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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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martes, 23 de noviembre de 2010

SPECIAL BESTIARIO PARTE 2

BESTIARIO DE CIENCIA FICCION
Robert Silverberg (Selección)
parte2 







Poul Anderson & Gordon R. Dickson


Se había salvado por poco. Alexander Jones pasó varios minutos disfrutando del placer de estar todavía vivo. Luego miró alrededor.
El lugar parecía la Tierra. En rigor de la verdad, casi parecía su propia Norteamérica. Se hallaba en una enorme pradera cuyo césped se extendía bajo un cielo despejado por un fuerte viento. Bandadas de pájaros, alarmados por su descenso, hacían ruidos airados sobre su cabeza. No eran demasiado diferentes de los pájaros que conocía. Una hilera de árboles bordeaba un río, y vio el humo que indicaba el lugar donde había caído su vehículo. A lo lejos vio unas colinas, vagamente veladas por la neblina, y unos grandes bosques oscuros, más allá de los cuales estaba el mar, cerca de donde estaba el Draco. Demasiado lejos como para viajar.
Sin embargo, estaba sano y salvo, y en un planeta sumamente similar al propio. El aire, la gravedad, la bioquímica, el aspecto del Sol cercano al crepúsculo, podrían diferenciarse de los de la Tierra sólo gracias al uso de sensibles instrumentos de medición. El periodo de rotación era de aproximadamente veinticuatro horas; el año sideral, de casi doce meses; la inclinación axial, unos 11,5 grados. El hecho de que hubiera dos lunas en el cielo y de que una tercera estuviera dando vueltas por alguna parte, de que la forma de los continentes fuera completamente extraña, de que una serpiente que se enrollaba en una roca cercana tuviera alas, y de que esto quedara a quinientos años-luz del sistema solar, parecía carecer de importancia. Verdaderas bagatelas. Alex se rió buenamente.
El ruido hubiera sonado tan extraño en este panorama, que decidió que un decoroso silencio era más apropiado para su rango, ya que era un oficial y, debido a una Decisión Parlamentaria ratificada localmente por el Senado de Estados Unidos, un caballero. Por tanto, se arregló su chaqueta de cuello alto y enderezó con mano nerviosa las arrugas de sus pantalones blancos, se limpió las botas con el paracaídas y echó mano a su equipo de emergencia.
Olvidó peinarse sus cabellos en desorden, y su paso no era lo que se dice marcial, pero no hay que desdeñar el hecho de que se sabía solo.
Por supuesto que no iba a dejar de tratar de modificarlo. Se quitó la mochila que llevaba a los hombros. Fue lo único que cuidó de salvar, junto con su paracaídas, cuando decidió abandonar la nave. La abrió y extrajo la radio, pequeña pero de gran alcance, que lograría atraer ayuda.
Extrajo también un libro.
Sin embargo, su aspecto le resultó poco familiar...
¿Habrían impreso unas nuevas instrucciones mientras se hallaba en el campamento?
Lo abrió, buscó la sección de Radios, uso de emergencia. Leyó la primera página y vió:
«...el desarrollo histórico aparentemente increíble fue, por supuesto, completamente lógico. La declinación relativa de la influencia político-económica del hemisferio norte durante el final del Siglo XX, y el desplazamiento de la preponderancia hacia la región correspondiente al sudeste de Asia y del océano Indico, con mayores recursos, no significó, tal como lo predecían los alarmistas, el fin de la civilización occidental. Más bien determinó la aparición de la influencia libertadora y democrática anglosajona, puesto que esta zona, que ahora llevaba la voz cantante en la Tierra, fue primitivamente guiada por Australia y Nueva Zelanda, naciones que mantuvieron su primitiva lealtad a la Corona Británica. El consiguiente renacimiento y el mayor crecimiento de la Comunidad Británica de Naciones, la integración de sus consejos dentro del marco de un gobierno verdaderamente mundial, e incluso interplanetario, que llegó a su cúspide con el acceso de los norteamericanos, ha hecho que las tendencias sean, aun en los pequeños detalles de la vida cotidiana, incluidas en el molde de ese momento en particular. Esta tendencia, acentuada por el descubrimiento de los viajes a velocidades mayores que la de la luz, y el consiguiente contacto con mentalidades completamente diferentes, ha producido, dentro del sistema solar, condiciones de estabilidad que nuestros antepasados podrían calificar de utópicas. El Servicio, trabajando a través de la Liga de Unión Interplanetaria, posee la meta de hacer que todas las razas, aunque provenientes de distintos mundos...»
- ¡Glup! - fue la exclamación de Alex. Cerró el libro. En la tapa pudo leer:

MANUAL DE ORIENTACION PARA EMPLEADOS
por Adalbert Parr, Comisionado de Control General
Servicio de Desarrollo Cultural
Ministerio de Relaciones Exteriores de las Naciones Unidas
Ciudad de League, N. Z., Sol III

- ¡Oh, no! - fue la siguiente exclamación de Alex.
Frenéticamente, siguió pasando revista al contenido de la mochila. Debía haber una radio... una pistola de rayos... una brújula... ¿una lata de judías, aunque sólo fuera eso?
Extrajo unas cinco mil copias, apretadamente envueltas, del Formulario CDS J-16-LKR, que debía llenarse por cuadruplicado, y entregarse con los formularios G-776802 y W-2-ZGU.
La cara de Alex, que habitualmente ostentaba una expresión ligeramente despectiva, denotó su asombro y sorpresa. Sus ojos giraron, incrédulamente, en sus órbitas. Luego, durante un largo rato, sólo pudo considerar la poca adecuación del idioma inglés para definir su idea de lo que era un burócrata.
- ¡Oh, al diablo! - dijo Alexander Jones. Se puso de pie y comenzó a andar.

Se despertó lentamente con el amanecer, y se quedó un rato tumbado en el suelo. Largas horas con el estómago vacío, seguidas de un intento, poco fructífero, de dormir en el suelo, más la perspectiva de varios miles de kilómetros de lo mismo, no lo hacían sentirse alegre. Y los animales, cualesquiera que fuesen, que había oído gruñir y aullar toda la noche de forma espantosa, parecían hallarse muy hambrientos.
- Parece humano.
- Sí, pero no va vestido como humano.
Alex abrió los ojos sin poder creer a sus oídos. Las voces hablaban... ¡inglés!
Cerró los ojos inmediatamente.
- ¡Oh, no! - fue el lamento que brotó de sus labios.
- Está despierto, Tex - Las voces eran agudas, y sonaban bastante irreales. Alex se enroscó hasta adoptar una posición fetal, reflejando el horror que en ese momento sentía.
- Vamos, arriba, forastero. Este no es un lugar saludable para estar.
- ¡No! - balbuceó Alex -. Dígame que no es verdad. Dígame que me he vuelto loco, pero no traten de convencerme de que es real.
- No sé - la voz reflejaba incertidumbre -. No habla como si fuera humano.
Alex se dio cuenta de que era inútil tratar de pensar que estos seres no eran reales. Indudablemente, parecían ser inofensivos. Para todo excepto para su salud mental, claro está. Se puso de pie sintiendo que sus huesos entrechocaban lastimosamente, y se enfrentó a los nativos.
La primera expedición había informado de la existencia de dos razas inteligentes en este planeta: los hokas y los slissii. Y éstos debían ser hokas. ¡Alabado sea el Señor! Eran dos que, al ojo del ser humano, parecían exactamente iguales. De alrededor de un metro de altura, regordetes y cubiertos de una pelambre dorada, con cabezas redondas y de hocicos chatos, y ojos negros. Excepto por el hecho de que poseían dedos gordezuelos, se asemejaban extraordinariamente a los ositos de felpa.
Sin embargo, la primera expedición nada dijo acerca del hecho de que hablaran inglés con ese acento tan característico, ni de que usaran trajes adecuados para el Oeste norteamericano en el Siglo XIX.
Todos los estereofilmes históricos que viera se agolparon en los recuerdos de Alex, mientras observaba sus ropas. Veamos:
Usaban sombreros de ala ancha, más ancha que sus hombros; grandes pañuelos rojos anudados al cuello, camisas deslucidas y descoloridas, pantalones vaqueros, zajones enormes y botas de tacón alto con espuelas. Cada una de las cartucheras, que colgaban de un cinturón, rodeando sus rollizas cinturas, estaban ocupadas por un Colt de seis tiros. Estas armas llegaban casi hasta el suelo.
Uno de los nativos estaba parado frente al terráqueo, y el otro permanecía cerca, montado y sujetando las riendas del..., digamos, del animal del primero. Las bestias que servían de montura tenían aproximadamente el tamaño de un pony, cuatro patas con pezuñas..., colas delgadas como látigos, cuellos largos y cabezas provistas de pico. Su cuerpo estaba cubierto de escamas. Pero, por supuesto, pensó Alex salvajemente, usaban sillas de montar típicamente aderezadas, con sus lazos preparados. Por supuesto, ¿quién había oído hablar alguna vez de un cowboy sin su lazo?
- Bueno, bueno, veo que está despierto - dijo el hoka que estaba parado cerca -. ¿Qué tal, forastero? - extendió la mano -. Soy Tex, y mi compañero se llama Monty.
- Encantado de conocerles - dijo Alexander, mientras les estrechaba las manos con la sensación de quien sueña -. Me llamo Alexander Jones.
- No sé - dijo Monty, dubitativamente -. No tiene nombre de humano.
- ¿Eres humano, Alexanderjones? - dijo Tex.
El hombre del espacio trató de controlarse, y espaciando cuidadosamente las palabras, dijo:
- Soy el Insignia Alexander Jones, del Servicio Terrestre de Reconocimientos Interestelares, miembro de la tripulación del Draco - Ahora eran los hokas los que parecían confundidos -. En otras palabras, soy de la Tierra, soy un ser humano. ¿Satisfechos?
- Así creo - dijo Monty, todavía dubitativo -, pero va a ser mejor que venga con nosotros y que Slick le interrogue. No se pueden correr riesgos tal como están las cosas.
- ¿Y por qué no? - dijo Tex, sorprendentemente con una extraña amargura en la voz -. Total, ¿qué podemos perder? Pero vamos, Alexanderjones, porque no queremos darnos de narices con una partida de guerreros indios.
- ¿Indios? - preguntó Alex.
- Claro, indios. Me parece que vienen hacia aquí. Así que es mejor que nos vayamos. Mi caballo nos llevará a los dos.
Alexander no se hallaba especialmente contento con la idea de tener que montar un reptil en una silla diseñada para un hoka. Afortunadamente, las asentaderas de estos habitantes eran lo suficientemente amplias como para que hubiera sitio para un terrestre delgado. El caballo trotó en seguida, con un paso regular y sorprendentemente rápido. Los reptiles de hoka, que recibieran este nombre de la primera expedición, derivado de la palabra tierra en el idioma de la más avanzada sociedad, la hoka, aquí parecían estar más evolucionados que en el sistema solar.
Un corazón de cuatro cavidades, y un más perfecto sistema nervioso los hacía casi equivalentes a mamíferos.
De todas formas, la criatura olía muy mal.
Alex miró a su alrededor. La pradera era grande y desnuda, y su nave se hallaba muy, muy lejos.
- Ya sé que hablo de cosas que no me importan - dijo Tex -, pero ¿cómo llegó aquí?
- Es una historia larga de contar - dijo Alex, distraídamente. En estos momentos sus pensamientos se concentraban en la comida -. El Draco se hallaba en una tarea de expedición, trazando los mapas de los nuevos sistemas planetarios, y nos trajo cerca de esta estrella, vuestro sol, que sabíamos que había sido visitado previamente. Pensamos que sería conveniente venir a dar un vistazo, a la par que descansaríamos en un planeta de condiciones similares a las de la Tierra. Fui uno de los que salimos en las naves exploradoras, a dar un vistazo a este continente. Algo pasó, mis motores fallaron, y puedo considerarme afortunado por haber escapado con vida. Caí en paracaídas, y para mi mala suerte, la nave se estrelló en un río. Así que debido a esta serie de circunstancias, tuve que decidirme a tratar de llegar a la nave madre.
- ¿Y sus compañeros no van a venir a buscarlo?
- Por supuesto que van a tratar de hallarme, pero no veo cómo van a encontrar los rastros de la nave exploradora, que ahora está en el fondo de un río, y para empeorar la cosa, con medio continente para rastrear. Tal vez podría haber trazado un gran letrero de SOS en el suelo, pensando que se llegaría a ver desde el aire, pero..., bueno, pensé que mi mejor oportunidad era la de mantenerse en movimiento. Ahora estoy tan hambriento que podría comerme un... un búfalo.
- No creo que encontremos carne de búfalo en el pueblo, pero tenemos buena carne de costeletas.
- ¡Oh! exclamó Alex.
- No hubiera durado mucho a pie - dijo Monty -. Y sin un rifle.
- No porque... bueno, no importa - dijo Alex -. Pensé que podría hacerme un arco y unas flechas.
- ¡Arco y flechas! ¡Vamos! - dijo Monty, mirando con sospecha hacia Alex - ¡Así que ha estado con los indios!
- No, nunca... ¡Caramba!, nunca he estado cerca de un indio.
- Los arcos y las flechas son armas de indios, forastero.
- Ojalá - dijo Tex melancólicamente -. No teníamos problemas cuando solamente los hokas teníamos pistolas de seis tiros. Pero ahora los indios también las tienen - una lágrima resbaló por el botón negro que era su nariz -. Si los vaqueros parecen oseznos de juguete - pensó Alex -, ¿qué aspecto tendrán los indios?
- Ha tenido suerte de que Tex y yo pasáramos por aquí - dijo Monty -. Estábamos tratando de ver si podíamos reunir unas cabezas más de ganado antes de que los indios llegaran. No tuvimos suerte, sin embargo. Los pieles verdes se las llevaron a todas.
¡Pieles verdes! Alex se acordó de un detalle en el informe de la primera expedición: dos razas inteligentes: los hokas, mamíferos, y los slissii, reptiles. Y los slissii, más fuertes y dispuestos a la guerra, acosaban a los hokas.
- ¿Son slissii, los indios?
- ¿Slissii? No sé, tienen cuernos... - dijo Monty.
- Quiero decir si... si son altos, más que yo, si andan a saltos, si tienen colmillos y piel verde, y si cuando hablan hacen unos raros sonidos silbantes.
- Pero ¡claro!, ¿qué otra cosa? - Monty movió la cabeza extrañado -. Si es humano, ¿cómo es que no conoce ningún indio?
Se habían ido acercando hacia una nube de polvo grande y ruidosa. Cuando estuvieron bien cerca, Alex se dio cuenta de la causa.
- Reses longhorns - explico Monty.
Bien... sí... Un cuerno largo cada uno. Sobre el hocico. Pero, por lo menos, las reses, de pelo colorado, patas cortas y cuerpo con forma de barril, eran mamíferos. Alex vio que algunos animales tenían marcas en los flancos. Todo el rebaño era urgido por vaqueros hoka, que montaban bien y rápido.
- Es la hacienda X Barra X - dijo Tex -. El Llanero Solitario decidió tratar de sacarlos de aquí antes de que lleguen los indios. Pero me parece que los pieles verdes van a alcanzarlos.
- No puede hacer otra cosa - replicó Monty -. Los rancheros están sacando su ganado. No hay lugar en que se esté a salvo, de este lado de la Nariz del Diablo. No pienso quedarme en el pueblo para tratar de mantener a raya a los indios, y creo que todos piensan como yo, a pesar de lo que Slick y el Llanero quieren que hagamos.
- ¡Pero cómo! - objetó Alex -. Pensé que acababa de decir que el Llanero también huía. Ahora dice que quiere pelear. ¿Qué es lo que pasa?
- Es que el Llanero Solitario que es dueño del X Barra X quiere huir, pero el Llanero Solitario del Lazy T quiere pelear. Igual que el Llanero Solitario de Buffalo Stomp, que el Verdadero Llanero Solitario y que el Llanero Más Solitario. Pero apuesto a que cambian de opinión cuando vean a los indios cerca.
Alex se tomó la cabeza con ambas manos, para impedir que saliera volando.
- ¿Cuántos Llaneros Solitarios existen? - gritó.
- ¿Y qué sé yo? - dijo Monty, encogiéndose de hombros. Por mi parte, conozco por lo menos a diez. La verdad es - agregó, exasperado - que el inglés no tiene tantos nombres como tenía el idioma Hoka. Resulta cansado tener un centenar de Montys alrededor, o gritar para que conteste Tex y resulta que le preguntan: ¿Cuál de ellos?
Pasaron la tropa de ganado con un trotecito rápido y llegaron a la parte superior de un montículo. De allí se divisaba un pueblo, compuesto por una docena de casas, formadas simplemente por los esqueletos, y una única calle, bordeada de estructuras falsas, de aspecto aparentemente macizo. El lugar estaba lleno de hokas: a pie, montados, en carretas cubiertas y en coches, refugiados de los indios que se acercaban. Mientras descendían la colina vio un letrero torpemente escrito que decía:

BIENVENIDOS A CANYON GULCH
Población:
Días entre semana 212
Sábados 1.000

- Lo vamos a llevar a ver a Slick - dijo Monty, dominando el alboroto -. El sabrá qué hacer.
Hicieron que los ponyes pasaran a través de la multitud abigarrada. Los hokas parecían ser una raza sumamente excitable, prestos a la gesticulación exagerada y a hablar con toda la fuerza de sus pulmones. La huida se realizaba sin ningún tipo de organización, produciéndose múltiples enredos, discusiones, chismorreos y exuberantes disparos al aire. Una buena cantidad de ponyes y carros estaban aparentemente abandonados frente a los saloons, que formaban una doble fila a lo largo de la calle.
Alex trató de recordar qué figuraba en el informe que había realizado la primera expedición. Este había sido necesariamente breve, puesto que la expedición permaneció en Toka durante dos meses tan sólo. Pero... sí, sí... Los hokas habían sido descritos como muy amistosos, rápidos para aprender, alegres y completamente ineficaces. Sólo las ciudades de la costa, con una tecnología correspondiente a la edad del bronce, habían podido resistir los avances de los slissii. Pero en los restantes lugares, los reptiles iban, lentamente pero en forma inexorable, conquistando a las dispersas tribus ursinoides.
Los hoka peleaban valientemente cuando se les atacaba, pero trataban de no pensar en el enemigo cuando no estaba inmediatamente visible, de acuerdo a su naturaleza bonachona. Nunca se les hubiera ocurrido formar un grupo para defenderse de los slissii. Una raza de individualistas como la suya no hubiera logrado formar un ejército que saliera a la ofensiva.
En suma, gente simpática, pero poco eficaz. Alex se sintió orgulloso de su altura, su uniforme brillante de hombre del espacio, y de su espíritu humano de perseverancia y lucha que había llevado al ser humano a las estrellas. Se consideraba a sí mismo un hermano mayor.
Tendría que hacer algo, darles a estos seres de opereta una ayuda. Tal cosa también podría significar un ascenso para Alexander Braithwaite Jones, puesto que la Tierra necesitaba una gran cantidad de planetas habitados por especies amistosas, y el informe existente sobre los indios... o mejor dicho, sobre los slissii, hacía improbable que pudieran llevarse bien con los seres humanos.
A. Jones, héroe. Tal vez entonces, Tanni y yo...
Se dio cuenta de que un hoka grueso y aparentemente mayor le estaba mirando atentamente, junto con el resto de Canyon Gulch. Este representante, en particular, usaba una gran estrella de metal prendida en su chaleco.
- ¿Qué tal, sheriff? - dijo Tex.
- Hola, Tex, amigo - dijo el sheriff obsequiosamente -. Y también Monty, ¡hola muchachos! ¿Quién es este forastero? ¡No me digan que es un ser humano!
- Si... así dice él. ¿Dónde está Slick?
- ¿Qué Slick?
- El Slick, sherriff.
El grueso hoka guiñó los ojos.
- Creo que está en el salón de atrás del Paradise Saloon - dijo. Y humildemente agregó -: Este... Tex, Monty..., se acordarán del amigo cuando sea la reelección, ¿no es verdad?
- Tal vez así sea - dijo Tex, genialmente -. Ha sido sheriff desde hace mucho.
- ¡Oh!¡Gracias, muchachos! Ojalá los demás tuvieran vuestro mismo buen corazón.
La muchedumbre los separó del sheriff.
- ¿Qué pasa? - dijo Alex -. ¿Qué era lo que quería que hicieran?
- Que votemos en contra de él en las próximas elecciones, por supuesto - dijo Monty.
- ¿En contra de él...? Pero... el sheriff es el que manda. ¿O no?
Tex y Monty parecían apesadumbrados.
- Me pregunto si realmente es humano - dijo Tex -. Los humanos nos enseñaron que el sheriff es el más tonto de la ciudad. Pero no nos parece justo que a una persona se la cargue demasiado con ese problema, así es que lo elegimos una vez al año.
- Buck fue elegido sheriff tres años seguidos. Es realmente tonto.
- Pero ¿quién es ese Slick? - preguntó algo desesperado Alex.
- El jugador profesional del pueblo, por supuesto.
- ¿Y qué tengo que ver con un jugador profesional?
Tex y Monty intercambiaron miradas.
- Vamos, vamos - dijo Monty, que parecía estar al final de su paciencia -, hemos tratado de tolerar bastante, pero si insiste en decir que no sabe quién es el que verdaderamente manda en el pueblo, vamos a pensar que nos está tomando por bobos.
- ¿Se refieren a una especie de administrador que tienen en la zona?
- ¡Está chiflado! Todo el mundo sabe - dijo Monty - que un pueblo hace siempre lo que quiere el jugador profesional.

Slick usaba el uniforme correspondiente: pantalones ajustados, chaleco, una camisa blanca, un arma en una mano y una baraja en la otra. Parecía cansado: seguramente había pasado por muchas angustias estos últimos días, pero dio la bienvenida a Alex con extraña volubilidad, y lo hizo pasar a una oficina amueblada en un estilo vagamente correspondiente al Siglo XIX. Tex y Monty también entraron, asegurándose de que la puerta estuviera bien cerrada a la muchedumbre alborotadora.
- Le prepararemos algún emparedado - dijo Slick, muy amable. Le ofreció a Alex un cigarro púrpura, hecho seguramente de alguna horrible yerba local, y se sentó detrás de su escritorio. - Bien - dijo -, ¿cuándo podremos tener ayuda de los seres humanos nuestros amigos?
- Me temo que no pueden esperarla para dentro de poco - le respondió Alex -. La tripulación del Draco no sabe nada de lo que está pasando. Deben de estar dando vueltas tratando de encontrarme. A menos que me hallen aquí, lo cual es bastante improbable, no hay demasiadas posibilidades de que se enteren de la lucha contra los indios.
- ¿Cuánto tiempo estarán por aquí?
- Oh, seguramente esperarán como un mes antes de darme por muerto y abandonar el planeta.
- Podemos llevarlo hacia la costa del mar en ese tiempo, pero eso significaría un largo viaje, además de que cruzaríamos territorio infestado de indios - Slick esperó parsimoniosamente antes de continuar -. Es difícil que pueda pasar. Así que me parece que la única forma en que va a poder llegar hasta donde están los suyos va a ser venciendo a los indios. Pero no podemos vencer a los indios si no recibimos ayuda de sus amigos.
Melancólico silencio.
Para cambiar de tema, Alex trató de aprender algo de historia hoka. En realidad, logró más de lo que pensaba, puesto que Slick demostró ser sorprendentemente inteligente y estar bien informado.
La expedición originaria había llegado al planeta hace algo así como treinta años. En ese momento el informe había concitado poco interés, dada la gran cantidad de nuevos planetas que se iban descubriendo en la galaxia. Era ahora, con el Draco como pionero, que la Liga trataba de organizar esta sección fronteriza del espacio.
Los primeros terrestres habían sido recibidos con gran admiración por parte de la tribu hoka cercana a su lugar de contacto. Los habitantes eran seres con gran facilidad de expresión, que, gracias a la ayuda de la moderna psicografía utilizada, aprendieron inglés en unos pocos días. Para ellos, los seres humanos eran dioses, si bien, como buenos seres primitivos que eran, se permitían ciertas libertades con sus deidades.
Y así llegó la noche decisiva. La expedición había montado un equipo de proyección de películas. Hasta ese momento los hokas habían sido espectadores interesados, pero desconcertados por la complejidad de lo que veían. Esa noche, a insistencia de Wesley, se proyectó una antigua película. Era de vaqueros.
La mayoría de los viajeros espaciales tienen su hobbie, adquirido durante los largos viajes. El de Wesley era el oeste norteamericano. Pero lo veía a través de su romántica interpretación, basándose en una gran cantidad de novelas, pero en un muy pobre material verdaderamente histórico.
Los hokas vieron la película y perdieron la cabeza.
El capitán llegó a la conclusión de que esa reacción, delirante y rayana en el éxtasis, se debía a que era algo que realmente podían comprender. Las comedias sofisticadas o las películas de aventuras espaciales les afectaban poco, puesto que no tenían ninguna experiencia de eso, pero aquí había algo que parecía pertenecerles. Un gran país, como el suyo, héroes que peleaban contra salvajes enemigos, grandes rebaños de animales, costumbres festivas...
Y tanto al capitán como a Wesley se les ocurrió que tal vez esta raza pudiera utilizar ciertos elementos de la cultura del Oeste primitivo. Los hokas habían sido, hasta ese momento, simples granjeros, y hallaban malamente su sustento en las praderas, que nunca habían sido debidamente trabajadas. Se trasladaban a pie, sus herramientas estaban hechas con piedra y bronce, y realmente había mucho que podían aprovechar con beneficio.
Los encargados de la parte metalúrgica de la expedición no tuvieron grandes dificultades para fabricarles armas como el Colt, el Derringer y la carabina. Se les enseñó a trabajar el hierro, a hacer acero y a fabricar pólvora. A manejar el torno y algunas máquinas. En este caso la aptitud de los habitantes y las técnicas de enseñanza permitieron que aprendieran rápidamente. También captaron la necesidad de domesticar los animales salvajes que hasta el momento habían simplemente atrapado.
Antes de la partida de la nave, los hokas montaban ponyes con silla y criaban longhorns. También realizaron tratados con las ciudades marítimas de la costa, intercambiando maderas, granos y herramientas manufacturadas. Y además acababan con toda tranquilidad con las bandas de slissii que los atacaban.
Como paso final, Wesley antes de marcharse les dejó a los hoka su colección de libros y de revistas sobre el tema.
Nada de esto figuraba en el sesudo informe que leyó Alex. Simplemente se acotaba que se les había enseñado a los ursinoides la forma de trabajar el metal, el uso de las armas químicas y los beneficios de determinadas formas económicas. Se había pensado que así lograrían vencer a los peligrosos slissii, de forma tal que finalmente los seres humanos pudieran venir regularmente, si así lo deseaban, sin encontrarse con una guerra.
Alex pudo imaginar el resto. El entusiasmo de los hokas era enorme. Esta nueva forma de vida era, indudablemente, muy práctica y adaptada a las praderas. Así que ¿por qué no seguir adelante y parecerse a los seres que eran como dioses en todos los aspectos? Hablar inglés con el acento peculiar de las películas, adoptar nombres y vestimentas humanas, costumbres correspondientes, disolver la antigua organización tribal y reemplazarla por ranchos y pueblos. Todo fue fácil. Y divertido.
Los libros y revistas no circularon demasiado. Gran parte de las cosas se fueron transmitiendo oralmente. De allí que se produjeran ciertas lógicas transformaciones.
Pasaron tres décadas. Los hokas maduraron rápidamente; ya existía una generación que había crecido dentro de un marco de cowboys. El pasado había quedado atrás. Los hokas se extendieron hacia el Oeste, a través de las praderas, empujando en su avance a los slissii.
Hasta que los slissii aprendieron, a su vez, a fabricar armas. Entonces, gracias a su mayor talento para lo militar, formaron un ejército de tribus confederadas y comenzaron a hacer retroceder a los hokas. Esta vez probablemente continuarían hasta arrasar las ciudades de la costa. La propensión a la lucha de algunos hokas individualmente considerados no era freno para un gran número de seres mejor organizados.
Y ahora, uno de los ejércitos de indios se acercaba a Canyon Gulch. No debía de estar a muchos kilómetros de distancia, y ciertamente no se veía la forma de detenerlo. Los hokas reunieron a sus familiares y sus pertenencias, abandonando los ranchos para huir. Pero con su habitual ineficacia, la mayoría de los refugiados no iba más allá de este pueblo. Aquí se detenían a comentar lo sucedido, a discutir sobre la necesidad de pelear o de huir, y mientras tanto, a echarse un trago más.
- ¿Quieren decir que ni siquiera han tratado de resistir? - preguntó Alex.
- ¿Qué otra cosa podíamos hacer? - contestó Slick -. Una mitad no quería saber nada de pelear. La otra mitad tenía, cada uno de ellos, distintas formas de considerar la cosa, y cuando no le hicimos caso a todo esto se enfadaron y se fueron. No nos quedaron muchos.
- ¿Y usted, como líder, no pudo pensar en algo para mantenerlos juntos, algún tipo de compromiso o algo, para satisfacer a la mayor parte?
- Por supuesto que no - dijo Slick -. Mi plan es el único acertado.
- ¡Oh, Dios mío! - exclamó Alex, dándole un salvaje mordiscón al emparedado que tenía en la mano. La comida le había restaurado las fuerzas, y el brebaje que los hokas llamaban whisky le había dado un ímpetu valeroso.
- El problema básico es que no saben cómo organizar una batalla. Nosotros los humanos sí lo sabemos.
- ¡Es un poderoso luchador! - dijo Slick.
Sus ojos brillaban con admiración, según pudo notar Alex con evidente complacencia, al igual que la mayoría de los hokas que había encontrado. Decidió que era realmente halagador, si bien un semidiós tiene sus duros deberes.
- Lo que necesitan es un jefe a quien sigan sin chistar - continuó -. O sea, yo.
- Usted, quiere decir - y aquí Slick inspiró profundamente -. ¿Usted?
Alex asintió impetuosamente.
- Los indios van a pie, ¿verdad? Muy bien. Entonces sé, de acuerdo a la historia de lo sucedido en la Tierra, qué es lo que hay que hacer. Debe haber varios miles de hokas en los alrededores, y todos van armados. Los indios no han de estar preparados para una buena carga de caballería. Pienso dividir en dos sus fuerzas.
- Bueno, bueno, eso sí que no se nos había ocurrido - murmuró Slick. Hasta Monty y Tex parecían adecuadamente sorprendidos.
Súbitamente, Slick comenzó a dar vueltas por la oficina, en plena excitación.
- ¡Iujuuujuuu! - gritó -. Me siento como si hubiera nacido con una pistola en cada mano, y mis compañeros de juego hubieran sido víboras de cascabel. ¡Soy capaz de darle la vuelta a la luna de un salto, de cabalgar más rápido que nadie y de sacar mi revólver preparado para disparar antes de que otros siquiera tengan tiempo de pensarlo!
- Bueno, ¿no es el grito de guerra habitual en los seres humanos? - respondió Tex, que ya se estaba comenzando a acostumbrar a la ignorancia del humano.
- ¡Vamos, vamos! - dijo Slick, abriendo de un golpe la puerta. Fuera estaba la tumultuosa multitud. El jugador llenó sus pulmones de aire y gritó -: ¡Ensillen los caballos y preparen sus armas!¡Aquí tenemos un ser humano que nos va a ayudar a vencer a los indios!
Los hokas dieron vivas hasta que los falsos frentes de las casas temblaron.
Danzaron, saltaron y dispararon sus armas al aire en plena excitación. Alex sacudió a Slick y gimió:
- No, no, tonto. ¡Ahora no!¡Tenemos que estudiar la situación, mandar exploradores y trazarnos un plan!
Demasiado tarde. Sus impetuosos admiradores lo levantaron en andas y lo llevaron hasta la calle. No pudo ser oído por encima del ruido que hacían, vanamente trató de mantenerse de pie, y finalmente terminó por no darse bien cuenta de lo que pasaba. Alguien le dio una pistola, que sujetó a su cinturón, sintiéndose como en un sueño. Otro le pasó un lazo, y le dijo:
- ¡Ármelo, forastero, y vamos por ellos!
- ¡Un lazo! - Alex se dio cuenta, si bien no muy claramente, de que detrás del saloon había un corral. Los reptiles, semisalvajes aún, iban excitados de un lado a otro, ansiosos por los ruidos. Algunos hokas maniobraban diestramente enlazando cada uno su montura.
- Vamos, vamos - rugió una voz - ¡no tenemos tiempo que perder!
Alex estudió al vaquero que tenía más cerca. No parecía que enlazar un animal fuera tan difícil. Si sostenía la soga de aquí y de allá, se la hacia girar sobre la cabeza más o menos así...
Tiró, y terminó dando con su cuerpo en tierra. A través de la nube de polvo que se levantó se dio cuenta de que se había enlazado a si mismo.
Tex le ayudó a levantarse y también le ayudó a quitarse el polvo de las ropas.
- La verdad es que... es que no monto... habitualmente... murmuro.
Tex no dijo nada.
- Tengo un buen caballo para usted - gritó otro hoka, inclinándose en su silla.
- ¡Un animal de nervio!
Alex lo miró. El caballo le observó con un brillo malvado en sus ojos. A riesgo de llegar a un juicio apresurado, decidió que no le gustaba demasiado. Pensaba que definitivamente iban a presentarse problemas de interrelación entre él y su cabalgadura.
- Vamos, vamos, ¡a ver si vamos de una vez! - gritaba Slick impacientemente. Montaba una bestia que pateaba y coceaba, pero no parecía importarle en absoluto.
Alex tembló, cerró sus ojos, se preguntó cuál seria el pecado que había cometido para que le tocara este castigo, y se dirigió tambaleante hacia su caballo. Varios hokas se habían unido para ensillárselo. Montó. Los hokas soltaron al animal. Existía verdaderamente un conflicto de personalidades.
Súbitamente, el terrestre sintió como si un meteoro, retorciéndose y girando, le hubiera alcanzado. Trató de sujetarse aferrándose a la silla. Las patas delanteras del animal cayeron con un sordo ruido, mientras casi perdía el equilibrio. Le pareció que una granada nuclear había explotado cerca de él.
Si bien el suelo subió para golpearlo con una dureza innecesaria, nunca había imaginado que el sólido suelo podía ser tan bien venido en ese momento.
- ¡Uuf! - exclamó Alex, y se quedó inmóvil.
Un silencio de asombro y de incredulidad cayó sobre la asamblea de hokas. Este ser humano no había sabido usar un lazo, y ahora había batido el récord de menor permanencia sobre una silla. ¿Qué clase de terrestre era éste?
Alex se sentó, y se encontró con las miradas de un corrillo de caras peludas y escandalizadas. Débilmente, sonrió y dijo:
- Tampoco soy buen jinete.
- ¿Podría decirnos qué diablos sabe hacer? - rugió Monty -. No sabe usar un lazo, no sabe montar, no sabe hablar correctamente, no sabe disparar...
- ¡Un momento! - Alex se puso de pie, en forma bastante vacilante -. Admito que no sé usar una serie de cosas que les son habituales porque en la Tierra lo hacemos en forma muy diferente. Pero puedo disparar mejor que cualquier hombre... quiero decir, cualquier hoka. ¡Y a eso apuesto cualquier cosa!
Algunos de los vaqueros parecieron recuperar su perdida esperanza, pero Monty se burló:
- Eso dice.
- Eso digo y pienso probarlo - Alex miró alrededor, buscando un blanco adecuado. Por primera vez no se sentía preocupado. Era uno de los mejores tiradores con pistolas de rayos de la Flota -. Tiren una moneda. La voy a agujerear por el centro.
Los hokas comenzaron a mostrar signos de inquietud. Alex pensó que tal vez no fueran buenos tiradores, sin poder medir realmente su capacidad con otros. Slick, con aspecto de gran contento, extrajo un dólar de plata del bolsillo y lo lanzó al aire. Alex sacó su revólver y disparó.
Lamentablemente, las pistolas de rayos no tienen retroceso, pero los revólveres si.
Alex casi se cae de espaldas. La bala rompió un cristal del bar La Ultima Oportunidad.
Los hokas comenzaron a reírse. Era una amarga forma de divertirse.
- Buck - llamó Slick -. Buck, ¡oye, sheriff, ven aquí!
- Si, Slick, para lo que mande.
- No te necesitamos más como sheriff, Buck. Creo que hemos encontrado otro mejor. ¡Dame tu placa!
Cuando Alex se logró poner nuevamente de pie, la estrella brillaba en su uniforme. Y, por supuesto, su propósito de contraatacar había quedado completamente sumido en el olvido.
Se dirigió tristemente hacia el saloon de Pitzen. Durante las últimas horas el pueblo había ido quedando desierto de refugiados, a medida que los indios se acercaban más y más. Pero todavía quedaban algunos que querían tomar un último trago. Esa era la compañía que buscaba Alex.
Ser el bufón oficial no era, eso sí, un problema grave. Los hokas no eran crueles con aquellos a quienes los dioses no habían prodigado sus favores. Pero había destruido lamentablemente el prestigio de los seres humanos en este planeta. El Servicio no apreciaría demasiado este comportamiento suyo.
Había que pensar, por otra parte, que las posibilidades de que se pudiera llegar a conectar con los suyos eran bastante remotas. No podría llegar al Draco antes de que partiera, sin pasar por territorio controlado por los mismos indios que avanzaban sobre Canyon Gulch. Tal vez pasaran años antes de que llegara otra expedición. O tal vez pudiera quedarse allí durante el resto de su vida. Si bien, pensándolo cuidadosamente, tal vez eso no fuera peor que enfrentar la vergüenza que se asociaría con su regreso.
Tristes pensamientos.
- ¡Venga, sheriff!, déjeme que le invite a un trago - le dijo una voz cercana.
- Gracias - respondió Alex. Los hokas tenían la agradable costumbre de agasajar al sheriff cuando entraba en un saloon. Se había aprovechado bastante de los parroquianos, si bien no parecía mejorar demasiado su estado de ánimo, muy deprimido.
El hoka situado a su lado era un espécimen bastante mayor, sin dientes y arrugado.
- Soy del camino de las Niñerías - dijo, presentándose -. Llámeme Niñerías Kid. ¿Qué tal, sheriff?
Alex le estrechó la mano, lúgubremente.
Se abrieron camino hasta la barra. Alex tenía que inclinarse debido a la poca altura de los techos de los hokas, pero no cabía duda que los adornos rococó se ajustaban perfectamente al estilo deseado, incluyendo un pequeño escenario donde tres mujeres hoka, escasamente vestidas, se dedicaban a realizar un número de canto y baile, mientras un hombre con gafas aporreaba un maltrecho piano.
Niñerías Kid le comentó, con tono íntimo:
- Conozco a esas chicas. Bonitas, ¿verdad? ¡De rechupete!
- Uh... si, claro - contestó Alex, considerando que las hokas tenían cuatro glándulas mamarias cada una -. Muy... bien dotadas.
- Se llaman Zunami, Goda y Torigi. ¡Si no fuera tan viejo!
- ¿Cómo es que no tienen nombres ingleses? - preguntó Alex.
- Tuvimos que mantener los nombres hokas para las mujeres - le dijo Niñerías Kid. Se rascó su cabeza calva -. Ya es bastante complicado con los hombres, contando con más de cien Hopalongs en un mismo pueblo..., pero ¿cómo se pueden diferenciar las mujeres si todas se llaman Jane?
- Bueno, tenemos algunas que se llaman ¡Eh, tú! - dijo tristemente Alex -, y otras que se llaman «Sí, querido».
Le comenzaba a dar vueltas la cabeza. El licor de los hokas era muy poderoso.
Cerca se hallaban dos vaqueros, que discutían con alcohólica vehemencia. Eran dos típicos hokas, lo que para Alex quería decir que sus formas regordetas no se diferenciaban demasiado una de otra.
- Conozco a esos dos. Son de rancho - le dijo Niñerías Kid -. Ese es Slim, y el otro es Shorty.
- ¡Oh! - dijo Alex.
Mirando melancólicamente su vaso, escuchó la discusión, que había llegado a la etapa en que se llamaban cosas no muy agradables uno a otro.
- ¡Ten cuidado con lo que dices, Slim! - dijo Shorty, tratando de entrecerrar amenazadoramente sus ojillos -. ¡Soy un hombre muy peligroso!
- Qué vas a ser un hombre peligroso - se burló Slim.
- ¡Te digo que soy un hombre demasiado peligroso! - chilló Shorty.
- Eres un cabeza loca que debería recibir una buena patada de una mula - dijo Slim -. Y creo que voy a ser yo quien termine por dártela.
- ¡Cuando me digas esas cosas - dijo Shorty -, por favor, sonríe!
- Te digo que eres un cabeza loca que debería recibir una patada de una mula - le volvió a decir Slim, y sonrió.
Súbitamente el saloon se llenó del estruendo de los revólveres en acción. Un reflejo muy adecuado hizo que Alex se tirara al suelo. Una bala silbó ominosamente cerca de su oreja. El tronar de las armas continuaba. Se acurrucó en el suelo y comenzó a rezar.
Volvió a reinar el silencio. Una nube de humo de pólvora se elevó en el aire. Unos cuantos hokas salieron de detrás de las mesas y comenzaron nuevamente a beber. Alex buscó los irremediables cadáveres, que supuso debía de haber. Sólo vio a Slim y a Shorty que guardaban los revólveres.
- Bueno - dijo Shorty -, yo pago esta ronda.
- Gracias, amigo - le dijo Slim -, yo pagaré la próxima.
Alex volvió sus ojos desorbitados a Niñerías Kid.
- Nadie resultó herido - gritó al borde de la histeria.
- Por supuesto que no - dijo el viejo hoka -. Slim y Shorty son muy buenos amigos. Rara costumbre esa de los humanos, que un hombre deba intercambiar disparos con sus amigos por lo menos una vez al mes. Pero pienso que tal vez eso los haga más valientes, ¿verdad?
- Ummm... - dijo Alex.
Se acercaron otros a hablar con ellos. Las opiniones parecían estar igualmente divididas entre la idea de que no era un ser humano de verdad, y que realmente lo que sucedía era que los terrestres no resultaban ser lo que decían las leyendas. Pero a pesar de su decepción, no tenían mala voluntad, y le ofrecieron unos tragos. Alex aceptó sediento. No podía pensar en hacer otra cosa.
Habrían pasado una o dos horas, o tal vez diez, cuando Slick entró en el saloon. Su voz se alzó sobre el tumulto:
- Un explorador me trajo las últimas noticias, muchachos. Los indios están a no más de seis o siete kilómetros de aquí, y se acercan rápidamente. Vamos a tener que irnos.
Los vaqueros terminaron sus tragos, rompieron sus vasos y salieron del edificio en una ola de excitación y ansiedad.
- Hay que calmar a la gente - murmuró Niñerías Kid - o vamos a terminar en un tumulto - Con gran presencia de ánimo apagó las luces.
- ¡Estúpido! - rugió Slick -. Fuera ya es de día.
Alex dio vueltas sin rumbo por el saloon, hasta que el jugador le cogió de la manga.
- Estamos faltos de gente, y tenernos que movilizar mucho ganado - ordenó Slick -. Consiga un caballo manso y vea si puede ayudar.
- Muy bien - dijo Alex, entre hipos. Estaría bien saber que estaba haciendo algo útil, por poco que fuera. Tal vez lograra ser derrotado en las próximas elecciones.
Siguió un rumbo poco estable hasta el corral. Alguien le dio un pobre caballo, demasiado viejo para no ser dócil. Alex trató de ensillarlo. El animal se escapó.
- Ven para aquí, ¡diablos! ¡Maldito animal!
- Aquí, aquí - dijo un hoka, que se acercó... ¿un fantasma hoka? ¿un hoka Superior? ¿Un hoka y otro hoka?... fue ayudado a montar.
- ¡Por Pecos Bill! ¡Está borracho como un cerdo!
- ¡No, no! - dijo Alex, con voz estropajosa -. Eshtoy muy shobrio. Son los hoka los que eshtán borrachos. ¿Entiende? Eso es. Sólo los hombres sobrios de hoka son los... borrachos.
Su caballo parecía flotar en una niebla rosa en todas direcciones.
- Soy un cowboy solitario... - cantó Alex -. El cowboy más solitario de por aquí.
Se dio cuenta, más o menos vagamente, de la situación del ganado. Los animales estaban nerviosos, miraban para uno y otro lado y rascaban la tierra con las pezuñas. Una pequeña cantidad de hokas galopaba alrededor de ellos, agitando sus sombreros y tratando de hacer que los animales se dirigieran hacia los senderos adecuados.
- ¡Soy un cowboy del Río Grande! - gritó Alex.
- ¡No tan fuerte! - protestó un Tex - hoka - ¡Estos animales ya están bastante nerviosos!
- ¿Quiere que vayan marchando, no es así? - contestó Alex -. ¡Más vale que vayamos saliendo de aquí! Los pieles verdes se acercan. Va a ser fácil hacerlos andar. ¡Miren esto!
Extrajo su pistola, y disparándola al aire dejó escapar un salvaje:
- ¡Iujuuu!
- ¡Pedazo de imbécil!
- ¡Iuuujuuu! - Alex se lanzó hacia el ganado, disparando y gritando a la vez -. A hacerlos andar, cowboy. Vamos, vamos. ¡Yipiiii!
El ganado, por supuesto, se espantó.
Como una marea roja, rompió la débil barrera que formaban los hokas. Los vaqueros se dispersaron; la muerte acechaba en los miles de pezuñas. El universo parecía resonar con los ruidos las carreras y el alboroto infernal. ¡La tierra temblaba!
- ¡Iuuujuuu! - seguía gritando alborozado Alexander Jones. Seguía cabalgando detrás de los longhorns, siempre disparando su arma -. ¡Adelante, adelante! ¡Vamos, Silver!
- ¡Oh, Dios mío! - se lamentó Slick -. ¡Oh, Dios, Dios mío! ¡El muy estúpido los ha espantado exactamente en la dirección donde se hallan los indios!
- Vamos, vamos, a perseguirlos - gritó un Hopalong hoka - ¡Tal vez podamos lograr que el ganado dé la vuelta!¡No podemos dejar que los indios se queden con esas reses!
- Y también vamos a ver si linchamos a alguien - dijo un Llanero Solitario hoka -. Apuesto que ese Alexander Jones es un espía de los indios, que mandaron para que hiciera este trabajo para ellos.
Los vaqueros espolearon sus cabalgaduras. El cerebro de un hoka no pensaba en dos cosas a la vez. Si estaban tratando de detener una espantada, el hecho de que fueran a darse de narices con los indios quedaba fuera de toda consideración.
- ¡Iupiii... iujujujuuuy! - seguía gritando Alex, en algún lado de aquella enorme nube de polvo.
Envuelto en la rara conciencia del tiempo que da la borrachera, parecía dispuesto a lanzarse cuesta abajo de una colina. Y más allá estaban los slissii.
Los guerreros-reptiles se trasladaban a pie, no siendo anatómicamente capaces de montar. Pero podían correr más rápido que un caballo de los hokas. Sus cuerpos, similares a los de los tiranosaurios, estaban desnudos, salvo por algunas pinturas y adornos de plumas, tal como los primitivos de la galaxia, pero venían armados con rifles, lanzas, arcos y hachas. Formaban una gran masa compacta, disciplinada gracias al ritmo de los tambores. Había miles de ellos... y solamente unos cientos de vaqueros, como mucho, galopando ciegamente hacia sus filas. Alex no vio nada de esto. Situado detrás del ganado espantado, no vio la formación de los indios.
Nadie la vio, para ser exactos. La catástrofe era demasiado grande.
Cuando los hokas llegaron al lugar, los indios, los que no habían sido aplastados por el ganado, se hallaban diseminados por la pradera. Slick llegó a pensar que no iban a parar de correr, huyeron desolados.
- ¡A ellos, muchachos! ¡A acorralarlos!
Los hokas se lanzaron al ataque. Unos pocos indios trataron de preparar sus armas, procurando agruparse para presentar cierta resistencia, pero era demasiado tarde. Estaban demasiado desmoralizados, y fue fácil para los hokas vencerlos. Otros fueron alcanzados en la huida, enlazados y atados por los ululantes oseznos metidos a vaqueros.
Tex cabalgó hasta donde estaba Slick. Detrás de su caballo, al final de un lazo, había un indio corpulento, todavía retorciéndose y protestando.
- Creo que atrapé a su jefe - dijo.
- ¡Así es! Usa la pintura de guerra de los jefes. ¡Magnífico! Con este rehén podremos hacer que los indios acepten nuestras condiciones. Estoy seguro de que no van a molestarnos durante mucho tiempo.
En realidad, Canyon Gulch había entrado a los textos militares, con Cannae, Waterloo y Xfisthgung, como ejemplo de una victoria total y aplastante.
Lentamente, los hokas comenzaron a reunirse alrededor de Alex. El perdido resplandor de admiración brillaba una vez más en sus ojos.
- Él lo logró - susurró Monty -. Todo el tiempo que se hizo el tonto, sabía cómo detener a los indios.
- Quieres decir, hacerles morder el polvo - corrigió Slick, solemnemente.
- Morder el polvo - asintió Monty -. Lo hizo solo, sin ninguna ayuda. ¡Muchachos, creo que deberíamos pensarlo dos veces antes de volver a desconfiar de un... humano!
Alex se meció en la silla. Se sentía muy mal. Pensaba que había provocado una espantada, que había perdido todo un rebaño de ganado, que había sacrificado la fe que los hokas podían tener en los seres humanos para el porvenir.
Si los nativos lo colgaban, pensó con seriedad, no era más que lo que se merecía.
Abrió los ojos y se encontró con la expresión de adoración que le estaba dedicando Slick.
- Nos salvó - le dijo el pequeño hoka. Se estiró para coger la chapa de sheriff del chaleco de Alex. Luego, gravemente, le entregó su Derringer y su baraja -. Nos salvó a todos, terráqueo. Así que, durante el tiempo que se quede con nosotros, será el jugador de Canyon Gulch.
Alex parpadeó. Miró alrededor. Vio la asamblea de hokas reunida, los slissii cautivos, y el campo de batalla... pero... ¡Habían ganado!
Ahora sí que podría llegar al Draco. Con la ayuda de los seres humanos, los hokas podrían lograr un lugar de paz en sus antiguos dominios.
Y el insigne Alexander Braithwaite Jones era un héroe.
- ¿Los salvé? - preguntó. Todavía no podía controlar bien la lengua -. ¡Oh! ¡Los salvé! Sí, claro, ¿no es verdad? Los salvé. Estuvo muy bien por mi parte - movió negligentemente una mano -. No, no me lo agradezcan. Noblesse oblige, y todo eso.
Un dolor agudo en sus poco acostumbrados glúteos estropeó el efecto heroico. Se quejó.
- ¡Me parece que voy a volver andando al pueblo!¡No voy a poder sentarme en una semana!
Y el salvador de Canyon Gulch trató de desmontar, erró al estribo y cayó de bruces.
- ¿Saben? - murmuró alguien, muy pensativo -, tal vez sea esa la forma en que los humanos se bajan del caballo. Creo que deberíamos ensayarla...



Clifford D. Simak


Las criaturas eran increíbles. Parecían salidas de la pluma temblorosa de un dibujante de historietas muy alcoholizado.
Un rebaño se apretaba en un semicírculo frente a la nave, ni asustadizas ni beligerantes, simplemente curiosas.
Habitualmente, cuando una espacionave se asienta en un planeta desconocido, lleva una semana, por lo menos, que los seres vivos se animen a dejar sus escondrijos y a acercarse a echar un vistazo.
Las criaturas eran del tamaño aproximado de una vaca, pero en ningún modo compartían la gracia de ese animal.
Sus cuerpos estaban apelotonados, como si cada uno se hubiera encontrado en plena carrera con una pared.
Y estaban tan llenos de protuberancias como cabía esperar después de tal colisión. Sus flancos estaban salpicados con largas manchas de colores pastel, el tipo de color que nunca se encuentra en ningún animal que se respete: violeta, rosa, naranja, chartreuse; nombrando sólo unos pocos.
El efecto total era el de una labor de punto realizada por una anciana acostumbrada a tejer alocadas colchas.
Y eso no era lo peor.
De sus cabezas, o de otras partes de su anatomía, brotaba un extraño tipo de vegetación, así que parecía que cada animal se ocultaba, en forma no muy efectiva, detrás de una maleza realizada desmañadamente.
Para completar la situación, y tornarla completamente loca, de tal vegetación crecían frutas y vegetales, o lo que parecían ser frutas y vegetales.
Así que allí nos quedamos. Las criaturas nos miraban y nosotros las mirábamos, y finalmente una se acercó hasta que no estuvo a más de dos metros.
Se paró allí, mirándonos intensamente. Y luego cayó muerta a nuestros pies.
El resto del rebaño tomó grupas y trotó en forma desmañada como si hubieran hecho lo que vinieron a hacer, y ahora pudieran volver a sus naturales ocupaciones.
Julián Oliver, nuestro botánico, se rascó la cabeza, que encanecía rápidamente, con un ademán distraído.
- Otro «queseyó» - se quejó -. ¿Por qué no nos puede tocar algo simple, para variar?
- Nunca son simples - le contesté -. ¿Recuerdas ese matorral de Hamal V que pasaba la mitad de su vida como una especie de glorioso tomate, y la otra mitad como una ortiga venenosa en grado A?
- Lo recuerdo - dijo Oliver tristemente.
Max Weber, nuestro biólogo, se dirigió hacia la criatura y la tocó, extendiendo la mano cuidadosamente.
- Lo malo es - dijo - que el tomate de Hamal era un asunto de Julián, y éste lo tengo que estudiar yo.
- No diría que solamente te toca a ti - replicó Oliver -. ¿Cómo definirías a la vegetación que crece en ellas?
Llegué lo suficientemente rápido como para ver el comienzo de otra discusión.
Había escuchado tales divergencias durante los últimos doce años, a través de varios cientos de años luz, y en unas dos docenas de planetas. No podía detenerme aquí, pero iba a tratar de posponer el asunto hasta que tuvieran algo más importante que discutir.
- ¡Basta! - les dije -. Nos quedan solamente dos horas antes de que llegue la noche, y tenemos que tratar de levantar el campamento.
- Pero esta criatura - dijo Weber -. No podemos dejarla aquí.
- ¿Por qué no? Hay millones más. Esta se quedará aquí, y si no...
- ¡Pero se cayó muerta!
- ¿Y qué? Era vieja y débil.
- No, no lo era. Estaba en su época más lozana.
- Hablaremos de esto más tarde - dijo Alfred Kemper, nuestro bacteriólogo -. Estoy tan interesado como vosotros, pero lo que acaba de decir Bob es cierto. Tenemos que armar el campamento.
- Y además - agregué, mirándolos severamente -. Observaremos las reglas, no importa lo inocente que nos parezca este planeta. No comeremos nada, no cogeremos nada. No saldremos a vagar solos. No nos descuidaremos en ningún momento.
- No hay nada aquí - dijo Weber -. Sólo estos rebaños de animales. Nada más en las praderas interminables. No hay árboles, no hay colinas. Nada.
No quería decir que había que olvidarse de las reglas. Sabía tan bien como yo la necesidad de cumplirlas. Simplemente, quería discutir.
- Muy bien - le contesté -, ¿qué vamos a hacer? ¿Armamos el campamento o pasamos la noche en la nave?
Eso decidió la cosa. Tuvimos el campamento listo antes de que el sol se pusiera, y cuando llegó la oscuridad nos encontró dentro. Carl Parsons, nuestro ecólogo, tenía listo el fuego y la comida preparada, antes de que se hubiera terminado de preparar la última de las tiendas.
Saqué mi maletín y mezclé los alimentos que constituían mi rigurosa dieta, mientras me gastaban bromas. Ya no me molestaba. Sus chanzas eran automáticas, y yo también daba respuestas automáticas. Era algo que venía sucediendo desde hacía mucho tiempo. Tal vez era mejor que fuera así. Tal vez mejor que si no les hubiera importado nada la pobreza de mi variedad de alimentos.
Carl estaba haciendo carne a la parrilla, y traté de ponerme donde la pudiera oler. Nunca sucede que no pueda llegar a sacrificar mi brazo derecho con tal de poder comer un buen trozo de carne, o cualquier otra comida normal. Este régimen dietético que debo seguir mantiene viva a una persona, pero es lo máximo que puede decirse a su favor.
Bien sé que las úlceras deben curarse como una enfermedad tonta y arcaica. Pregunten a cualquier médico, y les contestará que ya no se sufren. Pero el estado de mi estómago y mi caja para transportar las fórmulas dietéticas prueban que todavía existen algunos casos. Creo que es lo que pudiera llamarse un trastorno ocupacional. Los equipos de investigación planetaria se enfrentan a problemas muy difíciles.
Después de la cena salimos y trajimos más cerca al extraño ser para poder observarlo mejor. Era más raro viéndolo de cerca que teniéndolo a una cierta distancia.
No había nada de broma acerca de la vegetación. Era verdadera, y formaba parte de la criatura. Pero parecía crecer solamente en determinadas zonas, de determinado color.
Hallamos otra cosa, que prácticamente dejó a Weber boqueando de asombro. Una de las manchas de colores tenía unos agujeros, como si fueran para poner clavijas.
Cuando Weber extrajo su cortaplumas y se puso a hurgar en uno, encontró un animalito que se parecía a una abeja. Hurgó en otro, puesto que casi no podía dar crédito a sus ojos, y sacó otra abeja. Ambas muertas.
Tanto él como Oliver querían comenzar la disección allí mismo, pero pudimos disuadirlos.
Echamos a suertes a quién le tocaba la primera guardia, y con mi tradicional fortuna, me tocó a mí. En realidad, no había muchas razones para mantener a uno de nosotros despierto, puesto que se hallaba conectado el sistema de alarma, pero esas eran las reglas y había que cumplirlas.
Tomé una pistola y los otros dijeron buenas noches, y se metieron en sus tiendas. No importa lo endurecido que se esté, es difícil dormir muchas horas la primera noche que se llega a un nuevo planeta, así que los sentí charlar durante largo rato.
Me senté en una silla al otro lado de la mesa del campamento, donde había una linterna, en vez de la habitual fogata. No habiendo árboles ni leña, mal podíamos encender fuego.
Me senté, como digo, al otro lado de la mesa, con la criatura muerta al lado opuesto, y comencé a preocuparme, si bien no parecía que hubiera la necesidad en ese momento.
Pero sentado a la mesa no podía por menos de pensar y repensar sobre lo extraño de ese ser mixto. Lo único que hice fue preocuparme en vano, así que me alegré cuando Talbott Fullerton, el de la Doble Visión, vino y se sentó a mi lado.
Si bien mi alegría no fue mucha. Ninguno de nosotros tenía una especial devoción por Fullerton. Ninguno de nosotros la sentía, para ser exacto.
- ¿Está demasiado nervioso para dormir? - le pregunté.
Asintió con la cabeza, mirando las sombras que se extendían más allá de la luz de la linterna.
- Me pregunto - dijo - si éste podría ser el planeta.
- No sigas persiguiendo una fábula, un mítico El Dorado.
- Lo encontraron una vez - dijo testarudamente -. Está bien documentado.
- Y también al Grial, o a la Atlántida, o a las Siete Ciudades. Pero nadie los encontró porque nunca existieron.
Se sentó donde le daba la luz de la linterna y pude ver su expresión salvaje, mientras sus manos se cerraban y abrían espasmódicamente.
- Sutter - me dijo tristemente -, no sé por qué continúas burlándote. En alguna parte de este universo debe de estar la inmortalidad. En algún lugar se ha logrado encontrarla. Y la raza humana debe alcanzarla. Ahora tenemos todo el espacio para buscar. Millones de planetas, y eventualmente otras galaxias. No tenemos que hacer sitio para los que vienen detrás, como si tuviéramos que arreglarnos en un solo planeta, o en un único sistema solar. ¡Te digo que la inmortalidad es el próximo paso que debe dar la humanidad!
- Olvídate - le dije, suavemente. Pero una vez que Doble Visión comenzaba a hablar de eso no se le podía parar.
- Mira este planeta - dijo -. Muy similar a la Tierra. Un sol adecuado. Buen terreno, buen clima, agua en abundancia. Un lugar ideal para establecer una colonia. ¿Cuánto tiempo calculas que pasará antes de que el hombre se establezca aquí?
- Mil años. Cinco mil. Tal vez más.
- Así es. Y hay incontables planetas como éste, esperando que los colonicen. Pero no podremos. Porque no hacemos más que morirnos. Y eso no es todo...
Escuché pacientemente el resto. Lo terriblemente perjudicial que era que los seres humanos murieran. Me sabía la historia de memoria. Antes de Fullerton, ya habíamos tenido otro fanático de la Doble Visión. Y antes de ése, otro. Cada uno de estos equipos, no importa cuál fuera su destino o sus propósitos, debía llevar a un agente del Instituto de la Inmortalidad.
Pero este chico era un poco peor que los otros. Era su primer viaje y estaba lleno de ideales. En cada uno bullía la intensa dedicación a un mismo propósito: que el ser humano debía vivir siempre y que la inmortalidad podía y debía lograrse. Puesto que la había hallado una espacionave sin nombre, proveniente de un planeta desconocido, hacía indeterminada cantidad de años atrás.
Era un mito, por supuesto. Tenía las características de los mitos, y despertaba la fiera lealtad que sólo ellos inspiran. Se mantenía vivo gracias al Instituto de la Inmortalidad, que funcionaba con fondos del gobierno, y con billones de regalos y dádivas provenientes de los esperanzados ricos y pobres. Todos, por supuesto, habían muerto, o lo iban a hacer, a pesar de su magnífica generosidad.
- ¿Qué es lo que buscas? - le pregunté a Fullerton, algo aburrido -. ¿Una planta? ¿Un animal? ¿Una persona?
Y replicó, solemne como un juez.
- Eso no lo sé, o más bien, no debo decirte lo poco que sé.
- Como si me importara.
Pero seguí pinchándolo. Tal vez sólo fuera para pasar el rato. O porque me desagradaba el tipo. Los fanáticos me molestan. No dejan en paz.
- ¿Sabrás cuando lo encuentres?
No me contestó, sino que simplemente me miró con esos ojos extraviados que tenía.
Era mejor que dejara de molestarlo. Lo haría gritar. Nos sentamos en silencio un rato más. Sacó un mondadientes del bolsillo y se lo puso en la boca, mascándolo distraídamente. Hubiera querido abofetearlo, puesto que mascaba mondadientes permanentemente, y había llegado a constituirse en un hábito verdaderamente irritante. Me parece que yo también tenía los nervios de punta.
Finalmente terminó de escupir los maltrechos pedazos del mondadientes y se fue a la cama. Me quedé solo, mirando hacia la nave, y la luz de la linterna iluminó la leyenda inscrita en ella: Caph VII - Ag Survey 286, que nos identificaría en cualquier lugar de la galaxia.
Porque todos conocían a Caph VII, el planeta de experimentaciones en agricultura, de la misma forma en que conocerían a Aldebarán XII, el planeta de las investigaciones médicas, o a Capella IX, el planeta de las universidades, o a cualquiera de los otros, sede de departamentos espaciales.
Caph VII es una operación masiva, y los cientos de equipos de investigación similares al nuestro eran solamente una parte de ella. Pero éramos las vanguardias que iban a los nuevos mundos, algunos de ellos no registrados en los mapas, otros con meras indicaciones superficiales, buscando plantas y animales que pudieran ser de utilidad experimental.
Sin embargo, no podíamos decir que nuestro equipo hubiera encontrado cosas muy importantes. Habíamos hallado un césped que andaba más o menos bien en unos mundos de Witania, pero no habíamos logrado ningún éxito que pudiera ser distinguido. La suerte no nos acompañaba, tal como en el asunto de la hierba venenosa de Hamal. No importaba el hecho de que nos esforzáramos tanto como el resto de los equipos.
A veces era una píldora difícil de tragar, cuando otros traían cosas que les valían felicitaciones y premios especiales, mientras que nosotros nos presentábamos tímidamente con un césped melancólico, o tal vez con nada. Esta es una vida difícil, y no dejen que nadie les diga lo contrario. Algunos de los planetas son asuntos verdaderamente peliagudos, y a veces los muchachos vuelven en malas condiciones, o no vuelven.
Pero esta vez parecía que habíamos tenido suerte. Un planeta pacífico, con buen clima, terreno nada escabroso, sin habitantes hostiles y con una fauna no peligrosa.
Weber tardó un poco en presentarse para su turno de guardia, pero finalmente me relevó.
Era indudable que todavía estaba con los ojos fuera de las órbitas por el asombro que le había causado la criatura. Le dio varias vueltas, mirándola y remirándola.
- Es el más fantástico caso de simbiosis que jamás haya visto - me dijo -. Si no la tuviera delante de mis ojos diría que es imposible que exista. Habitualmente la simbiosis se asocia a seres poco desarrollados, a formas muy primitivas de vida.
- ¿Te refieres al arbusto que crece en los flancos?
Asintió.
- ¿Y las abejas?
Hizo una serie de ruidos guturales.
- ¿Cómo puedes afirmar sin lugar a dudas que es simbiosis?
Casi se retuerce las manos de desesperación.
- No lo sé - admitió.
Le pasé mi rifle y me dirigí a la tienda que compartía con Kemper. El bacteriólogo estaba despierto cuando entré.
- ¿Eres tú, Bob?
- Soy yo. Todo está en orden.
- He estado pensando - me dijo -. Este es un lugar loco.
- ¿Te refieres a las criaturas?
- No, no te lo digo por eso. El planeta en si. Nunca vi nada igual. Completamente desnudo. Sin árboles, sin flores. Nada. Sólo un mar de hierba.
- ¿Por qué no? - le pregunté -. ¿Dónde está escrito que no se pueda encontrar un planeta con hierbas y nada más?
- Es demasiado simple - protestó -. Demasiado limpio y amplio. Como si alguien hubiera dicho: Hagamos un planeta simple. Eliminemos los experimentos biológicos y vamos a lo esencial. Solamente una forma de vida, y hierbas para alimentarla.
- Te estás perdiendo en tus propias conjeturas - proteste -. ¿De dónde sacas que esto es así? Puede haber otras formas de vida. Otros tipos de complicaciones que no soñamos. Sólo hemos visto estas criaturas, pero tal vez haya otras cosas.
- ¡Oh! ¡Al diablo! - y se volvió para el otro lado.
Era un tipo que me gustaba. Habíamos compartido la misma tienda desde hacía más de diez años, y siempre nos habíamos llevado bien.
Muy a menudo había deseado que sucediera lo mismo con todos. Pero eso era demasiado pedir.
La discusión comenzó después del desayuno, cuando Oliver y Weber insistieron en usar la mesa del campamento como mesa de disección. Parsons, que a veces hacía de cocinero, se puso furioso. No sé por qué lo hacía, puesto que estaba vencido antes de comenzar. Lo mismo había pasado muchas veces, y antes de ponerse a discutir debería haber adivinado que iban a usar la mesa.
Pero peleó bien.
- ¡Iros a otro lado con vuestras carnicerías! ¡Quiero ver quién va a comer sobre una mesa llena de sangre!
- Pero Carl, ¿dónde lo hacemos? Usaremos un extremo de la mesa únicamente.
Lo que casi fue una broma, porque en poco rato se habían adueñado de toda la mesa.
- ¡Poned por lo menos una lona! - rugió Parsons.
- No se puede hacer la disección sobre una lona. Hay que tener...
- Y otra cosa. ¿Cuánto tiempo os va a llevar? ¡No quiero pensar cómo va a oler eso dentro de uno o dos días!
Y así siguió durante un buen rato, pero para cuando comencé a subir la escalera para traer los animales, Oliver y Weber ya estaban trabajando.
El descargar los animales es algo que no se ajusta a mis tareas oficiales, pero me había acostumbrado a hacerlo para que cuando Weber o alguno de los otros se dispusieran a comenzar las pruebas, se encontraran listos.
Fui hacia el compartimiento en que guardábamos las jaulas.
Las ratas comenzaron a chillar y los zartyls de Centauro me dirigieron sus gruñiditos, mientras que los punkis de Polaris armaban un alboroto, porque siempre tienen hambre. Nunca tienen suficiente. Si se les da todo lo que quieren se matan a fuerza de comer.
Era todo un trabajo llevarlos hasta la compuerta y de allí bajarlos a tierra, pero finalmente lo logré sin que se me rompiera una sola jaula. Habitualmente se me destrozaban una o dos de las jaulas, los animales se escapaban y luego Weber se pasaba varios días haciendo comentarios acerca de mi torpeza.
Puse las jaulas en filas, y ordenadamente estaba cubriéndolas con unas lonas para proteger a los animales de los cambios climáticos cuando Kemper vino a ver lo que estaba haciendo.
- He estado mirando un poco.
Por la forma en que lo dijo me pareció que estaba muy dispuesto a hablar.
Pero no le pregunté nada, porque entonces no me hubiera dicho una sola palabra. Había que esperar que estuviera listo.
- Qué sitio más tranquilo, ¿verdad? - y eso fue todo lo que dije. Era un día claro y sin nubes, y el sol no estaba demasiado caluroso. Había una brisa, y se podía ver a lo lejos. Todo estaba en calma. No se oía ruido alguno.
- Es un lugar solitario - dijo Kemper.
- No te comprendo - le contesté pacientemente.
- ¿Recuerdas lo que te dije anoche, acerca de que este planeta me parecía demasiado simple?
Se quedó mirándome mientras colocaba las lonas, como si pensara lo que iba a decirme. Esperé pacientemente. Finalmente explotó.
- ¡Bob! ¡No hay insectos!
- ¿Y qué tienen que ver los insectos...?
- Tú sabes a qué me refiero - me dijo -. Mira lo que pasa en la Tierra, o en cualquier planeta similar. Te echas en la hierba y comienzas a ver insectos. Algunos en el suelo y otros sobre las hojas. De todo tipo.
- ¿Y aquí no los hay?
Negó con la cabeza.
- No que yo haya visto. Di vueltas, me eché en el suelo una docena de veces, y ¡nada! Lo lógico es que si se busca toda una mañana, se hallen algunos insectos. ¡Esto no es natural, Bob!
Seguí con mi tarea, pero me corrió un escalofrío por lo que me había dicho Kemper. No es que me importaran un rábano los insectos, pero, tal como decía Kemper, era algo no natural, si bien en este trabajo uno tenía que acostumbrarse a las cosas no naturales.
- Están las abejas - le dije.
- ¿Qué abejas?
- Las de las criaturas. ¿No las viste?
- No. No me acerqué a ninguna de las criaturas. Tal vez las abejas no viajen demasiado lejos.
- ¿Hay pájaros?
- No los vi. Pero me equivoqué acerca de las flores. El césped tiene unas florecillas muy pequeñas.
- Es donde van las abejas.
La expresión de Kemper se hizo de una fijeza de piedra.
- Así es - dijo -. ¿No ves que hay un esquema, un plan...?
- Ya veo - le dije.
Me ayudó con la lona, y no hablamos más. Una vez que terminamos, nos dirigimos al campamento.
Parsons estaba cocinando el almuerzo y gruñéndole a Oliver y Weber, pero no le prestaban mucha atención. La mesa estaba llena de trozos de la criatura que habían disecado, y parecían asombrados.
- ¡No tiene cerebro! - nos dijo Weber, con aire acusador, como si lo hubiéramos escondido cuando no miraba -. No podemos encontrar el cerebro, y no hay tampoco un sistema nervioso central.
- ¡Es imposible! - declaró Oliver -. ¿Cómo puede existir un animal altamente organizado, y bastante complejo, si no tiene un sistema nervioso?
- Mirad lo que han hecho. ¡Vais a tener que comer de pie! - dijo Parsons.
- Realmente, esto es una carnicería - asintió Weber -. Para resumir lo que hemos encontrado hasta ahora, os diré que hay doce tipos diferentes de carne; algunos son de ave, algunos de pescados, algunos de carnes rojas. Tal vez haya algo de lagarto.
- Un animal que sirve para todo - dijo Kemper -. Tal vez hayamos encontrado algo, al fin.
- Si es comestible - dijo Oliver -. Si no te envenena, o si no hace que crezca pelo en el cuerpo.
- Eso es cosa de vosotros - le dije -. Ya descargué las jaulas y las alineé convenientemente. Pueden ir matando a los pobrecitos, si les parece.
Weber miró el desbarajuste que había sobre la mesa.
- Hemos hecho solamente un trabajo exploratorio - explicó -. Deberíamos poder empezar de nuevo. Habrá que buscar otro, Kemper.
Este asintió con cierta resistencia.
Weber se quedó mirándome.
- ¿Crees que podrás conseguir otro?
- Por supuesto - le dije -. No hay problema.
Y no lo hubo.
Después del almuerzo, una criatura vino hacia nosotros, como si quisiera hacernos una visita. Se paró a corta distancia de donde estábamos y luego, tranquilamente, cayo muerta.
Durante los días siguientes, Oliver y Weber casi no tuvieron tiempo para dormir y comer. Hicieron disecciones y estudiaron.
No podían dar crédito a sus ojos. Discutieron. Hicieron ademanes con los bisturíes en la mano, para enfatizar su angustia.
Casi se echan a llorar. Kemper llenó caja tras caja de preparados, y se mantuvo encorvado y semipetrificado sobre su microscopio.
Parsons y yo dábamos vueltas mientras los otros trabajaban.
Mi compañero extrajo varias muestras de césped, trató de clasificarlo y falló, porque no había múltiples clases. Solamente una.
Tomó notas sobre el tiempo, analizó muestras del aire y trató de compilar un informe ecológico, sin tener demasiados datos.
Yo traté de encontrar insectos, cosa que nunca sucedía, salvo que estuviera cerca de un rebaño de esas criaturas. Busqué pájaros sin encontrarlos. Pasé dos días investigando un arroyuelo, echado sobre mi vientre y mirando el agua, sin encontrar signos de vida. Busqué una bolsa de azúcar, puse un lazo alrededor de la boca y pasó dos días más tratando de pescar algo. Nada. Ni un pez, ni un cangrejo. Nada.
Para entonces estaba dispuesto a admitir que Kemper tenía razón.
Fullerton caminaba a nuestro alrededor, pero no prestamos ninguna atención a lo que hacía. Los de la Doble Visión siempre estaban buscando algo raro. Después de un tiempo uno se cansaba. Yo hacía ya veinte años que estaba cansado.
El último día que había ido a pescar, Fullerton se me acercó cuando caía la noche. Se quedó mirándome trabajar. Cuando alcé la vista me di cuenta que hacía largo rato que observaba lo que hacía.
- No hay nada ahí - me dijo.
Por la forma en que lo dijo parecía que lo sabía desde hacia mucho, y que yo era un tonto por estar buscando lo que no existía.
Pero esa no fue la única razón por la cual me enfadé.
Tenía en la boca un trozo del césped, y lo estaba masticando como hacía con los mondadientes.
- ¡Escupe eso! - le grité -. ¡Estúpido!
Me miró asombrado y escupió el césped.
- Me resulta difícil acordarme - me explicó -. Fíjate, es mi primer viaje y...
- Ten cuidado de que esas cosas no logren que sea el último - le dije brutalmente -. Pregúntale a Weber, cuando tengas tiempo, lo que le pasó a uno que arrancó una hoja y se puso a masticarla. Distraído. Claro. Por hábito, pero fue igual que si se suicidara.
Fullerton se enderezó, rígido.
- No lo olvidaré - me dijo.
Me quedé mirándole y sintiéndome un poco mal por haber sido duro con él.
Pero había que hacerlo. Las formas inocentes en que un hombre podía morirse eran demasiadas.
- ¿Encontraste algo? - le pregunté.
- He estado estudiando a las criaturas. Había en ellas algo raro que no podía determinar bien.
- Creo que puedo detallarte una centena de cosas raras.
- No es eso lo que quiero decir, Sutter. No te hablo de los parches de colores ni de los arbustos que crecen en ellos. Hay algo más. Finalmente lo capté. No hay ninguna que sea joven.
Fullerton tenía razón, por supuesto. Me di cuenta después que lo mencionó. No había terneros, o como quieran llamarlos.
Todos eran adultos. Y, sin embargo, eso no quería necesariamente decir que no existieran terneros. Tal vez simplemente era que no los habíamos visto aún. Y lo mismo podía aplicarse a los insectos, pájaros y peces. Tal vez existían en este planeta, pero todavía no los habíamos encontrado.
Y luego, algo tardíamente, me di cuenta de la inferencia, de la esperanza, de la loca fantasía que se escondía detrás de lo que Fullerton había descubierto, o pensaba que había descubierto.
- ¡Estás chiflado! - le dije.
Me miró, y sus ojos relucían como los de un niño en Navidad. Finalmente me dijo:
- Teníamos que encontrarlo, Sutter. En alguna parte.
Me puse de pie y me quedé mirándole. Luego miré la red que tenía en las manos, y la tiré al agua, viendo cómo se hundía.
- Seamos sensatos - le dije -. No tenemos pruebas de esto. La inmortalidad no sería nada así. De esta forma sólo se llega a algo sin salida. No se lo menciones a nadie, pues te mandarán a casa sin el menor asomo de piedad.
No sé por qué perdí el tiempo en hablarle. Se quedó mirándome tozudamente, con esa rara luz de esperanza y triunfo en los ojos.
- Mantendré la boca cerrada - le dije cortésmente -. No mencionaré nada de esto a nadie.
- Gracias, Sutter - me dijo -. Verdaderamente te lo agradeceré.
Por la forma en que lo dijo me di cuenta de que, en ese momento, me asesinaría con todo placer. Nos volvimos al campamento.
Mientras tanto, lo habían dejado como nuevo. Habían limpiado la mesa tan bien que parecía que brillaba.
Parsons estaba cocinando la comida de la noche, mientras cantaba una de sus cancioncillas obscenas. Los otros tres estaban sentados en las sillas de campamento, habían sacado una botella de aguardiente, y una vez más parecían seres humanos.
- ¿Todo bien? - pregunté.
Pero Oliver movió la cabeza negativamente. Le sirvieron un vaso a Fullerton y éste lo aceptó, algo involuntariamente, pero lo aceptó. Bueno, Doble Visión estaba comportándose mejor. A mí no me ofrecieron nada. Sabían que no podía beberlo.
- ¿Y qué tenemos? - pregunté.
- Tal vez sea algo bueno - dijo Oliver -. Indudablemente que es un animal que sirve para todo. Pone huevos, da leche, hace miel. Tiene seis diferentes tipos de carnes rojas, dos de aves, una de pescados y un par de otras que no podemos identificar.
- Pone huevos - dije -. Da leche. Entonces se reproduce.
- Por supuesto - dijo Weber -. ¿Tú qué pensabas?
- No he visto animales jóvenes.
Weber gruñó.
- Tal vez tengan zonas destinadas a lugares de crianza. Algunos sitios a los que instintivamente llevan a los cachorros.
- O tal vez ejerzan un control de la natalidad - sugirió Oliver -. Eso encajaría con la ecología perfectamente determinada de la cual habla Kemper.
Weber gruñó.
- ¡Ridículo!.
- No tan ridículo - dijo Kemper -. Ni siquiera la mitad de ridículo de otras cosas que hemos encontrado. Ni la décima parte de ridículo que la falta de cerebro o de sistema nervioso. ¡No más ridículo que mis bacterias!
- ¡Tus bacterias! - dijo Weber. Se bebió medio vaso de aguardiente de un solo sorbo para hacer bien patente su desdén hacia el planteamiento.
- Las criaturas están plagadas de ellas - siguió Kemper -. Se encuentran en todas partes. No solamente en la circulación sanguínea y en zonas restringidas, sino en el organismo entero. Y todas son iguales. Normalmente se necesitan cientos de distintos tipos de bacterias para hacer que un organismo trabaje adecuadamente, pero en este caso sólo existe un tipo. Y ese, por definición general, debe de ser de propósitos múltiples. Debe de cumplir las tareas que las otras cientos de especies realizan.
Le sonrió a Weber.
- Ahí tienes tus cerebros y tu sistema nervioso. Las bacterias se duplican para llenar el vacío de ambos sistemas.
Parsons se acercó, dejando la cocina, y se plantó con sus puños en las caderas. asiendo un tenedor en una mano.
- Si queréis saber lo que pienso - dijo -. Las criaturas son una equivocación. No pueden ser así.
- Pero lo son - dijo Kemper.
- ¡No tiene sentido! Un césped para comer. Un tipo de vida. Apuesto a que si pudiéramos hacer un censo hallaríamos que la población de las criaturas es de capacidad exacta. Tantas por acre, pensadas exactamente hasta el último bocado de vegetación. Justo lo suficiente para que coman, y nada más. Las suficientes criaturas para que no haya demasiado verde. O demasiado poco.
- ¿Y qué hay de malo en eso? - pregunté, para molestarle.
Durante un minuto pensé que me iba a clavar el tenedor.
- ¿Y qué hay de malo? - tronó -. La naturaleza nunca es estática, pero aquí, sí. ¿Dónde está la competencia? ¿Dónde está la evolución?
- Ese no es el hecho - dijo Kemper tranquilamente -. Lo que importa no es que las cosas sean como son, sino por qué. ¿Cómo pasó? ¿Cómo fue planeado? ¿Por qué fue planeado?
- No se ha planeado nada - le dijo Weber con resentimiento -. Fíjate en lo que dices.
Parsons volvió a su cocina. Fullerton se había ido a dar una vuelta. Tal vez se descorazonó cuando se enteró de lo de los huevos y la leche.
Durante un rato no hicimos otra cosa que permanecer en silencio.
Finalmente Weber dijo:
- La primera noche de guardia vine a relevar a Bob y le dije...
Me miró.
- ¿Recuerdas, Bob?
- Si. Hablaste de simbiosis.
- ¿Y ahora? - dijo Kemper.
- No sé. Me parece imposible. Pero si así fuera, esta criatura sería el más fabuloso ejemplo de simbiosis existente. La simbiosis llevada a su última conclusión. Como si, hace mucho tiempo, las formas de vida hubieran dicho: dejemos de molestar, unámonos, cooperemos. Y las plantas, y animales, y peces y bacterias se unieron y...
- Es una idea loca, por supuesto - dijo Kemper -. Pero tampoco es tan imposible. Simplemente una extralimitación, nada más. La simbiosis es una forma reconocida de vida y...
Parsons anunció a gritos que la comida estaba lista. y yo me fui a mi tienda, saqué mi caja de alimentos y me preparé mi dieta. Era un alivio el poder comer en privado, sin oír las bromas de los otros frente a lo que tenía que embuchar.
Hallé una serie de notas en la mesita que usaba como escritorio. Las miré mientras comía. Eran simples anotaciones bastante difíciles de descifrar a veces, con manchas de sangre y de las cosas que había sobre la mesa de disección. Pero estaba acostumbrado, pues así eran todas las que tenía a mano por entonces. Pude descifrarlas.
No hablaban de todo, por supuesto, pero sí había suficientes datos como para darme cuenta de lo que me habían dicho, y de otras cosas que no se mencionaron.
Por ejemplo, los parches de colores que les daban a las criaturas ese raro aspecto de tejido escocés, correspondían a los tipos distintos de carne de ave, de peces o de carnes rojas, o de otras clases distintas, fueran lo que fuesen. Parecía que cada uno de estos cuadrados fuera la persistencia de cada uno de los animales que entraron en aparente simbiosis. Si realmente se podía hablar de simbiosis.
El aparato de reproducción por huevos estaba descrito en detalle, pero no aparecían signos de reciente producción de los mismos. Lo mismo sucedía con el aparato para la lactancia.
Se habían hallado, según constaba en las notas tomadas con la escritura apretada de Oliver, cinco tipos distintos de frutas y tres de vegetales, que derivaban de las plantas que crecían en las criaturas.
Dejé a un lado las notas, y me eché hacia atrás en la silla, regodeándome un poco.
¡He aquí el cultivo diversificado y su venganza! Se podía tener carne y productos lácteos, peces, aves, huerta y jardín, todo en uno, ¡todo en el cuerpo de un único animal!
Volví a examinar las notas y hallé lo que buscaba. Los productos alimenticios parecían ser muy abundantes en relación al peso del animal. Muy poco se perdería en el aprovechamiento.
Eso sería algo muy importante para un economista. Pero no todo, por supuesto. ¿Y si las criaturas no eran comestibles?
Supongamos que no se las pudiera mover del planeta, porque al hacerlo murieran.
También recordaba cómo habían venido hacia nosotros y habían caído muertas. Eso en sí era otro verdadero dolor de cabeza.
¿Y si sólo podían comer la vegetación de este planeta?
¿Podría hacérselos crecer en otra parte? ¿Y qué tolerancia tendrían a los distintos tipos de clima? ¿Cuál era su cifra de reproducción? Si era lenta, tal como se había indicado, ¿se podría acelerar? ¿Cuál era la velocidad de crecimiento?
Me levanté, salí de la tienda y estuve parado un rato fuera.
La brisa que había estado soplando se detuvo al caer el Sol, y el lugar estaba muy silencioso. Silencioso porque las únicas que podían hacer huido eran las criaturas, y todavía no habíamos visto que emitieran un solo sonido. Las estrellas brillaban, y había tantas que iluminaban el paisaje como si hubiera luna.
Fui hasta donde el resto de los hombres estaban sentados.
- Parece ser que estaremos aquí algún tiempo - dije -. Mañana deberíamos sacar las cosas de la nave espacial.
Nadie me contestó, pero en el silencio podía sentir la satisfacción, oculta a medias, y el triunfo. ¡Por fin habíamos sacado el premio grande! Volveríamos con algo que haría que los otros equipos palidecieran. Por esta vez nos tocarían las felicitaciones y las recompensas.
Oliver rompió el silencio.
- Algunos de nuestros animales no están bien. Fui esta tarde a verlos. Un par de cobayos y varias ratas.
Me miró acusadoramente.
Me enfadé.
- No me mires. ¡Yo no estoy a cargo de ellos! Me limito a cuidarlos hasta que tú estés listo para usarlos.
Kemper entró en la conversación para buscar una discusión.
- Antes de que los alimentemos deberemos hallar otra criatura.
- Te apuesto cualquier cosa - dijo Weber.
Kemper no aceptó la apuesta.
Y hubiera sido mejor que lo hubiera hecho, porque la criatura apareció después del desayuno, y murió con un savoir faire maravilloso.
Se pusieron a trabajar en ella inmediatamente.
Parsons y yo comenzamos a descargar las vituallas. Nos afanamos mucho ese día. Desembalamos la unidad frigorífica, por la que Weber había estado protestando, para mantener fresca la carne de las criaturas. Bajamos una serie de equipos y una cantidad de cosas que no creo que nos sirvieran para nada, pero que algunos querían tener a mano. Armamos tiendas, trabajamos y cargamos todo el día.
Hacia la tarde teníamos todo acomodado bajo lonas, y estábamos completamente agotados. Kemper siguió estudiando sus bacterias, Weber pasó horas con los animales. Oliver cavó para sacar una buena cantidad de hierba y la estuvo examinando todo el día. Parsons salió a hacer sus habituales paseos, murmurando y protestando. De todos nosotros, Parsons tenía el trabajo más irritante.
Habitualmente, la ecología de hasta el más simple de los planetas es un problema complicado, y hay que hacer una serie de trabajos. Pero aquí no pasaba nada. No había competencia para la supervivencia. Ningún perro se comía al otro. Simplemente había criaturas que comían hierbas. Comencé a esbozar mi informe, sabiendo que iba a tener que ser revisado y reescrito una y otra vez.
Pero estaba ansioso por comenzar. Me sentía impaciente por ver cómo las cosas iban a concatenarme, si bien sabía desde el comienzo que algunas no concordarían. Casi nunca lo hacen. Las cosas fueron bien. Demasiado bien, tal vez. Por supuesto hubo incidentes, como cuando algunos de los animales mordieron las jaulas y desaparecieron. Weber estaba casi a su lado.
- Volverán - dijo Kemper -. Con un apetito como el que tienen, no van a aguantar mucho.
Y tenía razón. Esos animalitos eran las criaturas más hambrientas de la galaxia. Nunca tenían bastante. Y podían comer de todo. No les importaba qué cosas, sino que hubiera en suficiente cantidad.
Ese factor de su metabolismo los tornaba valiosísimos como animales de estudio.
Los otros animales andaban muy bien con los productos de las criaturas. Los carnívoros comían los trozos de carne; los vegetarianos, las frutas y los vegetales. Se mantenían perfectamente bien.
Parecían estar mucho mejor que los animales de control, que prosiguieron su dieta habitual. Incluso las ratas y los cobayos que estaban enfermos, se curaron y se pusieron tan gordos como los otros.
Kemper nos dijo:
- La carne de las criaturas es mas que un alimento. Es una medicina. Ya puedo ver los anuncios: Coman [Criatura] para mantenerse bien.
Weber respondió con un gruñido. Nunca había tenido mucho espíritu para las bromas, y ahora las cosas le preocupaban.
Siendo un hombre metódico, había hallado demasiadas situaciones que violaban sus criterios aceptables de la verdad.
Sin cerebro o sistema nervioso. Con posibilidad de morir a voluntad. Indicios de una simbiosis absoluta. Y las bacterias. Creo que lo que le debe de haber parecido peor de todo deben de haber sido las bacterias.
Parecía tratarse de un solo tipo. Kemper había buscado frenéticamente, sin encontrar otros. Oliver las halló en el suelo, Parsons en el agua y en la hierba. El aire, extrañamente, parecía libre de ellas.
Pero Weber no era el único preocupado. Kemper también lo estaba. Esa noche se quedó sentado en la cama, tratando de descargarse de su angustia, contándome sus cuitas.
Y realmente, había elegido el tema más loco del mundo para preocuparse.
- Puede explicarse todo - me dijo - si uno se halla dispuesto a admitir ciertas bases. Es posible explicar la existencia de las criaturas si se está dispuesto a admitir una disposición simbiótica efectuada en escala primaria. Se puede explicar la completa simplicidad de la ecología si se considera que, dado determinado espacio y tiempo, puede pasar cualquier cosa dentro de los límites de la lógica. Es posible imaginar la forma en que las bacterias pueden tomar a su cargo las funciones del cerebro y del sistema nervioso si se llega a la conclusión de que éste es un mundo poseído por las bacterias, y no por las criaturas. Y también es factible considerar que las bacterias, todas y cada una de ellas, forman una inteligencia gigante. Si se acepta tal teoría, las muertes voluntarias se tornan comprensibles, porque realmente no hay tal cosa como la muerte, simplemente es como si alguien se cortara una uña. Y si esto es así, entonces Fullerton ha hallado la inmortalidad, si bien no es del tipo que imaginaba, y a nosotros no nos va a servir de nada. Pero lo que más me intriga - continuó, con una intensa preocupación reflejada en su cara - es la falta de todo tipo de mecanismo tendiente a la defensa. Aun presumiendo que las criaturas no son más que la fachada de un mundo de bacterias, los mecanismos de defensa deberían existir como una forma de protección. Todas las cosas vivas deberían tener una forma de defenderse o de escapar de sus enemigos. Luchan, o pelean, o se ocultan para tratar de preservar sus vidas.
Por supuesto que tenía razón. No solamente las criaturas no se defendían, sino que hasta le ahorraban a uno el trabajo de ir y matarlas.
- Tal vez estemos equivocados - dijo finalmente Kemper -. Tal vez la vida no sea tan valiosa. Tal vez no sea algo a lo que hay que aferrarse, ni por lo que hay que luchar. Tal vez las criaturas, en su forma de morir, están más cerca de la verdad que nosotros.
Y así siguió los siguientes días; dando vueltas y vueltas sobre el mismo tema y sin llegar a ninguna conclusión. Creo que la mayor parte del tiempo no me hablaba a mí, sino que decía las cosas a si mismo, para tratar de llegar a alguna respuesta.
Y largo rato después de que habíamos apagado la luz, yo también, en mi pensamiento, seguía dando vueltas alrededor de los razonamientos de Kemper, pensando por qué las criaturas venían a morir así, estando en el momento de apogeo de sus vidas. ¿Era el morir un privilegio de los mejor dotados? ¿Habría realmente alguna razón para creer que eran inmortales?
Se me plantearon una serie de interrogantes, pero no hallé las respuestas.
Continuamos con nuestro trabajo. Weber sacrificó algunos de sus animales y los revisé, pero no hallé efectos indeseables a raíz de la alimentación con carne de las criaturas. Se hallaron trazas de las bacterias en su sangre, pero no había rastros de enfermedad, reacciones o formación de anticuerpos. Kemper siguió hacia adelante con sus trabajos sobre las bacterias. Oliver realizó una serie de experiencias con la hierba. Parsons se dio por vencido.
Los animalitos escapados no volvieron, y Parsons y Fullerton salieron para tratar de hallarlos, sin éxito.
Seguí trabajando en mi informe, y los datos comenzaron a coincidir, mucho mejor de lo que jamás hubiera esperado.
Las cosas parecían empezar a integrarse. Nos sentimos muy bien. Nos parecía tener la recompensa en nuestras manos.
Pero creo que a pesar de todo nos quedaban dudas acerca de si las cosas serían tan buenas como aparentaban. ¿Podría ser que realmente no pasara nada malo?
Por supuesto, paso. Estábamos sentados alrededor de la mesa, después de la comida de la noche, iluminándonos con la luz de la linterna cuando oímos el ruido. Luego me di cuenta de que lo habíamos venido oyendo un rato antes de que tomáramos conciencia de él.
Comenzó en una forma tan progresiva y tan lejana que se nos impuso sin alarmamos. Primero parecía como un suspirar anhelante, como si un viento suave soplara a través de las hojas de un árbol pequeño, y luego fue aumentando hasta un rumor lejano que no daba idea de amenaza alguna. Casi iba a decir algo acerca de que podrían ser truenos y comencé a pensar si no íbamos a ser testigos de un cambio de clima, cuando Kemper se puso de pie y gritó.
No sé qué fue lo que gritó. Tal vez no fuera una palabra definida, pero la forma en que lo hizo nos impulsó a correr con todas nuestras fuerzas a refugiarnos en la nave. Antes de llegar allí, en los pocos segundos que tardamos en alcanzar la escalerilla, ya se podía distinguir, sin lugar a dudas, el origen del sonido, que había cambiado y que ahora era el de cientos de pezuñas que tronaban directamente hacia el campamento.
Estaban casi sobre nosotros cuando llegamos, y no hubo tiempo ni espacio para que trepáramos. Fui el último en alcanzar la nave, y cuando vi que no había tiempo para subir, una docena de posibles planes de escape cruzaron por mi mente. Pero sabía demasiado bien que ninguno de ellos serviría. Entonces vi la cuerda que había quedado colgando en el lugar en que la dejara cuando realicé el trabajo de descargar las cosas, y salté para atraparla. No soy ningún experto en eso, pero les aseguro que trepé con rapidez. Y detrás de mí vino Weber, que tampoco era ningún experto, pero también se estaba arreglando muy bien.
Pensé en la suerte que había tenido cuando no tuve tiempo de descolgar todo el aparejo, y cómo Weber había protestado por no haberlo podido hacer. Casi me di la vuelta para gritarle, pero no tuve fuerzas.
Alcanzamos la portezuela y subimos a la nave. Detrás de nosotros vinieron una seria de animales, en plena espantada, y pasaron por encima del campamento. Parecía que hubiera millones de ellos. Una de las cosas que más miedo me daba era lo silenciosamente que corrían. No había mugidos ni otros ruidos similares; todo lo que podía oírse era el ruido de las patas al trotar. Parecía como si escaparan a raíz de una ciega furia que era demasiado intensa como para que hicieran ruido.
Se desparramaron por miles, tan lejos como la vista podía alcanzar, en las praderas iluminadas por las estrellas, pero la nave espacial, interpuesta en su camino, las dividió. Pasaron una vez, y luego volvieron a pasar, y más allá de la nave dejaron un pequeño sector sin tocar. Pensé que hubiéramos podido quedar a salvo si nos hubiéramos acurrucado en ese sector, pero esa es una de tantas cosas que no se pueden prever.
Esto duró por lo menos una hora. Cuando las criaturas se fueron, bajamos a ver los daños que había sufrido el campamento. Los animales, en sus jaulas, alineadas entre el campamento y la nave, estaban a salvo. Las tiendas estaban en pie, salvo una. La linterna seguía dando luz. Pero todo lo demás estaba destrozado. Nuestras provisiones, pisoteadas. La mayor parte del equipo se había perdido o estaba deshecho. A cada lado del campamento el suelo estaba pisoteado, y parecía un campo recién arado. Todo era un verdadero desastre. Había que pensar que estábamos vencidos.
La tienda que usábamos Kemper y yo como dormitorio estaba de pie, así que las notas que habíamos tomado estaban a salvo. Los animales también estaban bien. Pero eso era todo lo que teníamos: las notas y los animales;
- Necesito tres semanas más - pidió Weber -. Denme tres semanas para completar las pruebas.
- No tenemos tres semanas - le contesté -. Hemos perdido las provisiones.
- ¿Y las raciones de emergencia de la nave?
- Eso es para el viaje de vuelta.
- Bien, podemos pasar un poco de hambre.
Nos miró a todos y a cada uno, lanzándonos el reto de hacernos pasar un poco de hambre.
- Yo mismo - dijo - puedo pasarme tres semanas sin comer nada.
- Podríamos comer carne de las criaturas - sugirió Parsons -. Podemos correr un riesgo.
Weber movió negativamente la cabeza.
- Todavía no - dijo -. Dentro de tres semanas, cuando las pruebas se hayan terminado, entonces puede ser que sepamos.
- Tal vez no necesitemos esas raciones para volver a casa. Tal vez podamos almacenar varios de estos animales y comer tranquilamente en nuestro viaje de vuelta.
Miré alrededor, pero sabía, antes de hacerlo, cuál sería la respuesta.
- Bueno - dije -, probaremos.
- Claro, a ti te parece bien - respondió Fullerton rápidamente -. Tú tienes tu maletín de raciones.
Pero Parsons lo cogió de los brazos y le sacudió tan violentamente que sus ojos bizquearon.
- ¡No hablamos así de la dieta de Sutter!
Y luego le soltó.
Nos dispusimos a hacer guardias de dos en dos, puesto que la espantada había estropeado nuestro sistema de alarma, pero ninguno durmió mucho. Estábamos demasiado preocupados.
Personalmente, me preocupaba el porqué de la espantada de los animales. No había nada en el planeta que pudiera asustarlos.
No había otros seres vivos de tamaño grande. No se producían truenos ni relámpagos. En realidad, parecía que no podía existir violencia alguna en el planeta. Y, de acuerdo a lo observado, nada en las criaturas en sí podía predisponerlas a tales estallidos emocionales.
Pero, evidentemente, tenía que existir una razón y un propósito, me dije. Al igual que en el hecho de que se caían muertas delante de nosotros. Pero su propósito, ¿era inteligente o simplemente instintivo?
Eso era lo que más me preocupaba. Me tuvo despierto la noche entera.
Cuando amaneció, una de las criaturas vino hacia donde estábamos y se cayó muerta con toda alegría.
No desayunamos, y cuando llegó el mediodía nadie habló del almuerzo, así que seguimos hacia adelante.
Cuando se hizo casi de noche, subí la escalerilla para buscar algo para comer. No quedaba nada. En vez de las raciones hallé cinco de los punkins más gorditos que puedan imaginarse.
Habían agujereado las cajas de raciones, y se las habían comido.
Los envases no tenían nada dentro. Hasta se habían ingeniado para levantar la tapa de la caja de café, y se habían comido los granos.
Encontré a los cinco sentados en un rincón, pestañeando muy pagados de si mismos. No alborotaron como era su costumbre. Tal vez se daban cuenta de que habían hecho algo malo, o tal vez estaban simplemente ahítos. Por primera vez habían encontrado toda la comida que se les antojara.
Me quedé mirándolos y me di cuenta cómo habían subido a la nave. Me eché la culpa por esto. Si hubiera tomado la precaución de cerrar adecuadamente la compuerta, esto no hubiera sucedido. Pero luego recordé que la soga, colgando por la compuerta abierta, había salvado mi vida y la de Weber, así que no pude decidir si había hecho bien o mal.
Fui hacia donde estaban los punkins, y los levanté. Me puse tres en los bolsillos, y llevé los otros dos en la mano. Bajando de la nave, me dirigí al campamento. Puse los punkins sobre la mesa.
- Aquí están - dije -. Estaban en la nave. Por eso no pudimos encontrarlos. Subieron por la soga.
Weber los observó detenidamente.
- Parecen bien alimentados. ¿Nos dejaron algo?
- Ni una migaja. Se lo comieron todo.
Los punkins estaban muy contentos. Evidentemente se alegraban de volver a vernos. Después de todo, ya se habían comido las raciones, así que no parecía haber razón para que continuaran a bordo.
Parsons tomó un cuchillo y se dirigió hacia la criatura que había muerto esa mañana.
- Muchachos - dijo -, ahora veremos.
Cortó grandes trozos de carne y los puso sobre la mesa. Luego encendió el fuego. Me tuve que ir a mi tienda tan pronto como comenzó a cocinar, pues nunca había olido algo tan exquisito como esos trozos de carne.
Saqué mi maletín, me preparé una mezcla gelatinosa y comencé a comerla, sintiendo mucha pena por mí mismo. Kemper vino, después de un rato, y se sentó en su jergón.
- ¿Quieres que te cuente algo? - me preguntó.
- Hazlo - le dije, resignadamente.
- Es riquísima. Tiene de todo lo que has comido en tu vida. Tres distintos tipos de carne, un trozo de pescado y algo que se parecía a la langosta, sólo que más rica. Y en ese arbusto que les crece en la mitad de la espalda hay una fruta...
- Y mañana te caerás muerto.
- No lo creo - contestó Kemper -. Los animales han vivido muy bien con esta comida. No es en absoluto dañina.
Todo continué indicando que Kemper tenía razón. Entre los animales y los hombres se comían una criatura por día. A ellas no parecía importarles. Eran de lo más complacientes. Todas las mañanas se acercaba una, que caía muerta para nosotros.
La forma en que comenzaron a comer los animales y los hombres fue positivamente indecente. Parsons cocinaba distintas formas de carnes, de aves, de peces, de vacuno y de todo lo que se les ocurra. Preparaba enormes fuentes de vegetales.
Llenaba otra con frutas. Preparaba comidas con panales de miel, y todos lamían el plato. Se sentaban alrededor de la mesa, desabrochaban sus cinturones para dejar lugar a los abultados estómagos, que palmeaban con una fruición que me desesperaba.
Pensaba que de un momento a otro iban a presentar desagradables erupciones, que se iban a poner verdes con manchas azules o algo por el estilo. Pero no pasó nada. Engordaban, tal como lo hacían los animales. Se sentían mejor que nunca.
Pero una mañana Fullerton amaneció enfermo. No podía levantarse de la cama y ardía de fiebre. Parecía que hubiera sido atacado por el virus de Centauro, pero habíamos sido vacunados contra él. De hecho, habíamos sido vacunados e inmunizados contra casi todo. Cada vez que íbamos a partir para una expedición nos llenaban de inyecciones.
Al principio no me preocupé demasiado, pues me pareció que lo más lógico era que estuviera sufriendo las consecuencias de la sobrealimentación.
Oliver, que sabía algo de medicina, pero no demasiado, sacó el botiquín de la nave a relucir, y le dio a Fullerton una buena dosis de antibiótico que se aseguraba obraba maravillas prácticamente siempre.
Seguimos haciendo nuestro trabajo, pensando que se pondría bien en uno o dos días, pero no fue así.
En realidad, más bien se puso peor.
Oliver revisó los medicamentos existentes, leyendo cuidadosamente los prospectos, pero no pudo hallar nada que sirviera para el caso. Luego leyó de cabo a rabo el manual de primeros auxilios. Solamente traía indicaciones para curar piernas rotas o hacer la respiración artificial, y otras cosas simples por el estilo.
Kemper había estado ocupado con mucho trabajo, así que le pidió a Oliver que tomara una muestra de sangre del enfermo.
Cuando la observó por el microscopio, hallé que hervía de bacterias, tales como las que habían hallado en las criaturas. Oliver tomó unas muestras más de sangre, y Kemper hizo varias preparaciones con ellas, y no había dudas sobre el caso.
Para ese momento, nos hallábamos reunidos alrededor de la mesa, observando a Kemper y esperando el veredicto. Creo que todos pensábamos lo mismo.
Fue Oliver el primero que se decidió a decirlo en voz alta:
- ¿Quién quiere ser el próximo? - preguntó.
Parsons se adelantó, y Oliver le tomó la muestra. Esperamos ansiosamente.
- También están en tu sangre - le dijo Kemper a Parsons -. No en tan gran cantidad como en la de Fullerton.
Uno tras otro se fueron adelantando. Todos teníamos bacterias en la sangre, pero en mi caso la cantidad era mucho menor.
- Son las criaturas - dijo Parsons -. Bob no ha comido su carne.
- Pero si las altas temperaturas de la cocción matan... - comenzó a decir Oliver.
- Eso no se puede asegurar. Estas bacterias pueden ser muy adaptables. Tal vez hagan el trabajo de miles de otros microorganismos. Son una especie de comodín, de sirve-para-todo. Pueden adaptarse, enfrentarse a situaciones completamente nuevas. No han debilitado sus defensas debido a la especialización.
- Además - dijo Parsons -, no cocinamos todo. No cocemos las frutas, por ejemplo. Y la mayoría de vosotros arma una batahola si la carne no está medio cruda.
- Lo que no puedo comprender es por qué atacó a Fullerton - dijo Weber -. ¿Por qué tiene mayor producción que cualquiera de nosotros? Comenzó a comer los animales al mismo tiempo que todos.
Recordé aquella ocasión, cerca del arroyo.
- Comenzó antes - les expliqué -. No tenía más mondadientes, así que comenzó a masticar los tallos de hierba. Lo vi hacerlo.
Sé que la cosa no era nada agradable. De todas formas, debían de pensar que en una o dos semanas tendrían un grado de infección similar al de Fullerton. Pero no veía cómo podía no decírselo. Hubiera sido criminal no haberlo hecho. No había forma de reflexionar demasiado en un momento así.
- No podemos dejar de comer criaturas - contestó Kemper -. Es toda la comida que tenemos. No hay nada que podamos hacer.
- Si volviéramos a casa ahora mismo - dije -. Tenemos mi maletín de raciones especiales.
No me dejaron terminar de ofrecerles lo mío. Me golpearon en la espalda, luego se golpearon entre ellos y se rieron como locos.
No es que fuera gracioso. Simplemente necesitaban reírse de algo.
- No nos serviría de nada - dijo Kemper -. Algo te robamos ya. Además, tu maletín no alcanzará hasta que lleguemos a casa.
- Podríamos probar - dije.
- Tal vez sea un trastorno transitorio - comentó Parsons -. Un poco de fiebre y nada más. Tal vez esté alterado por el cambio de dieta.
Esperamos que así fuera.
Pero Fullerton no mejoró.
Weber tomó muestras de sangre de los animales, y tenían una cantidad de bacterias tan alta como Fullerton. Mucho más alta que en el recuento anterior.
Weber se echó la culpa a sí mismo.
- Debería haber tomado muestras más a menudo. Tal vez día por medio.
- ¿Y de qué hubiera servido? - preguntó Parsons -. Aunque así lo hubieras hecho, igual hubiéramos comido carne de las criaturas. No teníamos otra posibilidad.
- Tal vez no sean las bacterias - dijo Oliver -. Podría ser que nos estuviéramos apresurando a sacar conclusiones. Tal vez Fullerton tenga otra enfermedad.
Weber se animó un poco.
- ¡Exacto! Los animales están muy bien de salud.
Realmente, estaban contentos y animados, en el mejor de los mundos.
Esperamos. Fullerton no empeoró ni mejoró. Y luego, una noche, desapareció.
Oliver, que lo estaba cuidando, se adormeció durante un rato. Parsons, que estaba de guardia, no oyó nada.
Lo buscamos durante tres días. No podía haber ido demasiado lejos, pensamos. Seguramente había ido de un lado a otro, debido al delirio, y era muy posible que sus fuerzas no le hubieran permitido cubrir una distancia grande. Pero no lo encontramos.
Sin embargo, encontramos una cosa muy rara. Era una especie de esfera, de una rara sustancia, de color blanco y apariencia fresca. Su diámetro era de un metro y cuarto, aproximadamente. La hallamos en el fondo de una hendidura, fuera de la vista, como si alguien la hubiera puesto allí para esconderla.
La observamos cuidadosamente, tocándola y desplazándola de aquí para allá, mientras nos preguntábamos qué sería, pero la verdad es que estábamos buscando a Fullerton, y no nos preocupamos demasiado de investigar. Luego, pensamos todos, tendríamos tiempo para tratar de determinar su naturaleza.
Entonces los animales comenzaron a tener fiebre, uno tras otro, salvo los controles, que habían comido alimentos habituales hasta la noche de la espantada, que destruyó nuestras raciones.
Después de eso, por supuesto, todos comieron las criaturas. Pasados dos días, la mayoría de los animales había enfermado. Weber se puso a examinarlos, casi sin tomarse tiempo para descansar. De más está decir que ayudamos en todo lo que pudimos.
Las preparaciones hechas con la sangre revelaron la presencia de una gran cantidad de bacterias. Weber comenzó una disección, pero no la terminó.
Una vez que hubo abierto al animal, dio una mirada rápida y lo tiró a la lata de desperdicios. Lo vi, pero no creo que los otros también lo hubieran visto. ¡Estábamos tan ocupados!
Le pregunté por eso más tarde, cuando nos encontramos solos durante un momento. Bruscamente, cortó la conversación.
Esa noche me acosté temprano porque tenía el segundo turno de guardia. Me pareció que sólo había cerrado los ojos cuando escuché un alboroto que me puso la carne de gallina.
Salté de la cama y tanteé buscando los zapatos. Para entonces, Kemper había salido fuera de la tienda.
Los animales estaban en medio de un loco frenesí, tratando de liberarse, mordiendo las barras de las jaulas y lanzándose unos contra otros en una especie de ciego furor. Todo esto en medio de chillidos y gruñidos. El escucharlos daba miedo. Weber se lanzó entre ellos, con una jeringa en la mano.
Después de un rato que nos pareció larguísimo, quedaron muy tranquilos. Algunos se escaparon, pero el resto dormía pacíficamente.
Tomé una de las armas y me mantuve vigilando mientras el resto de los hombres volvió a la cama.
Me quedé cerca de las jaulas, paseándome de un lado a otro porque estaba demasiado tenso como para poder estar sentado.
Me parecía que entre la fuga de Fullerton y el frenesí de los animales para escapar había mucho en común.
Traté de pasar revista mentalmente a lo que había visto en ese planeta, y me di cuenta que me empantanaba en cuanto quería que las cosas tuvieran una hilación lógica. La línea de pensamiento siempre me llevaba a lo que había dicho Kemper acerca de la falta de mecanismos de defensa en las criaturas.
Tal vez, me dije, realmente tenían un mecanismo de defensa, después de todo. El más sutil, impalpable, extraño de aquellos que el hombre pudiera haber hallado jamás.
Tan pronto como el campamento se puso en actividad, me dirigí hacia mi tienda para echarme un rato, tal vez, para echar un sueñecito.
Agotado, dormí varias horas. Kemper me despertó. Era por la tarde, y los últimos rayos del Sol se veían a través de la abertura de la tienda. La cara de Kemper estaba contraída.
Parecía que hubiera envejecido desde la última vez que lo vi, hacia menos de doce horas.
- Se están enquistando - dijo, desesperado -. Se están convirtiendo en larvas, en crisálidas, en...
Me senté, rápidamente.
- ¡Lo que encontramos ayer!
Asintió.
- ¿Fullerton?
- Iremos allí. Los cinco. Dejaremos el campamento y los animales solos.
Tuvimos dificultades para encontrarlo, puesto que el terreno era tan plano y monótono que no se encontraban marcas.
Pero finalmente lo localizamos, mientras el crepúsculo comenzaba a acentuarse.
La esfera se había dividido en dos, no en forma regular, sino siguiendo una línea dentada. Parecía un huevo incubado, del que fuera a salir un pollito.
Las mitades estaban allí, en la oscuridad creciente, en el silencio que reinaba bajo las relucientes estrellas. Un último adiós y un nuevo comienzo, un terrible hecho extraño.
Traté de decir algo, pero me hallaba tan atontado que no estaba completamente seguro de lo que debía de decir. De todas formas, las palabras murieron en mi boca y en la torpeza de mi lengua, antes de que pudiera pronunciarlas.
Porque no eran solamente las dos mitades del extraño huevo, sino las marcas de la depresión, la impresión de lo que había estado allí, borradas y distorsionadas por lo que luego le había pasado. Volvimos al campamento.
Alguien, creo que fue Oliver, encendió la linterna. Estábamos anonadados, no nos sentíamos capaces de mirarnos. Sabíamos que no era momento de discusiones, que no había forma de especular o negar lo que habíamos visto a la luz mortecina del crepúsculo.
- Bob es el único que tiene alguna oportunidad de salvarse - dijo Kemper, en la forma más concisa que le fue posible -. Creo que debe de irse ya. Alguien debe de volver a Caph. Alguien debe de poder contarles lo que pasó.
- Tenías razón - le dije con una voz que era poco más que un susurró. ¿Recuerdas cómo te preocupaba el hecho de que no tuvieran mecanismos de defensa?
- Por supuesto que los tienen - acordó Weber -. El mejor de todos. No hay forma de vencerlos. No te combaten. Te absorben. Te convierten en uno de ellos. No me extraña que en este planeta sólo existan estas criaturas. No me extraña que la ecología sea tan simple. Son capaces de determinar exactamente cómo es uno desde el instante en que pone el pie en este planeta. Si se toma un sorbo de agua, si se masca un trozo de hierba, si se come un trozo de carne, uno queda en su poder.
Oliver salió de la oscuridad y caminó cruzando el círculo de luz de la linterna. Se paró frente a mí.
- Aquí tienes tu maletín y las notas - me dijo.
- ¡Pero no puedo abandonaros!
- ¡Olvídate de nosotros! - protestó Parsons -. No somos seres humanos... En unos pocos días...
Cogió la linterna y fue hacia las jaulas, manteniendo la luz alta para que pudiéramos ver.
- Miren - dijo.
No había animales. Solamente vi las larvas, las pequeñas criaturas y las larvas que se partían por la mitad.
Vi que Kemper me miraba, y, por encima de todas las cosas, vi la compasión reflejada en su rostro.
- No quieras quedarte - me dijo -. Si lo haces, dentro de uno o dos días va a venir una de las criaturas, va a caer muerta frente a ti, y te vas a volver loco en el viaje de vuelta, tratando de saber si era uno de nosotros.
Se fue. Todos se fueron, y súbitamente me di cuenta de que estaba solo.
Weber había encontrado un hacha en alguna parte, y ahora estaba recorriendo la hilera de jaulas, rompiéndolas para dejar salir a las pequeñas criaturas.
Fui lentamente hasta la nave y me detuve al pie de la escalerilla, manteniendo el maletín y las notas fuertemente apretados contra mi pecho.
Me di la vuelta, los miré uno a uno y entonces me pareció que no iba a ser capaz de dejarlos.
Pensé en lo que habíamos vivido juntos, y cuando traté de recordar algo especifico, en lo único que pude pensar fue en las veces y veces que me gastaban bromas por mi maletín de la dieta.
Y recordé las ocasiones en que tenía que irme y comer solo, para no sentir el olor de lo que estaban comiendo. No olvidé ninguno de los diez años en que había estado comiendo esa porquería de papilla, y que nunca podría comer como un ser humano, porque tenía el estómago ulcerado.
Tal vez ellos fueran los afortunados, me dije. Si un ser humano se transformaba en una criatura, probablemente tendría un estómago sano, y jamás deberían de preocuparse por cuánto o qué comía. Las criaturas nunca comían otra cosa que hierba, pero tal vez esa hierba les sabía tan magníficamente como a nosotros un trozo de carne o un pastel de calabaza.
Me quedé un rato inmóvil, pensando. Luego tomé el maletín de mi dieta y lo tiré tan lejos como pude. Arrojé las notas al suelo.
Volví al campamento y al primero que vi fue a Parsons.
- ¿Qué has hecho para cenar? - le pregunté.



Reginald Bretnor


Cuando Papá Schimmelhorn se enteró de la guerra con Bobovia preparó la cesta con el almuerzo, envolvió su arma secreta en papel de embalaje y tomó el primer autobús que lo llevara a Washington. Se presentó en la puerta principal del Servicio de Armas Secretas, con cesta de almuerzo, barba y fagot.
Sí, sí, han entendido bien: ¡Fagot! Había desenvuelto su arma secreta: parecía un fagot. La diferencia no era muy notable.
El cabo Jerry Colliver, que estaba de guardia en la entrada, no se dio cuenta de que hubiera algo distinto. Lo que sabía era que el Servicio de Armas Secretas era una farsa ideada para quitarse de encima a los locos. El asunto era de lo más engorroso y todavía tenía que quedarse varias horas antes de poder ver a Kate.
- ¡Buenos días, querido soldadito! - tronó Papá Schimmelhorn, agitando su fagot.
El cabo Colliver les guiñó un ojo a dos miembros de la guardia que tomaban el sol con él en los escalones.
- Vuelva para Navidad, Papá Noel - le dijo -, hemos cerrado por balance.
- ¡No! - Papá Schimmelhorn estaba muy enfadado -. No puedo faltag a mi tgabajo. Tengo un agma secgueta. Mejog me dejas pasag.
El cabo se encogió de hombros. Las órdenes había que cumplirlas, locos o no, había que dejarlos entrar.
Se echó ligeramente hacia atrás y apretó el botón que indicaba la presencia de un chiflado, para que los loqueros de dentro estuvieran al tanto.
Luego, haciendo sonar las llaves, fue hacia la puerta.
- ¿Un arma secreta, eh? - dijo mientras la abría - ¿Piensa que ganaremos la guerra en una semana con ella?
- ¡Una semana! - Papá Schimmelhorn se rió ruidosamente - ¡Soldadito!, espega y vegás. Se tegmina en dos días. - ¡Soy un genio!
Mientras entraba, el cabo Colliver, recordando los reglamentos, le preguntó con familiaridad si tenía explosivos en sus paquetes, o en su persona.
- ¡Jo, jo, jo! No es necesaguio explosivos. Gano igual la guega. Bien, bien, guevísame.
El cabo lo revisó. Revisó la cesta del almuerzo, que contenía un huevo pasado por agua, dos emparedados de jamón y una manzana. Examinó también el fagot, sacudiéndolo y mirando en su interior para asegurarse de que estaba vacio.
- Bueno, abuelo - le dijo cuando termino - Adelante. Pero es mejor que deje su flauta aquí.
- No es una flauta - lo corrigió Papá Schimmelhorn -, es un instgumento-gnurr. Lo tengo que llevag pogque es mi agma secgueta.
El cabo, que había estado esperanzado pensando qué novelita ilustrada podría leer durante la próxima hora, se encogió de hombros, filosóficamente.
- Barnet - le pidió a uno de los miembros de la guardia -, lleva a este tipo a la Sección Ocho.
Cuando el soldado se fue con Papá Schimmelhorn, apretó dos veces más el botón de alerta de chiflados, por cábala.
- No comprendo, - le dijo al otro compañero - tenemos que tratar a estos chiflados como si fueran importantes.
Por supuesto, el cabo Colliver no tenía la más remota idea de que Papá Schimmelhorn había dicho la más estricta de las verdades.
No podía imaginarse que Papá Schimmelhorn realmente era un genio, ni que los gnurrs iban a terminar la guerra en dos días, ni que el anciano era capaz de ganarla.
No, aún no.
A la una y diez de la tarde, el coronel Powhattan Fairfax Pollard se hallaba beatíficamente ignorante de la existencia de Papá Schimmelhorn.
El coronel Pollard era alto, flaco y correoso. Usaba botas, espuelas y una de esas camisas que habían estado de moda en Fuerte Huachuca en la década de los veinte. No creía en las armas secretas. No creía ni siquiera en la bomba atómica, los rifles sin retroceso ni la aviación. Creía en la caballería. El Pentágono le había llamado a servicio activo, a pesar de que estaba retirado, para encargarlo del Servicio de Armas Secretas, con la seguridad de que era el hombre ideal para el cargo. Durante los cuatro meses de su labor, solamente un inventor, un hombre con las ideas más sensatas acerca de las cosas más inútiles, había llegado a las esferas superiores.
El coronel Pollard estaba sentado en su escritorio, dictando a su rubia secretaria ciertos datos que extraía de un libro del teniente general Wardrop, denominado «Moderna Forja del Metal». Estaba acumulando material para una obra propia, que se titularía «Espadas y lanzas en la guerra del mañana». Ahora bien, a mitad de una cita que hablaba de las virtudes de las lanzas bengalíes, interrumpió bruscamente su dictado para decir:
- ¡Miss Hooper: se me ha ocurrido una idea!
Miss Hooper resopló. Siendo miembro de la rama femenina del ejército, ¿por qué el coronel, si deseaba ser formal, no se dirigía a ella llamándola sargento? Otros altos oficiales habitualmente solían llamarle querida, o amor mío, por lo menos cuando estaban a solas. ¡Miss Hooper! Volvió a resoplar y pregunto:
- ¿Sí, señor?
El coronel carraspeó, aparentemente para aclararse las ideas, dijo:
- Considero que, por principio, la manía de dedicarse a las llamadas armas científicas es una grave amenaza para la seguridad de Estados Unidos. Sin reparar en el rostro de la ciencia inmutable de la guerra, nos pasamos fabricando un arma no probada, y otra, y otra; luego, otras armas para contrarrestar las primeras; después, otra serie para vencer a las segundas, y así siempre. Armados hasta los dientes con teorías y desilusiones, podremos llegar a estar indefensos e impotentes. ¿Me ha escuchado, miss Hooper?, impotentes...
Miss Hooper emitió un ruido algo despreciativo y luego contestó:
- Siiiseññ...
-...contra los ataques de un nuevo Atila - tronó el capitan -, de un nuevo Gengis Khan todavía no nacido, que disperará a nuestros tintineantes técnicos como si fueran tristes desperdicios, y cimentará su imperio sobre la caballería. Así, como lo oye: caballería. ¡Con caballos y espadas!
- Siiiseññ... - dijo la secretaria.
- Hoy no tenemos caballería - rugió el coronel -. Un millón de mujiks montados podrían...
Pero el mundo debería quedar en la ignorancia sobre lo que un millón de mujiks, montados, podrían o no podrían llegar a hacer. La puerta se abrió de par en par, gracias a un fuerte empujón. Desde la oficina situada fuera se oyó un grito agudo y rápido. Un oficial joven y regordete, que había recibido un poderoso impulso que lo catapultó a través de todo el cuartel, fue a frenar bruscamente, en una parada rápida, delante del escritorio del coronel, y saludó con salvaje precipitación.
- ¡Oooh! - exclamó ahogadamente Katie Hooper, abriendo desmesurados ojos.
La expresión del coronel cambió a una impasibilidad pétrea, y el joven oficial pudo llegar a respirar antes, para exclamar después:
- ¡Dios mio! ¡Ha sucedido, señor!
El teniente Hanson no era un combatiente; era un científico. No había pedido una cita previamente, había entrado sin llamar a la puerta, en la forma menos marcial que imaginarse pueda.
- ¡Y... Y...!
- ¿QUIERE DECIRME DONDE ESTAN SUS PANTALONES? - retumbó la voz del coronel Pollard.
Porque, obviamente, el teniente Hanson no los llevaba puestos. Tampoco llevaba zapatos, ni calcetines. Y los zarandeados faldones de su camisa ocultaban malamente sus desgarradas ropas interiores.
- ¡HABLE USTED, MALDICIÓN!
Como enajenado, el teniente miró sus piernas, y luego otra vez al coronel. Se echó a temblar.
- Se... ¡se los comieron! - espetó -. ¡Esto es lo que estoy tratando de decirle! ¡Sólo Dios sabe cómo lo logra! Tiene unos ochenta años y parece el capataz de una fábrica de relojes de cuco. ¡Pero es el arma perfecta! ¡Le aseguro que funciona! Funciona, funciona, ¡funciona! - comenzó a reír histéricamente -. Los gnurrs saliegon del instgumento - cantó, batiendo palmas -, los gnurrs, los...
Entonces el coronel Pollard se levantó de la silla y trató de calmar al teniente Hanson sacudiéndolo vigorosamente.
- ¡Vergonzoso! - gritaba en su oído -. Miss, dese la vuelta - le ordenó a la ruborizada Katie Hooper -. TONTERÍAS vió a tronar cuando el teniente trató de volver a balbucear algo sobre los gnurrs.
- Y entonces, ¿qué es este lío, soldadito? - preguntó Papá Schimmelhorn desde el vano de la puerta.
El coronel Pollard soltó al teniente. Comenzó a adquirir un tono rojo intenso que fue rápidamente tomándose violáceo. Por primera vez en su carrera militar le faltaron las palabras.
El teniente señaló, temblequeante, al coronel Pollard:
- ¡Ja! Los gnurrs una tontería - dijo entre risas histéricas - ¡El lo dice!
- ¡Ja! - Papá Schimmelhorn irradiaba satisfacción - Te voy a mostgag, soldadito.
El coronel logró barbotar:
- ¿Soldadito? ¿SOLDADITO? Se pondrá en posición de firmes cuando le hable. ATENCIÓN.
Por supuesto, Papá Schimmelhorn no prestó la más remota de las atenciones a lo que estaba diciendo el coronel. Llevó a sus labios el arma secreta, y los primeros compases de un coral religioso comenzaron a flotar en el aire.
- Mister Hanson - rugió el coronel - ¡Arreste a ese hombre! Quítele eso que tiene en la mano. Levantaré los cargos correspondientes. Les aseguro...
En ese momento, los gnurrs salieron del instrumento.
No es fácil describir a un gnurr. ¿Pueden imaginarse un animal del tamaño y color de un ratón, pero del aspecto de un cochinillo que brilla? Con dedos gordos delante y detrás de cada pata, y una cola desnuda y rosa, añadiendo ojos amarillos varias veces más grandes de lo que debieran ser. Agregad ahora tres hileras de afiladísimos dientes. ¿Pueden? ¡Muy bien! Claro que nadie ha visto jamás un gnurr. No vienen de uno en uno. Cuando los gnurrs salen del instrumento, salen por todas partes. Como los lemmings, excepto que en cantidades mucho mayores. Millones y millones y millones de ellos. Y vienen comiendo.
Los gnurrs salieron del instrumento en el momento en que Papá Schimmelhorn había llegado a una parte que habla de la iglesia en la cañada... Antes de que finalizara la estrofa «Ninguna otra escena me es tan querida en los recuerdos de mi infancia», ya habían cubierto la mitad de la habitación. Entonces se abalanzaron sobre el coronel Pollard.
Subido sobre su escritorio, comenzó a tratar de alejarlos, azotándolos con su látigo de montar. Katie Hoper trepó a un fichero, y comenzó a gritar mientras se ajustaba la falda alrededor del cuerpo. El teniente Hanson, seguro en su casi desnudez, se mantuvo firme y emitía sonidos altamente insubordinados.
Papá Schimmelhorn interrumpió su melodía para decir:
- ¡No te pgeocupes, soldadito! - comenzó otra vez, tocando algo que no tenía pies ni cabeza, y que nadie podía identificar como formando parte de una melodía.
Instantáneamente los gnurrs se detuvieron. Miraron por encima de sus hombros aprensivamente. Deglutieron los restos del almohadón de la silla del coronel. Emitieron un intenso brillo, comenzaron a lanzar gritos roncos y, volviendo la cola, se desvanecieron desapareciendo por los zócalos de madera.
Papá Schimmelhorn se quedó mirando las botas del coronel, que habían quedado sorprendentemente intactas, y murmuro:
- ¡Mmmm, zooo! - Dirigió una admirativa mirada a Katie Hooper, que se apresuró a bajarse la falda. Se palmeó sonoramente el pecho y anunció al mundo entero -: ¡Son magaviliosos, mis gnugs!
- ¿Dddd... - El coronel presentaba los síntomas propios de un profundo trauma psíquico -. ¿DDoondde fueron?
- Volviegon donde viniegon - contestó Papá Schimmelhorn.
- ¿Y de dónde vinieron?
- Desde ayeg.
- Eso es absurdo - el coronel se tambaleó y cayó sobre una silla - ¡No estaban aquí ayer!
Papá Schimmelhorn le miró con un dejo de piedad.
- ¡Pog supuesto no! No estaban aquí ayeg porque ayeg ega hoy. Están aquí ayeg cuando ayeg es ya ayeg. Es difeguente.
El coronel Pollard se secó un sudor viscoso de la frente, echando una mirada interrogativa al teniente Ranson.
- Tal vez pueda explicar algo, señor - dijo el teniente, cuyo sistema nervioso parecía haberse beneficiado por la segunda visita de los gnurrs - ¿Puedo darle mi informe?
- Sí, si, por supuesto - el coronel Pollard pareció aliviado por la posibilidad de una pausa -. Siéntese.
El teniente Ranson acercó una silla, y mientras Papá Schimmelhorn se acercaba a hablar con Katie, comenzó a exponerle al capitán, en voz muy baja.
- Es absolutamente increíble, los tests que se hacen de rutina indican que es un débil mental leve. Dejó la escuela cuando tenía once años; hizo su aprendizaje y luego trabajó como relojero hasta los cincuenta años. Luego fue conserje del Instituto de Física Superior de Ginebra hasta hace unos pocos años. De allí vino a Norteamérica y comenzó a trabajar donde lo hace actualmente. Pero es el asunto de Ginebra lo que es importante. Deben de estar trabajando sobre los estudios de Einstein y de Mikovski. Este hombre debe de haber oído mucho de lo que se decía.
- Pero si es un débil mental - el coronel había oído hablar de Einstein, y sabía que era muy profundo -. ¿De qué podía servirle?
- ¡Ese es el caso, señor! Es un débil mental a nivel consciente, pero subconscientemente es un genio. De alguna forma, parte de su mente absorbió esa información, la integró y dio como resultado el instrumento. Dentro hay un extraño cristal en forma de L. Cuando se toca, el cristal vibra. No sabemos cómo funciona, pero funciona.
- Se refiere a... ¿la cuarta dimensión?
- Precisamente. Creemos que hemos dejado atrás el día de ayer. Los gnurrs, no. Está allí ahora. Cuando un día se torna para nosotros en ayer, es el hoy para ellos.
- Pero... pero ¿cómo se libra de ellos?
- Dice que toca la misma melodía al revés, y que invierte el efecto. ¡Cuestión de suerte, diría yo!
Papá Schimmelhorn, que estaba haciendo que Katie le tocara los bíceps, se dio la vuelta.
- ¡Espeguen y vegán! - le dijo -. Con mi gnurr-pfeife voy a tgansmitig paga el enemigo. ¡Ganamos la guega!
El coronel se asustó.
- La cosa no está probada todavía. Se requieren mayores estudios: investigaciones de campo, pruebas de ácido...
- No tenemos tiempo, señor. Perderemos el factor sorpresa.
- Haremos un informe adecuado, respetando las jerarquías - declaró el coronel -. Después de todo es una máquina, ¿no es así? No se puede confiar en ellas. Y sería contrario a los principios de la guerra.
Y finalmente el teniente Hanson tuvo la inspiración genial.
- ¡Pero señor - replicó, no estaríamos luchando con la gnurr-pfeife! Nuestra verdadera arma serán los gnurrs. Y éstos no son máquinas. Son animales. Los más grandes generales utilizaron anímales para la guerra. No están interesados en los seres vivos, sino que devorarán lo demás: algodón, lana, cuero, hasta plásticos. Si yo fuera usted, iría a la Secretaría a exponerles esto cuanto antes.
Durante un instante, el coronel vaciló. Pero solamente durante un instante. Finalmente dijo:
- Hanson, tiene un buen argumento, un muy buen argumento.
Se dirigió hacia el teléfono.
Llevó menos de veinticuatro horas organizar la «Operación gnurr».
La Secretaría de Defensa, después de conferenciar con el Presidente y los Directores de Equipos, se apresuró a realizar personalmente las pruebas preliminares del arma secreta de Papá Schimmelhorn. Por la tarde se sabía que los gnurrs podían:

a. Devorar completamente todo lo situado a unos doscientos metros de la gnurr-pfeife en menos de veinte segundos.
b. Dejar completamente desnudos a una compañía de infantería, apoyada por armas químicas, hasta que estuvieran en cueros, en un minuto y dieciocho segundos.
c. Ingerir los contenidos de cinco depósitos militares en poco más de dos minutos.
d. Salir del instrumento cuando se hacía sonar la gnurr-pfeife, en un sistema de onda corta minuciosamente protegido.

También se vio que había solamente tres formas efectivas de matar a un gnurr: disparándole varios tiros, rociándolos con fuego líquido o dejando caer una bomba atómica. Y había demasiados gnurrs para que ninguno de esos métodos valiera un comino.

Hacia la mañana siguiente, el coronel Powhattan Fairfax Pollard había sido ascendido a teniente general, a cargo de la operación, puesto que era el oficial de mayor graduación que hubiera visto a un gnurr, y porque se sabía que los animales constituían su debilidad. El teniente Hanson, su ayudante, se vio rápidamente convertido en mayor. El cabo Colliver se transformó en sargento mayor, probablemente por haber estado allí cuando el maná cayó del cielo. Y Katie Hooper tuvo una breve pero extenuadora cita con Papá Schimmelhorn.
Nadie estaba satisfecho. Katie se quejaba de que Papá Schimmelhorn y los gnurrs tenían la misma idea in mente, sólo que la técnica era diferente. Jerry Colliver, que había estado viéndose regularmente con Katie, protestaba diciendo que los músculos del vejete habían hecho descender sus probabilidades hasta nivel cero. El mayor Hanson había torturado sus horas con la posibilidad de que alguien, aparte del enemigo, sintonizara la Hora de Papá Schimmelhorn.
Hasta el general Pollard estaba preocupadísimo...
- Pasaría cualquier cosa por alto, Hanson, excepto que me llame soldadito. ¡No lo puedo aguantar! Le hablé al respecto y me contestó: «Está bien, soldadito, puedes llamarme Papá».
El mayor Hanson trató de que su expresión se mantuviera dentro de los límites de la disciplina y le dijo:
- Y bien, señor, ¿por qué no llamarlo Papá? Después de todo, son los toques humanos como éste los que hacen la historia.
- ¡Ah, sí! ¡La historia! - El general se detuvo a reflexionar - hmmm..., tal vez sea así, tal vez sea así. Después de todo, a Napoleón siempre se le llamó el pequeño cabo.
- Lo que realmente me preocupa, general, es qué vamos a hacer para que nuestra gente no escuche la transmisión. Pienso que tal vez se haya tenido eso en cuenta, o no se hubiera apresurado tanto la hora del ataque. Está programado para las cinco, y faltan solamente cuatro horas.
- Ahora que lo dice - le contestó el general Pollard, saliendo de su sueño - se me entregó un memorándum... Miss Hooper, ¿quiere hacerme el favor de entregarme el memo del G.l.? Gracias. Aquí está. Parece que han decidido interceptar la transmisión.
- Si, sí. Ya hice que dieran las órdenes pertinentes. Verá usted, los servicios de inteligencia nos advirtieron que el enemigo tiene medios de levantar la intercepción de cualquier cosa que transmitamos en tales circunstancias. Cuando míster Schimmelhorn salga al aire, interceptaremos la transmisión, pero nos cuidaremos bien de pasarles el código a cualquiera de los nuestros. Se piensa que escucharán de cinco a quince estaciones enemigas. La Fase Uno la constituirá la transmisión de la melodía. Cuando haya finalizado, los micrófonos se desconectarán y transmitirán nuevamente la melodía al revés, para eliminar del lugar a los gnurrs que hayan aparecido localmente. Esa será la Fase Dos.
- Parece un plan sólido - Aquí el mayor Ranson frunció el ceño. - Y bueno si todo marcha como es debido. Pero ¿y si no? ¿No sería mejor que tuviéramos un as en la manga, por si acaso?
Volvió a fruncir el ceño. Luego, visto que el general no parecía tener idea alguna al respecto, se dedicó a sus tareas habituales. Realizó una inspección especial del cuarto a prueba de ruidos desde el cual Papá Schimmelhorn haría la transmisión.
También revisó las ventanas de observación, en las cuales se situarían el Presidente, el secretario y el general Pollard, así como los jefes de reparto, los miembros del servicio de inteligencia y los que formaban parte del equipo de la Operación gnurr. A las cinco menos diez, cuando todo estaba concluido, todavía se preocupaba.
- Venga aquí - le dijo susurrando a Papá Schimmelhorn, mientras le acompañaba a la puerta -. ¿Qué haremos si sus gnurrs realmente se salen de control? No podría volver a llevarlos al instrumento en lós días que restan hasta el Juicio Final.
- ¡No te pgueocupes, soldadito! - Papá Schimmelhorn le dio una fuerte palmada en la espalda, que tenía la intención de tranquilizarlo - ¡Todavía tengo un tguco que no enseñé!
Y con esta vaga promesa cerró la puerta.
- ¿Listos? - preguntó el general Pollard, con la tensión reflejada en su voz, a las cinco menos un minuto.
- ¡Listos! - le hizo eco la voz del sargento Colliver.
Frente a Papá Schimmelhorn se encendió una luz roja. La tensión fue en aumento. Los segundos fueron pasando. La mano del general se dirigió hacia una inexistente espada en su váina.
A las cinco exactamente...
- ¡A LA CARGA! - gritó el general.
Y Papá Schimmelhorn comenzó a tocar su melodía.
Los gnurrs, por supuesto, salieron del instrumento.
Los gnurrs salieron del instrumento, con una mirada hambrienta en sus ojos amarillos. Se extendieron como una alfombra sobre el suelo. Comenzaron a apilarse unos sobre otros. Chocaron contra las macizas piernas de Papá Schimmelhorn, con sus hileras incontables de dientecillos aguzados al descubierto. Sus pantalones desaparecieron entre la marea de animalitos. igual que su sobretodo, su corbata, los bordes de su barba. Y Papá Schimmelhorn, sin inmutarse, levantó su fagot más allá del alcance de los gnurrs, mientras seguía con la parte que dice: «Vengan, vengan a la iglesia del bosque...»
Por supuesto, el mayor Hanson no podía escuchar la gnurr-pfeife, pero había cantado la canción en la escuela dominical, y las palabras parecían resonar en su cerebro. Verso tras verso y coro tras coro. Parecía que Papá Schimmelhorn iba a quedar envuelto y tragado por la marea de gnurrs...
Y luego oyó la voz del general Pollard, que decía. en tono inquieto:
- ¿L... listos para Fase Dos?
- ¡Listos! - fue la respuesta del sargento Colliver.
Una luz verde centelleó frente a Papá Schimmelhorn.
Por un momento, nada pareció cambiar. Luego se vio que los gnurrs meditaban. Aprensivamente, miraban por encima de sus hombros peludos. Temblaron. Comenzaron a retroceder.
Lenta, lentamente volvieron donde habían partido, dejando a Papá Schimmelhorn solo y triunfante, desnudo como un recién nacido.
Se abrió la puerta y salió del cuarto. Se le felicitó, vistió y (para gran enojo del sargento Colliver) rechazó una invitación a cenar en la Casa Blanca, porque tenía una cita previa con Katie. La fase activa de la operación gnurr había concluido.
Sin embargo, en la distante Bobovia reinaba el caos. Después se supo que once emisoras enemigas habían podido levantar la intercepción de la emisión, y que por tanto las mareas de gnurrs habían inundado las once mayores ciudades del enemigo. A las siete y quince Bobovia había desaparecido de las emisiones, excepto por unas pocas estaciones, que a esa altura de los acontecimientos transmitían mensajes gravemente teñidos por la histeria. A las ocho habían cesado las actividades militares de Bobovia en todos los frentes. A las diez y veinte, la prensa, asombrada, se informó de que la rendición de Bobovia era cosa de minutos...
El Presidente había recibido un mensaje del general en jefe de Bobovia, pidiéndole permiso para volar a Washington con su jefe de Estado, los miembros del gabinete y varios parientes.
«Y, por favor, si Su Excelencia tuviera la bondad de esperarlos en el aeropuerto con diecinueve pares de pantalones, nuevos o usados...»
No era cuestión de festejos parciales. Tan pronto como los periódicos salieron a la calle - ¡BOBOVIA SE RINDE! ¡LOS RATONES ATOMICOS DEVORAN AL ENEMIGO! ¡LA ESTRATEGIA DEL GENIO SUIZO GANA LA GUERRA!
La gente se volvió loca. Desde Maine hasta Florida, desde California hasta el Cabo Cod se encendieron las luces, sonaron las bocinas y las sirenas y millones de gargantas enronquecieron entonando una y otra vez la tonada salvadora.
Al día siguiente, después que las cámaras de televisión transmitieran la firma del tratado de rendición, el general Pollard y Papá Schimmelhorn fueron honrados en una impresionante ceremonia pública.
Papá Schimmelhorn recibió un voto de agradecimiento de ambas cámaras del Congreso. También se le concedieron títulos académicos por parte de las universidades de Harvard, Princeton, y de un buen número de colegios de Texas. Habló brevemente refiriéndose a los relojes de cuco, a los gnurrs y a Katie Hooper, y sus declaraciones fueron recibidas por una salva de aplausos.
El general Pollard, después de ser condecorado por varios paises extranjeros y de haber recibido los honores de su propio ejército, se refirió al uso de los animales en las guerras del futuro. Señaló que el caballo, entre todos ellos, era el mejor capacitado para los propósitos habituales de la defensa y ataque y recordó las campañas en las cuales había sido probado y utilizado. Se hallaba listo para comenzar a dar explicaciones sobre los sables y las lanzas cuando la abrupta llegada del mayor Hanson le interrumpió.
Hanson llegó con las sirenas anunciando su paso. Dejó la escolta de policías militares para correr por la plataforma, acercarse al Presidente y decirle, pálido y jadeante:
- Los gnurrs - aquí se atragantó - están en Los Angeles - si bien trató de que su voz no fuera más que un susurro, fue lo suficientemente audible como para llegar a oídos del general.
Instantáneamente, el general se apresuró a aprovechar la ocasión.
- ¡Su atención, por favor! - gritó en el micrófono -. ¡Esta ceremonia ha concluido! Pueden considerar que se les ha dado... ¡PERMISO PARA RETIRARSE!
Antes de que el auditorio hubiera tenido tiempo de reaccionar, el general se había unido al grupo de hombres que rodeaba al Presidente, y al cual Hanson estaba informando de la situación.
- ¡Fue por una unidad de investigación! Estaban estudiando un mecanisimo para contrarrestar interferencias, que pensaban que era mejor que el del enemigo. ¡Grabaron la audición de Papá Schimmelhorn, y la pasaron! ¡Los Angeles está siendo invadida!
Hubo varios segundos de desesperado silencio. Luego se oyó la voz del Presidente:
- Señores - dijo -, estamos en la misma situación que Bobovia.
Pero Papá Schimmelhorn, para sorpresa de todos, se rió atronadoramente:
- ¡Jo, jo, jo, jo! ¡No se pgeocupen soldaditos! Tengan confianza en Papá Schimmelhorn. Pog todas pagtes, en Bobovia, hay gnugs. Nosotgos los tenemos solamente en Los Angeles, donde no impogta. ¡Además, tengo una tguco que no conocen! - guiñó alegremente un ojo - Hay una cosa a la que gnugs tienen miedo...
- En nombre de Dios, ¿cuál es esa cosa? - exclamó el secretario.
- Capallos - dijo Papá Schimmelhorn -, es pog olog.
- ¿Caballos? ¿Dijo caballos? - El general no cabía en si de alegría. Sus ojos echaban llamas.
- ¡CABALLERÍA! - tronó -. ¡Hay que preparar la CABALLERÍA!
No se perdió tiempo. A la misma hora, el teniente general Powhattan Fairfax Pollard, el único oficial de rango superior que sabía algo sobre lós gnurrs, fue ascendido al rango de comandante en jefe del Ejército, y se le confirieron atribuciones especialisimas.
El mayor Hanson ascendió a brigadier, un cambio de situación que le dejó ligeramente asombrado. Y el sargento Colliver (reflexionando tristemente que ahora ganaba más de lo suficiente como para casarse) recibió sus adecuadas menciones.
El general Pollard comenzó a actuar en forma inmediata y decisiva. Se interceptó la totalidad del presupuesto previamente destinado a la Fuerza Aérea. Todo lo que tuviera, aunque fuera una remota semejanza con un caballo, una silla de montar, unas riendas o un montón de heno, fue enviado inmediatamente hacia el oeste, después de ser requisado, juntamente con los camiones o vagones ferroviarios que fueron necesarios para el transporte.
Los oficiales de caballería retirados, así como los civiles que supieran algo del asunto, recibieron órdenes perentorias de presentarse en determinados puntos de Oregón, Nevada y Arizona, hacia donde fueron transportados por alicaídos pilotos. Todo aquel que hubiera visto, aunque fuera superficialmente, lo que era un caballo, fue reclutado. México mandó varios regimientos como colaboración.
La prensa tuvo un día de verdadero ajetreo. ¡ESTRELLAS DE HOLLYWOOD DESNUDAS SE ENFRENTAN CON LOS GNURRS! Tales eran los titulares que ilustraban numerosas fotografías. Life dedicó un número especial a hablar del general en jefe Pollard, Jeb Stuar Marshal Ney, Belisarius, la carga de la Brigada Ligera en Balaklava, Escuela del Soldado Montado sin Armas. El Journal-American publicó una noticia según la cual, basándose en fuentes fidedignas, el fantasma del general Custer había sido visto entrando al Club de Oficiales en Fort Riley, Kansas.
Al sexto día, el general Pollard había alistado, en el campo a defender, la fuerza de caballería más poderosa de toda la historia. Hay que decir, es cierto, que su disciplina y aspecto dejaban bastante que desear. No había, para decirlo con palabras suaves, paridad en su presencia de caballeros. A pesar de todo, su moral estaba por los cielos y...
- Nunca más - declaró el general a los corresponsales que lo entrevistaron en sus cuarteles generales en Phoenix - deberemos permitir que los políticos y los teóricos de largos cabellos persuadan a la opinión pública para abandonar los principios de la guerra que durante largo tiempo mantuvieron su sin igual vigencia. Jamás deberá volver a confiar el destino de nuestro país a los... cachivaches.
Sacando su sable de la vaina, el general indicó sus movimientos en el mapa.
- Nuestra estrategia es simple - anunció -. Las fuerzas de los gnurrs han pasado ya el desierto Mohave hacia el sur y actualmente invaden Arizona. En Nevada se han concentrado contra Reno y Virginia. Su ofensiva principal, sin embargo, parece estar dirigida hacia la frontera con Oregón. Tal como saben, tengo a mi mando más de dos millones de hombres a caballo.
Algo así como trescientas divisiones, que harán que los gnurrs tengan que retirarse en tres grupos principales: en el sur, en el centro y en el norte. Luego, una vez que el terreno amenazado se haya estrechado, Papá... digo, mister Schimmelhorn tocará su instrumento sobre sistemas de comunicación móviles.
Con estas palabras el general indicó que la entrevista había llegado a su final, y montando un maravilloso caballo que le había sido regalado por la población civil de Louisville, se dirigió al terreno de las operaciones.
No hay que enfatizar que su conducción de las acciones contra los gnurrs fueron índice del más alto grado de iniciativa y energía, así como de los inmutables principios de la estrategia y la táctica militar. Si bien a posteriori ciertos envidiosos elementos del Pentágono se refirieron a la operación llamándola el rodeo de Polly, el hecho fue que pudo lograr una victoria total en cinco semanas, meses antes de que Bobovia pudiera esbozar su plan quinquenal para la provisión de pantalones a la población. Inexorablemente, los gnurrs, atemorizados, fueron forzados a retroceder. Sus chillidos inquietos pudieron oírse a varias millas de distancia. De noche, su brillo iluminaba el cielo. Hacia el sur, donde habían sido limitados por los desiertos, sólo tres conciertos del fagot fueron más que suficientes para arrastrarlos a su lugar de origen.
En el centro, donde la acción se tomó más compleja, fueron necesarios diecisiete. En el norte, doce lograron el propósito. En cada caso el sonido fue adecuadamente extendido gracias a grandes unidades de altavoces montadas en vagones o en camiones. Se registraron innumerables casos de acciones heroicas, y Jerry Colliver, después de haber dejado en el campo de batalla cuatro pantalones de montar, fue personalmente felicitado en el lugar de la heroica acción por el general Pollard.
Naturalmente, unos pocos gnurrs lograron escapar, pero los felinos del Estado, que habían estado maullando de impaciencia y frustración, pronto dieron cuenta de ellos. En lo que respecta a los numerosísimos casos de alegre indisciplina que se sucedieron al paso de las tropas por las literalmente desnudas poblaciones, pronto fueron perdonadas y olvidadas por la alegría que embargaba a la totalidad de la población.
Secretamente, a fin de evitar el entusiasmo excesivamente caldeado de las masas de admiradores, el general Pollard y Papá Schimmelhorn volaron a Washington, y fueron necesarios tres regimientos completos, con sus sables desenvainados, para abrirles paso. Finalmente, sin embargo, llegaron al Pentágono. Se dirigieron a la oficina principal cogidos del brazo, e hicieron una pausa delante de la puerta.
- Papá - dijo el general Pollard, señalando la gnurr - pfeife con admiración - ¡Hemos escrito una gloriosa página en la historia, y si Dios quiere, escribiremos aún más!
- ¡Ja! - dijo Papá Schimmelhorn, con una enorme sonrisa y un guiño. ¡Pero esta noche vamos a haceg locugas! ¡Tengo una cita con Katie y tgae una compañega paga ti!
El general Pollard vaciló.
- ¿No piensa que puede ser... perjudicial para la disciplina?
- ¡No te pgeocupes, soldadito! ¡No lo vamos a contag a nadie! - dijo sonriendo Papá Schimmelhorn. Y abrió la puerta de golpe.
Allí estaba el despacho del general. A su lado estaba el brigadier general Hanson, con una expresión preocupada. Apoyado en una pared se veía al teniente Jerry Colliver, que, luciendo una execrable expresión de triunfo, pasaba posesivamente un brazo por la cintura de Katie Hooper. Y en la silla del general estaba sentada una anciana, muy tiesa, vestida con un vestido negro muy serio, y que golpeaba inquieta una sombrilla oscura sobre el suelo.
- ¡So! - dijo en un tono que revelaba su furia -. ¿Pensabas que te ibas a escapag? ¿Paga estgopeag el lindo fagot del pgimo Anton, paga jugag con gatones y decig pigopos a muchachas soldados?
Se volvió hacia Katie Hooper e intercambió con ella una mirada, típicamente femenina, de esposa experimentada, que revelaba la sensación de triunfo y comprensión.
- ¡Mucha suegte que llama a mi pog telefono, así entega yo!. Tú buena chica. Puedes veg debajo del disfgaz del cogdego.
Se puso de pie. Antes de que nadie pudiera decir nada, cruzó el cuarto, y tomó la gnurr-pfeífe de manos de Papá Schimmelhorn.
Sin que nadie llegara a hacer un movimiento, metió la mano y cogió el cristal en forma de L, estrellándolo contra el suelo.
- ¡Ahoga! - dijo triunfante - No más gnugs, ni gente sin pantalones, ni monerías.
Mientras el general Pollard observaba sin poderse mover, debido a la gran impresión, y Jery Colliver sonreía encantado, tomó al pobre Papá Schimmelhorn por el brazo, haciéndole girar para poder asirlo de una oreja.
- ¡Ahoga vamos a casa! - ordenó, guiándolo hacia la puerta -. ¡Donde no hay chicas soldado, y donde falta una mano de pintuga!
Con aspecto sumamente resignado, Papá Schimmelhorn se dejó llevar sin oponer la más mínima resistencia.
- ¡Adiós! - dijo a todos, en tono melancólico - ¡Tengo que ig a casa con Mama!
Pero al pasar delante del general Pollard guiñó, como le era habitual, un ojo, mientras le susurraba:
- ¡No te pgeocupes, soldadito! Yo me escapo otga vez. ¡Soy un genio!



Robert Silverberg


Vista desde setenta y cinco kilómetros de altura, la cosa parecía prometedora.
Era un planeta de tamaño mediano, de color marrón y verde, de aspecto acogedor, sin signos de ciudades ni de otro tipo de complicaciones.
Un lugar agradable, tal como se necesitaba para curar la depresión causada por una expedición sin resultados positivos.
Me volví hacia Clyde Holdreth, que se hallaba contemplando pensativo la termocupla.
- ¿Y bien? ¿Qué te parece?
- Me parece muy adecuado. La temperatura es agradable, el tiempo es bueno, hay mucho aire. Creo que vale la pena probar.
Lee Davison salió del compartimiento de los animales, oliendo a ellos, tal como era habitual.
Tenía a uno de los monitos azules que habíamos encontrado en Alferaz. La bestezuela se subía por su brazo.
- ¿Creéis que hemos encontrado algo?
- Un planeta - le dije -. ¿Todavía tenemos sitio en los depósitos?
- Por eso ni os preocupéis. En realidad tenemos sitio para un zoológico más, antes de que se llenen las jaulas. No ha rendido mucho este viaje.
- Realmente no - asentí -. Bien, ¿bajamos a ver qué es lo que encontramos?
- Más vale - replicó Holdreth -. No podemos volver a la Tierra con un par de monitos azules y unos comedores de hormigas.
- Voto por un aterrizaje de exploración - dijo Davison -. ¿Y tú?
Asentí con la cabeza.
- Prepararé todo. Asegúrate de que tus animales estén cómodos cuando desaceleremos.
Davison desapareció dentro del compartimiento, mientras Holdreth escribía furiosamente en el cuaderno de bitácora, asentando las coordenadas del planeta, su descripción general, y los otros detalles necesarios.
Aparte de ser un equipo de recolección que trabajaba para el Departamento de Zoología del Instituto de Estudios Interestelares, también éramos un grupo de exploración, y el planeta que estaba cerca figuraba como inexplorado en las cartas de navegación espacial.
Eché un vistazo a la enorme bola verde y marrón, que giraba debajo de nosotros, y sentí el aguijonazo de melancolía que siempre acompañaba el descenso en un mundo nuevo y extraño. Reprimiéndolo, comencé a trazar una órbita para el descenso.
Sentí, detrás de mí, la algarabía furibunda de los monitos azules, mientras Davison los acomodaba en las camitas de desaceleración, y haciéndole un ronco acompañamiento, los gruñidos graves y poco musicales, de los devoradores de hormigas rogelianos, que nos hacían saber sus molestias.
Indudablemente, el planeta estaba deshabitado, pues en cuanto la nave se asentó, no transcurrió más de un minuto antes de que la fauna local comenzara a reunirse. Nos quedamos parados frente a las ventanillas, mirando asombrados.
- Esto es algo con lo que no creo que nos hayamos atrevido ni siquiera a soñar. ¡Mirad! - dijo, acariciándose nerviosamente la barba -. ¡Debe de haber mil especies diferentes!
- Nunca vi nada igual - dijo Holdreth.
Me apresuré a determinar cuánto espacio teníamos en la nave, y cuántas de las criaturas que se hallaban curiosas fuera, íbamos a ser capaces de llevarnos con nosotros.
- ¿Cómo vamos a decidir cuáles vamos a llevarnos, y cuáles deberemos dejar atrás?
- ¿Qué importa? - dijo Holdreth, alegremente -. Esto es lo que podríamos denominar una superabundancia de bienes. Creo que debemos de tratar de atrapar una docena de los especímenes más raros y salir corriendo, dejando el resto para otro viaje. ¡Qué pena que perdimos aquel precioso tiempo dando vueltas por Rigel!
- Bueno, después de todo, nos llevamos los devoradores de hormigas - señaló Davison. El los había encontrado, y estaba orgulloso. - Sonreí con cierta amargura.
- Sí, atrapamos los devoradores de hormigas - En ese momento, estos animales comenzaron a gruñir con claros ronquidos -. Pero creo que estaríamos mejor sin esas bestias.
- ¡Qué mala actitud! - dijo Holdreth - ¡Muy poco profesional!
- Después de todo, no soy un zoólogo. Simplemente soy un piloto de nave espacial, recordad. Y si no me gusta la forma en que esos bichos huelen y gruñen, pues...
- ¡Mirad!¡Mirad eso! - dijo súbitamente Davison.
Miré por las ventanillas y vi una nueva bestia que emergía de la espesa vegetación. Creo haber visto criaturas extrañas desde que estoy en el Departamento de Zoología, pero nunca nada como esa.
Era del tamaño de una jirafa, y se movía sobre unas patas largas y temblequeantes. En el extremo de un inimaginable cuello tenía una pequeña cabeza. También tenía seis patas, y una serie de apéndices en forma de serpientes, que se enroscaban y desenroscaban. Sus ojos eran dos grandes globos violetas, situados en el extremo de dos gruesas antenas. Debería medir unos seis metros y medio de altura.
Se movió con extremada gracia entre las otras bestias que rodeaban nuestra nave, abriéndose suavemente camino hasta llegar a ella. Al ver las ventanillas, se asomó para espiar. Uno de sus ojos me miró directamente, el otro a Davison. Era extraño, pero me parecía que estaba queriendo decirnos algo.
- Es grande, ¿verdad? - dijo, finalmente, Davison.
- Apuesto a que te quieres llevar una.
- Tal vez sea posible hacer sitio para un ejemplar joven - dijo Davison -. Siempre que podamos hallarlo, por supuesto.
- ¿Cómo va el análisis del aire? Reviento de ganas de salir de aquí y ponerme a capturar estos bichos. ¡Dios mío! ¡Esto es realmente extraño!
El animal aparentemente había concluido su examen, puesto que dio la vuelta a la cabeza, y con un trotecito corto, se desplazó alrededor de la nave. Una criatura pequeña, de aspecto similar al de un perro, con espinas a lo largo del dorso, comenzó a ladrarle al raro animal, pero no se dio por aludido. Los otros animales, de todas formas y tamaños, continuaron reunidos alrededor de la nave, aparentemente muy curiosos acerca de los recién llegados.
Podía ver los ojos de Davison sedientos de deseo de atrapar ese gran montón y llevárselo a la Tierra. Sabía lo que pasaba por su mente: soñaba con la gran cantidad de especies extraterrestres que por aquí rondaban, viéndolas a cada una de ellas con un cartelito que decía: Tal y tal Davison.
- El aire puede respirarse - anunció Holdreth abruptamente -. Buscad vuestras redes de cazar mariposas y preparaos para la captura.
Había algo que no me gustaba de ese lugar. Era todo demasiado perfecto, y sabía que en realidad nada sucedía así. Siempre, en alguna parte, hay una trampa.
Pero el lugar parecía ser verdad. El planeta era el sueño de un zoólogo convertido en realidad, y Davison y Holdreth estaban entusiasmadísimos estudiando las distintas especies.
- Nunca vi nada como esto - dijo Davison por quincuagésima vez, por lo menos, mientras examinaba un animalito pequeño, parecido a una ardilla, de color púrpura. La ardilla se quedó mirándole, como si también examinara a Davison.
- Llevémonos algunas de éstas - dijo Davison -. Son muy bonitas.
- Bueno, hazlo - le dije, encogiéndome de hombros. No me importaba qué animales transportaba, sino que llenaran de una vez las bodegas y me permitieran partir de acuerdo a los planes.
Vi cómo Davison levantaba a dos de las ardillas, llevándolas hacia la nave.
Holdreth se acercó hacia donde yo estaba. Sujetaba una especie de perro con ojos a facetas como los de un insecto, que brillaban, y una piel pelada y brillante.
- ¿Qué te parece, Gus?
- Magnífico - le contesté -. Verdaderamente asombroso.
Puso al animal en el suelo, pero no trató de escaparse, sino que se quedó tranquilo, mirándonos. Holdreth, pasándose una mano por la cabeza, que comenzaba a quedarse calva, me dijo:
- Gus, has estado triste todo el día. ¿Qué te pasa?
- Estoy preocupado.
- ¿Por qué? ¿Prejuicios?
- Es demasiado fácil, Clyde. Demasiado fácil. Estos animales se acercan como si esperaran ser capturados.
Holdreth apenas reprimió una risa.
- Y tú estás acostumbrado a la lucha, ¿verdad? Te molesta que lo estemos pasando tan bien aquí.
- Cuando pienso en el lío que hicimos para conseguir un par de misérrimos y malolientes devoradores de hormigas.
- No te preocupes, Gus. Trataremos de llevarnos algunos ejemplares, y luego saldremos corriendo. ¡Pero este lugar es una mina de oro zoológica!
Sacudí la cabeza negativamente.
- No me gusta, Clyde. No me gusta.
Holdreth rió y levantó del suelo su perro con ojos a facetas.
- Dime, ¿sabes dónde puedo encontrar otro?
- Aquí - le dije, señalando - Está bien cerca, con la lengua fuera, esperando que lo cojas y te lo lleves.
Holdreth miró, sonriendo.
- ¿Y tú que sabes de eso?
Cogió su espécimen y lo llevó dentro.
Me alejé un poco para inspeccionar el lugar. Aquel planeta me parecía demasiado increíble para aceptarlo sin un examen minucioso, a pesar de la forma desaprensiva con que mis dos compañeros recogían sus especímenes.
Punto número uno: los animales no andan por ahí como lo hacían aquí, en grandes cantidades y contentos de estar unos junto a otros. Noté que no había más de unos pocos de cada especie, y por lo menos debía haber quinientas diferentes unas de otras. Y cada una compitiendo en rareza. La naturaleza no obra así.
Punto número dos: parecían ser amigos entre sí, si bien aceptaban el liderazgo de la criatura parecida a una jirafa. La naturaleza tampoco obra de esa forma. No había visto que surgiera una pelea entre ellos. Eso hacía pensar que tal vez eran herbívoros, cosa que ecológicamente era un despropósito.
Me encogí de hombros y seguí hacia delante.
Media hora más tarde sabía algo más acerca de la geografía de nuestra tierra de promisión. Nos hallábamos en una inmensa isla o en una península, puesto que podía ver una gran extensión de agua que bañaba las tierras, a unos quince kilómetros más o menos.
No muy lejos de la nave había una extensa franja de vegetación selvática, que llegaba hasta el agua hacia un lado y terminaba abruptamente hacia el otro.
Nuestra nave había descendido en el borde del claro. Aparentemente, la mayoría de los animales que veíamos vivían en la selva.
Al otro lado había una pradera baja y también extensa que a lo lejos parecía perderse poco a poco en un desierto.
A lo lejos podía distinguir algo así como una gran franja de arena que contrastaba vivamente con la fértil jungla de la izquierda.
Hacia uno de los lados había un pequeño lago. Era un lugar realmente muy adecuado para que se juntara tal rara cantidad de animales, puesto que parecía haber un hábitat indicado para cada especie, más o menos.
¡Y la fauna! Si bien soy un zoólogo de segunda mano, que pesca aquí y allá sus conocimientos por ósmosis, de Davison y Holdreth, no podía dejar de maravillarme frente a la extraordinaria riqueza de animales extraños.
Los había de distintas formas y tamaños, colores y olores, y su única característica similar era su extraordinaria mansedumbre. Durante el curso de mi caminata, unos cien animales debían de haberse acercado a mí, apartándose después de haberme examinado cuidadosamente. Esto incluyó a una media docena que no había visto antes, más una de las jirafas de aspecto inteligente y uno de los perros sin pelo.
Una vez más tuve la impresión de que la jirafa podía estar tratando de comunicarse conmigo.
La cosa me gustaba cada vez menos. En realidad, no me gustaba nada.
Volví al campamento y vi a Holdreth y a Davison frenéticamente ocupados en tratar de acomodar dentro de la nave los animales que podían.
- ¿Cómo va la cosa? - les pregunté.
- Las bodegas están llenas. Estamos ocupados tratando de elegir un poco.
Vi cómo cogía los dos perros sin pelo de Holdreth y llevaba dentro un par de animalitos de ocho patas, con cierto remoto parecido con los pingüinos, que no protestaban al ser llevados al interior de la nave. Holdreth fruncía el ceño.
- ¿Para qué quieres ésos, Lee? Los que parecen perros tienen el aspecto de ser más interesantes, ¿no lo crees?
- No - dijo Davison -, prefiero llevar esos otros dos. Son muy curiosos. ¿Te has fijado la forma en que la red muscular conecta...?
- Un momento, muchachos - les dije. Me quedé mirando al animal que estaba en brazos de Davison -. Este es realmente curioso, ¿verdad? Tiene ocho patas.
- ¿Te estás transformando en un zoólogo? - preguntó Holdreth muy divertido.
- No, pero... cada vez estoy más intrigado: ¿por qué éste tiene ocho patas, otros seis y otros sólo cuatro?
Me miraron interrogativamente, con cierto desprecio profesional pintado en el rostro.
- Quiero decir que debería de haber cierto esquema habitual, ¿no es así? En la Tierra, nuestra vida animal tiene cuatro patas; en Venus, seis. Pero ¿alguna vez visteis una mezcolanza tan extraña como la de aquí?
- Hay cosas todavía más raras - dijo Holdreth -. Los de vida simbiótica de Sirio Tres, los constructores de madrigueras de Mizar... Pero tienes razón, Gus. Esto es realmente una extraña dispersión evolutiva. Creo que debemos de quedarnos e inspeccionar las cosas a fondo.
Inmediatamente me di cuenta, por la expresión alegre de la cara de Davison, que había estropeado las cosas, y que estábamos peor que antes. Traté de buscar una nueva táctica.
- No estoy de acuerdo - dije -. Creo que debemos partir inmediatamente y regresar más tarde, con una expedición mayor.
Davison rió entre dientes.
- ¡Vamos, Gus! No seas tonto. Esta es la oportunidad de nuestras vidas. ¿Por qué vamos a compartirla con el Departamento de Zoología?
No le quise decir que tenía miedo de quedarme más tiempo.
Me crucé de brazos.
- Lee, soy el piloto de esta nave, y ahora me vas a tener que escuchar. Los planes son de parar aquí brevemente, para después seguir hacia adelante. ¡No me digas que me estoy comportando como un tonto!
- ¡Pero sí que lo estás! Interfieres en nuestras investigaciones científicas...
- Escúchame, Lee. Nuestras raciones están calculadas con márgenes muy estrechos, para permitiros un mayor espacio para los especímenes. Estrictamente éste es un equipo para recolección. No se han arbitrado medios para una estancia prolongada. A menos que queráis terminar el viaje comiéndoos vuestros animalitos, os sugiero que vayamos partiendo.
Se mantuvieron en silencio durante un rato. Finalmente Holdreth dijo.
- No podemos discutir esas razones, Lee. Hagamos lo que dice Gus, y regresemos inmediatamente. Habrá tiempo de investigar este planeta en detalle, cuando podamos hacerlo.
- Pero... ¡Oh, está bien! - dijo Davison, con pocas ganas. Volvió a coger uno de los pingüinos de ocho patas -. Dejarme acomodar estos animales y nos iremos - Me miró con una extraña expresión, como si hubiera hecho algo criminal.
Cuando comenzó a acercarse a la nave, lo llamé.
- ¿Qué pasa, Gus?
- Mira, no es que quiera arrancarte de aquí - le dije, tratando de ocultar mis sospechas - Es simplemente un problema de aprovisionamiento.
- Ya veo, Gus - se dio la vuelta y entró en la nave.
Me quedé un rato inmóvil, sin poder pensar en nada especial, y luego entré y comencé a calcular la órbita de despegue.
Había llegado al cálculo de los gastos de combustible, cuando observé que del tablero de control colgaban, en forma desordenada, una gran cantidad de cables sueltos. Alguien había estropeado nuestro mecanismo de conducción. Estropeado completamente.
Durante un largo rato no pude hacer otra cosa que observar el desastre. Luego me di la vuelta y me dirigí hacia el compartimiento de los animales.
- ¡Davison!
- ¿Qué pasa, Gus?
- Ven un momento, ¿quieres?
Esperé durante unos minutos, y apareció, con aspecto impaciente.
- ¿Qué te pasa, Gus? Estoy muy ocupado y... - Abrió la boca con asombro. - ¡Mira eso!
- Mejor que lo mires tú - le grité -. Me siento enfermo. Vé a buscar a Holdreth, corriendo.
Mientras Davison hacía el encargo, me puse a tratar de estimar los daños. Una vez que hube retirado el panel de control para mirar al interior, me sentí un poco mejor.
Las cosas no habían sido dañadas más allá de toda posibilidad de reparación, si bien era indudable que los daños eran grandes.
Tres o cuatro días de trabajo intenso con un destornillador y un soldador podían hacer que la nave estuviera en condiciones de volar otra vez.
Pero eso no hacía que me sintiera menos enfadado. Oí entrar a Davison con Holdreth, y giré para enfrentarme a ellos.
- Muy bien, idiotas. ¿Quién hizo eso?
Abrieron la boca y dejaron escapar una serie de alaridos de protesta, los dos al unísono. Les dejé hablar un rato, y luego les grité:
- ¡Uno por uno!
- Si estás tratando de decir que uno de nosotros saboteó la nave para que no pudiéramos irnos, quiero decirte... - comenzó Holdreth.
- No estoy tratando de decir nada, pero lo que me parece es que durante mucho tiempo estuvisteis procurando convencerme de que me quedara unos días más. Tal vez hayáis decidido que la mejor forma de lograrlo era hacer esto - les miré, con una mirada ardiente de rabia -. Pues bien, tengo malas noticias. Puedo arreglar esto, y lo puedo hacer en un par de días. Así que seguid con vuestros asuntos. Seguid zoologizando, mientras tengáis tiempo...
Suavemente, Davison puso una mano sobre mi brazo.
- Gus, nosotros no lo hicimos. Te lo aseguramos.
Súbitamente se me pasó la rabia, y sólo pude sentir la aguda mordedura del miedo. Pude darme cuenta de que Davison decía la verdad.
- Si tú no lo hiciste, si Holdreth no lo hizo, y yo no lo hice, entonces ¿quién lo hizo?
Davison hizo un gesto de ignorancia.
- Tal vez es uno de nosotros, pero no se da cuenta de lo que está haciendo - sugerí -. Tal vez... - me interrumpí -. ¡Oh!, mejor dejo de pensar tonterías. Por favor, alcanzarme el cajón de las herramientas.
Fueron a atender a los animales, y comencé el trabajo de reparación, sin pensar en otra cosa, tratando de que la mente no rondara alrededor de las sospechas, concentrándome solamente en unir el cable A con el que le correspondía, y el transistor F con el potenciómetro K, tal como estaba indicado.
Era un trabajo lento, enervante, y para la hora de la comida sólo había llegado a cumplir con los preliminares. Mis dedos temblaban por el esfuerzo de trabajar con cosas tan pequeñas, y finalmente decidí abandonarlo hasta el día siguiente.
Dormí mal, acosado por pesadillas acentuadas por los quejidos de los devoradores de hormigas, y por los ocasionales grititos, ronquidos, silbidos y gruñidos de los otros animales de la bodega. Sólo a eso de las cuatro de la madrugada pude verdaderamente conciliar el sueño, y entonces lo restante de la noche pasó rápidamente.
Me desperté por las sacudidas de un par de manos, para encontrarme con las caras pálidas y tensas de Holdreth y Davison.
Traté de despabilarme mientras preguntaba.
- ¿Qué pasa?
Holdreth se inclinó y me sacudió con fuerza.
- ¡Despierta, Gus! - Me puse trabajosamente de pie.
- ¡Caramba! Qué idea más malvada. Despertarlo a uno en mitad de la noche.
Me hallé empujado inmisericordemente por el corredor hacia el cuarto de control. Me fijé en el sitio donde Holdreth señalaba, y allí fue cuando me desperté de repente.
Los cables habían sido arrancados nuevamente. Alguien o algo había deshecho completamente el trabajo de reparación de la noche anterior.
Todos los reproches insustanciales que solíamos dirigirnos se interrumpieron. La cosa no era una broma; no nos podíamos reír más. Comenzamos a trabajar duro, todos juntos, como un verdadero equipo muy de acuerdo. Tratábamos desesperadamente de hacer algo antes de que fuera demasiado tarde.
- Pasemos revista a la situación - dijo Holdreth, recorriendo nerviosamente la cabina de control de arriba a abajo. La nave ha sido saboteada dos veces. No sabemos quién lo ha hecho, y, a nivel consciente, estamos convencidos de que no fuimos nosotros.
Hizo una pausa.
- Esto abre dos posibilidades. O bien, como dijo Gus, uno de nosotros lo hace sin darse cuenta, o hay alguien que lo hace cuando no estamos mirando. Ninguna de las dos posibilidades es demasiado alegre.
- Podemos montar guardia - dije -. Propongo que uno de nosotros esté permanentemente despierto, que durmamos por turnos vigilando estrechamente hasta que pueda arreglar la nave. Además deberemos dejar escapar los animales que hemos traído a bordo.
- ¿Qué?
- Tiene razón - dijo Davison -. No sabemos cómo actúan. No parecen ser inteligentes, pero no podemos asegurarlo. Esa jirafa de ojos púrpura, por ejemplo. Supongamos que nos hipnotiza y hace que nosotros mismos estropeemos la nave. ¿Cómo podemos decir que no?
- Pero... - Holdreth quiso comenzar a protestar, pero se interrumpió.
- Creo que deberemos de considerar la posibilidad - admitió, obviamente molesto por tener que soltar a sus cautivos -. Vaciaremos las bodegas y tú tratarás de arreglar la nave. Luego, si todo marcha bien, tal vez podamos pensar en recuperarlos.
Estuvimos de acuerdo, y Holdreth y Davison soltaron los animales, mientras me ponía a arreglar el mecanismo. Hacia la caída del Sol había podido lograr un estado similar al de la noche anterior.
Me senté para montar la primera guardia. La nave se hallaba sumida en una extraña calma. Comencé a andar por la cabina, tratando de vencer la tentación de adormilarme. Pude mantenerme despierto hasta que Holdreth me vino a reemplazar.
Pero cuando llegó, boqueó con desesperación mientras me señalaba el panel. Una vez más había sido arrancado.
Ahora no teníamos excusas ni explicación. La expedición se había convertido en una verdadera pesadilla.
Solamente pude asegurar que en ningún momento me había dormido, y que nada ni nadie se había acercado al panel. Pero, claro, aquello no explicaba nada. O bien entonces era yo el saboteador, o algún poder externo era el que saboteaba la nave.
Ninguna de las dos hipótesis parecía tener sentido, por lo menos para mi.
Llevábamos cuatro días en el planeta, y la provisión de alimentos comenzó a convertirse en un problema. Mis órdenes, cuidadosamente preparadas, consideraban que ya debería de hacer dos días que estábamos en el viaje de vuelta a la Tierra.
Pero no estábamos más cerca de la partida que cuatro días atrás.
Los animales continuaron vagando por los alrededores de la nave, tocándola inquisitivamente con sus hocicos, examinándola, mientras las jirafas nos miraban con sus grandes y expresivos ojos. Los pobres eran tan mansos como siempre, y nada sabían de las tensiones que se acumulaban dentro del casco de la nave.
Los tres andábamos como zombies, con los ojos brillantes y los labios cerrados. Estábamos muy asustados.
Algo nos impedía arreglar la nave. Algo no quería que abandonáramos este planeta.
Miré la cara dulce de la jirafa de ojos púrpura, que espiaba por las ventanillas, y me devolvió la mirada. A su alrededor se agrupaba la mescolanza increíble de géneros y especies.
Aquella noche los tres hicimos guardia en la cabina de control. A pesar de todo, el panel fue destrozado nuevamente. Los alambres estaban tan soldados, y vueltos a soldar, que comencé a pensar que unas pocas maniobras más y todo estaría en un estado completamente imposible de reparar. Si no lo estaba ya.
Por la noche no dejé el trabajo. Continué soldando después de la cena; por más que ésta fue una comida insuficiente, debido a la escasez de raciones. Seguí trabajando hasta altas horas de la noche.
A la mañana siguiente, estaba otra vez estropeado.
- Me doy por vencido - dije, revisando los daños -. No veo ninguna razón para seguir tratando de arreglar algo que no va a mantenerse soldado.
Holdreth asintió. Estaba terriblemente pálido.
- Tendremos que pensar en alguna otra cosa.
Abrí el armario de las raciones y examiné nuestras reservas.
Aun contando la comida sintética que le hubiéramos dado a los animales en el viaje de vuelta, estábamos muy escasos de víveres. Habíamos pasado el límite de seguridad. El viaje de vuelta estaría amenazado por el hambre. Si lográbamos volver, claro está.
Salí de la nave y me senté en una gran roca, situada cerca.
Uno de los perros sin pelo se acercó y me rozó la camisa con su hocico. Davison se asomó a la portezuela y me llamó:
- ¿Qué estás haciendo, Gus?
- Tomando un poco de aire fresco. Estoy cansado de estar ahí dentro - Acaricié el perro detrás de las orejas, y eché una mirada alrededor.
Los animales ya no sentían tanta curiosidad por nosotros, y por tanto no se congregaban como antes. Se hallaban desparramados en la pradera, comiendo unos depósitos formados por una sustancia blanca y pastosa. Se precipitaba todas las noches. Lo llamábamos maná. Todos los animales parecían alimentarse con ella.
Me recosté hacia atrás.
Al octavo día comenzamos a estar muy delgados. Ya no trataba de reparar la nave; el hambre comenzaba a torturarme.
Vi a Davison con el soldador en la mano.
- ¿Qué estás haciendo?
- Voy a reparar la nave - me contestó. Tú no quieres hacerlo, pero no podemos quedarnos de brazos cruzados - Tenía la nariz hundida en el manual de reparaciones, y estaba manipulando el disparador del soldador.
Me encogí de hombros.
- Haz lo que quieras - No me importaba. Lo que sabía era que mi estómago estaba dolorosamente vacío, y que tal vez tendría que enfrentarme al hecho de que estábamos atrapados para siempre.
- ¿Gus?
- ¿Sí?
- Creo que es hora de que te lo diga. Hace cuatro días que como maná. Es bueno, y nutritivo.
- ¿Has estado comiendo maná? ¿Una cosa que encuentras en un mundo extraño? ¿Te has vuelto loco?
- ¿Qué otra cosa podemos hacer? ¿Morir de hambre?
Sonreí débilmente, admitiendo que tenía razón. De la nave llegaban los ruidos que hacía Holdreth al moverse de un lado para otro.
Era el que peor estaba de los tres. Tenía una familia en la Tierra, y comenzaba a darse cuenta de que tal vez nunca la volvería a ver.
- ¿Por qué no vas a buscar a Holdreth? - sugirió Davison -. Id y llenaos de maná. Tenéis que comer algo.
- Sí. ¿Qué podemos perder? - Moviéndome como un robot me dirigí hacia la cabina de Holdreth. Saldríamos juntos, comeríamos maná y dejaríamos de sentir hambre. De una u otra forma.
- ¡Clyde! - llamé - ¡Clyde!
Entré en la cabina. Estaba sentado al escritorio, temblando convulsivamente y observando los dos chorros de sangre que brotaban de sus recién seccionadas venas de la muñeca.
- ¡Clyde!
No protestó cuando lo llevé a la enfermería; le hice dos torniquetes para parar la hemorragia y lo curé. Se estaba quieto, sollozando.
Le abofeteé, y volvió en sí. Miró a su alrededor, como si no supiera dónde estaba.
- Yo... yo...
- Tranquilízate, Clyde. Todo va a ir bien.
- No está bien - dijo, con voz hueca -. Todavía estoy vivo. ¿Por qué no me dejaste morir? ¿Por qué...?
Davison entró en la cabina.
- ¿Qué pasa, Gus?
- Es Clyde. La tensión le está afectando. Trató de matarse, pero pienso que ahora estará mejor. Tráele algo para comer, ¿quieres?
Logramos que Holdreth se sintiera mejor cuando llegó la noche. Davison juntó todo el maná que pudo, y nos dimos un festín.
- Ojalá tuviera el coraje de matar algún animal de la fauna local - dijo Davison -. Entonces sí que tendríamos un banquete. ¡Carne asada!
- Las bacterias - dijo Holdreth suavemente -. No debemos hacerlo.
- Ya lo sé. Simplemente soñaba en voz alta.
- ¡Nada de soñar! - dije, bruscamente -. Mañana temprano otra vez comenzamos a trabajar en el panel. Tal vez, con algo de comida en el estómago, podamos mantenernos despiertos para saber qué es lo que pasa aquí.
Holdreth sonrió.
- ¡Buena idea! No puedo más. ¡Quisiera salir de esta nave y comenzar a vivir una existencia normal! ¡Dios mío! No puedo más.
- Tratemos de dormir - le dije -. Mañana volveremos a probar. Veréis cómo podremos volver a casa - traté de transmitirles una confianza que no sentía.
A la mañana siguiente me levanté temprano, tomé mi caja de herramientas, y contento de sentirme capaz de pensar con claridad, me dirigí hacia la cabina de control.
Y me detuve súbitamente. Y miré por la cabina de observación.
Volví sobre mis pasos y desperté a Holdreth y a Davison.
- Mirad por las ventanillas - les dije con voz ronca.
Miraron. Sus ojos se desorbitaron por el asombro.
- Parece mi casa - dijo Holdreth -. Mi casa en la Tierra.
- Con todas las comodidades de un hogar - me adelanté con inquietud y bajé de la nave -. Vamos a verla.
Nos aproximamos, mientras los animales retozaban alrededor nuestro. La jirafa más grande se acercó y movió la cabeza con aire solemne. La casa se hallaba en medio del claro, pequeña pero pesada, oliendo a pintura fresca.
Comprendí lo que había pasado. Durante la noche, manos invisibles la habían puesto allí. Habían copiado una casa igual a las de la Tierra, colocándola cerca de nuestra nave, para que la habitáramos.
- Igual que mi casa - repitió Holdreth, asombrado.
- No me extraña - le dije -. Extrajeron la idea de tu mente tan pronto como se dieron cuenta de que no podríamos vivir en la nave indefinidamente.
Inmediatamente, Holdreth y Davison me preguntaron:
- ¿Qué quieres decir?
- Pero ¿cómo? ¿Aún no os habéis dado cuenta de dónde estamos? - Me pasé la lengua por los labios resecos, tratando de acostumbrarme al hecho de que íbamos a pasar el resto de nuestra vida aquí -. ¿No entendéis para qué fue construida esta casa?
Movieron la cabeza negativamente, dando muestras de completa incertidumbre. Miré alrededor, desde la casa hasta la inútil nave, desde la selva hasta la pradera y el lago. Ahora comprendía.
- Quieren mantenernos felices - les dije -. Saben que no marchábamos bien a bordo de la nave, así que... nos construyeron algo un poco más parecido a lo que teníamos en casa.
- Quiénes? ¿Las jirafas?
- Olvidaos de las jirafas. Trataron de avisarnos, pero es demasiado tarde. Son seres inteligentes, pero están prisioneros como nosotros. No, me refiero a los que rigen sobre este lugar. Los super-extraterrestres que nos hicieron sabotear nuestra nave sin que nos diéramos cuenta de lo que estábamos haciendo, que se hallan en alguna parte y nos observan. Los que juntaron esta enorme cantidad de animales, provenientes de todas las partes de la galaxia. Ahora nosotros también hemos corrido la misma suerte. Este sitio no es más que un zoológico. Un zoológico para los distintos seres vivos, que tal vez cumple el propósito de educar a criaturas tan extrañas a nosotros que ni siquiera podríamos soñar conocerlas.
Miré hacia arriba, hacia el brillante cielo azul, en donde invisibles barrotes nos mantenían presos. No tenía sentido tratar de luchar contra ellos.
Me parecía poder ver la placa explicatoria:
TERRESTRES. Hábitat Sol III.


FIN

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