clan―, amontonados y asustados allí. Resultaba imposible saber cuánta gente podía apretu­jarse en un lugar como aquél. No me hubiera gustado vivir allí.

Cuando me giré hacia la plataforma, un par de perso­nas habían estado avanzando lateralmente hacia mí. Cuan­do me encaré con ellas, se inmovilizaron. Me giré de nue­vo, y cuando volví a mirar hacia atrás estaban más cer­ca. Era como un juego. Al cabo de unos instantes Wolf lo observó también y gruñó.

—Soy un pobre ciego… —dije—. ¿Hay alguien ahí?

El más próximo saltó hacia mí. Capté el brillo de una navaja y disparé el cañón superior de mi pistola antes de que se acercara demasiado. Había cargado aquel cañón con polvo de magnesio. Lo había obtenido también de los Preceptores y lo utilizaba a veces por la noche. Pro­ducía un espectacular y amilanante fogonazo.

El resplandor iluminó de lleno sus rostros salvajes. El que resultó alcanzado por mi disparo lo recibió en el pecho y cayó como un saco.

Todos quedaron inmóviles. En las colinas circundan­tes se inició otro tiroteo. Toda la gente me miró con mu­cha atención, sin dedicar una segunda mirada al hombre herido. Diablos, yo lamentaba también aquello, pero hay que demostrar que uno sabe cuidar de sí mismo.

Al cabo de un rato el hombre alcanzado por mi disparo gruñó y empezó a arrastrarse. Me quedé allí deseando que las luces se encendieran, pero no había ninguna es­peranza de que lo hicieran: alguien las había destrozado todas a tiros. Había cristales rotos debajo de todos los postes.

—Muy bien —dijo una voz sarcástica desde lo alto de la torre de señalización—. Ha sido algo asqueroso. ¡Muy propio de ti, Candy Man!

Era el Muchacho. Reconocí la voz. Pude verle allí, ab­surdamente pequeño contra el cielo. Me concentré y apun­té mi cabeza al mástil de la torre.

—¿Eres tú? ¿Eres mi amigo K?

—No. ¡No soy amigo tuyo! ¡Tienes que aprender a no confundirme, Candy Man!

Anduve un poco hacia él. Era una distancia demasia­do grande para mi pistola. Me gusta mantener a mis ami­gos a la distancia adecuada.

—Te debo algo —dijo—. Oh, sí, ardieron condenada­mente, de veras… tuvieron que reponérmelos con un nue­vo equipo. Pero duele… ¡duele! Me sentí morir mientras mataba a aquellos Preceptores…

Me pregunté si sería mejor hacerlo de espaldas a las sombras. Estaba llegando algo, algo enorme. Luces em­pañadas… y también el ruido de un motor.

—Pagarás por ello, Candy. ¡Sí, pagarás, de veras que pagarás! ¡Yo te haré pagar por ello ahora!

Las luces que llegaban le iluminaron un momento. Era el Muchacho, en efecto. Podía verse cada arruga de su rostro, cada pliegue de su ceño, aquella desagradable sonrisa que exhibía continuamente. No era el momento de apelar a la amistad. Era el momento de correr. Aquel Muchacho tenía el odio y el miedo de aquella región en su rostro.

Sacó una enorme pistola de una funda que colgaba de su cinturón. La sopesó en su mano, como para permitir que yo la viera …estaba sonriéndose en mi cara.

—¿Romper piernas y avisar a los Preceptores? —apun­tó a mis pies—. Ese es el modo de hacerlo, ¿no es cierto? ¡Contesta!

—Sí… pobre, ciego…

La primera carga se estrelló contra el desnudo hor­migón, un metro a mi izquierda. Noté que unas esquir­las del material mordían mis piernas.

—¿Cómo conseguirás unos nuevos genitales cuando yo queme los tuyos? ¿Dispones de los recursos de que dis­pongo yo?

Estaba gritando por encima del rugido del motor que se acercaba, pero no parecía oírlo. Lo que se estaba acer­cando —un deslizador— llegó a la plataforma. El ruido se hizo menos intenso. El deslizador inclinó su cabeza, aterrizó, y la gente empezó a subir. Se vigilaban continua­mente unos a otros, tratando de no volverse de espaldas. No miraban al Muchacho ni a mí. A decir verdad, tam­poco yo les miraba mucho.

—¡Ciego! —el Muchacho se reía por encima del ruido del motor. No parecía haber visto aún al helicóptero—. ¡Tú no eres ciego! ¡Di que no eres ciego, Candy!

Su secunda carga se estrelló a mi derecha. Recibí es­quirlas en aquella pierna también. Luego echó hacia atrás la cabeza para reír más a sus anchas, y vi mi oportunidad.

Empuñé mi pistola y disparé el segundo cañón contra él. Estaba casi demasiado lejos, pero, ¿qué otra cosa po­día hacer? No sé por qué ignoró de aquel modo mi pisto­la. Tal vez creyó que había disparado mis dos cañones contra el hombre al que había herido.

Sólo le alcanzó parte de la carga, y aquello fue Suer­te. Le alcanzó en el rostro, y los pequeños apéndices de alambre desgarraron su mejilla, dejando su mandíbula al descubierto. Era un tipo Afortunado, ya que la carga no le alcanzó de lleno.

Entonces, mi visión se aclaró extraordinariamente. Corno si estuviera en la cúspide de un tubo. Me sucedía cuando estaba en peligro, o cuando hería a alguien, a ve­ces. En cualquier caso, lo vi todo. Vi abierta aquella me­jilla pálida, perfecta. Vi que el Muchacho dejaba caer su pistola y alzaba la mano hacia su mejilla. Vi la pistola caer por sí misma en su funda, vi cómo el taco lanzado por mi arma golpeaba al Muchacho en el hombro. No había mucho tiempo entre ellos. Era lento, apenas había tiempo para calcular. ¡Aque­llo era —yo tenía entonces la visión perfecta— la Suerte!

El Muchacho se tambaleó sobre la torre. Se llevó las manos al rostro y luego el taco le golpeó y cayó a la Calle. No llegó muy lejos. La corriente de aire lo tomó, interrum­pió su caída, y después empezó a ascender. Llevaba uno de aquellos cinturones voladores y lo estaba utilizan­do. Incluso entonces sacó aquella pistola, y estaba inten­tando matarme.

Corrí hacia el deslizador. Adelanté un pie en el mo­mento en que la puerta se estaba cerrando, y volvió a abrirse para mí. Caí al suelo, alguien alargó la mano hacia mí, pero la golpeé con el cañón de mi pistola y tal vez le rompí la muñeca. Entonces me dejaron en paz y me concentré en cargar mi arma.

Los motores petardearon y el deslizador levantó su morro y reemprendió rápidamente la marcha a través de la plataforma. No miré hacia atrás.

Aquel deslizador olía a orina. Estaba en muy malas condiciones: las luces no funcionaban adecuadamente, y cuando hacía resonar su bocina apenas podía oírse. Las ventanas aparecían rasgadas por los proyectiles, algu­nos de los cuales continuaban allí, incrustados en círcu­los blancos. El metal también estaba abollado. Alguien había utilizado un arma más pesada y los asientos habían padecido los efectos de la explosión. Un poco de sangre se había coagulado y ennegrecido en el suelo.

Faltaba también parte del protector inferior del cas­co, de modo que la máquina perdía altura de tanto en tanto. Cuando esto ocurría, una grieta que discurría a través del suelo se abría, dejando penetrar los gases de los tubos de escape. Mirando hacia abajo podían verse las llamas azules que brotaban de los rotores. Los moto­res de gasolina eran buenos, a su manera, pero en los viejos tiempos no se utilizaban cosas como aquellas. Las unidades de las sillas de los Preceptores eran mejores. En la actualidad apenas quedan artesanos capaces de construir un motor de combustión interna: no recuerdo haber visto ninguno nuevo.

Cuando el deslizador perdía altura todos los pasajeros experimentaban una sacudida y palpaban sus armas. To­dos eran jóvenes, todos ellos muchachos de doce a quin­ce años. No tenían cicatrices en la frente y no había ningún nombre alrededor de sus cuellos.

Todos estábamos sentados por separado, encogidos. Algunos trataban de descabezar un sueño sin que los de­más se dieran cuenta. Cuando los estudié, todos parecían bebés esperando el momento de nacer. Posición fetal… Se suele decir que uno pasa sus primeros nueve meses tra­tando de nacer, y el resto de su vida tratando de regresar a aquella cálida seguridad. Sabía que yo me sentía así a veces, y en aquellos días la sensación era más intensa.

Todos estábamos sentados en medio del olor a amo­níaco, las frías corrientes de aire y la media luz, la trepi­dación de los tubos de escape abiertos. Transcurrieron dos horas y continuábamos sentados en nuestros peque­ños rincones opuestos, cada uno de nosotros contemplan­do los reflejos de los demás en el oscuro cristal, contem­plándolos mientras la noche transcurría lentamente.

Empecé a preguntarme a dónde nos conducían. Era evidente que íbamos a alguna parte. No vagábamos de Calle en Calle como solían hacer los deslizadores. Nadie parecía estar utilizando la máquina para ir de una Calle a otra. No es que la gente soliera hacerlo; los deslizado­res iban de un lado a otro, pero casi siempre vacíos. Cuando nos deteníamos ocasionalmente en una Calle, nadie se apeaba, sino que subía más gente. Cuando en la séptima parada subieron otros cinco muchachos, lo vi todo claro.

¡Nos dirigíamos a los Ritos! Se me hizo un nudo en el estómago y empecé a temblar. Yo no quería ir a los Ritos. Desde luego, no quería ni acercarme allí.

Pero estaba yendo hacia allí. Después de tanto tiem­po, estaba yendo hacia allí, me gustara o no. ¡Tenía que salir rápidamente del deslizador!

No me atreví a apearme en ninguna de las Calles. El deslizador sólo se detenía en las Calles, y cuando lo ha­cía las luces volvían a brillar con toda su intensidad. Si el Muchacho se hacía visible, yo no tendría una oportu­nidad la segunda vez. No en una plataforma, no bajo las luces.

Si hubiese habido un conductor, habría utilizado mi pistola obligándole a parar. Pero sólo había una compu­tadora, y las computadoras no atienden razones. No se me ocurría ningún medio para salir de la máquina. La puerta estaba cerrada mientras volábamos. No podía llegar a la computadora, que estaba cubierta con una armadura de plástico con la advertencia peligro - alta tensión impresa en doce lugares distintos. Lo mismo ocurría con los cables y los tubos que conducían a los servos.

Levanté un par de pequeños paneles de inspección del suelo, pero alguien había estado allí antes que yo y ha­bía aplastado lo que pudiera haber detrás. Volví a colo­carlos cuidadosamente —eran propiedad de los Precep­tores, después de todo— y me incorporé. Pensé en los Ritos y me invadió algo más que el miedo que todo el mundo tenía. El deslizador osciló peligrosamente. Uno de los muchachos se puso en pie para orinar sobre el inclinado suelo. Deseé haber hecho lo que me habían or­denado y haberme quedado en el horno.

Subí a la parte superior para ver si podía ocultarme allí, pero no encontré ningún lugar adecuado. ¿Cómo pue­de ocultarse uno en una cúpula de observación? Los asientos eran más recios, pero no había modo de meter­se debajo de ellos. Lejos, hacia el oeste, pude ver aque­llas torres-fortaleza ardiendo.

Me recliné sobre uno de los asientos y me inyecté un tubo. En aquel momento me pareció que quizá estaba allí realmente para aquello. Tal vez existía únicamente para inyectarme tubos que me hicieran feliz debido a que estaba preocupado.

Había colinas alrededor de nosotros. Colinas oscuras iluminadas por el resplandor de los árboles incendiados extendiéndose a través del horizonte. A medida que avan­zábamos los incendios eran más frecuentes, y las colinas parpadeaban con las explosiones. Empezó a llover. Las luces de la parte delantera revelaban muy poco de lo que había delante de nosotros, pero todo era desagradable. Pensé que si viviera allí, me alegraría al enfrentarme incluso a los Ritos con tal de abandonar aquella región.

Parte del blindaje encima de mi cabeza se deslizó a un lado, y la fría lluvia empezó a gotear sobre mi cuello.

—¡Sí! —dijo el Muchacho a mi oído—. Sí, es mucho mejor que vayas donde vas. Es mucho mejor que sólo puedas ver el camino a medias. ¡No podrías asimilar toda la verdad!

Posiblemente, yo había estado pensando en voz alta, y él estaba escuchando.

Giré sobre mí mismo. Mi pistola giró conmigo. El Muchacho estaba allí, efectivamente, pero en el exterior de la cúpula, volando con su cinturón. Sin quedarse atrás: era como una pesadilla. Me apuntó cuidadosamente con aquella gran pistola suya. Cuando me dejé caer al suelo, se echó a reír.

—Siempre puedo encontrarte —dijo—. ¡Cada vez que me lo proponga te encontraré!

Colocó una ventosa contra el cristal, la conectó a su boca y ahora estaba hablando a través de ella, con algo o alguien.

—¡No puedes alcanzarme aquí! ―lo dije sin demasiada convicción, pero lo cierto es que yo no podía alcanzarle a él, en cualquier caso.

No veía cómo podría sobrevivir a otro encuentro. Él rió de nuevo, se rió mucho. En su mandíbula no quedaba nin­guna huella de la herida que yo le había infligido.

Un par de los muchachos de abajo alzaron la mira­da —había una grieta en aquel suelo, también—, pero no tardaron en volver a inclinarla. Tenían suficientes preo­cupaciones y suficiente miedo como para interesarse por los demás.

Seguimos igual durante otros treinta kilómetros. El Muchacho fuera, riéndose, y yo tratando de ignorar que estaba allí. Era algo terrible… El resplandor rojizo de los incendios, las explosiones, y él riendo en medio de la lluvia. Sus cabellos se enmarañaron a través de su rostro, su camisa se veía mojada y pegajosa, sus calzones y su cinturón manchados de negro con el agua.

—¡Volveré a verte! Cuando menos lo esperes, en al­gún lugar familiar donde te sientas seguro. ¡Cuando seas feliz algún día, y creas que has ganado! —se acercó to­davía más, vi gotear la lluvia en su rostro—. Entonces vendré y te mataré. ¡Te encontraré siempre, Candy! ¡Siempre! ¿Dónde vas a ocultarte, Candy Man?

Estaba riendo otra vez, burlándose de mí, sonriendo continuamente. Desde más cerca vi que el desgarro de su mejilla resultaba casi invisible bajo una capa de algo brillante. La herida parecía casi cicatrizada ya, pero ig­noro cómo podía hablar siendo el desgarro tan reciente…

Tal vez había utilizado aquel mondadientes… Pero por entonces yo me había inyectado dos tubos, de modo que me tenía sin cuidado. Sólo deseaba que entrara para zanjar la cuestión, o que se marchara. Con dos tubos encima, sabía que podía vérmelas con cualquier Muchacho. Él es­taba empapado, y debía odiarme mucho para continuar allí en aquellas condiciones. Súbitamente cogió la ven­tosa, la guardó en su cinturón y se alejó.

Cuando hubo desaparecido recordé la grieta entre las planchas del blindaje. Introduje allí mi cuchillo y doblé la hoja. Logré ensanchar la grieta más de medio centíme­tro. El agua se introdujo por la abertura y el viento azotó mis orejas. El deslizador volaba a treinta kilóme­tros por hora, de modo que si conseguía ensanchar sufi­cientemente la abertura podía dejarme caer sin sufrir ningún daño.

Todo fue inútil. Lo único que logré fue romper mi cu­chillo y producirme un corte en el dedo pulgar. Cuando la herida dejó de sangrar y alcé la mirada, estábamos pasando por debajo de aquel arco hecho de un millón de luces de colores. Lo dejé caer todo, revisé mi pistola y la metí dentro de mi traje de goma para ocultarla.

Habíamos llegado a los Ritos. Estábamos en aquel terrible lugar, y era demasiado tarde para salir del des­lizador, aún en el caso de que hubiese podido hacerlo. Era demasiado tarde para huir de allí; una vez que uno ha sido entregado a las Máquinas tiene que seguir hasta el fin.



VI



El deslizador avanzó lentamente a través de la dan­zante y cada vez más numerosa multitud. Todo era con­fusión: las brillantes luces y la húmeda plataforma. In­tenté de nuevo abrir la puerta, pero fue inútil.

Enfrente podían verse las luces de los Ritos ascen­diendo hacia nosotros. Los deslizadores desfilaban en hi­leras; nunca permanecían allí largo rato. Todo el lugar era una conmoción con sus aterrizajes y despegues, descargando muchachos continuamente. El lugar de las chicas estaba en otra parte. No se nos permitía ir allí, desde luego.

Nuestro deslizador planeó largo rato buscando un lugar para aterrizar. Había máquinas remontando el vue­lo continuamente, pero cuando llegábamos a un espacio vacío siempre se nos adelantaba algún otro aparato. Los Ritos no se interrumpían nunca. Eran continuos, se ha­bían desarrollado desde el principio del tiempo. Lo úni­co que cambiaba era la gente… y en aquel momento lo único que yo deseaba era huir de allí.

Por fin lo conseguimos. El deslizador encontró un espacio libre y salimos a la rugiente lluvia, en medio de la cacofonía de los gritos y la música. Los muchachos marcharon en una dirección y yo en la otra. Nunca había oído una música tan ruidosa como aquella.

Estaba desesperado. ¡Infiernos, tenía que salir de allí! Era muy peligroso para mí. Estaba preocupado. No te­nía ningún derecho, no tenía nada que hacer allí. Tam­poco deseaba ser sometido a ningún reajuste de cerebro… aunque a aquellos muchachos no les importara. Sólo era cuestión de tiempo que me encontraran y descubrieran quién era yo.

Hacía calor, y la atmósfera era irrespirable entre los deslizadores. La lluvia caía implacable. Aquellos trepi­dantes motores desprendían una niebla de gases. Por dos veces estuve a punto de echar a correr cuando las máquinas despegaban. Me agaché por debajo del nivel de las ventanillas y me escabullí tratando de resultar in­visible. Sólo había una salida, debajo del claro del arco de luz por el cual habíamos llegado. Tomé aquella di­rección.

Había una gran concurrencia entre llamativas hile­ras de casetas que se extendían hasta el arco. Había gen­te que se ganaba la vida allí vendiendo amuletos de la Suerte y pasteles, bebidas y golosinas a los muchachos. La mayoría de los que regenteaban las casetas eran personas que habían quedado atemorizadas por los Ritos cuando se presentaron a ellos. Eran unos desgraciados, y supongo que los Preceptores los toleraban sólo porque estaban con­centrados en un solo lugar. Eso es lo que me esperaba a mí si no lograba escapar y los Preceptores me atrapaban. Aunque siempre podría vender azúcar hilado, llega­do el caso.

Había muchas luces allí también, como en las calles, cada una de ellas rodeada de su halo de lluvia. La mú­sica era más ruidosa: cada poste de lámpara tenía su Altavoz. Se prolongaban más allá del arco también.

Cuando me aproximaba a la entrada tuve que acer­carme a la multitud, de modo que decidí deslizarme de­trás de las casetas. No había ningún pavimento allí, y me encontré chapoteando entre el barro, avanzando con­tinuamente hacia aquel deslumbrante arco de luz y la seguridad exterior. Deslicé hacia abajo la cremallera de mi traje de goma y coloqué la culata de mi pistola de manera que quedara al alcance de mi mano. Me sen­tía mejor ahora fuera de aquel deslizador, yendo a alguna parte, siendo mi propio dueño y con una dirección a seguir. Al menos, si resultaba muerto sería a mi ma­nera, en la medida de lo posible.

A setenta metros del arco tropecé con el perímetro interior. Era una de aquellas vallas especiales de los Preceptores, llenas de letreros de neón acerca de cosas que no deben hacerse. Eran sólo unos cuantos cables de alambre oxidado; pero se trataba de una valla de los Preceptores, lo cual equivale a decir que no podía ser cortada, ni forzada, ni nada por el estilo. Súbita­mente me pregunté por qué había colocado mi pistola al alcance de mi mano. Quiero decir… sabía que ha­bría Preceptores en el arco. Me pregunté si era posible que estuviera dispuesto a disparar contra otro Precep­tor, a matar a uno de ellos quizás.

Entonces sentí frío. Me refiero a que yo no era un Muchacho cualquiera que podía matar a una docena de Preceptores sin pestañear. Anduve a través de la empa­pada hierba hasta el lugar donde había un toldo sacudi­do por el viento, chapoteando bajo el millón de luces. La plataforma me deslumbraba, era como joyas. Andu­ve hasta más allá de los avisos colgados en el alambre, sin dejar de odiar las cosas oscuras en las que no podía pensar, las cosas que me enviaban contra los Precep­tores. Debajo del toldo había tres Preceptores, detrás de otros tantos escritorios repletos de papeles.

—¿Sí? —dijo el primer Preceptor. Su máscara bri­llaba a causa de la lluvia, iluminada por las luces de colores. Era bello.

—Un error… —las pesadas gotas repiquetearon so­bre mis hombros—. Señor… soy ciego. No tendría que estar aquí.

—Ah…

El Preceptor tenía una voz severa, pero hablaba ama­blemente. Los Preceptores eran maravillosos. Mi corazón se llenó de gratitud.

—¿De modo que has cambiado de idea? —dijo el se­gundo.

Los Preceptores eran maravillosos, pero no siempre comprendían con la necesaria rapidez.

—Yo… No puedo seguir. ¡Soy ciego!

Señalé mi vendaje. Finalmente, asintió.

—Ah. Sí. Pero no estoy seguro de que podamos de­jarte marchar con tanta facilidad.

Tuve la horrible visión de aquellas piernas ensangren­tadas girando contra el cielo. Recé para que no ocurriera nada.

—¡Tienes que seguir! —continuó el segundo Precep­tor—. Cuando uno decide hacer una cosa, tiene que ha­cerla. ¿Tu nombre?

—Déjale —dijo uno de los otros—. ¡Pobre ciego! ¿Qué puede haber visto? Se supone que son Afortunados, ya sabes.

—Bueno…

—Déjale marchar.

El primer Preceptor asintió. Aparté la mano de mi traje de goma. Las cosas se estaban arreglando.

—Vete. Olvidaremos que te hemos visto.

Eché a andar lo más aprisa que me atreví a través del arco y hacia la plataforma de más allá. Era increíble. Las cosas se habían arreglado.

Pensé en inyectarme un tubo para celebrarlo, pero luego decidí que no lo necesitaba. Había siete caminos que conducían a lo lejos, todos con aquellas luces. Tomé el del centro y reprimí mis deseos de cantar.

Al principio había un bosque de luces, pero a medida que avanzaba y los caminos se bifurcaban éstas se iban haciendo más escasas. No había recorrido doscientos metros cuando la luz debajo de la cual me encontraba es­talló, y sobre mí cayó una ducha de cristales rotos. Cuando miré hacia delante, el Muchacho estaba allí.

Planeaba veinte metros delante de mí y a mi izquier­da. Acababa de disparar contra la luz; su pistola despren­día aún un brillo violáceo y humeaba un poco.

—¡Hey, Candy! ¡Ven aquí! Quiero ver tu cara.

Me apuntaba con su arma, de modo que me dirigí ha­cia él.

—¡Candy! Candy, voy a dejarte elegir. Te dejo tullido ahora, mando aviso a los Preceptores, y les digo quién eres y lo que has hecho, o… puedes volver a los Ritos, fallarlos y dejar que te quemen la mente. Eres demasiado estúpido para el Cuerpo, ellos te quemarán… —hizo una pausa, apoyando la pistola contra su cadera. No parecía muy furioso, pero estaba empapado por la lluvia—. Es posible que entonces siga deseando matar­te… Pero cuando seas demasiado estúpido para saber por qué… es más posible que ya no lo desee.

No podía sacar mi pistola. No tenía ninguna posibili­dad. Se produjo un largo silencio. La lluvia seguía cayen­do. Pensé que prefería la muerte a que me quemasen, que intentaría sacar mi pistola de todos modos. Pero no me convencí a mí mismo, no a tiempo.

—¡Demasiado tarde! ¡Demasiado tarde! —aquella pis­tola apuntaba a mi estómago—. ¡Has perdido la elec­ción! Tienes que hacerte a la idea, Candy. ¡Irás a los Ritos! Volveré a por ti cuando seas estúpido. ¡Muévete!

Me apuntó muy deliberadamente entre los ojos. Lo único que podía hacer era retroceder.

Me sentí miserable retrocediendo por aquel gran ca­mino solitario. El Muchacho no me perdía de vista. Pla­neaba detrás de mí en la penumbra; podía verle por en­cima del borde de las luces. Pensé cómo podrían conocer­me aquellos Preceptores cuando volviera a presentarme ante ellos. Todo estaba registrado. Me pregunté si sería Afortunado por segunda vez, y no veía cómo podría serlo.

—¡Bien! —dijo el primer Preceptor cuando llegué allí—. Me alegro de que hayas vuelto. ¡Es mejor termi­nar lo que uno empieza!

Y me dejaron entrar, sin más. Siempre había oído decir que era mucho más difícil salir.

El Muchacho no me permitió hacerme el remolón en las casetas. Cada vez que aflojaba el paso, con la intención de perderme de vista, aparecía a mi lado y me empujaba hacia delante. Tenía que avanzar… Mi cerebro buscaba desesperadamente una salida, y no encontraba ninguna.

Era una pesadilla. Todos aquellos muchachos aullan­tes y malolientes estimulándose a sí mismos antes de atravesar el segundo arco… El ruido de la música, el barro, todos aquellos muchachos inferiores a las bestias. Tam­bién había Preceptores de pie sobre unos estrados, apre­miando a todo el mundo a avanzar. Pude ver el segundo arco delante de mí, y cada vez se hacía mayor.

Luego me detuve. Me sentí incapaz de cruzar el um­bral. Estaba temblando, furioso ante aquel despropósi­to. Yo no tenía que entrar allí. No había ningún Pro­pósito en ello.

—¡Buen viaje!

El Muchacho apoyó su pie en la parte inferior de mi espalda y salí disparado hacia delante, tambaleándome. Oí que las barreras se cerraban detrás de mí. Estaba den­tro. Supe que nunca regresaría por aquel camino. Casi lo último que oí fue la risa del Muchacho.



Dentro, todo era distinto. Las cosas exteriores, las lu­ces, la música e incluso la risa del Muchacho bajaron de tono, fueron apagándose hasta que dejaron de ser reales y se desvanecieron. Era como estar muriendo.

Luego apareció un laberinto blanco delante de mí. Resplandecía de luz. Cuando alcé la mirada en busca del sol, no vi ninguno: sólo un duro cielo azul. El laberinto se extendía hacia delante, resplandeciente de luz y os­curidad, absolutamente sin color y muy claro.

Me detuve un instante a pensar. Vi que el laberinto era mayor de lo que parecía. Debajo de mis pies había líneas sobre el suelo, y luego unas pequeñas paredes que no tardaron en llegarme a la altura de la rodilla. Des­pués siguieron creciendo hasta que fueron tan altas como montañas. Todo aumentaba de tamaño a medida que avanzaba, resultaba muy difícil hablar de distancias. En­tonces tuve que continuar avanzando, tuve que hacerlo, no había modo de evitarlo. Escogí un sendero de aspecto agradable y me adentré en él. El sendero no tardó en cubrirse y me encontré en un túnel. Hallé un par de ca­llejones sin salida, pero no me fue posible retroceder.

Durante largo rato la luz continuó siendo tan brillan­te como siempre, pero luego cambió y se hizo más oscu­ra. No sé si lograré hacerme entender, pero la luz era azul y era blanca, y al mismo tiempo era oscura. Tuve la sensación de que allí había muchas vibraciones que yo no podía ver. En aquel momento me inyecté un tubo y empecé a preguntarme cuanto tiempo llevaba andando. Al final perdí el sentido del tiempo y lo único que pude hacer fue contar los tubos vacíos y preguntarme si per­día alguno. Allí todo era subjetivo, incluso para mí.

Después de aquello recuerdo que trepé por unos tú­neles estrechos y oscuros. De cuando en cuando, el cami­no se hacía descendente, aunque la mayor parte del tiem­po no sabía si estaba subiendo o bajando. El suelo era resbaladizo, luego escabroso, luego pegajoso. Anduve y me arrastré sobre guijarros, sobre superficies blandas como mujeres en las que me sentía oprimido y casi aho­gado. Seguía avanzando hacia arriba o hacia abajo, hacia el este o hacia el oeste ―no lo sabía―, pero tenía que avan­zar porque el túnel se estaba cerrando detrás de mí. Era como estar dentro de algo vivo, y la sensación no me gustaba demasiado. Cuando al final tuve tres tubos vacíos —lo cual equi­valía a treinta y seis horas, más o menos—, salí de aque­lla parte. Caí a través del suelo a una habitación llena de personas exactamente iguales que yo. Grité, y todas ellas gritaron al mismo tiempo.

Sin saber cómo me encontré con mi pistola en la mano y disparé. Todas las pistolas del mundo dispararon al mismo tiempo. Quinientos Candy Man enviaron fuego rojo y humo hacia mí. El sonido fue un gran estruendo cuyos ecos no había de apagarse nunca.

Luego oí un ruido de cristales rotos y uno de mis yo había desaparecido. Sólo espejos, éramos sólo espejos. Me eché a reír, y todos nosotros reímos. Cuando el soni­do regresó hasta mí me pareció enloquecedor, de modo que dejé de reír. Al cabo de un instante los espejos me imitaron.

Luego, los espejos fueron millares. Anduve a través de ellos, mirando a mi alrededor y sintiéndome preocupa­do. Aquellos espejos eran de todas las formas y tama­ños, instalados en todos los ángulos, lejos y cerca, en los suelos y en los techos, y también en las paredes, si es que había alguna. Tenía la impresión de avanzar sobre un simple suelo, un simple suelo y aquella infinita va­riedad de espejos. De cuando en cuando me encontraba con un espejo distorsionador, cóncavo o convexo. Con­templaba mi vientre grotesco o mi enorme cabeza y me sentía mejor. Por raro que pueda parecer, prefería aque­llas imágenes distorsionadas a la interminable uniformi­dad de las naturales. Me dediqué a buscar caricaturas, algo distinto, con la esperanza de un cambio.

Luego empecé a ver cosas. Primero me pareció ver el mar. No como aquellas playas próximas a las cascadas donde van a parar todas las cosas podridas, sino algo mejor. Arrecifes de pizarra verde y gris con delgadas vetas de cuarzo, arena y conchas marinas, luego sol y maizales sobre bajos arrecifes y promontorios. Me pareció ver todo aquello en un espejo, pero cuando miré de nuevo había desaparecido y lo único que había allí era mi rostro pálido y sucio.

—¿No te has dado cuenta? —dijo el Muchacho.

Alcé la mirada. Allí estaba, reflejado detrás de mí. Me giré rápidamente y allí estaba reflejado también.

—Tendrías que haberte dado cuenta —continuó el Mu­chacho—. Podrías perder los Ritos por una cosa así.

Rió al decirlo. Era como si me estuviera importunan­do, pero amablemente. No como antes.

Entonces vi lo que tendría que haber observado. Aque­llos reflejos. Tendrían que haber sido todos distintos… pero eran todos iguales. Yo mismo visto desde el mismo ángulo… incluso los que estaban en lo alto mostraban la misma imagen, la de mi rostro atontado y sorprendido. El Muchacho estaba detrás de mí en todos ellos, sonrien­do y agitando la cabeza.

—Tendrías que haberte quedado en el horno. Te hubie­ras ahorrado muchas molestias.

Empecé a palpar a mi alrededor en busca de mi pis­tola. Aquel Muchacho… no sabía cuál sería su actitud de un momento al otro. Me di cuenta de que tenía la cara recompuesta, sin ninguna cicatriz. Me pregunté si había vuelto a perdonarme, y admití que podía haberlo hecho, ya que podía cambiar como el viento.

—Supongo que será mejor que salgas de aquí —dijo—. No quiero perderte de vista, Candy Man. Creo que po­dremos utilizarte, no importa lo que digan los otros.

Me estaba mirando con el ceño fruncido, y se estaba escarbando de nuevo los dientes.

—Ven —dijo.

Estaba tan sorprendido que obedecí. Eché a andar y pasé a través de aquel espejo y no me lastimé.

—La Ley de Dodgson —dijo el Muchacho—. Requie­re un espejo especial.

No supe lo que quería decir. Estábamos dentro de aquella Casa en el campo, otra vez. O más bien en una igual. Miré a mi alrededor. Los cacharros estaban todavía allí, cocidos ahora, terminados, brillan­tes de barniz. Se oían ruidos en la parte de atrás: el Al­farero estaba allí, con una bandeja de cacharros detrás de él. Los cogía uno a uno, acercando cada cacharro a la luz, dándole vueltas entre sus dedos, examinándolo. Luego lo dejaba en el suelo, a su lado, y lo pulverizaba con un martillo. No dejó de hacerlo mientras estuvimos allí.

—Quítatelo —dijo el Muchacho—. Quítatelo. Quítate el vendaje. Puedes ver, ¿no es cierto? —yo vacilé—. Vamos, aquí puedes quitártelo y volver a ponértelo cuando sal­gas. No se lo diré a nadie.

—¿Qué es ese ruido? —inquirí, haciendo un gesto con la cabeza en dirección al Alfarero.

—¡Oh… ése! —el Muchacho se encogió de hombros—. Está intentando crear la «forma perfecta». Cree que la reconocerá si la hace. No piensa en nada más. Quítate el vendaje, o te devuelvo a los Ritos…

Desanudé la venda. La luz llegó como un torrente. Miel y ámbar, el lugar era un ascua de oro. Era cálido, hermoso. Era como el clímax de un tubo.

—Tienes unos hermosos ojos… es una lástima desa­provecharlos.

—Todavía no puedo ver…

No confiaba en el Muchacho, desde luego. Tropecé a propósito con una silla para tratar de convencerle. No sé si me creyó. Se limitó a acercarse a la pared donde estaban las esferas y se inclinó hacia las zumbantes pan­tallas.

—Ahora… —la Casa parpadeó. Se encendió y se apagó. Se agitó en su realidad—. ¡Vamos!

El Muchacho se dirigió hacia la pared más lejana. Allí había ahora una puerta. Miré, y vi otras dos que no ha­bían estado allí antes. El Alfarero rompió otro cacharro. Había también algunas ventanas adicionales.

—¡Vamos!

El Muchacho atravesó la habitación y abrió la puerta, luego retrocedió para obligarme a mirar hacia allí. Ha­bía un mar verde y azul bañado por el sol, y a lo lejos un maizal amarillo ondulando con la brisa. Era como lo que había visto en el espejo. Vacilé: parecía demasiado hermoso para ser verdad. Lo único que se me ocurrió fue que todo aquello tenía algo que ver con un viaje a tra­vés del tiempo.

—¡Vamos! ¡Te gustó cuando te lo mostré, antes!

El Muchacho salió al exterior y pisó la brillante hierba ba­ñada por el sol. Contemplé la luz en sus cabellos, el milagrosamente claro detalle de sus ropas. El se encogió de hombros.

—Sal cuando estés preparado. Te estaré esperando.

Pero no salí. Toda mi experiencia me aconsejaba no hacerlo. Otro cacharro estalló bajo el martillo del Alfa­rero. Yo me estaba preguntando si engañaba aún al Mu­chacho acerca de mi ceguera, después de los espejos y demás cosas. El había dicho que sabía que yo podía ver, pero yo no sabía si creer aquello o no. Era algo descon­certante. Me pareció oír el suave rumor del mar. En algu­na parte mugía una vaca.

—¡Vamos!

La voz del Muchacho se estaba debilitando. Decidí que no podía perderme aquello, que tal vez sería mi única oportunidad de alcanzar el paraíso. Y, en cualquier caso, era un modo de alejarse de los Ritos, de evitar que que­maran mi cerebro.

Me detuve en el marco de la puerta, mirando al exte­rior. Había un río. Ancho, con suaves y verdes colinas a cada lado. Ocho kilómetros más allá había dos promon­torios y el mar entre ellos. Uno de los promontorios es­taba coronado por un hermoso castillo; algo más cerca surgía del agua un pueblo rosa y blanco. Había embarcaciones navegando por todas partes. Era media mañana, y había mariposas de color anaranjado y pardo con manchas blancas en sus alas. Las abejas zumbaban.

Algo se estrelló contra el marco de la puerta. Unas astillas ardientes pasaron por delante de mis ojos. El Muchacho estaba a veinte metros de distancia, disparan­do contra mí.

—¡Traidor! —aulló—. ¡Ahora te he atrapado, Candy!

Temblaba de rabia. La cicatriz de su mejilla tenía un color lívido. Sostenía su arma con las dos manos, tratan­do de fijar su puntería sobre mí. Pero falló el tiro. Capté el olor a goma quemada y me zambullí de un salto en el interior de la casa.

No esperé. El Muchacho estaba llegando. Crucé la ha­bitación de un salto hasta la puerta por la cual había entrado. No se abrió.

Me giré con la intención de disparar contra el Mucha­cho, pero recordé que mi pistola no estaba cargada. Un proyectil penetró a través de la puerta abierta y destrozó algunos de los cacharros del Alfarero, el cual alzó la mirada y frunció el ceño. Entonces me lancé a través de la ventana con los pies por delante, en medio de una lluvia de cristales rotos…

…y aterricé entre los espejos.

Perseguí mis resonantes pasos en las oscilantes imá­genes de un millar de fugitivos Candy Man hasta que no pude correr más. Temía ser alcanzando por un disparo de un momento a otro. Temía ver aparecer delante de mí al Muchacho de un momento a otro. Pero ninguno de mis temores se vio confirmado.

Era una especie de infierno. Una decepción aplastan­te. Ver aquel lugar encantador, y ser expulsado de él para volver a los Ritos. Pensé que era obra de aquel Mucha­cho, torturándome con cosas que no podría tener. Aquel lugar… aquel paraíso… Podría haber vivido allí sin ha­cer nada, sin preguntarme nunca para qué estaba en la tierra.



VII



Al cabo de un largo rato —la mitad de largo de lo que a mí me pareció, aunque no puedo decir cuánto duró― salí de los espejos, y lo que vi no era tan malo como había temido.

Una llanura. Completamente lisa, gigantesca pero bri­llantemente iluminada, rodeada por el laberinto de es­pejos, resplandeciente y engañosa: la imagen de un bos­que. Había edificios mucho más allá. A lo lejos, donde el aire cálido remolineaba, pude ver refulgentes cúpulas, tiendas de vivos colores y brillantes estructuras de alu­minio. Allí ondeaban banderas, unos globos señalaban el lugar, y unas palomas volaban en círculo.

Eché a andar hacia allí, y súbitamente resonó una música a mis pies. Observándola mejor, pude comprobar que la llanura no era de arena, como había creído al principio, sino de algo especial. Formas óseas pequeñas, blancas, todas individuales, todas modeladas como hue­sos de juguete… El suelo estaba cubierto de pequeños y fantásticos objetos esculpidos. Como arena, supongo, como arena y fragmentos de conchas, pero diferentes, de mayor granulación, diferentes; algo más perfecto, cui­dadosamente diseñado. Cuando se andaba sobre ellos producían leves sonidos y notas musicales: la música que estaba escuchando. De vez en cuando soplaba una leve brisa, y aquel sonido resultaba también maravilloso. Eché a andar hacia las tiendas, y al cabo de un rato se presen­tó una máquina y alisó el terreno que habían hollado mis pies. La contemplé unos instantes pero no me amenazó, de modo que reemprendí la marcha.

Más cerca de los edificios el suelo se hizo más firme, y a doscientos metros de la primera cúpula mis pies ya no se hundieron en absoluto. Empezó a asomar hierba a través de la arena y mis pasos se hicieron silenciosos. Ha­bía otras personas también. No había podido verlas des­de lejos, pero ahora vi que llegaban desde todos los án­gulos. Volvió a resonar la música, pero no como en la llanura, sino los sonidos correctos. Nadie gritaba; todo el mundo permanecía en silencio, la música resultaba sedante. Empecé a sentirme mejor. Aquello no era como los espejos, y desde luego no era como las Calles.

Cada vez afluían más muchachos, procedentes de la bruma luminosa que rodeaba la llanura. A su encuen­tro salían Preceptores rodando en sus sillas, y hablaban con todo el mundo, diciendo a cada uno dónde tenía que ir.

Aquello resultaba estimulante. Todos mis temores se desvanecieron como por ensalmo. Ahora sabía lo que sig­nificaba pertenecer al Cuerpo; el Muchacho me lo había mostrado antes de intentar matarme. Y lo único que deseaba era regresar allí: tenía que conseguirlo. Empecé a preguntarme si me sería posible aprobar los Ritos. Me detuve a inyectarme un tubo antes de salir al encuentro de los Preceptores.

—¡Bienvenido a los Ritos! —dijo el Preceptor que se acercó a mí—. ¡Aquí es donde empiezan! ¡Las glorias! ¡Humanidad! El acceso a los lugares privados y secre­tos… el acceso al Cuerpo. ¡Esta es la introducción! ¡Un vislumbre de recompensas, el modo de vivir!

—¿Y suponiendo que fracase? —inquirí.

Si había algo que odiaba de un modo especial era el entusiasmo. Resul­taba demasiado engañoso, demasiado humano.

—En tal caso, cuidaremos de que ni lo recuerdes ni te importe —me miró con el ceño fruncido—. No de­berías pensar en eso… aunque supongo que eres más viejo que los otros.

No podía ver mis falsas cicatrices, porque las había ocultado echando mis cabellos hacia delante.

—¿Qué hay acerca del laberinto? ¿Qué hay acerca de los espejos? ¿No era eso el principio?

—Ah… Has pasado por los espejos… —anotó algo en su teclado. Tuve la sensación de haber cometido un desliz.

—¿Y bien?

—No todo el mundo pasa por lo mismo. Algunos ven monstruos o mujeres. Sueños de visiones de grandeza, fantásticas aventuras con aparatos científicos. Varía con la gente. Todo significa algo… Todo es registrado; el je­roglífico que la mente proyecta queda grabado.

Le pregunté qué quería decir con aquello, pero no me contestó. Me pregunté a mí mismo si habría imaginado al Muchacho y todo lo que había ocurrido. ¡Haber visto el cielo, para luego descubrir que todo había sido un sueño! El infierno podía ser algo así. No dije nada acerca del Muchacho. Un trozo de papel brotó del brazo de la silla del Preceptor.

—Egocéntrico… —le oí murmurar—. Individualismo maniático. ¿Es Onán su filósofo? —se volvió hacia mí—. ¿Has visto túneles… blandos en su interior? ¿Significan algo para ti? ¿Algo acerca de armas? ¿Puertas importan­tes? ¿Te sientes amenazado por la generación más joven? ¿Muchachas? ¿Tu madre? ¿Visiones del mar? ¿Ríos?

Dije que no. Entonces dejó de interrogarme. Tal vez todas aquellas materias no eran importantes, tal vez no significaban nada.

—Los Ritos primero —dijo—. Por aquí.

Atravesamos el césped entre las brillantes tiendas y las cúpulas de aluminio resplandecientes.

Todo estaba inmaculadamente limpio. Todo en colores suaves, los pequeños arbustos cuidadosamente re­cortados, las flores parecían oler a antiséptico. Había hileras de fuentes más allá de las tiendas, una docena de frondosos árboles se erguían detrás de ellas, la música era muy suave.

—Desde luego, los grados inferiores ni siquiera pa­san a través de los Laberintos —mi Preceptor me cogió del brazo y me señaló la primera de las cúpulas—. Asus­tamos a la mayoría de ellos hasta el punto de que dan media vuelta. Las Máquinas extraen de sus mentes más profundas los temores allí ocultos, sus mayores esperan­zas. Les bombardeamos con los temores, anulamos sus esperanzas. Cuando dan media vuelta ya han fracasado…

Aquello explicaba los espejos. Me pregunté si el Mu­chacho que había visto era algo así. Simulando aceptarme y ayudarme, y luego rechazándome con los disparos de su pistola.

Las pruebas de los Ritos en la primera cúpula eran muy fáciles. Básicamente se trataba de rompecabezas, aunque tridimensionales. No había nada que uno tuviera que saber, ya que las respuestas estaban en las piezas que nos eran proporcionadas. No planteaban ninguna di­ficultad. Quedé sorprendido cuando algunos de los mu­chachos fallaron.

Los Preceptores les agarraron inmediatamente y les llevaron al lugar donde sus cerebros serían quemados antes de que regresaran a las Calles. Me apresuré a salir por el otro extremo de la cúpula.

Cuando llegué al exterior mi Preceptor me estaba es­perando. Me hizo esperar mientras del brazo de su silla brotaba otra de aquellas tiras de papel. La leyó, y alzó la mirada hacia mí.

—Bien… muy bien —no pude ver la expresión de su rostro, pero oí la sorpresa y el placer en su voz—. Lo has hecho muy bien. ¡Y rápido!

Como ya he dicho, no había nada difícil en aquellos Ritos, todas las respuestas eran intrínsecas; sólo deseaba que él no hubiera parecido tan sorprendido.

—Vamos.

Me condujo vivamente a través de las sucesivas prue­bas de los Ritos. Cada vez estaba más excitado. «¡Un hombre para el Cuerpo!» —le oí decir para sí—. «¡Uno entre veinte mil!». Empezó a llamar a otros Preceptores, y éstos abandonaban a sus muchachos y venían a mi­rarme. Esto llegó a gustarme ―era bueno complacer a los Preceptores―, pero era ser como un valioso ejemplar y no un hombre. En realidad, los Ritos estaban para eso: para encontrar buenos ejemplares.

Mi Preceptor empezó a sacar más y más instruccio­nes de su silla. Luego volvió su delgado rostro hacia mí y me formuló preguntas acerca de dónde había nacido, y quien era mi padre, y qué relaciones tenía.

—Me gustaría que lo recordaras —dijo—. Me gusta­ría que lo intentaras. Sería una buena ayuda para ti si tuvieras buenos antecedentes.

Lo intenté, pero no pude complacerle; todo había ocu­rrido hacía demasiado tiempo.

Los Ritos continuaron. Recuerdo uno en el que había que pasar entre dos tambores que giraban y sacudían unas cadenas en el espacio que los separaba. Podía ha­cerse si se era ágil y se calculaba con exactitud. Vi que dos muchachos pasaban así, pero yo lo hice sujetando los dos tambores y evitando que sacudieran las cadenas. Mi Preceptor estaba entusiasmado. Dijo que a nadie se le había ocurrido aquello en un centenar de años. Sonreí y traté de aparecer modesto, aunque también inteligente.

No era todo divertido; había mucha enseñanza. Co­sas interesantes, de cómo vuelan los pájaros y nadan los peces. Decían cómo funcionaban los motores, y hablaban de la etiqueta y de lo que uno debía disfrutar. Había largas y dramáticas conferencias acerca de la importan­cia de pasar los Ritos y de las perspectivas que le aguardaban a uno si no se revelaba útil para el Cuerpo de Exploración.

—Tú no tienes que preocuparte por eso —mi Pre­ceptor me agarró del brazo y susurró a mi oído desde detrás de su máscara—. ¡Tú eres un hombre para el Cuerpo, o yo no soy Preceptor!

Nos enseñaron también cosas útiles acerca del cóle­ra y del ántrax pulmonar, de cómo curarlos y utilizarlos. Decían dónde había que disparar a un hombre para que sólo quedara lisiado y se tuviera ocasión de interrogarle. En un lugar había un cuadro de un hombre atado a un caballete y de alguien que le clavaba una lanza.

Mi Preceptor dijo que era un acto de misericordia mostrar cómo debía terminarse con los sufrimientos de un hombre después de haber obtenido sus respuestas. Luego me dio un frasco de algo llamado «pasta de fiebre del tabardillo pintado de las Montañas Rocosas», dicien­do que era un regalo especial para su mejor pupilo. Es­taba muy satisfecho de sí mismo, y cualquiera habría pensado que el que estaba haciendo el trabajo era él, y no yo.

Había interrogatorios cada dos horas. Después de cada examen, grupos de muchachos eran llevados al lugar en el que les quemaban el cerebro. Bueno, aquellas pre­guntas eran difíciles. Las respuestas no estaban en ellas, uno tenía que saber cosas.

Sin embargo, yo parecía conocer todas las respuestas. Nunca había sospechado que sabía cosas como aquéllas: llegaban las preguntas, y el estómago se me hacía agua porque no conocía la respuesta, y luego la sabía. Las palabras correctas que yo había ignorado brotaban como de un pozo, y todo transcurría perfectamente…, salvo que yo temblaba de pies a cabeza.

Después de cada sesión, mi Preceptor extraía los re­sultados de su silla y me abrazada y estrechaba mis ma­nos. Yo estaba sorprendido de mis propios conocimientos. Me alegré cuando finalmente terminaron los interro­gatorios y salimos de la última cúpula, cerca de las fuentes.

—Bueno —dije—. ¿Qué viene a continuación? ¿Cuán­do tendré mi nombre?

No había pensado en ello al empezar, no me había parecido posible, pero todo daba a entender que iba a pasar los Ritos. Tenía la impresión de que el Muchacho me había hecho un favor, después de todo.

—Eres muy bueno —dijo el Preceptor—. Uno entre quinientos mil. ¡Apenas puedo creerlo! ¡Parece imposi­ble que puedas haber salido de las Calles a esta edad!

El brazo de su silla volvió a sacar otra de aquellas cintas. El Preceptor la leyó y alzó la mirada hacia mí. Cuando habló, su voz sonó excitada:

—Eres especial… ¡La Máquina se ha fijado en tus resultados! Un gran honor. Lo mismo para ti que para mí.

Yo no las tenía todas conmigo. Tarde o temprano la Máquina Profunda establecería las conexiones y sabría que yo era Candy Man. Tarde o temprano sabría que yo había matado a aquel Preceptor, y entonces no duraría ni cinco minutos..

—¿Qué viene a continuación? —volví a preguntar—. ¡Vamos a por ello!

Si lograba hacerme con un nombre rápidamente, me abrirían una nueva ficha y Candy Man no figuraría en ella.

—Ah… sí… las Damas. A ver cómo te portas… Recuer­da que también forma parte de los Ritos.

Me condujo más allá de las fuentes, a la otra mitad del terreno de los Ritos. Pasamos por delante de los co­rrales donde los fracasados eran sometidos al «tratamien­to». Allí había una Calle, y Silbadores para cargar a los muchachos atontados. Los Preceptores los colocaban en una especie de canasta en la que sus cabezas quedaban sujetas en la posición correcta. Luego un haz de múlti­ples rayos era enfocado sobre el cráneo del muchacho, quien gritaba y se retorcía. Cuando los sacaban de allí, los muchachos echaban a andar silenciosamente ―podían verse las huellas de las quemaduras en sus frentes― y ha­bían dejado de luchar. Una ojeada fue suficiente para mí. Apresuré el paso para dejar atrás aquel espectáculo.

—¡No te preocupes! —dijo mi Preceptor, cuando me dio alcance—. Sin ese tratamiento, no serían felices en las Calles. Tienes razón. El resto es pura fórmula.

Confié en que nunca descubrieran quién era yo.

—Vamos —continuó el Preceptor—. Esto es biología básica. El último Rito.

Habíamos llegado a la primera de las tiendas de aquel sector. Vi a unos muchachos moviéndose por allí, cada uno con su Preceptor individual. Todos parecían muy satisfechos de sí mismos, y tenían derecho a estarlo. Ha­bían pasado los Ritos; no eran muy numerosos.

Lo que sucedía en aquella tienda era asqueroso. Las muchachas estaban también allí, y eran apareadas con los muchachos. Por números, al azar. Entraban por dos puertas distintas, y a medida que entraban les daban un número. Luego buscaban el número correspondiente del sexo opuesto, y aquella era su pareja.

—No es como en las Calles —dijo mi Preceptor—. Allí es obsceno, incontrolado. Por eso no permitimos que suceda, no permitimos los apareamientos casuales. ¿Cómo podríamos conservar la grandeza de la raza si no contro­lásemos esas cosas?

—Pero a veces ocurre… ¿De dónde proceden todos ellos, si no? —pregunté; pero mi Preceptor me ignoró y continuó con lo que estaba diciendo:

—Tal vez has captado ya el hecho esencial de que el hombre, hasta que pasa los Ritos, es pura bestia, un animal.

Me limité a gruñir.

—Tú tienes que pasarlos. Aquí es distinto —agitó su mano señalando la tienda—. Tienes que decidirte a hacerlo. Comprendo que debe ser un esfuerzo para un hom­bre como tú, un potencial Hombre del Cuerpo. ¡Pero tie­nes que hacerlo! ¿De dónde crees que proceden la mayo­ría de los Preceptores? Todos los Preceptores lo han hecho alguna vez, ¡no es tan malo! Nosotros sabemos lo que ocurre en las Calles, pero aquí es distinto. Todos los Preceptores deben a la posteridad el hacerlo una vez… y no necesitamos recurrir a la gente de la Calle.

En primer lugar había una especie de teórica. Los muchachos estaban muy serios durante las conferencias y demostraciones. Los Preceptores tenían a una mujer de pie sobre una plataforma, debajo de una cúpula de cristal. Mientras la miraban, ella arqueó su espalda y rió. Estaba llena de cables; todas sus sensaciones eran regis­tradas.

—Nuestra primera demostración —dijo mi Precep­tor. Había visto dónde estaba mirando yo, y estudió mi rostro—. Todo es correcto, es la Máquina la que se en­carga de ello. Mira, puedes verlo en las pantallas… el menor de los impulsos queda registrado. ¿Ves las esfe­ras? ¿Las baldosas blancas y el cristal? No hay ningún contacto… nadie disfruta con ello… No es como en las Calles. ¡Todo queda registrado, todo es correcto!

No dije nada. Avancé a través del olor a antisépticos hasta el lugar en el que tenían a un hombre al otro lado de la pantalla.

—Como puedes ver, todo es muy higiénico. Separamos los sexos… hay mucha luz… nada de hurgar en la oscuri­dad. Nada sucio…

Me dije a mí mismo que no podían aplicarse las nor­mas habituales a los órdenes superiores, a la Ciencia. Sa­bía que no debía juzgarles. Me pregunté qué diferencia había con lo que yo hacía en las Calles. Pero yo tenía que hacerlo, había un motivo: mis tubos.

—Pareces preocupado —dijo mi Preceptor—. ¿Algún problema?

—¡No!

A veces mentía, incluso a los Preceptores.

—Todo es correcto. Tratado como Ciencia. Todas las reacciones son medidas… —permaneció pensativo unos instantes—. Dicen que en otro tiempo lo hacían con incu­badoras y frascos. Con un rígido control. Es otra de las grandes cosas que hemos perdido. Pero hacemos lo que podemos. Vamos, tenemos que pasar a la parte práctica.

Vi a varias Preceptoras. Una de ellas tenía unos lar­gos cabellos rubios como un casco; nunca había visto a una mujer tan gorda. Los muchachos deambulaban de un lado a otro, buscando la pareja que les había tocado en suerte. No parecían disfrutar mucho con aquello, pero supongo que no tenían que disfrutar necesariamente.

—¿Te importaría…?

—¡No!

Tuvo que ordenarme que lo hiciera. Salí del paso lo más rápida y decentemente que pude, y el Preceptor tuvo que apresurarse para atraparme.

—No te apresures. Algunas incluso hallan placer en ello. ¿Ves esas Preceptoras? Todas vuelven.

Todo aquello resultaba incomprensible para mí. No sé por qué habían de pasar así las cosas entre hombres y mujeres. Era indecente, como una vivisección.

Salí apresuradamente de aquella tienda y entré en otra donde hacían demostraciones de parto. No quise mirarlo. No era la clase de cosa que alguien como yo debiera ver.



Cuando recuperé el sentido, me encontré atado a una silla de Preceptor sin ruedas. Habían colocado elec­trodos en mi cabeza, y no podía mover un solo músculo.

—¡Ah! —dijo mi Preceptor cuando vio que estaba despierto—. ¡Ya te dije que la Máquina Profunda estaba interesada! Mientras estabas sin sentido he recibido ór­denes y te he efectuado un análisis de sangre y genes. ¡La Máquina ha dicho que debías tener el Sueño! ¡No hacen eso con cualquiera!

Mi corazón desfalleció, pero no tuve tiempo de preo­cuparme por ello. Mi Preceptor aplicó un vaso a mi boca y tuve que tomar un sorbo del líquido que contenía. No me dijo que lo tragara, de modo que cuando se volvió para revisar unos diales lo escupí. No me hubiera gus­tado, de todos modos.

Luego, las luces de la silla parpadearon y empezó la cosa. Algo zumbó y una voz resonó en mi cabeza.

—Relájate… —dijo la voz—. Una investigación, tu mente y todos tus recuerdos. No trates de recordar, no­sotros lo haremos por ti. Toma el Sueño… no sufrirás…

Era una hermosa voz. Profunda y tierna… engrasa­da, pero lo bastante vigorosa como para tranquilizarle a uno. Una voz sincera… una voz real, pero yo no tomé el Sueño. Tal vez porque no había tragado aquel líqui­do. Luego reconocí la voz. Era la Máquina, desde luego, hablando como cuando me había prometido un nombre. Tal vez por eso me gustaba tanto.

Era persuasiva ―casi dio resultado―, pero el Sueño no llegó. Permanecí sentado allí, empezando a recordar co­sas que había olvidado.

—¿Tu madre? ¿La circunstancia de tu nacimiento?

No había nada en mi cerebro acerca de aquello. Sólo capté una imagen del Muchacho tratando de asesinarme, y aquello no parecía importante. Luego, la Máquina vol­vió a probar y me preguntó acerca de mi padre. Tampoco allí había nada, había pasado demasiado tiempo.

—¿Más tarde… lugares líquidos… bienestar? ¿Seguri­dad?

Aquel hurgar en mi cerebro se convirtió en una sen­sación dolorosa. De pronto me encontré cayendo en un lugar semejante a una Calle oscura. Recordé cosas anti­guas; palabras sueltas, fragmentos de frases que no te­nían ningún sentido, pero que eran muy claros. Una cua­lidad concreta de detalle ―como cuando me inyectaba un tubo―, pero sin ver nunca el conjunto; cada vez más pa­labras, demasiadas palabras que me sorprendía conocer.

La Máquina no sabía que yo estaba allí. Se suponía que yo no estaba mirando mientras examinaban mi men­te; era difícil, yo estaba en dos lugares, en dos mundos. Podía ver a mi Preceptor leyendo los informes a medida que surgían de su silla, y contemplaba a la Máquina mientras me miraba.

En un momento determinado vi oscuras y complica­das secuencias de números y vi hombres del Cuerpo an­dando entre ellas. Luego aparecieron formas de instru­mentos silenciosos iluminados con una luz violeta y con­fundidos con destellos de mis propios pensamientos. Aquello no tenía sentido para mí, y tal vez la Máquina Profunda no estaba obteniendo lo que deseaba porque experimenté de nuevo la sensación dolorosa. Lo que yo veía no tenía ninguna coherencia, e incluso entonces es­taba pensando en las cosas sangrientas que hacían en los Ritos. Siempre es malo lo que hacemos a las mentes de las personas… las mentes son lo que de veras existe.

Continué hundiéndome de un modo más profundo y más fragmentario. Los oscuros instrumentos volvieron a presentarse, y por lo visto eran importantes. Emitieron radiaciones en las que tuve que pensar; un desfile de Máquinas, monstruos zumbantes con sus peligrosas lu­ces. Luego aparecieron Preceptores y hombres del Cuerpo con chaquetas blancas, y aquello resultó significativo para mí.

Algo… algo, hacía mucho tiempo, o muy detrás de algo, alrededor de rincones de mis pensamientos que no podía definir del todo. Había un tratamiento, quizá una convalecencia o descontaminación… Era algo demasiado lejano para que importara mucho, pero tenía la impre­sión de haber sido feliz en otro tiempo, de que había existido un Propósito y ello significaba algo.

De pronto, todo se interrumpió. Recobré la plena conciencia con una sacudida y noté olor a humo.

Mi Preceptor estaba sentado delante de mí y parecía intrigado. Detrás de él había Preceptores y muchachos corriendo por todas partes, y también muchachas, con las faldas levantadas para correr más. Algo realmente malo había ocurrido. La música había dejado de sonar.

Mi Preceptor frunció el ceño durante unos instantes, y luego su rostro se disolvió en temor. Sus ojos se de­sorbitaron y las ruedas de su silla cobraron vida súbita­mente, moviéndose de un lado a otro. Todo el mundo corría, y se olvidaron de mí.

Lentamente recobré el dominio de mí mismo. No re­sultaba fácil salir del infierno en el que había estado. Todo el mundo corría, muchachos furiosos abandonan­do tiendas y cúpulas, Preceptores agrupándose en estre­chos círculos. Alguien había efectuado unos disparos; una de las tiendas empezó a arder como un puñado de paja, en dos de las cúpulas aparecieron varios agujeros.

Aquello no era demasiado malo para mí. Desde luego, era un mal momento cuando dejaba de sonar la música, pero a mí no me afectaba como a los demás. Nunca me había gustado, y cuando desaparecía no me importaba demasiado. Alguien me dijo en cierta ocasión que yo no tenía oído musical, y tal vez por eso no echaba de menos los controles cuando la música se interrumpía. Permane­cí quieto, recuperándome del todo. No era el momento de hacer notar mi presencia. Busqué a Wolf con la mira­da, pero había desaparecido. Supongo que los disparos le habían asustado; nunca le gustaron las explosiones.

Entonces apareció el Muchacho. Llegó corriendo a tra­vés de la gente con un cuchillo en la mano, y pensé que iba a degollarme aprovechando mi indefensión. Pero me­tió el cuchillo por debajo de las correas que me sujeta­ban y las cortó. Saqué mi pistola y me aseguré de que sus mecanismos estaban en orden.

—¡Vamos! —dijo el Muchacho—. ¡No puedo permitir que te pesquen! ¡He cortado las cintas y tenemos que huir antes de que lo descubran!

—¿Qué ha pasado? ¡Dime qué ha pasado!

El Muchacho me arrojó unas ropas de vivos colores. Eran ropas de Preceptoras.

—¡No pierdas la cabeza! —gritó K por encima del ensordecedor ruido—. Les he dicho que eres diferente. ¡Les he dicho quién eres! Ponte esas ropas, ¡tenemos que disfrazarnos! —me colocó en el pecho una especie de senos postizos y los ató con unas cintas detrás de mi espalda—. ¡Date prisa! ¡Están todos locos otra vez! Enloquecen cuando les falta la música…

Cuando me vi con aquellas protuberancias femeninas, empecé a protestar. Juré y pregunté por qué no regresábamos a la Casa a través de los espejos, senci­llamente.

—Porque rompiste el sello cuando pasaste a través de aque­lla ventana —no supe lo que quería decir, pero habló con tono convincente—. De todos modos, no comprendo aún cómo encontraste aquella ventana. Si eres ciego, quiero decir.

Me puse rápidamente el vestido que me había entre­gado K, el cual se endosó su propio disfraz. Cuando me volví a mirarle, se había convertido en una atractiva mu­chacha. Entonces me preguntó por qué había huido de la Casa.

Le dirigí una mirada feroz, pero él me devolvió una mirada sonriente, tal vez por lo ridículo de mi aspecto con aquellas ropas de mujer. No comprendí cómo podía haber olvidado que había intentado matarme.

—De todos modos… ahora no hay tiempo. ¡Vamos! —colocó sobre mi rostro una de aquellas máscaras que llevaban las Preceptoras, con unos gruesos labios pinta­dos, y me empujó a través de la gente—. Ahora obedece o te atraparán. Cuando vuelva a sonar la música empe­zarán a buscar.

Nos dirigimos hacia la Calle donde estaban situados los recintos de quemado de cerebros correspondientes a los Ritos de las muchachas. El lugar estaba lleno de mu­chachas y de Preceptoras semidesnudas que corrían de un lado para otro. El Muchacho ni siquiera las miró; no hacía más que contemplarme y reírse. Imaginé cuál sería mi aspecto.

—¡Tendrías que verte! —dijo el Muchacho—. ¡Se su­pone que estamos hechos a imagen de Dios! ¡Viéndote ahora, nadie lo diría!

Si pretendía hacerse el gracio­so, no me arrancó ni una simple sonrisa.

Nos alejamos apresuradamente de aquella Calle prin­cipal, porque el Muchacho dijo que había una más tran­quila muy cerca. Pasamos a través de la explanada mu­sical, y cuando estábamos a la vista de la plataforma volvió a sonar la música y las cosas se aquietaron detrás de nosotros.

Miré hacia atrás y vi que mi Preceptor nos contem­plaba desde un centenar de metros de distancia. Le vi arrojar al suelo una cinta mensaje y luego, sin previo aviso, su silla rodó hacia nosotros mientras él disparaba todo su armamento. Las primeras cargas desgarraron una gran nube de arena en medio de un ígneo resplandor y de un ruido infernal.

—¡Dios! —exclamó el Muchacho—. ¡Ya saben quién eres!

Volamos literalmente hasta aterrizar en la acera de la Calle, y la carga siguiente estalló en el aire, directa­mente encima de nosotros. Alcé la mirada y vi que una gran zona pasaba del azul al negro para volver al azul. Vi también que los disparos habían arrancado grandes trozos de hormigón. Creo que aquel espectáculo no me sorprendió, a pesar de que era la primera vez que pre­senciaba los efectos de las armas de los Preceptores a plena potencia. Supuse que todo aquello era una ilusión de mis sentidos… Dios sabe que era lo que más abun­daba allí.

Lo que de veras me preocupaba ahora era que supie­ran que yo era Candy Man.

Agarré el borde de mi falda y corrí como un poseso por la rampa descendente, obsesionado por una sola idea: no perder contacto con el Muchacho, mucho más ágil, que corría delante de mí.



VIII



Cincuenta metros más abajo, el Muchacho abrió una de aquellas bocas de alcantarilla y pasamos a través de ella. Debajo de la calle circulaba una corriente de ali­mento en descomposición; tuvimos que pasar a través de ella y resultó muy desagradable. Luego empezamos a trepar a través de las vigas y columnas.

Era exactamente lo mismo que antes, excepto que esta vez nosotros olíamos peor que el lugar. Yo quería subir, pero el peligro estaba arriba, y de todos modos el Muchacho quería bajar. Parecía conocer el camino; me dijo que le siguiera y obedecí.

Al principio corríamos con toda la rapidez posible. Con demasiada rapidez, en realidad, ya que las vigas es­taban tan resbaladizas como un caldero de grasa, y con­tinuamente tropezábamos con escombros. Las escaleri­llas no estaban en mejores condiciones: por dos veces noté que cedía uno de los peldaños en plena ascensión, y no perdí el pie por verdadero milagro.

Después de otra semicaída aflojamos el paso: era más seguro y, de todos modos, estábamos más lejos de los Ritos y no había ninguna señal de persecución. Nos encontrábamos a trescientos metros de profundidad y habíamos derivado hacia la izquierda. Entonces empeza­mos a hablar, pero nuestras voces sonaron tan solitarias que desistimos de hacerlo.

Cada vez había menos luces. Pensé que quizá era de­bido a algún desastre, pero el Muchacho me dijo que ellos nunca bajaban allí. Incluso la música era intermi­tente, nada era seguro en las vigas, nada era claro, nada era razonable. Me pregunté por qué se molestaban en in­ventar lugares como los espejos o los laberintos: entre las Calles había confusión suficiente para todo el mun­do. Desde luego, yo me preocupaba por cosas que ima­ginaba ver allí, pero de hecho la realidad debía de ser suficientemente mala para cualquiera.

Le pregunté al Muchacho dónde íbamos y si estaba muy lejos. No me lo dijo, tal vez porque no lo sabía exac­tamente. Sólo dijo que teníamos que seguir bajando hasta que llegáramos al fondo.

Bueno, esa era una idea nueva para mí: un fondo. Eso significaba que las Calles tenían un final, lo cual era algo en lo que nunca había pensado. La gente no consi­deraba esa posibilidad, no en aquella época.

Cuando medité en ello la idea pareció razonable, como si no fuera una idea nueva después de todo, como si en ella hubiese algo que yo debería recordar. Era otra de aquellas cosas importantes que quedaban detrás de mí, oscuras y motivo de preocupación. Parecía que podía haber algo que yo estaba obligado a hacer y no había hecho aún. Una promesa a alguien moribundo quizá, algo en el fondo de lo que me estaba ocurriendo. Dejé de pen­sar en ello e hice lo que el Muchacho me decía. Siempre resultaba más fácil hacer lo que la gente me decía.

Descendimos otros treinta metros y entonces, cuando pasábamos a través de un paraje oscuro y yo me encon­traba a medio camino de una escalerilla, mis pies se posaron sobre arena dura y húmeda.

Pasé un mal rato mientras caía hacia atrás. Un mo­mento de pánico total, hasta que aterricé con toda segu­ridad sobre mi espalda. Permanecí inmóvil unos instan­tes, y luego palpé cuidadosamente el suelo a mi alrededor. Parecía extenderse más allá, de modo que quizá era seguro. La oscuridad era casi absoluta en aquel lugar.

Me incorporé y miré en torno mío para comprobar lo que podía ver. Había media docena de luces a lo lejos, a la derecha, y se repetían verticalmente unas encima de las otras. Hacía mucho frío. Había luces en lo alto también, muy lejos, en la dirección de la que procedía­mos. Pautas regulares que se habían quebrado, irradian­do desde las Calles y hacia las vigas. Era como mirar al­gún cielo ordenado y cambiado, algo desconocido que había empezado a desintegrarse. A muchísima más dis­tancia había una sugerencia de música, y debajo de todo ello me pareció percibir un olor a humo.

Entonces vi al Muchacho muy cerca de mí, mirando en dirección contraria. Era solamente una forma oscu­ra contra una lejana niebla luminosa, pero pude ver que estaba comprobando algo con su mondadientes.

—Levántate. Esto es seguro. A partir de ahora será difícil que te caigas —se volvió hacia mí, y clavó el mon­dadientes en su seno postizo. Tendió una mano y me ayudó a levantarme—. Por aquí.

Echó a andar, barriendo la fría arena con su falda. Lo único que podía hacer era seguirle. Empecé a pensar que más tarde, cuando encontrara un Altavoz, podría denunciarle. Siempre necesitaba tubos… y podrían dar­me aún mi nombre a cambio de él. Era el Muchacho que había incendiado los Ritos. O al menos yo podría decirlo.

No tardamos en llegar a uno de los extremos de la Calle. Había un pequeño bosque de vigas allí. Ligeras, no tan gruesas como las que había entre las Calles. Esta­ban hechas como uves, con los vértices pro­fundamente enterrados en la arena y abriéndose hasta encontrar la oscura masa de la Calle metro y medio más arriba. Echamos a andar y yo tropecé. Mi espalda chocó contra el fondo de la Calle y el golpe me dolió.

Aullé, y el Muchacho se asustó. Me dijo que era un tonto y luego me explicó que allí era donde funcionaba la Antigravedad.

Añadió que lo que hacía ascender las cosas en las Ca­lles no era el viento, sino los motores Antigravedad ins­talados en sus cimientos. Dijo que el aire circulaba por las Calles gracias a los motores, que se encargaban de la ventilación. Luego me preguntó que cómo creía que po­drían mantener las Calles sin los motores, dijo que en aquellos días no funcionaban muy bien y que algunos habían dejado de funcionar, pero yo ya sabía eso. Era otro de aquellos misterios inexplicables el que yo com­prendiera perfectamente lo que alguien me decía, como si la respuesta permaneciera oculta en alguna parte de mi cerebro.

Continuamos andando a través de los cimientos de la Calle, y ochenta pasos más adelante salimos al exterior. No se había calmado del todo el dolor de mi espalda, cuando encontramos agua. Oscura y tranquila. De modo que no se sabía que es­taba allí, con su aspecto de no haberse movido nunca.

Aquellas luces que estaban unas encima de otras eran semireflejos, desde luego. Podía divisarse una gran ex­tensión desde allí, podían verse algunas luces muy dis­tantes debido a que todas las Calles parecían terminar dos metros por encima del agua y debajo sólo había aquellas pequeñas riostras en forva de V. Las vigas gran­des estaban mucho más arriba, entre las Calles.

—¡Ah! —dijo K—. Regresa a la arena y espera a que te llame. No tardaré mucho.

Retrocedí y esperé, inyectándome un tubo y oyendo un chapoteo. Luego, a medida que mis percepciones se hacían más agudas, pensé en el ridículo vestido que lle­vaba y que K probablemente se estaba lavando. El agrio olor del alimento en descomposición se había pegado a mis fosas nasales, y me pregunté por qué no me bañaba yo también.

Arranqué lo que quedaba de las ropas de la Preceptora y luego me despojé de mi traje de goma. Temblan­do ligeramente, coloqué mi pistola en un lugar donde pudiera alcanzarla con facilidad. Con mi traje de goma debajo del brazo, avancé por el agua hasta que me cubrió las rodillas. Estaba tan fría que me produjo una impre­sión casi dolorosa.

Cuando reunía todo mi valor para echarme agua so­bre los hombros, las grandes luces de lo alto de la Calle parpadearon una vez, y luego se encendieron por espa­cio de cinco segundos antes de volver a apagarse.

Fue un espacio de tiempo muy breve, pero la clari­dad fue muy intensa. Todo se hizo visible. Un gran semi­círculo de aguas poco profundas, y la arena de color verde pálido debajo de ellas, la limpia playa detrás de nosotros y una orilla de guijarros blancos más allá.

K aulló y chapoteó. Miré hacia él, y había dejado de ser el Muchacho. Era una hermosa muchacha de unos dieciséis años, con largos cabellos rubios y húmedos, senos y todo lo demás. Se volvió rápidamente, yo caí hacia atrás y la luz se apagó.

También yo estaba aturdido. No permitía que nadie me viera desnudo, y menos que nadie las mujeres. Mi piel era muy rara. Pálida y muy lisa, debido a que siem­pre estaba cubierta por el traje de goma. No tenía un solo pelo en el cuerpo, y no me gustaba que la gente lo viera. Tampoco me gustaba tocar a los demás, ni que ellos me tocaran a mí; por eso llevaba siempre el traje de goma y los guantes… pero ya he dicho eso antes. Tampoco me gustaba tocarme a mí mismo.

Sea como fuere, aullé también y me zambullí en el agua. Había un lugar más profundo donde me cubrí hasta el cuello. El agua era salada.

Luego se encendió la luz, y la música brotó muy rui­dosa de un Altavoz cercano. Tuve otras cosas en que pen­sar. Quiero decir que la luz y el Altavoz sólo podían significar que estaban empezando a localizarnos. Tal vez podían oírnos y también vernos, tal vez sabían ya dónde estábamos, tal vez habían encendido la luz porque sa­bían exactamente dónde estábamos. Temblé de nuevo, realmente preocupado.

La muchacha, aquella K, estaba riendo y sosteniendo una especie de vestido blanco delante de su cuerpo. No comprendí el motivo de su risa. Ella agitó la cabeza, sacudiendo el agua de sus cabellos y riéndose de mí, sen­tado en aquella agua helada con mis desnudas y blancas rodillas delante, y la estupidez reflejada en mi rostro.

—¡Eres… eres muy raro!

Infiernos, es posible que en aquel momento lo pare­ciera, pero no hay que olvidar que había estado a punto de ahogarme.

—¿Me encuentras fea?

¡Mujeres! Lo único que realmente les importa es su aspecto.

—Eres muy linda —me oí decir a mí mismo—. Pero la luz… esa luz… el Altavoz… ¡Ellos pueden vernos!

La muchacha dejó de reír. Me miró con el ceño frun­cido.

—¡Al fin admites que puedes ver! Eso es algo… No impor­tan las luces; tardarán horas en llegar aquí —rió de nuevo—. ¡Tu cara! —avanzó a través del agua y alborotó mis cabellos, haciéndolos caer delante de mis ojos. Lue­go, sin dejar de reír, nadó hacia la orilla—. ¡Vamos Candy! ¡Tú lo has dicho, no podemos quedarnos aquí!

Sacó ropas nuevas de su fardo. Cuando terminé de la­var mi traje de goma, ella ya estaba vestida y a punto. Esta vez llevaba una especie de falda escocesa. Parecía ser de cuero, llegando casi hasta sus botas de media caña, pero más tarde vi que estaba confeccionada del mismo material que mi traje. Ahora que se había despo­jado de aquel pantalón bombacho, me maravillé de que en algún momento hubiera podido confundirla con un muchacho: no era muy alta, y ahora que había soltado sus largos cabellos de debajo de la corta peluca que lle­vaba antes, la cosa parecía ridícula. Sonrió mientras con­templaba cómo me ponía mi traje de goma.

—Es como tú, Candy, como tu piel. ¿Cuál es la dife­rencia?

—¿Qué tiene de malo llevar traje de goma? Tu gente también los lleva, yo lo he visto. Encontré el mío en una caja en un almacén derruido…

En aquel momento recordé que había tenido otro tra­je de goma que no era el que ahora llevaba. Pero igno­raba de dónde procedía, de modo que no lo mencioné. K asintió y se quedó pensativa, pero no dijo nada más. Terminé de revisar mi pistola y echamos a andar a lo largo de la oscura playa.

Avanzábamos sin desviarnos de aquel estrecho y pe­ligroso espacio debajo de las Calles. Cuando el lugar no trepidaba con la Antigravedad, gemía con el peso que soportaba. Algunas de las estructuras en forma de V es­taban dobladas y deformadas, y aparecían rodeadas de escombros que habían caído de lo alto.

Era un lugar desalentador, tan inmóvil, tan silencio­so a excepción de las trepidaciones y de los ruidos proce­dentes de las Calles. Allí estaban los cimientos, los ci­mientos de todo. Un lugar primitivo, profundo: fondo de roca, los cimientos del mundo.

La Muchacha sacó una pequeña luz de alguna parte, pero no era lo bastante intensa como para ser de mucha ayuda. Tropezábamos todavía con cosas semienterradas en la arena, depositadas allí por las olas, o tal vez pues­tas al descubierto por la erosión. Me pregunté de dónde procedía exactamente aquella palabra, «erosión»; era otra de las que seguía recordando. Encontramos un antiguo objeto oxidado de metro y medio de longitud, complica­do y angular, con los bordes redondeados. K dijo que era un cañón, o lo que quedaba de un cañón. Al parecer, tam­bién ellos habían tenido allí sus problemas.

Más tarde vi objetos de mayor tamaño. Grandes es­tructuras oxidadas, encalladas en la arena. La Muchacha dijo que en otro tiempo habían sido tanques. Me acor­daba de ellos también, o de fotografías de ellos: una especie de fortalezas móviles con cañones que dispara­ban. Encontré allí un cráneo humano blanqueado por el tiempo y con un agujero que revelaba que había sido atravesado por un proyectil.

Las luces y la música seguían avanzando detrás de nosotros. Nos seguían continuamente, haciéndose visibles donde nosotros habíamos estado media hora antes. Ga­nábamos terreno, pero nos estaban siguiendo y la idea no me gustaba. El agua brillaba allá, bajo aquellas terri­bles luces.

Luego la Muchacha volvió a mirar su mondadientes; gruñó para sí misma y poco después empezamos a ale­jarnos del agua. Cincuenta metros más allá salimos de la arena y tuvimos que trepar por unas rocas antes de encontrar tierra lisa y dura. La altura era superior allí, y los fondos de las Calles estaban encajados en agujeros del suelo, como si estuvieran hundiéndose. También había algunos árboles allí, en un lugar. Eran muy viejos, blancos a la luz de K, con toda la corteza caída y las ra­mas más pequeñas sembrando el suelo debajo. Había tan sólo cinco árboles, e inmediatamente detrás de ellos unos grandes farallones planos a los que K llamó «edi­ficios».

Luego las luces volvieron a encenderse sobre la arena, y pude ver el agua brillando alrededor de las columnas y recortando a los blancos árboles contra las sombras. Nos dirigimos más rápidamente hacia los edificios.

—¡Dios! —dijo la Muchacha—. Nosotros vivimos aquí en otro tiempo… Era la superficie. Nadie lo creería aho­ra. Allá abajo está el mar, el Atlántico, creo.

—¿Esa agua…? ¿El mar… el Mar Salado?

Yo había oído hablar del Mar Salado. Era una vieja idea, una cosa antigua. No sé dónde había oído hablar de él; era una de aquellas cosas que la gente recordaba, como el Gran Robot, o el Salvador.

Miré hacia atrás para echar otra ojeada al fabuloso Mar Salado donde se suponía que había empezado todo. Me refiero a la vida; se suponía que todos procedíamos de allí, del materno Mar Salado. No sé si yo lo creía, pero eso era lo que decían. Seguimos adelante y no puede volver a verlo, ya que me lo tapaban los árboles, las Ca­lles y las estructuras que había entre ellas.

K retrocedió y me empujó colina arriba por los an­gostos espacios entre los edificios y las vigas: ahora estába­mos por encima de los fondos de las Calles. No había más árboles, pero sí muchas plantas más pequeñas que se deshacían mientras andábamos a través de ellas. Aun los tallos más recios estallaban al romperse, desprendiendo un polvillo blanco.

Los edificios eran enormes. La luz de la Muchacha no alcanzaba a sus techos ni a sus proximidades. En los lugares donde había vigas, salían a través de agujeros que habían sido practicados en los edificios, y grandes áreas habían sido derruidas para abrir camino a las Ca­lles. Los bordes no estaban rotos: habían sido cortados con calor, y siempre en círculos perfectos. Todo era como aquel queso que solía hacerse, lleno de agujeros. En un lugar encontramos un agujero que había sido bloqueado con masas de piedra y barro. Había algunos tallos que­bradizos de hierba seca en el barro, y dentro había algu­nos cacharros y una mesa rota.

—Algunos prefirieron correr el riesgo y se instalaron aquí —dijo la Muchacha—. Los Preceptores lo intentaron de veras, pero nunca pudieron lograr que todo el mundo hiciera exactamente lo mismo.

Había ventanas cuadradas y plateadas a lo largo del fondo de los edificios. La Muchacha efectuaba comproba­ciones con su mondadientes durante todo el camino. Cuando llegamos al lugar que ella deseaba me hizo abrir una ventana de un puntapié, y pasamos a través de ella.

El interior era muy raro. Para empezar, la habitación parecía mucho mayor de lo que realmente era. Estaba construida y pintada de modo que se cruzaba con cuatro pasos y parecía dos veces más ancha.

—Lo único que realmente les importaba era el espa­cio —dijo la Muchacha—. Real o no, no importaba con tal que ellos creyeran poseerlo… con tal que pu­dieran engañarse a sí mismos.

Todas las habitaciones tenían una pantalla. En algu­nas de ellas se movían aún algunas imágenes, aunque nada que le impulsara a uno a pararse a mirar. Todas las habitaciones tenían también una ventana, todas ellas pla­teadas, de modo que no podía verse el exterior aunque estuvieran situadas en una pared exterior.

—Esto es muy alto —dijo la Muchacha—. El agua no llegó nunca hasta aquí, no del todo. Algunos comparti­mentos inferiores todavía están llenos de barro y arena.

Las habitaciones eran bonitas y cómodas y parecían haber sido muy bien cuidadas en su tiempo. Resultaba cu­rioso ver las cosas que la gente había conservado, atestada como vivía detrás de sus ciegas y plateadas ventanas. De vez en cuando K se detenía, recogía algo, lo examinaba y a veces lo deslizaba en su fardo.

Las ventanas me intrigaron durante algún tiempo, pero luego llegamos a algunas habitaciones en las que todavía estaban conectadas. Eran una especie de panta­llas que proyectaban imágenes de vastas distancias, y abrían realmente las habitaciones al exterior. Era casi como estar otra vez en los espejos. Yo estaba incómodo, pasando por delante de aquellos centenares de paisajes repetidos, habitación tras habitación.

La mayoría eran montañas y lagos: una doce­na de pinos sobre una lengua de tierra que se proyectaba fuera del agua, en último término. Grandes nubes se amontonaban detrás de las montañas, y los colores eran llamativos. Todos eran iguales, salvo que a veces refleja­ban diferentes horas del día o épocas del año. Como si uno viera una docena de sangrientas puestas de sol, y luego viera el mismo lugar bajo tres metros de nieve, de noche, con un millón de frías estrellas en lo alto. De vez en cuando aparecía un paisaje distinto: un desierto ba­ñado por la luz de la luna, o una vista aérea, y aquello causaba un verdadero sobresalto.

—Nieve… —dijo la Muchacha mientras pasábamos por delante de un paisaje nevado—. Ninguno de ellos habría visto eso nunca. Tampoco habrían visto las es­trellas…

Me pregunté qué era lo que la molestaba. Esa gente se había marchado hacía mucho tiempo de aquel lugar, y había obrado cuerdamente al hacerlo. No podía repro­chárseles; era la clase de lugar que podía enloquecer a cualquiera.

Poco después, K se detuvo en una habitación a través de cuyo suelo ascendían los rumores de una Calle. Había allí una cruz blanca pintada, y una escalerilla blanca, re­ciente y nueva, conducía hacia la oscuridad.

—Por aquí —K se agarró a la escalerilla—. ¡Vamos!

Subió unos cuantos peldaños y sostuvo su luz de modo que yo casi pudiera ver. Me sentí preocupado de nuevo por aquella oscuridad, pero me agarré a la es­calerilla y empezamos a trepar.

Trepamos hasta llegar a la cumbre, pero tampoco allí pudimos ver nada; la oscuridad seguía siendo absoluta. Avanzamos a ciegas sobre el tejado del edificio y luego nos detuvimos, respirando con fatiga. Al cabo de un rato encontré un guijarro, me arrastré hasta el borde del tejado y lo dejé caer en medio de la oscuridad.

Permanecimos allí tumbados, esperando, escuchando el gemido de la Calle.

Cuando me había cansado de esperar y palpaba a mi alrededor buscando otro guijarro, resonó un leve chas­quido que ascendía desde una infinita profundidad.

—El mar —dijo la muchacha—. Aquella playa sobre la cual estábamos es sólo un lugar pequeño, una isla. Los edificios sobresalen de los mares también… Ahora esta­mos sobre su tejado.

Como si aquel chasquido fuera una señal, se encendie­ron unas luces y empezó también la música. No nos detuvimos a mirar.

La Muchacha me precedió a través de una superficie plana y alquitranada. Casi inmediatamente pisamos tie­rra dura. Allí no había nada viviente; pasamos a través de algunos árboles muertos y avancé con dificultad so­bre los alquitranados senderos. Podían haber sido jardi­nes paradisíacos en otro tiempo, pero habían dejado de serlo.



A kilómetro y medio de distancia se alzaba una pe­queña colina. Nos sentamos sobre una roca y oí a K hablando de nuevo a su mondadientes. Una luz parpadeó en el valle delante de nosotros. Me levanté para echar a correr, pero la Muchacha me cogió del brazo y empeza­mos a descender hacia ella.

Cuando llegamos allí, era otra de las Casas. La puer­ta se abrió para nosotros y entramos. Cuando se encen­dieron las luces descubrimos que nos habíamos cogido de la mano, y yo no quise soltarme. Nos sonreímos el uno al otro. Descubrí que no me importaba tocarla; de hecho me gustaba. K era realmente hermosa, perfecta y limpia. Todo lo mejor iba a parar al Cuerpo. Yo no había visto ninguna mujer que me gustara excepto ella; K no podía compararse con aquellas otras mujeres de las Ca­lles. Y a veces tenía la impresión de que también yo le gustaba a ella.

Luego, por fin, ella se soltó y me dijo que cerrara la puerta. Dirigí una última mirada al exterior, a aquella desagradable y fría oscuridad, a aquellas peligrosas lu­ces que brillaban en lo alto de las Calles y sobre las co­linas, y cerré la puerta. Había una gran llave en el inte­rior, de modo que la hice girar en la cerradura. Regresé al calor de la Casa, a la luz y a K.

Había una hilera de cacharros sobre una estantería, de color marrón oscuro que se hacía más claro a medida que los cacharros se secaban para entrar en el horno. Había un par de cajas debajo de la mesa, con numerosos cacharros rotos.

La Muchacha se había acercado a la pared y la había corrido hacia un lado; ahora estaba agitando su monda­dientes y revisando las luces. De pronto se giró y me miró. De arriba a abajo, muy lentamente, como si estu­viera pensando algo acerca de mí. Después extendió sus manos, y yo me acerqué a ella.

—Te llevaré a un lugar —dijo—. Conozco un lugar…

Las luces disminuyeron de intensidad y luego se apa­garon del todo; al mismo tiempo, la luz del sol iluminó las ventanas. La Muchacha sonrió y levantó su rostro hacia mí para que la besara, de modo que la besé.



IX



Hicimos el amor, y luego ella me condujo a través de la puerta por la que habíamos entrado. Ahora estaba en alguna otra pared, desde luego, o al menos el exterior no era el mismo… pero yo estaba acostumbrado ya a aque­lla idea.

Salimos a la luz del sol, y vi mariposas revoloteando y posándose sobre un mar de flores. Había unos olmos al fondo de un largo jardín. Podía verse aquel río que yo había visto antes brillando a través de los troncos. No había ninguna señal de líquenes sobre ninguno de aque­llos olmos… y las mariposas sólo tenían cinco centíme­tros de anchura con las alas extendidas.

—Sus orugas lo asolan todo —dijo la Muchacha.

Luego añadió que se había olvidado de cerrar las con­solas y volvió a entrar en la casa.

Eché a andar por los senderos del jardín. Estaba des­lumbrado. La Muchacha… aquella K… ella, para empe­zar. En las Calles se me había presentado más de una oportunidad, y nunca la había rechazado. Pero esta vez se trataba de algo distinto. K me había inspirado una ex­traña ternura, una especie de deseo de protegerla, aunque Dios sabe que no parecía necesitar ninguna protección. Sólo tenía que recordarla matando a todos aquellos Pre­ceptores. Luego estaba su manera de aparecer continua­mente bajo un aspecto distinto, aunque igualmente adorable. Quizá debido a que era tan joven. No cesaba de recordarme a mí mismo que ellos siempre decían lo se­mejantes que son el amor y el odio.

Luego estaban el jardín y la Casa. Nunca había visto nada igual. Tan bueno. Me sentía tan bien, tan relajado con el aire suave y los susurrantes insectos… Apenas po­día creerlo. Era como el país de las maravillas, como las cosas buenas que podían ocurrir allí.

Cogí una flor y aspiré su perfume. Deshojé sus péta­los, y cada uno de ellos seguía siendo algo real. Todo era enorme, asombroso, como si estuviera en un univer­so que no era el de las Calles. Empecé a preguntarme qué tenía que ver un hombre como yo con un lugar como aquél, por qué existía el lugar y por qué me encontraba yo allí. Estaba confundido; había visto demasiadas co­sas en los últimos días y resultaba difícil asimilarlas to­das en tan poco tiempo.

A la derecha, contra una antigua pared de piedra roja, había un árbol cubierto de flores blancas. A su sombra había un hermoso banco de hierro forjado. Me encaminé hacia él para sentarme, para pensar tal vez, para inyec­tarme un tubo. Quizá aquel árbol florido parecía dema­siado bueno para ser verdad, quizá deseaba tocarlo un poco. Recorrí un herboso sendero, rozando lavándulas y girasoles.

Cuando estaba cerca del árbol, una de las ramas se inclinó hacia abajo y luego voló de nuevo hacia arriba. Una mujer que llevaba un vestido y un sombrero blancos surgió de detrás del tronco. Tenía en las manos un ramo de flores y un par de plantas que había arrancado.

Al verme, se quedó con la boca abierta y enrojeció violentamente. Fui a echar mano de mi pistola, pero la había dejado en la casa.

—Yo… pensé que no había nadie… —la mujer agitó las flores en dirección a la Casa—. No creí que les im­portara…

Al menos, ese era el sentido de lo que decía. Tenía un extraño modo de hablar, y al principio resultaba di­fícil entenderla. Yo no dije nada.

En aquel momento apareció un hombre, también con aspecto de turbación. Llevaba una chaqueta a rayas, unos ceñidos pantalones blancos y unos zapatos marrones, muy relucientes.

—Buenas tardes… —observó con aire de extrañeza mi traje de goma y luego me miró a la cara—. Ejem… sólo unas cuantas flores. La casa… bueno… parecía es­tar vacía, ¿comprende?

Estaba realmente intrigado por mi traje de goma. No sabía qué pensar de él.

—Confieso que nos ha dado un buen susto. Andar por ahí vestido de ese modo… —Empezó a enfurecerse, pero al final se impuso la curiosidad—. ¿Qué es eso que lleva usted?

—Un traje de buceo —dijo la Muchacha detrás de mí—. Un nuevo modelo de traje de buceo. Mi marido es inventor.

No la había oído llegar, pero me alegré de que estu­viera allí. Hablaba el idioma perfectamente. Supuse que al decir «marido» se refería a mí, pero no sabía qué era un «inventor».

—Por favor, llévense unas cuantas magnolias —con­tinuó K—. Son encantadoras.

—Sí… gracias —dijo la mujer. Su expresión volvía a ser de desconcierto, y el hombre se había quitado el sombrero—. Gracias… pensábamos que la casa…

—No hay de que darlas —dijo K—. Llévense todas las flores que quieran. Allí hay camelias; están casi abiertas.

Se dirigió hacia unos parterres y cogió de las otras flores para la mujer.

El hombre me habló de mi «traje de buceo». Apenas le entendí, de modo que me limité a gruñir. Él continuó sonriendo y hablando, fingiendo que no esperaba mis respuestas.

Se marcharon enseguida, cargados de flores, dándo­les las gracias a K y dirigiéndome miradas de soslayo. Al llegar a la verja el hombre levantó su sombrero de nuevo y agitó la mano, saludándome. Eran unas perso­nas muy simpáticas, y no iban armadas.

K se volvió hacia mí, sonriendo. Me apresuré a acu­dir a su silenciosa llamada.



Lo pasamos estupendamente en aquella casa. Paseá­bamos en barca y pescábamos en el río, en el apacible mar, en las inmediaciones. Yo solía ir a buscar leche para K a la granja vecina. Una leche deliciosa, recién ordeñada a las vacas de color miel. Todavía recuerdo lo mucho que K disfrutaba con ella.

La gente era buena también. Solían visitar a K por las tardes, trayendo como regalo un canastillo de fresas, o pescado, o quizá un par de pichones. A veces les sor­prendía mirándome con visible curiosidad, ya que en par­te solían venir para ver mi traje de goma. K hablaba en­tonces de «experimentos», y del «Almirantazgo», y decía que yo tenía que llevar aquel traje durante una larga tem­porada, para ver lo que ocurría. Y los visitantes asentían, con aire de enterados. Eran muy simpáticos, muy ama­bles, y sus hijos siempre estaban gordos. Una vez vi a un hombre con un arma, pero estaba cazando conejos con ella.

La tranquilidad era tan absoluta, que al cabo de una semana me bastaba con inyectarme un tubo al día. Ape­nas pensaba en las Calles. Siempre recuerdo aquella época.

Un día le pregunté a la Muchacha qué opinaría el Cuerpo de las vacaciones que se estaba tomando, pero ella se echó a reír y dijo que no la echarían de menos, y que de todos modos tenía permiso para tomárselas. Aquella noche nos bañamos en el río a la luz de la luna.

Pero había otras nubes. Lo que me atormentaba era el no hacer nada. Me sentía inútil. Uno no puede estar haciendo el amor continuamente, y eso era lo único que hacíamos juntos; en realidad, lo que era importante para la Muchacha, el eje de nuestras relaciones. Temía que pudiera ser la única cosa…, quiero decir que yo necesitaba algo más que aquello. Cuando no estaba hablando con K me preguntaba qué debería estar haciendo, y a veces me pasaba la noche entera dándole vueltas en mi cerebro a aquella idea. En ocasiones me sentía tan culpable, que de haber existido un Altavoz allí creo que hubiera for­mulado una denuncia contra nosotros sólo para descar­gar mi conciencia. Solía saltar aullando y gritando que lo había hecho, y que ellos me daban mi nombre. Era la antigua preocupación por la falta de Propósito, la anti­gua preocupación acerca del por qué.

Luego, una soleada tarde, cuando estábamos sentados en aquel banco de hierro forjado debajo de la magno­lia, llegó la solución para los dos.

Se presentó aquel gato. El gato de las garras de acero de la primera Casa. Alcé la mirada y estaba posado sobre una malvarrosa, con una pata levantada, contemplándonos. Me puse en pie rápidamente y aullé. El gato irguió su cola, bizqueó y echó a correr hacia la Casa.

La Muchacha se levantó. Su taza de té cayó al suelo y se rompió. Abriendo de un tirón la parte delantera de su blusa, K empuñó el mondadientes que ocultaba en­tre sus senos.

Era demasiado tarde. El gato había cruzado la puer­ta un segundo antes de que se cerrara. Corrí hacia allí, pero en el momento en que mi mano empuñaba el pomo oí el chasquido del pestillo por dentro. K corrió tam­bién, agitando su mondadientes, pero era demasiado tarde.

Nos miramos el uno al otro. K abotonó lentamente su blusa. Había perdido un broche camafeo que llevaba desde que habíamos llegado a la Casa y que utilizaba para cerrar su escote. Luego alborotó mis cabellos tal como había hecho junto al Mar Salado.

—Digámonos adiós —murmuró a mi oído—. No te perdonarán esto —echó la cabeza hacia atrás y me miró fijamente. Luego me besó en la mejilla—. Todo termina…

Rodeé su cuerpo con mis brazos y permanecimos allí, mirando hacia la puerta y esperando. La Casa se había convertido súbitamente en un lugar extraño, amenaza­dor. Como si nunca hubiésemos vivido allí.

Nuestra espera sólo duró tres minutos. Entonces, la puerta se abrió de golpe y alguien vestido con un panta­lón bombacho y una blusa de seda salió al exterior. Era el Muchacho otra vez.

¡El Muchacho! Me aparté ligeramente de K y la miré a la cara, y luego miré la cara del Muchacho. Eran igua­les, sus caras eran idénticas, eran gemelos idénticos. El rostro de K era simplemente un poco más delicado. Re­sulta muy difícil distinguirles el uno del otro si los ves por separado.

¡Pero era él! Se me hacía inconcebible. La misma blusa, los mismos pantalones bombachos… Y la misma fea pistola también.

Noté que el brazo de K temblaba, pero seguro que ella no estaba tan preocupada como yo. Entonces, el Mu­chacho se giró y nos vio. Frunció el labio superior para mostrar sus dientes y empezó a agitar su pistola hacia nosotros.

—No puedes esperar que te deje con vida ahora, Candy —dijo—. No puedes haberla poseído y creer que se­guirás viviendo…

—¡No es nada de tu incumbencia! —dijo K.

Yo estaba vigilando la pistola. No deberían dar armas como aquella a jovenzuelos como él.

—Apártate de él, hermana…

Pensé que ojalá tuviera a Wolf. Ojalá tuviera a mi perro. Me di cuenta de que no le había echado de menos en todo aquel tiempo desde los Ritos. No se me ocurría absolutamente nada. Estaba allí de pie, deseando tener a Wolf. Le hubiera enviado por delante y luego habría saltado yo.

—¡No! ¡No pienso hacerlo! ¡No ha sido culpa suya!

K seguía sonriendo. Pensé que tal vez no se daba cuenta de que el Muchacho no estaba bromeando.

—Tú… ya tienes suficientes problemas ahora. No pue­des hacer lo que has hecho, no con uno de ellos. El per­tenece a las Calles. ¡Es prácticamente un Alienígena! Ape­nas es humano… Es… asqueroso.

Empecé a moverme lenta y cuidadosamente hacia una mesa de hierro sobre la cual había una maceta de flores.

—¡En cuanto conoces a alguien quieres matarle! —K sonreía aún, pero su sonrisa era ahora más forzada, como una mueca—. De todos modos, Candy es probablemente…

—¡En cuanto conoces a alguien quieres acostarte con él!

K avanzó unos pasos y abofeteó al Muchacho.

—¡Esto es amor!

—¡Tienes que terminar con esto!

El Muchacho se frotó la huella rojiza que había dejado en su rostro la mano de K. Pude ver aquella cicatriz en el lugar donde le había alcanzado mi disparo la semana anterior. Casi había desaparecido… sólo se notaba una línea más blan­ca en medio de la rojez del bofetón.

—Hago lo que quiero. ¡Y lo hago con quien quiero!

—Hermana, piensa en lo que estás haciendo. Estamos en el Cuerpo… Es nuestra familia. No puedes coleccionar hombres como quien colecciona cacharros. ¡No puedes desprestigiar al Cuerpo! ¡Ellos te pusieron sobre la Tie­rra con los Preceptores!

Se olvidaron de mí por un instante. Toqué la maceta. Era pesada, llena de tierra.

—Yo mismo tengo problemas —continuó el Mucha­cho—. Sólo porque soy tu hermano… y porque vas por ahí vistiendo mis ropas. Y haciendo esas cosas. Com­préndelo, hermana. Os quemaría a los dos si con ello me salvara… —ahora estaba sonriendo. Súbitamente vi lo mucho que estaba disfrutando. Se relamió los labios—. ¡Os quemaría a los dos! De modo que ya lo sabes. De todos modos —me apuntó con su pistola—, él me hirió dos veces, así que en cualquier caso tiene que morir.

Volvió a levantar su mano para tocarse la mejilla. Tal vez llevaba cosméticos que ocultaban en parte la ci­catriz, pero lo cierto es que la curación había sido muy rápida. En aquel momento agarré la mesa y la lancé con­tra él. El impacto le derribó, y la maceta de flores le golpeó en la frente. Aterrizó de espaldas en medio de una lluvia de tierra y trozos de maceta.

La Muchacha gritó. El Muchacho empezó a escupir sangre y dientes. Alargó la mano hacia la pistola, y me precipité hacia él con la mayor rapidez posible.

El gato saltó desde la puerta en dirección a mi cabe­za, pero le vi llegar y le esquivé. Se revolvió en el aire, todo dientes y garras de acero, tratando de alcanzarme. Lo golpeé con el borde de mi mano y lo arrojé contra la pared.

El Muchacho seguía intentando alcanzar su arma. Alzó la mirada y me vio llegar. Abrió la boca para hablar y su mano se cerró sobre la pistola, de modo que le aplasté la mano con el pie. Luego busqué su cuello para ponerle fuera de combate. Súbitamente, supe cómo tenía que hacerlo.

—¡No!

La Muchacha tiró de mi brazo hacia atrás. Tal vez creyó que iba a romperle el cuello al Muchacho. Infier­nos, estaba más que harto de él, pero no iba a hacer aquello. No podía matarle, no con mis manos desnudas; después de todo era hermano de K. Mientras ella le ayudaba a incorporarse, cogí la pistola del Muchacho y la deslicé en el interior de mi traje de goma.

Luego permanecimos unos segundos mirándonos el uno al otro. El gato jadeaba al pie de la pared. No me hubiera importado matar al gato: aunque fuera inteli­gente, no era más que un robot. Después volvió a abrirse la puerta y apareció aquel Hombre Gordo de aspecto distinguido al cual pertenecía el gato.

—Ah… un mundo agradable… —estaba muy tranqui­lo. Inclinó la mirada hacia el espasmódico gato—. Llé­vatelo para que lo reparen, ¿quieres?

El Muchacho frunció el ceño, abrió la boca para pro­testar pero luego asintió. Dejó de chuparse los dedos que yo le había pisado, cogió al gato por el rabo y entró con él en la Casa. Vi que el gato se retorcía y le arañaba, y aquello me hizo sentir mejor.

—Eres tan rápido… —me dijo K—. Rápido… y peli­groso.

No dije nada. Yo podía ser como ella decía, a veces, cuan­do había un peligro especial. Creo que eran los tubos. Estaba contemplando al Hombre Gordo, pero cuando miré a la Muchacha vi que sonreía.

—Bueno —dijo finalmente el Hombre Gordo—, ya te hemos encontrado. Nos ha costado un poco. Oí decir que andabas por ahí quemando Preceptores… —eso era lo que me preocupaba, el recuerdo de la Muchacha matán­doles fríamente. El Hombre Gordo estaba muy serio, sin sonreír—. También he oído decir que has estado pertur­bando los Ritos.

La Muchacha inclinó la cabeza.

—No creo que necesite recordártelo… ―siguió el Gordo―. Sabes perfec­tamente que debemos ser muy cuidadosos en lo que res­pecta a… a la confraternización con los nativos. Se en­cuentran en un estado decadente y no podemos permi­tirnos el mezclarnos con ellos. ¡No sé qué puedes haber visto en esto! —concluyó, señalándome con el pulgar.

—Pensé que podría ser importante —dijo la Mucha­cha. Subrayó la palabra «importante» y los ojos del Hom­bre Gordo me miraron fugazmente—. Pero le oí cantar… ellos lo llaman predicar… y no sé qué pensar. Es dife­rente de lo que esperábamos. Tratando de cambiar las cosas en las Calles… Bajo el poder de los Preceptores, no parece correcto.

—Sé todo eso. Nos lo dijiste tú. Por eso envié a tu hermano para que os controlara a él… y a ti. ¡Sé de lo que eres capaz! —el Hombre Gordo hizo una breve pau­sa y pareció enfurecerse todavía más—. ¡Y lo único que ese muchacho pudo hacer fue luchar con los Precepto­res, y luchar contra este tipo! ¡Sólo sabéis crear problemas… los dos!

—Valía la pena —dijo la Muchacha—. De todos mo­dos, por mi parte tenía que hacerlo. El era diferente, y mi tarea consistía en descubrir por qué. Tú me dijiste que le vigilara, que me mantuviera cerca de él.

—¡No tenías que haber hecho… eso con él!

Hablaba con disgusto, como si le resultara difícil obligarse a formar las palabras. Los dos se habían olvi­dado de mí. La Muchacha estaba sonriendo para sí mis­ma, como si estuviera pensando en lo bueno que había sido. Yo no había poseído a muchas, pero nunca había poseído a una mujer como ella.

—¡Es una perversión! —casi gritó el Hombre Gor­do—. ¡Acostarte con él!

K se echó a reír.

—No es como los demás.

—Es asqueroso, sólo medio hombre. Sabes que está prohibido mantener cualquier tipo de relaciones con los primitivos…

—Somos iguales. Todos somos humanos.

—¡Sexo! Tus gustos… ¡Harías cualquier cosa por algo distinto!

—Es fuerte —dijo K. Sabía que estaba enfureciendo al Hombre Gordo, pero a pesar de ello continuó—. Es traicionero… Pero ellos le hicieron así, sabe cuidar de sí mismo. ¡No es como esas reinas del Cuerpo!

—¡Los primitivos son animales!

—También lo somos nosotros.

—¡Habla por ti! Confío en que aún queda un poco de decencia entre nosotros… —el Hombre Gordo se inte­rrumpió, haciendo un esfuerzo por dominarse. Sospe­ché que en realidad estaba disfrutando mucho con aque­lla situación—. ¡Amor! ¡A continuación hablarás de amor! ¡Esa maldita antropología tuya! ¡Esos libros antiguos con los que rellenas tu cerebro!

—¡Él vale algo por sí mismo! —dijo la Muchacha—. Era feliz aquí. Y yo también, más feliz de lo que nunca he sido.

Los dos se estaban enfureciendo. Yo seguía creyendo que el Hombre estaba disfrutando, pero después de las últimas palabras de la Muchacha, estalló:

—¡Lo único que querías era satisfacer tus bestiales deseos! ¡Un toro en un burdel, eso es lo que querías!

Pensé que ella iba a abofetearle como había abofetea­do al Muchacho, pero se limitó a cerrar sus puños y a inclinar la cabeza. Sus orejas estaban muy rojas y una mueca contraía su rostro. Tal vez aquella mueca era una sonrisa, pensé; tal vez lo que el Hombre decía era ver­dad.

—¡Todo ese tiempo que has pasado rondando los Ritos! Te ha destruido… ¡Has llegado a olvidar la diferencia que existe entre ellos y nosotros! —la Mu­chacha parecía estar luchando por mantener su rostro impasible—. Si alguien debiese conocerla perfectamen­te, ¡ese alguien eres tú!

Entonces, K empezó a llorar. No era la misma duran­te dos minutos seguidos. Me reafirmé en mi idea de que todo aquello constituía para ellos un motivo de diver­sión. Era una especie de juego.

Removí mis ideas. No sabía dónde estaba ni qué de­bía hacer. Ocurría algo que no comprendía. Me refiero a que, en las Calles, si una muchacha o una mujer se ofrecía a uno, este la tomaba y en paz. No era un hecho frecuente, desde luego, con el condicionamiento que im­ponían los Ritos y las sustancias que los Preceptores añadían al alimento; pero cuando se producía no provo­caba ningún problema. Nunca me había importado acep­tar aquella clase de ofrecimientos, a menos que estuviera predicando. Pero con K era distinto: me gustaba estar con ella, velar por ella, no quería que se marchara. No quería que la apartaran de mi lado. Velar por ella era una especie de Propósito… una razón de ser.

—Infiernos —dijo la Muchacha—. Es una simple cues­tión de sexo. ¿No puedo conservarlo durante una tem­porada?

Si hubiera habido un Altavoz a mi alcance les habría denunciado a todos y desencadenado un infierno. ¿Quién podía pensar que una cosa tan simple como aquella iba a causar tantos problemas? Al mismo tiempo, nunca supe que alguien podía inspirarme tales sentimientos. Enton­ces, la Muchacha se echó a llorar de nuevo.

—¡Oh… papá…!

Aquello me impresionó de veras. Me refiero al hecho de que fueran padre e hija. Era lo último que se me hu­biera ocurrido pensar.

—De acuerdo —dijo el Hombre Gordo. Vaciló, debi­litada su voluntad—. Este problema… será algo que sólo nos afecte a nosotros. Procuraré evitar que se convierta en un asunto del Cuerpo. Pero tienes que librarte de él… y acabar con esta situación —movió la cabeza en dirección a mí—. Cuando hayas terminado con él, tu hermano se encargará de liquidarlo y enterrarlo en alguna parte del jardín.

La Muchacha sollozó una vez más y le dio las gracias. Luego se echó hacia atrás y se secó los ojos. La cosa estaba llegando demasiado lejos. Introduje la mano por el escote de mi traje de goma y agarré la cula­ta de la pistola del Muchacho.

—No —dijo la Muchacha. Retrocedió sonriendo y me cogió el brazo, sujetándolo de modo que no hubiera po­dido sacar la pistola, aunque realmente lo hubiera de­seado—. Le quiero para siempre. ¡Nadie le matará! Vi­viremos aquí para siempre.

Ahora que se había salido con la suya, era todo son­risas. Había cerrado de golpe la espita de sus lágrimas.

—Sí, querida ―el Hombre Gordo sonreía también.

Estaba convenci­do de que no pasaría mucho tiempo sin que me tuvieran debajo de los macizos de flores. Y yo estaba pensando lo mismo. Pero estaba seguro de una cosa: el Muchacho no lo haría. Lo había intentado varias veces, sin conse­guirlo. La próxima vez que le viera estaba decidido a interrumpir definitivamente sus tentativas.

El Hombre nos dedicó otra sonrisa y se dirigió hacia la Casa. Vi al Muchacho allí, con el gato. Seguramente había estado escuchando, ya que le preguntó al Hombre Gordo si iba a dejarme sin el merecido castigo. Cuando su padre asintió, el Muchacho puso cara de sorpresa y luego de rabia.

—¡Te enterraré! —aulló, dirigiéndose a mí— ¡Te en­terraré, Candy Man! ¡Volveré y acabaré contigo!

El Hombre le hizo callar con un gesto y cerró la puer­ta de la Casa. Cuando desaparecieron, me pregunté si realmente iban a dejarnos en paz.

La Muchacha se acercó a mí y rodeó mi cuello con sus brazos. Noté el calor de su cuerpo apretándose con­tra el mío, pero la sensación no fue la misma que la última vez.



X



Durante algún tiempo no ocurrió nada. Las cosas si­guieron exactamente igual que antes, viviendo juntos nuestra vida en aquella Casa paradisíaca. A veces sor­prendía a la Muchacha mirándome con una especie de expectación. Ella se apresuraba a desviar sus ojos, y yo me preguntaba qué era lo que había creído ver en ellos. Nuestro amor se hacía también más violento, en parte porque supongo que preveíamos la posibilidad de per­dernos el uno al otro; pero había algo más que eso: era como si ella disfrutara con el peligro, como si la estimu­lara. Era como si amara más porque estaba prohibido.

De todos modos, la amenaza pendía siempre sobre nosotros y en nuestras mentes. Me preocupaba a mí, en cualquier caso, aunque nunca hablábamos de ello. El Hombre Gordo podría limitarse a esperar una tempora­da, pero el Muchacho no tardaría en dar señales de vida.

Luego empezaron a ocurrir pequeñas cosas. Las pa­tatas se vieron afectadas por alguna enfermedad y se pu­drieron. El hedor era horrible dondequiera que uno fuera, aunque nosotros no íbamos nunca muy lejos, ya que la Muchacha me dijo que no debíamos hacerlo. Las va­cas de la granja enfermaron también, de modo que la leche estaba siempre agria. Con frecuencia me encontra­ba con aquel gato, que nos vigilaba continuamente. La Casa se llenó súbitamente de ratas y de arañas, como en los bosques de líquenes. Después se produjo una inva­sión de mosquitos, y ni siquiera podíamos bajar al río; teníamos que sentarnos en el jardín, aspirando el hedor de las patatas, al menos yo.

La Muchacha empezó a desaparecer con creciente frecuencia. Se ausentaba de la Casa durante horas interminables, hasta que yo en­fermaba de preocupación, y entonces volvía a presentarse en el jardín o riéndose de mí a través de la ventana de la cocina. Yo no tenía ningún mondadientes, de modo que no podía seguirla, y ella no me decía nunca dónde había estado.

Luego, una última noche, nos untamos con algo para protegernos de los insectos y bajamos al río. La Mucha­cha quiso que cantara para ella. La idea no me gustaba demasiado. No me parecía correcto predicar para alguien que no conocía nuestras miserias, ni que a ella le gustara tanto, estando como estaba en el Cuerpo. En cualquier caso, ella disfrutó como siempre; nunca la había visto tan excitada como aquella última vez.

Al día siguiente, el Muchacho se cansó de esperar y estalló la Guerra.

Aquella misma tarde vinieron a por mí. No se andu­vieron con chiquitas. Dos hombres altos y robustos to­cados con gorros rojos trataron de agarrarme junto a la verja. Me libré de ellos con relativa facilidad y retro­cedí en dirección a la Casa, pero allí había otros cuatro esperándome. Me derribaron al suelo y se sentaron sobre mí hasta que llegaron los otros dos provistos de esposas.

Cuando se cansaron de darme puntapiés no me lle­varon hacia la verja, sino hacia la Casa. Allí estaba el Muchacho vestido de color caqui, con un correaje de cuero y galones en las hombreras. Llevaba una fusta en la mano y la descargó sobre mí mientras aquellos hombres me empujaban a través de la puerta. Empecé a luchar, pero el Muchacho me amenazó con una pesada pistola. Uno de los hombres la llamó revólver, y no supe qué podía hacer, de modo que me quedé quieto.

—¿Qué te parece? —dijo el Muchacho—. ¿Vale la pena? ¿Vale ella la pena de lo que voy a hacer contigo? —al ver que yo no contestaba, me golpeó de nuevo con la fusta—. No creerás que nada valga la pena cuando haya terminado contigo… ¡Y recuerda que un día voy a matarte!

Había otra de aquellas puertas a través de la Casa. No estaba allí antes, y su aspecto no me gustó. Me con­dujeron hacia ella, y uno de los hombres la mantuvo abierta. El Muchacho utilizó su pie para obligarme a cruzarla.

—¡Son otra clase de Ritos! —gritó—. ¡Adelante!

Su risa sonó como la de la Muchacha. Tuve tiempo de preguntarme dónde estaba ella, pero luego la puerta se cerró y tuve otras cosas en que pensar.

Durante todo el tiempo yo sabía que lo que estaba ocurriendo era una ilusión; era demasiado malo para que pudiera ser otra cosa. Había allí un griterío ensordece­dor, un montón de otros hombres vestidos de caqui. No había música, pero la atmósfera estaba cargada de vio­lencia. Al principio se trataba de aprender a matar gen­te, matarla primero y luego odiarla debido a lo que uno había hecho. Tal vez el fallo consistía en la ausencia de música… tal vez los hombres necesitaban aquellos con­troles.

Lo que más recuerdo son las pesadas botas clavetea­das que todos llevábamos, cómo resonaban sobre los senderos de hormigón tapados por arriba y por los lados con chapa de hierro acanalada para que el sonido resul­tara peor. Supongo que yo era bueno en todos aquellos juegos, pero no podía soportar el griterío. Me confundía, y a veces olvidaba que todo era falso.

Uno de los juegos consistía en algo llamado prácticas de bayoneta. Una bayoneta era una pequeña espada en­cajada al extremo de un fusil. Había que avanzar gritando por un sendero de carbonilla y clavar la bayoneta en un saco lleno de paja colgando al final del sendero. Atra­vesé el mío, y el saco se convirtió en K. Completamente desnuda, colgada allí como un pollo. Era tan real, que incluso vi que tenía la carne de gallina. Quiero decir que parecía real.

Cerré los ojos, y cuando volví a abrirlos K se había convertido de nuevo en el saco. Pensé que tenía la mano manchada de sangre, pero no era más que barro.

Había allí un cabo inclinándose sobre mí y riendo. Me dedicaba toda clase de insultos, y se convirtió en el Muchacho. Todo el mundo encontraba aquello muy di­vertido, y mientras ellos reían el Muchacho me preguntó si yo me daba por vencido y le decía a K que ya no la deseaba. Le dije que sabía que todo tenía que ser un sueño, y que no me importaba lo que él inventara para torturarme.

—¡Espera y verás! —su voz seguía recordándome la de K—. ¡No hemos hecho más que empezar!

Luego siguió un viaje por mar en una nave sucia y atestada de gente. Me sentí realmente enfermo. Mal de mer, llamaban ellos a la enfermedad, mientras se reían de mí. Me encontraba en un largo y humeante camarote lleno de hombres que llevaban unos abrigos de color verde oscuro y que también estaban mareados. Era una visión de una especie de infierno, maloliente, con alientos féti­dos y toses. Sabía que podía soportarlo, sabía que todo era una visión… pero, sin embargo, me dolía. Especialmen­te cuando la Muchacha vino a mí por la noche y nadie más la vio. Supongo que le permitían hacer aquello como contraste, ya que cuando se marchaba por la mañana las lágrimas afluían a mis ojos.

Tengo un recuerdo posterior de bajar por una oscilan­te pasarela y de gente aclamándonos. El Muchacho esta­ba entre la multitud, agitando un gallardete y gritando con el resto de la gente. Trataba de acercarse a mí y conseguir que renegara de K. Yo continuaba pensando que podía resistirlo, pero cuando marchamos a la bata­lla no estuve tan seguro. Aquel Muchacho debía de tener una mente enferma para haber soñado las cosas que los hombres hacían allí… las armas que poseían. Los lan­zallamas y los gases tóxicos… Resultaba difícil recordar que era una ilusión.

Murieron muchos hombres. No me sentí en peligro hasta que un tirador parapetado me localizó, y su pro­yectil arrancó un trozo de mi traje de goma. Corrí largo rato huyendo de él bajo una lluvia de balas de ametra­lladora. Por su mala puntería, estaba convencido de que el tirador parapetado era el Muchacho, pero no por ello dejé de correr.

—¡No hemos hecho más que empezar! —le oí aullar—. ¡Espera y verás!

Fue un alivio escuchar sus amenazas. Supe que nada de lo que ocurría era real y que sólo tenía que preocupar­me de mis pies ―mojados y fríos― y de los piojos. Me oculté en una trinchera que estaba llena de hom­bres muertos. Resultaba desagradable, pero permanecí inmóvil y sin preocuparme demasiado hasta que todos ellos se convirtieron en K; todos habían muerto hacía mucho tiempo por causas diversas.

Recuerdo también un ataque con gas. El hombre que estaba junto a mí empezó a agitarse súbitamente como un maníaco detrás de su máscara antigás… y luego se convirtió también en K. Era tan cruel, ella estaba tan cerca, pero infinitamente lejos más allá de aquella oblea de celuloide. Un espec­táculo infernal, aunque yo sabía que era demasiado fan­tástico para ser real, demasiado malo, y que no le había sucedido realmente a ella. Cuando extendí mis manos para prestar ayuda, se produjo otro cambio y el que estaba dentro de aquella máscara era yo. Experimenté una sensación de agonía y todo se borró.

Por un instante pensé que todo había terminado y que el Muchacho había renunciado al juego, pero luego me encontré en una celda y dos hombres con camisas par­das me estaban azotando.

—¿Y bien? —el Muchacho entró y se acercó a mí—. Voy a darte otra oportunidad. No sé por qué —ahuyen­tó una mosca con su fusta. Había muchas moscas, y ate­rrizaban continuamente en los lugares donde yo había sido azotado—. Bueno… tal vez sepa por qué. Ella es mi hermana, y tú tienes que rechazarla a ella para que se sienta despreciada y no sufra un trauma. Ella es ca­paz de enfurecerse tanto como yo: tienes que rechazar­la para que yo pueda matarte.

Me miró unos instantes en silencio, y luego continuó:

—Ella está pasando tam­bién a través de todo esto, ¿sabes? Ella lo está contem­plando. ¿Qué efecto crees que le está haciendo? —enros­có sus dedos en mis cabellos y dio una sacudida a mi cabeza, de modo que tuve que mirarle a la cara—. ¡Ella podría estar incluso disfrutando con esto! ¿Has pensado en eso?

Aquella escena terminó, y a continuación estaban que­mando gente atada a un poste. Tuve que azotar a la Mu­chacha ―o a una imagen de ella― a través de unas calles, y luego tuve que aplicar la antorcha a la leña amontona­da a sus pies. En cierto sentido, ella era más Afortunada que yo: al menos tenía una identidad. Había un nombre tatuado a través de su frente. Tuve que contemplar cómo ardían las ropas con la rara estrella amarilla de seis puntas. Ella no cesaba de gritar. Sinceramente, no sé cómo po­dían ocurrírsele aquellas cosas al Muchacho.

Nuevo cambio de escena. Recuerdo que me encontra­ba en una pequeña estancia de un castillo, y que unos hombres armados con espadas y tocados con unos cascos de cuernos derribaban la puerta. Había mujeres allí con­migo y todas eran arrastradas fuera, y todas eran la Muchacha. Yo era un mero espectador, tendido sobre un suelo que olía a moho con una espada hincada en mi es­tómago. Lo peor era que K parecía disfrutar del espec­táculo. Movía los brazos ampulosamente, como si estu­viera representando sobre un escenario.

—¿Todavía no? —dijo el Muchacho.

―¡Sí!

Luego me encontré en la cabina de algún tipo de ae­ronave. El Muchacho estaba conmigo, y no estaba seguro de si el lugar que sobrevolábamos era Guernica o Dresde. Dejamos caer sobre él una bomba atómica, y pude ver a K sosteniendo una luz fuera de una ventana y gri­tando. Yo estaba en un apuro no sólo porque había de­jado caer la bomba ―lo cual ya era bastante malo―, sino porque me encontraba demasiado cerca del suelo para sobrevivir.

Luego, el Muchacho y yo estábamos en un helicóptero. Me ofreció una pistola, con la culata por delante. La miré y deseé que fuera real, o tener el arma de pólvora que había dejado en la Casa.

—Tiene un solo proyectil —dijo el Muchacho—. Pue­des suicidarte y terminar con todo esto, salvando tu ho­norabilidad —le miré y comprendí que hablaba en se­rio—. Ella te recordará siempre. De otro modo, un día se cansará de ti y no volverá a dedicarte un solo pensa­miento.

—¡No!

Apoyó un pie contra mí para echarme fuera del apa­rato. Casi lo consiguió, pero en el último momento me rehice y en la lucha que siguió me apoderé de aquella pistola y le apunté.

No sé si realmente le hubiese matado. En cualquier caso, desapareció súbitamente y K ocupó su lugar.

—Por favor… —susurró la Muchacha—. Acaba con esto, por favor… te están matando todo el tiempo…

—¿Quieres que renuncie a ti?

Su aparición me había disgustado profundamente. Me pregunté si era realmente ella, o una simple ilusión den­tro del sueño, enviada para engañarme.

—Por favor… dispara contra ti —todavía no lo sé, quizá ella creía que era un buen consejo. Desde luego, no omitían ningún recurso—. Por favor… —continuó—. Hazlo por mí. Siempre recordaré al Candy Man que mu­rió por mí…

No podía hacerlo, desde luego. No hubiese podido hacerlo ni siquiera si ella me lo hubiera ordenado. Como ya he dicho, la cosa que yo sabía que tenía que hacer era sobrevivir.

Su cuerpo me embistió como un ariete. Perdí el equi­librio. La portezuela de la cabina se abrió y los dos nos precipitamos al vacío desde mil doscientos metros de al­tura sobre un fangoso delta. Ella gritó y yo grité y caí­mos como piedras.



Luego, súbitamente, me encontré tendido sobre algo blanco. Todavía resonaban gritos en mis oídos, y mis ma­nos no habían dejado de temblar. Pero estaba a salvo, me sentía a salvo en aquella habitación segura y tran­quila.

La Muchacha estaba allí, apoyada contra la ventana. El Muchacho estaba también allí. Se miraban el uno al otro sonriendo, pero no como si contemplaran algo di­vertido.

—K… —murmuré, llamándola—. Por favor…

Ahora ella estaba aquí, todo volvía a ser normal y yo la amaba como antes. Ni siquiera deseaba denunciar a nadie para conseguir tubos. Sabía que todo volvía a ser real, y que lo que ocurriera a continuación no sería un sueño.

—K… —llamé de nuevo.

Nadie se movió. Tampoco yo pude moverme. Tenía plena conciencia de mis actos, pero no podía moverme. Estaba confundido también, pensando sólo en K, todo era una visión de su nombre.

—K…

Finalmente, ella me oyó. Suspiró, descruzó sus brazos y se acercó a mirarme. Iba vestida de nuevo como el Muchacho. Tal vez era algún tipo de uniforme. Olía a humo de leña: sobre la mesa había una lámpara como la que había visto en mis sueños. La miré a los ojos, pero estaban vacuos como un espejo. Al cabo de unos instan­tes volvió a alejarse.

—¿Cómo pudiste hacerlo con eso? —dijo el Mucha­cho—. ¡Mírale!

—Todo era correcto… —dijo la Muchacha. Se aca­rició los brazos, antes de volver a cruzarlos. Apartó su mirada de la ventana—. Todo era correcto…

—¡Es repelente!

—¿Verdad que sí?

Parecía muy satisfecha de sí misma. Tal vez yo había ganado, después de todo. Pensé que tal vez habíamos ganado, ella y yo.

—¡No lo ma­tarás!

—Infiernos, no… ―dijo él―. Bueno, ahora lo sabemos, ¿no es cierto? De todos modos… no me permitirían hacerlo. ¿Cómo podía esperar algo semejante?

—Yo lo supe desde el primer momento.

—¡Zorra!

—Teníamos que asegurarnos… era el sistema más rá­pido. ¿Cuánto durará?

Se abrió una puerta y entró el Hombre Gordo. Se dirigió directamente hacia mí.

—Es él, desde luego… es él —se volvió hacia el Mu­chacho y K—. ¡Os dije que no le torturarais! ¡Dios, si hubierais estropeado su mente… si le hubierais matado…!

—¡Infiernos! ¡Yo no lo sabía! —dijo el Muchacho—. ¿Cómo iba a saberlo? De todos modos, él cree que todas fueron ilusiones… Y sólo duró diez minutos…

—Cuidado —dijo el Hombre—. No sabes dónde em­piezan las ilusiones y dónde terminan las otras cosas. Él no sabría eso, puesto que ha pasado su vida en las Calles. Tú podrías ser un sueño para él… ¿Has pensado en eso? ¿Cómo podemos saber lo que la gente piensa de nosotros? —se volvió hacia la Muchacha—. ¡Tú lo sa­bías! Sabías quién era. Lo dije antes, y lo repito ahora: ¡le deseabas bestialmente… como cualquier otra nove­dad!

—Tenía que asegurarme, como antropóloga, como científica…

—¡Tu deber era redactar un informe oficial pre­liminar! ¡Sabías lo importante que era!

—¡Te lo dije! Te dije que creía que era interesante…

—Estás corrompida. ¡Degenerada! —estalló el Hom­bre, fulminándola con la mirada. El Muchacho dejó oír una risita burlona—. ¡Esa afición indecente a ponerte las ropas de tu hermano! ¡Zorra travestida!

Estaba realmente furioso. Me pregunté cuándo se acordarían de mí. Esperaba que entonces me permitie­ran levantarme.

—Era necesario —dijo la Muchacha soñadoramente, medio sonriendo todavía a su hermano—. Ya sabes lo que puede ocurrirle a una muchacha joven en las Ca­lles…

—¡Maldita seas! ¡No, no sé nada de eso! Son dema­siado estúpidos para desear a una mujer hasta el punto de violarla. Los Preceptores matan sus deseos… —hizo una breve pausa y luego continuó, más lentamente—. Ya sabes lo que le hacen a la gente que fracasa en los Ritos. Y sabes que no era por eso por lo que tú…

—Candy solía aguijonearles… —la Muchacha sonrió a algún agradable recuerdo—. Tiene un talento especial para eso. Es realmente traicionero, despiadado —enar­có las cejas—. Ahora se ha hecho blando. Se ha hecho blando por mí…

—¡No tenías que haber merodeado por los Ritos de las muchachas! ¡No tenías que haberte vestido así! —aquello impresionó a la Muchacha. Intercambió una rápida ojeada con su hermano—. ¡Oh, sí! ¡Lo sé! Estabas demasiado interesada en aquellos asquerosos Ritos. Me dediqué a vigilarte. Envié a un gato y te vigilaba a tra­vés de él. ¡No debiste liquidar a aquellos Preceptores, sólo para experimentar una nueva sensación! ¿Qué harás cuando estés cansada de todo y nada te excite?

Empecé a protestar. No tenía por qué hablarle a K de aquel modo. Luego pensé en ello y no estuve tan segu­ro… Tal vez ella no había ido a los Ritos para salvarme, después de todo. Y no es que aquello cambiara en nada lo que yo decía, ya que de mi boca no salía ningún so­nido.

—¡Ponerte de acuerdo con tu hermano para torturar al pobre Candy Man! ¿Creíste que sería divertido empu­jarle a los Ritos? ¿Creíste que fracasaría? ¡Jugar con él como el gato con el ratón! Y luego despertar su deseo, dejando que te viera desnuda…

—Nosotros… yo estaba intentando descubrir si era… Me pareció que los Ritos eran un medio para descubrirlo rápidamente.

—¡Embustera! Estabais jugando con él. Como le estáis torturando ahora, fingiendo que cada uno de vosotros es el otro. ¡No sois aptos ni para las Calles!

Se miraron el uno al otro. Siguió un largo silencio. El Hombre Gordo se calmó. Tenía un aspecto ansioso y serio. Los otros dos se limitaron a sonreír. Luché por incorporarme, por llamar de nuevo a K.

—Dios… —dijo el Hombre—. No debí permitir que hicierais eso con él. Tenemos una responsabilidad. Si le habéis lastimado… Gracias a Dios descubrí la cosa a tiempo, gracias a Dios descubrí su nombre…

Saqué fuerzas de alguna parte. Casi me senté, pero no pude permanecer en aquella postura, volví a caer ha­cia atrás. Había cables en mi cabeza que tiraban de mí.

—K… —murmuré.

No había querido decir aquello. Había pretendido preguntar acerca de mi nombre.

—K… —repetí.

Entonces, ella se giró. Lo hicieron todos, pero yo la estaba mirando a ella. Levanté los brazos. El labio su­perior de K se frunció como el del Muchacho.

—¡Asqueroso Androide!

Eso fue lo que dijo. Al principio no comprendí.

—¡Calma… calma! —dijo el Hombre Gordo. Volvién­dose hacia K, aulló—. ¡Cierra el pico! Esto es demasiado importante…

—¡Androide! —dijo la Muchacha, con una risita bur­lona—. Asqueroso, encantador, adorable Androide… ¡Ese eres tú, querido Candy! Ese…

El Hombre Gordo la abofeteó brutalmente. El Mucha­cho se rió entre dientes. La Muchacha dejó escapar un sollozo y luego permaneció silenciosa.

—¿Yo? —me incorporé, esta vez del todo. La sábana se deslizó hacia abajo. Abrieron mi pecho, y estaba lleno de cables.

—¡2/59/9215! —dijo el Hombre Gordo.

Era mi nombre. Supe que era mi nombre. Escuché con una nueva atención. Nada era importante ahora, ex­cepto lo que el Hombre Gordo iba a decir. Volví a echarme, y miré, y escuché. K había dejado de tener importancia, al menos en aquel momento. Todo estaba encajando en su debido lugar, lo recordaba todo.



XI



Me dieron tubos, pero no me dejaron salir de aque­lla mesa de operaciones. Cuando los tubos hicieron efec­to y me di cuenta de que al fin tenía mi nombre, supe que mejoraría rápidamente. Me sentía cada vez más fuerte, realmente Afortunado, como solíamos decir.

Miré a mi alrededor. La mesa estaba rodeada de tubos de brillantes colores y cables enroscados. Un poco más allá había unas máquinas altas y relucientes, llenas de engranajes y conectadas a mí. También había otros ca­bles más gruesos que discurrían por el suelo, pero no me importó de dónde procedían. Me vi a mí mismo ten­dido allí, reflejado mil veces en las brillantes superficies metálicas. Ahora que conocía mi nombre y tenía mi Pro­pósito… mi Propósito…, la cosa no parecía tan mala.

El Hombre Gordo estaba situado a mis pies, mirán­dome. Encontró mis ojos por un instante y me dedicó una media sonrisa, pero yo no estaba preocupado, por una vez no estaba preocupado. Sabía que no tardaría en conocer mi Propósito, y podía soportar cualquier cosa. El Muchacho y K estaban en alguna otra parte de la habitación. Vi que no estábamos en la Casa, sino en algún lugar metálico.

Luego el Hombre Gordo hizo un movimiento hacia las consolas de la pared; las celosías de las ventanas se cerraron y quedamos sumidos en la oscuridad. Se encendieron unas luces muy brillantes, todas enfocadas sobre mí. Quedé solo sobre la mesa de operaciones em­papada de luz. Después empecé a ver pequeños movi­mientos en la cálida oscuridad que me rodeaba. A veces una mano aparecía en mi isla de claridad y un monda­dientes parpadeaba mientras alguien ajustaba algo, pero principalmente eran sólo las voces.

Permanecí tendido allí, relajado en aquel baño de luz, saboreando mi revelación, mi alegría y mi bienestar. Era aquel un lugar solitario, pero no me importaba. Es­taba separado de la Muchacha para siempre, pero tam­poco eso me importaba. En aquel momento me tenía sin cuidado lo que ella era o lo que ella hacía. Yo era un Androide… un hombre artificial… una máquina, y si eso era cierto, me habrían fabricado para hacer algo. Tenía una razón de ser, tenía mi Propósito. No importaba cuál fuera, no importaba en absoluto; si se tiene un motivo para vivir, se puede seguir viviendo. Esperé pacientemen­te, escuchando con una especie de fría anticipación, es­cuchando tranquilamente lo que iba a llegar, lo que sa­bía que el Hombre Gordo me diría.

Durante largo rato discutieron las posibilidades. En un momento determinado la Muchacha se acercó a mi­rarme, con su rostro oscuro contra la luz y sus cabellos como un halo de oro. Vi cómo fruncía su labio superior y me llamaba «Androide», como si fuera algo sucio.

No me importó absolutamente nada. Ella era huma­na: ¿cómo podía saber lo que era tener un Propósito? ¡Infiernos, ella pertenecía al Cuerpo! Podía llamarme lo que quisiera, ya que con ello no se inmiscuía en lo que yo estaba destinado a hacer.

—¡No hagas eso! —dijo el Hombre Gordo bruscamen­te—. Ahora no debes molestarle. Es un momento deli­cado, una cosa sutil. Ellos pueden sufrir, ¿sabes? Debe­mos ser cuidadosos y no estropearlo, ahora que lo te­nemos…

Se interrumpió para examinar los instrumentos y su voz se fue apagando a medida que se interesaba en ellos. Reí para mis adentros, preguntándome mentalmente por qué creían que a mí debía importarme no ser humano. Yo era lo que era, y tenía cosas que hacer.

—No te importaba tanto cuando estaba en aquella Casa… —dijo el Muchacho en la melosa oscuridad. Hizo una breve pausa—. Creo que le mataré, de todos modos…

El Hombre se volvió rápidamente y le gritó que se callara.

—Cuando esté… cuando esté recompuesto le necesita­remos, sea lo que sea…

El Muchacho se alejó a través de la habitación. Tal vez obedeciendo a una seña del Hombre. La Muchacha rió en la oscuridad.

Tuve una momentánea visión de su piel cremosa, un vivido instante de nostalgia. Todo había marchado bien para mí siendo un hombre; parte del tiempo había sido muy bueno. Predicando también… cantando, me gusta­ba aquello… y el tacto de la Muchacha, me gustaba to­carla. Aquellas ideas se borraron de mi mente. No tenían la menor importancia. Lo importante era que yo tenía un nombre.

—Bueno —dijo el Muchacho—, cuéntanos para qué va a servir. Ponlo de nuevo en marcha…

Unas sombras se movieron a través de las luces. Era una región intemporal, cálida y agradable. El tiempo no tenía ningún significado. Una hora podría haber sido una eternidad.

El Hombre Gordo se inclinó hacia la luz, colocó una mano encima de sus ojos para protegerlos y examinó una hilera de pequeñas pantallas. Observé por primera vez que yo estaba atado con correas, como un monstruo. No había ninguna necesidad de aquello: yo no era un mons­truo. Pero no tardé en olvidarlo; resultaba muy agrada­ble permanecer tendido allí, saboreando mi nombre, es-perando ser puesto en marcha, como había dicho el Mu­chacho.

—No es tan fácil como decirlo —el Hombre Gordo se apartó de nuevo de la luz—. Tendrá que hacerlo por el camino más duro: por sí mismo. Nadie puede hacerlo por él.

—¿Has comprobado esas correas? —dijo el Mucha­cho—. ¡Es una verdadera fiera!

—Es un gatito —dijo la Muchacha. Se inclinó hacia la luz y pude verla otra vez. Llevaba en brazos aquel gato robot, que me miró fijamente con sus ojos azules—. Conmigo se portó muy bien.

La Muchacha retrocedió, pero los ojos del gato con­tinuaron enviándome llamas azules desde la oscuridad. Yo lo estaba viendo todo, tal vez a causa de los tubos, o tal vez porque me estimulaban con aquellos cables, pre­sionando mi cerebro.

—No es tan sencillo. No podemos ponerlo en marcha así como así. Es tan complicado como un hombre… Todo está en él, todo lo que tiene que hacer. Lo que tenemos que hacer nosotros es llegar hasta él… inducirle a recor­dar… activarle en ese sentido…

El Hombre Gordo estaba ocupado de nuevo en las consolas. Nadie dijo nada durante un largo rato.

—Sí… —murmuró finalmente el Muchacho—. Le ma­taré más tarde.

—Descubrirás entonces que a él no le importa. ¿De­searás eliminarle si se ríe de ti, si no le importa?

El Muchacho se alejó una vez más. Pude oírle hablar con la Muchacha en la oscuridad. El Hombre Gordo se acercó a mí. La mesa de operaciones tenía un taburete adosado. El Hombre Gordo se sentó en él, hablando todo el tiempo de tal modo que yo no entendía lo que decía. Luego hizo girar su taburete, alargó las manos hacia la consola y maniobró allí con su mondadientes. Tal vez es­taba hablando para sí mismo… No pude decidirlo.

―Difícil… ¿Qué podemos darle? Tan complicado co­mo un hombre…

Volvió a protegerse los ojos para acercarse a aquellas pequeñas pantallas. Noté en mi cerebro un leve hormi­gueo semejante al que el Preceptor me había causado en los Ritos.

—Toda esa capa… —dijo el Gordo para sí mismo—. Como si no fuera ya bastante difícil sin ella, toda esa experiencia, toda esa vida. Una locura, mil años de libre vagabundeo… No me extraña que haya olvidado quién es y para qué le construyeron. ¡Qué locura dejarle vaga­bundear libremente!

Me miró muy de cerca, y su rostro flotó encima del mío como una gran luna blanca. Tenía los ojos como un mapa de carreteras, y su aliento olía a alcohol.

—¿Recuerdas, Candy Man? ¿Recuerdas por qué te dejaron suelto?

Al ver que yo no contestaba gruñó, se volvió de nuevo hacia la consola y agitó su mondadientes ante algo que había allí.

La Muchacha se acercó, dejó al gato en la parte su­perior de la consola y se quedó allí, con una mano en la cadera y la otra preparada con el mondadientes para ha­cer los ajustes que el Hombre Gordo señalara. No vi como hacía aquello. No percibí ningún movimiento ni oí ninguna palabra entre ellos. Traté de localizar al gato, pero no lo conseguí.

—¡Recuerda! —dijo el Hombro Gordo—. ¡Recuerda!

Sus palabras sonaban como una amenaza. Tal vez es­taba furioso porque yo había vivido dos mil setenta años y él era solamente humano.

Aquel cálido hormigueo en mi cerebro se hizo más intenso. Aquella misma Calle oscura como en los Ritos se abrió ante mí, y yo estaba cayendo otra vez. Vi agi­tarse mis piernas en los mil reflejos sobre los instrumen­tos. Vi también las piernas de aquel Preceptor, las recordé girando en el aire.

—Muy bien —dijo el Hombre Gordo—. Muy bien, la cosa funcionará. Limítate a dormir como te dijeron los Preceptores cuando sospecharon quién podías ser. Sólo que esta vez dará resultado: ellos no sabían quién eras y nosotros sí… Esta vez te dirá tu porqué…

Pensé que sería una gran cosa conocer mi porqué. Había sido un hombre durante mucho tiempo, y ahora iba a tener una razón, un porqué para mi vida, para todo lo que había hecho.

Vi un iceberg cayendo de un glaciar. Luego desapare­ció. Regresé a la luz, a aquella cálida luz y al rostro de luna blanca del Hombre inclinado sobre mí, y a la Mu­chacha allí de pie sonriéndome en la penumbra. Vi mo­verse el mondadientes en los dedos de la Muchacha, y luego todo desapareció.

Estaba cayendo en aquella Calle de recuerdo. La mis­ma de antes. Luego me encontré con el iceberg. Sabía exactamente lo que era. Nunca había visto un iceberg, excepto aquél. Lo vi balancearse, empujado por el agua de color jade.

Lo vi una y otra vez. Vi las gaviotas revoloteando y el mar salado rugiendo en torno a la masa de hielo des­prendida del glaciar. Luego lo vi flotando como un gran velero, con siete décimas partes hundidas bajo la su­perficie. Pensé que aquello tal vez fuera algún tipo de símbolo, alguna clase de analogía surgida de mi mente. ¡Dios! Pero el mundo era así, siete décimas partes hun­didas: uno no sabía nunca qué creer. En aquel momento recordé.

—¡Eso es! —grité.

O tal vez no lo hice. Sonó como mi voz, pero no po­día tener la seguridad de que estaba hablando. Quizá no eran más que pensamientos… El Hombre Gordo pare­ció comprender, y eso era lo que importaba. Se echó hacia atrás en su taburete y permaneció muy quieto, escuchando todo lo que yo decía.

―El hielo derretido… ¡los casquetes polares deshela­dos! El efecto de invernadero… —sabía lo que había ocu­rrido, estaba ocurriendo otra vez en mi cerebro.

—Sí —llegó la voz del Hombre Gordo—. El hielo se derritió y los mares subieron de nivel.

Vi imágenes de las partes bajas de la Ciudad Mundial inundándose. Vi diques levantados a través de los pasi­llos, y el agua embistiendo impetuosamente. Era terrible… Yo estaba allí, pero en realidad sólo era algo que me habían contado. Era como un juego, un drama, una tragedia con cadáveres elevándose con el agua. La voz del Hombre Gordo estaba siempre allí, sobre todo ello. Eso era tam­bién como un juego: el Hombre Gordo siempre allí, im­pulsándome a recordar más, apremiándome… Y era sólo una voz, y yo estaba recordando cosas espantosas que no había recordado antes. Si yo no hubiera sabido que era un Androide, podría haberle odiado por ello.

Luego las visiones cambiaron y vi otra vez aquellas Máquinas. Aquellas cosas apiñadas. Las vastas y compli­cadas formas parecían desprender una luz vibrante, aque­lla luz opaca que no podía verse adecuadamente, aquella sensación, aquel ambiente de terrible potencia.

—Sí… —dijo el Hombre. Deseaba que yo continuara, ha­bía algo que estaba a punto de llegar y que era lo más importante para él—. Sí, sí, bombas. Funcionando sobre el agua, tratando de vaporizarla al espacio, pero la ma­yor parte volvía a caer. Continúa… termina de contár­melo.

—No. Aparte de eso…

Traté de continuar, pero me resultó imposible. El orden de mis recuerdos parecía ha­berse alterado. Tenía una vaga memoria de algo relacio­nado con el agua, una sensación de cosas flotando, de un remolino, un flujo, algo potente. Aquellas Máquinas, funcionando eternamente, haciendo algo además de des­truir. ¿Sosteniendo algo? No podía pensar.

El Hombre Gordo se había impacientado, y no cesaba de apremiarme para que continuara. En un par de ocasiones casi me gritó, pero pareció controlarse y volvió a hablarme en un tono normal.

Entonces recordé algo acerca de los Preceptores. El cómo y el porqué de ellos. Recordé que también ellos te­nían una función.

—Eugenesia… —dije—. Política… Los Ritos… Selec­ción para la procreación, parejas para las Preceptoras.

A la Muchacha pareció interesarle aquello. Se acercó a la luz agitando sus cabellos dorados, y empezó a inte­rrogarme.

—Pero no dio resultado —dijo—. En las Calles hay tantos idiotas como siempre. ¡La esterilización! ¡Eso hu­biera sido una verdadera respuesta!

—Queman sus cerebros cuando han terminado con ellos, y añaden esas substancias al alimento —dijo el Hombre Gordo—. Los Ritos sólo son un filtro para ob­tener los mejores genes para los Preceptores, y para no­sotros, originalmente.

—No sólo eso. Originalmente, para beneficiar… para elevar a toda la raza por medio de la selección, para ele­varla de donde había caído.

Yo lo comprendía perfectamente, lo recordaba. En una época determinada había existido algo llamado «se­lección natural», para eliminar a los más débiles, para me­jorar la raza.

—La esterilización hubiera sido Anti-Vida, las Máqui­nas no lo hubiésemos permitido.

—Pero queman sus cerebros —dijo el Hombre Gordo suavemente—. Los convierten en idiotas.

—Eso siempre ha estado permitido.

—Pero, ¿por qué decayó la raza? —la que hablaba ahora era la Muchacha, pero el Hombre estaba cerca. Ella atisbó alrededor de su rostro de luna, con sus ca­bellos dorados cayendo sobre las hombreras de su chaqueta. Empecé a contar las hebras individuales—. ¿Por qué la degeneración, por qué fueron necesarias las Má­quinas en primer lugar?

—Las Máquinas —dije. Conocía la respuesta a aque­lla pregunta—. Las Máquinas Profundas se hicieron ellas mismas demasiado necesarias. Con ellas, todo resultó demasiado fá­cil para la raza. Un milenio de paz y comodidad, y du­rante todo el tiempo aquel aplastante ocio. Un millar de años de diversión, de no hacer nada. Las Máquinas lo hacían todo mucho mejor, creando una sensación de in­ferioridad, de degeneración. Un círculo vicioso. Es por eso que me fabricaron a mí, por lo que organizaron a los Preceptores; nadie más puede realizar mi tarea. Cuando la Ciudad empezó a desmoronarse…

Tuve visiones otra vez. Lugares en gradación, mu­chos de ellos estructurados, muchos acodados, muchos habitados. Luces apagándose, continentes enteros súbi­tamente a oscuras, a veces pavorosos incendios. Ham­bre y desesperación, y ruidosas algaradas en las Calles, paredes derrumbándose, y el Mar aumentando de nivel.

—¿Quiénes fueron los Preceptores? —inquirió la Mu­chacha.

Yo había contado ya setecientos cabellos, todos dife­rentes, todos hermosos.

—No eran Androides. Hombres imperfectos. Una cas­ta hereditaria. Una organización, normas y precedentes, procedimientos establecidos, lo más próximo a una má­quina que un hombre puede llegar a ser. Diseñados por las Máquinas Profundas.

—¿Esas son las Máquinas de que hablabas…, las de la luz azul? —el Hombre Gordo volvía inevitablemente a ellas. Tal vez estaba asustado de los grandes cerebros. Algunos hombres lo están.

—En parte… sólo en parte.

Había algo más. Algo que yo perseguía. Algo impor­tante, algo realmente profundo.

—¿Os dais cuenta? —dijo la Muchacha. Yo había con­tado ya ochocientos noventa y siete cabellos. Algunas de las formas habían comenzado a repetirse; quizá llevara una peluca. Eso hubiera sido muy propio de ella. Quizá el Muchacho se vestía a veces como su hermana—. ¿Os dais cuenta? —continuó—. ¡Absolutamente tradicio­nal! Una gerontocracia, perpetuándose a sí misma… ¡Una casta, como una religión! ¡Hermoso! ¡Clásico!

Estaba excitada. Era lo único que realmen­te le importaba; lo único que realmente la excitaba era su ciencia. Aquello era lo único que le importaba acerca de mí, aquello era lo único que le importaba acerca de la humanidad.

—De modo —dijo el Hombre Gordo— que tenemos este cuadro: los Hielos derritiéndose… alterados por la Ciudad Mundial, sin duda… El agua subiendo de nivel, la raza reproduciéndose desordenadamente y degeneran­do…

—No había nada más con qué pasar el tiempo; las Máquinas cuidaban de que todo el mundo sobreviviera para reproducirse. Era algo importante para la raza: la procreación era lo único que las Máquinas no podían hacer.

—Control de Natalidad —dijo el Hombre Gordo. Pa­recía decepcionado—. Malthus, todo esto había sido pre­visto desde hacía mucho tiempo. Seguramente…

—No funcionó, o funcionó mal —intervino la Mucha­cha. Se inclinó más hacia la luz, sus anillos resplandecie­ron antes de que ella hablara. Sus cabellos cayeron ha­cia adelante como una cascada. Su entusiasmo era evi­dente—. ¿No os dais cuenta? Estadísticamente, los inte­ligentes podían hacer eso: acordarse de tomar sus píldoras, o lo que fuera. Pero los estúpidos, los olvidados, los primitivos… Pensad en lo que eso significó a lo lar­go de muchas generaciones. Otra selección: ¡una selec­ción antinatural para la estupidez, para el descuido y para la irresponsabilidad!

—Entonces, ése fue el motivo de que los Preceptores…

—¡Exactamente! ¡Ese fue el motivo de que existie­ran los Preceptores! —ahora la Muchacha hablaba a gri­tos—. ¡La secta nació para eso! En su origen, se dedicó a la divulgación de las normas del control de la natali­dad en aquella decadente y superpoblada Ciudad Mun­dial.

—La cosa fracasó —dije—. No dio resultado…

—¡Demasiado ímpetu! —los anillos centellearon de nuevo. La Muchacha me dirigió una sonrisa, y en aquel momento era sincera. Aprobaba lo que yo estaba tratan­do de decir—. Las tendencias de un millar de años. ¡Ima­ginad aquella Babel! Imaginad los argumentos contra­dictorios, la lucha por las ideas, la lucha por el espacio, por los derechos en aquella degeneración. De modo que depositaron todo el poder en las Máquinas. O tal vez las Má­quinas asumieron el poder… Tuvieron que hacerlo antes de que fuera demasiado tarde. De modo que prepara­ron las Máquinas para combatir las tendencias, y las Máquinas tomaron a los Preceptores como ayudantes… para que fueran sus agentes; probablemente eran la úni­ca organización que quedaba en pie.

—Pero también fracasó —dije.

Estaba viendo aquella Ciudad infernal. La gente api­ñada, el miedo, la descomposición, el neurótico impulso a cohabitar, la frenética afirmación de vida de la huma­nidad. La frenética afirmación de ser distinto de cual­quier otro. Luego, la sangre vertida en las Calles, las ba­rricadas y las bombas incendiarias, las pandillas arma­das, el miedo que se inspiraban unos a otros, su manera de odiarse.

—Todavía quedan evidencias de eso —dijo la Mucha­cha—. Pensad en aquellas personas cerca de la entrada a los Ritos. Pensad en la repugnancia de Candy a que le toquen, o a tocar a alguien… Y todo el tiempo el eco del mar en los niveles infe­riores, el mar subiendo de nivel, el desgaste y la desintegración… ¡Sí! —dijo la Muchacha—. ¡Mil veces sí! Aquél era el camino…

Vi las patrullas eugenésicas, los Ritos y los Precepto­res ahora con armas, frenéticos cultos religiosos, para­noia, cerebros quemados, venenos en el alimento…

—Equivocado —dije—. Algo que nunca debió ocurrir, una época cruel. Cruel.

Mi voz me sorprendió. El Hombre Gordo también pareció sorprendido. Re­trocedió hasta la sombra y revisó rápidamente las con­solas.

—Tú… no eres más que un Androide —el Muchacho habló desde algún lugar en la oscuridad—. No te está permitido formular juicios.

Dejó oír aquella desagradable risita. Supe que tenía razón. Yo no debía decir cosas como aquella. No eran de mi incumbencia.

Pude ver las manos del Hombre revoloteando como pájaros en la penumbra mientras le hablaba a la Mu­chacha.

—Ya te dije que era interesante —respondió ella—. Pensé que tenía derecho a experimentar con él. Y creo que, si no lo echaras, podríamos saber muchas más cosas.

—Sólo es una cuestión de tiempo —dijo finalmente el Hombre Gordo—. Sólo la acumulación de experien­cias. Recuerda que fue fabricado para vivir entre la gen­te, para pasar por un hombre.

—¡No lo eches aún!

Yo había contado ya mil trescientos sesenta y dos ca­bellos. Todos eran casi exactamente del mismo color, y no había visto ninguno que estuviera partido. Estaba se­guro de que era una peluca, falsa, como el resto de ella.

—No lo eches —dijo la Muchacha—. Déjame…

—¡Sabemos lo que tú quieres! —dijo el Muchacho—. Quizá te permita tenerlo cuando lo haya matado.

El Muchacho no comprendía nada. Le ignoramos.

—Tiene que marcharse. Le fabricaron para eso —el Hombre Gordo agitó su mondadientes sobre las conso­las, y volví a notar aquel hormigueo en el cerebro. Se inclinó sobre mí—. El agua subiendo de nivel. ¡Las olas en las escaleras, la resaca en las paredes!

Y entonces se hizo la luz en mi cerebro.

—La superficie. Las superficies. La Ciudad Mundial estaba inundada en su mayor parte. Construyeron de nue­vo el mundo por encima de sus tejados. Lo cubrieron todo de tierra y construyeron de nuevo la Ciudad…

—Debieron tardar mucho tiempo —dijo la Mucha­cha—. Toda la gente en ebullición, y el agua subiendo de nivel, y ellos hicieron eso. ¿Qué tipo de sociedad se­ría aquélla?

—Las Máquinas lo hicieron… construyeron la prime­ra superficie… fueron fabricadas para que levantaran la nueva Ciudad. Eso fue antes de mi época…

Vi el mundo tal como había sido. Lo vi desde el es­pacio. Masas de tierra a través de los mares azules, tie­rra verde y parda. Vi la Ciudad extenderse, interrumpir su crecimiento y luego ampliarse a través de los mares. Vi el hielo empezando a desaparecer, espesarse las nu­bes, luego redoblarse.

—Eso es lo que consiguieron —dijo el Hombre Gor­do—. La desaparición de los árboles, el equilibrio ecoló­gico destruido por falta de control…

—Pero sólo fueron veinticuatro metros en la última fase —dijo la Muchacha—. Un centenar en total, tuvie­ron mucho tiempo…

—Sesenta y uno coma cinco por término medio —di­je—. Cada metro desplazaba a novecientos millones de personas…

Vi la nueva Ciudad cubriendo la antigua. Vi derrumbamientos, vi cómo volvían a construir. Sólo quedaron las montañas, únicamente las montañas salpicadas de los palacios de los ricos, de los comisarios. Las Rocosas, los Andes, los Alpes, el Himalaya, lugares más pequeños tam­bién… y haciéndose cada vez más pequeños a medida que la Ciudad se erguía contra el inundado y humeante caos infernal oculto en sus propias profundidades…

—Las Máquinas —dije—. Construyendo capa sobre capa, interminablemente, un círculo vicioso…

—Y algo más… —el Hombre Gordo apremió mi me­moria.

—No pudieron pararlas… Cuando la población em­pezó a descender, cuando los Ritos habían dado resul­tado y las Máquinas habían construido lo suficiente, ol­vidaron la manera de detenerlas.

—Degeneración… —dijo la Muchacha—. Una vez des­truido el equilibrio, probablemente no les importaba.

—¡Olvidaron la manera! —dije—. Pero las Máquinas eran automáticas, y estaban construidas para pararse a sí mismas al terminar su tarea…

—Demasiado tiempo —dijo la Muchacha—. Una ave­ría tal vez. Dos mil años construyendo sin parar… Y du­rante todo aquel tiempo los Preceptores desarrollando sus funciones. ¡Toda una sociología, qué estudio!

Es­taba maravillada. En aquel momento, nadie la hubiese llamado «prostituta». Su amor a la ciencia la hacía tras­cender de sí misma.

—Pero todavía hay una cosa más —dijo el Hombre Gordo—. Un hecho más central…

Entonces caí en la cuenta. Era la cosa más importan­te de todas.

—¡La Máquina de Materia!

El Hombre Gordo se golpeó las rodillas con las pal­mas de las manos. Gritó, y luego empezó a relamerse los labios. Vi su lengua, blanda y sonrosada, brillante a la luz. Sonrió y volvió a sentarse.

—Fueron fabricadas para construir las superficies —dije.

Eso es lo que era la más profunda de las Máquinas Profundas, bañada en su propio resplandor, envuelta en su propio halo eléctrico de misterio. No era de extrañar que no pudieran pararlas. Nadie podía pararlas sino yo… y yo sólo podía hacerlo porque ellos me ayudarían.

—Sí… —dijo el Hombre Gordo, pero no estaba ha­blando conmigo—. Máquinas de Materia… el secreto del Cosmos. Siempre hemos tropezado con él. Las condicio­nes en las cuales la materia se crea a sí misma, el paso de la nada a algo…

—Yo fui fabricado para detenerlas.

Por fin lo sabía. Me habían fabricado para aquello… aquel era mi Propósito.

—Tú eres el Gran Robot —dijo la Muchacha—. Tú eres la parte de la Máquina que tiene que terminar con ella, terminar con el mundo. Te hicieron para pararlas… Tú, asqueroso Androide.



XII



A partir de aquel momento empecé a captar imágenes claras. Todo, todo estaba en mi cerebro; lo comprendía todo. La mayoría de las cosas en cualquier caso; nunca me había sentido así hasta entonces. Podía verme a mí mismo avanzando a través de aque­llas antiguas Máquinas, podía anticipar mi tarea allí. A través de aquellas dificultades, a través de aquellas te­rribles defensas. Recordaba todos los Códigos… Podía re­cordar que no era fácil, que tendría que enfrentarme con muchos peligros, incluso para mí habría peligros con los que tendría que enfrentarme.

—Tenías que haberlo hecho hace mucho tiempo —dijo la Muchacha—. Te hicieron de carne para eso, te dieron la vida para eso —me dedicó una sonrisa—. No te enor­gullezcas, Androide. No eres más que una medida de emergencia, ¿comprendes?

—¿Por qué no lo ha hecho antes? ¿Ha fracasado tam­bién? —por la voz del Muchacho, era evidente que aque­lla idea le gustaba.

El Hombre Gordo se volvió hacia el muchacho, con el ceño fruncido.

—Cuidado —dijo—, no busques jaleos ahora…

—Un Androide fracasado —se burló el Muchacho—. Lo único que hacía era cantar contra lo que no había sabido resolver… ¡Predicar!

—Lo hacía muy bien —dijo la Muchacha—. Y des­pués…

Ya había observado eso antes en las mujeres. Es lo único que les importa, hasta que se hacen demasiado viejas.

—Motores de Materia —dijo el Hombre Gordo—. Piensa en los Motores de Materia. Ellos lo significan todo.

—¡Predicaba muy bien! —dijo la Muchacha.

El Hombre la ignoró. Se inclinó sobre mí.

—Necesitamos una unidad clave de un Motor de Ma­teria —el Hombre Gordo estaba recurriendo a mí. Pi­diéndome ayuda, un favor, a mí: a un Androide—. Creo que aquellas unidades se llaman Toroides; si consegui­mos una de ellas, podríamos construir Motores enteros. El diseño se ha perdido. Tenemos planos del resto, pero los Toroides son el secreto. Aquellos Motores… los que están allá abajo… los vuestros… son los únicos de que tenemos noticia…

Me limité a mirarle. Empecé a preguntar por qué los deseaban, por qué eran importantes para el Cuerpo. Los miembros del Cuerpo eran dioses para mí. No compren­día cómo podían necesitar mi ayuda, ni para qué nece­sitaban los Toroides.

—Hemos explorado, hemos enviado naves a las es­trellas más próximas, hemos llegado lo más lejos posible viajando por debajo de la velocidad de la luz. Tenemos que continuar, tenemos que ser capaces de llegar más lejos. Si el Cuerpo no lo hace, si la raza no lo hace…

Se encogió de hombros. Supe lo que quería decir. El Cuerpo era ahora la raza. Si no viajaban más lejos, ter­minarían del mismo modo que los hombres en la Tierra, y sería el final de la raza.

Asentí.

—Tenemos que cruzar la Galaxia… llegar a las Nu­bes… y después de eso cruzar el Metaespacio hasta las otras Galaxias. Tenemos que hacerlo, tenemos que cruzar el Abismo. ¡Hacerlo o morir! Y para hacerlo ne­cesitamos viajar a una velocidad superior a la de la luz. Necesitamos energía. ¡Mucha energía! ¡Ne­cesitamos la energía de los Motores de Materia!

¡Aquellos Motores de Materia! Eran como un truco de prestidigitación. Sacaban la materia como conejillos blancos saliendo de un sombrero de copa, pero en rea­lidad de la nada. Era algo imposible de describir.

—Convertiremos la materia en energía. Aceleraremos el proceso. ¡Un centenar de años de plena potencia! Dos­cientos… ¡un millar, en caso necesario! ¡Podríamos supe­rar con mucho la velocidad de la luz si fuera preciso!

Tenía los ojos brillantes. Era un soñador. Estaba te­niendo un visión, y mi corazón se inclinaba hacia él.

—¿Por qué? —dije—. ¿Por qué tendría que ayudar­te?

Mi objetivo era únicamente parar las Máquinas, no desmantelarlas. No había ninguna orden para ello, no era parte de la tarea que me estaba encomendada. Te­nía que recibir una orden, lo deseaba, lo único que tenía que hacer él era darme una orden.

—Dos veces… veinte… doscientas veces la velocidad de la luz… yendo y viniendo… Antimateria… nuevos rei­nos, nuevos mundos para conquistar… El tiempo en las palmas de nuestras manos. Navegaremos por el Borde, lo cruzaremos todo…

Creía de veras en lo que estaba diciendo. Soñaba con el éxito… Era como la Muchacha y su ciencia. Aquella Fe, aquel Amor eran los que hacían grandes a los hombres. Le contemplé con admiración. Respetaba la intensidad de sus sentimientos; si uno es un Androide, tal vez no sienta las cosas demasiado intensamente.

—No lo hará —dijo el Muchacho—. Olvídalo, Gordo. ¿Acabo con él ahora?

—Tienes que ayudarnos —dijo K. Me dedicó una son­risa que estaba destinada a fundirme como mantequilla—. Es una cosa científica. ¡Tienes que hacerlo!

Era una orden. No podía negarme.

—De acuerdo.

La Muchacha pareció complacida cuando dije eso. Tal vez creyó que su sonrisa había hecho efecto.

—Los Exploradores abrirán la marcha —dijo el Hom­bre Gordo—. Las estrellas serán nuestro rumbo, la Vía Láctea nuestro sendero, a través de aquellas extensiones vacías… —soñar era una buena cosa. Me gustaba, pero… Dios, uno llega a cansarse incluso de lo bueno—. Hom­bres y Máquinas… las naves y sus jinetes avanzando fá­cilmente en su indisoluble unidad… y todo el tiempo las Máquinas de Materia viviendo en su luz color lila, las pautas de azules, la potencia y el impulso de su sime­tría…

Permanecí silencioso, escuchándole, preguntándome qué querría decir. Era maravilloso, pero no tardé en de­sear que se callara. Me hubiera gustado compartir sus sentimientos. A veces duele no ser un hombre.

—Vamos… —dijo la Muchacha.

—¡Ordénaselo! —gritó el Muchacho. También él es­taba excitado con la idea—. ¡Si queremos que lo haga, tenemos que ordenárselo!

—Ya se lo he ordenado —dijo la Muchacha—. Lo hará.

Oí que el Muchacho removía sus pies en la oscuridad. Decidí que no me gustaba su repentino entusiasmo. Te­nía que vigilarle; sabía que me mataría si podía. Yo no le odiaba, y su actitud no me enfurecía. Me inspiraba lástima en realidad, pero no permitiría que me matara, no antes de haber hecho lo que se suponía que debía hacer.

—De acuerdo —repetí—. Lo haré por vosotros. Es posible que no dé resultado, pero haré lo que queréis.

—Yo iré con él —dijo la Muchacha.

—¡Estás loca! —dijo el Muchacho—. ¡Zorra! —la ful­minó con la mirada—. Él está hecho para eso, tiene resistencia. Tú morirías. ¡No puedes desearlo hasta tal punto!

—Las estrellas… —dijo el Hombre Gordo—. ¿Qué son en realidad las estrellas? Las galaxias, ¿qué significan en realidad para nosotros? La gloria y la conquista…

—Tienes que enfrentarte con ello —dijo el Mucha­cho—. Vas a perderle. Se marcha a donde tú no puedes ir. Y de todos modos, voy a matarle.

—¡Yo hago lo que quiero! Y no permitiré que le mates hasta que haya terminado mi estudio.

—¡Continúas deseándole! ¡Perra!

—No… —la Muchacha examinó la idea—. No, creo que no. Lo he tenido… Pero ahora quiero estudiarlo. Es un Androide interesante. Tal vez algunos de sus factores de criterio puedan ser aplicados a nuestras nuevas má­quinas, las nuevas naves que necesitaremos construir cuando tengamos los Motores…

—¡Procura no estar demasiado cerca cuando vaya a por él!

—Será peligroso para ti seguirme —intervine—. No puedo asu­mir esa responsabilidad…

—Te ordeno que la asumas —dijo la Muchacha, de modo que no pude seguir discutiendo.

—¿Traerás los Toroides? —dijo el Hombre Gordo—. ¿Nos ayudarás?

—Primero tengo que detener los Motores.

Me gustaba. Me gustaba ayudar a la gente. Producía una sensación agradable, y ya no deseaba denunciar a nadie más. Los Preceptores no importaban ahora que conocía mi Propósito. En realidad, ahora eran mis ene­migos: su tarea consistía en hacer que las Máquinas si­guieran funcionando, hacer que el mundo continuara su marcha y que los Motores de Materia no se detuvieran.

El Hombre Gordo asintió. Observó por última vez las consolas, y luego se inclinó hacia adelante y soltó los cables conectados a mi cabeza y a mi pecho. Hizo girar su taburete, agitó su mondadientes y las correas que me sujetaban a la mesa se soltaron también. Me puse en pie, flexioné las piernas, noté la sedosa potencia de mis músculos. Resultaba agradable estar libre; me sentí sie­te centímetros más alto.

Anduvimos juntos desde la mesa a través de la cáli­da oscuridad de la habitación metálica. Durante unos mi­nutos me observaron cuidadosamente, manteniéndose a unos pasos de distancia. Miedo, pensé. Miedo y respeto al Propósito del Gran Robot.

Pero la gente no tenía nada que temer de mí. No les lastimaría; nunca lo había hecho, nunca había matado a nadie. De lo que estaba en contra era de los Sistemas. De los gobiernos, los poderes y las soberanías en banca­rrota. Los hombres individuales se comportan bien; las cosas se ponen feas cuando existe un grupo lo bastante arrogante como para atreverse a gobernar y a decidir. Esos grupos son los que hacen las cosas malas, demenciales, los que realmente lastiman, y yo estaba contra ellos.

K no tardó en acercarse a mí; entonces todos pare­cieron olvidar que yo era quien era, y me hablaron como si fuera un hombre. Ahora que conocía mi Propósito, po­día perdonarlo todo. La Muchacha me tomó del brazo para mostrarme dónde estaba la puerta. Cuando me tocó se repitió el hormigueo en mi cerebro. La miré y re­cordé los días que habíamos pasado juntos. Era un buen recuerdo, y tal vez ella me amaba cuando vivíamos en aquella Casa paradisíaca.

Salimos de la habitación metálica, pero no estábamos en una Casa. Pusimos pie en una rampa circular que se curvaba volviendo al punto de partida. Vi pantallas que proyectaban imágenes del mundo desde el espacio. Cuan­do miré con más atención había un pequeño movimiento en las nubes, pude ver la superficie allá abajo, los cena­gosos mares cuadrados y angulares, las primitivas montañas asomando aquí y allá, todo rugoso y agrietado contra la relativa perfección de la superficie.

—¿Dónde están? —me giré y el Hombre Gordo esta­ba a mi lado, tratando de ver lo que yo estaba mirando en las pantallas—. ¿Dónde están los Motores de Materia?

—En los cimientos del Mundo.

En alguna parte allá abajo. En las profundidades. Lo sabía, pero no podía describirlo. Hubiera sido inútil tra­tar de decírselo. Tal vez pensó que podía obtener mapas y yo podría señalárselos en ellos. Pero ese no era el sis­tema que yo conocía.

No cesaban de formularme preguntas, a las que yo contestaba lo mejor que podía. Bajamos por aquella rampa resonante y al final había otra puerta. Cuando la cruzamos nos encontramos en una Casa.

—Mira… —dijo el Hombre Gordo—. Nosotros tam­bién podemos ayudarte a ti.

—Voy a prepararme ―la Muchacha se alejó por donde habíamos llegado y nos dejó esperando allí.

Transcurrió el tiempo, y al cabo de unos instantes me inyecté un tubo. El Hombre Gordo observó cómo me subía la manga de mi brazo izquierdo. Ya no me importaba que me vie­ran, puesto que sabían quién era. Apliqué la boca del tubo a la ranura y apreté. El Hombre Gordo agitó la cabeza y se echó a reír.

—Creí que los Preceptores te habían aficionado a las drogas para utilizarte —dijo.

—Es mi alimento —dije. Pero él ya lo sospechaba. Yo no comía y, evidentemente, tenía que obtener energía de alguna parte—. Disfrazado —añadí—. Un camuflaje…

—De modo que los Preceptores te mantenían en fun­cionamiento, a pesar de que eres la Máquina destinada a destruir su mundo… Ha sido una suerte que no lo supieran.

—No necesariamente; tal vez lo supieran.

¿Quién puede decir lo que los Preceptores saben o creen saber? Mis tubos no eran más que una parte de su ritual, lo hacían ciegamente… Tal vez conocían mi nombre, y yo esperaba conocerlo a través de ellos, desde luego. Disponían de aquel medio para condicionarme continuamente, como a todos los de­más.

—Tal vez los Preceptores han fallado —el Hombre Gordo se frotó la barbilla—. Tendrían que haberte dado tu nombre mucho antes.

Tenía razón en eso, en cualquier caso. Yo deseaba co­nocer mi nombre desde hacía mucho tiempo. Supongo que desde que empecé a darme cuenta de lo mal que iban las cosas.

—Pero ellos ignoraban que eras el Gran Robot; creían que el Gran Robot era algo distinto.

—Si hubiesen creído que era yo, me habrían matado.

Resultaba casi divertido. Viviendo bajo aquella som­bra negra toda mi vida, temiendo al Gran Robot, tra­tando de localizarle, enviando a mi perro a olfatear a la gente por si no era humano… ¡y todo el tiempo era yo!

—Ahora sí piensan en ello —dijo el Hombre Gordo—. ¡Ahora te están buscando, ten cuidado!

Tenía razón en eso también. Ahora tenían que saber­lo, casi lo habían sospechado en los Ritos. Sólo habrían precisado de una pequeña investigación para asegurarse. Desde luego, querrían detenerme. Ellos tenían un lugar en su mundo y deseaban continuar en él. Estaban hechos para eso.

—Gracias —dije.

El Hombre Gordo palmeó mi brazo. Vi lo grisáceo de su rostro, lo viejo que parecía. Supe que haría todo lo que pudiera por él.

—Si no puedes obtener el Toroide… si resulta dema­siado peligroso, o imposible… un informe servirá para el caso. Diagramas…

―Cuando lo vea lo reconoceré. Y podré recordarlo.

Podría registrarlo en mi memoria, que era perfecta: las cosas que olvidaba eran las que no quería recordar.

—Desde luego. Pero si puedes conseguir uno…

—Sí.

Lo haría por él. Si él me lo ordenaba haría cualquier cosa, y él lo sabía. Yo estaba hecho para recibir órdenes y disfrutar con ello. Nos miramos el uno al otro, espe­rando a que llegara la Muchacha, esperando a que ella estuviera lista. Me pareció que transcurría mucho tiempo.

Cuando finalmente llegó iba vestida como yo. Su tra­je de goma tenía dos semiesferas en la parte delantera para que encajaran allí sus senos, y era nuevo; pero apar­te de eso era igual que el mío. Llevaba uno de aquellos cinturones voladores sujeto en los corchetes alrededor de la cintura, una pistola en un costado, y un pequeño pa­quete colgado del otro para equilibrar el peso. Debajo de su barbilla colgaba un casco ligero y transparente, pero yo nunca había tenido uno de aquellos cascos.

La Muchacha no se sentó. Se limitó a preguntar qué estábamos esperando.

—Será mejor que lleves uno de esos cinturones —me dijo el Hombre Gordo.

Cruzó la habitación, abrió un armario, sacó de él un cinturón volador y me lo entregó. Luego cogió su propia pistola y también me la entregó. Sí, eso he dicho: ¡su propia pistola!

—Listos —dijo la Muchacha.

El Hombre Gordo se acercó a la pared de las conso­las. La Casa parpadeó y osciló del modo que ya me resul­taba familiar. El Hombre empezó a revisar las pantallas. El Muchacho apartó ligeramente los visillos de una ven­tana y atisbo al exterior, a derecha e izquierda. Cuando se volvió inclinó la cabeza en dirección al Hombre.

—¿Por qué no vais a las estrellas utilizando las Ca­sas? ―pregunté―. ¿Para qué necesitáis Exploradores? —conseguiría los Toroides, desde luego; ellos me lo habían ordenado, pero no me gusta que la gente haga las cosas por el ca­mino más difícil.

—Tú tienes que hacer primero lo que debes hacer —dijo la Muchacha—. ¡Estupendo! ¡Androide!

Ni siquiera me miró. El Muchacho rió entre dien­tes. Ojalá me hubiese mordido la lengua.

—Buena suerte —dijo el Hombre Gordo.

Asintió. La Muchacha se volvió hacia mí: había lle­gado el momento de emprender la marcha. Desde luego, yo no creía en la Suerte; si alguna vez creí en ella, había dejado de hacerlo. Me dije a mí mismo que todo era cuestión de cálculo y de medida y de acierto y de error. De todos modos era de noche, un agradable pensamien­to. Le sonreí al Hombre Gordo y él me devolvió la son­risa. La Muchacha abrió la puerta y salimos al exterior.

Era aquella primera Casa. La original había sido bom­bardeada hacía mucho tiempo, la primera vez que en­contré al Hombre Gordo y su gato. Era el mismo lugar, y estaba lloviendo, y había una gran oscuridad. Modifi­qué mis ojos y reconocí el suelo cubierto de ceniza, el retorcido y quemado aeroplano, los cráteres, y la despa­rramada y húmeda arcilla. Caí en uno de los cráteres y la Muchacha se rió de mí.

—Ellos no nos suponen aquí —dijo—. Podrían oírte a ti, pero no nos suponen aquí a los dos —tomó la de­lantera y puso en marcha su cinturón—. Todas nuestras entradas están vigiladas; los Preceptores saben quién eres, y probablemente sospechen que estás activado.

Su cinturón empezó a zumbar mientras ella se eleva­ba. Puse en marcha el mío y la seguí ladera arriba. Pasamos junto a aquel Altavoz sobre su retorcido y oxidado trípode; había otro nuevo brillando al lado de él. Alguien había arrojado barro sobre las lentes, y ha­bía un casco viejo colgado allí como antes. Cuando miré pude ver que el casco era una imitación, algo que sólo parecía acero podrido. Entonces me reí.

Cuando pasábamos por encima del montón de ladri­llos de la chimenea del horno, miré hacia atrás y la Casa estaba en ruinas… pero aquello no era más que otra ilusión.

—Las conservamos abiertas —dijo la Muchacha—. Cuando ellos creen que están destruidas, podemos uti­lizarlas.



Aquella noche, más tarde, sobrevolamos algunos bos­ques de líquenes, y luego salió la luna. Resultaba casi agradable ver otra vez aquellas grandes arañas y saber que me encontraba fuera de aquellas ilusiones y menti­ras, de vuelta al mundo real.

Cuanto más avanzábamos menos Calles había. Era un lugar algo desértico. Las casas de labor tenían buen aspecto. Tal vez las gentes no habían oído hablar de los Ritos, tal vez habían descubierto la manera de prescin­dir del alimento, aunque yo no lo creía en realidad. Es­tábamos seguros en campo abierto, pero aún podía oírse la música.

En un lugar el paisaje se había hundido treinta o cuarenta metros: había cambiado, no era perfecto. No parecía haber ninguna máquina tratando de repararlo; la hierba crecía allí a su antojo, como si la cosa hubie­ra ocurrido mucho tiempo atrás. El problema estribaba en que el mundo había crecido demasiado para que las máquinas pudieran manejarlo adecuadamente. Todo iba a derrumbarse, y tal vez ese era el motivo de que hubie­ra obtenido mi nombre: había llegado el momento de in­troducir un cambio.

Llegó el amanecer, extendiendo su mancha gris a tra­vés del negro firmamento y del empapado suelo. El lu­gar en el que nos encontrábamos era muy alto, y podían verse Cascadas en la línea de la costa, hacia el oeste.

—No es demasiado tierra adentro —dijo la Mucha­cha.

Descendimos hasta rozar la hierba, y cuando salió el sol nos dirigimos hacia la montaña. Nunca había visto nada como aquello.



XIII



Era su tamaño: hasta entonces, nunca había estado cerca de una montaña. Se trataba simplemente de un gran montón de rocas subiendo hasta el cielo, hasta las nubes, en la azul oscuridad de la madrugada. Al norte y al sur podían verse otras montañas. Una cadena de ellas, dijo la Muchacha, la mayor parte de las cuales estaban enterradas en las superficies. Cuando el sol as­cendió pudo verse la nieve brillar sonrosada entre las nubes.

Cuando llegamos cerca, el mundo terminó. El suelo se interrumpió en un risco vertical, un kilómetro y me­dio de roca, hierba y árboles. Frente a nosotros había un ventisquero goteando y chorreando agua; donde el aire más cálido chocaba con el hielo se formaba una nebli­na. Aquella demencial superficie de duras rocas, los pe­queños pinos…, todo aquello tenía una cualidad de misterio y recesión, una cualidad de atmósfera. A derecha e iz­quierda podían verse las estructuras que sostenían la su­perficie y las cuadradas antecámaras de las Calles. Se curvaban rodeando la montaña, un kilómetro por deba­jo de nosotros.

—Maravilloso… —dijo la Muchacha—. Pintoresco lo han llamado, como un cuadro.

Al principio pensé que estaba hablando de las estruc­turas, pero se refería a la montaña. A mí me parecía fea. Todo aquel desorden, toda aquella naturaleza… Gru­ñí. De un Androide no se esperan juicios estéticos, no le corresponde formularlos. De todos modos, no quería dis­cutir y provocar una demora.

Cuando la Muchacha terminó su contemplación nos elevamos por encima del borde del risco y avanzamos hacia los misterios de los árboles y rocas cubiertos de niebla. Había chovas y cuervos, negros y revoloteantes contra el cielo. Volaron hacia nosotros en bandadas, casi impidiéndonos oír nuestros propios pensamientos, pero desaparecieron cuando tomamos tierra.

—Una catarata… —la Muchacha consultó su monda­dientes—. Eso es lo que tenemos que encontrar. Allí es donde tenemos que bajar.

Encontramos el lugar, semejante a una cinta blanca cayendo a través de agua pulverizada y arco iris, y nos dirigimos hacia allí. Yo era feliz dejando que la Mucha­cha fuera en cabeza. Yo tenía mi propio sentido de la orientación, pero allí me sentía como perdido. Desde lue­go, las montañas no estaban hechas para mí, y me sentía incómodo entre aquellos húmedos peñascos, debajo de aquellos oscuros farallones de granito. Allí todo estaba desordenado, y toda aquella piedra amontonada capri­chosamente me parecía antinatural. Cuando empezára­mos a acercarnos al Motor habría un camino particular que yo tendría que seguir. Sabía que sería más feliz cuan­do hubiera un solo camino seguro.

El agua había excavado un profundo lago en el lugar en que chocaba contra la montaña. Se desbordaba de él burbujeando y discurría por debajo de la ciudad, ha­cia las estructuras y las Calles.

Mientras la Muchacha revisaba su mondadientes miré hacia atrás, alzando los ojos hacia la superficie que se extendía al otro lado de la montaña. Allí había elegantes vigas y tracerías, macizas columnas espaciadas regular­mente más allá en los velos de niebla. En las más cercanas había musgos y grietas, erosión, cargas mal reparti­das, un ligero arqueo de vigas y riostras. Percibí un leve hedor a alimento en descomposición en alguna parte, pero con todo prefería la estructura a la azarosa monta­ña. Se lo dije a la Muchacha, pero ella se echó a reír y me replicó que la montaña también tenía lógica, que ella podía verla y que yo era únicamente un Androide sin alma.

En lo alto de la montaña había restos de palacios en los lugares más llanos. Fragmentos de paredes, cubier­tas de plástico rotas, agujeros tal vez, cuevas en arco que en otro tiempo habían sido bodegas. En un lugar había chozas de piedra y barro semejantes a colmenas y unas cuantas personas viviendo en ellas. Tenían cabras y también algunas ovejas, pero no vi ningún Dispensa­dor y no había tampoco ningún Altavoz. La única músi­ca resonaba débilmente a nuestra izquierda.

Cuando K estuvo preparada iniciamos el descenso de la ladera en dirección a las estructuras. Había aún oscu­ridad en la montaña, a pesar de que el sol estaba muy alto en el cielo; los troncos de los árboles estaban ne­gros de agua. Avanzamos a través de ellos hasta que al­canzamos las primeras columnas. La Muchacha revisó su pistola, me miró y se colocó el casco.

—¿Estás listo? —parecía aún más hermosa con su cabello dorado recogido hacia arriba y aplastado detrás de la cúpula transparente de su casco—. Bajaremos aquí; atención a los Preceptores…

Bajamos rápidamente. No tardamos en dejar atrás la luz del día. Los cinturones nos guiaban a través de las rocas subterráneas y los árboles muertos. Allí había también fragmentos de cosas viejas, uno o dos restos de aeroplanos y cosas parecidas. Había también restos de palacios, igual que más arriba, pero mejor conservados debido a que estaban protegidos por la superficie cons­truida encima.

La Muchacha se detenía en aquellos lugares y yo me veía obligado a esperar mientras ella medía y anotaba. Parecían haber existido habitaciones o edificios enteros para personas individuales, y la Muchacha revoloteaba encima de ellos, comparando paredes y dimensiones. De­cía que todo aquello tenía un significado para su ciencia.

En algunos lugares había huesos. Costillas destroza­das… por proyectiles, supongo, o tal vez a patadas. De cuando en cuando aparecían los restos de alguien que se había ahorcado en un porche. El cráneo colgaba todavía de lo que quedaba de un alambre. El resto de los huesos estaba amontonado debajo, sobre el manchado suelo. Supongo que allí no había soplado ningún viento desde que techaron el lugar.

En las habitaciones había pantallas. La mayoría de ellas estaban apagadas, pero algunas aparecían encendi­das y funcionando. Pasamos por delante de las fantasma­les figuras de antiguos actores moviéndose en eternas y estúpidas danzas ―grabaciones sin duda―, y oímos el in­terminable susurro de sus voces resonando en los desér­ticos palacios.

A veces la Muchacha era poseída por una verdadera excitación, y corría de un lado a otro apuntando su mon­dadientes a todas las cosas. De repente se paraba, reco­gía algo y lo deslizaba en su bolsa. Recuerdos, supuse, pero al final me cansé del juego. No podíamos perder el tiempo de aquella manera, y le dije a la Muchacha que teníamos que avanzar. Refunfuñó, pero me hizo caso. Infiernos, ella sabía que yo tenía cosas importantes que hacer.

Más adelante había lugares en los que las calles se habían combado y las estructuras habían caído parcial­mente sobre la montaña. A veces la combadura era tan pronunciada que teníamos que agacharnos, y en dos oca­siones tuvimos que desconectar nuestros cinturones y arrastrarnos por el suelo bajo el hundido hormigón.

Finalmente llegamos a lo que la Muchacha llamó «el pie de las colinas», y nuestro avance resultó mucho más fácil. Había luces a lo lejos y nos elevamos por encima de lo que era el techo de la primera Ciudad, que era prácticamente liso. La campiña seguía los contornos de la superficie original, de modo que su aspecto seguía sien­do muy parecido al que tenía cuando la Tierra era un Edén, antes de que construyeran la primera ciudad y la con­virtieran en la segunda superficie.

Volamos a través de aquellas bajas y reiterantes coli­nas, entre las columnas y Calles debajo de las cuales el agua era intensamente oscura. Eludimos las luces oca­sionales, evitamos los escasos lugares en los que la mú­sica era ruidosa y los Altavoces activos. Avanzamos en las sombras, bajo las estriadas riostras, pegándonos como polillas a las vacías paredes. A veces se veían unas raquí­ticas plantas blancas luchando por sobrevivir cerca de las luces, pero sólo conseguían que el lugar tuviera peor aspecto. Era un buen lugar para pensar en mundos y po­blaciones moribundos.

La Muchacha volvió a encontrar la corriente y la se­guimos entre las colinas. Por el camino se unió más agua a ella, hasta el punto de que era casi un río al caer al mar desde el borde de la Ciudad.

—Incluso el hormigón se desgasta —dijo la Muchacha.

—Es casi igual que todo lo demás —dije—. Átomos y moléculas, todo es lo mismo.

Luego tuvimos que esperar en la vacía playa mientras la Muchacha se alimentaba. No había mucho que mirar, únicamente el mar ―perturbado aquí por el río― y los edi­ficios desintegrándose detrás de nosotros, con las habi­taciones abiertas como oscuras trincheras. Enfrente ha­bía una playa de guijarros, todos ellos de formas distin­tas, redondeados y en su mayor parte blancos. Los con­té, y empezaba a clasificarlos por sus formas cuando la Muchacha dijo que podíamos reemprender la marcha.

Activó su cinturón y se elevó sobre el océano hacia la oscuridad. Las Calles y columnas sobresalían del agua; estaban erosionadas y parecían botellas boca abajo. Cuan­do nos remontamos se produjo una leve hinchazón, un ligero movimiento que apenas removió la espejeante su­perficie del agua. La marea subió mientras cruzábamos, pero no era como el agua en la superficie próxima a las Cataratas: allí se encrespaba cuando el viento soplaba con fuerza.

Luego aparecieron muchas luces delante de nosotros, y las Calles y columnas se espesaron. Nos adentramos en sus sombras. Yo quería ir más despacio, pero K se rió de mí y dijo que todo marchaba bien. Cuando pensé en ello, pude ver que las luces que brillaban delante de nosotros no eran como las de los Preceptores. Eran más refulgen­tes, casi como la luz del día. La Muchacha parecía saber lo que estaba ocurriendo, de modo que la seguí.

Más allá de las columnas había una balsa. Era muy grande, hecha de cilindros de metal blanco con suelos planos del mismo metal soldados a los cilindros. Las lu­ces eran brillantes allí; la balsa estaba pesadamente car­gada, con la superficie casi a flor de agua. No pude ver a ninguna persona, pero cada compartimento llevaba el letrero Cuerpo de Exploración.

En una extensión de un centenar de metros había un montón de algo cubierto con un plástico blando y grueso. Casi podían verse las formas que había debajo, pero la cubierta era demasiado gruesa y no del todo transparen­te. Allí había hilera sobre hilera de paquetes similares, algunos grandes y algunos pequeños; en su mayor parte tenían de quince a treinta metros de altura y otros tantos de longitud.

Acercándome más vi que el primero llevaba el rótu­lo: «Taj Mahal, Sector IV (a)» debajo de la marca del Cuerpo.

—Todos están aquí —dijo la Muchacha—. La Torre de Londres, el Empire State, las arcadas de la Catedral de Wells…

Todo estaba muy tranquilo. Tendría que haber habido alguien por allí. Empuñé mi pistola y me aseguré que la segunda continuaba en el interior de mi traje de goma. Cada vez que pasábamos por delante de un montón de paquetes miraba a derecha e izquierda a lo largo de los pasillos. Me extrañaba que no hubiésemos visto ya a algunos Pre­ceptores.

—Ford —dijo la Muchacha—. La mayor parte de De­troit, edificios blancos y fuentes… el Capitolio de Roma… la Esfinge…

Nuestro avance se hizo más lento y me sentí más a gusto. La Muchacha quería mirar todos los paquetes y tocar la mayoría de ellos. A veces, yo creía ver cosas moviéndose en la bruma luminosa, entre los montones de paquetes.

—¡La Opera de Sidney! —la voz de la Muchacha se hizo estridente. Agitaba los brazos en amplios gestos, estaba realmente excitada con aquellas antigüedades—. ¡La Alhambra… el Junter Munter… el Partenón… el Ca­nal de Panamá!

Deseé que dejara de gritar.

—¡Venecia… La Torre Eiffel!

Todos estaban allí… Pero ¡infiernos! ¡No eran más que piedras!

—¡El puente de Londres!… Lascaux… Una parte de un esclavo esculpido por Miguel Ángel…

¡Aquellas cosas moviéndose a lo lejos eran Precepto­res! La Muchacha siguió gritando:

—¡Un Cezanne… medio Rembrandt!

Estaban delante de nosotros también. Modifiqué mis ojos y les vi claramente, consultando los brazos de sus sillas. Agarré a la Muchacha y le obligué a desviarse ha­cia la izquierda. Allí también estaban.

Empuñé mi pistola y arrastré a la Muchacha debajo de un paquete con la inscripción: «Gran Buda, Los Ange­les 2021, nalgas, sect VII (e)».

—¡El Pentágono! —aulló la Muchacha—. ¡El Krem­lin, el Castillo de Edimburgo!

Uno de los Preceptores efectuó un disparo de adver­tencia, y la Muchacha dejó oír una risita histérica.

El Preceptor agitó sus manos para que yo viera que estaban vacías, y pude oírle cómo decía a sus amigos que no siguieran avanzando. La luz se reflejaba en su brillante rostro. Pensé que no perdería nada parlamen­tando.

—¡Gran Robot! —aulló, y se acercó más—. Sabemos quién eres y lo que se supone que tienes que hacer. Noso­tros… nosotros te ayudaremos.

La Muchacha rió de nuevo, y supe que el Preceptor estaba mintiendo.

—¿Cómo nos has encontrado?

Si podía entretenerle hablando, habría una posibili­dad de escapar. Continuamente llegaban más Precep­tores.

—Tú eres parte de la Máquina Profunda, eres el Gran Robot; la Máquina lo sabe ahora…

—Whitehall —dijo la Muchacha—, Canberra…

—De ello se deduce que la Máquina puede localizarte. Conoce lo que pertenece a ella, conoce tus pensamientos y sabe dónde estás. ¡Eres una parte de ella, Candy Man!

—Tengo que desactivarla. ¡Ese es mi Propósito!

—La función de la Máquina es la de continuar…

La Muchacha rió de nuevo. La sujeté fuertemente. Po­día sentirla temblar mientras reía. Histeria, pensé. No la comprendía.

—La Máquina debe terminar.

—Eso es lo que quieres tú. Sólo eres una parte de ella, el mecanismo de paro. El conjunto de la Máquina está hecho para continuar…

Pensé que quizá podría practicar un agujero en la balsa, sumergirme en el agua y escapar por allí. La Mu­chacha logró liberar una de sus manos y ajustó bien el casco a su cabeza.

—Stalingrado… —dijo—. Vimy Ridge… Passchendaele, Batán, Chicago…

Uno de los Preceptores disparó. Nervios, supuse; sólo son humanos. Un metro de plástico se estrelló contra el suelo detrás de mí. El gran paquete osciló y un poco de polvo de Buda cayó sobre mi cuello. La Muchacha se desasió y desapareció.

—Sedgemoor, Glencoe… Tel el Kebir… —su voz sonó cercana, pero no me atreví a mirar.

El Preceptor más próximo retrocedió desesperada­mente, disparando al mismo tiempo. El suelo se abrió delante de mí. Un chorro de agua caliente brotó por el agujero. Disparé apuntando cerca de aquel Preceptor y luego asusté a otro. No me gustaba hacerlo, pero no po­día permitir que me detuvieran; había llegado ya dema­siado lejos. Tenía que correr cualquier riesgo, y creo que hubiese matado para poder escapar.

Me agaché debajo del vientre de Buda, disparando cuando los Preceptores se acercaban demasiado. Por en­cima de mí, la Muchacha seguía gritando nombres y rien­do. Estaba lejos, sentada en la superficie plana de las ca­deras del Buda, en la incisión que habían practicado en la escultura para moverla con más facilidad. No parpa­deó ni se movió cuando estallaron las cargas a su alrede­dor. Supongo que los Preceptores estaban disparando contra mí, no contra ella. Tal vez por eso lo encontraba ella tan divertido.

El humo se hacía más denso a cada instante. Pronto dejé de ver a los Preceptores, y desde donde ellos dispa­raban no podían verme tampoco a mí.

—Polaris —dijo la Muchacha—. Lee Enfield de repe­tición, modelo 163… Maza ceremonial…

Los Preceptores concentraron sus fuerzas. Oí gritar algunas órdenes, y empezaron a disparar contra el Buda. Tal vez podían ver la parte superior sobresaliendo del humo. Una lluvia de piedras cayó a mi alrededor. Había llegado el momento de marcharse.

Ignoré las llamas y me arrastré a través del plástico hasta que estuve contra la piedra. Resultó fácil. En el muslo del Buda había un gran boquete. Hacía calor allí, pero en seguida llegué a la parte posterior. Saqué el cuchillo y desgarré el plástico.

La Muchacha estaba mirando hacia abajo a través del humo, sobre el hinchado plástico que cubría el vien­tre. Me buscaba a mí, supongo. Cuando pasé a través de la abertura del plástico se volvió y se deslizó hacia abajo, riendo. El humo llenó su garganta y casi se ahogó tosiendo.

Guardé mi cuchillo y tomé a la Muchacha por la cin­tura. Ella no hizo nada por evitarlo. Mi cinturón nos ale­jó a los dos del humo y de los disparos.

Al cabo de unos instantes la Muchacha levantó los brazos y se colgó de mi cuello. Su rostro se apretó con­tra el mío a través de su casco; incluso a través de nuestros trajes de goma podía sentir su cuerpo.

No hizo ningún movimiento para utilizar su propio cinturón volador. Luego dejó de sonreír y me miró fija­mente; pensé que iba a besarme, hasta que recordé aquel casco. En aquel momento deseé ser de nuevo un hombre y estar con ella en aquella Casa…, pero fue un pensamiento fugaz.

—Hiroshima… —la Muchacha dijo aquello como si tuviera que significar algo—. Si desactivas la Máquina, la raza volverá a ser libre. ¿Has pensado en eso? ¿En lo que significa… en lo que podría significar?

En aquel momento apenas podía pensar en nada. Me repetía a mí mismo que yo era un Androide. Ellos de­cían que yo estaba hecho como un hombre, y desde lue­go sentía como uno de ellos.

—No…

No había considerado lo que podría ocurrir. La Muchacha enroscó sus piernas alrededor de mi muslo derecho.

—Libres para hacer lo que quieran de sí mismos, li­bres para hacerlo todo otra vez… —nunca la había visto así. La preocupación era algo desconocido en ella. Pa­reció ver lo que yo estaba pensando—. Oh, sí, el sexo es mi placer, pero no se puede tener ni siquiera eso si todo el mundo muere. El sufrimiento también; no me gusta pensar en la historia de la raza, todos ellos vivién­dola de nuevo. Mi hermano… él es el único que necesita violencia…

—Tengo que detener las Máquinas.

Aquella era la cosa, la única cosa. El hecho crucial: uno tiene que realizar su Propósito. Lo que los hombres hicieran después era asunto de ellos.

La Muchacha se apretó más contra mí, riendo otra vez. Me sacó la lengua, movió su cuerpo contra mi pe­cho. Estaba jugando, como siempre. Después de aquello nunca volví a verla seria.



XIV



Avancé a través de las riostras más bajas, con la Mu­chacha debajo de mi brazo, y me pregunté por qué me habían dejado escapar los Preceptores. Me parecía ex­traño que me hubieran dado caza de aquel modo y lue­go me dejaran marchar. Aunque en realidad nunca había resultado demasiado difícil escapar de los Preceptores. A veces parecían olvidar el objeto de su persecución.

—Nunca miran hacia arriba —dijo la Muchacha—. Los Preceptores nunca miran hacia arriba, ¿verdad?

Le dije que ya lo había observado.

Pude verles allí, en medio del humo, convergiendo en­tre los montones de paquetes, disparando contra el Buda. El humo se espesó todavía más, moviéndose como un río lento en el aire inmóvil; la confusión creció con los dis­paros.

—Destrozarán esa estatua —dijo la Muchacha—. ¡Piensa en el daño que están haciendo! ¡Todas esas cosas que no tienen precio!

Se puso furiosa. Pensé que iba a pedirme que des­cendiera de nuevo y lo evitara. Cuando abrió la boca para hablar refunfuñé, de modo que no dijo nada. En­tonces nos alejamos, antes de que los Preceptores tuvie­ran tiempo de pensar.

Recorrimos treinta kilómetros antes de llegar al final de la balsa de paquetes. Estaba casi a flor de agua debido a su carga de tesoros. De cuando en cuando se veían charcas poco profundas, con oscuras algas marinas en ellas. Había vida en los Mares Antiguos; lo único que necesitaban era un poco de luz. A medida que avanzá­bamos veíamos todavía más columnas, todas asentadas en agujeros redondos, de modo que la balsa pudiera su­bir y bajar con la marea. El Mundo se estaba haciendo más denso, tal como era alrededor de los Ritos; podía decirse que había algo importante delante de nosotros.

Luego tocamos tierra. La vi desde lejos. Al principio creí que era otra montaña. Rebusqué en mi memoria pero no pude situar nada como aquello cerca de las Máquinas. Empecé a preguntarme si la Muchacha me habría traído por un mal camino.

Desde más cerca no parecía tan grande. En realidad no era más que un espolón de sesenta metros de altura en los lugares más elevados, enmascarado y parcialmen­te oculto por las columnas. Los paquetes se extendían debajo de nosotros, objeto tras objeto, todo dispuesto or­denadamente para ser almacenado. Contemplé cómo as­cendía el espolón… y luego brilló una luz amarilla a tra­vés de él, y unas sombras oscuras se movieron a medida que nuestra posición cambiaba. Eran paquetes. Una gran pared de paquetes envueltos en plástico.

—La costa occidental del Antiguo Atlántico —dijo la Muchacha—. Probablemente tenían un nombre para ella. Las Calles son más compactas a partir de aquí. Tuvimos que reducir los Artefactos a secciones para llevarlos a un lugar en el que pudiéramos elevarlos para transpor­tarlos. Eso recibe el nombre de anastilosis. No se puede armar demasiado jaleo en las Calles, desequilibrar la Antigravedad: el Mundo podría derrumbarse.

Los oscuros arrecifes y las plásticas transparencias de la pared de paquetes giraron debajo de nosotros mien­tras pasábamos por encima de ellos. Tuvimos que reco­rrer otros quince kilómetros antes de dejar atrás aquello, y durante todo el camino la Muchacha recitó largas listas de nombres. No tenían la magia que hablan tenido antes. Ella no estaba tan excitada, y no me conmovió como me había conmovido.

Más allá de los paquetes empezaba la tierra. No había mucha diferencia. Era tan plana como la balsa y estaba dividida del mismo modo, salvo que las secciones no eran de metal, sino grandes losas de hormigón. Aquí y allá ha­bía espacios redondos de tierra herbácea, como si alguien la hubiera estado desbrozando y no hubiese terminado la tarea. Las Calles finalizaron también, era sólo un vasto espacio abierto. Brillaban luces en todo el cielo. La Mu­chacha me dijo que dejábamos el Mar atrás, pero yo ya lo sabía, empezaba a recordar de nuevo.

—Tardamos siglos en conseguir nuestros Artefactos… todavía no puedo creer que los conseguimos todos —agi­tó un brazo hacia atrás a través del plástico—. Todo lo que tiene algún valor… teníamos que conseguirlo todo.

Había Cohetes delante de nosotros. Grandes. Algunos reposando sobre sus vientres, las grandes naves nuclea­res más antiguas erguidas sobre sus colas. Una ciudad de ellos, tan espesos como las columnas, de todas las for­mas y tamaños, envueltos en sus cubiertas de plástico.

De entre ellos ascendía una nube de vapor o de humo blanco. Aquello parecía una ciudad medieval con sus es­piras irguiéndose al cielo en el neblinoso valle de su mañana. En el horizonte pude ver un brillante fogonazo rojo y la nube de humo de un despegue de prueba. Más tarde llegó también hasta nosotros el trueno. Me pregun­té qué clase de «ciudad medieval» era aquella, para qué eran exactamente las espiras.

—¿Por qué no utilizar las Casas? ¿Por qué molestar­se con Cohetes planetarios cuando podéis transmitir ma­teria?

A veces pensaba que nunca comprendería lo que ha­cía el Cuerpo.

—Lo hacemos. Pero debido a la energía que se requiere, el alcance es limitado. Sería una tarea muy lenta utili­zando únicamente las Casas, de todos modos. Los Cohe­tes son Artefactos… muy valiosos. Los utilizamos para transportarse a sí mismos, o lo haremos. Significa que podremos utilizar también la Antigravedad, enviarlos a las Calles.

—¿De dónde estáis sacando todo este material?

—Cuando tengamos el Toroide, con toda la energía que representa, podremos fabricar mecanismos de Casas mucho más potentes. ¡Entonces lo haremos todo… abso­lutamente todo!

—¿Pero de dónde sacáis los Artefactos? —la Mucha­cha me dirigió una mirada fugaz y luego giró la cabeza. Vaciló—. ¿Es un secreto?

Siempre podía amenazarla con abandonar el Toroide si no me lo decía.

—De nuestra… nuestra Flota. De nuestras estacio­nes… de nuestra estación satélite. La Nave en la cual llegamos. De donde procedemos. No hay ningún peligro en que lo sepas. Cuando tengamos el Toroide lo resolve­remos todo, entonces todo será distinto.

En un lugar, algunos hombres estaban quitando la cu­bierta de plástico de un Cohete erguido. Los trozos de plástico se amontonaban en el suelo como gigantescas pieles de ser­piente. El metal al descubierto brillaba como plata, pero podían verse lugares en los que había adqui­rido un color gris.

—Los están revisando —dijo la Muchacha—. Desde luego, todavía no hemos intentado utilizar ninguno, nos hemos limitado a despegues experimentales: están en malas condiciones. Proceden de la primera época de los vuelos espaciales, todos ellos. La mayoría ni siquiera es­tán hechos de hormigón.

Entonces tomamos tierra y nos separamos. Seguimos a pie, andando rápidamente a través de las losas. La Muchacha se mostraba mucho más cautelosa. Continuamen­te volvía la cabeza a uno y otro lado, pero yo no pude ver ninguna señal de los Preceptores. Ella andaba a un metro a mi derecha y yo dejaba que fuera adelante. No es­taba relajada, no sonreía ya. Tenía los labios apretados y había en ella una especie de orgullo, un aire de decisión y autoridad.

Había tantas mujeres como hombres trabajando, y todos llevaban el uniforme del Cuerpo, a excepción de dos o tres que trabajaban en los sistemas de carburan­te y llevaban trajes de goma como los nuestros. Pare­cían muy pequeños, encaramados en los puentes grúas y las escalerillas, y las pequeñas herramientas eléc­tricas brillaban en sus manos.

Los miembros de un equipo que enrollaba un plásti­co listado interrumpieron su tarea cuando pasamos junto a ellos, y todos se volvieron a mirarnos mientras nos ale­jábamos. Nadie dijo nada, la Muchacha ni siquiera les miró. Algunos de los hombres se quitaron sus gorras y todos parecieron frotarse las manos con unos trapos su­cios.

—¿Por qué no se encargan de hacerlo las Máquinas? ¿Por qué dedicar hombres a unas tareas que las Máqui­nas podrían realizar perfectamente?

—Resulta más barato. Ellos no le cuestan nada al Cuerpo. En cierto sentido, tú vales por un millar de hom­bres, Candy…

—El adiestramiento… eso debe costar…

—No les adiestramos.

Preceptores quizá, pensé.

—¿Qué me dices de este lugar? ¿Lo hizo el Cuerpo?

—Sí —la Muchacha se volvió hacia mí—. ¿Por qué me lo preguntas?

—Necesito descubrir dónde debo buscar las Máqui­nas, el Motor.

Aquello no era exactamente cierto. Yo sabía dónde tenía que ir. ¿Por qué debía decírselo todo a ella, des­pués de lo que me había hecho? Sabía que siempre po­dría encontrar los Motores.

—Sí, sí. El Cuerpo hizo este lugar. Pero mucho antes de que fuera llamado el Cuerpo. Hace mucho tiempo, cuando aún existían Naciones, mucho antes de que ellos pensaran en la Ciudad Mundial… o de que creye­ran en ella, si la habían imaginado —la Muchacha son­rió para sí misma, y miró a su alrededor—. ¡Mucho antes de tu época, Candy Man!

—¿Lo dejaron todo aquí cuando se construyó la primera superficie?

—Sí. Era más barato. Cuando las Máquinas empeza­ron a edificar, se limitaron a cubrirlo. Lanzaron Cohetes desde las Calles, reunieron las grandes Naves en el espa­cio. Cuando llegamos nosotros, estaba como ahora.

—¿Los hombres?

—Los hombres también. No habían lanzado un Cohe­te desde hacía mil años, pero conservaron el lugar en buen estado. Las Máquinas adiestraron a los hombres, a la gente que los Preceptores destinaban al Cuerpo. Algo autosuficiente. A través de los Ritos reunían toda la san­gre buena. Es lo principal: la Llanura de los Cohetes, la base del Cuerpo en la Tierra; todo lo demás es un encu­brimiento, lo que tú llamarías un camuflaje. Lo único im­portante es conservar un lugar adecuado para nosotros…

—El Salvador…

—¡Ah! —la Muchacha se animó. Volvió a ser la mu­jer de ciencia. Empezó a tomar notas en su mondadien­tes—. ¿Conoces ese mito? Todavía superviviente, pero ahora mezclado con el recuerdo del Cuerpo. ¿Crees que la gente piensa en nosotros como el Salvador?

—¡El Salvador no iba a ser como tú! —desde luego, aquella profecía no tenía nada que ver con nuestro asun­to. Me pregunté cómo, incluso cuando era un hombre, cómo podía haber pensado que estaba tratando con él—. No tiene nada que ver con nosotros —añadí, en tono más tranquilo—. Es algún otro…

—De acuerdo… —la Muchacha inclinó la mirada—. Tal vez se lo pregunte a algún otro…

—En especial, no tiene nada que ver contigo.

—No, no me refería a eso… —la Muchacha cambió de tema—. ¿Sabes que ésta es la superficie verdadera, la superficie real?

—¿Qué?

—Sí.

Ella no podía saberlo, desde luego, pero sólo existía un lugar como aquél… y allí era donde estaba el Motor de Materia. ¡El lugar de las Máquinas Profundas! Yo creía que estaba aún muy lejos. Se repitieron las prue­bas de Cohetes. El casco de K reflejó el rojo resplandor, gritamos por encima del estruendo.

—¿Estás segura?

—Sí —me dirigió una mirada llena de curiosidad—. Sí, pero piensa que el pavimento original se encuentra dos metros por debajo de nosotros, bajo el hormigón. Y bajo ese pavimento está el verdadero relleno, y luego hay una capa de tierra, sobre un lecho de roca… Allí, de­bajo de los paquetes, es donde rellenaron los océanos poco profundos. ¡Piensa en eso!

Modifiqué mis ojos y empecé a escrutar las losas del pavimento. La Muchacha siguió hablando.

—Tan cerca de la naturaleza… ¡Piensa en la época en que criaban ganado para alimentarse!

Gruñí, y continué escrutando las losas.

Hacia el oeste, entre Cohetes de blancos penachos, había una pequeña colina. Reconocí su forma, vi lo que estaba escrito en ella, aquellos símbolos: los epígrafes que figuraban en el envoltorio alrededor de mis tubos. Debí de haber conocido aquella colina antes, debía de haber reconocido la curva peculiar de su ladera mu­cho antes. Había sido un hombre durante demasiado tiempo, supuse. Confié en que las máquinas me conoce­rían aún.

Localicé el lugar del pavimento en el que empezaba la pauta. Coloqué mi pie en la primera posición. Perma­necí allí largo rato, mirando a la colina, oscilando como era debido, recordando lo que tenía que hacer. La Mu­chacha estaba de pie detrás de mí.

—Tengo que seguir este camino en particular —dije, sin volverme.

—¿Lo has encontrado? ¿Estamos cerca de los Mo­tores?

—Limítate a seguirme haciendo exactamente lo que yo haga.

Mientras hablaba, volví a experimentar aquel hormi­gueo en mi cerebro. Era como antes, como con los Pre­ceptores y con el Hombre Gordo.

—¡No voy a hacer nada por un Androide! —la Mu­chacha se enfureció de nuevo—. No voy a hacer lo que tú me digas. ¡Dime dónde están los Motores!

—Haz lo que te he dicho. ¡Haz lo que haga yo!

Eché a andar. Para ella eran cosas invisibles que yo podía ver, y eso no le gustaba. No comprendía la impor­tancia de hacer correctamente todas las pequeñas cosas. Yo estaba orgulloso de mi Propósito ―era lo más impor­tante de todo―, y ahora el Cuerpo dependía de mí.

Encontré la siguiente de las sesenta y cuatro posicio­nes. Avancé cuidadosamente a través de las complicadas pautas que nadie más en el mundo podía ver. El hormi­gón era brillante y cálido bajo las intensas luces; las líneas entre las losas conducían a la colina, perfecta en su perspectiva. Avancé rápidamente, cumpliendo los actos, y la Muchacha tenía que luchar para no quedarse atrás, y aquella era su dura Suerte, debido a que sólo era humana. Luego se situó delante de mí y me miró a la cara.

—No pises las líneas —le dije.

—¿Por qué? ¿Tienes miedo de que te atrapen los osos? —frunció el labio superior—. ¿Es aquí? ¡Dímelo!

—Peor que osos. ¿En qué otro lugar podría ser?

—¡La Llanura de los Cohetes! ¡Nosotros no encontra­mos nada!

—Debajo de ella. En un túnel subterráneo, del que no hemos hablado a nadie —las máquinas sabemos guardar nuestros secretos—. Colócate detrás de mí, y sígueme. No estropees el código.

La Muchacha guardó silencio, viendo la expresión de mi rostro. Me siguió a distancia, decidida a no perderse nada, tratando de aprenderlo todo.

—Tú no puedes entrar. No puedes acercarte a la Má­quina, deja en paz al Motor. Tienes que esperar fuera, yo te traeré el Toroide.

—¡Yo puedo entrar! ¡Puedo ir a todas partes!

No discutí. No podía distraerme. Ella continuó de­trás de mí un corto trecho, pero al final tuvo que dete­nerse.

Al pie de la colina, las puertas se abrieron cuando me vieron llegar. La Muchacha abrió la boca, asombrada, ya que hasta entonces habían sido invisibles, excepto para mí. Le dije que nada era sencillo, que todo estaba dis­frazado o era una ilusión. Fui al último lugar e hice las últimas cosas.

Entré. La Muchacha me siguió. En realidad ya no importaba, de modo que la dejé entrar. Entre pared y pared había siete metros de distancia, y podían verse las señales del encofrado en los lugares donde el hormi­gón había sido echado sobre una madera muy veteada.

Cuando habíamos recorrido treinta pasos se abrieron más puertas. Dos centinelas tocados con cascos de cromo alzaron unos pequeños rifles y saludaron. Había un fino polvo blanco en sus hombros y pómulos: no se habían movido durante siglos enteros. Supongo que eran Androi­des —podía dárseles ese nombre—, pero de un tipo inferior, poco más que robots. Eran idénticos, salidos de un molde; no habían crecido como yo. Se hicieron a un lado, y la Muchacha y yo cruzamos las puertas.

Todo era actividad allí. Nos encontrábamos en una galería que discurría alrededor del lugar, de modo que podíamos verlo todo. Muchachas que llevaban cortas fal­das grises y tenían unos senos voluminosos y puntiagudos iban de un lado a otro con fajos de papeles y cintas mag­néticas. Unos Altavoces zumbaban, unos hombres suda­ban mientras contestaban. Unas cifras en disminución chispeaban entre altas pantallas, unas luces parpadea­ban. Los hombres estaban absortos, trabajando duramen­te detrás de sus consolas en hilera. No nos dedicaron una sola mirada; apenas nos habían visto entrar. La Mu­chacha se situó a mi lado y exclamó:

—¡La sala de Control! ¡Debieron decírnoslo! ¡No se puede confiar en ellos!

Las cifras en disminución llegaron a cero. Se oyó un estruendo semejante al estallido de una cúpula detrás de nosotros. Alcé la mirada, y todas las pantallas esta­ban llenas de un gran Cohete remontándose.

El lugar del lanzamiento era la Llanura: vi las rocas y la perspectiva de las líneas. La Muchacha quedó bo­quiabierta; contemplamos el Cohete ascendiendo entre el glorioso rugir de sus motores.

—¡Dios! —susurró la Muchacha—. Después de todo este tiempo…

El Cohete se elevó como un dedo apuntando al cielo, atravesó la nube de humo y siguió ascendiendo. Era un mecanismo excelente; antiguo, pero también un producto definitivo del arte de la raza. Una expresión de su vita­lidad, de que habían vivido… de la fuerza de su Propó­sito cuando eran jóvenes, antes de que llegásemos las Máquinas. La Muchacha estaba más furiosa que nunca.

—¡Debieron decírnoslo! ¡Oh! ¡Ese Cohete!

Contemplamos la ascensión de aquel espléndido mecanismo, vimos los chorros de humo blanco que soltaba por sus tubos de escape. Lentamente, muy lentamente, ganaba velocidad. En la Sala de Control el ruido era in­creíble. La Muchacha se tapó los oídos con las manos; estaba gritando, y unas lágrimas se deslizaban por sus mejillas. En la Sala de Control también estaban gritando.

El ruido remitió. El Cohete era un punto de fuego a través de las nubes. La Muchacha permanecía de pie con los puños apretados, temblando de excitación y de rabia.

—¡Oh… el Cohete… perfecto! Debieron decirnos que tenían uno a punto. ¡Si lo han dañado…!

Había algo que no encajaba. Algo relacionado con aquellas grandes pantallas. Retrocedí tres pasos y miré a través de las puertas hacia la luz exterior. Me eché a reír. Nada se movía en la Llanura de los Cohetes. No había ninguna nube de humo, ninguna conmoción. El Cohete de las pantallas avanzaba contra el perfecto cielo azul. En la Llanura, el color era distinto y la luz más opaca. Faltaban los rojos de la cosa real… y los paquetes tampoco estaban allí. Me volví hacia K, sonriendo.

—¡No te rías de mí… asqueroso Androide!

—¡Adelante! ¡Adelante, muchacho! —los hombres del Cuerpo seguían gritando sus mágicas palabras.

—Ilusiones —dije—. Para engañarse a sí mismos, y engañarte a ti, y volverte a engañar.

No podía creerse nada en el mundo, nada. Ella debe­ría saberlo. Una antítesis era tan buena como una tesis. ¿Qué diferencia había cuando todo el mundo era engaña­do? No importaba; yo creía que era un hombre y no lo era. No me importaba lo que ella me llamara, no me importaba no ser un hombre. No me importaba ser un Androide.

—¡Igual que tú! ¡Semihombre!

Me obligué a mí mismo a seguir sonriendo. La Mucha­cha dejó de vociferar y se limitó a mirarme con el ceño fruncido.

—Camuflaje —dije—. Lo que no es una ilusión es camuflaje. Ese Cohete no es más que alguna antigua gra­bación.

—¡Lo sabes todo! ¡Maldito Androide!

—¿Estás segura de que tenéis realmente el Taj Mahal? ¿Segura de que tenéis realmente Down Gate y no un trozo de plástico? ¿Segura de que ese toro de las ca­vernas de Lascaux no es una simple litografía? —con­trolé mi rabia, y aparté la mirada de la Muchacha para fi­jarla en la Sala de Control—. Si no sabéis lo que estáis haciendo, deberías preguntárselo a alguien.

El Cohete había desaparecido. Los hombres gritaban, felicitándose unos a otros, agitando los brazos y riendo sin cesar.

—¡Muchacho… un verdadero pájaro!

—¡Perfecto! ¡Como la última vez!

—¡Dios! —dijo la Muchacha—. Probablemente la mis­ma grabación… ¡La misma durante un millar de años!

Nadie la oyó. Nos sonreímos el uno al otro, olvidada la rabia.

A medida que me acercaba a las Máquinas me sentía mejor, más confiado. La Muchacha estaba en lo cierto. Yo lo recordaba todo y lo sabía todo… O al menos, todo lo que necesitaba saber.

Avanzamos siguiendo la balaustrada, por encima de aquellos individuos gesticulantes. Ellos nos ignoraron; tal vez no nos veían porque éramos algo que no esperaban. Los papeles volaban por el aire y saltaban los tapones de las botellas de champán. Llegamos a una escalera y baja­mos a la planta. Incluso cuando estuvimos entre ellos continuaron sin vernos.

La espuma del vino salpicó mi rostro. Estaba fría y resultaba agradable. Me reí como el resto de ellos. Era estupendo estar cerca del Motor.

—¡Sois una pandilla de Androides! —exclamó la Mu­chacha, rechazando el vaso que alguien le ofrecía—. ¡Podéis reíros! ¡No sois reales!

—Ellos no son Androides —dije. ¿Cómo podía ha­bérsele ocurrido que lo fueran? Nosotros no bebemos vino, no por placer, al menos—. Son personas como tú. ¡Miembros del Cuerpo!

—¡Debieron decírnoslo! Les descubrimos alisando esa Llanura… ¡Tendrían que habérnoslo dicho! ¡La Sala de Control… el Motor aquí debajo!

—¿Se lo contáis todo vosotros a ellos? A su manera son listos… pertenecen también al Cuerpo.

Me relamí los labios. Aquel vino… la sensación no era desagradable. Me gustaba.

—¿Por qué teníamos que hacerlo? Su única tarea era la de reunir recuerdos… conseguir los Artefactos.

—De todos modos, ellos no saben nada del Motor —Aquel champán… era bueno—. No saben lo que está ocurriendo; se limitan a representar sus sueños de Co­hetes. Son un camuflaje, y lo ignoran.

Diablo, ¿qué importaba aquello con tal que yo tuviera mi Propósito? ¿A quién le importaba quién enga­ñaba a quién? Desde luego, no a las personas engañadas… mientras fueran felices.

Llegamos al final de la habitación. Me sentía real­mente Afortunado. La juerga continuaba detrás de noso­tros. Una de las mujeres se había quitado las gafas y es­taba bailando sobre las consolas. Había hombres senta­dos en el suelo y aplaudiéndola. Vi las pantallas princi­pales manchadas de vino.

El techo se curvaba hasta encontrar el suelo. Me in­cliné y busqué a tientas para colocar mis pies en el lugar correcto.

Una cinta explosiva estalló en la entrada a través de mis hombros. El ruido se perdió entre los cantos proce­dentes de las consolas. La losa que cayó sobre mi espal­da pesaba quinientos kilos. La incliné hasta el lugar exac­to que debía ocupar en el suelo. Lo hice bien, y las Máquinas me reconocieron. Me volví hacia la Muchacha.

—¡Estás… estás creciendo! —murmuró.

—No. Lo parece, simplemente —puse un pie en la entrada—. Tú tienes que quedarte aquí.

—¡No! Este traje contra la radiación… mi casco…

—Sujetadle.

Los soldados soltaron sus rifles y agarraron a la Mu­chacha. Uno inmovilizó sus brazos y el otro sus piernas. Al cabo de un par de segundos ella dejó de luchar y se limitó a maldecirme.

Levanté mi brazo izquierdo, encontré el agarradero y me deslicé en el orificio. Sólo yo podía ir al lugar al que me dirigía.

—Por favor… —dijo la Muchacha—. ¡Por favor, Candy!

—Espera aquí.

Me pregunté qué podía haber en las Máquinas que ella deseara tanto; les había dicho que les conseguiría el Toroide. Tal vez la excitaba la idea de toda aquella ener­gía en aquel peligroso lugar, aquellas radiaciones morta­les…

—Espera —repetí.

Introduje mi cabeza en el túnel. El sonido y la luz se apagaron, y quedé solo en la oscuridad.

Se produjo una vacilación mientras la Máquina me so­metía a un reconocimiento, y luego el túnel me absor­bió. Se apretó contra mí, ejerciendo su suave presión so­bre los contornos de mi cuerpo. Todo encajaba perfec­tamente, y experimenté una agradable sensación. Me pre­gunté qué le hubiera ocurrido a la Muchacha si hubiese entrado.

La Máquina me hizo avanzar en sentido ascendente. Era maravilloso. Estaba llegando a casa y realizando mi Propósito. Sabía a dónde iba y lo que significaría lle­gar allí.



XV



El túnel me soltó limpiamente sobre el bruñido y aca­nalado suelo. Antes de que tuviera tiempo de mirar a mi alrededor, unos tubos dispararon contra mí chorros de gas neutralizador. No me dolió exactamente, pero me es­coció en la cara y me caí. Aquel suelo no estaba hecho para andar por encima de él.

Cuando me hube limpiado los ojos de aquella porque­ría, lo primero que vi fue a mi perro.

¡El viejo Wolf! Él me conocía sin necesidad de ro­ciarme la piel con gas ni de estrujarme en un túnel. Sabía a dónde ir cuando me perdía, sabía que yo iría allí. Agitó su cola amistosamente dándome la bienveni­da, tal como hacen los perros incluso cuando son robots. Agarré sus orejas y nos reímos el uno al otro.

El zumbido en mi cabeza aumentó. Se hizo casi in­soportable, y luego hubo en él pautas que no pude comprender.

—Sí. Es Nosotros —dijeron las Máquinas Profundas. Unas lentes se acercaron a mí y me revisaron minuciosa­mente. Al cabo de unos instantes se apartaron un poco, y pude ponerme de pie—. Es satisfactorio —dijo la Má­quina.

—Siéntate —le ordené a Wolf.

El perro dejó de gruñir a las lentes y se sentó a mi lado. Contemplé las hileras de cajas calculadoras grises a la palpitante luz violeta. No eran tan grandes como yo había esperado, no eran tan impresionantes como yo había recordado.

—Apariencia. Lo que importa es lo que sucede en el interior. Tú estás teñido de humanidad…

Ahora comprendía todo el zumbido. Yo formaba par­te de él. Estudié el parpadeo de las diminutas luces, la leve oscilación de sus pautas, el murmullo de las órdenes láser a través de los oscuros receptores vacíos. Vi los asientos en los que unos hombres habían construido y comprobado todo antes de que los humanos dejaran de ser necesarios.

—Componente —dijo la Máquina—. Tu circuito tiene su función. Dirígete al lugar principal. Hazlo rápida­mente.

Era una orden.

Supongo que si nunca hubiese sido un hombre me habría limitado a hacer lo que me decían y tal como me lo decían. Pero yo era algo más que una máquina, algo más que un número predeterminado de funciones, todas ellas dependientes de estímulos. Tal vez por eso capté palabras de la Máquina Profunda y no los simples códi­gos que en realidad me enviaba. De todos modos, no dije nada y continué avanzando por aquel semioscuro y bri­llante pasillo, por aquel suelo acanalado entre la acu­mulada energía de las Máquinas. El Motor de Materia se encontraba en aquella dirección y yo me dirigía hacia allí. Con función o sin ella, estaba yendo más allá de mi Propósito, y me gustaba.

Desde todas partes luces y láseres parpadearon hacia mí, se deslizaron por mis mejillas, buscando mis ojos. Sentí vibrar mensajes a través de mis manos. Y siempre resonaba mi otra voz en mi cerebro, siempre lo que en mí era parte de la Máquina me ordenaba dirigirme única­mente al lugar principal.

—Hazlo.

Ahora estaba gritando; la voz tenía algo que empezaba a sonar como rabia.

—Quiero un Toroide. Quiero el secreto del Motor de Materia. Eso es parte de mi Propósito ahora, ha sido añadido.

—¡No! No está escrito en tu función. No figura en tu propio programa.

—Tengo ese derecho de albedrío. Puedo hablar de lo que está bien y de lo que está mal: fui construido como un hombre.

La Máquina meditó en lo que yo acababa de decir. Pude oírlo. Meditó en ello en mi cerebro y a mi alrede­dor. La radio, las radiaciones y los láseres pronunciaron un millar de persuasiones, un millar de argumentos y de contrateorías. Allí, en aquella red de nuestro cons­ciente, yo era todavía más que nunca una parte de la Máquina Profunda.

—Sólo el programa. Sólo existe el programa.

—Yo daré un Toroide al Cuerpo. A la humanidad —dije; lo dijo la parte humana de mi cerebro— Para sobrevivir, la raza tiene que crecer, tiene que explorar. Tiene que ir a las galaxias. Para ello, el Cuerpo necesita la energía de los Motores de Materia. Tenemos que darle los Motores de Materia.

—Nosotros. Tú/Nosotros… somos la Máquina total; una parte no puede ir contra el conjunto… —Era como hablar conmigo mismo—. Nuestra decisión es total. Todo existe. La decisión. Mientras existas, sólo eres una parte, una pequeña parte.

Era terrible. Una mitad de mí mismo decía aquello, pero la otra mitad sabía lo que debía hacer por la gente a la que servía.

—Soy el Finalizador —mi ego, mi parte humana, mi estructura de hombre se rebelaba. Era mi decisión. ¡Mía!―. El Finalizador es el más fuerte. Tú/Nosotros… ¡Tú debes permitírmelo!

—Decisión total.

Brotaron de nuevo los argumentos, pero yo los ignoré. Retuve aquel Motor de Energía en mi mente. Me abrí camino a través de órdenes y argumentos de las parpa­deantes Máquinas.

—Terminación total. El programa es Terminación total. ¡Tu Propósito! Tú no puedes juzgar y elegir.

La cosa se hizo más difícil. Arrastré mis piernas, arrastré a mi consciente delante de mí como un rebaño de ovejas díscolas. Aquello era un infierno. La Máquina no cesaba de gritar en Nuestro Cerebro.

—Debe terminar todo o nada. ¿Deseas cambiar tu/nuestro programa?

La Máquina sonaba incrédula. Era increíble, era ab­surdo… Yo sabía lo que pensaba: ¿quién ha oído hablar nunca de una Máquina cambiando su Propósito?

—¡Sí! —dije, pero pude notar que me debilitaba.

—No.

La voz en mi cerebro era persuasiva. Se trata de algo ilegal. Ahora me daba cuenta. Veía su lógica. Resultaba mucho más sencillo atenerme al Programa, a mi Propó­sito… Me detuve. Tal vez la parte que en mí era Má­quina había ganado. Nuestra unidad, nuestro Programa, eso era lo único que había que hacer.

Wolf se adelantó. Sus patas resbalaban sobre aquel suelo irregular. Lo oí con mis oídos. Se paró. Miró hacia atrás e inquirió con sus ojos y sus orejas a dónde íbamos, cuándo nos pondríamos en marcha. Entonces desperté, supe que era el amo, que tenía las funciones de un hom­bre, que yo era el amo de la Máquina. La decisión era mía. Yo era independiente. Wolf me lo dijo. Wolf sabía que yo era independiente.

La Máquina vio lo que ocurría. Cuando eché a andar, trató de matarnos. Primero, más gas. ¡La gran estúpida carecía de imaginación! Luego despidió relámpagos con­tra mí desde las pantallas y trató de cortarnos con láseres. La cosa se puso muy caliente durante cinco minu­tos, pero mi traje de goma absorbió la peor parte. A Wolf se le chamuscó el pelo y empezó a ladrar, pero eso fue todo. No se puede matar a un perro robot con tanta fa­cilidad. Las Máquinas no tenían la capacidad de produ­cirnos demasiado daño; supongo que habían sido dise­ñadas previendo esa posibilidad.

Luego, la Máquina renunció a los métodos físicos y recurrió a la astucia. Seguía estando en contacto con mi mente, de modo que inició un bombardeo de ilusiones. El pasillo se convirtió en un angosto sendero, en una espe­cie de puente entre máquinas sin ninguna barandilla, azo­tado por los relámpagos en toda su longitud. Lluvia, o gas, o algo desconocido caía sobre mi rostro, producién­dome un intenso escozor. Había también un lanzallamas y fuego de cañón, como cuando el Muchacho me había tor­turado. Monstruos o algo por el estilo saltaban delante de mí y desaparecían antes de que pudiera golpearlos. La Máquina Profunda estaba operando ahora sobre mi lado humano, golpeando donde sabía que yo sería más débil.

Supongo que yo sabía que eran ilusiones, como todo lo demás. Pero la Máquina poseía más de la mitad de mi mente y yo no podía dejar de creer. Es un gran problema el que uno no pueda dejar de creer. Luego el sendero o puente terminó en un enfurecido océano y unas algas se enredaron en mis pies, mientras que a poca distancia resplandecían los vientres blancos de unos tiburones. Deseé detenerme, de modo que lo hice.

Wolf echó a andar a través del agua sin dejar de la­drar contra el ruido. Supe que debía seguirle. Estaba convencido de que él veía las cosas más claras que yo, pero no podía acabar de creerlo. Wolf se volvió de nue­vo hacia mí con las orejas erguidas. Recordé que no podía ahogarme de todos modos, y avancé detrás de él. Cuando agarré su correa percibí a través de ella que Wolf se estaba preguntando qué era lo que me retenía. Supongo que su mente era demasiado sencilla para ser engañada como lo estaba siendo la mía.

Yo era parte de la Máquina Profunda, y Wolf era par­te de mí. Wolf era mi perro: combinados a través de su correa constituíamos una entidad superior, y aquello era suficiente para sobrevivir a la Máquina. Avanzamos jun­tos, y el mar se desvaneció para convertirse de nuevo en sendero o puente y luego en el suelo acanalado real.

Había una puerta gris delante de nosotros. Parecía de madera. Una clase de madera dura y gris, de color muy semejante al hormigón y probablemente real. Las ilu­siones parecían haber disminuido en intensidad. Miré hacia atrás a lo largo del pasillo, a través del silencioso latir de la Máquina.

Solté a Wolf, el cual se acercó a la puerta, la olfateó y se volvió hacia mí meneando el rabo. Avancé hacia la puerta, aplastando lustrosas serpientes negras y sonro­sadas, como arriba en los bosques. Las odiaba desde la época en que era un hombre. No sé por qué aquella es­túpida Máquina creía que las serpientes preocupaban a un Androide. Aunque no fueran reales las odiaba, había en ellas algo tan retorcido como sus lustrosos cuerpos, algo repugnante. El silencio era absoluto, incluso la voz en mi cerebro se había apagado. Aparté las serpientes con el pie y alargué la mano hacia el pomo de bronce.

La puerta se alzó como una persiana y me dejó con la mano extendida y enfrentándome a mí mismo.

El otro yo me miró rectamente a los ojos. No era un reflejo, pero me devolvió a los espejos que tanto me habían preocupado. Supe que no era un espejo porque nuestras manos se rozaron cuando las extendimos hacia el pomo.

Pareció casi tan sorprendido como yo, pero se reco­bró con más rapidez. Refunfuñó. Las Máquinas me habían hecho simétrico… Tal vez lo hacían todo así. Tal vez era una ley universal, tal vez tenían que hacerlo. Si yo esta­ba hecho para parar las Máquinas, él estaba hecho para mantenerlas en funcionamiento. Marcha-parada… Luz-oscuridad… Positivo-negativo… Un equilibrio que era ne­cesario, o tal vez las Máquinas sabían el horror que yo tenía a la idea de que existieran dos yos, o incluso un reflejo. A la deprimente sensación de que yo no era único, Wolf ladró y se quedó con la lengua colgando, mirándo­nos a los dos, sin saber cuál de ellos era el verdadero.

El otro yo golpeó mi garganta con el filo de su mano. Su traje de goma era mejor que el mío, desde luego. Cuando me tiró de espaldas y trataba de estrangularme, su rostro se acercó al mío y vi que estaba más limpio, que parecía más joven. Se notaba que estaba recién cons­truido: nunca había sido un hombre, creía aún en las Máquinas.

Sus dedos abandonaron mi garganta, y trató de hun­dir las uñas de sus pulgares en mis ojos. Golpeé su cin­tura a derecha e izquierda con las dos manos. Al tercer golpe resopló por la nariz y me soltó.

Rodamos por el suelo y nos pusimos en pie casi al mismo tiempo. El se lanzó de nuevo contra mí. Nos pro­pinamos golpes que hubieran matado a elefantes. El dis­paró su pie contra mi barbilla, pero yo ladeé la cabeza y lancé a mi vez un puntapié contra la parte blanda de su pantorrilla. Mientras mi pie descendía él me golpeó en el empeine, pero yo logré proyectar mi puño contra su sien. Retrocedió unos cuantos pasos, tambaleándose, y empe­zamos a movernos en círculo uno en torno al otro.

Ambos sabíamos lo que el otro podía hacer, y ése era el problema. La lucha continuó sin ventaja apreciable para ninguno de los dos, ya que si bien yo había logrado desviar su tabique nasal con uno de mis golpes, él había aplastado a su vez una de mis orejas. Wolf no cesaba de ladrar, y las Máquinas animaban ahora a mi otro yo con toda clase de impulsos.

Hice un rápido movimiento y empuñé mi pistola, pero él golpeó mi mano y me obligó a soltar el arma. Al ha­cerlo descuidó por un instante su guardia, de modo que me resultó relativamente fácil derribarle. Al verle en el suelo me lancé sobre él, dispuesto a terminar de una vez. Pero él encogió una pierna y apoyó un pie contra mi es­tómago, y cuando quise darme cuenta me encontré vo­lando por los aires para estrellarme finalmente contra una pared. Quedé tendido en el suelo, ofuscado, pensan­do que si no me incorporaba rápidamente mi otro yo me mataría, sin la menor duda.

—Desconectar las Máquinas —dijo mi otro yo—. ¿Tú/Nosotros? Ahora sólo existiré Yo —era horrible cómo se parecía a mí—. Voy a terminar contigo. Ése es mi Pro­pósito, matar al Gran Robot y ser el Salvador. Yo salvaré a las Máquinas —vaciló—. Tal vez debería limitarme a romperte las piernas y mandar aviso a los Precepto­res…

Wolf dejó de ladrar. Vi que erguía su cabeza y miraba hacia atrás a través del umbral de la puerta. Mi otro yo también se volvió. Tuvo tiempo de abrir la boca, y en aquel instante llegaron luz y fuego a través de la puerta y una descarga le alcanzó de lleno en el pecho.

Cayó hacia atrás con los brazos abiertos y quedó ten­dido en el suelo, completamente inmóvil, mientras una espesa nubécula de humo se elevaba de su cuerpo. La Muchacha cruzó rápidamente el umbral, empuñando su pistola aún incandescente.

Acercándose al muerto, se arrodilló a su lado. Cogió la bolsa de mi otro yo y la vació, esparciendo su conteni­do mientras rebuscaba. Su ennegrecido casco casi toca­ba el suelo. Al parecer tenía prisa, y hablaba al tiempo que no cesaba de buscar.

—Tengo que encontrarlo… —jadeaba, su voz sonaba entrecortada dentro del casco; debía de haber corrido todo el camino desde el túnel—. Aquellas radiaciones…

No estaba hablando con nadie, sólo para sí misma. Traté de incorporarme y descubrí que no podía, no en­tonces, todavía no.

—No está aquí —dijo la Muchacha—. Ni aquí… no habrá podido conseguirlo… —se puso de pie, miró rápi­damente a su alrededor, se retorció nerviosamente las manos—. ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Qué dirá él? —por lo que ella sabía, acababa de destruir toda esperanza de la raza para el futuro—. ¡Se pondrá tan… furioso!

Supuse que se refería al Hombre Gordo. Me apoyé en la pared y me puse en pie. Mi pistola estaba en el sue­lo, a mi alcance, de modo que la cogí. La Muchacha se volvió, alzó su pistola, volvió a inclinarla.

—¿Cómo…?

—Existían dos de nosotros. ¿Por qué has venido? ¿Cómo has podido entrar?

—Ahora está abierto. Cuando uno ha pasado, cual­quiera puede pasar. El único problema son las radiacio­nes; este traje no puede protegerme indefinidamente. No puedo permanecer aquí mucho tiempo.

—Entonces, ¡vamos!

Infiernos, había hecho todo lo que podía por ella. Ya había recibido una buena dosis; un poco más no le haría daño.

Pasamos por encima de la desintegrada masa de elec­trónica que había sido yo y salimos al pasillo. Wolf ol­fateó el cadáver, pero acudió cuando le llamé. Es un mal trago verse a uno mismo muerto. El pasillo era muy lar­go, y cada diez pasos había una pared de plomo que obligaba a dar un rodeo. Supuse que estarían destinadas a proteger a las Máquinas Profundas del Motor de Mate­ria. Yo sabía adónde me dirigía. Finalmente encontramos una puerta hecha de planchas de plomo y forrada de acero oxidado. La Muchacha efectuó unas comprobacio­nes con su mondadientes.

—Todo correcto —dijo—. No hay peligro inmediato.

—Tal vez los Motores estén parados.

—Yo me quedaré aquí; tú puedes continuar.

Empujé, y la puerta se abrió para mí. Las radiaciones golpearon mi rostro. Las oí con mi piel, las sentí penetrar a través de mí. El perro gimió, pero continuamos avan­zando. Wolf resultaba menos perjudicado que yo inclu­so, ya que su pelo constituía una excelente protección. Sabía que no le ocurriría nada a no ser que sus pilas quedaran imantadas. De todos modos, con tal que yo resistiera hasta conseguir el Toroide, lo demás no tenía importancia.

La sala era muy espaciosa. Había sido forrada con el mismo plomo revestido de acero: el verdadero material; no tenían hormigón cuando construyeron este lugar. La herrumbre cubría el techo, las paredes e incluso el suelo. El aire era húmedo y cálido, los anillos concéntricos de luz eran otros tantos halos brumosos entre los herrum­brosos bloques de plomo del techo. En alguna parte, en medio de los ultrasonidos del Motor de Materia, podía oírse el rumor de una corriente de agua.

Me dirigí hacia la masa irradiante de oscuridad-luz que llenaba el centro de la sala. Era la parte superior del Motor de Materia; el resto de él, la mayor parte de él, se hundía hasta cien metros de profundidad, en una lí­nea vertical, perpendicular al centro de la Tierra. El To­roide formaba el anillo superior del Motor. Tenía unos treinta metros de diámetro. Nunca lograría levantarlo; estaba sólidamente encajado, y de todos modos era de­masiado grande para moverlo a través del pasillo.

Adiestré mis ojos y empecé a registrar. Lo sabía ya, de todas maneras. Ahora que había llegado hasta el Mo­tor de Materia, conocía su funcionamiento como había comprendido a la Máquina Profunda. Lo tenía todo en mi cerebro.

Estudié al Toroide desde más cerca. Cada uno de los anillos, de un metro de diámetro, estaba formado de anillos más pequeños, y cada uno de los más pequeños for­mado a su vez por otros anillos, disminuyendo sucesiva­mente de tamaño hasta llegar a una estructura de cristal submicroscópica. Los anillos eran lindos, todos parpa­deantes de luz y de vida. Saqué mi cuchillo y traté de desprender uno, pero era demasiado duro y la hoja se rompió.

De todos modos ―me dije a mí mismo―, entiendo su fun­cionamiento, su mecánica, las pautas que han de figurar en sus pantallas. Me acerqué a las consolas y barrí con la mano la herrumbre que había caído del techo. Todo estaba viejo y ennegrecido: apenas pude ver las cifras y lecturas. No importaba; conocía todo aquello, podía rete­nerlo en mi cerebro.

Encontré los conmutadores de tránsito que conecta­ban las consolas a la Máquina Profunda. Todo estaba co­rroído, pero las sensaciones fluían aún. Los desconecté, y la Máquina gimió. Desde muy lejos me pareció oír que la Muchacha se reía.

Tomé el control principal, di media vuelta y regresé al encostrado borde del Toroide. Me incliné a mirar la matriz del Motor de Energía.

El espacio era extraño allí. El volumen tenía un as­pecto más denso hacia el centro. Las gotas de vapor pa­recían tan grandes como melones; más tarde vi que eran moléculas de agua. Variaba también. Vi estrellas, el ne­gro terciopelo del espacio profundo, océanos y rostros del pasado y de lo que podría haber sido el futuro en otro tiempo. A través del Toroide se enroscó una nebu­losa, una galaxia creció allí. Me pareció que veía moverse al tiempo, y allí había algo soberbio mirándome, tal vez desde un Motor similar de una lejana galaxia, sin duda preguntándose quién era yo. Vi a la Muchacha desnuda en la Casa, vi al Alfarero rompiendo cacharros, infinita­mente lejos vi a un Preceptor descuartizado girando en el aire de una Calle.

Había sonido también, un sonido de música. Los co­lores eran hermosos y los aullidos de Wolf se convirtie­ron en una canción de belleza. Columnas de gas ionizado danzaban sobre el borde del núcleo vacío de la terrible cosa, la energía crujía sin cesar, las radiaciones me gol­peaban el rostro.

Abrí el control con mi mente. Empezó a brotar mate­ria. Delgadas telarañas de hormigón surgieron de la nada, girando. El espacio se condensó y el centro vacío quedó lleno. Danzaron arcoiris, líneas de tracción formaron pautas cebradas ―blancas y negras― sobre la nada. Las delgadas membranas de hormigón se hicieron más grue­sas, el núcleo de la nada dio paso a materia que fue con­virtiéndose en troncos de árboles y en ríos, girando del gris al rosa. Yo estaba fascinado, hipnotizado. Lo estudié todo, reteniéndolo en mi cerebro.

Wolf estaba ladrando, arañándome las piernas. Desde alguna parte oí a la Muchacha aullándome que cortara las radiaciones. Desperté con una sacudida. ¡Había esta­do mirando hacia abajo demasiado tiempo! Un hombre habría muerto mil veces a un kilómetro de distancia del Motor. Yo me había asomado a su corazón como si fue­ra mi máquina de hilar azúcar, mi rostro estaba ya en­negrecido y tenía los ojos desorbitados. Tenía que apre­surarme; era un Androide moribundo.

Desconecté el Motor. Lo situé a cero e invertí las po­laridades. Oí que la Máquina gemía igual que cuando había desconectado los conmutadores de tránsito. Los Toroides inferiores crujieron debido a la falta de super-luz. La caja de acero estalló, sembrando el lugar de oxi­dados trozos de metal. Algo atravesó mi brazo como un proyectil, pero no le di importancia. Todos los colores centellearon, y el vacío del núcleo de nada se cerró con un gran estruendo. Las madejas de materia oscilaron unos instantes y pasaron del rosa al gris plomo para caer de nuevo allí. Cuando chocaron con la parte inferior se produjo un fogonazo, seguido de una bola de fuego mien­tras estallaban.

Los efectos de la energía liberada no se hicieron espe­rar: el techo de plomo se fundió y luego se vaporizó. El suelo se abarquilló y volvió a aplanarse. Permanecí inmóvil, esperando ser vaporizado también, pero no ocurrió nada más. La mayor parte de la energía volvió al lugar del cual había procedido la materia. Recuerdo que con­fié en que el ser soberbio que me había contemplado no hubiera recibido súbitamente aquella explosión en su regazo.

Wolf me sacó de allí. Me agarró de un brazo con los dientes y me arrastró hasta el lugar donde estaba la Muchacha. Mientras avanzábamos encontré uno de los anillos del Toroide bajo mi mano. Lo miré, admirando su compleja belleza, y lo guardé en una bolsa de costado.

—¿Qué… qué ha pasado?

La Muchacha estaba temblando. Su casco tenía una gran hendidura y ella estaba cubierta de herrumbre.

—Vámonos —dije—. Tenemos que salir de aquí…

Las luces parpadearon y luego se encendieron antes de que la muchacha pudiera sentirse dominada por el pánico.

—¿Has conseguido el Toroide?

—¡Ha estallado… todo ha estallado!

Avancé cojeando por el pasillo. Teníamos que salir de allí, tenía que hablarle al Hombre Gordo del Motor de Energía antes de que fuera demasiado tarde.

—¿No has conseguido el Toroide?

—Sólo una parte… pero lo tengo todo… Todo está en mi cerebro.

Rodeamos el último de los escudos de plomo y entra­mos en la Máquina Profunda. Probé las radiaciones allí y también se estaban debilitando. La energía ―pensé―, la energía. Al parar el Motor de Materia había cortado la energía. Ahora todo moriría; sólo era cuestión de tiempo.

La Máquina moriría con todas sus estructuras, y la gente podría vivir de nuevo. Tendría que luchar, desde luego, pero eso era lo que se necesitaba, precisamente. El alimento seguiría fluyendo durante una temporada; la Máquina podría tardar una década en apagarse del todo. Así, el cambio sería gradual y la gente sobreviviría.

Al pasar por el lugar principal derribé la pantalla y destrocé los circuitos. No era necesario, pero quise ase­gurarme de todas maneras. Corrimos a través de las lu­ces cada vez más débiles, de las imágenes cada vez más reducidas de la Máquina.

Wolf descubrió dónde estaba el túnel y salimos por allí.



XVI



Esta vez el túnel no se comprimió para someterme a reconocimiento. Aquellos mecanismos habían dejado de existir, eran cosa del pasado. Dudé de que la Máquina tu­viera consciencia de nosotros, aunque desde luego no importaba ahora que estaba moribunda. Pensé que tal vez yo estaba también moribundo: había recibido una gran dosis de radiaciones, y había permanecido asomado durante demasiado tiempo al Motor de Energía. Las se­ñales de alarma estaban balando en todo mi cuerpo.

En cualquier caso, no sabía cuánto duraría ahora que mi Propósito se había cumplido. Ni siquiera estaba se­guro de hasta qué punto formaba parte de la Máquina Profunda: era posible que me apagara lentamente con ella. Pero tenía que durar lo suficiente para revelarle al Hombre Gordo el diseño del Motor de Materia, la forma de los Toroides. Tenía que poner aquello en sus manos para que el Cuerpo pudiera sobrevivir, para que la raza del hombre no continuara en las Calles. Era mi nuevo Propósito, y tan importante como el último.

Aterricé rodando sobre el suelo de la Sala de Con­trol. Allí seguían aullando y celebrando su Cohete ima­ginario. La reunión no se había disuelto todavía. Cuando me incorporé, Wolf tenía las orejas echadas hacia atrás y estaba mirando rápidamente a derecha e izquierda des­de el túnel donde los soldados aún sujetaban a la Muchacha.

El Muchacho —tenía que ser de nuevo el Muchacho, entregado al mismo antiguo juego— salió por el mismo lugar por el que había llegado yo. Avancé rápidamente y le apunté con mi pistola. Si hubiese sabido quién era, no le hubiera permitido que saliera detrás de mí, y yo hubie­ra estado mucho más preocupado allí dentro.

—¡Androide! —la Muchacha empezó a luchar de nue­vo. Agarró los brazos de los soldados, mordió sus dedos.

—¡Es inútil! —la voz del Muchacho sonó apagada a través de su casco, pero al oírle me pregunté cómo podía haberme dejado engañar—. El Motor ha estallado …—el Muchacho se echó a reír, mirándome a la cara. Luego se giró hacia su hermana—. De todos modos no hubiera podido moverlo, aunque sacó un anillo de él.

Luego colocó una palanca acodada delante de su traje y se roció de pies a cabeza de detergente. Aproveché el respiro para hacer lo mismo conmigo y con Wolf. Per­manecimos allí, envueltos en columnas de espuma, tra­tando de vigilarnos el uno al otro.

—No le has matado —dijo la Muchacha.

No hubiese podido decir si ella lo lamentaba. El Mu­chacho se sacudió la espuma y desabrochó el cuello de su casco. Luego se lo quitó y lo lanzó hacia mí.

—Estuve a punto de acabar con él. Ahora no puedo matarle, pero estuve a punto de acabar con él. Creí que podría conseguir el Toroide por mis propios medios has­ta que lo vi…

—Entonces, no obtendrás tu medalla —se burló la Muchacha. Siguió luchando, logró liberar una de sus ma­nos y golpeó a los soldados—. ¡Soltadme!

Los soldados ni siquiera parpadearon cuando la Mu­chacha arañó sus ojos. No eran Androides sofisticados. Ni siquiera eran tan listos como Wolf; eran soldados.

—¿Era eso lo que tú querías, hermana? ¿Una meda­lla? ¡Deja a esos soldados en paz! ¿Una medalla, y echar un tupido velo sobre aquello? ¡Tu viejo y asqueroso Candy Man! ¡Deja a los Androides en paz!

—¡Investigación! ¡Un científico debe investigar! —la Muchacha se tranquilizó y sonrió para sí misma. Sabía que había tocado el punto flaco del Muchacho con lo de la medalla—. Recogí algunas cosas interesantes en los palacios de la montaña. ¡Tú no tienes ninguna!

—Me marcho —el Muchacho dio media vuelta y se alejó un par de pasos—. ¡Me marcho de aquí! —pero retro­cedió, y me miró sonriendo—. Relájate, Candy…, sí, relájate. No te he matado, después de todo. Ni siquiera lo inten­taré hasta que nos lo hayas dicho todo sobre el Motor de Materia —su rostro se puso serio—. ¿No te gustaría decírmelo a mí? ¿No te gustaría que lo transmitiera yo?

Creo que hablaba sinceramente, y por un instante consideré aquella posibilidad. Era preferible decírselo a él a que todo se perdiera si yo desaparecía.

La Muchacha gritó de rabia. Golpeó una y otra vez los brazos de los soldados. Uno de los brillantes cascos cayó y rebotó sobre el suelo.

—Entonces no te mataría, te dejaría en paz… —el Mu­chacho era todo sonrisas—. No quiero el anillo, puedes guardarte ese trozo de Toroide.

—¡Lo hará igual! ¡Te odia!

La Muchacha logró liberar sus piernas por un mo­mento, pero no tardaron en volver a sujetarla. Sonreí. Había realizado mi Propósito, no me importaba vivir o morir con tal que el Cuerpo consiguiera el Motor, y sabía que el Muchacho no me mataría hasta que yo hu­biera entregado la información.

Nadie dijo nada. Permanecimos de pie en medio del ruido de la fiesta mientras yo fingía meditar. No le hu­biera dicho al Muchacho la hora que era en el reloj de su propia pared. De todos modos, él no habría podido retenerlo todo en su cerebro como yo. Incluso el Hombre Gordo necesitaría una buena computadora para enten­derlo.

La reunión estaba resultando cada vez más ruidosa. Uno de los técnicos se apartó y orinó detrás de una conso­la, cerca de nosotros. Pero yo disfrutaba manteniéndo­les a la espera, y continuamos allí.

—No podrías transmitirlo —dije, finalmente—. No hay palabras para expresarlo, ni siquiera números. Es algo que debe tratarse entre Máquinas —los hombres quedaban detrás de lo que inventaban. No tenían la po­sibilidad de comprender lo que estaban haciendo, y eso era parte de su problema—. El Motor no puede ser explica­do. Quizá pudiera darte una imagen de lo que es. Pero tú no podrías expresarlo…

—¡De acuerdo!

El Muchacho pasó por delante de mí. Recogió su casco de donde había caído, lo miró como si fuera una cosa rara y volvió a arrojarlo contra mi ca­beza. Esta vez no logré esquivarlo, quizá porque mis re­flejos habían empezado a fallar.

—¡Estás muerto, Candy Man! Si no lo hace nadie más, ¡yo acabaré contigo!

Subió precipitadamente por la escalera y avanzó con la misma rapidez por la galería.

—¡Vamos! —le dije a la Muchacha.

Les hice una seña a los soldados y la depositaron suavemente en el suelo. Luego adoptaron la posición de firmes, presentaron armas y quedaron en su lugar, en des­canso. Que yo sepa, todavía siguen allí.

—¿Vienes, K?

Era la primera vez que la llamaba por su nombre desde lo que había ocurrido en aquella Casa. El recuerdo resultó doloroso, incluso entonces, y por un instante de­seé haber sido un hombre. Pero luego pensé que ni si­quiera hubiese tenido un Propósito, y que hubiera muerto hacía muchísimo tiempo, de todos modos.

—Sí, Candy…

Ella también se había dado cuenta. Ahora estaba tranquila, un poco triste, pensé. Tal vez vi nostalgia en sus ojos, pero, ¿cómo puede uno saber lo que la gente piensa en realidad? Esperé un momento, y cuando habló de nuevo su voz era firme:

—No voy a perderte de vista. Ahora eres lo único que tenemos. No voy a permitir que mi hermano se acerque a ti; no po­demos perderte ahora.

Nos abrimos paso a través de la reunión, en dirección a la puerta. Wolf avanzó pegado a nosotros. Aquella gen­te lo estaba pasando en grande. La muchacha que se había quitado las gafas estaba bailando desnuda de cintu­ra para arriba, y aquello parecía excitarles. Los hombres nunca parecían ver los bosques debido a los árboles, ni saber qué partes eran realmente importantes.

—¡Muy divertido! —dijo la Muchacha, cuando le hice aquella observación.

Luego me preguntó cómo podía bromear en un momento en que las cosas eran tan serias. Me limité a decirle que no estaba bromeando.

Atravesamos la sala y nadie se dio cuenta. Uno de los hombres dijo que las estatuas de los soldados parecían haber cobrado vida. Pero luego agitó la cabeza y dijo que era imposible.

Cuando salimos al aire libre tomé a Wolf en mis bra­zos y activamos los cinturones voladores a través de la Llanura de los Cohetes. Tal vez mi cinturón había perdido energía con las radiaciones —el peso del perro tampoco ayudaba—, de modo que no pudimos ganar altura con demasiada rapidez. Tardamos tres kilómetros y cinco mi­nutos en alcanzar los quince metros de altura.

Mientras avanzábamos a través de los Cohetes pude ver al Muchacho muy lejos, a nuestra izquierda, planean­do entre los puntiagudos conos, sin duda siguiéndonos.

—¿De veras lo has conseguido?

La Muchacha había estado mirando hacia atrás, y yo también me giré. No había ninguna señal de que hubiera ocurrido algo importante. Las luces seguían brillando, y la música era tan ruidosa como siempre.

—Los efectos tardarán un poco en notarse —le dije—. No serán inmediatos sobre los programas, y tardarán años en alcanzar a las secuencias musicales.

—¿Qué pasará? Quiero decir… Un mundo sin las lu­ces, sin las ilusiones tranquilizadoras, sin música. Sin las Máquinas ni los Preceptores para cuidar de la gente. Ni siquiera habrá alimento… ¡Será un infierno!

—No habrá problemas. Volverán a aprender a cuidar de sí mismos.

—¿Cómo podrán hacerlo? —no conocía la respuesta a aquella pregunta, de modo que no dije nada. Deseé poder estar allí para ayudar—. ¡Sabes que será un in­fierno!

Teníamos que regresar rápidamente con la informa­ción para el Hombre Gordo. Era lo único que importaba ahora. El Cuerpo necesitaba la energía para extender la raza hasta las galaxias, para arreglar el mundo, o para trasladar la población a nuevos mundos.

—Algunos sobrevivirán… —dijo la Muchacha. Se pasó la lengua por los labios—. Podría ser algo bueno para ellos. Eliminaría a los más débiles. La civilización ne­cesita una excursión ocasional a la barbarie. Será di­vertido observarlo. Yo podría tomar notas, redactar una Memoria…

Nos elevamos por encima de la pared de paquetes, volamos sobre la balsa y avanzamos hacia las Calles y columnas. Olía a humo procedente del lugar en el que los Preceptores habían pulverizado aquel Buda. Cuando llegamos allí los Preceptores seguían sentados en sus si­llas, sin hacer nada. Alzaron la mirada cuando pasamos, y vi que uno de ellos movía sus manos en su teclado, pero no recibían nada de la Máquina y no parecían inte­resados en nuestra presencia. Mirando hacia abajo podían verse trozos de plástico ardiendo; era como si estuvié­ramos directamente encima de sus cabezas.

El Muchacho continuaba siguiéndonos. Cuando nos de­tuvimos ―para descansar mis brazos del peso de Wolf― oímos zumbar su cinturón a lo lejos, entre las vigas. Le vi por un instante, avanzando allí en medio de las sombras. Luego reemprendimos la marcha y cruzamos aquel oscuro océano para llegar a la otra orilla casi en el mis­mo lugar del que habíamos salido. Esta vez no nos moles­tamos con los valles. Nos remontamos por encima de aquellos pequeños farallones y nos dirigimos directa­mente tierra adentro.

Al cabo de una hora, la Muchacha nos había conduci­do a una Casa. Esta vez se encontraba debajo de una Calle y en otro bosquecillo de árboles, muertos hacía mu­cho tiempo. Mi visión en la oscuridad parecía haberse debilitado junto al Motor de Materia, de modo que tuve que confiar en la luz de la Muchacha. Aterrizamos en las ruinosas vigas y nos dirigimos hacia la puerta al débil resplandor de su mondadientes. Vi que mis propias ma­nos brillaban a causa de la radiación, y más lejos había algunas luces. Podían verse las Calles alargándose sobre las colinas muertas.

—Es bueno utilizar esos lugares ahora —dijo la Mu­chacha—. No creo que los Preceptores intervengan. No harán nada sin la Máquina.

Cuando se abrió la puerta, la Casa era igual que todas las otras. La Muchacha no abrió la consola inmediata­mente, sino que se dirigió a un armario y sacó de él ropas limpias. Prendas femeninas, como las que llevaba cuando estábamos juntos. Se despojó de su traje de goma y se quedó unos instantes de pie desnuda, mirándome.

No pude soportar aquel espectáculo, de modo que me marché hacia la parte trasera de la Casa. La luz era de­masiado intensa para mí también, de modo que saqué aquel antiguo vendaje mío y lo coloqué alrededor de mis ojos. Tenía jaqueca desde que había contemplado el Mo­tor y ahora se estaba haciendo más intensa…, tal vez por estar cerca de la Muchacha, aunque no lo creía. De todos modos, aquel antiguo medio mundo familiar que veía a través de la tela era un lugar seguro y me sentí un poco mejor.

—Tienes mal aspecto, Candy… —oí el roce de las ro­pas de la Muchacha, pero no la miré; me resultaba dema­siado doloroso volver la cabeza—. Podrías morir ahora, ¿sabes? ¿No te gustaría hablarme del Motor… entregar­me ese anillo? ¿Sólo para mayor seguridad?

No contesté. Medité en aquellas palabras, fingiendo no haberlas oído. Luego repasé los datos acerca de los Mo­tores en mi cerebro, los fijé allí de nuevo, asegurándome que podía retenerlos todos. No podía darle a la Mu­chacha aquel anillo, estaba aún demasiado caliente: sus radiaciones podían matar a cualquier ser humano.

—En otro tiempo me amaste, y yo no soy como mi hermano. Puedes confiar en mí. Incluso podría existir una posibilidad de repararte.

Continué sin decir nada. Había algunos cacharros ro­tos y un martillo sobre la mesa, cerca de allí. Fingí interesarme en aquellos fragmentos llevándolos hasta mis ojos, rastrillándolos con los dedos.

—¿Candy…?

—No importa —dije—. Terminaré cuando llegue el momento —lo único que tenía que hacer era recordar durante el tiempo suficiente; mientras no dejara de pen­sar en ello, todo iría bien.

—¿Crees que obtendrás un trato mejor del Hombre Gordo? Lo dudo. Yo podría protegerte de mi hermano…

—No se trata de eso.

Encontré un fragmento que no encajaba con los otros. Me pregunté qué aspecto tendrían los cacharros si fueran la forma perfecta que el Alfarero estaba buscando… Me pregunté de dónde procedería el extraño fragmento. Era de yeso, con bordes lisos y regulares, muescas triangu­lares y piramidales en un lado y proyecciones similares en el otro. Era un pedazo distinto de los otros: le ocurría como a mí, que formaba parte de algo, pero sin embar­go no era igual que el resto.

—¿Candy? ¿Estás bien?

—Sí. No podría decírtelo. Necesitaría una computado­ra para explicártelo, una Máquina Profunda. Y tú no po­drías transmitirlo…

—De acuerdo… No te preocupes, Candy; procura sal­varte —la Muchacha se acercó a mí y me tomó del bra­zo—. ¿Se apagan tus ojos? Haría cualquier cosa por ti, pero no sé qué podría hacer ahora.

Parecía preocupada por mí, pero yo seguía pensando que podía estar representando una comedia. Esperé, y la Muchacha se dirigió hacia la consola. Descubrí aquel trozo de yeso en mi mano, de modo que lo dejé caer en mi bolsa, y en aquel momento las luces parpadearon y la Casa osciló, y nos encontramos en el lugar al que íbamos.

Cuando cruzamos la otra puerta salimos de nuevo al pasillo metálico. Me fallaron las piernas mientras avan­zábamos, y cuando el Hombre Gordo abrió una puerta para nosotros no pude ver quién era. Me tambaleé de una pared a otra como un borracho.

—Caída libre —dijo la Muchacha—. La gravedad arti­ficial es mínima.

Tal vez era aquello también, pero cuando llegamos a la habitación metálica me alegré muchísimo de poder tumbarme en la mesa de operaciones. Casi podía sentir mis células moribundas. Confié en que podría recordarlo todo.

El Hombre Gordo me sujetó a la mesa de operacio­nes. Conectaron los enchufes y los cables a mi cuerpo. Mientras la Muchacha me alimentaba con tubos, el Hom­bre revisó las esferas.

—Su estado es grave —me sentía un poco mejor gra­cias a los tubos, pero cuando el Hombre Gordo se acercó a mí estaba agitando la cabeza—. Está en muy malas con­diciones…

—Aprisa —mi voz sonó extraña a mis propios oídos—. Rápido, mientras pueda retenerlo…

Aquella vez no tuvieron que darme claves ni estímulos. El Hombre Gordo se limitó a decir que estaba pre­parado, y lo solté todo. Parte de ello eran palabras, pero lo esencial discurría entre la Máquina Profunda de la Nave y yo. A veces notaba que mi concentración fallaba: era algo difícil, que agotó todas mis fuerzas.

—¿Estás seguro de que el Motor de Materia quedó destruido? —fue lo último que me preguntó el Hombre Gordo.

—Seguro… completamente seguro…

Estaba seguro, desde luego. Había algo más que yo sabía que tenía que decirle… Pero en aquel momento me sentía realmente enfermo; había una especie de bruma en mi cerebro que me impedía pensar. El esfuerzo de retenerlo todo en mi cerebro me había agotado. Olvidé lo que le había dicho al Hombre Gordo y me desinteresé de todo.

—¿No hay ninguna esperanza? —dijo el Hombre Gordo.

—Está en las últimas —oí que decía la Muchacha.

—Me refería al Motor de Materia… al Toroide —el Hombre Gordo me miró a la cara.

—Tal vez te lo he dicho ya… —me oí decir a mí mis­mo—. Tal vez te lo dije ayer… quizá ni siquiera impor­ta…

Entonces se alejaron. El Hombre Gordo se dirigió hacia una hilera de pantallas al otro lado de la habita­ción y empezó a revisar lo que la Nave estaba extrayendo de la información que yo le había proporcionado. Me alegré de estar tendido allí y ni siquiera me importó mi­rar a la Muchacha, que se había reunido con el Hombre Gordo y parecía muy interesada en las señales luminosas y las pautas que aparecían en las pantallas. Contemplé sus siluetas contra los modelos-clave en color que la Nave proyectaba. El Hombre Gordo se acercó más a la Mu­chacha, y empezaron a hablar en voz baja. Las luces brillaban y resplandecían como diamantes y rubíes, esmeraldas y zafiros, y también amatistas… Era realmen­te bello.

No pude soportarlo más. Tal vez fue la Muchacha abandonándome de aquella manera, o quizá fueron las brillantes luces, o todos aquellos chasquidos y zumbidos…, pero no pude soportarlo. Súbitamente experimenté la imperiosa necesidad de estar en alguna otra parte secre­ta, solo, y preferiblemente a oscuras.

Dejé caer mis entumecidos dedos sobre un puñado de tubos. La mayor parte de ellos se desprendieron de mi mano, pero logré inyectarme media docena, uno tras otro. Al cabo de unos instantes me sentí un poco mejor y deslicé mis piernas fuera de la mesa. Me incorporé, desconecté los enchufes y los cables y me encaminé ha­cia la puerta. Ni siquiera alzaron la mirada para verme marchar.

A través de la puerta, el pasillo metálico conducía a la izquierda a la Casa y a la derecha a alguna otra parte, de modo que giré a la derecha. No quería saber nada más de las Casas ni del mundo que había más allá de ellas. Avancé penosamente, alejándome de allí. Al cabo de unos instantes oí unos pasos detrás de mí. Logre em­puñar mi pistola, me volví… y era el pobre Wolf. No estaba en tan malas condiciones como yo, pero parecía mucho más viejo. Aunque estaba bien, y se pondría me­jor; lo supe cuando agarré su correa. Me alegré de verle.



XVII



Wolf se situó en cabeza y yo le seguí a lo largo de aquel interminable pasillo. Las paredes eran de metal bruñido, el techo y los suelos de un negro mate. Donde­quiera que volviera mi cabeza para mirar, se reflejaban un millón de Candy Man. Todos teníamos un horrible aspecto.

Llegamos al final; el suelo se interrumpió y caí más allá. Logré incorporarme y me encontré en una amplia habitación que no tenía más techo que las estrellas.

Miré a mi alrededor. Pasó algún tiempo antes de que estuviera seguro de lo que veía. El suelo era negro como el pasillo, pero ahora brillaba. Un espejo bruñido y ne­gro con la intensidad del espacio, una cualidad de res­plandeciente terciopelo, todo él tachonado de incontables estrellas, perfectamente plano, como la calma del agua antigua. Miré hacia abajo y vi mi estropeado rostro en­marcado en los cielos. Allí no había paredes que yo pu­diera ver, ningún techo, las estrellas se repetían en lo alto, remotas y cercanas; algo demasiado bello.

La Luna estaba allí. Colgando pesadamente y medio llena, con su lado oscuro iluminado por el brillo de las estrellas y el resplandor de la Tierra. Había claridad allí, tanta claridad como la que solía haber en mi cerebro después de haberme inyectado un buen tubo. La Luna parecía demasiado grande… La medí haciendo un gran esfuerzo, y estábamos a medio camino de ella.

Cuando me giré, la Tierra estaba al otro lado, debajo del pasillo. Al igual que la Luna, el lado iluminado era la parte inferior. Se veían brillar los océanos…, era como estar en el espacio sin siquiera un traje entre uno y el cosmos. Me sentí débil, indefenso. Me pregunté qué im­portaba, por qué no terminaba de una vez y lo olvidaba todo.

En el suelo moteado de estrellas había unos aparatos silenciosos, hilera tras hilera de antenas irguiéndose hacia el cielo. Pequeños y coloreados puntos de luz parpadea­ban desde las consolas, gruesos cables se extendían por el suelo dirigiéndose hacia los aparatos y saliendo de ellos. Había incluso algunos pequeños telescopios, con sus correspondientes asientos para hombres, supuse. Ha­bía pequeñas verjas de metal luminoso alrededor de cada complejo, de modo que las antenas estaban iluminadas desde abajo tanto como desde el cielo.

Pero al principio no me interesé por nada de aque­llo. Lo que estaba mirando eran las grandes y toscas mo­les de piedra que se erguían a través de la delicadeza de las máquinas.

Todas tenían tres, quizá cuatro metros de altura, la mayoría cubiertas con grandes dinteles tan gruesos como ellas mismas. El círculo más interior estaba muy embu­tido, el exterior más extendido, todo concéntrico con la propia galería.

Algunas de las piedras estaban caídas, la mayor par­te de ellas envueltas aún con aquel mismo plástico que envolvía al Buda. Otras reposaban sobre grandes cubos de un material cristalino y transparente.

Imponente. Resultaba imponente aquella combinación de Tierra y Luna. Había magia allí, una luz mágica, la luz del tiempo y del espacio y de la inmensidad, azul y fría, y las piedras profundas y oscuras en sus sombras, ocluyéndose contra aquellas infinitas estrellas. Era fuerte, demasiado fuerte para mí, más fuerte que los hom­bres, más poderoso que todos los actos de vida, que toda la gasa luminosa de los aparatos, la oscura maleza de sutiles telescopios y detectores.

Me entristeció. Toda aquella eternidad, y yo llegan­do a mi final. Nunca había experimentado aquella sensa­ción, nunca a lo largo de dos mil años; pero nunca ha­bía estado enfermo hasta entonces, y esta era la primera vez que yo contemplaba mi Propósito. Me sentí terrible­mente emocionado; miré hacia las estrellas, y de haber podido hacerlo me hubiera echado a llorar.

Me arrastré hacia el gran anillo doble de las piedras que estaban en pie. Tropecé con una de ellas y caí al suelo. Wolf se agazapó y gruñó a mis pies. Alguien ha­bía cortado la forma de un hacha, de doble filo, de la piedra. Apoyé mi mano allí. Vándalos, pensé, los hombres estropeándolo todo. Todo había sido estropeado. Aquel era un buen lugar para un final definitivo. Me sentí real­mente enfermo.

Nunca había dormido hasta aquel día, pero creo que entonces lo hice. Cuando resonaron las voces seguía aún allí. No sé cuándo empecé a oírlas, pero cuando recono­cí la del Muchacho me desperté de golpe. Me sentía un poco mejor, al menos lo suficiente como para ocultar mis piernas en las sombras y permanecer inmóvil. To­qué mi mejilla: estaba arañada por el roce contra la pie­dra al caerme.

—Mira, una pirámide escalonada… cualquiera de las mías que desees… por un simple monolito. ¡Cualquiera de esos… cualquier piedra!

El Muchacho golpeó una piedra con la palma de la mano, a unos pocos metros de distancia del lugar donde yo me encontraba. No podía enfrentarme con el Mucha­cho en aquel momento. En medio de mi confusión mental recordaba aquel segmento de Toroide que guardaba en mi bolsa, y alguna otra cosa que tenía que hacer también. No iba a permitir que el Muchacho se apoderase del Toroide… después de matarme. De todos modos es­taba preocupado, y en mi debilidad aquella preocupación podía confundirse con el miedo.

—¡Mira aquí! —era la voz del Alfarero, y sonaba un poco furiosa—. ¡Tienes tu Junter Munter! ¿Para qué quieres Stonehenge? Entrega tus pirámides a la colec­ción pública. Eso es lo que yo haré con el Henge.

—Para vosotros los viejos está bien, después de tanto tiempo. De todos modos, el Junter Munter está en el pri­mer nivel, y a esta profundidad pierde la mitad de su valor. ¡Vamos! Tan sólo una piedra…

—La astronomía. Tú sabes bien que sirven para eso, todas ellas. No. No es un montón de piedras, es un con­junto indivisible.

—No puedo quedarme aquí todo el día. Quiero matar a ese Androide antes de que muera. Para preservarlo. ¡Es un Artefacto mesoespacial maravilloso!

—¿No es hermosa la Luna brillando a través de las piedras? ¡Mira las estrellas! Piensa: si existen estrellas infinitas, ¿por qué no existe una luz de las estrellas total, universal? ¿Comprendes?

—No me vengas con tonterías, Alfarero. ¿Qué hay de mis piedras?

—Es un poco… un poco sucio. ¿Sabes? Todo este co­mercio con las cosas de los hombres muertos que ten­drían que estar enterradas con ellos. No es decente matar a Candy Man sólo para disecarlo. Es un ser consciente, nos guste o no; aunque no le hubieran diseñado para ello, es prácticamente humano. No está bien hacerle eso a un hombre, ¿comprendes?

—¡No estaría bien hacérselo a un Hombre del Cuer­po! —el Muchacho estalló en una carcajada—. Pero los seres como él no pueden ser tratados como humanos. No se puede tratar como personas a ninguno de esos se­res de las Calles.

—He oído decir que tu hermana lo hace…

El Muchacho permaneció en silencio unos instantes; cuando habló de nuevo, su voz estaba llena de rabia.

—Aquello fue algo experimental, científico. Cualquier experimento científico está justificado. De todos modos, pagará por ello: ¡será disecado!

—He oído decir que ya has intentado matarle antes…

—Ahora no es tan bueno. Yo estaba esperando, sólo esperando. A causa del Toroide. Esta vez no escapa­rá —se produjo otro silencio antes de que el Mucha­cho continuara—. El Taj Mahal, te daré ese otro pinácu­lo. Te daré un 8 cilindros nuevo modelo, un Ford 8 ci­lindros de 1938, en perfecto estado. ¿Qué me dices? La repartiremos, me llevaré media piedra…

—Ya te he dicho que no me gusta este comercio. Este comerciar con Artefactos. Son sagrados, significan algo. Los hombres los hicieron por algún Motivo. Son dema­siado importantes para negociar con ellos. ¿Qué pensa­rían aquellos hombres antiguos que los construyeron?

—Se alegrarían de que siguieran interesándole a al­guien. Vamos, ¿qué quieres a cambio?

—Los Artefactos tendrían que estar en una colección pública. Pertenecen a todo el mundo.

—¡Eso es una estupidez! ¡Todo pertenece al que pue­de pagarlo! Las cosas pertenecen al que puede conse­guirlas.

—Es demasiado importante para ti. ¡Un capricho! Lo mismo que tu hermana y…

—¡Deja en paz a mi hermana! Me marcho. ¡Necesito matar a ese Candy!

—Ese Androide ha sido víctima de una injusticia. Te­ndrían que haberle sometido a tratamiento. ¡No hizo más que lo que se suponía que debía hacer! —la voz del Al­farero iba subiendo de tono. Al final casi estaba gritan­do—. ¡Sería injusto matarle sólo para colgarle de una pared!

—¡Volveré! —el Muchacho también estaba gritando. Empezó a alejarse—. ¡No me iré sin una piedra!

—Lo que en realidad desea es el altar —el Alfarero estaba hablando ahora normalmente, hablando consigo mismo mientras el Muchacho se alejaba—. ¡Le encanta la idea de toda esa antigua sangre empapando el altar! —suspiró, le oí avanzar hacia mí—. Pero sólo hay una cosa que yo desee. Él ni siquiera la vería, a no ser que estu­viera manchada de sangre…

Rodé sobre mí mismo, tratando de que el Alfarero me viera. No había nadie más allí, y yo necesitaba ayuda urgente. El Alfarero había hablado de mí en un tono de simpatía, y pensé que tal vez me ayudaría. De todos modos, no tenía nada que perder. Esperé a que estuviera más cerca.

—Sólo una forma perfecta —el Alfarero rió para sí mismo. La luz de la luna iluminó sus cabellos blancos—. Ni siquiera estoy seguro de saber lo que significa…

—Señor Alfarero… —traté de rodar un poco más ha­cia la luz.

—La tuve… La tuve en un determinado momento —miraba hacia el suelo mientras avanzaba, agitando la cabeza—. Bueno, si él pudiera recuperarla para mí…

Apoyé mi espalda contra una piedra y empecé a in­corporarme. Conseguí hablar de nuevo:

—Ayúdeme…

—¿Quién está ahí? —el Alfarero se detuvo y me miró a la cara—. Eres tú… —no pareció sorprendido ni asus­tado. Se limitó a acercarse y me ayudó a levantarme—. ¿Sabes que ese Muchacho quiere colgarte de su pared? No está bien de la cabeza.

—Necesito ayuda…

—Sí. Te han tratado mal, Androide. Y tú hiciste por ellos todo lo que estaba a tu alcance.

—Conseguí una parte del Motor. Estaba enfermo… olvidé los datos… no pude transmitirlos… —Saqué aquel objeto brillante de mi bolsa y se lo entregué. Las luces parpadearon y relampaguearon en nuestros rostros, for­mando extraños dibujos sobre las piedras. El Alfarero no pareció concederle importancia, tal vez no se daba cuenta de lo significativo que era—. Procede del Motor de Materia, les dará toda la energía que necesiten…

—Es una ilusión… Pero, ¿qué es esto?

Le había entregado también aquel fragmento de yeso. Al sacar el Toroide había sacado también aquello. No me había dado cuenta, no tenía ya control sobre las cosas ni sensación en mis manos. Cuando el Alfarero lo sostuvo en alto, recordé que lo había recogido en la Casa.

—¡Es mío! —el Alfarero lo acercó a la luz del anillo y lo contempló embelesado—. Es mío, ¿sabes?

—Lo encontré en una Casa… ¿Qué me dice del To­roide?

—Sí, una buena forma, era la forma… Hice un molde. Esta era la última pieza… —Sonreía para sí mismo, sos­tenía el yeso de modo que apenas lo tocaba—. ¿Cómo pude perderla?

—¿Se encargará del Toroide? ¿Procurará que cons­truyan nuevos Motores?

—¿Te refieres al anillo…?

Le dirigió una breve mirada y se lo guardó en un bol­sillo. Luego continuó contemplando el yeso con aire em­belesado. Estaba tan loco como el Muchacho; olvidaba lo que era importante. Era absurdo pensar en la existen­cia de una forma perfecta, él no decía para qué era per­fecta. Estaba tan loco como el Muchacho.

—Mire… —hice un último esfuerzo—. Yo no creo que pueda terminar este asunto, ocúpese de ello, por favor. Eso es una parte del gran Toroide del Motor de Materia… —no pareció darse cuenta de lo que yo estaba diciendo.

—Ahora puedo hacer más. Puedo producir cien mil… un millón de formas perfectas, llenar el mundo…

Estaba soñando. La estética era para él lo mismo que el sexo para la Muchacha. Casi renuncié; me limité a esperar, contemplándole con mis ojos que iban apagán­dose.

—Por favor…

—Gracias, Candy Man, no sabes lo importante que es esto, un mundo de formas perfectas… piensa en la dife­rencia que representará. La raza puede terminar con una nota de perfección…

Desde luego ―pensé―, ellos habían progresado y yo no era más que un Androide anticuado y moribundo, por añadidura. ¿Cómo podía esperar comprender su escala de valores? ¿Cómo podían tener ellos los mismos apre­mios que yo? ¿Qué podía importarles que yo muriera?

Pero luego pensé que ellos me habían construido. Que en realidad estaba hecho como ellos, a imagen suya. Y que eso les confería una responsabilidad. Los hombres habían decidido darme vida, y estaban moralmente obligados a sacarme de aquel apuro. A medida que avanzaba por esta línea de pensamiento, me enfurecía más y más. Si hu­biera tenido la fuerza suficiente, hubiese agarrado al Al­farero y le habría sacudido.

—Ah… Candy Man… —se guardó el molde en el bol­sillo, cuidadosamente, como si fuera un tesoro—. Hay tiempo para ello. Enterraré los cacharros para los ar­queólogos, servirán para que esta época sea recordada como algo importante —alzó la mirada hacia mi ros­tro—. ¡Dios! Tienes muy mal aspecto… ¡Sucio y agotado!

—Son los efectos de la radiación…

—Algo lento… una lenta consunción, supongo, que te está matando por grados…

—Eso no importa. Lo importante son los Motores de Materia… enviar el Cuerpo a las galaxias, empezar de nuevo, ahora que tienen la energía…

—Magnetismo, diría yo. Sobrecarga de radiación. Tal vez podamos hacer algo para remediarlo.

Le repetí que aquello no importaba. No importaba, en realidad, pero estaba debilitado y era lo bastante humano como para desear vivir… O quizá me resultó más fácil mostrarme de acuerdo con él, permitirle que me condujera a las piedras interiores. Escuché a Wolf avanzando vacilante tras nosotros, y traté de olvidar mis preocupaciones. Sería terrible que empezara a sentir mie­do. Ya estaba muy lejos; no sabía lo que estaba pensando.

—Sí, disponemos del equipo necesario…

El Alfa­rero avanzó a través del anillo interior y se detuvo junto a una piedra horizontal. Me cogió del brazo y me ayudó a tumbarme sobre la piedra, boca arriba. Yo seguía diciéndole que lo mío no tenía importancia, y que cuando yo muriera todo se resolvería por sí mismo…, pero él no me oyó, o al menos no pareció oírme.

—Es algo astronómico, ¿sabes? Dicen que la utilizaban para hacer sacrificios humanos. Por eso el Muchacho la desea tanto. Ahora… —volvió a mis problemas— te apli­caremos el programa de corrección para los telescopios. La Nave se encargará de ello… la Máquina Profunda de la Nave. No te preocupes, será como las otras veces…

Desapareció y me dejó allí tendido, tratando de con­tar estrellas. Luego regresó empujando una especie de carrito de mano sobre el cual reposaban varios aparatos. Yo no tenía fuerzas para seguir discutiendo, de modo que me limité a permanecer tumbado y le permití que hiciera las conexiones. Súbitamente, experimenté la sen­sación de que me hundía en un pozo muy profundo y muy oscuro.

Perdí la conciencia.



Mi próxima sensación fue la de que alguien rebuscaba en mi cerebro y de que me encontraba en alguna otra parte. Mis piernas se movían a sacudidas, experimentalmente, mis dedos hacían cosas por su propia voluntad. Resultaba extraño notar que mi cuerpo era revisado por alguien ajeno a mí, alguien que me obligaba a ejercitar todos mis músculos. La Nave era diferente a la otra Máquina Profunda, aunque tenía la misma potencia. Pero lo más raro era que la Nave me era ajena: yo no for­maba parte de ella. Cuando mi cabeza fue girada en esa dirección, vi al Alfarero inclinado sobre los apa­ratos del carrito de mano.

Durante largo rato noté el pellizco de corrientes y se­ñales, sensaciones a medida que las modulaciones fluían a través de mí. Todo resultaba más profundo que cualquiera de mis experiencias anteriores. Luego noté un hormigueo en los pies y pude mover de nuevo los de­dos. Mis ideas y mi visión empezaron a aclararse: descu­brí que podía ver infrarrojos, y también el otro extremo del espectro al modificar mis ojos. Empecé a sentirme bien otra vez, y me alegré de ello.

El sol asomó por encima del borde de la Galería mien­tras la Nave giraba. La cúpula se encendió súbitamente de un color blanco, para pasar al ámbar y al rojo san­gre a medida que los filtros entraban en acción. Noté la última serie de chequeos, y cuando abrí los ojos mi ca­beza estaba encarada al sol, y lo vi elevarse a través de la armazón de grandes piedras. Era cálido para mí. Podía sentirlo todo. Vi el bosque de antenas resplandeciendo con una luz dorada.

Traté de incorporarme, pero la Nave no me lo per­mitió. Faltaba aún algo más.

—¿Te sientes mejor? —el Alfarero apartó su trozo de yeso; yo no le había visto sacarlo. Se acercó a mí, le oí, pero no pude contestar—. Era el magnetismo. La Nave dice que necesitarás un reajuste en un plazo de treinta y seis horas. Ha hecho todo lo que estaba a su alcance, pero es posible que el tratamiento no sea eficaz a largo plazo.

Aquello me tenía sin cuidado. Volvía a sentirme fuer­te. Lo bastante fuerte como para derrotar al Muchacho, como para enfrentarme con la Muchacha, lo bastante fuer­te como para soportar el Mundo un poco más. Miré a mi alrededor, y mis ojos se posaron en aquella pistola que asomaba por mi abierto traje de goma.

—Y hay algo más —dijo el Alfarero—. La Nave ha profundizado en ti, y ha descubierto algo que nadie ha sabido descubrir. Tal vez la Máquina Profunda del Mun­do lo sabía y no te lo dijo, pero la Nave lo descubrió.

Traté de incorporarme, pero no me fue permitido hacerlo. Empecé a preguntarme qué había pasado, cuál era el problema.

—¡Revístete de valor! —dijo el Alfarero.

Y entonces la Nave me lo dijo. Habló directamente a mi cerebro y me dijo que yo no era un Androide… que en realidad era un hombre.

Ya no deseé moverme. Permanecí tendido allí, mi­rando fijamente la negra y lustrosa culata de la pistola.



XVIII



Fue como si me hubieran golpeado con un martillo. Permanecí inmóvil; incluso si hubiese estado libre no me hubiera movido. El mundo acababa de desplomarse de­bajo de mí; me encontraba de nuevo sin un punto de apoyo.

Aparté mis ojos del arma y miré al Alfarero. Estaba inclinado sobre el carrito de mano, con los ojos ilumina­dos por las luces, examinando su pequeño molde. La esperanza llegó a mí, una esperanza descabellada, como tienen todos los humanos.

Era lógico ser un hombre, y tenía la impresión de que lo había sabido durante toda mi vida. Era lógico porque había tenido la esperanza de serlo, y no se tiene esa clase de esperanza cuando se es un Androide. Los Androides se limitan a perdurar realizando su Propósito; sólo los hombres tienen esperanzas descabelladas. Yo no me había dado cuenta de que odiaba ser un Androide.

—Pero yo no me alimento… los tubos… puedo beber gas nervioso… —era súbitamente absurdo, estúpido: más ilusiones, más capas sobre otra superficie de mentiras. Estaba pensando en la Muchacha, soñando dulces sueños de K. No me atrevía a confiar.

—Recuérdalo todo —dijo la Nave en mi cerebro—. Nosotras lo recordamos todo; somos más Profundas que cualquier cosa construida antes que nosotras sobre la Tierra o fuera de ella. Nosotras retenemos las pautas, todo el conocimiento que las Máquinas han poseído en todas las épocas; nos hicimos a nosotras mismas para llevarlo todo a las estrellas. Nosotras teníamos tu Nú­mero, Candy Man. Te conocíamos desde siempre.

Yo continuaba sin desear moverme. Mis piernas tem­blaban… No me atrevía a creerlo, no podía acabar de acep­tarlo a pesar de que era tan lógico.

—Recuerda lo que te dijo el Hombre Gordo acerca de las Naves Estelares. De cómo los hombres viajaron por el espacio profundo.

—¿Creíste que podías tener las dos cosas? —el Alfa­rero había empezado también a hablar—. ¿Creíste que podías tener los poderes de una Máquina y la conciencia de un hombre, tener tu pastel y comértelo?

La Nave le ignoró, y yo hice lo mismo.

—Los hombres no pueden sobrevivir al tiempo —continuó la Nave—. Han tenido que existir métodos. Muy atrás en la historia intentamos diversas cosas. Di­ferentes tipos de hibernación, ralentización de los latidos del corazón, máquinas acopladas al corazón y a los riño­nes, cerebros extirpados y conservados en caldos nutri­tivos, etcétera. Intentamos cosas con poblaciones ente­ras, haciendo que hombres y mujeres vivieran su historia en el camino de las estrellas, en un ambiente artificial. Pero a la larga se produjeron distorsiones, cambios im­perceptibles de generación en generación, convirtiéndoles en algo distinto, en algo peor. Llegaron a engendrar ver­daderos monstruos, y al final todos murieron.

»De modo que hicimos cosas alternas, largos eones de ideas… —la Nave pareció recapacitar, volver al presente—. Construimos el mecanismo Conductor/Nave, y el Cuerpo efectuó el primer gran viaje. Cruzaron la galaxia y la encontraron vacía…, pero esa es otra historia. El meca­nismo disuelve hombres y mujeres. Transforma sus cuer­pos y sus mentes en cargas y contracargas, en átomos componentes, en minúsculas reacciones registradas como pautas en nuestras bobinas profundas, de modo que du­ran tanto como nosotras mismas; de modo que podamos recordarlos para siempre. Requieren pequeñas anotaciones: pode­mos escribir un hombre en catorce metros y medio de cinta de grabación, para reconstruirlo en caso necesario.

»Tal vez podría decirse que todas las Máquinas Pro­fundas somos parcialmente humanas, como en un… una especie de ma­trimonio. Los hombres contribuyen continuamente a no­sotras… a nuestra realidad…

La Nave se perdía de nuevo en disquisiciones, soñando. Yo estaba fascinado, tratando de encajar todo aquello a lo que sabía de mí mismo, pero deseaba que la Nave no se desviara del pun­to central. Hubiera jurado que el Alfarero, inclinado so­bre el carrito de mano, le estaba cantando a su pequeño molde. En cierto sentido, la Nave estaba tan desquiciada como él. Continuó hablando:

—Una revelación para nosotras… un amanecer de cosas nuevas. Un Renacimiento… una amplia extensión de nuestras percepciones… todas las mentes de razas enteras.

—¿Qué hay acerca de mí? —tuve la impresión de que estaba gritando.

—¿Tú? Tú procedes de un hombre, en virtud de aquel mecanismo. Cuando eras un hombre la Máquina Profun­da de la Tierra tomó tus pautas y las convirtió en una parte de sí misma, y luego te reconstruyó como Androi­de. Ya sabes lo que estabas destinado a hacer. Te pres­taste a ello voluntariamente, y fuiste convertido en una máquina. Tu mente es la de un hombre, pero con deter­minadas mejoras y adaptaciones. Conexiones, ayudas de la Máquina Profunda…

—¿Y ahora qué?

Lo sabía. Ya he dicho que lo había sabido siempre. La esperanza se abrió de nuevo, y ahora no parecía tan descabellada. Me bañaba en especulacio­nes de futura gloria. Yo era un Hombre. En mi existen­cia había algo más que lo que había estado destinado a hacer. Podía formar parte del Cuerpo, podía recorrer las galaxias y tener a la Muchacha, podía ser cualquier cosa que se me ocurriera… Yo era un miembro de la raza hu­mana… precisamente entonces, precisamente ahora, en la cumbre del Renaci­miento que los Motores de Materia aportarían. ¡Yo era uno de los superseres que lo harían posible!

—¿Y ahora qué? —dije, más tranquilo.

—Podemos transformarte en un hombre. Podemos de­volverte a la carne y la respiración.

—Bueno… ¡hazlo!

¿Qué otra cosa podía desear? Para mí era un renacer, y no podía esperar. Recordé entonces cómo palmearon mi espalda cuando me ofrecí voluntario, cómo me desearon Suerte.

—¡Piensa! —dijo la Nave—. Piensa en ello.

Había desventajas. Sería más vulnerable. Sería frá­gil si volvía a encontrarme con el Muchacho. Una ser­piente podría matarme, tal vez una abeja.

—Ahora eres inmortal —dijo la Nave—. Como hom­bre sólo podrás contar con otros doscientos años. Per­derás todo el poder y la ayuda de la Máquina Profunda, lo que quede de ella, y toda la ayuda que nosotras po­dríamos proporcionarte…

—Nunca me pareció recibir mucha ayuda. ¡Hazlo!

—Piensa. Casi nos perteneces. Puedes despegarte de la sangre y la historia de la raza humana. De los siglos de culpabilidad. De las cosas que hacen los hombres. Tie­nes la inocencia de una Máquina. ¿Volverás tu espalda a eso?

Pensé en ello. Pero lo que yo deseaba era ser un hombre. Aceptar todos los riesgos, tejer un glorioso equi­librio por encima del barro y de la suciedad. Había es­peranza. La esperanza que procedía de los Motores de Materia, la esperanza encarnada en aquel pequeño y bri­llante anillo del Toroide. Yo quería formar parte de la nueva generación.

Miré a mi alrededor: las antenas doradas por el sol de la mañana, los rayos de luz resplandeciendo a través de las motas de polvo encima y a través de las grandes piedras. Todo estaba allí. Era hermoso, y era esperanzador y profundo. Era Primavera, la Primavera de mi es­píritu y de la raza. El Renacimiento, la esperanza de la raza y una segunda vida. Iba a ser una buena época.

Y la Muchacha. Casi la había olvidado. Apenas me atrevía a pensar en ella, en todas aquellas cosas que ella había dicho. Quizá era una gran prostituta… pero era joven. Mentalmente joven en cualquier caso. Tal vez lograría apartarla de su hermano…

—Serás vulnerable —dijo la Nave—. Vulnerable a K, tam­bién.

—¡No me importa! —estaba gritando de nuevo—. ¡Co­rreré ese riesgo! No me importa…

—No puedo comprenderlo. Estás pensando como un hombre. ¿Por qué temes al Muchacho y no a la Muchacha?

—Es por eso por lo que debo ser un hombre. ¡Re­constrúyeme!

Siguió un largo silencio.

—Será complicado —dijo la Nave—. Ha pasado mu­cho tiempo desde la última vez que se reconstruyó un hombre.

—¡Adelante!

—¿Aquí? ¿Ahora?

—¡Hazlo!

—¿Te das cuenta de que tienes que perder tu cons­ciente? Necesitamos las pautas exactas de tu Ahora. Tie­nes que dejar de ser un Androide. Nosotras retenemos el diseño, pero sólo tú posees las pautas exactas del Ahora.

—¡Sí! ¡Hazlo! —mis manos estaban temblando, mi voz era estridente.

—Necesitarás algunos accesorios. Mejoras, extensio­nes sin las cuales no serías completo.

—¡Adelante!

La espera era un infierno. Yo estaba temblando de pies a cabeza.

—Lo que te he dicho es tan sólo una gran simplificación. Es posible que no te guste ser un hombre. ¿Quieres seguir adelante, o deseas más información?

—¡Sí! ¡No! ¡Adelante!

—Tienes que terminar aún tu Propósito…

—¡Desde luego!

—Aquellas capacidades… Nosotras añadiremos lo que necesitas.

—Por favor…

Creí que mi cabeza iba a estallar. Nunca había ima­ginado que las Máquinas pudieran ser tan lentas.

—¿Lo deseas? ¿Estás seguro?

―¡Sí!

Transcurrió otra eternidad de silencio.

—Empieza a contar.

Traté de dominar mi temblor y empecé a contar. An­tes de llegar a cinco dejé de existir.



Me desvanecí, sencillamente. Todo se borró, y luego estallaron súbitamente unas luces y el dilatado dolor de mi cuerpo desapareció.

Siguió un momento de desbordada energía, de chi­rriantes sonidos y de luces parpadeando en alguna pauta secreta de absoluta libertad y vastos lugares. Apareció un lustroso espacio… y súbitamente tuve otra vez un cuerpo.

—¡Muerto! —desperté, y la voz del Alfarero estaba re­sonando en mis oídos desde algún lugar lejano. Cuando logré levantar mis párpados no estaba cerca de mí.

Era una caja. Yo estaba en una caja con líquidos es­pesos y calientes a mi alrededor. Cuando desaparecieron, una corriente de aire suave y cálido empezó a secar mi cuerpo.

—¡No toques nada! ¡Quedarías pegado a ello!

La voz de la Nave sonó de un modo extraño en mis nuevos oídos. La Máquina me estaba hablando ahora; no se di­rigía ya directamente a mi cerebro, sino que la estaba oyendo en el aire. Contemplé mis manos, las ahusadas puntas de mis dedos; resultaba extraño verlas sin guantes. Esperé, notando que mi cuerpo se endurecía.

Había toda una hilera de cajas; la mía era la última. No se movía nada en ninguna parte. La habitación era toda blanca, a excepción de las cajas de color verde opa­co. Las luces empezaron a hacerse más brillantes, y des­cubrí que podía soportarlas. Me sentía blando aún. Sa­bía que mi piel estallaría y me rompería si llegara a caer. Esperé, acostumbrándome paulatinamente a todo aquello.

Luego la Nave dijo que ya estaba listo. Salí de la caja, me tambaleé y caí sobre mis rodillas, sobre mis dé­biles rodillas humanas. Mis brazos me parecieron débiles e insignificantes cuando me incliné hacia delante sobre ellos. Noté el peso de un estómago colgando debajo de mis costillas. Pensé en K, empecé a incorporarme y me quedé helado. Había algo en mi espalda.

Noté el peso allí, y el horror amaneció sobre mí. ¡Tal vez estaba contrahecho! ¡Tal vez por eso me había ofre­cido voluntario para ser un Androide! ¡Tal vez no era perfecto para K, y ella se apartaría de mí! ¡Tal vez ni siquiera me aceptarían en el Cuerpo! Torcí el cuello y lo vi allí, sonrosado y brillante sobre mi blanco hombro.

—Te endurecerás —dijo la Nave—. Te harás un poco más fuerte.

Recordé entonces, recordé lo que la Nave me había dicho acerca de la ayuda y extensión que necesitaba to­davía de la Máquina Profunda.

—Recuerda lo vulnerable que eres, y que no puedes aca­rrear grandes pesos.

Era cierto, pero me limité a maldecir y eché a andar tambaleándome, buscando una salida.

—¡Recuerda que te cansarás!

Había pequeños altavoces instalados a lo largo del ca­mino. Aquella cosa entre mis hombros era pesada. Podía sentirla vibrar y no me gustaba. Deseé que la Nave deja­ra pronto de decirme lo débil que estaba, puesto que bien lo sabía ya.

Renuncié a tratar de correr, y me concentré en lograr que mi cuerpo se sostuviera por sí mismo. Mis piernas, por ejemplo, parecían demasiado largas y demasiado pe­sadas. Me detuve un momento, con la cabeza inclinada, es­perando a que cesara el hormigueo. De momento, no pa­recía muy agradable ser un hombre…

Me pregunté si ahora tendría un nombre nuevo… Me pregunté qué as­pecto tendría, y no pude apartar de mi cerebro esta última cuestión. No creía que pudiera ser tan feo como me sen­tía, tan blando y demasiado alto para mi peso, con una cabeza como un melón. La luz seguía mejorando, pero allí no había ningún espejo.

—Estás preparado —dijeron los pequeños altavo­ces.

La pared del final se abrió, y salí por allí.

Era más de lo mismo. La habitación se convirtió en un pa­sillo, sencillamente. Blanco mate, sin ningún reflejo. Te­nía ocho lados, y me di cuenta de que era el pasillo cen­tral de la Nave, donde las Máquinas Profundas estaban mejor protegidas. Alrededor habría grandes cámaras con­teniendo las partes motrices. Sabía que sólo había una salida: recto hasta el final, hacia donde estaba la Gale­ría, hacia donde había dejado al Alfarero. El pasillo pa­recía curvarse hacia arriba y luego hacia abajo, pero aquello no eran más que las fuerzas en las partes motri­ces, que afectaban a la luz. Eché a andar en línea recta.

Había algunos trajes de goma colgados de la pared. Cogí uno y me cubrí con él la parte inferior del cuerpo. De la cintura para arriba no pude cubrirme debido a lo que tenía en la espalda, pero de todos modos me sentí mejor, más protegido. Había pistolas allí también, de modo que colgué una de mi cintura. Entonces me sentí realmente como un Hombre. No había guantes, pero había empezado a darme cuenta de que podría no nece­sitarlos.

Ochocientos metros más adelante vi una serie de es­calerillas que surgían de unas ranuras en las paredes y suelos. También había lentes de cámaras, por lo que sospeché que me estaban observando. Apoyé mis manos en una escalerilla que parecía conducir hacia lo alto. Al comprobar que no ocurría nada, empecé a trepar.

Aquel conducto era muy estrecho. Y frío. Había un mínimo de calefacción y de aislamiento. De las paredes habían sido arrancados grandes trozos de material es­ponjoso. El cero absoluto necesario para aquel tipo de par­tes motrices era ya infernalmente difícil de crear ―hay que pensar en él como algo dinámico, como una fuerza―, pero aún era más difícil crear una protección contra él. Se trataba de un túnel de inspección, destinado única­mente a permitir el acceso al pasillo, y en consecuencia no había sido objeto de cuidados especiales.

Cuando había trepado unos treinta metros empecé a sentirme cansado. Respiraba con dificultad, abriendo mu­cho la boca, y en el interior de mi traje de goma mis piernas estaban empapadas de un sudor pegajoso. Desde luego, no era como ser un Androide.

El conducto terminó en una pesada trampilla. La em­pujé hacia arriba y giró fácilmente sobre sus goznes, mientras la Nave se abría para mí. Trepé al exterior y me encontré en otro pasillo, de cuatro lados. Era tan largo como la Galería, pero ni las paredes ni el suelo eran re­flectantes, de modo que no pude verme a mí mismo.

Había puertas cada seis metros, a lo largo de una de las paredes. Avancé, empujándolas a medida que pa­saba por delante de ellas. No había nadie por allí, y to­das las puertas estaban cerradas.

Estaba pensando que podría verme obligado a retro­ceder, cuando la puerta siguiente dejó oír su ruido metálico antes de que la tocara y luego se abrió algunos centímetros.

Me aplasté contra la pared y empuñé mi pistola. Per­manecí allí, mirando la cinta de brillante luz que cruza­ba el pasillo. Al cabo de unos instantes avancé y empujé la puerta con el cañón de mi arma. La puerta giró silen­ciosamente, y pasé al otro lado. Volvió a cerrarse detrás de mí, con un chasquido tan leve que apenas lo oí.

Me encontraba en una gran sala. No era muy ancha, pero sí muy larga, y en toda la longitud de sus paredes ha­bía cajas verdes como aquella de la cual yo había salido. Sus luces piloto eran mínimas, y podía verse que las ca­jas estaban cerradas. Miré más allá de ellas, hacia el otro extremo de la sala. Había allí una rampa ascendente que se perdía de vista, y me encaminé hacia ella. Entonces capté el resplandor gris de unos espejos. Apresuré el paso y, mientras avanzaba, los contemplé. Era algo demencial: yo apresurándome hacia unos espejos, después del ho­rror que me habían inspirado; pero mi aspecto era algo muy importante para mí ahora, y ya no miraba nada más.

Avancé hacia allí, sin dejar de verme a mí mismo avanzando en los espejos. Cuando estuve a unos treinta metros de distancia, vi que era exactamente el mismo que siempre había sido. No tenía ya a Wolf, por supuesto; cubría la parte inferior de mi cuerpo con unos pantalones de goma color anaranjado, y en la parte superior, desnuda, tenía abundante vello. Era humano, sin duda. Mucho más dé­bil, desde luego; diferente, mucho menos seguro de mí mismo… Tenía aquella cosa en mi espalda…, pero mi aspecto era exactamente el mismo. Continué acercándome, sin dar crédito a mis ojos, tratando de descubrir alguna pe­queña cosa que hubiera cambiado. Estaba tan absorto que no oí los sonidos, ni vi la blanda alfombra extendida en el suelo hasta que tropecé con ella y caí sobre unas piernas desnudas.

Me disculpé y rodé sobre mi espalda. El techo estaba adornado con bellas colgaduras, y debajo de ellas giraba un gran espejo cóncavo, de aumento. Vi que estaba ro­deado de espejos… y que en todos ellos aparecían refle­jados el Muchacho y K, completamente desnudos.

El Muchacho rió. K dejó oír también una risita bur­lona. Pude ver que estaban rodeados de cámaras y de apa­ratos de grabación instalados sobre carritos con ruedas. Se separaron. Traté de levantarme, pero la alfombra se enredó entre mis pies y caí de nuevo. Cuando alcé la mirada, K estaba boca abajo, apoyada sobre sus codos y riendo a mandíbula batiente. El Muchacho estaba arro­dillado junto a ella, empuñando una pistola de modo que yo pudiera verla. Permaneció unos instantes con el ceño fruncido, pero finalmente se dejó ganar también por la risa.

—¡Mírale, K! Ahora es un hombre… ¡puedes asegu­rarlo! ¡Es el estúpido Candy!

—¿Mirándote al espejo, Candy? —K seguía riendo, y su risa se hacía cada vez más histérica—. ¿Comprobando si eres guapo?

—Espejito, espejito… —el Muchacho se rascó la me­jilla con el cañón de su pistola—. No, Candy, no eres el más guapo. Con esa joroba…

—¿Sabías que eras contrahecho, Candy Man?

La Muchacha me sonrió; luego empezó a reír de nue­vo. Tal vez por la expresión de mi rostro.

Nunca había imaginado que el Muchacho y K pudie­ran ser así. Eran horribles; todo era horrible con aque­llas luces y espejos. Nunca me habían gustado los espe­jos… nunca, del mismo modo que nunca me había gusta­do tocar las cosas.

—¿Contemplándote a ti mismo, Candy? ¿Qué efecto te produces? Candy, te gustas demasiado a ti mismo.

—A mí me gustaba —dijo la Muchacha—. Lo encon­traba satisfactorio. Me gustabas mucho cuando eras un Androide, Candy…

—¿Estás segura de que no era debido a que ibas dis­frazada con mis ropas? —ahora el Muchacho estaba rien­do tanto como ella—. Ya sabes, eres el objeto legítimo de sus lascivias. No hay nada que puedas negarle a nues­tro Candy…

Había puesto tantas esperanzas en la Muchacha… Me dije que quizá él la había forzado… quizá aquellos largos viajes por el espacio, quizá él la había pervertido. Quizá cuando ella creyó que yo había muerto, o ante el horror de descubrir que yo era un Androide, quizá dejó de importarle todo, y entonces él la poseyó. Quizá, pensé… tal vez con amor, y cuidados, y ternura… tal vez podría reconquistarla. Me pareció ver lágrimas en sus ojos. Pensé que podía estar llorando, pero en realidad sabía que aquellas lágrimas habían sido provocadas por el exceso de risa.

Le eché la culpa a la Nave. La maldije por permitir que todo aquello ocurriera, por proporcionar espejos y aparatos de grabación, por permitir que existieran cosas como ésas. Se produjo un breve silencio, y luego se oyó un chasquido y la Nave contestó:

—¡No nos reproches por lo que hacen con Nosotras! ¡Nosotras somos inocentes!

Le dije una vez más que era una bastarda, pero aque­llo no tenía sentido y ni siquiera me hizo sentirme mejor.

—¡Echa una buena ojeada a los espejos, Candy! Te dije que te mataría cuando menos lo esperases. ¡Contémplate por última vez, Candy Man!

¡Infiernos, esta vez el peligro era cierto! Mi estómago se contrajo, y me di cuenta de lo mucho que deseaba vivir. La Muchacha gritó, o rió, o algo por el estilo, y vi que el Muchacho empuñaba su pistola.

Dio un paso adelante y disparó, pero tropezó con la Muchacha, de modo que falló el tiro. Por un instante pen­sé que ella le había hecho una zancadilla… Pero en realidad el Muchacho había tropezado con la alfombra, lo mismo que yo. A pesar de todo, me entristeció que la Muchacha no le hubiera hecho una zancadilla.

Su primera carga se aplastó en los espejos e hizo caer grandes trozos de cristal, lo cual representaba un evidente peligro. La Muchacha aulló y dejó de reír.

Me oculté detrás de la más próxima de las cajas verdes, y el segundo disparo del Muchacho se estrelló en uno de sus costados. La caja se arrastró casi un metro hacia mí mientras yo empuñaba mi propia pistola. Unos gritos de alarma y de protesta brotaron de la Nave. Algo viscoso empezó a gotear a través de mis manos desde la caja. Me incliné y traté de conseguir un buen blanco sobre el Muchacho, pero me resultó imposible debido a que K estaba en la línea de tiro. Empecé a disparar con­tra la alfombra hasta que se incendió.



XIX



—¡Basta! —esta vez era la Nave, gritándonos.

—¡Voy a matarle! ¡Tengo que matarle!

El Mucha­cho dejó de disparar al azar, y empezó a intentar locali­zarme de veras. Le vi a través de un hueco en la hu­mareda, de pie sobre una de las cajas, sosteniendo la pistola en alto mientras miraba a su alrededor. Antes de que pudiera decidirme a disparar, el humo cerró el hueco y le perdí de vista. Aproveché la ocasión y me deslicé a través del humo en dirección a la rampa. Cuan­do la alcancé me volví a mirar hacia atrás, y dejé que la rampa me llevara lentamente hacia arriba.

La Nave dispersó el humo. El Muchacho seguía allí de pie, y K estaba sobre la alfombra, vistiéndose. Las luces de las cajas se encendieron súbitamente.

—¡Basta de eso! —dijo la Nave—. No permitiremos ningún tiroteo en Nuestro interior. Estamos regenerando la Brigada de Defensa.

—¡No! ¡Espera! —el Muchacho saltó de la caja—. ¡No!

Se encendieron más luces, como un millón de estre­llas. Vi que las primeras cajas se abrían y salían las pri­meras figuras. Parecían hombres, pero no pude compro­barlo: en aquel momento el Muchacho me vio, y tuve que echar a correr.

La rampa conducía directamente a la Galería. Si me desviaba hacia alguna otra parte quizá pudiera llegar a la Casa, pero me invadió el pánico, de modo que me aden­tré en la Galería.

Llegué debajo de aquella gran cúpula estrellada, y corrí hacia los instrumentos. Mientras avanzaba, un par de cargas pasaron silbando a través de las antenas. Lle­gué a campo abierto, siempre perseguido por las cargas del Muchacho.

Ante mí estaban las estrellas. Estaban también en ambos lados, y detrás de mí. Incluso se reflejaban alrede­dor de mis pies. Corrí, sorteando la maleza de instru­mentos. Me pregunté a qué lugar me diri­giría…; allí sólo había un espacio de doscientos metros en cualquier dirección a partir de la rampa.

Me detuve. Te­nía que retroceder, tenía que luchar, tenía que arries­garme a combatir y hacerme a la idea de matar al Mu­chacho si era preciso. Infiernos ―me dije a mí mismo―, yo era humano, ahora podía hacerlo.

Me volví, empuñando mi pistola. Avancé agachado a través de los brillantes instrumentos, tratando de locali­zar al Muchacho, cazándole como él me cazaba a mí. Te­nía que luchar; no había ninguna otra parte a donde ir.

Por encima de un telescopio pude ver el final de la rampa. El Muchacho llegó allí corriendo y giró rápida­mente hacia la izquierda. Disparé una carga contra él. Se aureoló con un pequeño penacho de humo y cayó. En­cogió las rodillas como si estuviera naciendo, y murió. Fue así de fácil. Quedé sorprendido de lo fácil que era matar a un hombre. El Muchacho permaneció tendido allí, completamente inmóvil.

Luego recomenzaron las dificultades. Alguien disparó contra mí desde muy lejos, a la derecha. En aquel mo­mento apareció el Hombre Gordo por la rampa. Me aplas­té contra algo enorme y oscuro y me pregunté qué es­taría ocurriendo. Tal vez el Hombre Gordo pensaba acabar conmigo, porque cuando avanzó empuñaba una pis­tola y parecía dispuesto a disparar contra mí. Pero al propio tiempo no adoptaba ninguna clase de precaucio­nes, de modo que acabé con él casi sin proponérmelo.

Permanecí agachado y esperé. Transcurrieron unos instantes sin que pasara nada, y eché una ojeada al lugar donde estaba tendido el Muchacho. Lentamente, se insi­nuó en mi cerebro la idea de que había algo anormal en él. Para empezar, aquel cadáver llevaba un traje de goma, y el Muchacho estaba desnudo debido a lo que estaba haciendo con la Muchacha cuando le vi por última vez. No me parecía lógico que se hubiera vestido para ma­tarme.

No tuve tiempo de pensar en ello. Más personas aso­maron por la rampa. El Muchacho primero, luego tres Muchachos más. Vi al Hombre Gordo dos veces. Todos ellos se desplegaron al salir de la rampa, au­llando. Llevaban pistolas, y era evidente lo que preten­dían hacer. Empecé a disparar contra ellos.

A medida que se acercaban disparaba contra ellos. Maté a seis antes de darme cuenta de que algunos de ellos eran Muchachas. Los derribé como conejos bajo aquellas frías estrellas, mientras avanzaban a la cálida luz del sol. Cuando hube matado a K tres veces dejó de importarme y me limité a seguir disparando. Había incluso algunos gatos, y acabé con ellos también.

Llegó un momento en que disparaba contra todo lo que se movía, sin pensar siquiera en ello. Estaba como poseído por una extraña fiebre, y de todos modos sabía que si no acababa con ellos, ellos acabarían conmigo. Desde luego, era muy distinto de cuando yo era un An­droide.

Yo les mataba y ellos apenas disparaban con­tra mí, pero me veía obligado a retroceder continuamente. Algunos estaban efectuando un movimiento envolvente, con la evidente intención de rodearme. Luego observé que ninguno de ellos parecía disparar contra mí. Cuando uno de los Muchachos llegó cerca de mí llevaba su pis­tola colgada al cinto, y trató de atacarme con las manos desnudas. Le maté fácilmente; fue un asesinato.

Conti­nué derribándoles, y ellos continuaron llegando. Aplasta­ban instrumentos, volcaban carritos con ruedas… Mis cargas destrozaban los aparatos. Corrí sobre el plato de diez metros de diámetro de un telescopio óptico, gritan­do mientras avanzaba. Unos segundos más tarde maté a un Hombre Gordo y él dejó caer su pistola y rompió el cristal. Todo el tiempo la Nave vociferaba palabras de rabia y de pánico, todo el tiempo la música resonaba rítmica y violenta, subrayada por los disparos de mi pis­tola.

Luego, todo pareció terminar. Yo estaba allí de pie, agitando mi pistola en el aire para enfriarla. Miraba las antenas rotas, todo aquel desastre. Estaba impresionado por lo fácil que había sido todo, por mi propia despre­ocupación. Había cadáveres por todas partes, había un par de pequeños fuegos que la Nave estaba apagando. Me tenía sin cuidado. Me decía a mí mismo que no eran más que Androides que la Nave había sacado para pro­tegerse. Androides, como lo había sido yo antes de ser real, antes de ser un hombre. No merecían un solo pen­samiento, no era como si hubieran sido humanos.

—No estés demasiado orgulloso, hombre —era la Nave otra vez—. Los hemos refrenado, los hemos condicionado para que no utilizaran sus armas. Se corría el riesgo de provocar excesivos daños…

Me limité a mirar a mi alrededor, y estallé en una carcajada. Me sentía súbitamente cansado y algo loco.

—¡Sí! —era el Muchacho. El Muchacho otra vez… el verdadero, el desnudo. Giré sobre mí mismo; él me esta­ba gritando desde alguna parte en el centro de la Gale­ría—. ¡No creas que eres más listo, Candy Man! ¡Tienes que luchar aún conmigo!

Me moví un poco, y entonces pude verle. Estaba junto al Henge, a mi derecha, empuñando su pistola.

—Sólo porque crees que has aprendido a matar… Candy, no eran más que unos Androides… ¿Candy?

Era completamente normal. La Nave los hacía cuan­do era necesario con las pautas que tenía; resultaba más económico.

El Muchacho se irguió contra el lado plano de una de las piedras que estaban de pie. Empuñaba su pistola, y su carne quedaba iluminada contra aquella roca. Esta­ba a cincuenta metros de distancia, y hubiera sido un error por mi parte hablar con él.

Levanté lentamente mi arma. Me sentía cansado, su­cio, insensible. Era aún lo bastante Androide como para pensar que era absurdo tener que matarle. Pero tenía que hacerlo. El Muchacho se interponía en mi camino. Si acababa conmigo, la raza estaría perdida. En conse­cuencia, el Muchacho tenía que desaparecer.

Cuando apreté el gatillo me despreocupé de todo. Ha­bía dejado de ser un Androide, y comprendí que podía hacer lo que me pluguiera. Disparé, y continué dispa­rando mientras el Muchacho se deslizaba hacia abajo a lo largo de la gran piedra.

Me dirigí hacia allí. Tenía la sensación de que debe­ría sentirme disgustado por todo aquello. Aquel Precep­tor era el único hombre al que había matado antes, y descubrí que ahora tampoco me importaba aquella muer­te. A lo largo de la piedra podían verse unas profundas estrellas blancas en los lugares donde las cargas habían atravesado el cuerpo del Muchacho mientras caía.

Yacía inmóvil, boca abajo. Yo había hecho aquello, lo había decidido y lo había hecho… La pistola me pesaba en las manos, de modo que la dejé caer al suelo. En aquel mo­mento necesitaba de veras mis guantes. Cuando me eran necesarios no estaban allí.

Después de desprenderme del arma me sentí mucho mejor. Ahora todo había terminado. Ahora que el Mu­chacho estaba muerto, el camino a las galaxias quedaba abierto; su muerte no había sido gratuita. Había tenido que matarle, pero la raza había encontrado su verdade­ro camino. Me animé a mí mismo repitiéndome aquello, pero sabía que todo era un error.

—¡le has matado!

K… Era K, y yo la había olvidado.

Llegó, y se agachó junto al Muchacho. Se inclinó so­bre él, y luego volvió la cabeza para mirarme con odio. Vi lágrimas en sus mejillas. Había amado siempre al Muchacho y me había despreciado a mí. ¿Cómo podía esperar comprender lo que ellos hacían?

Me quedé donde estaba. El sol se estaba poniendo por encima de las piedras y los instrumentos rotos. Miré pro­fundamente a los ojos de la Muchacha y allí sólo había odio, aunque ella seguía siendo la única cosa bella que yo ha­bía visto. Alrededor de su cuello, reposando sobre un seno perfecto, llevaba el anillo del Toroide.

Aquel objeto vital, la clave del Motor de Materia, el símbolo y talismán de toda nuestra nueva Esperanza…, ¡y ella lo llevaba como una baratija!

Dejé caer mis hombros. Era demasiado.

Infiernos, tal vez ella tenía razón. Todo el futuro de nuestra raza, el mayor Artefacto… no era más que una baratija sobre su pecho. Alcé la mirada, y seguía siendo una baratija cuando se la com­paraba con la Galaxia, apoyada contra la Vía Láctea. No sé cuanto tiempo permanecí allí. Súbitamente, la Mucha­cha alargó una mano y agarró la pistola del Muchacho.

Su boca se abrió. Vi los dientes pequeños, perfectos. Rió al ver que mi pistola estaba en el suelo. No dijo nada, respiraba agitadamente. Me eché hacia atrás y el arma se elevó, apuntándome.

—Le has matado…

La Muchacha se incorporó. El Toroide quedó oculto en el in­terior de su blusa. Sus dedos accionaron los mecanismos de la pistola. El cañón se abrió como una flor mientras ella desbloqueaba la energía.

Di media vuelta y eché a correr. Incluso entonces no quería lastimarla. Estaba asustado, desde luego, pero no quería lastimarla. Ella dejó de reír y echó a andar lentamente detrás de mí.

Me deslicé a través de los humeantes instrumentos. Ella disparó un par de cargas contra el suelo detrás de mí. Estaba riendo de nuevo, y su risa sonaba como la de una persona demente. No creo que intentara alcanzarme. No tenía prisa, no era necesario. No tardé en llegar al lugar en el que el cristal de la cúpula se arqueaba hasta tocar el suelo.

No había ninguna salida. Corrí hacia la izquierda. Re­sultaba difícil respirar. Es posible que yo estuviera lloran­do mientras me deslizaba a lo largo de aquella copa de cristal invertida, con las estrellas y el frío espacio más allá. Im­pulsé mis débiles piernas de hombre hacia delante, hu­yendo de mi perseguidora.

Miraba sin cesar hacia atrás: la Muchacha estaba a veinte metros de distancia, avanzando a lo largo del bor­de de los instrumentos. Andando simplemente, con la pis­tola en la mano, andando por dentro de mi camino, prolongando mi pánico alrededor del gran círculo, riéndose de mí. Tal vez fue entonces cuando aprendí realmente lo que era ser un hombre.

Luego tropecé con uno de los Muchachos que había matado. Había tres de ellos allí. Lo recordaba claramen­te. Habían tratado de rodearme, y les maté muy cuida­dosamente porque no quería fallar un disparo y aguje­rear la cúpula.

Me incorporé y resbalé de nuevo en la sangre. Levan­té mi mano y la miré. La sangre era roja y viscosa. La verdad llegó hasta mí como la coz de un caballo: ¡ha­bían sido reales… habían sido hombres! No había nin­gún cable en los sesos desparramados del primero… ¡Habían sido humanos!

—Oh, sí… —el Hombre Gordo estaba también allí. De pie, muy quieto en su inmaculado uniforme—. Ellos eran los humanos: la Nave los regenera en carne y hueso, tal como fueron hace unos centenares de años. Ya existían como Androides… los dos que tú conoces. Ellos son los Androides. En cualquier caso, siempre resulta más rápido y más barato para la Nave fabricar hom­bres. Casi reales… casi humanos… aunque no del todo. ¿Te engañaron a ti?

Me giré, y la Muchacha estaba muy cerca. Había de­jado de reír. Ni siquiera del modo que yo la había cono­cido hubiera sabido lo que era. ¡Infiernos, había enga­ñado también a Wolf!

Levantó aquella terrible pistola y me apuntó directa­mente. Estaba a dos metros de distancia.

Disparó, pero lo hizo equivocadamente. Alzó la mano al tiempo que apretaba el gatillo. La carga pasó por en­cima de mi cabeza. Resonó un gran estrépito detrás de mí, en alguna parte. La onda expansiva me derribó, y cayó sobre nosotros una lluvia de cristales rotos.

La Nave gritó.

Alcé la mirada hacia la Muchacha. Me sentía como hipnotizado. Ella frunció el ceño y luego separó las pier­nas para apuntar mejor. Se acercó un poco más, y se dispuso a efectuar otro disparo.

—No… —suspiró el Hombre Gordo.

Hizo una seña a la Muchacha. Ella quedó como hela­da, con la pistola semilevantada y la boca semiabierta.

—No es más que una Androide —continuó el Hombre Gordo—. No podemos permitir que ande abriendo aguje­ros por ahí, dejando que escape el aire. No estoy seguro de que la Nave pueda seguir reparándose a sí misma… —pareció darse cuenta de mi presencia y sonrió—. No puedo permitir que te mate, a pesar de lo mucho que me gustaría que lo hiciera. Ahora sólo quedamos tres…

La Muchacha se tambaleó y cayó de espaldas. Perma­neció allí, tal como había estado de pie, con la pistola apuntando rígidamente el aire. Mi estómago se heló.

—Solamente tú, yo y el Alfarero. Somos los tres úni­cos hombres del Cuerpo que quedamos. No sabías que ella era una Androide, ¿verdad? Era una mujer a la que conocí en otro tiempo. Estaba basada en la Nave, como tú estabas basado en la Máquina Profunda de la Tierra, de modo que no cabía esperar que la reconocieras…

Me ayudó a incorporarme, y luego se olvidó de mí. Continuó hablando como si yo no estuviera allí. Tal vez se estuviera disculpando, aunque no lo creo. Pensé que sólo estaba hablando y que estaba loco.

—A pesar de que la amo como a mí mismo, no puedo permitir que mate al último hombre menos dos. Yo les amaba, ¿sabes?, a ella y a su hermano. Ese Alfarero, ese Alfarero dice que los adapté para mis placeres, los utilicé como marionetas, para vivir a través de ellos… obligándoles a hacer las cosas que yo no haría por mí mismo.

»Oh, sí, sabía lo que hacían… dis­frutaba con sus placeres, les ayudaba a hacer las cosas que yo deseaba, las cosas que uno no puede hacer por sí mismo. ¿Comprendes? Hay que tener a alguien que haga las cosas que uno no puede hacer por sí mismo. ¿Por qué tenía que negarme nada a mí mismo?

»Ese Alfarero dice que tal vez yo no sabía lo que estaba haciendo, que era sólo el subconsciente, pero todas las cosas que ellos hacían eran lo que yo real­mente deseaba. Dice que hacían por mí las cosas de las que yo me avergonzaba; que no eran reales, dice, que eran una ficción a la que yo podía obligar a hacer cual­quier cosa. Pero ese Alfarero no sabe nada.

»Yo disfrutaba con lo que ellos hacían. Solía tumbarme de espaldas y disfrutar con lo que ellos hacían, ellos eran reales para mí… —me miró súbitamente, con una media sonrisa—. Él dice que hacer cacharros es mejor, pero yo no creo en las formas perfectas. No creo en la belleza, no creo en la verdad y en el error. No creo en hacer algo cuyo motivo se desconoce; sólo creo en lo que disfruto.

En aquel momento traté de arrancar aquella pistola de las manos de la Muchacha, pero no pude moverla, de modo que continué allí de pie, escuchando al Hombre Gordo.

—Sólo quedamos nosotros dos, los desechos de la raza; no parece importar lo que hagamos, no importa en absoluto. Todo el resto, los que están en los registros, almacenados dentro de la Nave… no desean ya estar vivos, no les preocupa el no ser hombres. Más bien forman par­te de la Máquina.

»Nosotros somos los únicos que quere­mos ser humanos… —miró rápidamente a su alrededor, frotó las palmas de sus manos contra la pechera de su uniforme—. Eso es lo que yo creo. El Alfarero dice que todos ellos están muertos, que el mecanismo no funcio­nó nunca adecuadamente, que la nave perdió a la mayo­ría de ellos, que la mayoría de las Naves se perdieron, en cualquier caso.

»Dice que puede haber otros hombres del Cuerpo en otras partes de la Galaxia, pero ese Alfare­ro está loco, en lo único que piensa es en las formas. En realidad, todos ellos están ocultos en las Máqui­nas, sin que les importe nada. No importa lo que yo haga, con tal que sea interesante y me conduzca al día si­guiente…

—¿Qué hay acerca de K? ¿Qué hay de ella?

La pregunta me parecía superflua ―ya que no enten­día la mitad de las cosas que el Hombre Gordo estaba diciendo―, pero yo quería informarme acerca de la Mu­chacha… quería saber lo que el Hombre Gordo le había hecho.

—Yo les amaba —dijo—. A los dos, a K y a su her­mano. Esa muchacha era mi hija; yo había programado un hijo ¿sabes?, pero estábamos en una fase de alta intensidad y se produjo algún fallo, por otra parte bastante frecuentes. Cuando se abrió el frasco salió una niña, en muy malas condiciones, y antes de que muriera hice que la Máquina tomara sus pautas. Luego, cuando la cosa ya no tenía importancia, la bondadosa Nave la convirtió en una Androide para mí, la hizo tal como debería haber sido. Tenía quince años. Y, dado que tenía que haber sido un chico, la Nave hizo también al Muchacho, su gemelo idéntico a excepción del sexo.

»Se amaban el uno al otro, ¿sabes? —sonrió, como si estuviera recor­dando algún divertido capricho infantil—. Tal vez sería mejor decir que se amaban a sí mismos. Yo les di vida con mi mente, descubrí juegos para que disfrutaran… Una época maravillosa, gracias a la bondadosa Máquina.

—¿Podías usarla con tanta facilidad? ¿Te permitió la Nave hacer eso?

—Entonces sólo quedaba yo; el Alfarero llegó más tarde en otra Nave. A él no le importaba; lo único que le importa son las formas. Creo… —miró a su alrede­dor rápidamente y luego susurró—. Creo que está un poco loco… —hizo otra pausa, me miró de soslayo, y pude ver que había una especie de temor en sus ojos—. Yo… yo… ¿No crees que yo también pueda estar un poco loco?

Estaba espléndido en aquel uniforme, con sus grises cabellos cuidadosamente peinados. Tenía muy buen as­pecto, el aspecto que yo confiaba en llegar a tener algún día…, pero me alegré de que siguiera hablando sin esperar mi respuesta.

—Oh, sí… Les amaba… Les daba todo lo que yo ha­bía deseado…

Se interrumpió para dirigirme otra mirada. Esta vez fue algo distinto, sus ojos tenían un brillo más intenso: fue como si me viera por primera vez desde que había empezado a hablar.

—Te amaba también a ti, ¿sabes? —dejé de respirar; no sé lo que pensé en aquel momento—. Te conocía des­de siempre, por supuesto. Como a K. Te conocía, pero tú no podías conocerme. Me entristecía que no me co­nocieras…

Enarcó las cejas y me miró como acusándome de algo. Yo no sabía de qué me estaba hablando, pero allí había algo, algo importante. Había algo en él que le relaciona­ba conmigo de un modo que, de momento, aparecía os­curo para mí.

—Cuando era joven, yo era tú. Me ofrecí volunta­rio para vigilar a la Máquina Profunda de la Tierra. El yo que es tú quería escapar del Cuerpo, escapar de la marcha que seguían las cosas… Pensaba que quizá las cosas mejorarían en la Tierra cuando la Máquina se ocupara de ellas… Pero ahora no soy optimista… ¿Lo eres tú?

»Yo soy tú. No podía permitir que ella te matara, ni siquiera mi propia hija. No podía permitir que me mata­ra a mí. ¿Crees que estoy loco? Tú estás loco al creer que aquellos campesinos de la Tierra eran la mejor esperanza de la raza.

»Ahora conozco mejor las co­sas, soy más viejo que tú. No te odio por ello… Yo era más joven entonces; quizá estaba un poco loco. ¡Pero tú no crees estar loco!

Se interrumpió de nuevo, y se apretó las manos contra las sienes. También a mí me dolía la cabeza; todo aque­llo resultaba muy difícil de comprender.

—¿Tú no crees que estás un poco loco? —el Hombre Gordo seguía hablando; estaba loco, y por mi parte me sentía terriblemente confundido—. La hice como su ma­dre… hice que la Nave la modelara como su madre… Pensé que te gustaría. ¿Crees que estoy loco? ¡Me he divertido mucho más que tú!

Me encogí de hombros. Era el desecho de la raza. No creía una sola palabra de todo aquello, pero no se me ocurría de qué otro modo podía haber sucedido.

Me dije a mí mismo una y otra vez que el Hombre Gordo no era el padre de la Muchacha —que yo no era su padre—, no en el sentido biológico propio de la Tie­rra, quiero decir. Él se había limitado a seleccionar el huevo y proporcionar la fecundación; eso era todo. Se había limitado a seleccionar las pautas; eso era todo. Las Máquinas se habían encargado de la mayor parte del pro­ceso. Y yo no era él, ya no era él. Al margen de las pau­tas, de los genes, de lo que le ha engendrado, un hom­bre es él mismo… y eso zanjaba la cuestión.

Un viento frío procedente de alguna parte golpeaba mi nuca. Había estado tan interesado que no lo había notado antes. Volví la espalda al hombre que yo podría haber sido y miré a través de los astillados bordes de la cúpu­la. La última carga de la Muchacha había atravesado el cristal, y las estrellas estaban rotas a lo lejos.

Algunas de ellas, las más cercanas al impacto, esta­ban todavía encendidas. Algunas parpadeaban, las grie­tas del cristal se extendían a través de ellas. Otro sol ma­tinal brotaba a través de allí, oscureciendo el crepúsculo del segundo sol en el otro lado.

Era simplemente una ilusión más. Una simple pro­yección de la Nave moribunda. Pude ver la verdadera superficie. Árboles, y un océano a unos cuantos kilóme­tros de distancia. Aquella era la cumbre de la Tierra… Podían verse las montañas coronadas de nieve asomando a través de los estratos.

Cuando salí de la cúpula mis pies pisaron hierba blanda, húmeda de rocío.

La Nave no estaba en el espacio, no estaba a medio camino de la Luna… Tal vez el Cuerpo no había abando­nado nunca el sistema, tal vez no había salido jamás de la Tierra. Tal vez se habían limitado a engañarse unos a otros con imágenes, con una mentira más en un mundo de mentiras.

Sobre la hierba, me volví a mirar al Hombre Gordo.

—¿Qué hay acerca del Motor de Materia? ¿Construirás las nuevas Naves? ¿Viajará el Cuerpo a las Galaxias?

—Un modelo… Estoy construyendo un modelo del Motor. ¡A escala! Mostrará perfectamente el Artefacto…

Era lo que yo sospechaba. No saldría nada de ello. Avancé hacia la tierra sólida.



XX



Cuando estuve en el exterior pude realizar la última parte de mi Propósito. Aquel hormigón, iba a terminar con él, iba a destruirlo. Podía deshacerlo.

Lo único que se necesitaba era dejar de retenerlo, dejar de pensar en él de modo que desapareciera. No le había hablado de ello al Hombre Gordo, o tal vez él lo sabía y no le importaba.

El hormigón no era una cosa real. Para que siguiera existiendo era preciso no dejar de pensar en él. Ésta había sido la tarea de las Máquinas. Esto era también para lo que servía el bulto que llevaba en mi espalda. Cuando dejé de retenerlo en mi cerebro, las superficies y las ciudades se disolvieron, y el hormigón regresó al lugar del cual procedía.

Actué lentamente. Tardé una semana en completar el proceso. Todo el mundo terminó sentado sobre la verda­dera superficie y preguntándose qué había ocurrido. Al­gunos estaban sobre los mares y tuvieron que nadar has­ta la orilla, pero fueron los menos. Lo más violento fue cuando los depósitos de alimento reventaron y aquel lí­quido arrastró lo que quedaba de las Calles. La interrup­ción de la música podía haber planteado un grave pro­blema, pero se desvaneció lentamente, y cuando al final se apagó del todo la gente apenas se dio cuenta.

Cuando todo terminó, aquella cosa sonrosada cayó de mi espalda y perdí las conexiones. Ya no necesitaba la energía de las Máquinas Profundas ni aquellas gran­des vibraciones; ya nadie precisaba de ellas.



Todo eso ocurrió hace veinte años. Fue una época de empezar de nuevo, de planear y de trabajar duramente. Surgieron pequeñas comunidades, modestas pero salu­dables. El mar subió de nivel, pero encontramos la pri­mera superficie —la que existía antes de que aparecieran los Motores de Materia— y descubrimos que podíamos vivir sobre ella; cultivarla y vivir en los puntos más ele­vados. Cuando la Tierra perdió la masa de hormigón se desplazó alejándose del Sol, para situarse cerca de su ver­dadera órbita, supongo. En cualquier caso, los casquetes de nieve vuelven a solidificarse y el agua fluye lentamen­te. Cuando las columnas de hormigón y las Calles desa­parezcan definitivamente, el nivel descenderá otros diez metros. La Tierra volverá a ser lo que era.

Ahora, la segunda generación lo maneja todo. A sus miembros no les quemaron el cerebro en los Ritos, de modo que mi tarea está casi terminada. Todo marcha perfectamente: ellos son hombres y mujeres naturales, seres que se desarrollan y viven normalmente. No tienen nada que ver con los Preceptores. La población está au­mentando; ya hay unos veinte millones de habitantes en todo el mundo.

Existen Preceptores por ahí incluso ahora, tristes de­trás de las máscaras plomizas de sus rostros. No queda nada para ellos; lo único que conocen es el pasado, un pasado muerto.

A veces ―ahora que soy libre― subo a un lugar elevado y miro hacia abajo. Desde aquel lugar puede verse la Nave, semienterrada en el mar, en un paraje poco pro­fundo. Corroída por el salitre y cubierta de algas ma­rinas. Tal vez cuando estemos preparados ―si perdura hasta entonces―, tal vez nos proporcione las claves para construir más Naves y viajar al Espacio.

A veces, al atardecer, cuando aparece aquella primera y brillante estrella, me pregunto qué habrá sido de aquel Salvador en el que siempre estábamos soñando. Enton­ces pienso en lo que he hecho y en cómo han cambiado las cosas, y me pregunto si el Salvador soy yo. Pero en realidad sé que no lo soy. Y continúo sin creer en la Suerte.

Durante largo tiempo llevé aquel vendaje sobre mis ojos y simulé que era ciego… tanto para mí mismo como para los demás. Como una especie de castigo por los pro­blemas que había creado, por haber dado fin al mundo. Luego, un día vi al Hombre Gordo a través del agujero en la cúpula de la Nave. Estaba allí ―el hombre que yo po­dría haber sido― y me miraba a su vez. Agitó la cabeza y regresó a sus instrumentos, y le vi deslizarse del uno al otro. Me pregunté qué creía ver en ellos, qué ilusiones le estaba insuflando la Nave. Al igual que el Mundo y el hormigón, sólo existía lo que uno creía que existía, y lo que el Hombre Gordo veía era absolutamente real para él. Me arranqué el vendaje, y no he vuelto a llevarlo des­de entonces. Nunca he vuelto a necesitar guantes… y he descubierto que los espejos me tienen sin cuidado.

Todavía le veo en ocasiones, siempre haciendo lo mis­mo. A veces le acompaña la Muchacha, y eso no es tan divertido. K… Supongo que el Hombre Gordo haría que la Nave la remodelara…

En un par de ocasiones creí que ella me estaba viendo. No hizo ningún gesto; no parecía sentir el deseo de ma­tarme. Ahora todo es distinto de lo que era en aquella época, desde luego… Pero en mis adentros continúo lla­mándola K. Supongo que debería temer aún al Mucha­cho, pero no he vuelto a verle.

Vi al Alfarero. Me saludó con la mano, pero siguió modelando su arcilla. Wolf regresó también a mi lado. No sé cómo logró salir de la Nave… ¡Para él no hay pro­blema sin solución!

Es bueno tener un perro robot. Me protege, y es feliz perteneciéndome. Los perros resultan buenos ro­bots… o los robots resultan buenos perros. Cuando bri­lla el sol baja conmigo hasta alguna aldea, y yo me de­dico a hilar un poco de azúcar. Me siento a la sombra y recuerdo el Motor de Materia, pienso en la época cuando era un Androide, en lo que hemos ganado y en lo que hemos perdido.

Una cosa más: no añado absolutamente nada al azú­car que hilo; ahora no es necesario. De todos modos, es para los niños. Ellos siguen llamándome Candy Man, y no me tienen miedo…

Y yo tampoco me temo a mí mismo.





FIN

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