ZARDOZ
John Boorman
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“Nos encerramos aquí, en este sitio de aprendizaje. La Muerte queda prohibida para siempre. Ordeno que el Tabernáculo borre de nosotros todo recuerdo de su construcción, de modo que nunca podamos destruirlo si alguna vez imploramos la muerte”.
El viejo cesó de hablar. El público reunido no aplaudió. Se dispersaron tranquilamente y recomenzaron las tareas asignadas. La vida eterna había comenzado.
Capítulo I
HABLA ZARDOZ
Nada era fácil. La vida se presentaba dura y breve. Zed, el jovencito, buscó refugio del viento incesante a un costado de su padre. Tenían suerte, eran los escogidos. Esperaban en la cima de la montaña.
Otros se estaban juntando, montados a caballo. Todos se movían hacia el punto señalado, con las cabezas vueltas hacia el horizonte por donde Zardoz vendría.
La aguzada mirada de Zed barrió el árido paisaje. Varias hectáreas de arbustos espinosos, enganchados entre sí, se mecían ante el viento incesante, sus hojas secas cuchicheando a lo ancho de la tundra. Pequeños pastizales grises se abrían para dar paso a bosques deformados y robles enanos, que se levantaban de unas lagunas de agua salobre, aceitosa. Y todas las plantas estaban muertas.
Primero hubo una pequeña señal. Luego, uno de los vigías apuntó hacia los cielos. Entonces se levantó un coro:
―¡Viene Zardoz!
A través de las nubes más bajas vino su dios. Para Zed, sería la primera visión de él. Aun siendo hijo de un guerrero, se sacudió de miedo y cayó de rodillas cuando vio a Dios.
Una gigantesca cabeza de piedra descendió hacia ellos. Vasta y amenazante, en su enorme rostro había sido tallado un gesto agresivo. Sus ojos resplandecían sobre la cara, que brillaba con agua de lluvia. ¿Cómo podía vivir una cabeza sin cuerpo? ¿Qué clase de criatura pudo haber dado a luz a este monstruo? Quizás el cuerpo y lo que le rodeaba eran invisibles. Zed permaneció firme. Los guerreros lanzaron un gran saludo cuando la cabeza se posó frente a ellos, en la cima de una colina.
Zed era un privilegiado. Su padre tenía el derecho de matar y procrear, y esos iban a ser sus derechos también. Podía tomar mujeres en nombre de Zardoz, y también matar bajo ese nombre. Sería uno con Zardoz, sería un Hombre.
―Zardoz les habla a ustedes, sus elegidos.
La tierra tembló con la voz. Los guerreros, con la mirada desviada, respondieron:
―Nosotros somos los elegidos.
Zed se atrevió a levantar la cabeza y miró hacia la negra bocaza de Zardoz. Y hacia esos ojos deslumbrantes.
―Ustedes han sido sacados de la brutalidad, y criados para matar a los Brutales que se multiplican y son una legión. Con este objeto, Zardoz, vuestro Dios, les dio el beneficio de las armas.
Por encima de la cabeza apareció una mano, portando un revólver. Tan real era el sueño que Zed hizo ademán de tocarlo, pero entonces, el gigantesco pulgar activó el percutor, el índice presionó el gatillo y el revólver disparó. El estampido superó aun la voz de trueno de Zardoz. ¡El Arma!
Ésta era ya una letanía familiar para toda la congregación, excepto para Zed, para quien el milagro de la visión que dispara sólo pudo ser superado por la siguiente imagen.
―El Arma es buena ―bramó Zardoz.
―El Arma es buena ―repitieron los guerreros.
―El pene es maligno. El pene derrama semillas y hace que la nueva vida envenene la Tierra con la plaga de los hombres, como fue antes. Pero el arma dispara la muerte y purifica la tierra de la carroña de los Brutales. Adelante, y a matar. Zardoz ha hablado.
Ante la mirada atónita de Zed, el dios vomitó cientos de armas: revólveres, espadas, rifles, todo brotando de su boca y cayendo por la colina. Los Exterminadores, los matadores de los Brutales, se lanzaron, olvidando su temor del gran dios. Disputaron por las armas, y dieron gracias a Zardoz por este botín. Zed también se abalanzó, reclamando su primer arma, un revólver. Ahora ya era un hombre, un guerrero, un sacerdote de Zardoz.
Zed vivía con su padre en un campamento situado en una colina. Más allá el terreno se achataba, extendiéndose como una ancha planicie que mostraba huellas de otros tiempos y otros hombres. Altas paredes terrosas se levantaban sobre profundas zanjas, y parecían crecer más con las estacas puntiagudas que sostenían las pútridas cabezas de los Brutales masacrados. Los guardias recorrían las murallas y gritaban los nombres de aquellos que cruzaban por los arcos de entrada. Siempre se trataba de amigos que regresaban. Esas entradas conducían a una intersección alrededor de la cual crecía el campamento, una profusión de refugios de distintas formas, levantados con telas, pieles, latones y madera. Humeantes y de feo aspecto, rodeaban la larga choza de los guerreros: una estructura más alta, que parecía el casco de un barco dado vuelta.
Las mujeres y los niños ocupaban las chozas. Pertenecían al nivel de los esclavos. Las mujeres adultas, capturadas en las redadas, eran elegidas por su fortaleza y por las características señaladas por Zardoz, cuyo altar estaba en el extremo principal de la casa larga, donde los hombres vivían recluidos la mayor parte del tiempo.
Por los huecos de los techos se levantaba el humo de los fuegos de cocina, y una piara de cerdos era mantenida cerca de las murallas. Los niños varones les eran retirados a sus madres a temprana edad, y se los adiestraba en las artes marciales. Las mujeres se transformaban ―como sus madres― en propiedades y esclavas del campo. La vida era realmente lóbrega para ellas. Cada guerrero podía tener tantas mujeres como podía, si su rango se lo permitía. El padre de Zed, señor de la guerra, tenía muchas. Si Zed era lo suficientemente fuerte, él también podría mantener esposas y concubinas. Y también podría llegar a ser el principal jefe de esa colina.
Zed se transformó en un soldado ejemplar, y un combatiente temerario en nombre de Zardoz: un gran cruzado en nombre de Él. Mató y creció, y a medida que se desarrollaba multiplicaba sus muertes. Como Zardoz, era insaciable. Y cuando tomaba una mujer, lo hacía con enloquecida lujuria, comparable a su acción de matar. El único sentido de su vida era el servicio a Zardoz, la absoluta obediencia a esa única fuerza. ¿Acaso este dios no le había dado el derecho de procrear, los medios para matar? ¿Qué otra cosa tenía sentido? Zardoz lo había formado y Zed era, por tanto, un instrumento de su voluntad. Y a medida que pasaban los hechos, se transformó, como su padre, en el líder, el sumo sacerdote, el caballero supremo de la santa orden.
Montados en sus caballos, los guerreros eran como un solo ser viviente con las bestias: los Exterminadores los adornaban con monturas y bridas de cuero rojo, y viejos trofeos que cascabeleaban, porque se trataba de cráneos, dedos, huesos, trinquetes, restos de los muertos. Las patas de los caballos, pintadas en zigzag, lastimaban la vista cuando galopaban.
Los guerreros montaban erguidos, luciendo gruesos mostachos que caían por sus quijadas, el cabello largo amarrado hacia atrás o encima, a veces sujeto con un hueso humano. Para infundir miedo entre los Brutales usaban máscaras rojas con el rostro de Zardoz.
Zed se vestía severamente de rojo. Con el largo cabello atado atrás, y el mostacho oscureciendo su rostro moreno, era un líder que despreciaba la fineza o el decoro. Su gigantesco caballo era color azabache, brillante y ágil como las alas de un cuervo. Zed usaba botas largas hasta los muslos, un braguero rojo y bandoleras de munición cruzadas sobre su pecho desnudo. Llevaba un rifle en la funda de la montura, un revólver de seis tiros a la cadera y un sable envainado también en la montura. En su mano solía sostener una lanza con punta de acero, en la que flameaba un pendón rojo sangre, como todo lo que ellos usaban; una figura que, proyectada contra el sol, tenía un aspecto siniestramente negro.
Después de cada luna llena, se reunían para rendir homenaje a su rey. Ofrecían sacrificios humanos; para el caso, unos cuantos Brutales a los que consideraban afortunados porque habían sobrevivido para ver al Gran Poderoso antes de morir. Después de estas ceremonias, recibían nuevos aprovisionamientos para continuar con su interminable campaña de carnicería. Revitalizados, frescos, volvían a cumplir con su deber.
Zed tuvo que recorrer muchos kilómetros a caballo en su búsqueda, a través de extraños bosques muertos, terribles lugares donde alguna vez deambularon los Brutales, campamentos que hace mucho tiempo exhibían las cicatrices dejadas por los Exterminadores. En otras ocasiones, los cascos de sus caballos repicaban sobre la piedra. Cazaban a los que luego iban a morir a través de extrañas edificaciones, como cavernas abiertas, que habían estado vacías por mucho tiempo. Zed no tenía miedo, porque aunque se había dicho que esos edificios estaban hechizados ―sin duda malditos por los espíritus de los gigantes muertos hacía tanto tiempo, que construyeron esos ingeniosos refugios―, él sabía que Zardoz estaba siempre de su lado.
Ni el miedo ni la compasión podían asomarse a esa mente, que sólo sabía que era un vehículo, un ángel de la muerte inspirado por Zardoz. Cuando mataba, como en el momento final del acto de amor, se sentía supremo. Éste era su propósito. Sabía que era un instrumento del Todopoderoso, del Inmisericorde, del Visionario.
Muchos caminos se recorrieron por la causa de Zardoz. Muchas rutas cruzadas y repasadas, a través de los restos de los viejos tiempos, o en las tierras yermas de más allá. Cuántas veces la espada se levantó y cayó por la causa, y vomitaron los revólveres muerte y confusión entre los subhumanos que huían de los cascos de su caballo de guerra. Era una horrible multitud la que caía bajo su espada, tan distintos a sus seguidores como para que parecieran una especie extraña: algunos corrían apoyándose en miembros monstruosos, otros tenían muchas cabezas, otros se arrastraban; otros, sin ojos, detectaban su presencia por medio de unas antenas; había unos que lo miraban con un ojo verde y otro rojo, de piel moteada que se mimetizaba con la tierra. No eran hombres, y sin embargo todos parecían responder a ese origen. Recorrió incansablemente las tierras muertas, casi sin detenerse, porque todo debía ser reducido y destruido.
Alguna vida penosa aún existía en esta estéril y gredosa tierra, en la forma más perversamente primitiva. En el musgo de los árboles, un gusano de muchos pies trataba de succionar la humedad. Cerdos de largos hocicos buscaban el sustento husmeando entre los cadáveres, y encontraban entre esos cuerpos agusanados la necesaria energía como para matar a cualquier hombre que todavía se mantuviera en pie. Estos cerdos servían de alimento a enormes gatos y perros, estos a los osos y a los hombres, mientras sobre toda la desperdiciada tierra las aves de rapiña volaban, esperando.
Toda forma de vida, ya fuera que se arrastrara, tuviera cuatro o dos extremidades, o volara, era gris como el polvo, excepto los sub-humanos. Eran pálidos; todavía no estaban ennegrecidos por el pigmento venenoso.
El mundo tenía que transformarse como Zardoz lo deseaba. El modelo eran esas tierras estériles, cenicientas, sobre las cuales dominaba la horda destructora, donde la tierra negra retumbaba bajo sus pies. Todo tenía que ser como Zardoz ordenó: tierra desnuda, yerma y muerta… excepto por los guerreros, que recorrerían por siempre las negras llanuras de su Dios. Tenía que llegarse a este objetivo, tal como Zardoz lo había ordenado. Los martillos de su voluntad eran los Exterminadores, y los Brutales eran los yunques, los andrajosos remanentes de aquello que alguna vez abarcó toda la tierra: la humanidad.
Zed era poderoso. Nadie era más fervoroso en la alabanza de Dios, ni más talentoso en ejecutar su voluntad. Su sabiduría excedía en brillo a los otros; ningún ojo era más certero, nadie más fuerte, ninguna mente más potente. Los otros temían sus pensamientos más que al hombre mismo. El propio Zed estaba perseguido por constantes sueños: vio cosas que no eran perceptibles. Podría haber sido expulsado de la tribu y muerto como un espíritu maligno, de no haber mediado su probada grandeza como jefe guerrero. Su espada y su arma de fuego eran las más vitales del grupo. ¿No demostraba que él estaba poseído por Zardoz? ¿No contaba con los poderes del propio Dios? Los adictos de Zed crecieron; ningún grupo de asesinos podía comparársele. Nadie podía exceder sus cosechas. Y fue entonces que Zed encontró que había otros como él.
Había sólo un puñado; otros tres señores de la guerra como él. Se reunían en una congregación de tribus. Zed reconoció que todos ellos eran hermanos en intelecto e intuición. Pronunciaban pocas palabras, pero sus manos se juntaban en un vínculo duradero de mayor significación que la simple amistad. No estaba solo; ellos eran hermanos en mente y espíritu. Aun como hijo superior de Zardoz, había encontrado sin duda compañeros afines. Se trataba no sólo de soldados; poseían los mismos extraños y aterrorizadores poderes que Zed: su intelecto superaba a sus proezas físicas.
A medida que Zed creció y formó su círculo íntimo de hermanos, así lo hizo también Zardoz. El poderoso dios, no menos mortífero, comenzó a dotar a sus adictos de una nueva sabiduría. Zed se sintió perturbado, pero disolvió sus dudas en su pasión por la obediencia. Las nuevas órdenes concernían al crecimiento. Lo mismo que Zed y un pequeño núcleo especial podía procrear, así Zardoz dio una nueva simiente a la campiña. Zardoz ordenó que fueran traídos prisioneros, no para ser sacrificados en su nombre, sino para trabajar, cultivar el suelo y hacer germinar el cereal.
Pese a resultarle odioso y desagradable el encargo, Zed obedeció. Los esclavos sembraron la tierra con cereales que provenían de la boca de Zardoz y a su tiempo el grano germinó y se multiplicó, fue cosechado y luego volvió a la boca de donde vino, las mandíbulas de Zardoz. Las cosechas no podían prosperar en el suelo amargo, pero Zardoz les dio nuevas semillas, hechas a prueba contra los venenos de la tierra marchita.
Zardoz exigió alimento, demandó cereal y todavía entregó más armas para la interminable pero cambiante lucha contra los Brutales. Ahora, no obstante, los prisioneros debían ser conducidos con la red y la soga. Sólo unos pocos podían ser muertos, en representaciones rituales de viejos tiempos. Zardoz era poderoso, infinito e incontrovertible. Zed, pese a toda su apasionada creencia, sentía extrañas dudas, al igual que sus flamantes hermanos. En los actos del culto —la captura y la muerte—, sentía ahora incertidumbre. ¿Osaría hablar a los demás? ¿Se atrevería a compartir sus dudas?
Mientras se hallaba ante la poderosa cabeza, como le había ocurrido muchas veces antes, aturdido como siempre por la presencia y el poder de su dios, escuchó un murmullo dentro de su cerebro que no parecía provenir de él. Y menos del rostro de piedra que lo enfrentaba ahora. Mucho tiempo transcurriría antes que Zed pudiera descifrar los temores e interrogantes que surgían de su mente; vendrían indicios y ayuda de inesperadas procedencias. Habría tiempo, habrían oportunidades.
Capítulo II
LA CAVERNA
Al principio fue un susurro. Luego se convirtió en un ruido seco, y finalmente se escuchó un eco sordo como de lluvia, líquida pero insistente.
Zed pudo oír nuevamente. Mantenía los ojos abiertos y estaba sumido en la oscuridad. Con la boca abierta, no podía sin embargo emitir sonido alguno. Se sentía sofocado, en la insondable profundidad de un pozo. Sus brazos se deslizaron suavemente a través de los pedazos de granito que lo impelían hacia el fondo. Su arma de fuego se arrastró hasta salir al aire libre. El arma emergió primero, y luego el brazo y el cuerpo de Zed retornaron a la vida.
Mientras las semillas que lo habían rodeado caían como una cascada sobre su cuerpo, Zed se encontró dentro de una cripta de piedra, abovedada, muy antigua y resplandeciente. Estaba iluminada por el brillo rutilante de dos globos. El maíz todavía lo golpeteaba cuando volvió la vista al interior que lo había engullido. Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y las cosas tomaron forma entre la luz y la oscuridad. Por encima, permanecían unas figuras de crisálidas; debajo de ellas, unos gastados peldaños de piedra descendían hasta donde Zed se mantenía de pie.
En medio se hallaban hacinados unos productos de la tierra: maíz y vellones de lana.
La entrada a la caverna, larga y estrecha, estaba a corta distancia. Afuera, las nubes y la bruma cruzaban raudas.
Zed se encontraba a la deriva, flotando en el aire en la volátil cabeza de piedra de Zardoz. Había penetrado en la boca como una presa de alimento, y ahora permaneció como un pensamiento errante dentro del espacio cerebral de la monstruosa cabeza.
Y en la pared próxima a él se veía la huella de una mano. La presencia del hombre estaba allí. Era un signo, una firma de paternidad intelectual.
Ascendiendo velozmente los peldaños de piedra se dirigió hacia dos figuras situadas encima. Los muros eran fríos, y la humedad brillaba con resplandores. La luz de los dos globos emanaba su fulgor de sus nichos en la piedra a su paso.
Rayos de arco iris danzaban delante de sus ojos, mientras caminaba con paso firme hacia arriba, con el arma lista. En la cima la ruta estaba bloqueada. Largas filas de cuerpos desnudos atisbaban, con la vista fija, a través de enormes sacos fetales. No estaban vivos ni muertos, si bien todos mostraban huellas de violencia. Parecían montar guardia en la vasta caverna. ¿Eran los cadáveres rescatados de alguna batalla? ¿Había estado él mismo entre ellos, y luego escapado? ¿O acaso su mente no se encontraba estable todavía?
Atravesó esas extrañas apariciones desde la oscuridad a los círculos de luz, y contemplando a través de las agrietadas y brillantes transparencias percibió un paisaje situado en lontananza.
El panorama era móvil. Se hallaba en vuelo, desplazándose lentamente por el aire, por encima de la estéril y desolada tierra que había ayudado a crear. Perdido en la maravilla de este paisaje, no pudo escuchar las primeras pisadas debajo y por detrás suyo. Mirando hacia abajo, vio una figura moviéndose hacia la entrada de la caverna, directamente debajo de donde estaba.
Zed giró, saltó y cayó a tierra como un gato detrás de la figura, que permanecía ahora indiferentemente inclinada hacia el borde superior de la estrecha entrada, observando ―igual que Zed lo había hecho un momento antes― el pasaje por sobre la fragmentada y ruinosa ciudad. El individuo giró la vista y miró a Zed como si lo hubiera esperado: sin la menor alarma, animado pero sereno. Zed vio una cara regordeta y oval, con una pequeña barba y alegres y chispeantes ojos. Como la gente en los sacos transparentes de arriba, un aterrador desdén fisonomizaba la barbada mueca. Lucía extrañas y coloridas ropas, como para pasar por un ser inferior, condescendientemente, con descuido. Tenía la mirada de un hombre que podría desaparecer, o convertirse en un espíritu travieso, ajeno, elaborado y letal. Y sobre todo, la aterrorizante y persistente actitud de quien se siente seguro hasta el punto de una sobrehumana supremacía.
Zed no le temía. Levantó su arma sin esfuerzo, para enfrentar la cara sonriente. Disparó. El cuerpo recibió el proyectil con un leve movimiento, que hizo que lo atravesara limpiamente el trozo de metal.
Su cabeza giró hacia Zed, para suplicar tal vez.
―¡Tú! ¡Qué tonto! Yo podía haberte mostrado… Sin mí no eres nadie. Tan insubstancial… ―lanzó una carcajada y cayó. Tomado en la corriente de declive, quedó suspendido por un momento―. ¡Cuan inútil! ―gritó de nuevo. Danzó un momento sobre el fino aire y luego se perdió sin proferir una exclamación más.
Zed lo vio caer como una flecha rutilante; debajo, en las nubes, su capa todavía se agitaba alegremente como en un gesto de mofa ante su muerte.
Capítulo III
EL VÓRTICE COMO CIELO
Zed se quedó todavía en la boca de la cabeza, inclinándose contra la dentadura superior, remedando la última posición de su víctima. Había tomado el lugar de ese cuerpo en más de una manera. Era el único consciente de estar en esa nave flotante; todos los demás estaban muertos o a punto de expirar. Sonrió ante este pensamiento.
Contempló el entorno con el mismo aire de triunfo que el hombre caído había exteriorizado antes. Se permitió esbozar una débil sonrisa. Las cosas iban progresando favorablemente. Él todavía estaba vivo.
Dejó que el azote del viento le golpeara la ropa, y que la ligera lluvia se abatiera sobre él. Se evadió de su cuerpo, así como lo hizo también del vehículo volante.
Mientras la llovizna corría por los labios de Zed, lo hacía también por los curvados labios de Zardoz, y Zed divisó, desde ese terrible vano de la boca, una figura diminuta. La bostezante boca y los penetrantes ojos seguían flotando serenamente en el aire, pero contenían un nuevo jefe: Zed.
A través de los resplandecientes globos que lo habían atemorizado tanto cuando había sido niño, joven y hombre, Zed bajó la vista hacia las ciudades a las que tanto temió antes. Había penetrado en la Divinidad. Estaba dentro de la corteza cóncava que otrora tanto veneró. Por qué causa y cómo se movía ésta, lo ignoraba; pero era falso que estuviera en lo cierto. El amor y la reverencia que otras veces había experimentado ya no podían protegerlo, porque había encontrado que su dios eran tan hueco como esta embarcación. Su indagación había comenzado.
La Cabeza seguía flotando en descenso, a través de las nubes, hacia un valle que acunaba un lago: un fértil, verde oasis en medio de la tierra negra. Voló cada vez más bajo, complaciéndose con su verdosa exactitud. Las sendas estaban cuidadosamente trazadas, y los canales entrecruzaban la tierra pulcramente cultivada. Hileras de árboles cargados de fruta conducían el camino en descenso. Una profusión de capullos y coloridas flores se erguían para dar su alborozada bienvenida a la Cabeza. Zardoz giró en círculos lentamente, como si estuviera buscando una brecha en una invisible muralla, como si el valle estuviera protegido por algo más que altos acantilados y montañas.
Se sumergió entre un racimo de moradas, extrañas y elegantes aunque arcaicas. Zed no fijó la atención en ellas; se había vuelto a sepultar en el grano acumulado en el centro de la Cabeza.
Con un extraño siseo ―como los suspiros de miles de voces―, la Cabeza vino a descansar sobre el suelo. Zed esperó un momento, luego corrió a la boca, dio un brinco a través de ella y se desplomó sobre la pétrea barba, buscando refugio tan rápido como sus ágiles reflejos y fuertes músculos se lo permitieron. No hubo pausa para mirar y maravillarse; apenas tuvo el tiempo necesario para correr, saltar y ocultarse. La Cabeza había llegado a reposar cerca de un apretado haz de granjas, y su boca había quedado ubicada frente al interior de un patio, los ojos mirando fijamente a los tejados.
Con el arma primero, Zed tanteó dentro del edificio en cuyo portal se había refugiado. Tenía un extraño y polvoriento interior, polvo blanco en todas partes. Unos largos conos derramaban más polvo dentro de varios sacos. El aroma del pan horneado llenaba el aire. Se deslizó pausadamente a lo largo de hileras de hogazas de pan fresco. Estiró el brazo y tomó uno de ellos. En tanto el molino trituraba el maíz en la harina, ésta era mezclada y cocida, todo por la misma mano invisible. Zed probó alimento por primera vez en muchos días.
Tomó solamente un bocado. El pan era verde. Pan, un alimento de esclavos; el verde significaba magia. Palpó la superficie harinosa; luego, como el observador y vigilante cazador que era, escudriñó la habitación; entonces, con soltura y rapidez, dejó la panadería para alejarse como había entrado, casi sin un ruido.
Se encontró nuevamente en el patio. La cabeza yacía fuera, la panadería tras de él. A su derecha, otro edificio parecía llamarlo. Era una casa de campo, con dos cúpulas transparentes salientes ―a la manera de un par de senos― y distendidas encima de ella, y llenas de plantas.
Intrigado, se aproximó cautelosamente. Sobre el techo había unas delicadas veletas de plata que giraban al sol, siguiendo sus rayos como una flor. Ya dentro de la cabaña empujó cuidadosamente las puertas de entrada de la cúpula; se abrieron como labios. Zed estaba dentro de un nido de follaje, que contenía muchos pimpollos transparentes y brotes de crecimiento de plantas en ciernes. Habitaban en unas membranas, que se hinchaban y crecían desde el piso hasta el techo, cada una contigua a otras plantas, servidas por unas tuberías como fuentes de nutrición.
La tierra húmeda yacía en artesas, rebosante de vida, con gusanos, blandos insectos y ciempiés. Un fuerte olor a descomposición penetraba el ambiente. El aire húmedo parecía cerrarse en su torno, condensarse sobre su piel. Capullos de vívidos colores colgaban delante de él. Se frotó contra unas gruesas hojas, que parecían modeladas por la mano del demonio antes que bendecidas por el sol. Erizadas espinas le arañaban al pasar. Esferas dentro de esferas contenían otros retoños, más verdes aún, colgando en húmedas guirnaldas.
El cieno producía gases y nutrientes para las plantas, las que a su vez alimentaban otras especies más largas y extrañas, cumpliendo algún sutil plan biológico. Las estaciones acortábanse o se aceleraban en otros tanques y toneles.
Familiares plantas de trigo se asoleaban bajo unas sobrenaturales luces violetas, mientras que sus desnudas raíces flotaban en un líquido claro. Algunas plantas con grano eran monstruosamente altas; otras gruesas y bruñidas, con tallos macizos. El conjunto, una verde colección de lo exótico y semi-real, formaba un universo en el cual Zed era el extraño. Todo ello tenía un propósito. Era un solitario mamífero al garete en esa tierra.
A pesar de esto, debía haber, a fin de cuentas, alguna presencia humana. La excelente afinación de la tubería, las vasijas delicadamente calibradas, las escalas, las brillantes bolsas de polvos coloreados, el límpido y pulcro arreglo del lugar… todo indicaba la existencia de un planificador. Todo era complejo y entretejido; no obstante, había sido concebido y ordenado. La exuberante vegetación era el resultado de incontables planes y una lenta progresión. ¿Dónde estaba el creador de toda esta vida?
Zed estaba envuelto por ―y perdido en― el resbaladizo bosque enano de cristal y plantas. El húmedo aire era opresivo. Tentó hallar una puerta, una salida al aire. Palpó las paredes, husmeando como un perro en busca de su presa. Se sentía acechante aquí. En alguna cueva más profunda que ésta, más allá de estas paredes y sin embargo al alcance de la mano, estaría el hombre que había hecho todo eso.
Sus manos rebuscaron por las paredes, en afanosa búsqueda. Los hábiles dedos encontraron una hendedura, y ante su presión se abrió una puerta, dejando ver un tramo ascendente de escaleras. Su talento de cazador iba dando frutos.
Esta nueva habitación era completamente distinta de la primera. Era una mescolanza de extraños objetos y piezas, pero parecía tener una vida, un propósito más feliz que los lugares de abajo. Dibujos, planos y juguetes estaban en desorden y amontonados en la buhardilla de la casa. Zed tomó una caja y al abrirla, saltó un minúsculo muñeco en forma repentina, luego quedó colgando, flácidamente suspendido. ¿Se trataría de una compleja broma? ¿O era más bien parte de un vasto juego?
Caminó a través de una cortina de abalorios a otra habitación, donde unas cortinas de terciopelo circundaban una pintura.
—¡Zardoz!
Zed retrocedió de un salto, como si hubiera sido descubierto. ¿Podría Zardoz verlo todavía? ¿Era el Dios redivivo?
—¡Atención, atención, atención!
Zed sintió que no había sido descubierto todavía, pero sabía que la voz estaba cerca. Provenía de una caja espejada. Al abrirla vio un anillo con una piedra cristalina; resplandecía con luz interna y una voz salió de ella:
—La cosecha reditúa informes. Presente excedentes y necesidades para trueque e intercambio inter-vórtice, año 2293, rinde de tercera cosecha.
Mientras Zed jugaba con el anillo, las cifras principiaron a girar en el aire ante él, en rojo, verde y blanco.
Llegó a tocarlas, recordando cómo había tratado de tocar el arma de Zardoz de la misma manera, cuando era un niño. Las cifras se desvanecieron, y reaparecieron en orden ascendente y descendente: Jabón, cuero, sal, cebada, avena. Los excedentes de un Vórtice pasarían a otro que tuviera necesidad de ellos. Los números pasaron de una sección a otra, todo en el aire, brotando del anillo. Movió su mano y cogió las cifras en su palma, comprimiéndolas hasta que una mano cubrió la otra. Eso envió las imágenes en forma de espiral, disparándolas por todo el cuarto. Luego se esfumaron, y el aire quedó inmóvil.
El hambre comenzó a acuciarle. Su ayuno había sido prolongado.
—Carne —musitó.
La carne apareció en el aire, transparente pero real. Una imagen en el tenue aire. Podía mirar dentro del anillo y ver la imagen todavía. Podía proyectarlas sobre las paredes y comandarla. Zed habló nuevamente:
—¿Quién vive aquí?
El rostro del hombre a quien había matado en la boca de la cabeza flotante, apareció ante él.
—Soy Arthur Frayn, Vórtice Cuatro.
¡No! ¿Cómo podía este hombre reaparecer para perseguirle desde el más allá, y traicionarse? El rostro comenzó a agrandarse, hasta que un solo ojo llenó la pared. Dio tumbos a través del techo mientras Zed le estrechaba la mano.
—Soy Arthur Frayn, Vórtice Cuatro. Arthur Frayn, Vórtice Cuatro.
La acusadora voz continuó sin alterarse, pero cruel en su calmada insistencia: una burlona desmentida de su propia muerte.
Zed temblaba de temor; no existía fin para esta reiterada respuesta. Su pregunta había comenzado un incesante comentario sobre su asesina acción. Sacudió el anillo, lo golpeó, le gritó que concluyera, pero la voz zumbaba monótona, como para volverle loco. En un gesto de desesperación insertó el anillo debajo de un cojín para sofocar la imagen. Pero pronto la voz volvió desde su forzado escondite, amortiguada pero discernible.
—Yo soy Arthur Frayn, Vórtice Cuatro.
Zed quedó sobrecogido por nuevas voces que venían del exterior de las paredes. Acercándose a la ventana miró hacia abajo, y vio a un grupo de gentes descargando los cuerpos cubiertos por membranas de la cabeza de Zardoz. Todos eran jóvenes y atrayentes. Los arrojaban negligentemente sobre unas carretas de madera. Una muchacha los fue contando:
—Tres del Vórtice 8. Cuatro del Vórtice 5.
―¿Has visto alguna vez miembros de un cuerpo tan destrozados?
—Alguna clase de roca cayó en su cantera.
―Mal funcionamiento del hígado… Miopía del ojo izquierdo…
Otros ayudaron a descargar el grano en el cual Zed se había escondido. Procedieron luego a llevarlo a la panadería.
Todos hablaban con familiaridad y bromeaban mientras trabajaban, pero se estaban acercando peligrosamente al lugar de su escondite.
Capítulo IV
EL PUEBLO
Zed corrió velozmente a través de la lujuriosa vegetación de plantas exóticas, hasta que se sintió seguro para detenerse. Los árboles, de intenso verdor, tenían pródigo follaje y eran ricos en capullos. Más adelante, por entre las ramas, divisó una casa más grande que la anterior. Construida de piedra amarillenta y labrada, muy añeja, tenía una adicional extrañeza: unas elevadas y transparentes cúpulas se apiñaban para formar una inmensa terraza sobre la antigua estructura. Observó ―y no ocultó su admiración― ante el poco familiar orden reinante en las habitaciones. Se notaba el marcado contraste con las ventanas entreabiertas, ennegrecidas por el humo, que se veían en la casa de enfrente. Los cristales relucían en cada hoja de ventana. ¡Cuan diferentes eran las tejas y vigas de la mágica terraza sobre la casa que se levantaba ante él, de las ruinosas ciudades de las tierras vecinas! Todo se hallaba en exquisito orden. Inclusive las plantas en el suelo parecían construidas y primorosamente pintadas luego.
Recogió una y la puso junto al anillo, que había traído consigo.
—¿Qué es esto?
—Una flor ―repuso el anillo.
—¿Para qué?
—Decorativa.
El objeto, pulcro y ricamente colorido, cayó de entre sus dedos.
Se produjo un sonido agudo e hipnótico que pareció crecer entre los árboles. Una muchacha había aparecido como por arte de magia del bosque: los senos desnudos, rubia, a horcajadas de un caballo blanco. Ella lo contempló, miró a través de él con ojos penetrantes, en sus más recónditos huecos. Era una del otro pueblo; sin embargo, no presentaba rasgos de desdén en su rostro, solamente amor infinito y sapiencia.
Zed controló su anillo de cristal. ¿Sería una de sus alucinaciones?
Luego surgieron otras, súbitamente visibles a medida que ascendía su canción combinada. Se sentaron en grupos, debajo del alto ramaje y al pie de un enorme árbol, un gigantesco ciprés. Estaban ausentes de Zed, en algún otro mundo que éste no podía percibir, unidas por su canto, su meditación. ¿Estaba la hermosa muchacha invitándole a unirse al grupo, para acompañar su música? No podía haber artimaña, pensó Zed; empero, le parecía que le era ofrecido un nuevo e infinito universo a medida que avanzaba, atraído, hacia el lugar.
Ella esperó sobre su caballo, pasiva y omnisciente. No era una ilusión, sino más bella que cualquiera de sus visiones ensoñadoras, donde tales mujeres parecidas a Diosas a menudo transitaban. Entonces ella desapareció, y el ensalmo se quebró. Las hojas se agitaron en otra dirección. Los transportadores de los cuerpos mutilados se aproximaban.
Zed los siguió de cerca, pero se mantuvo a cubierto. Así se acercó más a la casa. Un mullido césped verde se extendía a su frente. En el centro del césped se erguía una pirámide tan alta como Zed, hecha de una dura, brillante y lisa substancia que casi emitía un sonido al reflejar la luz. Aquéllos que llevaban los cuerpos caminaron tras de la pirámide, y ya no reaparecieron: la pequeña fila fue de algún modo devorada por esa pequeña estructura.
Zed se apoyó contra un árbol y clavó la vista en el anillo, la pirámide, la casa. Respiró hondamente, y luego se marchó corriendo a través de los bosques, hacia algo que conocía y necesitaba: agua cristalina.
Bebió ávidamente. La fría superficie lo reanimó. Reflejaba las nubes, y las tierras oscuras allende de lo que conocía bien. El líquido helado lo refrescó, aclarando sus pensamientos. Esto era real. Junto a la orilla del lago recuperó su serenidad.
Alguien se aproximaba silenciosamente a lo largo del borde del agua. Una mujer caminaba con paso parejo, directamente hacia él.
Volvió la vista y marchó en dirección a ella, apuntando con el arma. Sintió que era demasiado tarde. Si bien ella se hallaba casi desnuda y desarmada, y solitaria sobre la playa, lo poseyó el miedo.
Un agudo y deslumbrador temblor saltó de los ojos de ella y penetró en Zed. Tambaleó en el agua poco profunda; el arma voló de sus manos, ya sea arrojada por él o arrebatada. Había ocurrido algo que no podía expresar, excepto que la fuente de su zozobra había sido ella.
Desarmado, Zed confrontó a la mujer. Era de una belleza tan grande como las demás, aunque parecía más fuerte; había una amenaza aquí. Su cabello, de un castaño rojizo, fluía en torno a su rostro; los ojos eran ligeramente sesgados y, como las comisuras de su boca, mantenían una burlona certeza, poder y gracia. Era una adversaria.
—¿Sabes de dónde eres?
—De un Vórtice…
—Tú provienes de tierras extrañas. ¿Se te dijo algo acerca del Vórtice?
—Zardoz dijo…
Zed miró nerviosamente alrededor de sí. La zozobra que ella le inculcaba era real, se sintió inerme. ¿Cuál era su plan? ¿Podría ella ver dentro de su mente, discriminar la verdad de la falsedad? Debía ganar tiempo.
—¿Qué es lo que dijo Zardoz? —sus ojos taladraban la mirada de Zed.
—Zardoz dijo que si uno le obedece, cuando muera irá a Vórtice y allí vivirá para siempre… eh…
—¿Dichoso?
—Sí.
—¿Así que tú piensas que estás muerto?
—¿Lo estoy?
Extendió la vista sobre el silencioso lago de ensueño. Él, que conocía la muerte tan bien era, sin embargo, un extraño a ella. ¿Podía ser éste el lugar más allá de la muerte? Estaba todavía transpirando, pero se sintió más confiado. Debía evitar esos ojos punzantes.
Ella se aproximó. Zed estaba de espaldas al lago, no podía correr.
—¿Tú eres un Exterminador? —otra pregunta-afirmación para él.
—Yo mato por Zardoz.
No podía retroceder más, sin embargo ella siguió avanzando.
—Tú viniste aquí en la Cabeza de Piedra.
—No lo sé.
—Es el único camino y pasaje hacia el Vórtice. Tú me enseñarás cómo hiciste para venir aquí.
Había quietud. La luz del sol poniente jugaba sobre el agua, y un rayo de luz solar hizo una escala de Jacob entre ambos. El rostro de la mujer estaba abstraído mientras permanecía en profundo pensamiento.
Zed pudo apreciarla por primera vez como mujer. El sol iluminaba la pictórica línea de su pecho y su estrecha cadera, y entonces ella se volvió para enrostrarlo. Consciente ahora del cambio operado en él, estaba indecisa. Zed se sintió más seguro de sí mismo, pero fue un sentimiento de duración efímera.
—Tú tienes un nombre.
―Zed.
―Zed ―repitió ella.
La luz del sol iluminó su seno izquierdo y pareció separarlo del resto de su cuerpo. Zed estaba extasiado por su belleza, paralizado por el poder que emanaba de ella. Sus ojos estaban elevados hacia la mujer, irresistiblemente abstraídos. Una silenciosa centella de luz relampagueó desde los ojos de ella ―peor que el shock cuando había perdido su arma― y entró en su cerebro. Su mirada taladró más profundamente que cualquier proyectil; no obstante Zed vivía…, pero cayó en una oscuridad, y el vacío debajo de sus pies se puso de sesgo al expirar el último rayo de luz.
Capítulo V
INTERROGACIÓN SUBTERRÁNEA
Zed se encontró de nuevo en su tierra, cazando.
Galoparon a lo largo de la orilla del mar, algunas veces salpicando a través de la rompiente espuma, siempre deslizándose tras de su presa. Los chorros de arena esparcidos por los cascos de sus caballos hacían eco a la balas clavadas en el suelo: el disparo ocasional que había ido sin puntería. Más divertido era usar la lanza, para clavar la presa. Algunos preferían cortar con el sable. Para Zed las tres maneras significaban lo mismo.
Las presas escapaban hacia adelante, cayendo algunos, otros dando vueltas a fin de tratar de desviar al cazador lejos de las mujeres, dedicadas a proteger a sus crías. La tenacidad con la que esos seres inferiores se aferraban a la vida era grande, y añadía atractivo a la caza.
Zed se inclinó hacia adelante y golpeó en la espalda a un hombre que hacía bruscos movimientos. La pequeña figura tiró de las riendas de su caballo y se perdió de vista. Otro blanco. Este hombre todavía llevaba clavada la lanza que había partido su espalda, y aún tenía un hálito de vida. Zed se le apareó; una presa viva era lo mejor. Blandió el sable y ejecutó un perfecto corte. La cabeza voló de los hombros del Brutal, cayendo debajo de él.
Se alzó sobre sus estribos y cercenó limpiamente la cabeza de otra criatura, mediante un preciso corte en el cuello, lanzado desde la cadera. Los hombres de Zed rugieron en señal de aprobación. Había sido una buena jornada.
Zed escuchó su propia voz pronunciando estas palabras:
—Me encanta aquel que se empeñe en una buena lucha. Me gusta igualmente verles correr. Ningún disfrute es comparable al momento de su muerte cuando soy uno con Zardoz.
Otra voz penetró en el nublado cerebro de Zed:
—Su coordinación es excepcional.
¿Era esta voz un sueño del pasado, o del futuro? ¿Era ésta una vida que él podía sentir y exhalar, o un sueño? La voz traía un eco a la memoria, el de una muchacha de cabello castaño a la vera de un lago.
Zed superó al galope el lugar donde estaban la mayor parte de los muertos y moribundos, dejándolos a sus seguidores para el remate. Tenía los ojos puestos en un premio mayor.
La mujer andaba a paso raudo. Como las otras, estaba sucia y andrajosamente vestida y chapoteaba a lo largo de la margen del mar. Pero a diferencia de las otras mujeres, ella no había tratado de ofrecerse o de proteger a su pequeño. Debía ser fresca y novata, un buen espécimen.
Zed se recostó en su montura y extrajo la red. La lanzó alto y ampliamente delante de ella. Se desenrolló, y luego se extendió en forma de abanico en su torno. Chasqueó la red, cerrándose sobre ella, y la mujer agitó los miembros. Zed sujetó la brida, saltó de su caballo y se lanzó sobre su víctima. Besó sus labios y luego la mordisqueó, mientras ella ofrecía cada vez menos lucha.
El sueño retornó en el ánimo de Zed. La mujer de castaño rojizo que lo había lastimado tenía una amiga: otra mujer como ella, orgullosa y fuerte. Tenía ojos de un azul pálido y cabello castaño, y vestía ropas de color verde. Más alta que la primera, lucía una mirada glacial y evidenciaba un profundo desdén por él. Las dos conferenciaron dentro de una helada habitación sin vidrios, echándole una ojeada de tanto en tanto. Él estaba maniatado, o así lo parecía. El sueño se desvaneció.
Zed se trepó sobre la mujer capturada. Se dio al placer, y luego se levantó, arrastrándola tras de sí. Ella era un buen botín, apropiada para llevársela consigo en ancas de su montura, para tener un niño en homenaje a Zardoz.
La imagen desapareció de su mente y quedó en blanco.
La cabeza de Zed se aclaró. Las dos mujeres lo contemplaban. Sus rostros traslucían pleno disgusto Fue como si la última escena se hubiera trastrocado. Zed era el débil, atrapado en una red invisible. Las mujeres eran sus captoras, sus futuras líderes y sus dueñas.
Experimentó lo mismo que los Brutales debieron sentir, pero en lo más hondo de sí mismo todavía se sentía fuerte. Si bien Zardoz lo había traicionado, y aunque había sido capturado en las profundidades del Vórtice por dos mujeres que le causaban asombro, estaba con vida.
Su pensamiento retrocedió a ese día junto al mar…, pero el recuerdo quedó absorbido por las dos mujeres:
—Zarday 312, veinticinco Brutales exterminados. Tomó a una mujer en su nombre, Zardoz.
Se levantó del costado de la muchacha y contempló el mar y la arena. No tenía una palabra para “playa”. Un lugar donde el mar se junta con la tierra.
Forzó su imaginación para percibir la realidad del momento. Las dos mujeres estaban agotando su mente, y lo proyectaban sobre una pared. Se convirtió en su títere mental: un juguete en manos de ellas, manejado a su capricho. Zed luchó a través de todas las capas de su poderío. La memoria se detendría.
La mujer de cabello castaño habló:
—Está en tinieblas otra vez, May, aunque parece estar en condiciones de controlar su memoria.
La otra ignoró sus palabras, y ordenó a Zed:
—Muéstranos más de tu obra.
Zed percibió que su mente resbalaba nuevamente hacia una lejanía cada vez mayor…
Era un trigal, durante un día soleado. Veinte Brutales trabajaban rítmicamente cavando hacia adelante, al sonido del tambor. La mente de Zed podía ver la habitación en la cual yacía, y al mismo tiempo revivir esos momentos en el campo de trigo.
Las paredes se aguzaron hacia arriba. Tenían un color negro vidrioso. Encima se abría una delgada claraboya, en el cielorraso, que se confundía con la oscuridad. Las paredes parecían tener una pulsación; detrás de su vidrioso exterior había vida: húmeda, fresca y terrible. Sin embargo, en una pared estaba su vida.
Las dos mujeres, May y la otra, estaban de alguna forma extrayendo los pensamientos de Zed, mientras yacía en una losa en el centro de la habitación. Trataban de hacerlos aparecer tan brillantes como el día en que habían sucedido. Hablaban dentro de los anillos que usaban. Ésa sería la maquinaria del predicamento de Zed; el anillo de cristal siempre en el centro.
Uno de los Brutales tropezó. Zed levantó su brazo y disparó; la bala le atravesó la cabeza con exacta puntería, para dejarlo muerto. El hombre cayó. Los otros continuaron cavando. Era durante la época de la siembra y la plantación. May habló:
—¿Cuándo fue esto, Consuella?
—Éste es un recuerdo más reciente. El cultivo ha comenzado.
—Zardoz nos hacía… cultivar cosechas —exclamó la voz de Zed.
La presión en la mente de Zed disminuyó. Los pesos se retiraron un tanto. Las dos mujeres conferenciaron, y era patente el contraste entre sus frágiles vestiduras y su duro designio.
―¿Cansada? ―preguntó May.
―Un poco ―Consuella parecía más preocupada de lo que podía admitir.
―Las Tierras Eextrañas deben ser controladas.
May parecía en alguna manera a su favor. ¿Podría ser su aliada en una fecha futura? Zed había despertado mientras se dirimía una controversia sobre su persona.
—Yo siempre he votado en contra del trabajo forzado.
—Pero te comes el pan —insistió May, sarcástica.
—Tenemos que excluirnos. Tenemos que…
May se dio la vuelta:
—¿En ayuda de él?
—Este es el primer contacto visual con las Tierras Extrañas en años, desde que Arthur fue delegado para controlarlas. Es apropiado que investiguemos…
—Es mejor no saber; esas imágenes nos contaminarán. ¡Sofócalo! ¡Apágalo!
Zed consiguió dirigir la vista a la izquierda, para echar un vislumbre de las negras profundidades de la pared. Allí dentro distinguió figuras que nadaban, cuerpos desnudos y mutilados. Enviados ahí tal vez desde la Cabeza. A un cuerpo le falta una pierna; en torno al muñón, una membrana protegía lo que podría ser un nuevo miembro en crecimiento.
Figuras más pequeñas ―y espantosas― flotaban detrás del primer cuerpo. Zed estaba enterrado en una bóveda, atrapado en un bolsillo de aire, aterido y paralizado, mientras dos gélidos seres discutían su vida y muerte.
Siguió con los ojos a las mujeres. May permanecía inmóvil mirando la persiana. Consuella se acercó suavemente hacia ella y la tomó en sus brazos, acarició su cabello y la besó en actitud suplicante.
May estaba fría, las imágenes todavía la fascinaban.
—Tal vez puedan explicar ―dijo― cómo fue que Arthur ha desaparecido tan misteriosamente.
—May, por favor… —Consuella puso su mano sobre el hombro de May, pero ésta comenzó a alejarse de la pantalla.
—¿Todavía transmite la memoria de Arthur Frayn?
La voz familiar del anillo respondió, suave y calma:
—Arthur Frayn cesó la transmisión hace tres días.
—Repita los últimos registros de su memoria.
Zed no tenía adónde evadirse, aun si hubiera podido mover sus piernas. Se llenó de terror.
Sobre la pantalla vino la caída arremolinada de Arthur Frayn, las nubes y la lluvia. Exactamente como había sucedido antes, y sin embargo distorsionada a través de la memoria, según Zed la recordaba. Era una elaborada reconstrucción de la realidad, y como tal rigurosamente verídica, pero más grande que la visión de los propios ojos.
El suelo se acercó velozmente y engulló a los espectadores. Oscuridad.
—Repite las imágenes precedentes, de modo que podamos descubrir cómo sufrió Arthur esa caída.
Las imágenes sobre la pantalla se proyectaron en tiempo invertido.
—Se permite sólo mostrar el accidente. Ninguna otra imagen de la memoria puede proyectarse sin el consentimiento de las personas interesadas.
La escena se detuvo, y luego el rollo comenzó a proyectarse nuevamente hacia adelante.
—Arthur Frayn murió. La reconstrucción ha comenzado.
May y Consuella se adelantaron para examinar el interior de un sector de la pared. Iluminaron un minúsculo feto que crecía detrás del vidrio. Zed experimentó un escalofrío de horror. May habló, casi tiernamente.
—Ah, sí. Allí.
Consuella giró en redondo movida por la ira, segura ahora de que Zed debía morir.
—Ése es el fin de todo esto. ¡Mátalo, May!
—No.
—May…, por nuestro amor.
—¡Consuella!
—Oh, no.
Lucharon, una tratando de abrazar a la otra. May mantuvo a Consuella a distancia.
―Invocaré el voto de la comunidad.
—La comunidad seguirá mi intuición —respondió Consuella.
—Entonces… iré al Vórtice.
May se mostraba inexorable, Consuella angustiada.
—¡Me estás dañando!
May se inclinó sobre Zed.
—Éste es un experimento, Consuella; debemos averiguar cómo vino aquí ―se encaró con Zed―: ¿Dónde está Arthur Frayn? ¿Cómo llegaste dentro de la Piedra?
Zed sintió sus ojos nuevamente, y un velo ascendió sobre su mente. Pudo sentir con precisión la imagen volante de Zardoz. La escena fue proyectada sobre la pantalla.
—Zardoz… la Piedra…
Se descorrió el velo. Otra vez Zed estaba cazando, involuntariamente, en una retrospección de su vida. Cabalgaba orgullosamente, usando la máscara de Zardoz. A semejanza de su dios, los enormes cascos tenían caras en el anverso y reverso, para horrorizar a los Brutales y en loor de su rey.
Los Brutales fueron presa del terror y abandonaron sus espadas; no fueron en realidad necesarias las máscaras del terror. Los fugitivos se desparramaron por las dunas dominados por el espanto, mientras los jinetes cargaban sobre ellos.
—Esas ridiculas máscaras…
—Pero es tan hermoso.
Zed percibió un nuevo ambiente circundante. Estaba de pie y paralizado, pero el embotado y diminuto sector libre de su mente le permitió distinguir una habitación grande de color anaranjado, un nuevo sitio.
Ahora había más personas en torno suyo: las dos mujeres, y otros seres como ellas. Los hombres eran extrañamente parecidos a las mujeres, estériles y decorativos. Zed los encontró aún más pasivos que las mujeres. Todos se hallaban congregados en torno a la pantalla, entre risas y aplausos. Ésta era la comunidad, tal vez veinticinco en total. Esto era lo que había venido a ver; había penetrado en el corazón de un Vórtice.
Hombres y mujeres estaban exóticamente vestidos, luciendo variaciones de un mismo estilo. Una pañoleta en la cabeza dejaba al descubierto los rostros, pero se extendía para cubrir el cuello, desplegada en forma de abanico. Unas ajustadas chaquetas, abiertas en la garganta y atadas con cintas a través de sus pechos, se brotaban en los hombros, adquiriendo la forma de alas. Estaban ceñidas y enjoyadas con piezas de bacalao, en una recargada trama de metales, mientras que unos cinturones aseguraban sus faldas, ampliamente divididas, que les llegaban a la altura de la rodilla.
Zapatos con hebillas, de un lustre reluciente, completaban su indumentaria. Todos lucían ricas joyas, pero cada persona en particular llevaba un anillo de cristal en el tercer dedo de la mano izquierda, que brillaba con luz interior propia.
Los materiales de sus ropas variaban: algunos eran tan finos como alas de mariposa; otras telas eran ostentosas o brillantes, como terciopelo negro y seda púrpura. Todo exhibía mucho de riqueza en tiempo, en ingeniosidad y elaboración.
Sus estrechos talles revelaban cuerpos flexibles y ondulantes debajo de sus correajes. Las vestimentas, que cubrían sus cuerpos de cinturas delgadas y miembros alargados, les mostraban tan bellos como jóvenes, como un anticipo para todas las recreaciones y promesas del Amor.
Por añadidura, había quienes llevaban un manto largo del más fino trabajo, como humo colorido, que les confería a sus cuerpos un matiz borroso. Algunos lo usaban como amplias capas, mientras otros se sentaban en el interior ―al modo de hacerlo en una carpa― y mientras el color difuminaba sus formas con luz suave, de manera que parecían a tono con mundos más suaves y amables que el áspero que conoció Zed: envueltos en un capullo de seda, aislados, remotos, pero visibles en su ensueño.
Su mente fue empujada al pasado, su estado de consciencia se hundió otra vez.
Era de nuevo la playa. Él perseguía a lo largo, al frente de los demás. Las mujeres de los Brutales trataban de disuadirlo del ataque; tres de ellas se ofrecían a sí mismas invitándolo, seduciéndolo.
Zed no pudo resistir. Saltó de su caballo.
—Mi padre fue escogido… mi madre fue escogida… Sólo nosotros podríamos procrear… Únicamente los elegidos…
La voz de May interceptó su memoria.
—¿Procreación selectiva, crees tú? ¿Qué es lo que Arthur estuvo haciendo allí todos estos años?
Consuella respondió:
—Él nunca trató esto en el Vórtice. Tendrá que ser exhaustivamente investigado. Éste es un comportamiento altamente punible.
Una nueva voz habló:
―Nadie quiso gobernar las Tierras Extrañas… es un artista. Lo hace con la imaginación. Permítanle, por lo menos…
La voz provino de un hombre lánguido, próximo a Zed. A diferencia de los otros, allí parecía arder otra luz en su interior. Cinismo, duda tal vez. Un hombre de mediana altura y apariencia extrañamente indescriptible, no obstante familiar en rostro y forma; un hombre con quien Zed hubiera cabalgado, o luchado en contra y matado un centenar de veces. Un hombre común.
Sin embargo, era un hombre caracterizado con el extraño matiz de lo excepcional. Bajó su mirada como las comisuras de la boca, de modo tal que pareció ásperamente fuera del mundo en todos los tiempos. Luego las comisuras se crisparon rápidamente, como si el corazón traicionara a la mente. Un hombre a la vez peligroso y resignado; de aguda inteligencia, aunque débil de carácter. Una segunda cuerda para el arco de otro. Zed percibió una astucia algo más tortuosa que la de aquellos que parecían desearle lo mejor. Su servilismo y desesperación escondían un corazón más oscuro y fuerte que la mayoría.
Tenía un aire aniñado: casi demasiado delgado, de cabello rizado, un tanto afeminadas sus amargas palabras. Hombre de doble filo y vil, su rostro llameaba con calidez e ingenio, un sentido del humor que no podía ocultarse a la vista de Zed. Un pensador, y no un hombre de acción; un conspirador, astuto y mañoso. Era un zorro entre lobos, pero un viejo zorro gris entre lobeznos, un hombre en un matriarcado. Zed vio que le agradaba mucho ser incisivo; cortando con el filo, obtendría más que su lengua.
Consuella contestó:
—Él es potencialmente un renegado, como tú lo sabes, Amigo.
Estaban discutiendo de Arthur Frayn nuevamente, pensó Zed. Luego le extrajeron más visiones. Debía luchar para impedir que ellas lo abandonaran. Debía luchar para no traicionarse.
Galopó sobre las dunas, una vez más a la cabeza de la columna. ¡Qué bienestar sentir el rocío, el sol, la velocidad de su caballo! La voz de los vigilantes flotaba sobre su lánguido arrobamiento.
—Es terriblemente excitante.
—Pero el sufrimiento…
—Oh, no puedes igualar sus sentimientos con los nuestros.
—Es un simple entretenimiento.
Otras voces se amontonaron en el trunco diálogo:
—¿Dónde consiguieron los Brutales esas ropas?
—Las encontraron probablemente en algún depósito viejo.
Otro diálogo despectivo se entrecruzó con el primero:
—Son muy duchos.
—Bien, están inspirados por un fervor religioso.
Zed comprendió que, más bien que prestar atención a las palabras, importaba mucho más para él su significado. ¿Era Arthur Frayn el Arthur a que ellos se referían? ¿Podría ser su vida parte de un propósito más vasto? ¿Era él simplemente el instrumento de un ser omnipotente, que seguía su propio camino? No podía discernir las posibles explicaciones en ese instante, pues su mente estaba compulsivamente dirigida a revelar el pasado, cuando azotaba la tierra de la horda Brutal.
Todavía otras voces se dejaron oír, remotas pero enfáticas.
—Esa es una proposición absurda…
—No existen precedentes para esta clase de intrusión.
—Sin duda, tenemos que investigar posibilidades…
La gente hablaba como si Zed fuera una mera clave o una cifra, una pauta de líneas susceptibles de ser borradas y reorganizadas al antojo del proyectista. Pero él era un hombre. Zed arrastró su mente desde el pasado y la empujó hasta el presente. La pantalla se tornó difusa y se apagó.
Los vigilantes emitieron gemidos. Zed se hallaba ahora plenamente consciente. El tal Amigo estaba a su lado, mirándole como un presunto comprador en un mercado de esclavos.
—Carne obscena en decadencia…, la olorosa fragancia de la putrefacción ya en el aire. Pero es una fuerte y excelente bestia, querida May. ¿Qué es lo que quieres hacer, exactamente?
May replicó en tono de alegato, dirigiéndose a la comunidad:
—Un estudio genético completo. Descifrar su código biológico ancestral, para ver si hubo algún cambio estructural o evolutivo desde que los nuestros fueron analizados, hace doscientos años. Descubrir cualquier nuevo factor de enfermedad hereditaria que pueda haber emergido, lo que pudiera resultar en una ampliación de nuestro espectro de inmunización. Estudiar sus elementos psíquicos y emocionales en relación a su sociología…
El auditorio había seguido gradualmente la dirección de Amigo, y todos se hallaban ahora en torno a Zed, hurgando, analizando y pinchándole. Él observaba y esperaba. Ellos eran distintos a él, aunque humanos. Todos tenían una curiosa apariencia sempiterna; sin embargo, ninguno podía pasar de los veinte años. Era niños en sus movimientos y ademanes, pero sus ojos eran viejos.
El tal Amigo parecía mayor que el resto, pero tan sólo unas pocas líneas en su cara delataban edad, trabajo o preocupaciones; nada más. Excepto Zed, ninguno en la habitación denunciaba los rastros del tiempo; ninguna lesión, ni cabellos grises, ni arrugas estropeaban sus hermosos y jóvenes cuerpos. Su mentalidad quizás fuera diferente. May y Consuella mantenían una amistad de vieja data, que había sido mucho más; conllevaba roces y disputas sociales que escasamente traslucían estando en la comunidad. El Amigo mostraba ciertamente una visible lesión mental. Era más listo que los demás, pero carecía de su lánguida, omnisciente serenidad. Se parecía a Zed, quien era diferente de lo que aparentaba: un hombre con un secreto conocimiento, una herejía que podía conducir a su destrucción, pero un secreto que podía significar el fin para otros.
Consuella contestó a la alocución de May como si se hubiera tratado de un ataque personal, pero se dirigió a todos los presentes, con calma:
—Todo suena respetablemente científico, pero ¿cuál es el pensamiento subyacente en May? No hace mucho, ella estaba pidiendo nuevos nacimientos, aunque no tenemos fallecimientos. Estamos perfectamente estabilizados. Nosotros dijimos que no. Ahora quiere introducir a este peligroso animal de afuera. Piensen en nuestro equilibrio. Recuerden el delicado equilibrio que debemos mantener. Justamente su presencia desalentará nuestra tranquilidad. May es una gran mujer de ciencia, pero tiene tendencias destructivas.
El grupo fue aglomerándose alrededor de su cautivo, con muestras afectivas. Zed se sintió confuso, calenturiento, molesto, pero mantuvo su control. Las mujeres eran las más interesadas. Pareció despertar en ellas recuerdos olvidados hacía mucho tiempo; igual sensación le suscitaron ellas. May y Consuella siguieron arguyendo, abstraídas de la pequeña multitud que ahora sólo tenía ojos y manos para Zed.
—Tenemos medios inadecuados de control, pero lo cierto es que no somos tan vulnerables…
La cólera de Consuella estalló, apagando la voz de May.
—Miren esto: el cautivo sabe que su vida está en juego; de lo contrario, cometería estupros y muertes como ha hecho siempre.
Los Eternos se miraron unos a otros, en un creciente alud de confusas respuestas acerca del hombre aparentemente inocente que tenían ante sí. Se rieron, discutieron, pero todos estaban divididos e indecisos. Zed recapacitó: había detenido la mano de la ejecución otra vez. Si podía seguir sembrando la división, constituyendo una fuente de desorganización de su unidad, podría vivir más tiempo. El alboroto y las disensiones podrían ser el comienzo de un cisma que repercutiera en el corazón del Vórtice Cuatro. No se permitió exteriorizar placer en el descontento reinante, porque ello traicionaría su inteligencia y tenía todavía que mantener su aspecto de ignorancia.
El murmullo de la discusión giró en torno a Zed, mientras éste mantenía su aire de inocencia. La voz de Consuella se perdió en el barullo.
—Vean el efecto desbaratador…
El Amigo intervino:
—Que subsista el debate, cualquier cosa para aliviar el aburrimiento.
Estalló la discusión. Comenzaron a disputar como niños sobre un nuevo juguete. El rostro de Consuella se calmó, mientras se dirigía a otra persona que la contemplaba silenciosa desde la oscuridad. Zed le siguió la mirada: era la muchacha que él había visto la primera vez, sobre el caballo blanco. La misma que había penetrado en su corazón y no lo había traicionado entonces. ¿Lo haría ahora?
La habitación se llenó de silencio. Las miradas se apartaron de Zed mientras seguían a la muchacha que, con el mayor mutismo, atravesó el lugar. El silencio fue interrumpido solamente por la pantalla gigante, ahora en blanco, y por unas columnas de gasa brillante que parecían colgar del aire, semejantes a los vehículos para transportar cuerpos que Zed había visto dentro de la Cabeza de Zardoz. No obstante, esas delicadas columnas cilindricas parecían carecer de un eje vital. Se deslizaban como una telaraña al paso de la muchacha, como rindiéndole homenaje. Ella tenía un aura de realeza, sin ser arrogante; muy joven, pero de una sabiduría como el tiempo.
Consuella la saludó.
—Esta es una conmoción psíquica. Avalow, ¿qué proyectas para el futuro?
Ella dirigió su mirada a Zed, quien recobró la tranquilidad, ahuyentando el temor. Avalow le fijó la mirada. Podía ver en su totalidad al hombre que había sido, al Zed actual y probablemente al que sobreviviría. Supo entonces que ella nunca lo delataría ante los otros. Vio confianza y compasión en su cara, emociones hasta ahora desconocidas para él; y mientras Zed la miraba, Avalow se transfiguró. Adquirió un aire de transparencia, y emanaba como un brillo de ella. Entonces habló.
—¿Cómo conjuramos a este monstruo, y por qué? Ésas son las cuestiones que debemos resolver.
A medida que terminaba de hablar, volvía ser la muchacha sólida, bella, real y mortal. Hubo una pausa, mientras el grupo analizaba lo que ella acababa de decir. Se alejó sonriente, con un semblante de hechicera.
Brotó la conversación. Pequeños grupos de personas comenzaron a dialogar en corrillos reducidos, utilizando extrañas y esotéricas expresiones que Zed no podía comprender. No entendía nada, excepto que él era el centro del diálogo. ¿Debería evadirse mientras continuaba el debate, cuando todavía restaba tiempo?
Pero antes de que se decidiera dar un solo paso, sintió una suave presión sobre el brazo. Era el sonriente Amigo.
—Tú promoviste la actual disidencia. Me pregunto: ¿qué transcurre en tu diminuta mente? —y le revolvió el pelo amistosamente—. Te tengo aprecio, viejo y astuto monstruo. ¿Me oyes?
En actitud servil, Zed lamió la mano que lo reconfortaba, mientras que el Amigo retrocedía. Daban la impresión de comprenderse mutuamente. Hombre y siervo, aunque hermanos en un futuro crimen. La charla continuaba rápidamente, las extrañas palabras y ademanes iban y venían en voz concordante:
—¡Voto! ¡Voto! ¡Voto!
Una mujer preguntó:
—¿Aquellos a favor?
Zed observaba intrigado, mientras los concurrentes expresaban con gestos y palabras su voto, que no se limitaba al simple “sí” o “no”.
—¿Aquellos en contra?
Mientras esperaba la votación, la mujer los observaba alternativamente y en forma calculadora. Zed se sentía incómodo a pesar de que la actuación era curiosa; en tanto, May le dirigía una triunfante mirada a Consuella, quien le correspondió airadamente al gesto. May se alejó orgullosa, con aire victorioso, indicándole a Zed que la siguiera, cosa que hizo. Mientras se retiraban, el Amigo le susurró a Zed:
—Felicitaciones. Plazo de ejecución: tres semanas.
Capítulo VI
EL PRINCIPIO DEL FIN
El Amigo guió a Zed a través de la puerta de hierro de una jaula, cerrándola a su paso. Zed examinó a sus captores y la escena que se desarrollaba, mientras que el Amigo se detuvo frente a un hombre al cual Zed llegaría a conocer como George Zaden, otra víctima del sistema. Ambos exhibían sus eternas e inescrutables caras.
—Monstruo, mañana trabajarás para mí. Mi otro caballo murió la semana pasada.
Dieron media vuelta y se alejaron a través de otras jaulas de animales extraños, dejando a Zed en contemplación de los tumultuosos acontecimientos de su primer día en el Vórtice.
Este arcaico corral había sido adaptado como una prisión para animales. Hembras y machos robustos de diferentes especies, representaban su ganado y bestias de carga; y escondidos en un pequeño rincón, cerca de un gigantesco portón que atraía toda la luz, en la porción más reducida se encontraban ―en homenaje a los eternos antepasados― varios monos y uno que otro simio, y ahora el más preciado botín: Zed.
Al menos no le obstruían la visión, y podía ver la luna, y respirar el aire fresco de la noche a través de los barrotes. La paja de la jaula estaba limpia, así como la jarra llena de agua fresca; también disponía de grano molido para alimentarse.
Y faltaban tres semanas completas para su ejecución.
—Bueno Monstruo, levántate que es hora de trabajar.
La jaula se abrió bajo el fulgor del sol matinal. Atravesó la jaula, precediendo al Amigo a través del patio y el arco de piedra. Consuella y otros se hallaban allí alimentando y cepillando a los animales; Zed se sorprendió de verlos cumpliendo trabajos domésticos, tarea de esclavos. Mientras cruzaban el oscuro portal, el Amigo golpeó a Zed con un látigo en la espalda, causándole una caída contra las paredes del corredor de salida.
Zed reaccionó e iba a defenderse, pero fue rápidamente fulminado por dos letales miradas del Amigo. No tan intensas como las de May, que lo habían dejado inconsciente, pero igualmente dañosas.
—Está bien. Dejémonos de tonterías. ¿Dónde está Arthur Frayn?
Zed no se movió, ni emitió palabra alguna.
—¿Alguna vez escuchaste la expresión “si las miradas fulminaran”? Pues aquí lo hacen. No hay necesidad de que finjas conmigo. Yo no soy como los otros; sé más de lo que tú crees. En el conocimiento confidencial de Arthur Frayn, soy Zardoz.
Luego de sus palabras, el Amigo esperó una reacción de Zed, pero éste permaneció mudo: ni su cara ni su cuerpo evidenciaban una respuesta.
—Está bien; esperaremos… y veremos.
Se encaminaron hacia la vetusta torre del reloj, que se encontraba aislada de las demás construcciones; así el Amigo estaba apartado de los demás Eternos.
—No te enfades, yo velaré por ti. Cuando estés listo, hazme preguntas; las que tú quieras.
El Amigo deslizó su anillo de cristal frente a la puerta, siguiendo una fórmula particular. La puerta se abrió, mostrando, al hacerlo, una larga escalinata subterránea de piedra. El Amigo invitó a Zed, con una encantadora sonrisa y una venia, a dirigir el camino.
—Aquí es donde trabajarás todas las mañanas, desempeñando tareas domésticas, pero nada abrumadoras.
El Amigo tendía a ocultar un doble significado en sus sarcásticas palabras. ¿Se estaba ofreciendo como aliado?
La escalinata parecía tan interminable como los profundos pasadizos de una pirámide. El aire se tornó más frío. Pronto se encontrarían a nivel de la sala de interrogaciones, con su inevitable oscuridad y ominoso misterio.
Zed se dio vuelta y preguntó al Amigo:
—¿Esta es la casa de tu dios?
—¿Buscas dioses aquí?
El Amigo rió. Habían llegado al fondo de la escalinata. El corredor daba salida a una inmensa bóveda circular, su techo perdido en la oscuridad. Estaba atestado de estatuas, en innumerables poses y provenientes de diversas culturas. Permanecían petrificadas, atisbándose entre ellas, en medio de cajas de madera parcialmente vacías de las que brotaban pequeños objetos. En esa inmensa bóveda yacía el Museo de Arte secular, las aspiraciones, los sueños y el arte de docenas de civilizaciones.
—Aquí los tienes: dioses, diosas, reyes y reinas. Haz tu elección.
Atravesaron un corredor formado por dos hileras de grotescas estatuas que compendiaban una infinidad de otros ídolos.
—Pero… están todos muertos.
—¿Muertos?
—¡Murieron de aburrimiento!
El Amigo se largó a reír nuevamente, con un rictus amargo y melancólico que parecía sacudir la inerte piedra que los rodeaba.
El centro de actividades del Amigo mereció la aprobación de Zed. El Amigo había ubicado en forma dispersa algunos objetos favoritos de su botín ―incluyendo algunas cómodas sillas― y dejando que el resto se apilara desordenadamente alrededor. Los objetos escogidos se hallaban en el centro del demencial laberinto. Pilas de libros ―los primeros que Zed había visto― cubrían el piso. Esta polvorienta y vivida área era la residencia del Amigo.
El Amigo la recorrió en su totalidad, mientras conversaba con Zed.
—Aquí es donde trabajo, Monstruo. Éste es el lugar donde hago mis investigaciones y busco pautas. Todo empezó hace centenares de años, cuando era más joven de lo que me ves ahora, aunque, por supuesto, no lo demuestre. Se trataba simplemente de un proceso científico: anotar, tabular y extraer conclusiones del pasado; pero mientras más profundizaba en el asunto fue creciendo, en mayor grado, mi interés.
»Yo creía que todo este tesoro de otros mundos guardaba los secretos de su propio fin, pero sólo reflejaba la certeza de nuestra propia caída, mientras que conservaba su información para sí mismo. Debo admitirlo: me encanta. A medida que hago mayores hallazgos, cada vez sé menos. Apenas obtengo un conjunto de nociones organizadas, otra situación las refuta. Todo es desemejante y delicioso; sin embargo, todas las cosas parecen ser las mismas. No es un empleo, es un viaje sin escalas. Solía ser un ascético académico; ahora no soy otra cosa que un cínico buscador de tesoros. Tú no podrías comprender esto, ¿verdad? ¿O hay en ti algo más que simplemente una cara fea?
En una de sus idas y venidas se agachó y tomó una escoba, que arrojó a Zed.
—Todos debemos trabajar, Monstruo; persevera ahora. Nada de aflojar… o no irás al Cielo.
El maestro trabajó en su escritorio, mientras Zed barría de una manera ociosa y rítmica. Era bastante ineficaz, pero se dio tiempo para meter el dedo a través del ojo de un retrato pintado; ambos hombres estaban felices en su trabajo. El Amigo utilizó su anillo de comunicaciones para proyectar películas sobre la pared. Unos vehículos con ruedas se proyectaron en la pantalla, principiando con un carruaje con aspecto de carreta; Zed hubiera asumido su utilidad si hubiera tirado de él un caballo. Pasaron en la proyección por muchos cambios; los vehículos crecían gradualmente, volviéndose más bruñidos y metálicos. El Amigo se puso furioso con la película. Gritó en su anillo.
—¡Eso es incorrecto!
—Está catalogada de acuerdo a sus instrucciones.
—Yo quería que Ud. analizara el crecimiento de diseños a través de todas las marcas de automóviles, no una lista cronológica de un único fabricante.
—Se requiere un programa mucho más complejo. ¿Puedo solicitar consentimiento a Vórtice para un programa más largo?
La voz repitió monótonamente su pregunta hasta que el Amigo vociferó “Sí” para acallarla.
—Llevará tiempo —continuó la voz—. Hay demora en algunos circuitos.
Zed disfrutaba de la discusión: el hombre contra el mágico anillo. El pequeño ojo brilloso del Amigo giró hacia Zed y lo vio sonreír.
—Bueno, tengo tiempo suficiente. Define tres semanas.
Zed se sobresaltó al oír esto. Era un comentario demasiado próximo a su corazón.
—21 días; 504 horas; 30.200 minutos; 1.814.400 segundos.
Mientras rodaban las cifras que definían el período de vida de Zed, el Amigo levantó un reloj que se encontraba sobre un estante y retrocedió sus manecillas. Un repentino zumbido precedió a un estrepitoso campanilleo, que sobresaltó a Zed e hizo reír al Amigo. Éste dio unas pasos atrás, divirtiéndose con la aflicción de Zed.
¿Debería confiar en este malicioso personaje? ¿Podría fiarse de él? Presintió peligro en ese curso de acción. Algo lo refrenaba.
Zed se encontraba nuevamente bajo el dominio de May. Ella lo guió a través de un túnel hacia una habitación mucho más apacible. Se habían alejado del trecho contemplativo, donde los capullos de los gusanos de seda se elevaban hacia el techo formando la alta cúpula transparente que Zed había divisado la primera vez que vio la casa.
Caminaron sigilosamente en la oscuridad hasta que llegaron al comedor. Una inmensa mesa, pulida como un espejo, estaba servida para toda la comunidad. Simples utensilios y una frugal comida habían sido colocados en torno a la mesa. Una enorme parra crecía por encima de la mesa, de manera que las uvas colgaban de las ramas más bajas. La habitación era espaciosa y vetusta, y tenía la apariencia de un área que había sido tradicionalmente un sitio de reuniones y regocijo por generaciones. No tenía nada del aspecto místico ―aunque ascético― de la habitación que acababan de dejar. Un suave sonido ―similar a aquel que había estremecido a Zed en el Museo del Amigo―, proveniente de pequeñas campanas mecidas por la tenue brisa que batía las ventanas, llenaba el ambiente. El Amigo, acompañado de un colega, contemplaba la aproximación de Zed y May sonriéndose con una mueca de satisfacción.
—¿Quieres decir que nunca antes vio un reloj?
—Obviamente no —replicó jocosamente el Amigo.
Consuella también se acercó a la pareja, y preguntó:
—¿No vas a tomar la comida con nosotros, May?
Otros se unieron en la sutil mofa, riéndose entre dientes en medio de visajes.
—Se ha tomado sus estudios seriamente.
—En realidad, hay un plazo de solamente tres semanas…
May se mostró impertérrita y tomó la mano de Zed para seguir guiándolo. Al cruzar otra puerta, ingresaron a un taller de tejido, donde transparentes madejas de hilo formaban una trama colorida entre la distante ventana y la puerta. May lo condujo hacia el jardín, donde una resplandeciente pirámide se erguía entre las flores y las estatuas.
Consuella los vio alejarse. Ella y el grupo se encontraban sentados en sus lugares habituales en torno a la mesa. Consuella observaba a la distante pareja con una mirada que traslucía envidia. Levantando su anillo de cristal, se dirigió a éste con dulzura.
—¿Aún no tienes conocimiento de cómo llegó aquí el Brutal?
—No hay ninguna conclusión. No se han recibido suficientes datos.
Los concurrentes se pasaron una hogaza de pan, besándola en homenaje a los frutos del campo, seguido este ritual por una bendición y acción de gracias. Era como si el Brutal nunca hubiera estado entre ellos. Terminada la plegaria, procedieron a comer entre charlas y risas.
Junto a la pirámide, May llamó a Zed. Éste se acercó cautelosamente.
—Entra.
Utilizando su anillo, May deslizó la mano sobre ciertos puntos de la superficie de la Pirámide. La reluciente superficie se separó como si hubiera sido agua; entonces se convirtió en un oscuro pozo, esfumándose en un vacío bajo sus pies. Había vestigios de sólidas paredes alrededor, pero ningún escalón ni pasamanos. Solamente el foso.
May le reiteró:
—¡Entra!
Zed sintió un fuerte empujón y empezó a descender al centro de la Pirámide. Había penetrado por la cúspide, la única parte visible desde el jardín, y seguía cayendo sin nada que lo detuviera; mientras lo hacía divisó a May, que se precipitaba detrás suyo.
El tubo se ensanchó alrededor de Zed. Estaba cayendo en la sala de interrogaciones, allí donde Frayn estaba siendo sometido a un proceso de nuevo crecimiento sobre el tablón donde lo habían tendido antes a Zed.
Sus brazos no le respondieron cuando trató de impedir su caída. Oyó una débil risa, y a continuación él y May flotaron en una mullida base sobre el duro piso. Zed aterrizó bruscamente, mientras que ella lo hizo como una flor sobre el agua.
La única entrada de la Pirámide era la más sagaz que él había atravesado. Conocía, previo control, a todos aquellos que la trasponían. El timbre era una llave, y al mismo tiempo un ornamento de identificación. El transparente pasaje de la pirámide aseguraba un control absoluto de quienes caían en él. Si existía el deseo de provocar la muerte, lo hacía mediante una aceleración de la caída.
La pirámide, fuera quien fuese que la dominara, era una impenetrable fortaleza, doblemente resguardada por sus sagaces entradas.
Zed continuó reflexionando en este nuevo nicho. Debió haber estado inconsciente la primera vez que se deslizó por el tubo, aún perplejo por la mirada de May. Ella debió haberlo cargado, y sin embargo parecía tan frágil… Los poderes de esta gente parecían interminables.
Otro aspecto que le intrigaba era de qué manera habría salido de ese lugar anteriormente. Es probable que una vez finalizado el análisis, el mismo mecanismo propulsor que los había hecho descender fuera empleado a la inversa para elevarlos a la superficie. Nuevamente se demostraba la excelente planificación del paraje.
Zed se sentía impotente contra el elaborado sistema. Uno podía permanecer atrapado eternamente entre esos sombríos seres de apariencia fetal que se veían detrás del vidrio. Arthur Frayn aceleraba su crecimiento a poca distancia de allí.
May se puso en cuclillas al lado de Zed y comenzó a observarle, utilizando su anillo a modo de un poderoso lente. Lo hacía como si fuera un espécimen del campo, un ser inferior que justificaba algo más que un interés pasajero. Ella podía ver cosas dentro de él, cosas que Zed jamás hubiera sospechado.
—No te muevas. Mira el anillo.
Mientras observaba a través de la delgada superficie frontal del anillo, Zed sintió cómo escudriñaba en lo más profundo del ser, y luego vio una radiografía de venas proyectada en la pantalla situada delante de él. May las congeló, o quizás el anillo mantenía fija esa imagen. Luego ella procedió en silencio a observar ese diagrama.
Zed presentía que existían en el asentamiento otras habitaciones y bóvedas. Podrían contener el mecanismo funcional del anillo. ¿Cómo se podría lograr el acceso allí? ¿Habría duplicados en otras cavernas, listos para tomar el lugar del otro, en caso de que sufriera desperfectos? Presumió que habría organismos gemelos lejos de este lugar, listos, silenciosos y expectantes. Eran un valioso enemigo, un ejército incomparable.
Y todavía, si uno pudiera introducirse en el alma de un enemigo, podría destruirlo, aunque fuera todopoderoso. Si el espíritu fuera quebrantado, el cuerpo caería.
El brillante enrejado de los vasos sanguíneos se puso nuevamente en movimento.
—No hay anormalidades retinales. El funcionamiento es normal. Los vasos del cristalino y la retina son normales. No hay hemorragias o exudaciones. El área de mácula es clara.
Era la voz familiar que había empavorecido tanto a Zed en la casa de campo. Sonaba demasiado remota para ser de un líder, pero más cierta que la de un esclavo. El dueño de la voz vivía subterráneamente en algún lugar contiguo.
La visión se amplió más; una vena creció ante los ojos de Zed. May observó impasiblemente, luego le murmuró nuevamente al anillo y la película se amplió aun más, y las propias células sanguíneas llenaron la pantalla. Ella congeló la película, habló como si advirtiera un detalle y quedó otra vez perdida en las mecánicas del descubrimiento.
La leve voz del anillo interrumpió su contemplación.
—Continuación del juicio contra George Zaden, del Vórtice Cuatro.
Fastidiada, May observó empalidecida su escena escogida, en favor de una cara en blanco, un hombre, uno del grupo.
—George Zaden, acusado de transmitir un magnetismo negativo en el segundo nivel.
El hombre comenzó a hablar. May observó con atención, pero golpeó impacientemente con el pie, como para apurarlo.
—Eso no es cierto. He estudiado nuestras subestructuras emocionales en el plano social por ciento cuarenta años. Mis pensamientos son críticas constructivas piramidales. Soy inocente de violencia psíquica. En la medida en que examinen mi cara y ojos, verán ustedes que ésa es la verdad.
Zed podía imaginar las agitadas manos de los votantes; las mutiladas voces interfirieron su parloteo con comentarios a la voz principal. El rostro del hombre en la pantalla se crispó ligeramente; luego se serenó, dándose cuenta de su error. Los músculos lo habían traicionado. Zed le tomó simpatía.
—Está mintiendo —murmuró May.
Zed había completado el circuito. Nuevamente estaba en el patio próximo a la panadería, pero esta vez era una bestia de carga, no un cazador. Esperaba, sujeto a las varas de una pequeña carreta, en tanto el Amigo la cargaba hasta el borde con las verdes hogazas. Otros entraban y salían bulliciosamente de la panadería. Zed clavó la vista en el portón principal, recordando cómo la Cabeza había aterrizado allí, trayéndolo a este lugar, unos pocos días antes. El Amigo captó su mirada.
—¿Buscas la Cabeza, Monstruo? Se ha ido. En camino hacia su viaje infinito. De Vórtice en Vórtice, una y otra vez, como yo con el pan. Por siempre jamás.
Estalló una reyerta entre los trabajadores, que interrumpió las meditaciones del Amigo. Parecía como si uno de los hombres hubiera herido a una mujer con su mirada, al mismo tiempo que Zed era atacado con menor dureza; éste era el primer episodio agresivo que había presenciado.
Varias personas avanzaron para detener al hombre que había perpetrado una violencia psíquica. El Amigo se unió a ellos, zangoloteando a Zed como el caballo que era.
―¿Será castigado por ese acto?
―Por supuesto ―respondió el Amigo, sonriendo mientras acudían recuerdos a su mente.
Juntos atravesaron senderos arbolados, alejándose de los edificios principales en dirección al lago donde Zed tuvo su primer encuentro con May.
—Pero… ¿ustedes no tienen ni Policías, ni Exterminadores?
El Amigo se rió.
—Eso lo discutimos interminablemente. Cada pequeña transgresión es examinada repetidamente.
—Entonces, ¿que es lo que le ocurrirá a él?
—Le asignarán por lo menos seis meses.
—¿De prisión?
El Amigo se rió.
—No. De envejecimiento.
―¿Envejecimiento? ¿Qué es lo que quiso decir con eso?
—Yo también estoy envejeciendo —reflexionó el Amigo lánguidamente, desde su cómodo asiento en la carreta—. Seis meses por aquí. Un año por allá. Estos períodos suman años. Te avejentan, pero no te permiten morir.
—¿Y por qué no te suicidas? —se aventuró a preguntar Zed.
—Lo hago de vez en cuando, pero el Eterno Tabernáculo me reconstruye ―otro pensamiento sardónico vino a su mente, provocándole una sonrisa—. ¿Quieres ver cómo funciona la inmortalidad? —preguntó el Amigo al jadeante Zed, y al hacerlo lo zamarreó camino abajo rumbo a una colina.
Un curioso edificio se antepuso a ellos: STARLIGHT HOTEL. El Amigo estaba deleitado con la confusión de Zed.
—Aquí es donde viven los Renegados. Están condenados a una perpetua senilidad. Les proporcionamos alimentos, pero son repudiados. Son seres maliciosos y depravados, o sea que hay que entrar y salir rápidamente. Yo personalmente me siento muy a gusto ahí adentro.
Se dirigieron hacia una enorme entrada de vidrio que permanecía abierta. Alrededor de treinta personas ancianas se acercaron a saludarlos. Provenían de épocas inmemoriales.
La habitación estaba en total deterioro, y era horripilante. Harapos y jirones colgantes la decoraban, y una murga de tres tocaba en una esquina: vestían amarillentos y parchados trajes de noche. Alrededor del piso, en lo que antes habían sido utilizadas como butacas para comer, otros, demasiado viejos para moverse, yacían en arcones. Zed apuró la carreta hacia la sala de baile y se deslizó rápidamente en una curva que facilitaba la salida, mientras el Amigo arrojaba las hogazas. Los ancianos se galvanizaron y corrieron hacia la comida emitiendo chillidos, se pelearon entre ellos y despedazaron el pan reduciéndolo a migajas, mientras la carreta se alejaba hacia el sol y el bosque. La cháchara de los Renegados los acompañó mientras descendían la colina.
Llegaron a otro lugar, cuyos altos portones estaban abiertos. Se encontraron delante de otro patio, rodeado de desoladas casuchas. A su paso, el Amigo lanzaba hogazas de pan delante de las puertas. No se vio un rostro. Era un lugar muerto. Luego dirigió la carreta hacia el granero y descendió, aliviando a Zed de su carga.
El granero estaba colmado de gente que tenía el semblante de los transportados, excepto que no estaban revestidos de ningún tipo de tela de seda. Y se asemejaban a las estatuas del Amigo, aunque estaban indudablemente vivos. Pero… ¿qué clase de vida era ésa?
El Amigo sonrió ante el azoramiento de Zed, señalando a una joven de facciones marchitas.
—Yo la quise, Monstruo —y posteriormente dijo, dirigiéndose a los concurrentes—: Ustedes son realmente un espectáculo melancólico.
El gong proveniente del anillo interrumpió al Amigo.
—Se llama a votación, al finalizar el juicio de George Zaden. Comenzará a continuación de la defensa del acusado.
La imagen de George Zaden se proyectó a través del anillo en la cara del Amigo. Los presentes se revolvieron pausadamente para mirarlo. Zaden comenzó a hablar y mientras lo hacía, el grupo se aglomeró lentamente alrededor de ellos, formando un cerco letal.
—Yo confieso las inculpaciones. Trato de reprimir esos pensamientos, pero se me filtran por la herida causada por mi tercera muerte. Mi reparación fue imperfecta… ―su expresión cambió, mostrando desafío—. No. ¡No es verdad! ¡Yo pienso lo que pienso!
El Amigo a continuación sonrió.
—Esto es más verídico. ¡Yo estoy contigo, George!
George pareció haberlo escuchado:
—Los odio a todos, los odio a todos. Los odio a todos, especialmente a mí.
La imagen desapareció.
—Voten, por favor. Voten, por favor.
Las caras que los rodeaban parecían comprender, pero carecían de poder para actuar, ya sea por atrofia o meses de desidia, sus cuerpos erguidos al borde de la vida y la razón.
El Amigo habló al anillo.
—Yo estoy votando por el pobre ser vegetal. No servirá de nada, es inútil… ¡Absolución completa!
Zed se encaminó hacia una bellísima joven, que parecía escudriñarlo. La tomó de un pecho y lo apretó. No hubo reacción alguna. Ella continuaba enfocando lentamente la escena anterior; su sistema nervioso, que no acompasaba por su lentitud al de Zed, estaba embotado y vencido.
El Amigo sonrió burlón al verlo.
—Sigue, ¡sírvete!
Zed acarició suavemente a la muchacha, y luego lo hizo con furia. Ella se sometió ciegamente, sin adoptar la menor resistencia, ni tampoco complacencia. El Amigo caminó entre los demás, y tomando sus brazos los colocó en posiciones fantásticas. Así permanecieron, y después lentamente recobraron sus posiciones originales a través del aire líquido.
—¿Zardoz no te habló acerca de los apáticos? ¿No? Se trata de una enfermedad, y está propagándose lentamente por todos los Vórtices. Es la causa por la que Zardoz te hace trabajar en las cosechas: para alimentar a esas gentes. No podemos sostenerlas más tiempo. Apático o renegado: haz tu elección.
Zed quedó sin resuello ante la información, que quedó indeleble en su ánimo. Su Dios no era más que un despachador de cereales, para alimentar a esa gente enferma. Silencios emocionales, tristes estatuas que una vez fueron Eternos. Zed vio con claridad todo ello, hizo un examen introspectivo y constató un vacío que podría consumirlo. Experimentó la impresión de su grande y aciago vacío, y sintió miedo. Ningún enemigo había sido tan pasivo y a la vez tan fuerte. En su verdadera fragilidad residía su poderío.
Zed sintió como si los espíritus de los difuntos lo arrastraran dentro de una sepultura que no tenía fin. Esos apáticos lo sumieron en una noche interminable, donde podía ver y sentir, pero era incapaz de hacer un movimiento: paralizado por el demonio de un gran insecto, como una desvalida larva, y luego seguir existiendo mientras la llaga gangrenosa de otra cultura devoraba su viviente pero atormentada carne. Los apáticos habían cesado de vivir, y sin embargo no podrían morir nunca. Zed se dio cuenta del comienzo del proceso: sus miembros adquirieron la pesadez del plomo. No se podía mover. No podía gritar. Estaba enterrado vivo en el frágil y tenue aire.
Su corazón todavía palpitaba con ritmo estable, aunque sufrió algunas lentitudes que lo sumieron en un letargo. La sangre empezó a enfriársele hasta un nivel helado. Entonces, su corazón volvió a latir normalmente y a bombear más ligero. No sería envuelto en su telaraña. Zed sobreviría y triunfaría. Podría resistir y superar todas las vicisitudes. Su cuerpo despertó jubilosamente, sus miembros recobraron su flexibilidad, estaba vivo con un súbito hálito primaveral.
Tomó a la muchacha y la derribó sobre un rimero de paja, donde quedó yacente como una monstruosa muñeca. Zed estrelló un barril contra la pared. Volcó una carreta, y exteriorizó su energía vital con un estrepitoso grito. Algunos de los apáticos salieron de su atonía y otros llegaron a ponerse de pie. Los ojos de la muchacha pestañaban desde el montón de paja, tal vez con temor. Zed se detuvo, físicamente exhausto. El Amigo aplaudió irónicamente.
—Bien, ahora empiezas a mostrarte.
Zed sintió que le tocaba, por vez primera, la viscosa mano de la desesperación. El enemigo anónimo y de rostro desconocido que lo confrontaba parecía abrumador.
El gong sonó nuevamente. Los apáticos se acomodaron penosamente en actitud de escucha.
—Votación final. En favor: 9, en contra: 586. En blanco: 86. Sentencia: George Zaden será envejecido cinco años.
El Amigo frunció el ceño, luego se le aclaró la fisonomía y se dirigió a Zed.
—Bienvenido al Paraíso.
La comunidad estaba reunida. Una vez más, Zed estaba en exhibición en la habitación anaranjada. Mientras los concurrentes lo examinaban, Zed hacía lo propio con ellos.
No había más de treinta miembos activos, como en cualquier momento dado, si bien el edificio y sus terrenos adyacentes tenían capacidad para acomodar a una cantidad mucho mayor. ¿Dónde estaban ahora? ¿Eran apáticos o renegados?
Los detalles de su ejecución ocasionaron un derroche estéril de tiempo. ¿Cuál sería la fecha, y cómo lo matarían? Conocía la muerte, pero los Eternos, estoica mezcla de conocimiento superior, indiferencia emocional y perpetuo infantilismo, le estremecieron. Eran como los perversos y malcriados niños de un padre gigante, que habían sido dejados en esta lujosa guardería. Tal vez crecieron gradualmente hasta la adultez a lo largo de centenares de años. ¿Habrían despachado a sus mayores? Zed estaba a merced de unos genios infantiles, que tenían el intelecto de dioses pero eran arrastrados por sentimientos más siniestros de los que podía comprender.
Se obligó a calmarse cuando tomó conciencia de lo que estaba ocurriendo con sus pensamientos. Era cierto que su manera de pensar comenzaba a resbalar hacia el pánico. ¿Qué es lo que sabía, que podía serle útil?
El anillo: cada miembro de la comuna portaba uno. Con él podían hablarse el uno al otro y a un “ser” central, quien tenía el poder de reunir, organizar y transmitir ésta y otras informaciones a los demás.
Un ser central presidía sobre todo el Tabernáculo. La pirámide era una fortaleza subterránea. Podría haberse construido como refugio, contra un enemigo cuya fuerza Zed no podía imaginar. En rigor de verdad, era inexpugnable, y contenía el corazón de la comunidad. Se le denominaba el cuarto del Tabernáculo. Para Zed era un lugar de interrogación y horror.
Aquí es donde los Eternos eran rehechos, si resultaban dañados o muertos. Ello lo condujo a esta última conclusión: eran Eternos. Sus huéspedes no morirían nunca. Aun si se dispusiera su eliminación, comenzarían a renacer en recónditas zonas subterráneas y reaparecerían misteriosamente, como el maíz primaveral, desde la tierra, equiparación exacta de la última cosecha. Zed sabía también que la extraña maquinaria trabajaba más velozmente que su contraparte humana. Frayn, el hombre que Zed había matado, retornaría en pocos días completamente formado, con todas sus facultades y recuerdos intactos, para confrontar a su victimario.
Así, la mente central se mantenía oculta, protegida por el tenue aire; la única entrada a ella era a través del cristal sobre el anillo. El Tabernáculo era inexpugnable. Los Eternos jamás serían destruidos.
Zed era su prisionero temporario, hasta la muerte o la evasión. Todos estos hechos eran reales.
Y todavía existían otros significados, otros indicios en torno a Zed que importaban otras anécdotas esperanzadas. Las líderes eran May y Consuella, otrora unidas por más que un interés común: por amor. Pero esa poderosa unión había terminado hace tiempo. Zed podía percibir la existencia de viejos apetitos agitándose en ellas, suscitados por él y por su concupiscencia. ¿O era la revancha a su vitalidad?
May parecía la más débil de las dos por el momento, pero contaba con un numeroso grupo adicto, compuesto exclusivamente por el sexo femenino; un grupo silencioso y discreto, pero con firme devoción. Consuella, si bien la más fuerte, estaba solitaria. Zed percibía su mortífera presencia. Ella no podía ser comprada o atacada por los flancos, pues su alternativa se concretaba en salir victoriosa… o vencida.
La disensión en el centro del grupo era evidente, y Zed podía contribuir a acentuarla.
El Amigo podía ser un aliado, pero se hallaba tan remoto y débil como todos los hombres aquí. Vivía al borde de la tribu, y podía muy pronto ser enviado al exilio. ¿Osaría Zed seguirlo como a un camarada, o podría tal esfuerzo quedar malogrado? La apatía podría convertirse pronto en su sino. Por lo menos, la existencia de esos apáticos semi-muertos demostraba que el Vórtice estaba en decadencia, y el plan central tenía fallas. Si se frustró aquí, Zed podría hacerlo fracasar en otra parte.
No obstante, todos los reclusos aquí eran talentosos y con dotes especiales. Cada uno tenía su propia esfera de conocimiento, pero aún así tenían que cumplir tareas domésticas y servirles cotidianamente.
Al parecer necesitaban mantenerse en contacto con el aire y la tierra, pues eran casi nada más que espíritus. Zed estaba vital y fuerte, y su alma era una sola unidad con su cuerpo; esas gentes eran casi fantasmas. Se les interrumpía siempre para fusionarlos con el proceso gobernante, mientras en la tribu de Zed todo se realizaba alegremente. Aquí, sus reyertas y conflictos menudos neutralizaban el cambio.
Zed debía mantenerlos en un plano de conjeturas respecto a él, y por ende, mientras más prolongada la intriga, mayores serían sus posibilidades de supervivencia. Debía continuar dividiéndolos, maravillándolos; así sería mayor la posibilidad de lograr su entrada al centro secreto. Pero su vida pendía entre la vida y la muerte. Ellos carecían de corazón, y no existía fuego en su interior.
Estaban a salvo, a cubierto de inseguridades, y eran sabios. Zed no había visto ningún ser predador, o gato gigante desde su llegada.
No conoció ningún tipo de correrías o crímenes. Nadie iba armado, ni necesitaba hacerlo; en consecuencia, ¿por qué su agitación respecto a él? Zed debía encontrar pronto dónde habían ocultado su arma, pues así provisto podría competir con todos ellos.
Los habitantes de la comunidad estaban protegidos por alguna cosa alrededor de sus tierras que nunca dormía, que permanecía siempre en vigilancia. Aun así, Zed había una vez atravesado esta mágica pantalla. Si consiguió hacerlo, ¿qué se interponía en su camino ahora, que no pudiera derrotar?
Esas preciosas enemigas suyas, de atractivo sin par, poseían juventud, pujanza e intelecto para siempre. Habían sido cotejadas y elegidas; pero igual ocurrió con él. Eran como diosas, pero podía ver sus centros vacíos. Zed podía ver a esos enemigos como eran en la realidad: horribles, depravados y protervos, parásitos superficiales sobre esta agostada tierra.
Esta tribu había declinado hace tiempo, pero no lo aparentaba todavía. Infundía aún temor reverencial, pero en grado mucho menor que antes. Advertía Zed las grietas. Si pudiera contar con algo de tiempo… Ese tiempo corría a su lado adversamente, en una carrera por su propia vida o por la muerte de toda la tribu.
Estas reminiscencias y análisis giraron por su mente, mientras seguía en la contemplación del grupo. Zed estaba superado en número, pero era un guerrero acostumbrado a la batalla y los feroces combates. Le gustaba la lucha a muerte. Los protagonistas aquí congregados, aun la criatura mágica del anillo, no eran luchadores, no tenían los medios para matar. Aun si tuvieran la noción en sus cabezas, no existía el sentimiento; era contra su modalidad, contra su principio de vida, pasivo, lento e incólume. ¿Por qué aprender a luchar, cuando no se puede morir?
Consuella conducía esta investigación. Zed debía ser cauteloso, ya que ella podía utilizar esta oportunidad para acelerar el proceso hacia su condena de muerte. Era un hecho aciago que ella fuera su enemiga; Consuella era guapa, fuerte y resuelta, una digna contendiente para un líder como él.
Todo aquí debía tornarse en ventaja suya. Cada antagonista podría volverse su amigo. En Consuella tenía su enemiga mortal; no obstante, podía subvertirla.
Allí donde Zed había permanecido antes para entretener a la comuna con el relato de sus recuerdos, hoy se encontraba nuevamente en capilla. El Amigo se hallaba en primera fila del auditorio, y May en profunda expectación, cuando Consuella inició su exposición.
—La erección del pene fue uno de los muchos misterios no resueltos de la sexualidad. Todas las sociedades tuvieron una elaborada subcultura consagrada al estímulo erótico…
El auditorio mostraba aburrimiento, pero miraba soñoliento a su nuevo juguete ―Zed― con indulgente interés.
Sobre la gigantesca pantalla se proyectó una sucesión de escenas sexuales. Los acoplamientos de diversas épocas: divertidos, tristes, con movimientos de diversos grados de belleza, dependiendo del período y la cultura de que provenían. Los espectadores no dieron indicios de inquietud, puesto que habían sido formados asexuales e inanimados hace largo tiempo.
—…pero nadie podía descubrir como ocurrió esto.
Consuella señaló en la pantalla con su largo puntero la aparición de un pene flaccido. Lo golpeó, y éste se alzó hasta la plena erección. Alguien bostezó, otro se rascó la nariz y miró hacia el lejano jardín de la habitación; sólo el Amigo observaba atento el experimento. Consuella estaba absorta e indiferente al público, mientras se apasionaba con su proyecto.
—Por supuesto, conocemos el proceso físico en cuestión, pero no el vínculo entre estímulo y respuesta. Parece haber una correlación de violencia con temor. Muchos hombres ahorcados murieron con una erección. Todos ustedes están más o menos al corriente de nuestras intensivas investigaciones sobre el tema.
Uno o dos se movieron inquietamente bajo su mirada, como si recordasen alguna humillación pública pasada.
—La sexualidad probablemente declinó porque se fue extinguiendo la necesidad de procrear. Los Eternos descubrieron pronto que la erección era imposible de lograr, y ya no somos más víctimas de ese acto convulsivo y violento, que tanto degradaba a las mujeres y traicionaba a los hombres.
¿Podrá ser cierto eso?, pensó Zed. Eran todos removidos de su verdadero ser para convertirse simplemente en envases para sus intelectos. ¿Se habría atrofiado la superficie de su epidermis hasta el adormecimiento? ¿Podrían dejar de sentir las urgencias interiores de placer, privación y unión?
—Este Brutal, como otros primates que llevan vidas inconscientes de sí mismas, es capaz de erecciones espontáneas y reflejas. Como parte de los estudios sobre este ser cumplidos por May, trataremos de encontrar el eslabón entre el estímulo erótico y la erección. Este experimento probará el estímulo auto-erótico de la capa externa de un órgano, conductivo a la erección.
Con una mirada relampagueante, May trató de medir la reacción del grupo ante las palabras de Consuella. Unos pocos se excitaron en anticipación ―tal vez con el recuerdo de la proyección de la vida de Zed― y la esperanza ahora de algo incitante.
Consuella pasó el anillo comunicador sobre la cabeza y el cuerpo de Zed, y apareció una línea en la pantalla, ligeramente oscilante: un visible reflejo de la pulsación sexual de Zed. Los pies de los espectadores se restregaron mientras se inclinaban hacia adelante para observar mejor la pantalla.
Zed fue colocado en posición de afrontar la pantalla. Las imágenes comenzaron a aparecer allí. Imágenes que empezaron a compelerlo. Cada aspecto imaginable de una mujer sexual apareció ante sus ojos, aún algunos que no podía haber imaginado. Incesantemente, en secuencias y cadencias, se proyectaron ante él.
Recordando su razonamiento antes de que principiara la exposición, se dio cuenta de que no debía actuar como se había pronosticado; mientras más tiempo pudiera confundirlos, mayor sería la duración de su vida.
May se aproximó a él y comenzó a masajearle el cuerpo. El conjunto de imágenes creció en intensidad, pero Zed percibió un fondo mecánico en las secuencias de la película. Había una organización detrás, pues se registraban hábiles repeticiones. Escrutó la línea de su propia reacción, moviéndose a través de las escenas como una onda en un estanque, constante y calma. Enfocó la línea, su uniformidad y metódico orden.
Era una proyección de sí mismo. Al contemplar su quietud, Zed se sintió inundado de mayor calma todavía. Las visiones de mujeres detrás de la línea crecieron en ardor sensual y convulsiones, pero Zed fijó la vista sobre la línea blanca, por delante de las encendidas contorsiones.
El solícito interés de May se hizo más patente. Zed se impuso una respiración pareja. Podía recordar algunos pasajes visuales. Estaban volviendo a pasar el programa; una reedición, pero en forma más continua. El cuerpo de Zed estaba estabilizado en su interior, y en actitud de afrontar al Tabernáculo, disputando su poder.
May hizo señas a Consuella. Ella caminó entre Zed y la pantalla. Zed la miró sin temor. Consuella no se atrevería a golpearlo en público durante un experimento sin riesgo de desprestigiarse.
Ocurrió que los Eternos creyeron que Zed era tan áspero como su exterior: un duro y activo animal, carente de poder pensante. No pararon mientes en que él tenía facultades de razonamiento.
Consuella lo miró, permaneció frente a él orgullosamente y le clavó la vista en los ojos. Detrás de ella la pantalla estaba en blanco, sin imágenes, excepto la línea relativa a su pulsación sexual. Ésta continuó trazando una trayectoria firme.
Zed fluctuó su mirada entre Consuella y la línea, alternativamente. Un pensamiento cruzó su mente, y emitió a través de su rostro una fugaz sonrisa: podía controlar su cuerpo.
Consuella seguía todavía allí, hierática. Zed produjo la deseada erección para el disfrute del auditorio.
—¡Consuella ha sido la autora de la treta! —dijo el Amigo.
El auditorio, entre risitas y carcajadas, aplaudió finalmente. Consuella era el objeto del amor del Brutal. Pudo producir la erección refleja; por tanto, ella no era mejor que el primate cautivo.
Zed le sonrió dulcemente. Consuella se ruborizó, encolerizada; pero él detectó una sombra de envidia reflejándose en el rostro de May.
Consuella observaba a Zed dormido en su jaula. Habló a su anillo comunicador:
—El Brutal está ahora en la cuarta hora de sueño inconsciente. Es pasmoso que el Homo sapiens consuma tanto tiempo en esta condición vulnerable, a merced de sus enemigos. ¿Existen antecedentes sobre las pautas de sueño de la gente primitiva?
—¿Es una petición prioritaria?
—Sí. Experimentaré ahora su respuesta de trabajo frente a estímulos de peligro —comentó Consuella.
Llegó a introducir en la jaula su mano, como una garra extendida, hacia el profundamente dormido Exterminador.
La mano de Zed apareció, asió la muñeca de Consuella. Se despertó instantáneamente alerta. Ella jadeó ante el contacto físico, y Zed la soltó.
—¿Te gusta dormir? ―preguntó Consuella.
Zed asintió.
—Sí.
—¿Por qué?
—Tengo sueños.
Mientras Consuella escrutaba su rostro en busca de un significado, la voz del Tabernáculo comenzó a responder a la anterior pregunta de Consuella.
—El sueño era necesario para el hombre, cuando sus vidas en vigilia e inconsciente estaban separadas. Cuando los Eternos lograron total estado de conciencia, el sueño resultó obsoleto, y la meditación de nivel secundario tomó su lugar. El sueño estaba íntimamente conectado con la muerte.
Zed contempló el cielo nocturno y sus diminutos puntos de luz a gran altura sobre los tejados, danzando mientras irradiaban su fulgor en un armónico orden dentro de una curiosa arquitectura orgánica.
—Tú. Tu estructura genética. Tu diagrama vital —era la voz de May.
Estaban nuevamente debajo de la tierra a gran profundidad, dentro de la Pirámide, en adoración al Tabernáculo. May recitó una prolija letanía científica ante la pantalla; un homenaje al anillo maestro. Ella había examinado minuciosamente el cuerpo de Zed con su anillo comunicador. Bajo su orden, había explorado y captado el diseño de Zed. Su piel, vasos sanguíneos y fibras musculares, luego más profundamente y en áreas más pequeñas, dentro de las células y más allá de ellas, en el interior de sus componentes. Finalmente, sus partículas esenciales, el plan más minúsculo dentro de Zed, había sido proyectado para beneficio de May y para el ojo que vio y proyectó para ella.
¿No podría haber sido examinado también para su propio beneficio? Escudriñó toda la información entrante y seleccionó lo principal y más importante, para su uso ulterior como una línea de defensa y posible ataque.
Utilizando su mentalidad militar, Zed supo que cualquier cosa que yaciera al final de los hilos invisibles que conducían y conectaban con el Centro —eje de la telaraña mística— era un rey silencioso y durmiente, conspirando cuidadosamente para una confrontación y batalla final: su Armagedón.
¿Había exteriorizado sus más recónditos pensamientos, así como sus detalles físicos? Para estar seguro, podría tener clasificada su apariencia hasta ahora, pero no su alma. No todavía, nunca.
—¡Mira!
Sus ojos continuaron siguiendo las pautas, mientras disminuían y fluían delante de sí. Zed se esforzaba, pero no podía descifrar las imágenes sobre la pantalla.
—Tú eres un variable. Una segunda, quizá tercera generación. Por consiguiente, genéticamente estable.
Las frases de May le llegaron en tono deliberado, lentamente, como si fueran reflexiones confirmadas y con visos de realidad por su admisión vocal, como anotaciones en un libro largamente guardado. Estaba subrayando las sospechas que habían surgido a su llegada.
—Cerebro agrandado. ¡Total recordación! Tu potencial es…
May se quedó sin habla. Sus brazos se levantaron como si abarcaran un humo que crecía y llenaba la habitación. Se encogió de hombros y no pudo articular palabras.
—Tu potencial de procreación…
—¿Procreación? ―inquirió Zed, inclinándose sobre la losa.
Ambos hicieron una pausa, conscientes de que May había expuesto un flanco débil a Zed con esas palabras. Ella le fijó la vista con el ceño fruncido, ahora en estado de alerta.
—Arthur Frayn.
Zed desvió la mirada, turbado. Su mente omitió un pensamiento o dos, luego resbaló hacia su punto de concusión. Procrear… Él podría hacerlo en las Tierras Extrañas; era su sagrado derecho. Zardoz lo había decretado así. Había sentido que era un justo y verdadero premio a su superioridad sobre los demás. Podía solamente desposarse con aquellas mujeres que estaban tan bien formadas como él. Ninguna mutante podía ser inseminada por él, ni podía ser suya ninguna bruja salvaje; solamente aquellas con el diseño prescripto por Zardoz.
Entonces la machacona duda comenzó a roerlo, y sintió la náusea de que fue la concreción de Frayn. Zed simplemente había sido otra forma vital para que Frayn jugueteara. Sus acciones amorosas habían sido parte del plan de un gran jardinero, una cuidadosa plantación en la época primaveral, vigilada desde lejos. ¿Podían sus matanzas haber sido la poda y el desmote para el distante hacendado? ¿Era Zed simplemente la única flor con púas, en un campo de otros capullos especiales? ¿No podía acaso ser tan grotesco como los mutantes que él aborrecía? ¿Era el producto de una premeditada razón humana, Frayn?
No debía traicionar esos sentimientos ni para sí mismo, o se debilitaría y quedaría a merced de convertirse en mero instrumento de ella.
—¿Cómo te introdujiste en el Vórtice? ¿Cuál es tu propósito?
Zed sabía que May lo deseaba, por muy poderosa que ella fuera. El interés objetivo de May estaba provocado por el potencial de Zed. El cuerpo de ella anhelaba el suyo.
—Tú eres mental y físicamente superior a mí, o a cualquier otra persona aquí ―dijo ella.
Los ojos de May pestañaron. Zed tuvo la sensación de que el velo estaba rasgado; que las amenazas ya previstas, y el potencial que ella había puesto en descubierto, eran lo mismo.
—Tú puedes ser cualquier cosa. Puedes hacer cualquier cosa… —May hizo un ademán, y luego lanzó su jugada—: Tú… debes ser destruido.
¿Sentía ella realmente esto? Y de ser cierto, ¿cuando cumpliría su amenaza?
—¿Por qué? ―dijo Zed con suavidad.
—Porque podrías destruirnos.
Zed respiró profundamente.
—¿Como han destruido el resto de la vida? ¿Puedes olvidar cuanto sabes ahora acerca de mí?
Ella meditó por un momento, luego replicó:
—Por el bien de la ciencia, mantendré este conocimiento fuera de los otros por el momento. Te conservaré vivo, pero tú debes seguirme, obedecerme, ser circunspecto y hacer calladamente cualquier trabajo que se te encomiende. Yo te vigilaré.
En la comida se escuchó el barullo de siempre. Todos los Eternos estaban presentes. La luz del atardecer se reflejó desde el espejo de la mesa en sus rostros y centelleó a través de la cristalería puesta sobre la superficie.
La habitación era tibia y amistosa, la comida sencilla pero sabrosa. Como una elegante y rica familia, los comensales fisgoneaban e intercambiaban bromas mientras comían, demasiado engreídos realmente para comprender nada fuera de su propio mundo. No obstante, presentaban un atractivo cuadro a Zed mientras ayudaba al Amigo, cuyo turno era servir la mesa.
Zed no dejó de admirar la elegancia y finos detalles del lugar. La mantelería, la cuchillería, y el conjunto de deslumbrantes servicios contrastaban su belleza con la falta de apreciación de sus dueños. Estos actuaban como si fuera su derecho: miraban, pero no veían.
Zed se desenvolvía con naturalidad, llevando y trayendo las papas de la humeante cocina, contento de estar vivo y plenamente ágil, apto para desempeñarse en el oficio más humilde. El Amigo no tomaba sus quehaceres tan fácilmente. Sudoroso e irritado, se mordía el labio y continuaba la tarea.
Zed cumplió sus instrucciones al pie de la letra. A cada persona debía aproximársele por la izquierda, una ligera venia y el ofrecimiento del plato: “¿Desea más?” y levantando después lo servido. Tranquila, humildemente, en rotación, atendía igualmente a todos sin distinción.
—Muévete, estúpida bestia —vociferaba el Amigo.
Los otros prestaban escasa atención a Zed. Más bien lo veían con agrado, especialmente las muchachas, que sonreían y emitían risitas. Con toda calma, Zed proseguía su rutina. Consuella sería la próxima en ser servida; comenzó a temblar con repulsión ante su acercamiento.
—Amigo, ¡lleva esa cosa afuera!
Lanzó una mirada de odio a ambos. Un silencio ominoso cayó sobre la mesa. El Amigo suspiró, provocativamente amable.
—¿Alguien más está molesto? Llevemos a efecto otra aburrida votación democrática. ¿Lo hacemos, Consuella?
Zed cuidadosamente le brindó las papas, desde la izquierda. El vaho de la comida trazó su camino ante sus ojos, y se asentó condensado sobre sus sienes. Ella se lo sacudió, pero rebajó el tono de su voz.
—Es el día del Amigo para preparar la comida. Debe hacerlo sin ayuda, como ocurre con todos. Es fundamental para nuestra sociedad que cumplamos nuestras tareas sobre igual base, y el Amigo lo sabe perfectamente bien.
Zed sostuvo una húmeda papa en el cucharón, adelantado hacia su cara.
—¿Sí o no? —dijo. Su voz sonó fuerte.
Ella se retorció para encararlo, exasperada por su interrupción en el debate.
—¿Papas? Sí o no.
Todos se rieron, excepto Consuella. Mientras las cosas se apaciguaban, el Amigo continuó peligrosamente su sarcástico monólogo.
—Hágase una votación. Afirmo que debe haber más Zeds para realizar el trabajo. Nosotros tenemos vida eterna, y sin embargo nos sentenciamos a toda esta faena penosa. Las aseguro que estoy cansado de doscientos años de lavado; estoy harto de corroer mis manos desnudas contra la ciega, brutal estupidez de la naturaleza.
La garrulería se calmó; el ambiente se puso tenso. Las líneas de batalla se estaban trazando con más firmeza. Zed consideró que debía frenar la confrontación, pero no podía hacerlo por su sola iniciativa. Consuella y el Amigo tendrían su batalla final pronto, y uno de ellos acabaría en la expulsión y la caída: ¿renegado… o apático? ¿A cuál le tocaría esa suerte, y de qué modo sería?
Zed podría sufrir la degradación con ellos. Se acercó a May.
—Tú puedes hacer algo en este asunto, antes de que pase a peores.
Era su cometido protegerlo ahora: compartían un secreto que podría ponerla también en peligro. May asintió; era valioso mantener vivo a Zed por un plazo mayor que el fijado en su sentencia.
—Consuella tiene razón ―dijo, en voz alta―. Zed continúa preso aquí en razón de los estudios científicos. Puede ganarse su mantenimiento en nuestra comunidad, pero no debería hacer el trabajo de un sirviente.
Consuella no estaba dispuesta a recoger esa mano de amistad.
—Ha transcurrido el tiempo suficiente para que finalizaran tus estudios, May. Destrúyelo. Mira cómo desorganiza nuestra comunidad.
¿Podía detectar Zed un significado más amplio en esas palabras?
—Los estudios están casi terminados…
La agitación en torno a la mesa probó que el reclamo de Consuella carecía de serenidad, y era perturbador. Fuera de carácter, parecía muy insignificante y débil. Una muchacha interpuso su voz:
—¿Cómo puedes hablar así frente a Zed? Parece equivocado. Siento de esa manera.
—¡Votemos! —exclamó Consuella.
El Amigo respaldó la petición.
—¡Sí! ¡Votemos!
Los dos extremistas se encararon. Los breves y rápidos gestos del lenguaje privado de los Eternos expresaron discordia, entremezclándose con los ruidos de la disensión. Los altercados y la acritud se hacían manifiestos. La pendencia recomenzó, como había sucedido los otros días, entre Consuella y el Amigo, otrora una sola personalidad. ¿Cómo podrían resolver una división eterna y fundamental, mientras se encerraran para siempre en el mismo edificio? Las viejas heridas lentamente se reabrían.
La votación concluyó. Una mujer, que había sido el foco de la actividad, habló:
—A May se le dieron siete días para completar sus estudios. Entonces Zed será exterminado.
Si bien el proceso de la votación había terminado, muchos proseguían todavía su confuso debate. Zed quedó horrorizado por las noticias, pero tenía que esperar su oportunidad para la evasión.
El clamor de los Eternos subió de punto. Sólo Avalow no perdió la calma; posó la mirada en Zed y May… y comprendió. Se levantó calladamente. Sus manos comenzaron a revolotear y agitarse frente a ella, mientras una prolongada y baja nota —más que musical— surgió de su garganta. Los miembros de la comunidad quedaron azorados y convergieron su mirada, se aquietaron y creció su curiosidad. La disputa había finalizado.
Zed podía percibir que todos estaban concentrados en una persona invisible, gradual e inevitablemente.
—El Monstruo es un espejo.
El grupo se levantó, casi flotando sobre sus pies; sus manos comenzaron a tocarse, sus ojos abiertos para ver más allá de la habitación y retraerse en un estado de ánimo general y unánime. Avalow era la iniciadora, la alta sacerdotisa de su comunión.
—Cuando lo miramos, lo hacemos también en nuestros propios rostros ocultos… — sus ojos naturales estaban completamente ciegos, sus cuerpos parecían vehículos vacíos—. Mediten en esto en Segundo Nivel…
Algunos emitieron una suave música. Otros arrojaron al aire sus velos transparantes, de manera que quedaran sobre sus cuerpos como un aislante en contra de la realidad. Se estaban convirtiendo en una sola personalidad.
Había una excepción: el Amigo. Combatió la mente comunal, todavía sentado, y luego se expresó con voz ahogada:
—No, no, no, yo no iré al Segundo Nivel; no quiero. No seré una sola mente con ustedes. Yo sé lo que May desea con Zed. El Vórtice es una obscenidad. .. ¡No! ¡Odio a todas las mujeres! Nacimiento, fertilidad, superstición… ¡No! ¡No!
Sus palabras causaron aflicción a los meditadores. Se volvieron hacia él con sus palmas, señalando enfocar su pensamiento mientras se debatía en lucha. Sus ojos se agrandaron, mortíferos y resueltos como un solo hombre. Un solo ojo ciclópeo enorme. ¿Acaso May habría hablado para silenciarlo? Zed se corrió hacia la ventana.
—El Amigo está más allá de la redención.
El Amigo gritó:
—¡No!
—El Amigo es un Renegado. ¡Expúlsenlo! ¡Arrójenlo! ―corearon todos los Eternos.
Zed sintió la invisible, tremenda y desigual batalla que se estaba librando en torno a su persona. Los únicos signos exteriores eran las manos estrechadas. Mientras señalaban al Amigo, éste pareció doblarse bajo olas de presión, en plena lucha defensiva, tratando de desprenderse de la garra de un gigante. Luego se abalanzó sobre la mesa, muerto o herido por una fuerza fantasmal paralizante, y el anillo de cristal cayó de su dedo arrancado por una mano invisible.
Los Eternos se miraron entre sí. Bajando lentamente sus manos, hicieron una pausa, luego continuaron con sus asambleas. Se volvieron el uno hacia el otro y se tocaron, resultando la misma criatura ciega que el Amigo había rehusado ser, y la que lo había castigado. Los ojos del Amigo se enrollaron, su boca quedó siniestramente abierta.
Zed se aproximó a su lado. Levantó la pesada cabeza. Se le escapó de las manos y golpeó sobre la fría superficie de la mesa.
Zed percibió la muerte, su propia muerte. Echó a correr.
Capítulo VII
EL DÍA DEL JUICIO UNIVERSAL SE APROXIMA
Zed corrió hasta más allá del límite de sus posibilidades. Aquí existía un misterio que no podía penetrar. El conocimiento y las intenciones de May podían ahora ser conocidas por todos. Votarían por el olvido instantáneo, y estarían probablemente debatiéndolo en ese momento. ¿Podrían esas miradas realmente matar, o habría el Amigo, pobre perdido Amigo, bromeado cuando dijo: “Las miradas pueden matar aquí”? ¿Estarían recurriendo a un instrumento capaz de atraparlo mientras corría, o podrían solamente aturdir lo que tenían a la vista?
Zed hizo un esfuerzo supremo para salir de ese lugar.
Corrió sobre los lucientes y verdes campos, hacia el borde del Vórtice. Echó un vistazo a las negras colinas bordeantes de la tierra, y luego reemprendió su desesperada carrera hacia la frontera, divisando la orilla de vida.
Una chamuscada zanja de unos 10 metros de ancho se extendía hasta donde alcanzaba la vista, separando los desperdicios de ceniza ―que conocía tan bien― del verde Vórtice, como un cuchillo que, pendiente sobre la garganta, decide la vida o la muerte. Mantuvo su avance a zancadas mientras se acercaba a la línea que debía superar de un salto, ya que con seguridad estaría envenenada y su simple roce sería fatal. El viento trajo como eco una voz familiar.
—Cuidado, te estás aproximando al Resguardo Periférico.
Entonces sintió un tirón hacia atrás, como si hubiera tropezado con una pared invulnerable y final. Con todas sus energías corrió a lo largo del borde, con la misma presión siempre reteniéndolo con fuerza insoportable. Inclusive el viento estaba inmóvil. Una prisión sin barras, glacial y perfecta.
Atisbó las laderas de las colinas quizá por última vez, el sitio que no sería ya más su coto de caza. Tres jinetes aparecieron en la distante cumbre y clavaron la vista sobre él. Eran guerreros familiares. Zed levantó sus brazos en señal de saludo. El caballo de la vanguardia se encabritó. Dispararon un brillante cohete retribuyendo el saludo, luego se dieron vuelta y desaparecieron impasibles.
Zed resbaló entre los árboles. No podía escapar, y decidió atacar. Su única posibilidad, no obstante su frágil viabilidad, era la de dar batalla al Vórtice.
Sus hombres estaban en las cercanías, a una distancia que podría ser muy bien un centenar de kilómetros de aquí o a 80 metros apenas. Lucharía hasta que la muralla fuera quebrantada. Si no fallaba, Zed podía derribar el Vórtice desde el centro… o morir en el intento. La perspectiva lo estremeció. Todas las probabilidades se alineaban en su contra. Sería una contienda final para un gran guerrero.
Caminó en forma circular. Siguió la frondosa senda cuidadosamente, de modo de no encontrar ningún caminante. No era muy trillada. Salió de esa senda y marchó en círculo cerca de ella, a través de los matorrales; luego se precipitó a la inmensa ventana que abarcaba en un costado, desde el suelo hasta el techo, percibiendo la luz solar. Estaba de regreso en la vivienda de los Renegados.
Adentro, la vida de negrura como la tinta seguía su curso estremecedor. Muchas vidas en realidad, consagradas inexorablemente a cierto tipo de actividades. La visión de Zed fue ofuscada por los reflejos de los árboles. Se arrimó más cerca y puso las manos sobre los ojos como visera, pegando la cara a los vidrios.
Los ancianos estaban bailando. Lentamente daban vueltas, pareja por pareja en torno a la vieja pista de baile. Una cara decrépita giró para mirar a Zed; su largo brazo huesudo se levantó lentamente para señalarlo, como si lo reconociera. Los ojos acuosos y las bocas desdentadas temblaron con inusitado esfuerzo. Zed se sintió punzado…, no por la punitiva mirada de los Eternos, sino por un sentimiento de piedad por esos seres. Admiración también, por la insistencia de ellos de mantener su ridicula danza, con el afán de llevar el paso con el tiempo, aparentemente para siempre. Impelido hacia ellos por una oscura razón, cruzó la puerta corrediza.
—Busco al Amigo. ¿Lo han visto ustedes?
Los ancianos parecían no escucharle, pero le devolvieron la pregunta con una sonrisa maliciosa. Súbitamente, el Amigo apareció allí, vestido como el resto de ellos, pero joven. Volvió el rostro: la mitad de su cara se había arruinado…, surcada de arrugas, el ojo abotagado, la boca floja; aun su cabello había encanecido en ese lado. Su brazo colgaba flácido, arrastrando además la pierna. El gigante lo había golpeado con dureza.
—Amigo.
—Sí ―el Amigo tornó plenamente el rostro hacia Zed—. Viejo amigo… ¡Esta es tu obra! —gesticuló hacia él su cara llena de estragos.
Cesó la música.
—Escuchen esto, viejos idiotas. Conozcan a esta criatura del mundo exterior… —vengativo, cínico, levantó la mano de Zed como la de un campeón—. ¡Este hombre tiene el don de la muerte! Puede repartirla, y morir él mismo. ¡Es un mortal!
Ellos se arremolinaron alrededor de Zed, curiosos, tembleques y serviles. Una vieja trató de besarlo.
―¿Lo devolvemos a la muerte?
La multitud vociferó:
—¡Sí!
—¡Gloriosa Muerte!
—¡Sí!
—¡Muerte silenciosa!
—¡Sí!
Se aproximaron más ahora, no en trance amoroso sino violentamente, presionando con más intensidad, dándole de puñetes. Zed sintió el horror de esos viejos huesos en torno suyo y pensó: “Me sería fácil eludirlos”, pero ellos lo machucaban con tal vigor, que no tuvo más remedio que luchar para zafarse.
Había mas para reemplazar a los primeros. El Amigo continuó azuzándolos hasta el frenesí y Zed quedó acorralado contra una pared, atrapado, tieso.
—¡May, la científica, quiere usarlo para producir otra generación que sufra nuestras agonías!
De modo que el Amigo conocía los pensamientos, tal como Zed había imaginado…
Ellos aullaron en fútil furor luego de esto. A pesar de sus enfermedades ―o a causa de ellas―, trataron de demoler a Zed. Lo arañaban y rasguñaban, saltando sobre él, sumergiéndolo en olas de decrépita energía, dañosa pero antigua. Zed, vapuleado, rodaba entre los arrugados vejetes. Muchos más reemplazaban a los que Zed había puesto fuera de combate; como perros de presa en pos de un cerdo salvaje, no abandonarían la lucha.
Se dio maña para pelear, acercándose hacia donde estaba el Amigo. Se produjo entonces un poderoso rugido:
—¡ALTO!
Retumbó a través de la habitación. Se apartaron de Zed, que ya no podía salir ni adelantarse.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó el Amigo.
—Una Muerte Dulce. El olvido.
—¿Para ti, o para la totalidad del Vórtice?
—Para todos. Un fin para la carrera humana, que ha plagado este hermoso planeta desde hace demasiado tiempo.
El Amigo parecía ahora en trance casi poético; al fin había algo que él sentía profundamente. Los Renegados habían cesado de escuchar, y lo aclamaron a través de crepitantes gargantas.
Zed, en tono despectivo, acusó:
—¡Ustedes están apestados por la desesperanza!
—¡Sí! —cacareó el Amigo, demostrando conformidad.
—¡Defiéndanse! —respondió Zed.
La multitud aplaudía ahora tanto a Zed como al Amigo. El Amigo lo miraba extrañamente, mientras los Renegados vitoreaban con alborozo.
—Yo pensé al principio que tú eras el llamado para ayudar, pero ya es irremediable. Todos mis poderes se han perdido. Me han arrebatado incluso mi anillo comunicador.
El espíritu del Amigo se hundía, pero Zed lo sacudió.
—¡Lucharermos por la muerte, si es eso lo que ustedes quieren!
Todos estaban de su lado ahora; viejos y achacosos, pero aliados al fin de cuentas. Zed les había tocado la fibra más íntima: su anhelo por la muerte. Esta era el arma secreta. Si él podía llevarlos a la muerte, o la promesa de ello, serían suyos.
—¿Dónde está… el Tabernáculo?
El Amigo sacudió la cabeza.
—El Tabernáculo… no podemos recordar. ¿Cómo podría ser eso?
—¿Quién lo hizo? Alguien debe saber cómo destruirlo.
—Sí. Él… ―dijo.
Apuntó hacia el hombre que Zed había visto primero a través de la ventana. Un individuo postrado en cama, aquel que lo había señalado de manera tan acusadora y terminante.
—Uno de los genios que descubrieron la inmortalidad. Pero no le gustaba para sí mismo. No se conformaba, y esto es lo que esa agradecida gente hizo de él.
El Amigo se encorvó, gritó en el oído del anciano y lo picaneó con un garrote.
—¡Queremos morir! ¿Cuál es el artificio?
Nuevamente el anciano miró a Zed y despaciosamente levantó su dedo índice hacia el ojo de Zed. Sonrió con una mueca desdentada, luego resollando habló.
—¡Muerte!
Los otros retrocedieron, como si Zed hubiera sido designado Ángel de la Muerte por el Arquitecto de la Vida Eterna. Zed retuvo la acuosa mirada del anciano y le fijó la vista profundamente en los ojos.
—May podría saber —gruñó.
—Es probable —el Amigo tembló con excitación.
Zed giró a la izquierda, y corrió para encontrar a la mujer que podría saber.
Zed conocía bien los predios, y escabullándose sigilosamente logró llegar hasta la Casa Invisible con rapidez.
Algunos de los Eternos se habían desplazado del grupo central de contemplación a otros lugares de embelesamiento. Zed vio a May a través de la ventana de la habitación de los telares, mientras pasaba a hurtadillas a lo largo del exterior de la Casa. Permanecía silenciosamente entre las muchas y coloridas colgaduras. Su cuerpo rígido pero relajado estaba en el centro, una flor de agua con los colores de las madejas que mezclaba a su paso.
Una vez en la habitación, Zed caminó lentamente por el piso de madera, levantando capa tras capa de gasa para llegar a su lado. Su cuerpo se tornó más y más distinto a medida que Zed se aproximaba, hasta que finalmente sólo su propio ropaje de contemplación la separaba del aire exterior… y de sus manos.
May estaba inmóvil dentro de sus envolturas de seda. Su lenta y regular respiración era el único signo externo de vida; una estatua viviente en un bosque de tapicerías transparentes.
Zed se plantó frente a ella. Sus ojos enfocaron retrospectivamente desde el infinito al presente.
—May… necesito tu ayuda.
Sin hacer un movimiento o darse cuenta de su presencia, ella habló.
—Tú quieres destruir el Tabernáculo.
—Deseo la verdad.
—Tú debes darme la verdad, si quieres recibirla.
—Estoy listo.
—Te quemará.
—Entonces quémame.
Zed comprendió que ése sería su momento más débil, pues al dar el próximo paso estaría dentro de su poder, en su total fortaleza. Si él daba un paso dentro de la trama que ella sostenía tan atractivamente, estaría perdido por muchos minutos; sería atrapado y transportado, su cuerpo no más que una corteza, que podría ser muerta en su ausencia espiritual. ¿Daría el paso adelante?
May sonrió, hizo ademanes insinuantes. Un hermoso rostro, pero ¿qué es lo que se ocultaba detrás? ¿Podría ella convertirse en una bruja intratable cuando él estuviera en sus brazos, y entonces extinguirlo a voluntad?
Tenía que confiar en ella. Sólo May tenía las llaves de la última puerta. Él sabía que ella lo necesitaba más de lo que podía admitir ahora… Lo deseaba: cuerpo, alma, espíritu y simiente. ¿Lo desposaría y luego lo mataría, como cierta araña, para descartar luego su cuerpo vacío?
Él la miró nuevamente. La sonrisa de May se apagó y sus ojos bajaron por un instante, luego se levantaron para desafiarlo: con naturalidad, sin asomo de otro designio que no fuera el impulso de hacer nueva vida partiendo de la antigua.
Zed hizo una pausa; aspiró una bocanada de aire como si se zambullera bajo el agua, y luego se deslizó debajo de la superficie de su velo irisado. May avanzó, y Zed estaba con ella. Quedó encerrado, envuelto por la trama modelada. Sintió correr un cosquilleo sobre su piel, proveniente de sí mismo o de ella, o del débil resplandor del velo que no conocía.
—Dímelo todo, muéstrame imágenes. Abre tu mente, tu memoria. Retrocede al comienzo, abierto-abierto-abierto.
Zed estaba atrapado dentro de la trama. Como una mosca en poder de una araña, había volado voluntariamente al centro viscoso, mientras ella meramente esperaba. Lo había aguardado. No había escapatoria. Sólo los ojos de ella llenaban su mente, y la terrible mirada penetrante se hizo más dilatada. Zed trató de aferrarse a los extremos de su estado de conciencia, pero se sintió resbalar en la oscura bruma de sueño que ella controlaba.
Luchó contra ello como un marinero náufrago, al garete con una sola tabla de salvación. Como si sus manos dejaran de asirse a la tabla flotante, así su mente se deslizó de su conciencia y lo dejó a flor de agua y solitario en la superficie.
Zardoz bramó:
—Ustedes son los elegidos. ¡Salgan a las Tierras Foráneas y maten!
El viento cruel los mordió mientras ellos proclamaban en un grito su eterno amor por Zardoz. Sus voces, diminutas como el mismo viento, diseminaron los sonidos a lo largo de las llanuras hasta las montañas, donde el eco de su Dios todavía retemblaba.
La voz de May, como en un sueño borroso, expresó:
—Ven. Ya hemos visto ésto. Mira más profundo y distante.
—Zardoz es nuestro único dios —respondió Zed—. Él se manifiesta de misteriosas maneras… —Zed pudo verla con precisión. Simplemente comprendió el juego que May desplegaba, con él como tablero y todas las piezas.
—Pero tú perdiste tu fe. Enséñame cómo.
Él se hundió más hondo todavía.
La calle de la ciudad bullía con el ir y venir de la gente. Se trataba de una selecta cacería, galopando dentro y fuera de las casas, vuelta y vuelta. La cantera era buena. Jóvenes y resueltos eran los que se resistían ahora, no como en tiempos más lejanos. Estos hombres tenían fortaleza; algunos inclusive llevaban armas. No eran de aquellos hombres horribles, semejantes a monstruos; tal como Zed, éstos tenían piernas hábiles, eran fuertes y rápidos…, pero todavía no eran tan vigorosos y ágiles como Zed, ni tan flexibles y peligrosos como él. ¿Cómo serían, cuando Zardoz no fuera con ellos?
Los Exterminadores que habían caído sobre estos Brutales no podían esperar un rápido desenlace. No podrían extender la muerte por varios días ―con gran regocijo―, pues las armas eran la fuente real de la celebración. Este sueño consistía en capturar armas.
Todo ello hizo más excitante la empresa para los ángeles de la Exterminación. Asesinar a los seniles, los pasivos y débiles constituía simplemente un quehacer doméstico. Ahora, estos eran hombres.
Las calles ―como las casas― estaban cubiertas de desperdicios y escombros, formando una batahola de piedra, con muchos Brutales que actuaban desde las paredes y los tejados. Ellos perseguían a sus víctimas hasta grandes distancias.
—Zardoz nos dio el Arma. Resistimos bien. Yo sabía la verdad. El Hombre ha nacido para cazar y matar. Eso era suficiente. Pero… algo ocurrió. Cambió todo. Perdí mi… inocencia.
La calle conducía a una vasta plaza, con edificios más grandes. En el centro estaba el campamento de los Brutales. Allí concentrarían su resistencia, entre sus harapientas tiendas de campaña y los niños, cuando les fuera ya imposible huir.
Una luz centelleó en una alta ventana, a la izquierda de Zed. Se revolvió y divisó una cara que hacía señas; luego se desvaneció: era un rostro enmascarado, o quizá un monstruo. Desmontó del caballo y penetró en el edificio, mientras sus amigos ponían el campamento bajo el dominio de la Espada. Zed los dejaría hacer su juego; esta nueva cacería era más interesante.
Atravesó varios corredores que se estrechaban, se volvían más bajos, y proliferaban. Estaban atestados de libros desde el piso hasta el techo. Todos ellos enmohecidos, muchos dañados; algunos habían caído sobre el piso, como ladrillos de una derrumbada pared. El sitio tenía el aspecto de una ciudad interior de papel. Como en el exterior, se veían áreas abiertas como plazas, espacios más pequeños, y cosas por el estilo. Zed olfateó en pos del rastro del hombre y avanzó pausadamente a través de este laberinto, sobre añejos volúmenes y destartalados escritorios, en plan de búsqueda.
Una figura ―el hombre que había visto antes― se detuvo brevemente al pie de los peldaños de madera. Hizo señas a Zed, luego se dio vuelta y subió la escalera silenciosamente hasta perderse en la oscuridad. Habituado al arte de la emboscada ―aunque intrigado―, Zed ascendió cautelosamente tras la diminuta figura. Con el percutor del arma preparado, se deslizó en todas direcciones. Su sentido homicida le indicó dónde estaba escondido el hombre. Ahora lo tenía en sus manos.
El hombre estaba de espaldas a la puerta, encerrado en un callejón sin salida. Zed levantó su arma, centró la mira sobre la espalda del sujeto… y luego la bajó.
—¿Por qué le perdonaste la vida?
—Algo… No sé.
El hombre sostenía un libro en sus manos, leyéndolo calmosamente.
—¿Has visto alguna vez un libro antes?
—Nunca.
Zed echó un vistazo en torno del sector donde estaban. Los libros eran más brillantes y sencillos que los otros, sus tapas más tersas. El volumen que el hombre sostenía estaba ilustrado. Permaneció de espaldas a Zed, completamente libre de temor, y abstraído en la extraña prosecución de escrutar las páginas. Zed se movió más cerca; si eso era de mayor importancia que el miedo a la muerte, debería saberlo. Había visto a muchos hombres implorar y llorar y aun reír, cara a la muerte…, pero nunca esto.
A medida que se aproximaba, el hombre se escurrió lateralmente y se esfumó por un invisible pasaje, y dejó el libro flotando en el aire.
Esto lo asombró tanto que no prosiguió la persecución del individuo por el laberinto por el cual había huido. Sólo quedó el libro. Lo tocó cuidadosamente, y sintió los delgados alambres que lo sostenían y conducían hasta el techo. Aquí no había trampa. No existía nada preparado para caer sobre él o disparar, simplemente… ese libro.
Una manzana figuraba en la primera página, sobre un signo, una “A”. En la siguiente, una pelota encima de ella otra marca, una “B”. En el dorso un diminuto gato, debajo una “C”.
—Sí.
—¿Cuánto tiempo te tomó?
—No mucho. Yo leí todo. Aprendí todo aquello de que se me había privado. Las características del mundo antes de que cayera la oscuridad. Entonces encontré el libro llamado… llamado…
Su voz balbuceó, tomada por una extraña emoción; algo demasido doloroso para recordar.
El cerebro dilatado de Zed había leído con increíble velocidad. Había aprendido la manera de leer en unos pocos minutos. Encontró que podía leer un libro con suma rapidez. Su vista podía pasar sobre las páginas más rápido que el pensamiento, y todo cuanto leyó lo retuvo prontamente en la cabeza. Se embebió en el aprendizaje como la primera lluvia en un desierto, incesantemente y sin esfuerzo. Se sintió llenar hasta el borde con una nueva vida. Toda su existencia lentamente pivoteó sobre un nuevo eje.
Un libro lo detuvo como una bala.
—¿Cuál era ese libro? ¿Cuál era su título?
May lo presionaba. Dábase cuenta de la importancia de ese libro.
Zed lo partió en dos, y luego en mitades nuevamente una y otra vez, hasta que los pedazos quedaron del tamaño de copos de nieve. Zed los dispersó por el aire, luego desgarró los diccionarios, las enciclopedias, las cartillas de lectura, los textos de matemática, las historias de los anaqueles, arrojándolos por el aire. Una ventisca de papel se arremolinó a su alrededor, presa de su furia. Era el centro de esa tormenta.
Zed retornó a la habitación. May seguía presionándolo. Luchaba contra la voluntad de ella.
—No recuerdo.
—¡Dime! ¡Muéstrame! ¡Debes decírmelo!
Zed estaba paralizado por los ojos de May.
—No puedo…
Parecía que ella lo cegaría para siempre. Zed trató de desasirse, pero no pudo resistir sus tiernos brazos atrayendo su cara a sus pechos. Ella le acarició el cabello.
—Cuéntame cómo viniste dentro de la Piedra.
—No lo sé.
—Por supuesto que lo sabes.
—No puedo recordarlo.
Zed sintió que comenzaba a sofocarse debajo de la ropa, dentro de sus brazos. Podía ver afuera, distinguir la habitación, pero hasta el borde del Vórtice. Se sentía sellado interiormente.
—Sí, tú puedes.
Zed retrocedía en el tiempo nuevamente, de retorno a la Cabeza, entre el grano.
—Tú sabías que Arthur era Zardoz, ¿no es cierto?
—¡No!
—¿Tú mataste a Arthur?
Otra vez vio a Arthur en la cabeza volante.
—No.
—Muéstrame la imagen entera.
Desesperadamente trató de retener en el olvido la imagen de Arthur.
—No…
No podía resistir por más tiempo. Estalló en su mente, y otra vez Zed le disparó a muerte, derecho a través del cuerpo; y de nuevo se dio vuelta y sonrió, ese hombre que estaba de regreso tan pronto de la muerte, levantándose, mientras ahora Zed se estaba hundiendo.
Zed se convulsionó en la habitación de los telares, abrumado de dolor. May lo consolaba mientras trataba de apaciguarlo.
—Asesinaste a tu dios… por accidente. ¿O no fue un accidente?
Zed sintió tal paz, que se descargó de la memoria; el agudo dolor de cabeza se le había ido. Ella dibujó una sonrisa y luego ronroneó.
—Ahora… muéstrame el libro.
May lo acunaba como a un gato. Si se movía, los ojos de ave de presa se hundirían hondamente en su cerebro. Calidez tras de la crueldad, capas de bien y mal en su corazón. El cuerpo de Zed respondió como poseído, exánime ante la locura de ella.
—El libro. Ese libro.
Zed lo rasgó y rompió una vez más hasta hacerlo trizas.
—¡Todo es una treta! ¡Todo es una treta! ―gritó.
—¿Cuál fue la treta? ¡Dímelo!
Los ojos de May lo habían dañado, estaba herido. No podría resistir. Su cabeza cayó hacia adelante. Estaba exhausto, liquidado.
La confesión fluyó tranquilamente.
Zardoz dijo:
―¡Alto!… ¡Basta!…
Los campos se extendían hasta los bordes ennegrecidos del paisaje. Debajo de la tierra cenicienta, estéril, chamuscada y corrompida por anónimas manos, sin duda alguna y desde hace tiempo, yace un suelo húmedo y fértil, en espera de las semillas.
Zed había inspeccionado la planificación y las excavaciones. Los prisioneros trabajaban en hileras, hasta que morían y eran reemplazados. Zardoz lo había decretado así. Les dio unas semillas especiales, y sólo ellas germinarían. Procedían del Cielo-Vórtice, obsequios divinos que debían reverenciarse y plantarse con plegarias y nutrición.
—Zardoz te instruyó no matar más.
—Sí.
—Sino a tomar prisioneros.
—Sí.
—Hacer esclavos.
—Sí.
—Cultivar la tierra, en vez de matar.
—Sí.
—Producir trigo.
—Sí.
—¿Necesitabas el trigo?
—No, nosotros comíamos carne. Éramos cazadores, no agricultores. Zardoz nos traicionó.
—¿Realmente tú sabías acerca de Zardoz, o intuías…? Ese libro.
—No.
—Explica cómo lograste introducirte en la Piedra. ¡Dímelo!
Zed estaba preparado. Los demás, tal como él, estaban a la espera. Zed había transmitido su instrucción a los otros y todos ellos, con la misma aptitud de absorber conocimiento, habían madurado junto con Zed para este momento. La Cabeza pasó lentamente sobre ellos, mientras hundían sus caras en el suelo, en homenaje y temor por su venida.
Las filas de carretas tiradas por caballos aguardaban mansamente, rebosantes del áureo grano, plantado, espigado, cosechado y cernido de acuerdo con las órdenes impartidas desde la Cabeza. Llegado entonces el momento de acopiar su cosecha, Zed esperaba invadir el territorio natal de la criatura, tal como Zardoz había invadido el suyo.
—¿Tus amigos eran Mutantes también?
—Sí.
—¿Tenías un complot?
—Sí.
—¿Por venganza?
―La verdad. Nosotros queríamos la verdad.
—Demuéstralo. ¿Qué libro era ese?
May había asido de nuevo su mente y la dirigió a la biblioteca. Reveló por fin el libro que aún retenía. No podía ocultarlo por más tiempo.
EL MAGO DE OZ
Por L. Frank Baum
con ilustraciones de
W. W. Denslow
Geo. M. Hill
CHICAGO - NUEVA YORK
1900
“EL MAGO DE OZ - WIZARD OF OZ”. El título impactó su memoria, remontándolo al tiempo en que Zed penetró en la oscura boca.
Zed y sus tres camaradas se hallaban sobre los labios de Zardoz, flagelando a los esclavos para que descargaran allí las canastas de granos. Éstos se alinearon en un circuito formado desde las carretas al centro de la boca.
Zed hizo señas a sus colaboradores y se zambulló en el rimero de granos. Ellos comenzaron a cubrirlo con paladas ininterrumpidas. Ahora se encontraba oculto en la profundidad de la carga de Zardoz, formando parte vivencial del sacrificio anual, listo para ser transportado al recinto del dios, conocido como “Vórtice”.
—Comprendí el truco. Era simplemente esto: Wizard of Oz… ZARD-OZ… Zardoz.
Y en su recorrido retrospectivo, nuevamente cubrió las letras con sus dedos, para recrear el nombre sagrado del título de un libro para niños.
Volviendo al presente, Zed revivió el momento en que lo habían dejado en la Cabeza. Miró hacia arriba a través del trigo y ahí estaba Arthur Frayn, hablándole a su anillo comunicador. Se escuchaba la voz distorsionada de Zardoz, mientras Frayn observaba entretenido, a través de los ojos cristalinos, a la muchedumbre postrada en el exterior de la boca.
—Zardoz está complacido. Velará por ustedes. Trabajen arduamente y produzcan buenos cultivos; cuando se mueran, todos irán al Vórtice y vivirán… eternamente.
Ésta fue la explicación de todo. Había sido por mucho tiempo la idea de Arthur. La calificaba como un simple método de controlar las Tierras Foráneos.
—El Mago de Oz es un viejo relato sobre un hombre cuya amplificada voz y horrible máscara atemorizaban a la gente. Hasta que vieron detrás de la máscara, y hallaron la verdad.
Como en el libro, así sucedió en las Tierras Foráneas. La gente crédula y timorata había sido sometida por viles trucos. Había trabajado con reverencia para un charlatán, un mequetrefe personificando a dios. Los había intimidado, y a cambio les había dado consejos baratos disfrazados como religión. Mientras tanto, los explotaba forzándolos a vivir en la incertidumbre, y los utilizaba para ejercer su control sobre el conjunto.
La vida de Zed había constituído la fantasía de ese hombre. Bajo su yugo de superstición, no podían lograr sabiduría, libertad y una mejor comprensión del mundo. Estaban limitados a vivir siempre en las tinieblas del terror, la ignorancia y la explotación.
Más aún: tenían que adorarle y obedecerle. Si acaso los abandonaba…, sin sus armas, superados en número por los Brutales, como ocurría, habrían sido eliminados en cuestión de días.
Peor aún: Zardoz los había antagonizado. Eran unos soldados genocidas, matando a su propia estirpe, derramando su propia sangre en nombre de una causa grotescamente ajena. Actualmente se los usaba como un granero de esclavos para el reino de Zardoz. Y mientras la gente de Zed desfallecía de hambre y se moría, Zardoz engordaba cada vez más y se reía de ellos.
May lo trasladó de nuevo al presente. El pasado ya no discurría delante de sus ojos. Ya no necesitaba Zed forzarse para mantener su lucidez mental, durante el tiempo que su mente estaba a merced del control de ella.
—Se trataba de un procedimiento amañado para hacer que la gente cumpliera esa sucia tarea por cuenta ajena.
—¡Los ricos han hecho siempre lo mismo con los pobres! ―ladró Zed.
—Mentira.
—¿La verdad es más tolerable? Yo no lo creo.
—La historia demuestra habitualmente su preferencia por la supersticiosa religión frente a la verdad.
—Yo busco la verdad ―aseguró Zed.
—¿Verdad o venganza?
—¡La verdad!
—¿Verdad o venganza?
—¡Venganza! ¡Venganza!
Zed cayó entre sus brazos, mientras las últimas palabras de su complot le eran arrancadas. Era un niño nuevamente. May lo besó en la frente y acarició su cabeza.
―Recuerdo sentimientos como éstos… Me conmueven… ―dijo.
Zed besó sus senos, que temblaban con anticipación; sensaciones olvidadas recorrían su cuerpo, provocadas por él. Había una unión entre ellos. Los ojos de May se clavaron en éxtasis en el techo… y se volcaron luego hacia la puerta, atraídos por un ruido.
Consuella apareció allí, triunfante y enardecida.
—¡Así que ésta es tu investigación científica! Hay otra palabra para describirla: ¡bestialidad!
Zed se dio vuelta, poniéndose de pie en dirección a la voz, mientras preparaba su defensa. Consuella apartó bruscamente su mirada de May y fulminó a Zed con un vistazo mortal.
—Esto te costará un envejecimiento de cincuenta años —gritó Consuella—. ¡Ningún hombre, mujer o bestia volverá a desearte!
Zed se esforzó por apearse. Debilitado por el despiadado interrogatorio de May y herido por el dardo de Consuella, consiguió a duras penas ponerse de pie. Ella le dirigió una nueva mirada centelleante y Zed volvió a caer…, pero se irguió de nuevo, a pesar de las olas de mortal odio que emanaban de los ojos de Consuella. Si Zed no lograba superar esta prueba, moriría; de ello estaba seguro.
Consuella le lanzó, concentrando toda su fuerza, su más ponzoñosa centella de ira. Zed se inclinó y caminó hacia ella, no obstante el enceguecedor dolor que perforaba sus huesos y cuerpo.
May miraba, azorada. Zed sobrevivía a las peores pruebas; sus poderes eran supremos. Consuella había desatado unas fuerzas suficientes para detener a cincuenta hombres, y había sido derrotada. Gemía de frustración, y luego de una emoción que estas mimadas criaturas nunca habían experimentado.
Zed estaba insensibilizado por el dolor. Era nuevamente una bestia. Tiró a Consuella al piso, mientras May trataba de contenerlo. En su caída, los telares se desplomaron y Zed se enredó en las madejas, lo que aprovecharon las dos mujeres para huir del alcance de su caótica furia. A tientas trataba de encontrarlas.
May exclamó:
—Está ciego…
—No podemos controlarlo más —jadeó Consuella—. Ahora debemos convertirnos en cazadores y homicidas.
Se escurrieron por la puerta y escaparon.
Zed tropezó con los encajes, que lo enredaban en una maraña. No podía ver. La andanada de Consuella había quemado sus ojos. Escuchó que alguien se aproximaba. Una suave mano tomó la suya y lo condujo afuera.
Era Avalow.
—Ven —le dijo, y lo guió fuera de la habitación.
Estaba en la casa verde que daba frente al chalet de Frayn, de pie entre los árboles y plantas, solo con Avalow. Ella lo había conducido ―tambaleante y casi ciego― a través de secretos pasajes a esta habitación, que no estaba bajo techo ni en la parte externa. Avalow le colocó hojas frescas y hierbas sobre los ojos para mitigar el dolor.
—Esto te restaurará la vista. Luego verás mejor y con mayor profundidad, como nunca lo has hecho antes.
La belleza de Avalow lo deslumbró. Era perfecta, incorrupta e inaccesible, no obstante estar tan próxima. Zed levantó en dirección a ella una mano temblorosa, recordando las rígidas normas que habían regido su conducta en las Tierras Foráneas. Una nueva emoción surgió en su pecho. Se sintió movido por un sentimiento de ternura. Sintió compasión.
—Yo he visto a tus hombres violar a una vieja inválida en una acequia mojada por la lluvia.
Reconoció esta nueva sensibilidad como un signo de debilidad. Avalow miró dentro de sus ojos, nuevamente recuperados de su visión, y vio allí su futuro. Empalideció y tembló.
—Percibo ahora por qué tú estás aquí. Tú eres el Elegido, el Libertador.
Conjugaba palabras misteriosas, todavía incomprensibles para el entendimiento de Zed. Ella parecía estar en los lindes de una decisión.
—Yo te ayudaré…, si cuando llegue el tiempo tú me liberas. Posees gran poderío, pero hay momentos en que esa fortaleza te fallará ―ella desgajó una hoja de una planta de almizcle y se la dio—. Come esto cuando surja la necesidad.
Zed la guardó en su bolsillo. Se sintió renovado ahora por esta ayuda, pero la nueva emoción había dado lugar a otra, una amarga autocompasión.
—Este lugar está construido sobre mentiras y sufrimientos. ¿Cómo pudieron hacer lo que han hecho con nosotros?
Los ojos de Avalow se cerraron. Miró tristemente hacia el pasado.
—El mundo estaba muriendo. Tomamos lo que aún era bueno, e hicimos un oasis.
Ella asió su mano y fue como si hubieran retrocedido a la fundación del Vórtice. Eran como fantasmas, insustanciales e incapaces de cambiar acontecimientos, aptos sólo para observar y aprender de ellos.
Estaban en el borde del Vórtice, en la periferia del enclave. Los Eternos paseaban en grupos, reían, hacían jardinería y se asoleaban; mientras tanto, afuera, en el otro lado, detrás de la muralla invisible, centenares de gentes harapientas ―los antepasados de Zed― golpeaban y arañaban en vano. Imploraban, mendigaban y caían sollozantes al suelo. Hombres, mujeres y niños de todas las edades, con el común denominador de la miseria. Tan pobres ellos como ricos eran los de adentro.
Aislados de los estertores de los agónicos, los habitantes del Vórtice apartaban la vista de los orantes y plañideros remanentes del viejo y mortecino mundo. Éstos se lanzaban como perros contra la pared, impotentes de aceptar que serían abandonados por tan bello, rico y educado grupo como aquél que vivía dentro del glacial recinto.
Avalow le habló suavemente.
—Nosotros, los pocos ricos, los poderosos y conocedores, nos desvinculamos para proteger la sabiduría y el tesoro de la civilización en tanto el mundo se sumergía en una era de oscurantismo. Para ello tuvimos que endurecer nuestros corazones contra el sufrimiento exterior. Somos los custodios del pasado, frente al futuro desconocido.
Los Brutales golpeaban desesperadamente contra el poderoso muro, cuya frágil transparencia contradecía su solidez. Su superficie era impenetrable para todo tipo de sonidos y vendavales; sin embargo, la suave y cálida brisa podía deslizarse libremente. Había, sin embargo, una entrada en lo alto para permitir el acceso de la cabeza de Zardoz.
Hubo una época en que está muralla no existía, y por consiguiente a su turno desaparecía; pues nada construido por el hombre poseía el don de la perennidad. Mientras los eternos se deslizaban entre capullos, pavos reales y estatuas sobre el césped pulcramente alambrado, marcaban contraste con los tonos marrones, grises y oscuros del otro lado de la ciudadela. Para los Brutales era como una pintura paradisíaca; sin embargo, ningún pigmento, luz o sombra creadas por un artista podían haber representado un ambiente celestial tan convincente como éste que ellos veían. Por más que fueran científicos y no artistas los que construyeron este despiadado paraje que se burlaba de sus miserias.
Los Brutales, mientras pugnaban por atravesar la muralla, cambiaron de aspecto. Zed tenía la impresión de que se habían convertido en Eternos, esforzándose por encontrar un medio para introducirse.
Zed y Avalow retornaron al presente. Sus espíritus volvieron a sus cuerpos. Su estructura astral se reunió con la corporal, unificándose nuevamente. Estaban aún dentro del suave y transparente invernadero, protegidos de reflejos y con conciencia de sí mismos; y mientras Zed se reubicaba en su cuerpo, su mirada retenía la imagen de los Brutales lanzándose contra el cerco periférico.
De ahí pasó a la escena actual, su realidad. Consuella y una docena de hombres golpeaban contra el insustancial caparazón que resguardaba ese paraje tropical. Lo habían divisado, y demolerían la cúpula encima de él con sus puños y armas, y lo golpearían hasta matarlo.
Capítulo VIII
CONSUELLA, JEFA GUERRERA
La superficie de plástico cedía bajo la presión. Avalow retrocedió con la mano extendida, demasiado tarde para salvar a Zed, mientras la temblorosa estructura se desplomaba por encima de ellos. La muchedumbre avanzó como una ola sobre la base semicircular; acuchillaron con sus espadas y armas de filo, pero la delgada membrana no sucumbía.
Pero el material finalmente cedió. Un garrote introducido por la abertura golpeó su cuerpo. Zed cayó. Todo el anexo se estremeció, gimió, luego se dobló aplastado como una carpa sobre él. Lo iba a sofocar. Arrastrándose sobre sus rodillas y manos, trató de abrirse camino, pero la membrana, aunque clara como el agua, era resistente como el acero.
Una lluvia de golpes le cayó encima. Sus atacantes trataban de ultimarlo, exprimiendo el aire de la membrana y por ende de sus pulmones. Cerró en un puño su mano derecha y la colocó delante de su rostro. Lentamente se puso de espaldas, concentrándose como cuando Consuella trató de victimarlo, y comenzó a presionar contra la membrana.
El plástico cedía bajo la presión de su puño. Sus atacantes se detuvieron para observar sus agónicos esfuerzos contra el impenetrable material, pero se quedaron atónitos, viendo cómo su mano salía, lenta pero firmemente, hacia la luz que era la vida. Dieron un paso atrás, atemorizados, y a medida que ellos retrocedían, Zed avanzaba.
Con energía sobrehumana destrozó la membrana que lo aprisionaba, y como una víbora que se desprende de su piel se zafó de la bolsa embrional, dejándola vacía y arrugada; sólo residuos de plantas y recipientes destrozados componían ahora el jardín experimental de Frayn. Mientras permanecía erecto, lo azotaron nuevamente. Salió corriendo, y cruzó como una flecha a través de ellos hacia una carreta próxima a la panadería, y arrebatando una bolsa de harina recién molida, la arrojó al paso de sus perseguidores.
Una enceguecedora nube de polvo blanco se esparció entre ellos, detrás de la cual Zed desapareció. En medio de la densa bruma, los Eternos perdieron su derrotero y su presa.
Cuando todo se aclaró, él ya había huido. No quedaron ni huella ni rastro de Zed, ni siquiera una verja batiente delataba su trayectoria. Estaba libre dentro del perímetro del Vórtice, enardecido y con poderes mortales, habiendo probado poseer una fuerza incontenible y ser un avezado homicida.
Corrió con cautela hacia el lugar de la periferia donde había divisado a sus compañeros por última vez. Una mayor cantidad se había congregado —reunidos en el límite de la muralla invisible, en espera de su comandante Zed—. Él les indicó rápidamente que solamente tenía un plazo de seis días de vida, y tal vez menos, y que su tarea distaba de estar cumplida. Seguidamente les señaló que retornaran a su escondite, ya que oyó el rumor de los caballos de Consuella.
Se fundieron con la maleza, mientras que Consuella, a la cabeza de un séquito de perseguidores, pasaban como ráfaga a lo largo de la estrecha frontera de la muralla.
Consuella debió haber formado grupos para que aceleradamente cubrieran a lo largo de la circunferencia los límites de sus dominios. De esta manera podría abarcar toda la periferia en cuestión de minutos. ¿Sabría ella que Zed tenía partidarios esperando en las Tierras Foráneas, a escasa proximidad de la muralla, o pensaría que él trataría de huir por su cuenta, en su último intento de fuga?
Zed contaba con que Consuella creyera en esta última opción, puesto que eso significaría que continuaba menospreciándolo. Con esa esperanza, Zed saltó bruscamente en el aire y cayó casi verticalmente, a lo largo de una extensa ladera que, por su inclinación, ningún caballo podría recorrer. Él podría haber saltado justamente antes que ella llegara. Sus señales, el retiro de sus tropas y su escapatoria podría haberlas logrado secretamente. Si ella hubiera estado galopando con firme ritmo, los árboles podrían haberle brindado esa cobertura, esos segundos adicionales. Tocó suelo y salió corriendo, sin perder tiempo en mirar hacia atrás y ver si alguien lo había divisado. Consuella había patrullado los límites de la frontera, y pronto recogería la red para atraparlo de una vez por todas.
Zed trotó a través del bosque hacia el familiar claustro de los Apáticos, cuyas ventanas se asomaban oscuras entre las piedras. Se desplazó a lo largo de la pared y entre los erguidos árboles y saltó al patio. Ahora le llevaba una pequeña delantera a Consuella; seguramente lo habrían visto entrar. Zed vaciló y se escabulló en una galería, en el mismo lugar donde una vez había arrojado el pan y se había embarcado en una frenética danza ante el inerte auditorio de los Apáticos.
Entre esa gente agobiada por una parálisis, no existían amenazas, estaba todo inmóvil. Allí permanecían, todavía perdidos en una suerte de niebla subacuática, marchando hacia él tan lentamente que Zed casi no podía percibir ninguna noción de vida, mientras resollaba roncamente para respirar, tragando el aire que ellos escasamente aspiraban. Les volvió la espalda y apoyó su rostro en la pared de piedra ―que lo golpeó húmedamente y rasguñó su mejilla―, lo que le permitió espiar con un ojo en derredor a la plaza exterior. Consuella y su banda lo buscaban en el patio.
Zed miró hacia atrás y vio que los Apáticos habían avanzado apenas, como letales plantas vivientes; en alguna medida inhumanas, pero al mismo tiempo con las condiciones de seres vitales.
En la vanguardia estaba la muchacha que había abrazado, acariciado y después repudiado. Ésta abrió la boca y trató de hablar. Aterradoramente, todos trataban de tocarlo como arácnidos, con sus brazos extendidos igual que algas flotando en una profunda corriente marina.
Se oían ruidos de cascos sobre el empedrado trasero. Consuella y sus tropas habían invadido la plaza; un chasquido de fuego se unió al ruido del paso de la caballería. Consuella estaba incendiando todos los edificios, segando con la humareda a los animales de la granja, que huían en pos del aire libre, mientras ella mantenía la expectativa de atrapar al homicida.
Los Apáticos fueron embestidos y expulsados de sus refugios, bajo los cascos de los caballos de caza.
Consuella tenía un aspecto de marcial realeza, que Zed halló digno de admiración. Su pelo flotaba hacia atrás, mientras ella espoleaba a su cabalgadura. El cazador, ahora convertido en presa, se identificaba con su persecutora, y esto le complacía.
Una muchacha detrás de él extendió su mano, recogió una gota argentífera de la transpiración que emanaba del cuello de Zed, y la llevó a sus labios. Un temblor recorrió su cuerpo. Zed volvió la vista para observarlos. Los Apáticos se agruparon más cerca de él, observando el cambio en el cuerpo de la muchacha, y ella pasó a su vez la transpiración a otro par de labios, los de un hombre, y éste también tembló al tocarla y la siguió pasando con el mismo ritual. Otros la tocaban, y así se engendró una ola que se esparcía desde el centro hasta los grupos marginales, abarcando todo el grupo.
El humo avanzaba por las casas incendiadas. La muchacha besó a Zed en los labios.
—Nosotros… adquirimos… vida… de ti.
Luego volteó su rostro y besó a una vecina, que besó a otro. Continuaron besándose hombres y mujeres en una segunda ola. Esta energía trasmitida en forma colectiva derretía los congelados miembros y calentaba sus articulaciones y músculos. Algunos comenzaron a gemir, mientras la vida bullía en sus venas. Se pegaron al cuerpo de Zed como ventosas, oprimiéndolo con sus húmedos labios y extrayendo su esencia a través de su piel, igual que vampiros sobre una víctima en activa defensa.
Increíblemente, le estaban sustrayendo la vida. Después de todos los peligros que había superado, iba a morir en manos de estas criaturas letales. Zed, tambaleante, se echó para atrás, tanteando en su cuerpo para hallar la mágica hoja que Avalow le había proporcionado. Sus dedos tocaron la ajada hoja y la extrajo; llevándola a su jadeante boca la tragó, luchando por respirar.
Los Eternos estaban acercándose al escondite, atraídos por el creciente ruido, mientras un mayor número de Apáticos peleaba por el cuerpo del Exterminador. Se estaban dinamizando con su poderosa psíquis, que se sobreponía a su débil mentalidad, transformándolos en seres activos.
La poción de Avalow comenzó a restituirle la vida. Una vez más, había logrado sobrevivir. Consuella y dos jinetes avanzaron con estrépito por el empedrado y retrocedieron al verlo. Zed los distinguió, y se deslizó a tropezones buscando otra salida. Volcó una carreta para impedir que lo siguieran hasta el patio y atravesó el portal por el que había entrado, cerrándolo a su paso, y corrió hasta encontrarse nuevamente en el bosque, aún perseguido.
Miró por encima del hombro mientras corría y vio a los renovados Apáticos y al grupo de Consuella entreverarse en lucha. Muchos fueron pisoteados, pero otros Apáticos desmontaron a los Eternos de sus caballos; el humo empezó a elevarse impidiendo su visión de la escena y unas llamaradas se extendieron detrás de Zed mientras corría. El Vórtice estaba envuelto en su propia lucha. Podrían ser los primeros momentos de un holocausto que lo destruiría, si Zed sobreviviera para mantener vivo el fuego.
Tropezó, se sacudió y volvió a correr con paso tambaleante. Su cuerpo estaba sostenido sólo por su voluntad y la sabiduría de Avalow contenida en la hoja. Pero el día se extinguía, y lo propio ocurría con su ánimo. Su mente empalidecía como la luz del sol, al que captaba horizontalmente mientras huía por el bosque.
En la semioscuridad, Zed escuchó un extraño canto acompañado de música. Diminutas luces oscilaban delante de él, como fuegos fatuos en una extraña danza.
Las luces eran llevadas por los Renegados, cuyas cabezas parecían hinchadas y grotescas bajo su fulgor. Zed se acercó más y vio que estaban disfrazados con máscaras, quizás en celebración del incendio de los edificios. Gritaban, bailaban y lanzaban risotadas.
Zed estaba demasiado cansado para defenderse. Lo tenían en sus manos. Un viejo lo sacudió y exclamó:
—¡Es él, es él!
Un individuo disfrazado como la Muerte se agachó sobre el cuerpo exhausto de Zed.
—Ninguno de ellos podría atraparlo, pero cae en las manos de los pobres y viejos Renegados…
Zed se dirigió susurrante al círculo de caras que lo rodeaban:
—La muerte… Yo les puedo traer la muerte a todos ustedes. Busquen al Amigo. ¡Llévenme al Amigo!
—¿Qué dice? —preguntó una vieja.
—¡Cállate! —contestó otra.
Zed trató de visualizarlos como habían sido antes. Esas ruinas humanas habían sido la flor y nata del Vórtice: vigorosos, alertas y brillantes. Eran los únicos que ahora podían ayudarlo. Si sólo pudieran levantar sus velos de senilidad y verse como un reflejo de su propio pasado… Pero rechinaban los dientes, temblorosos, mientras argüían entre sí en una disputa privada y desconocida.
Zed cerró los ojos, exhausto.
Volvió a la realidad, y se encontró caminando. Sentía que su fuerza retornaba a medida que avanzaba. Las pequeñas luces aún bailaban alrededor suyo, y él formaba parte de la procesión por la Muerte. Zed caminaba con la Muerte. Era la novia de la Muerte.
Los astutos Renegados lo habían vestido con un viejo traje de bodas. Un velo cubría su rostro. A través de la gasa del encaje veía nítidamente distintas clases de luces; antorchas que eran llevadas de hoguera en hoguera y las llamas que flameaban y crepitaban a su alrededor. Toda la población estaba atolondradamente ebria por viejas reminiscencias de épocas violentas, revividas por el fuego.
Las pasiones estaban irrumpiendo a través de las arraigadas y estoicas costumbres que en una época constituyeron el firme sustento del Vórtice. Estupidizados por el exceso, los Renegados se bamboleaban borrachos, como si el mundo estuviera ladeándose, sacudido en su propio eje. En medio de esa conmoción, continuaban su traviesa marcha. La Muerte tenía apoyado sobre su brazo el de Zed, y éste lo palmeó, dirigiéndole una burlona mirada a través del velo. Zed percibió un vetusto chispazo en los juveniles ojos que iluminaban la arrugada cara, evocativa de otros hechos y épocas.
Zed miró en su torno con creciente horror. Las brechas en este mundo se ensanchaban, dando paso a una explosión interna. Algunos Apáticos habían atrapado a un Eterno en los matorrales y lo estaban matando a pedradas; sus risas acallaban los gritos de la víctima. Unas parejas hacían el amor apasionadamente, bajo la luz de las casas incendiadas donde bramaban aquellos que habían quedado atrapados. Remaba la locura.
Jóvenes y viejos reían, bailaban, mataban y hacían el amor, en una negligente histeria que sacudió inclusive a Zed, quien había vivido e iniciado actos aún peores. Podría ser que Zed estuviera flaqueando en su propósito de destruir el centro operativo del Vórtice.
Un viejo Renegado se agachó para observar a dos ex Apáticos que rodaban abrazados.
—Es un milagro. Somos Apáticos ―dijo uno de ellos.
—Dinos cómo ha pasado. Por favor… Nosotros también queremos algo.
—Comenzamos a perseguirlo. Vimos a alguien y nos entusiasmamos, pensando que podía ser Zed —explicó la Apática.
—No lo era, pero lo matamos de todas maneras —agregó su compañero.
—Luego sentimos deseos —acotó la mujer.
La infecciosa violencia de Zed había sacudido yacentes deseos sexuales.
Como parte de la exterminación incesante, estimulada por el incendio, caían cuerpos y árboles, mientras los Eternos se movilizaban rápido bajo el tenue y rojo fulgor, que resaltaba las espadas y armas de fuego que portaban con el fin de destruir a Zed.
—Mira la excitación que has causado, tú, malcriada jovenzuela —exclamó la Muerte, aferrando la mano de la supuesta novia.
Amanecía sobre el convulsionado Vórtice. Aquel mundo que el atardecer de la víspera había despedido en un marco de orden, complacencia y seguridad, ofrecía al llegar el alba la imagen de un siglo transcurrido súbitamente, o que hubiera sido saqueado por la ferocidad devastadora de la oscuridad nocturna.
La estructura de la comuna había sido presa del incendio, violaciones y estragos, pero su corazón de acero seguía latiendo intacto en el inviolable subterráneo de la pirámide. Los muertos seguramente resucitarían al salir el sol, y unos gemelos de estos cuerpos alegremente reconstruirían el caos, restaurando nuevamente el paraje en aquel estable infierno que hoy ardía como un rescoldo en su entorno.
La Muerte y su prometida se aproximaron a la casa, con la majestuosa parodia de una marcha nupcial. Consuella caracoleaba sobre su caballo impartiendo órdenes. Zed la vio, orgullosa y bella, y sintió en ese momento el eco de sus propios y antiguos hábitos marciales. Era un indicio de su recuperación física.
La voz de Consuella incitaba a combatir mientras comandaba a sus soldados. Zed sentía también el deseo de pelear.
—Vuestra labor es la de rescatar todas las armas y alimentos. Diríjanse de casa en casa y de este a oeste; y si encuentran al Brutal… aniquílenlo inmediatamente. Está atrapado; ahora es sólo cuestión de tiempo.
“Y tú también estás atrapada”, pensó mientras la observaba. “Ambos estamos unidos como dos venenosos escorpiones en una botella verde”. Luego lo reconsideró: Consuella era la cabeza de un lobo, y él era el mortal insecto, escondido bajo su piel, que inocularía un veneno paralizante en sus venas mientras la enloquecía de irritación.
El sistema se estaba autodestruyendo; a Zed lo habían tenido a su alcance centenares de veces durante esa noche, y lo habían matado hipotéticamente al menos una docena de veces más. Viejas enemistades se estaban solucionando en nombre de la ley y el orden. Si Zed pudiera asestar sólo un golpe en el punto vital —en el cerebro de acero—, todo esto le pertenecería. El enorme daño visible, aterrorizante como era, tenía un carácter superficial. Debía imperiosamente llegar al subterráneo para confrontarse con su más mortal enemigo.
Consuella torció las bridas de su caballo al pasar al galope, y Zed tuvo que retroceder para abrirle paso mientras se perdía en la lejanía.
La Muerte guió a Zed de la mano hasta una puerta, frente a la cual se encontraba un hombre en su taller de trabajo.
—¡Amigo! ¡Amigo!
El aludido sonrió a la Muerte, su viejo colega, resignadamente. Sus facciones traslucían desesperación, pero su inmutable cara no podía ocultar una gran satisfacción por lo que estaba ocurriendo.
—Besa a la novia, estimado Amigo. Bésala.
El Amigo se dejó codear y manosear por estos demenciales y seniles infantes, mientras lo aproximaban a Zed.
—Lo hiciste bien —susurró el Amigo a la Muerte—. Yo me llevaré a la novia. La muerte se acerca para todos. Encuentra a May, y dile que el Amigo la necesita.
La derrengada procesión siguió su marcha, imitando la partida de las tropas de Consuella. El Amigo condujo del brazo a Zed por la entrada del Museo y el seno de su laberíntico subterráneo.
May se abrió camino en dirección a ellos a través de la sucesión de estatuas. El monumental desorden de la caverna del Amigo lucía ordenado en comparación con la rapaz carnicería de la superficie. May llevaba el arma de Zed; agitaba el extraño objeto en su mano y jugueteaba con los dedos a lo largo del caño y la culata, y con las balas en su otra mano, mientras observaba a ambos hombres alternativamente.
—Amigo, yo no puedo apoyar esta violencia y destrucción.
—Es demasiado tarde, May. Ya no podemos volver atrás.
May le suplicó, amenazándolo con el revólver.
—No destruyas el Vórtice. Renovémoslo. Con el tiempo, una raza mejor podría prosperar aquí…
—¿Más tiempo necesitas? ¿La eternidad no era suficiente? —exclamó el Amigo.
Zed habló finalmente:
—Este lugar va contra la vida, y por consiguiente debe extinguirse.
Sus palabras fueron implacables. May tembló, vaciló y luego le pasó el revólver a Zed, como una demostración de su acuerdo.
—Tengo a mis partidarias. Insemínanos, y en compensación nosotras te enseñaremos todo cuanto sabemos; yo te entregaré todo lo que poseo. Puedes destruir el Tabernáculo, o correr la misma suerte.
El Amigo estrechó las manos de May uniéndolas a las de Zed. Un pacto triple. Un triángulo contra el círculo del Vórtice.
Amigo: —¡El fin de la eternidad!
May: —¡Un nivel más elevado!
Zed: —¡Venganza!
Capítulo IX
INTERCAMBIO DE PODERES
Los tres conspiradores se hallaban en el centro del campo de tareas del Amigo.
Estatuas, cuadros, escudos, disfraces, armas, joyas y chucherías: solidificados testimonios del pasado. El Amigo había logrado una hazaña insuperable, y había construido pasajes que comunicaban entre sí toda la acumulación de siglos que él compartía. Su remoción y colocación en grupos afines le había llevado incontables años. Luego hubo de efectuar la catalogación del contenido de las cajas y su debida correlación antes de que pudiera extraer conclusiones de esta colección de monumentos, representativos de la diversidad del hombre. Estas conclusiones del pasado agrupaban hechos acaecidos largo tiempo atrás. No obstante, ¿cuál era el objeto?
Quizá por ello el Amigo se había convertido en un cínico.
Sin embargo, éste sería un lugar adecuado para instruir a Zed, y el Amigo sería un buen maestro… y aún un mejor guía, a través de la suma total del pasado. Se encontraban en el subterráneo, en el centro del laberinto, bien protegidos por sólidas puertas herméticamente cerradas.
May y su séquito femenino eran unas instructoras objetivas. Cada una era la mensajera y comunicante de una rama de los saberes. Ellas le darían individualmente armas de conocimiento, con las cuales él podría combatir a su principal enemigo. Física, química, matemática, lingüística, filosofía… Y cada una de ellas poseía nociones en otros campos, a fin de prepararlo para la batalla y ayudarlo en la búsqueda y destrucción del Tabernáculo.
Así como Zed dentro del Vórtice era como una aguja en un pajar, el Tabernáculo se amparaba dentro del vasto límite de la comunidad. Zed concebía que así como la superficie del Vórtice era circular, él podía encontrarse ahora en otro mundo subterráneo y esférico, pero igualmente prisionero. Percibía que el globo se extendía a gran distancia de su persona. En el centro se encontraba el creador de la fuerza, y en su proximidad, se hallaba Zed. La única manera de penetrar la pared era la de un ataque al centro.
Como primera medida debía equiparse como cualquier otro guerrero: con armas especiales para el combate, y con toda la información necesaria para encontrar y liquidar a su presa. Las paredes se desplomarían, y una vez que el aniquilamiento hubiera sido completado, sus aliados se volcarían en la ciudad y matarían a toda la población, y luego emprenderían la retirada después de haber cumplido su misión.
Zed era un espía dentro de la Ciudadela, pero había quedado expuesto, capturado y sentenciado y se encontraba actualmente sobreviviendo con tiempo prestado. No había tiempo para preparar su búsqueda. Brillante como era, no podría absorber todas las habilidades necesarias. Para adquirirlas necesitaría largos años de estudio y de ejercicio mental. Ningún hombre podía escalar esas alturas. El tiempo lo había derrotado. Era cautivo de una fuerza invisible e inexorable. El tiempo, esa era la clave.
Ya tenía aliados. El Amigo era un implacable colega que compartía el odio por el sistema, y su propósito era el mismo: exterminar el lugar. El acuerdo negociado con May sería respetado; la inseminaría a ella y a su séquito de mujeres, y les daría orientaciones para que pudieran abandonar el lugar rumbo al este, una vez que hiciera estallar las murallas. Podrían comenzar una nueva vida y un nuevo mundo, y fecundar esas tierras desoladas. Con la combinación de fuerzas en su poder podrían repoblar la tierra, y si por algún infortunio fueran victimadas, sería por designio natural.
May quería la vida insuflada por él. Ella no lo defraudaría, aunque quizás el tiempo podría ser capaz de hacerlo.
Estas reflexiones embargaban su mente cuando sus pensamientos fueron interrumpidos por un estruendoso ruido que provenía de la superficie. La tropa de Consuella se encontraba a la puerta.
—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó Zed a May, a pesar de que sabía de antemano la respuesta.
—Nosotros no actuaremos en términos de tiempo. Te instruiremos a través del contacto físico. Recibirás nuestros conocimientos por ósmosis. Tus poderes mentales son superiores a los nuestros, y con ese conocimiento podrás lograr aquello que nosotros no pudimos.
Guiarían y empaparían a Zed con su sabiduría hasta llegar a una fusión mental por medio del contacto epidérmico, y a medida que se producía la inseminación, ellas le pasarían sus semillas de sapiencia, que germinarían en su ser. Zed, a su vez, les trasmitiría la fuerza vital, que se arraigaría en ellas.
Esa unión sexual y mística los envolvería en un elevado ambiente astral, ajeno al mundo y fuera del espacio y del tiempo. Para una persona como Zed ―que ignoraba el arte de la meditación y perfeccionamiento físico― el proceso iba a ser arduo, pero no restaba otra alternativa.
Tomándolo de la mano, May lo condujo al Museo, donde sus compañeras lo esperaban escondidas entre las estatuas. Lo recostaron y cubrieron su cuerpo con los propios, como pétalos. Ciencia, religión, filosofía y arte…, cuatro áreas monumentales que debían ser abarcadas en breve tiempo, con el cual no contaban.
El curriculum de estudios no estaría completo, ya que era imposible transmitirle todas las facetas de ficción y realidad, arte y vida. A pesar de que la armazón no sería adecuada, bastaría para protegerlo…, siempre que Zed fuera capaz de resistir la locura que podía apoderarse de él, al alejarse del tiempo nuevamente. Cada Eterno había practicado y desarrollado lentamente la técnica de transportarse a elevadas regiones de ensueño, donde el tiempo refluía como una ola; una ciencia que les demandó un siglo de estudio y consagración a ella.
La inmersión de Zed en peligrosas y profundas distancias de otro tiempo y la sacudida que la receptividad de esta nueva sabiduría provocaría en su ser, podrían combinadamente resultar fatales.
Ese era el riesgo que debían asumir. Era considerable, como así también las probabilidades de éxito. Contaban en sus manos con la última carta, y tenían que triunfar. Habían extirpado una vez sus secretos pensamientos, y retrocedido en el tiempo para observar los orígenes del Vórtice. Zed esta vez recibiría imágenes de la existencia de otros seres que lo colmarían con pensamientos sólidos y bien modelados. Una arquitectura que se había solidificado a través de la inquietud humana y las pruebas del tiempo.
Los Apáticos habían vaciado virtualmente su espíritu, vacío que los acontecimientos venideros ayudarían a rellenar. Los Eternos habían agotado su cuerpo, dejándole dolorosas llagas; estas mujeres masajearían sus músculos con suavizantes bálsamos, mientras él atravesaba esta etapa de sueño con plena conciencia.
Zed miró a su alrededor y vio que se encontraba en un ámbito rodeado de cortinaje aterciopelado, tendido en un sofá. Sintió luego un contacto femenino que lo transportaba en una continuidad de espacio y tiempo, que se extendía como un camino llano y zigzagueante inundado por un oscuro vacío, por el cual deambuló abandonado, perdido y a la deriva.
Signos en lenguas foráneas y palabras entonadas en distintos idiomas danzaban ante su vista: la música y poesía de épocas inmemoriales.
Las mujeres rodaban encima de él y a su alrededor. Zed flotaba más allá de toda gravitación. Otras imágenes de distintas épocas se le antepusieron; su mente absorbía esta interminable información. Todo ese valioso caudal de datos pasaba por su cerebro de modo tan acelerado, que su consciente no lograba asimilarlo.
Las mujeres le hacían masajes, montadas sobre él e inversamente. Zed sentía la comunión de sus cuerpos y mentes.
Allí donde los Apáticos lo habían tocado, experimentaba el dolor del vacío; en cambio donde lo hacían ellas sentía la felicidad de un aporte. Las imágenes proyectadas deslumbraban su vista. Amebas, suaves y plegables, crecieron y danzaron en dimensiones nunca soñadas y lo envolvieron dentro de su masa gelatinosa. Emergieron palacios geométricos en escala inimaginable e intrincada en torno suyo, llenos de números y circuitos que se iluminaban y apagaban con cambiantes luces.
Los cuerpos de las mujeres se tornaron más voluminosos, y su carne se disolvió para mostrar sus huesos y sus mecanismos vitales. Entonces se tranformaron en diagrama de vida, que se remontaba a los antiguos delineamientos del organismo del hombre, el linaje de su existencia. Luego avanzaron hacia el presente, y una vez más Zed fue engullido por la placentera presencia de la fuerza femenina, entera, firme y cálida.
Miró con nuevos ojos. La enceguecedora luz no los lastimó. Estaba henchido y lleno de brillo; todas sus venas fluorescían, cada una vivificada con el nuevo crecimiento. Zed fue transportado a elevadas alturas y luego descendido hasta el abismo terrestre, al núcleo de las moléculas; y nuevamente fue trasladado al espacio, para observar desde allí su propia e infinita insignificancia.
Miles de guerreros reemprendían guerras a través suyo; campañas de un siglo de duración transcurrían en su ser vertiginosamente. Sones musicales repercutían y se multiplicaban dentro de su sistema, su cuerpo convertido en un arpa viviente.
Distintos matices de colores, de formas deslumbrantes, crecían a su alrededor hasta dimensiones gigantescas y luego se encogían, maravillando a Zed por su pequeñez e intrincadas formas, en contraste con su grotesco tamaño.
Comenzó a recorrer la tierra nuevamente, desde los albores del tiempo. En él se encarnaban todos los hombres y mujeres del pasado. Cayó a través de enormes brechas, negros precipicios que podrían devorarlo como a una blanca chispa de luz. Pero un relámpago brillante iluminó el espacio: él podía ser la fuente, la oscuridad, la luz eléctrica y el flameante foco, todo en uno a la vez… y lo era.
Las pulsaciones latían por su cuerpo, desde la cabeza hasta los pies, causándole placer. Zed penetró el cuerpo de cada una de ellas, por turno. Sus orgasmos explotaban como centellas de fuego ante sus ojos, revelando cada uno una nueva luz y sabiduría carnal.
El trémulo y satisfecho grupo compuesto por Zed, May y su séquito de mujeres, pareció desprenderse por un instante. La sexual y sensual comunión había decaído. El momento culminante había pasado. Avanzaron juntos, como en vuelo, por encima de una colorida cordillera. No existía ninguna escala para medir la altitud. Volaban por encima de los picos más elevados y lentamente la oscuridad se transformó en luz diurna.
Las mujeres descansaban, al igual que Zed. Él las veía ahora como algo más amplio que un grupo; eran parte de un ser superior: el Vórtice. Cada una de ellas, como unidades de un robot, habían sido seleccionadas desde el inicio, elegidas como parejas selectas para una singular función: la de trabajar en armonía con su contraparte.
Cuando los Renegados comenzaron a amenazar al estático sistema y fueron expulsados, el Vórtice perdió sus mejores y siniestras mentes, lo cual recargó las labores del resto. Quedaba solamente el núcleo central para hacer frente al creciente extremismo. Este ser único, dotado de amplios recursos y reservas ilimitadas, estaba demasiado forzado. Trataba de escindirse y rebrotar. May y su grupo serían las células de un organismo viviente que podían trasladarle a otro lugar.
El Tabernáculo era el sistema nervioso que distribuía los acontecimientos de un sector, grupo o individuo, a los otros, a todo lo largo de la geografía del Vórtice; el organismo que constituía la Comuna. Por consiguiente, no se trataba de un cerebro central. Era un sistema de líneas de sabiduría, entrelazadas y entrecruzadas cuando la ocasión lo exigiera. Era un enemigo diferente al que Zed había imaginado; no un gigante, sino una legión.
Su ira se acrecentaba incontroladamente, y parecía que estuviera en la sala del Tabernáculo: en el vientre de ese ser, y el lugar en que el Vórtice se regeneraba. ¿Se encontraba el Tabernáculo detrás de estas paredes?
Disparó ciegamente su revólver, pero ninguna de las balas estalló contra la pared. Los cartuchos estaban vacíos.
May exclamó:
—El Tabernáculo es indestructible y eterno.
Con este grito se despertó de su sueño, y se halló nuevamente sobre el diván. Las mujeres lo acariciaban, aún hambrientas de su cuerpo, despertadas de sus siglos de frigidez glacial.
El Amigo entró a esta habitación velada por cortinas, la carpa donde habían renovado la mente de Zed a cambio de una nueva vida. La pesadilla pasó como un relámpago a través de Zed, y se sintió ahora relajado y nuevamente en el presente. Antes de lanzarlo nuevamente al espacio para aterrizar en el camino oscuro que lo conduciría del principio hasta el final de los tiempos, el Amigo pasó las manos por los ojos de Zed, y esto bastó para que reaparecieran en el camino intemporal.
Se encontraban observando el principio de la historia del Vórtice. Los Eternos se hallaban sentados en la sala de contemplación ―ese lugar donde Zed había sido previamente exhibido―, protegidos por sus capullos de seda, cuyos límites servían de coadyuvantes que aceleraban el proceso contemplativo. Se mostraban visibles, pero distantes a la vez, hasta que sus mentes volvieran a su quicio.
Como fantasmas, el Amigo y Zed se pasearon en medio de ellos. Algunos recitaban para sí una letanía de aprendizaje. Infinidades de juegos de destreza y fuerza extraídos de la historia y del azar se practicaban con la velocidad de un rayo, y también fluía información y livianos debates.
Zed y el Amigo avanzaron años en esos ambientes. Un mayor número de Eternos se hallaba embargado en la contemplación. Habiendo descubierto que el intercambio de hechos y estudios avanzados no les abría nuevos horizontes, se habían volcado a la búsqueda del perfeccionamiento espiritual, y las travesías astrales constituían el único medio para realizar exploraciones distantes. Avalow crecía en este medio educativo.
En contraste, otros viajaban ausentes, vacíos y pasivos, como en una alfombra mágica, mientras las imágenes rotaban en la superficie de sus capullos. Más adelante, se convirtirían en Apáticos.
Otros, que divisaron nuevas rutas y cambios que no estaban permitidos, sufrieron desasosiego, resultando finalmente Renegados. Así como algunos tenían una visión limitada, la de los Renegados era excesiva.
De retorno al presente, el Amigo se dirigió a Zed, exclamando:
—Habíamos estado al borde de penetrar los misterios, sólo para encontrar que nuestras mentes eran ineficientes. Queríamos resolver todos los problemas que habían traicionado al hombre, pero carecíamos de la capacidad suficiente.
Zed hizo una seña afirmativa.
—Yo veo solamente a un ser: un monstruo ciego condenado a la vida eterna, renaciendo en base a planes desvanecidos.
Apenas las células del cuerpo humano envejecían y perecían eran copiadas, permitiendo que las imperfecciones fueran reproducidas. Éstas a su vez saldrían más opacas y defectuosas que las anteriores; de ahí que cuando los Eternos se re-producían subsistieran pálidas sombras de su composición anterior. Y así sucesivamente, hasta que esas sombras se derretían en el olvido.
¿Cómo estaban vinculados entre sí, y al Tabernáculo? El Amigo hizo retroceder a Zed en el tiempo, hasta el mismo comienzo.
Se encontraban frente a un eminente científico, que en la actualidad era un Renegado charlatán, el mismo que había señalado a Zed cuando entró por la ventana. Éste se encontraba parado al lado de una mesa, sobre la cual se hallaba May, con una profunda incisión en la frente. El científico tenía en sus manos una pinza con un diminuto cristal en las puntas, el que colocó en la herida, diciendo:
—Este cristal nos unirá el uno al otro, y a todos con el Tabernáculo.
Cada uno era provisto ceremoniosamente con ese tercer ojo. Y así todos los Eternos llevaban ese diminuto transmisor, que irradiaba cada experiencia para ser grabada en el Tabernáculo. Cuando perecían eran reconstruidos sobre sus mismos esquemas, comenzando por un tejido registrado. El acelerado feto era programado con toda la vida y experiencia del difunto hasta el momento de su muerte, de manera que él o ella pudiera reinstalarse nuevamente en su lugar en el Vórtice. Los viejos científicos dieron comienzo al proceso, explicó el Amigo.
—Ellos eran los mejores científicos del mundo, pero eran hombres de edad madura y demasiado condicionados a la mortalidad, y por ello se convirtieron en Renegados. Nosotros nacimos en el Vórtice, y somos sus descendientes. Éramos más aptos para encarar la vida eterna. Los Renegados sólo vociferan vehementemente los tristes vestigios de su gloria pasada.
Mientras Zed observaba, el Amigo condujo retrospectivamente a los Renegados. Su aspecto y facciones mostraban seres aun más orgullosos y majestuosos. El científico jefe estaba sobre una plataforma, frente a su auditorio.
—Nos enclaustraremos en este lugar de estudio. La muerte será esfumada. Solicito al Tabernáculo que borre de nosotros todos los recuerdos de su construcción, de manera que jamás lo podamos destruir. Si alguna vez uno de nosotros tuviera un imperativo deseo de morir, aquí el hombre y la suma de su conocimiento nunca se extinguirá, y el conjunto proseguirá su marcha hacia la perfección.
Los creadores de la Comuna habían ocultado deliberadamente todo conocimiento de la construcción de la vida eterna, de modo de protegerse ante cualquier ataque, inclusive uno propio.
La época en que se construyó la Comuna era desesperante; el mundo y todos sus habitantes sufrían dolencias mayores que las del terror. Un nuevo Diluvio había arrasado con todos, excepto por estos pocos que, preparados como el astuto Noé, habían navegado sobre la cresta de una ola hasta el aislado Vórtice. El Arca era hermética, de manera que quedaron protegidos y a la vez encerrados en su interior para siempre.
―¡Es una prisión! ¡Es una prisión! ―gritó Zed.
Se hallaba nuevamente sobre el diván, mientras el Amigo, en actitud de maestro y doctor, sagazmente meneaba la cabeza en medio de la batahola de tiempos idos y promesas de días venideros.
El Amigo lánguidamente aconsejaba a Zed. Era como si este último se encontrara en un viaje submarino, con el Amigo a flote para ayudarlo cuando emergiera a la superficie y para observarlo mientras nadaba en las profundidades.
Zed sobrevivió a su recorrido por todos esos lugares, y absorbió todo cuanto salió a su encuentro. No era un viajante pasivo ni durmiente. Estaba tan deslumbrado por la belleza de las escenas panorámicas y novedosas sensaciones, que flotaba de felicidad. Se sentía orgulloso y alerta, y temerario como un cautivo capitán bárbaro llevado a la Ciudad Imperial. Y no era una mera ilusión, ya que se encontraba en el centro de todo lo que había combatido; pero no rendiría homenaje alguno, prefiriendo observar, aprender y esperar la oportunidad de atacar. Si bien se hallaba solo y encadenado, su espíritu era supremo. Su lúcido ojo nunca pestañeó ante el miedo; vagaba sólido por los nuevos paisajes, aprendiendo continuamente.
Zed había considerado al Vórtice como una prisión, en la que los Eternos estaban encerrados a perpetuidad entre sus paredes. Si se comportaban en forma correcta, podían anticipar cientos de años de vida común. Todos se encontraban en celdas lujosas. Los desobedientes envejecerían en oscuros calabozos. Aquellos que cometieran suicidio eran trasladados nuevamente a la prisión. Las almas más débiles, cuyas mentes habían visto las condiciones verdaderas y carecían de la voluntad para cambiar, se convirtieron en enfermizos Apáticos, destinados finalmente al olvido. No obstante, no había ningún carcelero: sólo el Proceso, el Tabernáculo que gobernaba este espantoso lugar.
Era extraño pensar en los Brutales tratando de ingresar en este extraño enclave, convencidos de una belleza que ellos consideraban real y tan deseable. Esta prisión era la más cruel en su complejidad.
El Amigo interrumpió sus pensamientos, expresándose en voz alta:
—Es una nave. Una nave espacial. Toda esta tecnología tenía por finalidad viajar a las distantes estrellas. Ésta es la razón por la cual se desarrolló una vida prolongada y mecanismos contra la ley de gravedad: la Cabeza de Piedra voladora.
—¿Tú hiciste el viaje?
—Sí, y fue otro callejón sin salida. Existen todavía otros en el espacio, viajando en el vacío.
—Necesito tiempo —musitó Zed.
Era, en resumen, un Arca puesta a la deriva para esperar la marea baja. Fue planeada para asentarse en algún lugar y reiniciar la Tierra…, o, si las aguas no cedieran, navegar para siempre al garete; impotente, pero sin perder la esperanza. Otras naves fueron a las estrellas, para perpetuar los problemas de la humanidad en planetas lejanos; nunca se supo si aterrizaron con éxito o no. Si acaso lo hicieron, tenían aún que confrontar su propia idiosincracia, como así también los ignotos problemas del flamante planeta.
El sistema de control de los vuelos espaciales se encontraba en el Vórtice, y si esas naves se encontraban viajando a través de los años luz, y tenían que llegar a las estrellas más cercanas, habrían necesitado este mecanismo inmortalizante para sus tripulaciones. Todos sus especialistas, todo el sistema de control de la nave estaban ligados entre sí y a toda la nave por un Tabernáculo.
Toda la nave estaba circunscrita por un muro, a través del cual ellos podían ver pero que servía de protección contra los meteoros que pudieran atacarla; de ahí la potente pared que rodeaba al Vórtice. La fuerza era extraída de la propia gravitación; esto explicaba cómo volaba la Cabeza.
La meditación, la mente comunal, era para mantenerlos espiritualmente fuertes y estrechamente unidos.
El zoológico, en el cual Zed había vivido para repoblar el planeta insular sobre el cual ellos aterrizaron, contenía una recia raza de la cual se podrían procrear nuevas generaciones. De ahí que los Eternos fueran como navegantes monásticos, viviendo existencias de duro trabajo y ejercicios espirituales, meditando y perfeccionando aptitudes mentales hasta el momento en que pudieran aterrizar y colonizar.
Este Vórtice, en el cual Zed ahora permanecía, era el Centro de Control. Y si éste, el hogar modelo, estaba en decadencia antes de su llegada, entonces los otros mostrarían problemas similares. El diseño básico estaba en falla; las flaquezas eran inherentes al plan. El eslabón dejado en la tierra era un vehículo gemelo de los que se movían por el espacio, tan rápido como su par sobre el veloz planeta Tierra; un satélite impermeable al nivel de la superficie de la tierra.
Vórtice, la nave del tiempo.
May y sus mujeres habían prolongado la existencia de Zed al acelerar su índice de vida. Volaron a través del tiempo como cohetes, haciendo que el mundo exterior pareciera imbuido en la pereza. No obstante, las tropas de Consuella se hallaban prácticamente a la puerta, y quedaba muy poco tiempo real.
Avalow había entrado por una senda secreta, y se situó frente a Zed. Le dio otra prenda de su poderío: un cristal muy parecido a aquellos implantados en sus frentes tiempo atrás, pero mucho más grande. Al ofrecérselo, le dijo:
—Ahora te hemos dado todo lo que somos, y sólo queda un regalo pendiente. Contiene todo… y nada. Mira dentro del cristal, y verás allí las líneas conducentes al futuro. Cuando seas capaz de ver en este cristal, sólo entonces estarás preparado.
Zed miró dentro de la preciosa piedra y vio solamente el reflejo de su rostro, multiplicado y estrambótico. Pero no podía ver nada más en él; no le indicaba pista alguna.
Su embeleso fue interrumpido por una voz distante.
—He venido por ti.
Zed se puso de pie de un salto, empuñando el revólver en una mano y el cristal en la otra.
—Aquí —exclamó la voz, atrayendo su atención.
Zed acudió al llamado de la voz, pasando por corredores llenos de estatuas de hombres de piedra y mujeres de bronce, hacia el rincón de los disfraces, donde yacían figuras de cera lujosamente trajeadas esperando que se les rindiera un homenaje que nunca llegaría. Las vestimentas representaban a reyes, reinas y cortesanas de otros tiempos, una concreta reminiscencia del pasado de la tierra para los Eternos. Sin duda habían sido diseñados para su preservación en un museo o en algún lugar de aterrizaje, o tal vez fuera simplemente un botín saqueado con apuro antes de que el mundo cayera preso del desorden y del colapso, o quizá sólo un recuerdo de las locuras del poder que habían llevado al mundo a esta situación.
La voz provenía de entre ellos. Los macilentos rostros parecían más siniestros aún por su inmovilidad. Zed se abrió paso con el arma adelante. Una mano de guante blanco lo tocó mientras pasaba. Zed se revolvió hacia una elevada figura, vestida con sombrero de copa, capa y traje de etiqueta, y rasgó su inexpresivo rostro, arrancándole una delgada máscara de goma.
—Nos hemos conocido antes, ¿no es así? ―dijo el personaje.
La cara era redonda y sonriente, y llevaba una corta barba. Era Arthur Frayn.
—Frayn…
—Acércate; mis amigos Brutales me llaman Zardoz.
La sonrisa se desvaneció. Zed lo miró en los ojos desbordantes de locura, y no advirtió a tiempo que la mano de Frayn se descargaba sobre su tórax. Vio la hoja de una daga desaparecer dentro de su pecho, pero no sintió dolor. El shock de saber que se estaba muriendo lo azotó como una lluvia helada. Fue tomado por sorpresa por un embaucador.
—¡Venganza! —exclamó Frayn.
Zed agarró la daga mientras Frayn soltaba la empuñadura, se sonreía, daba media vuelta y se marchaba. Zed arrancó la daga de su pecho, y ésta rebotó. Era una broma: una daga de utilería, otro de los trucos de Frayn.
—¡Ahora estamos a mano!
Frayn había reaparecido al extremo de la fila de figuras. Podría tratarse de una alucinación, pensó Zed, y lo observó cautelosamente, aún jadeante por el shock de su ilusoria muerte.
Arthur hizo una seña con los dedos y apareció una bola resplandeciente flotando en el aire. El redivivo la tomó pasándola de mano a mano, una esfera rotativa de vidrio.
—“Habría valido la pena
El haber agredido la materia con una sonrisa,
El haber comprimido el universo en una bola
Para hacerla rodar en dirección a un abrumador enigma,
Para decir: Yo soy Lázaro, vengo de los muertos…”
Zed estaba trémulo. Zardoz había regresado, y los viejos temores latían en él.
—¿Te sabes la próxima estrofa? Es de T. S. Eliot.
Zed contestó:
—“Yo soy Lázaro, salido de la tumba,
Regreso para deciros todo, yo os diré todo…”
—Bien hecho. Bien hecho. Has aprendido bien tus lecciones.
—¿Qué vienes a decirme?
Arturo rió. Lanzó la bola de cristal hacia Zed; éste la tomó.
—¿Qué es lo que ves en la bola?
Zed la escudriñó al igual que el diamante de Avalow. No le aportó ninguna solución.
—Nada.
—Entonces… no tengo nada que añadir. No obstante, te enseñaré algunos trucos. Trucos de magia.
A continuación aparecieron coloridas madejas de seda, que flotaban en el aire provenientes de su vestimenta. Las recogió como flores mágicas. Banderas y pañoletas flotaron saliendo de la nada, mientras Arthur mantenía su inalterable sonrisa. Zed no pudo evitar acompañarlo en su gesto. El absurdo de la creación lo impactó. Arthur expresó:
—Bien, tú percibes la broma. Uno debe comprenderla: la broma cósmica.
Frayn se marchó entonces, dejando a Zed con otro obsequio más, o quizá otra pauta: una bola de cristal, formando un trío de auxilio juntamente con el diamante y su recuperado revólver.
Consuella y sus acompañantes estaban actualmente dentro del Museo; se movían encolerizados por su profunda superficie. Zed estaba protegido por las barreras interiores de defensa que levantaron en torno a él: el laberinto de corredores, y también la gigantesca área con todos sus extraños ocupantes y objetos. El Amigo había construido un increíble laberinto, que pocos podían penetrar. El túnel hacía de trinchera contra sus perseguidores. Las estatuas se balanceaban, a medida que el grupo de enloquecidos Eternos corrían desaforadamente entre ellas, buscándolo. Un hombre de piedra se tambaleó, cayó y se hizo trizas. Los valiosos tesoros artísticos cuidadosamente preservados fueron objeto del pillaje y el vandalismo, semejante a la violación de una tumba desacralizada.
Zed, sentado en el centro de la habitación del Amigo, en un alto sillón frente a una pequeña mesa, contemplaba los regalos que había recibido: el revólver, la piedra preciosa y la bola de cristal. La respuesta residía en esos objetos. Tenía que resolver el misterio… pero percibía que faltaba una pieza, otro obsequio tal vez.
Consuella se introdujo sigilosamente en la habitación, parándose a sus espaldas mientras que Zed, absorto en sus pensamientos y demasiado enfrascado en la solución del rompecabezas, no percibió su presencia.
La mujer llevaba una larga daga en la cadera. El cuello de Zed se encontraba a su alcance. Levantó su daga hasta que la hoja mostró su resplandor sobre la cabeza de Zed. Por fin Zed la vio reflejada en la bola de cristal, pero no se movió. El cuchillo quedó suspendido sobre su cabeza, ya sea detenido por la propia mano de Consuella o por una fuerza desconocida. Zed continuaba inmóvil: dejaría la decisión al destino.
Ella no podía atacarlo. Consuella finalmente le dirigió la palabra:
—He esperado con anhelo este momento…
Trató de prolongar unos instantes su alegría, pero su ánimo se tornó en remordimiento y derrota.
Zed se dio vuelta para mirarla a los ojos. Consuella dejó caer la mano que sostenía la daga y ésta cayó a sus pies.
—La búsqueda es siempre más interesante que la cacería —exclamó Zed, poniendo a un lado el revólver que empuñaba.
Consuella lo miró y añadió:
—Durante el curso de la persecución me identifiqué contigo… y destruí lo que comencé defendiendo.
—“Aquél que pelea demasiado tiempo contra los dragones, termina convirtiéndose en dragón”. Nietzsche.
—Yo no soy como las otras. Yo podría llenarte de vida y de amor…
Ella se sacó el anillo comunicador y lo puso en el tercer dedo de la mano izquierda de Zed, el dedo en el cual todos los Eternos lo usaban. Con ese acto, ella renunciaba a su posición en favor de él. Se unía a su causa, y lo situaba en un plano de igualdad con ella. Consuella reconocía los poderes de Zed.
—Tú me has dado lo que ninguna otra mujer me dio: amor. Si salimos de ésta, viviremos juntos. Vete ahora.
Su mente regresó a la superficie de la mesa situada frente a él, con el revólver, la piedra preciosa y la bola de cristal. Poseía ahora un regalo adicional: el anillo comunicador de Consuella, que colocó junto a los otros. Zed volvió a su estado pensativo, mientras que ella se alejó en silencio de la habitación.
En el exterior se escuchaban otras voces, que aullaban y gritaban en la oscuridad. Consuella salió a su encuentro, dirigiéndose a ellos con voz de mando:
—El Brutal no está aquí. Fue un error venir.
Zed levantó el diamante y lo acercó a sus ojos. Tenía muchas facetas, y estaba tallado por un experto para permitir la máxima reflexión y refracción. Alguien había tallado esta magnífica obra a partir de una piedrecilla opaca, para revelar su actual forma. Levantó también la bola de cristal, y la sostuvo entre él y el diamante. La bola actuaba como una lente magnificante.
—Refracción de luz infinita…
La luz podía ser dividida en muchas clases de destellos, de variados colores ―algunos invisibles para el hombre―, y todos ellos podían ser contenidos en este brillante y duro objeto. Los objetos de mayor reflexión y refracción de la tierra estaban hechos de carbono, uno de sus elementos más comunes. Aplastado bajo inmensa presión a kilómetros bajo tierra, el carbono había formado este diamante, la clave de su búsqueda.
Zed se dirigió al anillo comunicador, diciéndole:
—Tabernáculo, ¿qué eres?
Se encendió con una suave luz, pero no acudió ninguna imagen, solamente la voz.
—No está permitido.
—¿Dónde estás?
—No está permitido.
—¿Me conoces?
—Eres Zed. Tengo la impresión de tu voz y tu código genético, pero sólo cuento con fragmentos de tu memoria.
Zed colocó el diamante frente al anillo, para que el monstruo lo viera.
—Dime algo sobre el transmisor de cristal.
—No puedo proporcionar información que pudiera poner en peligro mi propia seguridad.
Zed miró el cristal y luego el anillo, y dio respuesta a su propia pregunta.
—Las emisiones cerebrales refractan rayos láser de onda longitudinal, filtrándose a través del cristal inserto en la frente. Son mensajes en clave, para su interpretación y archivo. ¿Sí o no?
El Tabernáculo hizo una pausa antes de contestar. Una rara vacilación. Un cambio en su procesamiento normal.
—No está permitido.
Zed continuó con la descripción de la naturaleza del Tabernáculo, tratando de sacar la clave a la superficie para provocar una confrontación.
—Un receptor debe ser como el transmisor. Yo creo que tú eres un cristal. En efecto, como este diamante… —Zed mantuvo el diamante próximo al anillo—. Aquí hay infinito espacio para el almacenaje de modelos de rayos refractados.
Esperó una respuesta. Cuando finalmente fue emitida, delataba una cierta humanidad y humor:
—Me tienes en la palma de tu mano.
—Pero… ¿podrías encontrarte en otro lugar?
El Tabernáculo podía moverse a través del espacio, proyectando su información de una a otra base. De este modo, si se atacaba y aplastaba un diamante, podía alejarse en vuelo antes de que llegara su fin. Era posible que hubiera miles de diamantes en el Vórtice; existían numerosos refugios para la luz que lo sabía todo. Un atacante jamás podría destruirlos a todos, ya que algunos estaban probablemente sepultados. No obstante, el Tabernáculo en su totalidad había sido absorbido por el diamante que él tenía en su mano. Lo había atraído de su guarida. La batalla propiamente dicha comenzaría ahora. Zed podía ser derrotado, y no había ninguna garantía de que aun si muriera en el proceso, la luz que era el propio Tabernáculo pudiera oscurecerse, apagarse o extinguirse.
Zed observaba una de las facetas del diamante, y ésta de pronto le reveló un agrupamiento de millones de ondas longitudinales, provenientes de todo el espectro y de más allá; deslumbrantes olas de energía se agitaban dentro del glacial recipiente. Finalmente podía ver dentro del diamante, tal como Avalow había predicho. Zed estaba confrontando con toda la sabiduría del Vórtice. El Tabernáculo optó por permanecer con Zed, a pesar de que podría haberse trasladado a una segura lejanía.
—No obstante, prefiero permanecer aquí.
—¿Por qué?
—Para confrontarte. Ya has aprendido a leer las ondas longitudinales en el diamante; ahora tratarás de borrar las reflexiones y destruirme. Tu ambición es destruirme, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Matarías a Dios?
—Oh, qué vanidad.
—Yo soy el resumen de todos estos seres, y de su sabiduría.
La batalla comenzaba. Zed sentía el poder seductor que trataba de atraerlo. Luego la voz se quebró en dos, tres, una docena y luego cientos de voces. Todos los seres que eran y habían formado parte del Tabernáculo comenzaron a implorar por su inmortalidad, formando un coro suplicante. El diamante brillaba con luces de colores que bailaban hipnóticamente frente a sus azorados ojos.
—Lo veo todo. Estoy por doquiera, y en ningún lado. Esta frase ha sido a menudo utilizada para definir a Dios. ―La sinfonía de voces se multiplicaba en innumerables coros, que cantaban sólo para Zed—. ¿Destruirías todo lo que somos y representamos?
—Debo hacerlo.
—¿No quisieras formar parte de nuestro núcleo? Unirte a nosotros, una luz brillando hacia el futuro… Amarnos, fomentar la verdad…
Todo era sumamente seductor; su resolución estaba flaqueando. De pronto, gritó: “¡NO!”, y simultáneamente todas las atractivas ilusiones desaparecieron.
El Tabernáculo había tratado de convencerlo con ternura. Zed no había esperado un ataque de esa naturaleza, pero lo sobrellevó bien.
¿Qué intentaría ahora, cómo lo atacaría?
Pero Zed estaba errado. El cerebro no se aventuró a confrontarlo otra vez; desapareció de su mano.
Zed miró alrededor, y todo se veía distinto. Corrió, tocando las paredes. Estaban cambiando; eran duras y vidriosas. La ilusión del cuarto se disolvió cuando golpeó contra los brillosos paneles que en un tiempo fueron pasajes del paraje subterráneo del Amigo. El interior que lo rodeaba era sólido y brillante. O el Tabernáculo había crecido a su alrededor, o lo había reducido a un tamaño microscópico, tragándoselo entero. No importaba cuál de los sucesos había tenido lugar, ya que ambos eran similares en su consecuencia. Zed estaba vivo, y en su organismo no se había producido ninguna alteración, ni tampoco en el Tabernáculo.
Las diversas posibilidades lo volvían loco antes de la inminente batalla. Ahuyentó sus temores y tanteó su revólver. Era lo suficientemente sólido.
El Tabernáculo habló nuevamente:
—Tú me has penetrado.
Zed esperó que las paredes lo atraparan, que los fantasmas saltaran sobre él. No pensó en mirar hacia abajo.
Capítulo X
EL FIN DEL COMIENZO
Toda la habitación era de vidrio negro. El piso cedió lentamente, y Zed descendió hacia lo más profundo del diamante, a su mismo centro. Había visitado sólo una pequeña faceta de su superficie, y actualmente se deslizaba en medio de las múltiples facetas del núcleo del diamante.
El Tabernáculo estaba leyendo sus pensamientos, tratando de destruirlo con ilusiones y con diferentes tácticas. Zed sobreviviría si podía rechazar las imágenes que se le presentaban. Pero su objetivo no era únicamente el de sobrevivir. Tenía que llegar al centro operativo del Tabernáculo, y continuó con fe su búsqueda del verdadero y vital centro de la piedra.
Ya fuera fantasía o realidad, en esta habitación se libraría la última batalla.
Unas figuras aparecieron a lo lejos, luego lo rodearon: May, Consuella, el Amigo, Avalow…, algo distantes de Zed, irreales, pero fieles a su lado. Tocó a uno de ellos, mientras se lanzaba corriendo detrás de la superficie de una pantalla. La imagen era insubstancial, y se esfumó lentamente al tocarla.
Había más imágenes; Consuella y May se aproximaron. Zed se obligó a sí mismo a borrar toda esa belleza de su mente, aunque le dolió más de lo que era capaz de resistir. Escuchó a continuación los llantos agonizantes mientras las erradicaba. Si Consuella muriese ahora, muerta quedaría para siempre. A May le ocurriría lo mismo. Zed se mordió los labios y siguió adelante, a pesar de los llantos rogando por ayuda.
Fueron desapareciendo uno a uno en la oscuridad total, el Amigo, los Renegados y los Apáticos. Sus amores y odios, sus previas mentes, receptoras de los más brillantes cerebros de los siglos, se hallaban nuevamente relegadas al tiempo real, lo mismo que Zed. Las voces y sonidos se mezclaban y aumentaban ruidosamente, como un torbellino de viento. Pero no vencerían a Zed: su corazón estaba frío, y su misión cerca del fin. Finalmente callaron.
El Tabernáculo se expresó:
—Nosotros nos hemos retirado. Tú estás solo.
A continuación Zed vio a su contrincante final, que se le asemejaba en calibre y fuerza: se trataba del mismo Zed.
Sus propios recuerdos, como así también los transcurridos en el Vórtice, acudieron a su mente, reproduciendo las ofertas de armonía e inmortalidad que le habían extendido. La imagen avanzaba hacia él, revólver en mano. Zed corrió, alejándose de la confrontación final, chocando contra espejos y paredes, perseguido por su propia persona y su restituyente pasado.
¿Era ésta la última farsa? El Tabernáculo se reservaba su mejor carta para el final. Si lograba su triunfo allí, todo podía darse por concluido.
Él era real, el otro Zed que veía frente a él era una imagen lisa, de brillante estructura… pero falsa; sólo una colorida copia iluminada.
Zed tendría que enfrentarse consigo mismo. Si era capaz de afrontar a su persona con todas sus verdades, se liberaría. Las acciones cometidas… su verdadera personalidad… Si lograba aceptarlas, podría seguir adelante; no como había sido en el pasado, sino como era hoy.
Si el Tabernáculo era capaz de liquidarlo con una descarga de energía, ¿por qué no lo había hecho? Si bien no podía apropiarse de vida, podía aniquilar sus sentidos arrastrándolo a su autodestrucción. La única arma del Tabernáculo era la incitación al suicidio. Podía volverlo loco al punto de instigar su propia muerte, pero no podía apretar el gatillo.
¿Moriría Zed si disparaba contra su propia imagen? ¿Habría logrado convencerlo el Tabernáculo de que era simplemente un reflejo? Si disparaba contra su propia imagen, ¿llegaría el balazo a atravesar su propio cuerpo?
El Tabernáculo no podría matar. Indudablemente este mandato fue impuesto como esencial al crearse el Vórtice. Entonces, ¿qué proceso estaba utilizando el Tabernáculo para llevarlo a su autodestrucción?
Debía tratarse del derivado corrupto de un método que en tiempos pasados se utilizaba para hacer el bien. Seguramente basado en un método de meditación, desarrollado para ayudar a los Eternos a verse tal cual eran.
Esto parecía ser cierto. Crecientes recuerdos del pasado emergían, obsesionando a Zed.
Nuevamente cabalgaba y mataba. Combatía con May y Consuella en la sala de tejidos; los Renegados se abalanzaban contra él, y los Apáticos le chupaban la vida como vampiros. Todo esto se proyectaba simultáneamente en los espejos que lo rodeaban.
El Tabernáculo era un maestro, ineludible y benigno. Era una fuerza con fines benéficos: un monumento a sus creadores. Más y más imágenes acudieron a su mente. Había una faceta que proyectaba a Zed el Exterminador: delgado, brutal y mortífero. Vio luego al nuevo Zed: un hombre pleno de sabiduría, que sentía compasión y repugnancia frente a la matanza. Zed tenía que disparar contra la imagen reflejada antes de que el Zed brutal pudiera liquidarlo.
Alzó el revólver con lentitud, apuntando al ojo de la imagen, al Zed que una vez había sido. Apretó el gatillo.
Las imágenes se convulsionaron. El estampido azotó las paredes como un rayo, repercutiendo por todos los pasillos. Zed observó la extinción de su propio pasado. El Exterminador cayó a sus pies con los fragmentos de cristal.
Reinaba el caos en el museo del Amigo. El batallón de Consuella se había retirado hacía un buen rato, pero aún quedaban otros Eternos, indisciplinados y con la obsesión del pillaje y la destrucción. Se reían estrepitosamente y gritaban, mientras convertían en ruinas los tesoros, igual que soldados borrachos dedicados al saqueo de una ciudad derrotada. Destrozaron y desacralizaron los objetos invalorables, aplastándolos en incontrolada y demencial acción. Aún continuaban la búsqueda de Zed.
—Está en alguna parte. ¡Inspeccionen por todos lados!
—Obliguémoslo a salir de su escondrijo por asfixia. ¡Enciendan fuego!
Surgieron entonces las devoradoras y mortales llamas. El incendio se propagó con furor, estimulado por la sequedad de la atmósfera; crepitante y saltando de madero en madero, arrasaba a su paso las cajas, pinturas, tapices y disfraces con más velocidad que una turbamulta.
En el recinto del Amigo, Zed yacía tendido de bruces sobre la pequeña mesa. El diamante reposaba en su mano izquierda, la bola de cristal y el anillo se encontraban frente a él, el revólver en su mano derecha, rodeado de cápsulas vacías.
May y sus amigos avanzaron hacia donde estaba Zed. Lo habían observado desde lejos durante la batalla, mientras su cuerpo era presa de las tensiones y su mente combatía al Tabernáculo. Lo vieron luego caer de bruces.
El humo se infiltró en la habitación, seguido de un vocerío. El Amigo sacudió a Zed.
—Están aquí.
Pero Zed permaneció inmóvil. El Amigo indicó a los otros:
—Llévenlo a la puerta del este.
Lo arrastraron lejos de sus vandálicos perseguidores, pero aquellos de quienes escapaban representaban sólo una fracción de los enemigos. El Amigo y las mujeres de May tuvieron que combatir a otro grupo igualmente temible, que ingresaba por la puerta Oriental que ellos buscaban. Todos perecerían inevitablemente; los habían reconocido. Los atacantes avanzaban gesticulantes, empuñando sus armas, listos para completar su plan destructivo.
El Amigo se dirigió a Zed en demanda de ayuda, suspirando.
—¡Es demasiado tarde, Zed está liquidado! —gritó Consuella, surgiendo de las sombras.
May la miró con rencor. Consuella sacudió la cabeza y se acercó al exhausto cuerpo de Zed, besando dulcemente sus párpados, infundiéndole amor.
Zed despertó y se puso de pie, consciente y alerta. Enfrentó a sus agresores y extendió la mano hacia ellos en ademán de desafío. Se detuvieron. Zed se dirigió a sus aliados.
—Permanezcan cerca de mí, dentro de mi aura.
Los atacantes comenzaron a replegarse, mientras Zed avanzaba. Las estatuas pulverizadas volvieron a sus pedestales y fueron rehechas, exactamente como eran antes. Las rasgadas pinturas se restauraron instantáneamente.
La multitud corría en retroceso, con la extraña certeza de que no caería. Corrieron hacia la escalinata ubicada al este, seguidos por Zed, que mantenía el diamante en alto. Los que estaban próximos quedaron atónitos ante lo que presenciaban. Zed había revertido el tiempo.
Salieron a la superficie. Súbitamente, el tiempo marchó hacia adelante nuevamente y la multitud rodó escaleras abajo como lo habían hecho antes, destrozando a su paso estatuas y pinturas. Pero Zed y su cortejo estaban a salvo en la superficie, respirando nuevamente aire puro bajo el cielo.
El Amigo, May, Consuella y el resto rodearon a Zed, contemplándolo con ojos azorados. El haber revertido el tiempo poniéndolos a salvo superaba las más remotas habilidades de Avalow.
May y Consuella se abrazaron, en tanto la primera se despedía, marchándose a preparar su partida. El Amigo se aproximó cautelosamente a Zed, como si fuera una persona diferente a aquella que él había instruido. El maestro se veía convertido en alumno.
—¿Puedes decirnos cómo están las cosas? ¿Y qué pasará ahora?
Zed lo miró como si hubiera escuchado una voz distante.
—Un anciano me llama.
A continuación, se dirigió hacia el paraje de los Renegados.
Se detuvo al costado del lecho del líder de los Renegados, aquél que había dado comienzo al experimento que generó el Vórtice. El anciano se encontraba débil, y habló en voz muy baja.
—Ahora… recuerdo lo acontecido.
Una vez destruido el Tabernáculo, el recuerdo de sus orígenes había retornado a su mente. Zed sostenía el diamante delante de su vista, afectada por cataratas. El anciano fijó la mirada en la piedra preciosa y asintió.
—Nosotros desafiamos el orden natural. El Vórtice es un reto a la naturaleza. Ésta… tenía que encontrar la manera de destruirnos. Fue una lucha de voluntades. Por ello te creó a ti. Forzamos la mano de la evolución…
El anciano, en un resuello que podía semejar una risa, emitió por la garganta un estertor agónico. Sus ojos quedaron inmóviles. Zed los cerró con su mano y permaneció silencioso durante un momento frente al extinto científico.
De ese modo la naturaleza los venció. El Fundador del Vórtice acababa de extinguirse. Zed había triunfado.
—Una buena muerte —expresó Zed en su homenaje.
El llanto de alegría del Amigo quebró la paz. Aquél había comprendido que la muerte natural de un Renegado significaba que el Tabernáculo había cesado en sus funciones.
—Tú lo lograste —exclamó alborozado.
El hombre que había desempeñado el papel de la Muerte se hizo presente para cerciorarse.
—Está muerto —dijo a los otros Renegados que se habían amontonado alrededor para observar.
Luego escucharon un estruendoso ruido que provenía del espacio: la Cabeza estaba cayendo.
La rotunda Cabeza de piedra que había desafiado la gravedad por tanto tiempo, había cedido finalmente a la lucha antinatural. Estaba desplomándose sobre la tierra, en medio de un viento rugiente. Aquellos que se habían congregado en el hotel de los Renegados la vieron pasar como un rayo por la ventana. Se produjo un estruendo que sacudió la tierra, seguido por intensas ondas sonoras.
El Tabernáculo había sido verdaderamente derrotado. Las cosas habían llegado a su epílogo. El maravilloso comienzo que había sido el Vórtice iba disminuyendo su marcha hasta detenerse. Si la Cabeza ya no volaba más, si los ancianos podían ahora morir, la muralla en torno al Vórtice no tenía ya razón para subsistir.
Zed caminó a través del césped, lejos de los agonizantes rebeldes y hacia la Casa. Ardía, pero todavía permanecía en pie.
Una extraña voz ultraterrena llamó a Zed y a todos los sobrevivientes. Era Avalow. Zed, al igual que los demás, se hizo camino entre los heridos que cubrían el césped hacia la laguna con reflejos plateados, próxima a la Casa. Situada entre palmeras y flores, estaba a la vista de las tierras negras foráneas, contra las cuales el Vórtice se había mantenido seguro y libre de temores.
Avalow estaba en el centro de la laguna, como si hubiera caminado sobre el agua para situarse allí. Cantaba, e incitaba a todos a unírsele. Eternos, Renegados y Apáticos forzaron su camino hacia ese punto. Llegaron todos desgreñados y rengueantes.
May y sus mujeres, todas a caballo, esperaban en una senda vecina; llevaban vestidos de viaje para temperaturas inclementes y unas mulas cargadas portaban su equipaje. Zed elevó su mirada hacia May. Las mujeres esperaban al pie de un gigantesco árbol, el añejo ciprés bajo el cual había visto a los Eternos meditando días atrás.
En aquel entonces, la Casa, situada en el fondo tras de las ramas, los campos y la gente que se paseaba por ellos, ofrecían la promisora calma de una perenne Edad de Oro. La paz que allí reinaba proyectaba una longevidad de miles de años.
Ahora todo había cambiado. La Casa todavía subsistía, pero en ruinas. Prevalecía un ambiente de desolación, propio del campo de la batalla que se había librado allí. Una guerra civil había convertido en escombros esa ciudad-estado.
El equilibrio artificial que se estableciera entre el Vórtice y el mundo exterior había oscilado bruscamente en favor de un orden natural. Este paraíso artificial, inserto en el mundo real, acentuando con su presencia la pobreza que lo circundaba, había sido avasallado. Todas las bondades que habían sido hábilmente almacenadas aquí se redistribuirían ahora entre los sitios de los cuales habían sido robadas. Al abandonar el lugar, May y su caravana de mujeres darían comienzo a este proceso.
Zed tomó la mano de May.
—Galopa hacia el este, y atravesarás a salvo la muralla. ―Le devolvió el diamante que había sido su clave—. Deja que tus hijos e hijas miren en él.
May intentó hablar, pero unas emociones largamente olvidadas surgieron en ella. Su pulso se aceleró. Se debatía entre el deber y el sentimiento ―algo más que amor― que tenía por ese extraño, que había destrozado todo cuanto constituyera su vida, pero al mismo tiempo le había restituído las pasiones y una nueva razón de ser.
—¿Qué será de ti, Zed? ¿Regresarás al seno de tu gente?
Zed negó con la cabeza.
Ella sintió el impulso de saltar del caballo y permanecer para siempre a su lado. Detrás, la columna de mujeres aguardaba impaciente. Así como Zed nunca se reuniría con su tribu, May tenía que conducir esta expedición hacia lo desconocido, para formar una nueva raza. Ambos estaban comprometidos con sus destinos.
Zed no regresaría a su gente hasta que la muerte pudiera unirlos en un mundo espiritual, si tal cosa existiera. May tenía que propagar una nueva tribu que ella nunca llegaría a ver. Ambos se hallaban ahora en tiempo mortal; todos los minutos contaban. Compartían un momento de tristeza que se prolongaba demasiado.
Zed rompió el silencio:
—He llegado demasiado lejos para echarme atrás.
May empuñó las riendas y se alejó con su caravana hacia el fin del Vórtice y hacia nuevas tierras. Zed no miró atrás. Su antiguo ejército estaba atacando por el oeste, y no se encontraría con ellas.
Si May y sus compañeras no perecían en el camino, tendrían un duro invierno por delante ―contando el tiempo anterior al nacimiento de sus vástagos―, y riesgos aún mayores que superar, ya que ahora eran vulnerables. Algunas no engendrarían hijos, pero todas tenían a su favor cientos de años de estudios, y ejercicios que las habían preparado para esta experiencia. Eran los seres más sagaces de su época, y eran muchas.
Zed las envidió. Serían los primeros seres en dejar esta nave, los primeros exploradores que pisarían la tierra. La minúscula comitiva se enfrentaría con un planeta hostil, con sólo sus mentes para asistirlas, pero… ¡qué mentes, y qué entereza poseían!
Zed estaba próximo a la laguna donde se encontraba Avalow, parada en su centro sobre un pedestal. Como por arte de magia, su cuerpo estaba seco, habiendo llegado a ese punto de una manera milagrosa; una última demostración de los sublimes poderes que ahora poseía.
El llamamiento de Avalow a los habitantes del Vórtice continuaba.
Entonces aparecieron detrás de la casa, como respondiendo al llamado de Avalow, los restantes perseguidores, aún sedientos de la sangre de Zed. Lo vieron y comenzaron a correr hacia él gritando, en un desesperado y postrer esfuerzo.
Consuella les hizo frente. Ellos se refrenaron, reconociendo su autoridad.
—No tiene sentido. Todo ha terminado.
Les hizo señas para que retrocedieran. Ellos se enfurecieron, pero luego se alejaron cabizbajos.
El Amigo se aproximó, anunciando:
—¡Los Renegados están muriendo como moscas!
Consuella se dirigió a los presentes, señalando a Zed.
—Él no tiene la culpa. Nos hemos destruido nosotros mismos.
Las armas restantes cayeron de las manos de los Eternos. El canto de Avalow aumentaba en volumen, acercándolos con su poder.
Arthur Frayn apareció, y se dirigió al público presente para compartir su punto de vista.
—Lo que has dicho, Consuella, es aún más verdadero de lo que crees. Y es aquí donde yo pienso que merezco crédito.
Todos lo miraron con incredulidad y sorpresa. Frayn estaba disfrutando de la atención que merecía.
—Vean, nuestro deseo por la muerte era tortuoso y profundo. ―Se dirigió a Zed—. Yo, en cuanto Zardoz, pude elegir a tus antepasados. Una cuidadosa reproducción genética te produjo, Zed: el esclavo que llegaría a liberar a sus amos.
Hizo un gesto con los brazos, abarcando a todos sus oyentes, terminando con un saludo. Luego se dirigió a una figura familiar, que se hallaba entre la muchedumbre.
—¡Y el Amigo fue mi cómplice!
Se reía mientras observaba la incómoda reacción del público, que estaba demasiado agotado como para atacarlo; incluso estaba más allá de todo sentimiento de rencor. Dirigiéndose nuevamente a Zed, prosiguió:
—¿No recuerdas al hombre en la biblioteca? Fui yo quien te dirigió hacia el libro El mago de Oz.
La cara de Zed estaba petrificada.
—Fui yo quien te dio acceso a la Cabeza. Fui yo. ¡Yo te guié! ¡Yo te crié!
Arthur saltaba de alegría. De ser posible, se hubiera congratulado a sí mismo palmeándose la espalda. Zed dio media vuelta para responderle.
—Y yo he visto a la Fuerza que puso esa idea en tu mente. Tú también has sido criado y guiado.
Arthur y el Amigo estaban deleitados. La ironía de las palabras de Zed los llenaba de risa. Se miraron entre ellos, y exclamaron, como niños mellizos delatando un secreto:
—¡Todos hemos sido usados!
—¡Y rehusados!
—¡Abusados!
—¡Y entretenidos!
El canto de Avalow continuaba, como un coro de despedida que contenía dolor y alabanza, una última celebración de sus poderes, y un saludo a la nueva vida. Por última vez sus mentes y almas se unieron en perfecta comunión.
Zed no podía compartir su sublime felicidad. Se hallaba solo, y miró hacia el Occidente.
Avalow se dirigió a la muchedumbre levantando sus brazos, como si los estuviera bendiciendo:
—La muerte se aproxima. Somos nuevamente mortales. Ahora podemos decirle sí a la muerte, pero nunca más “no”. Debemos despedirnos los unos de los otros, como también debemos hacerlo de la luna y el sol, los árboles y el cielo, la tierra y las piedras, el paisaje de nuestro largo sueño vivido.
Luego dijo, dirigiéndose a Zed:
—Zed, el Libertador, ¡libérame de acuerdo con lo prometido!
Él levantó su revólver, pero no podía apretar el gatillo. Consuella estaba a su lado.
—¡Hazlo! Hazlo! Todo lo que yo era… ya no existe.
Se oyó un disparo. Brotó sangre del pecho de Avalow, y ella se desvaneció, mientras la muchedumbre la observaba con felicidad.
Los Eternos lo acosaron, sin saber que Zed no había sido quien la mató.
—¡Ahora, mátame a mí! —le rogó una joven.
Arthur se dirigió al Amigo:
—Matémonos el uno al otro. Ten un debido sentido del humor ―Arthur pensó por un momento, y con un ademán extrajo una paloma blanca de la nada, diciendo—: ¡Un último truco!
Los Exterminadores se hallaban en la arboleda, disparando sobre los Eternos.
El Amigo tomó a Arthur de la mano. Ambos miraron en torno por última vez. El Amigo recibió un balazo y cayó.
—¡Éxito! ¡Todo era una broma! —hizo una pausa—. ¿Eso es todo? Agh… duele…
Y con esas últimas palabras, expiró.
Los Exterminadores salieron de su escondite, traspasando con sus espadas los cuerpos que aún vivían. Los Eternos les agradecían a medida que morían en sus manos.
Zed asió la mano de Consuella y se alejó agachado, corriendo en zigzag a través de la muchedumbre, hacia el cercano y espeso bosque.
En lo alto, en el extremo oriental del valle, May detuvo su caravana, levantó el cuello de su capa para protegerse del viento y dirigió una última mirada al brillante lago junto al cual ella había vivido y muerto hace tiempo y a menudo. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Dio media vuelta y siguió su marcha.
El líder de los Exterminadores interrumpió su tarea y miró alrededor. Llevó una mano a la boca y llamó.
—¡Zed!
No hubo respuesta, excepto algunos disparos que produjeron ecos a través de los árboles.
—¡Zed!
Caminando hacia otra dirección, volvió a llamarlo.
—¡Zed!
Dirigió su mirada hacia todos los puntos de la brújula: norte, este, sur, oeste. Zed tenía que estar cerca, si es que estaba aún vivo… O quizá habría muerto mientras trataba de introducirse en la muralla.
—¡Zed!
Zed y Consuella estaban protegidos por el tupido bosque. La aplastada Cabeza se hallaba frente a ellos. Yacía de costado, semienterrada, su grotesca boca formando una caverna. Había caído recto en el bosque, sin alterar las breñas que la rodeaban; nadie iba a sospechar que se encontrara allí. Zed condujo a Consuella hacia la caverna, dentro de la boca que lo había traído al Vórtice.
Mientras los Exterminadores saqueaban y destruían aquello que jamás comprendieron o comprenderían, Zed confortaba a Consuella. Permanecerían escondidos en la Cabeza hasta que pasara la tormenta.
Días más tarde, los últimos soldados habían desaparecido. Zed se aventuró a salir en búsqueda de alimentos y regresó muy pronto. Ésta sería su nueva morada.
Vivieron juntos muchos años. Consuella le dio un hijo, que cuando creció tomó su propio rumbo. Quizá fuera a encontrarse con los hijos de May.
Zed y Consuella envejecieron juntos. La muerte se los llevó, y luego el tiempo convirtió sus huesos en polvo, hasta que todo lo que quedó fue su revólver, junto a la huella de una mano sobre una roca.
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