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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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miércoles, 1 de abril de 2009

PERTURBACION SOLAR -- Arthur C. Clarke

PERTURBACION SOLAR
Arthur C. Clarke




***
El enorme disco de la vela se hallaba tenso en su aparejo, henchido ya por
el viento que soplaba entre los mundos. Tres minutos después iniciaría su
carrera, aunque ahora John Merton se sentía más relajado, más sosegado que
en cualquier otro momento del pasado año. No importaba lo que ocurriese
cuando el comodoro diera la señal de partida, tanto si Diana lo llevaba a la
victoria, como a la derrota, habría realizado su ambición. Tras una vida
dedicada a diseñar naves para los demás, ahora se disponía a conducir la suya
propia.
—Tenemos dos minutos—dijo la radio de la cabina— Por favor, confirmen
cuando estén listos. Uno por uno respondieron los restantes patrones. Merton
reconoció todas las voces—algunas tensas; otras, tranquilas, pues eran las de
sus amigos y rivales. En los cuatro mundos habitados apenas habían veinte
hombres que pudieran manejar un yate solar. Y allí estaban todos, en la línea
de salida o a bordo de las naves de escolta, en órbita a veintidós mil millas
sobre el Ecuador.
—Número uno, Gossamar. . . ¡listo para partir!
—Número dos, Santa María. . . ¡todo dispuesto!
—Número tres, Sunbeam. . . ¡preparado!
—Número cuatro, Woomera. . . ¡todo en orden!
Merton sonrió al oír aquel eco de los días heroicos de la astronáutica. Pero
era algo que se había convertido en una tradición del espacio y a veces el
hombre necesitaba evocar el recuerdo de quienes le habían precedido en su
marcha a las estrellas.
—Número cinco, Lebedev. . . ¡estamos preparados!
—Número seis, Arachné. . . ¡en orden!
Luego le tocaba a él, el último de la fila. Resultaba raro pensar que las
palabras que pronunciaba desde su cabina iban a ser oídas lo menos por cinco
mil millones de personas.
—Número siete, Diana... ¡listo para zarpar!
—Comprobado, gracias —respondió la voz impersonal desde la lancha del
juez—. Tenemos un minuto.
Merton apenas lo oyó, puesto que estaba efectuando la comprobación final
de la tensión del aparejo. Las agujas de los dinamómetros estaban firmes; la
inmensa vela se hallaba tirante, con su superficie de espejo centelleando al sol.
Merton, que flotaba ingrávido entre el periscopio, tenía la sensación de que
llenaba el firmamento, y en realidad casi lo hacía... pues eran cincuenta
millones de pies cuadrados de vela los que estaban sujetos a su cápsula por
casi cien millas de aparejos. Las lonas de todos los clípers que antaño surcaron
los mares de China, cosidas a una sola vela gigantesca, no podrían
compararse con la que el Diana había desplegado bajo el Sol. Sin embargo,
era poco más consistente que una pompa de jabón porque aquellas dos millas
cuadradas de plástico aluminizado tenían un espesor de solo una millonésima
de pulgada.
—"T" menos diez segundos, en marcha todas las cámaras filmadoras.
A la mente le resultaba difícil imaginar algo tan enorme y delicado a la vez
y más aún el que aquel frágil espejo habría de ser el motor que impulsaría la
nave lejos de la Tierra al captar la luz solar.
—... ¡cinco, cuatro, tres, dos, uno, corten!
Siete cuchillas hendieron los siete tenues cabos que sujetaban 109 yates a
las naves nodrizas que los habían reunido y atendido.
Hasta aquel momento, los yates habían ido contorneando la Tierra en
rígida formación y ahora empezaron a dispersarse a semejanza de las semillas
de polen a merced de la brisa. El vencedor sería el primero que pasara ante la
Luna.
Al parecer, a bordo del Diana nada sucedía. Pero Merton sabía que sí;
aunque su cuerpo no sintiera impulso alguno, el panel instrumental le decía que
estaba acelerando a casi una milésima de gravedad. Aquella cifra habría sido
ridícula para un cohete... pero era la primera vez que un yate solar la había
alcanzado. El diseño del Diana era perfecto, la vasta vela cumplía de acuerdo
con sus cálculos. A aquel paso, dos vueltas a la Tierra le darían la velocidad de
escape... y entonces podría poner rumbo a la Luna, con toda la potencia del
Sol respaldándole.
Toda la potencia del Sol... Sonrió veladamente al recordar sus intentos por
explicar la navegación solar a los oyentes de sus conferencias en la Tierra.
Aquel fue el único medio de conseguir dinero al principio. Podría muy bien
haber sido el diseñador-jefe de la Sociedad Cosmodine, con toda una serie de
logradas aeronaves en su haber, pero su empresa no se había mostrado
precisamente entusiasmada con su idea.
—Tiendan las manos al Sol—decía él—. ¿Qué notan? Calor, desde luego.
Pero también hay presión... aún cuando por ser tan leve no se percaten de ello.
En la superficie de sus manos llega a ser de una millonésima de onza.
"Pero, allá en el espacio, hasta una presión tan pequeña puede ser
importante... ya que actuaría incesantemente, hora tras hora, día tras día. A
diferencia del combustible de un cohete, es libre e ilimitada. La podemos
emplear si lo deseamos; podemos construir veleros que capten la radiación
emanada del Sol.
Al llegar a aquel punto de su disertación sacaba unos cuantos metros
cuadrados de material y lo arrojaba hacia el auditorio. La película plateada
flotaba ondulante como el
humo, para elevarse luego lentamente hacia el techo, empujada por las
corrientes de aire cálido.
—Ya ven cuán ligero es este material —continuaba—. Una milla cuadrada
pesa sólo una tonelada y puede acumular cinco libras de presión de radiación.
De esta forma empezará a moverse... y podremos conseguir que nos
remolque, si sujetamos un aparejo a él.
"Desde luego, su aceleración será pequeña... aproximadamente de una
milésima de "g", lo cual, aunque no parece mucho, veamos lo que supone:
Pues que en el primer segundo nos moveremos aproximadamente un quinto de
pulgada. Como vemos, un caracol robusto podría hacerlo mejor. Pero al cabo
de un minuto habremos cubierto seis pies y marcharemos a algo más de una
milla por hora, lo cual no está nada mal para algo impulsado únicamente por la
luz solar. Al cabo de una hora nos encontraremos a cuarenta millas de nuestro
punto de partida y moviéndonos a una media de ochenta. Como recordarán, en
el espacio no existe fricción, de modo que cuando uno comienza a moverse ya
no se detiene. Quedarán sorprendidos ustedes cuando les diga la velocidad a
la que se mueve nuestra nave velera al final de un día de recorrido. ¡Casi dos
mil millas por hora! Y si parte de una órbita circunterrestre, como desde luego
ha de hacerlo— puede alcanzar la velocidad de escape en un par de días. ¡Y
todo ello sin quemar una sola gota de combustible!
Bueno, lo cierto es que al final convenció a todos, hasta a los de la
Cosmodine. En el transcurso de los veinte últimos años había nacido un nuevo
deporte, llamado "el deporte de los multimillonarios", lo cual era verdad... pero
estaba empezando a rendir en publicidad y televisión. En esta carrera se
jugaban el prestigio cuatro continentes y dos mundos, y tenía la mayor
audiencia conocida en la historia.
La salida del Diana había sido buena; llegó el momento de echar un vistazo
a los contrincantes. El movimiento era suave. No obstante, haber unos
parachoques absorbentes entre la cápsula de mando y el delicado aparejo,
estaba resuelto a no correr riesgo alguno. Merton se colocó ante el periscopio.
Allá estaban sus competidores, semejantes a extrañas flores de plata,
plantadas en los oscuros campos del espacio. El yate más próximo, el Santa
María, se hallaba sólo a cincuenta millas; parecía la cometa de un niño... pero
una cometa de más de una milla de lado. Más lejos, el Lebedev, de la
Universidad de Astrogrado, daba la impresión de una cruz de Malta, al parecer
las velas que formaban los cuatro brazos podían ser inclinadas para fines de
gobierno. En contraste, el Woomera, de la Federación de Australasia, era un
simple paracaídas de cuatro millas de circunferencia. El Arachné, de la
Sociedad General de Astronáutica, semejaba —como indicaba su nombre—
una tela de araña... y había sido construida de acuerdo con el mismo principio,
mediante lanzaderas-robot, trazando espirales desde un punto central. El
Gossamer, de la Corporación Euroespacial, era de diseño idéntico, aunque a
escala ligeramente más reducida. Y el Sunbeam, de la República de Marte, era
un anillo liso, con un boquete de media milla de anchura en el centro, que
giraba lentamente de forma que la fuerza centrifuga le daba rigidez. Merton
estaba completamente seguro de que los coloniales se encontrarían en
dificultades cuando empezaran a dar la vuelta.
Pero esto no ocurriría hasta dentro de otras seis horas, cuando los yates
hubiesen recorrido el primer cuarto de su lenta y majestuosa órbita de
veinticuatro horas. Aquí, al comienzo de la carrera, todos marchaban en línea
recta alejándose del sol... corriendo, por decirlo así, impulsados por el viento
solar. Había que cubrir la etapa mayor antes de que los yates se ladeasen al
otro lado de la Tierra y enfilaran de nuevo rumbo al Sol.
Era el momento de hacer la primera comprobación—se dijo Merton—
cuando no existía ninguna dificultad. A través del periscopio efectuó un
minucioso examen de la vela, concentrándose en los puntos donde se sujetaba
el aparejo. Los cabos de los obenques —estrechas tiras de película plástica—
habrían resultado completamente invisibles de no
estar revestidos de pintura fluorescente. Ahora eran tensas líneas de luz
coloreada, que se desvanecía en cientos de metros en dirección a la
gigantesca vela. Cada cual tenía su
propia cabria no mucho mayor que el carrete de una caña de pescar. Las
pequeñas cabrias giraban continuamente cobrando o amollando cabos,
mientras el piloto automático mantenía la vela en ángulo correcto respecto al
Sol.
Era maravilloso contemplar el juego de la luz solar sobre el gran espejo
flexible. Ondulaba en lentas y majestuosas oscilaciones, enviando a la periferia
múltiples imágenes del Sol mientras navegaba a través de los cielos, hasta que
se desvanecían en los bordes de la vela. En aquella vasta y tenue estructura
eran de esperarse tales pausadas vibraciones; por lo general inofensivas,
aunque Merton las vigilaba cuidadosamente, ya que podía provocar las
catastróficas ondulaciones llamadas culebreos, que podían desgarrar y
destrozar una vela.
Una vez hubo comprobado que todo estaba en orden, movió el periscopio
en torno al firmamento, para comprobar de nuevo la posición de sus rivales.
Era la que esperaba: había empezado el proceso de selección y las
embarcaciones menos buenas quedaban rezagadas. Pero la prueba real
comenzaría cuando pasaran ante la sombra de la Tierra; entonces, la
maniobrabilidad contaría tanto como la velocidad.
Aunque pudiera parecer raro pensar en eso ahora que sólo había
comenzado la carrera, podría ser una buena idea echar una cabezadita. Las
tripulaciones de dos hombres de las otras embarcaciones podían hacerlo por
turno, pero Merton no tenía a nadie para relevarle. Tenía que fiarse de sus
propios recursos físicos... como aquel otro navegante solitario, Eloshua
Slocum, en su pequeño Spra~. El patrón americano circunnavegando la Tierra,
a buen seguro no soñaría siquiera con que dos siglos después otro hombre
navegaría sin ayuda de la Tierra hacia la Luna... inspirado, por lo menos en
parte, en su ejemplo.
Merton sujetó en torno a su cintura y piernas las correas elásticas del
asiento de la cabina y se colocó en la frente los electrodos del inductor de
sueño. Puso el despertador para dentro de tres horas y se relajó.
Suave e hipnóticamente, las pulsaciones electrónicas latieron en los
lóbulos frontales de su cerebro. Abigarradas espirales luminosas se
expandieron bajo sus cerrados párpados, extendiéndose hacia el infinito.
Luego, nada...
El estridente tintineo metálico del timbre de alarma lo arrancó de su dormir
sin sueños; se despabiló al instante y su mirada escudriñó el panel
instrumental. Solo habían pasado dos horas... pero una luz roja fulguraba en el
acelerómetro. El impulso descendía, el Diana iba perdiendo potencia.
Lo primero que pensó Merton fue que algo le había ocurrido a la velaquizás
habían fallado los dispositivos estabilizadores y se había doblado el
aparejo. Comprobó rápidamente los contadores que median la tensión en los
cabos de los obenques. Era raro, en una parte de la vela su anchura era
normal... mientras que en la otra el tirón decrecía lentamente aunque a ojos
vistas.
Adivinando la verdad de pronto, cogió el periscopio, lo enfocó con visión de
gran campo v empezó a escudriñar el borde de la vela. Sí... allá estaba la
avería, y sólo podía tener una causa.
Una sombra inmensa y de recortados bordes había comenzado a
deslizarse a través de la reluciente plata de la vela. La oscuridad iba cayendo
sobre el Diana, como si una nube se cruzara entre el yate y el sol. Y en la
oscuridad, privado de los rayos que lo impulsaban, perdería toda fuerza y
derivaría sin remedio por el espacio. Pero, naturalmente, allí, a más de veinte
mil millas sobre la Tierra, no había ninguna nube. Si se proyectaba alguna
sombra tendría que ser artificial.
Merton hizo una mueca al dirigir el periscopio hacia el Sol, después de
acoplarle los filtros que le permitieron mirar de lleno su fulgurante rostro sin
quedar cegado.
—Maniobra 4-a—murmuró para sí—. Ya veremos quién puede jugar mejor
este juego.
Parecía como si un planeta gigante pasara en aquel momento ante la cara
del sol. Un gran disco negro había mordido profundamente su borde. A veinte
millas a popa, el Gossamer intentaba crear un eclipse artificial... especialmente
destinado al Diana.
La maniobra fue perfectamente legítima en los lejanos tiempos de las
competiciones oceánicas, los patrones intentaban a menudo taparse
mutuamente el viento. Con un poco de suerte se podía dejar en calma chicha a
un rival, con sus velas colgando flácidas... y adelantándosele antes de que
pudiera reparar el daño.
Merton no pensaba en modo alguno dejarse atrapar con tanta facilidad.
Tenía aún bastante tiempo para llevar a cabo una acción evasiva. Las cosas
discurrían muy lentamente cuando se viajaba en un velero solar. Transcurrirían
por lo menos veinte minutos antes de que el Gossamer pudiera deslizarse por
completo ante el Sol y dejarle en la oscuridad.
El minúsculo computador del Diana —del tamaño de una caja de cerillas,
pero equivalente por su eficacia a mil matemáticos humanos— consideró el
problema durante un segundo y seguidamente relampagueó la respuesta.
Tenía que abrir los paneles de mando tres y cuatro, hasta que la vela
adquiriese una inclinación extra de veinte grados; luego, la presión de la
radiación le alejaría de la peligrosa sombra del Gossamer y le devolvería a
plena luz del Sol. Era una lástima interferir en el piloto automático, que había
sido cuidadosamente programado para dar el curso más rápido posible...
después de todo, para eso estaba allí. Aquello era lo que hacía de la regata
solar más deporte que una batalla de computadoras.
Los cabos de mando exteriores del uno al seis ondulaban voluptuosos
como somnolientas serpientes al perder momentáneamente su tensión. A dos
millas, los paneles triangulares empezaron a abrirse con pereza, derramando
luz solar por la vela. Sin embargo, durante largo rato nada pareció suceder.
Resultaba difícil acostumbrarse a aquel mundo de lento movimiento en el que
transcurrirían varios minutos antes de que pudieran hacerse visibles los efectos
de cualquier acción. Merton comprobó poco después que efectivamente la vela
iba inclinándose hacia el Sol... y que la sombra del Gossamer se apartaba, su
cono de oscuridad perdido en la más profunda noche espacial.
Mucho antes de que se desvaneciese la oscuridad y se hiciera visible de
nuevo el disco del Sol, invirtió la inclinación y entonces el Diana recuperó su
rumbo. El nuevo impulso le llevaría fuera del peligro; no convenía exagerarlo, y
si se hacía excesivamente a un lado trastocaría sus cálculos. Era otra regla que
resultaría difícil de aprender por experiencia. En el espacio tan pronto como se
iniciaba un movimiento había que empezar inmediatamente a detenerlo.
Volvió a disponer la alarma para la siguiente emergencia natural o artificialquizás
el Gossamer, o alguno de los otros competidores, intentase de nuevo el
mismo truco. Había llegado entretanto la hora de comer, aún cuando no tenía
mucha hambre. Se gastaba poca energía física en el espacio, y era fácil
olvidarse de la comida. Fácil... y peligroso, porque si se presentaba una
emergencia era posible que se careciera de las reservas físicas necesarias
para afrontarla.
Abrió el primero de los paquetes de alimentos e inspeccionó su contenido
sin entusiasmo. El nombre de la etiqueta "Bocadillos Espaciales" invitaba ya a
dejarlo para otro momento. Y tenía serias dudas sobre la promesa que se leía
abajo: Garantizado el no desmigajamiento. Se decía que las migajas
constituían para los vehículos espaciales un peligro mayor que los meteoritos.
Podían verse arrastradas a los sitios más inverosímiles y provocar
cortocircuitos, bloquear chorros vitales y penetrar en instrumentos que se
suponía debían estar herméticamente cerrados.
Sin embargo, las salchichas de hígado se las zampó bastante bien, así
como el chocolate y el puré de piña. El envase de plástico con el café estaba
calentándose en el hornillo eléctrico cuando el mundo exterior irrumpió en su
soledad. Le llamaba el operador de radio de la lancha del Comodoro.
—¿Doctor Merton? Si dispone usted de tiempo, Jeremy Blair desearia
intercambiar unas cuantas palabras con usted.
Blair era uno de los más acreditados comentaristas de noticias y Merton
había intervenido varias veces en su programa. Podía negarse a ser
entrevistado, desde luego, pero apreciaba a Blair y, como es natural, en aquel
momento no podía esgrimir la excusa de estar demasiado ocupado.
—De acuerdo—respondió.
—Hola, doctor —dijo el comentarista—. Me alegro de que me conceda
unos minutos. Y enhorabuena... por ir usted a la cabeza de la competición.
—Es demasiado pronto para asegurarlo. El juego no ha hecho más que
empezar, como quien dice—respondió cautamente Merton.
—Dígame, doctor... ¿por qué decidió usted tripular solo el Diana? ¿Acaso
porque no se ha hecho nunca antes?
—Bueno, ¿no seria una excelente razón? Pero no ha sido la única. —Hizo
una pausa, escogiendo cuidadosamente las palabras—. Ya sabe usted hasta
qué punto el comportamiento de un yate solar depende de su masa. Un
segundo hombre a bordo, con todo su equipo, significaría otras quinientas
libras. Eso podría suponer fácilmente la diferencia entre ganar o perder.
—¿Está usted completamente seguro de que puede manejar solo al
Diana?
—Razonablemente seguro, gracias a los mandos automáticos que he
diseñado. Mi tarea principal consiste en la supervisión y en tomar decisiones.
—Pero... ¡dos millas cuadradas de vela! ¡No parece posible que un hombre
pueda arreglárselas con todo esto!
Merton rió.
—¿Por qué no? Esas dos millas cuadradas producen un máximo tirón de
sólo diez libras. Puedo hacer más fuerza con mi dedo meñique.
—Bien, gracias doctor. Y buena suerte.
Al terminar su transmisión el comentarista, Merton se sintió algo
avergonzado de sí mismo, pues su respuesta había sido sólo parte de la
verdad y estaba seguro de que Blair
era lo bastante listo como para saberlo.
Había una razón suprema por la que estaba allí solo en el espacio. Durante
casi cuarenta años había trabajado con un equipo de cientos e incluso miles de
hombres, ayudando a diseñar los vehiculos más complejos del mundo. En los
últimos veinte años había dirigido uno de esos equipos y visto volar sus
creaciones hacia los astros. Sufrió fracasos que nunca olvidaria, aún cuando él
no hubiese tenido la culpa. Era famoso con una carrera de éxitos tras de sí. Sin
embargo, nunca había hecho nada por sí mismo; siempre había sido uno de los
miembros de un ejército.
Esta era su auténtica y última oportunidad de conseguir un éxito individual
y no lo quería compartir con nadie. No habría más competiciones de yates
solares por lo menos durante cinco años, pues de momento tocaba a su fin el
período de calma del Sol y comenzaría el ciclo del mal tiempo, con tormentas
de radiación estallando a través del sistema solar. Y para cuando, de nuevo,
estuviera él en disposición de aventurarse, sería demasiado viejo. Si es que no
lo era ya...
Tiró los envases vacíos de los alimentos al dispositivo de desperdicios y
volvió de nuevo al periscopio. Al principio sólo pudo divisar a cinco de los yates
rivales; no había señal alguna del Woomera. Tardó varios minutos en
localizarlo... como un vago fantasma ocultando la luz de las estrellas prendido
en la sombra del Lebedev. Pudo imaginar los frenéticos esfuerzos que estarían
realizando los australianos para zafarse de la sombra, y se preguntó cómo
habrían podido caer en la trampa. Aquello significaba que el Lebedev era
extraordinariamente maniobrable; habría que vigilarlo, aún cuando estuviese
demasiado lejos como para amenazar al Diana por el momento.
Entretanto, la Tierra casi se había desvanecido, hasta convertirse en un
diminuto y brillante arco luminoso que se movía constantemente hacia el Sol.
Opacamente perfilado contra aquel arco se veía el hemisferio nocturno del
planeta, con los puntos fosforescentes de las grandes ciudades acá y allá, a
través de los resquicios que dejaban las nubes. El arco de oscuridad había ya
borrado una inmensa sección de la Vía Láctea; dentro de pocos minutos
iniciaría su intrusión en el Sol.
La luz se iba amortiguando. Un halo crepuscular púrpura —el resplandor de
muchas puestas de sol a miles de millas por debajo—tendiase la vela, al
deslizarse el Diana silenciosamente hacia la sombra de la Tierra. El Sol se
desplomaba por aquel invisible horizonte. Súbitamente cayó la noche.
Merton miró hacia atrás, a lo largo de la órbita que había trazado, ya a un
cuarto de trayecto en torno a la Tierra. Una a una vio titilar las brillantes
estrellas de los otros yates que se habían unido a él en la breve noche.
Transcurriría una hora antes de que el Sol surgiera de aquel enorme escudo
negro, y durante todo ese tiempo los yates quedarían completamente
desvalidos, deslizándose a la deriva, sin energía impulsora.
Encendió el reflector exterior y barrió con su haz la ya oscurecida vela. Los
miles de acres de plástico empezaban a arrugarse y a quedar flácidos; los
cabos de los obenques se estaban aflojando y había que procurar que no se
enredaran, Pero aquello no era nada inesperado, todo marchaba de acuerdo
con lo previsto.
A cincuenta millas a popa, el Arachné y el Santa María no tenían tanta
suerte. Merton supo de sus dificultades cuando sonó la radio en el círculo de
emergencia.
—Número Dos, Número Seis... aquí Control. Marchan en derrota de
colisión. Sus órbitas se interseccionarán en sesenta y cinco minutos.
¿Necesitan ayuda?
Se abrió una larga pausa mientras los dos patrones digerían estas malas
noticias. Merton se preguntó a quién habría que censurar; quizás un yate había
tratado de ensombrecer al otro y no había completado la maniobra antes de
entrar ambos en la oscuridad. Y no había tampoco nada que pudieran hacer;
iban convergiendo, lenta, pero inexorablemente, incapaces de variar el rumbo
ni en una fracción de grado.
Sin embargo... ¡sesenta y cinco minutos! Eso les sacaría de nuevo a la luz
del Sol, al salir de la sombra de la Tierra. Aún tenían una ligera probabilidad, si
es que sus velas podían captar la energía suficiente para evitar la colisión. A
bordo del Arachné y del Santa María sus tripulantes debían estar entregados a
frenéticos cálculos.
El primero en responder fue el Arachné y su contestación fue exactamente
la que Merton había esperado.
—Número Seis llamando a Control. No necesitamos ayuda, gracias.
Resolveremos la situación nosotros mismos.
"Me extraña", pensó Merton. Pero al menos sería interesante presenciarlo.
El primer drama real de la carrera se estaba aproximando... exactamente sobre
la línea de medianoche
de la durmiente Tierra.
Durante la hora siguiente, su propia vela mantuvo a Merton demasiado
ocupado como para preocuparse del Arachné y del Santa María. Resultaba
difícil gobernar bien aquellos cincuenta millones de pies cuadrados de plástico
inmerso en la oscuridad e iluminado sólo por su pequeño reflector y los rayos
de la aún distante Luna. De ahora en adelante y durante casi media órbita en
torno a la Tierra, debía mantener toda aquella inmensa superficie enfocada
hacia el Sol. Durante las próximas doce o catorce horas, la vela sería un
estorbo inútil, porque él se hallaría proa al Sol y sus rayos únicamente podían
impulsarle hacia atrás, a lo largo de su órbita. Era una lástima que no pudiese
plegar completamente la vela hasta estar en condiciones de emplearla de
nuevo. Pero nadie había descubierto todavía una manera práctica de hacerlo.
Allá abajo despuntaba la primera pincelada del alba, a lo largo del borde de
la Tierra. Dentro de diez segundos emergería el Sol de su eclipse y los yates
que iban deslizándose por el impulso adquirido cobrarían nueva vida en cuanto
la ráfaga de radiación alcanzara sus velas. Este seria el momento de crisis para
el Arachné y el Santa María... y, en realidad, para todos.
Merton giró el periscopio hasta detenerse en las dos sombras que
marchaban a la deriva con las estrellas por fondo. Ambas embarcaciones
estaban muy juntas... quizás a una distancia entre sí de menos de tres millas.
Podría, pensó, reequilibrarse la situación.
El alba fulguró como una explosión a lo largo de la Tierra, al levantarse el
sol sobre el Pacífico. Las velas y cabos y obenques brillaron carmesíes
brevemente, para teñirse después de oro y destellar luego con la llamarada de
la pura y blanca luz del día. Las agujas del dinamómetro empezaron a alejarse
de su cero... pero sólo un poco. El Diana permanecía aún casi ingrávido pues,
con la vela apuntando al Sol, su aceleración era ahora sólo de unas
millonésimas de gravedad.
Pero el Arachné y el Santa María trataban de que su vela ejerciera la
máxima fuerza en su desesperado intento de mantenerse separados. Ahora, a
menos de dos millas entre sí, se desplegaban con angustiosa lentitud sus
nubes de plástico al sentir el primer delicado empuje de los rayos del Sol. Casi
todas las pantallas de televisión de la Tierra estarían presenciando aquel
prolongado drama y era imposible predecir, ni siquiera en el último minuto, cuál
iba a ser el desenlace.
Los patrones eran hombres obstinados. Cada uno de ellos podría haber
arriado sus velas y rezagado para dar al otro una oportunidad; pero ninguno de
los dos quería hacerlo. Se hallaba en juego demasiado prestigio, demasiados
millones y demasiadas reputaciones. Y así, silenciosa y suavemente, como
copos de nieve cayendo en una noche invernal, el
Arachné y el Santa María chocaron.
La cometa cuadrada serpenteó casi imperceptiblemente dentro de la tela
de araña circular; las largas tiras de los cabos de los obenques se retorcieron y
enzarzaron con la lentitud de un sueño. Y hasta a bordo del Diana, Merton,
ocupado en su propio aparejo, apenas pudo apartar la vista de aquel silencioso
desastre.
Durante más de diez minutos siguieron emergiendo, en inextricable masa,
las nubes ondulantes y brillantes. Luego se soltaron las cápsulas de la
tripulación y cada una se fue por su lado, separadas por centenares de metros.
Con un destello de cohetes, las lanchas de salvamento se apresuraron a ir a
recogerlas.
"Quedamos cinco", pensó Merton. Sintió pena de aquellos patrones que se
habían eliminado mutuamente. Sólo pocas horas después del comienzo de la
carrera, pero eran jóvenes y ya tendrían otra oportunidad.
En unos minutos los cinco se redujeron a cuatro. Merton había dudado
desde el comienzo de la capacidad viradora del Sunbeam. Ahora se veían
justificadas sus dudas.
El yate marciano había fallado en girar adecuadamente; su giróscopo le
había dado demasiada estabilidad. Su gran anillo de vela se volvía cara al Sol,
en vez de hallarse de canto. Estaba siendo devuelto hacia atrás según su
trayectoria casi a la máxima aceleración.
Era lo más desastroso que podía ocurrirle a un patrón... peor aún que una
colisión; pero sólo podía reprochárselo a sí mismo. Mas nadie sintió mucha
simpatía hacia los fracasados coloniales, cuando desaparecieron lentamente a
popa. Sus declaraciones fueron en exceso jactanciosas antes de la carrera y lo
que les pasaba tenía todo el carácter de unajusticia poética.
Sin embargo, eso no eliminaba del todo al Sunbeam. Con casi media milla
de recorrido aún por cubrir, podía seguir adelante e incluso en el caso de que
hubiesen más bajas, ser el único en acabar la carrera. No seria la primera vez
que ocurriese.
Las siguientes doce horas transcurrieron sin novedad; la Tierra asomaba
su creciente en el firmamento. Había poco que hacer mientras la flota derivaba
en torno a la mitad sin energía de su órbita, pero Merton no encontró el tiempo
ni pesado ni enojoso. Durmió unas cuantas horas, efectuó dos comidas,
escribió su "Diario" de vuelo y fue el protagonista de algunas entrevistas más
por radio. En raras ocasiones hablaba a los otros patrones con los que
intercambiaba saludos y amistosas bromas. Pero la mayor parte del
tiempo se sentía contento de flotar en ingrávido relajamiento, apartado de
las cuitas de la Tierra, más feliz de cuanto lo había sido en muchos años. Era
—tanto como un hombre
podía serlo en el espacio—dueño de su propio destino, gobernaba la nave
en la que había derrochado habilidad, pericia y amor, que había llegado a
convertirse en una parte de su propio ser.
El siguiente accidente se produjo cuando cruzaban la línea entre la Tierra y
el Sol e iniciaban la mitad energética de la órbita. A bordo del Diana, Merton vio
como se ponía rígida la gran vela al ladearse para captar los rayos impelentes.
La aceleración empezó a subir desde las microgravedades, aunque pasarían
aún horas antes de que alcanzara su grado máximo.
Nunca sería alcanzado por el Gossamer. Siempre es crítico el momento en
que la energía vuelve a manifestarse, y aquella nave no pudo sobrepasarlo.
El comentarista Blair puso en guardia a Merton con nuevas noticias.
—¡Hola, Gossamer, está culebreando!
Se precipitó el periscopio, pero no pudo ver nada de particular en el gran
disco circular de la vela del Gossamer. Era difícil distinguirla, pues estaba casi
de canto con respecto a él; y parecía como una tenue elipse; luego pudo ver
que aleteaba en irresistibles oscilaciones. Si la tripulación no lograba dominar
aquellas ondas, la vela se destrozaría.
Pusieron en ello todo su empeño, al cabo de veinte minutos parecían
haberlo logrado. De pronto, en alguna parte del centro de la vela, comenzó a
rasgarse la película de plástico que fue impelida lentamente al exterior a causa
de la presión de la radiación, lo mismo que ocurre con la voluta de humo de
una fogata. Y en el lapso de un cuarto de
hora sólo quedaba el delicado trazado de los espolones radiales que
habían soportado la gran trama. Vióse de nuevo un destello de cohetes, al
trasladarse una lancha a recuperar la cápsula del Gossamer y a su abatida
tripulación.
—Nos estamos quedando solos acá arriba, ¿no es así? —oyóse una voz
en la onda de comunicaciones de embarcación a embarcación.
—Usted no, Dimitri—replicó Merton—. Aún tiene compañía allá al final del
campo. Yo soy el único solitario aquí delante.
No era jactancia. Por entonces, el Diana se hallaba a tres millas por delante
de su inmediato seguidor y su ventaja aumentaría con mayor rapidez todavía
en las horas siguientes.
A bordo del Lebedev, Dimitri Markoff lanzó una risita maliciosa. No parecía
en absoluto ser hombre que se resignara a la derrota.
—Recuerde la fábula de la tortuga y la liebre—respondió el ruso—. En el
próximo cuarto de millón de millas pueden suceder muchas cosas.
Y, en efecto, la primera ocurrió mucho antes que eso, cuando completaban
la primera órbita a la Tierra atravesando de nuevo la línea de salida... aunque a
miles de millas más arriba, gracias a la energía extra que les habían procurado
los rayos solares. Merton se entretuvo fijando la posición de los demás yates y
puso las cifras en la computadora. La respuesta que éste dio para el Woomera
era tan absurda que efectuó inmediatamente una nueva comprobación.
No cabía duda... los australianos estaban adquiriendo una velocidad
fantástica. Tal vez ningún yate solar podía alcanzar tal aceleración, a menos
que...
Una rápida mirada por el periscopio dio la respuesta: el aparejo del
Woomera, reducido a su mínima expresión de masa, había cedido. Era sólo la
vela, que conservaba aún su forma, la que corría desbocada tras él, lo mismo
que un pañuelo arrastrado por el viento. Pero mucho antes de eso los
australianos se habían unido ya a la incrementada tripulación que se
encontraba a bordo de la lancha del comodoro.
Así pues, ahora quedaba campo libre entre el Diana y el Lebedev, puesto
que aunque los marcianos no habían abandonado, se encontraban a mil millas
a popa, y no supondrían ya una seria amenaza si llegara el caso. Era difícil ver
lo que podría hacer el Lebedev para sustituir al Diana en la cabeza de la
carrera. Lo cierto es que durante todo el trayecto de la segunda vuelta—de
nuevo subiendo el eclipse y el largo y lento derivar contra el Sol—Merton sintió
una creciente inquietud.
Conocía a los pilotos y diseñadores rusos. Durante veinte años habían
estado tratando de ganar aquella carrera, y, después de todo, sería justo que lo
lograsen; ¿acaso no había
sido Pyotr Nikolyevich Lebedev el primero en detectar la presión de la luz
del Sol, ya en el mismo comienzo del siglo XX? Sin embargo, no lo habían
conseguido nunca.
Y tampoco dejarían jamás de seguir intentándolo. Dimitri estaba urdiendo
algo... algo que seria espectacular.
A bordo de la lancha oficial, a mil millas detrás de los yates concursantes,
el comodoro Van Stratten miró el radiograma con enojo y consternación. El
mensaje había recorrido más de cien millones de millas, desde la cadena de
observatorios solares que colgaban sobre la ígnea superficie del Sol, y traía las
peores noticias que pudieran imaginarse.
El comodoro —título meramente honorario, ya que en la Tierra era profesor
de Astrofísica en Harvard—casi las había estado esperando. Nunca hasta
entonces se había organizado la carrera en época tan tardía; habían sido
muchas las demoras, se habían arriesgado y ahora podían perderlo todo. Muy
abajo de la superficie del Sol se estaban agrupando enormes fuerzas. En
cualquier momento podía producirse una espantosa explosión que liberaría la
energía de un millón de bombas de hidrógeno. Un invisible globo de fuego, de
muchas veces el tamaño de la Tierra, remontándose a millones de millas por
hora, brotaría del Sol y bombardearía el espacio.
Probablemente la nube de gas electrificado marraría por completo la Tierra.
Sea como fuere llegaría allí en sólo un día. Las astronaves podrían protegerse
de ello gracias a su blindaje y a su poderosa pantalla magnética. Pero los yates
solares, de ligera construcción, con sus tenues cascos, se hallaban indefensos
contra tal amenaza. Habría que sacar de ellos a las tripulaciones y abandonar
la carrera.
John Merton no sabía aún nada de esto cuando dirigía al Diana por
segunda vez en torno a la Tierra. Si todo iba bien, aquel seria el último circuito,
tanto para él como para los rusos. Había trazado una espira de miles de millas
en lo alto, tomando los rayos solares. En esta etapa habían de escapar por
completo de la Tierra... y poner rumbo al exterior,
en el largo trayecto a la Luna. A partir de aquí sería una carrera directa. La
tripulación del Sumbeam había acabado por retirarse agotada, tras haber
luchado valientemente con su vela giroscópica durante más de cien mil millas.
Merton no se sentía cansado; había comido y dormido bien y el Diana se
estaba comportando admirablemente. El piloto automático, tensando el aparejo
como una pequeña y laboriosa araña, mantenía la gran vela orientada al Sol
con más precisión que cualquier patrón humano. Aunque por entonces las dos
millas cuadradas de plástico habían sido acribilladas ya por centenares de
micrometeoritos, los pinchazos del tamaño de la cabeza de un alfiler no habían
conseguido aún que disminuyera su impulso
Pero le preocupaban dos cosas; La primera de ellas, el cabo del obenque
número seis, que no podía ser ya ajustado debidamente. Sin señal previa
alguna, el carrete se había atascado, a pesar de todos los adelantos de
ingeniería astronáutica, los soportes se agarrotaron en el vacío. No podía
lascar ni recoger el cabo, por lo cual habría de limitarse a navegar lo mejor
posible con los demás. Afortunadamente, ya había realizado las maniobras
más difíciles. En adelante, el Diana tendría al sol detrás y navegaría
directamente con el viento solar. Y, como los antiguos marinos dijeron a
menudo, es fácil manejar una embarcación cuando el viento sopla por encima
del hombro.
Su otra preocupación era Lebedev que seguía pisándole los talones a
trescientas millas a popa. El yate ruso había mostrado una extraordinaria
maniobrabilidad, gracias a los cuatro grandes paneles que podían ser
inclinados en torno a la vela central. Todos sus movimientos, al circunvalar la
Tierra, habían sido efectuados con enorme precisión, mas para ganar en
maniobrabilidad, había tenido que sacrificar velocidad. No podían conseguirse
ambas cosas. En el largo y recto recorrido que quedaba, Merton debía
mantener su velocidad. Sin embargo, no podría estar seguro de la victoria
hasta dentro de tres o cuatro días. El Diana pasó como una exhalación ante el
extremo opuesto de la Luna.
Y de pronto, a las cincuenta horas de carrera, a punto de cumplirse ya la
segunda órbita en torno a la Tierra, Markoff soltó su pequeña sorpresa.
—Hola John —dijo despreocupadamente por el circuito de embarcación a
embarcación—. Me gustaría que viese esto. Podría parecerle interesante.
Merton se volvió hacia el periscopio y le dio el máximo aumento. Allá, en el
campo visual, formando un espectáculo de lo más inverosímil contra el fondo
estrellado, se veía la reluciente cruz maltesa de Lebedev, muy pequeña, pero
muy nítida.
Mientras la contemplaba, los cuatro brazos se despegaron del cuadro
central y fueron de
espacio con todos sus espolones y aparejos. Markoff había soltado toda la
masa innecesaria, ahora estaba alcanzando la velocidad de escape y no
necesitaba ya navegar pacientemente en torno a la Tierra, ganando ímpetu de
movimiento a cada circuito. En adelante, el Lebedev sería casi ingobernable...
pero eso no tenía importancia. Todo el velamen había quedado tras él. Era
como si un patrón de yate de los antiguos tiempos arrojara por la borda cuanto
le pareciese inservible, sabedor de que iba viento en popa por un mar en
calma.
—Enhorabuena, Dimitri—radió Merton—. Es un buen arte. Pero no lo
suficiente... no le bastará para darme alcance.
—¡Oh, todavía no he acabado! —respondió el ruso—. Cuentan en mi país
un antiguo relato sobre un trineo perseguido por los lobos. Para salvarse, el
conductor se va desprendiendo, uno tras otro, de todos los pasajeros. ¿Ve
usted la analogía?
Merton lo comprendió muy bien. En su etapa final, Dimitri no necesitaba ya
de un copiloto. En realidad el Lebedev podía ser desmantelado por la acción.
—Alexis no estará muy conforme con ello—replicó Merton—. Además, va
contra las reglas.
—Desde luego, Alexis no está conforme, pero yo soy el capitán. Sólo
tendrá que esperar diez minutos por ahí hasta que el comodoro le recoja. Y en
cuanto a las reglas, no dicen
nada sobre el número de tripulantes... usted debería saberlo.
Merton no respondió. Estaba demasiado ocupado realizando algunos
presurosos cálculos, basados en lo que sabía del diseño del Lebedev. Al
terminar. comprendió que la pelota estaba aún en el alero. El Lebedev le
alcanzaría en el momento en que él esperaba pasar ante la Luna.
Pero el resultado de la carrera empezaba a decidirse ya, a noventa y dos
millones de millas de allí.
En el Observatorio Solar Tres, muy en el interior de la órbita de Mercurio,
los instrumentos automáticos registraron la historia de la llamarada: Cien
millones de millas cuadradas de la superficie del Sol explotaron de súbito
furiosamente; la inmensa llamarada blanquiazul hizo que el resto del disco
palideciera hasta adquirir un opaco fulgor. Fuera de aquel hirviente infierno,
retorciéndose y girando como un ser viviente en los campos magnéticos de su
propia creación, se remontaba el plasma electrificado de la inmensa llamarada.
Delante de ella, moviéndose a la velocidad de la luz marchaba el fogonazo
indicador de los rayos ultravioleta y X. Aquello alcanzaría la Tierra en ocho
minutos, y era relativamente inofensivo. No así los cargados átomos que
seguían detrás, a su pausada velocidad de cuatro millones de millas por hora...
y que, en el lapso de un día, anegarían al Diana y al Lebedev y a su pequeña
flota acompañante con una nube de radiación letal.
El comodoro aplazaba su decisión para el último minuto. Aún cuando el
chorro de plasma había sido rastreado ante la órbita de Venus, existía una
probabilidad de que no diera con la Tierra. Pero cuando estuvo a menos de
cuatro horas y fue captado por la red de radar con base en la Luna, vio que no
había esperanza alguna. Toda navegación solar quedaba ya descartada para
los próximos cinco o seis años, hasta que el Sol se calmara de nuevo.
Un gran suspiro de desilusión se extendió a través del Sistema Solar. El
Diana y el Lebedev se hallaban a medio camino entre la Tierra y la Luna, en un
codo a codo... y ahora nadie podría saber cuál de las dos era la mejor. Los
entusiastas discutirían el resultado durante años; la historia simplemente:
"Carrera suspendida a causa de una tormenta solar".
John Merton, al recibir la orden, sintió una amargura que no había conocido
desde la niñez. A través de los años veía instintivamente el recuerdo de su
décimo cumpleaños. Le habían prometido un modelo exacto, a escala, de la
famosa astronave Morning Star, y durante semanas había estado pensando en
cómo la montaría y dónde la colgaría de su dormitorio. Pero luego, en el último
momento, su padre destruyó sus ilusiones. "Lo siento, John... cuesta
demasiado dinero. Tal vez el año próximo".
Medio siglo después, volvía a ser un chico con el corazón destrozado.
Por un momento pensó en desobedecer la orden. ¿Y si navegando hacía
caso omiso de lo dispuesto? Y si aún abandonado continuara la carrera, podría
efectuar un cruce hasta la Luna que quedaría inscrito en los anales durante
generaciones.
Pero aquello sería peor que una estupidez. Seria un suicidio... una forma
muy desagradable de suicidio. Había visto a hombres morir víctimas de la
radiación, al fallar en el espacio el blindaje magnético de sus naves. No... no
merecía la pena atreverse a tanto.
Lo sintió por Dimitri Markoff tanto como por sí mismo; ambos habían
merecido ganar, y al final la Victoria no sonreiría a ninguno de los dos. Nadie
podía discutir con el Sol en uno de sus momentos de cólera, aún cuando
pudiera cabalgar sobre sus haces al borde del espacio.
Sólo a cincuenta millas a popa aparecía la lancha del comodoro, se
dibujaba junto al Lebedev, dispuesta a sacar a su patrón. Allá fue la vela de
plata, cuando Dimitri—con unos sentimientos que él compartía— cortó el
aparejo. La minúscula cápsula sería llevada de nuevo a la Tierra, para volver a
ser empleada... pero una vela se desplegaba sólo para un viaje.
Podría oprimir el botón de eyección y ahorrar a sus rescatadores unos
cuantos minutos. Pero no lo hizo. Quería permanecer hasta el último momento
a bordo de la pequeña embarcación que tan gran parte había tenido en sus
sueños en su vida. Desplegó la gran vela en ángulos rectos respecto al Sol, lo
cual le dio mayor impulso. Hacía tiempo le habían substraído a la Tierra... y el
Diana seguía aún ganando velocidad.
De pronto, atropellando todas las dudas y vacilaciones, en un impulso
intuitivo, supo lo que debía hacer. Por última vez se inclinó ante el computador
que había navegado con
él durante medio trayecto hacia ]a Luna.
En cuanto hubo terminado, empaquetó el "diario" de vuelo y sus pocos
enseres personales, y torpemente —pues estaba desentrenado y no resultaba
fácil tarea el hacerlo uno mismo— se embutió en el traje espacial de
emergencia. Estaba acabando de cerrar el casco cuando se oyó por radio la
voz del comodoro.
—Estaremos a su lado en cinco minutos. Corte, por favor, su vela para que
no choquemos con ella.
John Merton, primer y último patrón del yate solar Diana, vaciló por un
momento. Por última vez pasó su mirada en torno a la cabina con sus
relucientes instrumentos y sus pulcramente dispuestas palancas de mando,
cerradas ya en su posición final, y luego dijo por el micrófono:
—Estoy abandonando el yate. Dispónganse a recogerme. El Diana puede
cuidar de sí mismo.
No hubo respuesta del comodoro, lo cual agradeció en su interior. El
profesor Van Stratten supuso, sin duda, lo que estaba ocurriendo y comprendió
que deseaba estar solo en aquellos momentos finales.
No se preocupó de vaciar la cámara intermedia, y el chorro de gas, al
escaparse, lo puso en el espacio exterior. El impulso que dio con ello al Diana
era el último presente que le hacía. El yate fue reduciéndose cada vez más en
la distancia con su vela brillando espléndidamente a la luz del Sol, aquella luz
que sería suya durante los siglos. Dos días después pasaría ante la Luna como
una exhalación; pero la Luna, como la Tierra, no podría nunca aprehenderlo.
Sin masa propia que pudiera retardarlo, el yate recorrería dos mil millas por
hora en cada día de vuelo. Y en un mes estaría navegando a una. velocidad
mayor que la de cualquier astronave que el hombre pudiera construir jamás.
Al debilitarse los rayos del Sol con la distancia, su aceleración disminuiría.
Pero, aún en la órbita de Marte, ganaría mil millas diarias. Y mucho antes de
ello, se movería ya demasiado rápidamente como para que ni siquiera el propio
Sol pudiera apresarle. Más veloz que cualquier cometa que jamás cruzara los
espacios estelares, marcharía directamente al infinito.
El centelleo de cohetes a sólo pocas millas atrajo la mirada de Merton. La
lancha estaba acercándose a una aceleración miles de veces mayor que la que
el Diana pudiera nunca alcanzar. Pero aquellos motores sólo podían funcionar
unos minutos, hasta agotar el combustible... mientras que el Diana seguiría
aumentando su velocidad, impulsado por los eternos rayos del Sol, en épocas
venideras.
—Adiós, pequeña nave—dijo John Merton—. ¿Qué ojos te volverán a ver,
y a cuántos miles de años desde ahora?
Por fin, cuando el romo torpedo de la lancha apareció junto a él, sintióse en
paz. No ganaría nunca la carrera a la Luna, pero su yate sería la primera nave
humana que se hiciera
a la vela en el infinito viaje a las estrellas...

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