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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058

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sábado, 26 de junio de 2010

EL SCIFI DE HARRY HARRISON -- Historia del hombre que era demasiado perezoso para fracasar






Historia del hombre que era demasiado perezoso para fracasar

Harry Harrison







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Éramos compañeros en una escuela de formación de oficiales navales. No se trataba de naves espaciales: lo que voy a contar sucedió antes de que el género humano alcanzase siquiera el satélite de la Tierra. Se trataba de navegación en medio líquido, en buques que flotaban en el agua y trataban de mandarse a pique unos a otros, a menudo con éxito, lamentablemente. Me vi metido en en ello porque era aún demasiado joven para comprender plenamente que, si mi barco se hundía, era muy probable que yo me hundiera con él... Aunque esta historia no es la mía, sino la de David Lamb.8

Para explicar quién fue David debo retroceder hasta su niñez. Era un palurdo, lo que significa que procedía de una región que, incluso para los pobres niveles de la época, cabía considerar como incivilizada... y Dave bajaba de un pueblo tan perdido tras las montañas que en él los búhos cazaban gallinas.

Su educación, que terminó a los trece años, tuvo como escenario una escuela de pueblo de una sola aula. Le gustaba, porque cada hora que pasaba en clase era una hora en la que no se hacía nada más penoso que, a lo sumo, leer. Antes y después de clase tenía que hacer en la granja de su familia, cosa que odiaba, porque el suyo erá lo que decían «un trabajo honrado», es decir, un trabajo duro, sucio, improductivo y mal pagado, y que además le obligaba a madrugar, cosa que aborrecía más aún.

El día de la graduación fue un día triste para él: significaba que a partir de aquel momento «trabajaría honradamente» todo el día en lugar de disponer de seis o siete horas de descanso en la escuela. Un día de mucho calor pasó quince horas arando tras de una mula... Cuanto más alzaba la mirada al trasero de la mula, tragando el polvo que levantaba y secándose de la frente el honrado sudor del trabajo, más la odiaba.

Aquella misma noche se marchó de casa sin despedirse, cubrió a pie los quince kilómetros que había hasta el pueblo, se echó a dormir a la puerta de la estafeta de correos hasta que, ya de mañana, la señora abrió, y se alistó en la marina. Aquella noche pasó de tener quince años a tener diecisiete, lo que le hizo apto para alistarse.

Suele suceder que un muchacho crezca rápidamente después de escapar de casa. No hay nada de extraño en ello: en aquel tiempo y en aquella parte del mundo no se conocían aún los registros civfles ni las partidas de nacimiento, y David medía más de un metro ochenta, era ancho de espaldas, fornido, bien parecido y tenía aspecto de persona madura, salvo un punto de locura que había en su mirada.

La marina le sentó bien a David. Le dieron ropa y zapatos nuevos y le dejaron rondar por los mares para ver lugares extraños e interesantes, libre de las molestias de las mulas y el polvo de los maizales. Le hacían trabajar, aunque no tanto como en la granja, y tan pronto se formó una idea de cuál era el esquema jerárquico imperante a bordo se aficionó a no esforzarse demasiado y limitarse tener contentas a las deidades locales, es decir, a los suboficiales.

Pero todo aquello no le resultaba absolutamente satisfactorio porque aún tenía que levantarse temprano, soportar guardias nocturnas y a menudo fregar cubiertas o ejecutar otras tareas igualmente inapropiadas para un carácter sensible como el suyo.

Oyó hablar, entonces, de aquella escuela para aspirantes a oficial «Guardiamarinas», les llamaban. A David lo que menos le importaba era cómo les llamaran; lo que contaba era que le pagarían por sentarse y leer libros -su ideal de vida- libre de las molestias de la escoba y el barreño y los suboficiales. ¿Le aburro, oh rey todopoderoso?

¿No? Bien. David estaba muy mal preparado para ingresar en aquella escuela, ya que no había recibido los cuatro o cinco años de instrucción suplementaria que se consideraban necesarios: matemáticas, lo que entonces tenían por ciencias, historia, lenguas, literatura y otras cosas.

Aparentar esta educación superior que no poseía era más difícil que añadir dos años a la edad de un chico más desarrollado de lo normal, pero la marina estaba deseosa de animar a los voluntarios que aspirasen a oficiales y había establecido un sistema de tutorias para ayudar a los aspirantes que llegaran algo cortos de preparación académica.

David calificó su situación de «ligeramente deficiente»; le dijo á su suboficial que «por muy poco no se graduó en la escuela secundaria», lo cual era verdad en cierto modo: le había faltado «muy poco», exactamente medio condado, que era la distancia que separaba su casa de la escuela secundaria más cercana.

Ignoro cómo convenció David a su chusquero para que le enchufara; nunca habló de ello. Baste con decir que, cuando el barco de David zarpó rumbo al Mediterráneo, le dejaron en la escuela preparatoria de Hampton Roads seis semanas antes del inicio del curso. Durante ese tiempo estuvo de agregado. El oficial de personal (su ayudante, de hecho) le dio una litera y una plaza de rancho y le dijo que en horas de trabajo no saliera de las aulas vacías en las que sus camaradas aspirantes habían de reunirse seis semanas después. David lo hizo así. En las aulas halló los libros de texto para los cursos preparatorios y los aprovechó. No se dejó ver y fue leyendo. Con eso le bastó.

Cuando empezó el curso, David ejerció de ayudante del profesor de geometría euclidiana, una materia obligatoria, acaso la más fuerte. Tres meses más tarde juraba bandera como cadete naval en West Point, en las hermosas orillas del Hudson.

No comprendió que acababa de saltar de la sartén al fuego: el sadismo de los suboficiales era cosa de niños comparado con los refinados tormentos que los cadetes de las promociones superiores, en especial los más veteranos, que eran verdaderos representantes de Lucifer en aquel infierno organizado, inflingían allí a los cadetes reción llegados (los «parias», como les llamaban).

David tardó tres meses en comprenderlo y hallar el modo de actuar en consecuencia: exactamente el tiempo que pasaron embarcados de maniobras los cursos superiores. Tal como lo veía, si lograba resistir nueve meses, el mundo sería suyo. Si cualquier mujer podía esperar nueve meses ¿por qué no él?

Mentalmente, clasificó los distintos azares a los que estaba expuesto en tres apartados: lo que había que soportar, lo que había que evitar y lo que había que buscar a toda costa. Cuando regresaron los señores de la creación para pisotear de nuevo a los parias, él ya se había trazado una línea de conducta para resistirlo de acuerdo con unas teorías que variaban ligeramente en cada caso, lo suficiente para ajustarse a las posibles variaciones en la situación en vez de improvisar sobre la marcha.

Para sobrevivir a situaciones de esta dureza, Ira, oh gran rey, esto es más importante de lo que parece. Por ejemplo: el abuelo..., es decir, el abuelo de David, le aconsejó que nunca se sentara de espaldas a una puerta. «Es muy posible que lo hagas novecientas noventa y nueve veces, sin peligro, hijo» le dijo, «sin que entre por esa puerta un enemigo tuyo. Pero puede entrar a la milésima vez. Si mi abuelo hubiera seguido siempre esta norma, hoy estaría vivo y podria correrse sus buenas juergas. Sabía muy bien lo que tenía que hacer, pero falló una vez por tener demasiada prisa en sentarse a una mesa de póquer: se sentó en la única silla libre, de espaldas a la puerta, y le pillaron. Se levantó de un salto y descerrajó tres tiros de cada una de sus pistolas contra su agresor antes de caer; somos duros de pelar. Pero aquélla fue una victoria moral; ya estaba muerto, con una bala en el corazón, antes de saltar de aquella silla. Todo por sentarse de espaldas a la puerta.»

Jamás olvide las palabras del abuelo, Ira. No las olvide usted tampoco.

Así clasificó David las situaciones y preparó sus teorías. Una de las cosas que había que soportar eran los incesantes interrogatorios, y pronto supo que a un paria no le estaba permitido responder jamás «No lo sé, señor» a un veterano, y menos a uno de los de último curso. Las preguntas solían referirse a determinados apartados: historia de la escuela, historia de la marina, frases célebres, nombres de capitanes de equipo y estrellas de algunos deportes, cuántos segundos faltaban para la graduación, cuál era el menú para la cena. En general no le inquietaban, porque podía aprenderse de memoria las respuestas, a excepción de la pregunta sobre los segundos que faltaban para la ceremonia de entrega de despachos, para la que ideó algunos trucos que le fueron muy útiles años después.

¿Qué clase de trucos, Lazarus?

Nada del otro jueves. Una cifra preestablecida para cada diana una cifra suplementaria para cada una de las horas inmediatamente siguientes. Por ejemplo: cinco horas después de la diana de las seis requerían restar dieciocho mil segundos de la cantidad base, y doce minutos más descontaban otros setecientos veinte segundos. P ejemplo, cien días antes del gran día, suponiendo que la ceremonia fuera a tener lugar a las diez de la mañana, que era lo acostumbrado David estaba en condiciones de responder al toque de retreta «ocho millones seiscientos treinta y dos mil setecientos veintisiete segundos, señor» con la misma rapidez con que su jefe de sección se lo preguntara, gracias a tenerlo calculado de antemano casi por completo.

A cualquier otra hora del día, consultaba su reloj como aguardando a que el minutero llegara a una de las divisiones mientras e realidad efectuaba mentalmente las operaciones.

Pero todavía fue más allá: se inventó un reloj decimal, no el que usan ustedes aquí en Secundus, sino una variación del absurdo e incómodo sistema terrestre de días de veinticuatro horas, horas de sesenta minutos y minutos de sesenta segundos. Dividió el tiempo que transcurría entre diana y silencio en intervalos de diez mil, mil y cien segundos, y se aprendió de memoria una tabla de conversión.

Es fácil ver las ventajas del sistema. Para cualquiera excepto Andy Libby, Dios le tenga en su gloria, es más fácil restar diez mil o mil de una sarta de números del orden del millón, rápido y si error, que restarle siete mil doscientos setenta y tres, la cifra de ejemplo que acabo de poner. El sistema de David permitía no tener que ir conservando cifras auxiliares en la memoria mientras buscaba el resultado final.

Por ejemplo: diez mil segundos después de diana son las ocho de la mañana, cuarenta y seis minutos con cuarenta segundos. En cuanto hubo elaborado su tabla de conversión y la memorizó -no le costó más que un día, porque aprender cosas de memoria le en muy fácil-, en cuanto la tuvo bien digerida, podía hacer una con versión de la hora a intervalos de cien segundos casi instantánea mente, determinando cuál era el intervalo que estaba por cumplirse y entonces añadía en lugar de restar, los dos dígitos que representaban la hora que iba a cumplirse a las dos últimas cifras de st primera cantidad para obtener la respuesta exacta. Como las dos últimas cifras son siempre ceros -compruébelo usted mismo-, en capaz de hallar una respuesta en millones de segundos casi tan aprisa como pronunciaba los números, y sin fallo.

Como no explicó a nadie en qué consistía su método, se ganó una reputación de prodigio del cálculo, de idiot savant, como Libby. No era nada de eso: era simplemente un chico de pueblo que usaba la cabeza para resolver un sencillo problema. Pero a su jefe de sección le molestó tanto que fuera un «sabihondo» -que le llamara así significaba que él no podía hacer lo mismo que David-, que le mandó aprenderse de memoria la tabla de logaritmos. A Dave no le molestó lo más mínimo: lo único que no soportaba era el «trabajo honrrado». Empezó a hacerlo, a un ritmo de veinte números al día, ya que ésa era la cantidad que el jefe juzgó suficiente para hacer quedar mal a aquel «sabihondo».

El veterano se cansó del asunto cuando David acababa de cubrir las primeras seiscientas cifras, pero él siguió en ello otras tres semanas, hasta pasadas las mil, lo cual le permitió deducir por interpolación las primeras diez mil y prescindir así de las tablas grandes, habilidad que desde aquel momento le sería enormemente útil, ya que por aquel entonces apenas si se conocían las computadoras.

El incesante diluvio de preguntas no importunaba a David salvo por la posibilidad de morirse de hambre a la hora de comer, pero aprendió a engullir el rancho a toda velocidad al tiempo que prestaba toda su atención a las cuestiones, y aprendió también a contestarlas todas. Algunas eran capciosas, como por ejemplo: «¿Es usted virgen?» Cualquiera que fuese su respuesta, el paría se veía en apuros si respondía de buena fe. No sé por qué sería, pero en aquella época daban mucha importancia a la virginidad o a su pérdida.

Preguntas de ese tipo pedían respuestas del mismo estilo, y Dave descubrió que una contestación adecuada era: «Sí, señor, de la oreja izquierda», o del ombligo...

Pero la mayor parte de las preguntas de pega iba dirigida a arrancar del paria una respuesta sumisa, y la sumisión era pecado mortal. Así, si un cadete de último curso le espetaba: «¿Le parezco guapo, señor?», una buena respuesta era: «Acaso se lo parezca usted a su madre, señor, pero no a mí», o bien: «Sí, señor, es usted el proyecto de chimpancé más guapo que he visto en mi vida».

Dar semejantes respuestas era arriesgado, ya que se podía provocar la ira del veterano, pero siempre era más seguro que arrugarse y dar una contestación en tono de mansedumbre. De todos modos, por más empeño que pusiera un paria en rizar el rizo de la sutileza, lo seguro era que al menos una vez por semana algún veterano dictaminase que necesitaba un castigo; así, arbitrariamente, sin juicio previo. La cosa iba desde una pena suave, como repetir un ejercicio gimnástico hasta el desvanecimiento, lo cual mortificaba sobremanera a David porque le recordaba demasiado el «trabajo honrado», hasta una zurra en las posaderas. Puede que no le parezca tan terrible, Ira, pero no hablo de una azotaina como las que se dan a veces a los niños: aquellas tundas las daban pegando de plano con un sable o con un viejo mango de escoba que venía a ser un verdadero garrote, largo y pesado. Tres azotes dados por cualquiera de aquellos muchachotes fornidos y bien alimentados dejaban el trasero de la víctima reducido a una colección de hematomas y magulladuras, con el añadido de un dolor atroz.

David intentó por todos los medios evitar incidentes que pudieran costarle semejante tortura a sangre fría, pero no hubo forma de lograrlo del todo; y algunos de los veteranos llegaban al puro sadismo. Cuando le tocaba, David apretaba los dientes y encajaba lo que hicieran, considerando -acertadamente- que si desafiaba la suprema autoridad de un veterano le echarían a patadas de la escuela Así es que se lo tomó con filosofía y aguantó lo que le echaron.

Pero sus proyectos de una vida libre de un «trabajo honrad y su propia seguridad personal, estaban sometidos a un riesgo davía mayor. En la mística del servicio militar entraba la idea que un aspirante a oficial debía sobresalir en los deportes. No pregunte por qué: tenía tanta explicación racional como la mayor parte de las cuestiones teológicas.

Los parias, en especial, no tenían otra salida: debían dedicarse al «deporte». Cada día, David estaba obligado a sudar la camiseta durante dos horas que teóricamente eran de asueto, pero que podía pasar descabezando un sueñecito o distrayéndose en la placidez de la biblioteca.

Y, lo que era peor aún, algunos de esos deportes, además de otorgar a un derroche de energías, ponían en peligro la integridad de piel de David, que él tanto valoraba. Por ejemplo, el «boxeo», una especie de lucha estilizada, falsa, perfectamente estúpida, y de que ya no se acuerda nadie, en la que dos hombres se vapuleaban durante un cierto tiempo fijado de antemano o hasta que uno los dos caía inconsciente. O el «lacrosse», que era una especie batalla en broma inspirada en las que libraban los primitivos hábitantes de aquel continente. En ella, un tropel de gente se peleaban con bastones. Había una especie de proyectil con el que se marcaban puntos. Pero lo que causaba el disgusto de nuestro héroe e la posibilidad de salir con un hueso roto o el cráneo partido. O estaba también lo que llamaban «water polo», consistente en que los nadadores de dos equipos intentaban ahogarse los unos a los otros. David lo eludió gracias a que nadaba únicamente lo indispensable para no ser expulsado de la escuela, porque la natación era obligatoria. De hecho era un estupendo nadador: aprendió a los siete año, cuando dos primos suyos le echaron a un río. Pero ocultó sus verdaderas habilidades.

El deporte que gozaba de mayor prestigio era una cosa que llamaban «fútbol»: los veteranos elegían cuidadosamente de entre cada nuevo grupo de víctimas a los aspirantes que pudieran ser apto para intervenir en aquel pandemónium organizado. David no habiá visto ningún partido; cuando presenció el primero, el espectáculo llenó de horror su espíritu de hombre pacifico.

No había para menos: se trataba de dos grupos de once individuos que se enfrentaban sobre un campo rectangular tratando de llevar una vejiga elipsoidal a la zona del contrario. Habría que añadir a la descripción unos cuantos ritos especiales y una terminología totalmente esotérica, pero la idea esencial es ésa.

Dicho así parece inofensivo y más bien tonto. Tonto sí lo era, pero inofensivo no, porque las fórmulas rituales permitían que los hombres de una de las bandas atacaran de muy diversas formas al rival 4ue intentara adelantar con el elipsoide; la menos violenta de ellas era asirle por un miembro y derribarle como un saco. A veces el rival en cuestión era atacado por cuatro o cinco hombres a la vez, con lo cual se le hacía víctima de atropellos no tolerados por las normas pero que quedaban impunes, disimulados bajo el montón de cuerpos.

En teoría, semejante actividad no tenía por qué dar lugar a fallecimientos, pero en la práctica éstos ocurrían. Las lesiones gravísimas eran cosa de cada día.

Para su desgracia, David poseía las condiciones físicas ideales para tal deporte: estatura, peso, reflejos, vista y pies planos. Como estaba convencido de que los alumnos de último año le escogerian en cuanto hubiera vuelto de las maniobras, se ofreció «voluntariamente» como víctima dispuesta al sacrificio.

Volvía a ser hora de emplear sus tácticas evasivas.

El único modo posible de librarse del «fútbol» era dedicarse seriamente a otro deporte. Y dio con él.

¿Sabe usted lo que es la «esgrima», Ira? Bien pues no me importa explicárselo. Hubo un tiempo, en la historia de la Tierra, en el que la espada, después de haber sido un arma ofensiva por espacio de más de cuarenta siglos, dejó de serlo. Pero todavía existían espadas, como vestigio de la antigúedad, y conservaban restos de su antiguo prestigio. Todo caballero debía dominar el manejo de...

¿Qué es un «caballero», Lazarus?

¿Eh? No me interrumpa, muchacho: me hace perder el hilo. Un caballero es..., a ver, un momento. Una definición general... No sé, hay varias, pero todas demasiado difíciles de comprender. Algunos decían que era una cuestión de linaje, lo cual venía a ser una forma despectiva de decir que era un rasgo heredado. Pero no dice en qué consistía ese rasgo. Se decía que un caballero había de preferir ser un león muerto a ser una hiena viva. Yo no entro en la cuestión, porque siempre he preferido ser un león vivo. Hablando en serio, podría decirse que la cualidad denotada por ese nombre representa el lento surgir en la cultura humana de una ética superior a la del simple egoísmo. Un surgimiento condenadamente lento, a mi modo de ver: a la hora de los apuros, todavía no pueden confiar en que se imponga.

La cuestión es que los oficiales pasaban por ser unos «caballeros» y llevaban sable. Incluso los aviadores lo llevaban, Alá sabrá por qué.

A los cadetes no solamente se les consideraba caballeros, sino que había una ley que afirmaba que eran caballeros. Por consiguiente, se les enseñaban los rudimentos del manejo de la espada, apenas lo justo para evitar que se rebanaran un dedo o mataran a alguien sin querer; no se trataba de que supieran usarla en combate, simplemente de que no se mostraran demasiado torpes cuando por razones de etiqueta se vieran obligados a lucir el sable.

Pero la esgrima era considerada un deporte. No gozaba del prestigio del fútbol, el boxeo o el water polo, pero estaba en la lista cualquier paria podía apuntarse.

David vio en ella una solución. Por pura lógica, estando en sala de esgrima no estaría en el campo de fútbol, con aquellos gorilas pisoteándole sádicamente con sus botas de tacos. Mucho antes de que los veteranos regresaran a la escuela, el cadete Lamb había constituido en miembro del grupo de esgrima, sin perder un solo entrenamiento, y se esforzaba en perfilarse como una

En aquel lugar se enseñaban, por aquel entonces, tres clases esgrima: sable, espada y florete. Para las dos primeras se empleaban armas de gran tamaño. Naturalmente, no estaban afiladas y llevaban un protector en la punta, pero de todos modos se podía herir a alguien con ellas; mortalmente incluso, aunque ello era muy poco frecuente. Pero el florete era un juguete de poco peso, una espada de mentirijillas con una hoja elástica que se combaba a la menor presión. La pantomima de duelo para la que se usaba el florete era menos peligrosa que jugar a las canicas. Ésa fue el «arma» que eligió David.

Estaba hecha a su medida. Las reglas del combate a florete, muy artificiosas, daban un buen margen de ventaja a unos reflejos rápidos y a un cerebro despierto> y David tenía ambas cosas. El florete ponía un cierto esfuerzo físico, pero no era comparable al que ponían el fútbol, el «lacrosse» o incluso e1 tenis. Y lo mejor de todo es que no obligaba a los forcejeos cuerpo a cuerpo que a David parecían tan desagradables en los juegos violentos que trataba eludir. David se aplicó en cuerpo y alma a adquirir la destreza necesaria para asegurarse un lugar al sol.

Tanta fue la diligencia que puso en ello> que antes de terrninar su primer año era campeón nacional de florete en la categoría de principiantes. Ello le valió una sonrisa de su jefe de grupo, algo inimaginable. El comandante de su compañía se fijó en él por primera vez y le felicitó.

El éxito obtenido con el florete le salvó incluso de algunas palizas de «castigo». Un viernes por la mañana, cuando iba a recibir una tunda por alguna falta imaginaria, argumentó: «Señor, si no le importa, preferiría recibir el doble de azotes el domingo> porque mañana tenemos unas tiradas contra el equipo de Princeton y, si mé hace usted lo que creo que puede hacerme, es posible que no rinda al máximo».

Aquello convenció al veterano, porque favorecer una victoria da la marina estaba, según la Sagrada Norma, por encima de todo, incluso del legitimo placer de azotar a un paria «espabiladillo». Le respondió: «Vamos a hacer una cosa, señor: preséntese en mi habitaci ón el domingo, después de cenar. Si pierde usted mañana, le daré ración doble. Pero si gana, olvidaremos la cuestión».

David venció en sus tres duelos.

La esgrima le ayudó a terminar el primer año, el peligroso penodo de «paria», con su precioso pellejo intacto, aparte de algunas cicatrices en las nalgas. Ahora ya se hallaba a salvo, con tres años de seguridad por delante, ya que sólo los parias estaban expuestos a castigos físicos; sólo a ellos se les podía obligar a tomar parte en las batallas campales organizadas.

(Pasaje suprimido.)

Había un juego a base de contacto corporal que David adoraba: era un deporte que gozaba de una larga popularidad, y lo había aprendido en las montañas de donde escapó. Pero se practicaba con chicas y no estaba autorizado oficialmente en aquella escuela. Unas normas muy severas impedían su práctica, y el cadete al que se sorprendía entregado a él era azotado sin compasión.

Pero David, como todos los genios de verdad, prestaba sólo una atención puramente pragmática a las reglas creadas por los demás hombres: obedeció el onceavo mandamiento y nunca le cazaron. Mientras los otros cadetes codiciaban el falso prestigio que daba el introducir secretamente a una chica en los barracones o saltaban la tapia de noche en busca de muchachas, David mantenía una reserva total acerca de sus actividades. Sólo quienes le conocían bien estaban al corriente de cuán concienzudamente se dedicaba a aquel deporte de choque. Y nadie le conocía bien del todo.

¿Cómo? ¿Mujeres cadete? ¿No quedó claro, Ira? No sólo no había mujeres cadete, sino que no había ni una sola china en la marina, salvo unas pochas enfermeras. Y muy particularmente, en aquella escuela, funcionaba una guardia permanente que mantenía a las chicas lejos de los cadetes.

No me pregunte el porqué. Eran normas de Ja marina, y por lo tanto carecían de motivo. En verdad, no existía en toda la marina un puesto que no pudiera ser cubierto por personas de uno u otro sexo, e incluso por un eunuco, pero según una tradición inmemorial, la marina era exclusivamente cosa de hombres.

Ahora que lo pienso, aquella tradición fue contestada unos años después: tímidamente primero, pero hacia el final de aquel siglo, poco antes del Hundimiento, la marina tenía mujeres en puestos de todos los niveles. No pretendo insinuar que tal cambio fuera una de las causas del Hundimiento; no pienso entrar ahora en ese tema. O bien careció de trascendencia o quizá retrasó ligeramente la llegada de lo inevitable.

Sea como fuere, no tiene nada que ver con el «cuento del haragan. Cuando David estaba en la academia, a los cadetes sólo se les permitía muy de tarde en tarde frecuentar la compañía de señoritas, siempre en circunstancias previstas de antemano, sometidas a una severa etiqueta y con buen número de carabinas.4 En vez de ir contra las normas, David buscó la forma de esquivarías y nunca le pillaron.

Toda regla, por inviolable que parezca, tiene sus resquicios; hecha la ley, hecha la trampa. La marina, como organismo, creó normas de imposible transgresión; como conjunto de individuos, violaba, en especial las curiosas normas relativas al sexo: una vida universalmente conocida como monástica en horas de servicio, otra, menos conocida, de desenfreno libidinoso fuera de servicio. En la mar, las menores tentativas de aliviar la tensión sexual sufría severos correctivos en cuanto eran descubiertas, aunque menos cien años antes semejantes violaciones técnicas de las buenas costumbres eran fácilmente perdonadas. Pero aquella marina era apenas un poco más hipócrita en lo concerniente a comportamiento sexual que la estructura social de la que formaba parte, y sus compensaciones más exageradas únicamente en la medida en que sus normas eran más rígidas que las del conjunto de la sociedad. El código sexual de aquella época era algo increíble, Ira: sus violaciones no hacían sino reflejar en negativo sus fantásticas exigencias. Si me permite decir una obviedad, a toda acción le sigue una reacción igual y de signo contrario.

Si me he detenido a comentar todo esto, ha sido únicamente pa contarle que David halló la forma de ir tirando a pesar del reglamento de la academia, sin acabar completamente desquiciado como muchos, demasiados de sus compañeros. Pero tengo que añadir una cosa, un simple rumor: como consecuencia de un contratiempo inimaginable hoy pero demasiado frecuente en aquellos días, una joven quedó embarazada, de David al parecer. En aquel tiempo, la Cosa era, créame, un auténtico drama.

¿Por qué? Limitese a aceptar que era así; describir aquella sociedad nos llevaría siglos y ninguna persona civilizada lo creería. Estaba prohibido que los cadetes se casaran; según los principios vigentes, aquella joven tenía que casarse: le era prácticamente imposible procurarse la intervención que la hubiera librado del contratiempo y, en cualquier caso, la operación encerraba mucho peligro.

Lo que hizo David ante ello ilustra claramente su forma de entender la vida. Cuando uno se encuentra ante un abanico de opciones a cual peor, lo que tiene que hacer es elegir la menos aventurada y seguir adelante sin pestañear. Se casó con ella.

Cómo logró hacerlo sin ser descubierto es algo que no sé. Se ir ocurre una serie de formas algunas simples y seguras, otras complicadas y por lo tanto peligrosas. Supongo que él elegiría la más sencilla.

Aquello hizo que la situación pasase de imposible a tolerable. Hizo que el padre de la chica dejara de ser un enemigo potencial, capaz contárselo todo al comandante de la escuela y obligar con ello a David a presentar la renuncia cuando sólo le separaban unos meses la meta, para convertirle en un aliado, celoso protector del secreto del matrimonio a fin de que su yerno ganara los galones y pudiera llevarse a la descarriada de su hija.

Como ventaja suplementaria, David ya no necesitó esforzarse en buscar ocasiones para la práctica de su deporte favorito. Pasaba su tiempo libre en la placidez de la vida conyugal, gracias a la mejor de las carabinas.’5

Por lo que respecta al resto de la carrera de David, cabe suponer ~e un chico que había sido capaz de suplir cuatro años de formacjón académica con seis semanas de lectura en solitario, podía ser el primero de la clase, lo cual se traduciría en dinero y en categoría profesional, ya que el número de un oficial en la promoción venía dado por el puesto que ocupara en la clase al terminar el curso.

Pero la lucha por el primer puesto era encarnizada y, lo que es peor, el cadete que lo alcanzaba se convertía en blanco de todas las miradas. David lo advirtió a los pocos días de ingresar: la pregunta <¿Es usted un empollón, señor?» (en el sentido de «académicamente brillante») era otra pregunta con trampa: para el paria, responder

Pero ser el segundo, o el décimo incluso, era prácticamente igual de útil que ocupar el primer puesto. Por otra parte, David se percató de que el cuarto curso contaba cuatro veces más que el primero, el tercero tres, etcétera; es decir, las notas obtenidas cuando paría no afectaban demasiado al número de promoción: era sólo una décima parte.

David decidió «no hacerse ver» que es siempre lo más acertado Cuando hay posibilidades de que a uno lo corran a tiros.

Terminó la primera mitad de su año de paría un poco por encima de la mitad de la clase: una posición segura, respetable y discreta. A final de curso estaba en el primer cuarto, pero en aquellos momentos los alumnos de cursos superiores no pensaban más que en licenciarse y no le prestaron atención. El segundo año subió hasta el diez por ciento superior; en tercero mejoró levemente y el último año, el que más contaba> apretó y terminó sexto, puesto que en la práctica venía a ser el segundo, porque dos de los cadetes que le precedían prefirieron pasar a la escala de complemento y hacer estudios de especialización, otro no recibió despacho porque se había echado la vista a perder de tanto estudiar> y uno presentó la renuncia después de graduado.

Sin embargo, el cuidado que puso David en el tema de su lugar en la clase no refleja sus verdaderas dotes de perezoso: después de todo, estar sentado y leer era su segundo pasatiempo favorito, todo aquello que sólo exigiera buena memoria y capacidad de razonamiento lógico no significaba para él esfuerzo alguno.

Durante el simulacro de expedición naval con el que se inició último año de David en la academia, un grupo de compañeros suyo discutía acerca del número de promoción que iba a obtener cada cual. A aquellas alturas, todos sabían perfectamente quiénes sería designados oficiales cadetes. Jake estaba seguro de ser nombrado comandante, pero si se caía al mar, ¿quién se hacía cargo de su batalIón? ¿Steve? ¿Stinky?

Alguien apuntó que el segundo aspirante era Dave.

Dave había estado escuchando sin abrir boca, de acuerdo col uno de los principios básicos de su estrategia de «no hacerse ver’ que además es casi una tercera forma de mentir, Ira, y más fácil que hablar sin decir nada, además de darle a uno fama de sabio. Personalmente no la empleé demasiado, porque hablar es el segundo de los tres placeres auténticos que encierra nuestra existencia y lo único que nos distingue de los monos, aunque no mucho.

David rompió, o aparentó romper, su habitual reserva. «¿Yo, tu batallón? De eso nada», dijo. «Yo voy a ser oficial ayudante del jefe del regimiento. Así iré delante de todos para que las chicas me vean mejor.»

Es posible que no tomaran muy en serio aquella afirmación, por que ser auxiliar era menos que ser comandante, pero David sabía que se comentaría, y que acaso llegara, a través del comandante encargado del batallón, a oídos de los oficiales encargados de seleccionar a los oficiales cadetes.

Sea como fuere, lo cierto es que David fue nombrado brígada auxiliar del regimiento.

Según la organización militar de la época, el oficial auxiliar de un regimiento iba al frente de la formación, donde era casi imposible que las damas visitantes no se fijaran en él. Pero no es muy probable que este detalle pesara demasiado dentro de los planes de Dave.

El oficial ayudante sólo forma cuando lo hace el regimiento en pleno. Va solo de una clase a otra en vez de marcar el paso o hacerlo marcar. Otros alumnos de último año dirigen cada unidad de cadetes: escuadra, pelotón, compañía, batallón o regimiento. Pero el auxiliar no tiene tantas responsabilidades y tan sólo se encarga de una tarea administrativa de carácter subalterno: lleva el cuadrante de servicios de los principales oficiales cadetes.

Pero él no está en ese cuadrante de guardias, sino que figura como suplente para cuando alguno de los otros está indispuesto. Y esto era lo más preciado por el haragán. Los oficiales cadetes de aquella academia eran auténticos modelos de perfección y las probabih’dades de que alguno de ellos dejara de cumplir con un servicio por motivos de salud eran prácticamente iguales a cero.

Nuestro héroe había pasado tres años haciendo guardia una vez tada diez días. No eran servicios demasiado duros, pero suponían acostarse media hora más tarde de lo habitual o levantarse media hora más temprano, además de pasar muchas horas de pie con el consiguiente cansancio, todo lo cual constituía una verdadera afrenta a la comodidad de Dave, a la que él prodigaba los más delicados cuidados.

Pero aquel año David sólo tuvo que soportar tres guardias, y se las pasó sentado, como correspondía al «suboficial de guardia».

Al fin llegó el gran día. David se graduó, recibió su despacho y, acto seguido, fue a la capilla y volvió a casarse con su esposa. La chica tenía el vientre un poco abultado, pero aquello no era nada extraordinario en aquellos días; por otro lado, todo el mundo fingia no verlo y el pecado quedaba perdonado en cuanto la joven pareja se casaba. Todo el mundo sabía, aunque nadie lo mencionaba, que cualquier jovencita bien dispuesta era capaz de hacer en siete meses, o menos, lo que costaba nueve a las demás mujeres.

Dave se hallaba en terreno seguro y había dejado atrás todos los escollos. Ya no sentiría nunca el temor de verse otra vez detrás de aquella mula, dedicado a un «trabajo decente».

Pero la vida de un suboficial naval resultó estar bastante lejos del ideal. Tenía sus ventajas (asistentes, un trabajo fácil que casi nunca ensuciaba las manos y un buen sueldo). Pero aún necesitaba más para mantener a una esposa y su barco estaba tan a menudo en alta mar que muchas veces echaba en falta las agradables recompensas de la vida conyugal. Lo peor de todo era que las guardias se sucedían casi sin pausa: guardias nocturnas de cuatro horas casi Cada dos días, y de pie. Tenía sueño a todas horas y le dolían los pies.

En consecuencia, David se presentó como aspirante a aviador. La marina acababa de descubrir la idea de lo que llamaba «fuerza aérea» e intentaba acaparar la mayor parte posible de ella a fin de quitársela de las manos al Ejército. Pero el Ejército lo había pensado primero; así es que los aspirantes a piloto recibían toda clase de ayudas.

David fue destinado muy pronto a servicio en tierra para ver si reunía condiciones para ser un buen aeronauta.

¡ Vaya si las tenía! No sólo poseía las cualidades físicas y mentales necesarias, sino que además alentaba grandes deseos de alcanzar su objetivo, ya que su nuevo trabajo era algo que se hacía sentado, bien en clase, bien volando, no había que hacer guardias nocturnas, y cobraba sueldo y medio por estar sentado y dormir en casa; además, volar figuraba como «servicio peligroso» y ello significaba una prima.

Será mejor que le cuente algo acerca de aquellos aeroplanos, porque no se parecían en nada a los aerodinos a los que está usted acostumbrado. En cierto modo, sí eran peligrosos; todo es pehgroso hasta respirar. Pero lo eran menos que los vehículos automóvil de superficie que se utilizaban entonces, y desde luego menos que ser un peatón. Normalmente, los accidentes, fatales o no, eran atribuibles a un error del piloto, y David no permitió jamás que a el le sucedieran semejantes accidentes. No tenía el menor deseo ser el mejor piloto del mundo; se conformaba con llegar a ser el más viejo.

Los aeroplanos eran unos monstruos estrafalarios que no tenía nada que ver con nada de lo que hoy en día surca el cielo, solo quizás una cometa; de hecho, a veces les llamaban «cometas». Tenian, dos alas, una encima de la otra, y el piloto iba sentado entre ambas Un pequeño parabrisas le protegía el rostro del viento. Sí, no ponga esa cara: aquellos trastos iban movidos por una hélice a motor y volaban muy despacio.

Las alas estaban hechas de lona pintada, con un armazón rígido de listones; con esto ya comprenderá que la velocidad que eran capaces de alcanzar no llegaba a una fracción apreciable de la velocidad del sonido, salvo en las desafortunadas ocasiones en que algún piloto demasiado arrojado ejecutaba un picado y se dejaba las alas por el camino al intentar recobrar la posición con excesiva brusquedád.

Cosa que David no hizo nunca. Hay personas que parecen nacidas para volar: la primera vez que David examinó un aeroplano, se formó una idea exacta de sus puntos débiles y sus puntos fuertes tan exacta como la que se formara del taburete de ordeñar que un día dejó atrás.

Aprendió a volar casi con la misma rapidez con la que aprendió a nadar.

Su instructor le dijo: «David, tú has nacido para esto. Voy a recomendarte para piloto de guerra».

Los pilotos de guerra eran la crema y nata de los aviadores; iban y se enfrentaban a los pilotos enemigos en duelo singular. El piloto que lograba cinco veces consecutivas matar al enemigo sin que le mataran a él era nombrado «as», lo cual representaba una gran distinción, ya que, como usted sabe, la probabilidad media de conseguirlo era igual a un medio elevado a cinco, o uno entre treinta y dos, en tanto que la probabilidad de lo contrario es lo que falta para llegar a la unidad; es decir, casi la seguridad completa.

Dave dio las gracias a su mentor mientras sentía en la piel un hormigueo de angustia y el cerebro le funcionaba a todo vapor en busca de una forma de eludir Semejante honor sin renunciar al sueldo y a la comodidad de pasar el día sentado.

Además del riesgo de que cualquier extranjero le dejara a uno el pellejo hecho trizas, ser piloto de guerra presentaba otros inconvenientes. Aquellos aviadores volaban en cometas monoplaza y se encargaban de todo lo relativo a navegación sin computadoras; radiofaros ni nada de lo que consideramos normal hoy en día o consideraban normal hacia el final de aquel mismo siglo. El sistema que empleaban era conocido como «navegación a estima» o «acierta o muere» porque si el piloto erraba en sus cálculos lo más seguro era que se hundiera: la fuerza aérea de la marina operaba en el mar, desde un pequeño aeródromo flotante y con una reserva de carburante en el depósito que apenas si daba un margen de seguridad de algunos minutos. A eso hay que añadir que, una vez en combate, el piloto debía optar entre atender a la orientación o poner los cinco sentidos en intentar abatir al enemigo antes que el enemigo le abatiera a él. Si queria ser un «as», o si sencillamente quería cenar en su casa por la noche, debía atender primero a lo principal y dejar la orientación para más tarde.

Encima de la posibilidad de perderse en el mar en una de aquellas cometas, quedarse sin combustible y ahogarse. .., ¿le he explicado cómo se propulsaban aquellos aparatos? La hélice era movida por ún motor impulsado por una reacción química exotérmica, la combustión de un hidrocarburo líquido. Si le parece imposible, le aseguro que entonces también lo parecía. El sistema era desesperadamente ineficaz. El aviador no sólo estaba expuesto al riesgo de quedarse sin «gasolina», sin combustible, perdido en la inmensidad del océano, sino que muy a menudo aquellos motores intratables empezaban a carraspear y se paraban. Resultaba muy embarazoso. Fatal, a veces.

El peligro físico no era, con todo, el único inconveniente que presentaba ser piloto de guerra. Había otros, que no encajaban en los planes de David. Dichos pilotos tenían sus bases en los aerodromos flotantes, o «portaaviones». En tiempo de paz, como entonces (teóricamente), los pilotos no tenían demasiado trabajo ni soportaban demasiadas guardias y pasaban la mayor parte del tiempo en una base terrestre aunque figurasen en la lista de dotación de un portaaviones, con lo cual, a efectos de pagas y ascensos, prestaban servicio en alta mar.

Pero todo piloto con destino en uno de aquellos barcos pasaba realmente varias semanas al año en el mar, de maniobras, lo cual significaba levantarse una hora antes del amanecer para calentar aquellos motores gruñones y malhumorados y estar dispuesto a despegar al menor indicio de peligro real o simulado.

David lo aborrecía: tenía pensado no presentarse al Juicio Final si lo celebraban antes de mediodía.

Había otro problema: aterrizar en aquellos aeropuertos flotantes. En tierra, David era capaz de hacerlo en un ladrillo y aún le sobraba espacio, porque sólo dependía de su propia habilidad, que tenía muy desarrollada ya que de ella dependía la integridad de su pellejo. Pero aterrizar en la cubierta de un portaaviones dependía de la habilidad de otro, y a él no le hacia ninguna gracia confiar la vida a la destreza, la buena voluntad y el celo de nadie.

Todo esto, Ira, es tan diferente a lo que haya podido usted ver a lo largo de su vida que no sé si logro hacerme entender. P ejemplo: tenemos el cosmopuerto de Nueva Roma; las naves que aterrizan en él son dirigidas desde tierra, ¿no? Pues bien, lo mismo se hacía con los aparatos que aterrizaban en los portaaviones, pero la analogía no sirve porque en aquellos años la operación se hacia sin instrumentos. Sin ningún instrumento. Hablo en serio.

Se hacía a ojo, como hacen los niños cuando atrapan una pelota al vuelo; sólo que David era la pelota, ya que la habilidad con que se le recogía no era la suya propia, sino la de quien le espera en el barco. David tenía que prescindir de su precisión y de sus propias opiniones y tener una fe ciega en el piloto del portaaviones. Hacer otra cosa equivalía al desastre.

David había obrado siempre según su parecer, contra viento marea. Confiar de ese modo en otro hombre iba contra lo m profundo de su ser. Aterrizar en una cubierta era como descubrir; la barriga delante de un médico y decirle: «Adelante, corte usted lo que quiera», sin tener la seguridad de que el tal doctor fue capaz siquiera de cortar lonchas de jamón. Aquellos aterrízajes, que cualquier otro aspecto de la vida de piloto, eran lo que mas cerca estaba de hacerle renunciar a la paga y media y a las horas de tranquilidad, tanto le atormentaba la necesidad de aceptar las decisiones de otro. De otro que, encima, no corría el menor riesgo.

La primera vez necesitó toda su fuerza de voluntad para hacerlo, y nunca llegó a serle fácil. Pero aprendió una lección que nunca creyó que aprendería: la de que, en determinadas circunstancias la opinión de otro es incomparablemente más válida que la uno.

Ya ve usted que..., no, puede que no lo vea: no le he dicho de qué circunstancias se trataba. Aterrizar con un avión en un barco es una forma controlada de estrellarse, con un gancho en la cola que se prende en un cable tendido transversalmente sobre la cubierta. Pero si el piloto sigue su propio juicio, de acuerdo con su experiencia en tomar tierra en un campo de aviación, lo más seguro es que se estrelle en la popa de la nave; o bien, si lo sabe y pretende evitarlo, que pase a demasiada altura y no enganche el cable. En lugar de tener ante sí un gran campo llano y mucho margen para corregir pequeños errores, lo que tiene es una pequeña «ventana» en la que tiene que entrar sin desvíarse a izquierda ni a derecha, arriba ni abajo, sin ir demasiado despacio ni demasiado deprisa. Y no ve lo que hace con claridad suficiente para calcular correctamente tales variables.

Con el tiempo, el procedimiento se semiautomatizó, y más tarde llegó a ser totalmente automático, pero cuando alcanzó la perfección los buques portaaviones estaban fuera de uso. Ahí tiene un ejemplo condensado del «progreso> humano: cuando encuentras la forma de r algo, ya es tarde.

Aunque a veces ocurre que lo que uno ha descubierto es aplicable a un problema nuevo. De no ser por esto todavía andaríamos columpiándonos en una rama.

Estábamos en que el aviador debía confiar en el piloto que se hallaba sobre la cubierta y veía lo que pasaba. Le llamaba «oficial de señales de aterrizaje» y empleaba unas banderolas para transmitir ordenes al piloto del aeroplano.

La primera vez que David intentó ejecutar aquel número acrobático se paseó tres veces por el cielo ensayando la maniobra de aproximación hasta que logró dominar el miedo, abandonó sus propósitos de desatender las indicaciones del oficial de señales y aterrizó.

Sólo entonces descubrió lo asustado que estaba: se le aflojó la vejiga.

Aquella tarde le hicieron entrega de un diploma burlesco: el de miembro de la Real Orden de las Bragas Mojadas, extendido por el oficial de señales, con el aval del comandante del escuadrón y las firmas de todos sus compañeros como testigos. Aquello quedó como uno de los peores momentos de la vida de David, peor incluso que los pasados en su año de paria, y no le sirvió de consuelo el saber que la distinción se concedía tan a menudo que había en el buque un paquete de diplomas listos para ser entregados a cada nuevo grupo de aspirantes a mojarse encima.

Desde aquel día cumplió al pie de la letra las órdenes de los oficiales de aterrizaje, obedeciendo como un robot y anulando por medio de una especie de autohipnosis todos sus juicios y emociones. Llegada la hora de efectuar aterrizajes nocturnos, que suponen una tensión nerviosa mucho mayor ya que el piloto no ve nada excepto las linternas que agita el oficial de señales, se posó impecablemente al primer intento.

David no soltó prenda en cuanto a sus propósitos de no perseguir la gloria como piloto de guerra hasta que se halló en posesión de los requisitos necesarios para acceder a la categoría de piloto en activo. Entonces pidió que le dejaran seguir un curso de perfeccionamiento como piloto de aviones de varios motores. Resultó algo violento, porque el instructor que tanto valoraba sus posibilidades era ahora el comandante de su escuadrón y la petición tenía que pasar por sus manos. Apenas entregada la carta, David fue llamado al despacho del jefe.

¿Qué significa esto, David?

Lo que dice, señor. Quiero aprender a pilotar uno de los grandes.

¿Se ha vuelto loco? Usted es un piloto de caza. Lleva tres meses en este escuadrón, el tiempo justo para que le den el «apto», y quiere marcharse para seguir un curso de perfeccionamiento. Como piloto de combate.

David no respondió.

El comandante insistió:

¿Qué pasa, le ofendió lo del diploma? Si la mitad de los piloos lo tienen... Incluso yo me lo gané diantre. Aquello no ha disminuido su prestigio, sólo le ha dado un aire más humano cuando empézo a tener una aureola de gran figura.

David siguió en silencio.

¡ Haga algo, caramba! Coja esta carta y tirela. Y escriba otra pidiendo un curso de perfeccionamiento como piloto de caza. Si lo hace le dejo ir ahora mismo, en lugar de hacerle esperar tres meses.

David no dijo nada. El jefe le miró fijamente, algo irritado, y dijo quedamente:

Puede que me haya equivocado. Puede que no tenga usted que hace falta tener para ser piloto de guerra, señor Lamb. Ni más. Puede retirarse.

Con «los grandes», los aeroplanos de varios motores, David se encontró al fin como pez en el agua. Eran demasiado grandes para despegar desde un buque y, aunque contaban como servicio alta mar de hecho David dormía casi siempre en casa, en su casa y con su mujer, excepto las raras noches en que lo hacía en base como oficial de guardia> y las todavía más raras veces que las grandes naves salían de vuelo nocturno. Pero no salían ni a menudo, ni aun de día y con buen tiempo; eran muy caras de mantener, demasiado caras para exponerlas a algún accidente, el país pasaba un período de austeridad. Volaban con la tripulación al completo, cuatro o cinco hombres los bimotores, algunos más cuatrimotores, y a veces llevaban pasajeros para hacerles sumar horas de vuelo que equivalía a pagas extra. Todo aquello le muy bien a David: ya no tenía que preocuparse por aquel absurdo de cuidarse de la navegación y hacer veinte cosas más al mismo tiempo, ya no tenía que fiarse de la vista del oficial de señales, no dependía de un único motor cargado de manías ni le inquietaba la posibilidad de quedarse sin combustible. Seguía prefiriendo efectuar personalmente los aterrizajes, todo hay que decirlo, pero cuando le pasó delante, en ese terreno> un oficial más veterano, disimulo su disgusto y con el tiempo llegó a no molestarse por ello: los pilotos de aviones grandes eran gente prudente y decidida a vivir muchos años.

(Párrafo suprimido.)

... años que David pasó tranquilamente mientras obtenía dos ascensos.

Entonces estalló la guerra. En aquel siglo casi siempre habla guerras, pero no en todas partes. En aquella estaban envueltas todas las naciones de la Tierra. David la contemplaba con pesimismo: a su modo de ver, el objetivo de una fuerza naval era presertar un aspecto tan imponente que hiciera innecesaria la lucha. Pero cuandole pidieron su opinión, era ya tarde para preocuparse, tarde para presentar la renuncia, y además no había donde huir. Así es que decidió no preocuparse por lo que no estaba en su mano arreglar, cual fue una buena forma de tomarse las cosas, ya que la guerra era larga y cruda y causó millones de muertes.

¿Qué hizo usted durante esa guerra, abuelo Lazarus?

¿Yo? Vendía bonos, pronunciaba discursos, serví en una caja de recluta y en Intendencia, además de aportar otras valiosas contribuciones, hasta que el presidente me llamó a Washington. Entonces me dediqué a algo de mucho secreto que usted no creería si se lo dijera. Pero no me interrumpa: estaba contándole lo que hizo David.

El bueno de David fue todo un héroe. Se hizo pública mención de su valor y recibió una condecoración que tendría un papel destacado en el resto de su vida.

Dave se había resignado a..., o más bien aspiraba a retirarse como capitán de corbeta, ya que no había muchos de ellos volando en los aviones. Pero la guerra le aupó a ese grado en cuestión de semanas, a capitán de fragata al año siguiente y finalmente a capitán de navío, con cuatro galones dorados en la bocamanga, sin que tuviera que enfrentarse a ningún tribunal de selección, pasar ningún examen de ascenso ni mandar ningún buque. La guerra consumia mucha oficialidad y ascendían a todo el que estuviera vivo con tal de que al menos fuera capaz de sonarse.

David lo era. Pasó parte de la guerra patrullando por las costas de su país en busca de naves submarinas enemigas, actividad definida como «servicio en combate» pero poco más peligrosa que las prácticas que se hacían en tiempo de paz. También pasó una temporada convirtiendo a oficinistas y viajantes de comercio en aviadores. Estubo destinado a una zona en la que se luchaba de verdad y fué allí donde ganó la medalla. Ignoro los detalles de su caso, pero el «heroísmo» suele consistir en salvar la piel en una situación apurada y en hacer lo que se puede con lo que se tiene a mano, en lugar que huir presa del pánico y que le peguen a uno un tiro en el culo. Los que luchan de ese modo ganan más batallas que los héroes que lo son por propia voluntad. Muchas veces, los aspirantes a la gloria provocan la muerte de sus compañeros además de la suya.

Pero para ser oficialmente un héroe también hace falta suerte. No basta con desenvolverse excepcionalmente bien en acción: se necesita, además, que alguien, cuanto más importante mejor, vea lo que uno hace y lo cuente por ahí. Dave tuvo esa suerte y le dieron la medalla.

Terminó la guerra en la Oficina Aeronáutica Naval, en la capital de su país, en la sección de proyectos de aviones de reconocimiento. Es posible que allí hiciera mejores cosas que en combate, ya que conocía mejor que nadie aquellos aparatos de varios motores y su puesto le daba oportunidad de eliminar detalles inútiles e introducir algunas mejoras. Así, terminó la guerra en un despacho, dedicado al papeleo, y durmiendo en casa.

Entonces llegó el final de la guerra.

Dave consideró el panorama. Había centenares de capitanes navío que, como él, tres años atrás eran todavía tenientes. Da que la paz iba a ser «para siempre», como dicen siempre los politicos, pocos de ellos iban a pasar por nuevos ascensos; y él no tenia la antigúedad suficiente, ni una hoja de servicios normal, ni las necesarias influencias políticas y sociales.

Lo que tenía eran casi veinte años de servicio, el tope miniim para retirarse con la mitad del sueldo. También podía aguantar u tiempo hasta que le obligaran a jubilarse por no ascender a almirante.

No tenía que decidir en seguida; le faltaban uno o dos años para los veinte de servicio.

Pero se jubiló al poco tiempo, por motivos de salud. El diagnostico fue «psicosis situacional», que era lo mismo que decir que el trabajo le volvía majareta.

No sé cómo juzgar todo esto, Ira. Dave me produjo la impresión de ser uno de los pocos hombres perfectamente cuerdos que he conocido. Pero yo no estaba cuando se retiró, y en aquellos días la «psicosis situacional» era la segunda causa de jubilación por prescripción facultativa entre los oficiales navales. Pero ¿cómo podías descubrirla? Para un oficial de la armada, estar loco no suponia ningún impedimento, del mismo modo como tampoco lo era para un escritor, un maestro, un sacerdote ni muchas otras profesiones bien consideradas. Mientras Dave llegase puntualmente a su despacho, firmara los papeles que le presentaba un secretario y no replicara a sus superiores, su locura no se dejaría sentir. Ahora me acuerdo de un oficial que poseía una asombrosa colección de ligas de señora; solía encerrarse en su camarote para contemplarla. Y de otro que hacía exactamente lo mismo con una colección de papelitos adhesivos que se usaban para el correo. ¿ Cuál de los dos era el loco? ¿Acaso lo estaban los dos, o ninguno?

Otro aspecto de la jubilación de Dave supone un cierto conocimiento de la legislación vigente en su época. Retirarse con veinte años de servicio significaba cobrar la mitad del sueldo menos impuestos, que eran fuertes. Hacerlo por motivos de salud equivalía a cobrar las tres cuartas partes, libres de impuestos.

No sé, no sé, pero todo el asunto encaja perfectamente con la capacidad que tenía David de obtener los máximos resultados con el mínimo esfuerzo. Dejémoslo en que estaba loco. Loco, pero no tonto.

Su jubilación presentaba, además, otros aspectos, Comprendió acertadamente que no tenía posibilidades de llegar a almirante, pero el haber sido mencionado en la orden del día por su arrojo llevaba consigo un ascenso honorifico después de pasar a la reserva, así es que David acabó como el primer hombre de su promoción que llegó a almirante, sin haber comandado jamás un buque ni mucho menos una flota. Teniendo en cuenta su verdadera edad, era uno de los almirantes más jóvenes de la historia. Supongo que ello debía de resultar sumamente gracioso para el chico que odiaba ir con el arado detrás de una mula.

Y es que en el fondo seguía siendo un labriego. Había otra ley en favor de los veteranos de aquella guerra; se trataba de dar una compensación a quienes habían visto interrumpida su educación al tener que dejar el hogar para ir al frente: un mes de educación subvencionada por cada mes de servicio en combate.

Aquella ley estaba hecha pensando en los jóvenes reclutas, pero nada impedía que un oficial de carrera sacara provecho de ella; David podía acogerse a dicha ley y lo hizo. Con tres cuartas partes del sueldo libres de impuestos, más el subsidio, también limpio, que recibía como veterano casado que aún estudiaba, David venía a ganar lo que ganaría estando en activo. Incluso más, de hecho, porque ya no tenía que comprarse vistosos uniformes ni atender a costosos compromisos sociales. Podía holgazanear y leer libros, vestir como le viniera en gana y no preocuparse por las apariencias. A veces se acostaba muy tarde, después de comprobar que en el póquer abundan más los optimistas que los matemáticos. Y luego se levantaba tarde, porque nunca, nunca, madrugaba.

No subió nunca más a un avión. Dave no había confiado jamás en ellos: volaban demasiado alto, y si se averiaban... Para él, nunca habían sido sino un modo de evitar algo peor; una vez utilizados para sus fines, los abandonó con la misma decisión con que abandonó el florete. Y sin tristeza en ninguno de ambos casos.

Pronto tuvo otro diploma. Este le declaraba licenciado en Ciencias Agronómicas. Era pues un labriego «científico».

Aquel título, con la preferencia que se daba a los veteranos de guerra, podía haberle valido un empleo civil, para enseñar a otros cómo llevar una granja. En lugar de ello, él tomó parte del dinero que había amontonado mientras haraganeaba en la universidad, regresó a las montañas que abandonara un cuarto de siglo antes y compró una finca. Es decir, pagó una entrada, con hipoteca sobre el balance, gracias a un préstamo que le hizo el gobierno a un interés muy bajo. Subvencionado, claro.

¿Que si trabajó la tierra? No diga tonterias: Dave no llegó a sacar las manos de los bolsillos. Recogió una cosecha a base de jornaleros mientras negociaba otro crédito.

El cumplimiento del gran proyecto de Dave implica la intervención de un factor tan increíble, Ira, que debo pedirle que haga un acto de fe y lo crea: esperar que una persona sensata lo entienda es pedir demasiado.

En aquella entreguerra, la Tierra contaba con más de dos mil millones de habitantes, la mitad de los cuales, por lo menos, se hallaba al borde de la inanición. Sin embargo, y ahora debo pedirle que me crea porque yo fui testigo y no tengo por qué mentir a pesar de la carencia de alimentos que nunca se alivió, durante años que siguieron el gobierno del país de David daba dinero a agricultores para que no cultivaran alimentos.

Es así no ponga esa cara: los propósitos de Dios el gobierno y las mujeres son inescrutables y no les es dado a los mortales comprenderlos. No importa el hecho de que usted sea un gobernante, vaya a casa esta noche y piénselo: pregúntese si sabe por qué hace lo que hace y mañana, cuando vuelva, dígamelo.

Naturalmente, David no pasó de la primera cosecha. Al año siguiente sus tierras fueron declaradas «terreno de reserva», y recibió una suculenta cantidad a cambio de no trabajarlas, lo que vino de perilla. Dave amaba aquellos cerros, siempre los añoró, los había abandonado sólo por huir del trabajo. Ahora le pagaban por no trabajar en ellos, lo cual le parecía muy bien: jamás creyó que cubrirlos de surcos y polvo realzara sus encantos naturales.

La indemnización por la puesta en reserva de su terreno sirvió, para pagar la hipoteca, y su pensión le dejaba una buena cantidad limpia, así es que empleó a un hombre para que se ocupara de las pequeñas faenas a que obliga una hacienda aunque no esté cultivada: dar de comer a las gallinas, ordeñar un par de vacas, cuidar un huertecito y algunos árboles frutales, reparar las cercas..., tanto que la mujer del mozo ayudaba a la esposa de David a llevar la casa. Dave se compró una hamaca.

Pero David, como amo, no era ningún tirano. Le parecía que como él, las vacas no tendrían el menor deseo de ser despertada a las cinco de la madrugada para el ordeño, y se propuso comprobarIo.

Vio que, si se lo permitía, las vacas preferirían cambiar su ciclo para adaptarse a un horario más razonable. Había que ordeñarla dos veces al día; las habían criado para eso. Pero para el primer ordeño era tan buena hora las nueve de la mañana como las cinco con tal de que se mantuviera una cierta regularidad.

Pero no pudo ser; el mozo de Dave estaba poseído por el hábito del trabajo. Para él ordeñar una vaca a esa hora tenía algo de pecaminoso. Así pues, David le dejó hacer las cosas a su manera, y las vacas y el mozo volvieron al horario de siempre.

Por su parte, David colgó la hamaca entre dos árboles que daban buena sombra y colocó a su lado una mesa para los refrescos. Por la mañana, se levantaba cuando quería, fueran la nueve o las doce, desayunaba y se iba sin prisa a tumbarse en la hamaca para descansar hasta la hora del almuerzo. El trabajo más penoso que hacia era ingresar talones y calcular el saldo del talonario de su mujer. Un buen día dejó de llevar zapatos.

No leía el periódico ni escuchaba la radio; suponía que si estallaba otra guerra, ya se lo comunicaría la marina. Y estalló otra guerra, más o menos por aquellos días. Pero la marina no necesiba almirantes retirados. Dave prestó muy escasa atención a aquella guerra: le resultaba deprimente. En cambio, leyó todo lo que había en la biblioteca pública acerca de la Grecia clásica y se compró libros sobre el tema. Le resultaba sedante penetrar en aquella materia, de la que siempre había deseado saber más y más.

Todos los años, para el Día de la Armada, se ponía las galas de almirante, con todas sus condecoraciones, desde la medalla de buena conducta de soldado raso a la de valor en combate que le había llevado al almirantazgo, se hacía llevar por el mozo a la capital del condado y soltaba un discurso patriótico a los reunidos en el almuerzo que daba la Cámara de Comercio. No sé por qué lo hacia, Ira. Acaso fuera por lo de «nobleza obliga» o una muestra de su extraño sentido del humor. Pero le invitaban todos los años, y él aceptaba la invitación. Sus vecinos estaban orgullosos de él: era el prototipo del chico del pueblo que triunfa en la vida y regresa al hogar para vivir como los suyos. Su éxito les daba prestigio a todos. Les gustaba tenerlo como «uno más», y aunque sabían que no daba golpe, no lo comentaban.

Le he relatado la vida de David un poco por encima, Ira. No había otro remedio. No he hablado del piloto automático que había ideado y que desarrolló unos años después, cuando estuvo en situación de realizar tales cosas. Ni de la revisión a fondo que hizo de las tareas de las tripulaciones de los aeroplanos: baste con decir que se trataba de hacer más con menos esfuerzo, dejando al comandante de la nave sin nada que hacer salvo mantenerse alerta o dormitar apoyado en el hombro del copiloto si la situación no requeria su atención. Asimismo, introdujo cambios en los mandos y los indicadores, cuando estuvo al frente de la sección de prototipos de todos los aviones de la Armada.

En suma: no creo que David se considerara un «experto en organización», pero lo cierto es que simplificó todas las tareas que desempeñó. Sus sucesores tuvieron, en todos los casos, menos trabajo que él.

El hecho de que quienes le sucedieron reorganizaran las cosas de modo que debían trabajar el triple con el triple de subordinados ilustra por contraste la singular personalidad de Dave. Hay personas que1e nacen para ser hormigas: necesitan trabajar, aunque lo que hagan no sirva para nada. Muy pocos están dotados para la pereza constructiva.

Así termina la historia del hombre que era demasiado perezoso para fracasar. Dejémosle en su hamaca, tomando el fresco bajo los árboles. Por lo que sé, sigue allí.




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