EL HOMBRE MECANICO
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El doctor Krul se disponía a abandonar su consulta cuando oyó el zumbido del aparato
de intervisión. Pulsó el botón de respuesta y en la pantalla apareció el rostro femenino,
orlado de una cabellera rubia, de su ayudante.
- Doctor, acaba de llegar un nuevo paciente.
- Iba a marcharme ya...
- Se lo he dicho, pero ha insistido mucho en verle.
Por lo común los pacientes del doctor Krul no acostumbraban insistir si llegaban tarde a
la consulta, aunque esto no solía ocurrir. Se les asignaba previamente una hora, y
jamás se había dado el caso de que acudiera uno sólo sin haber sido citado con
anterioridad.
- ¿Tenía hora fijada? - preguntó a su ayudante.
- Creo que no.
- ¿No está segura?
- Es que no ha querido darme su nombre. Sin embargo, estoy segura de que han
venido todos los que tenía anotados para hoy. Creo que debería verle, doctor, a pesar
de todo.
El doctor Krul guardó silencio, aunque estaba intrigado. Su trabajo se reducía
exclusivamente a una rutina, en la cual casi todos los casos apenas se diferenciaban de
los demás: trastornos cerebrales más o menos agudos, pero que se solucionaban
satisfactoriamente en un par de sesiones. La insistencia de su ayudante, pues, no podía
ser caprichosa.
- Está bien - accedió -. Haré una excepción. Dígale que pase.
Volvió a abotonarse la bata blanca y esperó de pie en medio del despacho.
Sus ojos, acostumbrados a penetrar en el interior de su pacientes, tropezaron con un
muro infranqueable cuando se encontraron frente a la fría mirada del desconocido. Era
un hombre alto, de movimientos algo torpes, con el pelo extrañamente negro, de
reflejos metálicos azulados. Su tez aceitunada parecía una máscara animada de una
vida absurda, aunque su expresión era tan enigmática como su mirada.
La penumbra del atardecer penetraba a través de la ventana difuminando las sombras.
El doctor Krul encendió la luz.
En seguida comprendió que se hallaba ante un hombre completamente distinto de
todos los pacientes que habían desfilado por su consulta a lo largo de toda su carrera,
aunque no podía definir en qué consistía la diferencia.
«Vivimos en un mundo donde los hombres carecen de problemas - había escrito una
vez en uno de sus trabajos científicos para la Revista de la Academia de la Mente -.
Sólo el cerebro continúa encerrando misterios ocultos. Tal vez sus mayores trastornos
sean en gran parte motivados por la ausencia de problemas más allá de la
especialización del individuo dentro de una sociedad en la cual sólo cuenta con un lugar
sin horizontes. Sería conveniente, tal vez, acostumbrar al hombre de nuevo a la idea del
fracaso. La necesidad de confiar en sus propias fuerzas imprimiría un sentido nuevo a
su vida, y podría perseguirse un fin. Frente a la máquina, el hombre defendió la libertad.
Pero al final la ha sacrificado también y ahora sólo cuenta con la más estúpida de las
felicidades: la absoluta.»
Ignoraba por qué aquel hombre que tenía delante le hacía recordar estas ideas, que
casi habían estado a punto de arruinar su carrera de doctor de la Mente. Acaso la razón
estaba en que el desconocido parecía tener impresa en su rostro inmóvil la imagen de
algo parecido a la muerte. Era una impresión sin fundamento que, no obstante,
producía inquietud.
- Bien, siéntese - invitó el doctor.
El desconocido lo hizo maquinalmente, hasta el punto de que el doctor Krul pensó que
se habría caído al suelo si no le hubiera acercado rápidamente la butaca.
- ¿Qué es lo que le ocurre? - preguntó, esforzándose en dar a sus palabras una
entonación profesional.
El desconocido tardó unos segundos en responder. Lo hizo cuando el doctor iba a
repetir la pregunta. Su voz monótona carecía de inflexiones, y su tono casi arañaba los
oídos.
- No lo sé. Por eso he venido.
El doctor Krul se sentó frente a él, sin dejar de mirarle. Su interés creció cuando, tras
preguntarle por su nombre, el desconocido respondió:
- No lo sé.
Esto, aunque poco frecuente, no era un síntoma extraño.
- Muéstreme su placa de identificación.
- No tengo.
Esto no era extraño, sino sencillamente imposible. En aquella sociedad supertécnica,
cada hombre era un número, un lugar, una ocupación, una pieza que podía ser
sustituida, pero que no podía tener duplicados. Prácticamente no podía ocurrir, pero en
el caso insólito de que un hombre consiguiera desprender de su cuerpo su placa de
identificación, sería automáticamente destruido. La placa era la única garantía de la
vida, y también de una dignidad incomprensible, seguramente, por las pasadas
civilizaciones, cuando en el mundo existía la enfermedad y el dolor. A veces el doctor
Krul se había preguntado hasta qué punto el hombre se había redimido de la tiranía de
la máquina, si en realidad no habían caído en un maquinismo más sutil, más cruel,
hipócritamente disfrazado con una apariencia de libertades falsas.
Ahora el problema adquiría consistencia viva, y trató de ordenar sus ideas.
- A ver si he comprendido bien - dijo, analizando cuidadosamente el significado de las
palabras -. ¿Quiere decir que ha logrado quitarse la placa?
- Quiero decir, simplemente, que no la tengo.
Para probar su afirmación, el desconocido le mostró el pecho desnudo. Su piel era tan
aparentemente muerta como la de su rostro. Era una impresión indefinible, como una
certeza sin pruebas, un convencimiento que iba más allá de la razón.
El doctor Krul llamó a su ayudante, encendiendo el intervisor.
- Puede marcharse - dijo -. Creo que permaneceré aquí mucho tiempo.
El rostro de la muchacha denotó una fugaz sorpresa, pero se limitó a preguntarle si de
veras no necesitaba nada.
- No. Pero mañana le ruego que venga temprano.
- Muy bien. Buenas noches, doctor.
Al apagar el intervisor el doctor se enfrentó de nuevo con su problema. El caso ni
siquiera podía haber sido imaginado, como no fuera por alguno de los cerebros
desquiciados que tenía que tratar diariamente. Algo imposible. Pero allí estaba. Era
como una demostración palpable de sus íntimas ideas, que jamás se había atrevido a
confesarse a sí mismo. Aquel hombre era auténticamente libre. ¿O acaso no era... un
hombre? Su imaginación iba demasiado lejos, sin duda. Debía existir una explicación
lógica. Era preciso que pusiera freno a sus divagaciones imaginativas para enfrentarse
fría y científicamente a la realidad. Hacía tiempo que había aprendido a no creer en los
milagros.
- ¿Cómo lo hizo? - inquirió, esforzándose por mantenerse tranquilo.
- ¿Quiere decir cómo me desprendí de la placa?
- Eso mismo.
- No creo haberlo hecho. Al menos, no lo recuerdo.
- Pudo hacerlo alguien más. Eso es importante. ¿Entiende?
- Tal vez no la tuve nunca. De lo contrario, habría quedado una cicatriz.
Esto era verdad. Pero, ¿qué significaba este detalle frente a la evidencia de un
imposible hecho realidad?
- Su caso deberá ser denunciado a las autoridades. ¿Se da cuenta?
- Pero yo he venido a ver al doctor. Necesito ayuda.
- De acuerdo. Bien, dígame por qué... ¿Qué le ocurre?
- Se lo he dicho. No sé quién soy. No recuerdo nada. Me he encontrado a mí mismo en
la calle. Fue como si hubiera surgido de la nada. El instante anterior no había existido
para mí. Deseo recordar, saber de dónde vengo. Esto es todo.
El doctor hundió sus manos en sus cabellos. Fue un movimiento estúpido, pero no se le
ocurrió otra cosa para ordenar sus ideas. Los casos de amnesia eran frecuentes,
aunque no abarcaban la totalidad del pasado. Además, aquel hombre hablaba como si
su drama interior no le afectara lo más mínimo, como si deseara saber solamente por
curiosidad. Era un enigma íntegro. Un antiguo robot se hubiera comportado como él,
sólo que esta idea era la más disparatada de todas. Durante siglos los hombres
mecánicos habían permanecido olvidados totalmente. La civilización se había librado de
aquel azote... ¡Cielos! ¿Por qué pensaba de aquel modo? El doctor Krul rechazó sus
pensamientos, casi con un sentimiento de vergüenza. No debía olvidar que era uno de
los más notables científicos de una época que había superado todas las debilidades.
- Tendré que hacerle una exploración cerebral - dijo.
- Bien, confío en usted.
- ¿Tiene miedo? - preguntó el doctor con una chispa de esperanza.
- Hay muchas cosas que desconozco. En realidad lo ignoro todo.
- ¿Tiene idea de la muerte?
- Estoy seguro de que no piensa matarme.
- Claro. Sólo trato de saber un poco más de su conciencia antes de hacer la exploración.
- Mi conciencia... - murmuró el desconocido, reflexivo Por primera vez pareció que su
expresión perdía su rigidez para ensombrecerse un poco. Pero fue un gesto tan fugaz
que el doctor lo atribuyó a una ilusión de los sentidos, a una materialización del deseo
de descubrir en aquellas facciones un poco de humanidad.
- Su amnesia es total en cuanto al tiempo - dijo -, pero no en cuanto a sus otras
facultades. Su memoria sólo falla en una dirección. Debería haber olvidado el lenguaje.
Sin embargo, habla.
La fiebre de la investigación se apoderó vivamente del doctor. El hecho de que el
desconocido careciera de placa de identificación excluía toda posibilidad de un fraude.
Se hallaba frente a un imposible viviente. Recordó todo lo que había leído acerca de la
era de la mecanización que en el pasado marcó el camino crucial y decisivo de la
humanidad. El hombre tuvo que enfrentarse con la máquina, que se había convertido en
su enemigo mortal. La lucha había sido espantosa. Nunca el hombre había estado tan
cerca de su destrucción total, víctima de la misma perfección de su propia obra.
Pero todo esto estaba demasiado lejos en el pasado, todo estaba muerto. Del resultado
de aquella lucha algo sustancial había cambiado. El mundo era distinto, pero la
conciencia, de la cual aquel ser parecía carecer, era la misma.
- Pase - indicó el doctor al desconocido, abriendo una puerta -. intentaremos saber qué
secretos se ocultan en su cerebro.
Mientras el doctor ponía a punto toda la complejidad electrónica del explorador cerebral,
observaba de reojo al paciente, que se mantenía impasible.
«Esto impresiona a todos los que por primera vez se tienen que someter a ese
monstruo devorador de conciencias - pensó el doctor con un estremecimiento -. Sin
embargo, este hombre ni siquiera se inmuta. No es posible que el autodominio llegue
tan lejos... a menos que se carezca de nervios.»
Con la misma impasibilidad, el desconocido se dejó poner el casco, de donde partían
una serie de cables, conectados al explorador electrónico. El doctor apagó la luz y clavó
sus ojos en la pantalla... donde comenzaron a dibujarse una serie de rayas sinuosas...
La bella ayudante del doctor Krul llegó temprano a la consulta. También ella había
observado algo extraño en el último visitante del día anterior, hasta el punto de que su
recuerdo, unido al desacostumbrado comportamiento del doctor, la había mantenido
toda la noche preocupada, contando las horas, hasta que el sol comenzó a romper las
tinieblas.
Al sentarse frente a su mesa conectó el intervisor. El doctor no estaba en el campo
visual de la pantalla, pero oyó su voz sensiblemente alterada.
- ¿Quiere venir, por favor? - dijo, omitiendo su acostumbrado saludo.
Era lo que la muchacha deseaba oír.
- En seguida, doctor.
Le encontró examinando unos gráficos.
- Acérquese y vea esto - dijo sin levantar los ojos, cuando su ayudante entró en el
despacho -. Son los resultados de una exploración cerebral. Écheles un vistazo.
Ella lo hizo en silencio. Después se incorporó, perpleja.
- No lo entiendo - confesó.
- Lo entenderá cuando le explique que está usted viendo el gráfico de las ondas
cerebrales de algo que hacía siglos creíamos exterminado: un hombre mecánico.
- ¿Un... robot? - musitó ella con un hilo de voz.
- Comprendo que le cueste trabajo creerme.
- ¡Pero eso es imposible! Debe... debe de haber un error.
- No lo hay.
El doctor se dirigió a la puerta que daba paso a la habitación contigua. Al abrirla, sus
goznes chirriaron levemente. Era la primera vez que la muchacha lo advertía.
- Acérquese - añadió el doctor -. Prepárese para ver algo horrible. Me he visto obligado
a destruirle. Era mi deber. Pero esta historia no terminará aquí. Presiento que una gran
amenaza se cierne de nuevo sobre el mundo. Sospecho que esto no es más que el
principio de una nueva lucha entre hombres y máquinas. Y esta vez es posible que el
resultado sea distinto.
La muchacha se debatió entre el horror que le producían las palabras del doctor y su
propia razón, que rechazaba aquella pavorosa idea. Un estremecimiento la hizo vacilar
antes de franquear el umbral.
Fue suficiente un solo paso para comprobar con sus propios ojos la espantosa verdad.
Después se detuvo paralizada, mientras el doctor sumergía sus manos en agua.
- Haga lo mismo que yo. Debe descargar la tensión de sus nervios.
Ella reaccionó de pronto y huyó, perseguida por la visión de aquel ser mecánico,
tumbado en el suelo, mostrando sus entrañas blandas, orgánicas, en medio de un
charco de sangre ROJA...
FIN
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