— Sí. Sí. Si. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. Sí. SI. Sí. Sí -dijo Marmie Tallinn con dieciséis inflexiones y en dieciséis tonos distintos, mientras la manzana de Adán de su largo cuello subía y bajaba convulsivamente. Era un escritor de ciencia ficción.
— No -replicó Lemuel Hoskins, con una mirada pétrea a través de las gafas con montura de acero. Era un editor de ciencia ficción.
— Entonces usted no quiere aceptar una prueba científica. No quiere escucharme. No quiere que dé mi voto, ¿no? -Marmie se levantó sobre las puntas de los pies. Volvió a bajar, repitió el movimiento varias veces e inspiró profundamente. Tenía el negro cabello apelotonado en mechones formados bajo la presión de los dedos.
— Uno contra dieciséis -respondió Hoskins.
— Oiga -dijo Marmie-, ¿por qué ha de estar siempre en lo cierto? ¿Y por qué he de estar yo siempre equivocado?
— Mire la realidad cara a cara, Marmie. A cada uno se le juzga desde dentro de su propio campo. Si la difusión de la revista descendiese, yo sería un fracasado. Me cogerían de la oreja y me echarían a la calle. El presidente de Space Publishers no haría preguntas, créame. Se limitaría a examinar las cifras. Pero la tirada de la revista no disminuye, sino que aumenta. Lo cual me eleva a la categoría de buen editor. En cuanto a usted... cuando los editores aceptan sus trabajos, es un talento. Cuando se los rechazan, es un patán. Por el momento, es un patán.
— Ya sabe, hay otros editores. Usted no es el único. -Marmie levantaba las manos, con los dedos separados-. ¿Sabe contar? He ahí el número de revistas de ciencia ficción del mercado que aceptarían muy gustosas una narración de Tallinn, sin leerla siquiera.
— Gesundheit -exclamó Hoskins. (En alemán, significa salud.)
— Oiga -la voz de Marmie se dulcificó-, usted quería dos cambios, ¿no es cierto? Quería una escena para introducir la batalla en el espacio. Bueno, pues se lo concedí. Está aquí, precisamente. -Y blandió el original bajo la nariz de Hoskins, el cual se apartó como si aquello oliera mal.
— Pero, además, quería -prosiguió Marmie- que interrumpiera la escena en el casco de la nave espacial para dirigir una mirada retrospectiva al interior. Esto no se lo puedo conceder. Si procediera a este cambio, arruinaría el final, que, tal como está ahora, tiene sentimiento, y profundidad, y emoción.
El editor Hoskins se arrellanó en el sillón y apeló a su secretaria, quien había estado todo el rato escribiendo a máquina calladamente. La secretaria estaba habituada a tales escenas.
— ¿Lo ha oído, señorita Kane? El habla de sentimiento, profundidad y emoción. ¿Qué sabe un escritor de semejantes cosas? Oiga, introduciendo la mirada retrospectiva, aumenta la intriga; da más solidez al argumento; lo hace más válido.
— ¿Cómo lo hago más válido? -gritó Marmie, dolorido-. ¿Quiere decir que hacer que un puñado de hombres encerrados en una nave espacial se pongan a discutir de política y sociología mientras corren grave riesgo de saltar en pedazos da mayor verosimilitud al argumento? ¡Oh, Dios mío!
— No puede hacer otra cosa. Si espera a que haya pasado el momento supremo para ponerse a hablar luego de política y sociología, el lector cerrará el libro y se irá a la cama.
— Estoy tratando de demostrarle que se equivoca y que puedo probarlo. ¿Para qué perder el tiempo discutiendo, si he dispuesto un experimento científico...?
— ¿Qué experimento científico? -Hoskins apeló de nuevo a su secretaria-. ¿Qué le parece, señorita Kane? Cree ser uno de sus propios personajes.
— Se da el caso de que conozco a un científico.
— ¿A quién?
— Al doctor Arndt Torgesson, profesor de psicodinámica en Columbia.
— No le había oído nombrar jamás.
— Lo cual significa mucho, supongo -replicó Marmie con desprecio-. Usted no le ha oído nombrar. Usted no había oído nombrar jamás a Einstein hasta que los que escriben en su revista empezaron a nombrarle en los cuentos.
— Muy humorístico. Todo un chiste. ¿Qué hay de ese Torgesson?
— Ha elaborado un sistema para determinar científicamente el valor de un escrito. Es un trabajo tremendo. Es..., es...
— ¿Y es secreto?
— Claro que lo guarda en secreto. No es profesor de ciencia ficción. En ciencia ficción, cuando a uno se le ocurre una teoria, la comunica a los periódicos inmediatamente. En la vida real, no se hace así. A veces un científico se pasa años y años experimentando antes de imprimir sus teorías. Publicar algo es una cosa muy seria.
— Entonces, ¿cómo es que está enterado usted? Es una pregunta, nada más.
— Se da el caso de que el doctor Torgesson es un admirador mío. Se da el caso de que mis cuentos le gustan. Se da el caso de que me considera el mejor escritor de fantasías que hay en el mercado.
— ¿Y le enseña sus trabajos?
— En efecto. Yo ya daba por descontado que usted se mostraria tozudo respecto a este cuento inverosímil y le he pedido que realizara un experimento ante nuestros propios ojos. Me ha dicho que lo hará, a condición de que no lo divulguemos. Dijo que sería un experimento interesante. Dijo que...
— ¿Qué puede haber de gran secreto en eso?
— Pues... -Marmie titubeaba-. Oiga, suponga que le dijera que tiene un mono capaz de escribir Hamlet a máquina, sacándoselo de la cabeza.
Hoskins miró alarmado a Marmie.
— ¿Qué está tramando? ¿Una broma pesada? -Y Otra vez recurrió a la señorita Kane-. Cuando un escritor se ha dedicado a la ciencia ficción diez años seguidos, no es de fiar, si uno no tiene cerca la jaula especial donde encerrarle.
La señorita Kane siguió tecleando, siempre a la misma velocidad. Marmie insistió:
— Ya me ha oído; un mono corriente, con un aspecto más divertido aún que el del tipo normal de director de revista. Le pedí audiencia para esta tarde. ¿Vendrá usted conmigo, o no?
— Por supuesto que no. ¿Cree que abandonaría una pila de originales que me llega hasta aquí -y se señaló la laringe moviendo la mano de canto como para cortársela-, por sus estúpidas bromas? ¿Se figura que voy a servirle de comparsa?
— Si esto tiene siquiera una apariencia de broma, Hoskins, le pago una comida en el restaurante que usted elija. La señorita Kane es testigo.
Hoskins se arrellanó en el sillón.
— ¿Me paga una comida? ¿Usted, Marmaduke Tallinn, la lombriz solitaria más conocida de Nueva York, que siempre come a crédito, se hará cargo de la cuenta?
Marmie hizo una mueca; no por la referencia a la facilidad con que se descuidaba de pedir la cuenta de una comida, sino al oir pronunciar su primer nombre todo entero, con aquellas tres sílabas horribles... Pero dijo:
— Lo repito. Una comida a mi costa, donde usted quiera y pidiendo lo que le venga en gana. Chuletas, setas, pechugas de gallina de Guinea, caimán marciano... en fin, todo.
Hoskins se puso en pie y cogió el sombrero de encima del armario/archivo.
— Por la posibilidad de verle desplegar unos cuantos billetes antiguos, de esos grandes -dijo-, que guarda en el talón con falso fondo del zapato izquierdo desde 1928, sería capaz de ir hasta Boston andando...
El doctor Torgesson se sintió muy honrado. Estrechó calurosamente la mano de Hoskins y dijo:
— Leo Space Yarns desde que llegué a este país, señor Hoskins. Es una revista excelente. Y me encantan muy especialmente las narraciones del señor Tallinn.
— ¿Lo oye? -dijo Marmie.
— Lo oigo. Marmie dice que usted posee un mono dotado de talento, profesor.
— Sí -admitió Torgesson~, pero, por supuesto, esto ha de quedar entre nosotros. Todavía no estoy en situación de publicar nada, y una divulgación prematura podría significar mi ruina profesional.
— Queda estrictamente en el secreto del sumario editorial, profesor.
— Bien, bien. Siéntense, caballeros, siéntense. -Y se puso a ir y venir por delante de ellos-. ¿Qué le has dicho al señor Hoskins de mis trabajos, Marmie?
— Ni una palabra, profesor.
— Bueno, señor Hoskins, dada su condición de director de una revista de ciencia ficción, no es necesesario que le pregunte si sabe algo de cibernética.
Hoskins permitió que una mirada de inteligencia concentrada se filtrara más allá de los aros de acero de sus gafas.
— Ah, sí -dijo-. Máquinas computadoras... -M.I.T. ... «Norbert Weiner»... Y murmuró unas cuantas marcas mas.
— Sí, si. Torgesson deambulaba más aprisa-. Entonces debe de saber que, siguiendo los principios de la cibernética, se han construido computadoras que juegan al ajedrez. En sus circuitos se han introducido las reglas del juego y la meta perseguida. Dada una posición qualquiera en el tablero, la máquina puede computar todos los movimientos posibles, junto con las consecuencias que acarrearían, y luego elegir el que ofrezca más posibilidades de ganar la partida. Hasta se puede lograr que tome en cuenta el temperamento del adversario.
— ¡Ah, sí! -exclamó Hoskins, acariciándose profusamente el mentón.
— Ahora imaginen una situación similar -continuó Torgesson- en la que a una máquina computadora se le pueda dar un fragmento de una obra literaria a la que seguidamente la máquina pueda añadir palabras de su completa reserva de vocabulario, de manera que queden satisfechos los más altos valores literarios. Naturalmente, a la computadora habría que enseñarle el significado de las diversas teclas de una máquina de escribir. Por supuesto, una computadora así habría de ser muchísimo más complicada que la de jugar al ajedrez.
Hoskins se revolvía inquieto.
— El mono, profesor. Marmie habló de un mono.
— Sí, a eso quiero ir a parar -dijo Torgesson-. Naturalmente, no se ha construido ninguna máquina bastante compleja. Ah, pero... el cerebro humano.. El cerebro humano es por sí mismo una máquina computadora. Por supuesto, no podría utilizar un cerebro humano. Por desgracia, la justicia no me lo permitiría. Pero hasta un cerebro de mono, arreglado convenientemente, puede hacer más que ninguna máquina que el hombre haya construido en todos los tiempos. ¡Esperen! Voy a buscar al pequeño Rollo.
El sabio salió de la habitación. Hoskins esperó un momento; luego miró recelosamente a Marmie, y dijo:
— ¡Oh, vaya!
— ¿Qué pasa? -preguntó Marmie.
— ¿Qué pasa? Que ese hombre es un embaucador. Dígame, Marmie, ¿dónde contrató a ese marrullero?
Marmie se sentía ofendido.
— ¿Marrullero? Esta es la auténtica oficina del profesor, en Fayerweather Hall, de la Columbia. Confío que habrá reconocido Columbia. Ha visto la estatua del Alma Mater en la Calle 116. Yo mismo le he señalado la oficina de Eisenhower.
— Sin duda, pero...
— Y ésta es la oficina del doctor Torgesson. Mire el polvo. -Sopló sobre un libro de texto y levantó nubes enteras-. El polvo, por sí solo, le demostraría que es una oficina de sabio auténtica. Y fijese en el título de este libro: Psícodinamica de la conducta humana, por el profesor Arndt Rolf Torgesson.
— Concedido, Marmie, concedido. Existe un Torgesson y ésta es su oficina. El cómo supiera usted que el verdadero Torgesson estaba de vacaciones y cómo se las haya compuesto para poder utilizar su oficina, es un misterio para mí. Pero ¿intenta usted hacerme creer que ese bufón con monos y computadoras es el personaje auténtico? ¡Ah!
— Con un carácter receloso como el de usted, sólo puedo presumir que tuvo una infancia desdichada, que se veía rechazado por todos.
— No, me viene del trato con escritores, Marmie. Ya tengo elegido el restaurante, y le advierto que la broma le costará sus buenos centavos.
Marmie lanzó un bufido:
— La broma no me costará ni el peor centavo que usted me haya pagado jamás. Silencio, el profesor vuelve.
Con el profesor, agarrado a su cuello, venia un mono cébido de aire muy melancólico.
— Este -dijo Torgesson- es el pequeño Rollo. Saluda, Rollo.
El mono se llevó la mano al copete.
— Está cansado, me temo -añadió el profesor-. Bien, aquí tengo un fragmento escrito por él.
Dejó al mono en el suelo, permitiéndole que se le agarrase al dedo Indice mientras él sacaba dos hojas de papel del bolsillo de la chaqueta y las entregaba a Hoskins. Este leyó:
— «Ser o no ser; ésa es la cuestión. Si es más noble, espiritualmente, sufrir las pedradas y las flechas de la mala fortuna, o tomar las armas contra una hueste de conflictos, y ponerles fin, enfrentándose con ellos. Morir: dormir; no más: y por dormir decir que nosotros...» -Aquí levantó la vista y preguntó-: ¿El pequeño Rollo escribió esto?
— No así exactamente. Eso es una copia de lo que escribió él.
— ¡Ah, una copia! Bien, el pequeño Rollo no conoce bien a Shakespeare. Dice en realidad: «Tomar las armas contra un mar de conflictos.»
Torgesson hizo un signo afirmativo.
— Está en lo cierto, señor Hoskins. En efecto, Shakespeare escribió «mar». Pero usted puede ver que eso es una metáfora mixta. No se combate al mar con armas. Se combate a una hueste, o a un ejército. Rollo eligió la palabra precisa y escribió «hueste». Es una de las poquisimas equivocaciones cometidas por Shakespeare.
— Veamos cómo escribe a máquina -dijo Hoskins.
— Por supuesto. -El profesor hizo rodar una mesita que sostenía una máquina de escribir, de la que salía un hilo conductor-. Es necesario utilizar una máquina eléctrica -explicó-. De otro modo el esfuerzo físico sería excesivo. También es necesario conectar al monitor con este transformador.
Así lo hizo, utilizando dos electrodos que sobresalían unos tres milímetros del pelaje del cráneo de la bestezuela.
— Rollo -dijo- fue sometido a una delicadísima operación cerebral en la que conectaron un haz de hilos conductores con varias regiones de su cerebro. Así podemos reducir sus actividades voluntarias y utilizar estrictamente su cerebro como una computadora. Me temo que los detalles resultarían...
— Veamos cómo escribe a máquina -insistió Hoskins.
— ¿Qué le gustaría que escribiese? -preguntó Torgesson.
Hoskins meditaba aceleradamente.
— ¿Conoce el Lepanto de Chesterton?
— No sabe nada de memoria. Escribe actuando como una computadora. Bien, recítele usted un fragmento de la obra para que él pueda apreciar el estilo y computar las secuencias de las primeras palabras.
Hoskins hizo un gesto de asentimiento, hinchó el pecho y tronó:
— «Blancas fuentes que manan en los patios del sol, y el Sultán de Bizancio sonríe mientras corre el agua. Hay risa como en las fuentes en aquella faz temida de todos los hombres; una risa que agita las tinieblas del bosque, la negrura de su barba; que riza la media luna color sangre, y la media luna de sus labios; pues el más recóndito mar del mundo es agitado por sus barcos... »
— Es suficiente -dijo Torgesson.
Hubo un silencio mientras esperaban. El mono miraba la máquina de escribir. con expresión solemne. Torgesson dijo:
— El proceso exige tiempo, naturalmente. El pequeño Rollo ha de tomar en cuenta el romanticismo del poema, su sabor ligeramente arcaico, el poderoso ritmo cantarín, etc., etc.
Y entonces un dedito negro avanzó y tocó una tecla. Era una e.
— No pone mayúsculas, ni signos de puntuación -dijo el científico- y tampoco te puedes fiar mucho de su espaciado. Por eso suelo reescribir su trabajo, cuando ha terminado.
El pequeño Rollo tocó la l por dos veces consecutivas, luego una o y una s. Luego, después de una pausa prolongada, tocó el espaciador.
— «Ellos» -leyó Hoskins.
Las palabras fueron surgiendo de manera espontánea: «ellos hanre tado a las repu blicasblan cas dearriba delos cabos dei talia ellos sean lanzado porel maradriaticoque rodeal leon; y el papaha tendidosus brazos alextran jero angustiadoydes amparado y convocado alos reyes delacris tiandad paraque se reunanjun toala cruz.»
— ¡Dios mío! -exclamó Hoskins.
— ¿Así reza, pues, el fragmento? preguntó Torgesson.
— ¡Por el amor de Pete! -dijo Hoskins.
— Si es así, entonces es que Chesterton realizó un trabajo bueno, consistente.
— ¡Santos inocentes! -exclamó Hoskins.
— Ya ve -dijo Marmie, dando masaje al hombro de Hoskins-, ya ve, ya ve, ya ve. Ya ve -añadió por fin.
— ¡Que me cuelguen! -dijo Hoskins.
Ahora escuche -continuó Marmie, frotándose el cabello hasta que se levantó a mechones como el penacho de una cacatúa-, vayamos a lo que importa. Comprobemos mi cuento.
— Bueno, pero...
— No quedará fuera de la capacidad de Rollo -le aseguró Torgesson-. Muy a menudo le leo trozos de las mejores narraciones de ciencia ficción, incluidos muchos cuentos de Marmie. Sorprende ver cómo mejoran algunos
— No es eso -respondió Hoskins-. Cualquier mono escribiría una ciencia ficción bastante mejor que algunos colaboradores que he tenido. Pero el cuento de Tallinn tiene una extensión de trece mil palabras. El mono tardará una eternidad en escribirlo.
— De ningún modo, señor Hoskins, de ningún modo. Yo le leeré el cuento, y en el punto crucial le dejaremos que continúe él.
Hoskins cruzó los brazos.
— Entonces, dispare. Estoy dispuesto.
— Yo -dijo Marmie- estoy más que dispuesto.
Y cruzó los brazos a su vez.
El pobre Rollo permanecía sentado, allí, peludo fardito de desdicha cataléptica, mientras la suave voz del doctor Torgesson subía y bajaba al compás de una batalla de naves espaciales, con las subsiguientes luchas de los terrestres cautivos por recobrar la nave perdida.
Uno de los personajes salía del casco de la nave espacial, y el doctor Torgesson seguía los extravagantes acontecimientos con suave arrobo, leía:
— «.. .Stalny se quedó helado en el silencio de las estrellas eternas. El dolor de la rodilla le desgarraba la consciencia mientras esperaba que los monstruos oyeran el choque sordo y...»
Marmie tiraba desesperadamente de la manga del doctor Torgesson. Este levantó la vista y desconectó al pequeño Rollo.
— Eso es -dijo Marmie-. Mire usted, profesor, es aquí, poco más o menos, donde Hoskins mete sus deditos viscosos en la masa. Yo continúo la escena fuera de la nave espacial hasta que Stalny triunfa y la nave vuelve a manos de los terrestres. Luego entro en explicaciones. Hoskins quiere que interrumpa esa escena exterior, me meta dentro de nuevo, detenga la acción por espacio de dos mil palabras, y luego vuelva a salir. ¿Ha oído jamás una porquería semejante?
— ¿Y si dejáramos que decidiese el mono? -propuso Hoskins.
El doctor Torgesson conectó nuevamente al animalito, y un dedito negro y encogido se acercó vacilante a la máquina de escribir. Hoskins y Marmie se inclinaron simultáneamente, juntando dulcemente las cabezas casi encima mismo del caviloso cuerpo de Rollo. La máquina marcó la letra e.
— E -alentó Marmie, con un signo afirmativo.
— E -convino Hoskins.
La máquina de escribir marcó una n, y luego siguió a un compás más rápido: «en medio de la accion stalny aguardaba con desam paradoho rror que las esco tillassea briesen yper mitiesen que laroos emergiera implacable...>
— Al pie de la letra -decía Marmie arrobado.
— En verdad que tiene su estilo dulzón.
— A los lectores les gusta.
— No les gustatía si no tuvieran la edad mental de... -Hoskins se interrumpió.
— Siga -encareció Marmie-, dígalo. Dígalo. Diga que tienen el coeficiente intelectual de un niño de doce años, y yo citaré sus palabras en todas las revistas de la nación.
— Caballeros -intervino Torgesson-, caballeros. Trastornarán al pequeño Rollo.
Los tres fijaron nuevamente la atención en la máquina, que seguía tecleando rápidamente: «...las estrellas girabanen sus poderosas órbitas mientras lossenti dos vueltosha ciala tierra de stalny seempe ñabanen quela giratoria nave se quedara quieta.»
El carro de la máquina retrocedió para empezar otra línea. Marmie contenía la respiración. Si había de tener el susto en alguna parte, lo tendría aquí...
Y el dedito del mono se movió y marcó. Roskins bramó:
— ¡Un asterisco!
Marmie murmuró:
— Un asterisco...
Torgesson preguntó:
— ¿Un asterisco?
Y a continuación vino toda una línea de asteriscos.
— Asunto resuelto, amigo -dijo Hoskins. Y le explicó rápidamente a Torgesson, que abría unos ojos pasmados-. Marmie suele utilizar una línea de asteriscos cuando quiere indicar un cambio de escena radical. Y eso, un cambio radical de escena es lo que yo quería.
La máquina de escribir atacaba un nuevo párrafo:
«dentro dela nave...»
— Apague, profesor -pidió Marmie.
Hoskins se frotaba las manos.
— ¿Cuándo tendré la revisión, Marmie?
— ¿Qué revisión? -preguntó fríamente el aludido.
— Ya ha visto la versión del mono.
— Claro. Yo le he traído aquí para que viera lo que acaba de ver, precisamente. Que el pequeño Rollo es una máquina; una máquina fría, brutal, lógica.
— ¿Y qué?
— Y un buen escritor no es una máquina. El no escribe con la cabeza, sino con el corazón. El corazón -repitió Marmie golpeándose el pecho.
Hoskins gimió:
— ¿Qué está haciendo conmigo ahora, Marmie? Si me suelta el rollo ese del escritor «que pone el corazón y el alma» me veré obligado a vomitar aquí mismo, en seguida. Dejemos que el asunto descanse sobre la base de «yo escribiría cualquier cosa que se presentase, por dinero».
— Escúcheme un minuto nada más -insistió Marmie-. El pequeño Rollo corrigió a Shakespeare. Lo ha hecho notar usted mismo. El pequeño Rollo quería que Shakespeare escribiera «una hueste de conflictos», y desde su punto de vista de máquina, tenía razón. Una «mar de conflictos», dadas las circunstancias, es una metáfora mixta. Pero ¿no cree usted que Shakespeare también lo sabia? Y es que, sencillamente, Shakespeare sabía cuándo hay que faltar a las normas; ni más ni menos. El monito Rollo es una máquina que no puede faltar a las normas; un buen escritor sí puede, y debe. «Mar de conflictos» es más expresivo, tiene sonoridad y fuerza. Al diablo con la metáfora mixta.
»Pues bien, cuando usted me dice que cambie de escena, sigue las reglas mecánicas de sostener la intriga; y, por consiguiente, el pequeño Rollo está de acuerdo con usted. En cambio yo sé que debo romper las normas para mantener el profundo impacto emocional del final del cuento, tal como yo lo veo. De lo contrario, realizaría un producto mecánico que una computadora podría fabricar.
Hoskins objetó:
— Pero...
— Adelante -le incitó Marmie-, vote a favor de lo mecánico. Diga que el pequeño Rollo es tan buen director como usted llegaría a ser jamás.
Hoskins respondió, con un trémolo en la garganta:
— Está bien, Marmie, me quedaré el cuento tal como está. No, no me lo dé; envíelo por correo. Yo tengo que buscar un bar, si no le importa.
El hombre se caló el sombrero con fuerza y dio media vuelta para salir. Torgesson le gritó:
— No hable a nadie de mi monito Rollo, por favor.
La respuesta vino por el aire, a caballo de un fuerte portazo.
— ¿Cree que estoy loco...?
Cuando estuvo bien seguro de que Hoskins se había marchado, Marmie se frotó las manos extasiado.
— El cerebro, eso es lo que ha triunfado -dijo, hundiéndose el pulgar en la sien tan profundamente como pudo-. Esta venta la he gozado de veras. Esta venta, profesor, vale por todas las demás que haya conseguido en mi vida. Por todas las demás juntas. -Y se dejó caer gozosamente en la silla más cercana.
Torgesson se subió al pequeño Rollo al hombro, diciendo mansamente:
— Pero, Marmaduke, ¿qué habría hecho si el pequeño Rollo hubiese escrito la versión de usted y no ésa?
Una expresión de enojo cruzó la faz de Marmie.
— Pues, ¡maldita sea! -exclamó-, eso es precisamente lo que yo pensaba que ocurriría.
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Las tres leyes robóticas 1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Leyes. Manual de Robótica 1 edición, año 2058
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