Vance Aandahl
La represión de la búsqueda del placer no es ninguna novedad. Y si a alguien le parece exagerada la siguiente alegoría, que piense que aún estamos muy lejos de una sociedad cuya jurisdicción se rija por el lema, aparentemente tan obvio, de que no hay crimen sin víctima.
Terriblemente indeciso y mordisqueando sus huesudos nudillos, Tantalus miraba fijamente la fea puerta.
¿Ocultaría, como le había dicho el astuto y viejo abacero Raven, musitando lascivamente en su oído, un espectáculo porno?
¿O quizás era posible que estuviesen esperándole allí media docena de polizontes de la Brigada del Vicio armados de esposas para sus muñecas y escalpelos para su cerebro?
Tantalus recordó durante un instante a su antiguo amigo y vecino, Ed Ac. Habían detenido a Ed en el antiguo monorrail de Wyoming-Nebraska. Llevaba una cartera llena de mercancía ilícita..., fotografías aromáticas en papel brillo de 6x10, Truecolor 3D, cinco frascos sintéticos, e incluso un grueso paquete de auténtica mercancía. Tantalus había estado esperándole cuando soltaron a Ed tres días más tarde.
Sonriente, había descendido los escalones bajo un pobre sol y había pasado de largo ante Tantalus sin reconocerle, sin mirarle siquiera, avanzando casi automáticamente hasta llegar a mezclarse con la multitud que en ambas direcciones circulaba por la acera. Los de la Brigada del Vicio le habían convertido en un robot.
Tantalus jamás le volvió a ver, pero más tarde supo que estaba trabajando para el personal de mantenimiento en las laberínticas entrañas de la fábrica de glucosa artificial Ward 763.
Tantalus movió los hombros para desentumecerlos y miró a su alrededor. Había recorrido un largo camino hasta la ciudad ulterior para encontrar aquella dirección. Pero aun cuando eran más de las tres de la mañana, la calle, pavimentada con un asfalto ya pasado de moda, estaba abarrotada de grises figuras. Sabía que cualquiera de aquellos rostros vacíos, casi neutros, podía ocultar a un polizonte de la Brigada. Era probable que Ed les hubiera dado su nombre. Quizá esperaban a que él abriese la fea puerta.
Pero, sin duda, también era muy posible que todos sus temores careciesen de fundamento.
Recordando la descripción del abacero, Tantalus se humedeció los labios con la punta de la lengua y dio un paso hacia adelante. No se trataba de imágenes fijas, sino de películas. Aquello era lo que Raven le había prometido. Exhaló un profundo suspiro y avanzó hasta la puerta.
En el interior se encontró con una extraña semi oscuridad. Del techo colgaba una pequeña lámpara.
—Hola.
La voz sonó a su espalda.
Tantalus miró hacia las sombras y vio a un hombre calvo de baja estatura tras un mostrador de cristal. El hombre parecía muy viejo y, aunque resultaba extraño, usaba gafas oscuras en aquel cuarto apenas iluminado.
—¿Quieres algo bueno para leer?
La voz del hombre sonaba a reseco y viejo. Incluso en la oscuridad Tantalus distinguió la red de abultadas venas azules que latían en sus sienes.
—¡Oh... no!
En la caja de cristal del mostrador había cuatro o cinco pilas de bolsilibros que mostraban un aspecto anacrónico y absurdo en su antigüedad.
—Entonces, ¿buscas algo mejor?
El hombre no sonreía.
—Raven me dijo...
Tantalus sintió que la sangre ascendía hasta su nuca. Sintió que se mareaba de pánico.
—¿Quién?
—Raven. Es un abacero que vive en Sooper Dooper Syntho, en Ward 781.
—¡Oh, sí, sí!
Hubo un largo silencio.
—Bueno..., me dijo que usted tenía..., bien..., que usted enseñaba...
La voz de Tantalus se ahogó en la garganta.
—Películas —el anciano terminó la frase—. ¿Te gustan fuertes?
Demasiado nervioso para hablar, Tantalus asintió con un movimiento de cabeza y miró hacia una puerta cerrada que había en la pared del fondo.
—Doscientos en efectivo.
El precio era razonable. Hacía exactamente dos semanas Tantalus había pagado gustosamente el doble de aquella cantidad por un paquete de doce fotografías como las que Ed llevaba al ser detenido. Contó los billetes sobre el mostrador de cristal.
—Cuatro películas. Se pasan toda la noche. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras.
El anciano contó el dinero, lo guardó en un bolsillo y cogió una llave para abrir la puerta.
Tantalus se encontró en un pasillo aún más oscuro que la habitación delantera. Al final del mismo había otro anciano sentado en una silla. Daba la espalda a Tantalus y su cabeza se perdía de vista entre los grandes cortinas cerradas. Se sobresaltó un tanto con el ruido que hizo Tantalus al aproximarse, apartó su cabeza gris de los cortinajes y se pasó el dorso de la mano por los labios babeantes.
—Entra —murmuró mirando hacía las puntas de sus zapatos para esconder su rostro—. Entra ahí... hay muchos asientos libres.
Tantalus pasó por delante de la silla del viejo y separó las cortinas para entrar.
Durante un momento sólo pudo ver la pantalla. Sus ojos se habituaron a la oscuridad y encontró un asiento libre. Lanzó una ojeada a su alrededor y distinguió a otros nueve o diez hombres, todos inclinados hacia adelante sobre sus respectivos asientos. En su mayor parte parecían ser mayores, pero en la fila delantera había unos cuantos jóvenes que charlaban en voz baja.
Cuando Tantalus miró a la pantalla se sintió sorprendido por la vejez de la película. El color era malo y a la derecha de la imagen la profundidad de foco parecía irreal. Y lo que aún era peor: no había olor en la sala; quizás el proyector no lo difundía.
Considerando que la pornografía de calidad había empeorado mucho desde la promulgación de la última ley antiobscenidad, Tantalus maldijo en voz baja y luego se inclinó para observar atentamente lo que sucedía en la pantalla.
Casi en el acto sintió que la emoción se apoderaba de él.
Era un filete de ternera.
Tantalus jamás había podido poner sus manos sobre un auténtico filete, pero cuando veía uno sabía si era bueno o no.
Tenía dos pulgadas de espesor. Dos pulgadas de suculenta carne rosada, recién salida del horno, todavía envuelta en su propio jugo.
Y a su lado, en el plato, una enorme patata cocida adornada en su parte superior con crema agria.
Muy cerca de la patata se destacaba otro plato con champiñones salseados en mantequilla.
Asimismo, muy cerca de los champiñones, había un plato más pequeño con ensalada, lechuga, rebanadas de tomate fresco, cebollas, corazones de alcachofa y pepinillos, todo ello en salsa azul de queso.
Tantalus se deslizó hacia delante en su asiento hasta ocupar sólo el borde del mismo. Apoyó ambas manos sobre las rodillas y tragó saliva.
De repente estalló el aroma en la sala. Esta, que era muy pequeña, quedó inundada por un irresistible aroma a filete asado.
Tantalus sintió que su estómago se contraía abriéndose y cerrándose en lentos y rítmicos movimientos. Su frente se cubrió de sudor y su respiración se hizo más agitada.
Unas manos anónimas aparecieron en la pantalla con cuchillo y tenedor. El tenedor tocó el borde del filete. Las aceradas púas penetraron en la tierna carne. El dentado corte del cuchillo penetró sin el menor esfuerzo y la carne expulsó sus ricos jugos sobre el plato.
Tantalus ni se dio cuenta de que estaba jadeando. Intentó dominarse, pero no pudo.
Cuando abrió la boca acudió a sus labios la saliva, que se deslizó en tres claros y diminutos torrentes basta la barbilla.
Estaba tan profundamente absorto que ni siquiera oyó los gritos que sonaron a su alrededor.
—¡Una redada! ¡Escapad...!
Sus ojos se clavaban aún en la pantalla cuando dos corpulentos polizontes de la Brigada del Vicio le sacaron de la sala.
Y dos días más tarde, cuando el primer escalpelo se deslizó en su cerebro, aún vio, en lo más profundo de su mente inconsciente, el delicado filete de ternera asada.
FIN
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