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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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lunes, 30 de marzo de 2009

VOLVERÉ AYER -- DOMINGO SANTOS

VOLVERÉ AYER

Domingo Santos



***



TIEMPO PRIMERO

AYER



1




- ¡Ben! ¡El jefe reclama tu presencia!

Ben Fawcett, veintiocho años, un metro ochenta de estatura y noventa kilos de peso, levantó la vista de su escritora, a la que acababa de dictar un párrafo de su último artículo. Miró al que le había dado la noticia y murmuró algo por lo bajo.

- ¿Sabes para qué?

El otro, un chico bajito, con más pecas en la cara que arena tiene desierto, se encogió de hombros.

- ¡Qué sé yo! Ya sabes que el tipo es poco comunicativo. Algún trabajito de última hora, supongo.

Refunfuñando, Fawcett asintió. Apartó con un pie la escritora, cerró el contacto de registro electrónico, depositó el micrófono en su horquilla, y se levantó.

- Está bien, ahora voy.

Atravesó la hilera de mesas donde el personal del periódico se afanaba dando los últimos toques a sus respectivas secciones, y se encaminó hacia una puerta en cuyo cristal esmerilado podía leerse:

SAMUEL S. WHITE

Director

Golpeó con los nudillos, y esperó.

- ¡Adelante! - gritó una voz desde el otro lado.

Ben Fawcett abrió la puerta, y se encontró en un despacho repleto de papeles por todas partes: papeles por el suelo, papeles por las mesas, papeles por las sillas, y papeles en la mano del hombre que estaba sentado tras la mesa principal del despacho.

Samuel S. White podía cargar tranquilamente con el título de ogro que, para no perder la costumbre, le habían impuesto sus empleados. Su metro veinte de perímetro torácico, su metro cuarenta de perímetro abdominal, sus dos metros de estatura, y sus ojos orientalmente oblicuos, representativos de una próxima o remota (más próxima que remota) ascendencia china o japonesa, hacían pensar en él como en un genio escapado de alguno de los cuentos de Aladino. Pero él no tenía en la mano ninguna lámpara, sino un legajo de papeles, y de su boca no emergía ninguna palabra mágica, sino un deshilachado puro semiroído por la punta, que apestaba horriblemente a diez leguas a la redonda.

- ¡Ah, hola, Ben! - exclamó, al ver a Fawcett entrar en el despacho -. Tengo trabajo para ti.

Ben Fawcett desocupó de papeles una silla, e hizo lo indicado por el otro. Tras una corta pausa, White mordisqueó un poco más su puro y dijo:

- Se trata de algo especial para ti, Ben. Un trabajo de los que te gustan.

- Bien, ¿y qué es?

White rió levemente, y mordisqueó de nuevo su puro un poco más.

- ¿Estás impaciente, eh? - exclamó -. Se trata de algo muy interesante, un viejo chiflado o un genio, no lo sé. Un tal profesor Agnus Bingelow, que afirma haber inventado una máquina «traslato-temporal» dice él. Una máquina del tiempo, en resumidas cuentas. Ayer reunió una rueda de prensa, a la que hizo varias afirmaciones en el sentido de que ya la tenía lista, que era una realidad, y que sólo le faltaba hacer la prueba definitiva: la prueba con un hombre.

- Ya.

Fawcett se frotó la mandíbula.

- Y yo he de ir a entrevistarlo, y averiguar que hay de cierto en lo que afirma, ¿verdad?

- Exacto. Tanto si es cierto lo que afirma como si no lo es, será un buen reportaje para la edición de mañana, ¿no te parece?

- Mmm...

Fawcett dudó, pensativo. En él acababa de despertarse el sabueso periodista que llevaba dentro.

- Creo que hay tres probabilidades - murmuró como para sí mismo -: que este tipo trate de lanzar un bulo, que esté loco de remate, o que en realidad sea cierto lo que afirma.

- De acuerdo. ¿Y tú qué dices?

- Pues que si es lo primero, el tipo puede intentar embaucar a algún tonto que tenga dinero, mediante la hipotética financiación del invento. No sería el primer caso de esta índole que se nos presenta. En esta situación, podemos esperar a que pique el primo y ¡zas! noticia al bolsillo. Si es lo segundo. la noticia no será más que algo vulgar y corriente; tendremos que encogernos de hombros y limitarnos a publicar una simple gacetilla desengañando a los ilusos. Ahora bien, si es lo tercero... el «Meteor» puede hacer fama y fortuna repentinamente.

- ¿Más de la que tiene ahora? - gruñó White.

Y le miró, burlón.

Fawcett dejó escapar una risita.

- No presumas, Sammy.

Samuel S. White soltó un bufido en voz de bajo profundo, y se arrellanó en su asiento.

- Ehhh... está bien, dejemos esto, Ben. Sabía que la noticia te interesaría. ¿Estás dispuesto a ir a la lucha?

- O.K. ¿Cuándo deseas que me lance?

- Esta misma tarde, naturalmente. Así podremos publicar lo que resulte en la edición de mañana, y adelantarnos a cualquier posible competencia. Con un poco de suerte, naturalmente.

Fawcett se rascó pensativo la cabeza, y acabó moviéndola de un lado para otro.

- Sólo veo dos inconvenientes - replicó - El primero: ¿quién terminará en este caso el artículo sobre la hipertraslación que estoy escribiendo? Y el segundo: esta tarde llega Hellen desde Nueva York. Hace seis meses que no nos vemos, y no quiero estropearle la fiesta de bienvenida. He de ir a esperarla al aeropuerto, y después pensamos ir a celebrarlo en grande. De modo que...

- De modo que puedes hacerlo todo tranquilamente - le interrumpió White. -. El trabajo sobre la hipertraslación no ha de publicarse hasta el... hoy estamos a veintiséis... hasta el treinta y uno. Este extremo está solucionado. Y en cuanto al otro... ¿a que hora llega Hellen?

- A las nueve, lo sabes bien.

- Entonces tienes tiempo sobrado para todo. Son ahora las - consultó su reloj -, las doce y media. Te largas inmediatamente a comer, y a primera hora de la tarde vas a ver a Bingelow. Lo entrevistas, le sacas el jugo, y como eres un tipo listo puedes haber acabado a las ocho lo más tarde. Todavía te queda una hora libre. ¿De acuerdo?

Fawcett protestó un poco.

- Veo que a ti no puede oponérsete nada murmuró, suspirando -. Te lo tenías todo calculado ya de antemano.

- Naturalmente. El trabajo es lo primero. Además, por algo soy el director.

- ¡Je! - la exclamación no podía ser más irónica -. ¿Y dónde vive este loco o genio que me has dicho?

- Sabía que dirías esto.

Samuel S. White dió una palmada contra la mesa con aire de triunfo.

- En esta tarjeta te he anotado su dirección. Espero que tengas suerte.

Fawcett tomó la cartulina que el otro le tendía, y le echó una ligera ojeada. Se la metió en el bolsillo, y se levantó.

- Yo también lo espero - dijo -. No me gusta ir a por un reportaje y tener que volver de vacío. Hasta mañana, ogro.

Y se fué, levantando una nube de papeles a su alrededor.



2



Ben Fawcett, el más destacado reportero del «Meteor» y uno de los mejores de Inglaterra en su especialidad, había ganado merecidamente la fama que le auroleaba. Su especialidad en el interior del periódico era la de «sabueso científico», como se le llamaba entre sus compañeros. Sus extensos conocimientos sobre la materia le permitían siempre meter la nariz en los acontecimientos de índole científica que fueran dudosos o de factura poco clara, intentando desentrañar la verdad de entre su a veces bien montada maraña. Y casi siempre lo conseguía.

Habían sido tres los casos que le habían dado repentina fama, cuando era aún poco menos que un desconocido, a la vez que habían encumbrado al «Meteor» como uno de los mejores periódicos editados en Londres. El primero había sido sobre el colector de pensamientos, patraña hábilmente urdida por un par de ingeniosos sinvergüenzas con el fin de sacarles los cuartos a un grupo de personas crédulas, utilizando como señuelo una al parecer portentosa máquina que permitía recoger los pensamientos de la persona que se deseara, poniéndolos al descubierto, analizándolos y seleccionándolos a voluntad. El caso había sido un escándalo en toda Inglaterra y aun en otros países, y aún se hablaba de él, a pesar del tiempo transcurrido.

El segundo, el invento de los heliobólidos, había permitido a Fawcett demostrar la efectividad de estos aparatos como medio normal de transporte, cuando nadie creía ni confiaba en ellos. Su campaña en pro de estos utilísimos aparatos había sido un éxito rotundo, y ahora los heliobólidos se usaban en todas partes, habiendo substituido casi completamente a los antiguos automóviles.

El tercero, finalmente, habíale redondeado la fama que le aureolaba ya, permitiéndole demostrar la falsedad del origen de los restos paleontológicos del último hombre-mono, hallado hacía apenas un año en la cuenca del Jura francés, el cual no era más que los restos de un mono prehistórico, hábilmente preparados y montados por un par de fanáticos de las teorías darwinianas para causar el efecto que con ellos se deseaba.

También había escrito Fawcett infinidad de artículos sobre temas de divulgación científica, que le habían granjeado la simpatía general del público lector del periódico. Pero su fuerte eran las investigaciones, cuando él podía actuar de «sabueso científico» y meter la nariz en casos oscuros, dudosos y enmarañados, donde nunca se sabía lo que iba a encontrarse al final.

Ahora, Fawcett veía ante sí un nuevo e interesante caso, de los que a él le gustaban. La máquina traslato-temporal del profesor Bingelow podía ser un bulo o no serio, pero en ambos casos habría noticia. En cuanto a lo de hallar cuál de los dos casos era el correcto... él se pintaba solo para estos menesteres. Estaba seguro de que no sería necesario mucho más de una simple conversación para ponerlo todo en claro.



El profesor Agnus Bingelow vivía en una apartada villa de las afueras de la capital, en medio de un inmenso campo de verde césped. Su casa era de forma octogonal, y tenía al lado un inmenso pabellón de una altura equivalente a la de dos pisos y una anchura aproximada de una manzana. Fawcett llegó hasta allí con su heliobólido, aterrizó con una hábil maniobra en el área especial de peaje frente a la casa, y descendió.

Tuvo que llamar un par de veces antes de que un robot criado acudiera a abrirle. Se enteró del motivo de su visita, le hizo sentar amable pero fríamente en un sillón, y pidió que aguardara unos momentos. Después, tan frío como había venido, dió media vuelta y desapareció.

El profesor tardó unos minutos en presentarse.

Era un hombrecillo bajo, delgado, completamente calvo. Su cara estaba adornada por unas gafas de espejuelo, y su mentón lucía una barbita de chivo que le daba un aspecto ligeramente cómico al hablar. Con todo, su rostro no perdía dignidad en ningún momento, lo que impresionaba muy favorablemente hacia él.

Fawcett le expuso rápidamente el motivo de su visita.

- Pertenezco al «Meteor» - informó -; cronista de su sección científica. No sé si habrá oído usted hablar alguna vez de mí.

El profesor se ventiló la barbita con una mano. - Fawcett, Fawcett... - murmuró -, Benjamin Fawcett... espere un minuto. ¿No fué usted quien escribió aquellos artículos sobre la teoría de los túneles parciales de viaje? ¿Y quien descubrió la superchería del hombre-mono del Jura?

- Exacto, profesor.

Bingelow, en un arranque, le tendió una mano.

- Entonces sea bien venido, mister Fawcett. Sus artículos son muy interesantes, y considero que sabe usted lo que se trae entre manos. No como otros papanatas que creen ser cronistas científicos. ¿En qué puedo serle útil?

Fawcett se restregó las manos.

- Pues se trata de su máquina del tiempo... bueno, traslato-temporal creo que la llama usted. He tenido noticias de su construcción, y he creído que podría hacer un reportaje interesante sobre ello. ¿Podría obtener alguna información de usted?

- ¡Naturalmente, mi buen amigo, naturalmente! A un escritor científico como usted no puede una persona decirle no a nada. Tendré sumo gusto en informarle todo lo que desee saber. ¿Quiere acompañarme, por favor?

- Con mucho gusto.

Fawcett siguió al profesor a través de la casa, por un pasillo largo y estrecho al que comunicaban varias puertas. Llegaron al final, y pasaron a un corredor acristalado que comunicaba con el pabellón que el periodista había apreciado desde el exterior. Era grande, inmenso, y su alta bóveda lo hacía aún mayor. Estaba completamente lleno de extraños y diversos aparatos, cuyo uso era completamente desconocido para Ben.

- Este es mi laboratorio, mister Fawcett - dijo el profesor Bingelow -. Y todo esto que ve aquí es mi máquina traslato-temporal. ¿Qué le parece?

Fawcett lo miró atentamente unos momentos. A decir verdad, había asociado la máquina de Bingelow con una simple cabina metálica que servía para las traslaciones, sin ninguna otra clase de aditamento. No esperaba encontrarse con aquel cúmulo de aparatos cuyo uso era para él un misterio.

- Pues con franqueza... - murmuró confieso que no sé para que sirve todo esto.

Bingelow rió alegremente, dándole una amistosa palmada en la espalda.

- ¡Oh, sí, claro, me olvidaba! Usted ha venido aquí a buscar información. Sí, de acuerdo. Se la dará con mucho gusto. Venga conmigo, por favor.

Anduvieron hacia el final de la nave, donde había una garita acristalada algo elevada con respecto al nivel del resto del suelo.

- Bien, mister Fawcett - dijo Bingelow cuando llegaron allí -. Aquí tiene mi sancta-sanctorum. Éste es el lugar desde donde dirijo todo mi proyecto.

Ben contempló de nuevo el interior de la cabina. Se encontraba por completo lleno de mandos, esferas, clavijas, conmutadores... algo como para marear a la persona más serena.

- ¿Y cuál es el fin de todo esto? - preguntó.

Agnus Bingelow le dirigió una mirada sorprendida.

- ¡Pues efectuar traslaciones por el tiempo, naturalmente! Esto es mi máquina traslato-temporal.

Fawcett asintió con la cabeza.

- Sí, sí, de acuerdo. Lo que yo desearía saber es su funcionamiento, sus bases, las teorías en que se apoya... ¡En fin, todo esto!

- ¡Oh, sí, claro! Entiendo lo que quiere decir. Es algo un poco complicado, difícil de explicar y de entender si usted quiere, pero... venga conmigo. Usted es una persona a la que se le pueden explicar estas cosas en la seguridad de que las comprenderá.

Volvieron a salir del hangar, y lo atravesaron de nuevo completamente. Fawcett dirigió una mirada alrededor. Había allí una gran multitud de aparatos, muchos de ellos de tipo electromecánico, cuya finalidad no alcanzaba ni con mucho a comprender. Lo que más llamaba la atención era una gran esfera de acero, de unos tres metros de altura, con una puerta en uno de los lados y multitud de cables y sustentadores a su alrededor, que ocupaba el centro del hangar, elevándose por entre todos los demás aparatos. Verdaderamente, si Bingelow lo único que pretendía con todo aquello era pescar algún «primo» que le proporcionara unos cuantos millones por nada, había montado una buena fachada. Y en cuanto a si era un loco maníaco... ningún loco construye ninguno de sus hipotéticos inventos con tantos aparatos, con tal lujo de detalles ni con tantos montajes de precisión.

Llegaron de nuevo a la casa, y penetraron en una nueva habitación: el despacho de Bingelow.

Lo primero que le recordó a Fawcett aquel despacho fué el de Samuel S. White, en el «Meteor». Por todas partes se veían papeles: papeles por las mesas, por las sillas, por el suelo... Bingelow se metió en aquel verdadero museo de papel, y Fawcett tuvo que hacer verdaderos equilibrios para seguirle. Llegaron al lugar que ocupaba la mesa de despacho, y el profesor le ofreció una silla, tomando la precaución de barrer antes los papeles que había en ella con una mano. Fawcett tomó uno de ellos y lo observó: fórmulas matemáticas, ecuaciones y operaciones algebraicas de séptimo y octavo grado por todas partes, curvas trigonométricas, límites...

- No se preocupe por ellos - le informó Bingelow -. No sirven. Sólo son tanteos y operaciones. Los conservo por si alguna vez tengo que repasar algún cálculo.

Fawcett observó en aquella frase a un Bingelow muy optimista. Si tenía que buscar entre todo aquel maremagnum de papeles el correspondiente a un determinado cálculo matemático... estaba listo.

El profesor se dirigió hacia la pared y descorrió una cortina, presentando un diagrama planificado de las instalaciones que Fawcett acababa de ver. Allí había, mezcladas, mecánica, electrónica, matemáticas, álgebra y trigonometría.

Bingelow lo abarcó todo con una mano.

- He aquí mi proyecto hecho realidad, mister Fawcett. La primera máquina traslato-temporal del mundo. A la vista tiene mi secreto. Puede ahora preguntar lo que quiera.

Fawcett movió la cabeza dubitativamente. Estaba visto que al profesor se le tenían que sacar las palabras de la boca. No le quedaría más remedio que iniciar un interrogatorio masivo.

- Muy bien - exclamó, dispuesto para la batalla -. Dígame entonces en que bases se funda su proyecto.



3



Fawcett salió de la casa del profesor Bingelow con la cabeza como un bombo. En ella, durante las dos últimas horas, se habían introducido intensivamente fórmulas, ecuaciones matemáticas, diagramas, proyecciones plásticas...

Ahora, Fawcett ya había llegado a una sólida y única conclusión: el proyecto de la máquina traslato-temporal era algo más que un simple bulo o una locura. No quería decir con ello que la máquina fuera en verdad única, perfecta e irrebatible, sino que el profesor creía verdaderamente en ella, tenía fe ciega en su efectividad. Y Fawcett veía ahora también que, una vez comprobado todo, la máquina era, al menos en teoría, una realidad tangible y susceptible a ser trasladada a la práctica. Ahora bien, si en ésta también era efectiva no podía decirlo. Podía fallar o constituir un éxito completo, como habían fallado o constituido éxitos tantos y tantos inventos de la humanidad. Hay tantos imponderables en el campo de la ciencia...

Las bases de la máquina traslato-temporal de Bingelow no podían ser a la vez más simples, más efectivas y más reales. El tiempo es una dimensión, todo el mundo lo sabe, pero una dimensión incorpórea, invisible, impalpable. ¿Dónde se encuentra? ¿Qué lugar ocupa? ¿En qué espacio está situada?

La respuesta a estas preguntas puede encontrarse por simple razonamiento. La Tierra gira sobre sí misma, dando una vuelta completa cada veinticuatro horas. El transcurso de cada una de estas vueltas representa un día. Luego, el Tiempo se produce a medida que la Tierra da vueltas sobre sí misma constantemente. Lo que es lo mismo que decir que el Tiempo es una dimensión circular, que tiene por espacio y mundo la superficie de la misma Tierra en su constante girar.

Pero ¿cómo encontrar esta dimensión? ¿Cómo salir a su encuentro? El Tiempo no es una dimensión material, tangible. Por más que se aumente la velocidad de un objeto, por más que se den vueltas a la Tierra en un sentido o en otro con el afán de alcanzar esta dimensión, no se adelanta ni se atrasa nada más allá de lo normal. Se puede llegar a tender hacia cero aumentando considerablemente la velocidad, pero siempre quedará una pequeña partícula, una milésima de fracción de segundo de diferencia entre el tiempo de partida y el de llegada. Y esta milésima de fracción de segundo siempre será una milésima de fracción de segundo. No se habrá adelantado ni retrocedido nada. No se habrá alcanzado el Tiempo.

Pero sabemos que la velocidad máxima que puede alcanzar un cuerpo, la velocidad cumbre de la materia es de 300.000 kilómetros por segundo: la velocidad de la luz. Cuanto más nos acerquemos a esta velocidad en nuestros giros alrededor de la Tierra, más tenderemos hacia cero. Y cuando sobrepasemos esta velocidad...

Sabemos que la velocidad de la luz es la velocidad cumbre de la materia. Una vez traspuesto este límite, la materia deja de ser materia, desaparece, se transforma. Pasa de la dimensión materia, a otra dimensión distinta, desconocida; esta es la dimensión de la energía, del cero y del infinito absolutos, del Tiempo.

Sí, allí se encuentra la dimensión Tiempo. Si una persona lograra dar vueltas a la Tierra a velocidad superlumínica, encontraría la dimensión Tiempo, podría recorrería en toda su longitud y, girando en uno u otro sentido (siguiendo la rotación de la Tierra o en dirección contraria a ésta) lograría llegar hasta el pasado o hasta el futuro, según eligiera.

Pero éste es el grave, importante y al parecer insoluble problema: la materia no puede sobrepasar la velocidad de la luz. Una vez llegada al límite de los 300.000 kilómetros por segundo, la materia deja de ser materia para convertirse en energía, para desaparecer. ¿Entonces?

Este había sido el triunfo de Bingelow. El profesor había al parecer resuelto este problema con lo que él había llamado la «energetización molecular de la materia». Basándose en el principio de que la materia no es más que energía condensada, había llegado a la conclusión de que podía convertirse la materia en energía sin que por ello perdiera su condición de tal materia; es decir, sin que se destruyera. El razonamiento de Bingelow era muy aceptable.

Lo que da vida individual al hombre - decía -, no es el corazón, ni los pulmones, ni ningún otro órgano de su cuerpo. Estos solamente son la fachada, los órganos exteriores del cuerpo humano. Lo que le da realmente individualidad es este ente inmaterial, este atributo invisible al que nosotros llamamos alma y que puede calificarse corno el ente vital, indispensable, de la vida. Si a un hombre le cortamos un brazo, o una pierna, o suplimos su corazón natural con otro mecánico, él no desaparece como tal hombre, sino que continúa siendo lo mismo, con todos sus atributos y sus prerrogativas. Entonces, ¿por qué, si podemos hacer esto, no podemos hacer desaparecer materialmente todo su cuerpo, transformándolo de materia en energía, pero sin destruirlo, sin que por ello desaparezca como tal?

Todo aquello estaba muy bien, pero el problema seguía pareciendo insoluble para Fawcett. Concretándonos a las piedras, a las cosas inanimadas de la naturaleza.

- ¿Que ocurre con ellos? - preguntó.

- Es mucho más fácil de realizar el proceso, ya que en ellos no hay que preocuparse de conservar la vida interior, el alma. Simplemente, con conservar la materia basta.

- Muy bien - había dicho Fawcett -. Pero, ¿cómo lograr esto? ¿Cómo transformar la materia en energía sin que por ello quedara destruida?

- De un modo muy fácil - había respondido Bingelow -. Mediante «energetizador molecular indivisible».

La frase sonaba muy a lo técnico, pero en sí misma no aclaraba nada. Y el profesor tuvo que dar más explicaciones.

- Como indica su nombre, mi energetizador molecular indivisible convierte en energía las moléculas de la materia que se someta al experimento, pero sin liberarlas, sin escindirlas entre sí. El objeto en cuestión queda como un «bloque» de energía, un uno compacto e indivisible, susceptible de ser transformado de nuevo en materia invirtiendo el proceso. El teorema matemático en que se basa...

Y aquí Bingelow se había enfrascado en una disertación de altas matemáticas, en su mayor parte ininteligible para Fawcett. Sin embargo, el fondo de la cuestión estaba lo suficientemente claro como para comprenderlo en su totalidad.

Bingelow había probado ya su invento, energetizando una enorme pieza de acero y volviéndola a materializar después. El acero había reaparecido intacto.

- Las moléculas del cuerpo sometido al experimento, al ser energetizadas individualmente, una a una, y no en conjunto, hacen que éste no se destruya, sino que siga existiendo con todas sus características, con su propia personalidad de materia. Por esto, tratándose de una materia viva, ésta no muere, sino que sigue viviendo en estado latente hasta que es reintegrada a su condición normal de vida.

Y el profesor prosiguió diciendo:

- Una materia viva, un hombre, por ejemplo, al recibir una descarga desintegradora sobre sí, se convierte en energía todo él, de golpe. Por eso muere. En cambio, si lo que se convierte en energía son sus moléculas, aisladamente una de otra, el cuerpo no se destruye, sino que sigue existiendo. Y por eso permanece vivo. El hombre en cuestión pasa a ser, de hombre-materia, a hombre-energía.

Bingelow había realizado su experimento cumbre en este sentido energetizando y volviendo a materializar un conejillo de Indias en su aparato. Una vez realizado el experimento, el animal seguía viviendo, tan tranquilo como antes. En su cuerpo no se apreciaba ninguna tara, ninguna deformación, ninguna variante con respecto a su estado anterior. Seguía siendo el mismo, exactamente igual, molécula por molécula.

La segunda cuestión que se le presentaba a Bingelow antes de poder dar cima a su proyecto del traslato-temporal era la de alcanzar la velocidad de la luz, mejor dicho, sobrepasarla, con un cuerpo totalmente reducido a energía. En efecto, el problema era casi insoluble. ¿Cómo mover un bloque de energía y trasladarlo de un lugar a otro? Para ello se necesitaba algún vehículo, algún impulsor. El sistema de meterlo dentro de un avión o un cohete, o algún otro vehículo apropiado que lo impulsara era una solemne tontería, ya que este vehículo, al atravesar la barrera lumínica, se convertiría en energía al igual que el combustible; y si se energetizaba previamente el vehículo dejaba de ser tal vehículo, y el problema seguía siendo el mismo que al principio.

Bingelow, sin embargo, también había conseguido hallar la solución a esto. Cierto que había sido un descubrimiento fortuito, pero no por ello dejaba de ser una solución. Había observado que el bloque de energía resultante de energetizar un objeto cualquiera, era susceptible a las corrientes electromagnéticas de alto voltaje. Estas actuaban sobre él al igual que un imán actúa sobre el hierro, atrayéndolo o repeliéndole según su signo.

Bingelow había visto en esto la solución. Si las corrientes electromagnéticas actuaban sobre el bloque de energía, seguramente lograrían llegar a moverlo, aplicadas con adecuada intensidad. Hizo cálculos, realizó ensayos, experimentos...

Y el éxito había coronado sus esfuerzos. Las corrientes electromagnéticas podían impulsar al bloque de energía al igual que el combustible impulsa a un cohete. Todo salía a pedir de boca.

Bingelow construyó sus aparatos. Mediante macrocorrientes, lograron impulsar el bloque de energía más allá de la velocidad de la luz, ya que las corrientes electromagnéticas también eran energía, Mediante microcorrientes, más precisas y fáciles de controlar, lograría mantener el rumbo del bloque, de manera que no se desviara de la ruta que premeditadamente se le trazara. Utilizando las nanocorrientes en sus signos, se lograría impulsar y frenar el bloque, y según la intensidad que se les infiriera, este impulso y este freno serían más o menos bruscos.

En este punto, podía decirse que el aparato traslato-temporal estaba prácticamente terminado. Bingelow, tras largos años de lucha, de experimentos, de continuo batallar, habíase apuntado un buen triunfo. Ahora sólo faltaba...

- Ahora sólo falta realizar la prueba definitiva - había dicho el propio Bingelow -. La prueba que demostrará la realidad de mi aparato traslato-temporal. La prueba en que el sujeto del experimento sea un hombre.

Por esto él, que hasta entonces había mantenido en secreto sus experiencias, las había dado ahora a conocer. Mediante el aparato, ya completamente terminado, había trasladado en el tiempo diversos animales, conejos, gatos, perros... Sus aparatos le habían indicado que todos habían cruzado la barrera del tiempo, pero aquello no era bastante.

- Con ellos no puedo afirmar rotundamente que mi máquina traslade al pasado o al futuro. Ellos no pueden decir lo que hay más allá de su viaje superlumínico, no tienen la suficiente inteligencia para esto. Necesito un hombre que se traslade, que observe lo que hay al otro lado. Ha de ver si lo que hay es efectivamente el pasado o el futuro, y no alguna nueva dimensión del presente. Mi máquina tiene su misión asignada en el papel, y según él, es perfecta. Pero falta la confirmación de la realidad. Y esto sólo un hombre lo puede hacer.

- ¿Y usted no puede ser este hombre, profesor?

Ante esta pregunta, Bingelow había negado con la cabeza.

- Lo desearía, pero es imposible. Los aparatos de manejo del traslato-temporal y de las macro y microcorrientes son muy delicados, y se necesita hacer una gran cantidad de cálculos, observaciones y correcciones sobre la marcha. Es un trabajo infinitamente preciso y delicado, que sólo yo estoy en condiciones de llevar a cabo. Si hiciera yo mismo la experiencia, ¿quien manejaría los aparatos?

Fawcett había asentido con un gesto. Una entera lógica gobernaba las palabras del profesor. La máquina del tiempo podía ser que no fuera realidad en la práctica, pero teóricamente sí lo era. Según las propias palabras del profesor, era perfecta.

- ¿Por qué no presenta su aparato al Gobierno?

Bingelow dió un salto, como si le hubiera picado una avispa.

- ¿Al Gobierno? - exclamó, con más énfasis del normal - ¡Nunca!

Después se había explicado. Cuando el proyecto no era más que esto, un proyecto, cuando todavía no había empezado a construir el aparato, lo presentó todo al Gobierno para su financiación. Pero éste lo había rechazado. «Una máquina del tiempo no nos sería de ninguna utilidad, caso de que en realidad pudiera construirse», habían dicho. Pero Bingelow no estaba conforme con esta opinión. Al contrario, en caso de una posible conflagración, una máquina de este tipo prestaría grandes servicios al país que la tuviera en su poder. Además, fuera de esta ocasión, consideraba que la exploración del tiempo para fines científicos necesitaba un férreo control para evitar cualquier uso indebido. ¿Y qué mejor control que el del propio Gobierno?

Pero éste había dicho que no, y Bingelow adivinaba en la excusa que le habían presentado otro motivo: simplemente, no creían en su proyecto. Esto había predispuesto al profesor contra él. El hombre era rico y decidió construir el aparato por su cuenta. Nadie podría impedirle que lo hiciera. Y ahora, cuando supieran que su aparato realmente era efectivo...

- No - terminó. Nunca entregaré mi traslato-temporal al Gobierno. Aunque tenga que destruirlo para evitar que caiga en sus manos.

A Fawcett aquello no le había importado mucho: las simpatías o antipatías de un profesor hacia los organismos estatales eran cosa que no le interesaba. Lo importante era que la máquina traslato-temporal era un hecho. Bingelow había demostrado sobre el papel que su teoría sobre el tiempo y su sentido rotatorio de dimensión era la más acertada, y asimismo había logrado un par o tres de importantes descubrimientos, como eran la energetización molecular indivisible de la materia y la traslación de la misma por marro y microcorrientes electromagnéticas. Si todo ello junto daba en efecto la verdadera máquina traslato-temporal, mejor que mejor. Si no, siempre quedarían un par de interesantes inventos en el haber del profesor Bingelow...

Este había pensado Fawcett que sería el tenor de su artículo en el periódico. Nada de afirmaciones o negaciones categóricas. Simplemente, exponer los hechos tal como lo había hecho Bingelow, insertar una conclusión final idéntica a la que él había sacado, y luego ratificar la petición del profesor: era necesario un voluntario que deseara ser el primer hombre que viajara del través del tiempo. Estaba seguro de que habría más de uno que se ofrecería.

Pero esto vendría después. Antes, Ben Fawcett tenía que ir a un determinado lugar. En el aeropuerto de Londres II le esperaban unos brazos y unos labios de mujer. Hellen.

Montó en su heliobólido y se remontó por sobre los tejados de la ciudad, lanzándose hacia adelante en dirección al aeropuerto.



4



El aparato se detuvo encima del parque de estacionamiento, y fue descendiendo lentamente hasta posarse con suavidad en el suelo. Fawcett abrió la puerta, y saltó elásticamente al exterior.

Los edificios exteriores del aeropuerto de Londres II formaban un compacto bloque de doscientos metros de largo, en cuyo centro se encontraba enclavada la enorme torre central de control de vuelos que dirigía y supervisaba el funcionamiento de las demás torres parciales. La puerta principal era una enorme hendidura de más de veinte metros de alto, por la que desfilaba continuamente un torrente de gente que iba y venía del interior. Viajeros, familiares que iban a esperar los aviones que llegaban constantemente desde todas las partes del mundo, empleados...

Fawcett se metió entre aquel maremagnum de gente, abriéndose paso como pudo. La sala de control permanente de viajeros se encontraba a la izquierda, y hacia allí se dirigió.

Tras un mostrador largo, una serie de empleados daban continuamente información al público que acudía a ellos. Fawcett observó los distintos rótulos que ostentaban a su lado, sobre el mostrador, indicativos de la especialidad y zona de información que facilitaban, y se dirigió finalmente hacia el que tenía el de «Estados Unidos», una linda señorita de hermoso pelo castaño y aire simpático.

- Perdone - inquirió -. Desearía saber si en el avión que realiza el vuelo Nueva York-Londres, que llega aquí a las nueve de la noche, se encuentra como viajera la señorita Hellen Thompson.

La muchacha tomó una carpeta de rojas tapas de plástico, la abrió, y sacó de su interior una lista telefotograbada. La consultó brevemente, y asintió con la cabeza.

- Sí, señor. Según el informe, la señorita Thompson ha subido al avión en Nueva York junto con los demás pasajeros. No ha habido nada de particular en este vuelo.

- ¿A qué hora, exactamente llegará el aparato al aeropuerto?

La muchacha consultó nuevamente la carpeta.

- El último informe de vuelo comunica que lleva tres minutos de retraso con respecto al horario de vuelo previsto. Llegará aquí a las nueve y cinco minutos como máximo. Se le ha asignado para aterrizar la pista treinta y siete, en la sección tercera del área del campo. ¿Desea alguna otra información, señor?

Fawcett dijo que no, dió las gracias y se encaminó hacia la puerta de salida a las pistas. En ella, diversos trenes de vagonetas, con los números de sus destinos marcados en sus costados, aguardaban pacientemente. Subió al que llevaba en sus costados la indicación de destino «sección tercera», y se sentó tranquilamente en uno de los asientos libres.

Mientras esperaba a que el tren de vagonetas se pusiera en marcha, evocó mentalmente el rostro y la figura de Hellen. Hacía exactamente seis meses que la había visto por última vez, cuando fué a despedirla en aquel mismo aeropuerto al emprender ella su viaje a Nueva York. «Tiene el pelo más negro que pueda concebirse sobre la Tierra - había dicho una vez un periodista, refiriéndose a ella -, y los ojos más diabólicamente hermosos que hayan mirado jamás a ser humano. Pero esto no priva que sea uno de los cerebros más preclaros del mundo en cuanto a antropología se refiere.» Y era verdad. En esta materia, Hellen Thompson era una verdadera autoridad. Una autoridad indiscutible.

Fawcett la había conocido cuando investigaba el caso del hombre-mono del Jura. Había acudido a ella, atraído por su fama, deseoso de aclarar algunos puntos antropológicos del asunto que le bailaban por la cabeza. Esperaba encontrarse con una mujer vieja, plana, de cara ratonil y usando lentes de concha perpetuamente, el tipo clásico de la «mujer de ciencia». Y en cambio se había encontrado con una muchacha joven, insuperablemente bonita, con abundantes curvas y cada una en su sitio... Y Fawcett, que había acudido atraído por su fama, se sintió ahora atraído por sus encantos. La frecuentó en más de una ocasión, se encontraron en reuniones y asambleas científicas, y de todo ello nació una amistad que no tardó en convertirse en amor. Anunciaron públicamente su compromiso matrimonial...

Seis meses antes, Hellen había tenido que salir de viaje para acudir a un congreso de antropología que se celebraba en Nueva York, y aprovechó el viaje para realizar una serie de conferencias que tenía proyectadas en todo el ámbito de los Estados Unidos. Hacía dos días que Fawcett había recibido de ella un telegrama: «Terminado ciclo conferencias. Llegaré próximo veintiséis nueve noche. Besos. Hellen.» Y allí se encontraba. Dispuesto a esperarla... y a resarcirse de los seis meses de mutuo abandono que habían transcurrido.

El tren de vagonetas se puso en marcha, avanzando por entre las áreas laterales de las pistas y las zonas de seguridad. Pronto llegaron a la pista 37, y Fawcett descendió. En el área de aparcamiento de la misma, la número 3, que abarcaba todas las pistas correspondientes al número 30-39 y que constituía, junto con ellas, la sección tercera del área total del campo, se encontraban aguardando multitud de personas. En un intervalo de media hora aterrizaron cuatro aviones, provinentes de otros tantos distintos sitios, y las personas que acudían a recibir a los viajeros formaban entre sí un galimatías de voces e idiomas ininteligibles.

Fawcett consultó su reloj. Las nueve menos veintidós. En aquel momento los altavoces dejaban oír sus voces metálicas e Personales:

- ¡Atención, atención! ¡El estrato-avión procedente de Calcuta, vuelo D-93, va a aterrizar dentro de unos momentos en la pista 32! ¡Atención, atención!...

Fawcett sacó un cigarrillo y empezó a fumar. El avión, un inmenso reactor de tipo estratosférico, aterrizó con bronco rugido en la pista correspondiente, como una arrogante ave mitológica que descendiera majestuosamente de los cielos. Llegó al final de la pista, giró sobre sí mismo hasta colocarse en ángulo de cuarenta y cinco grados, rodó hasta su área correspondiente de aparcamiento, y allí se detuvo. La escala fué acercada al aparato, se abrió la puertecilla del mismo, y los viajeros empezaron a descender. Entre los que llegaban y los que les esperaban se cruzaron palabras de bienvenida...

Fué transcurriendo el tiempo. Fawcett volvió a mirar su reloj: las nueve y dos minutos. No tardaría mucho en llegar el avión, por suerte, a Hellen le fastidiaba la publicidad y nunca hacía públicas las fechas de sus viajes. Así se evitarían el tener que soportar en torno a ellos el mosconeo de los reporteros que preparaban sus reportajes tipo: «Ayer llegó en avión, procedente de Nueva York, la ilustre personalidad de nuestra compatriota Hellen Thompson... »

- ¡Atención, atención! ¡El estrato-avión procedente de Nueva York, vuelo R-23, va a aterrizar dentro de unos momentos en la pista 37! ¡Atención, atención!...

Fawcett arrojó el cigarrillo que estaba fumando y miró hacia la embocadura de la pista. A ella se cercaban las luces de situación de un aparato, indicando su proximidad. Los focos que señalaban la pista de aterrizaje brillaban fuertemente, marcando todo un sendero que desde el aire se aparecía como un trazo rectilíneo y amplio. Pronto la mole del aparato fue iluminada por los potentes focos que marcaban el final de la pista, y su metal bruñido lanzó destellos cegadores. Su tren de aterrizaje se posó en el suelo, y el avión fue avanzando por la pista, camino del final de la misma.

Y entonces...

Fué todo tan rápido que nadie supo exactamente como sucedió la cosa. Un fogonazo súbito iluminó la noche, haciendo palidecer los focos de la pista. Una de las alas del aparato saltó bruscamente por los aires, como impelida por gigantesca fuerza, y el avión, falto de estabilidad, se inclinó bruscamente de costado. Su otra ala entró secamente en contacto con el suelo, quebrándose con metálico chasquido. El aparato, falto de dirección, dió un brusco viraje y se salió de la pista, rodando por las zonas de seguridad y metiéndose en otra, la 36. De pronto, al llegar al borde de la misma, se detuvo, y pareció como si quisiera encabritarse. Su cola se levantó en el aire, permaneciendo unos segundos así, en lo alto, para después abatirse bruscamente hacia adelante. El avión había dado una vuelta de campana. Sonó un ensordecedor ruido al batir la parte superior del fuselaje contra el suelo, y la tierra retembló. Una estremecedora explosión rasgó los aires, y una luz vivísima encegueció a todos los que contemplaban la escena, sorprendidos y alelados. Trozos de metal empezaron a caer por todas partes...

Fawcett, con los ojos desorbitados, contempló el súbito accidente sufrido por el aparato. La rapidez de todo lo sucedido le impidió acabar de comprender el significado de lo que acababan de contemplar sus ojos. Por todas partes empezaron a sonar sirenas, y enormes y potentes focos iluminaron la zona del siniestro, marcando sobre la tierra un círculo trágico. Innumerables ambulancias y coches extintores acudieron de todas partes, en un intento de sofocar el fuego que se extendía ya por todo el aparato. De los coches sanitarios descendieron varios enfermeros transportando camillas, en espera de poder recoger algún superviviente...

Pero todo era ya inútil. El aparato era una inmensa hoguera, y era muy improbable que quedara alguien con vida dentro de él. Los motores del avión habían estallado con el rudo choque, y además la brusca vuelta de campana había sido lo bastante fuerte como para causar serias heridas, si no matar, a todos los ocupantes.

Los megáfonos de todo el aeropuerto empezaron a bramar con sus potentes voces:

- ¡Atención, atención! ¡Se ruega a los señores que permanecen en las áreas de espera de los aparcamientos se retiren de allí, pues hay peligro! ¡Diríjanse todo s hacia las zonas de seguridad que tienen a sus espaldas! ¡Atención, atención, repetimos! ¡Se ruega a los señores!...

Fawcett pareció despertar en aquel momento del sopor que le había invadido al presenciar el accidente. En su mente penetró la magnitud de la tragedia que acababa de contemplar. Lanzando un hondo grito se lanzó hacia adelante, traspasando la metálica valla que lo separaba de las pistas de aterrizaje, y echó a correr a toda velocidad hacia el lugar que ocupaba el aparato siniestrado.



5



Uno de los policías que habían acudido rápidamente al lugar del siniestro le retuvo, agarrándole bruscamente por el brazo.

- ¡Alto, deténgase! ¡No se puede ir por aquí! ¡Retírese inmediatamente a las zonas de seguridad!

Fawcett intentó liberarse de la presa que le atenazaba.

El policía le retuvo con más fuerza todavía.

- ¡Le digo que no se puede estar aquí! ¡Hay peligro! ¿No ha oído lo que han dicho por los micrófonos?

Fawcett miró al hombre. Comprendió que no le soltaría así como así. Tenía la obligación de detener a cualquiera que intentara acercarse demasiado al lugar del siniestro. Cumplía con su deber.

- ¡Suélteme! - aulló.

Y lanzó un puñetazo contra la cara del otro.

El policía no se esperaba aquello y retrocedió, sorprendido. Fawcett se le echó encima, golpeándolo furiosamente hasta que vio que había perdido el conocimiento. Se levantó, sudoroso. Una especie de fiebre le invadía. Contempló la inmensa pira que era el aparato.

El crepitar de las llamas se unía al silbido de los extintores de incendios, que lanzaban su blanca espuma contra el aparato por todos los lados, en un intento de apagarlo antes de que adquiriera aún mayores proporciones. Atrás, como una música de fondo absurda y monocorde, surgía el murmullo de la multitud que contemplaba absorta el siniestro.

Fawcett volvió a avanzar en dirección al destrozado avión. Un hombre, un camillero, se acercó a él.

- ¡Eh! ¿Qué hace usted aquí?

- Periodista - respondió Fawcett, lo primero que le vino a la cabeza, mientras seguía andando hacia adelante, como un sonámbulo.

El hombre se quedó atrás, murmurando algo sobre lo que son capaces de hacer los periodistas para conseguir una buena noticia. Los bomberos batallaban con el fuego, sudorosos. Uno de los hombres que estaban cerca de él, volviéndose hacia su compañero, comentó:

- Ha sido algo absurdo, inconcebible. Nada hacía prever que fuera a suceder algo anormal, y sin embargo...

El otro movió la cabeza.

- Ha sido el primer motor izquierdo - replicó -. Estalló bruscamente, como por arte de magia. El avión perdió estabilidad, se inclinó hacia el otro lado, y...

- Sí - volvió a decir el primero -. Todo ha sido demasiado raro. No me extrañaría que todo se debiera a un plan premeditado.

El otro lo miró con aire de extrañeza.

- ¿Sabotaje?

- Sí. No es que esté seguro de nada, pero he oído rumores del campo, ya sabes... he oído decir que el avión llevaba algo muy importante a bordo. Y si era tan importante...

El otro meneó la cabeza de un lado para otro, en gesto pesimista.

- ¡Y que para eso hayan tenido que morir tantas personas!...

No pudo decir más. Fawcett, que estaba algo más atrás, contemplando con ojos vidriosos la hoguera del aparato, soltó de pronto un gemido. Comprendió que todo estaba perdido, que ya no quedaba ninguna esperanza. Todos habían muerto.

- ¡Hellen!

De su boca salió un hondo gemido, mezcla de sollozo y de grito, en el que se condensaban todo su dolor y toda su desesperación...



6



El hombre se levantó de detrás de su mesa de despacho.

- Lo siento, mister Fawcett. No podemos darle ninguna clase de información al respecto. Al menos por el momento.

Fawcett miró por el amplio ventanal de la habitación, que daba directamente a las pistas de aterrizaje. El fuego del aparato había sido ya extinguido, y se procedía ahora a extraer de su interior los restos de sus ocupantes. No había habido ningún superviviente...

- No me comprende usted. - Apoyó sus manos sobre la mesa, inclinándose hacia adelante -. No quiero ninguna información periodística. No me mueve la curiosidad. En este aparato viajaba mi prometida. Ahora está muerta. ¡Quiero saber si es verdad que el accidente no fué tal accidente! ¡Necesito saberlo!

El hombre le miró fijamente a los ojos, con serenidad. Se notaba que le comprendía, pero que no podía hacer nada en su favor. No estaba autorizado para ello.

- Comprendo su estado de ánimo después de este choque. Me hago cargo de sus motivos. Se está abriendo una investigación para hallar las causas del accidente. Hasta que esta investigación no esté cerrada, no podemos decir nada en concreto. Con todo, no hay ninguna prueba de que el siniestro haya sido provocado deliberadamente. Por lo tanto, no podemos decir una cosa que no sabemos.

- ¿Qué era lo que llevaba el aparato?

- Lo siento, pero no puedo decírselo. Ya se lo he explicado. Por ahora es un secreto. Tal vez más tarde...

Fawcett lanzó un suspiro. No lograría nada machacando sobre aquel punto.

- Está bien - musitó -. Está bien.

Dió media vuelta y salió lentamente de la habitación.



7



Los edificios exteriores del aeropuerto eran un hervidero de gente. Una vez propalada la noticia, multitud de periodistas, fotógrafos, redactores, curiosos, se agolpaban allí, con ansias de saber más, más y más. Sus gritos formaban una algarabía indescriptible, que tenía gran semejanza con una moderna torre de Babel.

Saliendo del despacho del jefe del aeropuerto, Fawcett se mezcló con todo aquella gente, cruzando por entre ella como un sonámbulo. Recibía sin sentir los golpes y los empujones, oía sin escuchar las palabras que sonaban en sus oídos... Parecía un barco a la deriva, sin rumbo fijo, sin meta determinada.

De pronto, una mano le agarró por el brazo, tirando de él.

- ¡Ben, muchacho! ¡Me alegro de encontrarte!

Fawcett tardó unos segundo en reconocer a la persona que tenía ante sí. Bob Cameron, reportero de sucesos del «Meteor», con su cara reflejando siempre ansiedad, le miraba fijamente. A su lado, Orty, el fotógrafo que siempre le acompañaba, sonreía estúpidamente al ver tanta gente a su alrededor.

- Nos ha enviado el ogro para hacer el reportaje - dijo Bob, con su eterna precipitación - Tú estabas ahí, ¿verdad, Ben? Cuéntame. ¿Cómo fue?

Fawcett, inmóvil, impasible, ausente, como si no tuviera nadie delante, le miraba sin ver, traspasando su cuerpo con la mirada y contemplando un punto indefinido más allá de él, en el infinito. Bob comprendió, y dejó escapar algo por lo bajo.

- Es verdad, Ben, lo había olvidado. No ha habido ningún superviviente, ¿verdad?

Fawcett tampoco contestó. Se desligó bruscamente del brazo que le sujetaba, dió media vuelta, y siguió su camino como si no acabara de cruzarse con nadie.

Bob Cameron lanzó un grito:

- ¡Eh, Ben! ¡Espera un minuto! ¡El jefe me ha dicho que si te encontraba te dijera que quería verte!

Pero Fawcett no le oyó. O si le oyó, no lo demostró en absoluto. La gente lo tragó entre su multitud, haciéndole perder de vista a los dos hombres.

Bob Cameron se encogió resignadamente de hombros.

- ¡El fin! - murmuró -. Tendremos que preocuparnos nosotros mismos de la información. Andando, Orty.

Mientras, Fawcett había logrado salir al exterior. El aire fresco de la noche le azotó el rostro. Continuamente llegaba gente al aeropuerto. Miró al cielo: estaba limpio de nubes, estrellado. Pensó en que la tragedia nunca es tal tragedia hasta que se siente en carne propia. Infinidad de veces él había asistido a accidentes similares a éste. Nunca había sentido más que curiosidad, una innata y malsana curiosidad al ver la desgracia ajena. Igual que Bob, igual que los demás reporteros que acudían constantemente como moscas, igual que la gente que iba precipitadamente a ver qué era aquello que causaba tanto escándalo, igual que los que mañana leerían con avidez la noticia en los periódicos.

Un ramalazo de aire cruzó por la calle y sintió frío, pero no hizo nada por mitigarlo. Se puso a andar, apartándose de la riada humana que confluía en la enorme puerta de acceso, taponándola continuamente. A medida que se alejaba, el murmullo de colmena del aeropuerto se iba quedando atrás, lejos.

Pensó en Hellen. Hacía seis meses que no la veía, desde que iniciara el viaje a Nueva York.

Apenas dos horas antes, había acudido al aeropuerto con la ilusión de verla de nuevo, de sentirla entre sus brazos, de darle un beso de bienvenida.

Y ahora... Ahora, Hellen estaba muerta. Ahora no sería más que un cuerpo carbonizado, retorcido entre los hierros del destrozado avión, un cuerpo al que sólo se podría identificar tras largos esfuerzos.

Ya no la vería más. Para él, Hellen sería de ahora en adelante tan sólo un recuerdo, el triste recuerdo de las personas queridas que han desaparecido a de nuestra vida, dejando tan sólo una honda huella de ausencia en nuestro corazón.

No acudió a su heliobólido. Andando lentamente, con la cabeza baja, con los hombros hundidos, con ese aire de las personas acabadas, fué alejándose del aeropuerto. Su figura se fué empequeñeciendo en la noche, hasta que desapareció por completo en la oscuridad...





TIEMPO SEGUNDO
HOY



1




Anduvo toda la noche vagando por las calles de Londres, sin rumbo fijo, sin meta ni destino prefijados. Vio las estrellas palidecer, vio la aurora asomar por el horizonte, tras los edificios, vio al sol despuntar con sus rayos rojos, anunciando el nuevo día. Pero nada de esto fué capaz de despertar ningún pensamiento en su interior.

Llegó a su apartamento casi a las diez de la mañana. En la calle, un chiquillo voceaba la edición extra del «Times», con el reportaje del trágico accidente de aviación. Sin saber por qué lo hacía, Fawcett adquirió un ejemplar, metiéndoselo maquinalmente en el bolsillo, sin siquiera dirigirle una mirada. Subió a su apartamento, se quitó la chaqueta y se tendió en la cama. Cerró los ojos.

En su mente se reflejaban todavía las escenas de la noche anterior...

Llevaría unos minutos tendido, cuando el timbre del teléfono empezó a repiquetear insistentemente. Lo dejó sonar durante unos instantes, sin ánimos ni deseos de levantarse, pero la fuerza de la costumbre, este hábito que la profesión periodística había implantado en él, le hizo finalmente levantarse y acercarse al aparato. Descolgó el auricular.

- ¡Ben, por fin! - era la voz bronca de Samuel S. White, cabalgando a través del hilo telefónico -. ¡He estado toda la mañana llamándote continuamente! ¿Dónde diablos te has metido?

Fawcett dudó unos momentos entre colgar de nuevo o seguir oyendo. No tenía el menor deseo de escuchar a White. Sin embargo, las próximas palabras del director del «Meteor» le hicieron cambiar de opinión.

- ¡Ben!, ¿estás aquí? Oye, sé lo que te pasa, y no creas que no lo comprendo. Ha sido un golpe muy duro para ti. Pero estoy seguro de que esto, en vez de una traba, será un aliciente para el trabajo que deseo encomendarte.

Esperó unos momentos y, al ver que Fawcett no decía nada, preguntó:

- ¿Has leído los periódicos de hoy, Ben?

Fawcett tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para contestar. Su voz salió ronca al pronunciar el monosílabo:

- No.

- Bien, entonces será mejor que los leas cuanto antes. Así te enterarás de lo que fue en realidad el tal accidente. Estoy seguro de que, una vez lo sepas, querrás encargarte del caso. Al menos, esto es lo que yo haría de encontrarme en tu lugar... Fawcett no oyó más. Aquellas palabras abrieron repentinamente una brecha de luz en su semiembotado cerebro. Sabotaje, un contenido especial, un accidente provocado, dejó caer bruscamente el teléfono, que chocó con seco ruido contra una pata de la mesa, y se lanzó hacia su chaqueta, tomando el periódico que acababa de adquirir.

- ¡Oye, Ben! - llegaba la voz de White a través del colgante auricular -. Ben, ¿me oyes?

Pero Fawcett no oía ya nada. Su vista acababa de fijarse en unos enormes titulares que, en primera página, proclamaban:



CATÁSTROFE EN EL AEROPUERTO DE LONDRES II

EL ACCIDENTE, CONSECUENCIA DE UN SABOTAJE PREMEDITADO



Y más abajo, en letra más pequeña:

«El estrato-avión que cubría la línea regular de vuelo Nueva York-Londres sufrió ayer, al aterrizar en esta última capital, un trágico y mortal accidente, cuando estalló súbitamente uno de sus motores. El aparato, perdidos el gobierno y la estabilidad, giró sobre sí mismo, dando una aparatosa vuelta de campana ante la vista de las numerosas personas que aguardaban en el aeropuerto, las cuales vieron horrorizadas e impotentes todo el proceso de la catástrofe. A pesar de la pronta intervención del servicio de incendios del aeropuerto, no se pudo evitar que los restantes motores del estratoavión estallaran, convirtiendo el aparato en una inmensa hoguera, en la cual quedaron aprisionados e impotentes para escapar todos sus ocupantes.

»La investigación que se realizó más tarde sobre las causas del inusitado accidente, reveló a las claras que éste no fué en realidad tal accidente, sino un sabotaje premeditadamente preparado. En el primer motor del ala izquierda había sido colocada una bomba, cuyo dispositivo de explosión estaba conectado con el tren de aterrizaje, de modo que, tres minutos después de bajarse éste, entrara en acción. El dispositivo destructor tuvo que ser instalado en Nueva York, lugar de origen y única escala del aparato, por unas hasta ahora desconocidas manos asesinas. El trágico balance de este sabotaje ha sido de ciento sesenta y cuatro muertos, incluidos los pilotos, azafatas y demás personal del aparato. No ha habido ningún superviviente.

»El motivo del criminal atentado ha sido, según informe de fuentes oficiales la destrucción de unos documentos de gran importancia política internacional que viajaban en el avión. El portador de los mismos era un agente del Gobierno inglés, que viajaba en misión oficial secreta bajo el nombre de Lloyd Harold Finnegan y la personalidad de un comerciante neoyorkino en viaje de negocios a Gran Bretaña. Los documentos han quedado destruidos en el incendio consecutivo al accidente, constituyendo su desaparición una vital pérdida para nuestra nación, que cifraba en ellos grandes esperanzas de entendimiento internacional.

»La policía mundial busca afanosamente a los responsables del criminal atentado, y sus pesquisas avanzan rápidamente, confiándose en poder poner en manos de la justicia a los multiasesinos dentro de un plazo relativamente breve...»

Seguían a continuación nuevas informaciones y detalles sobre el caso, así como una reconstrucción completa del proceso del accidente, sin duda facilitada por alguno de los muchos que lo presenciaron. Más abajo, finalmente, y entre una relación completa de las víctimas:

«Entre las víctimas del desgraciado accidente se cuenta también Hellen Thompson, la antropóloga británica, que volvía de Nueva York después de asistir a una asamblea en esta ciudad y dar un ciclo de conferencias por todo el país. Su muerte representa también una gran pérdida para la ciencia y para la nación, constituyendo un agravante más...»

Fawcett crispó los dedos, arrugando entre sus manos la hoja de papel. Hellen, muerta. Sabotaje, explosivo, el motor, el tren de aterrizaje... Todo ello bailaba por su mente, al compás irónico y cruel de una grotesca danza macabra...

Por el colgante auricular, la voz de White seguía sonando:

- No sé si me escucharas, Ben, pero deseo decirte una cosa. Tú eres el más indicado para descubrir la verdad. Es algo que te concierne personalmente. Además, tú tienes la experiencia de otros casos similares, en los que siempre has sabido desentrañar la verdad de los hechos. Oye, Ben...

Fawcett se acercó, tomando el auricular y depositándolo nuevamente sobre su horquilla. No quería escuchar la voz de White. No quería escuchar a nadie.

Tomó de nuevo entre sus manos el periódico, contemplándolo sin ver. Sabía que las palabras de White no eran sinceras. Nadie era sincero. Todo en el mundo era una gran mentira. Como a todos, al director del «Meteor» no le importaba nada más que el éxito, la publicidad. Simple ambición.

Ya veía en las páginas de su periódico el reportaje: «Benjamin Fawcett, reportero de nuestro periódico, logra descubrir el misterio del sabotaje del avión siniestrado. En el aparato viajaba la prometida de nuestro redactor, la célebre antropólogo Hellen Thompson, la cual pereció también en el accidente. Fawcett, animado por su afán de justicia y sus ansias de vengar la muerte de la mujer que amaba...»

Arrugó nuevamente el periódico entre sus manos crispadas, y lo arrojó con furia contra la pared. Sí, buscaría a los causantes del accidente, a los miserables que prepararon el sabotaje. Los buscaría para matarlos con sus propias manos.

Pero Hellen estaba muerta...



2



Nunca supo cómo se le ocurrió.

Fué el pensar de nuevo en Hellen. Hellen había muerto, y por más que hiciera no podría devolverle la vida que había perdido. ¿De qué le serviría entonces vengar su muerte? ¿Qué lograría con ello?

Pensó en que si Hellen no hubiera muerto, si él hubiera podido salvarla a tiempo, todo sería distinto.

Ahora ella se encontraría aquí, a su lado...

Pero ¿cómo hubiera podido salvarla? ¿Acaso él sabía que iba a producirse la explosión del motor? Para eso hubiera tenido que ser adivino. Y además, ¿a qué pensar eso ahora? Al fin y al cabo, ya todo estaba perdido. Por más que se atormentara no lograría nada. No lograría cambiar el curso de los acontecimientos.

¿No lo lograría?

Se puso en pie de un brusco salto. ¡Cielos! ¿cómo no se le había ocurrido antes? ¡Sí podía cambiar el curso de los acontecimientos!

Y pensó en la máquina del profesor Bingelow. Él mismo había llegado a la conclusión de que teóricamente una persona podía con ella trasladarse al pasado o al futuro según su voluntad. ¡Trasladarse al pasado!

Ahora ya lo sabía todo con respecto al accidente. Sabía que el estrato-avión había sido saboteado, que en su primer motor izquierdo había sido instalada una bomba en conexión directa con su tren de aterrizaje. ¡Si ahora pudiese trasladarse aunque sólo fuera un día al pasado, tendría poder para cambiar el curso de los acontecimientos!

Se puso rápidamente la chaqueta, abriendo con precipitación la puerta de su apartamento y saliendo al exterior. Bingelow había dicho que su aparato traslato-temporal podía funcionar en el momento que él quisiera. Solamente le faltaba una persona que accediera a ser la primera en realizar la experiencia, afrontando los posibles riesgos.

¡Pues bien, él sería aquella persona!



3



El profesor Bingelow le miró sorprendido.

- ¡Mi estimado mister Fawcett! No creía volver a tener el placer de verle tan pronto. ¿Qué se le ofrece?

Fawcett se humedeció levemente los labios con la punta de la lengua. Se encontraban en la misma habitación en la que viera al profesor por primera vez. Al igual que el día anterior, el mismo robot le había pedido que aguardara unos momentos y...

- Se trata de nuestra conversación de ayer por la tarde, profesor - murmuró -. De lo referente a su máquina traslato-temporal. ¿Recuerda?

- ¡Naturalmente que me acuerdo, joven! ¿Acaso se olvidó de pedirme algún detalle?

Fawcett dijo que no con la cabeza. Dudó unos momentos antes de plantear la cuestión.

- Usted me dijo ayer, profesor, que su máquina temporal estaba lista, que había hecho ya varias experiencias con animales, pero que le faltaba hacer la prueba definitiva, con un hombre como sujeto del experimento. Hasta entonces no podía lanzar su invento a los cuatro vientos. ¿Es cierto?

- Sí, claro. Pero...

- Muy bien, profesor. Pues yo soy este hombre.

Bingelow quedó unos momentos en suspenso. Debió de temer que no hubiera oído bien, pues se metió un dedo en el oído derecho y hurgó fuertemente, como para librarse de algún entorpecimiento auditivo. Luego investigó:

- ¿Quiere decir que usted...?

- Exacto, profesor. Tal vez no me haya expresado bien, pero ésta es mi intención. Estoy dispuesto a someterme a la prueba.

El profesor dudó unos momentos.

- Pero así, tan de repente... No me esperaba esto, se lo confieso. Usted...

- ¿Hay algún inconveniente?

- ¡Oh, no, ninguno! Absolutamente nada. Sólo digo que me sorprende. La prueba no es segura, hay algunos riesgos, naturalmente, y usted... ¡En fin, me extraña! ¿Qué impulso le motiva a tomar esta... esta decisión?

Fawcett se mordió los labios. Parecía como si el profesor sospechara que él llevaba in mente algún fin concreto y oculto al hacer aquel ofrecimiento. No debía decirle cuáles eran sus intenciones. Estaba seguro de que, si el profesor sabía de ellas, se negaría rotundamente a secundarle. Debía engañarlo. Aunque le pesara, debía hacerlo.

- Pues...

Y de pronto el profesor se echó a reír, interrumpiéndole, y dándose una fuerte palmada en un muslo.

- ¡Oh, sí, claro, naturalmente! Ahora lo comprendo. Perdóneme que haya sido tan obtuso. Usted es periodista, claro. ¿Y qué más natural que un periodista lo haga todo para obtener un reportaje sensacional? Usted desea hacer esta prueba para luego poder escribir un reportaje sobre sus experiencias...

Fawcett lanzó un suspiro, asintiendo con la cabeza. El profesor se le había adelantado, explicándose él mismo sus aparentes motivos. Así era mucho mejor. El profesor no abrigaría ya dudas. Él mismo se lo había explicado todo...

- Naturalmente, ésta es mi intención. Tal vez le parecerá a usted muy materialista y poco romántica, pero...

- ¡Oh, no, se lo aseguro! Cada persona tiene su misión asignada en el mundo. Usted es periodista, yo inventor... cada cual debemos cumplir con nuestra obligación. Para usted el conseguir un buen reportaje es un deber casi sagrado.

- Sí, sí, claro...

El profesor se mesó la barbita de chivo, en un gesto característico suyo.

- Bueno, por mi parte he de decirle que no hay ningún inconveniente. Usted conoce los principios del aparato, sabe sobre esto mucho más que otras personas... ¡En fin, me es simpático! Venga conmigo.

Le cogió por un brazo, y lo arrastró consigo hacia el laboratorio.



4



Dos horas mas tarde, Ben Fawcett estaba al corriente del manejo del traslato-temporal de Bingelow tanto como pudiera estarlo su propio inventor.

Al principio, al profesor le había extrañado sobremanera que Fawcett insistiera mucho sobre realizar el experimento aquel mismo día, lo antes posible. No había prisa, había argumentado. Era lo mismo realizarlo hoy que mañana. Pero Fawcett insistió. Era preciso hacerlo cuanto antes.

- El aparato está en disposición de funcionar ahora mismo, ¿verdad? - argumentó -. Usted mismo ha dicho que cuando quisiera podría realizar el experimento. Le confieso que esta noche no he podido dormir pensando en lo que puede hallarse al otro lado, más allá de la barrera del tiempo. ¿Para qué esperar hasta mañana o pasado mañana? ¿No le corroe la impaciencia por saber el resultado del experimento?

Bingelow tuvo que admitir que sí. Pero como todas las personas viejas, era enemigo de precipitaciones. Por otra parte, comprendía que Fawcett era joven, enérgico, impulsivo... No era de extrañar que quisiera hacer el experimento cuanto antes. ¿Y por qué no? ¿Por qué no podían hacerlo? ¿Acaso había algo que lo impidiera?

- Bien - asintió finalmente -. Io haremos como usted dice. Por mi parte no hay ningún inconveniente.

Y empezó a poner a Fawcett al corriente de todo lo que aún ignoraba sobre el particular.

En sí, el aparato traslato-temporal era una simple esfera metálica, con una sola puerta que cerraba herméticamente desde el interior. Estaba construida totalmente de acero extraduro, y el grosor de sus paredes era de cinco centímetros.

- Yo la llamo el bloque exterior de protección informó el profesor. Su única misión es, una vez convertido todo en energía, proteger el interior del bloque, o sea la persona que realiza el experimento, de posibles agentes exteriores. Por esto ha sido fabricada tan gruesa de paredes.

Dentro de la esfera había una cabina muy semejante a la de mandos de los aviones, repleta de instrumentos y palancas. En ella había tan sólo un sillón, en el centro, a cuyo lado se podían apreciar dos palancas señaladas de color rojo.

- El manejo de la cabina es muy fácil - explicó Bingelow -. Apenas cerrada la puerta e incomunicada del exterior, se encuentra lista para emprender su viaje. El que ocupa la cabina mueve estas dos palancas rojas, primero la delantera y después la otra, y el energetizador del exterior entra en funcionamiento. La cabina con todo su contenido se convierte en energía, y entonces paso a operar yo desde fuera. Todo esto que se ve en este hangar, excepto la esfera, no son más que los aparatos que producen las macro y microcorrientes electromagnéticas, las cuales servirán para impulsar la cabina a través de sus rotaciones por el mundo y para detenerla cuando llegue a su lugar prefijado en el tiempo. Inmediatamente después de haber cesado su acción y haber llegado la cabina a su destino, yo, desde aquí, moveré otras dos palancas que realizan a la inversa el proceso de energetización, y la cabina se materializará en el lugar donde se encuentre.

«Luego, cuando la cabina desee regresar, su ocupante solamente tendrá que mover de nuevo estas dos palancas, energetizándola de nuevo, y las corrientes electromagnéticas volverán a traerla hasta aquí. Yo volveré a materializarla en este mismo lugar... y ya estará.

- ¿Cómo sabrá usted que la cabina tiene que regresar aquí?

- De un modo sencillo. Las corrientes electromagnéticas establecen un puente a través del tiempo entre la cabina y yo. Por ellas sabré cuando la cabina llega a su destino y es necesario materializarla. Cuando vuelva a energetizarse por haber pulsado su ocupante las dos palancas, sabré yo por el indicador de energetización que quiere regresar, y utilizaré de nuevo las corrientes.

- Ya. ¿Cuáles son las sensaciones que siente una persona al energetizarse?

Bingelow se encogió de hombros.

- Esto es algo que no puedo decírselo por la sencilla razón de que nunca lo he experimentado personalmente. No obstante, teniendo en cuenta que un cuerpo energetizado permanece en vida latente durante todo el período que dura la energetización, es muy fácil suponer que las sensaciones serán similares a las que debe experimentar una persona que está en trance, hipnotizada, o simplemente que sueña. Sensaciones de luz, de color, de sonido... e imposibilidad de poder moverse, no tener conciencia de su propio cuerpo. No puedo decirle nada más.

Así prosiguieron hablando, Fawcett preguntando y Bingelow dando detalles sobre el particular. Fawcett hizo un par de pruebas preliminares del manejo de la cabina, estudió los instrumentos mientras Bingelow lo repasaba atentamente todo... Al final, el profesor dijo:

- Bien, creo que ya está todo listo. Voy a dar un último repaso a los instrumentos, y podremos realizar el experimento.

Fawcett asintió con la cabeza. Ahora venía lo más difícil de su plan. Era necesario que fuera al pasado, a un día de distancia en el pasado. Y debía lograr de Bingelow que hiciera lo que él deseaba.

Sin embargo, todo fue de lo más fácil. Simplemente, el profesor se volvió hacia él y le dijo.

- La primera prueba será solamente a un día de distancia en el pasado. Actualmente no he ensayado más distancias que fueran más allá de veinticuatro horas, y todavía no sé si las corrientes responderán con la precisión y exactitud necesarias. Por otra parte, prefiero no arriesgarme a hacer el primer experimento al futuro, donde no sabemos lo que puede suceder. El futuro será siempre hipótesis, mientras el pasado será siempre realidad acaecida ya. Lo lamento por usted, Fawcett, pues no podrá contemplar por anticipado su propio reportaje.

Fawcett sonrió, y dijo que sí con la cabeza. ¡Cielos, el profesor parecía que adivinara sus deseos! ¡Todo iba por ahora a pedir de boca!

Transcurrió todavía una hora antes de que Bingelow diera por finalizado su último repaso general. Después, se volvió hacia Fawcett.

- Bien, amigo mío. Cuando desee, puede meterse en la cabina y prepararse para el gran experimento. Lamento que no tenga por ahí ningún magnetófono en el que poder grabar nuestras palabras para la posteridad, ni ninguna comisión de honor para presenciar oficialmente el experimento. Ya sabe que todo lo oficial me fastidia, y no tengo ningún deseo de hacer partícipe al Estado de mis triunfos ni de mis derrotas, y mucho menos antes de que éstas sucedan. Además, así, procediendo secretamente, la sorpresa que causara usted con su reportaje será más completa ¿no le parece? Se interrumpió unos momento y después exclamó:

- ¡Ah, una advertencia final! Usted irá al pasado. Salga a él, examínelo, compruebe bien que no haya motivo de duda, busque las pruebas que desee, pero no intente variar nada de él. No intente trastornar el curso de los acontecimientos? ¿comprende? Todavía no sabemos lo que podría suceder.

Fawcett se mordió los labios. Sin saberlo, Bingelow había hecho diana. Había procedido correctamente al mantener ocultos los verdaderos propósitos que le habían impulsado a aquella aventura. Pero ni el profesor, ni cien mil profesores con todos los argumentos del mundo en contra, lograrían disuadirle de su propósito.

- No tema, profesor dijo, a sabiendas de lo falso de sus palabras -. No tengo ninguna intención de hacerlo.

Bingelow sonrió.

- Me lo suponía, amigo Fawcett, me lo suponía. Solamente era una advertencia. Y ahora - tomó de un estante cercano dos vasos, y sacó como algún lugar una botella de champagne como por arte de magia. - Las tengo reservadas para las grandes ocasiones, y ésta es una de ellas. ¡Brindemos por el éxito!

Fawcett tomó la copa llena que le tendía el profesor, y la elevó hasta la altura de sus ojos.

- Brindemos por el éxito - repitió.

Y, mentalmente, rezó por él.



5



Fawcett se sentó en el sillón de la cabina, observando a su alrededor. A su lado, a la derecha, las dos palancas rojas. Frente a él, el indicador que marcaba el desarrollo del proceso de energetización. A ambos lados, en las paredes de la cabina, tubos y conexiones cuyo uso técnico desconocía. Tras él, idéntico panorama. En el techo, el sistema de renovación del aire. Y en medio, sentado en el sillón, equidistante de todos los puntos de la pared, él.

La voz del profesor, a través de un micrófono instalado frente a él, en el dintel de la puerta, llenó la cabina.

- Todo está listo; Fawcett. Yo estoy preparado. Cuando quiera puede empezar el proceso de energetización.

Fawcett miró las dos palancas a su derecha, y se humedeció los labios con la punta de la lengua.

Hellen estaba muerta, y con ella había muerto su propio ideal de vida. Ahora tenía la ocasión de intentar resucitarla. Cambiaría el curso de los acontecimientos a pesar de todo lo que pudiera decirle el profesor. Estaba decidido.

La gran aventura estaba a punto de comenzar.

- Estoy listo, profesor - murmuró.

Miró la esfera de su reloj: las cuatro y dos minutos de la tarde. Su mano se acercó a las palancas. La voz del profesor volvió a llegarle a través del micrófono.

- Bien, Fawcett. Buena suerte.

Su mano se posó sobre la primera palanca.

- No tema, profesor - murmuró -. ¡Volveré ayer!

Y empujó con fuerza, una tras otra, las dos palancas.





TIEMPO TERCERO
EL SEGUNDO AYER



1




La primera sensación que invadió a Fawcett fué la de un mareo absoluto. A su alrededor, las cosas parecieron girar locamente. Vio que el indicador que marcaba la marcha del proceso de energetización iba avanzando hacia el final. Las cosas parecieron irse borrando de sus ojos. Sintió que la cabeza le pesaba...

De pronto, todo se desvaneció. Ante él solamente existía una uniformidad monocorde, un color único, extraño, indefinible. Tras breves instantes, este color cambió. Ahora no fue uno, sino diez, cien, mil. A su alrededor todo empezó a girar. Parecía como si diera vueltas en el interior de una inmensa peonza. Una, dos, tres... Destellos blancos, rojos, azules, amarillos, violetas, pasaban fugazmente a su lado, cegándole los ojos. Empezó a percibir sonidos. Sones espectrales, jamás oídos por persona humana. Aullidos, silbidos... Formaban una especie de melodía extraña, alucinante, sin comparación alguna con la más inspirada o la más horrenda composición musical. Eran sonidos naturales, producidos por extrañas fuerzas invisibles, inalcanzables. Eran los sonidos de la energía.

Fawcett sentía todo aquello como un soplo a su alrededor, como ráfagas intermitentes que silbaban a su lado. No eran percepciones de sus sentidos, eran percepciones que venían desde más allá de sus sentidos. Se sentía ingrávido, etéreo, incorpóreo, sin constancia de su propio cuerpo...

Recordó las palabras del profesor: «Permanecerá en estado de vida latente. Sentirá a su alrededor sensaciones de sonido, de luz, de color...» Estaba consciente de sí mismo. Podía pensar, raciocinar, hacer funcionar su mente. Existía. Pero no podía ver, ni oír. Todo lo que percibían sus ojos, sus oídos, eran sensaciones engañosas, falsas, inexistentes. Sólo se producían en su interior, en sí mismo. No cabía duda de que estaba girando vertiginosamente en el interior de la dimensión tiempo, dando vueltas a la Tierra a mayor velocidad que la luz...

De pronto, todo terminó. Fue un cese repentino, brusco, inesperado. No le causó dolor, ni otra sensación física alguna. No sintió nada. Pero recobró en toda su potencia su capacidad de ver, de oír, de tocar. Estaba de nuevo en su propio cuerpo.

La cabina apareció de nuevo ante sus ojos. Todo estaba igual que antes. El indicador, las palancas... Nada había cambiado. Sin embargo, Fawcett presentía que había algo que sí había cambiado. No sabía qué era, ni si era de índole material o inmaterial. Simplemente, sabía que era algo.

Se levantó del sillón. En su cuerpo no persistía ninguna sensación. Ni siquiera la de tiempo. Parecía como si acabara de sentarse allí mismo, y acabara de pronunciar las palabras con las que se despidiera del profesor: «Volveré ayer». Se acercó a la puerta de la cabina, descorriendo los dos pesados cerrojos y pasadores de seguridad que la mantenían herméticamente cerrada. Dudó unos momentos antes de tirar de ella para abrirla. ¿Qué encontraría al otro lado? ¿El laboratorio del profesor? ¿Tal vez algún paisaje extraño, desconocido? ¿Nada?

Rezó mentalmente porque todo hubiera salido bien. Tenía que haber salido bien.

Reunió todas sus fuerzas, tiró de la puerta, y la abrió de un brusco empujón. Salió al exterior...



2



No conocía el lugar donde estaba. Era la suave pendiente de una colina, totalmente cubierta de verde. Allá abajo, a unos doscientos metros, corría la cinta plateada de la carretera.

Recordó lo que le dijera el profesor: «La esfera se materializa en distinto lugar del que ocupa ahora, fuera del límite de la ciudad de Londres. Si la materializara aquí mismo, se encontraría con su propia masa, la del ayer, y ello podría ocasionar un cataclismo en el tiempo. Es mejor no correr riesgos inútiles.»

De modo que, aunque no hubiera retrocedido, la esfera se había movido. Esto al menos era ya un buen augurio.

Cerró desde el exterior la puerta de la esfera, asegurándola para que nadie, salvó él, pudiera volver a abrirla. Contaba con que nadie acudiría allí a curiosear. La esfera había quedado semihundida en una depresión del terreno, de modo que no era fácil que fuera vista desde la carretera. Por otra parte, aquellos parajes estaban casi desiertos. Había de correr el riesgo...

Empezó a descender por la ladera, andando rápidamente en dirección a la carretera. Confiaba en que no estuviera muy lejos de Londres.

Llegó a la cinta de asfalto, y esperó unos momentos. No tardó en pasar un monobólido, al que hizo serias para que parara. Pero el conductor debía de tener mucha prisa o estaba muy bien educado, pues ni siquiera disminuyó la marcha, pasando de largo como si ni siquiera le hubiera visto.

El segundo monobólido que pasó sí se detuvo a las señas de Fawcett. Un agradable rostro de mujer se asomó por la ventanilla.

- Perdone - murmuró Fawcett -. ¿Estamos muy lejos de Londres?

La muchacha que se había asomado le miró, levantándose levemente las gafas de sol por sobre sus ojos. Negó con la cabeza.

- No. Unos diez o doce kilómetros a lo sumo. ¿Va allí?

Fawcett asintió con la cabeza.

- Bien, entonces suba. Le llevamos.

Fawcett no se hizo repetir la indicación. Se metió dentro, y entonces pudo ver al conductor del vehículo. Mejor dicho, la conductora. Una chica que no tenía nada que envidiar en cuanto al físico a su compañera.

Consultó su reloj. Eran las cuatro y doce minutos. Habían transcurrido tan sólo diez minutos desde que se despidiera del profesor, aunque a él le pareciera que habían sido más. «Sin duda - se dijo - al energetizarse, el reloj ha dejado momentáneamente de funcionar. Pero lo realmente importante no era aquello. Había salido del laboratorio de Bingelow, y ahora se encontraba allí...

- ¿Es usted de por aquí? - preguntó la primera muchacha, la que se asomara.

Fawcett asintió con la cabeza.

- Sí, de Londres. Había salido con unos amigos de excursión, y... y me he perdido.

La muchacha rió con risa argentina.

- Esto suele pasar muy a menudo - dijo, con un tono de voz que indicaba que no se creía en absoluto aquella absurda excusa -. Mi amiga y yo no somos de aquí - explicó luego -; somos de Liverpool. Venimos ahora a Londres de vacaciones, a pasar algunos días con una tía nuestra...

Fawcett asintió con gesto meditativo. En un ademán maquinal, dió cuerda a su reloj. Tras breve vacilación, se decidió a preguntar por el punto que le interesaba:

- Perdonen. Pensarán que soy un despistado, pero... ¿podrían decirme a qué día estamos hoy?

La mujer que conducía el vehículo se volvió ligeramente hacia él, hablando por primera vez.

- ¡Pero, oiga! - su voz se fingía alarmada -. ¿Usted cuándo se perdió? Eso de no saber el día en que estamos...

Fawcett fingió una sonrisa de circunstancias.

- No es eso - explicó -. Soy muy desmemoriado, y siempre me olvido la fecha. Además, tengo mi reloj calendario estropeado. He de resolver unas asuntos en Londres el día veintisiete, y me ha asaltado repentinamente el temor... La primera muchacha soltó una carcajada.

- Tranquilícese, amigo. No perderá la resolución de estos asuntos por ahora. Todavía estamos a día veintiséis.

A las dos muchachas les debió de extrañar el hondo suspiro que lanzó Fawcett, y era porque no sabían el motivo del mismo. Cuando Fawcett se metiera en la máquina traslato-temporal, en el laboratorio de Bingelow, estaban a día veintisiete. Y ahora era día veintiséis.

¡Estaba de nuevo en ayer!



3



Las dos muchachas le dejaron en una de las innumerables calles de Londres, a petición del propio Fawcett. Éste les dió las gracias, y recibió de ellas una invitación para acudir a su casa, invitación que aceptó, a pesar de saber que no la atendería. Se quedó viendo cómo el coche se alejaba calle adelante, hasta perderse en una de las esquinas, y después miró a ambos lados de la calzada.

Allí, a poca distancia de él, un rótulo luminoso, entonces apagado, anunciaba la existencia de un snack-bar. Repentinamente recordó que desde la noche anterior no había probado bocado. Se dirigió hacia allí, penetró en él, y fué a acomodarse en la barra.

- ¿Qué desea? - inquirió el camarero.

Fawcett encargó un bocadillo de jamón y cerveza, y cuando el hombre trajo lo pedido preguntó, como al descuido:

- Perdone, ¿podría indicarme la hora? Me parece que se me ha parado el reloj.

El hombre se la dijo: las cuatro y media.

- Del día veintiséis, ¿verdad?

- Naturalmente.

Fawcett hizo ver que movía las agujas de su cronómetro, dió las gracias, y empezó a comer el emparedado. Lo que había pensado poco antes era falso. No era su reloj, energetizado, que no había funcionado. Era que, durante su viaje por el tiempo, éste no había transcurrido. Había permanecido inmóvil mientras duró su estancia en su dimensión.

Terminó el bocadillo, bebió la cerveza, pagó, y salió de nuevo a la calle. Volvió a mirar su reloj. Las cuatro y treinta y siete.

Dirigió su vista de nuevo hacia adelante. Todo había salido a la perfección. Se encontraba de nuevo en el ayer, aproximadamente a la misma hora en que se encaminaba a ver a Bingelow. Pero ahora no perdería así el tiempo. Tenía otras cosas más importantes que hacer.

Era hora de empezar a actuar.

Llamó a un aerotaxi, dando la dirección de su apartamento. Pero rápidamente se corrigió:

- No; al aeropuerto de Londres II.

Se reclinó en el asiento, mientras el heliocoche se elevaba y emprendía el vuelo hacia el lugar indicado. No era conveniente mostrarse por los sitios que frecuentaba corrientemente, se dijo. No debía olvidar que era un intruso allí. En aquel mismo mundo, en aquella misma ciudad, existía ya él, el Benjamin Fawcett que vivía en aquel ayer, que era un día más joven que él. Era el mismo, mas, sin embargo, era otra persona.

«Sería interesante verme de pronto frente a él pensó. ¿Cuál sería su reacción? ¿Y la mía? No hay que olvidar que somos la misma persona, el mismo hombre.»

Pero desechó aquellos pensamientos. No debía desviarse de su objetivo principal. A aquellas horas, el otro Benjamin Fawcett se dirigiría hacia la villa del profesor Bingelow. Él, en cambio, debía seguir otra dirección. Tenía una misión que cumplir, y ella estaba por encima de todo.

El aerotaxi llegó al aeropuerto, y Fawcett abonó la carrera, despidiéndolo. Penetró en el edificio por la gran puerta central, y se dirigió hacia uno de los conserjes que atendían al público.

- Necesito hablar con el jefe del aeropuerto - pidió, con aplomo -. Es urgente.

Su tono debió de impresionar al hombre, relacionándole sin duda con algún asunto importante. Le señaló una dependencia, indicándole que allí debía tomar un ascensor.

- Es el quinto piso, señor - indicó

Fawcett se dirigió hacia el lugar indicado, penetró en la cabina, cerró las puertas, oprimió el quinto botón, y notó cómo ascendía rápidamente. Cuando las puertas se abrieron de nuevo se encontró ante una regular habitación, indudablemente una sala de espera. A ella desembocaban varias puertas. A un lado, tras una mesa metálica, se encontraba una mujer con gafas de concha y aire de eficiencia, vistiendo el uniforme del aeropuerto.

Fawcett se dirigió a ella, repitiendo lo mismo que dijera antes.

- ¿Tiene concertada entrevista con él? - inquirió la mujer.

Fawcett negó con la cabeza.

- No, pero es urgente. Entréguele esta tarjeta, por favor. Dígale que necesito verle inmediatamente.

- Aguarde un instante - pidió.

Y desapareció tras una amplia puerta situada en el fondo de la habitación, poco después aparecía de nuevo haciéndole gesto de que se acercara.

- Por favor. Mister Scott le espera...

Fawcett penetró en la habitación de la que acababa de salir la secretaria, y la puerta se cerró a sus espaldas. Paseó una mirada alrededor.

Era la misma habitación en la que estuviera la noche anterior. Mejor dicho, aquella misma noche. Un par de sillones, una mesa de despacho, y ante ella, de pie, el jefe del aeropuerto. Henry Scott, el mismo hombre que le dijera que no podía aclararle nada sobre el accidente, al menos de momento, aguardaba.

- ¿En qué puedo servirle?

Jugueteaba con la tarjeta que Fawcett entregara a la secretaria. Éste estuvo a punto de preguntarle: «¿No me recuerda?», pero se contuvo. Recordó que Scott no le había visto nunca. Lo que para él fué la noche anterior, para el otro sería aquella misma noche. Decidió abordar directamente el tema:

- Deseo hablarle sobre el vuelo R-23, de Nueva York a Londres. Mejor dicho, sobre el aparato que realiza este vuelo.

Scott asintió con un gesto.

- Bien. ¿Qué pasa con este aparato?

Fawcett inspiró profundamente. Dudó unos segundos, eligiendo cómo mejor enfocar la cuestión. Y después decidió lanzarlo todo de golpe:

- No debe despegar de Nueva York, mister Scott. No debe salir de aquel aeropuerto.

Sus palabras sorprendieron sin duda al hombre, pues su rostro lo dejó traslucir claramente. Por unos momentos quedó dubitativo, como asombrado.

- Esto... un momento, mister Fawcett. Si no le he entendido mal, usted quiere decir que el estrato-avión que realiza el vuelo R-23, Nueva York-Londres, no debe despegar de este primer aeropuerto. ¿Verdad?

- Exactamente.

- Muy bien. ¿Podría indicarme los motivos?

- Sí. Este avión ha sido saboteado. Si despega de Nueva York, al llegar a este aeropuerto, concretamente, al aterrizar en la pista número 37, estallará. Una bomba que hay colocada en su primer motor izquierdo entrará en funcionamiento al bajarse su tren de aterrizaje.

Scott dudó unos momentos antes de dar la vuelta a la mesa, sentarse tras ella, juguetear distraídamente con un cortapapeles, y volver a mirar a Fawcett.

- No acabo de comprender lo que quiere dar a entender con sus palabras - dijo al fin -. ¿Insinúa acaso que el avión ha sido saboteado? ¡Que hay en él una bomba que estallará al aterrizar?

- Exacto.

El hombre se mordió pensativamente el labio inferior.

- Bien - dijo tras breve vacilación -. ¿Tiene alguna prueba concreta de lo que dice?

- Aquí y en este momento, no. Pero si revisan el aparato, encontrarán la bomba en su primer motor izquierdo, conectada al tren de aterrizaje. El mecanismo está dispuesto de modo que, tres minutos después de bajarse éste, la bomba estalle. Si lo desea, puede ordenar al aeropuerto de Nueva York que verifiquen una investigación, y podrá convencerse de ello.

Scott siguió jugando con el cortapapeles, mientras pensaba evidentemente en otras cosas. Tras unos instantes de silencio movió la cabeza de un lado para otro.

- El ordenar la revisión de los motores de un aparato no es una cosa tan sencilla como parece - dijo al fin -. Se necesitan pruebas concretas de que existe alguna anormalidad para ello. Concretas, ¿comprende? No es suficiente la simple afirmación de... de una persona.

Fawcett se mordió los labios.

- ¿Quiere decir con esto que no me cree?

- No, en absoluto. Yo no he querido decir esto, mister Fawcett. Simplemente, he dicho que se necesitan pruebas. Yo no puedo enviar una comunicación a Nueva York, diciendo simplemente: «Hay sospechas de sabotaje. Revísese el primer motor izquierdo del aparato». Si luego resulta todo un rumor infundado, las responsabilidades serán mías, ¿comprende? El revisar el motor de un aparato es tarea mucho más complicada de lo que parece. Y si luego resulta no haber nada...

- Pero es que el caso no es éste! ¡Es que hay algo! ¡Una bomba!

El jefe del aeropuerto dejó el cortapapeles, y se puso en pie.

- Mister Fawcett, parece usted muy convencido de lo que dice. ¿Cómo está tan seguro de ello?

- Pues... - Fawcett comprendió que era una idiotez intentar explicarle al hombre que él sabía todo aquello porque ya lo había presenciado, lo había vivido antes, Io tomaría por loco. ¡Oh, no! ¿Qué importa ahora el cómo lo sepa? ¡Lo importante es que es verdad, y que si no se evita a tiempo, el resultado será una catástrofe en la que perderán la vida ciento sesenta y cuatro personas!

Scott lanzó un suspiro. Sus pensamientos eran tan legibles como a través de una placa de cristal.

- Muy bien, mister Fawcett. Supongamos que todo lo que dice es cierto. ¿Podría darme acaso algún motivo que indujera a sabotear el aparato? Porque no me dirá que la bomba ha sido colocada allí por simple diversión.

- No, naturalmente que no. El motivo es muy sencillo. En el avión ha de viajar un hombre, un agente del Gobierno, bajo el nombre de Lloyd Harold Finnegan. Lleva unos importantes documentos políticos, que no interesa a determinadas potencias que lleguen a su destino. Esta es la causa del sabotaje.

- Bien, de acuerdo, mister Fawcett. Pero esto no es ninguna prueba. Tal vez exista entre los pasajeros este tal Finnegan, pero esto no quiere decir que tenga que llevar estos documentos a los que usted alude. Yo no tengo noticia de que tales documentos viajen en el avión. No sé nada sobre el particular.

Fawcett palideció. ¿Que el hombre no sabía nada de los documentos? Pero...

- ¡Pero si usted mismo me dijo anoche que conocía su existencia! ¡Recuerdo claramente que me dijo que sabía lo que viajaba en el avión, pero que no podía revelarme lo que era, que todavía era un secreto! ¡Ya...!

Se detuvo, demasiado tarde ya. En los ojos de Scott acababa de pintarse la sorpresa, el desconcierto, y más claramente otra cosa. Durante unos segundos los dos permanecieron en silencio, mirándose el uno al otro. Después sonó fríamente la voz del jefe del aeropuerto:

- Sin duda debe de estar confundido, mister Scott. Yo no he hablado con usted de nada semejante. No conozco la existencia de estos documentos, y ni siquiera lo había visto a usted antes de ahora. Está equivocado.

Fawcett estuvo a punto de echarse a gritar, furioso. En los ojos de aquel hombre se leía claramente que no le creía. No le creía en absoluto. Le tomaba por un loco, por un chiflado. Y sus últimas e inoportunas palabras le habían confirmado en su opinión. Se inclinó, apoyándose sobre la mesa.

- Debe creerme, mister Scott - murmuró - Le juro que es cierto todo lo que le he dicho. ¡Oh, Dios!, ¿no comprende que está en juego la vida de ciento sesenta y cuatro personas?

Scott negó con la cabeza. Su actitud se había vuelto fría, hostil.

- Lo siento, mister Fawcett. Ya le he expuesto mis razones. Si cree usted que lo que dice es cierto, proporcióneme alguna prueba. Si no, intente dirigirse hacia otro lado. Vaya a Nueva York si lo desea, e intente allí. Yo no puedo hacer nada.

Fawcett pensó brevemente. O aquel hombre mentía deliberadamente, o bien realmente no sabía nada de los documentos. Lo más probable era que fuera lo segundo. Sin duda se había enterado de la existencia de los tales documentos a raíz del accidente.

Comprendía claramente lo que pasaba por la cabeza del otro. No le culpaba enteramente por ello. El hombre no estaba dispuesto a meterse en camisa de once varas por hacer caso a aquel individuo que se dirigía a él con la pretensión de ponerle en conocimiento de un pretendido sabotaje. Por otra parte, no podía echarlo de allí a cajas destempladas; no tenía ningún motivo para ello. Simplemente, lo que hacía era permanecer indiferente a todo lo que le dijera el otro, negándose a actuar.

Comprendió que no lograría nada intentando presionar por aquel lado, salvo perder el tiempo inútilmente y arriesgarse a que Scott se cansara de escucharle y le hiciera detener por molestias y alteración del orden público. Y era preciso evitar todo entorpecimiento.

- Sí - musitó -. Sí, tal vez sea lo más conveniente.

Y, sin nada más, dió media vuelta y se dirigió hacia la puerta.

Scott le vio salir sin hacer nada por detenerlo. En el fondo, se alegraba de que se marchara. Aunque no quisiera admitirlo sus palabras habían empezado a impresionarle un poco. ¿Y si, a pesar de todo, fuera cierto? No había ninguna prueba de ello, pero tampoco había ninguna que demostrara lo contrario. Claro que las palabras de Fawcett tenían una cierta inconsecuencia...

Posó su mano sobre el aparato telefónico, con la intención de conferenciar con Nueva York, pero se detuvo. ¿Qué sacaría con ello? ¿Qué les diría? ¿Que se había presentado en su oficina un tipo raro diciendo que en el avión del vuelo Nueva York-Londres había una bomba, y que tenía miedo de que fuera cierto? Apartó la mano y miró hacia la puerta. Sin una palabra, sin despedirse siquiera, Fawcett había desaparecido. La puerta estaba nuevamente cerrada.

Se encogió de hombros. ¡Al diablo con todo aquello! ¿Para qué preocuparse inútilmente por una tontería así?

Tomó unos papeles de sobre su mesa, y se enfrascó nuevamente en su trabajo.



4



Fawcett salió del despacho del jefe del aeropuerto y se encaminó con paso cansino al ascensor. La secretaria le saludó amablemente al pasar por su lado, pero él no la oyó. Siguió caminando, se metió en el ascensor, apretó el botón correspondiente a la planta baja, y aguardó.

Nada le quedaba por hacer allí. Había intentado convencer a Scott, pero no había logrado nada. Nueva York estaba demasiado lejos de Londres.

«Vaya a Nueva York e inténtelo allí.»

Esto le había dicho el jefe del aeropuerto de Londres II. Tenía razón. Si alguna posibilidad tenía de ser escuchado, era en Nueva York. Allí sería más fácil que dieran crédito a sus palabras. Si es que sus palabras eran dignas de crédito.

Comprendió lo incongruente de sus afirmaciones. No tenía ninguna prueba, nada que demostrara que lo que decía era cierto. Salvo su propia experiencia. Pero no podía contar nada de ello; no podía decir que venía del futuro, que ya lo había visto suceder todo. Y éste era su principal y único argumento.

¡Y, sin embargo, debía hacer algo!

Consultó su reloj, Eran las cinco. Faltaban dos horas para que el estrato-avión despegara de Nueva York. ¡Y debía evitarlo!

Cuando llegó a la planta baja, no salió del aeropuerto. Sabía que las mismas líneas aéreas británicas habían creado hacía tiempo un servicio especial de transporte aéreo, los «aeroswifts», pequeños aviones de dos plazas con piloto, susceptibles de ser alquilados para realizar vuelos especiales fuera de horario y rutas normales. Era un servicio poco usado por lo elevado de su coste, teniendo en cuenta que los vuelos normales se realizaban con gran frecuencia y a todas partes del mundo, pero servían para cuando una persona tenía una muy urgente prisa y no podía esperar la salida del avión normal, o cuando el lugar adonde debía ir era tan apartado que el vuelo por las Aerolíneas normales le hubiera resultado demasiado lento.

Fawcett se dirigió rápidamente hacia la oficina especial de los «aeroswifts». Era lo único que podía hacer. El próximo vuelo Londres-Nueva York no se realizaría hasta las siete de la próxima mañana, y él solamente disponía de dos horas. Aquello era su única solución... o comprar un aparato.

En la oficina le pidieron el correspondiente pasaporte, el carnet de identidad, una garantía, una fianza, el pago adelantado del importe del servicio...

El servicio de «aeroswifts» era, tal como su nombre indicaba y por sus mismas características, un servicio rápido, de urgencia, y Fawcett solamente necesitó cinco minutos para cumplimentar todos los trámites preliminares. El empleado que le atendía le entregó el correspondiente contrato y le indicó:

- Hangar número tres. El aparato es el número doce. Puede partir cuando quiera; buena suerte.

Fawcett asintió con un gesto, y salió corriendo en dirección a los hangares. Allí, en el número tres, se encontraba el aparato que debería llevarle hasta Nueva York. Era un moderno avión a reacción, algo más grande que un caza. En sus costados, junto con la palabra «aeroswift», iba pintado en grandes caracteres el número 12. Al lado del aparato, avisado ya con la suficiente antelación, se encontraba el piloto.

- Necesito ir a Nueva York - le dijo Fawcett, a pesar de que el piloto ya lo sabía de antemano por habérselo comunicado el servicio -. He de estar allí en el plazo de una hora. ¿Cree que podremos llegar?

El piloto pensó unos momentos, y movió la cabeza dubitativamente.

- Es muy justo - respondió -. En tan poco tiempo...

- ¿Se puede intentar?

- Naturalmente, todo puede intentarse. Aunque no sé...

Fawcett le interrumpió con un gesto.

- Está bien. Usted sáquele todo lo que pueda al avión. Si llegamos en el plazo que le he señalado, puede contar con una buena gratificación cuando aterricemos.

El piloto no quiso oír más. Se encasquetó el casco de vuelo, y dió una fuerte palmada al fuselaje del aparato.

- De acuerdo. Forzaremos al máximo este cacharro... y veremos lo que pasa.

Le entregó a Fawcett un casco de vuelo igual al suyo, diciéndole que se lo colocara.

- ¿No lleva equipaje? - inquirió.

Fawcett dijo que no con la cabeza. El hombre se encogió de hombros; sin duda estaba ya acostumbrado a estos vuelos apresuradísimos. Señaló la carlinga del aparato:

- Está bien; suba.

Poco después, acomodados ambos en la cabina de vuelo, el aparato empezó a rodar en busca de la pista de despegue señalada para él por la torre de control. El piloto centró el aparato en ella, e indicó a Fawcett:

- Sujétese bien la chichonera. Este cacharro va a bailar dentro de poco.

A la señal de la torre de control, el piloto movió una palanca, y el aparato empezó a rodar, primero lentamente, luego más aprisa, hasta que empezó a elevarse del suelo, ganando altura por momentos...

A los pocos minutos volaba ya en vuelo libre por sobre el aeródromo, y enfilaba su morro hacia el Oeste, en busca de su punto de destino.

- Voy a dar toda la potencia al motor de este cacharro - dijo el piloto a través del micrófono interior -. Si no reventamos antes, confío en que llegaremos a Nueva York en una hora.

Fawcett asintió con la cabeza. Esto era lo que necesitaba.



5



El aparato aterrizó en el aeropuerto intercontinental de Nueva York a las seis y doce minutos, hora de Londres, correspondientes a la una y diez de Nueva York. El vuelo había durado exactamente una hora menos dos minutos.

Fawcett saltó del aparato, entregándole al piloto un billete de cien libras. Este miró el papel, silbó suavemente al leer la cantidad, y dió efusivamente las gracias a Ben.

- No me las debe dar - exclamó éste -. Aunque usted no lo sepa, ha hecho algo más que un simple vuelo urgente sin trascendencia. Tal vez mañana, al leer los periódicos, pueda entenderlo. Dió media vuelta, y se encaminó con toda rapidez hacia los edificios del aeropuerto. El piloto se lo quedó mirando unos momentos, se encogió de hombros, y acabó dando también media vuelta y dirigiéndose, silbando alegremente, hacia las dependencias del personal, para rendir su informe y pedir nuevas instrucciones.

Fawcett, por su parte, siguió avanzando rápidamente hacia los edificios del aeropuerto. Por el camino vio, en las pistas de despegue y los hangares, varios estrato-aviones de pasajeros, dispuestos para partir. No se entretuvo en averiguar cual de ellos sería el que efectuaría el vuelo R-23; tenía demasiada prisa para ello.

Penetró en el interior de los edificios, y pidió ver al jefe del aeropuerto. Mientras esperaba, modificó las agujas de su reloj, de modo que coincidieran con el horario neoyorquino. Tras unos instantes de espera, que se le hicieron siglos, fué conducido a un despacho cuyo amplio ventanal daba directamente a los campos de despegue y aterrizaje. Al verle entrar, un hombre se puso en pie tras su mesa de despacho.

Era alto, algo grueso, y con una incipiente calvicie que le profundizaba las entradas frontales del cabello. Estrechó calurosamente la mano de Fawcett (sin duda estaba enterado de que había fletado un avión especial para llegar hasta allí) y preguntó en qué podía servirle.

Fawcett le expuso parcamente lo que le había impulsado a aquel viaje, repitiendo aproximadamente lo mismo que le dijera antes a Scott. El hombre le escuchó atentamente y, a medida que Fawcett iba hablando, su rostro se iba poniendo más serio. Cuando el joven terminó, movió dubitativamente la cabeza.

- ¿Tiene acaso alguna prueba que demuestre lo que afirma?

Fawcett comenzó a impacientarse. El hombre iba por los mismos caminos que el otro: siempre pruebas, las malditas pruebas. ¡Y mientras tanto, el tiempo iba pasando!

- No creo que sean necesarias ninguna clase de pruebas - respondió -. Bastará con revisar el primer motor izquierdo del aparato y el tren de aterrizaje. Allí encontrarán la bomba.

El hombre consultó su reloj.

- El avión tardará solamente veinte minutos en salir - informó -. Una revisión como la que usted indica llevaría como mínimo unas dos horas. No se puede retrasar tanto tiempo la salida de un avión.

- Pero pueden sustituir este aparato por algún otro para hacer el vuelo.

- No, no, mister Fawcett. Usted no sabe lo que se dice. No disponemos de un número ilimitado de aparatos. Un estrato-avión no es un coche.

- Sí, lo comprendo, pero...

- No, me parece que no lo comprende. Usted tiene sospechas de que este aparato puede haber sido saboteado...

- No son sospechas. Es certeza.

- ¡Ah, bueno; de acuerdo! Usted tiene sospechas de que este aparato puede haber sido saboteado: muy bien. Nosotros tenemos la seguridad de que no puede haberlo sido. Nuestros empleados son de la máxima confianza, y además han sido adoptadas desde siempre las oportunas medidas para evitar posibles actos de sabotaje. Por lo tanto...

Fawcett palideció. Las palabras del hombre no podían ser más claras.

- ¿Quiere decir que miento?

- ¡Oh, no, en absoluto! Simplemente, me he limitado a exponerle el caso de un modo sencillo, llano. Cualquier persona puede presentarse aquí exponiendo casos similares al suyo. Si tuviéramos que hacerles caso a todos ellos, tendríamos que revisar nuestros aparatos cada diez minutos. Como comprenderá, es algo imposible. ¿Usted está convencido de que lo que dice es cierto? Muy bien, tráiganos pruebas, y le creeremos. Lo siento, pero no podemos hacer otra cosa.

Fawcett apretó los labios furiosamente. Lo mismo que Scott; pruebas, pruebas, pruebas. ¿Acaso aquellos hombres no comprendían el alcance de su actitud? ¿Acaso no veían que lo que les decía podía ser cierto?

Pero a ellos no les importaba. Su punto de vista era muy objetivo: si mandaban revisar el avión y no encontraban nada, las responsabilidades serían para ellos. ¿Que un hombre les había dicho que en el avión se ocultaba una bomba? Muy bien. ¿Pero tenía pruebas de lo que decía? ¡Entonces!...

Fawcett comprendía todo aquello, comprendía que la actitud de los dos hombres, desde su personal punto de vista, era la más adecuada, pero se rebelaba ante su inactividad. Porque él sabía que lo que decía era cierto, que si no se evitaba, ciento sesenta y cuatro personas morirían. ¡Y todo por la inactividad de dos hombres que preferían dejarlas morir antes de arriesgar su puesto y su reputación!

Se puso en pie violentamente, dando un fuerte golpe contra la mesa.

- ¡Al diablo con todo! - exclamó -. Les he avisado de un peligro, de algo que puede convertirse en una tragedia. Hay en juego la vida de ciento sesenta y cuatro personas, y usted se queda aquí tan tranquilo ¿No piensa en que su actitud puede derivar en un trágico desastre?...

El hombre se removió en su silla. Indudablemente las palabras de Fawcett le desazonaban, le hacían dudar. Pero se mantuvo en sus trece:

- Lo siento, mister Fawcett. Si usted cree que puede demostrar lo que dice, darnos algún indicio que nos haga ver la veracidad de sus palabras...

Fawcett volvió a golpear con su puño contra la mesa, furioso.

- ¡Cállese! - gritó -. No tiene conciencia de su responsabilidad. Si este avión despega, usted será el responsable de lo que pueda suceder. Un gran peso caerá para siempre sobre su conciencia...

- ¡Basta ya! - El jefe del aeropuerto se puso violentamente en pie. Sus labios le temblaban levemente, demostrando su estado de agitación interna -. He soportado hasta ahora sus insensateces. ¿Qué es lo que pretende con este cuento? ¿Acaso piensa que creeremos lo que dice? Una bomba, unos documentos inexistentes... ¿Quiere que le diga mi opinión? ¡Está usted loco!

La puerta del despacho se abrió, y en ella apareció el rostro de la secretaria del jefe del aeropuerto.

- Perdone - murmuró - oí gritos, y...

Se detuvo. Fawcett y el otro hombre se miraban fijamente, sin hablar. La mujer, impresionada por aquel silencio, calló también, contemplando con ojos extrañados la escena.

Al cabo, fué Fawcett quien rompió a hablar

- Sí - murmuró -. Sí, tiene razón. Estoy loco. Loco cuando creí que mis palabras serían escuchadas por alguien, loco cuando creí poder vencer a los acontecimientos, al destino. Siempre he sido un loco, un iluso.

El jefe del aeropuerto recuperó su aplomo. La tensión del despacho se rompió, y todos los que estaban allí parecieron recuperar la conciencia de sí mismos. Fawcett vio que ya nada tenía que hacer allí. Hasta entonces había fracasado en todo. Nada podría convencer a aquellos hombres, salvo una prueba concreta de la veracidad de lo que decía. Y no podía decirles la verdad, no podía decirles que venía del futuro, que para él todo lo que tenía que suceder había sucedido ya. Entonces sí lo tomarían por un verdadero chiflado.

Se decidió. Todavía le quedaba una baza por jugar. Era una baza peligrosa, desesperada...

Dió media vuelta, y se encaminó silenciosamente hacia la salida del despacho. La secretaria, sin duda impresionada por su aspecto, se apartó. El jefe del aeropuerto, en cambio, avanzó, lanzando un grito:

- ¡Eh, espere! ¿Adónde va usted?

Fawcett se volvió. El hombre llegó a su lado, y lo agarró por un brazo.

- Lo siento, amigo - dijo -. Creo que mi obligación sería encerrarlo o ponerlo a disposición de las autoridades, pero no voy a hacer nada de esto. Lo dejaré libre. Mas esto no quiere decir que vaya a permitirle cometer cualquier barbaridad. Se quedará aquí hasta que el aparato haya despegado, ¿entiende?

Fawcett se mordió los labios. Aquel hombre parecía haber adivinado sus pensamientos. ¡Y pensaba retenerle allí hasta que fuera demasiado tarde!

Había sido un idiota al pretender sacar un poco de claridad y raciocinio de aquella mollera sin seso. Una sola palabra de aquel hombre podría cambiar el destino de ciento sesenta y cuatro personas. Pero aquel hombre no tenía la menor intención de pronunciar aquella palabra.

- Está bien - murmuró, abatido -. Como quiera.

Y de pronto, antes de que el otro pudiera apercibirse de nada, se desasió de un brusco tirón. El jefe del aeropuerto quedó unos momentos sorprendido, ya que no se esperaba aquello. Y Fawcett aprovechó aquel breve segundo de indecisión. Lanzó con furia su puño contra la cara del otro, estrellándoselo fuertemente contra su mentón. El hombre reculó, y Fawcett se lanzó contra él, repitiendo sus golpes. Pegó con furia, con deseo de hacer daño, de privar al otro de los sentidos antes de que pudiera rebelarse. El jefe del aeropuerto lanzó un gemido al conjuro de los golpes, y se derrumbó al suelo. Fawcett le aplicó otro golpe, asegurándose de que había perdido por completo el conocimiento, y se levantó.

La secretaria, que había presenciado con ojos muy abiertos toda la lucha, sin comprender nada, dejó escapar un grito. Fawcett no dudó. Era una mujer, y siempre le habían enseñado que no podía pegarse a una mujer, pero las circunstancias obligan. Se lanzó contra ella, dándole un brusco empujón que la lanzó de golpe contra un sillón. Y cuando intentaba levantarse de nuevo, Fawcett le lanzó un golpe a la barbilla, poniendo en él toda su potencia. La mujer levantó la cabeza, se echó hacia atrás, y se derrumbó al suelo acompañada del sillón, que quedó volcado a, su lado.

Fawcett se pasó el dorso de la mano por la boca, mirando la escena resultante. No se arrepentía de lo que había hecho. La vida de ciento sesenta y cuatro personas dependía de ello. Ahora sólo tenía un camino a seguir.

Abrió la puerta y salió de estampida de la habitación, no tardando en perderse entre la multitud de gente que circulaba por el ámbito del espacioso aeropuerto.



6



En el mismo momento en que Fawcett llegaba a la sala de espera de viajeros, camino de la pista veintiocho, donde se encontraba el aparato, los altavoces del aeropuerto empezaban a lanzar sus avisos:

- ¡Atención! ¡Pasajeros para el vuelo R-23, con destino a Londres! ¡Sírvanse dirigirse hacia la pista veintiocho y ocupar sus puestos en el aparato! ¡Faltan sólo cinco minutos para la salida! ¡Atención! ¡Pasajeros!...

Fawcett se sorprendió y se alarmó. Su reloj solamente marcaba las dos menos diecisiete, y en cambio... ¡Cielos, debía haberse equivocado al hacer el cambio horario!

Miró febrilmente al enorme reloj que presidía la sala de espera: las dos menos cinco. ¡Todo el plan se le iba abajo!

Palideció. Por una estúpida equivocación... Su intento de inutilizar el avión antes de que despegara era ya imposible; no le quedaba tiempo material para ello. ¡Y sin embargo tenía que hacer algo! ¡Debía hacerlo si no quería que el aparato se estrellara al aterrizar en Londres!

Sólo le quedaba una solución: meterse en el avión. Aunque fuera ya en pleno vuelo, podría obligar a que no se hiciera uso del tren de aterrizaje al tomar tierra en Londres. Era lo único que podía hacer. Una vez logrado esto...

Pero no tenía pasaje para el avión, y le sería imposible subir por la escalerilla de acceso sin que la azafata que comprobaba la lista de pasajeros le detuviera. Y por otra parte era demasiado tarde para adquirir un pasaje, en el hipotético caso de que hubiera alguno sin cubrir.

Sólo había un medio de meterse en el avión: ocupar el puesto de uno de los pasajeros. Pero ¿cómo?

La ocasión se le presentó en aquel mismo momento, en la figura de un hombrecillo bajito, rechoncho y calvo, que acababa de salir apresuradamente de los lavabos para caballeros. Fawcett agarró la oportunidad por los pelos. Se colocó delante de él, bloqueándole completamente el paso.

- ¡Un momento!

El hombrecillo se detuvo, mirándole curiosamente con sus ojos miopes. Señaló hacia afuera.

- Lo siento, señor, pero tengo prisa. He de coger este avión...

- Ya lo sé - Fawcett no se apartó -. Va usted a Londres, ¿verdad?

- Sí, pero...

- Le compro su pasaje. Le pagaré por él lo que pida.

El hombrecillo parpadeó, en un tic nervioso.

- Lo siento, señor, pero tengo prisa. Me esperan en Londres, además, tengo ya mi equipaje en el avión.

- No importa, el asunto es de vida o muerte. Necesito subir a este avión.

- Lo siento, señor, pero yo también. Tal vez quede algún pasaje libre...

Fawcett maldijo sonoramente. De nuevo aquellas personas metidas en su camino, con su indecisión, con su tesonería, con su inactividad...

- ¡Atención! ¡Pasajeros para el vuelo R-23, con destino a Londres! Sírvanse...

Ya no le quedaba mucho tiempo Si se entretenía demasiado, ni siquiera el recurso de subir al avión le quedaría. Ya todo estaría perdido.

- Déjeme pasar, señor...

Fawcett miró a su alrededor. Debía de actuar rápido.

- ¡Está bien, mamarracho! - gritó -. ¡Tú mismo lo has querido!

Le dió un empellón, metiéndolo de nuevo en los lavabos. El hombrecillo intentó protestar, pero Fawcett no le dejó. Le metió un puño en el estómago, haciéndole soltar todo el aire, y lo remachó con un directo a la mandíbula. El hombre se puso rígido como un palo, hizo una mueca disforme, y se derrumbó al suelo. Fawcett lo agarró para que no cayera, y lo sostuvo en el aire.

Rebuscó a continuación en sus bolsillos: un paquete de cigarrillos, un encendedor, unas llaves... ¡Ah, allí estaba! Junto con su cartera y otros documentos, sacó el pasaje del avión. Sin perder un segundo, se lo metió todo en el bolsillo.

En aquel momento se abrió la puerta de los lavabos, y un hombre penetró en ellos: un empleado del aeropuerto.

Se quedó por unos momentos mirando a Fawcett y al hombre que éste sostenía, sin duda sorprendido por el grupo que formaban. Después pareció comprender:

- ¿Qué sucede? ¿Se encuentra mal este señor?

Fawcett agarró por los pelos la oportunidad, y asintió con la cabeza.

- Sí, le ha cogido de pronto algo así como un mareo. El sol de los trópicos, ¿sabe usted? Yo tengo que tomar ahora este avión para Londres, y tengo el tiempo justo. Lo voy a perder si no me doy prisa. ¿Podría usted encargarse de él?

El hombre, servicial, asintió con la cabeza.

- ¡Claro, como no! Puede irse tranquilo; su amigo queda en buenas manos.

Fawcett dijo que no lo dudaba, le entregó al empleado el fláccido cuerpo del hombrecillo, y echó a correr hacia la puerta. En aquel momento sonaba la última llamada:

- ¡Atención! ¡Pasajeros para el vuelo R-23. con destino a Londres! ¡El avión está a punto de despegar! Sírvanse...

Fawcett llegó jadeante al pie de la escalerilla de acceso, y tendió su pasaje a la azafata. Ésta lo comprobó con la lista de pasajeros, se quedó una parte, y devolvió a Fawcett el resto.

- Ha llegado muy a tiempo, mister Brown - comentó -. Un poco mas y pierde el avión.

- Sí - murmuró Fawcett, jadeando a causa de la última carrera -. Ya me lo suponía.

Y subió escaleras arriba.



7



El avión empezó a rugir por sus motores, levantando una inmensa corriente de aire a sus espaldas. Los que contemplaban el despegue se llevaron la mano a los sombreros, reteniéndolos sobre sus cabezas. Algunos pañuelos alzaron sus blancas telas en señal de despedida...

Fawcett fué a ocupar el sillón que le indicó la azafata y se sentó en él, cubriéndose la cara con una mano en plan de precaución. Después, echó una ojeada alrededor.

De los restantes asientos de que constaba el avión, solamente cuatro estaban desocupados. A su lado, y ocupando la parte de la ventanilla, se encontraba una señora gruesa, de aire maternal, que sostenía sobre sus rodillas una inmensa sombrerera. Delante suyo se entreveía, por sobre la cabecera del respaldo del asiento, la calva de un señor. A su lado, en la ventanilla, nadie; el hombre debía de ser alérgico al panorama que se divisaba desde ella, y había preferido sentarse en el lado del pasillo. Al otro lado, y en la otra hilera de asientos, una pareja joven, sin duda unos recién casados, y un par de hombres indudablemente de negocios con sus carteras sobre las rodillas. Más hacia adelante y hacia atrás, se veían partes de cabezas, brazos, piernas...

Fawcett dejó de prestar atención a los demás pasajeros para concentrarse en lo que le interesaba. Sabía que entre aquellas ciento sesenta y tres personas que viajaban con él se encontraba Hellen; sabía que la tenía allí, a pocos metros de él. Su deseo de verla de nuevo, sobre todo después de saberla ya muerta, era muy grande. Pero se contuvo. No quería estropear sus planes antes de tiempo. Nominalmente era mister Brown, no Benjamin Fawcett.

Al frente de ellos, en la pared delantera de la amplia cabina de pasajeros, el letrero de «No smoking» se apagó; se encontraban ya en vuelo libre, fuera de las maniobras de despegue. La azafata anunció por el micro que podían desabrocharse los cinturones.

Fawcett pensó en lo que tenía que hacer ahora. Se encontraba dentro del avión. No había podido evitar que éste despegara, el tiempo le había hecho traición, pero ahora se encontraba dentro de él, en situación de remediarlo todavía, todo lo que tenía que conseguir era que el tren de aterrizaje no fuera bajado. ¡Y lo conseguiría!

Pasó a examinar la situación. Cuando el jefe del aeropuerto volviera en sí de los golpes, en su despacho, lo primero que haría sería dar la alarma. Cuando el hombrecillo hiciera lo mismo, también.

Sabrían entonces que él viajaba en el avión, y pondrían sobre aviso a los tripulantes. Los inquirirían los datos y al nombre falso del intruso, y lo identificarían fácilmente. Y entonces sus planes se irían al agua.

Debla evitar que todo esto sucediera.

Se puso en pie, agarrándose al asiento para prevenir cualquier bolsa de aire. Allí delante, debajo mismo del ahora apagado rótulo de «No smoking», se encontraba la puerta que comunicaba con la cabina de pilotaje. Aquella era su meta.

Avanzó por el pasillo central hacia ella, sujetándose a los respaldos de los asientos. Llevaría ya recorridas unas tres filas de butacas, cuando tras él sonó un voz:

- ¡Mister Brown!

Fawcett se volvió. Una azafata, la misma que le indicara el asiento, se acercaba a él. Al oír su llamada, algunos pasajeros se volvieron y le contemplaron curiosamente. Fawcett, rogó por que Hellen no se encontrara entre ellos.

- Perdón, mister Brown - dijo la azafata - La puerta delantera conduce a la cabina de pilotaje, y a ella no tienen acceso los pasajeros.

Fawcett hizo un gesto de desconcierto.

- Oh... sí, sí, perdone. Me he confundido, ¿sabe? Mi intención era ir al lavabo.

La azafata, haciendo alarde de la paciencia y comprensión propias de su oficio, le indicó:

- Venga entonces conmigo, le mostraré el camino.

Fueron pasillo adelante, en dirección contraria a la que Fawcett llevara hasta entonces. Llegaron la puerta final, y la azafata la abrió, indicando a Fawcett que pasara. Penetró después ella, y señaló una puertecita que había a la izquierda.

- Un momento, señorita.

La azafata se detuvo, volviéndose hacia él. Debió de interpretar mal el motivo del joven al cogerla del brazo, pues sus ojos relampaguearon.

- Le mentí ahí fuera - dijo Fawcett -. Mi intención no era ir al lavabo - sonrió al ver la expresión de ella. - Mi intención era ir a la cabina de los pilotos.

La actitud de la muchacha cambió, pasando del recelo a la sorpresa. Pero se repuso rápidamente.

- Lo siento, mister Brown, pero ya le he dicho que la cabina de pilotaje es un lugar prohibido para los pasajeros.

- Ya lo sé. Sin embargo, he de ir allí.

La muchacha se le quedó mirando, sin comprender. Fawcett se metió una mano en el bolsillo, y sacó algo pequeño, negro y reluciente. Era una pequeña pero efectiva pistola.

- ¿Sabe lo que es esto, señorita? - preguntó - Sí, supongo que sí. Es un objeto del que nunca me separo, y que a veces me ha ayudado mucho en momentos de apuro. ¿Cree que sigo no teniendo derecho para entrar en la cabina, de los pilotos?

La azafata agrandó los ojos, contemplando la boca de la negra arma.

- Pe.. pero... ¿qué pretende con esto?

Fawcett sonrió, volviendo a guardarse la pistola en el bolsillo.

- Yo sé lo que pretendo, señorita. Solamente deseo de usted que me preceda y me acompañe - hasta la cabina. Nada más.

- No espere que yo haga esto.

- ¿De veras? Veo que será necesario el tener que mostrarle de nuevo mis razones.

La azafata se mordió los labios, y Fawcett se apresuró a añadir:

- No tema, no pretendo nada malo al hacer lo que hago. Al contrario, espero hacerles un gran bien a todos. Incluso a mí mismo. Pero usted no lo entendería si se lo explicara ahora. ¿Vamos?

La muchacha dudó unos momentos, y Fawcett tuvo que empujarla nuevamente hacia adelante para obligarla a andar. Cuando llegaron de nuevo a la puerta que separaba la cabina de la general de pasajeros, Fawcett la retuvo por un brazo.

- Un momento. Entre los pasajeros se encuentra una mujer, Hellen Thompson. ¿En que lado de los asientos del aparato está?

La azafata repasó mentalmente la lista y distribución de pasajeros y acabó dando la información pedida:

- En la parte de la derecha, junto a la ventanilla. Aproximadamente en la sexta o séptima fila empezando a contar por delante.

- Muy bien. Entonces usted colóquese a mi derecha, y cuando pasemos a su lado procure interponerse entre ella y yo, de modo que no pueda verme el rostro. Y no haga ninguna tontería, no olvide que la estaré apuntando desde mi bolsillo.

Salieron fuera, y fueron avanzando por el pasillo central. Cuando llegaron a la parte delantera del aparato, Fawcett pudo divisar, en uno de los asientos de su derecha, una hermosa mata de pelo negro que asomaba por la cabecera del respaldo. Más de una vez había él aspirado el aroma de aquellos cabellos, de modo que no le fué necesario un detenido estudio para adivinar la identidad de la persona poseedora de tan lindo atributo: Hellen Thompson.

- Cuidado - advirtió a la azafata.

Ésta cumplió lo indicado por Fawcett, y pudieron pasar al lado de la muchacha sin que ella identificara a Ben. Éste hizo un gesto a la azafata para que siguiera adelante, y poco después llegaban frente a la puerta delantera.

- Abra - ordenó.

La azafata le dirigió una mirada fulmínea, pero obedeció. Fawcett la empujó para que entrara, y se metió después él dentro. De un brusco golpe, cerró la puerta a sus espaldas. Se encontraba en el interior de la cabina de pilotaje del aparato.



8



- ¿Traes el café, Lorna?

El piloto seguía atento al rumbo, y pronunció aquellas palabras sin volver el rostro. La azafata no contestó, y esto hizo que finalmente se volviera hacia ella.

- ¿Eh? - exclamó, al ver a Fawcett -. ¿Qué es esto? En la cabina de pilotaje está prohibido...

Se interrumpió al ver la pistola que Fawcett esgrimía. Éste se la había sacado nuevamente del bolsillo, y amenazaba con ella a los tres hombres que ocupaban la cabina.

El piloto quedó unos momentos desconcertado, sin comprender aquella actitud. Luego, recuperando su aplomo, hizo una seña al copiloto para que se hiciera cargo de los mandos. Levantándose de su asiento, se dirigió hacia Fawcett.

- ¿Puedo saber qué significa esto? - inquirió.

Con un expresivo gesto, Fawcett hizo detenerse al hombre.

- Será mejor que no siga avanzando. Y usted - se dirigió al radiotelegrafista - no intente ninguna maniobra con la radio. Esto no es una broma.

El piloto se detuvo, mirando con ojos interrogadores a la azafata. Se había apartado ligeramente de Fawcett, y contemplaba la escena con mirada medio de miedo y medio de incomprensión. Respondió a la muda pregunta del hombre con un gesto explícito: ella no sabía nada. Estaba tan sorprendida como los demás.

Fawcett indicó al piloto su asiento.

- Será mejor que vuelva a su puesto - dijo. Y luego, dirigiéndose al radiotelegrafista -: En cuanto a usted, levántese de aquí y diríjase hacia el rincón donde se encuentra la señorita.

El radiotelegrafista cruzó una mirada interrogadora con el piloto, y éste asintió levemente con la cabeza. De momento, nada podían hacer salvo obedecer. Aceptaron como tales las órdenes de Fawcett, y cada uno cumplió lo ordenado.

Fawcett se dirigió hacia el aparato transmisor-receptor de radio y, sin apartar un momento la vista de los tres hombres y la mujer, lo desconectó. Luego volvió a encararse con ellos.

- ¿Puede saberse a qué se debe su actitud? - inquirió nuevamente el piloto, que había seguido atentamente sus movimientos - ¿Qué pretende con lo que está haciendo?

- Pretendo la salvación de todos nosotros, simplemente - replicó Fawcett -. Nada más ni nada menos.

El piloto dejó oír una risita sarcástica.

- Sí, naturalmente. Penetrando aquí por la fuerza, ¿verdad?

- Exactamente. De otro modo no me hubieran escuchado.

- ¿De veras?

Fawcett no hizo caso del tono hiriente de aquellas palabras. Contempló un momento el cañón de su pistola antes de responder:

- Sí. Les voy a hablar claramente, dejándonos de rodeos y circunloquios inútiles. En este avión, concretamente en el primer motor del ala izquierda, ha sido instalada una bomba. Su mecanismo de explosión esta conectado con el tren de aterrizaje, de modo que, tres minutos después de bajarse éste, estalle.

- ¿Y bien? Suponiendo que esto sea verdad. ¿Por qué nos lo cuenta a nosotros? Aquí no se puede remediar nada. ¿Por qué no lo hizo en Nueva York, antes de que el avión despegara?

Ahora fué Fawcett quien rió en forma sarcástica.

- Ya lo hice, pero no tuvieron en cuenta mis palabras. No tengo ninguna prueba material que demuestre mis afirmaciones.

- Pero sus afirmaciones son ciertas, ¿verdad?

- Exactamente.

Los ocupantes de la cabina se cruzaron una explícita mirada.

- Ya. Y para demostrarlo, ha subido a este avión dispuesto a impedir que estallara la bomba.

- Y finalmente aparece aquí con un arma en la mano, dispuesto a convencernos de la veracidad de sus afirmaciones. Muy interesante todo. ¿Quiere que le dé mi opinión, amigo? Simplemente, está usted completamente loco si cree que nos vamos a creer este cuento tártaro. ¿Qué es lo que realmente quiere de nosotros?

- Nada. Simplemente que, al llegar a Londres, no utilicen el tren de aterrizaje para tomar tierra.

El piloto se puso en pie de un salto. Su rostro adquirió un matiz grave.

- ¡Está usted loco! - gritó innecesariamente.

- Tal vez.

Fawcett se cambió el arma de mano.

- No es la primera vez que me lo dicen en el día de hoy. Tal vez porque lo único que a mí me interesa es evitar la pérdida inútil de ciento sesenta y cuatro vidas humanas.

- ¿De veras? ¿Acaso no sabe las dificultades que hay en un aterrizaje forzoso sin ninguna clase de tren?

- Sí. Puede resultar algún herido, quizás incluso algún muerto. Pero si este avión toma tierra desplegando su tren de aterrizaje, no habrá nadie que se salve de la muerte. Nadie, ¿comprenden? Ante tales alternativas la elección no es dudosa.

El Piloto movió la cabeza. En su cara se pintaba claramente la opinión que le merecían las palabras que acababa de escuchar.

- Está bien, usted tiene una pistola, y por eso es superior a nosotros. Pero le advierto Una cosa: aunque nos mate a todos no conseguirá que intentemos tomar tierra sin tren de aterrizaje. ¿Entiende?

- Sí, entiendo, y no es necesario que me lo repita. Desde el principio contaba con que ustedes no accederían a lo que yo les he dicho. No importa. Esta palanca es la que gobierna el tren de aterrizaje, ¿verdad?

Los ojos del piloto se agrandaron.

- ¿Qué intenta hacer? - exclamó.

- Nada. Simplemente inutilizarla.

Y antes de que nadie pudiera apercibirse de sus intenciones, sonaron estruendosos dos disparos.

En los primeros momentos que siguieron nadie Pareció comprender el exacto significado de aquellas dos detonaciones. El primero en apercibirse de ello fué el piloto. Y de repente lanzó un rugido, abalanzándose contra Fawcett.

Éste ya se lo esperaba, y cuando lo tuvo encima le descargó un fuerte puñetazo en plena cara. El piloto reculó, quedando apoyado contra su mismo asiento, atontado. La azafata lanzó un grito y el radiotelegrafista, saliendo de su inmovilidad, atacó a Fawcett.

Éste lo rechazó por el simple procedimiento de darle un fuerte empujón en el pecho. El hombre trastabilló, y fué a caer contra el copiloto, que perdió momentáneamente el dominio de los mandos. El aparato dió un bandazo. Fawcett, desprevenido, perdió el equilibrio, cayendo al suelo. El piloto, aprovechando la ocasión, se lanzó contra él. Durante unos minutos forcejearon, el primero intentando posesionarse del arma, y Fawcett haciendo lo posible por evitarlo. Cuando el aparato recobró la horizontalidad, Fawcett logró imponerse a su antagonista. Lo golpeó de nuevo en la cara, y el piloto se vio obligado a recular por segunda vez, perdiendo el equilibrio. Su mano buscó inútilmente un asidero donde agarrarse para no caer. No lo encontró, y fué a dar contra la inclinada palanca del tren de aterrizaje, cayendo encima de ella y accionándola involuntariamente.

En el mismo instante, en el tablero de instrumentos del aparato empezó a parpadear intermitentemente una luz, al tiempo que un acompasado bip-bip señalaba a los ocupantes de la cabina que el tren de aterrizaje no había salido de su alveolo: el aparato de alarma indicaba que el mecanismo del tren de aterrizaje no había funcionado.

Por unos momentos, un tenso silencio se adueñó de la cabina. No se oía ningún ruido, salvo el monótono bip-bip que señalaba la anormalidad. El piloto quedó unos instantes inmóvil, como alelado. Luego, volviéndose en un arranque de furia, cerró bruscamente el aparato. Instantáneamente el sonido se apagó.

Fawcett volvió a sentirse dueño de la situación. El piloto se volvió hacia él, limpiándose con el dorso de la mano la sangre que le manaba de la nariz. Contempló los dos impactos que mostraba el aparato accionador del tren de aterrizaje.

- Maldito mamarracho...

Fawcett rió quedamente.

- Puede insultarme todo lo que quiera, amigo. Yo no me inmutaré por ello. Pueden decirme, si les place, lo peor que les venga por la cabeza. Pero ahora yo ya sé que el tren de aterrizaje no podrá ser bajado en este viaje.



9



Siguieron unos instantes de tenso silencio. Tan sólo el apagado zumbido de los motores ponía una nota de grave diapasón en el ámbito de la cabina. Los cuatro hombres se miraban fijamente entre sí, dejando asomar por sus ojos todos los pensamientos que pasaban por sus cabezas. Al cabo, fué Fawcett quien volvió a hablar.

- Bien, pueden hacer ahora lo que deseen. Pueden gritar, chillar, maldecir, blasfemar. Aunque les aconsejo que procuren conservar la calma. La necesitarán para cuando el avión aterrice en Londres. Y otra cosa. Les aconsejo que no intenten nada contra mí. Pueden matarme si lo desean, pero ¿de qué les servirá? Es mejor que esperen a que hayamos aterrizado. Entonces les prometo darles toda clase de satisfacciones. A ustedes, y a las autoridades del aeropuerto.

Y sin decir más, dió media vuelta, abrió la puerta, y salió.

La primera reacción del radiotelegrafista fué lanzarse también hacia la puerta, en seguimiento de Fawcett. Pero el piloto lo agarró por un brazo, deteniéndolo.

- Déjalo, Pat. El tipo tiene razón. No lograremos nada enfureciéndonos inútilmente y lanzándonos contra él. Ya habrá tiempo para todo. Ahora debemos ocuparnos de otras cosas más importantes.

El radiotelegrafista se restregó las manos, mirando fijamente la puerta tras la cual había desaparecido Fawcett. Sus ojos reflejaban claramente lo que sentía.

- Sí, tal vez tengas razón. ¿Qué hacemos?

El piloto volvió a mirar la palanca, y no contestó. Fué a sentarse en su sitio, y tomó los mandos. Luego indicó al copiloto:

- Averigua si hay la posibilidad de reparar el mecanismo del tren de aterrizaje, Gus. Que Pat te ayude.

El otro se levantó, dejando el gobierno del avión en manos del piloto. Entre él y el radiotelegrafista levantaron la gran tapa metálica que circundaba la palanca, dejando al descubierto sus piezas internas de manejo. El copiloto se metió allí, observando todos los aparatos y moviendo ejes y palancas. Sus manos y su ropa se untaron completamente de grasa y aceite...

La azafata, que no se había movido de la cabina, silenciosa hasta entonces, se acercó al piloto.

- ¿Crees que haya dicho la verdad, Walter? Me refiero a lo de la bomba.

El hombre refunfuñó por lo bajo una maldición.

- No lo sé, Lorna, ni me importa. Lo que sí puedo decirte es que el tipo se lo llevaba muy bien planeado todo. Al parecer no le importa que luego, si llegamos a tierra con bien, le metan en chirona las autoridades inglesas. Y te advierto que yo seré el primero en hacer que esto suceda; te lo juro.

El copiloto emergió del agujero completamente untado de grasa. Se restregó las manos y negó con la cabeza.

- No hay posibilidad de repararlo, Walter. El tipo no disparó al azar; sabía muy bien lo que hacía cuando apuntó donde apuntó. El sistema hidráulico suelta aceite a caño libre.

El piloto oprimió los dedos sobre el volante de dirección.

- Bien - musitó, tras cortos instantes de silencio -. No creo que nos sirva de nada enfurecernos y chillar en estos momentos. Este tipo se saldrá con la suya; no nos quedará más remedio que prepararlo todo para un aterrizaje forzoso.

Y dirigiéndose al radiotelegrafista:

- Comunica con Londres y explícales lo sucedido y nuestra situación actual, Gus. Diles que preparen la pista para una toma de tierra sin tren de aterrizaje. Y que sea lo que Dios quiera.



10



Fawcett salió de la cabina de pilotaje, metiéndose la pistola en el bolsillo para que ninguno de los pasajeros la percibiera. Las paredes del avión estaban hechas a prueba de ruidos, Y nadie había oído las detonaciones de la pistola; por esto, todo estaba tranquilo como antes. Adoptó una actitud indiferente, y siguió adelante hacia su sitio.

En aquel momento avanzaba hacia él la otra azafata del aparato. Al verle salir de la cabina de pilotaje se sorprendió. Tuvo unos momentos de vacilación, y luego se acercó decidida a él.

- Su compañera se encuentra dentro de la cabina - informó Fawcett antes de que ella tuviera ocasión de formularle ninguna pregunta -. Ha sucedido un ligero contratiempo y... bueno, ya lo sabrá usted misma dentro de poco.

Y siguió adelante, dejando detrás suyo a la sorprendida azafata, perpleja aún por las palabras que acababa de escuchar.

Pero no anduvo mucho trecho. Una voz le detuvo cuando sólo había dado un par de pasos.

- ¡Ben!

A su lado, una mujer acababa de levantarse de su asiento. Era alta, bien proporcionada, de cutis moreno y ojos profundamente negros. Su mirada se posó aleteante en el rostro de Fawcett.

Era Hellen.

- ¡Ben! - repitió -. ¿Qué haces tú aquí?

Fawcett tragó saliva, maldiciéndose interiormente. No le desagradaba en absoluto la idea de ver de nuevo a Hellen, de poderla hablar; antes al contrario. Pero aquello significaba tener que dar explicaciones. Y esto último era algo que no le seducía demasiado.

La muchacha salió al pasillo, dirigiéndose hacia él. Todas las miradas de los restantes pasajeros estaban curiosamente concentradas en ellos. A Fawcett no le hacía la menor gracia aquello, de modo que, apenas estuvo Hellen a su lado, la cogió del brazo y le dijo, antes de que ella pudiera abrir de nuevo la boca:

- Ven, Hellen. Vamos a tomar un trago.

Y tiró de ella hacia la parte posterior del aparato, donde se encontraban los servicios de lavabo, bar y el departamento de las azafatas.

Apenas llegados allí, Hellen se separó de Fawcett y se le quedó mirando fijamente, con un claro aire de sorpresa en sus negrísimos ojos.

- Ben, no te comprendo - murmuró -. Actúas de un modo muy raro. Además, tu presencia aquí... No me lo explico.

- Lo comprendo, Hellen - atajó rápidamente Fawcett -. Comprendo tus pensamientos.

Permaneció unos instantes contemplándola admirativamente, con atención, y luego murmuró: - ¡Eres maravillosa! ¡Y estás más guapa que nunca!

La muchacha hizo un mohín de desagrado.

- ¡Ben! ¿Crees que estos son momentos de decir galanterías? Quiero saber por qué estás aquí, y qué haces.

Fawcett volvió a la realidad. Carraspeó levemente, y suspiró.

- Está bien, Hellen. ¿Te lo creerías si te dijera que me encuentro aquí para disfrutar de tu presencia un par de horas antes del tiempo previsto.

- ¡Ben, no digas tonterías, por favor! ¿Te crees que soy tan ingenua? Además, ¿por qué no te presentaste al principio del viaje? ¿Por qué salías ahora de la cabina de los pilotos?

Fawcett se restregó las manos en el pantalón.

- A ti no puede ocultársete nada, Hellen; eres un diablo. Pero sería muy largo de contar si te explicara los motivos de mi presencia aquí desde un principio. ¿Te conformarás con saber que me encuentro cumpliendo una misión especial?

- No.

- Me lo suponía. Oye, Hellen. Lo siento, lo siento muchísimo, pero me es imposible ahora explicarte los motivos de mi presencia aquí, y el porqué te haya rehuído hasta ahora. Si te lo contara no me creerías... ¡En fin! Te prometo que, cuando lleguemos al aeropuerto de Londres II, te lo explicaré todo con pelos y señales. ¿De acuerdo?

La mirada de la muchacha decía bien claramente que no estaba de acuerdo, pero se abstuvo de decirlo en palabras. Fawcett lanzó un suspiro.

- Además, ¿qué importa esto? Lo importante es que estoy aquí, ¿no? Te tengo a mi lado y... Aunque te parezcan palabras de folletín pasado de moda, soy el más feliz de los hombres, Hellen. Y te quiero más que nunca.

La atrajo hacia sí, sin que ella hiciera ningún gesto para evitarlo. La besó en la boca, poniendo en el beso todo su ardor y todo su entusiasmo, las bocas se separaron, ella sonrió levemente.

- Yo también te quiero, Ben. Aunque no tengas confianza en mí.

Interiormente, Fawcett suspiró de alivio. Lo peor había ya pasado. Volvió a estrechar a la muchacha contra sí, y depositó en sus labios un nuevo beso.

- Tengo confianza en ti, Hellen - dijo - pero no puedo explicarte nada ahora. Volvamos a nuestros sitios. Todavía falta un poco de tiempo para llegar a Londres y aquí no estamos demasiado cómodos.

La enlazó por la cintura, y juntos regresaron a la cabina general de pasajeros.



11



- Ahí está Londres.

Walter, el piloto, miró hacia adelante a través del visor de la cabina, y pudo ver allá abajo las luces distantes de la ciudad, que se acercaban por momentos. Sin volverse, inquirió:

- ¿Qué dicen desde allí?

El radiotelegrafista se quitó los auriculares, meneando la cabeza.

- Lo están preparando todo a marchas forzadas, pero hasta dentro de unos quince minutos no lo tendrán listo. Debemos permanecer sobrevolando el aeropuerto hasta entonces.

- Bien, no nos quedará más remedio que hacer esto. ¿Cuánto combustible nos queda?

- Trescientos - indicó el copiloto.

Walter meditó brevemente.

- De acuerdo. Daremos vueltas ahí arriba hasta que nos avisen. Luego deberemos desprendernos del combustible que nos sobre. Y después...

Volviose hacia la azafata, que había permanecido en la cabina desde que Fawcett la obligara a ir allí, y le indicó:

- Deberás comunicar a los pasajeros lo que sucede, Lorna. Pero procura hacerlo de modo que no se alarmen demasiado.

La muchacha dudó unos momentos.

- Creo que esto es algo que deberías hacer tú Walter - dijo al cabo -. Tú personalmente, eres el capitán, y tus palabras sonaran mejor que las mías.

- Sí, tal vez tengas razón.

Hizo un gesto al copiloto para que se hiciera cargo de los mandos, y se levantó de su asiento. El otro le hizo una seña con la mano deseándole suerte.

- Gracias. La necesitaré. Abrió la puerta que comunicaba con el departamento de viajeros, y avanzó por el pasillo central. Al llegar a la altura donde estaba sentado Fawcett se detuvo. Fué sólo unos segundos, en los que la mirada de ambos se cruzó, y luego Siguió su marcha hacia el compartimiento posterior. Abrió una pequeña puertecita incrustada en la pared, y sacó de su interior un micrófono. Lo conectó con la red general de altavoces del aparato, sopló suavemente para comprobar su perfecto funcionamiento, y luego carraspeo.

- ¡Atención! - su voz hizo que todos los pasajeros volvieran la cabeza hacia él -. Les habla el capitán del aparato. He de comunicarles algo de la máxima importancia. Debido a un... a un accidente, el tren de aterrizaje ha quedado inutilizado. No voy a ocultarles la gravedad de la situación. Hemos intentado reparar la avería, pero ha sido imposible. Nos veremos obligados a realizar un aterrizaje forzoso. ¡No se alarmen por favor! Conserven la calma. El personal del aeropuerto de Londres II está convenientemente informado de lo que sucede, y estarán prevenidos por si ocurriera algo anormal. Les ruego que conserven la calma en todo momento; el pánico colectivo no traerá más que entorpecimientos y posibles desgracias. Lo que deben hacer es...

No pudo continuar. Desde el principio de sus palabras un murmullo había empezado a brotar de todas las gargantas, un murmullo que fué aumentando y ampliándose a medida que hablaba, hasta ahogar su propia voz. Empezaron a sonar voces que hablaban entre sí. Alguien gritó: «¡Dios mío, estamos perdidos!», y otras voces se le unieron. Y de pronto.

- ¡Cállense!

La exclamación fué pronunciada con tanta energía que dominó todas las demás voces. Fawcett se había puesto en pie, colocándose en mitad del pasillo. Todos los rostros se fijaron en él.

- Señores, ustedes me han visto no hace mucho penetrar en la cabina de pilotaje, y salir de ella poco después. Yo estoy al corriente de la gravedad de la situación. Es cierto, nos veremos obligados a realizar un aterrizaje forzoso, sin tren: directamente del avión al suelo. ¿Pero sabe alguien de ustedes si esta es o no peligroso, y en qué grado? En el aeropuerto habrán tomado las medidas oportunas, cubriendo toda la pista de aterrizaje con una espesa capa de espuma. Además, al final de la pista estarán esperando muchos coches extintores dispuestos a atajar cualquier conato de incendio que pudiera producirse. Los aviones modernos se encuentran protegidos contra casi toda clase de accidentes, y el vientre del aparato está guarnecido con una espesa capa de amianto que amortiguará el frotamiento. Sí, puede ser que el aparato estalle, pero esto no será hasta que todos nosotros hayamos tenido tiempo suficiente de abandonar el avión y ponernos a salvo. Esto si conservamos la calma y escuchamos todas las indicaciones que nos haga el capitán. ¿Qué sacaremos chillando y aterrorizándonos como ratas acobardadas? Nada absolutamente, salvo perjudicarnos nosotros mismos. Les ruego por lo tanto que mantengan el orden y la calma, y será mucho mejor para todos. Incluso para ustedes mismos.

Siguió un silencio a estas palabras, en el que nadie se atrevió a abrir la boca. Más que las mismas palabras, había impresionado su tono seco, firme y autoritario. Fawcett paseó su mirada por todos los pasajeros, y se volvió luego hacia Walter.

- Prosiga, capitán - indicó.

El piloto apretó entre sus manos el micrófono, y por unos momentos pensó en lanzar una respuesta contra Fawcett. Pero se contuvo. Adoptando de nuevo un aire tranquilo, empezó a dar sus instrucciones: Cuando el aparato se detuviera en tierra, lo primero que tendrían que hacer los pasajeros sería dirigirse rápidamente a la puerta de acceso del aparato, saltando al exterior. Como había dicho muy bien «mister Brown» pronunció el nombre con un leve dejo de ironía, imperceptible para todos salvo para Fawcett y él, el aparato podía estallar, de modo que, en seguida que tocaran de pies al suelo, deberían alejarse del aparato hasta la línea de protección y seguridad que marcarían la policía y los bomberos. Las mujeres y los niños deberían ser los primeros en saltar, seguidos inmediatamente por los hombres. Ellos, los tripulantes del aparato, serían los últimos en hacerlo.

Cuando terminó, indicó:

- Ahora sujétense fuertemente los cinturones, por favor. Y colóquense algún objeto que no sea cortante ni tenga aristas entre los dientes. Esto - explicó -, es para evitar que involuntariamente se corten los labios o la lengua con los dientes si hay algún choque demasiado brusco.

Cuando, tras satisfacer las preguntas y consideraciones que llovieron sobre él apenas hubo terminado de dar sus indicaciones, regresó a la cabina de pilotaje, su frente estaba perlada de finas gotitas de sudor. Se las secó con un pañuelo, y lanzó un fuerte suspiro.

- Se lo han tomado con relativa calma - murmuró -, aunque he de añadir, a pesar de que no me hace maldita la gracia, que en su mayor parte se lo deben al discursito que les endosó este maldito «mister Brown» de todos los diablos. De todos modos - añadió -, será mejor que tú estés por allí, Lorna. Puede ser que alguien se desmande demasiado.

La muchacha asintió con la cabeza, y se dirigió hacia la puerta de comunicación con la cabina de pasajeros. En aquel momento el telegrafista se volvió.

- Comunican de Londres II que la pista está preparada - informó -. Nos desean suerte.

El piloto fué a ocupar su puesto, haciéndose cargo de los mandos.

- Gracias - replicó entonces, sin volver la cabeza -. Creo que la vamos a necesitar.

Y se preparó para el aterrizaje.



12



Allá abajo, la pista de aterrizaje era una enorme cinta blanca, alargada, en cuyo final se podían divisar los bultos negros de numerosos coches y camiones, aguardando.

Con el fin de evitar que la fricción del vientre del aparato contra el suelo produjera un súbito incendio antes de tiempo, toda la extensión de la pista de aterrizaje había sido cubierta con una gruesa capa de espuma extintora. A ambos lados, los focos relucían más potentes que nunca, marcando la ruta a seguir y haciendo que la pista brillara cegadoramente. Las ambulancias y los coches de bomberos estaban listos para entrar rápidamente en acción...

Walter se dirigió a su copiloto, ordenándole:

- Suelta todo el combustible.

Con el fin de evitar que la existencia de substancias inflamables provocara el fácil incendio del avión, todo el combustible sería arrojado antes de tomar tierra, dejando que el avión planeara hasta el final. El copiloto movió una palanca, y el indicador de combustible fue descendiendo gradualmente a medida que éste salía de los depósitos, hasta llegar a marcar cero. Entonces el piloto oprimió fuertemente la barra del timón, haciendo descender ligeramente el aparato de proa.

La pista de aterrizaje se iba acercando por momentos. Walter modificó ligeramente el rumbo, centrando el aparato sobre ella. Por el cristal del visor delantero de la cabina se veía como la pista iba subiendo y agrandándose gradualmente, acercándose por momentos al aparato y pugnando por llegar al mismo nivel...

- Sujetaos fuertemente - indicó Walter - y que Dios nos ayude.

El principio de la pista fué acercándose velozmente al aparato. Desapareció bajo él. Walter empujó un poco el timón, y el avión descendió unos metros más, hasta que entró en contacto con el suelo. Se oyó un crujido, y el aparato pegó un bote, levantándose de popa. Walter mantuvo férreamente sujeta la barra de dirección, enderezándola, y el aparato volvió a entrar en contacto con tierra. Se oyeron chasquidos, ruido de desgarrones... El avión botó sobre sí mismo, avanzando a saltos... Walter tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para mantenerlo dentro de la pista, evitando que se saliera por uno de los lados. A sus ojos todo saltaba en bruscos espasmos, bailaba locamente a medida que el aparato iba avanzando, entre botes, hacia el final de la pista. Lentamente la velocidad fué menguando. Se oyó un chasquido, y el aparato giró levemente de costado. Un hábil golpe de timón, y volvió a centrarse sobre la pista. A saltos, como un caballo desbocado que quisiera librarse de su molesto jinete, continuó su marcha...

Al fin se detuvo. Habían pasado tan sólo unos segundos, apenas un minuto, desde que entrara en contacto con la pista, pero para todos sus ocupantes parecieron siglos. Los cristales de la cabina, irrompibles e inastillables, estaban todos ellos cruzados por sinuosas líneas blancas, equivalentes a distintas y numerosas rasgaduras. El techo de la cabina estaba abollado, y la barra de dirección se apreciaba ligeramente torcida...

Walter lanzó un suspiro de satisfacción. No todo había ido demasiado mal. El aparato había resistido, y se encontraban sanos y salvos en tierra. Podía haber algún herido, alguien magullado, pero indudablemente no había habido ningún muerto. Luego, aunque el aparato estallara...

Finas gotitas de sudor perlaban su frente, y sus manos temblaban debido al esfuerzo realizado para mantener firme la barra de dirección. El copiloto se levantó, ayudándole a él a hacer lo propio. Estaban ligeramente magullados debido al traqueteo, pero esto no era nada importante. Avanzaron hacia la puerta que comunicaba con la cabina general de pasajeros, previsoramente la habían dejado entreabierta, a fin de que los movimientos que pudiera sufrir el metal del aparato no la encajaran en su sitio. Aun a pesar de esto, la hoja había quedado ligeramente combada debido a las presiones, y tuvieron trabajo en acabar de abrirla. Pasaron al otro lado, y se dieron de manos a boca con Fawcett, que acudía corriendo.

- ¿Se encuentran bien?

El piloto contestó con una sonora maldición, y Fawcett sonrió ligeramente.

- De acuerdo, amigo. Aunque no creo que ahora le sirva de nada exaltarse. Es preciso que salgamos de aquí. Luego, abajo, arreglaremos todas las cuentas que quieran.

Se dirigieron todos hacia la salida, por la que acaban de saltar las azafatas y los últimos pasajeros. Apenas asomaron por la puertecilla, una voz les gritó desde el exterior:

- ¡Pronto, salten! ¡El aparato puede estallar de un momento a otro!

Se dejaron caer al suelo, alejándose a la carrera de la mole de metal. Alrededor, varios coches extintores de incendios lanzaban sus chorros de blanca espuma contra el aparato, intentando apagar el fuego que empezaba a brotar de uno de los motores antes de que se extendiera demasiado. La blanca espuma caía sobre todo el aparato, dando la impresión de que estaba completamente nevado. Finalmente, el incipiente fuego pudo ser reducido.

- Ahora ya no hay peligro - murmuró un bombero que contemplaba la escena, muy cerca de Fawcett -. Ya no puede estallar.

Fawcett lanzó un suspiro. Formando un círculo alrededor del aparato, marcando el límite de la zona de seguridad, había un cordón de policías. Allí, junto a él, apiñándose en un intento de ver el aparato siniestrado desde fuera, se encontraban los restantes pasajeros. Fawcett notó que una mano le cogía por el brazo, y Hellen apareció a su lado.

- ¿Te encuentras bien?

Asintió con la cabeza.

- Mejor que nunca - respondió, convencido de sus palabras.

Y volvió a mirar al aparato. Lo había conseguido. Había conseguido vencer al destino, al tiempo. Hellen estaba allí, a su lado, viva. Él la había resucitado.

En aquel momento se acercó un hombre al grupo, seguido de dos policías armados. Los dos pilotos le salieron al encuentro.

- ¿Quién fué el promotor de todo? - inquirió tajantemente el hombre, en cuya voz reconoció Fawcett a mister Scott -. Tengo orden de detenerlo inmediatamente.

El piloto iba a hablar, pero Fawcett se le adelantó. Soltándose de la mano de Hellen avanzó unos pasos, hasta colocarse frente al jefe del aeropuerto.

- Fui yo, mister Scott. Y supongo que ya sabrá cuales fueron los motivos que me impulsaron a ello.

El hombre abrió enormemente la boca, mirando fijamente a Fawcett, sin dar crédito a sus ojos. Los dos policías que le acompañaban se acercaron a él, colocándosela a sus dos lados con las armas listas.

- ¿Usted? - pudo por fin balbucir Scott.

Fawcett asintió. con la cabeza, con una sonrisa irónica bailándole por la comisura de los labios.

- Sí, yo. Y me parece que ahora no tendrá más remedio, mi querido mister Scott, quiéralo o no, que ordenar se abra una investigación a fin de averiguar si en el primer motor izquierdo del aparato iba o no una bomba, conectada con el tren de aterrizaje. Y me da en la nariz que, una vez lo haya comprobado, tendrá algunos dolores de cabeza muy fuertes, y empezará a lamentar muchas cosas que hace poco creía eran las más acertadas.

Efectivamente, Henry Scott empezó muy pronto a tener dolores de cabeza. Y más fuertes de lo que hubiera debido suponer.

La revisión del primer motor izquierdo del aparato, realizada por peritos especialistas en la materia, trajo como consecuencia el hallazgo de la bomba, conectada con el sistema hidráulico del tren de aterrizaje. La evidencia era suficientemente clara. Asimismo, en su despacho se presentó poco después un enviado especial del Gobierno - el encargado de recoger los documentos de Lloyd Harold Finnegan a la salida del aeropuerto - a fin de investigar las causas del aterrizaje forzoso. Al saber lo de la bomba, felicitó efusivamente a Fawcett por su meritoria acción, mientras Scott tenía que tragarse su orgullo y empezar a pensar que su puesto en el aeropuerto no estaba demasiado seguro.

La reunión en el despacho del jefe del aeropuerto, en la que concurrieron éste, el enviado especial del gobierno y Fawcett, duró dos horas largas. En ellas, el enviado especial habló de lo que llevaba el avión., a la par que hacía numerosas y bienintencionadas preguntas a Fawcett sobre cómo había logrado saber lo de la bomba en el aparato... Éste tuvo que hacer verdaderos malabarismos para sortearlas con habilidad, hilvanando una historia más o menos verosímil, pero completamente distinta de la verdadera. Al final, y temiendo no poder sostener por más tiempo la mentira, pidió por irse lo antes posible, ya que allí de momento no era necesario, alegando otras ocupaciones. El representante del gobierno accedió inmediatamente, diciendo que él se hacía responsable de Fawcett ante las autoridades por la pérdida del aparato, repitiendo por enésima vez su reconocimiento y el del gobierno por el servicio prestado, y estrechando de nuevo calurosamente su mano, con la promesa adjunta de que influiría en las altas esferas para que se le otorgara una condecoración o se le diera algún título honorífico. Fawcett lo agradeció todo amablemente, y salió con rapidez del despacho.

Ahora ya no le interesaba nada del avión ni de sus ocupantes. Aunque no era su intención desengañar a nadie, tenía que reconocer que no había hecho todo lo que había hecho por los documentos ni por nada semejante. La razón había sido otra más simple y más personal, y podía resumirse en un solo nombre: Hellen. Esto era lo único que le había importado, y ahora que ya lo había conseguido ya no quería nada más; ni medallas, ni honores, ni reconocimientos. Con aquello le bastaba.

Bajó corriendo al edificio destinado a recepción de viajeros. Había quedado con Hellen encontrarse de nuevo allí una vez solucionado todo, y ansiaba por verla de nuevo junto a él. Atravesó numerosas dependencias, franqueó numerosas puertas, y...

Llegó al sitio indicado. Entró, seguro de sí mismo, dispuesto a ir rápidamente al encuentro de la muchacha. Pero a medio camino se detuvo, retrocediendo y escondiéndose rápidamente tras el amparo de una columna.

Porque Hellen se encontraba hablando con otra persona. ¡Y aquella otra persona era él mismo!

Por unos momentos quedó perplejo, sin comprender el significado de lo que acababan de percibir sus ojos. Pero pronto cayó en la cuenta de ello. ¡Simplemente, aquel hombre era Benjamin Fawcett, pero el Benjamin Fawcett de ayer, del día anterior! Al viajar por el tiempo, había desdoblado su personalidad, convirtiéndose en dos personas idénticas al mismo tiempo. Y aquél era el él de ayer, el que tenía que presenciar el accidente y en cambio hallaba a Hellen sana y salva. El hombre que no era más que él mismo, un día más joven en edad, pero idénticamente él mismo.

Y lo más divertido del caso era que aquel Benjamin Fawcett no sabía nada de lo sucedido en Londres ni en el avión, ni conocía los motivos del aterrizaje forzoso... Y naturalmente, cuando Hellen le interpelara para saber la verdad y los motivos de lo acontecido, no podría ni siquiera responder una palabra...

Estuvo a punto de lanzar la carcajada, dejando que la situación continuara así. Pero lo pensó mejor. Era mejor acabar con aquello antes de que se pusiera difícil para el otro Fawcett. Agarró a un botones que pasaba por allí, y le deslizó un par de libras en la mano.

- ¿Ves aquella señorita que se encuentra allí? - señaló a Hellen, que seguía hablando, mejor dicho, discutiendo con el otro Fawcett - Pues bien: te acercas a ella, y le dices que aquí hay un señor que desea hablarle a solas. A solas, ¿entiendes bien? Anda.

El chaval asintió con la cabeza, y se dirigió hacia la muchacha. Fawcett, desde su escondite, contempló como le hablaba miraba al otro Fawcett, arrugaba el ceño, soplaba algo por lo bajo, se rascaba la cabeza y salía pitando después de allí. Sonrió. No es muy corriente hallarse en pocos minutos de intervalo a dos hombres completamente idénticos el uno al otro, incluso vistiendo los dos el mismo traje, pero siendo dos personas distintas.

Hellen le dijo algo al otro Fawcett, con evidente gesto de contrariedad en su semblante, y se dirigió hacia allí. Fawcett se ocultó tras la columna, y cuando ella llegó allí le salió al paso.

- Ya estoy aquí, Hellen.

La muchacha le miró y lanzó un ahogado grito de sorpresa. Miró hacia atrás y murmuró:

- ¡Ben! ¿Qué haces tú aquí? ¿Cómo es posible...?

Se volvió a mirar al otro Fawcett, que en aquellos momentos contemplaba la gente, en su mayor parte periodistas y curiosos atraídos por el suceso, que circulaba a su alrededor. Ben rió quedamente.

- No te asombres, Hellen. Somos idénticos en todo. Incluso te diré que somos la misma persona...

La muchacha continuaba mirando alternativamente a Fawcett y a su doble. En su cara se pintaban el desconcierto y la incomprensión.

- Te parece algo imposible, ¿verdad? Sí, a mí también me lo parecería si estuviera en tu lugar. Pero es cierto, no hay vuelta de hoja. Esta es la respuesta a lo que me preguntabas en el avión. Dos Benjamin Fawcett.

- Pero, ¿qué clase de broma es ésta?

- Ninguna clase de broma, Hellen. - Fawcett hizo un gesto con la mano, impidiéndola continuar -. Será mejor que no hables todavía hasta haberme escuchado. He de decirte varias cosas antes de que llegues a comprender lo que sucede. Y como estas cosas son un poco largas de contar, será mejor que nos vayamos a otro lado.

- Pero...

- ¡Oh, no te preocupes por él! Te esperará, lo sé. Me conozco a mí mismo. Por ti soy capaz de hacer cualquier cosa. Incluso presentarle batalla al tiempo.

Y antes de que la muchacha pudiera decir nada, la agarró por un brazo y la arrastró a otra dependencia, donde estaba enclavado el bar del aeropuerto. Se sentaron a una mesa, y Fawcett pidió dos triples de coñac.

- Necesitarás para cuando hayas escuchado todo lo que tengo que decirte - explicó.

Y sin demorar más, principió a contarle todo lo sucedido desde que, la mañana anterior (bueno, aquella misma mañana), White le llamara a su despacho para informarle del invento de Bingelow y de su deseo de que fuera a entrevistarlo. Le explicó su visita al inventor, su viaje al aeropuerto, el accidente, su desesperación ante su muerte, la llamada telefónica de White, su idea, su traslado en el tiempo, sus intentos por evitar que el avión despegara y su resolución drástica cuando vio que esto no era posible...

- No sé, no se qué pensar - murmuró Hellen cuando hubo finalizado Fawcett su relato -. Parece todo tan absurdo, tan imposible...

- Sí, Hellen, pero no lo es. Y la prueba la tienes aquí, conmigo y con el otro Benjamin Fawcett, que no es más que yo mismo un día más joven. Además, mañana podrás leer en los periódicos el hallazgo de la bomba en el avión, e indudablemente la confirmación oficial del éxito del traslato-temporal de Bingelow. Creo que con esto tendrás suficiente.

- Pero, ¿y tú? Mejor dicho, ¿y vosotros dos? ¿Cómo es posible...?

- ¡Oh, en esto no hay ningún inconveniente! Mañana volveremos a ser uno solo, en cuanto yo regrese a mi tiempo. Volveremos a fusionamos en una sola personalidad, y entonces él, que está ignorante de todo lo sucedido, volverá a ser yo, con plena constancia de todo lo que he hecho. ¿No lo comprendes?

- No, Ben, no lo comprendo. Lo veo todo tan confuso...

- Sí, me lo imagino. No es fácil hacerse a la idea de que ahora somos dos Benjamin Fawcett, y mañana volveremos a ser uno solo. Es algo difícil de entender. Incluso yo mismo no acabo de verlo claro, a pesar de todo. ¡Pero tiene que ser así, diablos! ¡No hay otra forma explicable de que suceda!

Hellen le posó una mano sobre su brazo.

- Sí, Ben, tienes razón. Indudablemente mañana ya lo veremos todo claro - tomó su vaso de coñac y lo alzó -. Creo que ahora sí lo necesito.

Bebieron ambos. y Fawcett contempló su reloj. Hizo el reajuste horario, que hasta aquel momento, con la agitación, había olvidado hacer, y procuró no equivocarse como la vez anterior. No quería exponerse a nuevas sorpresas.

Luego se volvió hacia Hellen.

- Bien, Hellen. Creo que ahora tu deber es volver de nuevo al lado de... ¡bueno, de mi otro yo! Yo he de regresar a la máquina de Bingelow de nuevo, y volver a mi tiempo, a mi hoy, que será tu mañana. Allí nos encontraremos de nuevo.

Se levantaron ambos, y Hellen murmuró:

- No sé qué papel voy a hacerle ahora a... al otro Ben. No puedo hacerme a la idea de que él y tú seáis distintos, siendo la misma persona. ¡Yo sólo quiero a un Ben Fawcett!

- Sí, Hellen, ya lo sé. Pero es que somos sólo uno. Lo que pasa es que nos hemos dividido, formando dos Fawcetts... incompletos. La reunión de ambos formará el Benjamin Fawcett que tú has conocido siempre.

La muchacha sonrió levemente.

- Sí, creo que tienes razón, Benjamin Fawcett incompleto. Lo miraré bajo este punto de vista. Hasta mañana, cuando vuelvas a reunirte con tu otra mitad.

- Sí, Hellen. Hasta mañana.

La vio alejarse, camino de la sala de recepción de viajeros, y suspiró. En verdad, debía confesarse que tenía celos del otro Ben Fawcett. Ya sabía que eran la misma persona, pero él no estaba en el cuerpo del otro. ¡Diablos, aquello era un verdadero lío! Compadecía a los que más tarde hicieran exploraciones en el tiempo y se encontraran en idénticas situaciones.

Se encogió de hombros. Bueno, al fin y al cabo, ¿qué le importaba aquello a él? A la mañana siguiente todo habría pasado, y se encontraría de nuevo al lado de Hellen. Ya no se acordaría para nada de otros Ben Fawcett ni cosas similares. Lo único que tenía que hacer ahora era regresar de nuevo a la esfera, y volver a su hoy. A su hoy, que sería el mañana de Hellen.

Salió al exterior, y llamó a un aerotaxi.



14



El conductor del aerotaxi se le quedó mirando con aire escéptico mientras Fawcett le abonaba el importe de la carrera.

- Sí, exactamente en este sitio. ¿Por qué?

El hombre paseó su mirada por los solitarios alrededores, donde no se distinguía ni una luz, nada que indicara algún signo de vida en medio de la oscuridad reinante. Se encogió de hombros.

- No, por nada. Sólo era un decir. - y dió marcha al motor, elevándose rápidamente en la oscuridad para irse en busca de la luz y la animación de Londres.

Fawcett observó a su alrededor. Ahora debía buscar la esfera. Sabía que se encontraba allí, en la ladera de la colina que se elevaba a su izquierda, pero no sabía exactamente el lugar. Debería buscarla. Todo era cuestión de orientación y suerte.

Tardó casi una hora en encontrarla. Estaba igual a como la había dejado, sin ninguna señal de que alguien la hubiera descubierto. Movió los cerrojos de seguridad que abrían desde el exterior la puerta, según una combinación especial (el nombre de Bingelow marcado en discos de letras) y la puerta se abrió. Penetró en su interior, encontrándolo todo tal como lo había dejado. Se sentó en el sillón de mandos, y contempló las dos palancas de color rojo.

Suspiró. Hacía tan sólo unas horas que se había sentado en aquella misma cabina, al lado de las mismas palancas. Y en el transcurso de aquellas pocas horas, ciento sesenta y cuatro personas que estaban ya muertas habían vuelto a la vida. Entre ellas, Hellen. Su misión había terminado.

Volvió a tirar fijamente las dos palancas. Dudó unos momentos. Y luego, con decisión, las empujó las dos con fuerza. Ya nada le quedaba por hacer allí. En su hoy le esperaban Bingelow, el mundo, y Hellen.

Cerró los ojos con fuerza, al tiempo que empezaba a sentir los primeros efectos de la energetización. Su último pensamiento antes de sumirse en la inmaterialidad del proceso fué que estaba deseando volver de nuevo a su hoy. Volvería a su hoy.





TIEMPO CUARTO

EL SEGUNDO HOY



1



Cuando los efectos de la energetización cesaron, y dejó de percibir la amalgama de luces, colores y sonidos que le acompañaron durante todo el proceso, se encontró de nuevo en el interior de la esfera. Nada había cambiado, nada demostraba que la esfera se hubiera movido de su sitio. Sin embargo, desde el exterior, alguien estaba tratando de abrir la puerta...

Se levantó del sillón, dirigiéndose hacia ella, en el preciso momento en que ésta se abría y por la abertura aparecía la figura de un hombre. La barbita de chivo que adornaba la parte inferior de su cabeza se movía lentamente al decir su poseedor:

- Bienvenido de nuevo al presente, amigo Fawcett.

Era el profesor Bingelow.

Se estrecharon calurosamente las manos, saliendo al exterior. Todo estaba igual que antes en el laboratorio. Las mismas máquinas, los mismos aparatos...

- Me tenía intranquilo su tardanza - dijo Bingelow -. ¡Nueve horas! Empezaba a temer que le hubiera sucedido algo. Por suerte, veo que no.

- No, profesor. No ha sucedido nada.

Y Fawcett sonrió. Sí, todo habla ido perfectamente. Lo más perfectamente que hubiera podido imaginarse.

Le extrañó que Bingelow no le dijera nada sobre lo del aterrizaje forzoso del estrato-avión y sus hechos posteriores. Naturalmente, al haber cambiado él los acontecimientos, el profesor no recordaría nada de lo del accidente, ya que para él sería algo que no había sucedido. Pero los periódicos habrían dicho algo sobre el salvamento del avión, mencionarían su nombre. Acaso el profesor no habría leído todavía el periódico, se dijo. Sí, esto debía ser.

Salieron del laboratorio, y penetraron en la casa-vivienda del profesor. Éste le condujo a una salita, muy cercana a la puerta de salida de la casa, y le indicó una silla:

- Siéntese, amigo. Deseo que me cuente todas sus experiencias en este su primer viaje por el tiempo. Me serán de gran utilidad para futuros experimentos.

Fawcett asintió. ¿Le diría que había contravenido sus indicaciones, cambiando los acontecimientos a voluntad? Sí, indudablemente. Aunque se enojara por ello, ya nada podría hacer. Ya había sucedido todo. Además, así sabría que, efectivamente, en el pasado sí podía cambiarse el curso de los acontecimientos.

Mientras Bingelow se dirigía al mueble bar de la habitación para preparar unas bebidas, Fawcett paseó su vista alrededor. Allí, sobre una mesita cercana, vio un periódico. Animado por la curiosidad de leer el reportaje del aterrizaje forzoso del avión, así como saber qué grado de participación se le daba a él en el asunto, se acercó hacia allí, dispuesto a echarle un vistazo. Era el «Times». Lo cogió, lo desdobló, miró la primera página...

Y se quedó inmóvil, a la par que un escalofrío le recorría la espalda. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, como si no pudieran dar crédito a lo que veían ante sí. Las letras impresas empezaron a bailar locamente ante ellos...

¡Porque allí, en primera página del periódico, a grandes titulares, podía leerse la noticia del trágico accidente del avión que servía la ruta Londres-Nueva York, en el que habían perecido las ciento sesenta y cuatro personas que lo ocupaban, y cuyo origen se debía a un sabotaje premeditado!



2



Un frío sudor perló su frente, a la par que sentía un estremecimiento. No era verdad lo que estaba leyendo. No podía ser verdad. Él había salvado el avión, había salvado a sus ciento sesenta y cuatro ocupantes. Aquella noticia ya no existía, él la había destruido. ¿Cómo era que estaba allí, que la veía, que la contemplaba con sus propios ojos?

- ¡No! - exclamó -. ¡Es imposible!

Bingelow, que en aquellos momentos estaba sirviendo las bebidas en sendos vasos de cristal tallado, levantó vivamente la cabeza, sorprendido.

- ¿Qué es imposible, amigo mío?

Fawcett seguía contemplando el periódico con ojos fascinados. Aquél era el mismo periódico que él leyera aquella mañana. La noticia era la misma, con toda clase de detalles. No había la menor variación. Pero no podía ser. Aquella noticia no tenía razón de existir. ¡Él la había destruido!

Se volvió hacia Bingelow, mostrando la abierta página del periódico.

- Profesor - exclamó -. No puede ser.

Bingelow lo miró con ojos en los que se reflejaba la incomprensión. ¿Por qué no podía ser? ¿Qué tenía de malo un accidente de aviación? ¿Acaso era el primero que sucedía en el mundo?

- No le comprendo, Fawcett. Esto ya era noticia antes de que usted emprendiera la realización del experimento. ¿Acaso no sabía nada de ello?

Fawcett movió la cabeza como si quisiera despejar la bruma que la envolvía. La vista de aquella noticia le había causado un shock mental mucho más fuerte de lo que cabía imaginar.

- Si profesor - murmuró -. Sí, lo sabía. Pero es imposible, absolutamente imposible. ¡Porque yo salvé al avión, profesor! ¡Yo salvé a todos los pasajeros que iban en él!

Bingelow tardó unos segundos en comprender. Sus ojos se agrandaron, a la par que su boca se abría en un principio de exclamación de sorpresa. Dudó brevemente antes de hablar.

- ¿Quiere... quiere decir que usted intentó cambiar en el pasado el curso de los acontecimientos? ¿Lo hizo?

- Sí, profesor. Ya... ya sé que desobedecí sus indicaciones, pero debía hacerlo. Es más, ya lo tenía todo meditado cuando... cuando acudí aquí. Si acepté realizar el experimento fué por eso, para salvar el avión. ¡En él viajaba mi prometida!

Bingelow inclinó la cabeza, comprendiendo.

- Y ahora esto le sorprende, ¿verdad? No esperaba encontrarse con esta noticia.

- No.

Bingelow fué a sentarse en una silla, meditativo. Dudó unos momentos antes de hablar.

- Comprendo lo que siente, Fawcett - dijo al fin -, y disculpo su locura de hacer lo que ha hecho. Sus intenciones eran buenas. Pero debió haberme consultado antes. Quizá entonces se hubiera ahorrado muchas molestias y... y este desengaño final.

- ¿Desengaño? - Fawcett abrió mucho los ojos -. ¿Qué quiere decir, profesor?

- Pues... tal vez le parecerá duro lo que voy a decirle, pero no es más que la verdad. Con sus esfuerzos, con todo su trabajo, no ha logrado nada, Fawcett. El tiempo es inmutable, a pesar de todo lo que le hagamos. Lo podemos estudiar, lo podemos observar, lo podemos recorrer, pero nunca lo podremos cambiar. Lo que ha sucedido ha sucedido ya, querámoslo o no, y nuestros, esfuerzos por cambiarlo serán inútiles. Es como dar cabezazos contra un muro de piedra.

¡No es verdad, es mentira todo eso! - Fawcett se acercó al profesor. Estaba exaltado, frenético. Aquellas palabras habían tensado sus nervios. Se inclinó sobre él -. ¡Yo vi a Hellen viva, a los restantes miembros del aparato, vivos también! ¡El avión no estalló! ¡Yo estaba en él y no estalló! ¡Y no me diga que lo he soñado; es la verdad!

- De acuerdo, Fawcett; es la verdad. Pero aquí tiene la prueba de lo contrario. Si el avión no hubiera estallado, el reportaje del «Times» sería completamente distinto al que usted acaba de ver.

Fawcett arrugó furiosamente el periódico, sintiendo que algo muy semejante a una garra le apretujaba por dentro. Quiso decir muchas cosas, demostrar a Bingelow que estaba equivocado, que no podía ser verdad lo que decía. Pero de su boca solamente salió una exclamación, que fué más un lamento que una réplica.

- ¡No!

- Sí, Fawcett; sí - la voz de Bingelow era persuasiva. Se levantó, y le colocó una mano sobre su hombro -. Comprendo que usted se resista a esta idea, pero es la verdad. No hay vuelta de hoja.

- ¡Pero yo vi a Hellen viva! ¡Yo la tuve a mi lado, hablé con ella! ¡Yo la salvé! ¡No puede haber muerto así, espontáneamente!

Bingelow sonrió tristemente.

- ¿Y quién le ha dicho que ha muerto? No, Fawcett, no ha muerto; su Hellen vive.

Un rayo de esperanza iluminó los ojos de Fawcett. Agarró a Bingelow por un brazo, y se lo apretó fuertemente.

- ¿Vive, verdad? ¿Lo ve, profesor? ¡Yo tenía razón! ¡Estaba seguro de ello!

- No, amigo; no está seguro. He dicho que su Hellen vive, pero no aquí, donde nosotros nos encontramos. En otro sitio, en otro lugar del universo. En un lugar donde ni usted, ni yo, ni nadie, podremos alcanzarla.

- ¿Eh? ¿Cómo...?

Bingelow lanzó un suspiro, llevándose una mano a la cabeza. Fawcett le miraba fijamente, con ansiedad. La voz del profesor tenía dejes de compasión cuando exclamó:

- ¡Oh, Dios! ¿Pero todavía no comprende que con su intento de callar los acontecimientos lo único que ha hecho ha sido crear un nuevo mundo?



3



Un tenso silencio siguió a estas palabras. Fawcett, con los ojos desorbitados, miraba fijamente al profesor. Sus labios balbuceaban palabras ininteligibles. Al final, pudo articular:

- ¿Qué... que quiere decir con esto?

Bingelow volvió a sonreír con aire de lástima.

- La verdad, Fawcett. Nada más que la verdad.

- ¡Pe... pero esto es imposible, profesor! ¡Es... es absurdo!

- No, Fawcett; no es absurdo, aunque lo parezca. Los acontecimientos no se pueden cambiar a voluntad, ya se lo he dicho. El mundo es uno, único e inmutable. Y los acontecimientos siguen esta misma línea, que también es única. Una persona no puede a la vez estar viva y haber muerto. Por eso usted, al cambiar el curso de los acontecimientos, al salvar a estas ciento sesenta y cuatro personas, que ya estaban muertas, fíjese bien, usted ha creado un absurdo, un imposible. Una persona no puede a la vez vivir y morir. Y esto es lo que usted ha hecho: hacer vivir a unas personas cuyo destino era morir, que ya estaban muertas en el plan del mundo.

»En la Tierra, los acontecimientos se desarrollan tan sólo una vez. Supongamos por ejemplo el caso de Hellen, de su Hellen. Si Hellen muere, usted no se casará, o terminará casándose con otra persona, con la cual tendrá hijos, nietos, etcétera. En cambio, si Hellen vive, usted se casará con ella, y también tendrán hijos, que a su vez se casarán y tendrán otros hijos... Al cabo de mucho tiempo, habrán en el mundo una cierta cantidad de personas que en otro caso, si Hellen hubiera muerto, no habrían existido. Y viceversa, no existirán otras personas que en la otra situación hubieran existido.

»Y aquí está lo fundamental de la cuestión. Hellen, su Hellen, ha muerto. Sin embargo, usted no se resigna al destino, y la salva. Hellen vive, porque usted la ha salvado, pero está muerta, por la sencilla razón de que ya lo estaba cuando usted volvió al pasado. Lo mismo sucede con las otras ciento sesenta y tres personas que viajaban en el avión siniestrado. Ha sucedido un absurdo: ciento sesenta y cuatro personas han muerto, y están vivas. ¿Cuál es la solución de esto? Ambas no pueden estar en el mismo mundo, naturalmente. ¿Entonces? Simplemente, ante esta presión, el mundo entero se ha desdoblado, se ha convertido en dos mundos distintos, diferentes en todo aunque idénticos también en todo salvo en esta variación: en uno hay ciento sesenta y cuatro personas que viven, mientras que en el otro estas mismas ciento sesenta y cuatro personas están muertas.

- Pero... ¿dónde está ese mundo? ¿Por qué no podemos apreciarlo desde aquí?

- Por una razón muy sencilla, amigo Fawcett. Este mundo no es un mundo material, pues su origen no es el de la materia, sino un mundo temporal, pues su origen se encuentra en el tiempo. Es un mundo que empezó a existir ayer, en el mismo momento en que usted salvó el avión con las personas que lo ocupaban. Gira también, como nosotros, en el universo, en este mismo universo, y ocupando nuestro mismo plano material. Pero gira en diferente lugar de la dimensión tiempo. Por esto no podemos verlo, ni apercibirnos de su existencia. Nuestros sentidos son materiales, no temporales. Este mundo está fuera de nuestras posibilidades, fuera por completo de nuestro alcance.

- Entonces, en este mundo...

- Sí, en este mundo existe Hellen, la Hellen que usted salvó. Pero en él también existe Benjamin Fawcett, así como existen otro profesor Bingelow, y otras personas en todo idénticas a cada una de las que existen aquí. Es un mundo exacto a éste, duplicado de éste en todo, menos en la variación de estas ciento sesenta y cuatro personas. Esto hace que sea un mundo distinto al nuestro, y no nuestro propio mundo. Esto hace que usted, por el simple hecho de haber cambiado el curso de los acontecimientos, haya creado un mundo.

Hubo un nuevo silencio. Fawcett comprendía las palabras de Bingelow, y veía que tenía razón. Los acontecimientos lo demostraban; era la única explicación lógica que cabía darles. ¡Pero aquello significaba que había perdido a Hellen definitivamente, para siempre!

- Piense que, hiciera lo que hiciera, usted no la hubiera podido salvar a pesar de sus esfuerzos. Para usted, Hellen estaba muerta desde el mismo momento en que el avión se estrelló en la pista de aterrizaje. Ni siquiera le cabe la esperanza de volver al pasado e intentar hallar el rastro perdido del otro mundo. Para usted éste desapareció en el mismo momento en que volvió a la esfera, empezando la energetización. Aquél fue su último contacto con él.

Fawcett hundió la cabeza entre las manos, sintiendo que la garra que le atenazaba el pecho se iba cerrando más y más. De su boca escaparon unos leves sollozos...

De repente se puso en pie. Sus ojos brillaron animados por un súbita luz.

- No, profesor. No es cierto lo que ha dicho yo puedo volver a resucitar a Hellen.

Bingelow le dirigió una mirada en la que se aunaban la conmiseración, la sorpresa y la alarma.

- ¿Qué? ¿Se ha vuelto loco?

- No, profesor; no me he vuelto loco - se acercó a él, agarrándolo por las solapas de su bata. - Volveré allí. Volveré al pasado, y salvaré de nuevo a Hellen. Nadie podrá impedírmelo. Luego, me quedaré allí. Así, para mí, ella no morirá.

- Muy bien. ¿Y no ha pensado usted en su otro Fawcett?

- Sí, lo destruiré. Lo mataré, y ocuparé su lugar. Luego enviaré su cadáver aquí, al presente, y ocuparé su lugar en su tiempo, mientras él ocupa mi lugar en el mío. ¡Nadie me impedirá que haga esto!

Bingelow se desasió suavemente de las manos de Fawcett.

- Tranquilícese, muchacho. - Se encuentra exaltado, y esto hace que no piense con claridad. Use su cabeza. Aquel otro yo del pasado, su otro Fawcett, no es más que usted mismo. ¿Qué cree usted que pasará si usted lo mata, si hace lo indicado? Tal vez todo le resulte bien, o tal vez provoque un cataclismo. Piense que pertenecen a dos mundos distintos aunque sean la misma persona. Y el tiempo es inmutable, ya se lo he dicho. No podemos variar los acontecimientos a nuestro antojo. Esto es algo que sólo el Sumo Hacedor puede hacer.

»Además, ¿ha pensado bien lo que se propone hacer? Matar a un hombre. A algo más que un hombre. A usted mismo. ¿Cree que yo permitiría que lo hiciera, que utilizara el traslato-temporal para estos fines? ¿Tanto le ha enloquecido la muerte de su prometida que incluso ha llegado a perder la razón?

Fawcett miró al profesor por unos momentos. Después, lentamente, fué bajando la vista. Se apoyó sobre la mesa, intentando contenerse, mantener su entereza. Y de pronto, sin poderlo evitar, como un torrente incontenible, los sollozos escaparon de su pecho, como una inundación desborda el cauce del río...

Bingelow lo dejó desahogarse sin intervenir, hacer nada por calmarlo. Luego, cuando vio que la crisis iba pasando, le puso una mano sobre el hombro y le dió unos cariñosos golpecitos en la espalda.

- Se encuentra mejor, ¿verdad? - murmuró -. En estas situaciones, lo mejor es desahogarse uno. Luego, cuando todo lo que teníamos almacenado dentro ha salido al exterior, ya todo ha pasado. ¿Me equivoco?

Fawcett, incapaz de hablar, dijo que no con la cabeza. Intentó hablar por dos veces, y a la tercera logró balbucir algunas palabras:

- Lo... lo siento, profesor. Yo...

- No se preocupe, Fawcett, lo comprendo. Me imagino su estado de ánimo y... ¡En fin, me hago cargo!

Fawcett se irguió, asintiendo lentamente con la cabeza. Pensó en que, hacía apenas una hora, se encontraba todavía junto a Hellen, feliz, confiado en el futuro. Y ahora...

- Recuerdo cómo me despedí de Hellen, profesor allí, en el pasado. - dije simplemente: adiós, hasta mañana. Y ella me contestó lo mismo. Confiábamos en el mañana, profesor. ¡Y ahora... ¡

- Sí, Fawcett. Pero ella lo ignorará todo. Ella tendrá a su Benjamin Fawcett particular.

- Pero éste no seré yo... ¡Será otro!

Se mordió los labios, callándose bruscamente. Luego murmuró:

- Perdone, profesor. Ha sido... el último arranque.

Le invadió un súbito pesimismo. Recordó todo lo acaecido allí, en el pasado, en el día anterior. Pensó en la sorpresa de Hellen cuando Fawcett, su Fawcett, no diera señales de recordar lo sucedido en el avión. Seguramente olvidaría pronto todo aquello. Era una mujer y estaba enamorada. Viviría con su Fawcett el resto de su vida, dichosa, feliz...

Sí, Bingelow tenía razón. La había perdido para siempre; nada podía hacer. Para él, Hellen no podría ser nunca más que un recuerdo. Un recuerdo dolorosamente impreso en su mente, pero al fin y al cabo un recuerdo. Había sido un iluso al pretender querer igualarse al Sumo Hacedor. Por más que hiciera, el hombre nunca llegaría a dominar los elementos que le regían, a pesar de sus ingenuas fantasías sobre el particular. Sí, no le quedaba más remedio que reconocer su error y su derrota.

- Gracias, profesor. Usted... usted me ha abierto los ojos. Ha sido un despertar doloroso, pero necesario. Gracias, y perdóneme todas las molestias... que le he causado.

Y, como un sonámbulo, dió media vuelta y se dirigió hacia la salida de la casa. Bingelow, lanzando una exclamación, le siguió:

- ¡Eh, Fawcett! ¿Adónde va?

Fawcett se encogió de hombros.

- No lo sé, profesor. A buscar un poco de luz en las tinieblas. A poner en orden mis pensamientos. No... no lo sé.

Abrió la puerta de la casa y, lentamente, con el paso cansino de los hombres amargados, derrotados por la vida, salió al exterior.

Bingelow no hizo ningún intento para detenerlo. Sabía lo que le pasaba al muchacho, el duro choque que había recibido. Necesitaba poner en orden sus pensamientos. Luego, cuando las ideas volvieran de nuevo a su mente, cuando la luz llegara a las tinieblas de su cerebro y recobrara de nuevo por entero la razón, volvería a ser el mismo. Dejaría atrás todo lo pasado, y volvería a ser el que siempre había sido: Benjamin Fawcett.

Salió él también al exterior, y dirigió una última mirada a la figura que se alejaba. Sabía que Fawcett volvería allí, a su lado. Más tarde o más temprano, pero volvería. El golpe recibido, antes de anularlo, haría crecer su interés por la dimensión que lo había vencido una vez. Él, que había sido dominado por el tiempo, querría hacer la contrapartida. Lucharía por vencer al tiempo. Y estaba seguro de que lo vencería. Fawcett era de la clase de hombres que no se rinden ante los desastres. Al contrario, contraatacan. Y si bien ya no lucharía por Hellen, por su ya para siempre perdida Hellen, lo haría por el ansia de vencer, por el afán de derrotar a este elemento que una vez lo había vencido a él.

Sí, Fawcett volvería. Y él lo esperaría, dispuesto a aunarse en su lucha. Juntos harían grandes cosas. Juntos explorarían esta dimensión difícil y casi desconocida que era el tiempo. Y, juntos también, vencerían.

En la calle, la figura de Fawcett se perdió a lo lejos, en la oscuridad. Bingelow la contempló hasta el último momento, y luego lanzó un suspiro. Ya no le quedaba nada más que hacer salvo esperar. De modo que dió media vuelta y lenta, silenciosamente, volvió a entrar en la casa y cerró la puerta a sus espaldas.





FIN

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