EL DERECHO A LA MUERTE
Doris Piserchia
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Un veterinario y un dueño hablaban de Mancha, recién operado.
- Lo arreglé para que la pata se levante automáticamente
- ¿Y eso en qué le mejorará los riñones debilitados?
- Hay que mantenerlos abiertos y limpios. Cada vez que levante la pata, sentirá la necesidad.
- ¿Por qué?
- Lo hará, es todo. Tengo cuarenta años en mi profesión y sé de que hablo. El motorcito que le puse en el muslo le alzará la pata, y orinará como un cachorro. Son cincuenta dólares.
Suburbio de la Costa Este. Dos vecinas conversaban en el fondo; eventualmente se pusieron a hablar de sus finados.
- A propósito, los niños dicen que vieron a Billy el otro día.
- ¿Dónde?
- Cerca del granero.
- Me dijeron que le habían apagado todos esos motores. Si se anda paseando por ahí, le haré juicio a alguno.
Los motores atómicos tardaban mucho tiempo en desgastarse, y aparentemente la menor conmoción dentro del cadáver podía poner en marcha el mecanismo: un temblor de tierra, un exceso de actividad entre los gusanos, el gas, etcétera. Era desagradable visitar el cementerio y oír ruidos que venían de abajo de las placas, lápidas o monumentos, o del interior de las tumbas o del interior de los ataúdes que yacían en las tumbas. Hubo que tomar medidas para atenuar la situación.
Al principio cremaron los cadáveres. Los grupos religiosos se opusieron. Luego los pulverizaron. Todos se opusieron. Se construyeron tumbas transparentes por encima del suelo, y los deudos debían denunciar cualquier actividad anormal a las autoridades. Esta medida no dio resultado, porque la gente no quería ver cómo los seres queridos se transformaban en polvo. Entonces pusieron a los muertos a descansar en el suelo, en ataúdes con tapa especial. Si se ejercía cierta presión en la cara interior, la tapa se abría. Los muertos empezaron a merodear. Como los habían sepultado desnudos, eran fáciles de identificar, y cuadrillas especiales patrullaban las calles y los capturaban.
A la compañía que fabricaba los motores corporales la enjuiciaron mil veces, hasta que el gobierno la declaró inmune a los juicios. Los motores eran una parte necesaria de la vida, y si la compañía quebraba no habría más motores. Entretanto, el gobierno ordenó a la compañía que realizara investigaciones para descubrir cómo apagar sus productos.
El rasgo más notable de Huston Adler era su neurosis.
- Bienvenido a la compañía - dijo su superior -. Irá derecho al laboratorio del tercer piso y no asomará la nariz hasta que haya apagado toda esa carroña.
Huston no cumplió con lo que se había propuesto, o sea apagar los cadáveres del laboratorio del tercer piso del edificio de la compañía.
No fracasó porque fuera un técnico inepto sino por culpa de su neurosis y de un desastre natural con forma de incendio que abrasó el edificio. Pero el incendio vino más tarde. Por el momento, Huston se paseaba por sus dominios del tercer piso y se sentía importante. Tenía que supervisar una gran cantidad de propiedades costosas.
Su departamento estaba junto al laboratorio, y era cómodo y amplio. La cocina estaba repleta de comida, el estéreo incluía una provisión de discos, había una TV color, todo lo que podía desear estaba a su alcance. La compañía lo quería tener contento mientras no trabajaba con los cadáveres.
El laboratorio: veinticinco metros por veinte, un cielo raso muy bajo, luces fluorescentes, algunas muy brillantes y otras muy tenues, paredes verde pálido, un sinfín de mesas y bancos, un par de barras horizontales donde podía colgar cosas, un gran escritorio con el equipo electrónico de Huston, los cuerpos experimentales despatarrados en diversos estados de desorden, excepto el de Billy.
Un enorme gancho de carnicero entre los omóplatos mantenía a Billy suspendido en posición vertical de una de las barras. Su tiroides nunca había funcionado bien, por eso los ojos azules eran grandes y saltones. Hacia mucho tiempo, cuando vivía, Billy había padecido abcesos óseos verdaderamente graves. Hubo que amputarle las piernas y los brazos, y tuvo que vivir un tiempo en una canasta hasta que los médicos le implantaron una pequeña unidad antigravitatoria en la pelvis. De la unidad salían cables que llegaban a las articulaciones de los muslos, y para levantarse en el aire Billy sólo tenía que tensar los músculos del bajo vientre. Manteniendo una tensión constante, Billy podía flotar en posición vertical a poco más de un metro del suelo. Este extraño poder de movilidad lo mantuvo cuerdo y relativamente feliz hasta que las heridas quirúrgicas cerraron por completo. Luego recibió cuatro elegantes extremidades ortopédicas que lo capacitaron para caminar y tantear, recoger y aferrar casi normalmente. La unidad antigravitatoria quedó donde estaba porque se había recubierto de tejido orgánico. Ahora la unidad estaba fuera de control, de modo que habían empalado a Billy en el gancho para que no se echara a volar. De vez en cuando alzaba los brazos artificiales, a veces agitaba las piernas o las movía como si caminara. Cuando los guardianes de cadáveres lo apresaron cerca del granero, le encontraron una herida espantosa y sangrienta en la espalda. Billy resultó interesante para la compañía a causa de sus muchos motores, así que no lo devolvieron a sus deudos. Le detuvieron la circulación seccionando las arterias cardíacas. Le implantaron motores pequeños para que el corazón y los pulmones siguieran bombeando. El técnico de operaciones no tenía más razones para hacer todo eso que su necesidad de practicar. En las venas y arterias de Billy introdujeron elementos para intensificar el proceso que retardaba la descomposición. Se pudriría, pero no sin que algún técnico lo usara por un tiempo. En este caso, Huston Adler.
Buck murió quemado. Era bombero. Cuando estaba con vida, venas varicosas le habían debilitado las piernas. Un pequeño motor le ayudó a caminar. Después que murió vagabundeaba por ahí cada vez que el motor de su columna vertebral se confundía con las señales emitidas por el activador cardíaco. En la sangre tenía una enzima especial que espesaba el fluido en las venas superficiales y capilares. Sus heridas no sangraban. Rezumaban.
La señorita Sonia era imbécil de nacimiento. Su amante le perforó el hígado de un balazo. Parecía una muñeca. Había tenido muchos órganos defectuosos, de modo que además de los motores cerebrales y espinales tenía otros en varias partes. Incluso tenía uno que le estimulaba los genitales. En verdad no había sido una idea brillante, pues la estimulaba tanto que Sonia desperdició buena parte de su vida en aventuras pasajeras. Era un cadáver atractivo, menudo y de aspecto frágil, con rasgos faciales delicados, ojos grandes y castaños, y una barbilla que temblaba cuando el motor del cerebro creaba vibraciones minúsculas.
Tamara había sido una turista compulsiva. Se ahogó en el Gran Canal cuando su góndola volcó. Antes de dedicarse a viajar, jugaba al fútbol. Una lesión grave le destruyó parte del cerebro. Más tarde, el cáncer le cerró la garganta. Había sido una gran charlatana gracias al aparato del cuello. El cáncer no había dejado nada, de modo que un amplificador no hubiera servido. Sus impulsos cerebrales habían activado el grabador, y como viajaba a países extranjeros las grabaciones eran polilingües. Ahora, con los motores internos descompuestos, Tamara todavía hablaba y a veces decía cosas en francés o alemán o swahili cuando su propio idioma habría sido adecuado. Casi todas las cosas que decía eran defensivas. Siempre había lamentado su figura.
Mancha, un pequeño perro moteado; sus ojos conservaron la vida después que el resto de él murió; tan enormes, esos ojos, tan relucientes, y además estaban las orejas alertas que eran demasiado grandes. Cada vez que alzaba la pata, ladraba. En la garganta tenía un motorcito que se conectaba con el del muslo. A su dueño lo habían preocupado los riñones débiles; quería vigilar de cerca lo que ocurría. Hacia el final, Mancha había necesitado un motor para ayudarlo a caminar.
Huston Adler, activo, neurótico, joven, trabajador; pronto empezó a dormir mal, a sufrir de indigestión; tenía tics faciales, las palmas húmedas, palpitaciones cardíacas, ojos inflamados, prestaba demasiada atención a sonidos que no existían. Su laboratorio era tan completo que había hasta un armario lleno de nada. La desnuda señorita Sonia lo turbaba, así que le hizo vestir una bata de soirée roja. Tamara también lo acaloraba y la obligó a vestir jeans y suéter. En cuanto a Buck, le pusieron corbata y un frac, y Billy quedó enfundado en un traje de ejecutivo. Pero eso fue después que Huston logró encender a sus clientes.
La experiencia de Huston en motores atómicos se había limitado a máquinas simples, implantadas en personas vivas. Ese primer día había encontrado una silla, se había sentado y había mirado, mirado de veras, a las cinco personas con quienes iba a trabajar. (Ya había clasificado a Mancha como persona.) No había visto muchos muertos. A lo sumo unos pocos cadáveres apacibles, en ataúdes, no sueltos y sentados o de pie con los ojos abiertos.
Se suponía que debía apagar todos los motores de los cinco. El mundo quería que los muertos estuvieran muertos, tiesos y mudos, y no que conservaran falsos síntomas de vida. Bien, ¿qué podía hacer primero? Encenderlos a todos, desde luego; de lo contrario no sabría por dónde empezar.
Lo más importante de sus máquinas era el integrador. Le decía qué clase de motores contenían los cuerpos. Tocó con un cable el pecho de Mancha y se encendieron varias luces en el tablero de lectura. Tocó a los otros cuatro con el cable y observó cómo fluctuaban las luces. Verde, azul, rojo, amarillo. Huston sabía qué significaban.
¿Qué era la muerte? ¿La ausencia de latidos? A cada ser humano se le instalaba un activador cardíaco en el pecho en el momento de nacer. Raro que Mancha tuviera uno. El dueño debía de ser un ricachón. De modo que los cinco del laboratorio de Huston tenían pulsaciones.
¿Y las ondas cerebrales? Huston no tenía un electroencefalógrafo, pero si lo hubiera tenido al menos la mitad de sus clientes le habría mostrado una cierta actividad. Dos personas y media: la señorita Sonia, Tamara y Mancha.
Pobre Buck y pobre Billy; mucho más pobre Buck, pues le habían arruinado el aspecto. Ese fue uno de los pensamientos de Huston, y reconoció que era extravagante. Pronto se le ocurrirían más.
¿Respiración? Los pulmones de los cinco funcionaban. Estaban tan activos en la muerte como lo habían estado en vida. ¿Circulación? Cuando alguien moría, se le inyectaba una intravenosa que inhibía la descomposición. Y todo fluía porque el corazón seguía funcionando.
Huston se puso a encender a sus clientes.
Buck se paseaba de un lado a otro, despacio, con titubeos. Tenía una expresión azorada, como si estuviera viendo las llamas por primera vez y aún no lo hubiera embargado el miedo. Había sido un bombero responsable. Ahora chocaba con la pared del laboratorio, se volvía y caminaba en dirección contraria, chocaba con otra pared, se volvía...
Billy colgaba del gancho de carnicero y aullaba sin emitir ningún sonido. Tenía cara de susto. El gancho era pesado y corto, y le impedía elevarse más que unos centímetros. Cada vez que subía, se golpeaba la cabeza contra la barra con un ruido suave.
La señorita Sonia miraba a Buck, quien caminaba entre unos bancos cerca de ella.
- Eres como todos - le dijo -. En verdad no te intereso como persona.
- Por favor, ¿dónde está el excusado?
- ¿Domen? ¿Herren? ¿Toilet? Oui. Ach, so - dijo Tamara. Después frunció el ceño, volvió la cabeza y fulminó con la mirada a Mancha, que levantó la pata como para orinarle el tobillo. Al hacerlo ladró.
La señorita Sonia se interpuso en el camino de Buck, que tropezó con ella y la derribó.
- No es culpa mía - dijo la señorita Sonia, levantándose -. Tú no sabes lo que es no poder controlarse. Lo lógico y natural es que algunos hombres no tengan ningún atractivo. Es decir, no todos pueden ser deseables. No es culpa mía, de ningún modo. No pueden arrestarme ni nada. El gobierno me protege. Soy inocente. Además, no es serio. Por cierto, los hombres son capaces de cuidarse de mí.
- ¿Por qué no dejas de seguirme? - le dijo Tamara a Mancha - Sólo dime dónde está la parada de autobuses. Es todo lo que quiero de ti. Si no me dejas en paz, llamaré a un policía.
Billy golpeó la barra más de lo conveniente. El gancho se le había estado hundiendo en las costillas con cada movimiento, pero ahora se deslizó en dirección contraria, hacia atrás y hacia arriba, y tras arrancarle unos centímetros de carne de la espalda dejó de sostenerlo y él cayó de pie. Se puso a valsear, airosa y grácilmente. Al mismo tiempo sus manos tantearon el vacío hasta que al fin encontraron a Buck, lo aferraron, trataron de abrazar al bombero para la última pieza. Buck repitió el último movimiento consciente de su vida, tomó la viga ardiente con las manos, se la quitó del hombro donde le había caído, la tumbó a un costado. Billy retrocedió tambaleando pero en vez de caer se elevó en el aire y subió flotando al cielo raso. Lo embistió con fuerza y bajó al suelo. Bailó de nuevo y esta vez sus manos aleteantes encontraron a la señorita Sonia.
- Oh, Dios, no - dijo ella. Le echó los brazos al cuello y lo besó. Valsearon juntos y se besaron.
- Madre - dijo Tamara -, no me importa si te gusta o no, no me importa si al mundo le molesta que una mujer juegue al fútbol. ¿Qué diablos quieres que haga, que espere sentada a que algún muchacho me invite al baile? Sabes muy bien que eso no lo hará nadie. Es culpa tuya. ¿Por qué me diste el físico de papá? El es feo y yo también. ¿Has visto mis piernas arqueadas igual que las suyas? Demonios, hasta soy velluda como él. No lloro. No lo hago desde que tenía doce años. Simplemente buscaré cómo hacer algo interesante de mi vida.
Huston dormía mal, se olvidaba de soñar, trabajaba en exceso, se sumía en la irrealidad.
Mancha ladró, orinó la pierna de Buck, Buck se paseó de un lado a otro. Billy valseó con Sonia, Tamara detuvo a un peatón y le preguntó dónde estaba la salida, Mancha alzó la pata y roció un grifo para incendios, Buck atravesó el edificio en llamas y escuchó cómo la carne de su muslo izquierdo siseaba como tocino en una sartén, Billy probó por primera vez sus piernas artificiales valseando lentamente por el living con su esposa en brazos, la señorita Sonia se dejó arrastrar por las sensaciones porque eso era todo lo que había en su vida, porque eso era todo lo que había en la vida de cualquiera cuando ese cualquiera es un deficiente mental que no se da maña ni para salir del guardarropa sin una máquina en el cerebro que lo guíe.
Huston dormía mal, se olvidaba de soñar, trabajaba en exceso y se sumía en la irrealidad. Tenía poder sobre la muerte, y el poder siempre significaba vida.
- Si de veras quieres saber qué pienso de la liberación femenina - dijo Tamara -, bueno, está bien para las mujeres que gustan de la acción. Claro. ¿Por qué no? Es como comer. Hay que hacerlo, pero uno prefiere elegir el plato. ¿Yo? Lo único que quiero es un hombre. ¿Qué tiene de malo? Escucha, cuando era jovencita me desesperaba. En ese momento el impulso sexual es lo más importante del mundo. Quiero decir que te aguijonea de veras. ¿Y cómo me las arreglaba? Jugaba al solitario mientras mis amigas se acostaban con sus fulanos cuando querían. No me digas que este mundo es justo. La juventud, el físico y el dinero es lo que cuenta, y si no tienes eso estás en la miseria.
- ¿Qué sabes del sufrimiento? - dijo Sonia -. Yo nací idiota. No sólo eso, mi páncreas y mi pituitaria eran defectuosos. Me pusieron esa cosa en la cosa para que pudiera gozar de la vida. Me la arruinaron del todo.
- ¿Alguna vez un tipo se echó atrás cuando lo tocabas? - dijo Tamara -. No me cuentes tus problemas, impúdica.
Las máquinas fueron Dios, por un rato. No, el manipulador era Dios. Tantos motores para arrancar y guiar, tanto poder sobre la vida, un cable aquí, un botón allá: camina, marioneta, habla como un hombre, muéstrame lo que pienso que habría dicho, actúa para mí, baila, retoza. Yo lo estoy haciendo. No, ellos lo están haciendo. Tan cansado, los ojos irritados, la boca seca, no puedo ordenarme las ideas, si tan sólo pudiera dormir.
Buck apoyó una mano roja y negra y ampollada en el hombro de Tamara.
- ¿Qué estás haciendo?
Le tocó la mejilla con el dedo.
- No, por favor - dijo Tamara con voz suave.
Buck siguió acariciándola.
- Y ahora tienes que irte - dijo ella -. Ocurre así todas las veces. Fíjate en mí. ¿Sabes lo que estás haciendo?
Buck estaba muy cerca.
- Pero soy fea. Soy horrenda. Tengo cuerpo de albóndiga, y un pelo tan rebelde que nunca lo pude peinar. Apuesto a que usé todas las clases de champú que existen. ¿Por qué me miras así? ¿Estás ciego? ¿Me ves la cara? Háblame de mi bigote. A los catorce me creció un bigote, a los dieciséis tenía hombros más anchos que mi padre. Soy parecida a él. sólo que más fea.
Buck se inclinó, besó los labios invitantes.
- Me das asco - dijo ella, irguiéndose -. No quiero tu piedad. No es más que eso. Una vez conocí a un chico como tú. Quería mi bicicleta y fingía que yo le gustaba. Hasta que un día lo besé. ¿Sabes qué hizo? Me pegó. Y me gritó. Y salió corriendo. Abandoné la bicicleta frente a su casa y le dejé una nota que decía: «Te amo».
- Mira, sólo cincuenta centavos - le dijo la señorita Sonia a Billy -. Cualquiera puede pagarlo.
Billy meneó la cabeza.
- ¿Pero qué te pasa, eres frígido? ¿No te gustan las chicas? ¿Acaso no tienes dinero? Entonces yo te daré los cincuenta centavos, ¿sí? Ven, acércate al diván. Bajaré las luces y pondré un poco de música.
Huston encontró una botella de bourbon en un cajón del escritorio. Empinó la tercera parte antes de dormirse en la silla. Necesitaba el descanso. Despertó con el cuello duro.
- Basta - les dijo a Billy y a la señorita Sonia -. Basta - les dijo a Tamara y a Buck.
Ellos siguieron, siguieron, y pronto empezó a gritarles. No había querido llegar a esos extremos. Pero en realidad no era él quien jugueteaba con ellos. Ellos jugueteaban con él.
No había más bourbon. Tendría que encontrar otra botella en alguna parte. Hasta podría ir a una tienda. No había salido una vez, ni siquiera una vez.
- Basta de manoseos - dijo. Ellos estaban sentados a su alrededor, callados, atentos, recatados, cándidos, inteligentes.
- Tamara, ¿por qué hiciste lo que hiciste?
- Buck me lo pidió. Nadie me lo pidió nunca. ¿No comprendes?
- Sí, pero que no se repita.
- Veremos.
- Sonia, no quiero que hagas más lo que hiciste con Billy.
- Por supuesto. De todos modos no me hizo feliz. Billy es un viejo. Lo cual me da una idea. Tú eres un joven bien parecido...
- Jamás se te ocurra decir...
- Te daré cincuenta centavos.
Huston salió en busca de otra botella.
Al otro día los hizo sentar nuevamente en círculo a su alrededor.
- Voy a matarlos - les dijo -. Por eso están en este laboratorio. Mi obligación es apagarlos, y en cuanto los apague estarán muertos y sus míseros problemas morirán con ustedes. - Le sonrió a Buck. - Pareces una enorme hamburguesa chamuscada. ¿Cómo puedes estar allí sentado como si merecieras un lugar en el mundo? Por amor de Dios, cúbrete ese cuerpo repulsivo. Dan ganas de vomitar.
Buck caminó tambaleando hasta un armario, se ocultó allí.
- Y tú, Billy Ford - dijo Huston -. Un nombre humano para Frankenstein. Eres pura cabeza, tórax y trasero. Debieron dejarte morir. Eres una abominación. Cuando pienso que tuviste el descaro de aspirar a ser un hombre normal. Sin brazos, sin piernas, sólo un torso con cabeza. Viviste con tu mujer, comiste con ella, dormiste con ella. ¡Dormiste con ella!
Billy se alejó flotando y calladamente se golpeó la cabeza contra la pared.
- No escondas la cara, Tamara - dijo Huston -. Tamara la feúcha. O tal vez debiera decir Tamara la feota. ¿Sabes que a un hombre le gusta que las mujeres parezcan mujeres? No queremos músculos y bigotes, son inaguantables.
Mientras Tamara se tapaba el rostro y sollozaba, Huston se volvió a la otra integrante del grupo.
- La última, y por cierto la peor. He aquí a la señorita Sonia, la vulva ambulante...
- Que puedes gozar al momento por cincuenta centavos.
Huston se levantó de un brinco, la cara lívida, el cuerpo rígido. Roció el aire con la espuma de la boca.
- ¡No me hables así! ¡Ramera! ¡Te mataré!
Olvidó los límites, la realidad, la cordura.
- Juega tus malditas cartas y deja de mirar a las chicas - le dijo a Buck. Jugaban al póker en el living de su departamento.
- ¡Deja de coquetear! - le rugió a la señorita Sonia, que ojeaba las cartas de los jugadores.
- Ve a besuquearte con Billy - le dijo a Tamara -. Y aparta los pies de mi estéreo.
A la señorita Sonia le dijo:
- Vé a lavarte la cara en el baño.
A Buck le dijo:
- No te quiero pescar fumando mis cigarros.
O:
- Tamara, ¿por qué no dejas de viajar y sientas cabeza con uno de estos muchachos? Alguno de ellos te aceptará. Mancha, deja de mojar los muebles.
Armaron un alboroto en el departamento, y tuvo que arrearlos de vuelta al laboratorio.
- No son dignos de vivir en un sitio decente - les dijo.
Con un bostezo, Billy manoteó el brazo de la señorita Sonia.
- ¿Qué tal si descansamos en el diván, preciosa?
- Quita esas manos piojosas de mi propiedad - dijo Huston.
En el edificio de la compañía había demasiado plástico. Un cortocircuito en un extractor de humedad del quinto piso provocó unas chispas, ardió un distribuidor automático de plástico. Ardió un termómetro de pared. Las cortinas ardieron y las llamas lamieron los paneles plásticos de la luz. El fuego se hizo incendio y se propagó rápidamente.
Huston olió humo. No pudo abrir la puerta del laboratorio. La había cerrado por dentro para impedir que la señorita Sonia bajara a la calle a buscar hombres. No pudo encontrar la llave.
Lo último que recordó fue que había aferrado el respaldo de una silla recta para no caerse. El cuarto se enturbió con el humo. Le dolía el pecho. Tosió, se desplomó sobre la silla, quedó tendido en esa posición.
Mucho más tarde, un hacha golpeó la puerta y la astilló. Unos hachazos más abrieron un boquete lo suficientemente grande para que cinco hombres con trajes protectores entraran uno por uno. Tenían prisa.
Inadvertido en medio del humo, Buck salió del laboratorio y atravesó el pasillo para detenerse frente a una puerta llameante. Sus motores vacilaron momentáneamente y se sentó en el suelo, se apoyó los codos en las rodillas y se sostuvo la cabeza entre las manos.
Los bomberos intercambiaron ideas a través de los walkie-talkies incorporados en los cascos.
- Este tipo parece estar en las últimas - dijo uno. Levantó a Billy y se lo echó al hombro -. Lo llevaré a la ambulancia.
- ¡Auxilio! - gritó la señorita Sonia. Estaba en el centro del cuarto, aturdida y desgreñada.
Un bombero la tomó por los brazos.
- Me llevaré a ésta - les aulló a los otros, y calzándose a la señorita Sonia en el hombro, se marchó.
Tamara, sentada en una silla, repetía una y otra vez:
- Por favor, por favor, por favor...
Lo siguió repitiendo hasta que un bombero la recogió y echó a andar hacia la puerta rota. Los siguió un perrito que ladraba. Mancha los siguió hasta una rampa fuera de la ventana, bajó a la calle con ellos, atravesó un patio y salió a una calzada, se detuvo junto al poste de un farol y alzó la pata. Un muchacho que había acudido a mirar el incendio oyó los ladridos, recogió a Mancha y se lo llevó a su casa.
Dentro del laboratorio, los dos últimos bomberos se toparon con Huston.
- ¡El cielorraso se está recalentando! Larguémonos de aquí.
- ¿Y qué hacemos con éste?
Huston tenía un aspecto tan raro, echado de través sobre el respaldo de la silla, tan poco natural, y además sabían que había cadáveres experimentales en el edificio. Aun así...
- Tomémonos un minuto para revisarlo.
Lo alzaron y lo pusieron de espaldas en el suelo. Podían saber en un santiamén cuándo alguien estaba muerto, pero ¿cómo darse cuenta de lo contrario... saber cuándo estaba vivo?
- Le late el corazón.
- ¡No seas estúpido!
- Tienes razón, a todos les late el corazón.
- ¿Respira?
- Si.
- Bien, eso tampoco importa. Todos los pulmones funcionan automáticamente.
- Exacto.
- Larguémonos de aquí. Es uno de esos cadáveres.
- ¿Cómo podemos estar seguros?
- ¡Porque parece un cadáver! Espera un minuto, hay alguien allí.
Habían descubierto a Buck, que se freía suavemente en el horno de la puerta.
- ¡Saquémoslo de aquí! Olvida al otro, está acabado.
Lo estaba, y para siempre. A la mañana la cuadrilla que trajinaba entre los rescoldos calientes del laboratorio no pudo distinguir los restos de Huston de las cenizas de las paredes o alfombras; pero Buck y Sonia, Tamara y Billy y el mismo Mancha, ellos siguieron y siguieron.
FIN
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