Juan G. Atienza
No somos ni dioses ni inmortales.
Haz que tu breve vida sea digna del destino.
(Del himno de los cosmonautas soviéticos).
...Y la Tierra allá abajo... El día y la noche sucediéndose hora tras hora, acelerando el ritmo vital del hombre, como si el tiempo quisiera aún apurar los minutos que faltaban antes de que llegase, a través de la radio, la orden inapelable de emprender el descenso. Luego...
Se lo habían advertido mucho antes del lanzamiento: aquella iba a ser una experiencia totalmente nueva y, sin duda, infinitamente más peligrosa que las anteriores. Incluso le dieron ocasión de estudiar a los camaradas que volaron dentro de aquella misma cápsula antes que él; les había visto debatirse en los lechos del hospital de la base, caer a tierra sin motivo aparente, sufrir mareos y vértigos, mirar con ojos de idiota el mundo circundante y contraer horribles psicosis que les habían convertido en seres inútiles para el resto de su vida. Había visto los hijos deformes que sus mujeres habían traído al mundo y que habían sido celosamente ocultados a los ojos de la gente. Le habían mostrado todo aquel horror y le habían anunciado claramente que su vuelo sería más largo y más alto que todos los vuelos anteriores y que contendría en su programa todos los elementos sospechosos que habían producido las distintas lesiones de sus compañeros. Porque los hombres de ciencia tenían que saber si una intensificación de las circunstancias anormales podría recrudecer o agravar sus estados.
Le dieron ocasión de renunciar, por eso precisamente no quisieron ocultarle los peligros. Pero él había aceptado: subiría más alto que todos los otros y se mantendría más tiempo en el espacio; atravesaría una vez cada noventa y ocho minutos el cinturón de radiaciones y, luego... Luego...
¿Por qué aceptó? Probablemente, entonces no habría sabido responder y, sin embargo, allí y ahora, en lo más alto, a mil kilómetros sobre la Tierra, estaba la respuesta. Si hubiera renunciado, tal vez nunca habría tenido ocasión de subir a una nave espacial y contemplar la espantosa belleza de aquel universo sin límites que se abría ante sus ojos, siempre el mismo y constantemente distinto, inmenso, imposible de abarcar en el tiempo de una vida humana, aunque esa vida se acelerase a treinta o cuarenta mil kilómetros por hora, alternando el día y la noche en el absurdo espacio de noventa y ocho minutos.
Era absurdo, pero... ¡subir más y más!... Alcanzar las últimas estrellas de la Galaxia, que se distinguían como puntos remotos a través de las escotillas; navegar millones y millones de años luz por encima de la Nada y alcanzar... ¿qué? Tal vez esa imperceptible mezcla de belleza y de horror que era el Vacío. Tal vez mecerse eternamente entre mundos ignorados e inalcanzables, tan inalcanzables como ahora se le aparecía el suyo propio, girando sin cesar a sus pies, bañado en nubes, en noche, en un sol cegador que le abrasaba las pupilas cuando sus ojos no podían evitar la tentación de mirarlo de frente durante una centésima de segundo. Tal vez rozar soles rojos, azules o blancos, remontar planetas palpitantes de vidas ignoradas y extrañas, contemplar de cerca —a sólo a dos o tres mil años luz— el estallido salvaje de una supernova.
Pero aquello era sólo soñar. La realidad estaba allí, en el espacio infinitamente pequeño de la cápsula espacial, en el tablero de mandos, en los controles que no debía perder de vista, en las funciones vitales que había que cumplir a rajatabla, en el indicador de posición, en las gráficas que le calibraban segundo a segundo los latidos, la presión sanguínea, el metabolismo y cada movimiento. La realidad estaba en torno suyo y en la voz casi constante que le llegaba a través del receptor y que constituía el delgadísimo cordón umbilical que le ligaba al mañana.
Y la realidad, su realidad, estaba también en ese mañana incierto en el que su propia vida podría ser —y lo sería, sin duda— un mero experimento biológico sobre el que se ensañarían curiosos los científicos, tratando de descubrir por qué las cosas habían marchado así, por qué un organismo sano se había convertido en un guiñapo al cabo de quinientas horas de vuelo cósmico en torno a la Tierra. Y él —únicamente ahora, a sólo dos vueltas de su regreso, comenzaba a darse cuenta de todo eso— se había prestado al experimento como un cobaya que hubiera dado voluntariamente ese paso al frente que los biólogos esperaban para elegir sin remordimiento al que tenían que sacrificar.
La voz remota de la emisora de la Tierra enmudeció un instante. Ahora pudo abrir los ojos, que había mantenido cerrados hasta entonces, para evitar el reflejo cegador del sol. Miró al indicador de posición y supo que se encontraba sobre el polo. A lo largo de tantas horas de vuelo, había pasado una vez y otra sobre los hielos eternos, pero ahora necesitó mirar con más intensidad el desierto blanco, porque sabía que el viaje tocaba a su fin y sentía que su vida de hombre terminaría con él, para convertirle a partir de entonces en un objeto que nunca podría contemplar de cerca la maravilla de acuella Tierra que tenía entera a sus pies, a miles de kilómetros por debajo de la cápsula espacial. Y miró fijamente, como el condenado que desea llenarse las pupilas de vida, antes de que sus ojos sean abrasados por el hierro candente que borrará para siempre su luz, como el agonizante que pide ver en torno suyo a todos los seres que ha amado en la vida, para fijarlos en un recuerdo que está a punto de apagarse.
Entonces vio las inmensas columnas de luz blanca de la Aurora Polar, que parecían elevarse hasta el Infinito como los tubos de un órgano cósmico que enviase su música hacia las estrellas. Y se vio a sí mismo entre las brillantes franjas luminosas y se sintió trasportado por ellas hasta aquella estrella del último rincón de la Galaxia que habría ansiado ver de cerca y que ahora, por el poder de una sinfonía silenciosa, tenía casi al alcance de sus manos. Se sintió dentro de la inmensidad cósmica, libre del miedo al vacío y de los terrores infinitos. Y supo que aquella luz intensísima se había abierto precisamente para él, como una flor gigantesca que el espacio estuviera depositando amorosamente en su tumba ilimitada. Perdió por unos segundos los conceptos de lo grande y de lo pequeño, para dejar que todo su ser se llenase de aquella visión que sobrepasaba la medida de sus ojos y que se diluía, diluyéndole a él al mismo tiempo, en ese Universo soñado que precisamente ahora, por única vez en el espacio infinitesimal de una vida humana, estaba a su alcance, convirtiéndole en un titán que abarcase con sus brazos abiertos la totalidad del Cosmos.
Contuvo la respiración. No quería respirar. Quería retener en sus pulmones, como en sus ojos borrachos de belleza sin fin, el aire sutil de aquella maravilla que le bañaba hasta el último poro. Miró sus manos, deseando haberlas sentido vivas en medio de aquella vida sin fronteras, y las vio enguantadas en las asépticas manoplas espaciales que ni siquiera para comer podía quitarse. ¿Por qué? ¿Y por qué sentir su cuerpo sujeto por la escafandra? ¿Y por qué mirar a través de vidrio grueso, en lugar de permitir que la luz llenase sus ojos e hinchase sus venas, hasta reventarlas y esparcir su sangre por la infinitud de la Galaxia?
Se sentía ligero, sin que ninguna fuerza gravitatoria actuase sobre su cuerpo. Era la misma sensación que venía sintiendo desde que cesaron las aceleraciones y supo que estaba en órbita; pero ahora, después de la visión indefinible de la Aurora Polar sobre el mar de hielo, esa extraña ligereza le hizo formar parte de toda la inmensidad que tenía ante él; le hizo sentirse él mismo rayo de luz, y estrella, ser y nada, espacio y tiempo hechos uno en el infinito del Universo.
A través del altavoz le llegó de nuevo la palabra gangosa que emitía desde la base, como una llamada a la realidad y al futuro incierto. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde la última vez que la escuchó? La voz le llamaba incesantemente y pensó que hacía mucho tiempo que estaba sonando sin haber llegado a oírla. Pero no respondió inmediatamente. No quería responder ahora. Quería... no sabía qué. La voz repetía la llamada. Aún esperó; luego tragó saliva.
—Todo va bien... Todo bien... Cápsula espacial a base. ¿Podéis oírme...?
Les había asustado. Le preguntaban si se encontraba mal.
—No, no... Fue... que he visto algo maravilloso... Algo que nunca volveré a ver y que vosotros no podríais ni imaginar.
—¿Qué es, de qué se trata?
—Una Aurora Polar.. Es algo tan...
—Bien, poeta, no importa ahora... Ya nos contarás eso cuando bajes... Te queda una vuelta más... Noventa y ocho minutos.. Ten dispuestos los controles para el descenso, recuerda...
Sí, recordaba. Lo recordaba todo. Primero, soltar el compartimiento de los aparatos. Luego, hacer funcionar los retrocohetes. El punto exacto... Dio unas cifras, las coordenadas que le habían grabado en la memoria. Del otro lado escuchó la conformidad. Cerró apresuradamente la conexión.
Quería estar solo. Por última vez solo sobre la Tierra y tan cerca de las estrellas como le fuera posible, quería llenarse con la sensación inenarrable del paso del día a la noche cósmica, llenarse de aquel polvo de estrellas que sobrevolaba la nave, flotando en torno suyo. Quería verlo todo por última vez, totalmente solo, dueño momentáneo de su destino, de ese destino que llegaba demasiado de prisa a su término.
La nave se hundió en la noche de la Tierra, dejó el Sol a sus espaldas y ante los ojos del cosmonauta volvió a surgir aquella franja de azul blanco brillante que rozaba a la Tierra como un manto suave, acariciándola de Infinito. Volvió a ver la luna sobre su cabeza, redonda como una gota de mercurio inmensa. Y la firme nube de estrellas, atravesando la negrura del cielo de parte a parte, abarcándolo todo en amor de inmensidad.
Entonces dejó vagar lentamente la mirada del cielo a la Tierra casi invisible. A sus pies distinguió los lejanísimos resplandores anaranjados de una tormenta nocturna, muy pequeña desde allá arriba, tan pequeña como su propia vida, condenada allá abajo también —y tal vez desde mañana mismo— a la cama blanca y aséptica de un hospital, a los vértigos, al mal del Espacio.
Porque iba a ser un condenado, irremisiblemente. De hecho, lo era ya. Un condenado a la vida pequeña de lo infinitesimalmente espantoso, un objeto de experiencias para que otros hombres —otros, ya nunca él mismo— pudieran alcanzar un día —¿cuándo?— lo que él no habría de alcanzar jamás. La cápsula espacial era ahora su celda, su calabozo, la capilla desde la que tendría que salir para asistir como espectador indefenso a su propia ejecución. Nunca podría tener hijos, a no ser que le obligasen a concebirlos para experimentar luego en ellos la herencia espantosa que les habría legado a cambio de unos centenares de horas en contacto con el Universo Infinito. Nunca más volvería a ver la maravilla de la Aurora Polar sobre los hielos, a centenares de miles de metros de altura. Ni nunca más podría alcanzar con sus manos las estrellas. Ni nunca...
Frente a él, la noche comenzó a teñirse levemente de azul brillante, un azul que iba intensificándose segundo a segundo, una sinfonía de color que pasaba heroicamente al violeta y dejaba luego aparecer, en la línea del horizonte, la raya escarlata de un sol enorme que estuvo cegador ante sus ojos, como un estallido de luz, apenas pasado un minuto. Era de nuevo el día. El día maravilloso... El fin.
Comprobó el cronómetro y los mandos. La cápsula se dirigía libremente hacia el objetivo sobre el que tendría que posarse, sobre la superficie de la Tierra. Sus manos enguantadas vacilaron un segundo más, antes de conectar de nuevo el aparato de radio. No quería escuchar, ¡no quería! y, sin embargo, la voz le hirió los tímpanos empapados de silencio, al hacer la conexión.
—...ta... ¡Contesta...! ¡Hemos perdido el contacto...!
—Estoy bien.
—¿Desconectaste?
—Sí...
—Bien... ¿Todo normal?
—Todo.
—Preparado, entonces... Faltan trece segundos para que sueltes el compartimiento de los aparatos... Cinco... Cuatro... Tres... Dos... Uno... ¡Cero! Suelta.
Accionó la palanca y, a través de las escotillas, pudo ver el cuerpo secundario de la cápsula que flotaba ya junto a él y se separaba lentamente. Sonrió para sí mismo y sintió una especie de tranquilidad ante su propia justificación: eran los aparatos los que importaban, los preciosos aparatos que contenían todos los datos que la nave había captado automáticamente a lo largo de los días de vuelo. Los datos... y él mismo, apenas un dato más que tendría que ser disecado, perforado, electrocutado, separado pieza a pieza y metido en la memoria transistorizada de un ordenador, para sacar las consecuencias de ese mal desconocido que ya no habría de abandonarle hasta la tumba.
Se le aparecieron nuevamente ante los ojos borrachos de luz los rostros cadavéricos de los que habían visitado el cosmos antes que él; sus miradas idiotizadas, su equilibrio enfermo, las cicatrices que atestiguaban las veces que habían caído y se habían golpeado contra el suelo de los cuartos de baño, antes de que fueran definitivamente internados para su inútil estudio en los hospitales de medicina espacial y hubieran comenzado a descomponerse en asepsia para el resto de su existencia.
—Preparado para el descenso... Te encuentras sobre el punto previsto... Atención... ¡Los cohetes!
Los cohetes. La palanca, allí, a su izquierda, al alcance de la mano. La palanca negra, brillante, fácilmente diferenciable entre el cúmulo de aparatos de control directo. No tenía más que moverla hacia sí, con toda la fuerza, para...
—¿Preparado...? ¡Cero!
—No.
—¿Qué dices?
¿Qué decía...? No habría sabido explicarlo. Sólo era eso, una sola palabra llena de actitud. No. No a todo. Al regreso. A la condena. A la privación de la maravilla que estaba a su alcance. No a convertir su vida en una muerte lenta, en un objeto. En una cosa.
Al otro lado de la emisora se escuchó un rumor confuso de voces. No lograba distinguirlas, pero indicaban el estupor de los hombres que no comprendían —ni podrían comprender nunca— su PORQUÉ. Luego, una voz se hizo más clan. Le estaba hablando el jefe de la base en persona. No entendía lo que le estaba ocurriendo, pero era necesario que descendiera, que...
—Lo siento, señor... He oído la orden. Pero no bajo.
—¿Qué intenta usted? —la voz pretendía conservar la tranquilidad.
—Nada señor... Sólo seguir volando, cada vez más alto...
—¡Pero está usted loco...! ¿Hasta cuándo?
Cerró el contacto. Sí, definitivamente, estaba loco. Supuso que estaría loco, si se atrevía a desobedecer las órdenes y comenzaba ya a quitarse, muy despacio, los guantes espaciales. Tal vez estaba loco. Pero, en cualquier caso, era un loco humano y no un cobaya. Él había subido allí arriba para eso, pero el Infinito le había conquistado y, sumiéndole en la visión de la más espantosa belleza que cabía imaginar, le había exigido el tributo del espectáculo.
Sus dedos, libres ya de guantes, movieron seguros el dial que haría enfilar la cápsula camino de las estrellas. Sabía que no llegaría, pero quería subir más, hasta que el Infinito le prohibiera seguir, hasta que su cuerpo reventase y se fundiera su sangre con el polvo cósmico que le envolvía. No quería otra cosa; sólo subir, seguir subiendo siempre, siempre, hasta convertirse en Infinito...
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