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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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miércoles, 1 de abril de 2009

CUANDO CHOCAN LOS MUNDOS -- Philip Wylie , Edwin Balmer

CUANDO CHOCAN LOS MUNDOS

Philip Wylie , Edwin Balmer






Capítulo I - LA MISIÓN SORPRENDENTE



El secreto en sí estaba a salvo. Era evidente que el público todavía no lo conocía. No; la naturaleza del tremendo y terrorífico descubrimiento permanecía encerrada con llave dentro de los pechos de los hombres que lo efectuaron. Nadie se había derrumbado de tal manera bajo su peso que permitiese trascender ningún detalle actual de lo que había sido aprendido.

Pero en el hecho había tal secreto, de incomparable importancia, que sí había trascendido.

David Ransdell recibió abundantes pruebas de ello, mientras estaba plantado ante la barandilla del barco de línea y los radiogramas de la costa le eran llevados uno tras otro. Había recibido siete, todos de la misma clase, en el breve espacio de una hora; y ahora acababa de recibir otro.

Lo mantuvo sin abrirlo mientras miraba el agua reverberarte en dirección a las próximas costas de Long Island, más allá de las cuales yacía Nueva York. Extraño que, en una ciudad a la que no podía ver, los hombres pudieran estar tan excitados acerca de su misión, mientras que sus compañeros de viaje, a su lado, le miraban sólo con una leve curiosidad despertada por la frecuencia de los radiogramas que recibía.

No hubiesen estado tan indiferentes de haberlos podido leer.

El primero, llegado menos de una hora antes, le ofrecía mil dólares por una información de primera mano y exclusiva —para ser retenida de los demás durante doce horas— de lo que llevaba en su cartera de mano, negra. Iba firmado por el periódico más famoso de Nueva York.

Apenas había vuelto el recadero a la estación de radio, cuando un segundo ordenanza apareció con un mensaje de otro periódico: «dos mil dólares por la primera información de su asunto en Nueva York».

Al cabo de diez minutos la oferta saltó a cinco mil dólares, hecha por otro periódico. ¡Evidentemente, el conocimiento de que había un secreto de suma importancia se había extendido en rapidez!

La oferta permaneció en cinco mil dólares durante veinte minutos; después, de hecho, cayó a dos mil quinientos dólares cuando alguna alma tímida, en un periódico menos rico, se aventuró a ofrecer su envite; pero rápidamente subió de un salto y dobló la cantidad más grande. Entonces era de diez mil dólares, en el último radiograma que Dave había abierto. Diez mil dólares en efectivo por la primera información, que ahora sólo era necesario retener de los otros durante únicamente seis horas, referente a lo que le traía a Nueva York.

El hecho atrayente y emocionante era que David Ransdell en persona no sabía lo que llevaba y que pudiera despertar tan sorprendente interés. Era simplemente el correo que transportaba y guardaba el secreto.

Podía mirar dentro de su cartera, claro; poseía la llave. Pero tenía la llave, como también tenía la custodia de la pasada cartera negra, porque aquellos que confiaron en él sabían que jamás quebrantaría su palabra. Y menos aún se la vendería a los demás. Además (si la curiosidad le probaba más allá de sus fuerzas) tenía la palabra del profesor Bronson de que el contenido de la caja sería profundamente incomprensible para él. Sólo unos cuantos hombres, con conocimientos especiales, podrían percatarse del significado.

Cole Hendron en Nueva York —el doctor Cole Hendron, físico—, podría entenderlo. Es más, podría determinarlo de manera más completa que cualquier otro hombre vivo. Era por eso que Dave Ransdell, desde Sudáfrica, se dirigía a Nueva York; y llevaba la cartera a Cole Hendron, quien, después de que se hubiese satisfecho así mismo con el significado de su contenido, haría partícipe del secreto al correo.

Dave se agarró a la barandilla con su gran impaciencia por llegar a la ciudad. Se preguntaba, pero sólo con interés secundario, bajo las circunstancias, qué tal sería la vida en América. Era el país nativo de su madre; pero David no había visto jamás sus costas. Porque era Sudafricano, su padre, un inglés que una vez tuvo un rancho en Montana, se había casado con una chica de aquel estado y se la llevó al Transvaal. Dave había nacido en Pretoria, fue al colegio allí y salió del instituto para ir a la guerra.

La guerra le hizo aviador. Después permaneció en las actividades del aire y se dedicaba a transportar correo cuando, de pronto, a una petición de Ciudad del Cabo —y aún no sabía si la fuente oficial fue muy alta— se le había concedido un servicio especial para transportar por aire cierto embarque de material científico a América. Es decir, recibió instrucciones de volar no sólo en la extensión de su ruta ordinaria, sino de continuar por toda África y cruzar Francia, en donde tenía que ponerse en contacto con el navío más rápido que saliese primero hacia Nueva York.

Claro que la comisión le intrigaba. Le llamaron por la noche a la gran mansión de Lord Rhondin, cerca de Ciudad del Cabo.

El propio Lord Rhondin, un hombre corpulento, tranquilo, con sentido práctico, le recibió; y con Lord Rhondin había un hombre alto, espigado, de cuarenta y pico de años, de modales rápidos y nerviosos.

—El profesor Bronson —dijo Lord Rhondin, presentando a Ransdell.

—¿El astrónomo? —preguntó Dave mientras se estrechaban las manos.

—Exactamente —dijo Lord Rhondin. Bronson no habló en absoluto entonces, o por lo menos permaneció callado varios minutos. Simplemente apretó la mano de Dave con nerviosismo y le miró fijamente mientras pensaba paciente en algo más... algo, según dedujo Dave, que recientemente le había impedido dormir tranquilo.

—Siéntese —ordenó Lord Rhondin; y los tres tomaron asiento; pero nadie habló.

Se encontraban en una gran habitación, aislada, destinada a los trofeos de caza. Pieles de animales cubrían el suelo; y cabezas de león, de búfalo y de elefante les miraban desde las paredes, con sus ojos vidriosos destellando a la luz reflejada, también, por cestones de relucientes cuchillos y lanzas.

—Enviamos a por usted, Ransdell —dijo Lord Rhondin—, porque se ha efectuado un descubrimiento muy extraño... un descubrimiento que, si se confirman todos sus detalles, es de consecuencias incomparables. Nada concebible puede ser de más importancia. Le cuento todo esto, Ransdell, porque debo contenerme de momento y no decirle nada más acerca de ello.

Dave sintió como se le ponía la piel de gallina con un sentimiento extraño de excitación. No había duda de que aquel hombre, Lord Rhondin, industrial, financiero y conspicuo mecenas de la ciencia creyese por entero lo que decía; detrás de los ojos que miraban a David Ransdell había temor ante el conocimiento que no se atrevía a revelar. Pero Dave preguntó con crudeza:

—¿Por qué?

—¿Por qué no puedo decírselo? —repitió Lord Rhondin y miró a Bronson.

El profesor Bronson se puso en pie nervioso. Miró con fijeza a Lord Rhondin y luego a Ransdell y después sus ojos se posaron en la cabeza de un león.

—¡Es extraño pensar que no habrán más leones! —dijo Bronson finalmente. Las palabras parecieron escapársele involuntariamente.

Lord Rhondin no hizo ninguna observación ante aquella aparente salida de tono. Ransdell, más excitado en su interior por aquel extraño silencio opresivo, preguntó por último:

—¿Por qué no habrán más leones?

—¿Por qué no decírselo? —preguntó a su vez Bronson.

Pero Rhondin volvió bruscamente al asunto.

—Solicitamos ese permiso para usted. Ransdell, porque tengo entendido que es usted un hombre de confianza. Es esencial que el material relacionado con el descubrimiento sea entregado a Nueva York lo antes posible. Usted es a la vez un piloto experto que puede lograr la mayor velocidad y además un hombre de confianza. Si quiere aceptarlo, le entregaré a su cuidado el material; y... ¿puede partir esta noche?

—Sí, señor. Pero ¿qué clase de material, si se me permite preguntar, he de llevar en mi avión?

—Principalmente vidrio.

—¿Vidrio? —repitió Dave.

—Sí... placas fotográficas.

—Oh. ¿Cuántas?

Lord Rhondin retiró una piel de leopardo que había estado cubriendo una gran cartera de mano negra.

—Están embaladas con cuidado, aquí dentro. Le diré todo lo más esto, cosa que ya podía deducir, dada la presencia del profesor Bronson. Son placas fotográficas tomadas por los mayores telescopios de Sudáfrica, de regiones del firmamento meridional que nunca son visibles en el Hemisferio Norte. Usted tiene que entregárselas al doctor Cole Hendron, en la ciudad de Nueva York, y entregarlas personalmente a él. Yo le diría más acerca de esta misión extraordinaria, Ransdell, si las... las implicaciones de estas placas fueran absolutamente ciertas.

Al llegar a esto, el profesor Bronson comenzó a decir algo, pero de nuevo se reprimió antes de hablar, y Lord Rhondin prosiguió:

—Las implicaciones, puedo decir, probablemente son verdad; pero hay tanto en juego, que sería desastroso si un simple rumor siquiera trascendiese acerca de lo que creemos haber descubierto. Por ese motivo, entre otros, no podemos confiar ni siquiera en usted; pero sí que es preciso que le encarguemos personalmente que lleve esta cartera al doctor Hendron, que es el asesor científico de la Universal Electric y Power Corporation en la ciudad de Nueva York. Está ahora en Pasadena, pero se encontrará en Nueva York a su llegada. Es vital el tiempo... la máxima velocidad, es decir, compaginada con una razonable seguridad. Le pedimos, por tanto, que recorra volando toda África a lo largo de las rutas establecidas, con las que está usted familiarizado y que luego cruce el Mediterráneo hasta Francia, donde embarcará en el trasatlántico más rápido. Debe usted ponerse en contacto con el doctor Hendron todo lo más tarde en el plazo de una semana a partir del lunes. Entonces, si lo desea, puede usted regresar. Por otra parte... —se detuvo mientras un tropel de consideraciones se amontonaban en su mente— quizás a usted le sea indiferente quedarse en donde se halle.

—En la Tierra —añadió el profesor Bronson.

—Claro... en la Tierra —aceptó Lord Rhondin.

—Comprenda, Ransdell, que iría yo mismo —intervino entonces Bronson—. Pero mi sitio, por el presente, está ciertamente aquí. Quiero decir, claro, en el observatorio... Es posible, Ransdell, que a pesar de las precauciones que hemos tomado, alguna palabra acerca del descubrimiento Bronson pueda filtrarse. Quizás sospechen de su misión. Si es así, usted no sabe nada... nada, ¿me entiende? No debe contestar a ninguna pregunta sea de la fuente que fuere. ¡Ninguna... ninguna en absoluto!

En los aterrizajes durante el rápido vuelo hacia el norte a lo largo de toda África, y en Francia, y durante los primeros cuatro días a bordo del transatlántico, nada había ocurrido que le hiciese recordar aquellas enfáticas advertencias; pero ahora sí que pasaba algo. Un botones se aproximaba con otro radiograma; y así Ransdell rápidamente abrió el que había estado sosteniendo en la mano.

«Veinte mil dólares en efectivo se le pagarán si concede usted primera y exclusiva con referencia al descubrimiento Bronson a un redactor de este periódico.»

Iba firmada por el hombre que, una hora antes, había iniciado la puja con un millar de dólares.

Dave lo arrugó y lo lanzó por la borda. Si el hombre que lo había enviado hubiese estado en aquella sala de trofeos con Bronson y Lord Rhondin, se habría dado cuenta que el asunto que ocupaban sus mentes trascendía por completo a cualquier consideración monetaria.



La noche en Nueva York era cálida. El rugido confuso de la calle era oprimente y el sonido que ascendía hasta la llamada terraza del apartamento Hendron parecía contener tanto calor como ruido. Eve llegó a la conclusión que su búsqueda por una bocanada de aire fresco resultaba inútil. Durante un momento miró hacia la bruma monótona que era Manhattan y luego paso la vista por encima de la ciudad en dirección a los canales que conducían al mar.

—¿Crees que esas luces son del navío? —preguntó a Tony.

—Salió de la cuarentena antes de las siete; está ahí en alguna parte —respondió Tony con paciencia—. No volvamos a entrar.

Su pitillera se abrió con un chasquido. La llamita de su encendedor hizo un breve círculo de luz al cual Eve parecía un Rubens: piel satín en sus hombros desnudos, verde de su traje de noche, blanco plateado de la pechera de la camisa de él y las cabezas juntas, inclinadas. Alguien dentro del apartamento atravesó las ventanas francesas, tocó la manecilla de la puerta, se dio cuenta de que la terraza estaba ocupada y se marchó de puntillas siguiendo casi el ritmo de la música que venía de la radio.

—Los invitados estos días se apoderan de todo —continuó Eve—. Si sugieres jugar al bridge, apartan las alfombras y se ponen a bailar. Si yo les pidiese que bailaran... y tuviese una orquesta... habrían decidido jugar al bridge... o jugar a prendas...

—O a juicios bufos. ¿Por qué tenemos invitados, Eve? ¿Por qué especialmente esta noche?

—Lo siento, Tony.

—¿Lo sientes de veras? ¿Entonces por qué los tienes, cuando es la primera noche al cabo de semanas que tres mil niñas de este sombrío continente no se interponen entre nosotros?

—Yo no los invité, Tony. Se enteraron simplemente que estábamos en casa y vinieron.

—Pudiste pretextar un dolor de cabeza... como excusa para ellos.

—Casi lo hice, esta tarde con los periodistas. Esto es un verdadero descanso; disfrutémoslo. Tony.

Se apoyó contra la balaustrada y miró a las luces de la calle; y él, deseoso de mucho más, también se inclinó celoso junto a ella. Dentro del apartamento, el baile continuaba, haciéndose asimismo sensible como una procesión de siluetas que cruzaban por la ventana. Tony puso su mano sobre la de Eve en gesto posesivo. Ella volvió la palma hacia arriba, dándose cuenta del acto dominante de él y dijo:

—Puedes besarme. Me gusta que me besen. Pero no que se me declaren.

—¿Por qué no...? Mira, Eve, ya estoy harto de besitos de Navidad contigo.

—¿Besitos de Navidad?

—Sabes lo que quiero decir. Te he estado besando, por Navidad, durante tres años; ¿y qué he sacado?

—¡Grosero!

Él colocó su mano sobre los hombros de la muchacha y la volvió de manera que diese la espalda al panorama de la ciudad.

—¿Hay algún apuro verdadero, Eve? —preguntó con suavidad.

—¿Apuro?

—Me refiero a lo que hay en tu mente y que impide que esta noche sea lo que debiera ser para nosotros.

—No; no hay ningún apuro, Tony.

—Entonces alguien se me ha adelantado... ¿verdad? ¿Quizás alguna persona en Pasadena?

—No hay nadie en Pasadena... ni en ninguna otra parte, Tony.

—¿Entonces qué te pasa esta noche? ¿Qué te ha cambiado?

—¿Cómo he cambiado?

—Me estás volviendo loco, Eve; lo sabes. Eres adorable de rostro y hermosísima de cuerpo; y además, con un cerebro cultivado por tu padre de modo que estás más allá de cualquier otra chica... y de muchos hombres también. Sé que eres superior a mí, pero te amo, y no quieres escucharme.

—¡Claro que sí!

—Ni siquiera ahora me estás escuchando. En su lugar, piensas.

—¿Y qué quieres que haga?

—¡Sentir!

—Oh, también puedo hacer eso.

—Lo sé; ¿entonces, por qué no lo haces... y dejas de pensar?

—¡Espera! Ahora no, Tony... ¿Crees que es el navío?

—¿Y a ti que te importa? Mira aquí, Eve, ¿hay algo en esa noticia del periódico que tu padre y tú habéis estado negando toda la tarde?

—¿Qué noticia?

—Que algo desusado ocurre entre todos los peces gordos del mundo científico.

—Siempre hay algo en el campo de la ciencia... —respondió evasiva Eve.

Las puertas se abrieron de pronto. La música salió a raudales por la radio. En la sala de estar media docena de personas seguían bailando. Otro grupo rodeaba la ponchera. El mayordomo pasaba de uno a otro ofreciendo bocadillos en una bandeja. Alguien salió y pidió un baile a Eve y ella entró con él.

Tony abandonó la terraza despacio y penetró en la sala.

El mayordomo se detuvo ante él.

—¿Un bocadillo, Mr. Drake?

—Dame tres de lengua, Leighton —dijo Tony con solemnidad—. Quiero llevármelos a casa para comérmelos en cama.

El mayordomo asintió indulgente.

—Seguro, Mr. Drake. ¿Algo más?

—Quizás uno de anchoas.

—Muy bien, Mr. Drake.

Un brazo rodeó los amplios hombres de Tony.

—Hola, Tony. Dime... cuéntame algo acerca de lo que hizo que el mercado hoy se hundiera hasta los cimientos.

Tony frunció el ceño; sus ojos seguían a Eve.

—¿Por qué me hace? el honor de creer que yo puedo saberlo?

—Algo ha ocurrido en África, según oí. De todas maneras, los cables africanos lo comunicaban. ¿Pero que ha podido suceder allá abajo que disparara este infierno así y entre nosotros? ¿Otro descubrimiento de oro? ¿Una montaña de metal amarillo que hará tan barato el oro que el mundo se encuentre desajustado en todo su patrón de valores?

—El oro barato haría que las acciones fuesen caras... no las hundiría —objetó Tony.

—Claro; no puede ser eso. ¿Pero qué ha podido ocurrir en Sudáfrica que...?

Tony volvió sólo a la terraza. Sus sentidos se veían barridos por los íntimos pensamientos con Eve: Un perfume llamado «Noit Douce». Luces doradas en su pelo rojo. Ojos oscuros. El brillo y la frente tras la que, en rara compañía, los instintos de mujer y la ternura se mezclaban con una mente ordinariamente tan honrada y poco evasiva como todas las tremendas insignificancias que significan mucho para un hombre dominado por la mujer que ama.

Permaneció hechizado, mirando la noche... Anthony Drake era una veleta... Eso habría sido la segunda cosa que un hombre observase en él. La primera, que poseía los rasgos inconfundibles que acompañan a lo que podríamos llamar buena cuna y casta, y generaciones de seres parecidos a él como respaldo a su persona.

Con esto poseía la seguridad física y los gestos de impotencia reprimida que son el resultado de la práctica de los deportes. Su cintura era tan esbelta como la de un boxeador, con los hombros de un lanzador de disco. Sus ropas parecían siempre frágiles en relación con su físico.

También poseía inteligencia. Sus compañeros de universidad consideraron una casualidad cuando se graduó en Harvard con notas sobresalientes; pero la conservadora empresa de inversiones a la que después él se afilió formando parte del personal directivo, apreció su inteligencia y su personalidad tan relevante. Tenía la cabeza grande y cuadrada y gracias a su físico desarrollado no parecía desproporcionada. Los ojos azules y el pelo pajizo y su voz era notablemente profunda.

Se le veía como un ser completamente normal. Sus facultades más allá de lo corriente no eran extraordinarias. Pertenecía más o menos a este tipo de jóvenes de negocios americanos, en el que la generación mayor coloca sus esperanzas y confianza. Eve era realmente un ser humano mucho más notable... no por causa de su belleza, sino por su brillantez intelectual y la enseñanza recibida por su padre, cosa única en este mundo.

Sin embargo, Eve no era de las que prefieren a los hombres «intelectuales»; el intelectualismo, como tal, la aburría inmensamente. A ella le gustaba el hombre vigoroso y «normal». Le gustaba Tony Drake; y Tony, sabiéndolo, estaba más que abrumado por la actitud de la muchacha aquella noche. Una red emocional parecía haberse extendido entre ellos, a través de la cual Tony no podía alcanzar a la joven; le era imposible también determinar la sustancia constitutiva de la red; pero le cerraba el paso como nunca, como también como nunca él ansiaba la proximidad de ella. Tony le creyó cuando Eve le dijo que su atormentadora abstracción no era por causa de otro hombre. ¿Entonces, cuál era el motivo?

Tony se vio arrancado de su sueño por la aparición de Douglas Balcom, el socio más antiguo de su empresa. Su presencia ahí sorprendió a Tony. No había motivo para que el viejo Balcom no asistiera, si así le placía; pero el resto de los invitados eran mucho más jóvenes.

Balcom, deteniéndose junto a Tony, reflejó el descontento general del día, haciendo un gesto hacia la ciudad y murmurando:

—Estamos a la sopa. Todo está a la sopa y ahora nadie se preocupa. ¿Por qué no se preocupa nadie?

Tony no estaba de acuerdo, pero se mostró de frente con Balcom al decir:

—Me parece a mí que mucha gente sí se preocupa.

—Me refiero a que nadie importante y que posea el conocimiento, se preocupa. Hablo de los cuatro o cinco hombres que «saben» lo que pasa... a escondidas. Me refiero... —particularizó el viejo Balcom—. A que John Borgan no se preocupa. ¿Le viste hoy?

—¿A Borgan? No.

—¿Te enteraste de si compró algo?

—No.

—¿Vendió algo?

—No.

—Eso es —pensó en alta voz Balcom durante un rato. Tony escuchaba—. Borgan es el cuarto hombre más rico de América; y normalmente en persona el más activo. Sería el más rico, si siguiese adelante. Desea serlo. Petróleo... minas... ferrocarriles... acero... navíos... está en todo. Tiene sólo cincuenta y un años. A mi modo de pensar, es más listo que ninguno más; y esto parece como un mercado... superficialmente... que ha sido hecho para Borgan. Pero durante dos semanas parece como si estuviera muerto. No hace ninguna cosa, en ningún sentido; no toma postura alguna. Paralizado. ¿Por qué?

—Puede estar descansando sobre sus remos, agotado por esfuerzos anteriores.

—Sabes condenadamente bien que no es así. Borgan no es de esos... ahora. Hay un sólo modo en que pueda explicarlo; sabe algo condenadamente importante que el resto de nosotros desconoce. Hay una especie de tono clandestino... ¿No lo notas...? que es distinto. Vi a Borgan hoy, cara a cara; nos estrechamos las manos, pero no me gustó su aspecto. Te digo que sabe algo que le causa miedo. Hizo una cosa chocante, a propósito, Tony. Me preguntó: “¿Conoce usted bien a Cole Hendron?” Y le dije: "muy bien. Tony Drake le conoce muy bien". Y él dijo: "dígale a Hendron, o haga que Drake le diga a Hendron, que puede confiar en mí”. Eso es exactamente cuanto dijo, Tony... que le dijese a Hendron que él puede confiar en N. J. Borgan. Ahora. ¿Qué diablos es todo esto?

—No lo sé —contestó Tony y casi añadió en la excitación del momento: No me importa. Porque Eve estaba regresando.

Se separó de su pareja e hizo un gesto a Tony indicando que quería verle a solas. Juntos buscaron la soledad en un extremo de la terraza.

—Tony, ¿no puedes hacer que esa gente se vaya para casa?

—Con mucho gusto —exclamó Tony, alegre—. ¿Pero me podré quedar yo?

—Me temo que no. Tengo que trabajar.

—¿Ahora? ¿Esta noche?

—Tan pronto como me sea posible. Tony, te lo diré. El barco ha entrado y Ransdell fue sacado de la cuarentena y traído aquí. Ahora está en el despacho de mi padre.

—¿Quién es Ransdell?

—Nadie quien yo conozca. No lo he visto todavía, Tony. Es el mensajero de África. Mira, Tony, hay algunas cosas que nos envían a toda prisa, por avión y por mensajero, es decir, se las envían a papá desde África. Bueno, ya han llegado; y yo he de hacer unas cuantas medidas para mi padre, ya lo sabes.

—¿Qué medidas?

—De las más delicadas, como... como la posición y cantidad de movimiento mostrado por estrellas y otros cuerpos en fotografías astronómicas. Durante semanas... durante meses, de hecho, Tony... los astrónomos del Hemisferio Sur han estado vigilando algo.

—¿Qué clase de algo, Eve?

—Algo de una clase nunca vista antes, Tony. Una especie de cuerpo que ellos sabían que existía durante millones de años, probablemente, a través del universo... algo que estaban seguros que debería estar, pero cuya existencia general hasta ahora no había sido probada. Eso... eso puede ser el hecho más sensacional para nosotros, desde el principio de los tiempos. No puedo decirte más esta noche, Tony; sin embargo, para mañana quizás podamos contárselo al mundo. Se están filtrando rumores y así algún científico, en quien tengamos fe, debe hacer un anuncio autorizado. Y los científicos del mundo han seleccionado a papá para que lo haga.

»Ahora, ayúdame, Tony. Haz que se marche esa gente y luego vete tú también. Porque tengo medidas que hacer y un informe que presentar a mi padre; y él ha de revisar por encima los cálculos hechos por los mejores hombres de la mitad Sur del mundo. Entonces, para mañana, puede que sepamos, con seguridad, lo que va a ocurrimos a todos.

Tony la tenía rodeada con el brazo; de pronto la notó temblar. La arrastró hacia sí y la apretó contra su pecho, y la besó, los labios de él hallaron en los de la joven una nueva impetuosa pasión que le exaltó y sorprendió. Entonces salió alguien y Tony tuvo que separarla.

—Yo... no tenía intención de eso, Tony —susurró ella.

—Debiste tenerla.

—¡No! ¡Nada de eso, Tony! Fue sólo la excitación del momento.

—¡Pues tendremos miles de momentos así... miles de miles!

Ambos susurraban y ahora, a pesar de que la había soltado, su mano se posó sobre las de ella y pudo notar de nuevo su temblor.

—Tú no sabes, Tony. Nadie sabe realmente todavía. Vamos, ayúdame a despedirlos a todos.

La ayudó y cuando se hubieron ido los invitados, conoció por último al hombre que había venido de Sudáfrica. Se estrecharon las manos y por unos momentos los tres —Eve Hendron y Tony Drake y Ransdell, el correo aéreo de debajo la Cruz del Sur— estuvieron hablando juntos.

Deben existir los presentimientos; de otra manera, ¿cómo pudieron los tres haber conservado, posteriormente, una fotografía mental de aquel momento de su encuentro? Sin embargo, ninguno de los tres... y menos aún Eve, que aquella noche se enteró de la mayor parte de lo que iba a venir... podía posiblemente haber sospechado la extraña relación que cada cual iba a mantener con los otros. Ninguno de ellos pudo haberla sospechado, porque tal relación era, en aquel momento, inconcebible para ellos... una relación entre hombres civilizados y mujeres para la que allí no existía entonces, además, ninguna palabra en el idioma que la pudiese designar.





Capítulo II - LA LIGA DE LOS ÚLTIMOS DÍAS



El vestíbulo del club favorito de Tony estaba alfombrado de color rojo. Más allá de la alfombra había una vasta estancia forrada de roble. Usualmente se veía llena de hombres indolentes jugando al chaquete, al bridge, o el ajedrez, fumando y leyendo periódicos. Tras ellos, llena de tristeza, había una biblioteca; y en una ala de la izquierda, el comedor donde camareros uniformados se movían rápidamente entre filas de mesitas individuales.

Cuando Tony entró en el club, sin embargo, se dio cuenta de que el establecimiento había salido de su rutina, de su torpeza, de su densa quietud masculina. Sólo había dos partidas de juego. Unos cuantos hombres holgazaneaban fumando cigarros, estudiando los periódicos; la mayoría se había reunido en torno al mostrador del bar.

Las luces parecían más brillantes. Las voces eran agudas. Los hombres estaban en pie a grupos y hablaban; unos cuantos incluso gesticulaban. La superficie de cursi tranquilidad se había disipado.

Tony supo en seguido porqué el club parecía más vivo. Los rumores, extendiéndose por las calles, le habían rebordeado precediéndole al cruzar aquellas puertas también.

Uno de ellos le saludó.

—¡Hola! ¡Tony!

—¡Hola, Jack! ¿Qué pasa?

—¡Dínoslo tú!

—¿Y qué es lo que os voy a decir?

—¿No conoces a Hendron? ¿No le has visto?

Jack Little —un joven cuyo apellido era engañador— se apartó del grupo de amigos, quienes, sin embargo, pronto le siguieron; y Tony se halló rodeado de gente. Uno de los hombres había sido de los que Tony, media hora antes, ayudó a sacar de la casa de los Hendron; y así no pudo negar haber visto al científico aun cuando hubiese querido hacerlo.

—¿Qué diablos tienen los científicos debajo de sus sombreros, Tony?

—No lo sé. De veras —denegó Tony.

—¿Entonces qué diablos es la Liga de los Últimos Días?

—¿Qué?

—La Liga de los Últimos Días... una organización de todos los principales científicos del mundo, en cuanto he podido descubrir —le informó Little.

—Jamás oí hablar de ella —dijo Tony.

—Pues yo hace poco —confesó Little—; pero parece ser que su existencia data de algún tiempo. Es decir, de varios meses. Comenzaron a organizaría pronto, por todo el mundo, en el invierno.

—¿Por todo el mundo? —preguntó Tony.

—En los círculos científicos estrictamente más altos. Se han estado organizando y comunicando durante medio año y acaba ahora de filtrarse la noticia.

—¿La Liga de los Últimos Días? —repitió Tony.

—Eso mismo.

—¿Qué quiere decir?

—Eso es lo que creí que tú nos podrías explicar. Hendron es miembro, claro.

—El jefe de todos, según tengo entendido —alguien puntualizó.

—No sé nada en absoluto —protestó Tony y trató de alejarse. En realidad, no lo sabía; pero aquello encajaba demasiado bien con lo que Eve le había dicho. Su padre había sido escogido por los científicos del mundo para hacer un anuncio en cierto modo extraordinario. Pero... ¡la Liga de los Últimos Días! Ella no se la había mencionado.

¡Liga de los Últimos Días! Hizo que debajo de su piel circulara una corriente de crispación.

—Me enteré esta tarde —dijo con aire de importancia aquel individuo—. Conozco al redactor local de el «Standard». Tenía un periodista... un chico listo llamado Davis... puesto en el asunto. Estaba yo allí cuando regresó el muchacho. Parece que hace algunos meses, los científicos... los peces gordos como Hendron... se dieron de narices con algo grande. Tan grande como para asustarles a todos. Hace meses que celebran reuniones.

»Nadie hizo mucho caso a tales reuniones al principio. Los científicos siempre están dando que hacer, viajando, visitándose y celebrando reuniones. Pero estas eran distintas. Muy pocos hombres... y todos gordos, de categoría, participaron; y ningún informe salió de sus reuniones. Sólo material de camuflaje... como progresos en la fisión del átomo. Pero el asunto real que les excitaba no fue comunicado a nadie.

»No hay ninguno que sepa todavía lo que es; pero sí sabemos que hay algo enormemente grande y terriblemente secreto. Es tan grande y tan secreto que ellos, los científicos, sólo se refieren al asunto, cuando se escriben, en clave.

»Hay una cosa que se sabe en definitiva. Se escriben y se cablegrafían en una clave que es tan condenadamente buena que los periódicos, que han captado algunos de los mensajes, no pueden descifrarla en absoluto.

—¿Y qué tiene que ver la Liga de los Últimos Días con ello? —preguntó Tony.

—Es que es la Liga de los Últimos Días la que lo hace todo. Es la Liga de los Últimos Días la que se comunica con sus miembros en clave.

Eso es todo cuanto ellos sabían y pronto Tony dejó el círculo. No quería hablar con hombres que sabían incluso menos que él mismo. Deseaba volver con Eve y siendo eso imposible, prefería estar sólo.

—Necesito —dijo sin dirigirse a nadie en particular—, una ducha y un trago —y salió del club y se dirigió a su casa.

Su taxi serpenteó a través del tráfico. Cuando el vehículo se detuvo ante la luz roja de un semáforo, se vio sacado de sus abstracciones por el vocear de un extra periodístico. Se asomó por la ventanilla y compró un periódico al vendedor. El encabezamiento a grandes titulares le desencantó.



LOS CIENTÍFICOS FORMAN LA SECRETA LIGA DE LOS ÚLTIMOS DÍAS


Un segundo periódico no le dijo más.



SENSACIONAL DESCUBRIMIENTO SECRETO

Los científicos del mundo se comunican en clave


Cuando llegó a su apartamento, se metió los periódicos bajo el brazo. El portero y el chico del ascensor le hablaron y no les respondió. Su sirviente japonés le sonrió. Le entregó el sombrero hongo, se dejó caer en un sillón cómodo, pidió que le trajesen el teléfono y llamó a Eve.

La compañía telefónica le informó que el servicio con aquel número se había desconectado para aquella noche.

—Tráeme un whisky largo con soda, Kyto —dijo Tony—. Y acércame ese maldito periódico.

Y Tony se puso a leer:



«Un descubrimiento secreto de asombrosa importancia está excitando a todo el mundo de la ciencia.

»Aunque mal mirado por los científicos tanto americanos como extranjeros, el «Standard» ha podido hacerse con las copias de bastantes cablegramas en código intercambiados entre varios físicos y astrónomos de América y el profesor Ernest Heim, de Heidelberg, Alemania.

»Este periódico ha investigado a los remitentes americanos o a quienes recibieron los misteriosos mensajes en clave, que incluyen al profesor Yerksen Leeming, de Yale, al doctor K. Belditz, de Columbia, Cole Hendron, de la Universal Electric & Power Corporation, y el profesor Eugene Taylor, de Princeton. Algunos de estos científicos al principio negaron que estuvieran llevándose a cabo una comunicación secreta en clave; pero otros, al verse enfrentados con copias de los mensajes, la admitieron aunque protestaron diciendo que se referían simplemente a pura investigación científica llevada en común por varios grupos trabajando en cooperación. Negaron que el asunto de la investigación fuese de importancia pública.

»Instados a que describiesen la naturaleza del secreto, incluso en términos generales, todos se negaron.

»Pero el asunto comienza a trascender. Hoy se descubrió que un correo especial de Sudáfrica, enviada por Lord Rhondin y el profesor Bronson, de Ciudad del Cabo, voló todo lo largo del Continente Negro con una misteriosa cartera negra; en Cherburgo, tomó el primer barco para Nueva York y a su llegada fue dispensado de la cuarentena y se apresuró a acudir al apartamento de Cole Hendron.

»El doctor Cole Hendron, consejero jefe de la Universal Electric & Power Corp., acababa de regresar hoy de Nueva York desde Pasadena, en donde ha estado trabajando con los científicos del observatorio del Monte Wilson...

»Para añadir a las características peculiares y conturbadoras de este misterio científico, nos hemos enterado de que la asociación de los científicos que intervinieron en este secreto formando un grupo de investigación mundial se han unido, lo que se llama «La liga de los últimos días». Lo que esto puede significar...»



No era nada más que una especulada hipótesis. Tony arrojó a un lado los periódicos y permaneció arrellanado en su silla; él mismo podía especular. La liga de los últimos días. Podía, claro, haber sido una creación de cualquier de los periódicos en sí y de este modo tal denominación se extendió por la ciudad. Pero también Tony recordaba vividamente a Eve Hendron.

Kyto apareció con su bebida y Tony comenzó a tomársela despacio, a sorbitos, pensativo. Si esto que acababa de leer, y lo que previamente había encontrado hoy, tenía algún significado, debía ser que alguna única y sorprendente amenaza se cernía sobre la sociedad humana. Y fue en aquel instante cuando, más que nunca en su vida o en sus sueños, Tony Drake quiso que la sociedad humana, con él en ella —con él y Eve— siguiese como estaba. O mejor, como debería ser, si las cosas tomasen simplemente su curso natural.

¡Eve en sus brazos; sus labios sobre los de él, como los tuvo hoy! ¡Poseerla, ser dueño de ella por completo! ¡Ya no podía soñar en mayor felicidad humana! ¡Y la tendría! ¡Maldita sea esa liga de los últimos días! ¿Qué es la que escondían entre ellos los científicos?

Tony se sentó con vehemencia.

—Un infierno de cosas —dijo en voz alta—. Todo el mundo se ha vuelto loco. ¡Loco! A propósito, Kyto, ¿no serás un científico japonés, verdad?

—¿Cómo?

—No importa. ¿Verdad que no envías mensajes en clave a Einstein?

—¿Mensajes de llave?

—Déjalo estar. Me voy a la cama. Si mi madre me llama desde el campo, Kyto, dile que he sido buen chico y que me he puesto pencos de lana para no resfriarme. Necesito dormir, estar en forma para trabajar mañana. Quizás venderé cinco lotes de acciones a primeras horas, o puede que diez. Esto me aburre. No puedo soportar la tensión.

Apuró su vaso y se levantó. Cuatro horas más tarde, después de intentar dos veces telefonear a Eve Hendron y también de ser informado otras dos de que el servicio telefónico estaba cortado o desconectado aquella noche, Tony consiguió dormir.





Capítulo III - LOS EXTRAÑOS DEL ESPACIO



No fue ningún periodicucho sino el «Times» —el sereno, sensato y ultraresponsable «New York Times»— quien difundió la sensación ante él por la mañana.

Los titulares destacaban por toda la página:



«LOS CIENTÍFICOS DICEN QUE MUNDOS DE OTRA ESTRELLA

SE ACERCAN A LA TIERRA.»

EL DOCTOR COLE HENDRON HACE LA ASOMBROSA AFIRMACIÓN EN LA QUE

SESENTA DE LOS MAS GRANDES FÍSICOS Y ASTRÓNOMOS ASIENTEN.



Tony apenas estaba despierto cuando Kyto le trajo el periódico.

El propio Kyto, era evidente, había estado ojeando las noticias sin comprenderlas. Kyto, sin embargo, entendió lo bastante para saber que algo era muy diferente hoy; así que al entrar el café lo hizo con el periódico un poco más pronto que de costumbre; y se retrasó, entreteniéndose con el servicio de la cafetera, mientras Tony se levantaba y le miraba.

«El doctor Cole Hendron, generalmente reconocido como uno de los principales astrofísicos de América», leyó Tony: «Esta mañana temprano dio a la prensa la siguiente declaración, en cuyo favor los sesenta científicos aquí relacionados dan su autenticidad.»

Los ojos de Tony buscaron la lista de los científicos dada al final del manifiesto y distinguió nombres ingleses, alemanes, franceses, italianos, suizos, americanos, sudafricanos, australianos, españoles y japoneses.

»Declaraciones similares han sido dadas a la prensa en todos los países al mismo tiempo.

»En orden de salir del paso a probables alarmas producidas por los rumores incrementados basados en informes incorrectos o mal entendidos el descubrimiento hecho por el profesor Bronson, de Ciudad del Cabo, Sudáfrica, y también para comunicar al pueblo la actual situación, cómo se presenta en estos momentos, ofrecemos los siguientes hechos:

»Hace once meses, cuando examinaba una placa fotográfica de la región quince (Eridanus) en el firmamento austral, el profesor Bronson advirtió la presencia de dos cuerpos, entonces cerca de la estrella Achernar, que no habían sido observadas antes.

»Ambos cuerpos celestes eran extremadamente débiles y se encontraban en la constelación Eridanus, que es una de las mayores constelaciones del firmamento, al principio fueron dejados a parte como si probablemente fuesen estrellas variables de largo período que hubiesen aumentado recientemente su brillantez después de haber sido demasiado débiles para afectar una placa fotográfica.

»Un mes más tarde, después de fotografiar de nuevo la misma zona, el profesor Bronson buscó a las dos estrellas nuevas y encontró que se habían movido. Ningún objeto de distancia estelar podría mostrar tal desplazamiento en tan breve espacio de tiempo. Fue seguro, por tanto, que los recién observados cuerpos no eran estrellas. Tenían que ser miembros de nuestro sistema solar no vistos o de cuya existencia no se sospechó antes, o quizás objetos, del exterior del sistema, que se acercaban a nosotros ahora.

»Por fuerza habían de ser nuevos planetas o cometas... o desconocidos del espacio.

»Todos los planetas descubiertos asociados a nuestro sol se mueven aproximadamente en el plano descrito por la órbita de la Tierra. Esto es cierto, cualquiera que sea el tamaño de distancia de dichos planetas, desde Mercurio a Plutón. Los dos cuerpos de Bronson se movían casi en ángulo recto al plano de las órbitas planetarias.

»Los cometas suelen aparecer de todas direcciones; pero aquellos dos cuerpos no parecían cometas cuando se contemplaron a través del mayor telescopio. Uno de ellos, durante la segunda observación, mostró un disco pequeño pero perceptible. Su aspecto tenía las características líneas de la luz solar reflejada. Mientras se hicieron varias observaciones de posición en movimiento que puso en evidencia que los dos cuerpos de Bronson eran objetos de dimensiones planetarias y de características similares, aproximándosenos desde distancias estelares... es decir, desde el espacio.

»Los dos cuerpos han permanecido asociados, acercándosenos juntos y a la misma velocidad. Pero ahora muestran discos que pueden medirse, se puede calcular ya que, cuando al principio fueron descubiertos, se han aproximado hasta la distancia solar equivalente a la del planeta Neptuno. Hay que recordar, sin embargo, que conservan una dirección por completo diferente.

»Desde que quedaron en observación, se han movido hasta el interior de la órbita de nuestro planeta Urano y ya se acercan a la distancia aproximada de Saturno.

»Bronson Alpha —que es el nombre provisional asignado al mayor de los dos cuerpos nuevos— aparece en el telescopio semejante en tamaño a Urano. Es decir, su diámetro calculado viene a ser de sesenta y cinco mil kilómetros. Bronson Beta, que es el más pequeño de los dos cuerpos, tiene un diámetro calculado de trece mil kilómetros. Por tanto, es de dimensiones similares a las de la Tierra.

»Bronson Beta por el momento se adelanta a Alpha con aproximación hacia el sistema solar; pero ambos no se mueven en líneas paralelas; Beta, el más pequeño, gira en torno a Alpha de modo que sus posiciones cambian por completo.

»Ambos han venido definitivamente a caer dentro de la esfera de influencia gravitacional del Sol; pero al llegar del espacio interestelar, sus velocidades de aproximación excedían en mucho a las velocidades de nuestros planetas familiares en sus órbitas en torno al Sol.

»Tal es el fenómeno observado. Todo lo que siga es necesariamente alta especulación, pero que se ofrece como una explicación posible al origen de los dos cuerpos de Bronson.

»Hace mucho tiempo que se supone que en torno a otras estrellas además de la nuestra —porque claro, nuestro sol es únicamente una estrella— hay otros planetas como la Tierra, Marte y Júpiter. No se presumía que todas las estrellas estuviesen rodeadas por planetas; pero se ha calculado que probablemente por lo menos una estrella en cada cien mil ha desarrollado su sistema planetario. Entre los muchos millones de estrellas, hay probablemente millones de soles con planetas. Es imprevisible que alguna catástrofe haga que los planetas sean desplazados de sus órbitas y los lance lejos. Se creía nada más que bastaría la aproximación de otra estrella hacia el Sol para destruir el control gravitacional del propio Sol sobre la Tierra, Venus, Marte, Júpiter y los demás planetas y enviarlos a todos a dar vueltas por el espacio, en una carrera en donde el frío captase las temperaturas del cero absoluto.

»Este mundo nuestro, y Venus, Marte, Júpiter y Saturno, entonces vagarían a través del vacío por el tiempo infinito, algunos quizás eternamente condenados al frío en la oscuridad; es posible que después de un tiempo incalculable encontrasen otro sol hacia el que someterse.

»Puede presumirse, con el fin de explicar la razón de los cuerpos de Bronson, que antaño fueron planetas como nuestra Tierra y Urano, dando vueltas a un sol vitalizador. Una catástrofe les arrancó, juntos y con los otros planetas posibles de su sistema, y los envió a la oscuridad del espacio interestelar. Esos dos —Bronson Alpha y Bronson Beta— o bien estaban originalmente asociados, o quizás establecieron una influencia gravitacional mutua en el viaje a través del espacio y probablemente han recorrido juntos una cantidad indefinida de tiempo hasta que han llegado a la región de los cielos que por último les ha atraído bajo la atracción de nuestro sol. Su rumbo anterior, por consecuencia, ha quedado profundamente modificado por nuestro astro rey y como resultado se le acercan ahora.»

En este punto, terminaba la declaración de Cole Hendron.

Tony Drake estaba sentado en la cama, rígido, tendiendo el periódico ante él y tratando con su mano izquierda de frotar sin mirar un fósforo para encender el cigarrillo que tenía entre los labios.

No tuvo éxito, pero siguió intentándolo mientras sus ojos buscaban la columna de las preguntas formuladas por los periodistas al doctor Hendron... y sus respuestas, naturalmente.

«¿Cuál será el efecto sobre la Tierra de esta aproximación?»

«Todavía es imposible decirlo»

«¿Pero habrán efectos?»

«Naturalmente que los habrá»

«¿Muy graves?»

De nuevo Cole Hendron rehusó contestar.

«Todavía es imposible decirlo»

«¿Correrá peligro la Tierra?»

Respuesta:

«Indudablemente se producirán aquí considerables alteraciones en las condiciones»

«¿Qué clase de alteraciones?»

«Eso será el asunto de una posterior declaración, replicó el doctor Hendron. El carácter y grado de la perturbación que vamos a sufrir, es objeto ahora de estudio de un grupo capacitado de sabios. Intentaremos describir las condiciones a que nos veremos abocados todos nosotros en el mundo tan pronto como hayamos podido definirlas por sí mismas»

«¿Cuándo se efectuará esta declaración suplementaria?»

«Lo antes posible»

«¿Mañana?»

«No; bajo ningún concepto será tan pronto como mañana»

«¿Dentro de una semana?»

El doctor Hendron negó con la cabeza.

«¿Dentro de un mes?»

«Yo diría que bien podría hacerse dentro de ese plazo de un mes que usted acaba de apuntar.»

Tony se puso en pie y a su pesar se encontró temblando.

No había posibilidad de equivocarse en el tono oculto bajo aquel asombroso anuncio.

Rezumaba fin, o alguna enorme alteración de todas las condiciones de vida en el mundo, equivalentes a un completo desastre.

¡La Liga de los Últimos Días!

En otra columna había alguna referencia a dicha Liga, pero Tony apenas captó su coherencia.

¿Dónde estaba Eve y qué, en aquella mañana, estaría haciendo?

¿Cómo sentiría?

¿Qué pensaría?

¿Podría, al fin, haber conseguido dormir?

Eve estuvo levantada toda la noche y trabajando como ayudante de su padre.

La declaración fue emitida a la una en punto de la madrugada.

El periódico no mencionaba para nada que ella estuviera presente con su padre en el momento de hacer la declaración a los periodistas; Cole Hendron en apariencia recibió a solas a los reporteros.

¿Cuánto más de lo dicho hasta entonces, sabría Eve por ahora?

Con toda seguridad que los periódicos sabían mucho más... muchísimo más, pero no se atrevían a comunicarlo al público.

¡No se atrevían! Ese era el hecho.

Hoy sólo se decidían a emitir un anuncio preliminar.





Capítulo IV - ¿AMANECER DESPUÉS DEL DÍA FINAL?



Kyto, que de ordinario se esfumaba presto, no lo hizo así aquella mañana. Kyto, aprovechando el café intacto como excusa, llamó la atención sobre sí mismo y se aventuró a decir:

—Señor, ¿verdad que usted si comprende la noticia?

—Sí. Kyto; la comprendo... por lo menos, en parte.

—¿Me permite el señor, por favor, que le pregunte lo que significa?

Tony miró con fijeza al pequeño japonés. Siempre le tuvo cariño; pero de pronto se vio asaltado por una oleada de compañerismo hacia aquel hombrecillo moreno atrapado como él mismo en el dogal del mundo.

¡Atrapado! Eso era. Atrapado resultaba el vocablo justo para designar aquella extraña sensación.

—Kyto, estamos metidos en algo.

—¿Qué?

—Algo bastante... extenso, Kyto. Una cosa hay segura, que estamos metidos en ello todos juntos.

—¿Destrucción general? —preguntó Kyto.

Tony sacudió cabeza y su respuesta le sorprendió a él mismo.

—No; si fuera eso, ellos lo dirían. Sería fácil decir... destrucción general, el fin de todo. Al fin y al cabo, en cierto modo, la gente está preparada para eso, Kyto. —Tony razonaba para sí al mismo tiempo que hablaba en voz alta para Kyto—. No; no puede ser eso.. destrucción. No produce esa sensación, Kyto.

—¿Y qué otra cosa podría ser? —preguntó el japonés con su sentido práctico de las cosas.

Tony, al no tener respuesta, sorbió su café y Kyto tuvo que atender al teléfono que comenzaba a sonar.

Era Balcom.

—¡Eh! ¡Tony! ¿Tony, has visto el periódico? Ya te dije que Hendron tenía algo, pero reconozco que esto va considerablemente más allá de cuanto se esperaba... Le deja a uno turulato, ¿verdad, Tony...? Ahora, mira, está bien claro que Hendron sabe mucho más de lo que ha declarado... ¡Tony, probablemente ahora lo sabe todo...! Quiero que le veas lo antes posible.

Lo antes posible, Tony se desembarazó de Balcom, otro jinete en la rueda del mundo, atrapado con Tony, Kyto y el resto de aquellas personas cuyo rumor podía oírse con solo acercarse uno a la abierta ventana, telefoneándose mutuamente para comentar la impresionante noticia.

Tony, desde delante del espejo del cuarto de baño, donde se estaba afeitando apresurado, ordenó:

—Kyto, si alguien llama que no sea Miss Hendron, toma el recado y di que he salido.

Al cabo de cinco minutos Kyto estaba ya diciendo la verdad. Tony, en menos de otros cinco, se hallaba en casa de los Hendron. El lugar estaba protegido por la policía. Hombres, mujeres y niños desde Park Avenue, desde las Tercera y Segunda avenidas, atestaban las aceras; camiones del equipo de sonorización de las compañías cinematográficas y fotógrafos, obstruían la calle. Gente de la radio y periodistas, a quienes no habían dejado entrar, captaban cuanto podían de la multitud misma. Tony, por último, logró ponerse en contacto con un oficial de policía y no cometió el error de afirmar que tenía derecho a pasar por entre el cordón policial o de reclamar, demasiado arrogantemente, que era amigo personal de la familia.

—Existe la posibilidad de que el doctor Hendron o quizá la señorita Hendron hayan podido dejar recado de que desean verme —dijo Tony—. Me llamo Tony Drake.

El oficial le acompañó hasta el interior. El ascensor le llevó hasta el ático, en donde los ruidos callejeros eran vagos y distantes, en donde el sol brillaba y las flores de las macetas eran rojas, amarillas y azules.

Nadie estaba por allí excepto los criados. ¡Gente impasible! ¿Acaso sabían y comprendían? ¿O es que estaban embotados a toda sensación?

Miss Eve, dijeron, está en el comedor, desayunando; el doctor Hendron todavía duerme.

—¡Hola, Tony! ¡Entra!

Eve se levantó de detrás de la linda mesita verde en la acortinada salita donde tomaba el desayuno.

Le brillaban los ojos, su rostro se había coloreado por la leve excitación. Sus manitas asieron con fuerza las de él.

Manos adorables tenía ella, esbeltas, suaves y fuertes. ¡Qué dulzura al asir, pero también cuánta fortaleza! Una infinita añoranza hacia ella creció dentro de Tony. ¡Maldito sea todo lo demás!

La arrastró a sus brazos y la besó; y sus labios rojos, como la noche anterior, se pegaron a los de él. Cuando se separaron ambos respiraron hondamente... y se miraron con fijeza a los ojos. Las manos permanecieron unidas un momento más; luego Tony retrocedió.

Ella no se había arreglado todavía; lucía un salto de cama que dejaba al aire sus esbeltos y adorables brazos, saliendo de entre un mar de sedosas espumas, mostrando además su blanco cuello y el nacimiento de los senos turgentes.

Tony se inclinó y la besó en la garganta.

—¿Has desayunado, Tony?

—Sí... no. ¿Me puedo sentar aquí contigo? Ni soñaba en que estuvieras levantada. Eve, después de la noche pasada.

—¿Viste los periódicos? Acabamos con los periodistas antes de las tres. Es decir, papá se negó entonces absolutamente a decir nada más o a ver a ninguna otra persona. Se fue a dormir.

—Tú no lo hiciste.

—No; seguí pensando... pensando...

—¿En el fin de todo, Eve?

—Parte del tiempo, sí; claro que sí; pero pensé mucho más en ti.

—¿En mí... anoche?

—Esperaba que vinieras a primera hora de hoy. Pensé que lo harías... Tiene gracia lo diferente que lo hace el anuncio formal. Lo supe todo anoche, Tony. Hace semanas que conocía la verdad en líneas generales. Pero cuando era cosa secreta —algo compartido sólo con mi padre y sus amigos— no resultaba igual que ahora. Una lo sabía pero no lo admitía, ni siquiera para sí. Era teoría... dentro de la cabeza, algo como un sueño, no realidad. Anoche, en verdad, papá y yo no hicimos gran cosa. Quiero decir en comprobar datos y cifras. Papá ya los tenía todos de otros hombres. Las placas y los cálculos del profesor Bronson confirmaron simplemente que realmente era cierto; papá lo revisó todo por encima. Entonces hicimos la declaración. —Y Eve hizo una breve pausa—. Eso es lo que ha hecho que todo cambie —añadió ella.

—Sin embargo, vosotros no distes a la publicidad todo cuanto sabéis, Eve.

—No, todo, no, Tony.

—Conocéis con exactitud lo que va a ocurrir, ¿verdad, Eve?

—Sí. Sabemos... es decir, creemos que sabemos exactamente lo que va a ocurrir.

—Será un día final, ¿no?

—No, Tony... algo más que un día final.

—¿Qué puede haber más aún que eso?

—El alba tras el día final, Tony. El mundo va a ser destruido. Tony, oh, Tony, el mundo va a ser destruido por completo; ¡sin embargo, algunos de nosotros de este mundo, que con toda seguridad conocerá su final, algunos de nosotros no morirán! ¡O no será necesario que muramos... si aceptamos el extraño desafío que Dios nos lanza desde los cielos!

—El desafío que Dios nos lanza... ¿qué desafío? ¿Qué quieres decir? ¿Exactamente, Eve, qué va a ocurrir... y cómo?

—Trataré de decírtelo, Tony: Hay dos mundos que vienen hacia nosotros... dos mundos arrancados, quizás hace millones de años, de su órbita en torno a otra estrella. Probablemente durante millones de años han estado vagando, inmensamente oscuros e inmensamente helados, a través del espacio; y ahora han hallado nuestro sol; y van a pegarse ellos mismos a nuestro astro rey... pero a expensas nuestras. Porque entran en el sistema solar con un rumbo que les llevará cerca... oh, en verdad muy cerca, Tony, a la órbita de la Tierra. No cortan por el borde donde están Neptuno y Urano, ni tampoco más cerca que Venus y Mercurio. No; van a incorporarse a nuestro sistema a la misma distancia del sol a que estamos nosotros. ¿Comprendes?

A su pesar. Tony palideció.

—¿Quieres decir que van a chocar contra la Tierra? Eso he pensado.

—No chocarán contra la Tierra, Tony, durante su primera órbita. La primera vez que rodeen el Sol, pasarán cerca de nosotros, seguro; pero pasarán... los dos. Sin embargo, la secunda vez que pasen... bueno, uno de ellos nos pasará cerca en esa segunda vez, pero el otro no. Tony. El más pequeño —Bronson Beta, que tiene el mismo tamaño que la Tierra y por lo que hemos podido colegir casi el mismo aspecto que nuestro mundo— pasará por nuestro lado sano y salvo; ¡pero el grande, Bronson Alpha, nos va a destruir!

—¿Sabéis eso, Eve?

—¡Lo sabemos! Reconocemos que debe haber un margen de error. Puede que no haya una colisión directa, Tony; pero cualquier clase de encuentro —incluso un golpe de refilón— bastara y sobrará para acabar con este globo terráqueo. Y el encuentro es seguro. Incluso cada cálculo efectuado lo demuestra.

»Ya sabes, Tony, lo exacta que es la Astronomía hoy. Si tenemos tres observaciones diferentes de un cuerpo en movimiento, podemos delinear su ruta; y poseemos cientos de determinaciones acerca de esos cuerpos. ¡Más de mil en total! Ahora sabemos lo que son; conocemos sus dimensiones y a la velocidad en que viajan. Conocemos, claro, casi con precisión las fuerzas y atracciones que les influenciarán, la potencia gravitacional del Sol. Tony, recuerdas cuánta precisión hubo en el predecir el último eclipse que oscureció Nueva Inglaterra. Los astrónomos no sólo anunciaron con antelación el segundo exacto en que comenzaría y terminaría, sino que describieron las manzanas y aceras de las calle de las ciudades que quedarían en sombra. Y su error fue inferior a seis metros.

»Lo mismo pasa con esos cuerpos de Bronson, Tony. Están cayendo hacia el Sol y su camino puede ser establecido como se estableció el trayecto de la manzana de Newton que le cayó del árbol. La gravedad es la fuerza más segura y constante de toda la creación. Uno de esos mundos, que busca nuestro Sol, va a barrernos, Tony... a todos, a cada alma de las que permanezcan en este mundo cuando se produzca el choque. Pero el otro planeta —el que es casi igual a éste— nos pasará cerca y seguirá adelante, sano y salvo, girando en torno al Sol una y otra vez... ¿Tony, crees en Dios?

—¿Qué tiene que ver eso?

—Tanto que este asunto me ha hecho volver a pensar de nuevo en Dios, Tony. Dios, el Dios de nuestros padres, el Dios del Antiguo Testamento, Tony; el Dios que hizo y significó algo, el Dios de la ira y la venganza, pero el Dios que también puede mostrarse misericordioso con los hombres. Porque Él nos envía esos dos mundos, Tony, no uno solo... no únicamente el que nos destruirá. ¡También nos envía el mundo que puede salvarnos!

—¿Salvarnos? ¿Qué quieres decir?

—En eso está trabajando la Liga de los Últimos Días, Tony... en la posibilidad de escapar que nos ofrece ese mundo parecido al nuestro, que pasará rozándonos y seguirá adelante. ¡Podemos trasladarnos a él, Tony, si tenemos la voluntad, el talento y el valor necesarios! Hoy es posible enviar un cohete a la luna, y lo haríamos si sirviera de algo, si pudiera vivir alguien en la luna después de la catástrofe. Bueno, Bronson Beta nos pasará más cerca que la luna. Bronson Beta es del tamaño de la Tierra y por tanto puede tener atmósfera. Es perfectamente posible que la gente —los que puedan llegar a él— encuentre condiciones favorables a la vida.

»Es un mundo quizás muy semejante al nuestro, que probablemente ha estado sufriendo una oscuridad y un frío inmutables durante millones de años y que ahora renacerá de nuevo a la vida.

»¡Piensa en ello, Tony! ¡La tremenda y magnífica aventura de intentarlo! Una vez fue un planeta como el nuestro, girando en torno a algún sol. Vivió gente en él, y animales, y plantas, y árboles. También tuvo lugar la evolución, y el progreso. Hubo una civilización. Quizás de millares de años. Decenas de millares de años... puede que mucho más de lo que aún conocemos. O puede que también mucho menos. Queda dentro del campo de la más pura especulación deducir en qué época se hallaba ese mundo cuando fue arrancado de su sol y lanzado al espacio dando vueltas como una peonza.

»Pero estuviera en la etapa que estuviese, uno puede estar seguro de cuál es su exacta etapa actual; porque cuando abandonó su sol, se extinguió la vida. Los ríos, los lagos, los mares, el mismísimo aire, se congelaron y se solidificaron, encerrándolo y conservándolo todo tal y como estaba, aunque vagara por los espacios durante diez millones de años.

»Pero al acercarse al Sol, el aire primero y luego los mares se deshelarán. La gente no recobrará la vida, ni los animales, ni los pájaros o los otros seres vivos; pero las ciudades permanecerán en pie, sin haber cambiado, los enseres, los monumentos, los hogares... todo persistirá y se verá descubierto.

»¡Si este mundo no estuviera condenado, qué aventura tratar de llegar a ese otro, Tony! ¡Y con lo que poseemos hoy, Tony... es una aventura perfectamente posible, con lo que tenemos a nuestra disposición en la actualidad!»

Al cabo de un momento Tony recordó que Balcom le había encargado que se enterara de Hendron, lo más definitivamente posible, de la fecha y naturaleza de la próxima declaración. ¿Cómo afectaría a la Bolsa? ¿Abriría siquiera?

Se acordó, por último, de que eso era el asunto del día; en la ciudad, allá abajo, tenía deberes... contratos que realizar y pedidos de valores bursátiles que hacer, si es que la Bolsa abría hoy. No se atrevió a hacer que despertaran a Hendron para hablarle, pero, antes de las diez, se separó de Eve.

Caminó hasta el metro. Sus ojos se posaban con fijeza en la mirada de rostros que se le cruzaban. Su cuerpo se vio sobresaltado por innumerables breves contactos.

—¿Me da cinco centavos para una taza de café?

Tony se detuvo y le miró. Aquel pobre hombre también estaba atrapado, con él, Kyto, Eve y el resto, en la rueda de un mundo que estaba llegando a su fin. ¿Acaso aquel mendigo llegaba a presentirlo? Lo presintiera o no, evidentemente hoy debería comer. Tony se llevó la mano al bolsillo.

Le asaltó la especulación acerca de las masas. ¿Qué pensarían esta mañana? ¿Qué querrían? ¿Cuan diferentemente obrarían hoy?

Cerca del metro, los vendedores de periódicos estaban haciendo su agosto; un camión dejaba caer sobre la acera frescas pilas de periódicos. Todo el mundo tenía su diario; todo el mundo lo iba leyendo o hablando con alguna otra persona. El hombre con una colilla de cigarro puro, el muchacho sin sombrero, la mujer gorda con paquetes bajo el brazo, la esbelta secretaria del vestido verde, el actor con camisa de cuello abierto; todos leían, miraban, temían, planeaban, esperaban, denegaban.

Algunos gimoteaban o soltaban risitas, casi infantilmente deleitados por algo de distinta clase y que no sugería la idea de destrucción. Parecía como una novela emocionante. Aunque unos cuantos parecieran estar intrigando en la sombra.





Capítulo V - UN MUNDO PUEDE ACABAR



A las diez en punto sonó el gong y se abrió el mercado. No se había dado nada más al conocimiento público mediante los periódicos. Los teletipos llevaban, como adicional información, sólo el efecto producido por el anuncio en los mercados de Europa, que ya llevaban horas abiertas.

Era evidente que los salvajes ojos de terror miraban a través de los océanos y de la Tierra... a través de los campos de arroz y de las praderas, fuera del humo de las ciudades de todas partes.

El mercado de valores abrió puntual a las diez con el resonar familiar del gran gong. Un hombre se quedó yerto al dirigir su primera mirada a uno de los teletipos.

En el piso de la propia Bolsa reinaba un silencio relativo. Cuando el mercado está más concurrido, mayor es el silencio. El sonar de los teléfonos quedaba apagado por el murmullo regular de las conversaciones. Los botones corrían. Los hombres estaban en pie y hablaban en tono mesurado en los corros. Millones de efectos comenzaron a cambiar de manos y de precios bajando. Los teletipos funcionaron con tanta intensidad como en los peores días de la peor de las crisis. Nueva York siguió el ejemplo dado ya por Londres, París y Berlín. Las grandes puertas metálicas se cerraron con estrépito. No habrían más transacciones por tiempo indefinido. Hasta que «se aclarase la situación científica».

¡Aclararse! ¡Vaya frase para la situación! Pero la calle necesitaba una frase. Siempre la había necesitado Tony se colgó del teléfono durante media hora después de cerrarse las potentes puertas. Su imperio —el reino de sus creencias de siempre, su empleo— yacía a sus pies. Cuando terminó, pensó vagamente que sólo su previsión durante la depresión le había hecho colocar los fondos suyos y los de su madre donde estaban relativamente seguros a pesar de aquella amenaza de cataclismo mundial.

Comparativamente a salvo... ¿qué quería decir? ¿Tenía eso algún significado hoy en día?

Balcom entró en su despacho; metió la cabeza prácticamente encima del escritorio de Tony y respingó. Tony abrió un cajón, sacó una botella de whisky que guardaba allí sin abrir más de un año y vertió una generosa dosis en la tapa vaso. Balcom se lo tragó como si fuera leche, tomó otro trago y salió con paso incierto.

Tony se presentó en la sala de clientes. Llegó a tiempo de ver cómo se llevaban a uno de los parroquianos de su firma en unas parihuelas que se había jactado, con su vocecilla de anciano decrépito, de haber derrotado a la depresión sin perder un céntimo. La telefonista estaba sentada tras su centralita en una antesala vacía. Los empleados todavía ocupaban sus sitios, forcejeando furiosamente con la masa anormal de cifras.

Tony tomó su sombrero y se fue. Todo el mundo estaba en la calle... manadas de gente y multitudes nunca vistas en Wall Street o Broad Street o en la zona de Broadway, pero que ahora se agolpaban en aquella arterias viniendo excitadas del East Side, la orilla del río, el Bowery y bajando de la parte superior de las avenidas Quinta y Park, con niños, vendedores ambulantes, caballeros mayores, empingorotadas viudas, orgullosas señoras, amas de casa, colegiales y trabajadores, empleados... todas las clases sociales.

Atrapados —pensó Tony— atrapados juntos en la rueda del mundo, en su dogal. ¿Pero lo sabían? ¿Lo notaban?

Ningún desfile o manifestación produjo jamás una multitud tan numerosa como aquella. Los edificios parecían haberse escurrido a sí mismos, vaciándose en las calles y todas las vías urbanas conducían ríos de personas que se unían a la masa general.

Aquella inundación de humanidad estaba poseída de una única e insaciable pasión por los periódicos. Un muchacho con un manojo de diarios no se movía de donde surgía, hasta que no había vendido toda su carga. Los camiones de reparto de la prensa, con las últimas noticias conocidas, eran casi asaltados.

Pero los periódicos no decían nada nuevo. Su contenido, siguiendo en la repetición de la declaración de la mañana, era de una naturaleza totalmente secundaria, reflejando sólo el efecto de la propia declaración. Cien peces gordos hallaron sus opiniones en letra de molde casi nada más haberlas emitido —opiniones absurdas, que daban lástima; pero que fueron recogidas por los reporteros—. Se produjeron renacimientos religiosos en todo el país. Pero los científicos —los que se agruparon desde el principio y habían trabajando con fidelidad para enterarse de la naturaleza del descubrimiento y que lo habían luego mantenido en secreto hasta hoy— no tenían nada más que decir.

Tony se metió dentro de un restaurante, en donde, aunque era sólo primera hora de la tarde, habíase desarrollado una euforia propia de las horas nocturnas. ¡La Bolsa estaba cerrada! Nadie sabía exactamente porqué o cuál era la razón de que así fuera. ¿Para qué preocuparse? Aquel era el criterio general allí.

Dos hombres de la edad de Tony, que se conocieron en el instituto y que reforzaron su amistad en Wall Street, se detuvieron junto a su mesa.

—Vamos a dar una vuelta. Vente con nosotros.

Tony se integró con ellos a la cálida y soleada calle en donde la alegría de índole nocturna —el ambiente de irresponsabilidad de fuera de las horas de trabajo, con las encinas y tiendas y talleres cerrados— parecía negar la existencia de la luz solar... Su taxi culebreó a través de Broadway en donde frenéticos policías luchaban en vano por dominar a la multitud. Por último el vehículo se detuvo ante una casa parda de ladrillo en West Forties.

Un club nocturno, y atestado, aunque aún brillaba el sol. Los tres pisos de la casa estaban llenos de gente en traje comercial bebiendo y bailando. En el piso superior dos ruletas se veían rodeadas por jugadores. Tony advirtió montones de fichas, pilas de billetes. Miró a los rostros de los jugadores y reconoció a dos o tres. Eran caras febriles. El mercado estaba cerrado. Aquello era un golpe destructor —no sólo un golpe contra el dinero— un golpe contra todo el mundo por delante. Naturalmente que el dinero iba perdiendo su valor, pero los hombres jugaban para ganarlo... se animaban al triunfar, gruñían al perder y volvían a apostar. Los límites habían sido quitados al juego.

Abajo, en el bar, habían tres chicas, dos de ellas amigas de Tony, que se les unieron inmediatamente. Eran lindas, de esa clase que Broadway produce en abundancia con sólo una noche de incubación: Chicas que habían nacido lejos de la Calle de las Grandes Luminarias. Chicas cuya ciudad natal es un pueblecito, pero cuyos modales pueblerinos se habían ya evaporado. Todas tenían el pelo de un color distinto al suyo natural, tendiendo en líneas generales al tono rubio ceniza. Los ojos con pestañas postizas, espesas y aterciopeladas; las voces agudas; los trajes sedosos pegados al cuerpo. Bebieron y rieron.

—¡Por el viejo Bronson! —brindaron—. ¡Por el viejo mundo que llega a su fin!

Tony se sentó con ellas: Clarissa, Jacqueline, Bettina. Las miró, rió con ellas, bebió con ellas; pero pensaba en Eve, durmiendo al fin, según esperaba. Eve, más esbelta que ellas, joven como ellas, mucho, muchísimo más adorable que ellas; y portando dentro de su mente y alma la terrible carga del pleno conocimiento de las cosas que importaban en aquel día.

La habitación estaba neblinosa de humo. La gente se movía por ella de manera incesante. Al cabo de un rato, Tony volvió a mirar a la abigarrada multitud y a la otra parte de la estancia vio a un amigo sentado solo en un reservado. Tony se levantó y fue hacia el hombre. Era una persona —un personaje— digno de fijarse en él. Flaco, pelo gris, inmaculado, correcto. Sus ojos oscuros parecían remotos y sin ver nada. Las noches de estreno le conocían bien. Las madres de cada hija de rica familia, las madres de hijas de impecable linaje, le buscaban. Allá donde iba el mundo más alegre de entre los alegres, allá se le podía hallar. Southampton, Newport, Biarritz, Cannes, Nice, Deauville, Palm Beach. Era como plata vieja... y sin embargo no era viejo. Quizás cuarentón. Soltero, le habría agradado que cierta autoridad le llamara conocedor de la vida y del modo de vivir... un «arbiter elegantiae», un Petronio trasladado de la Roma de Nerón a la época actual. Se habría mostrado complacido interiormente al recibir tal elogio, pero sin revelar al exterior este placer. Se llamaba Peter Vanderbilt. Y también estaba atrapado —pensaba Tony al verle— atrapado con él, Eve, Kyto y el dueño de aquel lugar y Bettina, Jacqueline y todo el resto en la rueda o dogal del mundo que iba a colisionar con otro mundo enviado desde el espacio en aquella dirección; pero un mundo con otro además girando ante él, que pasaría cerca de nuestro planeta, cerca para seguir girando luego, sano y salvo.

Tony se aclaró el cerebro.

—Hola —dijo a Peter Vanderbilt.

Vanderbilt alzó la vista y su rostro expresó bienvenida.

—¡Tony! ¡Por Júpiter! Tú de entre toda la gente. Me alegro de verte. Siéntate. Siéntate a mirar —hizo un gesto al camarero y pidió una consumición—. Tengo entendido que estás un poco en el interior.

—¿Interior?

—Amigo de los Hendron, recuerdo. Sabes una pizca más de lo que ocurre.

—Sí —admitió Tony; era insensato negárselo a aquel hombre.

—No me lo digas. No rompas ninguna confianza en favor mío. No soy nadie para que tenga derecho a conocer detalles antes que los demás. La parte general de los conocimientos es bastante clara. Tiene gracia. ¿No te parece delicioso pensar en el fin de todo esto? Me siento estimulado, ¿tú no? ¡Todo... hecho pedazos! Tengo ganas de decir: «¡Gracias a Dios!» Ya me hartaba. Todo hartaba. La civilización es una maldita parodia. Evidentemente, después de lodo hay un Dios justo.

»¡Democracia! Mira, muchacho. Aquí está la mejor gente, rompiendo las más nuevas leyes que ellos mismos dictaron.

»¡Imagínate el loco que inventó la democracia! ¿Pero qué hay mejor en este mundo, en cualquier lugar? De manera que después de todo hay Dios y Él nos vuelve a tomar en su mano... del mismo modo que lo hizo en tiempo de Noé... yo diría que es una buena cosa.

»Pero Hendron y sus científicos no lo están haciendo muy bien. Cometen un gran error. Lo habían hecho hasta ahora espléndidamente... con dificultad se podría hacer mejor. Quiero decir, al conservarlo en secreto y no dejar que se filtrase nada hasta que tuvieran una verdadera información. Han tenido suerte en el hecho de que esos cuerpos de Bronson fueran divisados en el Sur y únicamente visibles desde el hemisferio austral. Allí no hay muchos observadores... sólo Sudáfrica, Sudamérica y Australia. Eso fue un respiro... les dio mucha más posibilidad de guardarlo para sí; y yo digo que lo hicieron muy bien hasta ahora. Pero no han sido bien aconsejados si es que retienen algo más tiempo aún; sería mejor que lo dijeran todo... no importa lo malo que sea. Tendrán que hacerlo, como pronto comprenderán. No hay nada peor que la incertidumbre.

»Eso demuestra que todos esos nombres que firmaron el manifiesto de esta mañana son científicos de alto rango. El elemento humano es lo único que no pueden analizar y reducir a cifras. Lo que necesitan es un consejero en relaciones públicas. Dile a Cole Hendron que yo recomiendo a Ivy Lee.

Levantándose, se separó de Tony y se desvaneció entre la multitud. Tony empezó a papar la cuenta y vio un billete de diez dólares de Vanderbilt sobre la mesa. Se levantó, se ajustó el sombrero y salió.

El último periódico contenía una declaración de la Casa Blanca. El presidente pedía que al día siguiente por la mañana todo el mundo regresase al trabajo. Prometía que el gobierno mantendría la estabilidad del país y que obraría violentamente contra la reacción exagerada de los americanos ante la aclaración científica.

Tony sonrió.

«¡Negocios como siempre! El negocio marchando adelante, como de ordinario, durante las alteraciones», pensó. Se daba cuenta ahora más que nunca de lo mucho que sus paisanos vivían y creían en los negocios.

Se preguntaba cuanto de la verdad entera sería confiado al Presidente y cuál era el ángulo político en la cuestión. Era divertido pensar en el fin del mundo visto en su aspecto político; pero claro lo tenía. Todo lo tenía.

Tomó un taxi para que le llevase al apartamento de Hendron. A más de una manzana de distancia del edificio, tuvo que abandonar el coche. La multitud y el cordón de policía en torno al apartamento había aumentado; pero ciertas personas podían pasar; y Tony se enteró que todavía era una de ellas.

Varios hombres, cuyas voces dejaban oír en medio de una discusión, estaban con Cole Hendron detrás de las puertas cerradas del gran despacho de la terraza. Nadie acompañaba a Eve. Ella le esperaba sola.

Se había vestido con cuidado, de manera encantadora, coma siempre, su adorable cabello cepillado hacia atrás, sus labios frescos a la vista, pero cálidos cuando se posaron en los de él.

La apretó contra el pecho durante un momento y desde el instante en que la besó y la mantuvo cerca, toda la extrañeza y el terror se disiparon. ¡Qué importaba el fin del todo, si primero la había tenido a ella! Jamás había soñado con tanta delicia en posesión como ahora, mientras la abrazaba; jamás se había atrevido a soñar en una respuesta tal por parte de ella... o de nadie. Él la había conquistado y Eve a él, por completo. Mientras pensaba en el cataclismo que les destruiría, pensó también en que sobrevendría estando juntos, uno en brazos del otro; y no le importó.

Ella lo sentía también, tan plenamente como él. Sus deditos tocaron el rostro varonil con una ternura apasionada que desgarró las entrañas de Tony.

—¿Qué es lo que ha hecho eso contra nosotros de manera tan súbita y completa, Tony?

—«La sombra de la espada», supongo, querida... ¡Oh, vida mía! Recuerdo haberlo leído en Kipling cuando yo era niño, pero jamás lo entendí. ¿Te acuerdas de que los dos enamorados se enteran de que uno de los dos morirá con toda seguridad? «No hay felicidad semejante a la que se siente estando bajo las sombras de una espada.»

—Pero ambos moriremos, si eso ocurre, Tony. Eso es aún mucho mejor.

Las voces tras la puerta cerrada se oyeron más fuertes y Tony la soltó.

—¿Quién está ahí?

—Seis hombres: El Secretario de Estado, el Gobernador, Mr. Borgan, el jefe de una cadena de periódicos, dos más —ella no pensaba en los visitantes—. Siéntate, pero no cerca de mí, Tony; tenemos que pensar con claridad.

—¿Se lo ha dicho ya tu padre a esos? —preguntó Tony.

—Les ha dicho lo que ocurrirá primero, cuando los cuerpos Bronson... ambos... pasen cerca del mundo y sigan girando en torno al sol. Ahora es más que suficiente para ellos. Todavía no es tiempo de hablarles del choque. Mira, solamente el pasar cerca será suficientemente terrible.

—¿Por qué?

—A causa de las mareas, como un motivo. Ya conoces las mareas Tony; sabes que las origina la luna, y que a veces tienen una altura de doce a veinte metros, en lugares como la bahía de Fundy.

—Claro... las mareas —se dio cuenta Tony en voz alta.

—Bronson Beta es del tamaño de la Tierra, Tony. Bronson Alpha se calcula que tiene once o doce veces esa masa. Se espera pasará, por primera vez, dentro de la órbita. Bronson Beta elevará mareas muchas veces más altas, en la proporción de su masa; y Bronson Alpha... puedes expresarlo por una mera multiplicación, Tony, hará lo propio. ¡Nueva York quedará bajo las aguas hasta en sus partes más altas... una ola marina más allá de tu imaginación! Las costas de todo el mundo serán barridas por los mares, tragadas, por unas olas que se alzarán hasta el firmamento y azotarán con una violencia inusitada. Las olas llegarán hasta los Apalaches; y ocurrirá lo mismo en Europa y Asia. Holanda, Bélgica, la mitad de Francia y Alemania, la mitad de la India y China, quedarán bajo las aguas. Habrá también una marea terrestre.

—¿Marea terrestre?

—Terremotos que empujarán la corteza de la Tierra. Algunos de los hombres que se escriben con papá, piensan que la Tierra se hará pedazos sólo por el paso cerca de Bronson Alpha; pero hay algunos que piensan que sobrevivirá a esa tensión.

—¿Y qué opina tu padre?

—Opina que el planeta sobrevivirá a esa primera tensión... y que es posible que la quinta parte de la población pueda también sobrevivir. Claro que es una suposición.

—La quinta parte —repitió Tony—. La quinta parte de todos los habitantes del globo.

La miró, serio, sin dolor, sin sentido del tiempo.

Allí se encontraba él en la sala de estar de un ático en la cumbre de un edificio de Nueva York, con una chica adorable cuyo padre creía, y le había dicho a ella, que cuatro quintas partes de todos los seres vivos en el planeta morirían por el paso de otros planetas vistos en el firmamento. Unas cuantas veces más y el resto —a menos que pudiesen escapar de la Tierra y vivir— moriría.

Tales palabras no podían agitar un sentimiento adecuado; quedaban fuera de todo significado ordinario, como declaraciones lejanas expresadas en años luz. Quedaban más allá de la concepción consciente; no obstante decían que eso podría ocurrir. Su mente le prevenía. Lo que se estaba gestando correspondió a un proceso cósmico, lo bastante común, indudablemente, si uno consideraba los millones de estrellas con sus mundos desparramados a través del espacio, y si uno contaba en eternidades de tiempo sin fin. Lo bastante común, este encuentro que se iba a producir.

¡Qué egoísmo, que estúpida vanidad, suponer que una cosa no puede suceder porque uno no es capaz de concebirla!

Eve le miraba. A través de los años de su amistad y cariño, ella había contemplado a Tony como si fuese un hombre normal, a quien todo lo que le pasaba era feliz, agradable y normal. Las únicas crisis en las que ella le observó eran ocurridas en el campo de fútbol, y también en alarmas de la Bolsa, que en el primer caso representaban un mero deporte, y en el segundo, dinero, concepto que él no entendía con propiedad, porque toda su vida lo había tenido en abundancia y más aún.

Ahora, mientras le miraba, ella pensó en que a su lado se enfrentaría a la realidad más terrible que se presentó ante el hombre... y se alegró que se le presentara a ella también pero en compañía de Tony. Nada más se enteró Tony aceptó la noticia del desastre sin el menor esfuerzo por evadirse de ella; su esfuerzo en cambio se encaminó en el sentido de querer comprenderla mucho mejor, enterarse del todo de las causas de ese desastre.

Por contraste con algunos de aquellos hombres —entre ellos los que se consideraban los prohombres de la nación— cuyas voces alzaban de nuevo detrás de las puertas cerradas.

Alguien —ella no pudo identificarle por la voz, aunque ésta tenía una rabia extraña y aguda— evidentemente discutía con su padre, gritaba tratando de acallarlo, negando lo que se le había expuesto ante las narices, Eve no oyó la respuesta de su padre. Probablemente no respondió nada; no estaba de humor para discusiones dialécticas.

Pero los gritos y el tono la ofendieron; sabía lo desamparado que se sentía su padre en una circunstancia así. Quiso ir con él; y al no serle posible, recurrió a Tony.

—Alguien —dijo Tony—, parece no gustarle lo que está oyendo.

—¿Quién es, Tony?

—Alguien no muy acostumbrado a escuchar lo que, no le gusta... ¡Oh, Eve. Eve! ¡Vida mía, mi cielo! Por primera vez en la vida, me gustaría ser poeta; desearía hallar palabras con las que decir lo que siento. Soy incapaz de hacer un poema, pero al menos si que puedo modificar uno ya hecho:



«Ayer se preparó este día de locura;

Mañana silencio, triunfo, o desesperación;

¡Amor! Lo que tú sabes ahora de donde viniste, no porqué;

¡Amor! Tu nunca sabes porque te vas, ni a donde.»



La súbita perfección más clara de las voces se advirtió que una puerta de un despacho se había abierto. Al instante volvieron las voces a oírse como con sordina: pero se volvieron, dándose cuenta de que alguien había salido.

Era el padre de la chica.

Durante unos cuantos momentos permaneció plantado mirándoles, pensando en lo que podría decir. Más allá de la puerta cerrada tras él, los hombres a quienes había abandonado aumentaron la disputa entre sí. Tuvo éxito y fortuna en lograr escapar.

—Padre —dijo Eve—. Tony y yo... Tony y yo...

Su padre asintió.

—Os vi unos cuantos segundos antes de que os dierais cuenta de que estaba allí yo, Eve... y Tony.

Tony se ruborizó.

—Sentimos exactamente del modo en que usted puede imaginarse, señor —dijo—. Lo sentimos de corazón. Vamos a casarnos en cuanto podamos... ¿No es verdad, Eve?

—¿Podemos, papá?

Cole Hendron sacudió la cabeza.

—No puede haber ni matrimonio ni amor para ninguno de vosotros. No es tiempo ahora de deciros el porqué: sólo... que no es posible.

—¿Por qué no puede ser, señor?

—Van a ocurrir demasiadas otras cosas a la vez. Dentro de pocos meses lo sabrás. Mientras, no estropeen mis planes escapándose y casándose en la iglesia que hay al doblar la esquina. Y no sigáis haciendo... lo que acabo de ver. Eso sólo servirá para hacer las cosas más duras para ambos... como comprenderéis cuando os enteréis de lo que hay preparado para todos. Tony, no hay en esto nada personal. Te aprecio y tú lo sabes. Si el mundo fuera a continuar como ahora no diría una palabra; pero el mundo está condenado. Hablaremos de todo eso más tarde.

La puerta del despacho se volvió a abrir; alguien le llamó y el doctor se reincorporó a la discusión que tenía lugar en la habitación contigua.

—Ahora —preguntó Tony a Eve—, ¿qué diablos ha querido decir con eso? ¿Qué no debemos amarnos y casarnos porque el mundo va a morir? Pues eso es al contrario una razón de más para apresurar nuestra boda.

—Ninguno de los dos posiblemente puede imaginar lo que papá ha querido decir, Tony; llevamos meses de retraso en nuestra forma de pensar con respecto a la de él; porque en realidad papá no ha hecho otra cosa en este medio año que planear lo que nosotros —toda la raza humana— tendrá que hacer. Me parece que él quiso decir que nos ha colocado dentro de algún plan de cosas que no nos permitirán casarnos.

La discusión en el despacho vecino se cortó en seco y los discutidores salieron. A los pocos minutos todos se habían ido y Tony buscó a Cole Hendron en su despacho principal, en donde estaban extendidas sobre la mesa las placas que habían venido de Sudáfrica y retrataban cuadrados de estrellas, de ordinario trozo de cielo repetido una y mil veces, hasta ser una repetición monótona e infinita.

—¿Estuviste hoy en la parte baja de la ciudad, Tony?

—Sí.

—Hoy se lo tomaron bien, ¿no? Se lo tomaron bien y cerraron la Bolsa, según oí; y la mitad de los comercios de la urbe hicieron fiesta. Porque saben que desde hace algún tiempo algo está pendiendo sobre ellos, cerniéndose por encima del mercado.

»Esta mañana les hemos dicho lo que es y pensaron que lo podían creer. Bueno, les dijimos la mitad de lo que nos espera. Ahora acabo de decirles a seis hombres parte de la otra mitad... y... y ya los oíste, Tony; ¿verdad?

—Sí, les oí.

—No lo quieren creer. El mundo no se acabará; no es posible que choque con otro astro, porque... bueno, por un motivo, el de que anteriormente no ha sucedido nunca una cosa por el estilo. Y por otra parte, porque no quieren admitirlo. Así aún dándoles detalles. Se niegan a considerarlos. Mañana habrá un gran retroceso en el sentimiento general, Tony. La Bolsa volverá a abrir; los negocios proseguirán. Eso es cosa buena; me alegro. Pero habrán ciertas retracciones.

»Lo malo es que los hombres no tienen una verdadera educación todavía con el telescopio, como si la tienen por contra con el microscopio. Cada uno de estos que estuvieron aquí habría creído lo que les dijera el microscopio, aunque no pudieran mirar por el ocular o no entendiesen lo que vieran si lo hiciesen. Me refiero a que si un doctor tomara un poquito de tejido celular de uno de ellos, lo pusiera en su microscopio y dijese: «Lo siento, pero esto dice que usted va a morir», ninguno de ellos hubiera dejado de apresurarse en poner en orden sus negocios.

»A nadie se le habría ocurrido mirar en persona por el microscopio; estaría convencido de no saber entender lo que viera.

»Pero en cambio pidieron ver las placas de Bronson. Se las enseñé; ahí están, Tony. Mira aquí. Fíjate en ese campo de estrellas. Todos esos puntitos fijos, esas manchitas redondas, cada una corresponde a una estrella. Pero mira acá; hay una ligera, ligerísima rayita, una rayita solo. Junto a ella está ésta otra. ¡Algo se ha movido, Tony! ¡Dos puntos de luz que se mueven en un campo de estrellas donde nada debiera moverse! ¿Un error quizás? ¿Una falla en la emulsión de la placa? Bronson consideró esto y otras posibilidades, fotografió la zona otra vez, y otra, noche tras noche; y en cada ocasión, mira, Tony, los mismos puntaos de luz trazaron una rayita. No hay posibilidad de error; allá abajo, donde nada debiera moverse, se han movido dos objetos. Pero todo cuanto podemos mostrar como prueba son dos diminutas rayitas en una placa fotográfica.

»¿Qué significan? "Caballeros, ha llegado el momento de que pongan en orden sus asuntos". Los asuntos de todo el mundo, los asuntos de cada ser viviente del globo... Naturalmente que ellos no lo han querido creer.

»Bronson mismo, aunque durante meses estuvo vigilando esos planetas noche tras noche, no podía creerlo en realidad; ni tampoco los otros hombres que los vieron en otros observatorios al sur del ecuador.

»Pero repasaron placas antiguas de la misma zona del cielo y hallaron, en el mismo campo estelar, lo que antes se les pasó por alto... aquellas dos rayitas; dos objetos que no eran estrellas donde sólo tenían que haber estrellas; dos extraños objetos siempre moviéndose, donde nada tenía que moverse.

»Necesitamos sólo tres buenas observaciones para determinar el rumbo de un cuerpo en movimiento; y ya Bronson tuvo éxito en obtener una gran cantidad de observaciones de esas. Elaboró el resultado y lo halló tan sensacional que desde el principió juró e hizo jurar el secreto absoluto a sus colaboradores y a sus corresponsales. Juntos obtuvieron centenares de observaciones; y el resultado fue el mismo. Todos repasaron los cálculos...

»Eve me dijo que le comunicó cuál sería el resultado ese.

—Sí —contestó Tony—, me lo dijo.

—Y yo se lo dije también a esos hombres que me lo pidieron —me lo exigieron— explicándoles cuanto teníamos. Les dije que esas rayitas se mueven de manera que entrarán en nuestro sistema solar y una de ellas entraría en colisión con nuestro mundo. Me contestaron que muy bien.

»Mira, realmente eso no significaba nada para ellos; despertó sólo bastante excitación como para cerrar la Bolsa y dar a todo el mundo un día de vacaciones.

»Entonces les dije que antes del encuentro, los dos cuerpos esos que se mueven —Bronson Alpha y Bronson Beta— pasarían tan cerca de nosotros y causarían mareas que alzarían el mar a ciento ochenta metros por encima de nuestras cabezas, desde Nueva York a San Francisco... y claro en Londres y París y en las costas de todas partes.

»Empezaron por oponer que, porque no les era posible comprenderlo, eso sería una exageración. Les dije que el paso de loa cuerpos Bronson originaría terremotos en una escala inimaginable; la mitad de las ciudades del interior serían derruidas y el efecto bajo la corteza provocaría volcanes en actividad por doquier y en una cantidad como nunca la hubo desde que existe el mundo. Dije que quizás una quinta parte de la población sobreviviría a la primera pasada de los cuerpos Bronson. Traté de marcar algunas de las zonas de la superficie terrestre que serían seguras por completo.

»No pude señalar ni Nueva York, ni Filadelfia, ni Boston... Me contestaron que mañana tenía que hacer una declaración más tranquilizadora.

Cole Hendron volvió a mirar sus placas.

—Supongo, después de todo, que no importa mucho si tenemos o no éxito en trasladar a unos cuantos millones más de personas a una de esas zonas seguras. Estarán a salvo sólo durante ocho meses más, en todo caso. Porque doscientos cuarenta días después, chocaremos con Bronson Alpha en el otro lado del Sol. Y nadie en la Tierra escapará a la muerte.

»Pero hay una posibilidad de que unos pocos individuos puedan abandonar el globo y sobrevivir. Ya sabes que no soy un hombre religioso, Tony; pero Eve te dijo, parece ser que no debe atribuirse a una mera casualidad el que nos venga, salido del espacio, no únicamente la esfera que nos destruirá, sino que por delante de ella gire un mundo como el nuestro al que algunos de nosotros —solo algunos— podríamos llegar y estar a salvo.





Capítulo VI - PRIMEROS EFECTOS



Tony se llevó a Dave Ransdell a su casa. El sudafricano quería «ver» Nueva York.

Se despertaron tarde; o por lo menos se despertó tarde Tony y durante unos minutos permaneció tumbado contento, sin acordarse de los sorprendentes acontecimientos de la víspera.

Sólo una vaga inquietud le avisó, cuando se levantó por último, que habría alguna especie de jaleo. Tony, al ser un joven sano y vigoroso, había logrado adormecerse antes en presencia de tamaños semi recuerdos... ¿Quizás había luchado y «vencido» a algún otro policía? Tony logró recordar que había estado «mostrando» la ciudad a alguien; ¿pero a quién?

Ahora Tony podía visualizarle... un individuo sólido, bronceado, de buen carácter, capaz de cuidar de sí mismo en cualquier lugar. Y gustaba a las chicas; pero que era cauteloso, aun cuando no hubiese estado antes en Nueva York. ¡Incluso aunque viniera de Sudáfrica!

¡Ah, ahí lo tenía ya Tony! Dave Ransdell, el aviador de Pretoria, que trajo las placas del firmamento Sur a Nueva York ¿por qué? porque había dos rayitas en aquella placa del cielo austral, que significaban que dos cuerpos planetarios se acercaban a la Tierra... ¡para destruirla!.

Ese era el jaleo que Tony tenía que recordar cuando se despertara del todo. No era que hubiese dejado fuera de combate a otro policía o que hubiese burlado brillantemente a un defensa para marcar un gol. Era que... que esa habitación, y la cama, y la casa, todo lo exterior, cada lugar y cada persona, incluyéndose uno mismo, iban simplemente a dejar de existir al cabo de un tiempo. Después de un tiempo muy definido y limitado, en realidad, aunque no supiera con exactitud cual sería el momento justo.

Eve no había querido decírselo; y lo mismo ocurrió con el doctor Hendron. No el momento exacto, la cantidad exacta de tiempo que faltaba para que terminase el mundo, era cosa que los miembros de la Liga no querían revelar todavía.

Tony se agitó y Kyto, al oírle, entró y empezó a prepararle el baño.

—Está bien, Kyto; no importa —le saludó Tony—. Esta mañana me limitaré a ducharme solo. ¿Se ha levantado mister Ransdell?

—¡Oh, por completo!

—¿Ha desayunado ya, Kyto?

—Sólo una vez.

—¿Qué quieres decir?

—Dijo que tomaría un bocadito, eso fue hace una hora, y acabaría de desayunar con usted.

—Oh. Está bien. Me daré prisa —y así lo hizo Tony, pero olvidándose de Ransdell, principalmente porque pensó en Eve.

Tenerla cerca de él, apretarla contra el pecho, mientras que ella se colgaba de su cuello, las dos bocas juntas... ¡y luego ver cómo le prohibían acercarse de nuevo a la muchacha! ¡Tener que acatar la prohibición siquiera de seguir amándola!

Tony se alzó retador. Anoche se mostró algo rebelde, esta mañana se sentía aún más. De no haber conocido nunca tan cara delicia como cuando la tomó entre sus brazos y ella le abrazó; los dos juntos contra el mundo... incluso contra el fin del mundo, contra la absoluta destrucción, seguramente que el sacrificio no le parecería tan insoportable.

Era, se daba cuenta ahora, el terror de la cercana destrucción lo que la había arrojado sus brazos de manera incuestionable. ¿Quién podría resistir y mirar el próximo final solo? Toda la naturaleza, cada instinto e impulso, se oponían a la soledad ante el peligro. La primera ley de las cosas vivientes es la perpetuación propia. Salvarse uno mismo, si eso no es posible, ¡preservar de la muerte a los de tu propia especie! Creced y multiplicaos... o dar la vida... ¡antes de morir!

Nada más elemental, más sobrecogedor, que el impulso que reunió a Eve Hendron y a Tony Drake; y ninguna alegría podía compararse con el resultado. Lo que él le dijo lo comprendía ahora: «No hay felicidad como la experimentada bajo la sombra de la espada!»

Pero su padre prohibió aquella dicha. No sólo la prohibió, sino que negó a los dos jóvenes toda posibilidad futura de alcanzarla. Y su padre controlaba a ella, no simplemente por los lazos paternales, sino también como jefe de aquella extraña sociedad, el inimaginable poder cuya fuerza comenzaba a notar Tony Drake: ¡La Liga de los Últimos Días!

Un prieto y juramentado círculo de hombres, cabezas de la ciencia en todo el mundo, que se dedicaban a sus fines con una seriedad y disciplina que recordaba la solidaridad de los primeros cristianos, capaces de someterse al más horrible de los martirios con tal de no separarse de la Iglesia. Exigían y ordenaban una absoluta fidelidad. Eve pertenecía con todo derecho a esa tiránica sociedad y cuando Cole Hendron le ordenó y le prohibió no sólo como padre sino como su jefe en la Liga de los últimos Días...

Tony halló a Ransdell en la ventana de la sala de estar. El periódico de la mañana estaba extendido sobre una mesa.

—Hola —dijo Tony—. Me han dicho que se levantó hace rato. Tiene usted demasiadas buenas costumbres juntas.

El sudafricano sonrió complacido.

—Necesitaré aún más para el principio, si es que voy a unirme a la Liga de los últimos días —observó.

—Entonces, ¿se ha decidido ya a ingresar? —preguntó Tony. Era uno de los tópicos que discutieron la noche anterior.

—Sí. En el capítulo de Nueva York, por elección.

—¿No piensa volver a Ciudad del Cabo?

—No. El Cuartel General estará aquí... o donde se encuentre el doctor Hendron.

—Eso está bien —dijo Tony y miró de reojo hacia el periódico, pero sin recogerlo—. ¿Algún acontecimiento especial en alguna parte del mundo?

—En apariencia hay la opinión bastante unánime de que la declaración de ayer es posible que sea errónea. Hendron dijo que se produciría una reacción general. Cuando uno piensa en ayer, desea que esa reacción se produzca.

Y Tony se llevó el periódico hasta la mesa donde estaba el servicio del desayuno, y donde se le unió Ransdell para tomarse otra taza de café.

Los dos jóvenes, de naturalezas y educación por entero diferentes, lo mismo que su adiestramiento, se tomaron su café y se miraron a través de la mesa.

—Bueno —comenzó Tony por último—, ¿quiere decirme cómo se siente en realidad?

—Un poco chocante —confesó el sudafricano—. Traje acá la prueba definitiva de que el mundo se acaba y en el viaje descubro que este viejo taburete de donde partió mi familia, es el lugar para mí agradable que me pueda figurar...

»Para mencionar primero hechos menores —prosiguió Ransdell con su estilo franco, directo y cautivador—. Jamás viví de este modo ni siquiera un día. Nunca tuve ayuda de cámara.

Tony sonrió.

—Eso me recuerda una cosa. ¿Dejarán ellos que Kyto entre en la Liga?

—Me temo que no, como criado nuestro —contestó el sudafricano—. Espero que me permita usted usar el término «nuestro» durante la duración de mi estancia aquí. Reconozco que encuentro chocante este modo de vivir. También le diré que aprecio muchísimo sólo el hecho de estar cerca de donde se halle Miss Hendron. Nunca me imaginé que en el mundo hubiera una chica como ella.

—En el mundo que va a acabarse, si me permite que se lo recuerde —le advirtió Tony—. Cada vez que nombremos al mundo, debemos recordar que está a punto de terminar.

—¿Me permitirá entonces usted una observación particularmente personal? —inquirió el sudafricano.

—Dispare —dijo Tony.

—Se trata de... que si yo estuviera en su lugar, no me preocuparía personalmente de lo que ocurriera.

—¿Mi lugar, se refiere usted a...?

—A su lugar con respecto a Miss Hendron. En otras palabras, le felicito de todo corazón.

—No sabe de lo que habla —dijo Tony demasiado bruscamente y se dio cuenta en seguida—. Le ruego me perdone. Quiero decir que gracias... Según pude ver, la Bolsa va a abrir hoy. De hecho, indudablemente estará abierta ahora, y ya no estoy en mi despacho mirando el indicador automático de cotizaciones y comprando A.T. y T. a bajo precio y vendiendo X —es decir, United States Steel— en cuanto suba medio punto, en nombre de alguien que esté falto de fe en el futuro. ¿Pero de qué estoy hablando? ¿Dónde está el futuro? ¿Qué le ha pasado?

—Parece que hoy ha recuperado un poco su equilibrio.

—Sí. La Bolsa ha abierto... Suena el teléfono, probablemente me llamarán de mi despacho. Mister Balcom necesita mi consejo personal luego de mi última conversación con Cole Hendron. He salido o duermo aún y usted no quiere molestarme. Le doy permiso para que me coloque en coma... o lo que sea... Debo decirle, Ransdell, que me alegro de que se quede en casa. Permanezca conmigo cuanto tiempo guste.

»No hay sentido alguno en acudir a mi despacho. No hay sentido en nada de este mundo, ahora, excepto en preparar y perfeccionar la espacionave que, además de vigilar las estrellas, ha sido el asunto de trabajo de los mejores cerebros de la Liga de los Últimos Días.

—¿Han llegado muy lejos?

—No lo bastante; pero claro no hay madre mejor para la invención que la propia necesidad. Y ahora la necesidad parece bien distintamente visible... por lo menos a través del telescopio.

Tony fue a la parte baja de la ciudad; visitó su despacho. La costumbre le dominaba, como ocurría con la mayor parte de los cientos de millones de seres humanos del mundo aquel día. La costumbre, el hábito... y la reacción.

¡Lo que amenazaba era imposible! Si Cole Hendron y sus científicos hermanados se negaban, habría abundancia de otras personas que darían a la publicidad manifiestos tranquilizadores; y los condenados adogalados en la cárcel del mundo recobrarían buena parte de su tranquilidad. El Presidente de los Estados Unidos había señalado que, en el peor de los casos, los sesenta científicos habían asegurado solamente disturbios de importancia; y predijo que si tal cosa ocurría, serían de menos importancia que lo que ahora se temía.

El profesor Copley, conocido por Tony como amigo de Cole Hendron, le visitó en el despacho.

—Tengo algunas cosas que vender —dijo, colocándose sus antiparras de pinza en el centro geométrico mismo de su colorada y animosa cara—. ¿Cuándo piensa usted que podrá sacar por ellas el máximo posible?

Y dejó encima del escritorio de Tony un sobre lleno de certificados de valores bursátiles.

—Acabo de regresar del Perú —explicó—, donde estuve vigilando los progresos de los cuerpos Bronson. Hendron me dijo que usted sabe ya toda la verdad acerca de ellos.

—¿Entonces es que eso que me dijeron es la verdad? —preguntó Tony.

—¿Quiere usted decir si yo estoy de acuerdo? ¿Está usted de acuerdo con que el Sol saldrá mañana por la mañana? —respondió el profesor Copley—. Mi querido amigo, los cuerpos Bronson se mueven a efectos de las mismas fuerzas.

—Pero —persistió Tony—, exactamente, ¿qué cree usted que nos pasará?

—Lo que ocurrirá —repuso el profesor Copley lo bastante animoso dadas las circunstancias—, si usted arroja una avellana delante de la abertura de un cañón del 45 en el mismo instante en que sale el proyectil. Yo diría que el resultado será completamente decisivo y enteramente final. Así que le pido que venda mis acciones. Mi familia y mis responsabilidades personales consisten sólo en mi esposa y yo mismo; hay muchas cosas que hemos deseado hacer, pero que tuvimos que sacrificar a cambio de una cierta seguridad para el futuro. No va a haber futuro, ¿por qué pues no empezar a hacer lo que nos dé la gana inmediatamente...? si ahora es el día de vender...

—Sus deducciones en esto —dijo Tony—, serán tan buenas como las mías. Hoy es mejor que ayer; mañana puede que el mercado se acerque de nuevo más a la normalidad... o que no lo haya en absoluto. ¿Cómo puede saber uno qué tal se lo toma la gente?

—Superficialmente, hoy lo niegan; pero han recibido una terrible impresión. Impresión... ese es el primer efecto. Se le ha puesto coto. Después... se comportará cada cual con arreglo a su carácter. Pero por ahora reaccionan con negativas, porque no pueden soportar la impresión.

»¡Por todo el mundo! Algunos se plantan en la plaza de la Opera de París, hora tras hora, según tengo entendido, silenciosos en su mayor parte, incrédulos, atontados. Hay unos cuantos que son demasiado inteligentes para denegar y rechazar meramente, que están demasiado estupefactos para sustituir un súbito final de todo por la perspectiva de años por delante por los que forcejear y luchar y ahorrar.

»En Berlín los grupos son similares. E imagino la reacción en la Plaza Roja, amigo mío. Imagínese a los rusos tratando de comprender que su revolución, su esfuerzo salvaje por remoderarse ellos mismos y su naturaleza interior, no ha servido de nada. ¡Todo desperdiciado! ¡Estropeado por un mero guijarro... un granito de arena errando a través del cosmos en una misión independiente. ¡Apartado todo el esfuerzo ruso y aniquilado como si ningún soviético hubiese vivido jamás! ¡Es estupendo! ¡Imagínese ser Stalin esta noche, amigo mío! ¡Qué horror! ¡Qué humor! ¡Qué implacables profundidades de tragedia!

»Imagínese ser el poderoso Mussolini cuando descubra que el secreto que no puede arrancar de sus hombres de espíritu acerado es el conocimiento de la vanidad e inutilidad del fascismo. ¡Vanidad de vanidades! ¡Todo, al fin, es vanidad! ¡Polvo!

»Habrá sacado la barbilla y levantado la mano en saludo a sus Camisas Negras, habrá pronunciado sus sonoras frases y desafiado a cualquier o a quien fuera para que le haga frente, para que resista. Diez millones, o billones, o quintillones de kilómetros allá lejos entre un grupito de estrellas, hubo un desequilibrio orbital y un par de planetas fueron perjudicados y arrancados de su sistema y lanzados al espacio hace tantísimo tiempo que los antecesores de Mussolini no eran todavía ni siquiera monos peludos... y ahora aparecen para confundirle. ¡Imagínese a nuestro Presidente tratando de solucionar esto ahora! ¡Ah, me venían ganas de llorar! ¡Pero no las tengo! En su lugar... me río! Me río porque pocos hombres... excepto alguna... alguno... alguno de mis amigos... incluso a la cara de este colosal dominio del destino, seguirán trabajando a través de la noche, quemándose sus cerebros en busca de algo que guíe sus propios destinos. ¡Vaya gesto! Pero hoy... qué impresión más abrumadora ¡Y después... qué escena! Cuando un mundo... los mil quinientos seres humanos se dan cuenta, todos, que nada puede salvarlos y que no pueden salvarse a sí mismos. ¡Qué escena! Espero vivir para verla. Mientras, venda mis acciones a los mejores precios que pueda conseguir, por favor; para mi esposa y para mí... hemos ahorrado durante mucho tiempo, nos hemos negado demasiadas cosas buenas.»

En un taxi más tarde aquel día, Tony descubrió que la calle estaba de pronto bloqueada por un grupo de hombres delirantes, entrelazados de brazos, que salieron de una puerta, cantando... borrachos, sin raciocinio.

Tony se dirigía al aeropuerto de Newark, en donde cierto piloto, por quien tenía que preguntar, le llevaría hasta una hacienda en los Adirondacks, que había sido confiada a Cole Hendron.





Capítulo VII - ALGUNAS EXIGENCIAS DEL DESTINO


Eve le aguardaba en un jardín rodeado de árboles. En el aire había aroma de flores, fragancia de bosque, música de pájaros cantores. Eso comportaba nuevas calidades, una interpretación nueva del mundo exterior, distinto todo de la tumultuosa cacofonía de la ciudad.

Vestía en blanco, los hombros y brazos desnudos, su esbelto cuerpo ceñido por el sedoso tejido. Muy femenina, demasiado femenina en realidad para la tarea que tenía por delante. Hubiera logrado un éxito más fácil si se hubiese vestido con la sobriedad austera de una monja.

Un aeroplano zumbó en el cielo crepuscular y descendió raudo hacia el recortado polígono del campo de aterrizaje. Eve se levantó del banco junto al pequeño estanque, cuya agua empezaba a brillar reflejando la diamantina imagen de Venus, el lucero vespertino. La muchacha temblaba impaciente; circundó el estanque y se volvió a sentar.

Por último aquí venía él, Tony, como Eve esperaba.

—¡Hola, Tony! —trató de poner frialdad en su saludo.

—¡Eve, vida mía!

—¡No debemos decir ni siquiera eso! ¡No... no me beses ni tan sólo me abraces!

—¿Por qué...? Sé que tu padre se opone. Hay que someterse a la disciplina de la Liga de los Últimos Días. ¿Pero por qué? ¿Por qué nos lo piden? ¿Y por qué tienes que obedecerles?

—Mira, Tony. Limítate a tocarme las manos, así... y trataré de explicártelo. Pero antes que nada, ¿qué tal la ciudad hoy?

Tony le dio un somero informe.

—Entiendo. Ahora, Tony, sentémonos uno al lado del otro... pero sin que me rodees con tu brazo. Lo deseo mucho, pero no puede ser. El porqué, ¿no lo comprendes aún?

»Vivimos una época muy solemne, Tony. He pasado una buena parte de hoy haciendo una cosa rara... para mí. Tuve que leer de nuevo el Libro de Daniel... especialmente lo del festín de Baltasar. Lo leí una y otra vez. Me lo sé de memoria ya, Tony.

»El rey Baltasar hizo un gran banquete a mil de sus príncipes, y en presencia de los mil bebía vino.

»Baltasar, con el gusto del vino, mandó que trajesen los vasos de oro y de plata que Nabucodonosor su padre había traído del templo de Jerusalén; para que bebiesen con ellos el rey y sus príncipes, sus mujeres y sus concubinas.

»Entonces fueron traídos los vasos de oro del templo de la casa de Dios y bebieron con ellos el rey y sus príncipes, sus mujeres y sus concubinas.

»En aquella misma hora salieron unos dedos de mano de hombre, y escribían delante del candelero sobre el encalado de la pared del palacio real, y el rey veía la mano que escribía.

»Entonces el rey se demudó y sus pensamientos lo turbaron, y desatáronse las ceñiduras de sus lomos, y sus rodillas se batían la una con la otra.

»El rey clamó en alta voz que hiciesen venir magos caldeos, y adivinos.

»Y como recordarás, Daniel interpretó lo escrito en la pared. "Mene, Tekel, Upharsin. Contó Dios tu reino y halo rematado. Pesado has sido en balanza, y fuiste hallado falto de peso. Y la misma noche fue muerto Baltasar, rey de los Caldeos".

»Lo que nos ocurre ahora es algo muy parecido a esto, Tony; sólo que el Dedo, en vez de volver a escribir sobre la pared, esta vez ha escrito en el firmamento... sobre nuestras cabezas. El Dedo de Dios, Tony, ha trazado dos rayitas en el cielo... dos objetos que se mueven hacia nosotros, donde nada debiera moverse; y el mensaje de uno de ellos es perfectamente claro.

»"Pesado has sido en balanza, y fuiste hallado falto de peso", nos dice una de esas rayitas a este mundo nuestro. "Contó Dios tu reino y halo rematado". ¿Pero qué quiere decir la otra rayita?

»Eso es lo raro, Tony... te produce escalofríos de miedo cuando piensas en ella. Pero la otra... ¡la otra es el segundo pensamiento de Dios... la oportunidad que Él nos envía!

»Recuerda cómo el Antiguo Testamento nos mostraba a Dios, severo e implacable. "¡Y vio Jehová que la malicia de los hombres era mucha en la tierra!", dicen las Sagradas Escrituras. "Y arrepintióse Jehová de haber hecho hombres en la tierra. Y dijo el Señor: Barreré a los hombres que he creado de sobre la faz de la tierra, desde los hombres hasta las bestias y hasta el reptil y las aves del cielo; porque me arrepiento de haberlos hecho". Y luego, Dios pensó y se ablandó un poco; y previno a Noé diciéndole que edificara el arca para salvarse él y algunas de las bestias, para poder recomenzarlo todo de nuevo.

»Bueno, Tony, me parece que la segunda rayita del cielo dice que Dios está una vez más haciendo lo mismo. No ha caminado su Naturaleza desde el Génesis, no en tan breve espacio de tiempo. ¿Por qué iba a cambiar? Me parece a mí, Tony. Él nos ha vuelto a mirar y se ha disgustado.

»La evolución, tú lo sabes, ha estado ocurriendo en este mundo durante quizás quinientos millones de años; y yo creo que Dios lo ha tenido en cuenta, considerando que nosotros somos lo que ha dado de sí todo ese tiempo, pero que debería barrernos si no pudiéramos dar más de sí. Así pues nos lanzó esa primera rayita para destruirnos por completo. Ese es Bronson Alpha. Pero antes Él envió también en el mismo camino, después de recapacitar, a Bronson Beta.

»Mira, después de todo, Dios ha estado trabajando en el mundo durante quinientos millones de años; y ese era un tiempo apreciable, incluso para Dios. Así que me parece que dijo: “Los barreré; pero les daré a unos cuantos una oportunidad. Son lo bastante buenos como para aprovecharla y trasferírsela a otro mundo que yo les mando, quizás merezcan que se les conceda un nuevo plazo para ver si se regenera la humanidad. Y yo habré empleado quinientos millones de años de una manera útil”. Porque nosotros comenzaremos en el nuevo mundo, Tony, si no nos quedamos en éste.

—Comprendo —dijo Tony—. ¿Pero qué tiene que ver eso con prohibirme que te ame, que te tome entre mis brazos, qué...?

—¡Desearía que pudiésemos hacer eso, Tony!

—¿Entonces por qué no?

—No hay motivo, no habría, si con toda seguridad tuviéramos que morir aquí, Tony... con el resto del mundo; pero sí hay motivos si tenemos que viajar en la espacionave.

—¡Sigo sin entenderlo!

—¿De veras? ¿Supongo, Tony, que la segunda rayita del firmamento... la que llamamos Bronson Beta que vendrá cerca de nuestro globo y posiblemente nos recibirá sanos y salvos, antes de que Bronson Alpha barra el resto, supones. Tony, que fue enviado sólo para ti y para mí?

—Yo ni siquiera supongo que fue enviado —objetó Tony impaciente—. Yo no creo en un Dios que obra y se arrepiente y borra los mundos que Él hizo.

—Yo sí. Hace unos cuantos meses, no habría creído en Él, pero desde que ocurrió esto, creo. Lo que viene es en suma demasiado preciso y exacto para que no sea planeado por una Inteligencia, o que sea algo al azar. Porque esas dos rayas... los cuerpos Bronson... no entran en nuestro sistema solar junto a Neptuno o Júpiter, en donde no hallarían vida. Han sido escogidos, de todo el espacio próximo a nosotros, para chocar con la única esfera habitada... los dirigen contra nosotros. Dirigido... enviados, es decir, Tony. Si el grande ha de destruir el mundo, yo no creo que hayan enviado al otro sólo para que tú y yo vayamos a dar en su superficie.

—¿Entonces, cuál es tu idea?

—Está enviado para salvar, quizás, algunos de los resultados de quinientos millones de años de vida de este planeta; pero no a ti y a mí, Tony.

—¿Por qué no? ¿Qué somos nosotros?

Eve sonrió débilmente.

—Somos parte de los resultados, claro. Como tales, tenemos que ir en la espacionave. Pero si vamos, dejaremos de ser nosotros mismos, ¿no lo ves?

—No —insistió Tony tozudo.

—Quiero decirte que, cuando lleguemos a ese extraño mundo vacío... si llegamos... no podremos llegar posiblemente como Tony como Drake y Eve Hendron, para continuar un amor y un matrimonio iniciados aquí. ¡Sería una verdadera locura!

—¿Locura?

—Sí. Supongamos que una espacionave logra cruzar con, digamos, treinta de su tripulación. Tomamos tierra y comenzamos a vivir... treinta solos en un mundo vacío tan grande como éste. ¿Cómo sería y qué seríamos en aquel mundo? ¿Individuos aislados y puestos en libertad, despegados unos de los otros, como aquí? No; nos convertiríamos en pedazos de biología, llevando con nosotros semillas mucho más importantes que nuestras personas... mucho más importantes que nuestros prejuicios, amores y odios. No podremos entonces pensar en nosotros, sino en preservarnos mientras establezcamos nuestra estirpe.

—¿Qué quieres significar exactamente con eso, Eve?

—Significa que el matrimonio en Bronson Beta... si llegamos... no podrá ser posiblemente lo que es aquí, en especial si sólo unos cuantos, poquísimos, llegamos. Será entonces de suma importancia... será esencial para adoptar cualquier acción que las circunstancias puedan requerir para establecer la raza.

—Te refieres —dijo Tony con furia, recordando las observaciones del desayuno—, que por ejemplo ese aviador de Sudáfrica... Ransdell... viniese también en la espacionave y viviéramos todos juntos, puede tener derecho también a que yo te ceda a él, cuando las circunstancias lo requieran, ¿verdad?

—No lo sé, Tony. Ahora no podemos describirlo con posibilidad de acierto; no podemos imaginar las circunstancias cuando tengamos que recomenzarlo todo. Pero una cosa sí sabemos... que no nos es posible fijar relaciones primero entre nosotros aquí y que después puedan ser sólo fuente de discordia.

—¡Relaciones con amor y matrimonio!

—Puede que no sean en absoluto las mismas cosas, allá.

—Estás loca, Eve. Tu padre te ha estado hablando.

—Claro que sí; pero sólo hay cordura en lo que dice. Ha pensado muchísimo en ello, puede mirarlo con calma desde el fin del mundo hasta lo que pueda haber después... se ha dado cuenta de que no quiere que nos dejemos llevar por sentimientos y atracciones que en nuestro futuro hogar, el hogar de toda futura raza también, puedan causar dificultades querellas o rivalidad y muerte. ¡Qué terrible luchar y matarse mutuamente en un mundo que nace! Así que tenemos que comenzar libertándonos nosotros mismos de tales cosas comunes aquí.

—Yo no podré libertarme del sentimiento que me inspiras, no me será posible ocultar que te quiero más que a cualquier otra cosa. ¿Qué es lo que tu padre ha visto para nosotros en... Bronson Beta?

Ella le eludió.

—Porque no es racional preocuparse de ello, Tony, cuando hay diez mil posibilidades contra una de que nunca lleguemos. Pero hemos de intentarlo... ¿No te parece?

—Claro que sí, yo lo haré por lo menos, si tú vas a ir.

—Entonces tendrás que someterte a la disciplina.

Los brazos de Tony tenían hambre de abrazos y sus labios suspiraban por posarse en los de ella, pero se dio media vuelta con energía.

Dentro de la casa encontró a su padre, a Cole Hendron.

—Me alegro de verte, Tony. Vamos adelantados con nuestros planes. Supongo sabías que contábamos contigo.

—¿Para qué —inquirió Tony con brusquedad.

—Para que seas de la tripulación. Estás sano, eres inteligente y tienes valor, creo. Al final se va a necesitar para eso tener más coraje que para permanecer aquí, en la Tierra. Porque todos nos marcharemos... saldremos disparados hacia el firmamento mientras el mundo aún parezca sano y salvo. Nos iremos, claro, antes del fin; y el fin del mundo nunca se creerá con realidad hasta que suceda. Así que yo necesito hombres de tu clase, de tu inteligencia, de tus cualidades. ¿Puedo contar contigo?

Tony le miró con fijeza.

—Puede contar conmigo, Mr. Hendron.

—Bien... ya me imagino que Eve te ha puesto al corriente de algunas características de la disciplina de la Liga. Yo te diré, a su tiempo adecuado, las demás; no te pedirá nada que no sea en la actualidad razonablemente necesario. Pero ahora tengo que aconsejarte que aprendas algo útil. La experiencia en la bolsa, la pericia en el comercio, apenas tendrán aplicaciones en Bronson Beta, mientras que el conocimiento de la agricultura y de la habilidad en artes manuales y mecánica elemental puede ser de un valor incalculable. Tienes tiempo para aprender el proceso simple y primario por el que se mantiene la vida. Tendrás, si me permites que te lo diga, aproximadamente dos años para prepararte, antes de que los asuntos aquí se pongan mal con la aproximación de los planetas en su primera pasada.





Capítulo VIII - ÓRDENES DE MARCHA PARA LA RAZA HUMANA



Ningún archivo hubiera podido conservar en sus carpetas la milésima parte de los cambios que sobrevinieron en aquellos dos años. Ni uno solo de las aspectos de la empresa humana dejó de verse perturbado.

Fue en la mitad del globo que llamamos Hemisferio Norte donde el efecto de la aproximación de los planetas demostró ser más desastroso. Claro que era en el norte donde estaban los continentes atestados de población, Asia, Europa, África del Norte, Norteamérica. El Hemisferio Sur, en comparación, estaba en apariencia tranquilo; y el Sur, además, tenía la ventaja de ver a las extrañas estrellas hacerse visibles lentamente y poco después, despacio, aumentar su brillo. El Sur llegó a acostumbrarse a aquel aspecto de su firmamento.

Pero al término del primer año a partir del anuncio de su aproximación, los dos mundos se vieron por primera vez en el hemisferio septentrional. En parte era debido a su actual proximidad, que lea traía no sólo más cerca sino también más altos en el firmamento; pero principalmente se debía a los cambios estacionales de la Tierra que en primavera mostraba más y más parte de los cielos meridionales.

Así que allí se plantaron, no lo bastante altos con respecto al horizonte para que se les viera desde Nueva York o San Francisco, pero distinguibles y extraños... dos nuevas estrellas claramente relacionadas, una más brillante que la otra. Incluso con un buen anteojo de campaña, la más brillante aparecía como un disco redondo y brillante y la más pequeña algo más que un mero puntito.

Hacía ya más de un año que se esperaban unas declaraciones científicas más concretas; pero la declaración que Hendron firmó decía apenas:

«Es todavía imposible predecir el efecto total de la aproximación de los cuerpos Bronson. Sin lugar a dudas nos perturbarán considerablemente. Podemos anticipar, como mínimo, los siguientes fenómenos: mareas que destruirán o dejarán inhabitables a todas las ciudades costeras y las tierras interiores basta algo más de ciento cincuenta metros sobre el nivel del mar. No tenemos precedente terrestre para estas mareas. La existente que en la bahía de Fundy alcanza una altura de dieciocho metros será una nimiedad en comparación. Las mareas que anticipamos tendrán quizás varias treintenas de metros de altura y barrerán las tierras con una violencia impredecible.

»La segunda manifestación, que será simultánea, consistirá en actividad volcánica y terremotos de extensión imposible de vaticinar en su violencia.

»Los cuerpos Bronson, si pasan describiendo una parábola, se aproximarán a la Tierra dos veces. Sí, no obstante, su curso se modifica convirtiéndose en una eclipse, la Tierra se tropezará con ellos en su viaje alrededor del sol. La colisión directa con uno u otro de los cuerpos, o la colisión debida a la mutua atracción cuando se esté en proximidad, no puede ser descartada por imposible. La sucesión de mareas y terremotos causada por la gravedad y las tensiones resultantes puede instantáneamente o con el tiempo hacer que la superficie de este globo sea inhabitable por completo; pero no podemos decir que no haya esperanza.

»Han de tomarse algunas medidas. Todas las ciudades costeras del mundo deberán ser evacuadas. Las poblaciones han de ser trasladadas a regiones altas y no volcánicas. Hay que hacer provisión de alimentos, ropas y viviendas para los emigrados.

»Quedan considerables dudas acerca del origen y naturaleza de los cuerpos Bronson. Se han realizado esfuerzos para determinar su composición, pero las determinaciones son difíciles, ya que son astros no luminosos.

»Los científicos del mundo están de acuerdo en que el curso pergeñado anteriormente es el único lógico. Desde la primera aproximación de los cuerpos Bronson pueden esperarse sus efectos sobre las mareas, que ya serán apreciables a finales del próximo verano, por lo que la emigración general debería comenzar en seguida.»

En la mañana posterior al anuncio científico mencionado, Tony se hallaba plantado en la vasta y concurrida sala de espera de la estación Grand Central. Ayer se expidieron órdenes de marcha para quinientos millones de seres humanos. Si no sabían ahora que aquello iba a ser el fin del mundo, por lo menos se les había dicho que era el fin del mundo que ellos conocían.

Escuchó retazos de las conversaciones que tenían lugar a su lado.

—Te digo, Henry, que es una tontería, eso mismo. Sí alguien espera que abandone mi apartamento, recoja mis cosas y me aleje de la calle Cien y de la Ochenta y Uno sólo porque unos pocos tipos canosos maestros de escuela piensen que viene un cometa, es que está loco...

—Es el fondo, eso es lo que dice; y yo me alegro de verlo por una cosa. Cuando el mar empiece a levantarse y la Tierra comience a quebrarse, me quedaré plantado y me carcajearé. Voy a decir: «¿De qué sirve ahora la Política Agraria? ¿Quién vendrá ahora o cobrarme los impuestos? ¿Qué importa ya que haya habido o deba haber Ley Seca? ¿Cuál va a ser el guapo que ahora me detenga en mi coche y me ponga una multa por faltar al Código? Adiós, mundo». «¡Adiós! ¡Buen viaje!». Espero que deje a esta condenada Tierra tan lisa como una bola de billar...

—No me aprietes tanto la mano, papá. Me haces daño...

—Es ridículo. Han estado peleando con sus alocadas cifras durante generaciones. No pueden decir siquiera si mañana lloverá o no. ¿Cómo diablos se ven capaces de afirmar que va a ocurrir eso? Proporciona a un científico una idea y una buena cantidad de números y lo verás volverse loco, eso es todo...

—Así que le dije a aquel fanfarrón: «Soy una trabajadora y seguiré siéndolo toda mi vida, y no puedes decirme que eso no importa porque el mundo está a punto de terminar y de ninguna manera me puedes decir que me gustas más que nada, porque no es verdad y menos ahora que te veo azul de miedo: así que me bajo de este coche ahora mismito, haya o no haya fin del mundo, rico»...

—Ríete de todo. Adelante. Déjame ver cómo te ríes. Te has estado carcajeando de todo desde que nos casamos. Te reías de las facturas sin pagar. Te reías de mi raído abrigo de pieles. Te reías de no ser capaz de comprar un nuevo coche. Ahora déjame ver cómo te ríes de un terremoto...

—Lo saqué todo y compré oro. Conseguí dos revólveres. Llené la casa de latas de conserva. Dije:

«Ahí tienes, Sarah, te has pasado la vida diciéndome que sabes llevar muy bien las cosas. Toma el dinero. Toma la casa. Toma estas dos armas. Yo me largo. Si sólo nos quedan de vida un par de meses, voy a divertirme un poco en ese tiempo.» Eso es lo que la dije y, gracias a Dios, aquí estoy...

Tony sacudió la cabeza. Cada palabra que acababa de oír rezumaba en su opinión un sentido de inmovilidad de la raza humana. Cada individuo relacionaba una circunstancia cósmica con su caso particular. Cada individuo planeaba actuar independientemente no sólo del resto de sus compañeros, sino al margen de todos los signos y portentos del firmamento. La mente de Tony concibió la imagen de enormes ciudades al borde de la inundación... ciudades en las que miles incluso millones rehusaban abandonar y que sus pobladores continuaban con sus infinitésimos negocios, egoísticamente, viviendo su vida, guardando rencor hacia los hechos que los hombres más sabios manifestaban con ánimo de impresionarles. Oyó cómo anunciaban su tren y se dirigió hacia la puerta.

Marchó el vehículo por un oscuro túnel y luego salió a la luz del día la estación en el cruce de las calles 1 y 25. Sus ojos descansaron incómodos en la acumulación de feas casas. Hacía tiempo que se había dado por sentado todo aquello; y la multitud que allí vivía, los mismos habitantes, tenían pensamientos propios, individuales. Vegetaban, por no decir otra cosa. Comían rápidamente las dos veces al día necesarias para mantener su cuerpo con vida y se separaron por agitarse dentro de aquellos enormes panales fuente y vivero de enfermedades, sucios, donde reinaba la estupidez, donde sus habitantes parecían vestigios de la Edad Media.

Tony, que jamás fue religioso en ningún sentido convencional, había empezado a compartir la sensación de Eve acerca de lo que iba a ocurrir. Ella tampoco fue religiosa, pero emocionalmente, por lo menos, aceptó la idea de que Dios mismo se había asqueado del egoísmo, la estupidez y la malicia y en su disgusto había lanzado dos guijarros por el cielo en un rumbo que, ahora de noche en noche, se hacía más aparente.

El tren avanzó dejando atrás las últimas manzanas y penetró en un paisaje verde con el río a un lado, el Hudson, en el que las mareas pronto se alzarían desbordando sus pretiles. Tony echó una mirada atrás, una sola, hacia la terca ciudad. La primera marea no llegaría hasta cubrir las torres más altas allí edificadas; los pináculos del triunfo del hombre perdurarían, durante un poco tiempo, por encima de las mareas; ¿pero todo el resto? Tony apartó la vista y miró hacia el río tratando de no pensar en el desastre.





Capítulo IX - CÓMO LO TOMÓ EL MUNDO



Instalado en un sillón, Tony miró en su torno a los confortables muebles de la sala de estudio y luego miró al propio estudiante. Un zanquilargo joven de pelo rojo, ojos azules y animosos y un salpicado de pecas que venía ser para su recién alcanzada madurez, como un recuerdo de la infancia recientemente dejada atrás.

—Sí —repitió Tony—. Soy de Cole Hendron. El decano me dijo algo acerca de su trabajo académico. El profesor Gates me mostró la tesis sobre la luz que usted preparó para su doctorado. Dijo también que era la cosa más estupenda que había recibido de un graduado desde que ocupaba la cátedra de Física.

El rostro del joven se volvió rojo como la grana.

—No vale nada. Lo que ocurre es que tuve una idea. Probablemente no tendré oirá igual en mi vida.

Tony sonrió.

—Tengo entendido que usted hace dos años era un buen remero en la tripulación de su universidad.

—Es cierto.

—En ese año dejaron atrás a todos en todas las competiciones, ¿verdad?

—Es que los demás no eran muy buenos y que nosotros fuimos los menos malos.

Tony miró a las manos del joven, que se crispaban nerviosas. Eran manos potentes, que sin embargo parecían poseer una capacidad para efectuar ajustes minúsculos. Tony sonrió.

—No es necesario que sea tan modesto, viejo amigo. Tal y como le dije. Cole Hendron. de Nueva York, está reuniendo a un grupo de gente para un trabajo que quiere que se haga durante los siguientes meses. Es un trabajo particularísimo. No puedo decirle en que consiste. Ni siquiera puedo asegurarle que lo aceptará, pero estoy recorriendo el país con ímpetu de enviarle gente adecuada. Comprenda que no le ofrezco un trabajo en el sentido corriente de la palabra, en el sentido que tenía durante el pasado. No sé, ni tengo la menor idea de que se haya asignado algún sueldo a estas tareas en absoluto. A usted si acepta se le suministrará lugar donde vivir y alimentos.

El joven alto sonrió.

—Supongo que usted sabe que ofrecer una oportunidad de asociarse con Cole Hendron, a un hombre como yo, es como ofrecer la tarea de ser secretario de San Pedro a un arzobispo.

—Humm. A propósito, ¿por qué se quedó aquí en la universidad cuando la mayor parte de los estudiantes se fueron?

—No hay motivo particular. No tenía otra cosa mejor que hacer. La universidad tiene unos terrenos enormes, así que no me pareció sensato marcharme y yo pensé que podría seguir con mi trabajo.

—Comprendo —replicó Tony.

Su compañero dudaba en decir lo que evidentemente tenía en su cerebro, pero finalmente rompió el breve silencio.

—Mire, señor... señor...

—Drake. Tony Drake.

—Mr. Drake. No comprendo porqué diablos Hendron me necesita. Si está planeando llevarse un grupo de gente a un lugar seguro con el fin de preservar el conocimiento científico durante el siguiente año, encontrará cientos de personas, miles, que sepan más que yo y sean más dignos de salvar y que tengan una mejor memoria que la mía.

Tony miró aquellos ojos azules llenos de buen humor y le gustó el joven. Instintivamente sintió que había allí una persona a quien Cole Hendron y el comité aceptaría. El nombre del joven ante él, recordó, era Jack Taylor, su historial para un hombre de 25 años era asombroso. Sonrió ante la especulación de su interlocutor.

—Es usted físico, Taylor. Si usted se hallase dentro de los zapatos de Cole Hendron y tratase de llevar un grupo de gente a un lugar sano y salvo ¿dónde, precisamente bajo las circunstancias que anticipamos, se los llevaría?

El otro se quedó un momento pensativo.

—Eso es lo que me preocupa. No puedo pensar en ningún lugar de la Tierra que ofrezca un refugio esencialmente satisfactorio.

—Exactamente. No hay lugar en la Tierra —destacó Tony las últimas tres palabras.

Jack Taylor frunció el ceño rápidamente y de pronto las pecas de su rostro destacaron porque la piel bahía palidecido por completo.

—¡Dios todo Poderoso! ¿Usted no piensa sugerir...?

Tony alzó la mano y la dejó caer.

—Le estoy ofreciendo una carta que le permitirá celebrar una entrevista con Cole Hendron. ¿Quiere usted ir a verle?

Durante un momento Taylor no respondió. Luego dijo contento:

—¡Maravilloso! ¡Dios mío... Hendron es precisamente el hombre, el único hombre...! ¡Pensar que tenían que venir a mi a pedirme que fuese a verle! —las lágrimas le llenaron los ojos, se puso en pie y de dos poderosas zancadas se colocó junto a la ventana.

Tony le palmoteo la espalda.

—Le veré en Nueva York. Mejor es que se vaya inmediatamente. Hasta luego, amigo.

Profundamente conmovido, orgulloso de que cualquier raza, cualquier civilización pudiese producir seres humanos del temperamento y la bondad del joven Taylor. Tony salió a los jardines de la universidad y se apresuró para acudir a una cita con un oscuro, pero inteligente profesor ayudante de química, con sus investigaciones sobre los coloides que le habían colocado en la larga lista que Hendron y sus asociados proporcionaron a Tony.

Tony, habiéndose aplicado durante meses a la adquisición de los conocimientos primitivos necesarios en agricultura y artes manuales, se encontró nombrado ayudante personal de Cole Hendron. Tony se posesionó decididamente de su puesto y como poseía un innato don de gentes, le envió Hendron a reunir a los jóvenes que tenían que componer la extraordinaria tripulación de la espacionave.

Hendron pidió a Eve que sugiriese. Profesionalmente, a las mujeres que tenían que acompañarles; y Tony tuvo que entrevistarse con algunas que Eve eligió.

Era extraño pensar en ellas al mando de uno... y con unos cuantos otros hombres sacados de toda la creación mundial... instalándose en un planeta vacío. ¿Qué llegarían a hacer mutuamente allí?

Era extraño todavía mirar por la noche el cielo y ver una manchita de luz junto a otra manchita más brillante y grande y darse cuenta de que era posible, era muy posible, convertirse en visitante de aquel lugar del firmamento.

Tony regresó, tres semanas más tarde, a la ciudad de Nueva York, donde Hendron ahora pasaba la mayor parte de su tiempo. Había instalado laboratorios y talleres en varios lugares, pero la ventaja de Nueva York como centro de comunicaciones era tan grande que decidió no abandonar su trabajo allí hasta el último momento.

A su llegada a la ciudad, una tarde a últimos de julio, Tony fue seguidamente a ver a Hendron y a Eve. Tenía que tratar negocios con el científico, no con Eve; aunque eso sí, deseaba mucho verla y estar con ella, más de lo que se atrevía a reconocer. No observó muchos cambios en la ciudad. La estación era un mar de gente, como lo fue el día de su partida. Las calles estaban atestadas, algo más que normalmente; su taxi avanzó despacio.

Habían tres policías en los despachos delanteros de los laboratorios y le dejaron pasar al cabo de un ratito de espera. Eve fue la primera en entrar. En la sala de recepción le estrechó las manos con frialdad. Es decir, exteriormente había frialdad; pero interiormente, Tony estaba seguro de que ella temblaba igual que él.

—Oh, Tony —dijo Eve, con una voz casi quebrada—. ¡Me alegro de que hayas vuelto! He leído todos tus informes.

—Yo he leído tus acuses de recibo —dijo Tony con aspereza. Eso fue todo lo que ocurrió entre ellos y lo que ocurría. ¡Informes y acuses de recibo, en vez de cartas de amor!

—Papá estará en seguida contigo. Hemos trabajado muy de prisa desde que te fuiste. Papá, tú y yo, vamos a cenar juntos esta noche.

—¿Alguien más? —preguntó Tony celoso.

—No; ¿Quién querías que estuviera?

—Yo pensé que probablemente tu Sudafricano.

—¡No es nada mío, Tony!

—Pues de tu padre. Le mantiene en el laboratorio... para ti.

Hendron, con su guardapolvo de trabajo, salió briosamente a la sala de espera.

—¡Hola, Drake! Encantado de volverte a ver. Tus candidatos han estado llegando diariamente y los hemos puesto a todos al trabajo. Dodson, Smith, y Greve están entusiasmados con ellos. —Miró su reloj—. Las cinco cincuenta y cinco. Tengo que hacer un poco de trabajo ahí dentro. Luego deseamos que vengas a casa a cenar.

Mientras Tony abría con llave la puerta de su apartamento, Kyto saltó de su sillón y se puso en pie.

—Tomo su presencia, señor —dijo Kyto—, con extravagante gratitud.

Tony se echó a reír.

—Un baño, Kyto, un esmoquin, algo para beber... no he bebido nada decente desde que me fui. ¡Santo Dios! Es refrescante volver a ver esta cabaña. ¿Me echaste de menos?

El japonesito movió la cabeza.

—Toda mi persona se ha visto sumida en una melancolía continua, que ahora se ha disipado.

—Perfecto —dijo Tony—. ¡La bebida, el baño, las ropas! Comer, beber y ser felices, porque mañana moriremos. Hay algo de eso, Kyto.

—He llegado a darme cuenta de las circunstancias Bronson y en total estoy de acuerdo en lo que acaba de decir, señor.

Las cejas de Tony se alzaron.

—¿Lo sabes ya todo?

—Tengo un servicio de información en los almacenes.

—Bien. ¿Cómo está mi madre?

—Excelente de salud. Telefoneando cada día.

—Será mejor que la llames primero. Después hay que hacer una cosa. Ocasionalmente le telefonearé, pero quién sabe cuando la volveré a ver. Mamá es de muy buen conformar.

—Sí, señor, una persona muy estimable.

Tony se quedó mirando con sorpresa la espalda del japonés mientras éste se dirigía al teléfono. La aproximación de los cuerpos Bronson había hecho más locuaz a su sirviente de lo que lo fue jamás. A parte de eso, no se podía discernir ningún cambio en Kyto... ni tampoco lo anticipaba Tony. Comenzó a quitarse sus ropas de viaje y estaba en el baño cuando Kyto logró establecer la comunicación con su madre, que se hallaba en su casa de Connecticut.



Tony se movió con un sentimiento de incredulidad. El apartamento de los Hendron estaba igual que antes. Leighton se aproximó tieso con un cóctel en una bandeja de plata. Incluso música de jazz emitía la radio con suavidad. Sonrió débilmente. Tenía gracia que una chica de la extraordinaria educación de Eve y de su gusto, disfrutase con el monótono ritmo de jazz que salía de la radio, sin embargo le gustaba mucho.

Apareció Eve... una nueva Eve que era algo diferente de la vieja Eve. Vestía un traje de noche verde que le recordó aquella hora pasada hace tiempo en la terraza.

—Hola, Tony —en los ojos de la muchacha había la misma maravilla, la misma sorpresa e incredulidad que él sentía. Tomó el cóctel que Leighton le había traído y lo alzó hasta la luz. Un hemisferio rosa, unas cuantas gotas de algo que pertenecía a una vida en un mundo ya muerto casi—. ¡Felices días!

Hendron apareció inmediatamente después de su hija.

—¡Drake! Buenas noches, viejo amigo. No quiero cóctel, gracias, Leighton. Bueno, esto es raro. Aquí estamos, como en los viejos tiempos, ¿eh?

—No digas eso, papá. Seguiremos haciéndolo durante el resto de nuestras vidas.

Los extravagantemente ojos azules de Hendron destellaron.

—Si esperas que te proporcione vasos de cóctel y de ron de contrabando en los años futuros en Bronson Beta, Eve, me parece que sobreestimas mi paternal generosidad. Tenemos... Tengo que volver al laboratorio para celebrar una conferencia a medianoche.

Se abrieron las puertas del comedor. Blanco, plata y rojo brillaron bajo luces indirectas.

Señalando con orgullo unas rosas, dijo Eve:

—Es algo raro de adquirir estos días.

Se sentaron. Leighton sirvió el consomé y Tony cogió su cuchara de plata con un sentimiento de ensueño, de irrealidad, que los psicólogos habrían advertido y sólo hubieran podido explicar a medias.

Hendron le hizo volver a la sensatez.

—Cuéntanos las noticias, Tony. Vivimos metidos en el laboratorio desde que te fuiste. Esta es nuestra primera noche libre, para Eve y para mí. Comer aquí, dormir aquí. Tenemos habitaciones ahora en el piso superior al laboratorio. ¿Qué ocurre en el mundo? Ya sabes, ni siquiera leemos los periódicos. Son demasiada distracción y Dodson tiene instrucciones para seguir la pista de las noticias, para no darnos ninguna, a menos que afecte a nuestro trabajo.

Tony se tomó su consomé.

—¿Quiere usted decir que no han seguido la evolución del efecto causado en nuestra sociedad por la amarga píldora que ustedes le recetaron?

Hendron sacudió la cabeza.

—No hay que hablar de eso. Una palabra aquí y allá en referencia a alguna otra cosa, eso es todo.

Eve intervino con ansiedad.

—¡Adelante, Tony! Cuéntanoslo todo. ¿Qué sabes del mundo? ¿Qué tal van las cosas en Boston? ¿Qué piensa la gente y dice? ¿Qué noticias se reciben del extranjero? Todo lo que sabemos es que el gobierno ha hecho por fin algo útil y se ha ocupado de las utilidades públicas para mantenerlas en marcha.

Tony comenzó a hablar. Aprovechó las escasas oportunidades que le daban las preguntas de sus amigos, para comer.

—Pues la mía no es tan diferente como uno podría imaginar. El gobierno de Washington está ahora menos interesado con el hecho de que la población debería alejarse de la costa, que con su inmediato problema. Si todavía no han leído nada, les daré una idea. Hubo una huelga general en Chicago hace dos semanas que inutilizó todo. Ni luz eléctrica ni agua; nada durante un día. Hubo un tumulto horrible en Birmingham. Las fuerzas de media docena de ciudades se echaron a la calle. Los gobernantes del estado no fueron capaces de solucionar la situación. En algunos casos, era sólo que la gente decidía no trabajar más y en otros era un simple tumulto general. El Gobierno Federal se metió en todas partes. Se encargaron del control de las utilidades, procuraron que los trenes siguiesen en marcha, que las centrales eléctricas funcionasen, etc. Nominalmente los trabajadores fueron encerrados por alterar el orden público, pero en realidad creo que encontraron necesario detenerlos. El jaleo comenzó cuando yo estaba en Boston, pero al cabo de tres días los servicios más importantes de alojamiento, aprovisionamiento y transporte funcionaban bastante bien.

»Creo que la gente miró primero hacia el presidente, de todas maneras; el presidente tuvo el buen sentido de actuar políticamente rápido, haciendo cara al asunto y tomando sobre sí la prueba de utilidad para resolver y disponer lo que le pareciese que serviría para mantener en marcha al país. Ha habido algún jaleo en el ejército y en la marina, aún más en la Guardia Nacional, especialmente con los soldados padres de familia que querían permanecer en su hogar. Supongo que son casi medio millón los hombres que efectúan deberes de policía ahora mismo.

—Es raro —dijo Eve—. Pero me di cuenta de que las cosas funcionaban, aun sin haber tenido tiempo para investigar precisamente porqué funcionaban.

Su padre miró con interés a Tony.

—Todo va de acuerdo con el plan que la Liga preparó antes de dar la noticia. Un hombre llamado Carey es plenamente responsable. Se trata de un economista. Creo que ahora es huésped de la Casa Blanca y que ha estado allí durante unos diez días.

—He visto su nombre —dijo Tony y prosiguió—: Como iba diciendo, la cosa no ha originado tantas diferencias como uno podría imaginar. Vi un tumulto muy feo en Baltimore entre soldados por un lado y policías por el otro, pero en media hora todo pasó. Creo que el trabajo de conservar al público informado ha sido maravilloso. La radio funciona veinticuatro horas al día y los periódicos aparecen tan a menudo como tienen algo fresco que imprimir. Se mantiene a la gente animada, tranquila y dominada. Claro, parte de la calma general es simplemente debido a la inercia de la masa. Por cada persona que se ponga histérica o haga alguna locura, hay diez que no sólo dejarán de ponerse histéricas, sino que ni siquiera reconocerán que sus vidas van pronto a ser cambiadas por completo. Toda la ciudad en Philadelphia, con excepción de la universidad, permanece casi inalterada. De todas maneras, esa es la impresión que uno obtiene.

»Y los sin trabajo han sido acorralados en masa. Hay el proyecto de convertir toda la hoya del norte del Mississippi y oeste de Kansas City en un receptáculo para la población costera, y por eso los sin empleo trabajan allí, según tengo entendido, preparando habitaciones y alojamientos para diez millones de personas. En su mayor parte son eventuales. También siembran vastas zonas de tierra. Me imagino que van a dirigir la emigración cuando el interior del país esté preparado, lo más posible, para recibir a esa gente y, cuando el peligro de las grandes mareas se acerque. Como materia, de hecho cada asiento industrial trabaja a toda marcha y Chicago es el cuartel general para todos los productos. No recuerdo las cifras, pero una apabullante cantidad de alimentos en conserva, ropas, suministros sanitarios y cosas así, están siendo preparadas y distribuidas en bases del valle del Mississippi. Admitiendo que el valle permanezca habitable, creo realmente que la mayoría de nuestra población será trasladada allí con cierto éxito y se le dejará instalada por un tiempo indefinido.

—Es maravilloso, ¿verdad? —dijo Eve.

Tony asintió.

—La maquinaria que organizó millones de hombres durante la guerra, era aun más o menos asequible para esta tarea de mayor envergadura, desde el punto de vista de los planes y pensamientos humanos. La cosa más difícil es convencer a la gente de que hay que hacerlo; pero los jefes han reconocido el hecho y se han adelantado. Ha vuelto una especie de prosperidad. Claro, todos los precios y ganancias están ahora fijados con rigidez, pero hay trabajo más que suficiente por todas partes y, seguir atareado, es el secreto de mantener a las masas dentro de un equilibrio emocional.

Hendron asintió.

—Exactamente, Drake. Estoy en verdad asombrado al enterarme de que lo han hecho tan bien. Es inimaginable, ¿verdad? ¡Absolutamente inimaginable! Sólo hace unos pocos meses éramos una nación oscilando en las profundidades de lo que creíamos iban a ser grandes dificultades y tribulaciones, y hoy, de frente a una dificultad infinitamente mayor, la gente se comporta de manera más sensata, más unida... y con mayor éxito.

—Creo que es muy emocionante —dijo Eve.

Tony sacudió la cabeza afirmando.

—No puedo darles una imagen verdaderamente buena de todo. En realidad sé bien poco. Todo viene a impulsos... cosas leídas en los periódicos, cosas oídas por la radio, cosas que me dicen; pero esta narración al menos ha captado la idea básica de que va haber jaleo dentro de poco tiempo.

—Perfecto —dijo Hendron—. ¿Qué hay ahora del resto del mundo?

La mano de Tony se sobresaltó mientras ponía mantequilla a un pedacito de pan. Alzó la vista.

—¿El resto del mundo? —repitió—. No sé mucho acerca del resto del mundo. Lo que yo sé se lo diré, pero no acepte mi palabra como definitiva. La información es confusa, contradictoria e increíble. Por un lado, muchas de las naciones europeas siguen aún locamente tratando de conservar sus planes secretos para proteger sus fronteras, etc. De hecho, no me sorprendería que fueran a la guerra. Parece que se piensa muy poco en la cooperación y que se aterran con fiereza a su nacionalismo.

»Las dificultades obreras de Inglaterra se iniciaron en el minuto en que trató de instituir un trabajo obligatorio y retentivo para aquellos que procuraban su propio beneficio. Creo que Londres estuvo sin energía eléctrica durante cinco o seis días. Hubo una gran cantidad de sabotajes. La policía tuvo escaramuzas en Piccadilly y Trafalgar Square con turbas armadas. Una cosa curiosa ocurrió en la India. Se podría pensar que los hindús serían los últimos del mundo en reconocer lo que estaba a punto de ocurrir. Se creería que su reacción sería de aceptación fatalística. Sin embargo, de acuerdo con un último informe, había algo en el Veda que anticipaba los cuerpos Bronson, o alguna manifestación cósmica similar; y con la difusión de las noticias del desastre que amenazan al mundo, los Hindús y Brahmins se alzaron juntos. Ninguna palabra viene de la India en absoluto. Cada línea de comunicación ha sido silenciada o cortada.

Tony se detuvo, comió un poco.

—Esto es todo muy tendencioso. La mayor parte de lo que digo está tomado de los periódicos. Tendrán que perdonarme, pero me pidieron que se lo contara.

—No te pares, Drake, amigo.

—Sí, adelante, Tony.

—Australia y Canadá, por otra parte, han actuado de manera muy parecida a los Estados Unidos. Sus jefes políticos, o al menos los que inmediatamente llegaron a la prominencia y al poder, aceptaron el hecho de que se presentaba un jaleo gordo. Inmediatamente se pusieron a emitir órdenes y están haciendo cuanto pueden con su pueblo. Lo mismo que Sudáfrica.

»Los franceses están muy alegres y muy enloquecidos. Piensan que todo es muy chocante y creen que al mismo tiempo es un insulto para Francia. Toda la nación se ha llenado de gente murmurante e inefectiva. Planean medidas políticas en todo su valor y se suceden los gobiernos uno tras otro, algunas veces en la proporción de tres cada día, sin conseguir que nada se cumpla en absoluto. Pero por lo menos han seguido manteniendo en marcha su nación. Alemania se ha vuelto fascista; mataron a unos cuantos comunistas y también a unos cuantos judíos.

»Los comunistas luchan por conseguir el control... aunque no con éxito. En cuanto a Rusia, se sabe bien poco. En realidad es un terrible golpe para los Soviets. Las industrias pesadas que han desarrollado con tanto esfuerzo y a un coste tan terrible, están desparramadas por toda una amplia zona. Creo que el gobierno Soviético lo está llevando todo con mucha amargura pero lo mejor que sabe. China sigue siendo China. Del mismo modo, se puede decir bien poco de ella. En Sudamérica las noticias han servido meramente para aumentar el flujo regular de revoluciones.

Tony dejó sobre la mesa el tenedor.

—Eso es todo cuanto sé —tomó un cigarrillo y lo encendió—. Nadie puede decir lo que se espera mañana o dentro de una semana. Puesto que es imposible asegurar cómo serán de altas las mareas, hasta qué distancia inundará la Tierra y la extensión de las zonas que devastarán y puesto que ni siquiera con deducciones se puede llegar a una indicación de cualquier clase en donde se levantará la Tierra, en dónde se hundirá, qué porciones serán testigos de erupciones y terremotos, puede que incluso los pasos gigantescos dados por algunos gobiernos sean fútiles. ¿Tengo razón?

—Mi querido muchacho —replicó Hendron después de una pausa—, tienes toda la razón del mundo. Esa es una imagen muy clara que tú has concebido y nos acabas de dar. Me sorprende que cualquier nación haya tenido la inteligencia de ponerse en marcha, aunque supongo, siendo patriota en el corazón, que confiaba y esperaba que nuestros propios Estados Unidos se apartasen de aquella sucia marea de política baja y salieran limpios a navegar con la cabeza bien alta antes de que llegue la crisis... Tomaremos café en la otra habitación.

Después de cenar, Leighton, cuya tristeza habitual, por alguna desconocida adversidad, había florecido en un sorprendente buen humor, acompañó a Ransdell al apartamento. Tony estaba furioso por la llegada de Ransdell. Esperaba tener aire para sí sólo.

No pudo definirse con cuanta esperanza confió el estar a solas con ella; pero por lo menos supo que deseaba de todo corazón que Ransdell se fuera, mientras que el sudafricano demostró bien a las claras que no se iría.

—Ha estado cinco o seis veces a Washington en servicio de papá —explicó Eve—. Y es estupendo en el laboratorio. Es un genio para la mecánica.

El sudafricano escuchó las alabanzas a sí mismo con embarazo; y Tony, observándole, se dio cuenta que en otras circunstancias hubiera simpatizado con él.

De hecho, originalmente Tony estimaba a David Ransdell mucho, hasta que se dio cuenta él también iba a ir con ellos, y con Eve... en la espacionave.





Capítulo X - MIGRACIÓN


Más y más, brillantes, y más y más altas cada noche, las estrellas extrañas asomaban en el firmamento septentrional.
En realidad, una dejaba de parecerse a una estrella y aparecía por el contrario, como una pequeña luna llena que cada noche se hacía mayor; y ahora la otra también mostraba su disco incluso al ojo limpio del observador.

Cada noche alteraba su posición ligeramente con relación una de otra. Porque el control gravitacional de la más grande —Bronson Alpha— hacía girar a la más pequeña, Bronson Beta, en una órbita como la de la luna alrededor de la Tierra.

Su clara aproximación paralizó las empresas en la Tierra, mientras que los efectos físicos de su embestida hacia el mundo fueron medibles sólo en los instrumentos de los laboratorios.

A través del mundo civilizado dos profesiones por encima de las demás se dieron de manera más universal a su llamada: día y noche, delante del hambre, de la sangre, del fuego, de las catástrofes y de la forma humana de angustia concebible, doctores y cirujanos siguieron cumpliendo con su deber; y día y noche entre los oscilantes cambios de condiciones y al socaire de fabulosas alarmas e informes, los hombres encargados de reunir noticias e imprimirlas, trabajaron para cumplir sus misiones.

Vio muchas más de las actividades del mundo que la mayor parte de sus ciudadanos en la época. Apenas había regresado de su primera fila en las ciudades de levante cuando fue enviado fuera de nuevo, esta vez al Medio y Lejano Oeste. Aquel viaje fue arduo a causa de las cada vez mayores dificultades de transporte. Los ferrocarriles trasladaban las civilizaciones del Pacífico y Atlántico tierra adentro y los trenes de pasajeros no tenían horario fijo. Vio la acumulación de carga en los depósitos del Oeste Medio. Vio las interminables instalaciones que llenaban el horizonte preparadas para su uso. Vio las impresionantes praderas que se habían cultivado para alimentar a la nueva horda al Norte y Oeste de Kansas, a lo largo de la Costa del Pacífico, observó los preparativos hechos para paliar la retirada de las gentes costeñas. Seattle, Tacoma, Portland, San Francisco, Los Angeles, San Diego, ciudades inevitablemente condenadas a la muerte, estaban sacando al aire sus raíces. Los millonarios se marchaban hacia el Este en sus grandes coches con sus tesoros más valiosos amontonados en su torno; y las gentes modestas dirigían un ojo ansioso al Pacífico y se volvían para mirar con incomprensible esperanza hacia las montañas que se alineaban paralelas al mar.

Cada ciudad en los Estados Unidos tenía una cierta participación en la emigración. Mapas en relieve de los Estados Unidos eran suministrados por el gobierno, de modo que cualquier hombre mirando uno de ellos pudiera decir donde encontraría un lugar de suficiente altitud que le protegiese de las aguas amenazadoras.

El trabajo de Tony era el mismo. Continuó enviando uno a uno y por parejas a aquellos científicos cuyo consejo deseaba Hendron y la flor de los jóvenes y mujeres que podían ser útiles en el acontecimiento del gran cataclismo.

Las propias ideas de Hendron estaban sin cristalizar todavía: notaba con creciente intensidad la necesidad de reunir a los mejores cerebros, los cuerpos más sanos y los corazones más inmaculados que pudiera encontrar. Tenía una variedad de planes. Había fundado dos estaciones en los Estados Unidos y estaba en proceso de equiparlas para todas las emergencias. Bajo las mejores condiciones, la personalidad de su grupo podía dividirse en dos partes y trasladarse a aquellas estaciones, para permanecer allí hasta que pasase la primera crisis para que después pudiesen salir como jefes en el esfuerzo final contra la muerte.

Bajo la presión del inevitable desastre, sus científicos impulsaron sus experimentos para obtener energía de la desintegración atómica hasta un punto en donde la potencia del átomo pudiera ser utilizada, dentro de los límites, como fuerza propulsora.

Hendron tuvo entonces un éxito al bombardear la superficie de la luna con un proyectil que era, esencialmente, un cohete pequeño. Había zanjado los problemas de la composición del casco, aislamiento y ventilación, que necesitaría un navío si lo hacía de tamaño capaz de ser ocupado por los hombres. Inventó cohetes dirigidos. Tuvo que construir un cohete con toberas a ambos extremos para que una descarga en la dirección opuesta detuviese su caída. Varios cohetes así, fueron disparados bajo control remoto, cruzando kilómetros y kilómetros de la atmósfera, girando, descendiendo en parte bajo la plena fuerza de sus potentes motores, y conteniendo su caída por descargas delanteras al extremo de su vuelo, de modo que su aterrizaje no los destruyese ni perturbase los delicados instrumentos que contenían.

El problema principal que quedaba sin resolver era el de un metal lo bastante resistente para aguantar la terrible fuerza que Hendron empleaba. Incluso los cohetes experimentales fracasaban a menudo en su vuelo a causa del calor generado por la combustión atómica interior, que fundía y evaporaba las paredes que debían contenerla. Así, en los laboratorios Hendron, los mejores metalúrgicos del mundo concentraban sus esfuerzos en encontrar una aleación capaz de resistir las temperaturas y presiones involucradas en el empleo de la energía atómica como fuerza propulsora.

Tony visitó varias veces las estaciones de Hendron. Una se hallaba en Michigan y la otra en Nuevo Méjico. Trajo informes sobre los progresos que se efectuaban allí en la construcción de laboratorios, talleres de maquinaria y viviendas. Regresó el día en que el presidente hizo su discurso desapasionado y conmovedor sobre el valor cívico. Más de cuarenta millones de personas escucharon la voz del presidente al salir ésta de la radio. Tony, de pie en el atestado pasillo del tren que unía Filadelfia con Nueva York, captó parte de las palabras del discurso:

»El mundo se enfrenta a una manifestación del poder de Dios. Bien este poder sea ejercido como castigo por nuestro fracaso en seguir Sus caminos, o bien la Naturaleza en su proceso inescrutable esté probando el valor de su producto más tierno, el hombre, eso no lo sabemos. Pero estamos al borde de una situación de la que no podemos escondernos y de la que tampoco podemos escapar. Tenemos que enfrentarnos a esta situación con fortaleza, con generosidad, con paciencia y espíritu de sacrificio. Hemos previsto castigos en la presente emergencia para el egoísmo. Pero tan empobrecidos están nuestros recursos humanos que no podemos prometer recompensa para el noble, excepto la que encuentre dentro de su propio corazón.

»Muchas naciones han fracasado y caído al verter su propia sangre. Algunos países, con tozuda decisión, no han querido aceptar la verdad y en una conducta estúpida y descuidada se dedican a ignorar lo que dentro de poco les devorará. América, reconociendo la magnitud de los acontecimientos próximos, ha dado todos los pasos, ejercido todos los esfuerzos y alistado a cada hombre y mujer y niño con el fin de que hagan lo que sea posible, no sólo como dijo un gran antecesor de mi cargo: "Que la nación no morirá en la Tierra", sino para que la propia humanidad no perezca sobre ese suelo. Para vosotros, mis compatriotas, sólo puedo ofrecer una palabra de consejo, una lámpara sola para penetrar en la oscuridad que nos tragará pronto...» su voz se convirtió en un susurro más penetrante que cualquier grito de valor.

Mientras escuchaba Tony, su corazón se henchía de orgullo y vio aparecer una nueva luz en las ojos abstraídos de sus compañeros de viaje.

¡Valor! ¡Valor es lo que se necesitaba!

Cuando Tony llegó a Nueva York, encontró a Hendron durmiendo y fríamente tranquilo en medio de sus multitudinarias empresas.

Pero Eve mostraba la tensión mucho más que su padre y durante la primera noche, que pasaron juntos, expresó sus temores:

—La mayor esperanza de papá es que su navío tenga éxito. Hay más información de la que se da acerca de los cuerpos Bronson. Admitimos que vendrá muy cerca. Terriblemente cerca. Pero todavía no precisamos cuan cerca.

Estaban de pie juntos, en la terraza que daba a la ciudad brillantemente iluminada y aún ruidosa. Tenían los brazos entrelazados como en desafío a su juramento a la Liga.

—Triunfará —dijo Tony.

—Ha triunfado, excepto que cada cohete que construye es limitado a la distancia a la que puede volar y a la potencia que puede utilizar por el hecho de que sus tubos propulsores se funden. No hay un metal ni una aleación en el mundo que resista ese calor.

Tony no respondió. Al cabo de un largo silencio ella volvió a hablar.

—Es algo terrible, Tony. Mira ahí. Mira la ciudad. Piensa en la gente. Mira las luces y luego imagínate agua, montañas. ¡Agua que llegará hasta aquí!

Tony la apretó el brazo con más fuerza.

—No te tortures. Eve.

—No puedo evitarlo. ¡Oh, Tony, sólo al pensarlo!

—Bueno, así han de ocurrir las cosas, Eve —no pudo decir otra cosa más.

Cuando Tony bajó, la calle estaba todavía llena de gente. Todos hablaban. Caminaban, pero no les importaba, según parece, qué dirección seguir y cuál era la compañía de que gozaban.

La pequeña luna extraña, haciéndose mayor cada noche, brillaba pálidamente en el firmamento.

Tony llamó un taxi. Sus ojos se clavaron en sus propios zapatos cuando se sentó. Pensó gravemente y sin ritmo alguno. En cada pensamiento asomaba el rostro de Eve como acababa de verla... una cara que cada vez se ponía más triste, más desgarrada. Recordó la forma en que le caía a los ojos.

Cuando llegó a su apartamento, Kyto le esperaba. Había una expresión de ansiedad en su rostro de ordinario inescrutable. La emoción podía hacerle un poco malicioso... pero Tony se quedó más sorprendido que divertido y Kyto comenzó a hablarle casi de inmediato.

—Ahora toda la gente tiene miedo.

Tony arrojó a un lado su sombrero.

—Sí.

—Se acercan graves consecuencias. ¿Me quiere usted informar?

—Claro. ¿Quieres marcharte ahora?

—Al contrario. La seguridad le rodea a usted. También una encantadora buena suerte. Por tanto prefiero quedarme.

—De acuerdo. Y gracias.

Kyto se fue casi en silencio y Tony permaneció plantado y pensativo en el centro de la sala de estar durante dos minutos enteros.

Después llamó a cierto número en Greenwich, Connecticut, esperando un tiempo anormalmente largo, luego preguntó a la doncella por la señora de Drake. Su voz sonó cálida y tranquila.

—Hola, mamá. ¿Cómo estás?

La respuesta de su madre era controlada, pero asomaban los nervios en cada palabra que dijo.

—¡Tony, hijo mío! He tratado muchas veces de ponerme en contacto contigo. ¡Oh! Estoy a un milímetro de desvanecerme. Creí que te había pasado algo.

—Lo siento, mamá. He tenido trabajo.

—Lo sé. Ven en seguida y cuéntamelo todo.

—No puedo.

Hubo una pausa.

—¿No puedes decirlo en palabras?

—No.

Hubo otra pausa larga. La voz de la señora Drake era más baja, más trémula... y sin embargo no era la voz de una mujer histérica o de una irrazonable.

—Dime, Tony, ¿va a ser la cosa muy mala?

—Lo mismo que iba a serlo ayer, mamá.

—No me estarás escondiendo nuevos acontecimientos, ¿verdad, Tony?

—No, mamá; eso que hemos anunciado es lo que esperamos, pero en realidad no ha comenzado a suceder todavía.

—Sin embargo tú sabes algo más; presiento que sabes más de lo que me has dicho nunca.

—Mamá, te juro que te estás poniendo trágica...

¿Cómo iba a decirle que para ella el futuro consistía en la aniquilación, pero que él, sin embargo, tenía una posibilidad de escapar? Era lo que la mujer hubiera deseado, que se salvase Tony sin importarle lo que fuera de ella; pero el joven no podía aceptarlo. ¡Huir en la espacionave, dejándose aquí a su madre! ¡Dejar aquí a millones de madres... y a niños también!

Hendron no se permitía a sí mismo tales reflexiones; Hendron se endurecía. Era preciso. Si comenzaba a considerar la necesidad de salvar a individuos, y se permitía su juicio personal sobre quien tendría que ir, se volvería loco. ¡Loco de remate! Simplemente tenía que confinarse a seleccionar con la mira puesta en salvar a la especie... la raza.

Pero probablemente nadie se salvaría, se dijo a sí mismo Tony con alivio. Trabajar en la espacionave, en los días actuales, era un trabajo que parecía perdido, nada se adelantaba. Carecían de material capaz de resistir el poder con que la ciencia les encadenaba, a partir del átomo. La idea de escapar era con toda probabilidad sólo una fantasía, profundamente inútil. Pensando así, Tony terminó su charla y colgó el receptor.



Habían enviado coches de alquiler por Tony y su grupo. Bajaron inmediatamente por la ciudad hacia el gran edificio que albergaba los laboratorios de Hendron. El coche había cubierto unas cuantas manzanas cuando Tony se dio cuenta de que no sólo los muelles, sino en toda su longitud y anchura, Manhattan estaba desierto. De trecho en trecho se veía una solitaria figura... de ordinario uniformada, correspondiente a un policía o soldado. Una vez pensó haber visto a un hombre escondiéndose en las sombras de un umbral. Pero no estaba seguro. Y desde luego no se veían ni mujeres ni niños.

Después de ponerse el sol, era fácil apreciar porqué los últimos recalcitrantes millares de habitantes de Nueva York se habían marchado. Los cuerpos Bronson, en aquella noche, se alzaban en terrible majestad: una esfera blanca mayor que la luna y una segunda esfera más pequeña, pero igualmente brillante. Su terrible iluminación bañaba la ciudad, haciendo superfluas las luces de la calle, que sin embargo, permanecían ardiendo tozudamente. Noticias de este aumento de tamaño habían llegado indudablemente a Nueva York durante el día... y el último incrédulo con toda seguridad se convenció de que si permanecía para ser testigo del fenómeno, perecería en él.

Había pocas luces en los rascacielos. Mientras los taxis surcaban la siniestra oscuridad, sin verse obstaculizados por las luces de tráfico, Tony y Jack Taylor se estremecieron involuntariamente mirando los negros edificios que el hombre había abandonado. De haberlo sabido, otro estremecimiento se hubiese apoderado de los dos jóvenes... porque ya la marea estaba barriendo el muro de contención en el Battery.

Eve se dirigió al ascensor a su encuentro. Besó a Tony, en un éxtasis de desafío, y luego se apresuró a atender a su grupo en el acto de desprenderse de sus equipajes y en el de ordenar su instalación. Cada cual dejó la calle de mala gana. Los cuerpos Bronson tenían un poder en cierto modo hipnótico.

En los laboratorios reinaba la más profunda confusión. Ya no estaba cerrada la puerta interior. Sólo una plantilla reducida quedó en Nueva York, bajo las órdenes de Hendron. El propio científico fue presentado por Tony a cada uno de los recién llegados y a todos dio unas palabras de bienvenida. Varios le conocían ya.

Luego Hendron hizo un anuncio general... una afirmación que se repitió después en francés y alemán.

—Señores y caballeros... dormirán ustedes esta noche aquí en los dormitorios superiores. Mañana nos trasladaremos por avión a mi estación de campo en Michigan. Los demás ya están allí. Al darles las buenas noches, debo pedirles que nadie abandone el edificio. Desde la terraza se puede tener una espléndida vista del firmamento. Pero las calles no son en ningún modo seguras. La última oleada de emigración abandonó Nueva York al atardecer de hoy. La gente que se ha quedado o son policías y soldados o merodeadores. Lamento que me sea imposible poder atenderles personalmente, pero confío que mis ayudantes les harán los honores.

Jack Taylor estaba junto a Tony cuando ambos llegaron a la terraza.

—¡Santo Dios, es algo maravilloso! —miró con fijeza a los dos discos amarillos del firmamento—. ¡Piense en ello! ¡El cielo cae sobre nosotros... y unos cuantos centenares, aquí y allá, repartidos en el mundo están tratando de conseguir un medio de sacarnos de aquí a tiempo!





Capítulo XI - LA ÚLTIMA NOCHE EN NUEVA YORK



—Miren abajo ahora —dijo una voz diferente—, a la calle.

Era una voz juvenil, cuidadosamente controlada, pero, a pesar de su tensión, vibrante de una calidad vital poco corriente.

Tony miró en su torno en busca de su dueño antes de bajar la vista, según había indicado, y reconoció a un recluta no seleccionado por él misino. Era Eliot James, un inglés de Oxford, poeta. Por profesión y por naturaleza, era el menos práctico de todos; y uno de los más atractivos, a pesar de la afectación que suponía una barbita pequeña. Pero la barba le sentaba bien. Era alto, de amplios hombros, moreno, rostro aguileño.

La lúgubre luz de los cuerpos provenía desde la calle.

—Agua —dijo alguien.

—Sí; es la marea. Mana desde el Hudson o bien desde el East River.

—¡Sube por el Battery a la largo de las avenidas... miren cómo llega hasta aquí!

—¿Qué altura alcanzará esta noche? ¿Qué altura?

—No sobrepasará los puentes. No están en peligro... esta noche. Pero, claro, las centrales eléctricas sufrirán.

—¿Y los túneles se inundarán?

—Claro.

—¡Hay gente ahí abajo, vadeando en la calle...!

—¿Por qué nos quedamos nosotros? Fuimos quienes dimos el aviso.

—Es que tenemos trabajo aquí.

—Lo mismo puede que tengan ellos supongo, y es importante para esas gentes como el nuestro lo es para nosotros. Además, esta noche están bastante a salvo. Sólo esos pocos. Pueden subir tres pisos en casi cualquier edificio y encontrarse a salvo. La marea cederá, claro, dentro de seis horas.

—¡Y luego volverá cada vez más alta!

—Sí... mucho más alta. Porque los cuerpos Bronson están casi encima de nosotros ya.

—¿Cuál es el aspecto exacto que tienen vistos por el telescopio? —preguntó Eliot James.

—El grande, Bronson Alpha —replicó Jack Taylor, mientras todos los demás alzan la vista de la calle—, no muy diferente de antes. Parece ser principalmente gaseoso... siempre lo fue, la diferencia de la Tierra y Marte, pero como Júpiter y Saturno. Su aproximación al Sol ha aumentado la temperatura envolvente, pero no ha revelado detalles de su geografía, si es que se la puede llamar así. Bronson Alpha no ofrece una verdadera superficie, como tal. Parece ser un gran globo con un núcleo masivo rodeado por una inmensa atmósfera. Lo que vemos es la superficie exterior de la atmósfera.

—¿Podría haber estado habitado? —preguntó el poeta.

—No en el sentido como comprendemos la palabra. Por una cosa, si nos encontrásemos en Bronson Alpha, nunca encontraríamos ninguna superficie en que vivir. Probablemente no hay una súbita alteración de material como existe en la Tierra cuando termina el aire y comienzan el agua y el suelo.

—Pero en otro mundo... Bronson Beta... es diferente —dijo alguien.

—Muy diferente de su compañero, pero parece ser que no muy distinto de nuestro mundo... —siguió Taylor—. Tiene una superficie que podemos ver, con aire y nubes en su atmósfera. Las nubes suben o desaparecen y se vuelven a formar; pero hay detalles fijos que no cambian y que demuestran que existe una corteza superficial. La atmósfera se quedó congelada en el largo viaje a través del espacio, pero el sol ha deshelado el aire y ha comenzado, por lo menos, a fundir el hielo de los mares.

—¿Está usted seguro de que hay también mares?

—Hay grandes espacios que parecen agua, además cumplen satisfactoriamente con la prueba espectroscópica de los mares.

—¿Han visto ustedes algo así como... ciudades? —preguntó el poeta.

—¿Ciudades?

—Ruinas de ciudades, quiero decir. Ese globo parece muy igual a la Tierra; y en algún tiempo tuvo que tener su sol. Vivió bajo la luz de una estrella que se hallaba a un octillón de octillones de kilómetros de distancia. Acabo de pensar, al mirarla, que quizás hubieran ciudades como ésta, en donde la gente contempló la venida de la fuerza que les arrancó de su sol y les dejó caer en la negra boca del espacio.

Algunos de los presentes alzaron la vista y escucharon; otros no le prestaron la menor atención. No le importó; unos cuantos habían compartido su sentimiento; y entre ellos estaba Eve, que se hallaba de pie muy cerca de él.

—¿Preferiría usted que pereciésemos de ese modo? —le dijo ella.

—¿Resbalando por el espacio, cayendo, todos en el mundo, retirándonos más y más, congelándonos gradualmente cada vez, introduciéndonos más en la oscuridad? —Eliot sacudió su hermosa cabeza—. No; si me dejaran elegir, creo que escogería nuestro modo. Sin embargo me pregunto cómo se enfrentaron esos hipotéticos habitantes a su destino. ¿Qué hicieron?

—Yo me pregunto —dijo Eve, los ojos fijos en el globo amarillo—, si llegaremos a saberlo.

—Miren —exclamó alguien más que estaba mirando la ciudad—, las luces comienzan a apagarse.

Se refería a las farolas callejeras de Nueva York, que se habían encendido como siempre y se mantuvieron así hasta aquel momento.

Sin embargo, miles de ellas siguieron encendidas; pero una enorme zona oblonga, iluminada antes, ahora estaba a oscuras.

—¡La inundación ha anegado los conductores! —con estas palabras, las pequeñas filas relucientes que rebordeaban las calles de otro distrito, murieron; pero el resto siguió luciendo en un hermoso gesto de desafío.

La ciudad oficialmente estaba abandonada; pero habían hombres que se quedaron. Algunos hombres, a pesar del aviso, a pesar del peligro, se negaron a rendirse; siguieron cumpliendo su deber y realizando su servicio hasta el final. Algunos hombres y algunos muchachos; y algunas mujeres y chicas también. Y así, aquella noche, Nueva York tuvo luces; conservó sus comunicaciones... el teléfono y el telégrafo.

Pero ahora otro grupo de manzanas desapareció; Brooklyn quedó negro. Se encendieron reflectores... guías para aviones y casas con iluminación autónoma. También a los navíos, que tenían su propia instalación eléctrica, se les veía surcando el mar.

Aquello, pensó Tony, era sólo un gesto espléndido; sin embargo, la vista de los navíos, como la tozuda persistencia de las luces, hacía que la sangre de sus venas se le helara y se sintiese más orgulloso de sus paisanos. No podían ceder... ¡Nadie! Abandonar los navíos en el muelle para aprovechar la marea que ahora crecía, era ciertamente la destrucción. ¿Y de qué servía conducirlos hasta el mar? ¿Para qué iban a salvarlos? No obstante, capitanes y tripulaciones se encontraban en sus puestos de servicio conservando sus navíos.

Más manzanas se ennegrecieron; las luces de los globos terribles de los cuerpos Bronson iluminaron el blanco sucio de las calles, las sombras proyectadas ya no quedaban rotas por las últimas lámparas de la ciudad que no habían podido resistir a su desafío.

Ahora de la calle subían sonidos... el precipitarse del agua, mientras la parte alta de la marea avanzaba llenando el último piso de los cañones formados por los edificios. Por todo el mundo, en las costas, debía pasar lo mismo, excepto en aquellas ciudades que ya hubieran sido tragadas y en las que la marea se retirase ahora. ¡Retirarse, para alzarse más alta todavía doce horas más tarde... y después aún crecer más!

Eliot James se acercó a Eve.

—¿Qué impresión le causa? —dijo.

Ella contestó:

—Algo excesivo.

—Sí —dijo él—. ¿Y es sólo el principio?

—No es el principio —susurró Eve—. Esto... esto no es nada en realidad. Esta noche, las aguas se alzarán sólo hasta la altura de los edificios más bajos de la ciudad y luego se retirarán. Nos marcharemos durante la marea baja.

—Lo que, supongo, no dejará secos a los ríos, ¿verdad? No había propósito práctico en quedarnos aquí estas doce horas más; pero me alegro de que lo hayamos hecho. No me hubiese gustado dejarme perder esta sensación. Me pregunto, ¿dónde se habrá ido la gente que vimos en las calles hace poco rato?

Eve trató de no responder; ni tampoco Tony.

—Me imagino —continuó el poeta— que se alegran también de haberse quedado. Es como una nueva intoxicación... la destrucción. Multiplica cada emoción.

Tony estaba plenamente de acuerdo con él, tanto que se llevó a Eve aparte. Lo hizo con la excusa de que, habiéndose retirado su padre, ella también debía dormir; pero al alejarla de los demás, la mantuvo un rato para sí sólo.

—¡Eve, tenemos que casarnos!

—Querido, ¿qué significa ahora un matrimonio?

—Pero tú sientes ganas de hacerlo. ¿no es verdad?

—Te necesito a ti...

—¿Como nunca antes, Eve?

—Sí, Tony. ¡Es como dijo él, vida mía! Las aguas abruman a uno... la corriente crece y crece, con apenas un sonido y esos dos discos amarillos son los culpables. ¡Y nadie puede detenerlos! ¡Siguen acercándose, Tony! ¡Siguen viniendo, para levantar las aguas bien altas; vienen para destruir la corteza de la Tierra! ¡Tony..., abrázame!

—Te tengo a ti, Eve. ¡Tú me tienes a mí! Aquí estamos, los dos juntos... en todas partes en Nueva York los que se han quedado están por parejas, Eve. ¿No los ves? En todas partes aguardan con una mujer. Hay sólo una respuesta a la... aniquilación. Y es ésta.

—¡Tony! ¡Vida mía...!

—¿Qué fue eso... alguien pronunció tu nombre? Te están buscando. Parece haber llegado un mensaje.

—¿Y cómo ha podido venir ese mensaje?

Sin embargo, a la luz amarilla de la terraza, pudieron ver a un chico uniformado; y Tony se adelantó a su encuentro.

Había llegado al edificio una hora antes, según decía el muchacho; al detenerse los ascensores, tuvo que subir hasta el ático por la escalera.

Tony tomó el telegrama, lo abrió y la luz de los cuerpos Bronson le permitió leer:

«La señora Madeline Drake, asesinada por merodeadores que atacaron varias granjas de Connecticut a última hora de hoy.»

El papel cayó de entre los dedos de Tony. Se dejó derrumbar sobre un banco y se tapó la cara con las manos.

Notó la mano de Eve en su hombro y alzó la vista. Una profunda desesperación se reflejaba en su rostro.

—Lee eso —vio cómo la muchacha tenía en las manos el telegrama.

—Ya lo he leído, Tony...

—Debí haber ido con ella; o habérmela llevado lejos... pero creí que era mejor dejarla en casa todo el tiempo posible, iré a verla mañana. Ahora... ahora...

Eve reprimió aquella mirada de recriminaciones, sentándose en el banco junto a él y pasándole la mano por el suave cabello como si se tratase de una criatura.

—No pudiste haber hecho nada, Tony. Esto igual pudo suceder en cualquier parte donde la hubieras llevado. Todo el país está asaltado por bandas de hombres que se han vuelto como lobos y aún serán más implacables.

Tony se puso en pie de un salto.

—Tengo que ir con ella y descubrir a sus asesinos, ¡y matarlos!

—Nunca los encontrarás, Tony. Se habrán marchado y nadie se habrá quedado para decirte dónde fueron... además, Tony, ya sufrirán su castigo sin que nadie levante la mano. ¡Quizás es posible que en estos momentos estén muertos!

—¡Pero tengo que ir con ella!

—Claro, y yo te acompañaré; pero tenemos que esperar hasta que baje la marea.

—¿Marea? —se asomó a la barandilla de la terraza y miró hacia abajo; porque, cosa extraña, se había olvidado de todo. Ahora vio cómo las calles estaban llenas de agua, no con la corriente tumultuosa de la bahía, sino con una masa limpia y verdosa. Los cuerpos Bronson iluminaban todo como si fuese de día.

Tony les miró, sorprendido.

—Mi mente, mi mente lo comprende, Eve; pero, buen Dios, ¡era mi madre! ¡Asesinada! Muerta en algún rincón de la casa... de mi casa, en donde yo nací y donde ella me crió con penas y alegrías, Eve. Me pregunto dónde estaría, en qué habitación recibió el golpe mortal de aquellos malditos cobardes... —no terminó. Se vio asaltado por una sucesión de sollozos.

Eve le cogió la mano y le llevó de nuevo al banco. Aún estaban solos y la muchacha se sentó cerca de él, abrazándole.

—Iremos con ella, Tony, en cuanto podamos... Esto le ocurre a todo el mundo. Es horrible, criminal, increíble... e inevitable. Fue horroroso que la matasen; sin embargo, probablemente, Tony, murió instantáneamente y sin ninguna agonía; así quizás sea mucho mejor que haya muerto ahora que dejarla sobrevivir durante los siguientes meses tal y como serán, meses de muerte por hambre y de horror.

—Lo sé. ¡Pero ahora lo único que siento es que la han matado!

Durante largo rato ninguno de los dos habló; luego se levantaron, volvieron a la barandilla y miraron hacia las calles.

Extraños sonidos subían de la masa de agua; el colapso de las ventanas bajo el peso acuoso; la embestida del aire al salir y dejar entrar a las aguas. Lejos, en otras calles, no custodiadas por las torres masivas de esqueleto de acero que llegaba hasta la roca viva, las paredes comenzaban a derrumbarse. El polvo formaba una niebla entre los edificios y el agua; la venida final del fuego empezaba a causar conflagraciones.

En algún lugar se produjo un cortocircuito, quizás; en algún lugar se despertó una llama por tal cortacircuito, iniciando un incendio que tenía que ser extinguido; o la propia agua entró en combinación química con algo que causaba calor. Sin duda se despertaron las llamas. Pero aquella noche no había viento; así que la inundación aisló cada fuego; aquí y allá ardió un edificio; pero las enormes torres de Manhattan permanecían en pie, a oscuras, silenciosas e intactas.

—Tienes que tratar de dormir, Tony.

—¡Y tú!

—Hasta que baje la marea, sí, Tony. Lo intentaré, si quieres —le besó y entraron juntos, para separarse en la puerta de la habitación donde ella iba a dormir. Tony se metió en la cama que le estaba destinada sin desnudarse. En la habitación siguiente, Cole Hendron estaba ya durmiendo.

Tony, tratando de no pensar, se ocupó en separar los sonidos que le llegaban a través de la ventana abierta... el grito de una mujer, una voz baja vociferando una extraña canción, el murmullo de una flauta.

Alguien, sentado por encima de las aguas, estaba tocando a la luz antinatural de los cuerpos Bronson mientras el mar barría la ciudad; pero la mayor parte de las personas que se habían quedado guardaban silencio... aparejadas, aquí y allá, compartiendo en un abrazo ceñido la terrible excitación que anunciaba la muerte final.

Tony se agitó en la cama y recordó a su madre.

Cuando la marea cediese —tan enorme como era, debía crecer seis horas, disminuir otras seis antes de volver de nuevo a la carga, igual que las mareas lunares— tenía que partir para su casa y prestar el último servicio a quien le dio el ser.

«Señor, déjame que conozca mi final y el número de mis días, para que pueda certificar lo mucho que he vivido.» Los versos para un entierro de los muertos despertaban ecos en su cerebro. «Detente tú que has hecho mis días largos; y mi edad no representa nada con respecto a ti; y que inútilmente cada hombre vivo es un manojo de vanidades.»

Tony había cerrado los ojos y ahora los abrió a la luz de los cuerpos Bronson que entraba de soslayo en la habitación... «Porque cuando te enfadas, todos nuestros días desaparecen; nuestros años llegan a su fin, como un relato terminado.»

La mujer había dejado de gritar; pero una voz de negro seguía cantando. Tony estaba seguro de que era un hombre de raza negra el desconocido cantor de la melodía fantasmal, que parecía salir de las mismas aguas. El flautista, también, siguió tocando...



Tony se dio cuenta de que alguien le sacudía.

—¿Ya es la mañana? —se quejó.

—No es la mañana —admitió la voz de Kyto—. Pero la marea ahora...

—Oh, sí —dijo Tony, sentándose al recordar—. Gracias, Kyto.

—Café —dijo Kyto con modestia—, me imagino que le hará falta.

Tony se levantó y caminó hasta la ventana para mirar al agua marchando tumultuosa hacia el mar. Mientras dormía, el giro del globo se había ya apartado de la ciudad y de la costa, lejos de los cuerpos Bronson, de manera que ahora se hundía en el mar y la corriente de la marea, al retirarse, formaba torbellinos en las encrucijadas.

Veía todos aquellos torbellinos gracias a la luz gris del alba. En el oeste se acababan de poner los terribles cuerpos Bronson; pero Tony sabía que, aunque durante doce horas quedarían invisibles, la fuerza de su doliente violencia, incluso en la parte opuesta del mundo a donde estaban, no disminuiría. La marea tornaría a crecer dentro de seis horas, con toda seguridad; pero entonces— aunque se hallase en el sitio opuesto del mundo.. impulsarían dicha marea para que se repitiese como seis horas antes...

—Café —le recordó Kyto con paciencia—, lo necesitará.

—Sí —admitió Tony, volviéndose—. Necesitaré café.

—La señorita Eve insiste en servirlo.

—Oh. ¿Se ha levantado ya?

—Y está preparada para verle.

Un aeroplano zumbó en los aires; a poca distancia, se percibieron más ruidos de motores de aviación. Indudablemente Ransdell iba en uno de ellos. La inspección desde el aire de los efectos sobre la Tierra era una de sus obligaciones... una especie de reconocimiento de las áreas de devastación. Tony pensó en Ransdell mirando hacia abajo y preguntándose dónde estaría Eve. La admiración del aviador hacia ella crecía hasta convertirse abiertamente en una adoración llena de deseos. También estaba el poeta Eliot James.

Todos estaban ligados con él —y con Eve— en la estrecha compañía de la Liga de los Últimos Días, cuya función yacía ya en un presente inmediato. Las reglas peculiares y reglamentos de la Liga tenían vigencia en parte; otras disposiciones caerían sobre ellos para controlarles de manera inmediata.

Tony hoy sintió cierto rencor. No intentó en absoluto desprenderse de sus celos sobrecogedores hacia Ransdell o Eliot James, con respecto a Eve. Ella le acompañaría hasta su casa hoy... hasta su hogar, en donde asesinaron a su madre. Eve y él abandonarían juntos la casa... ¿Para qué un nuevo destino? ¿Para volver con el padre de la muchacha, que prohibía a Tony que intentase ejercer ningún sentimiento posesivo con respecto a la muchacha? No; no, Tony no volvería con ella al lado de su padre.

Hendron se había levantado, y como si a través de la pared hubiese oído el reto de Tony, abrió la puerta y entró.

Le tendió la mano.

—Me he enterado, Tony, de la noticia que recibiste apenas yo me había retirado. Lo siento.

—No lo sientas —repuso Tony. Aquella mañana no estaba como para pésames protocolarios.

—Tienes razón —asintió Hendron—. No lo siento. Sé que es mucho mejor que tu madre haya muerto ahora. Sólo lo lamento por la impresión que sufriste y que nada podrá despejar. Eve me dice que irá contigo a tu casa. Me alegro... Anoche, Tony, los cuerpos Bronson fueron estudiados en todos los observatorios del mundo. Se hallaban más cerca que nunca y sus condiciones eran favorables para la observación. Me hubiera gustado estar en el telescopio; pero eso es prerrogativa de otros. Mi deber está aquí. Sin embargo, me han llegado unos cuantos informes. Tony, se han visto ciudades.

—¿Ciudades? —exclamó Tony.

—En Bronson Beta. Bronson Alpha continúa pareciendo un enorme globo gaseoso; pero Bronson Beta, que ya ha desplegado su atmósfera y ha deshelado su tierra y su agua, anoche exhibió... ciudades... No podemos ver la geografía de Bronson Beta con toda claridad. Gira probablemente a la misma velocidad que su movimiento de traslación, haciendo día y noche, cuando efectúa una revolución en torno a su Sol. Es decir, cuando efectuaba una revolución al Sol perdido. Eso hace que su rotación sea ligeramente superior a las treinta horas, según se puede comprobar; y ocurre que al rotar en un ángulo relativo a nosotros nos ha sido posible estudiar su vida entera. Algo más de las dos terceras partes está ocupado por el mar; la tierra se distribuye principalmente en cuatro continentes con dos archipiélagos bien marcados. No hemos visto solamente el mar y las Líneas de la playa, sino cordilleras de montañas y valles fluviales.

»En puntos costeros y en valles fluviales, donde seres inteligentes... si alguna vez vivieron en ese globo... hubieran construido ciudades, hay áreas claramente manchadas que tienen características distintas y propias. No hay duda en la mente de ninguno de los hombres que las estudiaron; allí, en esa cuestión el acuerdo es importante, mucho más que el desacuerdo. Los telescopios del mundo se dedicaron a estudiar esas zonas anoche, Tony, buscando los emplazamientos en las ciudades del mundo ese. Tony, durante millones de años hubo vida en Bronson Beta como la ha habido aquí. Durante más de mil millones de años, creemos, la lenta, persistente pero cruel evolución se ha sucedido en Bronson Beta lo mismo que aquí.

»Recuerda el calendario geológico, Tony. La era azoica..., quizás un millón de años mientras la Tierra giraba en torno a nuestro sol sin vida en absoluto... la época azoica, que no mostraba ningún vestigio de vida orgánica. Luego la época arquiozoica... las primeras y diminutas formas de vida... cinco centenares de millones de años. Luego la era protozoica... quinientos millones más... que fue la edad de la primitiva vida marina; luego la edad paradozoica, trescientos millones de años más mientras la vida se desarrollaba en el mar; después la mesozoica... más que un centenar de millones de años cuando los reptiles gobernaron la Tierra.

»Ya hace cien millones de años, a partir de la edad de los reptiles, Tony, cuando los mares, en las tierras y en el mismo aire, el mundo se vio dominado por una horda diversa de monstruos y reptiles.

»Pasaron y vinimos nosotros en la edad de los mamíferos... y del hombre.

»Algo similar ha debido de ocurrir en Bronson Beta mientras giraba en torno a su sol. Ese es el significado de las ciudades que hemos visto. Porque ciudades, claro, no surgen por casualidad. Deben tener tras de sí miles y decenas de miles de años de esfuerzo humano y desarrollo; y aun tras eso, los millones de años de los mamíferos, los reptiles, la vida de los mares.

»Es un mundo desarrollado..., un mundo desarrollado por completo que se nos acerca, Tony, con sus ciudades que ahora podemos ver.

—Pero no están habitadas —objetó Tony.

—Claro que no están habitadas ahora; pero lo fueron. No hay duda posible que todos en aquel mundo han muerto. La cuestión es que vivieron; probablemente del mismo modo podremos vivir en su superficie... si es que podemos llegar hasta ella.

—Si es que... —repitió Tony burlón.

—Sí —dijo Hendron, ignorando el tono—. Lo más probable es que donde vivieron ellos, podamos hacerlo nosotros. Y piensa en caminar por aquel suelo, encontrando una carretera que conduzca a una de sus ciudades... ¡Y entrando en ella!

Se reprimió a sí mismo de pronto y extendió la mano.

—Tienes una misión, Tony, que completar entre las dos mareas. Con gusto dejo que Eve te acompañe. Ella te dirá más tarde lo que tenemos que hacer todos.

Acompañó a Tony hasta la puerta del dormitorio de Eve, pero no se entretuvo más tiempo. Tony entró solo.

Ella estaba sentada tras una mesita en donde una llamita azul ardía debajo de una cafetera llena de café. Y donde una lámpara de petróleo, por causa del fallo del suministro del fluido eléctrico, aumentaba el resplandor gris del alba próxima.

¿Era la luz, se preguntó Tony, o era Eve la que estaba tan pálida aquella mañana?

Se acercó a la joven y sin hacer caso a los reglamentos aquel día, la rodeó con sus brazos y la besó.

—Ahora —dijo con alguna satisfacción—, no estás tan pálida.

La muchacha no se soltó en seguida y antes de hacerlo, la apretó con más fuerza durante un momento. Entonces dijo:

—Tienes que tomarte el café ahora, Tony.

—Supongo que sí... Pero en el mundo no hay nada tan estimulante como tú, Eve.

—Estaré contigo todo el día.

—Entonces no pensemos en nada que pase más allá de ese plazo.

Ella apartó la tapa de la cafetera plateada, llenó una taza para él y otra para sí. Pocos minutos más tarde bajaban juntos.

La bajamar de la tremenda marea había reducido las aguas hasta que alcanzaron menos de un palmo por encima de la acera y aun este nivel decrecía con tanta rapidez que aparecieron los bordillos mientras aún estaban mirando las aguas. Pero de los pisos superiores en donde habían sido almacenados muchos automóviles para protegerlos de la marea, los vehículos empezaban a alcanzar la calle. Uno se detuvo salpicando ante Tony y Eve. El conductor se volvió hacia ellos; y Tony ocupó el volante con Eve a su lado.

Partieron con toda la velocidad posible, no enfrentándose a la propia marea, sino metiéndose en los enormes charcos dejados por las aguas al retirarse. Escombros de las oficinas, tiendas y tenderetes barridos por las aguas obstruían fácilmente la calle.

Unas cuantas personas aparecieron; un par de policías motorizados, que no se interesaban por los coches sino que efectuaban una última inspección de la ciudad.

Habían cuerpos en la calle; y ahora a la derecha una columna de humo se alzaba de una zona que ardió durante la noche.

La mañana, como el sol todavía no había salido, se notaba húmeda. El paso del agua sobre Manhattan había cargado el aire de humedad, de modo que conducir entre los impresionantes rascacielos era como estar sumergido en una extraña y fantasmal jungla donde el rocío lo cubriera todo.

Tony se fijó en muchas cosas de manera mecánica, con Eve a su lado, atravesando las enfangadas callejas; filas de ventanas destrozadas a lo largo de la quinta avenida..., maniquíes volcados, escaparates con su género esparcido; montañas de mercancías inútiles en las aceras, resultado del pillaje; el Empire State Building se alzaba orgulloso contra el cielo azul, ignorando su destino, aún señor de la creación humana.

El East River, cuando llegaron hasta él, era un bajo torrente encanalizado que iba quedándose seco al ser succionado por el mar. Los restos sembraban el fondo de su cauce descubierto. El puente; unos cuantos kilómetros más de barro en las húmedas calles. Y luego pueblos y ciudades que también habían sido barridas por las aguas.

Ahora el campo con sus colinas más altas en donde Tony y Eve percibieron los primeros rayos de sol, viendo la línea dejada por el agua indicando la altura que alcanzó. Se hundieron a través de pueblos vacíos y subieron por colinas en donde habían caseríos cuyos habitantes aún resistían, mirando con atontada maravilla al vehículo que pasaba raudo delante de ellos. El efecto de la enorme desolación impresionaba el alma; gente desamparada, naufragios humanos, escombros, casas incendiadas ocasionalmente, un caballo suelto, un cordero vagabundo... vacío, silencio.

Se hundieron en una hondonada que era una especie de charca, pera que se podía atravesar; treparon por una ladera girando rápidamente al ver parte del camino bloqueado; y allí dos hombres saltaron hacia ellos.

Tony alzó la pistola; pero hoy, y pensó que iba de camino para ver a su madre asesinada..., no tenía ánimos como para disparar contra los hombres. Derribó a uno de un culatazo y con el cañón golpeó al otro.

Sacó el coche a la carretera y con Eve conduciendo, pensó en que aquellos hombres podían haberle matado y apoderado de Eve después. ¿Por qué los había dejado con vida?

¡Ah... aquel era el camino que conducía a casa! ¡El hogar! Su hogar, en donde nació y donde fue niño. El hogar, el hogar que había sido de su padre y de su abuelo y de su bisabuelo y así durante cuatro generaciones. Por aquella carretera viniendo de su casa algún hombre llamado Drake fue a luchar en la Gran Guerra, la guerra también de la Rebelión, en 1812, uniéndose al ejército de Washington.

Tony recordó como su memoria de la edad en que era un niño, estaba llena de desconocidos viniendo a mirar hacia la casa a la que llamaban «histórica» y cómo estudiaban las cosas que consideraban «viejas». La casa se alzaba sobre una ladera y mientras conducía el coche por el serpenteante camino, pasó por encima de la señal dejada por el agua al subir la noche última y pensó que las nociones «viejo» e «histórico» eran un mero momento para considerar un tiempo geológico.

Trató de no pensar todavía en su madre.

Eve, a su lado, colocó la mano sobre la suya que se aferraba al volante.

—Tienes que dejarme estar cerca de ti, Tony —suplicó ella.

—Sí. Casi estamos cerca.

Hitos familiares aparecieron a ambos lados, por doquier; una cabaña de troncos que él construyó cuando niño; allá estaba el sendero que conducía al antiguo pozo... el «pozo del revolucionario».

Mil millones, por lo menos, que la vida llevaba desarrollándose sobre la Tierra; mil millones de años como aquellos se habían necesitado para el proceso que debía haber precedido al primer moldeado de ladrillos con los que se edificaron las ciudades en Bronson Beta..., que eones, muchos eones antes llegaron a su fin. Porque durante un millar de millones de años, desde que murieron sus habitantes, debían haber estado vagando por la oscuridad hasta hoy, por último, en que habían encontrado nuestro sol y los telescopios del mundo les enfocaron.

Era útil pensar en algo así cuando uno se dirige al lado de la madre muerta...

Allí estaba el árbol por donde trepó tantas veces. Quedaba escondido de la casa, pero próximo a ella. Jugando entre las ramas le era posible oír la voz de su madre cuando le llamaba; aunque algunas veces fingiera no oiría.

¿Cuánto tiempo hacía de eso? ¿Qué edad tenía él? Oh, eso fue quince años atrás. Quince, en comparación con un millón de años.

El tiempo empezaba a medirse con una escala diferente en el pensamiento de Tony. No con el mundanal reloj sino con el terrible cronómetro del cosmos que empezaba a espaciar, para él, los segundos, dilatándolos enormemente. Y Tony comprendió que Hendron, al hablarle como lo hizo, no se mostró sin corazón; trató de extender hasta él una piadosa forma de pensar de su propia mente. Lo que ocurriera aquí esta mañana no podía importar, en la estupenda perspectiva del tiempo...

—Ya estamos.

La casa estaba ante ellos, blanca, tranquila, confiada. Una recia y segura construcción con sus tradiciones propias. A Tony le dio un salto el corazón. ¡Cuánto la amaba... y a la mujer que fue el alma de aquellas paredes! ¡Cuántas veces ella apareció en el umbral esperándole!

Alguien estaba allí en pie ahora... una mujer vieja, delgada, con el pelo blanco. Tony la reconoció. La señora Haskins, la esposa del ministro. Avanzó hacia Tony y el anciano Hezekiah Haskins ocupó su lugar en la puerta.

—¿Qué pasó?

No lo que había pasado en el mundo la pasada noche; no lo que pasó a millones y cientos de millones de seres arrastrados por el mar. Sino, ¿qué pasó aquí?

El viejo Haskins se lo contó a Tony tan delicadamente como supo:

—Ella estaba sola; no tenía miedo, aunque todo el pueblo, incluso sus criados, había huido. La banda de hombres se acercó. Ella no trató de alejarlos. Conociéndola —ya juzgar por lo que hallé— les invitó a entrar y les ofreció comida. Algunos estaban borrachos; o enloquecidos con la intoxicación de la destrucción. Alguien disparó contra ella... una vez, Tony. Tuvo que ser uno más piadoso que los demás, menos cruel. Es seguro, Tony, que ella no sufrió.

Tony no podía hablar. Eve le cogió la mano.

—¡Gracias a Dios por eso, Tony! —susurró.

Brevemente Tony se soltó de Eve y estrechó la mano del anciano ministro. Luego se inclinó y besó la arrugada mejilla de la señora Haskins.

—Gracias. Gracias a ustedes dos —murmuró—. No debieron quedarse aquí; no debieron esperarme. Pero lo hicieron.

—Orson tamben se quedó —dijo Haskins. El viejo Orson era el sepulturero—. Está dentro. Ha... ha hecho todos los preparativos que han sido posibles.

—Entraré ahora —dijo Tony a Eve—. Quiero entrar y estar solo durante unos cuantos minutos. ¿Querrás venir luego tú... con nosotros?



«Señor, has sido nuestro refugio en todas las generaciones. Antes de que las montañas fueran levantadas, e incluso que la Tierra y el mundo hubiesen sido hechos: Tú eres el Dios sempiterno y un mundo sin fin.»

El viejo Hezekiah Haskins y su esposa, y Orson, el sepulturero, y Tony Drake y Eve Hendron permanecieron en la cima de la colina donde los hombres de la estirpe de Drake y las mujeres que los reprodujeron durante todas las generaciones que se recordaban allí estaban enterrados. Un ataúd cerrado aguardaba ser descendido a la fosa.

«Escucha mi plegaria, oh, Señor, y con tus oídos considera mi súplica... Porque soy un desconocido para Ti y un indigno, como lo fueron mis padres.»

«Oh, rétenme un poco, para que pueda recobrar mis fuerzas antes de que me vaya de aquí y nadie me vuelva a ver.»

El viejo Hezekiah Haskins sostenía el libro ante él, pero no leía. Mil veces en sus cincuenta años de ministerio había repetido las palabras de aquel servicio, voceando patético y suplicante por todos los muertos utilizando las palabras del gran poeta de los salmos: «Porque soy un desconocido para Ti y un indigno, como lo fueron mis padres».

Los ojos de Tony se volvieron a las tumbas de sus mayores; las losas funerarias estaban en línea, con sus fechas de nacimiento y muerte grabadas.

«Los días de nuestra edad son tres veintenas y diez».

¿Qué valor tenían tres veintenas y diez comparada con mil millones de años? Hoy, dentro de pocas horas, la marea lavaría aquella cumbre.

Connecticut se había convertido en un archipiélago; las colinas más altas eran islas. Sus laderas, bajíos sobre los que la marea se deshacía en blancas espumas. El sol estaba en el firmamento lanzando sus rayos sobre aquel extraño mar.

«Tú volviste al hombre a su destrucción; de nuevo dijiste: Vuelve, criatura de los hombres.»

Hombres e hijos de hombres en Bronson Beta también. Hombres millones y miles de millones de años en la creación. Era Azoica, era protozoica, cientos de millones de años, mientras la vida se desarrollaba despacio en los mares. Cientos de millones de años más. mientras la vida emergía de los mares; cien millones más, mientras los reptiles eran dueños de la tierra, del cielo, del mar. Luego fueron barridos; vinieron los mamíferos; y el hombre... un millar de millones de años de nacimiento y muerte y vuelta a nacer antes de que pudiera colocarse el primer ladrillo en la más vieja de las ciudades de Bronson Beta, que los hombres de la tierra vieron la noche pasada con sus telescopios.

«Porque un millar de años a Tus ojos son poco menos que el ayer para Ti; que contemplas el tiempo como un vigilante en la noche.»

«Porque cuando te enfadas, todos nuestros días desaparecen: nuestros años llegan a su fin como un relato termina.»

El sepulturero y el viejo Hezekiah solos no podían alzar la caja y bajarla. Tony tuvo que ayudarles. Lo hizo y su madre yació junto a su esposo.

Aquella noche, cuando el enorme Bronson Alpha y Bronson Beta el menor, plagado de visibles ciudades muertas, aparecieran a este lado del mundo, la marea alcanzaría la colina. ¿Qué importaba? Su madre yacía en el sitio que ella quiso escoger para su tumba. Un breve espacio de tiempo ahora y el mundo llegaría a su fin.

—Les llevaré lejos de aquí —estaba diciendo Tony al viejo ministro, a su esposa y al veterano sepulturero—. Volamos hacia el oeste esta noche, buscando la meseta central. Lo arreglaremos todo para llevarles con nosotros.

—Yo, no —dijo el viejo sepulturero—. ¡No quiero apartarme del destino que el Señor me deparó!

Tampoco el ministro y su esposa consintieron en ser trasladados. Viajarían hoy, cuando bajaran las aguas, hasta las más altas colinas; pero nada más.





Capítulo XII - EL CAMPAMENTO HENDRON



El aeroplano se posó en el suelo sobre la meseta central entre el Lago Michigan y el Lago Superior, precisamente cuando los cuerpos Bronson, sorprendentemente grandes, salían por el horizonte de levante. Cerca de mil personas salieron del enorme acantonamiento para saludar a Tony y a la hija de Hendron. El científico había abandonado por completo su aventura de Nuevo Méjico y traído su congregación de seres humanos hasta aquel refugio de Michigan.

Los saludos, sin embargo, no se hicieron hasta que se divisaron los cuerpos Bronson. Beta ahora excedía en tamaño aparente a la luna y su fulgor era parcialmente aumentado por una brillantez que jamás poseyó el satélite de la Tierra. En su torno se veía una aureola de suave radiación en donde su atmósfera, fundida por el calor solar en tan rápida aproximación, había recuperado por entero su estado gaseoso.

Pero Bronson Beta no tenía punto de comparación con el espectáculo de Bronson Alpha. Este último era un gigante mayor que el sol y en apariencia mucho más brillante, porque las nubes que se alzaban de cada parte de su superficie derrotaban a los rayos solares, cegadoras, blancas, duras... allí no había noche.

Ni Eve ni Tony habían visto el campamento en su totalidad; y cuando cedió la sorpresa causada por la ascensión de los cuerpos dejando paso a una intranquila tranquilidad, Eliot James les llevó a dar una vuelta de inspección por el complejo.

Hendron lo había preparado todo admirablemente para los días que sabía se presentarían en un próximo futuro, mirando siempre el bien de su comunidad de elegidos. Tenían dos prodigiosos comedores, dos edificios no muy diferentes a las clásicas casas de apartamentos en los que vivían los hombres y las mujeres. Además había una construcción semejante a un hangar que se alzaba en un extremo, imponente en su masa que sobrepasaba en más de treinta metros los bosques que la rodeaban. A su lado estaba el campo de aterrizaje, espacio para aparcar los aviones y en frente a las pistas una larga fila de tiendas que terminaba con una fundición de hierro.

Fue a la fundición y tiendas o talleres de maquinaria donde llevó por último Eliot James a sus compañeros.

—La brigada aquí —dijo a Eve—, ha terminado ya parte de la construcción del Arca que su padre planea. Si quisiéramos podríamos construir también un acorazado de combate; en los laboratorios podría repetirse cualquier cosa que ya haya sido hecha y una gran cantidad de cosas que jamás existieron antes ha nacido ya aquí. Para mañana noche creo que todo el equipo de Nueva York habrá sido instalado en este lugar.

Tony emitió un silbido.

—¡Es sorprendente! ¡Fruto del genio, del más puro genio! ¿Qué tal los aprovisionamientos alimenticios?

Eliot James sonrió.

—Hay comida bastante para toda la congregación mientras lo necesitemos.

—Ahora enséñenos el Arca.

El padre de Eve salió del hangar para hacerles de guía.

Del fulgor blanco e histérico de los cuerpos Bronson fueron llevados a una imponente cámara que parecía terminar en el propio cielo, en donde la brillantez era incluso mayor. Un centenar de cosas dentro de la cámara pudieron haberles llamado la atención... su sistema de alumbrado fluorescente, o las tremendas dimensiones de sus paredes de metal; pero sus ojos se posaron tan solo en el objeto que ocupaba el centro de la estancia. El Arca aquella noche de últimos de julio —punto local del sueno esperanzado de todos aquellos a quien Hendron había agrupado— se erguía rígida sobre un gigantesco bloque de cemento en medio de un bosque de viguetas y tensores de acero. Su longitud total alcanzaba los cuarenta metros, su anchura era de dieciocho y su forma cilíndrica. Las líneas aerodinámicas eran innecesarias para viajar por el espacio en donde no hay atmósfera que ofrezca resistencia al avance de los cuerpos. El metal que formaba el casco era de una aleación especial y tenía un grosor de cuarenta y cinco centímetros, galvanizado eléctricamente en su exterior con otra aleación que brillaba como el cromo.

Después de que Tony la hubo mirado largo rato, dijo:

—Es con mucho el objeto más espectacular que construyera jamás la humanidad.

Hendron le miró de reojo y continuó con sus explicaciones.

—Un segundo casco mucho más pequeño va dentro y entre la cápsula interior y la exterior envoltura hay varias capas de material aislante. Dentro de la cápsula estarán los motores que generarán la corriente, que alternativamente dispara la energía atómica, propulsora, alimenta las cámaras almacén de todo lo que se lleve, los mecanismos de control, la instalación renovadora de aire, las unidades calefactoras y las viviendas de los pasajeros.

Tony apartó los ojos de la colosal obra.

—¿Cuántos viajeros podrá llevar? —preguntó casi en voz baja.

Hendron dudó unos instantes hasta decir por fin:

—Para un viaje de la duración que tengo calculada, podrá transportar un centenar de personas.

La voz de Tony siguió sonando sosegada.

—Entonces, tiene usted en el campamento a novecientos idealistas.

El anciano sonrió.

—A menos que me haya equivocado, tengo un millar.

—¿Saben todos lo de la nave?

—Algo. Casi la mitad han estado trabajando en ella o en aparatos con ella relacionados.

—¿Les paga usted sueldos?

—Se los ofrecí. En muchos casos los rechazaron. Aquí no tengo disponibles más de tres millones de dólares en oro, para los gastos que se produzcan al tratar con gente que aún desee cobrar en dinero los gastos o servicios que proporcione.

—Comprendo. ¿Cuánto calcula usted que durará el viaje?

La respuesta de Hendron dejó sin aliento a Tony.

—Noventa horas. Siempre y cuando —y la voz del científico empezó a temblar—, siempre y cuando hallemos los materiales adecuados para construir las toberas cohete. De otro modo no podremos impulsar este chisme más que algunos pocos minutos. Yo...

Eve miró a su padre.

—Papá, has de acostarte. Será mejor que tomes un poco de veronal o algo por el estilo y que no te preocupes tanto. Ya descubriremos esa aleación. Tenemos todo lo demás hecho y en eso cuento que estaban las cosas más difíciles.

Hendron asintió y Tony, al mirarle, se dio cuenta por vez primera de cuánto había envejecido últimamente. Salieron por la puerta del hangar uno tras otro y de lo alto del entramado de andamios y vigas de acero que sujetaban el cohete cayó una lluvia de chispas provocada por la devoradora llama de un soplete de acetileno.

Fuera soplaba el viento. Silbaba romo un concierto de suspiros al cruzar por entre los árboles... era como un presagio de tempestad. Las luces de la fundición y los laboratorios, la central eléctrica y los dormitorios formaban un anillo alrededor de ellos, un anillo de luciérnagas amarillas que brillaban débiles bajo el fulgor de los cuerpos Bronson, Tony los miró y le pareció casi poder notar y horrible embestida a través del espacio. Beta, asombrosamente blanco, y Alpha, un disco ominoso símbolo de destrucción. Ambos parecían haber salido de las arcas negras de los cielos.

Hendron les dejó. Muy poco después James se retiró con la excusa de que quería dedicarse a poner al día su diario. Tony acompañó a Eve al dormitorio de mujeres. En la sala general un fonógrafo desgranaba las notas de una melodía. Una de las chicas cantaba y otra se hallaba sentada a una mesa escribiendo lo que parecía ser una carta. Se las podía ver a través de las abiertas ventanas y Tony se preguntó qué cartero esperaría la muchacha que llevase a destino su misiva. Eve le dio las buenas noches y penetró en el edificio.

Tony, solo, caminó por el iluminado terreno hasta la cumbre de una colina cercana. El pueblo de Hendron parecía en el lado norte como el recinto y jardines de una universidad, y hacia el lado sur como el corazón de un barrio industrial. Todo alrededor se extendía la tierra inculta de Michigan. El lugar había sido escogido parcialmente porque la edad y aspereza de su base geológica daba sensación de seguridad, y en parte también por su aislamiento.

Se sentó en una piedra grande. El cálido viento de la noche soplaba con creciente violencia y las dobles sombras, una marcada y otra débil, arrojadas por todas las cosas a la luz de los cuerpos Bronson, se vieron de pronto borradas por el paso de una nube oscura.

La mente de Tony corría desigual e irresoluta. «Probablemente», pensó, «esta pequeña comunidad es la más autosuficiente de todo el globo. Esta gente, estos brillantes hombres y mujeres, han subsistido y se han erigido como soldados a las órdenes de Hendron... Hendron, un hombre sorprendente... Sólo cien personas... ¿Cuántos de los que yo llevé a Nueva York formarán parte del grupo de elegidos?»

Una serie de temores le asaltó. «¿Y si no logran terminar el Arca con éxito y el cohete jamás logra despegar del suelo? Entonces toda esta gente habrá sacrificado su vida inútilmente... Y si se eleva de la tierra y cae... cae cientos de kilómetros, ganando velocidad durante la caída de manera que cuando penetre en la atmósfera se convierta primero en una masa al rojo blanco para después arder como un meteoro? ¡Qué riesgos más terribles hay que correr! ¡Si al menos fuera científico y pudiera ayudarles! Si me fuera posible cuanto menos sentarme allí con los otros, en busca del metal que permitirá volar a la nave...!»

Una nube mayor oscureció los cuerpos Bronson. El viento soplaba en fuertes ráfagas. Los grandes cuerpos del cielo que perturbaban mar y tierra, también distorsionaban la envoltura atmosférica.

El continuado sonar de la maquinaria llegó a oídos de Tony y también el campaneo del golpear hierro contra hierro. El viento tañó el arpa cólica de los árboles. Tony pensó en las mareas que se alzarían aquella noche y las siguientes; y débilmente, como la palpitación de la cubierta de un vapor, la tierra tembló bajo sus pies como respondiendo a sus meditaciones. Y Tony comprendió que el corazón de la Tierra parecía distenderse hacia sus compañeros celestiales.





Capítulo XIII - LA APROXIMACIÓN DE LOS PLANETAS



La noche del veinticinco, mareas sin precedente en la historia del mundo barrieron todas las costas. Se produjeron terremotos de magnitud variable en todo el orbe. Al día siguiente, los volcanes entraron en erupción y una serie de islas se hundió bajo el mar; y en la noche del veintiséis el mayor de los cuerpos Bronson alcanzó su mínima distancia de la Tierra en aquella su primera pasada de aproximación.

Jamás se hizo un informe completo de las devastaciones.

Eliot James, que efectuó algunos cálculos en la materia durante los meses sucesivos, no pudo creer nunca en todo lo que vio u oyó, aunque debía ser cierto.

La costa oriental de los Estados Unidos soportó un pleamar que en su ola máxima alcanzó cuarenta y cinco metros de altura procedente del océano que arrasó en incesantes embestidas toda la tierra firme hasta el pie mismo de los Apalaches. En su marcha hacia el oeste, la marea destruyó cada edificio, cada cabaña, cada rascacielos, cada ciudad, desde Bangor en Maine, hasta Key West, en Florida. La marea penetró en el golfo de México, subió por el valle del Mississippi, congestionándose en algunas partes con los materiales que arrastraba hasta tal punto que los aterrorizados seres humanos sobre quienes cayó, vieron cernerse sobre sí una verdadera muralla de árboles y casas, de rocas y maquinaria, procedente de toda clase de artificios humanos y obras de la Naturaleza... que ocultaba el agua que venía detrás. Cuando la marea se reintegró al seno del mar, dejó sembradas por el desolado panorama la mayor parte de las cosas que desarraigara antes.

El agua rugió en Sudamérica, convirtiendo la cuenca del Amazonas en un inmenso brazo de mar que se extendía desde lo que fuera costa de levante a los Andes, en la costa occidental. La velocidad de aquella oleada quedó muy por encima de todo posible cálculo.

Cada río se convirtió en canal por la misma razón. Se derramó sobre Asia. Inundó la gran llanura de China. Bajó de las regiones árticas y arrastró buena parte de Francia, Inglaterra y Alemania, toda Holanda y el gran Imperio Soviético, entre una buena cantidad de naciones más. Aguas árticas de cientos de metros de profundidad se vertieron en el Mar Caspio y estrellaron la última fogosidad de su inercia contra las estribaciones del Cáucaso.

Asia Oriental y Arabia, el sur de la India, África y buena parte de Australia permanecieron en seco. Quienes vieron la ola desde las cimas de las montanas se sintieron incapaces de describírsela a sus amigos. La mente humana no está preparada para la observación próxima de fenómenos de índole cósmica. Ver aquel torrente oscuro color obsidiana moverse hacia la Tierra a una velocidad de muchos centenares de kilómetros por hora era algo que pertenecía a un reino extraño al de la Naturaleza, puesto que la Naturaleza incluso en su máxima furia jamás se había aparecido al hombre con aquella potencia.

Más de la mitad de la población del globo murió en las mareas que crecieron o murieron durante la proximidad de los cuerpos Bronson. Pero aquellos que por suerte o designio se encontraron en terrenos que no fueron afectados por las inundaciones, lograron sobrevivir.

El terremoto que notó Tony en Michigan fue el primero de una serie de sacudidas que aumentaron rápidamente en violencia durante las siguientes cuarenta y ocho horas y que ya no cesaron nunca después. Hendron había escocido bien aquel lugar, porque era una de las relativamente pocas porciones de estrato terrestre que no quedaron reducidas a un páramo inhabitable de rocas humeantes y lava hirviente.

Ninguno de los terremotos o erupciones ocurridos en la memoria humana servía como punto de comparación para medir las manifestaciones que tenían lugar en todas partes de la corteza terrestre durante aquel veintiséis de julio. El hombre presenció la explosión de montañas enteras. Vio la desaparición y la formación de islas. Metros de costa se hundieron ante sus mismos ojos. Grietas lo bastante amplias como para contener a un ejército se abrieron a sus pies; pero tales ocurrencias históricas no eran sino minucias en comparación con las ocurridas durante las horas de la máxima aproximación de los cuerpos Bronson.

Mientras, hora por hora, la tierra presentaba nuevas superficies a la tensión gravitacional horrorosa de aquellas esferas, una serie de tremendos cataclismos tuvo lugar. Por debajo de la quebradiza corteza que el hombre considera sólida y resistente, yacen miles de kilómetros de material fundido y densamente comprimido. La corteza terrestre no es lo que sujeta el material. Ese se conserva en su lugar sólo por un ajuste delicado de la gravedad; y la interferencia de los cuerpos Bronson distorsionó el equilibrio. ¡La Tierra iba a abrirse como una granada madura! Desde un punto de vista geológico, las mareas que azotaban por doquier, eran sólo un fenómeno de magnificencia y magnitud trivial.

El centro del continente de África se partió en dos como víctima de un tremendo hachazo, y de la grisácea incisión, salió un incontenible tumulto como si el infierno se fundiese con la Tierra. Erupciones tenían lugar en el fondo del océano, tragándose las aguas y devolviéndolas instantáneamente convertidas en vapor. La gran plataforma del interior del Tibet cayó como un ascensor ultrarrápido a una profundidad de más de trescientos metros. Suramérica fue convertida en dos islas. Una extendiéndose al Norte y Sur en forma de ocho y otra toscamente circular, compuesta por lo que quedaba de las altas tierras del Brasil. Norteamérica retrocedió y tembló, se fraccionó, saltó, se quebró y volvió a saltar. Las Montañas Rocosas perdieron su inmovilidad y bailaron como olas de agua. En el lugar que fue Parque Nacional de Yellowstone, una marea de lava se extendió ocupando miles de kilómetros cuadrados. La llanura costera a lo largo del Pacífico desapareció y el agua subió precipitándose furiosa contra una cordillera de volcanes activos que se extendía de Nome a Panamá.

Gases, vapor y cenizas salieron de diez mil cráteres y se vertieron en la atmósfera terrestre. El sol desapareció y se vieron las estrellas. Un calor insoportable sopló de extremo a extremo del globo. El hielo Polar se fundió y una nueva tierra virgen emergió, fiera y destrozada, móvil y catastrófica.

Aquellos seres humanos que sobrevivieron a la locura de los elementos lo debieron más que nada a su buena suerte. Unos cuantos escaparon por haber planeado las cosas científicamente... en todo el planeta sólo una docena de lugares elegidos por los geólogos como refugios permanecieron habitables.

Sobre millones de personas se vertió el agua inestable, en forma de un océano de muerte, matándolos de la manera más terrible que lo causado por las grandes mareas. El aire que respiraban otros millones de seres humanos se hizo de pronto irrespirable por las fases sulfurosas y la gente cayó como soldados gaseados durante una guerra, agonizando entre convulsiones por las calles de las ciudades destruidas. Un vapor ardiente, soplando con violencia de huracán, escaldó los centros populosos y los terrenos. De un cielo que acabó con la humanidad prácticamente en época bíblica, sólo con un diluvio, caían ahora torrentes ardientes de roca fundida. La Tierra misma disminuyó su movimiento de rotación y volvió acelerar, saltó y se tambaleó a través del espacio al capricho de los cuerpos celestiales. Se convirtió en una masa rodeada de humo y vapor y de explosiones de gas caliente; y cuando Bronson Alpha y Beta se alejaron, cayeron lluvias torrenciales que arrastraron la fértil tierra hasta descubrir la roca desnuda, que enfriaron la lava salida de sus entrañas, convirtiéndola en un vasto océano metálico de roca, que, acompañadas por los relámpagos, dieron un escenario infernal de iluminación incesante respaldado aún por los truenos, inmensos, ensordecedores.

En el campamento Hendron se vivieron cuarenta y ocho horas de infierno, y, sin embargo, el campamento Hendron era uno de los lugares más seguros y menos perturbados del mundo.

Las primeras nubes negras que Tony observó, señalaron el principio de una tormenta eléctrica. El temblor presagiaba el incremento firme y seguro de los terremotos. Abandonó la cumbre de la colina y descubrió que la población de la colonia que, una hora antes, se había retirado a dormir, estaba despierta de nuevo. Se reunió con Hendron y con varios científicos que daban una última vuelta de inspección.

—Los dormitorios —dijo Hendron—, presumiblemente son a prueba de terremotos. No creo que ninguna fuerza pueda derribar los cimientos ni que tampoco destruya el andamiaje que colocamos en torno al proyectil.

Incluso mientras hablaba el viento aumentó, los relámpagos apuñalaron el cielo, la luminosidad de los cuerpos Bronson se extinguía permanentemente y el viento huracanado se transformaba en una continua tempestad. En cada edificio estaban encendidas las luces, mientras un temblor sucedía a otro temblor, empezando la gente a salir al exterior.

Tony trató de localizar a Eve, pero no pudo por culpa de la confusión. La oscuridad fuera de la zona de relámpagos era absoluta. La temperatura del viento bajó muchos grados, de modo que parecía frío en comparación con el calor del atardecer. Era difícil caminar en el amplio claro existente entre los diversos edificios, porque el suelo bajo los pies subía con frecuencia como el piso de un rápido ascensor. Los relámpagos se aproximaron más. El tronar era continuo. Era difícil oír la voz del vecino aunque estuviese muy cerca. Se pasaban las órdenes de persona a persona en gritos descomunales diciendo que evacuasen todos los edificios. Tony mismo, con otra media docena de personas, se precipitó en el dormitorio de mujeres brillantemente iluminado y las hizo salir apresuradamente al tumulto y a la lluvia exteriores.

A las diez, la violencia de los terremotos era lo bastante grande para que fuese difícil de soportar. La gente se agrupaba como corderos en una tormenta al socaire de los edificios. Los relámpagos martilleaban incesantemente cayendo sobre la alta torre de acero que rodeaba a la nave espacial. Tony cruzó por entre la gente reunida gritando órdenes enérgicas y palabras de ánimo, de un ánimo que él no sentía.

Poco después de las once, una conmoción de extraordinaria violencia levantó un extremo del edificio de los hombres, de modo que los ladrillos y cemento se desprendieron de sus paredes. Inmediatamente Tony localizó a Hendron, que estaba sentado, envuelto en un impermeable de plástico, sobre una roca en el centro de la multitud y le hizo una sugerencia que rápidamente se llevó a cabo. Las luces de aterrizaje se encendieron en el campo de aterrizaje y todos mitraron hasta allí. Se congregaron de nuevo en el centro del raso espacio abierto, en una colección fantasmal apresuradamente vestidos con las ropas que pudieron hallar, con los rostros pálidos mirando hacia arriba, distinguibles a través de las lluvias gracias al resplandor de los focos y a los fogonazos azules del cielo.

Antes de medianoche algún capricho de la perturbación sísmica cortó toda la energía. A la una en punto de la madrugada, un camión procedente de las cocinas y el comedor surcó el barro con bocadillos y café. A las dos, la temperatura del viento volvió a caer y la multitud húmeda se estremeció castañeteándole los dientes de frío. La congelación vino a ocupar el lugar de la lluvia.

Media hora más tarde, el viento cesó bruscamente y en aquel súbito silencio, entre ráfagas de truenos, las voces humanas se alzaron en un fuerte clamor de centenares de conversaciones individuales. El viento, amainado, cambió de rumbo y vino desde el Suroeste. Soplaba a setenta kilómetros por hora, cien, para luego amainar hasta una inmensa calma. Hojas y ramas enteras cruzaron el aire. Cada hombre y cada mujer se vio obligado a tirarse ahora abajo en la fangosa tierra, cuyas ondulaciones se incrementaron.

Yacieron así por una hora o más, temblorosos, respirando con dificultad, escondiendo los rostros. Cuando una conmoción particularmente violenta partió en dos trozos el campo de aterrizaje. Uno de los lados se alzó unos tres metros por encima del otro, dejando un profundo pero pequeño precipicio en mitad del terreno. Una docena de personas que estaban en el punto de fractura se agarraron como pudieron de los bordes y algunos cayeron en la parte inferior mientras que otros, arrastrándose y huyendo de la nueva y terrible amenaza fueron ayudados a subir. Por fortuna ninguna grieta se abrió, aunque los bordes fraccionados de las rocas del subsuelo rechinaron al rozar uno con otro con un ruido que trascendió por encima del tumulto. Hacia la mañana la temperatura del viento comenzó a subir.

No hubo alba, ni luz del día, sólo una claridad gris inadecuada y difusa que llegaba de las tumultuosas nubes de vapor. La gente estaba sobre el suelo, cada hombre envuelto en los terrores de su propia alma, con los dedos crispados sobre la hierba o hundidos en la tierra. Así comenzó el día. El aire se fue haciendo más cálido. Una furia aumentada de la galerna trajo un débil olor a azufre.

Al mediodía no hubo respiro. Era imposible traer comida luchando contra la galerna, imposible incluso estar en pie. El olor sulfuroso y el calor aumentaron. La lluvia parecía de fuego. Hacia lo que debió de haber sido la tarde y en la absoluta oscuridad, hubo una súbita calma; y el viento, aunque soplaba fuerte, permitió a la temblorosa población levantarse y mirar a aquel impenetrable caos. Cincuenta o más de los hombres corrieron hacia los comedores. Los encontraron y se quedaron sorprendidos al ver que no se habían derrumbado. Las bajas colinas que les rodeaban les habían servido de protección. No había tiempo para preparar comida. Cogiendo cuanto pudieron y cargados con agua potable hasta el límite de sus fuerzas, lucharon por regresar. Allí, como animales, las personas comieron y bebieron, acabando a tiempo para volverse a arrojar de nuevo en el suelo desnudo bajo la renovada furia de la tempestad.

Volvió la noche. El azufre del aire, los vapores y los gases, el calor, el humo y el polvo, la cálida lluvia, casi extinguieron sus vidas, por otra parte defendidas frenéticamente. Yacían ahora en el suelo, pero incluso allí el enorme torbellino de la tempestad y el azote de los elementos eran casi insufribles. El polvo y la lluvia combinados con el viento que caía en diagonal, les cubría de un lodo fétido que les empapaba, que les desfiguraba. A través de aquella segunda noche nadie fue capaz de hablar, de pensar, de moverse, en hacer nada más que estar tumbados en medio del caos, intentando respirar.





Capítulo XIV - LA PRIMERA PASADA



Cuando llegó el respiro de la mañana aquello era un verdadero caos. La gente se encontraba agotada de haber permanecido semienterrada en el barro durante horas y horas. Nada quedaba en pie de cuantas instalaciones provisionales se hubieran erigido fuera de los edificios fundamentales. Había hambre, frío, y una ausencia absoluta de energía eléctrica mientras que el cielo continuaba plomizo y triste. Tony, aún deseando buscar a Eve, de quien tantas horas llevaba separado, comprendió que lo más urgente era reorganizar el campamento, volver a poner en marcha todas las instalaciones y reparar los daños del increíble tornado.

Lo mismo pensaron los hombres más jóvenes. Todos cuantos pudieron, a quienes el agotamiento no había acabado con sus fuerzas, se lanzaron a la tarea. Hendron, reuniendo todas sus fuerzas, empezó a impartir órdenes. Quienes estaban en condiciones de obedecer, se apresuraban a cumplirlas, sacando fuerzas de flaqueza.

Pasaron horas, nunca se pudo medir el tiempo ni saber cuántas, pero en el dormitorio de mujeres, bastante intacto, se instaló un puesto de socorro y allí los médicos, ayudados por las representantes del sexo débil, se pusieron a trabajar para devolver las fuerzas a los agotados.

La central eléctrica necesitaba reparaciones. Los cables conductores se habían roto en muchas partes o habían desaparecido enterrados en el fango. Era necesario instalar unos nuevos y poner en funcionamiento los generadores. Un grupo de hombres se dedicó a tal tarea. Tony no paró un momento y cuando en el transcurso del tiempo le obligaron materialmente a tomar un tentempié en las improvisadas cocinas, el joven se dirigió con paso cansino al lugar señalado sintiendo dentro de sí un deseo insaciable de continuar el trabajo, de no hacer caso a sus propias necesidades, de seguir en la tarea ingente comenzada.

Tony vio a Peter Vanderbilt sentado pacíficamente sobre un tronco, una taza de café en la mano, un bocadillo en la otra y el arrugado y sucio pañuelo extendido sobre sus rodillas a guisa de mantel. El elegante bigote de Vanderbilt tenía costras de barro. Una de las perneras de su pantalón había sido arrancada a la altura de la rodilla. Los faldones de la camisa le salían del cinturón y eran unos harapos deshilachados, y sin embargo, cuando Tony se le acercó aún adoptaba la actitud de cómica indiferencia, de urbanidad tan completa que nada en absoluto podría turbar su espiritualidad.

Vanderbilt se levantó.

—Tony, amigo mío —exclamó—. ¡Vaya mascarada! ¡Qué disfraz! ¡Te reconocí por el tamaño de tus hombros! Siéntate. Únete a mí en este rudimentario almuerzo.

Tony se sentó en el tronco, que en apariencia el viento había derribado en una postura especialmente indicada para Mr. Vanderbilt.

—Tomaré un bocadillo contigo —replicó—. Luego tengo que volver al trabajo.

El elegante petrimetre de la Quinta Avenida asintió comprensivo.

—¡Trabaja, querido amigo! Jamás vi tanta gente ávida de trabajar y sin embargo hay algo que exalta en ello. Y la tormenta fue de veras impresionante. Admito que me impresionó. De hecho, proclamo que sí me impresionó. Sin embargo, su completa moral fue una futilidad.

—¿Futilidad?

—Oh, no creas que durante un minuto me puse filósofo. No me refería a la evidente futilidad de todos los esfuerzos del hombre y de sus conquistas. Eran del todo aparentes antes de esta... esta... ejem... perturbación. Pensaba por completo en mí. Pensaba en los muchos años que pasé como chaval aprendiendo geografía y cuan inútil es ahora todo aquel conocimiento. Me imaginé que la geografía que aprendí a los doce ahora tiene que estar por completo anticuada.

Tony asintió.

—Me lo imagino también yo. Perdóname, pero me necesitan.

Peter Vanderbilt sonrió y colocó su copa junto a la de Tony en el suelo. Luego, sin una palabra, se levantó y siguió al joven. Encontraron a Hendron saliendo del gran hangar. Sus condiciones no eran ni mejor ni peor que en los demás. Puso la mano sobre el hombro de Tony, nada más le vio.

—Tony, hijo, ¿has visto a Eve?

—Sí.

—¿Se encuentra bien?

—Perfectamente bien. Está trabajando en el hospital de emergencia.

Detrás de Hendron había un cierto número de hombres. Se volvió hacia ellos.

—Adelante a inspeccionar el taller de maquinaria. Me iré con vosotros dentro de un minuto.

Entonces se fijó en el compañera de Tony.

—Hola, Vanderbilt. Me alegro de que esté a salvo —y continuó hablando a Tony—. ¿Cuál fue la extensión de los daños al personal?

Tony sacudió la cabeza.

—No lo sé todavía.

Vanderbilt intervino.

—Antes de tomar el café salí del hospital de campaña. Estaba efectuando una inspección particular. Por lo que averigüé, nadie ha muerto. Hay tres casos de desmayo que pueden convertirse en neumonía, varios casos menores de crisis nerviosa, dos piernas rotas, un brazo roto, un tobillo dislocado; uno de los hombres que hizo café durante la tempestad se quemó un poco y hay cuarenta o cincuenta personas con escotaduras y arañazos más o menos menores. En total no llegan a sesenta y cinco casos los que necesitan alguna atención.

La cabeza de Hendron osciló de nuevo. Suspiró con alivio.

—Buen Dios, gracias. Ahí fuera la cosa fue más terrible en apariencia que peligrosa.

—Desde luego no se diferenciaba mucho de tomar un baño turco en un tiovivo a oscuras —replicó Vanderbilt.

Hendron se pasó una mano por la cara.

—¿Dijeron ustedes algo acerca de café?

—Con coñac dentro —dijo Tony.

Vanderbilt cogió a Hendron por el brazo.

—¿Me permite que yo le acompañe? Está usted un poco cansado.

—Un poquito. ¿Coñac, eh? —antes de alejarse, habló a Tony—. Escucha, hijo. —El uso de esa palabra sobresaltó el corazón de Tony—. Eso es más de lo que yo había anticipado, mucho peor. Pero gracias a la providencia han pasado los mayores peligros y nosotros sangramos, pero no nos hemos doblegado. La nave está a salvo, aunque un lado se abolló al chocar contra su andamiaje. Eso es casi todo. Si yo hubiese previsto algo así, hubiéramos podido estar mejor preparados. Un campo abierto era el lugar habitable mas indicado. Añora he de descansar un poco. Si aguanto unos momentos más me desmayaré, quiero que te ocupéis de las cosas, si es que crees que puedes aguantar otras doce horas.

—Estoy fresco —respondió Tony.

—Bien. Entonces quedas al mando. Despiértame dentro de doce horas.

Tony comenzó sus rondas de nuevo. En el vestíbulo del dormitorio de las mujeres, Dodson y Smith trabajaban con ahínco, sus pacientes estaban sentados o yacían en las camas. Había olor de anestésicos y antisépticos. Eve, junto con una docena de otras mujeres, hacía de enfermera. Se había cambiado de ropas y lavado. Le sonrió desde la otra parte de la habitación y Dodson le habló:

—Dígale a Hendron que aquí las cosas van muy bien por ahora. No creo que haya ninguno tan grave como para no curarse.

—Hendron duerme —repuso Tony—. Se lo diré cuando despierte.

Volvió a mirar a Eve antes de salir y vio cómo los ojos de la muchacha se llenaron de lágrimas. Inmediatamente se dio cuenta de su falta de tacto al no decirle inmediatamente que su padre estaba a salvo, pero no había reproche en aquella mirada llorosa. La joven comprendía la situación y se daba cuenta de que había pasado el punto el que las delicadezas racionales y normales estaban fuera de lugar.

Tony fue al taller de maquinaria. Un turno de hombres estaban trabajando limpiando el polvo filtrado en las máquinas y el barro que se había desparramado por los suelos. Otro grupo dormía profundamente en el espacio libre suficiente para poderse reclinar contra la pared. Uno de los trabajadores explicó:

—Nadie por aquí puede trabajar mucho rato sin dormir un poco, así que hacemos turnos de una hora. Se duermen sesenta minutos, se trabaja otros sesenta. ¿Le parece bien, Mr. Drake?

—Estupendo —dijo Tony.

En la central eléctrica una voz le saludó.

—Ha llegado a tiempo, Mr. Drake.

—¿A tiempo de qué?

—Entre. —Tony entró en la central. El hombre le condujo a un panel de control y señaló a un conmutador—. Bájelo.

Tony lo bajó. En seguida por todo el campamento la oscuridad fue derrotada por la brillantez de incontables luces eléctricas. El técnico que había llamado a Tony sonrió.

—Utilizamos sólo un pequeño motor de emergencia y apenas la cuarta parte de las luces de las instalaciones están en movimiento. Eso es cuanto hemos podido poner en marcha en tan poco tiempo. Una pequeñez, pero mejor que la oscuridad.

La mano de Tony cayó con firmeza en los hombros del técnico.

—Es maravilloso. Ustedes trabajen ahora en turnos. Todos necesitan dormir.

El electricista asintió.

—Lo haremos. Algunos peces gordos están dentro. ¿Quiere que les diga que salgan a verle?

Una idea asaltó de pronto a Tony.

—Mire. ¿Y por qué no entraré yo a verlos si así lo deseo? ¿Por qué esperar que salgan a verme a mí?

—Usted es el jefe, ¿no?

—Y ¿por qué piensa que soy el jefe?

El hombre le miró intrigado.

—Oh, así se dice en el libro de instrucciones que recibimos cuando nos enviaron aquí. Todo el mundo tiene un ejemplar. Se dice que usted era el segundo en el mando ante cualquier emergencia que le ocurriera a Mr. Hendron; y esto es una emergencia, ¿no?

Tony se quedó abrumado por aquella nueva información.

—¿Eso decía el libro?

—Eso. Está en el libro de reglamentos que todo el mundo recibe el día que viene a este lugar. Tengo un ejemplar en el bolsillo, mejor dicho, lo tenía, porque perdí todo ahí fuera en el campo de aterrizaje.

Tony dominó su sorpresa. Por su mente relampagueó la idea de que Hendron le estaba adiestrando para ponerse al mando de quienes se quedasen y dispararan la espacionave. Se dio cuenta de un orgullo innato ante la indicación de que los grandes científicos confiaban en él.

—No les molestaré —dijo—. Mientras tengamos cuantas luces sean posibles funcionando, lo demás importa poco. Ahora, eso sí, que funcionen con la mayor rapidez.

Halló a un grupo de hombres de pie especulativamente delante del departamento de viviendas masculino. Una de las paredes laterales se había destrozado y los ladrillos se derrumbaron hasta el suelo. Tony miró al edificio con aire crítico y luego dijo:

—No creo que nadie deba ocuparlo.

Tony revisó las innumerables tareas que se efectuaban. Se dio cuenta por primera vez que el trabajo de reparar las habitaciones humanas no se hacía a la vez por los jóvenes, los mecánicos y los ayudantes a quienes Hendron alistó. Entre el grupo de Taylor había una docena de científicos de mediana edad cuyos nombres fueron famosos en el mundo tres meses antes de aquel día, que, incapacitados, de momento, para seguir en sus trabajos, trabajaban ahora por el bien común con picas y palas y carretillas.

Tony salió al exterior de nuevo, eran las cuatro, aunque carecía de medios para conocer el tiempo. Una vez más se dio cuenta de que el aire era más fresco. Bajó por el casi intransitable sendero que conducía a los almacenes y encontró a otro grupo de hombres trabajando febriles con los asustados animales y las alborotadas aves de corral. Luego volvió al pueblo verde, como comúnmente llamaban a los improvisados huertos. Por lo que pudo determinar, cada esfuerzo se encaminaba a reorganizar los negocios importantes de la comunidad. Por último tenía la necesidad acuciante de considerarse a sí mismo y al mundo que le rodeaba.

El sudor había limpiado el lodo de su rostro y manos, pero sus vestidos todavía estaban enfangados. La humedad del aire impidió que el barro se secase. Tenía el cabello cubierto de pellas. Caminó en dirección del campo de vuelos y al poco encontró lo que buscaba... una depresión en el suelo que se había llenado de agua hasta una profundidad de tres o cuatro palmos y en la que el barro se había posado al fondo. Entró en aquella charca con cuidado para no remover el fango y ensuciar las aguas. El líquido estaba caliente. Metió la cabeza bajo la superficie y se lavó la cara con las manos.

Cuando salió se encontraba relativamente limpio, aunque sus pies no tardaron en llenarse de barro de nuevo.

Despacio caminó hasta la cumbre de la pequeña colina desde la calle contempló los cuerpos Bronson la noche antes. Notó una disminución en el azufre y otros vapores del aire. Le escocía la garganta, pero cada vez que respiraba no le dolían los pulmones como ocurrió durante las últimas horas cuando estuvieron acostados en el campo abierto. Volvió a notar de nuevo la cualidad de enrarecimiento del aire que persistía a pesar del calor y la humedad. Se preguntó si toda la química de la atmósfera terrestre había sido cambiada..., si, por ejemplo, un porcentaje definido de su oxígeno normal se había consumido. Sin embargo, ese problema era insoluble, por lo menos de momento.

Estaba de pie, solo, mirando al cielo y repasando sus cálculos mentales, cuando alguien se detuvo a su lado.

—¿Qué es, Tony? —dijo Hendron.

—¿Dónde está la luna esta noche?

—¿Dónde... es decir, eso mismo, dónde? Me gustaría saber... exactamente qué ocurrió. Tuvimos que perdérnoslo, mira: probablemente en ninguna parte del mundo se estaba en condiciones que permitieran la observación cuando ocurrió la colisión; ¡y qué cosa más digna de verse!

—¡La colisión! —dijo Tony.

—¡Cuando Bronson Alpha destruyó la luna! Pensé que sabías lo que iba a ocurrir, Tony. Creí habértelo dicho.

—¡Bronson Alpha destruyó la luna...! Usted me dijo que destruiría el mundo cuando nos encontráramos con él en el lado opuesto del sol; ¡pero no me mencionó la luna para nada!

—¿No? Pues tenía intención de hacerlo. Era algo de menor importancia, claro; pero hubiera dado cualquier cosa por poderlo ver. Bronson Alpha, si nuestros cálculos son exactos, chocó con la luna, de refilón. Es decir, no fue una colisión frontal; pero seguramente convirtió a nuestro satélite en fragmentos. La mayoría de esos fragmentos debió fundirse con el gran astro; pero otros quizás los veamos más tarde. Hay condiciones bajo las cuales formarían una faja de polvo y fragmentos en torno a la Tierra como los anillos de Saturno. En cualquier caso, es inútil buscar a la luna, Tony. Nuestro viejo satélite enrostró su final; desapareció para siempre. Desearía haberlo visto.

Tony guardaba silencio. Era raro mirar el firmamento. Extraño pensar que ahora, después de que los cuerpos Bronson hubieran provocado unas mareas tan gigantescas, ya no habría más mareas normales. La luna no podría provocarlas más.

—Sin embargo, cuando el mundo choque con Bronson Alpha —dijo Hendron—, lo veremos... espero.

—¿Verlo... desde el mundo? —preguntó Tony.

—Confío en que lo veamos desde el espacio, si tenemos éxito con nuestra nave... desde el espacio, camino a Bronson Beta. ¡Qué espectáculo ha de ser, Tony, sin nubes en el espacio que lo tapen! ¡Y luego aterrizar en ese otro mundo, cuyas ciudades hemos visto!

—Sí —dijo Tony.




Capítulo XV - RECONOCIMIENTO


Así, a través de la oscuridad de aquella noche en que se perdió la luna, Tony continuó trabajando. Reunió nuevas cuadrillas para las esforzadas tareas de reconstrucción, rehabilitación y reacondicionamiento de las construcciones.

Organizó, dirigió, exhortó y animó a los hombres para que siguieran, maravillándose de la respuesta general al redoblado ahínco de sus esfuerzos. También se maravilló de sí mismo. ¿Para qué, al fin, iba a servir todo aquel trabajo? Unos pocos meses más y se encontrarían de nuevo con los cuerpos Bronson; y esta vez, Bronson Alpha no pasaría rozando la Tierra. ¡De igual manera que extinguió la luna, aniquilaría también el globo terrestre! ¡La tierra firme!

Cuando la luz volvió a filtrarse a través del cielo cargado de negras masas de vapor, Hendron tornó a despertarse. Halló a Tony borracho de fatiga, aguantándose en pie por un terrible esfuerzo de voluntad y negándose a descansar.

Hendron llamó a unos cuantos de los hombres que estuvieron cumpliendo órdenes de Tony e hizo que se lo llevaran a la fuerza...

Tony abrió los ojos. Uno a uno fue reuniendo los sobresaltado recuerdos de los pasados días. Se dio cuenta de que yacía en un diván del despacho particular de Hendron, sito en el extremo oriental del edificio que albergaba el taller de maquinaria y los laboratorios. Se incorporó y miró por la ventana. Había notablemente aumentado la luz, aunque las nubes seguían siendo densas y mientras miraba comenzó a descender una espesa y oscura niebla a retazos. Un ligero ruido en un rincón de la estancia le llamó la atención. Había allí un hombre sentado ante un escritorio, escribiendo en silencio. Alzó los ojos cuando Tony le miró. Era un hombre alto y muy delgado, con pelo negro rizado y grandes ojos azules. Su edad lo mismo habría podido ser de treinta y cinco años... como cincuenta. Poseía una frente notablemente alta y manos esbeltas y sensibles. Sonrió a Tony y habló con una pizca de acento extranjero.

—Buenos días, Mr. Drake. No es preciso preguntarle si durmió bien. Su sueño fue de los mas profundos que recuerdo.

Tony saltó al suelo.

—Sí, creo que dormí bien. No nos conocemos, ¿verdad?

El otro hombre sacudió la cabeza.

—No, no nos conocemos; pero oí hablar de usted y me imagino que usted también habrá oído mi nombre una o dos veces en las últimas semanas —una sonrisa apareció en su rostro—. Soy Sven Bronson.

—¡Santo Dios! —Tony cruzó la habitación y le tendió la mano—. Estoy encantadísimo de conocer al hombre que... —dudó.

El escandinavo volvió a sonreír.

—Iba usted a decir «al hombre responsable de todo esto»...

Tony soltó una risita, estrechó la diestra de Bronson y luego se miró los sucios harapos que le vestían en parte.

—He de buscar algo que ponerme y también he de afeitarme.

—Lo tiene todo preparado —dijo Bronson—. En el despacho particular hay un baño con cuanto usted pueda necesitar, ropa limpia y navaja de afeitar.

—Alguien se ha tomado unas molestias terribles conmigo —repuso Tony. Bostezó y se desperezó—. Me encuentro estupendamente —al llegar a la puerta se volvió dudoso—. A propósito. ¿Que noticias hay? ¿Cómo van las cosas? ¿Qué tal está todo el mundo?

Bronson repicó en el escritorio con su lápiz.

—La gente se desenvuelve magníficamente. Ya sólo queda una docena de personas en el hospital. Su amigo Taylor ha organizado por completo los servicios y todo el mundo se deshace en alabanzas de él. No conozco todas las noticias, pero hay algo pintoresco, por llamarlo así. Por ejemplo, el lugar donde nos hallamos subió considerablemente de nivel la semana pasada. En apariencia ha vuelto a elevarse, junto con quién sabe cuanto terreno a su alrededor, por lo que las sensaciones de ascensión que experimentamos en el suelo eran reales en verdad. Creemos que muchos miles de kilómetros cuadrados se han levantado de manera simultánea: de otro modo se habrían producido más fracturas locales. La estación de radio ha vuelto de nuevo a funcionar.

—¡Santo Dios! —exclamó Tony—. Me olvidé por completo de la estación de radio anoche..., es decir, hoy es mañana. ¿no? ¿En qué día estamos?

—En veintinueve. —Tony se dio cuenta de que había dormido veinticuatro horas—. El jefe de la emisora se puso a trabajar inmediatamente en su equipo. De todas maneras, no se ha podido recoger mucho, aunque se captó una estación de Nuevo México y otra muy débil en alguna parte de Ohio. La estación de Nuevo México informa que una especie de fenómeno extraordinario, junto con una violenta erupción de naturaleza volcánica tuvo lugar en su zona; la de Ohio sólo pedía ayuda, con desesperación.

En seguida captó Tony la importancia de las palabras de Bronson.

—¿Quiere usted decir que sólo se han podido oír dos estaciones en todo el país?

—Usted saca conclusiones con rapidez, Mr. Drake. Claro que los parásitos atmosféricos son tan grandes aún que sería imposible oír algo procedente de algún país extranjero; y es dudoso que no hayan otras estaciones funcionando, que más tarde podamos captar; pero hasta ahora, hemos recibido sólo dos llamadas.

Tony abrió la puerta del despacho contiguo.

—Eso significa entonces que casi todo el mundo ha...

Las blancas manos del escandinavo se cerraron y sus ojos confirmaron la sospecha de Tony...

—Voy a adecentarme —dijo Tony.

Y se metió en una bañera galvanizada llena de agua que se había mantenido caliente gracias a un pequeño calentador eléctrico. Se bañó, se afeitó y se vistió con sus propias ropas que le habían sido traídas de su cuarto sito en el dormitorio de hombres parcialmente derrumbado. Después fue a los laboratorios y se encontró con Hendron.

—¡Santo cielo, estás hecho un dandy, Tony! —fueron las primeras palabras de Hendron—. Eve te está esperando impaciente. La encontrarás en el comedor.

Halló a Eve animosa y con los ojos brillantes. Junto a una docena larga de mujeres estaba ella reordenando y redecorando el comedor, que había sido inmaculadamente limpiado. Salió con Tony al largo perchado.

—¿Te das cuenta de lo mucho que ha aclarado el aire? —preguntó Eve—. La mayor parte de los humos ha desaparecido... Es difícil desterrar la superstición de que los desastres de la naturaleza van dirigidos contra uno, ¿verdad?

—¿Estás segura de que se trata de una superstición, Eve?

—Después de todo, lo que nos ha ocurrido es lo mismo que ha estado sucediendo antes, miles de veces, en esta Tierra nuestra, Tony, en pequeña escala... Pompeya, Monte Pelado, Krakatoa, entre otras lugares. ¿Qué diferencia puede haber en la escala de Dios del cosmos si Él destruye San Francisco y Tokio con veinte años de intervalo, entierra Pompeya cuando Tito gobernaba Roma y hace estallar al Krakatoa mil ochocientos años más tarde... o si decide destruirlo todo de una vez? Es lo mismo.

—Sí —asintió Tony—. Lo que resulta diferente es la escala de la representación. De todas maneras, hasta ahora hemos sobrevivido. Me enteré de que estabas sana y salva, Eve, y ya no pude oír nada más, suponía que estabas bien. Tenías que estar bien.

—¿Por qué, Tony?

—Para que todo siguiera teniendo algún significado para mí —la miró con fijeza, él mismo estaba sorprendido cuando se oyó decir—: ¡La luna ha desaparecido, supongo que ya lo sabes!

—Sí. Era sabido que quedaría destruida.

—¡Y nosotros... la Tierra quedará destruida como la luna, cuando regrese Bronson Alpha!

—Es verdad, Tony —dijo ella plantándose ante él y estremeciéndose un poco al igual que Tony.

El joven hizo un gesto abarcando lo que les rodeaba.

—Todos lo saben ya ahora.

—Sí —dijo ella—. Se les ha dicho.

—Pero ellos no lo saben. No pueden saber una cosa como esa sólo porque se les ha dicho... o por lo que han experimentado.

—Tampoco nosotros, Tony.

—¡No nosotros creemos... tú y yo, por lo menos..., que vamos a estar a salvo en alguna parte. Estamos seguros, en el fondo de nuestros corazones..., ¿verdad, Eve...? que tú y yo sobreviviremos. Habrá algún error en los cálculos que nos salvará; o la espacionave nos sacará de aquí; o... algo.

Ella asintió.

—No hay error en los cálculos, Tony. Demasiados excelentes expertos los han hecho, independientemente uno de otro.

—¿Previeron todos la colisión con la luna, Eve?

—Los más expertos, sí, querido. No hay posibilidad de escapar a causa del choque con la luna. Desvió los cuerpos Bronson un poco, claro; pero no lo bastante como para salvar al mundo. Lo sé por mi entendimiento, Tony; pero... tienes razón..., no lo sé con el corazón. No lo sé con... conmigo misma.

Tony la abrazó con una fiereza y una ternura infinitas, como jamás lo había hecho antes. La miró entre sus brazos y le fue difícil creer que una cosa tan exquisita, tan espléndidamente débil, pudiera haber sobrevivido a la orgía de pasión de los elementos que todos habían pasado, sin embargo, aquello no era nada en comparación con lo que tenía que venir.

La besó, larga e intensamente; y cuando apartó sus labios de los de ella, continuó mirándola, susurrando palabras que Eve, con las bocas tan juntas, no podía oír.

—¿Qué dices, Tony?

—Solo... un encantamiento, querida.

—¿Qué? —preguntó ella y Tony repitió de manera audible:

—«¡Un millar caerá junto a ti y diez millares a tu mano derecha! ¡pero la noche no te sobrevendrá!» ¿Lo recuerdas, Eve?

—¡El salmista! —musitó Eve.

—Debió haber visto en peligro a alguien que amaba —dijo Tony—. «Porque ordenara a sus ángeles que caigan sobre ti; para conservarte tal como eres». «Ellos te alzarán con sus manos, para que tu pie no se hiera contra la piedra». Se me quedó en la cabeza de oírlo en la iglesia donde mama solía llevarme. También lo leí después. Supongo que lo recuerdo porque es hermoso... cuanto menos.

—Cuanto menos... —repitió Eve y muy gentilmente se libertó de él; porque, mucho más creyente que Tony, ella respetaba a su padre.

Tony suspiró. Eve le miró.

—Me han dicho, Tony, que mantuviste en marcha el campamento sin ayuda de nadie —la joven volvió a lo práctico.

—Sólo visité a los hombres y miré a la gente que hacía algo, diciendo: «¡bien! Adelante»..., eso es todo.

Eve se echó a reír, orgullosa de él.

—Les devolviste la fe en sí mismos. Muy propio de ti, Tony... ¿Sabes que el profesor Bronson está aquí?

—Sí; le vi... hablé con él. Tiene gracia lo que sentí cuando oí su nombre. Bronson... de los cuerpos Bronson. Casi le culpo de todo esto. ¿Cómo es que vino?

—Llegó al país y casi había llegado aquí cuando estalló la tormenta. Sabía bien lo que iba a ocurrir y lo ha estado sabiendo durante más tiempo que nadie. Siente el mayor respeto por papá. Claro que ya sabes que envió a mi padre sus resultados. Han estado de acuerdo los dos. Asintieron opinando que era mejor trabajar aquí que en Sudáfrica; por eso efectuó el viaje. Será de un valor inconmensurable... si logramos salir...

—Quieres decir si logramos salir de la Tierra.

—Mira, el principal trabajo de papá ha sido... y será... la espacionave; cómo salir de la Tierra y llegar a Bronson Beta, cuando el astro regrese.

—Y antes de que Bronson Alpha nos destroce como hizo con la luna —añadió Tony, ceñudo.

Eve asintió.

—Eso es todo lo que papá posiblemente puede realizar... si no más. No puede perder tiempo calculando cómo viviremos si llegamos a ese otro mundo. Pero el profesor Bronson lo ha estado haciendo meses y meses. Durante más de un año prácticamente han vivido —en su mente— sobre Bronson Beta. Está aquí para hacer los adecuados preparativos para el grupo que vaya en el navío; quiénes deberán ir, qué tendrán que llevar y qué deben hacer para vivir... si aterrizan allí.



En tres días los parásitos y la estática del aire se desvanecieron hasta tal punto que se hicieron audibles mensajes de varias partes del mundo. Con arreglo a esos mensajes se construyó un gran mapa en el estudio de cartografía. Era un mapa especulativo y su seguridad era imposible de garantizar. Mostraba islas donde estuvo Australia, dos enormes islas en lugar de Sudamérica y sólo la parte central y sur de Europa y Asia. Había un lugar en blanco en África, porque nadie sabía lo que pasó en el Continente negro. Unos bancos de tierra era todo lo que quedaba de las Islas Británicas y sobre el aire vino la terrible historia de un último vuelo de Londres a través del canal, en el que la población fue arrasada abajo, en los Países Bajos. Entre los fenómenos menores informados estaban la desaparición de los Grandes Lagos, que se habían inclinado de Oeste a Este y vaciado como cubos de agua en el Valle de San Lorenzo. El quinto día se enteraron de que un vuelo se efectuó sobre lo que fue el emplazamiento de Nueva York. El valle del río Hudson era un profundo estuario; el mar subía hasta Newburgh; y la costa entera a lo largo de su nueva línea estaba surcada por valles que iban de Este a Oeste con montones de escombros sedimentados fruto de la destrucción de una poderosa civilización. Por todas partes se veían fétidas llanuras de lava enfriándose y en muchas zonas, en apariencia, la roca líquida no sólo fundió peñas, sino también metal, que yacía en mares fantásticos solidificados ya, rojos en su corteza.

En el décimo día el sol apareció por primera vez. Asomó entre las nubes durante un minuto sólo e incluso su fuerza era brumosa, penetrando en unos cinturones de niebla que disminuían su luminosidad hasta casi impedirle arrojar sombras...

Con cuidado, meticulosamente, tanto por observación directa como por métodos fotográficos, midieron y calcularon el curso de los dos terribles forasteros del espacio y con diferencias infinitesimales, los resultados de todos los observadores fueron los mismos. Bronson Beta —el mundo habitable— en su regreso pasaría más cerca que nunca; pero pasaría. No habría escape de Bronson Alpha. En todos aquellos quince días últimos la tierra no había dejado de temblar. Algunas veces los terremotos eran tan violentos como para lanzar al suelo los objetos de sus estanterías, pero de ordinario eran tan ligeros que apenas se podían detectar.

Al fin de las tres semanas uno de los aeroplanos que escapó de la tempestad fue arreglado para el vuelo y Eliot James y Ransdell hicieron un reconocimiento de setecientos cincuenta kilómetros. A petición de Hendron el joven autor se dirigió a todos los supervivientes en el comedor, después de su regreso. Mantuvo como hechizados al millar de hombres y mujeres que estaban sedientos de información acerca del mundo tal y como estaba más allá del horizonte.

Al terminar el acto Peter Vanderbilt, moviéndose a través de la multitud, vio a Ransdell mientras caminaba hacia la puerta principal del salón. El neoyorquino salió hasta el porche junto al piloto; el sofisticado petrimetre de Manhattan, con pelo gris liso, con su apariencia mundana y sus ojos cansinos y su acento perfecto, contrastaba con el rostro rugoso, moreno, de ojos azules, del aviador.

—Quisiera preguntarle algo —dijo Vanderbilt.

Ransdell se volvió y como siempre no habló, sino se limitó a esperar.

—¿Le ha encargado Hendron de que haga algún vuelo más?

—No.

—¿Cree usted que sería posible dar la vuelta al país durante los siguientes meses?

—Con un buen aparato... anfibio.

Vanderbilt golpeó su boquilla delicadamente contra uno de los postes del porche.

—Usted y yo somos supernumerarios aquí, en cierto sentido. Yo me preguntaba si no sería una buena idea efectuar una expedición en torno al país y ver por nosotros mismos lo que ha ocurrido. Si este viejo planeta va a estallar... y por la evidencia conseguida estas dos semanas lo creo... habrá algo que ver algo en su superficie. Démosle un vistazo.

Ransdell pensó inarticuladamente en Eve. Se sentía atraído hacia ella como jamás se sintió por ninguna chica: pero, calculó, la joven tenía me quedarse aquí. No sólo eso, sino bajo la disciplina que reinaba en el puesto, ningún rival podría reclamarla mientras él estuviera fuera. Y la aventura que Vanderbilt le ofrecía, le atraía grandemente.

—Me gustaría probarlo —replicó Ransdell simplemente.

—Entonces yo veré a Hendron: necesitamos su consentimiento, claro, para tomar el avión.

Un pensamiento asaltó a Ransdell.

—¿Nos llevaremos también a James? Creo que le gustaría venir.

—Estupendo —asintió Vanderbilt—. Podría escribir lo relativo al viaje. Sería vergonzoso que si alguno de nosotros llegase hasta Bronson Beta no se guardase registro de la verdadera historia de esta vieja Tierra..., de los últimos días de esta vieja Tierra.

Juntos abordaron a Hendron proponiéndole el asunto. Él lo consideró durante varios minutos sin responder y luego dijo:

—¿Se dan ustedes cuenta, claro, que esta expedición será en extremo peligrosa? No podrán llevar combustible y provisiones para un vuelo largo, ni nada de lo que ustedes necesiten. Tendrán que buscar reaprovisionarse allá donde vayan, confiando en la suerte; la gasolina será casi imposible de hallar, la que no se haya perdido debe haber ardido en su mayor parte; y en cuanto se posen en el suelo serán blanco para cualquier persona que esté al acecho en la vecindad. Las condiciones existentes, física, social y moralmente, deben carecer de precedente.

—Eso —replicó Vanderbilt tranquilo—, es lo que precisamente por ser hombres no podemos tener miedo de estudiar.

—Exacto —corroboró Hendron y miró a Ransdell.

Los ojos grises del aviador se fijaron tranquilos en Hendron y el científico decidió con brusquedad:

—Muy bien, lo apruebo.

Ransdell y Vanderbilt llamaron a la puerta del cuarto de Eliot James, del que salía el sonido de la máquina de escribir. El poeta abrió y les saludó con una expresión de placer.

—¿Qué ocurre?

Se lo dijeron.

—¿Ir? —repitió James con el excitamiento revelándose en su rostro—. Claro que iré. ¡Qué historia para escribir... aunque no hayan después personas vivas que la lean!

Tony recibió la noticia con una mezcla de sentimientos. No pudo evitar un impulso de celos al no ser elegido para la aventura; pero comprendió que Ransdell con dificultad le habría seleccionado. También se dio cuenta de que su posición como ayudante de Hendron en el mando del grupo no le dejaba libre para la aventura.

Sin embargo, fue con vergüenza que Tony asistió a la partida del gran aparato dos días más tarde.

Una vez realizados los últimos apretones de manos, hubo un grito y los calzos fueron quitados de las ruedas del aparato. El avión corrió por el terreno, por la pista, se alzó despacio, dio una vuelta por encima de las cabezas de la gente que agitaban las manos en son de despedida y desapareció gradualmente hacia el sur.

Eve se lo señaló a Tony:

—¿Verdad que son estupendos esos tres hombres? Yéndose a la nada con ese valor...

Tony respondió con cierto entusiasmo:

—Jamás creí conocer a personas así en mi vida..., una, quizás, pero, tres, no. Y hay cientos de almas aquí que son capaces de hacer lo mismo.

Eve seguía todavía contemplando el avión.

—Aprecio a Dave Ransdell.

—Nadie puede evitar apreciarle —asintió Tony.

—Está tan interesado en todo y sin embargo tan distante —prosiguió Eve, aún mirando—. Sin embargo, después del tiempo que lleva viviendo entre nosotros, sigue teniéndome un miedo absoluto.

—Lo comprendo —dijo Tony, ceñudo.

—Pero es que tú jamás te has mostrado así conmigo.

—Dirás que no te lo mostré; no. Pero sé... y tú también... lo que eso significa.

—Sí, lo sé —respondió Eve simplemente.

El sol que estaba oculto tras una nube, brilló de pronto sobre ellos y ambos le miraron de reojo.

Allí lejos, la otra parte del disco, escondidos por su resplandor, avanzaban los cuerpos Bronson en sus órbitas que les harían dar la vuelta al astro solar y volver..., uno para pasar cerca de la Tierra y el otro para destruirla con su choque... en menos de siete meses más.

—Si están fuera sólo treinta días, no les consideraremos perdidos —decía Eve, hablando de la tripulación del aeroplano—. Y si no vuelven dentro de un mes... tendremos que olvidarles. Especialmente no podremos enviar a nadie que vaya a buscarles.

—¿Quién lo dijo?

—David. Fue lo último que pidió.





Capítulo XVI - EL RELATO


Los treinta días pasaron volando. En aquellas circunstancias, el tiempo no transcurría, volaba. Nueve décimas partes de la gente en el campamento Hendron pasaban sus horas bajo sentencia de muerte. Nadie tenía segura una plaza en la espacionave. Nadie, de hecho, podía asegurar que el colosal cohete pudiera abandonar la Tierra. Cada hombre, cada mujer, sabía que en el plazo de seis meses los dos cuerpos Bronson regresarían en su carrera por el espacio desde detrás del sol; incluso el más ignorante sabía que el choque sería inevitable.

El excelente ánimo de la colonia raramente decaía. Sin embargo, se produjeron chispazos ocasionales. Una noche, durante un baile, cierta chica californiana fue presa de la histeria y se la tuvieron que llevar de la sala mientras gritaba: «No quiero morir» En otra ocasión un astrónomo berlinés fue hallado muerto en su cama y junto a él un trasquilo vacío de comprimidos para dormir, con una nota que decía: «Estimados amigos: Para afrontar la tensión de estos terribles días con calma, se requiere la vitalidad de una juventud que a mí se me escapó ya hace años. Un saludo». El astrónomo fue enterrado con todos los honores.

Tony percibió una prueba del aumento de tensión en Eve cuando ambos paseaban una tarde por los bosques cercanos.

La muchacha vio entre la pinocha del suelo una flor blanca. La cogió, la olió y se la llevó. Al cabo de unos minutos más de paseo, dijo:

—Es raro pensar en cosas como las flores. ¡Imaginar que va no habrán más flores como ésta en el universo, a menos que nos llevemos semillas!

—Eso te impresiona —dijo Tony—, quizás porque estamos más cerca de dar el veredicto de «no más flores» que de reconocer con seguridad «no más seres humanos».

—Supongo que sí, Tony. ¿Te dijo David que, en su primera conferencia en Ciudad del Cabo con lord Rhondin y el profesor Bronson, se emocionaron al darse cuenta de que ya no habrían más leones?

—No —contestó Tony tranquilo—. Jamás lo mencionó.

—Dime, Tony —le preguntó ella—, ¿estás celoso?

—¿Cómo puede estar nadie celoso bajo las condiciones impuestas por tu padre? No vas a tener libertad para escoger tu propio marido... o compañero... o macho semental... o como se le quiera llamar, en Bronson Beta. Y si jamás llegamos a ese mundo, no tendré motivos para estar celoso.

La tensión también obraba sobre Tony.

—Puede que él no regrese nunca —le recordó Eve—. Y puede que nunca sepamos lo que les ha pasado a los tres.

—Hubiera sido acertado impedirles ir. Cada uno de ellos tiene considerables recursos propios y Ransdell es un excelente aviador —admitió Tony de mala gana—. Pero si el avión se ha estrellado, no volverán nunca. No hay ninguna carretera que sea ya más larga de diez kilómetros, porque se han roto todas al compás del país por causa de los terremotos y cataclismos. El viaje por tierra ha dejado de existir. No es posible que haya ferrocarriles y un coche tendría que ser mezcla de tanque y vehículo anfibio para poder llegar a alguna parte.

»A veces, cuando pasan los días y nadie llega o pasa, pienso que eso es señal de que todos los demás habitantes del mundo han muerto; entonces recuerdo el aspecto de la Tierra..., especialmente los caminos y lo comprendo. Este mundo se ha convertido en un caos y supongo que debemos esperar que nos aguarde un estado similar —Tony sonrió con amargura—, si es que llegamos a Bronson Beta.

—No; esa es una de las cosas chocantes acerca de nuestra futura situación. Si aterrizamos en Bronson Beta nos encontraremos allí muchos menos daños.

—¿Por qué? —preguntó Tony que no había estado presente cuando los científicos discutieron el asunto.

—Porque Bronson Beta parece ser un mundo muy semejante al nuestro y que jamás ha estado tan cerca de Bronson Alpha como lo estuvimos nosotros. No fue el pasar cerca de Bronson Beta lo que nos destruyó tanto; fue el rozar al gigante Bronson Alpha. Ahora, Bronson Beta nunca estuvo tan cerca como nosotros de su enorme hermano. Beta da vueltas en torno a Alpha, pero jamás queda a menos de novecientos mil kilómetros de él. Por eso si logramos poner un pie en la superficie de Bronson Beta lo encontraremos casi intacto.

—¿Cómo ha estado... durante cuántos años? —preguntó Tony.

—Sí, durante todo el tiempo de su viaje a través del espacio... Tendrías que hablar más con el profesor Bronson, Tony. El vive allí prácticamente. ¡Está seguro de que lograremos triunfar en nuestro empeño! Cómo, exactamente, es algo que no le preocupa. Su trabajo señala que podemos cruzar el espacio en nuestro navío y aterrizar. Comienza a partir del aterrizaje, intuyendo lo que razonablemente podremos esperar allí: agua, aire... y tierra de labor. Calcula quienes de nosotros podremos formar parte de la tripulación del cohete, qué probabilidades tendremos de sobrevivir bajo las probables condiciones. Considera también la cantidad y calidad de los suministros y útiles que deberemos llevar en el viaje y las semillas y animales que luego habremos de tratar de aclimatar allí.

»Mira, Tony, ese mundo debe estar muerto. Lo ha estado, pero preservado por el frío cercano al cero absoluto durante millones de años... Te sorprendería saber las deducciones que ha sacado el profesor Bronson.

»Entre otras cosas presume que podremos hallar algunos alimentos comestibles..., alguna especie de grano, con toda probabilidad, que el cero absoluto habrá preservado. Cree que hallaremos alguna vida vegetal..., la procedente de esporas que las temperaturas más bajas no pueden aniquilar y que al calor de nuestro sol se habrán reactivado.

»Tony, has de ver sus listas de las cosas más esenciales que nos tenemos que llevar. Su trabajo es el más fascinante aquí. ¿Qué animales crees tú que él imagina que deberemos llevarnos para que nos ayuden a sobrevivir?



El 10 de septiembre los habitantes de la extrañamente aislada estación creada para perfeccionar la espacionave comenzaron a mirar —aunque prematuramente— esperando el regreso de los exploradores que habían partido para inspeccionar lo que había sido del mundo.

Los tres de acuerdo habían señalado la fecha del catorce de aquel mes como posible día de su regreso; pero tan grande era la ansiedad de noticias acerca de la catástrofe, que la gente les esperaba ya impaciente desde mucho antes.

La noche del día catorce nadie se acostó hasta mucho después de la hora habitual. Luego, de mala gana, los que tenían trabajo apremiante a primera hora de la mañana, se retiraron a sus camas. El temor general se expresaba en las conversaciones.

—Los tres son hombres de inagotables recursos para que pueda creer que se han perdido.

—Pero..., después de todo..., ¿qué sabemos acerca de las condiciones del país?

—¡Pensad en los riesgos! Sólo Dios sabe qué es lo que han tenido que afrontar. Cualquier cosa, desde la violencia de una multitud a la súbita erupción volcánica que los derribara en su vuelo.

Tony estaba encargado de las operaciones de aterrizaje. A las tres de la madrugada estaba sentado a una orilla del campo de aviación con Eve. Hendron se había marchado, tras dar orden de que le despertaran si llegaban los viajeros. Los dos jóvenes apenas tenían nada que decirse. Permanecían sentados agudizando ojos y oídos. Café y sopa estaban al fuego en un hornillo de campaña cerca del cobertizo para aviones en los que los dos apoyaban sus sillas. El doctor Dobson estaba acostado en una hamaca, preparado para intervenir si en el aterrizaje ocurría algún accidente.

A las cuatro nada había cambiado. Empezaba a aumentar la luz. Desde la pasada de los cuerpos Bronson el alba se anticipó bastantes minutos.

Eve se puso en pie entumecida y se desperezó.

—Quizás sea mejor que me vaya. Por la mañana me espera bastante trabajo.

Pero apenas había dado diez pasos cuando se detuvo.

—Me pareció oír motores —dijo.

Tony asintió, no queriendo perturbar el silencio. Un perro ladró en el campamento. Los primeros rayos de sol doraron la parte inferior de las nubes más bajas.

Entonces el sonido se hizo audible. Durante un minuto percibieron el crecer y decrecer de un motor de explosión, lejano, suave, pero inconfundible.

—¡Viene! —dijo Eve. Corrió a Tony y se apoyó en su hombro.

Tony alzó la mano. El sonido se desvaneció, volvió de nuevo... Los ojos de los dos jóvenes escrutaron el cielo. Vieron el aparato simultáneamente. El puntito oscuro creció. Tomó la forma de una cruz.

—¡Tony! —murmuró Eve.

El aparato no volaba bien. Oscilaba y subía y bajaba en su ruta.

Tony corrió hasta la hamaca donde dormía Dobson.

—Ya vienen —dijo sacudiendo al doctor—. Y puede que necesiten de sus servicios.

El aparato estaba más cerca. Los que le miraban percibían no sólo lo irregular de su vuelo sino también lo lento de su progreso.

—Les funcionan sólo dos motores —dijo alguien.

Conteniendo la respiración permanecieron todos al borde de la pista. El piloto no agitó las alas ni describió un círculo. Picando vacilante se dejó caer hacia el suelo, cambiando algo de rumbo para no chocar con el precipicio de tres metros que cortaba en dos el campo de aviación. El aparato se hallaba a un kilómetro del suelo. A quinientos metros...

—¡Va a estrellarse! —dijo alguien.

Tony, Dobson y Jack Taylor habían subido ya un camión ligero. Aparatos del servicio contra incendios y camillas se hallaban en el espacio tras ellos. El motor del coche rugió.

El avión tocó el suelo con pesadez, rebotó, cayó de nuevo, corrió de nuevo hacia adelante y disminuyó la marcha. Hundió el morro. La hélice del motor anterior se dobló.

Tony lanzó el coche hacia el aparato. Al acercarse percibió que el avión no había comenzado a incendiarse. Saltó del vehículo y con el doctor y Jack pisándole los talones abrió la puerta de la cabina y miró al interior.

Todo lo que dicha cabina contuvo para comodidad de los tripulantes había desaparecido. Dos hombres yacían en el suelo al extremo delantero. Vanderbilt y James. Ransdell yacía inconsciente sobre el cuadro de mandos. Vanderbilt miró a Tony. Su rostro estaba blanco como la cera; la camisa empapada de sangre. Y, sin embargo, momentáneamente, mostró ante la luz difusa una chispa de brillo en sus ojos algo burlón, descuidado, indomable, inmortal, casi diabólico. Su voz sonó con claridad.

—Utilizando las palabras inmortales de Lindbergh, puedo anunciar: «Aquí estamos» —dijo, y se desmayó.

James estaba inconsciente.

El camión regresó hacia donde esperaba la gente muy despacio y cuidadosamente. En su caja, Dobson alzó la vista dejando de mirar a sus tres pacientes. Su anuncio fue escueto.

—Han debido sufrir un infierno. Tienen heridas de bala, magulladuras y están medio muertos de hambre. Pero no he encontrado nada fatal —luego se dirigió especialmente a Tony, que conducía aún—. Puede usted acelerar un poco, Tony. Quiero tener a estos muchachos donde pueda asistirles adecuadamente.

Dos o tres personas aguardaron durante una hora a la puerta de la enfermería. Un hombre salió y dijo:

—El parte facultativo sobre el estado de los viajeros se hará público en el comedor a la hora del desayuno.

La gente se fue.

Una hora después, reunido todo miembro de la comunidad libre de servicio o que podía abandonar su puesto de trabajo, Hendron subió a la tarima del comedor.

—Los tres vivirán —dijo simplemente.

Una ovación hizo imposible que continuara. Aguardó a que se restableciera el silencio.

—James tiene un brazo roto y una fuerte contusión. Vanderbilt un balazo que le atraviesa el hombro. Ransdell pilotó el avión con fractura múltiple del brazo izquierdo y cinco balas de ametralladora en el muslo derecho. Indudablemente han viajado mucho tiempo en tal estado. La hazaña de Ransdell es verdaderamente heroica.

Luego, Hendron bajó de la plataforma y un runruneo de conversación excitada llenó la estancia. El científico se detuvo para hablar con tres o cuatro personas, luego se acercó a su hija. Parecía emocionado.

—Eve —dijo—. Quiero que Drake y tú vengáis a mi despacho inmediatamente.

Bronson y Dobson estaban ya allí cuando los dos jóvenes llegaron.

Una docena de otras personas se les unió y por último apareció el propio Hendron. Todos estaban de pie y Hendron les invitó a sentarse. Era fácil percibir ahora su excitación. Sus sorprendentemente tranquilos ojos azules parecían destellar. Comenzó a hablar de inmediato.

—Mis amigos, la palabra que he de añadir a mi anuncio en el comedor es de gran importancia. Cuando despojamos a Ransdell de sus ropas, encontramos arrollados a su cuerpo y bien envueltos una nota, un mapa y un pedazo de metal. Recordarán ustedes, sin duda, que Ransdell fue antaño minero y buscador de minas. Su principal interés siempre fueron los diamantes. Y su conocimiento de la geología y metalurgia es de índole práctica.

Bronson, incapaz de controlarse a sí mismo, se puso a hablar:

—¡Santo Dios, Hendron! ¡Lo encontró!

El científico continuó impasible:

—Las erupciones causadas por el paso de los cuerpos fueron tan intensas de naturaleza que trajeron a la Tierra no sólo la roca moderna, sino una enorme cantidad de materiales de sus entrañas que, como ustedes saben, están formadas presumiblemente de metal, puesto que la densidad total de la Tierra es ligeramente superior a la del hierro. Ransdell advirtió al borde de tal erupción una cantidad de metal sólido y no fundido. Dándose cuenta de que el calor a que estuvo sometido tuvo que ser enorme y cogió muestras. Halló una sustancia que es una aleación metálica natural, dura pero moldeable con máquinas. Recordando nuestro dilema en la cuestión de forrar las toberas de la espacionave, cogió una muestra... protegiéndola, de hecho, con su vida.

»Amigos míos —la voz de Hendron comenzó a temblar—, durante los pasados setenta y cinco minutos este metal ha resistido no sólo el calor de una explosión atómica, sino el otro inconmensurablemente mayor que el profesor Kane desarrolló recientemente en el horno atómico. ¡Estamos por fin al final de la búsqueda!

De pronto, ante el asombro de sus oyentes, Hendron inclinó la cabeza sobre sus brazos y comenzó a llorar como una mujer.





Capítulo XVII - EL ATAQUE


El otoño se había aposentado, pero no era un otoño como los que el mundo conoció antaño. El tiempo permanecía antinaturalmente cálido. El firmamento estaba todavía brumoso. Una enorme cantidad de fino polvo volcánico, desprendido principalmente de la cadena de grandes cráteres que rebordeaban el Pacífico, permaneció suspendido en las corrientes superiores y cuando parte de él se depositaba se veía renovado constantemente.

Los vulcanistas enumeraron, antes de la perturbación de la primera pasada, unos cuatrocientos treinta volcanes activos. Contándolos con los que, por causa de su condición ligeramente erosionada, se habían considerado dormidos, habían habido varios millares. Todos, se calculaba ahora, habían entrado en actividad. A lo largo de los Andes, a través de Centroamérica, por los estados del Pacífico hasta el Canadá, siguiendo la cadena aleutiana de cráteres, hasta Asia y volvían hacia el Sur a través de Kamtchatka, Japón y las Filipinas y entrando en las Indias Occidentales, se alzaban los conos que continuaban en erupción hasta la atmósfera.

El volcán vecino, abierto en las proximidades de San Paul, suministró a Hendron cantidad más que necesaria del nuevo metal, que podía ser trabajado, pero que resistía incluso el calor de una explosión atómica. Hendron no esperó a que se recuperasen sus exploradores. Al día siguiente de recibir el informe del vuelo, partió con otro piloto, encontró una fuente del extraño material del centro de la Tierra y cargó el aparato. Viajes repetidos proporcionaron más que suficiente metal para los tubos o toberas para los motores atómicos.

Los constructores no pudieron fundir el metal por más calor que aplicaron; era imposible derretirlo; pero si lo cortaron, y mediante un trabajo paciente, le dieron la forma de las toberas que por fin soportarían las terribles temperaturas de la energía atómica.

Ahora siguió un período de impaciencia frenética para el regreso de los cuerpos Bronson. Porque el campamento, con su nueva historia, estaba confiado perfectamente de que la espacionave lograría efectuar su desesperado viaje. La gente estaba resuelta a irse... aquellos que fueran elegidos para la marcha.

—Cuando se toma una resolución, observó Polibio hace dos mil años, nada tortura a los hombres como la espera antes de ponerla en práctica.

Tony siguió con su trabajo, atormentado por una tortura particular. Junto con Eliot James y Vanderbilt, que estaban menos heridos que él, Ransdell ahora se recuperaba.

Por su parte, en la gran aventura que James había contado con detalles, el piloto se habría convertido en un ser popular, aun cuando no hubiera descubierto el metal infundible.

Eso, por sí solo, había alzado su prestigio por encima del de cualquier otro hombre del campamento.

Sin embargo, no quedaba por encima de Hendron ninguna autoridad; porque el aviador jamás intentó asumirla.

Ransdell se convirtió, en realidad, en un ser más retirado y reservado que antes y así las mujeres del campamento, y especialmente las jóvenes, le adoraban.

Cuando Eve paseaba con Ransdell, cosa que hacía a menudo, Tony se convertía en un asesino potencial. En reacción, era capaz de reírse de sí mismo; sabía que la histeria se apoderaba de él..., sus miedos y terrores de enfrentarse casi inevitablemente a la muerte terrible y de saber que Eve iba a ser aniquilada, era lo que le dominaba.

En estos momentos, aquellas emociones casi se convertían en una demostración contra Ransdell.

Aunque nunca llegó a explotar del todo.

Cuando Tony estaba con Eve, ella le parecía la criatura menos civilizada de una sociedad sofisticada, convirtiéndose más y más en una mujer primitiva, llena de impulsos.

Sus propios rasgos se habían alterado, haciéndose más descarados. Los ojos más negros y grandes, los labios más suaves, el pelo lleno de un fuego brillante. Eve era cada vez más fuerte y también se la veía más tensa.

—Lo conseguiremos —le dijo un día. Conseguiremos significaba para sí y para todos hacer el tránsito con éxito hasta Bronson Beta, cuando ese astro regresase.

En el campamento abundaban las frases y eufemismos que disimulaban las propias esperanzas y temores.

—Sí —asintió Tony. Nadie ahora dudaba del éxito, escondiese lo que escondiese en su corazón—. ¿Cómo vas...? —comenzó a decir, y luego hizo su desafío menos directamente personal, añadiendo—: ¿Cómo vais vosotras, las chicas, acostumbradas a la idea de ser individuos y convertirás en representantes biológicos de la raza humana después de que hagamos el viaje?

Vio cómo Eve se ruborizaba y que su calor interior se le transmitía hasta él.

—Hablamos de eso, claro —dijo ella— supongo... que tendremos que hacerlo.

—Te refieres a ser la semilla —miró implacable Tony—. Hay que regenerar la especie... aparejándoos con el que sea mejor para asegurar hijos más fuertes y mejores, y para establecer una nueva generación con la mayor brevedad posible, con los pocos individuos que podemos confiar aterricen sanos y salvos. Ese es el programa.

—Sí —corroboró Eve—, ese es el propósito.

Durante un minuto no habló, pensando cómo —a través de las pocas veces que pudiese poseerla— Ransdell podía, también, tener aquel cuerpo entre sus brazos, y otros.

Se le crisparon las manos y Eve, al mirarle, dijo:

—Si vienes también, Tony, probablemente habrán otras mujeres... o compañeras... para ti.

—¿Te importaría?

—¿Importarme, Tony? —comenzó ella con el rostro rojo como la grana.

Se contuvo.

—Nadie debe preocuparse por eso; hemos jurado no preocuparnos... no tratar de conquistar el cariño. Y debemos adiestrarnos nosotros ahora, ya lo sabes. No podremos dejar de pronto de querer o de interesarnos por tales cosas, cuando nos hallemos en Bronson Beta, a no ser que por la menos hayamos comenzado a dominar nuestro egoísmo aquí.

—¿Le llamas egoísmo?

—Sé que no es la palabra, Tony; pero no sé resignarme de otro modo. La moral no es tampoco término. ¿Qué es la moral, fundamentalmente, Tony? La moral no es nada más que una norma de conducta. Lo que es «moral» aquí, puede que no lo sea en absoluto en Bronson Beta.

—¡Maldito sea Bronson Beta! ¿Es que no sientes nada por mí?

—Tony, ¿es sensato que dificultemos más las cosas para nosotros de lo que tienen que ser?

—Sí; maldito sea —estalló de nuevo Tony—. Quiero hacerlas difíciles. ¡Quiero hacerlas imposibles para ti!

Vagabundos de otros lugares comenzaron a descubrir el campamento. Mientras eran pocos en número, era posible darles de comer y vestir e incluso cobijarles, por lo menos temporalmente.

Luego ya no hubo más elección que darles comida y despedirles.

Pero diariamente los tratos con los grupos desesperados se hicieron más y más rudos y peligrosos.

Tony descubrió que Hendron había previsto hacía ya mucho tiempo la seguridad de tales emergencias y estaba preparado contra ellas.

Tony en persona dirigió las obras de protección del campamento, erigiendo una barrera de alambres espinosos alzada a un kilómetro más allá de los edificios. Habían cuatro puertas donde puso centinelas, cuya misión era hacer retroceder a todos los visitantes. Indudablemente aquello era una crueldad, pero no tenía otra alternativa.

Si rompían las barreras, el puesto o campamento se vería invadido o destruido también.

Pero siguieron llegando bandas más numerosas y más fieras. Se convirtió en una cosa corriente hacerles retirar a punto de bayoneta y bajo la amenaza de las ametralladoras. Tony tuvo que prohibir, excepto en casos especiales, la entrega de raciones alimenticias a los vagabundos.

Los comestibles repartidos no sólo permitían a las pandillas permanecer en la vecindad, sino que atraían a otras más.

Se convirtió en cosa poco segura para cualquier hombre o mujer dejar un recinto, a excepción de hacerlo por aire.

Detonaciones de rifle se oyeron desde escondites o refugios naturales y las balas bajaron volando, entrando en el campamento y hallando carne humana en que cebarse algunas de ellas.

Ransdell exploró los alrededores desde el aire, y Tony y otros tres, sin afeitar y despeinados, salieron una noche y se mezclaron con los hombres que sitiaban el campamento.

Descubrieron con desesperanza que el grupo Hendron era superado en número por los vagabundos.

—Lo que nos salva por ahora —informó Tony a Hendron a su regreso—, es que todavía no se han unido. Forman grupos y pandillas que luchan entre sí, pero que en general se toleran. Les unirá sólo una cosa. Su deseo de entrar aquí dentro.

»Quieren cogernos a nosotros... y a nuestras mujeres.

»También hay mujeres entre ellos, pero no como las nuestras; y son demasiado pocas para tantos hombres. Nuestras mujeres también serían escasas en comparación con el número de varones... pero reducirían la desproporción.

»Hablan de atacar y apoderarse de nuestra comida, nuestras casas... y nuestras hembras. Pronto comenzarían a matarse, después de que nos barrieran a nosotros.

»Ese deseo... y ese odio que nos tienen, es su única fuerza de cohesión.

Hendron consideró esto en silencio.

—No hay modo de que podamos eludir ese odio. Y precisamente ese odio es lo que hace perder a los hombres su moral, enfureciéndolos contra quienes creen que lo tienen todo.

Tony apartó la vista.

—Si consiguen entrar, vamos a presenciar escenas nuevas de salvajismo.

El ataque comenzó a la noche siguiente. Se inició con fuego de armas de distintas clases, las balas cruzaron las barreras. Una sirena instalada en lo alto de la central eléctrica dio la alarma general.

—¡Las mujeres que se oculten! ¡Los hombres a las armas!

Aquella noche, en el horizonte brillaron dos nuevas estrellas vespertinas. Eran los cuerpos Bronson que volvían ya de su periplo en torno al Sol y que se precipitaban hacia su próximo punto de reunión con la Tierra: uno de ellos para ofrecerse a sí mismo, como refugio, el otro para terminar para siempre con el planeta.





Capítulo XVIII - LA DEFENSA FINAL



Tony, dirigiendo la posición de sus hombres, añoraba la luna... la destrozada luna, que sobreviviría sólo esta noche en fragmentos demasiado esparcidos y distantes para prestar algo de luz. Era necesario contentarse con el resplandor proyectado por las estrellas. Las estrellas y los tres reflectores instalados en los tejados de los laboratorios más próximos y las tres fachadas del campamento.

Uno destelló... y al instante se convirtió en blanco para una ametralladora emplazada en los bosques de delante del reflector. Durante un minuto, el cegador rayo blanco osciló de una parte a otra con segura frialdad, descubriendo en la noche las siluetas de los atacantes, que se aplastaban contra el suelo entre los árboles cada vez que la luz les daba de lleno.

Luego el rayo se alzó y dejó de moverse. Un instante después la gran columna luminosa desaparecía. La ametralladora del bosque había alcanzado primero a la dotación del reflector y luego al propio foco.

Otras ametralladoras y rifles, disparando al azar pero sin pausa, barrieron todo el campamento. Tony tropezó con compañeros caídos. Algunos se identificaron; otros ya no volverían a hablar jamás. Los reconoció al iluminarles el rostro un instante con su linterna de bolsillo. ¡Científicos, grandes hombres, asesinados en masa! Porque esto no era la guerra. Esto era un mero asesinato; y se convertiría en matanza si las frágiles defensas del campamento cedían y la horda lograba invadirlo.

A la derecha, una ametralladora de las fuerzas defensivas exhibió su balbuceo de fogonazos; Tony corrió a ella y se dejó caer junto a su dotación.

—¡Dejádmela a mí! —rogó.

Necesitaba disparar personalmente; no obstante, cuando tuvo el dedo en el gatillo, contuvo el fuego. El enemigo —el implacable y cruel enemigo— era invisible. Ni siquiera mostraban los atacantes el destellar de sus fogonazos y fuera de la alambrada espinosa reinaba el silencio.

El único destellar, las solas salpicaduras de rojo, el único ratear de disparos procedía de la zona defensiva. Era imposible que, tan de repente, hubiera cesado el ataque. No; esta pausa debía estar preconcebida; era parte de la estrategia del asalto.

Esto alarmó a Tony mucho más que una continuidad del fuego agresor. Había más plan, más inteligencia en el ataque de lo que se imaginó.

—¡Luces! —gritó—. ¡Luces!

Pudieron no haberle oído desde los tejados donde se hablaban los dos reflectores restantes; pero el caso es que ambos se encendieron y uno barrió de luz el bosque ante Tony. El resplandor captó a un centenar de hombres antes de que tuvieran tiempo de dejarse caer; y Tony, salvajemente, apretó el gatillo, rogando por alcanzarlos a todos con sus balas. Disparó con furia tal como jamás lo había hecho; pero al hacerlo sabía que sus proyectiles eran demasiado escasos y espaciados. Sus blancos se habían ido; pero, ¿los había matado? El reflector barrió la zona un par de veces, luego se apagó.

Las ametralladoras disparaban una vez más en el aire y estalló en una lluvia de estrellas. ¡Un cohete de verbena, incuestionablemente una señal!

Tony disparó al azar hacia el bosque; por todo el campamento, rifles y ametralladoras estaban a pleno funcionamiento. Pero no sobrevino ningún ataque.

Un segundo cohete ascendió y escupió su carga de relucientes estrellitas. Ahora el campamento suspendió el fuego y escuchó. Se oyó... lo oyó Tony... sólo un silbido, como el pito de un agente de tráfico o el silbato reuniendo los pelotones para el ataque.

Un tercer cohete ascendió.

—¡Ahí vienen! —dijo alguien y Tony se preguntó cómo lo sabía.

Empapado de sudor, Tony miró con fijeza a la negrura de los bosques. Ansiaba luces; deseaba tener cohetes militares. Pero nada de eso había allí. Hendron, al hacer los preparativos, no había previsto tal clase de ataque. Se imaginó grupos de vagabundos, e incluso turbas de hombres desesperados, pero nada que el alambre espinoso no pudiera detener o unas cuantas ametralladoras dispersar. Es decir, no se había imaginado nada peor hasta que fue demasiado tarde para prepararse adecuadamente contra... aquello.

Ahora las ametralladoras del bosque barrían el recinto del campamento. El fuego irradiaba desde pocos puntos; y, por tanto, era seguro que los atacantes no se pondrían en su propia línea de fuego, sino que dejarían espacios oscuros. Tony roció de balas esas zonas.

El arma saltaba bajo sus tensos dedos. Una serie de gritos recompensó sus esfuerzos. Estaba hiriendo, matando a los asaltantes... a la horda que había iniciado los disparos que abatían a los magníficos hombres, a los grandes hombres que murmuraban su nombre en voz baja a Tony cuando se inclinó sobre ellos antes de que muriesen.

Gritos apagaron los gemidos de los heridos... gritos salvajes, tensos. Sólo en aquel frente debían haber más de mil hombres, cantidad que superaba al total de los habitantes del campamento. Tony oyó su propia voz bramando por encima del tumulto:

—¡Derribadlos! ¡Derribadlos! ¡No los dejéis avanzar!

Su ametralladora se había recalentado. Una lucecita vino de algún lugar; Tony no pudo ver lo que era, excepto que parpadeaba. Algo ardía. Ahora Tony pudo ver figuras en la alambrada. No pudo calcular la cantidad, ni lo intentó siquiera. Únicamente trató de derribarlos a balazos. Uno vez atravesada aquella alambrada —alambres tan delgados que no podía verlos— el millar de atacantes de la primera oleada, seguido por el otro millar de detrás, caería sobre él y los hombres de su lado, llegarían a la línea de ancianos de retaguardia y tendrían a su alcance a las mujeres.

Los labios de Tony se contrajeron descubriendo sus dientes. Apuntó el arma con diabólico cuidado y contempló su efecto, parecido al viento que afecta las crecidas mieses. Los atacantes rompieron filas y corrieron en busca del amparo del bosque.

En la parte central del acantonamiento, la espesura proporcionaba más cobijo y permitió el asalto desde menor distancia. Los hombres subieron por parejas a lo alto de los edificios y por las troneras previstas para tal contingencia y comenzaron a acosar a los que habían avanzado entrando en la zona que rodeaba las construcciones.

Cada uno estaba dominado por la misma clase de rabia que se posesionó de Tony. La razón de su existencia había sido para ellos un alto y sagrado propósito. Lo defendieron con fanatismo de exaltados. No podían saber que el vuelo de sus aviones para recoger el metal descubierto por Ransdell había indicado a las frenéticas hordas que en algún lugar habían seres humanos que vivían disciplinada y decentemente. No podían saber cómo durante varias semanas fueron espiados por ojos codiciosos. No podían saber como el campo en su torno y las lejanas ciudades proporcionaron los reclutas que formaban el ejército que les atacaba. No podían saber que cerca de diez mil hombres hambrientos, desesperados, en su mayoría varias veces asesinos ya, armados, inflamados por planes satánicos, elaborados por cabezas desequilibradas, antaño dedicadas a menesteres inteligentes e importantes, les atacaban ahora, en parte por el botín del pillaje y en parte aún mayor por la furia nacida en la carnalidad y en la envidia. Habían viajado por caminos quebrados, aumentando en número durante la marcha. Era una horda calenturienta, una horda bárbara e implacable la que atacaba la colonia.

El asedio se relajó hasta degenerar en un intercambio intermitente de andanadas. En su puesto tras la ametralladora, Tony, sufriendo agudamente de sed, con seis compañeros suyos yaciendo muertos a su lado, luchó de manera intermitente.

Vinieron refuerzos del centro del campamento... Jack Taylor y dos hombres de los más jóvenes.

—¿Herido, Tony? —le preguntó Taylor.

—No —respondió Tony, y no mencionó a los muertos, porque Taylor, al subir, ya se había tropezado con ellos—. ¿Quiénes han muerto en los edificios?

—Hendron, no —dijo Taylor—, ni Eve, tampoco... aunque pudieron haberla matado. Fue una de las chicas que salieron a atender a los heridos. Alcanzaron a dos muchachas, pero no a Eve... Hendron quiere verle, Tony.

—¿Ahora?

—Ahora mismo.

—¿Dónde está?

—En el navío. Yo le reemplazaré a usted. ¡Buena suerte!

Tony caminó dando tumbos por la oscuridad hasta los edificios, negros, excepto en débiles rendijas de luz por debajo de las puertas tras las que se agrupaban los heridos. Halló a Hendron dentro de la espacionave y allí, puesto que su metal constituía un blindaje, ardía una luz. Hendron estaba sentado tras una mesa; eso era ahora su cuartel general.

—¿Quién ha sido herido? —preguntó Tony.

—Demasiada gente —Hendron dejó aparte ese tema de conversación—. ¿Qué se piensan esos que están haciendo? —preguntó bruscamente a Tony.

—Preparándose para volver de nuevo —repuso Tony.

—¿Esta noche probablemente?

Tony miró su reloj de pulsera; marcaba las once en punto.

—A medianoche, deduzco yo, señor.

—¿Conseguirán entrar entonces? —preguntó Hendron.

—Pueden hacerlo.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Quiero decir que si vienen con más resolución podrán conseguir más que lo logrado hasta ahora.

—Mientras que nosotros —resumió Hendron—, apenas podremos ofrecerles superior resistencia de la que les ofrecimos.

—Sí, señor —dijo Tony—. Hemos empleado todas las defensas que poseemos y hace una hora que pudieron habernos arrollado si hubieran persistido en su acometida.

—Exactamente —asintió Hendron—. Y ahora somos aún menos. Cada vez nuestro número quedará reducido, claro, por las bajas que nos causen. Llegará un momento en que la desproporción será tan abrumadora que irrumpirán en el campamento con la mayor facilidad.

—Sí, señor.

—Sin embargo, eso será una ventaja en cierto modo —observó Hendron pensativo.

Tony ya estaba acostumbrado a que Hendron le sorprendiera con sus salidas; sin embargo, dijo:

—No le entiendo, señor.

—Defenderemos el recinto cuanto tiempo podamos, Tony —explicó Hendron—. Pero cuando hayan entrado... si logran entrar... nadie debe lanzarse contra ellos para pelear inútilmente. Hay que retrasarlos todo lo más posible; pero cuando estén dentro, nosotros nos reuniremos... los que quedemos, Tony... aquí en la nave.

—¿Aquí?

—Sí, dentro de este navío. ¿No se te ha ocurrido pensarlo, Tony? ¿No lo ves? ¿No lo comprendes?

Tony miró a su jefe con fijeza y se puso rígido, la sangre de sus venas circuló por su interior cálida, abrasadora.

—¡Claro que comprendo! —casi gritó—. ¡Claro que comprendo!

—Muy bien. Entonces reparte trapos... trapos blancos, Tony; distribúyelos.

—¿Trapos? —repitió Tony, pero antes de que Hendron contestara, comprendió la razón.

—Para brazaletes, Tony; así, en la oscuridad, nos conoceremos unos a otros.

—Sí, señor.

—No hay tiempo que perder, Tony.

—No, señor. Pero... ¿está Eve a salvo?

—Me han dicho que no la han herido. Puedes verla un instante. Las mujeres están preparando los brazaletes.

Tony la encontró, pero no sola; estaba en una habitación con otras veinte, desgajando tela blanca en tiras. Por fin veía con sus propios ojos que no estaba herida y aún pudo cambiar con ella unas palabras.

—¡Tony! ¡Cuídate!

—¿Y tú qué, Eve?

Ella no respondió a esto, sino que dijo:

—Vuelve a la nave, Tony, después del combate. ¡Oh, vuelve a la nave!

Tony salió al exterior otra vez. Una bala se estrelló contra la pared a su lado; el tiroteo se había recrudecido. Tras Tony, en el otro extremo del campamento, un fuego esporádico se extendía por la carretera y el bosque. Las ráfagas de ametralladora sonaban con mayor sensación ominosa; volvieron a oírse gemidos y gritos. Tony notó más que vio la reunión de los atacantes en aquel confín y entonces el tiroteo se avivó también en la parte opuesta.

Se preguntó cuántos de sus mensajeros portando los brazaletes y transmitiendo las órdenes caerían antes de llegar a la primera línea defensiva. Con su propia carga de cintas de ametralladora regresó al puesto que ocupaba en la pelea.

—¿Es usted, Tony? —le saludó Jack Taylor—. ¿Municiones? ¡Estupendo! Daremos que hacer a esos salvajes. ¡Diablos! Llegó usted a tiempo, diría yo... ¡Ahí vienen!

—¡Escuchen! —gritó Tony, dando sus órdenes al comprobar que si no lo hacía ahora, quizás no pudiera hacerlo nunca—: ¡Si consiguieran entrar, retrásenlos pero no se mezclen con ellos en el cuerpo a cuerpo; que cada hombre se ate a la manga un brazalete blanco... y que se retire hacia el navío!

Y repartió los brazaletes que trajo consigo.

Llegaron refuerzos de los edificios..., seis hombres con fusiles colgados del hombro y con la bayoneta calada, cosa que se advirtió por los brillos del acero al resplandor de los fogonazos. Portaban más cajas de cartuchos y otra ametralladora. Tony los colocó en diversos puestos sin casi comentario alguno.

Uno de los nuevos hombres sacó una pistola Very. Propiedad particular, explicó, que había traído para caso de emergencia.

—Pues estamos ya en una emergencia —dijo Tony simplemente y se adueñó de la pistola. Disparó y la luz de la Very, pendiendo en el aire, reveló atacantes en todas partes de la alambrada de espino. Mil hombres... dos mil; ni siquiera era razonable calcular su número.

En el resplandor verde que sirvió para localizarlos, Jack Taylor buscó a Tony.

—Dios mío, me olvidé —dijo y tendió a Tony su cantimplora.

Tony probó el whisky y pasó el recipiente a otro, luego volvió a reclamar la ametralladora. Disparó en abanico ante él y repitió las pasadas una y otra vez. Mataba enemigos en cantidad, lo sabía; pero también sabía que si los invasores tenían valor para insistir, lograrían entrar.





Capítulo XIX - HUIDA


¡Habían entrado! Y Tony no necesitó el verde resplandor de la última bengala de la pistola Very para saberlo.

—¡Retirada! ¡Retirémonos hacia el navío... peleando! —gritó Tony una y otra vez.

No era necesario que les ordenara a sus hombres que pelearan. Lo estaban haciendo. Lo malo era que aún querían pelear, resistiendo en sus puestos.

Lo que les salvó fue el hecho de que se agotara la munición de las ametralladoras. Dichas armas se convirtieron en objetos inútiles; no quedaba más remedio que abandonarlas.

—¡Retirada! —gritó Tony—. ¡Oh, retirada!

Unos pocos le obedecieron. El resto no pudo, según se dio cuenta súbitamente; y tuvo que dejarles, moribundos. Jack Taylor se hallaba junto a él, disparando un rifle. Eran cinco en total los que retrocedían, sin dejar de hacer fuego, abandonando el emplazamiento de las ametralladoras.

Siluetas humanas saltaron sobre ellos surgiendo de la oscuridad y la lucha se convirtió en un cuerpo a cuerpo. Tony peleó con una bayoneta, luego empleando un rifle a guisa de maza, asestando golpes frenético, enloquecido. Recibió un impacto y se tambaleó. Alguien le cogió y él se aferró a la garganta de su oponente para estrangularle, pero un retazo blanco apareció ante sus ojos y comprendió que era el brazalete de un compañero.

—¡Vamos! —gritó la voz de Jack Taylor y con Taylor corrió en la oscuridad. Libres de momento del ataque, se agruparon los dos, hallaron una pistola que empuñaba uno de los muertos y la descargaron contra los asaltantes, para volver a emprender la huida.

Llegaron a los edificios. Desde los laboratorios el tiroteo continuaba mientras que las demás construcciones rezumaban oscuridad. Los dormitorios vertieron torrentes de luz; las ventanas la proyectaban al exterior y a su luz se veía que el edificio estaba desierto y que lo utilizaban ahora los defensores del campamento para iluminar el espacio ya abandonado. La concentración final tenía lugar en el centro dominada por la imponente masa de la espacionave, sujeta en sus andamiajes.

Las luces de los dormitorios contuvieron el avance de los atacantes. No podían apagar a tiros centenares de bombillas con la misma facilidad que apagaron los reflectores. Y tampoco podían avanzar cruzando aquella zona iluminada, quedando a merced de los rifles y ametralladoras instaladas en los laboratorios. Primero tenían que ocupar los abandonados dormitorios y apagar las luces.

Eso iban haciendo; pero les retrasó. Los contuvo unos pocos minutos. De cuando en cuando, unos cuantos, más borrachos o temerarios que el resto, cargaban entre los edificios, pero caían al suelo pronto, muertos o heridos... o a la espera de que les apoyaran en el avance.

Habitación por habitación, las ventanas de los dormitorios volvieron a la negrura. No se molestaban en apagar las luces, sino que destruían las bombillas y rompían los cristales de cada ventana. Con alaridos celebraban la destrucción.

Cesaron los gritos y los defensores supieron que alguna especie de ataque estaba siendo reorganizado.

Tony avanzó en la oscuridad, haciéndose reconocer por la voz y conociendo de igual modo a los demás.

—Manteneos agachados... abajo... abajo... —iba gritando—. Por debajo de la línea de las ventanas. ¡Abajo!

Porque las balas de las ametralladoras, evidentemente dirigidas desde las ventanas de los dormitorios, hacían impacto allí.

Muchos no le obedecieron; tampoco esperaba que lo hicieran. Tuvieron que retroceder, peleando, disparando desde las ventanas. Los gritos del extremo opuesto del laboratorio principal le dijeron que allí se peleaba hombre a hombre en la oscuridad. Una carga... una embestida había dado en el blanco.

Tony halló a Taylor a su lado; habían tropezado en la oscuridad; y una docena de personas se alzó y corrió con ellos a la refriega.

Hombres de ciencia, comprendía Tony mientras marchaba a oscuras tambaleándose, los mejores cerebros del mundo moderno, luchando cuerpo a cuerpo como salvajes. ¡Disparando y apuñalando, frenéticos, desesperados, en la negra noche!

Un camarada caía, entonces se pasaba por encima de su cuerpo y se seguía disparando o acuchillando; se gritaba, se aullaba, se resbalaba, se caían y se volvían a levantar de nuevo, sin dejar de luchar. Pero muchos no se levantaban. Más y más quedaban inertes donde cayeron. Tony, tropezando y resbalando en el suelo húmedo y pegajoso, se dio cuenta de que su marcha había sido detenida. No quedaba nadie en la habitación contra quien pelear..., nadie excepto dos o tres a quienes distinguía como amigos por los brazaletes.

—¿Jack? —jadeó Tony; y la voz de Taylor le respondió. Vacilaban y sangraban los dos, pero habían sobrevivido juntos en el combate.

—¿Quién estaba aquí? —preguntó Tony. Y quería decir quiénes de sus amigos y camaradas habían muerto o agonizaban a sus pies.

Tony halló la linterna de bolsillo que conservó durante la lucha y se inclinó hacia el suelo enfocando los rostros.

Contuvo el aliento amargamente. Bronson estaba allí. Bronson, el descubridor de los dos extraños planetas cuya pasada originó aquel salvajismo. ¡El doctor Sven Bronson, el primer científico del Hemisferio Sur, yacía allí en medio de un charco de sangre, con la garganta atravesada por una bayoneta! Junto a él, Dobson, agonizaba, su brazo derecho casi segado de cuajo. Reconoció a Tony, murmuró un par de palabras que el joven no pudo entender y perdió el conocimiento.

Unos cuantos, heridos de menos gravedad, se estaban levantando.

—¡Al navío! ¡Al navío! —les gritó Tony—. ¡Todo el mundo al interior del navío! ¡Corran la orden! ¡Jack! ¡Todo el mundo... todo el mundo al interior de la nave! —no había otra alternativa.

Tres cuartas partes del campamento estaban en poder de la horda y los laboratorios probablemente no podrían aguantar otra acometida. Es más, ni siquiera hubiesen podido resistir la pasada si los atacantes hubieran actuado con mejor organización.

Los proyectiles surcaban la oscuridad.

—¡Al navío! ¡Al navío!

Arrastrándose sobre manos y pies, por causa de las heridas o por simple precaución, y arrastrando consigo a los malheridos, los hombres empezaron a retirarse hacia el navío. Los mujeres les ayudaban.

Gritos y silbidos les avisaron de que se preparaba otra acometida; y esta provendría de todos los lados; los laboratorios y el navío estaban rodeados por completo.

Tony tomó en brazos a un joven que apenas respiraba. Una bala le había atravesado de parte a parte; pero vivía. Tony entró tambaleándose bajo el peso de su carga en el interior de la nave.

Hendron se hallaba en el portal del gran cohete metálico. Se le veía más sereno que nadie.

—Adentro, adentro —iba diciendo confiado.

—¿Dónde está Eve? —le preguntó Tony entre jadeos.

—La vi hace un momento.

—¿Ilesa?

Su padre asintió.

Tony dejó su carga. Ransdell se le enfrentó. De cabeza a pies, el sudafricano estaba cubierto de sangre. Iba tres cuartas partes desnudo; una bala le rozó en la frente, una bayoneta se le hundió en el hombro. Tenía los labios contraídos, descubriendo los dientes. Sus ojos, la única porción de él no carmesí, miraban desde sus profundas órbitas y una voz que parecía arrancada de sus heridos pulmones dijo:

—¿Ha visto a Eve?

—Su padre, sí, Dave. Se encuentra bien —replicó Tony.

Ransdell comenzó a caer de bruces en el suelo cuando Tony le sostuvo.

La segunda acometida estaba en camino. No cabía duda y sería completamente arrolladora. No habrían supervivientes... excepto las mujeres. Ninguno. Porque la horda no quería prisioneros. Estaban ya matando a los heridos..., a sus propios malheridos y a los del campamento que habían capturado.

Eliot James, con una bala en el muslo, pero salvado gracias a la oscuridad, entró arrastrándose y portando esta trágica noticia. Tony le ayudó a introducirse en el navío.

Todos estaban ya dentro... todos los supervivientes. La horda no lo sospechaba. La horda, mientras cargaba en la negrura de la noche, gritando y disparando, penetrando en los laboratorios, destrozando las ventanas, destruyendo, haciendo fuego, vociferando. Al no encontrar resistencia disparaban o clavaban sus bayonetas en los cuerpos de sus propios hombres y en los cadáveres de los defensores que allí quedaron.

Entonces se lanzaron hacia la nave. De pronto parecieron comprender truco, el navío era el último refugio. Rodearon la masa cilíndrica, disparando contra ella. Las balas rebotaron en el casco de metal. Alguien con granadas las arrojó.

Una llamarada espantosa nació entonces. Al principio, probablemente imaginaron que la granada había hecho estrellas alguna especie de depósito de combustible dentro del colosal tubo metálico. Pocos de los que se hallaban cerca del navío y a su alrededor vivieron para ver lo que ocurría.

El gran cohete de metal se levantó del suelo, lo elevaba el terrible chorro de fuego que salía de sus toberas. El calor infernal rasgó e incineró, matando al mero contacto. Un centenar de invasores de la horda pereció antes de que la nave se alzara por encima de las construcciones.

Hendron controló la ascensión manteniendo el navío a una altura de ciento cincuenta metros y el chorro de fuego se extendió por abajo en forma de cono. Mil personas murieron al instante. Hendron suspendió la subida. Es más, hizo bajar a la nave un poco y la potencia de la combustión atómica que sostenía a dos mil toneladas de metal y carne humana jugó sobre el suelo y sobre las personas que en él estaban... como ninguna fuerza humana lo había hecho antes.

Tony yacía de bruces sobre el piso de la nave, mirando por la protectora ventanilla de cuarzo vitrificado cómo la Tierra permanecía iluminada por el cegador resplandor de aquella fuente inimaginable de calor.

En medio del fulgor deslumbrante, entre los gritos infernales, un hombre a caballo apareció. Su venida parecía fantasmal. Montaba vestido de uniforme; esgrimía una espada con la que trataba de animar a la horda de salvajes condenados a muerte, como un general reorganizando sus tropas tras un ataque fracasado. Probablemente estaba borracho; con toda seguridad no tenía la menor idea de lo que estaba ocurriendo; pero su valor era espléndido. Espoleó a su montura y la obligó a entrar en el centro de la violenta lucha, en mitad del círculo de muerte y tumulto, las piernas rígidas en los estribos de cuero, como uno de los horripilantes jinetes del Apocalipsis.

Fue durante un flamígero instante, la apoteosis del valor. Se trataba del enloquecido jefe de la horda.

Pero aún fue más. Fue la prueba de la futilidad de todos los ejércitos de la Tierra. Era el hombre, el soldado.

Probablemente pareció vivir después de haber muerto él y su caballo juntos. Porque el permaneció allí inmóvil como una estatua y él sentado en sus lomos, espada en mano. Entonces como todo lo de su alrededor, también se derrumbaron sobre el suelo.

Media hora más tarde. Hendron hizo aterrizar a la nave.





Capítulo XX - EL DÍA


Una luz pálida y delicada se llevó las oscuridades de la noche. Del sopor y letargo que la había dominado, la colonia se recuperó ella misma. Miró con ojos vacíos lo que la rodeaba. La última batalla de cerebros contra brutalidad había tenido lugar en el seno de la tierra. Y la inteligencia del hombre conquistó su primitiva crueldad. ¡Pero a qué coste! En torno a una mesa de los laboratorios unos pocos hombres y mujeres se miraban mutuamente con fijeza; Hendron, pálido y tembloroso; Tony, con sólo zapatos y pantalones, las heridas vendadas; Eve, mirándole a él y a la figura silenciosa, maciza, de amplios hombros, de Ransdell, cuyas manos ennegrecidas, feas, colgaban desmadejadas a sus costados, pareciendo haberle abandonado su portentosa fuerza de gorila; la actriz alemana, el vestido desarreglado, las manos tapándose los ojos; Smith, el cirujano, con el estupor en el rostro al ver aquella desvalida respuesta a su convocatoria.

Por último. Hendron aspiró una amplia bocanada de aire, llenándose los pulmones. Habló con palabra nerviosa, que se sobrepuso a la tensión que cundía en la estancia.

—Amigos míos, lo que tenemos que hacer es evidente. Primero hay que enterrar a los muertos. No hay supervivientes entre el enemigo. Si otros se congregan, me parece que no hay que temer un nuevo ataque. Doctor Smith, ¿quiere usted tener la bondad de encargarse del hospital y efectuar lo necesario médicamente para atender a nuestra gente? Pediré que cuantos estén en condiciones se presenten inmediatamente en el campo de aviación, que creo no está... obstruido. Le mandaré a la mayoría para que los atienda y le ayuden y los que queden se ocuparán de dar los pasos necesarios. Vamos.

Sólo trescientas ochenta personas fueron contadas por Tony mientras se agrupaban en la pista de aterrizaje. Casi la mitad eran mujeres, porque ellas, a excepción de los casos raros de algunas que se unieron voluntariamente a la pelea, no habían sufrido daño alguno.

Como en la otra emergencia, Taylor fue destinado a la cocina. Caminó hacia allí con sus hombres. Tony, con otros diez individuos, número ridículo para enfrentarse a la abrumadora tarea que tenían por delante, bajó al campo y con su reducido equipo empezó a reunir en camiones los cadáveres esparcidos. No lejos del campamento, en lo que había sido un camino maderero, se abría una enorme fisura en la tierra.

Todo el día atendieron a sus propios heridos. Muchos de ellos perecieron.

En aquellos días de pesadilla nadie hablaba a menos que fuera necesario. Amistades de toda la vida y otras recientes se habían visto destruidos. Amores que florecieron vehementes en dos meses habían terminado de manera real. Y sólo el progreso más lento se efectuó contra el creciente horror de la calcinación que señalaba el centro circular del acantonamiento. Durante dos semanas una tristeza abismal y un silencio funerario los dominaron. Sólo los necesarios ardores de su tarea les impidieron volverse locos. Pero al término de las dos semanas Tony, regresando de un viaje a la fisura en donde habían enterrado los últimos cuerpos mediante una serie de explosiones de dinamita, se plantó en la cima de la colina desde la que tantas veces había contemplado el campamento y vio que de nuevo la hierba reverdecía y que una vez más los edificios estaban limpios y aseados. El olor a pintura fresca le llegó y mucho más lejanas las voces del ganado en los corrales, en los establos, fue como una melodía en sus oídos. Se sentía cansado, aunque en las últimas pocas noches se le permitió dormir adecuadamente, le dolía la cabeza.

Mientras estaba plantado allí, un extraño sonido le llamó la atención..., el sonido del motor de un avión; y no tardó en hacerse visible el propio aparato. No era ninguno de los aviones de la colonia y el joven lo miró con una curiosidad hostil. Aterrizó al poco en la pista del campo de aviación y Tony fue uno de los diversos hombres que se le acercaron. La puerta de la cabina se abrió y un hombre apareció en ella. Tony le encontró algo familiar, pero no pudo precisar lo que era. El individuo tenía una voz áspera y chillona. El pelo blanco como la nieve. Sus rasgos faciales ajados y la piel amarillenta. Su piloto permaneció sentado tras los mandos del avión y el hombre de edad avanzó hacia Tony, diciéndole:

—Por favor, lléveme hasta Mr. Hendron.

Tony dio un paso adelante.

—Soy el ayudante de Mr. Hendron. No admitimos visitas aquí. Quizás quiera usted decirme a qué se debe su llegada.

—Veré a Hendron —repuso el otro.

Tony se dio cuenta de que aquel hombre no constituía ninguna amenaza.

—Quizás —dijo fríamente—, si usted me dice la razón por la que quiere ver a Hendron, me sea posible concertar la entrevista.

El viejo casi gritó:

—Usted podrá concertar la entrevista; le digo, joven, que veré a Hendron y eso es todo —se acercó más, agarró a Tony por las solapas, alzó la cabeza y le miró a la cara—. Usted es Drake, ¿verdad...? ¿el joven Tony Drake?

De pronto Tony le reconoció. Se quedó estupefacto. Ante él estaba Nathaniel Borgan, el cuarto hombre más rico de América, amigo de todos los prohombres del país, amigo además del propio Hendron. Tony vio por última vez a Borgan en la casa de Hendron de Nueva York, en donde el multimillonario aparecía inmaculado, poderoso, seguro de sí mismo y apenas acercándose a lo que se suele llamar mediana edad. Ahora parecía senil, degenerado y desaseado.

—¿No es usted Drake? —repitió la voz chillona. Tony asintió mecánicamente.

—Sí —dijo—, venga conmigo.

Hendron no reconoció a Borgan hasta que Tony pronunció su nombre. Entonces en su rostro apareció brevemente una mirada de consternación y Borgan con su voz aguda y desagradable empezó a hablar excitadamente.

—Claro que sabía lo que usted estaba haciendo, Hendron. Lo sabía todo. Tenía el propósito de ofrecerle ayuda financiera, pero me enredé cuidando de mis negocios en las últimas semanas. Yo no he podido venir antes por diversas razones. Pero ya estoy aquí. Naturalmente que usted me llevará en este viaje —dio un puñetazo en la mesa con un burdo remedo de sus antiguos gestos enérgicos—. Me llevarán con ustedes, de acuerdo, de acuerdo y le diré porqué... por mi dinero. Cuando todo lo demás falle, tendré mi dinero. Lo único que pido es que me salve la vida, que me saque de este horrible lugar y a cambio vaya a mi aeroplano, salga al aparato que está en la pista esperándole. Mire dentro —de pronto su voz se transformó en susurro y adelantó la cabeza en gesto de conspirador—. Está lleno de billetes, lleno de billetes, Hendron, de billetes de cien dólares, de mil dólares, de diez mil dólares... atiborrado de ellos, en fajos, en montones... hay millones, Hendron, ¡millones! Ese es el precio que le ofrezco por mi vida.

Hendron y Tony miraron a aquel hombre cuyas manos antaño empuñaron las riendas de colosales industrias americanas con singular firmeza; y ambos se dieron cuenta de que se había vuelto loco.



Despidieron a Borgan con su piloto y el avión lleno de dinero; y los últimas palabras del financiero fueron pronunciadas con un tono que quería ser amenazador mientras asomaba la cabeza por la puerta de la cabina.

—Conseguiré que el propio Presidente me firme una orden de detención contra usted. Haré que en veinticuatro horas el Tribunal Supremo me respalde.

Alguien soltó una carcajada y los demás se contagiaron de la risa. No era una expresión de sincera alegría, sino una risa homérica, la clase de risa que contiene demasiadas emociones para ser expresadas de otro modo.

Luego de que el avión desapareciera en el horizonte, la gente se encontró hablando unos con otros acerca de sus problemas vitales una vez más. A la mañana siguiente apareció una pequeña cantidad de bañistas que se lanzaron a la charca. Sus voces aún sonaban contenidas; pero Hendron, contemplándoles desde la terraza del laboratorio, suspiró con infinito alivio. Casi había llegado al punto de sentirse desesperado por la falta de moral de su gente.





Capítulo XXI - ¡ARRIBA! ¡HACIA LAS ESTRELLAS!


Tony completó su inspección de tripulación y pasajeros. Hizo sonar su silbato tres veces.

De la derecha, donde estaba un segundo navío, más pequeño que el anterior, construido precipitadamente para poder llevar a todos los que habían sobrevivido a la terrible lucha con los atacantes, aprovechando al mismo tiempo el magnífico material encontrado por Ransdell, el propio Dave envió una señal parecida como respuesta.

—¡Cierren válvulas y escotillas!

No había nadie en el suelo. ¡Nadie!

Todos estaban a bordo. Todos inspeccionados y revisados por tres veces. No obstante, cuando Tony dejó la última escotilla abierta para mirar fuera de nuevo y escuchar, oyó un débil grito. ¿Algún vagabundo?

¿Podría subirle a bordo también? ¿Un hombre más? Claro que se podría hacer. Era sólo un hombre más, deberían subirle. Tony se contuvo de dar la señal final.

Con una rápida orden, avisó a los que iban a cerrar la escotilla. La volvieron a abrir. La voz era débil y lejana y en sus delgadas notas podía detectarse unas vibraciones de tensa ansiedad. Tony miró hacia el paisaje y localizó su dirección. Venía del Suroeste, donde estaba el campo de aterrizaje. Al poco captó una serie de sílabas, pero no su significado.

—¡Hola! —gritó con potencia—. ¿Quién es?

Le volvió una tenue réplica:

—«C'est moi, Duquesne» «Attendez».

El cerebro de Tony tradujo: «¡Soy yo, Duquesne» «Esperen».

En el lado opuesto del campo de aviación una solitaria figura humana penetraba dentro del campo de luz de los reflectores. Era un hombre bajito, gordo, que corría con torpeza, agitando los brazos y deteniéndose a intervalos para gritar. ¡Duquesne! El nombre tenía un sonido familiar. Entonces Tony recordó. Duquesne era el científico francés encargado de construir la espacionave gala, según el informe recibido por James hacía tanto tiempo. Efectivamente estuvo seguro de que era aquel Duquesne quien corría alocadamente a través de la pista.

Se volvió a los ayudantes de la escotilla.

—Busquen a Hendron —dijo—, estará en la sala de control ahora. Díganle que Duquesne está aquí solo —maniobró la palanca que hacía desplegar la escalerilla desde el casco del navío hasta el suelo.

El regordete hombrecito trotó por la pista, deteniéndose frecuentemente para gesticular y gritar:

—«Attendez. C'est moi, Duquesne».

Por último, comenzó a subir los escalones de la base de cemento que sujetaba el navío. Se precipitó a cruzar la plataforma y llegó a la escotilla. Estaba sin aliento y no podía hablar. Tony tuvo oportunidad de hablarle. Llevaba los remanentes de un uniforme caqui que no le sentaba bien. Sobresaliendo del bolsillo superior de la guerrera estaba la culata de un revólver. Tenía el pelo negro, los ojos del mismo color y una nariz grande. Miró a Tony con una intensidad que era casi cómica y cuando comenzó a hablar entrecortadamente, primero masculló un juramento en francés y luego dijo en inglés:

—¡Soy Duquesne! ¡El gran Duquesne! ¡El cerebrado Duquesne! ¡El famoso Duquesne! ¡El físico francés Duquesne! ¿Verdad que es este el navío de Cole Hendron? Entonces, aquí estoy. Dígale que he venido de Francia en tres meses, pilotando yo mismo un barco de vapor, volando a través de este loco país con mi avión, que se destruyó cerca de Milwaukee y tuve que venir caminando yo hasta aquí todos estos días. Dígale que Duquesne está aquí. Dígale que venga a verme. Dígale que venga en seguida. Dígale que tuve que dejar aquellos cerdos, aquellos perros, aquellos bueyes, aquellos atunes, que querían construir una nave tan estúpida que se hubiesen roto el cuello. Dígale que no volará. Que lo digo yo, Duquesne, yo sabía que este navío sí que volaría, el navío de Hendron, por eso he venido. ¡Bah! Son estúpidos mis colegas franceses. ¡Son más aptos para conducir tranvías eléctricos que para cohetes espaciales!

En aquel instante Hendron llegó a lo alto de la escalera espiral.

Se precipitó hacia delante con los ojos brillantes.

—¡Duquesne! ¡Santo Dios, Duquesne! Estoy encantado, ha llegado en el momento justo. Dentro de cuarenta minutos estaríamos ya lejos de aquí.

Duquesne se aferró al brazo de Hendron y luego se le abrazó y besó como si fuese un ser muy querido. Después con una mano se golpeó el pecho. O estaba loco de alegría o era un hombre que había perdido el juicio porque necesitaba de tal forma que toda la cámara reverberaba:

—Soy loco, ¿verdad? ¿A qué viene que me digan ustedes a mí, precisamente a mí, la hora de la partida? ¿Es que no tengo cerebro? ¿Es que no sé nada de astronomía? ¿Es que nunca jamás estudié física? ¿Acaso he venido yo casi descalzo, a pie, a través de todos los Estados Unidos de América por ninguna otra razón porque sabía la hora en que ustedes despegarían? ¿Es que yo no llevo el día en el reloj de mi bolsillo? ¡Idiotas, encantadores amigos, gloriosos americanos, locos! ¿No tengo cerebro? ¿No puedo anticiparme? ¡Aquí estoy!

De pronto después de aquella erupción de discurso violento se tranquilizó. Soltó a Hendron y dejó de bailotear. Primero se inclinó gravemente haciendo una reverencia a Hendron, y luego lo repitió con Tony y después a la tripulación.

—Caballeros —dijo—. Vámonos. Pongámonos en camino.

Hendron se volvió a Tony, que como reacción, se echó a reír a carcajadas. Durante un instante el científico francés pareció profundamente ofendido y a punto de estallar en cólera; luego, también de pronto, comenzó a reír.

—Soy un tipo ridículo, ¿verdad? —gritó. Sus risas eran estertóreas. Se llevó las manos al rostro y las lágrimas le corrieron por las mejillas y dijo—: Es magnifico. Sí. Da ganas de echarse a reír.

—¿Qué hay de los otros navíos que construían en los demás países de Europa? —le preguntó Hendron.

—¿El inglés? —respondió Duquesne—. Lograrán zarpar. Lo que pase entonces, ¿quién puede saberlo? ¿Puede usted navegar por el espacio, Cole Hendron? Me pregunto. Pero los ingleses son rotundos; tienen una buena nave. Pero en cuanto a ellos, mi respuesta es esta... estoy aquí no allí.

—¿Los alemanes? —preguntó Hendron.

El francés hizo un gesto despectivo.

—¡Demasiado adelantados!

—¿Demasiado adelantados?

—¡Han tratado de prevenir cada contingencia... demasiadas contingencias! Efectuarán el viaje más hermoso de todos... o quizás el peor. De nuevo mi respuesta es que estoy aquí. En cuanto a los demás, de nuevo repito que he preferido venir con ustedes.

Y de aquel modo, Pierre Duquesne, y el más grande físico francés, fue añadido a la hora once con cincuenta y nueve minutos al grupo del Arca. Se fue con Hendron a la sala de control, hablando profusamente. Tony supervisó el cierre de la escotilla. Subió por la escalera espiral hasta la primera cubierta de pasajeros. Cincuenta personas estaban allí en los sillones de aceleración, con los cinturones de seguridad puestos en torno a torsos y piernas. Muchos de ellos aún no se habían ajustado las correas que les mantendría en su sitio la cabeza. Sus ojos se dirigieron hacia la pantalla de vidrio donde las vistas alternas del cielo y del radiante panorama exterior se mostraban.

Tony buscó su número y encontró su lugar. Eve estaba muy cerca. Se sentó para darle la bienvenida.

—He estado terriblemente nerviosa. Claro que sabía que vendría, pero la espera ha sido muy larga.

—Ya estamos todos instalados —dijo Tony—. Y acaba de ocurrir la cosa más graciosa del mundo.

Comenzó a contar la llegada de Duquesne y todo el mundo en la sala circular escuchó la historia. Mientras hablaba, se ajustó los arneses y correas.

Abajo, en la sala de control, los hombres ocuparon sus puestos. Hendron se colocó sujetándose bajo la pantalla de vidrio. Fijó sus ojos a un instrumento óptico, en el que dentro del ocular habían dos retículas. Muy cerca del punto de su intersección había una estrella pequeña. El instrumento había sido ajustado de manera que cuando la estrella llegase al centro de la cruz, se iniciase la descarga. Cerca de él había una batería de conmutadores controlados por uno principal y una palanca que funcionaba de manera parecida a un reóstato sobre una serie de resistencias. La tripulación de la sala de control estaba ya bien instalada en sus lugares respectivos con los brazos libres para manipular diversas palancas. Duquesne ocupó el lugar reservado a uno de la tripulación y el hombre que había desplazado fue enviado a la cabina de pasajeros.

El científico francés miró su reloj y lo devolvió a su bolsillo sin hablar. Aunque fuese voluble, sabía muy bien cual era el momento apropiado para guardar silencio. Sus ojos negros centelleantes asaetaron apreciativamente cada instrumento de la cámara y en su rostro había una expresión de éxtasis mientras su cerebro identificaba y le explicaba lo que veía. Hendron apartaba la vista del instrumento óptico.

—¿Es usted religioso, Duquesne?

El francés sacudió la cabeza y dijo:

—No importa que lo sea, estoy rezando.

Hendron volvió a mirar por la retícula y comenzó a contar. Cada hombre de la estancia se puso rígido y en atención.

—Veinticinco, veinticuatro, veintitrés, veintidós, veintiuno... —su mano fue al conmutador. La habitación se vio llena de un zumbido vibrante— ...veinte, diecinueve, dieciocho, diecisiete, dieciséis... —el sonido aumentó hasta ser casi un chirrido— ...quince, catorce, trece, doce, once... ¡Preparados! Diez, nueve, ocho, siete, seis... —su mano se volvió haría el instrumento que era parecido a un reóstato. Su otra mano estaba crispada, los nudillos blancos—. Cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero.

Simultáneamente toda la tripulación maniobró las palancas respectivas y el reóstato avanzó una pulgada. Mientras contaba, otras señales partieron de la segunda nave. Tenían que partir en el mismo instante.

Un rugido redoblado, aquel que resonó bajo el navío en la noche del ataque, ensordeció todo.

Tony pensó: «¡Abandonamos la Tierra!». Pero, cosa extraña, en aquel momento no experimentó ninguna sensación. Los fenómenos físicos y las conmociones eran demasiado abrumadoras.

Un temblor del navío indicó que abandonaba el suelo. El cohete se alzó rígido. Los labios de Hendron se movían diciendo algo que nadie podía oír. Los ojos de los hombres de la tripulación contemplaban aquellos labios como queriendo adivinar sus órdenes. Se tocó un segundo conmutador y la habitación se sumió en la oscuridad, únicamente aliviada por los diminutos rayos de las pequeñas bombillas de los instrumentos. Un ligero cambio en la situación de la presión de aire contra los oídos. Otro impulso hacia adelante de la mano en el reóstato. Un incremento de la fuerza de ascensión, un peso grande en los pies y luego la sensación de muchas toneladas oprimiendo el pecho. Un aumento del zumbido exterior.

Un intercambio de miradas entre Hendron y Duquesne... los ojos de ambos hombres resplandecieron de triunfo.

En la cabina de pasajeros, el relato de Tony de la llegada de Duquesne se había interrumpido por el terrible clamor.

—¡Hemos partido! —gritaron cincuenta voces y las palabras no pudieron percibirse. La cubierta en la que yacían sujetos pareció casi como desplomarse sobre ellos. La pantalla de encima de las cabezas se oscureció. Tony extendió la mano hacia Eve y notó cómo la muchacha hacía lo propio y sus dedos se entrecerraron. El viaje hacia Bronson Beta había comenzado.

El viaje hasta el nuevo mundo.





FIN

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